Ordenación sacerdotal del diácono Jorge Merino y diaconal ...

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Ordenación sacerdotal del diácono Jorge Merino y diaconal de los seminaristas Juan Ortiz, Pablo Arteaga y Pablo Guzmán Efesios 4, 1-7.11-13 Salmo 96 (95) Mateo 5, 13-16 Fecha: Sábado 28 de Marzo de 2009 Pais: Chile Ciudad: Santiago Autor: Mons. Francisco Javier Errázuriz Queridos hermanos, En este tiempo de Cuaresma, y en la proximidad de la Pascua, nos reunimos en nuestro templo Catedral para celebrar la ordenación sacerdotal del diácono Jorge Merino, y la ordenación diaconal de los seminaristas Juan Ortiz, Pablo Arteaga y Pablo Guzmán. Sin duda, ésta es una fiesta para la Iglesia de Santiago que ve en este acontecimiento un don de la misericordia del Señor. 1. Al aproximarnos al Evangelio, la imagen de Jesús nos llena de consuelo y esperanza. Después de anunciar a sus discípulos que las Bienaventuranzas son el camino para alcanzar la verdadera felicidad, los exhorta a ser sal de la tierra y luz del mundo. El Buen Pastor nos enseña que los pobres en el espíritu, los humildes, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que construyen la paz, los que hacen la voluntad de Dios, se convierten en fermento de una nueva humanidad, "luz del mundo y testigos de Jesucristo con su propia vida" (DA 16). 2. Así, las imágenes de la sal y de la luz expresan aspectos centrales de la misión de los discípulos. La sal refiere a la delicada tarea de custodiar la fe como un tesoro y dar a la historia el sabor del Evangelio. Como sabemos, por el Bautismo hemos sido profundamente transformados, hemos sido sazonados con la Vida nueva que viene de Jesús (cf. Rm 6, 4). Y por el mismo Bautismo, fuimos enviados con la misión de ser sal para trasformar el mundo en vista del Reino, para sazonar la historia, con la certeza de que sin Cristo "no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro" (DI 3; cf. DA 146), mientras que con Cristo hay salvación y vida eterna (cf. DA 266). Por ello, esta vocación bautismal nos impele a ir, guiados y animados por el Espíritu, al encuentro de los otros, hombres y mujeres, pobres y ricos, pecadores cristianos y no cristianos, para darles testimonio con nuestra vida, y para invitarles al seguimiento de Jesús (cf. DA 148). 3. Ser luz nos plantea otro desafío no menor. Iluminar el mundo implica, en primer lugar, que nuestro corazón y nuestra vida han de estar llenas de Aquél que es la Luz. Esto sólo es posible en la medida en que maduramos una profunda y creciente vida espiritual, enraizada en la celebración diaria de la Eucaristía, "el lugar privilegiado del encuentro del discípulo con Jesucristo" (DA 251). En ella, cada uno de nosotros se abre a su presencia y a su palabra, renueva su fe en Jesús, se alimenta con su cuerpo real, y crece en la relación íntima con Quién es la Vida. Pero, al mismo tiempo, el verdadero encuentro con Jesús eucaristía nos hace salir de nosotros mismos, a ser con nuestro Señor pan partido y sangre derramada para volcarnos en la entrega total a los hermanos, para la vida del mundo. Como lo señaló sabiamente san Alberto Hurtado "si queremos que el amor de Jesús no permanezca estéril, no vivamos para nosotros mismos sino para Él (cf. 2 Cor 5, 15). Así cumpliremos el deseo fundamental del Corazón de Cristo: obedeceremos el mandato del amor" (A. HURTADO, La misión del apóstol, en Un fuego enciende a otros fuegos, p. 137). 4. La Eucaristía reclama de nosotros también una vida de oración más intensa, una amistad creciente con el Señor, un discernimiento constante de Su voluntad a la luz de la fe y de la lectura orante de la Palabra de Dios. Cuidar nuestra relación personal con Jesucristo, y centrar la vida en Él, no es una actividad más de nuestro ritmo cotidiano; tampoco un rito o una tarea por cumplir, sino que es la aventura más asombrosa y "extraordinaria de nuestra vida cristiana: porque

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Ordenación sacerdotal del diácono Jorge Merino y diaconal de los seminaristas Juan Ortiz, Pablo Arteaga y Pablo Guzmán

Efesios 4, 1-7.11-13 Salmo 96 (95) Mateo 5, 13-16

Fecha: Sábado 28 de Marzo de 2009Pais: ChileCiudad: SantiagoAutor: Mons. Francisco Javier Errázuriz

Queridos hermanos,

En este tiempo de Cuaresma, y en la proximidad de la Pascua, nos reunimos en nuestro templo Catedral para celebrar la ordenación sacerdotal del diácono Jorge Merino, y la ordenación diaconal de los seminaristas Juan Ortiz, Pablo Arteaga y Pablo Guzmán. Sin duda, ésta es una fiesta para la Iglesia de Santiago que ve en este acontecimiento un don de la misericordia del Señor.

1. Al aproximarnos al Evangelio, la imagen de Jesús nos llena de consuelo y esperanza. Después de anunciar a sus discípulos que las Bienaventuranzas son el camino para alcanzar la verdadera felicidad, los exhorta a ser sal de la tierra y luz del mundo. El Buen Pastor nos enseña que los pobres en el espíritu, los humildes, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que construyen la paz, los que hacen la voluntad de Dios, se convierten en fermento de una nueva humanidad, "luz del mundo y testigos de Jesucristo con su propia vida" (DA 16).

2. Así, las imágenes de la sal y de la luz expresan aspectos centrales de la misión de los discípulos. La sal refiere a la delicada tarea de custodiar la fe como un tesoro y dar a la historia el sabor del Evangelio. Como sabemos, por el Bautismo hemos sido profundamente transformados, hemos sido sazonados con la Vida nueva que viene de Jesús (cf. Rm 6, 4). Y por el mismo Bautismo, fuimos enviados con la misión de ser sal para trasformar el mundo en vista del Reino, para sazonar la historia, con la certeza de que sin Cristo "no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro" (DI 3; cf. DA 146), mientras que con Cristo hay salvación y vida eterna (cf. DA 266). Por ello, esta vocación bautismal nos impele a ir, guiados y animados por el Espíritu, al encuentro de los otros, hombres y mujeres, pobres y ricos, pecadores cristianos y no cristianos, para darles testimonio con nuestra vida, y para invitarles al seguimiento de Jesús (cf. DA 148).

3. Ser luz nos plantea otro desafío no menor. Iluminar el mundo implica, en primer lugar, que nuestro corazón y nuestra vida han de estar llenas de Aquél que es la Luz. Esto sólo es posible en la medida en que maduramos una profunda y creciente vida espiritual, enraizada en la celebración diaria de la Eucaristía, "el lugar privilegiado del encuentro del discípulo con Jesucristo" (DA 251). En ella, cada uno de nosotros se abre a su presencia y a su palabra, renueva su fe en Jesús, se alimenta con su cuerpo real, y crece en la relación íntima con Quién es la Vida. Pero, al mismo tiempo, el verdadero encuentro con Jesús eucaristía nos hace salir de nosotros mismos, a ser con nuestro Señor pan partido y sangre derramada para volcarnos en la entrega total a los hermanos, para la vida del mundo. Como lo señaló sabiamente san Alberto Hurtado "si queremos que el amor de Jesús no permanezca estéril, no vivamos para nosotros mismos sino para Él (cf. 2 Cor 5, 15). Así cumpliremos el deseo fundamental del Corazón de Cristo: obedeceremos el mandato del amor" (A. HURTADO, La misión del apóstol, en Un fuego enciende a otros fuegos, p. 137).

4. La Eucaristía reclama de nosotros también una vida de oración más intensa, una amistad creciente con el Señor, un discernimiento constante de Su voluntad a la luz de la fe y de la lectura orante de la Palabra de Dios. Cuidar nuestra relación personal con Jesucristo, y centrar la vida en Él, no es una actividad más de nuestro ritmo cotidiano; tampoco un rito o una tarea por cumplir, sino que es la aventura más asombrosa y "extraordinaria de nuestra vida cristiana: porque

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en Cristo conocemos el rostro de Dios, el rostro de Dios que nos ama hasta la cruz, hasta el don de sí mismo" (BENEDICTO XVI, Discurso al seminario romano, 20 febrero de 2009). Sólo cuidando y cultivando esta relación con el Señor, nuestra vida será verdaderamente luminosa, evangélicamente atractiva y contagiosa. Queridos hermanos, el hombre centrado en Cristo puede que no sea el más exitoso o el más talentoso a los ojos del mundo, pero ciertamente será un faro de verdadera Luz y, como el santo Cura de Ars, su vida gritará el Evangelio y atraerá a muchos al encuentro de Jesucristo.

5. Mientras más honda es la vida espiritual del discípulo, más crece el fuego de Dios en nuestro corazón y más urgente se hace el deseo de entregarnos por entero al servicio de la Vida. Como señalamos los obispos en Aparecida "es propio del discípulo de Jesucristo gastar su vida como sal de la tierra y luz del mundo" (DA 110). Responder a nuestra vocación sacerdotal, queridos hermanos, significa entregarnos radicalmente a la evangelización según el don recibido. Por ello, gastarnos en el trabajo pastoral ha de ser nuestra alegría; entregarnos para que otros conozcan al Señor, se conviertan y sean discípulos, ha de ser la fuerza misionera que nos anima cada día. Compartir con otros la alegría de nuestro encuentro personal con Cristo, conquistar a otros para Él, tirar las redes con Él, ser pescadores de hombres, es nuestra fecundidad y nuestro gozo. ¡Ésa es nuestra misión

6. Querido diácono Jorge, queridos hermanos que recibirán la ordenación diaconal, en esta misión de ser sal y de ser luz descubrimos una y otra vez que la empresa que se nos confía es demasiado grande para nuestras fuerzas. Pero, como lo enseñaba recientemente Su Santidad al clero de Roma, no podemos olvidar que los primeros llamados a ser sal y ser luz "eran pescadores, artesanos, de una provincia, Galilea, sin preparación particular, sin conocimiento del gran mundo griego o latino. Y sin embargo fueron a todos los lugares del Imperio, incluso fuera de él, hasta la India, y anunciaron con sencillez que Dios existe y no es un ser hipotético, lejano, sino cercano; ha hablado con nosotros" (Benedicto XVI, Encuentro con el clero de Roma, 26 de febrero de 2009). La misión no se sostiene en nuestras fuerzas o talentos por valiosos que sean, tampoco en los medios humanos por necesarios que se nos presenten sino en Cristo y en su Palabra. Es más, la pobreza y la fragilidad de nuestra vida, cuando descansan en Dios, se transforman en nuestra verdadera fortaleza.

7. Querido diácono Jorge, en esta maravillosa donación de la vida como sacerdote ocupa un lugar privilegiado el ministerio de la reconciliación. ¡Cómo no va a ser una alegría llevar luz y esperanza a una persona atribulada o alejada de Dios Ser confesor es ser misionero, llamado por la gracia de Dios a entrar en las profundidades del corazón de tantos hermanos para ayudarlos a ser más y mejores discípulos de Jesucristo. Con esta certeza de la fe, este ministerio ha de ser una prioridad en nuestra vida cotidiana, no solamente como un deseo expresado, sino también concretamente por medio de la disponibilidad personal, de un horario para la confesión y el acompañamiento espiritual, y de una permanente catequesis en nuestras comunidades acerca de la centralidad de este sacramento.

8. Muy unido a este ministerio está el silencioso servicio a los enfermos. Visitarlos, llevarles la Santa Unción o simplemente darles tiempo, es algo propio e irrenunciable para nuestra vocación sacerdotal. Ciertamente este ministerio, cuando no lo comprendemos a la luz de la fe, puede parecer no prioritario frente a otros múltiples y necesarios quehaceres que a diario aparecen en nuestra intensa vida sacerdotal. Pero este humilde y, a veces, poco valorado servicio, está en el corazón mismo de nuestro sacerdocio y de toda la vida cristiana, porque cada vez que peregrinamos al encuentro de un enfermo, y también de un encarcelado, lo hacemos al encuentro de Cristo que quiere hablarnos. ¡Como resuenan en nuestro corazón las palabras del Señor: estuve enfermo y me visitasteis, en la cárcel, y me vinisteis a ver" (cf. Mt 25, 43).

9. El sacerdote gasta su vida entregándose al servicio, teniendo especial predilección por los más pobres y los afligidos. Nuestro ministerio es un servicio a los necesitados, para que tengan Vida en abundancia, y se funda en el amor donado de Jesús a todos. A veces podemos tener la tentación de dedicar nuestras fuerzas y energías, nuestros mayores tiempos y talentos a aquellos que nos resultan más amables, que entienden nuestras ideas y facilitan nuestro trabajo pastoral. Sin embargo, el sacerdote es pastor de todos y para todos. Es fundamental tener presente cotidianamente que Jesús espera que le salgamos a su encuentro también en aquel que nos resulta poco amigable, en el que le cuesta seguir nuestro ritmo, en el que no nos entiende, en el que nadie se interesa, en el último de mi comunidad o de mi parroquia. La opción por los excluidos nos compromete a ser luminosos testigos de caridad con los olvidados del mundo, ya que la

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fe nos dice que en ellos nos espera Cristo, y que son predilectos de Dios.

10. Queridos hermanos, esta opción no sólo implica una preocupación por los más necesitados; también nos compromete a llevar un estilo de vida congruente con nuestra misión sacerdotal. La sobriedad en el uso de los bienes materiales, manifiesta que valoramos, sobre todo, los bienes espirituales, y que siempre queremos ser libres, lejos de toda esclavitud y atadura a los bienes pasajeros, con el objeto de estar plenamente disponible para el querer de Dios y ser generosos ante las necesidades de los hermanos. Esta sobriedad quiere expresarse en nuestra forma de vivir, en nuestros gustos, en el descanso y las vacaciones, en los lugares que frecuentamos, en nuestros gastos y en todas las pertenencias que tenemos. Es cierto que muchos atractivos de la cultura actual nos llevan a creer que necesitamos diversos bienes y a justificar que los poseamos; también nos llevan a considerar justo y merecido tener alguna cosa sofisticada o hacer determinados gastos. Pero un sacerdote debe estar atento. Nuestro modelo es Jesucristo, que no sólo privilegió el servicio a los pobres, sino que se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Cor 8, 9). Hacerse pobre, por tanto, es una opción propia del seguimiento de Cristo, un signo necesario y profético en nuestro tiempo. Hace visible opciones de nuestra vida, ya que queremos ser de todos y para todos.

11. También nuestro ministerio, como lo enuncia san Pablo, es un servicio para la comunión de la Iglesia, la cual se fundamenta en el Misterio eucarístico y fluye de él, y se explaya creativamente por acción del Espíritu en la rica unidad de la Iglesia, en la diversidad de sus miembros y carismas. Los invito a ser generosos en esta tarea, que ciertamente va mucho más lejos de una relación formal, de una paz externa o de una participación puntual en diversas instancias diocesanas. Ella brota de una actitud interior, profundamente espiritual, que nos hace reconocernos como miembros de un único y mismo rebaño, que peregrina unido a su pastor hacia el encuentro del Señor. La comunión no es una posibilidad para un presbítero diocesano, es un don que Dios nos concede al ordenarnos sacerdotes como colaboradores del obispo y miembros del presbiterio, es un desafío cotidiano de nuestra vocación como colaboradores de Dios en el servicio a todas las personas, las comunidades, los ministerios y los carismas que Él regala a su Iglesia. Es una necesidad imperiosa, la de abrirle cada vez más espacio en nuestro corazón al amor a los hermanos, para que brille, y todos seamos uno, y el mundo crea en Jesucristo.

12. Hoy, querido diácono Jorge, se realizan muchos anhelos y deseos de tu corazón. Ciertamente tu felicidad es muy grande. Pero esta alegría, que comparten también quienes serán ordenados diáconos, no es un evento circunstancial en tu vida. El sacerdocio es un camino de felicidad. Y esa felicidad también es un don para la humanidad, y por ello hemos de transparentarla a los demás. Somos discípulos misioneros "por desborde de gratitud y alegría". El mundo quiere ver sacerdotes felices, alegres de la vocación recibida, anhelantes de contagiar a otros la plenitud de este camino. Ésta es la primera pastoral vocacional: conquistar a cada joven con la alegría y con el estupor del encuentro cotidiano con Jesús. Que tu sacerdocio, querido Jorge, sea una lámpara encendida en un lugar visible para que cuantos te vean descubran esa inmensa felicidad que llevas en el corazón la alegría de ser discípulo sacerdote y se sientan interpelados por ella.

13. En esta mañana quiero agradecer a todos los que han contribuido a la formación de estos hermanos. En primer lugar, a sus padres y a sus familiares más cercanos acá presentes, también a la mamá de Pablo Arteaga, que desde el cielo nos acompaña. De corazón les agradecemos su amor abnegado a ellos, la transmisión de la fe, su respeto y apoyo a los caminos que Dios les señalaba, y todo lo que les han dado para que hoy puedan ser ordenados. También damos gracias a nuestro querido Seminario Pontificio Mayor de los Santos Ángeles Custodios, a los rectores y formadores que les han acompañado, y a todos los que contribuyeron, año a año, a forjar la identidad y el temple sacerdotal y diaconal en sus corazones. Gracias a sus compañeros en el Seminario Mayor, y a las comunidades de origen: las Parroquias de Nuestra Señora de las Mercedes y del Sagrado Corazón de Providencia, y el Movimiento de los Focolares, a las comunidades donde sirvieron pastoralmente en estos años, y a las parroquias donde actualmente sirven: San Vicente de Paul, Santa Rosa de lo Barnechea y María Misionera de Maipú.

14. Hace unos días atrás celebramos la solemnidad de la Anunciación. En ella recordamos como María, la más grande discípula, acogió al Señor, la Luz del mundo, en su seno y en su corazón. A ella, la luminosa Nuestra Señora del Rosario y Estrella de la mañana le rogamos que los mire con bondad y los tome de su mano. Le pedimos que ayude al diácono Jorge a estar siempre disponible al Señor, a ser un hombre de oración, un discípulo alegre y un celoso pastor misionero;

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también le pido, a nuestra querida Madre, que ayude a estos tres hermanos que hoy serán ordenados diáconos, para que sean ejemplares servidores de la comunión, que se entregan por entero a su ministerio, con humildad, confianza, gratitud y generosidad, preparándose así para el gran día de su ordenación sacerdotal.

15. Santa María, Madre de los sacerdotes y diáconos de Cristo, y Madre de todos los cristianos, ruega por nosotros y por cada uno de ellos, y ayúdalos a reflejar el amor de tu Hijo. Así sea.

� Francisco Javier Errázuriz OssaCardenal Arzobispo de Santiago

Santiago, 28 de marzo de 2009