Páginas de una vida incipiente y otras de propina

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Páginas de una vida incipiente y otras de propina por José María Redondo

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PÁGINAS DE UNA VIDA INCIPIENTE Y OTRAS DE PROPINA

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José María Redondo

Páginas de una vida incipientePáginas de una vida incipientey otras de propinay otras de propina

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Diseño de la cubierta: © Antonio López MurilloFotografía de la cubierta: © Luis Marcos Ayllón Ruiz del ValleMaquetación: Antonio López Murillo

© José María Redondo Puente, 2010

1ª edición: diciembre 2010

ISBN: 978-84-938525-3-5

DL: V-4588-2010

Impreso en España / Printed in Spain

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A Marisol e Irenka, por sus esfuerzos en mitigarlos cuatro meses y ocho días peores de mi vida.

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PÁGINAS DE UNA VIDA INCIPIENTE

Mi nacimiento supuso, si no una sorpresa, sí un cierto desequilibrio, pues vine al mundo en una familia que estaba perfectamente estructu-rada y proporcionada, compuesta por abuelos, padres y dos hermanos de distinto sexo.

Mi abuelo tenía una coraza de cuero repu-jado que guarecía con esmero sus mil páginas de papel papiro impregnadas de experiencia y entre ellas exhibía con orgullo militar, como una con-decoración a su dilatada vida, un marcador de lectura de tela de raso rojo.

Mi abuela, sin embargo, más apocada, lucía orgullosa sus sufridas y ya visiblemente amari-lleadas seiscientas hojas, cubiertas por unas ta-pas endurecidas por la vida.

Mi padre se cubría con un cartón rústico con cantoneras doradas, dando cierta seriedad a sus ya cansinas cuatrocientas páginas.

Mi madre, siempre preocupada por su ima-gen, había optado por una envoltura sugerente de cartulina semidura con solapas y sus siempre ajetreadas doscientas páginas despedían conti-nuamente un envolvente olor a lavanda.

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Mi hermano acumulaba ya unas importan-tes ciento sesenta carillas de un serio color ocre, que contrastaban con su despreocupada presen-tación exterior y con el aire festivo que reflejaba en su escritura.

Sin embargo, mi hermana era todo lo con-trario. Sus tapas, todavía blandas, eran un des-tello de alegría con verdes campos, cielos azules, soles y algodonosas nubes, que guardaban celo-samente sus ciento veinticinco hojas de variados colores e impregnadas de la inocencia propia de su edad.

Y luego estaba yo, sin vestidura y totalmen-te en blanco.

Yo aprovechaba al máximo las enseñanzas de la escuela y la esmerada educación que recibía en casa, pero aunque me empeñara no avanzaba nada y seguía inmaculado. Llegué a pensar que, aunque mi cuerpo estuviera aquí, mi mente se hallaba en otro lugar y esta reflexión se la hice saber a mi pa-dre, que ya se encontraba bastante preocupado con mi aprovechamiento cultural. Por eso, cuan-do cumplí los dieciocho años de edad, me propuse dar un vuelco radical a mi situación, abandonar la protección familiar y salir a viajar, pensando que sería la mejor forma de ir rellenando mi interior, con diferentes formas de vida, de caracteres y vivir otras culturas para recoger la esencia de cada una de ellas y conformar la mía.

Comuniqué mi decisión en la cena, única ocasión en que ritualmente nos juntábamos toda

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la familia. La noticia cayó como una bomba y se desató el pánico general entre mis allegados. Los hombres de la familia gritaban, amenazaban y con aparatosas gesticulaciones me señalaban con sus dedos; las mujeres se limitaban a llorar. Había comentarios para todos los gustos, pero a mis oídos sordos había que sumar que mi mente se encontraba ya a muchos kilómetros del lugar donde sucedían los hechos.

No quería perder ni un segundo, así que el mismo día en que me dieron las vacaciones especiales de invierno en la escuela, me puse a preparar el viaje y mi equipaje, que debía de ser cómodo, útil y ligero, ya que tenía por delante aproximadamente mes y medio para hacer el más largo recorrido que me permitiera ese pe-riodo de tiempo. Por deseo propio quise que la despedida se celebrase en casa, ya que no me hacía a la idea de tener que pasar el trago de las dramáticas escenas, que seguro se iban a dar, en un sitio público.

•••

Había adquirido un billete especialmente diseñado para jóvenes, que me permitía viajar durante un periodo de tiempo limitado, pero am-pliable según las necesidades, sin límite de tra-yectos ni de kilómetros.

La caída de la tarde había oscurecido la ciu-dad y yo me encontraba situado en el andén de la

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estación central, esperando la salida del tren que me llevaría al primer destino de mi viaje. Había decidido que, durante toda mi ruta, siempre que ello fuera posible, haría los trayectos por la no-che para aprovechar al máximo los días de que disponía para realizar el ambicioso recorrido que en un principio me había marcado. En mi mente todo estaba calculado al milímetro: rutas, trans-portes, alojamientos, visitas, etc. Pero también me apetecía dejar algo al azar y que las ciudades que iba a visitar me sorprendieran y dejarme lle-var por la inercia del día a día.

Tenía por delante unas interminables dieci-séis horas de viaje. Sentí una sensación extraña al cruzar la frontera, porque era la primera vez que me encontraba tan lejos de mi hogar y de mi familia, pero al mismo tiempo me sentía a gusto con la aventura que iba a iniciar.

•••

Despuntaba la mañana cuando el convoy se detuvo en el andén que tenía asignado. Bajé y lo primero que llamó mi atención fue que los soni-dos que emitía la gente al hablar eran totalmente diferentes a los que yo había oído hasta ahora, recapacité y me di cuenta que a partir de ese mo-mento iba a ser así.

Me alojé en casa de unos amigos de la fa-milia, que se deshicieron en atenciones conmigo, pero yo quería volar por mi cuenta. Tuve suerte,

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ya que tenían que trabajar y atender los múlti-ples asuntos de su vida cotidiana. Al lado de su casa había una estación del suburbano que me llevaba al centro de la ciudad. Ellos vivían en un suburbio poblado de edificios grises con miles de pequeñas ventanas, situado en una de las puertas de entrada a la ciudad y diseñado especialmente para gente con pocos recursos e inmigrantes.

Lo primero que me encontré fue una inter-minable torre de hierro de altura tal, que mis ojos no acertaban a ver el final que se perdía en el cie-lo; jamás imaginé que podía haber unas vistas de la ciudad con esa perspectiva desde el mirador de su punto más alto. Me monté en un pequeño bar-co que navegaba por un río ancho que partía la ciudad y era vigilado por un sinfín de ornamen-tales puentes. Mi padre siempre me decía que un río da vida.

La escalinata era larga y empinada pero el esfuerzo merecía la pena, una impresionante iglesia y un bullicioso barrio artístico me espe-raban en lo alto. La ajetreada mañana me había abierto el apetito. Paseando por sus empedradas calles me encontré con uno de sus típicos cafés que llamó mi atención por su esmerada decora-ción y el aire intelectual que flotaba en el am-biente. A una larga barra de pan reciente añadí una enorme variedad de quesos, regados con un excelente vino. Saciada mi hambre y mi sed, de-bía de comenzar mi ración de cultura local, por lo que encaminé mis pasos hacia un majestuoso

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museo al que se accedía por una modernísima pirámide de vidrio y metal.

A la mañana siguiente me alejé un poco de la ciudad y visité un grandioso palacio rodeado de artísticas fuentes y maravillosos jardines. Ya por la tarde me dediqué a disfrutar de una ciudad que rezumaba literatura pura a través de los mu-ros de sus añejas librerías.

Me despedí con pena de los amigos, pero debía continuar mi viaje. Sentado en el vagón me sentía satisfecho, al fin había comenzado a escri-bir las primeras páginas de mi vida.

•••

El trayecto que tenía que realizar a continua-ción era más variado y un tercio más corto que el anterior. Tenía que hacer un tramo en tren, luego coger un barco para atravesar un canal y después tomar otro tren para llegar al centro de la ciu-dad.

Mi alojamiento consistía en un pequeño pero agradablemente limpio hotel situado en un barrio no muy alejado del centro neurálgico de la ciudad, también tenía el metro cerca y unos llamativos y altos autobuses de color rojo. Desde una cabina callejera del mismo color telefoneé por primera vez a mi casa. Hablé con mi madre y a través del auricular noté la preocupación en su voz por la ausencia de noticias mías, pero al mismo tiempo se alegraba de saber que yo me

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encontraba bien. Tras una breve pero costosa conversación me despedí de ella, no sin antes mandar un fuerte beso para todos los demás .

Paseando por la ciudad encontré una torre donde se guardaban una gran cantidad de joyas muy valiosas que pertenecían a los reyes del país y que se encontraban custodiadas permanente-mente por unos fortísimos guardianes vestidos con unos vistosos trajes rojos. Cerca de allí es-taba la sede del gobierno, con una altísima torre lateral que albergaba un enorme reloj que man-tenía puntualmente informados a los ciudadanos del transcurrir del día. Junto a ella, un imponen-te puente dejaba pasar por debajo un caudaloso río. En la abadía cercana estaban enterradas gran cantidad de personas de especial relevancia para la historia de la nación. Continué hasta el palacio que habitaban los reyes, donde en ese momento se celebraba un interesante acto que me quedé a contemplar; un ejército de guardias a pie y a ca-ballo, con sus uniformes de máxima gala, proce-dían a realizar el cambio de turno de las personas que velaban por la seguridad de sus moradores.

De nuevo las ganas de comer hicieron su aparición. Busqué entre la gran cantidad de bares típicos que había en las calles de la ciudad y me quedé en uno que por su decoración y antigüe-dad me llamó poderosamente la atención. Comí una reconfortante sopa de tomate y una carne asada, acompañadas por un insuperable vaso de excelente cerveza.

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Había una plaza, en la que confluían las calles más importantes, que desbordaba vida y alegría y donde el movimiento de personas y de tráfico era incesante. Una de sus calles desem-bocaba en otra grandísima plaza, en cuyo centro se alzaba una imponente columna coronada por una estatua erigida en honor de un famoso mili-tar de la marina real. En un lateral, una pequeña iglesia lanzaba notas musicales al aire y al lado, un máximo exponente de la cultura universal, un impresionante museo en cuyas salas se encon-traban representadas todas las artes de todas las épocas de cualquier parte del mundo.

No quería irme sin empaparme bien de la vida de la ciudad, por lo que al día siguiente aproveché para disfrutar de sus animadas calles, de sus variopintos personajes, de sus singulares transportes, de la tranquilidad de sus parques y, cómo no, de sus característicos mercados, donde era difícil no encontrar lo que se buscaba y era imprescindible confundirse entre sus innume-rables puestos, dejarse llevar por la habilidad de los vendedores ambulantes en el arte del rega-teo y ver la inigualable luz que proyectaban los tímidos rayos de sol de la mañana sobre el ado-quinado de la calle y sobre los ventanales de los comercios.

Tenía que deshacer el viaje realizado para volver de nuevo al continente y en ese trayecto tuve mi primer contratiempo. El mar se encon-traba ese día un poco encrespado y alteró mi

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cuerpo haciéndome pasar gran parte de la tra-vesía encerrado en el cuarto de baño. Ya en el tren mi estómago se asentó y me devolvió a la normalidad. No sería mi único problema ese día, el albergue donde debía alojarme se encontraba cerrado por obras y un papel, ya amarillento, me remitía a otro albergue situado en un pueblo cer-cano, por lo que necesitaba coger un autobús que salía del centro de la ciudad, motivo por el cual aproveché para visitar una gran plaza situada en la zona turística y una estatua muy curiosa y ori-ginal que representaba a un niño que no paraba nunca de mear.

El autobús me dejó en una oscura carretera cerca del pueblo. Ya había anochecido y no sabía bien dónde me encontraba, pero unas luces leja-nas me indicaban el camino a seguir.

La casa se hallaba en una céntrica calle del pueblo. Constaba de dos plantas, en la de arriba estaban las habitaciones de los huéspedes y en la de abajo vivía la familia que regentaba el alber-gue. Tenían dos hijos pequeños en edad escolar, el padre se encargaba del mantenimiento y la or-ganización y la madre de la cocina y la limpieza. Pusieron todo su empeño en hacer que mi estan-cia fuera lo más agradable posible, y lo lograron.

El pueblo era pequeño, con no muchos ha-bitantes. Tenía una iglesia pequeña, un bucólico parque, una calle principal donde se concentra-ban unos pocos comercios y un agradable bar donde, por la tarde, al finalizar la jornada de tra-

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bajo, se concentraban los lugareños para huir de la rutina laboral y comentar los acontecimientos del día.

Al principio mi presencia extrañaba a todos. En ese lugar no eran muy habituales las visitas de extranjeros, pero debido a mi disposición a integrarme, rápidamente me empezaron a tra-tar como a uno más, llegando a lamentar since-ramente el momento inminente de mi partida. La noche anterior a mi marcha, la señora cocinó sus mejores especialidades y después, en el bar, me agasajaron con una fiesta de despedida que se prolongó hasta altas horas de la noche. Con gran pena abandoné tan entrañable pueblo, pero debía continuar.

•••

Mi siguiente destino no estaba muy lejano, el viaje incluso se me hizo corto. Rápidamente noté el cambio, pasaba de la calidez de un peque-ño pueblo a la agitación de una ciudad, no muy grande, pero al fin y al cabo ciudad. En la esta-ción tomé un tranvía que me condujo, sin pér-dida de tiempo, hacia lo que sería mi alojamien-to en los próximos días. Era un pequeño hostal ubicado en un precioso edificio antiguo pero bien conservado. Lo dirigía un enjuto hombre de piel aceitunada originario de la India, con cara de po-cos amigos y modales que no destacaban por su cordialidad; obviamente él no era el mejor recla-

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mo para quedarme, pero la situación céntrica a la vez que tranquila y su ajustado precio hicieron inclinar la balanza de mi decisión. Tras la puer-ta de entrada se encontraba un pequeño hall que acogía un diminuto mostrador de madera que hacía las veces de recepción. Por una escalera se accedía a la planta de arriba, donde a cada lado de un corto pasillo había dos cuartos, en el lado derecho había una puerta con un letrero en va-rios idiomas que ponía hombres y enfrente otro letrero igual contenía la palabra mujeres. Más adelante, también en el lado derecho, otra es-tancia albergaba la habitación y, como si alguien tuviera miedo de que nos equivocáramos, en la puerta volvían a colgar la misma inscripción. En el dormitorio había mucha luz natural que en-traba a través de un amplio ventanal que daba a uno de los muchos parques de la ciudad. Las paredes estaban pintadas de un blanco impoluto y el reducido mobiliario consistía en unos arma-rios con cerradura, unas mesillas, dos hileras de cinco literas y una única lámpara central colga-da del techo que puntualmente se apagaba a las once de la noche, dado que esa era la hora límite de llegada al hostal y cuando se cerraba la puerta principal.

Una vez que hube dejado mi equipaje, me dispuse a conocer la ciudad. El tiempo no era el más ideal para pasear, todavía no era muy frío, pero sí estaba ya fresco y lluvioso, por este moti-vo dediqué el día a las actividades culturales que

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