Pérez Reverte. Una Aspirina en Granada
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Una aspirina en Granada
Arturo Pérez Reverte - XLSemanal – 05 / 8 / 2.013.
Granada, o sea. Y enfrente, arriba, la Alhambra, la Roja; la que fue, antes de
que los reyes ziríes la pusieran a punto, Hish Garnata. He subido hasta el
Albaicín -malditas cuestas, no me extraña que hasta 1492 no conquistaran
esto- buscando un analgésico: intentando escapar un rato de lo de abajo. De
los periódicos, de la tele, de las tertulias, de los ecos y consecuencias de toda
esa gentuza que nos gobierna o desgobierna turnándose cada cuatro años en
infamia, cobardía, venalidad. Huyendo del Iva a la cultura, del expolio fiscal, del
negocio autonómico con sus beneficiarios y su clientela, de las tiendas
cerradas, de las librerías inexistentes, del intolerable desempleo, del robo
descarado, sistemático y general perpetrado por el risueño ministro de
Hacienda desde que tomó posesión, de las diecisiete taifas españolas, de la
impunidad administrativa, de los ayuntamientos que nos asfixian en imbécil
papeleo, del estólido analfabetismo de quienes medran rigiéndonos, de la falta
de educación pública y privada, de la infanta de las narices, de su legítimo
esposo y de ya te seguiré contando. De la demagogia, el cinismo, el embuste,
la mezquindad, la poca vergüenza. Tan de aquí. Tan nuestras.
Subo hasta el Albaicín, como digo, a ver si por un rato consigo que todo eso se
quede abajo, aunque supongo que verdes me las van a segar y que toda
aquella basura, suba a donde suba, me perseguirá con ese hedor que no hay
tarjeta postal, por bonita que sea, capaz de quitar de encima. Mirando con
envidia a los turistas japoneses, porque llevan en el bolsillo un pasaporte y un
billete de avión que podrán sacarlos de aquí. Y en ésas estoy, frente a uno de
los paisajes más bellos de Europa, mientras pienso en quienes me lo amargan;
masticando entre dientes, como si fueran aspirinas, los versos de Rafael
Guillén: «Calles de látigo y garra / por las espaldas del monte / no hay más luna
ni horizonte / que el aire que las desgarra». Y me paro en el mirador de San
Nicolás para mirar lejos, enfrente, abajo, este lugar que antes de hacer mío con
los ojos descubrí en viejos romances dormidos en la biblioteca de mi abuelo, o
en los versos, que sé de memoria porque mi padre me los recitó cien veces,
sobre la hazaña del pequeño grupo de soldados castellanos que, para devolver
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una afrenta de los moros -habían arrastrado el crucifijo de una iglesia saqueada
por el campo de batalla-, se internaron de noche en la ciudad enemiga para
clavar un cartel con las palabras Ave María en la mezquita grande, hoy
catedral: «Sorprenden los centinelas, / traban lucha encarnizada, / y Hernán
Pérez del Pulgar, / sólo y por toda Granada, / va a la mezquita mayor / y en la
puerta, y con su daga...».
En ésas estoy, como digo, contemplando la ciudad, y la vega donde estuvo el
campamento cristiano, y las torres bermejas donde guerreros musulmanes
cambiaban turnos de guardia. Y considero cuánta historia hay en esas viejas
piedras y en este lugar fascinante; y por extensión, en la tierra, país, patria,
nación o como se llame, o no se llame, que los alberga. Cuántas cosas a
recordar, estudiar y conocer. Cuántas identidades posibles, cuántos legítimos
orgullos, cuánta memoria común si desde hace siglos gente decente, no los
rufianes miserables y criminales que siempre tuvimos, nos hubiera educado
para ello, en vez de envolvernos en banderas, mezquindades, demagogia y
vileza. Y sin embargo, me digo, a pesar de todo, a pesar de nosotros mismos,
no es una mala tierra. No somos mala gente; o -matizo tras un instante-
podríamos fácilmente no serlo. Y como si todo estuviera dispuesto de
antemano, en ese momento oigo a mi espalda el rasgueo de una guitarra en la
plaza misma. Y me acerco a beber un tinto de verano a la terraza del bar Kiki, y
en la puerta hay cinco tíos con tatuajes en el dorso de la mano y un peligro que
te rilas, y algún careto donde no hay gota de sangre cristiana desde los Reyes
Católicos, sentados a la sombra, dándole a la música -hora y media después
me regalarán un cedé con la funda rota donde pone Pastrana escrito con
rotulador-. Me siento allí, a su lado, junto a algunos guiris y un grupo de
hombres callados, españoles, con pinta de currantes que se han tomado un
descanso, y que escuchan la música con mucho respeto. Y esa música es tan
buena y tan de verdad, allí, en la plaza del cementerio de San Nicolás, en una
sombra fresca del Albaicín, que mojo los labios en mi vaso y sonrío, feliz,
mientras miro Hish Garnata a lo lejos y la aspirina me hace efecto, al fin. Los
japoneses, concluyo, con su pasaporte y su billete de avión en el bolsillo, no
tienen ni puta idea.
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