Palacio Juan Manuel. Chacareros Pampeanos

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INTRODUCCIÓN

Los años dorados de la economía argentina, entre el último tercio del siglo XIX y el primero del XX, se sustentaron en la exportación de productos agropecuarios. Esto se vio favorecido por la exis­tencia de una sostenida demanda internacional de alimentos por parte de los países industrializados y por la extraordinaria dota­ción de recursos naturales de nuestras fértiles pampas.

Actores principales y héroes casi exclusivos de esos años han sido para la historiografía local ios terratenientes pampeanos, a cuyos logros productivos y habilidad para acumular tierras y pro­ducir a bajos costos se atribuyó siempre el éxito de la inserción del país en el mercado mundial de entonces. Largas páginas de la historia vernácula se ocuparon de nuestros estancieros y sus fami­lias, unas veces para destacar su rol progresista en el desarrollo de Argentina, otras para denunciar el exagerado y nocivo acapa­ramiento de tierras o para estudiar su conformación y prácticas como clase oligárquica

Menos atención ha prestado la literatura histórica a la otra mitad en la que descansó el desarrollo agropecuario. Y, sin

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embargo, la historia social y económica de ese período de oro de las pampas se compone tanto de terratenientes de nota como de una multitud de anónimos agricultores. Mientras los pri­meros estuvieron al frente de la vertiginosa renovación de los plan­teles ganaderos -que darían justa fama a nuestras carnes en el mercado internacional-, los segundos tuvieron en sus manos la responsabilidad del grueso de la producción de los granos de exportación. Éstos han sido tan famosos en dicho mercado como las carnes y, proporcionalmente, más importantes aun en la canasta exportadora de Argentina.

Este libro trata precisamente sobre esos agricultores que, a diferencia quizás de los terratenientes, tuvieron un perfil más heterogéneo: tanto su composición, origen nacional y social, como su status económico y posibilidades de prosperar vanaron signi­ficativamente a través del tiempo. Describir a fondo esta hetero­geneidad, que incluyó tanto a pequeños agricultores propietarios como a medianos arrendatarios, a inmigrantes europeos de primera generación junto a migrantes internos de diferentes pro­vincias, a pequeños productores familiares y a medianos empre­sarios de la agricultura, es uno de los desafíos de este trabajo.

El apelativo chacareros con el que se engloba a esa variedad de actores sociales es, como todo concepto simplificador, una ayuda a la vez que un problema. El término se utiliza en la región pampeana como sinónimo de agricultor. Originalmente se apli­caba al hombre que producía en una chacra, que era una medida de tierra del período colonial que se aplicaba a las parcelas para agricultura en las afueras de las ciudades. Pero luego se comenzó a usar coloquialmente para referir a pequeñas y medianas explotaciones para la producción agrícola en general, sin ninguna precisión respecto de su tamaño.

En términos del uso corriente que se le ha dado en la literatura académica, chacarero refiere a un productor familiar, general-

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mente pequeño, que en los primeros tiempos era mayoritariamente inmigrante y que las más de las veces fue arrendatario, pero que pudo ser también más pequeño propietario. Aunque diversos trabajos monográficos se han ocupado luego de demostrar que no toda la agricultura de la región se desarrolló en pequeños establecimientos, ni que éstos estaban siempre en arriendo, ni que todos los pequeños y medianos productores fueron exclu­sivamente agricultores, la definición del chacarero siguió atada hasta hoy a la idea de la explotación agrícola de modes­tas dimensiones. Ycomo esta noción en buena medida sigue estando respaldada por las estadísticas existentes, llamaremos chacareros a los agricultores pampeanos, en particular a los que encarnaron el boom de la agricultura cerealera en un período de gran expansión.

El presente volumen recorre la historia de estos agricultores en el largo plazo, desde los comienzos incipientes de la agricul­tura a fines del período colonial, pasando por los orígenes de la agricultura moderna en las colonias agrícolas de Santa Fe a media­dos del siglo XIX, hasta su última transformación en chacareros durante los años sesenta del siglo XX. Esto último ocurrió cuando diversas leyes de transformación agraria que terminan con el largo congelamiento de los arrendamientos agrícolas inaugurado en los años cuarenta, marcan el ocaso definitivo del mundo chacarero en la región.

En las páginas que siguen se brindará una imagen general de algunos aspectos de la cambiante historia de estos agricultores, como su origen nacional y social, las transformaciones que sufrie­ron conforme avanzaba la frontera productiva, su relación con la producción ganadera en el mundo de las estancias, sus posi­bilidades de acumulación a través del tiempo, sus estrategias productivas, sus formas de acceso a la tierra y al crédito o la diná­mica variable del conflicto social.

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Por la amplitud de la cuestión, este libro expondrá tanto resul­tados de investigaciones propias como síntesis de los muchos trabajos de investigación existentes sobre este tema fundamental de la historia de nuestro desarrollo agropecuario, escritos desde la historia social y económica, pero también desde la sociología, la economía y los estudios migratorios.

Es por tanto inevitable sostener a cada paso un necesario tono historiográfico, en el que abundarán las referencias del tipo lo que sabíamos hasta hace poco frente a lo que han descubierto trabajos recientes. Esto no tiene como propósito confundir al lector o recar­garlo con información que podría juzgarse innecesaria para un libro de divulgación como es éste. Por el contrario: esta forma de escribir la historia es fruto de una convicción epistemológica según la cual nuestra disciplina -entendida como relato científi­camente elaborado sobre el pasado- es esencialmente dinámica. Esto quiere decir que no existe una sola reconstrucción del pasado que tenga validez universal y eterna sino más bien visiones, inter­pretaciones de ese pasado (o mejor aun, de distintos fragmentos del mismo) que a su vez tienen una historia.

Este relato -el de las transformaciones del discurso histórico sobre determinado objeto de estudio- es lo que llamamos histo­riografía. Y la historiografía es parte esencial e indisoluble de la historia como discurso científico sobre el pasado. Suponer lo con­trario sería afirmar, como en tiempos del positivismo, que hay una única realidad, homogénea y absoluta (una vida, una batalla, una hambruna, una crisis económica), cuyas causas y consecuencias, también únicas, aguardan a que los historiadores las desvelen con objetividad de una vez y para siempre. Lo dicho no significa renunciar a la búsqueda de la verdad histórica en cada momento sino sólo llamar la atención de que estas verdades son múltiples, relativas y sujetas a permanente revisión. Y que nuestro deber de historiadores es darles un lugar en el relato histórico.

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¿Cuál es, por ejemplo, la razón por la que los historiadores del pasado se han concentrado más en los terratenientes pampeanos que en los chacareros, siendo que éstos han sido tan relevantes desde el punto de vista social y económico como aquéllos? Algunas razones son evidentes. Al igual que en buena parte de América Latina, la clase terrateniente no fue en Argentina sólo una élite económica sino a su vez clase dominante u oligarquía. Del seno de sus familias surgió buena parte de la dirigencia política y de la élite intelectual y profesional del país, mientras que sus asocia­ciones corporativas fueron siempre actores centrales en nuestra vida política y económica. Atributos todos que hacían atractivo su análisis no sólo desde el punto de vista económico sino también desde la historia política y social. En el otro extremo, la historia de la agricultura -y con ella la de nuestros chacareros- era la historia de hombres comunes y anónimos, en los que los historiadores sólo comenzaron a posar su mirada más recientemente. La historia de los pueblos sin historia, no la de los faraones sino la de los trabajadores que construyeron las pirámides -la de aquellos que no producen relatos sobre sí mismos como autobiografías, que no escriben libros, leyes o constituciones, incluso la de aquellos que no escriben nada de nada por ser analfabetos- es, en efecto, una preocupación más reciente de los historiadores.

Otras razones que explican esta relativa indiferencia para con la agricultura son menos evidentes. Constituyen el resultado de interpretaciones historiográficas que, si ya han perdido parte de su vigencia, inf luyeron durante mucho t iempo en nuestra mirada del pasado agropecuario pampeano. Estas miradas soste­nían que el elemento dinámico del desarrollo del sector rural había sido fundamentalmente la actividad ganadera, mientras que la agricultura fue siempre una actividad subsidiaria de aquélla que había nacido y se había desarrollado gracias a las necesidades de esa actividad principal.

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Este rol secundario y dependiente de la agricultura en el desa­rrollo agropecuario se trasladó por lo tanto a nuestra historio­grafía, que le reservó un lugar acorde en su reconstrucción del pasado. Sólo recientemente los historiadores han reparado en la historia de los agricultores, a través de estudios de contabilidades de estancia, archivos de la Justicia de Paz de los pueblos, o aná­lisis de casos a nivel local, lo que sirvió para discutir la tesis de la subsidiariedad, a la vez que para darle entidad a una historia de la agricultura como proceso con actores, estrategias productivas y formas de organización de la producción específicas.

Este ensayo propone dos claves interpretativas para entender la historia de nuestros agricultores. Una de ellas es la frontera. La historia de la región pampeana es una historia de frontera, tanto como lo fue la del oeste norteamericano -quizás la más famosa detodas-y la de otras regiones de América Latina. Esto le imprime a esa historia y a los protagonistas que la vivieron características especiales. La conciencia de una extensión de tierras disponibles, la idea de abundancia, la noción de conquista y de oportunidades ilimitadas moldean decisiones de vida, estrategias productivas, políticas de Estado, formas de relación social.

En Estados Unidos fue Frederick Jackson Turner quien esbozó una famosa teoría sobre la influencia positiva de la frontera en ese país como determinante en la formación de la identidad y de las instituciones nacionales. Aunque las interpretaciones turnerianas no han sido muy populares en Argentina ni entre los intelectuales latinoamericanos en general, no deja de ser cierto que las pampas, la creación de sus pueblos, la expansión de la producción, la inser­ción de inmigrantes, sus posibilidades de prosperar, sus patrones de asentamiento, en fin, la vida cotidiana de todos, estuvieron fuertemente marcados por la realidad de la frontera.

Se trata de espacios tanto físicos como simbólicos donde las culturas luchan y compiten, conviven o se interrelacionan -entre

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sí o con el entorno físico-. Las fronteras refieren a su vez a alguna clase de borde o límite, a una división entre áreas asentadas y áreas desiertas, entre civilización y salvajismo. Su carácter móvil y abierto las convierte en el lugar de las oportunidades econó­micas, en paraísos del ascenso social que, sin embargo, en la mayor parte de los casos no están destinados a durar. Las fron­teras son, en efecto, procesos cuya ley fundamental parece ser su transitoriedad y en donde todos los equilibrios que se logran -demográficos, económicos, culturales- son frágiles e inestables. Si bien los científicos sociales están lejos de ponerse de acuerdo con una sola definición que pueda englobar situaciones muy diversas, las fronteras poseen rasgos distintos de los que carac­terizan a los lugares de más antiguo asentamiento: sociedades móviles con abundancia de hombres solteros y errantes que con­viven con familias pioneras de inmigrantes, pero también eco­nomías más precarias e inestables, con actores económicos que elaboran estrategias productivas específicas para operar en esos mundos efímeros.

La de la región pampeana es una historia de muchas fronteras que se fueron sucediendo, cuando no superponiendo, a través del tiempo: la larga historia de la conquista del desierto; la también larga historia del reparto de la tierra pública; la expansión hori­zontal de las actividades económicas en nuevas tierras (primero la ganadería ovina y vacuna, después la agricultura); el progresivo asentamiento de inmigrantes en esas tierras. Es en esa clave que debe entenderse la historia del desarrollo pampeano y en particular la de sus agricultores.

La segunda clave interpretativa es América Latina. En ese sentido el libro propone comprender la historia de nuestros chacareros en el contexto más amplio de las relaciones sociales y productivas que se dieron contemporáneamente en otros ámbitos rurales latinoamericanos. Si bien cada situación nacional

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tuvo sus especificidades, en las que la buena historia debe reparar,

también es cierto que exist ieron muchos elementos comunes,

cuya consideración no puede sino i luminar y enriquecer el aná­

lisis de nuestro caso. Ciertos factores detrás de las transforma­

ciones productivas de la región pampeana en la segunda mitad

del siglo XIX (la demanda internacional de productos primarios,

la ampl iación de los mercados de trabajo rurales, la puesta en

producc ión de t ierras públ icas o pr ivadas antes ociosas) son

procesos estructurales que articulan el cambio agrario en toda la

región en la misma época. Esta aclaración -que por evidente podrá

parecer superflua al desprevenido- se hace necesaria en la his­

toriografía argentina, que tradicionalmente ha sido reacia a juzgar

nuestro pasado con la vara latinoamericana. Por razones comple­

jas que no analizaremos aquí, nuestros historiadores han optado

más frecuentemente por otros espejos de nuestra experiencia his­

tórica (en el caso de la historiografía pampeana, la de otros espa­

cios abiertos como Australia, Canadá o la frontera del medio-este

norteamericano) que por las más modestas trayectorias de los

países vecinos. Y si estas perspectivas tienen todavía hoy alguna

fuerza es porque al imentan una creencia muy arraigada desde

antiguo en la mental idad colectiva del país: la af irmación de lo

nacional como excepcional y básicamente incomparable con el

resto del subcontinente.

El presente trabajo propone en cambio que la historia rural

pampeana podría beneficiarse con la observación de la experien­

cia de otras sociedades agrarias de América Latina. Situaciones

como la múltiple sujeción que tenían los chacareros de la región

pampeana a través de sus deudas con el dueño de la estancia y el

almacenero, o la incert idumbre que tenían respecto de su per­

manencia en las estancias -que se analizarán en los capítulos que

s iguen- difieren poco de los problemas que para la misma época

debían enfrentar arrendatarios o aparceros en haciendas latino-

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americanas típicas de entonces, y hablan a las claras de que las

relaciones tradicionales eran mucho más frecuentes en nuestras

prósperas pampas de lo que se está dispuesto a admitir.

Negar lo , como se hace a veces, en nombre de! supuesto

carácter moderno y capitalista de nuestros terratenientes y de

toda la sociedad rural debajo de ellos y de la racionalidad empre­

sarial de todos los actores sociales invo lucrados en nuestra

historia agraria, en vez de conf i rmar la especif icidad del caso

pampeano -que es i r refutable- t iene el defecto de empobrecer

la v is ión de nuestro pasado y, lo que es peor aun, de vo lver a

exclu i r a Amér ica Latina de nuestro reper tor io de iden t idad ,

cuando sólo una rápida lectura del periódico contiene suficientes

evidencias de lo contrario.

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CAPÍTULO UNO LOS ORÍGENES

Hasta hace pocos años los historiadores de la región pampeana sostenían que la saga de la agricultura pampeana comenzó en la segunda mitad del siglo XIX, cuando la demanda internacional de alimentos valorizó las tierras de la región incentivando la activi­dad agrícola, y la ocupación efectiva de la frontera garantizó un ambiente más seguro para su desarrollo.

Lo que había existido hasta entonces-especialmente en la provincia de Buenos Aires- era un escenario de frontera en el que la única actividad productiva era la ganadería extensiva a cielo abierto para la producción de cuero y sebo -y luego carne para abastecer los saladeros de la ciudad-, ganadería que se desarro­llaba en grandes estancias. En esa frontera, en la que convivían trabajosamente el hombre blanco y el indio, se desarrolló el actor social paradigmático de la frontera ganadera: el gaucho.

Trabajador ocasional de las estancias ganaderas, cazador fur­tivo de ganado ajeno para su propia alimentación o para comerciar con el indio, víctima frecuente de la leva militar, habitante de mundos diversos -el de la actividad productiva formal y el de la ilegalidad, el del hombre blanco y el de los indios, el de la vida civil

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y militar-, el gaucho fue, para la historiografía tradicional y para buena parte del sentido común, el actor social excluyente de nues­tras pampas en este período. Fuera de él, lo que predominaba era el desierto -denominación eufemística con la que se aludía a las tierras de indios-, es decir, el mundo ancho y ajeno de las pampas en donde podían vivirse vidas enteras sin necesidad de trabajar.

En las últimas dos décadas los historiadores han revisado esta imagen de la sociedad y la economía de la región pampeana en la primera mitad del siglo XIX. A diferencia de las certidumbres que teníamos hasta hace no muchos años, se sabe hoy, luego del paciente trabajo monográfico de muchos estudios, que la agricul­tura estuvo presente en la región pampeana desde muy temprano. Esa actividad tuvo un desarrollo acelerado con el crecimiento comer­cial y burocrático de la ciudad de Buenos Aires a fines del siglo XVIII, cuando se convirtió, en 1776, en la capital del nuevo Virreinato del Río de la Plata y luego con la aprobación del Reglamento de Comercio Libre (1778), que habilitó su puerto para el comercio colo­nial. Con sus casi 40 mil habitantes hacia fines del siglo, la ciudad de Buenos Aires se transformó en un polo de desarrollo para toda la región; con su demanda de alimentos dinamizó no sólo a la campaña circundante-que se extendía hasta el río Salado-sino también la de las vecinas Entre Ríos y la Banda Oriental.

Otros dos factores decisivos se relacionan con el desarrollo agropecuario del Litoral en estos años. Uno -que se convertiría en rasgo característico de la región por mucho tiempo- es la abun­dancia y disponibilidad de tierras de gran fertilidad, que ahora cobra­ban nuevo valor por los impulsos combinados del aumento de la población y la ampliación del comercio. El otro es una demanda ampliada de productos rurales proveniente del exterior, que se sumó a la interna de la ciudad de Buenos Aires. Esta demanda, en particular de cueros y sebo, creció menos por grandes cambios en esos mercados externos que por el efecto de la liberalización del

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comercio, que amplió los canales más estrechos de comercialización en los que descansaba el contrabando imperante hasta entonces.

Junto a la más conocida producción ganadera -en lo que cons­tituye la verdadera novedad de esta época-se habría desarro­llado también una importante producción de trigo que contribuyó anualmente al autoabastecimiento de pan de la ciudad de Bue­nos Aires. Contrariando las imágenes más tradicionales sobre la estructura productiva de entonces, el trigo se producía primor-dialmente en pequeñas unidades familiares. Para el desarrollo de esta pequeña y mediana producción agrícola pampeana a fines del período colonial, contribuyeron varios fenómenos que se die­ron contemporáneamente: además de la creación virreinal y la liberalización del comercie ya mencionadas, existieron impor­tantes migraciones internas hacia el Litoral, en particular desde el noroeste del territorio virreinal.

Esta región del territorio del nuevo virreinato, que a diferen­cia de Buenos Aires había sido el centro de la actividad económica antes de 1776, vivía por entonces una crisis económica que era la contracara de la prosperidad del Litoral: a la decadencia de las industrias textiles del algodón provocada por el comercio libre se sumó la del comercio de muías con las minas de Potosí, que sufría los efectos disruptivos de las rebeliones indígenas de fines del siglo en los Andes. Esta desarticulación de las economías del noroeste fue un factor determinante para la emigración de impor­tantes contingentes de población hacia las regiones del virreinato entonces más dinámicas. Estos migrantes contribuyeron al desa­rrollo agropecuario del Litoral de diversas formas: por un lado, proveyendo la mano de obra necesaria para las tareas agrícolas -como trabajadores de las unidades familiares- y ganaderas -como mano de obra asalariada y estacional en las estancias-; por el otro, a través de su creciente peso demográfico, engrosando la demanda de alimentos de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores.

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INDEPENDENCIA Y FRONTERA La revolución de la independencia y los años de guerras civiles que siguieron en la primera mitad del siglo XIX significaron cambios aun más profundos para la economía de la región pam­peana. La independencia significó una importante desarticulación de los mercados regionales. Regiones fundamentales como las minas del Potosí-alrededor de las cuales había girado buena parte de la economía regional de lo que iba a ser luego el noroeste argen­tino-, el Paraguay o la Banda Oriental, se perdieron para la nueva economía nacional, con la consecuente merma en los niveles previos de producción y exportación y el achicamiento de los mer­cados de consumo.

Las guerras se desplegaron con todo su poder destructivo: la pérdida de vidas humanas fue sólo una de sus caras, a la que hay que agregar la destrucción de establecimientos agropecuarios y planteles ganaderos, que se convirtieron en botines y fuente de abasto forzoso de los ejércitos, y el desvío de recursos -económicos, financieros y humanos- desde la economía agraria hacia la activi­dad bélica. Junto con el crédito, la falta de brazos, siempre acuciante en la región, se agravará considerablemente con la leva militar.

Crisis, desarticulación y destrucción, la independencia signi­ficó también oportunidad de desarrollo para algunas regiones. La apertura total de los mercados que posibilitó la independencia de España hizo que la región del Río de la Plata pudiera ingresar en una corriente de comercio internacional que estaba creciendo en el mundo atlántico gracias al desarrollo de las economías euro­peas. Así, las oportunidades para las exportaciones de productos ganaderos se redoblaron, al mismo tiempo que el mercado de Buenos Aires comenzaría a gozar de una variedad de importacio­nes provenientes de Europa. De todo el Litoral, es la provincia de Buenos Aires la que mejor podrá sacar provecho de las oportu­nidades de expansión que trae la independencia, gracias a que su

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campaña fue menos afectada por las guerras que las del resto de la región y la Banda Oriental. Fue en las primeras décadas pos­teriores a la independencia que la provincia expandió enormemente su frontera productiva hacia el sur y el oeste, ganándole tierras al indio e incorporando miles de hectáreas a la producción.

Éstos fueron los años de la primera expansión ganadera de la provincia de Buenos Aires. Los mecanismos subyacentes y las lógicas de esa expansión fueron cambiantes; pero es indudable que al interés de los ganaderos en el creciente negocio de la expor­tación se sumó el del Estado provincial que utilizó sus recursos para acompañar y crear las bases de ese crecimiento. Uno de los mecanismos decisivos fue la ocupación militar de la frontera. Muchos años antes de la famosa campaña del desierto del general Roca, la de Martín Rodríguez en los años veinte y la de Juan Manuel de Rosas en los treinta del siglo XIX sirvieron para incorporar miles de hectáreas que multiplicaron dos y tres veces el territorio pro­ductivo de la provincia.

Luego de la crisis política de 1820 la expedición militar orde­nada por el gobernador Martín Rodríguez había sentado las bases de la llamada Nueva Frontera, cuyo bastión más importante fue la fundación del pueblo de Tandil en 1823. Alrededor de ese pueblo se dibujó, en 1827, la línea de fortines que definía el nuevo límite de la frontera. La política de Juan Manuel de Rosas combinó expe­diciones militares -menos de conquista y progreso efectivos que de intimidación- con el mantenimiento de una paz con el indígena tejida mediante sobornos y acuerdos políticos con sus jefes. Si bien estos avances no fueron definitivos y la línea de la frontera iba a sufrir luego retrocesos y nuevos progresos hasta la expedición definitiva contra el indio de 1879, es indudable que esta expansión temprana sirvió para sentar las bases de la organización productiva pampeana más característica -la estancia ganadera, de generosas dimensiones y producción extensiva- y para ir configurando un

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patrón de apropiación de la tierra que, con matices, se reproduciría en décadas posteriores.

La ocupación militar de la frontera habilitó la apropiación de la tierra en la región, que condujo en nuestro país a una distribución muy desigual de la propiedad desde el origen. Para las visiones historiográficas más tradicionales-también para cierto discurso político de denuncia que en diversos momentos de nuestra historia concentró sus críticas en la oligarquía terrateniente-, este período marcó el comienzo de la conformación tanto de los gran­des latifundios como de las clases terratenientes pampeanas. Estos propietarios habrían ido acumulando grandes cantidades de tierra, no por mecanismos de mercado sino gracias a favores y conce­siones más o menos gratuitas del Estado, consolidando, desde el origen, un poder económico que los convertiría en los beneficia­rios exclusivos de la Argentina agroexportadora y una alianza estratégica con el Estado que les daría las riendas del poder político por varias décadas.

Desde el punto de vista de sus estancias como empresas pro­ductivas, éstas conformaron latifundios, una expresión que alude no sólo a enormes extensiones de tierra sino a la baja produc­tividad y a la ineficiencia, falencias que en la región pampeana pudieron disimularse gracias a la enorme fertilidad de la tierra. La imagen que estas ideas transmitían sobre nuestra historia rural temprana, sobre la estructura social que se va conformando y en particular sobre los terratenientes -imagen que pervive con fuerza en la mentalidad colectiva hasta hoy- es la de un desarrollo rural más o menos espontáneo que se debió sobre todo a la enorme generosidad de la naturaleza y que se dio en estancias en donde trabajaba poca gente y las vacas crecían solas, con estancieros que estaban ausentes, gozando de vidas de lujo en Europa gracias a la renta extraordinaria que obtenían de las ventajas comparativas de la tierra pampeana.

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La historiografía de las últimas dos décadas ha revisado pacien­temente este período y ha podido discutir con contundencia algunos elementos centrales de la imagen que se acaba de des­cribir. No cabe duda de que la tierra fue apropiada en grandes extensiones, ni que el origen de buena parte de las grandes estan­cias del período del boom agroexportador se encuentra en estos años iniciales. El otro momento clave de este proceso, como es sabido y se verá más adelante, es el que sigue a la Campaña del Desierto de 1879.

Lo que se sabe hoy, en cambio, es que no todos los mecanismos de apropiación de la tierra fueron extra-económicos-premios y otras concesiones gratuitas, abuso de la letra de las leyes, ocupaciones de hecho- sino que, por un lado, el mercado estuvo más presente de lo que se imaginaba en las transacciones sobre las tierras, y, por el otro, que los distintos mecanismos legales que amparaban esas transacciones (enfiteusis, arrendamientos, ventas, etc.) fueron ideados por el Estado provincial no siempre o no solamente para beneficiar a determinados actores sociales, sino fundamentalmente para aliviar los frecuentes cuellos de botella de las finanzas provinciales. Más allá de los proyectos y de las intenciones, la tierra pública fue simplemente el recurso más inmediato que tuvo el Estado para solucionar los crónicos problemas fiscales provocados por las guerras de independencia primero y las civiles luego.

En segundo lugar, se sabe también hoy que no toda la tierra fue acumulada bajo esa modalidad y que la producción no se desa­rrolló solamente en grandes estancias. Junto a los establecimientos de grandes dimensiones se encuentran, en esta primera mitad del siglo XIX, estancias más pequeñas o medianas, que se dedican tanto a la producción ganadera como a la agrícola y que no siempre son propiedades, sino algunas veces arriendos (al Estado o a pro­pietarios mayores) y otras ocupaciones de hecho.

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La propiedad y la producción se organizaron siguiendo dife­rentes patrones regionales a medida que se expandió la fron­tera. En la nueva frontera fue más frecuente encontrar el patrón descrito de estancias más grandes dedicadas a la producción gana­dera vacuna; en los alrededores de la ciudad de Buenos Aires y de los pueblos rurales que fueron creciendo en la campaña circun­dante, el patrón de tenencia, extensión de los establecimientos y especialización productiva fue más variado. Junto a la producción vacuna hubo zonas que se especializaron en la cría de ovejas en establecimientos de mediana extensión, preanunciando el desa­rrollo que iba a tener esa producción en el período siguiente. Estas explotaciones ganaderas tampoco fueron siempre propiedades, ya que figuras como el arriendo o la aparcería -que también estarán en la base del acceso a la producción en el momento del boom-eran cada vez más frecuentes.

En tercer lugar, y en consonancia con los descubrimientos de la historiografía para el período tardío de la colonia, se sabe hoy que, como había ocurrido en las últimas décadas del período colonial, en las primeras instancias de la vida independiente la estructura productiva pampeana muestra que convivían -junto a la estancia ganadera- pequeños y medianos establecimientos agrícolas destinados a abastecer tanto a la ciudad de Buenos Aires como a los pueblos rurales de su campaña que habían crecido mucho durante esos años. Al crecimiento de la ciudad capital se sumó el de pueblos nuevos y viejos de la campaña cercana, como Quilmes, Lobos, San Vicente, Ranchos, pero también San Nicolás o Chascomús, para generar un mercado ampliado de alimentos.

Detrás del crecimiento de esos pueblos se encontraban -según demuestran estudios recientes de demografía histórica- impor­tantes cambios poblacionales. Por un lado, un crecimiento vege­tativo importante durante las primeras décadas independientes que se explica por una mejora de las condiciones materiales de

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vida y de las expectativas económicas de la población. A esto se sumó, por otro lado, el aporte del componente migratorio que ya estaba presente al final de la colonia pero que luego de la inde­pendencia se incrementó marcadamente.

Si las reformas borbónicas habían generado una reorganiza­ción y una crisis del espacio colonial y de los circuitos productivos y comerciales, la independencia provocó reacomodamientos aun mayores. La pérdida de las minas potosinas para el nuevo mer­cado nacional que se iba a conformar de allí en más significó el fin de una larga etapa en que la organización económica había girado en torno a ese centro económico neurálgico. Con la interrupción del comercio con el centro minero luego de la independencia, el noroeste de lo que sería luego Argentina conoció entonces una profunda crisis, convirtiéndose en expulsor neto de población.

Los pobladores del noroeste -entre los que destacan los de Santiago del Estero, pero también los de Córdoba y San Luis- se transformaron con esto en emigrantes que, junto a los de la Banda Oriental y otros que huyeron de la destrucción de las guerras, con­fluyen en el nuevo mundo de oportunidades que representa el Litoral y en particular la provincia de Buenos Aires y su frontera ilimitada. Esta provincia, junto a la de Entre Ríos -que recibe buena parte de los orientales-, multiplicó varias veces su población en pocas décadas.

La demanda ampliada de alimentos, y en particular de produc­tos agrícolas, fue atendida por una variada producción campesina que, según se vio, ya estaba allí a finales de la colonia. Esta pro­ducción agrícola creció y se diversificó luego de la independencia, para abastecer de trigo y harinas al mercado interno en expansión. Parte de esa producción se expandió en regiones cercanas a Buenos Aires antes dedicadas a la ganadería, mientras que el resto creció conviviendo con las estancias ganaderas bajo diversas formas de acceso a la producción y tenencia de la tierra. Mientras que algunos

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agricultores ocuparon de hecho tierras públicas por fuera de las estancias, otros desarrollaron arreglos de aparcería y arrendamiento dentro de ellas, por medio de los cuales intercambiaban su trabajo o parte de su cosecha por el acceso a la tierra.

A veces los arreglos no eran tan formales; como en otras partes de América Latina para la misma época, los estancieros permitían que estos migrantes ocuparan más o menos gratuitamente la tierra de sus estancias a cambio de asegurarse la presencia de hombres en zonas aisladas de las estancias. Por sus modalidades de inser­ción en las propiedades, su carácter itinerante y su especialización y modalidades productivas, estos agricultores encarnaron las primeras versiones de los chacareros clásicos del período del boom agropecuario pampeano, que, como se sabe, surgieron en gran medida de la inmigración extranjera. Pero la filiación directa de algunos de estos proto-chacareros de las primeras décadas del siglo XIX con aquéllos es probable, aunque su comprobación espera aún más trabajos empíricos.

La imagen que nos brinda la literatura histórica reciente sobre la zona rural de Buenos Aires y el Litoral hacia fines del período colonial es muy distinta a la que estábamos acostumbrados a imaginar hasta hace pocos años. Ya no se trata de inmensos espa­cios despoblados en los que predominaba una ganadería ocasio­nal, a campo abierto, orientada exclusivamente a la producción de cueros, sino de un escenario productivo en el que conviven unidades familiares campesinas dedicadas a la producción agrícola de trigo para la autosubsistencia y el abastecimiento de la ciudad con una ganadería que produce cueros y sebo pero también carne -para la exportación y para el mercado porteño- en estancias de diversos tamaños que llevaban adelante una producción ganadera más intensiva y económicamente más racional de lo que hasta hace poco se suponía.

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CAPÍTULO DOS TRIGO Y LANAS

La economía agraria del período comprendido entre las décadas del cuarenta y del ochenta del siglo XIX estuvo marcada en la región pampeana por dos escenarios productivos específicos: el desarrollo de la ganadería ovina para la producción de lana en la provincia de Buenos Aires y el de la agricultura cerealera de las colonias agrícolas en Santa Fe y otras zonas del Litoral. Las dos experiencias paralelas delinearon estructuras agrarias, organiza­ciones productivas, estructura de propiedad y paisajes sociales diferentes que, de alguna manera, preanuncian el desarrollo pos­terior del agro pampeano en su período de gran expansión.

Ambos procesos estuvieron signados por un mercado mundial que crecía continuamente. La revolución industrial en Europa generó cantidades crecientes de productos manufacturados junto a excedentes cada vez mayores de capital que necesitaban colocarse en mercados internacionales ampliados. A su vez, la revolución tecnológica redundó en un perfeccionamiento de las comunicaciones. Con la aplicación de la tecnología del motor a vapor a la navegación transatlántica, los costos del transporte se redujeron enormemente, aceitando un comercio internacional que

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se organizaba en torno a una división internacional del trabajo basada en las ventajas comparativas de cada región del mundo.

Mientras las economías industriales se especializaron en la producción de manufacturas para la exportación, países como Argentina encontraron su lugar en ese mercado a través de la producción de productos primarios y alimentos para las acrecen­tadas poblaciones urbanas e industriales del Viejo Mundo. Francia, Bélgica y principalmente Gran Bretaña fueron los destinatarios, primero de las lanas y luego de las carnes y los cereales de nuestra región pampeana, a cambio de lo cual Argentina recibió importaciones industriales e inversiones de capital para la con­formación de infraestructura básica como transportes, puertos y servicios urbanos y financieros.

Pero los avances en el transporte no sólo redundaron en el comercio de bienes. Barcos y ferrocarriles también transportaron cantidades crecientes de inmigrantes que proveyeron la mano de obra para las tareas agropecuarias. Fueron estos inmigrantes los principales actores de los experimentos de las colonias agrícolas del Litoral y los que contribuyeron al desarrollo de la economía ganadera bonaerense como aparceros y, fundamentalmente, como peones para la esquila.

Otro elemento decisivo para la eficaz integración de Argen­tina al mercado mundial fue la organización del Estado nacional luego de décadas de guerra civil. La consolidación del orden rosista primero y, luego de la derrota de éste en 1852, el proceso de organización nacional que se inauguró en 1862 con la pri­mera presidencia constitucional de un país unificado y culminó con la federalización de Buenos Aires en 1880, derivaron en la pacificación definitiva del país y en la construcción de un orden político duradero.

La consolidación del orden -que incluyó la organización de las distintas esferas del Estado y de un sistema jurídico y legal basado

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en la Constitución y en la codificación legal-fue clave para atraer al capital extranjero y en general para crear un clima favorable a la inversión y la expansión económica. El poder militar unificado sirvió a su vez para llevar adelante la guerra contra el indio: la campaña del desierto de 1879, liderada por el general Roca, liberó definiti­vamente a la región pampeana de las incursiones de los malones indígenas, abriendo la región para la producción agropecuaria.

LA FIEBRE DEL LANAR En la provincia de Buenos Aires la frontera oficial, sostenida por el Estado, tuvo un avance errático. Luego del período rosista, la batalla de Caseros, que determinó la salida del Restaurador del poder en 1852, significó un freno al avance de la frontera. Los gobiernos provinciales que siguieron, contando con pocos recursos y amenazados por las guerras, intestinas primero, externas luego, como la Guerra del Paraguay (1865-1870), no tuvieron más remedio que descuidar la línea de fortines. Y ésta no sólo dejó de avanzar sino que en muchos lugares retrocedió, de la mano de nuevas incursiones de los indígenas.

Terminada la Guerra del Paraguay, la acción decidida del minis­tro de Guerra Alsina permitió hacia mediados de la década de 1870 extender la frontera hacia el oeste de la provincia, crear pueblos y una nueva línea efectiva de fortines militares. La acción de Alsina fue un antecedente directo de la ya mencionada campaña del desierto, la expedición militar definitiva dirigida por el general Roca a fines de esa década, que llegó hasta el río Negro y, previo desalojo y sometimiento de los indígenas, pacificó definitivamente los campos de la región y aseguró el dominio efectivo de millones de hectáreas.

Al calor de esa frontera la economía de la provincia de Buenos Aires giró en esos años en torno a dos ejes: la especulación en

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tierras y la cría de ganado ovino. La primera actividad fue posible por la política de tierras del Estado provincial, que en teoría debía funcionar coordinadamente con la ocupación militar: tras los soldados debían seguir los productores para una ocupación efec­tiva de la tierra. Las cosas, sin embargo, no funcionaron exacta­mente como preveía el modelo. La necesidad crónica de recursos por parte de un Estado en formación y guerra permanente hizo que esta política funcionara con una lógica y un ritmo propios, generalmente más acelerados que los de los fortines.

El desprendimiento de tierra pública comenzó así muy rápi­damente a trascender la línea efectiva de frontera, primero en forma de concesiones de largo plazo, luego como arrendamientos y final­mente como venta lisa y llana, cuando no en forma de dádivas y entregas gratuitas en retribución por servicios militares o políticos. El resultado fue una frontera de papel, hecha de actas de conce­siones y escrituras de compraventa de tierras cuyos propietarios en muchos casos no llegaban siquiera a conocer: si se observan los distintos mapas catastrales de la provincia en este período -que reflejan la estructura de propiedad de la tierra en un año determi­nado- se puede ver cómo los nombres de esos concesionarios se fueron sucediendo a lo largo del tiempo en una época en que no habitaba en ellas hombre blanco alguno. Esto habla de un mercado de tierras muy concreto y activo en el que podían hacerse buenos negocios inmobiliarios, especulando con la valorización acelerada de la tierra. Muchos de esos nombres correspondían a hombres influyentes en la política provincial, diputados, militares o sim­plemente amigos del poder, y pasaron a formar parte de la clase terrateniente pampeana, que terminó de consolidarse en este período con la ocupación militar de la frontera.

No sólo los especuladores trascendieron la línea de fortines. Junto a ellos otros hombres -esta vez de carne y hueso- se fueron aventurando tempranamente en territorio indígena, en busca de

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nuevas tierras donde criar sus ganados ovinos, que eran menos codiciados por los indios. Estos hacendados pioneros-algunos, ocupantes legales de las tierras, la mayoría probablemente no-disputaban cotidianamente ese límite móvil y difuso entre el hombre blanco y el indígena, a riesgo de su capital y muchas veces de sus vidas. A su paso iban delineando una frontera productiva que, como la de la especulación inmobiliaria, no se atenía a la que iba fijando la conquista militar.

La fiebre de la lana justificaba los riesgos de la empresa. Se trataba del crecimiento vertiginoso que iba a experimentar la gana­dería ovina durante estos años. Este crecimiento fue motivado por una ascendente demanda internacional de lanas proveniente de la industria textil europea. Además de expandirse más allá de los fortines, esta fiebre motorizó cambios tecnológicos y produc­tivos en forma acelerada y atrajo una primera oleada de inmi­grantes masivos al país -sobre todo de origen irlandés y vasco-que proporcionó buena parte de los productores y trabajadores de las estancias laneras.

El reemplazo de planteles vacunos por ovejas, la introducción de reproductores de razas merinas apropiadas para la producción de lana, la adopción del alambrado y de una nueva organización de la producción en las estancias -basada en la división del trabajo en tareas especializadas- se combinaron para generar un desarrollo espectacular en pocos años, que según un observador contem­poráneo era similar a la fiebre del oro que vivía California en la misma época. Las existencias de ganado ovino pasan de quince millones de cabezas en 1850 a 40 millones en 1865 y a 57 en 1881, mientras que las exportaciones de lana pasaron de 7.500 toneladas en el primero de esos años a casi 19 mil apenas ocho años después y a 90 mil toneladas en 1875. Argentina se convirtió así en un impor­tante actor del comercio mundial de ese producto y la lana en su primer producto de exportación hasta fines del siglo.

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Desde sus comienzos en la campaña cercana a la ciudad de Bue­nos Aires, la producción ovina acompañó siempre el avance de la frontera. En estos años dorados se desarrolla en dos etapas. En la primera -hasta la década de 1870-se expande en las tierras situa­das al norte del río Salado. Pero a medida que el negocio crecía de la mano de la demanda internacional, provocaba el aumento de los precios de la tierra en las regiones más cercanas a la ciudad, lo que a su vez aumentaba la presión sobre la frontera, tanto de los estancieros como de una población inmigrante que seguía fluyendo al país. Esta presión hizo que muchos productores se aventuraran más allá de la línea de fortines y fue decisiva para que el Estado nacio­nal diera pasos firmes en la consolidación definitiva de la frontera.

La segunda etapa se desarrolla entonces a partir de la década de 1870 en las tierras del sur de la provincia ganadas al indio hacía no mucho tiempo. El ovino se fue desplazando hacia allí, dejando en su lugar a la ganadería vacuna que reemplazó a aquélla como producción dominante en el período siguiente, de gran expansión pampeana.

En cuanto a la organización de las estancias laneras, se sabe hoy que no hubo un solo patrón; la producción se organizó en torno a una variedad de empresas que incluían desde estancias basadas en trabajo asalariado hasta productores familiares, pasando por una variada gama de arrendatarios y aparceros. Una parte importante de la producción de lana -dominante en la zona de la nueva frontera al sur del Salado- se dio en manos de ovejeros que no poseían tierras y que accedían a la tierra bajo la modalidad de la aparcería. Se trataba de pequeños y medianos productores que usaban mano de obra familiar e ingresaban a la actividad pro­ductiva con otros recursos (desde ganado a herramientas de tra­bajo) a través de diferentes arreglos contractuales. Fue ésta la forma más común por la cual los inmigrantes irlandeses -sin mayores recursos-se iniciaron en la producción lanera.

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Estos arreglos se establecían entre un trabajador que aportaba su fuerza de trabajo -y eventualmente una parte del capital-para cuidar una majada de ovejas por un período determinado y un terrateniente que, además de la tierra, aportaba los animales y el resto del capital para la explotación. La proporción en que uno y otro aportaban a la empresa definía las distintas clases de apar­cería (mediería, tercería, etc.) y la forma en que luego se dividía el producto. Estos contratos permitieron a más de un trabajador sin capital acceder a la propiedad de una majada de ovejas, lo cual fue conformando en toda la región a un sector creciente de ove­jeros sin tierra en los que descansó buena parte de la producción lanera pampeana, sobre todo en las regiones de la nueva frontera. Para los dueños de la tierra en esas regiones -ya sea que la poseyeran con fines especulativos o productivos- estos contratos eran una forma barata y sencilla de extraer una renta del suelo sin involucrarse en los riesgos de la producción directa.

LAS COLONIAS AGRÍCOLAS En agricultura las novedades más importantes se dan en este período en las provincias del Litoral, en particular en Santa Fe. Es en el contexto de la Confederación y de los conflictos políticos y militares con Buenos Aires que los gobiernos de las provincias litoraleñas van a delinear políticas de fomento de la agricultura, con el doble propósito de sostener la actividad económica con independencia de Buenos Aires y poner en valor tierras públicas devastadas por décadas de guerras civiles.

Nacen así los proyectos de las colonias agrícolas que intentan aplicar en nuestras pampas los modelos democráticos de desa­rrollo productivo y de reparto de la tierra que contemporáneamente se estaban desarrollando en Estados Unidos con la ocupación de la frontera del medio-oeste, luego de la Guerra de Secesión.

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La idea era promover un desarrollo agrario basado en pequeños productores-propietarios, que tendría múltiples beneficios para la economía regional. El sistema de venta en parcelas pequeñas gene­raría un mercado que valorizaría las tierras de la región. Asimismo, el desarrollo de la agricultura de granja habilitaría la aparición de unidades de producción intensiva, eficientes y diversificadas, que redundaría en una sostenida tasa de acumulación. Esto último y el alto componente demográfico dinamizarían por fin el mercado interno, a través de los excedentes agrícolas comercializables y de la demanda de bienes y servicios generada por la economía de las colonias.

El resultado de este esquema de ¡deas fue, como se ha dicho, el nacimiento de las colonias agrícolas. Éstas, con diversos grados y modalidades de apoyo estatal, se desarrollaron sobre todo en las tierras del centro y del oeste de la provincia de Santa Fe. Junto a las políticas del Estado provincial, muy activas en la transferencia de tierras del dominio público a! privado, tam­bién allí confluyeron los factores que estaban presentes en el desarrollo lanero de Buenos Aires, como la afluencia de inmi­grantes europeos -italianos en su gran mayoría- y desarrollos productivos específicos.

La experiencia de las colonias reconoce dos etapas: una trans­curre entre los años cincuenta y 1870 y la otra entre el inicio de esa década y la crisis de 1890. En la primera predominan las colonias estatales o mixtas, que combinaban recursos prove­nientes del Estado provincial y del capital privado. En ellas se priorizó el acceso a la propiedad privada de la tierra en el mediano plazo con predominio de las explotaciones familiares. En este sistema, el colonizador reclutaba familias de inmigrantes en Europa y les ofrecía parcelas de treinta hectáreas de tierras públicas con derecho a la propiedad luego de cultivarlas durante cierto número de años, facilitándoles la instalación a través de

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créditos para la adquisición inicial de habitación y alimentos pero también de semillas e implementos agrícolas. El Estado pro­vincial, por su parte, además de aportar la tierra para la formación de la colonia, subsidiaba el emprendimiento eximiendo a los agri­cultores de cargas impositivas.

En la segunda etapa -la más importante desde el punto de vista numérico- fueron ganando fuerza los emprendimientos coloniza­dores privados, al tiempo que las unidades productivas que se otor­garon a cada familia de colonos se agrandaron a medida que se impuso la producción extensiva. Los empresarios privados de la colonización eran generalmente beneficiarios de tierras compradas al Estado provincial, que, al igual que en Buenos Aires, las había cedido para paliar sus carencias fiscales. El negocio de la empresa consistía en la venta de esas tierras fraccionadas a familias de colo­nos, en plazos que iban de tres a diez años, durante los cuales la propiedad quedaba hipotecada a favor de la empresa colonizadora.

Otra parte del negocio la constituían los adelantos de alimen­tos, semillas e implementos agrícolas, que resultaban un crédito indispensable para los colonos en función de iniciar su empresa agrícola. En esta segunda etapa también comienzan a aparecer formas de arriendo y aparcería que conviven con los esquemas iniciales de acceso a la propiedad de la tierra. Muchos de estos arrendatarios son incorporados por colonos prósperos que habían logrado acumular tierras con el paso de los años y preferían ponerlas en explotación bajo estos sistemas antes que optar por la contratación más costosa de mano de obra asalariada.

Desde la creación de la primera colonia en 1856-la Colonia Esperanza, al oeste de la ciudad de Santa Fe- el número y las hectáreas comprendidas en estos emprendimientos crecieron sos­tenidamente. Hasta 1870 se habían creado 34 colonias que com­prendían 360 mil hectáreas mientras que veinte años después habían crecido a 255 colonias que comprendían 2,4 millones de hectáreas.

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Como resultado de esta experiencia la provincia de Santa Fe se convirtió en una de las más dinámicas desde el punto de vista económico en este período. Su población pasó de 40 mil habitantes a fines de la década de 1850 a 395 mil en 1895, la mayor parte de la cual se concentró en la zona de colonias. En ellas, más de la mitad de la población era en este último año de origen extranjero, pro­porción similar a la de las ciudades de Santa Fe y Rosario, que habían crecido aceleradamente de la mano del impulso demográ­fico. Esta última ciudad, que contaba con más de 50 mil habitantes en 1887, se convirtió en el centro comercial y puerto de salida de parte importante de los productos agrícolas de la región. En cuanto a la producción, la provincia de Santa Fe se transformó en estos años en la principal productora de granos del país. La superficie cultivada con cereales pasó de 60 mil hectáreas en 1870 a 600 mil en 1887 y llegó a más de 1,6 millones en 1895. De la mano de esta expansión de las colonias Argentina alcanzó ya a fines de la década de 1870 su autoabastecimiento de trigo. Y llegó a exportar, aunque en cantidades todavía poco significativas (muy por debajo de los valores de las lanas y los cueros), a países vecinos y a Europa.

Más allá de que ni el número de inmigrantes ni su impacto agrícola fue muy considerable, la experiencia de las colonias sirvió para asentar por primera vez a agricultores europeos en la tierra, a la vez que para difundir el cultivo de cereales en el país. A los agricultores esta etapa les permitió acceder a la propiedad de la tierra y convertirse en productores independientes en relativamente poco tiempo. Si bien muchos de ellos fracasaron y no lograron la propiedad de la tierra -quedando en el camino a causa de las malas cosechas-, también es cierto que otros pudieron prosperar y conformar una clase media rural que pudo crecer y diversificar sus empresas.

La economía de las colonias alcanza su apogeo en el año 1890, justo en momentos en que una importante crisis financiera inter-

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nacional se abatió sobre el país afectando no sólo a la economía agropecuaria sino también a todo el sistema financiero y bancario nacional. La combinación de bajos precios con la retracción del crédito impidió a muchos colonos sostener el pago de sus hipo­tecas y de sus deudas con los acopiadores, almaceneros y las casas comercializadoras de cereales que frecuentemente les pro­porcionaban el crédito anual para la producción, provocando la quiebra de muchas empresas colonizadoras. Más importante aun, dicha crisis marcó el fin de la economía de colonias porque coin­cidió con un fenómeno estructural que su estallido no hizo más que acelerar: la competencia de la economía cerealera que se estaba desarrollando en las tierras nuevas de la provincia de Buenos Aires, con la que la economía de colonias no pudo com­petir en productividad.

De esta forma, a partir de esa década, se conforma definiti­vamente la economía agrícola pampeana que, tanto desde el punto de vista de la lógica y la organización productiva como del status de los productores que la encarnaron, tendrá bases muy distintas a la de las colonias santafesinas. Se tratará en este caso no de una agricultura intensiva de pequeños propietarios sino de una producción agrícola basada en productores más grandes que mayoritariamente no poseían la propiedad de la tierra que cultivaban.

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CAPÍTULO TRES LOS AÑOS DORADOS

La estructura socioeconómica que sustentaba tanto la producción agrícola de las colonias como la ganadería de Buenos Aires hasta fines de la década de 1880, se transformó sustancialmente en poco tiempo. Si se comparan los censos nacionales de 1895 y 1914 se advierte cómo, en apenas diez años se dibujó, encima del anterior, un paisaje social y económico radicalmente nuevo: la población del país creció casi al doble, en gran parte por la afluencia de inmi­grantes; las superficies sembradas con cereales y lino pasaron de 3,8 a 12,6 millones de hectáreas, mientras las exportaciones de granos se duplicaron por seis pasando a representar casi el 60 por ciento del valor de las exportaciones.

Estos fueron los años del boom agropecuario pampeano, que hicieron famosos a nuestras carnes y cereales de exportación en todo el mundo, que pusieron al país en un lugar de liderazgo del comercio internacional de alimentos-en la primera década del siglo XX es el segundo exportador mundial de cereales después de Rusia y llegó a ser el primero en maíz y lino por décadas- y que dieron a la economía argentina sus años de mayor vitalidad y crecimiento. Fueron también los años de consolidación del mundo chacarero.

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Protagonistas principales de la organización productiva de estos años, los chacareros fueron los responsables directos de buena parte de la producción de los granos de exportación y delinearon el paisaje social típico de la gran expansión pampeana.

Varios factores decisivos estuvieron detrás de este crecimiento espectacular de la producción. Algunos de ellos ya estaban allí en períodos anteriores, pero adquirieron de pronto una vitalidad nunca vista. Por un lado la frontera siguió activa. Buena parte del boom agrícola pampeano se dio en las tierras del oeste y el sur de la pro­vincia de Buenos Aires, que se pusieron en producción en la década de 1880 luego de la campaña del desierto. Ya definitivamente paci­ficada, la frontera permaneció abierta, con tierras disponibles para la expansión productiva, hasta la década de 1920. Aunque para esta época la tierra estaba en gran medida apropiada privada­mente, se desarrolló un activo mercado tanto para el arriendo como para la propiedad. Dicho mercado permitió el gradual asen­tamiento de productores cada vez más numerosos, que fluyeron a la frontera muchas veces directamente del exterior y poblaron aceleradamente la campaña.

Millares de inmigrantes ingresaron al país durante esos años a un ritmo nunca antes visto. Ellos proporcionaron buena parte de la mano de obra necesaria para las tareas agropecuarias de esa producción ampliada, pero también una parte significativa de los pequeños y medianos agricultores que bajo diversas modalida­des ingresaron a la producción. Entre 1895 y 1914 entraron al país casi cuatro millones de inmigrantes-de los cuales permanecieron más de tres millones- que dieron cuenta de más del 50 por ciento del crecimiento de la población del país.

Si bien muchos permanecían en las ciudades, en la región pampeana contribuyeron al importante crecimiento demográfico, llegando a representar en promedio un 35 por ciento de la pobla­ción total, cifra que era más elevada en las regiones de frontera.

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Algunos inmigrantes quedaban en las ciudades mientras que otros se dirigían directamente al campo. Se trataba de aquellos que sabían adonde iban, ya sea por referencias indirectas de otros connacio­nales que transmitían su experiencia o por vías más directas. En algunos casos eran parientes cercanos que convocaban desde aquí a sus familiares para que se sumaran a la aventura americana; en otros, se trató de distintos personajes que habían llegado antes y funcionaban muy eficazmente como agentes de esta instalación a través del reparto de noticias, facilitando el acceso a la produc­ción o proveyendo trabajo en sus explotaciones. Estos personajes fueron muchas veces el eje alrededor del cual giró la instalación de colonias enteras de inmigrantes en la región. El resto iba probando suerte a lo largo de la frontera hasta afincarse en algún partido y, si las condiciones lo permitían, llamar a su familia o convertirse ellos mismos en iniciadores de una nueva comunidad.

Otro factor clave en el rápido desarrollo de la economía agro-exportadora fue la expansión del ferrocarril, que crece en este período a un ritmo vertiginoso. En la década de 1880 la red ferrocarrilera argentina había pasado de 2.500 a más de 9 mil kilómetros de extensión; pero con la puesta en producción de la provincia de Buenos Aires este crecimiento se aceleró, pasando de esos 9 mil kilómetros a cerca de 35 mil en 1916, y superando con creces a otros países latinoamericanos como Brasil y México en la misma época. Las vías del Ferrocarril del Sur, que comunicarán el área triguera de la provincia de Buenos Aires, llegan a Bahía Blanca en 1884, que se convertirá en el puerto de salida de la producción de toda la región, mientras que en 1886 el Ferrocarril Central une Buenos Aires y Rosario, el otro puerto clave para la exportación de productos agrícolas.

En la base del desarrollo agropecuario pampeano se encuentra la exitosa articulación de agricultura y ganadería en una organi­zación productiva que, si bien reconoce antecedentes en períodos

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anteriores, se va a convertir ahora en la empresa agropecuaria por excelencia de la región pampeana: la estancia mixta. La ¡dea básica de la organización de estas estancias era mantener una produc­ción diversificada que combinaba la actividad ganadera, a cargo de la administración de la estancia, con la agricultura, que se enco­mendaba a agricultores que a tal efecto se incorporaban a la estan­cia bajo modalidades diversas de arrendamiento de la tierra. Estos agricultores usaban mayoritariamente la mano de obra familiar para las labores y retribuían a la estancia con un pago semestral en dinero por hectárea ocupada o, con más frecuencia, con un por­centaje de la cosecha.

Originalmente este tipo de empresas sirvió a los terratenientes para poner en producción, a bajo costo, las tierras de sus estancias de la frontera. No es raro encontrar en las tierras nuevas -en el sur y el oeste de la provincia de Buenos Aires en la década de 1890-propiedades enteramente arrendadas a múltiples chacareros que ponían en producción por primera vez para la agricultura tierras que nunca habían sido cultivadas. De esta manera los estancieros conseguían poblar sus propiedades con familias de agricultores -que en los años iniciales no abundaban- a la vez que activar la producción agrícola que se hacía cada vez más atractiva por la demanda internacional de granos.

La agricultura en las estancias tuvo además, en esos años ini­ciales, una estrecha vinculación con la ganadería vacuna. La lógica de esta combinación giraba en torno al eje de la producción de carne refinada (proveniente de ganado mestizado y adecuada­mente engordado) para su venta al frigorífico y la exportación. Esta actividad se había desarrollado gracias a la acelerada difusión de la industria frigorífica en el país y a la demanda de carnes de alta calidad proveniente sobre todo del mercado británico. Este desarrollo se aceleró en los primeros años del nuevo siglo, con la declinación del mercado internacional de lanas y la suspensión

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por parte de Gran Bretaña de la importación de ganado en pie a raíz de un brote de fiebre aftosa.

Para la producción de carne de primera calidad los ganaderos necesitaban reorganizar sus establecimientos productivos en dos sentidos. Por un lado debían mejorar la calidad de los planteles de vacunos eliminando el ganado criollo y especializándose en las razas preferidas por su carne por el frigorífico -en un principio la raza Shorthorn-. Pero también necesitaban mejorar las pasturas de sus campos sembrando forrajeras que sirvieran mejor para el engorde de esa nueva calidad de ganado. Para obtener ese forraje -según lo proponía un ganadero en 1892 en las páginas de los Anales de la Sociedad Rural Argentina- los terratenientes debían dividir sus tierras en parcelas de entre 100 y 200 hectáreas y entregarlas en arrendamiento a agricultores por el término de tres años.

Estos últimos -luego de cultivarlas con trigo y lino a cambio de un porcentaje de la cosecha durante los primeros dos años- se comprometían a devolverlas al final del tercer año sembradas con alfalfa o alguna otra forrajera para, eventualmente, recomenzar el ciclo al año siguiente en otra parcela. Si bien este esquema variaba según la zona de que se tratara (la cantidad de hectáreas, el plazo, el tipo de forraje), fue en gran medida a través de los arreglos con­tractuales entre ganaderos y arrendatarios agrícolas itinerantes que se desarrollaron los alfalfares de la región pampeana durante este período.

Las estancias fueron entonces el escenario principal en el que se desarrollará la agricultura en el período de gran expansión. Fueron también la puerta de entrada a la producción para miles de trabajadores e inmigrantes que encuentran en el arriendo la oportunidad de sumarse al gran movimiento expansivo del desa­rrollo pampeano. Según el Censo Nacional de 1914, el 43 por ciento de las explotaciones agrícolas en la región pampeana estaba en

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manos de arrendatarios; pero esta cifra oculta variaciones signifi­cativas entre provincias (en Buenos Aires el porcentaje era del 56 por ciento y del 70 por ciento en Santa Fe) y entre regiones inter­nas. En las zonas más nuevas del sur tr iguero las cifras del arrendamiento agrícola se elevan a más del 80 por ciento de los productores. Todas esas cifras se profundizaron al final del período de gran expansión: según el Censo Agropecuario de 1937 las uni­dades arrendadas representaron en promedio el 65 por ciento del total. No resulta exagerado afirmar entonces que durante el período de apogeo productivo la agricultura pampeana fue sinónimo de chacarero arrendatario.

HACER LA AMÉRICA Arrendar la tierra no implicaba, necesariamente, un obstáculo para prosperar. Por el contrario: muchas veces el arrendamiento -o antes de éste el conchabo en alguna estancia- era el primer peldaño en un camino de ascenso social. Durante las primeras décadas del siglo XX abundaban en las pampas historias de agri­cultores inmigrantes que, habiendo llegado al país sin mayores recursos diez o quince años antes, y luego de algunos años de acumulación en distintos partidos, trabajando o arrendando por­ciones de tierra cada vez mayores, se convierten en propietarios de una fracción de tierra en la frontera sur de la provincia de Buenos Aires.

Y si bien estas historias de vida -presentes, por ejemplo, en las publicaciones celebratorias de los aniversarios de los pueblos pam­peanos-tienen un sesgo marcadamente optimista, su trama no resulta inverosímil. Ésos eran tiempos de oportunidades en los que se combinaba una frontera abierta con un activo mercado de tierras -cuya burbuja había explotado luego de la crisis de 1890 haciendo bajar sus precios- y un mercado de trabajo que, dada la escasez de

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mano de obra en la frontera, agudizada por la difusión de la agri­cultura, favorecía el salario. Aunque con las estadísticas disponibles no es posible precisar el alcance del fenómeno, es éste, en efecto, un momento muy activo del mercado de tierras en el que fue posible para algunos chacareros convertirse en propietarios, haciendo realidad alguna de esas historias de vida típicas que celebraban las clases dirigentes de la Argentina agro-exportadora.

El mecanismo mediante el cual los ganaderos pampeanos adoptaron la novedad de la agricultura -a través de la incorporación de arrendatarios para la puesta en producción de la tierra-cons­tituía en sí mismo una oportunidad para la acumulación, espe­cialmente durante esos años. La abundancia de tierras, combinada con la escasez de brazos en las zonas de frontera, generaba una competencia entre los estancieros por las familias de agricultores, lo cual llevaba a ofrecerles arreglos contractuales generosos. Ya fuera que se acordaran para la producción de forraje o para pre­parar tierras vírgenes con vistas a la producción agrícola, esos con­tratos iniciales solían contemplar la baja productividad de la tierra en las primeras cosechas dando en arrendamiento predios de generosas dimensiones y estableciendo un precio más bajo para los primeros años, que luego se incrementaba en los siguien­tes, cuando las tierras se hacían más productivas. Un sistema pare­cido aplicaban para la misma época los plantadores de café de San Pablo para abrirlas tierras de sus nuevas plantaciones en la frontera oeste: eran los denominados contratos de formación que se firmaban con inmigrantes -también italianos, como en las pampas-y que trataban de compensar la baja productividad de la planta de café en los primeros años ofreciendo tierras aledañas a bajísimo costo donde podían cultivar otros granos para su subsistencia o comercialización.

Como contrapartida, los contratos-en general, meros arre­glos verbales- eran por naturaleza temporarios, ya que se trataba

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de poner en producción, sucesivamente, grandes extensiones de tierra hasta entonces incultas. Los chacareros eran así trasla­dados de un sector a otro de las estancias hasta completar una tarea que podía llevar años. Pero este forzoso nomadismo no sig­nificaba necesariamente algo perjudicial para el chacarero en los primeros años. Porque si bien es cierto que conspiraba contra la estabilidad necesaria para la producción agrícola, también lo es que esta movilidad geográfica en tiempos de la frontera abierta significó en muchos casos movilidad social.

Tierra disponible y escasez de brazos jugaron entonces en este período a favor del chacarero. Éste tuvo la opción de permanecer y asentarse fronteras adentro o seguir probando suerte con las con­diciones más generosas que ofrecía la inserción más temporaria e inestable (pero también más atractiva en cuanto a sus condiciones económicas) que ofrecía la producción en las nuevas tierras.

Son estas circunstancias las que explican esas historias de éxito en las que luego de trabajar la tierra como peones y arren­datarios durante algunos años, los primeros inmigrantes acu­mulaban el capital suficiente para convertirse en propietarios. Era ese mundo de oportunidades, después de todo, el que estaba haciendo famosa a la Argentina de entonces en Europa, atrayendo a miles de inmigrantes. Y era ese mismo universo el que sirvió de base luego para construir una imagen de país generoso destinada a durar en la memoria colectiva del país.

Pero si bien es cierto que los relatos tenían bases verdaderas, también lo es que la gran mayoría de los productores no tenía la propiedad de la tierra que trabajaba. Y si ésta estaba algo mejor repartida que treinta años antes, estaba muy lejos de ser un paraíso de pequeños propietarios. También es rigurosamente cierto que este mundo de oportunidades, tan perdurable en la memoria colectiva, perteneció a un momento muy preciso y efímero de la historia.

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EL FIN DE LAS VACAS GORDAS Los años que van desde el estallido de la Primera Guerra Mundial hasta la década de 1930 están marcados por dos fenómenos que se volverán permanentes en la vida productiva. En primer lugar, la producción agrícola llega al límite de su expansión horizontal. La década de 1920 marca, en efecto, el ocaso de la frontera en la región pampeana argentina, ya que la ocupación de la tierra apta para el cultivo se completa. Este hecho es de suma impor­tancia para una estructura productiva que se había organizado en torno a ese dato fundamental de la disponibilidad de tierras. En los años que siguen la expansión de la agricultura deberá basarse no ya en simples agregados de tierra sino en el aumento en la pro­ductividad, lo que a su vez supondrá algún tipo de reorganización de la producción.

En segundo lugar, estos años inauguran una temporada de profundas crisis de mercado -de frecuencia e intensidad desco­nocidas hasta entonces- que será igualmente decisiva para deli­near la estructura productiva. La Primera Guerra Mundial produjo una alteración del comercio mundial que distorsionó los precios relativos y generó desabastecimientos crónicos: los precios de cereales y carnes se inflaron artificialmente mientras los insu-mos, como las maquinarias y en especial las bolsas para el grano, se volvieron escasos y caros. Al finalizar la contienda, los pre­cios de la carne se derrumbaron al acomodarse a la demanda de tiempos de paz, provocando una profunda crisis ganadera entre 1921 y 1923.

Luego de esta crítica coyuntura el agro vivió unos años de respiro; pero a partir de 1929 los precios agrícolas se desploma­ron sin remedio. En ese año los precios del trigo eran un 30 por ciento inferiores a los de 1925, mientras que en 1933, en el peor momento de la crisis, eran casi la mitad de los de 1929 y sólo la tercera parte de los de 1925.

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Esta particular combinación de circunstancias influirá de manera decisiva en la estructura productiva de la región y en par­ticular en la organización de la estancia mixta. La conciencia del fin de la expansión horizontal de la producción y de la existencia de mercados internacionales tan cambiantes llevó a los estan­cieros pampeanos a reorganizar sus empresas agropecuarias, buscando la mejor manera de convivir con la nueva realidad. Ésta exigía una mejor y más eficiente asignación de recursos dentro de las estancias y obligaba a diseñar estrategias pro­ductivas para neutralizar los efectos negativos de mercados varia­bles. El uso de la tierra, ahora escasa, se hará más racional y menos generoso, lo que va a redundar en un cambio profundo en las condiciones de la inserción productiva de los chacareros en las estancias.

Si antes la lógica predominante era producir forraje para el ganado a bajo costo -o bien la de poner en producción tierras nuevas-, ahora la combinación entre ganadería y agricultura de arrendatarios tendrá como propósito principal sostener una organización productiva lo suficientemente flexible como para reaccionar con agilidad a las frecuentes variaciones de los mer­cados. En otras palabras, de lo que se trataba era de mantener activas simultáneamente las diferentes actividades productivas (la agrícola, la ganadera vacuna de cría y engorde y la ovina), lo que permitía redimensionar una u otra en cada coyuntura, des­plazando a las demás según indicaran los precios de mercado.

Para los agricultores encargados de la producción agrícola la reorganización productiva de la estancia mixta en este período no fue tan buena noticia como para los estancieros. De hecho, las condiciones en las que ingresaban a esas empresas -o las nuevas condiciones que les imponían a los chacareros que ya estaban allí-eran ahora particularmente duras, ya que ellos eran la variable de ajuste de esa ecuación productiva tan elástica. Se trataba en este

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caso de mantener un buen número de arrendatarios pequeños a los que no se les asignaba tierra fija en la estancia, a excepción de la que se les ofrecía sembrar en cada ciclo agrícola y por el período de una cosecha. Con esto la empresa podía redefinir la exten­sión de la actividad agrícola en el corto plazo, y, en caso de que­rer ampliarla, encontraba en esos agricultores residentes una permanente disposición a sembrar más predios para complementar su ingreso.

Asimismo, estos arrendatarios y sus familias representaban para la estancia una importante reserva de mano de obra, siem­pre necesitada de complementar el magro ingreso monetario que le dejaban sus reducidos predios agrícolas. Esta reserva era utili­zada en especial para la producción de forraje, cada vez que las señales del mercado favorecían el negocio del engorde de ganado por sobre otras actividades productivas. De este modo, los reacomodamientos periódicos de la actividad productiva de las estancias implicaban, en el caso de la agricultura, desplazamientos de los chacareros cada vez que el mercado lo indicara.

Esos movimientos de agricultores suponían un sistema de tenen­cia de la tierra particularmente precario para hacerlos posibles. La consolidación de la estancia mixta implicó así un importante deterioro de las condiciones de producción de los agricultores en las organizaciones productivas mayores y la profundización de su precaria relación jurídica con la tierra.

Además de hacer más inestable la tenencia para el creciente número de los que arrendaban, el fin de la frontera agrícola hizo más difícil el acceso a la propiedad de una tierra que-siendo más escasa- había aumentado su precio. En ese sentido los años veinte cierran un largo período más generoso en oportunidades para el ascenso social. Los inmigrantes que llegaron al país después de la guerra y aquellos chacareros -inmigrantes o no- que venían trabajando la tierra desde los primeros años del siglo con la espe-

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ranza de acumular capital para adquirir tierra, encontraron en los años veinte un mercado más reducido y un nivel de precios más elevado. La ocupación del espacio productivo había alcan­zado sus límites en la pampa húmeda y el sueño de la tierra propia debía ahora viajar más lejos para hacerse realidad.

LA VIDA PRODUCTIVA

La producción chacarera se organizaba de manera extensiva en establecimientos que, en comparación con otras partes del mundo, tenían dimensiones generosas y un alto nivel de tecnificación. La extensión promedio de las explotaciones se ubicaba en 1914 entre las 100 y las 200 hectáreas, cifras que otra vez ocultan grandes diferencias regionales, tanto entre provincias (Córdoba tiene un promedio más cercano a la última cifra, Santa Fe a la primera) como dentro de cada una (en Buenos Aires, el sur tri­guero exhibe explotaciones más grandes que el norte maicero).

Por otro lado, una mano de obra siempre escasa y cara había impulsado una temprana mecanización que -para los años veinte-era comparable a la de los países más avanzados. La incorporación de maquinaria agrícola necesaria para la producción a esa escala (arados, cosechadoras, luego trilladoras) se hizo tempranamente en la región pampeana de la mano de casas importadoras que esta­blecieron aceitadas redes de comercialización a lo largo de la región. Si bien buena parte de esas maquinarias eran adquiridas por estan­cias mixtas y empresarios rurales de cierta envergadura, muchas fueron adquiridas también por los mismos chacareros, que al con­trario de lo que sugerían algunas visiones tradicionales (supo­niéndolos meros especuladores y reacios a la inversión en capital) privilegiaron como destino de sus ahorros la compra de máquinas.

Pero esta agricultura de arrendatarios-extensiva y mecani­zada-carecía de los instrumentos jurídicos e institucionales más

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elementales para un sistema de producción como éste: el crédito oficial y una adecuada legislación de arrendamientos. Esto determinó que, más allá de los vaivenes de la coyuntura económica, las condiciones de producción agrícola en la región pampeana durante los años dorados de la expansión agropecuaria estuvieran signadas por una inseguridad e inestabilidad crónicas.

Estas condiciones tenían su origen en una frágil e inestable relación jurídica de los agricultores con la tierra y en la escasez de crédito oficial, accesible y de largo plazo, que dejaba a los chaca­reros en manos de terratenientes especuladores y del oneroso circuito de los comerciantes locales. A falta de una acción del Estado en favor de regulaciones efectivas del mercado inmobiliario y de subsidios a la producción agrícola, el crédito rural para la mayoría de los agricultores se edificó sobre un universo de obligaciones informales que dibujaba el costoso circuito de comerciantes y prestamistas locales, mientras que los arrendamientos lo hicieron sobre la intangibilidad de contratos y entendimientos verbales que acordaban las partes.

En cuanto al crédito, es sabido que en Argentina el crédito agrario oficial estuvo por mucho tiempo limitado al que otorgaba el Banco Hipotecario Nacional, destinado a beneficiar a los terra­tenientes (y muchas veces a los intereses especulativos de los más grandes) manteniéndose lejos del alcance de los chacareros. Esto no supuso una ausencia absoluta de crédito para esos productores. Por el contrario: el crédito existía y estaba al alcance de la mano de cualquier agricultor. Sólo que, ante la carencia de vías de crédito formal, barato y a largo plazo a cargo de instituciones estatales, el agricultor medio de la región pampeana tuvo que conformarse con el circuito informal y más costoso -aunque perfectamente aceitado- que definían las personas e instituciones locales.

Entre los actores locales se destacaban los comerciantes rura­les, propietarios de almacenes de ramos generales, que ofrecían

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las cuentas de crédito a los agricultores asentados en su área de influencia. En estas cuentas los chacareros iban anotando sus deudas a lo largo del año para satisfacerlas recién luego de la cosecha. Allí obtenían la semilla y las herramientas básicas para la siembra (arados y rastras) y las bolsas para el grano cosechado. No era raro que el almacenero, cuando no lo hacía el mismo propietario del campo, les adelantara el importe del arrendamiento, cuyo primer semestre se pagaba por adelantado. También les ade­lantaba el jornal de los peones: los pocos que contrataban para la siembra o los más numerosos e ineludibles de la cosecha. Finalmente, las cuentas también se engrosaban con el fiado de artículos básicos para la alimentación y el vestido con los que el chacarero y su familia se mantenían hasta la cosecha.

Cuando ésta llegaba, el almacenero se convertía en el primer aspirante al producto, pues a él le vendían su trigo los agriculto­res, cancelando con el grano las deudas contraídas durante el año agrícola. De esta manera, para el agricultor medio de las pampas el almacenero representaba la viva imagen del mercado: de artícu­los de consumo, de insumos agrícolas y de crédito durante todo el año; el almacenero era también el mercado del grano, que no llegaba al agricultor sino a través de la costosa mediación de estos comerciantes que compensaban los altos riesgos de operar en este medio con el bajo precio que pagaban por el cereal. Ésta era la cara más visible del costo de este crédito informal.

Pero no era la única cara. Porque cuando a esta relación -hasta allí estrictamente comercial- se agregaba el hecho de que muchos de estos comerciantes eran a su vez, si no los dueños, los locado­res de las tierras que cultivaban los agricultores, éstos terminaban asumiendo también otros costos. No era raro, en efecto, que los almaceneros, con el objetivo de profundizar y ampliar las múlti­ples relaciones que ya tenían con tos chacareros, arrendaran cam­pos de generosas dimensiones, al sólo efecto de subarrendarlos

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a agricultores. Cumpliendo ahora el rol de mercado inmobiliario local, estos comerciantes muchas veces eran un buen camino para acceder a la tierra para agricultores recién llegados y sin recursos. Pero el precio que pagaban éstos por esas facilidades era en general muy alto en términos de las libertades para organizar la producción, ya que los contratos que firmaban eran muy cuida­dosamente pautados, fijando cláusulas que obligaban al locatario a comprar los insumos en la casa de comercio del locador o a vender allí sus cosechas.

A falta de otros recursos estos comerciantes eran el alma del crédito al agricultor en la región pampeana. Ellos recorrían año a año los azarosos caminos de la agricultura al lado de los chaca­reros, compartiendo en más de un sentido el riesgo de financiar una actividad que sólo prometía una buena cosecha de cada tres. Pero si aun así habían decidido correr el riesgo fue porque habían encontrado los mecanismos para compensar esas pérdidas con otras ganancias.

Además de los almaceneros, los chacareros podían recurrir a otros múltiples agentes locales para acceder al crédito necesario para la producción. Esto lo lograban con el simple expediente de firmar documentos precarios -vales, pagarés, simples papeles escritos a mano- pagaderos al momento de la cosecha, que eran tan comunes a la vida productiva como las cuentas de almacén. Podían recurrir a las compañías de seguro, a las cooperativas de productores, a los mismos dueños de campo, a otros chacareros o a simples particulares convertidos en improvisados prestamistas. Los peones y jornaleros también trabajaban a crédito, ya que cuando no se les pagaba a través de los almaceneros, también aceptaban precarias obligaciones de pago.

El paisaje de este sistema informal de crédito delineaba un universo infinito de pagarés, vales y cuentas que circulaban y se negociaban en la región como si fuera dinero. Estos documentos

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tenían plazos cortos y ostentaban montos modestos, pero servían para facilitar la vida productiva y daban liquidez a un sistema cró­nicamente escaso de moneda. Como ocurría en tiempos del ovino con la esquila, todos los tenedores de estos documentos esperaban ansiosos su realización en el momento de la cosecha. Si ésta era buena y los precios no resultaban excesivamente bajos, alcanzaba para saldar todas las deudas y ahorrar algo para el próximo ciclo. Si por el contrario se malograba o se desplomaban los precios -circunstancias que no eran nada extrañas-, las deudas eran impa­gables y, si sus acreedores no tenían la paciencia de esperar otro año, terminaban en embargos y quiebras. No por nada la gran mayoría de las demandas judiciales que abundan en los archivos de los juzgados de los pueblos se entablaban contra agricultores, por falta de pago de cuentas de almacén, pagarés, salarios, primas de seguros o arrendamientos.

La acción oficial durante estos años no alcanzó para revertir este estado de cosas. El crédito hipotecario no tenía demasiada injerencia en una agricultura mayoritaríamente de arrendatarios, mientras que la modalidad del crédito prendario, inaugurada con la ley de 1914, si bien aumentó en alguna medida el volumen del crédito disponible, no modificó sustancialmente sus característi­cas básicas: los bancos oficiales -en los que descansó el crédito prendario-, al discriminar a favor de propietarios y agricultores grandes, dejaban a la gran mayoría de los chacareros fuera del crédito estatal.

La otra cara de la inestabilidad del chacarero pampeano estaba dada por una precaria relación jurídica con la tierra. A pesar de la importancia de los arrendatarios en la estructura agraria del país, Argentina no tuvo su primera ley de arrendamientos hasta el año 1921 y las relaciones contractuales entre propietarios y arrendatarios fueron durante todo el período estudiado de una extrema fragilidad. Los contratos, si existían, eran verbales en una

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abrumadora mayoría y se celebraban por períodos cortos, aunque los más comunes se pactaban sin término.

Esta situación se explica en parte porque un ambiente con­tractual laxo o inexistente era funcional a la estructura agraria y en particular a las diversas estrategias productivas que los terrate­nientes fueron diseñando a través del tiempo. Pero además fue decisiva la complacencia del Estado, que durante todo este tiempo no atinó a intervenir en forma eficaz en la regulación de las loca­ciones rurales, favoreciendo así una estructura de tenencia de la tierra que se basaba en el desamparo jurídico de los chacareros.

Estas condiciones no habían nacido en tiempos del boom agro­pecuario. En los primeros tiempos de ocupación de la frontera de la provincia de Buenos Aires, estos arreglos contractuales eran especialmente volátiles ya que el interés exclusivo de los especu­ladores era valorizar la tierra y venderla cuando se hubiera cum­plido ese objetivo. La meta de tener arrendatarios era meramente la de ocupar la propiedad para garantizar su seguridad hasta el momento de la venta. Lo mismo ocurría con los contratos de aparcería para la producción de lana que no iban más allá de un período de esquila. Cuando llegó la agricultura las cosas no cam­biaron sustancialmente. En los primeros tiempos, cuando la inclu­sión de agricultores itinerantes en las estancias tenía el objetivo primordial de producir forraje para el ganado o para habilitar tierras vírgenes para la producción agrícola, los contratos eran por natu­raleza temporarios, aunque la generosidad de sus condiciones -por efecto de la escasez de agricultores- ocultaba ese defecto intrínseco: todos parecían ganar en tiempos de la frontera abierta.

Pero con el fin de la frontera productiva el sentido y las con­diciones de producción de los arrendatarios agrícolas en las estancias se transformaron. Es entonces cuando la precariedad de los arreglos contractuales despliega todo su potencial benéfico para la estructura productiva dominante. La estancia mixta, cuya

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clave de funcionamiento residía en la posibilidad de cambiar perió­dicamente de actividad productiva de manera rápida y flexible, exigía un sistema de tenencia de la tierra particularmente precaria que facilitara esos desplazamientos productivos, sin los cuales la estrategia diversificadora de estas empresas no hubiera sido todo lo exitosa y difundida que fue. En otras palabras, la estan­cia mixta necesitó y promovió una precariedad estructural de la tenencia de la tierra de los pequeños y medianos agricultores para poder prosperar, ya que ellos eran la variable de ajuste de esa ecuación productiva tan exitosa. A la inestabilidad de la tenencia de la tierra se debió el éxito de la estrategia de toda la empresa, que no hubiera podido desplegarse de tal modo en un ambiente contractual más regulado.

La precariedad se lograba de diversas maneras, a veces apro­vechando el vacío legal existente -la falta de leyes o la falta de interés del Estado por aplicarlas-, otras trabajando la letra de la ley en los límites de las prácticas legales o ignorando en forma abierta las normas con prácticas ilegales, con el propósito central de hacer invisibles las relaciones de locación. La forma más difundida de lograrlo era celebrar los contratos verbalmente, modalidad que reunía todas las ventajas de la intangibilidad. Esto explica la nega­tiva generalizada de los terratenientes pampeanos a firmar con­tratos de arrendamiento por escrito, reticencia que se puso más en evidencia luego de sancionarse leyes que así lo disponían. Otra forma complementaria de la anterior era celebrar los contratos sin término o concretarlos explícitamente por un año aunque exis­tieran luego normas que daban derecho a plazos mayores.

Las leyes nacionales de arrendamiento de 1921 y 1932 no solu­cionaron estos problemas. La primera fue una ley de compromiso cuya característica saliente fue su ineficacia. La norma pretendía atacar el mal de la inestabilidad de los agricultores en dos frentes: la duración de los contratos y la protección de los más pequeños.

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Los alcances de la ley llegaban así sólo a los arrendamientos de predios de menos de 300 hectáreas y para ellos se establecía un plazo mínimo de cuatro años que el arrendatario tenía derecho a hacer efectivo con sólo notificar al propietario. La ley también pre­tendía atacar la especulación inmobiliaria erradicando el mal del subarrendamiento, que prohibía explícitamente, salvo que exis­tiera expreso consentimiento del propietario.

Estas provisiones no fueron sin embargo un gran obstáculo para quienes quisieron eludir sus efectos. La primera era fácil de sortear: se trataba ahora de dar en arriendo porciones de tierra de 301 hectáreas como mínimo, para quedar afuera de los alcances de la ley. La segunda era bastante inefectiva en sí misma. En primer lugar porque la ley no obligaba a firmar contratos por un mínimo de cuatro años sino que daba el derecho a los locatarios a optar por ese período máximo para lo cual debía notificar por escrito al dueño del campo. En consecuencia, los contratos siguieron firmándose por los períodos mínimos, especulando con los olvi­dos de los arrendatarios para hacer llegar las notificaciones-o la ignorancia de cómo hacerlo- o elaborando tácticas más sofistica­das para burlar ese derecho a opción. Pero además, como la ley no obligaba en forma explícita a firmar contratos por escrito -sólo invitaba a hacerlo en su artículo cuatro-, la práctica del arriendo verbal, con todas las ventajas que su ambigüedad e intangibilidad tenían para los locadores, se hizo más extensiva, convirtiendo el tema de los plazos en un problema teórico.

Para solucionar algunos de los problemas evidentes de esa primera ley-y dar respuesta a un descontento creciente entre los chacareros luego de la crisis de 1930-fue que se sancionó otra ley de arrendamientos en el año 1932. Ésta pretendió subsanar principalmente los dos defectos más importantes de la ley ante­rior que eran, a juicio de los legisladores, los de la limitación de sus alcances a los contratos de determinada superficie y la no obli-

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gatoriedad del registro de los contratos: esta vez se legislaba para todos los predios rurales arrendados, cualquiera fuera su tamaño, extendiendo el plazo mínimo de arriendo a cinco años y, lo más importante, obligando a celebrar los contratos por escrito y regis­trarlos ante un escribano o en el juzgado de paz de cada partido. Por lo demás la ley reafirmaba todas las disposiciones de la de 1921, con algunos ajustes y actualizaciones.

Pero si bien en este caso la letra de la ley era más sabia, el defecto vino esta vez por el lado de la aplicación. No existiendo eficaces medios de control estatal en las alejadas áreas rurales -ni un interés visible en crearlos-, un alto porcentaje de los contratos siguieron haciéndose verbalmente. Según el censo de 1937 cerca de la mitad de los arrendatarios de la provincia de Buenos Aires revista en la categoría sin contrato.

De esta manera, las leyes de arrendamiento que existieron en el período ayudaron poco a subsanar los problemas fundamen­tales de los agricultores y a cambiar la relación del arrendatario con la tierra, que siguió siendo imprevisible. Sólo una decidida intervención estatal iba a poder cambiar ese estado de cosas.

¿UN MUNDO SIN CONFLICTOS? La literatura histórica sobre el desarrollo agropecuario pampeano no ha prestado suficiente atención al tema del conflicto social. Las razones de esta indiferencia residen, en parte, en la convicción de que ésa no es una variable relevante para entender a la sociedad rural pampeana y, también, en que se concibe al conflicto con una óptica limitada. La relativamente baja conflictividad rural de la región pampeana es, para algunos, el lógico correlato de una estruc­tura agraria particular que habilitó la transición al capitalismo agrario a un costo social relativamente bajo. Entre los terratenientes y los agricultores -sostienen algunos de estos trabajos- no hubo

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mayores conflictos de intereses sino un acuerdo fundamental basado en la mutua conveniencia económica, la mejor prueba de lo cual sería precisamente la ausencia de grandes conflictos sociales en la región.

Sin embargo, una conclusión semejante no puede provenir sino de concebir la noción de conflicto desde una perspectiva dema­siado estrecha. En primer lugar el conflicto social abierto no estuvo ausente de la historia pampeana. En oportunidad de la cosecha de maíz de 1912 y luego de una caída abrupta en los precios, los chacareros del sur de Santa Fe se expresaron en un movimiento agrario, que se conoció como el Grito de Alcorta, para protestar por las condiciones contractuales en las estancias y por el sistema cuasi-monopólico de comercialización y transporte de las cosechas. Si bien este episodio cobró una fama particular -en especial por­que fue el origen de la Federación Agraria Argentina, la asociación de agricultores más antigua del país-, movimientos de agricul­tores, menos notorios, existieron en cada coyuntura crítica con agendas parecidas.

Así por ejemplo, existe una relación directa entre la crisis descripta de la primera posguerra y la agitación social que siguió luego, que incluyó una seguidilla de huelgas de los peones temporarios de la cosecha en toda la región así como de los tra­bajadores portuarios. Entre los chacareros tomó cuerpo en esos años el movimiento cooperativo y solidario, que si bien se había venido desarrollando desde principios de siglo, nació oficialmente en el año 1919 con la organización de un congreso de sociedades cooperativas en la ciudad de Buenos Aires. Es indudable también que estos movimientos mancomunados repercutieron en el nivel oficial y fueron decisivos para crear el ambiente en el que se concibe la ley de arrendamientos de 1921.

Durante la crisis general de 1930, que supuso la quiebra y el desalojo de muchos agricultores arrendatarios y la ejecución

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hipotecaria de otros, se organizaron en toda la región pampeana movimientos de chacareros en torno a las cooperativas, a la Fede­ración Agraria o a organizaciones ad hoc-como las comisiones pro-rebajas de arrendamiento que proliferaron por esos años- que a la vez que proponían un alivio para atravesar las consecuencias de la crisis, aprovecharon para denunciar los males generales del sistema como la tenencia de la tierra, los monopolios ferrocarri­leros o frigoríficos o los abusos de comerciantes y acopladores. Estas acciones colectivas, combinadas con los efectos negativos de la misma crisis, fueron decisivas para la reformulación de la ley de arrendamientos del año 1932.

Pero incluso considerando esos momentos excepcionales, que derivaron en conflictos de nota, no estaría tan errado quien afir­mase que la historia rural pampeana ha sido relativamente carente de conflictos. Comparada con el resto de América Latina la historia rural de las pampas argentinas ha sido indudablemente pacífica. Esto es especialmente cierto si se atiende a los grandes levan­tamientos, huelgas y revueltas que llegaron a la prensa o que han tenido trascendencia pública, en especial aquellas acciones colectivas con base en alguna organización institucional o gremial. Pero si se atiende a las manifestaciones menos espectaculares del conflicto social, la pintura no es tan contrastante.

Consultando los archivos de los juzgados de paz de los pue­blos rurales pampeanos se descubre que, por debajo de la apa­rente calma, existía un universo de conflictos menudos y cotidianos originados en la actividad productiva (desalojos, embargos, inti­maciones de pago, etc.), que se dirimían en ámbitos menos visibles como la privacidad de las estancias o el silencio de los juzgados locales y que proponen otra forma de mirar las relaciones sociales en la región.

Si se considera este tipo de manifestaciones, la paz que se observa ya no necesariamente significa ausencia de conflictividad.

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ni plena satisfacción de todas las partes con las condiciones de la vida productiva. Sigue significando, probablemente, ausencia rela­tiva de grandes choques sociales. Pero también implica que los que sí existen se dirimen y resuelven de algún modo en ámbitos menos públicos y notorios. En algunos casos esos conflictos cotidianos se resolvían en arreglos privados, al cobijo del paternalismo de las grandes estancias; en otros se dirimían en los ámbitos de los juz­gados locales que jugaron un rol decisivo en el mantenimiento de la paz social y, en buena medida, del orden económico y jurídico que rigió el desarrollo agropecuario durante esos años.

La región pampeana no fue ajena a los conflictos básicos-entre terratenientes y arrendatarios, entre ellos y trabajadores, entre aquéllos y éstos con los comerciantes y acopladores- que están presentes en la historia agraria de otros países latinoamericanos. Lo distintivo en todo caso fue el modo en que se desplegó el con­flicto en estas latitudes, que combinaba, en un repertorio variado, formas más silenciosas y cotidianas de expresarlo con otras más organizadas y clásicas de protesta, y muchas veces encontraba contención y resolución en el ámbito de las instituciones y los arreglos a nivel local.

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CAPITULO CUATRO EL INTERVENCIONISMO PERONISTA

En más de un sentido los años cuarenta marcan el fin de una época en la región pampeana. La Segunda Guerra Mundial había vuelto a alterar profundamente la economía y el comercio mundial, todavía no recuperados del todo de la crisis de 1930. Pero además, la conflagración consolida cambios estructurales en la economía internacional que se venían anunciando en la década anterior: el mercado mundial de la división internacional del trabajo, en el que fluían libremente bienes y capitales, había dejado de existir. Lo que se conformaba en cambio era un mundo más fragmentado, hecho de acuerdos de comercio bilateral puntuales y de mercados comu­nes subsidiados, en donde el proteccionismo y las regulaciones alimentaban sordas guerras comerciales.

En estos años se consolida a su vez un consenso en el mundo capitalista -que también venía construyéndose paso a paso en la década anterior- en torno al nuevo papel que debía jugar el Estado en la regulación de las economías nacionales. La expe­riencia de la crisis de 1930 había enseñado el papel decisivo que podían tener las políticas estatales, no sólo en prevenir y combatir

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las crisis, sino en promover y dirigir el desarrollo económico y, paralelamente, el bienestar de la población.

Estos cambios en el mundo -que pueden parecer lejanos-tuvieron sin embargo incidencia directa en la economía argentina y en ¡a vida productiva pampeana. El estallido de la Segunda Guerra tuvo consecuencias marcadamente adversas para los productos agropecuarios. Más que la caída en los precios -a cuya volatilidad ya se había acostumbrado el productor pampeano-la crisis bélica significó una desestructuración de los mercados, un deterioro de los sistemas de transporte y un desabastecimiento de insumos que fue particularmente dañino para la agricultura.

La destrucción provocada por la guerra en Europa significó una merma en la capacidad importadora de esos países y una consecuente caída de la demanda internacional de productos primarios; pero también implicó un descenso en las exporta­ciones industriales de esos países, que habían transformado su capacidad instalada para la producción bélica. La consecuencia de todo esto fue una escasez aguda de productos industriales y de bienes de capital en el mercado internacional, que afectó especialmente a los países cuyas industrias básicas dependían de esas importaciones. Para la agricultura pampeana esto se tra­dujo en la incapacidad de importar máquinas e implementos agrícolas necesarios para la producción, que la actividad de los talleres de reparación e industrias locales pudo suplir sólo en parte. También la comercialización se vio afectada por el dete­rioro de los sistemas de transporte como el ferrocarril -cuyo mantenimiento se vio dificultado por falta de partes- y por la escasez de bolsas para el grano, que eran necesarias en un país con un pobre desarrollo de infraestructura de almacenamiento de las cosechas.

El ocaso del mercado mundial, que tanto había favorecido a Argentina en el período anterior, implicaba que los años dora-

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dos de la expansión agropecuaria pampeana habían concluido. El mundo de la posguerra no representó en ese sentido ningún alivio. Se trataba de un mundo más mezquino para países exportadores de productos de clima templado en general y en par­ticular para el nuestro: ese universo estaría ahora liderado por Estados Unidos, un país que, a diferencia de nuestro socio tradi­cional (Inglaterra), no sólo se autoabastecía sino que era exportador neto de productos agropecuarios como los pampeanos.

Por este motivo -y por la antipatía resultante de la política exterior neutralista sostenida por Argentina durante la guerra-Estados Unidos llevó adelante una política de exclusión explícita de nuestro país de los mercados mundiales. A veces lo hizo de manera más indirecta y otras directamente a través de embargos y boicots específicos a nuestros productos agropecuarios y a la exportación de bienes industriales hacia Argentina.

Esta combinación de circunstancias se tradujo en una mar­cada caída de la producción agrícola pampeana de trigo, maíz y lino, que sólo en parte se vio compensada por el desarrollo de otros cultivos como las oleaginosas y las forrajeras. La producción de maíz, trigo y lino cayó casi un 40 por ciento en la década de 1940, pero el mayor efecto vino por el lado de la limitación a las exportaciones de granos, que ya en 1942 habían caído a la quinta parte de los valores anteriores a la guerra. La ganadería se vio menos afectada por los cambios en el mercado: los precios de la carne se mantuvieron mientras que el desabastecimiento de máqui­nas y herramientas importadas no fue decisivo para una actividad que dependía menos de ellas para su buen funcionamiento.

Este giro del mercado en favor de la ganadería implicó un des­plazamiento de la agricultura en los establecimientos rurales pam­peanos. La versátil estructura productiva existente permitió que este recambio se diera muy rápidamente. Mientras los titulares de explotaciones que producían agricultura en forma directa no

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tuv ieron más que ampliar su superficie ganadera a costa de la

agrícola, en el ámbito de la estancia mixta esto se instrumentó de

la manera acostumbrada: desplazando arrendatarios agrícolas

de su seno. Como resultado, en el censo de 1947 se ve una dis­

minuc ión absoluta del arrendamiento, que si no fue mayor se

debió al efecto de la política de congelamiento y suspensión de

los desalojos que se inició en 1942.

Este período se caracteriza por niveles de intervención estatal

nunca antes vistos. Si en los años treinta las voces que cuestio­

naban el modelo de crecimiento hacia fuera se hacían cada vez

más fuertes y ya nadie dudaba en Argentina de que una buena

dosis de intervencionismo estatal era necesaria para corregir los

desequilibrios que generaba el mercado, en los cuarenta se asiste

a la creación de un consenso en torno al papel que debía jugar ese

Estado en la transformación del modelo de desarrollo. Agotado el

modelo agro-exportador, el Estado debía liderar ahora el proceso

de industrialización del país, que era la garantía de un crecimiento

económico más independiente. La mejor expresión de este nuevo

consenso fueron las políticas del peronismo -que se inician con

el golpe de 1943-, aunque muchas de ellas tienen antecedentes

claros en otras ya adoptadas por los gobiernos conservadores de

fines de los años treinta.

El giro afectará directamente al sector agropecuario -y por

consiguiente a los chacareros pampeanos- en la medida en que

su papel en el nuevo modelo de desarrollo ya no va a ser el pro-

tagónico sino, en todo caso, el de soporte del proyecto principa!.

Como parte importante de ese proyecto descansaba en la amplia­

ción del mercado interno, esto suponía, por ejemplo, que el campo

debía con t r ibu i r al interés nacional p roveyendo a l imentos y

materias primas baratas para la población urbana e industrial.

Pero ese mismo propósito de ampliar y consolidar el mercado

interno - junto al objetivo declarado de contribuir a la justicia social­

es JUAN MANUEL PALACIO

afectará al sector rural de una manera específica como conse­cuencia de las políticas implementadas para mejorar las condi­ciones de producción y los ingresos de las clases medias y bajas rurales, dándoles derechos sociales y laborales y contr ibuyendo a su estabilidad.

Entre las medidas de intervención más comentadas está sin

duda la creación del Instituto Argent ino para la Promoción y el

Intercambio (IAPI) en 1946, un organismo que en parte hereda las

funciones de otras instituciones estatales creadas en la década

anterior para paliar la crisis de 1930. Tal como había hecho en

los treinta la Junta Nacional de Granos, el IAPI monopolizaba el

comerc io de cereales, comprando cada año la to ta l idad de la

cosecha a precios sostén (fijados por el Estado) para luego ven­

derla en el mercado internacional a los precios allí vigentes. Se

perseguían asi dos objetivos complementarios: generar un mercado

más previsible para los productores y lograr mejores condiciones

de negociación con los compradores internacionales.

La diferencia entre el precio que pagaba por la cosecha y el

que obtenía en los mercados -y sobre todo los usos que hacía el

Estado de los recursos provenientes de esa diferencia-fue motivo

de agria disputa, primero entre los contemporáneos y luego entre

los historiadores. Pero más allá de la controversia, el hecho es que

la diferencia no siempre jugó a favor del Estado. Durante los pri­

meros años de actuación del organismo, en que los precios sostén

estuvieron por debajo de los internacionales, el Estado utilizó los

saldos favorables para financiar sus políticas industriales y sala­

riales. A partir de 1949 (y hasta la caída del régimen peronista en

1955) los precios que pagaba el IAPI estuvieron por encima de los

del mercado internacional -que habían vuelto a caer-, representando

un subsidio real a la agricultura.

Además de las actividades del IAPI, el Estado intervino acti­vamente en otras esferas de la producción. Por un lado reguló el

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trabajo rural a través del conocido Estatuto del Peón (1943), que tuvo un efecto ambivalente: a la vez que pagaba una larga deuda social con este importante sector de los trabajadores aumentó los costos de producción en todo el sector y en particular para los chacareros y agricultores, que hacían un uso más intensivo de este recurso que los ganaderos.

Las políticas estatales también promocionaron el crédito agrario, ampliando el alcance de los créditos del Banco de la Nación Argentina a productores no propietarios; promovieron la impor­tación de implementos agrícolas e impulsaron la producción local de maquinarias como parte de su política más general de indus­trialización. También mejoraron la infraestructura básica de silos y elevadores de granos que eran un recurso clave para liberar a los productores del sistema de comercialización tradicional de los acopiadores. Estas medidas fueron especialmente importantes hacia el final del período peronista, cuando luego de la crisis económica de 1952, el Segundo Plan Quinquenal proponía una vuelta al campo que permitiera avanzar a un estadio superior de la industrialización sobre la base de un aumento de la producti­vidad y el equilibrio de las cuentas externas.

EL FIN DE LA INCERTIDUMBRE La regulación del mercado de los arrendamientos rurales fue qui­zás la modalidad de intervención estatal más determinante para la estructura productiva pampeana y en particular para la vida coti­diana de los chacareros. Como quedó dicho, durante el período de la gran expansión pampeana la intervención del Estado en esta materia había sido escasa e ineficiente. Las leyes de 1921 y 1932 fueron torpes en su letra y cortas en su implementación, dejando las relaciones de locación libradas a los arreglos informales entre las partes, situación que jugó a favor de los grandes empresarios

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y los especuladores, favoreciendo en particular el buen funcio­namiento del sistema de estancia mixta.

La situación empezó a cambiar a principios de los años cua­renta con la Ley 12.771, de reajuste de arrendamientos agrícolas (1942). Por esta ley se reducía obligatoriamente el monto de los arrendamientos y se suspendían los desalojos, con el propósito expreso de evitar éxodos masivos de la población rural hacia las ciudades, disminuir la conflictividad en el campo y preser­var el aparato productivo agrícola frente a las contingencias generadas por la situación mundial. Esta ley tenía relación directa con la emergencia agraria desatada por la Segunda Guerra. Esta había provocado un pase a la ganadería generalizado, que, en las estancias mixtas, significó el desalojo liso y llano de los arrendatarios o la negativa de los terratenientes a renovar ios contratos existentes.

Para combatir ambos frentes la ley daba el derecho a los arren­datarios a considerar prorrogado hasta por tres años los contratos de arrendamiento vigentes. Al mismo tiempo suspendía los jui­cios de desalojo por vencimiento de contrato que estuvieran en trámite. En segundo lugar la ley invitaba a las partes a renegociar de común acuerdo el precio del arrendamiento y, si no había acuerdo, a ajusfarlo según los índices de precios que a tal efecto se confeccionarían. La ley finalmente obligaba a inscribir todos los contratos de arrendamiento en un registro adhoc que se creaba en el ámbito del Ministerio de Agricultura.

Esta ley expresaba con bastante fidelidad el cambio en las alianzas de poder que se venía gestando en el seno del Estado nacional desde fines de la década anterior, alianzas en las cuales la clase terrateniente iba a tener un papel cada vez menos rele­vante. No por nada era la primera vez que una ley en el país limitaba la renta por la locación del suelo y el principio jurídico de la libre contratación, afectando el margen de ganancia y de libertad de los

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estancieros e imponiendo límites al derecho de propiedad a causa de un motivo social.

Pero además, esta norma marca el prólogo de las políticas concretas que la revolución militar de 1943 primero e inmedia­tamente después el peronismo, van a profundizar y convertir en sistemáticas. El reajuste de arrendamientos que establecía la ley de 1942 se convertiría a través de sucesivas renovaciones-empezando por el Decreto 14.001 del gobierno revolucionario de 1943 que disponía una rebaja obligatoria adicional del 20 por ciento para los arrendamientos- en un virtual congelamiento del precio de los arriendos que duraría hasta algunos años después de la caída de Perón en 1955, y en la práctica hasta mediados de la década de 1960. En efecto, la Ley 13.240 de 1948 extiende la duración de los contratos en forma forzosa hasta el 31 de diciembre de 1952, y, desde entonces, la dinámica de prórrogas no se interrumpe sino hasta la Ley 17.253 del gobierno de Onganía que les pone un fin abrupto en 1967.

Junto con el congelamiento de los arriendos, la creación de la Cámara Arbitral de Arrendamientos -prevista en la ley de 1942-y de la División de Arrendamientos y Aparcerías Rurales en el ámbito del Ministerio de Agricultura, sentaba las bases de una burocracia nacional que, con la llegada del peronismo, se iba a encargar de instrumentar un efectivo intervencionismo en favor de los chacareros. La Cámara era la encargada de regular las loca­ciones rurales y resolver las diferencias generadas por la inter­pretación y aplicación de los contratos. Por su parte la Secretaría y los Tribunales de Trabajo -creados hacía poco tiempo- se cons­tituían en ámbito natural para desplegar institucionalmente los conflictos laborales. En ambos casos la verdadera novedad era la presencia del Estado nacional en un rol tutelar de las relaciones (laborales e inmobiliarias) y como mediador en los conflictos que podían generar. Esta presencia por primera vez se hacía efectiva

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a través de una burocracia de aplicación de las medidas que alcanzó todos los puntos del país. De esta manera el orden pero­nista marca el ocaso de una época en la que había regido otro "orden", basado en la informalidad de los arreglos privados, los contratos verbales y los préstamos al fiado, que había definido claros ganadores y perdedores.

La política de intervención en las relaciones de locación marca el fin de una época en la organización productiva de la región pam­peana en otro sentido fundamental. Al congelar la posibilidad de desplazar arrendatarios de un lugar a otro de la estancia (o de expulsarlos de la propiedad) minaba las bases mismas de la estancia mixta, esa fórmula productiva tan exitosa que habían diseñado los terratenientes pampeanos para producir para la exportación. Con los contratos congelados y los juicios de desalojo suspendidos indefinidamente, dicha organización productiva perdía el alma de su funcionamiento: su versatilidad. De ahí en más el desplazamiento periódico de los arrendatarios para dedicar las tierras a la actividad ganadera cuando el mercado lo indicara, ya no iba a ser posible.

La rigidez que el intervencionismo peronista le impuso a la organización productiva de la región pampeana terminó con el recurso estratégico que se encontraba en el centro de la lógica productiva de la estancia mixta y, con él, con una larga etapa que le dio sentido al arrendamiento agrícola en los establecimientos agrarios de la región durante casi un siglo.

¿UNA REVOLUCIÓN SOCIAL Y PRODUCTIVA? Mucho se ha discutido sobre el carácter progresista, reformista e incluso revolucionario de las medidas adoptadas por los gobiernos peronistas para con el sector agropecuario. Quienes aplauden estas medidas realzan sus componentes de justicia social para con

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los sectores más bajos de la sociedad -como los peones y los cha­careros- y hablan incluso de una reforma agraria peronista que, al perpetuar la permanencia de los chacareros en las estancias, habría significado un virtual reparto de la tierra.

Quienes así opinan se apoyan para esto en un hecho cono­cido, cuyo verdadero alcance es sin embargo difícil de precisar con los censos y estadísticas existentes: muchos de los chacareros beneficiados con el largo congelamiento de los contratos y la suspensión de los desalojos llegaron con el tiempo a establecer acuerdos con los terratenientes por los cuales se quedaron con la propiedad de las tierras que ocupaban.

Desde el otro lado del espectro político e ideológico se ha criticado con fuerza el intervencionismo estatal peronista. Se ha dicho que el mismo distorsionó los precios relativos provocando un marcado descenso de la productividad y una desinversión productiva que, para los más extremos, inaugura y explica el largo estancamiento de la economía argentina desde entonces. Se señala también otro hecho irrefutable: durante los años cuarenta y hasta mediados de la década siguiente toma cuerpo una brecha tecnológica entre el agro pampeano y los otros grandes países exportadores de productos de clima templado que no podrá sal­varse por mucho tiempo. Aunque esa circunstancia, según se vio aquí, pueda atribuirse sólo en parte a las políticas locales, para los detractores del régimen peronista esa brecha es resultado de las desacertadas políticas de esos años y de la falta de inversiones en el sector agrario.

Al margen de estas interpretaciones, interesa destacar que para la vida del chacarero pampeano la etapa está cruzada por una paradoja. Por un lado, la nueva articulación de poder en torno al Estado nacional inclinaba el fiel de la balanza en favor de los sec­tores rurales bajos y medios a través de medidas concretas que daban a sus vidas cotidianas seguridades sociales y económicas

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que no habían conocido en tiempos del auge agro-exportador. Los chacareros, en efecto, tuvieron por primera vez seguridad en la tenencia de la tierra -por la renovación forzosa y sine die de los contratos-, lo que les dio niveles desconocidos de estabilidad. Tuvieron también seguridad económica y previsibilidad para su empresa, ya que el Estado les garantizaba cada año la colocación de la cosecha a precios establecidos de antemano a la vez que reducía sus costos de producción gracias al congelamiento del importe de los arrendamientos que, con el efecto del tiempo y la inflación, se fue convirtiendo en algo meramente simbólico.

Pero seguridad y estabilidad no se tradujeron necesariamente en prosperidad. Porque esa misma racionalidad de la política estatal ponía el eje de su atención ya no en el sector rural sino en la economía urbana. Esto supuso un desvío de la atención de las políticas estatales del mundo rural al industrial que, junto con circunstancias adversas objetivas del mercado mundial, derivaron en cierto estancamiento del sector. De esta manera, justicia social y prosperidad económica, dos pilares de la retórica del nuevo régimen, no fueron necesariamente de la mano en las regiones rurales pampeanas. Si por un lado la vida chacarera se hizo más previsible y estable, también se hizo más austera, dados los ingre­sos modestos que recibían por sus cosechas y las dificultades diversas que encontraron para renovar sus equipos, acceder al crédito o aumentar la productividad de sus explotaciones.

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CAPÍTULO CINCO ADIÓS A LA CHACRA

A mediados de los años cincuenta, el contexto nacional e inter­nacional para el desarrollo del agro pampeano se revierte. La demanda y los precios del mercado internacional adquieren ahora un signo positivo, en particular para los cereales que habían sido castigados en la década previa. Asimismo las políticas internas, guiadas ahora por los principios liberales de la desregulación y la apertura de los mercados, apuntaron claramente a una revalori­zación de la agricultura. Esto no implicaba, sin embargo, abando­nar el modelo de industrialización sino, por el contrario, consoli­darlo a través de un equilibrio de las cuentas externas que se lograría fomentando las exportaciones agropecuarias.

Se sostuvo así un tipo de cambio depreciado que favoreció a los exportadores y se llevó a cabo una amplia política de subsi­dios a la importación de maquinaria y de créditos para su adqui­sición por parte de los productores, que permitió una acelerada mecanización del campo. También se invirtió en el mejoramiento de la infraestructura de transporte y comercialización (silos y ele­vadores de granos, vialidad rural, ferrocarriles) y se propendió a una desregulación general de la economía, que incluía la apertura

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de los mercados y la supresión de muchas de las regulaciones laborales impuestas por el régimen anterior.

Pero lo que más se destaca dentro de las políticas estatales de este período fue el intento sistemático de estimular el crecimiento de la productividad de la agricultura, con el propósito declarado de solucionar la importante brecha tecnológica que se había abierto entre nuestra agricultura y la de los otros grandes países pro­ductores de granos del mundo y de volver a hacer competitivas nuestras exportaciones. Detrás de este propósito estuvo la creación del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA, en el año 1956), cuyo objetivo principal era propiciar el desembarco de la así llamada segunda revolución agrícola en nuestras latitudes. Esas novedades incluían el uso intensivo y sistemático de pesti-cidas, herbicidas y fertilizantes químicos, las técnicas de irrigación, manejo de suelos, manipulación genética y selección de semi­llas que, combinados, supusieron un crecimiento exponencial de la productividad por hectárea en los otros países productores a partir de los años cuarenta. Como ninguna de esas técnicas se aplicaba en forma extendida en Argentina hacia fines de los años cincuenta -excepción hecha de algunas estaciones experi­mentales que, con escaso apoyo estatal, habían predicado en el desierto desde la década de 1910-, una de las principales tareas del nuevo organismo fue entonces promover la investigación y las prácticas del nuevo modelo tecnológico imperante en el mundo.

La desregulación que formaba parte del nuevo credo de la polí­tica económica no llegaría sin embargo tan rápidamente a un área medular de la estructura agraria: la de las locaciones rurales. La prórroga forzosa de los arrendamientos rurales seguirá vigente entonces durante esta década y buena parte de la siguiente, ya que los gobiernos militares y democráticos que se alternaron en el poder hasta fines de los años sesenta eludieron afrontar los costos socia­les y económicos de un rápido descongelamiento de los arriendos.

78 JUAN MANUEL PALACIO

El fin del sistema amenazaba con aumentar el éxodo de pobla­ción rural a las ciudades, sumando chacareros a las filas de tra­bajadores que ya estaban siendo desplazados por la mecanización del campo. Se optó, entonces, por una intervención gradual que además reposara en la iniciativa de las partes para encontrar con el tiempo arreglos individuales. Fue ése el espíritu detrás de los Planes de Transformación Agraria de los años 1957 y 1958, que combinaban indemnizaciones a los terratenientes con créditos oficiales a los arrendatarios con el propósito de facilitar el acceso a la propiedad de la tierra de los chacareros beneficiados por las prórrogas.

No es posible ponderar con datos estadísticos el éxito de esta solución gradual, pero alguna evidencia cualitativa indica que ésta fue una vía importante de transformación de esos arrendatarios en propietarios. Algunos ejercicios con mapas catastrales -que deberían confirmarse con más trabajos empíricos- muestran una correlación directa entre los arrendatarios que quedaron atrapa­dos en la lógica de congelamientos de los años cuarenta y los nuevos propietarios de los años setenta. Sin embargo, aunque pudieran ser a veces las mismas personas, estos actores econó­micos que se fueron conformando -tanto como la función que empezaban a cumplir en la nueva organización productiva-tenían pocos puntos en común con los antiguos agricultores.

DE CHACAREROS A CONTRATISTAS El descongelamiento de la estructura productiva pampeana modi­ficó de manera radical tanto la organización de la producción como el paisaje social de la región. Por un lado supuso el fin del arren­damiento tradicional. Los datos censales de la tenencia de la tierra reflejan claramente el fenómeno. Entre el censo de 1947 y el de 1969 (levantado un año después de la ley que pone fin a los con-

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gelamientos) el número de explotaciones arrendadas pasa del 44 al 27 por ciento, mientras que el porcentaje de aquellas explotadas por sus dueños había pasado del 34 al 51 por ciento del total, lo que indica el relativo éxito de la solución gradual de recupero de las tierras por parte de los terratenientes y la transformación en propietarios de muchos chacareros.

Esta tendencia se va a acelerar a partir de ese último censo: en el de 1988 las explotaciones en manos de arrendatarios -que en los años del boom agropecuario eran el 65 por ciento del total y en algunas zonas agrícolas llegaban al 80 por ciento- repre­sentan sólo el 12 por ciento de las explotaciones agropecuarias en la región pampeana. También desciende en esos censos el número absoluto de explotaciones, en particular en los estratos de tamaño más pequeños (hasta 200 hectáreas) -las que se deno­minan familiares por estar basadas en ese tipo de trabajo para las labores agrícolas-, indicando una salida neta de la actividad de muchos productores.

La estructura agraria que gráfica ese último censo refleja los cambios producidos en este período, que terminaron delineando un sistema productivo muy distinto al de los años dorados del desarrollo agropecuario. En apenas veinte años se habían operado en la región transformaciones que en otras latitudes habían llevado más tiempo. Esto fue así, en parte, por las razones expli­cadas del contexto internacional para la producción y las expor­taciones agrícolas argentinas que se abre con la Segunda Guerra y en parte por la aversión de los propietarios a dar nuevamente tierras en arrendamiento bajo la forma tradicional, luego de la trau­mática experiencia de los años previos.

Pero fuera de esas circunstancias particulares, la renovada política de congelamiento de los arriendos había operado pro­longando la agonía de un sistema que, de haber sido librado a su suerte, hubiera muerto de muerte natural mucho tiempo antes.

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Para el nuevo modelo tecnológico de la agricultura predo­minante en el mundo en los años setenta -al que Argentina entra de modo más o menos abrupto- no había lugar para la orga­nización productiva basada en la economía chacarera, tai cual se había conocido hasta entonces. El mundo agrario al que se asoma nuestro país en el último tercio del siglo XX (luego de la larga siesta obligada de por lo menos tres décadas) es un mundo en el que conviven los tradicionales propietarios de campos con sociedades anónimas propietarias de varios establecimientos y administradores de múltiples estancias que administran los ahorros de pequeños inversionistas en pools de siembra y, del otro lado, contratistas poseedores de costosas maquinarias con los cuales las empresas contrataban las tareas agrícolas bajo modalidades diversas.

Sobre estos contratistas descansará buena parte de la pro­ducción agrícola de la región de ahí en más. Se trataba de pro­ductores independientes que poseían maquinaria y que eran contratados para realizar tareas agrícolas en las estancias -gene­ralmente la cosecha- a cambio de una tarifa fija. Una variante de esta relación la daban los contratistas tanteros, con quienes las estancias establecían contratos temporales para encargarse de todo el ciclo agrícola a cambio de un porcentaje (un tanto por ciento) de la producción. Empresarios capitalistas de diversa envergadura, podían firmar contratos simultáneos con varios pro­pietarios, de acuerdo a la cantidad de máquinas que poseían y a su capacidad operativa.

El arrendamiento tradicional se había transformado así en estas otras modalidades de relación productiva -más ajustadas a los nuevos tiempos-, que si bien tenían algunos parecidos con aquél eran de una naturaleza muy diferente. En primer lugar supo­nían el divorcio entre la propiedad de la tierra y la del capital, que tradicionalmente habían ido de la mano en la región pam-

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peana: en los nuevos acuerdos el terrateniente aporta la tierra y no necesita aportar el capital, que en la forma de máquinas y otros insumos corre por cuenta del contratista. Pero el contratismo también suponía la separación del productor agrícola de la tierra; los nuevos empresarios agrícolas no sólo ya no viven en las estan­cias (y muchos de ellos ni siquiera en el campo) sino que su rela­ción no es con una estancia determinada sino con varias. Este segundo divorcio supone el fin de una relación que había definido la organización productiva y la estructura social pampeana durante décadas: la de los chacareros pampeanos con la tierra.

La nueva relación entre contratistas y propietarios -al no pasar ya por la tierra- será muy diferente a aquella que sostenían chacareros y estancieros en otro sentido fundamental. El renovado vínculo será menos asimétrico ya que estará despojado de los distintos niveles de dependencia que tenían los chacareros con los dueños de la tierra, y que definían cosas fundamentales como la estabilidad de sus empresas o el acceso al crédito.

La situación se ha igualado considerablemente. Ahora se trata de una relación empresarial, una verdadera sociedad en la que ambos pactan la organización de la producción en condiciones de igualdad y con un lenguaje que no es el del paternalismo sino el de los negocios.

Algunos análisis recientes vinculan a estos contratistas con los antiguos chacareros. Se trataría de aquellos -más dinámicos y previsores- que habiendo aprovechado la abundancia de crédi­tos y el bajísimo nivel de sus arrendamientos durante tantos años invirtieron en maquinaria agrícola en los años cincuenta y sesenta. La política de créditos a los agricultores y de subsidios a la impor­tación de maquinaria derivó, en efecto, en una rápida tractoriza-ción de la agricultura pampeana que hizo que en la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, las existencias de tractores pasaran de 10.500 unidades en 1947 a 34.500 en 1960. Además de multi-

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plicarse en número, estos nuevos tractores tenían una gran capa­cidad operativa que permitía trabajar extensiones grandes de tierra. Esto provocó una sobremecanízación de algunos chacareros, cuyas nuevas máquinas tenían capacidad para explotar parcelas más grandes que las que poseían, lo que los habría llevado a ofrecer servicios a otras explotaciones vecinas y, con el tiempo, a conformar verdaderas empresas agrícolas especializadas.

Pero no todas fueron historias exitosas. También estuvieron aquellos que no supieron transformar el ambiente de seguridad que se había abierto en los años cuarenta, ni los buenos vientos de fines de los años cincuenta, en progreso económico. Entre ellos se encuen­tran los que, fruto de un mal cálculo, decidieron no invertir confiando en que las prórrogas de los contratos de arrendamiento y la meseta económica (más previsible pero con limitados horizontes) que repre­sentaba la nueva seguridad continuarían indefinidamente.

También están los que aprovecharon los créditos disponibles sólo para comprar las parcelas de tierra que habían habitado por tantos años (o sólo parte de ellas), predios que ahora, en el nuevo escenario productivo, resultaban inconvenientemente pequeños. Éstos pasaron a conformar un sector para el que la nueva estructura agraria -que requería más dotación de capital y una ascendente envergadura de las empresas agrícolas- no tenía mucho lugar y continuaron llevando una vida marginal en la organización pro­ductiva hasta que, más tarde o más temprano, terminaron ven­diendo los predios adquiridos.

En cualquier caso el resultado más impactante del fenó­meno contratista y la mecanización fue una despoblación del campo; este proceso ya no contó con las familias de agricultores que caracterizaron la agricultura pampeana en los años dorados. Los nuevos chacareros-si cabe todavía la expresión-ya no viven en las estancias sino en los pueblos rurales y sólo frecuentan la vida agraria para las actividades concretas de la producción.

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CONCLUSIONES

Mucho se ha debatido en la historiografía local sobre los chaca­reros pampeanos. No fueron ellos el centro de atención de nues­tros historiadores rurales. Pero no faltaron preguntas ni polémicas en torno a sus estrategias productivas y posibilidades de ascenso social, sus condiciones de inserción en las estancias o sus rela­ciones con los terratenientes. ¿Fueron las pampas ese destino promisorio para miles y miles de europeos que, huyendo del desempleo y los bajos ingresos en sus países de origen, encon­traron a su llegada un mundo generoso que les permitió hacerla América? ¿Hasta qué punto esa imagen utópica, construida por las clases dirigentes de entonces -y bastante extendida todavía en nuestro sentido común contemporáneo- se ajustó a la realidad?

Las visiones más tradicionales -construidas en los años sesenta del siglo XX- criticaron ese consenso liberal sobre nuestro pasado y elaboraron una imagen mucho más frágil y modesta de la vida cha­carera en el mundo capitalista periférico. Según ellas -que com­partían con las demás ciencias sociales un diagnóstico sombrío según el cual el atraso del sector rural era la principal causa del subdesa-rrollo- la historia de la agricultura pampeana estuvo signada desde

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su nacimiento por una nociva dependencia de la ganadería pues estuvo siempre en manos de arrendatarios itinerantes: la única razón de ser en las estancias era la producción de forraje para el ganado.

Esa historia estaba hecha de familias de chacareros pobres que no pudieron acceder a la propiedad de la tierra por encontrarla ya ocupada y que estuvieron condenados al monocultivo de cerea­les en las estancias ganaderas, sin incentivos para la inversión y sometidos a condiciones de gran explotación.

Visiones posteriores elaboraron una imagen más moderna y móvil de la región, en oposición al mundo rural semifeudal (exa­geradamente opresivo y flaco en oportunidades) que proponía la historiografía tradicional. Esos nuevos recortes generaron a su vez una versión menos sombría del chacarero pampeano, en la cual, lejos de la imagen del modesto campesino coartado en sus libertades y sujeto a condiciones penosas de producción, se lo presentaba como un empresario rural, guiado por una estricta racionalidad capitalista, que tomaba decisiones libres sobre la mejor estrategia productiva para sus empresas y hacía un uso eco­nómicamente eficaz de los factores de la producción. Muchos de ellos habían optado por el arrendamiento en las estancias como una de esas estrategias productivas; otros habían podido conver­tirse en propietarios, un hecho también atestiguado por los dife­rentes censos de la época.

Como siempre, es probable que la verdad resida, fragmen­tada, en ambas versiones extremas. En primer lugar, es necesario resaltar que la controversia se basa en la interpretación de datos estadísticos notablemente precarios. Los censos disponibles en Argentina no siempre permiten establecer los fenómenos con la contundencia deseada; los criterios con los que fueron confec­cionados los datos variaron sustancialmente de un censo a otro, forzando al analista a construir alquimias numéricas que pueden favorecer una u otra interpretación.

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En segundo lugar, la historia de los chacareros de la región pampeana no es una sino múltiple. Cualquier intento de simplifi­cación de ese amplio universo no es nada más que un artificio ana-lítico. Sobre la base de este postulado se ha intentado trazar aquí la historia de aquellos que conformaron -en cada momento-el componente numéricamente más importante de la sociedad pampeana y que aun con variaciones jugaron siempre un papel determinante en la organización de su estructura productiva. Ya sea en ropaje de migrantes internos durante el fin del período colo­nial y las primeras décadas de la vida independiente, en el de los pequeños propietarios granjeros de la pampa gringa, en el de los arrendatarios clásicos de los años dorados del desarrollo agro-exportador o, en su última etapa, en el de contratistas tanteros, estos personajes estuvieron detrás de buena parte de la produc­ción agrícola pampeana de todos los tiempos y, por lo tanto, del granero del mundo que fue Argentina durante tantos años.

En tercer lugar, no es cierto que los chacareros hayan vivido siempre una vida de escasez, como tampoco lo es que haya sido una existencia signada por la abundancia. Hubo en la región pam­peana momentos objetivamente más favorables para hacer la

. América y otros menos promisorios. Tal o cual circunstancia dependió de las historias individuales de los agricultores, de las condiciones iniciales en que se incorporaban a la producción, de las redes sociales que los cobijaron, de los recursos materiales con que contaban al inicio y, por qué no, de la suerte que podía pro­venir de una seguidilla de buenas cosechas o de la oportuna com­pra de una tierra barata que se valorizó rápidamente.

También hubo condiciones estructurales que determinaban esas posibilidades de prosperar. Dichas condiciones se inscribían en una historia mayor, que excedía la de la región pampeana. En efecto, en la medida en que nuestros chacareros fueron en una inmensa mayoría productores dentro de estancias ajenas, su his-

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Ese estado de cosas no iba a cambiar hasta que una decisiva intervención del Estado a favor de los arrendatarios y aparceros no invirtiera el fiel de ¡a balanza de poder en las décadas siguien­tes. En el Valle Central chileno fue la intervención estatal la que decidió el juego a favor de los ¡aquilinos, con los diversos pro­yectos de reforma agraria aplicados a partir de la década de 1950, minando el sistema de hacienda vigente hasta entonces. Por otro lado, un reparto forzoso de ¡a tierra devolvió a los campesinos mexicanos, en la década de 1940, muchas tierras expropiadas durante el período liberal de Porfirio Díaz. Asimismo, no es antes de la intervención populista de los gobiernos brasileños de prin­cipios de los años sesenta que decae el colonato en las plantacio­nes paulistas, forzando a los hacendados a negociar las relaciones contractuales con un movimiento campesino organizado con patrocinio estatal.

En el caso argentino ese momento llegó con el advenimiento del peronismo en la década de 1940. Este cambio impuso un con­gelamiento de la estructura agraria que produjo resultados ambi­valentes. Por un lado hizo que la vida chacarera -que por tantos años había estado signada por la inseguridad-fuera más estable y previsible, permitiéndoles a los agricultores producir año a año con menos incertidumbres, comprar alguna maquinaria apro­vechando los créditos estatales y, a algunos de ellos, convertirse en propietarios de la tierra de la que por tantos años habían gozado casi gratuitamente.

Pero, a su vez, a muchos de los chacareros este período los preparó mal para los años que siguieron a la caída del peronismo, que iban a requerir una mayor inversión de capital en la empresa agrícola, pero también una mayor escala de operaciones.

El último momento de esta historia es el del giro neoliberal de las políticas estatales. En buena parte de América Latina -como en el Chile de Pinochet en los años setenta o en el México de Salinas

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de los ochenta- ese giro revirtió las políticas de reforma agraria emprendidas en ¡as décadas previas. En el caso de Argentina esto se tradujo en el descongelamiento de la estructura productiva que había impuesto el régimen peronista.

El panorama social y económico que descubre ese proceso es muy contrastante con el período previo. La gran mayoría de los chacareros ya no vivía en las estancias como parte de una comu­nidad de arrendatarios y muchos de ellos ni siquiera vivían en el campo. Pero por sobre todas las cosas ya no era en esos produc­tores que se concentraba el grueso de la producción agrícola de la región pampeana. Ésta iba a recaer cada vez más en los con­tratistas, a través de los cuales comenzó a realizarse la agricultura en las estancias en un proceso que llega hasta el día de hoy.

Pero si bien es cierto que estos nuevos actores sociales cons­tituían la metamorfosis más común de los chacareros exitosos de las décadas previas, también es verdad que no se parecen ya en nada a los agricultores que se analizaron en este trabajo. Estos últi­mos personajes habían pertenecido a un mundo muy preciso, del cual tampoco quedaban ya muchos rastros en los años setenta.

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BIBLIOGRAFÍA

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EL AUTOR

Juan Manuel Palacio es Licenciado en Historia por la Universidad de Buenos Aires y obtuvo su Maestría y Doctorado en Historia Latinoamericana en la Universidad de California, Berkeley, bajo la dirección de Tulio Halperín Donghi. Investigador del CONICET, es también Profesor Titular de Historia Latinoamericana en la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Mar­tín, donde dirige el Centro y la Maestría en Estudios Latinoameri­canos. Ha enseñado en diversos institutos educativos del país y el exterior, como la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; la Universidad de California, Berkeley; la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales; el Instituto Nacional de la Administración Pública; la Universidad Torcuato Di Tella; la Uni­versidad Nacional Autónoma de México; la Universidad de Costa Rica, entre otros.

Ha publicado La paz del trigo. Cultura legal y sociedad local en el desarrollo agropecuario pampeano, 1890-1945 (2004), entre muchos otros artículos en libros y revistas especializadas del país y del exterior sobre temas vinculados a la historia rural argen­tina y latinoamericana, así como a la historia legal y judicial de la región. Actualmente dirige el programa de investigación sobre "Ley, justicia y sociedad en América Latina" en la Universidad Nacional de San Martín.

CHACAREROS PAMPEANOS 95

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