Otra aventura de MARIJULI & GIL ABAD, INVESTIGACIONES ASESINATO SUBJUNTIVO FERNANDO LALANA · 2004....

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1 Otra aventura de MARIJULI & GIL ABAD, INVESTIGACIONES ASESINATO SUBJUNTIVO FERNANDO LALANA

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    Otra aventura de MARIJULI & GIL ABAD, INVESTIGACIONES ASESINATO SUBJUNTIVO FERNANDO LALANA

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    Todos los países tienen su departamento de

    servicio secreto. En los Estados Unidos es la C.I.A. En Francia, el Deuxième Bureau. En el Reino Unido, el MI-5...

    Mi colegio también tiene el suyo. Cuando hay un asunto realmente importante me

    llaman a mí o a alguien como yo. ¡Ah, sí! Lo olvidaba: Mi nombre es Gil. Ernesto Gil.

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    10 DE DICIEMBRE. SAN FERMIN. DIGO, SANTA EULALIA. COLOQUIO (Cuando cesan los murmullos) - Seguimos. Pregunte usted, joven. - ¿Cómo se le ocurrió crear el personaje de...? - ¡Señorita! ¿no sabe usted que la primera norma en mis coloquios es que se encuentran rigurosamente prohibidas las preguntan que comienzan con las palabras "cómo se le ocurrió"? - Ah... disculpe, yo no sabía... - No sabía, no sabía... Cuando se acude a un espectáculo público conviene conocer las normas de comportamiento para no hacer el ridículo; evitando, de este sencillo modo, molestar al resto del auditorio. - Perdone, es que... - ¿O es usted de las que piensan que las normas no sirven para nada? - No, yo... - ¿Acaso es usted de las que entrarían en mitad de una representa-ción teatral dando voces o eructando? (Risas) ¿O se presentaría en una función de ópera vestida con camisón de dormir? (Más risas) - No, claro que no... - Entonces, respete también las normas que yo impongo. Al fin y al cabo soy quien manda aquí ¿no cree? - Sí, claro. repetiré la pregunta... - Lo lamento, ha perdido su turno. Lo de que lo lamento es sólo una forma de hablar, entiéndame. (Murmullos) ¿Más preguntas...? A ver, por favor, la chica del fondo. Sí, sí, tú. - ¿Se identifica usted con alguno de los personajes de su novela? - ¡Qué estupidez! Por supuesto que no. Jamás me identifico con los personajes de mis novelas. Ni de ésta, ni de ninguna otra. A no ser que esté intentando escribir una porquería, claro está. Si te metes en la piel de uno de esos despreciables vampiros a los que llamamos personajes, estás perdido. Te chuparán la sangre y las ideas sin que te apercibas de ello y la que iba a ser tu obra acabará siendo la suya. (Murmullos) - Eso es un poco difícil de imaginar. Se supone que es el escritor quien crea la historia ¿no? - ¡No, señorita! ¿Es que no me explico con claridad o acaso no me está escuchando? Sólo un imbécil puede pensar que es él quien crea sus obras. El escritor, la propia palabra lo dice, se limita a escribirlas. A seguir los pasos de sus personajes y tomar nota de todo lo que hacen. Así y sólo

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    así se escribe una novela, créame. Y quien le diga otra cosa, miente como un bellaco. - Pero... - Por favor, señorita, estamos convirtiendo esto en un diálogo entre usted y yo. Permita que sus compañeros participen también en el coloquio ¿de acuerdo? A ver, allí a la derecha. - ¿Quién es la primera persona que lee sus novelas? - El editor elegido en cada caso, naturalmente. - ¿No tiene alguien de confianza que le dé una primera opinión antes de enviarla a las editoriales? - Ya le digo que no. Incluso mi familia más cercana sólo lee mis libros cuando ya están publicados. - Me refería a un agente literario. (Aspavientos sin cuento) - ¡Vade retro, Satán! Pese a la colonización anglosajona, en este país aún es posible publicar libros sin tener que pagar un quince por ciento de nuestros beneficios a uno de esos pequeños tiranos chupasangres a los que llamamos agentes literarios. - Pues Ana María Matute tiene agente y dice estar muy contenta. - Evidentemente, tiene sus ventajas. La principal, que no hay que cruzar palabra con los editores. Pero a mí me gusta esa batalla. Sobre todo, cuando gano yo. ¿Qué más? - ¿Cómo elige el nombre de sus personajes? - Con el viejo método del saco de nombres. ¿No lo conoce? Se coge un saco grande y se llena de nombres escritos en trocitos de papel. A la hora de bautizar a un nuevo personaje se mete la mano en el saco, se remueven los papelitos y se saca uno al azar. ¿Comprendido? (Murmullos. Muchos murmullos.) - Sí, comprendido... gracias... - Je, je, je... Je, je... no irá a decirme que se lo ha creído. - Pues... bueno, no sé... - ¡No sea ingenuo, caballerete! Ningún nombre de ningún personaje de ninguna novela se escoge al azar. Todo lo contrario. Siempre hay una razón, por pequeña que sea, para que cada personaje se llame como se llama y no de otra manera. El problema radica en encontrar ese nombre. En adivinarlo, a veces. - ¿Y qué sucede mientras tanto? ¿Se puede avanzar en una novela sin saber cómo se llaman los personajes? - Sin duda. Antes representaba un cierto problema. Ahora, con la invasión informática, todo es más fácil. Cualquier procesador de texto posee un comando de búsqueda y sustitución. Yo, por ejemplo, utilizo en

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    principio siempre los mismos nombres: Horacio y Nicolás para los personajes masculinos y Natalia o Margarita para las chicas. Cuando doy con el nombre definitivo de cualquiera de ellos, sólo he de pulsar un par de teclas y el ordenador lo sustituye en unos segundos. Está chupado, que dirían ustedes. ¡A ver! ¿Más preguntas? - ¿Sólo escribe usted novelas de misterio? - Eso es lo que le gustaría, ¿verdad? Para así poder calificarme de novelista con limitaciones. Pero se va usted a fastidiar, joven: En mi dilatada carrera he escrito de todo y casi siempre con éxito: cuentos infantiles, guiones para la radio y para el cine, obras de teatro... Sin embargo, lo cierto es que desde hace algún tiempo sí, escribo preferente-mente novelas de intriga. De misterio, como dice usted. - ¿Por qué? - ¿Por qué? ¡Porque me divierte! ¿Puede existir una razón mejor? Además de las virtudes genéricas de todos los libros, las novelas de intriga agudizan el ingenio y permiten jugar sin arriesgar el pellejo. - ¿Jugar? Jugar ¿a qué? - A policías y ladrones, por ejemplo. O a policías y asesinos. ¿Más preguntas? Sí, dígame. - ¿Cuánto dinero gana usted con sus libros? - ¡Es usted un grosero, joven! ...Y, sin embargo, tengo que felicitarle. Ese es precisamente el tipo de preguntas que no pueden dejar de hacerse en una entrevista supuestamente agresiva. Hay mucha gente a la que ese tipo de curiosidades le parece el novamás de la indiscreción periodística. Si no la hace, la mayoría de su audiencia pensará que no ha sido usted lo bastante mordaz. - Muchas gracias; pero no me ha respondido. - ¡Claro que no! No responderé a esa pregunta si no es en presencia de mi asesor fiscal. (Risas) - Bien, bien... entonces la haré de otro modo: ¿Se considera bien pagado? - Eso está mejor. Estupendos reflejos, los suyos. ¿Me considero bien pagado? La respuesta es sí, sin duda. (Murmullos de estupefacción sin límites.) - Me deja usted asombrado. ¡Un escritor que asegura sentirse bien pagado! - No malinterprete mis palabras, muchacho. No seré yo quien diga que el miserable diez por ciento con que los editores compran la materia prima con la que alimentan su vil negocio sea un precio justo. ¡Ni mucho menos! A lo que me refiero es a que yo soy un profesional de la literatura. Y un profesional libre, sea de la actividad que sea, siempre gana el dinero

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    que se merece. (Carraspeos) No, no se sorprenda. Si yo considero que gano poco dinero, el remedio es muy fácil: Sólo he de trabajar más horas y escribir mejores novelas. - ¿Y la suerte? ¿No cuenta usted con la suerte? - ¡No me haga reír, pollo, que me salen arrugas! ¿La suerte? La buena suerte es la que uno mismo se busca. Y la mala suerte es la justificación de los que carecen de talento. ¡Bien! Señoras, caballeros y resto de géneros... (Risas) dice mi "Rolex" de oro que ya no tenemos tiempo para más preguntas. Hemos terminado. Ahora, si alguien desea una dedicatoria sólo tiene que acercarse hasta aquí con el libro abierto por la primera página. Hoy traigo una de mis estilográficas preferidas: La "Galileo Galilei". Eso sí, tendréis que conformaros con un par de palabras y la firma. Quien desee una dedicatoria personal, larga y sentida, deberá esperar al mes de junio y visitar la feria del libro. - ¿Y eso qué es? - Muy graciosa, jovenzuela. Ja, ja y ja. - Oiga, ¿me puede firmar en una hoja de bloc? - ¡No, señorita! No firmo en hojas de bloc, ni en cuadernos de autógrafos, ni en carpetas, ni en pantalones vaqueros, ni en brazos escayolados, ni en la mano de mis lectores o lectoras. Eso es cosa de cantantes famosos, futbolistas de primera división, actores de moda y otros parásitos semejantes. ¿Me ha tomado usted por Emilio Butragueño? - No, no. Lo cierto es que no se parece usted nada a Butragueño. Es que... he olvidado traer su libro. (Silencio. Mirada asesina.) - Ha olvidado traer mi libro... Vaya, vaya... De modo que, encima de cometer un gravísimo error, reconoce haberlo cometido, lo cual supone errar doblemente. Ay, ay, ay... Hágame caso: Si mete usted la pata procure, al menos, que no se entere nadie; porque en la vida, señorita, los errores se pagan. Lo dicen hasta en la "tele". Y, a veces, a muy alto precio. Pero, claro, supongo que esa es una lección que usted todavía no ha tenido que aprender. Ya lo hará conforme vaya cumpliendo años. De momento, hoy, se queda sin dedicatoria. FIRMA "Para Clara, con un beso. Juan Quintanilla". "Un abrazo, Raúl, amigo lector. Juan Quintanilla" "Besos, Clara. Mil besos. Juan quintanilla" "Para Elisa, con todo cariño. Juan Quintanilla" "Recuérdame, Alicia, lectora mía. Juan Quintanilla" "Para Enrique. Abrazos. Juan Quintanilla"

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    DESPEDIDA Cuando, en lugar de las guardas de una de sus novelas, vio ante sí aquella extraña carterita de tapas de hule, Juan Quintanilla no pudo reprimir un nuevo exabrupto. - ¿Es que no ha oído lo que he dicho antes? ¿O acaso hablo polaco? ¡Que no firmo en cuadernos de autógrafos! - De momento no hace falta que firme nada, señor Quintanilla. Más adelante, ya veremos. El escritor, que aún no se había dignado levantar la vista hacia su interlocutor, acusó la sorpresa. Aquella, desde luego, no parecía la voz trémula de un estudiante impresionado por la cercanía al artista. Por el contrario, se trataba de una voz grave, áspera, de esas de las que nunca se puede esperar que sean vehículo de buenas noticias. De modo que, ahora sí, levantó la mirada. Lo hizo para encontrarse con la de un hombre aparentemente anodino, de mediana edad y mediana calva, vestido con un traje gris muy usado, camisa blanca y corbata de rayas. - ¿Qué esto? ¿Quién es usted? ¿Qué diablos pasa? El hombre medio calvo respondió a la pregunta calmosamente, disfrutando con el efecto que sus palabras iban causando en el escritor. - Esto es mi credencial. Soy el inspector de policía Claudio Torremocha. Y lo que diablos pasa es que queda usted detenido como principal sospechoso del asesinato de Luis Bunjenjo. Quintanilla parpadeó. Estuvo a punto de atragantarse. - ¿Qué? ¿Qué me dice usted? ¿Bunjenjo, asesinado? ¿Bunjenjo... el editor? - Sí. El editor al que usted juró matar hace cinco semanas delante de varios testigos. El editor al que no se volvió a ver con vida tras la entrevista que mantuvo con usted el pasado jueves. - Eh, eh, oiga, oiga... -farfulló Quintanilla. - Le ruego que me acompañe sin ofrecer resistencia. No quisiera esposarle delante de sus lectores. De camino al coche le informaré de sus derechos. ¡Lo siento, chicos! El señor Quintanilla no va a dedicar hoy más novelas. SILENCIO Tras el primer silencio llegó un revuelo atroz. Todos miraban a Quintanilla y a los policías que habían venido a detenerlo. Alguien corrió a avisar a don Leandro, el director del instituto, que apareció dando voces, como siempre, diciendo que allí el que

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    mandaba era él y amenazando al inspector Torremocha con formular una reclamación ante el Jefe Superior de Policía, el Delegado del Gobierno, el Ministro del Interior y el Tribunal de La Haya, si era menester. Y en medio de aquella vorágine yo sólo tenía ojos para Marijuli, que se había quedado seria, muy seria. Casi como si la dentención de Quintanilla hubiese sido la suya propia. * * Cuando el follón abandonó por fin el aula y se distribuyó por los pasillos, ella siguió allí, inmóvil, como si no acabase de creer lo que acababa de ocurrir. Con el ceño fruncido. Mirando al vacío. Y yo, como un tonto, mirándola a ella. - Lo lamento. Aún tardó unos segundos en volverse hacia mí. - ¿Qué es lo que lamentas? - Lo de Quintanilla. Por la parte que te toca, claro. Hizo un gesto ambiguo, a medio camino entre el asentimiento y la indiferencia. - Pensaba que te alegrarías. - ¿Alegrarme? -exclamé, falsamente ofendido- Pero... ¿por quién me tomas? ¿Alegrarme, yo? Qué cosas tienes... No me alegro nada. Ni pizca, vamos. ¿Cómo me voy a alegrar de algo así? Tardó otro buen puñado de segundos en volver a mirarme y lo hizo con una sonrisa leve y amarga en el rostro. - Si es así... gracias, Gil Abad. - Y si puedo ayudarte en algo... ya sabes... Siguió sonriendo. Me guiñó un ojo. - Ya, ya lo sé. Puedo contar contigo ¿verdad? Siempre puedo contar contigo. Es probable que sí, que te necesite. Te avisaré, ¿vale? Como siempre. Ahora... ahora tengo que irme. Perdóname. Tengo que irme. Perdió la sonrisa y salió deprisa del aula. Al verme solo me acerqué hasta las mesas de primera fila y me desplomé sobre el asiento de la más cercana. Me sentía un canalla. ¡Pues claro que me alegraba! No mucho, tampoco hay que pasarse. Un poquitín, tan solo. Pero me alegraba. Sí, sí, sí. Cierto que me habría alegrado mucho más si aquellos policías hubiesen venido a arrestar no a Quintanilla sino a su insoportable hijo, por quien Marijuli bebía los vientos desde hacía tres meses sin que yo consiguiese adivinar la razón.

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    ¿Qué diantres podía haber visto una chica como ella en semejante tiparraco? Debe de ser verdad que el amor es ciego. Ciego, sordo, cojo y medio tonto, porque si no, no se explica... Desde luego, existe la posibilidad de que yo no sea plenamente objetivo con los ligues de Marijuli, lo reconozco. El hecho de estar perdidamente enamorado de ella desde los tiempos del jardín de infancia seguramente merma en algo mi buen juicio. Pero dudo mucho que el odio visceral que siento hacia Danielito Quintanilla pueda estar basado solamente en el resentimiento. Desde luego que no. Que haya enamorado a la mujer de mi vida hay que considerarlo puramente anecdótico. La auténtica verdad es que a ese tío no hay quien lo trague. Y eso debe ser considerado una verdad objetiva. Un principio categórico. Una aseveración inmutable. Un dogma. ¿Por qué me pasarán a mí estas cosas, maldita sea? (Sollozos) SUJETANDO LOS IONES De pronto, se abrió la puerta de la sala y apareció don Leoncio, el profe de Química, cargando con dificultad una caja de modelos moleculares. - Señor Gil Abad, buenos días -dijo, con su vocecilla atiplada, sin el menor síntoma de sorpresa-. Necesito preparar ciertos elementos para mi próxima clase, por lo que me veo obligado a rogarle que abandone el aula "ipso facto"... a no ser que se preste usted amablemente a echarme una mano, lo que le agradecería profundamente. - Será un placer ayudarle en lo que sea, don Leoncio. - Magnífico. ¿Le importa buscar en esta caja una molécula de amoníaco mientras yo monto el ácido sulfúrico? Por cierto, me han dicho que la policía ha entrado aquí hace un rato para llevarse detenido al novelista Quintanilla. - Así es, don Leoncio. - Mal asunto, Gil Abad. Mal asunto. Sujéteme en alto estos iones cloruro, haga el favor... Cuando la policía empieza a detener intelectuales, mal asunto. Se lo digo por experiencia... Ojo, no me vaya usted a romper la potasa cáustica... Uno ya tiene sus años y ha visto de todo ¿sabe? Primero encarcelan a los pensadores, más tarde empiezan a quemar libros, a romper cristales y a desfilar por las calles... y ya la tenemos armada otra vez. Por fortuna yo ya no estoy en edad de coger un fusil y liarme a pegar tiros pero ustedes, los jóvenes... deberían hacer algo antes de que sea tarde. Bueno ¿qué? ¿Encuentra la molécula de amoníaco? - Pues... no estoy muy seguro, don Leoncio. El amoníaco... ¿era ene, hache, tres... o ene, hache, cuatro?

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    Don Leoncio, me lanzó una larga, dulce mirada azul por encima de sus gafitas redondas. - ¿Cómo hizo para aprobar la química del curso pasado, Gil Abad? - Con "chuletas", don Leoncio -reconocí de inmediato. - ¡Ah, claro, ya recuerdo! Le pillé en un parcial con las manos en la masa ¿verdad? Pero me parecieron unas "chuletas" tan estupendas que decidí considerarlas como un trabajo complementario y eso le subió la nota hasta el aprobado justito. Eso, y su promesa, que espero no haya olvidado, de orientar su vida académica hacia el periodismo y no hacia las Ciencias Químicas. - Buena memoria, don Leoncio. - Buena, sí. Y no como la suya, Gil Abad. Amoniaco: Ene, hache, cuatro. FURA Al salir del instituto encontré a Marijuli sentada en los escalones de la entrada. - Voy a coger el autobús. ¿Vienes? - No, gracias. Estoy esperando a Daniel. Sólo con oír su nombre en labios de Marijuli, sentí una arcada subiendo por mi esófago. - ¿Has quedado con él? A lo mejor con el asunto de su padre, no viene. - No, no he quedado con él. Pero supongo que vendrá. En cuanto se entere de lo de su padre, precisamente. Y, como si nos hubiese estado escuchando, en ese preciso momento distinguí la silueta de su inconfundible automóvil doblando la esquina de la avenida. - Como siempre, tenías razón. Ahí llega... tu novio -dije, sintiendo aumentar mis náuseas. Pues sí. Ahí llegaba Danielín Quintanilla en su recién estrenado "Seat 127 Fura" de quinta mano de color amarillo-natillas. Impresionante. Según mi parecer, si los horteras tuvieran un líder y el líder de los horteras tuviese un coche, no puedo imaginar que éste pudiera ser otro que un "127 Fura". De cualquier color, incluso. Frenó junto al bordillo, se apeó de su lamentable vehículo y se quedó mirando a Marijuli con una cara muy rara. Parecía a punto de echarse a llorar a moco tendido; o quizá a punto de empezar a cantar "O sole mio". Y mientras se decidía por una cosa o la otra, un par de lagrimones -falsos, seguro- le bailaban sobre las pestañas inferiores.

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    Sin poderlo evitar, pensé en un cocodrilo. Un cocodrilo del Nilo, de los que salen como figurantes en las funciones de "Aida" y en las películas de hebreos y faraones. Tras unos instantes de duda, el cocodrilo corrió hacia Marijuli, se echó en sus brazos y, abriendo las fauces, la besó largamente. Yo me volví hacia la entrada del edificio intentando no vomitar. Adherido con tesafilm sobre la puerta de cristal aún podía verse el aviso, redactado con la inconfundible tipografía del Macintosh de secretaría: Hoy, a las 12:00 h. en la S.U.M. Charla-coloquio con el escritor JUAN QUINTANILLA Premio Nacional de Literatura sobre su novela ASESINATO IMPRESENTABLE Obligatorio para C.O.U. Resto cursos, entrada libre. - ¿Te has enterado? -oí preguntar al cocodrilo, entre dos hipidos. - Desde luego que me he enterado -respondió ella-. Han venido a detenerlo aquí, al final del coloquio. - ¿Qué...? ¡No es posible! ¿Lo han detenido delante de ti? ¿Delante de todos tus compañeros de clase? ¡Y nadie ha hecho nada por evitarlo! ¡Anda este! ¿Que pretendía? ¿Un levantamiento popular para salvar a su padre, el escritor asesino? - No era el momento, Daniel -oí decir a Marijuli, suavemente-. Pero no te preocupes. Todo se va a arreglar, seguro. Ahora cálmate. Cálmate. - El no ha hecho nada. ¡No ha matado a nadie, Julia! ¡Es una trampa! ¡Tienes que ayudarme, por lo que más quieras! - Claro. Claro que sí. Anda, vámonos. Sube al coche y vámonos. Lo acompañó hasta su asiento y luego dio la vuelta por delante. Antes de subir, Marijuli me miró durante un momento. Por Dios, qué guapa estaba con toda aquella preocupación inundándole el rostro... AL FIN DEL MUNDO Me llamó por teléfono a última hora de esa misma tarde.

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    - ¿Me acompañas a la Comisaría de Centro? - Y al fin del mundo si es preciso, ya lo sabes. - No, no es preciso. Sólo a la comisaría. Quiero hablar con el inspector Espada. CALIBRE 7,65 Tras unos segundos de duda, el inspector Espada depositó sobre la mesa un informe de algo más de un centenar de folios. - Aquí lo tienes. Todo lo relativo al asesinato de Bunjenjo. Al menos, todo lo que tenemos hasta ahora. Marijuli lo sopesó unos instantes y le echó un rápido vistazo mientras yo hacía lo propio con el espectacular calendario de propaganda de una empresa fabricante de armamento desde el que una sonriente modelo en bikini me apuntaba con una ametralladora de calibre 7,65. - ¿Puedo llevármelo? -dijo ella, unos segundos después- Ahora no tengo tiempo y me gustaría estudiarlo detenidamente en casa. Samuel Espada gruñó largamente. Siempre lo hacía. Gruñía y gruñía como un oso cada vez que Marijuli le pedía un favor antirreglamentario. - Por favor, futuro subcomisario... -dijo ella melosamente, con toda la intención. Espada alzó los índices antes de hablar. - Es cierto que, si estoy a punto de ascender es, en buena parte, gracias a la ayuda que me has prestado estos últimos tiempos en algunas investigaciones. Sí. De acuerdo. Sin embargo... ¡ejem...! eso no debería ser excusa para contravenir las normas... - ¿Se da cuenta de que siempre me suelta usted el mismo discurso, inspector? - Ya. Ya lo sé, ya. Ya, ya, ya... pero es que esta vez... ¡ejem...! da la casualidad de que el comisario Malumbres ha declarado el expediente Bunjenjo como "confidencial". Es por la implicación de Quintanilla. Creo que el comisario es un gran admirador de sus novelas y se ha tomado un interés personal en el tema. Si reclama estos papales y descubre que te los he dejado, se me puede caer el pelo. Compréndelo. Hacía rato que Marijuli lucía su más inocente expresión. - Ya. Comprendo. Pero no hay problema, inspector. Ningún problema. Mire: Yo me llevo el informe a casa, esta noche lo estudio a fondo y mañana madrugo y se lo traigo antes de que llegue el comisario. ¿Le parece?

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    - Que no, que no, Julia, que no, que pueden pasar mil cosas. ¿Y si lo pierdes? ¿Y si esta noche se inunda tu casa y se moja? ¿Y si mañana te duermes y se te hace tarde? ¿Y si se te olvida traérmelo? - Que yo recuerde, no le he fallado nunca. - ¡Vaya cosa! Siempre hay una primera vez para todo. De no ser así, la estadística sería una ciencia exacta. Eso me lo enseñaste tú. Ella cogió el expediente e hizo correr el borde de las hojas entre sus dedos. - O sea, que no me lo puedo llevar. - Esta vez, no. Lo siento Julia. No puede ser. No insistas. No. Ni hablar. EXPEDIENTE BUNJENJO Ya en su casa, Marijuli trajo una cerveza sin alcohol para mí y uno de esos asquerosos refrescos a base de té para ella. - Lo siento Gil Abad, no hay otra cosa en la nevera. - Por mí, vale -dije, tirando de la anilla de la lata-. ¿Por dónde empezamos? Ella estaba extendiendo ya sobre la mesa los distintos informes de que constaba por ahora el expediente Bunjenjo: El de la policía, el preliminar del forense, la orden de levantamiento del cadáver, los primeros interrogatorios a Quintanilla... - Aquí está todo -dijo, mientras observaba los papeles cruzada de brazos-. Bien... Según parece, Quintanilla es el sospechoso preferido de la policía. Pero como nosotros estamos de su parte, lo mejor será que... que tratemos de darle un aire distinto a nuestra visión de los hechos. - Entiendo -dije-. Tal vez mirándolo todo de perfil... Pretendía ser una broma pero lo que obtuve no fue una sonrisa sino una de sus famosas miradas asesinas. Sigo pensando si acaso la razón por la que nuestra amistad no desemboca en algo más fructífero no radicará en la abismal diferencia de nuestros respectivos sentidos del humor. - Quiero decir -masticó las palabras, quizá por no masticarme a mí- que podríamos tratar de contemplar los acontecimientos en un orden distinto al de la policía. - A ver, a ver... ¿me pones un ejemplo? No es que no lo entienda, ¿eh? Es sólo... por asegurarme. - Es fácil: Lo primero que ellos encuentran es el cadáver de Bunjenjo en el escenario del crimen. - Sí.

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    - Luego, van conociendo detalles a través de las declaraciones de los testigos. Por fin, aún no sé por qué, detienen a Quintanilla y lo interrogan para que les cuente su versión. - Cierto. - Intentemos nosotros acercarnos a los acontecimientos en otro orden. Por ejemplo: Cronológicamente. - Me lo has quitado de la boca, oye: Cronológicamente. Cronológicamente.

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    RETROCEDIENDO: JUEVES, 5 DE DICIEMBRE. SAN SABAS. EL OSO MANTECOSO - Bien, Bunjenjo, dejémonos de rodeos. ¿Qué pasa con mi novela? - ¿Qué novela, Quintanilla? - ¡Cómo que qué novela! ¡La que le dejé para leer hace exactamente un mes! "Muertos pero no revueltos". El viejo editor se rascó la coronilla, escasamente tapizada de pelo gris, mientras dibujaba en su rostro una sonrisa breve pero indudablemente sardónica. - ¡Ah, ya...! Se refiere usted a esos doscientos folios malamente encuadernados en los que se cuenta una historia absurda y endeble, con personajes imposibles que desgranan diálogos pueriles inmersos en una estructura que brilla por su ausencia, ¿no es eso? ¡Hombre, Quintanilla...! Sinceramente, yo no llamaría novela a semejante bodrio. Quintanilla apretó las mandíbulas hasta que los músculos maseteros se le pusieron de color blanco. - Sospecho que no le ha gustado demasiado -dijo después. El editor sonrió; ahora cruelmente, sin disimulo. - Decir que no me ha gustado sería benévolo. La verdad es que su original me ha parecido sencillamente repugnante. Creo que es, con diferencia, lo peor que ha escrito usted en su vida, que ya es decir. Claro que eso no significa que no haya disfrutado con su lectura. Todo lo contrario: Ver cómo ha logrado usted caer en la más absoluta de las miserias literarias ha resultado para mí un ejercicio enormemente grato. En otras palabras: lo he pasado bomba. Lo que ya no imaginaba es que me diese usted la satisfacción de venir personalmente a escuchar mi opinión. El escritor cogió aire lentamente por la nariz. - Puede meterse su opinión por donde le quepa, Bunjenjo -dijo a continuación, muy despacito-. No tengo nada que demostrarle. ¡Le recuerdo que yo proporcioné a esta editorial un Premio Nacional de Literatura! Bunjenjo se echó hacia atrás en el sillón reclinable de cinco ruedas. A punto estuvo de perder el equilibrio y caer de espaldas contra el expositor de novedades, lo cual habría hecho las delicias de su interlocutor. Pero en el último momento logró evitar el vuelco con un espasmódico movimiento de brazos y piernas.

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    - Adivine por dónde me paso yo su Premio Nacional, Quintani-lla -replicó Bunjenjo, ya reequilibrado, utilizando su tono más grosero-. Y, en cualquier caso, eso pertenece al pasado; a la etapa de mi antecesor, el señor Mendizábal. - En efecto. Un hombre que sabía ver no sólo la calidad de un original, sino también su posible fuerza comercial. - ¡No me salga ahora con la cantinela de las cifras de ventas, Quintanilla, que me la sé de memoria! ¿Fuerza comercial? ¡Vamos...! ¿Sabe cuál es el libro más vendido del catálago de nuestra editorial? - Por supuesto: "El cumpleaños del Oso Mantecoso". - ¡Exacto! Un cuento infantil absolutamente aborrecible. Así que no me venga con esas, Quintanilla. Mire: Yo no voy a decir que Mendizábal careciese por completo de criterio y que fuera un absoluto ignorante literario. No. No lo voy a decir. Aunque lo piense. Pero la cuestión es que el señor Mendizábal ya no está aquí y si quiere usted volver a publicar en Ediciones Boreal es a mí a quien tiene que demostrarme que sabe escribir novelas. Y eso, sincera-mente, se me antoja más improbable cada día que pasa. Al contrario de lo esperado por Bunjenjo, Quintanilla encajó las últimas puyas con notable flema. Miró a su oponente por encima de las gafas e hizo un mohín indescifrable antes de contraatacar. - Me pregunto si le importaría poner todas esas opiniones por escrito, Bunjenjo. Dada su perspicacia editora estoy seguro de que, en un futuro, tener pruebas de su rechazo a publicar mi obra será suficiente como para considerarla poseedora de indiscutibles méritos literarios. Bunjenjo arrugó las facciones como un sapo. - No se esfuerce, Quintanilla. Se nota en exceso que se ha preparado usted esos párrafos pretendidamente brillantes. Déjelo, hombre. ¡Que Antonio Gala no hay más que uno! Quintanilla alzó las manos, falsamente alborozado. - ¡Vaya! Detecto en sus palabras una cierta admiración por el señor Gala. Algo asombroso, tratándose de un escritor. - Simplemente, sé distinguir la calidad cuando la tengo delante. - ¡Qué me dice! ¿Distinguir la calidad, usted, que rechazó publicar "El invierno en Lisboa" por considerarla aburrida y que aconsejó a Vázquez Montalbán que no se molestase en terminar "Galíndez"? El puñetazo sobre la mesa hizo saltar los lapiceros de subrayar de dos colores a los que tan aficionado era Bunjenjo.

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    - ¡Eso son falsedades que mis enemigos se ocupan de propalar! -gritó el editor, muy alterado, demostrando así cuán cerca de la verdad había caído la acusación de Quintanilla. - No sólo eso: Según he sabido, existen evidencias de que, si por usted fuera, "El nombre de la rosa" nunca se habría traducido al español. "Sólo apta para catedráticos de latín jubilados", creo que fue su opinión. Bunjenjo se había puesto en pie. Estaba lívido. Sus permanentes ojeras violáceas habían adquirido un tono gris oscuro nada tranquilizador. Sin permitirle la réplica, Quintanilla volvió a la carga. - También he sabido, de muy buena tinta, que definió usted como "literatura ínfima y pedante" la primera novela de Pérez-Reverte; le auguró dos centenares de lectores y aconsejó a su autor que volviese a su actividad como reportero de guerra. ¿Me equivoco? - Lárguese de este despacho, Quintanilla -dijo Bunjenjo entrecortadamente, como si le faltase el aire-. ¡No quiero volver a verle en mi vida! El escritor sonrió, mostrando sus incisivos exageradamente largos y amarillos. - Descuide, Bunjenjo. Le aseguro que también es esa mi intención. DE REGRESO AL 10 DE DICIEMBRE. SAN FERMIN. DIGO, SANTA EULALIA. DECLARACION - ¿Quiere leerlo de nuevo, antes de firmarlo? Quintanilla hojeó los tres folios y miró al inspector Torremocha. - No es necesario, inspector. Creo que responde bastante bien a la última conversación que mantuve con el señor Bunjenjo, que en paz descanse. - ¿Qué sucedió después? - Salí del despacho dando un portazo y abandoné la editorial. El policía ensayó una mirada torva. De pronto, señaló a Quintanilla con el dedo. - Pero antes... ¡mató a Luis Bunjenjo! -declamó, dramática-mente.

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    - No, inspector. Yo no he matado a nadie en mi vida. Cuando salí de su despacho, Bunjenjo se encontraba perfectamente... si exceptuamos el acaloramiento propio de la discusión. - ¿Y usted? ¿No estaba usted acalorado? Quintanilla tragó saliva entes de responder. - Hombre... sí. Algo sí, desde luego... - Lo bastante -cortó Torremocha, inspiradísimo- como para decidir... ¡matar a Luis Bunjenjo! ¡Confiese! - ¡Que no, hombre, que no! No sea usted pesado. El inspector se levantó, muy serio, de su asiento y paseó a espaldas de Quintanilla. - Hemos interrogado a un montón de empleados de la editorial. Nadie recuerda que Bunjenjo recibiese otra visita aquella mañana. Nadie volvió a entrar en su despacho. Y el cadáver fue encontrado cuatro días después justamente tal como usted dice haberlo dejado al irse: Sentado en su sillón. Dígame: ¿Cómo explica eso? ¿Y cómo pudo el asesino entrar en ese despacho y volver a salir tras matar a Bunjenjo sin que nadie le viera? ¿Eh? ¡A ver! Quintanilla miro a Torremocha durante un tiempo larguísimo. Por fin, se encogió cansinamente de hombros. - No lo sé -confesó de mala gana-. Descubrirlo debería ser su trabajo, inspector, no el mío. - Se equivoca, amigo. Mi trabajo consiste en llevar ante el juez al asesino del señor Bunjenjo. Y creo que eso ya está conseguido desde el momento en que le detuve. - ¡No lo entiendo! -exclamó Marijuli, arrojando sobre la mesa la transcripción del interrogatorio-. ¿Cómo es posible que un autor de novelas policíacas no sea capaz de defenderse de una acusación tan burda? La tesis de Torremocha no se sostiene ni con muletas: "Puesto que nadie ha visto nada, Quintanilla es el asesino". ¡Hombre, por favor...! Me rasqué largamente la punta de la nariz. Eso me inspira. - Tal vez... Podría suceder que Quintanilla no tuviese interés en defenderse -aventuré. Marijuli me miró, sorprendida. - ¿Qué dices? ¿Qué significa eso? - No, nada, no lo sé... lo he dicho por decir, a ver qué tal te sonaba. - ¡Pues me suena fatal! - Bien, en ese caso quizá la explicación sea aún más sencila: Quizá Quintanilla, efectivamente... ¡mató a Luis Bunjenjooo! -clamé, al estilo Torremocha.

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    - ¡No! -aseguró Marijuli con inesperada firmeza, al tiempo que se levantaba de su sofá-cama y comenzaba a pasear por el cuarto como un profesor de trigonometría enjaulado. - ¡No! -repitió enseguida-. Nuestro planteamiento sólo puede ser uno, Gil Abad: El padre de Daniel no es el asesino. Cualquier teoría, cualquier propuesta, cualquier nuevo dato que saquemos a la luz debe cumplir la condición de encajar con el punto básico: Juan Quintanilla no, repito: no, es el asesino. Apuró de un trago lo que quedaba del refresco de té y se me quedó mirando con sus ojos color gris acero orlados de pestañas negras e inmensas, como manojos de boquerones. Esos ojos que me dejaban sin aliento. De pronto, chasqueó la lengua. - Vaya paliza que te estoy metiendo ¿eh, Gil Abad? - Pues sí. Ahora que lo dices... Lo solté con toda la intención, a ver si caía un beso para compensar. Pero ni por esas. Se limitó a sonreírme. - Discúlpame. Es que... hay todavía en ese informe un montón de cosas que no entiendo. ¡Estoy segura de que existe algún dato importante que aún no hemos encontrado! Es imposible que la policía haya ido a detener a Quintanilla con indicios tan pobres... ¿En qué se basan, realmente? ¿O es que han tenido una visión reveladora que les ha dicho: "Ese es el malo, vayan a por él"? - Mujer... no es tan descabellado como lo presentas. Quintanilla fue la última persona que estuvo con el muerto. Quiero decir... antes de que estuviese muerto, claro. - Te equivocas: La última fue el asesino. - ¡Ah, sí! Olvidaba que, aunque todo apunte hacia él, el padre de tu novio no es el asesino. ¡Qué cabeza la mía! - ¡Pues claro que no! -explotó Marijuli, dando un puñetazo en las puertas del armario empotrado. Yo sentí un escalofrío. - Tranquila, mujer, era una broma... - ¿Aún no lo entiendes? -preguntó, mientras se me acercaba echando chispas-. Juan Quintanilla podrá ser un pedante odioso e insoportable... ¡pero no es idiota! Y sólo un idiota dejaría el cadáver de su víctima a media mañana de un día laborable, a la vista de cualquiera que entrase en ese despacho. - Sin embargo, no lo descubrieron hasta cuatro días después, al regreso del "puente" de la Constitución.

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    - ¡Esa es la paradoja! Que, inexplicablemente, ninguno de los doscientos empleados de la editorial entró en el despacho de Bunjenjo durante el resto de la jornada y, por tanto, nadie puede testificar que siguiera vivo después de entrevistarse con Quintanilla. - También es mala suerte... Marijuli gruñó por lo bajo. - "La mala suerte es la justificación de los que carecen de talento" -dijo, entre comillas. - ¿Oscar Wilde? - Juan Quintanilla. Lo ha dicho esta mañana, en el coloquio, ¿no lo recuerdas? - La verdad es que no. - Mala memoria, Gil Abad -dijo, en el mismo tono que don Leoncio. Acto seguido, se sentó de nuevo en el sofá-cama y volvió a enfras-carse en la lectura del informe policial. EN DOBLE FILA - ¿Cómo fue a su casa al salir de la editorial, señor Quintanilla? ¿Tomó un taxi? - No, no. Yo odio a los taxistas ¿sabe? Hay gente que odia a los gitanos o a los quinquis. Bueno, pues yo odio a los taxistas. A los taxistas, a los críticos literarios y a los correctores de estilo. Es algo visceral, superior a mis fuerzas. Cada vez que corrijo galeradas o me subo en un taxi acabo perdiendo los estribos. Así que procuro no hacer ninguna de las dos cosas. Por eso le pedí a mi hijo que me llevase en su coche a la editorial. Como por aquella zona resulta imposible aparcar él se quedó esperándome. En doble fila, ya sabe. - Y cuando salió, él le llevó de vuelta a casa. - Así es. Acaba de sacarse el carnet pero se maneja bastante bien. Le enseñé yo a conducir, no le digo más. - ¿Qué hora sería? - ¿Cuando salí de hablar con Bunjenjo? Aproximadamente, las doce del mediodía. La hora exacta estará registrada en la propia editorial. Para acceder a segunda planta es preciso coger una acreditación y devolverla a la salida. Torremocha consultó unas notas que tenía a su alcance. - En efecto, consta que usted devolvió la acreditación a las doce y tres minutos. - ¿Lo ve? El policía masculló algo por lo bajo durante unos segundos.

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    - De modo -continuó- que salió usted del despacho de Bunjenjo muy enfadado... y sin llevarse su original. - ¿Cómo? - El original de esa novela suya... ¿cómo se titula? - "Muertos pero no revueltos" -respondió el escritor, en voz muy baja. - Eso es. No se lo llevó ¿no es cierto? Quintanilla se pasó lentamente la mano por la frente. - Claro que no. Lo sabe usted bien. - Y ello, pese a que el señor Bunjenjo había dejado bien claro que no pensaba publicarlo en ningún caso. Quintanilla carraspeó al tiempo que se encogía de hombros. - Pues sí, así es. Con el acaloramiento de la discusión se me olvidó reclamarlo. Creo... creo que lo recordé mientras bajaba en el ascensor pero consideré preferible perder el original a regresar al despacho de Quintanilla. Torremocha frunció el ceño al tiempo que esbozaba una levísima sonrisa. - Otorga usted muy poca importancia a sus propios manuscri-tos. El autor de "¡Maten a Pascual Duarte!" sonrió abiertamente. - Verá, inspector... hace ya muchos años que escribo con ordenador. Los manuscritos o incluso los originales a máquina son cada vez menos frecuentes. Lo que yo entrego a los editores son simples, digamos... trabajos de impresora. Puedo obtener una copia idéntica a la que quedó en poder de Bunjenjo en sólo unos minutos. No les concedo ningún valor. - Entiendo... aunque en esta ocasión, supongo, ya habrá empezado a arrepentirse de su olvido. Quintanilla se mesó los cabellos mientras lanzaba un largo suspiro. - Por supuesto, inspector -murmuró, con voz cansina-. Puede usted imaginar hasta qué punto. Marijuli alzó la vista del informe y se dejó caer de espaldas contra el respaldo del sofá-cama. - ¿De qué están hablando? -murmuró, muy bajito-. "Olvidó su original". "Lo sabe usted bien". "Habrá empezado a arrepentirse de su olvido"... ¿A qué viene todo eso?

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    Como yo no disponía de la respuesta a aquellas preguntas permanecí en silencio, observando su rostro que, poco a poco, se fue iluminando. "Ya está" -deduje-. "Se le ha ocurrido algo". De repente, empezó a revolver frenéticamente los distintos documentos del expediente. - ¿Dónde diablos está el informe del forense? -gritó de pronto. - Lo... lo tengo yo -dije, alzándolo en la mano. - ¡Léemelo! - Te advierto que el principio es un poco desagradable... como tardaron cuatro días en encontrar el cadáver... en fin, ya sabes... cuando entraron en el despacho no debía de oler muy bien y... - Sáltate lo más escabroso. - De acuerdo. ¿Te describo las heridas? ¡Ejem...! "La víctima presenta un corte muy profundo en la parte derecha del cuello, abarcando casi la mitad de su circunferencia..." Huy... creo que esto también es muy fuerte. - Vamos, vamos... -se impacientó ella. - ¡Ejem...! Veamos... "...seccionando la carótida y la yugular... mmm... lo que tuvo que producir una gran pérdida de sangre como puede apreciarse por las manchas..." ¡Buoh...! Vaya carnicería... Espantoso ¿eh? ¿Sigo? - ¡Sigue, hombre, sigue! Tuve que inspirar profundamente un par de veces antes de enfrentarme con los siguientes párrafos, que aún no había tenido ocasión de leer. - "La víctima aparece sentada sobre el sillón, que ha sido reclinado hacia atrás. Presenta la cavidad bucal ocupada por un... - ¡Ahí está! -exclamó Marijuli-. Lee despacio a partir de ahí. - ...Cavidad bucal ocupada por un bloque de entre cien y doscientas hojas de papel tamaño Din-A4, fuertemente arrolladas según su eje longitudinal hasta constituir un objeto cilíndrico y muy contundente. Alguien, presumiblemente el autor de las demás lesiones, ha introducido este objeto con violencia en la boca de la víctima, desgarrando con él tejidos linguales y palatales e incluso fracturando algunas piezas de la dentición..." Oh, Dios mío... me estoy poniendo muy malo, Julia. !Ay...! Ay, ay... Ayayayayay... - Tranquilo. ¿No irás a vomitar, eh? ¿Vas a vomitar? No me vomites encima de la alfombra, que te mato. ¿Vamos al cuarto de baño? - ¡Ay...! No, no hace falta. ¡Ay, ay...! Ya... ya se me pasa... - Túmbate. Túmbate aquí... eso es. ¿Estás mejor?

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    - Sí, sí... Desde el sofá-cama pude contemplar cómo Marijuli cogía el informe del forense, que había resbalado de mis manos, y pasaba las páginas con nerviosa rapidez hasta detenerse cerca del final. - Aquí está -dijo, al poco-. Justo lo que imaginaba. - ¿El qué? ¡Espera! ¡No me lo cuentes aún! ¿Es muy asqueroso? - Sólo buscaba la identificación del objeto que apareció metido en la boca de Bunjenjo. - ¡Ay...! ¡Ay, madre...! Que me da... - ¡Eso es lo que convirtió a Quintanilla en el sospechoso número uno! ¿No adivinas de qué se trataba? - Ni idea. Lo dijo como si fuera la cosa más evidente del mundo. - El asesino le empujó hasta la garganta el original de "Muertos pero no revueltos". EL HIJO DEL ASESINO Estaba a punto de marcharme cuando sonó el teléfono. Marijuli corrió a contestar. - ¿Sí? ... Hola.... No, no me había acostado todavía.... Claro... oye, espera. Espera un momento ¿eh? Vino hacia mí y, literalmente, me empujó hasta el rellano de la escalera. - Mañana nos vemos en el instituto, Gil Abad. Gracias por todo. Mientras abría la puerta me estampó un beso en la mejilla. - Es el hijo del asesino ¿verdad? -susurré, señalando el teléfono con un movimiento de las cejas. - Mira que eres bruto. Hala, hasta mañana. - Te paso a buscar a las siete y media. - ¿Qué? ¿A las siete y media de la madrugada? ¿Para qué? - Tienes que devolverle el "Expediente Bunjenjo" al inspector Espada. - Es verdad -dijo, resoplando con fastidio-. De acuerdo. A las siete y media. Adiós. - Dale recuerdos a tu novio. De mi parte. - Bieeen... Adiós. - No se te olvide. - ¡Que no, pelma! Adiós. LUZ DE SODIO

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    No suelo llevar reloj porque la ciudad está plagadita de ellos. Casualmente, en la zona residencial a la que Marijuli y sus padres acababan de trasladarse, los relojes urbanos brillan por su ausencia. Ignoro, por tanto, qué hora era cuando salí de su casa. Sólo sé que me puse a esperar un autobús urbano y no pasó ninguno. Cuando, cercano ya a la muerte por congelación, me convencí de que tendría que esperar hasta el alba para coger un "33", y tras comprobar que no llevaba suficiente dinero para un taxi, decidí ir caminando hasta mi casa. Diciembre. Martes. De madrugada. Ni un alma por la calle. Hacía un frío polar. Soplaba un viento hosco y desapacible que, eso sí, mantenía el cielo limpio de nubes dejando ver buena parte de las cien mil estrellas de nuestro universo particular, pese al halo anaranjado producido por la luz de sodio de las farolas. (Aplausos por este párrafo. Gracias. Gracias...) Me acordé de mi padre, que habría tenido que cenar solo una noche más. Pobre... Con lo mucho que detesta cenar solo. Esperaba que, al menos, hubiese escuchado el mensaje del contestador en el que le decía que llegaría tarde esa noche pero que no se preocupase por mí, que es que tenía que investigar un asesinato.

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    11 DE DICIEMBRE. SAN DAMASO, CREO... LA MAQUINA DEL CHOCOLATE - ¿A dónde lo llevan? - Al juzgado. Torremocha ha dado por finalizada la investigación y lo pone ya a disposición de su señoría. A través de los cristales del despacho de Samuel Espada podíamos ver cómo una pareja de agentes uniformados conducía a Juan Quintanilla, esposado, hacia la escalera de bajada a los garajes de la comisaría. - No es posible... -musitó Marijuli-. He pasado toda la noche leyendo y releyendo esos informes. ¡No hay ni una sola prueba concluyente contra Quintanilla! - Bueno, bueno, yo no diría tanto -comentó el inspector-. Hay algunos detalles de peso. - ¿El qué? ¿Que el muerto apareció con una de sus novelas en la boca? ¡Vaya cosa! Acababa de discutir de ella con Bunjenjo. El original estaría encima de la mesa y el asesino cogió lo primero que le vino a la mano. Espada nos miró compasivamente. - Vaya caritas de sueño que lleváis. ¿Os apetece un chocolate caliente? Nos han puesto junto a los calabozos una máquina que lo hace bastante bueno. - Sí, por favor... -supliqué, bostezando como un hipopótamo. ALGO MAS El inspector registraba sus bolsillos en busca de monedas mientras caminábamos hacia la máquina del chocolate cuando, de pronto, sin mirarnos, sin alzar apenas la voz, dijo: - Hay algo más. Todo el frontal de la máquina era una preciosa transparencia fotográfica retroiluminada mediante rutilantes tubos fluorescentes. O algo así. Nada más verse frente a ella, Espada comenzó a introducir monedas por la ranura de un modo ligeramente compulsivo. Sólo cuando la máquina se hubo tragado el importe de tres consumiciones, el policía se decidió a continuar hablando. - El inspector Torremocha dedicó la tarde de ayer a leer la novela de Quintanilla. - ¿Qué? -preguntó Marijuli, incrédula. - Debió de costarle lo suyo porque la mitad inferior de las páginas está muy manchada de sangre. Pero Torremocha es un hombre paciente

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    y minucioso. Y muy lector. Se ha leído el "Quijote" de cabo a rabo ¿sabes? - Bueno, y... ¿de qué trata? - Creo que va sobre un viejo hidalgo castellano que enloquece de tanto leer libros... - Me refiero a la novela de Quintanilla, inspector. - ¡Ah! Ahí, precisamente, ha estado la pieza clave de la investigación. Condenado Torremocha... hay que ver la suerte que ha tenido. Prácticamente sin pensarlo va y acierta en la diana. Marijuli y yo cruzamos una mirada sorprendida. Su expresión me indicó que estaba empezando a perder la paciencia. Espada seguía apretando botones y colocando vasitos de papel plastificado sobre la repisa de la máquina, sin resultado alguno. - Inspector -dijo por fin Marijuli- ¿nos va a decir de una vez qué es eso tan interesante que descubrió ayer Torremocha... o sólo pretende que nos dé un ataque de nervios? - ¿Eh...? ¡Ah, claro! El argumento de la novela... ¿Qué diablos le pasa ahora a este condenado trasto? ¿Y el chocolate...? Ah, ahora sale... ¿A que no imaginas de qué trata? ¡Ay! ¡Ay, que me quemo...! Que conste que yo sólo sé lo que me contó Torremocha ¿eh? Vamos, que leerla, no la he leído... A ver, Ernesto, sujeta este vaso mientras saco el siguiente. Cuida, que está ardiendo. Han debido de subirle la temperatura a este chisme... Por lo visto, el tema central es el asesinato de un editor. Y las primeras sospechas recaen sobre un escritor de novelas policíacas despechado por las continuas negativas de la víctima a publicar sus obras. Noté cómo Marijuli se ponía instantáneamente seria. - Vaya... curiosa coincidencia -musitó. - Curiosísima. Pero eso no es nada... Resulta que en el capítulo primero se cuenta que el asesino ha utilizado como arma un... ¿cómo se llama? ¿Un borrador? - ¿Un... original? - Eso es. Tras degollar a la víctima con un abrecartas de plata, enrolla el original bien fuerte y... - No me lo diga -pidió Marijuli. - Sí te lo digo: Se lo mete dentro de la boca. A SORBITOS Durante los siguientes diez minutos, mientras se bebía a sorbitos el chocolate, Marijuli no despegó los labios. El inspector Espada tuvo que atender un par de llamadas telefónicas y yo me dediqué examinar con

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    atención las fotografías de los terroristas más buscados, por ver si alguno de ellos guardaba algún parecido con Danielito Quintanilla. No tuve suerte. Por fin, cuando ya íbamos a despedirnos, Marijuli recuperó el habla. - Una última cosa, inspector. ¿Le contó Torremocha cómo termina la novela? Quiero decir... ¿Le dijo quién era el asesino? Espada bebió un sorbito de chocolate antes de responder. - Sí. El asesino era el jefe de la víctima; el dueño de la editorial. Lo hace por motivos económicos. Su empresa está al borde de la quiebra y, con toda la publicidad derivada del crimen, la novela se convierte en un éxito de ventas. La empresa se salva pero él termina en la cárcel. - Ya -murmuró Marijuli-. Muy interesante... DE OFICIO Seguía haciendo muchísimo frío cuando salimos de la Comisaría de Centro y como, desgraciadamente, la distancia hasta el instituto no justificaba coger un autobús, hicimos andando el trayecto, que Marijuli se encargó de amenizarme convenientemente. - ¿Sabes para qué me llamaba Daniel ayer noche, cuando salías de mi casa? Estuve a punto de contestarle "no, ni me importa". - ¿Para llorar un rato en tu hombro? - Aparte de eso, para decirme que la defensa de su padre la va a llevar su madre. - ¿La mujer de Quintanilla? - Su ex-mujer, para ser exactos. Los padres de Daniel se divorciaron hace dos años. Se me escapó un silbido. - ¡Buoh...! No dejaba yo que me defendiese mi ex-mujer en un caso como este, por nada del mundo. - ¡Qué tonterías dices! ¿Qué sabrás tú? La madre de Daniel es una excelente abogada y como Quitanilla anda escaso de dinero, la elección estaba clara: O que se encargase ella del asunto o que lo hiciese un abogado de oficio. - Yo no habría dudado ni un segundo: El de oficio. Que, además, seguro que se las sabe todas. Inexplicablemente, Marijuli no me replicó. - En cualquier caso, le aguarda una tarea difícil. Las coincidencias entre el asesinato de Bunjenjo y la novela de Quintanilla no pueden ser fruto de la casualidad. Por tanto, el asesino es alguien que ha leído la

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    novela. Y hasta ahora, sólo tenemos certeza de que lo hicieran dos personas: Quintanilla... y el muerto. - Mal asunto para Quintanilla. Sin embargo, hacía un mes que le había entregado el original a Bunjenjo. En ese tiempo pudo pasar por muchas manos, dentro de la editorial. - Así es. Sólo espero que podamos averiguar qué manos fueron esas. BOSTEZO PAQUIDERMICO El madrugón me había dejado para el arrastre y aunque aguanté con bastante dignidad las dos primeras horas de clase, durante la tercera me vi atacado por tales bostezos que creí que se me iban a desencajar las mandíbulas. Además, no podía dejar de darle vueltas a lo de la ex-mujer de Quintanilla. ¿Por qué tenía la sensación de que allí había algo que chirriaba como los frenos de una locomotora? - ¡Gil Abad! - ¿Eh...? ¡Presente! -dije, poniéndome en pie como impulsado por un muelle. - Ya, ya veo que, por lo menos, estás aquí. A ver... ¿Qué puedes decirnos de Miguel Mihura? Cielos... en la inopia. Don Eulogio me había pillado en la mismísima inopia. Quizá ni eso: En los arrabales de la inopia. - Eeeh... ¿Mihura? -pregunté, muy despacio-. ¿Se refiere al escritor o al ganadero de reses bravas? - Dado que estamos en clase de Literatura y no de Tauromaquia, te dejo que lo adivines. - El... escritor. - Premio. Carraspeé un par de veces. Inspiré profundamente. Mi mente continuó obstinadamente en blanco. - Verá, Don Eulogio, lo cierto es que... ¡ejem...! no tengo muy buena opinión del señor Mihura y no me gusta hablar mal de alguien que no está presente para defenderse. - Ajá. Buena razón. Ahora escucha la mía, Gil Abad: Si no me dices de inmediato algo coherente sobre don Miguel Mihura te voy a poner un punto negativo del tamaño de un obelisco. Podía ser un farol. Aunque, bien pensado ¿para qué iba a echarse un farol don Eulogio? Y, menos, conmigo. - ¡Ejem! Comprendo. Bien... Mihura ¿eh? Mihura. Genial dramaturgo español. Uno de los padres no reconocidos del teatro del

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    absurdo. Sólo por haber escrito "Tres sombreros de copa" debería figurar con letras de oro en cualquier Historia de la Literatura Contemporánea. Don Eulogio se me quedó mirando de hito en hito, con la boca entreabierta. - ¿No tenías una mala opinión de él? -dijo, tras una pausa. - Acabo de darme cuenta de que... hasta ahora había sido injusto con el bueno de don Miguel. Rectificar es de sabios ¿no? - Lo es, Gil Abad. Lo es. Gracias. Puedes sentarte. Me dejé caer en la silla exhalando todo el aire de mis pulmones mientras lanzaba de soslayo una mirada agradecida a Marijuli quien, con su proverbial habilidad, acababa de "soplarme" la respuesta salvadora. RECREO - Gracias, Julia. Si no es por ti... Nos habíamos sentado en un rincón de la cafetería del Instituto donde yo trataba de poner mis neuronas en funcionamiento ingiriendo cantidades disparatadas de cocacola mientras ella daba buena cuenta de un donut de chocolate. - ¿Cómo es posible que no recordases que don Eulogio adora a Miguel Mihura? ¡Si fue lo primero que dijo al empezar el curso! - Ya sabes que todos los años me cuesta centrarme después de las vacaciones de verano. En realidad, hasta finales de octubre no conseguí adivinar siquiera qué asignatura impartía don Eulogio. - Eres un desastre. Cuando te he oído decir que tenías mala opinión de Mihura, casi se me caen los empastes de las muelas. En caso de ignorancia supina lo mejor es guardar silencio, Gil Abad. - Vale, vale... Tomo nota. Se pasó la lengua por los labios para quitarse los restos de chocolate y a mí casi me da un sofoco. Y si no me lo dio, fue porque justo en ese momento la cara de Daniel Quintanilla asomó por la puerta de la cafetería y Marijuli se levantó como un rayo para correr a su encuentro. Se besaron, se sentaron en otra mesa y se pusieron a hablar. Yo empecé a sentir mareos. Estaba apunto de marcharme cuando vi a Planas y Urgull, que también acababan de hacer su entrada, avanzando hacia mí con gran derroche de aspavientos. - ¡Gil Abad! - Hola, chicos. ¿Ya estáis de vuelta? ¿Qué tal os ha ido en el viaje de estudios? - Sensacional -aseguró Planas-. El museo del Prado, una pasada, oye. - ¿El Prado? Pero... ¿No habíais ido a Barcelona?

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    - Pues claro que sí -confirmó Nicasi-. ¡Barcelona! Lo que pasa es que este no se entera. Parece mentira que no lo conozcas. - ¡Atiza! -exclamó Planas-. ¡Ahora lo entiendo todo! Entonces, aquel montón de agua... - El mar, amigo Planas. El Mediterráneo. - Ya decía yo que era muy grande para ser el estanque del Retiro... Como a principios de ese curso nuestro instituto, el "Agustina de Aragón", se había unido al "General Palafox", que tenía su edificio casi en ruinas, todos los cursos se habían desdoblado en dos secciones, por orden alfabético. Y mientras Marijuli y yo pertenecíamos a la "A", Planas y Urgull, por razones de apellido, estaban ahora en la "B". Nos veíamos mucho menos que antes. Y yo los echaba de menos. - Bueno ¿qué? -preguntó Nicasi- ¿Cómo va tu asunto con Julia? ¿Te la ligarás por fin este curso? - Lo veo difícil -exclamé, abatidísimo-. Ahí la tenéis. Planas y Urgull se volvieron descaradamente hacia Daniel y Marijuli que, por supuesto, se percataron al momento. - ¿Quién es ese tipo? -preguntó Planas, con aire conficendial. - Un imbécil. - Pues tiene coche -apuntó Nicasi-. Lo he visto aparcando en el sitio reservado para profesores. - Es que es un imbécil de dieciocho años -expliqué. Nicasi se encogió de hombros. - A Julia siempre le han gustado los chicos mayores. ¿Os acordáis que ya en primero se quiso ligar a Héctor Cabezudo? Aquel que trabajaba en el parque de atracciones de su padre. - Claro. ¿Cómo podría olvidarlo? LA ABOGADA Era guapa, la ex-mujer de Quintanilla, eso no se podía negar. Y no aparentaba, ni de lejos, los cuarenta y cinco años que tenía. Cuando apareció ante nosotros llevaba el pelo castaño recogido hacia atrás y los labios apenas pintados; de ese modo, sus ojos verdosos, aumentados por unas gafas de profunda miope, concentraban todo el atractivo de su rostro. - Mamá: esta es Julia -dijo el insoportable Danielito-. Julia, te presento a Elvira, mi madre. Se miraron ambas durante tres o cuatro segundos, no más. Pero yo diría que fue un concienzudo doble examen. Por fin, la madre de Daniel se adelantó un paso, esbozó un amago de sonrisa y cruzaron los dos besos de rigor.

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    - Eres mucho más joven de lo que pensaba. O lo pareces. - Mamá, por favor... -intervino Daniel. - No es un reproche. Simplemente, me ha sorprendido -aclaró la abogada- Yo, a tu edad, también tenía fama de ser muy... espabilada. Luego, Marijuli me presentó a mí, aunque la ex señora de Quintanilla y yo nos limitamos a una sonrisa de cortesía que pareció agotar todo su interés por mi persona. - Dice mi hijo que puedes echarnos una mano, Julia. - Seguramente, nada que una gran abogada como usted no pueda hacer por sí misma. Elvira asintió, sin evitar mostrarse halagada. - Lo cierto es que algunos de los medios de que dispongo habitualmente no pueden ser utilizados en esta ocasión. Me refiero, por ejemplo, a la ayuda de investigadores privados. El inútil de mi ex-marido asegura no tener ni un duro. Y yo estoy dispuesta a prestarle gratis mis servicios... pero absolutamente nada más. Y aun eso, conste, lo hago por Daniel. - Comprendo -dijo Marijuli-. Precisamente es en ese aspecto donde quizá nosotros podamos colaborar. - ¿A cambio de...? Marijuli lanzó una de sus miradas radiográficas sobre Daniel. - A cambio de nada. Yo también lo hago por Daniel. La mujer ni siquiera parpadeó. Seguía esperando una respuesta. Por fin, Marijuli se la dio. - Sólo queremos estar puntualmente informados de todo lo concer-niente a este caso. No nos gusta hacer el ridículo... ni dar pasos en vano. ¿No es así, Gil Abad? - Ni más, ni menos. EL DIA DE AUTOS, DE NUEVO. SAN SABAS, EN EFECTO. SIN PUEBLO Cuando abandonó el despacho de Bunjenjo, Quintanilla cerró la puerta con tal violencia que todos cuantos circulaban por el pasillo, se volvieron a mirarle. Aparecía congestionado y sudoroso pero nadie le dio mayor importancia. Tras pasar media hora discutiendo con Bunjenjo lo raro habría sido aparecer sonriente y distendido. En un día inspirado, Bunjenjo era capaz de hacer perder los nervios a un monje budista. De hecho, por comparación con las tonantes amenazas de muerte proferidas por Quintanilla tras salir de su anterior entrevista

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    con Bunjenjo, cinco semanas atrás, la de hoy debía de haber sido casi, casi, casi una amigable charla entre colegas. Ya en el ascensor Quintanilla, tras respirar hondo varias veces y aflojarse el nudo de la corbata, comenzó a sentirse mejor. Cuando entregó en recepción la tarjetita con banda magnética incluso fue capaz de sonreír. - Adiós, señorita Céspedes. - Adiós, señor Quintanilla. - Está usted muy guapa esta mañana. - Muy amable. - ¿Qué? ¿Se va usted a algún sitio estos cuatro días? - Si. Me voy a mi pueblo. - Ah. ¿Tiene usted un pueblo? Dichosa usted. Yo soy de aquí, de la capital. No tengo un pueblo al que poder escaparme. No sabe cuánto lo echo de menos. En fin... que disfrute usted del "puente". - Gracias, lo mismo digo. Marinieves Céspedes se sintió a un tiempo sorprendida y halagada. Primero, por los inesperados piropos y la amabilidad de Quintanilla. Luego, porque el escritor se la quedase mirando de aquel modo tan descarado mientras ella cancelaba su acreditación. Jamás lo había hecho. En realidad, la idea que ella tenía de Quintanilla era la de un cardo borriquero con el carácter de un teniente de la Gestapo. DE NUEVO EL DIA 11. SAN DAMASO ¿NO? CESPEDES - Pero aquel día, no. Parecía feliz. Casi me hizo pasar un mal rato ¿sabe, señor juez? Porque yo no estoy acostumbrada a... no quiero decir que los hombres no me miren pero, vamos, que una es consciente de que no es Kim Basinger, ya me entiende usted. Aunque tampoco es de extrañar que... bueno, en realidad, lo que ocurre es que en mi trabajo hay dos clases de... de... ¿cómo le diría? Dos clases de super... supernovamás. Por un lado, los jefazos. Los de la cuarta planta, ya me entiende usted. Un jefazo te mira mal o te echa un rapapolvo y tú es que te desintegras viva, ya me entiende usted... y luego están los escritores. Por allí vienen muchos... bueno, claro, como es una editorial... Esos son la repera, tan... tan... interesantes. A mí me deslumbran ¿sabe? Sobre todo los que tienen barba. Si por mí fuera, para ser escritor debería ser obligatorio dejarse la barba. Y bien larga. ¿No cree? - Pues... no sé qué decirle...

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    - Hay uno, en especial, que es la monda. Uno catalán, que no recuerdo cómo se llama. Viene de cuando en cuando por allí y cuenta unas historias... ¡buoh...! Yo, es que me despepito con él. En el buen sentido de la palabra, ya me entiende usted. - Y lleva barba. - Sí, señor. Una barba larga y canosa, muy rara. Todos los buenos, llevan barba. ¡Ay, no! Espere... hay uno muy famoso que no lleva barba, ahora que caigo. ¿Sabe quién le digo? Un hombre ya mayor, que sale mucho por la tele... ¡el señor Fraga! - ¿Quién? - Fraga. Que le dieron un premio muy importante. te. Es gallego, como mi madre. - ¡Ah, ya! Me parece que se refiere usted al señor Cela. - ¡No, hombre! Yo digo ese que lo llaman don Camilo. - Pues claro: don Camilo José Cela. - No, no: don Camilo José Fraga. - Que no, mujer. El Fraga que usted dice se llama Manuel. También es gallego pero es un político. - No sé, no sé... me parece que es usted el que se confunde. El estenotipista, que transcribía la conversación, lanzó sobre el juez Carnicero una mirada de auxilio que éste recogió al vuelo. - Volviendo a lo nuestro, señorita Céspedes: Usted está segura de que don Juan Quintanilla abandonó la editorial a las doce y tres minutos. - Ya lo creo. Segurísima. - ¿No hay posibilidad de que él volviera atrás después de entregarle a usted la tarjetita esa? - No, no, claro que no. Como me puso tan nerviosa, lo seguí con la mirada cuando salió. Se fue. Subió a un coche de color natillas y se fue. - Perdón. ¿De qué color ha dicho que era el coche? -preguntó el estenotipista. BOREAL - Dígame, señor Boreal: ¿Cómo es posible que desde las doce, cuando salió Quintanilla, hasta las tres de la tarde, en que termina la jornada laboral en su empresa, nadie entrase en el despacho de la víctima? Ramón Boreal se removió en el asiento, tratando de acomodar sus ciento treinta kilos de masa corporal en la escuálida butaca del juzgado. Sin conseguirlo ni por asomo.

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    - Verá, señor juez: No se puede decir que Bunjenjo fuera un hombre popular entre sus compañeros. Llevaba dos años en la editorial y yo creo que no se había granjeado la amistad de... de absolutamente nadie. Quiero decir que dudo que hubiera quien le invitase a compartir un café a la hora del descanso de media mañana o cosas así. Pero eso no significa que no entrase nadie en su despacho. Como responsable de la colección Ficciones, muchos de nuestros empleados debían consultarle temas de producción con cierta frecuencia. - ¿Con qué frecuencia? - Ya le he dicho: Con cierta frecuencia. El juez Carnicero taladró al editor con la mirada. Le repugnaba aquel hombre, que había levantado un imperio editorial de seis mil millones apoyándose en buena parte en el éxito sin precedentes de "El Oso Mantecoso", el odioso protagonista de una serie de cuentos que su hijo de cinco años le pedía que le leyese todas las noches, sin faltar una, desde hacía meses. Carnicero había llegado a desear la muerte del Oso Mantecoso. Y, mira por dónde, ahora se podía decir que lo tenía delante. El Oso Mantecoso en persona. Tan blando y aborrecible como en los cuentos. Y, encima, estaba resultando muy poco colaborador. - Lo que quiero saber, señor Boreal, es si a don Juan Quintanilla le habría resultado posible adivinar que Bunjenjo no tendría más visitas esa mañana. Boreal movió de nuevo su corpachón tratando de evitar que sus abundantes carnes se desparramaran incontrolables por el despacho. La silla crujió agónicamente. - No creo que pudiera tener certeza de ello aunque... las probabilidades estaban a su favor. No sé qué decirle. Quizá Quintanilla decidió arriesgarse. - Entiendo... -murmuró el juez Carnicero mientras tomaba unas breves notas-. ¿Cree usted posible que otro empleado de la editorial hubiese leído el original del señor Quintanilla? Me refiero a... - Ya, ya, ya. Se refiere a "Muertos pero no revueltos", el que apareció... en la escena del crimen. Pues no. No lo creo posible. Ni siquiera yo lo he leído. Bunjenjo sólo daba a leer a sus colaboradores aquellos originales que pasaban su propio filtro personal. Cualquiera de ellos se lo podrá confirmar. Lo que a él no le gustaba, que era el noventa y nueve por ciento de lo que caía en sus manos, lo devolvía a los autores sin pedir una segunda opinión a nadie.

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    - ¿Está seguro de ello? - Segurísimo, señor juez. ORTUÑO - ¿En qué consiste exactamente su trabajo, Ortuño? - En vigilar, señoría. - Ya, ya... me refiero a... su jornada en Ediciones Boreal. - Ah. Llego un poco antes de las tres. Espero hasta que se han marchado todos los empleados. Luego doy una vuelta. Por si se ha quedado alguna puerta abierta. Si es así, la cierro. Conecto el sistema de alarma. Cierro la puerta principal. Y me voy. Sobre las tres y media me voy, señoría. - ¿Y no vuelve? - Por la noche, si me toca patrulla. Hago una ronda con el perro y el compañero. Bueno, con el compañero y el perro, quiero decir. Pero sin entrar al edificio. Señoría. - ¿Cuánto tiempo lleva usted en su actual trabajo? - Casi tres años. Pero llevo ya más de ocho como guarda jurado en otras empresas de seguridad, señoría. - Debe de ser usted un verdadero experto. - Modestia aparte, así es. Señoría. - ¿Cómo calificaría el sistema de alarma de que dispone la editorial Boreal? Ortuño meditó su respuesta por primera vez, apretando muy fuerte los ojos. - A ver, que recuerde... Hombre, no está mal. Sistema volumétrico de sensibilidad media. Cubre tejados, pasillos, vestíbulos de entrada, ventanas de la planta principal... Lo dicho: No está mal. Entiéndame, señoría: No está mal para un edificio de oficinas. Para el Banco de España sería algo escaso. - Ya... Dígame, Ortuño. ¿Conoce usted a todos los empleados de la editorial Boreal? - ¡Qué va, no, señoría...! Hablo un poquillo con Mari Nieves, la chica de recepción, y me suenan algunas otras caras pero nada más. Son más de doscientos empleados. ¿Cómo voy a conocerlos a todos? - Claro, claro... Y... ¿cómo sabe usted que el edificio ha quedado vacío y ya puede conectar la alarma? - Me lo dice el ordenador. Hay un ordenador que me dice si ya han salido todos. - ¿Y cómo lo sabe el ordenador?

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    - Por las tarjetitas amarillas, señoría. Hay que fichar al entrar y al salir. - ¡Ah, sí! Las famosas tarjetitas magnéticas. - Exacto. - ¿Le parece un sistema seguro, Ortuño? La expresión del guarda Ortuño se iba tornando más y más profesional. - Verá señoría... lo de las tarjetitas es sólo un sistema de control. No es un sistema de seguridad, propiamente dicho. Sirve para evitar que alguien quede accidentalmente atrapado en el edificio al conectar la alarma. Pero nada más. - Sin embargo, el jueves pasado hubo un hombre que quedó dentro del edificio. No sabemos si aún vivo o ya muerto pero el caso es que se quedó dentro. ¿Cómo explica eso, Ortuño? - Falló el sistema, señoría. - ¿Por qué? - No lo sé. - ¿Ni idea? Ortuño tragó saliva. - Me ha dicho el abogado de mi empresa que si no sé la respuesta a alguna pregunta diga que no lo sé. Eso, y que le llame siempre señoría, señoría. Marijuli dejó de leer, se oprimió las sienes y resopló largamente mientras miraba el reloj. Las siete y media de la tarde. Llevaba casi una hora leyendo y releyendo las diligencias de la instrucción del sumario que la ex-mujer de Quintanilla le había proporcionado. Tras ello, empezaba a no tener muy buena opinión del juez Carnicero. De momento, los interrogatorios a testigos dejaban mucho que desear, según su opinión. No hay nada peor que un juez que no sabe lo que busca. Decidió olvidar los interrogatorios y volver a los informes de la policía. Ya los había leído una vez pero no lograba dar sentido a muchos detalles. La policía fue avisada por el personal de la empresa de limpieza a las cinco y media de la madrugada del lunes siguiente. Bunjenjo llevaba casi cuatro días muerto en su despacho. Todo el largo puente de la Inmaculada y la Constitución. Parecía imposible. Una empresa tan informatizada, con doscientos empleados... y nadie lo había echado de menos.

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    Marijuli fue a la cocina y cogió una lata de cocacola del frigorífico. Al intentar abrirla, la anilla se le quedó entre los dedos sin cumplir su función. - Maldita sea... Abrió la nevera dispuesta a coger otra lata. Pero sólo quedaban naranjadas y cervezas. - Maldita sea... Buscó la caja de herramientas de su padre y con la ayuda de un martillo hundió un punzón en la parte superior del envase. Tiró del punzón con fuerza, logrando levantar levemente la lengüeta metálica y arrojándose parte del contenido de la lata sobre los pantalones. - ¡Maldita sea mil veces...! Parezco idiota... Con unos alicates tiró de la lengüeta que, por fin, se dejó arrancar de su alojamiento. Bebió la cocacola a grandes tragos, hasta que el picor del carbónico se hizo insoportable; y se inclinó entonces hacia adelante, apoyando las manos en las rodillas y lanzando un gemido. En ese momento, sonó el teléfono. - ¿Lo cojo? -grité desde su cuarto. - Sí, por favor. Sea quien sea, que te deje el recado. Tardó casi diez minutos en regresar de la cocina. - ¿Quién era? -preguntó entonces. - Tu futura suegra, la abogada. El juez ha decretado para tu futuro suegro una fianza de quince millones. Marijuli abrió unos ojos como platos de postre. - ¿Quince millones de pesetas? ¿Y de dónde va a sacar Quintanilla semejante fortuna? - Por ahora, de ningún sitio. Elvira va a presentar un recurso contra el auto del juez pero con pocas posibilidades de éxito, según me ha dicho. Al menos esta noche, Quintanilla va a dormir en la cárcel. Y es muy probable que tenga que hacerlo bastantes días más.

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    12 DE DICIEMBRE. SANTA JUANA F. CHANTAL (EN SERIO) VISITA - Quintanilla, acompáñame a la sala de visitas. - ¿Yo? ¿Por qué? - ¿Por qué? Porque tienes una visita, naturalmente. Creía que los escritores erais más espabilados. - Es que no espero ninguna visita. - ¿Ah, no? Pues, si quieres, la atiendo yo personalmente. ¡Je...! Ya me entiendes. El tono, envuelto en una indudablemente obscena segunda intención, desconcertó aún más al novelista. - Bien pensado, una visita es un acontecimiento de suficiente calibre como para no despreciarla por la sola circunstancia de resultar inesperada, carcelero González. Vamos a ello. - Anda, que no hablas raro tú, ni nada -comentó el funcionario mientras hacía girar la llave en la cerradura de la celda-. Ah, por cierto: resulta que a mi hijo le han mandado en el instituto leer tu novela, esa de un soldado que mata a su capitán durante unas maniobras, ya sabes. Tiene que hacer un resumen y como el chico anda tan cargado de trabajo con eso de la ESO y lo del fútbol... porque es un portero muy bueno ¿sabes? Tiene el mismo estilo que Zubizarreta. - ¿Y ese quién es? - ¡Huy, qué gracioso! Que quién es Zubizarreta, dice... El caso es que he pensado que se lo podrías hacer tú. El resumen, digo. Al fin y al cabo, aquí te sobra el tiempo y tú te sabrás la novela esa de memoria, supongo. El autor de "El oscuro asesinato de Bernarda Alba" adoptó durante un instante la pose de los coloquios. Esos coloquios que, ahora mismo, no sabía cuándo volvería a dirigir. - Supone usted mal, carcelero González. En realidad, apenas recuerdo de qué va. Como la mayoría de los escritores, yo jamás leo mis propias novelas. UN BUITRE, DOS BUITRES, TRES BUITRES Cuando entró en la sala de visitas, Juan Quintanilla permaneció unos segundos inmóvil, en pie, con aire estupefacto. De camino hacia allí había tenido tiempo de elucubrar sobre la posible identidad de su visitante. En quien primero pensó fue en Elvira, su ex-mujer y ahora también su abogada. Pero dado el estado de sus relaciones personales sabía que podía darse por contento con tenerla

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    presente durante los actos del proceso judicial. ¿Su hijo? No, tampoco. Apenas tenían nada que decirse en las actuales circunstancias. ¿Quizá un amigo? Imposible. No tenía amigos. ¿Y un compañero? Alguien de la profesión. Sí... eso sí podía ser. Aunque no recordaba llevarse bien con ninguno de sus colegas, no resultaba descabellado que alguno de ellos hubiese decidido pasar a verle. Desde luego, no para reconfortarle en tan penoso trance, no era tan ingenuo. Pero su caso bien podía ser fuente de inspiración para una novela de serie negra; y un escritor de misterio es fundamentalmente un buitre, un despreciable carroñero, hurgando siempre entre las páginas de sucesos, las comisarías y los juzgados de lo criminal en busca de un argumento novedoso o de un personaje "con garra". Su situación reunía ambas cualidades por lo que no sería de extrañar que... - Pasa. Tenéis diez minutos. Al entrar en la sala de visitas Quintanilla se sintió absolutamente desconcertado. Recorrió con la mirada la estancia de extremo a extremo sin descubrir ninguna cara conocida. A punto estuvo de volverse en demanda de explicaciones hacia el guardia González, que permanecía tras la puerta en posición de descanso. Sin embargo, en el último instante decidió aplicar el método deductivo que tan frecuentamente utilizaba en sus novelas. Ante su propia sorpresa, llegó con rapidez a la conclusión de que, pese a no conocerla de nada, su inesperada visitante no podía ser sino aquella chica con gafas y melena castaña que ocupaba el quinto locutorio. Su juventud y el inquietante atractivo que desprendía su rostro encajaban a la perfección con el grosero comentario con que se había descolgado minutos antes el carcelero. Sí. Tenía que ser ella. El hecho de que se tratase de la única persona presente en la sala, sin duda apoyaba su perspicaz hipótesis. - Hola -dijo, situándose frente a la muchacha-. ¿Eres tú quien ha preguntado por mí? - Buenos días, señor Quintanilla. El escritor la miró desconfiadamente mientras tomaba asiento con lentitud. - ¿Nos conocemos? - Sí, nos conocemos. El se encogió de hombros levemente, indicando su incapacidad para recordarla. - ¿Me puede firmar en una hoja de bloc? -preguntó entonces la muchacha, con marcada intención-. Es que he olvidado traer su libro. El escritor alzó las cejas hasta el nacimiento del pelo.

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    - ¡Dios mío! Ya recuerdo... Tú estabas en mi conferencia el día que me detuvieron. - Buena memoria. Me llamo Julia y me gustaría ayudarle. Quintanilla volvió a repasar el rostro de la chica. No era una belleza clásica, desde luego, pero... - ¿Y cómo piensas ayudarme, si no es indiscreción? - ¿Cómo? Encontrando al verdadero asesino, por supuesto. El hombre rió sordamente. - Ya... de modo que tú vas a conseguir lo que la policía no ha logrado. - La policía no cuenta. Su trabajo terminó cuando el inspector Torremocha, primero, y el juez Carnicero, después, decidieron que era usted el sospechoso ideal. ¿Para qué van a buscar otro? Quintanilla se acarició el lóbulo de la oreja derecha, un gesto muy personal. Seguía sin tomarse en serio a aquella chica. - ¿Y por qué crees que yo no maté a Bunjenjo? Motivos no me faltaban. Odiaba a ese hombre con toda mi alma. Era un creído y un inútil que despreciaba mi trabajo y estaba arruinando mi carrera y mi vida. De no verme implicado en ella, difícilmente me habría entristecido la noticia de su muerte. Julia tardó unos segundos en proseguir. Como si estuviese tomando nota de las afirmaciones del escritor. - Le agradezco la sinceridad. Y eso no hace sino confirmar mis sospechas. Usted no lo mató ¿verdad? Quintanilla se acarició el mentón. Raspaba a causa de la barba de dos días. - No, no lo hice. - Entonces... ¿por qué no colabora con el juez? ¿Por qué no le demuestra que no lo hizo? ¿Por qué no lo saca de su error? Estoy segura de que tiene usted suficientes argumentos para hacerlo. El autor de "Yo degollé a Juan de Mairena" bajó la vista, clavándola en la madera de la mesa. - Porque no pienso... lloriquear mi inocencia de juzgado en juzgado. Ya he mendigado demasiado estos últimos tiempos por los despachos de los editores. - ¿Usted? ¿Todo un Premio Nacional de Literatura? Quintanilla sonrió. Le encantaba recordarlo. - Eso fue hace veinte años. Desde entonces las cosas no me han ido demasiado bien. En realidad... me han ido bastante mal. Y con este asunto de Bunjenjo, he tocado fondo. Pero no pienso arrastrarme más. La

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    verdad acabará resplandeciendo por sí misma... o la mentira acabará conmigo. Tal como están las cosas el orgullo es lo único que me queda. Julia sacó una libretita e hizo en ella dos anotaciones, atrayendo hacia sí la atención de los vigilantes. - Bien -dijo después-. Entonces permita que yo le ayude. Responda a mis preguntas. Proporcióneme la información que necesito y yo haré por usted el trabajo sucio de demostrar que no es culpable. Quintanilla movió la cabeza suavemente, como uno de esos peluches contrapesados que se colocaban en las bandejas traseras de las automóviles. - Déjalo ¿quieres? Todo esto es tan absurdo que casi no puedo creerlo -musitó-. Y estoy tan cansado... Julia miró al hombre durante unos instantes y luego se levantó de su silla. - No he venido hasta aquí para escuchar sus lamentos, señor Quintanilla. Esperaba que usted me ayudase a sacarle de este apuro; pero si no está dispuesto a colaborar conmigo... Quintanilla la miró largamente y Julia creyó descubrir una llamada de auxilio en sus ojos. Pero sólo en sus ojos. - Lo siento, hija mía. No puedo decirte más. - Se equivoca. - ¿En qué? - Yo no soy su hija. ESTUPIDA CONCIENCIA Julia salió de la macrocárcel de Zuera con paso calmo, contemplando las instalaciones recién inauguradas. Pasó por tres verjas automáticas hasta llegar al control central, en el que le devolvieron su carnet de identidad tras hacerle firmar en una ficha de cartulina. En el aparcamiento de visitantes la esperaba Daniel. Apenas la vio aparecer por la puerta del edificio principal, se apeó del "127 Fura" y corrió hacia ella. Julia lo vio venir y no pudo evitar una nueva oleada de deseo. Era una reacción automática nunca antes experimentada. Siempre que lo miraba de lejos, especialmente si él no se percataba de ello, sus pensa-mientos comenzaban a girar en torno a la atracción que le producían sus gestos, su modo de moverse, sus facciones, sus ojos oscuros, su sonrisa... Lo que más la sorprendía era darse cuenta de ello y no poder evitarlo.

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    "Estas enamorada como una imbécil. Totalmente embobada. Te das cuenta ¿no?" "Claro que me doy cuenta. ¿Y qué? Alguna vez tenía que ocurrir" "Pero precisamente con él... Si no es tu tipo" "¡Qué sabrás tú cuál es mi tipo!" "¿Cómo no voy a saberlo? Soy tu conciencia. Llevo contigo toda tu vida" "Pues nadie lo diría". - ¿Qué te pasa? -dijo Daniel- ¿Por qué pones esa cara? - ¡Ay! ¿Eh? No, por nada... Ella sonrió, un poco asustada, sin estar muy segura de si no habría expresado en voz alta sus últimos, estúpidos pensamientos. - ¿Te han dejado verlo? ¿Cómo está? Julia carraspeó, tratando de volver a pisar con los pies en el suelo. - Yo creo... que está bien. Quizá un poco desanimado pero sereno. Desde luego, no es el mismo hombre brillante que hasta hace dos días fustigaba con despiadadas ocurrencias a los asistentes a sus coloquios. - ¿Qué te ha dicho? - Poca cosa. Por supuesto, no cree posible que yo pueda ayudarle. El chico sonrió mientras le pasaba a su novia el brazo por los hombros, camino del coche. - No puedes culparle, Julia. El no te conoce. No te conoce como yo. No sabe de lo que eres capaz. Julia hizo un gesto con la cabeza para apartarse el flequillo de los ojos. - Quizá no confía en mi ayuda porque es culpable. ¿No has pensado en ello? - ¡No! -gritó Daniel, de un modo algo excesivo-. No, Julia. Mi padre no es culpable de ese crimen. Te lo aseguro. Es imposible. Imposible. Es mi padre, lo conozco bien y sé que no es un asesino. Y tú tienes que encontrar la forma de demostrarlo. Por favor. Por favor... Julia se dejó besar sin demasiada convicción. - Confia en mí, Daniel. Voy a hacer todo lo que pueda, te lo prometo. Creo que tu padre no es culpable de ese crimen, de veras. Lo que ocurre es que... una cosa es creerlo y otra, demostrarlo. Y, desde luego, ayudaría mucho encontrar a alguien que hubiese visto a Bunjenjo vivo tras aquella entrevista en la que ambos discutieron. - ¡No te fastidia! -exclamó el chico desabridamente-. ¡Si tuviese a esa persona no te necesitaría a ti! Daniel se percató al instante de que acababa de cometer un error. Trató de enmendarlo torpemente. - No te necesitaría... para sacarlo de este embrollo, quiero decir. No me entiendas mal. A ti siempre te necesito, Julia. Te necesito mucho. Te necesito siempre...

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    Se acercó de nuevo a ella, que se dejó besar una vez más aunque, ahora, sin apenas corresponderle. - Vamos, no te pongas así -le pidió Daniel-. Ha sido sólo... una frase desafortunada. Julia sonrió, al fin. - Claro... Disculpa. Quizá soy demasiado quisquillosa. Si fuera policía lo llamaría deformación profesional. A Daniel le costó sonreír. - Eh, eh... que no estás con un delincuente. Estás conmigo. - Sí, contigo. Y... ya que tu padre no se muestra muy colaborador... espero que tú sí lo seas. - Pues claro, en todo lo que haga falta. ¿Qué estás tramando? - Sube al coche y te lo cuento por el camino. TODAS LAS MULTAS Sobre el asiento del acompañante había un papel de color rosa que Julia recogió antes de sentarse. - ¿Qué es esto? ¿Otra multa? Daniel se encogió de hombros. - Yo no sé qué me pasa. Parece que atraigo a los municipales -dijo, en tono frívolo-. Hay gente que se pasa la vida aparcando en prohibido y nunca los pillan. En cambio yo... Daniel abrió la guantera y arrojó el papel dentro. Antes de que pudiera cerrar la tapa, Julia metió la mano y sacó casi una docena de papelitos de color rosa. - Pero... ¡Hombre, por favor...! Si parece que las coleccionas. Aparcamiento indebido... giro prohibido... semáforo en rojo... aparcamiento... aparcamiento... ¡qué barbaridad! ¿Las pagas todas? - Pues... no. Tengo pensado recurrir las denuncias. A ver si convenzo a mi madre para que me redacte unos buenos recursos. Al fin y al cabo, ella fue la que me regaló el coche, así que la mitad de la culpa es suya. Oye ¿y eso que me ibas a contar? Julia aún sostenía los impresos de las denuncias en la mano. Se había quedado pensativa, mirándolos. El sonido de la puesta en marcha del motor pareció hacerla despertar. - ¿Qué? - Pues eso: que ibas a contarme algo. - ¿Sí? No sé... -dijo-. Se me ha ido de la cabeza. Ya me acordaré, no te preocupes.

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    Daniel puso el intermitente y salió del aparcamiento sin mirar, obligando a frenar bruscamente a un "Corsa" que se acercaba incautamente y que le lanzó un destemplado bocinazo. Les quedaban veinticinco kilómetros de autovía hasta la ciudad. Tras haber recorrido en un silencio absoluto algo más de la mitad del camino, Julia se volvió de pronto hacia Daniel. - Dime, ¿has leído la novela? - ¿Cuál? - ¿Cuál va a ser? "Muertos pero no revueltos". - Pues... no -contestó el chico, tras un carraspeo. - Me alegro. Eso te descarta como sospechoso. - Vaya, menos mal. Aunque confiaba en no haberlo sido nunca. Al menos, para ti. Transcurrió un minuto de silencioso asfalto bajo las ruedas del auto antes de que Julia reanudase la conversación. - El caso es que a mí sí me gustaría leerla. Tendréis una copia en casa, supongo. Daniel tardó de nuevo unos segundos en contestar. - No. Creo que no, que el único ejemplar disponible es el que terminó en la garganta de Bunjenjo. - Vaya. Pero... no será problema acceder a la memoria del ordenador de tu padre ¿verdad? WORDPERFECT La cara con la que Danielito Quintanilla me abrió la puerta de su casa no es para ser descrita con palabras. - Gracias por venir tan rápido, Gil Abad. - Aún no entiendo qué hace este aquí -rezongó Daniel. mirándome con odio. - Me dijiste que tu padre utiliza el programa Wordperfect para escribir sus novelas ¿no? Y que tú no sabes manejarlo. - Así es -admitió el joven Quintanilla de mala gana. - En ese caso, necesito a Gil Abad. Es un experto en WordPerfect. - ¡Qué afortunada casualidad! -dijo él, con retintín. * * El despacho de Quintanilla era un lugar que casi rozaba lo extrava-gante. Inundado de libros y de recuerdos, con una mesa ligeramente ostentosa para recibir a las visitas y una rinconera de trabajo ante la que destacaba una preciosa silla Stokke, muchísimo más cara, sin duda, que el antiguo y lento ordenador que el autor de "Todos los criminales se llaman Diéguez" utilizaba para escribir sus obras.

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    Con un gesto de las cejas, Marijuli me indicó que era ya el momento de ponerme a la tarea que ambos habíamos acordado en nuestra previa conversación telefónica. Me acomodé con ciertas dificultades en la "Stokke" y conecté el ordenador, un asqueroso "386" clónico, de padre desconocido y cuyo ventilador emitía un irritante sonido, similar al de un aparato de aire acondicionado a punto de reventar. Tras dejar pasar todos los mensajes de autochequeo tecleé "win". Al poco, apareció una ventana personalizada con el nombre QUINTANI-LLA y desde ella hice correr WordPerfect. - Ya lo tengo. Hay varios subdirectorios pero tiene que estar.... aquí. Seleccioné NOVELAS y abrí la lista de archivos, que estaba compuesta, a su vez, por nuevos directorios. - Abre ese -dijo Marijuli, señalando con el dedo el titulado REVUELTO.S - Allá va. Entrar. Entrar de nuevo... Bien: Ahí lo tienes. Sólo tres archivos. Uno de ellos es la copia automática de seguridad que elabora siempre WordPerfect. El otro... ¿qué es esto? Ah, ya veo. Una portada, con su dibujito y todo. Y, por último, el que se titula TEXTO. Ese debe de ser el texto de la novela. - ¡Qué agudo eres, compañero! - Menos guasa, jefa. ¿Entramos? - Hasta la cocina y sin preguntar. - Lo haremos desde "Mirar documento". Así evitamos que se pueda borrar algo por accidente. - Lo que tú digas, admirable experto informático. - A