Pablo Bello

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Una narración breve al pasar los años de un político surgido de la sierra, que vive en el pasado.

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  • PabloBelloRodrigoRamos

    Durante las primeras lluvias del verano, el calor se instalaba en las moradas del pas, avisando que los

    prximos das seran los ms calurosos del ao. Los campos ridos pedan a gritos sombra para sus

    resecas grietas, mientras los campesinos rogaban al cielo por las aguas que revivieran las ajadas cosechas

    y el cadavrico ganado. Los habitantes de la ciudad se guarecan a la sombra de sus hogares, evitando a

    toda costa poner un pie en las calles. Los perros callejeros bostezaban una y otra vez, asomando una

    lenguarosadaentresuscolmillos,sealdelsoporquepesabasobresutalante.

    En un camastro herrumbroso, casi sin color que sobreviviera a sus mejores aos, se repatingaba Pablo, un

    hombre longevo y de aspecto taciturno aficionado a mirar al infinito. Permaneca inmvil durante horas,

    abrazando su propia existencia entre pequeas inhalaciones de nicotina y volutas que el viento recoga en

    segundos. Fumar era lo nico que no cambiaba a travs de los aos, desde su juventud como guerrillero

    en la sierra hasta sus mejores das como dirigente del Partido, incluso cuando las reservas de tabaco

    escasearon en toda la regin. Las manos de aquel hombre jams daban tregua a su labor, mecnicamente

    acariciaban, una y otra vez, una enorme barba enraizada en sus pmulos por gruesos vellos negros que

    caanhastalabocadelestmago,comolohacelavegetacinenlaAmazonia.

    Una noche, como todas las dems, sumido en cavilaciones, los dedos de Pablo se accidentaron en el suave

    deslizar de las fibras, sustrayendolo de la sucesin de ficciones que slo su imaginacin conoca. Sus

    atavos se empaparon, pegndose a su cuerpo encorvado, hacindolo parecer an ms famlico de lo que

    en realidad era los ojos se desorbitaron, volvindose hacia la bveda craneal, mientras que su piel

  • adquiria un tono bermejo. Fuera de s, arremeti contra todo lo que hall a su paso, pateando y gimiendo

    como un animal enloquecido al tiempo que sus manos jalaban de sus cabellos. El ltimo resabio de razn

    lo lanz a apostarse ante su espejo, en bsqueda del traidor que sus dedos haban delatado. De su mejilla

    izquierda creca un vello un tanto distinto a todos los dems. A pesar que tena el mismo peso, la misma

    longitud y el mismo color, su punta estaba torcida, sealando al cielo con cierto desparpajo, como si se

    burlara de las buenas costumbres que todo pelo conserva entre sus fibras. El horror y la desesperacin se

    apoderaron del anciano. En esos momentos, como un chispazo, entendi que el razonamiento teolgico no

    proviene de fundamentos tericos, sino de la propia necesidad del hombre de trazar una lnea entre lo

    deseableyloreal,pudiendorevertirestaltima,conlamismafacilidadquelairrupcinensuvida.

    Al despuntar la maana, un empleado sali de la casa de Pablo como alma que lleva el diablo en busca del

    alcalde, del general, del sacerdote, de los intelectuales que se localizaban en la ciudad y de todos los

    peluqueros que estuvieran disponibles y que su discrecin fuera absoluta, cosa extremadamente rara en

    esas tierras. Los intelectuales formularon teoras, analizaron las implicaciones y los factores

    desestabilizantes para la economa, el desplome de iniciativas de ley en curso y, por supuesto, las

    afectaciones diplomticas. Llegaron a la conclusin que los vecinos del norte haban confabulado una

    suerte de artimaas para arruinar la magnfica barba que penda sobre el padre de la Revolucin. Sin

    esperar a que los intelectuales concluyeran, un general culp a los hermanos Castro, cuyos resentimientos,

    decan, no conocan lmites ni escatimaban en ingenio para arruinar las barbas de sus congneres. La voz

    del sacerdote tambin se hizo or, para l, la obra divina acabara por vencer y llevar al redil de los justos

    al descarriado, que por obra de la fuerza oscura, habase rebelado contra el benvolo hijo de Dios. El

    asunto estara cerrado en los siguientes das, o semanas, pero no meses Dios es el nico que comprende

    sus designios. Los ltimos en hablar fueron los peluqueros. Dudaron al principio de su argumento, se

    miraban entre ellos, como tratando de insuflarse valenta pues lo que tenan que decir no se poda tomar a

  • la ligera. Su posicin era desaparecer al insurrecto, o sea, al reaccionario, aislarlo como la rata que era y

    de un corte liquidar su existencia sin dejar vestigio de su paso por esa barba, un escarmiento a cualquier

    otro que deseara intentar tan perversa empresa. Era muy importante, dijeron, demostrar a los dems lo que

    suceda,predicarconelejemploenestoscasoseraloquemejorvenaacuento.

    El octogenario no pronunci ni una sola palabra. Con un movimiento de mano, pidi al concilibulo que

    abandonara la estancia. Salieron enfilados arrastrando los pesados pies, con las espaldas encorvadas y

    frotndose las manos sudorosas, esperando por largos minutos sin saber qu hacer. Ningn sonido

    provena del interior de la habitacin, ni siquiera los pasos que indicasen las intranquilidad del viejo. Un

    murmullo apenas perceptible, pero no por ello menos verdadero, irrumpi: el crujir de un rastrillo contra

    ellavamanos.

    Julio2014