Octavio Piccolomini

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Ottavio Piccolomini es un nombre indisolublemente asociado al del famoso general mercenario Albrecht von Wallenstein, célebre gracias al retrato que de él hizo el dramaturgo alemán Friederich Schiller a finales del siglo XVIII. Así como el nombre de Wallenstein aparece siempre ligado a la Guerra de los Treinta Años, una conflagración que devastó Europa y fue, para algunos autores, el primer conflicto de escala mundial, tal es el caso de Piccolomini. Ottavio, un hombre de pequeña estatura, corpulento, de cara redonda y tez sonrosada, ojos vivaces y largo cabello moreno, es uno de los personajes que mejor representan el espíritu de esta terrible guerra que concluyó con el paulatino ascenso de Francia y Suecia como potencias europeas en detrimento de España y del Sacro Imperio Romano. Nada es casual: Ottavio, vástago de una influyente familia de la nobleza italiana afincada en Florencia (su padre fue gran chambelán del Gran Duque de Toscana), desarrolló su prolífica carrera militar a lo largo del conflicto. Comenzó como un simple capitán de caballería, asistiendo en 1620 a la batalla de la Montaña Blanca junto a Praga, y acabó como generalísimo al mando de todos los ejércitos del Imperio en 1648. Para llegar a lo más alto, Ottavio tuvo que enfrentarse a numerosos obstáculos, desde la falta de recursos en los momentos más inoportunos hasta las envidias de muchos de sus congéneres. Piccolomini alcanzó grandes victorias, pero también sufrió amargas derrotas que hombres menos incombustibles que él no habría sido capaces de superar. He aquí una exposición de los principales hechos que jalonan la carrera de este general, hoy día tristemente olvidado. De capitán a coronel: El joven Ottavio inició sus andaduras militares en el ejército español. A la edad de 17 años participó como simple soldado aventurero, encuadrado en el tercio del maestre de campo Jerónimo de Roo, en el asedio de Vercelli, durante la guerra entre España y Saboya de 1615 a 1616. La experiencia adquirida por el muchacho sin duda pesó en la decisión del Gran Duque toscano Cosimo II de Médici de seleccionarlo como capitán de una

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Ottavio Piccolomini es un nombre indisolublemente asociado al del famoso general mercenario Albrecht von Wallenstein, célebre gracias al re-trato que de él hizo el dramaturgo alemán Friederich Schiller a finales del siglo XVIII. Así como el nombre de Wallenstein aparece siempre ligado a la Guerra de los Treinta Años, una conflagración que devastó Europa y fue, para algunos autores, el primer conflicto de escala mundial, tal es el caso de Piccolomini. Ottavio, un hombre de pequeña estatura, corpulento, de ca-ra redonda y tez sonrosada, ojos vivaces y largo cabello moreno, es uno de los personajes que mejor representan el espíritu de esta terrible guerra que concluyó con el paulatino ascenso de Francia y Suecia como potencias europeas en detrimento de España y del Sacro Imperio Romano.

Nada es casual: Ottavio, vástago de una influyente familia de la no-bleza italiana afincada en Florencia (su padre fue gran chambelán del Gran Duque de Toscana), desarrolló su prolífica carrera militar a lo largo del conflicto. Comenzó como un simple capitán de caballería, asistiendo en 1620 a la batalla de la Montaña Blanca junto a Praga, y acabó como gene-ralísimo al mando de todos los ejércitos del Imperio en 1648. Para llegar a lo más alto, Ottavio tuvo que enfrentarse a numerosos obstáculos, desde la falta de recursos en los momentos más inoportunos hasta las envidias de muchos de sus congéneres. Piccolomini alcanzó grandes victorias, pero también sufrió amargas derrotas que hombres menos incombustibles que él no habría sido capaces de superar.

He aquí una exposición de los principales hechos que jalonan la ca-rrera de este general, hoy día tristemente olvidado.

De capitán a coronel:

El joven Ottavio inició sus andaduras militares en el ejército español. A la edad de 17 años participó como simple soldado aventurero, encuadra-do en el tercio del maestre de campo Jerónimo de Roo, en el asedio de Ver-celli, durante la guerra entre España y Saboya de 1615 a 1616. La expe-riencia adquirida por el muchacho sin duda pesó en la decisión del Gran Duque toscano Cosimo II de Médici de seleccionarlo como capitán de una compañía del regimiento florentino de caballería que envió en 1619 al sa-cro emperador Fernando II para ayudarle a hacer frente a la revuelta de Bohemia, que pronto acabaría degenerando en la Guerra de los Treinta Años. Ese mismo año Ottavio peleó con coraje en las batallas de Bistritz y en el socorro de Viena frente a los rebeldes bohemios y húngaros, y se dis-tinguió en 1620 en la batalla de la Montaña Blanca, junto a Praga, en la cual los rebeldes bohemios fueron completamente derrotados.

Destacado en Hungría bajo el mando del conde de Bucquoy al año si-guiente, Ottavio estuvo presente en el fracasado asedio de Nové Zámky. Muerto Bucquoy en una escaramuza, las tropas imperiales emprendieron la retirada hostigadas por enjambres de enemigos turcos, húngaros y transil-vanos. Piccolomini se encargó con su compañía de mantener a raya a los

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enemigos, y fue entonces cuando comenzó a destacar por encima de sus compañeros como un oficial aguerrido, tenaz e incansable. Tras una nueva y ardua campaña húngara en 1623 a las órdenes del conde Caraffa de Mon-tenegro, Ottavio asistió en 1624, al igual que otros jóvenes oficiales sin ocupación, al famoso asedio de la ciudad brabantina de Breda por Ambro-sio Spínola y sus legendarios tercios.

De nuevo en Austria, Ottavio se unió al regimiento de coraceros de la Liga Católica del conde Gottfried Heinrich zu Pappenheim, quien lo nombró su teniente coronel. A las órdenes de Pappenheim, Piccolomini participó en la expedición de auxilio de 1625 al ducado de Milán, donde los imperiales actuaron en coalición con el ejército español de Lombardía al mando del Duque de Feria. Durante esa campaña, Ottavio, al mando de un millar de ji-netes, desbarató un cuerpo de caballería francesa y saboyana cerca de Ve-rrua, ciudad en cuya conquista participó con posterioridad. También se ha-lló presente en la toma de Aicqui y en la retirada de Bisagno. Cuando Pa-ppenheim regresó a Austria en 1626 para sofocar una revuelta campesina, Ottavio se quedó en Milán.

Un año más tarde Piccolomini fue reclamado en Alemania por un os-curo personaje, el mariscal de campo bohemio Albrecht von Wallenstein, quien, informado de la pericia de Piccolomini deseaba nombrarlo coronel del regimiento de su guardia personal. La relación entre ambos soldados llegaría más adelante a un final brusco y dramático, pero fue buena en un comienzo. En esta época Piccolomini recibió el encargo de su jefe de reclu-tar un nuevo regimiento de caballería en Pomerania: fue este el regimiento más tarde llamado “de Piccolomini”, en cuyo mando Ottavio se distinguió ulteriormente en la batalla de Lützen. La estancia de los imperiales en la región, con todo distó de ser pacífica: un cabo a las órdenes de Piccolomini fue asesinado ante la ciudad de Stargard, y el de Florencia obligó a sus ha-bitantes a compensar la afrenta con el pago de 10.000 taleros. Caído en desgracia ante las autoridades imperiales por el luctuoso suceso, Ottavio fue degradado y regresó a Italia por segunda vez.

Sustituido el poco fiable Wallenstein por el conde Ramboldo Collalto, el ejército imperial participó entre 1628 y 1631 en la denominada Guerra de Mantua, desatada por la muerte sin sucesores del duque Vicenzo II. Pic-colomini tomó parte en la conquista de Mantua –seguida por un feroz sa-queo– y en la cruenta pero indecisa batalla de Casale de Montferrato. En esta época su hermano menor Ascanio fue nombrado arzobispo de Floren-cia, lo que acrecentó el rol de Ottavio en la guerra, al actuar en muchas ocasiones no como soldado, sino como diplomático, terreno en el cual rápi-damente fue ganando sagacidad. En 1631 se firmó la paz. Entre tanto, se había producido en Alemania la entrada en escena del rey sueco Gustado II Adolfo. Los imperiales habían sido aplastados en Breitenfeld, y caído en Ra-in el anciano conde de Tilly, el emperador reclamó a Wallenstein para co-mandar de nuevo sus ejércitos.

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Ottavio regresó junto a su antiguo maestro en 1632. Tras tomar par-te en la reconquista de las ciudades bohemias de Rackonitz, Saaz, Kralowi-tz, Jechnitz y Eger, participó en la batalla de Alte Veste, durante el asedio imperial a Núremberg. Los asaltos de Gustavo Adolfo fueron rechazados con importantes pérdidas, y Wallenstein pudo desprenderse de parte de sus tropas, entre las cuales el regimiento de Piccolomini, a las que envió a saquear el electorado de Sajonia en represalia por su apoyo a los suecos. Sin embargo, Ottavio pronto fue llamado de regreso y tuvo un papel desta-cado en la sangrienta batalla de Lützen, donde el rey de Suecia perdió la vi-da.

Piccolomini comandó en la batalla un regimiento de coraceros en el ala izquierda imperial, donde estuvo sometido al fuego incesante de los mosqueteros suecos. Desde su posición, el florentino cargó hasta diez ve-ces contra el enemigo, frenando las embestidas suecas y evitando la des-bandada católica. 200 de sus hombres cayeron muertos o heridos en la fe-roz lucha, y el propio Ottavio sufrió 6 heridas de mosquete y perdió cinco caballos, pese a lo cual siguió alzándose cada vez para enfrentar nueva-mente al enemigo. Tal fue el desempeño del coronel italiano que muchos historiadores la adjudicaron erróneamente en el siglo XIX al mando supre-mo del ala izquierda imperial.

La batalla concluyó sin un resultado claro, al abandonar ambos ejércitos el campo de batalla tras largas horas de terrible lucha. Piccolomi-ni trató de convencer a Wallenstein de que redoblara su presión cuando su-po que Gustavo II Adolfo yacía muerto –fue uno de sus coraceros quien en-contró la casaca ensangrentada del rey sueco–, pero Wallenstein, que su-fría de gota y recelaba de arriesgar demasiado, rehusó. Algunos oficiales, y el malherido Piccolomini entre ellos, comenzaron a dudar en aquel momen-to de las intenciones cínico general bohemio.

Pero la desconfianza no era mutua, y Wallenstein no solo premió a Piccolomini con abundantes riquezas, sino que también lo convirtió en su punta de lanza durante su invasión de Silesia en 1633. Ascendido a gene-ral, Piccolomini demostró en esta campaña buenas cualidades como estra-tega, pues valiéndose de falsos rumores distrajo a las fuerzas sajonas del general Arnim, a las que hizo creer que todo el ejército imperial venía tras él. Arnim fue en persecución de Piccolomini mientras Wallenstein caía so-bre los puntos clave de la región con el grueso del ejército y restablecía la situación previa a Lützen.

De la caída de Wallenstein a Nördlingen:

La campaña de Silesia se saldó con la victoria de Steinau, junto al río Oder, en la cual Wallenstein y Piccolomini tomaron prisioneros a 6.000 sol-dados suecos y sajones. El definitivo distanciamiento entre Ottavio y Wa-llenstein se produjo poco después, al negarse el bohemio a acudir con sus tropas a Baviera para salvar de la devastación sueca este territorio católi-

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co, que no era solo un firme aliado del emperador, sino también la cabeza principal de la Liga Católica. El duque Maximiliano de Baviera, desairado, inició en secreto maniobras diplomáticas para quitar de en medio al moles-to Wallenstein. Los españoles, cuyo ejército lombardo al mando del Duque de Feria participaba también en la defensa de Baviera, presionaron al em-perador por medio de su embajador en Viena, el conde de Oñate. Pronto Wallenstein se quedó sin aliados.

En esta sazón, Ottavio se erigió como líder de los oficiales imperiales descontentos con la actitud de Wallenstein. Sus temores eran que el bohe-mio abandonara la causa imperial y se uniera a los suecos. Pero no se opu-so abiertamente a su comandante, que todavía confiaba en él, y que puso a prueba su fidelidad exigiéndole que escribiera una carta en su apoyo al em-perador. Pero dicha carta nunca llegó, y cuando Fernando II destituyó se-cretamente a Wallenstein y ordenó su captura, Piccolomini ya se había de-cantado definitivamente por el bando del emperador y actuaba como su es-pía, desvelando los movimientos y las maquinaciones del bohemio.

Wallenstein y sus oficiales más devotos fueron asesinados en el casti-llo de Eger por un grupo de dragones imperiales –la mayoría irlandeses– a las órdenes de Matthias Gallas, quien sucedió al desaparecido Wallenstein como generalísimo de los ejércitos imperiales, y del propio Piccolomini. Co-mo recompensa por su fidelidad y por su papel clave en destapar las intri-gas de Wallenstein y en la ejecución del díscolo bohemia, Piccolomini fue recompensado con el bastón de mariscal, con la suma de 100.000 florines de oro, y con el próspero estado de Náchod en tierras de Bohemia.

Aunque los premios eran nada desdeñables, algunos autores conjetu-ran que la verdadera ambición de Piccolomini era el rango de generalísimo, por lo cual probablemente debió de frustrarlo que el agraciado con dicha dádiva fuera Matthias Gallas, que además de alcohólico resultó un estrate-ga mediocre que acabó ganándose el feo mote de Heerverderber, traducido literalmente como “hunde-ejércitos”, merced de su incapacidad para apro-visionar a sus hombres. Sin embargo, Ottavio no protestó, contentándose con tomar el mando de la caballería del ejército imperial. En tal oficio se halló presente el 7 de septiembre de 1634 en la batalla de Nördlingen, don-de con repetidas cargas de sus jinetes apoyó a los tercios y regimientos es-pañoles que defendían la colina de Albüch.

Fue en Nördlingen donde Piccolomini conoció en persona al Carde-nal-Infante Fernando de España, que pronto se convertiría en su superior inmediato. En cuanto a su papel en lucha, cabe mencionar que Ottavio no solo brindó un apoyo decisivo a los tercios de Idiáquez y Toralto enviando su caballería imperial a cargar contra los descalabrados suecos cuando es-tos se retiraban después de cada asalto, sino que también acudió en perso-na a la línea del frente en los momentos más acuciantes para enardecer a sus hombres con su presencia. Finalmente la coalición germano-sueca fue vencida, y la caballería del florentino tomó parte en la persecución de los fugitivos.

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Tras la victoria de Nördlingen, los ejércitos católicos avanzaron por Alemania rindiendo una ciudad tras otra y derrotando a los restos del mal-trecho ejército sueco y de sus aliados alemanes. Piccolomini recibió órde-nes de ocupar la región de Franconia, tarea que cumplió con singular pres-teza. Rápidamente tomó el castillo de Wertheim, a orillas del río Meno; se apoderó de la población y del castillo de Vierck, y obtuvo la rendición de Schweinfurt, una importante cabeza de puente sobre el Meno. En pocas se-manas hubo expulsado a los suecos de toda la región excepto de Würzburg y de Hassfurt. A la llegada del invierno sus jinetes croatas corrían los cam-pos que circundaban Núremberg, impidiendo que nadie entrase o saliese de la ciudad, que pronto se redujo a la obediencia del emperador.

Atemorizados por el rápido avance de Piccolomini y con solo 8.000 hombres aptos para el combate y faltos de caballería, el regente sueco Axel Oxenstierna y el protestante alemán Bernardo de Sajonia-Weimar, que per-manecían en Frankfurt del Meno, abandonaron la ciudad el 2 de octubre con rumbo a Maguncia. Las guarniciones que dejaron tras de sí se rindie-ron a los imperiales o fueron expulsadas por los habitantes de las ciudades. Piccolomini invernó en Franconia con sus tropas, a la espera de lo que pu-diera depararle la próxima campaña. Las operaciones no se reactivaron hasta que el clima fue propicio, en mayo de 1635. Ottavio y sus soldados fueron encuadrados entonces a las órdenes del generalísimo Matthias Ga-llas para limpiar el Palatinado de guarniciones protestantes.

El 10 de junio Piccolomini lideró un cuerpo de 3.000 hombres que pasó a la orilla occidental del Rin, entre Philippsburg y Rheinhausen, para proteger la construcción de un puente sobre el curso del río. Ottavio se apoderó de un fuerte guarnecido por 300 soldados franceses, y usándolo como base tomó las poblaciones de Neustadt, Germesheim, Landau y Wissembourg. Viendo que su posición se deshacía irremediablemente, Ber-nardo de Sajonia envió un cuerpo de 2.000 hombres al mando del veterano coronel Taupadell a recuperar la posición, pero este tuvo que retirarse tras lanzar cinco asaltos sucesivos que le costaron la pérdida 150 hombres. Las acertadas disposiciones de Piccolomini permitieron en las semanas siguien-tes la rápida toma de las principales ciudades y fortalezas del Palatinado que restaban aún en manos protestantes, como Oppenheim, Maguncia y Worms.

Piccolomini en los Países Bajos Españoles:

A pesar de la desbandada de los suecos en Alemania, las cosas para la Casa de Habsburgo no marchaban bien en los Países Bajos Españoles, pues una invasión conjunta de Francia y de las Provincias Unidas holande-sas liderada por los mariscales franceses de Maillé-Brezé y Châtillon, y por el príncipe de Orange, había tomado por sorpresa a las fuerzas españolas, obligándolas a concentrarse en torno a Bruselas mientras todo el país que-daba a merced de los invasores. El Cardenal Infante Fernando pidió auxilio

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al emperador, que en agradecimiento a la decisiva ayuda prestada por los españoles en los meses anteriores, accedió a enviar al Flandes español un ejército auxiliar cuyo mando ofreció a Piccolomini.

Ottavio, disgustado por el inexplicable nombramiento de Gallas como generalísimo, aceptó sin dudar y se puso al frente de un ejército compuesto por 6.000 mosqueteros, 4.000 caballos corazas, 4.000 croatas y 2.000 dra-gones. A marchas forzadas este ejército transitó de Alemania hacia los Paí-ses Bajos, cruzando el río Mosa el 2 de julio. Su aparición hizo que france-ses y holandeses, que a la sazón sitiaban la ciudad de Lovaina, emprendie-ran una rápida retirada. Piccolomini se reunió con el infante Fernando en Bruselas, y juntos salieron en persecución de los enemigos.

El 11 de julio, tras haber desbaratado la retaguardia enemiga cerca de Roermond y tomado más de 200 carros de bagaje, Piccolomini obtuvo la rendición de Diest, ciudad donde el príncipe de Orange había dejado una guarnición de 2.000 hombres. Poco después los españoles se apoderaron de la fortaleza de Schenkenschans, de gran valor estratégico por su posi-ción clave para controlar la navegación por el Rin entre el sur de Alemania y las Provincias Unidas. Durante los nueve meses siguientes, Piccolomini tomó parte con sus tropas en los intentos españoles por conservar la forta-leza, que los holandeses se apresuraron a sitiar desde posiciones cercanas. Aunque la caballería croata del florentino mantuvo a los holandeses ence-rrados en sus guarniciones, finalmente la fortaleza cayó en abril de 1636, y Ottavio se retiró con sus tropas al obispado de Lieja, donde descansaron unas pocas semanas.

En mayo de ese mismo año Piccolomini encabezó las unidades impe-riales que tomaron parte en la invasión de Francia por parte de España, el Sacro Imperio y sus aliados. Su infantería participó en las conquistas de Le Catelet y La Capelle, y el propio Ottavio encabezó la caballería imperial en la persecución de los ejércitos franceses más allá del río Somme. Sus ave-zados jinetes saquearon a placer las prósperas tierras situadas entre los ríos Somme y el Oise, y Piccolomini llegó a tomar la población picarda de Roye, lo que hizo cundir el pánico en París. Emisarios procedentes de po-blaciones distantes apenas dos leguas de la capital francesa se presentaban ante el temible florentino para pedir salvaguarda para sus haciendas.

Después de tomar la población de Ancre, Piccolomini asistió perso-nalmente el asedio de Corbie, que culminó con la conquista de la ciudad. Para infortunio de los católicos, las desavenencias entre los distintos co-mandantes españoles, imperiales, loreneses y de la Liga Católica pronto se hicieron sentir, y Piccolomini aconsejó al Cardenal Infante Fernando dete-ner la invasión ante la falta de operatividad del ejército aliado. La oportuni-dad de alcanzar una rápida victoria sobre Francia se desvaneció, pues en los meses venideros el cardenal Richelieu reagrupó en Francia muchas de las tropas que combatían en Italia y Alemania. Asimismo, los suecos ataca-ron con nuevos bríos en el norte, lo que obligó a los imperiales a concen-

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trar sus esfuerzos en el norte. Piccolomini y su gente quedaron acuartela-dos en Worms.

En 1637 la actuación de Ottavio resultó de nuevo crucial en los Paí-ses Bajos. Informado de que los ejércitos franceses se desparramaban im-punemente por la provincia de Henao tomando una plaza tras otra, el flo-rentino se puso al frente de sus mejores tropas y se encaminó hacia allá pa-ra atajar la situación. El resto de su gente la encomendó al mando del mar-qués de Grana con órdenes de alcanzarle cuanto antes. Pero el emperador estaba necesitado de hombres para defenderse de los suecos, y decidió re-clamar parte de los hombres de Piccolomini. Ottavio llegó a Henao desaira-do –más con los electores imperiales que con el propio emperador– y con solo 6.000 hombres, pero resuelto a cercenar las ambiciones francesas en la región.

Hasta la venida del fiero italiano, el ejército francés, gobernado por el cardenal de La Valette, había actuado con impunidad, asentando pie fir-me en el país con la toma de varias ciudades y castillos. Llegado Ottavio, no obstante, ni una plaza más cayó en manos francesas, y lo que para los galos había sido una fácil invasión se convirtió en un avispero. La primera de las acciones del florentino estuvo a punto de privar a Francia de uno de sus mejores generales, el duque de La Meilleraye, primo de Richelieu. Ottavio supo por sus espías que este general regresaba al frente tras haber visitado al rey Luis XIII en Saint Germain, y que llevaba una escolta de apenas cua-tro compañías de caballería de la Guardia del Rey, que no pasaban en total 400 hombres.

Piccolomini les tendió una emboscada entre Guise y Landrecies con 1.000 de sus soldados a caballo. Los sorprendió de regreso, cuando ya ha-bían dejado a La Meilleraye en su destino, y tras una breve aunque san-grienta lucha, los desbarató por completo. De los 400 franceses, 260 que-daron tendidos en el camino, 120 fueron apresados, y solo 20 se salvaron, perseguidos por los imperiales, pistola en mano, hasta las puertas de Lan-drecies. La gente de Piccolomini despojó a los muertos de cuanto llevaban, tomó sus caballos, y regresó a Mons con los prisioneros.

En las semanas siguientes los hombres de La Valette saborearon realmente como se hacía la guerra en Alemania. Piccolomini los hostigó continuamente con ataques nocturnos a sus cuarteles, emboscadas a sus convoyes de suministros, degollando sus forrajeadores… El temor de los soldados franceses a recibir una visita de la caballería imperial era tal que estaban día y noche con las armas en la mano.

El mes de septiembre Ottavio tuvo una nueva ocasión de demostrar su valor personal en el combate. Unidas sus fuerzas con las tropas españo-las del Cardenal Infante, marcharon ambos ejércitos a lo largo del río Sam-bre, recobrando el castillo de Berlaymont y corriendo a socorrer la plaza de La Capelle, sitiada por La Valette. Su gobernador, sin embargo, rindió la plaza sin que las trincheras francesas hubieran alcanzado el foso, lo que disgustó a don Fernando e irritó en sobremanera a Piccolomini. En presen-

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cia de un coronel francés prisionero, apellidado Longueval, comentó el flo-rentino que, de ocupar el lugar hermano de Felipe IV, él no dudaría en mandar que cortasen la cabeza al gobernador.

El combate en el que Piccolomini volvió a brillar se produjo poco des-pués frente a la ciudad de Maubeuge, donde imperiales e hispánicos blo-quearon un cuerpo del ejército francés de 7.000 hombres al mando del Du-que de Candale. Los franceses pronto se quedaron sin provisiones, y La Va-lette, viendo que era imposible mantener la posición, decidió evacuar el cuerpo de Candale. Para ello reforzó su ejército con tropas de las guarni-ciones vecinas y avanzó con 12.000 hombres hasta el puente de Noyelles, el mejor acceso que tenían para darse la mano con los sitiados.

Alertado por sus batidores, Piccolomini puso a su gente en pie de guerra en plena noche y acudió al puente para tratar de rechazar a los ene-migos. Para cuando llegó, mucha infantería y caballería francesas habían pasado ya el Sambre, en cuya orilla combatían con la poca caballería espa-ñola que defendía el paso. Los hombres de Piccolomini cargaron entonces con ímpetu sobre los franceses, empujándolos de vuelta hacia el río en una feroz lucha cuerpo a cuerpo. No obstante, cuando parecía que los hispano-imperiales estaban a punto de rechazar el ataque, aparecieron a sus espal-das los 7.000 hombres de Candale.

Piccolomini actuó con sensatez y sangre fría, como solía incluso en las circunstancias más adversas. En su situación no cabía otra opción que hacerse fuerte en una posición defendible y esperar a que el Cardenal In-fante lo socorriera. Así pues, imperiales y españoles se abrieron paso hacia el cercano puesto de Pont hostigados por incontables enemigos. Piccolomi-ni iba a caballo, esgrimiendo la espada en una mano y la pistola en la otra, moviéndose de batallón en batallón según era necesario. El bravo italiano perdió cuatro caballos en la feroz lucha, y le fue necesario cambiar sendas veces de montura, pero salió airoso del lance. Él y los suyos consiguieron abrirse paso entre los franceses y se resistieron en el puesto de Pont hasta que llegó el ejército español y expulsó a los franceses al otro lado del Sam-bre.

La actuación de Piccolomini en 1638 fue más discreta. Colaboró con los españoles en el socorro de Saint-Omer, en el frente francés, y en sep-tiembre tuvo un encuentro de caballería con las tropas del coronel francés Jean de Gassion. Tras el choque, ambos oficiales acordaron una breve sus-pensión de armas durante la cual, admirados el uno del otro, aprovecharon para conocerse en persona. Piccolomini y Gassion conversaron durante tres cuartos de hora sobre asuntos de carácter político y militar, y se agasaja-ron mutuamente. Al día siguiente Ottavio remitió al campo francés tres ofi-ciales prisioneros del regimiento de Gassion en su vistosa carroza, tirada por seis caballos blancos polacos. Autores franceses coetáneos alabaron el magnánimo gesto.

La victoria de Thionville:

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En 1639 Piccolomini obtuvo el mayor triunfo de su carrera ante los muros de la ciudad luxemburguesa de Thionville. Un ejército francés de 12.000 efectivos al mando del mariscal de Feuquières sitió la ciudad en ma-yo. Su importancia era capital, pues las tropas de la Monarquía Hispánica que subían desde Alsacia a través del Camino Español necesariamente ha-bían de pasar por Thionville, estratégicamente emplazada en el vértice sur de los Países Bajos Españoles. El Cardenal Infante Fernando, imposibilita-do de acudir en auxilio de la plaza, escribió a Ottavio pidiéndole que aco-metiera lo antes posible a los sitiadores franceses para evitar el progreso del asedio.

Piccolomini actuó con rapidez. El 2 de junio partió de sus cuarteles en Bastogne, y al cabo de cuatro jornadas de marcha a través de los frondo-sos bosques y valles estrechos de las Ardenas llegó con sus 14.000 hom-bres a las inmediaciones de la ciudad asediada. Habiendo dejado el bagaje en la retaguardia y formado las tropas para el ataque, Ottavio celebró una misa con sus oficiales al frente del ejército. Luego, amparados por la oscu-ridad de la noche, sus regimientos comenzaron la marcha en silencio –sin tocar de trompetas ni tambores– y buen orden.

Piccolomini asestó el primer golpe en un cuartel francés que domina-ba los alrededores desde una colina y que ocupaban tres regimientos de in-fantería. Hubo una furiosa escaramuza, y los galos opusieron una férrea re-sistencia. Un estupefacto Feuquières reaccionó como pudo enviando un cuerpo de caballería al mando del conde du Plessis-Praslin en socorro de la infantería, pero Piccolomini echó dos regimientos de coraceros sobre la ca-ballería francesa, que pronto fue deshecha y huyó en desbandada hacia Metz. En el choque murió el general de la caballería imperial, Luis de Gon-zaga.

Superado el primer obstáculo, Ottavio fue desplegando sus batallo-nes de infantería dentro de las líneas francesas de circunvalación. Al mismo tiempo, su caballería perseguía a los restos de la infantería francesa y la aniquilaba. La victoria parecía asegurada... Pero Feuquières no era un pu-silánime. Mientras los imperiales barrían a las tropas francesas de los cuar-teles de la orilla occidental del río Mosela, el mariscal francés reagrupaba todas sus fuerzas para vadear el río y recuperar el terreno perdido. De pronto, Ottavio descubrió que el grueso del ejército galo se oponía entre él y Thionville atrincherado en posiciones fortificadas .

Era preciso desalojar a los franceses de sus trincheras, y para ello el florentino hizo avanzar su artillería y desató un feroz bombardeo que surtió el efecto deseado. Feuquières, advirtiendo que el fuego de los cañones im-periales causaba estragos en sus batallones, decidió jugarse el todo por el todo y avanzó directo hacia las los regimientos imperiales. Eso era lo que Piccolomini deseaba. Las escaramuzas pronto degeneraron en un furioso choque campal. Se luchó con picas y espadas, y el fin, la bravura de los im-periales se impuso. 6.000 franceses quedaron muertos en el campo, y otros

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3.000, Feuquières entre ellos, fueron hechos prisioneros. El mariscal fran-cés, gravemente herido, murió poco después en Tionville, adonde fue tras-ladado por la carroza de Piccolomini, que a decir de los franceses se com-portó a partes iguales con caballerosidad y valentía.

El triunfo le valió al de Florencia el agradecimiento en persona del rey Felipe IV de España y la concesión del ducado de Amalfi en el reino de Nápoles. Las ulteriores operaciones de la campaña fueron menos felices, pues Ottavio no logró tomar la población francesa de Mouzon. Tampoco pu-do, en conjunción con las fuerzas del Cardenal Infante, evitar la caída de Hesdin en manos francesas.

Vuelta al servicio imperial:

Piccolomini regresó al servicio del emperador en 1640, no tanto por sus deseos personales como por la necesidad, pues un gigantesco ejército de 40.000 suecos y alemanes protestantes al mando del temible mariscal Johan Báner avanzaba, amenazador, hacia la ciudad de Praga. Las tierras entre los ríos Elba y Oder habían sido devastadas, y los ejércitos imperiales y sajones –ahora firmes aliados del emperador– habían caído derrotados una y otra vez y se hallaban reducidos a la mínima expresión. El emperador necesitaba un comandante competente para reemplazar al inepto Gallas, y Ottavio era el mejor candidato. Pese a ello, Fernando III no elevó a al flo-rentino al rango de generalísimo. En lugar de eso lo obligó a compartir el mando con su hermano menor, el archiduque Leopoldo de Austria, un hom-bre de nula experiencia militar que no estaba dispuesto a permanecer co-mo mero figurante, y con quien Ottavio formó un pobre equipo.

A pesar de lo intrincado del mando imperial y de las escasas fuerzas de que disponía, Piccolomini frustró por completo las operaciones de Bá-ner. Atrincherado en un campamento fortificado junto a la ciudad de Saal-feld, en Sajonia-Coburgo, Ottavio ignoró los señuelos con que Báner trata-ba de atraerlo a una batalla campal. El sueco era ahora víctima de su pro-pia devastación, pues llegaba el invierno, y ya no quedaban aldeas por sa-quear. La entidad numérica de Báner cayó en picado, mientras que Piccolo-mini, por su parte, unió fuerzas con el general bávaro Franz von Mercy. La virulencia del invierno y las enfermedades obligaron a ambos ejércitos a re-fugiarse en sus cuarteles de invierno: Piccolomini y sus hombre en el valle del Meno y los suecos de Báner en la Baja Sajonia.

Aunque sus ambiciones habían sido frustradas, Báner, a quienes el historiador William P. Guthrie llamó el Wallenstein sueco, no se dio por vencido. En pleno invierno movilizó las tropas que le quedaban para un plan arriesgado cuyo éxito podía poner fin a la contienda: la captura del emperador Fernando durante la dieta imperial que se celebraba Ratisbona. Parecía que Báner lograría su objetivo, pero el deshielo del Danubio lo mantuvo a raya de la ciudad. Alertado, Piccolomini salió a toda velocidad en persecución de las fuerzas suecas, que viendo sus intenciones frustradas

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por los caprichos de la meteorología, se batieron en retirada en dirección a Halberstadt. Ottavio destruyó la retaguardia de su oponente en la ciudad de Neunburg, donde tomó 2.000 prisioneros, pero por escasa media hora no pudo atrapar el grueso del ejército sueco antes de que este alcanzara los pasos montañosos de la región de Vogtland.

Perdida la oportunidad de rematar a los ya de por sí castigados res-tos del ejército de Báner, quien falleció poco después, Piccolomini y el ar-chiduque Leopoldo dirigieron sus hombres al socorro de la ciudad sajona de Wolfenbüttel, sitiada por un ejército combinado franco-sueco. Aunque los sitiadores eran superiores en número y aguardaban el socorro atrinche-rados en posiciones fortificadas, Piccolomini decidió tentar la suerte lan-zando un asalto la mañana de 29 de junio de 1641. Pero franceses y suecos estaban bien posicionados, y tras fracasar el asalto del archiduque en el flanco derecho, Ottavio ordenó la retirada. La frialdad con la que el italiano ejecutó la maniobra impidió un desastre, pues franceses y suecos no se atrevieron a abandonar la seguridad de sus fortificaciones para ir en perse-cución de los imperiales.

Piccolomini no tardó en resarcirse. En los meses siguientes se hizo dueño de las poblaciones de Gronau, Alfeld, Mornburg, Schladen, Lieben-bourg y Einbeck en la Baja Sajonia. Así concluyó la campaña de 1641. Me-nos feliz fue la de 1642, pues en su transcurso Ottavio y el archiduque fue-ron completamente derrotados en las cercanías de Leipzig por el mariscal sueco Lennart Torstenson, sucesor de Báner. Después de que los suecos to-maran Schweidnitz, en Silesia, Piccolomini trató de dividir sus fuerzas ca-yendo sobre Glogovia, pero no logró tomar la ciudad, y hubo de contentar-se con bloquear a los suecos el camino de Bohemia.

A mediados de octubre Torstenson se movió hacia Leipzig, y temien-do que fuera a sitiar la ciudad, Piccolomini y el archiduque Leopoldo le salieron al paso. En la batalla que subsiguiente unos y otros combatieron con extrema valentía. La artillería imperial, cargada de metralla, causó es-tragos en las filas suecas al principió, pero los hombres de Torstenson so-portaron el duro chaparrón y embistieron el ala izquierda imperial antes de que esta se hubiese desplegado por completo. Los imperiales fueron pues-tos en fuga en el flanco izquierdo al mismo tiempo que desbarataban los batallones suecos en el derecho y silenciaban la artillería enemiga. El resul-tado del combate se decidió en el centro. Ottavio encabezó cinco cargas contra los suecos, pero fue rechazado sendas veces, y al fin se impuso el brío de los nórdicos, que arrinconaron a los imperiales a espaldas de un bosque y los desbarataron.

La de Leipzig fue una de las batallas más sangrientas de la guerra. 5.000 imperiales y 3.000 suecos murieron, y los heridos por una y otra par-te fueron incontables. Torstenson no pudo explotar la victoria. Aunque to-mó Leipzig tras un duro asedio, se vio imposibilitado de proseguir la ofensi-va debido a la falta de provisiones. Para remediar dicha carencia, el sueco puso bajo sitio la ciudad de Freiberg en Sajonia, donde esperaba abastecer-se debidamente. Pero el ejército imperial, con Ottavio al frente insuflado de nuevos ánimos, acudió al rescate, y Torstenson se vio forzado a retirarse el

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3 de febrero de 1643 con la pérdida de 2.000 de sus soldados y menoscabo de su reputación.

Gobernador de las armas del ejército español:

A pesar de haber recobrado el crédito perdido en Leipzig con el soco-rro de Freiberg, Piccolomini no se sentía a gusto en su puesto de co-coman-dante junto al archiduque Leopoldo. Por eso, cuando a mediados de 1643 el Conde-duque de Olivares, valido del rey Felipe IV de España, le ofreció el mando del ejército español de Cataluña, Ottavio lo aceptó sin dudar. Hacía tiempo que desde Madrid se buscaba atraer a Piccolomini a su causa. Aun-que los éxitos del portugués Francisco de Melo habían pospuesto la recla-mación del italiano, la reciente derrota de Rocroi y los fracasos en Cataluña aceleraron la búsqueda de un hombre capaz de restituir la situación previa a los desdichados reveses. “Hoy sobre él respiramos”, había escrito Oliva-res con motivo de la victoria de Ottavio, años atrás, ante la ciudad de Thionville.

Piccolomini viajó por mar a España, pero solo para encontrarse con que su destino final no iba a ser en Cataluña, sino en Flandes. Olivares le expidió el pomposo título de Gobernador general de las armas y ejércitos de Su Majestad Católica en los Estados de Flandes, y en mayo de 1644 se embarcó en San Sebastián con rumbo a su destino, adonde llegó tras una corta travesía. La situación en los Países Bajos era por entonces deplora-ble. Gravelinas, uno de los principales puertos españoles en aquella provin-cia, estaba estrechamente asediada por un numeroso ejército francés bajo el mando del duque de Orleans, hermano del fenecido rey Luis XIII de Francia.

La llegada de Piccolomini trajo algunas esperanzas a los españoles, y el almirante holandés Maarten Tromp, que comandaba la flota holandesa que bloqueaba Gravelinas por mar, llegó a exclamar: “ahora no tan barato tendremos esta plaza”. El 22 de junio Ottavio reconoció los cuarteles y las fortificaciones francesas, y descubrió que el cuartel del mariscal La Meille-raye era más fácil de franquear. Sin embargo, no se decidió a emprender el socorro, pues dudaba de los ánimos de sus hombres y no deseaba arriesgar una batalla general sin haber catado antes a su gente. En lugar de ello, Ottavio resolvió introducir refuerzos en Gravelinas a través del terreno pantanoso donde los franceses no habían podido construir parapetos, pero la tentativa fracasó, y al cabo de poco la guarnición española capituló.

En los meses siguientes Piccolomini fue yendo y viniendo de Bruselas al frente, pues cuando las acometidas francesas no hacían imprescindible su presencia al mando del ejército, el de Florencia pasaba largas horas en cónclaves secretos con Francisco de Melo, el marqués de Castelrodrigo y otros prohombres del gobierno español entre los cuales se discutía la situa-ción militar de Flandes y sus posibles remedios.

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Las reformas de Piccolomini pasaban por tratar de imponer una fé-rrea disciplina entre la oficialidad y procurar por el buen estado de las for-tificaciones y el adecuado abastecimiento del ejército. Pero fue todo en bal-de: las campañas de 1645 y 1646 acabaron de forma dramática. Bour-bourg, Béthune, Saint-Venant, Cassel, Lillers, Armentières, Lens, Hulst e incluso Dunkerque cayeron en manos de franceses u holandeses. La misma Amberes estuvo cercada. Huelga decir que las esperanzas puestas en Pic-colomini pronto se desvanecieron, y muchos comenzaron a culparlo de los desastres sufridos. Ottavio acabó por pedir licencia al rey para dejar su cargo y retirarse al imperio.

Aunque en efecto, así hizo, hay que decir que Piccolomini pasó toda la campaña de 1647 junto al nuevo gobernador de los Países Bajos españo-les, que no era otro que su viejo conocido el archiduque Leopoldo. La cam-paña se saldó de forma muy favorable a las armas españolas, y no puede obviarse el papel que Ottavio jugó en ella apoyando en todo momento al ar-chiduque en sus resoluciones, o bien haciéndolo partícipe de su larga expe-riencia en el manejo militar cuando la situación así lo requería.

Últimos años y retirada:

Cuando Piccolomini regresó a Alemania en 1648, la situación para el Imperio y sus aliados bávaros era luctuosa. Un ejército coaligado franco-sueco al mando de los mariscales Wrangel y Turenne había derrotado al principal ejército imperial en Zusmarshausen, cerca de Augsburgo, y mien-tras ambos saqueaban Baviera a placer, un segundo ejército sueco al man-do del mariscal Königsmarck avanzaba resueltamente hacia Praga. Esta vez sí, el emperador elevó al florentino al rango de generalísimo de los ejércitos imperiales, y lo envió a Baviera para restablecer la situación en su flanco sur.

A principios de agosto Ottavio arrib a tierras bávaras con refuerzos y los sueldos atrasados de los soldados de su ejército. La noticia, reforzada por la fama del italiano y la venida del dinero, insufló nuevos ánimos a los alicaídos combatientes imperiales. La situación pronto se restableció. Tu-renne y Wrangel, temerosos de desencadenar una batalla campal y poner en peligro las negociaciones de paz que se gestaban en Münster y Osnabrü-ck, permanecieron a la defensiva. No así Piccolomini. Aunque se vio obliga-do a enviar a 2.000 de sus hombres a Bohemia para contener a Königsmar-ck, Ottavio llevó a cabo un audaz golpe de mano que descabezó la cúpula militar de sus adversarios.

El 6 de octubre, Turenne, Wrangel y un enorme séquito de oficiales y caballeros de ambos ejércitos aprovecharon la aparente inactividad de los imperiales para gozar de la abundante caza de los bosques de Dachau en una jornada festiva. Piccolomini envió en su búsqueda a su mejor general, Johan von Werth, que de improviso cayó sobre la partida de caza. Inespera-damente los cazadores se convirtieron en presas. 20 oficiales perdieron la

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vida y 94 fueron hechos prisioneros. Werth también se llevó un botín de 1.000 caballos. La guerra en el sur había terminado de un plumazo.

En las semanas siguientes ambos ejércitos se encaminaron a la vuel-ta de Praga, donde acababa de librarse la última batalla de la guerra. Pic-colomini llegó con sus tropas el 20 de noviembre de 1648. Para entonces ya se había alcanzado en un acuerdo de paz en las negociaciones de Münster y Osnabrück, y el esperado enfrentamiento no se produjo. La guerra había terminado, pero no así la ocupación militar de parte de Alemania ni la des-movilización de los ejércitos contendientes. Estos dos eran puntos significa-tivos todavía por tratar, y Ottavio actuó como enviado del emperador en las negociaciones que se llevaron a cabo para tal efecto entre 1649 y 1650 en la ciudad de Núremberg. Fue su última misión al servicio del Imperio.

Ya retirado, Ottavio Piccolomini pasó el resto de sus días a caballo entre el castillo de Náchod, donde vivió rodeado de obras de arte, y la ciu-dad de Viena. Allí murió a los 57 años de edad el 11 de agosto de 1656.

El comandante y el hombre:

Ottavio Piccolomini es reconocido como uno de los mejores generales de su época. Soldados contemporáneos como el veneciano Galeazzo Gualdo Priorato o el francés François de Bassompierre manifiestan en sus escritos una gran admiración hacia el florentino, de quien alaban su prudencia, su resolución y su valentía consumada. Historiadores modernos como William P. Guthrie argumentan que Ottavio fue un brillante líder en el campo de ba-talla y un experto estratega sobre los mapas, aunque en ocasiones su emo-ción lo llevó a jugar equivocadamente la situación. Al margen de sus aptitu-des, Piccolomini hizo siempre gala de una férrea disciplina que trató de in-culcar a sus soldados. Su ojeriza hacia la incompetencia de quienes lo ro-deaban lo llevó a ser poco querido en las altas cúpulas del ejército. Gualdo Priorato escribió que la suerte de Ottavio fue la de reparar, una y otra vez, los errores provocados por otros, en lugar de gobernar los ejércitos impe-riales bajo su más acertado criterio.

Tal vez, si Piccolomini hubiese alcanzado el mando supremo del ejército imperial mucho antes de la tardía fecha de 1648, el resultado de la guerra hubiera sido distinto. Pero su suerte fue otra, y a pesar de no salir triunfante de todas sus empresas, no cabe duda de que el florentino preser-vó intacto su honor y su fama con general.

Àlex Claramunt Soto

Bibliografía:

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Fuentes terciarias:

Cust, Edward (Sir): Lives of the warriors of the Thirty Years' war: warriors of the 17th century, Vol. 2. Londres: John Murray, 1865.

Gualdo Priorato, Galeazzo: Vite, et azzioni di personaggi militari, e politici. Viena: Michele Thurnmayer, 1674.

Guthrie, William P.: The Later Thirty Years War: From the Battle of Wittstock to the Treaty of Westphalia. Westport: Greenwood Publish-ing Group, 2003.

Schiller, Friederich: History of the Thirty Years’ War. Londres: Bell and Daldy, 1873.

Wilson, Peter Hamish: The Thirty Years War: Europe's Tragedy. Lon-dres: Harvard University Press, 2009.

Fuentes secundarias:

Le Vassor, Michel: Histoire du règne de Louis XIII, roi de France et de Navarre, Vol. 5. Amsterdam: aux dépens des associés, 1757.

Fuentes primarias:

Mascareñas, Jerónimo. Sucesos de la campaña de Flandes del año de 1635 en que Francia rompió la paz con España, en Colección de li-bros españoles raros ó curiosos, Vol. 14. Madrid: Real Academia de la Historia, 1871

Vincart, Juan Antonio: Relación y Comentario de los successos de las Armas de S.M. mandadas por el Sermo. D. Fernando, Infante d’Espa-ña, Lugarthiniente, Governador y Capitan General de los Estados de Flandes y de Borgoña, d’esta campaña de 1636, en Colección de do-cumentos inéditos para la historia de España, Vol. 59. Madrid: Real Academia de la Historia, 1873.

Vincart, Juan Antonio: Relación de la campaña del año de 1637 diri-gida á Su Majestad el rey Don Felipe IV, en Colección de documentos inéditos para la historia de España, Vol. 55. Madrid: Real Academia de la Historia, 1891.

Imágenes:

Retrato de Piccolomini en armadura. El florentino sostiene el batón de ma-riscal en la mano derecha y lleva el collar del Toisón de Oro sobre el pecho. Anónimo, 1644-1656. (Royal Albert Memorial Museum and Art Gallery, Exeter).

Piccolomini a caballo durante la persecución del ejército sueco del mariscal Báner tras el fallido intento de este de capturar al emperador Fernando III

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en Ratisbona. Fragmento de Der Posto bei Pressnitz, de Pieter Snayers (Kunsthistorisches Museum Wien).

Banquete con motivo del Proceso de Paz de Núremberg en el ayuntamiento de la ciudad el 25 de septiembre de 1649, según un grabado de Kilian Wol-fgang. Ottavio Piccolomini ocupa la cabecera de la mesa, en primer plano. (1st-Art-Gallery.com).