Pasión que no se detiene

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En este libro el doctor Alberto Mottesi muestra de una manera especial la bondad y la misericordia de Dios, usando a un hijo como instrumento valiosísimo para tocar vidas y llamar a los pecadores a una relación personal con Dios. El pastor Mottesi vive una vida llena de pasión por las almas, y esta obra nos enseña que el objetivo de ella es levantar el ánimo de los caídos. Inyectar pasión en los jóvenes. Proveer visión. Promover el fuego espiritual. Despertar conciencias y levantar una generación de transformadores de la historia. Solo así con esta pasión por la Palabra puede un hijo de Dios entregarse por entero a predicar y proclamar: >

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CAPÍTULO 1EL MUNDO CUANDO YO NACÍ

Era 1942, un año convulsivo en el mundo. El eje formado por Alemania, Italia y Japón, está en la cúspide de su poder

intervencionista. Hitler ha conquistado a Francia y a la mayor parte de Europa occidental. Sus ojos ávidos están fi jos en Rusia. Está en camino Mussolini, quien apoya a Rommel al norte de África y va en busca de Egipto. Hirohito, con su golpe sorpresi-vo a Pearl Harbor en diciembre de 1941, ha obligado la entrada de Estados Unidos en la guerra y estallan severas batallas por las estratégicas islas del Pacífi co.

Estos triunfos del eje, hicieron soñar a sus miembros con la hegemonía mundial. Todo parecía que lo lograrían. Argentina vivía una fuerte tensión política. Externamente, no había acep-tado el llamado de Estados Unidos a romper relaciones con el eje por su abierta simpatía hacia el nazismo, desencadenando con ello que el país del Norte vertiera fuertes presiones económicas que la obligarían a hacerlo dos años más tarde. Internamente, es-taba llegando a su fi n la «década infame» en la que el presidente

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Ramón S. Castillo durante su gestión, manipuló abiertamente las votaciones de manera que el partido conservador estuviera siempre en el poder. La corrupción, el fraude y el uso de la fuer-za eran la técnica general. El pueblo, habiendo perdido la fe en el proceso democrático y descontento con su gobierno, era tierra fértil para un golpe de estado o una revolución.

En este estado de cosas, en una tranquila casa de la calle Gascón # 1553 en Palermo, barrio residencial cerca del Río de la Plata en Buenos Aires, un bebé pronunciaba su primer «berrido» el 19 de abril.

Era el segundo hijo del matrimonio Mottesi-Rondani. Mis padres, José y Esther, habían contraído nupcias en el año de 1932. Ambos venían de familias inmigrantes de italianos. La vida de ellos fue ciertamente difícil. Por ejemplo, mi padre tuvo que dejar la escuela a los 9 años para dedicarse a trabajar y ayu-dar económicamente en su casa. Contaba que al despedirse de su maestro fue en un mar de lágrimas. Le dolía en el alma dejar de estudiar. Pero la necesidad era muy apremiante; tuvo que ha-cerlo. Se levantaba a las 5 de la mañana para ir a cargar carne en un frigorífi co de la ciudad.

Al tiempo, su dedicación le proveyó un mejor modo de vida. Aprendió el ofi cio de ebanista, lo que clarifi có la economía. Jun-to con su padre Orlando iniciaron un negocio propio de pintura y decoración de casas. Prosperaron. Con el correr de los años, José, al retiro de su padre, se quedó con el negocio de construc-ción. Él tenía una habilidad innata para hacer amistades. Sus amigos se contarían entre la fl or y nata de la sociedad porteña de Buenos Aires.

Si a José se le había difi cultado asistir a la escuela, eso no fue obstáculo para sus ansias de saber. Continuamente compraba libros, los cuales devoraba haciéndose de un magnífi co acervo cultural. Fue un autodidacta en lo más extenso de la palabra. Llegó a tener una estupenda biblioteca.

Osvaldo Luis, el primogénito de la familia, nació cinco años después del enlace nupcial. Precisamente, cinco años más tarde, Alberto Héctor venía a este mundo.

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El mundo cuando yo nací

Argentina es una ensalada de culturas. El 95% de los argenti-nos pertenece a la raza blanca, descendientes de europeos, prin-cipalmente de italianos y de españoles.

Hubo una política a fi nales del siglo pasado que permitió la inmigración masiva al país. Hasta 1930, hubo varias corrien-tes que vinieron a poblar la inmensa extensión de tierra que es Argentina, siendo el octavo país en el mundo en extensión territorial, pero, a la vez, una de las naciones de muy bajo ín-dice poblacional. Sus dos grandes guerras y la gran depresión económica entre ellas, originó que grandes masas de diferentes naciones, como Italia, España, Inglaterra, Alemania, Polonia, Dinamarca, Suiza, etc., vinieran a establecerse a esta región austral. De allí que se dice como dicho popular, que los ar-gentinos somos italianos que hablamos español, que quisiéra-mos ser franceses y nos creemos ingleses. También se dice que, prácticamente, no hay una familia argentina que no tenga a lo menos a un italiano en su seno.

Lo cierto es que la familia Mottesi-Rondani tenía en su seno mucho arraigo italiano. Los jueves y los domingos, la pasta era infaltable. Los ravioles y los tallarines que amasaba la abuela Ma-ría eran de «chuparse los dedos».

El gobierno del hogar venía fuertemente infl uenciado por los ancestros llegados de la ciudad de las siete colinas. Todo lo que se hacía era cien por ciento paternalista. El padre era el eje alrededor del cual giraban todas las acciones familiares. El «com-mendatore» era quien dictaba y ejercía todas las decisiones. La autoridad a veces se exageraba llegando a extremos que, hoy en día, nos producirían risa. Pero así eran esos tiempos.

Crecí en un ambiente circunspecto. Mis padres no eran dados a los convites; más bien, las salidas de casa, que eran esporádicas, tenían un tono de negocios. Y las reuniones en que éramos los anfi triones se reducían a interminables conversaciones de fútbol y política. Para ese entonces mi padre, como mi abuelo Orlan-do se había retirado de la vida activa, llevaba todo el negocio a cuestas. Era ya una empresa de construcciones respetable, que permitía una vida holgada en el hogar.

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No hubo derroche, pero tampoco carencias. Nuestro am-biente social incluía a personas de la aristocracia. Y aquí, lo ad-mirable es que un hombre sin escuela, sin educación formal, con el tiempo incluyó en su círculo social a algo de lo más selecto de Argentina. Mi papá hizo muchos amigos entre ellos. Como Don Julio Giveli, con su carro último modelo. Cada domingo pasaba por la casa para asistir juntos al estadio de River Plate. Mi padre fue uno de los fundadores del equipo rioplatense, de tal manera que, como socio vitalicio, desde nuestra platea pude contemplar varios de los mejores goles del equipo.

Desde pequeño me gustó mucho el deporte. La natación, el basquetbol y el fútbol fueron los que más practicaba. Pero, muy adentro de mí, fl oreció un deseo, heredado de mi padre, el cual era el gusto por la lectura.

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CAPÍTULO 2MI AMOR POR LOS LIBROS

¡Qué gusto enorme el de acariciar un libro, comenzar a leer-lo y terminarlo, siendo un libro sin muñequitos, pura

letra! Estaba rodeado de una selecta y exclusiva biblioteca. Me era sumamente sencillo alargar la mano y tomar el volumen que me apetecía.

Comenzó en mí el despertar de mi imaginación. Podría decir

que me convertí desde mi pequeña edad en un turista intelec-

tual. A través de los libros imaginaba las agrestes tierras, los sór-

didos desiertos, las campiñas románticas y los grandes dramas

de una humanidad que iniciaba a conocer como mi primera

conciencia del mundo.

Leía a los clásicos de todos los tiempos. Grandes manuscritos,

los devoraba. Cuando no tenía clases, o tenía 2 o 3 días de asueto,

no dejaba el libro sino hasta terminarlo. Acostado, sentado, de

pie, caminando. Creo que probé todas las posturas imaginables, y

algunas que inventé, para no desembarazarme del libro en turno.

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Una noche en que había una reunión familiar, mis papás y algunos tíos departían en casa con mate y empanadas. Alcancé a escuchar lo siguiente refi riéndose a mí.

Adolfo, uno de mis tíos por parte de mi papá, llamó la aten-ción:

—Es imposible que Albertito lea tanto. He comentado con Celia mi esposa, que posiblemente se encuentre enfermo. Debe-rían de poner cuidado en él. No vaya a resultar que tenga algún mal en el cerebro. Vos sabés, se cuentan tantas historias.

—No se preocupen —habló mi mamá en tono apacible y cordial—. A Alberto siempre le han gustado los libros. Aquí en la casa, en vez de adornos existen libros por doquier. Es sencillo que Alberto, rodeado de tantos, tome libros en vez de juguetes. José y yo lo hemos observado. A él defi nitivamente le gusta la lectura.

—Pero eso no puede ser posible —habló Guillermo, otro tío cuya cara me parecía demasiado alargada—. En un niño como él creo que está mal en sus ansias de leer. Ustedes saben, los li-bros contienen variedad incontable de temas. ¿Quién dice que Albertito no esté leyendo cosas sucias? Su marcado interés puede ser motivado por lecturas de adultos.

—No, Guillermo —con tono tajante externó mi papá— eso que decís está fuera de la realidad. Primero, porque los libros que Alberto lee son los que encuentra en casa y yo no he com-prado libros que vayan en contra de la moral. Y segundo, aun-que vos no lo creas, Esther y yo nos damos cuenta de los libros que toma nuestro hijo. Muchas veces, de reojo, advierto lo que está leyendo. Discúlpennos, Guillermo y Adolfo, Alberto ni está enfermo, ni lee cosas no aptas. Lo único que sí podemos decir, es que él ha nacido con ese deseo y, además, está rodeado de libros, pues que más.

Con una sonrisa me fui a mi recámara. Por lo menos me había enterado que mi interés por los libros les era manifi esto.

Con los años me daría cuenta de la importancia que tuvieron mis primeras lecturas. Ese gusto por leer ha sido uno de los pla-ceres que yo no cambiaría por nada.

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Mi amor por los libros

Además, los libros fueron mis verdaderos amigos. Pocas veces salía a la calle a jugar con los del barrio. Los chiquillos de las casas adjuntas formaban sus corrillos, los cuales yo nunca frecuenté.

Yo era un niño solitario. Mi hermano Osvaldo, con cinco años adelante, marcaba una gran diferencia. Nuestros juegos co-munes eran pocos. También nuestros pleitos.

Como no había más niños en casa, yo me refugiaba en el primer libro que tenía a la mano. Era tan absorbente la lectura de mis libros, que el juego con los del barrio me resultaba, incluso, un chiste.

Mi niñez se fue marcando por una inusitada seriedad por la vida. De hecho, los mismos libros fueron moldeando un carác-ter taciturno, propenso a la quietud. Buscaba siempre el lugar más alejado para estar fuera de las interrupciones. En casa tenía un sillón donde me recreaba con mis lecturas. Allí me ensimis-maba por horas y horas.

Desde el mismo momento en que tuve razón de mí mismo, me mostraba rebelde a ciertas imposiciones.

Por aquel entonces, la moda de los «pibes» era llevar el pelo engominado, tipo Elvis Presley. Mi mamá me ponía capas ente-ras de gomina, con tal de verme bien peinado. Aparte, los pan-taloncitos cortos eran el pan nuestro de cada día. Odiaba mate-rialmente esta forma de ser.

Cuando mamá y mi tía Pititi me llevaban de compras, y esto era casi todos los días, una forma de hacerles entender que no me gustaba ir, era sentarme en la acera de la calle sin el menor deseo de moverme. Al fi nal, siempre ganaron mi mamá y mi tía.

Otra forma de hacer patente mi inconformidad era cuando me compraban zapatos nuevos. No me gustaban los de color blanco. Así es que siempre que traía calzado blanco, por las calles iba pateando cuanta cosa me encontraba para romperlos o hacerlos inservibles.

Estas acciones implicaban una contra a la imposición. Había rigidez de mando en mis padres y yo, de alguna manera, daba a entender mi rebeldía, les gritaba silenciosamente que me sofoca-ban con todas sus imposiciones.

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Entré a estudiar la primaria en la escuela de la calle Pringles, más o menos a ocho cuadras de mi casa. Iba y venía caminando. Los años se sucedieron simples. Era un estudiante regular. Mi empeño no iba más allá de tener contentos a los maestros y a mi familia. La escuela me pareció una actividad normal, como todos los chicos iban a ella, pues yo, ¿por qué no?

Exactamente enfrente de mi casa se alzaba un edifi cio de construcción antiquísima. Allí funcionaba una Biblioteca y un Centro de Recreación. Obvio es decir, que lo que me atrajo fue-ron los libros. Me encantaba recorrer sus fi chas bibliográfi cas, tratando de encontrar un título atrayente. Cuando lo tenía y pedía el libro, buscaba la silla y la mesa del último rincón. Ya me conocían los encargados de la biblioteca. Varias veces me vieron tan absorto, que les daba una especie de dolor pedirme el libro, así que, amablemente me lo prestaban para seguir leyendo en mi casa. Naturalmente, después se los devolvía. En esta misma biblioteca tenían un salón de juego. Algunas veces lo usé acom-pañando a algunos conocidos, recreándonos en juegos de salón.

Hubo momentos de plena alegría. Como cuando hacía de cha-perón. Paco cortejaba a mi tía Angélica, hermana de mi papá. Para que pudieran estar un rato a solas, pedían permiso a mis padres para llevarme a la calesita, un carrusel que en uno de sus lados tenía un gancho que al pasar deberíamos ensartar. Cuando lo ha-cíamos, nos daban como premio otra vuelta gratis. Cada semana íbamos por la noche. Era todo un acontecimiento para mí. Cada semana también, el tío Paco, afi cionado a los automóviles, me llevaba al estadio del club Ferrocarril Oeste para ver las carreras de autos pequeños, pero veloces, que hacían mi felicidad.

Aun así, mi carácter se fue cargando de cierto negativismo. Algunos traumas debidos a la «suprema autoridad paternal», a la diferencia de edad con mi hermano Osvaldo, a la absorbente tía Pititi y la escena del tío Anselmo, marcaron indeleblemente mi mediato futuro.

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CAPÍTULO 3LA PREGUNTA SIN RESPUESTA

A la vuelta de la manzana del bloque de casas donde vivíamos, estaba la casa de unos tíos de mi mamá. De niño, seguido

iba allí. Ya por algo que mamá les enviaba, por reuniones fami-liares, o sencillamente por saludarlos. Los teníamos tan cerca que era familiar vernos todos los días.

La casa no era grande, tampoco era chica. Estaba hecha de la-drillo pesado con grandes ventanas verticales. El portón de ma-dera nos introducía directo a una pequeña fuente en medio del patio. Alrededor en las paredes, también como en mi casa, no faltaban las jaulas de los pájaros. Sus habitaciones me eran frías, quizá porque no había niños. El tío Anselmo nunca se casó. Ya era grande de edad en el tiempo cuando le visitaba. Su porte típico de rasgos europeos.

Pero lo que llamó muchísimo mi atención fue su personali-dad. Podría decir que era un hombre bueno. Sus maneras co-rrectas, su hablar correcto y extraño, de fi na conducta. La gente opinaba abiertamente de su bondad. Su gesto era amable. Su

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