Pérez Reverte. El Dominico y El Jesuita

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El dominico y el jesuita Arturo Pérez Reverte – XL Semanal – 21 / 7 / 2.014. Hay amigos de los que estás orgulloso. Personas sobre las que, cuando tienes una edad que permite hacer inventario de cuanto llevas en la mochila, puedes decir: «Algo bueno debí de tener cuando éste o aquélla me tuvieron afecto o me llamaron amigo». Echándole hoy un vistazo al Oráculo Manual y arte de prudencia de Gracián -incomprensible que no sea de lectura y debate obligatorios en los colegios-, al que suelo acudir como otros recurren a los analgésicos, he recordado a dos de esos amigos. O a tres: Alberto Montaner, Pepe Perona y Sergio Zamorano. Sergio era joven y guapo: ojos azules, pelo negro, alto y elegante. A las mujeres se les doblaban las rodillas cuando sonreía. Era profesor de derecho mercantil en la universidad de Sevilla, y siempre empezaba el curso con el primer capítulo de El conde de Montecristo. Pepe Perona era catedrático de gramática histórica. Alberto Montaner, catedrático de filología española y autor de la extraordinaria edición anotada del Cantar del Cid. De ellos, Pepe y Sergio están muertos; pero hace quince años estábamos sentados los cuatro en torno a una mesa del café Gijón. Lo recuerdo muy bien, pues desde entonces pienso en ellos, en aquel momento formidable que su amistad me deparó, cada vez que leo, en Gracián: «Sea el amigable trato escuela de erudición, y la conversación, enseñanza culta; un hacer de los amigos maestros... Singular grandeza es servirse de sabios». 1

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El dominico y el jesuitaArturo Prez Reverte XL Semanal 21 / 7 / 2.014.Hay amigos de los que ests orgulloso. Personas sobre las que, cuando tienes una edad que permite hacer inventario de cuanto llevas en la mochila, puedes decir: Algo bueno deb de tener cuando ste o aqulla me tuvieron afecto o me llamaron amigo. Echndole hoy un vistazo al Orculo Manual y arte de prudenciade Gracin -incomprensible que no sea de lectura y debate obligatorios en los colegios-, al que suelo acudir como otros recurren a los analgsicos, he recordado a dos de esos amigos. O a tres: Alberto Montaner, Pepe Perona y Sergio Zamorano. Sergio era joven y guapo: ojos azules, pelo negro, alto y elegante. A las mujeres se les doblaban las rodillas cuando sonrea. Era profesor de derecho mercantil en la universidad de Sevilla, y siempre empezaba el curso con el primer captulo deEl conde de Montecristo. Pepe Perona era catedrtico de gramtica histrica. Alberto Montaner, catedrtico de filologa espaola y autor de la extraordinaria edicin anotada delCantar del Cid. De ellos, Pepe y Sergio estn muertos; pero hace quince aos estbamos sentados los cuatro en torno a una mesa del caf Gijn. Lo recuerdo muy bien, pues desde entonces pienso en ellos, en aquel momento formidable que su amistad me depar, cada vez que leo, en Gracin:Sea el amigable trato escuela de erudicin, y la conversacin, enseanza culta; un hacer de los amigos maestros... Singular grandeza es servirse de sabios.Sergio era joven, leal y entusiasta. Perona -le gustaba ser llamado maestro de gramtica- y Montaner eran veteranos correosos, de una cultura extrema y dotados con deslumbrante inteligencia; dos de las mentes ms intelectualmente superiores que conoc jams. Y gracias a ellos, Sergio y yo asistimos, aquella tarde, a uno de los dilogos ms fascinantes de nuestras vidas. Todo haba empezado con una charla banal sobre el concepto de amistad, de amigos y enemigos, de unos y otros; y al cabo, la conversacin recay en Perona y Montaner, convertida en una brillante sucesin de argumentos y rplicas, con Sergio y yo escuchndolos absortos. Y poco a poco, atento a cuanto decan y disfrutndolo como testigo afortunado, fui comprendiendo lo que pasaba: sin acuerdo previo, por simple duelo de inteligencias, Perona estaba adoptando el papel casustico de un jesuita; y Montaner, siguindole el juego, el escolstico de un dominico. Uno de los nuestros, deca Perona, es cualquiera que nos favorezca de alguna manera. A lo que objetaba Montaner: Error, error. Dibujemos un mapa de coordenadas cartesianas para reconocer a los nuestros. Lo ser quien encaje en l.Fue fascinante. Un privilegio, como digo. Sergio, mucho ms joven, escuchaba boquiabierto, bebindose las palabras de cada uno, sin comprender del todo, al principio, pero intuyendo que asista a una escena extraordinaria, irrepetible. Yo, mayor y ms resabiado, sin atreverme a decir una palabra por no romper el encanto de la situacin, crea encontrarme en el concilio de Trento o un poco ms all, en plena polmicaDe Auxiliis, oyendo discutir a Molina contra Bez. Los dos antagonistas, brillantes hasta lo excelso en su mesa del caf, disfrutaban como gorrinos uno del otro, asumiendo sus respectivos papeles -que podan haber trocado sin despeinarse- con genial desenvoltura. Utilizaba Montaner argumentos de Santo Toms, sin mencionarlo, y haca lo mismo Perona con San Ignacio y el padre Surez, batallando tenazmente, ambos, sobre el problema de conciliar el libre albedro con la omnisciencia divina, ellos, que eran dos de los fulanos ms escpticos en materia de religin que conoc en mi vida. Tan en serio se tomaban sus respectivos papeles, que hasta acabaron hablndose de usted. Y el momento ms excelso lleg cuando, con un seco golpe en la mesa y un muy dominico dedo ndice apuntando al corazn intelectual del adversario, dijo Montaner: Transforma usted en ignaciano su habitual estilo florentino, casi maquiavlico. A lo que respondi el maestro de Gramtica, con displicente sonrisa jesutica: Querido amigo, no s si su postura berroquea es tomista o simplemente aragonesa.De aquel da memorable slo quedamos un protagonista, Alberto Montaner, y un testigo: yo mismo. Y a menudo, cuando nos encontramos, recordamos esa tarde en torno a la mesa del Gijn, y evocamos a Sergio con su sonrisa ancha y su mirada casi inocente, y al maestro de gramtica con su eterno cigarrillo entre los dedos, mirndonos agudo y guasn por encima de las gafas. Aquello, les doy mi palabra, fue rozar la gloria.Sea el amigable trato escuela de erudicin, y la conversacin, enseanza culta; un hacer de los amigos maestros. Amn. 1