Pepita Jiménez

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Pepita Jiménez; Juan Valera I. Temas y contenido El tema principal del texto es la confrontación entre el amor sacro y el amor profano que provoca las más intensas controversias dentro del protagonista, el seminarista Luis de Vargas, quien cree encontrarse en un perpetuo éxtasis vocacional religioso. Este personaje, que siempre había sido rígidamente fiel a sus valores morales claramente enraizados en la religión católica, al llegar a su pueblo natal, del que fue separado para estudiar en el seminario de la urbe junto con su tío, el señor Deán, personaje religioso, con motivo de visitar a su casi desconocido padre, don Pedro de Vargas, descubre la debilidad de los valores que él pensaba imposibles de balancear. Y esta nueva flexibilidad de valores en el beato protagonista se debe a una bella y bondadosa mujer, fanática también de los dogmas católicos, Pepita Jiménez, quien descubre al seminarista la belleza y el atractivo de lo profano. Así, en la primera parte de la obra, titulada Cartas de mi sobrino, a través de las epístolas de Luis descubrimos el progresivo enamoramiento, acompañado en todo momento del arrepentimiento que el personaje se veía obligado a sufrir debido a las duras prohibiciones religiosas que la habían sido implantadas en su educación. Además para ocultar sus pecaminosos pensamientos a su tío, a quien supone gran cumplidor de las normas religiosas, Luis de Vargas se empeña en definir su relación con Pepita Jiménez como pura amistad y buenos modales; pero estas excusas se debilitan y desaparecen con el tiempo como máscaras de cartón bajo la lluvia y el seminarista acaba por caer en los brazos de su amada. Y esta etapa de enamoramiento reconocido es relatada en la segunda parte de la obra, llamada Paralipómenos. Además aparecen temas clásicos, aunque su relevancia es menor, como el amor entre el viejo y la niña y la rivalidad amorosa entre padre e hijo. Todo ello surge debido a que, antes de que llegase al pueblo Luis de Vargas, su padre, quien tenía fama de mujeriego y conquistador, ya se hallaba intentando enamorar a la joven Pepita Jiménez, quien desde que enviudó de su decrepito pero enormemente rico primer marido se hallaba en un continúo periodo de asaltos de pretendientes. Así, tanto con el primer marido de la joven como con don Pedro, se plantea el tema de los matrimonios de conveniencia, que el autor desaprueba, según deja entrever en ciertos comentarios, aunque no se detiene demasiado en el asunto. También, al estar don Pedro de Vargas enamorado de quien seduce a su hijo se expone el tema de la rivalidad amorosa entre familiares. Esto supone otro sentimiento de culpa para Luis, puesto que cree estar traicionando a su padre a lo largo de todo el proceso de encandilamiento. Pero este

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Pepita Jiménez; Juan Valera

I. Temas y contenido

El tema principal del texto es la confrontación entre el amor sacro y el amor profano que provoca las más intensas controversias dentro del protagonista, el seminarista Luis de Vargas, quien cree encontrarse en un perpetuo éxtasis vocacional religioso. Este personaje, que siempre había sido rígidamente fiel a sus valores morales claramente enraizados en la religión católica, al llegar a su pueblo natal, del que fue separado para estudiar en el seminario de la urbe junto con su tío, el señor Deán, personaje religioso, con motivo de visitar a su casi desconocido padre, don Pedro de Vargas, descubre la debilidad de los valores que él pensaba imposibles de balancear. Y esta nueva flexibilidad de valores en el beato protagonista se debe a una bella y bondadosa mujer, fanática también de los dogmas católicos, Pepita Jiménez, quien descubre al seminarista la belleza y el atractivo de lo profano. Así, en la primera parte de la obra, titulada Cartas de mi sobrino, a través de las epístolas de Luis descubrimos el progresivo enamoramiento, acompañado en todo momento del arrepentimiento que el personaje se veía obligado a sufrir debido a las duras prohibiciones religiosas que la habían sido implantadas en su educación. Además para ocultar sus pecaminosos pensamientos a su tío, a quien supone gran cumplidor de las normas religiosas, Luis de Vargas se empeña en definir su relación con Pepita Jiménez como pura amistad y buenos modales; pero estas excusas se debilitan y desaparecen con el tiempo como máscaras de cartón bajo la lluvia y el seminarista acaba por caer en los brazos de su amada. Y esta etapa de enamoramiento reconocido es relatada en la segunda parte de la obra, llamada Paralipómenos.

Además aparecen temas clásicos, aunque su relevancia es menor, como el amor entre el viejo y la niña y la rivalidad amorosa entre padre e hijo. Todo ello surge debido a que, antes de que llegase al pueblo Luis de Vargas, su padre, quien tenía fama de mujeriego y conquistador, ya se hallaba intentando enamorar a la joven Pepita Jiménez, quien desde que enviudó de su decrepito pero enormemente rico primer marido se hallaba en un continúo periodo de asaltos de pretendientes. Así, tanto con el primer marido de la joven como con don Pedro, se plantea el tema de los matrimonios de conveniencia, que el autor desaprueba, según deja entrever en ciertos comentarios, aunque no se detiene demasiado en el asunto.

También, al estar don Pedro de Vargas enamorado de quien seduce a su hijo se expone el tema de la rivalidad amorosa entre familiares. Esto supone otro sentimiento de culpa para Luis, puesto que cree estar traicionando a su padre a lo largo de todo el proceso de encandilamiento. Pero este conflicto se resuelve alegremente al final de la obra, cuando descubrimos que el padre de Luis, estando desde hace tiempo al corriente de los asuntos que existían entre su hijo y la mujer a la que hubo pretendido largo tiempo de forma tan insistente, no sentía ningún tipo de rencor hacia su hijo, sino que se hallaba contento y expectante ante la posible futura unión entre los amantes. Así, Juan Valera resta gravedad a los clásicos dilemas del honor personal, familiar y social.

II. Lección moral de la novela

La idea principal de la obra, según su autor y siguiendo la más extendida tendencia en la época de éste texto, el Realismo, es la creación de la obra artística que provoque el deleite reflejando la realidad, en este caso imitando los sentimientos y las pasiones humanas, y creando además de este modo una obra bella.

Pero además presenta una parte moralizadora y didáctica que atañe a los tres temas principales anteriormente nombrados. Respecto a aquello de menor relevancia se posiciona en una postura claramente moderna asegurando que los matrimonios de conveniencia entre personas de muy dispares edades no provocan en ningún momento la felicidad de los cónyuges y que no son de ninguna forma provechosos. También se posiciona en contra de las obligaciones de mantener el

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honor y el más recio y rancio decoro y clásico protocolo en las relaciones sentimentales y amorosa de los hombres; por ello don Pedro de Vargas no le otorga ningún tipo de importancia al hecho de que su hijo ame y haya conseguido camelar a la mujer que él anteriormente hubo pretendido sin ningún éxito.

La lección moral más importante en este libro es sin duda la liberación de los sentimientos religiosos y el relax de las obligaciones morales más retrógradas, haciendo así posible compaginar el amor divino con el amor más profano y terrenal, declarando que es totalmente posible seguir a Dios y cumplir con la bondad que su religión predica sin tener que apartar de la vida las relaciones sentimentales y amorosas con los seres terrenos. Y esta idea se halla enteramente encerrada en una declaración de Pepita Jiménez que aparece en el cese del libro:

“[…] el hombre puede servir a Dios en todos los estados y condiciones, y concierta la viva fe y el amor a Dios, que llena su alma, con ese amor lícito en lo terrenal y caduco”

En definitiva, la obra otorga una lección moral moderna y liberal.

III. Estructura externa e interna

En la estructura externa distinguiremos entre tres distintas partes que llevan por título: Cartas de mi sobrino,Paralipómenos y Epílogo. Cartas de mi hermano. Cada uno de estos apartados se halla representado por un nuevo título.

En cuanto a la estructura interna, a pesar de ser muy similar, haremos una leve distinción. La primera parte, el planteamiento, se corresponde con el apartado Cartas de mi sobrino; pero tanto el planteamiento como la conclusión se encuentran en la parte Paralipómenos. Así, el apartado Epílogo. Cartas de mi hermano, supone una función informativa extra.

En la primera parte tiene lugar el planteamiento del tema, durante las cartas que Luis escribe a su tío vamos conociendo su progresivo enamoramiento y también tenemos acceso a los fieros valores morales religiosos a los que se halla atados; en esta parte se presentan a prácticamente todos los personajes que aparecen en la obra, además es la parte más extensa y ocupa casi la mitad del libro.

Justo cuando se produce la crisis de la vocación sacerdotal, la forma epistolar se cambia por la narración en tercera persona. Y en este segundo apartado tiene lugar el desarrollo de la trama principal, que es el enamoramiento entre Luis y Pepita Jiménez.

El desenlace de la trama comienza con el fin de la discusión entre los enamorados que tiene lugar en el despacho de la casa de Pepita Jiménez, cuando ambos se han declarado abiertamente su amor y han acordado seguir adelante con él.

IV. Los personajes principales: Luis de Vargas, Pepita Jiménez y don Pedro de Vargas

Luis de Vargas, un joven apuesto y sobre todo muy elegante debido a que su distinción destaca enormemente al proceder de un ámbito urbano y culto y hallarse inmerso en un espacio rural, representa el choque entre la realidad y el ideal místico. Su personalidad se desdibuja en su análisis comparativo con Pepita Jiménez. Al vivir aislado del mundo rural y hallarse inmerso en la urbe durante toda su juventud, su llegada al pueblo supone un enormemente trascendental cambio y ejerce en él una singular influencia. Al principio sus rasgos más preponderantes son su juventud, su acérrima religiosidad, su rigidez moral y su poético entendimiento de la realidad; además posee enormes aspiraciones, teniendo como primordial objetivo devenir un gran apóstol de la religión allende los mares.

A su llegada al pueblo se ve enfrentado con la bella joven Pepita Jiménez, que supone todas las tentaciones que se oponen a su santa vocación. Debido a su extrema sensibilidad hacia la belleza, propiciada por su alta educación, Luis no tarda en verse atraído por la joven viuda; y esta atracción incrementa hasta convertirse en una pasión capaz de rivalizar con sus más latos ideales morales. Al final, acaba sucumbiendo a los irresistibles encantos de Pepita y renuncia al estado religioso y a

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todas sus aspiraciones dentro de la Iglesia para unirse con su amada. Todo este proceso de mutación y adaptación al nuevo ambiente que sufre el protagonista de la obra está claramente reflejado y ampliamente documentado a lo largo de la interminable y detallista correspondencia que éste establece con su tío.

Pepita Jiménez es una joven viuda, agradable, simpática, bella, cuyos rasgos corresponden al arquetipo de belleza femenina de la época. Toda la descripción de este personaje se agolpa en la parte epistolar en la que Luis, con el pretexto de considerarla su futura madrastra, describe de forma minuciosa y enaltecedora los innumerables atributos de tan completa mujer, calificándola como: hermosa, pulcra, distinguida, casta, serena, de purpúreos labios y tersa frente, ordenada, de tranquila conciencia, discreta, devota, caritativa, de dientes nacarados, manos cuidadas y ojos rasgados.

Esta mujer, de profundos sentimientos religiosos, tiene una enorme inclinación hacia las pasiones y es quien siempre lleva a cabo la iniciativa en la relación con Luis, y a lo largo del desarrollo de la misma se lanza más abierta y claramente hacia su amado. Y todo esto lo confiesa en su diálogo con el cura del pueblo, en el que asegura haber actuado con coquetería ante el seminarista, en esta conversación deja clara su voluntad de no dejar escapar a Luis del pueblo para conseguir enamorarlo. Al final lo recibe en su casa, lo envuelve con sus palabras, lo enternece con sus lágrimas, lo arrastra hacia e dormitorio y se le entrega apasionadamente, consiguiendo su corazón.

Don Pedro de Vargas supone la oposición a lo delicada y sentimental de su hijo. Es un hombre de campo, que ha vivido toda su vida en el pueblo, pero que además ha conseguido atesorar ciertas posesiones gracias al dominio de la tierra. Es un hombre muy unido al barro, es un hombre terreno, realista y que cree en lo palpable, en resumen, es tierra, es campo. Pero con el tiempo aprende a apreciar los dones mentales de su hijo, aunque se empeña en enseñarle lo que él cree imprescindible, como montar a caballo. Este ligero cambio de hace palpable en la aceptación del amor de su hijo con aquella a quien él hubo pretendido anteriormente.

V. Tipos de narradores

El tipo de narrador y todo lo referente a éstos tiene como objetivo dotar de mayor verosimilitud a la obra y de hacer parecer que ciertamente hubo ocurrido. De este modo se alude al Realismo, queriendo dar un reflejo de la realidad que parezca lo más concreto posible.

Así, el narrador cambia dos veces de narrador; siendo la primera y la última un narrador epistolar, en primera persona en el primer caso y en tercera en el último, y la segunda un narrador omnisciente en tercera persona.

El primer narrador es Luis de Vargas, quien relata a su tío en numerosas cartas todo lo que ocurre durante su estancia en el pueblo. Este narrador epistolar dota de gran realismo a los hechos, viéndose incrementada esta verosimilitud al declararse el autor del libro, Juan Valera, como simple transcriptor de cartas reales y verídicas. Este narrador epistolar es el óptimo para la temática de este apartado debido a que es el mismo sujeto paciente de los sentimientos quien los relata en primera persona. Todo estos e hace palpable en ejemplos como:

-El título ésta primera parte: Cartas de mi sobrino

-El encabezamiento de cada carta indicando la fecha: 28 de marzo

-La persona de los verbos: […] me voy […], […] confieso […],…

El segundo narrador en tercera persona también está dotado de realismo debido a que el autor vuelve a aclarar que encontró los escritos que él transcribe, asegurando que el señor Deán escribió en tercera persona debido a su conocimiento de los grandes relatos, sabiendo así que este es el mejor método para relatar acciones trepidantes, como las que ocurren en esta parte de la obra. Y precisamente debido a que acaecen estos hechos es la elección del narrador en tercera persona enormemente acertada. Además el narrador es omnisciente, y expresa los sentimientos de los

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amantes, que se encuentran en una etapa ampliamente sensitiva y sensible. Algunos ejemplos que lo demuestran son:

Verbos en tercera persona: […] hubieran podido extrañarse […], […] Antoñona no calló […],…

Expresiones de sentimientos: […] Pepita mostraba impaciencia […],…

El tercer narrador es don Pedro de Vargas, quien escribe varias cartas a su hermano para mantenerle al corriente del desarrollo del amor de su sobrino y Pepita. Este narrador se limita a narrar superficialmente los hechos posteriores a la boda y es perfecto para dar los más bien irrelevantes datos de esta parte del libro. Este narrador sigue manteniendo la tercera persona.

VI. Espacio y tiempo

El espacio de la obra es un pequeño pueblo andaluz de la época, es decir, de siglo XIX. Dentro de este pueblo los ambientes que más frecuentemente aparecen en la narración son espacios aristocráticos, así, las acciones se desarrollan en la casa de Pepita Jiménez, una vivienda noble perteneciente a un mujer muy adinerada. Esta casa es ampliamente descrita en los párrafos previos al relato de la conversación privada de Luis con Pepita en el despacho de la casa, zona considerada como la más importante del inmueble; algunos de los datos de esta descripción son:

[…] Todas o la mayor parte de las casas de los ricachos lugareños de Andalucía son como dos casa en vez de una, y así era la casa de Pepita […]

[…] el patio enlosado y con columnas, las salas y demás habitaciones señoriles […]

Pero también la casa de don Pedro es una casa lujosa debido a la disposición de dinero de este hombre.

Todo este espacio, aún siendo realista, se halla idealizado.

En cuanto al tiempo distinguiremos primeramente entre tiempo externo e interno. Del tiempo externo diremos primeramente que la obre fue escrita en el año 1874. En este año tiene lugar el pronunciamiento del general Martínez Campos, que conlleva la restauración de la dinastía de los Borbón en el trono español tras haber sido expulsados en 1868 por la Revolución liberal de septiembre, que acabó con el reinado de Isabel II, en que se sucedieron en el gobierno partidos liberales progresistas y moderados. Esta época de reimplantación de la monarquía borbónica es conocida como Etapa de la Restauración, que concluye en 1902, con el reinado de Alfonso XIII en su mayoría de edad. Como hecho más relevante desde el punto de las relaciones internacionales cabe destacar la escasez de recursos y la pasividad diplomática de España frente al expansionismo de Estados Unidos, que desembocaría en la guerra del 98 y la pérdida de las últimas posesiones oceánicas: Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

En esta época florece en literatura el movimiento del Realismo, que se opone al anteriormente acaecido Romanticismo, y que postula que las obras literarias han de ajustarse a la realidad para crear grandes y bellas obras de arte, alegando que en las clases medias se encuentra una fuente inexplorada de inspiración artística. Como e observa en esta obra, Juan Valera nos se ciñe al estudio de las clases medias pero si refleja hechos verosímiles y lucha por hacerlos parecer más verídicos.

Del tiempo interno diremos que se halla muy bien documentado y delimitado en la primera parte debido a la aparición de encabezamientos, que indican la fecha de envío, en cada una de las catas escritas por Luis de Vargas; por ello podemos afirmar con la mayor exactitud que esta primera parte comienza el 22 de marzo y concluye el 18 de junio del mismo año. En cuanto al resto del texto, los daos no son tan concretos, pero podemos dilucidar que se desarrollan dos o tres meses. Además, habremos de precisar que en la primera parte el tiempo avanza con mucha más lentitud, pero en el resto del texto la acción se acelera.

VII. Estilo

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El realismo se configura como un movimiento cultural caracterizado por la representación objetiva de la realidad que se dio en la segunda mitad del XIX, con origen en las circunstancias sociales que proceden de la revolución industrial y que suponen el ascenso al poder de la burguesía y la importancia del proletariado.

Juan Valera convive con múltiples corrientes literaria, como el fin del romanticismo, el realismo, el naturalismo y el comienzo del modernismo, y se sitúa entre ellas. Así, su estilo es moderno, escogido y cuidado, incluso algunas veces ligeramente arcaico, prestándole gran atención; y todas estas características son más propias del romanticismo, que da mayor importancia a la forma. Pero a su vez, a pesar de estar cuidado, el registro es estándar y en él no encontraremos grandes palabras incomprensibles, sino cuidado leguaje de loa más entendible.

Utiliza también la polifonía, aunque no es muy acuciada puesto que la mayoría de los personajes pertenecen a la misma clase aristocrática. Por ello no es demasiado destacable la vulgaridad del discurso de Antoñona.

VIII. Valoración crítica

Juan Valera mezcla a lo largo de toda su obra el esteticismo, que espolea la creación del arte por el arte, con el único objetivo de hacer obras bellas que hagan deleitarse y entretenerse a aquellos que disfruten de ellos, con el realismo, que le hace escoger ambientes reales y narrar hechos verosímiles. Y estos son los dos objetivos que persigue en la obra Pepita Jiménez.

En cuanto al esteticismo cabe destacar las características literarias y estilísticas de la obra. De este modo, Juan Valera se distrae en el estilo de los ideales más puramente realistas y le otorga mayor atención y cuidado. De este modo crea una obra de una gran belleza estética. Al carácter artístico de la obra también contribuyen los ambientes y los personajes idealizados; como la casa de Pepita que describe como “[…] patio enlosado y con columnas, las salas y demás habitaciones señoriles […]”, o la misma Pepita Jiménez, de quien dice que “[…] Se conoce que cuida mucho sus manos y que tal vez pone alguna vanidad en tenerlas muy blancas y bonitas, con uñas lustrosas y sonrosadas […]”, y “[…] las manos de esta Pepita, que parecen casi diáfanas como el alabastro, so bien con leves tintas rosadas, donde cree uno ver circular la sangre pura y sutil, que da a sus venas un ligero viso azul; estas manos, digo, de dedos afilados y de sin par corrección de dibujo, parecen el símbolo del imperio mágico, del dominio misterioso que tiene y ejerce el espíritu humano […]”, y que “[…] posee una distinción, que la levanta y separa de todo cuanto la rodea […]”.

Por ello y numerosos recursos estilísticos como el símil de las manos de Pepita Jiménez con el alabastro al que anteriormente me hube referido, podemos decir que esta obra cumple, sin excesos, los cánones del esteticismo.

Pero en lo referente al contenido la obra se aproxima más al Realismo, situando las acciones en lugares reales y verosímiles vistos por gran parte de los lectores. Además, en cuanto al ambiente, diremos que el detallismo, típico del realismo, con que describe la zona y los espacios se debe a que Juan Valera escoge Andalucía, tierra natal suya. Pero también los personajes son reales y reflejo de las personas existentes en la realidad. Y todo este realismo se ve acrecentado por ciertas características, como las detallistas descripciones, sobre todo las referidas a los pensamientos y sentimientos de Pepita Jiménez, y más exhaustivamente a los de Luis, en las que emplea extensos textos en que proliferan adjetivos relacionados con el tema de los propios sentimientos y pensamientos como: ingenuidad, preocupación, dolor, pesadumbre…

También dice el autor con objeto de otorgar mayor veracidad a lo que cuenta que él solamente ha limitado a transcribir cartas y escritos que hubo previamente descubierto, como expresa en el principio de la obra:

[…] El señor Deán de la catedral de…, muerto pocos años ha, dejó entre sus papeles un legajo, que, rodando de unas manos a otros, ha venido a dar en la mías, sin que, por extraña fortuna, se haya perdido uno solo de los documentos de que constaba. […]

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[…] El mencionado manuscrito, fielmente trasladado a la estampa, es como sigue. […]

Por último, destacaremos el carácter neoclásico de las enseñanzas morales de la obra; abogando contra los matrimonios de conveniencia criticados tan fieramente por algunos como Leandro Fernández de Moratín, o en contra también de los caducos honores y honras familiares que dificultaban las disputas amorosas entre familiares, también criticado por el anteriormente autor. También aparece una crítica a los rígidos dogmas de la Iglesia que no permiten ningún tipo de disfrute profano y carnal.

Por todo ello, tanto en el estilo como en el contenido, es esta una obra ecléctica en cuanto a las corrientes literarias que la influyen, siendo este un dato característico de la obra de Juan Valera.

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El sombrero de tres picos; Pedro Antonio de Alarcón

Contextualización de la obra

El autor

Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891), escritor y político español nacido en Guadix, Granada. Fue diputado de las Cortes españolas y se alistó como voluntario en la campaña de Marruecos, experiencia que le proporcionó material para su Diario de un testigo de la guerra de África (1859), considerada hoy una obra maestra por su descripción de la vida militar. Alarcón sobresalió en su época por sus novelas religiosas, entre las que destaca El escándalo (1875), una defensa de los jesuitas que levantó una viva polémica. Hoy es recordado principalmente por sus relatos de la vida rústica en España, algunos de los cuales se han recopilado en El sombrero de tres picos, (1874), que inspiró a Manuel de Falla la composición de su ballet homónimo.

“El sombrero de tres picos”

Orígenes y evolución del tema literario:

Alarcón pareció empeñarse siempre en dar a sus lectores una serie de datos sobre el origen argumental de sus narraciones, aunque esta fuente de información suele ser de escasa fiabilidad. Sobre El sombrero de tres picos nos ofrece muchos datos, y no todos de excesivo crédito. Es indudable que Alarcón tomó prestada una obra ya existente para darle una nueva forma literaria. En el Prefacio del autor Alarcón se refiere a los antecedentes que le sirvieron de punto de partida para la obra. Nos habla de un romance popular oído desde su niñez en labios de aldeanos. Alude después a distintas versiones ya impresas. Por último menciona una tercera fuente en forma de coplas populares: “unas coplejas asaz verdes y hasta coloradas que [Juan Eugenio Hartzenbusch] sabe de memoria”.

El tema literario, desde luego, es muy antiguo, y tiene versiones tradicionales que algunos hacen remontar hasta la mitología clásica. Pero en cuanto a los materiales de los que Alarcón extrae directamente el argumento de su obra, los críticos que han estudiado el tema han fijado su atención en otras dos fuentes cercanas a la novela: una cierta Canción del Corregidor y la Molinera, que coincide con el relato en todo excepto en el desenlace. Pero además existió un sainete, cuyo título alude también al Corregidor y la Molinera que, más alejado en otros puntos de su desarrollo, coincide con nuestra novela en su desenlace.

Lo cierto es que, pese a la variedad de fuentes empleadas por el autor, el tema literario no hubiera adquirido tal relevancia de no haber sido tratado por Alarcón con un acierto que acerca la novela a la categoría de obra de arte. Toda la difusión posterior del asunto de debe casi exclusivamente a la acción del novelista granadino.

“El sombrero de tres picos”, obra en la transición

El sombrero de tres picos es, en varios sentidos, una obra de transición. En primer lugar, en cuanto al género narrativo en que debe ser incluido. El siglo XIX español es momento en que la fijación de los límites establecidos entre los distintos subgéneros épicos adquiere especial relevancia; entre novela y cuento se produce el apogeo de un género de extensión intermedia, la novela corta o cuento largo, del que El sombrero de tres picos es un claro representante.

Esta obra ocupa también un lugar de tránsito dentro de la obra de Alarcón como escritor en la encrucijada de varias fuerzas divergentes. Alarcón se consagró inicialmente a la creación de obras cuya unidad argumental no exige una gran tensión: artículos periodísticos, libros de viajes, cuentos, artículos de costumbres... Sin embargo, a partir de 1875 la redacción de El escándalo supone la definitiva dedicación del autor a novelas extensas. Entre ambos modos, como culminación del primero y preparación para el segundo, está El sombrero de tres picos.

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Costumbrismo y realismo

Aún podemos hallar otra manifestación de la posición de tránsito que ocupa la novela en la historia. Nuestra obra señala el punto de enlace entre dos manifestaciones estéticas que hasta su aparición se habían dado la mano y que, a partir de entonces, se distinguirán con toda nitidez: el cuadro de costumbres y la narración inequívocamente realista.

En la obra, desde luego, no faltan ingredientes de claro sabor costumbrista: Alarcón enmarca los hechos en un comienzo de siglo aún perteneciente al Antiguo Régimen y sobre él construye un decorado colectivo artificioso y, hasta cierto punto, convencional. Pero, al mismo tiempo, los personajes se desenvuelven con tanta gracia y naturalidad en el libro, intercambiando unos diálogos tan frescos y auténticos, que en ningún momento su lectura nos recuerda las casi siempre amazacotadas presentaciones de personajes frecuentes en los autores costumbristas. Como idea final subrayaríamos que El sombrero de tres picos vino a poner broche de oro a la prosa costumbrista y, al mismo tiempo, inauguró con toda brillantez el realismo español.

El título de la novela

En todas las fuentes que Alarcón utilizó para construir su argumento aparecía, como título, la mención directa al corregidor, a la molinera o a ambos personajes. Alarcón se fija, sin embargo, en un objeto simbólico, el sombrero de tres picos, le da carácter protagonista en la obra y finaliza su redacción con una referencia explícita a él:

Finalmente: el tío Lucas y la señá Frasquita [...] pasaron a mejor vida (precisamente al estallar la Guerra Civil de losSiete años), sin que los sombreros de copa que ya usaba todo el mundo pudiesen hacerles olvidar aquellos tiempossimbolizados por el sombrero de tres picos.

¿Qué razones justifican la elección de este título? En el Prefacio de su obra Alarcón nos dice que lo considera “más trascendental y filosófico” que todos cuantos había recibido el asunto con anterioridad. A demás del valor simbólico de la prenda, que se ve con nitidez en toda la novela, la relevancia que Alarcón le concede tiene mucho que ver con el apego que el granadino siempre manifestó hacia sus recuerdos infantiles.

A partir de la novela del escritor granadino, el título por él adoptado se impondrá a todos lo que hasta entonces venían definiendo el asunto literario; así, cuando se estrene el ballet de Manuel de Falla que iba a inmortalizar definitivamente el tradicional argumento, su título será el mismo que Alarcón había ideado para su novela: El sombrero de Tres Picos.

Técnica narrativa del autor

Para llevar a cabo esta fase he ido anotando algunas peculiaridades de la técnica del autor a lo largo de la obra, apoyándome en las notas a pie de página que aparecen en cada capítulo.

Ya al empezar la novela, nos damos cuenta de que el autor no parece muy interesado en situar la acción en un marco cronológico muy preciso, a pesar de toda la contextualización histórica que realiza en el primer capítulo; lo que en realidad le interesa es dejarla vagamente ambientada en ese antiguo régimen que Alarcón nos define con cierta ironía.

Una vez situada la acción en el tiempo, Alarcón establece sus coordenadas espaciales. Incluye cierta vaguedad en la presentación de los datos locales. Sin embargo, todas las precisiones posteriores, como el clima, apuntan al desarrollo de la acción en su ciudad natal, Guadix.

En numerosas ocasiones podemos ver como Alarcón no se esfuerza en camuflar su papel como narrador, ni en hacérnoslo olvidar; más bien se encarga de mostrarse a sí mismo como resuelto guía a lo largo de todo el argumento. Antes de comenzar la acción propiamente dicha, Alarcón parece gozarse de tener en sus manos los hilos de la acción de sus personajes, advirtiendo al lector los acontecimientos que van a tener lugar. En otros momentos de la narración observaremos como hace alarde de esa misma condición, no exento de ironía.

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Podemos apreciar el numeroso uso de expresiones latinas que realiza Alarcón, tanto al ponerle nombre a algunos de sus capítulos como al poner palabras en boca del Obispo. Estos son frutos de su formación como seminarista en Guadix.

Como algo hasta cierto punto negativo de la técnica alarconiana destacaríamos la innecesaria referencia en sus descripciones a cuadros y esculturas famosos, en un vanidoso intento de mostrar al lector la amplitud de su cultura, y cuya única aportación a la obra es despojarla de su espléndido realismo.

A lo largo de la novela observamos la costumbre del autor de bautizar todos sus capítulos con nombres significativos, que recogen la esencia del contenido de la escena a la que ponen nombre, y cuyo sentido completo solo se asimila al acabar la lectura del capítulo.

Un recurso empleadísimo por Alarcón a lo largo de su obra es el uso del retrato, que cobra especial importancia a la hora de presentarnos a los personajes. Alarcón no los introduce sin más en una acción, para luego ir aclarándonos sus características; más bien los sitúa primero en un período de inmovilidad, describiéndolos exhaustivamente, para hacerlos actuar una vez han sido provistos de todos sus rasgos fundamentales. Dentro de estas presentaciones observamos una atribución de algunos de sus propios datos biográficos a la historia ficticia del tío Lucas.

Para retratar a los dos cónyuges, Alarcón sigue un orden previamente establecido, aclarado por el título de los capítulos: en el caso de Frasquita, nos la presenta solo externamente, mientras que a Lucas lo describe por dentro y por fuera. En ambos casos el “movimiento de la cámara” es el mismo: aspecto general, características externas e impresión que produce la voz.

La organización estructural de la novela está rigurosamente planteada por el autor: sitúa la acción, presenta a sus personajes y pasa a describirnos los factores que propician la acción después narrada. Localiza en el campo una situación armónica, de equilibrio inicial, que después será perturbado por la acción.

La narración propiamente dicha comienza en el capítulo VIII, donde Alarcón se preocupa por darnos una referencia temporal exacta: “Eran las dos de una tarde de Octubre”. En este mismo capítulo Alarcón se refiere por primera vez a la capa y al sombrero del Corregidor, y emplea un doble juego para referirse con ellos al Absolutismo.

En muchos pasajes de la novela podemos apreciar una teatralidad patente: esta es, sin lugar a dudas, una obra narrativa que, sin embargo, tiene abundantes pasajes dramáticos. Esta es una característica general de las obras de Alarcón, no particular de la que hemos leído.

Otro recurso empleado por el autor en esta novela es el uso de expresiones y términos arcaicos y la referencia a objetos y situaciones propios del ambiente que quiere relatar, cronológicamente ubicado en los primeros años del S.XIX pero correspondiente al antiguo régimen imperante en la centuria anterior.

A partir del momento en que comienza el desarrollo de la acción observamos como le autor introduce múltiples precisiones cronológicas, imprescindibles para seguir el complicado hilo argumental. Asimismo, comenzará a introducir precisiones sobre el lugar donde se desarrollan los hechos, también de gran importancia. Su papel es el mismo que el de la acotación inicial en una obra de teatro, donde se describe minuciosamente el escenario de la acción.

A partir del capítulo XVI la acción se diversifica. El narrador, interviniendo en su relato, nos señala el camino que seguiremos en cada caso, mediante expresiones como “sigamos por nuestra parte al tío Lucas”.

El autor manifiesta en todo el libro una intención muy clara a la hora de segmentar el relato, incluyendo en cada apartado una acción o situación independiente. Por ejemplo, en el caso del capítulo XVIII, de extrema brevedad, la fuga de Lucas no precisa de más espacio, y no se intenta alargar más el capítulo por ningún procedimiento, sin importarle a Alarcón el contraste con la gran extensión de otros (por ejemplo el XIV).

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En la parte álgida de la acción vemos como Alarcón va haciendo crecer la tensión mediante procedimientos como las preguntas retóricas, que se suceden a toda velocidad en la primera parte del capítulo XX, o el empleo de un estilo similar al de las novelas folletinescas: un estilo muy “efectista”, por así decirlo. Después Alarcón sigue la otra narración, paralela a lo acontecido con el tío Lucas. Una vez va acabando esta, nos va dejando entrever como el triángulo amoroso inicial, formado por el corregidor, la molinera y el tío Lucas, va a convertirse ahora en un cuadrángulo que será completado por la mujer de don Eugenio.

Es evidente el sarcasmo del autor a la hora de referirse a las autoridades (que contrasta con el respeto que parecen merecerle los representantes de la jefatura eclesiástica). Esto se aprecia, por ejemplo, en el párrafo en que el alcalde de poca monta se subraya a sí mismo como un “rey”, un monarca despiadado, quedando ridiculizado por la irónica pluma de Alarcón.

Ya en el capítulo XXVII las acciones, que hasta entonces habían ido cruzadas, comienzan a ir todas en la misma dirección. Aquí el autor deja de llevarnos de un lado a otro y de dar saltos en el tiempo, y todo se desarrolla de forma más o menos lineal. La escena final, en la que la corregidora pondrá fin a todos los enredos anteriores, va precedida de algunas situaciones de confusión casi cómica, que le dan al relato un tono cada vez más humorístico.

En esta escena final resaltaríamos varias cosas. Para empezar, la altivez que nos trasmiten todos los gestos, vestimentas y palabras de la corregidora, a quien Alarcón infunde de esta forma autoridad moral para aclarar todos los enredos que han tenido lugar a lo largo del argumento de la obra. También la sintonía de sentimientos entre Frasquita y la corregidora, que nos previene desde un principio de que no va a haber enfrentamiento alguno por su parte. El capítulo está revestido de un tono claramente teatral, que se completa con una auténtica catarsis en el reconocimiento colectivo de las culpas, en una escena de llanto general no exenta de comicidad. Posteriormente escucharemos los acontecimientos de boca de cada uno de los personajes, pese a que nosotros ya sabemos (o nos imaginamos) cómo han ido desarrollándose las cosas.

En el desenlace final, don Eugenio sale malparado, recibiendo como castigo ejemplar el despreci de su propia mujer. La ventura final de los cónyuges es subrayada por la situación campestre bucólica que los circunda. La moraleja se nos da por boca del Prelado. Esta intervención directa de los representantes eclesiásticos en el encaminamiento ético de la acción será luego patente en las sucesivas novelas de Alarcón.

Por último, en el remate de la novela se nos mencionan los elementos centrales sobre los que se ha construido el relato: el antiguo régimen y la prenda que lo simboliza, el sombrero de tres picos.

Estudio de los personajes y ambientes (descripción)

Espacio

La acción de El Sombrero de Tres Picos se localiza en dos espacios principales: el molino y el Corregimiento, y en otros dos funcionalmente secundarios: la casa del alcalde en el Lugar próximo y los caminos entre los anteriores emplazamientos. En el primer espacio se desarrollan los capítulos III a VII, X A XII, XV, XX A XXII, XXVI, XXVII y parte del XXXVI. Se trata del espacio rural “positivo” para la acción, un espacio que el autor pone “a favor”, por así decirlo, de los dos protagonistas, en contraposición al espacio urbano “negativo”: el Corregimiento, encuadre de los capítulos XIII, XIV, XXV y XXVIII a XXXV.

En los caminos se desarrollan los capítulos IX, XIII, XVI, XIX, XXIII y parte del XXXVI. En la casa del alcalde en el Lugar próximo tienen lugar los capítulos XVII, XXIV y parte del XVIII. El autor nos presenta el primer emplazamiento como un lugar en ocasiones neutro, que simplemente nos sirve para trasladarnos de un lugar de la acción a otro, y en otras ocasiones como un lugar más positivo, inclinado a favor de nuestros protagonistas (es el sitio donde se saludan las burras, el que le sirve al tío Lucas para regresar a su casa y dónde hablan el tío Lucas y la señá Frasquita cuando ya ha acabado todo). La casa del alcalde se nos presenta como un lugar claramente negativo, un sitio de maquinaciones que lo único que pretende es retener al tío Lucas, un lugar donde sólo caben malos

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sentimientos (como la mención del autor a los malos modos del alcalde o a las palizas que pega a su mujer).

Alarcón muestra una gran preocupación por la definición de los ambientes narrativos. Así lo demuestra la relevancia que este aspecto tiene en los primeros capítulos del libro, durante la exposición, en la que Alarcón nos presenta todo lo necesario para que la obra comience, entra ellos la localización geográfica. El autor va enfocando cada vez con mayor nitidez el lugar de los hechos, acercándonos desde lo más general (España) hasta lo particular (Andalucía) y de allí a lo singular (el molino)En un deseo de no enturbiar el argumento, Alarcón es muy puntilloso en la definición de los detalles que forman el espacio narrativo; esto choca frontalmente con el interés manifiesto del novelista por no ajustar geográficamente el marco espacial, como se demuestra en la imprecisión de los datos ofrecidos, que no llegan siquiera a señalarnos la provincia donde se desarrollan los hechos. A veces incluso niega de forma manifiesta su intención de decir claramente el nombre, cuando nos habla de la ciudad de***(cap.III). Esto no disminuye en modo alguno la verosimilitud de la novela, debido por una parte a la verosimilitud del relato y por otra al hecho de que Alarcón no hace sino adelantarse a la costumbre posterior de los escritores más característicos del realismo, quienes sitúan sus novelas en lugares de nombre ficticio.

Personajes

Los fundamentales son los siguientes:

Tío Lucas: se le presenta como un hombre jorobado, feo y deforme, cuyo aspecto contrasta con la bondad de su carácter. Es presentado como un hombre de muchísimas virtudes, tal vez demasiadas para darle un auténtico realismo psicológico. Es el molinero del pueblo. Los rasgos que influirán en la acción posterior son su hospitalidad, su “buena pasta”, su decisión y coraje a la hora de hacer lo correcto.

Señá Frasquita: Es la esposa del tío Lucas. Al inicio de la obra se la describe detalladamente por fuera, sin destacar ningún rasgo de su carácter. Es descrita como una beldad notable que, sin encajar absolutamente en los cánones de belleza (por su corpulencia), destaca por su viveza, sus ademanes y gestos. Aunque esta descripción pretende ser sólo externa, lo cierto es que en ella tienen mucha importancia algunos rasgos psicológicos de la mujer: su alegría, su viveza, su decisión étc, que contribuyen, según el autor, a animar sus facciones. La apariencia de la señá Frasquita es el motor fundamental de toda la novela, como causa principal del argumento, y sus rasgos psicológicos (decisión, arrojo y viveza) determinan el desarrollo de la acción, a la hora de rechazar al Corregidor o de ir a buscar a su esposo.

El Corregidor: se realiza una descripción detallada de él, que comprende el aspecto físico, incluyendo la vestimenta, y el psicológico. Se lo presenta como un hombre jorobado y de piernas arqueadas, aunque su rostro se supone aceptablemente correcto. Como rasgos psicológicos destacan la cólera, el despotismo, la lujuria y la malicia, “artera y capaz de todo”, que nos va orientando hacia su posterior conducta y a su influencia en el argumento de la obra. La vestimenta es referida con exactitud, y se destacan la capa y el sombrero de tres picos, que el autor presenta como símbolos inequívocamente negativos, que representan “el espectro del absolutismo” y “una especie de caricatura absurda” del poder del corregidor.

El Alguacil Garduña: en su descripción se aprecia claramente la comparación que de él hace con los animales: la propia garduña y el hurón. Estas comparaciones las emplea únicamente para resaltar los rasgos más desagradables de su físico y su carácter: su delgadez, su rostro repugnante y su deseo de buscar criminales y objetos con los que castigarlos. Aunque la descripción es fundamentalmente física, Alarcón nos hace ver perfectamente el trasfondo negativo del carácter del Alguacil, haciéndonos relacionar de forma inevitable y casi inconsciente los defectos físicos con defectos de su carácter. Se le define como mezquino y calculador, y las tretas que maquina son también motor fundamental del argumento del relato.

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La Corregidora: es fundamental en la acción de la novela, ya que resuelva, aclara y finaliza todo el argumento. Para esto le hacen falta los rasgos fundamentales que se atribuyen a su carácter: dignidad, decisión e inquebrantabilidad a la hora de hacer lo que ella considera lo correcto. De ella se hace también una cuidada descripción física, aunque no se detalla tanto su aspecto como la ropa que lleva puesta, y que contribuye a darle aún más dignidad y solemnidad al personaje que encarna, incluso cierta teatralidad. Alarcón la viste de gala incluso teniendo en cuenta la hora del día a la que se desarrolla la acción (por la mañana), con la intención manifiesta de darle teatralidad a la escena de la que ella será protagonista.

- Otros personajes: el alcalde del Lugar cercano; los personajes que acompañan las meriendas del tío Lucas

De los personajes podríamos destacar su falta de autenticidad psicológica, que contrasta con la exhaustiva descripción física que realiza Alarcón en cada caso. Sin embargo podemos apreciar que ninguno de ellos se comporta como un tipocaracterístico de un estamento determinado: los que aparecen en un primer momento como representantes de la autoridad (el Corregidor y el Alcalde) acaban no ejerciéndola en modo alguno. Por otro lado, el tío Lucas y la señá Frasquita se nos presentan como modelos iniciales de felicidad conyugal, y a lo largo del relato les vemos caer en sus propias contradicciones.

Aunque a los personajes no les falta viveza, carecen de profundidad psicológica, debido tal vez a la poca extensión de la novela. Además, Alarcón se centra tanto en describirnos el desarrollo de la acción, que ya de por sí es complicada, que no puede entretenerse mucho en profundizar en la psique de los personajes, y se concentra más en su fisonomía y aspecto externo.

En el estudio de los personajes no podemos olvidar destacar los detallados retratos que se realizan a los personajes. Los hombres son, en general, deformes y esperpénticos, aunque en el molinero los rasgos desagradables se contraponen a un carácter bueno, mientras que en lo que se refiere al Alguacil y al Corregidor sus rasgos no son sino otra muestra de lo abominable de su carácter. Llama la atención que ninguno de los personajes masculinos se aproxime al modelo de belleza árabe clásica que emplea Alarcón en sus otras obras; las mujeres, sin embargo, responden a un prototipo más convencional de belleza, pero no por eso carecen de fuerza.

Aparte debemos mencionar a un personaje colectivo, presente en muchos momentos de la obra analizada: el coro. No hay uno, sino varios: el coro de los capítulos III y IV, formado por los contertulios del molino, que nos proporcionan una suma de descripciones parciales de la molinera. Aquí Alarcón pretende destacar de nuevo su belleza, motor fundamental de la obra, y confirmar la impresión que ha dado anteriormente de Frasquita por boca de sus propios admiradores, que la confirman como una mujer que, efectivamente, levanta pasiones. Más adelante, los lugareños que asisten al paso del Corregidor y Garduña componen un segundo coro en el capítulo IX. EN ese momento la narración no progresa, sino que nos ofrece la misma situación del capítulo anterior desde una perspectiva distinta. Para enfocar la situación desde otro ángulo, Alarcón presta su voz al coro, interviniendo, eso sí, al final del capítulo para indicarnos que su actuación ha llegado a su fin. Por último, en el capítulo XXXIV serán los integrantes del último coro quienes, quitándose la palabra unos a otros, cuenten lo sucedido en el Corregimiento, ya que, aunque al final acaba hablando sólo el ama de leche, habla, por así decirlo, por boca de los demás.

Uno de los elementos que más puede individualizar a cada personaje es su manera de expresarse. En la novela del siglo XIX es frecuente comprobar como el lenguaje utilizado en el relato sirve para dotar de personalidad al ambiente recreado y para darle “sabor local” a descripciones y narraciones, proporcionando así la necesaria verosimilitud al encuadre; asimismo, es un medio de inestimable valor para dar autenticidad a las figuras humanas de la obra. Los personajes encuentran la forma de expresión que más les conviene, individualizándose así. La caricaturesca presentación del corregidor se corresponde con su deforme manera de hablar; el Obispo utiliza multitud de expresiones latinas: dixisti, excusatio non petita, accusatio manifiesta; qualis vir, talis oratio... Toñuelo, el alguacil del Lugar inmediato, se define por los modismos vulgares de su

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conversación: “¡Qué burra ni qué demontre!” “A su marido de usted”. Por último, la Corregidora ejerce su autoridad moral expresándose con un lenguaje culto y formal que la distancia de cuantos le rodean. Esta misma distancia con relación a su marido se expresa en la forma que emplea la corregidora de tratarle “de usted”.

Los personajes son risibles, pero no por sus humanas flaquezas, sino a causa de los absurdos de un mundo en que flaquean los valores morales. Un mundo en el que cada uno de los personajes desempeña el papel que Alarcón le ha asignado, en pugna con todo ideal razonable: la belleza (Frasquita) enamorada de la fealdad (Lucas) y ridículamente anhelada por la decrépita sensualidad (el Corregidor). Solo el Obispo y la Corregidora están libres de una determinada presentación caricaturesca, que está siempre equilibrada por alguna característica que impide la farsa grosera: el tamaño monumental de Frasquita está compensado por su gracia y ligereza, y la fealdad del molinero se compensa, hasta cierto punto, con la blancura de sus dientes, la belleza de su voz y sus rasgos psicológicos.

Análisis del plano de la expresión

Como en todo texto narrativo, domina más bien el estilo verbal, que se utiliza para llevar a cabo la acción, que es motor fundamental de toda estructura épica. Sólo admitiríamos una cierta preponderancia del estilo nominal sobre el verbal en los primeros capítulos, donde la descripción es la estructura secuencial de base más empleada y donde, por supuesto, los nombres adquieren más importancia.

Estudio de los componentes del sintagma nominal:

Sustantivos: aparecen con bastante frecuencia, dando al texto coherencia y objetividad. Son empleados en todo lugar, sin que el autor los escatime a la hora de describir acciones o personajes.

Adjetivos: son fundamentales a la hora de realizar los característicos retratos de esta novela. Gracias al uso de los adjetivos, Alarcón no sólo nos presenta exteriormente a los personajes, sino que también nos hace una introducción a sus rasgos psicológicos imprescindible para comprender su actuación en etapas posteriores de la historia.

Artículo y determinativos: con su abundante presencia dotan al texto de exactitud y concreción. Son muy importantes para evitar la desorientación del lector en la complicada trama de la novela.

Las preposiciones también son bastante abundantes.

De lo anterior se deduce la importancia del sintagma nominal en la

obra, y lo mucho que lo ha cuidado Alarcón para no obstaculizar la coherencia de su obra.

Estudio de los componentes del sintagma verbal:

Alternancia de los tiempos verbales en el texto: tiene una

importancia crucial, ya que el autor efectúa numerosas regresiones y saltos en el tiempo para llevar a cabo el complicado esquema argumental de la obra. Por poner un ejemplo: en el capítulo XXV, en el que Alarcón realiza una de esas regresiones, emplea los verbos de una forma muy significativa. Comienza desde su posición de narrador con un presente de subjuntivo (precedámosles), que nos expresa el deseo del autor de que le acompañemos en su viaje como narrador de la novela, y lo reviste en un tono de invitación. Más adelante se emplea el pretérito pluscuamperfecto y el pretérito imperfecto de indicativo para indicarnos cómo están en ese momento las cosas en el lugar y el tiempo al que nos hemos trasladado, para situarnos, por así decirlo (había tocado, seguían). Más adelante, una vez comenzado el desarrollo de la acción, se vuelve al clásico indefinido de indicativo (añadió, respondió...).

En las descripciones y retratos iniciales se emplea el imperfecto de indicativo (era, tenía), y la acción se expresa a lo largo de toda la novela con el pretérito perfecto de indicativo (se dignó,

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pasó). La mayor variedad de tiempos la apreciamos en los diálogos de los personajes, que emplean indistintamente presente, futuro, condicional o formas del subjuntivo.

El “yo” está omitido, debido a la carencia de implicación directa del autor en ella. Esto elimina cualquier posibilidad intimista, que deja de lado el carácter novelesco de la obra.

En general utiliza el modo indicativo y la voz activa; el primero, para expresar una objetividad necesaria, y la segunda para evitar la escasa expresividad que acarrearía el empleo de la voz pasiva. Alarcón necesita moverse rápido, y la voz activa le es, sin duda, muchísimo más cómoda.

Las formas no flexivas del verbo aparecen con cierta frecuencia, pero siempre completando una perífrasis o locución verbal, para evitar la inmovilidad de su empleo en solitario.

La presencia de conjunciones nos muestra un texto bastante organizado y bien trabado, lo que ya hemos observado anteriormente en el estudio del sintagma verbal.

Las oraciones son, en su mayoría, compuestas, lo que contribuye a agilizar la narración y a enriquecer el estilo de su autor.

Figuras retóricas

Sinonimia: simpático y agradable; pulcra, hacendosa.

Anáfora: “Una especie de espectro del Absolutismo, una especie de sudario del Corregidor, una especie de caricatura retrospectiva de su poder (...); una especie, en fin, de espanta-pájaros”.

Pleonasmo: su marido de usted (aquí se emplea como vulgarismo, para resaltar el habla coloquial de quien lo utiliza).

Asíndeton: dirigir la molienda, cultivar el campo, cazar, pescar, trabajar de carpintero, de herrero y de albañil, ayudar a su mujer...

Prosopografía: de largo cuello, de diminuto y repugnante rostro.

Etopeya: la expresión de una malicia artera capaz de todo.

Retrato: grandes ojos oscuros en los que relampagueaba la cólera, el despotismo y la lujuria.

Obstentación: ¡Virgen del Carmen! ¡Por los clavos de Cristo!

Comparación: dos manos como dos manojos de disciplinas.

Topografía: situado como a un cuarto de legua de la población, entre el pie de una suave colina poblada de guindos y cerezos y una fertilísima huerta que servía de margen.

Interrogación retórica: ¿Se habría fugado la señá Frasquita?

El léxico empleado por el autor es rico y variado, empleando gran

cantidad de palabras referentes a labores del campo. Alarcón llama a cada cosa por su nombre, escogiendo de cada campo semántico las palabras precisas para designar aquello a lo que quiere referirse.

Conclusiones y valoración personal

A mí, personalmente, me ha gustado bastante esta obra, por la agilidad de su argumento y por su humor, así como por la gracia y frescura de sus personajes y acciones. Creo que Alarcón ha mezclado con extrema habilidad la narrativa popular y el cuadro de costumbres, dándole un toque que acerca mucho esta obra a la narrativa moderna. Resaltaría esta obra como una de las cumbres de la narrativa española del siglo XIX. Alarcón hace un uso verdaderamente magistral de todo tipo de recursos para hacer avanzar y retroceder la narración, lo cual es muy atractivo para el lector; asímismo, describe sin aburrir y da a la narración un tono de realismo a través de esas descripciones y relatos. Con su obra, el

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guadijeño eleva el tema popular del corregidor y la molinera a la categoría de obra de arte, consagrando el asunto en la historia de la literatura y haciéndolo definitivamente suyo.