Oviedo Jorge Luis La Turca

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Jorge Luis Oviedo La Turca Jorge Luis Oviedo L L a a T T u u r r c c a a

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Literatura latinoamericana

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  • Jorge Luis Oviedo La Turca

    Jorge Luis Oviedo

    LLaa TTuurrccaa

  • Jorge Luis Oviedo La Turca

    RELATO PRIMERO

    Jorge Luis Oviedo

    Editores Unidos, S. de R. L., 1988

    Primera Edicin: Marzo, 1988

    Diseo de Cartula: Jobnny Crcamo:

    Ilustracin: Fragmento de un Cuadro de Felipe Bur

    La Turca fue expulsada del pueblo la madrugada del sbado 19 de julio d 1975 acusada de perturbar el orden p- blico y corromper a los menores, por ms de trescientas mujeres histricas y un cura encolerizado, quienes la lleva- ron en andas hasta la salida del pueblo, ante el asombr de los hombres, la inde-cisin del alcalde y la incredulidad de los adolescentes, y la encaramaron en un camin maderero que alquilaron ah mismo, luego de amenazar al conductor y obligarlo a que la dejara en el pueblo o la ciudad ms lejana.

    Ella haba llegado catorce aos atrs, pocos das antes de la feria patro- nal, en la nica varonesa que haca el recorrido diario del pueblo a la ciudad. Como la mayora de la gente que asoma por esas fechas, se dedicaba a la venta de toda clase de mercaderas que al da

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    siguiente extendi en la plaza junto a los dems vendedores ambulantes: zapatillas de hule "nicas para soportar las incle- mencias del invierno", blusas floreadas de colores alegres "para que la seora luzca elegante cuando va a misa los do- mingos", sombreros empalmados "para que el seor luzca bien parecido y el sol no le pele la coronilla", botas de hule "altas y suaves, las mejores para cortar caf o ir al ordeadero", blmeres para seora "de tela importada y colores brillantes para que llame la atencin de su marido cuando l anda con el nimo decado", cobijas tamao familiar "don- de se acuestan dos y amanecen tres y todava queda espacio", platos irrompi- bles "los puede dejar caer de cualquier altura cuidando no irle a romper la ca- beza a algn cristiano", sombrillas a rayas "para que la seora vaya al partido", ca- misas vaqueras "para que luzca piquete- ro el caballero en la fiesta del sbado", brillantina sol de oro "para el joven ena- morado para que su princesa no lo vea despeinado", tijeras "para cualquier me- nester hogareo y para que corte lo que le d la santa gana", cuchillos de cocina "de esos que duran hasta que se acaban

    y que nunca se terminan", calcetines negros "para el caballero elegante y en cago de emergencia los puede usar para colar el caf"... Pero ella, poco conoce- dora del ambiente comercial y particular juego verbal que se gastaban los dems vendedores y ajena por completo a la mentalidad de la clientela local, obtuvo aquel da, probablemente, la ms grande insolacin y el ms fatal desmayo de su vida. Como a eso de las tres y media de la tarde el pueblo fue sacudido por un ligero temblor que hizo que dos santos de madera se derrumbaran en la iglesia y que un cuadro con la imagen de la vir- gen del Perpetuo Socorro cayera sobre las velas del ofertorio y un jarrn de cris- tal, recin comprado, se hiciera aicos bajo la indiferente mirada de la santa patrona del pueblo. Algunas de las beatas que se encontraban en el interior del templo haciendo sus rezos acostumbra- dos, pensaron que se trataba del Juicio Final, otras, que era una advertencia de Dios por el permiso que haba concedido el alcalde para que instalaran un juego de chivo y una lotera de figuritas detrs de la casa cural. El resto de la gente que a esa hora se encontraba curioseando en la

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    plaza, no sufri por problemas de inter- pretaciones asociativas, ya que la mayo- ra observ, no sin asombro y algunos hasta con espanto, cuando la Turca se acomodaba una enorme carga de chun- ches en la cabeza y como sucumban sin resistencia sus quinientas nueve libras de carne y grasa junto con su recio quintal de huesos, y naufragaba en tierra firme para provocar el primero y ms escanda- loso temblor registrado en la historia del pueblo. Su repentina e inesperada cada levanto tal cantidad de polvo y basura que al final estuvo a punto de morir asfi- xiada de no ser por la oportuna interven- cin de los curiosos que la rescataron en segundos de aquella montaa gris que amenazaba con convertirse en su tumba. Para hacerla volver a la realidad tuvieron que conectar una manguera que por es- pacio de 15 minutos le ba la nublada redondez de su rostro postizo; primero haban intentado despertarla con simples pailadas de agua, pero no lograron sino que medio moviera los prpados. Cuan- do, por fin, abri los ojos y recobr por completo el sentido, se encontraba em- pantanada en una lodasera que haca imposible cualquier intento de rescate.

    Al final, despus de mucho batallar, no consiguieron sino acentuar el pegadero que pareca el sitio para un criado de cerdos. Optaron, entonces, por amarrar- le dos sogas de cada pierna y sacarla de arrastras. Ocho hombres halando y seis empujando necesit la operacin. La peor parte se present entonces, debido a que la Turca, primero por la cada y despus por los denodados esfuerzos por salir a flote, haba terminado completa- mente agotada, as que, cuando trataron de ponerla en pie ms tardaron en soltar- la que aquella bola de grasa en doblarse con su propio peso. En el desesperado intento para que no fuera a provocar otro temblor de imprevisibles consecuen- cias y otro pagadero en plena calle, dos hombres estuvieron a punto de morir asfixiados al quedar atrapados bajo el cuerpo monumental, varios resultaron con magulladuras y dos fracturados: uno de un tobillo y el otro de un brazo y, casi todos, con algn golpe de conside- racin. Entonces, con la ayuda de ms curiosos que se sumaron a la faena la terminaron levantando en vilo, y as la condujeron hasta la pensin de doa Fabiana Padilla ubicada a unas ocho

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    cuadras de la plaza. En el trayecto se fueron sumando tantos y tantos curiosos que cuando llegaron a la pensin, des- pus de haber hecho ms de veinticinco obligadas estaciones, aquello se haba convertido en una de las ms nutridas y espontneas procesiones, comparable so- lo a la que caus el escndalo de su ex- pulsin catorce aos despus.

    No se sabe si por pena o por cansan- cio permaneci encerrada durante tres das. Fue hasta en la noche del sbado cuando apareci de nuevo, metida en un vestido rojo, de una tela entre suave y ju- guetona que se le pegaba como con ne- cedad al cuerpo, haciendo que sus grue- sos volmenes descollaran con mayor intensidad. Caminando con una soltura fcil y graciosa que no concordaba con su desproporcionada magnitud y seguida de una veintena de girros lleg al baile. La puerta de la entrada le qued chiqui- ta; hacia arriba le quedaba corta y hacia los lados le quedaba estrecha, porque ella meda ms de dos metros de altura, mientras que por el frente casi sobrepasa- ba la brazada de un hombre de estatura normal, y, de lado, resultaba peor toda- va, porque ms que un par de nalgas,

    descollaba a sus espaldas un par de ele- vaciones volcnicas que crecan inclina- das como querindose proyectar por en- cima del horizonte, por eso cuando sus senos, no menos voluminosos y altivos, asomaban por alguna esquina, haba que tener la plena seguridad de que su par- cito de nalgas vena una cuadra atrs; de modo que los porteros no tuvieron ms remedio que abrir la otra hoja de la puer- ta del mismo modo que lo hacan cuan- do entraban los carros.

    Una vez dentro de la fiesta se con- virti en el centro donde convergan to- das las miradas; sin embargo, tuvo que permanecer sentada ms de media hora, ocupando dos terceras partes de una ban- ca donde normalmente caben cmoda- mente seis personas, antes de que el pri- mer hombre la invitara a bailar. Lo que ms sorprendi, entonces, no fue su cuerpo de elefante feliz, sino la agilidad de sus movimientos y la forma particular de seguir el ritmo de aquel merengue y, sobre todo, la manera como mova su desproporcionado nalgatorio que le tem- blaba como gelatina a punto de derra- marse. Pero lo mejor ocurri cuando Chi- co Calandria que de tan flaco no haca

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    sombra, la sac a bailar un bolero. Y aunque l era echado para arriba, perdi- do en aquella inmensidad, se vea como una varita de bamb sofocada en medio de una corriente marina. A duras penas le ajustaban los brazos para agarrarla de los hombros, mientras que a ella le so- braban tanto que daba la impresin de estar bailando sola y con los brazos cru- zados.

    Al da siguiente reapareci en la plaza con parte de su mostrario, pues ms de la mitad haba sido desechada por causa de su naufragio en tierra firme. Su suerte, sin embargo, cambi tanto que antes del medioda logr vender toda la mercadera y a punto estuvo de que la quisieran comprar a ella. La venta, por desgracia, nicamente le permiti reponer en parte el capital invertido, asunto que al parecer influy para que le diera por quedarse en el pueblo ms tiempo del previsto. Al finalizar la feria alquil la casa sola de la viuda de don Ramn Padilla, la que no estaba habita- da desde haca ms de cinco aos. Cuan- do la turca se estableci, primero tuvo que contratar varios hombres para que realizaran una limpieza general. La casa

    ubicada al sur del pueblo, a unas siete cuadras de la plaza, tena un pequeo solar con jardn enmaraado al frente y unas cuantas matas de huerta en la parte trasera, un palo de naranjas agrias, otro de guayabas silvestres, un aguacate a punto de secarse y un enorme palo de mangos, al pie del cual se levantaba una montaa de basura. Muy cerca de all, por el costado Este, pasaba la quebrada la Cagona, llamada as porque a unos cien metros ms abajo le comenzaban a caer las aguas negras.

    Por fuera, la casa se vea como un solo cajn de paredes de bahareque, repelladas con barro y pintadas con cal, ya amarilla y descascarada. La parte frontal tena un corredor de tierra que se extenda a lo largo de la misma. Sobre el tejado se dejaba ver una pequea selva de liqenes, musgos y helchos que crecan a su antojo y que amenazaban con devo- rarlo entero. Y atrs de la casa, hacia uno de los costados, como a unos diez pasos del patio trasero, haba un horno poblado de araas y roedores y apenas visibles ba- jo el montarral que se levantaba a sus lados, y hacia el otro costado, diez me- tros ms all, apareca el bao y, casi

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    a la par, la letrina; ambos de adobe. El bao tena un desage que iba a dar a la Cagona. La letrina era un agujero profun- do y vertical con una plataforma de con- creto y una taza en el centro que se levantaba cerca de medio metro, sobre la cual yacan restos de madera podrida, tanto de la puerta como del improvisado techo que alguna vez debi tener.

    En menos de tres das todo fue in- corporado al mundo de las realidades prximas, y de aquella situacin de aban- dono no qued ms que el recuerdo. Del interior de la casa, ahora completamente blanqueada con lechada de cal y repara- do el tejado, sacaron un impresionante cargamento de telaraa con su no menos estimable cantidad de insectos que for- maban una especie de cementerio col- gante. Lo nico que no pudieron elimi- nar por ms que batallaran fue un zom- popero que tena su nido entre las ramas del mango y otro nido de hormigas colo- radas en una de las esquinas exteriores de la casa.

    Seis meses despus todo pareca in- dicar (y as lo fueron demostrando los aos) que la Turca se quedara a vivir de por vida en el pueblo. La muestra ms

    evidente de esa decisin (que tom por la manga de la sorpresa a los hombres, pero que desagrad por completo a las mujeres y alegr a los nios) fue la com- pra al contado de la casa de la viuda. Para entonces, los pueblerinos se haban acostumbrado a su presencia desconcer- tante. Su figura, sin embargo, daba mu- cho de qu hablar entre los turistas que aparecan de vez en cuando. Igualmente, su deambular gener muchas historias entre las mujeres; pero al final todo el mundo se acostumbr a ella y a los lige-' ros temblores que provocaban sus repen- tinas y espordicas cadas que se convir- tieron de pronto en parte del acontecer normal del pueblo. Con el paso de los aos los nicos asombrados eran los tu- ristas, en su mayora, ignorantes de las misteriosas causas de aquellas inespera- das sacudidas que levantaban inmensas olas de polvo que nublaban el sol y pro- vocaban la cada de los santos de la igle- sia.

    Fue por ese tiempo que inici sus correras por otros lugares. No hubo pue- blo y aldea de la regin que no supiera de sus angustiosas caminatas que aunque le agotaban el aliento le devolvan el

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    espritu, segn sola decir, cada vez que retomaba con un costal de matates va- cos. Le bastaba sentir el olor a plvora arrastrado por los vientos del norte o el olor de las fritangas de las ferias, para salir espantada cualquier madrugada y retornar, generalmente, una semana des- pus. Pero ni los infernales calores de los ms crudos veranos ni los inacabables ba- os de sol recibidos en sus largas camina- tas le hicieron perder una sola onza de su peso normal. Siempre gil y desen- vuelta la vieron tomarse poblaciones en- teras, acaparar las ventas de las plazas pblicas y regresar con el aliento repues- to a tomar aire como decan muchos, para emprender una nueva correra. Todo aquel espritu de aventura se vio colmado algunos aos despus, no precisamente por el agotamiento, por- que pareca que entre ms aos viva su fortaleza se haca mayor, sino debido a la pronta riqueza acumulada que le per- miti competir con los ms fuertes co- merciantes del lugar. Quiz por esa cir- cunstancia, muchos de ellos comenzaron a circular infinidad de historias sobre su conducta. Apareci vinculada a centena- res de personajes tan raros e inverosmi-

    les que no vieron ms realidad que la de las invenciones antojadizas de todos sus adversarios. Ella se defendi de aquella abalancha en su contra, aparentemente annima, con su propio proceder. No haba quien no supiera todos los porme- nores de su vida desde la tarde que aso- m al pueblo; sobre todo, por lo inevita- ble que resultaba ignorar su presencia. Incluso aquellos que hurgaron las arcas de su pasado ms reciente, no llegaron nunca a determinar con exactitud su procedencia. Muchas de las historias que se fueron tejiendo como inmensas redes invisibles eran tan distintas y enrevesadas entre s que nicamente evidenciaban la intencin de sus inventores. Todo, sin embargo, acab por perderse en los grises nubarrones del olvido; y, al final, se ter- min por imponer su agradable figura de ballena feliz, de vaca marina contenta, que resultaba por cualquier lado que se la viera, la muestra ms real y autntica de s misma.

    Siempre con rostro radiante, con la frescura de la brisa marina colgada de sus labios carnosos que afloraban a travs del brillo intenso prodigado por la mirada de sus enormes ojos claros que parecan

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    contrastar con la monumental proyec- cin de su cuerpo y las increbles propor- ciones de senos y nalgas, transitaba las calles despertando los ms variados y ori- ginales comentarios de los hombres apos- tados en las esquinas; de los cuales ella se enteraba, por boca de su manada de cipo- tes; que la convertan, por una especie de espontnea casualidad, en una blanca nie- ves tropical, ampliada al mximo y don- de ninguna bruja poda osar superar su gordura.

    Por meses tuvo que soportar los pasquines que amanecan pegados en las paredes de su casa o las cartas annimas que le tiraban por las rendijas de la ven- tana de su dormitorio. Pero ella que es- taba hecha de un carcter tan recio como su propia corpulencia, nunca tuvo el me- nor asomo de enojo, ni de desconsuelo contra nadie. Lo nico que result de todo aquello fue el aumento inesperado de su clientela local como por una espe- cie de recompensa natural. Por otra par- te, las damas catlicas y el padre Ansel- mo trataron de encarrilarla por el camino del Seor; sin embargo, ella respondi a los ruegos primero y a las amenazas despus, con la misma decisin y firme-

    za de siempre. Fue esa otra de las causas que actu en su contra y que sacaron a relucir las mujeres el da que la expulsa- ron; pues a pesar de llevar una vida muy discreta y reservada, las historias en su contra volvieron a resurgir aos despus debido a la relacin que mantuvo por al- gn tiempo con el sargento Timoteo Ro- drguez, De quien se deca, entre otras

    cosas, que haba sido el primero en nave- gar en aquellas turbulentas aguas, el pri- mero en amanecer anclado al margen de sus volcanes, gracias a que l era muy desarrollado en lo espiritual. Pero cuan- do l fue trasladado a otra regin, la Tur- ca volvi a quedar soltera. Entonces, has- ta los ms tmidos comenzaron a querer sacar partido de la situacin. Ella, sin embargo, se mantuvo firme ante tanta pretensin desaforada, ante tanto asedio desproporcionado, y opt para calmar sus instintos, por la seduccin de toda la cipotada que la rodeaba; por el nico compromiso de cargar sus bultos y hacer-

    le sus mandados. Eso ocurri casi un ao despus de

    que se marchara el sargento. La Turca andara, entonces, por los treinta y dos o treinta y tres aos.

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    Sucedi que una tarde descubri, mientras se baaba desnuda, a dos de sus ayudantes que la vean impvidos res- tregarse la oscura maraa que le creca entre las piernas. Aunque ella no acostumbraba alzar la vista mientras ha- ca aquellas prcticas lavatorias, esa vez sinti el irreprimible deseo de hacerlo. De pronto se enter de que todo haba sido como una premonicin casual, la cual sirvi para aplacar la efervescencia de sus ms recnditos instintos erticos. Por ello, lejos de sentirse sorprendida por el descubrimiento, su actitud fue casi de agradecimiento, al grado de ordenarles, a Pichingo y a Lancha, con la mayor dul- zura del mundo, que bajaran a restregar- le la espalda. Despus los hizo entrar a su cuarto de donde salieron con una cara de felicidad que les dur ms de quince das.

    Sorprendidos por el encanto solta- ron la lengua. Los primeros en enterarse fueron los dems cargadores de bultos, quienes se lo dijeron a sus compaeros de escuela y stos a sus amigos ms cer- canos y as se fue extendiendo la bola por toda la poblacin infantil. No hubo por ese tiempo un slo chign de doce aos ni menor de diecisiete que no hu-

    hiera navegado sobre el oleaje embrave- cido de la Turca. No haba noche sabati- na en que el mango se llenara y se arma- ra detrs de la ventana de su cuarto, por donde ella apareca sudada y comprensi- va cada cinco o diez minutos, una larga fila india.

    A partir de aquel descubrimiento, el recorrido nocturno para llegar a su casa dej de hacerse por la ruta normal. Aho- ra tenamos que cruzar ocho cercos de madera, una tapia de adobe, vadear la Cagona hasta caer al embaulado de don Jess Trejo, el cual atravesbamos sal- tando para evitar caer sobre la mansa corriente y la hediondez estacionada; para luego cruzar bajo el puente La De- mocracia, subir por la huerta de don Victorino Contreras, caer al solar de don Ch Ramrez, saltar un cerco de alam- bre de gallina que colindaba con Pruden- cio Lpez y cruzar por detrs de su casa con paso de venado arisco para que no nos sintieran los perros, para subir, al fin, el cerco de varillas de ocote que creca bajo el mango. El que asomaba sudado y agualotoso despus del largo pero necesario recorrido, preguntaba, sosteniendo el aliento, por el ltimo, pa-

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    ra poder saber su turno. De cualquier lugar del mango le llegaba la respuesta o, a veces, desde la propia ventana.

    La noche del sbado 19 de julio de 1975, de la que nadie recuerda el reguero de estrellas cargadas de una rara y tem- blorosa alegra infantil, ni la voz entre cansada y dormida que tena el cura a la hora del sermn de la misa de siete, ni los pormenores trgicos acaecidos durante la madrugada en el baile a la ho- ra que se efectu el escrutinio final de las candidatas a reina de la feria juliana, la Turca se qued aduciendo un extrao dolor de cabeza, cuyas causas se encon- traban diseminadas en el rbol de mango.

    Haca con aquel veinte sbados con- tinuos que la gente la extraaba a la en- trada de los bailes ordenando la venta de sus famosos tacos y sus insuperables en- chiladas que permitan a los bailadores mantenerse en movimiento toda la no- che. Ignorantes de los motivos de su au- sencia, los ms aficionados al baile ter- minaron por acostumbrarse a comer otra clase de golosinas. Aquella, noche, sin embargo, hasta los menos entusiastas esperaban contar con su presencia, pues, era la ltima fiesta bailable antes de la

    coronacin de la reina de la feria. Por eso, cuando dieron las nueve de la noche y ella no asomaba por ninguna parte con su tribu de enanos, dispusieron ir a ver que ocurra. Ella los recibi con una cara de elefante moribundo, apenas visible ba- jo un cerro de sbanas blancas y colchas floreadas que se haban ensartado muy a propsito para poder convencer a los necios de sus clientes, quienes convenci- dos por la demostracin partieron con la tristeza a cuestas a difundir la mala noticia; mientras ella, casi media hora ms tarde, comenzaba a bajar sus analg- sicos que yacan callados, fieles y ansio- sos detrs de la ventana y entre las ramas del rbol.

    Ramiro Varecuete, el hijo de Calix- to Rodrguez y doa Mera Martnez, la vieja ms agria y religiosa del pueblo, la ms rica y presumida; apareci con Pi- chingo y Tarinche como a eso de las diez y media de la noche. Pichingo lo haba sacado del baile con el cuento de que Varecuete tena ganas de orinar. Por lo menos eso fue lo que le dijeron a doa Mera, quien, seguramente, le dio permiso no porque hubiera credo la historia sino porque estaba pendiente del resultado

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    del escrutinio, donde participaba la her- mana de Varecuete (tan parecida a l que para no confundirlos, a ella nunca le permitan ponerse pantalones). Ramiro Varecuete era el nico que no haba dis- frutado de 'aquellas techumbres de la abundancia y el placer desenfrenado que deambulaban mansas durante el da, de- bido a la dura vigilancia de su mam. Por eso Varecuete no saba de fiestas bailables de ninguna clase, ni de baos en el ro con sus compaeros de escue- la, ni de las correras de caza y pesca organizadas por Teleo. Tampoco le per- mita jugar libre con nosotros, ni acostar- se despus de las siete de la noche, ex- cepto cuando haba misa del gallo en Semana Santa o Navidad. Varecuete, era por eso tan tmido que hasta sus propias compaeras de escuela lo hacan llorar cuanta vez se les antojaba. Varias veces lo haban encerrado en el aula de las ni- as de sexto grado tardes enteras asedea- do por ms de treinta adolescentes que se divertan a mares con su ingenuidad. Y de donde l sala con ms vergenza que un marido sorprendido, infraganti, en adulterio; fue por eso que al verlo aso- mar arriado por Pichingo a todo el mun-

    do se le trab la lengua y se le acab el habla por encanto. Algunos das despus supimos que tanto Lancha como Pichin- go lo haban amenazado con regar la bomba entre las nias de la escuela de que l era marica, lo que seguramente no hubiera causado ningn efecto en el rudimentario y agrio espritu de su ma- dre, pero que hubiera puesto como po- tro garan a su padre que tena ms mujeres que cerdas sus berracos. Por lo mismo, nadie protest cuando poco des- pus de la media noche la Turca asom en pelota con toda su bestialidad al aire, envuelta nicamente en un bao ardien- te y pegajoso de sudor acumulado que le surga como fuentecilla de las entraas junto a un largo y silencioso vaho que ola como a una esquina de su aliento, para decirnos que se senta mareada, de- bido a lo cual solamente recibira a uno ms de nosotros esa madrugada. Nos pro- meti, al resto cerca de quince, me pa- rece que nos recibira el siguiente sbado de primeros.

    Y antes que Tancredo, a quien le corresponda el turno por orden de lle- gada, saltara desde el rbol de mango, Pi- chingo le grit a Varecuete mientras em-

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    pujaba su alargada y escurrida presencia: Tu turno, pendejo. La Turca que tampo- co se haba enterado de su presencia no vacil en hacerlo entrar por el ojo sin fon- do de la ventana y llevrselo hasta su le- cho. Y fue tanto el apuro y todava mayor la incredulidad que dej la venta- na sin el pasador. Por eso cuando escu- chamos sus conocidos quejidos de pa- sin sostenida que le surgan despus de unos cinco o seis minutos de balanceo acelerado, imaginamos a Varecuete zozobrando como una tmida barqui- chuela en medio de una tempestad y sin pensarlo, impulsados por la curiosidad nos colamos casi de dos en dos por el agujero de la ventana, junto con el fro de la madrugada y la oscuridad de la no- che. Casi un minuto despus, agasapados por el temor de ser descubiertos, obser- vando el pulso nervioso de la llama de una lmpara de gas que haba en la sala, escuchamos el primer resoplido; grave, sonoro e inesperado. Tancredo estuvo a punto de soltar una carcajada, pero al ver la cara de asombro que pusimos los de- mas se calm. Entonces se escuch el segundo bocinazo, ms grave, sonoro y prolongado que el primero. La llama del

    quinqu parpade casi con delirio y una ola de aire recalentado invadi la sala y se escap nerviosa por la ventana; al ins- tante, como un intervalo de segundos recortados, escuchamos el otro y luego un concierto con variaciones en Re mayor o ms bien por la Re... verga como dijo Lancha varios das despus, por decir algo, pues nosotros de variaciones musi- cales no sabamos ni jota. Como tampo- co sabamos ni jota de lo que estaba ocu- rriendo en el cuarto de la Turca, pero lo supimos momentos despus, ya que sin darnos cuenta nos fuimos a parar a su le- cho en busca del origen de aquellos sono- ros resoplidos que recalentaban el inte- rior de la casa y hacan parpadear la llama del quinqu y aletear las cortinas y los papeles sueltos. All estaba ella echada de espaldas, larga y frondosa, ba- ada por Un reguero de sombras y dejan- do escapar aquellos sonoros resoplidos que alarmaran a toda la poblacin y que a nosotros nos mantuvieron incrdulos y con toda la bocota abierta viendo a Vare- cuete elevarse flojo y frgil como un co- meta arrastrado por esas corrientes de aire que se forman en las tardes soleadas de primavera, y descender con un vuelo

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    sostenido a aquella mina de placer, a aquel crter de pasin cada vez que la fuerza del aire descenda. Y entonces l caa nuevamente sobre la oscura en- trada, pero casi al instante era suspen- dido a mayor altura por un nuevo y violento resoplido que resultaba ms fuerte y prolongado que el anterior. Varecuete pareca a ratos uno de esos ngeles desorientados de los cuentos de mi abuelo. As lo vimos flotando en la incertidumbre de aquella alocada cabal- gata que lo haca verse ms largo y flaco y descubrimos, sin quererlo, algo que na- die haba imaginado, ni adivinado en las palabras de la Turca cundo al poco rato de haber entrado la escuchamos de- cir con una voz de asombro y esperanza, entre fascinada y acesante, tratando in- cluso de sostener ese aliento de ballena herida que exhalaba cuando se emocio- naba a mares: "Qu hermosura! Qu hermosura, por Dios Santo!" y lo vimos luchar desesperado tratando de no sol- tarse del nico lugar que, en su sorpre- sivo lanzamiento hacia el espacio, tuvo lugar de asirse: la cima oscura de aquel par de tiernos volcanes donde nos haba- mos prendido muchas veces como de

    mamaderas invernales, en su ltimo re- curso por evitar esa cada que asomaba inevitable y de fatales consecuencias en sus negros ojos de rana asustada, y contemplamos arrobados, por el encan- tamiento, los manoteos intiles de la Turca por hacerlo volver a su crter en plena erupcin; mientras en su jadeo de insaciables proporciones no cesaba de repetir entre balbuceantes y tiernos susurros: "Qu hermosura, Dios Mo, qu hermosura!", y sin darnos cuenta de lo que hacamos rodeamos sus cuatro colchones; no recuerdo si para evitarle cualquier golpe severo a Varecuete en caso de fallar el apasionado equilibrio que los mantena unidos, o para seguir- lo viendo, bajo una sombra de incredu- lidad, elevarse a la altura del techo, mien- tras los resoplidos de la Turca se volvan ms intensos y sonoros que ni siquiera nos dimos cuenta del momento en que el pueblo entero se haba arremolinado frente a la casa ni cuando los soldados echaron abajo la puerta de la sala para averiguar el misterioso origen de aquellas ardientes sonoridades impregnadas de un olor como de aliento arrinconado detrs de las cortinas de bao y que muchos

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    atribuan a un nuevo instrumento de viento de la banda que todos los aos alegraba la feria patronal. Fue hasta que los soldados saltaron sobre nuestra fasci- nada incredulidad y arrancaron a tirones el largo cuerpo de Varecuete que descu- brimos esa otra inmensa realidad que se extendi bajo una aureola de asombro ms all del jardn de enfrente; sin em- bargo, yo todava tuve tiempo de mirar a la Turca echarse un rollo de sbanas so- bre su mina de placer y proseguir su ja- deo y dejar escapar .un ltimo resoplido; tan fuerte y prolongado que, los solda- dos, Tancredo, Pichingo y yo, salimos por la boca de la otra ventana junto con varios pedazos de madera rota, cuatro sbanas floreadas, dos cortinas azules, una carpeta cuadriculada, dos escobas de suyate y todo el polvo y la hojarasca acumulado frente a la casa durante los ltimos dos das.

    Unos diez minutos despus ces el jadeo, sustituido por una larga cadena de suspiros. Luego se qued quieta, quie- ta y aletargada como una ballena ancla- da en tierra firme a la hora de la siesta. Ajena por completo al escndalo de las damas catlicas y a la liga de mujeres

    protestantes, ajena a risera de los hom- bres, al asombro e indecisin del alcalde y a la clera del cura. Ajena, en fin, a la orden de expulsin decidida por todas las mujeres y el sacerdote, tan ajena que en el rostro, al irse quedando dormida, se le form una sonrisa de infinita satis- faccin.

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    RELATO SEGUNDO

    All estaba, frondosa y vasta como siempre, con esa expresin del elefante feliz que se le volvi casi natural desde su deportacin de San Juan del Sur, por, sa, su abnegada costumbre de com- placer el desenfrenado instinto de los ado- lescentes. All estaba a ms de diez aos de distancia de aquella recordada madru- gada que no logr acabar con su indoma- ble espritu, once aos ms vieja; pero sin una sola arruga en el rostro, con la misma carnosidad en sus labios y con treintaiocho libras catorce onzas ms de peso; y no estaba ms gorda porque ya su piel no soportaba estirarse ni un po- quito ms, segn el decir de las seoras entendidas en estos asuntos.

    Nosotros los talangueos tambin nos terminamos acostumbrando a sus frecuentes desmayos y cadas, a esos inesperados temblores que hacan que el

    polvo petrificado desde los tiempos la colonia, espaola, cobrara vida nueva- mente y se elevara como sonmbulo en su sequedad de siglos; y que las cosas mal puestas se hicieran aicos en el suelo y que las tejas de las casas se dejaran venir sin previo aviso sobre la cabeza de la gente y que las viviendas de adobe, mal construidas, se desplomaran de al tiro con el primer sacudn; y a lo nico que nadie pudo acostumbrarse fue a cargarla en vilo hasta su residencia mientras vol- va en s.

    Ms comprensivo nuestro alcalde, sobre todo porque despus de tres aos de denodada lucha ella logr que sus bienes confiscados le fueran devueltos, con un remanente producto de los inte- reses, hizo comprar una gra que serva, casi exclusivamente para transportarla cuando le ocurran sus consabidos des- mayos.

    Ahora, sin embargo, nos haba tocado cargarla ms de ocho cuadras sin descanso, en un improvisado camas- tro, hecho con tablas encontradas al paso, y la acostamos, en primera instan- cia, sobre una de las mesas del billar, por- que la bendita gra se hallaba prestando

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    servicio en las afueras del pueblo, y no lleg sino dos horas despus del inciden- te. Siempre nos sirvi, porque ella a esa hora, an continuaba aletargada. Y era la primera ocasin que un desmayo se le prolongaba tanto. En1 las oportunidades anteriores no haba nunca sobrepasado los quince minutos; y, solamente en una ocasin, pas del desmayo al sueo. Lo sabamos por su particularsima forma de roncar. Hace ms escndalo que una ballena herida en alta mar, opin en cier- ta oportunidad un marino italiano que quin sabe cmo judas vino a parar a este pueblo tan distante de las costas del Mar Caribe, y se pas dos meses tratando de conseguirse una mujer hogarea, pues, segn contaba le haban dicho que en este lugar del pas se daban en abundan- cia; y se hosped en el mejor sitio que para tales asuntos ha existido, en todos los tiempos, en este pueblo hediondo a cacaseca y sudor de muladar: el Gran Hotel Talanga, ms conocido por el ve- cindario como la Pjara Pinta (uno de los tantos apodos que recibi la Turca desde el da de su llegada), este elegan- te edificio que cuenta con piscina, bar, restaurante, billar y un espacioso saln

    de baile, con escenario para espectculos nocturnos (;y que buenos espectculos!); adems de sus espaciosos y acogedores cuartos, construidos con maderas de pri- mersima calidad. . . y todava hay ms, si seor, una terraza de encanto, una terraza de ensueo desde donde usted, seor a seora, amable caballero que por primera vez nos visita, puede disfru- tar del agradable sol matutino o contem- plar el sol hundindose en la cresta de los cerros como una moneda de oro en una lejana alcanca, y loca la tarde con sus originales colores del trpico, morir, ajena a todo, con el da; deca, entre

    otras cosas uno de los anuncios del hotel. Casi formando parte de la misma terraza, so encontraba la recmara de la Turca que nadie supo nunca entender por qu se la haban hecho tan arriba, si lo que menos le convena era estar subiendo gradas. Pero lo que si se entendi desde

    el primer da es que el tal hotel, de lo que menos tena era de hotel. Pues desde la primera noche funcion como una dis- creta casa de cita, tan discreta que el dipu- tado Pablito Iras, viene de cuando en cuando, con alguna de sus amigas a pasarse los fines de semana, tan discreta

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    s, que la noche cuando muri Rodimiro, un cura de la capital, que viajaba hasta ac a hacer sus necesidades terrenales y nada vegetarianas o non sanctas, como dijo Constantino Sauceda el sacristn, fue sacado sin causar ningn escndalo entre la poblacin y colocado en uno de! los confesionarios de la iglesia, con el, consentimiento del cura Santos dado a regaadientes, donde fue hallado tieso y ms fro que la conciencia del papa, a la maana siguiente. Sin embargo, y muy a pesar de todo lo que se diga y pueda sostener en su contra, aqu en Talanga le; tenemos bastante aprecio y admiracin a la Gordita o, mejor dicho, a la Sieteculos como dimos en llamarla los ms jvenes en el mismo instante en que apareci aquel medioda, por la calle principal, contoneando, como un ganso, su pro- nunciado nalgatorio y acaparando, desde luego, como en todas partes, la atencin de los transentes que se detenan a mi- rarla, algunos de los cuales tuvimos la indiscrecin de seguirla hasta la plaza central; por eso cuando ella se acomod para agarrar aire, en una de las banquetas del parque, que media hora ms tarde se hundira sin prisa hasta el nivel del asien-

    to, aquello pareca un desfile de casorio o de bautismo o entierro de rico; faltaba nicamente la banda del pueblo ameni- zando el improvisado cortejo.

    Como la noticia de su expulsin ha- ba aparecido en la primera plana de to- dos los diarios del pas, al principio, la pobre gorda fue vista con recelo por la mayora de los adultos; y como nadie saba cuales eran las intenciones, el alcal- de, ha pedido del cura Santos y de algu- nas otras gentes que siempre se hacen or en todo tipo de circunstancias, deci- di formar una comisin para inquirla. Al da siguiente, tanto el alcalde, a travs de un bando que el pregonero oficial ley de esquina en esquina, anuncin- dose previamente con un tambor hecho con cuero de vaca por uno de los tala- barteros del pueblo y al que haca sonar con unos bolillos de marimba que de- ban conseguirse prestados de emergen- cia para cada ocasin; y el cura, durante el sermn y ai final de la misa, informa- ron a la ciudadana que la Turca se que- dara a vivir en el pueblo bajo la condi- cin jurada ante testigos, de no seducir ninguno de nuestros indefensos e inocen- tes jvenes y de cumplir con los precep-

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    tos del catecismo cristiano de la iglesia catlica, apostlica, romana y talanguea.

    Tres semanas despus el propio alcalde le nombrara un abogado para que efectuara los trmites necesarios pa- ra la recuperacin de sus bienes abando- nados en San Juan del Sur. Das ms tarde se supo que todas sus pertenencias haban sido confiscadas por el gobierno municipal, con cuyos fondos pensaban realizar un oscuro negocio, se dijo.

    Como se sabe muy bien, tres aos dur el pleito, en el cual intervinieron, primero, el diputado Pablito Iras y, posteriormente, el presidente de la Re- pblica, quien recomend a la Corte Suprema de Justicia, en una nota, que se tratara de favorecer a la afectada; y el presidente de la Corte, en otra nota, recomend al respectivo juez a qu ritmo deba bailar el zon. Este ltimo, como en muchas ocasiones anteriores, ni corto ni perezoso (dicen por ah) emiti el veredicto, en el cual se obligaba a la cor- poracin municipal de San Juan del Sur, a devolver, en efectivo, el valor total de los bienes confiscados, ms el equivalen- te a un 22o/o de intereses, sobre el mon- to total de la deuda; y computables mes

    a mes a partir del da de su violenta y mal intencionada expulsin, conclua el fallo. Y como la municipalidad de San Juan adujera que se encontraba en un lamentable estado econmico, el presidente de la Repblica, de su partida confidencial, retribuy, con creces, segn algunos, a la Cordita.

    Como era de esperar la Turca no cumpli con el compromiso dado bajo juramento ante la comisin inquisito- rial, por una razn muy sencilla: conta- ba con el apoyo de las autoridades loca- les y las del gobierno central. Sin em- bargo, su aficin por los adolescentes se vio considerablemente mermada, cuando despus de buscar, con la delica- deza, de buenos catadores de sementa- les equinos, entre ms de setecientos muchachos de Talanga y Cantarranas que tenan la costumbre de baarse desnudos en los ros de los alrededores, mientras apostaban, lo primero que se les vena a la cabeza, a quien tena la cosa ms grande, para lo cual usaban, no un me- tro, sino un camo; o a quin se est ms tiempo con la purrunga parada o a quin de todos termina primero o a quin aguanta ms peso en la cosa, para

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    lo cual se colocaban una toalla o dos o tres, segn fuese necesario; lleg a la anodada y deprimente conclusin de que jams en la vida encontrara otro dignsimo ejemplar del alcance y las dimensiones de Ramiro Varecuete; hasta ese momento, el nico ser humano en toda la galaxia y alrededores que me ha hecho delirar de gozo como Dios manda, jodido, la escucharon decir sollozando, en una oportunidad.

    Con la orden de buscar hasta encon- trar, un hombre bien dotado, un favore- cido por la naturaleza, recorrieron el pas, pueblo por pueblo, ciudad por ciu- dad, aldea por aldea, barrio por barrio, casa por casa, bao por bao, cama por cama, rincn por rincn, bragueta por bragueta, tres eunucos del trpico, con la firme determinacin de consegurselo a como diera lugar. En el sur del pas se tropezaron con uno, famoso porque haba desgraciado de por vida a ms de quince prostitutas callejeras, y cuya espa- da meda, segn el decir de un par de en- fermeras curiosas que haban tenido la oportunidad de tratarle una gonorrea, treintaicinco centmetros exactos. Pero quiso la mala fortuna que nada pudiera

    hacerse en favor de la Turca, pues, el agraciado varn, estaba comprometido hasta el fin de sus das, con tres damitas de alta frondosidad, quienes, al parecer, le resarcan bastante bien sus condescen- dencias erticas. En una montaa olan- chana, en lo ms espeso de la selva, en- contraron un nativo de un metro con cincuenta y dos centmetros y medio de estatura que tena un fusil lanza graz- nadas de catorce pulgadas de largo y de un grosor de alentadoras proporciones. Pero igualmente fue descartado, sin mu- chos enredos, porque solamente le gusta- ba hacer travesuras de esa ndole, con animales salvajes. En el oriente del pas y despus de buscar con mucho cuidado y paciencia, entre miles de soldados contras y dems mercenarios y asesores norteamericanos, encontraron un subjefe contra que fue descartado ipso facto (como dicen los abogados) porque se hallaba contaminado por la flor de Vietnn. Dieron all mismo con un Sar- gento Norteamericano, apodado Rambo y excombatiente de Viet-Nam, quien ade- ms sostena haber participado en la invasin de Grenada. Era un tipo corpu- lento de casi dos metros de altura, con

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    pecas por todas partes, motivo por el cual algunos de los soldados contras, en secreto, lo llamaban "mnimo maduro". Cuando se enter del propsito de los emisarios de la Turca, se mostr muy interesado, pues los honorarios que ofre- can por el placentero trabajo, no slo eran superiores a su sueldo sino que tena la posibilidad de pasarse la vida, complaciendo los apetitos sexuales de una gorda glotona y simptica, en vez de estar asesorando unos soldados sin por- venir ni espritu de lucha que no hacan ms que armar escndalos y los entre la; poblacin campesina de un lado y otro de la frontera. Los eunucos, sin embarg- le cortaron sus aspiraciones en seco; por-j que no les convena para nada ir a soca- var la buena reputacin de la Turca, con la fama de energmeno que tena el tipo. Pues, con cierta frecuencia le daban unas crisis nerviosas que lo volvan dema- siado agresivo. i

    En la costa norte, recorrieron los muelles, las playas, los barcos con bande- ra extranjera, los barcos cargueros del puerto, los barcos pesqueros, las goletas los cayucos; y ms tarde los morenales y los campos bananeros y, cuando ya no

    les qued sitio alguno por buscar en tierra firme, contrataron una cuadrilla de nadadores, quienes buscaron da y noche durante una semana completa, tratando de encontrar, por lo menos un nufrago o algn sireno casual, explica- ron a los curiosos, presos del descon- suelo, en ms de una ocasin.

    Sin embargo, veinticinco semanas despus, ya cuando haban perdido no solo la esperanza la calma, sino que el pelo y como si no bastara con eso, ha- ban comenzado a padecer toda clase de enfermedades raras en manos y brazos; no se sabe bajo qu acuerdos, la comisin de seleccin, contrat en Comayagua, (la otrora capital del pas y capital de provincia durante la co- lonia espaola y actualmente sede de una base norteamericana) un marine de un metro noventa y ocho centmetros de estatura y de una envidiable corpu- lencia de boxeador de peso completo, como dijeron algunos, o de gladiador romano, como dijeron otros; escogido entre ms de siete mil soldados gringos. Jack, como deca llamarse el marine, pesaba 106 kilos y era originario de Dakota del Sur. Se supo que haba parti-

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    cipado un ao atrs en la invasin de Grenada, a raz de lo cual se le confiri el grado de cabo. Era un tipo inexpresivo, de un blanco poco frecuente, llamaba la atencin en l un nudito de pecas en la frente y otro en el mentn. Tena est- tica y breve la mirada, las cejas, de un anaranjado encendido, le raleaban en medio y los ojos, extremadamente chiquitos, eran redondos, como mables, y de color azul de cielo nublado. A pesar de su elevacin y su corpulencia, no irra- diaba temor, sino una sensacin muy rara de encontrarse uno ante un buey desesperadamente manso.

    Un sbado lograron llevarlo hasta. Talanga, casi clandestinamente con la promesa de hacerlo retornar al da si- guiente, bajo estrictas medidas de dis- crecin. El nico temor del que no pu- dieron librarse, porque no haba cmo,; fue de la posibilidad, nada remota, de que el marine fuera un portador del virus del Sida, pero prefirieron correr el riesgo, pues era preferible que la Seor muriera del gusto y no de amargura y desconsuelo en la vejez por no conseguir como todo el mundo lo hace. Por eso

    cuando los vio llegar se puso que no caba en s misma. Tan feliz estaba que como a eso de las siete de la noche dej el negocio en manos de sus sirvientes, a quienes les dio las instrucciones a la ca- rrera, mientras ordenaba a gritos y sin ocultar para nada la dicha y el desasosie- go que le subieran el marineto a su rec- mara El paraso.

    Media hora despus, entre el mur- mullo de su clientela ms indiscreta y las sonrisas cmplices de los jugadores de billar, alcanz el tercer piso, subien- do a pasitos cortos y haciendo estaciones cada cinco peldaos, para que no se le fuera a estallar el corazn por el esfuer- zo y la ansiedad.

    Su despistado amante casual se en- contraba en calzoncillos, viendo en la televisin nacional un programa de m- sica en ingls, cuando ella apareci su- mergida en una bata transparente e irra- diando un perfume de noble presencia y especial para obesos, como se lea en la etiqueta, y ardiendo en deseo. Un deseo que le herva en el cuerpo como un encendido oleaje interior. Desde la puerta observ, impaciente, el reguero de pecas esparcido como estrellas o ms

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    bien como agujeros negros, en la espalda de mrmol blanquiamarillento de aquel hermoso marine. Si as es la retaguardia como no ser el frente de combate, se dijo, en el preciso instante en que se lan- z al ataque. El desprevenido marine no tuvo ms remedio que abandonarse y su- cumbir sin resistencia (como un viga sorprendido por dormiln) bajo el tor- bellino de pasin, derramado a borbo- tones con la fuerza de una tromba ma- rina, por aquella ballena de tierra firme que lo condujo en brazos, resollando como una tempestad, hasta su enorme cama, de tres metros por lado, equipada con un sistema de amortiguacin, idea- do por un ingeniero mecnico, especia- lista en hidrulica.

    Como a eso de las diez de la noche (cuentan las gentes del barrio) ocurri la desgracia, si es que se le puede llamar desgracia. La Turca en su urgencia por obtener de aquel frondoso marine, un inesperado goce de impredecibles propor- ciones (que le hiciera temblar la carne y el espritu con el desenfreno y el estruendo que solamente haba logrado con Ramiro Varecuete, aquella madru- gada, viva y fresca en su memoria y re-

    cordada como el momento ms feliz de gu vida, a pesar de la humillacin y el escndalo armado por las beatas y el cura de San Andrs); no repar en nin- gn momento en las diminutas porpor- ciones de esa guila que ella supona inmensa y agresiva; capaz de hurgarle lo ms hondo de sus desesperados y hu- meantes callejones de la dicha y el retozo, como un ejrcito imperial. Desafortuna- damente, como lo expresara semanas ms tarde, ya recuperada un poco del susto, el pobre marine se haba ido en vicio. Estaba peor que esas matas de maz que crecen increblemente pero, contrario a lo que se espera de ellas, pro- ducen unas mazorquitas tan, pero tan chiquititas que no dan ni lstima. Fue por esa razn que casi dos horas des- pus de haberse enfrascado en una bata- lla sin tregua, el cabo norteamericano, convencido ya de que, su yatagn de corto alcance, no podra encontrar la entrada de aquel montculo, cada vez ms difcil de escalar, debido a las lon- jas que se derramaban como enormes aludes de las montaas del norte de su pas, ms el sudor, que con cada nuevo oleaje se volva ms intenso y pegajoso,

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    ms su desesperacin de combatiente poco experto en estas lides tropicales de ardor y desenfreno, ms el agota- miento en que haba cado de tanto impulsar aquellas faldas de grasa en ebullicin ertica, por lo menos, hasta la altura del ombligo para despejar la entrada de la callejuela de dbil y difcil angostura, ms la excitacin creciente de su desplumada e inexperta aguilita, al roce con los muslos de su ballena jadeante y nufraga en aquel mar de vapores, gemidos, resuellos y sbanas, en un acto de desesperacin suprema, como quien hace un ltimo llamado de auxilio, logr , decir en un espaol enrarecido que de todas maneras la Turca tradujo para s: "trate un pedo aunque sea, para orientarme, gordita". Y ella que se encontraba a punto de estallar con la furia de una caldera in- fernal, hall la ocasin propicia de que por fin este marine de mierda que solo es la pinta, encuentre el modo de com- placerme, jodido. . . y se lo tir. Pero lo solt tan fuerte que el cabito norte- americano salj disparado por la ventana con una violencia tal como si lo hubiera alcanzado un bazucazo igual al que se

    despachara a Tacho Somoza aos atrs. En el trayecto dio contra una araa de cristal, pendiente del techo de la rec- mara, la que despus de tambalearse como una bailarina aerodinmica que ha perdido el equilibrio, se desgaj entera sobre el piso donde qued pulverizada, produciendo una dbil nubecilla de polvo que se entremezcl con el aire recalentado y el sudor humeante de la malograda pareja.

    Para fortuna de la Turca, de sus amigos y del pueblo, el cabo cay en la piscina del hotel, de donde lo sacaron entre varios hombres ayudndose con un lazo; despus se apresuraron a decir que se trataba de un ladrn sorprendido mientras procuraba introducirse en la re- cmara de la Seo. Esa misma noche, en medio de la sorpresa y la incertidumbre de todos los testigos casuales, el cuerpo sin vida del marine fue conducido a San Pedro Sula, donde lo encontraron muerto, (despus de una bsqueda in- tensa y desesperada) tres das ms tarde en las caeras de Villa Nueva, completa- mente inflamado, apestoso y con los ojos desprendidos por los zopilotes, con un agujero en la nuca, una fractura en la

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    espalda (que el forense sostuvo que haba sido hecha con un bate de base hall) y una estaca en el aniversario. El Ejrcito y el Gobierno hondureos ante las protestas aireadas del embajador nor- teamericano y del jefe de la base de Pal- merola, Comayagua, decretaron tres das de duelo, dolor y angustia y prometieron hacer una investigacin exhaustiva hasta dar con el paradero de los hechores de tan abominable asesinato, perpetuado en contra de un ilustre ciudadano de un pas amigo y aliado de nuestra nacin y defensor de nuestra soberana, tal lo expresado en un comunicado de prensa. Los diarios nacionales, por su parte, a grandes titulares exigan para los hecho- res de tan detestable fechora, aplicarles todo el peso de la ley, o, de ser posible, comentaron algunos, el sobrepeso de la ley como es corriente en estos casos. Fue en un hospital de la Ceiba, ciu- dad natal del poeta Nelson Merren donde encontraron, por fin, al hombre mejor dotado de todo el pas y se sospecha que del universo entero. Se trataba de un fla- co que se elevaba dos metros con nueve centmetros sobre el nivel del mar, apo- dado Zacatn y de oficio laboratorista.

    Su nombre completo era Remberto Santos Castro, motivo por el cual lo apodaban tambin, Resaca. De lejos tena el desolado aspecto de un nufrago errante que ha perdido la gracia del mar o acaso el de un desertor arrepentido. De cerca, incluso, causaba la deplorable impresin de encontrarse uno frente a un refugiado de guerra. Sin embargo, l, ase- guraba, con un aire de mentiroso empeder- nido, tener veintitrs aos y no cuarenta como lo delataban sus arrugas de la fren- te, sus ojeras de nufrago, sus decenas de hoyuelos, recuerdo de los barros y espinillas de la adolescencia, que le po- blaban el rostro, y las incontables canas, no solo de su rala cabellera de cura hecho a la antigua, sino las de su bigote oriental y su barba de cabro viejo. Sos- tena, adems, ser oriundo de Olanchito y haberse creado en la Piera, donde entabl amistad con el poeta obrero como lo llamaban los del sindicato de la Standard a Jos Adn Castelar, quien se ganaba la vida, no escribiendo como sera dable pensar, sino poniendo inyec- ciones y atendiendo partos de emergen- cia como un enfermero cualquiera. Por otra parte, Zacatn tena un aire, lejano

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    pero cierto, de estar siempre cansado (era algo as como una especie de agota- miento marino, el cual se le fue quitan- do con el tiempo. Parece que los vientos y las condiciones del interior le culminaran cayendo bien a su cuerpo enclenque y a su tmido espritu, el cual contrastaba con el de las gentes de la zona de don- de era originario), la mirada dormi- da, los ojos redondos y enormes, como de rana de invierno, y la vista corta; aun- que el resto de los miembros y rganos de su cuerpo, eran todos de largo alcan- ce, especialmente, su desplumado paja- rraco de juegos prohibidos, cuyas medi- das, oscilaban entre cuarenta y nueve y cincuenta y tres centmetros, dependien- do de la hora, la poca del ao (si era invierno o primavera mejor), el nivel de la excitacin y la cantidad de sangre acu- mulada a la hora del placer en el lugar de los hechos, para mantener la fiera en acoso.

    A los eunucos no se les ocurri otra cosa que ponerle El Angelote, porque despus de media hora de deliberacin llegaron a la sabia conclusin de que Za- catn tena un aspecto de desastre anun- ciado, de abandono, como el de un rey-

    cute, sin mando. Sin embargo, y despus de pensarlo muy poco, decidieron llevr- selo a su desconsolada e insatisfecha patrona.

    Guando la Turca los vio llegar nue- ve semanas despus del incidente del marine, cuya muerte haba desencadena- do una ola de represin contra los sindi- catos acusados de pertenecer a la izquier- da y obedecer consignas del comunismo internacional, ella no slo haba perdido las esperanzas de que le encontraran, aunque fuera mandado a hacer, un digno ejemplar para sus requerimientos, sino que al verlos asomar con el Angelote, quien se sostena de los hombros de sus emisarios, se sinti morir porque un tor- bellino de decepcin se le apeloton en el pecho, junto a un alud de desaliento y a una especie de desgarradura interior, provocada por el lejano recuerdo de Varecuete zozobrando sobre sus turbu- lentas grasas del desenfreno. Zacatn, arqueado como una caa agredida por el viento, no se enter de ese vrtigo de incertidumbre que invada en aquel ins- tante histrico, a quien, sera luego, la nica mujer en todo el universo capaz de resistir su descomunal escopeta.

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    Horas ms tarde, ya repuesta de la desolada impresin que le causara su potencial amante; mand que lo exami- nara un mdico de la capital quien le escribi en una nota confidencial, y con aire de satisfaccin solidaria, que todo en Zacatn era normal, excepto su promi- nente espada de gladiador ertico, la cual recomendaba de manera muy espe- cial y se alegraba por ella, Al final, en un P,D. le deseaba buen provecho.

    Esa misma semana, para evitar el escndalo de sus resoplidos tan potentes como el pito de una locomotora o como el de un barco carguero, mand a acon- dicionar su recmara. Fue as como a su reformador se le ocurri hacer los venta- nales, todos de vidrio. Con esto se evita- r que la ruidamenta se escape a la calle y provoque pnico e insomnio entre los vecinos, sentenci. Pero el asunto no dio resultado alguno, porque en la primera noche todos los vidrios fueron pulveri- zados por una rfaga uterina de largo alcance. El problema solo pudo resolver- se cuando un tipo, trado quin sabe de dnde, dirigi la instalacin de un escape gigante. El nico inconveniente que re- presentaba aquel nuevo invento, es que

    ella deba siempre hacer el amor en la misma direccin, de manera que al des- plazarse las ondas con la potencia de un proyectil interocenico, dieran de lleno en el reductor de sonido, como dijo el inventor que se llamaba el aparato, que tena la forma de un caracol inmenso, donde iban progresivamente, perdiendo fuerza, hasta salir por un orificio colo- cado en la terraza del hotel, con la forma de una chimenea comn y corriente. Un sonido bajo y de frgiles vibraciones y difcil identificacin, agreda la vecindad. Esa misma noche, a la luz, entre tmida y nerviosa, de una lmpara de noche; La Turca todava temerosa de que aquel nuevo invento fuera a fallar, como hiciera con los cipotes en otras pocas hermosas y poco complicadas hasta la madrugada de su expulsin, desnud a Zacatn ms que mirndolo imaginndolo, porque prefera recrearla en el pensamiento ms de acuerdo con sus deseos que con la realidad, con lenti- tud, mientras le besaba el cuello, la es- palda y sus descarnados glteos de caba- llo viejo con sus labios de medusa; hasta que lo dej en cueros, leve y frgil, en la penumbra de su recmara,

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    con la suave luz de la lmpara de noche que proyectaba la sombra de sus cuerpos (tan vasta la de ella que no caba en el cuarto, tan larga la de l que se* enredaba en el techo; juntos formaban un diez gigante.). Cuando lo tuvo desnudo y repar por un breve instante en su cuer- po de desahuciado, sinti que una rfaga muy fina de decepcin y angustia le recorra el espinazo; pero en vez de amilanarse lo sumergi en su carne con violencia. Zacatn crey que morira de asfixia; sin embargo, ella pareci darse cuenta, a tiempo, y se lo desprendi con la delicadeza y la ternura con que se chi- nea o conduce a un nio dormido, a tiempo que sus labios de medusa en ayunas y sus manos se entregaban al desenfreno sin tregua ni distancia. Sus dedos buscaron algo ms all del ombligo de su alargado amante y mientras lo besaba con un ardor sostenido y suspira- ba con la intensidad que provocan las olas al anochecer cuando comienza a subir la marea, tropez con dos esferitas flaccidas que le produjeron un instante de vrtigo; pero no perdi el aplomo, sigui palpando, fue entonces cuando su mano comenz a recorrer, algo as

    como una especie de vbora en descanso que en ese momento se pareca ms al moco de un jolote. Con aquella nueva impresin volvi a recobrar el aliento y volvi a inventarlo sin verlo (y no por- que las sombras amontonadas en la inde- cisa o ms bien, dudosa penumbra, le opacaran su mirada de monumental po- tranca sin retozo), sino porque ella adrede haba cerrado los ojos, para imaginar- lo, para inventarlo ms que verlo, para hacerlo a su gusto, como a ella le resulta- ba ms autntico y portentoso para sus deseos aunque menos real, tan irreal co- mo la idea de un prncipe azul que aprendiera en los cuentos de hadas que le contaba su abuelo muchos aos atrs, tan irreal que mientras las ropas de Zaca- tn se doblaban sobre s como las aguas de una cascada imaginaria, y ella lo ha- ca levantar las largusimas piernas de garza de fango como quien le extiende el dedo a un loro y le pide con miedo y cario: "la pata lorito, hurra, lorito", lo vio angelical y fuerte digno de m como debe ser cualquier hombre bien dotado, Y como era lgico la idea mejor hecha que tena ella sobre lo que debe ser un hombre con todas las de la ley a la hora

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    de la verdad, era la de Varecuete, sola- mente que Zacatn ahora en su imagina- cin apareca ms firme de carnes, ms apuesto de figura, ms atractivo del ros- tro, ms vivaracho de ojos y con el as- pecto de un hombre maduro que su le- jano y casual amante, ms logrado y por supuesto, muy distinto, del Zaca- tn real que ella inventaba y volva a reinventar para s mientras lo besaba en el ceniciento cuello de marinero errante y le apretujaba sus descarnados glteos de caballo viejo o le mordisquea- ba sus labios y su enorme mandbula de barco egipcio, con una paciencia que no supo de donde le naca, pero que de to- dos modos consider prudente, dado el ltimo chasco sufrido con el marine. Por eso mientras se desgajaba lentsima reco- rriendo aquella reseca piel, tosca como la piel de un buey, como el cascajo de las rocas en verano, hasta quedar de rodillas como una beata frente al altar del Jess crucificado, en cambio l, su Zacatn, permaneca inmvil leve y frgil en la penumbra, borroso y vertical en aquel enredo de sombras, como un vulgar poste de la electricidad, inmvil, como la borrosa sombra de un fantasma en pena,

    como un recuerdo, clavado al borde de la cama, con la mirada fija en el escape, pensando en su madre, en sus das de in- fancia en Olanchito, en los clavados que se hacan en las pozas del ro, en el apo- do que le dieran sus compaeros de escuela al descubrir su inmenso miembro poco comn, evocando los consejos de su madre: "no vayas nunca a co- meter una barbaridad con semejante cosa que tenes, y pensando en la primera mu- jer que decidi condescender a sus pro- posiciones, a pesar de las advertencias que le hicieran sus compaeras y l mis- mo, la cual estuvo a punto de morir, de no haber sido por la rpida atencin que le brindaron los cirujanos del hospi- tal Atlntida. A partir de ese incidente no tuvo ms remedio que resignarse a vivir sin mujer y a autocomplacerse. Tal vez por ello cuando sinti la ardiente hu- medad de la lengua de su descomunal amante y los primeros mordiscos dados con una ternura sin lmite, en su adormi- lados testculos (que a ella le parecieron ciruelas pasas) la sangre se le precipit de golpe y su pjaro de fuego comenz a crecer, ante el asombro y la felicidad de la Turca que adquiri una agilidad nunca

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    antes vista y poco probable. Su lengua iba y vena, recorriendo de principio a fin, aquella serpiente, ave del paraso, reptil del amor, can de la felicidad, estaca del milpero, proyectil de los insa- tisfechos, nombres que le fue dando conforme se le iban ocurriendo, y que fue murmurando en susurros ahogados, como si se tratara de una letana sin final, mientras mordisqueaba con gozo y desenfado y lama la inmensidad des- pierta, ardiente, aquella carne inflamada y dura como una roca, aquella erupcin con la delicadeza y placer con que se lame un helado o se saborea la semilla de un mango. Oh Dios! exclamaba con un quebrado y sordo quejido de pasin, y se colocaba la serpiente entre sus chi- ches invernales o se la dejaba ir, hasta lo ms hondo de su ser y se aferraba de ella como del mstil de una carabela, ohhh, gema como un gigante herido, como un toro moribundo cuando lo atraviesa la espada del torero y siente que se le escapa la vida en el torrente de sangre que explota luminosa y ardiente, chispeante, como un volcn en erupcin. Y suspiraba hondo, ms hondo que el ocano pacfico y suba, bajaba, iba,

    vena, mordisqueando, lamiendo, chu- pando, olfateando, dndose toda con su vastedad.

    Oh. . Oh... Oh.. . Oh.. . dej esca- par ohes con una pasin sin tregua y fi- nal, con una pasin sin origen, con una pasin que tena el rostro mismo de la eternidad; sinti suspirar su vientre, rugir como una pantera herida, bullir como una percoladora, espumar como un barril de cerveza, como una cacerola de dulce hirviente, exhalar vahos, vapores de ardorosa apetencia, entre gemidos y ex- clamaciones que se le ahogaban antes de nacer en el interior mismo de su pensa- miento que se le qued de pronto em- pantanado en el aura ms alta del rego- deo, atrapada en los torrentes sin nom- bre del mahisajaneo, en los torbellinos sin origen del placer; hasta desprenderse de improviso de la humedecida espada, para arrastrar a Zacatn hasta su cama para que le oradara sus remojadas y humeantes entraas, porque no soporto un segundo massss, jodiiidddo. Y fue en ese preciso instante, en que ella haba credo alcanzar la gloria por vez segunda, cuando se enter, sin proponrselo, que su alargado amante estaba flaccido, des-

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    madejado, suelto de s mismo, desmiga- jado como un catre flojo, desparramado, derrumbado como un casern antiguo, doblado sobre sus enormes espaldas de portaviones sin mar, como una mata de huerta que ha sido arrasada por los hura- canados vientos de septiembre, venidos del norte; ausente de s mismo; pero to- dava caliente. Sin embargo, no repar en nada, ni en el calor del cuerpo, ni en las palpitaciones del corazn, en fin, en ningn indicio de vida; sino que se le apelotonaron, como un nudo imposible de desbaratar, carretadas tras carretadas, millares de ideas y una sola determina- cin que me brot simple y espontnea, como una estrella fugaz en medio de la noche: hacer con Zacatn exactamente lo mismo que hicieron con el cadver del marineto semanas atrs. Para fortuna suya Zacatn volvi en s antes de que terminara de ponerse sus 17 libras de trapos (para lo cual tena que valerse de un raro sistema ideado por el mismo hombre que le confeccion al gigantesco silenciador, que le permita no solamente poder vestirse de pie, sino hacerlo en un tiempo cuatro veces menor que el nor- mal; y como debido a su obesidad jams

    haba podido verse ni los pies ni mucho menos sus partes ntimas directamente, ni haba encontrado manera alguna de poder rascarse ms all de la rtula. A un hojalatero ingenioso se le ocurri la feliz idea de confeccionarle una calzado- ra de la altura de un bculo, lo mismo que un juego de rascadores, a partir de lo cual pudo vestirse, desvestirse y rascarse sin la ayuda de nadie y hacer todas sus otras necesidades como un ser humano normal), y salir en busca de sus discretos eunucos con un inmenso nudo que se me atragantaba en la garganta, ya no como la deliciosa espada de su desfa- lleciente amante, sino como un enredo de trapos viejos, algodones de muerto y pelos de barbera que me provocaban un hilo finsimo y ardiente de nostalgia interior que me produca, a su vez, tem- blores en la carne; porque se iba a quedar nuevamente con el deseo de que aquella gigantesca vbora sin ojos, ni colmillos venenosos, de que aquella alargada man- zana prohibida (en este caso: banana prohibida), se anidara en sus callejones de dbil angostura, en su vientre insatis- fecho, en su canal interocenico, en su crter del Vesubio, en su can del Colo-

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    rado, en su mina del retozo, hasta hacer- la delirar, como potro sin freno, y hacer- la vomitar esos borbollones de aire inte- rior comprimidos en su vientre y expul- sados con ms estruendo que el de los caones de los conquistadores espaoles cuando llegaron, quinientos aos atrs, a estas remotas tierras de indias e indios que no aparecan en los mapas de la poca ni en los viajes de Marco Polo ni en los cuentos de hadas ni en las historias inventadas sobre el continente sumergido ni en los laboratorios de los alquimistas del medioevo ni en las hazaas de los caballeros andantes sin ms espritu de aventura que el de lograr salir vivos a como diera lugar de semejante enredo sin nombre; con ms estruendo que el arcabuzaso que le reventara el pecho al cacique Lempira, con ms jaleo que la descarga de fusilera que le quit la vida a Chico Morazn un 15 de septiembre en San Jos, Costa Rica, con ms furia que el golpeteo del oleaje en los acanti- lados; haciendo que sus carnes se movie- ran como el tempestuoso mar Caribe en las costas de la Mosquitia, y de donde sus atribulados amantes, en un vrtigo de incertidumbre y en un atolondra-

    miento sin madre, abandonados por com- pleto a su desgracia como nufragos en alta mar, y sin aliento y con la voz par- tida en cien mil quejidos, culminan ex- clamando, como Coln cinco siglos atrs: "Gracias a Dios que hemos salido de estas honduras". Techumbres de la abundancia correga ella, con un humor reservado.

    Zacatn le narr entonces su pro- blema con la misma simpleza con que se lo contaba a sus amigos de La barra all en La Ceiba. La turca no supo entonces si rer o llorar. Le causaba risa eso de que su querido Zacatn, por tener tan desarrollado el miembro, culminara des- mayndose cuando estaba en lo mejor del asunto, porque toda la sangre de su cuerpo, tenda a juntarse en el sitio del placer. Eso da risa, pens. Y si no tiene remedio que ir a ser de m, Dios mo! Y esto ltimo no le provocaba ninguna gracia sino una sensacin, muy profunda, de abandono y desventura.

    Tres das despus, sin embargo, ha- bra de sentirse como el resucitado. Y de verdad que s; porque a partir del insatisfecho desenlace se encontraba al borde del suicidio. Por vez primera, su

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    indomable espritu, capaz de resistir las peores embestidas de la vida, esta- ba deshecho como un terrn de azcar al dejarlo caer sobre el humeante caf de palo que ella beba puntual todos los das a las tres de la tarde. Pero Zacatn retorn de donde su mdico, con el ros- tro radiante y los ojos felices, y con una nota, en la cual el doctor, al final, vol- va a desearle buen provecho; pues el problema se resolva con el simple hecho de aplicarle a su amante dos pintas de sangre, cada quince das y dos platos de sopa de hombre, todas las tardes.

    As fue como comenz el retozo. Se encerraron un martes, temprano, e hicieron el amor durante catorce das, sin parar. En todo ese tiempo no le vie- ron la anaranjada redondez al sol ni el p- lido rostro de gringuita sin pecas a la luna ni distinguieron entre noches y amane- ceres, y su nico contacto con el resto de la humanidad, fueron las comidas que sus sirvientes les pasaban puntual cuatro veces por da y dos veces por noche. Hicieron el amor, con todava ms desenfreno y lujuria que las miles de parejas del siglo pasado, quienes, presas del pnico, por los rumores de que el

    mundo estaba llegando a su fin, fornica- ban sin parar das enteros, con la indis- creta intencin de gozar los ltimos das de la vida como Dios manda, jodido; aunque sea haciendo curringo como dijo Serafn Castro Armijo, el da en que la guardia civil, despus de una sema- na de fornicacin sin tregua, lo meti al bote, acusado de haberse robado una me- nor de edad, la cual de acuerdo con la versin paterna, haba sido seducida, por medio de malas artes, entre las que se sealaban unos brebajes compuestos con polvos de mapachn, un indiscreto animalito que vive eternamente con sus asuntos non sanctos, preparados para el combate cuerpo a cuerpo; tal como le quedaran a Serafn, todava tres das despus de estar encarcelado; y tal como le qued la bazuca a Zacatn, para sorpresa suya, de la Turca y de los mdicos, quienes al verse entre aquella espada y la pared y luego de comprender su ignorancia, rotunda como un cero, ante un caso nunca antes experimentado, se vieron en la penosa necesidad de recomendarle a la Seo, muy discreta- mente eso s, que consultara con Nicho Martnez, un viejito de 94 aos de edad

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    que se ufanaba de haber tenido trescien- tos nueve hijos y de haber pasado por; las armas a todas las empleadas domsti- cas de Cantarranas, Talanga, Campamen- to, Lima Vieja, y Bajo Aguan en estos dos ltimos sitios durante el tiempo que vivi en la costa norte adonde llegara su padre, a principios de siglo atrado, co-, mo tantos hombres del interior, por la fiebre del oro verde y de donde retorn convertido en yerbero y dando recetas para todo tipo de males y,fundamental- mente, para los de amor; y de quien se saba haba hecho que a Serafn Castro Armijo le bajara la parazn y le vol- vieran todos sus asuntos a la normalidad. Zacatn despus de haber sido mantenido de pie con los brazos exten- didos, auxiliado por los eunucos, en la terraza del hotel, durante cuatro horas consecutivas para que recibiera todo el sol matutino, fue sentado en la misma tina donde la Turca se lavaba sus posa- deras, y en la cual previamente se echa- ron 30 huevos de gallina prieta, 15 de gallina blanca, 21 de gallinas guinea, 50 de paloma de castilla, 23 de pato, 29 de jolote, 17 de ganso, 43 de iguana y una docena de huevos de tortuga de mar;

    as como siete crestas de gallo, 4 huevos de toro, 2 de caballo, 8 de cabro virgen, seis de burro y ocho cabezas de ajos sin machucar, tres litros de leche de cabra, un tambo de suero de leche de vaca, una paila de roco, quince cocos de agua, 25 semillas de cacao, 18 cucharadas de sal de cocina y 25 botellas de agua de tinaja. A los trece minutos exactos aque- lla revoltura sin madre hizo efecto. Za- catn, inmerso en un torbellino de in- credulidad, soport ante los asombrados ojos de su descomunal amante y la ser- vidumbre del hotel y la burlona sonrisa de su mdico brujo, la mayor pedorrera de su vida, con lo cual hizo que todo aquello entrara en una especie de ebulli- cin, en un burbujeo de sonora extrava- gancia, mientras observaba, con una son- risa cierta y casual y con una satisfaccin inconfesable y con una cara de imbcil, cmo su inmensa daga, su espada del amor volva a la normalidad.

    Cuando despus de la improvisada luna de miel que estuvo a punto de cul- minar en tragedia, La Turca le propuso matrimonio al hombre de sus sueos (ms exactamente de sus insomnios), ste no necesit pensarlo. En realidad

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    era lo mejor que poda ocurrirle. Y si antes haba masticado, en su cabeza poco dada a la reflexin, algo, es que estaban hechos el uno para el otro. La Turca para l, pues era la nica mujer aqu en la tierra y en el cielo, en esta vida o la otra, capaz de soportar su pro- minencia; y, a su vez, l el nico ser hu- mano, el nico hombre en toda la gala- xia dotado de un espritu tan grande como para complacer los apetitos er- ticos de la exigente y simptica gordita. Por eso, cuando La Turca le dijo que si le gustara casarse, estuvo a punto de soltar una de sus chillonas carcajadas, muy parecidas a los relinchos de los caballos; pero se contuvo con el recurso de siempre: morderse la lengua. Porque la oferta no le haba parecido, sino una semejante estupidez. Para qu diablos querr La Turca casarse conmigo. No fue acaso para vivir hacindole el amor que me contrat, rumiaba en su mente. Sin embargo no dud un solo instante en dar el s. Despus de todo ya no ten- dra que pasar semiescondido para no despertar sospechas entre la gente, que de todas formas estaba al tanto de cada detalle, pues desde la maana en que

    asom, balancendose como una mata de huerta, las comadres comenzaron a especular y los hombres a cruzarse son- risas cmplices, que ella supo descifrar y disimular con el necesario recato, para no levantar tanta polvareda. De cualquier forma, las autoridades locales, se hicie- ron, como suele ocurrir en estos casos, de la vista gorda, no tanto porque se tratara de un flaco, sino porque se tra- taba de la Gordita; a quien Talanga, a esas alturas le deba mucho, debido a su popularidad haba aumentado el turismo y con l las fuentes de empleo. Ahora el pueblo tiene un hotel, sino decente, co- mo especulan los deslenguados, por lo menos, de categora y buen cach. Y esto es importante; adems, un buen bar, sin relajos de bolos maosos, porque tie- nen dos tipos bestiotas (agentes de la DNI por si las moscas) que se encargan de poner en orden a todo el que se pro- pasa, con el agravante de que se le cie- rran las puertas para siempre. Hasta los borrachos se han civilizado ltimamente; y como dijo el alcalde: "cayetano es buen muchacho y La Turca es una buena muchacha. Para que espantarla si ella es la que atrae". Y atrae, porque eso s, has-

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    ta funcin de baile con desnudo dan las: muchachas (estrip tiz que le dicen en la cap), los viernes y los sbados a la una o dos de la maana. Pero sin escndalo claro est, porque la cosa es solamente de ver y no tocar, sin propasarse, sin manosear, porque las muchachas no son objetos ni harina de pan blanco, sino que esa es su manera de ganarse la vida; ense- ando, pues. Por eso les dicen las profes. Porque cmo ensean, jodido. Y no sola- mente eso, porque ella fue la primera en traer un televisor a color que lo ponan en la ventana del billar para que los cipo- tes pudiramos ver al Chapuln Colorado y las seoras la novela de las siete al no- ms salir de la misa de seis. Ahora solo lo encienden al pblico cuando hay par- tidos internacionales o cuando pasan los eventos de belleza, para que los hombres nos refresquemos un poco la vista viendo el tremendo culalal. Esas venezolanas que por Dios y la santsima virgen qu traste se cargan. Y ltimamente nos ha trado el cine. Nuevamente con un pese- bre uno mira dos pelculas como en los cines de Tegucigalpa. Antes, en cambio, haba que conformarse con las pelculas en blanco y negro que traan los de la

    mejoral; mientras que ahora hasta pasan cintas de hombres y mujeres en plena pizzera (como le dicen los italianos a la tortilla de harina) despus de la fun- cin de las profes en el videa que han instalado en el bar. Por eso ya nadie regresa de Tegucigalpa con el pecho levantado y con aire de sabio, presu- miendo de haber entrado al cine tal y de haber bailado en la discoteca tal y, en fin, papadas de esas que se les su- ben a la cabeza a los que nunca han salido y creen que todo se arregla con presuncin y soberbia. Coment el hermano de Celestino el Sacristn.

    La boda fue un sbado (da pro- picio para tales prcticas, segn los te- ricos del matrimonio, de acuerdo con la opinin del licenciado Bartolo Fuentes, el hijo de doa Ticha, la de Serapio Fuentes, ms conocido como Bartolo, el negro) y fue anunciada por todos los peridicos nacionales. Reportajes que precisaron suplementos especiales apare- cieron en todos los diarios un da antes de la boda, con fotos del hotel, de los interiores de las habitaciones, del cine, del saln de baile y una vista del pueblo tomada desde la terraza del hotel; as

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    como varias tomas de la iglesia (ya repe- llada y pintada), y desde luego, fotos de la Turca y Zacatn. En la ms reciente aparecan tomados de la mano (con una cara de nios hurfanos y un aire de ngeles deportados y con una sonrisa inventada para la cmara). Haban otras que servan para ilustrar la biografa de ambos. En ninguna, de las fotos de Zaca- tn, tena el pose y la petulancia con que caminan los oriundos de su pueblo natal; segn dijo un periodista, todo lo con- trario, mostraba un aire muy cercano a los nios de Biafra y a los camellos del Sahara. En cambio, La Turca, apareca siempre lejansima en las tomas, porque los fotgrafos se vean obligados a reti- rarse demasiado para hacerla caber en la memoria de la pelcula. En una de las fotos estaba slo de medio cuerpo. No daba la impresin de ser una reputada dama, sino un hipoptamo empantana- do. El pie de foto, sin embargo, disipaba las dudas al respecto. Ni la biografa de Zacatn ni la de la Turca aportaron ms datos de los que ya harto conocamos nosotros. De Zacatn nicamente se deca que era pariente lejano del novelis- ta social Ramn Amaya Amador y que

    su aficin favorita era la lectura de libros de aventura y poesa. Entre sus poetas predilectos mencionaban a Jos Mart, Rubn Daro y Amado Nervo, a quienes recitaba muy a menudo en la terraza del Hotel, ante la curiosa mirada de los cipo- tes que llegaban a hacer los mandados de la Seo. Ellos lo llamaban el pueta yore- o. A Jos Adn Castelar, lo termin ne- gando por la carga poltica de su poesa pues a la primera oportunidad en que uno de los sirvientes lo escuch declamar con pose de actor de veladas el poema Puo y el poema La Huelga, le fue con el chis- me a la Turca y esta ni corta ni perezosa lo par en treinta, dicindole que esas vainas eran consignas del comunismo in- ternacional y que si esas cosas llegaban a odos de las autoridades le podan cerrar el negocio. Zacatn opt entonces por escribirlos a mano y repartrselos a los cipotes, quienes, de cuando en vez, los aparecan declamando en los actos cvicos ante la sorpresa de los pro- fesores y el escndalo de los padres de familia y la incendiaria clera del cura Santos, quien lleg a asegurar "el diablo nos est persiguiendo a los talangueos, pero debemos ser fuertes - y recomend

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    rezar 10 ave maras ms que las de cos- tumbre. De la Turca, las reseas bio- grficas se agotaban en el elogio, en la adulacin oportunista; y muy poco se deca acerca de su deportacin de San Juan del Sur, al extremo de asegurarse que todo haba sido una patraa inven- tada por gentes mal intencionadas inte- resadas en daar la buena reputacin de tan noble seora, conclua una de ellas. A tan magno acontecimiento han sido invitadosdeca otro de los repor- tajes, el presidente de la Repblica, el jefe de las Fuerzas Armadas, y otra serie de personalidades, entre las que se en- cuentran en buen nmero de diputados al Congreso Nacional, los Ministros, etc., quienes asistieron con el temor de que les fuese a ocurrir lo que les pas en la boda de Raquel Alcntara, ocasin en la que haban ido en tropel, la mayora de ellos; y result que el novio no apareci, sino siete semanas despus, diciendo que a l no lo casaba nadie. Sin embargo, los infundados temores desaparecieron tem- prano, cuando se corri, en voz baja, que lo de la Turca era puro trmite, porque Zacatn tena ya, varios meses de ser su consorte; y que adems ella lo mantena

    escondido, semioculto en el hotel. No sala ms que a la terraza a tomar el sol y recitar poemas de memoria ante la cipo- tada que llegaba a oirlo todas las maa- nas a la salida de la escuela.

    El presidente de la Repblica, el jefe de las Fuerzas Armadas, el presiden- te del Congreso Nacional, la ministra de educacin y el embajador norteamerica- no, arribaron en un helicptero.

    Dos das antes, como en la boda de Raquel Alcntara, el jefe de las Fuerzas Armadas orden el desplazamiento de un batalln, bajo el mando de un teniente coronel, quien se tom, en primera ins- tancia, la iglesia y el parque central. Al cura se le prohibi oficiar misa, porque el templo sera decorado. Dos camiones, hasta la pata de obreros, asomaron ese mismo da en horas de la tarde, bajo la direccin de un decorador espaol de apellido Izquierdo; y de acuerdo con la bomba que se corri a grandes voces, por todo el pueblo, militante activo de la izquierda romntica.

    La desvencijada iglesia tena cerca de doscientos aos de no ser repellada y el cura Santos, ms de treinta de estar peleando con las cucarachas y las araas

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    y las lagartijas y los sapos y las ranas (durante el invierno) y con las ratas y los alacranes y cienes de animalillos ms que incomodaban a sus feligreses durante la misa; as como las golondri- nas y las palomas que hacan sus nidos en el campanario, donde Guayabito Armijo, (uno de los aclitos que se suba todas las tardes a robarse los huevos o a cazar las indefensas palomitas, con una honda hecha de guayabo y hule de calzn de mujer; con cuya provisin almorzaban diariamente en su casa), encontr, en ms de una ocasin, al cura Santos, con la sotana en la nuca y los calzoncillos de manta en los tobillos, mostrando sus gruesos pelos de la espal- da y su inmenso lunar rojo que le bajaba desde la oreja derecha y le cubra casi todo el lomo como una especie de mapa mundi, haciendo el amor con alguna de las beatas, quienes, casi siempre estaban, con el vestido a la altura de sus flaccidas ubres de madres prolficas, y con la salla y los calzones de popln floreado, en las rodillas y apolladas con ambas manos de las gradas del campanario, lanzando unos gemidos muy parecidos a los que emiten las vacas cuando estn remascando. El

    cura Santos, en un principio, trat de convencerlo de que aquellas prcticas, no eran erticas, sino que exorcismos espe- ciales que deban hacerse cuerpo a cuer- po y en aquella difcil postura. El, por su parte, en cada nueva ocasin se Haca el papo y se cuidaba de difundir la voz, pues el acuerdo haba sido que el cura los dejara seguir con la caza de las inde- fensas palomitas, y l con sus originales exorcismos. Por otra parte, Guayabito Armijo, supo desde el principio de lo que se trataba, ya que aos atrs, del otro lado de la pared de su casa, haba escuchado a su entonces nueva vecina lanzar unos aullidos como de gata ence- lada, y decir, con una desbordada satis- faccin. Qu he hecho, Dios mo para merecer tanta felicidad, Ay que feliz soy!

    En menos de 48 horas aquel templo deplorable y hediondo a rincn, a caga- das de rata y a la acida y penetrante fe- tidez de las palomas de castilla, fue trans- formado, en un atractivo recinto, ms adecuado para instar a los pecados de la carne que a las mas oquis tas costumbres del cristianismo, como deca Hiplito Domnguez, un profesor de Estudios

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    Sociales que tuvo que salir huyendo del pueblo acusado de subversivo.

    Debido a la estrechez del templo, el Espaol tuvo que idearse la mejor manera de aprovechar el espacio, para que cupieran dentro del recinto, por lo menos, los invitados de ms alto rango, como en realidad sucedi. La Turca, sin embargo, como no pretenda hacer una boda a puerta cerrada, ni que se hablara mal de ella, como ya se haba comenza- do a hacer, debido a la militarizacin a que se someti el pueblo "por culpa de la consabida boda, como si no se casara gente todos los das", se les escuch de- cir a los ms insatisfechos; improperios que, como dijo el maestro de ceremonia durante los festejos en la terraza del ho- tel, no tuvieron ningn eco en el apacible espritu de los talangueos que no tienen para La Turca ms que cario y agrade- cimiento profundo. Pero ella, ms visio- naria que su servidumbre, orden al decorador que instalara unas carpas o lo que fuera necesario, en el parque central para evitar que la gente se mojara. Y as se hizo; el propio ejrcito termin pres- tando unas enormes tiendas de lona.

    Durante, ms de setenta horas, Ta- langa vivi un alboroto de feria, un tra- jinar de gentes que iban y venan de un lado a otro; poniendo una cosa aqu, otra all. Qu as no, seor, subidlo un poquito ms, un poco ms, eso es. . . vamos muchachos que ya falta poco. . . alcanzadme esa escalera, coged esa pun- ta. .. dejadlo por ah.. . apritale, ajusta- le', empjale, se oa la voz del espaol, en medio de las sonrisas de sus ayudantes que no alcanzaban a ponerse al tanto de su jerga. La gente del pueblo, mientras tanto, sin que la hubieran convidado ni nada por el estilo, se sum al trajn; un ir y venir de curiosos se desat como un torrente, metiendo las narices y todo lo que podan donde no les importaba: Por favor, no veis que perturbis el trabajo, por favor, haced la merced, no os acer- quis tanto que esto an no est con- cluido, gritaba desesperado el espaol. Que hable como cristiano le respondan desde la multitud. Hostia! Hostia! re- peta l, ante la imposibilidad de hacerse entender, como si se tratara del Ruega por nosotros. En fin, el pueblo se sumi en un ajetreo sin madre, padre y abue- los, en un alboroto como el que se arm

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    la tarde, un par de aos atrs, en que San Diego, el patrn del pueblo, fue vestido de azul por los nacionalistas; quienes lo pasearon, como en otras ocasiones, desde el sitio del tope hasta la iglesia, donde lo colocaron frente al altar mayor. Enton- ces, los liberales, indignados por seme- jante actitud, poco catlica, se vistieron todos de rojo, y tal como los cachurecos llenaron las sillas de sus caballos y a s- tos, de cintas y motivos alusivos a los colores de su partido, y se arrancaron en tropel desde el Tope, gritando: "San Diego tambin es nuestro", San Diego es de todos los talangueos". Cuando ya haban tomado la avenida central, Sera- fn Garmendia, tartamudo por vocacin y quien est en todo menos en misa, se encontraba en el atrio de la iglesia, lo- gr apreciar la estampida que se acerca- ba como una enorme nube roja, en medio de la polvareda y los gritos y los vivas a San Diego y al partido Liberal, y no se le ocurri otra cosa que gritar con todo el ancho de su voz: a,a,a,a,a, ah vienen los sandiniiiiiiiistas. No haba culminado de pronunciar las ltimas es, cuando el gento se despa- rram entre gritos de no empujen, cara-

    jo, ay mi madre, ya me jodieron los ca- yos, esprenme jodidos, no me dejen solo, por favor, pngale nanita que hoy si nos hart la gran madre, virgen sant- sima, que ser de nosotros, ay Dios mo no nos abandones, y berridos de nios, y chillidos histricos; y en una pelotera que dej la iglesia vaca en menos de quince segundos y a ms de veinte nios magullados, a doce ancianas golpeadas, dos de ellas fracturadas y a Serafn