Palabras de Curación

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Palabras de curación El ruido de la alarma estremece mi apacible sueño, como un golpe que ataca súbitamente y obliga a dos respuestas inmediatas: a defenderte y expulsar la agresión o simplemente contener el dolor. En mi caso, prefiero la segunda opción. Si me preguntas el por qué de aquella elección no sabría responderte, sólo sé que ya me he acostumbrado a aguantar cualquier malestar, y como el hombre tiende a refugiarse en la costumbre, en el hábito de lo común, yo me aferré a ello. A lo lejos, divisando mi cortina parece que el sol está saliendo. De seguro hoy los rayos del sol iluminarán vigorosamente nuestros pasos, pero ¿de qué sirve la luz al caminar si después se esconde? ¿Se arrepentirá de relucir a gente que no merece tener la capacidad de ver, observar, contemplar, y por eso se aísla? Prefiero dejar mi cortina tal cual está, más ya he aprendido a guiarme en la oscuridad. Y en los momentos en que quizás debería tener un espacio de relajo, prefiero pensar en qué ropa usaré mientras me estoy duchado. ¿Relajación? no, ese concepto ya está exiliado de mi diccionario. En tiempos de armonía fue expulsado de mi conciencia sin su consentimiento. Tal vez anhela volver, o quizás encontró algún lugar donde el sol sí alumbre permanentemente. Nadie lo sabe. Acabo de abrir la puerta. ¿El mundo me espera a mí, o yo estoy esperando al mundo? De todos modos la luz reluce mis huellas, por lo que puedo caminar seguro. Veo el reloj, es hora de entrar al trabajo, eso indica que las calles estarán colapsadas por el apuro, ajetreo, indiferencia e inquietud. Todas estas palabras las he recogido de la luz que recibo del sol. Así es, día a día observo en las calles a personas caminando apresuradamente como si un ladrón los estuviese persiguiendo. Algunos caminan avasallando el paso de otros, dando a entender implícitamente que su ritmo de andar es el más adecuado; pero cómo ellos han de saberlo, ¿acaso saben la razón de nuestro andar? no lo creo. Otros dan sus pasos sin estar consciente de ello, una porque están con

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Palabras de curación

El ruido de la alarma estremece mi apacible sueño, como un golpe que ataca súbitamente y obliga a dos respuestas inmediatas: a defenderte y expulsar la agresión o simplemente contener el dolor. En mi caso, prefiero la segunda opción. Si me preguntas el por qué de aquella elección no sabría responderte, sólo sé que ya me he acostumbrado a aguantar cualquier malestar, y como el hombre tiende a refugiarse en la costumbre, en el hábito de lo común, yo me aferré a ello.

A lo lejos, divisando mi cortina parece que el sol está saliendo. De seguro hoy los rayos del sol iluminarán vigorosamente nuestros pasos, pero ¿de qué sirve la luz al caminar si después se esconde? ¿Se arrepentirá de relucir a gente que no merece tener la capacidad de ver, observar, contemplar, y por eso se aísla? Prefiero dejar mi cortina tal cual está, más ya he aprendido a guiarme en la oscuridad.

Y en los momentos en que quizás debería tener un espacio de relajo, prefiero pensar en qué ropa usaré mientras me estoy duchado. ¿Relajación? no, ese concepto ya está exiliado de mi diccionario. En tiempos de armonía fue expulsado de mi conciencia sin su consentimiento. Tal vez anhela volver, o quizás encontró algún lugar donde el sol sí alumbre permanentemente. Nadie lo sabe.

Acabo de abrir la puerta. ¿El mundo me espera a mí, o yo estoy esperando al mundo? De todos modos la luz reluce mis huellas, por lo que puedo caminar seguro. Veo el reloj, es hora de entrar al trabajo, eso indica que las calles estarán colapsadas por el apuro, ajetreo, indiferencia e inquietud. Todas estas palabras las he recogido de la luz que recibo del sol. Así es, día a día observo en las calles a personas caminando apresuradamente como si un ladrón los estuviese persiguiendo. Algunos caminan avasallando el paso de otros, dando a entender implícitamente que su ritmo de andar es el más adecuado; pero cómo ellos han de saberlo, ¿acaso saben la razón de nuestro andar? no lo creo. Otros dan sus pasos sin estar consciente de ello, una porque están con un aparato en la mano que les impide mirar hacia delante, y dos porque están con gafas que repelan y desechan la iluminación entregada por el sol. Por último, están los que caminan sin rumbo alguno a pesar de no estar ciegos. Ahí es donde me encuentro yo: el que no interfiere en el paso de los demás, el que no tiene un aparato que desvíe su camino ni lentes que opaquen su visión, pero que no sabe cuál es la dirección a seguir.

Ya he caminado lo suficiente, creo que es tiempo de regresar a la oscuridad. Me está esperando, y debo admitir que yo a ella también. Aunque me agrade estar en el mundo de afuera no siento la misma seguridad y cobijo que la opacidad me entrega, ¿pues no es válido aferrarse a algo para sentir protección, independiente de quién la confiera?. Cuando me quedaban pocos pasos para volver a mi refugio siento un tirón en mi chaleco. ¿Quién será? ¿Acaso entorpecí el camino de alguien? Para responder a estas inquietudes tuve que agachar la mirada, así pude ver a un niño que inmediatamente me sonrió, como expresando una armonía desprovista de preocupaciones, de tormentas y lluvias incesantes. –Toma, te regalo esta flor-, me dijo posteriormente. Me sonrió otra vez, y emprendió el rumbo. No supe qué hacer.