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ORTEGA ANTE GOETHE JULIÁN MARÍAS

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ORTEGA ANTE GOETHE

JULIÁN MARÍAS

A M I S T A D C O N G O E T H E

A pesar de ser tan notoria la atracción que Goethe ejerció sobre Ortega, pocas veces se la ha considerado, quizá nunca se ha tratado de verla en su detalle y, sobre todo, de descubrir su figura y su condición precisa. Y no es fácil entender a Ortega si se omite su relación con Goethe, si no se persigue la historia - l a larga his tor ia- de esa relación compleja.

Las citas de Goethe jalonan la obra entera de Ortega, desde 1906 hasta el final, es decir, durante medio siglo. Mientras otros autores aparecen en una fase y desapare­cen en otra, surgen al hilo de una lectura o con ocasión de una preocupación, un problema, un estado de ánimo, la permanencia de Goethe a la vera de Ortega - a veces en forma de lectura fresca, otras en figura más vaga de re­cuerdo lejano, acaso como relectura precisa desde una cuestión personal—, si se mide lo que eso significa en una trayectoria biográfica, da mucho que pensar. Pero ade­más, lo interesante no es la cuantía, sino el modo. Por­que no se trata sólo ni principalmente de ideas. Cuando Ortega cita a Goethe —con tanta frecuencia—, lo suele ha­cer de un modo muy singular. No es que las critique, ni tampoco que las "apruebe", que le parezcan verdad, sino que se las apropia. Apenas hay otro caso —desde luego.

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no lo hay en igual med ida - en que Ortega haga de tal manera suyas las citas de otro autor. La verdad es —y esto es lo insól i to- que Ortega se dice con palabras de Goethe, y casi de nadie más. Alguna vez de Platón, de Descartes, excepcionalmente de Dante, ciertamente de Cervantes, pero aun así aisladamente, sin continuidad, sin volver a ellos una y otra vez, buscándose a sí mismo.

Ese gesto con el cual Ortega se vuelve a Goethe, para echar mano de él. . . ¿qué significa? El clasicismo es, ante todo, herencia. Patricios - h a escrito Or tega- llamaban los romanos a los hijos de alguien que podía testar y deja­ba herencia. Los otros eran los proletarios, descendien­tes, pero no herederos. Nuestra herencia consistía en los métodos, es decir, en los clásicos. El gesto de Ortega, vuelto hacia Goethe - n o nos engañó la primera impresión fisiognòmica-, es un gesto patricio. En la medida en que Ortega vivió de Goethe, fue heredero de él, se dijo con sus propias palabras, éste fue clásico para Ortega, ejerció res­pecto de éste esa sutil función vital. Pero como, a su vez, Goethe había vivido de los clásicos, el prototipo del here­dero espiritual era el patricio, clásico en segunda poten­cia. Plantear el problema del clasicismo a propósito de Goethe en Ortega, de la presencia efectiva de Goethe en la propia vida de Ortega, es una manera breve y perento­ria de irle al cuerpo.

Pero la herencia humana, la vital, la histórica, tiene sus problemas y siempre se hace "a beneficio de inventa­rio", aunque no se quiera. Lo que heredaste de tus pa­dres, conquístalo para poseerlo, decía Goethe, y repetía con él obstinadamente Ortega. ¿Qué quiere decir esto? No se piense sólo en lo más obvio, sobre todo cuando esta

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frase se emplea en un contexto doctrinal: la exigencia de repensar lo que se recibe. Hay algo más importante y hondo, algo que, al menos, insufla Ortega en la sentencia de Goethe —y en eso consiste su "hacerla suya"—: la idea orteguiana, arraigadísima, uno de los núcleos decisivos de su moral y de su metafísica, de que nada propiamente hu­mano es dado al hombre, sino sólo con qué hacerlo. Y a convicción corresponde el temple que poéticamente ex­presaba Goethe en los dos versos que Ortega gustaba de repetir:

Yo un luchador he sido, y esto quiere decir que he sido un hombre.

Ortega siente a Goethe como el artista de la vida, el clásico de la vida; es decir, su figura aparece inmediata e intrínsecamente revestida de una significación moral. Y esto en múltiples formas. Desde la teoría —el último de­seo, Luz, más luz, del viejo arquero ejemplar— hasta la norma y el orden:

Vivir según capricho es de plebeyo; el noble aspira a ordenación y a ley.

Al formular Ortega esta norma goethiana, revivía el imperativo del "noblesse oblige", previvía o presentía el "exigirse" como condición radical del hombre auténtico frente al hombre-masa. De ahí la estimación de Goethe por el hombre que lleva un diario, que Ortega aprueba, pero matiza, desligándolo del detalle del diario, quedán­dose sólo con la atención, el cuidado de la vida. Cuando

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Ortega, en un pasaje esencial, postulaba el cuidado de la vida, llevaba a su perfección —y a su máxima hondura - la norma goethiana: Se ha exagerado mucho en los últimos tiempos el valor del arte, y, sin que yo pretenda ahora dis­minuirlo, haré notar que el arte supremo será el que haga de la vida misma un arte. Deleitosa es la pintura o la mú­sica; pero ¿qué son ambas, emparejadas con una amistad delicadamente cincelada, con un amor pulido y perfecto ' La forma soberana del vivir es convivir, y una convivencia cuidada, como se cuida una obra de arte, seria la cima del universo. La época en que nosotros hemos sido educados ponía sus cinco sentidos y toda su atención en la política, o en la economía, o en la ciencia; sólo una cosa había en que no paraba mientes, sólo una cosa hacía sin atención y a la diabla. ¿Cuál? Vivir. Afortunadamente, múltiples signos anuncian que los hombres van a corregir este olvi­do y aplicarán sus mejores efuerzos a hacer de sus propias vidas un edificio lo más perfecto posible. Se inicia una nueva forma de la cultura —la vida selecta y armoniosa—; despierta un arte nuevo: la vida como arte, el refinado sentir, el saber amar y desdeñar y conversar y sonreír. . . Frente a ese arte sumo, todos los demás, poesía, música, pintura, pasan a ocupar un segundo término, como mero ornato, fondo y aditamento a la vida.

También hace suyas Ortega palabras de Goethe cuan­do se propone superar el provincianismo: Sólo entre to­dos los hombres se llega a vivir lo humano. O, de mane­ra menos directa, más alusiva y poética:

De Dios es el Oriente, de Dios el Occidente;

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las tierras de Norte y Sur descansan en la paz de sus manos.

Pero de esa actitud brotan más complejas doctrinas, nacidas de pareja vivencia de la realidad: el perspectivis-mo, la afirmación de la irreductibilidad de cada hombre, de cada país, de cada época; y la necesidad de todos, el ecumenismo, la imposibilidad de atenerse al espacio con­finado de un "clasicismo" de cartón piedra; esto es lo que pasa, dice Ortega, cuando en vez de aprender filolo­gía helénica intentamos ser griegos, como Goethe lo in­tentó; entonces advertimos la angostura de aquel paisa­je. En uno de los primeros textos en que Ortega, a propó­sito del verdadero y el falso clasicismo, llega a la noción de razón histórica, muestra lo problemático de que nues­tra cultura sea la única, y agrega que, si acaso lo fuera, sería precisamente por creer no serlo, y al plantearse la cuestión volverse problemática. Es decir, que esto nos lleva, precisamente, a abandonar toda exclusiva preten­sión de helenismo o europeísmo y "tratar con los negros y los mastodontes".

Esta actitud, tomada en su dimensión más honda, se podría llamar afirmación de la realidad, de toda realidad (que es precisamente lo que hace el clásico, pero nunca el "clasicista", el provinciano). Ortega recuerda la frase de Goethe: Shakespeare acompaña a la Naturaleza. Y ese acompañar es siempre un respeto a la realidad, la per­suasión de que siempre "hay más", de que ésta no se re­duce a nada previamente asignado, a nada que "sepamos ya". Goethe - d i ce Or tega- llamó delicadamente a la re­lación de su vida "Verdad y poesía", como si dijera: yo

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cuento mi leyenda, que es lo único que sé, para que un día descubra otro en ella la verdad de mi historia. Y ese respeto a la realidad no es, en definitiva, otra cosa que re­ligiosidad. Decía Goethe que los hombres no son produc­tivos sino mientras son religiosos: cuando les falta la inci­tación religiosa se ven reducidos a imitar, a repetir en ciencia, en arte, en poesía. Tal y como Goethe debió pensar esto me parece gran verdad; la emoción de lo divi­no ha sido el hogar de la cultura y probablemente lo será siempre - así escribía Ortega en sus años de mocedad, con actitud que lo acompañó s iempre- . Y volvía a citar a Goethe: Heme aquí subiendo y bajando cerros y buscan­do lo divino "in herbis et lapidibus". Y en su primera sa­zón de madurez, en un momento de singular solemnidad intelectual, Ortega escribía: El azul crepuscular había inundado todo el paisaje Las voces de los pájaros vacían dormidas en sus menudas gargantas. Al alejarme de las aguas que tornan, entre en una zona de absoluto silen­cio. Y mi corazón salió entonces del fondo de las cosas, como un actor se adelanta en la escena para decir las úl­timas palabras dramáticas. Paf. . paf. . . Comenzó el rítmico martilleo y por él se filtró en mi ánimo una emo­ción telúrica. En lo alto, un lucero latía al mismo com­pás, como si fuera un corazón sideral, hermano gemelo del mío y como el mío lleno de asombro y de ternura por lo maravilloso que es el mundo. Alguna vez he señalado si no bastaría ya este temple básico, esta "sensación cós­mica" de donde suele nacer la filosofía, para distinguir ra­dicalmente las suyas de aquellas otras que consideran que toda realidad está "de t rop" y, tomada en serio, provoca la náusea.

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Pero donde se muestran las afinidades de Ortega con Goethe, donde aquél gusta más de servirse de las ex­presiones de éste, donde se siente en esencial unidad con él, es en la esfera de la teoría y en sus modos de enten­derla. Platónicamente, Ortega se declaraba <pCKoueáynx>v, amigo de mirar. Y recordaba, con inequívoca compla­cencia, que Goethe por su parte había confesado: El órgano con que yo he comprendido el mundo es el ojo (Das A uge war vor alien anderen das Organ womit ich die Welt fasste), y que Emerson había añadido: Goethe sees at every pore. Pero ese ver goethiano es más bien un pen­sar con los ojos. Y, por otra parte, si bien Ortega recuer­da que suele, con Goethe, oponerse la gris teoría a la vida, evocando los dos famosos versos

Grau, teurer Freund, ist alie Theorie, und grün des Lebens goldner Baum

(gris, querido amigo, es toda teoría, y verde el árbol do­rado de la vida), no es menos cierto que ha sido Ortega el que más profundamente ha mostrado que la teoría ha de ser narración, que la razón ha de ser vital, que la teoría, para serlo en plenitud, tiene que verdecer, como el árbol dorado de la vida.

Y cuando Goethe dice Las cosas son diferencias que nosotros ponemos, es difícil no pensar en la orteguiana idea de las interpretaciones; pero habría que eliminar del punto de vista goethiano su resabio idealista, pues para Ortega lo decisivo no es que nosotros pongamos las inter­pretaciones, sino que las ponemos sobre lo real con lo cual tenemos que habérnoslas; es decir, que son interpre-

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tac-iones de la realidad, sobre la cual ponemos, si quiere decirse así, nuestras diferencias o modos. Ortega recoge las imágenes goethianas referentes al conocimiento: Cada nuevo concepto es como un nuevo órgano que surgiese en nosotros; Todo hecho es ya una teoría. Y si Goethe con­cede la palma del universo a la eterna inquieta, eterna mo­za, hija de Júpiter, la Fantasía, Ortega llevará a su extremo esta excelencia y predilección, en doctrinas en lasque no es necesario insistir: la vida es faena poética, el triángulo y Hamlet son de la misma familia, la ciencia es fantasía exacta. Pero, sobre todo, la vocación de luz y claridad, la vocación teórica, querida por ella misma:

Ich bekenne mich zu dem Geschlecht, das aus dem Dunkeln ins Helle strebt,

cantaba Goethe; y Ortega traducía y repetía una vez y otra:

Yo me confieso del linaje de esos que de lo oscuro hacia lo claro aspiran.

Y parafraseaba los versos famosos de Der Sänger:

Das Lied, das aus der Kehle dringt, ist Lohn, der reichlich lohnet,

triunfo de la actividad del pensador, del escritor, del artis­ta, que encuentra en sí misma su premio:

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Es el canto que canta en la garganta el pago más gentil para el que canta.

En cambio, nunca, que yo recuerde, recogió Ortega la famosa cita de Goethe: Prefiero una injusticia al desor­den, porque el desorden es causa de mil injusticias. Y eso que se la puede tomar rectamente, y no como se la suele entender, abusivamente, como si Goethe hubiese dicho prefiero la injusticia al desorden; Goethe decía que pre­fería una injusticia al desorden, porque éste es causa de mil injusticias; es decir, lo que Goethe prefería es una injusticia a mil, no cualquier orden al precio de cualquier injusticia.

El interés de Ortega por Goethe culmina, como era de esperar, en la interpretación de la vida misma, y de la vida como exigencia de autenticidad. El gran invento de Goe­the -su lírica— radica en haberse atrevido a cantar aque­llas personalísimas inquietudes de su pecho en que nadie se había antes parado. Por eso, cuando habla de sus obras completas, puede llamarlas "La edición de las huellas de mi vida . . . " Y en otro lugar dice que la obra literaria no es en Goethe cosa distmta de su propia vida personal, y recuerda que, cuando componía la Ifigenia, quería leérsela Goethe a la Santa Agata de Rafael, porque nada debería decir Ifigenia que no hubiera podido decir Santa Agata.

Cuando Ortega va a mostrar el carácter de la vida hu­mana, cuando busca antecedentes pretéritos a su doctri­na, encuentra, con Eckehart, a Goethe, que proclama: Cuanto más lo pienso, más evidente me parece que la vi­da existe simplemente para ser vivida. Y toma la realidad

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humana tal como es, dentro y fuera, varón y mujer:

Nada hay dentro, nada hay fuera; lo que hay dentro, eso hay fuera.

Y en la obra de Ortega responden a esa vislumbre teo­rías enteras: la expresión, fenómeno cósmico; la carne, realidad expresiva, la teoría de la mirada y de los modos de mirar, la diferencia entre el hombre y la mujer, la rela­ción de uno y otra con su cuerpo. Y la influencia de la mujer en la historia, la administración de la sonrisa de Beatriz, con la que rige al hombre y a través de él el mun­do, es el profundo suceso que bajo la superficie histórica siempre se renueva, y Goethe expresó en palabras casi nunca entendidas:

El E temo-Femenino nos atrae hacia las alturas,

o, como luego dice la "Mater Gloriosa" dirigiéndose a Margarita:

l Ven! Asciende a las esferas sublimes, que si él te presiente, él te seguirá.

Podríamos hablar, como hacía Brentano, de cierta "congenialidad". Yo preferiría hablar, sin embargo, de una amistad con Goethe. Se podría hacer una interpreta­ción del clásico como compañía. Y así, también de la "paternidad" del clásico, o, si se prefiere - y o lo prefe­riría—, del clásico como "padrino", que nos busca un

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Ortega se preguntó perentoriamente "¿Quién es Goe­the?" en el momento decisivo de su trayectoria vital: en aquel momento —1932— en que, si no me equivoco, se encuentra el punto de inflexión de su pensamiento y de su biografía. No fue un azar —un azar externo de cente­nario—; fue la incidencia del tema con la madurez de las posibilidades teóricas de aprehensión de la realidad pro­blemática. Goethe desde dentro fue el punto de conden­sación de una doctrina que se venía gestando e insinuan­do desde años atrás, que se inicia a partir de aquí en for­ma distinta y más plena.

El punto de partida se podría encontrar en estas pala­bras de Ortega: La conciencia de naufragio, al ser la ver­

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nombre. "Dime tu nombre" —ésta es la instancia que el hombre hace eternamente al clásico—. Se trata del descu­brimiento de uno mismo, hombre histórico, nacido en continuidad, heredero, a través del clásico. Todo gran poeta, señora, nos plagia, dijo una vez Ortega, pensando en Rabindranath Tagore.

Pero al buscarse uno a sí mismo a través del clásico, hay que buscarlo a él. Otra vez, y ahora en otro sentido, "Dime tu nombre" para que yo pueda saber el mío. Or­tega tiene un día que preguntar: ¿Quién es Goethe'i Ese día se descubre así mismo en lo más radical; y a la vez, sólo encuentra a Goethe desde su propia verdad, alum­brando una porción esencial de su más radical y personal doctrina.

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dad de la vida, es ya la salvación . Por eso yo no creo más que en los pensamientos de los náufragos. Es preciso ci­tar a los clásicos ante un tribunal de náufragos para que allí respondan ciertas preguntas perentorias que se refie­ren a la vida auténtica. Ortega, que tanto tiempo había "convivido" con Goethe, en esencial "amistad" con él, que de tan singular manera se había dicho con expresio­nes goethianas, haciéndolas suyas; que había tenido a Goethe como "padr ino" que nos busca un nombre, tie­ne que enfrentarse con él ahora de esta nueva manera ra­dical, haciéndolo ser clásico para nosotros, es decir, con otras palabras, justificarse ante la vida. Al hacerlo así des­cubrió a Goethe en su más radical perspectiva - y a vere­mos cuá l - , y para hacerlo tuvo que forjar una de las pie­zas mayores de su propia doctrina filosófica.

Goethe quiso ser clásico; éste es, para Ortega, su pe­cado. La voluntad de clasicismo es una forma de inauten-ticidad. Se "resulta" clásico —si es que se resulta—, casi siempre sin haber pensado en ello, más bien contra toda pretensión deliberada. El clásico verdadero suele ser el clá­sico "malgré luí". Por esto Ortega pedía que se tratase a Goethe de acuerdo con esta situación y no con aquella voluntad suya, y postulaba que alguien escribiese " un Goethe para náufragos".

La pregunta decisiva, fundamental, que hay que ha­cerse es - n o lo olvidemos- ¿Quién es Goethe'i El inten­tar responder en serio a ella llevó a Ortega a hacer descu­brimientos esenciales dentro de su teoría de la vida huma­na, y con ello a una comprensión del hombre como per­sona, que no suele aparecer en las doctrinas filosóficas, tan cargadas de materialismo, aunque se llamen a sí mis-

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mas "esplritualismos". En el caso del propio Goethe, tan perspicaz, su "biologismo" enturbió sus penetrantes intui­ciones acerca de la vida: es decir, lo que Goethe veía —y veía bien: tout ce qu'un homme a vu est vrai, decía el P. Gratry—, lo entendía, lo interpretaba desde ciertas con­vicciones que introducían perturbaciones gravísimas en su visión, tan certera.

Ortega empieza por rectificar la forma misma de la pregunta tradicional, que da por supuesta —viciosa, erró­neamente - la contestación : no ''¿qué soy yoT\ sino "¡quién sov vo?". Tan pronto como pregunto qué. he "cosificado" al hombre, lo he "despersonalizado", lo he suplantado - e n el mejor de los casos, con algo s u y o - . No basta decir que el hombre es en algún sentido un qué, una cosa; lo es también y secundariamente; lo es por ser un quién, no a la inversa. Ese yo que es usted, amigo mío, no consiste en su cuerpo, pero tampoco en su alma, con­ciencia o carácter. Usted se ha encontrado con un cuer­po, con un alma, con un carácter determinados, lo mismo que se ha encontrado usted con una fortuna que le deja­ron sus padres, con la tierra en que ha nacido o la sociedad humana en que se mueve. Como usted no es su hígado, sano o enfermo, no es usted tampoco su memoria, feliz o deficiente, ni su voluntad, recia o laxa, ni su inteligencia, aguda o roma. El yo que usted es se ha encontrado con estas "cosas" corporales o psíquicas al encontrarse vivien­do. Usted es el que tiene que vivir "con"ellas, "median­te" ellas, y tal vez se pasa usted la vida protestando del al­ma con que ha sido usted dotado —de su falta de volun­tad, por ejemplo—, como protesta usted de su mal de es­tómago o del frío que hace en su país. El alma queda,

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pues, tan "fuera" del "yo" que es usted, como el paisaje alrededor de su cuerpo. Si usted se empeña, diremos que su alma es, de las cosas con que usted se ha encontrado, la más próxima a usted, pero no es usted mismo. Hay que aprender a libertarse de la sugestión tradicional que hace consistir siempre la realidad en alguna "cosa", sea corpo­ral, sea mental. Usted no es "cosa" ninguna, es simple­mente el que tiene que vivir "con" las cosas, "entre" las cosas, el que tiene que vivir no una vida cualquiera, sino una vida determinada. No hay un vivir abstracto. Vida significa la inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia que cada cual es. Este proyecto en que con­siste el yo no es una idea o plan ideado por el hombre y li­bremente elegido. Es anterior a todas las ideas que su in­teligencia forme, a todas las decisiones de su voluntad. Más aún, de ordinario no tenemos de él sino un vago co­nocimiento. Sin embargo, es nuestro auténtico "ser", es nuestro destino. Nuestra voluntad es libre para "realizar o no " ese proyecto vital que últimamente somos, pero no puede corregirlo, cambiarlo, prescindir de él o sustituirlo. Somos indeleblemente ese único personaje programático que necesita realizarse. El mundo en torno o nuestro pro­pio carácter nos facilitan o dificultan más o menos esta realización. La vida es constitutivamente un drama, por­que es la lucha frenética con las cosas y aun con nuestro carácter por conseguir ser de hecho el que somos en proyecto.

Esta larga cita puede abreviar nuestras explicaciones. Cuerpo y psique están "fuera de mí ' " . Yo soy proyecto vital, programa, pretensión, destino, misión, vocación: el gran descubrimiento del cristianismo —dirá Ortega—, tan

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encubierto por todo género de "cosificaciones" o recaí­das en el viejo materialismo de los filósofos paganos. Cuan­do Ortega propone programáticamente un "Goethe desde dentro", lo que quiere decir no es lo que desde supuestos habituales esto sugeriría: a saber, desde dentro de Goe­the. No se trata de psicología: la vida no pasa dentro de nosotros, sino al revés, fuera. Se trataría de ver a Goethe desde dentro de su vida, y por tanto fuera de él mismo, puesto que la vida incluye, con el yo que es cada cual, to­do aquello que encuentra en torno suyo, con lo cual tie­ne que hacerla. El biógrafo tendría que entrar como tal en el círculo mágico de esa existencia para asistir al tre­mendo acontecimiento objetivo que fue esa vida y del cual Goethe no era sino un ingrediente. Un ingrediente decisivo, es cierto, y que no es un mero "centro" , un sim­ple punto abstracto en torno al cual se ordene la circuns­tancia. Esta es siempre mi circunstancia, y por ser mía es tal circunstancia - c o n extraíia frecuencia, las objecio­nes que se suelen hacer a la doctrina de Ortega, a veces con aire de grandes descubrimientos, consisten, como en este caso, en repetir con otras palabras lo que dijo hace un cuarto de siglo-. Por esta razón —añade Or tega- no puede decirse que dos hombres diferentes se encuentran en una misma situación. La disposición de las cosas en torno de ambos, que abstractamente parecería idéntica, responde de modo distinto al diferente destino íntimo que es cada uno de ellos. Yo soy una cierta individualísi­ma presión sobre el mundo: el mundo es la resistencia no menos determinada e individual a aquella presión.

De igual modo tiene Ortega que bosquejar al menos la distinción entre yo - e n el sentido radical del t é r m i n o - y

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el hombre que yo soy. El primero es el auténtico perso­naje, es decir, la persona; el segundo es mero —pero no menos esencial- actor. Así, ni más ni menos, lo formula Ortega: El hombre —esto es, su alma, sus dotes, su carác­ter, su cuerpo— es la suma de aparatos "con"que se vive, y equivale, por tanto, a un actor encargado de representar aquel personaje que es su auténtico yo. Este yo es nues­tra vocación, aquel que tenemos que ser —pero podemos no ser— para ser cada uno yo mismo.

Pero esto quiere decir que la realidad humana admite grados, que son grados de autenticidad. Porque yo estoy en libertad frente a mi vocación; entiéndase bien, no soy libre de tenerla o no, de que sea ésta o aquélla, sino al contrario: el destino es lo que no se elige, como no se eli­ge la circunstancia (dos verdades fundamentales que suele desconocer el "existencialismo" de estos últimos años). La libertad se refiere a la actitud que yo tome frente a mi vocación: soy libre de realizarla o no, de serle fiel o serle infiel; esto es lo que tengo que decidir y elegir en todo momento, no cuál es mi vocación. Por esto dice Ortega que lo más interesante no es la lucha del hombre con el mundo exterior, sino con su vocación; precisamente por­que puede seguirla o no, porque puede falsificarse, su­plantar su propia realidad. ¿Se tiene noticia -pregunta Or tega- de ninguna otra realidad que pueda ser precisa­mente lo que no es, la negación de sí misma, el hueco de sí misma? No es inoportuno recordar que esto lo escribía Ortega en 1932, y que al hacerlo repetía, en forma más precisa y rigurosa, lo que ya había formulado en 1914, en las Meditaciones del Quijote, y justamente como sus­tancia doctrinal de este libro.

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Pero Ortega sale al paso de un error que puede ser in­sidioso —tanto, que en él han caído los que han formula­do muchos años después doctrinas relativamente próxi­m a s - : el de hacer de la vida objeto, reducirla a lo que tiene de aspecto, eliminando su verdadera realidad. Una vida mirada así - d i c e - , desde su intimidad, no tiene "forma". Nada visto desde su dentro la tiene. La forma es siempre el aspecto externo que una realidad ofrece al ojo cuando la contempla desde fuera, haciendo de ella mero objeto. Cuando algo es sólo objeto, es sólo objeto, es sólo aspecto para otro y no realidad para sí. La vida no puede ser mero objeto porque consiste precisamente en su ejecución, en ser efectivamente vivida y hallarse siempre inconclusa, indeterminada. No tolera ser con­templada desde fuera: el ojo tiene que trasladarse a ella y "hacer de la realidad misma su punto de vista ".

Desde este punto de vista reclama Ortega que se in­tente ver a Goethe. Desde dentro de su vida, del drama que fue su vida, desde el "feinerer Bau" o estructura mi­croscópica de su realidad; a Goethe, náufrago en su pro­pia existencia, perdido en ella y que en cada instante ig­nora lo que va a ser de él. La vida es preocupación de sí misma, no es cosa, sino tarea. Y en ella consiste su rea­lidad, no es "cosa" alguna abstracta, que será, sí, ingre­diente indispensable con el cual se ejecuta esa tarea que llamamos vivir. El "botanismo" de Goethe le impide sa­car partido intelectual de su propia realidad vivida. Las ideas son superficiales respecto de la verdad vital, preinte-lectual, que subyace a ellas y obliga a hacerlas. Goethe piensa su vida bajo la imagen de una planta, pero la sien­te, la "es" como preocupación dramática de su propio ser.

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No en vano ha recordado Ortega enérgicamente, por lo menos desde 1923, desde El tema de nuestro tiempo, que la biología, con toda su importancia, es simplemente algo que el biólogo hace, algo que es parte o ingrediente de su vida biográfica, que es la radical y de la que depende lo demás, incluso, claro está, la biología.

El ejemplo más claro es la respuesta que da el propio Goethe a la pregunta decisiva ¿quién soy yo? Goethe responde que una entelequia. Entelequia es, claro está, èvreXexeia, aquella forma de acto o actualidad en que se llega a un τέλος, a un fin. Esa expresión, dice Ortega, es tal vez el vocablo mejor para designar ese proyecto vital, esa vocación inexorable en que nuestro auténtico yo con­

siste. Cada cual es "el que tiene que llegar a ser", aunque acaso no consiga ser nunca. ¿Se puede decir esto con una sola palabra, mejor que diciendo "entelequia" ? Pero la vieja voz arrastra consigo una milenaria tradición bioló­

gica que le da un torpe sentido de zoo extrinsecado, de fuerza orgánica ínsita mágicamente en el animal y en la planta. Goethe desvirtúa también la pregunta ¿quién soy yo? en el sentido tradicional del ¿qué soy yo?

A ese yo como proyecto vital llama Goethe Bestim­

mung, Schicksal, destino. Pero resurge el equívoco. Dis­

tingue entre el destino real y efectivo y el destino ideal o superior, que sería el auténtico. Es decir, confunde el yo que cada cual tiene que ser, quiera o no, con un yo nor­

mativo y genérico que "debe ser"; con otras palabras, Goethe sustituye el destino individual e ineludible con el destino "é t ico" del hombre, "que es sólo un pensamiento con que el hombre pretende justificar su existencia, con el sentido abstracto de la especie". Es la tentación de to­

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dos los idealismos, que Ortega siempre combatió: recuér­dese lo que llamaba "la magia del deber ser", a la que se oponía lo mismo en España invertebrada, cuando se pre­sentaba bajo la especie del proyecto colectivo, que en Ni vitalismo ni racionalismo, desde el punto de vista de la teoría, o cuando descubría en Kant, por debajo del impe­rativo categórico, al eterno vikingo, y tras el "deber ser" un humano, demasiado humano "yo quiero". Recuérde­se también el sentido que la palabra "dest ino" tiene en manos de Fichte cuando habla del destino del hombre (die Bestimmung des Menschen), aclarado todavía más por su otro t í tulo. Die Bestimmung des Gelehrten, el des­tino del sabio o acaso del hombre culto. Este destino fichteano, goethiano, idealista no es el destino inexorable en que consiste mi vocación, condición de esa realidad ejecutiva que es mi vivir.

El deber ser de la moral no coincide con el tener que ser de la vocación personal: son dos imperativos que ra­dican en distintas zonas de la realidad humana. Ortega se­ñala que Goethe, en cierto momento, supera la confusión y afirma que lo recto es lo que es conforme al individuo (was ihm gemäss ist). Y con ello alcanza un criterio, nada "intelectualista" y acaso inesperado, para medir la dosis de autenticidad de una vida: la fehcidad. El hombre, di­ce Goethe, de sí mismo sabe sólo cuándo goza y cuándo sufre, y sólo sus sufrimientos y sus goces le instruyen so­bre sí mismo, le enseñan lo que ha de buscar y lo que ha de evitar. Ese sí mismo, comenta Ortega, es nuestra vida-proyecto, que en el caso del sufrimiento no coincide con nuestra vida efectiva. La dislocación se manifiesta en for­ma de dolor, de angustia, de enojo, de mal humor, de va-

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cío; la coincidencia, en cambio, produce el prodigioso fenómeno de la felicidad.

El mal humor insistente o habitual es un síntoma casi seguro de inautenticidad, sobre todo si no se justifica muv especialmente por condiciones exteriores o aconte­cimientos muy precisos. De Goethe, tan triunfador, tan acompañado por el éxito, temperamentalmente incünado hacia la jovialidad o Frohnatur, consta documentalmente el frecuente mal humor. Ortega ve en ello el síntoma de que Goethe vivía, desde cierta fecha al menos, contra su vocación. La culpa de ello la tendría su aceptación, sobre todo en forma duradera, de Weimar, de la seguridad de Weimar ~la vida es inseguridad—, de su petrificación.

Goethe tenía un destino radical de alondra. Su mi­sión, para Ortega, era ser un escritor alemán encargado de revolucionar la literatura de su país y, a través de ella, la del mundo; se entiende, éste tra. eW^áogenérico át su vo­cación, que no agotaba su íntegra vocación personal. To­da la literatura alemana de aquel tiempo, todo su pensa­miento, tenía ímpetu, Sturm; pero carecía de medida, de mesura, Mass, que poseen sin medida Francia e Italia. Goethe tenía ambas cosas, Sturm und Mass, algo fabuloso como posibilidad; pero en Weimar esto no puede existir y desarrollarse, y Goethe entra en el reino irreal del casi. La infidelidad de Goethe a su destino se traduce en su afán de permanente disponibilidad, que es precisamente lo contrario del destino. Se aquieta y tranquiUza con dos ideas: la actividad {Tätigkeit) y el simbolismo. Pero la vi­da no es eso: es quehacer, y el quehacer no es "activi­dad", no es hacer cualquier cosa, sino lo que hay que ha­cer. Y cuando Goethe se entregaba al simbolismo y decía

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que la verdadera vida es la Urleben, que renuncia a entre­garse a una figura determinada, se volvía de espaldas a la irrevocabilidad, condición intrínseca de la vida humana.

La realidad sub specie aeternitatis es lo que trata de defender Goethe ante sí mismo. Proto-pianta, proto-vida, proto-poesia, sin lugar ni tiempo, sin servidumbre de la gleba, sin circunstancialidad. Pero esto no existe. La vi­da es precisamente lo contrario. No se pase por alto la embriaguez retòrica de ese prefijo alemán Ur-, que apun­ta a lo originario y primigenio, que da ilusión de radica-lidad, aunque sea al precio paradójico de arrancar a la rea­lidad sus raíces.

La oposición a esto es doctrina radical —ahora sí— de Ortega, y por añadidura la más arraigada. Resulta un poco cómico que a veces se eche de menos lo "real" frente al mero "objeto" en quien escribe: El caso es que no hay tal "species aeternitatis". Y no por casualidad. Lo que verdaderamente hay es lo real, lo que integra el destino. Y lo real no es nunca "species", aspecto, espectáculo, obje­to para un contemplador. Todo esto precisamente es lo irreal. Es nuestra idea, no nuestro ser.

Habría que entender a Goethe como promesa. Lo más inmediato a Goethe, al modo radical de su vida, era la poesía. Eigentlich bin ich zum Schriftsteller geboren, en rigor yo he nacido para ser escritor, descubre alguna vez Goethe. ¿Qué quiere decir Ortega cuando afirma que la poesía era el modo radical de la vida de Goethe, lo más inmediato a él? Todos tenemos —aclara- un modo radi­cal hacia el que gravita el resto de nuestro ser, lo cual no quiere decir que sea toda nuestra vida. Es el plano para nosotros más próximo sobre el que proyectamos todo lo

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demás y que, por lo mismo, se convierte para nosotros en idioma privado con que nos entendemos al hablar con nosotros mismos. Podría decirse que esa dimensión más próxima es la pauta de nuestra interpretación, de esa Selbstauslegung. para decirlo en alemán, que es condición inexorable de nuestra vida, lo que he llamado en otro lu­gar su teoría mtrinseca. parte de su propia realidad, cons­titutivo suyo.

Cuando Goethe dice de los jóvenes Yo no puedo con­siderarme como su maestro, pero sí puedo llamarme su li­bertador. Ortega se sorprende de ver a Goethe usando la palabra mágica de la época, libertad, que constantemente evitó. Mientras el menestral de París y Fichte en Jena gri­tan -aludiendo a realidades bien distintas— " ¡Libertad!", sólo Goethe rehusaba pronunciarla. Y he aquí que en es­ta hora final, casi ya desde la otra orilla de la vida, Goethe se vuelve hacia nosotros los vivientes para resumir su exis­tencia desde el trasmundo, y lo que nos dice es "¡Liber­tad!". Luego, con su andar perpendicular, desaparece en el silencio absoluto. . . La libertad es un movimiento con sus dos términos: a quo y ad quem. La liberación que Goethe ejecuta y enseña es de lo demás y hacia sí mismo. Este es precisamente el problema, el sí mismo.

Al llegar aquí es donde Ortega tiene que movilizar lo más radical de su pensamiento. Con inequívoco apresura­miento, que no es un balbuceo, sino el rebosar de algo de­masiado rico, demasiado pensado y repensado, demasiado profundo para enunciarse sin remover hasta los últimos fondos de la filosofía, va lanzando Ortega algunas fórmu­las preñadas de contenido. Nuestra intimidad tiene sus cuatro paredes bastante definidas. Lo problemático es el

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fondo, nuestro fondo. Nos preguntamos: ¿creo yo en el fondo eso que parezco creyendo —en política, en arte, en ciencia, en amor? Porque el "mímismo"consistirá en lo que yo sea en el fondo. Y empiezo a levantar los suelos de mi intimidad, como un arqueólogo que busca bajo la gra­cia del paisaje visible la Troya auténtica, la Troya de Pria­mo y Eneas. ¡ Vano empeño!. . . Nuestro fondo es más abismático de lo que suponíamos. Por eso no hay medio de capturar nuestro "yo mismo " en la intimidad. Se esca­pa por escotillón, como Mefistófeles en el teatro. Goethe nos propone otro método, que es el verdadero. En vez de ponernos a contemplar nuestro interior, salgamos fuera. La vida es precisamente un inexorable ¡afuera!, un ince­sante salir de sí al Universo. La fórmula decisiva del hom­bre sería ésta: es un dentro que tiene que convertirse en un fuera. Y más adelante: Un programa que se realiza es un dentro que se hace un fuera. Vivamos de su promesa -concluye Ortega al extraer su última sustancia a Goe­t h e - ; oprimamos el contorno con el perfil secreto y pro­gramático de nuestro "yo mismo".

Ortega descubre su teoría más radical acerca de la vi­da humana estudiando la insuficiencia de Goethe, hacién­dolo comparecer ante un tribunal de náufragos, es decir, recurriendo a él desde la vida como naufragio y necesidad de saber a qué atenerse. Lo que eres—me distrae de lo que dices, cantaba Salinas. Lo que Goethe dijo distrae de lo que fue (y de lo que no fue, pero tuvo que ser). La lección más profunda del clásico es la de su realidad: indigente, menesterosa, frustrada, utópica ~Der Mensch ais utopi-sches Wesen, el hombre como ser utópico, es el t í tulo ale­mán, de un libro de Or tega- ; pero siempre renaciente,

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siempre intentando salir de sí y reabsorber la circunstan­cia. Por eso es drama la vida humana.