Perros e hijos de perra - descargar.lelibros.onlinedescargar.lelibros.online/Arturo...

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«He tenido cinco perros. Nohay compañía más silenciosay grata. No hay lealtad tanconmovedora como la de susojos atentos, sus lengüetazosy su trufa próxima y húmeda.Nada tan asombroso como laextrema perspicacia de unperro inteligente. No existemejor alivio para lamelancolía y la soledad quesu compañía fiel, la seguridadde que moriría por ti,sacrificándose por una cariciao una palabra.»

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Perros de presa adiestradospor gente sin escrúpulos, unchucho mejicano tuerto ydigno, el fila brasileño que noera un asesino, Jemmy yBoxer, que cruzaron el Vallede la Muerte con la BrigadaLigera, el perro flaco ybastardo de la batalla deRocroi, o Sherlock, el teckelde pelo fuerte y sólidossilencios, son algunos de losprotagonistas en los artículosescritos por Arturo Pérez-Reverte entre 1993 y 2014que se recogen en esta

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antología, ilustrada por elpintor Augusto Ferrer-Dalmau.«Ningún ser humano vale loque un buen perro. Cuandodesaparece un perro noble yvaliente, el mundo se tornamás oscuro. Más triste y mássucio.»Arturo Pérez-Reverte

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Arturo Pérez-Reverte

Perros ehijos de

perra

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A Carlota

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«Ha habido perros tanagradecidos que se

han arrojado con loscuerpos difuntos de sus

amos en la mismasepultura. Otros han

estado sobre lassepulturas donde

estaban enterrados susseñores, sin apartarse

de ellas, sin comer,hasta que se les

acababa la vida.»MIGUEL DE

CERVANTES, Elcoloquio de los perros

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«Era leal y fiel,cualidades que nacenjunto al fuego y bajo

techo; pero conservabatambién su inteligencia

y su fiereza.»JACK LONDON, La

llamada de lo salvaje

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Durante la mitad de mi vidaconviví con perros, y de ellos heaprendido mucho de cuanto sé, ocreo saber, sobre las palabrasamor, desinterés y lealtad. Éstasno son frecuentes entre loshumanos, al menos las dosúltimas; y desde luego, tampocola primera, amor, en el sentido enque podemos aplicarla a esosnobles animales. Podríaresumirlo afirmando que nuncaconocí entre los seres humanos,como en los cinco perros quehasta hoy pasaron por mi vida, un

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amor tan desinteresado y tan leal.Tan conmovedoramente fiel.

Este libro recoge, ordenadosmás o menos cronológicamente,algunos de los artículos que,según puedo recordar, escribísobre perros entre 1993 y 2014.No son demasiados, aunquereflejan bien lo que significanpara mí. Varios de los textos estándedicados a episodios perrunosconcretos, donde ellos sonprotagonistas. En otros,orientados a diversos asuntos,figuran sólo como personajessecundarios. Sin embargo, todos

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estos artículos se encuentranunidos por un sólido vínculocomún: la mirada que los perrosque amo y amé dejaron en mí,referida a su mundo y el mío.Anécdotas de fidelidad, decoraje, de soledad, de tragedia,de alegría. Historias que quienconoce a los perros sabrá sinduda apreciar en lo que valen, ycuanto significan.

Agradezco a mi editora PilarReyes esta recopilación, y a miamigo el pintor de batallasAugusto Ferrer-Dalmau, siempreentusiasta y generoso, las

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magníficas ilustraciones queacompañan el texto y el retratodel teckel Sherlock que figura enla portada.

A. P.-R.

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ÉL NUNCA LOHARÍA

Un perro ovejero pequeño, feoy valiente, nos tuvo detenidos unavez a varios automóviles duranteun rato, porque una oveja de surebaño estaba rezagada,mordisqueando hierba en lacuneta. Y el chucho seguía quietoen medio de la carretera como unimpasible don Tancredo, con unojo en los automóviles y otro enla mala pécora, sin moverse hasta

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que la tipa cruzó por fin. Entoncesle tiró una rutinaria dentellada alos cuartos traseros y se fuedetrás, con un trotecillo chulito yla satisfacción del debercumplido. Fueron dos o tresminutos en que no se oyó ni unsolo bocinazo. Impresionados apesar nuestro, arrancados por unmomento a la prisa y laimpaciencia, ninguno de los diezo doce conductores detenidospudo evitar rendir ese pequeñohomenaje al valor concienzudodel animal. Aquel chucho era unprofesional.

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Hay muchas historias propiasy ajenas con perros comoprotagonistas. En un hospital deLugo, por ejemplo, uno cuyodueño murió hace siete mesessigue viviendo en la puerta,después de recorrer varioskilómetros persiguiendo laambulancia en la que su amoagonizaba. Llegó exhausto, conlas patas heridas por la carrera, yallí continúa, esperando verlosalir. Las enfermeras y losvigilantes del hospital, que ahorale dan comida y lo cuidan,ignoran su nombre y lo llaman

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Calcetines. Ésa es una historiacon final feliz, o casi, pero otrasno lo son tanto. En BorovoNaselje, en la antigua Yugoslavia,una mujer que fue violada por losserbios ante la pasividad de susvecinos me contaba que el únicodefensor que tuvo al escuchar susgritos fue su perro, un pastoralemán que estuvo peleando en lapuerta de su casa y en el vestíbuloy en la escalera hasta que losagresores lo mataron de un tiro.

El mío es un labrador negro,macho, y se llama Sombra.Durante mucho tiempo, cuando el

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arriba firmante volvía de nochemás flaco y sin afeitar, con unamochila al hombro, de uno deesos territorios comanches dondese ganaba el pan, Sombra salía aljardín enloquecido de entusiasmo,moviendo el rabo y gimiendocomplacido, a frotarse contra mispiernas y a tumbarse en el suelo,patas arriba, para que loacariciase. Nunca tuvo un ladridoa destiempo, un gruñido ni un malgesto. Y ahí sigue. Se quedaquieto y silencioso, mirándomecon sus ojos oscuros y fieles,pendiente de una voz o una

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caricia. Incluso cuando algunaperra en celo o su instinto delibertad lo llaman lejos y seescapa, y vuelve al cabo devarias horas sucio, sediento yfatigado, con el rabo entre laspiernas porque sabe que le esperauna buena bronca o una zurra porgolfo y por putero, lo hacehumildemente, dispuesto allevarse lo suyo, mirándome conesos ojos leales que te desarman.Ya es viejo —tiene doce años—y morirá pronto, supongo. Es unbuen perro y lo echaré de menos.Y estoy seguro de que a mí, que

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no tengo precisamente unalágrima fácil, ese chuchopuñetero me hará llorar.

En fin. Humedades sensiblesaparte, todo esto viene a cuentoporque hoy es el primer domingode las primeras vacaciones decualquier verano. Y porque aestas horas, estoy seguro, por lascarreteras de este país vagancientos de perros desconcertados,exhaustos, siguiendo la línea deasfalto por la que se fueron losdueños que los abandonaron.Pues el perro supone un incordiopara las vacaciones. Una cosa es

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el cachorro gracioso para losniños, que se mete en cualquierparte, y otra el grandullón al quehay que vacunar, alimentar,albergar, y que te fastidia con supresencia incómoda el viaje enautomóvil a la costa, o al pueblo.Así que al abuelo se le mete en unasilo —ya escribí de eso otrasveces—, y al perro se lo lleva aun paraje lejano, se abre la puertay se le dice, sal, Tobi, juega unpoco. Después, el propietarioacelera y se larga, sin mirarsiquiera por el retrovisor. Libredel jodío chucho.

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¿Se acuerdan de aquelanuncio estremecedor, un perroabandonado en mitad de unacarretera, bajo la lluvia, sus ojoscansados y tristes, bajo el rótulo:Él nunca lo haría…? Es cierto.Él nunca lo haría, pero buenaparte de nosotros sí. Igual ustedmismo, respetable lector, acabade hacerlo. ¿Y sabe lo que ledigo? Pues que, de ser así, ojaláse le indigeste esa paella por laque van a clavarle veinte milpesetas en el chiringuito, o se lepinche el flotador del pato y seahogue, cacho cabrón. Porque ya

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quisiéramos los humanos tener unápice de la lealtad y el coraje deesos chuchos de limpio corazón.No recuerdo quién dijo aquellode que cuanto más conozco a loshombres más quiero a mi perro;pero es cierto. Al suyo, al mío. Aver si lo dejo claro. A cualquierperro.

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LA MIRADA DEUN PERRO

No suelo comentar cartas delectores, cuando responden a misartículos. Creo haber dichoalguna vez que, si uno se reservael derecho de disparar a vecescontra cuanto se tercia, también elprójimo debe ejercer la facultadde mentarle a uno sus muertosmás frescos. Son las reglas deljuego, y de nada valdría apuntarque este o aquel lector no han

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entendido lo que pretendía decir,entre otras cosas porque, salvo encasos de auténtico encefalogramaplano, lo que el arriba firmanteteclea en estos artículosdominicales lo puede entendertodo cristo. Otra cosa es queestemos o no de acuerdo; pero siel suprascrito —o sea, yo—pretendiera estar de acuerdo contodos ustedes, o conseguir eseacuerdo convenciéndolos de algo,me dedicaría a sonreírles todo elrato con la cara que pone, porejemplo, mi siempre admiradoJavier Solana, el mediador de la

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guerra de los Balcanes, que nomedió nunca una puñetera mierda.Y que por cierto ahí sigue,emboscado y sin hacer olas, desecretario general de la OTAN,maquillándose con cemento elmorro cada mañana. Pero yo notengo la cara de Javier Solana, yese tipo de sonrisa se me da fatal.Me salen patas de gallo.

Toda esta introducción, oproemio, viene al hilo de unascartas. En las dos últimassemanas he recibido varios kiloslamentando el escaso aprecio queen algunos de mis artículos hago

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de la vida humana, que a juicio departe de la peña es sagrada,inalienable, intocable yrespetable. Y, bueno. Consignadolo dejo, para que conste. Pero,¿saben?, durante mucho tiempoanduve por sitios donde la vidahumana, con todo su golpe desagrada, necesaria y trascendente,importaba literalmente un carajo.Y no sé; cuando se ha ido, porejemplo, cada día durante mesesa la morgue de Sarajevo o Beirutdurante los bombardeos, a fin dedarles a ustedes la oportunidad dehacer zapping entre el fútbol y

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algún programa de pedorras desobremesa, pues en fin. No sé.Eso de que somos tal, y somoscual, y somos tan importantes ytrascendentes no se ve tan clarocomo a este lado de la barrera.Una vez —fue el 5 de abril de1977—, estuve en una colina deun lugar llamado Tessenei dondehabía, así, a ojo, doscientos otrescientos muertos en diversasposturas y estados; y hasta horasantes algunos de ellos habían sidoamigos míos. No sé si todosustedes han visto doscientos otrescientos muertos juntos; pero

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les aseguro que, bueno. Despuésllegas a Madrid y ves a un fulanosacando pecho con el Bemeuve, ya la rubia que pisa fuerte, y al delteléfono móvil ordenándole a suagente de Zúrich o San Franciscocomprar acciones de la OilCompany, o a mi amiga Catalinaque vive en las montañasdiciendo que toda vida essagrada, y claro. Te descojonasde risa.

Ignoro el número deHitlercitos en potencia de quienesla Humanidad se salva gracias alíndice anual de abortos en el

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mundo. No sé cómo se aplica elporcentaje de hijos de puta y depersonas decentes a los índicesde natalidad; si vamos alcincuenta y el cincuenta porciento, al diez y el noventa, o loque diablos sea. Lo único que sé,fijo, es que el azar tiene muy malaleche y muchas ganas de broma,que la existencia del génerohumano tiene de sagrado lo queyo de vocación budista, y queayer un fulano al que conozcomuy bien mató a su perro. Quedespués de trece años juntos,hecho polvo e inválido el chucho

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de las patas traseras, le cogió lacabeza entre las manos, y el viejolabrador estuvo moviendo el raboy mirándolo a los ojos hasta elfinal, llevándose su cara, susonrisa y sus cinco litros delágrimas como última imagen deesta vida. ¿Y saben lo que lesdigo?… Podría desaparecer laHumanidad entera. Podríandiezmarnos las catástrofes y lasguerras y caer chuzos de punta eirnos todos a tomar por saco, y elplaneta Tierra no perdería grancosa. Al contrario: ganaría enarmonía natural y en alivio. Pero

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cada vez que desaparece unanimal silencioso, bueno y lealcomo era el perro del que leshablo —se llamaba Sombra—,este mundo de mierda resultamenos generoso, menos habitabley menos noble.

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SOBRECACHORROS Y

NIÑOS

Una vez tuve un amigo negro,silencioso y fiel como unasombra, al que, a pesar deltiempo transcurrido desde que sedurmió en mis brazos, todavíasigo buscando con la mirada cadamañana al despertarme, en surincón favorito del jardín. Aveces sueño con él; y otras veces,

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despierto, imagino que seencuentra en ese lugar magnífico—un prado cubierto de floreshermosas— donde van adescansar los perros buenos yvalientes: allí donde sólo hayagua limpia y fresca, huesos conmucho tuétano y perras guapasque siempre están en celo. Ya séque como paraíso canino suenaalgo prosaico, pero estoy segurode que cualquier perro prefiereeso a un sitio lleno de ángelestocando el arpa y bibliotecas conlas obras completas de MarcelProust.

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Desde hace unos días, está denuevo en casa. Algo cambiado, escierto; pero no cabe duda de quees él. De pronto se le han quitadode encima los achaques de treceaños de vida, esa pesada ydolorida torpeza de los últimosmeses que pasamos juntos. Susojos melancólicos ya no mirancon tristeza, pero sí con la mismaatención, idéntica curiosidad quemostraban en los primerostiempos, cuando era joven yvigoroso. Ahora lo es de nuevo.Otra vez tiene mes y medio y esun cachorro de labrador fuerte y

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sano que va marcando elterritorio que tanto conoce, peroque por alguna razón quieredescubrir de nuevo, con rigurosasmeadillas para dejar las cosasclaras. Mide apenas dos palmos yparece de peluche, pero suscolmillos, todavía finos comoagujas, ya los ejercita aconciencia, el cabroncete, encuanta madera y cuero encuentraen las incursiones de comandoque lanza en cuanto le quitas lavista de encima. Adora roercables de la luz y cordones dezapatos como si estuviera

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majareta. Cuando se sienteinseguro en lo alto de la escaleragime lastimero, pero ayer ladrópor primera vez con un ladridominúsculo, agudo y bravo, cuandose cabreó porque nadie atendíasus demandas de juego. Ahora sellama como el hijo de Milady enVeinte años después: un nombresonoro y temible, Mordaunt, queacentúa todavía más, porcontraste, su aspecto de cachorrocuando duerme arropado en sumanta o resbala, torpe, haciendouna insólita pirueta en el suelo.Pero cuando miro sus ojos

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grandes y oscuros sé que denuevo es él, y que ha vuelto.

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Pensaba en mi perro cuandovi pasar una fila de niños por lacalle. Debían de tener cuatro ocinco años e iban cogidos de lamano, por parejas, quince oveinte bajo la vigilancia de tresprofesoras que corrían de punta apunta de la fila, pastoreandocomo podían aquella tropaenfundada en anoraksmulticolores, con pequeñasmochilas a la espalda. Elespectáculo era muy divertido:como un grupo de locosdiminutos, que es lo queliteralmente parecen los críos a

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esa edad, se movían tan pequeñosy torpes como mi cachorrillo. Depronto los primeros se paraban ytodos los que venían detráschocaban unos con otros. Algunosgritaban, otros lloraban, a aquélle limpiaba los mocos una de lasmaestras. El de allá iba marcandomuy serio el paso como siestuviera en un desfile, éste ibahablando solo, la rubita acababade deshacerse el lazo del pelo,una pareja seguía andando cogidade la mano con aire muyresponsable y el último se habíasentado en un charco. Mientras

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tanto, uno acababa de darse a lafuga hacia el semáforo máspróximo, corriendo como unabala, y una cuidadora corríadespavorida a atraparlo antes deque un automóvil lo hicierapicadillo.

Los estuve siguiendo un ratopor disfrutar del espectáculo,hasta que, para alivio de laspobres maestras, la tropa fuepuesta a buen recaudo en unautocar. Y recuerdo que,viéndolos irse, pensé qué diablosles depararía el futuro. Cuántosde esos enanos chalados, me

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pregunté, serán con el tiempoguapos, feos, buenos y malos,triunfadores o fracasados, feliceso no. Cuántos justificarán elhecho de su creación, engorde ysupervivencia, y cuántos seconvertirán en perfectos hijos deputa con los que más hubieravalido que la maestra no llegara atiempo al semáforo. En cualquiercaso, asociando mi cachorro conaquella renacuaja tropa, tuve unacerteza: a esa edad no importaque seamos capaces de lo peor.No importan la infelicidad, elerror, la muerte y la derrota. No

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importa que a menudo nosveamos atrapados en una bromade mal gusto diseñada por el azaro por un relojero cósmicodesprovisto de sentimientos. Acada instante se pone a cero elcontador, y el ser humano tiene undon maravilloso: la oportunidadde empezar, e intentarlo de nuevo.

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UN CHUCHOMEJICANO

La historia me la contó haceunos días Sealtiel Alatriste, queademás de ser durante muchosaños mi editor centroamericano,prestó su apellido para ciertoespadachín del XVII que tal vezalgunos de ustedes conozcan.Estábamos Sealtiel y el arribafirmante en una cantina de MéxicoD. F., con una botella deHerradura Reposado y unos

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mariachis cantando Mujeresdivinas, que siempre nos ponenostálgicos; la misma canción quea don Ibrahim —ese compadre dela Niña Puñales y del Potro delMantelete en La piel del tambor— le despertaba en Sevillaañoranza de su juventud caribeña,portales de Veracruz y playas deAcapulco, el reloj deHemingway, María Bonita y todala parafernalia. Estábamos allí,les decía, ya con el nivel deltequila por debajo de la línea deflotación de la botella, y Sealtielse puso a contarme cosas. Y entre

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ellas, la vida de Sami.Sami es un perro callejero

que vagabundea por la coloniadel Valle de la capital mejicana,donde vive Sealtiel. Cuandoluego quise verlo, comprobé quese trata de un esmirriado chuchoblanco con manchas negras, amedio camino entre un zorrillo yun pastor alemán, con un toquechusma. No es de esos canes queladran a la gente, ni se acerca aolisquear a las señorasdejándoles manchas húmedas enel trasero, ni se aferra a la piernade una transeúnte e intenta

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violarla dale que te pego, comohacen otros. Tampoco guarda lasformas por educación, o timidez.Se trata de un perro misántropo ypoco sociable, que no se haceilusiones y se resigna a levantarla pata de vez en cuando paramarcar un territorio que sabeperfectamente no le perteneceráen su puñetera vida. Tal vez poreso —me informó Sealtiel—Sami, que es chucho pacífico,mostró siempre una radicalconciencia de clase al pelearseexclusivamente, echándolehuevos al asunto, con todos y

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cada uno de los perros de razadel barrio, grandes y bienalimentados, a los que sus dueñossacaban a pasear. Y claro. Undanés grande como un castillo lesacó un ojo.

Los vecinos se dieron cuentapor casualidad, pues Sami no sequejaba. Anduvo por la coloniatuerto y callado hasta que unavecina se dio cuenta, ycompadeciéndose de él recolectóalgunas decenas de pesos parallevarlo en su coche alveterinario. Y ahí Sami estuvobien charro y valiente, muy a la

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altura de las circunstancias: nomordió a nadie, ni orinó donde nodebía, y ni siquiera dijo ándele, ohíjole, o guau, que es lo menosque un perro mejicano puededecir en tales casos. Silencioso yestoico, fue devuelto a la callevendado, cosido y curado, comosi volviera con Villa de la tomade Zacatecas. Y los vecinos,impresionados por las manerasdel chucho, empezaron ainteresarse por él, a cooperar ensu restablecimiento con huesos ymedicinas. Gente que sólo seconocía de vista, que no se había

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dirigido nunca la palabra antes,se paraba en la calle a preguntarpor Sami; y, como consecuencia,a interesarse los unos por losotros. La cosa se acentuó cuandoa Sami lo atropelló un coche. Unequipo de emergencia compuestopor la dueña de la librería de laesquina, un señor a quien llamanEl Licenciado —todos losvecinos ignoran su nombre— y laescritora Verónica Murguía, quetambién vive allí, lo envolvieronen una colchoneta y lo llevaron alveterinario; donde un par devecinos más acudieron a

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interesarse por su estado, y antesde que entrara a cirugía le dieronuna apresurada sesión detransmisión de energía positivallamada reiki, ante el asombro delos veterinarios. Y se quedarontodos afuera, fumando, esperando,mientras a Sami lo operaban avida o muerte.

Salió de ésa. Perdió la cola,tiene la pelvis hecha cisco ycojea. Lo he visto, y les aseguroque es una mierda de chucho;pero sigue vivo, come, defecatrabajosamente en las aceras,pasea su melancólica figura de

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veterano marginado, tuerto y llenode cicatrices, por las calles de lacolonia del Valle, y cuando suenala alarma de algún coche se ponea ladrar acompañándola, como side ese modo quisiera pagar sudeuda con el vecindario. Pero elnúmero de gente que se detiene ahablar de él ha aumentado. Suscopropietarios se han convertidoen una especie de cofradíaextravagante, sentimental, que enuna ciudad áspera y dura como esel Deefe, donde cada cual va a suavío y no hay quien de nochecircule a pie por miedo a un

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asalto o a un mal encuentro, sedetienen a hablar, sonríen, sesaludan, se interesan unos por lavida de los otros. Ése es elmilagro de Sami: los hizo a todosmejores, y lo saben. El chucho.

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CUENTO DENAVIDAD

Parecían dos perros mojadosbajo la lluvia. Érase una ciudadgrande, como las de ahora, y lapolicía les había precintado elpiso, y ya no tenían un duro parapagar una pensión. Exactamenteigual que en los cuentos deNavidad que tienen comoprotagonistas a desgraciadoscomo ellos. Hacía un frío delcarajo, dijo él mientras buscaban

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un portal en condiciones donderefugiarse del aguanieve. Habíaun abeto iluminado al final delbulevar, donde El Corte Inglés, ysus luces se confundían con lossemáforos y su reflejo en elasfalto mojado, con el destellofrío y trágico de una ambulanciaque pasaba en la distancia,demasiado lejos para que pudieraoírse la sirena. Una ambulanciamuda, con destellos de tragediaurbana. Las ambulancias y loscoches de la policía y los depompas fúnebres, se dijo élviendo desaparecer el destello,

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son igual que pájaros de malagüero. Vehículos con muy malaleche.

Lo mismo aquella noche laambulancia iban a necesitarlaellos. Porque, como ustedes yahabrán adivinado, la mujer, lajoven, estaba fuera de cuentas, ocasi. Caminaba con dificultad,entreabierto el abrigo sobre labarriga, llevando en una mano labolsa llena de ropa para el quevenía de camino, y en la otra unamaleta de ésas que, a fuerza dehaber ido a tantos sitios, ya notienen aspecto de ir a ninguna

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parte.—Me cago en todo —dijo él.

Y ella sonrió, dulce, mirándole elperfil duro y desesperado, elmentón sin afeitar. Sonrió dulceporque lo quería y porque estabaallí, con ella, en vez de haberdicho adiós muy buenas ybuscarse la vida en otra parte,con otra chica de las que no seequivocan al anotar con lápiz rojodías en el calendario.

De vez en cuando se cruzabancon transeúntes apresurados, deesos que siempre aprietan el pasoen Navidad porque tienen prisa

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en llegar a casa. Una mujer deedad se apartó al paso de él,mirando con desconfianza su airesombrío, la mugrienta mochilaque cargaba a la espalda, los dosbultos húmedos atados concuerdas, uno en cada mano.Después, un yonqui flaco ytembloroso les pidió cinco durosy, sin obtener respuesta, lossiguió un trecho por la acera,caminando detrás, con airealelado y sin rumbo fijo. Uncoche de la policía pasódespacio, silencioso. Desde laventanilla, los agentes les echaron

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un desapasionado vistazo a ellosy al yonqui antes de alejarse calleabajo.

—Me duele otra vez —dijoella.

Como era previsible desdeque empecé a contarles estahistoria, buscaron un portal paradescansar. Había uno concartones en el suelo, y unmendigo, hombre o mujer, quedormía envuelto en una manta,bulto oscuro en un rincón queapenas se movió con su llegada.Entonces a ella le dolió otra vez.Y otra. Y él miró a su alrededor

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con la angustia pintada en la cara,y vio al yonqui flaco que losmiraba de pie en la entrada delportal. Entonces buscó en elbolsillo y le arrojó su últimamoneda de veinte duros.

—Busca a alguien que nosayude —le dijo—. Porque éstaquiere parir.

Entonces ella empezó a llorary gritar y él tuvo que cogerle lamano y ahuecarle un nido entrelas piernas con su propiochaquetón y volver a mirar entorno con resignacióndesesperada. Y sólo vio la

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entrada del portal vacía y unsemáforo con la luz roja fundida,alternando ámbar y verde, ámbary verde, y al mendigo que selevantaba de bajo la manta dondehabía estado durmiendo con unperrillo, un chucho pequeño ymestizo entre los brazos, y seacercaba a mirarlos concuriosidad, mientras el perrolamía con suaves lengüetazos unade las manos de la chica. Y él,sosteniendo la otra entre lassuyas, blasfemó despacio y aconciencia, en voz baja, hasta quesintió sobre los labios la mano

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libre, los dedos de ella.—No digas esas cosas —le

susurró, crispada la voz por eldolor—. O nos castigará Dios.

Él soltó una carcajada broncay amarga que hizo ladrar breve yseco al perro, sorprendido.Entonces llegó el yonqui con unpolicía, uno de los que anteshabían pasado en el coche. Y ellasintió, de pronto, una presencianueva y cálida, un llanto pequeñoy débil entre las piernas. Yexhausta, en un instante de lucidezy paz, se dijo que quizá a partirde ese momento el mundo sería

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mejor, distinto. Como en loscuentos de Navidad que leíacuando niña.

Él sacó un arrugado paquetede cigarrillos y fumaron loscuatro hombres, mirándola,mientras a lo lejos se escuchabala sirena de una ambulanciaaproximándose. Entonces ella sedurmió dulcemente, agotada yfeliz, sintiendo latir entre losmuslos ensangrentados aquellanueva vida aún húmeda y tibia. Yalrededor, protegiéndolos delfrío, les daban calor el perrillo,el mendigo, el yonqui y el policía.

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DOSPROFESIONALES

Calle Preciados de Madrid.Media tarde. Corte Inglés y todoel panorama. Gente llenando lacalle de punta a punta con eladobo cotidiano de mendigos,vendedores y carteristas. Losmendigos me los trajino bastantea casi todos, en especial a los quese relevan con exactitud casimilitar en las bocas delaparcamiento, porque unos me

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caen bien y otros me caen mal, y aunos les doy siempre algo y aotros ni los miro; sobre todoporque me quema la sangre verlea un menda joven y sano la manotendida por la cara y con tan pocoarte, habiendo tomateras en ElEjido y en Mazarrón y tantanecesidad de albañiles en el ramode la paleta. El caso es que justoen mitad de la calle,interrumpiendo el paso de todocristo frente a la terraza de un bar,hay un hombre joven arrodilladocon las manos unidas ysuplicantes, la frente contra el

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suelo y una estampa del SagradoCorazón entre los dedos. «Unalimosna, por el amor de Dios —dice—. Tengo hambre. Tengomucha hambre». Lo repite con unaangustia que parece como si elhambre le retorciera las tripas enese preciso instante; o como situviera, además, seis o sietehuérfanos de madre aguardandoen una chabola a que llegue supadre con unos mendrugos depan, igual que en las películasitalianas de los años cincuenta.En realidad lo de tengo hambreno lo dice sino que lo berrea a

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grito pelado, con una potencia devoz envidiable que atruena lacalle y hace sobresaltarse aalgunas señoras de edad y a unosturistas japoneses, que incluso sedetienen a hacerle una foto paraluego poder enseñar a susamistades, en Osaka, laspintorescas costumbresespañolas. Y no me extraña queese fulano tenga hambre, pienso,porque llevo año y medioviéndolo en el mismo sitio cadavez que paso por allí, arrodilladocon las manos en oración ygritando lo mismo. Podría irse a

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su casa, me digo, y comer algo.Lo mismo debe de pensar un

tipo que se ha parado junto alpedigüeño y lo mira. Se trata deun treintañero con barba que llevauna mochila pequeña ycochambrosa a la espalda, unaflauta metida en el cinturón de lostejanos hechos polvo, un perropegado a los talones —en vez decollar el perro luce un pañuelo alcuello, igual que John Wayne enRío Bravo—, y tiene pintaabsoluta de Makoki, o sea, entremacarra, pasota y punki,chupaíllo pero fuerte de brazos y

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hombros, con tatuajes. El caso esque el tipo y el perro se hanparado junto al que grita que tienehambre y lo miran muy de arribaabajo, arrodillado allí, la caracontra el suelo y las manosimplorantes. Y el Makoki ponelos brazos en jarras y mueve lacabeza con aire de censura,despectivo, y nos dirige miradasfuribundas a los transeúntes comoponiéndonos por testigos, hay quejoderse con la falta deprofesionalidad y de vergüenza,parece decir sin palabras y sindejar de mover la cabeza. Que

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uno sea un mendigo como Diosmanda, con su flauta y su perro, ytenga que ver estas cosas. Ycuando el arrodillado de laestampita, sin levantar la cara delsuelo, vuelve a vocear eso de«una limosna, por compasión, quetengo hambre», el Makoki ya nopuede aguantarse más y le dice envoz alta «pero qué morro tienes».Lo repite todavía un par de vecescon los brazos en jarras ymoviendo la cabeza, casipensativo; y hasta mira al perroJohn Wayne como si el chucho yél hubieran visto de todo en la

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vida, trotando de aquí para allá,pero eso todavía les quedara porver. Y cuando el arrodillado, quesigue a lo suyo como si nada,vuelve a gritar «tengo hambre,tengo hambre», el Makoki serebota de pronto y le contesta:«Pues si tienes hambre come,cabrón, que no sé cómo te pones apedir de esa manera». Y luegolevanta un pie calzado con unabota militar de esas de suelagorda, amagando como si fuera adarle un puntapié. «Asín te dabaen la boca», masculla indignado;y después, volviéndose de nuevo

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a la gente, nos mira a todos comodiciendo habrase visto quémiserable y qué poca vergüenza.Luego saca del bolsillo un par demonedas de veinte duros, se lasenseña al del suelo y le dice:«Pues si tienes hambre, tío,levanta que yo te pago una birra yun bocata». Pero el otro sigueechado de rodillas con laestampita y la cara pegada alsuelo como si no lo oyera; así queal fin el Makoki mueve la cabezadespectivo, chasquea la lengua, ledice al perro «venga, vámonos,colega», y él y John Wayne echan

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a andar calle arriba. De pronto elMakoki parece que lo piensa,porque se para y se vuelve otravez al pedigüeño que retoma sucantinela de tengo hambre, tengohambre, y le suelta de lejos: «Nipara pedir tienes huevos,hijoputa». Y luego echa a andarotra vez con su mochila y suflauta y su perro, pisando fuerte,como si afirmara cada uno escada uno, y a ver si noconfundimos una cosa con otra,que hasta en esto hay clases. JohnWayne lo sigue pegado a susbotas, el pañuelo de cowboy al

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cuello y meneando la cola, segurode sí. Y de ese modo los veo irsea los dos, amo y chucho, con lacabeza muy alta. Serios. Dignos.Dos profesionales.

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VERANO DEPERROS YABUELOS

Un ingenuo diría, a simplevista, que los perros y los abuelosabandonados no tienen gran cosaque ver unos con otros. Pero seequivoca. En esas fechas, cuandobuena parte de los españolesbusca tres o cuatro semanas de lafelicidad que ha descubierto enlos anuncios de la tele,

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amontonándose en una playa trascombinar, elegante pero informal,el Audi o el Mercedes con lasbermudas estampadas, laschanclas de goma y la riñonera,resulta que los perros y losabuelitos son también, a sumanera, protagonistasinvoluntarios de la faceta oscurade esa tragicomedia que serepresenta cada verano. Unaperipecia que sólo en aparienciaes inocente.

Basta echar un vistazo a losasilos —también llamadosresidencias en estos tiempos de

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no llamar a nada por su nombre—, o a las cunetas de lascarreteras, para confirmar queestamos en temporada alta dearchivar ancianitos y perros parairnos de vacaciones. Supongo —supongamos— que en el fondo noes maldad, sino algún sucedáneomás epidérmico: estupidez,inconsciencia, ignorancia,egoísmo. El impulso no esejecutar sentencias inapelables,sino mantenerlas en suspenso, demodo temporal, volviendo laespalda por unos días a loshechos y a las responsabilidades.

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Eso, por supuesto, no atenúa elcarácter de la infamia, pero sípermite anestesiar algunos de susefectos en la conciencia. «Yo nopretendía llegar a tanto», se dicecon frecuencia. «Era una solucióntemporal», puede añadirse aveces. O aquello tan socorrido de«yo nunca pensé que», lo cualtampoco suele quedar mal deltodo a la hora de justificar lascosas. Nosotros nunca pensamosque. Hasta que.

Concedamos atenuantes: esmala época. Respecto al perro,las residencias caninas son caras,

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y algunos ni siquiera saben queexisten. En cuanto a lassociedades protectoras deanimales, igual pidenexplicaciones o exigenresponsabilidades si uno se dejacaer por allí con el chucho. Lasolución es más sencilla: undescampado, la puerta abierta,baja, Tobi, échate una carrera porahí. Busca, Tobi. Busca. Después,en caso de que esa última carreradesesperada, con el animalquedándose atrás en el retrovisor,haya causado mucha impresión, elremordimiento se pasa rápido. Un

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poco de mala conciencia, unosllantos de los niños, como mucho.

En cuanto al abuelo, la cosaes más compleja. En primer lugarsuele ser más inteligente que elperro, y puede oler la tostada,resistiéndose como gato panzaarriba. Además, los ancianosacostumbran a tener ahorros,recursos a veces miserables peronunca del todo desdeñables queconviene, de un modo u otro,asegurar. Así que se trata deproceder con diplomacia ycautela, previa planificaciónmeticulosa con el consorte, la

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complicidad de los cuñados y, sies posible, de los niños. Vamos allevarlo a usted a una residenciade verano estupenda, papá, dondelo van a tener en la gloria. Sí, yaverás qué bien, abuelito. Ésa es laversión suave del asunto, aunqueexiste la de quédese un momentosentado, suegro, con esta monjitatan comprensiva y simpática, queyo voy por tabaco y ahora vuelvo.La implicación de los niños tiene,por otra parte, una ventaja. Asívan entrenándose para cuandosean adultos conresponsabilidades familiares y

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les llegue a ellos el turno,doloroso pero inevitable —lavida es difícil y todo eso—, deplanificar la encerrona.

Además, qué diablos. Nosiempre elige uno tener perro, niabuelo para toda la vida. En lodel perro, normalmente son losniños quienes insisten y claro, alfinal, por no darles un disgusto,terminamos aceptando elcachorrillo, que después crece yno puede dejársele encerrado encasa como al periquito, la tortuga,los gusanos de seda o el hámster.En cuanto al abuelo, los padres y

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los suegros, no se eligen, sino queson ellos quienes te engendran a tio te caen en suerte pormatrimonio. Encima, con eltiempo los viejos terminan nosiendo lo que eran. Se ensucian,gruñen y dan mucho la barrila.Por otra parte, nadie dice demandarlos a la cámara de gas, nia los ancianos ni a los perros.Tampoco hay que sacar las cosasde quicio. En caso del abuelo setrata sólo de un mes, aunque quizáno estaría de más, ya metido en laresidencia, prolongar un poco laestancia porque la verdad es que

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es un sitio estupendo y está muybien tratado, con gente de lamisma edad para hablar de suscosas. En cuanto al perro, puesbueno. Tampoco le pegas un tiro,que eso es de nazis. Se le dejasuelto en el campo, ya saben, lallamada de la selva. Para quepueda conocer a una perra yrehacer su vida.

Después sólo hay que olvidarmiradas. Esos ojos al soltarle lacorrea y decirle, venga Tobi,búscate la vida. Su último gestode fidelidad al ir a buscar, lejos,el palo que hemos arrojado para

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que nos dé tiempo a cerrar lapuerta del coche y escapar. Oesos ojos tristes y lúcidos que nosdevuelven un reproche silenciosomientras decimos «ahora vuelvo,papá», y que sentimos clavadosen nuestra espalda cuando nosalejamos hacia el coche dondeespera la familia. Miradas. A finde cuentas, se trata de un precioridículo: miradas a cambio defelicidad. Nada que las deliciasde Benidorm o Banús, la paellade Villajoyosa, las tetasbronceadas en la playa o la televista en bañador, con un cubata y

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la ventana del apartamentoabierta al mar, no borren en pocosdías.

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SOBRE PERROSE HIJOS DE

PERRA

Después de que un pitbullmatase a una mujer en LasPalmas, leí varios reportajessobre perros de presa. Uno deellos contaba cómo criadores sinescrúpulos y apostadoresclandestinos, alguno de los cualesse anuncia en revistasespecializadas y monta sus

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negocios ante la pasividadcriminal de las autoridades,organizan peleas de perros. Senarraba en él, con fuertes tintas,la crueldad del entrenamiento, laspalizas y vejaciones que seinfligen a los pobres animalespara convertirlos en asesinos;cómo empiezan a probarloscontra otros perros desde que soncachorros de cuatro meses ycómo algunos mueren trasaguantar peleas de hora y media.Pero el reportaje, que eraestremecedor, no me impresionóen su conjunto tanto como una

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frase del texto: «El perro, si veque su amo está a su lado, lo datodo».

Y, bueno. Algunos de ustedessaben que la vida que en otrotiempo me tocó vivir abundó aveces en atrocidades. Quierodecir con eso que tampoco elarriba firmante es de los que venun mondongo y dicen ay. Tal vezpor eso el horror y la barbarie meparecen vinculados a la condiciónhumana, y siempre me queda elconsuelo de que el hombre, comoúnica especie racional, esresponsable de su propio

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exterminio; y que al fin y al cabono tenemos sino lo que nosmerecemos, o sea, un mundo demierda para una especie humanade mierda. Pero resulta que conlos animales ya no tengo las cosastan claras. Con los niños tambiénme pasa, pero la pena se mealivia al pensar que los pequeñoscabroncetes terminarán, casitodos, haciéndose adultos tanestúpidos, irresponsables omalvados como sus papis. Encuanto a los animales, es distinto.Ellos no tienen la culpa de nada.Desde siempre han sido

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utilizados, comidos y maltratadospor el hombre, al que muchos deellos sirvieron con resignación, eincluso con entusiasmo yconstancia. Nunca fueronverdugos, sino víctimas. Por esosu suerte sí me conmueve, y meentristece.

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Respecto a los perros, nadieque no haya convivido con ellosconocerá nunca, a fondo, hastadónde llegan las palabrasgenerosidad, compañía y lealtad.Nadie que no haya sentido en elbrazo un hocico húmedointentando interponerse entre ellibro que estás leyendo y tú, endemanda de una caricia, o hayacontemplado esa noble cabezaladeada, esos ojos grandes,oscuros, fieles, mirar en esperade un gesto o una simple palabra,podrá entender del todo lo que mecrepitó en la sangre cuando leí

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aquellas líneas; eso de que en laspeleas de perros, el animal, si suamo está con él, lo da todo.Cualquiera que conozca a losperros sentirá la misma furia, y elasco, y la mala leche que yo sentíal imaginar a ese perro que siguea su amo, al humano a quienconsidera un dios y por cuyocariño es capaz de cualquiercosa, de sacrificarse y de morirsólo a cambio de una palabra deafecto o una caricia, hasta unrecinto cercado de tablas y llenode gentuza vociferante, demiserables que cambian apuestas

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entre copa y copa mientras sale alfoso otro perro acompañado deotro amo. Y allí, en el foso, a sulado, con un puro en la boca, oyeal dueño decirle: «Vamos, Jerry,no me dejes mal, ataca, Jerry,ataca, duro, chaval, no me falles,Jerry». Y Jerry, o como diablosse llame, que ha sido entrenadopara eso desde que era uncachorrillo, se lanza a la peleacon el valor de los leales, y sehace matar porque su amo lo estámirando. O queda maltrecho,destrozado, inválido, y obtienecomo premio ser arrastrado

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afuera y que lo rematen de un tiroen la cabeza, o que lo echen,todavía vivo, a un pozo con untrozo de hierro atado al cuello. Otermina enloquecido, peligroso,amarrado a una cadena comoguardián de una mina o un oscuroalmacén, o un garaje.

Así que hoy quería decirles austedes que malditos sean quieneshacen posible que todo esoocurra, y malditos sean tambiénlos alcaldes, los policíasmunicipales y los guardias civilesy todos los demás que lo saben ylo consienten. Y es que hay

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chusma infame, gentuza sinconciencia, salvajes miserables aquienes sería insultar a los perrosllamar hijos de perra.

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LOS PERROSDEL PEPÉ

Una vez, cuando era niño, unpastor tiró delante de mí un perroal pozo de una mina. Le ató unacuerda al cuello, amarró un trozode hierro viejo de las vías delferrocarril, lo llevó hasta elagujero —el pobre animal trotabaalegremente a su lado, sin saberlo que le esperaba— y allá se fueel perro, arrastrado por el peso.Lo oí aullar al caer, y todavía,

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mientras tecleo estas palabras,sigo oyéndolo. Se estabavolviendo loco, me dijo el pastor,y zanjó el asunto. Hasta ese día,el pastor, un hombre joven y rubiocon el que yo charlaba a menudocuando iba a jugar al monte y melo encontraba, había sido amigomío. Me enseñó algunas cosasque todavía recuerdo sobrehierbas, cabras, ovejas y perrosovejeros, y tengo en la cabeza elchasquido de su navaja cuando, ala sombra de una higuera,compartía conmigo rodajas depan, queso y un vino muy áspero

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de la bota que siempre llevaba.Nunca supe su nombre, o tal vezlo olvidé a partir de ese día.Tampoco volví a acercarme a él.Después de aquello, cuando loveía de lejos, él levantaba unamano para saludarme, y yolevantaba también la mano. Peroseguía mi propio camino.Recuerdo que correteaba junto aél un perro nuevo, y que mepregunté si cuando también sevolviera loco lo tiraría al mismopozo. Supongo que sí, que lo hizo.Ahora, con los años, después dehaber visto hacer cosas peores lo

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mismo con perros que con sereshumanos, comprendo que elpastor no era un mal tipo, o almenos no peor que el resto denosotros. Sólo era algo máselemental, quizá. Más bruto. Conese duro sentido práctico de lagente de memoria campesina, quesabe lo que cuesta una boca máspor alimentar, aunque sea la de unperro. Gente a la que curasfanáticos, ministros canallas yreyes imbéciles hicieron, durantesiglos, analfabeta, despiadada ymiserable. En cualquier parte delmundo, la infame condición

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humana sólo necesita pretextospara manifestarse. Y en cuanto apretextos, la España que hizo aese pastor siempre los tuvo desobra.

Ahora, cuarenta años después,tengo delante una foto que merecuerda aquello: dos perrosgalgos ahorcados por sus dueñosen un pinar de Ávila. La foto tieneactualidad porque el partido delGobierno, o sea, el Pepé de estaEspaña que dicen va demaravilla, se pasó el otro día porel forro de la bisectriz undocumento con más de 600.000

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firmas exigiendo que se castiguecon más dureza el maltrato cruel alos animales. La cosa venía acuento de los quince perros a losque hace unos meses serraron laspatas delanteras en Tarragona, ydel hecho de que los hijos de lagrandísima puta que hicieronaquello sigan tan campantes —ojalá sepan ellos mismos un díalo que es morir como perros—mientras los mozos de escuadra, ola Guardia Civil, o quien puñetastenga la competencia deesclarecer el asunto, andantocándose la flor sin que a nadie

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se le caiga la cara de vergüenza.Pero resulta que el Pepé no ve lacosa tan grave. Para quédramatizar, dicen. Abandonar a unanimal doméstico o maltratarlosólo es, para el Código Penal ypara ellos, una falta contra losintereses generales que se castigacon una multita de nada. Unpescozón. Ya saben: vete, hijo, yno peques más. Y la mayoríaparlamentaria de esa recua degilipollas impidió que el pasadoabril prosperaran cuatroproposiciones de ley para que elmaltrato a los animales se

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considere delito, y se castiguecon arrestos de fin de semana ypenas de prisión cuando mediemuerte del animal. Tampoco setrataba de silla eléctrica, comoven. Pero no. El Pepé dijo nones.El Peneuve, por cierto, seabstuvo, fiel a esa equidistanciapolítica exquisita que mantiene lomismo cuando alguien mataperros que cuando alguien mata aseres humanos con un tiro en lanuca. Y al final salió en la tele untiñalpa repeinado y con corbatarosa fosforito, para decir quebueno, oigan, que tampoco hay

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que precipitarse, y que un hechoconcreto como el de Tarragona nojustifica la modificación de untexto legal. Olvidando que en estaruin España se tortura y se mataanimales impunemente y a diario,que sigue habiendo peleas deperros, que se ahoga a loscachorros, que se ahorca a losperros de caza que no satisfacen asus dueños, que hay animales queson apaleados a la vista de todoel mundo sin que nadieintervenga, o que miles de ellosson abandonados cada año —abuelo al asilo, perro a la

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carretera— cuando a suspropietarios les incordian paralas vacaciones o se les mean en laalfombra. Y que todo eso ocurreporque la presunta autoridadcompetente ni siquiera intentahacer cumplir las ridículasnormas mínimas que ya existen. Ytambién porque nadie agarra porel cogote a uno de esos animalesbípedos cuando se le pilla con lasmanos en la masa, y le sacude, afalta de legislación adecuada,media docena de hostias. Pues alfinal resulta que cualquiera puedetorturar gratis a un perro; pero

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darle una buena estiba a un hijode la gran puta no es civilizado nieuropeo, y a quien detienen ymultan y empapelan es a ti. Mepregunto en qué se fundarán esosimbéciles para creer que valemás un ser humano —embrionesincluidos, leyes de aborto y todolo demás— que la lealtad, lahonradez y los sentimientos de unbuen perro.

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EL ASESINOQUE SALVÓUNA VIDA

Se llamaba Tanis Semielfo.Tanthalas, en el lenguaje de loselfos Qualinesti. Llegó a casa deBeatriz, su dueña, en Culleredo,con dos meses cumplidos,desnutrido, deshidratado, lleno depulgas, enfermo de displasia: unadesconfiada bolita gris. Ella locuidó sin escatimar vacunas,

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desparasitaciones, piensosespeciales, cien mortadelosmensuales por el tratamientodurante ocho meses. Ya saben.Los que tienen perros lo saben.Noches en vela, sobresaltos,meadillas por aquí y por allá, sino tuviera perro esto no pasaría,tus diarreas por todas partes,cabroncete, y yo partiéndome ellomo para comprarte comida yllegar a fin de mes. A cambio, loque también saben los que saben:el misterio leal de sus ojos, supresencia callada a los pies de lacama, su fuerza tranquila, el

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trueno del vozarrón perruno, supataza torpe apoyada en tu brazopidiendo una caricia, su trufahúmeda y fría, sus miradas deconsuelo. De adoración. Sialguien mira a Dios, piensas, sinduda debe de mirarlo así.

También colmillos, porsupuesto. Diecisiete mesesdespués, la bolita asustada yenferma pesaba cincuenta y cincokilos, con setenta y doscentímetros a la cruz, y una bocaen la que cabía la cabeza de unniño. Es un perro asesino, ledijeron a su dueña. Un fila

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brasileño. No vivirá mucho,porque tiene el hígado enfermo;pero, mientras tanto, cuidado conél. Mata. Su dueña tuvo muchocuidado. También quiso sabermás. Investigó, reconstruyendo lasiniestra biografía genética de superro. Naturalmente, a ella nopodía ser ajena la mano delhombre. Tanis era un perro hechopara el combate, un guerreroantiguo con una estirpegladiadora tan vieja como laHistoria: el Canis Familiarisinostranzevi, el moloso persa,griego, asirio, el onzeiro, el

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cabezudo, el boiadeiro brasileño.Hace dos mil años, susantepasados destripaban leones ygladiadores en el Coliseo deRoma, acompañaban a laslegiones de César, cuidaban suganado y despedazaban bárbaroscon idéntica eficacia; y todavíahace siglo y medio, susdescendientes cazaban esclavospara los blancos en las selvasamazónicas. Por eso loscachorros fila tienen ojos deviejo, y alma llena de costurones,y mirada resignada, hecha desiglos, de sangre y de fatalidad —

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su dueña me dijo que los ojosglaucos de Tanis le recordaban alcapitán Alatriste—: el hombre loshizo asesinos, y lo saben. Sinembargo, cuando tienen amo nohay lealtad comparable a la suya.Los fila, como casi todos losperros, son fieles súbditos dereyes que no los merecen: luchanen guerras que no son suyas,dejándose matar a cambio de unapalabra, una caricia o una mirada.Nadie ama como ellos aman.Nadie tocará al dueño mientrassigan en pie, luchando. Hablo deesos mismos dueños que luego,

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cuando los perros están viejos,enfermos o inválidos —a vecespor obedecer sus órdenes—, losabandonan, los envenenan, losechan a un pozo o los ahorcan.

Eso era Tanis: un sicario. Unapistola cargada y amartillada enmanos de los hombres. Uno deesos perros que, cuando el amobaja la guardia, salen en losperiódicos y en el telediario,convertidos en criminales por laestupidez o crueldad del dueño,porque la naturaleza tieneextrañas oscuridades, osimplemente porque, en un mundo

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lleno de gente desquiciada, eslógico que se desquicien losanimales. El caso es que, un día,Tanis, el asesino al que losvecinos, con toda la razón delmundo, miraban con recelo ymiedo, paseaba por el parquejunto a su dueña, entre niñosjugando y mamás sentadas en losbancos. De pronto, un pastoralemán que estaba cerca —adiferencia del fila, y en principio,el pastor alemán es un ciudadanolibre de toda sospecha— atacó aun niño de tres años llamadoMartín. Por las buenas.

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Directamente a la garganta.Entonces Tanis Semielfo,Tanthalas en el lenguaje de loselfos Qualinesti, voló sobre lahierba. Todo el mundo, dueñaincluida, creyó que se sumaba ala matanza. Pero no. Se fuederecho al otro perro, fajándosecon él a dentelladas. Sangre,colmillos y jadeos: un alardeprofesional, resultado de siglosde adiestramiento. Y no lodegolló allí mismo porque elpastor alemán se largó con elrabo entre las patas. El niño,derribado en mitad de la refriega,

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lloraba entre los gritos histéricosde su madre. Y entonces el perroasesino, cojeando con una patalastimada y en alto, fue atumbarse panza arriba, junto a él,para que le acariciara la barriga.

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SOBREMENDIGOS Y

PERROS

No tengo nada contra lamendicidad ni los mendigos. Alcontrario. Lo mismo me da quesean forzados por la necesidad —que también, aunque hay menos—o de oficio. Allá cada uno con suforma de ganarse la vida.Tampoco te obligan, oye. Les daso no les das. A mí, según las

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pintas que tienen, los lugares queeligen para currárselo y lasactitudes, me gusta echarles unamano, pagar una caña, un paquetede tabaco, escuchar su historiareal o fingida. Me agradan sobretodo los que no disfrazan sucondición y se proclamanmendigos a mucha honra. En lossoportales de la Plaza Mayor deMadrid hay varios sentados alsol, borrachines, felices con unpitillo y un cartón de vino barato.Están muy crecidos, por cierto,desde que a una concejal o algoasí, víctima de lo socialmente

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correcto, se la cepillaron los delAyuntamiento porque pidió queretirasen a los mendigos de allícon motivo de no sé qué fiesta, opresentación de algo. Los oyescontarlo y te rulas de risa. Deaquí no nos quita ni Dios,etcétera. Las guiris rubias yblanditas les hacen fotos, mediofascinadas y medio horrorizadas,mientras ellos, entre sorbo ysorbo al Don Simón, les dicen loque les van a comer si la ocasiónse tercia. Me encanta.

Alguna de las variedadesmendicantes, eso sí, se me

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atraviesan en el gaznate. Comocierto fulano que se aposta en laboca de un aparcamiento conropas raídas y actitud misérrima,al que ya he visto varias vecespor la calle, los días que libra,vestido con coqueta corrección eincluso chulito de aires. Otrosmendigos a quienes no trago sonesos tíos como castillos que searrodillan en mitad de la callecon los brazos en cruz y conimágenes y estampitas delSagrado Corazón, de Santa Gemao de San Apapucio, y que te dicentengo hambre, tengo hambre, en

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tono gimoteante, a veinte pasos deuna obra en la que hay sietemoros, cinco indios y tres negrossudando el jornal bajo un cascode albañil. Con esos mierdassiempre tengo la impresión deque si me fuera a una tienda y lescomprara una navaja, no sabríanqué hacer con ella. Como le decíaa uno de ellos en la callePreciados —se lo conté a ustedeshace tiempo, en otro artículo—aquel mendigo punki con flauta enel cinto, botas de paracaidista ypelo mohicano: «Ni para pedirtienes huevos, hijoputa».

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Los mendigos con perro sonaparte. Ya he dicho alguna vezque amo a los malditos cánidosmás que a las personas, y meabrasa la sangre imaginar que uncanalla los tenga allí sólo pormover a compasión a los clientes.Porque ya me dirán. Desde que lacosa se puso de moda hace unosaños, raro es el mendigo que nose lo monta con un chucho. Ahílibro luchas terribles conmigomismo, entre la natural tendenciaa ayudar al propietario del perropara que lo cuide, le dé de comery todo eso, y la repugnancia de

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caer en la trampa sentimental queese mismo fulano me estátendiendo. Al final, por aquellode que más vale dormir tranquiloy siempre hay uno o diez justos encualquier Sodoma, terminopalmando, claro. Mejor eso quela duda. Esos ojos del perro quete miran al irte.

Además, nunca se sabe. Hacepoco, sentado a la puerta de unacafetería en la calle Ancha deCádiz, estuve observando a unmendigo con un cachorrillo queestaba enfrente, sobre unoscartones. El cachorrillo era

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travieso, se escapaba detrás de lagente, y el mendigo, un fulanojoven de aspecto feroz, infame, loincrepaba. Ven aquí que te voy amatar, decía. Yo estaba inquietoporque, bueno. Uno tiene susamores y sus reglas. Y la vamos aliar, pensaba. Como le haga dañode verdad, no me va a quedar otraque levantarme e ir a que esecenutrio me rompa la cara, entreotras cosas porque ya no voyestando en edad de sostener conhechos, como antes, todo lo quepienso y digo. Ahora, con unjambo joven enfrente, o madrugas

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mucho —patada en los huevos,cabezazo, vaso roto, etcétera— ote dan las tuyas y las de unbombero. En fin. El caso es quede pronto se levantó el mendigoen busca del cachorrillo, que sealejaba, y yo sentí bombear laadrenalina, pensando: vaya ruinate vas a buscar esta mañana,Arturete. A los cincuenta y dos.Hay que joderse. Y entonces, parami sorpresa, el fulano agarró alcachorrillo por el pescuezo conuna dulzura infinita, le estampó unbeso en el hocico, y se lo llevóotra vez de vuelta, acariciándolo,

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hablándole con una ternura queme dejó hecho polvo. Y cuando alrato me levanté y al paso, comoquien no ha visto nada, dejé unbilletejo sobre los cartones,pensé a modo de disculpa: nuncase sabe, colega. La verdad es quenunca se sabe.

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UN BRINDISPOR ELLOS DOS

Este fin de año, esté donde esté,sea cual sea el reloj que marquelas doce, brindaré —si tengo conqué— por ellos dos. No voy aescribir aquí sus nombres porqueno me fío de ustedes —me fío dealgunos, de muchos, pero no detodos ustedes—, y no deseo quemencionarlos en esta páginasignifique señalarlos con el dedopara toda la vida que les quede

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por vivir, que igual es mucha.Que deseo con toda mi alma quesea mucha.

Voy a brindar por ella —lallamaré María— porque hacecinco años, apenas cumplidos losveinte, trastornada por los golpesde su marido, loca, desconfiada,triste, encontró la sonrisaperdida, la abnegación y elrespeto. Por esas bromas quetiene la vida, todo lo halló en unhombre ensimismado en susoledad, con treinta años comotreinta navajazos, con el regustode la droga todavía en las venas y

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paseándose del brazo del diablopor el filo del abismo.

Tenían frío —ahí afuera haceun frío del carajo— y seacercaron el uno al otro paradarse calor. Al poco estabanviviendo juntos, y cada unoaportó su singular dote: ella, unacría pequeña y la ternura que nohabían podido romperle lashumillaciones y las palizas. Él, sumirada vacía, una soledad infinitay un perro de dos años. Hágansecargo del capital social: unadesequilibrada con una hija y unyonqui con un chucho. Como para

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no jugarse un duro por ellos.Y sin embargo, funcionó. El

aprendizaje fue lento y duro, peroperfecto. María y su hombrehabían sacado el número correctoen esa tómbola que tiene tan malaleche pero que a veces, cuando sele entra con ganas, es capaz dedeslumbrar con el más hermosopremio del mundo. Sufrieron,soportaron problemas de dinero,de trabajo, de salud, de vivienda.Tropezaron con muchosmiserables en el camino, perotambién con gente honrada que lesechó una mano cuando la

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necesitaban, que les dio comidacuando tuvieron hambre, que lesdevolvió poco a poco la fe en símismos y en los demás. Tuvieronalgo de trabajo, compenetración,amor. Complicidad. Y un día semiraron y él dijo: «soy feliz», yella respondió: «soy feliz». Y noera una de esas frases que repitespara creerte un sueño o paraconvencerte de algo, sino que erade verdad. Esa especie de rayitode sol, de calor que te alegra elalma aunque sea un poco, y alejael frío, y te hace pensar quedespués de todo, bueno, aquí

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vamos a estar sólo un rato peroigual si nos abrazamos fuerteresulta que hasta vale la pena. Aveces.

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Pero la vida se lo cobra todo.Y un día, hace pocas semanas, éltuvo un accidente, y fue almédico, y le contó susantecedentes, y el médico lepreguntó si quería hacerse losanálisis del sida. Y él se acordóde casi todos sus amigos, muertosde eso, enganchados o en eltalego. Y se acordó de María y dela chiquilla y del chucho —incluso de éste, porque lo queríacasi tanto como a la chiquilla—,y dijo que sí, que vale, que vengael análisis de los cojones. Y nofue un análisis sino tres, con

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resultados confusos ocontradictorios. Y vino el miedo.Y la incertidumbre. Y hace unosdías él llegó tarde del trabajo,cansado, distinto, y le contó aMaría que había ido a la iglesia,a la parte vieja de esa ciudad delsur, cerca del lugar donde nació.Y le dijo que había ido a pedirpor ellos dos, y por la niña. Enrealidad —añadió— a pedir porla niña y por ella, porque despuésde todo él se lo había buscado yellas no.

María es calor, y tibieza, yconsuelo. Y él es aire fresco, con

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unos ojos claros que se parecenal mar, o al cielo, o a ambascosas a la vez. Y durante estasúltimas semanas han vivido conla esperanza puesta en el últimopétalo de la margarita deshojadadía tras día, sin abandonarse almiedo, o a la desesperación, enatroz espera. Y de ese modo, sialguna vez dudaron de sucapacidad de amarse, ya no lesqueda duda alguna. Y cuandoescribo estas líneas el perro estáinmóvil enroscado a sus pies, y lachiquilla duerme con ese olor afiebre y sudor suave de niño que

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tienen los críos cuandodescansan. Y ellos siguenmirándose el uno al otro,callados, esperando el papel dellaboratorio que les traiga laliberación, o la sentencia.

Pensaré en ellos esta noche,cuando irresponsables y asesinoscargados de alcohol se rompan elalma en las carreteras,malgastando una vida que otroshan aprendido, con tanto amor ysufrimiento, a valorar en lo quecuesta. Por esos fiambresanunciados del matasuegras y elcoche no enarcaré ni una ceja.

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Pero brindaré de corazón porMaría y por su hombre, por lacría y por el chucho. Por esa vidaque ellos sí merecen vivir. Seacual sea el resultado del análisis.Lo sepan ya o no lo sepan.

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LOS PERROS DELA BRIGADA

LIGERA

Insistir, a estas alturas, en queaprecio en general más a losperros que a los hombres es unaobviedad que no remacharédemasiado. He dicho alguna vezque si la raza humanadesapareciera de la faz de latierra, ésta ganaría mucho en elcambio; mientras que sin perros

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sería un lugar más oscuro einsoportable. Cuestión de lealtad,supongo. Hay quien valora unascosas y quien valora otras. Por miparte, creo que la lealtadincondicional, a prueba de todo,es una de las pocas cosas que nopueden comprarse con retórica nidinero. Tal vez por eso, lalealtad, en hombres o enanimales, siempre me humedeceun poquito las gafas de sol.

Todo esto viene a cuentoporque acabo de darle un repasoa El Valle de la Muerte, unensayo de Terry Brighton sobre la

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carga de la Brigada Ligeradurante la guerra de Crimea.Aquello, más conocido por lacarga entre los que están en elajo, es asunto que algunos frikisde la materia —los periodistasJacinto Antón y Willy Altares, micompadre Javier Marías, yomismo y algún otro— cultivamos,desde hace muchísimos años,como materia de reflexión ytertulia, sobre todo a la hora decomparar la leal actuación de loslanceros, dragones y húsaresingleses aquel 25 de octubre de1854, dejándose el pellejo bajo

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la artillería rusa, con la criminalincompetencia de los mandosbritánicos que ordenaron elataque, notorio entre las grandesimbecilidades militares de laHistoria.

La historia es conocida: cincoregimientos de caballeríabritánicos cargaron de frentecontra una batería rusa, a travésde un valle de kilómetro y mediode largo, batido a la ida y a lavuelta por fusileros y artillería.De seiscientos sesenta y seishombres volvieron a sus líneasheridos o ilesos, muchos a pie y

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todos bajo fuego enemigo,trescientos noventa y cinco. Hastala suerte de sus caballos seconoce: de los pobres animalesque montaron los ingleses,galopando entre el estallido delas granadas o sueltos luego porel valle enloquecidos y sin jinete,murieron trescientos setenta ycinco. Ni siquiera los famososversos de Tennyson, que variasgeneraciones de escolaresaprendieron de memoria—«Media legua, media legua /media legua más allá…»—,pueden embellecer el asunto. Fue

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una carnicería en el más exactosentido de la palabra.

Pero de lo que quiero hablarhoy es de perros. Porque lo quepocos saben es que, ese día, dosperros cargaron también contralos cañones rusos. Se llamabanJemmy y Boxer, y eran,respectivamente, las mascotas del11.º y del 8.º regimientos dehúsares. Los dos canes habíanacompañado a sus amos desdesus cuarteles de Inglaterra, yestaban en el campamentobritánico cuando se ordenó a laBrigada Ligera formar para la

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carga. Así que, como tantas otrasveces en desfiles y maniobras, losdos fieles animales acudieron acolocarse junto a las patas de loscaballos de los oficiales,dispuestos a marchar al mismopaso, sin obedecer las voces delos soldados que les ordenabanapartarse de allí. Después sonó lacorneta, empezó la marcha alpaso, luego al trote, y cuando,bajo intenso fuego de artillería, sepasó al galope y sonó el toque decarga, con las granadasreventando, hombres cayendo portodas partes, estruendo de

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bombazos y caballos destripadoso sin jinete, Jemmy y Boxersiguieron corriendoimperturbables, junto a sus amos,en línea recta hacia los cañonesrusos.

Parecerá increíble para quienno conozca a los perros. Esoschuchos cruzaron todo el valle deBalaclava entre un diluvio defuego —«Hasta las faucesnegras de la Muerte, / hasta laboca misma del Infierno»— ypermanecieron junto a loshúsares, o lo que quedaba deellos, mientras éstos acuchillaban

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a los artilleros enemigos y moríanentre los cañones. Despuésregresaron despacio, al paso delos caballos maltrechos que traíana los supervivientes, junto ahombres desmontados o heridosque caminaban y caían exhaustos,entre el tiroteo ruso y losdisparos de quienes remataban asus caballos moribundos antes deseguir a pie. Tres largoskilómetros de ida y vuelta. Jemmyy Boxer hicieron la carga junto alos primeros caballos de labrigada y volvieron a las líneasinglesas con el primer hombre

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montado de sus respectivosregimientos que retornó a éstas:ileso Boxer, sin un rasguño;herido Jemmy por una esquirla demetralla en el cuello. Y ambos,acabada la campaña, regresaron aInglaterra y murieron viejos,honrados y veteranos, en sucuartel.

Ni Tennyson ni poeta algunohablaron nunca de ellos, ni en elpoema famoso ni en ningún otromaldito verso. Por eso he contadohoy su historia. Para decirles quepor el Valle de la Muerte,cargando contra los cañones con

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la Brigada Ligera, tambiéncorrieron dos buenos perrosvalientes.

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LA PERRACOLOR CANELA

El perro estaba suelto en laautovía, solo, desconcertado,esquivando como podía loscoches que pasaban a todavelocidad. Cuando reaccioné, eratarde. Mientras consideraba elmodo de detenerme y sacarlo deallí, lo había dejado atrás.Estacionar el coche con esetráfico era imposible, así que notuve más remedio que seguir

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adelante, mirando por elretrovisor, apenado. Algo máslejos se lo conté a una pareja demotoristas de la Guardia Civil:kilómetro tal, perro cual. El cabomovió la cabeza. Nada que hacer,señor. Ocurre mucho. Además,aunque vayamos a buscarlo, no sedejará coger. Nos pondrá enpeligro a nosotros y a otrosautomóviles. Y usted habríahecho mal en detenerse. Además,a estas horas se habrá ido, o lohabrán atropellado. Mala suerte.

Sin duda el guardia tenía todala razón del mundo, pero yo seguí

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camino con un extraño malestar,las manos en el volante y laimagen del perro entre losautomóviles grabada en lacabeza. Su desconcierto y sumiedo. Sintiendo, además, unaintensa cólera. Supongo quemientras los automovilistasesquivábamos a ese pobre animalde ojos aterrados que no sabíacómo franquear las vallas yquitamiedos de la carretera, algúnmiserable regresaba a su casa oseguía camino de su lugar devacaciones, satisfecho porque alfin se había quitado de encima al

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maldito chucho. No es lo mismoun cachorrillo en Navidad, enplan papi, papi, queremos unperrito —cuántos perroscondenados a la desgracia poresas palabras—, que uno más enla familia al cabo del tiempo:veterinario, vacunas, dos o trespaseos diarios, vacaciones,etcétera. Entonces la solución esquitárselo de encima.Posiblemente así lo decidió eldueño del perro que estaba en laautovía: una parada en el arcén yahí te pudras. También es lo quehizo, tiempo atrás, un canalla en

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una gasolinera de la nacional IV:el dueño de una perra colorcanela a la que no olvidaré en mivida. Ocurrió hace tiempo, perolo tengo fresco como si hubierasido ayer. Y aún me quema lasangre, porque es de esos asuntosa los que me gustaría poner unnombre y un apellido para ir yromperle a alguien la cara,aunque eso no suene cívico. Meda igual. Con chuchos de pormedio, lo cívico me importa unapuñetera mierda. Ningún serhumano vale lo que valen lossentimientos de un buen perro.

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Les cuento. Mientrasrepostaba en una gasolinera de lacarretera de Andalucía, una perracolor canela se acercó aolisquear mi coche, y despuésvolvió a tumbarse a la sombra. Lepregunté al encargado por ella, yme contó la historia. Casi un añoantes, un coche con una familia,matrimonio con niños, se habíadetenido a echar gasolina. Bajó laperra y se puso a corretear por elcampo. De pronto la familia subióal coche y éste aceleró por lacarretera, dejando a la perra allí.El encargado la vio salir

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disparada detrás, dando ladridospegada al parachoques, y alejarsecarretera adelante sin que elconductor se detuviera arecogerla. Al cabo de una hora lavio regresar, exhausta, la lenguafuera y las orejas gachas,gimoteando, y quedarse dandovueltas alrededor de lossurtidores de gasolina. De vez encuando se paraba y aullaba, muytriste. Al encargado le dio tantapena que le puso agua, y al rato ledio algo de comer. Cada vez queun coche se detenía en lagasolinera, la perra levantaba las

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orejas y se acercaba a ver si eransus amos que volvían. Pero novolvieron nunca.

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La perra se quedó aquí,contaba el encargado. Miscompañeros y yo le fuimos dandoagua y comida. El dueño nos dejótenerla, porque vigila por lasnoches. Además, hace compañía.Es obediente y cariñosa. Alprincipio la llamábamos Canela,pero a una compañera se leocurrió que era como la mujer dela canción de Serrat, y lallamamos Penélope. El caso esque ahí sigue. ¿Y sabe usted lomás extraño? Cada vez que llegaun coche, la perra se levanta; y encuanto se para, se asoma dentro a

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olisquear. Los perros son listos.Tienen buena memoria y máslealtad que las personas. Fíjeseque nosotros la tratamos bien, nole falta de nada y hasta collarantiparásitos lleva. Pero ellasigue pendiente de la carretera.Los perros piensan, oiga. Casicomo las personas. Y ésta piensaque sus amos vendrán a buscarla.Cada vez que llega un coche, seacerca a ver si son ellos. Siguecreyendo que volverán. Por esolleva tanto tiempo sin moverse deaquí. Esperándolos.

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BANDOLEROSDE CUATRO

PATAS

Salió el otro día en la tele: unaprisco de ovejas tras laincursión nocturna de una jauríade perros asilvestrados.Impresionaba el desconciertodesolado de los pastores junto alos pobres animales muertos omoribundos, acurrucados con elcuello deshecho, la carne viva y

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ensangrentada, aún palpitante, aldescubierto. Como si en vez deperros se hubiera colado en elcorral, por la noche, un grupo decarniceros serbios o yihadistasmorunos. Llegaron en laoscuridad, contaba uno de lospastores, excavando con astuciabajo la valla metálica, y selanzaron a la matanza conevidentes ganas de hacer daño.Por las huellas eran siete u ocho,y dos de ellos fueron acorraladosy capturados por la Guardia Civilen el monte cercano, todavía consangre en el hocico. La cámara

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los mostraba atados y encerradosen un patio. Uno era grande,amastinado, de mandíbulaspoderosas, y alzaba la cabeza confirmeza y desafío, como diciendo«lo haría otra vez en cuanto mesoltarais». El otro era untiñalpilla menudo, paticorto, deojos grandes y oscuros, quemiraba a la cámara con el airearrepentido y lastimero de un Lutede cuatro patas; al estilo de esosdelincuentes que, al pillarlos conlas manos en la masa, dicen queroban o matan porque tienenhambre y la sociedad los hizo

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como son. El destino de ambosreclusos estaba claro: pruebasveterinarias y sacrificio. No pudeevitar asociarlos con una parejade presidiarios convictos en elcorredor de la muerte, el duro quemantiene el tipo, y el tímido yasustado que, hasta el final,intenta convencernos de que esinocente. Supongo que a la horade teclear estas líneas ya estaránmuertos.

Me quedó algo de esosperros, sin embargo. Unasensación extraña, incómoda, queme lleva a hablar hoy de ellos. En

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primer lugar, porque la muerte deciertos seres humanos me tiene aveces sin cuidado; pero la de unperro no me deja nuncaindiferente. Siempre sostuve queesos animales son mejores quelas personas, y que cuando uno denosotros desaparece del mapa, elmundo no pierde gran cosa; aveces, incluso, se libera de unmalvado en potencia o de unimbécil en vigencia. Pero cadavez que muere un buen perro,todo se vuelve más desleal ysombrío. Lo de buenos o malosperros también es relativo. La

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mayor parte de las veces, lo quesepara a uno heroico y bondadosode otro majara, o asesino, no esmás que la confusa y complejalínea que separa a un amo normalde un hijo de la gran puta. Porquelos perros son, casi siempre,como los humanos los hacemos.

En eso pienso ahora, con elmastín tipo duro y el chusquelillode ojos melancólicos nítidos en elrecuerdo. No es la primera vezque perros asilvestrados salen enlos periódicos o en el telediario.Y siempre me quedo pensandomucho rato en esas jaurías

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espontáneas, formadas porchuchos supervivientes de lascunetas y las autopistas, que trasverse abandonados por sus amossobreviven al calor, a la sed, alhambre, a la soledad; y lamiendosus llagas terminan juntándose,para su fortuna, con otroshermanos de exilio, con otrosproscritos que, igual que ellos,pasaron de ser cachorrillosmimados un día de Reyes apresencia molesta en casa deamos irresponsables, paraterminar siendo abandonados a susuerte en un mundo difícil para el

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que nadie los había preparado.Un territorio hostil que niconocían ni imaginaban.

Por eso, para calmar latristeza que me produce esepensamiento y no conmovermedemasiado, prefiero creer queesos perros que, precisos yletales, atacaron el aprisco conobjeto de comer un poco y matarmucho, poseen inteligenciasuficiente para saber lo quehacían. No quiero pensar enaccidente, o azar. Prefieroimaginarlo todo como venganzade un grupo salvaje, de una jauría

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asesina formada por los que enotro tiempo fueron tiernoscachorros, y ahora, maltratados,abandonados, proscritos pordueños que les dieron un cruelamago de felicidad antes desumirlos en el estupor y lasoledad, atacan y matan sinpiedad, por ansia de revancha,por simple sed de sangre, aunqueel precio sea acabar luego comolos dos colegas del telediario, elmastín y el paticorto, en manos dela Guardia Civil. Que tampoco esmal final, por cierto, después dehaber visto arder naves más allá

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de Orión y todo eso, corriendolibres por los campos, cazando,matando y lo que se tercie —supongo que también habrá perrasguapas y perros cachas en esasjaurías—. Ajustando cuentas, enfin, como una partida debandoleros sin ley ni amo,devueltos a la barbarie, echadosal monte por la injusticia y laestúpida maldad de los hombres.

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EL PERRO DEROCROI

La vida concede ciertosprivilegios, y tener algunosamigos leales, sólidos comorocas, es uno de los míos. Entreellos se cuenta el mejor de lospintores de batallas españolesvivos: se llama Augusto Ferrer-Dalmau, y llegué a su amistad porel camino más corto: laadmiración que siento por suobra. Un día fui a una exposición

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suya y se lo dije. Le hablé decómo, en mi opinión, su pinturacontinúa y renueva una tradiciónclásica que en España, conbreves excepciones, tuvo escasafortuna. Pocos de nuestrospintores se ocuparon de un géneroque en Francia tuvo a Meissoniery a Detaille, y en Inglaterra aCaton Woodville. Por ejemplo.

Ahora Ferrer-Dalmau haterminado un cuadro espléndido,que estos días puede admirarse enuna exposición que sobre su obray la de su paisano Cusachs secelebra en el venerable edificio

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de Capitanía de Madrid, esquinade Mayor con Bailén. Se llamaRocroi. El último tercio, y narra—pintar con talento es una formade narrar tan eficaz como otracualquiera— la situación en elcampo de batalla de Rocroi hacialas diez de la mañana del 19 demayo de 1643, cuando losveteranos de la destrozadainfantería española, formando elúltimo cuadro, esperabanimpasibles el ataque final de laartillería y la caballeríafrancesas. Último ataque, éste,que no llegó a producirse.

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Admirado el duque de Enghien dela resistencia de los españoles—murallas humanas, losllamaría Bossuet—, permitió alos supervivientes capitular contodos los honores, en los términoshonrosos que se concedían a lasguarniciones de plazas fuertes.

El cuadro de Rocroi tienepara mí un sentido especial, puesnació de una conversación con elpintor mientras despachábamosun cordero con cuscús en unrestaurante de Madrid. Un lienzocrepuscular, fue la idea, quereflejase la soledad y el ocaso, la

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derrota orgullosa, el impávidofinal de la fiel infantería quedurante dos siglos, desde losReyes Católicos a Felipe IV, hizotemblar a Europa. El retratoriguroso de aquellos soldadosempujados por el hambre, laambición o la aventura, queacuchillaron el mundo caminandotras las viejas banderas, desde lasjunglas americanas a las orillaslejanas del Mediterráneo, de lascostas de Irlanda e Inglaterra alos diques de Flandes y lasllanuras de Europa central:hombres brutales, crueles,

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arrogantes, amotinadizos ybroncos, sólo disciplinados bajoel fuego, que todo lo soportabanen cualquier degüello o asedio,pero que a nadie —ni siquiera asu rey— toleraban que les alzasela voz.

Mete un perro en el cuadro,sugerí más tarde, cuando el artistame mostró los primeros bocetos.Uno que, como sus amos, semantenga erguido esperando elfinal. Un chucho español flaco,pulgoso, bastardo, que siguió alos soldados por los campos debatalla y que ahora, acogido

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también al último cuadro,abandonado por su patria y sinotro amparo que sus colmillos,sus redaños y los viejoscamaradas, espera resignado elfinal. Y píntalo tan desafiante ycansado como ellos.

A Ferrer-Dalmau le gustó laidea. Y ahora he visto el cuadroacabado, y el perro está ahí, en elcentro, entre un veterano de barbagris y un joven tambor de trece ocatorce años que el artista hapintado rubio porque,naturalmente, es hijo de madreholandesa y de medio tercio. En

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el lienzo no figura el nombre delperro; pero Ferrer-Dalmau y yosabemos que se llama Canelo y esun cruce de podenco y galgoespañol de hocico largo ymelancólico, firme sobre suscuatro patas, arrimado a sus amosmientras mira las formacionesenemigas que se acercan entre elhumo de la pólvora, dispuestas alataque final. Vuelto a losfranceses como diciéndose a símismo: hasta aquí hemos llegado,colega. Es hora de vender caro, aladridos y dentelladas, el zurcidopellejo.

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El cuadro es soberbio, comodigo. O me lo parece. Retrata a lapobre y dura España de toda lavida: el soldado ciego con unaespada en la mano, al que uncompañero mantiene de pie yvuelto hacia el enemigo; los querematan sañudos a los francesesmoribundos; el tranquiloarcabucero que sopla la mechapara el último disparo; eldesordenado palilleo de picasque eriza la formación, tandiferente a las victoriosas lanzasque pintó Velázquez. Y sobretodo, la expresión de los

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soldados que miran al enemigo-espectador con rencor homicida.Acércate, parecen decir. Si tieneshuevos. Ven a que te raje, cabrón,mientras nos vamos juntos aldiablo. Realmente da miedoacercarse a esos hombres; y unoentiende que les ofrecieranrendirse con honor antes quepagar el precio por exterminarlosuno a uno. Son tan auténticoscomo el buen Canelo: españolesdesesperados, tirados comoperros en campos de batalla,olvidados de Dios y de su rey. Ypese a todo, arrogantes hasta el

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final, fieles a su reputación,temibles hasta en la derrota.Peligrosos y homicidas como lamadre que nos parió.

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NO COMPRESESE PERRO

No seas imbécil. Nidesaprensivo. No hagas posibleque dentro de unos meses algunoste mentemos a la madre alcruzarnos con el resultado de tuindiferencia y tu estupidez.Piénsalo mucho antes de dar elpaso irreversible; de complicarteuna vida que luego pretenderássolucionar por el camino másfácil. Aún puedes evitarlo.

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Impedir que te despreciemos, eincluso despreciarte a ti mismocuando te mires en el espejo. Yasé, de todas formas, que elautodesprecio es relativo. Tarde otemprano, hasta con las mayoresatrocidades en la mochila,siempre nos las apañamos paraingeniar coartadas,justificaciones. Conozco a pocosque, hagan lo que hagan —desdefaenas elementales hasta cargarseal prójimo—, no acabendurmiendo a pierna suelta trasunos pocos ejercicios de terapiapersonal. Aun así, permite que te

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lo explique antes de que ocurra,primero, y después se te olvide.Resumiendo: intenta noconvertirte, innecesariamente, enun hijo de la gran puta.

Sé que tus niños quieren unperro. Que les hace una ilusiónenorme y te dan la matraca desdehace mucho. Que tu hija, porejemplo, te hace babear cuando teabraza y pide una mascota. O quete acabas de separar de tulegítima, y crees que regalándoleal crío un animal, y paseando conél los fines de semana, podrásrecuperar el terreno perdido, o no

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perderlo en el futuro. Hay milrazones, supongo. Un montón decircunstancias por las que haspensado comprar un perro estosdías, para tus hijos. O para tumujer. Tal vez para ti mismo. Unperro en casa, por Navidad.

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Déjame contarte, porque deeso sé algo. He tenido cincoperros, de momento; así quecalcula. Y no hay nada en elmundo como ellos. No haycompañía más silenciosa y grata.No hay lealtad tan conmovedoracomo la de sus ojos atentos, suslengüetazos y su trufa próxima yhúmeda. Nada tan asombrosocomo la extrema perspicacia deun perro inteligente. No existemejor alivio para la melancolía yla soledad que su compañía fiel,la seguridad de que moriría porti, sacrificándose por una caricia

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o una palabra. He dicho muchasveces que ningún ser humano valelo que un buen perro. Cuando unode nosotros muere, no se pierdegran cosa. La vida me dio esacerteza. Pero cuando desapareceun perro noble y valiente, elmundo se torna más oscuro. Mástriste y más sucio.

Es muy posible, naturalmente,que aciertes. Que, tras pensarlobien, tomes la decisión y asumaslas consecuencias con felizresultado. Que comprar —omejor, adoptar— un perro paratus hijos, para tu mujer o para ti

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sea un buen y digno asunto. Quesu compañía cambie vuestra vidapara bien. Que os haga másconscientes de ciertas cosas. Amenudo, un perro acabahaciéndote mejor persona. Tehace sentir cosas que antes nosentías. Sin embargo, no siemprees así. Un perro en el lugarinadecuado puede volverse undrama. Una incomodidad para ti ylos tuyos. Y una tragedia para él.

Permíteme imaginar lo quepodría ocurrir. Que vayas a latienda, al refugio o a la perrera,elijas a un perrito delicioso, y eso

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te valga gritos de alegría y besosfamiliares. No hay nada tansimpático como un cachorrillo.Al principio todo serán incidentesgraciosos y situaciones tiernas.Luego, si vives en piso pequeño olugar inadecuado, las cosaspueden ser diferentes. Un perroexige cuidados, gastos, paseos,limpieza, comida. No aparece ydesaparece cuando conviene. Esun miembro de la familia conderechos y necesidades, queexige pensar en él cuando seplanean vacaciones, e incluso unasimple salida al cine o a un

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restaurante. A eso añádele laeducación. Un perro mal educadopuede convertirse en unapesadilla familiar y social.Además, cada uno, como laspersonas, tiene su carácter. Puntode vista y maneras. Eso exige unrespeto que no todos los humanossomos capaces de comprender.

A estas alturas, sabes dóndevoy a parar. Si eres de esamateria miserable de la queestamos hechos buena parte delos seres humanos, acabarásabandonándolo. Un viaje encoche a un campo lejano, una

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gasolinera, una cuneta. Abrir lapuerta para que baje y seguir tucamino, acelerando sin atenderlos ladridos del chucho quecorrerá tras el automóvil hastaquedar exhausto, desorientado,incapaz de comprender que sumundo acaba de romperse parasiempre. El resto no hace faltaque lo detalle, pues lo sabes desobra: él nunca lo haría, y todoeso. Los niños preguntando dóndeestá el perrito, papi, y tú oyendoaún esos ladridos que dejabasatrás. Avergonzado de ti mismo, otal vez no. Ya dije antes que un

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rasgo del perfecto hijo de puta esarreglárselas para que sus actosacaben por no avergonzarlo enabsoluto. Así que voy a pedirte unfavor. Por ti, por mí, por tus hijos.Antes de ir a la tienda demascotas esta Navidad, mírate alespejo. Y si no te convence lo queves, mejor les compras unpeluche.

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COLMILLOS ENLA MEMORIA

Acaba de cumplir dos años. Sellama Sherlock, y es un tipo duro,de Segovia. Un buen ejemplar deteckel de pelo fuerte, pardoleonado, con cejas y bigote casirubios. Lo rubio viene de supadre, que es alemán y se llamaKarsten. El pelo recio y perfectose lo debe a la madre, Berta, quees guapa y española. Una familia,en resumen, de cazadores con

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larga estirpe, lo que significamuchas generaciones acosandobichos en el campo. Castacurtida, en resumen. Con unosdientes espectaculares que sepasan unos a otros, de generaciónen generación. Colmillos que damiedo verlos cuando les agarrasla boca y se la abres mientrasellos te miran como pensando: «Aver qué carajo quiere éste».Colmillos sólidos, blancos, bienaguzados. De esos que hacen quete alegres de no ser zorro ojabalí.

Lo crió un cazador joven que

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se ocupa de esta clase de perros.Un tipo experimentado, que sabelo que hace. La camada de cincocachorros era espléndida. Elegí aSherlock porque era el mástranquilo de sus hermanos. Memiraba sereno, flemático, conesos ojos grandes y negros. Comopreguntándome qué pasa contigo,chaval, no se trata de que tú meelijas a mí, sino también de queyo te elija a ti, así que vamos allevarnos bien. Y fue lo que hizo:elegirme. Pasado el tiempo decría, lo traje a casa. Y empezó acrecer. A adaptarnos el uno al

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otro. La vida en familia. Al cabode un tiempo apareció su venasentimental. Lo pasaba mal solo.Lloraba. Así que le buscamoscompañera. Y llegó Rumba, todauna señorita. Una teckel de pelorizado, pizpireta, lista ydestrozona como la madre que laparió. Tímida al principio, notardó en hacerse la reina delasunto. Sherlock, flemático, ladeja hacer. Por no discutir, ni legruñe. Ella se lo trajina bien. Lelame el pescuezo cuando estátenso, lo relaja. Lo putea, a ratos.Creo que son felices juntos.

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Sin embargo, Sherlock nonació para la vida doméstica. Yse le nota. Es un buen chico encasa, adora a Rumba. Nos adora atodos. Es cariñoso de lametones yse traga Mad Men sin rechistar,acurrucado en el sofá contra micostado, sobando plácidamente.Nada que objetar por ahí. Perovino al mundo a cazar jabalíes.Tiene tristezas específicas,nostalgias de lo suyo, como unmarino arrojado del mar o unsoldado sin batallas. Lejos de laacción como vive, las aventurasde sus antepasados, inscritas en

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su instinto perruno, afloran enforma de singular melancolía. Aveces, mientras duerme a mi lado,lo veo agitarse, mover las patas ygruñir sordamente, muy bajito, yadivino lo que tiene en la cabeza.Lo mismo ocurre cuando enocasiones, sin motivo aparente, seaparta de todos y de mí, Rumbaincluida, para ir a un rincóndonde se queda quieto, hosco ysolitario, mirando el vacío comoHumphrey Bogart en su bar deCasablanca. Entonces sé, o creosaber, que rumia nostalgias decazador, olor a tierra húmeda,

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hierba verde y rastro fresco deanimales. Quizá piensa en sushermanos, que se quedaron en elcampo y ahora tendrán el hocicolleno de marcas y los colmillosdesportillados de pelear. Quizá,desde el confort de la vidadoméstica, Sherlock envidia susvidas lejanas, colmadas derecuerdos apasionantes; esos quelos perros de caza se gruñen unosa otros en las noches tranquilasmientras recuerdan a los colegas—«¿Te acuerdas de Pancho, alque mató aquel jabalí, o deChispa, que nunca salió de

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aquella peligrosamadriguera?»—, mientrasenvejecen con los huesosmaltrechos y el pellejo lleno decosturones, calentándose enfuegos de leña junto al amo queacaricia sus orejas deformadaspor mordiscos de jabalí. Supelaje surcado de cicatrices queSherlock nunca tendrá.

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Estoy seguro de que, cuandose aísla de todos y mira la nada,recordando lo que jamás vivió, élhuele el humo de esa leña, sientela nostalgia del frío, laincertidumbre, el peligro. Segregaadrenalina, o lo que segreguen losperros. Corre con la imaginacióny la memoria genética por unbosque embarrado, bajo la lluvia,junto a sus hermanos, tenaz,incansable tras el rastro de unanimal salvaje. Un jabalí con elque, pese a que un teckel nolevanta dos palmos del suelo,peleará a muerte, con bravura

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inaudita, cuando le dé alcance. Oun zorro en cuya madriguera seintroducirá sin dudarlo, valientehasta la locura, para morir allí opara sacar al enemigo fuera,aferrándolo por el cuello adentelladas, rojo el hocico desangre propia y ajena. Como leordena su naturaleza. Comomandan las viejas reglas.

Un tipo interesante, Sherlock.No les quepa duda. Con densidadpsicológica y sólidos silencios.Comprendo a Rumba cuando seacerca a él, se tumba a su lado yle apoya la cabeza en el lomo. Si

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yo fuera perra, me lo follaría.

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EN LA ORILLAOSCURA

Los conocí hace años, cuandopreparaba una novela paseandopor aquella ciudad como uncazador al acecho. Esa faseinicial es la más dichosa: todo esposible porque aún está porescribir, y poco a poco, consúbitos relámpagos de lucidez, lahistoria toma forma. De esos díasrecuerdo copas de manzanilla ycaña de lomo, humo de tabaco y

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conversaciones hasta las tantas, odesayunos de café con leche ydeslumbrantes rectángulos de solen el suelo. También callesestrechas y silenciosas que olíana azahar, y a jazmín, y a dama denoche.

Así pasaron por mi vida.Primero fue el perro, que seacercó a mi mesa como quienintuye, o sabe, que será bienrecibido. Y después, cuando elperro y yo llevábamos ya un ratohaciéndonos mutua compañía,llegó él, que vino con su guitarrahasta mi mesa. Tocaba bien, y eso

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cuadraba con su aspectoagitanado y guapo, flaco,insólitamente rubio. Le calculémenos de treinta años, y por lostatuajes del dorso de la manodeduje también un par de visitasal talego. Luego pasó la guitarraen demanda de unas monedas,acarició al perro y se entretuvoconmigo cuando, con mis veinteduros, hice un comentario sobreel significado de una de lasmarcas que llevaba en la piel.Conversamos sobre perros yamos, sobre lo jodida que está lavida, los que se lo llevan crudo y

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la puta policía, y al cabo mecontó que se llamaba Miguel yque ya no se picaba, o que sepicaba poco. «Aún no tengo elbicho», dijo; y aquel «aún» sonócomo una sentencia aplazada. Eraamable y con maneras, así quesaqué un talego, de los que eranverdes. Pulsó distraído lascuerdas, cogió el billete, meaceptó una caña. Se sentó a milado y volvió a pasar los dedospor las cuerdas. Luego cogió elvaso. Se le perdía la mirada en lacerveza y el perro le lamía lasdeportivas.

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Entonces llegó ella. Morena,ojos oscuros, belleza joven y muycansada. Miguel la presentó comoRaquel y pensé que era cierto,que se parecía mucho a la judíaguapa de Ivanhoe. «Cuida de mí»,dijo con una sonrisa absorta, yella le puso la mano en elhombro. Lo hizo con naturalidad;sólo puso la mano allí y lamantuvo, mirándome como sidesafiara a desmentirlo. Y supeque era verdad. Que Miguel eraun tipo con mucha suerte, tal vezporque era rubio, agitanado yguapo; pero sobre todo porque

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era una buena persona a pesar delos tatuajes y de las marcas en losbrazos, y todo lo demás. Y tal vezpor eso la chica, que ahoratambién bebía cerveza mirándomepero en realidad mirándolo a él,lo seguía mientras iba con suguitarra y el perro de mesa enmesa para sacarles unas monedasa los turistas, a pesar de que era—eso lo supe antes de que me locontaran— niña de buena familia,con estudios, con salud, que no sehabía puesto un pico en su vidapero que un día lo dejó todo paraseguir a aquel hombre. Para

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cuidarlo. Porque, como dijo, haycosas que no pueden explicarse.Hay cosas que te estallan dentro ycomprendes que estaban escritasen tu destino.

Corría la noche, y porquetemí perderlos hice ademán decomprar el resto de su tiempo;pero Raquel sonrió desde muylejos y dijo que no era necesario,que estaban bien y que no eramalo descansar un rato, y que conotro par de cañas estábamos enpaz. Una vez, en su otra vida,había leído algo mío, y lorecordaba. Conversamos así

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largo rato los tres, con el perrotirado en el suelo entre nosotros,y de vez en cuando ella volvía aponerle a él la mano en el hombroo le tocaba el pelo; no con gestoenamorado, sino con el de lamadre que transmite a un hijo, conun roce o una sonrisa, el calor desu presencia. Y Miguel sonreíaabsorto, mirando al vacío, opulsaba de nuevo, distraído, lascuerdas de la guitarra. «¿Hastacuándo?», le pregunté a ella, y vique se encogía de hombros.Luego estuvo un rato callada, ypor fin dijo que mientras pudiera

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mantenerlo a él lejos de la orillaoscura. «¿Y luego?», insistí.«Luego es luego», repuso. Lo dijocomo quien sabe que no hayfinales felices, y yo pensé que,después de todo, quizá era ellaquien lo necesitaba a él.

Los encontré otras veces, ysiempre repetimos el ritual de lascañas, y la conversacióntranquila. Después publiqué unanovela en la que no salen, pero enla que están, y anduve por otrasciudades y otros libros. Y hacepoco regresé a aquel barrio queolía a jazmín y a dama de noche.

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Y sin apenas pensar en ellos, casipor instinto, me vi buscándoloshasta que comprendí que ya noandaban por allí. En realidadhubiera sido peor encontrarlo aél, solo. Incluso sin el perro. Demodo que quién sabe. QuizáRaquel no pudo seguirlo hasta laorilla oscura. O quizá sí existan,después de todo, los finalesfelices, y ella siga cuidando de élen alguna parte.

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ERA SÓLO UNAPERRA

Era sólo una perra. Una galgaflaca y asustada, como las queahorcan algunos cazadorescuando ya son viejas e inútiles,con tal de ahorrarse un cartucho.Cuatro días estuvo correteandopor los túneles del Metro deMadrid sin encontrar la salida. Lavieron conductores, vigilantes yviajeros. Fue grabada en vídeocorriendo despavorida por las

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vías, de túnel en túnel, huyendode los trenes que pasaban a todavelocidad. Cuatro días deoscuridad, aturdimiento, soledady angustia. De miedo atroz.Anoche vi uno de esos vídeos enInternet y me levanté de la sillacon una desolación y una malaleche insoportables. Por estotecleo estas líneas, ahora. Paradesahogar mi tristeza y mifrustración. Mi rabia. Paraciscarme por escrito en losresponsables del Metro deMadrid y en la puta que los hizo.

La galga abandonada fue vista

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un jueves vagando por lostúneles. Corría aterrada por elestruendo de los trenes,esquivándolos en la oscuridad. Alcomprobar que el personal delMetro no hacía nada pararescatarla, algunos viajerosavisaron a asociaciones deprotección animal, que pidieronpermiso para actuar. Ya ocurrióalgo semejante en Barcelona,cuando para salvar a un perroperdido en el Metro se detuvo elservicio tres horas, en un rescateen el que participaron bomberos,guardias urbanos y empleados de

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la perrera municipal. En Madrid,sin embargo, los responsables deltransporte subterráneo se negarona intervenir. Sólo dieron largas:se ocupaban de ello, la galga sehabía llevado a una protectora deanimales, ya no estaba en lasvías, etcétera. Enrocada en suestúpida indiferencia, la empresamunicipal rechazó todas laspropuestas: jaulas trampa puestasen los huecos de los túneles o losandenes, unos minutos de paradade trenes para actuar con unaescopeta de dardos narcóticos.Nada de nada. Nosotros nos

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ocupamos, repetían. Y punto.Pero mentían. Nadie se

ocupaba de nada. La perra entróen los túneles un miércoles. Dosdías después, al ser vista entre lasestaciones de Sainz de Baranda eIbiza —corría asustada bajo elandén, huyendo del tren que veníadetrás—, seis asociaciones dedefensa animal pidieron al Metropermiso para bajar a las vías yrescatarla. La empresa negó elpermiso. El sábado a las siete dela tarde, en la estación de Sainzde Baranda, un conductor dijoque había visto al animal tirado

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junto a la vía, en el túnel, a cientocincuenta metros del andén.Rogaron los activistas quealguien bajara a la vía para ver sila perra seguía con vida, pero seles negó. Pidieron que sedetuvieran los trenes durante unosminutos para proceder ellosmismos al rescate, y también seles negó. Mientras tanto, el andénse llenó de vigilantes encargadosde controlar a los miembros delas asociaciones protectoras.«Vaya follón —oí decir a uno enel vídeo de Internet— va a montarel puto perro».

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Hartas de aquello, dosmujeres, Irene Mollá, de laasociación Más Vida, y MatildeCubillo, de Justicia Animal,decidieron echarle ovarios.Mediaban dieciocho minutosentre el paso de cada tren, así quesaltaron a las vías desoyendo lasórdenes del jefe de seguridad delMetro, para internarse en el túnelcon las pantallas de sus teléfonosmóviles como linternas. Al pocoregresaron trayendo a la galga enbrazos, tapada con una chaqueta,todavía sangrando con una pataamputada. Atropellada. Muerta.

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En los cuatro días transcurridos,cuando aún estaba viva y sana,ningún vigilante había acudido arescatarla, ningún empleado searriesgó a una sanción por pararel tren. Los convoyes, que seinmovilizan cuando caen a lasvías unas llaves o un teléfonopara que el personal baje abuscarlos, los conductores que sihay huelga ignoran los serviciosmínimos cuando conviene alsindicato correspondiente, nopudieron detenerse unos minutospara rescatar a la galgaextraviada. Habrían sido

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sancionados, claro. Paralizar eltráfico suburbano por una perra,nada menos. Y eso, en un Madriddonde no falta día sin que unaconcentración ciclista, cabalgata,procesión, verbena, manifestaciónautorizada o ilegal, paraliceimpunemente la ciudad, corte eltráfico, bloquee autobuses o taxisy cause atascos monstruososmientras la autoridad competente,vía pasotas policías municipales,se limita a encogerse de hombroscuando le preguntas cómo carajollegar al trabajo o a tu casa.

Y, bueno. Me cuentan que las

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asociaciones de defensa animalse han querellado contra losresponsables del Metro deMadrid por omisión de socorro,maltrato animal o como secalifique este puerco asunto. Asíque desde aquí ofrezco mi firma.Espero que retuerzan el pescuezoa esos tipos. Y tipas. Ojalá, enmemoria de aquella pobre perraasustada, les saquen a todos eldinero y las entrañas.

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UNASUPERVIVIENTE

Sherlock estaba solo, como lesconté alguna vez. Melancólicocomo Humphrey Bogart enCasablanca. Añorando, aunqueno las hubiera conocido enpersona, las aventuras de caza ypelea que llevaba en su memoriagenética. Así que resolvimosbuscarle compañera de su mismaraza. Se encargó mi hija,telefoneando aquí y allá. Al fin

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dio con alguien que tenía unejemplar hembra. «El problemaes que nadie la quiere porquetiene un defecto en la mandíbula—dijo el dueño—. Me hedesprendido de sus hermanos, ysólo queda ella». Cuando mi hijacolgó el teléfono estaba llorando.«Tenemos que quedarnos con ellaabsolutamente», dijo. Y fuimos abuscarla. Por el caminodecidimos que se llamaríaRumba. Y llegamos.

Ahorraré comentarios sobrela mala impresión que me causóel fulano que la tenía. Su antipatía

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e indiferencia. Rumba andaba porlos cinco o seis meses y estabametida en un cercado minúsculo:pequeña, sola, sucia y asustada.Una teckel de pelo rizado, queapenas la tocamos se hizo pipíencima, y que al poco vomitópedazos de un pienso inadecuado,grueso como bellotas. Mi hijavolvió a llorar, y yo estuve apunto —esas veces en querespiras fuerte y miras hacia otrolado—. La perra tenía, en efecto,una malformación en lamandíbula inferior que la alejabade los cánones de belleza canina,

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y quienes buscan ejemplaresperfectos habían pasado de ella.El dueño, también. No me atrevoa afirmar que le pegara, pero síque la había tratado mal. Era unaperra insegura, temerosa, quegimoteaba y lo ponía todoperdido ante la menor presenciahumana. Era obvio que teníapésimas experiencias de loshombres, fueran quienes fueran.Malos recuerdos. Y que de noencontrar a alguien que laquisiera, habría acabado, en elmejor de los casos, sacrificada.

Pagué la perra —ante mi

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comentario sobre la posibilidadde un recibo, el fulano me mirócomo si yo fuera gilipollas—. YRumba vino a casa. Al principio,Sherlock le montó una bronca deteckel y muy señor mío. Al ratoempezaron a llevarse bien. Perocon los humanos fue más difícil.Al menor ruido, a la menorpalabra en alto, al menormovimiento o sombra que laasustase, Rumba daba un respingoy se apartaba con el rabo entre laspiernas, temerosa, escondiéndosecomo si esperase un golpe. Esome hizo pensar que habría

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recibido más de uno. Costómucho tiempo, mucha paciencia ymucho amor darle ciertaseguridad, hacer que nos aceptasetranquila. Sherlock se subía alsofá a ver la tele y ella sequedaba aparte, en un rincón,desconfiando de todo y de todos.Ni siquiera se atrevía a comercuando estábamos allí. Al fin,poco a poco, al cabo de semanas,se fue acercando. Fue aceptandopalabras y caricias. Atenuó susrecelos y sus miedos.

Han pasado dos años. AhoraRumba, con su graciosa

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mandíbula inferior inexistente, esuna perra feliz. Creo. La primeraen buscar caricias, la más rápidaacomodándose en el sofá. La quese tumba patas arriba en tu regazopara que le acaricies la tripa. ASherlock, como perspicaz hembraque ella es, se lo trajina comoquiere. Le hace putadas enormes,que el otro —una fiera corrupiacuando algo no le gusta— acepta,resignado y bonachón. Es, y tuvevarios de estos bichos a lo largode mi vida, la perra más rápida ylista que conocí jamás. CuandoSherlock se pone metafísico y

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tarda en zamparse la comida, ellase desliza en su plato como enuna incursión de comando, rápiday mortal, y se lo deja limpio. Porla calle, cuando salimos a paseary él va a lo suyo, despistado,cabeza baja, husmeando rastros yrumiando nostalgias, ella vaerguida y pizpireta, alta lacabeza, con trotecillo casisaltarín. Es la primera que lo vetodo, y ladra antes que nadie: elgato, el señor que pasea, el cocheque se acerca. Una noche, unjabalí despistado estuvomirándonos en la oscuridad sin

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que Sherlock se enterase de nada—miraba a todas partes con carade panoli, preguntándose quépasaba—, mientras que Rumbahabía localizado al verraco,poniéndose en guardia, un minutoantes. Y, por supuesto, lista yrápida como es, dando un velozrodeo para situarse exactamentedetrás de nosotros. Por si acaso.

A veces, cuando duerme juntoa Sherlock en el sofá mientrasveo True Detective, y observoque abre un ojo a cada ruido,atenta a posibles peligros, piensoque Rumba me recuerda a una de

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esas mujeres maltratadas que afuerza de coraje e inteligenciasalieron del pozo y ahora vivenuna vida digna y serena, sabiendolo que eso vale. Sabiendo laspesadillas que dejaron atrás, sinolvidarlas nunca. Conscientes delo que vale su felicidad y sulibertad. Ya no me pillarán enotra con la guardia baja, parecedecir con su actitud. Lo juro.Nadie. Nunca.

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EL CHUCHOANTISISTEMA

Tengo la foto delante, mientrastecleo esto. Y me encanta. Hasido tomada en una calle deAtenas, pero podría haberocurrido en cualquier lugar deEuropa; o, al menos, en noimporta qué lugar de la Europaindignada, furiosa, que en losúltimos tiempos, harta de tantocuento, tanto recorte y tantaindecencia oficial, se echa a la

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calle, cada vez con más energía,para ajustar cuentas, o intentarlo,con la clase política y financiera:con los responsables últimos —los primeros, tampoco hay queolvidarlo, somos nosotrosmismos— de la trampa siniestraen la que desde hace tiempoestamos metidos. Para escupircon dureza en la cara de esagentuza desvergonzada, intocableen sus infames privilegios, que hahecho de nuestras vidas sunegocio y de Bruselas su criminalcoartada.

La imagen tiene mucha fuerza.

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Muestra la primera línea de unamanifestación violenta, de ésascon lanzamiento de piedras,barricadas y contenedores debasura incendiados. Está tomadade frente, desde el lado de lapolicía, abarcando el desplieguede manifestantes que se enfrentana los antidisturbios: pañueloscubriendo la cara, pasamontañas,cascos de motorista, sudaderas defelpa con la capucha subida.Algunos, prevenidos hasta loprofesional, llevan máscarasantigás, y al fondo tremolanbanderas rojas. El suelo entre

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ellos y los policías estáalfombrado de piedras y trozos deladrillo que acaban de volar porlos aires. En realidad es una fotode guerra, pienso al mirarla. Deesta otra guerra cercana, frutonatural de tantas mentiras,incompetencia, latrocinios einjusticias, que hace tiempoestalló en nuestras ciudades ycorazones, y que canallasencorbatados se esfuerzan ennegar, en desmentir, con sonrisashipócritas, retórica imbécil ypalabras huecas que a pocoslúcidos engañan.

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El perro está en esa primeralínea. Es un chucho de pelajedorado y hocico flaco, y quizá suamo sea alguno de losmanifestantes que, más próximosa él, se enfrentan a los policías:no sé si el que lleva puesto uncasco de motorista o el que, a laizquierda de la imagen, se muevemedio agachado con una máscaraantigás ocultándole el rostro y unabandera roja recogida en la mano.El perro está casi entre ambos,también en movimiento, abiertaslas patas para plantarlas concoraje en el suelo, algo

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adelantada una de ellas, subidaslas orejas por efecto de la acción.Le ciñe el cuello algo oscuro, queparece un collar o uno de esospañuelos perroflautas tipovaquero. Y mira con resueltaatención hacia donde miran loshombres que están a su lado,entreabierta la boca como para ungruñido o un ladrido de cólera.No parece asustado en absolutopor el tumulto, ni intimidado conel estruendo de los pelotazos dela policía y los gritos de losmanifestantes. Está allí, valeroso,firme, corriendo leal junto a su

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dueño, sea quien sea éste, dandola cara en plena refriega comodispuesto, también él, aabalanzarse contra las barreras dela ley y el orden establecidos porlos de siempre.

Uno tiene el lacrimal reacio, aestas alturas. Sin embargo, oquizá por eso, consuelacomprobar que todavía hay cosasque te remueven otras cosas pordentro. La estampa de ese perrodecidido, fiel, enfrentado a lapolicía sin abandonar a su amo enplena refriega, es una de ellas. Lomiro en la foto y, mientras sonrío,

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se me ocurre que quizá no esté ahísólo por eso. A su manera, sinsaberlo, puede que ese chuchotambién libre su propia guerraantisistema. Batiéndose no sólopor su amo, sino por sí mismo.Por sus colegas: cachorrillosregalos de Navidad que mesesmás tarde acabarán abandonadosen una cuneta; por los perrosmaltratados, apaleados hastamorir por canallas sin conciencia;por los que acaban ahorcados enel monte cuando son viejos,arrojados vivos a un pozo oliquidados de un escopetazo; por

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los que enloquecen amarradoscon dos metros de cadena omueren de hambre y sed; por losque son sacrificados sinnecesidad pudiendo salvarse; porlos que nadie reclama y acabandeslizando su sombra por elcorredor de la muerte; por los queinfames sin escrúpulos utilizan enpeleas clandestinas donde sejuegan enormes cantidades dedinero; por esos perrillosdrogados que, ante la pasividadde las autoridades, algunosmendigos utilizan para mover apiedad y luego se desembarazan

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oscuramente de ellos… Y sí.Miro la foto del perro antisistemaque se enfrenta a la policía en unacalle de Atenas y concluyo que talvez también él tenga cuentaspropias que ajustar. Y que todoserá más noble y luminosomientras junto a un hombre quelucha haya un buen perro valiente.

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ARTURO PÉREZ-REVERTEnació en Cartagena, España, en1951. Fue reportero de guerradurante veintiún años. Con másde quince millones de ejemplaresvendidos en todo el mundo,varias de sus novelas han sidollevadas al cine y la televisión.

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Hoy comparte su vida entre laliteratura, el mar y la navegación.Es miembro de la Real AcademiaEspañola.