Pérez Reverte. Una Tumba en Dinamarca
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Una tumba en Dinamarca
Arturo Pérez Reverte – XL Semanal – 17 / 1 / 2.010.
Desde hace doscientos dos años, en un lugar perdido de la costa danesa
frente a la isla de Fionia, donde siempre llueve y hace frío, hay una tumba
solitaria. Tiene una cruz y dos sables cruzados sobre una lápida, y está pegada
al muro del cementerio de San Canuto, en Fredericia. De vez en cuando
aparece encima un ramo de flores; y a veces ese ramo lleva una cinta roja y
amarilla. Esto puede llamar, tal vez, la atención de quien pase por allí sin
conocer la historia del hombre que yace en esa tumba. Por eso quiero
contársela hoy a ustedes.
Se llamaba Antonio Costa, y en 1808 era capitán del 5.º escuadrón del
regimiento del Algarbe: uno de los 15.000 soldados de la división del marqués
de la Romana enviados a Dinamarca cuando España todavía era aliada de
Napoleón. Después del combate de Stralsund, la división había pasado el
invierno dispersa por la costa de Jutlandia y las islas del Báltico. Al llegar
noticias de la sublevación del 2 de Mayo y el comienzo de la insurrección
contra los franceses, jefes y tropa emprendieron una de las más
espectaculares evasiones de la Historia. Tras comunicar en secreto con
buques ingleses para que los trajesen a España, los regimientos se pusieron
en marcha eludiendo la vigilancia de franceses y daneses. Por caminos
secundarios, marchando de noche y de isla en isla, acudieron a los puntos de
concentración establecidos para el embarque final. Unos lo consiguieron, y
otros no. Algunos fueron apresados por el camino. Otros, como los jinetes del
regimiento de Almansa, recibieron en Nyborg la orden de sacrificar sus
caballos, que no podían llevar consigo; pero se negaron a ello, les quitaron las
sillas y los dejaron sueltos: medio millar de animales galopando libres por las
playas. En Taasing, viéndose perseguidos por los franceses y cortado el paso
por un brazo de mar que los separaba de la isla donde debían embarcar,
algunos del regimiento de caballería de Villaviciosa cruzaron a nado, agarrados
a las sillas y crines de sus caballos. De ese modo, cada uno como pudo,
aquellos soldados perdidos en tierra enemiga fueron llegando a Langeland, y
9.190 hombres -sólo unos pocos menos que los Diez Mil de Jenofonte-
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alcanzaron los buques ingleses que los condujeron a España; donde, tras un
azaroso viaje, se unieron a la lucha contra los gabachos.
Como dije antes, no todos pudieron salvarse: 5.175 de ellos quedaron
atrás, en manos de los franceses. Algunos terminarían alistados forzosos en el
ejército imperial, en la terrible campaña de Rusia -a ellos dediqué hace
diecisiete años la novelita La sombra del águila-. Otros se pudrieron en campos
de prisioneros, o quedaron para siempre bajo tres palmos de tierra danesa. El
capitán Antonio Costa fue uno de ésos. A causa de la indecisión de sus jefes,
el regimiento de caballería del Algarbe perdió un tiempo precioso en emprender
su fuga hacia la isla de Fionia, donde debían embarcar. Por fin, cuando Costa,
un humilde y duro capitán, tomó el mando por propia iniciativa, desobedeció a
sus superiores y se llevó a los soldados con él, ya era demasiado tarde. En la
misma playa, casi a punto de conseguirlo, el regimiento fugitivo vio bloqueado
el paso por el ejército francés, con los daneses cortando la retirada. Furioso, el
mariscal Bernadotte exigió la rendición incondicional, manifestando su intención
de fusilar a los oficiales y diezmar a la tropa. Entonces el capitán Costa avanzó
a caballo hasta los franceses y se declaró único responsable de todo, pidiendo
respeto para sus soldados. Luego, no queriendo entregar la espada ni dar lugar
a sospechas de que había engañado o vendido al regimiento llevándolo a una
trampa, se volvió hacia sus hombres, gritó «¡Recuerdos a España de Antonio
Costa!» y se pegó un tiro en la cabeza.
Así que ya lo saben. Ésta es la historia de esa lápida pegada al muro del
cementerio de San Canuto, en Fredericia, Dinamarca. La tumba solitaria de
uno que quiso volver y pelear por su patria y su gente. Reconozco que eso no
suena políticamente correcto, claro: pelear. Esa palabra chirría. Tan fascista.
Nuestra ministra de Defensa habría criticado, supongo, la intransigencia
dialogante del tal Costa -maneras autoritarias y poco buen rollito, misión que no
era estrictamente de paz, gatillo fácil-; y monseñor Rouco, nuestro simpático
pastor de ovejas, su falta de respeto a la vida humana, empezando por la
propia, incluido un serio debate sobre si, como suicida, tenía derecho a yacer
en tierra consagrada, o no lo tenía -igual hasta era partidario del aborto, el
malandrín-. Lo mío es más simple: el capitán Costa me cae de puta madre. Su
tumba solitaria me suscita un puntito de ternura melancólica. Ese cementerio
lejano, frente a un mar gris y extranjero. Por eso hoy les cuento su vieja,
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olvidada historia. Por si alguna vez se dejan caer por allí, o están de paso por
las islas del Norte y les apetece echar un vistazo. A lo mejor hasta tienen unas
flores a mano.
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