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Mansfield Park Jane Austen Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Mansfield Park

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CAPÍTULO I

Hará cosa de treinta años, miss María Ward,de Huntingdon, con una dote de siete mil librasnada más, tuvo la buena fortuna de cautivar asir Thomas Bertram, de Mansfield Park, conda-do de Northampton, viéndose así elevada alrango de baronesa, con todas las comodidadesy consecuencias que entraña el disponer de unahermosa casa y una crecida renta. Todo Hun-tingdon se hizo lenguas de lo magníficamentebien que se casaba, y hasta su propio tío, elabogado, admitió que ella se encontraba eninferioridad por una diferencia de tres mil li-bras cuando menos, en relación con toda niñacasadera que pudiera justamente aspirar a unpartido como aquél. Tenía dos hermanas quebien podrían beneficiarse de su encumbramien-to; y aquellos de sus conocidos que considera-ban a miss Ward y a miss Frances tan hermosascomo miss María no tenían reparos en predecir-

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les un casamiento casi tan ventajoso como elsuyo. Pero en el mundo no existen ciertamentetantos hombres de gran fortuna como lindasmujeres que los merezcan. Miss Ward, al cabode seis años, se vio obligada a casarse con elreverendo Mr. Norris, amigo de su cuñado yhombre que apenas si disponía de algunos bie-nes particulares; y a miss Frances le fue todavíapeor. El enlace de miss Ward, llegado el caso,no puede decirse que fuera tan despreciable; sirThomas tuvo ocasión, afortunadamente, deproporcionar a su amigo una renta con los be-neficios eclesiásticos de Mansfield; y el matri-monio Norris emprendió su carrera de felicidadconyugal con poco menos de mil libras al año.Pero miss Frances se casó, según expresiónvulgar, para fastidiar a su familia; y al decidirsepor un teniente de marina sin educación, fortu-na ni relación, lo consiguió plenamente. Difi-cilmente hubiese podido hacer una elecciónmás desastrosa. Sir Thomas Bertram era hom-bre de gran influencia y, tanto por cuestión de

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principio como por orgullo, tanto por su natu-ral gusto en favorecer al prójimo como por undeseo de ver en situación respetable cuanto conél se relacionase, la hubiese ejercido con sumoplacer en favor de su cuñada; pero el marido deésta tenía una profesión que escapaba a los al-cances de toda influencia; y antes de que pudie-ra discurrir algún otro medio para ayudarles, seprodujo entre las hermanas una ruptura total.Fue el resultado lógico del comportamiento delas respectivas partes y la consecuencia que casisiempre se deriva de un casamiento impruden-te. Para evitarse reconvenciones inútiles, la se-ñora Price no escribió siquiera a su familia par-ticipando su boda hasta después de casada.Lady Bertram, que era mujer de espíritu tran-quilo y carácter marcadamente indolente yacomodaticio, se hubiera contentado simple-mente con prescindir de su hermana y no pen-sar más en el asunto. Pero la señora Norris te-nía un espíritu activo al que no pudo dar repo-so hasta haber escrito a Fanny una larga y colé-

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rica carta, poniendo de relieve lo disparatadode su conducta y amenazándola con todas laspeores consecuencias que de la misma cabíaesperar. La señora Price, a su vez, se sintióofendida e indignada; y una contestación quecomprendía a las dos hermanas en su acritud, yen la que vertían unos conceptos tan irrespe-tuosos para sir Thomas que la señora Norris nosupo en modo alguno guardar para sí, puso fina toda correspondencia entre ellas durante unlargo período.

Sus respectivos puntos de residencia eran tandistantes y los medios en que se desenvolvíantan distintos como para que se considerase casiexcluida toda posibilidad de tener siquiera no-ticia de sus vidas unos de otros, en el curso delos once años que siguieron, o al menos paraque sir Thomas se maravillase de veras de quela señora Norris tuviera la facultad de comuni-carles, como hacía de cuando en cuando convoz irritada, que Fanny tenía otro bebé. Al cabode once años, sin embargo, la señora Price no

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pudo seguir alimentando su orgullo o su resen-timiento, o no se resignó a perder para siemprea unos seres que quizá pudieran ayudarla. Unafamilia numerosa y siempre en aumento, unmarido inútil para el servicio activo, aunque nopara las tertulias de amigos y el buen licor, yunos ingresos muy menguados para atender asus necesidades, hicieron que deseara con avi-dez ganarse de nuevo los afectos que tan a laligera había sacrificado; y se dirigió a lady Ber-tram en una carta que reflejaba tal contrición ydesaliento, tal superfluidad de hijos y tal esca-sez de casi todo lo demás, que su efecto no pu-do ser otro que el de predisponerlos a todos auna reconciliación. Precisamente, se hallaba envísperas de su noveno alumbramiento; y des-pués de deplorar el caso e implorar que quisie-ran ser padrinos del bebé que esperaba, suspalabras no podían ocultar la importancia queella atribuía a sus parientes para el futuro sos-tenimiento de los ocho restantes que ya se en-contraban en el mundo. El mayor de los hijos

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era un muchacho de diez años, excelente yanimoso chaval, ansioso de lanzarse a corrermundo; pero, ¿qué podía hacer ella? ¿Habíaacaso alguna probabilidad de que pudiese serútil a sir Thomas en el negocio de sus propie-dades de las Antillas? ¿O qué le pareceríaWoolwich a sir Thomas? ¿O cómo podía en-viarse un muchacho a Oriente?

La carta no resultó infructuosa. Restableció lapaz y el mutuo afecto. Sir Thomas cursó ama-bles consejos y recomendaciones, lady Betteamenvió dinero y pañales y la señora Norris escri-bió las cartas.

Éstos fueron los efectos inmediatos, y antesde que transcurriese un año la señora Price ob-tuvo alguna ventaja más importante aún. Laseñora Norris manifestaba a los otros, con hartafrecuencia, que no podía quitarse de la cabeza asu pobre hermana y a su familia y que, no obs-tante lo mucho que todos habían hecho porella, parecía que necesitaba todavía más; y al finno pudo menos que expresar su deseo de que

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se aliviase a la señora Price de uno de los mu-chos hijos que tenía.

––¿Qué os parece si, entre todos, tomásemosa nuestro cuidado a la hija mayor, que tieneahora nueve años, edad que requiere más aten-ción de la que su pobre madre puede dedicarle?Las molestias y gastos consiguientes no repre-sentarían nada para ellos, comparados con labondad de la acción.

Lady Bertram estuvo de acuerdo en el acto.––Creo que no podríamos hacer nada mejor –

–dijo––; mandaremos por la niña.Sir Thomas no pudo dar un consentimiento

tan instantáneo y absoluto. Reflexionaba y vaci-laba. Aquello representaría una carga muy se-ria. Encargarse de la formación de una mucha-cha en aquellas condiciones implicaba el pro-porcionarle todo lo adecuado, pues de lo con-trario seria crueldad y no bondad el apartarlade los suyos. Pensó en sus propios cuatroshijos, en que dos de ellos eran varones, en elamor entre primos, etc.; pero, apenas había

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empezado a exponer abiertamente sus reparos,la señora Norris le interrumpió para rebatirlostodos, tanto los que ya habían sido expuestoscomo los que todavía no.

––Querido Thomas, te comprendo perfecta-mente y hago justicia a la generosidad y delica-deza de tus intenciones, que, en realidad, for-man un solo cuerpo con tu norma general deconducta; y estoy completamente de acuerdocontigo en lo esencial, como es lo de hacercuanto se pueda para proveer de lo necesario auna criatura que, en cierto modo, ha tomadouno en sus manos; y puedo asegurar que yosería la última persona del mundo en negar mióbolo para una obra así. No teniendo hijos pro-pios, ¿por quiénes iba yo a procurar, de presen-tarse alguna menudencia que entre dentro demis posibilidades, sino por los hijos de mishermanas? Y estoy segura de que mi esposo esdemasiado justo para... Pero ya sabes que soypersona enemiga de parloteo y chismerías. Elcaso es que no nos arredre la perspectiva de

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una buena obra por una minucia. Dale a unamuchacha buena educación, preséntala almundo de debida forma, y apuesto diez contrauno a que estará en posesión de medios sufi-cientes para casarse bien, sin ulteriores gastospara nadie. Una sobrina nuestra, Thomas, ocuando menos una sobrina vuestra, bien puededecirse que no tendría pocas ventajas al crecer yformarse en los medios de esta vecindad. Nodiré que vaya a ser tan guapa como sus primas.Me atrevería a decir que no lo será. Pero tendríaocasión de ser presentada a la sociedad de estaregión en circunstancias tan favorables que,según todas las probabilidades humanas,habrían de proporcionarle un honroso casa-miento. Piensas en tus hijos, pero ¿no sabes túbien que, de cuantas cosas pueden ocurrir en elmundo, ésa es la menos probable, después dehaberse criado siempre juntos como hermanos?Es algo virtualmente imposible. Nunca supe deun solo caso. De hecho, es el único medio segu-ro para precaverse contra este peligro. Vaya-

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mos a suponer que es una linda muchacha yque Tom o Edmund la ven por primera vezdentro de siete años: casi me atrevería a afirmarque entonces sería perjudicial. La mera re-flexión de que se hubiera consentido que cre-ciera tan distanciada de todos nosotros, pobre ynecesitada, bastaría para que cualquiera de losdos tiernos y bondadosos muchachos se ena-morase de ella. Pero, edúcala junto a ellos des-de ahora y, aun suponiendo que tuviera lahermosura de un ángel, nunca representarápara tus hijos más que una hermana.

––Hay mucha verdad en lo que dices ––dijosir Thomas––, y nada más lejos de mi pensa-miento que poner un caprichoso impedimentoa la realización de un plan tan magnífico paraambas partes, respectivamente. Lo único que hequerido manifestar es que no debemos com-prometemos a la ligera y que, para hacer de elloalgo efectivamente provechoso para ella y hon-roso para nosotros, debemos asegurar a la niñao considerarnos obligados a proporcionarle

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después, cuando llegue el caso, los medios ne-cesarios para desenvolverse cual corresponde auna dama, de no presentársele por otro lado laventajosa proposición que tú esperas con tantaconfianza.

––Te comprendo perfectamente ––contestó laseñora Norris––; eres todo generosidad y con-sideración, y estoy segura de que nunca discre-paremos en este punto. Cuanto está en mi ma-no, bien lo sabes, estoy siempre dispuesta ahacerlo en favor de los seres que amo; y aunquejamás pueda sentir por esa chiquilla ni la centé-sima parte del cariño que tengo puesto en tusqueridos hijos, ni puedo en modo alguno con-siderarla tan mía, abominaría de mí misma sifuese capaz de volverle la espalda. ¿No es, aca-so, la hija de una hermana? ¿Y podría yo sopor-tar que ella pasase necesidades, teniendo unpedazo de pan que darle? Querido Thomas, apesar de todos mis defectos poseo un tiernocorazón y, aunque soy pobre, me privaría hastade lo necesario para vivir, antes que cometer

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una acción poco generosa. Así es que, si no teopones, mañana escribiré a mi pobre hermanahaciéndole la proposición; y, en cuanto estétodo convenido, yo me comprometo a traer laniña a Mansfield. Tú no tendrás que molestartepara nada. Las molestias que yo me tomo, bienlo sabes, nunca las tengo en cuenta. Mandaré aNanny a Londres al efecto, donde podrá alojar-se en casa de su primo, el talabartero, y citare-mos a la niña para que se reúna allí con ella.Fácilmente podrán enviarla desde Portsmoutha la capital, confiándola al cuidado de algunapersona de confianza que coincida en el mismoviaje. Sin duda habrá siempre una mujer dealgún honrado menestral que deba trasladarsea Londres.

Excepto la impugnación del plan en la parteen que se hacía intervenir al primo de Nanny,sir Thomas no opuso más objeciones, y una vezsustituido el punto de reunión por otro másrespetable, aunque no tan económico, se consi-deró que todo estaba arreglado y se saboreó ya

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la satisfacción derivada de tan humanitariospropósitos. El reparto de sensaciones gratas, enestricta justicia, no debía ser por partes iguales;porque sir Thomas estaba completamente re-suelto a ser un auténtico y firme protector de lamuchacha elegida, mientras que la señora No-rris no tenía la menor intención de contribuir,ni con la más mínima aportación, al sosteni-miento de la misma. En cuanto a moverse,charlar y discurrir, era cabalmente caritativa, ynadie sabía mejor que ella cómo enseñar libera-lidad a los otros; pero su amor al dinero y suafición a mandar y disponer eran iguales, ysabía guardar el suyo tanto como gastar del desus amigos. No habiendo podido disponer, alcasarse, de unos ingresos tan crecidos como sehabía acostumbrado a imaginar, desde el prin-cipio consideró necesario sujetarse a un plan deeconomía muy estricto; y lo que había empeza-do como medida de prudencia pronto se con-virtió en afición, en el objeto de esa especialsolicitud que se prodiga a los niños, donde no

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los había. Si hubiese tenido hijos que mantener,puede que la señora Norris no hubiese ahorra-do jamás; pero, no teniendo obligaciones deesta índole, nada podía impedir su austeridad oescatimarle el consuelo de incrementar anual-mente una renta que jamás había necesitadopara vivir. Dominada por esta creciente pasión,que no podía aminorar un afecto no sentidohacia su hermana, le era imposible aspirar amás que a la reputación de haber proyectado ytramitado una obra de caridad tan costosa;aunque tal vez se conocía tan poco como pararegresar a su hogar de la rectoría, terminadaesta conversación, con la feliz creencia de ser lahermana y tía de espíritu más liberal que existíaen el mundo.

Cuando se habló de nuevo del asunto, sus in-tenciones pudieron apreciarse con mayor clari-dad; y, en contestación a la pregunta que tran-quilamente le hizo lady Bertram sobre «¿adón-de irá primero la niña, a tu casa o a la nues-tra?», dijo, y sir Thomas lo escuchó no poco

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sorprendido, que a ella le seria totalmente im-posible encargarse personalmente de la prote-gida. Él se había figurado que la niña sería bienacogida como un aumento de familia en la rec-toría, como una compañía deseable para una tíaque no tenía hijos; pero vio que estaba total-mente equivocado. La señora Norris afirmó quelamentaba tener que manifestar que, al menostal como iban entonces las cosas, eso de que-darse ellos con la niña era algo que estaba fuerade toda discusión. La salud algo delicada delpobre Mr. Norris lo hacía imposible: era tanincapaz de soportar el ruido de un chiquillocomo de volar. Desde luego, si llegase a mejo-rar de sus dolencias artríticas, ya seria distinto...Entonces la acogería con mucho gusto, sin re-parar en los inconvenientes; pero ahora, justa-mente, el pobre Mr. Norris reclamaba constan-temente sus cuidados, y estaba segura de que lasola mención de una cosa así sería suficientepara volverle loco.

––Entonces será mejor que se quede con noso-

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tros ––dijo lady Bertram con la mayor compos-tura.

Después de una corta pausa, sir Thomas aña-dió con dignidad:

––Sí, que sea esta casa su hogar. Procurare-mos cumplir nuestro deber para con ella y, almenos, tendrá la ventaja de contar con unoscompañeros de su edad y con una institutrizregular.

––¡Muy cierto! ––exclamó la señora Norris––;y ambos aspectos son de gran importancia. Endefinitiva, a miss Lee le será lo mismo enseñara tres muchachas que a dos; en esto no puedehaber diferencia. Lo único que yo desearía espoder ser más útil; pero ya veis que hago cuan-to puedo. No soy de esas personas que sóloprocuran ahorrarse molestias. Nanny irá a bus-carla, aunque ello me suponga el inconvenientede quedarme tres días sin mi mejor consejera.Supongo, hermana, que instalarás a la niña enel pequeño cuarto blanco del ático, junto al an-tiguo aposento de los chicos. Será, con mucho,

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el mejor sitio para ella, tan cerca de miss Lee,no lejos de las otras niñas y al lado mismo delas criadas, pudiendo cualquiera de ellas ayu-darla a vestirse, ¿no te parece?, y cuidar de suropa; pues supongo que no te parecería bienesperar que Ellis se cuidase de ella, como de lasotras. Realmente, no veo en qué otro lugar po-drías colocarla.

Lady Bertram no hizo la menor oposición.––Espero que demostrará ser una chica bien

dispuesta ––añadió la señora Norris–– y apre-ciará la extraordinaria buena suerte de tenerestos amigos.

––Si sus inclinaciones naturales no fuesenbuenas ––dijo sir Thomas––, no deberíamos,para el bien de nuestros hijos, consentir quepermaneciera en el seno de la familia; pero nohay razón para esperar un mal tan grande. Esprobable que observemos en ella mucho quedeje que desear, y podemos prepararnos a con-siderar su gran ignorancia, algunas vulgarida-des de opinión y unos modales lamentablemen-

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te ordinarios; pero estos defectos no son inco-rregibles, ni serán, cono, perniciosos para suscompañeros. Si mis niñas fuesen más jóvenesque ella, hubiera considerado el momento muydelicado para juntarlas a una compañía de estaclase; pero, no siendo éste el caso, espero que elroce no habrá de entrañar peligro alguno paraellas y, en cambio, será muy beneficioso paraFanny.

––¡Esto es exactamente lo que yo pienso! ––exclamó la señora Norris––. Es lo mismo queesta mañana le decía <r mi marido. Sólo por elhecho de convivir con sus primas, le dije, laniña se educará; aunque miss Lee no le enseña-se nada, de ellas aprendería a ser buena e inte-ligente.

––Espero que no atormentará a mi pobre fal-derillo ––dijo lady Bertram––; precisamente,hasta ahora no había conseguido que Julia lodejase tranquilo.

––Tropezaremos con alguna dificultad, seño-ra Norris ––observó sir Thomas––, con respecto

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a la conveniente distinción que deberá hacerseentre las niñas a medida que vayan siendo ma-yores: la de mantener en el ánimo de mis hijasla conciencia de quiénes son, sin que por esoconsideren demasiado humilde a su prima; y lade que ésta tenga siempre presente, sin que sesienta en exceso humillada, que ella no es unamiss Bertram. Me gustaría verlas buenas amigas,y en modo alguno habré de permitir en mishijas el menor grado de arrogancia hacia suprima; sin embargo, no pueden ser iguales. Losrespectivos rangos, fortunas, derechos y aspira-ciones serán siempre diferentes. Es un puntomuy delicado, y deberás ayudamos en nuestropropósito de escoger con acierto la línea deconducta adecuada.

La señora Norris quedó a su entera disposi-ción y, aunque estaba completamente deacuerdo con su cuñado en que se trataba dealgo en extremo dificultoso, le animó a confiaren que entre todos lo resolverían fácilmente.

Ya se supondrá que la señora Norris no escri-

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bió en vano a su hermana. A la señora Pricepareció que le causaba cierta sorpresa esto deque eligieran a una niña, cuando tenía una ex-celente colección de muchachos; pero aceptó elofrecimiento, agradecidísima, asegurándolesque su hija era una chiquilla muy bien dispues-ta, de excelente carácter, y expresando su con-vicción de que nunca les daría motivos paraecharla. Por lo demás, hablaba de ella como dealgo endeble y delicado, pero manifestaba lailusionada esperanza de que mejorarían suscondiciones fisicas con el cambio de aires. ¡Po-bre mujer! Seguramente pensaba que un cam-bio de aires era lo que convenía a la mayoría desus hijos.

CAPÍTULO II

La muchacha efectuó el largo viaje felizmen-

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te. En Northampton se reunió con la señoraNorris, que así pudo envanecerse de ser la pri-mera en darle la bienvenida y saborear la im-portancia de conducirla a la casa de sus parien-tes, para recomendarla a su benevolencia.

Fanny Price tenía entonces diez años nadamás y, aunque en su aspecto no se apreciabanada que pudiera cautivar a primera vista,tampoco había, cuando menos, nada que pu-diera disgustar a sus parientes. Era pequeñapara su edad, no había color en sus mejillas, nise apreciaba en ella otro encanto que pudieraimpresionar. En extremo tímida y esquiva, pro-curaba siempre pasar inadvertida. Pero su aire,aunque desgarbado, no era vulgar; su voz eradulce y cuando hablaba quedaba graciosa suactitud. Sir Thomas y lady Bertram la acogieronmuy cariñosamente, y, al notar él cuán faltaestaba de ánimos, trató de mostrarse todo loconciliador que pudo; y lady Bertram, sin es-forzarse la mitad siquiera, sin pronunciar ape-nas una palabra por cada diez que empleaba él,

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con la simple ayuda de una cariñosa sonrisa,resultó enseguida el menos temible de los dospersonajes.

Toda la gente joven se hallaba en casa y seportó muy bien en el acto de la presentación,mostrándose de buen talante y sin sombra deapocamiento, al menos por parte de los mucha-chos, que, con sus dieciséis y diecisiete años ymás altos de lo corriente a esa edad, tenían a losojos de su primita el tamaño de hombreshechos y derechos. Las dos niñas se mostraronalgo más cohibidas, debido a que eran más jó-venes y temían mucho más a su padre, el cualse refirió a ellas en aquella ocasión con prefe-rencia un tanto imprudente. Pero estaban de-masiado acostumbradas a la sociedad y al elo-gio para que sintieran nada parecido a la natu-ral timidez; y, como su seguridad fuese en au-mento al ver que su prima carecía por completode ella, no tardaron en sentirse capaces deexaminarle detenidamente la cara y el traje contranquila despreocupación.

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Todos ellos eran notablemente hermosos: losmuchachos muy bien parecidos, las niñas fran-camente bellas, y tanto unos como otras con unmagnífico desarrollo y una estatura ideal parasu edad, lo que establecía entre ellos y su primauna diferencia tan acusada en el aspecto fisicocomo la que la educación recibida había produ-cido en sus maneras y trato respectivos; y nadiehubiera sospechado que la diferencia de edadentre las muchachas fuese tan poca como la quese llevaban en realidad.

Concretamente, sólo dos años separaban aFanny de la más joven. Julia Bertram tenía doceaños tan sólo y Maria era un año mayor. Entre-tanto, la pequeña forastera se sentía tan infelizcomo quepa imaginar. Asustada de todos,avergonzada de sí misma, llena de añoranzaspor el hogar que había dejado atrás, no sabíalevantar la mirada del suelo y apenas podíadecir una palabra que pudiera oírsele, sin llo-rar. La señora Norris no había cesado dehablarle durante todo el camino, desde Nort-

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hampton, de su maravillosa suerte y de la ex-traordinaria gratitud que había de sentir y ma-nifestar con su comportamiento; pero esto sóloconsiguió aumentar la conciencia de su infor-tunio, al convencerla de que el no sentirse felizera una perversidad suya. Además, la fatiga deun viaje tan largo no tardó en aumentar susmales. Fueron en vano la condescendencia me-jor intencionada de sir Thomas y todos los ofi-ciosos pronósticos de la señora Norris en elsentido de que demostraría ser una buena niña;en vano le prodigó lady Bertram sus sonrisas yle hizo sentar en el sofá con ella y el falderillo, yen vano fue hasta la presencia de una tarta degrosellas con que se la obsequió para consolar-la: apenas pudo engullir un par de bocados sinque las lágrimas viniesen a interrumpirla. Y,como al parecer era el sueño su amigo preferi-do, la llevaron a la cama para que diera allí fina su pena.

––No es un comienzo muy halagüeño ––manifestó la señora Norris, cuando Fanny hubo

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salido de la habitación––. Después de todo loque le dije antes de llegar, creía que iba a por-tarse mejor. Le advertí de la gran importanciaque podía tener para ella el portarse bien desdeel primer momento. Seria de desear que no tu-viese un carácter algo huraño... Su pobre madrelo tiene, y no poco. Pero debemos ser indulgen-tes con una niña de esa edad. Al fin y al cabo,no creo que lo de estar apenada por haber de-jado su casa se le pueda censurar; pues, contodos sus defectos, aquélla era su casa y aún noha podido darse cuenta de lo mucho que haganado con el cambio. Pero, de todos modos,creo que está mejor un poco de moderación entodas las cosas.

Sin embargo, fue necesario más tiempo que elque la señora Norris había tendido a suponerpara reconciliar a Fanny con la novedad de suvida en Mansfield Park, y para que se acostum-brara a la separación de los seres de que hastaentonces se había visto rodeada. Su sensibili-dad estaba muy agudizada y sus sentimientos

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eran muy poco comprendidos, demasiado pocopara que se los tratara en forma conveniente.Nadie se proponía ser poco amable con ella,pero nadie daba un paso para proporcionarlealgún consuelo.

El día de asueto, que, después del de su lle-gada, se concedió a las niñas Bertram para quetuvieran ocasión de alternar e intimar con suprimita, produjo poca unión. No pudieron pormenos que despreciarla al enterarse de que sólotenía dos cinturones y nunca había aprendidofrancés; y, al notar lo poco que se admiraba deldúo que tuvieron la amabilidad de cantar paraella, consideraron oportuno limitarse a regalar-le algunos de sus juguetes menos valiosos ydejarla sola, para dedicarse ellas al pasatiempodel día: hacer flores artificiales o recortar papeldorado.

Fanny, ya estuviera cerca o lejos de sus pri-mas, lo mismo en la sala de estudio que en elsalón, que en el plantío de árboles, siempre sesentía igualmente abandonada, siempre le pa-

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recía que tenía algo que temer de todo el mun-do y por todas partes. La anonadaba el silenciode lady Bertram, la aterrorizaba el aspecto gra-ve de sir Thomas y la sobrecogían las adverten-cias de la señora Norris. Sus primos, tan gran-dotes, la mortificaban con reflexiones sobre sutamaño y la confundían subrayando su timidez;miss Lee se admiraba de su ignorancia y lassirvientas se burlaban de sus trajes. Y cuando atodas esas amarguras se mezclaba el recuerdode sus hermanos y hermanas para los que ellasiempre había sido un elemento importantecomo compañera de juegos, institutriz o niñera,la angustia que oprimía su corazón se hacíatodavía más cruel.

La magnificencia de la casa la asombraba, pe-ro no podía consolarla. Las salas le parecíandemasiado grandes para moverse en ellas agusto; no se atrevía a tocar nada sin temor aofensa, y se escurría de un lado para otro cons-tantemente atemorizada por cualquier cosa, y amenudo se retiraba a su habitación para llorar.

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Y la muchachita, de la que decían en el salón,por la noche, después que ella lo había abando-nado para ir a descansar, que parecía afortu-nadamente tan sensible a su extraordinariabuena suerte, ponía un broche a sus amargurasde todos los días llorando hasta dormirse. Asípasó una semana, sin que nada de ello se tras-luciera por su traza sosegada, pasiva, cuandouna mañana la encontró Edmund, el más jovende sus primos, sentada en la escalera del ático,llorando.

––Querida primita ––dijo el muchacho, contoda la ternura de un natural bondadoso––,¿qué puede haberte ocurrido?

Y sentándose a su lado intentó vencer su ver-güenza por haber sido sorprendida y persua-dirla para que hablase francamente, lo que sólopudo conseguir con gran esfuerzo. «¿Estabaenferma? ¿Se había enfadado alguien con ella?¿Acaso se había peleado con Julia o con María?¿Tal vez se había hecho un embrollo al repasarla lección, que él le pudiera explicar? ¿Nece-

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sitaba, en fin, algo que tal vez él podría propor-cionarle o hacer por ella?» Durante un buenrato no consiguió más contestación que «No,no... en absoluto... no, gracias». Pero él siguióporfiando; y, en cuanto Fanny empezó a refe-rirse a su hogar y a los suyos, sus crecientessollozos le indicaron a Edmund dónde estaba elmal. Intentó consolarla.

––Te apena dejar a tu mamá, querida Fanny ––le dijo––, lo cual demuestra que eres una niñamuy buena; pero debes tener presente que teencuentras entre parientes y amigos, que todoste quieren y desean hacerte feliz. Vamos a pa-sear por el parque y me hablarás de tus herma-nos y hermanas.

Al profundizar en el tema, Edmund descu-brió que, no obstante lo mucho que ella queríaa todos esos hermanos y hermanas en general,uno de ellos ocupaba su mente con preferenciasobre los demás: William era el hermano dequien más hablaba y a quien más deseaba ver,William, el mayor, que tenía un año más que

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ella, su constante compañero y amigo, el quesiempre abogaba por ella cerca de su madre (dequien era el preferido) cuando se encontraba enalgún apuro.

––William no quería que los dejase; le dijo amamá que me echaría de menos, desde luego.

––Pero William te escribirá, supongo.––Sí, me prometió que lo haría, pero me pidió

que lo hiciera yo primero.––¿Y cuándo piensas hacerlo?Ella bajó la cabeza y contestó, vacilante:––No lo sé... no tengo papel.––Si la dificultad está sólo en esto, yo te pro-

porcionaré papel y todo lo demás, y podrásescribir la carta cuando quieras. ¿Te gustaríaescribirle?

––Sí, mucho.––Pues hazlo enseguida. Ven conmigo al co-

medor auxiliar; allí encontraremos todo lo ne-cesario y de seguro que nadie nos molestará.

––Pero, querido primo, ¿irá al correo la carta?––Sí, de eso respondo yo... junto con las otras

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cartas; y, como tu tío la franqueará, no le costa-rá nada a William.

––¿Mi tío? ––repitió Fanny con cara de espan-to.

––Sí; cuando hayas escrito la carta, la llevaré ami padre para que le ponga el franqueo.

A Fanny le pareció un atrevimiento, pero noopuso más resistencia; y ambos se dirigieron alpequeño comedor donde se tomaba el desayu-no. Enseguida Edmund preparó el papel y tra-zó en el mismo los renglones, poniendo en ellotoda su buena voluntad, tanto como hubiesepuesto el propio hermano de su primita, y pro-bablemente con mayor regularidad. Permane-ció a su lado durante todo el tiempo que duróel redactado de la carta para ayudarla con sucortaplumas o su ortografia en cuanto le fuesepreciso; y a estas atenciones, que ella agradeciómuchísimo, añadió unos amables saludos parasu hermano, que colmaron su gratitud. Ed-mund escribió de su puño y letra este testimo-nio de afecto a su primo William y le envió

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media guinea bajo sobre cerrado. Los senti-mientos de Fanny eran tales en aquellos mo-mentos, que se sintió incapaz de expresarlos;pero en su rostro y en unas pocas palabras sen-cillas y espontáneas, desprovistas de toda afec-tación, iba implícita toda su gratitud y alegría, ysu primo empezó a ver en ella algo interesante.Siguieron hablando y, a través de cuanto ellamanifestaba, se convenció de que poseía untierno corazón y sentía unos grandes deseos deportarse bien. Y Edmund se dio cuenta de queera digna de una mayor atención, tanto por lomuy sensible de su situación como por su grantimidez. Él nunca la había apenado a sabiendas,pero ahora se daba cuenta de que ella necesita-ba de una benevolencia más positiva; y en con-secuencia intentó, ante todo, quitarle el miedoque todos le inspiraban y darle, especialmente,muchos y buenos consejos a fin de que pudierajugar con Julia y María y se mostrase lo másalegre posible.

A partir de aquel día, Fanny empezó a sentir-

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se más a gusto. Sabía que contaba con un ami-go, y las atenciones de su primo Edmund lahacían más animosa ante los demás. El lugar sele hizo menos extraño y las personas menospavorosas; y, si alguien había a quien ella nopodía dejar de temer, empezó cuando menos aconocer los caracteres de todos ellos y a discer-nir el mejor modo de adaptarse a su medio. Laspequeñas rusticidades y torpezas, que al prin-cipio producían una penosa impresión en elánimo de todos, y no menos en el suyo propio,fueron desapareciendo, como no podía ser deotro modo, y la niña ya no temía presentarseante su tío, ni la voz de su tía Norris le causabagran sobresalto. Para sus primas se convirtió enuna compañera eventual, que no dejaba de seraceptable. Aunque la consideraban indigna, porsu inferioridad en edad y en fuerza, de asociar-la constantemente a sus juegos, para sus planesy diversiones resultaba a veces muy útil unatercera persona, sobre todo si esa tercera perso-na tenía un carácter dócil y complaciente. Y no

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podían menos de manifestar, cuando su tía lespreguntaba sobre los defectos de la niña, ocuando Edmundo reclamaba que fuesen másamables con ella, que «Fanny era bastante bo-nachona y no se tomaba nada a mal».

Edmund era amable de por sí, invariablemen-te; y, en cuanto a Tom, lo peor que Fanny tuvoque aguantarle era esa especie de irónico rego-cijo que un jovenzuelo de diecisiete años siem-pre considera oportuno en el trato con una niñade diez. Puede decirse que justamente empeza-ba a asomarse a la vida, lleno de alegría y viva-cidad, y con toda la liberal predisposición deun primogénito que se cree nacido tan sólo pa-ra gastar y divertirse. Las atenciones que dedi-caba a la primita estaban de acuerdo con suposición y sus derechos: le hacía algunos boni-tos regalos y se reía de ella.

A medida que su aspecto y su ánimo iba me-jorando, sir Thomas y la señora Norris conside-raban los alcances de su plan benéfico con cre-ciente satisfacción, y muy pronto coincidieron

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en dejar sentado que, si bien no tenía nada deinteligente, la niña demostraba tener un carác-ter tratable y parecía que no iba a causarlesgrandes molestias. Desde luego, la pobre opi-nión que les merecían sus talentos no tenía lí-mites para ellos. Fanny sabía leer, bordar y es-cribir, pero no había aprendido nada más; y alver sus primas que ignoraba tantas cosas que aellas les eran familiares desde hacía tiempo, laconsideraron un prodigio de estupidez, y du-rante las dos o tres primeras semanas no hacíanmás que llevar de continuo al salón nuevasreferencias del caso.

––Figúrate, mamaíta: mi prima no sabe com-poner el mapa de Europa... Mi prima no sabenombrar los principales ríos de Rusia... Nuncaha oído hablar del Asia Menor... No sabe dis-tinguir entre una acuarela y un dibujo al cre-yón... ¡Qué raro! ¿Viste nunca algo tan estúpi-do?

––Querida ––solía replicar su consideradatía––, esto es muy lamentable, pero no debes

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esperar que todas las niñas estén tan adelanta-das ni aprendan con tanta facilidad como tú.

––Pero, tía, ¡si es que es tan ignorante! Sólo tediré que, anoche mismo, le preguntamos quécamino seguiría para ir a Irlanda, y dijo queatravesaría la isla de Wight. No se le ocurreotra cosa que la isla de Wight, a la que llama laIsla, como si no existiera otra en el mundo. Es-toy segura de que a mí me hubiera dado ver-güenza saber tan poco, aun mucho antes detener su edad. Ya ni me acuerdo del tiempo enque yo no había aprendido todavía muchascosas, de las que ella aun ahora no tiene la me-nor noción. ¡Cuánto tiempo ha pasado, tía, des-de que solíamos repasar el orden cronológicode los reyes de Inglaterra, con las fechas de suproclamación y los principales hechos de sureinado!

––Sí ––añadió la otra––, y de los emperadoresromanos, hasta los de la categoría de Severus,además de lo mucho referente a la mitologíapagana, así como todos los metales, metaloides,

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planetas y filósofos notables.––Muy cierto, desde luego, queridas mías; pe-

ro vosotras tenéis el don de una memoria privi-legiada, mientras que vuestra pobre prima, esprobable que no tenga ni pizca. Entre su capa-cidad de retención y la vuestra existe una dife-rencia enorme, como en todo lo demás; por estodebéis ser indulgentes con vuestra prima ycompadeceros de su deficiencia. Y no olvidéisque, por lo mismo que sois tan cultas e inteli-gentes, debéis ser siempre modestas; pues,aunque sepáis ya mucho, todavía os queda mu-cho más que aprender.

––Sí, ya sé que es así, hasta que cumpla losdiecisiete años. Pero debo contarte otra cosa deFanny, que ya no puede ser más sorprendente yestúpida. ¡Imagínate, dice que no quiere apren-der música ni dibujo!

––Efectivamente, querida, es algo muy estú-pido y que revela una total carencia de sentidoartístico y de espíritu de emulación. Pero, sibien se considera, tal vez sea mejor así; pues,

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aunque ya sabéis que los papás (debido a mí)son tan buenos que han querido educarla convosotras, no es del todo necesario que su edu-cación sea tan completa como la vuestra; al con-trario, seria mucho más deseable que hubieraalguna diferencia.

Éstos eran los consejos de que se valía la se-ñora Norris para formar la mentalidad de sussobrinas; así, no hay que maravillarse de que,no obstante lo adelantadas en sus estudios y apesar de sus prometedores talentos, carecierantotalmente de otras virtudes menos corrientes,como el conocimiento de sí mismas, la humil-dad y la generosidad. Se había cuidado de sueducación admirablemente en todos los aspec-tos, menos en el de sus inclinaciones. Sir Tho-mas ignoraba lo que convenía, porque, aunsiendo un padre celoso de verdad, no exteriori-zaba sus íntimos afectos, y su actitud reservadahacía que se reprimiese ante él toda manifesta-ción de sentimientos.

Lady Bertram no dedicaba la menor atención

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a la educación de sus hijas. No tenía tiempopara esta clase de cuidados. Era una mujer quepasaba los días sentada en un sofá, muy biencompuesta y haciendo alguna labor de agujapoco útil y nada primorosa; pensando más ensu perro faldero que en sus hijos, pero muyindulgente con éstos siempre que ello no lereportase alguna incomodidad; guiándose porsir Thomas en todo lo importante y por suhermana en las cuestiones menores. De haberlequedado más tiempo para dedicarlo a sus hijas,seguramente lo hubiese considerado innecesa-rio, pues estaban bajo el cuidado de una institu-triz, tenían buenos profesores y no podían ne-cesitar nada más. En cuanto a lo de que Fannyera torpe para aprender, «tan sólo podía decirque era muy lamentable, pero ya se sabía quehay gente así, y que lo que Fanny podía hacerera esforzarse más... no veía otra solución; y,dejando aparte esto de que fuera obtusa, podíaafirmar que no encontraba nada ofensivo en lapobrecita; al contrario, siempre la tenía a mano

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y era muy diligente en llevar recados y traerlelo que le pedía».

Fanny, con todos sus pecados de ignorancia ytimidez, quedó establecida en Mansfield Parky, habiendo aprendido a transferir al lugar mu-cho de su afecto por su antiguo hogar, fue cre-ciendo entre sus primos sin sentirse desgracia-da. María y Julia no le eran decididamenteaviesas; y, aunque Fanny se sentía a menudomortificada por el trato que de ellas recibía, sedecía que era demasiado insignificante paraconsiderarse ofendida.

Por la época en que Fanny fue a vivir conellos, lady Bertram, a consecuencia de una lige-ra enfermedad y de su gran indolencia, pres-cindió de la casa de Londres, a donde solía tras-ladarse todos los años en primavera, y desdeentonces permaneció siempre en el campo, de-jando que sir Thomas atendiera sus obligacio-nes en el Parlamento, cualesquiera fuesen lasventajas o los inconvenientes que a él pudierasignificarle el no tenerla a su lado. Por ello, en

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el campo siguieron las niñas Bertram ejercitan-do la memoria, cantando sus dúos y creciendohasta convertirse en mujeres; y su padre lasveía progresar en su desarrollo físico, talentos yrefinamiento, o sea en todo lo que pudiera sa-tisfacer sus anhelos. Su hijo mayor era manirro-to y despreocupado, y le había causado ya mu-chos disgustos; pero de los otros no cabía espe-rar más que excelencias. En lo tocante a sushijas, consideraba que mientras llevasen elnombre de Bertram no harían más que prestarlemayor lustre, y al abandonarlo lo harían apor-tando a la familia nuevos apellidos ilustres; y elcarácter de Edmund, su firme buen sentido ysu rectitud de pensamiento prometían, sin lu-gar a dudas, provecho, honor y ventura, asípara él como para todos sus deudos: sería cléri-go.

Entre las inquietudes y satisfacciones que leprocuraban sus propios hijos, sir Thomas no seolvidaba de hacer cuanto podía por los de laseñora Price: la ayudaba generosamente a edu-

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carlos en cuanto tenían edad para una deter-minada vocación; y Fanny, aunque separadacasi por completo de los suyos, sentía la másprofunda satisfacción al enterarse de cualquierfineza que se les hiciera, o de cualquier giroprometedor para su prosperidad y bienestar.Una vez, una sola vez en el decurso de muchosaños, gozó la felicidad de tener a William a sulado. Nadie más se dejó ver; parecía que nadiepensaba en reunirse con ella otra vez, ni siquie-ra en la brevedad de una visita; nadie parecíaecharla de menos en la casa. Pero William,habiendo resuelto ser marino poco después queella se fue, quedó invitado a pasar una semanacon Fanny en Northamptonshire, antes dehacerse a la mar. La vehemente efusión de sen-timientos al encontrarse de nuevo, la dulceemoción de verse otra vez juntos, sus horas dejovial felicidad y sus momentos de grave con-versación pueden ser fácilmente imaginados,así como los briosos propósitos y alientos delmuchacho, puestos de manifiesto hasta el últi-

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mo instante, y la pena de la niña cuando él par-tió. Afortunadamente, esos días coincidieroncon las vacaciones de Navidad, lo que permitióa Fanny hallar consuelo en la compañía de suprimo Edmund; y éste le contó cosas tan mara-villosas sobre lo que William haría y llegaría aser en el curso de su carrera, que poco a pocofue reconociendo que la separación podía serprovechosa. La amistad de Edmund nunca lefaltó. El cambio de Eton por Oxford no alteróen absoluto su comportamiento amable, sinoque le dio oportunidad para reiterarlo con másfrecuencia. Sin hacer ostentación alguna de quese ocupaba de ella más que nadie, ni temor al-guno de que pareciese que hacía demasiado,era siempre fiel a sus intereses y consideradopara sus sentimientos, procurando que susbuenas cualidades fuesen reconocidas y, alpropio tiempo, vencer la cortedad que impedíahacerlas más patentes, y le daba consejos, con-suelo y alientos.

Amilanada por el trato de todos los demás, su

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único apoyo no podía darle la seguridad de-seada; pero, por otra parte, las atenciones deEdmund fueron de gran importancia para unmejor aprovechamiento de su inteligencia, pro-porcionándole a la vez un nuevo medio de es-parcimiento. Él veía que Fanny era inteligente,que tenía una gran facilidad de comprensión ybuen discernimiento, junto con una gran aficióna la lectura, la cual, convenientemente orienta-da, podría proporcionarle una excelente ins-trucción. Miss Lee le enseñaba francés y lehacía recitar diariamente su lección de Historia;pero él le recomendaba los libros que hacíansus delicias en sus horas de ocio, él fomentabasu inclinación y rectificaba sus opiniones. Élhacía provechosa la lectura hablándole de loque leía, y ensalzaba sus alicientes con sensatoselogios. En correspondencia a estos favores,Fanny le quería más que a nadie en el mundo,exceptuando a William. Entre los dos repartíasu corazón.

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CAPÍTULO III

El primer acontecimiento de importancia quese dio en la familia fue la muerte de Mr. Norris,cuando Fanny andaba alrededor de los quinceaños, y ello dio lugar a inevitables cambios einnovaciones. La señora Norris, al abandonar larectoría, se trasladó a Mansfield Park, y des-pués a una casita propiedad de sir Thomas, enel pueblo. Se consoló de la pérdida de su espo-so al considerar que podía pasar muy bien sinél, y de la reducción de los ingresos al juzgar laevidente necesidad de llevar una economía másestricta.

El beneficio eclesiástico tenía que ser paraEdmund; y, de haber muerto su tío unos añosantes, se habría otorgado a algún amigo que lodisfrutase hasta que él tuviera la edad paraordenarse. Pero los despilfarros de Tom, ante-

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riores a este suceso, habían sido tan importan-tes como para hacer necesaria una cesión de lavacante, de modo que el hermano menor tuvoque ayudar a pagar los placeres del mayor.Existía otro beneficio familiar, del que ya sehabía posesionado Edmund; pero, aunque estacircunstancia hacía que el forzoso arreglo nopesara tanto sobre la conciencia de sir Thomas,no por ello dejaba de considerarlo como un actoinjusto, y procuró inculcar a su hijo mayor lamisma convicción, con la esperanza de quediera mejor resultado que todo lo que hastaentonces había tenido ocasión de decir o hacer.

––Me sonrojo por ti, Tom ––le dijo con la ma-yor seriedad––; me avergüenzo del extremo aque me he visto obligado a recurrir; y fío en quemereces que te compadezca por tus sentimien-tos de hermano en esta ocasión. Has privado aEdmund por diez, veinte, treinta años... quizáspara toda la vida, de más de la mitad de la ren-ta que debía corresponderle. Puede que másadelante esté en mi mano o en la tuya (así lo

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espero) el procurarle alguna compensación;pero no debes olvidar que ningún beneficio deesta clase sería superior a lo que por derechonatural podría reclamamos, y que en realidadnada podría ser para él un equivalente de lasventajas positivas que ahora se ve obligado aceder, debido a lo apremiante de tus deudas.

Tom escuchó estas palabras con cierta ver-güenza y aflicción; pero escabulléndose tanpronto como pudo, no tardó en dejarse llevarde un confortador egoísmo para decirse prime-ro, que sus deudas no llegaban ni a la mitad delas que habían contraído algunos de sus ami-gos; segundo, que su padre había hecho deltema la conferencia más aburrida, y tercero,que el futuro beneficiado, quienquiera que fue-se, era de esperar que muriese muy pronto.

A la muerte de Mr. Norris, el derecho de pre-sentación recayó en un tal doctor Grant, que, enconsecuencia, fue a vivir a Mansfield; y, resul-tando ser un hombre robusto de cuarenta ycinco años, había para creer que defraudaría los

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cálculos de Tom. Pero... «no; tenía el cuello cor-to y todo su aspecto era de apopléjico; además,surtido como estaba de cosas buenas, no tarda-ría en estirar la pata».

Su esposa tenía unos quince años menos queél, y carecían de hijos. Ambos llegaron al lugarcon el favorable y acostumbrado informe deque eran personas muy respetables y agrada-bles.

Sir Thomas creía llegado el momento de quesu hermana política reclamase su parte en laprotección de la sobrina. La nueva situación dela señora Norris y el hecho de que Fanny fueseya mayorcita parecían no tan sólo anular todassus anteriores objeciones con respecto a lo devivir juntas, sino que lo hacían decididamenterecomendable; y como él atravesaba unas cir-cunstancias menos favorables que un tiempoatrás, debido a ciertas recientes pérdidas en susposesiones de las Antillas, tras de los derrochesde su primogénito, no dejaba de parecerle bas-tante deseable verse relevado de los gastos de

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su sostenimiento y de sus obligaciones paraasegurarle el porvenir. Con el pleno convenci-miento de que así había de ser, habló a su espo-sa de esta probabilidad; y a la primera ocasiónen que ésta volvió a acordarse del asunto, loque por cierto ocurrió en un momento en queFanny se hallaba presente, le dijo con toda sucalma:

––Así es, Fanny, que vas a dejamos para ir avivir con mi hermana. ¿Te gustará?

Fanny quedó demasiado perpleja para hacerotra cosa que no fuera repetir las palabras de sutía:

––¿Que voy a dejarlos?––Sí, querida; ¿por qué había de asombrarte?

Has vivido cinco años con nosotros, y mi her-mana siempre dio a entender que te recogeríacuando muriese Mr. Norris. Pero tendrás quedejarte ver y ayudarme a puntear mis patrones,lo mismo que ahora.

La noticia le resultó a Fanny tan desagradablecomo inesperada. Su tía Norris nunca se había

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mostrado bondadosa con ella y no podía que-rerla.

––Sentiré mucho irme ––dijo, con un tembloren la voz.

––Sí, así lo creo; eso me parece muy natural.Supongo que desde que llegaste a esta casa hastropezado con menos motivos de enojo quecualquier criatura del mundo.

––No quisiera parecer ingrata, tía ––dijo Fan-ny humildemente.

––No, querida; espero que no lo seas. Siempreme has parecido una buena chica.

––¿Y nunca más volveré a vivir aquí?––Nunca, querida. Pero ten la seguridad de

que hallarás una casa cómoda.Poca diferencia puede representar para ti el

vivir en cualquiera de las dos casas.Fanny abandonó la habitación con el corazón

oprimido: ella no podía considerar que la dife-rencia fuese tan insignificante... La perspectivade vivir con su tía no le proporcionaba nadaparecido a la satisfacción. En cuanto tuvo oca-

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sión de hablar con Edmund le contó su pena.––Primito ––le dijo––, algo va a ocurrir que a

mí no me gusta nada; y, aunque muchas veceshas llegado a persuadirme hasta conseguir queme reconciliara con algunas cosas que al prin-cipio me disgustaban, ahora no va a serte posi-ble. Me voy a vivir definitivamente con tía No-rris.

––¡Qué dices!––Sí; tu mamá acaba de decírmelo. Ya está

decidido. Voy a dejar Mansfield Park para ins-talarme en la Casa Blanca, supongo que encuanto ella se traslade allí.

––Verás, Fanny, si el proyecto no te disgusta-se, yo diría que es excelente.

––¡Oh, Edmund!––Por lo demás, lo tiene todo a su favor. Tía

Norris se porta como una persona sensible aldesear tenerte. Se decide por la mejor amiga ycompañera que podría escoger, y celebro quesu amor al dinero no se lo impida. Serás paraella lo que debes ser. Espero que no te pesará

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demasiado, Fanny.––Desde luego que me pesa; no puede gus-

tarme. Quiero a esta casa y todo lo que hay enella; allí nada podré querer. Bien sabes lo a dis-gusto que me siento con ella.

––No diré de su trato mientras fuiste una chi-quilla, pero te advierto que con todos nosotroshacía lo mismo, o poco menos. Nunca supocómo hacerse agradable a los niños. Pero ahoraya tienes edad para recibir otro trato... y meparece que ya se porta mejor; y, cuando seas suúnica compañera, tendrá que considerarte muyimportante.

––Yo nunca podré tener importancia para na-die.

––¿Qué puede impedirlo?––Todo. Mi situación... mi necedad y torpeza.––Querida Fanny, en cuanto a necedad y tor-

peza, créeme, no tienes sombra de lo uno ni delo otro, como no sea al aplicar estas palabrastan impropiamente. No existe razón en elmundo para que no se te conceda importancia

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donde te conozcan. Tienes buen juicio y uncarácter dulce, y estoy seguro de que posees uncorazón agradecido que en ningún caso sabríarecibir bondades sin desear corresponder a lasmismas. No conozco mejores cualidades parauna amiga y compañera.

––Me favoreces demasiado ––dijo Fanny, ru-borizándose ante tal alabanza––. ¡Cómo podrénunca agradecer bastante la buena opinión quetienes de mí! ¡Oh, Edmund, si he de marchar-me, recordaré tus bondades hasta el últimomomento de mi vida!

––Vaya, desde luego, Fanny; debo esperarque me recuerdes a una distancia tan corta co-mo la de la Casa Blanca. Hablas como si te fue-ras a doscientas millas de aquí, en vez de atra-vesar tan sólo el parque; pero nos perteneceráscasi lo mismo que ahora. Las dos familiashabrán de reunirse todos los días del año. Laúnica diferencia estará en que, viviendo con tíaNorris, forzosamente tendrás que destacar co-mo mereces. Aquí hay demasiadas personas

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tras de las cuales puedes ocultarte; pero al ladode ella te verás obligada a poner de manifiestotu personalidad.

––¡Oh, no digas eso!––Debo decirlo, y decirlo con alegría. Tía No-

rris está mucho más indicada que mi madrepara encargarse ahora de ti. Tiene carácter parahacer mucho por quien realmente le interese, yte obligará a que hagas justicia de tus dotesnaturales.

Fanny suspiró y dijo:––Yo no puedo ver las cosas como tú; pero

habré de creer que la razón está más de tu parteque de la mía, y te agradezco muchísimo quetrates de conciliarme con lo que tiene que suce-der. ¡Si yo pudiera suponer que en realidad leimporto a mi tía, qué delicioso séria sentirmeimportante para alguien! Aquí, bien sé que nolo soy para nadie; y, sin embargo, me es tanquerido el lugar...

––El lugar, Fanny, es precisamente lo que novas a dejar, aunque dejes la casa. Podrás dispo-

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ner libremente del parque y los jardines, lomismo que hasta ahora. Ni siquiera tu fiel cora-zoncito debe asustarse por ese cambio tan me-ramente nominal. Podrás frecuentar los mismospaseos, escoger tus lecturas en la misma biblio-teca, ver la misma gente y montar el mismocaballo.

––Tienes razón; sí, mi querida jaca gris. ¡Ah!,primito, cuando recuerdo el miedo que me da-ba montar, el terror que sentía cuando oía decirque ello sería tan provechoso para mi salud(¡oh!, sólo de ver a mi tío desplegar los labiospara hablar de caballos, me ponía a temblar), yluego pienso en el trabajo que te diste con tusrazonamientos, para quitarme el miedo y con-vencerme de que me gustaría al poco tiempo, yreconozco la mucha razón que tenías, segúnquedó demostrado después... Casi me inclino acreer que tus predicciones serán siempre lomismo de acertadas.

––Y yo estoy plenamente convencido de queel vivir al lado de tía Norris será tan beneficioso

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para tu espíritu como el montar lo ha sido paratu salud... y, en último término, para tu mismafelicidad.

Así terminó la conversación que, por la utili-dad que de la misma pudo sacar Fanny, podíanmuy bien haberse ahorrado, ya que la señoraNorris no tenía la menor intención de llevárse-la, ni se le había ocurrido pensar en ello últi-mamente, como no fuera para eludir el com-promiso. Para evitar que se hicieran ilusiones,había elegido la vivienda más reducida de lasque podían considerarse aceptables entre laspertenecientes a la parroquia de Mansfield, laCasa Blanca, que contaba con el justo espaciopara albergarla a ella y a sus sirvientes, sobran-do un solo cuarto para un forastero, extremoéste que cuidó mucho de subrayar. En la recto-ría jamás se hizo uso de las habitaciones so-brantes; pero ahora resultaba que la absolutanecesidad de reservar un cuarto para el casodebía tenerse muy en cuenta. Todas sus pre-cauciones, sin embargo, no pudieron salvarla

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de que se le atribuyesen mejores intenciones; o,quizá, sus mismas propagandas sobre la impor-tancia de un cuarto de repuesto habían induci-do a sir Thomas a suponer que, en realidad sedestinaba a Fanny. Lady Bertram no tardó enponer las cosas en claro, al observar con indife-rencia, hablando con su hermana:

––Creo que no necesitaremos retener por mástiempo a miss Lee, cuando Fanny vaya a vivircontigo.

La señora Norris casi dio un respingo.––¡Vivir conmigo, hermana mía! ¿Qué quieres

decir?––¿No va a vivir contigo? Creía que lo habías

convenido así con mi marido.––¿Yo? ¡Nunca! Jamás le dije una palabra de

esto a sir Thomas, ni él a mí. ¡Vivir Fanny con-migo! Seria la última cosa de este mundo que amí se me iba a ocurrir, o que podría desearcualquiera que nos conozca a las dos. ¡Santocielo! ¿Qué haría yo con Fanny? Yo, una pobreviuda desvalida, desamparada, inútil para to-

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do, sin ánimos para nada... ¿qué podría hacerpor una niña de su edad, una muchacha dequince años, que es cuando más necesitan deatención y cuidados, como para poner a pruebaal espíritu más animoso? ¡Vaya, estoy segura deque sir Thomas no puede en serio esperar talcosa! Me aprecia demasiado para eso. Nadieque me quiera bien me lo propondría, estoyconvencida. ¿Cómo fue que te habló del asun-to?

––La verdad es que no lo sé. Sin duda porquedebió de parecerle bien.

––Pero ¿qué dijo? No pudo decir que deseabaque me llevase a Fanny. Estoy segura de que nopodía desearlo de corazón.

––No; sólo dijo que lo consideraba muy pro-bable. Y yo lo creía también así. Los dos pen-samos que seria un consuelo para ti. Pero, si note gusta, no hay más que hablar. Aquí no estor-ba.

––Querida hermana, teniendo en cuenta milamentable estado, ¿cómo podría ser un con-

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suelo para mí? Aquí me tienes convertida enuna pobre viuda desamparada, privada delmejor de los maridos, perdida la salud en cui-darle y atenderle, peor de ánimos todavía, des-truida mi paz en este mundo, contando apenascon lo suficiente para mantenerme en el rangode una dama y llevar una vida que no deshonrela memoria del que se fue: ¿qué posible consue-lo podría hallar tomando sobre mis hombrosuna carga como Fanny? Si pudiera desearlo enmi provecho, sería incapaz de causar tanto per-juicio a la pobre niña. Ella está en buenas ma-nos y no le falta nada. Yo tengo que abrirmepaso como puedo entre mis penas y dificulta-des.

––¿Piensas acaso vivir completamente sola?––Hermana mía, ¿para qué sirvo sino para la

soledad? Espero verme acompañada por unosdías, de vez en cuando, en mi pobre casita, poralguna amistad; siempre tendré una cama parauna amiga. Pero la mayor parte de mis díastranscurrirá en el más absoluto aislamiento.

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Mientras pueda conjugar ambas aspiraciones,no pido más.

––Espero, hermana mía, que no te irán tanmal las cosas, teniendo en cuenta que mi mari-do dice que podrás disponer de seiscientas li-bras al año.

––No es que me queje. Sé que no podré vivircomo antes, pero me limitaré en lo que pueda yaprenderé a llevar una mejor economía domés-tica. He sido un ama de casa bastante liberal,pero ahora no me avergonzaré de practicar elahorro. Mi situación ha variado en la mismaproporción que mi renta. Un sinfin de cosasque se hacían teniendo en cuenta la condiciónde rector de mi pobre esposo no pueden espe-rarse ahora de mí. Nadie sabe lo que se llegabaa consumir en nuestra cocina en atención a losinvitados. En la Casa Blanca habrá que mirarmucho más. Tendré que vivir de mi renta, puesde lo contrario no tendría perdón; y sería paramí una gran satisfacción poder conseguir algomás... guardar un poquito al final del año.

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––Estoy segura de que lo harás. Lo hacessiempre, ¿verdad?

––Mi deseo es beneficiar a los que quede,cuando yo haya abandonado este mundo. Espor el bien de tus hijos por lo que deseo ser másrica. Por nadie más tengo que preocuparme;pero me ilusionaría mucho pensar que puedodejarles una bagatela que no desmereciera de loque posean.

––Eres muy buena, pero no tienes que pre-ocuparte por ellos. De seguro que tendrán bas-tante. Thomas se encargará de eso.

––Sí, bueno; pero no olvides que sus posibili-dades quedarán bastante mermadas si lahacienda de la Antigua ha de darle unos bene-ficios tan menguados.

––¡Bah! Esto pronto quedará arreglado. Tho-mas ha escrito para solucionar el asunto. Meconsta.

––Bueno, querida ––dijo la señora Norris,disponiéndose para salir––, tan sólo puedo de-cirte que mi único afán es el de ser útil a tu fa-

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milia; de modo que si a tu marido se le ocurrie-se hablar otra vez sobre lo de llevarme a Fannypuedes decirle que mi salud y mi postraciónmoral ponen el asunto fuera de toda discusión;aparte de que, en realidad, no tendría siquieracama que darle, pues necesito un cuarto derepuesto para las amistades.

Lady Bertram repitió a su marido lo suficien-te de esta conversación para convencerle de lomucho que se había equivocado en cuanto a lasintenciones de su cuñada. Y ésta, a partir deaquel momento, quedó perfectamente a salvode toda suposición y de la menor alusión porparte de él al respecto. Sir Thomas no pudo pormenos que maravillarse de que ella rehusarahacer algo por una sobrina en cuya adopciónhabía puesto tanto interés; pero, como ella seapresurase a darle a entender, lo mismo que alady Bertram, que cuanto poseía estaba desti-nado a sus hijos, no tardó en conformarse anteesta distinción, que, a la par que era ventajosa yhalagadora para ellos, le permitiría favorecer a

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Fanny con más holgura por sus propios me-dios.

Fanny no tardó en saber lo inútiles que habí-an sido sus temores por el cambio anunciado; ysu felicidad sincera, espontánea, ante el descu-brimiento, proporcionó a Edmund algún con-suelo en su desencanto acerca de lo que espera-ba había de ser tan esencialmente beneficiosopara ella. La señora Norris tomó posesión de laCasa Blanca, los Grant llegaron a la rectoría y,después de estos acontecimientos, todo siguióen Mansfield como de costumbre por algúntiempo.

Los Grant resultaron ser unas personas socia-bles, propicias a la buena amistad, y cayeronmuy bien a casi la totalidad de su nueva rela-ción. Desde luego, tenían sus defectos, y la se-ñora Norris pronto los descubrió. El doctorGrant era muy aficionado al buen yantar, y lehubiera gustado tener un banquete todos losdías; y la señora Grant, en vez de procurar dar-le satisfacción gastando poco, pagaba a su coci-

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nera un salario tan elevado como el que tenía lade Mansfield Park, y apenas se dejaba ver en lacocina. La señora Norris no podía hablar concalma de tales desaguisados, como tampoco dela cantidad de huevos y manteca que regular-mente se consumía en la casa. «Nadie amabamás que ella la esplendidez y la hospitalidad...Nadie odiaba más los procedimientos mezqui-nos... La rectoría, estaba segura, nunca habíacarecido de comodidades de toda clase, nuncahabía tenido mala fama en su tiempo, pero aho-ra las cosas iban allí de un modo que no podíacomprender... Una dama elegante en una recto-ría de pueblo estaba totalmente fuera de lugar...Su despensa, por supuesto, era lo bastante bue-na para no dar lugar a que la señora Grant pu-diese despreciarla... Por más indagaciones quehiciera, no pudo hallar que la señora Granthubiese tenido nunca más de quinientas li-bras.»

Lady Bertram escuchaba sin gran interés estaespecie de invectivas. Ella no podía penetrar los

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errores de un economista, pero sentía lo inju-rioso que era para la belleza eso de que la seño-ra Grant se hubiese situado tan bien en la vidasin ser bella, y expresaba su asombro sobre estepunto casi tan a menudo, aunque no tan proli-jamente, como su hermana debatía el otro.

Estos temas fueron aireados durante casi unaño, cuando en la familia se produjo otro suce-so de tal importancia como para reclamar jus-tamente un lugar en la mente y la conversaciónde las damas. Sir Thomas juzgó convenientedesplazarse a la Antigua para mejor ordenarsus negocios personalmente; y se llevó consigoa su hijo mayor, con la esperanza de despegarlode algunas malas compañías de la metrópoli.Abandonaron Inglaterra con la probabilidad deno volver hasta al cabo de unos doce meses.

Lo necesario de la medida desde el punto devista pecuniario y la esperanza de que redun-dase en beneficio de su hijo, compensaron a sirThomas del sacrificio de separarse del resto dela familia y de tener que dejar a sus hijas bajo la

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custodia de otras personas, precisamente ahora,cuando las dos habían entrado en la época másinteresante de la vida. No pudo considerar idó-nea a su esposa para sustituirle ante ellas o,mejor, para desempeñar las funciones que entodo caso le hubieran correspondido. Pero en laatenta vigilancia de la señora Norris, así comoen el buen juicio de Edmund, sí podía confiarpara marcharse sin recelar por ellas.

A lady Bertram no le hacía ninguna graciaque su marido se ausentase; pero no la alteró lamenor inquietud por su seguridad, ni preocu-pación alguna por su bienestar, ya que era unade esas personas que creen que nada puede serpeligroso, dificil o cansado para nadie, exceptopara ellas mismas.

Las niñas Bertram se hicieron muy dignas decompasión en la coyuntura: no por su pena,sino porque no la conocieron siquiera. Su padreno era para ellas motivo de cariño; nunca habíaparecido amigo de sus diversiones y, desgra-ciadamente, la noticia de su marcha fue muy

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bien acogida. Así se verían libres de toda coer-ción; y, sin que aspirasen a ninguna clase deexpansión de las que seguramente les hubieraprohibido sir Thomas, en el acto se sintieron asus anchas y seguras de tener todas las compla-cencias a su alcance. El alivio de Fanny y suconocimiento del mismo fue en un todo igual alde sus primas; pero un natural más tierno leindicaba que sus sentimientos eran ingratos y,en realidad, se afligía de no poder afligirse. ¡SirThomas, que tanto había hecho por ella y porsus hermanos, y que se había ido quizá paranunca volver! ¡Y que ella pudiera verle partirsin derramar una lágrima... era de una insensi-bilidad vergonzosa! Él le había dicho además,la misma mañana de su partida, que esperabaque podría ver de nuevo a William en el cursodel siguiente invierno, y le había encargado quele escribiera invitándole a pasar unos días enMansfield, en cuanto la Escuadra a que perte-necía se supiera que estaba en Inglaterra.¡Aquello era el colmo de la amabilidad y la

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previsión! Tan sólo con que le hubiese sonreídoy llamado «querida Fanny» mientras le habla-ba, todo el ceño y frío tratamiento de anterioresocasiones hubiera podido quedar borrado de sumente. Por el contrario, terminó su discurso deun modo que la sumió en amarga mortifica-ción, al añadir:

––Si William viene a Mansfield, espero quepodrás convencerle de que los muchos añostranscurridos desde vuestra separación no hanpasado totalmente sin algún provecho para ti;aunque mucho me temo que encuentre a suhermana, a los dieciséis años, demasiado pare-cida en muchos aspectos a la de diez.

Ella lloró amargamente a causa de esta re-flexión cuando su tío hubo partido; y sus pri-mas, al verla con los ojos enrojecidos, la consi-deraron una hipócrita.

CAPÍTULO IV

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Tom Bertram pasaba últimamente tan pocotiempo en casa, que sólo pudieron echarle demenos nominalmente; y lady Bertram pronto seasombró de lo bien que iba todo aun sin el pa-dre, de lo bien que le suplía Edmund manejan-do el trinchante en la mesa, hablando con elmayordomo, escribiendo al procurador, enten-diéndose con los criados y, en fin, ahorrándoleigualmente a ella toda posible fatiga o molestiaen todas las cuestiones, menos en la de poner ladirección en las cartas que ella escribía.

Pronto llegó la noticia del feliz arribo de pa-dre e hijo a la Antigua después de una excelen-te travesía, pero no sin que antes la señora No-rris hubiese abundado en la exposición de susespantosos temores e intentado que Edmund sehiciera partícipe de ellos siempre que podíasorprenderle a solas; y, como presumía de sersiempre ella la primera persona en enterarse de

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toda fatal catástrofe, ya había discurrido el mo-do de comunicarla a los demás, cuando, al reci-bir del propio sir Thomas la certeza de que am-bos habían llegado a puerto sanos y salvos, sevio obligada a arrinconar por algún tiempo suexcitación y sus conmovidas palabras de prepa-ración.

Llegó y pasó el invierno sin que le fuera pre-ciso recurrir a ellas; las noticias seguían siendobuenas y la señora Norris, preparando diver-siones a sus sobrinas, ayudándolas en sus toca-dos, poniendo de manifiesto sus prendas y bus-cándoles los futuros maridos, tenía tanto quehacer, sin contar el gobierno de su propia casa,alguna que otra injerencia en los asuntos de lade su hermana y la fiscalización de los ruinososdespilfarros de la señora Grant, que poco tiem-po le quedaba para dedicarlo siquiera a temerpor los ausentes.

Las niñas Bertram habían quedado definiti-vamente clasificadas entre las bellezas de aque-llos contornos; y como unían a su hermosura y

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brillantes conocimientos unos modales natura-les y fáciles, cuidadosamente inculcados para eltrato en general y entre la buena sociedad, go-zaban del favor y la admiración de todos susconocidos. Tenían una vanidad tan bien disci-plinada que parecían estar completamente ex-entas de ella y no darse importancia alguna;mientras que las alabanzas por tal conducta,tan llevadas y traídas por su tía, servían paraafirmarlas en la creencia de que no tenían unsolo defecto.

Lady Bertram nunca acompañaba a sus hijasfuera de casa. Era demasiado indolente, aunpara regalarse con la satisfacción de una madreal presenciar sus éxitos y alegrías, si ello teníaque ser a costa del más pequeño sacrificio per-sonal, y la carga recayó sobre su hermana, queno deseaba cosa mejor que ostentar tan honrosarepresentación y saboreaba con fruición laoportunidad que le brindaba de alternar con lasociedad sin tener más atributos para ello.

Fanny no participaba en las fiestas de la tem-

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porada, pero gustaba de ser manifiestamenteútil como compañera de su tía cuando los de-más se marchaban atendiendo a alguna invita-ción; y, como miss Lee ya no estaba en Mans-field, ella lo era todo para lady Bertram en lasnoches de baile o de reunión fuera de la casa.Ella le hablaba, la escuchaba, le leía; y la paz deesas veladas, la seguridad absoluta de que enaquellos tête––d––tête estaba a salvo de cual-quier aspereza o desatención, resultaban algoen extremo grato para un espíritu que rarasveces había conocido una pausa en sus alarmasy zozobras. En cuanto a las diversiones de susprimas, le gustaba escuchar un relato de susincidencias y pormenores, especialmente de losbailes y de con quién había bailado Edmund;pero consideraba demasiado humilde su propiacondición para imaginar que podría algún díaser admitida en alguno de ellos y, por lo tanto,escuchaba sin pensar que pudieran tener paraella otro interés más inmediato. En su conjunto,el invierno resultó bastante grato para ella,

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pues, aunque William no llegó a Inglaterra, lainagotable esperanza de verle llegar ya valíamucho.

En la siguiente primavera se vio privada desu valiosa amiga, la vieja jaca gris, y por algúntiempo estuvo en peligro de que la pérdidarepercutiera en su salud tanto como en sus sen-timientos; pues, no obstante la reconocida im-portancia que para ella tenía el montar a caba-llo, nada se dispuso para que pudiera seguirhaciéndolo, «porque ––según consideraban sustías–– podía utilizar cualquiera de los dos caba-llos de sus primas siempre que éstas no los ne-cesitasen». Y, como las señoritas Bertram nece-sitaban regularmente sus caballos todos los díasbuenos para salir y no tenían la menor inten-ción de llevar sus maneras corteses hasta elsacrificio de un verdadero placer, la ocasión,desde luego, nunca se presentaba. Ellas dabansus agradables paseos a caballo en las deliciosasmañanas de abril y mayo, mientras Fanny sepasaba todo el día sentada en casa, al lado de

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una tía, o bien daba paseos agotadores para susfuerzas a instancias de la otra. Lady Bertramsustentaba el criterio de que el ejercicio era taninnecesario para los demás como desagradableera para ella; y tía Norris, que caminaba todosel día de un lado para otro, opinaba que todo elmundo debía hacer lo mismo. Edmund estabaausente por entonces; en otro caso, el mal sehubiera remediado más pronto. A su regreso,una vez enterado de la situación de Fanny ynotando sus malos efectos, pareció que para élno había sino una cosa que hacer; y con la re-suelta declaración de que «Fanny necesita uncaballo» se opuso a todo cuanto podía argüir laindolencia de su madre o la economía de su tíapara quitarle importancia al asunto. La señoraNorris no podía evitar el pensar que podríaencontrarse algún viejo y pesado animal entrelos muchos pertenecientes al parque, más quesuficiente para el caso; o que podían pedirleuno prestado al administrador; o que acaso eldoctor Grant podría dejarles de vez en cuando

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la jaca que enviaba para el correo. La señoraNorris no podía menos que considerar absolu-tamente innecesario, y hasta impropio, queFanny hubiese de tener siempre a su disposi-ción un caballo propio de señora, al estilo desus primas. Estaba segura de que sir Thomasnunca había tenido tal intención, y debía mani-festar que hacer semejante compra en su ausen-cia, con el consiguiente aumento del muchogasto que le reportaba la cuadra en un momen-to en que gran parte de sus rentas aparecíaninestables, le parecía algo por demás injustifi-cable. «Fanny necesita un caballo» era la únicaréplica de Edmund. La señora Norris no podíaser de la misma opinión. Lady Bertram, sí: es-taba totalmente de acuerdo con su hijo en queera necesario y en que su padre lo considerabaasí; pero no coincidía en lo de la urgencia. Ellasólo quería esperar la vuelta de sir Thomas, yentonces sir Thomas lo arreglaría todo perso-nalmente. Se le esperaba para septiembre, ¿yqué mal podría hacer a nadie el esperar tan sólo

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hasta septiembre?Aunque Edmund se disgustó mucho más con

su tía que con su madre, por mostrar aquéllamenos consideración a su sobrina, no tuvo másremedio que atender a sus razonamientos, has-ta que al fin decidió adoptar una fórmula queevitaría el riesgo de que su padre pudiera creerque se había excedido y, al propio tiempo, pro-curaría inmediatamente a Fanny el medio dehacer ejercicio, cuya falta él no podía tolerar.Edmund disponía de tres caballos, pero ningu-no de ellos era apropiado para una mujer. Doseran caballos de caza; el tercero, un útil animalde aguante. Y éste, decidió cambiarlo por otroque pudiera montarlo su prima. Él sabía dóndeencontrar uno que sirviera para el caso y, unavez resuelto a poner en práctica su idea, notardó en dejarlo todo arreglado. La nueva ye-gua resultó un tesoro; con muy poco esfuerzose consiguió convertirla en el ideal para el findeseado, y Fanny entró entonces en casi plenaposesión de ella. Aunque había supuesto que

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nada podría nunca acomodarle tanto como lavieja jaca gris, resultó que su placer con la ye-gua de Edmund sobrepasó en mucho todo goceanterior en aquel aspecto; satisfacción que entodo momento sentía acrecentada al considerarla fineza de la cual se derivaba el mismo placer,hasta tal punto que no le hubiera sido posiblehallar palabras para expresarla. Veía en su pri-mo un ejemplo de todo lo bueno y grande, con-siderándolo portador de unos valores que na-die más que ella podría apreciar jamás, yacreedor de una gratitud tan inmensa por partede ella, que no podía haber sentimientos lo bas-tante fuertes para saldar tal deuda. Su sentirpor él se componía de todo lo que pueda serrespeto, gratitud, confianza y ternura.

Como el caballo continuaba siendo, tanto denombre como de hecho, propiedad de Ed-mund, la señora Norris pudo tolerar que Fannylo usara; y de haber pensado lady Bertram al-guna vez en sus objeciones, Edmund hubieraquedado excusado a sus ojos por no haber es-

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perado a que sir Thomas regresase en septiem-bre, pues cuando septiembre llegó, sir Thomasseguía ausente y sin perspectiva inmediata deresolver sus negocios. Unas circunstancias des-favorables surgidas de pronto, justamentecuando empezaba a poner todos sus pensa-mientos en el regreso a Inglaterra, y la graninseguridad que entonces lo envolvió todo,determináronle a enviar a su hijo a la metrópoliy a esperar él solo el arreglo definitivo. Tomllegó sin novedad, trayendo excelentes referen-cias de la salud que gozaba su padre, pero nomuy convincentes para la señora Norris. Estode que sir Thomas hiciera volver a su hijo lepareció hasta tal punto una medida de cuidadopaternal, que habría tomado influido por elpresagio de algún mal que, sin duda, le amena-zaba, que no pudo evitar que se apoderasen desu espíritu los más negros presentimientos; y alllegar el otoño con sus largas veladas, se veíade tal modo perseguida por esas ideas en lasoledad de su casita, que no encontró más solu-

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ción que la de refugiarse todos los días en elcomedor de Mansfield Park. Pero los compro-misos que traía aparejados la temporada deinvierno produjeron su efecto; y, a medida queiban en aumento, su mente hubo de ocuparsetan a gusto en velar por el futuro de su sobrinamayor, que sus nervios consiguieron aplacarsehasta el punto de resultar tolerables.

––Si el Destino impidiese que el pobre Tho-mas volviese jamás, sería un gran consuelo de-jar bien casada a su querida María ––solía de-cirse a menudo.

Esto lo pensaba siempre que se hallaban encompañía de muchachos acaudalados y, espe-cialmente, se le ocurrió al serles presentado unjoven que acababa de heredar una de las pro-piedades más extensas, sita en uno de los luga-res más hermosos de la comarca.

Mister Rushworth quedó, desde el primerinstante, prendado de la belleza de miss Ber-tram; y, como se sentía inclinado al matrimo-nio, no puso obstáculos a su rápido enamora-

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miento. Era un joven insulso, sin más que sen-tido común; pero como ni en su figura ni en suporte había nada desagradable, la damiselaquedó satisfecha de su conquista. Habiendocumplido sus veintiún años, María Bertramempezaba a considerar el matrimonio como undeber; y, como casándose con míster Rush-worth gozaría de una renta superior a la de supadre y tendría casa asegurada en la ciudad, loque constituía entonces su objetivo primordial,se le hizo evidente, por la misma fuerza de suobligación moral, que debía casarse con místerRushworth... si podía. La señora Norris pusotodo su celo en impulsar el noviazgo mediantetoda suerte de insinuaciones y estratagemastendentes a encarecer, respectivamente, lo ape-tecible de las dos partes y, entre otros procedi-mientos, procurando intimar con la madre delgentleman, que a la sazón vivía con él, para locual llegó al extremo de forzar a lady Bertram ahacer un recorrido de diez millas con toda sudesgana, a fin de hacerle una visita. No tardó

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mucho tiempo en establecerse una buena inte-ligencia entre la viuda Norris y aquella señora.Mistress Rushworth se manifestó muy deseosade que su hijo se casara pronto y aseguró que,de todas las damiselas que había tenido ocasiónde conocerlo, miss Bertram le parecía, por susadmirables prendas y virtudes, la más ade-cuada para hacerle feliz. La señora Norris ad-mitió el cumplido, admirando el magnífico dis-cernimiento de la persona que tan bien sabíaapreciar el mérito. María era, desde luego, elorgullo y el encanto de todos... no tenía un solodefecto... era un ángel; y viéndose, naturalmen-te, tan rodeada de admiradores, se le haría muydificil la elección; no obstante, por lo que ella, laseñora Norris, podía atreverse a suponer, aun-que hacía poco que habían trabado conocimien-to, míster Rushworth parecía ser precisamenteel joven más digno y capaz de lograrla.

Después de bailar juntos cierto número deveces, tanto él como ella justificaron estas opi-niones y se entabló un compromiso, dando de

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ello la debida referencia al ausente sir Thomas,con gran satisfacción por parte de las familiasrespectivas y de los curiosos de la vecindad engeneral, que desde hacía bastantes semanashabían percibido la conveniencia de un casa-miento entre mister Rushworth y miss Bertram.

Habían de transcurrir algunos meses antes deque llegara el consentimiento de sir Thomas,pero entretanto, como nadie dudaba que daríasu más cordial aquiescencia al compromiso, larelación entre ambas familias se intensificó sinvacilación, y no hubo más intento para mante-ner la cosa en secreto que el de tía Norris, alhablar por doquier del asunto como de algo delo cual no debía hablarse aún.

Edmund fue el único de la familia que vio undefecto en aquella cuestión, y ningún argumen-to de su tía pudo inducirle a considerar a místerRushworth como un compañero deseable. Ad-mitía que su hermana era quien mejor podíajuzgar en lo relativo a su propia felicidad, perono le gustaba que esta felicidad se cifrase en

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una gran renta; ni tampoco podía evitar el de-cirse a menudo a sí mismo, cuando se hallabaen compañía de míster Rushworth: «Si estehombre no tuviese doce mil libras al año, seríaun sujeto bien estúpido».

Sir Thomas, no obstante, se sintió muy dicho-so ante el proyecto de una alianza tan indiscu-tiblemente ventajosa, respecto de la cual sólopudo tener referencias de lo positivamentebueno y agradable. El caso ya no pudo parecer-le más ideal ––una familia del mismo condadoy con los mismos intereses––, y no tardó enhacer llegar su decidido asentimiento. Puso laúnica condición de que la boda no se celebraseantes de su regreso, cuya fecha procuraba ade-lantar con todo el afán. Esto lo escribió en elmes de abril, manifestando que tenía fundadasesperanzas de dejar todos los asuntos resueltosa su entera satisfacción y abandonar la Antiguaantes de terminar el verano.

Tal era el estado de las cosas en el mes de ju-lio. Fanny acababa de cumplir dieciocho años,

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cuando vinieron a sumarse a la sociedad delpueblo el hermano y la hermana de la señoraGrant, míster y miss Crawford, hijos del se-gundo matrimonio de su madre. Eran jóvenes yacaudalados. Él tenía unas magníficas posesio-nes en Norfolk, y ella veinte mil libras. De pe-queños, su hermana siempre los había queridomucho; pero como poco después de casarse ellasobrevino la muerte de la madre, quien los dejóal cuidado de un tío paterno que la señoraGrant no conocía siquiera, apenas había vueltoa verlos desde entonces. Los dos encontraronen la casa de su tío un hogar amable. El almi-rante y su esposa, la señora Crawford, aunquenunca habían conseguido ponerse de acuerdoen cuestión alguna, se unieron en el efecto a lospequeños huérfanos o, cuando menos, la dis-crepancia de sus sentimientos no alcanzó másallá de la elección de sus respectivos favoritos,a los que, cada uno por su lado, mostraban es-pecial predilección. El almirante se encantabacon el muchacho, y su esposa chocheaba por la

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niña. Fue la muerte de la señora Crawford loque obligó a su protegida, después de unosmeses más de prueba en casa de su tío, a buscarotro hogar. El almirante Crawford era hombrede costumbres depravadas que prefirió, en vezde retener a su sobrina, traer a su querida bajoel mismo techo; y, ante esto, la señora Grant sevio obligada a llevarse a su hermana atendien-do su petición, medida tan bien acogida poruna parte como oportuna pudo considerarsepor la otra; ya que la señora Grant, agotadostodos los recursos de distracción que puedehallar en el campo una dama sin descendencia(ya había más que llenado de bonitos mueblessu sala favorita y reunido una escogida colec-ción de plantas y aves de corral), estaba muynecesitada de que se produjera algún cambioen su casa. Por lo tanto, la llegada de una her-mana a la que siempre había querido y a la, queesperaba poder ahora retener a su lado, en tan-to fuese soltera, resultó en extremo agradablepara ella: y su principal inquietud estaba en el

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temor de que Mansfield no pudiera satisfacerlos hábitos de una joven tan hecha a la vida deLondres.

La propia miss Crawford no estaba totalmen-te exenta de tales aprensiones, aunque éstas sederivaban principalmente de sus dudas acercadel estilo de vida y tono social de su hermana;y tan sólo después de haber intentado en vanopersuadir a su hermano de la conveniencia deinstalarse con ella en su propia casa de campo,se arriesgó a convivir con el matrimonio Grant.Por todo cuanto se pareciese a un domicilio fijoo a una limitación de la vida de sociedad, Hen-ry Crawford sentía, desgraciadamente, unagran aversión: no podía acomodarse a los de-seos de su hermana en una cuestión de tal im-portancia. Pero la acompañó, muy amablemen-te, hasta Northamptonshire, y al propio tiempose comprometió a recogerla de nuevo a la me-dia hora de tener noticias de que ella se habíacansado del lugar.

El contacto resultó muy satisfactorio para

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ambas partes. Miss Crawford encontró a unahermana desprovista de afectación o rudeza, uncuñado que tenía todo el aspecto de un gentle-man, y una casa cómoda y bien provista de to-do. Por su lado, la señora Grant vio en los seresque ahora esperaba tener ocasión de amar másque nunca, a un joven y a una muchacha decautivadora presencia. Mary Crawford era no-table por su belleza; Henry, aun sin ser guapo,tenía figura y prestancia; los dos eran de untalante animado y simpático, y la señora Grantconsideró enseguida que poseían todas lasbuenas cualidades. Los dos la encantaron, peroMary fue su preferida; y, como nunca habíapodido gloriarse de su propia belleza, le pro-porcionaba una inmensa satisfacción el poderenorgullecerse de la de su hermana. No habíaesperado su llegada para buscarle una parejaadecuada; se había fijado en Tom Bertram. Elprimogénito de un barón no podía ser dema-siado para la gran dama que la señora Grantpreveía en ella; y, como era mujer franca e im-

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pulsiva, no llevaba Mary tres horas en la casacuando le contó lo que había planeado.

Miss Crawford se alegró de saber que teníantan cerca a una familia de tal importancia, y nose disgustó en absoluto por eso de que su her-mana se hubiese cuidado del asunto con antici-pación, ni por la elección que había hecho. Elmatrimonio era su objetivo, con tal de podercasarse bien; y, habiendo visto a Tom en Lon-dres, sabía que a su persona cabía poner tanpocas objeciones como a su posición social.Aunque hablase de ello como de una broma, nopodía evitar, sin embargo, el pensar en seriosobre el asunto. El proyecto fue pronto comuni-cado a Henry.

––Y, además ––añadió la señora Grant––, hepensado en algo para completarlo. Me gustaríamuchísimo colocaros a los dos en esta región; ypor lo tanto, Henry, debes casarte con la menorde las Bertram, una muchacha gentil, hermosa,alegre y de todas prendas, que te hará feliz.

Henry se inclinó y le dio las gracias.

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––Querida hermana ––dijo Mary––, si fuerascapaz de convencerle en este terreno, seria paramí un nuevo motivo de satisfacción el vermeunida a una persona tan inteligente, y sólo mecabría lamentar que no tuvieras media docenade hijas disponibles. Si eres capaz de conseguirque Henry se case, será que tienes la habilidadde una francesa. Todo lo que pueden hacer lashabilidades inglesas se ha probado ya. Tengotres amigas muy íntimas que han estado mu-riéndose por él, las tres por turno; y el trabajoque ellas, sus madres (personas de mucho ta-lento), mi tía y yo misma nos hemos tomado enrazonarle, engatusarle o embaucarle para quese casara, es inconcebible. Es el coquetón másterrible que quepa imaginar. Si a esas niñasBertram no les gusta que les destrocen el cora-zón, que huyan de Henry.

––Querido hermano, no voy a creer eso de ti.––No; estoy seguro de que eres demasiado

buena. Sin duda no serás tan rigurosa comoMary. Te harás cargo de la indecisión de la ju-

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ventud y la inexperiencia. Soy por tempera-mento, enemigo de arriesgar mi felicidadobrando con precipitación. Nadie puede tenerdel matrimonio un concepto más elevado queel que tengo yo. Considero la bendición de unaesposa como un tanto acierto se describe en losdiscretos versos del poeta: «Del cielo el mejor yúltimo don».

––Ahí tienes: ya ves cómo subraya cierta pa-labra. Y sólo tienes que fijarte en su sonrisa. Teaseguro que es detestable; las lecciones del al-mirante le han estropeado por completo.

––Hago muy poco caso ––dijo la señoraGrant–– de lo que un joven diga respecto almatrimonio. Lo que manifiestan aversión porél, es que todavía no han tropezado con la per-sona que les conviene.

El doctor Grant se congratuló, riéndose, deque miss Crawford no sintiera tal aversión porel estado matrimonial.

––¡Ah, desde luego! No me avergüenza decir-lo. Me gustaría que todo el mundo se casara,

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con tal de poder hacerlo dignamente. No megusta que la gente se precipite a un fracaso;pero todos deberían contraer matrimonio encuanto pudiera hacerlo en condiciones ventajo-sas.

CAPÍTULO V

Entre el elemento joven se estableció desde elprimer momento una corriente de simpatía. Porcada lado había mucho motivo de atracción, yel incipiente trato prometió convertirse en inti-midad, tan pronto como la práctica de las bue-nas costumbres pudiera autorizarlo. La bellezade miss Crawford no perjudicaba la de las dosmiss Bertram. Éstas eran demasiado hermosas

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para que pudieran ofenderse de que otra lofuera también, y quedaron casi tan prendadascomo sus hermanos de sus ojos negros y avis-pados, su tez morena y la gentileza de toda supersona. De ser alta, llena de figura y rubia,hubiese podido dar lugar a más de un disgusto;pero, tal como era, no cabía la comparación. Ycon mayor facilidad se la pudo considerar unamuchacha agraciada y gentil, mientras ellasseguían siendo las más hermosas de la comar-ca.

El hermano no era guapo. No; cuando le vie-ron por primera vez les pareció de lo más vul-gar: feo y vulgar. Pero, no obstante, no dejabade ser un gentleman, de trato agradable. En unasegunda ocasión ya resultó que no era tan vul-gar: lo era, sin duda alguna, pero tenía en cam-bio tanta prestancia, y una dentadura tan mag-nífica, y tan buena figura, que pronto hacía ol-vidar su vulgaridad. Y en la tercera ocasión,después de comer con él en la rectoría, ya no seadmitió que nadie le calificase así. Resultó ser,

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en definitiva, el joven más agradable que lashermanas habían tenido ocasión de conocer, yambas quedaron igualmente encantadas de él.El compromiso de María hizo que, como co-rrespondía, se inclinase por Julia, y ésta se dioperfecta cuenta de ello; y antes de que Henryllevara una semana en Mansfield, estaba ya dis-puesta a enamorarse de él.

Las ideas de María al respecto eran más vagasy confusas. A ella no le hacía falta ver ni com-prender. «No puede haber nada malo ––se de-cía–– en que me guste un hombre agradable...todo el mundo conoce mi situación... místerCrawford es quien debe tener cuidado». Peromister Crawford estaba lejos de considerarse enpeligro. Las encantadoras Bertram eran dignasde ser complacidas y él estaba dispuesto a com-placerlas; así empezó él sin otro objeto que elde hacerse querer. No pretendía que muriesende amor por él; pero con un sentido y una san-gre fria que hubieran debido hacerle sentir yjuzgar mejor, se permitía en estas cuestiones

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una gran laxitud.––Esas miss Bertram me gustan demasiado,

hermana mía ––dijo cuando regresó de acom-pañarlas al coche, después de la citada comida––; son unas chicas muy elegantes y muy agra-dables.

––Así es, en efecto, y me complace mucho oír-telo decir. Pero te gusta más Julia.

––¡Oh, sí! Julia me gusta más.––¿Lo dices de veras? Porque, en general, se

considera más guapa a María.––Lo supongo. La aventaja en todas sus fac-

ciones, y yo prefiero su cara, pero Julia me gus-ta más. Es cierto que María es la más hermosa,y además yo la he encontrado más agradable;pero a mí siempre me gustará más Julia, porquetú me lo ordenas.

––No te diré nada, Henry; pero sé que al fin tegustará más.

––¿No te digo que ya me gusta más al princi-pio?

––Y además, María está prometida. No lo ol-

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vides, querido. Ha elegido ya.––Sí, y me gusta más por esto. Una mujer

prometida resulta siempre más agradable queuna sin compromiso. Ya está satisfecha de símisma. Para ella no existen más preocupacio-nes, y sabe que puede ejercer todo su poder deatracción sin despertar sospechas. Con una mu-jer prometida todo está a salvo; no hay dañoposible.

––Verás, en cuanto a esto, mister Rushworthes un muchacho de excelentes cualidades, y setrata de una gran boda para ella.

––Pero, a María, lo que es él no le importa uncomino; esto es lo que tú piensas de tu granamiga. Esta opinión, yo no la suscribo. Estoyseguro de que miss Bettiam se siente muy uni-da a mister Rushworth. Pude leerlo en sus ojos,cuando se le mencionó. Tengo formado un con-cepto demasiado bueno de María para suponer-la capaz de conceder su mano sin dar el cora-zón.

––Mary, ¿cómo habría de tratarle?

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––Mejor será dejarlo solo, creo yo. Hablandono sacaremos ningún provecho. Al fin caerá enla trampa.

––Pero yo no quisiera que cayese en la tram-pa, que le engañasen. Desearía que todo se lle-vara a cabo limpia y honradamente.

––¡Ah, querido! Deja que corra su suerte yque le engañen. Le valdrá lo mismo. Nadie seescapa de que le engañen alguna vez.

––No es siempre así en los casamientos, que-rida Mary.

––Especialmente en los casamientos. Con to-do el respeto debido a los presentes que tuvie-ron la suerte de casarse, querida hermanaGrant, no hay uno entre ciento, de los dossexos, que no sea engañado cuando va al ma-trimonio. Por dondequiera que mire, veo que esasí; y comprendo que así tiene que ser al consi-derar que, de todas las transacciones, es en éstadonde cada uno espera el máximo del otro yprocede con menos honradez.

––¡Ah, qué mala escuela para el matrimonio

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habéis tenido en Hill Street!––Es cierto que nuestra pobre tía tenía pocos

motivos para querer ese estado; pero, aparte deello, hablando sólo por lo que he podido obser-var, creo que es un negocio de intrigas. ¡Conoz-co a tantos que se han casado esperando y con-fiando hallar alguna determinada ventaja alhacerlo, o algunas prendas o cualidades en lapersona elegida, y que se han visto totalmentedefraudados y obligados a resignarse con todolo contrario! ¿Qué es esto, sino un engaño?

––Niña, en todo eso que dices tiene que haberalgo de tu imaginación. Perdona, querida, perono puedo creerte del todo. Te aseguro que sóloves por un lado la cuestión. Descubres el mal,pero no aciertas a ver el consuelo. Habrá ligerosroces y desengaños por todas partes, y todosestamos capacitados para esperar siempre más;pero luego, si fracasa un proyecto de felicidad,la naturaleza humana se orienta hacia otro; si elprimer cálculo resulta equivocado, hacemosotro mejor... siempre hallaremos consuelo en

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alguna parte. Y esos observadores mal pensa-dos, querida Mary, que convierten todo lo pocoen mucho, quedan más engañados y decepcio-nados que los mismos cónyuges.

––¡Muy bien, hermana! Respeto y admiro tuespíritu de compañerismo. Cuando yo sea ca-sada, intentaré ser tan constante como tú; ydesearía que todas mis amigas en general lofuesen también. Así me ahorraría muchos pesa-res e inquietudes.

––Estás tan enferma como tu hermano, Mary;pero aquí os curaremos a los dos. Mansfield oscurará, y sin nada de engaños. Quedaos connosotros y hallaréis el remedio.

Los Crawford, sin desear que los curasen, sequedaron muy a gusto. A Mary le gustaba larectoría como hogar en su presente, y Henryestaba igualmente dispuesto a prolongar supermanencia allí. Había llegado con el propósi-to de quedarse unos pocos días tan sólo; peroMansfield le ofrecía buenas perspectivas y nadale llamaba a otra parte. A la señora Grant le

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encantó que se quedaran los dos y al doctorGrant le satisfizo enormemente que fuera así:una jovencita lista y habladora como MaryCrawford siempre es una compañía agradablepara un hombre casero e indolente; y el tenercomo huésped a Henry le servía de excusa parabeber clarete todos los días.

No es probable que miss Crawford, debido asus costumbres, pudiera sentir ningún génerode admiración tan arrebatada como la de lashermanas Bertram por Henry. Reconocía, noobstante, que los Bertram eran unos muchachosmuy apuestos, que aun en el mismo Londres noera fácil ver juntos a dos jóvenes de sus condi-ciones y que sus modales, en particular los delmayor, eran excelentes. Este había residido lar-gas temporadas en Londres y era más listo ygalante que Edmund y, por consiguiente, debíaser el preferido. Aparte de que aquello de ser elmayor era otro motivo poderoso, desde luego.Ella tuvo enseguida el presentimiento de quehabría de gustarle más el mayor. Sabía que éste

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era su camino.Desde luego, Tom Bertram tenía que ser con-

siderado un muchacho agradable por todos losconceptos; era el tipo de hombre joven que ge-neralmente gusta; poseía esa clase de simpatíaque a menudo convence más que ciertas dotesde orden más elevado, pues sus maneras erannaturales, su humor excelente, su trato familiary tenía mucha conversación; y la herencia deMansfield Park y de una baronía, que habíande corresponderle por derecho de sucesión, noperjudicaba en absoluto su atractivo personal.Miss Crawford no tardó en darse cuenta de quetanto él como su situación podían muy bienconvenirle. Oteó las perspectivas que se le ofre-cían con la debida atención, y acabó por decirseque, de todos sus posibles pretendientes, él erael que más ventajas ofrecía: un parque, un ver-dadero parque con cinco millas de perímetro;una casa espaciosa, de construcción moderna,tan bien situada y resguardada que merecíafigurar en cualquier colección de grabados de

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residencias señoriales del reino, y que sólo re-quería ser totalmente amueblada de nuevo;unas hermanas agradables, una madre pacíficay, en fin, él mismo, hombre atrayente, con laventaja de que entonces se había desligado bas-tante de su afición al juego debido a una pro-mesa hecha a su padre, y la de que en lo futurose llamaría sir Thomas. No estaba nada mal...decididamente, debía aceptarle. Y, en conse-cuencia, comenzó a interesarse un poco por elcaballo de Tom que había de correr en las ca-rreras de B...

Estas carreras le obligarían a marcharse pocodespués de haberse conocidos los dos; y comoparecía que su familia, debido al proceder habi-tual en él, no esperaba que regresase antes dehaber transcurrido buen número de semanas, lapasión del galán se vería sometida a una prue-ba inmediata. Mucho insistió él para inducirla aque asistiera a las carreras, y se hicieron planespara organizar una gran partida campestre, afin de presenciarlas, con todo el entusiasmo de

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la afición; pero todo quedó en hablar.Y Fanny, ¿qué hacía y pensaba entretanto? ¿Y

qué opinión tenía de los recién llegados? Pocasmuchachas de dieciocho años hubieran podidoverse menos llamadas que Fanny a dar su opi-nión. De un modo discreto, y sin que sus pala-bras hallasen mucho eco, rendía su tributo deadmiración a la belleza de Mary Crawford; pe-ro como seguía considerando muy vulgar a Mr.Crawford, a pesar de que sus dos primas habí-an demostrado en repetidas ocasiones que yano pensaban así, a él nunca le mencionaba. A suconvicción, cada vez más arraigada en ella,respondía tal actitud.

––Empiezo a comprenderlos a todos, exceptoa miss Price ––dijo Mary, mientras paseaba conlos hermanos Bertram––. A ver: ¿ha sido o noha sido presentada en sociedad? Estoy intriga-da. Asistió a la comida en la rectoría, como losdemás, lo que parecía indicar que sí había sidopresentada; pero, sin embargo, dijo tan pocacosa, que me cuesta creer que lo haya sido.

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Edmund, a quien principalmente se dirigía lapregunta, contestó:

––Creo que sé lo que quiere decir, pero noquiero comprometerme a responder a esa pre-gunta. Mi prima es ya mayor. Tiene la edad y eljuicio de una mujer; pero lo de las presentacio-nes o no presentaciones es algo que escapa amis alcances.

––Y, no obstante, en general, nada tan fácil deacertar. ¡La diferencia es tan notoria! La actitudy las maneras resultan, siempre hablando entérminos generales, completamente dispares.Hasta ahora, nunca había supuesto que pudieraengañarme en lo de si una muchacha había sidopresentada o no. La que no, lleva siempre lamisma clase de indumentaria (una capota ce-rrada, por ejemplo), se muestra muy recatada ynunca dice una palabra. Aunque se sonríanustedes, así es, no lo duden. Y, aunque a vecesse exagera, hay que reconocer que está muybien. Las jovencitas deben ser discretas y mo-destas. Lo más censurable que tiene el hecho de

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la presentación de una joven en sociedad es queel cambio resulta con frecuencia demasiadobrusco. A veces, en tan corto plazo, pasan de ladiscreción a todo lo contrario... ¡al atrevimiento!Ésta es la parte flaca del sistema. No agrada vera una joven de dieciocho o diecinueve años tansúbitamente familiarizada con todo, cuando, alo mejor, se la ha visto casi incapaz de desple-gar los labios un año antes. Yo diría que tam-bién usted se ha encontrado alguna vez concambios parecidos.

––Creo que sí; aunque esto no me parece muyleal. Ya veo por dónde va usted. Se está bur-lando de mí y de miss Anderson.

––¡No lo crea! ¿Miss Anderson? No sé a quéni a quién se refiere. Estoy completamente aobscuras. Pero me burlaré con mucho gusto sime cuenta de qué se trata.

––¡Ah! Lo disimula usted muy bien, pero nocrea que yo me dejé embaucar así. A la fuerzatenía usted en su imaginación a miss Andersonal describir la metamorfosis de una jovencita.

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Hizo de ella un retrato demasiado real para quepueda haber engaño. Fue exactamente así...¡Vaya con los Anderson, de Baker Street! Elcaso coincide exactamente con la descripciónque acaba de hacernos Mary. El día en que An-derson me presentó a su familia, hará de esocosa de un par de años, su hermana no habíasido aún presentada en sociedad, y no me fueposible conseguir de ella ni una sola palabra.Una mañana permanecí una hora sentado en sucasa, esperando a Charles, sin más que ella y unpar de niñas en el salón, pues la institutriz esta-ría enferma o se habría marchado, y su madreentraba y salía a cada momento con cartas denegocios; pues bien, apenas me fue posible con-seguir una palabra o una mirada de la damise-la. Echó el cerrojo a su boca... ¡y me volvió lacara con unos aires! No volví a verla hasta unaño después. Entonces ya había sido presenta-da en sociedad. La encontré en c sa, de la seño-ra Holford y no la reconocí. Vino a mi encuen-tro, me llamó como si fuésemos viejos amigos,

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me clavó la mirada con desparpajo y se puso acharlar y a reír de tal modo, que acabé por nosaber qué actitud adoptar. Me di cuenta de queyo era también, junto a ella, motivo de risa en lasala; y está claro que a miss Crawford le conta-ron la historia.

––Una historia muy divertida que hace máshonor a la verdad, diría yo, que a miss Ander-son. Es un defecto demasiado frecuente. Lasmadres, ciertamente, no han dado con la fór-mula acertada para educar a sus hijas. Yo no sédónde está el error. No pretendo corregir a na-die, pero veo que en muchos casos se procedeerróneamente.

––Las personas que saben demostrar al mun-do cómo debía portarse toda mujer ––dijo Tomgalantemente–– hacen ya mucho en favor de unmejoramiento general.

––No es dificil descubrir el error ––dijo Ed-mund, menos galante––; tales jovencitas estánmal criadas. Desde el principio les inculcaronideas equivocadas. Obran siempre influencia-

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das por motivos de vanidad y en su conductano hay más auténtica modestia antes, que des-pués de ser presentadas en sociedad.

––No sé, no sé ––dijo miss Crawford, indeci-sa––. Francamente, no puedo estar de acuerdocon usted en este punto. Para mí, éste es el as-pecto menos censurable de la cuestión. Muchopeor resulta ver a ciertas muchachas que yaantes de ser presentadas tienen el mismo aire yse toman las mismas libertades que si lo hubie-ran sido, como he podido apreciar en más deun caso. Esto es lo peor de todo... ¡en extremodesagradable!

––Sí, eso lo encuentro muy inconveniente ––dijo Tom Bertram––. Además, desorienta mu-cho; hasta tal punto que, a veces, uno no sabe loque debe hacer. La capota cerrada y el aire derecato que tan bien describe usted (y nunca sedijo nada tan acertado) le advierten a uno a lasclaras. Pero el año pasado cometí un tremendoerror debido a la ausencia de esos distintivos enuna muchacha. En septiembre último fui con

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un amigo a pasar una semana en Ramsgate, ami regreso de las Antillas. Allí estaban mi ami-go Sneyd (tú me has oído hablar de Sneyd,Edmund), su padre, su madre y sus hermanas,a quienes no tenía el gusto de conocer. Cuandollegamos a Albion Place, todos habían salido.Fuimos en su busca y encontramos en el em-barcadero a la señora con sus dos hijas y variosconocidos suyos. Saludé en debida forma y,como fuese que la señora Sneyd estaba rodeadade caballeros, me uní a una de las hijas y fuicaminando a su lado durante todo el camino deregreso, procurando hacerme lo más agradableque pude. Ella se desenvolvía con la mayornaturalidad, mostrándose tan dispuesta a escu-char como a hablar. Yo no tenía la menor sos-pecha de que pudiera estar cometiendo algunaincorrección. Las dos hermanas tenían exacta-mente el mismo aspecto; iban vestidas y lleva-ban velos y parasoles, lo mismo que las otras.Pero después supe que había dedicado por en-tero mis atenciones a la más joven, que no

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había sido presentada en sociedad, y habíaofendido muchísimo a la mayor. En Augusta, lamenor, no había que reparar hasta seis mesesdespués; creo que su hermana no me lo perdo-nará jamás.

––Eso estuvo mal, desde luego. ¡Pobrecita!Aunque yo no tengo una hermana menor, mepongo en el sitio de ella. El verse postergadaantes de tiempo debe ser muy humillante; perola culpa fue toda de la madre. Miss Augustatenía que haber ido acompañada de su institu-triz. Eso de hacer las cosas de un modo que sepresta a confusionismos nunca da buen resul-tado. Pero ahora desearía ver satisfecha mi cu-riosidad acerca de miss Price. ¿Asiste Fanny alos bailes? ¿Va siempre a todos los convites,como asistió a la comida en casa de mi herma-na?

––No ––contestó Edmund––, no creo quehaya ido nunca a un baile. Nuestra misma ma-dre raras veces asiste a reuniones de sociedadni come nunca fuera, como no sea en casa de la

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señora Grant, y Fanny se queda en casa conella.

––¡Oh! Entonces la cosa está clara: miss Priceno ha sido presentada en sociedad.

CAPÍTULO VI

Tom Bertram se fue... y Mary Crawford sedispuso a encontrar un gran vacío en su círculode amistades y a echarlo decididamente en faltaen las reuniones, ahora casi diarias, de las dosfamilias; y en la comida a que asistió en Mans-field Park, poco después de su partida, volvió aocupar su puesto preferido casi a un extremode la mesa, plenamente convencida de que no-taría la más lamentable diferencia en el cambiode anfitrión. Estaba segura de que la cosa resul-

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taría muy aburrida. Comparado con su herma-no, Edmund no tendría nada que decir. Se re-partiría la sopa en medio del silencio más insí-pido, se bebería el vino sin que surgieran sonri-sas ni gratos comentarios, y se trincharía el ve-nado sin que se escuchase una divertida anéc-dota sobre tal o cual pierna servida en una pa-sada ocasión, o una simple y amena historiasobre «mi amigo fulano». Intentaría hallar dis-tracción ocupándose de lo que pudiera ocurriren el otro extremo de la mesa y observando aMr. Rushworth, que aparecía por primera vezen Mansfield después de la llegada de losCrawford. Había estado en casa de un amigo,en un condado vecino; y, como este amigohabía proyectado recientemente unas mejorasen sus terrenos, Mr. Rushworth volvía de allícon la cabeza llena de todas esas cosas y conuna gran impaciencia por aplicarlas de igualmodo a su propia hacienda. Y, aunque pocodijo sobre este tema, no supo hablar de otracosa. El asunto se comentó ya en el salón y,

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luego, se sacó a relucir de nuevo en el comedor.El interés y la opinión de María Bertram era,evidentemente, lo que más le importaba; yaunque la actitud de ella era más demostrativade una consciente superioridad que de unapredisposición a complacerle, la sola menciónde Southerton Court, con las ideas que estenombre suscitaba en ella, le proporcionaba unasensación muy grata que le impedía mostrarseen exceso despectiva.

––Me gustaría que vieses Compton ––decíaél––. ¡Es la cosa más perfectamente acabada quepuedas imaginarte! En ningún sitio he visto uncambio tan radical. Le dije a Smith que no sabíadónde me encontraba. El acceso es, ahora, unade las cosas más bellas del país: la casa ha co-brado una perspectiva sorprendente. Confiesoque cuando regresé ayer a Sotherton me pare-ció una cárcel... una lúgubre y vieja cárcel.

––¡Oh, deberia avergonzarse de lo que dice! ––exclamó la señora Norris––. ¡Una cárcel! Sot-herton es el lugar más hermoso que pueda

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haber en el mundo.––Requiere mejoras, señora mía, ante todo.

Jamás vi un lugar que estuviera tan necesitadode mejoras. Y está tan abandonado que no séqué partido podrá sacarse de él.

––No le extrañe que Rushworth hable ahoraasí ––dijo la señora Grant a la viuda Norris, conuna sonrisa––; esté usted segura: en Sothertonse harán todas las mejoras que sean precisas enel momento en que pueda desearlo su corazón.

––Intentaré hacer algo ––dijo Mr. Rushworth––, aunque no sé cómo. Confio en que algúnbuen amigo me ayudará.

––Tu mejor amigo para el caso ––sugirió Ma-ría Bertram, hablando con calma–– seria Mr.Repton, me parece a mí.

––Es lo que estaba pensando. Puesto que loha hecho tan bien en el caso de Smith, creo quelo mejor hubiera sido contratarlo inmediata-mente. Sus honorarios son de cinco guineasdiarias.

––¡Bueno, y aunque fueran diez! ––exclamó la

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señora Norris––. Estoy segura de que usted noprecisa mirar esto. El gasto no habría de serobstáculo. Si yo estuviera en su lugar, no pen-saría en el presupuesto. Me gustaría que sehiciera, dándole a todo el mejor estilo y todo elrelieve posible. Un lugar como Sotherton Courtmerece cuanto el buen gusto y las posibilidadeseconómicas puedan hacer. Usted dispone allíde buen espacio del que sacar partido y debuenas tierras que sobradamente le recompen-sarán. Lo que es yo, si poseyera algo así comola quinta parte de la extensión de Sotherton,siempre estaría plantando y mejorando, pues esalgo que me gusta en extremo, por inclinaciónnatural. Seria ridículo que lo intentase dondeestoy ahora, con sólo medio acre de terreno.Resultaría bufo. Pero, si dispusiera de más es-pacio, con verdadera delicia me dedicaria aplantar y cultivar. Mucho fue lo que hicimos eneste aspecto en la rectoría: la convertimos enalgo totalmente distinto de lo que era cuandonos posesionamos de ella. Vosotros, los jóve-

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nes, quizá no lo recordéis muy bien; pero sinuestro querido sir Thomas estuviera aquí po-dría contaros las mejoras que se llevaron a ca-bo. Y mucho más se hubiera hecho, de nohaberlo impedido el delicado estado de saludde mi pobre esposo. Apenas si podía salir, elpobre, para gozar de esas cosas, y esto me des-animaba para hacer otras muchas, de las que sirThomas y yo solíamos hablar. De no haber sidopor eso, hubiéramos terminado el muro deljardín y plantado los árboles para cercar el ce-menterio de la parroquia, tal como ha hecho eldoctor Grant. Siempre hacíamos algo, a pesarde todo. No fue más allá de la primavera ante-rior del año en que murió mi esposo cuandoplantamos el albaricoquero junto a la pared dela cuadra, que es ahora un árbol magnífico... yque va ganando día a día ––añadió, dirigiéndo-se al doctor Grant.

––El árbol se desarrolla bien, sin duda, señora––replicó él––. La tierra es buena. Y nunca pasopor allí sin lamentar que el fruto valga tan poco

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la pena de cogerlo.––Señor mío, es un Moor Park; se adquirió en

el bien entendido de que era un Moor Park ynos costó.... es decir, fue un regalo de sir Tho-mas, pero vi la factura y sé que costó siete che-lines, e iba facturado como un Moor Park.

––Les hicieron a ustedes un fraude, señora ––replicó el doctor Grant : estas patatas que esta-mos comiendo saben tanto a los albaricoquesde un Moor Park como la fruta de ese árbol.Cuando mejor, resulta insípida; en cambio, unbuen albaricoque es siempre sabroso, cosa queno ocurre con ninguno de los que tengo en mijardín.

––La verdad es ––terció la señora Grant, in-tentando dirigirse con un susurro a la señoraNorris a través de la mesa–– que mi maridoapenas sabe qué gusto tienen nuestros albari-coques al natural; difícilmente habrá consegui-do probar uno siquiera, pues es un fruto tanpreciado, con poco que se le añada, y los nues-tros son de un tamaño tan grande, de una cali-

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dad tan excelente y tan adecuados para tartas yconservas tempranas, que mi cocinera se dabuena maña en cogerlos todos antes de quepueda hacerlo él.

La señora Norris, cuyo rostro había empeza-do a congestionarse, se apaciguó; y, por unosmomentos, otros temas vinieron a desplazar elde las mejoras de Sotherton. El doctor Grant yla señora Norris raras veces hacían buenas mi-gas; su trato se había iniciado en un régimen dedilapidación, y sus hábitos eran totalmente dis-pares.

Después de una corta interrupción, Mr.Rushworth empezó de nuevo:

––La hacienda de Smith se ha convertido enla admiración de todo el país; y no era nadaantes de que Repton pusiera allí la mano. Creoque llamaré a Repton.

––Si yo tuviera que encargarme de esto ––dijolady Bertram––, haría plantar un campo dearbustos. Es muy agradable pasear entre losarbustos cuando hace buen tiempo.

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Mr. Rushworth se apresuró a asegurar a suseñoría que estaba de acuerdo, e intentó pro-nunciar alguna palabra galante; pero, entre eldeseo de manifestar su sumisión a ella y dehacer constar que él ya tenía de tiempo aquelproyecto, con la sobreañadida intención deatender a los gustos de las damas en general,pero insinuando que sólo había una a quienansiaba complacer, se hizo un embrollo tre-mendo; y Edmund tuvo la satisfacción de ponerfin a su discurso, llenando las copas y propo-niendo un brindis. No obstante, Mr. Rush-worth, aunque no era un gran hablador, teníatodavía algo que decir sobre el tema que tancaro le era a su corazón:

––Smith no cuenta en su propiedad con másde cien acres en total, lo que no es mucho yhace más sorprendente que el lugar haya mejo-rado tanto. Pues bien, en Sotherton tenemossetecientos de paso, sin contar las praderas deregadío. Por esto pienso que, si tanto se ha lo-grado en Compton, no debemos desesperar.

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Allí había dos o tres viejos árboles, muy hermo-sos por cierto, pero demasiado pegados a lacasa, que han sido talados, lo cual abre unaperspectiva asombrosa; y esto me ha sugeridola idea de que Repton, o quien sea que se en-cargue del asunto, sin duda habrá de talar laavenida de Sotherton... La avenida que conducede la fachada del oeste a la cima de la colina,¿recuerdas? ––preguntó, dirigiéndose a MaríaBertram.

Pero a miss Bertram le pareció que le sentabamuy bien contestar:

––¡La avenida! ¡Oh!, no la recuerdo. En reali-dad, es muy poco lo que conozco de Sotherton.

Fanny, que se sentaba al otro lado de Ed-mund, o sea exactamente enfrente de MaryCrawford, y que seguía atentamente la conver-sación, dirigió a él la mirada y dijo en voz baja:

––¡Talar una avenida! ¡Qué lástima! ¿No terecuerda a Cowper?: Avenidas caídas, una vezmás deploro vuestra inmerecida suerte.

Él contestó sonriendo:

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––Me temo que esa avenida se halla en gravepeligro, Fanny.

––Me gustaría ver Sotherton antes de que selleve a cabo la reforma, para conocer el lugar talcual ha sido hasta ahora, en su estado antiguo;pero no creo que sea posible.

––¿Nunca estuviste allí? No, no has tenidoocasión; y, por desgracia, está demasiado lejospara un trote a caballo. Desearía poder combi-narlo.

––¡Oh!, no tiene importancia. Cuando lo vea,tú me contarás lo que haya sido cambiado.

––De todo ello deduzco ––dijo miss Craw-ford–– que Sotherton es un lugar antiguo, do-tado de cierta grandeza.

––La casa fue construida en tiempos de Eliza-beth, y es un edificio de ladrillo, grande, delíneas regulares... de aspecto un tanto macizo,pesado, pero señorial, y tiene muchas salasbuenas. Está mal situada. Se levanta en uno delos puntos más hondos del parque, aspecto éstedesfavorable para todo plan de mejora. Pero el

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bosque es hermoso y hay un arroyo del que, meparece a mí, se podría sacar mucho partido.Opino que Mr. Rushworth está muy acertadoen su propósito de modernizar la finca, y nodudo de que resultará algo magnífico.

Miss Crawford escuchaba la palabra de Ed-mund con gran interés, y dijo para sí: «Es hom-bre bien educado; hace cuanto puede para po-ner las cosas bien».

––No deseo influenciar a Mr. Rushworth ––prosiguió Edmund––; pero, de tener yo unafinca que modernizar, no me pondría en manosde un profesional. Preferiría alcanzar un gradoinferior de belleza en la realización, pero quefuese de mi gusto y lograda progresivamente. Ysoportaría mejor mis propios errores que los deotro.

––Usted sabría lo que le conviene, desde lue-go; pero, a mí, eso no me daría buen resultado.No tengo vista ni idea para estas cosas, sinocuando las veo terminadas ––dijo Mary––. Y, siyo tuviera en el campo una finca de mi propie-

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dad, le quedaría enormemente agradecida acualquier Mr. Repton que se encargara de ella yembelleciera el lugar todo lo posible a cambiode mi dinero; y nunca miraría su obra hasta queestuviera terminada.

––Pues a mí me encantaría ver cómo se vadesarrollando ––expresó Fanny.

––¡Ah!, será que a usted la han educado paraeso. Es un aspecto que no formó parte de mieducación; y, como la única dosis que recibí enla vida me fue administrada por una personaque, ciertamente, no puede considerarse la másfavorecida del mundo, me ha llevado a consi-derar las reformas entre manos como el mayorde los engorros. Hace tres años, el almirante, mihonroso tío, compró una casita en Twickenhampara los veranos. Mi tía y yo nos trasladamosallí entusiasmadas; pero, por lo visto, era de-masiado bonita la casa y pronto se considerónecesario mejorarla. Resultado, que durantetres meses todo se convirtió en porquería ydesorden, y nos quedamos sin un paseo enare-

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nado por donde poder pasear, ni un banco encondiciones para sentamos. A mí me gustaríatenerlo todo en el campo lo mejor posible: ar-bustos, macizos de flores y bancos rústicos enabundancia; pero que todo se hiciera sin yopreocuparme. Henry es diferente: a él le gustahacer.

A Edmund le apenó que Mary, a la que esta-ba muy propenso a admirar, hablase con tantaligereza de su tío. Era algo que chocaba con susentido de la corrección, y permaneció callado,hasta que sonrisas y retozos le indujeron a des-preocuparse por el momento del particular.

––Edmund ––dijo ella––, al fin he tenido noti-cias de mi arpa. Me aseguran que está a salvoen Northampton; y probablemente se encuentreallí desde hace diez días, a pesar de las forma-les seguridades tan a menudo recibidas de queno era así.

Edmund expresó su agrado y sorpresa.––La verdad ––prosiguió Mary–– es que

nuestras gestiones eran demasiado directas:

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enviamos un criado, fuimos nosotros mismos ainformarnos. Esto no da resultado a setentamillas de Londres. En cambio, esta mañanarecibimos la noticia por el conducto que corres-ponde. El arpa fue vista por algún granjero,éste lo dijo al molinero, el molinero lo dijo alcarnicero, y el yerno del carnicero dejó recadoen la tienda.

––Celebro mucho que haya llegado a usted lanoticia, no importa por qué medio, y esperoque ya no habrá más dilaciones.

––Mañana la tendré; pero, ¿cómo cree ustedque la traerán? No en carro ni en carreta. ¡Oh,no! Nada de eso ha sido posible alquilar en elpueblo. Como si hubiera pedido unos mozoscon unas angarillas.

––Supongo que encontraría usted dificultaden alquilar un carro y un caballo, precisamenteahora, en plena recogida del heno, que se llevaa cabo con bastante retraso, por cierto.

––¡Quedé asombrada de las dramáticas reac-ciones que provocó el asunto! Parecía imposible

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no encontrar un caballo y un carro de sobra enel campo, de modo que mandé enseguida a midoncella para que los contratase; y como nopuedo asomarme a la ventana de mi tocadorsin ver el corral de una granja, ni pasear por elsendero de arbustos sin pasar por delante deotro; creí que la cosa se reduciría a pedir y te-ner, y más bien lamentaba no poder favorecer-los a todos con mi propuesta. Figúrese mi sor-presa cuando me encontré que había pretendi-do lo más insensato, lo más imposible delmundo; que había ofendido a todos los granje-ros, a todos los labradores, a todo el heno de laparroquia. En cuanto al ministril del doctorGrant, creo que hubiera hecho mejor de no po-nerme en su camino; y hasta mi cuñado, que engeneral es todo amabilidad, me miró con nopoco ceño al enterarse de mis pretensiones.

––Es natural que no se le ocurriese a ustedpensar en la gravedad del caso; pero cuando lopiense tendrá que reconocer la importancia quetiene la recogida de la hierba. Alquilar un carro

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no le seria, en cualquier época del año, tan fácilcomo usted supone; nuestros granjeros no tie-nen costumbre de cederlos; pero durante larecogida tiene que serles totalmente imposibleprescindir de un caballo.

––Con el tiempo, sin duda llegaré a com-prender ese modo de hacer que impera aquí, enel campo; pero al llegar de Londres, trayendode allí el axiomático principio de que con dine-ro todo se consigue, quedé al principio un pocodesconcertada ante esta recia independencia decostumbres. A pesar de todo, mañana me trae-rán el arpa. Henry, que es la bondad personifi-cada, me ha ofrecido traerla en su birlocho. ¿Noserá honrosamente transportada?

Edmund habló del arpa como de su instru-mento favorito, y dijo que esperaba tener pron-to ocasión de oírsela tocar. Fanny no había oídonunca tocar el arpa, y manifestó que lo deseabacon el mayor anhelo.

––Será para mí un gran placer tocar para losdos ––dijo miss Crawford––; al menos, mien-

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tras no se cansen de escucharme... y segura-mente más también, porque adoro la música;cuando el gusto natural es idéntico por ambaspartes, el ejecutante lleva siempre ventaja, puesgoza por más conceptos. Ahora, Edmund, siescribe a su hermano dígale, se lo ruego, que miarpa ha llegado ya..., ¡me oyó quejarme tantode lo desgraciada que me sentía sin ella! Y tam-bién puede decirle, si le parece bien, que prepa-raré las piezas más elegíacas de mi repertoriopara cuando vuelva, por compasión a sus sen-timientos, pues sé que su caballo perderá lacarrera.

––Si le escribo, le diré cuanto usted desea;aunque de momento no creo que se presentemotivo para escribirle.

––No, me lo figuro; aunque estuviera un añofuera no le escribiría usted nunca, ni él a usted,de poderlo evitar. Nunca se presentaría la oca-sión. ¡Que extrañas criaturas son los hermanos!Jamás se escribirían, a no ser por la necesidadmás urgente; y cuando se ven obligados a to-

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mar la pluma para decir que tal caballo estáenfermo, o tal pariente ha fallecido, lo hacencon las menos palabras posibles. Todos los her-manos tienen el mismo sistema. Lo conozcomuy bien. Henry, que en todos los demás as-pectos es exactamente lo que un hermano debeser, que me quiere, que se aconseja conmigo,que hace de mí su confidente y estaría hablan-do conmigo horas seguidas, nunca ha llegado adar vuelta a la hoja en las cartas que me ha di-rigido; y con frecuencia no pone más que:«Querida Mary, acabo de llegar. Bath pareceque está lleno, y todo lo demás como de cos-tumbre. Tuyo afectísimo». He aquí el auténticoestilo masculino... He aquí una perfecta carta dehermano.

––Cuando se encuentran muy lejos de toda lafamilia ––dijo Fanny, sonrojándose en honor aWilliam––, saben escribir las más largas cartas.

––Fanny tiene un hermano marino ––explicóEdmund––, cuyo excelente comportamientocomo corresponsal le hace a ella suponer que es

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usted demasiado severa en sus juicios contranosotros.

––¡Marino! ¿De veras? De la Armada Real,claro está...

Fanny hubiera preferido que Edmund se en-cargase de contar la historia; pero, como él seimpuso el más absoluto silencio, se vio obliga-da a describir ella la situación de su hermano.El tono de su voz se fue animando al hablar dela profesión del muchacho y de los lugares ex-óticos que había visitado, pero no pudo men-cionar el número de años que llevaba ausentesin que a sus ojos acudieran las lágrimas. MissCrawford le deseó cortésmente un rápido as-censo.

––¿No conoce usted a mi primo, el capitán? ––preguntó Edmund––. ¿El capitán Marshall?Usted tiene muchos conocidos en la marina,según creo.

––Entre los almirantes, bastantes; pero ––yadoptó un aire de grandeza–– poco sabemos delas jerarquías inferiores. Dentro del grado de

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capitán puede que haya gente de muy buenaclase, pero no pertenecen a nuestro mundo. Devarios almirantes podría contarle muchas co-sas... De ellos y de sus insignias, de la impor-tancia de sus pagas, de sus rivalidades y dispu-tas. Pero puedo asegurarle que, en general, es-tán todos mal acostumbrados y peor considera-dos. Sí, desde luego, viviendo en casa de mi tíotuve ocasión de conocer a muchos almirantes ya bastantes contras y vices. Bueno, no crea queme he propuesto hacer un juego de vocablos,por favor.

Edmund volvió a ponerse serio, y sólo repli-có:

––Es una noble profesión.––Sí, la profesión es bastante buena, mientras

concurran dos circunstancias: que proporcionefortuna y que haya discreción para gastarla.Pero en resumen, no es la profesión que yo pre-fiero. A mis ojos nunca ha tenido un aspectoagradable.

Edmund volvió al tema del arpa, y otra vez se

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sintió dichoso ante la perspectiva de que oiríatocar a Mary.

Entretanto, la cuestión del mejoramiento defincas seguía acaparando la atención de losdemás; y la señora Grant no pudo evitar el di-rigirse a su hermano, aunque fuera interrum-piendo sus galanteos dedicados a Julia Bertram.

––Querido Henry, ¿y tú, no tienes nada quedecir? También tú te has dedicado a hacer me-joras, y por las referencias que tengo de Eve-ringham, sé que puede rivalizar con cualquiermansión de Inglaterra. Las bellezas naturalesdel lugar son grandes, sin duda alguna. Eve-ringham, tal como era antes, merecía ya todami admiración. ¡Aquel precioso declive del te-rreno y aquel arbolado! ¡Qué no daría yo porverlo otra vez!

––Nada podría serme tan grato como oír esaopinión tuya ––contestó él––; pero me temo quequedarías algo decepcionada... lo verías distin-to a como lo recuerdas actualmente. En exten-sión es una nadería..., te sorprendería su insig-

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nificancia; y, en cuanto a mejoras, pocas fueronlas que pude introducir... demasiado pocas.Hubiera preferido poderme ocupar en ello mu-cho más tiempo.

––¿Es usted aficionado a esas cosas? ––preguntó Julia.

––Excesivamente; pero teniendo en cuenta lasventajas naturales del terreno, que eran eviden-tes, incluso a los ojos de un inexperimentado,muy poco era lo que quedaba por hacer; y, lle-vando rápidamente a la práctica mis conclusio-nes, me faltaban todavía tres meses para alcan-zar la mayoría de edad cuando Everinghamquedó totalmente convertido en lo que es aho-ra. Mi plan fue proyectado en Westminster, sealteró acaso un poco en Cambridge, y se ejecutóa mis veintiún años. Me siento inclinado a en-vidiar a Mr. Rushworth por tener ante sí, toda-vía, tanta felicidad. Yo he sido un devorador dela mía.

––Los que conciben las cosas con rapidez,pueden resolver y actuar rápidamente ––dijo

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Julia––. A usted nunca podrá faltarle ocupa-ción. En vez de envidiar a Mr. Rushworth, de-bería ayudarle con su opinión.

La señora Grant, atenta a las últimas palabrasde este diálogo, las apoyó calurosamente, per-suadida de que ningún juicio igualaría al de suhermano; y como María Bertram acogió la ideacon el mismo entusiasmo, manifestando que, ensu opinión, era infinitamente mejor consultar alos amigos y consejeros desinteresados queechar el asunto, sin pensarlo más, en manos deun profesional, Mr. Rushworth se apresuró arequerir de Henry el favor de su ayuda; y Mr.Crawford, después de rebajar, como era propioque hiciese, el valor de sus propios méritos yaptitudes, se puso a su entera disposición paratodo aquello en que pudiera serle útil. Mr.Rushworth empezó entonces por proponer aMr. Crawford que le hiciera el honor de trasla-darse a Sotherton y aceptar alojamiento en sufinca; pero la señora Norris, como si leyera enla mente de sus sobrinas la poca aprobación

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que les merecía un plan que las separaría deHenry, se interpuso con una enmienda.

––No cabe dudar del mucho gusto que ten-dría Mr. Crawford en complacerle; pero, ¿porqué no agregamos algunos más? ¿Por qué noorganizar una pequeña partida? Aquí hay mu-chos que se interesarían por las mejoras, amigoRushworth, y que gustaría de oír la opinión deMr. Crawford sobre el terreno, y que tal vezpodrían ayudarle, aunque fuera muy poco, consus pareceres. Por mi parte, hace tiempo quedeseo hacer otra visita a su madre; sólo la faltade caballos propios ha hecho que pareciese tanremisa. Pero así podría ir y pasar unas horas encompañía de la señora Rushworth, mientras losdemás paseasen y decidieran lo que hay quehacer; y después podríamos volver todos paracenar aquí a última hora, o bien cenaríamos enSotherton... en fin, ello depende de lo que pu-diera serle más agradable a su madre, y goza-ríamos de un delicioso regreso bajo la luz de laluna. Creo que Mr. Crawford no tendría incon-

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veniente en llevamos a mis dos sobrinas y a míen su birlocho; Edmund podría ir a caballo, ¿note parece, hermana?, y Fanny se quedaría encasa contigo.

Lady Bertram no tuvo nada que objetar; y to-dos los incluidos en la excursión se apresurarona manifestar su entera conformidad, exceptoEdmund, que lo escuchó todo y no dijo nada.

CAPÍTULO VII

––Bueno, Fanny, ¿qué te parece ahora MaryCrawford? ––dijo Edmund al día siguiente,después de haber estado pensando él en lomismo durante algún tiempo––. ¿Te parecióbien, ayer?

––Muy bien... mucho. Me gusta oírla hablar.

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Me entretiene su conversación; y es tan suma-mente linda que me causa un gran placer mi-rarla.

––Es su fisonomía lo que resulta tan atractivo.Tiene un juego de facciones maravillosamenteexpresivo. Pero en su conversación, ¿no te cho-có algo que no estaba bien, Fanny?

––¡Oh, sí! No debió hablar de su tío como lohizo. Me sorprendió mucho. Un tío con el queha vivido tantos años y que, cualesquiera seansus defectos, quiere tanto a su hermano y loconsidera, según ellos dicen, como un hijo...¡Nunca lo hubiera creído!

––Ya supuse que te causaría mal efecto. Estu-vo muy mal..., muy irrespetuosa.

––Y me pareció muy poco agradecida.––Decir que es desagradecida tal vez sería

demasiado. Yo no sé que su tío tenga derechoalguno a su gratitud; pero su esposa lo tenía,desde luego; y es su fervoroso respeto a la me-moria de su tía lo que despista a Mary en estepunto. Su ánimo se halla torpemente influen-

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ciado. Con la vehemencia de sus sentimientos yun espíritu tan arrebatado, tiene que serle difí-cil hacer patente su afecto por la difunta señoraCrawford, sin echar una sombra sobre el almi-rante. No pretendo saber cuál de los dos lleva-ba más parte de culpa en sus desavenencias,aunque la actual conducta del almirante puedainclinarle a uno a favor de la esposa; pero resul-ta natural y simpático que Mary quiera eximirde toda censura a su tía. Yo no condeno su cri-terio, pero lo que sí está mal es que lo expongapúblicamente.

––¿No te parece ––observó Fanny, después deuna breve reflexión–– que la responsabilidadde esta falta recae precisamente sobre su tía,puesto que ella se encargó por completo de sueducación? No pudo inculcarle unas ideas jus-tas en cuanto a lo que debía al almirante.

––Es muy acertada la observación. Sí, hemosde suponer que los defectos de la sobrina fue-ron los de la tía; y esto hace que uno lamentecon más motivo las desventajas de su anterior

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situación, pero creo que su actual hogar habráde hacerle mucho bien. El carácter de la señoraGrant es ideal para el caso. Y cuando habla desu hermano lo hace en unos términos afectuo-sos y muy gratos.

––Sí, excepto en lo tocante a las cartas tanbreves que suele escribirle. Casi me hizo reír;pero yo no podría tasar muy alto el cariño o labondad de un hermano que no se toma la mo-lestia de escribir a su hermana algo que valga lapena de ser leído, cuando están separados. Es-toy segura de que William nunca me hubieratratado así, en ningún caso. ¿Y qué derecho tie-ne a suponer que tú no escribirías cartas largassi estuvieras ausente?

––El derecho que le da su espíritu vivaz, Fan-ny, que aprovecha todo cuanto pueda contri-buir a su diversión o a la de los otros; es algoperfectamente disculpable, siempre que noaparezca matizado con un tinte de mal humor oaspereza, y de esto no hay ni sombra en la ex-presión o en la actitud de Mary: nada agrio, ni

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chillón, ni grosero. Es perfectamente femenina,excepto en el aspecto a que nos hemos referido.Ahí no se la puede justificar. Me alegra que lonotases lo mismo que yo.

Puesto que él había formado su espíritu, altiempo que se había ganado sus efectos, no erade extrañar la coincidencia de sus respectivasapreciaciones; aunque, por aquel entonces ysobre el mismo punto, comenzaba a perfilarseun peligro de disparidad, pues él admiraba ya aMary Crawford de un modo que acaso pudierallevarle adonde Fanny no podría seguirle. Losatractivos de Mary no disminuían. Llegó el ar-pa, que vino a añadir no poco a su aureola debelleza, ingenio y buen humor; pues se presta-ba a tocar con la mayor complacencia en cuantose lo pedían, lo hacía con una expresión y ungusto muy peculiares en ella, y siempre teníaalgo acertado que decir al final de cada pieza.Edmund acudía a diario a la rectoría para delei-tarse con su instrumento favorito. La primeramañana logró que se le invitara para la del día

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siguiente, pues a la damisela no podía desagra-darle tener un oyente, y así un día y otro, que-dando la cosa establecida como una costumbrenormal.

Una mujer joven, bonita, brillante, junto a unarpa tan elegante como ella misma, recortándo-se ambas en el marco de un balcón abierto a laperspectiva de un césped rodeado de arbustoscon su rico follaje estival, era suficiente paracautivar el corazón de cualquier hombre. Laestación, la escena, el ambiente, todo era favo-rable a la ternura y el sentimiento. La presenciade la señora Grant con su bastidor de bordar noestorbaba... Todo quedaba armónico. Y, comonada carece de encanto cuando empieza a insi-nuarse el amor, hasta la bandeja de empareda-dos y el doctor Grant haciendo los honores eranotros tantos motivos en que se posaba con gus-to la mirada. Aunque sin reflexionar sobre elcaso, o tal vez sin darse cuenta de nada, al cabode una semana de esta frecuentación Edmundempezó a estar no poco enamorado; y en honor

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de su dama debemos añadir que, sin ser él unhombre de mundo ni el primogénito de unafamilia acaudalada, sin ninguna de las artes dela adulación o las amenidades de las conversa-ciones frívolas, Edmund empezó a gustarle.Mary lo notó, aunque no lo había previsto yapenas podía comprenderlo; porque él no eraun hombre atractivo según las reglas de aplica-ción general, ni decía tonterías, ni gastabacumplidos, sus opiniones eran inflexibles y susatenciones moderadas y simples. Acaso hubieraun encanto en su sinceridad, su firmeza, suintegridad, aspectos éstos que Mary podíaigualar en su sentir, pero no al debatirlos en sufuero interno. Sin embargo, no pensó mucho enello; por lo pronto, Edmund le agradaba... a ellale gustaba tenerlo cerca. Era suficiente.

Fanny no podía extrañarse de que Edmundfuese todas las mañanas a la rectoría; también aella le hubiera gustado ir, de poder hacerlo sinque la invitaran y sin ser vista, por el placer deoír tocar el arpa. Tampoco le podía extrañar

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que, al finalizar el paseo de las tardes, a Ed-mund le pareciera bien acompañar a la señoraGrant y a su hermana hasta su casa, mientrasHenry se dedicaba al elemento femenino deMansfield Park. Pero consideraba que nadabueno podía esperarse de aquella especie deintercambio; y que, si Edmund no llegaba atiempo de mezclarle el vino con agua, mejorhubiera sido que no existiera tan situación. Loque sí le parecía un tanto sorprendente era queél pudiera pasar tantas horas al lado de missCrawford sin descubrirle más defectos de laclase que tan pronto había observado en ella, ydel que Fanny tenía que acordarse, debido aalguna manifestación de la misma índole,siempre que se encontraba en su compañía.Pero era así. A Edmund le gustaba hablar conella de miss Crawford, mas parecía que ya secontentaba con que desde aquel día hubierancesado las alusiones al almirante y ella teníareparo en comunicarle sus propias observacio-nes, por temor a que pareciese malignidad de

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su parte. El primer motivo de verdadero pesarque le ocasionó Mary Crawford fue la conse-cuencia de un deseo de aprender a montar quese apoderó de ésta a poco de haber llegado aMansfield, ante el ejemplo de las hermanasBertram; deseo que, al estrecharse los lazos deamistad entre ella y Edmund, él mismo se pres-tó a fomentar, llegando a brindarle su mansayegua para las primeras lecciones, por ser elanimal más apropiado para cualquier princi-piante, que pudiera hallarse en caballeriza al-guna. Pero en este ofrecimiento no podía haberdaño ni ofensa para su prima: ella no iba a per-der por eso ni un solo día de ejercicio. La yeguapasaría a la rectoría tan sólo media hora antesde que ella hubiese de iniciar su paseo; y Fan-ny, al ser consultada en primer lugar, lejos desentirse desairada, quedó casi anonadada degratitud por haberle pedido Edmund permisopara ello.

Miss Crawford realizó con gran éxito su pri-mer ensayo, y sin el menor inconveniente para

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Fanny. Edmund, que se había llevado la yeguay lo había dirigido todo, volvió con el animalmuy a tiempo, antes de que Fanny y el viejocochero que la acompañaba siempre que nosalía con sus primas estuvieran listos para lamarcha. Al segundo día de prueba ya no seprocedió con tanto escrúpulo. Tal era el gustode Mary por montar, que no sabía como dejar-lo. Ágil, valerosa, aunque algo pequeña, defirme complexión, parecía nacida para amazo-na; y al puro y genuino placer del ejercicio qui-zás habría de añadir algo consistente en la pre-sencia e instrucciones de Edmund, y aún algomás relativo a la convicción de que ella supera-ba en mucho a las personas de su sexo en gene-ral por la rapidez de sus progresos, todo lo cualcontribuía sin duda a que sintiera muy pocasganas de descabalgar. Fanny estaba lista y es-perando. La señora Norris empezaba a regañar-la por no haber salido, y todavía no se anuncia-ba la llegada del caballo ni Edmund aparecía.Para esquivar a su tía y buscarle a él, Fanny

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salió.Las dos casas, aunque apenas distaban media

milla, no quedaban a la vista una de otra; peroandando cincuenta yardas desde la puerta delvestíbulo, pudo dominar el parque y echar unaojeada a la rectoría y su heredad, que se exten-día en suave declive al otro lado de la carretera;y en la pradera del doctor Grant descubrió en-seguida el grupo: Edmund y Mary, ambos acaballo, cabalgando hombro con hombro, y eldoctor Grant con su esposa, Henry y dos o trespalafreneros, todos de pie, mirándolos. A ella lepareció una feliz concentración: todos interesa-dos en un solo objeto. Y que lo pasaban bien,sin duda alguna, pues hasta ella llegaba el rui-do de sus animadas voces. Ruido de voces ale-gres que no podía alegrarla. Se sorprendió deque Edmund se hubiera olvidado por completode ella, y esto la afligió muchísimo. No podíaapartar los ojos de la pradera, no pudo dejar deobservar cuanto allí ocurría. Primero, missCrawford y su acompañante dieron la vuelta al

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circuito del campo, que no era pequeño, a pasolento; después, sugerido por ella a lo que pare-cía, se lanzaron a un medio galope, y Fanny,debido a su natural algo medroso, quedó asom-brada al ver lo bien que la otra se mantenía enla montura. Al cabo de unos minutos se para-ron por completo. Edmund estaba muy junto aella... le decía algo; evidentemente, le estabaenseñando el manejo de la brida... le tenía lamano cogida. Fanny lo vio, o tal vez la imagi-nación suplía lo que la vista no alcanzaba adistinguir. No tenía que asombrarse por todoello. ¿Podía haber algo más natural que eso deque Edmund procurara ser útil e hiciera gala desus bondades cerca de quien fuese? Fannyhubo de decirse, eso sí, que Henry hubiese muybien podido ahorrarle la molestia... que hubierasido muy propio y muy correcto en un herma-no el encargarse de aquel asunto; pero Mr.Crawford, a pesar de todas sus cacareadasbondades y todo su presunto arte de manejar,probablemente no entendía nada en el asunto

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y, desde luego, no tenía nada de efectivamenteamable comparado con Edmund. Después,Fanny pensó que era bastante duro para la ye-gua atender a aquella doble obligación que lehabía sido impuesta; si de ella se olvidaban,había que acordarse de la pobre yegua.

No tardó en tranquilizarse algo su espíritu, alver que se dispersaba el grupo de la pradera yque miss Crawford, siempre a caballo, peroguiada ahora por Edmund a pie, salía por unportalón a la callejuela, se introducía en el par-que y se dirigía seguidamente hacia el puntodonde ella se encontraba. Entonces empezó ainvadirla el temor de parecer descortés en suimpaciencia, y salió a su encuentro, ansiosa deevitar tal sospecha.

––Querida Fanny ––dijo miss Crawford, encuanto pudo hacerse oír––, he venido a fin depresentarle mis excusas personalmente porhaberla tenido aguardando; pero no sé qué de-cirle. Me daba cuenta de que era ya muy tardey de que me estaba portando enormemente

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mal; y por lo mismo debe usted perdonarme,yo se lo ruego. El egoísmo tiene que perdonarsesiempre, porque es un mal que no tiene reme-dio, ¿no cree?

La contestación de Fanny fue en extremo cor-tés, y Edmund añadió que estaba seguro de quea ella no le coma ninguna prisa:

––Pues ––dijo–– a mi prima le queda tiempomás que suficiente para dar un paseo dos vecesmás largo de lo que acostumbra, y usted hacontribuido a su mayor comodidad al evitarque saliera media hora antes, ya que el cielo seestá nublando y, así, Fanny no padecerá el calorque hubiera tenido que soportar en aquel caso.Desearía que no se sintiera usted fatigada por elmucho ejercicio. Podía haberse evitado estepaseo hasta aquí.

––Nada de ello me fatiga, como no sea dejarel caballo, se lo aseguro ––replicó Mary, mien-tras descabalgaba ayudada por él––. Soy muyfuerte. Nunca me fatiga nada, excepto el tenerque hacer lo que no me gusta. Miss Price: le

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cedo a usted la vez con muy mala gracia, perosinceramente le deseo un paseo agradable, yque sólo tenga que contarme excelencias de estequerido, delicioso y bello animal.

En aquel momento llegó junto a ellos el viejocochero, que había estado aguardando cercacon su caballo; Fanny montó en el suyo y am-bos partieron atravesando el parque en otradirección... sin que en ella disminuyera su de-sazón al darse vuelta y ver a los otros dos, ca-minando juntos por la pendiente de la colinahacia el pueblo; ni le hicieron mucho bien loscomentarios de su acompañante sobre las exce-lentes disposiciones de miss Crawford paraamazona, cosa que el hombre había estado ob-servando casi con tanto interés como ella mis-ma.

––¡Da gusto ver a una mujer con tanto arrojopara montar! ––decía el buen hombre––. Jamásconocí a otra que se mantuviera tan bien a caba-llo. Parece que no tenga ni idea del miedo. Muydiferente de usted, señorita, cuando empezó,

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seis años hará en la próxima Pascua. ¡Benditosea Dios! ¡Cómo temblaba usted cuando sirThomas la sentó en la montura por primeravez!

En el salón, Mary Crawford fue también muycelebrada. Los dones del valor y la fuerza conque la había dotado la naturaleza eran muyapreciados por las hermanas Bertram; el gustode Mary por montar era igual al de ellas; suprecocidad para aprender era, también, igual alo que se había manifestado en ellas, y se com-placían en elogiarla.

––Estaba segura de que enseguida aprenderíaa montar perfectamente ––dijo Julia––; parecehecha para eso. Tiene una figura tan esbeltacomo la de su hermano.

––Sí ––agregó María––, y su espíritu esigualmente admirable, y tiene un carácter tanenérgico como él. No puedo menos que pensarque la buena disposición para montar tienemucho que ver con el temperamento.

Cuando se separaron aquella noche, Edmund

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preguntó a Fanny si tenía intención de dar supaseo a caballo el día siguiente.

––No, no sé... No, si necesitas la yegua ––fuesu contestación.

––No la necesito para mí ––dijo él––; pero,siempre que prefirieses mañana quedarte encasa, creo que a Mary le gustaría poderla dis-frutar más tiempo... toda una mañana, en fin.Tiene unos grandes deseos de llegarse hasta lospastos comunes de Mansfield. La señora Grantle ha hablado de su magnífica panorámica, y nodudo que ella sabrá apreciarla igualmente. Pe-ro, para eso, lo mismo da una mañana que otra.Ella sentiría muchísimo perjudicarte. Y estaríamuy mal que no le importase. Ella sólo montapor placer; tú, por la salud.

––No pienso pasear a caballo mañana, la ver-dad ––dijo Fanny––. He salido muy a menudoúltimamente, y con más gusto me quedaré encasa. Ya sabes que ahora estoy bastante fuertepara andar.

Vio que Edmund quedaba complacido, y esto

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le sirvió de consuelo. El paseo a los pastos co-munales de Mansfield tuvo lugar a la mañanasiguiente. El grupo lo integraba toda la gentejoven, excepto Fanny, y todos disfrutaron mu-cho durante la excursión y después, por la no-che, al comentarla. Cuando un plan de estaclase resulta un éxito, lleva generalmente aotro; y la visita a los pastos comunales deMansfield los animó a todos a planear unanueva excursión a otra parte cualquiera para eldía siguiente. Había otras muchas panorámicasque admirar; y, aunque el tiempo era caluroso,no faltaban veredas sombreadas que conducíanadonde quisiera ir. Un grupo juvenil siempreencuentra caminos sombreados. Cuatro maña-nas deliciosas se emplearon sucesivamente deese modo, mostrando a los Crawford la comar-ca y haciendo los honores a sus más bellos rin-cones. Todo respondía magníficamente, todoera júbilo y buen humor, el calor no proporcio-naba más molestia que la necesaria para referir-se al mismo con placer... hasta que al cuarto día

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se nubló la dicha de un miembro del grupo.Nos referimos a María Bertram. Edmund y Ju-lia fueron invitados a comer en la rectoría, y aella se la excluyó. La idea y el hecho se debían ala señora Grant; medida que adoptó con la me-jor intención y por deferencia a Mr. Rushworth,cuya llegada a Mansfield estaba anunciada co-mo probable para aquel día; pero María lo to-mó como una grave ofensa y tuvo que empleara fondo el freno de su buena crianza, sometidaa la más dura prueba, para ocultar su rencor ysu rabia hasta llegar a casa. Como Rushworthno se presentó, se hizo más duro el agravio, yni siquiera tuvo el consuelo de demostrar elpoder que sobre él ejercía; tuvo que conformar-se con mostrar su mal humor ante su madre, sutía y su prima, y proyectar toda la melancolíaposible sobre la comida y los postres.

Entre diez y once Edmund y Julia entraron enel salón, tonificados por el aire fresco de la no-che, animados y contentos, personificando elreverso mismo de lo que observaron en las tres

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damas allí sentadas. María se molestó apenasen levantar los ojos del libro que estaba leyen-do, lady Bertram se hallaba medio dormida, yhasta la señora Norris, destemplada por el malhumor de su sobrina, y no habiendo recibidoinmediata respuesta a las dos o tres preguntasque hizo acerca de la comida, parecía totalmen-te resuelta a no decir una palabra más. Duranteunos minutos hermano y hermana estuvierondemasiado entregados al mutuo comentariosobre la magnificencia de la noche y el intensobrillo de las estrellas, para pensar más que en símismos; pero, al producirse el primer silencio,Edmund, mirando en derredor, dijo:

––¿Dónde está Fanny? ¿Se ha acostado ya?––No; que yo sepa, no ––contestó la señora

Norris––; hace un momento estaba aquí.Su dulce voz, al hacerse oír desde el otro ex-

tremo de la sala, que era muy espaciosa, lesindicó que estaba en el sofá. Tía Norris empezóa gruñir:

––Es un truco muy tonto, Fanny, esto de

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arrinconarse para pasarse la noche holgaza-neando en un sofá. ¿Por qué no te acercas y tesientas aquí, y te empleas en algo como hace-mos nosotras? Si no tienes labor tuya, yo puedoproporcionártela de la cesta de los pobres. Allíestá todo el percal nuevo, comprado la semanapasada, todavía intacto. Te aseguro que casi seme quebró el espinazo al cortarlo. Tienes queaprender a pensar en los demás; y, puedescreerme, es un hábito muy feo en una personajoven el estar siempre recostada en un sofá.

Antes de que dijera la mitad del discurso,Fanny había vuelto a su sitio en la mesa y habíatomado de nuevo su labor; y Julia, que gozabaaún del excelente humor que le habían propor-cionado las diversiones del día, quiso hacerjusticia a su prima exclamando:

––¡Pero, tía, si Fanny se sienta en el sofá me-nos que nadie de la casa!

––Fanny ––dijo Edmund, después de obser-varla con atención––, estoy seguro de que te hadado la jaqueca.

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Ella no pudo negarlo, pero dijo que no eramuy fuerte.

––Me cuesta creerlo ––replicó él––; conozcodemasiado bien tu semblante. ¿Desde cuándote duele la cabeza?

––Desde un poco antes de la cena. No serámás que un poco de insolación.

––¿Saliste a pasear con el calor de hoy?––¡Que si ha salido! Claro que salió ––terció

tía Norris––; ¿querías que se quedase en casacon este día tan espléndido? ¿Acaso no salimostodos? Hasta tu madre salió hoy y estuvo fueramás de una hora.

––Sí, es cierto, Edmund ––agregó lady Ber-tram, a quien había desvelado por completo laenérgica reprimenda de tía Norris a Fanny––;estuve fuera más de una hora. Durante trescuartos de hora permanecí sentada en el jardín,mientras Fanny cortaba las rosas. Me resultómuy agradable, te lo aseguro, pero hacía dema-siado calor. Allí estaba bastante sombra, porsupuesto, pero la verdad es que temía el regre-

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so hasta casa.––¿Y dices que Fanny estuvo cogiendo rosas?––Sí; y me temo que serán las últimas del año.

¡Pobrecita! Ella no pasó poco calor. Pero lasrosas estaban tan abiertas que no era posibleesperar más.

––No podía evitarse, ciertamente ––dijo tíaNorris, en un tono de voz bastante más suave––; pero me pregunto si su jaqueca no provendráde entonces. No hay nada que dé tanta jaquecacomo ajetrearse bajo un sol ardiente; pero yocreo que mañana estará bien. ¿Qué te parece sile dejases tu vinagrillo? Yo nunca me acuerdode llenar mi frasco.

––Ya lo tiene ––dijo lady Bertram––. Lo tienedesde la segunda vez que regresó de tu casa.

––¡Cómo! ––exclamó Edmund––. ¿Además decoger rosas ha hecho estas caminatas, atrave-sando el parque bajo este sol abrasador, y nadamenos que por dos veces? No es raro que leduela la cabeza.

La señora Norris se puso a hablar con Julia y

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no oyó nada.––Ya me temí que sería demasiado para ella –

–dijo lady Bertram––. Pero, cuando tuvimos lasrosas en la mano, tu tía manifestó deseos dequedarse con ellas; y, como comprenderás, fuepreciso llevárselas a su casa.

––Pero, ¿tantas rosas había como para obli-garla a hacer dos viajes?

––No, pero había que ponerlas a secar en elcuarto para forasteros y, por desgracia, Fannyse olvidó de cerrarlo y traer la llave; por esotuvo que volver.

Edmund se puso en pie y empezó a pasearpor la habitación diciendo:

––¿Y no se pudo emplear a nadie más que aFanny para esta diligencia? A fe mía que hasido un asunto muy mal llevado.

––Pues te aseguro que no veo cómo hubierapodido hacerse mejor ––gritó la señora Noms,incapaz de hacerse la sorda por más tiempo––,a no ser que hubiese ido yo misma, claro. Peroyo no puedo estar en dos sitios a la vez; y en

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aquel preciso instante estaba hablando con Mr.Green acerca de la lechera de tu madre, pordeseo de ésta, y había prometido a John Groomescribir a la señora Jefferies dándole noticias desu hijo, y el pobre muchacho llevaba ya mediahora esperándome. Me parece que nadie puedeacusarme justamente de que me desentienda delas cosas en ninguna ocasión, pero la verdad esque no puedo hacerlo todo a un tiempo. Y, encuanto a que Fanny haya ido andando por míhasta mi casa (no hay mucho más de un cuartode milla), no creo que fuera pedirle nada irra-zonable. ¿Cuántas veces no hago yo el mismorecorrido hasta tres veces al día, mañana y tar-de... sí, haga el tiempo que haga?... ¡Y no mequejo por eso!

––¡Ojalá tuviera Fanny la mitad de tus fuer-zas, tía!

––Si Fanny hiciera sus ejercicios fisicos conmás regularidad, no se rendiría tan pronto. Noha salido a caballo desde no sé cuántos días, yestoy convencida de que cuando no monta le

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conviene pasear. De haber salido antes con elcaballo, yo no le hubiera dado el encargo. Perocreí que incluso le haría bien después de haberestado tanto rato con la cabeza inclinada sobrelas rosas, tomando el sol; pues nada hay tanrefrescante como un paseo después de una fati-ga de esta clase, y, aunque el sol era fuerte, nohacía un calor exagerado. Entre nosotros, Ed-mund ––terminó, indicando con un movimien-to de cabeza a su madre––, fue el cortar las ro-sas y vaguear al sol entre las flores lo que lehizo daño.

––Me temo que esto fue, en efecto ––dijo ladyBertram, mucho más cándida que su hermana yque casualmente oyó algo de lo que ésta acaba-ba de manifestar––. Mucho me temo que fueallí donde cogió el dolor de cabeza, pues hacíaun calor como para matar a cualquiera. No sécómo pude soportarlo. Estarme allí sentada, yllamar a Pug, y vigilar que no se metiera en losmacizos de flores, fue casi demasiado para mí.

Edmund no dijo más a las dos señoras. Se di-

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rigió con paso lento a otra mesa, en la que esta-ba aún la bandeja de la cena, llenó un vaso deMadeira para Fanny y la obligó a bebérselo casientero. Ella hubiera querido ser capaz de rehu-sarlo; pero las lágrimas, que asomaron a susojos impulsadas por diversos y encontradossentimientos, hicieron que le fuera más fácilengullir que hablar.

A pesar de lo enojado que Edmund estabacon su madre y su tía, más lo estaba aún consi-go mismo. Su propio olvido de ella era peorque todo cuanto las dos habían hecho. Nada deesto hubiera ocurrido de haberle guardado ladebida consideración; pero se la había dejadocuatro días seguidos sin opción al ejercicio ni altrato con amigos y sin excusa alguna para elu-dir cualquier insensatez que pudieran encar-garle sus tías. Se avergonzó al pensar que du-rante cuatro días se había visto imposibilitadade montar y se hizo la firme promesa, por mu-cho que le contrariase privar de un placer amiss Crawford, de no permitir que aquello vol-

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viese a ocurrir nunca más.Fanny fue a acostarse con el corazón tan re-

pleto de emociones como en la noche de sullegada a Mansfield Park. Su estado de ánimohabía sin duda influido en su indisposición;pues durante los últimos días se había sentidoabandonada y había estado luchando contratodo sentimiento de disgusto y envidia. Al re-costarse en el sofá., en el que se había refugiadocon el deseo de pasar inadvertida, el dolor desu alma superaba en mucho al de su cabeza; yel súbito cambio que en el estado de su espírituhabían producido las atenciones de Edmundhizo que casi no supiera cómo soportar su emo-ción.

CAPÍTULO VIII

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Los paseos a caballo de Fanny se reanudaronal día siguiente; y como la mañana era fresca,agradable, menos calurosa que las inmediatasanteriores, Edmund confió en que no tardaríaen resarcirse de la salud y el goce perdidos. Apoco de haber salido ella de paseo, llegó Mr.Rushworth en compañía de su madre, que acu-dió en visita de cortesía y dispuesta a mostrarseespecialmente cortés al insistir para que se lle-vara inmediatamente a la práctica el plan devisitar Sotherton, que se había esbozado quincedías atrás y que se había dejado dormir, a causade haber tenido que ausentarse ella de la finca.A la señora Norris y a sus sobrinas les hizo mu-cha ilusión que se sacudiera el polvo del citadoproyecto, y se señaló una fecha próxima, quefue aceptada, a condición de que Henry Craw-ford no tuviera otro compromiso contraído conanterioridad. El joven elemento femenino tuvobuen cuidado de introducir esta salvedad, yaunque tía Norris de buena gana hubiera res-

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pondido por él, ellas no quisieron autorizar estalibertad ni correr el riesgo. Al fin, después deatender a una insinuación de María Bertram,Mr. Rushworth descubrió que lo más propioera que él se llegara a la rectoría sin perder mástiempo, hablase directamente con Henry y lepreguntase si el jueves le iría bien.

Antes de que él volviera, se presentaron laseñora Grant y Mary Crawford. Como llevabanalgún tiempo fuera de casa y habían seguido uncamino distinto hasta allí, no se habían trope-zado con él. Sin embargo se dieron confortado-ras esperanzas de que encontraría en casa a Mr.Crawford. Se habló, naturalmente, de la pro-yectada excursión a Sotherton. Era casi impo-sible, desde luego, que se hablara de otra cosa,pues tía Norris estaba la mar de ilusionada porello; y la señora Rushworth, mujer ingenua,afable, insulsa y pomposa, que no concedíaimportancia a nada que no estuviera relaciona-do con sus propios asuntos y los de sus hijos,no había abandonado aún su insistencia cerca

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de lady Bertram para que se uniera a la partida.Lady Bertram no hacía más que rehusar; perosu modo suave al negarse hacía que la señoraRushworth siguiera pensando que deseabaaceptar, hasta que el mayor número de pala-bras y el tono más alto empleados por tía No-rris la convencieron de lo contrario.

––Sería muy fatigoso para mi hermana, exce-sivamente fatigoso, se lo aseguro, mi queridaseñora Rushworth. Son diez millas de ida yotras diez de vuelta, bien lo sabe usted. Debeexcusar a mi hermana en esta ocasión y acep-tamos a nuestras queridas niñas y a mí, sin ella.Sotherton es el único lugar que podría suscitaren ella un deseo de ir tan lejos, pero no puedeser, desde luego. Ella tendrá la compañía deFanny Price, ¿sabe usted?, de modo que todo secombinará perfectamente bien; y, en cuanto aEdmund, como no está aquí para decirlo per-sonalmente, yo puedo responder de lo muchoque le encantará unirse a la partida. Él podrá ira caballo, ¿sabe usted?

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La señora Rushworth, viéndose obligada aadmitir que lady Bertram se quedara en casa,sólo pudo lamentarlo:

––El verme privada en tal ocasión de su hon-rosa compañía será para mí un gran pesar, yme hubiera causado una gran satisfacción reci-bir también a esta jovencita, miss Price, quenunca ha estado en Sotherton, y es una lástimaque no conozca el lugar.

––Es usted muy amable, toda amabilidad, se-ñora mía ––expresó tía Norris––; pero, por loque a Fanny se refiere, ya tendrá infinidad deocasiones de conocer Sotherton; tiene muchotiempo ante––si. Y de que pudiera ir ahora, nihablar. A mi hermana le sería totalmente impo-sible prescindir de ella.

––¡Oh, no! No puedo pasarme sin Fanny.La señora Rushworth procedió acto seguido,

bajo la convicción de que todo el mundo teníaque estar ansioso por conocer Sotherton, a in-cluir a miss Crawford en la invitación; y la se-ñora Grant, que no se había tomado la molestia

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de visitar a la señora Rushworth cuando ésta seinstaló en su finca de la cercanía, rehusó cor-tésmente por su parte, satisfecha de asegurarun motivo de placer a su hermana Mary, lacual, previos los convenientes ruegos e insis-tencias, no tardó en aceptar la atención. Mr.Rushworth volvió de la rectoría con resultadospositivos de su visita, y Edmund compareciódespués, llegando justo a tiempo para enterarsede lo que se había acordado para el jueves,acompañar a la señora Rushworth hasta su ca-rruaje y bajar hasta la mitad del parque con laseñora Grant y su hermana.

A su regreso al comedor auxiliar de la casa,encontró a tía Norris intentando esclarecer ensu concepto si la integración de Mary en la par-tida sería conveniente o no, o si el birlocho desu hermano no iría lo bastante completo sinella. Las hermanas Bertram se rieron de sustemores, asegurándole que en el birlocho cabrí-an cuatro personas perfectamente, sin contar elpescante, donde podría ir una al lado de él.

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––Pero, vamos a ver, ¿por qué es necesarioemplear el carruaje de Crawford, o solamente elsuyo? ––consideró Edmund––. ¿Por qué nohemos de hacer uso del calesín de nuestra ma-dre? Ya el otro día, cuando se habló del proyec-to por primera vez, no pude entender por quéuna visita de la familia no ha de hacerse con elcarruaje de la familia.

––¡Vaya! ––exclamó Julia––. ¡Ir hasta tres per-sonas encajonadas en un calesín en este tiempo,pudiendo disponer de asientos en un birlocho!No, mi querido Edmund, esto sí que no resulta-ría.

––Además ––agregó María––, sé que Mr.Crawford cuenta con llevamos. Después de loque se habló al principio, reclamaría este dere-cho por considerarlo un compromiso.

––Y, mi buen Edmund ––añadió tía Norris––,sacar dos carruajes cuando con uno basta seríabuscarse molestias inútiles. Y, entre nosotros, elcochero no es muy amigo de las carreteras quenos unen a Sotherton; siempre se queja con mal

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humor de que por lo angosto de los caminos searaña el coche, y se comprende que no nos gus-taría que vuestro padre, a su regreso, se encon-trara con el barniz completamente rayado.

––Ésta no seria una razón muy noble parahacer uso del de Mr. Crawford ––opinó María––; pero la verdad es que Wilcox es un pedazode viejo estúpido que no tiene noción de cómohay que conducir. Apostaria a que lo angostode los caminos no representará ningún incon-veniente el jueves próximo.

––No creo que sea un sacrificio ––dijo Ed-mund–– ni nada desagradable ir en el pescantedel birlocho.

––¡Desagradable! ––exclamó María––. ¡PorDios! Yo creo que todo el mundo lo considera-ría el asiento favorito. Es como mejor puedenapreciarse las bellezas del paisaje. Es probableque la misma Mary Crawford prefiera reser-varse la plaza del pescante para ella.

––Entonces no puede haber obstáculo queimpida a Fanny ir con vosotras; no cabe ya du-

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dar de que dispondréis de un sitio para ella.––¡Fanny! ––exclamó la señora Norris––. Que-

rido Edmund, no hay que pensar en que vengacon nosotras. Se quedará con su tía. Así lo dije ala señora Rushworth. No la esperan.

––No puedes tener motivo, supongo, madre ––dijo él, dirigiéndose a lady Bertram––, paradesear que Fanny no se una a la partida, comono sea por ti, por tu comodidad. Pero si pudie-ras prescindir de ella no tendrías el menor em-peño en que se quedara en casa, ¿verdad?

––Claro que no; pero no puedo prescindir deella.

––Podrás, si me quedo yo en casa, como pien-so hacer.

Estas palabras provocaron un clamor general.––Sí ––prosiguió él––; no es necesario, en ab-

soluto, que yo vaya, y pienso quedarme en ca-sa. A Fanny le gustaría conocer Sotherton. Meconsta que lo desea muchísimo. Pocas veces sele da una satisfacción como ésta, y estoy con-vencido, madre, de que te gustaría proporcio-

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narle ahora este placer.––Oh, claro, mucho me gustaría... siempre

que tu tía no vea algún inconveniente.Tía Norris se apresuró mucho a exponer el

único inconveniente que podía existir aún: el dehaber asegurado decididamente a la señoraRushworth que Fanny no podría ir, y el efectotan raro que, por consiguiente, produciria elllevarla, lo que le pareció una dificultad total-mente imposible de superar. ¡Causaría el efectomás desastroso! Sería un proceder tan suma-mente descortés, tan rayano en falta de respetopara la señora Rushworth, cuyo modo de com-portarse era precisamente ejemplo de hidalguíay buena educación, que ella no se veía capaz deafrontarlo. La señora Norris no le tenía ningúnafecto a Fanny, ni jamás había sentido deseosde proporcionarle satisfacción alguna; pero laoposición que en este caso hacía a Edmundprovenía más de un partidismo por su plan,porque era el que ella había concebido, que deotra cosa. Consideraba que lo había combinado

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todo magníficamente bien y que cualquier alte-ración sólo serviria para estropearlo. Por eso alreplicarle Edmund, lo que hizo en cuanto ellatuvo a bien prestarle oídos, que no tenía porqué preocuparse de lo que diría la señoraRushworth, pues al cruzar con ella el vestíbulohabía aprovechado la oportunidad para decirleque Fanny Price se uniría probablemente a lapartida y había recibido en el acto una invita-ción más que suficiente para su prima, tía No-rris se sintió demasiado humillada para rendir-se con mucha elegancia y se limitó a decir:

––Está bien, está bien, como tú quieras; com-bínalo a tu manera. Te aseguro que a mí tantome importa.

––Es de un efecto bastante raro ––dijo María–– que te quedes tú en casa en lugar de Fanny.

––Creo que Fanny deberia agradecértelo mu-chísimo ––añadió Julia, apresurándose a aban-donar la habitación apenas acabó de pronun-ciar estas palabras, al darse cuenta de que tam-bién pudiera ser ella quien se ofreciese para

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quedarse en casa.––Fanny sentirá toda la gratitud que pueda

merecer una cosa así ––dijo Edmund por todaréplica, y quedó agotado el tema.

La gratitud de Fanny al enterarse del planfue, de hecho, muy superior a su satisfacción.Su sensibilidad vibró por la atención de Ed-mund, con toda, y aun más que con toda, lafuerza que él, ignorando los amorosos senti-mientos de su prima, pudiera imaginar; pero ledolía que él tuviera que sacrificar su diversiónpor ella, y hasta su misma ilusión por conocerSotherton se convertía en desencanto si no po-día ir con él.

La siguiente reunión de las dos familias deMansfield introdujo en el plan otra modifica-ción, que fue acogida con general aplauso. Laseñora Grant ofreció quedarse aquel día enMansfield Park para acompañar a lady Ber-tram, en vez de Edmund; su esposo, el doctorGrant, se reuniría con ellas para comer. A ladyBertram le pareció muy bien que se hiciera así,

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y las damiselas recobraron su buen humor.También Edmund quedó muy agradecido porun arreglo que le permitía ocupar de nuevo supuesto en la expedición; y la señora Norris ma-nifestó que era un plan excelente, que lo teníaen la punta de la lengua y que estaba a puntode proponerlo cuando la señora Grant se leanticipó.

El jueves amaneció con un tiempo magnífico,y poco después del desayuno llegó HenryCrawford conduciendo a sus hermanas en elbirlocho. Como todos estaban dispuestos, sólofaltaba que la señora Grant se apease y los de-más ocuparan sus puestos. El asiento de losasientos, la plaza envidiada, el puesto de honor,estaba aún por adjudicar. ¿A quién caería ensuerte? Mientras las hermanas Bertram, cadauna por su lado, estaban meditando cómo me-jor asegurárselo, dando la sensación de que locedían a los demás, la señora Grant se encargóde resolver la cuestión diciendo, al tiempo quese apeaba del coche:

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––Como ustedes son cinco, mejor será queuna se siente al lado de Henry; y como usted,Julia, dijo no hace mucho que le gustaría saberconducir, creo que se le presenta una buenaoportunidad para tomar una lección.

¡Julia dichosa! ¡Desdichada María! La primerasubió al pescante del birlocho sin pensarlo más,la segunda ocupó un sitio en el interior, triste ymortificada; y el coche arrancó entre las despe-didas de las dos señoras que se quedaban y losladridos del faldero en los brazos de su ama.

El camino discurría por un delicioso paisaje; yFanny, que nunca se había distanciado muchoen sus paseos a caballo, no tardó en descubrirhorizontes ignorados por ella, sintiéndose felizal observar todo lo nuevo y admirar todo lobello. No se la invitaba con frecuencia a partici-par en la conversación general, ni ella lo desea-ba. Sus propios pensamientos y reflexiones so-lían ser sus mejores compañeros; y observandoel aspecto de la campiña, la orientación de loscaminos, las variaciones del terreno, el estado

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de las cosechas, las cabañas, los rebaños, loschiquillos, halló un entretenimiento que sólohubiera podido sublimarse teniendo al lado aEdmund para hablarle de las sensaciones queexperimentaba. Éste era el único punto de coin-cidencia entre ella y la damisela que iba senta-da a su lado; aparte la estimación que profesabaa Edmund, miss Crawford era en todo muydistinta a ella. Mary no tenía nada de la delica-deza de gustos, de espíritu, de sentimientos,que poseía Fanny; veía la naturaleza, la inani-mada natura, sin observarla apenas; su aten-ción se concentraba toda en los hombres y lasmujeres, su inteligencia captaba sólo lo superfi-cial y animado. Pero en cuanto a ocuparse deEdmund, tratando de descubrirle cuando deja-ban atrás una recta en la carretera, o cuando éllos adelantaba en el ascenso a alguna loma derespetable altura, iban las dos muy unidas, yalgún que otro «¡ahí está!» se les escapó a am-bas simultáneamente más de una vez.

Durante las siete primeras millas, el viaje tu-

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vo muy poco aliciente para María Bertram; sumirada siempre iba a dar con el espectáculo deHenry Crawford y su hermana Julia, sentadosuno al lado de la otra en el pescante, conver-sando animadamente y divirtiéndose de lo lin-do; y el solo hecho de ver el expresivo perfil deHenry cuando se daba vuelta para sonreír aJulia, o de oír las risas que ésta soltaba de vezen cuando, era para ella un motivo constante deirritación que su sentido de lo correcto apenasconseguía disimular. Cuando Julia se dabavuelta, era con una expresión de deleite en elrostro, y cuando hablaba lo hacía con extraor-dinaria animación. «¡Aquí se disfruta de unavista espléndida!» «Me gustaría que todos pu-diesen ver el paisaje tan bien como yo», etc., etc.Pero su única oferta de permuta la hizo a missCrawford, cuando lentamente alcanzaban lacima de un extenso collado, y cuanto en suspalabras hubo de invitación no pasó de esto:

––Aquí se quiebra el paisaje en un estallidode magnificencia. Quisiera ofrecerle mi asiento;

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pero ya veo que no querrá aceptarlo, ni siquierapermitirá que insista.

Y miss Crawford apenas pudo contestarle an-tes de que se encontrasen ya corriendo a buenamarcha por la otra vertiente.

Al adentrarse en la zona de influencia de Sot-herton, María Bertram, de quien pudiera haber-se dicho que tenía un arco con dos cuerdas,empezó a sentirse mejor. Tenía «sentimientosRushworth» y «sentimientos Crawford»; y, enla vecindad de Sotherton, los primeros ejercíanuna influencia considerable. La importancia deMr. Rushworth era también la de ella. No pudodecir a Mary Crawford que aquellos bosquespertenecían a Sotherton, ni comentar distraí-damente que creía que los campos que ahoraatravesaban eran todos, a uno y otro lado de lacarretera, propiedad de Mr. Rushworth, sin quelatiera con júbilo su corazón; y su satisfaccióniba en aumento a medida que se aproximaban ala importante mansión feudal y antigua resi-dencia solariega de la familia.

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––A partir de ahora ya no tendremos mal ca-mino; se acabaron las molestias. Lo que quedade carretera es como debe ser. Mr. Rushworthlo ha hecho, después de heredar la finca. Aquíempieza la aldea. Aquellas cabañas son, real-mente, una ignominia. La aguja de la iglesia esconocida por su notable hermosura. Me gustaque la iglesia no esté tan pegada a la casa gran-de como ocurre a menudo en lugares antiguos.El fastidio de las campanas ha de ser terrible.Allí está la rectoría... casas de aspecto muy pul-cro; y tengo entendido que el rector y su esposason personas muy respetables. Aquello soncasas de beneficencia, fundadas por miembrosde la familia. A la derecha está la casa del ad-ministrador; es hombre muy respetable. Ahorallegamos al pabellón del guarda; pero nos que-da todavía casi una milla de parque. Como us-ted ve, no es feo en este extremo; hay algunosárboles preciosos. Pero la situación de la casa esdesastrosa. Para llegar a ella hemos de recorrermedia milla cuesta abajo; y es una lástima, por-

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que no tendría mal aspecto si tuviera mejoracceso.

Miss Crawford no regateó su admiración; fá-cilmente adivinó cuáles eran los sentimientosde María y se empeñó en aumentar su gozotodo lo posible. La señora Norris era toda entu-siasmo y volubilidad; y hasta Fanny tenía algoque expresar, admirada, y era escuchada conagrado. Su mirada captaba con avidez cuantose le ofrecía a su alcance; y después que hubologrado, no sin algún esfuerzo, descubrir lacasa, observando que «era una clase de edificioque ella no podía mirar sino con respeto», aña-dió:

––Bueno, ¿y dónde está la avenida? La casaestá orientada al Este, según veo. La avenida,por tanto, tiene que hallarse detrás. Mr. Rush-worth habló de la fachada del Oeste.

––Sí, está exactamente detrás de la casa; seinicia a corta distancia y desciende, en una ex-tensión de media milla, hasta el límite del par-que. Algo de ella puede verse desde aquí... algo

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de los árboles más distantes. Es todo roble.Miss Bertram podía hablar ahora con plena

suficiencia de lo que nada sabía unos días atrás,cuando Mr. Rushworth le preguntó su opinión;y en su espíritu se agitaba toda la felicidad quepuedan proporcionar el orgullo y la vanidad,cuando se detuvieron ante la amplia escalinatade piedra de la entrada principal.

CAPÍTULO IX

Mr. Rushworth estaba en la puerta para reci-bir a su hermosa dama y a todos dio la bienve-nida con la debida atención. En el salón viéron-se acogidos con la misma cordialidad por lamadre, y María Bertram fue objeto de todos loshonores que podía desear. Una vez terminadas

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las ceremonias motivadas por la llegada se hizopreciso, ante todo, comer; y las puertas seabrieron de par en par, a fin de que los invita-dos pasaran, atravesando un par de salas in-termedias, al salón comedor, donde les espera-ba una colación preparada con abundancia ybuen gusto. Mucho se habló, mucho se comió, ytodo fue bien. Luego se tomó en consideraciónlo referente al especial motivo de la visita. ¿Quéle parecía a Mr. Crawford, qué medio preferiríaemplear para dar un vistazo a los terrenos? Mr.Rushworth hizo mención de su carrocín. Mr.Crawford sugirió la mayor conveniencia de uncarruaje que admitiera más de dos personas, yañadió:

––Vemos privados del favor de otros ojos yotros pareceres sería un perjuicio, incluso supe-rior al sacrificio de estos deliciosos momentos.

La señora Rushworth propuso que se em-pleara también el calesín; pero esto fue conside-rado apenas como una solución: las damiselasno sonrieron ni dijeron palabra. La siguiente

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proposición de la señora Rushworth, ofre-ciendo mostrar la casa a los que nunca habíanestado allí, resultó más aceptable; pues MaríaBertram gustaba de que se exhibiera toda sugrandeza, y los demás acogieron con agrado laperspectiva de hacer algo.

Así, pues, todos se levantaron de la mesa y,guiados por la señora Rushworth, fueron reco-rriendo gran número de habitaciones, todasaltas de techo, muchas de ellas amplias, profu-samente amuebladas al gusto de cincuenta añosatrás, dotadas de relucientes pavimentos, sólidacaoba, ricos damascos, mármoles, tallas y dora-dos, todo muy bonito dentro de su estilo. Cua-dros los había en abundancia, y algunos deellos buenos, pero la mayoría eran retratos defamilia que no interesaban más que a la propiaseñora Rushworth, la cual se había tomado elmucho trabajo de aprenderse cuanto el ama dellaves pudo enseñarle, y estaba ahora casi tanbien preparada como ésta para mostrar la casa.En la presente ocasión se dirigió principalmen-

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te a miss Crawford y a Fanny, aunque no podíacompararse la atención que ponían la una y laotra; pues miss Crawford, que había visto do-cenas de grandes casas sin interesarse por elcontenido de ninguna de ellas, daba la impre-sión de que se limitaba a escuchar por cortesía,mientras que Fanny, para la cual era todo taninteresante como nuevo, atendía con buena fedesprovista de toda afectación a cuanto la seño-ra Rushworth pudo relatar de la familia enépocas pretéritas: su origen y grandeza, las visi-tas regias, los méritos de lealtad..., y se deleita-ba al relacionarlo con hechos históricos que yale eran conocidos, o animando su imaginacióncon escenas del pasado.

La ubicación de la casa excluía la posibilidadde grandes perspectivas desde cualquiera delas habitaciones; y, mientras Fanny y algunosmás acompañaban a la señora Rushworth,Henry Crawford fruncía el ceño y meneaba lacabeza al mirar por las ventanas. Todas lashabitaciones de la fachada oeste daban a una

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verde extensión de césped limitada por el co-mienzo de la avenida, que desde allí podía di-visarse en su parte inmediata a la alta verja dehierro.

Cuando hubieron recorrido muchas máshabitaciones, de las que cabía suponer que notenían otra utilidad que la de contribuir al im-puesto de ventanas y dar trabajo a las criadas,dijo la señora Rushworth:

––Ahora nos dirigimos a la capilla, en la que,propiamente, deberíamos entrar por arriba pa-ra verla desde un punto dominante; pero comoestamos en confianza los guiaré por aquí, si melo permiten.

Entraron. La imaginación de Fanny habíaprevisto algo más grandioso que una simplesala espaciosa, rectangular, sin que al adaptarlaa los fines de la devoción se la hubiera provistode algo más impresionante o más solemne quela profusión de caoba y almohadillas de tercio-pelo carmesí en la galería superior, destinada ala familia.

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––Estoy decepcionada ––dijo, hablando aEdmund en voz baja––. Esto no se compaginacon la idea que yo tengo formada de una capi-lla. No tiene nada de imponente, de grandioso,nada que invite al recogimiento. Aquí no haynaves, ni arcos, ni inscripciones, ni estandar-tes... No hay estandartes, primo mío, que tremo-len en la noche al soplo de un aliento celestial, niindicios de que un monarca escocés duerma debajo.

––Olvidas, Fanny, lo reciente de esta cons-trucción y lo limitado de su finalidad, en com-paración con las viejas capillas de castillos ymonasterios. Ésta se hizo tan sólo para uso par-ticular de la familia. Supongo que los grandespersonajes estarán enterrados en la iglesia pa-rroquial. Allí es donde puedes buscar estandar-tes y ambientación.

––He sido tonta al no pensar todo eso; perome ha desilusionado.

La señora Rushworth empezó su relato:––Esta capilla se arregló tal como ustedes la

ven ahora, en tiempos de Jacobo II. Antes de

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esta época los bancos eran, según tengo enten-dido, simples tablones de madera; y hay algu-nos motivos para creer que los paramentos yalmohadillas del púlpito y de los reclinatoriosde la familia eran sólo de tela morada; pero estono es del todo seguro. Es una hermosa capilla,de la que antes se hacía uso mañana y tarde.Siempre leía en ella los rezos el capellán de lacasa, como muchos recuerdan. Pero el últimoMr. Rushworth suprimió la costumbre.

––Cada generación tiene sus mejoras ––dijoMary, con una sonrisa, a Edmund.

La señora Rushworth se había alejado pararecitar su lección a Mr. Crawford; y Edmund,Fanny y Mary quedaron en un grupo aparte.

––Es una lástima ––consideró Fanny–– que lacostumbre se haya interrumpido. Era un aspec-to muy estimable de los tiempos pasados. Enuna capilla con su capellán hay algo que estámuy de acuerdo con una gran casa, según laidea que una se ha formado de lo que una grancasa debe ser. ¡Qué bonito ver a toda una fami-

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lia que se reúne regularmente para rezar!––¡Muy bonito, ya lo creo! ––exclamó miss

Crawford, riendo––. Debe hacer un gran bien alos cabezas de familia eso de obligar a las po-bres criadas y a los lacayos a que dejen su tra-bajo o su recreo para venir aquí, a rezar, dosveces al día, mientras ellos mismas inventanexcusas para escabullirse.

––Fanny apenas puede concebir así una reu-nión de familia ––observó Edmund––. Si el se-ñor y la señora de la casa no asisten, la costum-bre reportará más daños que beneficios.

––De todos modos, es preferible dejar que lagente proceda de acuerdo con su conciencia enestas cuestiones. A cada cual le gusta seguir sucamino... escoger la hora y el modo de practicarla religión. La obligación de asistir, la ceremo-nia, la coerción, la duración... todo eso resultaalgo espantoso que a nadie gusta. Y si las bue-nas gentes que solían arrodillarse y bostezar enesa galería hubiesen llegado a prever que ven-drían tiempos en que hombres y mujeres po-

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drían permanecer otros diez minutos en la ca-ma a la hora de levantarse, cuando despertasencon dolor de cabeza, sin temor a verse repro-bados por haber faltado a la capilla, hubieransaltado de gozo y de envidia. ¿No os imagináislo muy contrariadas que las bellas, antiguasmoradoras de la casa de Rushworth, acudiríanmás de una vez a esta capilla? ¿A las jóvenesdamitas, Leonoras o Brígidas, muy tiesas y en-varadas para fingir piedad, pero con las cabe-zas llenas de algo muy distinto, especialmentesi el capellán no era hombre digno de que se lemirase? Y me figuro que, en aquellos tiempos,los sacerdotes eran aun inferiores a los de aho-ra.

Pasaron unos momentos sin que nadie con-testara. Fanny se sonrojó y miró a Edmund,pero estaba demasiado enojada para hablar; yél necesitó concentrarse un poco antes de poderdecir:

––Su espíritu animado y bullicioso apenas lepermite estar seria aun tratando de cosas serias.

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Nos ha trazado usted un esbozo divertido, ydesde un punto de vista humano no puede de-cirse que no fuera así. Todos tropezamos, a ve-ces, con la dificultad de no poder fijar nuestraatención como desearíamos. Pero si suponeusted que es cosa frecuente, es decir, una debi-lidad convertida en hábito por negligencia,¿qué podría esperarse de la piedad privada deesas personas? ¿Cree usted que las mentes a lasque se les permite, a las que se les consienteque divaguen en la capilla, se recogerían mejoren un gabinete íntimo?

––Sí, es muy probable. Cuando menos tendrí-an dos contingencias a su favor: habría menosmotivos para distraer su atención y la pruebano sería tan larga.

––La mente que no lucha contra sí misma enuna de las circunstancias, creo yo que hallaríamotivos de distracción en la otra; y la influenciadel lugar y del ejemplo puede muchas vecessuscitar mejores intenciones que las que se tu-vieron a entrar. Sin embargo, admito que la

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mayor duración del servicio represente, a ve-ces, un esfuerzo excesivo para la atención. Unodesearía que no fuese así; pero aún no ha trans-currido bastante tiempo desde que abandonéOxford para olvidar lo que son los rezos de lacapilla.

Mientras así se hablaba, los demás invitadosse habían esparcido por la capilla; y Julia hizoque Mr. Crawford se fijara en María, diciendo:

––Fíjate en Mr. Rushworth y en mi hermana,uno al lado del otro, lo mismo que si fuera acelebrarse la ceremonia. ¿Verdad que parecencompletamente dispuestos?

Henry sonrió, como asintiendo, adelantósehasta María y dijo, con voz que sólo ella podíaoír:

––No me gusta ver a miss Bertram tan cercadel altar.

María dio un respingo, se apartó instintiva-mente unos dos pasos, pero se recobró en elacto, aparentó reír y le preguntó, en un tono devoz no mucho más alto:

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––¿Quisiera usted apartarme?––Temo que lo haría muy torpemente ––fue

su respuesta, que acompañó de una miradamuy significativa.

Julia, que al momento se reunió con ellos, si-guió adelante con su broma:

––La verdad, es realmente una lástima que notenga lugar ahora mismo. Sólo falta la corres-pondiente licencia. Pues aquí nos hallamos to-dos reunidos, de modo que sería lo más prácti-co y agradable del mundo.

Y más dijo y rió sin prevención, como pararecabar la atención de Mr. Rushworth y su ma-dre en tomo al tema, dando ocasión a que élsusurrara sus galanteos al oído de su amada, yla señora Rushworth dijese, con dignidad ysonrisa apropiadas, que sería para ella el sucesomás feliz cuando tuviese lugar.

––¡Si Edmund ya estuviera ordenado! ––exclamó Julia; y, corriendo hacia donde él seencontraba con miss Crawford y Fanny, aña-dió––: Querido Edmund, si ya hubieses sido

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ordenado podría efectuarse la ceremonia ahoramismo. ¡Qué desgracia que todavía no lo estés!Mr. Rushworth y María están dispuestos.

El rostro de Mary Crawford, mientras Juliahablaba, hubiera divertido a cualquier obser-vador desinteresado. Parecía casi horrorizadaante la noticia que acababa de recibir, Fanny lacompadeció; por su mente cruzó esta reflexión:«¡Qué mal le sabrá haber dicho lo de hace unmomento!»

––¡Ordenarse! ––exclamó miss Crawford––.¿De modo que va usted a ser sacerdote?

––Sí; voy a ordenarme poco después del re-greso de mi padre. Probablemente por Navi-dad.

Miss Crawford, rehaciendo su ánimo y reco-brando su temple, tan sólo replicó:

––De haberlo sabido antes, hubiese habladodel clero con más respeto ––y cambió de tema.

Poco después abandonaron todos la capilla,dejándola sumida en la paz y el silencio quereinaban en ella, con pocas interrupciones, en el

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curso de todo el año. María Bertram, disgusta-da con su hermana, fue la primera en salir; ytodos parecían sentir que habían permanecidoya allí bastante tiempo.

Habían visitado toda la planta de la casa, y laseñora Rushworth, incansable en sus funciones,los hubiera llevado al piso principal dispuesta amostrarles todas sus habitaciones, si su hijo nose hubiese interpuesto con la duda de que lesquedase tiempo suficiente.

––Ya que ––dijo, incurriendo en esa especiede argumentación redundante que otros mu-chos cerebros más preclaros no siempre consi-guen eludir––, si alargamos demasiado el reco-rrido por el interior de la casa, luego no nosquedará tiempo para lo que tenemos que hacerfuera. Son más de las dos, y hay que cenar a lascinco.

La señora Rushworth se sometió. La cuestiónde proceder al examen de los terrenos, conquién y en qué forma, parecía que iba a deba-tirse en agitada sesión, y la señora Norris em-

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pezaba a disponer la combinación de carruajesy caballos más factible, cuando la gente joven,al encontrarse ante una puerta tentadora abier-ta a un tramo de escalera que conducía inme-diatamente al césped y a los arbustos y a todaslas delicias de un jardín de recreo, como obede-ciendo a un mismo impulso, a un mismo an-helo de aire y libertad, se deslizó por ella alexterior.

––Podríamos dar una vuelta por aquí, demomento ––propuso la señora Rushworth,haciéndose cortésmente eco de aquel deseo, ysiguiéndoles––. Aquí está la mayor parte denuestras plantas, y aquí los curiosos faisanes.

––Me pregunto ––dijo Henry Crawford, ob-servando en derredor––, ¿no podríamos hallaralgo en que empleamos aquí, antes de ir máslejos? Mr. Rushworth, veo unos bancos de rocanatural que prometen mucho. ¿No podríamosconvocar a la junta en este prado?

––James ––dijo la señora Rushworth a suhijo––, creo que a todos les gustaría recorrer el

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bosque. María y Julia Bertram no lo conocentodavía.

Nadie objetó nada, pero por algún tiempo pa-reció que no había propensión a moverse paraningún plan ni a distancia alguna. Todos mos-traron al principio su interés por las plantas olos faisanes, y todos se dispersaron gozando dela feliz independencia. Mr. Crawford fue elprimero en alejarse para examinar las posibili-dades que en aquel extremo ofrecía la casa. Elterreno, limitado a ambos lados por altos mu-ros, contenía, a continuación de la primera áreacon plantas, una bolera, y a continuación de labolera una terraza sostenida por columnas dehierro, desde donde se descubrían las copas delos árboles del bosque contiguo. Era un ánguloexcelente para la observación con espíritu críti-co. A Mr. Crawford le siguieron pronto MaríaBertram y James Rushworth; y cuando, pocodespués, los demás se reunieron en sendosgrupos, Edmund, miss Crawford y Fannyhallaron a los primeros en atareada consulta

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sobre las mejoras. Después de una breve parti-cipación en sus deliberaciones, los dejaron ysiguieron paseando. Los tres restantes persona-jes ––la señora Rushworth, la señora Norris yJulia–– quedaban aún muy atrás; pues Julia,cuya buena estrella no prevaleció mucho tiem-po, se vio obligada a caminar al lado de la se-ñora Rushworth y a refrenar la impaciencia desus pies para acompasarlos a la marcha lenta dela dama; y tía Norris, habiendo establecido con-tacto con el ama de llaves, que había salido pa-ra dar comida a los faisanes, se demoraba co-madreando con ella. ¡Pobre Julia! La única delos nueve que no estaba medianamente satisfe-cha de su suerte, sentíase ahora como si lahubieran castigado y tan distinta de la Julia quevino en el pescante del birlocho como quepaimaginar. La cortesía que había aprendido apracticar como un deber, le hacía imposible laescapatoria: mientras que la carencia de otrosmóviles más elevados para el dominio de símismo, de un sentido de la debida considera-

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ción al prójimo, de un conocimiento de su pro-pio corazón, de esos principios de derecho, enfin, que no había formado parte esencial de sueducación, hacían sentirse desgraciada bajo laesclavitud de aquel deber.

––Hace un calor insoportable ––dijo missCrawford, cuando hubieron dado una vueltapor la terraza y se dirigían nuevamente a lapuerta que daba acceso a la floresta––. ¿Acasoalguno de nosotros hallaría inconveniente ensentirse a gusto bajo la sombra de los árboles?Ahí tenemos un delicioso bosquecillo... mien-tras podamos penetrar en él. ¡Qué felicidad si lapuerta no estuviera cerrada...! Pero lo está, des-de luego. En estas grandes mansiones sólo losjardineros pueden ir adonde les place.

No obstante, resultó que la puerta no estabacerrada, y todos se avinieron a franquearla congran alegría, zafándose de los inclementes ar-dores del sol. Un largo tramo de escalera lescondujo a la floresta, que era un bosque planta-do en unos dos acres de terreno, y, aunque todo

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eran alerces y laureles, y hayas recortadas, allíhabía sombra y belleza natural, en comparacióncon la terraza y la bolera. Todos acusaron sugrato influjo refrigerante y, por algún tiempo,se limitaron a pasear y admirar. Al fin, rom-piendo el silencio, miss Crawford comentó:

––De modo que va a convertirse usted en unsacerdote, Mr. Bertram. Es una sorpresa paramí.

––¿Por qué había de sorprenderla? Tenía us-ted que suponerme destinado a alguna profe-sión, y pudo darse cuenta de que yo no eraabogado, ni militar, ni marino.

––Muy cierto; pero, en definitiva, no se mehabía ocurrido. Y ya sabe usted que suele haberun tío o un abuelo que deja una fortuna al se-gundón de una familia.

––Una costumbre muy encomiable ––dijoEdmund––, pero no universal. Yo soy una delas excepciones y, por serlo, debo hacer algopor mi cuenta.

––Pero, ¿por qué ha de ser clérigo? Yo creí

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que, en todo caso, eso era el destino del herma-no más joven, cuando había muchos otros conderecho de prioridad en la elección de carrera.

––¿Cree usted, entonces, que ésta nunca seelige por vocación natural?

––Nunca es palabra atroz. Pero, sí: aplicandoel nunca de la conversación, que quiere decir nomuy a menudo, yo lo creo así. A los hombres lesgusta distinguirse, y en cualquier parte puedenconseguirse distinciones, menos en el clero. Unclérigo no es nadie.

––Supongo que el nadie de las conversacionestendrá sus gradaciones, como el nunca. Unossacerdote podrá no destacar por su brillantez osu elegancia. No deberá acaudillar turbas ni darla pauta en la moda. Pero me es imposible ad-mitir que no es nadie el individuo que labora enel terreno de mayor importancia para la huma-nidad, individual o colectivamente considera-da, así para lo temporal como para lo eterno,quien cuida de la religión y la moral y, en con-secuencia, de las costumbres que resultan de su

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influencia. En este aspecto, no hay quien puedatachar de nadie al que ejerce este ministerio; y si,en realidad, mereciera tan pobre concepto, seríaporque descuida sus deberes, porque se conce-de más importancia de la que tiene, pisandofuera de su terreno a fin de aparentar lo que nodebe.

––Usted concede más importancia a un sacer-dote de la que una está acostumbrada a que lereconozcan, o de la que yo misma pueda atri-buirle. Poco se notan los efectos de esa influen-cia benéfica en el seno de la sociedad, y ¿cómopueden adquirir tal prestigio y ejercer tal in-fluencia en unos medios en que raramente selos ve? ¿Cómo pueden dos sermones a la sema-na, aun suponiéndolos dignos de ser escucha-dos, conseguir todo eso que usted dice: mode-rar la conducta y ordenar las costumbres deuna numerosa feligresía para todos los díasrestantes? Apenas se ve a un sacerdote fueradel púlpito.

––Usted está hablando de Londres; yo me re-

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fiero a la nación entera.––Me figuro que la metrópoli es una bonita

muestra de lo que ocurre por doquier.––No, le aseguro que no lo es de la proporción

entre la virtud y el vicio que pueda registrarseen el conjunto del reino. No buscamos en lasgrandes ciudades el mejor ejemplo de morali-dad. No es allí donde las gentes de cualquiercondición tienen más probabilidades de obrarbien; y, en efecto, no es allí donde más puedaacusarse la influencia de la Iglesia. Al buen pre-dicador se le sigue y admira; pero no es sólocon hermosos sermones como un buen sacerdo-te puede ser útil a su parroquia, cuando ésta noabarca una demarcación excesivamente extensay un número demasiado crecido de feligreses,de modo que los mismos tengan ocasión deconocer el carácter personal y observar la líneade conducta de su pastor, caso que raramentepuede darse en Londres. Allí, la clerecía sepierde entre la multitud de feligreses. A losmás, se les conoce tan sólo como predicadores.

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Y, en cuanto a lo de influir en las costumbres,Mary, no debe usted interpretarme errónea-mente ni suponer que les confiero el carácter deárbitros de la buena educación, artífices delrefinamiento y la cortesía o maestros en las ce-remonias mundanas. Las costumbres de que lehablo podrían más bien llamarse conducta, qui-zás el resultado de los buenos principios... elefecto, en fin, de aquellas doctrinas que ellostienen el deber de enseñar y recomendar; y creoque en todas partes se hallará que, según elclero sea o no sea como debe ser, así será el re-sto de la nación.

––Muy cierto ––dijo Fanny con gentil grave-dad.

––¡Vaya! ––exclamó Mary––. Ya ha convenci-do del todo a Fanny.

––Desearía poder convencer a Mary también.––No creo que lo consiga jamás ––dijo ella,

con una picaresca sonrisa––; estoy tan sorpren-dida ahora como al principio de que tenga laintención de ordenarse. Realmente, usted tiene

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condiciones para algo mejor. Vamos, cambie deidea; todavía no es demasiado tarde. Hágaseabogado..., métase en leyes.

––¡Que me meta en leyes! Y lo dice con lamisma naturalidad con que me invitó a meter-me en esta floresta.

––Ahora va a decimos algo acerca de que lajurisprudencia es el más salvaje de los dos bos-ques, pero yo me anticipo; conste que lo heprevenido.

––No es necesario que se apresure usted, si suúnica finalidad es la de impedirme que digaalgo ocurrente, porque en mí no existe el menoringenio. Soy hombre claro, sólo sé decir las co-sas por su nombre y puedo andar perdido enlos ribetes de una agudeza durante media horaseguida, sin dar con ella.

Se hizo un silencio general. Los tres quedaronpensativos. Fanny fue la primera en hablar denuevo:

––No creo que vaya a cansarme mucho consólo pasear por este delicioso bosque; pero

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cuando descubramos otro banco, si no os des-agrada, me gustaría sentarme un poco.

––¡Mi querida Fanny! ––exclamó Edmund,brindándole enseguida el apoyo de su brazo––.¡Qué descuido el mío! Espero que no te sientasdemasiado fatigada. Acaso ––añadió, dirigién-dose a Mary–– mi otra compañera me haga elhonor de aceptar también mi brazo.

––Gracias, pero yo no siento el menor cansan-cio.

Mientras esto decía aceptó, sin embargo, elofrecimiento.

Y la satisfacción de Edmund, por ello, unida asu emoción al sentir esta clase de contacto porprimera vez, hizo que se olvidara un poco deFanny.

––¡Si apenas se apoya usted! ––dijo él––. Asíno le presto ningún servicio. ¡Qué diferente elpeso de un brazo femenino comparado con elde un hombre! En Oxford solía muchas vecespasear con algún compañero que se apoyaba enmi brazo, y, en comparación, no pesa usted más

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que una mosca.––Le aseguro que no estoy cansada, lo que ca-

si me extraña, pues al menos hemos andadouna milla por este bosque. ¿No le parece?

––Ni media milla ––fue la tajante contestaciónde Edmund; pues no estaba aún tan enamoradocomo para medir las distancias o computar eltiempo con irresponsabilidad femenina.

––¡Oh!, no tiene en cuenta los muchos rodeosque hemos dado. ¡Si ha sido un continuo ser-penteo! El bosque ya debe de tener la mediamilla en línea recta, porque no hemos vuelto averle el fin todavía, desde que abandonamos elsendero ancho.

––Pero sin duda recordará que, antes deabandonar el sendero ancho, veíamos el final acuatro pasos. Miramos hacia abajo contem-plando el panorama y vimos que quedaba ce-rrado por una verja de hierro, de la que no po-día separamos más que un octavo de milla.

––Bueno, yo no estoy por discutir esos que-brados; lo que sí sé es que es un bosque muy

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extenso... y que no hemos cesado de dar vueltasy revueltas desde que nos internamos en él; porlo tanto, cuando digo que hemos recorrida unamilla, lo hago prescindiendo de la brújula.

––Llevamos exactamente un cuarto de horaen el bosque ––dijo Edmund, sacando su reloj––. ¿Cree acaso que andamos a cuatro millas porhora?

––¡Oh!, no me ponga nerviosa con su reloj.Los relojes siempre se atrasan o se adelantan.Yo no puedo someterme a las arbitrariedadesde un reloj.

Unos pasos más, y salieron al extremo delsendero a que acababan de referirse; y arrima-do a un lado, muy sombreado y protegido, mi-rando al parque se extendía a continuación deun foso escarpado, los esperaba un cómodobanco, en el que se sentaron los tres.

––Temo que te sentirás muy cansada, Fanny ––dijo Edmund, observándola––; ¿por qué no lodijiste antes, Será para ti un mal día de asueto,si al fin quedas rendida. Toda clase de ejercicio

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la fatiga, Mary; excepto la equitación.––Entonces, ¡qué abominable su comporta-

miento al permitir que yo acaparase su caballo,como hice la semana pasada! Me avergüenzopor usted, así como de mí misma; pero nuncavolverá a suceder.

––Su miramiento y consideración hacen queme sienta más culpable de mi propio descuido.Los intereses de Fanny parece que están másseguros en sus manos que en las mías.

––No obstante, que se encuentre cansada aho-ra no me sorprende; porque, de todas las obli-gaciones que puedan existir, no hay otra tanpesada como la que hemos cumplido esta ma-ñana, viendo una casa inmensa, vagando du-rante horas de una sala a otra, forzando la vistay la atención, escuchando lo que uno no en-tiende, admirando lo que a uno no le importa...En general, todo el mundo reconoce que es unade las cosas más cargantes del mundo, y paraFanny lo ha sido también, aunque no se hayadado cuenta

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––Pronto habré descansado bastante ––dijoFanny––; sentarse a la sombra en un día magní-fico y contemplar la vegetación es lo que másalivia.

Poco rato llevaba sentada Mary, cuando sepuso de nuevo en pie.

––Necesito moverme ––dijo––; la inactividadme fatiga. He estado mirando al parque porencima del foso, hasta aburrirme. Voy a con-templarlo ahora a través de aquella verja, aun-que no lo vea tan bien.

Edmund abandonó también el asiento.––Ahora, Mary, podrá ver el trazado del pa-

seo que en línea recta une los dos extremos delparque, y se convencerá de que no puede tenermedia milla de longitud, ni acaso la mitad demedia milla.

––¡Es una distancia enorme! ––replicó ella––.Con una ojeada tengo bastante.

Él siguió razonando, pero en vano. Ella noquería calcular, no quería comparar; sólo queríasonreír y discutir. Un mayor grado de consis-

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tencia racional no hubiese podido resultar másatractivo, y ambos continuaron hablando conmutua satisfacción. Al fin convinieron que de-bían intentar la verificación de las dimensionesdel bosque paseando un poco más. Se llegaríanhasta uno de sus extremos por la parte en queahora se encontraban (pues había un senderorecto, cubierto de césped, que se extendía a lolargo de la parte baja bordeando el foso), y aca-so se internarían por alguna vereda orientadaen otra dirección si ello podía ayudarles, pero alos pocos minutos estarían de vuelta. Fannydijo que ya había descansado y se disponía amarchar también, pero no lo consintieron. Ed-mund la instó para que permaneciera dondeestaba, con tanta seriedad que ella no se pudoresistir, y la dejaron en el banco pensando conplacer en los cuidados de su primo, aunquemuy apenada por no sentirse más fuerte. Losobservó hasta que doblaron por otro camino, yescuchó hasta que cesaron los últimos ecos desus voces.

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CAPÍTULO X

Pasaron quince minutos, veinte... y Fanny se-guía pensando en Edmund, en Mary y en símisma, sin que nadie la interrumpiera. Empezóa extrañarle que la dejaran sola tanto tiempo y aescuchar con ansias de oír de nuevo sus pasos ysus voces. Escuchaba, escuchaba y al fin pudooír... sí, eran voces y pasos que se acercaban;pero, apenas acabó de percatarse de que no setrataba de los que ella esperaba, aparecieronMaría Bertram, Mr. Rushworth y Henry Craw-ford, procedentes del mismo sendero que ellahabía seguido antes.

––¡Fanny sola...! Querida Fanny, ¿cómo ha si-do esto? ––fueron los primeros saludos.

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Ella lo contó.––¡Pobrecita Fanny! ––exclamó su prima––.

¡Qué mal te han tratado! Hubiera sido mejorque te quedaras con nosotros.

Después, sentándose en el banco con un caba-llero a cada lado, reanudó la conversación queantes sostenían, estudiando la posibilidad delas mejoras con gran animación. Nada se con-cretó, pero Henry Crawford tenía la cabezallena de ideas y proyectos; y, en términos gene-rales, cuanto él proponía quedaba inmediata-mente aprobado, primero por ella y luego porMr. Rushworth, cuya principal ocupación era, alo que parecía, escuchar a los demás, sin arries-garse apenas a exponer alguna sugerencia pro-pia, como no fuera su deseo de que vieran ellostambién la finca de su amigo Smith.

Después de dedicar unos minutos a ese tema,miss Bertram, observando la verja de hierro,expresó su deseo de entrar por ella en el par-que, a fin de obtener nuevas perspectivas parasus planes. Henry opinó que sería lo mejor que

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podían hacer, el único medio que les permitiríadecidir con algún acierto. Enseguida descubrióuna loma a menos de media milla, desde cuyacima tendrían la exacta visión de conjunto quese requería para el caso. Por lo tanto, era incon-testable que tenían que ir a la loma y pasar porla verja; pero la verja estaba cerrada. Mr.Rushworth lamentó no llevar encima la llave;dijo que estuvo muy cerca de pensar, antes desalir, en si debía cogerla; que estaba resuelto ano volver jamás por allí sin la llave. Sin embar-go, todo esto no resolvía la dificultad presente.No podían atravesar la verja. Y, como en Maríano menguaban los deseos de hacerlo, Mr.Rushworth acabó por manifestar que estabadispuesto a ir a buscar la llave y separóse deellos acto seguido.

––Indudablemente, es lo mejor que podemoshacer, ahora que nos hemos alejado tanto de lacasa ––dijo Henry, cuando el otro se hubo mar-chado.

––Sí, no cabe hacer otra cosa. Pero, sincera-

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mente, ¿no encuentra el lugar, en su conjunto,peor de lo que esperaba?

––No, por cierto; muy al contrario. Lo en-cuentro mejor, más grandioso, más completo ensu estilo, aunque acaso este estilo no sea elideal. Y, si quiere que le diga la verdad ––añadió, hablando bastante más bajo––, no creoque jamás vuelva a ver Sotherton con el placerde ahora. Dificilmente otro verano podrá mejo-rarlo para mí.

Después de una breve turbación, la damiselareplicó:

––Es usted un hombre demasiado mundanopara no ver las cosas con los ojos del mundo. Silos demás creen que Sotherton ha mejorado,usted también lo considerará así.

––Temo que no soy tan hombre de mundocomo me convendría en algunos casos. Missentimientos no son tan deleznables, ni misrecuerdos del pasado tan fáciles de dominar,como es el caso, según uno puede ver por ahí,de los hombres de mundo.

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Se siguió un corto silencio. Miss Bertram em-pezó de nuevo:

––Parece que esta mañana se divirtió ustedmucho mientras guiaba el coche. Celebré verletan entretenido. Usted y Julia no cesaron de reíren todo el camino.

––¿Nos reíamos? Sí, creo que sí; pero no meacuerdo en absoluto de qué. ¡Ah!, creo que leestuve contando unas ridículas anécdotas de unviejo palafrenero irlandés que tiene mi tío. A suhermana le gusta mucho reír.

––¿Le parece ella más alegre que yo?––Creo que se la divierte con mayor facilidad

––replicó Henry––, y por tanto, ¿comprendeusted? ––agregó sonriendo––, me parece mejorcompañera. A usted, no me hubiera visto capazde divertirla con anécdotas irlandesas duranteun recorrido de diez millas.

––Creo que mi carácter, corrientemente, estan animado como el de Julia, pero ahora tengomás cosas en qué pensar.

––Sin duda; y, en determinadas circunstan-

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cias, un exceso de alegría denota insensibilidad.Sin embargo, las perspectivas que a usted se leofrecen son demasiado halagüeñas para justifi-car una pérdida de humor. Se halla usted anteun panorama risueño.

––¿Habla usted en sentido literal o figurado?Deduzco que literal. Sí, en efecto. Luce el sol yel parque tiene un aspecto muy alegre. Pero,por desgracia, esa verja de hierro, ese foso es-carpado, me dan idea de opresión y limitación.No puedo salir, como dice el estornido de la fá-bula ––mientras esto decía, poniendo vehemen-cia en sus palabras, se aproximó a la verja; él lasiguió––. ¡Tarda tanto James en volver con lallave!

––Y por nada del mundo se atrevería usted asalir sin la llave y sin el consentimiento y laprotección de Mr. Rushworth; de lo contrario,creo que sin mucha dificultad saltaría usted poreste extremo de la verja, con mi ayuda. Creoque podríamos hacerlo, si usted deseara real-mente sentirse menos prisionera y tuviera el

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valor de considerarlo como cosa no prohibida.––¡Prohibida! ¡Qué tontería! Claro que puedo

salir así, y lo haré. James no tardará en llegar,por supuesto; no nos alejaremos mucho, paraque nos vea.

––Y, si no nos viera, miss Price tendrá laamabilidad de decirle que nos encontrará cercade aquella loma... en el robledal de la loma.

Fanny, dándose cuenta de que todo aquellono estaba nada bien, no pudo menos que esfor-zarse en evitarlo.

––María, te vas a lastimar ––porfiaba––; segu-ro que te lastimarás con esos clavos; te rasgarásel vestido; corres el riesgo de caerte al foso.Mejor sería que no fueras...

Al decir esto último, su prima se hallaba yaen el otro lado y, sonriendo con todo el buenhumor que proporciona el éxito, replicó:

––Gracias, querida Fanny, pero tanto mi trajecomo yo hemos llegado sanos y salvos; de mo-do que... ¡adiós!

Fanny se quedó otra vez sola y no de mejor

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humor, pues la apenaba casi todo lo que habíavisto y oído. Estaba asombrada de María y eno-jada con Henry. Como no tomaron el caminorecto, sino otro que les obligaría a dar un rodeoy, según a ella le pareció, muy irrazonable paradirigirse a la loma, pronto quedaron fuera delalcance de su vista. Transcurrieron unos minu-tos más sin que oyera ni viese a nadie. Le pare-cía tener todo el bosquecillo para ella sola. Casitenía motivo para suponer que Edmund y missCrawford la habían abandonado; pero no eraposible que Edmund se olvidase tan por com-pleto de ella.

Un repentino rumor de pisadas la distrajo desus inquietantes suposiciones; alguien se acer-caba a paso rápido, bajando por el senderoprincipal. Esperaba que aparecería Mr. Rush-worth, pero era Julia, la cual, acalorada y sinresuello, y evidentemente contrariada, exclamóal verla:

––¡Hola! ¿Dónde se han metido los demás?Creí que María y Henry estaban contigo.

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Fanny explicó lo ocurrido.––¡Bonito truco, a fe mía! No los veo por nin-

guna parte ––añadió, mirando con impacienciaal interior del parque––. Pero no pueden estarmuy lejos, y creo que puedo saltar tan bien co-mo María, hasta sin que me ayuden.

––Pero, Julia: Mr. Rushworth estará aquí de-ntro de un momento, con la llave. Espérale, porfavor.

––¿Esperarle yo? No es fácil. Demasiado hetenido que aguantar a esa familia, por una ma-ñana. ¡Vamos, niña! Justamente ahora acabo delibrarme de su horrible madre. ¡Menuda con-dena he tenido que soportar, mientras tú esta-bas aquí sentadita, tan compuesta y feliz! Talvez te hubiera dado lo mismo encontrarte en misitio, pero el caso es que siempre te las arreglaspara escabullirte de esos compromisos.

La acusación no podía ser más injusta, peroFanny prefirió no darle importancia y pasar porella. Julia estaba picada y se dejaba llevar de sutemperamento impulsivo; pero Fanny estaba

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segura de que no le duraría el mal humor, y portanto, haciendo caso omiso de sus palabras, lepreguntó si había visto a Mr. Rushworth.

––Sí, sí, le vimos. Iba disparado, como si fueracuestión de vida o muerte, y perdió el tiempojusto para decimos a lo que iba y dónde esta-bais. ––Es lástima que se haya tomado tantamolestia para nada.

––De esto debe preocuparse María. Yo no es-toy obligada a sufrir por sus pecados. De lamadre no pude huir mientras tía Norris, siem-pre tan pesada, anduvo danzando por ahí conel ama de llaves, pero al hijo puedo eludirlo entodo momento.

Inmediatamente trepó por la verja, saltó alotro lado y se alejó sin atender a la última pre-gunta de Fanny sobre si había visto algún ras-tro de Edmund y de Mary. La especie de temorque ahora sentía Fanny de encontrarse ante Mr.Rusworth le impidió pensar mucho en la pro-longada ausencia de la pareja, como hubierahecho en otro caso. Se daba cuenta de que le

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habían tenido muy poca consideración, y leresultaba violento tener que explicarle lo ocu-rrido. James se presentó cinco minutos despuésque Julia había desaparecido; y, aunque Fannyhizo cuanto pudo para referir el caso de modoque no resultara tan desagradable, él no pudoocultar la enorme mortificación y el profundodisgusto que sentía. Al principio apenas dijonada; sólo en su actitud se reflejó la sorpresa yel enojo que aquello le causaba. Se llegó a laverja y quedó allí, inmóvil, como sin saber quéhacer.

––Me rogaron que me quedase; María me en-cargó que le dijera, en cuanto usted llegase, quelos encontraría en aquella loma o en sus inme-diaciones.

––Me parece que no voy a ir más lejos ––dijoél, desalentado––. No se ven por ninguna parte.Cuando yo llegase a la loma, ellos ya se habríanmarchado a otro sitio. Me he paseado bastante.

Y fue a sentarse con aire sombrío junto a Fan-ny.

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––Lo siento mucho ––dijo ella––; es muy la-mentable.

Y hubiera dado cualquier cosa para que se leocurriese algo más que poder decir, a propósi-to.

Después de un prolongado silencio, él se que-jó:

––Creo que bien hubieran podido esperarme.––María pensó que usted la seguiría.––Yo no tenía por qué seguirla, si ella se

hubiese quedado.Esto no podía negarse, y Fanny se calló. Al

cabo de otra pausa, él reanudó:––Por favor, miss Price, ¿podría decirme si es

usted tan admiradora de ese Mr. Crawford co-mo otras personas? Lo que es yo, no le veo na-da de particular.

––A mí no me parece nada guapo.––¡Guapo! Nadie puede decir que sea guapo

un individuo corto de talla como él. No alcanzacinco pies con nueve. Y no me extrañaría quesólo llegase a los cinco con ocho. Además, le

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encuentro un aspecto muy poco agradable.Opino que esos Crawford no son una buenaadquisición, en absoluto. Lo pasábamos muybien sin ellos.

Aquí le escapó a Fanny un leve suspiro, y nosupo contradecirle.

––Si yo hubiera puesto algún reparo en lo deir a buscar la llave, cabría alguna excusa; perofui en cuanto ella manifestó sus deseos.

––Su amable atención obligaba mucho, desdeluego, y estoy segura de que se apresuró ustedtanto como pudo; no obstante, la distancia esbastante larga desde aquí a la casa, como ustedsabe, y quien espera juzga mal el tiempo; enestos casos, cada medio minuto pesa como cin-co.

Él se puso en pie y volvió a la verja, diciendo:––Ojalá hubiese tenido la llave entonces.Fanny creyó ver en su actitud un indicio de

apaciguamiento que la animó para otra tentati-va. Con tal propósito dijo:

––Es una lástima que no vaya a reunirse con

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ellos. Buscaban una perspectiva mejor de lacasa por aquel lado del parque, y estarán estu-diando las mejoras que cabría hacer; pero, co-mo usted sabe, no pueden decidir nada sin con-tar con su parecer.

Fanny comprobó que tenía más garbo endespachar que en retener a sus acompañantes.Mr. Rushworth quedó convencido.

––Bueno ––dijo––, si a usted le parece mejorque vaya... Sería tonto haber traído la llave parano utilizarla.

Franqueó la verja y se marchó sin más cere-monia.

Entonces, los pensamientos de Fanny se con-centraron por entero en tomo a los que la habí-an dejado allí hacía tanto tiempo, y, como cre-ciera su impaciencia, resolvió ir en su busca.Siguió el mismo camino que ellos habían toma-do, paralelamente al foso, y apenas lo dejó parainternarse por otra vereda llegaron de nuevo asu oído la voz y las risas de Mary. Resonabancada vez más cerca, y unos momentos después

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se encontró ante ellos. Acababan de regresar albosque desde el parque, al que habían pasado,tentados por una puerta lateral que hallaronabierta, poco después de separarse de Fanny, ycruzando un sector del parque habían llegadohasta la mismísima avenida que tanto habíaanhelado Fanny, en el curso de toda la mañana,alcanzar al fin, y allí se habían sentado bajo unode los árboles. Esto fue lo que contaron. Eraevidente que el tiempo había transcurrido muyagradablemente para ellos y no se habían dadocuenta de lo prolongado de su ausencia. El me-jor consuelo para Fanny fue que le aseguraranlo mucho que Edmund la había echado de me-nos y que, desde luego, hubiera vuelto por ellani no hubiese sido por lo cansada que ya estabaa causa del paseo por el bosque. Pero no eraesto suficiente para borrar su pena por habersevisto abandonada durante una hora entera,cuando él había hablado tan sólo de unos mi-nutos, ni para ahuyentar la especie de curiosi-dad que sentía por saber de qué habrían estado

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hablando durante todo aquel tiempo; y el resul-tado fue que se sintiera desilusionada y depri-mida cuando decidieron, por acuerdo general,regresar a la casa.

Cuando llegaron al pie de la escalera queconducía a la terraza, aparecieron en lo alto laseñora Rushworth y tía Norris, que se disponí-an a ir entonces a la floresta, cuando hacía unahora y media que ellos habían salido. La señoraNorris estuvo ocupada en cosas demasiadointeresantes para ponerse en marcha con mayorprontitud. Cualesquiera que fuesen los contra-tiempos que hubiesen podido frustrar la diver-sión de sus sobrinas, el caso es que para ella lamañana había sido de gozo completo; pues elama de llaves, después de mostrarse en extre-mo atenta y amable al informarla de todo loreferente a los faisanes, la había llevado a lavaquería, ilustrándola sobre cuanto hace refe-rencia a las vacas y dándole la receta de un fa-moso queso de crema; y después que Julia lashabía dejado se encontraron con el jardinero,

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tropiezo que resultó en extremo satisfactoriopara la señora Norris, pues tuvo ocasión derectificar el erróneo criterio del buen hombreacerca de la enfermedad que padecía su nieto,convenciéndole de que tenía una calentura in-termitente, y le prometió un amuleto para elcaso; y él, en justa correspondencia, le enseñósu plantel más escogido y hasta la obsequió conun ejemplar de brezo muy curioso.

Al encontrarse las damas con el terceto queregresaba, todos volvieron a la casa para, unavez allí, dedicarse a pasar el tiempo lo más dis-traídamente posible, bien charlando, ya leyen-do alguna Revista Trimestral, cómodamentearrellenados en los sofás, esperando la llegadade los otros y la hora de la cena. Era ya bastantetarde cuando se presentaron las hermanas Ber-tram y los dos caballeros; y, al parecer, su paseono había resultado agradable más que a me-dias, y en modo alguno fecundo en consecuen-cias positivas con respecto al motivo de la ex-cursión. Según ellos refirieron, no habían hecho

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más que ir unos en pos de otros, y el encuentrole pareció a Fanny que se había producido de-masiado tarde para restablecer la armonía lomismo que para, según reconocieron, tomardecisiones sobre las mejoras a realizar. Al mirara

Julia y a Mr. Rushworth, notó que no era sóloen el pecho de ella donde se ocultaba el descon-tento por la conducta de los otros dos; tambiénen el rostro de él se apreciaba un rictus de dis-gusto. Henry y María aparecían más satisfe-chos, y creyó ver que él ponía especial empeño,durante la cena, en disipar toda sombra de re-sentimiento en los otros y restablecer el buenhumor general.

A la cena sucedió inmediatamente el té y elcafé, pues la perspectiva de un recorrido dediez millas para volver a casa no permitía des-perdiciar el tiempo. A partir del momento enque se sentaron a la mesa todo fue una bullicio-sa sucesión de naderias, hasta que el coche es-tuvo a la puerta y la señora Norris, después de

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afanarse y obtener del ama de llaves unos hue-vos de faisán y un queso de crema y abundaren corteses discursos de cumplido por las aten-ciones de la señora Rushworth, estuvo dispues-ta a iniciar la marcha. En aquel momento, Hen-ry se aproximó a Julia para decirle:

––Espero que no voy a perder a mi compañe-ra, a menos que ella tema el aire de la tarde enun sitio tan expuesto.

La instancia no estaba prevista, pero fue gra-tamente acogida, y era de prever que para Juliala jornada iba a terminar tan bien como habíaempezado. María, por su lado, esperaba algomuy distinto, y quedó un tanto decepcionada;pero su convicción de que, en realidad, era ellala preferida le bastó para conformarse y la ca-pacitó para acoger como debía las atenciones dedespedida de James Rushworth. Sin duda a élhabía de satisfacerle más dejarla en el interiordel birlocho que ayudarla a montar en el pes-cante, y sus deseos parecieron cumplirse coneste arreglo.

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––¡Vamos, Fanny, que éste ha sido un magní-fico día para ti! ––dijo tía Norris, mientras atra-vesaban el parque––. ¡Un completo recreo, des-de el principio hasta el fin! Ya te digo que pue-des estar muy agradecida a tía Bertram y a mí,por haber buscado la manera de que pudiesesvenir. ¡Nada, que has podido disfrutar un boni-to día de constante diversión!

María estaba lo bastante disgustada para de-cir sin ambages:

––Me parece que usted no lo ha aprovechadodel todo mal, tía. Yo diría que en el regazo llevaun montón de cosas buenas; y entre las dos hayuna cesta con algo que me está torturando elcodo sin piedad.

––Querida, no es más que un pequeño y her-moso brezo que el viejo jardinero, tan amable,se empeñó en que me llevara; pero, si te estor-ba, ahora mismo lo pongo en mi regazo. Mira,Fanny, tú podrías llevarme este paquete. Ponmucho cuidado... no se te vaya a caer; es unqueso de crema, exactamente igual que ése tan

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excelente que hemos probado en la comida. Nohubo manera de que la Whitaker, la buena amade llaves, se resignase a que no me lo llevara.Me resistí todo lo que pude, hasta que las lá-grimas asomaron casi a sus ojos y yo me dicuenta de que el queso era precisamente de laclase que hace las delicias de mi hermana. ¡Estaseñora Whitaker es un tesoro! Se horrorizó deveras cuando le pregunté si se les permitía be-ber vino a los de la segunda mesa, y echó a doscriadas por llevar vestidos blancos. Cuidadocon el queso, Fanny. Así puedo llevar muy bienel otro paquete y la cesta.

––¿Y qué más ha pescado por allí? ––preguntóMaría, en cierto modo satisfecha de que Sother-ton mereciera tantos elogios.

––¡Pescar, querida! Nada más que esos cuatrohermosos huevos de faisán me obligó a aceptar,quieras o no quieras; no admite que se le des-precie nada. Dijo que sin duda sería una dis-tracción para mí, enterada de que vivo sola,tener unos cuantos seres vivientes de esta espe-

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cie; y lo será, de seguro. Haré que la granjera selos ponga a la primera clueca libre que tenga, ysi llegan a buen fin me los llevaré a casa y lospondré en una caponera que alguien me presta-rá; y será para mí delicioso cuidarlos en mishoras de soledad. Y, si tengo suerte, habrá al-gunos para tu madre.

Era un bello anochecer, dulce y apacible, y elregreso venía a ser un paseo con todos los en-cantos que pudiera prestarle el sosiego de lanaturaleza; pero, cuando tía Norris cesaba dehablar, en el coche se hacía un silencio absoluto.Los ánimos, en general, estaban agotados; ydefinir si el día les había procurado más penasque alegría, o viceversa, era la cuestión que sinduda ocupaba la mente de casi todos.

CAPÍTULO XI

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El día pasado en Sotherton, a pesar de todossus defectos, procuró a las hermanas Bertramsensaciones mucho más gratas que las cartas dela Antigua que poco después llegaron a Mans-field. Resultaba más agradable pensar en HenryCrawford que en el padre y, especialmente, queimaginarle de nuevo en Inglaterra dentro de unplazo no muy largo, como habían de creerlopor el contenido de esas cartas.

Noviembre era el mes fatídico: para noviem-bre se había fijado su llegada. Sir Thomas escri-bía sobre este punto con toda la seguridad quepodían darle la experiencia y las ansias de vol-ver. Sus asuntos estaban tan próximos a resol-verse como para que pudieran ser justificadassus esperanzas de tomar su pasaje para el co-rreo de septiembre y, por consiguiente, preveíacon ilusión que estaría de nuevo al lado de losseres queridos a primeros de noviembre.

María era más digna de compasión que Julia,

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porque el retorno del padre le aportaría un es-poso, y el retorno del amigo más celoso de sufelicidad la uniría al galán que ella misma habíaelegido como depositario de esa felicidad. Erauna perspectiva muy negra, y no pudo hacermás que correr una cortina de humo sobre lamisma y esperar que, cuando el humo se disi-para, pudiese ver algo distinto, un panoramamás consolador. Era de creer que no sería aprimeros de noviembre; siempre se producenretrasos, siempre cabe una mala travesía, o al-go..., ese algo propicio que sirve de consuelo atodos los que cierran los ojos cuando miran, oel entendimiento cuando razonan. Proba-blemente sería a mediados de noviembre, porlo menos; para la mitad de noviembre faltabantodavía tres meses. Tres meses que comprendí-an trece semanas. Y en el transcurso de trecesemanas muchas cosas podían ocurrir.

Sir Thomas hubiera sentido un profundo pe-sar de haber sospechado tan sólo la mitad de loque pensaban sus hijas ante la perspectiva de

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su regreso, y poco se hubiera consolado al ente-rarse del interés que tal anuncio despertaba enel pecho de otra joven damisela. Miss Craw-ford, al dirigirse con su hermana a MansfieldPark para pasar la tarde con sus amigos, tuvoconocimiento de la buena nueva. Y aunqueparecía que el particular sólo podía atañerle enel terreno de la cortesía, y que había dado esca-pe a toda la emoción que pudiera sentir con susosegada enhorabuena, lo cierto es que prestóoídos a la noticia con un interés no tan fácil desatisfacer. La señora Norris refirió el contenidode las cartas, y después se habló de otra cosa;pero cuando hubieron dado fin al té, hallándo-se Mary de pie junto a un ventanal abierto, encompañía de Edmund y de Fanny, contem-plando el paisaje envuelto en la media luz cre-puscular, mientras las hermanas Bertram, Mr.Rushworth y Henry Crawford se ocupaban enencender los candelabros del piano, miss Craw-ford resucitó el tema volviéndose súbitamentecara al grupo y exclamando:

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––¡Qué feliz se le ve a Mr. Rushworth! Estápensando en el próximo noviembre.

Edmund dióse también vuelta para mirar aMr. Rushworth, pero no dijo nada.

––Será un gran acontecimiento, el regreso devuestro padre ––agregó ella. ––Lo será, desdeluego, después de una ausencia así... una au-sencia no sólo larga, sino sembrada de peligros.

––Además, será el anuncio de otros importan-tes acontecimientos: el casamiento de su her-mana, la ordenación de usted...

––Sí.––No se ofenda ––dijo ella, riéndose––, pero

esto me hace pensar en los viejos héroes paga-nos que, después de realizar grandes proezasen tierra extraña, ofrecían sacrificios a los dio-ses a su feliz regreso.

––No hay sacrificio en este caso ––replicóEdmund, esbozando una especie de grave son-risa y dando otra ojeada al piano––; ella ha ele-gido libremente.

––¡Oh!, sí, ya lo sé. Sólo fue una broma. Su

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hermana hace exactamente lo que quisierahacer toda mujer joven; y no dudo que será enextremo feliz. Era otro el sacrificio a que merefería; y usted, por supuesto, no me entiende.

––Mi ordenación, se lo aseguro, será algo tanvoluntario como el casamiento de María.

––Es una gran suerte que su inclinación y lasconveniencias de su padre armonicen tan bien.Hay un excelente beneficio eclesiástico reserva-do para usted, según tengo entendido, por es-tos alrededores.

––Y usted supone que me he dejado influirpor esto.

––¡Oh, no! Yo estoy segura que esto no ha in-fluido para nada en su vocación ––terció Fanny.

––Gracias por tu buena opinión, Fanny; perodices más de lo que yo mismo podría afirmar.Al contrario, la seguridad de contar con tal des-tino es probable que influyese en mí. Ni creoque haya ningún mal en ello. Nunca hubo enmí una aversión natural que fuera preciso for-zar, y creo que no hay razón para suponer que

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un hombre será peor clérigo por saber que po-drá situarse enseguida. Estuve en buenas ma-nos. Tengo la esperanza de no haber errado elcamino con mi propia elección, y me consta quemi padre ha sido siempre demasiado escrupu-loso para permitirlo. No tengo la menor dudade que se me ha influido, pero creo que elhecho no merece censura.

––Es lo mismo que ocurre ––dijo Fanny, des-pués de una corta pausa––, con el hijo de unalmirante que ingresa en la Armada, o el de ungeneral que ingresa en el Ejército, sin que nadievea que haya algún mal en ello. Nadie se extra-ña de que elijan el campo donde hallarán másamigos dispuestos a ayudarles, ni hay quiensospeche que su entusiasmo por la profesiónsea inferior a lo que correspondería.

––No, querida Fanny, y hay sus razones paraque así sea. La profesión, ya sea en la Marina oen el Ejército, se justifica por sí misma. No dejanada que desear: incluye heroísmo, riesgo, di-namismo, buen tono. A los soldados y a los

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marinos siempre se les admite en sociedad.Nadie puede extrañarse de que los hombressean soldados o marinos.

––En cambio, los móviles de un hombre queva a ordenarse teniendo un destino aseguradoson muy sospechosos; esto es lo que ustedpiensa, ¿no es cierto? ––observó Edmund––.Para que este hombre tuviera una justificacióna los ojos de usted, tendría que hacerlo en lamás completa incertidumbre sobre su porvenir.

––¡Cómo! ¡Ordenarse sin tener un destinoasegurado! No; esto sería una locura, una ver-dadero locura.

––¿Debo preguntarle cómo se nutrirían las fi-las de la Iglesia, si un hombre no ha de orde-narse contando con un beneficio ni sin contarcon él? No, no se le pregunto, porque es seguroque no sabía usted qué contestar. Pero de suspropios argumentos cabe deducir alguna con-secuencia favorable al clérigo. Ya que éste nopuede estar influenciado por esos sentimientosque usted considera tan elevados como el afán

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de gloria y honores que empujan a soldados ymarinos a la elección de su carrera; ya que niheroísmo, ni fama, ni galardones cuentan paraél, debería estar menos expuesto a sospecha deque hay falta de sinceridad o buenas intencio-nes en su vocación.

––Claro, sin duda será muy sincero al preferirunos ingresos asegurados, al esfuerzo de traba-jar para obtenerlos, y tendrá las mejores inten-ciones de pasarse el resto de la vida sin hacernada más que comer, beber y engordar. Es in-dolencia, Mr. Bertram, vaya que sí... indolenciay amor a la comodidad... una falta de toda loa-ble ambición, de gusto por la sociedad, o deinclinación a tomarse la molestia de hacerseagradable, lo que lleva a un hombre a ser cléri-go. Un clérigo no tiene nada que hacer como nosea leer el periódico, observar el tiempo, mos-trarse desaliñado y egoísta y pelear con su mu-jer. El cura auxiliar le hace todo el trabajo, ytoda su ocupación se reduce a comer.

––Los hay que son así, sin duda alguna, pero

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me parece que el caso no es tan comente comopara justificar la opinión de miss Crawford,cuando considera que estas características sonde aplicación general. Sospecho que al formularesta crítica global y, diría yo, comprensiva delugares comunes, no juzga usted por sí misma,sino a través de los prejuicios de otras personascuyas opiniones se ha habituado usted a escu-char. Es imposible que por propia observaciónconozca usted mucho de la clerecía. No habrátratado más que a poquísimos de esos hombresque usted condena de un modo concluyente.Habla, simplemente, por lo que ha oído en lasconversaciones de sobremesa en casa de su tío.

––Hablo, haciéndome eco de lo que considerola opinión general; y cuando una opinión esgeneral suele ser correcta. Aunque personal-mente poco he podido observar de la vida pri-vada de los clérigos, son muchas las personasque los conocen en la intimidad del hogar paraque quepa una deficiencia de información.

––Cuando un cuerpo de hombres cultos,

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cualquiera que sea su función, es censurado enpeso, sin hacer distinciones, tiene que haberuna deficiencia de información o ––y aquí son-rió–– de otra cosa. Su tío, y sus colegas almiran-tes, acaso supieran muy poca cosa de clérigosfuera de los capellanes que, buenos o malos,siempre deseaban tener lejos.

––¡Pobre William! Él ha encontrado muchabondad en el capellán del Antwerp ––fue untierno comentario de Fanny, muy a propósitode sus sentimientos, si no de la conversación.

––Tuve siempre tan poca propensión a for-mar mis opiniones con las de mi tío ––replicómiss Crawford––, que dificilmente puede sercierta su suposición; y, si tanto me apura, debe-ré hacer constar que no me hallo tan privada demedios para observar qué clase de personasson los clérigos, siendo actualmente huéspedde mi propio hermano, el doctor Grant. Y, aun-que el doctor Grant es muy amable y atentoconmigo, y no puede negarse que es un autén-tico gentleman, y me atrevería a decir que muy

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erudito e inteligente, y a menudo son muybuenos sus sermones, y es una persona muyrespetable, no por eso dejo de ver en él al indo-lente, al egoísta bon vivant, que no puede dar unpaso sin consultar su paladar, que es incapazde mover un dedo por la conveniencia de otrapersona y que, además, si la cocinera hace unapatochada, se pone de mal humor con su exce-lente esposa. Si he de confesar la verdad, diréque Henry y yo nos hemos visto casi obligadosa salir esta tarde por su disgusto ante una gansacruda, de la que no pudo aprovechar la mejorparte. Mi pobre hermana tuvo que quedarse ysoportarle.

––No me sorprende su desaprobación, se loaseguro. Es un gran defecto de carácter, agra-vado por una falta de hábito a la sobriedadmuy censurable; y ver a su hermana sufriendopor esta causa tiene que ser muy penoso parauna sensibilidad como la de usted. Bueno, Fan-ny: en este punto nos ha vencido miss Craw-ford. No podemos intentar la defensa del doc-

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tor Grant.––No ––replicó Fanny––, pero no debemos

achacar todo esto a su carrera; porque, cual-quiera que fuese la profesión elegida, su carác-ter hubiera sido igualmente... no hubiera sidomejor; y como lo mismo en la Armada que en elEjército hubiera tenido mucho más personalbajo sus órdenes que el que ahora tiene, creoque más le hubiera perjudicado ser soldado omarino que clérigo. Además, he de suponerque cualesquiera sean los defectos que puedanimputarse al doctor Grant, tales defectos hubie-ran corrido un mayor riesgo de acentuársele enel ejercicio de una profesión más activa y mun-dana, en la que hubiese tenido menos tiempo yobligación de estudiarse a sí mismo..., en la queno se le hubiera presentado la ocasión, con tan-ta frecuencia al menos, de ahondar en ese cono-cimiento de sí mismo, aspecto éste del que aho-ra no puede prescindir. Un hombre... un hom-bre sensible como el doctor Grant, es imposibleque tenga adquirido el hábito de enseñar todas

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las semanas al prójimo sus obligaciones, deacudir dos veces a la capilla todos los domingosy exhortar a los fieles con unos sermones tanexcelentes como los suyos, sin que en él mismorepercuta el efecto de todas las verdades quepredica. Sin duda tendrá que reflexionar, y es-toy segura de que procura refrenarse más amenudo que si en vez de ser clérigo se hubieradedicado a otra cosa.

––No es posible demostrar lo contrario, porsupuesto: pero le deseo mejor suerte, Fanny,que la de casarse con un hombre cuya amabili-dad dependa de sus propios sermones; pues,aunque se predicara a sí mismo hasta ponersedel mejor humor de todos los domingos, yaseria bastante pena tenerle discutiendo sobre silos gansos han quedado crudos desde el lunespor la mañana hasta el sábado por la noche.

––Si existe un hombre capaz de pelear a me-nudo con Fanny ––dijo Edmund cariñosamen-te––, será que no hay sermones que venganpara él.

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Fanny se acercó más a la ventana.––Me figuro que miss Price está más acos-

tumbrada a merecer elogios que a escucharlos ––observó Mary, empleando un tono algo diver-tido.

Y no tuvo tiempo de decir más, pues en aquelmomento fue requerida insistentemente por lashermanas Bertram para que se uniera a ellas enla interpretación de una canción alegre paravoces solas. Accediendo, se dirigió al piano,mientras Edmund quedaba como sumido en unéxtasis de admiración ante sus muchos encan-tos, empezando por su espíritu complaciente yacabando por lo grácil y alado de su porte.

––¡Qué carácter tan animado! ––dijo, contem-plándola––. Con un temperamento así, nohabrá quien pueda entristecerse a su lado. ¡Yqué complaciente! Enseguida accede al deseode los demás, uniéndose a ellos en cuanto se larequiere. ¡Qué lástima ––agregó, después deuna breve reflexión–– que haya tenido que es-tar en tan malas manos!

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Fanny convino en eso, y tuvo la satisfacciónde ver que él permanecía a su lado, junto a laventana, a pesar de la anunciada canción, y quevolvía como ella los ojos al exterior, cuyo espec-táculo se ofrecía solemne, sedante, cautivadoren la luminosidad de una noche estrellada, con-trastando sobre la profunda negrura de losbosques. Fanny habló por sus sentimientos:

––¡Esto es armonía! ––dijo––. ¡Esto es paz! ¡Heaquí algo que deja atrás todo lo que la música yla pintura puedan expresar, y que sólo la poesíapuede intentar describir! ¡Esto puede calmartoda inquietud y exaltar el espíritu hasta elarrobamiento! Cuando contemplo una nochecomo esta, tengo la sensación de que ni la mal-dad ni el dolor pueden existir en el mundo; y esseguro que de las dos cosas habría menos si seatendiera más a la sublimidad de la naturalezay la humanidad llevara su mirada un poco másallá del círculo de mezquindades en que se en-cierra, contemplando un espectáculo como éste.

––Me gusta ver tu entusiasmo, Fanny. Es una

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noche deliciosa, y muy dignos de compasiónson aquellos que no han aprendido, aunquefuera hasta cierto punto, a sentir como tú...Aquellos a los que ni tan sólo se les ha iniciadoen el gusto por las bellezas de la naturalezadesde la más tierna edad. No es poco lo que sepierden.

––Tú fuiste quien me enseñó a pensar y sentirestas cosas, Edmund.

––Y tuve una discípula muy aprovechada.Allí está Arturo, con su intenso brillo.

––Sí, y la Osa. Me gustaría localizar a Casio-pea.

––Para eso tendríamos que salir y llegarnos alprado. ¿Te daría miedo? ––En absoluto. Hemospasado mucho tiempo sin dedicamos a la ob-servación de las estrellas.

––Es verdad; no entiendo cómo ha podido serasí ––en aquel momento empezó la canción––.Esperaremos a que hayan terminado, Fanny ––dijo entonces Edmund, poniéndose de espaldasa la ventana; y mientras adelantaba la interpre-

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tación, Fanny hubo de mortificarse al ver quetambién él avanzaba, aproximándose lenta ygradualmente al instrumento; y, cuando sonó elúltimo acorde, él se hallaba ya junto a las canto-ras, insistiendo más que nadie en que concedie-ran un bis.

Fanny quedó suspirando sola junto a la ven-tana, hasta que la sacaron de allí los regaños detía Norris pronosticándole un resfriado.

CAPÍTULO XII

El regreso de sir Thomas estaba anunciadopara noviembre, y antes tenía que volver suprimogénito para atender a las obligacionesque le reclamaban en Mansfield Park. Alaproximarse septiembre llegaron noticias de

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Tom Bertram: primero, por una carta que escri-bió al guardabosque y, después, por otra quemandó a Edmund. Y a fines de agosto llegó él,para mostrarse de nuevo alegre, simpático ygalante si se presentaba la ocasión o miss Craw-ford lo requería; para hablar de carreras y deWeymouth, de reuniones y amigos... temas quehubieran suscitado en ella algún interés unassemanas antes, pero que ahora sirvieron, entotal, para dejarla plenamente convencida, porla fuerza de una efectiva comparación, de queprefería al hermano menor.

Era muy lamentable, y ella lo sintió mucho,pero era así; y estaba ahora tan lejos de pensaren casarse con el primogénito, que ni siquierase proponía desarrollar ante él atractivo alguno,excepto los que los más elementales derechosde una belleza consciente exigen. Tom, con suprolongada ausencia de Mansfield, sin másobjetivo que el placer ni más consejero que sulibre albedrío, había demostrado a las clarasque no se interesaba por ella; y la indiferencia

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de Mary superaba a la de él hasta tal puntoque, aunque Tom se hubiera convertido depronto en el señor de Mansfield Park, en todoel sir Thomas que un día habría de ser, ella nocreía que hubiese podido aceptarle.

El inicio de la temporada y las obligacionesque reintegraron a Tom a Mansfield se llevarona Henry Crawford a Norfolk. Everingham nopodía pasar sin él a principios de septiembre.Se marchó para una quincena... una quincenatan insípida para las hermanas Bertram, quehubiera debido bastar para que ambas se pusie-ran en guardia y para que Julia, celosa comoestaba de su hermana, reconociera la absolutanecesidad de no fiar en las atenciones del galány deseara que no volviese más por allí; y unaquincena que brindó al caballero ocasión bas-tante, durante las muchas horas de ocio quemediaban entre las dedicadas al sueño y a lacaza, para que pensara en la conveniencia depermanecer más tiempo alejado, lo que sin du-da hubiera hecho, de estar más habituado a

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examinar sus propias intenciones y a reflexio-nar sobre las posibles consecuencias de su es-túpida vanidad; pero, irreflexivo e indiferenteante los perjuicios y el mal ejemplo, no queríaver más allá del momento presente. Las Ber-tram, bonitas, inteligentes e incitantes, eran unadiversión para su espíritu saciado; y, al no en-contrar en Norfolk nada que igualase el alicien-tes social de Mansfield, allí volvió alegrementey sin retraso sobre la fecha señalada, viéndoseacogido no menos alegremente por las mismasde las que se proponía seguir burlándose.

María, teniendo sólo a Mr. Rushworth que sededicara a ella, y condenada a los reiteradosdetalles que éste le daba sobre sus cotidianasactividades deportivas, lo mismo si ganaba quesi perdía, las jactanciosas alabanzas que dedi-caba a sus perros, los celos que le inspiraban losvecinos, sus recelos sobre la calidad de losmismos y sus inquietudes por si alguien seatrevía a robar caza o pesca en vedado (temaséstos que no pueden abrirse camino en los sen-

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timientos femeninos sin algo de talento por unaparte y algo de afecto por la otra), había echadode menos a Henry Crawford de una maneraatroz; y Julia, sin compromiso ni ocupación, seconsideró con todo el derecho a echarle de me-nos mucho más. Cada una e imaginaba ser ellala favorita. La creencia de Julia podía tener sujustificación en las insinuaciones de la señoraGrant, muy propensa a ver las cosas tal comolas deseaba; y la de María, en las insinuacionesdel propio Henry Crawford. Todo volvió a en-cauzarse lo mismo que antes de la partida deéste, que siguió mostrándose tan animado ysimpático con la una como con la otra, a fin deno perder terreno con ninguna de las dos, dete-niéndose justamente al borde de toda preferen-cia, de toda constancia, efusión o arrebato quepudiera llamar la atención general.

Fanny era la única del grupo que veía algoque no le gustaba; ya desde el día que pararonen Sotherton no podía ver a Henry con cual-quiera de las dos hermanas sin reparo; y si su

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confianza en el propio criterio hubiese sidoigual a la aplicación que daba al mismo en todolo demás, si hubiera tenido la seguridad de queestaba viendo claro y juzgando cándidamente,tal vez habría comunicado algunas cosas im-portantes a su confidente habitual. Pero, comono era así, sólo se permitía aventurar algunainsinuación; insinuación que, por lo demás, caíaen el vacío.

––Me sorprende bastante ––dijo una vez––que Mr. Crawford haya vuelto tan pronto, des-pués de haber pasado ya tanto tiempo aquí...nada menos que siete semanas; pues yo teníaentendido que le gustaba tanto la variación ytrasladarse continuamente de un lado paraotro, que me figuré que algo habría de mante-nerle distanciado desde el momento en quepartió. Está acostumbrado a otros lugares mu-cho más divertidos que Mansfield.

––Esto de ahora habla en su favor ––contestóEdmund––, y afirmaria que satisface no poco asu hermana. A ella no le gustan sus hábitos tan

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poco estables.––¡Cuánto le miman mis primas!––Sí, tiene el carácter que agrada a las muje-

res. La señora Grant, me parece, sospecha quesiente alguna inclinación por Julia; yo nunca heapreciado síntoma alguno que pueda dar pie aesta suposición, pero desearía que fuese así.Henry no tiene más defectos que los que des-aparecerían con un enamoramiento formal.

––Si María no estuviese prometida ––dijoFanny, prudentemente––, a veces casi llegaría apensar que él siente más admiración por ellaque por Julia.

––Lo que tal vez sea una prueba de que pre-fiere a Julia más de lo que tú, Fanny, puedassuponer; pues a menudo se da el caso que unhombre, antes de decidirse, distinga a la her-mana o a la amiga íntima de la mujer que ocu-pa su mente más que a ella misma. Demasiadobuen sentido tiene Crawford para permaneceraquí si corriera algún peligro de enamorarse deMaría; y ella no me inspira ningún temor, des-

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pués de la prueba que ha dado de que sus sen-timientos no son fuertes.

Fanny se dijo que estaría equivocada y sepropuso pensar de otro modo en lo sucesivo;pero, no obstante todo lo que podía hacer susumisión a Edmund, a pesar de todo el concur-so de insinuaciones y miradas de inteligenciaque eventualmente sorprendía en los demás yque, al parecer, querían significar que Julia erala elegida de Mr. Crawford, no siempre sabíaqué pensar. Una noche pudo enterarse de lasilusiones de tía Norris sobre este particular, asícomo de sus sentimientos y de los de la señoraRushworth sobre un punto muy similar, y nopudo menos de asombrarse mientras escucha-ba; y no poco contenta hubiera estado de notener que escuchar, pues, mientras todo el restode la gente joven estaba bailando, ella no tuvomás remedio que permanecer allí sentada, muyen contra de su voluntad, entre las viejas quecharlaban junto al fuego, anhelando que regre-sara el mayor de sus primos, de quien dependí-

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an en aquel momento todas sus esperanzas detener pareja. Era el primer baile de Fanny, aun-que sin la preparación o el esplendor del pri-mer baile de otras jovencitas. Tuvo lugar por latarde y se montó en la sala del servicio, aprove-chando la última adquisición de un violinista yla posibilidad de combinar cinco parejas con lacolaboración de la señora Grant y de un nuevoamigo íntimo de Tom Bertram, que acababa dellegar de visita. La cosa, sin embargo, habíaresultado muy agradable para Fanny a lo largode cuatro danzas, y le dolía no poco llevar per-dido aunque sólo fuera un cuarto de hora.Mientras aguardaba con ansiedad, ya mirandoa las parejas que bailaban, bien en dirección a lapuerta, tuvo que escuchar forzosamente estediálogo entre las dos damas citadas.

––Creo ––dijo tía Norris, dirigiendo la miradahacia donde se hallaban James Rushworth yMaría Bertram, que formaban pareja por se-gunda vez que ahora volveremos a ver algunascaras alegres.

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––Sí, señora, desde luego ––manifestó la otra,acompañándose de una distinguidísima sonrisaafectada––; ahora nos proporcionará algunasatisfacción mirar a las parejas, y pienso quefue una verdadera lástima que se vieran obli-gados a separarse. Los jóvenes que se encuen-tran en su situación deberían estar excusadosde observar las reglas generales. Me extrañaque mi hijo no lo haya propuesto.

––Sin duda lo hizo. Mr. Rushworth nunca sequedó atrás. Pero nuestra querida María tieneun sentido tan estricto de las formas, posee ental alto grado esa genuina delicadeza que tantoescasea hoy en día, ese deseo de evitar que separticularice con ella... Fíjese, señora Rush-worth, fijese usted ahora en su rostro. ¡Qué ex-presión tan distinta de la que puso durante losdos últimos bailes!

María parecía estar satisfecha, en efecto: ensus ojos había un brillo ilusionado y hablabacon gran animación, pues Julia y la pareja deésta, Mr. Crawford, se encontraban a su mismo

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lado. Los cuatro formaban un grupo. En cuantoa la anterior expresión de su rostro, Fanny nopudo recordarla, pues había estado bailandocon Edmund y no se había ocupado de su pri-ma. Tía Norris prosiguió:

––¡Es verdad delicioso, señora Rushworth,ver a los jóvenes tan perfectamente felices, tanidealmente emparejados, tan... tal para cual! Nohago más que pensar en la satisfacción de sirThomas. ¿Y qué me dice usted, señora Rush-worth, de la probabilidad de otro noviazgo?Mr. Rushworth ha dado un buen ejemplo, yestas cosas se contagian pronto.

La señora Rushworth, que nunca veía másque a su hijo, se mostró totalmente desorienta-da.

––La pareja que está junto a ellos, señora mía––indicó tía Norris––. ¿No ve usted tambiénalgún síntoma por ese lado?

––¡Ah, vaya...! Miss Julia y Mr. Crawford. Sí,desde luego... una pareja muy linda. ¿Qué for-tuna tiene él?

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––Cuatro mil al año.––No está mal. Los que no tienen más deben

contentarse con lo que tienen. Cuatro mil al añoya representa una buena situación, y él pareceun joven muy sano y agradable, de modo queauguro a Julia mucha felicidad.

––Todavía no es cosa hecha, señora Rush-worth. Sólo hablamos de ello entre los íntimos.Pero casi no tengo la menor duda de que será.Él se muestra cada vez más significativo en susatenciones.

Fanny no pudo seguir escuchando y asom-brándose, pues Tom Bertram se presentó denuevo en el salón; y, aunque se daba cuenta delgran honor que él le haría sacándola a bailar,sabía que así iba a suceder. Tom se dirigió alpequeño círculo de Fanny. Pero en vez de re-querirla para el baile corrió una silla a su lado yempezó a contarle el estado en que se hallabaun caballo enfermo y la opinión del mozo decuadra, a quien acababa de dejar. Fanny com-prendió que se había equivocado y, en la mo-

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destia de su espíritu, sintió inmediatamenteque había sido grande su insensatez al esperarotra cosa. Cuando él hubo agotado el tema delcaballo tomó un periódico de la mesa y, miran-do por encima del mismo, dijo con lánguidaentonación:

––Si deseas bailar, Fanny, estoy dispuesto aacompañarte.

Con más que igual cortesía, ella rehusó elofrecimiento: que no, que no sentía deseos debailar.

––Lo celebro ––dijo él entonces, en un tonomucho más animado, al tiempo que abandona-ba el periódico––, porque estoy rendido de can-sancio. Lo que me admira es que los demáspuedan resistir tanto tiempo. Tendrían que es-tar enamorados para hallar diversión en unachifladura como esta; y lo están, sin duda algu-na. Si te fijas, verás que aquí todas las parejasson de enamorados... todas, menos la de miamigo Yates y la señora Grant. Y, entre noso-tros, Fanny, me parece que lo que es ella, pobre

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mujer, necesita un enamorado tanto como lasotras. ¡Triste y desesperada vida debe ser lasuya al lado del doctor Grant! ––y al decir estovolvió el rostro, con una mueca significativa,del lado de la butaca que ocupaba el aludido;pero, como descubriera que estaba a su lado, sevio en la imperiosa necesidad de recurrir a uncambio de expresión y de tema tan brusco, queFanny, a pesar de todo, apenas pudo contenerla risa––. ¡Vaya cosas raras ocurren en América,doctor Grant! ¿Cuál es su opinión? Siemprerecurro a usted para saber a qué atenerme enlas cuestiones públicas.

––Mi querido Tom ––díjole su tía, hablandoen voz alta, unos momentos después––, comono bailas, supongo que no tendrás inconvenien-te en unirte a nosotros para jugar una partida,¿verdad?

Dejó su asiento y, aproximándose a él paradar más fuerza persuasiva a su proposición,añadió en un susurro:

––Conviene formar una mesa para la señora

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Rushworth, ¿comprendes? Tu madre lo deseamuchísimo, pero casi no dispone de tiempopara jugar ella, debido al fleco que está confec-cionando. Ahora bien, entre tú, yo y el doctorGrant seremos bastantes; y, aunque nosotrossólo jugamos a media corona, ten en cuenta quedebes hacer las apuestas de media guinea ju-gando con él.

––Aceptaría con muchísimo gusto ––replicó élen voz alta, al tiempo que se ponía en pie conpresteza––; seria para mí un gran placer... peroen este mismo instante me disponía a bailar.Vamos, Fanny ––agregó, tomando a su primade la mano––, no pierdas más tiempo, o empe-zaremos cuando el baile ya habrá terminado.

Fanny se dejó llevar de muy buena gana,aunque le era imposible sentirse muy agradeci-da a su primo o distinguir, como él hizo porcierto, entre el egoísmo de otra persona y elpropio.

––¡Bonita proposición, válgame Dios! ––exclamó él, indignado, mientras se alejaban––.

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¡Intentar coserme a una mesa de cartas por unpar de horas con ella y el doctor Grant, quesiempre están peleando, y esa vieja pesada queentiende tanto de whisi como de álgebra! Seriade desear que mi tía no fuese tan entrometida.¡Y además, proponérmelo en esa forma... sinninguna ceremonia, delante de todos, paracomprometerme! Esto es lo que me disgustamás que nada. ¡Es lo que más me saca de qui-cio, esa ficción de que me consulta, de que meda a elegir, mientras lo hace de un modo comopara obligarle a uno a hacer lo que a ella se leantoja... ¡sea lo que sea! De no habérseme ocu-rrido felizmente salir a bailar contigo, no hubie-ra podido escabullirme. ¡Vaya mala suerte! Pe-ro cuando a mi tía se le mete una idea en lacabeza no hay quien la detenga.

CAPÍTULO XIII

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El ilustre John Yates, ese nuevo amigo dequien hemos hablado, no poseía más virtudesque las de vestir a la moda y gastar, y la de serel hijo menor de un lord de mediana posición; ysir Thomas seguramente no hubiese consi-derado nada deseable su introducción en Mans-field. Tom lo había conocido en Weymouth,donde habían pasado juntos diez días con elmismo grupo; y su amistad, si amistad podíallamarse, quedó demostrada y ratificada, al serinvitado Mr. Yates a dejarse caer por Mansfieldy al prometer éste que así lo haría. Y así lo hizoantes de lo que se esperaba, a consecuencia dela súbita dispersión de una gran pandilla re-unida para hacer vida alegre en casa de otroamigo, el cual había tenido que abandonarWeymouth. Llegó Mr. Yates en alas de la des-ilusión y con la cabeza llena de arte dramático,pues había sido una partida de aficionados al

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teatro; y para la función, en la que él había detomar parte, faltaban tan sólo dos días, cuandoel súbito fallecimiento de uno de los máspróximos parientes de la familia desbarató elplan y dispersó a los componentes del cuadroescénico. Tener tan cerca la felicidad, tan cercala fama, tan cerca el largo párrafo haciendo elpanegírico de las funciones de aficionados deEcclesford, sede del muy honorable lord Ra-venshaw, de Cornualles, que hubiera inmorta-lizado... por un año al menos, el nombre detodos los participantes; tenerlo tan cerca, y per-derlo todo, constituía un fracaso que dolía en elalma. Y Mr. Yates no sabía hablar de otra cosa:Ecclesford y su teatro, los preparativos y losvestuarios, los ensayos y el jolgorio que se hacíaen los mismos, eran su inagotable tema de con-versación; y jactarse del pasado, su único con-suelo.

Afortunadamente para él, la afición al teatroes tan generalizada, la ilusión por actuar tanviva en la juventud, que dificilmente podía

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fatigar la atención de sus oyentes. Desde el re-parto de los papeles hasta el epílogo, todohabía sido encantador, y pocos eran los que nohubieran querido ser parte interesada, o los quehubieran dudado en probar su aptitud. La obraelegida había sido «Promesas de Enamorados»,y Mr. Yates tenía que encarnar el conde Cassel.

––Es un papel insignificante ––decía–– y nadade mi gusto, de modo que no volvería a acep-tarlo otra vez; pero resolví no poner obstáculos.Lord Ravenshaw y el duque se habían asignadolos dos únicos papeles que vale la pena inter-pretar antes de que yo llegara a Ecclesford; y,aunque lord Ravenshaw ofreció cederme elsuyo, ya comprenderán ustedes que me fueimposible aceptarlo. Sentí por él que hubieramedido tan mal sus fuerzas, pues no sirve parael papel de barón... tan bajito, con su voz tandébil, que siempre se ponía ronca a los diezminutos de haber empezado; hubiera destroza-do materialmente la obra; pero yo estaba re-suelto a no poner obstáculos. Sir Henry creía

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que tampoco el duque servía para hacer deFrederick, pero esto era debido a que deseabainterpretar él este personaje; por el contrario,así hubiera sido aún peor. Quedé pasmado alcomprobar que sir Henry era tan mal actor.Afortunadamente, la fuerza de la obra no recaíasobre él. Nuestra Agata era insuperable, y mu-chos consideraron que el duque estaba magní-fico en su papel. En total, que hubiera sido algomaravilloso.

«Fue una verdadera lástima, vaya que sí» y«sinceramente le compadezco, no hay para me-nos», eran los amables comentarios del audito-rio simpatizante.

––No vale la pena quejarse por esto; pero ca-be afirmar que la pobre viuda no hubiera podi-do escoger peor momento para morir, y uno nopudo evitar el deseo de que la noticia se oculta-ra hasta justamente después de los tres días quenos hacían falta. Eran tres días nada más, y portratarse sólo de una abuela, y teniendo en cuen-ta que aquello se montaba a una distancia de

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doscientas millas, creo que no hubiera sido unmal tan grande; y alguien lo sugirió, me consta.Pero lord Ravenshaw, que sin duda es uno delos más correctos hombres de Inglaterra, noquiso siquiera oír hablar de ello.

––Un entremés en lugar de una comedia ––dijo Mr. Bertram––. Las «Promesas de Enamo-rados» se terminaron, y lord y lady Ravenshawse quedaron solos interpretando «Mi Abuela».En fin, él se consolará sin duda con la herencia;y tal vez, dicho sea entre nosotros, empezaba ainquietarse por su prestigio y sus pulmones enel papel de barón y no le haya sabido mal tenerque retirarse. Y para meterme también contigo,Yates, creo que deberíamos montar un pequeñoteatro en Mansfield y rogarte que fueras nues-tro director escénico.

La idea, aunque instantánea, no se extinguióen un instante; pues en todos se había desper-tado el deseo de actuar, y en nadie con tantoímpetu como en él, que era ahora el jefe de lacasa, y que, teniendo tantas horas libres como

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para ver algo de bueno en casi todo aquello querepresentase una novedad, tenía al propiotiempo un grado de sensibilidad temperamen-tal y afición a la escena que se adaptaba exac-tamente a la novedad de hacer teatro. Acaricia-ba la idea una y otra vez. «¡Oh, si se pudierahacer algo semejante al teatro y los decoradosde Ecclesford!» El deseo halló eco en las doshermanas; y Henry Crawford, que veía en elloun nuevo motivo de fiesta no gustada aún parasu completo programa de licencia y diversión,se sumó entusiásticamente a la idea:

––En estos momentos ––dijo–– creo que seriacapaz de hacer el payaso lo bastante para en-cargarme de cualquier interpretación, de cual-quiera de los personajes que han creado losdramaturgos, desde Shylock o Ricardo III hastael héroe cantante de una farsa, con su traje es-carlata y sombrero de candil. Me siento conánimos para hacer cualquier cosa, para hacerlotodo, para declamar o rugir, para suspirar ocabriolar, en cualquier tragedia o comedia es-

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critas en lengua inglesa. El caso es hacer algo.Aunque sólo sea una media representación...un acto... una escena. ¿Qué podría impedirlo?No esos rostros, estoy seguro ––mirando a lashermanas Bertram––. Y en cuanto al teatro,¿qué significa un teatro? Lo que nos propone-mos es divertimos por nuestra cuenta. Cual-quier habitación de esta casa sería suficiente.

––Necesitaremos un telón ––dijo Tom Ber-tram––, unos pocos metros de bayeta verdepara un telón, y tal vez nada más.

––Sí, esto bastará ––consideró Mr. Yates––,con sólo una cortina que se recoja a un lado, obien partida para correrla hacia los extremos,quitando las puertas, y tres o cuatro decorados,tendremos todo lo necesario para un plan así.Tratándose de una simple diversión entre noso-tros, no hace falta más.

––Yo creo que debemos contentarnos con me-nos ––terció María––. No habría tiempo paratanto y surgirían otras dificultades. Será prefe-rible que adoptemos el punto de vista de Mr.

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Crawford, dejando que sea la representación, noel teatro, nuestro objetivo. Muchos fragmentosde nuestras mejores obras teatrales son inde-pendientes de la escenografia.

––Nada, nada ––dijo Edmund, que empezabaa escuchar alarmado––. No vayamos a hacer lascosas a medias. Si hay que hacer función, quesea en un teatro de verdad, dotado de platea,palcos y galería, y demos una representacióncompleta, desde el principio hasta el fin, comosi fuese de una obra alemana, no importa cuál,con un entremés a base de muchos trucos ytramoya, y una exhibición de danza, y un horn-pipe1, y unas canciones en los entreactos. Si nosuperamos a Ecclesford no haremos nada.

––Vamos, Edmund, no te pongas antipático ––dijo Julia––. Todos gustamos de una buenarepresentación, tanto como tú, y hemos tenidoocasión de desplazamos algo más para presen-

1 Baile predilecto de los marineros inglesesque ejecuta una sola persona. (N. T.)

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ciarla.––Claro, para ver a auténticos artistas, a bue-

nos y experimentados actores y actrices; perodifícilmente me desplazaría de esta habitación ala de al lado para presenciar los ímprobos es-fuerzos de unos individuos que no han sidopreparados para el oficio..., de un grupo dedamas y caballeros que tienen todas las desven-tajas de la educación y el decoro, contra las quese ven precisados a luchar en estos casos.

Después de una corta pausa, a pesar de todo,el tema se reanudó y siguió discutiéndose conel mismo afán, mientras los respectivos entu-siasmos no hacían más que aumentar en el cur-so del debate y al comprobar cada uno la ilu-sión de los demás; y aunque nada se determinó,excepto que Tom Bertram preferiría una come-dia, y sus hermanas y Henry Crawford unatragedia, y que nada en el mundo podía sermás fácil que dar con una obra que complacieraa todos, lo de llevar a cabo el plan parecía algotan decidido, que Edmund empezó a inquietar-

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se de veras. Estaba resuelto a evitarlo, en tantole fuese posible; a pesar de que su madre, queigualmente escuchó la conversación sostenidaen tomo a la mesa, no evidenció el menor sín-toma de desaprobación.

Aquella misma tarde se le ofreció la oportu-nidad de poner a prueba sus fuerzas. María,Julia, Henry Crawford y Mr. Yates se hallabanen el salón de billar. Tom los dejó para volver ala sala donde estaba Edmund pensativo, de piejunto a la chimenea, y también lady Bertramsentada en un sofá a corta distancia, con Fannya su lado preparándole la labor. Aquél entródiciendo:

––¡Otra mesa de billar como la nuestra no sepodría encontrar, creo yo, sobre la faz delmundo! No puedo resistirla más, y creo quenada podrá tentarme a volver jamás a ella. Peroalgo bueno acaban de descubrir: es la sala idealpara teatro, la que reúne precisamente las con-diciones de forma y profundidades requeridas;y como las puertas del fondo pueden transfor-

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marse en una sola, lo que puede conseguirse encinco minutos, simplemente corriendo la libre-ría del despacho de nuestro padre, tenemosexactamente lo mejor que se nos hubiese podi-do ocurrir de haber permanecido horas y máshoras sentados y meditando sobre el caso. Y eldespacho de papá será un excelente escenario.Parece unido al salón de billar a propósito.

––No será en serio que hablas de la represen-tación, ¿verdad? ––dijo Edmund en voz baja, alaproximarse su hermano a la chimenea.

––¡Que no hablo en serio! Tan en serio comocuando más, te lo aseguro. ¿Qué hay en elloque pueda sorprenderte?

––Considero que estaría muy mal. Desde unpunto de vista general, las funciones de teatrocasero dan motivo a algunos reparos; pero, te-niendo en cuenta nuestras particulares circuns-tancias, seria altamente imprudente, y más queimprudente, intentar algo parecido. Pondría demanifiesto una total falta de sentimiento por laausencia de nuestro padre, que hasta cierto

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punto se encuentra en constante peligro; y seríaimprudente, me parece a mí, con respecto aMaría, cuya situación es no poco delicada... enextremo delicada, si bien se considera todo.

––¡Hay que ver si lo tomas en serio! Como sinos propusiéramos actuar tres veces por sema-na hasta el regreso de mi padre, e invitar a todala comarca. Pero no se trata de una exhibiciónde esta clase. No pretendemos otra cosa quedivertimos un poco entre nosotros, justamentepara dar variedad a la monotonía del escenariodoméstico y ejercitar nuestras facultades enalgo nuevo. No precisamos de público, ni depublicidad. Creo que puede confiarse en noso-tros en cuanto a la elección de una obra perfec-tamente intachable. Y no concibo que puedahaber más daño o peligro en conversar em-pleando el elegante lenguaje de algún respeta-ble autor que en charlar con un vocabulario decosecha propia. No tengo temores ni aprensión.Y, en cuanto a lo de que nuestro padre está au-sente, es algo que está tan lejos de representar

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un obstáculo que casi lo considero un motivo;pues la impaciencia por su retomo tiene queconstituir para nuestra madre un período deintensa ansiedad. Y, si nosotros podemos ser elmedio que sirva de distracción a su inquietud yconseguimos sostener su ánimo durante laspocas semanas que faltan, creo que habremosempleado muy buen el tiempo, y sin duda papálo creerá así también. No olvidemos que paraella es éste un período de intensa ansiedad.

Al decir esto, los dos miraron a su madre. La-dy Bertram, hundida en el sofá, cual auténticarepresentación de la salud, el bienestar, la co-modidad y la tranquilidad, estaba precisamentesumiéndose en un dulce sopor, mientras Fannyiba solventando las escasas dificultades de sulabor, para ella.

Edmund sonrió y meneó la cabeza.––¡Por Júpiter! ¡Esto sí que es un fracaso! ––

exclamó Tom dejándose caer en una butaca, altiempo que soltaba una franca carcajada––. Va-ya, madrecita querida, lo que es tu ansiedad...

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en esto me colé.––¿Qué te pasa? ––inquirió lady Bertram, con

la torpe pronunciación de una persona soño-lienta––. No estaba durmiendo.

––¡No, mamá, por Dios! Nadie sospechó talcosa. Bueno, Edmund ––prosiguió, volviendo altema, la postura y la entonación anteriores, tanpronto como lady Bertram empezó de nuevo adar cabezadas––; pero eso estoy dispuesto amantenerlo... puesto que no es ningún mal.

––No puedo estar de acuerdo contigo. Tengoel pleno convencimiento de que nuestro padrelo desaprobaría rotundamente.

––Y yo estoy convencido de lo contrario. Anadie le satisface más que a nuestro padre quese ejerciten las facultades de los jóvenes, no hayquien tanto procure fomentarlas; y por cuantose relaciona con la buena dicción, la entonacióny los gestos declamatorios, creo que siente unaverdadera pasión. No dudo de que la alentabaen nosotros, cuando chiquillos. ¡Cuántas vecesnos hizo recitar versos sobre el cadáver de julio

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Cesar y «ser o no sen», en esta misma sala, parasu diversión! Y ten muy presente que he recita-do «Mi nombre era Norval» todas las noches demi vida, a partir de unas vacaciones de Navi-dad.

Aquello era muy distinto. Debes darte cuentade la diferencia. Nuestro padre quería que no-sotros, como escolares, supiéramos hablar ypronunciar correctamente, pero nunca pudodesear que sus hijas ya mayores hicieran teatro.Su sentido del decoro es estricto.

––Todo esto ya lo sé ––replicó Tom, mal-humorado––. Conozco a papá tan bien como tú;y ya cuidaré yo de que sus hijas no hagan nadaque pueda disgustarle. Ocúpate de tus asuntos,Edmund, que yo ya cuidaré del resto de la fa-milia.

––Si estás resuelto a hacer función ––dijo elperseverante Edmund––, espero que será en unplan muy íntimo y reservado, y creo que nodebería intentarse montar un teatro. Sería to-marse unas libertades en casa de nuestro padre,

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durante su ausencia, que no podrían tener justi-ficación.

––De todo lo que con esto se relacione mehago yo responsable ––replicó Tom con decidi-do acento––. No habrá perjuicio para su casa.Tengo tanto interés como puedas tenerlo tú envelar por el buen nombre de la casa de nuestropadre; y en cuanto a esas alteraciones que haceun momento sugerí... eso de retirar una libreríao abrir una puerta, o incluso emplear el salónde billar por espacio de una semana sin que seaprecisamente para jugar al billar en él, podríasigualmente suponer que pondría objeción a quehagamos más uso de esta sala y menos del co-medor auxiliar, donde solíamos reunimos habi-tualmente para charlar antes de que se fuera, oa que el piano de mis hermanas se traslade con-tinuamente de un lado para otro. ¡Totalmenteabsurdo!

––Pero este cambio, aunque no fuera inopor-tuno como tal, sería inoportuno por el gastoque supone.

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––¡Claro, como que el gasto de una empresaasí seria fenomenal! Acaso suponga un desem-bolso de veinte libras, nada menos. Que hayque montar algo parecido a un teatro es indu-dable, pero se hará en el plan más sencillo: unacortina verde, algo de obra de carpintería... ynada más. Y en cuanto a la obra de carpinteríase hará toda en casa por el propio CristóbalJackson, de modo que pasa de absurdo hablardel gasto. Además, mientras se emplee a Jack-son, ya no hay inconvenientes por parte de sirThomas. No vayas a figurarte que en esta casanadie más que tú puede ver y juzgar las cosas.No tomes tú parte en la función, si eso no tegusta, pero no pretendas imponerte a los de-más.

––No, desde luego, en cuanto a intervenir yo––dijo Edmund––, me niego rotundamente.

Mientras esto decía, Tom abandonó la habita-ción y Edmund quedó sentado junto al fuego,removiéndolo, pensativo y enojado.

Fanny, que había escuchado toda la conver-

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sación y se adhería a todos los sentimientosexpresados por Edmund en el curso de la mis-ma, se aventuró a decir entonces, en su anhelode proporcionarle algún consuelo:

––Quizás no consigan encontrar una obra queles convenga. Los gustos de Tom y de tus her-manas parecen muy distintos.

––En esto no confío, Fanny. Si persisten en suempeño, algo encontrarán. Hablaré con mishermanas e intentaré disuadirlas a ellas. Es loúnico que puedo hacer.

––Me imagino que tía Norris se pondría de tuparte.

––Yo diría que sí, pero ni sobre Tom ni sobremis hermanas tiene alguna influencia que valgapara el caso; y si no logro convencerlas por mímismo dejaré que las cosas sigan su curso, sinintentarlo mediante su intervención. Las quere-llas familiares son lo peor de todo, y es preferi-ble cualquier cosa a suscitar esa clase de violen-cias.

Sus hermanas, a las que tuvo oportunidad de

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hablar el siguiente día por la mañana, se mos-traron tan refractarias a sus consejos, tan rea-cias a sus razonamientos, tan resueltas a hacersu gusto, como el mismo Tom. Adujeron que sumadre no ponía el menor reparo al plan y queno habían de temer en absoluto la desaproba-ción de su padre; que no podía haber dañadoen algo que se había visto en tantas familiasrespetables, con la intervención de tantas da-mas dignas de toda consideración, y que teníaque ser una escrupulosidad rayana en la locurala que pudiese ver algo censurable en un plancomo el suyo, que comprendía sólo a hermanosy hermanas y algunos amigos íntimos, y delque jamás se hablaría fuera de su propio círcu-lo. Julia no ocultó cierta tendencia a admitir quela situación de María requería que procediesecon especial cuidado y prudencia, si bien estono podía hacerse extensivo a ella: ella gozaba deabsoluta libertad. Y María puso claramente demanifiesto que su compromiso no hacía másque elevarla muy por encima de toda cohibi-

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ción, y que se viera menos obligada que Julia aconsultar al padre o a la madre. Pocas esperan-zas le quedaban a Edmund, pero seguía por-fiando aún cuando se presentó Henry Craw-ford, procedente de la rectoría, que se introdujoen la habitación diciendo a plena voz:

––No escasearán las mediocridades en nues-tro teatro, miss Bertram... no nos faltarán ele-mentos infames: mi hermana le ofrece sus res-petos y espera ser admitida en la compañía y seconsiderará dichosa si se le concede el papel dealguna vieja dueña o sumisa confidente que avosotros no os guste interpretar.

María dirigió a Edmund una mirada que que-ría decir: «¿Qué dices ahora? ¿Puede estar mallo que a Mary Crawford le parece bien?» YEdmund, acorralado, se vio obligado a recono-cer que el hechizo de las tablas podía muy biencautivar el espíritu de las personas geniales; y,con la ingenuidad de un enamorado, se puso apensar, más que en otra cosa, en el ánimo com-placiente y servicial que se traslucía en el men-

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saje.El proyecto seguía adelante. Toda oposición

fue inútil y, en cuanto a tía Norris, se la juzgóerróneamente al atribuirle una tendencia oposi-cionista. No expuso inconveniente que no fuerarebatido a los cinco minutos por su sobrinoTom y su sobrina María, que eran todopodero-sos ante ella. Por otra parte, como el total de lahabilitación no significaría un gran dispendiopara nadie, y ninguno para ella; como previnie-se en la realización del proyecto todas las deli-cias de los apresuramientos, el bullicio y la pre-sunción, y dedujese la inmediata ventaja deconsiderarse obligada a abandonar su casa,donde había vivido un mes completo a sus ex-pensas, para trasladarse a la de ellos a fin deque a todas horas pudieran contar con sus ser-vicios... se comprenderá que, de hecho, estuvie-ra en extremo encantada de que se llevara aefecto.

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CAPÍTULO XIV

Fanny parecía estar más cerca de tener razónde lo que Edmund había supuesto. La cuestiónde hallar una obra que satisficiera a todos resul-taba un verdadero problema; y el carpintero yahabía recibido el encargo y tomado sus medi-das, ya había puesto de manifiesto y allanadopor lo menos dos colecciones completas de difi-cultades y, después de demostrar hasta la evi-dencia la necesidad de una ampliación del pro-yecto y del presupuesto, había ya puesto manosa la obra, sin que se supiera aún qué drama ocomedia se iba a representar. Otros preparati-vos estaban también en marcha de Northamp-ton había llegado un enorme rollo de bayetaverde, que tía Norris se encargó de cortar (conun ahorro, gracias a sus buenas disposiciones,

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de tres cuartos de yarda enteros y verdaderos)y se estaba ya transformando en una cortina enmanos de las sirvientas, pero seguía ignorándo-se la obra a representar. Y, viendo que asítranscurrían dos o tres días, Edmund empezócasi a esperar que no llegarían a encontrarlajamás.

Había, en realidad, tantos extremos a tener encuenta, tantas personas que contentar; erantantos los papeles buenos que se requerían y,sobre todo, era tan necesario que la obra fueseuna comedia y una tragedia al mismo tiempo,que no parecían existir más probabilidades deque se llegara a una decisión que las que pue-dan hallarse en cualquier quimera perseguidapor la juventud y el tesón.

Del lado trágico estaban las hermanas Ber-tram, Henry Crawford y Mr. Yates; del cómico,Tom Bertram, no completamente solo, porque eraevidente que los deseos de Mary Crawford,aunque cortésmente silenciados, se inclinabanen el mismo sentido; pero, a lo que parecía, él

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tenía suficiente poder y decisión para no nece-sitar aliados. Y, aparte de esta profunda, irre-conciliable diferencia, deseaban que en la obrainterviniesen muy pocos personajes en total,pero todos de máxima importancia, y tres prin-cipales figuras femeninas. Todas las mejoresobras se revisaron en vano. Ni «Hamlet», ni«Macbeth», ni «Otelo», ni «Douglas», ni «ElJugador» brindaban característica alguna quepudiera satisfacer siquiera al grupo de los trá-gicos; y «Los Rivales», «La Escuela del Escán-dalo», «La Rueda de la Fortuna», «El HerederoLegal» y un largo etcétera fueron sucesivamen-te rechazadas con protestas más calurosas aún.No se proponía obra que no presentara algúninconveniente para alguien, y por un lado y porotro todo era repetir: «¡Oh, no!, ésta sí que nosirve». «Dejémonos de tragedias retumbantes.»«Demasiados personajes.» «No hay un papelfemenino medianamente aceptable en toda laobra.» «Cualquier cosa menos eso, queridoTom.» «Sería imposible completar el reparto.»

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«Es de suponer que nadie querría aceptar estaparte.» «No es más que una pura astracanadadesde el principio hasta el fin.» «Esta serviría,tal vez, si no fuera por los papeles insignifican-tes.» «Si he de dar mi opinión, siempre la consi-deré la obra más insípida del repertorio inglés.»«Yo no quisiera poner obstáculos... si puedoseros de alguna utilidad ya me consideraré fe-liz... pero creo que no podríamos hacer peorelección.»

Fanny observaba y oía, no poco divertida alnotar el espíritu egoísta que, más o menos en-cubierto, parecía guiarles a todos, y preguntán-dose cómo acabaría aquello. Para darse gusto,hubiera podido desear que algo se representaseal fin, pues jamás había presenciado ni mediafunción, pues todas las demás consideracionesde mayor importancia se lo impedían.

––Así nunca acabaremos ––dijo al fin TomBertram––. Estamos perdiendo el tiempo mise-rablemente. Algo hay que elegir. No importa loque sea, la cuestión es decidirse. No hemos de

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ser tan exigentes. Unos cuantos personajes demás no deben arredramos. Tenemos que do-blarnos. Debemos rebajarnos un poco. Si unpapel es insignificante, tanto mayor nuestromérito al sacarle algún partido. A partir de estemomento, yo no he de poner más inconvenien-tes. Acepto cualquier papel que os parezca bienconfiarme, con tal que sea cómico. Que sea có-mico es lo único que pongo por condición.

Entonces, por quinta vez aproximadamente,propuso «El Heredero Legal», mostrándosesólo irresoluto en cuanto a si preferiría reser-varse el papel de lord Duberley o el de doctorPangloss, e intentando muy en serio, pero conmuy poco éxito, convencer a los demás de quehabía algunos personajes magníficamente dra-máticos entre los restante que integraban lafarsa.

El silencio que siguió a esta infructuoso es-fuerzo lo interrumpió el propio Tom. Acababade coger uno de los varios tomos esparcidossobre la mesa y, dándole vuelta, exclamó de

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pronto:––¡«Promesas de Enamorados»! ¿Y por qué

«Promesas de Enamorados» no habría de servi-ros a nosotros lo mismo que a los Ravenshaw?¿Cómo no se nos había ocurrido antes? Algome dice que es exactamente lo que nos convie-ne. ¿Qué os parece? Hay dos principales pape-les trágicos para Yates y Mr. Crawford, y elmayordomo poetastro para mí... si nadie más loquiere; es un papel insignificante, pero de ca-racterísticas que no me disgustan. Y, como dijeantes, estoy dispuesto a hacer lo que sea, y loque pueda. En cuanto al resto de personajesmasculinos, no ofrecen dificultades; podrá in-terpretarlos cualquiera. No son más que el con-de Cassel y Anhalt.

La idea fue bien acogida por todos en general.Todos empezaban a cansarse de tanta indeci-sión, y unánimemente coincidieron en apreciarque nada se había propuesto anteriormente quese ajustara tanto a las respectivas exigencias.Mr. Yates quedó especialmente complacido.

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Había estado suspirando y muriéndose porencamar el personaje de Barón en Ecclesford.Había envidiado todas las peroratas retumban-tes a cargo de lord Ravenshaw, teniendo queconformarse con recitarlas para sí en la soledadde su habitación. La furia del barón Wilden-heim marcaba el cénit de su ambición interpre-tativa; y, con la ventaja de saber ya de memoriala mitad de las escenas, se ofreció en el actopara encargarse del papel. Aunque para hacerlejusticia deberemos añadir, sin embargo, que nose decidió; pues, recordando que también Fre-derick tenía que declamar a gritos en algunasescenas, sintió igual entusiasmo por este perso-naje. Henry Crawford se brindó para cualquie-ra de los dos. En cuanto Mr. Yates se decidiesepor uno, él aceptaría el otro con mucho gusto.Ello dio lugar a un breve intercambio de cum-plidos. Miss Bertram, o sea la mayor de las doshermanas, que tenía puesto todo su interés eninterpretar el papel de Agatha, decidió resolverella la cuestión; a tal fin, hizo observar a Mr.

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Yates que era aquél un caso en que la estatura yla figura debían tenerse muy en cuenta y que,siendo él el más alto, parecía lo más adecuadoque interpretase el papel de Barón. Todos reco-nocieron que tenía mucha razón, y como lospapeles fueron aceptados, respectivamente, porlos dos caballeros de acuerdo con su sugeren-cia, ella se aseguró al Frederick que le interesa-ba. Tres de los papeles estaban ya repartidos,sin contar a Mr. Rushworth, por quien siemprecontestaba María en el sentido de que aceptaríalo que fuese, con mucho gusto. Pero Julia, quequería para sí, lo mismo que su hermana, elpapel de Agatha, empezó a mostrarse escrupu-losa por cuenta de miss Crawford:

––Esto no es portarse bien con los ausentes ––dijo––. Aquí no hay bastantes personajes feme-ninos. Amelia y Agatha no están mal para Ma-ría y para mí, pero no queda nada para su her-mana, Mr. Crawford.

Mr. Crawford hubiera deseado que nadiepensara en eso. Estaba completamente seguro

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de que su hermana no tenía el menor empeñoen hacer función, prestándose con mucho gustoa ello tan sólo si la precisaban, y sabía que eneste caso no permitiría que se preocupasen porella. Tom Bertram, en cambio, se pronunció enel sentido de que el papel de Amelia correspon-día por todos conceptos a Mary Crawford.

––Es tan natural como necesario que lo reser-vemos para ella ––dijo––, puesto que Agathaencaja a cualquiera de mis hermanas. No puedehaber sacrificio por parte de éstas, pues se tratade un personaje en extremo cómico.

A esto siguió un corto silencio. Las dos her-manas estaban impacientes. Cada una de ellasse creía con más derechos sobre la otra paraaspirar al papel de Agatha, y cada una esperabaque los demás dieran el empujón que inclinasela balanza a su favor. Henry Crawford, queentretanto había tomado el libro en sus manosy con aparente indiferencia hojeaba el primeracto, pronto decidió la cuestión:

––Debo rogar a miss Julia Bertram ––dijo––

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que no se encargue del papel de Agatha, puesharía fracasar toda mi gravedad... Que no, queno debe hacerlo ––volviéndose hacia ella––. Nopodría resistir su rostro cubierto de angustia ypalidez. Se me representarían las muchas oca-siones en que nos hemos reído juntos, infali-blemente, y Frederick se vería precisado a huircon su mochila, a todo correr.

Cortés, galantemente, fueron pronunciadasestas palabras. Pero la forma quedó absorbidapor el fondo en la sensibilidad de Julia. Sor-prendió una breve mirada que él dirigió a Ma-ría, lo que vino a confirmar la ofensa que se leinfería. Era un ardid... un truco: ella quedabapostergada, María era la preferida. La sonrisade triunfo que María intentaba reprimir erademostración de que quedaba perfectamenteentendido. Y antes de que Julia pudiera adqui-rir el suficiente dominio sobre sí misma parahablar, su hermano acabó de hundirla con susrazonamientos contrarios a ella también:

––¡Oh, sí! María tiene que ser nuestra Agatha.

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María será la mejor Agatha. Aunque a Julia sele antoja que prefiere la tragedia, no me fiaríade ella para el caso. No hay nada de trágico entomo a su persona. No tiene el aspecto adecua-do. Sus facciones no se prestan a expresionestrágicas, y camina demasiado aprisa, y hablademasiado aprisa, y no sabría mantenerse seria.Mejor será que interprete la vieja campesina...la mujer del granjero. Créeme, Julia: la mujerdel granjero es un personaje muy simpático, telo aseguro. La vieja mujer da ánimos a su aba-tido marido con su magnífico espíritu. Tienesque ser la mujer del granjero.

––¡La mujer del granjero! ––exclamó Mr. Ya-tes––. ¿Qué estás diciendo? ¡El papel más vul-gar, más despreciable, más insignificante! Elmás gris... sin una intervención aceptable entoda la obra. ¡Hacer esto tu hermana! Es uninsulto proponérselo. En Ecclesford lo dejamospara el ama de llaves. Todos convinimos en queno podíamos ofrecerlo a nadie más. Un pocomás de justicia, señor empresario, por favor. No

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mereces ostentar el cargo, si no sabes apreciarun poco mejor los talentos de tu compañía.

––Verás, en cuanto a eso, amigo mío, mien-tras mi compañía y yo no hayamos actuado, esnatural que uno vaya un poco perdido; pero noquise hacer ningún desprecio a Julia. El caso esque no puede haber dos Agathas y, en cambio,necesitamos una mujer del granjero; y me pare-ce que yo mismo le doy un ejemplo de modes-tia al conformarme con el viejo mayordomo. Siel papel es insignificante, más meritoria será sulabor al conseguir sacarle algún partido; y, sisiente una tal aversión por todo lo humorístico,que recite el texto correspondiente al granjeroen vez del de la mujer, haciendo un trueque depapeles. Me parece que él es un personaje bas-tante grave, y hasta patético. ¡Ya lo creo! Estono alteraría en absoluto el fondo de la obra. Y,en cuanto al papel de granjero, aun con el textocorrespondiente a su mujer, yo mismo estaríadispuesto hacerlo de todo corazón.

––A pesar de todo su partidismo por la mujer

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del granjero ––dijo Henry Crawford––, es im-posible hacer de este papel algo que resulteadecuado para su hermana, y no debemos co-accionarla abusando de su buen carácter. Nodebemos permitir que lo acepte. No seria justoque se sacrificase, a impulsos de su espíritucomplaciente. Su temperamento será indispen-sable para el papel de Amelia. Amelia es unpersonaje más dificil de representar incluso queAgatha. Yo considero que Amelia es el persona-je más dificil de la obra. Requiere mucho tem-ple, mucha delicadeza, para infundirle vigor eingenuidad sin caer en la extravagancia. Hevisto a buenas actrices que han fallado en estainterpretación. La ingenuidad, desde luego,está fuera del alcance de casi todas las actricesprofesionales. Para ello se precisa una delicade-za espiritual que no poseen... Se precisa unadamisela gentil... una Julia Bertram. Y ustedquerrá encargarse del papel, ¿no es cierto? ––añadió, volviéndose a ella con una ansiosa mi-rada suplicante que consiguió apaciguarla un

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poco.Mientras ella dudaba antes de dar una contes-

tación, de nuevo terció su hermano a favor demiss Crawford.

––No, no; Julia no estaría bien en Amelia. Noes el personaje que le cuadre. A ella misma nopuede gustarle. No lo haría bien. Es demasiadoalta y robusta. Para Amelia se requiere unafigurilla delgada, airosa, movediza, juvenil. Esel papel que encaja a miss Crawford, y nadamás que a miss Crawford. Su fisico es idealpara el caso, y estoy convencido de que lo haráadmirablemente bien.

Prescindiendo de esos razonamientos, HenryCrawford seguía insistiendo:

––Tiene que complacemos ––decía––, nopuede negarse. Cuando haya estudiado el pa-pel, no dudo que lo considerará muy adecuadopara usted. Usted elige la tragedia, pero cier-tamente resultará que la comedia la elige a us-ted. Tendrá que visitarme en el calabozo, conuna cesta de provisiones... ¿Se negará usted a

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hacer una visita a este pobre prisionero? Ya meestoy imaginando que la veo llegar con su ces-ta.

El influjo de su voz se hizo sentir. Julia vaci-laba; pero... ¿y si lo único que él se proponía erahalagarla y apaciguarla y que pasara por altosu reciente afrenta? No se fió. El feo había sidoterminante. Acaso ahora no hacía más quecompletar su pérfida jugarreta. Julia miró condesconfianza a su hermana: el rostro de Maríatenía que decidir. Si su expresión reflejara mor-tificación y alarma... Pero no; en el semblantede María todo era serenidad y satisfacción, yJulia sabía muy bien que, en el fondo, su her-mana no podía sentirse feliz sino a costa de ella.Por eso, súbitamente indignada y con un tem-blor en la voz, dijo a Henry:

––Parece que ya no teme eso de no sabermantenerse serio, en el caso de verme llegarcon una cesta de provisiones... aunque una pu-diera suponer... ¡Pero era sólo en el papel deAgatha donde podía resultarle tan irresistible

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mi presencia!Julia se interrumpió. Henry Crawford quedó

un tanto escurrido y como sin saber qué decir.Tom Bertram empezó de nuevo:

––Miss Crawford tiene que ser nuestraAmelia. Será una Amelia excelente...

––No temáis que yo quiera encargarme delpersonaje ––replicó Julia con airada precipita-ción––. Hemos quedado en que no haré el pa-pel de Agatha, y os aseguro que no haré ningu-no; y, en cuanto al de Amelia, no hay en elmundo personaje que pueda disgustarme más.Lo aborrezco. Es una muchacha detestable, ín-fima, descarada, falsa, indecente. Siempre mepronuncié contra la comedia, y ésta es comediadel peor estilo.

Diciendo esto abandonó precipitadamente lahabitación, dejando una sensación de embarazoen más de una persona, pero sin despertarcompasión en ninguna, excepto en Fanny, quefue una oyente pasiva de todo lo que allí sedijo, y que no podía hacerse la reflexión de que

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Julia se sentía torturada por los celos, sin apia-darse de ella.

A su salida siguió un corto silencio, pero suhermano pronto volvió al tema del momento, alas «Promesas de Enamorados», dedicándose ahojear la obra con afán para decidir, con laayuda de Mr. Yates, qué decorados podríannecesitar, mientras María y Henry Crawfordconversaban aparte, a media voz; y la manifes-tación con que ella inició el diálogo, afirmandoque «le cedería el papel a Julia con mucho gus-to, se lo aseguro; pero, aunque es probable queyo lo haga muy mal, estoy convencida de queella lo haría peor», estaba cosechando sin dudatodas las galanterías a que aspiró.

Así llevaban ya bastante tiempo, cuando ladesintegración del grupo fue completada porTom Bertram y Mr. Yates, que juntos abando-naron la habitación para estudiar mejor el casosobre el terreno, o sea en la sala que ahora em-pezaban a denominar «el teatro», y por MaríaBertram, que decidió llegarse personalmente a

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la rectoría para ofrecer el papel de Amelia amiss Crawford. Y Fanny quedó sola.

El primer uso que hizo de su soledad fue to-mar el libro que habían dejado sobre la mesa yenterarse del contenido de la obra. Tenía des-pierta la curiosidad, y sus ojos recorrieron eltexto con afán sólo contenido a intervalos porsu asombro de que hubiesen podido elegiraquello para el caso..., ¡de que se hubiese tenidola osadía de proponerlo y aceptarlo para unteatro casero! Agatha y Amelia le parecieron,cada una en su estilo, unos personajes tan su-mamente impropios para una representaciónen la intimidad del hogar... la situación de launa y el lenguaje de la otra tan inadecuadospara toda mujer modesta, que se le hizo dificiladmitir que sus primas supieran en lo que seestaban empeñando, y deseó de todo corazónque reaccionaran lo antes posible, atendiendo ala protesta de Edmund, a no dudarlo, habría deformular.

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CAPÍTULO XV

Miss Crawford aceptó el papel de muy buenagana; y poco después que María Bertram regre-só de la rectoría, llegó Mr. Rushworth y, por lotanto, quedó adjudicado otro papel. Se le ofre-ció el del conde Cassel y el de Anhalt, a elegir,y al principio no supo por cuál decidirse y pi-dió a su prometida que le orientase; pero cuan-do le hubieron dado a entender el distinto ca-rácter de los personajes recordó que una vezhabía visto la comedia en Londres y que Anhaltle había parecido un tipo muy estúpido, demodo que se decidió por el conde. María Ber-tram aprobó la decisión, considerando quecuanto menos tuviera que aprenderse su pro-metido, mejor; y, aunque no podía participar de

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sus deseos de que hubiera alguna escena enque el conde y Agatha intervinieran juntos, nipodía fácilmente contener su impaciencia mien-tras él hojeaba detenidamente la obra con laesperanza de comprobar que existía la tal esce-na para su satisfacción, ella se dedicó, muyamablemente, a reducirle todos los parlamentosque permitían ser abreviados, al tiempo quesubrayaba la necesidad de que se engalanaramucho para salir a escena, cuidando de elegirunos colores del mejor gusto al combinar suatavío. A Mr. Rushworth le complació muchola idea de presentarse tan adornado, aunquefingiendo despreciarla; y quedó demasiadoatareado en imaginar el efecto que produciría élpara pensar en los demás, o para sacar cual-quiera de las conclusiones o manifestar cual-quiera de los sentimientos de disgusto que Ma-ría había medio esperado de él.

Así de adelantadas estaban las cosas, sin queEdmund, que había permanecido ausente todala mañana, se hubiera enterado de nada; pero

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cuando entró en el salón antes del almuerzo,mientras Tom, María y Mr. Yates estaban en-tregados a la discusión del mismo tema, Mr.Rushworth fue a su encuentro con gran dili-gencia para enterarle de las gratas nuevas.

––Ya tenemos obra ––dijo––. Haremos «Pro-mesas de Enamorados»; y yo seré el conde Cas-sel, y voy a tener que salir, primero, con trajeazul y capa de satén rosa y, después, tendréque llevar otro elegante indumento de caza, defantasía. No sé si me gustará.

Los ojos de Fanny seguían a Edmund y su co-razón latía con fuerza al escuchar la comunica-ción y ver la cara que él ponía, comprendiendocuáles habían de ser sus sentimientos en aquelmomento.

––¡«Promesas de Enamorados»! ––con acentode pasmo, fue la única contestación que dio aMr. Rushworth; y se volvió hacia su hermano yhermanas, como sin atreverse a dudar de unacontradicción.

––Sí ––corroboró Mr. Yates––. Después de to-

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das nuestras discusiones y dificultades, descu-brimos que nada podía ajustarse mejor a nues-tros deseos, que no encontraríamos nada tanideal como «Promesas de Enamorados». Loasombroso es que no se nos hubiera ocurridoantes. Mi estupidez ha sido enorme, ya que conesta obra tendremos las ventajas de todo lo queyo vi en Ecclesford, ¡y es tan útil contar conalgo que sirva de patrón! Hemos repartido yacasi todos los papeles.

––Pero... ¿y quién se encargará de los femeni-nos? ––inquirió Edmund gravemente y miran-do a María.

Este se ruborizó a despecho de sí misma alcontestar:

––Yo haré la parte que había de interpretarlady Ravenshaw, y ––añadió, mirándole conmás audacia–– miss Crawford encarnará aAmelia.

––Yo no la hubiese considerado la obra másadecuada para representar nosotros ––replicóEdmund, alejándose en dirección a la chime-

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nea, en torno a la cual estaban sentadas su ma-dre, tía Norris y Fanny, y donde fue a sentarsetambién él, evidentemente disgustado.

Mr. Rushworth le siguió para decir:––Yo aparezco tres veces y tengo cuarenta y

dos parlamentos. Es algo, ¿no le parece? Perono me seduce mucho lo de presentarme conuna elegancia tan refinada. Casi no me recono-ceré, metido en un traje azul y envuelto en unacapa de raso de color rosa.

Edmund no se vio capaz de contestarle. Pocosminutos después, Tom Bertram fue llamado ala otra sala para aclarar algunas dudas al car-pintero, y salió acompañado de Mr. Yates. Apoco les siguió Mr. Rushworth, y Edmundaprovechó casi inmediatamente la oportunidadpara decir:

––No puedo hablar delante de Mr. Yates delconcepto que me merece esa obra sin que él veaen mis palabras una alusión a sus amigos deEcclesford; pero a ti debo decirte ahora, queridaMaría, que la considero en extremo inadecuada

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para una representación particular, y esperoque renunciaréis a ella. No puedo menos desuponer que tú serás la primera en rechazarlaen cuanto la hayas leído detenidamente. Léelesnada más que el primer acto a tu madre o a tutía, en voz alta, y tú verás si puedes aprobarla.No será necesario someterte al juicio de tu pa-dre, estoy seguro.

––Nuestros respectivos puntos de vista sonmuy distintos ––replicó María––. Conozco laobra perfectamente, no lo dudes, y medianteunos pocos cortes, omisiones, etcétera, quedesde luego se harán, no veo que pueda habernada censurable en ella; y no soy yo la únicamujer joven del grupo que la considera muyapta para una representación particular.

––Y yo lo lamenta––contestó él––; pero en es-ta cuestión eres tú quien debes mandar. Tú de-bes dar el ejemplo. Si otros han errado, a ti tecorresponde hacerles rectificar y mostrarles enqué consiste la auténtica sensibilidad. En todocuanto afecte al decoro, tu conducta debe ser

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ley para los restantes elementos del grupo.Esta imagen de su importancia surtió algún

efecto, pues a nadie podía gustarle más que aMaría mandar sobre los demás; y, de un humormuy mejorado, contestó:

––Te estoy muy agradecida, Edmund. Tu in-tención es buenísima, no lo dudo; pero sigopensando que juzgas las cosas con excesivorigor, y yo no puedo ponerme en el plan dearengar a los demás sobre un tema de esta ín-dole. En ello estaría el mayor indecoro, creo yo.

––¿Acaso supones que de mi cabeza podríabrotar una idea así? No; deja que sea tu conduc-ta la única arenga. Diles que, al examinar tuparte, has comprendido que no servirías parainterpretarla; que te has dado cuenta de querequieres más práctica y seguridad de lo quehabías supuesto. Dilo con firmeza, y será másque suficiente. Todos los que sepan distinguircomprenderán tus motivos. Se renunciará a laobra y será honrada tu delicadeza tal cual co-rresponde.

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––No representes nada que sea impropio,querida ––dijo lady Bertram––; a tu padre no legustaría. Fanny, toca la campanilla; es hora deque se sirva el almuerzo. De seguro que Juliaestá ya vestida.

––Estoy convencido, mamá ––dijo Edmund,reteniendo a Fanny––, de que a su padre no legustaría.

––Ya lo ves, hija mía; ¿has oído lo que diceEdmund?

––Si yo rechazara mi papel ––dijo María, conrenovado empeño––, es seguro que Julia loharía.

––¡Cómo! ––exclamó Edmund––. ¿Conocien-do tus razones?

––¡Oh¡, ella se basaría en la diferencia queexiste entre nosotras... en lo distinto de nuestrasituación respectiva... en que ella no precisatener los escrúpulos que yo debo sentir forzo-samente. Estoy segura de que razonaría así. No,Edmund; tienes que disculparme. No puedoretractar mi consentimiento; todo está ya dema-

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siado resuelto... todos quedarían tan decepcio-nados... Tom se pondría furioso; y si hemos deser tan mirados nunca llegaremos a representarnada.

––Es exactamente lo mismo que ahora iba adecir yo ––terció tía Norris––. Si a todas las pie-zas hay que encontrarles reparos, no represen-taréis nada y los preparativos no habrán sidomás que dinero tirado; y os aseguro que esto síque sería un descrédito para todos nosotros. Yono conozco la obra; pero, como dice María, sicontiene algo un poco subido de tono (y en casitodas se da el caso) fácilmente se puede eludir.No hemos de ser escrupulosos hasta la exage-ración, Edmund. Como Mr. Rushworth inter-viene también, no puede hacer daño. Yo sólohubiera deseado que Tom supiera lo que queríacuando los carpinteros empezaron a trabajar,pues se perdió medio jornal por cuestión deesas puertas laterales. La cortina será un buennegocio, sin embargo. Las muchachas se esme-ran mucho en su confección, y me parece que

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podremos devolver algunas docenas de anillas.No hay lugar para ponerlas tan juntas unas deotras. Supongo que yo soy de alguna utilidad,procurando evitar todo lo que sea gasto inútil yhaciendo la mayoría de las cosas. Siempre de-bería haber una cabeza sentada para vigilar losasuntos que están en manos de la juventud. Apropósito, me olvidé de contarle a Tom algoque me sucedió hoy mismo. Estuve cuidandode mi gallinero y acababa de salir, cuando metropecé con Dick Jackson, que se dirigía al pa-bellón de los criados con dos pedazos de carnepara su padre, podéis estar seguros; la madretuvo que mandarle a un recado cerca del padre,y éste aprovechó la ocasión para pedirle esosbocados, alegando que no podía pasarse sinellos. Comprendí lo que aquello significaba,pues en aquel preciso instante sonaba la cam-pana llamando al servicio a la mesa; y comoaborrezco a las gentes interesadas (los Jacksonson muy interesados, siempre lo dije... son deesa clase de personas que procuran sacar todo

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lo que pueden) me enfrenté con el muchacho(ya sabéis que es un muchachote grandullón,de diez años, que debería avergonzarse de símismo) y le dije: «Ya me encargaré yo de lle-varle esa carne a tu padre, Dick; o sea que ya teestás volviendo a tu casa a toda prisa». El mu-chacho quedó como petrificado, y acto seguidose alejó sin decir esta boca es mía, pues creo quemis palabras fueron bastante tajantes; y yo diríaque habrá escarmentado y no volverá a rondarla casa por una temporada larga. Me indignaese afán de abuso... ¡con lo bueno que es vues-tro padre con esa familia, dando empleo alhombre durante todo el año!

Nadie se tomó la molestia de contestar. Losque habían salido no tardaron en volver, y Ed-mund se dijo que el haber intentado que rectifi-casen habría de ser su única satisfacción.

El almuerzo transcurrió pesadamente. TíaNorris refirió otra vez su triunfo sobre DickJackson; pero, por lo demás, poco se habló de lafunción ni de los preparativos, pues la des-

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aprobación de Edmund pesaba incluso sobre elánimo de su hermano, aunque éste hubieradeseado no acusarla. María, al carecer del alen-tador apoyo de Henry Crawford, prefirió sos-layar el tema. Mr. Yates, que pretendía hacersesimpático a Julia, tropezó con su mal humor,menos impenetrable para cualquier tópico quepara el de lo mucho que él sentía que quedaseal margen del cuadro escénico; y Mr. Rush-worth, que no tenía en la cabeza más que supapel y su vestuario, pronto agotó todo lo queuno y otro tema podían dar de sí.

Sin embargo, el tema de la representaciónquedó sólo en suspenso por un par de horas.Quedaban todavía muchos cabos por atar; ycomo los espíritus del atardecer les infundierannuevos alientos, Tom, María y Mr. Yates, ape-nas volvieron a reunirse todos en el sofá, fue-ron a sentarse en una mesa aparte y abrieron laobra, dispuestos a estudiar y solucionar susposibles dificultades; y empezaban a entrar delleno en el asunto cuando fueron agradable-

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mente interrumpidos por la aparición de Mr. ymiss Crawford, los cuales, a pesar de lo tarde,lo obscuro y lo brumoso de la hora y del tiem-po, no pudieron pasarse sin ir y viéronse aco-gidos por la más cordial y alegre de las bien-venidas.

«Bueno, ¿cómo va eso?» y «¿Qué nuevosacuerdos habéis tomado?» y «¡Oh!, no podemoshacer nada sin vosotros» fueron las frases quese cruzaron a seguido de los primeros saludos;y Henry Crawford no tardó en sentarse junto alos tres que ocupaban la mesita aparte, mien-tras su hermana se dirigía hacia donde se en-contraba lady Bertram para cumplimentarlacon atenta deferencia.

––Sinceramente debo felicitar a usted ––dijo–– por haber sido ya elegida la obra a represen-tar; pues, aunque usted lo ha soportado todocon paciencia ejemplar, no dudo que estarácansada de tanto ruido y tanta discusión; poreso le doy a usted mi sincera enhorabuena, lomismo que a la señora Norris y a todos los que

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entran en el mismo predicamento ––añadió,repartiendo su mirada, mitad temerosa, mitadastuta, entre Fanny y Edmund.

Obtuvo una contestación muy cortés de ladyBertram, pero Edmund no dijo nada. Que él nofuera más que uno de los circunstantes quedósin desmentir. Después de seguir unos minutoscharlando con el grupo reunido en tomo al fue-go, miss Crawford se reunió con los sentadosen tomo a la mesa y, permaneciendo de piejunto a ellos, pareció que se interesaba en susdisposiciones hasta que, como recordando desúbito algo de capital importancia, exclamó:

––¡Amigos míos! Veo que estáis trabajandocon gran ponderación en tomo a los decoradosde esas granjas y cervecerías, por dentro y porfuera; pero, por favor, decidme entretanto cuálva a ser mi suerte. ¿Quién hará el papel deAnhalt? ¿Cuál de vosotros será el caballero aquien tendré el placer de hacer el amor?

Transcurrieron unos segundos sin que nadiehablara; y después hablaron muchos a la vez

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para decir la misma triste verdad: todavía nocontaban con ningún Anhalt. Mr. Rushworth sehabía decidido por el conde Cassel, pero delpapel de Anhalt nadie se había encargado aún.

––Yo pude elegir entre los dos personajes ––dijo Mr. Rushworth––, y me pareció que megustaba más el papel de Conde... aunque no meentusiasma eso de salir a escena tan elegante yadornado.

––Fue muy acertada su elección, desde luego––replicó miss Crawford, intencionadamente––;el papel de Anhalt es bastante difícil.

––El Conde tiene cuarenta y dos parlamentos ––subrayó Mr. Rushworth––, lo que no es unabagatela.

––No me sorprende nada ––dijo miss Craw-ford, después de una corta pausa–– que nohaya surgido ningún Anhalt. Amelia no merecemejor suerte. Una muchacha tan desenvuelta esnatural que asuste a los hombres.

––A mí me causaría más que satisfacción en-cargarme del papel, si fuera posible ––protestó

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Tom––; pero, desgraciadamente, el mayordomoy Anhalt coinciden en escena. Sin embargo, noquiero dar el caso por perdido; veré si se puedehacer algo... lo repasaré otra vez.

––Tu hermano seria el indicado ––dijo Mr.Yates a Tom, en voz baja––. ¿No crees queaceptaría?

––No seré yo quien se lo proponga ––replicóTom, de un modo frío, terminante.

Miss Crawford cambió de tema y poco des-pués se reunió con el grupo de la chimenea.

––No me necesitan para nada ––dijo, toman-do asiento––. Sólo sirvo para ponerles en unaprieto y obligarles a pronunciar frases corte-ses. Edmund, puesto que usted no toma parteen la comedia, será un consejero desinteresado,y por esto recurro a usted. ¿Qué podríamoshacer para disponer de un Anhalt? ¿Hay posi-bilidad de que alguno de los otros asuma laencarnación del personaje, haciendo un doblepapel? ¿Cuál es su consejo?

––Mi consejo ––replicó él con calma–– es que

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se cambie la comedia.––Yo no tendría inconveniente ––dijo Mary––;

pues aunque particularmente no me disgusta elpapel de Amelia si se sostiene bien... es decir,sin sufrir grandes tropiezos, lamentaría ser unobstáculo. Pero como los de esa mesa ––añadió,dirigiendo la mirada al grupo de Tom–– pareceque no están dispuestos a oír sus consejos, esmuy seguro que no van a seguirlos.

Edmund permaneció callado.––Si algún papel pudiera inducirle a usted a

tomar parte en la representación, supongo quesería el de Anhalt ––observó ella sutilmente, alcabo de una breve pausa––, pues se trata de unclérigo, como usted sabe.

––Esta circunstancia, precisamente, no podríainducirme a ello ––replicó Edmund––, pueslamentaría hacer del personaje un tipo ridículopor no saber actuar en escena. Tiene que sermuy difícil evitar que Anhalt parezca un dis-cursante formalista, superficial; y el individuoque personalmente ha elegido la carrera es, tal

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vez, el último que se prestaría a representar elpapel de clérigo en las tablas.

Miss Crawford enmudeció y, con una mezclade resentimiento y mortificación, corrió su sillaostensiblemente hacia la mesa de té, prestandotoda su atención a tía Norris, que la presidía.

––Fanny ––llamó Tom Bertram desde la otramesa, donde la conferencia se desarrollaba conmucha animación y la conversación era ince-sante––, precisamos de tus servicios.

Fanny se puso en pie en el acto, esperandoalgún mandado; pues el hábito de emplearla ental sentido no se había abandonado aún a pesarde todos los esfuerzos de Edmund por conse-guirlo.

––¡Oh! No hace falta que abandones tu asien-to. No precisamos tus servicios para este mo-mento. Sólo vamos a requerirte para nuestrarepresentación. Tendrás que hacer la mujer delgranjero.

––¡Yo¡ ––exclamó Fanny, sentándose de nue-vo, llena de espanto––. Desde luego, tenéis que

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excusarme. No sería capaz de interpretar nin-gún papel aunque me diesen el mundo a cam-bio. No, eso sí que no, no sé actuar en escena.

––Desde luego, pero tienes que hacerlo por-que no podemos prescindir de ti. No hace faltaque te asustes por eso; es un papel insignifican-te, una nadería, con apenas media docena deparlamentos en toda la obra, y poco importarási nadie se entera de una palabra de lo que di-ces. De modo que podrás ser tan ladina comoquieras, pero de ésta no te escapas, porque loque nos conviene es que aparezcas para que sete vea.

––Si la asustan media docena de parlamentos––consideró Mr. Rushworth––, ¿cómo se lascompondría con un papel como el mío? Yo ten-go que aprenderme cuarenta y dos.

––No es que me asuste aprenderlo de memo-ria ––dijo Fanny, casi horrorizada al encontrar-se ella sola hablando en la habitación y sentirque todas las miradas convergían sobre ella––,pero es que en realidad no sé actuar en escena.

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––Sí, sí; sabes bastante para nosotros. Teaprendes el papel, y nosotros te enseñaremostodo lo demás. Sólo intervienes en dos escenas,y como yo seré el granjero, yo mismo te pondréen el caso y te guiaré por donde convenga; y loharás muy bien, respondo de ello.

––No, no, Tom; debes excusarme. No puedesimaginarte mi torpeza. Es algo absolutamenteimposible para mí. Si fuera capaz de aceptarlo,sólo representaría un estorbo.

––¡Bah! ¡Bah! No seas tan modesta. Lo harásmuy bien. Tendrás toda la condescendencia denuestra parte. No exigimos perfección. Te pon-drás un vestido marrón, un delantal blanco yuna toca, y nosotros te pintaremos unas arru-gas, unas cuantas patas de gallo junto a los ojos,y quedarás convertida en una vieja mujer idealpara el caso.

––Tenéis que excusarme, es forzoso que meexcuséis ––protestaba Fanny, poniéndose cadavez más colorada debido a su enorme excita-ción y mirando acongojadamente a Edmund,

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que la observaba con expresión cariñosa, peroque, no queriendo exasperar a su hermano consu intervención, se limitó a corresponder conuna sonrisa alentadora. La súplica de Fanny nohizo el menor efecto a Tom, que repitió sus an-teriores argumentos. Y no se trataba sólo deTom, pues la petición obtuvo después el apoyode María, y de Mr. Crawford, y de Mr. Yates,cuya insistencia sólo se diferenció de la delprimero en que era más suave o más ceremo-niosa; y todo ello, en conjunto, resultaba algoexcesivamente abrumador para Fanny. Antesde que le dieran tiempo siquiera para respirar,tía Norris vino a completar su violencia al diri-girse así a ella, en un susurro colérico, al tiempoque perceptible para los demás:

––¡Vaya asunto se está haciendo aquí de unatontería! Estoy avergonzada por ti, Fanny. ¡Po-ner tantas dificultades cuando se trata de com-placer a tus primos en una cosa tan insignifi-cante como ésta... tan amables como son elloscontigo! Acepta el papel de grado y no des lu-

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gar a que se hable más de ello, por favor.––No la obligue, tía ––terció Edmund––. No

está bien forzarla de ese modo. Ya ve que no legusta hacer función. Dejemos que decida tanlibremente como todos nosotros. Su criterio esacreedor a toda consideración. No insista más.

––No volveré a insistir ––replicó tía Norris,ofendida––; pero habré de considerarla unamuchacha muy obstinada y desagradecida,cuando no es capaz de acceder a los deseos desu tía y sus primos... Muy desagradecida, vayaque sí, teniendo en cuenta quién es y lo que es.

Edmund estaba demasiado indignado parapoder hablar; pero miss Crawford, después demirar por un momento con asombro a la señoraNorris y luego a Fanny, cuyas lágrimas empe-zaban a asomar, dijo inmediatamente con ciertaagudeza:

––No me gusta mi situación; este sitio es de-masiado caluroso para mí.

Y corrió su silla hacia el lado opuesto de lamesa, junto a Fanny, para decirle en un discreto

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y amable susurro, al sentarse a su lado:––No se preocupe, querida; tenemos un día

aciago. Todo el mundo está contrariado y mo-lesto. Pero no les hagamos caso.

Y con acentuada deferencia siguió hablándolee intentando levantar su ánimo y ponerla debuen humor, a pesar de que ella misma se sen-tía de un humor pésimo. Mediante una miradaque dirigió a su hermano, evitó que se renova-ran los ruegos a Fanny para que aceptara elpapel; y las intenciones realmente buenas porlas que se regía, casi puramente, en aquellosmomentos bastáronle para recuperar en el actola totalidad del poquito terreno que había per-dido a los ojos de Edmund.

Fanny no quería a miss Crawford, pero leagradeció mucho su amabilidad; y cuando,después de interesarse por su labor y manifes-tarle que ella quisiera saber hacer unas laborestan primorosas, y rogarle que le prestara el di-seño de la que estaba haciendo, y expresar susuposición de que se estaba preparando para

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ser presentada en sociedad, como sin duda seharía en cuanto su prima se hubiese casado,miss Crawford le preguntó si había tenido úl-timamente noticias de su hermano embarcado,y le dijo que tenía muchos deseos de conocerle,añadiendo que lo imaginaba un muchacho muyagradable, y aconsejó a Fanny que un pintor lehiciera un retrato para quedárselo ella antes deque se hiciera de nuevo a la mar...; después detodo esto, no pudo menos que admitir que eranunos halagos muy agradables, a los que forzo-samente había que prestar oídos y a los quecontestó poniendo en su acento más animaciónde la prevista.

La conferencia en tomo al libro de la obra se-guía aún, y el primero en interrumpir el colo-quio de miss Crawford con Fanny fue Tom Ber-tram al manifestarle, con profundo pesar, quele resultaba totalmente imposible encargarsedel papel de Anhalt, además del de mayordo-mo, ya que había puesto todo su afán en procu-rar hacerlo factible, pero no había forma: tenía

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que abandonar su empeño.––Pero no habrá la menor dificultad en en-

contrar quien quiera encargarse del papel ––añadió––. Sólo tenemos que abrir la boca. Po-dremos elegir a voluntad. Ahora mismo podríanombrar a seis jóvenes al menos, que viven amenos de seis millas a la redonda y que ardenen deseos de ser admitidos en nuestra compa-ñía; y hay entre ellos uno o dos que no desen-tonarían. Yo no temería confiar en cualquierade los Oliver o en Charles Maddox. Tom Oliveres un muchacho muy inteligente, y CharlesMaddox es en todas sus cosas tan caballerocomo pueda apetecerse; así es que mañanatemprano ensillaré mi caballo para llegarmehasta Stoje y ponerme de acuerdo con algunode ellos.

Mientras esto decía Tom, María miró a Ed-mund recelosamente, muy convencida de quese opondría a tal ampliación, tan contrapuesta atodas sus anteriores advertencias; pero Ed-mund permaneció callado.

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Al cabo de unos momentos de reflexión, missCrawford replicó con calma:

––Por lo que a mí respecta, nada puedo obje-tar a lo que vosotros consideréis acertado. ¿Co-nozco a alguno de esos dos caballeros? Sí, Mr.Charles Maddox almorzó un día en casa de mihermana, ¿no es cierto, Henry? Un muchachode aspecto muy formal. Le tengo muy presente.Que sea a él a quien se recurra, por favor, puesserá menos desagradable para mí tener poroponente a un individuo totalmente desconoci-do.

Quedaron en que Charles Maddox sería elhombre. Tom repitió su decisión de ir a su en-cuentro el día siguiente a primera hora; y aun-que Julia, que apenas había desplegado los la-bios hasta aquel momento, dijo con acento sar-cástico, dirigiendo la mirada a María primero ya Edmund después, que «de la función de afi-cionados de Mansfield se hablaría en excesopor toda la comarca», Edmund se mantuvoimpasible, limitándose a mostrar su disgusto

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con una determinada gravedad en su actitud.––No siento gran entusiasmo por nuestra re-

presentación ––dijo miss Crawford en voz bajaa Fanny, pasados unos momentos de mudareflexión––; y estoy dispuesta a decirle a Mr.Maddox que suprimiré algunos de sus parla-mentos y gran número de los míos, antes deensayar juntos. Será muy desagradable, y enmodo alguno lo que yo esperaba.

CAPÍTULO XVI

No estaba en el poder de miss Crawford con-seguir, con su conversación, que Fanny olvida-ra realmente lo que había sucedido. Al términode la velada fue a acostarse dominada por lamisma impresión, con los nervios todavía exci-

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tados por la violencia del ataque que le habíadirigido su primo Tom, tan pública e insisten-temente, y con el espíritu agobiado por la re-flexión y el reproche tan desconsiderados quele había hecho su tía. Haberse visto llamada deaquel modo, para enterarse de que sólo se tra-taba del preludio de algo infinitamente peor;haber escuchado que debía hacer algo tan im-posible para ella como intervenir en la repre-sentación y, después, haber tenido que soportaraquellas imputaciones de obstinación e ingrati-tud, reforzadas con aquella alusión a su situa-ción de inferioridad... fue un todo que la hizosufrir demasiado en el momento de producirsepara que al recordarlo a solas pudiera afligirlamucho menos, especialmente teniendo en cuen-ta el sobreañadido temor de que a la mañanasiguiente se renovara el planteamiento de lacuestión. La protección de miss Crawford sólohabía servido para el momento; y si se veía denuevo requerida por ellos, con toda la insisten-cia autoritaria que Tom y María eran capaces

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de desarrollar, y en el caso probable de queEdmund se encontrase fuera de casa, ¿qué po-dría hacer ella? Quedó dormida antes de hallarcontestación a esta pregunta, que no le pareciómenos abrumadora cuando se despertó por lamañana. Pero como el cuartito blanco del ático,que había seguido siendo su dormitorio desdeel día que pasó a integrar la familia Bertram,resultase incompetente para sugerirle algunacontestación, Fanny recurrió, en cuanto estuvovestida, a otra habitación más espaciosa y másapropiada para pasear, reflexionando, arriba yabajo, y de la que era desde hacía algún tiempocasi tan dueña como de la suya. Había sido elcuarto de estudio de las niñas; es decir, estenombre había sido su distintivo hasta que lashermanas Bertram no quisieron admitir quesiguieran llamándolo ìsí ni se destinase a tal finhasta otra época futura. Allí había vivido missLee y allí las niñas habían leído y escrito, yhablado y reído hasta hacía poco más de tresaños, cuando aquélla abandonó la casa. Enton-

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ces la habitación se convirtió en un espacio in-servible, y por algún tiempo quedó totalmenteabandonada, excepto por parte de Fanny, queentraba a menudo para cuidar de sus plantas osiempre que deseaba coger uno de sus libros; yno estaba poco contenta de poder guardarlosallí, dada la insuficiencia de espacio disponibleen su cuartito del piso superior. Pero gradual-mente, a medida que se acrecentaba el valorque para ella tenía el nuevo espacio por las co-modidades que le proporcionaba, fue conside-rándolo como parte integrante de sus dominiosy pasaba allí casi todas sus horas libres; y al notropezar con ninguna oposición había idoadueñándose de un modo tan natural e impre-meditado de aquel rincón, que ahora todos loconsideraban de su pertenencia. Así, pues, elcuarto del este, como lo llamaban desde queMaría Bertram había cumplido los dieciséisaños, se consideraba ahora casi tan particularde Fanny como el cuartito blanco del ático;pues la estrechez del uno hacía tan evidente-

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mente razonable el uso del otro, que las herma-nas Bertram, que tenían en sus respectivos apo-sentos todas las ventajas superiores que pudie-ra exigir su propio sentido de superioridad, loaprobaron sin el menor reparo; y tía Norris,después de estipularse que jamás se encenderíaallí una estufa por motivo de Fanny, quedómedianamente resignada a que ésta hiciera usode lo que nadie más quería, aunque los térmi-nos en que a veces hablaba del favor parecíansignificar que se trataba de la mejor habitaciónde la casa.

Su orientación era tan ideal, que hasta sin es-tufa era habitable en más de una incipienteprimavera y de un fin de otoño, por la mañana,para una espíritu tan resignado como el deFanny; y, mientras en ella entrase un rayo desol, abrigaba la esperanza de no tener queabandonarla, ni siquiera en pleno invierno. Elbienestar que le procuraba en sus horas deasueto era grande. Allí podía refugiarse des-pués de toda escena desagradable soportada en

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el piso bajo, hallando inmediato consuelo enalguna ocupación o algún curso de ideas enrelación con los mismos objetos de que se veíarodeada. Sus plantas, sus libros (que se habíadedicado a coleccionar con afán desde el pri-mer momento en que pudo disponer de unchelín), su mesita escritorio, sus labores carita-tivas e ingeniosas... todo lo tenía allí a su alcan-ce; y cuando no se sentía en disposición deocuparse en algo, cuando su ánimo sólo la pre-disponía al ensueño y a la contemplación, ape-nas podía mirar un objeto en aquel recinto queno suscitara en ella la evocación interesante dealgún hecho ocurrido en aquel mismo sitio.Todo le era amigo o le hacía pensar en una per-sona amiga; y aunque allí había tenido que so-portar a veces mucho sufrimiento... aunque susrazones habían sido a menudo mal interpreta-das, sus sentimientos desatendidos y su intelec-to menospreciado... aunque allí había conocidolos tormentos del rigor, del ridículo y del des-dén..., no obstante, casi toda repetición de al-

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guna de aquellas coyunturas había conducido aalgo consolador: tía Bertram había hablado ensu defensa, o miss Lee la había alentado, o, loque era más frecuente y más apreciable aún,Edmund había sido su paladín y su amigo desiempre, ya defendiendo su causa o explicandosu intención, ya encareciéndole que no llorase odándole alguna prueba de afecto que convertíasu llanto en una verdadera delicia... Y el con-junto aparecía ahora tan perfectamente fundi-do, con unos matices tan bien armonizados porla distancia, que toda pretérita aflicción tenía suencanto. El recinto le era sumamente querido yno hubiera cambiado sus muebles por los mejo-res de la casa, aunque lo que ya de por sí erasencillo había recibido los malos tratos de lagente menuda. Y los principales adornos y ele-gancias que contenía eran: un deslucido escabelque Julia usara en sus labores, excesivamenteestropeado para llevarlo a la sala de estar; trestransparencias, debidas a cierto momento enque una racha de la moda impuso las transpa-

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rencias por todas partes, que cubrían los trescristales inferiores de una ventana, donde laAbadía de Tintem tenía su sitio entre unas rui-nas de Italia y un lago iluminado por la luna enCumberland; una colección de retratos de fami-lia considerados indignos de figurar en otrositio, sobre la repisa de la chimenea; y al ladode éstos, apoyado contra la pared, el pequeñocroquis de un barco que cuatro años antes lehabía enviado William desde el Mediterráneo,con la inscripción H.M.S.2 en el casco de unoscaracteres tan grandes como el palo mayor.

A este refugio de consuelos acudió Fanny pa-ra probar su influjo sobre un espíritu turbado,receloso...; para ver si contemplando la efigiede Edmund podía intuir alguno de sus conse-jos, o si oreando sus plantas podía inhalar elaura que templase su ánimo. Pero no eran sólolos temores en cuanto a la posibilidad de de-

2 Abreviatura de His Majesty's ship. Buque de suMajestad (N. del T.)

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fender su postura lo que tenía que vencer:había empezado a sentirse indecisa con respec-to a la postura que debía adoptar; y mientraspaseaba arriba y abajo de la habitación aumen-taba su incertidumbre. ¿Obraba rectamente alnegarse a lo que se le pedía con tanto afán... a loque podía ser tan esencial para el logro de unproyecto en el que algunos, a los que ella debíamostrarse siempre dispuesta a complacer,habían puesto todas sus ilusiones? ¿No seríaaquello mala voluntad, egoísmo y un temor aexponerse? ¿Y podía el criterio de Edmund, elconvencimiento que éste tenía de la total des-aprobación de sir Thomas, ser bastante parajustificarla en una determinada negativa contrala voluntad de todos los demás? Seria para ellatan horrible intervenir en la representación, quese inclinó a desconfiar de la autenticidad y pu-reza de sus propios escrúpulos; y al pasear entorno su mirada vio reforzado el derecho de susprimos a contar con su gratitud, ante la presen-cia de los regalos y más regalos que de ellos

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había recibido. La mesa situada entre las ven-tanas aparecía cubierta de cajas de labores quele habían sido ofrecidas en distintas ocasiones,especialmente por Tom, y se aturdió sólo deconsiderar la importancia de la deuda que to-dos aquellos amables recuerdos representaban.Una llamada a la puerta la sorprendió en mediode esos intentos para hallar el camino de sudeber, y su discreto «Adelante» fue correspon-dido por la aparición de la persona ante cuyapresencia todas sus inquietudes solían desva-necerse. Sus ojos se iluminaron al ver a Ed-mund.

––¿Puedo hablar contigo, Fanny, sólo unosminutos? ––preguntó él.

––Sí, claro.––Quiero consultarte... necesito tu opinión.––¡Mi opinión! ––exclamó su prima, casi asus-

tada al cumplido, que, al mismo tiempo, le cau-saba una gran satisfacción.

––Sí, tu consejo y tu opinión. No sé qué hacer.Esa perspectiva de la representación va adop-

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tando un cariz cada vez peor, ya lo ves. Hanelegido casi la peor obra que podían elegir; yahora, para que nada falte, van a solicitar lacolaboración de un individuo muy superficial-mente conocido por todos nosotros. Aquí acabatoda la formalidad y reserva de que se habló alprincipio. No sé si puede reprocharse nada aCharles Maddox; pero la excesiva intimidadque forzosamente tiene que nacer de su admi-sión entre nosotros en este plan... más que in-timidad, familiaridad, es algo altamente censu-rable; y a mí me parece un daño de tal grave-dad como para evitarlo, si es posible, a todacosta. ¿No lo consideras tú así?

––Sí, pero ¿qué se puede hacer? ¡Tu hermanoestá tan determinado...!

––Sólo una cosa cabe hacer, Fanny. Yo mismotendré que encargarme del papel de Anhalt.Estoy convencido de que es lo único que podráfrenar a Tom.

Fanny no pudo contestarle.––Nada tan lejos de mi gusto ––prosiguió él––

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. A ningún hombre puede gustarle verse lleva-do a una situación que lo haga aparecer taninconsecuente. Todo el mundo sabe que meopuse al plan desde el primer momento, y pa-rece absurdo que me preste a colaborar ahora,cuando precisamente están rebasando los lími-tes de lo proyectado en un principio, en todoslos aspectos. Pero no veo otra alternativa; ¿y tú,Fanny?

––No ––contestó ella, hablando con lentitud––, ahora mismo, no... pero...

––¿Pero qué? Veo que tu opinión no coincidecon la mía. Piénsalo un poco. Acaso tú no veastan claramente como yo los perjuicios que po-dría, la situación desagradable que tendría queproducir la introducción de un joven en nuestrocírculo de ese modo... mezclándole en nuestravida doméstica... autorizándole a venir a todashoras... colocándole en un terreno que pronto lellevaría a prescindir de todas las barreras. Bastacon pensar en las libertades que cada ensayotendería a crear. ¡Es algo inaceptable, por todos

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conceptos! Ponte en el lugar de miss Crawford,Fanny. Considera lo que representaría hacer elpapel de Amelia con un extraño. Ella tiene de-recho a que se lamente su situación, porque esevidente que ella misma la lamenta. Llegó a misoídos lo suficiente de lo que te dijo anoche paracomprender su renuncia ante la perspectiva deactuar con un desconocido; y como probable-mente se comprometió a aceptar su papel espe-rando algo muy distinto... tal vez sin considerarla cuestión con bastante detenimiento para dar-se cuenta de lo que se trataba con exactitud...seria una actitud poco generosa, seria en reali-dad obrar mal, dejarla expuesta a semejantecontingencia. Sus sentimientos merecen serrespetados. ¿No te parece que así debe ser,Fanny? ¿Acaso lo dudas?

––Lo siento por miss Crawford, pero todavíasiento más verte arrastrado a hacer algo contralo que te habías pronunciado, aquello que to-dos saben que consideras habrá de disgustar atu padre. Será un gran triunfo para ellos.

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––No tendrán gran motivo de considerarlo untriunfo cuando vean lo mal que trabajo. Pero,de todos modos, no dejará de ser un triunfo, yesto me subleva. No obstante, si yo puedo ser elmedio que reduzca la publicidad del asunto,que limite el círculo de la exhibición, que con-centre nuestra extravagancia a sus más estre-chos límites, me consideraré bien pagado. Man-teniéndome en la actual postura no tengo lamenor influencia... no puedo hacer nada: les heofendido y no quieren escucharme. Pero, encuanto les haya puesto de buen humor con miconcesión, tengo la esperanza de que podrépersuadirles en el sentido de concretar la repre-sentación a un círculo mucho más estrecho queel que ahora están dispuestos a consentir. Estoserá una ventaja positiva. Mi objetivo es evitarque la cosa transcienda más allá de los Rush-worth y los Grant. ¿No vale la pena procurarlo?

––Sí, es un punto muy importante.––Pero aún no merece tu entera aprobación.

¿Puedes sugerirme algún otro medio que me

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permita conseguir el mismo provecho? ––No,no se me ocurre nada más.

––Entonces, dime que lo apruebas, Fanny. Noquedo tranquilo sin tu aprobación.

––¡Por favor, Edmund!––Si no estás de acuerdo, tendré que descon-

fiar de mí mismo; y aun así... Pero es absoluta-mente imposible dejar que Tom vaya por esecamino, recorriendo la comarca en busca dealguien que quiera intervenir en la función, noimporta quién... mientras tenga la estampa deun caballero. Creí que tú habías penetrado me-jor los sentimientos de miss Crawford.

––Sin duda se pondrá muy contenta. Será ungran alivio para ella ––dijo Fanny, procurandodar a sus palabras un acento de mayor convic-ción.

––Nunca se mostró más amable que anoche,en su modo de portarse conmigo. Ello la hizoacreedora a toda mi buena voluntad.

––Estuvo muy amable, realmente, y me satis-face haberle ahorrado...

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No pudo terminar su generosa efusión: suconciencia la detuvo en seco; pero Edmundquedó satisfecho.

––Me reuniré abajo con ellos inmediatamentedespués del desayuno ––dijo––, y estoy segurode que les daré una alegría. Y ahora, queridaFanny, no quiero estorbarte más. Sin duda esta-rias leyendo cuando te interrumpí. Pero nohubiera podido tranquilizarme sin antes hablarcontigo y llegar a una decisión. Dormitando oen vela, he pasado toda la noche sin poderahuyentar de mi cabeza esta cuestión. Es unmal, pero sin duda conseguiré que sea menorde lo que pudo ser. Si Tom se ha levantado, iréa hablar directamente con él para dejar solucio-nado este punto; y cuando nos reunamos paradesayunar estaremos del mejor humor ante laperspectiva de hacer función todos juntos, contal perfecta unanimidad de pareceres. Tú, en-tretanto, te darás un paseito China adentro, meimagino. ¿Qué tal le va a lord Macartney? ––añadió, tomando un grueso volumen de encima

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de la mesa y otros dos a continuación––. Y aquítienes «El Holgazán» y los «Cuentos» de Crab-be a mano para alternar, si te cansas del librogrande. Me gusta extraordinariamente tu pe-queño recinto; y apenas te haya dejado vaciarástu cerebro de toda esa bobada de teatro caseropara sentarte cómodamente a tu mesa de lectu-ra. Pero no permanezcas aquí demasiado tiem-po, no vayas a resfriarte.

Se fue; pero no pudo haber lectura, ni viajes através de China, ni sosiego para Fanny. Ed-mund le había comunicado lo más extraordina-rio, lo más inconcebible, la más ingrata noticia,y ella no podía pensar en otra cosa. ¡Actuar élen la función! ¡Después de todas sus objecio-nes... objeciones tan justas y tan públicamenteexteriorizadas! Después de todo lo que ella lehabía oído decir, de la actitud que le había vistoadoptar y de lo bien que había conocido sumodo de sentir... ¿Era posible? ¡Edmund taninconsecuente! ¿No estaría engañándose a símismo? ¿No estaría en un error? ¡Ah, todo se

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debía a miss Crawford! Bien había observado elgran efecto que todas y cada una de las frasesde Mary producían en él, y se sintió desgracia-da. Las dudas y escrúpulos respecto de su pro-pio comportamiento, que antes la habían ator-mentado y que quedaron aletargados mientrasestuvo escuchando a Edmund, se habían con-vertido ahora en cosa de poca importancia. Supena actual, más honda, los había desplazado.Ya todo podía seguir su curso: ya tanto le dabacuál pudiera ser el fin. Sus primos podían ata-car, pero dificilmente conseguirían fastidiarla.Ella estaba fuera de su alcance; y si al fin se veíaobligada a ceder... no importaba... todo era su-frimiento ahora.

CAPÍTULO XVII

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Fue, ciertamente, un día de triunfo para Tomy María. No se habían hecho la ilusión de al-canzar tal victoria sobre la reserva de Edmund,y quedaron encantados. Ya nada podía estor-barles en la realización de su ilusionado plan yse felicitaron mutuamente, en secreto, por laflaqueza de los celos a que atribuyeron el cam-bio, con toda la alegría de sus deseos satisfe-chos por todos conceptos. Edmund podía mos-trarse todavía serio y decir que no le gustaba elproyecto en general y que tenía que desaprobarla obra elegida en particular: ellos habían lo-grado su objetivo. Edmund intervendría en lafunción, y a ello lo había arrastrado únicamentela fuerza de unas inclinaciones egoístas. Ed-mund había descendido de aquel punto de ele-vación moral en que se había mantenido hastaentonces, y ellos se sintieron tan mejoradoscomo contentos por el descenso.

Se portaron, no obstante, muy bien con él a lasazón, sin traslucir más exultación de la que

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traicionaban unos rasgos en las comisuras delos labios, y parecía que consideraban la deci-sión un recurso tan salvador para librarse de laintromisión de Charles Maddox como si antesse húbieran visto forzados a admitirle contra suvoluntad. Afirmaron que «llevarlo a cabo ex-clusivamente dentro de su círculo familiar eralo que más habían deseado; un extraño entreellos hubiera constituido el fracaso de su diver-sión». Y cuando Edmund, refiriéndose a estemismo aspecto de la cuestión, insinuó sus espe-ranzas con respecto a la limitación de público,todos se mostraron dispuestos, en la euforia delmomento, a prometer cualquier cosa. Todo erajovialidad y estímulo. Tía Norris se ofreció parahacerle el traje, Mr. Yates le aseguró que la úl-tima escena de Anhalt con el barón se prestabaa mucha acción y mucho énfasis y Mr. Rus-worth se encargó de contar el número de par-lamentos que tendría a su cargo.

––Tal vez ––dijo Tom–– Fanny estaría másdispuesta a complacemos ahora. Quizás tú po-

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drías convencerla.––No, está completamente resuelta. Es seguro

que no aceptaría.––¡Ah!, muy bien.Y no se dijo más. Pero Fanny se sentía otra

vez en peligro, y su indiferencia ante tal peligroempezaba a flaquear.

¡No suscitó menos sonrisas en la rectoría queen el Parque Mansfield el cambio de actitud deEdmund; miss Crawford estaba sumamenteencantadora con su risueño semblante y acogióla noticia con una recuperación tan instantáneade su buen humor, que sólo podía producir unefecto en él: «Es indudable que he procedidocon gran justicia al respetar tales sentimientos»,se decía: «estoy satisfecho de mi decisión». Y lamañana transcurrió entre satisfacciones muygratas, aunque no muy sanas. Una ventaja sederivó de todo ello para Fanny: ante la formalinsistencia de Mary, su hermana, la señoraGrant, se avino con su habitual buen humor aencargarse del papel para el que se había re-

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querido la colaboración de Fanny; y éste fue elúnico acontecimiento de la jornada algo satis-factorio para ella. Pero hasta esto, al serle co-municado por Edmund, hubo de aportar unabuena dosis de amargura a su corazón; puesresultó que era a miss Crawford a quien debíaagradecérselo... que era la amable intervenciónde miss Crawford lo que había de promover sugratitud; y de los merecimientos de miss Craw-ford por haber puesto su empeño en ello sehabló con calor de admiración. Fanny estaba asalvo. Pero paz y seguridad no se correspondí-an en este caso. Nunca más lejos de su espíritula paz. No podía acusarse de haber obrado mal,pero sentía inquietud por todo lo demás. Lomismo su corazón que su criterio se rebelabancontra la decisión de Edmund; no podía expli-carse su inconsecuencia, y verle feliz dentro dela misma la hacía sufrir. Su espíritu era un her-videro de celos y agitación. Miss Crawfordcompareció con un semblante tan alegre queparecía un insulto, y permitiéndose unas expre-

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siones tan amistosas al dirigirse a ella, que aduras penas consiguió dominarse para respon-der con calma. Todos cuantos la rodeaban apa-recían contentos y atareados, dichosos e indis-pensables; cada cual tenía su motivo de interés,su papel, su traje, su escena favorita, sus ami-gos y aliados... Todos tenían ocasión de em-plearse haciendo consultas y comparaciones ode divertirse con las jocosas incidencias que seproducían. Sólo ella estaba triste y era insignifi-cante. No tomaba parte en nada. Podía irse oquedarse, podía estar en medio del ruidosoajetreo de los demás o retirarse en la soledaddel cuarto del Este, sin que notaran su presen-cia o su ausencia. Casi se sintió inclinada a pen-sar que cualquier cosa hubiera sido preferible aaquello. A la señora Grant se le concedía nopoca importancia: se hacía honroso comentariode su carácter jovial; su gusto y su tiempo erantomados en consideración; su presencia sehacía necesaria; se la solicitaba, se la atendía, sela elogiaba... Y Fanny estuvo, al principio, a

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punto de envidiarle el papel que ella mismahabía rechazado. Pero con la reflexión se impu-sieron mejores sentimientos y se le hizo eviden-te que la condición de la señora Grant exigía unrespeto que a ella nunca le hubieran otorgado;y que, aun en el caso de haber sido objeto de lamayor deferencia, nunca hubiera podido su-marse con tranquilidad de conciencia a un planque, teniendo sólo en cuenta la rectitud de sutío, había de condenar en su totalidad.

El corazón de Fanny no era absolutamente elúnico amargado entre todos los que latían en sutomo, como no tardó en descubrir. Julia eratambién una víctima, aunque no sin culpa.

Henry había jugado con su corazón; pero ellahabía admitido demasiados galanteos, e inclusolos había buscado, con unos celos de su herma-na tan razonables que hubieran debido bastarpara salvaguardar sus propios sentimientos; yahora, obligada por la evidencia a reconocerque él prefería a su hermana, aceptaba el hechosin alarmarse lo más mínimo por la situación

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de María ni intentar nada racional para sosegarsu espíritu. Se limitaba a permanecer sentadaen taciturno silencio, envuelta en una rígidagravedad que por nada se dejaba amansar, obien, admitiendo las galanterías de Mr. Yates,hablaba con forzada jovialidad sólo con él yridiculizando la actuación escénica de los otros.

Durante un par de días, a partir del de laafrenta, Henry Crawford hizo algunos intentospara borrarla mediante la usual ofensiva defrases galantes y halagadoras, pero no le pre-ocupaba tanto el caso como para perseverar adespecho de la actitud altanera y despectivacon que tropezó de momento; y, como no tardóen encontrarse demasiado atareado con su par-ticipación en el reparto de la obra para que lediera tiempo a sostener más de un flirt, le fuecada vez más indiferente el enfado, o más bienlo consideró un feliz suceso, como discreto tér-mino de lo que a no tardar hubiera podidohacer concebir esperanzas en alguien más,aparte de la señora Grant. A ésta no le agrada-

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ba ver a Julia excluida del reparto y sentada enun rincón, desairada; pero como no era asuntoque estuviera directamente relacionado con sufelicidad; como Henry era quien mejor podíaenjuiciar la suya, y puesto que él mismo le ase-guraba, acompañándose de una sonrisa alta-mente persuasiva, que ni él ni Julia habían pen-sado jamás seriamente el uno en el otro, ella nopodía hacer más que renovar sus advertenciascon respecto a la hermana mayor, rogarle queno arriesgara su tranquilidad dedicando a Ma-ría una excesiva admiración y, después, tomarparte en todo aquello que procurase alegría a lajuventud en general y que, de un modo tanparticular, había de ser motivo de placer y di-versión para los dos hermanos que tanto que-ría.

––Casi me sorprende que Julia no esté ena-morada de Henry ––fue el comentario que hizoa Mary.

––Yo diría que lo está ––contestó miss Craw-ford, con indiferencia––. Me imagino que las

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dos hermanas están enamoradas de él.––¡Las dos! No, no, esto no puede ser. No va-

yas a insinuárselo siquiera a Henry. Piensa enMr. Rushworth.

––Harías mejor en decírselo a María Bertramque piense en Mr. Rushworth. Puede que estole hiciera algún bien a ella. A menudo pienso enlas propiedades y la posición holgada de Mr.Rushworth, y desearía que estuvieran en otrasmanos; pero nunca pienso en él. Otro hombrerepresentaría al condado con semejante patri-monio; otro hombre prescindiría de una profe-sión y representaría al condado.

––Creo que pronto lo tendremos en el Parla-mento. Cuando vuelva sir Thomas, creo que lopresentará por algún distrito; pero hasta ahorano ha tenido a nadie que lo pusiera en caminode hacer algo.

––Sir Thomas tendrá grandes proyectos encuanto se haya reintegrado al seno de la familia––dijo Mary, cerrando una pausa––. ¿Recuerdasla «Dedicatoria al Tabaco», de Hawkins

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Browne, imitando a Pope?:

¡Bendita hoja!, cuyas aromáticas emanacionesconfieren modestia al estudiante, carácter al rector.

Yo voy a parodiarles:

¡Bendito caballero!, cuya dictatorial presencia con-fiere prestigio a sus criaturas, carácter a Rushworth.

¿No lo consideras así, hermana mía? Pareceque todo depende del regreso de sir Thomas.

––Encontrarás muy justa y razonable la im-portancia que se le concede cuando lo veasocupando su lugar en la familia, te lo aseguro.No creo que obremos demasiado bien sin él.Tiene un modo de hacer digno y mesurado,muy propio del jefe de una casa como la suya, ymantiene a cada cual en su sitio. Lady Bertramparece más un cero a la izquierda ahora quecuando está él; y es el único que puede mante-ner a raya a la señora Norris. Pero... sobre todo,Mary, no creas que María Bertram está por

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Henry. Estoy segura de que ni siquiera Juliaestá por él, pues de lo contrario no se dedicaríaa coquetear con Mr. Yates como lo hizo anoche;y, aunque Henry y María son muy buenos ami-gos, me parece que a ella le gusta demasiadoSotherton para ser inconstante.

––Poco apostaría yo a favor de Mr. Rush-worth, si Henry se decidiera antes de las pro-clamas.

––Si abrigas esta sospecha, algo será precisohacer. En cuanto se haya consumado la repre-sentación de la obra le hablaremos con muchaseriedad y haremos que nos dé a conocer susintenciones. Y si no tienen ninguna intención, leobligaremos a que se marche a otra parte poruna temporada, por muy Henry que sea.

Julia sufría, sin embargo, aunque no lo notasela señora Grant y aunque su pena escaparaigualmente a la observación de su propia fami-lia. Ella había amado, amaba todavía, y alber-gaba dentro de sí todo el sufrimiento que untemperamento apasionado y un espíritu altivo

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puedan conocer ante el desengaño de una pre-ciada aunque absurda ilusión, unido a unafuerte sensación de injusticia. Su corazón desti-laba ira y rencor, y sólo era capaz de rencorososconsuelos. Su hermana, con la que siemprehabía departido en un plano de cordialidad, sehabía convertido ahora en su mayor enemigo...las dos quedaron recíprocamente distanciadas;y Julia no era capaz de superar el deseo de queaquellos devaneos, que se llevaban adelanteentre su hermana y Henry, tuvieran un calami-toso desenlace, que a María le sobreviniese uncastigo por su comportamiento tan indignopara consigo como para con Mr. Rushworth.Sin que existiera una sustancial incompatibili-dad de carácter o diversidad de gustos que lesimpidiera ser buenas amigas mientras sus in-tereses no fueron encontrados, las dos herma-nas , ante una coyuntura como la que ahora seles presentaba, desconocían la ternura o losprincipios indispensables para ser generosas ojustas, para sentir vergüenza o compasión. Ma-

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ría saboreaba su triunfo, persiguiendo sus finessin preocuparse por Julia; y ésta no podía verlas distinciones que Henry hacía a su hermanasin confiar en que aquello crearía una atmósferade celos y desembocaría al fin en un escándalopúblico.

Fanny veía y compadecía en gran parte lossufrimientos de Julia; pero entre ellas no existíaninguna corriente exterior de compañerismo.Julia no hacía confidencias y Fanny no se toma-ba libertades. Eran dos sufrientes solitarias, ounidas tan sólo por el conocimiento que Fannytenía de los pesares de la otra.

El hecho de que ni sus dos hermanos ni su tíaadvirtieran la desazón de Julia y fueran ciegos ala verdadera causa de tal estado de ánimo debeatribuirse a que todos tenían la atención con-centrada en sus respectivos motivos de pri-mordial interés. Cada uno tenía mucho quehacer y pensar por su cuenta. Tom estaba en-tregado a los asuntos de su teatro y no veíanada que no se relacionase directamente con él.

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Edmund, entre el papel que debía hacer en laobra y el que le correspondía en el mundo real,entre los merecimientos de miss Crawford y elcamino a seguir, entre amor y consecuencia,estaba igualmente abstraído; y tía Norris estabademasiado ocupada en procurar y dirigir lospequeños complementos generales para lacompañía, orientando la confección del extensovestuario en un sentido de estricta economía,por lo que nadie le daba las gracias, y ahorran-do con deleitosa integridad, unos chelines aquíy allá al ausente sir Thomas, para que pudieradedicar algún tiempo a vigilar el comporta-miento o velar por la felicidad de sus sobrinas.

CAPÍTULO XVIII

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Todo progresaba ahora regularmente: teatro,actores, actrices y vestuario... todo iba adelante;pero, aunque no surgieron nuevos grandes obs-táculos, Fanny pudo observar, antes de quehubieran transcurrido muchos días, que notodo era constante satisfacción para los mismosque integraban el grupo escénico, y que no seveía en el caso de presenciar una continuidadde aquella unánime alegría que casi se le hizoinsoportable al principio. Todos empezaron aevidenciar sus respectivos motivos de disgusto.Edmund tenía muchos. Totalmente en contrade su criterio, se llamó a un escenógrafo de lacapital, que estaba ya trabajando, lo que venía aincrementar los gastos considerablemente y, loque era aún peor, la resonancia del acto que seproponían celebrar; y su hermano, en vez dedejarse guiar efectivamente por él en cuanto ala intimidad de la representación, repartía invi-taciones a todas las familias que se encontrabaal paso. El propio Tom empezó a enojarse porla lentitud con que progresaba la obra del esce-

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nógrafo y a sentir el fastidio de la espera; habíaaprendido su papel (todos sus papeles, pues sehabía encargado de cuantos podían conjugarsecon el de mayordomo) y estaba impaciente poractuar; y, a medida que pasaba los días de talsuerte desocupado, se le hacía cada vez másevidente la insignificancia de todos sus papelesreunidos y se sentía más propenso a lamentarque no se hubiese elegido otra comedia.

Fanny, que se prestaba siempre a escucharatentamente, y era a menudo la única oyenteque se tenía a mano, fue la obligada confidentede las quejas y aflicciones de los demás. Así, seenteró de que todos pensaban que Mr. Yatesdeclamaba horriblemente; de que a Mr. Yates lehabía defraudado Henry Crawford como actor;de que Tom Bertram hablaba tan aprisa quenadie le entendería una palabra; de que la seño-ra Grant lo estropeaba todo al reírse de conti-nuo; de que Edmund estaba muy atrasado en elestudio de su papel y de que era un verdaderosuplicio trabajar al lado de Mr. Rushworth,

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incapaz de decir una sola frase sin necesidad deapuntador. Se enteró, asimismo, de que al po-bre Mr. Rushworth se le hacía muy difícil en-contrar a alguien que quisiera ensayar con él:también él expuso su queja a Fanny, lo mismoque los demás. Y ella veía de un modo tan clarocuanto hacía su prima María para rehuir a suprometido y la innecesaria frecuencia con quese ensayaba la primera escena entre ella y Mr.Crawford, que pronto la invadió el terror detener que escuchar nuevas quejas de aquél. Le-jos de verles a todos contentos y divertidos,descubrió que cada uno por su lado deseabaalgo que no tenía o daba motivos de disgusto alos demás. Unos consideraban su papel dema-siado corto, otros demasiado largo... nadieprestaba la debida atención... nadie sabía pordónde había que aparecer, si por la derecha opor la izquierda... nadie quería seguir un conse-jo, como no fuera el mismo que lo daba.

Fanny consideraba que los preparativos de larepresentación le brindaban a ella ocasión de

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divertirse inocentemente tanto, por lo menos,como los demás. Henry Crawford trabajababien, y para ella era un placer deslizarse a lasala del teatro y presenciar el ensayo del primeracto, no obstante el efecto que le producíanciertos parlamentos de María. Esta, según leparecía a Fanny, trabajaba asimismo muybien... demasiado bien; y a partir de los prime-ros ensayos los comediantes se acostumbrarona tener a Fanny por todo público; y a veces co-mo apuntador, otras como simple espectadora,solía serles muy útil. Por lo que ella podía juz-gar, Henry Crawford era con mucho el mejoractor de todos: tenía más seguridad que Ed-mund, más capacidad que Tom, más talento ymás gusto que Mr. Yates. A ella no le gustabacomo hombre, pero tenía que reconocer que erael mejor actor; y sobre este punto pocas opinio-nes había que difiriesen de la suya. Mr. Yates,por supuesto, protestaba de su insipidez y mo-notonía; y llegó al fin el día en que Mr. Rush-worth se dirigió a ella con semblante sombrío,

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para decir:––¿Cree usted que hay algo de maravilloso en

todo eso? Por mi vida y mi alma que, lo que esyo, no puedo admirarle; y, entre nosotros, estode ver a un individuo pequeño, corto de talla,de aspecto vulgar; erigido en primer actor, re-sulta muy ridículo, opino yo.

A partir de aquel momento hubo un resurgi-miento de sus antiguos celos, que María, alhacerle concebir la actitud de Crawford mayo-res esperanzas, poco trabajo se tomaba en disi-par; y las probabilidades de que Mr. Rush-worth llegara a saberse algún día su papel que-daron mucho más reducidas. Que consiguierahacer de sus intervenciones algo tolerable, nadielo soñaba siquiera, excepto su madre; ésta, pre-cisamente, lamentaba que el papel de su hijo nofuera más importante, y aplazó su desplaza-miento a Mansfield para cuando los ensayosestuvieran más adelantados y se pudiera incluiren los mismos las escenas en que él debía inter-venir. Pero los otros limitaban sus aspiraciones

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a que tuviera presente el pie3 y la primera líneaen cada uno de sus parlamentos y fuera capazde seguir al apuntador en lo demás. Fanny,compasiva y bondadosa, no se tomó poco tra-bajo en enseñarle el modo de aprender, orien-tándole y ayudándole cuanto podía, intentandoforjar una memoria artificial para él, hastaaprenderse ella misma todas y cada una de laspalabras de su papel, pero sin conseguir que elhombre hiciera muchos progresos.

Es cierto que ella acusaba muchas sensacionesdesagradables, de inquietud, de aprensión; pe-ro esto mismo, unido a otros motivos que re-clamaban su tiempo y su atención, hacía que sehallase tan lejos de quedarse sin ocupación osin ser de utilidad en medio de todos ellos co-mo de encontrarse sin un compañero de desdi-chas... Tan lejos de no verse requerida en sus

3 En el teatro, última palabra que dice un persona-je y es la señal para que empiece a hablar otro. (N.del T.)

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horas libres como de no ver requeridos sus sen-timientos de compasión. Quedó demostradoque la melancolía que se apoderó de ella en losprimeros momentos carecía de fundamento.Ahora resultaba que circunstancialmente eraútil a todos; y acaso había en su espíritu máspaz que en ningún otro.

Además era mucho el trabajo de aguja quehabía que hacer y para lo cual se requería suayuda; y que tía Norris reconocía que estabatan atareada por otras partes como los demásera evidente por la forma en que exclamaba:

––Vamos Fanny ––decía––, que ésta es unatemporada deliciosa para ti; pero no debes estarsiempre paseando de aquí para allá, echandocontinuas ojeadas a los ensayos, así, de conti-nuo. Te necesito aquí. Yo me he esclavizado,hasta casi no poder tenerme en pie, para con-feccionar el traje de Mr. Rushworth sin quehubiera necesidad de comprar más tela; y creoque ahora puedes ayudarme a montarlo. Nohay más que tres costuras; lo dejarás listo en un

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abrir y cerrar de ojos. Ya me consideraría yofeliz si sólo tuviera que realizar la parte ejecuti-va. Tú prefieres rondar por ahí, ya lo sé; pero, sinadie hiciera más de lo que haces tú, poco ade-lantaríamos.

Fanny tomó su labor pacíficamente, sin pro-ponerse siquiera protestar; pero tía Bertram,más amable que la otra, dijo en su defensa:

––No es de extrañar, hermana mía, que Fannyesté maravillada: todo eso es nuevo para ella,bien lo sabes. A ti y a mí solía entusiasmamosuna representación teatral, y así me ocurre to-davía ahora; y en cuanto pueda disponer dealgo más de tiempo me propongo dar tambiényo un vistazo a los ensayos de la obra. ¿De quétrata la comedia, Fanny? No me lo has contadonunca.

––Por Dios, no le hagas preguntas ahora ––terció tía Norris––; Fanny no es de las que pue-den hablar y trabajar a un tiempo. La comediatrata de «Promesas de Enamorados».

––Creo ––dijo Fanny a tía Bertram–– que se

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ensayarán los tres actos mañana por la noche, yesto le daría a usted ocasión de ver a todos losactores de una vez.

––Mejor será que esperes a que hayamos co-locado el telón ––aconsejó tía Norris––. Dentrode un par de días quedará colocado... Tienemuy poco sentido una obra representada sintelón. Y mucho tengo que engañarme para queno lo encuentres bellamente rematado con fes-tones.

Al parecer, lady Bertram estaba muy resigna-da a esperar. Fanny no podía compartir la pa-ciencia de su tía: pensaba demasiado en lo quese preparaba para el día siguiente. Pues, si seensayaban los tres actor, Edmund y miss Craw-ford actuarían juntos por primera vez. El terceracto contenía una escena que tenía para ella unespecial interés, escena que ella deseaba y temíaver cómo sería interpretada por los dos. Nohabía en la misma más tema que el amor: elcaballero tenía que definir en qué consiste uncasamiento por amor, y la dama tenía que

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hacerle poco menos que una declaración deamor.

Fanny había leído la escena una y otra vezcon muy amargas, muy encontradas emocio-nes, y esperaba el momento de verla represen-tada casi como algo excesivamente interesante.Ella no creía que la hubiesen ensayado ya, aun-que fuese en privado.

Llegó el día siguiente, el plan para la nocheseguía en pie y, al considerarlo, no disminuía lainquietud de Fanny. Estuvo trabajando muydiligentemente bajo las orientaciones de su tía,pero su diligencia y su silencio ocultaban laausencia y ansiedad de su ánimo. Y hacia me-diodía se refugió con su labor en su cuarto deleste, a fin de eludir todo compromiso relacio-nado con otro ensayo más, que ella juzgabatotalmente innecesario y que Henry acababa deproponer, de las escenas del primer acto conMaría Bertram, deseosa a un tiempo de dispo-ner de algunos momentos para sí y de ahorrar-se la visión del infeliz Mr. Rushworth. Al atra-

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vesar el vestíbulo vio que Mary y su hermanase aproximaban procedentes de la rectoría, loque no alteró sus deseos de retirarse a su que-rido refugio; y en su cuarto del este llevabameditando y trabajando alrededor de un cuartode hora, sin ser molestada, cuando vino a inte-rrumpirla un ligero golpecito a la puerta, se-guido de la entrada de miss Crawford.

––¿He acertado? Sí; éste es el cuarto del este.Mi querida miss Price, le ruego que me perdo-ne, pero acudo a usted expresamente para su-plicarle su ayuda.

Fanny, en extremo sorprendida, procuróacreditarse como dueña del aposento a travésde las obligadas cortesías, y dirigió su mirada ala reluciente parrilla de su chimenea desprovis-ta de brasas, con expresión de pesar.

––Gracias... no siento frío, nada de frío. Per-mita que me quede aquí unos momentos y ten-ga la bondad de escucharme las intervencionesque tengo en el tercer acto. He traído mi libro, ysi usted quisiera prestarse a ensayar conmigo le

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quedaría tan agradecida... Hoy vine aquí con elpropósito de ensayarlo con Edmund... sólo losdos... a última hora de la tarde, pero él no estápreparado; y, aunque lo estuviera, no creo queyo pudiese salir del paso con él, sin anteshaberme curtido un poco. Pues, la verdad, haydos o tres frases que... ¿Será usted tan amable?¿Verdad que sí?

Fanny fue de lo más cortés en sus contesta-ciones afirmativas, aunque no pudo darlas convoz muy segura.

––¿Ha dado alguna vez, por casualidad, unvistazo a la parte a que me refiero? ––prosiguiómiss Crawford, abriendo su libro––. Aquí está.No le concedía gran importancia al principio;pero, ya le digo yo que... Por ejemplo, fijese eneste párrafo, y en este, y en este. ¿Cómo voy a sercapaz de mirarle al rostro y decir tales cosas?¿Se atrevería usted a hacerlo? Y aún, de todosmodos, usted es su prima, y ahí está la grandiferencia. Debe usted ensayarlo conmigo, demodo que pueda imaginarme que usted es él y

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acostumbrarme gradualmente. A veces tieneusted algo que recuerda a él.

––¿De veras? Haré lo que pueda con toda mivoluntad; pero tendré que leer el papel, pues dememoria casi no lo sé.

––Es natural que no lo sepa en absoluto. Loleerá usted, desde luego. Manos a la obra. Esnecesario tener dos sillas a mano, para que us-ted las lleve hasta la boca del escenario. Aquíestán... excelentes sillas escolares, que no fue-ron hechas para un teatro, diría yo; mucho másadecuadas para que se sientan en ellas peque-ñas niñas y las golpeen con sus pies mientrasaprenden la lección. ¿Qué dirían su institutriz ysu tío al ver que las usamos para tales fines? Sipudiera vernos sir Thomas en estos momentos,sin duda se tiraría de los pelos, pues estamosensayando por toda la casa. Yates está braman-do en el comedor. Pude oírle al subir por laescalera. Y el escenario está ocupado, natural-mente, por ese par de «ensayadores» infatiga-bles, Agatha y Frederick. Si cuando llegue el

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caso no lo hacen a la perfección, habré deasombrarme. Dicho sea de paso, entre a echar-les un vistazo hace cinco minutos, y estabanprecisamente en uno de los momentos en queprocuran no abrazarse; y Mr. Rushworth seencontraba a mi lado. A mí me pareció que elhombre empezaba a amoscarse, de modo queintenté distraerlo lo mejor que supe y, a talefecto, le susurré al oído: «Tendremos una exce-lente Agatha; hay algo tan maternal en sus ma-neras... ¡es tan perfectamente maternal su voz ysu expresión!» ¿No le parece que hice bien? Elmuchacho se puso de buen humor en el acto.Bueno, vamos por mi soliloquio.

Mary empezó, y Fanny le prestó su concursocon toda la sensación de modestia que la con-ciencia de estar sustituyendo a Edmund teníaforzosamente que producirle, pero con un sem-blante y una voz tan auténticamente femeninosque difícilmente podían sugerir la presencia deun hombre. Ante semejante Anhalt, sin embar-go, miss Crawford tenía suficientes arrestos; y

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habían llegado a la mitad de la escena cuandoun golpecito en la puerta introdujo una pausa,y la entrada de Edmund, a continuación, sus-pendió el ensayo.

Sorpresa, admiración y alegría produjo en lostres el inesperado encuentro; y, como Edmundvenía para lo mismo que había llevado a missCrawford allí, la admiración y el placer era depresumir que serían más que momentáneos enlos dos. También él había traído su libro y bus-caba a Fanny para rogarle que le permitieseensayar con ella, ayudándole a prepararse parala noche, ignorando que miss Crawford se en-contrara en la casa; y grande fue el júbilo y lasatisfacción que mostraron por verse así ca-sualmente reunidos, poniendo de relieve lacoincidencia de las respectivas intenciones ycoincidiendo también ambos en elogiar losamables oficios de Fanny.

Ésta no podía igualar el entusiasmo de la pa-reja; su espíritu quedó anonadado bajo la ve-hemencia expresiva de los dos, y sintió que le

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faltaba demasiado poco para convertirse ennada para ellos, para hallar algún consuelo enel hecho de que ambos la hubiesen estado bus-cando. Ahora podrían ensayar juntos. Edmundlo propuso, insistió, suplicó, hasta que la dami-sela, que ya al principio no estaba maldispues-ta, no pudo seguir negándose; y Fanny ya sóloles sirvió para apuntar y observarles. Se le con-cedió, indudablemente, la investidura de juez ycrítico, y con insistencia le rogaron que se pre-stara a ejercer tales oficios y les hiciera notartodas las faltas que cometiesen. Pero sus senti-mientos se revolvían contra ello... Ella no podía,no quería, no se atrevería a intentarlo. Aunquepor otros motivos hubiera existido un recono-cimiento de su autoridad en la critica, igual-mente su conciencia la hubiera privado deaventurarse a manifestar su desaprobación.Demasiado era lo que en su fuero internohallaba de censurable en una función casera,respecto de la modestia o la moralidad. Tenerque apuntarles era ya bastante para ella; y, en

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alguna ocasión; fue más que bastante, pues nosiempre pudo estar atenta al texto del libro.Mirándoles a ellos se olvidaba de sí misma; einquieta por la creciente vehemencia que Ed-mund ponía en sus acentos llegó, en un mo-mento dado, a cerrar el libro para mirarles en elpreciso instante en que él necesitaba su ayuda.El hecho se atribuyó a la muy comprensiblefatiga de Fanny, a quien no se regatearon frasesde agradecimiento y de compasión; si bien escierto que la pobre muchacha merecía que lacompadecieran mucho más de lo que ellos se-guramente nunca llegarían a sospechar. Por finterminó la escena y Fanny se esforzó en añadirsus expresiones de elogio a los cumplimientosque los otros dos se hacían mutuamente; ycuando estuvo sola de nuevo, y en condicionesde recapacitar sobre todo lo ocurrido, se sintióinclinada a creer que aquéllos pondrían en lainterpretación de sus papeles, indudablemente,tal realismo y sentimiento que ello, por sí sólo,habría de asegurarles el éxito, a la par que cons-

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tituiría una exhibición muy pesarosa para ella.Sin embargo, cualquiera que fuese el efecto quele produjese, tendría que resistir de nuevo elembate cuando llegase el día.

El primer ensayo regular de los tres actos ibaa tener lugar, en efecto, aquella misma noche.La señora Grant y los Crawford se comprome-tieron a volver para ello lo antes posible, des-pués de la cena, y todos los que habían de in-tervenir esperaban el momento con gran ansie-dad. Parecía existir con tal motivo un difundidoespíritu de jovialidad: Tom se mostraba satisfe-cho por el gran paso que se daba hacia el finperseguido, Edmund estaba de buen humordesde el ensayo de la mañana, y todos los pe-queños roces e inconveniencias parecían haber-se esfumado por todas partes. Todos estabanalerta e impacientes. Las damas se pusieronpronto en movimiento, no tardaron en seguir-las los caballeros y, exceptuando a lady Ber-tram, a tía Norris y a Julia, todos se reunieronen el teatro antes de la hora prevista; y, después

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de iluminarlo lo mejor que pudieron teniendoen cuenta que no estaba aún terminada la insta-lación, quedaron esperando nada más que lallegada de la señora Grant y los Crawford paradar comienzo.

No se hicieron esperar mucho los Crawford,pero llegaron sin la señora Grant. Resultó queno podía acudir. El doctor Grant se había senti-do indispuesto (indisposición en la que pococreía su linda cuñadita) y no podía prescindirde su mujer.

––El doctor Grant está enfermo ––proclamóMary con irónica solemnidad––. No ha dejadode estar enfermo desde el momento en que,hoy, no probó un bocado de faisán. Le parecióque estaba duro, retiró el plato y no ha dejadode sufrir desde entonces.

¡Ahí estaba el gran desencanto! No podercontar con la señora Grant era algo realmentedesastroso. Su agradable carácter y jovial con-formidad hacían siempre de ella un valiosoelemento para el grupo, pero ahora su concurso

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era absolutamente necesario. No podían repre-sentar, no podían ensayar a satisfacción sin ella.Todas las ilusiones puestas en aquella veladaquedaron destruidas. ¿Qué iban a hacer? Tom,que a su cargo tenía el papel de granjero, estabadesesperado. Después de una pausa de mudaperplejidad, empezaron algunos ojos a volversehacia Fanny, y un par de voces a decir:

––Si miss Price tuviera la bondad de leer elpapel...

Inmediatamente vióse acosada de súplicas...todos la rogaban... hasta Edmund le dijo:

––Hazlo, Fanny, si no ha de serte muy des-agradable.

Pero Fanny siguió resistiendo aún. No podíasoportar la idea de mezclarse en aquello. ¿Porqué no podían pedírselo igualmente a missCrawford? O mejor: ¿por qué no se había reti-rado a su habitación, ya que había presentidoque allí estaría más segura, en vez de quererpresenciar el ensayo? Ella sabía que había deirritarla y entristecerla... ella sabía que su deber

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era mantenerse lejos. Ahora recibía el justo cas-tigo.

––Sólo tiene que leer el papel ––dijo HenryCrawford, con renovada insistencia.

Y yo creo que lo sabe de memoria, palabrapor palabra ––agregó María––, pues tuvo oca-sión de corregir a la señora Grant en veintepuntos, el otro día. Fanny... estoy segura de quelo sabes de memoria.

Fanny no pudo negarlo; y como todos perse-veraban en sus ruegos... como Edmund repitie-se su deseo, hasta con una expresión de con-fianza en su bondad... al fin tuvo que ceder.Procuraría hacerlo lo mejor que pudiese. Todoel mundo quedó satisfecho; y ella quedó aban-donada al temblor de un corazón entregado alas más violentas palpitaciones, mientras losdemás se preparaban para empezar.

Empezaron, sí; y como estuvieran demasiadometidos en su propio ruido para que pudierasorprenderles algún otro ruido inusitado pro-cedente del otro lado de la casa, habían adelan-

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tado ya algo en el ensayo cuando de golpe seabrió la puerta de la habitación y Julia, apare-ciendo en el marco de la misma, con el rostrodespavorido, exclamó:

––¡Ha llegado papá! Ahora mismo acaba deentrar en el vestíbulo.

CAPÍTULO XIX

¿Cómo vamos a describir la consternación detodos los allí reunidos? Para la mayoría fue unmomento de verdadero terror. ¡Sir Thomas encasa! Todos cedieron a una instantánea convic-ción. Nadie abrigó una esperanza de engaño uerror. El semblante de Julia evidenciaba elhecho de tal modo, que lo hacía indiscutible, ydespués de los primeros respingos y exclama-

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ciones no se oyó una palabra por espacio demedio minuto; se miraban los unos a los otroscon cara de espanto y casi todos recibieron lanoticia como la más desagradable, inoportuna yabrumadora de las sorpresas. Mr. Yates pudoconsiderar que aquello no era más que una en-fadosa interrupción del ensayo por aquella no-che, y Mr. Rushworth pudo imaginar que erauna bendición del cielo; pero todos los demásse sentían oprimidos en mayor o menor gradobajo el peso de la auto––recriminación o de unindefinido temor. Todos los demás se pregun-taban: «¿Qué será de nosotros? ¿Qué podemoshacer ahora?» Fue una pausa llena de terror; yterribles a todos los oídos fueron los corro-borantes ruidos de puertas que se abrían y pa-sos que se aproximaban.

Julia fue la primera en ponerse de nuevo enmovimiento y hablar. Celos y amargura habíanquedado en suspenso, se había diluido el ego-ísmo en aras de la causa común; pero, en elmomento en que se abrió la puerta, Frederick

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estaba escuchando, arrobado, el relato deAgatha, mientras oprimía la mano de ésta co-ntra su corazón; y en cuanto Julia se dio cuentade ello y vio que, a despecho de la impresiónque causaron sus palabras, él seguía mante-niendo la misma actitud y retenía la mano desu hermana, su corazón herido se inflamó nue-vamente de rencor; y poniéndose tan intensa-mente colorada como pálida había aparecidounos momentos antes, dióse vuelta para alejar-se diciendo:

––Yo no tengo por qué asustarme de compa-recer ante él.

Su marcha fustigó a los demás; y en el mismoinstante se adelantaron los dos hermanos, sin-tiendo la necesidad de hacer algo. Unas pocaspalabras cruzadas entre los dos fueron suficien-tes. El caso no admitía divergencias de opinión:debían acudir al salón inmediatamente. Manase unió a ellos con el mismo propósito, sintién-dose en aquellos momentos la más fuerte de lostres; pues el mismo motivo que había empuja-

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do a Julia a salir era el más dulce soporte paraella. Que Henry Crawford hubiera retenido sumano en aquel momento (un momento deprueba e importancia tan singulares) valía poraños de duda y ansiedad. Ella lo interpretó co-mo un signo de la más formal de las determi-naciones, cosa que le daba ánimos para enfren-tarse con su padre. Los tres salieron, sin prestarla menor atención a la repetida pregunta de Mr.Rushworth, de «¿Debo ir también yo? ¿No seriamejor que fuera yo también? ¿No estaría bienque yo les acompañara?» Pero, apenas hubie-ron traspasado el umbral de la puerta, HenryCrawford se encargó de contestar la impacientepregunta; y, alentándole por todos los medios aque presentase sus respetos a sir Thomas sinmás demora, lo empujó en pos de los otros y elhombre salió, encantado, sin pensarlo más.

Fanny quedó solamente con los Crawford yMr. Yates. Sus primos no se habían acordadosiquiera de ella; y como opinaba que el derechoque tenía a contar con el afecto de sir Thomas

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era demasiado humilde para clasificarse al ladode sus hijos, estuvo contenta de quedar atrás ytener tiempo para un respiro. Su agitación yalarma excedían de cuanto pudieran sufrir losdemás, por razón de un carácter al que ni si-quiera la inocencia podía evitar el sufrimiento.Estuvo a punto de desmayarse; todo el antiguotemor habitual de su tío la estaba invadiendode nuevo, junto con un sentimiento de compa-sión por él y por casi todos los componentes delgrupo que ante él deberian justificarse, más unaansiedad indescriptible por cuenta de Edmund.Había encontrado un asiento, donde con incon-tenible temblor estaba soportando todos esosespantosos pensamientos, mientras los otrostres, libres ya de toda cohibición, desahogabansu enojo lamentando la imprevista, prematura,llegada como el más funesto acontecimiento ydeseando, con toda desconsideración, que elpobre sir Thomas hubiera tardado el doble ensu travesía o se encontrara todavía en la Anti-gua.

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Los Crawford ponían más calor en el asuntoque Mr. Yates debido a su mejor conocimientode la familia y a que preveían con mayor clari-dad los consiguientes perjuicios. El hundimien-to del teatro constituía para ellos una certeza;sabían que la destrucción del proyecto estabainevitablemente al llegar. Mientras que Mr.Yates consideraba que aquello no significabamás que una interrupción temporal, un fracasodel plan para aquella noche, y hasta fue capazde sugerir la posibilidad de que el ensayo sereanudase después del té, cuando hubiese ce-sado el revuelo consiguiente a la llegada de sirThomas, y éste tuviera gusto en recrearse vien-do la función. Los Crawford hubieron de reírseal escuchar tales pronósticos; no tardaron enconvenir que lo más propio era que se retirasenquedamente a su casa y propusieron a Mr. Ya-tes que les acompañase y pasara la velada conellos en la rectoria, dejando a la familia Bertramen la intimidad de su hogar. Pero Mr. Yates,que nunca había sido de los que conceden mu-

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cha importancia a los derechos de parentesco oa la confianza familiar, no pudo comprenderque nada de ello fuese necesario; y en conse-cuencia, dándoles las gracias, dijo que preferi-ría quedarse en donde estaba, que tendría oca-sión de presentar sus respetos al viejo gentlemancomo era debido, puesto que había llegado y,además, que a su juicio no les pareceria muybien a los otros encontrarse con que todos sehabían fugado.

Fanny empezaba a reponerse del susto y apensar que si seguía manteniéndose oculta pormás tiempo su actitud merecería la considera-ción de irrespetuosa, cuando se tomaron lasantedichas resoluciones; y, quedando encarga-da de excusar a Henry y a Mary Crawford, vioque éstos se preparaban para marchar cuandoella abandonó la habitación para cumplir con elespantoso deber de comparecer ante su tío.

Demasiado pronto se encontró ante la puertadel salón; y después de detenerse un momentopara hacerse con lo que sabía que no llegaría a

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encontrar..., para cobrar un grado de valor quejamás había hallado detrás de ninguna puerta...dio vuelta a la empuñadura y ante ella apare-cieron las luces del salón y toda la familia re-unida. Al entrar, su propio nombre llegó a suoído.

Sir Thomas estaba en aquel momento miran-do en tomo suyo y diciendo:

––Pero, ¿y dónde está Fanny? ¿Cómo no veoa mi pequeña Fanny?

Y al descubrirla fue a su encuentro con unaamabilidad que la asombró y emocionó a untiempo, llamándola «mi querida Fanny», parabesarla acto seguido afectuosamente y obser-var, con indudable satisfacción, lo mucho quese había desarrollado. Fanny no sabía qué sen-tir ni adónde mirar. Se sentía completamenteanonadada. Él nunca había sido tan amable, tanamabilísimo, con ella. Su actitud parecía cam-biada, hablaba con rapidez debido a la excita-ción producida por la alegría y todo lo que an-tes había de temible en su dignidad parecía

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diluido en ternura. La condujo más cerca de laluz y la miró de nuevo, preguntó especialmentepor su salud y a continuación, corrigiéndose,afirmó que no le era necesario preguntar, yaque su aspecto hablaba con bastante elocuenciasobre este punto. Y, como un ligero rubor suce-diera a la anterior palidez en el rostro de la ni-ña, quedó justificada la creencia de sir Thomasde que había prosperado tanto en salud comoen belleza. Después preguntó por su familia,especialmente por William; y fue, en suma,tanta su amabilidad, que ella tuvo que repro-charse lo poco que le quería, así como el haberconsiderado una desgracia su retomo; y cuan-do, al sentirse capaz de elevar la mirada hastasu rostro, observó que había adelgazado y queen su semblante curtido había huellas de lafatiga, del agotamiento, que hablaban de suvida esforzada bajo un clima ardiente, aumentósu enternecimiento y sintió una gran tristeza alconsiderar la muy insospechada reacción deenojo que, probablemente, iba a producirse en

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él de un momento a otro.Sir Thomas era, ciertamente, el alma de la

reunión; y todos, atendiendo a sus deseos, sesentaron entonces en tomo a la chimenea. Él eraquien hacía uso de la palabra, como le corres-pondía plenamente por derecho natural; y lasensación de delicia que le producía encontrar-se de nuevo en su propia casa, rodeado de to-dos los suyos, después de una tan larga separa-ción, hacía que se mostrara comunicativo yparlanchín en grado sumo, inusitado en él, yestuviera dispuesto a dar toda clase de infor-maciones con referencia a su viaje y a contestara todas las preguntas de sus dos hijos, casi an-tes de que las formularan. Su negocio de la An-tigua había prosperado últimamente con granrapidez, y él había llegado directamente desdeLiverpool, habiendo tenido la oportunidad deefectuar la travesía hasta allí en un navío parti-cular en vez de esperar el correo; y con grananimación fue explicando todos los pequeñosdetalles relativos a sus gestiones y logros, a sus

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llegadas y partidas, sentado al lado de ladyBertram y mirando con auténtica satisfacción alos rostros que le rodeaban, aunque interrum-piéndose más de una vez, eso sí, para subrayarsu buena suerte al encontrarlos a todos en casa,no obstante haber llegado inesperadamente...para expresar la satisfacción de verles a todosreunidos, exactamente como hubiera podidosoñarlo, aunque no se había atrevido a confiaren ello. Mr. Rushworth no quedó en el olvido:vióse objeto de la más cordial acogida y el máscaluroso apretón de manos, y con acentuadadeferencia se le incluyó entre los elementos másíntimamente relacionados con Mansfield. Nohabía nada desagradable en el aspecto de Mr.Rushworth y sir Thomas empezó a quererledesde el primer momento.

Ninguno de los componentes del círculo leescuchaba con tan inalterable, tan pura satisfac-ción como su esposa, que se sentía realmente enextremo dichosa de verle otra vez a su lado, ycuyos sentimientos se avivaron hasta tal punto

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con su súbito regreso, que la llevaron a un gra-do más próximo a la excitación que el alcanza-do en el curso de los últimos veinte años. Llevócasi a impresionarse, y seguía aún tan visible-mente animada como para dejar de lado sulabor, despachar al falderillo Pug y reservartoda su atención y todo el resto de su sofá a sumarido. Por nada sentía inquietud alguna queviniera a nublar su felicidad; ella había em-pleado su tiempo de modo irreprochable du-rante la ausencia del esposo: había hecho grancantidad de tapetes y muchos metros de fleco; ycon el mismo desembarazo hubiera respondidode la buena conducta y las provechosas activi-dades de sus hijos como de las propias. Era tanagradable para ella verle otra vez, oírle hablar,tener recreado el oído y toda su capacidad decomprensión absorbida por sus relatos, queentonces empezó a sentir de un modo singularcuan espantosamente tuvo que haberle echadode menos, y lo imposible que a ella le hubierasido soportar una ausencia más prolongada.

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Tía Norris no podía compararse en modo al-guno con su hermana en cuanto a felicidad. Noes que la turbaran muchos temores ante la des-aprobación que sir Thomas habría sin duda demanifestar en cuanto descubriese el actual es-tado de su casa, pues en aquel asunto habíaprocedido con tal ofuscación de juicio que, ex-cepto por la instintiva precaución con que hizodesaparecer la capa de seda rosa de Mr. Rus-worth, en cuanto vio entrar a su hermano polí-tico, apenas podía decirse que mostrara signoalguno de alarma; pero estaba ofendida por laforma de su regreso. No le había dado ocasiónde hacer nada. En vez de haberse visto requeri-da para ir a su encuentro fuera del salón, y ver-le antes que nadie, y poder difundir la buenanoticia por toda la casa, sir Thomas, acaso conuna muy razonable consideración a los nerviosde su esposa y sus hijos, no había buscado másconfidente que el mayordomo, al que habíaseguido casi inmediatamente al interior delsalón. Tía Norris se sintió defraudada, privada

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de unas funciones en las que siempre habíaconfiado, ya fuera para proclamar la muerte ola llegada de su cuñado, y estaba ahora inten-tando ajetrearse sin tener motivo alguno deajetreo, y procurando hacerse imprescindibledonde no se requería más que tranquilidad ysilencio. Si se hubiera prestado sir Thomas acomer algo, ella se hubiera dirigido al ama dellaves dándole complicadas instrucciones yhubiera insultado a los lacayos con requeri-miento de premura; pero sir Thomas se negórotundamente a cenar: no tomaría nada... nadamás que el té... esperaría a que el té fuese servi-do. No obstante, tía Norris continuaba sugi-riendo a intervalos una cosa u otra; y en elmomento más interesante de la descripción dela travesía hacia Inglaterra, cuando la amenazade un corsario francés alcanzaba su punto cul-minante, ella irrumpió en el relato proponién-dole una sopa:

––Vaya que sí, querido Thomas; un plato desopa te sentará mucho mejor que el té. Tomarás

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un plato de sopa.Sir Thomas no pudo enojarse.––Siempre la misma, siempre el mismo des-

velo por el bienestar de los demás ––fue su res-puesta––. Pero, te lo aseguro, sólo me apetece elté.

––Pues bien, entonces, tú que eres su esposa,María, creo que deberías ordenar que sirvieranel té inmediatamente... no estaría de más quedieras un poco de prisa a Baddeley; parece queanda muy atrasado esta noche.

Aquí cerró el paréntesis y sir Thomas reanu-dó su relato.

Al fin se produjo una pausa. Los temas quecumplieron a sus inmediatas ansias de comuni-cación quedaron agotados, y pareció que lebastaba mirar con satisfacción en derredor, yaal uno, ya al otro de los componentes del que-rido círculo. Pero la pausa no fue muy larga: enla exaltación de su júbilo lady Bertram se volviólocuaz, y... ¡cuál no sería la impresión de sushijos al oírle decir!:

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––¿Cómo dirías que se ha divertido la gentejoven últimamente, Thomas? Haciendo come-dia. Todos hemos estado la mar de ocupadoscon lo de su representación teatral.

––¡Vamos! ¿Y qué han representado?––¡Oh!, ellos te contarán todo lo referente a

eso.––Contarlo todo será cuestión de un momento

––terció Tom precipitadamente, y con fingidodesconcierto––; pero no vale la pena aburrirahora a papá con ello... Tiempo nos quedarámañana para contárselo. Sólo hemos intentado,a fin de hacer algo y distraer a mamá, precisa-mente dentro de la última semana, montar unaspocas escenas... una simple bagatela. Hemostenido unas lluvias tan incesantes, casi desdeprincipios de octubre, que nos hemos visto po-co menos que confinados dentro de casa días ymás días. No he podido salir con la escopetadesde el día tres. En el curso de los tres prime-ros días se pudo hacer algo, pero en los sucesi-vos no ha habido posibilidad de intentarlo si-

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quiera. El día primero me llegué a MansfieldWood y Edmund se fue por los matorrales deEaston; entre los dos trajimos una docena depiezas, y cada uno de nosotros hubiera podidocazar seis docenas más; pero hemos respetadotus faisanes, papá, tanto como pudieras desear-lo, te lo aseguro. No creo que vayas a encontrartus bosques menos provistos que antes. Lo quees yo, nunca había visto el Mansfield Wood tanlleno de faisanes como este año. Espero que túmismo no tardarás en dedicar un día a la caza,papá.

Por el momento quedó soslayado el peligro, yla tensión de Fanny cedió; pero cuando, pocodespués, fue servido el té y sir Thomas, aban-donando su asiento, dijo que le parecía quellevaba ya demasiado tiempo en la casa sinhaber dado un vistazo a sus queridas habita-ciones particulares, renacieron las anterioresinquietudes. Sir Thomas desapareció antes dehaberse dicho nada para prevenirle de la me-tamorfosis que se había operado en su aposen-

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to; y a su salida siguió un angustioso silencio.Edmund fue el primero en hablar.

––Es preciso hacer algo ––dijo.––Es hora de que nos acordemos de nuestras

visitas ––observó María, sintiendo todavía sumano aprisionada sobre el corazón de HenryCrawford, y muy poco preocupada por todo lodemás––. ¿Dónde dejaste a miss Crawford,Fanny?

Fanny contó que se habían ido los dos her-manos y cumplió el encargo que le habían da-do.

––Entonces... ¡el pobre Yates está solo! ––exclamó Tom––. Iré a buscarle. No nos serádesdeñable su ayuda cuando todo se descubra.

Y al teatro se dirigió, a donde llegó justamen-te a tiempo de presenciar el primer encuentroentre su padre y su amigo. A sir Thomas no lehabía causado poca sorpresa encontrar su habi-tación iluminada por buen número de candelasy un general ambiente de desorden en la colo-cación de sus muebles. Le llamó especialmente

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la atención el no ver la librería ante la puertadel salón de billar, pero apenas había tenidotiempo de asombrarse por todo ello cuando asu oído llegaron unos ruidos procedentes delpropio salón de billar, que le asombraron toda-vía más. Alguien estaba hablando allí en vozmuy alta... una voz desconocida para él... y másque hablando, estaba vociferando. Se dirigióhacia la puerta, felicitándose en aquel momentode que fuera practicable al no existir el obstácu-lo de la librería; la abrió y se encontró en el es-cenario de un teatro, ante un joven que estabadeclamando a gritos y que parecía empeñadoen rechazarle con su furiosos movimientos debrazos. En el preciso instante en que Yates des-cubrió a sir Thomas, mientras soltaba su ímpe-tu declamatorio, acaso el mejor arranque quehabía tenido en el curso de todos los ensayos,Tom Bertram entró por el otro extremo de lahabitación y se vio en apuros para contener surisa. El aspecto solemne y lleno de perplejidadde su padre al hacer su primera aparición en un

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escenario, y la metamorfosis gradual que fueconvirtiendo al arrebatado barón de Wilden-heim en el educado y sencillo Mr. Yates, que seinclinó y presentó sus excusas a sir ThomasBertram, fue una exhibición tan única, una es-cena tan llena de realismo y autenticidad comopara no dejársela perder por nada del mundo.Seria la última... lo más probable era que fuesela última escena representada en aquel escena-rio; pero él estaba seguro que no hubiera podi-do darse otra más espectacular. La sala cerrabasus puertas con la mayor brillantez.

No había tiempo, sin embargo, para solazarsecon imágenes divertidas. También él tuvo queadelantarse hasta el escenario y hacer la presen-tación; cosa que llevó a cabo no poco entorpe-cido por una fuerte sensación de embarazo. SirThomas acogió a Mr. Yates con toda la aparien-cia de cordialidad propia del señor de la casa,pero, en realidad, estaba tan lejos de sentirsecomplacido por el compromiso de aquellaamistad como por el comienzo que había teni-

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do. La familia y las relaciones de Mr. Yates leeran suficientemente conocidas para que, alserle presentado éste como el «amigo predilec-to» ––otro de los cien amigos predilectos de suhijo––, no hubiera de considerarlo algo en ex-tremo desagradable; y era necesaria toda lafelicidad de hallarse otra vez en casa, y todo elánimo tolerante que esta circunstancia podíafavorecer, para que de sir Thomas no se apode-rase la cólera al verse de aquel modo confundi-do en su propio hogar, mezclado en una ridícu-la exhibición en medio de un absurdo aparatoteatral y obligado, en momento tan inoportuno,a admitir la amistad de un jovenzuelo que sinduda alguna merecía su reprobación, y cuyadespreocupación y verbosidad en el curso delos cinco primeros minutos hacían suponer queera él quien se hallaba más en su casa, de losdos.

Tom adivinó los pensamientos de su padre y,deseando de corazón que siguiera siempre tanbien dispuesto a no expresarlos más que en

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parte, empezó a ver más claramente de lo quelo había visto hasta entonces que en todo aque-llo debía de haber algún fondo de agravio... quedebía de haber alguna razón para que su padredirigiese aquella mirada al techo y al estuco dela habitación; y que, al preguntar con moderadagravedad por el destino de la mesa de billar,procuraba no evidenciar más que una muy legí-tima curiosidad. Unos pocos minutos bastaronpara que se acusaran tales sensaciones insatis-factorias por ambas partes; y sir Thomas, des-pués de haber condescendido hasta el extremode pronunciar unas indulgentes palabras deaprobación, en respuesta a una optimista con-sulta sobre lo acertado del «arreglo» que sehabía hecho en la sala, que formuló Mr. Yates,volvió en compañía de éste y de su hijo al sa-lón, con un acusado aumento de gravedad queno pasó por todos inadvertido.

––Vengo de vuestro teatro ––dijo, con calma,al sentarse––. Me encontré en él de un modobastante inesperado. Su vecindad con mi habi-

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tación... en fin, por todos los conceptos, me co-gió desprevenido, pues no tenía la más peque-ña sospecha de que vuestras actividades teatra-les hubieran adquirido un carácter tan impor-tante. No obstante, parece que se ha montadoun bonito tinglado, por lo que pude juzgar a laluz de las candelas, que acredita la habilidaddel carpintero, mi buen amigo Cristóbal Jack-son.

A continuación, sir Thomas hubiera queridovariar de tema y sorber en paz su café, hablan-do de cuestiones familiares menos desagrada-bles; pero Mr. Yates, carente de intuición paradiscernir el sentido implícito en las palabras desir Thomas, o debido a que le faltase un míni-mo de prudencia, o delicadeza, o discreciónpara permitir que éste dirigiera la conversacióny esforzarse en estorbar lo menos posible, yaque se le admitía en el grupo, se empeñó enmachacar sobre el tópico del teatro, en ator-mentarle con preguntas y consideraciones rela-tivas al mismo tema y, finalmente, en hacerle

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oír toda la historia de sus esperanzas defrauda-das en Ecclesford. Sir Thomas le escuchó muycortésmente, pero vio en ello mucha cosa queofendía su concepto del decoro y que vino aconfirmar la mala opinión que tenía formadadel modo de pensar de Mr. Yates, desde el co-mienzo al fin de su relato; y, cuando hubo ter-minado, no pudo darle otro testimonio de sim-patía que el que puede derivarse de una ligerainclinación.

––Éste fue, de hecho, el origen de nuestrocuadro escénico ––dijo Tom, al cabo de unosmomentos de reflexión––. Mi amigo Yates nostrajo la infección de Ecclesford, y se nos conta-gió... como siempre se contagian estas cosas,bien lo sabes, papá... prendiendo en nosotroscon más fuerza, acaso, debido a que tú habíasfomentado tantas veces en nosotros eso de lapronunciación y la declamación, años atrás. Fuecomo pisar de nuevo un terreno conocido.

Mr. Yates arrebató el tema a su amigo encuanto le fue posible, e inmediatamente dio

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una referencia a sir Thomas de lo que habíanhecho y estaban haciendo. Le contó el gradualdesarrollo de sus proyectos, la feliz solución desus primeras dificultades y el prometedor esta-do actual del asunto, relatándolo todo con untan ciego entusiasmo, que le llevaba no tan sóloa una total inconsciencia de los movimientos deinquietud que hacían la mayoría de sus amigosen sus respectivos asientos (cambios de expre-sión, gestos de impaciencia, carraspeos...), sinoque hasta le impedía ver el semblante que po-nía la misma persona a quien se dirigía... lasobscuras cejas fruncidas de sir Thomas, al mirarcon interrogante gravedad a sus hijas y a Ed-mund, deteniéndose especialmente en el últi-mo, que sentía en el fondo de su alma el signifi-cado, la censura, el reproche que se traslucía enaquella actitud. Esto no lo acusaba con menoragudeza Fanny, que había corrido atrás su sillahasta colocarla en ángulo con el extremo delsofá en que se sentaba su tía y, así medio ocultaen segundo término, veía muy bien todo lo que

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ocurría. Aquella mirada de reproche que a Ed-mund dirigió su padre, era algo que ella nuncahubiera podido sospechar; y saber que, en cier-ta parte, era merecida, lo hacía más sensible, enverdad. La mirada de sir Thomas expresabaclaramente: «En tu buen juicio, Edmund, yoconfiaba; ¿cómo hacías eso?». Ella se arrodilla-ba en espíritu ante su tío, y su pecho se hincha-ba, pugnando por exclamar: «¡Oh, no; a él no!¡Mirad así a los demás, pero no a él!»

Mr. Yates seguía hablando:––A decir verdad, sir Thomas, estábamos en

pleno ensayo cuando usted llegó. Íbamos re-presentando los tres actos, y no sin fortuna, ensu conjunto. Nuestra compañía ha quedadoahora tan dispersada, por haberse marchado asu casa los Crawford, que nada más podremoshacer esta noche; pero, si usted quiere honra-mos con su compañía mañana por la noche,estoy casi seguro de que no vamos a defraudar-le con nuestra actuación; contando con su be-nevolencia, por supuesto, pues sólo somos jó-

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venes aficionados... Desde luego, contando consu benevolencia.

––Mi benevolencia no habrá de faltar, caballe-ro ––replicó gravemente sir Thomas––, con talque no se haga ni un ensayo más.

Y, suavizando su expresión hasta esbozar unasonrisa, agregó:

––He vuelto a mi casa para ser feliz e indul-gente.

A continuación, volviéndose a nadie en parti-cular o a todos los demás en general, dijo sose-gadamente:

––En las últimas cartas que recibí de Mans-field se mencionaba a Mr. y miss Crawford.¿Les consideráis unos amigos recomendables?

Tom era el único, entre todos ellos, capaz dedar una respuesta; y, como no le guiaba ningúninterés determinado con respecto a ninguno delos dos, como no le inspiraban celos ni poramor ni por su arte escénico, pudo hablar muyfavorablemente de ambos:

––Mr. Crawford es un muchacho muy agra-

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dable, con toda la prestancia de un gentleman; ysu hermana, una encantadora, linda, elegante yanimada muchacha.

Mr. Rushworth no pudo callar por más tiem-po:

––Yo no voy a decir que no tenga el aspectode un caballero, hasta cierto punto; pero debe-rías contarle a tu padre que su estatura no pasade los cinco pies con ocho, pues de lo contrariova a figurarse que se trata de un hombre bienparecido.

Sir Thomas no entendió muy bien esto y mirócon cierta sorpresa al que acababa de decirlo.

––Si he de decir lo que pienso ––prosiguióMr. Rushworth––, en mi opinión es muy des-agradable estar siempre ensayando. Es comotener demasiado de una cosa buena. Hacer co-media no me entusiasma tanto como al princi-pio. Creo que empleamos mucho mejor eltiempo estando cómodamente sentados aquí enreunión, sin hacer nada.

Sir Thomas le miró de nuevo y, después, con-

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testó con una sonrisa de aprobación:––Celebro constatar que nuestros sentimien-

tos al respecto sean tan idénticos. Esto me causaverdadera satisfacción. Que yo sea cauto y pre-visor y sienta muchos escrúpulos que mis hijosno sienten es perfectamente natural; y no lo esmenor que mi aprecio de la tranquilidad do-méstica, de un hogar refractario a las diversio-nes bulliciosas, exceda en modo al de ellos. Pe-ro que a su edad tenga usted ese modo de sen-tir es algo que le favorece mucho a usted, asícomo a todos los que con usted se relacionan; yestoy persuadido de la importancia de tener unaliado de tanto peso.

Sir Thomas intentó expresar su opinión deMr. Rushworth con mejores palabras de las queél mismo fue capaz de encontrar. Se daba cuen-ta de que no podía esperar un genio en Mr.Rusworth; pero como muchacho de buen crite-rio y formal, con mejor sentido del que podíaacreditar su anterior elocución, estaba dispues-to a tenerle en un muy alto concepto. A la ma-

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yoría de los presentes les fue imposible dejar desonreír. Mr. Rushworth apenas sabía qué hacerante tanta significación; pero limitándose amostrarse, como realmente se sentía, en extre-mo satisfecho con la buena opinión de sir Tho-mas, y no diciendo apenas nada, hizo lo mejorpara conservar esa buena opinión por un pocomás de tiempo.

CAPÍTULO XX

El primer objetivo de Edmund, a la mañanasiguiente, fue entrevistarse a solas con su padrey darle una exacta referencia de todo el plan dehacer teatro casero, escudando su participaciónsólo hasta el punto que ahora, con mayor sensa-tez, consideraba que pudo servir a sus fines, y

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reconociendo, con absoluta sinceridad, que suconcesión había dado tan pocos resultados co-mo para que fuese muy dudoso el acierto de sudecisión. Al justificarse, tuvo mucho empeñoen no decir nada desagradable de los otros;pero, entre todos, sólo había una persona cuyaconducta pudo mencionar sin necesidad dedefensa o paliativos.

––A todos se nos puede censurar más o me-nos ––dijo––... a todos, menos a Fanny. Fannyes la única que mantuvo un recto juicio en todomomento, la única que se mostró consecuente.Su espíritu estuvo firmemente en contra de loque se hacía desde el principio hasta el fin.Nunca dejó de pensar en el respeto que a ti sete debía. Hallarás en Fanny todo lo que de ellapudieras esperar.

Sir Thomas juzgó toda la impropiedad desemejante proyecto entre semeante grupo y ensemejante época, tan serenamente como su hijopudiera suponer que habría de juzgar; le im-presionó demasiado, sin duda alguna, para

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emplear en ello demasiadas palabras; y, des-pués de estrechar la mano de Edmund, se pro-puso esforzarse en borrar la mala impresión yolvidar lo mucho que a él le habían olvidado, loantes posible, en cuanto la casa quedara despe-jada de todo objeto que suscitara el recuerdo yen todas sus salas quedara restablecida la nor-malidad. No hizo reproche alguno a sus demáshijos: más prefería creer que sentían el error acorrer el riesgo de una averiguación. La repulsaque significaba poner inmediato término a todoaquello, la barredura de todo preparativo, seriasuficiente.

Había, sin embargo, en la casa una persona ala que él no podía dejar que se enterase de sumodo de sentir a través, simplemente, de sumodo de proceder. No pudo abstenerse dehacer a la señora Norris una insinuación, refe-rente a que había confiado en que ella, con suconsejo, se habría interpuesto para evitar lo quesu criterio tenía sin duda que desaprobar. Lagente joven había sido muy desconsiderada al

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formar el plan: ellos hubieran debido ser capa-ces de una mayor entereza; pero eran jóvenes y,exceptuando a Edmund, débiles de carácter, asu juicio; y mayor sorpresa tenía que causarle,por lo tanto, la aquiescencia de ella, de tía No-rris, a sus incorrectas decisiones, el apoyo pres-tado a sus peligrosas diversiones, que el mismohecho de que a ellos se les hubieran ocurridotales planes y tales diversiones. La señora No-rris quedó un poco confundida y más próximaa verse reducida al silencio de lo que se habíavisto en toda su vida; pues la avergonzaba con-fesar que en ningún momento había considera-do que todo aquello fuera tan impropio como atodas luces lo era para sir Thomas, y no hubieraquerido reconocer que su influencia era insufi-ciente... que todas sus palabras hubieran sidoen vano. Su único recurso fue soslayar el temaen cuanto pudo y torcer el curso de ideas de sirThomas hacia una corriente más satisfactoria.No era poco lo que ella podía insinuar en pro-pia alabanza, respecto de lo que había atendi-

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do, en general, a los intereses y al bienestar de lafamilia Bertram, de los muchos esfuerzos y sa-crificios que habían de reconocérsele, en formade precipitadas idas y venidas y súbitos des-plazamientos de su hogar, y de las incontablesadvertencias que oportunamente había hecho aLady Bertram y a Edmund para la buena eco-nomía de la casa y sobre la desconfianza quemerecían ciertas personas, lo que en todo casohabía reportado un considerable ahorro yhecho posible que más de un mal sirviente fue-ra sorprendido. Pero su principal fuerza residíaen Sotherton. Su más firme apoyo y mayor glo-ria estaba en haber entablado relación con losRushworth. Ahí su posición era inexpugnable.Se atribuía todo el mérito de haber conseguidoque la admiración de Mr. Rushworth por Maríallegase a tener algún efecto.

––Si yo no me hubiese afanado ––dijo––y em-peñado en que me presentaran a su madre, yno hubiese convencido después a mi hermanapara que hiciera la primera visita, es tan seguro

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como que ahora me encuentro aquí sentada queno se hubiera llegado a nada; pues Mr. Rush-worth es el tipo de joven quieto, modesto, quenecesita verse muy alentado, y no había pocasmuchachas dispuestas a cazarle si nosotros noshubiéramos dormido. Pero yo no dejé piedrapor mover. Estaba dispuesta a remover cielo ytierra para convencer a mi hermana, y al fin loconseguí. Ya sabes la distancia que nos separade Sotherton. Era en pleno invierno y las carre-teras estaban poco menos que intransitables,pero la convencí.

––Sé cuan grande, cuan grande y justificadaes tu influencia sobre mi esposa y mis hijos, ytanto más he de extrañar que no la ejercieraspara... ––¡Querido Thomas, si hubieras visto elestado de las carreteras ese día! Creí que íbamosa quedar atascados en ellas para siempre, noobstante haber enganchado los cuatro caballos,desde luego; y el viejo cochero, el pobre, noquiso ceder su puesto: extremando su celo y suamabilidad, se empeñó en atendernos, a pesar

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de que apenas podía subir al pescante debido alreumatismo que yo le he estado tratando desdeúltimos de septiembre. Al fin logré curarle;pero estuvo muy mal durante todo el invierno.Y aquel día hacía un tiempo tan pésimo, que nopude evitar el dirigirme a su habitación mo-mentos antes de partir, para aconsejarle que nose aventurara. Se estaba poniendo la peluca, yle dije: «Buen hombre, será mucho mejor queno nos acompañéis... ni vuestra señora ni yohemos de correr peligro alguno; ya sabéis lofuerte que es Esteban, y Charles ha llevado lasriendas tan a menudo últimamente, que estoysegura de que no hay nada que temer». Pero,no obstante, pronto comprendí que todo seríainútil. Estaba empeñado en ir, y, como no megusta ser pesada y entrometida, no dije más;pero mi corazón hubo de dolerse por él a cadabache, y cuando nos metimos por los fragososcaminos que se encuentran a la altura de Stoje,que con sus lechos de piedras cubiertos de nie-ve y escarcha eran algo mucho peor de lo que

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pueda caber en tu imaginación, mi angustia porél llegaba ya al paroxismo. ¡Y qué no voy a de-cirte de los caballos! ¡Había que ver cómo tira-ban los pobrecitos animales! Ya sabes lo muchoque siempre he compadecido a los caballos. Y,cuando llegamos al pie de la colina de Sand-croft, ¿qué dirías que hice yo? Vas a reírte demí, pero es lo cierto que me apeé y subí la cues-ta andando. De veras que lo hice. Puede que noles ahorrase mucho esfuerzo, pero siempre eraalgo; y yo no podía soportar eso de permanecercómodamente sentada y dejarme arrastrar has-ta la cima, a expensas de esos nobles animales.Cogí un tremendo resfriado, pero esto me tuvosin cuidado. Mi objetivo se había logrado con lavisita.

––Espero que siempre consideraremos la re-lación con esa familia, digna de todas las moles-tias que pudo ocasionar su establecimiento. Nohay nada que resulte muy convincente en losmodales de Mr. Rushworth, pero me causósatisfacción anoche con lo que parece ser su

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opinión en un asunto: su decidida preferenciapor una tranquila reunión familiar, en vez delbullicio y la confusión inherentes al teatro case-ro. Parece que sus sentimientos correspondenexactamente a lo que uno pudiera desear.

––Sí, desde luego; y cuanto más le conozcastanto mejor te parecerá el muchacho. No tieneuna personalidad brillante, pero posee otras milbuenas cualidades; y siente por ti una tal vene-ración, que casi han llegado a reírse de mí porello. «Le aseguro a usted, señora Norris», medijo el otro día la señora Grant, «que aunqueMr. Rushworth fuera hijo suyo no le podríatener más respeto a sir Thomas».

Sir Thomas abandonó su propósito, vencidopor las evasivas, desarmado por los halagos desu cuñada, y vióse obligado a darse por satisfe-cho con la convicción de que, cuando se tratabade una diversión inmediata para aquellos aquienes ella tanto amaba, su cariño se sobrepo-nía a veces a su buen juicio.

Sir Thomas estuvo muy ocupado aquella ma-

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ñana. Poco tiempo dedicó a conversar con unosy otros. Tenía que reintegrarse a las actividadeshabituales de su vida en Mansfield, entrevistar-se con su administrador y su mayordomo,examinar, computar y, en los intervalos de suocupación, recorrer sus cuadras, sus jardines ylas plantaciones más próximas; pero, activo ymetódico en su proceder, no sólo todo estohabía hecho cuando volvió a ocupar su puestode jefe de la familia en la mesa a la hora delalmuerzo, sino que, además, había dejado alcarpintero trabajando en derribar todo lo quetan recientemente había levantado en el salónde billar, y había despachado al escenógrafo,con suficiente antelación para que fuese justifi-cada su grata creencia de que el hombre sehallaba ya ahora, por lo menos, en Northamp-ton o más lejos aún. Sí: se había marchado elescenógrafo, después de haber ensuciado nadamás que el enlosado de una habitación, estro-peado todas las esponjas del cochero y conse-guido que cinco de los criados inferiores se

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volvieran holgazanes y quedaran descontentos;y sir Thomas tenía la esperanza de que un parde días más bastarían para borrar todo signoexterno de lo que allí hubo, y hasta para la des-trucción de todas las copias sin encuadernar de«Promesas de Enamorados», pues en el actoquemaba todas las que descubría su mirada.

Mr. Yates empezaba a entender ahora las in-tenciones de sir Thomas, aunque estaba tanlejos como antes de entender sus motivos. Él ysu amigo estuvieron fuera casi toda la mañanacon sus escopetas de caza, y Tom aprovechó laoportunidad para explicarle, con las oportunasexcusas por la rareza de su padre, lo que debíaesperarse. Mr. Yates lo sintió con toda la inten-sidad que es de suponer. Verse por segundavez chasqueado en sus mismas ilusiones era yaun caso de mala suerte extremada; y fue tal suindignación que, de no haber sido por atencióna su amigo, y a la hermana menor del mismo,se dijo que sin duda hubiera increpado a sirThomas por lo absurdo de sus disposiciones y

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hubiera discutido con él hasta hacerle entrar enrazón. Esto se decía con gran firmeza mientrasse encontraba en los bosques de Mansfield ydurante el camino de regreso a la casa; perohabía algo en la presencia de sir Thomas, cuan-do estuvieron sentados en tomo a la mismamesa, que hizo pensar a Mr. Yates que era másprudente dejar que siguiera su camino, y la-mentar su insensatez sin hacerle oposición.Había conocido a muchos padres desagrada-bles hasta entonces, y había padecido las in-conveniencias que los mismos ocasionan, peronunca, en el curso de toda su vida, se habíatropezado con uno que fuera tan ininteligible-mente moral, tan infamemente tiránico, comosir Thomas. Era un hombre que no se podíasoportar más que en atención a sus hijos, y po-día agradecerle a su hermosa hija Julia que Mr.Yates se dignase permanecer unos días másbajo su techo.

La tarde transcurrió en medio de una aparen-te apacibilidad, aunque casi todos los ánimos

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estaban soliviantados; y la música que sir Tho-mas pidió a sus hijas contribuyó a ocultar lafalta de armonía real. No era poca la agitaciónde María. Para ella era de suma importanciaque ahora Henry no perdiera tiempo en decla-rarse, y la mortificaba que pasara aunque sólofuese un día más sin apariencias de haberseadelantado nada en aquel punto. Había estadoesperando verle durante toda la mañana, y porla tarde seguía esperándole aún. Mr. Rush-worth había partido temprano, con las impor-tantes nuevas, para Sotherton; y ella había aca-riciado la esperanza de que las cosas se aclara-sen inmediatamente, de modo que él pudieraahorrarse la molestia de volver jamás. Pero na-die de la rectoría se dejó ver... ni un alma vi-viente... ni se habían tenido de allí más noticiasque unas amables líneas de felicitación e interésde la señora Grant para lady Bertram. Era elprimer día, desde hacía muchas, muchas sema-nas, que habían pasado completamente separa-das las dos familias. Nunca habían pasado

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veinticuatro horas hasta entonces, desde queempezó el mes de agosto, sin reunirse por unmotivo u otro. Fue un día triste, angustioso. Yel siguiente, aunque distinto por la clase deinfortunios, no los aportó en menor escala. Aunos breves momentos de júbilo febril siguie-ron horas de agudo sufrimiento. Henry Craw-ford estaba otra vez en la casa: acudió con eldoctor Grant, que sentía impaciencia por ofre-cer sus respetos a sir Thomas, y a una hora bas-tante temprana fueron introducidos en el co-medor de los desayunos, donde se hallaba casitoda la familia. No tardó en aparecer sir Tho-mas, y María vio con deleite y emoción cómo elhombre que ella amaba era presentado a supadre. Sus sensaciones eran indefinibles, y nolo fueron menos unos minutos después, cuandooyó que Henry Crawford, el cual se hallabasentado entre ella y Tom, preguntaba a éste sihabía algún plan de reanudar lo de la funcióndespués de la presente y feliz interrupción (di-rigiendo cortésmente una significativa mirada a

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sir Thomas), porque, en este caso, él se com-prometía a volver a Mansfield en el momentoen que fuese requerida su presencia: ahora de-bía marchar inmediatamente, para reunirse sindemora con su tío, en Bath: pero, si existía al-gún proyecto de dar la representación de«Promesas de Enamorados», se consideraríapositivamente obligado, rompería cualquierotro compromiso que pudiera adquirir, condi-cionaría totalmente la estancia con su tío a laeventualidad de reunirse con ellos en el mo-mento que fuera preciso. La representación dela comedia no debía perderse porque él estu-viera ausente.

––Desde Bath, Norfolk, Londres, York... cual-quiera que sea mi paradero ––dijo––... desdecualquier punto de Inglaterra me reuniré convosotros, a la hora de recibir el aviso.

Fue una suerte que en aquel momento tuvieraque hablar Tom y no su hermana. Él pudo decirinmediatamente, con natural soltura:

––Siento que te vayas; pero, en cuanto a nues-

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tra comedia, esto se ha acabado ya... está com-pletamente listo ––mirando significativamentea su padre––. El escenógrafo quedó despedidoayer, y pocos vestigios quedarán del teatro ma-ñana. Yo ya sabía que había de ser así, desde elprimer momento. Es todavía pronto para ir aBath. No encontraréis a nadie allí.

––Es, más o menos, la época en que suele irmi tío.

––¿Cuándo piensas marchar?––Es posible que hoy mismo me encuentre ya

en Banbury.––¿Qué cuadras usas cuando estás en Bath? –

–fue la siguiente pregunta de Tom.Y, mientras esta derivación del tema ocupó el

diálogo. María, que no carecía de orgullo ni deresolución, se preparó para intervenir en laconversación, cuando le tocara el turno, con unmínimo de calma.

No tardó Henry en volver el rostro hacia ella,para repetirle muchas de las cosas que ya habíadicho, aunque con acentos más dulces y una

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marcada expresión de pesar. Pero... ¿qué im-portaban sus expresiones y sus acentos? Se iba;y, aunque no fuese voluntaria su partida, era supropia voluntad la que decidía permaneceralejado. Pues, exceptuando lo que pudiera de-berse a su tío, todos los demás compromisos selos imponía a sí mismo. Podía hablar de obliga-ciones, pero ella conocía su total independen-cia. La mano que con tanta fuerza había apri-sionado la suya contra su corazón... ¡la mano yel corazón aparecían ahora igualmente inertes eimpasibles! A ella la sostenía su nervio, peroera grande el abatimiento de su espíritu. Notuvo que padecer muy largo tiempo el efectoque le producía un lenguaje que la actitud delmismo que lo empleaba venía a contradecir, oque ocultar la conmoción de sus sentimientosbajo el disimulo a que obliga el hallarse encompañía, ya que pronto los obligados formu-lismos de cortesía de todos los presentes engeneral reclamaron la atención de Henry, inte-rrumpiendo las manifestaciones que por lo bajo

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estaba haciendo a María; y, en total, la visita dedespedida, que bien claro quedaba ahora quehabía sido éste el motivo de su presencia allí,resultó muy breve. Se había ido: había estre-chado su mano por última vez, se había incli-nado al partir... y ella pudo ir inmediatamenteen busca de todo el consuelo que le cupierahallar en la soledad. Se había ido Henry Craw-ford... había dejado la casa y, antes de quetranscurrieran un par de horas, dejaría la recto-ría también; y así acababan todas las ilusionesque su egoísta vanidad había despertado enMaría y en Julia Bertram.

Julia pudo alegrarse de que hubiera partido.Su presencia empezaba a serle odiosa. Y, si Ma-ría no pudo conquistarle, ella se había enfriadolo bastante para prescindir de cualquier otravenganza. No sentía necesidad de añadir elescándalo a la deserción. Habiéndose marchadoHenry Crawford, hasta era capaz de consolar asu hermana.

Con un más puro espíritu celebró Fanny la

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noticia. Se enteró durante el almuerzo, y lo con-sideró una bendición del cielo. Todos los demáslo comentaron con pesar y ensalzaron los méri-tos del ausente, con la debida graduación delsentimiento... desde la sinceridad de Edmundal expresar su consideración con excesiva par-cialidad, hasta la indiferencia de su madre alhablar sólo por pura rutina formulista. Tía No-rris empezó a mirar inquietamente a unos y aotros y a maravillarse de que, a pesar de lo queél se había enamorado de Julia, la cosa hubieraquedado en nada, y casi llegó a temer que ellahabía puesto poco empeño en fomentar aquelamor; pero, teniendo que velar por la felicidadde tantos, ¿cómo era posible que, aun siendotanta su actividad, estuviera a la altura de susdeseos?

Al cabo de un par de días, Mr. Yates se habíaido también. En la partida de éste tuvo sirThomas un primordial interés: deseando estarsolo con su familia, la presencia de un extrañosuperior a Mr. Yates le hubiera resultado mo-

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lesta; pero tratándose de él, fruslero y atrevido,ocioso y derrochador, era algo vejatorio portodos los conceptos. De por sí, era ya un sujetocargante, pero como amigo de Tom y admira-dor de Julia resultaba ofensivo. A sir Thomas lehabía sido totalmente indiferente que Mr.Crawford se fuera o se quedase; pero, al expre-sar a Mr. Yates sus buenos deseos de que tuvie-ra un feliz viaje, lo hizo con auténtica satisfac-ción. Mr. Yates había permanecido allí hastaver la destrucción de todos los preparativosteatrales llevados a cabo en Mansfield, la des-aparición de todo lo concerniente a la represen-tación; dejó la casa envuelta en la sobriedadque definía su carácter, y sir Thomas tuvo laesperanza, al verle abandonar sus paredes, dehaberse librado del peor objeto relacionado conaquel proyecto y del último que forzosamentetenía que recordarle la existencia del mismoproyecto.

Tía Noms contribuyó a que desapareciera dela vista de su cuñado una de las cosas que po-

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dían causarle disgusto. El telón, cuya confec-ción ella había dirigido con tanto talento y tantoéxito, se fue con ella a su casita, pues dábase lacasualidad de que precisamente necesitaba teji-do de bayeta verde para algunas aplicaciones.

CAPÍTULO XXI

La vuelta de sir Thomas introdujo un cambioimpresionante en las costumbres de la familia,aparte la cuestión de «Promesas de Enamora-dos». Bajo su gobierno, Manfield parecía otrolugar. Se fueron algunos miembros del grupo, yotros muchos quedaron entristecidos. Todoaparecía monótono y gris, en comparación conel pasado... todo quedó reducido a un sombríocírculo familiar, raras veces animado. Había

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poco trato con los de la rectoría. Sir Thomas,enemigo de confianzas en general, se mostrabaa la sazón particularmente desfavorable a todafrecuentación fuera de un sector: los Rushwortheran la única adición que podía admitir en sucírculo hogareño.

Edmund no se extrañaba de que fueran éstoslos deseos de su padre, y sólo podía lamentar laexclusión de los Grant.

––Es que ellos ––comentaba con Fanny–– tie-nen un derecho. Parece como si nos pertenecie-ran... como si formasen parte de nosotros. Megustaría que mi padre se hiciera cargo de lasmuchas y grandes atenciones que tuvieron parami madre y mis hermanas durante su ausencia.Temo que puedan sentirse desairados; y lo cier-to es que mi padre apenas los conoce. No lleva-ban aquí un año todavía, cuando él se ausentó.Si los conociera mejor, apreciaría en lo que valeel trato de los Grant, ya que son precisamentela clase de personas que a él le gusta. A vecesfalta un poco de animación en casa: a mis her-

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manas parece que se les acabó el humor, y esevidente que Tom no se encuentra nada a gustoentre nosotros. El doctor Grant y su esposa nostraerian un poco de alegría y harían nuestrasveladas más agradables, hasta para mi padre.

––¿Lo crees así? ––dijo Fanny––. En mi opi-nión, a tu padre no le hace falta nadie más. Meparece que le encanta esa misma tranquilidadde que has hablado, que ese ambiente apacibleen su círculo familiar es lo que más le agrada. Yno creo que estemos más serios de lo que so-líamos estar antes... antes de que él se fuera,quiero decir. Por lo que puedo recordar, siem-pre fue más o menos igual. Nunca hubo mu-chas risas en su presencia. Y si alguna diferen-cia existe, no es mayor, creo yo, de la que unatan prolongada ausencia tiende a producir alprincipio. Es natural que se observe una ciertacortedad. Pero yo no recuerdo que antes fuerannunca alegres nuestras veladas, excepto cuandotu padre estaba en Londres. Supongo que, parala gente joven, nunca son alegres las veladas

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cuando las personas respetables están en casa––Creo que tienes razón, Fanny ––contestó él,

al cabo de una breve reflexión––. Creo quenuestras veladas, más que haber adquirido unnuevo carácter, vuelven a ser lo que antes fue-ron. La novedad estuvo en que se animaran.¡Hay que ver la impresión que puede dejar ennosotros el transcurso de unas pocas semanas!Ya me estaba pareciendo que, antes, nuestravida nunca había sido así.

––Sin duda yo soy más seria que otras perso-nas ––dijo Fanny––. A mí las veladas no meresultan largas. Me gusta escuchar a mi tíocuando habla de las Antillas. No me cansaríade oírle, aunque desarrollara el mismo temadurante una hora seguida. Para mí es un entre-tenimiento mucho mejor que el que he halladoen otras cosas; pero eso será que yo no soy co-mo los demás.

––¿Por qué dices esto? ––inquirió él, sonrien-do––. ¿Quieres que te digan que tan sólo te di-ferencias de los demás por lo juiciosa y discre-

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ta? Pero ¿cuándo, ni tú ni nadie, ha obtenido demí una galantería, Fanny? Ve en busca de mipadre, si quieres que te regalen los oídos. Él tecomplacerá. Pregúntale a tu tío lo que opina, yno escucharás pocas lisonjas; y aunque éstas serefieran principalmente a tu persona, tendrásque resignarte a ello y confiar en que, al mismotiempo, él considera tu alma igualmente her-mosa.

Semejante lenguaje era tan nuevo para Fanny,que la dejó totalmente confundida.

––Tu tío te encuentra muy bonita, queridaFanny, y éste es el quid de la cosa. Nadie, ex-cepto yo, le hubiera dado a esto mayor impor-tancia, y cualquiera, menos tú, se ofendería deque antes no la considerasen muy bonita; perolo cierto es que hasta ahora nunca te había ad-mirado tu tío, y ahora sí. Ha mejorado tanto tuaspecto, ha ganado tanto tu rostro, y tu figura...que no, Fanny, no pretendas cambiar de con-versación; se trata de tu tío. Si no puedes sopor-tar la admiración de un tío, ¿qué va a ser de ti?

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En realidad, tienes que hacerte a la idea de queeres digna de que te miren. Debes procurar nopreocuparte porque te conviertas en una mujerbonita.

––¡Oh, no hables así, no hables así! ––exclamóFanny, angustiada por mayor número de sen-timientos de los que él podía suponer.

Viéndola afligida, Edmund abandonó el temay sólo añadió, con más seriedad:

––Mi padre se siente predispuesto a compla-certe en todo, y yo sólo desearía que le hablasesmás. Permaneces demasiado callada durantelas veladas.

––Le hablo más de lo que antes solía; puedesestar seguro de ello. ¿No oíste cómo le preguntépor el tráfico de esclavos, anoche?

––Lo oí, y tuve la esperanza de que a estapregunta seguirían otras. A tu tío le hubieragustado que se le hicieran más preguntas sobreel tema.

––Y yo tenía grandes deseos de hacerlas...¡pero había allí un silencio tan sepulcral! Y

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mientras mis primas estaban sentadas a nuestrolado sin decir una palabra, dando la impresiónde que no se interesaban en absoluto por elasunto, no me pareció bien seguir preguntando.Pensé que parecería como si yo quisiera desta-car a costa de ellas, mostrando por los relatosde tu padre un interés y un agrado que élhubiera deseado ver en sus hijas.

––Miss Crawford estuvo muy acertada en loque dijo de ti el otro día: que parece asustartetanto la distinción y el elogio, como a otras mu-jeres el olvido y el desdén. Estuvimos hablandode ti en la rectoría, y esas fueron sus palabras:«Tiene mucho discernimiento. No conozco anadie que sepa distinguir mejor los caracteres.¡Es notable, en una mujer tan joven!». Realmen-te, te comprende mejor ella que la mayoría delos que te conocen hace mucho tiempo; he teni-do ocasión de notar (a través de agudas insi-nuaciones fortuitas, expresión de una esponta-neidad irreprimible) que podría definir a mu-chas otras personas con el mismo acierto, de no

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impedírselo la delicadeza. Me pregunto quédebe pensar de mi padre. Tiene que admirarlecomo hombre de bella presencia, de modalesperfectamente caballerosos, dignos, serenos;pero, acaso, para quien le haya visto raras ve-ces, su reserva pueda resultar un tanto repelen-te. Si tuvieran ocasión de tratarse con frecuen-cia, estoy seguro de que se apreciarían mutua-mente, a él le gustaría la vivacidad de Mary, y aella no le falta talento para aquilatar las virtu-des de mi padre. ¡Me gustaría que se vieranmás a menudo! Espero que Mary no supondráque mi padre siente por ella alguna antipatía.

––Mary puede estar demasiado segura de laestimación de todos vosotros ––dijo Fanny,exhalando un medio suspiro––, para sentir talesaprensiones. Y que sir Thomas desee estar sólorodeado de su familia al principio, es algo tannatural, que a ella no puede extrañarle en abso-luto. Yo diría que, dentro de poco, volveremosa reunimos como antes, con la única diferenciaque imponga el encontramos en otra época del

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año.––Este es el primer octubre que pasa en el

campo desde su infancia. A Tunbridge o aCheltenham no voy a llamarlos campo; y no-viembre es un mes todavía más triste, y me hedado cuenta de que la señora Grant está muyinquieta porque teme que Mary encontraráMansfield aburrido cuando llegue el invierno.

Fanny hubiese podido decir mucho tocante aeste punto, pero era más seguro no decir nada ydejar intactos todos los recursos de miss Craw-ford: sus talentos, su espíritu, su importancia,sus amistades... no fuera a traicionarse con al-guna observación que pareciera poco gentil.Las amables opiniones que sobre ella expresabamiss Crawford merecían, cuando menos, unaagradecida indulgencia; así es que se puso ahablar de otra cosa:

––Mañana, según tengo entendido, mi tíocome en Sotherton, y tú y Tom también. Poqui-tos quedaremos en casa. Espero que a tu padrele seguirá agradando Mr. Rushworth.

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––Esto es imposible, Fanny. Tendrá que gus-tarle menos después de la visita de mañana,pues estaremos cinco horas en su compañía. Measustaría pasar un día tan aburrido, aunque nole siguiera un mal mucho mayor: la impresiónque habrá de dejar en mi padre. El no podráseguir engañándose por mucho tiempo. Losiento por todos ellos y daría cualquier cosaporque Rushworth y María no se hubieran en-contrado nunca.

Respecto de este punto, desde luego, la des-ilusión era inminente para sir Thomas. Toda subuena voluntad por Rushworth y toda la defe-rencia de Rushworth por él, no pudieron evitarque pronto se le hiciera evidente algún aspectode la verdad: que Rushworth era un joven infe-rior, tan ignorante de los negocios como de loslibros, con opiniones vagas en general y sin quepareciera muy consciente de sí mismo.

Él había esperado un yerno muy distinto; yempezó a preocuparse por cuenta de María,intentando hurgar en sus sentimientos. Poco le

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fue necesario observar para comprender que laindiferencia era el estado más favorable en quepodían hallarse. La actitud de ella hacia Mr.Rushworth era indiferente y fría. No podíaquererle, no le quería. Sir Thomas decidióhablar seriamente con su hija. Por ventajosaque fuera la alianza, y por antiguo y públicoque fuera el compromiso, no debía sacrificarsea esto su felicidad. Tal vez María había acepta-do a Mr. Rushworth sin haberlo tratado bastan-te y, al conocerle mejor, se estuviera arrepin-tiendo.

Con afable solemnidad habló a su hija sirThomas; le contó sus temores, escudriñó susdeseos, le suplicó que fuera franca y sincera,asegurándole que se afrontarían todos los in-convenientes y se renunciaría al compromiso, siel mismo la hacía desgraciada. Él actuaría porcuenta de ella y le devolvería la libertad. Maríatuvo una lucha momentánea. Cuando su padrehubo terminado, pudo contestarle inmediata,decididamente y sin agitación aparente. Le

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agradeció su gran interés, su paternal cariño;pero añadió que estaba del todo equivocado alsuponer en ella el menor deseo de romper elcompromiso, o que existía algún cambio en laintención o inclinación nacida al principio; quetenía en la mayor estima el carácter y las condi-ciones de Mr. Rushworth, y no podía dudar deque seria feliz con él.

Sir Thomas quedó satisfecho... demasiadocontento, acaso, para estar satisfecho, para for-zar la cuestión hasta donde su recto juicio pu-diera haberse impuesto a otras consideraciones.Era una alianza de la que no hubiera prescindi-do sin dolor; y razonaba de esta suerte: Rush-worth era lo bastante joven para mejorar...Rushworth tenía que mejorar, y mejoraría alestar bien acompañado; y si María se mostrabaahora tan segura de su felicidad con él (hablan-do, por cierto, sin el prejuicio, sin la ceguera delamor), había que creerla. Acaso no fueran vivossus sentimientos; él nunca lo había supuesto.Pero las ventajas de orden material no contaban

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menos para el caso. Y si ella podía prescindir dever en su marido un carácter brillante, empren-dedor, era indudable que todo lo demás habíade serle favorable. Una joven de buenos princi-pios que no se casa por amor queda, por lo ge-neral, tanto más unida a sus padres; y laproximidad entre Sotherton y Mansfield man-tendría lógicamente viva la tentación y sería,con toda probabilidad, constante motivo de lasmás gratas e inocentes diversiones. Tales, yotros parecidos, eran los razonamientos de sirThomas, feliz al librarse de las embarazosasdificultades de una ruptura: el asombro, lasobservaciones, los reproches a que hubiera da-do lugar...; feliz al ver asegurado un matrimo-nio que le aportaría un aumento de respetabili-dad e influencia; y muy feliz al pensar que lasdisposiciones de su hija eran de lo más favora-bles al caso.

Para ella la conferencia terminó tan satisfacto-riamente como para él. Su estado de ánimo lallevaba a alegrarse de haberse atado al carro de

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su suerte sin revocación... de haberse entregadode nuevo a Sotherton... de verse a salvo de laposibilidad de dar a Crawford el triunfo degobernar sus acciones y destruir sus proyectos;y se retiró orgullosa de su resolución, dispuestatan sólo a portarse en lo futuro con más cautelaante Mr. Rushworth, no fuera su padre a sospe-char de ella otra vez.

De haberse dirigido sir Thomas a su hija de-ntro de los primeros tres o cuatro días siguien-tes a la partida de Henry Crawford, antes deque los sentimientos de María se hubieranamortiguado, antes de que ella hubiera aban-donado toda esperanza con respecto a él, o deque hubiera resuelto soportar a su prometido,su contestación pudiera haber sido otra; peropasados otros tres o cuatro días, sin que hubie-ra regresado, ni carta, ni mensaje, ni síntomasde corazón enternecido, ni esperanzas sobre laventaja de la ausencia, su corazón se había en-friado lo bastante para buscar el consuelo queel orgullo y el desquite podían proporcionarle.

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Henry Crawford había destruido su felicidad,pero no debía saber que había conseguido talcosa; no debía, encima, destruir su fama, suprestigio, su porvenir. No debía imaginárselalanguideciendo en su retiro de Mansfield por él,renunciando a Sotherton y a Londres, indepen-dencia y esplendor, por culpa de él. La inde-pendencia le era más necesaria que nunca, lacarencia de la misma en Mansfield se le hacíaahora más sensiblemente penosa. Era cada vezmenos capaz de soportar la sujeción impuestapor su padre. La libertad que la ausencia deéste había procurado, se había convertido ahoraen algo totalmente indispensable. Tendría queescapar de él y de Mansfield lo antes posible ybuscar consuelo en la fortuna y la ostentación,en el mundo y el bullicio, para su espíritu heri-do. Había tomado su resolución, y no la cam-biaría.

Para unos tales sentimientos toda dilación,aun la dilación impuesta por los grandes pre-parativos, hubiera sido una tortura, y Mr.

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Rushworth apenas pudo mostrarse más impa-ciente por la boda que ella misma. En cuanto ala importante preparación del espíritu, ella es-taba completamente a punto, pues iba al ma-trimonio preparada por su odio al hogar, a lasujeción y a la tranquilidad; por la amargura deun desengaño amoroso y por desprecio alhombre con quien iba a casarse. Lo demás po-día esperar. La adquisición de nuevo mobiliarioy nuevos coches podía aplazarse hasta la pri-mavera, en Londres, donde podría emplearmás libremente su propio gusto.

Estando los mayores completamente deacuerdo a este respecto, pronto se vio que muypocas semanas bastarían para disponer lo nece-sario para la boda.

La señora Rushworth estaba dispuesta a reti-rarse y dejar libre el camino a la afortunadajoven dama elegida por su querido hijo; y muya principios de noviembre, con su doncella, sulacayo y su carruaje, eso es, con todo el rumbode una viuda acaudalada, salió para Bath, don-

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de alardearía de las maravillas de Sotherton enlas tertulias vespertinas, gozándolas tan ple-namente, acaso, en la animada conversación entomo a una mesa de juego, como cuando vivíaen el lugar. Y antes de que mediara el mismomes se había celebrado la ceremonia que dabaotra señora a Sotherton.

Fue una boda muy decorosa. La novia ibaelegantemente vestida; las dos madrinas conmás modestia, como correspondía; el padrehizo la cesión; su madre permaneció con elpomo de sales en la mano, con la esperanza deemocionarse; su tía procuró llorar, y el serviciofue leído con emotiva solemnidad por el doctorGrant. Nada pudo objetarse cuando en el ve-cindario se hicieron los pertinentes comenta-rios, excepto que el carruaje que condujo a lapareja de novios y a Julia desde la puerta de laiglesia hasta Sotherton, era el mismo calesínque míster Rushworth venía usando desdehacía un año. Por todo lo demás, la etiqueta deldía podía resistir la crítica más exigente.

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Ya estaba hecho, ya se habían marchado. SirThomas sentía lo que un padre afectuoso debesentir, y experimentó sin duda muchas de lasemociones que su esposa había temido para sí,pero de las que, por fortuna, había podido li-brarse. Tía Norris, en extremo feliz de poderatender a las necesidades del día, que pasó enel Parque Mansfield para levantar los ánimosde su hermana, y bebiendo a la salud de losdesposados unas copas de propina, no cabía ensí de gozo y satisfacción; porque ella habíahecho la boda... todo lo había hecho ella, y na-die hubiera podido suponer, ante su confiadotriunfo, que hubiese oído hablar en su vida deinfelicidades conyugales, o que pudiera tener lamás remota noción de las inclinaciones natura-les de la sobrina que había crecido bajo su mi-rada.

El plan de la joven pareja era marchara lospocos días a Brighton y alquilar allí una casapor unas semanas. Todo lugar de moda eradesconocido para María, y Brighton es casi tan

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alegre en invierno como en verano. Cuando seagotase allí el aliciente de la novedad, habríallegado el momento de trasladarse a la másamplia esfera de Londres.

Julia iría con ellos a Brighton. Desde que cesóentre las dos hermanas la rivalidad, habían idorecobrando gradualmente buena parte de suantigua compenetración y, cuando menos, eranlo bastante amigas para que cada una por sulado estuviera más que contenta de estar juntoa la otra en aquella ocasión. Alguna compañíadistinta de la de Mr. Rushworth tenía gran im-portancia para la esposa de éste; y Julia se sen-tía tan ávida de novedades y diversión comoMaría, aunque no había luchado tanto paraconseguirlo y podía soportar mejor una posi-ción secundaria.

La partida de ambas produjo otro cambio ma-terial en Mansfield, un vacío que requería al-gún tiempo para ser llenado. El círculo familiarquedó notablemente reducido; y aunque últi-mamente poco contribuían las hermanas Ber-

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tram a alegrarlo, era forzoso que las echaran demenos. Hasta su madre las echaba en falta, ymuchísimo más su tierna primita, que deambu-laba por la casa, pensaba en ellas y sentía suausencia, con un grado de afectuosa nostalgiaque ellas jamás habían hecho gran cosa pormerecer.

CAPÍTULO XXII

La importancia de Fanny creció con la ausen-cia de sus primas. Al convertirse, como enton-ces ocurrió, en la única jovencita presente en lasveladas del salón, en el único elemento de eseimportante sector de una familia, en el que has-ta entonces había ocupado un tan humilde ter-cer lugar, le fue imposible evitar que la mirasen

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más, pensaran más en ella y la atendiesen mejorde lo que antes era habitual; y el «¿dónde estáFanny?» se hizo pregunta comente, hasta cuan-do nadie la requería por conveniencia personal.

No sólo en el seno del hogar aumentó su va-lor, sino también en la rectoría. En aquella casa,en la que apenas había entrado un par de vecesal año desde la muerte de Mr. Norris, empezó aser la visita más deseada, la invitada de honor;y en los tristes y fangosos días de noviembre,una compañía más que aceptable para MaryCrawford. Las visitas, que empezaron por ca-sualidad, continuaron a requerimientos de losde la casa. La señora Grant, que en realidadestaba muy interesada en proporcionar algúnaliciente a su hermana, pudo engañarse confacilidad, por gracia de la autosugestión, con-venciéndose de que hacía a Fanny el más gran-de de los favores y le brindaba la mejor oportu-nidad de perfeccionar su trato social, al insistiren que menudearan sus visitas.

Un día, al dirigirse Fanny al pueblo con un

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recado de tía Norris, fue sorprendida por unaguacero junto a la rectoría; y al ser descubiertadesde una ventana mientras buscaba protecciónbajo las ramas casi desnudas de un roble, yafuera de su predio, viose obligada, aunque nosin ofrecer una discreta resistencia por su parte,a entrar en la casa. Se había negado a los ruegosde un atento criado; pero cuando salió el doctorGrant en persona con un paraguas, no tuvomás remedio que sentirse enormemente aver-gonzada y entrar lo más deprisa posible; y parala pobre miss Crawford, que precisamentehabía estado contemplando la triste lluvia congran desaliento, suspirando por el derrumbe detodo su plan de ejercicio fisico para aquellamañana y de toda probabilidad de ver a unasola criatura humana fuera de los suyos duran-te las siguientes veinticuatro horas, el ligerobullicio en la puerta de entrada y la vista demiss Price chorreando en el vestíbulo fue algodelicioso. El valor de un acontecimiento en undía lluvioso, en el campo, se le manifestó del

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modo más concluyente. Al instante recobró suhabitual animación y se puso en actividad paraser útil a Fanny, descubriendo que se habíamojado bastante más de lo que ésta quería re-conocer al principio y procurándole ropa seca.Y Fanny, después de verse obligada a aceptartodas esas atenciones, a dejar que la ayudaran ysirvieran señoras y criadas, viose también obli-gada, de vuelta a la planta baja, a permaneceren el salón de los Grant por espacio de unahora mientras seguía lloviendo, prolongandoasí la bendición que para Mary Crawford re-presentaba tener algo nuevo que mirar y en quepensar, con lo que pudo levantar su ánimo has-ta la hora de vestirse para el almuerzo.

Las dos hermanas se mostraron tan atentas yamables con ella, que Fanny hubiera gozadocon la visita de no creer que se apartaba de sucamino, y de haber podido prever con certezaque el cielo se aclararía una vez transcurrida lahora, evitándole el bochorno de que sacasen elcoche y los caballos del doctor Grant para lle-

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varla a casa, medida ésta con la que la habíanamenazado. En cuanto a si en su casa pasabanpena debido a su prolongada ausencia con se-mejante tiempo, no tenía necesidad de inquie-tarse lo más mínimo por ello; pues como tansólo sus dos tías estaban enteradas de su salida,sabía muy bien que ni la una ni la otra iban apreocuparse y que, cualquiera que fuese la cho-za en que tía Norris la supusiera guarecida du-rante el chubasco, tía Bertram aceptaría comocosa indudable que su sobrina se hallaba en latal choza.

Empezaba a escampar cuando Fanny, obser-vando que había un arpa en la habitación, hizoalgunas preguntas con referencia a la mismaque pronto condujeron a que quedasen de ma-nifiesto sus grandes deseos de oírla tocar y a suconfesión, que apenas pudieron llegar a creer,de que todavía no la había oído nunca desdeque la habían traído a Mansfield. Para Fanny,esto parecía la cosa más natural y explicable.Apenas había estado en la rectoría desde la

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llegada del instrumento... ni había existido mo-tivo para otra cosa; pero miss Crawford, recor-dando un antiguo deseo prontamente expresa-do sobre el particular, hubo de lamentar sugran descuido. Y enseguida, con el mejor deseode complacer, formuló las preguntas.

––¿Quiere que toque ahora para usted? ¿Quéprefiere escuchar?

Inmediatamente inició la ejecución de la piezaelegida, contenta de tener una nueva oyente,una oyente que, además, parecía tan agradeci-da y admirada de su ejecución y que demostra-ba no carecer de gusto. Siguió tocando hastaque los ojos de Fanny, desviándose hacia laventana ante el evidente despejo de la atmósfe-ra, expresaron lo que ella consideraba su deber.

––Otro cuarto de hora ––dijo Mary––, y ve-remos cómo se presenta la cosa. No se vayaapenas comienza a levantarse el tiempo. Aque-llas nubes son amenazadoras.

––Pero ya pasaron ––replicó Fanny––. Estuveobservándolas. Toda esa borrasca nos llega del

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sur.––Venga del sur o del norte, yo conozco si

una nube es negra cuando la veo; y usted nodebe marcharse mientras aparezca tan amena-zadora. Además, quiero tocar otra cosa aúnpara usted... una composición muy linda, lafavorita de su primo Edmund. Tiene que que-darse y oír la pieza preferida de su primo.

Fanny comprendió que debía acceder; y aun-que no había esperado a que surgiera aquellaalusión para pensar en Edmund, tal menciónavivó en ella particularmente su recuerdo, y selo imaginó sentado un día y otro en aquellahabitación, acaso en el mismo sitio que ocupabaahora ella, escuchando con deleite constante suaire favorito ejecutado, según ella encontró, contécnica y expresión superiores; y aunque tam-bién a ella le pareció bellísima la composición yle complació que le gustara lo mismo que legustaba a él, sintió una más auténtica impa-ciencia por marcharse cuando terminó que laque había sentido antes; y al quedar esto evi-

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denciado le rogaron con tanta amabilidad querepitiera la visita, que entrara a saludarlessiempre que pudiera durante sus paseos, quevolviera para escuchar de nuevo el arpa... queacabó por decirse que seria necesario hacerloasí, si en su casa no ponían inconveniente.

Éste fue el origen de la especie de intimidadque se entabló entre ellas dentro de la primeraquincena que siguió a la partida de las herma-nas Bertram: intimidad principalmente deriva-da del deseo de algo nuevo por parte de missCrawford, y que era poco real en los sentimien-tos de Fanny. Esta iba a verla cada dos o tresdías. Era como una fascinación... no quedabatranquila si no iba; y, sin embargo, no la quería,ni siquiera le gustaba como amiga, ni sentía lamenor gratitud porque la buscara, ahora, cuan-do no podía buscar a nadie más, ni hallaba enconversación más placer que el de una eventualdistracción, y aún, a veces, a costa de su crite-rio, cuando el motivo era bromear sobre perso-nas o temas que ella deseaba ver respetados.

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Pero iba, a pesar de todo, y con frecuencia va-gaban juntas durante más de media hora entrelos arbustos de la señora Grant, ya que el tiem-po era excepcionalmente benigno en aquellaépoca del año, e incluso se aventuraban a vecesa sentarse en uno de los bancos, entonces rela-tivamente desabrigados, permaneciendo allíhasta que, en medio de una delicada exclama-ción de Fanny sobre lo prolongado de aquelotoño, veíanse obligadas, ante la súbita ráfagade un aire frío que sacudía las últimas hojasamarillas todavía prendidas en sus ramas, alevantarse y pasear para entrar en calor.

––Es bonito, muy bonito ––dijo Fanny, mi-rando en derredor, un día en que se hallabanasí sentadas en un banco––; cada vez que vuel-vo a encontrarme entre estos arbustos me sor-prende más su desarrollo y belleza. Hace tresaños, esto no era más que un seto vivo que cre-cía descuidadamente a lo largo de la margensuperior del campo, y que nunca se creyó quefuese algo, o que pudiera convertirse en algo

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digno de tenerse en cuenta; y ahora es un paseodel cual seria dificil decir si es más apreciable loútil o lo decorativo. Y, acaso, dentro de otrostres años habremos olvidado... casi olvidado loque antes fue. ¡Qué cosa tan asombrosa, tanenormemente asombrosa, la acción del tiempoy los cambios del pensamiento humano! ––ysiguiendo el curso de sus últimas ideas, pocodespués añadió––: Si alguna de las facultadesde nuestra naturaleza puede considerarse másmaravillosa que las restantes, yo creo que es lamemoria. Parece que hay algo más claramenteincomprensible en el poder, en los fracasos, enlas irregularidades de la memoria, que en cual-quier otro aspecto de nuestra inteligencia. ¡Lamemoria es a veces tan fiel, tan servicial, tanobediente y, otras, tan veleidosa, tan flaca... yotras aún, tan tiránica e ingobernable! Somos,indudablemente, un milagro en todos los as-pectos; pero nuestra facultad de recordar y deolvidar me parece algo particularmente inson-dable.

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Miss Crawford, impasible y distraída, no tu-vo nada que decir; y Fanny, comprendiéndoloasí, volvió al tema que consideraba más intere-sante para su interlocutora:

––Puede que parezca impertinente mi elogio,pero debo admirar el gusto que la señora Grantha puesto en todo esto. Hay una tan apaciblesimplicidad en el trazado y detalles de este pa-seo... ¡y lo ha conseguido sin demasiado esfuer-zo!

––Sí ––replicó Mary descuidadamente––,queda muy bien para un lugar como éste. Unano piensa ver grandes cosas aquí, y, entre noso-tras, hasta que vine a Mansfield nunca habíaimaginado que un párroco rural pudiera aspi-rar jamás a tener un paseo de arbustos, ni nadapor el estilo.

––¡Me gusta ver cómo crecen y prosperan lassiemprevivas! ––dijo Fanny como respuesta––.El jardinero de mi tío dice siempre que estatierra es mejor que la suya, y así parece, a juz-gar por el desarrollo de los laureles y arbustos

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en general. ¡Y la siempreviva! ¡Qué bonita, quégrata, qué maravillosa, la siempreviva! Cuandose piensa en esto... ¡qué asombrosa variedad, lade la naturaleza! Sabemos que en algunos para-jes la variedad está en el árbol que muda sushojas, pero esto no hace menos sorprendenteque el mismo suelo y el mismo sol nutran plan-tas diversas, que difieren en las reglas y leyesbásicas de su existencia. Pensará usted que leestoy recitando una rapsodia; pero cuando meencuentro entre la naturaleza, en especial des-cansando, me entrego con gran facilidad a estaespecie de arrebatos admirativos. No puedofijar la mirada en el más simple producto de lanaturaleza sin hallar motivo para una desbor-dada fantasía.

––Si quiere que le diga la verdad ––replicómiss Crawford––, creo que soy algo parecida alfamoso dux de la corte de Luis XIV, y puedoafirmar que no veo en este paseo de arbustosmaravilla alguna que iguale a la de hallarme yoen él. Si alguien me hubiera dicho un año atrás

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que éste sería mi hogar, que iba a pasar aquí unmes y otro mes, como vengo haciendo, le ase-guro que no lo hubiera creído. Ahora llevo yaaquí unos cinco meses... y es más aún: éstosconstituyen los cinco meses más tranquilos quehe pasado en mi vida.

––Demasiado tranquilos para usted, supongo.––También yo hubiera pensado lo mismo, en

teoría, pero ––y sus ojos se iluminaron mientrashablaba––, entre una cosa y otra, nunca habíapasado un verano tan feliz. Aunque ––añadiócon aire más pensativo y bajando la voznopuede una saber adónde conducirá todo esto.

El corazón de Fanny aceleró sus latidos y sesintió tan incapaz de suponer como de preten-der nada más. Mary, sin embargo, no tardó enproseguir con renovada animación:

––Reconozco que me he acostumbrado a lavida en el campo mejor de lo que hubiera su-puesto jamás. Hasta admito que pueda resultaragradable pasar en él medio año, si concurrendeterminadas circunstancias... Muy agradable,

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vaya que sí. Una casa elegante, de tamaño mo-derado, en el centro del propio mundo familiar;alternar continuamente con unos y otros; diri-gir la mejor sociedad de los alrededores; serconsiderada, quizá, más idónea para ejerceresta autoridad que otras de mayor fortuna, ydesviarse del círculo cordial de esas diversionespara tan sólo, y sin nada peor, un tête-à-tête conla persona que una considera la más agradabledel mundo. No es nada espantoso ese cuadro,¿verdad, Fanny? No hay por qué envidiar a lanueva señora de Rushworth, aunque tenga unacasa como aquélla.

––¡Envidiar a María! ––fue todo cuanto Fannyse aventuró a decir.

––Vamos, vamos, sería muy poco bonito ennosotras el mostrarnos severas con ella, puesespero que le deberemos muchas horas alegres,esplendorosas, felices. Confio en que iremostodos con gran frecuencia a Sotherton otro año.Un casamiento como el que ha hecho MaríaBertram es una lección pública; pues el primer

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gusto de la esposa de Mr. Rushworth ha de serel de llenar la casa y dar los mejores bailes delpaís.

Fanny permaneció silenciosa y miss Craw-ford volvió a sumirse en sus pensamientos has-ta que, al cabo de unos minutos, levantó depronto la mirada y dijo:

––¡Ah¡ Ahí le tenemos.No era, sin embargo, Mr. Rushworth, sino

Edmund quien apareció dirigiéndose haciaellas en compañía de la señora Grant.

––Mi hermana con Mr. Bertram. No sabe us-ted cuánto me alegro de que se haya ausentadoTom, dando así lugar a que Edmund sea denuevo mister Bertram4. Cuando hay que distin-guirlo anteponiéndole el nombre de pila, eso deMr. Edmund Bertram queda tan formalista, tanlastimoso, tan de hermano menor, que lo en-

4 Tratamiento reservado para el primogénito enlas familias inglesas, pero que se aplica al segundohermano en ausencia de aquél. (N. del T.)

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cuentro detestable.––¡Qué distintos nuestros pareceres! ––

exclamó Fanny––. Para mí, la expresión «Mr.Bertram» ¡es tan fría y hueca, tan por enterodesprovista de calor y de carácter! Denota quese trata de un caballero, pero nada más. Encambio, en el nombre de Edmund hay nobleza.Es un nombre que habla de heroísmo y de ges-ta; nombre de reyes, príncipes y grandes; y enél parece alentar el espíritu de la caballerosidady los cálidos afectos.

––Le concedo que el nombre está bien en sí, yque lord Edmund o sir Edmund suena delicio-samente; pero húndalo bajo el frío, la aniquila-ción, de un mister, y entonces decir Mr. Ed-mund no será más que decir Mr. John o Mr.Thomas. Bueno, ¿qué le parece si vamos a suencuentro y les desbaratamos la mitad del ser-món que nos tendrán preparado sobre el sen-tarse al aire libre en esta época del año, puesnos habremos puesto en pie sin darles tiempo aempezar?

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Edmund se reunió con ellas particularmentecomplacido. Era la primera vez que las veíajuntas, desde que entre ambas se había iniciadoese estrechamiento de la amistad, de la cual élhabía oído hablar con gran satisfacción. Unaamistad entre dos seres tan queridos para él eraexactamente cuanto hubiera podido desear; ypara dar crédito al buen criterio del enamora-do, conste que él no consideraba en modo al-guno a Fanny como la única, ni siquiera laprincipal, beneficiada con aquella amistad.

––Bueno ––dijo miss Crawford––, ¿y no nosriñe usted por nuestra imprudencia? ¿Para quécree usted que estábamos aquí sentadas, sinopara que nos hablara de ello, y nos rogara ysuplicara que no volviéramos a hacerlo nuncamas?

––Acaso hubiera podido regañar ––contestóEdmund––, si hubiera hallado aquí sentada,sola, a una de las dos; pero mientras hagan elmal juntas, puedo tolerar muchas cosas.

––No pueden haber estado sentadas mucho

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tiempo ––observó la señora Grant––, porquecuando subí por mi pañolón las vi desde laventana de la escalera, y estaban paseando.

––Y en realidad ––añadió Edmund––, tene-mos hoy un tiempo tan benigno que el sentarsepor unos minutos casi no puede calificarse deimprudencia. Y es que no siempre deberíamosjuzgar el tiempo por el calendario. A veces po-demos tomamos mayores libertades en no-viembre que en mayo.

––¡A fe mía ––exclamó miss Crawford––, queson el par de buenos amigos más decepcionan-tes e insensatos que conocí jamás! ¡No hay ma-nera de darles ni un momento de inquietud!¡No pueden imaginarse lo que hemos sufrido,el frío que hemos llegado a padecer! Pero haceya tiempo que considero a Mr. Bertram uno delos sujetos peor dotados para que una consigaexcitarle con cualquier pequeña intriga contrael sentido común que pueda urdir una mujer.Pocas esperanzas puse en él, desde el primermomento; pero a ti, que eres mi hermana, mi

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propia hermana... a ti, creo que tenía derecho aalarmarte un poco.

––No te hagas ilusiones, querida Mary. Nohay la menor probabilidad de que consigasconmoverme. Estoy alarmada, pero por otracausa; y si yo pudiera cambiar el tiempo, oshubiera enviado un viento del este bien afiladoque no dejara de azotaros ni un momento. Por-que Roberto se ha empeñado en dejar fueraalgunas de mis plantas por ser las noches tanbonancibles, y bien sé yo cuál será el fin: quesobrevendrá un brusco cambio de tiempo, quenos traerá una repentina helada, cogiéndonos atodos (al menos a Roberto) de sorpresa, y mequedaré sin ellas. Y lo que es peor, la cocineraacaba de decirme que el pavo, que yo tenía es-pecial empeño en no presentar hasta el domin-go, porque sé que mi marido disfrutaría muchomás comiéndolo ese día, después de las fatigasdel oficio, no aguantará más que hasta pasadomañana. Esto sí que son verdaderos contra-tiempos, que me hacen pensar que el tiempo es

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de lo más impropio e inoportuno.––¡Las delicias de ser ama de casa en una al-

dea! ––dijo Mary, irónicamente––. Hazme unarecomendación para tu jardinero y tu pollero.

––Verás, monina, hazme tú una recomenda-ción para el traslado del doctor Grant aldecanato de Westminster o de San Pablo, y es-taré tan orgullosa de tus jardineros y polleroscomo puedas estarlo tú. Pero en Mansfield notenemos gente de ésa. ¿Qué quieres que lehaga?

––¡Oh!, tú no puedes hacer más que lo quesiempre has hecho: mortificarte muy a menudo,y no perder nunca el buen humor.

––Gracias; pero no es posible evitar esas pe-queñas molestias, dondequiera que vivamos.Cuando te hayas establecido en la capital y yovaya a verte, apuesto a que te encontraré tam-bién metida en tus quebraderos de cabeza, apesar del jardinero y del pollero, o quizás debi-do a los mismos. Su falta de interés y de pun-tualidad, o sus cuentas exhorbitantes y sus

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fraudes, te arrancarán amargas lamentaciones.––Creo que voy a ser demasiado rica para te-

ner que lamentarme o sufrir por nada parecido.Una gran renta es la mejor receta para ser feliz,y nunca he oído hablar de otra que la aventaje.Desde luego, con ella queda asegurada toda laparte de felicidad que dependan del pavo y elmirto.

––¿Piensa usted ser muy rica? ––consideróEdmund poniendo una expresión que, a losojos de Fanny, tenía mucho de profunda signi-ficación.

––Desde luego. ¿Y usted no? ¿No lo pensa-mos todos?

––Yo no puedo proponerme nada que sea tanpor completo independiente del poder de mivoluntad. Por lo visto miss Crawford puedeelegir su grado de riqueza. Le bastará con fijarel número de miles al año que le convenga, y yano cabe la menor duda de que los obtendrá. Yotan sólo me propongo no ser pobre.

––A base de moderación y economía, y limi-

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tando sus necesidades a la medida de sus in-gresos, y todo eso. Le comprendo; y es un planmuy propio de una persona de su edad, quetiene unos medios tan limitados y unos deudostan indiferentes. ¿Qué ha de pretender usted,sino un pasar decente? No le queda muchotiempo por delante; y sus parientes no están ensituación de hacer nada por usted o para morti-ficarle con el contraste de su propia riqueza eimportancia... Sea pobre y honrado, de todosmodos; pero no voy a envidiarle; ni estoy muysegura de respetarle siquiera. Respeto muchí-simo más a los que son ricos y honrados.

––Su grado de respeto por la honradez, rica opobre, es precisamente algo que no puede in-quietarme. Yo no tengo el propósito de ser po-bre. La pobreza es lo que he decidido combatir.La honradez, dentro de un nivel medio encuanto a posibilidades económicas, es cuantoansío que no desprecie usted.

––Pues la desprecio, si está menos alta de loque pudiera. Debo despreciar todo lo que se

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conforma con la obscuridad cuando podríaelevarse a un grado de distinción.

––Pero, ¿cómo puede elevarse? ¿Cómo po-dría, mi honradez al menos, alcanzar un gradosuperior?

Era ésta una pregunta no tan fácil de contes-tar y suscitó un «¡oh!» algo prolongado en lalinda muchacha, hasta que pudo añadir:

––Debería figurar en el Parlamento, o haberingresado en el Ejército hace diez años.

––Lo que es eso no viene ahora muy al caso; yen cuanto a lo de figurar en el Parlamento, creoque deberé esperar a que se convoque unaasamblea especial para la representación de lossegundones con escasos medios de vida. No,miss Crawford ––añadió en tono más serio––,existen distinciones que, si yo creyese que no hede tener probabilidad... absolutamente ningunaprobabilidad o posibilidad de conseguir, meconsideraría muy desdichado; pero son de otraclase.

La significativa expresión de su mirada mien-

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tras esto decía, y la complicidad que parecíahaber en la actitud de Mary al contestar conalguna de sus humorísticas salidas, fueron mo-tivos de tristeza para la observación de Fanny;y sintiéndose ésta completamente incapaz deprestar a la señora Grant la atención debida,pues a su lado caminaba ahora siguiendo a lapareja, había casi decidido volver a casa inme-diatamente, y esperaba tan sólo reunir el valornecesario para decirlo, cuando las campanadasdel gran reloj de Mansfield Park, dando las tres,le hicieron darse cuenta de que, realmente,había estado ausente mucho más tiempo de loque acostumbraba, y la llevaron a consultarsepreviamente si debía o no marcharse en el acto,y cómo hacerlo para conseguirlo sin demorarsemás. Con resuelta decisión inició su despedida;y al mismo tiempo Edmund empezó a recordarque su madre había preguntado por ella, y queél había acudido precisamente a la rectoría conel fin de recogerla.

Creció la prisa de Fanny; y se hubiera apresu-

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rado a marcharse sola, sin esperar en absolutoque la acompañara Edmund; pero todos acele-raron la marcha y la acompañaron hasta la casa,por la cual era preciso pasar. El doctor Grant sehallaba en el vestíbulo y, al detenerse todospara saludarle, Fanny dedujo por la actitud deEdmund que éste se proponía ir con ella. Tam-bién él se estaba despidiendo. No pudo pormenos que estarle agradecida. En el momentode separarse, el doctor Grant invitó a Edmundpara el día siguiente a comer con él un cordero;y Fanny tuvo apenas tiempo de sentir ciertadesazón por tal motivo, cuando la señoraGrant, como cayendo en la cuenta repentina-mente, se volvió a ella y le rogó que les conce-diera también el gusto de su compañía. Era éstauna atención tan nueva, un caso tan perfecta-mente insólito en el discurrir de la vida de Fan-ny, que ya no pudo quedar más sorprendida yazorada; y mientras barboteaba su profundoagradecimiento y su... «aunque, de todos mo-dos, creo que no estará en mi poder aceptar»,

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miraba a Edmund en busca de opinión y ayu-da. Pero Edmund, encantado de que ella reci-biera tan feliz invitación, y adivinando con me-dia mirada y media fiase que todo el reparo dela muchacha se limitaba a los obstáculos quepudiera poner su tía, pues no podía imaginarseque su madre tuviera inconveniente en pres-cindir de Fanny, dio en consecuencia, de mododecidido, su franco consejo en el sentido de quedebía aceptar la invitación; y aunque Fanny noquería aventurarse, a pesar de esta alentadoraactitud, a un vuelo de independencia tan au-daz, se acordó enseguida que, de no darse avisoen contra, la señora Grant podía contar con ella.

––¿Y saben ustedes qué tendremos para co-mer? ––dijo la señora Grant, sonriendo––; pavo,y les aseguro que un ejemplar estupendo; por-que ––y se volvió a su esposo––, querido, lacocinera insiste en que el pavo habrá que ade-rezarlo mañana.

––Muy bien, muy bien ––exclamó el doctorGrant––, tanto mejor; me alegro de saber que

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tienes algo tan bueno en casa. Pero yo diría quemiss Price y Mr. Bertram se conformarán con loque sea. Ninguno de nosotros desea conocer laminuta. Una reunión cordial y no una comidaespléndida es lo que esperamos. Un pavo, unganso o una pierna de cordero... o lo que tú y tucocinera queráis disponer.

Los dos primos marcharon juntos a su casa; y,excepto por lo que se refiere a los comentariosque se hicieron en los primeros momentos so-bre este convite, del cual Edmund habló con lamás cálida satisfacción, considerándolo espe-cialmente deseable para ella como estrecha-miento de la amistad que con tanta satisfacciónveía él entablada, el paseo fue silencioso; por-que, agotado este tema, Edmund quedó pensa-tivo y poco dispuesto a iniciar otro.

CAPÍTULO XXIII

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––¿Pero por qué tenía que invitar a Fanny, laseñora Grant? ––preguntábase lady Bertram––.¿Cómo se le ocurrió invitar a Fanny? Fannynunca come allí, bien lo sabéis, en ese plan. Yono puedo prescindir de ella, y estoy segura deque ni ella misma desea ir... Fanny, tú no quie-res ir, ¿verdad?

––Si se lo preguntas así ––protestó Edmund,impidiendo que hablara su prima––, Fanny vaa decir que no, en el acto; pero yo estoy seguro,querida madre, de que a ella le gustaría ir; y noveo razón alguna que la obligue a rehusar.

––No puedo explicarme cómo pudo ocurrír-sele a la señora Grant invitar a Fanny. Nuncahabía hecho tal cosa. Solía invitar a tus herma-nas de vez en cuando, pero nunca a Fanny.

––Si no puede usted prescindir de mí... ––dijoFanny con abnegación. ––Pero si mi padre esta-rá a su lado toda la tarde.

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––Sin duda alguna.––¿Y si consultaras el caso con él, a ver lo que

opina?––Esto está bien pensado. Así lo haré, Ed-

mund. En cuanto llegue, le preguntaré a sirThomas si puedo pasar sin ella.

––Como te parezca, mamá; pero yo me referíaa la opinión de mi padre en cuanto a lo correctode aceptar o no aceptar la invitación; y creo quele parecerá bien tratándose de la señora Grant,así como de Fanny, que siendo la primera invi-tación, se acepte.

––No sé. Se lo preguntaremos. Pero quedarámuy sorprendido de que a la señora Grant se lehaya ocurrido invitar a Fanny.

No había más que decir, o que pudiera ser di-cho con algún provecho, en tanto no se presen-tara sir Thomas; pero la cuestión, puesto queestaba relacionada con la mayor o menor co-modidad de que ella pudiera disfrutar el si-guiente día por la tarde, se hizo tan predomi-nante en la mente de lady

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Bertram, que media hora después, al ver a sumarido que asomó un momento la cabeza alinterior al pasar por allí, mientras se dirigía delplantío a su habitación, lo hizo retroceder,cuando había ya casi cerrado la puerta, llamán-dole así:

––Thomas, atiende un momento; tengo algoque decirte.

Su tono de apacible languidez ––pues nuncase tomaba la molestia de levantar la voz––, sehacía siempre escuchar y atender; sir Thomasretrocedió. Ella empezó a referirle el caso yFanny se deslizó inmediatamente fuera de lahabitación; porque escuchar, sabiéndose ellamisma el tema de cualquier discusión con sutío, era más de lo que sus nervios podían sopor-tar. Estaba ansiosa, se daba cuenta... más ansio-sa, quizás, de lo que hubiera debido estar, yaque... ¿qué importaba, en definitiva, si iba o sequedaba? Pero... si su tío estuviera largo ratoconsiderando y sin decidirse, dando unas mi-radas muy serias, y estas graves miradas se

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dirigieran a ella, y, al fin, decidiera contra ella,probablemente no hubiera sido capaz de mos-trarse debidamente sumisa e indiferente. Entre-tanto su pleito iba bien. Así se inició, por partede lady Bertram:

––Tengo que decirte algo que te sorprenderá.La señora Grant ha invitado a Fanny a comer.

––Ya ––dijo sir Thomas, como esperando máspara llegar a sorprenderse.

Edmund desea que vaya. Pero, ¿cómo voy aprescindir de ella?

––Llegará tarde ––dijo sir Thomas, sacando elreloj––; pero, di: ¿cuál es la dificultad que que-rías exponerme?

Edmund se vio obligado a hablar y llenar laslagunas del relato de su madre. Lo contó todo,y ella sólo tuvo que añadir:

––¡Es tan raro! Porque la señora Grant jamástuvo la costumbre de invitarla.

––Pero, ¿no es muy natural? ––observó Ed-mund–– que la señora Grant quiera procurar asu hermana una compañía tan agradable?

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––Nada puede ser más natural ––dijo sirThomas, al cabo de una breve reflexión––, yaunque no existiera tal hermana, para el caso,creo yo que nada podría ser más natural. Quela señora Grant se muestre cortés con miss Pri-ce, la sobrina de lady Bertram, es algo que nonecesita explicación. Lo único que podría sor-prenderme seria que ésta fuese la primera mues-tra de su cortesía. Fanny estuvo muy correcta aldar sólo una respuesta condicional. Ello de-muestra que siente como debe. Pero como adi-vino que desea ir, puesto que la gente jovengusta de hallarse reunida, no veo razón paranegarle este favor.

––Pero, ¿podré pasar sin ella, Thomas?––Sin duda alguna, creo yo.––Bien sabes que siempre prepara ella el té

cuando no está mi hermana.––Acaso sea posible convencer a tu hermana

para que pase el día con nosotros y yo estaré,desde luego, en casa.

––Muy bien, pues; Fanny puede ir, Edmund.

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Las buenas nuevas pronto llegaron a ella.Edmund llamó a la puerta de su habitación, depaso para la suya.

––Bueno, Fanny, todo ha quedado felizmenteresuelto, y sin la menor vacilación por parte detu tío. No tuvo más que una opinión: debes ir.

––Gracias, estoy tan contenta... ––fue la ins-tintiva reacción de Fanny, aunque cuando sehubo separado de él y cerrado la puerta, nopudo menos que decirse––: Y, sin embargo,¿por qué he de estar contenta? ¿Acaso no estoysegura de ver u oír algo que habrá de apenar-me?

No obstante, a despecho de este convenci-miento, estaba contenta. Por intrascendente quela tal invitación pudiera aparecer a los ojos deotras personas, constituía para ella algo nuevo eimportante, pues excepto el día pasado en Sot-herton, apenas si había comido nunca fuera; yaunque ahora iría sólo a una distancia de mediamilla, para reunirse sólo con tres personas, nopor esto dejaba de ser una comida fuera de ca-

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sa, y toda la serie de pequeñas preocupacionesrelacionadas con los preparativos constituíanya, de por sí, una diversión. Ella no tuvo lasimpatía ni la ayuda de los que hubieran debi-do compartir sus sentimientos y orientar sugusto; pues lady Bertram jamás pensaba en serútil a nadie y tía Norris, cuando llegó al díasiguiente, respondiendo a una temprana lla-mada e invitación de sir Thomas, estaba de unpésimo humor y parecía estar sólo dispuesta aaminorar el placer de su sobrina, así presentecomo futuro, todo lo posible.

––A fe mía, Fanny, que es grande la suerteque tienes; ¡encontrarte con tanta atención deuna parte y tanta condescendencia de la otra!Deberías estarle agradecidísima a la señoraGrant por haber pensado en ti, y a tu tía porpermitir que vayas, y deberías considerar todoesto como algo extraordinario; pues espero quete darás cuenta de que no existe verdadero mo-tivo para que alternes de ese modo en sociedad,ni siquiera para que vayas a comer invitada

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fuera de casa, y que es algo que no debes espe-rar que vaya a repetirse nunca. Ni tampocodebes hacerte la ilusión de que esta invitaciónsignifique ninguna fineza particular hacia ti; lafineza va dirigida a tu tío, tía y a mí. La señoraGrant considera que nos debe la cortesía dehacerte algún caso, ya que de lo contrario nun-ca le hubiera pasado por la cabeza semejanteidea, y puedes estar completamente segura deque si tu prima Julia estuviera aquí, no tehabrían invitado para nada.

Tía Norris había desvirtuado con tanto inge-nio toda la parte del favor atribuible a la señoraGrant, que Fanny, viendo que se esperaba quedijera algo, pudo sólo expresar que estaba muyagradecida a su tía Beitiam por avenirse a pres-cindir de ella, y que procuraría dejar la labor dela tarde para su tía dispuesta de modo que nohubiera lugar a echarla de menos.

––¡Oh, no lo dudes! Tu tía puede pasar muybien sin ti, de lo contrario no te hubiera dejadoir. Yo estaré aquí, de modo que puedes estar

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completamente tranquila por tu tía. Y esperoque pases un día muy agradable y lo encuentrestodo extraordinariamente delicioso. Pero he deobservar que cinco personas es el número decomensales más desastroso que soñarse puedapara sentarse en tomo a una mesa; y forzosa-mente ha de sorprenderme que una dama tanelegante como la señora Grant no lo haya com-binado mejor. ¡Y alrededor de esa enorme mesaque tienen ellos, nada menos, tan ancha, quellena el comedor tan horriblemente! Si el doctorGrant se hubiera conformado con la mesa queyo dejé al abandonar la rectoría, como hubierahecho cualquier persona en sus cabales, en vezde poner esa otra suya tan absurda, que es másgrande, positivamente mayor, que la del come-dor de aquí, cuánto mejor, infinitamente mejor,hubiera hecho, y cuánto, cuánto más se le res-petaría. Porque a la gente nunca se la respetacuando se sale de su esfera. No olvides esto,Fanny. ¡Y pensar que cinco, nada más que cin-co, van a sentarse en tomo a aquella mesa! No

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obstante, yo diría que van a servir comida paradiez.

La señora Norris tomó aliento y prosiguió así:––La necedad y pretensión de la gente que se

sale de su esfera para aparentar más de lo quees, me hace pensar en la oportunidad de insi-nuarte algo a propósito, ahora que vas a alter-nar en sociedad; he de rogarte y suplicarte queno hagas nada por destacar, y que no hables niexpreses tu opinión como si fueras una de tusprimas... como si fueras mi querida María, oJulia. Esto no quedaría nada bien, créeme. Re-cuérdalo: dondequiera que estés, debes ser tú lamás modesta y la última; y aunque Mary Craw-ford está como en su casa en la rectoría, tú noestás en el caso de ella. Y en cuanto al regresopor la noche, debes aguardar hasta el momentoque Edmund considere oportuno. Deja que seaél quien decida sobre este punto.

––Sí, señora; nunca se me hubiera ocurridootra cosa.

––Y si llegara a llover, cosa que me parece

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más que probable, pues en mi vida vi un tiem-po que amenazara lluvia para la tarde de unmodo tan inequívoco, deberás arreglarte lo me-jor que puedas, sin esperar que manden el co-che por ti. Lo cierto es que yo no vuelvo a casaesta noche y, por lo tanto, el coche no saldrápor mi causa; así es que debes prevenirte por loque pudiera ocurrir, y llevarte lo necesario parael caso.

Su sobrina consideró que era perfectamenterazonable. Tasaba su derecho a gozar de como-didades tan por bajo como pudiera hacerlo tíaNorris; y cuando, al cabo de un momento, sirThomas dijo al tiempo que abría la puerta:

––Fanny, ¿a qué hora quieres que pase a re-cogerte el coche? ––quedó hasta tal puntoasombrada, que le fue imposible pronunciaruna palabra.

––¡Querido Thomas! ––exclamó tía Norris, ro-ja de ira––. Fanny puede andar.

––¡Andar! ––repitió sir Thomas, con la másinconfundible dignidad y adentrándose más en

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la habitación––. ¡Mi sobrina acudir a pie a unainvitación, en esta época del año...! ¿Te convie-ne a las cuatro y veinte?

––Sí, tío ––contestó humildemente Fanny, sin-tiéndose casi tan culpable como un criminalante tía Norris; y no pudiendo soportar la vio-lencia de permanecer junto a ella en lo que po-día parecer una situación triunfante, salió de lahabitación siguiendo a su tío, retardándose sólolo suficiente para oír estas palabras, pronuncia-das con airada agitación:

––¡Completamente innecesario!... ¡Excesiva-mente amable! Aunque también va Edmund...Sí, claro, es por él. Recuerdo que estaba afónicoel martes por la noche.

Pero esto no pudo engañar a Fanny. Se dabacuenta de que el coche se disponía para ella,sólo para ella; y la atención de su tío, a seguidode las tendenciosas consideraciones de su tía, lecostó unas lágrimas de gratitud en cuanto estu-vo sola.

El coche llegó al minuto de la hora fijada; al

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cabo de otro minuto bajó el caballero; y como ladama, en su escrupuloso temor de retrasarse,llevaba ya bastantes minutos sentada, aguar-dando, en el salón, sir Thomas pudo verles salircon toda la puntualidad que sus correctos hábi-tos requerían.

––Ahora deja que te mire, Fanny ––dijo Ed-mund, con la amable sonrisa de un hermanocariñoso––, y te diga lo mucho que me gustas;realmente, por lo que puedo juzgar con estaluz, estás muy linda. ¿Qué te has puesto?

––El vestido nuevo que tu padre tuvo la bon-dad de regalarme para la boda de María. Espe-ro que no vista demasiado; pero pensé que de-bía ponérmelo en cuanto pudiera, y que tal vezno se me presentará otra ocasión en todo elinvierno. Quisiera que no me consideraras de-masiado engalanada.

––Una mujer nunca resulta demasiado enga-lanada si viste toda de blanco. No, no veo nadaexcesivo en tu atavío... nada que no sea perfec-tamente adecuado. Me parece muy bonito tu

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vestido. Me gustan esos lunares satinados. ¿Notiene miss Crawford un vestido bastante pare-cido?

Al acercarse a la rectoría pasaron junto al es-tablo y la cochera.

––¡Hola! ––dijo Edmund––. ¡Tenemos com-pañía! Aquí hay un coche. ¿Quién se habrá su-mado a la reunión? ––y bajando el cristal de laventanilla para distinguir mejor, añadió––: ¡Esel de Crawford... el birlocho de Crawford, se-guro! Ahí están sus dos criados empujándolo allugar que ocupaba anteriormente. Él estaráaquí, desde luego. Esto sí que es una sorpresa,Fanny. Me alegraré mucho de verle.

No era ocasión, ni había tiempo, para queFanny dijera cuánto diferían sus sentimientos;pero al pensar que había un personaje más, ynada menos como aquél, dispuesto a observar-la, aumentó en gran manera el azoramiento conque llevó a cabo la horrible ceremonia de entraren el salón.

Y en el salón estaba, en efecto, Henry Craw-

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ford, que justamente había llegado con tiemposuficiente para estar ahora ya preparado para lacomida; y las sonrisas y la expresión complaci-da de los otros tres, que le rodeaban, mostrabanla buena acogida que se dispensaba a su repen-tina decisión de pasar con ellos unos días altérmino de su estancia en Bath. El encuentrocon Edmund fue muy cordial; y, exceptuando aFanny, todos estaban satisfechos; y hasta paraella podía resultar en cierto modo ventajosa supresencia, ya que todo aumento en el grupomás bien había de favorecer su acariciado de-seo de que se le permitiera estar callada y pasarinadvertida. Pronto tuvo ocasión de comprobarque así era; pues si bien debía resignarse, segúnle indicaba su justo criterio y a despecho de losjuicios de tía Norris, a ser la primera dama enaquella ocasión y a que se la hiciera objeto detodas las pequeñas atenciones pertinentes, seencontró, al sentarse a la mesa, con que predo-minaba una feliz comente de conversación en laque no se le requirió que tomara parte para

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nada. Eran tantas las cosas que había que con-tar entre hermano y hermana acerca de Bath,tantas entre los dos jóvenes sobre caza, tantosobre política entre Henry y el doctor Grant, yde todo y de todos entre Henry y la señoraGrant, que a Fanny se le ofreció la magníficaperspectiva de sólo tener que escuchar en silen-cio y de pasar un día muy agradable. Sin em-bargo, no pudo halagar al recién llegado con lamenor muestra de interés ante el proyecto deprolongar su estancia en Mansfield y de llamara sus monteros que le aguardaban en Norfolk,cosa que, sugerida por el doctor Grant, reco-mendada por Edmund y acogida con calurosoentusiasmo por las dos hermanas, pronto seadueño de su espíritu y pareció que deseabaque Fanny le animara también a resolverse.Buscó la opinión de ésta con respecto a la pro-bable continuación del buen tiempo, pero ellase limitó a contestar con toda la brevedad eindiferencia que permitía la buena educación.No podía desear que se quedara, y mil veces

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hubiera preferido que no le hablase.El recuerdo de sus dos primas ausentes, espe-

cialmente de María, predominaba en su menteal ver ahora a Henry, cuyo ánimo no aparecíaalterado, en cambio, por ningún recuerdo tur-bador. Aquí estaba de nuevo, en el mismo lugardonde todo había sucedido y, a lo que parecía,tan dispuesto a quedarse y ser feliz sin las her-manas Bertram como si no hubiese conocido unMansfield distinto al de ahora. Fanny le oyóhablar de ellas de un modo indirecto, generali-zado, hasta que fueron a reunirse todos en elsalón, donde Edmund entabló conversaciónaparte con el doctor Grant sobre algún temaparticular que parecía absorber por completosu atención, y la señora Grant se ocupó en dis-poner la mesa para el té: entonces Henry empe-zó a hablar más concretamente de las dos her-manas, dirigiéndose a Mary. Con sonrisa signi-ficativa, lo que hizo que Fanny casi le odiara,dijo:

––De modo que Rushworth y su hermosa no-

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via se hallan en Brighton, según tengo entendi-do... ¡Hombre feliz!

––Sí, allí estuvieron... unos quince días, ¿ver-dad, Fanny? Y Julia se fue con ellos.

––Y Mr. Yates no estará lejos, supongo.––¡Mr. Yates! ¡Bah!, nada más hemos sabido

de míster Yates. No creo que se cuenten mu-chas cosas suyas en la correspondencia que serecibe en Mansfield Park, ¿no es así, Fanny? Meimagino que Julia sabe muy bien lo que le con-viene y no hará perder el tiempo a su padrehablándole de Mr. Yates.

––¡Pobre Rushworth, con sus cuarenta y dosparlamentos! ––prosiguió Crawford––. Nadiepodrá olvidarlos jamás. ¡Pobre muchacho! Meparece verle ahora... atribulado, desesperado.Vaya, me sorprendería mucho que su dulceMaría llegara a desear alguna vez que le hicieraa ella cuarenta y dos parlamentos ––añadió, conmomentánea seriedad––: ella es muy superiorpara un hombre como él... excesivamente supe-rior.

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Después, cambiando de nuevo el tono paraimprimirle un carácter de delicada galantería, ydirigiéndose a Fanny, dijo:

––Usted fue la mejor amiga de Mr. Rush-worth. Su amabilidad y paciencia nunca po-drán olvidarse; su infatigable paciencia al inten-tar que a él le fuera posible aprenderse su pa-pel... en el intento de dotarle de un cerebro quela naturaleza le ha negado... de combinar paraél una inteligencia a base de la que a usted lesobra... Puede que él no tenga comprensiónsuficiente para apreciar su gran amabilidad,pero me atrevo a afirmar que ésta fue mereci-damente estimada por todos los restantes ele-mentos del grupo.

Fanny se ruborizó y permaneció callada.––¡Fue un sueño, un delicioso sueño! ––

exclamó Henry, reanudando el tema despuésde haber quedado unos momentos pensativo––.Siempre recordaré nuestras actividades teatra-les con exquisito placer. ¡Era tanto el interés, elentusiasmo, la ilusión que se había difundido

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entre todos! Todos sentíamos lo mismo. Todosnos movíamos con gran actividad. Había traba-jo, ilusión, afán, bullicio durante todas las horasdel día... siempre había alguna pequeña dificul-tad, alguna pequeña duda, algún pequeño pro-blema que resolver. Jamás fui tan feliz.

Con callada indignación, Fanny repitió parasí: «jamás fui tan feliz!... ¡Jamás tan feliz comocuando hacías lo que debieras saber que notiene justificación!... ¡Nunca tan feliz comocuando te estabas comportando tan cruel e ig-nominiosamente! ¡Oh, qué espíritu tan depra-vado!»

––Tuvimos mala suerte, miss Price ––prosiguió él, bajando la voz para evitar quepudiera oírle Edmund, y sin sospechar en abso-luto lo que ella sentía en aquellos momentos––,muy mala suerte, en verdad. Una semana más,sólo otra semana, nos hubiera bastado. Creoque si hubiera estado en nuestras manos la or-denación de los acontecimientos, si MansfieldPark hubiera poseído el gobierno de los vien-

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tos, sólo por espacio de una o dos semanas entorno al equinoccio, la cosa hubiera sido dife-rente. No es que nosotros fuéramos a intentarque corriese algún grave riesgo durante la tra-vesía, desencadenando un furioso temporal,sino que sólo hubiéramos recurrido a la persis-tencia de un viento contrario, o a una calmaabsoluta. Creo, miss Price, que también noso-tros nos habríamos conformado con una sema-na de calma en el Atlántico, en esta estación.

Parecía decidido a conseguir una respuesta; yFanny, desviando el rostro, dijo con un tonomás firme del que solía emplear:

––Por lo que a mí respecta, caballero, nohubiera querido que su regreso se aplazara niun solo día. Mi tío desaprobó todo aquello deun modo tan absoluto a su llegada que, en miopinión, las cosas se habían llevado ya dema-siado lejos.

Hasta aquel momento, nunca le había contes-tado con tanta decisión a él ni tan airadamentea nadie; y cuando hubo terminado, quedó tem-

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blorosa y se sonrojó ante su propio atrevimien-to. Él quedó sorprendido; pero después de ob-servarla en silencio por un instante, replicóempleando un tono más reposado y grave, co-mo obedeciendo sinceramente a una conclusióna la que hubiera llegado, convencido por ella:

––Creo que tiene razón. Era algo más agrada-ble que prudente. Empezábamos a alborotardemasiado.

Después, cambiando de conversación, hubie-ra querido interesarla en otro tema cualquiera,pero ella contestaba con tanta esquivez y des-gana, que a él le fue imposible conseguir supropósito.

Miss Crawford, que había estado echandocontinuas ojeadas al doctor Grant y a Edmund,observó:

––Esos caballeros deben de estar discutiendoalgún punto muy interesante.

––El más interesante del mundo ––replicó suhermano––: el modo de hacer dinero, de con-vertir una buena renta en otra mejor. El doctor

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Grant está dando instrucciones a Edmund parala vida que éste pronto ha de iniciar. Me enteréde que va a ordenarse dentro de pocas sema-nas. De ello hablaron antes en el comedor. Mealegra saber que Edmund estará tan bien. Ten-drá un bonito ingreso para criar patos y patas,y lo ganará sin gran esfuerzo. He sabido que nobajará de setecientas libras al año. Setecientaslibras anuales es algo estupendo para un se-gundón; y como, naturalmente, seguirá vivien-do en su casa, podrá destinarlo todo para satis-facer sus menus plaisirs; y un sermón por Pascuay otro por Navidad será, me imagino, la sumatotal de sus sacrificios.

Su hermana intentó bromear a despecho desus sentimientos diciendo:

––Nada me divierte tanto como la facilidadcon que los hombres sitúan en la abundancia alos que tienen mucho menos que ellos. Nopondrías tú cara de pascuas, Henry, si tus me-nus plaisirs tuvieran que limitarse a setecientaslibras anuales.

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––Puede que no; pero tú sabes bien que todoeso es muy relativo. Los derechos de nacimien-to y el hábito es lo que vale para centrar el caso.Edmund se ha situado indudablemente biencomo segundón, aunque lo sea de una casabaronial. A la edad de veinticuatro o veinticin-co años dispondrá de setecientas libras anuales,sin que deba hacer nada para ello.

Miss Crawford pudo haber dicho que algohabría que hacer y sufrir para ello, lo cual nopodía considerar ella tan sencillo; pero se con-tuvo y lo dejó pasar, procurando aparecer tran-quila e indiferente cuando los dos caballeros seunieron al grupo poco después.

––Edmund ––dijo Henry Crawford––, mepropongo venir a Mansfield para oírle predicarsu primer sermón. Vendré a propósito paraalentar a un joven principiante. ¿Para cuándoserá eso? Miss Price, ¿no se unirá usted conmi-go para animar a su primo? ¿No se comprome-te usted a escucharle con los ojos puestos fija-mente en él mientras dure el sermón, como yo

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pienso hacer, para no perder una sola de suspalabras, o a lo sumo bajando sólo un momentola mirada para anotar alguna frase singular-mente bella? Iremos provistos de lápiz y cuarti-llas... ¿Cuándo será? Debe usted predicar enMansfield, desde luego para que lady Bertramy sir Thomas puedan oírle.

––Procuraré librarme de usted, Crawford, entanto pueda ––dijo Edmund––, pues lo másprobable es que consiguiera usted desconcer-tarme, y me apenaría más que se lo propusierausted que otro cualquiera.

«¿Es que no tendrá sensibilidad para apreciaresto? ––pensó Fanny––. No, es incapaz de sentirnada de lo que debiera.»

Como ahora se hallaban todos reunidos y losprincipales conversadores se atraían mutua-mente, Fanny pudo gozar de tranquilidad.Terminado el té se formó una mesa de whist(preparada en realidad para esparcimiento deldoctor Grant por su atenta esposa, aunque seconvino en no considerarlo así) y Mary se aco-

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gió al arpa, de modo que Fanny no tuvo quehacer más que dedicarse a escuchar; y su tran-quilidad ya no sufrió alteración en el resto de lavelada, excepto en las ocasiones en que Mr.Crawford le hacía alguna pregunta y observa-ción, a las que se veía obligada a contestar. MissCrawford estaba demasiado mortificada por loque había ocurrido para que su humor pudieraadaptarse a otra cosa que no fuera la música.Con ella se consolaba y recreaba a su amiga.

La seguridad de que Edmund iba a ordenarsetan pronto, cayó sobre ella como un golpe queestuvo suspendido en el aire y que hasta setuvo por incierto y distante, y lo acusó con res-quemor y mortificación. Estaba irritada contraél. Había creído que su influencia pesaba más.Había empezado a pensar en él ––se daba cuen-ta de ello–– con gran preferencia, con intencióncasi decidida; pero ahora se encontraba con lafrialdad de sus sentimientos. Era claro que él nopodía estar animado de serias intenciones, ni laquería de veras, pues que se decidía por una

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situación a la que bien sabía que ella no se so-metería jamás. Ella aprendería a igualarle enindiferencia. En adelante admitiría sus atencio-nes sin otro propósito que el de la diversióninmediata. Si él podía dominar así sus senti-mientos, no iba ella a sufrir con los propios.

CAPÍTULO XXIV

Henry Crawford había ya resuelto a la maña-na siguiente pasar otra quincena en Mansfield;y en cuanto hubo mandado por sus monteros yescrito unas líneas de explicación a su almiran-te, diose la vuelta para mirar a su hermanamientras pegaba el sello en el sobre, y viendoque no había por allí ningún otro miembro dela familia, dijo, sonriendo:

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––¿Y cómo te figuras que pienso divertirme,Mary, los días que no vaya de caza? Empiezo aser ya demasiado viejo para salir más de tresveces por semana; pero tengo un plan para losdías intermedios. ¿Adivinas en qué consiste?

––En pasear conmigo a pie y a caballo, segu-ramente.

––No es esto exactamente, aunque me encan-tará hacer ambas cosas; pero eso sería ejerciciopara el cuerpo nada más, y debo cuidar de miespíritu. Además, eso sería en suma recreo yabandono, sin la saludable aleación del trabajo,y a mí no me gusta comerme el pan de la hol-gazanería. No. Mi plan consiste en hacer queFanny Price se enamore de mí.

––¡Fanny Price! ¡Qué absurdo! No, no. Debe-rías estar satisfecho con sus dos primas.

––No puedo estar satisfecho sin Fanny Price...sin abrir un pequeño boquete en el corazón deFanny Price. Parece que no os habéis dadoexacta cuenta del derecho que tiene a que se laadmire. Anoche, cuando entre nosotros estu-

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vimos hablando de ella, me pareció que nadiehabía notado aquí de qué modo tan extraordi-nario ha mejorado su aspecto en el curso de lasseis últimas semanas. Vosotros la veis todos losdías, y por esto no os dais cuenta, pero yo teaseguro que se ha convertido en una criaturacompletamente distinta de lo que era en otoño.Entonces era simplemente una muchacha ca-llada, modesta, aunque de aspecto nada vulgar,pero ahora es francamente bonita. Yo solía pen-sar que no tenía figura ni un rostro atractivo;pero en esa tez suave que ella posee, que tan amenudo se tiñe de rubor, como sucedía ayer,hay positiva belleza; y después de haber obser-vado sus ojos y su boca, no desespero de quesean capaces de mostrarse lo bastante expresi-vos, cuando ella tenga algo que expresar. Yademás, su aire, su manera, su tout ensemble...¡ha mejorado de un modo tan indescriptible!Por lo menos ha crecido dos pulgadas desdeoctubre.

––¡Bah! ¡Bah! Esto es sólo porque no había

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ninguna mujer alta con quien compararla, yporque se puso un traje nuevo, y tú no la habíasvisto nunca tan bien vestida. Es exactamente lamisma que en octubre, créeme. Lo que ocurrees que no había en la reunión otra muchachaque pudiera atraerte, y tú siempre tienes quefijarte en alguna. Yo siempre la consideré boni-ta..., no cautivadoramente linda, pero «bastantebonita», según se dice corrientemente...; unaclase de belleza que se hace apreciable a la lar-ga. Sus ojos deberían ser más obscuros, pero esdulce su sonrisa; de todos modos, en cuanto aese maravilloso perfeccionamiento de su fisico,puedes estar seguro de que todo se reduce a unmodelo de traje más acertado y a que tú no te-nías a nadie más en quien fijarte; por lo tanto, sidecides cortejarla, nunca podrás convencermede que sea en obsequio a su hermosura, ni deque tenga más base que tu frivolidad e insensa-tez.

Su hermano se limitó a contestar con una son-risa a esta acusación, y poco después dijo:

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––No sé exactamente cómo tratar a Fanny. Nola comprendo. No puedo explicarme qué seproponía ayer. ¿Qué carácter tiene? ¿Es seria?¿Es rara? ¿Es mojigata? ¿Por qué se apartaba yme miraba con tanta severidad? Apenas pudeconseguir que hablara. ¡En mi vida estuve tantotiempo al lado de una muchacha, procurandoentretenerla, con tan mal resultado! ¡Nunca mehabía tropezado con ninguna que me mirara deun modo tan serio! Procuraré sacar de esto elmejor provecho. Sus miradas decían: «No quie-ro enamorarme de ti, estoy resuelta a no ena-morarme de ti», pero yo digo que se enamora-rá.

––¡Tonto presumido! ¡De modo que éste es suatractivo, a fin de cuentas! ¡Es esto, que veasque no te hace caso, lo que le da esa tez tansuave, y la convierte en mucho más alta, y laadorna con todas esas gracias y encantos! He dedesear que no la hagas realmente desgraciada;un «poco» de amor, acaso la anime y le hagaalgún bien; pero no quisiera que te arrojaras a

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fondo, porque es una excelente criatura, comono las hay, y en extremo sensible.

––Sólo puede durar quince días ––replicóHenry––, y si una quincena puede matarla, esque tiene una constitución que no hay nada quepudiera salvarla. No, no quiero hacerle ningúndaño, ¡pobre almita mía! Sólo quiero lograr queme mire con simpatía, que me sonría tanto co-mo se ruboriza, que me guarde una silla a sulado dondequiera que nos encontremos y quese llene de alegría cuando yo la ocupe y meponga a hablar con ella; que piense lo mismoque yo, que se interese por todo lo que poseo ypor todo lo que me gusta, que trate de retener-me por más tiempo en Mansfield y sienta,cuando me vaya, que ya nunca más volverá aser feliz. No deseo nada más.

––¡La moderación personificada! ––exclamóMary––. Ahora ya no me cabe duda alguna. Enfin, tendrás bastantes ocasiones para aconsejar-te a ti mismo, pues ahora nos reunimos muy amenudo.

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Y sin otra amonestación, dejó a Fanny aban-donada a su destino; un destino que, de no es-tar el corazón de Fanny guardado de un modoque Mary Crawford no podía sospechar, hubie-se sido algo más duro de lo que merecía; puesaunque sin duda existen muchachas de diecio-cho años tan inconquistables (de lo contrario nose escribiría sobre ellas) que resulta imposibleenamorarlas contra su buen juicio aun ponien-do en juego toda la presión que el talento, eltacto, las atenciones y los halagos pueden ejer-cer, no me inclino en absoluto a creer que Fan-ny fuera una de ellas, o a pensar que con sunatural propenso a la ternura, y con todo elbuen gusto que formaba parte de su ser, hubie-se podido escapar con el corazón íntegro delgalanteo (aunque el asedio durase sólo quincedías) de un hombre como Henry Crawford, noobstante tener que vencer la mala opinión pre-via que de él tenía, si no hubiera tenido ya sucorazón depositado en otra parte. Sin menguade la gran seguridad que el amor por otro y el

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desprecio por él confería a la paz espiritual deFanny, que Henry pretendía alterar, sus cons-tantes atenciones (constantes, pero no importu-nas, y adecuadas cada vez más a la sensibilidady delicadeza del carácter de ella) la obligaronmuy pronto a mirarle con menos aversión queal principio. Ella no había olvidado el pasadoen modo alguno, y le consideraba tan mal comosiempre; pero acusaba su influjo. Resultabaentretenido su trato, y sus modales habían me-jorado tanto, eran tan corteses, tan severa eirreprochablemente corteses, que era imposibleno mostrarse atenta con él en correspondencia.

Muy pocos días bastaron para conseguir esto;y al término de esos días sobrevinieron unascircunstancias que tendieron más bien a favore-cer sus propósitos de hacerse agradable a Fan-ny, ya que proporcionaron a ésta un grado defelicidad como para predisponer su ánimo amostrarse complaciente con todos. William, suhermano, el tiernamente querido hermano quetanto tiempo llevaba ausente, estaba de nuevo

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en Inglaterra. Tenía una carta suya, unas pocaslíneas apresuradas y felices, escritas cuando elbuque enfilaba el Canal y enviadas a Ports-mouth en el primer bote que partió del Ant-werp, anclado en Spithead; y cuando HenryCrawford se presentó con el periódico en lamano, con el cual esperaba dar la primera noti-cia, la encontró temblorosa de gozo por el con-tenido de la carta, y escuchando con expresiónradiante, llena de gratitud, la invitación amableque su tío le estaba dictando como inmediatacontestación.

Tan sólo el día anterior había quedado Craw-ford perfectamente enterado del caso, o había,de hecho, venido en conocimiento de que ellatuviera tal hermano y que estuviera en tal bar-co; pero el interés que entonces se despertó enél había de ser muy activo, ya que decidió, paracuando regresase a Londres, informarse sobreel probable regreso del Antwerp del Mediterrá-neo, etc.; y la buena suerte que le aguardaba ala mañana siguiente, al proceder muy tempra-

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no a la lectura de la información de la Marina,parecía la recompensa a su ingeniosidad, alsaber hallar tales métodos para hacerse agrada-ble a Fanny, como también a su atención respe-tuosa con el almirante, su tío, al haber leídodurante tantos años el periódico que se consi-deraba mejor informado sobre cuestiones nava-les. Resultó, no obstante, que había llegadodemasiado tarde. Todas aquellas deliciosasreacciones del primer momento, que él habíatenido la esperanza de provocar, se habían da-do ya. Pero su intención, la amabilidad de suintención, fue reconocida y se agradeció; y muyafectuosas y expresivas fueron las muestras degratitud, porque Fanny viose elevada por en-cima de su habitual timidez a impulsos de sucariño por William.

El hermano entrañable llegaría pronto. Nocabía dudar de que obtendría permiso ensegui-da, ya que aún no era más que guardia marina;y como sus padres, puesto que vivían en elmismo Portsmouth, ya le habrían visto y acaso

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le veían a diario, sus inmediatas vacacionesdebían con justicia, y sin vacilaciones, consa-grarse a su hermana que era quien más le habíaescrito en el curso de aquellos siete años, y a sutío, que había hecho el máximo en su favor ypara su progreso. En efecto, su contestación a lacontestación de Fanny, anunciando su llegadapara una fecha muy próxima, se recibió en elplazo más breve; y apenas habían transcurridodiez días desde que Fanny se viera agitada conmotivo de haber sido invitada por primera veza comer fuera de casa, cuando sintió otra exci-tación de naturaleza más elevada, vigilandodesde el vestíbulo, desde el corredor, desde lasescaleras, atenta al primer ruido del coche quehabía de traerle a su hermano.

Llegó felizmente cuando de ese modo le esta-ba ella aguardando; y al no existir ceremonia nitemor que pudiera retrasar el momento de en-contrarse, ella entró ya con él en la casa, y losprimeros momentos de exquisita emoción no sevieron turbados ni tuvieron testigos, a no ser

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que fuéramos a considerar como tales a loscriados, atareados principalmente en abrir laspuertas. Esto era exactamente lo que sir Tho-mas y Edmund se habían propuesto, cada unopor su lado, como se lo demostraron mutua-mente al quedar de manifiesto la vivacidad conque ambos aconsejaron a tía Norris que perma-neciera en donde estaba, en vez de precipitarseal vestíbulo en cuanto el rumor de la llegadaalcanzara sus oídos.

William y Fanny no tardaron en presentarse;y sir Thomas tuvo el placer de recibir en suprotegido a una persona muy diferente, porcierto, de la que él había equipado siete añosatrás: a un joven de semblante franco, abierto yde modales naturales, libres de afectación, perocorrectos y respetuosos, de suerte que se honróconsiderándole amigo.

Pasó algún tiempo antes de que Fanny pudie-ra sobreponerse a la desbordante alegría deaquella hora formada por los treinta últimosminutos de espera y los otros treinta que si-

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guieron de fruición; y hasta tuvo que pasaralgún tiempo para que pudiera decirse que sufelicidad la hacía feliz, para que se desvanecierala especie de desilusión inevitable ante el cam-bio operado por el tiempo en el aspecto fisico ypudiera ver en él al mismo William de antes, yhablarle como había anhelado su corazón du-rante tantos años. Este momento, sin embargo,fue llegando paulatinamente, empujado por elcariño del muchacho, tan ferviente como el deella misma y mucho menos refrenado por unasujeción a los convencionalismos sociales o porla timidez. Ella era el primer objeto de su afec-to, pero de un afecto que la vehemencia de sutemperamento y su espíritu arrojado hacíanque fuera para él tan natural expresarlo comosentirlo. A la mañana siguiente pasearon juntoscon verdadero gozo, y las mañanas sucesivasrenovar un tête––à––tête que sir Thomas no po-día menos de observar complacido, aun antesde que Edmund se lo señalara.

Exceptuando los momentos de inefable delec-

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tación que, durante los últimos meses, le habíaproporcionado cualquiera de las marcadas oimprevistas muestras de consideración de Ed-mund por ella, jamás había sentido Fanny tantafelicidad como en esas charlas libres de cortapi-sas y temores, de igual a igual con su hermanoy amigo que le abría de par en par su corazón,exponiéndole todas sus esperanzas, proyectos yafanes respecto de la bendición de ese ascensotan soñado, tan costosamente merecido y tanjustamente apreciado. No podía darle noticiasdirectas y minuciosas del padre, la madre, loshermanos y hermanas, de los cuales tan pocasnuevas le llegaban, pero él se interesaba portodas las ventajas y todas las pequeñas moles-tias de su permanencia en Mansfield, mostrán-dose de acuerdo en considerar a cada uno delos miembros de aquella familia según la opi-nión que ella expresaba sobre los mismos, odifiriendo a lo sumo en un juicio menos escru-puloso y una más decidida reacción de agraviocontra tía Norris; con él, en fin, (y acaso era ésta

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la satisfacción más grata de todas ellas) todo lomalo y lo bueno de sus primeros tiempos podíadesandarse otra vez, y todas las penas y alegrí-as juntas rememorarse con la más dulce evoca-ción. Ventaja ésta, fortalecedora del cariño, antela cual hasta los lazos conyugales están pordebajo de los fraternales. Los hijos de una mis-ma familia, de la misma sangre, con los mismosprimeros hábitos y compañías, tienen en supoder ciertos recursos de disfrute mutuo queninguna unión ulterior les podrá proporcionar;y habrá de producirse un desvío prolongado yantinatural, un divorcio que ningún ulteriorenlace puede justificar, para que estos preciososresiduos de los afectos primeros queden total-mente desterrados. Con demasiada frecuencia,¡ay!, sucede así. El amor fraternal, que lo es casitodo a veces, otras es peor que nada. Pero enWilliam y Fanny Price era todavía un senti-miento en toda su plenitud y frescor, sin que seviera mermado por intereses contrapuestos nienfriado por otros afectos independientes, y

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que el tiempo y la ausencia sólo contribuían aaumentar.

Un afecto tan cariñoso tenía que encarecer aambos en la opinión de cuantos tenían corazónpara apreciar algo bueno. Henry Crawfordquedó tan impresionado como el que más.Apreciaba la efusiva, ruda ternura del jovenmarino que hacía a éste decir, mostrando con lamano tendida el peinado de Fanny:

––Pues sí, ya empieza a gustarme esa modaestrafalaria, aunque al principio, cuando medijeron que en Inglaterra se llevaban semejantescosas, no pude creerlo; y cuando en Gibraltar,en casa del Comisario, vi que se presentabanMrs. Brown y las otras señoras con el mismoaderezo, creí que se habían vuelto locas; peroFanny es capaz de hacer que me guste cual-quier cosa.

Y Henry observaba, con viva admiración, elrubor que teñía las mejillas de Fanny, el brillode sus ojos, el profundo interés, la absorta aten-ción con que escuchaba a su hermano cuando

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éste describía alguno de los peligros inminenteso espantosas escenas que forzosamente se pre-sentan durante un tan largo período en altamar.

Era un cuadro que Henry Crawford tenía elsuficiente gusto moral para apreciar. Los encan-tos de Fanny crecían... crecían hasta duplicarse;porque la sensibilidad que embellecía su expre-sión e iluminaba su rostro era ya un atractivoen sí. Él no pudo seguir dudando de la idonei-dad del corazón de Fanny. Tenía capacidad desentimiento, de auténtico sentimiento. ¡Valdríala pena ser amado por una muchacha comoaquélla, excitar las primeras pasiones de sualma tierna y candorosa! El caso le interesabamás de lo que había previsto. Una quincena noera suficiente. Su estancia en Mansfield se hizoindefinida.

William era a menudo requerido por su tíopara que contara sus cosas. Sus relatos eran ensí amenos para sir Thomas, pero lo que ésteprincipalmente buscaba al hacerle hablar era

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entender al narrador, conocer al joven mucha-cho por sus historias; y escuchaba sus claros,simples y arrebatados conceptos con plena sa-tisfacción, al ver en ellos la prueba de unosbuenos principios, conocimiento profesional,energía, valor, jovialidad... todo, en fin, cuantomerecía o prometía unos felices resultados.Aun siendo tan joven, William había visto mu-cho ya. Había estado en el Mediterráneo, en lasAntillas, en el Mediterráneo otra vez... Habíabajado a tierra con frecuencia por concesión delcapitán, y en el curso de siete años había cono-cido toda la variedad de peligros que el mar yla guerra juntos pueden ofrecer. Con tales méri-tos en su haber tenía derecho a que se le escu-chara; y aunque tía Norris tuviera a bien aje-trearse por la habitación y molestar a todo elmundo preguntando por dos hebras de hilo opor un botón de camisa usado, en medio delrelato de su sobrino sobre un naufragio o unabatalla, todos los demás escuchaban atentos; yni siquiera lady Bertram podía oír tales horro-

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res, sin conmoverse o sin levantar de vez encuando los ojos de su labor para decir:

––¡Dios mío! ¡Qué desagradable! ¡No entien-do cómo hay quien sea capaz de embarcarse!

En Henry Crawford suscitaban toda clase desentimientos. Suspiraba por haber surcado losmares, y haber hecho, visto y padecido lo mis-mo. Tenía el corazón ardiente, la imaginaciónexaltada y sentía un gran respeto por aquelmuchacho que, antes de los veinte, había pasa-do por tantas penalidades fisicas y dado talespruebas de valor. La gloria del heroísmo, de lautilidad, del esfuerzo, del sufrimiento, hacíaque sus hábitos de abandono egoísta aparecie-sen en vergonzoso contraste; y hubiera deseadoser un William Price, distinguiéndose y labran-do su fortuna y personalidad de una maneratan digna y con el mismo feliz entusiasmo queaquel muchacho, en vez de lo que era.

El deseo tenía más de impaciencia que deconstancia. Le despertó de sus sueños sobreoportunidades pasadas y del pesar que le pro-

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ducía el no haberlas aprovechado, alguna pre-gunta de Edmund relativa a sus planes de cazapara el día siguiente; y encontró que era tam-bién buena cosa ser ya hombre de fortuna, concaballos y palafreneros a su disposición. En unaspecto era todavía mejor, pues le proporcio-naba el medio de brindar una atención dondequería que alguien se sintiera obligado. Con suviveza, valor y curiosidad por todo, Williamexpresó su afición a la caza; y Crawford pudoofrecerle cabalgadura sin el menor inconve-niente por su parte, teniendo que salvar única-mente algunos reparos de sir Thomas, quienconocía mejor que su sobrino el valor de seme-jante préstamo, y que disipar algunos temoresde Fanny. Ésta temía por William, en modoalguno convencida de que estuviese preparadopara gobernar a un brioso caballo de los desti-nados a la caza del zorro en Inglaterra, a pesarde cuanto él le pudiera contar de su maestríaadquirida en varios países en lo tocante a equi-tación, de las incursiones a caballo en que había

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tomado parte ascendiendo por escarpados te-rrenos, de los caballos y mulos cerriles quehabía llegado a montar, o de las muchas vecesque se había zafado de una tremenda caídapoco menos que inevitable... Hasta que volviósano y salvo, sin accidente ni descrédito, nopudo ella desechar sus temores ni sentir nadadel agradecimiento que Mr. Crawford habíaplenamente confiado suscitar brindando sucaballo. No obstante, cuando quedó demostra-do que con ello William no había sufrido nin-gún daño, pudo Fanny admitir que aquellohabía sido una fineza, e incluso recompensar alpropietario con una sonrisa cuando le fue de-vuelto el animal, y acto seguido con la mayorcordialidad y de un modo que no admitía resis-tencia, Henry lo puso de nuevo a la entera dis-posición del muchacho mientras permanecieraen Northamptonshire.

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CAPÍTULO XXV

Durante este período la frecuentación de lasdos familias llegó casi a restablecerse por com-pleto, aproximándose más a lo que había sidoen el último otoño, de lo que cualquier miem-bro del antiguo círculo íntimo había considera-do probable. El regreso de Henry Crawford y lallegada de William Price tuvieron mucha parteen ello, pero mucho se debió también a la másque tolerancia de sir Thomas respecto de lassociables tentativas de la rectoría. Su ánimo,libre ahora de los cuidados que le abrumaron alprincipio, tuvo ocasión de apreciar que losGrant y sus jóvenes huéspedes eran realmentepersonas dignas de ser frecuentadas; y aunqueestaba muy por encima de lo que pudieran serplanes o maquinaciones con vistas al más ven-tajoso compromiso matrimonial que pudiera

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preverse, según las posibilidades aparentes, deuno de los seres que él más quería, y, además,desdeñaba la ingenuidad de considerarse sagazen estas cuestiones, no pudo menos de notar,en líneas generales e imprecisas, que Mr. Craw-ford distinguía un tanto a su sobrina, ni acasoevitar (aunque inconscientemente) la tendenciaa dar un mayor asentimiento a las invitaciones,por tal motivo.

Sin embargo, su pronta conformidad en asis-tir a una comida en la rectoría cuando, al fin,decidieron aventurar la invitación general des-pués de mucho debate y muchas dudas sobre sivaldría la pena, «porque... ¡sir Thomas parecíatan mal predispuesto y lady Bertram era tanindolente!», se debió tan sólo a su buena educa-ción y a su buena voluntad, sin que Mr. Craw-ford tuviera nada que ver en ello, como no fue-ra en el sentido de que era uno más en el senode un grupo agradable; ya que precisamentefue en el curso de esta visita cuando empezó apensar que cualquiera de esas personas habi-

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tuadas a tal clase de fútiles observaciones hubie-ra pensado que Henry Crawford era el admira-dor de Fanny Price.

En general se tuvo por agradable la reunión,compuesta, respectivamente de los que gustande hablar y los que, en proporción acertada,gustan de escuchar; y la comida en sí se carac-terizó por el buen gusto y la abundancia, deacuerdo con el estilo propio de los Grant ytambién, en mucho, de acuerdo con los hábitospeculiares a todos, de modo que, lógicamente,no hubo motivo para que nadie se impresiona-ra, excepto tía Norris, incapaz de soportar pa-cientemente en ningún momento el espectáculode la enorme mesa ni de las numerosas fuentescolocadas encima, y que de continuo se propu-so acusar alguna molestia a causa del paso delos sirvientes por detrás de su silla, así comorenovar su manifiesta convicción de que, entretantas fuentes, era imposible que más de unano estuviera fría.

Por la velada se encontraron, según lo previs-

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to por la señora Grant y su hermana, con que,una vez cubierta la mesa de whist, y lady Ber-tram no tardó en hallarse en la mesa de whist,quedaban bastantes elementos para un juego ala redonda; y como todos se mostraron tan dis-puestos a complacer a los demás como despro-vistos de una especial predilección por un jue-go determinado, como siempre ocurre en talescasos, se brindaron para la mesa «speculation»casi tan prestamente como para la de whist; ylady Bertram no tardó en hallarse en la críticasituación de tener que elegir entre los dos jue-gos, al ser consultada si prefería la mesa dewhist, o la otra. Dudaba. Por fortuna, tenía amano a sir Thomas.

––¿Qué me aconsejas, Thomas, whist o «spe-culation»?... ¿qué puede resultarme más diver-tido?

Sir Thomas, después de reflexionar un mo-mento, recomendó «speculation». Él era juga-dor de whist, y acaso presintió que no se diver-tiría mucho teniéndola a ella de pareja.

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––Muy bien ––contestó ella, complacida––;entonces «speculation», por favor, señoraGrant. No lo conozco en absoluto, pero Fannyme enseñará.

Aquí terció Fanny, sin embargo, con sus ve-hementes protestas alegando que lo ignorabaigualmente, que nunca en la vida lo había juga-do ni visto jugar; y lady Bertram volvió a sen-tirse indecisa por un momento, pero al asegu-rarle todos que nada había tan fácil, que era elmás sencillo juego de baraja, y al adelantarseHenry Crawford para rogarle con la mayorformalidad que le permitiera sentarse entre ellay miss Price para enseñar a las dos, quedó asíacordado; y sir Thomas, tía Norris, el doctorGrant y su esposa se sentaron a la mesa de su-perior categoría y dignidad intelectual, mien-tras los otros seis, bajo la dirección de missCrawford, se repartían en tomo a la otra. Fueuna magnífica combinación para Henry Craw-ford, que se hallaba junto a Fanny y ocupadí-simo en manejar las cartas de dos jugadores,

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además de las propias...; pues aunque Fannydominaba ya a los tres minutos las reglas deljuego, él tuvo que seguir inspirándole las juga-das, incitando su astucia y endureciendo sucorazón, lo cual, especialmente teniendo a Wi-lliam por contrario, era labor que ofrecía algunadificultad; y en cuanto a lady Bertram, tuvo queseguir encargándose de su suerte y prestigiodurante toda la velada, pues si al iniciarse eljuego la rapidez de Henry le ahorraba a la da-ma hasta el trabajo de mirar sus cartas, tuvoque guiarla en todo cuanto debía hacer conellas hasta que terminó.

Él estaba de excelente humor, todo lo hacíacon feliz desenvoltura, mostrándose superlati-vo en toda suerte de ocurrencias oportunas,rápidos recursos y atrevidas alusiones que pu-dieran hacer honor al juego; y la mesa redondaofrecía, en conjunto, un contraste muy animadoal lado de la rígida sobriedad y el ordenadosilencio de la otra.

En dos ocasiones se había interesado sir

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Thomas por la diversión y los éxitos de su es-posa, pero en vano; no había pausa lo bastantelarga para el tiempo que su proceder mesuradorequería; y muy poco pudo saberse de lo que leocurría a la dama, hasta que la señora Grant, alfinalizar el primer desempate, tuvo ocasión deacercarse a ella y hacerle un cumplido.

––Espero que le agradará a usted el juego.––Oh, sí, querida. Muy entretenido, por cier-

to. Un juego muy curioso. No entiendo nada delo que ocurre. Nunca llego a ver mis cartas; yMr. Crawford hace todo lo demás.

––Bertram ––dijo Henry, un momento des-pués, aprovechando cierta languidez ' en eldesarrollo de la partida––, aún no le he contadolo que me sucedió ayer al volver a casa.

Habían ido los dos de caza y, a la mitad deuna buena batida, a cierta distancia de Mans-field, descubrió Henry que su caballo habíaperdido una herradura, lo cual le obligó aabandonar el terreno y efectuar el regreso lomejor que pudiera.

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––Le conté que había perdido el caminocuando hube dejado atrás aquella antigua gran-ja de los tejos, porque soy acérrimo enemigo depreguntar; pero no le he contado a usted quecon mi habitual buena suerte, pues nunca meequivoco sin salir ganando, me encontré enbuena hora en el mismísimo lugar que teníagran curiosidad de conocer. De pronto, al do-blar el recodo de un suave declive, me encontréen medio de una pequeña aldea solitaria entrecolinas de escasa elevación, ante un riachueloque vadear, una iglesia levantada sobre unaespecie de loma a mi derecha (iglesia que mepareció sorprendentemente grande y hermosapara el lugar) y sin una mansión señorial o me-dio señorial por ninguna parte, excepto una(seguramente la rectoría) a tiro de piedra de lascitadas loma e iglesia. En una palabra, me en-contré en Thornton Lacey.

––Parece algo así ––dijo Edmund––; pero¿qué camino siguió usted después de pasar porla granja de Sewell?

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––Yo no contesto esas preguntas insidiosas einoportunas; mas, a pesar de todas las pregun-tas que pudiera hacerme durante una hora,jamás podría demostrarme que aquello no eraThornton Lacey... porque lo era, con toda segu-ridad.

––¿Lo preguntó, entonces?––No, yo nunca pregunto, sino que le dije a un

hombre que estaba enderezando un seto queaquello era Thornton Lacey, y él estuvo deacuerdo.

––Tiene usted una buena memoria. Yo no re-cordaba haberle contado nunca ni la mitad decosas sobre el lugar.

Thornton Lacey era el nombre de la aldeadonde Edmund tendría en breve su beneficioeclesiástico como muy bien sabía miss Craw-ford; y el interés de ésta por una sota que teníaWilliam creció en el acto.

––Bien ––prosiguió Edmund––, ¿y qué efectole produjo aquello? ¿Le gustó?

––Muchísimo. Es usted un hombre afortuna-

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do. Allí habrá trabajo para seis veranos al me-nos, antes de que la residencia sea habitable.

––No, no; no está tan mal como eso. Habráque trasladar el patio de la granja, no lo niego,pero no veo que haga falta nada más. La casano es mala, en modo alguno, y cuando hayadesaparecido el patio, tendrá accesos muy tole-rables.

––Hay que hacer desaparecer por completo elcorral y planearlo de modo que quede fuera latienda del herrero. La casa tiene que cambiarse,de modo que se oriente al Este en vez del Nor-te..., quiero decir que la entrada y las principa-les habitaciones deben estar en aquel lado,donde la vista es realmente deliciosa; estoy se-guro de que se puede hacer. Y allí deberá estarel acceso, cruzando lo que ahora es jardín. Tie-ne usted que hacer un jardín nuevo en lo queahora es parte trasera de la casa, lo que le daráel mejor aspecto del mundo con su declivehacia el sudeste. El terreno parece hecho a pro-pósito para plantarlo. Anduve a caballo unas

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cincuenta yardas sendero arriba, entre la iglesiay la casa, para observar en torno, y aprecié quereunía todas las condiciones. Nada más fácil.Tas praderas que existen más allá de lo que seráel jardín, así como lo que ahora lo es, que seextienden desde la callejuela donde yo estabahacia el nordeste, eso es, hasta la carretera prin-cipal que atraviesa el pueblo, deben juntarsetodas, desde luego; son muy bonitas esas pra-deras, primorosamente salpicadas de árboles.Supongo que pertenecen al beneficio eclesiásti-co; si no, debe usted comprarlas. Después, elriachuelo... Algo habrá que hacer con el ria-chuelo, pero no acabo de decidir el qué. Tengodos o tres ideas.

––También yo tengo dos o tres ideas ––replicóEdmund––, y una de ellas es que muy pocacosa de su plan para Thornton Lacey se pondrájamás en práctica. Debo conformarme con bas-tante menos aparato y embellecimiento. Meparece que la casa y posesiones pueden hacerseacogedoras y adquirir el aspecto de la residen-

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cia de un señor prescindiendo de todo gastooneroso; esto tendrá que bastarme y, espero,bastará a cuantos se interesan por mí.

Miss Crawford, algo recelosa y resentida porcierto tono de voz y cierta mirada a hurtadillasque subrayó la última esperanza por él expre-sada, puso precipitado término a sus tratos conWilliam Price; y asegurándose la sota a un pre-cio exorbitante, exclamó:

––¡Ea, voy a envidar el resto como una mujervaliente! La fria prudencia no se ha hecho paramí. Yo no he nacido para estar quieta sin hacernada. Si pierdo la partida, no será porque nohaya luchado por hacerla mía.

Suya fue la partida, aunque no le pagó lo quehabía entregado para asegurársela. Siguió otramano, y Crawford empezó de nuevo con eltema de Thornton Lacey.

––Es posible que mi plan no sea el más acer-tado; no he tenido muchos minutos para for-marlo. Pero usted debe hacer bastante allí. Elsitio lo merece, y no quedará usted satisfecho si

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deja por hacer mucho de lo que se puede... Ex-cúseme: señora, no puede usted mirar sus car-tas; así, déjelas echadas delante de usted... Puessí, el sitio lo merece, Bertram. Habla usted dedarle el aspecto de una residencia señorial. Estose conseguirá quitando el corral; pues, apartetan horrible obstáculo, jamás vi una casa de esetipo que tuviera en sí un aire tan señorial, quetanto diera la impresión de algo superior a unasimple rectoría... muy por encima del presu-puesto de unos centenares de libras al año. Noes una amontonada colección de habitacionespequeñas y sencillas, con tantos tejados comoventanas; no está recluida en la compacta estre-chez de esas granjas cuadradas; es una casasólida, espaciosa, con aspecto de gran mansión,que suscita en uno la suposición de que unarancia familia campesina ha vivido allí de gene-ración en generación, a lo largo de un par decenturias por lo menos, y que el tren de vidaque ahora se lleva allí no baja de dos a tres millibras anuales.

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Mary Crawford escuchaba y Edmund se mos-tró de acuerdo con esto.

––Por lo tanto, un aspecto de residencia seño-rial no hay duda de que podrá dárselo usted,con tal de que haga algo. Pero se presta a mu-cho más... Déjame ver, Mary: lady Bertramofrece doce por esa reina; no, no, una docena esmás de lo que vale. Lady Bertram no queríaofrecer una docena. No hay más oferta. Sigan,sigan... Con algunas reformas parecidas a lasque le he sugerido (yo no le pido precisamenteque se base usted en mi plan, aunque, dicho seade paso, dudo que nadie pueda concebir otromejor) le conferiría usted un carácter más arro-gante. Podría elevarla a la categoría de auténti-ca mansión señorial. De ser simplemente laresidencia de un caballero puede convertirse,mediante unas juiciosas reformas, en la resi-dencia de un hombre ilustrado, de gusto, cos-tumbres modernas y bien emparentado. Todoeso se le puede imprimir, adquiriendo la casaun sello tal que su dueño sea considerado el

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mayor terrateniente de la parroquia por cual-quier criatura humana que acierte a pasar porel camino, especialmente teniendo en cuentaque no hay allí otra casa importante que puedadisputarle el puesto; circunstancia ésta, dichosea entre nosotros, que encarece el valor detales condiciones, en cuanto a privilegio e inde-pendencia, por encima de todo cálculo... Ustedpiensa como yo, sin duda ––añadió, con vozmás suave, dirigiéndose a Fanny––. ¿Estuvousted alguna vez en el lugar?

Fanny contestó con una rápida negativa, ytrató de ocultar su interés por la cuestión con-centrando ávidamente su atención en las pro-posiciones de su hermano, que estaba rega-teando de lo lindo para embaucarla lo más po-sible; pero Crawford intervino así:

––No, no; no debe usted desprenderse de lareina. La ha comprado demasiado cara, y suhermano no le ofrece ni la mitad de su valor.No, no, señor; fuera manos, fuera manos. Suhermana no cede la reina. Está completamente

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resuelta. La partida será suya ––volviéndose denuevo a Fanny––, es indudable que será suya.

––Y Fanny preferiría que la ganase William ––dijo Edmund, sonriendo al mirarla––. ¡PobreFanny! No le permiten que se deje engañar,como ella quisiera.

––Mr. Bertram ––dijo Mary, unos minutosdespués––, usted sabe que Henry es un proyec-tista tan capacitado, que no le será posible re-mover nada en Thornton Lacey sin aceptar suayuda. ¡Piense tan sólo en lo útil que fue enSotherton! Bástele recordar las grandes cosasque allí se hicieron gracias a aquella visita enque todos le acompañamos, un cálido día deagosto, para recorrer los terrenos y ver cómo sealumbraba su genio. Allí fuimos, nos volvimosa casa... ¡y no es para dicho lo que allí se hizo!

Los ojos de Fanny se habían vuelto haciaCrawford por un instante, con expresión másque grave, hasta de reproche; pero al tropezarcon su mirada, los retiró al instante. Con ciertaintención, agitó él la cabeza mirando a su her-

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mana y replicó, riendo:––No puedo decir que se hiciera gran cosa en

Sotherton; pero el día fue caluroso, y todos nosdedicamos a pasear, unos en pos de otros, des-orientados ––tan pronto como pudo ampararseen el murmullo general, añadió en voz baja,hablando tan sólo a Fanny––: Sentiría que misfacultades de proyectista se juzgaran por lo deaquel día en Sotherton. Ahora veo las cosas deun modo muy distinto. No piense usted en mísegún lo que podía parecer entonces.

Sotherton era palabra para atraer la atenciónde tía Norris, y como precisamente disfrutabaen aquel instante de la pausa feliz que le brindóel haber asegurado una baza entre sir Thomas,que llevaba el juego, y ella, contra los dificilescontrincantes que eran el doctor Grant y suesposa, exclamó de muy buen humor:

––¡Sotherton! Vaya, aquello sí que es una fin-ca preciosa, y pasamos allí un magnífico día.William, la verdad es que no tienes buena suer-te; pero la próxima vez que vengas espero que

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mis queridos Mr. y Mrs Rushworth estarán ensu casa, y con seguridad puedo responder deque te recibirán los dos con gran simpatía. Tusprimos no son de los que olvidan a sus parien-tes, y Mr. Rushworth es un hombre en extremoamable. Ahora se encuentran en Brighton, ¿sa-bes?, en una de las mejores casas de allí, comose lo permite la estupenda fortuna de Mr.Rushworth. No sé exactamente la distancia quepuede haber, pero cuando regreses a Ports-mouth, si no está muy lejos, deberías llegarte ypresentarles tus respetos; y yo podría, por tumediación, enviar un paquetito que deseohacer llegar a tus primas.

––Sería para mí un gran placer, tía..., peroBrighton está casi por Beachey Head; y aunquetuviera posibilidad de ir tan lejos,, no podríaaspirar a verme bien acogido en un sitio tanelegante como aquel... yo, que no soy más queun pobre y estropajoso guardiamarina.

Tía Norris empezaba a asegurarle con vehe-mencia que podía contar con que se le recibiría

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con mucho agrado, cuando fue interrumpidapor sir Thomas, que dijo con autoridad:

––No voy a aconsejarte que vayas a Brigton,William, pues confio que pronto tendréis otrasoportunidades más convenientes para encon-traros; pero mis hijas tendrían mucho placer enver a sus primos en cualquier parte, y a Mr.Rushworth lo encontrarás dispuesto a conside-rar a todos los parientes de nuestra parte comoa los de la suya propia.

––Preferiría encontrarlo de secretario particu-lar del Primer Lord, antes que nada ––fue loúnico que respondió William, en voz baja, sinintención de que le oyeran, y el tema quedóagotado.

Hasta entonces sir Thomas no había observa-do nada de particular en la conducta de Henry;pero al deshacerse la mesa de whist, una vezterminado el segundo desempate, y dejar que eldoctor Grant y tía Norris discutieran su últimajugada, se convirtió en un mirón del otro grupoy notó que su sobrina era objeto de atenciones,

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o más bien declaraciones, de carácter bastantesignificativo.

Henry Crawford estaba en el primer arrebatode otro proyecto sobre Thornton Lacey y, comono lograse captar la atención de Edmund, lodetallaba a su hermosa vecina con expresión degran formalidad. Su proyecto consistía en al-quilar él la casa para el próximo invierno, a finde poder contar con un hogar propio en aquellavecindad; y no era únicamente para disponerde él durante la temporada de caza (como en-tonces le estaba diciendo a Fanny), aunque esteaspecto pesaba también, ciertamente, conside-rando que, a despecho de la gran amabilidaddel doctor Grant, era imposible instalarse él ysus caballos donde ahora estaban sin estorbarmaterialmente; pero su afición a aquellos alre-dedores no se fundaba en una diversión o unaestación del año; él había puesto su ilusión encontar allí con algo adonde poder acudir entodo tiempo, un pequeño refugio a su disposi-ción donde pasar todas las fiestas del año y

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poder continuar, mejorar y perfeccionar aquellaíntima amistad con la familia de MansfieldPark que para él tenía cada día más valor. SirThomas le oía sin ofenderse. No había falta derespeto en las palabras del joven; y Fanny lasacogía de un modo tan digno y modesto, tansereno y poco incitante, que no encontró nadacensurable en ella. Poco decía Fanny, asintien-do sólo de vez en cuando, y sin traslucir incli-nación alguna a tomar para sí la menor partedel cumplido, ni fomentar los entusiasmos delgalán por Northamptonshire. Al notar quién leobservaba, Henry Crawford se dirigió a sirThomas sin abandonar el tema, empleando untono más corriente, pero todavía con sentimien-to:

––Deseo ser vecino de usted, sir Thomas, co-mo acaso me haya oído decir a Fanny. ¿Puedocontar con su aquiescencia, y con que no in-fluenciará a su hijo en contra de un tal inquili-no?

Sir Thomas, inclinándose cortésmente, repli-

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có:––Es el único modo en que no podría desear

se estableciera usted como vecino permanente;pero espero y creo que Edmund ocupará supropia casa en Thornton Lacey. ¿Digo dema-siado, Edmund?

Edmund, al ser requerido, tuvo que enterarseprimero de qué se trataba; pero, una vez com-prendida la pregunta, contestó sin vacilar:

––Ciertamente, no tengo otra intención que lade residir allí. Pero aunque le rechace comoinquilino, Crawford, venga usted como amigo.Considere la casa como medio suya todos losinviernos, y añadiremos las cuadras a su plande mejoras, así como todas las mejoras quepuedan ocurrírsele a usted durante la primave-ra.

––Nosotros seremos los perjudicados ––reanudó sir Thomas––. Al dejarnos Edmund,aunque sólo sea para establecerse a ocho millasde aquí, se producirá una poco grata reducciónde nuestro círculo familiar; pero mucho más

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profundamente me mortificaría si cualquierade mis hijos pudiera contentarse haciendo me-nos. Es perfectamente natural que usted nohaya meditado mucho sobre el caso, Mr. Craw-ford. Pero una parroquia tiene necesidades yexigencias que sólo puede conocer un clérigoque resida permanentemente en ella, y queningún substituto puede satisfacer en la mismamedida. Edmund podría, como se dice vulgar-mente, hacer el trabajo de Thornton... esto es,podría leer las plegarias y predicar, sin aban-donar Mansfield Park; podría llegarse todos losdomingos a caballo a una casa nominalmentehabitada, y cumplir con el servicio divino; po-dría ser el párroco de Thornton Lacey cada sép-timo día, por tres o cuatro horas, si quisiera.Pero no, esto no le bastará. Sabe que la huma-nidad necesita más lecciones de las que puedecontener un sermón semanal; y que si no vivie-ra entre sus feligreses y no demostrara ser, consu constante interés, su bienhechor y amigo,haría tan poco para el bien de ellos como para

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su propio bien.Mr. Crawford se inclinó, reconociendo las ra-

zones de su interlocutor.––Nuevamente repito ––añadió sir Thomas––

que Thornton Lacey es la única casa de la ve-cindad en la que no me agradaría tener a Mr.Crawford como ocupante.

Mr. Crawford se inclinó, para agradecer.––Es indudable ––dijo Edmund–– que mi pa-

dre entiende las obligaciones de un párroco.Hemos de esperar que su hijo demuestre quelas conoce también.

Cualquiera fuese el efecto que la pequeñaarenga de sir Thomas produjera realmente enHenry Crawford, lo cierto es que provocó ciertasensación de angustia en otras dos personas,dos de sus oyentes más atentas: Mary y Fanny.Una de ellas, como nunca había dado en pensarque Thornton Lacey iba a ser tan pronto y tanpor completo la residencia de Edmund, estabaconsiderando, baja la mirada, lo que represen-taría no verle todos los días; y la otra, arrancada

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del grato mundo de fantasía a que se habíaabandonado unos momentos antes cediendo alpoder descriptivo de su hermano, y no pudien-do ya, de acuerdo con el cuadro que se habíaformado de un Thornton futuro, excluir la igle-sia, anular al clérigo y ver sólo la respetable,elegante modernizada y probable residencia deun hombre de fortuna independiente, iba con-siderando a sir Thomas, con decidida animad-versión, como el destructor de todo aquello, ysufría aún más por la tolerancia que la condi-ción y los modales del barón imponían, y porno atreverse a buscar alivio en un solo intento,siquiera, de ridiculizar su causa.

Todo lo agradable de su juego especulativoestaba listo por aquel día. Era llegado el mo-mento de abandonar las cartas si habían deprevalecer los sermones; y se alegró de quefuera necesario poner punto final y de poderrenovar su ánimo con un cambio de lugar y devecino.

Los presentes se hallaban ahora, en su mayo-

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ría, reunidos irregularmente en tomo al fuego,esperando el momento de dar la velada pordefinitivamente terminada. William y Fannyeran los más separados del grupo. Se habíansentado los dos a la otra mesa de juego aban-donada, y allí estuvieron hablando muy a gus-to, sin pensar en los demás, hasta que alguiende los demás empezó a pensar en ellos. HenryCrawford fue el primero en orientar su silla enaquella dirección, y permaneció observándolesen silencio por espacio de unos minutos, mien-tras él, a su vez, era observado por sir Thomas,que estaba charlando, de pie, con el doctorGrant.

––Esta noche se celebra la reunión ––decíaWilliam––. De hallarme en Portsmouth, acasohubiera asistido.

––Pero tú no desearías hallarte en Ports-mouth, ¿verdad, William?

––No, Fanny; te aseguro que no. Bastante mehartaré de Portsmouth y de bailar también,cuando no te tenga a mi lado. Y no sé qué po-

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dría buscar de nuevo en la fiesta, pues no en-contraría pareja. Las jovencitas de Portsmoutharrugan la nariz ante cualquiera que no tengaun empleo. Un guardiamarina es como si nofuera nada. Y uno no es nada, desde luego. ¿Re-cuerdas a las Gregory? Se han convertido enunas chicas asombrosamente guapas, pero ape-nas se dignan dirigirme la palabra, porque aLuzy la corteja un teniente.

––¡Oh, qué vergonzoso, qué vergonzoso! Perono te preocupes por ello, William ––y mientrasesto decía, sus mejillas aparecían rojas de in-dignación––. No vale la pena tomarlo en consi-deración. No hay ofensas directa para ti, eso noes más que lo experimentado por todos losgrandes almirantes en su tiempo, más o menos.Debes considerarlo así, has de procurar acos-tumbrarte a ello como una más de las penali-dades que todos los marinos deben afrontarcomo el mal tiempo y la vida dura, pero con laventaja de que esto tendrá un fin, de que llega-rá el día en que no tendrás que soportar nada

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parecido. Cuando seas teniente. Piensa sólo,William, en cuando seas teniente. ¡Qué poco teimportarán esas tonterías!

––Empiezo a pensar que nunca llegaré a te-niente, Fanny. Todos lo consiguen menos yo.

––¡Oh, querido William, no digas eso! No de-bes desanimarte así. Nuestro tío no dice nada,pero estoy segura de que hará cuanto puedapara que alcances la graduación. Sabe, tantocomo tú, la importancia que tiene.

Se interrumpió al descubrir a su tío muchomás cerca de lo que sospechaba, y ambos con-sideraron necesario ponerse a hablar de otracosa.

––¿Te gusta bailar, Fanny?––Sí, mucho; sólo que pronto me canso.––Me gustaría ir a un baile contigo y verte

bailar. ¿No hay nunca bailes en Northampton?Me gustaría verte bailar... y bailar contigo, si túquisieras, porque aquí nadie sabría quien soy, yme gustaría ser tu pareja una vez más. A me-nudo solíamos dar unas vueltas juntos, ¿te

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acuerdas?, cuando en la calle tocaba el organi-llo. Yo bailo bastante bien a mi modo, pero ase-guraría que tú lo haces mejor ––y volviéndose asu tío, que estaba ahora junto a ellos––. ¿No escierto, tío, que Fanny baila muy bien?

Fanny, consternada por tan inaudita pregun-ta, no sabía adónde mirar ni cómo prepararsepara la respuesta. Era de esperar que algúnreproche muy grave, o al menos la más fríaexpresión de indiferencia, pondría en aprieto asu hermano y la dejaría a ella totalmente ano-nadada. Mas, por el contrario, en la contesta-ción no hubo nada peor que esto:

––Siento hallarme en el caso de no poder con-testar la pregunta. Nunca he visto bailar a Fan-ny desde que era niña, pero congo en que losdos opinaremos que se luce como una verdade-ra dama de salón cuando la veamos, y tal veztengamos oportunidad de apreciarlo dentro depoco.

––Yo he tenido el placer de ver bailar a suhermana, Mr. Price ––dijo Henry Crawford,

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adelantándose––, y me comprometo a contestarcuantas preguntas quiera usted hacer sobre elparticular. Pero creo ––añadió, viendo a Fannyturbada––, que deberá ser en otra ocasión. Estápresente una persona a la que no gusta que sehable de miss Price.

Era bien cierto que había visto bailar a Fannyuna vez, e igualmente cierto era que hubiesequerido atestiguar ahora que ella se deslizabacon serena, grácil elegancia y un ritmo admira-ble; pero en realidad no podía recordar, por suvida, el papel que Fanny había hecho en el bai-le, y si habló fue más porque daba por descon-tado que ella estuvo presente, que porque re-cordaba nada referente a ella.

Pasó, sin embargo, como un admirador de sumodo de bailar; y sir Thomas, en modo algunoenojado, prolongó la conversación sobre el baileen general, y tanto se distrajo describiendo losbailes de la Antigua y escuchando lo que susobrino podía contar de los diferentes estilos dedanza que había observado por esos mundos,

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que cuando anunciaron su coche ni siquiera looyó, y hasta que tía Norris armó el consiguientealboroto no tuvo conocimiento de ello.

––Vamos, Fanny, ¿qué significa esto? Nosvamos ya. ¿No ves que se marcha tu tía? ¡Pron-to, pronto! No puedo sufrir esto de teneraguardando al viejo Wilcox. Tendrías que acor-darte siempre del cochero y de los caballos. Miquerido Thomas, habíamos dispuesto que elcoche regresaría por ti, Edmund y William.

Sir Thomas no pudo disentir, por cuanto élmismo lo había dispuesto y comunicado pre-viamente a su esposa y a su hermana; pero estoparecía haberlo olvidado tía Norris, que queríahacerse la ilusión de que era ella quien lo habíadispuesto todo.

Para Fanny, la última impresión de la veladafue de contrariedad, porque el chal que Ed-mund se disponía a tomar sin prisa de manosdel criado para colocarlo sobre sus hombros, lefue arrebatado por la mano más rápida de Hen-ry, y ella se vio obligada a agradecer a éste su

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más destacada atención.

CAPÍTULO XXVI

El deseo de William de ver bailar a su herma-na, produjo en su tío una impresión más quemomentánea. Al expresar sir Thomas la espe-ranza de que acaso se presentara una oportuni-dad, no lo hizo para no acordarse más de ello.Por el contrario, quería complacer a quien fueseque pudiera desear ver bailar a Fanny, y dargusto a la gente joven en general; y habiendomeditado el asunto y tomado su resolucióntranquilamente, con toda libertad, dio a conocerel resultado a la mañana siguiente, durante eldesayuno, cuando, después de recordar y ala-bar lo que su sobrino había dicho, añadió:

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––No quisiera, William, que abandonarasNorthamptonshire sin esta satisfacción. Para mísería un placer veros bailar a los dos. Hablastede los bailes que puedan darse en Northamp-ton. Tus primas habían asistido a ellos algunavez. Pero ahora, por razones diversas, no son loque nos conviene. Sería excesivamente fatigosopara tu tía. Creo que no debemos pensar en unbaile en Northampton. Organizar uno en casaseria más aconsejable; y si...

––¡Ah, querido Thomas! ––le atajó tía Norris––. Ya sé lo que piensas. Ya sé lo que ibas a decir.Si nuestra querida Julia estuviera en casa, onuestra queridísima María en Sotherton, demodo que existiera una razón, un motivo parauna cosa así, te sentirías tentado a dar un baileen Mansfield para la gente joven. Sé que loharías. Si ellas estuvieran en casa para adornarla fiesta, habría aquí baile estas mismas Navi-dades. Dale las gracias a tu tío, William; dalelas gracias.

––Mis hijas ––replicó sir Thomas, terciando

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gravemente–– tienen sus diversiones en Brigh-ton y, así lo espero, son muy felices; pero elbaile que pienso dar en Mansfield será para susprimos. De poder hallarnos todos reunidos, esindudable que sería más completa nuestra sa-tisfacción, pero la ausencia de unos no debeprivar de distracción a los demás.

Tía Norris no pudo añadir una sola palabra.Vio decisión en la actitud de su cuñado y le fuepreciso guardar unos minutos de silencio paraque la sorpresa y el enojo no desbordaran sucompostura. ¡Dar sir Thomas un baile en aque-llas circunstancias! ¡Estando ausentes sus hijas,y sin consultarla a ella! Sin embargo, prontotuvo a mano el consuelo. Ella tendría que ser elartífice de todo. A lady Bertram, desde luego,se le ahorrarla cuanto significase hacer, e inclu-so pensar, algo, y todo recaería sobre ella. Ten-dría que hacer los honores de la velada; y estareflexión pronto le devolvió el suficiente buenhumor para estar en condiciones de unirse a losotros, antes de que acabaran de expresar toda

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su dicha y gratitud.Edmund, William y Fanny, cada uno a su

modo, se mostraban tan gratamente complaci-dos, al hablar del baile prometido, como sirThomas pudiera desear. Lo que en aquellosinstantes sentía Edmund, era por cuenta de losotros dos. Nunca su padre había concedido unfavor o mostrado una atención tan a satisfac-ción suya.

Lady Bertram se mantuvo perfectamente im-pasible y resignada, sin hacer objeción alguna.Sir Thomas se comprometió a ocasionarle muypocas molestias; y ella le aseguró que las moles-tias no la asustaban en absoluto... ya que, enrealidad, no podía imaginar que fuera a produ-cirse ninguna.

Tía Norris se disponía a exponer sus sugeren-cias respecto de las salas que ella considerabamás apropiadas para el caso, pero se encontrócon que todo estaba ya previsto; y cuando qui-so iniciar sus conjeturas e insinuaciones acercade la fecha, resultó que ya estaba fijada tam-

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bién. Sir Thomas se había entretenido en trazarun bosquejo muy completo, y en cuanto ella seresignó a escuchar pacíficamente pudo leer lalista de familias a invitar, de entre las cualescalculaba poder reunir, descontando las bajasinevitables dada la premura de la noticia, elelemento joven suficiente para formar doce ocatorce parejas; y, asimismo, pudo exponer lasconsideraciones que le habían inducido a fijarel día 22 como fecha más conveniente. A Wi-lliam se le requería en Portsmourth el 24; portanto, el 22 sería el último día de su estanciaentre ellos; pero siendo tan pocos los días quefaltaban, hubiera sido imprudente elegir unafecha más temprana. Tía Norris no tuvo másremedio que darse por satisfecha a base de opi-nar lo mismo exactamente, y de afirmar queestuvo a punto de proponer también ella el 22como fecha mil veces más a propósito que otracualquiera.

El baile era ahora ya cuestión resuelta y, antesde anochecer, cosa conocida de todos los inte-

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resados. Con gran diligencia se enviaron lasinvitaciones, y muchas damiselas se acostaronaquella noche con la cabeza llena de felicespreocupaciones, lo mismo que Fanny. Para ella,las preocupaciones fueron en algunos momen-tos algo casi al margen de la felicidad; porque,joven e inexperta, con escasos medios de elec-ción y sin la menor confianza en su propio gus-to, el «cómo voy a vestirme» se convirtió en unpunto muy dificil y delicado; y el casi únicoadorno que poseía ––una cruz de ámbar muybonita que William le había traído de Sicilia fuecausa de su mayor apuro, pues no tenía másque un trozo de cinta para sujetarlo; y aunqueuna vez ya había llevado la cruz de ese modoprendida, ¿sería ello admisible en tal ocasión, allado de los ricos atavíos con que suponía sepresentarían las demás señoritas, Pero, ¡no lle-varla! William había querido comprarle tam-bién una cadena de oro, pero sus medios noalcanzaron; y, por lo tanto, si no se ponía lacruz podía lastimar sus sentimientos. Eran éstas

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abrumadoras consideraciones, suficientes paradesanimarla aun ante la perspectiva de un baileorganizado principalmente para su satisfacción.

Entretanto se llevaban adelante los preparati-vos, y lady Bertram seguía sentada en su sofásin que le produjeran la menor molestia. El amade llaves le hacía alguna visita extraordinaria, yla doncella trabajaba con bastante apresura-miento en la confección de un vestido nuevopara ella. Sir Thomas daba órdenes, y tía Norriscorría de aquí para allá. Pero todo esto no laincomodaba a ella, pues, como había previsto,«todo aquello no podía, de hecho, acarrear mo-lestia alguna».

Por aquel entonces estaba Edmund particu-larmente abrumado por serias preocupaciones,con el ánimo profundamente ocupado en laconsideración de dos importantes aconteci-mientos, ahora al alcance de la mano, que ibana fijar su destino en la vida: la ordenación y elmatrimonio; acontecimientos de carácter tangrave como para hacer que el baile, que pronto

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seria seguido de uno de ellos, apareciese comocosa más insignificante a sus ojos que a los decualquier otro miembro de la familia. El día 23se trasladarla a casa de un amigo, cerca de Pe-terborough, que se hallaba en la misma situa-ción que él, y ambos tenían que recibir órdenesdentro de la semana de Navidad. La mitad desu destino se decidirla entonces, pero era muyprobable que la otra mitad no quedase tan lla-namente resuelta. Sus deberes quedarían esta-blecidos, pero la mujer que habría de compar-tir, y estimular, y recompensar esos deberes,puede que fuera todavía inasequible. Conocíasus propias intenciones, pero no siempre estabacompletamente seguro de conocer las de missCrawford. Había puntos en los que no estabantotalmente de acuerdo, había momentos en queella no parecía propicia; y aunque en el fondoconfiaba en su afecto, tanto como para estarresuelto (casi resuelto) a obligarla a tomar unadecisión en un plazo muy breve, tan prontocomo se arreglaran los diversos asuntos que

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tenía para solucionar y supiera lo que podíaofrecerle, sentía no obstante muchas inquietu-des y pasaba muchas horas dudando acerca delresultado. Su convicción de que ella le queríaera a veces muy fuerte; podía recordar una lar-ga serie de detalles alentadores, en la que ellaaparecía tan perfecta por lo desinteresado de suafecto como en todo lo demás. Pero otras vecesla duda y el temor se entremezclaban en susesperanzas; y cuando pensaba en la reconocidafalta de inclinación que ella sentía por la inti-midad y el aislamiento, en su decidida prefe-rencia por la vida de Londres, ¿qué podía espe-rar sino una negativa terminante? A menos quefuera una aceptación que debiera implorarse yexigiera tales sacrificios de ocupación y estadopor parte de él, que su conciencia habría deprohibírsela.

El resultado de todo dependía de una cues-tión: ¿Le amaba ella bastante para prescindir delo que solía considerar puntos esenciales? ¿Leamaba lo bastante para dejar de considerar

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esenciales aquellos puntos? Y esta cuestión, queél se estaba repitiendo continuamente a sí mis-mo, aunque las más de las veces era contestadacon un «sí», obtenía otras un «no».

Miss Crawford iba a marcharse de Mansfielddentro de poco, y ante esta circunstancia el«no» y el «sí» habían alternado con gran fre-cuencia últimamente. Él había visto brillar susojos cuando hablaba de la carta de una amigaquerida que la reclamaba en Londres para pa-sar con ella una larga temporada, y de la ama-bilidad de Henry al comprometerse a perma-necer donde estaba hasta enero, a fin de poderacompañarla allá; la había oído hablar del pla-cer de tal viaje con una animación que era un«no» en todos los tonos. Pero esto ocurrió elprimer día en que así se acordó, en la primeraexplosión por la alegría recibida, cuando ante síno tenía más que las amistades a quienes iba avisitar. Después, la había oído expresarse de unmodo distinto, en otro tono... un tono más mo-derado. La había oído decir a la señora Grant

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que la dejaría con pena; que empezaba a creerque ni las amistades ni las diversiones que iba abuscar podrían compensarla de las que dejabaallí; y que, aunque comprendía que debía ir, ysabía que lo pasaría bien una vez se encontraraen Londres, estaba ya deseando volver de nue-vo a Mansfield. En todo esto... ¿no había un«sí»?

Con esta serie de cuestiones que sopesar, or-denar y coordinar, Edmund no podía, por suparte, pensar mucho en la velada que reclama-ba la atención del resto de la familia, no espe-rarla con el mismo grado de fuerte interés.Aparte la alegría que proporcionase a sus pri-mos, la velada no tenía para él más valor delque pudiera tener otro motivo cualquiera dereunión de las dos familias. En todo encuentrohabía esperanza de ver una confirmación delafecto de Mary Crawford; pero el torbellino deun salón de baile no era, acaso, especialmentefavorable al estímulo o expresión de sentimien-tos serios. Comprometerla pronto para los dos

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primeros bailes era el único recurso para supersonal felicidad que tenía en la mano y elúnico preparativo para la fiesta en que pudotomar parte, a pesar de cuanto ocurría a su al-rededor, con referencia a la misma, desde lamañana hasta la noche.

El 22, día del baile, era jueves; y el miércolespor la mañana, Fanny, que no había halladotodavía una solución satisfactoria en cuanto alo que debería ponerse, decidió buscar consejoen las personas más competentes y acudió a laseñora Grant y a su hermana, cuyo reconocidobuen gusto podría sin duda aplicarse a ella sinreproche; y como Edmund y William se habíanido a Northampton, y tenía motivos para creerque Henry había salido también, bajó hasta larectoría sin mucho temor de que le faltara oca-sión para conferenciar aparte sobre aquel pun-to; y que la tal conferencia fuese reservada erapara Fanny uno de los aspectos más importan-tes, ya que estaba más que medio avergonzadade su petición de ayuda.

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Se encontró a unas yardas de la rectoría conMary Crawford, que precisamente acababa desalir para visitarla; y como le pareció que suamiga, si bien se vio obligada a insistir en queestaba dispuesta a entrar de nuevo en la casa,no deseaba perderse el paseo, le explicó en elacto lo que la traía allí y manifestó que, si teníala amabilidad de darle su opinión, podíanhablar de ello lo mismo fuera que dentro de lacasa. Mary pareció agradecida por la atencióny, al cabo de una breve reflexión, de un modomucho más cordial que antes, rogó a Fanny queentrara con ella, proponiéndole subir a la alco-ba, donde podrían hablar tranquilamente sinmolestar al doctor Grant y a su esposa, queestaban en el salón. Era precisamente el planque convenía a Fanny; y rebosando ésta grati-tud por tan pronta y amable atención, entraron,subieron y pronto estuvieron entregadas delleno a la interesante cuestión. Miss Crawford,complacida por el requerimiento, le brindócuanto había en ella de buen gusto y pondera-

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ción, lo simplificó todo con sus sugerencias, yprocuró que todo apareciese delicioso con susalentadoras palabras. Una vez resuelto lo deltraje en sus líneas generales, dijo Mary:

––Pero, ¿qué se pondrá usted a modo de co-llar? ¿No piensa lucir la cruz de su hermano?

Y al tiempo que esto decía iba deshaciendoun paquetito que Fanny ya había observado ensus manos cuando se encontraron. Fanny con-fesó sus dudas y deseos al respecto: no sabíacómo ponerse la cruz, ni cómo dejar de llevarla.La contestación que le dio Mary consistió enpresentarle un joyerito e invitarla a que esco-giera entre las varias cadenas de oro y gargan-tillas que contenía. Aquel era el paquete de queiba provista miss Crawford, y tal el objeto de suproyectada visita; y del modo más amable rogóentonces a Fanny que aceptara una para la cruzy la guardara como recuerdo, diciendo cuantose le ocurrió para obviar los escrúpulos que alprincipio hicieron retroceder a Fanny con ex-presión de horror ante el ofrecimiento.

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––Ya ve usted que tengo una colección ––ledecía––... más del doble de las que uso y piensousar jamás. No las ofrezco como nuevas. No leofrezco más que una gargantilla vieja. Debeusted perdonarme la libertad y hacerme estefavor.

Fanny se resistía aún, y de corazón. El obse-quió era demasiado valioso. Pero Mary perse-veraba, arguyendo con tal afectuosa seriedad apropósito de William, de la cruz, del baile y deella misma, que al fin triunfó. Fanny se vioobligada a ceder para que no la tacharan deorgullosa, o displicente, o de cualquier otramezquindad; y aceptando con humilde renuen-cia la proposición, procedió a escoger. Buscabay buscaba, ansiando descubrir la que tuvieramenos valor; y al fin se decidió, al imaginarseque una de las gargantillas se le ponía ante susojos con más frecuencia que las demás. Era deoro, primorosamente trabajada; y aunque Fan-ny hubiese preferido una cadenilla más larga ysencilla por considerarla más apropiada al caso,

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supuso, al fijarse en aquélla, que elegía la que amiss Crawford menos le interesaba conservar.Mary sonrió en muestra de completa aproba-ción, y se apresuró a completar su obsequiocolocándole la cadenilla alrededor del cuello yhaciéndole ver el buen efecto que producía.Fanny no halló una sola palabra que objetar asu propiedad y, excepto lo que restaba de susescrúpulos, quedó en extremo complacida conuna adquisición tan a propósito. Acaso hubierapreferido agradecérsela a otra persona; peroesto era un sentimiento innoble. Mary Craw-ford se había anticipado a sus deseos con unabuena voluntad que la acreditaba como autén-tica amiga.

––Siempre que lleve esta gargantilla me acor-daré de usted ––dijo–– y de su gran amabilidad.

––Tiene que acordarse también de alguienmás, cuando lleve esta gargantilla ––replicómiss Crawford––. Tiene que pensar en Henry,porque él fue quien la eligió en primer lugar.Me la regaló él, y con la gargantilla le transfiero

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la obligación de recordar al donante original.Ha de ser un recuerdo familiar. No habrá deacudir la hermana a su memoria sin traerleconsigo al hermano también.

Fanny, llena de asombro y confusión, hubiesequerido devolver el presente en el acto. Aceptarlo que había sido el regalo de otra persona, deun hermano nada menos... ¡imposible! ¡No po-día ser! Y con una impaciencia y una turbaciónque divirtieron a su compañera, depositó denuevo la gargantilla sobre el algodón y parecióresuelta, o bien a tomar otra o a no aceptar nin-guna. Miss Crawford pensó que jamás habíavisto una escrupulosidad más gentil.

––Pero, criatura ––dijo, riendo–– ¿qué es loque teme? ¿Cree que Henry le reclamará lagargantilla como mía, o se imagina que no pasaa ser de su pertenencia honradamente? ¿O aca-so se figura que se pondrá demasiado huecocuando vea alrededor de su lindo cuello unadorno que con su dinero adquirió hace tresaños, antes de que supiera que en el mundo

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existía ese cuello, O, tal vez ––añadió, mirándo-la sutilmente––, ¿sospecha una confabulaciónentre nosotros, y que lo que ahora hago es conel conocimiento y por deseo de mi hermano?

Con el más intenso rubor, Fanny protestó co-ntra tal pensamiento.

––Pues bien, entonces ––replicó Mary conmayor seriedad, pero sin creerla en absoluto––,para convencerme de que no sospecha ustedninguna estratagema, y de que es usted tandigna de confianza como yo siempre la consi-deré, tome la gargantilla y no hable más de ello.Que sea un regalo de mi hermano no ha de sus-citar el menor inconveniente en su decisión deaceptarla, pues le aseguro que tampoco influyepara nada en mi decisión de prescindir de ella.Continuamente me hace regalos de estos. Soninnumerables los presentes que de él tengo re-cibidos; tantos, que me resulta totalmente im-posible hacer mucho caso, y a él acordarse, nide la mitad de ellos. En cuanto a esta garganti-lla, creo que no la habré llevado ni media doce-

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na de veces. Es muy bonita, pero nunca meacuerdo de ella; y aunque yo le hubiera cedidocon el mayor agrado otra cualquiera que ustedhubiese elegido en mi joyero, ha dado la casua-lidad que se ha fijado usted en la misma que,de escoger yo, hubiera seleccionado antes queotra para verla en posesión de usted. No digamás en contra, se lo suplico. Semejante bagatelano vale la pena de tantas palabras.

Fanny no se atrevió a oponer más resistencia,y de nuevo aceptó la gargantilla, renovando suagradecimiento, aunque con menos satisfac-ción, pues en los ojos de Mary había una expre-sión que no la podía satisfacer.

Era imposible que ella no hubiera notado elcambio de actitud de Henry Crawford. Hacíatiempo que se había dado cuenta. Era evidenteque trataba de agradarle... Era galante, era aten-to, era algo de lo que había sido para sus pri-mas; se proponía, según ella imaginaba, quitar-le el sosiego engañándola como las había enga-ñado a ellas. ¡Y acaso tuviera alguna incumben-

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cia en lo de la gargantilla! Ella no podía estarconvencida de que no la tuviera, pues MaryCrawford, complaciente como hermana, eradespreocupada como mujer y como amiga.

Reflexionando, dudando y sintiendo que laposesión de lo que tanto había anhelado no leprocuraba mucha satisfacción, volvía a casa,habiendo cambiado más que disminuido suspreocupaciones desde su reciente paso poraquel sendero.

CAPÍTULO XXVII

Al llegar a casa, Fanny subió enseguida paradepositar aquella inesperada adquisición, esebien dudoso de la gargantilla, en alguna cajafavorita del cuarto del este que contenía todos

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sus pequeños tesoros; pero al abrir la puerta,cuál no seria su sorpresa al encontrar allí a suprimo Edmund, escribiendo en su mesa. Aquelespectáculo, que nunca se le había ofrecido an-tes, resultó para ella tan extraordinario comograto.

––Fanny ––dijo él al instante, abandonando elasiento y la pluma para ir a su encuentro conalgo en la mano––, te ruego que me perdonespor hallarme aquí. Acudí en tu busca, y des-pués de aguardar un poco con la esperanza deverte llegar, hice uso de tu tintero para exponerel motivo de mi vista. Ahí encontrarás el co-mienzo de un billete dirigido a ti; pero ahorapuedo explicarte personalmente mi intención,que es, simplemente, rogarte que aceptes estapequeña bagatela..., una cadena para la cruz deWilliam. Debía tenerla hace una semana, perohubo un retraso debido a que mi hermano nollegó a la ciudad hasta unos días más tarde delo que yo esperaba; y ahora acabo de recoger elpaquetito en Northampton. Espero que la ca-

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denilla te gustará, Fanny. Procuré tener encuenta la simplicidad de tu gusto; aunque detodos modos sé que apreciarás mis intencionesy lo considerarás, como así es, una prueba decariño de uno de tus más antiguos amigos.

Y apenas terminó estas palabras se alejó pre-cipitadamente, antes de que Fanny, abrumadapor mil sensaciones de pena y de alegría, pu-diese decir nada; pero espoleada por un impe-rioso deseo, gritó enseguida:

––¡Edmund, espera un momento... aguarda,por favor!

El se dio vuelta.––No intentaré darte las gracias ––prosiguió

ella, hablando con gran agitación––; mi gratitudestá fuera de toda duda. Siento mucho más delo que podría expresar. Tu bondad al acordartede mí de esta forma, escapa a...

––Si esto es cuanto tienes que decirme, Fan-ny... ––la atajó él, sonriendo y alejándose denuevo.

––No, no, no es esto. Deseaba consultarte.

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Casi inconscientemente, ella había desenvuel-to el paquete que Edmund acababa de poner ensus manos; y al encontrarse ante una auténticacadenilla de oro sin adornos, perfectamentesencilla, con el bello marco de un estuche dejoyería, no pudo evitar un nuevo estallido deentusiasmo:

––¡Oh, ésta sí que es bonita! ¡Es lo más acer-tado, exactamente lo que deseaba! Es el únicoadorno que siempre tuve el deseo de poseer.Combinaría perfectamente con la cruz. Debenllevarse juntas, y así será. Ha llegado, además,en un momento tan oportuno... ¡Oh, Edmund,no sabes tú con cuánta oportunidad!

––Querida Fanny, pones demasiado senti-miento en estas cosas. Me hace muy feliz que teguste la cadenilla y que haya llegado a tiempopara mañana; pero tu agradecimiento está muyfuera de lugar. Créeme, no hay para mí en elmundo satisfacción mayor que la de contribuira la tuya. Sí, con seguridad puedo afirmar queno existe para mí placer más completo, más

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puro, más perfecto.Ante tales expresiones de afecto, Fanny

hubiese podido permanecer una hora sin aña-dir una palabra más. Pero Edmund, después deaguardar un momento, la obligó a que su pen-samiento descendiera de su vuelo por las re-giones celestes, diciendo:

––Pero, ¿qué es lo que quieres consultarme?Se trataba de la gargantilla, que ahora ansiaba

devolver a toda costa, y esperaba que él apro-base su proceder. Le contó la historia de su re-ciente visita... y entonces su embeleso hubo detocar a su fin; porque Edmund quedó tan im-presionado por el relato, tan encantado por loque Mary Crawford había hecho, tan complaci-do por aquella coincidencia de conducta entrelos dos, que Fanny tuvo que reconocer el podersuperior, sobre el espíritu de Edmund, de otroplacer, aunque no fuera tan perfecto. Pasaronalgunos minutos antes de que Fanny pudieracentrar la atención de su primo sobre el planexpuesto, u obtener alguna respuesta a su de-

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manda de opinión: él estaba sumido en un en-sueño de tiernas reflexiones, y sólo de vez encuando pronunciaba algunas frases de enco-mio; pero cuando despertó y entendió, se opu-so con gran decisión a lo que ella pretendía.

––¡Devolver la gargantilla! No, querida Fan-ny, de ninguna manera. Esto la mortificaríacruelmente. Dificilmente puede haber una sen-sación más desagradable que la de encontra-mos en las manos, devuelto, lo que hemos en-tregado con una esperanza razonable de con-tribuir con ello a la felicidad de un amigo. ¿Porqué privarla de una satisfacción de la que hademostrado ser tan merecedora?

––Si fuera un objeto destinado a mí en primerlugar ––dijo Fanny––, no hubiera pensado endevolverlo; pero tratándose de un regalo de suhermano, ¿no es justo suponer que ella preferi-ría no desprenderse, ya que no lo preciso?

––Ella no ha de suponer que no lo precisas; o,al menos, que no lo aceptas. Y que en su origenfuera un regalo de su hermano no modifica en

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absoluto el estado de las cosas; pues si esto noimpidió que ella te lo ofreciera y tú lo acepta-ras, lógicamente no puede ser obstáculo paraque lo conserves en tu poder. Sin duda, es másbonita que la mía y más apropiada para lucir enun salón de baile.

––No, no es más bonita, en modo alguno, de-ntro de su estilo; y para lo que yo la quiero, noresulta ni la mitad de adecuada. La cadenillajugará incomparablemente mejor con la cruz deWilliam que la gargantilla.

––Por una noche, Fanny, por una sola noche,si ello representa un sacrificio, estoy seguroque, en cuanto lo hayas reflexionado, harás estesacrificio antes que apenas a quien se ha pre-sentado con tanta solicitud a solucionar tusproblemas. Las atenciones de Mary para conti-go han sido... no diré que mayores de las que tújustamente mereces (sería yo la última personaque pensara tal cosa), pero han sido invariables;y corresponder a ellas con lo que tendría ciertoaire de ingratitud, aunque sé que jamás podría

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envolver este significado, es algo que no formaparte de tu modo de ser, me consta. Ponte ma-ñana la gargantilla, como así te has comprome-tido a hacer, y guarda la cadenilla, que no fueencargada expresamente para el baile, paraotras ocasiones más corrientes. Éste es mi con-sejo. No quisiera ver una sombra de frialdadentre las dos personas cuya intimidad he veni-do observando con la mayor complacencia, yen cuyos caracteres hay tanto de común, encuanto a auténtica generosidad y delicadezanatural, que hace que las escasas diferencias,debidas principalmente a las respectivas posi-ciones, no puedan ser obstáculo razonable quese oponga a una perfecta amistad. No quisieraque apareciese una sombra de frialdad ––repitió, bajando un poco la voz––, entre los dosseres que más quiero en el mundo.

Con estas últimas palabras desapareció, y allíquedó Fanny, haciendo esfuerzos para tranqui-lizar su ánimo todo lo posible. Ella era uno delos dos seres que él más quería... Aquello debía

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sostenerla. Pero la otra... ¡la primera! Nunca,hasta aquel momento, le había oído hablar tanabiertamente; y aunque sus palabras no le des-cubrieron nada que ella no hubiera notado yadesde hacía mucho tiempo, fueron un golpe,porque hablaban de su convicción e intención.Estaba decidido: se casaría con Mary Crawford.Fue un golpe, a pesar de que lo venía esperan-do desde largo tiempo; y no tuvo más remedioque repetirse una y otra vez que era ella una delas dos personas que él más quería, para queestas palabras llegaran a producirle alguna im-presión. De poder creer que miss Crawford eradigna de él, el caso sería... ¡oh, qué distinto se-ría!... ¡cuánto más tolerable! Pero Edmund seengañaba con ella: le concedía méritos que notenía; sus defectos eran los mismos de siempre,pero él ya no los veía. Hasta que hubo vertidomuchas lágrimas por aquella decepción, nopudo Fanny dominar la agitación de su espíri-tu; y del abatimiento que siguió sólo pudo re-hacerse con fervientes plegarias por la felicidad

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de él.Era su intención, que al mismo tiempo consi-

deraba su deber, procurar sobreponerse a todocuanto fuera excesivo, a todo cuanto rozara elegoísmo, en su afecto por Edmund. Calificar oconsiderar aquello como una pérdida, un des-engaño, sería una presunción, para censurar lacual no encontraba ella palabras lo bastanteenérgicas, que satisficieran su humildad. Pen-sar en él del modo que en Mary estaba justifi-cado, seria una locura. Para ella, Edmund nopodía significar nada... nada para ser más que-rido de lo que pueda serlo un amigo. ¿Por quétal idea se le había ocurrido, aunque sólo fuerapara reprobarla y prohibírsela? No debía haberrozado siquiera los confines de su imaginación.Procuraría ser razonable, merecer el derecho dejuzgar la personalidad de miss Crawford y elprivilegio de dedicar a él una auténtica solici-tud, con la mente sana y el corazón limpio.

Ella contaba en principio con todo el heroís-mo necesario, y estaba resuelta a cumplir con

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su deber; pero como tenía también muchos delos sentimientos inherentes a la juventud y alsexo, no vayamos a asombramos demasiado sidecimos que, después de hacerse todos esosbuenos propósitos en cuanto a autodominio,cogió el pedazo de papel en que Edmund habíaempezado a escribirle como si se tratara de untesoro que escapara a toda esperanza de seralcanzado, leyó con la más tierna emoción estaspalabras: «Mi muy querida, Fanny: tienes quehacerme el favor de aceptar...» y lo guardó jun-to con la cadenilla, como la parte más preciadadel obsequio. Era la única cosa parecida a unacarta que jamás había recibido de él; acaso nun-ca volvería a recibir otra; era, incluso, imposibleque jamás recibiera otra que le causara tantasatisfacción, por el motivo y por la forma. Ja-mas surgieron de la pluma del más distinguidoautor, dos líneas más apreciadas... nunca sevieron tan felizmente recompensadas las pes-quisas del biógrafo más apasionado. Y es que elentusiasmo del amor femenino supera aún al

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de los biógrafos. Para ella, para la mujer, el ma-nuscrito en sí, con independencia de lo quepueda expresar, es una bendición. ¡Nunca unoscaracteres fueron perfilados por ningún otro serhumano como aquellos que había producido lamás corriente caligrafla de Edmund! Aquelmodelo, a pesar del apresuramiento con quefue escrito, no tenía defectos; y era tan perfectala fluidez de las primeras cuatro palabras, lacombinación de «Mi muy querida Fanny», quelas hubiera contemplado eternamente.

Una vez ordenados sus pensamientos y con-fortado su espíritu por aquella feliz mezcla deraciocinio y debilidad, se halló en condicionesde bajar a la hora de costumbre y reanudar sutarea habitual al lado de tía Bertram, haciéndolelos cumplidos de costumbre sin aparente faltade ánimo.

Llegó el jueves, predestinado al gozo y a lailusión; y empezó para Fanny con unas pers-pectivas más agradables que las que esos díasobstinados, ingobernables, suelen ofrecer; pues

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terminado el desayuno se recibió un amistosobillete de Mr. Crawford para William, expo-niendo que, como se veía obligado a marcharsea Londres a la mañana siguiente para unos dí-as, no había sabido prescindir de buscarse uncompañero y, por lo tanto, esperaba que si Wi-lliam se decidía a abandonar Mansfield mediodía antes de lo previsto, aceptaría un puesto ensu coche. Mr. Crawford se proponía llegar a lacapital a la hora en que su tío acostumbrabahacer su última comida, y William quedabainvitado a comer con él en casa del almirante.La proposición era muy agradable para el mis-mo William, a quien ilusionaba la idea de hacerel viaje en un coche tirado por cuatro caballos yen compañía de un amigo tan jovial y simpáti-co; y como le gustaba viajar con rapidez, almomento se puso a expresar cuanto su imagi-nación pudo sugerirle para subrayar su dicha ysatisfacción. Y Fanny, por motivo distinto, sepuso contentísima; porque el plan primitivo eraque William partiese de Northampton en el

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correo a la noche siguiente, lo que no le hubierapermitido descansar ni una hora antes de cogerel coche de Portsmouth; y aunque este ofreci-miento de Mr. Crawford le robaba muchashoras de su compañía, era demasiado feliz conlo de que William se ahorraría las fatigas de talviaje, para pensar en nada más. Sir Thomas loaprobó por otra razón. La presentación de susobrino al almirante Crawford podía ser útil. Elalmirante tenía influencia, indudablemente. Lacomunicación fue acogida con gran alegría. Elánimo de Fanny se alimentó de ella durantemedia mañana, contribuyendo en algo al au-mento de su alegría el hecho de que se marcha-ra también el mismo que la había escrito.

En cuanto al baile, ya tan próximo, eran de-masiadas las inquietudes, demasiados los te-mores que la embargaban, para que sintiera nila mitad de la ilusión que hubiera debido sen-tir, o que debían suponer que sentía las muchasdamiselas que aguardaban el mismo aconteci-miento con mayor tranquilidad, pero sin que

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pudiera tener para ellas la novedad, el interés,los motivos de personal satisfacción, en fin,toda una serie de circunstancias que atribuiríana su caso. Miss Price, conocida sólo de nombrepor la mitad de los invitados, iba a hacer suprimera aparición y tenía que ser mirada comola reina de la fiesta. ¿Quién podía ser más felizque miss Price? Pero miss Price no se habíaformado para el oficio de presentarse; y de habersabido bajo qué aspecto era en general conside-rado el baile, mucho hubiera disminuido surelativa tranquilidad y aumentado el temor queya tenía de hacerlo mal y ser observada. Bailarsin que se fijaran mucho en ella y sin fatigarseexcesivamente, tener fuerzas y parejas paramedia velada, bailar un poco con Edmund y nomucho con Harry, ver divertirse a William ypoder mantenerse a distancia de tía Norris, erael máximo de su ambición y parecía abarcar susmás amplias posibilidades de felicidad. Comoéstas eran sus más grandes esperanzas, no po-dían prevalecer en todo momento; y en el de-

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curso de una larga mañana, empleada casi todaal lado de sus tías, estuvo a menudo bajo lainfluencia de presentimientos menos optimis-tas. William, decidido a que su último día fuerade diversión completa, había salido a cazaragachadizas; Edmund se hallaba sin duda en larectoría (ella tenía sobrados motivos para su-ponerlo así); y ella, teniendo que soportar solael malhumor de tía Norris (que estaba furiosaporque el ama de gobierno quería preparar lacena a su antojo) y a la que no podía eludir co-mo, en cambio, podía el ama de gobierno, aca-bó por pensar que todos los males estaban rela-cionados con el baile; y cuando la mandaron aque se vistiera con una frase molesta, se dirigióa su alcoba tan mustiamente, y se sintió tanincapaz de divertirse como si se lo hubieranprohibido.

Mientras subía lentamente la escalera pensa-ba en el día anterior: alrededor de aquella mis-ma hora había vuelto de la rectoría y hallado aEdmund en el cuarto del este. «¡Si hoy le encon-

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trase también allí!», díjose, cediendo con gustoa la ilusión.

––Fanny ––dijo en aquel momento una voz asu lado.

Dio un respingo y, al levantar los ojos, vio enel corredor que acababa de alcanzar al mismí-simo Edmund, al pie de otro tramo de escalera.Se dirigió hacia ella.

––Tienes aspecto de cansada, Fanny. Habrásdado un paseo demasiado largo.

––No, ni siquiera he salido.––Entonces te has fatigado dentro de casa, lo

que es peor. Hubieras hecho mejor en salir.Fanny, que no gustaba de quejarse, halló más

fácil no contestar; y aunque él la miraba con suhabitual ternura, ella creyó que pronto habíacesado de pensar en su cansancio. No parecíaestar muy animado; algo que no tenía relacióncon Fanny debía marchar mal. Ambos siguie-ron escalera arriba, pues sus habitaciones esta-ban en el mismo piso superior.

––Vengo de casa del doctor Grant ––dijo Ed-

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mund entonces––. Puede adivinar lo que metrae aquí, Fanny ––parecía tan convencido, queFanny sólo pudo pensar en algo que la poníademasiado enferma para que pudiera hablar deello––. Deseaba comprometer a Mary Crawfordpara los dos primeros bailes ––fue la explica-ción que siguió y que devolvió la vida a Fanny,capacitándola para, al ver que él esperaba quehablase, articular algo parecido a una preguntasobre el resultado.

––Sí ––contestó él––, se ha comprometido abailarlos conmigo; pero ––añadió, con una son-risa un tanto forzada––, dice que será la últimavez que bailemos juntos. No lo dice en serio.Creo... espero... estoy seguro de que no hablabaen serio; pero hubiera preferido no escucharlo.Dice que nunca ha bailado con un clérigo, y quenunca lo hará. Lo que es por mí, hubiera de-seado que no hubiese baile, justamente cuan-do... quiero decir, no esta semana, precisamentehoy... mañana voy a partir.

Fanny hizo un esfuerzo por hablar, y dijo:

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––Siento mucho que haya ocurrido algo quete aflija. Hoy debería ser un día alegre. Así lodeseaba tu padre.

––¡Ah, sí, sí! Y lo será. Todo acabará bien. Micontrariedad será pasajera. En realidad, no esque considere el baile inoportuno. ¿Qué tieneque ver? Pero, Fanny ––aquí la detuvo cogien-do su mano, para hablarle más bajo y con mu-cha gravedad––, tú sabes lo que esto significa.Tú lo ves, y podrías decirme, acaso mejor queyo a ti, cómo y por qué estoy contrariado. Dejaque te hable un poco. Tú eres una oyente bon-dadosa, y más que bondadosa. Me han afligidosus modales de esta mañana, y no puedo con-siderarlos bajo un prisma más favorable. Co-nozco sus condiciones para ser tan dulce e inta-chable como tú misma, pero la influencia de laspersonas de que antes estuvo rodeada hace queparezca..., da a su conversación, a sus opinionespersonales, en ciertos momentos, un matiz deincorreción. No pensará mal, pero habla mal...habla así en plan de travesura; y aunque sé que

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sólo es travesura, me duele en el alma.––Es efecto de la educación recibida ––dijo

Fanny, benévolamente. Edmund tuvo que mos-trarse de acuerdo.

––¡Sí, aquellos tíos! Estropearon el más admi-rable espíritu. Porque a veces, Fanny, te lo con-fieso, parece que no son tan sólo sus modales;parece como si hasta su espíritu estuviera con-taminado.

A Fanny le pareció que esto era un llama-miento a su criterio, y por tanto, después deuna breve reflexión, dijo:

––Si sólo me necesitas como oyente, Edmund,seré todo lo útil que pueda; pero no soy compe-tente como consejera. No me pidas a mí consejo.No sirvo para ello.

––Tienes razón, Fanny, al protestar contra taloficio, pero no debes temer. Es un tema sobre elcual nunca pediré consejo; es precisamente eltema sobre el cual nadie debería pedirlo nunca;y pocos serán, me imagino, los que lo pidan, ano ser que quieran ser influenciados contra su

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propia conciencia. Yo sólo quiero hablar conti-go.

––Otra cosa, aún. Perdona la libertad..., peroten cuidado en cómo me hablas. No me cuentesahora nada que después puedas sentir habermedicho. Puede llegar el día...

––¡Queridísima Fanny! ––exclamó Edmund,oprimiéndole la mano con sus labios, casi con elmismo calor que si hubiera sido la de Mary––.¡Eres toda consideración! Pero no es necesariaen este caso. Ese día nunca llegará. Lo que túinsinúas no ocurrirá nunca. Empiezo a conside-rarlo como lo más improbable... las posibilida-des van menguando; y aunque llegara a ser,nada habría que pudiésemos recordar, ni tú niyo, con recelo, pues nunca he de avergonzarmede mis propios escrúpulos; y si éstos desapare-cieran, sería debido a unos cambios que ven-drían a enaltecer sus virtudes en comparacióncon sus antiguos defectos. Tú eres el único sersobre la tierra a quien podía decir lo que hedicho; pero tú siempre supiste la opinión que

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de ella tengo; tú puedes atestiguar, Fanny, quenunca fui ciego. ¡Cuántas veces hemos habladode sus pequeños errores! No debes temer..., casihe abandonado toda idea seria acerca de ella;pero sería un zoquete, desde luego, si, cual-quiera que sea mi destino, fuera capaz de pen-sar en tu voluntad y simpatía sin la gratitudmás sincera.

Edmund había dicho lo suficiente para con-mover una experiencia de dieciocho años; habíadicho lo bastante para brindar a Fanny unasemociones más venturosas que las conocidasúltimamente; y con un mayor brillo en la mira-da pudo responder ella:

––Sí, Edmund, estoy convencida de que tú se-rías incapaz de otra cosa, aunque algunos, aca-so, no lo fueran. No temo escuchar nada de loque desees decirme. No te abstengas. Dime loque quieras.

Se encontraban ahora en el segundo piso, y lapresencia de una sirvienta les impidió conti-nuar la conversación. Para el bien presente de

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Fanny habría terminado, quizás, en el momentomás oportuno. Si él hubiera podido hablar du-rante otros cinco minutos, nada impide creerque hubiera empezado a enumerar todos losdefectos de miss Crawford y a expresar su de-sesperación. En cambio, de este modo, se sepa-raron, él, con miradas de agradecido afecto yella, con el corazón lleno de gratas impresiones.No había sentido nada parecido desde hacíahoras. Desde que la primera alegría por la co-municación de Henry a William se había des-vanecido, su ánimo había permanecido en unestado de desasosiego: sin hallar consuelo enderredor, ni esperanza en su fuero interno.Ahora todo sonreía. La buena suerte de Wi-lliam volvió a su mente, y le pareció que teníamás valor que al principio. Además, el baile...¡aquella velada de placer ante sí! Ahora, sí queestaba animada, y empezó a vestirse con mu-cho del feliz aturdimiento que corresponde aun baile. Todo resultaba bien; no le desagradósu propio aspecto; y cuando llegó al capítulo de

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las gargantillas su buena suerte le pareció com-pleta, porque en la práctica, la que le había re-galado miss Crawford no pudo pasarla de nin-gún modo por la anilla de la cruz. Había deci-dido llevarla por complacer a Edmund; peroera demasiado gruesa para el caso. Por lo tanto,tendría que usar la de él. Y cuando, con delicio-sa emoción, hubo juntado la cadenilla y la cruz,aquellos recuerdos de los dos seres más caros asu corazón, aquellas prendas carísimas hechasa su cuello, vio y percibió cuán saturadas esta-ban de William y de Edmund... y entonces pu-do decidirse, sin que le costara ningún esfuerzoa llevar también la gargantilla de Mary Craw-ford.

Reconoció que era lo justo. También missCrawford tenía un derecho; y puesto que ya nousurpaba ni se interponía a otros derechos másfuertes, al cariño más auténtico de otra persona,pudo hacer a Mary esta justicia hasta con pla-cer. En realidad, la gargantilla hacía un magní-fico efecto. Y Fanny abandonó su alcoba al fin,

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felizmente satisfecha de sí misma y de todo.Tía Bertram se acordó de ella en esta ocasión

con un desvelo inusitado. Nada menos se leocurrió, de pronto, que Fanny, al prepararsepara un baile, se alegraría de tener mejor asis-tencia que las criadas del piso superior; y, unavez ella vestida, le mandó en efecto su doncellaparticular para que la atendiera... aunque de-masiado tarde, por supuesto, para que le fuerade alguna utilidad. La señora Chapman llegó alático precisamente cuando miss Price salía desu habitación completamente vestida, y sólohubo necesidad de algunos cumplidos; peroFanny concedió a la atención tanta importanciacomo pudieran concederle la misma lady Ber-tram o la señora Chapman.

CAPÍTULO XXVIII

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Su tío y ambas tías estaban en el salón cuandoFanny bajó. Con gran interés la observó el pri-mero, que vio con satisfacción la elegancia desu aspecto en general, así como su acentuadoatractivo. La distinción y propiedad de su ves-tido fue cuanto se permitió alabar delante deella, pero en cuanto Fanny abandonó de nuevola habitación poco después, habló de su bellezacon decidido elogio.

––Sí ––dijo lady Bertram––, luce muy bien. Lemandé mi doncella.

––¡Que luce bien! Oh, claro ––exclamó tía No-rris––; tiene motivos para lucir bien, con tantasventajas; habiéndosela formado en el seno deesta familia como se ha hecho, beneficiándosede los ejemplares modales de sus primas. Pien-sa sólo, mi querido Thomas, en lo extraordina-rias que han sido las ventajas que tú y yohemos podido proporcionarle. El mismo trajeque le has alabado es el propio regalo que ge-

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nerosamente le hiciste cuando la boda de nues-tra querida María. ¿Qué hubiera sido de ella sino la hubiéramos acogido?

Sir Thomas no dijo más; pero cuando se sen-taron a la mesa, las miradas de los dos mucha-chos le dieron la seguridad de que el tema po-dría ser tocado de nuevo discretamente cuandose retirasen las señoras, con más éxito. Fannynotó que su aspecto merecía la aprobación delos presentes, y al notar que producía buenefecto lucía aun mejor. Se sentía feliz por diver-sos motivos, y pronto se sintió más feliz aún,pues al salir de la habitación siguiendo a sustías, Edmund, que mantenía abierta la puerta,le dijo al pasar junto a él:

––Tendrás que bailar conmigo, Fanny; tienesque reservarme dos bailes... los que tú quieras,excepto los primeros.

Ella no podía desear más. Ni casi había esta-do nunca tan cerca de la felicidad, en toda suvida. La alegría que tiempo atrás apreciara ensus primas el día de un baile, ya no la sorpren-

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día ahora. Consideró que, realmente, era algoencantador; y a continuación se dedicó a ensa-yar sus pasos por el salón en tanto pudo evitarque la observara tía Norris, la cual estuvo alprincipio entregada por completo a la tarea dearreglar de nuevo, o desbaratar más bien, elmagnífico fuego preparado por el mayordomo.

Transcurrió media hora que, en otras circuns-tancias, le hubiera parecido, cuando menos,lánguida; pero en su ánimo prevalecía aún lafelicidad. Era sólo cuestión de pensar en suconversación con Edmund. ¿Y qué importaba eldesasosiego de tía Norris? ¿Qué importaban losbostezos de lady Bertram?

Los caballeros se reunieron con ellas; y pocodespués empezó a reinar como una grata ex-pectación ante la posible llegada de algún co-che. Parecía haberse difundido una predisposi-ción general a la alegría y el desenfado, todosestaban de pie hablando y riendo, y cada mo-mento tenía su encanto y aportaba una ilusión.Fanny comprendía que bajo la jovialidad de

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Edmund tenía que haber lucha, pero era deli-cioso ver cómo triunfó su esfuerzo.

Cuando en realidad se oyó la llegada de loscoches, cuando los invitados empezaron a pre-sentarse en realidad, la alegría de su corazónquedó muy amortiguada; la presencia de tantosextraños hizo que se replegara en sí misma; y,además de la gravedad y formalidad del primergran círculo, que los modales de sir Thomas yde lady Bertram no podían contribuir a rebajar,se veía obligada de vez en cuando a soportaralgo peor. Su tío la presentaba aquí y allá, po-niéndola en el caso de tener que hablar, y hacercortesías, y hablar de nuevo. Era un pesadodeber y nunca se sometía a él sin mirar a Wi-lliam, que se paseaba tranquilamente en últimotérmino, ansiando poder estar a su lado.

La entrada de los Grant y los Crawford fueuna coyuntura favorable. Pronto cedió el enva-ramiento de la reunión ante su trato más demo-crático y sus mayores demostraciones de con-fianza. Formáronse pequeños grupos y todos se

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sintieron más a gusto. Fanny acusó la ventaja;y, al eludir las fatigas de la cortesía, hubierasentido nuevamente la más completa dicha dehaber podido evitar que sus ojos se posaranalternativamente, ya en Edmund, ya en Mary.Ésta estaba realmente encantadora... ¿y cuál noseria el resultado? Sus meditaciones quedaroninterrumpidas al descubrir ante sí a Mr. Craw-ford, y sus pensamientos se encauzaron en otrosentido al pedirle éste, casi al instante, que lereservara los dos primeros bailes. La felicidadque sintió en aquel momento fue muy humanay diversa. Tener asegurada la pareja para elprincipio era una ventaja de suma importancia,pues el momento de iniciarse el baile se aveci-naba a pasos agigantados; y ella estaba tan lejosde reconocer sus propias prendas como paraimaginarse que, de no haberla solicitado Henry,hubiese sido la última que habrían ido a buscary sólo hubiera conseguido pareja a través deuna serie de pesquisas, alborotos y meditacio-nes, lo cual hubiera sido terrible; pero, al mis-

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mo tiempo, en el modo de hacer Henry la peti-ción había cierta agudeza que a ella no le gustó;y, además, notó que echaba una ojeada a sugargantilla... con una sonrisa (ella creyó ver unasonrisa) que la hizo enrojecer y sentirse desven-turada. Y aunque no hubo una segunda ojeadaque la inquietase, aunque la intención de Henryparecía entonces no ser otra que la de hacersesencillamente agradable, ella no conseguía salirde su azoramiento, que aumentaba al pensarque él se daba cuenta, ni pudo sosegarse hastaque él se alejó para hablar con algún invitado.Entonces consiguió elevarse paulatinamente algrado de auténtica satisfacción que le producíael tener pareja, una pareja voluntaria, asegura-da antes de que el baile diera comienzo.

Al pasar los reunidos al salón de baile, Fannyse encontró por primera vez junto a miss Craw-ford, cuyos ojos y sonrisas se dirigieron másinmediata e inequívocamente que los de suhermano a la gargantilla, y que empezaba areferirse al tema cuando Fanny, deseando abre-

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viar, se apresuró a darle una explicación sobrela gargantilla número dos... la auténtica cadeni-lla. Miss Crawford escuchaba, y todos los cum-plidos e insinuaciones que pensaba hacerlequedaron olvidados. Sólo una impresión ladominaba. Y demostrando que sus ojos, a pesardel brillo que tenían unos momentos antes,podían brillar aun con más fulgor, exclamó convehemente satisfacción:

––¿Esto hizo... esto hizo Edmund? Esto reflejaexactamente su carácter. A nadie se le hubieraocurrido. ¡No encuentro palabras para alabarlo!

Y miró en derredor, como impaciente por de-círselo a él. Pero no estaba cerca; en aquel mo-mento acompañaba a unas señoras fuera delsalón; y como llegara la señora Grant y las co-giese del brazo, llevando una a cada lado, si-guieron al resto de la concurrencia.

Fanny tenía el corazón oprimido, pero nohabía ocasión para ocuparse largo rato.... nisiquiera de los sentimientos de miss Crawford.Se hallaban en el salón de baile, sonaban los

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violines y en su ánimo había una inquietud quele impedía concentrar sus pensamientos en co-sas serias. Tenía que estar pendiente de lospreparativos generales y fijarse en cómo habíaque hacer las cosas.

A los pocos minutos se le acercó sir Thomas yle preguntó si tenía el baile comprometido.

––Sí, tío, con Mr. Crawford ––dijo Fanny.Ésta era exactamente la contestación que él

deseaba escuchar. Mr. Crawford no se hallabalejos; sir Thomas lo condujo hasta ella, al tiem-po que le decía algo que reveló a Fanny que eraella quien debía encabezar y abrir el baile... Unaidea que jamás se le había ocurrido. Siempre, alpensar en las minucias del baile, había dadopor descontado que Edmund lo abriria conmiss Crawford; y su impresión fue tan fuerte,que a pesar de que su tío decía lo contrario, nopudo evitar una exclamación de sorpresa, unainsinuación sobre su incapacidad, hasta unruego de que la relevasen del compromiso. Quellegara a argumentar en contra de la opinión de

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sir Thomas era prueba de lo extremo del caso;pero fue tal su horror, a la primera insinuación,que hasta pudo mirarle al rostro y expresarle suesperanza de que podría arreglarse de otromodo. En vano, no obstante. Sir Thomas sonrió,trató de animarla y luego dijo con suficientedecisión y poniéndose demasiado serio paraque ella se atreviera a aventurar otra palabra:

––Tiene que ser así, querida.Y al instante se vio conducida por Mr. Craw-

ford al extremo del salón, donde aguardaron aque se le juntaran las demás parejas, una trasotra, a medida que se formasen.

Apenas podía creerlo. ¡Ella colocada a la ca-beza de tantas damiselas elegantes! La distin-ción era excesiva. ¡La trataban como a sus pri-mas! Y sus pensamientos volaron hacia aque-llas primas ausentes con el más auténtico ytierno pesar porque no estaban en casa y nopodían ocupar su puesto en el salón y partici-par de un placer que sería tan delicioso paraellas... ¡Tantas veces como las había oído suspi-

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rar por un baile en casa, como cifrando en él lamayor de las felicidades! ¡Y hallarse ausentescuando el baile se daba! ¡Y tener que abrir ella elbaile... y con Mr. Crawford, nada menos! Supo-nía que ellas no le envidiarían ahora tal distin-ción. Pero al recordar el estado de cosas en elpasado otoño, lo que cada cual había sido res-pecto de los otros cuando una vez se bailó enaquella casa, la presente combinación era algoque pasaba casi de lo que ella podía compren-der.

El baile empezó. Constituyó más bien unhonor que una dicha para Fanny, al principiocuando menos. Su pareja estaba de excelentehumor e intentaba comunicárselo a ella; peroestaba demasiado asustada para disfrutarmientras no pudiese suponer que ya no la ob-servaban. Joven, bonita e ingenua, no cometíasin embargo una torpeza que no resultara unagracia, y pocas eran las personas que no estu-vieran dispuestas a elogiarla. Era atractiva, eramodesta, era la sobrina de sir Thomas... y pron-

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to corrió la voz de que era admirada por Mr.Crawford. Motivos suficientes para merecer elfavor general. El propio sir Thomas observabacómo se desenvolvía en la danza grandementecomplacido; estaba orgulloso de su sobrina, ysin atribuir todo su encanto personal a su tras-plante a Mansfield, como al parecer hacía tíaNorris, estaba satisfecho de sí mismo porhaberle proporcionado lo demás... la educacióny los modales, que esto sí le debía.

Mientras sir Thomas permanecía así de piecontemplando a su sobrina, era a su vez obser-vado por miss Crawford, que adivinaba buenaparte de sus pensamientos; y como, a pesar detodo lo que él la perjudicase con sus conceptos,prevalecía en ella como un deseo general deacreditarse a sus ojos, aprovechó la oportuni-dad de pasar por su lado para decirle algo agra-dable sobre Fanny. El elogio fue caluroso, y éllo acogió como ella podía desear, suscribiéndo-lo con todo el entusiasmo que consentían ladiscreción, la cortesía y la mesurada lentitud de

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su lenguaje; y, por cierto, aventajando en mu-cho a su esposa, que se mostró menos expresivasobre el particular cuando, unos momentosdespués, al descubrirla Mary muy cerca, senta-da en un sofá, dio ésta media vuelta antes deempezar un baile para hacerle un cumplidorespecto de lo encantadora que estaba Fanny.

––Sí, es verdad que está muy encantadora ––fue la plácida respuesta de lady Bertram––. Midoncella Chapman la ayudó a vestirse. Yo se lamandé.

En realidad, no es que no le causara satisfac-ción el hecho de que admirasen a Fanny; peromucho más la conmovía su propia bondad deenviarle a la señora Chapman, hasta el puntode que no podía quitárselo de la cabeza.

Miss Crawford conocía demasiado bien a laseñora Norris para que se le ocurriera compla-cerla alabando a Fanny; para ella eligió unafrase adecuada al caso:

––¡Ah, señora, cuánto echamos de menos anuestra querida María Rushworth y a Julia esta

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noche!Y tía Norris correspondió con todas las sonri-

sas y palabras corteses para las que pudo hallartiempo en medio de tantas ocupaciones comose había buscado, tales como organizar mesasde juego, hacer insinuaciones a sir Thomas yprocurar que todas las acompañantas se trasla-dasen a un extremo más conveniente del salón.

Miss Crawford erró por completo el tiro, encambio, en sus intenciones de complacer a lamisma Fanny. Pretendía infundir a su corazon-cito un aleteo de emoción y llenarla de gratassensaciones al hacerla consciente de su propiaimportancia; y dando una interpretación erró-nea al rubor de Fanny, persistió en la mismaidea cuando se dirigió a ella al término de losdos primeros bailes y le dijo, con mirada signi-ficativa:

––¿Acaso usted podría decirme por qué mihermano se marcha mañana a Londres? Diceque tiene allí asuntos que resolver, pero no medice cuáles. ¡Es la primera vez que me niega su

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confianza! Pero esto es lo que nos ocurre a to-das. A todas nos suplantan, tarde o temprano.Ahora, para informarme, tengo que acudir austed. Por favor, ¿qué va a buscar Henry enLondres?

Fanny protestó, alegando su ignorancia, contoda la energía que le permitió su turbación.

––Pues bien, entonces ––replicó Mary, rien-do––, debo suponer que va por el placer deacompañar a su hermano y hablar de usteddurante el camino.

Fanny quedó confusa, pero con la confusióndel disgusto; mientras, Mary se asombró de queno sonriera y la consideró excesivamente in-quieta y muy rara, o cualquier cosa antes queinsensible a las atenciones de su hermano. Fan-ny gozó mucho en el transcurso de la velada;pero las atenciones de Henry tuvieron muypoco que ver. Mucho más hubiera preferido noverse solicitada de nuevo por él tan pronto, asícomo hubiera deseado no verse obligada a sos-pechar que las preguntas que él había formula-

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do previamente a tía Norris, relativas a la horade la cena, tenían como único objetivo el asegu-rarse un puesto a su lado en aquella parte de lavelada. Pero no podía evitarlo. Forzosamentetenía que notar que él la hacía objeto de todassus preferencias, aunque no podía decir queresultara enfadoso, que hubiera indelicadeza nijactancia en sus maneras; y a veces, cuandohablaba de William, no era en realidad des-agradable, y mostraba un entusiasmo que lehonraba. Pero, a pesar de todo, no contribuye-ron esas atenciones de Henry a su satisfacción.Ella era feliz siempre que miraba a William yveía lo muy a gusto que se estaba divirtiendo,siempre que encontraba cinco minutos para darcon él una vuelta por el salón y podía escucharlo que contaba de sus parejas; ella era feliz alsaberse admirada; y ella era feliz al tener toda-vía por delante los dos bailes con Edmund du-rante casi toda la velada, pues su mano velaserequerida con tanta asiduidad que su indefini-do compromiso con él seguía en continua pers-

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pectiva. Y hasta fue feliz cuando los dos bailestuvieron lugar; pero no porque de él se des-prendiera alguna corriente de animación, nidebido a unas expresiones de tierna galanteríacomo las que habían hecho su felicidad por lamañana. Edmund tenía el ánimo decaído, fati-gado, y la felicidad de Fanny se fundaba ahoraen el hecho de ser ella la persona amiga cercade la cual pudiera hallar reposo.

––Estoy exhausto de cortesías ––dijo él––. Heestado hablando incesantemente toda la noche,sin tener nada que decir. Pero en ti, Fanny, hede hallar reposo. No necesitarás que te hable.Permitámosnos el lujo del silencio.

Fanny casi prefirió abstenerse incluso de ex-presar su conformidad. Una lasitud que prove-nía en gran parte, seguramente, de los mismossentimientos que él había confesado aquellamañana, merecía especialmente ser respetada,y ambos se comportaron a lo largo de sus dosbailes con tan formal sobriedad como para con-vencer a cualquier observador de que sir Tho-

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mas no había criado una esposa para su hijomenor.

La velada había procurado a Edmund pocasatisfacción. Mary Crawford se mostró muyalegre al bailar con él, pero no era aquella ale-gría lo que podía hacerle bien; antes abatió quelevantó su ánimo. Y después (porque se sintióimpelido a buscar de nuevo) llegó a afligirsepor completo con su modo de hablar de la pro-fesión que él estaba ahora a punto de abrazar.Habían hablado y habían permanecido calla-dos; él razonaba, ella ridiculizaba; y se habíanseparado al fin mutuamente ofendidos. Fanny,incapaz de reprimir por completo su impulsode observarlos, había visto lo bastante paraestar medianamente satisfecha. Era salvaje sen-tirse feliz cuando Edmund estaba sufriendo;aun así, cierta felicidad le producía, y tenía queproducirle, la misma convicción de que él su-fría.

Cuando hubieron terminado sus dos bailescon Edmund, sus deseos de seguir bailando y

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su resistencia habían tocado igualmente a sufin; y como sir Thomas la viera pasear, más quedanzar, hacia el ocaso de sus fuerzas, sin alien-to y con una mano en el costado, ordenó que sesentara definitivamente. A partir de aquel mo-mento, Henry Crawford permaneció sentadotambién.

––¡Pobre Fanny! ––exclamó William, llegán-dose a su lado para estar un momento con ellay manejando el abanico de su pareja como pararesucitarla––. ¡Qué pronto se ha rendido! ¡Va-mos, si el deporte empieza justamente ahora!Espero que aún podremos resistir un par dehoritas. ¿Cómo has podido cansarte tan pronto?

––¡Tan pronto! Mi buen amigo ––dijo sirThomas, sacando el reloj con toda la prevenciónnecesaria––, son las tres, y su hermana no estáacostumbrada a esta clase de horario.

––Pues bien, entonces, Fanny, mañana no de-berás levantarte antes de que yo parta. Duermecuanto puedas y no te preocupes por mí.

––¡Oh, William!

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––¡Cómo! ¿Pensabas estar levantada para lahora de la despedida?

––¡Oh, sí, tío! ––exclamó Fanny, abandonandoel asiento con ansiedad para acercarse a sirThomas––. Debo levantarme y desayunar conél. Será la última vez, ¿sabe usted?... la últimamañana.

––Sería mejor que no lo hicieras. Tiene quehaberse desayunado y estar a punto de marchaa las nueve y media. Mr. Crawford: creo quevendrá usted a buscarle a las nueve y media,¿no es cierto?

Sin embargo, Fanny mostraba un deseo de-masiado ferviente y había en sus ojos demasia-das lágrimas para negarle aquella satisfacción;y la cosa terminó con un benévolo «bueno,bueno», que era una autorización.

––Sí, a las nueve y media ––dijo Crawford aWilliam, al tiempo que éste se alejaba––; y serépuntual, porque allí no habrá hermana cariñosaque se levante por mí ––y en tono más bajo,dirigiéndose a Fanny––: sólo habrá una casa

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desolada de donde huir. Su hermano encontra-rá mañana mi concepto del tiempo muy distin-to del suyo.

Al cabo de una breve reflexión, sir Thomasrogó a Crawford que les acompañara en el des-ayuno por la mañana, en vez de tomarlo solo.También él, el propio sir Thomas, asistiría. Y laprontitud con que su invitación fue aceptada leconvenció de que sus sospechas, nacidas engran parte de aquel baile, tenía que confesárse-lo, eran fundadas. Mr. Crawford estaba enamo-rado de Fanny. Y él preveía con agrado lo quehabía de suceder. Su sobrina, entretanto, nopudo agradecerle lo que acababa de hacer.Había esperado tener a William dedicado ex-clusivamente a ella, la última mañana. Hubierasido una complacencia inefable. Pero aunquesus deseos se vieran desbaratados, no habíaánimo de queja en su interior. Por el contrario,estaba tan poco acostumbrada a que consulta-ran su gusto, o a que las cosas salieran a la me-dida de sus deseos, que se sintió más propensa

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a maravillarse y congratularse por haber con-seguido tanto, que a lamentar la contrariedadposterior.

Poco después, sir Thomas volvió a entrome-terse un poco en sus preferencias, al aconsejarleque fuera a acostarse inmediatamente. «Conse-jo» fue la palabra, pero era el consejo del poderabsoluto, y ella no tuvo más remedio que le-vantarse y, con el adiós muy cordial de Henry,dirigirse mansamente a la puerta del salón,donde se detuvo, como «the Lady of Branx-holm––Hall», un momento nada más, para con-templar el cuadro feliz y echar un último vista-zo a las cinco o seis incansables parejas queseguían todavía entregadas de lleno al ejercicio;y después, empezó a subir lentamente por laescalera principal, perseguida por la incesantedanza, campestre, agitada por esperanzas ytemores, con un resabio entre dulce y amargo,fatigada y con los pies doloridos, desvelada einquieta, pero sintiendo, a pesar de todo, queun baile era algo realmente delicioso.

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Al mandarla así a la cama, puede que sirThomas no pensara meramente en su salud.Acaso consideró que mister Crawford habíapermanecido ya bastante rato sentado junto aella, o quizás tuviera la intención de recomen-darla como esposa poniendo de manifiesto sudocilidad.

CAPÍTULO XXIX

Había terminado el baile. Pronto terminó eldesayuno también, sonó el último beso y Wi-lliam se fue. Mr. Crawford, conforme a su ad-vertencia, había sido muy puntual y el refrige-rio fue breve y agradable.

Después que hubo contemplado a Williamhasta el último instante, Fanny regresó a la

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salita donde habían desayunado con el corazónafligido, para dolerse del triste cambio; y su tíotuvo la amabilidad de dejarla allí llorar en paz,imaginando, acaso, que las sillas vacías de losdos muchachos fomentaban por igual su tiernaexpansión, y que los fríos restos de huesos decerdo con mostaza en el plato de William serepartían los sentimientos de la niña con lascáscaras de huevo que quedaban en el de Hen-ry Crawford. Ella lloraba por amor, como su tíosuponía; pero el amor que suscitaba su llantoera fraternal, y no otro. William se había ido, yahora le parecía a ella que había desperdiciadola mitad del tiempo que duró su visita entreinquietudes ociosas y preocupaciones egoístasen relación con él.

La índole de Fanny era tal, que no podía ima-ginar siquiera a tía Norris en la estrechez y tris-teza de su casita sin reprocharse alguna falta deatención hacia ella la última vez que estuvieronjuntas; mucho menos podía estar convencidade haber hecho, dicho y pensado acerca de Wi-

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lliam todo lo debido, durante una quincenacompleta.

Fue un día pesaroso, melancólico. Poco des-pués del almuerzo, Edmund se despidió poruna semana, montó en su caballo para Peterbo-rough... y allí quedó ella, sin ninguno de susmás entrañables afectos. De la última noche noquedaban sino recuerdos, que con nadie podíacompartir. Habló a tía Bertram... tenía quehablar del baile con alguien; pero su tía estabatan poco enterada de lo que había pasado, ysentía tan poca curiosidad, que la cosa se con-virtió en un trabajo pesado. Lady Bertram noestaba segura del vestido de nadie ni del lugarque nadie ocupó en la mesa, fuera del suyopropio. No podía recordar lo que le habían di-cho acerca de una de las jóvenes Maddoxe, ni loque lady Prescott había observado en Fanny; nopodía asegurar si el coronel Harrison se referíaa Mr. Crawford o a William cuando dijo queera el joven más apuesto del salón; alguien lehabía susurrado algo..., pero se había olvidado

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de preguntar a sir Thomas qué podía ser. Yestas fueron sus frases más largas y sus másclaras informaciones. El resto no pasó de unoslánguidos «sí... sí... muy bien... ¿esto tú?... ¿él?...esto no lo vi... no sabría distinguir al uno delotro». Aquello era desastroso. Tan sólo podíaconsiderarse mejor al lado de lo que hubieransido las mordaces contestaciones de tía Norris;pero ésta se había ido a su casa, con todas lasjaleas sobrantes para cuidar a una criada en-ferma, de modo que hubo paz y buen humor enel pequeño círculo familiar, aunque no pudierahaber bullicio además.

La velada resultó tan enfadosa como el restodel día.

––No llego a comprender lo que me pasa ––dijo lady Bertram––. Estoy de lo más torpe. Serádebido a que ayer me acosté tan tarde. Fanny,tienes que hacer algo para que no me duerma.Trae la baraja. Siento una torpeza enorme. Nopuedo trabajar.

Fanny trajo los naipes y estuvo jugando al

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cribbage con su tía hasta la hora de acostarse; ycomo sir Thomas leyese para sí, pasaron doshoras sin que en la habitación se oyese más quelos tanteos del juego.

––Y con esto suman treinta y uno... cuatro enmano y ocho en el montón. A usted le toca re-partir, tía; ¿lo hago por usted?

Fanny pensaba y volvía a pensar en el cambioque veinticuatro horas habían imprimido a lahabitación y a toda aquella parte de la casa. Lanoche anterior hubo esperanzas y sonrisas,movimiento y animación, ruido y esplendor, enel salón, fuera del salón y por todas partes.Ahora, todo era languidez y nada más que so-ledad.

Una noche de buen reposo mejoró sus áni-mos. Al siguiente día pudo pensar en Williamcon más alegría; y como la mañana le brindó laoportunidad de comentar la noche del juevesde un modo muy agradable con la señora Granty miss Crawford, con todas las sublimacionesde la imaginación y todas las risas del diverti-

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miento, tan esenciales en la evocación de unbaile que ya pasó, pudo después, sin gran es-fuerzo, reintegrar su mente a la cotidiana nor-malidad y conformarse fácilmente con la tran-quilidad de una plácida semana.

En realidad, formaban ahora el grupo másreducido que Fanny había visto allí a lo largode un día entero. Se había ausentado aquel dequien principalmente dependían el gozo y lasatisfacción de todas las reuniones y comidasfamiliares. Pero esto, había que aprender a so-portarlo. Pronto los dejaría, de todos modos; yFanny agradecía el poder sentarse ahora con sutío en la misma habitación, escuchar su voz, suspreguntas, y hasta contestarlas sin verse ator-mentada por aquellos sentimientos que tandesgraciada la hicieron al principio.

––Echamos de menos a nuestros dos mucha-chos ––fue el comentario que hizo sir Thomas,lo mismo el primer día que el segundo, al for-marse el pequeño círculo después de la comida;y en consideración a los ojos anegados en lá-

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grimas de Fanny, nada más se añadió el primerdía, excepto un brindis a la salud de ambos;pero al día siguiente la cosa se llevó un pocomás lejos. William estaba recomendado y habíaque esperar su ascenso. Y hay motivos parasuponer ––agregó sir Thomas––, que en adelan-te sus visitas serán bastante frecuentes. Encuanto a Edmund, debemos acostumbramos aprescindir de él. Éste será el último inviernoque nos pertenezca como hasta ahora.

––Sí ––dijo lady Bertram––, pero yo desearíaque no se fuera. Pienso que todos se nos van.Preferiría que se quedaran en casa.

Este deseo se refería principalmente a Julia,que acababa de pedir permiso para trasladarsea Londres con María; y como sir Thomas consi-deró que sería mejor para sus dos hijas conce-der el permiso, lady Bertram, aunque con subuen natural no lo hubiera impedido, se lamen-taba del cambio que ello introducía en el pre-visto regreso de Julia, que de otro modo sehubiera efectuado por entonces. A esto siguió

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una buena cantidad de argumentos llenos desentido por parte de sir Thomas, tendentes areconciliar a su esposa con lo acordado. Todo loque unos padres considerados debieran sentirquedó expuesto para que ella se lo aplicara; ycuanto una madre amorosa tiene que sentir alaumentar el goce de sus hijos fue atribuido a sunatural. Lady Bertram mostróse de acuerdo contodo ello con un plácido «sí»; y al cabo de uncuarto de hora de muda reflexión, observó es-pontáneamente:

––Thomas, estuve pensando; y me alegro mu-cho de haber acogido a Fanny, como hicimos,pues ahora que los otros se ausentaron tocamoslas ventajas.

Sir Thomas mejoró en seguida esta «lisonja»,añadiendo:

––Muy cierto. Damos a Fanny una prueba delo buena chica que la consideramos alabándolaen su presencia. Ahora es muy valiosa su com-pañía. Si nosotros pudimos favorecerla a ella,ahora es ella indispensable para nosotros.

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––Sí ––dijo entonces lady Beitiam––, y es unconsuelo pensar que ella no nos dejará nunca.

Sir Thomas hizo una pausa, sonrió a medias,miró a su sobrina, y después replicó gravemen-te:

––Espero que no nos dejará nunca... hastaverse solicitada en otra casa que pueda brindar-le, razonablemente, una felicidad mayor que lahallada aquí.

––Y esto no es muy probable, Thomas.¿Quién podría invitarla? A María le gustarámucho, sin duda, tenerla de vez en cuando enSotherton, pero no se le ocurrirá pedirle queviva allí; y estoy segura de que aquí está me-jor... y, además, yo no puedo prescindir de ella.

La semana que transcurría tan reposada yapaciblemente en la gran mansión de Mans-field, tuvo en la rectoría un signo muy distinto.A las dos jóvenes de las respectivas familias,cuando menos, les procuró unas sensacionesmuy opuestas. Lo que para Fanny era tranqui-lidad y consuelo, era tedio y enojo para Mary.

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Ello era debido en parte a la diferencia de ca-rácter y hábitos: una, tan fácil de contentar, laotra, tan poco acostumbrada a sufrir; pero aúnmás podía atribuirse a la diferencia de circuns-tancias. En algunos puntos de interés, las res-pectivas posiciones eran completamente opues-tas. Para el espíritu de Fanny, la ausencia deEdmund era en realidad, teniendo en cuentamotivo y tendencia, un alivio. Para Mary eradolorosa por muchos conceptos. Acusaba lafalta de su compañía cada día y casi a todashoras, y la necesitaba demasiado para sentirotra cosa que no fuese irritación al considerar elobjeto de su viaje. No hubiese podido Edmundplanear nada más a propósito que aquella se-mana de ausencia para encarecer su importan-cia, al marcharse exactamente al mismo tiempoque su hermano, y que William Price, com-pletando así aquella especie de deserción gene-ral de un círculo que estuvo antes tan animado.Ella lo acusaba agudamente. Ahora no eranmás que un miserable trío, confinado en casa

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por una racha de lluvias y nevadas, sin nadaque hacer y sin novedades que esperar. Indig-nada como estaba con Edmund por lo aferradoa sus ideas y porque procedía, dentro de lasmismas, desafiándola a ella (y tal había sido suindignación que, al separarse en el baile, ape-nas quedaron amigos), durante su ausenciapensaba continuamente en él, sin poderlo evi-tar, deteniéndose en considerar su valía y afec-to y suspirando otra vez por los encuentros casidiarios de los últimos tiempos. Su ausencia erainnecesariamente larga. Él no debió planearaquel viaje; no debió ausentarse del hogar poruna semana, cuando su separación de Mans-field estaba tan próxima. Después empezó areprocharse las propias faltas. Lamentaba haberhablado tan acaloradamente en su última con-versación con él. Temía haber usado algunasexpresiones duras, desdeñosas, al hablar delclero, y aquello no hubiera debido ocurrir; era demala educación; no estaba bien. Deseaba detodo corazón no haber dicho tales palabras.

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Su desazón no terminó con la semana. Aque-llos días fueron malos, pero más tuvo que so-portar aun cuando el calendario volvió el vier-nes sin que Edmund volviera; cuando el sábadollegó sin que Edmund llegara tampoco; y cuan-do, con motivo del breve contacto que el do-mingo pudo establecer con la otra familia, seenteró de que Edmund había precisamente es-crito a los suyos aplazando el regreso, porhaber prometido prolongar unos días la estan-cia en casa de su amigo.

Si ella había sentido hasta entonces impacien-cia y pesar, si deploró haber dicho ciertas cosas,temiendo que produjeran en él un efecto dema-siado fuerte, ahora lo sentía y lo temía diez ve-ces más. Además, tenía ahora que luchar conotro sentimiento totalmente nuevo para ella: loscelos. Mr. Owen, el amigo de Edmund, teníahermanas; podía ser que él las encontrara atrac-tivas. Pero, en cualquier caso, la prolongaciónde su ausencia en el momento en que, deacuerdo con los planes previstos, ella debía

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trasladarse a Londres, significaba algo que se lehacía insoportable. De haber vuelto Henry,como había insinuado, al cabo de tres o cuatrodías, ella habría ya abandonado Mansfield. Sele hizo absolutamente necesario comunicarsecon Fanny y procurar saber algo más. No podíaseguir viviendo en aquel aislamiento desventu-rado; y emprendió el camino del Parque, arros-trando las dificultades del sendero que unasemana antes hubiera considerado impractica-ble, por si acaso podía obtener alguna noticiaampliatoria, para oír, cuando menos, su nom-bre.

La primera media hora transcurrió inútilmen-te, porque Fanny y lady Bertram estaban juntasy en tanto no pudiera disponer de Fanny parasí nada había que esperar. Pero, al fin, lady Ber-tram salió de la habitación, y entonces, casi in-mediatamente, miss Crawford empezó así, re-gulando su voz lo mejor que pudo:

––¿Y qué efecto le produce a usted la prolon-gada ausencia de su primo Edmund? Siendo la

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única persona joven de la casa, considero quees usted la más perjudicada. Tiene que echarlede menos. ¿Le sorprende que demore su regre-so?

––No sé ––dijo Fanny con indecisión––. Sí, noes que lo esperase, precisamente.

––Acaso siempre tarde en volver más de loque dice. Es lo que suelen hacer todos los jóve-nes.

––Él no lo hizo la otra vez que fue a visitar aMr. Owen.

––La casa le habrá parecido más agradable,ahora. Él es un muchacho muy... muy simpático,y no puedo evitar cierta tristeza por no verleantes de marcharme a Londres, como sin dudaocurrirá. Estoy esperando que Henry llegue deun momento a otro, y en cuanto se presente yanada podrá detenerme en Mansfield. Me hubie-ra gustado verle otra vez, lo confieso. Pero ten-drá usted que transmitirle mis recuerdos. Sí,creo que han de ser recuerdos. ¿No falta algo,miss Price, en nuestro idioma... algo entre re-

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cuerdos y... y cariño..., que se adapte a la espe-cie de relación amistosa que hemos mantenido?¡Son tantos meses de trato! Pero los recuerdosson suficientes para el caso. ¿Era larga su carta?¿Cuenta mucho de lo que hace? ¿Son las diver-siones de las próximas Navidades lo que leretiene allí?

––Yo sólo conozco parte de la carta. Era parami tío. Pero creo que era muy corta; en reali-dad, estoy segura de que sólo contenía unaslíneas. Lo único que sé es que su amigo le pidiócon gran insistencia que se quedara unos díasmás, y que él accedió. Pocos días más, o unosdías más...; no lo recuerdo exactamente.

––¡Ah! Sí escribió a su padre...; pero yo penséque podía haberse dirigido a lady Bertram, o austed. Ahora bien, si escribió a su padre no esde extrañar la concisión. ¿Quién le escribiríauna plática a sir Thomas? Si le hubiese escrito austed habría más detalles. Le hubiera referidobailes y reuniones. Le hubiera enviado una des-cripción de todo y de todos. ¿Cuántas son las

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hermanas Owen?––Tres, mayores.––¿Les gusta la música?––No lo sé en absoluto. Nunca me lo conta-

ron.––Ésta es la primera pregunta, ¿sabe usted? –

–dijo Mary, tratando de mostrarse alegre ydespreocupada––, que hacen indefectiblementetodas las mujeres que tocan, al referirse a otra.Pero es una gran bobada hacer preguntas acer-ca de jovencitas..., acerca de tres hermanas queacaban de convertirse en mujeres; pues unasabe exactamente cómo son, sin que se lo digan:todas muy modosas y agradables, y una muybonita. En cada familia hay una beldad; es algoque no falla. Dos tocan el piano y una el arpa; ytodas cantan, o cantarían si hubieran aprendi-do, o cantan lo mejor que pueden por no haberaprendido; o algo por el estilo.

––Yo no sé nada de las hermanas Owen ––dijo Fanny quedamente.

––Nada sabe y menos le importa, como se di-

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ce vulgarmente. Jamás habló nadie en un tonoque expresara más claramente la indiferencia.En realidad, ¿qué pueden importarle a unaaquellas personas a las que ni siquiera ha vistonunca? En fin, cuando su primo regrese encon-trará un Mansfield muy tranquilo..., los másbulliciosos se habrán ido: su hermano, el mío yyo misma. No me gusta la idea de dejar a mihermana, ahora que la fecha se aproxima. Sen-tirá que me vaya.

Fanny se vio obligada a decir algo.––No puede usted dudar que muchos la

echarán de menos ––manifestó––. Muchos, laecharán a usted de menos.

Miss Crawford volvió hacia ella la mirada,como necesitando oír o ver algo más, y luegodijo, riéndose:

––¡Oh, sí! Lo mismo que se echa de menos unruido desagradable cuando cesa..., esto es, senota una gran diferencia. Pero no estoy pes-cando; quiero decir, que no es necesario que mehalague. Si, en realidad me echan de menos,

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bien se verá. Fácilmente podrán encontrarmelos que necesiten verme. No habrá que buscar-me en ningún paraje incierto, o lejano, o inac-cesible.

Fanny, después de esto, no consiguió hablar,y miss Crawford se sintió defraudada; puesesperaba escuchar algo agradable, una seguri-dad acerca de su influjo, de labios de una per-sona que, según ella creía, debía conocerlo; yvolvió a nublarse su humor.

––Volviendo a las hermanas Owen ––dijo po-co después––..., suponga que ve a una de ellasinstalada en Thornton Lacey; ¿le gustaria? Co-sas más extrañas se han visto. Yo diría que ellaslo intentan. Y hacen muy bien, pues para ellasseria una bonita colocación. No me asombro nilas censuro en absoluto. Es el deber de cadacual, hacer cuanto se pueda en pro de unomismo. Un hijo de sir Thomas Bertram es al-guien; además, ahora se encontrará en su am-biente, entre los Owen. El padre de las mucha-chas es clérigo, el hermano es clérigo..., en su-

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ma, todos son clérigos. O sea, que pueden con-siderar a Edmund como cosa propia... Les per-tenece, sin ningún género de dudas. No hablausted, Fanny... miss Price, no dice usted nada.Pero, vamos a ver, honradamente, ¿no cree quehay que esperar esto más que otra cosa?

––No ––dijo Fanny, resueltamente––. No loespero, en absoluto.

––¡En absoluto! ––exclamó Mary con preste-za––. Esto me sorprende. Pero, yo diría queusted sabe de cierto... siempre he creído queestá usted... acaso no considera usted probableque se case siquiera... al menos por ahora.

––No, no lo considero probable ––dijo Fannyen voz baja, con la esperanza de no equivocarseen tal suposición ni en el conocimiento de cau-sa.

Su compañera le dirigió una aguda mirada; ycobrando nuevos ánimos por el rubor que talmirada provocó, acto seguido, dijo tan sólo:

––Es mejor para él.Y cambió de tema.

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CAPÍTULO XXX

Miss Crawford se sintió muy aliviada con es-ta conversación, y regresó a la rectoría con elánimo de resistir casi otra semana en círculotan reducido y con el mismo mal tiempo, dehaberse tenido que someter a esta prueba; perocomo aquella misma tarde volvió de Londressu hermano con su completa, o más que com-pleta, jovialidad habitual, no tuvo ella necesi-dad de medir su resistencia. El hecho de que élsiguiera negándose a contarle por qué había idoa Londres fue tan sólo motivo de diversión. Undía antes, pudiera haberla irritado tal actitud,pero ahora resultaba una broma muy chocante,que sólo daba lugar a la sospecha de que ocul-

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taba algo planeado como una grata sorpresapara ella. Y la sorpresa la tuvo el día siguiente.Henry había dicho que se llegaría tan sólo asaludar a los Bertram y que estaría de vuelta alos diez minutos; pero llevaba ya más de unahora fuera; y cuando su hermana, que habíaestado esperándole para pasear juntos por eljardín, le encontró al fin a la vuelta del camino,le gritó, llena de impaciencia:

––¡Mi querido Henry! ¿Dónde pudiste estarmetido todo este tiempo?

Él sólo pudo contestar que había estado de-partiendo con lady Betttam y con Fanny.

––¡Charlando con ellas una hora y media! ––exclamó Mary.

Pero esto no era más que el comienzo de lasorpresa.

––Sí, Mary ––dijo él cogiéndola del brazo; y sepuso a pasear como sin saber dónde se hallaba––. No pude marcharme antes... ¡Fanny estabatan deliciosa! Estoy completamente resuelto,Mary; mi decisión está tomada. ¿Te sorpren-

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derá? No; tienes que haberte dado cuenta deque estoy decidido a casarme con Fanny Price.

La sorpresa fue entonces completa; porque, adespecho de cuanto pudiera esperarse de él,nunca se había infiltrado en la imaginación desu hermana la sospecha de que abrigara talespropósitos, y su semblante reflejó con tantafidelidad el asombro que la invadía, que él sevio obligado a repetir lo dicho con más vehe-mencia y mayor formalidad. Su determinación,una vez admitida, no fue mal acogida. En lasorpresa había incluso satisfacción. El actualestado de ánimo de Mary, la llevaba a alegrarsede emparentar con la familia Bertram y a no vercon desagrado que su hermano se casara unpoco por debajo de sus posibilidades.

––Sí, Mary ––fue la concluyente afirmación deHenry––, he picado con todas las de la ley. Túsabes con qué frívolas intenciones comencé;pero aquí acabaron. No son pocos, y de ello meenvanezco, los progresos que he hecho en sucorazón; pero el mío está completamente de-

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terminado.––¡Feliz, feliz muchacha! ––exclamó Mary, en

cuanto pudo hablar––. ¡Qué partido para ella!Queridísimo Henry, éste tenía que ser mi pri-mer sentimiento; pero el segundo, que he deexpresarte con la misma sinceridad, es queapruebo tu elección con toda mi alma y quepreveo tu felicidad tan cordialmente como laquiero y deseo. Tendrás una deliciosa mujerci-ta, toda gratitud y devoción. Exactamente loque tú mereces. ¡Qué asombroso casamientopara ella! La señora Norris habla con frecuenciade su buena suerte; ¿qué va a decir, ahora? ¡Se-rá la delicia de toda la familia! Y entre susmiembros cuenta ella con algunos verdaderosamigos. ¡Cuánto se alegrarán! Pero cuéntamelotodo. Cuenta, y no acabes. ¿Cuándo empezastea pensar seriamente en ella?

Nada podía haber más imposible que contes-tar semejante pregunta, aunque nada pudieraser más agradable que escucharla. «Cómo sehabía apoderado de él la dulce plaga», no podía

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decirlo; y sin dejar que acabara de expresar portercera vez, con ligera variación de palabras, lamisma convicción de su ignorancia, su herma-na le interrumpió exclamando, con ánimo deaveriguar:

––¡Ah, querido Henry, y esto es lo que te lle-vó a Londres! ¡Era éste el asunto a resolver!Preferías consultar con el almirante antes dedecidirte.

Pero esto lo negó él rotundamente. Conocíademasiado bien a su tío para consultarle sobreun proyecto matrimonial. El almirante odiabael matrimonio y lo consideraba imperdonableen un joven acaudalado e independiente.

––Cuando conozca a Fanny ––prosiguió Hen-ry––, la querrá hasta la chochez. Es exactamentela mujer que puede disipar los prejuicios de unhombre como el almirante, porque es exacta-mente la mujer que él se figura que no existe enel mundo. Es la misma imposibilidad personifi-cada, que él describiría... si tuviera, desde lue-go, suficiente delicadeza de lenguaje para dar

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cuerpo a sus ideas; pero hasta que la cosa noesté completamente decidida... decidida demodo que no pueda dar lugar a ninguna inge-rencia, no habrá de saber nada del asunto. No,Mary; estás completamente equivocada. No hasdescubierto todavía el motivo de mi viaje aLondres.

––Bueno, bueno, ya estoy satisfecha. Ahoraya sé con quién está relacionado y no tengo lamenor prisa por conocer lo demás. Fanny Pri-ce... ¡Maravilloso! ¡Realmente maravilloso! ¡QueMansfield hubiera de influir tanto en..., que túhubieras de hallar tu destino en Mansfield! Pe-ro tienes mucha razón; no pudiste elegir mejor.Una muchacha mejor no existe en el mundo, ya ti no te hace falta dinero; y en cuanto al pa-rentesco, es más que bueno. Los Bertram son,sin duda alguna, una de las familias principalesde esta región. Ella es sobrina de sir ThomasBertram; cara al mundo, esto sería suficiente.Pero sigue, sigue. Cuéntame más. ¿Cuáles sontus planes? ¿Está ella enterada de su suerte?

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––No.––¿A qué esperas?––A que... a que se presente muy poco más

que una ocasión. Mary, ella no es como susprimas; pero creo que no la requeriré en vano.

––¡Oh, no! Esto es imposible. Aunque fuerasmenos agradable... y suponiendo que ella no tequiera ya (y acerca de esto, por otro lado, pocasdudas me caben), podrías estar seguro. Lamansedumbre y gratitud naturales en ella laasegurarían como tuya en el acto. Estoy pro-fundamente convencida de que ella no se casa-ría contigo sin amor: esto es, si en el mundoexiste una muchacha capaz de no dejarse llevarpor la ambición, he de suponer que es ella; peropídele que te quiera y jamás tendrá valor paranegarse.

Tan pronto como la vehemencia de Mary pu-do reposar en silencio, fue Henry tan feliz con-tándole detalles como ella escuchándolos; ysiguió una conversación casi tan profundamen-te interesante para ella como para él mismo,

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aunque, en realidad, él no tenía nada que con-tarle fuera de sus propias sensaciones, ni nadaque detallarle excepto los encantos de Fanny.La hermosura del rostro y la figura de Fanny,las graciosas actitudes y el buen corazón y ter-nura de su carácter fueron apasionadamenteamplificadas; esa ternura que constituye unaparte tan esencial del valor de toda mujer, ajuicio del hombre, que aunque a veces ama aquien no la posee, nunca puede creer que ca-rezca de ella. En cuanto a Fanny, con razónpodía él confiar en su carácter y alabarlo. Confrecuencia lo había visto sometido a prueba. ¿Esque existía alguien en la familia, exceptuando aEdmund, que de una u otra forma no la hubieraobligado de continuo a extremar su paciencia ysu tolerancia? La intensidad de su corazónigualaba a su ternura? ¿Podía haber algo másalentador para un hombre que aspiraba a suamor? Después, su inteligencia era, sin lugar adudas, clara y pronta; y sus maneras eran elespejo de su propio espíritu, modesto y elegan-

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te. Pero esto no lo era aún todo. Henry Craw-ford poseía una dosis excesiva de buen sentidopara no apreciar el valor de los buenos princi-pios en una esposa, aunque era demasiado po-co dado a la seria reflexión para conocerlos porsus propios nombres. Pero cuando afirmabaque en Fanny había aquella firmeza y regulari-dad de conducta, aquel alto concepto delhonor, aquella observancia del decoro que po-día garantizar a cualquier hombre una seguri-dad plena en su rectitud e integridad, no hacíamás que expresar lo que le inspiraba el conoci-miento de que ella era persona devota y dearraigados principios.

––Podría confiar en ella total y absolutamente––dijo Henry––, y esto es lo que yo necesito.

Bien podía Mary congratularse de los proyec-tos de su hermano, creyendo, como creía, quesemejante opinión sobre Fanny Price apenasexcedía la realidad de sus merecimientos.

––Cuanto más pienso en ello ––decía Mary––,más convencida quedo de tu cabal acierto; y

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aunque nunca hubiera señalado a Fanny comola muchacha con mayores probabilidades deatraparte, ahora estoy persuadida de que es ellala indicada para hacerte feliz. Tu perversa in-tención de atentar contra su tranquilidad hadado lugar a un noble sentimiento. En él halla-réis ambos el consiguiente bien.

––Estuve mal, muy mal, en mi intento de per-judicar a semejante criatura; pero entonces nola conocía. Y ella no tendrá motivos para la-mentarse de la hora en que se me ocurrió laidea. Voy a hacerla muy feliz, Mary..., más felizde lo que ella haya sido nunca, y hasta de loque haya visto que lo era cualquiera. No me lallevaré de Northamptonshire. Dejaré Evering-ham y alquilaré una mansión por estos alrede-dores; tal vez en Stanwix Lorge. Daré Evering-ham en arriendo por siete años. Estoy segurode encontrar un inquilino excelente, sólo conabrir la boca. Ahora mismo podría nombrar atres personas que darían lo que les pidiera yquedarían agradecidas.

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––¡Ah! ––exclamó Mary––. ¡Establecidos enNorthamptonshire! ¡Esto es delicioso! Así esta-ríamos todos reunidos.

Cuando lo hubo dicho se dio cuenta, y lamen-tó que se le hubiera escapado; pero no habíaporqué azorarse, pues su hermano sólo veía enella al supuesto huésped de la rectoría deMansfield, y replicó nada más que para invitar-la a su propia casa futura del modo más cariño-so y para reclamar su derecho preferente sobreella.

––Tendrás que dedicarnos más de la mitad detu tiempo ––dijo él––. No puedo admitir que losGrant tengan las mismas pretensiones sobre tique Fanny y que yo; porque los dos tendremosderechos sobre ti. ¡Fanny será para ti una her-mana tan verdadera!

Mary tuvo que mostrarse agradecida y asegu-rar que le complacería, en general; pero ahoraestaba completamente decidida a no ser hués-ped del hermano ni de la hermana por un nú-mero de meses mucho mayor.

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––¿Repartiréis el año entre Londres y Nort-hamptonshire?

––Sí.––Esto está bien; y en Londres, naturalmente

a base de casa propia y nada de seguir con elalmirante. Queridísimo Henry, será una ventajalibrarte del almirante antes de que tus modalesse estropeen por el contagio de los suyos, antesde que contraigas alguna de sus disparatadasideas o aprendas a prolongar las sobremesas,como si en ello estuviera la mayor felicidad dela vida. Tú no te das cuenta de lo que vas a ga-nar, porque tu veneración por él te ha cegado;pero, en mi apreciación, el casarte pronto puedeser tu salvación. Si viera que te ibas pareciendoal almirante en palabras o hechos, gesto o figu-ra, me afligiría muchísimo.

––Bueno, bueno, en esto no estamos total-mente de acuerdo. El almirante tendrá sus de-fectos, pero es muy buena persona y para mí hasido más que un padre. Pocos padres me hubie-ran dejado hacer mi voluntad ni la mitad de lo

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que él me lo ha permitido. No debes predispo-ner a Fanny contra él. Deseo que los dos sequieran mutuamente.

Mary se abstuvo de decir lo que sentía: queno podían existir dos personas cuyos caracteresy modales estuviesen más en desacuerdo. Eltiempo se encargaría de demostrárselo; pero nopudo evitar esta reflexión acerca del almirante:

––Henry, tengo en tan alto concepto a FannyPrice, que si pudiera suponer que la futura se-ñora Crawford iba a contar con la mitad de losmotivos que tuvo mi pobre y desventurada tíapara aborrecer al mismo nombre, yo impediríala boda, si pudiera. Pero te conozco: sé que lamujer que tú ames será la más feliz de las espo-sas, y que aun cuando cesaras de amarla, ellaseguiría encontrando en ti la liberalidad y labuena educación de un caballero.

La imposibilidad de no hacer él cualquier co-sa para asegurar la felicidad de Fanny Price, ode cesar de amar a Fanny Price, fue natural-mente, el argumento de su elocuente réplica.

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––Si la hubieras visto esta mañana, Mary ––prosiguió él––, atendiendo con aquella pacien-cia y aquella delicadeza inefables todas las exi-gencias de la estupidez de su tía, trabajandocon ella y para ella, bellamente coloreadas susmejillas al inclinarse sobre la labor; volviendodespués a su asiento para terminar una notaque previamente se había comprometido a es-cribir por cuenta de esa estúpida mujer; y todoeso con una gentileza tan espontánea... tanto,como si fuera la cosa más lógica y natural queella no pudiera disponer de un momento parasí; peinada pulcramente, como siempre, con unpequeño rizo cayéndole hacia delante mientrasescribía, y que sacudía de vez en cuando paraatrás; y en medio de todo esto aún me hablabaa intervalos, o me escuchaba, como si le fueragrato prestar atención a lo que yo decía. Si lahubieras visto así, Mary, no hubieras supuestola posibilidad de que algún día llegue a cesar supoder sobre mi corazón.

––¡Queridísimo Henry! ––exclamó Mary y

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añadió, después de una breveinterrupción y sonriéndole––: ¡Cuánto me ale-gro de verte tan enamorado! Esalgo que me encanta. Pero, ¿qué dirán Julia y lajoven señora Rushworth?––No me importa lo que digan ni lo que sien-tan. Ahora verán qué clasede mujer es la que puede cautivarme, la quepuede cautiva a un hombre de buen sentido.Deseo que el descubrimiento pueda hacerlesalgún bien. Y ahora verán a su prima tratadacomo hubiera debido serlo; y deseo que seavergüencen sinceramente de lo abominable desu actitud desatenta y desdeñosa. Se pondránfuriosas ––añadió, después de una breve pausay en tono más frío––; María, la joven señoraRushworth, se pondrá muy furiosa. Será unaamarga píldora para ella... es decir, como otraspíldoras amargas: un momento de mal sabor;después se traga y se olvida; pues no soy tanvanidoso como para imaginar que sus senti-mientos han de ser más perdurables que los de

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otras mujeres, aunque fuera yo el causante delos mismos. Sí, Mary, mi Fanny habrá de notaruna diferencia, vaya que Sí... cada día, cadahora que pase, notará una diferencia en el com-portamiento de cuantos se le aproximen; y serála consumación de mi felicidad el saber que ellose debe a mí, que soy yo quien reivindico paraella la importancia que tan justamente le co-rresponde. Ahora está subordinada, desampa-rada., sin amigos, desdeñada, olvidada.

––Eso no, Henry; no de todos. No todos latienen olvidada. Su primo Edmund nunca laolvida.

––¡Edmund! Es verdad, creo que (hablandoen términos generales) es cariñoso con ella; ytambién sir Thomas, a su modo... pero es almodo de un tío rico, superior, conceptuoso,arbitrario. ¿Qué pueden hacer sir Thomas yEdmund juntos... qué hacen por la felicidad, elbienestar, la dignidad y el prestigio social deFanny, comparado con lo que yo haré?

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CAPÍTULO XXXI

Henry Crawford estaba de nuevo en Mans-field a la mañana siguiente y a una hora mástemprana de lo que es propio en las visitasnormales. Las damas de la casa se hallabanambas en el comedor de los desayunos y, afor-tunadamente para él, lady Bertram estaba apunto de salir. La encontró casi en la puerta, ycomo ella no estuviera en modo alguno dis-puesta a molestarse en vano, acabó de salirdespués de recibirle cortésmente, pronunciaruna breve frase relativa a que la esperaban yordenar un «pasen aviso a sir Thomas», a unsirviente.

Henry se alegró muchísimo de que se fuera,se inclinó y esperó a que hubiera desaparecido;

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a continuación, sin perder un momento, se vol-vió hacia Fanny y, sacando unas cartas, dijo conalegre expresión:

––No tengo más remedio que quedarle eter-namente agradecido a quien sea que me brindetal oportunidad de verla a usted a solas. Lodeseaba más de lo que puede usted llegar aimaginar. Sabiendo, como yo sé, cuáles son sussentimientos de hermana, apenas hubiese po-dido tolerar que nadie más en la casa compar-tiese con usted el primer conocimiento de lasnoticias que le traigo. Es un hecho. Su hermanoes ya teniente. Me cabe la inmensa satisfacciónde felicitarla por el ascenso de su hermano.Aquí están las cartas que lo anuncian, llegadashace un momento. Acaso le guste a usted leer-las.

Fanny quedó sin habla, pero a él no le hacíafalta que hablase. Ver la expresión de sus ojos,la trasmutación de su semblante, su crecienteemoción, su mezcla de perplejidad, confusión ydicha, era suficiente. Ella tomó las cartas que él

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le ofrecía. La primera era del almirante, infor-mando en pocas palabras a su sobrino de quehabía logrado su objetivo: el ascenso del jovenPrice; e incluyendo otras dos cartas, una delsecretario del Primer Lord a un amigo, a quienel almirante había encargado la gestión delasunto, y la otra, de dicho amigo para él, dondequedaba de manifiesto que el Primer Lordhabía tenido nada menos que un gran placer enatender la recomendación de sir Charles; quesir Charles estaba muy encantado de haber te-nido ocasión de demostrar al almirante Craw-ford la gran consideración en que le tenía, yque el cometido desempeñado por Mr. WilliamPrice como segundo teniente en la corbeta deSu Majestad «Thrush» había llenado de satis-facción a un extenso círculo de gente importan-te.

Mientras sus manos temblaban al sostener es-tas cartas, corrían sus ojos de una a la otra y sehenchía su alma de emoción, Crawford prosi-guió así, para expresar su interés por el aconte-

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cimiento con sincero entusiasmo:––No voy a hablarle de mi propia dicha, aun

siendo tan grande, porque sólo pienso en la queusted debe sentir. En comparación con usted,¿quién tiene derecho a sentirse feliz? Casi hellegado a reprocharme la prioridad en conocerlo que hubiera debido saber usted antes quenadie. Sin embargo, no he perdido un momen-to. Esta mañana llegó tarde el correo; pero des-pués no ha existido otro momento de retraso.No intentaré describirle lo impaciente, lo ansio-so, lo frenético que me tuvo este asunto... ¡latremenda mortificación, el cruel desencantoque sufrí al no poder dejarlo resuelto durantemi estancia en Londres! Allí aguardé día trasdía con la esperanza de conseguirlo, pues nadamás querido que lograr este objetivo podía re-tenerme en la capital. Pero, aunque mi tío com-partió mi anhelo con todo el afecto e interés queyo hubiera deseado, y se aprestó a ayudarmeinmediatamente, surgieron dificultades moti-vadas por la ausencia de un amigo y los com-

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promisos de otro, y al fin me sentí incapaz deseguir aguardando hasta que se resolvieran; ysabiendo que dejaba el asunto en tan buenasmanos, el lunes partí, confiando que no pasarí-an muchos correos sin que me siguieran unascartas como éstas. Mi tío, que es la mejor per-sona del mundo, se ha preocupado, como yosabía que no podía dejar de hacerlo habiendoconocido a su hermano. Estaba encantado conél. Ayer no me hubiera permitido decirle loencantado que quedó el almirante, ni repetirlela mitad siquiera de lo que dijo en su alabanza.Preferí aplazarlo hasta que se demostrara quesus elogios eran los de un amigo, como ahoraqueda demostrado. Ahora puedo decir que nisiquiera yo podía aspirar a que William Pricedespertara un mayor interés, o que se vieraacompañado de mejores deseos ni altas reco-mendaciones que las que le ha otorgado mi tíocon toda espontaneidad, después de la tardeque pasaron juntos.

––Entonces... ¿todo esto ha sido obra de us-

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ted? ––exclamó Fanny––. ¡Dios mío! ¡Qué ama-ble, qué amabilísimo! En realidad usted... ¿fueporque usted lo deseó? Ruego que me perdone,pero estoy aturdida. ¿De modo que el almiranteCrawford lo solicitó? ¿Cómo pudo ser...? Estoyperpleja.

Henry tuvo la gran satisfacción de hacérselomás inteligible, partiendo de un punto anteriory deteniéndose muy especialmente en lo que élhabía hecho. Su último viaje a Londres lo habíaefectuado con el solo objeto de presentar a suhermano en Hill Street, y convencer a su tíopara que se valiera de toda la influencia quepudiera tener para conseguir el ascenso. Estehabía sido su negocio. No lo había comunicadoa nadie; no había susurrado a nadie una sílabasobre el particular, ni siquiera a Mary; mientrasno tuvo el éxito asegurado, no quiso que nadiecompartiera sus sentimientos. Pero éste habíasido su negocio. Y hablaba con tal vehemenciade lo intenso que había sido su afán, y emplea-ba unas expresiones tan arrebatadas, abundan-

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do tanto en el más profundo interés, en el doblemotivo, en los propósitos y anhelos que no ca-bía expresar, que Fanny no hubiese podidomostrarse insensible ante aquella riada, dehaberse hallado en condiciones de prestar aten-ción; pero su corazón estaba tan colmado y sussentidos tan pasmados aún, que no llegaba aenterarse más que de un modo imperfecto decuanto le decía, incluso cuando se refería a Wi-lliam, y decía tan sólo, cuando Henry hacía unapausa:

––¡Qué amable, qué amabilísimo! ¡Oh, Mr.Crawford, le quedamos eternamente agradeci-dos! ¡Mi William, mi queridísimo William!

De pronto, se puso en pie de un salto y corrióhacia la puerta, exclamando:

––Voy al encuentro de mi tío. Mi tío debe sa-berlo cuanto antes.

Pero esto Henry no pudo permitirlo. La oca-sión era demasiado propicia, y sus ansias de-masiado impacientes. Fue tras ella inmediata-mente. «No debía irse, tenía que concederle

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cinco minutos más.» Y la tomó de la mano, y lacondujo de nuevo a su asiento, y ya estaba a lamitad de la subsiguiente explicación cuandoella se dio cuenta de por qué la había retenido,sin que hasta aquel momento lo hubieraa sos-pechado siquiera. No obstante, al com-prenderlo y ver que Henry pretendía hacerlecreer que ella había despertado en su corazónunas sensaciones que hasta entonces no habíaconocido, y que cuanto había hecho por Wi-lliam había que relacionarlo con su enorme eincomparable devoción por ella, se sintió enextremo disgustada y, por unos instantes, inca-paz de hablar. Lo consideró todo como tontería,como simple frivolidad y galanteo, con el únicopropósito de hallar un pasatiempo temporal; nopudo menos de sentirse incorrecta e indigna-mente tratada, de un modo que no merecía;pero él y esta forma de proceder venían a seruna misma cosa, formando una sola pieza conlo que antes había tenido ella ocasión de ver; yahora se abstendría de mostrarle ni la mitad del

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disgusto que sentía, porque por otra parte ledebía una gratitud que ninguna falta de delica-deza podía convertir en bagatela. Mientras elcorazón le saltaba aún de alegría y reconoci-miento por lo de William, no podía acusar ungrave resentimiento por nada que tan sólo aella la injuriase; y después de haber retiradopor dos veces la mano, y por dos veces intenta-do en vano apartarse de él, púsose en pie y dijo,con gran agitación:

––No siga, Mr. Crawford, por favor. Le ruegoque no continúe. Este modode hablarme es muy desagradable para mí.Debo irme. No puedo soportarlo.Pero él seguía hablando, describiendo su afecto,solicitando una correspondencia y, finalmente,con palabras tan claras que no podían tenermás que un significado hasta para ella, le ofre-ció su persona, su nombre, su fortuna... todo,en fin; y aunque seguía sin poder suponer quehablara en serio, apenas podía resistirlo. Él leexigía una contestación.

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––¡No, no, no! ––exclamó ella, ocultando elrostro––. Todo esto es absurdo. No me torture.No puedo escucharle más. Su amabilidad en elcaso de William me obliga con usted más de loque cabe expresar con palabras; pero no quiero,no puedo soportar, no debo escuchar esas... No,no; no piense en mí. Aunque ya sé que no pien-sa en mí en realidad. Sé muy bien que no haynada de esto.

Acababa de soltarse de él y, en aquel precisoinstante, se oyó la voz de sir Thomas hablandoa un criado camino de la habitación donde seencontraban. No había tiempo para más argu-mentos o más súplicas, aunque fuese una cruelnecesidad separarse de ella en el momento enque, para el espíritu confiado y presuntuoso deHenry, parecía ser tan sólo la modestia lo quese oponía en el camino de la felicidad perse-guida. Fanny salió precipitadamente por unapuerta opuesta a aquella por donde iba a entrarsir Thomas; y estaba ya paseándose arriba yabajo de su cuarto del este en medio de la ma-

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yor confusión de sentimientos encontrados,antes de que sir Thomas hubiera terminado suscortesías y excusas, o de que empezara a ente-rarse de las gratas nuevas que su visitante ve-nía a comunicarle.

Fanny estaba emocionada, preocupada, tem-blorosa por todo; agitada, feliz, angustiada,profundamente agradecida, sumamente irrita-da. ¡Era algo increíble! ¡Él se había portado deun modo imperdonable, incomprensible! Peroeran tales sus hábitos, que no podía hacer nadasin mezclar un poco de maldad. Previamente lahabía hecho la más feliz de las criaturas huma-nas, y ahora la insultaba... No sabía qué pensar,cómo enjuiciarlo, cómo considerarlo. Hubierapreferido que no hablase en serio; y, sin embar-go, ¿qué podía excusar la utilización de talespalabras y ofrecimientos, si era sólo con el pro-pósito de burlarse?

Pero William era teniente. Esto era un hechosin lugar a dudas, y sin posible engaño. Fannyse proponía recordar, en adelante, sólo esto y

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olvidar todo lo demás. Era de creer que Mr.Crawford no volvería a hablarle de aquel mo-do; y en tal caso... ¡cómo le apreciaría por subondad con William!

Fanny decidió no alejarse de su cuarto del es-te hasta más allá de la meseta de la escaleraprincipal, en tanto no estuviera segura de queMr. Crawford había abandonado la casa; peroen cuanto estuvo convencida de que había sali-do, bajó con impaciencia para ir al encuentro desu tío y gozar de la alegría que éste sintieratanto como de la propia, así como de sus in-formes o conjeturas respecto del probable des-tino de William. Sir Thomas estaba tan contentocomo ella pudiera desear, y muy amable y co-municativo; y sostuvo con él una conversacióntan agradable acerca de su hermano, que llegóa sentirse como si nada hubiera ocurrido ofen-sivo para ella, hasta que se enteró, hacia el final,de que Mr. Crawford se había comprometido avolver para comer con ellos aquel mismo día.Era esta una noticia sumamente desagradable,

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pues aunque tal vez él no pensaría para nadaen lo ocurrido, para ella sería muy penoso verlede nuevo tan pronto.

Procuró resignarse lo mejor que pudo. Alacercarse la hora de la comida se esforzó mu-cho en sentir y mostrarse como de costumbre;pero le resultó totalmente imposible no apare-cer más tímida y agobiada cuando el invitadoentró en la habitación. Nunca hubiera supuestoque el mismo día de tener conocimiento delascenso de William concurrieran unas circuns-tancias capaces de producirle tantas impresio-nes desagradables.

Mr. Crawford no solamente estaba en la habi-tación: pronto estuvo junto a ella. Tenía queentregarle un billetito de parte de su hermana.Fanny no tuvo el valor de mirarle, pero en suvoz no había reticencia alusiva a su recientedesatino. Ella desdobló el papel, contenta depoder hacer algo, y con la satisfacción, al po-nerse a leer, de notar que el tráfago de tía No-rris, que también comía allí, le servía un poco

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de pantalla y así pasaba más inadvertida.

«Mi querida Fanny..., pues ahora podré lla-marla siempre así, para inmenso alivio de unalengua que ha estado tropezando con el missPrice durante, al menos, las seis últimas sema-nas: no puedo dejar partir a mi hermano sinenviarle unas líneas para hacerle extensiva mifelicitación y darle, con el mayor júbilo, mi con-sentimiento y aprobación. Adelante, mi queridaFanny, y sin miedo; no puede haber inconve-nientes dignos de mención. Me he permitidosuponer que la seguridad de mi consentimientorepresentará algo; así es que puede dedicarleesta tarde sus más dulces sonrisas, y devolvér-melo más feliz incluso de lo que se fue.

Suya afectísima,M.C.»

No eran éstas expresiones que pudieran hacera Fanny ningún bien; pues aunque leyó la notacon demasiada precipitación y aturdimiento

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para formar un claro juicio de lo que Mary que-ría decir, era evidente que se proponía cum-plimentarla por la inclinación de su hermano, yhasta aparentar que creía formal la tal inclina-ción. Fanny no sabía qué hacer ni qué pensar.Había desdicha en la idea de que fuese formal;era algo que la llenaba de confusión e inquietuden todo caso. Se sentía mortificada cada vezque le hablaba Mr. Crawford, y le hablaba de-masiado a menudo; y temía que en la voz y enel gesto de Henry al dirigirse a ella hubiese unalgo muy distinto de cuando se dirigía a losdemás. Para ella no hubo tranquilidad durantela comida de aquel día... Apenas probó nada; ycuando sir Thomas, de buen talante, observóque la alegría le quitaba el apetito, fue tal suvergüenza que hubiera querido hundirse bajotierra, por temor a la interpretación de Mr.Crawford; pues aunque nada hubiese podidoinducirla a volver sus ojos hacia la derecha,donde se sentaba Henry, notó que los de él sevolvían inmediatamente para mirarla.

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Fanny estuvo más callada que nunca. Apenasintervino en la conversación, ni siquiera cuandoera William el tema de la misma, pues su nom-bramiento procedía también del lado derecho,y resultaba angustiosa esta relación.

Le pareció que lady Bertram tardaba más quenunca en abandonar la mesa, y empezaba adesesperar de que llegara el fin de aquella si-tuación cuando, por fin, se trasladaron a lasalita y formaron las señoras grupo aparte. En-tonces tuvo ocasión de pensar libremente,mientras sus tías agotaban el tema del ascensode William, comentándolo a su manera.

Tía Norris parecía acusar tanta satisfacciónpor el ahorro que ello supondría para sir Tho-mas, como por cualquier otro aspecto del caso.Ahora, William estaría en condiciones de man-tenerse, lo que representaría una gran ventajapara su tío, pues no se sabía lo que había llega-do a costarle; y, desde luego, también sería unalivio para ella, en cuanto a obsequios. Estabamuy contenta de haber dado a William lo que

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le dio al partir. Muy contenta, por supuesto, dehaberlo podido hacer, sin sacrificio de ordenmaterial, precisamente en aquella ocasión... dehaber podido darle algo de alguna importancia(esto es, para ella, teniendo en cuenta la limita-ción de sus medios), porque ahora todo podríaserle de utilidad, ayudándole a equipar su ca-marote. Bien sabía ella que el muchacho tendríaque hacer algún gasto, que muchas cosas lastendría que comprar... aunque seguramente suspadres le orientarían de modo que pudieraconseguirlo todo muy barato; pero ella estabamuy contenta de haber aportado su óbolo paraaquel fin...

––Me alegro de que le dieras algo importante––dijo lady Bertram, con la calma menos sospe-chosa––, pues yo sólo le di diez libras.

––¡Vaya! ––exclamó tía Norris, enrojeciendo––. A fe que se habrá marchado con los bolsillosbien forrados... ¡y sin costarle nada el viaje has-ta Londres!

––Thomas me dijo que diez libras eran sufi-

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cientes.Tía Norris, no sintiéndose en absoluto incli-

nada a discutir la suficiencia de esa cantidad,optó por desarrollar el tema partiendo de otropunto.

––Es asombroso ––dijo–– lo mucho que cues-tan los jóvenes a aquéllos que les quieren..., ¡loque cuesta educarlos y darles un camino! Pocose imaginan ellos lo que representa, lo que suspadres o sus tíos y tías tienen que gastar porellos en el transcurso de un año. Mira, ahí tie-nes a los hijos de nuestra hermana: me atrevo adecir que nadie creería lo que todos ellos, enconjunto, cuestan al año a sir Thomas, para nohablar de lo que yo hago por ellos.

––Es muy cierto, hermana, lo que dices. Pe-ro... ¡pobres criaturas!, ellos no pueden reme-diarlo; y tú sabes que eso significa muy pocopara sir Thomas.

Fanny: espero que William no se olvide de michal si va a las Indias Orientales; y también leencargaré algo más que valga la pena tener. Me

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gustaría que fuese a las Indias Orientales; asípodría traerme el chal. Me parece que tendrédos chales, Fanny.

Fanny, entretanto, hablando sólo cuando nopodía evitarlo, trataba ansiosamente de averi-guar lo que Mr. Crawford y su hermana seproponían. Todo lo del mundo inducía a creerque no eran sinceros, excepto sus palabras ymodo de proceder. Cuanto pudiera considerar-se natural, probable, razonable, estaba en co-ntra: así todos los hábitos y opiniones generalesde los dos hermanos, como los pocos mereci-mientos de ella misma. ¿Cómo podía ella pro-vocar un sentimiento formal en un hombre quehabía conocido a tantas, tenido la admiraciónde tantas, y flirteado con tantas, infinitamentesuperiores a ella; que parecía tan poco propen-so a dejarse impresionar seriamente, hastacuando alguien penaba por él; que se habíamostrado tan ligero, indiferente e insaciable eneste aspecto; que lo era todo para todos, y pare-cía no encontrar a nadie indispensable para él?

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Y además, cómo era posible suponer que suhermana, con todas sus elevadas y mundanasideas sobre el matrimonio, iba a favorecer algoque tuviera un sentido formal por aquél lado?Nada podía ser menos natural, tanto en el unocomo en la otra. Fanny se avergonzó de haberlopuesto en duda siquiera. Cualquier cosa eraposible imaginar antes que una inclinación sin-cera, o la aprobación de la misma, hacia ella. Deesto estaba plenamente convencida antes deque sir Thomas y Mr. Crawford se reunierancon ellas. La dificultad estuvo en mantener talconvicción de un modo tan absoluto una vezHenry se hubo instalado allí; ya que por una odos veces fijó en ella una mirada, como invo-luntariamente, que no supo clasificar entre lasde significado comente. En otro hombre cual-quiera, al menos, ella hubiera dicho que signifi-caba algo muy serio, muy concreto. No obstan-te, siguió tratando de creer que no pasaba de loque él había expresado a menudo a sus primasy a otras cincuenta mujeres.

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Pensó que él deseaba hablarle sin que le oye-ran los demás. Se imaginó que lo estaba inten-tando, a intervalos, durante toda la velada,siempre que sir Thomas salía de la habitacióncon tía Noms, y puso mucho cuidado en evitartoda ocasión.

––Por fin ––para la inquietud de Fanny resul-tó un por fin, aunque no era demasiado tarde––empezó él a hablar de marcharse; pero el con-suelo de aquella decisión quedó anulado alvolverse acto seguido Henry hacia ella paradecirle:

––¿No tiene que enviarle usted nada a Mary?¿No hay contestación a sus líneas? Quedarádefraudada si no recibe nada de usted. Por fa-vor, escríbale, aunque sea una sola línea.

––¡Oh, sí, claro! ––exclamó Fanny, levantán-dose apresuradamente, con el apresuramientodel agobio y de las ganas de escabullirse––. Leescribiré enseguida.

Se dirigió, por tanto, a la mesa donde solía es-cribir por cuenta de su tía y preparó el material,

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sin saber ni remotamente qué iba a decir. Habíaleído la esquela de Mary una sola vez; y darcontestación a algo tan imperfectamente com-prendido constituía un verdadero apuro. Nadapráctica en esa clase de correspondencia a tra-vés de billetes, si le hubiera quedado tiempopara detenerse en escrúpulos y temores respec-to del estilo, los hubiera sentido en abundancia;pero era preciso escribir algo en el acto, y conun solo propósito decidido (el de no dar la im-presión que meditaba algo realmente intencio-nado), escribió lo que sigue con mano temblo-rosa, reflejo de la inquietud de su espíritu:

«Le quedo muy agradecida, mi querida missCrawford, por su amable felicitación, en cuantose relaciona con mi queridísimo William. Elresto de su nota, bien lo sé, no significa nada;de todos modos, soy yo tan inferior para unacosa de esas, que espero querrá excusarme si lepido que no haga más caso del asunto. Conozcodemasiado a su hermano para no comprender

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sus prácticas; si él me comprendiera tan bien amí, seguramente que se portaría de otro modo.No sé lo que escribo, pero me haría usted ungran favor si no volviera a mencionar jamáseste particular. Con gracias por haberme hon-rado con sus líneas, quedo, querida miss Craw-ford», etc., etc.

El final apenas era inteligible, debido a sucreciente pavor, pues notó que Mr. Crawford,so pretexto de recoger la nota, se aproximaba aella.

––No vaya a creer que vengo a darle prisa ––dijo en voz baja, apreciando el pasmoso azora-miento con que ella puso fin al escrito––, novaya a suponer que fuera éste mi propósito. Nose apresure, se lo ruego.

––No, gracias. Ya he terminado, ahora mis-mo... al momento estará listo... le quedaré muyagradecida... si tiene la bondad de entregar estoa Mary.

Fanny sostenía el billete, y él tuvo que tomar-

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lo; y como ella se dirigió inmediatamente, ydesviando la mirada, a la chimenea para re-unirse con los demás, él no tuvo más remedioque marcharse sin aguardar otro momento.

Fanny pensó que nunca había conocido undía tan lleno de impresiones, lo mismo de in-quietud que de satisfacción; pero, afortunada-mente, la satisfacción no era de las que muerencon el día, pues todos los días se renovaría elconocimiento del ascenso de William, mientrasque la inquietud, así lo esperaba, no volveríaya. No le cabía la menor duda de que su billeteles parecería excesivamente mal escrito, que sulenguaje avergonzaría a un párvulo, pues lazozobra no le había permitido arreglarlo; peroal menos les convencería a los dos de que no laengañaban ni la complacían las atenciones deMr. Crawford.

CAPÍTULO XXXII

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Fanny no había olvidado en modo alguno aMr. Crawford cuando se despertó a la mañanasiguiente; pero recordaba también el sentido desu contestación escrita y no se sentía menosoptimista en cuanto a sus efectos que la nocheanterior. Con tal de que Mr. Crawford quisieramarcharse... Éste era su más ferviente deseo:que se fuera y se llevara a su hermana consigo,como estaba previsto, ya que por ello habíavuelto a Mansfield. Y por qué no lo había hechoya, era algo que ella no podía explicarse, pueslo cierto era que miss Crawford no deseabaretrasar la partida. Fanny había esperado, du-rante la visita del día anterior, que se citara lafecha; pero él sólo habló del viaje como de cosalejana.

Como había quedado tan satisfactoriamenteconvencida del efecto que producirían sus lí-

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neas, no pudo menos de asombrarse cuando,por casualidad, vio a Mr. Crawford dirigirsenuevamente a la casa, y a una hora tan tempra-na como el día anterior. Su visita no tendríanada que ver con ella, pero haría todo lo posi-ble para evitar su presencia; y como en aquelmomento se dirigía al piso superior, decidiópermanecer arriba mientras durase la visita, amenos que la reclamasen; pero teniendo encuenta que tía Norris estaba aún en la casa,parecía no haber mucho peligro de verse reque-rida.

Permaneció algún tiempo sentada, llena deagitación, escuchando, temblando y temiendo acada instante que la llamara; pero como no oye-se pasos acercarse al cuarto del este, fue reco-brando gradualmente la tranquilidad, se sintiócapaz de ocuparse en algo y concibió la espe-ranza de que Mr. Crawford hubiera acudido yse marchara sin obligarla a ella a saber nada delo tratado.

Casi media hora había transcurrido y se sen-

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tía cada vez más segura cuando, de pronto, seoyó el ruido progresivo de unos pasos que seacercaban... unos pasos fuertes, mesurados,insólitos en aquella parte de la casa. Eran de sutío. Los conocía tan bien como su voz; tantocomo ésta la había hecho temblar en otro tiem-po, la hacía ahora temblar de nuevo el pensarque subía para hablarle, cualquiera que fuese eltema. Fue, en efecto, sir Thomas quien abrió lapuerta, al tiempo que preguntaba si ella estabaallí y si se podía entrar. El terror de sus anti-guas visitas ocasionales a aquella habitaciónpareció renovarse totalmente en Fanny, quetuvo la sensación de que iba a examinarla nue-vamente de francés e inglés.

Ella estuvo, no obstante, perfectamente atentacolocando una silla para él y procurando mos-trarse honrada con la visita; pero en su aturdi-miento no tuvo siquiera en cuenta las deficien-cias del aposento hasta que él, deteniéndose enseco apenas acababa de entrar, dijo con granextrañeza:

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––¿Por qué no tienes hoy fuego en la chime-nea?

Las tierras estaban cubiertas de nieve y Fannyse abrigaba con un chal. Vaciló, antes de contes-tar:

––No tengo frío. Nunca permanezco aquímucho tiempo en esta época del año.

––¿Pero tienes fuego, corrientemente?––No, tío.––¿Cómo se explica esto? Aquí tiene que

haber algún error. Yo tenía entendido que hací-as uso de esta habitación a fin de que pudierasencontrar en ella todas las comodidades. En tudormitorio, ya sé que no puede haber fuego.Aquí ha habido un enorme error que debe recti-ficarse. No es nada conveniente para ti perma-necer aquí sentada, aunque sólo sea media horaal día, sin calefacción. No eres fuerte. Estáshelada. Tu tía no debe haberse dado cuenta deesto.

Fanny hubiera preferido guardar silencio; pe-ro al verse obligada a hablar, no pudo abstener-

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se, para hacer justicia a la tía que le era másquerida, de decir algo en que las palabras «tíaNorris» fueron distinguibles.

––Ya comprendo ––dijo su tío, recordando yno queriendo saber más––. Ya comprendo. Tutía Norris siempre abogó, y muy juiciosamente,porque se educara a la juventud sin concesio-nes innecesarias; pero en todo debe haber mo-deración. Ella es también muy severa consigomisma, lo cual tiene que influir, desde luego, ensu opinión acerca de las necesidades de los de-más. Y en otro aspecto, lo comprendo tambiénperfectamente. Bien sé cuales fueron siempresus sentimientos. Su teoría era buena en sí, peropuede que en tu caso se haya llevado, y yo creoque se ha llevado, demasiado lejos. Me constaque a veces, en algunos puntos, se ha estableci-do injusta distinción; pero es demasiado buenoel concepto en que te tengo, Fanny, para supo-ner que vayas a guardar jamás resentimientopor ello. Tienes una comprensión que te impe-dirá considerar las cosas sólo en parte, a juzgar

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con parcialidad los resultados. Debes conside-rar el pasado, en todo su conjunto, tener encuenta tiempos, personas y probabilidades, yapreciarás que no eran menos amigos tuyos losque te educaban y preparaban para esa condi-ción de mediocridad que parecía ser tu destino.Aunque tales precauciones pudieran resultarprácticamente innecesarias, la intención erabuena; y de esto puedes estar segura: todas lasventajas de la opulencia las tendrás dobladasgracias a las pequeñas privaciones y limitacio-nes que se te impusieron. Estoy seguro de queno defraudarás la opinión que de ti he formado,tratando siempre a tu tía Norris con el respeto yla atención que se le debe. Pero basta de eso.Siéntate, querida. He de hablarte unos minutos,pero no quiero retenerte mucho tiempo.

Fanny obedeció, bajando los ojos y sonroján-dose. Después de una breve pausa, sir Thomas,procurando reprimir una sonrisa, prosiguió:

––Tal vez no estés enterada de que esta ma-ñana he tenido una visita. Poco tiempo llevaba

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en mi despacho, después del desayuno, cuandointrodujeron a Mr. Crawford. Acaso puedasconjeturar el motivo de su embajada.

El sonrojo de Fanny aumentaba más y más; ysu tío, notando que estaba aturdida hasta elpunto de hacérsele imposible hablar, tanto co-mo levantar los ojos, desvió su propia miraday, sin detenerse más, procedió a referir su en-trevista con Mr. Crawford.

Mr. Crawford había venido a declararseenamorado de Fanny, hacer concretas proposi-ciones sobre ella y pedir la autorización de sutío, que parecía estar en el lugar de sus padres;y lo había hecho todo tan bien, mostrándose tanfranco, tan liberal, tan correcto, que sir Thomas,considerando además que sus propias réplicasy observaciones habían sido muy del caso, tuvosumo gusto en contar los pormenores de laconversación; y, lejos de adivinar lo que ocurríaen el interior de su sobrina, se figuraba que consemejantes detalles se deleitaba ella mucho másque él mismo. Así es que estuvo hablando por

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espacio de varios minutos sin que Fanny osarainterrumpirle. Apenas si alcanzaba a desearlo.Era excesiva la turbación de su espíritu. Habíacambiado de postura; y con la mirada estática,fija en una de las ventanas, escuchaba a su tío,llena de congoja y tribulación. Él calló un mo-mento, pero ella apenas había llegado a darsecuenta de la pausa cuando sir Thomas, ponién-dose en pie, dijo:

Y ahora, Fanny, desempeñada una parte demi cometido y una vez tú enterada de que todoesto se apoya sobre una base totalmente seguray satisfactoria, voy a completarlo induciéndotea que me acompañes abajo, donde encontrarása alguien más digno de ser escuchado, aunquepuedo presumir de haber sido un interlocutornada desdeñable. Mr. Crawford, como tal vezhayas previsto, está todavía aquí. Se encuentraen mi despacho, con la esperanza de verte.

Al escuchar esto, puso Fanny una expresión,dio un respingo, lanzó un grito, que dejaronatónito a sir Thomas; pero, cuál no sería su

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asombro al oírla exclamar:––¡Oh, no, tío! No puedo, de veras que no

puedo ir abajo, a su encuentro. Mr. Crawforddebiera saber... tiene que saberlo; ayer le dijebastante para que quedara convencido... ayerme habló de ello... y le dije sin rebozo que eraun tema muy desagradable para mí, y que noestaba en mi poder corresponderle.

––No alcanzo a comprenderte ––dijo sirThomas, sentándose de nuevo––. ¡Que no pue-des corresponderle! ¿Qué significa esto? Ya séque te habló ayer y, según tengo entendido,halló en ti todo el ánimo para seguir adelanteque pudiera darle una muchacha prudente. Amí me gustó mucho tu comportamiento duran-te la velada; fue prueba de una discreción alta-mente recomendable. Pero ahora, cuando él hahecho su declaración tan correcta y honesta-mente... ¿cuáles pueden ser tus escrúpulos,ahora?

––¡Se engaña usted, tío! ––exclamó Fanny,impelida por la ansiedad del momento a decir-

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le, hasta a su tío, que estaba en un error––. Estácompletamente equivocado. ¿Cómo ha podidoMr. Crawford decir tal cosa? Yo no le di ánimosayer. Al contrario, le dije... no puedo recordarlas palabras exactas, pero estoy segura que ledije que no quería escucharle, que era muy des-agradable para mí por todos los conceptos, yque le rogaba que no volviera jamás a hablarmede aquel modo. Estoy segura de que le dije todoesto, y más; y más le hubiera dicho aún dehaber tenido la absoluta certeza de que se pro-ponía algo en seno; pero a mí no me gustaba...yo no podía... atribuir a sus palabras un sentidomás formal del que pudieran tener. Yo creí que,para él, todo eso quedaría en nada.

No pudo decir más; había quedado casi sinaliento.

––¿He de interpretar ––dijo sir Thomas, rom-piendo un corto silencio–– que tienes la inten-ción de rechazar a Mr. Crawford? ––Sí, señor.

––¿Le rechazas?––Sí, señor.

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––¡Rechazar a Mr. Crawford! ¿Con qué pre-texto? ¿Por qué razón?

––Yo... yo no puedo quererle bastante, tío, pa-ra casarme con él.

––¡Es muy extraño! ––dijo sir Thomas, conmesurado tono de disgusto––. Aquí hay algoque mi comprensión no alcanza a descifrar. Heaquí a un joven enamorado de ti, poseedor decuanto puede acreditar a un pretendiente: nosólo posición social, fortuna y personalidad,sino también una simpatía poco comente, untrato y una conversación gratos a todo el mun-do. Y no se trata de un conocido de hoy; hacebastante tiempo que le conoces. Su hermana,además, es una íntima amiga; y él hizo por tuhermano aquello, lo cual me hizo suponer quehabría de ser para ti recomendación suficiente,de no existir otra. Quién sabe cuándo hubierasacado a William adelante con mi influencia. Éllo ha conseguido ya.

––Sí ––dijo Fanny con voz desfallecida, baja lamirada y enrojeciendo de nuevo; y se sintió casi

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avergonzada de sí misma, después del cuadroque había trazado su tío, por no gustarle Mr.Crawford.

Tenías que darte cuenta ––reanudó sir Tho-mas––, tenías que notar, de un tiempo para acá,cierta particularidad en la actitud de Mr. Craw-ford hacia ti. Esto no puede haberte cogido desorpresa. No podían pasarte inadvertidas susatenciones; y aunque siempre las recibiste dig-namente (nada tengo que reprocharte por estelado), jamás noté que te resultaran desagrada-bles. Casi me inclino a creer, Fanny, que noconoces exactamente tus propios sentimientos.

––¡Oh, sí, tío! Sí que los conozco. Sus atencio-nes eran siempre... lo que no me gustaba.

Sir Thomas la miró más sorprendido aún.––Esto está fuera de mis alcances ––dijo––. Es-

to requiere una explicación. Joven como eres,sin haber tratado apenas a ningún hombre, escasi imposible que tu corazón...

Se interrumpió y la miró fijamente. Vio en suslabios formado un no, aunque la palabra no

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llegó a articularse, pero su rostro se riñó deescarlata. Esto, sin embargo, en una muchachatan modesta, podía ser muy compatible con lainocencia; y decidiendo al menos mostrarsesatisfecho, añadió rápidamente:

––No, no; Ya sé que esto está fuera de todaduda... que es completamente imposible. Bien,no hay más que decir.

Y nada dijo por espacio de unos minutos. Sepuso a meditar profundamente, mientras susobrina meditaba también, tratando de tem-plarse y prepararse contra ulteriores interroga-torios. Hubiera preferido morir antes que con-fesar la verdad; y esperaba, con un poco dereflexión, hallar la suficiente fortaleza para notraicionarse.

––Aparte del interés que la elección de Mr.Crawford parece justificar ––dijo sir Thomas,empezando de nuevo con gran serenidad––, elhecho de que desee casarse tan pronto le acre-dita a mis ojos. Soy un defensor de los casa-mientos a temprana edad, cuando existen me-

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dios adecuados, y me gustaría que todos loshombres, disponiendo de ingresos suficientes,fijaran su vida lo antes posible a partir de losveinticuatro años. Tanto es así, que me apenapensar cuán poco probable es que mi hijo ma-yor, tu primo Tom, se case pronto; pero, al pre-sente, me parece que el matrimonio no entra ensus cálculos ni pensamientos. Desearía verlemás inclinado a establecerse ––aquí echó unaojeada a Fanny––. A Edmund, teniendo encuenta sus tendencias y hábitos, lo consideromucho más propenso a casarse joven que suhermano. Es indudable que él, según ha dedu-cido últimamente, ha descubierto a la mujer enquien podría depositar su amor; lo cual, estoyconvencido de ello, no le ha ocurrido a mi hijomayor. ¿No es así? ¿Estás de acuerdo conmigo,querida?

––Sí, señor.Lo dijo débilmente, pero con tranquilidad, y

sir Thomas quedó aliviado por lo que a losprimos se refería. Pero la desaparición de su

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alarma no sirvió de nada a Fanny. Al confir-marse lo inexplicable de su actitud, aumentó eldisgusto de su tío; éste se puso en pie y empezóa pasear por la habitación con un ceño queFanny pudo imaginar, ya que no se atrevió alevantar la mirada, para decir poco después,con tono autoritario:

––¿Tienes alguna razón, criatura, para pensarmal del carácter de Mr. Crawford?

––No, señor.Hubiera querido añadir: «... pero de sus prin-

cipios, si que la tengo»; no obstante, le faltó elvalor ante la aterradora perspectiva de discutir,explicar y, probablemente, no convencer. Elmal concepto en que le tenía se fundaba princi-palmente en observaciones que, por considera-ción a sus primas, apenas podía atreverse amencionar ante el padre. María y Julia, y espe-cialmente María, estaban tan estrechamenteligadas al mal comportamiento de Mr. Craw-ford, que Fanny no podía describir la persona-lidad de éste sin traicionarlas. Ella había conce-

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bido la esperanza de que para un hombre comosu tío, tan sagaz, tan caballeroso, tan bueno, elsimple conocimiento de una decidida aversiónpor parte de ella sería suficiente. Grande fue supena al encontrarse con que no era así.

Sir Thomas se acercó a la mesa ante la que es-taba ella sentada, temblando de angustia, y conacentuado tono de fría severidad dijo:

––Me doy cuenta de que es inútil hablar con-tigo. Mejor hubiera sido poner fin a esta enojo-sa conferencia. No debemos tener aguardandopor más tiempo a Mr. Crawford. Por lo tanto,sólo añadiré, considerando que es mi deberexponer mi opinión sobre tu conducta, que hasdefraudado todas mis esperanzas y que de-muestras tener un carácter completamenteopuesto a lo que yo había imaginado. Pues yotenía, Fanny, y supongo que mi comporta-miento lo habrá demostrado, una muy favora-ble opinión de ti, desde que regresé a Inglate-rra. Te consideraba particularmente libre deterquedades, engreimientos y de toda propen-

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sión a ese espíritu de independencia tan pre-ponderante en estos tiempos modernos, hastaentre las jóvenes, y que en las jóvenes resultamás ofensivo y desagradable que cualquierofensa vulgar. Pero ahora me has demostradoque puedes ser voluntariosa y egoísta, quepuedes y quieres decidir por tu cuenta, sin lamenor consideración o deferencia hacia aque-llos que tienen ciertamente algún derecho aguiarte... sin pedirles siquiera consejo. Te hasmostrado muy distinta de lo que yo había ima-ginado. Las ventajas o desventajas para tu fami-lia... para tus padres, para tus hermanos y her-manas, parece que ni por un momento te hasdetenido a considerarlas en esta ocasión. Lomucho que ellos podrían beneficiarse, lo muchoque ellos habrían de alegrarse de semejantecolocación, nada significa para ti. Piensas sóloen ti misma; y sólo porque no sientes exacta-mente por míster Crawford lo que una imagi-nación joven, exaltada, se figura que es indis-pensable para ser feliz, decides rechazarlo en el

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acto, sin pedirte siquiera un poco de tiempopara considerarlo... sin dejar un poco más demargen a la fría reflexión, a un concienzudoexamen de tus verdaderas inclinaciones... y, enun inconcebible arrebato de insensatez, estásdesechando una oportunidad de casarte con unpartido deseable, honroso, digno, como acasonunca más se te vuelva a ofrecer. Aquí tienes aun hombre joven de buen sentido, con tempe-ramento, carácter, modales y fortuna, que tequiere de sobra y que pretende tu mano delmodo más noble y desinteresado; y deja que tediga, Fanny, que acaso vivas otros dieciochoaños sin que te pretenda otro hombre con lamitad del patrimonio de Mr. Crawford ni conla décima parte de sus cualidades. Contento lehubiera yo cedido cualquiera de mis propiashijas. María se casó dignamente; pero si Mr.Crawford me hubiera pedido la mano de Julia,se la hubiera concedido con mayor y más pro-funda satisfacción de la que me ocupo al con-ceder la de María a Mr. Rushworth ––después

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de una breve pausa añadió––: Y me hubierasorprendido muchísimo que alguna de mishijas, al recibir una proposición de casamiento,en cualquier ocasión, y aun siendo sólo la mi-tad de deseable que ésta, se hubiera opuesto deun modo inmediato y perentorio, y sin tener ladelicadeza de consultar mi opinión o mi crite-rio, con una rotunda negativa. Me hubiera sor-prendido y me hubiera lastimado mucho talproceder. Lo hubiera considerado una groseraviolación del respeto y del deber. A ti no hayque aplicarte la misma regla. Tú no me debes lasumisión de una hija. Pero, Fanny, si en tu co-razón puede caber la ingratitud...

Se interrumpió. Fanny sollozaba en aquellosmomentos tan amargamente que, a pesar de loirritado que él estaba, no quiso insistir más so-bre aquel punto. Ella sentía que se le destroza-ba el corazón con aquella descripción del con-cepto que merecía a su tío... ¡con aquellas acu-saciones, tan duras, tan múltiples, alzándose entan espantosa progresión! Voluntariosa, obsti-

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nada, egoísta... y desagradecida. Todo eso laconsideraba su tío. Ella había defraudado susesperanzas, había destruido el buen conceptoen que la tenía... ¿Qué sería de ella?

––Lo siento mucho ––dijo Fanny de un modoinarticulado, entre sollozos––; de veras que losiento mucho.

––¡Lo sientes! Sí, espero que lo sientas; y se-guramente tendrás motivo de lamentar, pormucho tiempo, lo decidido este día.

––Si me fuera posible obrar de otro modo... ––dijo ella, haciendo otro gran esfuerzo––; peroestoy completamente convencida de que nuncapodría hacerle feliz, y de que yo misma me sen-tiría miserable.

Nuevo torrente de lágrimas; pero, a despechode esta nueva riada, y a despecho de la funestapalabra «miserable» que sirvió para provocarla,sir

Thomas empezó a pensar que acaso tuvieraalguna parte en ello cierta tendencia conciliato-ria, cierto principio de rectificación, y a inferir

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que sería favorable la súplica personal del jo-ven pretendiente. Sabía que Fanny era extrema-damente tímida y nerviosa, y se dijo que no eradel todo improbable que su estado de ánimofuese tal, que un poco de tiempo, un poco depresión, un poco de paciencia..., una juiciosamezcla de todo ello por parte del galán, pudie-ra producir los acostumbrados efectos. Si elcaballero estuviera dispuesto a perseverar...,con tal que su amor fuera suficiente para llevar-le a perseverar... Sir Thomas empezaba a sentir-se nuevamente esperanzado. Y después dehacerse estas reflexiones que confortaron suánimo, dijo, empleando un tono conveniente-mente grave, pero menos colérico:

––Bueno, bueno criatura, enjuga tu llanto. Denada sirven estas lágrimas; nada pueden arre-glar. Ahora, debes acompañarme abajo.Mr.Crawford lleva ya demasiado tiempo espe-rando. Debes darle tu respuesta personalmente:no puedes esperar que vaya a conformarse conmenos; y sólo tú puedes explicarle la razón de

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esa errónea interpretación de tus sentimientosen que, desgraciadamente para él, ha incurrido.Yo soy totalmente incapaz de ello.

Pero Fanny mostró tal renuencia, tal aflicciónante la idea de acudir a su lado, que sir Tho-mas, después de considerarlo un poco, juzgóque sería mejor condescender. Sus esperanzasrespecto de la proyectada entrevista sufrieron,por tanto, una ligera depresión; pero al mirar asu sobrina y ver el estado de su ánimo y su ros-tro a consecuencia del llanto vertido, pensó quehabía tanto a perder como a ganar con una in-mediata entrevista. En consecuencia, diciendoalgunas palabras desprovistas de especial signi-ficación, marchóse él sólo, dejando a su pobresobrina llorando por lo ocurrido, sumida en unmar de infelicidad.

En el ánimo de Fanny todo era desorden. Elpasado, el presente, el futuro, todo se le apare-cía terrible. Pero la cólera de su tío era lo que lecausaba la pena más honda. ¡Egoísta y des-agradecida! ¡Que él la considerase así! Ya siem-

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pre seria desgraciada. No tenía a nadie que sepusiera de su parte, que la aconsejara, quehablase por ella. Su único amigo estaba ausen-te. El hubiese podido aplacar a su padre. Perotodos, quizás todos, la considerarían egoísta ydesagradecida. Tendría que soportar el repro-che un día y otro; tendría que oírlo, o verlo, oreconocer su existencia en cuanto se relacionasecon ella. No pudo menos que sentir cierto re-sentimiento contra Mr. Crawford; sin embargo,¡y si la amaba realmente, y era desgraciadotambién! Todo era un conjunto de desventuras.

Al cabo de un cuarto de hora, aproximada-mente, volvió su tío; al verle, Fanny estuvo apunto de desmayarse. Pero le dirigió la palabraapaciblemente, sin severidad, sin reproches, yella revivió un poco. Además, había tambiénconsuelo en sus palabras, tanto como en su to-no, pues empezó diciendo:

––Mr. Crawford se ha ido; acaba de dejamos.No es necesario repetir lo que ha ocurrido. Noquiero agravar tu sentimiento, refiriéndote lo

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que ha sentido él. Baste con decir que se haconducido del modo más noble y caballeroso, yme ha confirmado en la favorabilísima opiniónque me merece su entendimiento, corazón ytemple. Ante mi exposición de lo que tú estabassufriendo, inmediatamente, y con la mayordelicadeza, abandonó su pretensión de vertepor el momento.

Aquí Fanny, que había alzado la mirada, labajó de nuevo.

––Desde luego ––prosiguió su tío––, como nopodías dejar de suponer, ha pedido hablar con-tigo a solas, aunque sólo sea por espacio decinco minutos; una petición muy natural, unaaspiración demasiado justa para no satisfacerla.Pero no se ha fijado el momento; acaso mañanao cuando tu espíritu esté lo bastante sosegado.De momento, lo único que debes hacer es tran-quilizarte. Reprime ese llanto; sólo contribuye aagotarte. Si, como quiero suponer, deseashacerme algún caso, no te abandonarás a esascrisis emocionales, sino que procurarás razonar

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y mostrar una mayor entereza de ánimo. Teaconsejo que salgas; el aire te hará bien. Dateun paseo de una hora por los caminos enarena-dos, entre los matorrales; nadie te estorbará allí,y será lo mejor para tomar el aire y hacer ejerci-cio. Y, Fanny ––añadió, volviéndose otra vezpor un momento––, abajo no haré mención al-guna de lo sucedido; ni siquiera se lo contaré atía Bertram. No es ocasión de divulgar el con-tratiempo; no digas tú nada tampoco.

Era ésta una orden para ser obedecida con lamayor alegría; era un proceder bondadoso queFanny agradecía en el alma. ¡Ahorrarle los in-terminables reproches de tía Norris! La dejócon el corazón inflamado de gratitud. Cual-quier cosa podía resultar más soportable quetales reproches. Ni siquiera la perspectiva deentrevistarse con Mr. Crawford podía abrumar-la tanto.

Salió enseguida, como le había recomendadosu tío, y siguió al pie de la letra su consejo, has-ta donde le fue posible: contuvo su llanto y con

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el mayor celo trató de apaciguar sus ánimos yfortalecer su espíritu. Quería demostrar a sirThomas que deseaba complacerle y ansiabareconquistar su favor; pues él le había dadootro poderoso motivo para esforzarse, al ocul-tar a sus tías la totalidad de aquel asunto. Nodespertar sospechas a través de su aspecto oporte constituía ahora su objetivo que valía lapena conseguir; y se sintió capaz de casi cual-quier cosa que la pusiera a salvo de tía Norris.

Quedó impresionada, profundamente impre-sionada, cuando, de vuelta de su paseo, lo pri-mero que vio al entrar en su cuarto del Este fueun magnífico fuego ardiendo, llameando en lachimenea. ¡Tenía lumbre! Casi era demasiado.Que le hiciera semejante favor, justamente enaquellos momentos, provocaba en ella una gra-titud hasta aflictiva. Se maravilló de que sirThomas tuviera tiempo de acordarse de aquellamenudencia; pero no tardó en enterarse, por laespontánea información de una criada queacudió para atizar el fuego, de que así seria

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todos los días. Sir Thomas había dado las opor-tunas órdenes en tal sentido.

––¡Tendría que ser yo una fiera, realmente,para sentir ingratitud! ––exclamó en un solilo-quio––. ¡Que el cielo me impida ser ingrata!

No vio más a su tío, ni a tía Norris, hasta quese reunieron para comer. La actitud de su tíocon respecto a ella fue lo más parecida posible alo normal. Estaba segura de que él no pretendíamostrarse nada distinto, y de que era sólo supropia conciencia lo que la llevaba a imaginarque existía alguna diferencia; pero su tía prontoempezó a mostrarse belicosa con ella; y al cons-tatar lo mucho y lo desagradablemente que lasimple cuestión de haber salido a pasear sin elpermiso de su tía podía apurarse, diose cuentaFanny de cuán grande era su razón al bendecirla bondad de sir Thomas, que le ahorraba lascensuras de aquel mismo espíritu de reprocheaplicado a una cuestión de mayor transcenden-cia.

––De haber sabido que salías, te hubiera en-

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cargado que te llegaras hasta mi casa con algu-nas instrucciones para Nanny ––dijo tía Norris––; pero, al ignorarlo, y aun representando paramí un gran inconveniente, me he visto obligadaa ir a hacerlo yo misma. Apenas disponía detiempo para ello, y tú pudiste ahorrarme lamolestia sólo con que hubieras tenido la amabi-lidad de hacerme saber que salías. A ti te hubie-ra dado lo mismo, supongo, pasear por el plan-tío de arbustos que llegarte a mi casa.

––Recomendé a Fanny los arbustos, por ser ellugar más seco ––terció sir Thomas.

––¡Oh! ––exclamó tía Norris, quedando mo-mentáneamente cortada––; fue una gran amabi-lidad, Thomas; pero no sabes lo seco que es elcamino que lleva a mi casa. Por ese lado, Fannyhubiera dado un paseo igualmente saludable,con la ventaja de hacer algo útil y complacer asu tía. Suya es toda la culpa. Cuando menos,podía decirme que iba a salir. Pero hay algo enFanny... Ya lo he observado en varias ocasiones:le gusta hacer las cosas a su antojo, no quiere

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que la guíen, va a pasear por su cuenta, siem-pre que puede; es evidente que hay en ella cier-to espíritu de misterio, de independencia e in-sensatez, del cual le aconsejaría que se des-prendiese.

Sir Thomas pensó que, como reflexión gene-ral sobre Fanny, nada podía ser más injusto, apesar de que él mismo, aquel mismo día, habíaexpresado los mismos conceptos; y procurócambiar la conversación. Lo procuró repetidasveces antes de conseguirlo, porque tía Norriscarecía del discernimiento necesario para notar,ni entonces ni nunca, hasta qué punto sir Tho-mas consideraba bien a su sobrina, o lo lejosque estaba de desear que se ensalzaran los mé-ritos de sus propias hijas a costa de rebajar losde Fanny. Tía Norris estuvo hablando a Fannyy lamentando su paseo secreto hasta la mitadde la comida.

Calló, sin embargo, al fin; y la velada se pre-sentó con un cariz más apacible para Fanny yuna mayor cordialidad de lo que ella hubiera

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podido esperar después de aquella mañana tantormentosa; pero, tenía, ante todo, la certeza dehaber procedido rectamente, de que no la habí-an cegado sus propias convicciones... De la pu-reza de sus intenciones podía responder. Y, ensegundo lugar, alimentaba la esperanza de queel disgusto de su tío iba cediendo, y cederíamás aún cuando examinara el caso con másecuanimidad y reconociera, como un hombrebueno debe reconocer, lo calamitoso e imper-donable, lo irremediable y vil que sería casarsesin amor.

Cuando la entrevista que la amenazaba parala mañana siguiente hubiese terminado no po-dría menos de hacerse la ilusión de que el asun-to había concluido por fin; y de que, una vezlejos Mr. Crawford de Mansfield, todo quedaríapronto como si no se hubiera dado el caso. Noquería, no podía creer que lo que Mr. Crawfordsintiera por ella le atormentase mucho tiempo;su espíritu no era de esa clase. Londres le cura-ría pronto. En Londres aprendería pronto a

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maravillarse de sus apasionamiento, y le agra-decería a ella su sano juicio, que le salvaba delas malas consecuencias.

Mientras Fanny estaba concibiendo estas es-peranzas, a su tío, poco después del té, le re-clamaron fuera de la habitación; caso éste de-masiado corriente para que ella pudiera sor-prenderse, y ni siquiera se acordó más de ellohasta que, a los diez minutos, reapareció el ma-yordomo y se dirigió directamente hacia ellapara decirle:

––Sir Thomas desea hablar con usted, señori-ta, en su despacho.

Entonces se le ocurrió de qué podía tratarse;por su mente cruzó una sospecha que se llevóel color de sus mejillas. Pero se puso en pie in-mediatamente, dispuesta a obedecer, cuandotía Norris la llamó:

––¡Aguarda, aguarda, Fanny! ¿Qué te ocurre?¿Adónde vas? No te precipites así. Puedes estarsegura que no es a ti a quien llaman; es a mí, nolo dudes ––mirando al mayordomo––; lo que

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pasa es que tienes mucho afán de colocarte de-lante de todo el mundo. ¿Para qué iba a necesi-tarte sir Thomas? Es a mí, Baddeley, a quien serefiere usted; voy al momento. El recado erapara mí, Baddeley, estoy segura; sir Thomas mellama a mí, no a miss Price.

Pero Baddeley se mantuvo firme.––No, señora, es a miss Price; estoy seguro de

que es a miss Price.Y acompañó a sus palabras de una media

sonrisa que quería decir: «No creo que ustedsirviera para el caso, en absoluto».

Tía Norris, muy contrariada, tuvo que cal-marse antes de poder reanudar la labor; y Fan-ny, agitada por la certeza de lo que la esperaba,salió para encontrarse un minuto después, co-mo había supuesto, a solas con Mr. Crawford.

CAPÍTULO XXXIII

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La entrevista no fue tan corta ni tan decisivacomo había previsto. El galán no se conformótan fácilmente. Estaba dispuesto a perseverar,tanto como pudiera desearlo sir Thomas. Teníauna vanidad que le llevaba decididamente, enprimer lugar, a creer que ella le amaba, aunquetal vez sin saberlo; y después, al verse final-mente obligado a reconocer que ella sabía cuá-les eran sus propios sentimientos, a estar con-vencido de que con el tiempo podría lograr queesos sentimientos llegaran a ser lo que él que-ría.

Estaba enamorado, muy enamorado; y era elsuyo un amor que, al actuar sobre un espírituvivo, vehemente, más ardiente que delicado,hacía que el cariño de Fanny le pareciese másimportante por serle negado, y le llevó a la de-cisión de conseguir el triunfo, tanto como lafelicidad, al obligarla a que le amase.

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No desesperaría, no iba a desistir. Tenía bienfundados motivos para una firme constancia; lasabía poseedora de todas las virtudes que pu-dieran justificar la más ardiente esperanza dehallar a su lado una perdurable felicidad; sumisma conducta de aquella ocasión, al poner demanifiesto el desinterés y delicadeza de su ca-rácter (cualidades que él consideraba muy ra-ras, desde luego), contribuía a avivar sus de-seos y a confirmarle en su decisión. No sabíaque atacaba a un corazón ya comprometido. Deeso, no tenía la menor sospecha. Más bien laconsideraba una muchacha que no había nuncadetenido lo bastante su pensamiento en esascosas para estar en peligro; que de ello la habíaprotegido su juventud..., una juventud espiri-tual tan encantadora como la de su cuerpo; aquien la modestia había impedido entender elsentido de las atenciones que él le prodigara, yque estaba todavía aturdida por lo repentino deunos requerimientos tan absolutamente inespe-rados, así como por la novedad de una situa-

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ción que su fantasía nunca había llegado a so-ñar.

¿No se desprendía de ello, lógicamente, quecuando fuese comprendido habría de triunfar?Él lo creía a pies juntillas. Un amor como elsuyo, en un hombre como él, podía contar conque, perseverando, se vería correspondido, y ano muy largo plazo; y le entusiasmaba hasta talpunto la idea de obligarla a quererle en muypoco tiempo, que apenas se dolía de que no lequisiera ya. Tener que vencer una pequeña di-ficultad no era un mal para Henry Crawford;era algo que más bien le espoleaba. Ya habíacomprobado su actitud para ganar corazonescon excesiva facilidad. Ahora se hallaba anteuna situación nueva y excitante.

Para Fanny, sin embargo, que demasiadascontrariedades había conocido durante su vidapara ver en ello el menor encanto, todo eso eraininteligible. Le veía empeñado en perseverar.Pero cómo podía ser capaz, después de haberlaoído expresarse en el lenguaje que ella se con-

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sideró obligada a emplear, no alcanzaba acomprenderlo. Le dijo que no le amaba, que nopodía amarle, que estaba segura de que no leamaría jamás; que semejante cambio en sussentimientos era totalmente imposible; que erauna cuestión muy dolorosa para ella; que habíade rogarle que nunca volviese a mencionarla,que la dejara marchar sin retenerla más y con-siderase el asunto terminado para siempre. Ycomo él siguiera presionando, añadió que, ensu opinión, tenían unos gustos tan opuestos,que hacían incompatible un mutuo afecto; yque no podían ser el uno para el otro debido alcarácter, formación y hábitos respectivos. Todoesto le había dicho, con la buena fe de la since-ridad; pero no bastó, pues acto seguido negó élque hubiera la menor incompatibilidad de ca-racteres, ni nada en sus gustos que les impidie-ra congeniar, y declaró categóricamente queseguiría amándola y no abandonaría la espe-ranza.

Fanny conocía bien su propio sentir, pero no

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podía juzgar el efecto que producía su modo deexpresarlo; su modo era irremediablementesuave, y no se daba cuenta de hasta qué puntodejaba oculta la firmeza de su propósito. Suapocamiento, gratitud y dulzura hacían quetoda expresión de indiferencia pareciese casi unsacrificio de abnegación... Parecía, al menos,que le diera a ella misma tanta pena como a él.Mr. Crawford ya no era el Mr. Crawford que,como admirador clandestino, insidioso, traidorde María Bertram, se había ganado su aborre-cimiento; aquél cuya sola presencia se le habíahecho insoportable; en quien ella no podía creerque existiese una sola cualidad buena, y cuyospoderes, incluso el de resultar agradable, ellaapenas había reconocido. Ahora era el Mr.Crawford que se le dirigía con ardiente, desin-teresado amor; cuyos sentimientos se habíanconvertido, al parecer, en cuanto pueda haberde noble y recto; cuyos proyectos de felicidadse cifraban todos en un casamiento por amor;que estaba expresando lo mucho que apreciaba

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las virtudes que la adornaban y describía suafecto una y otra vez, demostrando, hasta dón-de puede demostrarse con palabras y, además,con el lenguaje, el tono y el espíritu de un hom-bre de talento, que la quería por su dulzura ysu bondad; y, para que nada faltara... ¡era ahorael Mr. Crawford que había conseguido el as-censo de William!

Existía un cambio, y existían unos favores queforzosamente habían de producir algún efecto.Ella hubiera podido desdeñarle con toda ladignidad de la virtud ofendida en los terrenosde Sotherton o en el teatro de Mansfield Park;pero ahora se le acercaba con unos derechosque reclamaban un tratamiento distinto. Teníaque mostrarse cortés y compasiva. Debía consi-derarse honrada, y lo mismo pensando en ellaque en su hermano, tenía que sentir una pro-funda gratitud. Efecto de todo ello fue un modode expresarse tan doliente y turbado, con unaspalabras entremezcladas con su negativa tanexpresivas de gratitud y pesar, que, para un

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temperamento fatuo y creído como el de Craw-ford, la autenticidad o al menos el grado de suindiferencia podía muy bien ser discutible; demodo que no estuvo él tan falto de lógica comoFanny le consideró, en sus manifestaciones deque estaba dispuesto a perseverar sin desmayo,en vez de mostrarse desengañado, y que pusie-ron término a la entrevista.

Sólo de mala gana se resignó Henry a sepa-rarse de ella; pero al despedirse no había en suaspecto el menor síntoma de desesperación quedesmintiera sus palabras, o que diera esperan-zas a Fanny de que sería más razonable de loque se mostraba.

Ella quedó enojada. No pudo evitar cierto re-sentimiento ante aquella perseverancia tan ego-ísta y poco generosa. Ahí estaba de nuevoaquella falta de delicadeza y consideración queanteriormente la había impresionado y ofendi-do. Ahí estaba de nuevo algo de aquel mismoMr. Crawford que había repudiado. ¡Cómo seevidenciaba una grosera falta de sensibilidad y

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humanitarismo cuando quería satisfacer susdeseos! Y, ¡ah, cómo se notaba que nunca exis-tieron unos principios para suplir, como deber,lo que le faltaba de corazón! Aunque ella tuvie-ra el suyo tan desocupado... como acaso debie-ra tenerlo, nunca hubiese podido Henry con-quistarlo.

Así pensaba Fanny con absoluta sinceridad yserena tristeza en el curso de sus meditaciones,sentada ante aquella condescendencia y aquellujo excesivos de tener fuego en su cuarto deleste, considerando el pasado y el presente, pre-guntándose qué iba a ocurrir ahora, en un esta-do de nerviosa agitación que le impedía vernada claro, excepto la imposibilidad de poderllegar nunca, en ningún caso, a querer a Craw-ford, y la felicidad de tener el calor de un fuegoante el que poder sentarse y meditar.

Sir Thomas se vio obligado, o se obligó a símismo, a aguardar hasta la mañana para saberlo ocurrido entre los jóvenes. Entonces vio aCrawford, que le dio su referencia. La primera

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sensación fue de desencanto; había esperadoalgo mejor; había creído que una hora de súpli-cas por parte de un joven como Henry Craw-ford tenía que producir un cambio mayor enuna muchacha de carácter tan dócil como Fan-ny Price; pero halló inmediato consuelo en losdecididos propósitos y ansias de perseverar delenamorado; y viendo tan confiado en el éxito alprimer interesado, no tardó sir Thomas en con-fiar también.

Por su parte no omitió cortesía, cumplimientoo amabilidad que pudiera ayudar al proyecto.Honró la firmeza de Mr. Crawford, ensalzó aFanny y puso de manifiesto que aquellas rela-ciones seguían siendo lo más deseable delmundo. En Mansfield Park, Mr. Crawford seríasiempre bien recibido; no tenía más que consul-tar su propio juicio y sus sentimientos en cuan-to a la frecuencia de las visitas, lo mismo ahoraque para el futuro. En todos los familiares yamigos de su sobrina sólo podía caber una opi-nión, un deseo, con referencia al caso; la in-

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fluencia de todos los que la querían había deinclinarla en aquel sentido.

Dijo cuanto podía dar aliento, Henry lo aco-gió con agradecida satisfacción y los dos caba-lleros se separaron como los mejores amigos.

Satisfecho de que la causa siguiera ahora uncurso tan propio y prometedor, sir Thomasresolvió abstenerse de importunar más a susobrina y de mostrar una clara ingerencia. Con-sideró que la benevolencia seria el mejor cami-no para influir en su ánimo. Las súplicas pro-cederían de un solo sector. La abstención de lafamilia en un punto respecto del cual ella nopodía dudar de los deseos que todos habían desentir, sería el medio más seguro de conseguiralgún progreso. De acuerdo con este principio,sir Thomas aprovechó la primera ocasión paradecir a Fanny con indulgente gravedad, a pro-pósito para dominarla:

––Bueno, Fanny, he visto nuevamente a Mr.Crawford, y por él he sabido exactamente cómoestán las cosas entre vosotros. Es el joven más

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extraordinario, y cualquiera que sea el resulta-do, debes darte cuenta de que has creado unafecto de carácter nada corriente; aunque, porser tú tan joven y tener poco conocimiento de lapasajera, variable, inconstante naturaleza delamor, como generalmente se da, no puede sor-prenderte, como a mí, cuanto hay de maravillo-so en una perseverancia semejante contra eldescorazonamiento. En su caso, todo es cues-tión de sentimiento; él no pretende que se lereconozca ningún mérito por ello; acaso no ten-ga derecho a ninguno. No obstante, por haberelegido tan bien, su constancia tiene un caráctermuy encomiable. De no haber sido tan intacha-ble su elección, yo hubiera condenado su per-severancia.

––Desde luego ––dijo Fanny––, siento muchoque Mr. Crawford continúe con... Ya sé que mehace un gran honor, y me considero inmereci-damente honrada; pero estoy tan convencida, yasí se lo he dicho, de que jamás podré...

––Querida ––la interrumpió sir Thomas––, no

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es ocasión para esto. Conozco tan bien tus sen-timientos como tú debes conocer mis deseos ymi pena. No hay más que decir ni que hacer. Apartir de este momento, el tema no habrá derenovarse entre nosotros. No tendrás nada quetemer, ni que preocuparte por ello. No puedessuponerme capaz de intentar convencerte paraque te cases contra tus inclinaciones. Tu felici-dad y conveniencia es cuanto tengo presente, ynada se te pide fuera de que soportes los inten-tos de Mr. Crawford para convencerte de queesa felicidad y conveniencia no son incompati-bles con las de él. Corre con su propio riesgo.Tú pisas terreno seguro. He accedido a que tevea siempre que nos visite, lo mismo que sinada de eso hubiera ocurrido. Le verás, estandorodeada de todos nosotros, como antes, y pro-curando desechar todo recuerdo desagradable.Por otra parte, va a marcharse tan pronto deNorthamptonshire, que ni siquiera este peque-ño sacrificio se te pedirá muchas veces. El futu-ro puede ser muy incierto. Y ahora, querida

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Fanny, este asunto ha terminado entre noso-tros.

La promesa de que él partía, fue lo único enque pudo pensar Fanny con gran satisfacción.Sin embargo, fue también sensible a las ama-bles expresiones de su tío y a su tono condes-cendiente; y al considerar cuán lejos estaba élde conocer toda la verdad, reconoció que notenía derecho a asombrarse de la línea de con-ducta que había adoptado. De él, que habíacasado una hija con Mr. Rushworth... cierta-mente no cabía esperar románticas delicadezas.Ella tenía que cumplir con su deber, y confiarque el tiempo haría su deber más llevadero.

Aunque sólo contaba dieciocho años, no po-día suponer que el afecto de Mr. Crawford fue-se a durar para siempre; no podía menos deimaginar que una resuelta y constante indife-rencia por su parte tendría que acabar a la largacon las ilusiones del galán. Cuanto tiempo con-cedía ella, en su fantasía, al predominio de lasmismas, es ya otra cuestión. No sería correcto

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averiguar en una damisela la exacta estimaciónde sus propias gracias.

A despecho de su proyectado silencio, sirThomas viote obligado a mencionar una vezmás el asunto a su sobrina, a fin de prepararlabrevemente sobre la notificación del mismo asus tías; medida que él hubiera querido evitartodavía, pero que se hizo necesaria ante la totaloposición de Mr. Crawford a todo procedi-miento secreto. No tenía él el menor propósitode ocultarlo a nadie. Era totalmente conocidoen la rectoría, donde gustaba de hablar sobre elfuturo con sus dos hermanas, y sería muy gratopara él tener testigos de excepción atentos alprogreso de su conquista. Al enterarse de estosir Thomas, comprendió la necesidad de hacerpartícipes del caso a su esposa y a su cuñada,sin dilación; aunque, por cuenta de Fanny, casitemía tanto como ella el efecto que la comuni-cación produciría a tía Norris. Considerabafuera de lugar su erróneo aunque bien inten-cionado celo. Sir Thomas, en realidad, no esta-

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ba por entonces muy lejos de clasificar a tíaNorris como una de esas personas bien inten-cionadas que están siempre cometiendo des-aciertos y cosas muy desagradables.

Tía Norris, sin embargo, le quitó un peso deencima. Él hizo presión para que observara laindulgencia y el silencio más estrictos hacia susobrina; y ella no sólo lo prometió, sino quecumplió su promesa. Lo único que hizo fuemostrar su creciente malquerencia. Estaba in-dignada, amargamente indignada; pero eramayor su indignación por haber recibido Fannysemejante ofrecimiento, que porque lo hubierarechazado. Era una injuria y una afrenta paraJulia, que hubiera debido ser la elegida de Mr.Crawford; y, con independencia de esto, estabadisgustada con Fanny porque había prescindi-do de ella; que ella hubiera querido desvirtuarla sensación de encumbramiento en la personaque siempre había intentado humillar.

Sir Thomas le concedió en aquel caso un cré-dito de discreción mayor del que merecía; y

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Fanny hubiese llegado a bendecirla por limitar-se a mostrarle su desagrado, sin obligarla aescucharlo.

Lady Bertram lo tomó de otro modo. Habíasido una belleza, y una belleza afortunada, todasu vida. Belleza y fortuna era cuanto excitabasu respeto. La noticia de que Fanny era reque-rida en matrimonio por un hombre rico, bastópara que ésta se elevara mucho en su opinión.Convencida por ello de que Fanny era muybonita, cosa de la que había dudado hasta en-tonces, y de que se casaría ventajosamente, has-ta sintió una especie de orgullo al llamar a susobrina.

––Bueno, Fanny ––dijo, tan pronto estuvieronsolas... y, por cierto, había conocido algo pare-cido a la impaciencia por encontrarse a solascon ella; y su rostro, mientras hablaba, traslucíauna extraordinaria animación––. Bueno, Fanny,esta mañana he tenido una sorpresa muy agra-dable. Debo hablarte de ello una vez siquiera; ledije a Thomas que debía hablarte, aunque sólo

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fuera una vez... y, después, ya estaré satisfecha.Te felicito, mi querida sobrina ––y mirándolacon satisfacción añadió––––: ¡Hum...! Desdeluego, somos una hermosa familia.

Fanny se ruborizó y, de momento, no supoqué decir; pero enseguida, con la esperanza decogerla por su punto flaco, contestó:

––Querida tía, usted no podía desear quehubiese sido otra mi decisión, estoy segura.Usted no puede desear que me case; porque meecharía de menos, ¿no es cierto? Sí, estoy segu-ra de que sería demasiado lo que me echaría demenos, para desear que me case.

––No, querida; no iba a pensar en lo que teecharía de menos cuando te sale al paso unaproposición como esa. Podría muy bien pres-cindir de ti, si te casaras con un hombre de po-sición tan espléndida como la de Mr. Crawford.Y debes tener presente, Fanny, que es deber detoda muchacha aceptar un ofrecimiento tanexcepcional como este.

Era acaso la única norma de conducta, el úni-

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co consejo que Fanny había recibido de su tíaen el curso de ocho años y medio. Esto la hizocallar. Comprendió lo inútil de una discusión.Si los sentimientos de su tía estaban contra ella,nada podía esperarse de una llamada a su en-tendimiento. Lady Beitiam estaba muy locuaz.

––Algo quiero decirte, Fanny ––prosiguió––:estoy segura de que se enamoró de ti la nochedel baile; estoy segura de que la cosa se enredóaquella noche. Tu aspecto era magnífico. Todoel mundo lo dijo. Así lo dijo sir Thomas. Y yasabes que dispusiste de la Chapman para que teayudara a vestir. Le diré a Thomas que estoysegura de que todo viene de aquella noche.

Y siguiendo este curso de animados pensa-mientos, añadió poco después:

––Y algo más voy a decirte, Fanny... Es másde lo que hice por María: la próxima vez quePug tenga cría te regalaré un cachorro.

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CAPÍTULO XXXIV

Edmund había de enterarse de grandes cosasa su regreso. Muchas sorpresas le aguardaban.La primera no fue la de menos interés: la pre-sencia de Henry Crawford y su hermana, quepaseaban por la carretera cuando él llegó en elcoche. Había creído, teniendo en cuenta lospropósitos de ellos, que se encontrarían muylejos de allí. Había prolongado su ausencia másde una quincena a propósito, para eludir a Ma-ry Crawford. Volvía a Mansfield con el ánimodispuesto a alimentarse de recuerdos melancó-licos y tiernas evocaciones, y se encontraba depronto ante la linda muchacha en persona,apoyada en el brazo de su hermano; y se veía,además, acogido con una bienvenida franca-mente amistosa por parte de la mujer en quienpensaba unos momentos antes, considerándola

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a setenta millas de distancia y más lejos, muchomás lejos de él por sus inclinaciones de lo quecualquier distancia pudiera expresar.

La acogida que le dispensó no hubiera llega-do a soñarla de haber esperado encontrarla allí.Volviendo de cumplir un propósito como elque había motivado su ausencia, Edmundhubiera esperado cualquier cosa antes que unaactitud de satisfacción y unas palabras de sen-tido puramente agradable. Fue bastante paraenardecer su corazón y hacer que llegara a casaen el estado más propicio para apreciar todo elvalor de las otras gratas sorpresas que leaguardaban.

Pronto quedó enterado del ascenso de Wi-lliam, con todos los detalles; y teniendo en supecho aquella secreta provisión de optimismopara contribuir a su alegría, halló en ello unafuente de gratisimas sensaciones y sostenidaanimación durante la comida.

Después, cuando quedó a solas con su padre,supo la historia de Fanny; y entonces vino en

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conocimiento de todos los grandes aconteci-mientos de la última quincena y del actual es-tado de cosas en Mansfield.

Fanny sospechó lo que ocurría. Tanto prolon-gaban su permanencia en el comedor, que tuvola seguridad de que estaban hablando de ella; ycuando al fin el té los sacó de allí, y pensó queEdmund iba a verla otra vez, se sintió terrible-mente culpable. Edmund se aproximó a ella, sesentó a su lado, le cogió una mano y se la estre-chó con cariño; y en aquel momento pensóFanny que, de no ser por la ocupación y aten-ciones que el servicio del té requería, se hubieratraicionado dejándose arrastrar por la emocióna un exceso imperdonable.

Sin embargo, con aquella acción, Edmund nose proponía darle el estímulo y la incondicionalaprobación que ella dedujo de la misma. Sóloquería expresarle que se hacía partícipe decuanto a ella pudiera interesar, y testimoniarleque lo que acababan de decirle avivaba sussentimientos afectivos. Él estaba, de hecho, en-

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teramente del lado de su padre en aquella cues-tión. Su sorpresa no fue tan grande como la desu padre, al enterarse de que ella había recha-zado a Crawford, porque, lejos de suponer quesintiera por él nada parecido a una preferencia,siempre había creído más bien lo contrario, ypudo imaginar perfectamente que el caso lahabía cogido desprevenida; pero ni el propiosir Thomas era más partidario que él de aque-llas relaciones. A su juicio, ya no podía ser másrecomendable aquel enlace; y mientras ensal-zaba a Fanny por lo que había hecho dada suactual indiferencia, alabándola en unos térmi-nos bastante más entusiastas que los que sirThomas hubiera podido suscribir, esperabamuy de veras, lleno de confianza, que al finhabría boda y que, unidos por un mutuo afecto,resultaría que sus caracteres eran tan exacta-mente adecuados el uno para el otro como élempezaba seriamente a considerarlos. Craw-ford había procedido con demasiada precipita-ción. No le había dado a ella tiempo de sentirse

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atraída. Había comenzado al revés. No obstan-te, con las condiciones que él poseía y con elbuen natural de ella, Edmund confiaba en quetodo contribuiría a una feliz conclusión. Entre-tanto, bastante vio lo muy turbada que estabaFanny para guardarse muy bien de provocarnuevamente su inquietud con una sola palabra,una mirada o un ademán.

Crawford les visitó el día siguiente, y en aten-ción al regreso de Edmund, a sir Thomas lepareció más que natural invitarle a comer. Era,en realidad, un cumplimiento obligado. Henryaceptó, desde luego, lo que proporcionó a Ed-mund una magnífica oportunidad para obser-var cómo adelantaba con Fanny y qué margende confianza inmediata podía deducir para síde la actitud de ella; y fue tan poco, tan poquí-simo (toda eventualidad, toda probabilidadalentadora, se apoyaba tan sólo en su turbación;de no existir motivo alguno de esperanza en suconfusión, no cabria ponerla en nada más), quecasi estuvo dispuesto a maravillarse de la per-

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severancia de su amigo. Fanny lo merecía todo;la consideraba digna de cualquier extremo depaciencia y de todo esfuerzo mental; pero pen-só que él no se vería capaz de insistir cerca demujer alguna sin algo más para alentarle de loque pudo descubrir en los ojos de su prima.Puso su mejor voluntad en creer que Henryveía más claro que él; y ésta fue la conclusiónmás consoladora para su amigo a que pudollegar, una vez observado todo lo ocurrido an-tes, durante, y después de la comida.

Durante la velada se dieron algunas circuns-tancias que consideró más prometedoras.Cuando él y Crawford entraron en el salón,lady Bertram y Fanny estaban sentadas en si-lencio, dedicadas con tanta atención a la laborcomo si nada más hubiera de importancia en elmundo. Edmund no pudo menos de notar laprofunda calma que reinaba allí.

––No estuvimos tan calladas todo el rato ––replicó su madre––. Fanny estuvo leyendo paramí, y sólo dejó el libro cuando les oyó llegar.

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Y, en efecto, sobre la mesa había un libro queparecía acabado de cerrar: un tomo de Shakes-peare.

––A menudo me lee pasajes de esos libros ––agregó lady Bertram––; y estaba a la mitad deun magnífico parlamento de ese personaje...¿cómo se llama, Fanny?... cuando oímos suspasos.

Crawford tomó el volumen.––Concédame el placer de acabarle ese par-

lamento, señora ––dijo––; lo encontraré ense-guida.

Y abriendo con cuidado el libro, dejando quelas hojas siguieran su propia inclinación, loencontró... o se equivocó sólo en una o dos pá-ginas, acertando lo bastante para satisfacer alady Bertram, la cual aseguró, en cuanto le oyónombrar al cardenal Wolsey, que había dadocon el mismísimo parlamento en cuestión. Niuna mirada, ni un ofrecimiento de ayuda habíabrindado Fanny; ni pronunció una sílaba en proo en contra. Concentraba toda su atención en la

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labor. Parecía haberse propuesto no interesarsepor nada más. Pero la afición podía más en ella.No consiguió abstraer su mente ni cinco minu-tos; se vio empujada a escuchar. Henry leíamagistralmente, y a ella le gustaba en extremoescuchar a un buen lector. A lectores buenos, sinembargo, estaba ya acostumbrada a escuchar-los: su tío leía bien, sus primos todos... Ed-mund, muy bien; pero en el modo de leer deHenry Crawford había una variedad de maticesexcelentes, superior a lo que jamás había tenidoocasión de conocer. El Rey, la Reina, Bucking-ham, Wolsey, todos fueron desfilando por tur-no; pues con el más feliz acierto, con las mayo-res facultades para amoldarse y con la mayorintuición, siempre daba, a voluntad, con la me-jor escena o el menor parlamento de cada per-sonaje; y lo mismo si se trataba de dignidad uorgullo, ternura o remordimiento, o lo quehubiere que expresar, sabía hacerlo con idénticaperfección. Había auténtico dramatismo. Sumodo de actuar en escena enseñó primero a

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Fanny el placer que cabe hallar en una repre-sentación, y su modo de leer hacía que evocasetodo lo sentido al verle actuar; aunque acaso losaboreaba ahora con mayor delectación, por sercosa imprevista, al par que desprovista del malefecto que en ella solía producir el espectáculode Henry Crawford con María Bertram en el es-cenario.

Edmund observaba el progreso de su aten-ción, y era divertido y grato para él ver cómoFanny gradualmente descuidaba la labor que,al principio, parecía absorberla por entero; có-mo le iba resbalando de las manos mientraspermanecía inmóvil, inclinada sobre la misma;y, finalmente, cómo su mirada, que tan empe-ñada pareció en evitarle durante todo el día, sevolvía para fijarse en Crawford... para fijarse enél durante varios minutos, para fijarse en él, enfin, hasta que su atracción hizo volver la deHenry hacia ella, y el libro se cerró, y quedóroto el encanto. Entonces ella se recluyó otravez en sí misma, enrojeció y se puso a trabajar

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con tanto afán como antes; pero aquello fuesuficiente para dar ánimos a Edmund en cuan-to a las probabilidades de su amigo; y al darlecordialmente las gracias, creyó expresar tam-bién los íntimos sentimientos de Fanny.

––Esa debe de ser una de sus obras preferidas––dijo––; la lee como si la conociera muy bien.

––Creo que será mi preferida desde ahora ––replicó Crawford––; pero no recuerdo habertenido en las manos un tomo de Shakespearedesde antes de cumplir los quince años. Vi re-presentar una vez «Enrique VIII», o me hablóde ello alguien que lo había representado... Norecuerdo exactamente si fue esto o aquello. Pe-ro uno se familiariza con Shakespeare sin sabercómo. Forma parte de la naturaleza de todoinglés. Sus pensamientos y bellezas están tanesparcidos que uno los respira por doquier; seintima con él por instinto. No hay hombre conun poco de cerebro que se ponga a leer al azarun buen pasaje de cualquiera de sus obras sinentrar en el acto en la corriente de su significa-

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do.––Sin duda está uno familiarizado con Sha-

kespeare, hasta cierto punto ––dijo Edmund––,desde los tiernos años. Sus célebres pasajes loscita todo el mundo; se encuentran en la mitadde los libros que leemos, y todos hablamos a loShakespeare, empleamos sus símiles y defini-ciones; pero de esto a darle su exacto sentimien-to, como usted le dio, va mucha diferencia. Co-nocerle por fragmentos y frases sueltas es bas-tante corriente; conocer su obra de cabo a rabo,tal vez no sea nada extraordinario; pero leerlobien en voz alta denota un talento nada común.

––Caballero, me hace usted un gran honor ––fue la contestación de Henry, que acompañó deuna grave reverencia burlesca.

Ambos caballeros echaron una ojeada a Fan-ny, para ver si le arrancaban una palabra deelogio, aunque presintiendo ambos que no po-día ser. Su elogio estuvo en su atención; podíancontentarse con ello.

Lady Bertram expresó su admiración, y no a

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medias:––Realmente, me parecía estar en el teatro ––

dijo––. Lamento que mi esposo no estuvierapresente.

Crawford quedó en extremo complacido. SiLady Bertram, con toda su incompetencia ylanguidez, pudo sentir así, la inferencia de loque su sobrina, despierta e ilustrada, tuvo quesentir, era alentadora.

––Tiene usted grandes condiciones de actor,se lo aseguro, Mr. Crawford ––agregó lady Ber-tram, poco después––; y he de decirle que estoyconvencida de que, un día u otro, se arreglaráusted un teatro en su casa de Norfolk.

––¿De veras, lo cree usted? ––replicó él conpresteza––. No, no; eso no será nunca. Está us-ted completamente equivocada. ¡Nada de tea-tro en Everingham! ¡Oh, no!

Y miró a Fanny con expresiva sonrisa, queevidentemente quería significar: «Esa damanunca admitiría un teatro en Everingham».

Edmund lo vio todo, y vio a Fanny tan de-

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terminada a no verlo, como para darse perfectacuenta de que lo dicho por Henry bastaba paraque ella entendiera el exacto sentido de la pro-testa; y aquella rápida percepción de la galante-ría, aquella inmediata comprensión de lo insi-nuado, le pareció algo más bien favorable quenegativo.

La conversación se prolongó sobre el tema dela lectura en voz alta. Los dos jóvenes eran losúnicos que hablaban, de pie, junto a la chime-nea, comentando la comente, demasiado co-mente, falta de preparación; el total descuidode este aspecto en los sistemas ordinarios deenseñanza en las escuelas para niños; el consi-guientemente natural (aunque en algunos casoscasi innatural) grado de ignorancia y torpeza enciertos hombres, hasta en hombres sensibles einstruidos, al verse de pronto en la precisión deleer en voz alta, como había ocurrido en varioscasos que les eran conocidos; citando ejemplosde dislates y omisiones, analizando las causassecundarias, la falta de educación de la voz, de

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justeza en la entonación y la modulación, desutileza y discernimiento... debido todo a lacausa principal: la falta, desde un principio, deestudio y hábito. Y Fanny escuchaba de nuevocon gran interés.

––Hasta en mi carrera ––dijo Edmund, son-riendo–– ¡qué poco se estudia el arte de leer!¡Qué pocas veces se consigue un estilo claro yuna buena dicción! No obstante, más he de re-ferirme al pasado que al presente. Ahora existeun amplio espíritu de superación; pero entrelos que se ordenaron hace veinte, treinta o cua-renta años, en su mayoría, a juzgar por sus de-mostraciones, debían creer que leer era leer ypredicar era predicar. Ahora es distinto. Existeun criterio más justo sobre la cuestión. Se con-sidera que la claridad y la energía pueden pesaren la predicación de las verdades más sólidas;además, se ha generalizado el espíritu de ob-servación y el buen gusto, existe un juicio críti-co más difundido que antaño; en cada congre-gación ha aumentado la proporción de los que

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entienden un poco en la materia y están encondiciones de juzgar y criticar.

Edmund ya había practicado una vez el ser-vicio religioso desde su ordenación; y al quedaresto de manifiesto, le dirigió Crawford unaserie de preguntas relativas a sus impresiones ya su éxito; preguntas hechas, si bien con la vi-veza de un amistoso interés y una pronta curio-sidad, sin rasgo alguno de aquel espíritu zum-bón o tono de liviandad que Edmund sabía loofensivo que era para Fanny, de modo que lascontestó con sumo placer; y cuando Crawfordconsultó su opinión y dio la propia acerca delmodo más adecuado de recitar ciertos pasajesdel oficio, demostrando haber pensado antes enaquella cuestión, y haberlo hecho con discerni-miento, Edmund sintió una satisfacción muchomayor todavía. Este era el camino para llegar alcorazón de Fanny. A ella no se la conquistabacon todo lo que la galantería, la agudeza y elbuen humor juntos pudieran hacer; o, al menos,no sería posible conquistarla con todo eso tan

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pronto, sin apoyo de sentimiento y sensibili-dad, y seriedad en las cuestiones serias.

––Nuestra liturgia ––observó Crawford–– po-see bellezas que ni siquiera un estilo descuida-do, negligente, en la lectura puede destruir;pero contiene también redundancias y repeti-ciones que requieren una lectura correcta parano ser notadas. Por lo que a mí respecta, al me-nos, debo confesar que no siempre estoy loatento que debiera ––aquí dirigió una brevemirada a Fanny––, que de cada veinte veces,diecinueve me pongo a pensar en cómo tal ocual plegaria debería leerse, y me dan unosenormes deseos de leerla yo mismo. ¿Decíausted algo ––preguntó ansiosamente, acercán-dose a Fanny y suavizando la voz; y como ellacontestara negativamente, añadió––: ¿Está se-gura de que no dijo algo? Vi un movimiento ensus labios. Me figuré que acaso iba a decirmeque debería estar más atento, y no permitir quedivagara mi pensamiento. ¿No iba a decirmeesto?

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––No, desde luego; conoce usted muy bien suobligación para que yo... aun suponiendo...

Se interrumpió; notó que se metía en un em-brollo y no hubo manera de que añadiese otrapalabra, ni aun recurriendo a súplicas y esperasdurante varios minutos. Entonces él volvió acoger el hilo, prosiguiendo como si no hubieraexistido la dulce interrupción:

––Menos corriente es todavía escuchar unbuen sermón que una lectura de oraciones. Unsermón bueno en sí no es cosa rara. Más dificiles hablar bien que componer bien; es decir, lasreglas y trucos de la composición son a menudoobjeto de estudio. Un sermón absolutamentebueno, absolutamente bien dicho, es un verda-dero deleite para el espíritu. Nunca he podidoescuchar uno de esos sin el mayor respeto yadmiración, y sin sentirme más que medio de-cidido a ordenarme y predicar yo mismo. Hayalgo en la elocuencia del púlpito, cuando hayrealmente elocuencia, digno del más alto en-comio y honor. El predicador que sabe conmo-

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ver e impresionar a una masa de oyentes tanheterogénea, con tiempo y temas limitados, yagastados por su vulgarización; que sabe deciralgo nuevo o sorprendente, algo que cautive laatención, sin ofender el buen gusto ni herir lossentimientos de sus oyentes, es hombre al que,por sus públicas funciones, nunca podría unohonrar como se merece. A mí me gustaría sereste hombre.

Edmund se rió.––Sí, me gustaría. En mi vida he escuchado a

un predicador notable sin sentir una especie deenvidia. Pero yo necesitaría un auditorio deLondres. No podría predicar más que a genteeducada... a los que fueran capaces de apreciarmi peroración. Y no sé si me gustaría predicar amenudo; de cuando en cuando... tal vez una odos veces en la primavera, después de ser espe-rado con ansiedad seis domingos seguidos;pero no de modo constante. Si tuviera quehacerlo constantemente, no me resultaría.

Aquí, Fanny, que no podía menos de escu-

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char, agitó la cabeza involuntariamente, y en elacto se trasladó Crawford de nuevo a su ladopara rogarle que le explicara el significado desu ademán; y como Edmund se diera cuenta, alver que su amigo corría la silla para sentarsejunto a Fanny, de que iba a iniciarse un ataquea fondo, con empleo de bien escogidas miradasy palabras a media voz, se deslizó con todo eldisimulo posible hacia un rincón, les volvió laespalda y tomó un periódico, deseando since-ramente que la pequeña Fanny se dejara con-vencer y explicara su movimiento de cabeza asatisfacción del ardiente enamorado; y formal-mente se propuso ahogar todo rumor de laconversación bajo murmuraciones propiasacerca de anuncios varios, como: «Maravillosafinca en el Sur de Gales...» «A los Padres y Tu-tores...» y «Caballo de Caza perfectamente en-trenado». Fanny, entretanto, enojada consigomisma por no haber permanecido tan inmóvilcomo callada, y sintiendo en el alma ver lascombinaciones de Edmund, intentaba, con to-

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dos los recursos de su natural modesto y dulce,rechazar a Henry y esquivar sus miradas tantocomo sus preguntas; y él, imperturbable, insis-tía en las dos cosas.

––¿Qué significado tenía ese movimiento decabeza? ––preguntaba––. ¿Qué quería expresar?Su desaprobación, me temo. Pero, ¿de qué?¿Qué dije yo que pudiera desagradarle? ¿Lepareció que hablaba de ese tema impropia-mente, con ligereza o con irreverencia? Dígamesólo si fue así. Dígame al menos si estuve mal.Me gustaría rectificar. Vamos, vamos, se lo su-plico; deje por un momento la labor. ¿Qué sig-nificaba ese movimiento de cabeza?

En vano repetía ella una y otra vez:––Por favor, no insista usted... Por favor, Mr.

Crawford.Y en vano trataba de apartarse. Siempre en

voz baja, siempre con el mismo tono vehementey la misma proximidad, seguía él insistiendocon las mismas preguntas. La agitación y eldisgusto de Fanny eran cada vez mayores.

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––¿Cómo se atreve usted? ––dijo––. Llega us-ted a asombrarme... me sorprende que sea us-ted capaz...

––¿Se asombra usted? ––replicó él––. ¿Estásorprendida? ¿Hay algo en mi ruego que ustedno comprenda? Voy a explicarle enseguida to-do lo que hace que insista de ese modo, todo loque hace que me interese por cuanto usted hacee insinúa, y excita ahora mi curiosidad. Nopermitiré que su asombro dure mucho tiempo.

Aun a pesar suyo, Fanny no pudo evitar unamedia sonrisa; pero no dijo nada.

––Agitó usted la cabeza al confesar yo que nome gustaría comprometerme en las obligacio-nes de un clérigo para siempre, de un modoconstante. Sí, ésta fue la palabra: constante... Esuna palabra que no me asusta. La deletrearía, laleería, la escribiría ante quien fuese. No veonada alarmante en la palabra. ¿Cree usted quedeberia alarmarme?

––Tal vez ––dijo Fanny, hablando al fin poraburrimiento––, tal vez pensé que era una lás-

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tima que no se conociera usted siempre tanbien como pareció que se conocía en aquelmomento.

Crawford, encantado de haber conseguidoque hablase como fuera, se propuso mantenerel diálogo en pie; y la pobre Fanny, que habíaesperado hacerle caer con aquel reproche ex-tremo, vio con tristeza que se había equivoca-do, y que sólo habían pasado de un motivo decuriosidad y de un juego de palabras a otro.Henry siempre encontraba algo para suplicarque le fuera explicado. La ocasión era única. Nose le había presentado otra igual desde que laviera en el despacho de su tío; ninguna otra sele ofrecería antes de abandonar Mansfield. Quelady Bertram estuviera sentada al otro lado dela mesa era una bagatela, pues siempre se lapodía considerar medio dormida; y los anun-cios que leía Edmund seguían siendo de prime-ra utilidad.

––Bien ––dijo Crawford, al cabo de un con-junto de rápidas preguntas y forzadas contesta-

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ciones––, soy más feliz de lo que era, porqueahora entiendo con mayor claridad la opiniónque tiene de mí. Me considera usted incons-tante... que con facilidad cedo al último capri-cho; que fácilmente me entusiasmo... y fácil-mente abandono. Teniendo de mí esta opiniónno es extraño que... Pero, ya se verá. No es conprotestas como he de intentar convencerla deque es injusta conmigo; no es diciéndole queson firmes mis sentimientos. Mi conductahablará por mí... La ausencia, la distancia, eltiempo hablarán por mí. Ellos le demostraránque, en la medida que alguien pueda merecer-la, yo la merezco a usted. Es usted infinitamen-te superior a mis méritos; todo eso lo sé. Poseeusted cualidades que antes no había yo supues-to que existieran en tal grado en ninguna cria-tura humana. Tiene usted ciertos rasgos angéli-cos superiores a... no solamente superiores a loque uno ve, porque nunca se ven cosas así, sinosuperiores a lo que uno pudiera imaginar. Peroaun siendo así no temo. No es por igualdad de

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méritos por lo que cabe ganar su corazón. Nisiquiera se debe pensar en ello. Aquel que me-jor comprenda y honre sus virtudes, que la amecon más devoción, será quien más derecho ten-drá a ser correspondido. Sobre esta base seasienta mi confianza. Éste es el derecho que measiste para merecerla, y se lo demostraré; y laconozco demasiado bien para, una vez conven-cida de que mi afecto es tal cual ahora le decla-ro, no abrigar la más ardiente esperanza. Sí,querida, dulce Fanny. Bueno... ––viendo queella se echaba para atrás, incomodada––, per-dóneme. Tal vez no tenga aún derecho. Pero,¿de qué otro modo podré llamarla? ¿Suponeusted que la tengo de continuo presente en miimaginación con otro nombre: No; es en mi«Fanny» en quien pienso todo el día y sueñotoda la noche. Le ha conferido usted al nombreuna tal realidad de dulzura, que nada podríadescribirla a usted con tanta fidelidad.

Fanny apenas hubiera podido resistir allí sen-tada por más tiempo, cuando menos sin inten-

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tar escabullirse, a despecho de la oposición ex-cesivamente pública que preveía, de no haberllegado a sus oídos el rumor del socorro que seaproximaba, aquel rumor que hacía rato espe-raba y que, según a ella le parecía, se retrasabade un modo extraordinario.

La solemne procesión, encabezada por Bad-deley, de la mesa del té, el jarro y el servicio depasteles, hizo su aparición y la liberó de unpenoso cautiverio de cuerpo y espíritu. Craw-ford se vio obligado a apartarse. Fanny recobróla libertad, debía atarearse, estaba protegida.

A Edmund no le pesó verse de nuevo admiti-do entre los que podían hablar y oír. Pero, aun-que la conferencia le pareció muy larga y comoal mirar a Fanny, vio en ella más bien un ruborque enojo, se inclinó a creer que no pudo decir-se y escucharse tanto sin algún provecho parael orador.

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CAPÍTULO XXXV

Edmund había llegado a la conclusión de quecorrespondía por entero a Fanny decidir si en-tre ellos debía mencionarse su posición conrespecto a Crawford; y había resuelto que si nopartía de ella la iniciativa, nunca aludiría él alasunto. Pero al cabo de un par de días de mu-tua reserva, su padre le indujo a cambiar deidea y a probar la eficacia de su influencia afavor de su amigo.

La fecha, y una fecha muy próxima, se habíafijado ya para la partida de Crawford; y sirThomas pensó que no sería de más hacer otroesfuerzo en pro del enamorado antes de queabandonara Mansfield, de modo que todas susprofesiones y promesas de afecto inalterablescontaran con un mínimo de esperanza parasostenerse lo más posible.

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Sir Thomas sentía el más cordial anhelo deque el carácter de Mr. Crawford fuese perfectoen ese punto. Deseaba que fuese un modelo deconstancia, e imaginaba que el mejor medio deconseguirlo sería no someterlo a una pruebademasiado larga.

A Edmund no le costó dejarse convencer paraque interviniera en la cuestión: anhelaba cono-cer los sentimientos de Fanny. Ella solía consul-tarle en todas sus dificultades, y él la queríademasiado para resignarse a que le negara aho-ra su confianza. Esperaba serle útil, estaba se-guro de que le sería útil. ¿A quién más podíaella abrir su corazón? Aunque no necesitabaconsejo, sin duda necesitaría el consuelo de laconversación. Fanny se apartaba de él, silencio-sa y reservada; era un estado de cosas antinatu-ral... una situación que él había de forzar, pu-diendo además creer que esto era lo que ellamás ansiaba.

––Hablaré con ella, padre; aprovecharé laprimera oportunidad para hablarle a solas ––

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fue el resultado de tales consideraciones; y alinformarle sir Thomas de que precisamenteentonces estaba ella paseando sola por los ar-bustos, fue inmediatamente a su encuentro.

––He venido a pasear contigo, Fanny ––le di-jo––. ¿Me dejas? ––añadió, tomándola del bra-zo––. Hace mucho tiempo que no hemos dadojuntos un agradable paseo.

Fanny asintió más bien con la mirada que depalabra. Tenía el ánimo abatido.

––Pero, Fanny ––agregó él a continuación––,para que el paseo sea agradable, es preciso algomás que pisar juntos esta grava. Tienes quehablarme. Sé que algo te preocupa. Sé en quéestás pensando. No puedes suponer que noestoy enterado. ¿Es que todos me hablarán deello menos la propia Fanny?

Fanny, a la vez agitada y desalentada, replicó:––Si todos te hablaron ya de ello, nada queda-

rá que pueda contarte yo.––Respecto de los hechos, tal vez no; pero sí

de los sentimientos, Fanny. Nadie más que tú

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podría revelármelos. No pretendo obligarte, sinembargo. Si es que no lo deseas tú misma, ya heterminado. Imaginé que podía ser un aliviopara ti.

––Me temo que pensemos de modo demasia-do distinto para que yo encuentre aliviohablando de lo que siento.

––¿Supones que pensamos diferente? No locreo yo así. Me atrevería a decir que, si cotejá-ramos nuestros respectivos puntos de vista,resultarian tan coincidentes como en todo solí-an ser. Concretando: considero la proposiciónde Crawford como la más ventajosa y deseable,de poder tú corresponder a sus sentimientos;considero lo más natural que toda tu familiadesee que pudieras corresponder a los mismos;pero siendo así que no puedes, has hecho exac-tamente lo que debías al rechazarle. ¿Puedehaber ahí alguna discrepancia entre nosotros?

––¡Oh, no! Pero yo creía que me censurabas.Me imaginaba que estabas contra mí. ¡Qué granconsuelo!

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––Este consuelo pudiste tenerlo antes, Fanny,si lo hubieras buscado. Pero, ¿cómo pudistesuponer que estaba contra ti? ¿Cómo pudisteimaginar que fuese yo un defensor del matri-monio sin amor? Y aunque en general fuese undespreocupado respecto de esas cuestiones,¿cómo pudiste imaginarme así, siendo tu felici-dad la que estaba en juego?

––Tu padre me juzgó mal, y yo sabía que tehabía hablado.

––Hasta este momento, Fanny, creo que hashecho perfectamente bien. Puedo lamentarlo,puedo estar sorprendido... Aunque esto apenas,porque sé que no has tenido tiempo siquiera deenamorarte; pero considero que has hecho per-fectamente bien. ¿Es que cabe ponerlo en duda?Seria para nosotros ignominioso dudarlo. Tú nole amas; nada hubiese podido justificar que leaceptaras.

Habían pasado días y días sin que Fannyhallara un tan gran consuelo.

––Así de intachable ha sido tu conducta, y es-

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taban completamente equivocados los que de-seaban que obraras de otro modo. Pero el asun-to no termina aquí. No es el de Crawford unafecto comente; persevera con la esperanza decrear aquella estimación que antes no creó. Es-to, bien lo sabemos, tiene que ser obra deltiempo. Pero ––y aquí sonrió afectuosamente––,deja que triunfe al fin, Fanny..., deja que triunfeal fin. Has demostrado tu integridad y desinte-rés; demuestra ahora que eres agradecida ytierna de corazón. Entonces serás el modelo dela mujer perfecta, para lo cual creí que habíasnacido.

––¡Oh, nunca, nunca, nunca! ¡Jamás consegui-rá ese triunfo!

Y esto lo dijo ella con una vehemencia quedejó atónito a Edmund e hizo que se ruborizaraal acordarse de sí misma, cuando vio la sorpre-sa de su primo y le oyó replicar:

––Jamás! Fanny... ¡tan categórica y absoluta!Esto no parece propio de ti, de tu modo de serracional.

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––Quiero decir ––exclamó ella corrigiéndose,pesarosa–– que creo que nunca, hasta dondecabe prever lo futuro... creo que nunca corres-ponderé a su estimación.

––He de esperar mejores resultados. Me cons-ta más de lo que pueda constarle el propioCrawford, que el hombre que pretenda tu amor(estando tú debidamente enterada de sus inten-ciones), habrá de desarrollar una muy ardualabor, pues ahí están todos tus antiguos afectosy costumbres alineados en orden de batalla; yantes de que consiga ganar para sí tu corazón,tendrá que desprenderlo de los lazos que leunen a una serie de motivos circundantes, ani-mados e inanimados, que se han ido reforzan-do a lo largo de tantos años, y que, de momen-to, han de resistirse considerablemente a la solaidea de separación. Ya sé que la aprensión deverte obligada a abandonar Mansfield reforzarápor algún tiempo tu ánimo contra él. Hubiesepreferido que él no se sintiera obligado a decir-te lo que pretendía. Hubiera deseado que él te

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conociera tan bien como yo, Fanny. Dicho seaentre nosotros, creo que te habríamos ganado.Mis conocimientos teóricos y los suyos prácti-cos, aunados, no hubiesen podido fallar. Teníaél que ajustarse a mis planes. No obstante, deboesperar que el tiempo, al demostrar (como fir-memente creo que así será) que es digno de tipor lo invariable de su afecto, le dará su re-compensa. No puedo suponer que no tengas eldeseo de amarle: el deseo natural de la gratitud.Debes tener algún sentimientos por el estilo.Tienes que estar apenada por tu propia indife-rencia.

––Somos tan dispares ––dijo Fanny, eludien-do una respuesta directa––, somos tan dispares,tanto, en todas nuestras inclinaciones y cos-tumbres, que considero completamente impo-sible que juntos llegásemos nunca a ser ni si-quiera medianamente felices, aun cuando pu-diese quererle. Nunca existieron dos seres másopuestos. No tenemos un solo gusto en común.Seríamos desgraciados.

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Te equivocas, Fanny. La diferencia no es tangrande. Hasta os parecéis bastante. Vuestrosgustos coinciden en más de un caso. Tenéis losmismos gustos en moral y en literatura. Ambosposeéis un corazón ardiente y bondadosos sen-timientos; y, Fanny, quien le haya oído leer aShakespeare y te haya visto escucharle la otranoche, ¿creerá que no podéis ser el uno para elotro? Te olvidas de ti misma. Hay una marcadadiferencia en vuestros caracteres, lo admito: éles animado, tú eres seria; pero tanto mejor: suánimo sostendrá el tuyo. Es en ti natural dejarteabatir con facilidad e imaginar las dificultadesmayores de lo que son. Su jovialidad vendrá aneutralizar esa tendencia. Él no ve dificultadesen nada y su optimismo y alegría será un cons-tante soporte para ti. Que en este aspecto seáisdiferentes, Fanny, no pesa lo más mínimo co-ntra vuestras posibilidades de mutua felicidad.No te lo figures. Yo mismo estoy convencido deque es una circunstancia más bien favorable.Estoy persuadido de que es mejor que sean

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diferentes los caracteres; quiero decir, diferen-tes en la exteriorización del humor, en los hábi-tos, en la mayor o menor preferencia por re-unirse en sociedad, en la propensión a charlar oa estar callado, a estar serio o alegre. Ciertocontraste en este aspecto, de ello estoy plena-mente convencido, contribuye a la felicidadconyugal. Excluyo los extremos, desde luego; yuna coincidencia demasiado exacta en todosesos puntos sería el camino más seguro parallegar a un extremo. Una oposición, suave yconstante, es la mejor salvaguardia de los mo-dales y de la conducta.

Fácilmente pudo Fanny adivinar dónde teníaél puesto ahora su pensamiento. El poder deMary Crawford se manifestaba de nuevo contoda su pujanza. Edmund hablaba de ella consatisfacción desde su retomo al hogar. Aquellode esquivarla había terminado ya. Precisamenteel día anterior había comido en la rectoria.

Después de darle ocasión de que se entregaraa tal dulces pensamientos por unos minutos,

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Fanny, considerando que a ella correspondíahacerlo, volvió al tema de Mr. Crawford y dijo:

––No es sólo por su genio por lo que le consi-dero inadecuado para mí... aunque, en este as-pecto, creo que la diferencia que nos separa esdemasiado grande, y mas que demasiado. Sualegría me abruma con frecuencia. Pero hayalgo en él que repudio más aún. Debo decirte,Edmund, que no puedo aprobar su modo deser. No le tengo en buena consideración desdelos ensayos de la comedia. Entonces le vi com-portarse, según mi opinión, de un modo tanindecoroso y cruel (me permito hablar de elloahora, porque todo pasó)... tan incorrecto con elpobre Mr. Rushworth, sin que al parecer le im-portase ponerle en evidencia y ofenderle y de-dicando a mi prima María unas atencionesque... en una palabra, recibí entonces una im-presión que nunca se me borrará.

––Mi querida Fanny ––replicó Edmund, sinapenas escucharla hasta el final––, no quera-mos, ninguno de nosotros, que se nos juzgue

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por lo que parecíamos en aquel período de ge-neral locura. La época del teatro casero, es laépoca que con más aversión puedo recordar.María se portó mal, Crawford se portó mal,todos juntos nos portamos mal; pero nadie tan-to como yo. En comparación conmigo, todos losdemás tenían disculpa. Yo estuve haciendo elloco, teniendo abiertos los ojos.

––Como simple espectadora, acaso vi más yode lo que tú pudiste ver; y creo que Mr. Rush-worth estuvo a veces muy celoso.

––Muy posible. No es extraño. Nada podíaser más impropio que todo aquel tinglado. Mehorroriza pensar que María fuese capaz de se-cundarlo; pero si ello pudo presentarse, no de-be sorprendemos el resto.

––Tendría que estar yo muy equivocada si nofuese cierto que, antes de lo del teatro, creíaJulia que Mr. Crawford se dedicaba a ella.

––¿Julia! A alguien le oí decir que estabaenamorado de Julia; pero nunca pude ver nadade eso. Sin embargo, Fanny, aunque espero

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hacer justicia a las buenas cualidades de mishermanas considero muy posible que desearan,una o las dos, atraerse la admiración de Craw-ford, y que acaso mostrasen tal deseo de unmodo más ostensible de lo que era prudente.Recuerdo muy bien que tenían una marcadapredilección por su compañía; y viéndose asíalentado, un hombre como Crawford, gallardo,y puede que un poco irreflexivo, no es extrañoque llegase a... No pudo haber nada muy pro-fundo, pues está claro que él no llevaba ningu-na intención: su corazón estaba reservado parati. Y debo decirte que esto ha hecho que ganaramuchísimo en mi opinión. Es algo que le honragrandemente; demuestra la justa estima en quetiene la bendición de un hogar feliz y un puroafecto. Prueba que su tío no le ha echado a per-der. Prueba, en fin, que él es exactamente loque yo a menudo quería creer que era, y temíaque no fuese.

––Tengo la convicción de que no piensa comodebiera sobre cosas serias.

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––Di, mejor, que nunca ha pensado en cosasserias; creo que es éste el caso. ¿Cómo podríaser de otro modo, con tal educación y tal conse-jero? Teniendo en cuenta lo pernicioso del am-biente que respiraron, ¿no es maravilloso quesean como son? Estoy dispuesto a reconocerque, hasta aquí, Crawford se ha dejado guiar enexceso por sus sentimientos. Por fortuna, esossentimientos han sido, en general, buenos. Túaportarás el resto. Desde luego, no puede haberun hombre más afortunado que él al enamorar-se de semejante criatura..., de una mujer que,firme como una roca en sus principios, poseeuna suavidad de carácter tan ideal para reco-mendarlos. Ha sabido elegir su pareja, vayaque sí, pero tú harás de él lo que te propongas.

––¡No me comprometería a desempeñar se-mejante cargo! ––exclamó Fanny, con marcadoacento de inhibición––... ¡semejante cometidode tan alta responsabilidad!

––¡Cómo siempre, convencida de tu incapaci-dad para lo que sea! ¡Siempre imaginándolo

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todo demasiado importante para ti! Bien, si yono puedo persuadirte de que han de modificar-se tus sentimientos, confio que tú misma te per-suadirás. Sinceramente confieso mi anhelo deque lo consigas. No es poco el interés que tengoen los progresos de Crawford. Por estar tanligada a tu felicidad, Fanny, la suya reclamamis mejores votos. Ya ves que no puede serpequeño mi interés por la bienandanza deCrawford.

Demasiado bien lo veía Fanny para tener na-da que decir, y ambos siguieron paseando unascincuenta yardas, silenciosos y abstraídos. Ed-mund fue el primero en empezar de nuevo:

––Ayer quedé muy complacido al ver comoella hablaba de este asunto; quedé particular-mente complacido, porque no estaba seguro deque lo considerase todo bajo un punto de vistatan justo. Sabía que él estaba muy enamoradode ti, pero no obstante temía que ella no se to-mara como merece tu valía para que te quisierasu hermano, y que lamentase que él no se

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hubiera fijado con preferencia en una mujer deabolengo o fortuna. Temía que se manifestaraen ella la influencia de esas máximas mundanasque con demasiada frecuencia habrá escuchadoen su vida. Pero no fue así. Habló de ti, Fanny,como debía. Desea este enlace tan ardientemen-te como tu tío o como yo mismo. Estuvimoshablando de ello largamente. Yo no hubieramencionado el asunto, aunque ansiaba conocersus sentimientos; pero no llevaba aun cincominutos en la habitación cuando ella lo enfocócon aquella franqueza y aquella delicadeza quele son peculiares, con ese espíritu y esa sinceri-dad que en tan gran parte informan su mismoser. La señora Grant se rió de ella por su rapi-dez.

––Entonces... ¿estaba también presente la se-ñora Grant?

––Sí; cuando llegué a casa, encontré juntas alas dos hermanas; y una vez hubimos empeza-do, ya no dejamos de hablar de ti, Fanny, hastaque entraron Henry y el doctor Grant.

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––Hace más de una semana que no he visto aMary Crawford.

––Sí; y ella lo lamenta, aunque reconoce queacaso haya sido mejor. La verás, sin embargo,antes de que se vaya. Está muy enfadada conti-go, Fanny; debes estar preparada para eso. Elladice que está muy enfadada, pero ya puedesimaginar su enojo. Es el pesar y la desilusión deuna hermana que cree a su hermano con dere-cho a poseer cuanto pueda desear, desde elprimer instante. Está dolida, como tú lo estaríaspor William; pero te aprecia y te quiere de todocorazón.

––Ya me figuraba que estaría muy enfadadaconmigo.

––Queridísima Fanny ––dijo Edmund, estre-chando su brazo para atraerla hacia sí––, novaya a apenarte la idea de su enojo. Es un enfa-do más de palabra que de sentimiento. Su cora-zón se hizo para el amor y la ternura, no para elrencor. Me hubiese gustado que oyeras su tri-buto de alabanza; que hubieras podido ver la

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expresión de su rostro cuando dijo que tú debí-as ser la esposa de Henry. Observé que al nom-brarte decía siempre «Fanny», cosa que antesno solía hacer; y sonaba a fraternal cordialidad.

––Y la señora Grant... ¿qué decía?... ¿hablabatambién?... ¿estuvo allí todo el rato?

––Sí, se mostró completamente de acuerdocon su hermana. La sorpresa ante tu negativa,Fanny, parece que fue inmensa. Que pudierasrechazar a un hombre como Henry Crawford,parece que es más de lo que ellas pueden llegara comprender. Dije por ti cuanto pude; pero, laverdad, tal como ellas consideran el caso, debesdemostrarles que estás en tus cabales lo antesposible, mediante un cambio de actitud; nadamás conseguirá satisfacerlas. Pero esto es coac-cionarte. Ya he terminado; no te separes de mí.

––Yo hubiera creído ––dijo Fanny, cerrandouna pausa durante la cual se esforzó en concen-trarse––, que toda mujer tenía que admitir laposibilidad de que un hombre no fuese acepta-do, no fuese amado por otra mujer, por una al

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menos, por agradable que él sea para la genera-lidad. Aunque reúna todas las perfecciones delmundo, creo que no debería dejarse sentadocomo indudable que un hombre tiene que seraceptado por todas las mujeres que a él se leocurra querer. Pero, aun suponiéndolo así, con-cediendo a Mr. Crawford todos los derechosque sus hermanas le atribuyen, ¿cómo iba aestar yo preparada para acogerle con algúnsentimiento de correspondencia a los suyos?Me cogió de sorpresa. Yo no había sospechadoque su modo de portarse conmigo anteriormen-te tuviera algún significado; y es natural que yono me hiciera el propósito de quererle, sóloporque hacía de mí un caso de ociosa distrac-ción, al parecer, a falta de otra mejor. En talocasión hubiera sido el colmo de la vanidadhacerme ilusiones respecto de Mr. Crawford.Estoy segura de que sus hermanas, que tan altolo valoran, lo hubieran considerado así, supo-niendo que él nada les hubiera insinuado.¿Cómo podía entonces sentir... sentirme ena-

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morada de él en el instante en que me dijo queél lo estaba de mí? ¿Cómo iba yo a tener unafecto a su disposición, para el momento en queél lo requiriese? Sus hermanas deberían consi-derarme tan bien como a él. Cuanto más altossus merecimientos, tanto más impropio de míhaber pensado siquiera en él. Y... y... tenemosunas ideas muy distintas sobre la naturalezadel sexo femenino, si ellas pueden suponer auna mujer capaz de corresponder tan pronto aun afecto como el que éste parece implicar.

––Mi querida, queridísima Fanny: ahora co-nozco la verdad. Sé que es ésta la verdad; ymuy dignos de ti son estos sentimientos. Yaantes te los había atribuido. Pensé que sabíainterpretarte. Has dado ahora exactamente lamisma explicación que yo aventuré por ti antetu amiga y la señora Grant, y ambas quedaronmás satisfechas, aunque tu vehemente amiga seresistió un poco más a aceptarla debido a lafuerza de su cariño por Henry. Les dije que túeras la criatura humana en quien más domina-

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ba la costumbre y menos la novedad; y que elmismo carácter de novedad en la declaraciónde Crawford era desfavorable para él; que porser tan nueva y reciente no podía favorecerle;que tú no podías tolerar cosa alguna a la que noestuvieras acostumbrada... y otras muchas co-sas con el mismo propósito, a fin de darles unaidea de tu natural. Mary nos hizo reír con susplanes para estimular a su hermano. Sugirióque habría que inducirle a perseverar con laesperanza de verse amado algún día, y de con-seguir que sus declaraciones fueran acogidasmás favorablemente al cabo de unos diez añosde matrimonio feliz.

Fanny pudo con dificultad esbozar la sonrisaque aquí se esperaba de ella. Sus sentimientosestaban revueltos. Temía haber hecho mal,hablando demasiado, exagerando la cautelaque había considerado necesaria... Guardándo-se de un peligro para exponerse a otro. Y que lerepitieran las gracias de miss Crawford enaquel momento, y sobre aquel asunto, era un

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amargo agravante.Edmund vio fatiga y angustia en su rostro, y

en el acto resolvió abstenerse de toda insisten-cia y no volver a mencionar siquiera el nombrede Crawford, excepto en cuanto pudiera tenerrelación con lo que había de resultarle agrada-ble a ella. Basándose en este principio, dijo po-co después:

––Se marchan el lunes. Por lo tanto, puedestener la seguridad de que verás a tu amiga, bienmañana o el domingo. Realmente, se van ellunes; ¡y pensar que estuve en un tris de dejar-me convencer para quedarme en Lessingbyhasta ese mismo día! Casi lo había ya prometi-do. ¡Qué distinto hubiera sido todo! Esos cincoo seis días más en Lessingby, quizás los hubierasentido toda la vida.

––¿Tan a punto estuviste de quedarte allí?––Tanto. Me lo pedían con la más amable in-

sistencia, y casi había accedido. De haber reci-bido alguna carta de Mansfield informándomede cómo seguíais por aquí, creo que me hubiera

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quedado, en efecto; pero nada sabía de lo suce-dido aquí en el transcurso de una quincena, yme pareció que llevaba ya bastante tiempo au-sente.

––¿Lo pasaste bien allí?––Sí; es decir, fue por culpa de mi estado de

ánimo si no lo pasé mejor. Eran todos muyagradables. Dudo que ellos pensaran lo mismode mí. Llevaba dentro una especie de desazón,de la que no pude librarme hasta que me en-contré de nuevo en Mansfield.

––Y las hermanas Owen... ¿te resultaríanagradables, verdad?

––Sí, mucho. Son unas muchachas simpáticas,animadas, desprovistas de afectación. Pero yoya no sirvo, Fanny, para departir con chicascorrientes. Esas jovencitas, con toda su alegría ynaturalidad, no pueden resultarle a un hombreacostumbrado al trato de mujeres sensibles. Sondos modos distintos de ser. Tú y miss Crawfordhabéis conseguido que me vuelva demasiadoexigente.

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A pesar de todo, Fanny seguía aún abrumaday decaída; bien claro lo decía su aspecto. Erapreferible no prolongar la conversación; y en-tendiéndolo así, Edmund la condujo, con laafable autoridad de un guardián privilegiado,al interior de la casa.

CAPÍTULO XXXVI

Edmund creía haberse enterado de cuantoFanny pudiera contar, o dejar entrever, acercade sus sentimientos, y quedó satisfecho. Comoél había supuesto antes, Crawford había proce-dido con demasiada precipitación, y era precisodejar que el tiempo se encargara de que ella sefamiliarizase con la idea, primero, y le resultaradespués agradable. Tendría que acostumbrarse

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a considerar que Henry la amaba, y entonces yano estaría lejos de corresponderle con su afecto.

Dio a su padre esta opinión como resultadode la conversación sostenida, y recomendó quenada más le dijera a ella, que no se intentaracoaccionarla o persuadirla, sino que se dejaratodo a la asiduidad de Crawford y a la reacciónnatural de su propio espíritu.

Sir Thomas prometió que así lo haría. Le pa-reció justa la apreciación de Edmund en cuantoal ánimo de Fanny. Suponía que eran éstos lossentimientos de ella, pero consideraba comouna desgracia que los tuviera; porque, menosinclinado que su hijo a confiar en el futuro, nopodía evitar el temor de que si era preciso con-ceder a Fanny tanto tiempo para familiarizarse,no se decidiría a acoger favorablemente las de-claraciones del enamorado antes de que a éstese le acabasen los deseos de hacerlas. Nadapodía hacerse, sin embargo, sino aceptar así lascosas con resignación y esperar lo mejor.

La prometida visita de «su amiga», como

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Edmund llamaba a miss Crawford, representa-ba una tremenda amenaza para Fanny, y hacíaque viviera en un continuo terror. Como her-mana, tan parcial e irritada, y tan poco escru-pulosa en el hablar, y por otro lado tan triun-fante y segura... era por muchos conceptos unmotivo de angustiosa alarma. Su descontento,su agudeza y su felicidad era un conjunto es-pantoso que afrontar; y la confianza en queotras personas estarían presentes cuando seencontraran era el único consuelo para Fannyante aquella perspectiva. Se apartaba lo menosposible de lady Bertram, no se acercaba a sucuarto del este y no daba ningún paseo solitariopor los arbustos como precaución, para evitaruna súbita arremetida.

Lo consiguió. Se hallaba a seguro en el come-dor para los desayunos con su tía, cuando llegómiss Crawford. Pasado el primer susto, y vien-do que en la actitud y las palabras de Maryhabía una expresión mucho menos intencio-nada de lo que había esperado, Fanny empezó

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a concebir la esperanza de que no se vería en elcaso de tener que soportar nada peor que unamedia hora de moderada inquietud. Pero conesto esperaba demasiado. Miss Crawford noera una esclava de la oportunidad. Estaba deci-dida a hablar con Fanny a solas, y en conse-cuencia le dijo, sin esperar más que lo pruden-te, en voz baja:

––Necesito hablar unos minutos con usted,donde sea.

Palabras que Fanny sintió correr por todo sucuerpo, en todos sus pulsos y en todos sus ner-vios. Negarse era imposible. Sus hábitos depronta sumisión, por el contrario, la llevaron aponerse en pie casi en el acto y a guiarla fuerade la habitación. Lo hizo con profundo disgus-to, pero era inevitable.

Apenas llegaron al vestíbulo cesó toda con-tención por parte de Mary Crawford. Agitó lacabeza mirando a Fanny con sutil, aunque afec-tuosa, expresión de reproche, le cogió una ma-no y parecía dispuesta a empezar allí mismo,

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casi incapaz de poderlo evitar. Sin embargo,dijo tan solo:

––¡Perversa, más que perversa! No sé cuándoacabaré de reñirla.

Y tuvo discreción bastante para reservarse lodemás hasta que pudieran estar seguras entrecuatro paredes para ellas solas. Fanny, natu-ralmente, subió la escalera y condujo a su invi-tada hasta el aposento que ahora estaba siem-pre dispuesto confortablemente; no obstante,abrió la puerta con el corazón afligido, sintien-do que la esperaba una escena más angustiosaque cuantas habían tenido por testigo aquelmismo lugar. Pero el ataque que iba a desenca-denarse contra ella quedó al menos aplazado,gracias al súbito cambio de ideas en la mentede miss Crawford, gracias a la profunda impre-sión de su espíritu al encontrarse de nuevo enel cuarto del este.

––¡Ah! ––exclamó, con pronta animación––.¿Estoy otra vez aquí? ¡El cuarto del este! Sólouna vez había estado en esta habitación ––y

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después de una pausa para mirar en derredory, a lo que parecía, rehacer mentalmente lo quehabía pasado allí, añadió––: sólo una vez. ¿Lorecuerda? Vine para ensayar. Su primo vinotambién. Y ensayamos. Usted era nuestro pú-blico y nuestro apuntador. Fue un ensayo deli-cioso. Nunca lo olvidaré. Aquí estábamos, pre-cisamente en este lado de la habitación; aquíestaba su primo, aquí yo, aquí las sillas. ¡Ah!¿Por qué esas cosas no pueden durar siempre?

Afortunadamente para su compañera, no es-peraba contestación alguna. Tenía la mentetotalmente ocupada por sus propios recuerdos.Estaba entregada a un ensueño de dulces evo-caciones.

––¡La escena que ensayábamos era tan espe-cial! El tema de la misma tan... tan... ¿cómo di-ría yo? Él tenía que hacerme la descripción delmatrimonio y recomendármelo. Me parece ver-le ahora, procurando mostrarse tan formal ysosegado como corresponde a un Anhalt, a lolargo de sus dos extensos parlamentos. «Cuan-

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do dos corazones afines se encuentran en lavida matrimonial, puede llamarse al matrimo-nio vida feliz.» Me imagino que, por muchotiempo que pase, jamás se me borrará la impre-sión que guardo de sus miradas y su voz alpronunciar esas palabras. ¡Fue curioso, muycurioso, que nos correspondiera representarsemejante escena! Si yo tuviera la facultad depoder recordar una sola semana de mi existen-cia, sería esa semana, la semana de los ensayos,la que recordaría. Diga usted lo que quiera,Fanny, habría de ser esa, pues nunca, en ningu-na otra, conocí una felicidad tan exquisita. ¡Vercomo llegaba a doblegarse su firme voluntad!¡Fue algo tan delicioso que ni se puede expre-sar! Pero, ¡ah!, al finalizar aquella tarde se aca-bó todo. Con la noche llegó su tío, en malahora. ¡Pobre sir Thomas! ¿quién tenía deseos deverte?... Ahora bien, Fanny, no se imagine queme propongo hablar irrespetuosamente de sirThomas, aunque es verdad que le odié por es-pacio de bastantes semanas. No, ahora le hago

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justicia. Es exactamente cual debe ser el jefe deuna familia como ésta. Nada, con toda sinceri-dad, que ahora creo que les quiero a todos.

Y habiendo dicho esto, con un grado de ter-nura y convicción como Fanny nunca habíavisto en ella, y que ahora le pareció muy deco-roso, se apartó un momento para serenarse.

––Me ha dado un pequeño arrebato al entraren este cuarto, como habrá notado ––dijo a con-tinuación, sonriendo con travesura––, pero yapasó. De modo que lo mejor será que nos sen-temos y charlemos amigablemente; pues parareñirla, Fanny, que es a lo que vine con decidi-da intención, no tengo valor cuando llega elmomento ––y abrazándola efusivamente, aña-dió––: ¡Mi buena y dulce Fanny! Cuando pien-so que la veo por última vez hasta no sé cuán-do, me siento totalmente incapaz de hacer nadamás que quererla.

Fanny se emocionó. No había previsto nadade aquello, y sus sentimientos raras veces podí-an resistir la melancólica influencia de la pala-

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bra «última». Se puso a llorar como si quisiera aMary más de lo que en realidad podía; y ésta,más suavizada aún al verla tan impresionada,se apoyó en ella con ternura y dijo:

––Me resulta odioso tener que dejarla. Dondevoy, no he de encontrar a nadie que sea ni lamitad de afectuoso. ¿Quién dice que no sere-mos hermanas? Yo sé que lo seremos. Sientoque hemos nacido para ser familia; y estas lá-grimas me convencen de que lo siente usted asítambién, Fanny.

Fanny salió de su marasmo y, contestando só-lo en parte, dijo:

––Pero si usted sólo va de un grupo de ami-gos a otro. Se instalará en la casa de una amigamuy íntima.

––Sí, muy cierto, la señora Fraser ha sido miíntima amiga durante años. Pero no siento losmenores deseos de estar con ella. Sólo puedopensar en los amigos que dejo..., en mi excelen-te hermana, en usted y en los Bertram en gene-ral. Hay entre ustedes mucho más corazón del

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que una suele encontrar por esos mundos. Aquíme dan todos la impresión de que se puedeconfiar en ustedes, cosa que, en el trato corrien-te, es totalmente desconocida. Preferiria haberconvenido con la señora Fraser que no iría a sucasa hasta después de Pascua, época muchomejor para el caso; pero ahora ya no puedosaltarme el compromiso. Y cuando la deje a ellahe de ir a casa de su hermana, lady Stomaway,porque más bien era ésta, de las dos, mi amigaíntima; pero no me he ocupado mucho de ellaen estos tres años últimos.

Después de este discurso, las dos muchachaspermanecieron silenciosas por espacio de unosminutos, dejándose llevar de sus respectivospensamientos..., meditando Fanny sobre lasdistintas clases de amistad, Mary sobre algo detendencia filosófica. Ésta fue la primera enromper el silencio:

––¡Qué perfectamente recuerdo mi decisiónde buscarla aquí arriba, dispuesta a dar con elcuarto del Este, sin tener la menor idea de dón-

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de pudiera hallarse! ¡Qué bien recuerdo lo queiba pensando al venir, y el momento en queasomé la cabeza y la vi a usted aquí, sentada aesta mesa trabajando, y después el asombro desu primo cuando abrió la puerta y se encontróaquí conmigo! No diga, que ocurrírsele a su tíovolver precisamente aquella tarde... jamás huboen mi vida unos días como aquellos!

De nuevo se abandonó a un breve arrebato deabstracción; cuando, sacudiéndolo de pronto,de este modo acometió a su compañera:

––Vamos, Fanny; la veo a usted en un com-pleto arrobamiento... pensando, espero, en al-guien que siempre piensa en usted. ¡Oh, si pu-diera llevármela por algún tiempo a nuestrocírculo de Londres, para que se diera cuenta dela impresión que causa allí su poder sobre Hen-ry! ¡Oh, las envidias y rencores de tantas y tan-tas docenas de fracasadas...; el asombro, la in-credulidad que habrá de suscitar la noticia delo que usted ha conseguido! Porque, quede estoen secreto. Henry es como el héroe de un ro-

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mance antiguo y llega a gloriarse de sus cade-nas. Tendría que venir a Londres para saberapreciar su conquista. ¡Si viera cómo le cortejan,y cómo a mí me cortejan por él! En realidad, sémuy bien que en casa de la señora Fraser no medispensarán una acogida ni la mitad de caluro-sa, a consecuencia de los propósitos de mi her-mano. Cuando sepa la verdad, lo más probablees que desee que me vuelva a Northamptons-hire. Porque el marido de mi amiga, Mr. Fraser,tiene una hija, de su primera esposa, que es yamayor y está rabiosa por casarse, y quería pes-car a Henry. ¡Oh!, ha intentado conseguirlo portodos los medios. Permaneciendo aquí, inocen-te y tranquila, no puede tener idea de la sensa-ción que va usted a causar, de la curiosidad quehabrá por verla, del sinfin de preguntas quehabré de contestar. La pobre Margaret Fraserme acosará sin cesar, interesándose por susojos, y sus dientes, y la forma de su peinado, yquién le hace el calzado. Preferiría que Marga-ret se hubiera casado, para bien de mi pobre

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amiga; pues considero a los Fraser tan desgra-ciados, poco más o menos, como la mayoría delos matrimonios. Y, no obstante, fue un partidomagnífico para Janet. Todos estábamos encan-tados. No podía hacer otra cosa que aceptarle,pues él era rico y ella no tenía nada; pero elhombre se muestra cada día más malhumoradoy exigente, y quiere que una mujer joven, unalinda y joven mujer de veinticinco años, sea tanseria como él. Y mi amiga no sabe manejarlobien; parece que no sabe cómo encauzar lascosas para vivir lo mejor posible. Y hay entreellos un espíritu de encono que, para no deciralgo peor, es prueba de muy mala educación.En aquella casa recordaré con respeto los hábi-tos conyugales de la rectoría de Mansfield. Has-ta el doctor Grant muestra una absoluta con-fianza en mi hermana y tiene en cierta conside-ración sus puntos de vista, lo que hace que unanote que hay un mutuo afecto; pero entre losFraser no verá nada de eso. Mi corazón queda-rá en Mansfield para siempre, Fanny. Mi propia

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hermana como esposa, sir Thomas Bertramcomo marido, son mis modelos de perfección.La pobre Janet se engañó lamentablemente; y,sin embargo, no es que obrase a la ligera; no seprecipitó al matrimonio irreflexivamente; nohubo falta de previsión. Se tomó tres días parareflexionar, y durante esos tres días pidió con-sejo a todos los parientes cuya opinión valierala pena, y acudió en especial a mi difunta tía,cuyo conocimiento del mundo hacía que sucriterio fuese justamente reconocido por toda lagente joven relacionada con ella; y mi tía deci-dió a favor de la boda. Así es que parece que nohay nada que pueda asegurar una agradablevida matrimonial. Tanto no puedo decir respec-to de mi amiga Flora, que dio calabazas a unestupendo muchacho en el Blues, para unirse aese horrendo de lord Stornaway, que tiene pocomás o menos, Fanny, la inteligencia de Mr.Rushworth, pero mucho peor aspecto y la índo-le de un tunante. Yo tuve mis dudas entoncesen cuanto a lo acertado de su elección, pues él

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no tiene siquiera el aire de un gentleman; peroahora estoy segura de que se equivocó. A pro-pósito Flora Ross se moría por Henry el primerinvierno que apareció en sociedad. Pero si fueraa enumerarle todas las mujeres que yo sé que sehan enamorado de él, no acabaría nunca. Sólousted, nada más usted, insensible Fanny, escapaz de pensar en él con una especie de indi-ferencia. ¿Pero es, en realidad, tan insensiblecomo se muestra? No, no, ya veo que no.

Era, en efecto, tan intenso el rubor que enaquellos momentos cubría el rostro de Fanny,como para convertir en certidumbre la sospe-cha de una mente predispuesta.

––¡Excelente criatura! No quiero atormentar-la. Todo seguirá su curso. Pero, querida Fanny,debe usted reconocer que no estaba tan despre-venida cuando se le planteó la cuestión como sefigura su primo. A la fuerza tuvo que dar cabi-da a algunos pensamientos acerca de ello, aalgunas suposiciones en cuanto a lo que pudie-ra ser. Forzosamente había de notar que él tra-

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taba de complacerla dedicándole cuantas aten-ciones podía. ¿No estuvo, en el baile, por enteroconsagrado a usted? Y aun antes del baile: ¡lagargantilla! ¡Oh!, la recibió usted apreciando susignificado, tan a sabiendas como pudiera de-searlo un corazón, lo recuerdo perfectamente.

––¿Quiere usted decir, entonces, que su her-mano sabía de antemano lo de la gargantilla?¡Oh, miss Crawford! Eso no fue leal.

––¡Sí lo sabía! Todo fue obra suya, idea suya.Me avergüenza decir que a mí no se me habíaocurrido; pero me encantó intervenir a pro-puesta suya, en beneficio de los dos.

––No diré ––replicó Fanny–– que no sintieraalgún temor en aquella ocasión, pues noté algoen su mirada que me asustó; pero no al princi-pio. Nada sospeché al principio... nada, en ab-soluto. Es esto tan cierto como que ahora estoysentada aquí. Y de haberlo sospechado, nadahubiese podido inducirme a aceptar el presen-te. En cuanto al comportamiento de su herma-no, en efecto, noté algo especial. Lo venía no-

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tando desde hacía poco tiempo, quizá dos otres semanas; pero consideré que no significabanada; interpreté simplemente que era su modohabitual, y estaba tan lejos de suponer como dedesear que se hiciera algún pensamiento seriocon relación a mí. Yo no fui, miss Crawford,una observadora poco atenta de lo que ocurríaentre él y cierta persona de esta familia, duran-te el verano y el otoño pasados. Estuve callada,pero no ciega. Y pude ver que Mr. Crawford sepermitía galanterías que no significaban nada.

––¡Ah! No puede negarlo. Se ha entregado devez en cuando a lamentables devaneos, impor-tándole muy poco el estrago que puede causaren los corazones femeninos. Muchas veces le hereñido por ello; pero es su único defecto. Y hede decir que muy pocas jovencitas merecen quesus sentimientos sean tenidos en cuenta. Porotra parte, Fanny, ¡qué gloria la de tener cauti-vo al hombre a quien tantas niñas casaderashan lanzado el anzuelo, la de tenerlo una en supoder para ajustarle todas las cuentas contraí-

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das con nuestro sexo! ¡Oh!, estoy segura de queno cabe en la idiosincrasia femenina rechazarsemejante triunfo.

Fanny meneó la cabeza.––No puedo considerar bien a un hombre que

juega con los sentimientos de cualquier mujer;con ello se causan a menudo sufrimientos ma-yores de que lo pueda suponer un observadorcircunstancial.

––No le defiendo: lo dejo por entero a mercedde usted; y cuando él la tenga en Everingham,no me importa que le predique tanto comoquiera. Pero una cosa debe tener en cuenta: quesu defecto, eso de gustarle que las chicas seenamoren un poco de él, no es ni la mitad depeligroso para la felicidad de una mujer queuna propensión a enamorarse él mismo, cosa ala que nunca tuvo afición. Y creo, seriamente yde verdad, que ha quedado prendado de ustedcomo nunca lo estuvo de ninguna; que la quierecon todo su corazón. Si hubo alguna vez unhombre que amase para siempre a una mujer,

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creo que a Henry le ocurrirá lo mismo con us-ted.

Fanny no pudo evitar una débil sonrisa, peronada quiso decir.

––No recuerdo haber visto nunca a Henry tanfeliz ––prosiguió Mary–– como cuando huboconseguido el ascenso de su hermano.

Con esto acababa de lanzar un certero ataquesobre los sentimientos de Fanny.

––¡Ah, sí! ¡Qué amable, qué amabilidad la su-ya!

––Me consta que hubo de poner en ello ungran empeño, porque sé cuáles eran las piezasque tenía que mover. Al almirante le disgustatener que molestarse y le irrita que le pidanfavores; y hay tantas peticiones de muchachosque atender, que de no intervenir una amistady una energía muy decididas nada se consigue.¡Qué feliz debe sentirse William! ¡Si pudiéra-mos verle!

El ánimo de Fanny se vio arrastrado al másangustioso de sus cambiantes estados. El re-

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cuerdo de lo que hizo en favor de William erasiempre el más poderoso obstáculo para todadecisión contra Mr. Crawford; y quedó medi-tando sobre ello hasta que Mary, que se habíalimitado, primero, a contemplarla con satisfac-ción y, después, a murmurar algo sin especialinterés, reclamó de pronto su atención dicien-do:

––Me pasaría aquí el día sentada charlandocon usted, pero no debemos olvidar a las seño-ras de abajo; de modo que, adiós, mi querida,mi dilecta, mi excelente Fanny, pues aunquenominalmente nos separemos en el salón, aquídebo despedirme de usted en particular. Y medespido, anhelando una feliz reunión y con-fiando que, cuando volvamos a encontramos,será en unas circunstancias que permitan anuestros corazones abrirse sin un resto de re-serva.

Un efusivo, muy efusivo, abrazo y cierta afec-tación en el acento acompañaron estas palabras.

––Veré pronto a su primo en la capital; él dice

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que irá sin tardar mucho; y creo que sir Thomastambién, en el curso de la primavera; y a suprimo mayor, y a los Rushworath, y a Julia es-toy segura de que les veré una y otra vez; atodos, menos a usted. Dos favores he de pedir-le, Fanny: uno, la correspondencia. Tiene queescribirme, y el otro, que visite con frecuencia ami hermana y la consuele de que me haya mar-chado.

El primero, al menos, de esos favores, hubierapreferido Fanny que no se lo pidieran; pero leera imposible rehusar la correspondencia; hastale era imposible no acceder con más prontitudde lo que su propio criterio le aconsejaba. Nocabía resistencia ante un afecto tan manifiesto.Su natural estaba especialmente dotado paraapreciar un trato cariñoso; y por haberlo recibi-do hasta entonces en pocas veces, tanto más laimpresionaba el de miss Crawford. Además,sentía por ella gratitud por haber hecho deaquel tête-à-tête algo mucho menos penoso de loque sus temores le habían pronosticado.

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Había pasado ya, y ella había escapado sinreproche y sin pesquisas. Su secreto seguíasiendo suyo; y mientras fuese así, se veía capazde resignarse a casi todo lo demás.

Por la tarde hubo otra despedida. HenryCrawford acudió y estuvo un rato con ellos; ycomo el estado de ánimo de Fanny no fuerapreviamente el más tenso, por unos momentosse enterneció su corazón al verle allí, pues enrealidad parecía sufrir. Muy distinto a su habi-tual modo de ser, apenas dijo nada. Era eviden-te que se sentía abrumado; y Fanny tuvo queapiadarse de él, aunque con la esperanza deque no volviera hasta que fuera el marido deotra mujer.

Cuando llegó el momento del adiós, si él lehubiera cogido la mano, ella no se hubiera ne-gado; sin embargo, nada dijo Henry, o nadaque ella pudiera oír; y cuando hubo salido de lahabitación, quedó ella más contenta de queaquel rasgo de amistad no se hubiera manifes-tado.

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Al día siguiente, los Crawford se habían au-sentado de Mansfield.

CAPÍTULO XXXVII

Una vez ausente Mr. Crawford, el primer ob-jetivo de sir Thomas fue que se le echara demenos; y concibió éste grandes esperanzas deque su sobrina encontrase un vacío en la pérdi-da de aquellas atenciones que antes había con-siderado, o imaginado, como un mal. Ahorasabía lo que era tener importancia, lo había gus-tado en la forma más halagadora; y él esperabaque la pérdida de aquella admiración, el hun-dirse otra vez en la nada, despertaría en el espí-ritu de Fanny unas muy saludables añoranzas.La observaba con esta idea, pero apenas podía

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decir con qué provecho. Dificil se le hacía apre-ciar si había en su ánimo alguna mutación. Eraella siempre tan dulce y reservada que susemociones escapaban de sir Thomas. No lacomprendía; de ello se daba perfecta cuenta. Ypor tanto acudió a Edmund para saber hastaqué punto la afectaba la actual situación y si eramás o menos feliz que antes.

Edmund no apreciaba en ella síntoma algunode pesar, y consideró a su padre un tanto irra-zonable por suponer que tres o cuatro días bas-tasen para ello.

Lo que principalmente sorprendía a Edmundera que su prima no echara de menos, de unmodo más evidente, a la hermana de Henry, ala compañera y amiga que tanto había signifi-cado para ella. Le extrañaba que Fanny hablaratan poco de ella y tan poco tuviera que decir,espontáneamente, en cuanto a su pena por laseparación.

¡Ay! Aquella hermana, aquella amiga y com-pañera, era el principal tormento contra su

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tranquilidad. Si ella hubiera podido considerarel destino de Mary tan desligado de Mansfieldcomo estaba decidida a que lo fuera el de suhermano; si le hubiera cabido la esperanza deque ella tardaría en volver tanto como muyinclinada estaba a creer que tardaría Henry, sele hubiera aligerado el corazón, sin duda. Perocuanto más recordaba y observaba, tanto másprofundo era su convencimiento de que todoseguía ahora un curso más favorable que nuncapara el casamiento de Edmund con miss Craw-ford. Por parte de él la inclinación era más fuer-te; por la de ella, menos equívoca. Los prejui-cios, los escrúpulos de Edmund basados en suintegridad, parecían todos desechados..., nadiepodía saber cómo; y las dudas y vacilaciones deMary, motivadas por su ambición, se habíanigualmente superado, y también sin razón apa-rente. Sólo cabía imputarlo a un creciente afec-to. Los buenos sentimientos de él y los malos deella se rendían al amor, y este amor tendría queunirlos. Él iría a Londres en cuanto dejara re-

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suelto algún asunto relativo a Thornton La-cey..., quizá dentro de unos días. Hablaba de suviaje, le gustaba comentarlo; y una vez se re-uniera con ella... Fanny no podía dudar delresto. La aceptación por parte de Mary era tansegura como la declaración de Edmund; y, noobstante, prevalecían en aquélla unos princi-pios deplorables que hacían el proyecto penosí-simo para Fanny, independientemente (ellacreía que independientemente) de sus propiossentimientos.

En la misma conversación sostenida última-mente entre ambas, miss Crawford, a pesar deciertas demostraciones de ternura y de su mu-cha amabilidad personal, siguió siendo missCrawford, siguió mostrando una mente extra-viada, y aturdida, y sin sospechar en absolutoque fuese así; ofuscada, y figurándose que irra-diaba luz. Podía amar a Edmund, pero no lemerecía por ningún otro sentimiento. Fannyapenas creía que pudiera unirles un segundosentimiento afin; y los sabios más experimenta-

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dos la perdonarían por considerar la posibili-dad de un futuro mejoramiento de miss Craw-ford como una esperanza casi inútil, por creerque si la influencia de Edmund, en aquella épo-ca de enamoramiento, de tan poco había servi-do para desembrollar su juicio y centrar susideas, acabaría él por rendirse y agotar toda suvalía al lado de aquella esposa, en unos años dematrimonio.

La experiencia hubiese previsto algo mejorpara cualquier pareja de las mismas circunstan-cias, y la imparcialidad no hubiera negado enmiss Crawford la participación de esa naturale-za común a todas las mujeres que habría dellevarla a adoptar, como propias, las opinionesdel hombre que ella quería y respetaba. Perocomo aquélla era la convicción de Fanny, mu-cho sufría por tal motivo y nunca podía hablarsin pena de miss Crawford.

Sir Thomas, entretanto, seguía con sus espe-ranzas y sus observaciones, considerándosetodavía con derecho, dado su conocimiento de

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la naturaleza humana, a esperar que se le mani-festara el efecto de la pérdida de influjo e im-portancia en el ánimo de su sobrina, y que laspasadas atenciones del enamorado produjeranen ella un regusto, un deseo de volver a gozar-las; mas, poco después, hubo que resignarse ano tener de momento una visión completa yexacta de todo ello, ante la perspectiva de otravisita, cuya sola presencia había él de conside-rar que bastaría para sostener los ánimos quetenía bajo observación. William había obtenidoun permiso de diez días, que dedicaría a Nort-hamptonshire, y allí se dirigía, convertido en elmás feliz de los tenientes por ser su ascenso elmás reciente, para mostrar su felicidad y des-cribir su uniforme.

Llegó; y le hubiera encantado exhibir el uni-forme allí también, de no haberle impedido lascrueles ordenanzas usarlo fuera del servicio. Demodo que el uniforme se quedó en Portsmouth,y Edmund conjeturó que antes de que Fannytuviera ocasión de verlo, toda su lozanía, y toda

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la lozanía de la ilusión de su poseedor, sehabría marchitado. Se habría convertido ensímbolo afrentoso; porque, ¿qué puede habermás impropio o indigno que el uniforme de unteniente que lleva de teniente uno o dos años, yve que otros ascienden a capitán antes que él?Así razonaba Edmund, hasta que su padre lehizo confidente de un proyecto que permitíaconsiderar la probabilidad de que Fanny vieraal segundo teniente del «H. M. S. Thrush» en laplenitud de su gloria.

El proyecto consistía en que ella acompañasea su hermano a la vuelta de éste a Portsmouth ypasara algún tiempo con sus familiares. Se lehabía ocurrido a sir Thomas en una de sus gra-ves meditaciones, como una providencia justa ydeseable; pero, antes de decidirse por completo,consultó a su hijo. Edmund lo consideró portodos lados, y no vio en ello sino un total acier-to. La cosa era buena en sí, y no podía ser másoportuno el momento; además, no cabía dudade que sería en extremo agradable para Fanny.

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Esto bastó para que se determinara sir Thomas;y un decisivo: «Pues así se hará» cerró aquellaetapa de la cuestión. Sir Thomas quedó no pocosatisfecho, previendo unos beneficios aparte yademás de lo hablado con su hijo; pues su mó-vil principal al prepararle aquel viaje tenía muypoco que ver con la conveniencia de que ellaviera a sus padres otra vez, y nada en absolutocon la idea de procurarle una dicha. Deseaba,ciertamente, que fuera con gusto, pero no me-nos ciertamente deseaba que llegara a estarfrancamente hastiada de su hogar antes de darpor terminada allí su estancia; que un poco deabstinencia de los refinamientos y lujos deMansfield Park la llevase a penar más cuerda-mente y la inclinara a justipreciar el valor deaquel otro hogar más estable, e igualmenteamable para ella, que se le había ofrecido.

Era un plan curativo para el entendimientode su sobrina, que él debía considerar actual-mente enfermo. Una permanencia de ocho onueve años en los lares de la riqueza y la abun-

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dancia habían desequilibrado algo su facultadde juzgar y comparar. La casa de su padre, contoda probabilidad, le enseñaría a apreciar elvalor de una buena renta; y confiaba hacer deella la mujer mas sensata y feliz para toda lavida mediante el experimento ideado.

De haber sido Fanny nada más que un pocoaficionada a los raptos, le hubiera dado unomuy fuerte cuando vino en conocimiento delproyecto; al ver que su tío le brindaba la oca-sión de visitar a sus padres y hermanos, de losque había permanecido alejada casi la mitad desu vida; la ocasión de volver por un par de me-ses al escenario de su infancia, con Williamcomo protector y compañero de viaje, y la se-guridad de continuar al lado de su hermanohasta el último instante de su permanencia entierra. De no poder evitar alguna vez una ex-plosión de júbilo, ésta tenía que producirse enaquella ocasión, pues era inmenso su gozo; pe-ro era la suya una clase de felicidad reposada,profunda, íntima; y aun sin pecar nunca de

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habladora, más se inclinaba todavía a callarcuando sentía con más fuerza. De momentopudo sólo agradecer y aceptar. Después, fami-liarizada ya con la alegre visión tan de repenteabierta ante sus ojos pudo hablar más amplia-mente a William y a Edmund de lo que sentíapero quedaban aún tiernas emociones que eraimposible vestir con palabras. El recuerdo desus antiguos goces y de lo que había sufrido alverse arrancada de los mismos volvió a ella conrenovada fuerza, y le parecía como si la vueltaal hogar paterno fuera a remediar cuantas pe-nas habían desde entonces atormentado su vi-da, aparte de la separación. Verse de nuevo enel centro de aquel círculo, querida de todos, yhasta más querida por todos de lo que fuerajamás; sentir cariño sin temor ni limitación;sentirse igual a los que la rodeasen; verse librede cualquier alusión a los Crawford, estar asalvo de cualquier mirada que pudiera ella su-poner un reproche a propósito de los mismos...Era éste un proyecto para ser saboreado con

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una intensidad que sólo a medias podía traslu-cirse.

Y Edmund, además... Pasar dos meses alejadade él (y tal vez le permitiesen prolongar hastatres meses la ausencia), tenía que ser para ellaun gran bien. Con tierra por medio, sin el ase-dio de sus miradas y de sus bondades, a salvode la perpetua tortura de estar leyendo en sucorazón y de esforzarse en evitar sus confiden-cias, estaría en mejores condiciones para razo-nar más sensatamente; sería capaz de imaginár-selo en Londres, arreglando allí todas sus cosas,sin sentirse tan desgraciada. Lo que en Mans-field hubiera sido duro de soportar, iba a con-vertirse en Portsmouth en una pena leve.

La única rémora estaba en la duda de si tíaBertram se conformaría a quedarse sin ella. Anadie más era Fanny imprescindible; pero sutía acaso la echara de menos hasta tal punto,que no quería ni pensarlo. Y esta parte de lacuestión fue, en efecto, la más dificil de resolverpor sir Thomas; y la que sólo él, y nadie más,

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hubiese podido solventar.Pero él era quien mandaba en Mansfield

Park. Cuando de veras había tomado una deci-sión sobre cualquier medida a adoptar, conse-guía siempre llevarla a efecto; también ahora,abundando en palabras sobre el tema, expli-cando y subrayando el deber que tenía Fannyde ver a su familia alguna vez, indujo a su mu-jer a que la dejara ir..., consiguiéndolo, no obs-tante, más por sumisión que por convicción;pues, fuera de que sir Thomas consideraba queFanny debía ir, y por lo tanto tenía que ir, demuy poco más llegó a convencerse lady Bei-tiam. En la plácida soledad de su trasalcoba, enel curso de sus imparciales meditaciones, sin lacoacción de los aturdidores argumentos de sumarido, no podía reconocer la necesidad de queFanny fuese para nada cerca de un padre y unamadre que tanto tiempo habían podido pasarsin aquella hija, cuando ella tanto la necesitaba.Y en cuanto a no echarla de menos, que duran-te la discusión del caso con tía Norris fue el

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caballo de batalla, se opuso lady Bertram fir-memente a admitir tal cosa.

Sir Thomas había apelado a su razón, a suconciencia, a su dignidad. Lo calificó de sacrifi-cio, y como tal lo pidió a su bondad y abnega-ción. Pero tía Norris quería persuadirla de quese podía muy bien prescindir de Fanny (estan-do ella dispuesta a dedicar a su hermana todoel tiempo que fuera preciso) y, en fin, de que nopodía en realidad necesitarla o echarla de me-nos.

––Puede que sea así ––se limitó a responderlady Bertram––, y hasta diría que tienes mucharazón; pero yo estoy segura de que voy a echar-la mucho de menos.

El paso siguiente fue ponerse en comunica-ción con Portsmouth. Fanny escribió ofreciendosu visita; y la contestación de su madre, aunquebreve, fue tan cariñosa (en pocas líneas expre-saba una tan espontánea y maternal alegríaante la perspectiva de volver a ver a su hija)que confirmó en Fanny todas sus previsiones

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de felicidad a su lado, y la convenció de queencontraría ahora a una tierna y cariñosa amigaen la «mamá» que, por cierto, antes nuncahabía mostrado por ella una muy notable dilec-ción pero fácilmente podía suponer que estohabía sido culpa suya o fruto de su imagina-ción. Probablemente se había hecho extraña asu amor con la debilidad y displicencia de sucarácter medroso, o había sido inmoderada aldesear una participación de cariño mayor de laque a una sola podía corresponder, entre tan-tos. Ahora, que había aprendido a hacerse útil ya reprimirse mejor, y que su madre no estaríaya tan ocupada en las incesantes tareas de unacasa llena de criaturas, habría tiempo y gustopara toda grata sensación, y ambas serían pron-to lo que madre e hija deben ser, una para conotra.

El plan hizo a William casi tan feliz como a suhermana. Para él sería el mayor placer tenerla asu lado hasta el momento de embarcar, y acasola encontraría aún allí al regreso de su primer

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crucero. Además, tenía grandes deseos de en-señarle el «Thrush» antes de que la nave aban-donara el puerto. Era el «Thrush», realmente, lamejor corbeta en servicio. También en el arsenalse habían introducido varias mejoras que de-seaba mostrarle.

No tuvo escrúpulos en añadir que tener aFanny una temporada en casa sería una granventaja para todos.

––No sé a qué será debido ––prosiguió––, pe-ro en casa parece que hace falta alguien quetenga el esmero y el orden que tú pones en to-das las cosas. La casa está siempre revuelta. Túharás que las cosas vayan mejor, estoy seguro.Le dirás a nuestra madre cómo debería estartodo, y serás útil a Susana, y enseñarás a Bet-sey, y harás que los muchachos te quieran y teobedezcan. ¡Qué bien y qué acogedor quedarátodo!

Cuando llegó la contestación de la señora Pri-ce, vieron que les quedaban ya muy pocos díasde permanencia en Mansfield; y parte de uno

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de estos días lo pasaron nuestros jóvenes viaje-ros llenos de alarma a propósito del viaje, por-que cuando llegó el momento de hablar delmodo de realizarlo, y tía Norris vio que toda suansiedad por ahorrar el dinero de su cuñadoera en vano y que, a pesar de sus deseos e insi-nuaciones en favor de un medio de transportemenos caro por tratarse de Fanny, lo efectuarí-an en silla de posta; cuando vio que sir Thomasentregaba, en efecto, unos billetes de banco aWilliam para tal fin, se le ocurrió la idea de queen el carruaje habría sitio para una tercera per-sona, y sintió de pronto unos fuertes deseos deir con ellos... de acompañarles y visitar a supobre y querida hermana, la señora Price. Dio aconocer sus pensamientos: «tenía que decir»que estaba más que medio decidida a partir consus sobrinos; que seria para ella una gran satis-facción; que no había visto a su pobre y queridahermana desde hacía más de veinte años; queseria un descanso para los dos hermanos lacompañía de una persona respetable y de expe-

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riencia durante el viaje ; y que no podía menosde pensar que su pobre y querida hermana laconsideraría muy poco amable si no aprove-chaba aquella oportunidad para ir a verla.

William y Fanny quedaron horrorizados antesemejante idea.

Todo el encanto de su encantador viaje que-daba deshecho en un momento. Se miraron conmutua expresión de pesar. Un par de horasduró la incertidumbre. Nadie intervino paraanimarla ni para disuadirla. Dejaron a tía No-rris que resolviera por sí misma. La cosa acabó,para inmensa satisfacción de sobrino y sobrina,al recordar que no era posible prescindir de ellaen Mansfield Park en aquellos momentos; queera ella demasiado necesaria a sir Thomas y alady Bertram para cargar con la responsabili-dad de dejarlos, ni que fuera una sola semana,y por lo tanto debía sacrificar, desde luego,cualquier otro placer al de serles útil.

En realidad, se le había ocurrido que, aunquenada le costaría el viaje hasta Portsmouth, difí-

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cilmente podría evitarse los gastos de vuelta.De modo que dejó a su pobre y querida herma-na abandonada al desencanto de ver que elladesaprovechaba semejante oportunidad, y asíempezaron, acaso, otros veinte años de separa-ción.

Los planes de Edmund se vieron alteradospor este viaje a Portsmouth, esa ausencia deFanny. También él tuvo que sacrificarse porMansfield Park, tanto como su tía. Según loproyectado debía encontrarse, por aquellasfechas, camino de Londres; pero no podía dejara sus padres precisamente cuando los demásseres que mayor consuelo y alegría podían dar-les estaban todos ausentes; y con pesar, sentidopero no manifestado, aplazó por una o dos se-manas el viaje que había preparado con la espe-ranza de que fijaría para siempre su felicidad.

Habló de ello a Fanny. Le dijo que sabía tantoya, que debía saberlo todo. Fue, en substancia,otro discurso confidencial acerca de miss Craw-ford; y a Fanny le dolió tanto más porque se

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daba cuenta de que era la última vez que elnombre de miss Crawford se mencionaba entrelos dos con algún resto de libertad. Aun otravez le hizo Edmund alusión a ella. Lady Ber-tram había estado diciendo a su sobrina, a úl-tima hora de la tarde, que le escribiera pronto ya menudo, prometiéndole que ella le corres-pondería puntualmente; y Edmund, en el mo-mento oportuno, añadió en un susurro:

––Y también yo te escribiré, Fanny, cuandotenga algo digno de contarte..., algo que su-pongo te gustará saber, y de lo que sin duda note gustaría enterarte tan pronto por otro con-ducto.

Si Fanny hubiese podido dudar del significa-do de aquellas palabras mientras le escuchaba,la viva ilusión que observó en su rostro al le-vantar la mirada hubiera desvanecido todaduda.

Debía armarse de valor para cuando llegaseaquella carta. ¡Que una carta de Edmund tuvie-ra que ser motivo de terror! Empezó a darse

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cuenta de que no había pasado aún por todoslos cambios de opinión y sentimiento que eltranscurso del tiempo y la variación de circuns-tancias ocasionan en este mundo los cambios.Las vicisitudes del espíritu humano no se habí-an agotado todavía en ella.

¡Pobre Fanny! Aun partiendo con gusto e ilu-sión, sus últimas horas en Mansfield Park tení-an que acarrearle infelicidad. Había en su cora-zón mucha tristeza al despedirse. Tuvo lágri-mas para cada una de las habitaciones de lacasa, y muchas más para cada uno de sus que-ridos moradores. No sabía arrancarse del ladode su tía, porque le constaba que iba a echarlade menos; besó la mano de su tío con mal re-primidos sollozos, porque le había disgustado;y en cuanto a Edmund, no pudo ella hablar, nimirar, ni pensar, cuando a él se dirigió por úl-timo; y no fue hasta después que todo hubopasado, cuando se dio cuenta de que él acababade darle el cariñoso adiós de un hermano.

Todo esto sucedió la noche anterior a la par-

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tida, pues el viaje debía emprenderse muytemprano a la mañana siguiente; y cuando losintegrantes del pequeño círculo familiar, aundisminuido, se reunieron en tomo a la mesa deldesayuno, de William y de Fanny se habló yacomo suponiéndoles al término de la primeraetapa.

CAPÍTULO XXXVIII

La novedad del viaje y la felicidad de estarjunto a William no tardaron en producir el na-tural efecto en el ánimo de Fanny, en cuantoMansfield Park hubo quedado atrás; y al térmi-no de la primera etapa, cuando tuvieron queabandonar el carruaje de sir Thomas, pudo elladespedirse del viejo cochero y encargarle los

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pertinentes saludos con serena cordialidad.La agradable conversación entre hermano y

hermana era sostenida sin solución de conti-nuidad. Cualquier cosa era motivo de diversiónpara el radiante espíritu de William, que poníade manifiesto su júbilo y buen humor en losintervalos de sus conversaciones sobre temasmás elevados, las cuales acababan siempre,cuando no empezaban, con alabanzas al«Thrush», haciendo conjeturas sobre el posibledestino que se le daría, planeando alguna ac-ción victoriosa contra una fuerza superior quele daría ocasión, suponiendo «eliminado» alprimer teniente (y aquí William se mostrabamuy poco compasivo respecto del primer te-niente), le daría ocasión, decíamos, de adelantarotro paso en su carrera lo antes posible; o espe-culando sobre las partes que le corresponderíandel botón, que generosamente distribuiría entrelos suyos, reservando sólo lo necesario parahacer cómoda y acogedora la pequeña villadonde pasaría con Fanny la edad madura hasta

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los últimos días de su vida.Las cuestiones más inmediatas a Fanny, en

cuanto se relacionaba con Mr. Crawford, nointervinieron para nada en la conversación.William sabía lo ocurrido y de corazón lamen-taba que los sentimientos de su hermana hubie-ran de ser tan fríos para el hombre a quien éldebía considerar el primero de los genioshumanos; pero estaba en la edad en que antetodo cuenta el amor y no podía, por tanto, cen-surarla; y conociendo sus deseos al respecto, noquería afligirla con la más ligera alusión.

Ella tenía motivos para creer que Henry no lahabía olvidado aún. Repetidas veces había reci-bido noticias de su hermana durante las tressemanas transcurridas hasta que abandonaronMansfield, y todas las cartas contenían unaslíneas escritas por él, vehementes y decididascomo sus palabras. Era una correspondenciaque a Fanny le resultaba tan desagradable co-mo había temido. El estilo de Mary, vivo y afec-tuoso, era un mal de por sí, aun aparte de lo

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que Fanny se veía obligada a leer, salido de lapluma del hermano, pues Edmund no sosegabahasta que ella le leía en voz alta lo esencial decada escrito; y después tenía que escuchar lasadmiraciones que él prodigaba al lenguaje deMary y a la intensidad de sus afectos. Había, enrealidad, tanto de mensaje, de alusión, de remi-niscencia... tanto de Mansfield en todas las car-tas, que Fanny no podía menos de suponer queestaban escritas a propósito para que Edmundse enterase del contenido; y verse en el caso detener que prestarse a aquellos fines, forzada asostener una correspondencia que le traía lasgalanterías del hombre a quien no amaba y laobligaba a fomentar la pasión adversa delhombre amado, era una cruel mortificación.También en este aspecto le prometía algunaventaja su desplazamiento. Al no hallarse yabajo el mismo techo que Edmund, confiaba quemiss Crawford no tendría para escribirle moti-vo de fuerza suficiente que la compensara de lamolestia, y que una vez en Portsmouth, la co-

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rrespondencia iría menguando hasta extinguir-se.

Haciéndose tales reflexiones, entre otras mil,Fanny proseguía su viaje felizmente y con satis-facción, y con toda la rapidez que racionalmen-te podía esperarse en el fangoso mes de febrero.Atravesaron Oxford, pero sólo pudo echar unaojeada fugaz al colegio de Edmund, y no hicie-ron alto hasta llegar a Newbury, donde unaapetitosa comida, unido almuerzo y cena, coro-nó las satisfacciones y fatigas de la jornada.

El nuevo día les vio partir a hora temprana; ysin percances ni demoras fueron avanzandocon regularidad y alcanzaron los alrededoresde Portsmouth cuando en el cielo había aúnbastante luz para que Fanny, mirando en torno,pudiera maravillarse de los nuevos edificios.Cruzaron el puente levadizo y penetraron en laciudad; y empezaba tan sólo a obscurecercuando, a indicaciones de la potente voz deWilliam, se internó el vehículo con su traqueteopor una estrecha calle, partiendo de High

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Street, para detenerse a la puerta de una mo-desta casa, actual domicilio de Mr. Price.

Fanny estaba llena de emoción e inquietud,de esperanza y recelo. Al momento de detener-se el coche, una sirvienta de aspecto astroso,que al parecer les esperaba en la puerta, se ade-lantó más dispuesta a facilitar noticias queayuda y enseguida empezó a decir.

––El «Thrush» ha salido del puerto, señorito,y uno de los oficiales estuvo aquí para...

Fue interrumpida por un muchacho alto ydelgado, de once años, que salió disparado delinterior de la casa, empujó a la muchacha a unlado y, mientras William cuidaba de abrir élmismo la portezuela, gritó:

––¡Llegas justo a tiempo! Llevamos mediahora esperándote. El «Thrush» salió del puertoesta mañana. Yo lo vi. Fue un espectáculo mag-nífico. Y creen que recibirá orden de zarpardentro de un día o dos. Mr. Campbell estuvoaquí a las cuatro y preguntó por ti. Tiene en elmuelle uno de los botes del «Thrush» para vol-

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ver al barco a las seis, y dijo que esperaba quellegarías a tiempo para ir con él.

Un par de miradas a Fanny, mientras Williamla ayudaba a apearse, fue toda la espontáneaatención que le dedicó este hermanito; pero nose opuso a que ella le diera un beso, aunquecontinuaba por entero entregado a la detalladadescripción de la salida del «Thrush» fuera delpuerto, cosa por la cual tenía un muy legítimoderecho a interesarse, pues en aquella nave ibaa empezar, entonces precisamente, su carrerade marino.

Un instante después, Fanny se encontró en elestrecho zaguán de la casa y en los brazos de sumadre, que salió a su encuentro con expresiónde auténtico cariño en su rostro, cuyas faccio-nes le eran a Fanny tanto más queridas porcuanto le recordaban las de tía Bertram; y allíacudieron también dos hermanas: Susan, unalinda muchacha de catorce años, de bonito de-sarrollo, y Betsey, la más joven de la familia, deunos cinco años; ambas contentas a su modo,

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de ver a Fanny, aunque sin la ventaja de unosmodales para recibirla. Pero no eran modales loque Fanny buscaba. Con tal que la quisieran sedaría por satisfecha.

Acto seguido fue introducida en una salita,tan pequeña, que su primera impresión fue quese trataba de un cuarto de paso para otro mejor,y aguardó un momento a que la invitaran aseguir; pero al ver que no había otra puerta yobservar algunos detalles indicativos de queallí estaba el salón, centró su pensamiento, serecriminó a sí misma y se dolió de que los otroshubieran podido sospechar algo en aquel senti-do. Su madre, no obstante, no estaba ya junto aella para tener ocasión de sospechar nada.Había vuelto a la puerta de la calle para dar labienvenida a William.

––¡Oh, mi querido William! ¡Cuánto me ale-gra verte! Pero, ¿sabes lo del «Thrush»? Salió yadel puerto, tres días antes de lo que podíamosllegar a imaginar; y no sé qué voy a hacer conlas cosas de tu hermano Sam. Es imposible de-

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jarlas listas a tiempo; pues acaso llegue mañanala orden de zarpar. Me ha cogido totalmentedesprevenida. Y tú, además, tienes que ir ense-guida a Spithead. Campbell estuvo aquí, llenode inquietud al ver que no comparecías; ¿y quévamos a hacer, ahora? Yo que me había prome-tido una velada tan agradable junto a vosotros,y ahora, de pronto, todo se me viene encima.

Su hijo contestó jovialmente que los contra-tiempos sirven siempre para conseguir despuésalgo mejor, y le quitó importancia al inconve-niente que para él representaba verse obligadoa marchar tan pronto, con tanta precipitación.

––Desde luego, hubiese preferido que el«Thrush» permaneciera en el puerto, a fin depoder pasar unas horas agradables en vuestracompañía; pero siendo así que hay un bote enel muelle, mejor será que me vaya enseguida,ya que no hay más remedio. ¿Hacia qué lado deSpithead se encuentra el «Thrush»? «Junto al«Canopus»? Pero no importa. Fanny está en lasalita; ¿por qué hemos de permanecer nosotros

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en el corredor? Vamos, madre; apenas ha vistoaún a su querida Fanny.

Ambos entraron; y la señora Price, despuésde besar otra vez a su hija cariñosamente yhacer algún comentario acerca de lo crecida queestaba, con solicitud muy natural empezó acondolerse de las fatigas y necesidades de losdos viajeros.

––¡Pobres hijos míos! ¡Qué cansados debéisestar! Y ahora, ¿qué vais a tomar? Empezaba acreer que no ibais a llegar nunca. Hacía mediahora que Betsey y yo estábamos pendientes devuestra llegada. ¿Llevaréis muchas horas sinhaber probado nada? ¿Y qué quisierais tomarahora? Yo no sabía si preferiríais algo de carne,o tan sólo una taza de té, después del viaje; delo contrario hubiese tenido algo preparado. Yahora temo que Campbell vuelva antes de quehaya tiempo de asar una tajada, y no tenemosninguna carnicería cerca. Es muy incómodo notener una carnicería en la misma calle. Estába-mos mucho mejor situados en la otra casa. Tal

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vez os apetezca un poco de té en cuanto estélisto.

Ambos declararon que lo preferirían a cual-quier otra cosa.

––Entonces, Betsey, querida, corre a la cocinay mira si Rebecca ha puesto el agua; y dile quetraiga los cacharros para el té en cuanto pueda.Me gustaría tener arreglada la campanilla; peroBetsey es una pequeña mensajera que siemprese tiene a mano.

Betsey fue a cumplir el encargo con gran dili-gencia, orgullosa de mostrar sus habilidadesante su nueva y distinguida hermana.

––¡Dios mío! ––prosiguió la ansiosa madre––.¡Vaya fuego triste tenemos! Y diría que estáislos dos muertos de frío. Acerca más tu silla,querida. No sé en qué estaría pensando Rebec-ca. Estoy segura de haberle dicho que trajeraalgo de carbón, hace media hora. Susan, tú de-bías cuidar del fuego.

––Yo estaba arriba, mamá, trasladando miscosas ––replicó Susan, empleando un tono

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atrevido, de inhibición, que sobrecogió a Fan-ny––. Usted misma acaba de decirme que mihermana Fanny y yo ocuparíamos la otra habi-tación; y no pude conseguir que Rebecca meprestase la menor ayuda.

Ruidos diversos impidieron que se alargara ladiscusión. En primer lugar, entró el cocheroreclamando que se le abonara el importe delviaje; después, hubo una disputa entre Sam yRebecca sobre la forma de subir al piso el baúlde Fanny, que él quería manejar a su antojo; y,por último, entró Mr. Price, que fue precedidode su potente voz al lanzar cierta exclamaciónde la familia de los ternos para apartar a pun-tapiés, en el corredor, el maletín de su hijo y lasombrerera de su hija, y reclamar una vela. Na-die, sin embargo, le procuró la vela y él entróen la salita a continuación.

Fanny, con alguna vacilación, se había puestoen pie para ir a su encuentro, pero volvió a sen-tarse al notar que él no la distinguía en la obs-curidad ni pensaba en ella. Estrechando afec-

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tuosamente la mano de su hijo, y hablando convehemencia, empezó en el acto Mr. Price sudiscurso:

––¡Ah! Bienvenido, muchacho. Celebro vertede nuevo. ¿Sabes las noticias? El «Thrush» saliódel puerto esta mañana. La cosa va en serio, yalo ves. ¡Voto a D..., llegas a punto crudo! Estuvoaquí el doctor, preguntando por ti: un bote leaguarda en el muelle y marchará a Spithead aeso de las seis, de modo que lo mejor será quevayas con él. Estuve en casa de Turner por lodel matalotaje; todo quedará arreglado. No meextraña que mañana se recibiera la orden dezarpar; pero es imposible navegar con esteviento, si habéis de hacer rumbo al oeste; y elcapitán Walsh cree, precisamente, que tomaréisesta dirección, junto con el «Elephant». ¡Voto aD..., ojalá podáis! Pero el viejo Scholey me decíaahora mismo que, según su parecer, primero oshartan acompañar al «Texel». Bueno, bueno:estamos dispuestos a lo que sea. Pero, ¡voto aD..., te has perdido un maravilloso espectáculo

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al no estar aquí esta mañana para ver al«Thrush» salir del puerto! Yo no me lo hubieradejado perder ni por mil libras. El viejo Scholeyvino corriendo a la hora del desayuno paradecir que había soltado amarras y empezaba adeslizarse. Yo pegué un brinco y dando sólo unpar de zancadas me planté en el muelle. Si ja-más existió una perfecta belleza flotante, ésta esel «Thrush»; y allí está, fondeando en Spithead,y no se encontraría un inglés que no lo tomasepor uno de los veintiocho. Esta tarde me pasédos horas contemplándolo desde el terraplén.Está junto al «Endymion», entre éste y el«Cleopatra», precisamente hacia el este de lachata de arbolar.

––¡Ah! ––exclamó William––, ahí, ni más nimenos, es donde yo lo hubiera emplazado. Esel mejor amarradero de Spithead. Pero tenemosaquí a Fanny, padre ––añadió, conduciéndolehacia donde ella se encontraba––; está esto tanoscuro que no la has visto siquiera.

Reconociendo que se había olvidado por

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completo de ella, Mr. Price saludó entonces a suhija; y después que le hubo dado un cordialabrazo, después de observar que se había hechouna mujer y que pronto necesitaría marido,pareció muy inclinado a olvidarla de nuevo.

Fanny volvió a sentarse, profundamente afli-gida por el lenguaje de su padre y por lo espiri-tuoso de su aliento; y él siguió hablando tansólo a su hijo, y tan sólo del «Thrush», a pesarde que William, no obstante lo mucho que leinteresaba el tema, intentó varias veces hacerlepensar en Fanny, en su larga ausencia y en sulargo viaje.

Después de permanecer todavía algún tiempoa obscuras, llegó una vela; pero, como el té noapareciera aún, según los partes que Betseytraía de la cocina, no había muchas esperanzasde verlo aparecer antes de una considerableespera, William decidió ir a cambiarse de traje yhacer los preparativos necesarios para embar-car, lo que le permitiría tomar después el té contranquilidad.

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Al salir él de la habitación, dos muchachos decara sonrosada, sucios y andrajosos, de unosocho y nueve años de edad, entraron atropella-damente. Acababan de regresar de la escuela yvenían impacientes por ver a su hermana ycontar que el «Thrush» había salido del puerto.Eran Tom y Charles. Charles había nacido des-pués de la partida de Fanny, pero de Tom habíacuidado a menudo, ayudando a su madre, yahora sentía un placer particular al volverlo aver. A los dos besó muy tiernamente, pero aTom quería retenerlo junto a ella para recons-truir las facciones del bebé amado y parahablarle de su preferencia infantil por ella. Sinembargo, Tom no estaba dispuesto a soportartal tratamiento. Llegaba a casa, no para estarquietecito y prestarse a que le hablaran, sinopara correr y hacer ruido; pronto se soltaron deFanny los dos muchachos y se pusieron a jugaren la entrada de la salita, dando portazos hastaque a ella le dolió la cabeza.

Ahora había visto ya a todos los que habita-

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ban la casa. Quedaban aún dos hermanos entreella y Susan, uno de los cuales era escribientede una oficina pública en Londres y el otroguardiamarina a bordo de un buque que hacíael comercio con la India. Pero si bien había vis-to a todos los miembros de la familia, aún nohabía oído todo el ruido que eran capaces dehacer. En el transcurso de otro cuarto de horapudo escuchar bastantes más. William no tardóen llamar a su madre y a Rebecca desde el des-cansillo del segundo piso. Estaba apurado por-que no encontraba algo que había dejado allí.Se había extraviado una llave, Betsey fue acu-sada de haber cogido su sombrero nuevo, y sehabían olvidado por completo de la ligera, peroesencial, reforma que le habían prometidohacer en el corpiño de su uniforme.

La señora Price, Rebecca, Betsey... todas su-bieron para defenderse, hablando todas a lavez, pero Rebecca más alto que ninguna; y lacosa hubo de arreglarse, lo mejor posible, contoda precipitación, mientras William trataba en

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vano de mandar abajo de nuevo a Betsey o deimpedir, al menos que estorbase donde estaba.Todo esto, como estaban abiertas casi todas laspuertas de la casa, se oía muy bien desde lasalita, excepto cuando lo sofocaba, a intervalos,el ruido más fuerte que hacían Sam, Tom yCharles persiguiéndose arriba y abajo por lasescaleras, revolcándose y soltando gritos.

Fanny estaba aturdida. Lo reducido de la casay el poco grueso de las paredes le acercabantanto el ruido que, añadido a la fatiga del viajey a sus recientes impresiones, se le hacía pocomenos que insoportable. Dentro de la salita, sinembargo, había aún bastante tranquilidad, pueshabiendo desaparecido Susan con los demás,sólo quedaron allí Fanny y su padre; y éste sacóel periódico, préstamo habitual de un vecino,para enfrascarse en su lectura sin acordarse, alparecer, que ella existiera. Sostenía la única veladisponible entre él y el periódico, prescindien-do en absoluto de que ella pudiera necesitaralguna luz; pero Fanny no tenía nada que hacer

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y se alegraba de tener aquella pantalla ante sudolorida cabeza, mientras permanecía allí sen-tada, triste y dolorida, en angustiosa contem-plación.

Ya estaba en su casa. Pero, ¡ay!, no era aquelel hogar, no era aquella la acogida que... Se re-primió; no era razonable... ¿Qué derecho tenía arepresentar algo importante para su familia?Ninguno..., ¡hacía tanto tiempo que se habíaalejado! Los asuntos de William eran lo prime-ro; siempre había sido así, y ella le reconocíatodos los derechos. Sin embargo... ¡haberle di-cho o preguntado tan poco acerca de ella! ¡Nohacerle siquiera una pregunta interesándosepor Mansfield! Le daba pena que se olvidarande Mansfield; de los amigos que tanto habíanhecho... ¡de sus caros, carísimos amigos! Peroallí, un solo tema lo absorbía todo. Acaso debíaser así. El destino del «Thrush» tal vez justifica-ba ahora un interés preeminente. En un par dedías se vería la diferencia. A la corbeta debíaecharse la culpa. No obstante, pensó que en

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Mansfield no hubiera sido así. No; en casa de tutío se hubiera tenido en consideración el mo-mento y el tiempo oportunos, se hubiera man-tenido el tema dentro de sus justos límites, conuna moderación, una propiedad y una atenciónpara cada cual, al revés de lo que allí ocurría.

La única interrupción que sufrieron esos pen-samientos en el curso de casi media hora, sedebió a un súbito estallido de su padre, no muya propósito para sosegarlos. Al alcanzar losgritos y porrazos en el pasillo una intensidadmás extremada que de ordinario, exclamó:

––¡El diablo se lleve a esos perrillos! ¡Quémanera de cantar! ¡Hay que ver, y Sam gritamás que todos juntos! Este muchacho tienecondiciones para contramaestre. ¡Eh... a ver,tú... Sam! Para este silbato si no quieres quevaya por ti.

Esta amenaza fue tan palpablemente despre-ciada que, si bien antes de que transcurrierancinco minutos los tres muchachos irrumpieronjuntos en la salita y se sentaron, Fanny sólo

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pudo atribuirlo a que por el momento estabanen extremo cansados, como parecían indicarsus rostros encendidos y jadeantes respiracio-nes; especialmente teniendo en cuenta que to-davía se coceaban unos a otros en las espinillas,para lanzar inmediatamente súbitos chillidosen las barbas de su mismo padre.

Cuando de nuevo se abrió la puerta fue paraalgo más grato: para dar paso al servicio de té,que Fanny había empezado casi a desconfiarque apareciese aquella noche. Susan, ayudadade una sirvienta, cuyo aspecto ínfimo hizocomprender a Fanny, con gran sorpresa, que laque antes había visto era la sirvienta principal,entró todo lo necesario para el refrigerio. Altiempo que ponía la olla en la lumbre, Susanmiraba a su hermana, como indecisa entre lasatisfacción triunfante de mostrar su actividady utilidad y el temor de que considerase que serebajaba con el desempeño de semejantes ofi-cios. Dijo que había estado en la cocina para darprisas a Sally y ayudarla a preparar las tostadas

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y extender la mantequilla sobre el pan, pues delo contrario no sabía cuando hubiesen tomadoel té, y ella estaba segura de que su hermananecesitaría tomar algo después del viaje.

Fanny quedó muy agradecida. No pudo me-nos de confesar que tomaría muy a gusto unpoco de té, y Susan se puso a prepararlo inme-diatamente, como complacida de disponerlotodo ella sola; y con sólo algún que otro ruidoinnecesario y unos pocos intentos absurdospara que sus hermanitos guardaran mejor or-den del que ella podía imponer, desempeñómuy bien su cometido. El espíritu de Fannyquedó tan confortado como su cuerpo; su cabe-za y su corazón pronto se sintieron aliviadoscon aquella oportuna amabilidad. Susan teníaun aire franco y sensible; era como William, yFanny tuvo la esperanza de que se mostraría, lomismo que él, bien dispuesta y con buena vo-luntad hacia ella.

A este punto más plácido había llegado el es-tado de cosas, cuando reapareció William se-

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guido de cerca por su madre y Betsey. Él, consu completo uniforme de teniente, que dabarealce a su estatura, seguridad y prestancia asus movimientos, y con la más feliz de las son-risas, adelantó directamente hacia Fanny, queabandonó su asiento, quedó mirándole por unmomento con muda admiración y después leechó los brazos al cuello para desahogar, sollo-zando, sus encontradas emociones de alegría ypesar.

Ansiosa porque no fueran a creer que estabatriste, pronto consiguió dominarse; y secándoselas lágrimas, pudo observar con detenimiento yadmirar una por una las llamativas prendasque constituían el uniforme, mientras se reno-vaba su ánimo al escuchar a su hermano, quecon júbilo expresaba sus esperanzas de quetodos los días tendría ocasión de pasar unashoras en tierra, antes de hacerse a la mar, y has-ta de llevarla a Spithead para que viera la cor-beta.

La siguiente barahúnda se produjo a la llega-

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da de Mr. Campbell, médico del «Thrush», jo-ven muy atento, que venía en busca de su ami-go y para el cual se encontró una silla con difi-cultad, y una taza y un plato mediante un rápi-do lavado a cargo de Susan. Después de otrocuarto de hora de charla formal entre los caba-lleros, de ruido en ruido y de alboroto en albo-roto, hasta verse al fin hombres y niños en re-vuelto movimiento, llegó el momento de lapartida. Todo estaba dispuesto. William sedespidió... y todos ellos salieron; porque lostres muchachos, a despecho de los ruegos de sumadre, decidieron acompañar a su hermano y aMr. Campbell hasta la salida, y Mr. Price fue almismo tiempo a devolver el periódico a su ve-cino.

Algo parecido a la tranquilidad podía espe-rarse entonces; y en efecto, en cuanto Rebeccase dejó convencer para que se llevara el serviciode té, y la señora Price hubo dado unas vueltasen torno a la habitación buscando una mangade camisa, que Betsey sacó al fin de un cajón de

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la cocina, la pequeña reunión compuesta porelementos del sexo femenino quedó bastanteapaciguada; y la madre, después de lamentaruna vez más que fuera imposible tener lo deSam preparado a tiempo, quedó libre de otraocupación para poder pensar en su hija mayory en los amigos que acababa de dejar. Empezóa hacerle algunas preguntas, siendo una de lasprimeras:

––¿Cómo se arregla con el servicio mi herma-na Bertram? ¿Tiene tan mala suerte como yo,que no puedo conseguir una criada mediana-mente aceptable?

Este tema pronto apartó su mente de Nort-hamptonshire y la fijó en sus propias dificulta-des domésticas; y el carácter imposible de todaslas sirvientas de Portsmouth, entre las cualescreía que las dos que tenía en casa eran las peo-res, llenó por completo su conversación. LosBertram quedaron todos relegados al olvido,ocupada como estaba en detallar los defectosde Rebecca, contra quien Susan tuvo también

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mucho que declarar, y la pequeña Betsey mu-cho más, y que parecía tan absolutamente des-provista de un solo aspecto recomendable, queFanny no pudo menos de aventurar, pruden-temente, la suposición de que su madre se pro-ponía despedirla en cuanto cumpliera el año deservicio en la casa.

––¡El año! ––exclamó la señora Price––. Teaseguro que espero librarme de ella antes deque cumpla el año, porque no le cae hasta no-viembre. Hay una crisis de sirvientas en Ports-mouth, querida, que es un verdadero milagropasar más de medio año sin cambiar de chica.Yo ya no tengo esperanzas de encontrar unadefinitiva; y si fuera a prescindir de Rebecca,sólo conseguiría algo peor. Y, sin embargo, nocreo ser muy dificil de contentar; y te aseguroque aquí no tienen una carga nada pesada,pues siempre hay una muchacha auxiliar y amenudo hago yo misma la mitad del trabajo.

Fanny permanecía callada, pero no porqueestuviera convencida de que no podía hallarse

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remedio para alguno de esos males. Mientrasobservaba a Betsey, no pudo menos de recordarparticularmente a otra hermana, una muy lindapequeñina, que no era mucho más joven que laque ahora tenía delante cuando ella marchó aNorthamptonshire, y que había muerto pocoaños después. Recordaba que tenía un algosingularmente afable y tierno. Fanny, en aque-llos tiempos de su infancia, la prefería a Susan;y cuando la noticia de su muerte llegó por fin aMansfield, estuvo muy afligida durante algúntiempo. La presencia de Betsey trajo de nuevo asu mente la imagen de la pequeña Mary, peropor nada del mundo hubiese querido apenar asu madre con alguna alusión a aquel recuerdo.Mientras Fanny la observaba haciéndose estasconsideraciones, Betsey, a corta distancia, sos-tenía algo en alto para llamar la atención de sumirada, al tiempo que procuraba ocultarlo a lade Susan.

––¿Qué tienes ahí, cariño? ––le preguntó Fan-ny––. Ven aquí, enséñamelo.

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Era un cuchillo de plata. De un brinco se pusoSusana en pie, reclamándolo como suyo y conla intención de quitárselo; pero la pequeña co-rrió en busca de protección junto a su madre, ySusan pudo sólo quejarse, lo que hizo con mu-cho calor y con la evidente esperanza de intere-sar a Fanny en su favor. Dijo que era muy tristeque ella no pudiese tener su cuchillo; porque elcuchillo era suyo; su hermanita Mary se lo habíadejado a ella, en su lecho de muerte, y lo natu-ral hubiera sido que se lo dieran, para guardar-lo con sus cosas, tiempo ha. Pero mamá no se lopermitía y siempre dejaba que Betsey lo cogie-ra; y al final resultaría que Betsey lo echaría aperder y se apropiaría de él, a pesar de quemamá le había prometido que Betsey no lo ten-dría en sus manos.

Fanny tuvo una fuerte impresión de disgusto.Todo sentimiento de deber, honor y ternura fueagraviado con la perorata de su hermana y laréplica de su madre.

––Vamos, Susan ––exclamaba la señora Price,

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en tono de queja––, vamos, ¿cómo puedes sertan regañona? Siempre estás riñendo por esecuchillo. Quisiera que no fueras tan camorrista.¡Pobrecita Betsey! ¡Qué regañona es Susan con-tigo! Pero tú no debiste cogerlo, querida, cuan-do te mandé buscar en el cajón. Ya sabes que tedije que no lo tocaras, porque Susan se ponetan pesada con esto... Tendré que esconderlootra vez, Betsey. ¡Pobrecita Mary, poco podíaimaginar que sería una causa de discordiacuando me lo dio a guardar, dos horas tan sóloantes de morir! ¡Pobre almita! Apenas se la po-día oír cuando me dijo tan gentilmente: «Que sequede Susan con mi cuchillo, mamá, cuando yoesté muerta y enterrada». ¡Pobre corazoncito!Estaba tan encariñada con él, Fanny, que loquiso tener junto a sí en la cama, durante todala enfermedad. Se lo regaló su buena madrina,la anciana señora del almirante Maxwell, sóloseis semanas antes de que enfermara de muer-te. ¡Pobre angelito mío! En fin, la muerte se lallevó para evitarle mayores sufrimientos... Lo

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que es mi pequeña Betsey ––acariciándola–– noha tenido la suerte de una madrina tan ventajo-sa. Tía Norris vive demasiado lejos para acor-darse de criaturitas como tú.

Fanny no traía por cierto más encargo de tíaNorris que un mensaje, para expresar su espe-ranza de que su ahijada fuese una buena niña yaprendiese en su libro. Por un instante se habíaescuchado en el salón de Mansfield Park unligero murmullo relativo al propósito de man-darle un libro de oraciones; pero no se produjoun segundo murmullo reiterativo de tal inten-ción. Tía Norris, no obstante, trajo de su casa unpar de viejos devocionarios de su esposo conesa idea; pero después de examinarlos se disipósu arrebato de generosidad. El uno resultó quetenía un tipo de letra demasiado menudo paralos ojos de una pequeña, y el otro, que era de-masiado pesado para acarrearlo Fanny por esosmundos.

Fanny, cada vez más fatigada, aceptó agrade-cida la primera invitación que se le hizo para ir

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a acostarse; y antes de que Betsey terminara dellorar por habérsele concedido permanecer le-vantada tan sólo una hora extraordinaria enhonor de su hermana, había salido ya, dejándo-lo todo abajo otra vez en confusa algarabía:pidiendo los muchachos queso tostado, recla-mando a gritos el padre su ron con agua, y sinencontrar nadie a Rebecca, que nunca estabadonde debía estar.

Nada había que pudiera levantar su ánimo enla reducida alcoba, pobremente amueblada,que habría de compartir con Susan. Ciertamen-te, la estrechez de las habitaciones del piso y dela planta, la angostura de la escalera y el corre-dor, la impresionaron más de lo que hubiesepodido imaginar. Pronto aprendió a pensar conrespeto en su pequeño ático de Mansfield Park,debiendo reconocer que era ésta una casa de-masiado encogida para que nadie se hallara agusto en ella.

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CAPÍTULO XXXIX

Si hubiese podido sir Thomas ver cuáles eranlos sentimientos de su sobrina cuando ésta es-cribió la primera carta a su tía, no hubiera des-esperado; pues aunque una noche de buen re-poso, la sonriente mañana, la esperanza de verpronto a William de nuevo y el estado relati-vamente tranquilo de la casa, por haberse mar-chado Tom y Charles a la escuela, Sam a cam-par por sus respetos y su padre a regodearsecon sus ocios consuetudinarios, le permitieronexpresarse en un tono más animado sobre eltema del hogar paterno, acusaba aun en aquelfavorable momento la rémora de otros muchosinconvenientes que cuidó de ocultar en su es-crito. De haber conocido su tío la mitad tan sólode las impresiones que ella recibiera antes de

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finalizar la primera semana, hubiera pensadoque míster Crawford podía estar seguro delograrla, y se hubiera felicitado de su propiasagacidad.

Antes de que terminara la semana fue tododesilusión. En primer lugar, William había par-tido. El «Thrush» había recibido la orden, elviento había cambiado y él hubo de embarcar alos cuatro días escasos de su llegada a Ports-mouth; y durante esos días sólo le vio dos ve-ces, de un modo circunstancial y precipitado,por haber desembarcado en misión de servicio.No había podido conversar libremente con él,ni pasear por las murallas, ni visitar el arsenal,ni ver el «Thrush»: nada de lo que habían pla-neado, con la seguridad de llevarlo a cabo, fueposible realizar. Por aquel lado todo le habíafallado, menos el afecto de William. Su últimopensamiento, al marchar, fue para ella. Ya en lacalle, retrocedió hasta la puerta para decir:

––Cuide de Fanny, madre. Es delicada y noestá hecha a pasar trabajos como nosotros. A

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usted la encomiendo: cuide de ella.William se fue; y la casa donde la dejaba era

(Fanny no podía ocultárselo a sí misma), en casitodos los aspectos, precisamente el reverso delo que ella pudiera desear. Era la mansión delruido, del desorden y de la incorreción. Nadieocupaba el lugar que le correspondía, nada sehacía como era debido. No podía respetar a suspadres como había esperado. La confianza ensu padre nunca había sido grande; pero lo en-contró más despreocupado de la familia, dehábitos peores y modales más groseros de loque había previsto. No carecía de habilidad,pero sí de curiosidad y de conocimientos, apar-te los de su profesión. No leía más que el pe-riódico y el boletín de la Armada; no hablabamás que del arsenal, del puerto, de Spithead ydel Motherbank; juraba y bebía, era sucio ybasto. Ella no podía recordar nada parecido a laternura en su modo de tratarla cuando niña.Sólo le había quedado una vaga impresión deaspereza y mal gusto; y ahora apenas si se

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había fijado en ella, excepto para hacerla objetode una burda chuscada.

Mayor fue el desencanto en cuanto a su ma-dre; de ella había esperado mucho, y apenasencontró nada. Todas las halagüeñas suposi-ciones de que representaría algo importantepara ella pronto se vinieron al suelo. La señoraPrice no era adusta; pero en vez de ganarse suafecto y confianza y hacerse cada vez más que-rida, su hija nunca encontraba en ella una ter-nura mayor que la que pudo apreciar el día desu llegada. Su instinto natural quedó prontosatisfecho, y el afecto de la señora Price no teníaotro fundamento. Su corazón y su tiempo esta-ban ya totalmente ocupados; no tenía horas nisentimientos libres que dedicar a Fanny. Sushijas nunca habían representado mucho paraella. Estaba enamorada de sus hijos, especial-mente de William; y Betsey fue la primera delas niñas que mereció su especial estimación.Para con ésta era indulgente hasta un extremode imprudencia. William era su orgullo; Betsey

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su cariño; y John, Richard, Sam, Tom y Charlesacaparaban el resto de su solicitud maternal,alternándose sus inquietudes y satisfacciones.Éstos se repartían su corazón; su tiempo lo de-dicaba principalmente a la casa y a las criadas.Pasaba los días en una especie de lento ajetreo...Siempre atareada, sin adelantar; siempre re-trasada y lamentándolo, sin modificar sus pro-cedimientos; deseando ser económica sin planni método; descontenta de las criadas, sin habi-lidad para mejorarlas, y lo mismo al ayudarlas,que al reprenderlas, que al condescender, sinautoridad alguna para granjearse su respeto.

Comparándola con sus dos hermanas, la ma-dre de Fanny se parecía mucho más a lady Ber-tram que a tía Norris. Era un ama de casa pornecesidad, sin nada de la afición que tía Norrissentía por ello, ni nada de su característica acti-vidad. Su disposición natural tendía a la indo-lencia y a la comodidad, como la de lady Ber-tram; y una vida semejante de opulencia y pa-sividad se hubiera ajustado mucho mejor a sus

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aptitudes que no este mundo de esfuerzos yabnegaciones en que la había colocado su im-prudente boda. Hubiera desempeñado el papelde dama importante tan bien como lady Ber-tram, pero tía Norris hubiera sido una madrerespetable de nueve hijos con escasos ingresos.

Mucho de esto, Fanny no pudo menos queadvertirlo. Por escrúpulo no daba forma en sumente a las palabras; pero tenía que notar, ynotaba, que su madre era parcial e injusta, queera persona sucia, desaliñada, que no enseñabani dominaba a sus hijos, cuya casa era el esce-nario del desbarajuste y la incomodidad deextremo a extremo, y que no tenía talento, niconversación, ni afecto para ella, ni curiosidadpor conocerla mejor, ni el menor deseo de sersu amiga, ni la menor inclinación a estar en sucompañía que pudiera aminorar en Fanny elefecto de tales impresiones.

Fanny sentía verdadera impaciencia por serútil y no dar la impresión de que estaba en unplano superior al del hogar de sus padres, o en

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cierto modo incapacitada o mal dispuesta, de-bido a su distinta educación, a contribuir con suayuda al bienestar general y, en consecuencia,se puso a trabajar enseguida para Sam; y traba-jando desde primera a última hora del día, conperseverancia y gran presteza, consiguió ade-lantar tanto, que el muchacho pudo embarcar alfin con más de la mitad de su ropa blanca ter-minada. Fanny sintió una gran satisfacción alcomprobar su utilidad, al tiempo que no podíaconcebir cómo se hubieran arreglado sin ella.

Fanny más bien sintió que se fuera Sam, noobstante lo turbulento y abrumador que era,pues era también listo e inteligente y con gustose prestaba a que lo mandasen a cualquier re-cado por la ciudad; y si bien desdeñaba lasamonestaciones de Susan, que eran muy razo-nables en sí, pero inoportunas y de una vehe-mencia impotente, empezaba a sentirse influidopor los servicios y la suave persuasión de Fan-ny; y ésta diose cuenta de que el mejor de lostres hermanos menores se había ido al partir él,

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pues Tom y Charles estaban lejos, tan lejos almenos como pudiera justificarlo la diferenciade años que se llevaban con Sam, de esa edaden que la sensibilidad y la razón pueden suge-rir medios para ganarse amigos y procurarmostrarse menos desagradables. Pronto deses-peró de producirles la menor impresión; eranindomables, pese a cuantos medios habilidosostuviera ella tiempo y humor de emplear. Todaslas tardes, al regreso de la escuela, se librabande nuevo a sus juegos desenfrenados por todala casa; y Fanny no tardó en aprender a suspi-rar al aproximarse la media fiesta de todos lossábados.

Otro tanto ocurría con Betsey, criatura mima-da, impulsada a considerar al alfabeto su ma-yor enemigo, a la que se consentía permanecerentre las criadas a su antojo para incitarla des-pués a que contara todo lo malo que de ellassupiera, de modo que Fanny estaba casi tan apunto de perder la esperanza de poder quererlacomo de poder ayudarla. En cuanto al carácter

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de Susan, le inspiraba muchas dudas. Sus con-tinuas discordias con su madre, sus irreflexivasquerellas con Tom y con Charles y su impa-ciencia con Betsey eran tan desagradables paraFanny que, aun admitiendo que tales reaccio-nes fuesen hasta cierto punto provocadas, te-mía que la disposición de quien podía llevarlastan adelante estuviera muy lejos de ser amisto-sa, o de procurarle alguna tranquilidad.

Tal era el hogar que había de distraerla deMansfield e inducirla a pensar en Edmund consentimientos más moderados. Por el contrario,no podía pensar en otra cosa que en Mansfield,en sus queridos habitantes, en sus felices cos-tumbres. Todo cuanto la envolvía en su actualresidencia estaba en contraste con aquello. Laelegancia, la corrección, el orden, la armonía y,acaso sobre todo, la paz y tranquilidad deMansfield, volvían ahora a su recuerdo a todashoras del día, ante la preponderancia de todo locontrario en el hogar de Portsmouth.

Vivir dentro de una constante algarabía era,

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para una naturaleza y un temperamento deli-cados y nerviosos como los de Fanny, un malque ninguna añadidura de elegancia o armoníahubiese llegado a compensar por entero. Éstaera la mayor desdicha. En Mansfield jamás seoían ruidos de contienda, ni voces levantadas,ni explosiones abruptas ni violentas amenazas;todo seguía un curso regular, dentro de un or-den placentero; a cada cual se le reconocía laimportancia debida; se tenían en consideraciónlos sentimientos de cada uno. Si podía suponer-se que faltaba ternura, el buen sentido y la bue-na educación suplían aquella falta; y en cuantoa las pequeñas irritaciones que introducía tíaNorris, eran breves, eran bagatelas, eran comouna gota de agua en el océano, comparadas conel incesante tumulto de su actual residencia.Aquí todos eran escandalosos, todas las voceseran estentóreas (excepto, tal vez, la de su ma-dre, que se parecía a la blanda monotonía de lade lady Bertram, sólo que perjudicada por elmal humor). Cualquier cosa que se necesitara

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se pedía a gritos, y las criadas se excusaban agritos desde la cocina. De continuo se cerrabanlas puertas con estrépito, nunca estaban lasescaleras sin que alguien subiera o bajara porellas, nada se hacía sin alboroto, nadie perma-necía sentado en reposo y nadie podía imponersilencio al hablar.

Al analizar las dos casas, tal como se le apare-cían antes de terminar la primera semana, Fan-ny estuvo tentada de aplicarles la célebre sen-tencia del doctor Johnson sobre el matrimonio yel celibato, diciendo que, aunque MansfieldPark pudiera entrañar alguna pena, Ports-mouth no podía entrañar ningún placer.

CAPÍTULO XL

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No tenía Fanny poca razón al suponer queahora no le llegarían las noticias de miss Craw-ford a un ritmo tan acelerado como al iniciarsesu correspondencia. La siguiente carta de Maryllegó después de un intervalo decididamentemás largo que el anterior. Pero, en cambio, noacertó al suponer que aquella pausa representa-ría un gran alivio para ella. Se había producidoen su espíritu otra extraña revolución. Tuvo,realmente, una alegría al recibir la carta. En suactual destierro de la buena sociedad, y alejadade todo aquello que solía interesarla, una cartade alguien que pertenecía al grupo donde vivíasu corazón, escrita con afectuosidad y ciertaelegancia, tenía que ser bien recibida. El argu-mento usual, alegando crecientes compromisos,servía de excusa por no haber escrito antes.

«Y ahora que he comenzado ––decía a conti-nuación––, no valdría la pena que usted lea micarta, pues al pie de la misma no irá ningunapequeña dedicatoria de amor, no irán las tres ocuatro líneas apasionadas del más rendido H.

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C. del mundo, porque Henry se encuentra enNorfolk. Sus asuntos le llamaron a Everinghamhace diez días, o tal vez fingió que le llamaban,por aquello de viajar al mismo tiempo que us-ted lo hacía. Pero el caso es que allí está y, di-cho sea de paso, su ausencia puede explicarbastante la negligencia de su hermana en escri-bir, pues no ha habido ningún "Bueno, Mary,¿cuándo escribes a Fanny? ¿No es hora de queescribas a Fanny?" que me espoleara. Al fin,después de varias tentativas para encontramos,he visto a sus primas, "la querida Julia y la que-ridísima María". Ayer me encontraron en casa yestuvimos muy contentas de volvemos a ver."Parecíamos muy contentas" de vemos, y real-mente creo que nos alegramos un poco. Tuvi-mos un sinfin de cosas que contamos. ¿Debodecirle qué cara puso la joven señora Rush-worth cuando se mencionó el nombre de Fan-ny? Nunca me he inclinado a creer que ella ca-rezca de serenidad, pero demostró no tener lasuficiente para sus necesidades de ayer. En el

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aspecto general, Julia era la que estaba másfavorecida de las dos... al menos después quesalió a relucir el nombre de usted. María ya nose recuperó desde el momento en que hablé de"Fanny", y de igual modo que lo haría unahermana. Pero se acerca el día en que la jovenseñora Rushworth podrá lucir bien; nos mandótarjeta de invitación a su primera fiesta, para eldía 28. Entonces aparecerá en todo su esplen-dor, pues abre una de las mejoras casas deWimpole Street. Yo estuve en ella hace un parde años, cuando pertenecía a lady Lascelle, y laprefiero a casi todas las que conozco en Lon-dres; y de seguro que María tendrá entonces lasensación de que ––para decirlo con frase vul-gar–– ve recompensado su sacrificio. Henry nohubiera podido brindarle una casa semejante.Espero que lo tendrá presente y se conformará,lo mejor que pueda, con ser la reina de un pala-cio, aunque el rey parezca mejor en segundotérmino. Por todo lo que me han dicho y heconjeturado, el barón de Wildenheim continúa

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dedicando sus atenciones a Julia, pero no séque ella haga nada para fomentar enserio esasilusiones. Un pobre barón no es buena pesca, yno creo que pueda serlo en este caso; pues, quí-tele usted sus rentas y no le queda nada al po-bre barón. ¡Qué diferencia puede representar elcambio de una vocal! ¡Si sus rentas fuesen almenos iguales a su declamación!5. Su primoEdmund se mueve con lentitud, detenido talvez por obligaciones parroquiales. Puede quehaya alguna vieja en Thornton Lacey a quienconvertir. Prefiero no considerarme descuidadapor una joven. Adiós, mi querida, dulce, Fanny.Larga es esta carta de Londres. Contésteme conuna suficiente para alegrar los ojos de Henry,cuando vuelva, y envíeme una referencia de losgallardos capitanes que usted desdeña por él.»

Había en esta carta abundante materia para la

5 Juego de palabras intraducibles, integrado porlas voces rent (renta) y rant declamación retumbante(N. T.)

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meditación, especialmente para desagradablesmeditaciones; y no obstante, con todo el desa-sosiego que proporcionaba la lectura, la poníaen contacto con los ausentes, le hablaba de per-sonas y cosas por las cuales nunca había senti-do tanta curiosidad como ahora, y contentahubiera estado de tener asegurada una cartacomo aquélla todas las semanas. La correspon-dencia con lady Bertram era su único asunto demayor interés.

En cuanto a las relaciones con que podía con-tar en Portsmouth, para distraerla de las defi-ciencias de su hogar paterno, no había una solafamilia dentro del círculo de amistades de suspadres que le causara la menor satisfacción; noveía a nadie en cuyo obsequio deseara vencersu propia reserva y timidez. Los hombres todosle parecían ordinarios, petulantes todas las mu-jeres, unos y otras mal educados; y tan pocosmotivos de satisfacción daba como recibía alserle presentados nuevos, lo mismo que anti-guos, conocidos.

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Las jovencitas que al principio se acercaban aella con cierto respeto, en consideración a quevenía de la casa de un «barones», pronto seofendían por lo que calificaban de «humos»;pues, como no tocaba el piano ni llevaba lujosaspellizas, en cuanto la habían observado mejor,no podían reconocerle ningún derecho de supe-rioridad.

El primer consuelo verdadero que tuvo Fan-ny, en compensación de los males del hogar; elprimero que su conciencia pudo aprobar porcompleto, y que le brindaba alguna perspectivade estabilidad, fue un más exacto conocimientode Susan, y la esperanza de poder prestarlealgún servicio. Susan siempre se había mostra-do amable para con ella, pero el definido carác-ter de sus modales en general la había asom-brado y alarmado, y hubo de pasar al menosuna quincena para que empezara Fanny acomprender una disposición tan diferente de lasuya propia. Susan veía que muchas cosas ibantorcidas en su casa y deseaba enderezarlas. Que

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una chiquilla de catorce años, guiada sólo porsu razón privada de apoyo, equivocase el mé-todo con que introducir la reforma, no era deextrañar; y Fanny se sintió pronto más dispues-ta a admirar la inteligencia natural de quien,siendo tan joven, tenía una tan exacta visión delas cosas, que a censurar con mucha severidadlos defectos de comportamiento a que la con-ducía dicha cualidad. Susan no hacía más queobrar de acuerdo con las mismas verdades, ypersiguiendo el mismo orden, que suscribía elcriterio de la propia Fanny, pero que ésta, de-bido a su temperamento más condescendientey resignado, no hubiera sido capaz de defen-der. Susan procuraba ser útil donde Fanny sólohubiera podido retraerse y llorar. Y de que Su-san prestaba una utilidad pudo Fanny darsecuenta; de que las cosas, aun con lo mal quemarchaban, peor hubieran sido sin tal interven-ción, y de que lo mismo su madre que Betsey seveían frenadas en su tendencia a ciertos excesosde abandono y vulgaridad, ciertamente ofensi-

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vos.En toda controversia con su madre, Susan

llevaba siempre la ventaja a punto de razón, ynunca era de ver una terneza maternal parasobornarla. El ciego cariño, que tanto daño sus-citaba a su alrededor, nunca lo había ella cono-cido. No existía gratitud por unas ternuras pa-sadas o presentes, que la ayudara a soportarmejor las prodigadas con exceso a los otros.

Todo esto se hizo gradualmente evidente, ySusan fue apareciendo a los ojos de Fanny co-mo un motivo de respeto y compasión a la vez.Que, sin embargo, era incorrecto su proceder,muy incorrecto a veces, sus recursos con fre-cuencia mal elegidos e inoportunos, y su acti-tud y lenguaje muy a menudo indefendibles,Fanny no podía dejar de apreciarlo; Pero empe-zó a abrigar la esperanza de que todo ello po-dría corregirse. Veía que Susan la respetaba ydeseaba ganarse su buena opinión; y no obstan-te lo nuevo que era para Fanny cualquier cosaparecida al ejercicio de una autoridad, no obs-

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tante lo nuevo que era para ella imaginarsecapaz de guiar o enseñar a alguien, tomó laresolución de hacer a Susan eventuales insinua-ciones y tratar de darle, en su beneficio, unasnociones más justas del respeto que era debidoa cada cual, así como de lo que sería en ella unproceder más discreto; cosas que la educaciónde Fanny, más favorecida, había inculcado a suespíritu.

Su influencia o, por lo menos, su conocimien-to y uso de ella, se originó mediante un acto debondad para con Susan, el cual, después demuchas vacilaciones impuestas por sus escrú-pulos de delicadeza, decidió llevar a cabo. Muyal principio se le había ocurrido que una pe-queña suma de dinero podría, tal vez, restable-cer para siempre la paz en la penosa cuestióndel cuchillo de plata, que se disputaban ahorade continuo; y los caudales que ella poseía (sutío le dio diez libras al partir), hacían que pu-diera ser tan generosa como deseaba. Pero es-taba tan poco habituada a hacer favores, excep-

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to a los pobres de solemnidad, era tan inexpertaen cuanto representase corregir males o confe-rir beneficios entre sus iguales, y estaba tantemerosa de dar la sensación de que se elevabaa un plano de gran señora dentro de su hogar,que necesitó algún tiempo para decidir si nosería una inconveniencia de su parte hacer talregalo. Se decidió, sin embargo, al fin: comprópara Betsey un cuchillo de plata, que fue acep-tado con gran ilusión, pues la particularidad deser nuevo le daba sobre el otro todas las venta-jas que pudiera desearse. Susan entró en plenaposesión del suyo, Betsey declaró lindamenteque teniendo ahora uno mucho más bonitonunca pediría el de su hermana, y ninguna que-ja fue elevada a su madre, igualmente satisfe-cha, cosa que Fanny había considerado casiimposible. La acción respondió por completo:suprimió totalmente un motivo de altercadosdomésticos y fue el medio de que Susan leabriera el corazón, brindándole así un nuevoobjeto en que poner su amor y su interés. Susan

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demostraba tener delicadeza: satisfecha comoestaba de gozar en propiedad de aquello por loque estuvo luchando lo menos dos años, temíasin embargo que el juicio de su hermana le fue-ra adverso y que, en el fondo, le hiciera el re-proche de haber batallado hasta el punto dehacer necesaria aquella adquisición para latranquilidad de la casa.

Su natural quedó de manifiesto. Reconocíasus excesivos recelos, se censuraba por haberpuesto tanto empeño en la contienda; y a partirde aquel momento, Fanny, comprendiendo elvalor de su buena disposición, y notando lomuy inclinada que estaba a consultar su opi-nión y someterse a su criterio, empezó de nue-vo a sentir la bendición del efecto y a concebirla esperanza de ser útil a un entendimiento tannecesitado de ayuda y tan merecedor de ella.Le dio consejos, consejos demasiado justos paraque pudiera oponerles resistencia una mentesana; y los daba, además, con tanta suavidad yconsideración, que no hubiesen podido irritar a

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un carácter imperfecto. Y tuvo la dicha de ob-servar con frecuencia sus buenos efectos. Noesperaba más quien, teniendo en cuenta loobligado y prudente que era mostrar sumisióny tolerancia, veía también, con perspicacia ins-pirada en una afinidad de sentimientos, todo loque a menudo había de resultar intolerable pa-ra una jovencita como Susan. De lo que másllegó pronto a maravillarse fue, no de que cier-tas provocaciones hubiesen llevado a Susan amostrarse irrespetuosa e intolerante a pesar desu buen criterio, sino de que ese buen criterio,ese magnífico sentido, pudieran existir en ella;y de que, crecida en medio del abandono y elerror, tuviera unas ideas tan justas acerca de loque seria propio: ella, que no había tenido unprimo Edmund que dirigiera sus pensamientoso fijara sus principios.

La mayor intimidad así iniciada entre ellasfue para ambas una ventaja principal. Perma-neciendo las dos arriba, en su habitación, seahorraban una buena parte de los alborotos

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domésticos. Fanny tenía paz y Susan aprendióa considerar que no era una desgracia emplear-se en algo con tranquilidad. Allí no tenían cale-facción; pero esto era una privación familiar,hasta para Fanny, y la sufría mejor porque lerecordaba su cuarto del Este. Era el único puntode semejanza. En cuanto al espacio, luz, mobi-liario y vista, nada de común había entre lasdos habitaciones; y a menudo exhalaba un sus-piro recordando sus libros, cajas y demás ali-cientes de aquel rincón. Progresivamente, lasdos jovencitas llegaron a pasar la mayor partede todas las mañanas en el piso alto, dedicán-dose sólo al principio a hacer labores y charlar;pero después de unos días el recuerdo de di-chos libros se hizo tan incoercible y acuciante,que Fanny no tuvo más remedio que tratar deconseguir nuevamente algunos. No los había encasa de su padre; pero la riqueza es fastuosa yosada, y parte de la de Fanny halló su campode aplicación en una librería circulante. Se hizosuscriptora... asombrándose de ser algo in pro-

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pia persona, asombrándose de sus propios actosen todos los sentidos. ¡Ser una arrendadora, unaseleccionadora de libros! ¡Y proponerse el me-joramiento de alguien con su elección! Pero asíera. Susan nunca había leído nada, y Fannyansiaba hacerla partícipe de los primeros place-res que ella misma había sentido, e inspirarleuna afición por la biografia y la poesía, que eralo que hacía sus delicias.

Con esta ocupación esperaba, además, ente-rrar algunos recuerdos de Mansfield, que condemasiada facilidad se adueñaban de su mentesi ocupaba tan sólo sus dedos. Por aquellos díasespecialmente, esperaba que le sería provecho-so distraer sus pensamientos de una persecu-ción de Edmund en su viaje a Londres, paradonde, según la autorizada información conte-nida en la última carta de su tía, sabía quehabía salido. No dudaba de lo que iba a seguir-se. La prometida notificación pendía sobre sucabeza. Las llamadas del cartero por la vecin-dad empezaron a constituir un cotidiano terror;

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y si leyendo podía ahuyentar la idea, siquierapor espacio de media hora, algo ganaba conello.

CAPÍTULO XLI

Había transcurrido una semana desde quesupusiera a Edmund en Londres, y Fanny se-guía sin saber nada de él. De este silencio cabíasacar tres consecuencias, entre las cuales fluc-tuaba su mente que consideraba, por turnos,como más probable la una que las otras. O suviaje había quedado aplazado de nuevo, o nohabía tenido aún ocasión de hablar a solas conMary Crawford, o era demasiado feliz paradedicarse a escribir cartas.

Por entonces, cuando Fanny llevaba unas

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cuatro semanas ausente de Mansfield (estepunto lo tenía ella siempre presente y contabatodos los días) y se disponía una mañana a su-bir como de costumbre al piso con Susan, lasdetuvo la llamada de un visitante, al cual com-prendieron que no les sería dable esquivar de-bido a la presteza con que Rebecca acudió a lapuerta, obligación que siempre le interesabamás que ninguna.

Era la voz de un caballero; una voz que hizopalidecer a Fanny, al tiempo que Mr. Crawfordentraba en el recibidor.

El buen sentido de Fanny siempre respondíacuando de veras era requerido; de modo quefue capaz de presentar a su madre al visitante yde justificar que recordaba su nombre como elde «el amigo de William» aunque previamenteno se hubiera creído con valor para pronunciaruna sílaba en tal momento. El saber que allísólo era conocido como el amigo de Williamrepresentaba para ella algún sostén. Despuésde la presentación, sin embargo, y una vez sen-

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tados todos de nuevo, el espanto que la acome-tió al preguntarse adónde podría conducir talvisita fue abrumador, hasta el punto de quecreyó estar a punto de desmayarse.

Mientras se esforzaba por conservar el senti-do, Henry, que al principio se le había acercadocon el aire animado de siempre, desvió pruden-te y amablemente la mirada, dándole tiempopara recobrarse a la vez que se dedicaba porentero a la madre, hablándole y prestándole suatención con la mayor cortesía y propiedad, ytambién con cierto grado de intimidad, o cuan-do menos de interés, resultando perfectos susmodales.

Los de la señora Price estaban también en sumejor punto. Estimulada ante semejante amigode su hijo, regulada por el deseo de darle unafavorable impresión, se mostraba desbordantede gratitud, de auténtica gratitud maternal, yesto no podía resultar desagradable. Dijo queMr. Price había salido y lo lamentaba muchísi-mo. Fanny se había recobrado lo suficiente para

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decirse que ella no podía lamentarlo; pues a susmuchos motivos de inquietud se añadía el muygrave de su vergüenza por el hogar en que él laencontraba. Podía reprocharse esta debilidad,pero no había reproche que sirviera para el ca-so. Estaba avergonzada, y más la hubiera aver-gonzado aún su padre que todo lo demás.

Hablaron de William, tema que nunca podíacansar a la señora Price; y los elogios de Mr.Crawford fueron tan entusiastas como pudieradesearlo hasta el corazón de la misma madre.Ésta se decía que en su vida había conocido unhombre tan agradable, y sólo se asombró deque, siendo tan importante y agradable, nohubiese rendido viaje a Portsmouth ni paravisitar al almirante del puerto, ni al comisario,ni siquiera con la intención de llegarse a la islao ver el arsenal. Ninguna de todas esas cosas,que ella siempre había considerado prueba deimportancia, o modo de emplear la riqueza, lehabían traído a Portsmouth. Había llegado aúltima hora de la noche anterior, se proponía

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pasar allí un par de días, se hospedaba en elCrown, se había encontrado casualmente conuno o dos oficiales de la marina conocidos, pe-ro su viaje no obedecía a ninguno de aquellosmotivos.

Después que hubo facilitado toda esa infor-mación, consideró que no era irrazonable su-poner que podía ya dirigir la mirada y la pala-bra a Fanny; y ella se sintió bastante capaz detolerar lo uno y lo otro, y enterarse de quehabía pasado media hora junto a su hermana lavíspera de su salida de Londres; de que ella leenviaba sus más efusivas expresiones de afecto,pero no había tenido tiempo de escribirle; deque él se consideró feliz de poder ver a Maryaunque sólo fuese media hora, habiendo per-manecido escasamente veinticuatro en Londres,a su regreso de Norfolk y antes de partir denuevo; de que Edmund se hallaba en la capital,donde permanecería unos días, según teníaentendido; de que no le había saludado perso-nalmente, pero sabía que estaba bien y que

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había dejado bien a todos en Mansfield; se en-teró, en fin, de que Edmund almorzaría, lomismo que el día anterior, con los Fraser.

Fanny escuchó, impasible, hasta el último de-talle mencionado; es más, le pareció un aliviopara su fatigado espíritu llegar a una certeza; ylas palabras: «así, a estas horas, estará ya todoarreglado» las dijo para sus adentros, sin tras-lucir más signo de emoción que un ligero ru-bor.

Después de hablar otro poco de Mansfield,tema por el cual el interés de Fanny era bienmanifiesto, Crawford empezó a insinuar looportuno de un inmediato paseo matinal.

––La mañana es deliciosa ––dijo–– y en estaestación del año las mañanas radiantes se con-vierten tan a menudo en desapacibles, que lomás prudente sería aprovecharla sin demora.

Pero, como esas insinuaciones no consiguie-ron nada, acto seguido procedió a recomendarsin ambages ni rodeos a la señora Price y a sushijas que dieran un paseo sin pérdida de tiem-

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po. Entonces llegaron a un acuerdo. Resultóque la señora Price casi nunca se asomaba si-quiera a la calle, excepto los domingos; mani-festó que raramente podía, con tanta familia,disponer de un momento para salir a pasear.

––En tal caso ––sugirió Henry––, ¿no podríausted convencer a sus hijas para que aprove-charan este tiempo tan espléndido, y conce-derme el placer de acompañarlas?

La señora Price se mostró muy agradecida ycondescendiente. Dijo que sus hijas vivían muyrecluidas, que Portsmouth era una ciudad muyaburrida y casi nunca salían, y que le constabaque debían hacer algunas compras y les gusta-ría mucho tener ocasión para ello.

La consecuencia fue que Fanny, por extrañoque le pareciera... extraño, molesto y pesaroso,se encontró a los diez minutos caminando endirección a High Street, acompañada de Susany de Henry Crawford.

Pronto vino a sumarse una nueva angustia asu angustia, una nueva confusión a su confu-

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sión; pues, apenas habían alcanzado HighStreet, se tropezaron con su padre, cuyo aspec-to no era mejor por ser sábado aquel día. Elhombre se detuvo; y, a pesar de su facha pocodistinguida, Fanny se vio obligada a presentar-lo a Mr. Crawford. No podía ella dudar de laclase de impresión que recibiría Henry; seguroque sentiría vergüenza y disgusto a la vez.Pronto se alejaría de ella, y dejaría de sentir lamenor inclinación por semejante boda. Y noobstante, a pesar de lo mucho que había desea-do un remedio para aquel mal, era éste unaespecie de remedio que resultaba casi peor quela enfermedad; y creo yo que apenas se encon-traría a una niña casadera en todo el ReinoUnido que no prefiriese resignarse con la des-gracia de ser pretendida por un hombre inteli-gente, agradable, a verle ahuyentado por lavulgaridad de sus parientes más próximos.

Mr. Crawford no pudo seguramente observara su futuro suegro con la menor idea de tomar-le por modelo en el arte de vestir; pero, según

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Fanny instantáneamente, y con gran alivio,constató, su padre se mostró como un hombremuy diferente, un Mr. Price muy distinto en sucomportamiento ante aquel forastero que lemerecía el mayor respeto, a lo que era en casa,en el seno de la familia. Ahora, sus modales,aunque no refinados, eran más que pasaderos:eran gratos, animados, varoniles; sus expresio-nes eran las de un padre afectuoso y de unhombre sensible; su costumbre de hablar envoz alta quedaba muy bien al aire libre de la víapública, y no se le oyó un solo juramento. Talfue su instintivo cumplido a las buenas mane-ras de Mr. Crawford; y, cualesquiera que fue-sen las consecuencias, la inmediata sensaciónde Fanny fue muchísimo más grata.

El resultado de las cortesías entre ambos ca-balleros fue el ofrecimiento que hizo Mr. Pricede enseñar a Mr. Crawford el arsenal; invita-ción que Henry, deseoso de aceptar como unfavor lo que con tal intención se le brindaba(aunque había visto una y mil veces el arsenal),

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y con la esperanza de estar así más tiempo jun-to a Fanny, se mostró muy dispuesto a aprove-char, agradecido, siempre que las señoritas Pri-ce no temieran fatigarse; y como, de un modo uotro, se averiguase, o se infiriese, o al menos selas indujera a considerar que no sentían tal te-mor, decidieron ir todos al arsenal; y de nohaberlo evitado Mr. Crawford, Mr. Price leshubiera llevado allá directamente, sin la menorconsideración a las compras que sus hijas debí-an efectuar en High Street. No obstante, Henrycuidó de que se les concediera ir a las tiendasque pensaban visitar, ya que para ello habíansalido ex profeso; y ello no les retardó mucho,porque Fanny era tan incapaz de suscitar impa-ciencias o de hacerse esperar, que antes de quelos caballeros, mientras permanecían a la puer-ta, pudieran hacer más que empezar a ocuparsede las últimas disposiciones navales, o estable-cer el número de navíos de tres puentes enton-ces en activo, sus acompañantes estaban yadispuestas a reanudar la marcha.

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Terminadas las compras, emprendieron sinmás rodeos el camino del arsenal; y el paseo sehubiera efectuado, en opinión de Mr. Craw-ford, de un modo muy singular, de habersedejado por entero en manos de Mr. Price laconducción del grupo, pues diose cuenta deque no le importaba que las damiselas siguie-ran detrás sin alcanzarles, o intentándolo comopudieran, mientras ellos seguían adelante conpaso acelerado. Consiguió introducir algunasmejoras ocasionales, aunque no del alcancedeseado. No hubiera querido separarse en ab-soluto de ellas; y cuando, en cualquier cruce oaglomeración, Mr. Price no hacía más que gri-tar: «¡Aquí, muchachas, aquí! ¡Ven, Fan... Su...tened cuidado..., estad a la mira!», él hubieraquerido prestarles su personal asistencia.

Una vez llegaron al arsenal, Henry empezó afiar en la posibilidad de alguna conversaciónaparte con Fanny, al ver que se les juntaba uncolega haragán de Mr. Price que acudía a darsu cotidiano vistazo al curso que seguían las

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cosas por allí, y que sin duda resultaría uncompañero de charla más interesante que élpara el padre de las niñas; y, en efecto, al cabode unos momentos, parecían ambos muy satis-fechos paseando juntos de un lado para otro ydiscutiendo asuntos de mutuo e inagotableinterés, mientras los jóvenes se sentaban en lascuadernas del astillero o hallaban asiento abordo de algún navío de las gradas de cons-trucción, que todos fueron a ver. Fanny estaba,muy convenientemente para él, necesitada dedescanso. Crawford no hubiese podido desear-la más fatigada o más dispuesta a sentarse; pe-ro sí hubiera deseado verse libre de la hermani-ta. Una chiquilla avispada de la edad de Susan,era la peor tercera persona del mundo..., eraexactamente lo contrario de lady Bertram...todo ojos y oídos. Ante ella, no había manerade enfocar la cuestión principal. Hubo de con-tentarse con mostrarse simpático en común,dejar que Susan tuviera su parte de diversión ypermitirse, de vez en cuando, una mirada o una

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insinuación a Fanny, mejor enterada y más enel caso. De lo que más habló fue de Norfolk:había pasado allí una temporada, y todo ibaadquiriendo una mayor importancia gracias asus actuales proyectos. Un hombre como él nopodía venir de ningún lugar, de ningún mediosocial, sin traer consigo algo divertido; sus via-jes y sus relaciones, todo era aprovechable, ySusan se entretenía de un modo totalmentenuevo para ella. Para Fanny, el relato conteníaalgo más que la accidental amenidad de lasreuniones a que él había asistido. Sus palabrasexplicaban el particular motivo, que mereció laaprobación de Fanny, de su viaje a Norfolk,inusitado en aquella época del año. Había idorealmente para activarse en cuestiones de inte-rés, como la renovación de un arriendo, delcual dependía el bienestar de una numerosa y(creía él) industriosa familia. Había sospechadoque su apoderado llevaba algún asunto bajomano... que intentaba predisponerle contrapersonas merecedoras de todo respeto; y había

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determinado ir personalmente a investigar afondo la realidad del caso. Había ido, su des-plazamiento había sido más beneficioso aún delo que había previsto, había sido útil a más per-sonas de las que comprendiera su plan inicial, yahora podía felicitarse por ello y sentía que alcumplir un deber había asegurado una porciónde gratas reminiscencias para su espíritu. Sehabía presentado a varios arrendatarios quenunca había visto hasta entonces; había empe-zado a saber de la existencia de chozas que, apesar de hallarse dentro de su misma propie-dad, no conocía aún. Esto era hacer puntería, ybuena puntería, sobre Fanny. Era un gusto oírlehablar tan decorosamente. En esto se había por-tado como debía. ¡Ser el amigo de los pobres ylos oprimidos! Nada podía ser tan grato paraella; y estaba a punto de obsequiarle con unamirada de aprobación, que él mismo se encargóde anular al añadir algo demasiado intencio-nado, relativo a su esperanza de tener prontouna asistencia, una persona amiga, una guía

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para todos sus planes de utilidad o caritativos adesarrollar en Everingham; alguien que hicierade Everingham, y todo lo relacionado con estelugar, algo más querido aún de lo que siemprefuera.

Ella volvió la cabeza, deseando que él no si-guiera por aquel camino. Sentíase dispuesta aconceder que Henry tal vez tuviera mejorescualidades de las que ella había supuesto. Em-pezaba a considerar la posibilidad de que al finse convirtiera en una buena persona; pero era ysiempre sería totalmente incompatible con ella,y no debía pensar en ella.

Henry diose cuenta de que ya había dichobastante sobre Everingham, de que mejor seriacambiar de tema, y volvió a Mansfield. Nohubiese podido elegir mejor; era un tópico apropósito para atraerse de nuevo la atención yla mirada de Fanny, casi al instante. Constituíapara ella una auténtica satisfacción oír hablarde Mansfield. Por llevar ahora tanto tiemposeparada de cuantos conocían el lugar, la voz

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que lo mencionaba le pareció la de un verdade-ro amigo, dando lugar a sus vehementes ex-clamaciones en alabanza de sus bellezas y deli-cias; y con el honroso tributo que dedicó a susmoradores, le brindó a ella la oportunidad desolazar su espíritu en el más encendido elogio,de hablar de su tío como del ser más inteligentey bueno, y de su tía atribuyéndole el más dulcede los dulces caracteres.

También él sentía un gran afecto por Mans-field; así lo decía. Miraba al porvenir con laesperanza de pasar mucho, muchísimo tiempode su vida allí... siempre allí o en sus inmedia-ciones. En especial proyectaba pasar allí unverano y otoño muy felices, aquel mismo año.Notaba que seria así; estaba seguro de ello: unverano y un otoño mil veces superiores a losúltimos; dentro de un medio igualmente ani-mado, entretenido, social, pero en unas circuns-tancias de indescriptible sublimidad.

––Mansfield, Sotherton, Thornton Lacey... ––prosiguió––; ¡qué sociedad abarcarán esas ca-

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sas! Y acaso pueda agregarse una cuarta, porSan Miguel... Un pequeño pabellón de caza enesas inmediaciones de todos tan queridas...porque en cuanto a compartir Thornton Lacey,como una vez insinuara Edmund Bertram, conbuen humor, creo prever dos inconvenientes...dos inconvenientes auténticos, encantadores,insuperables, como objeción a ese plan.

Fanny calló por doble motivo; aunque, pasa-da la ocasión, lamentara no haberse esforzadopor conocer una mitad de lo insinuado porHenry y no haberle animado a decir algo másde su hermana Mary y de Edmund. Era un te-ma del cual debía acostumbrarse a hablar, y ladebilidad de querer eludirlo pronto sería enella algo imperdonable.

Cuando Mr. Price y su amigo hubieron vistotodo lo que quisieron o tuvieron tiempo de ver,los demás estaban dispuestos a regresar; y du-rante el paseo de vuelta, Crawford consiguióun minuto de charla privada con Fanny, a laque pudo decir que el único asunto que le traía

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a Portsmouth era verla a ella; que había acudi-do por un par de días por ella y nada más quepor ella, porque no podía soportar una tan lar-ga y absoluta separación. Esto apenó a Fanny,la apenó de veras; y no obstante, a pesar de estoy de las otras dos o tres cosas que hubiera pre-ferido que él no dijera, le consideró en totalmuy mejorado desde la última vez que lo habíavisto. Era mucho más delicado, considerado yatento para con los sentimientos de los demás,de lo que jamás se había mostrado en Mans-field; nunca le había parecido tan agradable...tan cerca de resultarle agradable; su conductarespecto de Mr. Price no podía ofender, y en elcaso que hizo de Susan había algo particular-mente correcto y amable. Decididamente, habíamejorado. Fanny deseaba que hubiese trans-currido ya el día siguiente, deseaba que élhubiese venido tan sólo por un día; pero no lopasó tan mal como esperaba: ¡era tanto el placerde hablar de Mansfield!

Antes de separarse, ella tuvo que agradecerle

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otra bondad, y no pequeña. Su padre le pidióque les hiciera el honor de acompañarles en lacomida, y Fanny tuvo sólo tiempo para un es-calofrío de horror antes de que él manifestarasu imposibilidad de aceptar, por haber contraí-do un compromiso con anterioridad. Hablasecomprometido ya para aquel día y para el si-guiente: tratábase de la invitación de un amigoque encontró en el Crown, y no podía negarse;sin embargo, tendría el honor de visitarles denuevo el día siguiente, etc. Y así se despidieron,sintiendo Fanny una verdadera felicidad porhaberse salvado de tan terrible amenaza.

¡Tenerle allí, integrando semejante reuniónfamiliar en tomo a la mesa durante la comida,hubiera sido horroroso! Los guisos de Rebecca,el servicio de Rebecca, el modo de comer deBetsey, sin contención y cogiéndolo todo a suantojo, era algo a lo que Fanny no estaba bas-tante hecha todavía para que sus comidas pu-dieran ser a menudo tolerables. Pero, ella erarefinada tan sólo por delicadeza natural, mien-

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tras él se había educado en escuela de lujo ysibaritismo.

CAPÍTULO XLII

El día siguiente, acababan los Price de salirpara la iglesia cuando de nuevo apareció Mr.Crawford. No les alcanzó con el único objeto desaludarles, sino para juntarse a ellos; le pidie-ron que les acompañase a la capilla de la guar-nición, que era exactamente lo que él quería, yallá fueron todos juntos.

Ahora podía verse a la familia en su aspectofavorable. La naturaleza les había concedidouna cantidad de belleza nada despreciable, y eldomingo se encargaba siempre de vestirles conlas galas de sus más limpias epidermis y sus

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mejores trajes. El domingo siempre traía esteconsuelo a Fanny, y en esta ocasión era mayorque nunca. Su pobre madre no parecía tan in-digna de ser hermana de lady Bertram comoera capaz de parecer. Con frecuencia le oprimíaa Fanny el corazón pensar en el contraste queofrecían la una respecto de la otra; pensar quedonde la naturaleza había puesto tan poca dife-rencia, las circunstancias hubieran puesto tanta,y que su madre, tan hermosa como lady Ber-tram y algunos años más joven, tuviera unaapariencia mucho más desgastada y mustia, tandesalentada, tan desaliñada, tan abandonada.Pero el domingo la convertía en una muy apre-ciable y tolerable señora Price, cuando salía a lacalle con su bonita colección de criaturas, dán-dose un pequeño respiro al cabo de una sema-na de cuidados, sin descomponerse más que enel caso de ver a sus niños correr hacia un peli-gro o si Rebecca pasaba por su lado con unaflor en el sombrero.

En la capilla hubo de dividirse el grupo, pero

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Mr. Crawford tuvo buen cuidado en no quedarseparado de la fracción femenina; y a la salidacontinuó todavía con ellos, agregándose al pa-seo familiar por la muralla.

La señora Price daba su paseo semanal por lamuralla todos los domingos con buen tiempo, alo largo de todo el año. Siempre iba allí direc-tamente una vez terminada la función matinal,para no regresar a casa hasta la hora de comer.Era su lugar público: allí encontraba a sus co-nocidos, se enteraba de algunas noticias,hablaba de las malas que eran las criadas dePortsmouth y cobraba ánimos para los seis díassiguientes.

Allá se dirigieron, pues, sintiéndose Mr.Crawford muy feliz por considerarse especial-mente encargado de atender a las niñas de Pri-ce; y poco tiempo llevaban paseando cuando,sin que apenas se dieran cuenta... no hubiesenpodido decir cómo... Fanny no podía creerlo, élse había situado ya entre las dos y había enla-zado un brazo de cada una a los suyos, sin que

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ella supiera evitarlo o poner término a aquellasituación. Esto la tuvo inquieta durante un rato;no obstante, lo mismo el día que el espectáculoque se abría a sus ojos, brindaban encantos queno podían dejar de pesar en su ánimo.

El día era singularmente delicioso. Era marzoen el calendario, pero era abril la templada at-mósfera, la suave y constante brisa, el radiantesol, que en ocasiones se nublaba por un minuto;y todo aparecía tan hermoso bajo el influjo deaquel cielo, persiguiéndose los juegos de som-bras proyectadas sobre los barcos de Spithead ymás allá, en la isla, con los matices siemprecambiantes del mar, entonces en su creciente,danzando jubiloso y quebrándose en la escolle-ra con un rumor tan grato...; todo ello brindabaa Fanny una combinación de encantos tan ma-ravillosa, que poco a poco llegó casi a olvidarsede las circunstancias en que le era dado gozar-los. Es más: de no haber tenido aquel brazo enque apoyarse, pronto lo hubiera necesitado;pues carecía de fuerzas para vagar de aquel

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modo durante dos horas, al darse el caso, comogeneralmente ocurría, tras una semana de inac-tividad. Fanny empezaba a acusar el efecto dehaber suspendido su ejercicio habitual y regu-lar; había perdido fondo en cuanto a salud des-de su llegada a Portsmouth; y de no ser por Mr.Crawford y el magnífico tiempo, pronto sehubiera rendido en aquella ocasión.

El hechizo del día y del paisaje lo acusaba éllo mismo que ella. A menudo se detenían obe-deciendo a un mismo gusto y sentimiento, y seapoyaban en el muro durante unos minutospara mirar y admirar; y considerando que él noera Edmund, no pudo menos Fanny de recono-cer que era bastante sensible a los encantos dela naturaleza y muy hábil para expresar su ad-miración. Ella se abandonaba de vez en cuandoa un dulce arrobamiento, circunstancia que élpudo aprovechar en alguna ocasión para mirar-la al rostro; y el resultado de tales observacio-nes fue la afirmación de que su rostro, aunquetan cautivador como siempre, no aparecía tan

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lozano como debía estar. Ella dijo que se encon-traba muy bien, no gustándole que pudierasuponerse otra cosa; pero, en su apreciación deconjunto, él quedó convencido de que su actualresidencia no podía satisfacerla y, por lo tanto,no podía ser saludable para ella; y empezó amostrar impaciencia por un pronto regreso deFanny a Mansfield, donde la felicidad de ella, yla de él al verla, habría de ser mucho mayor.

––Lleva ya un mes aquí, ¿no es cierto?––No; no un mes completo. Mañana hará cua-

tro semanas que abandoné Mansfield.––Es usted en extremo escrupulosa y honrada

en sus cuentas. A eso, yo lo llamaría un mes.––No se cumplirá hasta el martes al atardecer.––Y se trata de una visita de dos meses, ¿no

es cierto?––Sí. Mi tío habló de dos meses. Supongo que

no será menos.––¿Y cómo va a efectuar el regreso? ¿Quién

vendrá a recogerla?––No lo sé. Todavía nada me ha comunicado

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referente a esto mi tía. Acaso me quede mástiempo. Puede que no convenga recogermeexactamente al término de los dos meses.

Tras una breve reflexión, Mr. Crawford repli-có:

––Conozco Mansfield, conozco sus costum-bres y conozco sus defectos respeto a usted.Conozco el peligro de que la echen al olvido,hasta el punto de sacrificar su bienestar a laimaginaria conveniencia de un solo ser de lafamilia. Me doy cuenta de que pueden dejarlaaquí semana tras semana, en tanto a sir Thomasno le sea posible disponerlo todo para venir élmismo, o enviar a la sirvienta de su cuñada, sinque ello envuelva la más leve alteración delprograma que pueda haber establecido para eltrimestre siguiente. Esto no puede ser. Dos me-ses es mucho tiempo; seis semanas creo quebastarían. Hablo en consideración a la salud desu hermana ––agregó, dirigiéndose a Susan––;pues opino que este confinamiento en Ports-mouth no puede favorecerla. Ella necesita cons-

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tante ejercicio y buen aire. Cuando usted laconozca tan bien como yo, dudo que estará deacuerdo en que le es indispensable, y nuncadebería permanecer tanto tiempo alejada delaire puro y la libertad del campo. Por lo tanto ––hablando de nuevo a Fanny––, si nota que sesiente peor y surge alguna dificultad para suvuelta a Mansfield... sin aguardar a que secumplan los dos meses: a este extremo no debeconcederle la menor importancia; si se sienteaunque sólo sea un poquitín más floja o abatidaque lo normal, sólo debe ponerlo en conoci-miento de mi hermana, insinuárselo tan solo:ella y yo acudiremos inmediatamente y la de-volveremos a Mansfield. Ya sabe usted la faci-lidad y el placer con que lo haríamos. No igno-ra la ilusión a que ello daría lugar.

Fanny le dio las gracias, pero trató de tomarloa broma.

––Lo digo muy en serio ––replicó Henry––,como usted sabe perfectamente. Y espero queno ocultará usted cruelmente cualquier tenden-

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cia a una indisposición. No, no hará usted eso...no podría hacerlo; pues tan sólo mientras digausted positivamente, en todas las cartas dirigi-das a Mary, «sigo bien», y yo sé que no puedeusted decir ni escribir una mentira, sólo mien-tras así lo haga consideraremos que no se re-siente su salud.

Fanny le dio las gracias otra vez, pero estabaimpresionada y afligida hasta tal punto, que lefue imposible decir gran cosa, y ni siquiera es-taba segura de lo que debía decir. Esto ocurrióhacia el final del paseo. Henry las acompañóhasta el último instante, sin dejarlas hasta que,ya en la puerta de la casa, comprendió que ibana comer y se despidió pretextando que le espe-raban en otra parte.

––Desearía verla menos fatigada ––dijo, rete-niendo todavía a Fanny cuando los demás yahabían entrado––. Desearía dejarla con mejorsalud. ¿Puedo hacer algo por usted en Londres?Tengo medias intenciones de volver pronto aNorfolk. No estoy satisfecho de Maddison. Es-

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toy seguro de que todavía procura engañarme,si puede, e intenta poner a un primo suyo encierto molino que yo tengo destinado a otrapersona. Tendré que ir y entenderme directa-mente con él. He de hacerle saber que no medejo embaucar en el sur de Everingham másque en el norte; que en adelante seré yo el due-ño de mi hacienda. Antes no fui bastante explí-cito con él. El daño que un hombre como esehace en una heredad, tanto respecto a la famade su jefe como al bienestar de los pobres, esalgo inconcebible. Casi estoy decidido a volvera Norfolk enseguida y arreglarlo todo de modoque no se preste a más extravíos. Maddison esun individuo inteligente; no me propongo des-plazarlo, con tal que él no intente desplazarmea mí; pero seria tonto dejarme engañar por unhombre que no tiene sobre mí ninguna autori-dad, y peor que tonto dejar que me introdujeraallí a un sujeto desalmado y opresor, en vez deun hombre honrado, a quien ya di media pala-bra. ¿No seria peor que tonto? ¿Debo ir? ¿Me lo

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aconseja usted?––Se lo aconsejo. Usted sabe perfectamente lo

que está bien.––Sí, cuando me da usted su opinión, siempre

sé lo que está bien. Su juicio es mi regla de con-ducta.

––Oh, no; no diga usted eso. Todos llevamosen nosotros mismos un guía mejor de lo quepueda serlo otra persona. Adiós; deseo quetenga mañana un buen viaje.

––¿No hay nada que pueda hacer por usteden Londres? ––Nada. Se lo agradezco muchísi-mo.

––¿No tiene ningún encargo para nadie?––Mis afectuosos saludos para su hermana, se

lo ruego; y cuando vea a mi primo... a mi primoEdmund... desearía que tuviera la amabilidadde decirle... que supongo no tardaré en recibirnoticias suyas.

––Pierda cuidado; y si se muestra perezoso onegligente, yo mismo le escribiré sus excusas...

No pudo decir más, pues Fanny dio a enten-

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der que no estaba dispuesta a que la retuvierapor más tiempo. Estrechó su mano, la miró y sefue. El fue a entretener el tiempo como pudodurante las tres horas siguientes, con otrasamistades, hasta que el mejor ágape que unafonda importante pueda ofrecer estuvo dis-puesto para deleite de los comensales; ella en-tró inmediatamente en busca de su comida,mucho más frugal.

Muy distinto era el carácter sus respectivosmenús; y de haber tenido él conocimiento delas muchas privaciones, además de la del ejer-cicio, que ella padecía en casa de sus padres, sehubiera maravillado de que su aspecto no fueramucho peor de lo que había advertido. Estabatan poco hecha a los budines de Rebecca, a losgigotes de Rebecca, servidos a la mesa, comoasí ocurría, con aquel acompañamiento de pla-tos medio limpios y cuchillos y tenedores nimedio limpios siquiera, que muy a menudo seveía obligada a diferir su mas grata comidahasta que podía mandar por la tarde a sus her-

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manos a comprar galletas y bollos. Habiéndosecriado en Mansfield, era ya muy tarde paracurtirse en Portsmouth; y aunque sir Thomas,de haberlo sabido todo, hubiese podido consi-derar que su sobrina se hallaba en el caminomás prometedor para rendirse, acosada por lasnecesidades del cuerpo tanto como por las delespíritu, a una más justa apreciación de la bue-na compañía y buena fortuna de Mr. Crawford,probablemente hubiera temido llevar más lejossu experimento, a menos de exponer a Fanny amorir en la cura.

Fanny quedó abatida para todo el resto deldía. Aunque estaba relativamente segura deque no volvería a ver a Mr. Crawford, no podíaevitar aquella postración. Era separarse de al-guien que tenía el carácter de persona amiga; yaunque, bajo un aspecto, se alegraba de su par-tida, le parecía ahora como si la hubiese aban-donado todo el mundo; era una especie de re-novada separación de Mansfield; y no podíapensar que él regresaba a Londres, y con fre-

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cuencia departiria con Mary y Edmund, sin quela invadiera un sentimiento tan semejante a laenvidia que se aborrecía a sí misma por darlecobijo.

Su melancolía no se vio aminorada por nadade lo que ocurría a su alrededor. Un par deamigos de su padre pasaron allí la larga, inter-minable velada, como sucedía siempre que supadre no iba a reunirse con ellos; y desde lasseis hasta las nueve y media, el ruido y el grogse dieron casi sin tregua. Sentíase muy abatida.La asombrosa mejora que seguía imaginandoen Henry era lo que más cerca estaba de pro-porcionarle algún consuelo dentro la corrientede sus pensamientos. Al no tener en cuenta lodistinto del medio en que poco a poco le habíavisto, ni lo mucho que podía atribuirse a efectode contraste, estaba completamente convencidade que ahora era mil veces más delicado y con-siderado para con los demás que antes. ¿Y si asíera en las cosas pequeñas, no había de serlo enlas grandes? Viéndole tan ansioso porque ella

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no se perjudicase en su salud y bienestar, tansensible como ahora se mostraba, y en realidadparecía, ¿no podía justamente suponerse queno seguiría mucho tiempo persistiendo en suempeño tan agobiante para ella?

CAPÍTULO XLIII

Se presumió que Mr. Crawford habría inicia-do su viaje de regreso a Londres, a la mañanasiguiente, pues no volvieron a verle en casa deMr. Price; y, dos días después, ello fue paraFanny un hecho comprobado por la siguientecarta de Mary, que abrió y leyó por otro motivocon la más ansiosa curiosidad:

«Tengo que poner en su conocimiento, queri-dísima Fanny, que Henry ha estado en Ports-

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mouth para verla a usted; que dio un paseodelicioso con usted por el arsenal el sábadopasado, y otro más digno de comentario aún eldía siguiente, por la muralla, donde el aire bal-sámico, el centelleo del mar y las dulces mira-das y conversación se conjugaron en la másdeliciosa armonía y suscitaron emociones queprovocan el éxtasis hasta al recordarlas. Ésta,según he podido deducir, es la substancia demi información. Él quiere que le escriba estacarta, pero no sé qué más puedo comunicarlefuera de la citada visita a Portsmouth y de losdos paseos mencionados, y que fue presentadoa su familia de usted, en especial a una encan-tadora hermanita, deliciosa muchacha de quin-ce años, que formó parte del grupo en el paseopor las murallas y recibió, supongo, su primeralección de amor. No tengo tiempo para escribir-le muy largo; pero, además, hacerlo estaría fue-ra de lugar, pues ésta es una simple carta denegocios, pergeñada con el propósito de comu-nicarle una información necesaria, y que no

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podría aplazarse sin riesgo de grave daño.Querida, mi queridísima Fanny, si estuvierausted aquí ¡cuántas cosas le contaría! Podríaescucharme hasta cansarse, y aconsejarme hastacansarse más aún; pero es imposible trasladarni una centésima parte de lo mucho que bulleen mi mente; así que me abstendré del todo,dejando que adivine usted lo que guste. Notengo noticias para usted. Es usted bastantesagaz, desde luego; y estaría muy mal que laatormentase con los nombres de la gente y larelación de las fiestas que ocupan mi tiempo.Debí mandarle un relato de la primera recep-ción de su prima, la señora Rushworth; perotuve pereza, y ahora pasó ya demasiado tiem-po; baste decir que todo fue exactamente comopodía desearse, de un tono que todas sus rela-ciones pudieron atestiguar con agrado, y que elvestido y las maneras de ella la acreditaron porcompleto. Mi amiga, la señora Fraser, está locapor una casa como aquella, y tampoco a mí medisgustaría... Voy a trasladarme a casa de lady

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Stornaway después de Pascua; parece que sesiente muy animada, y muy feliz. Me imaginoque lord Stornaway es muy divertido y agra-dable en el seno del hogar, y no le considero tanmal parecido como antes... al menos, una vecosas mucho peores. Al lado de su primo Ed-mund, no resulta, desde luego. ¿Qué diré delhéroe que acabo de mencionar? Si omitiera porentero su nombre, parecería sospechoso. En-tonces, diré que le hemos visto dos o tres veces,y que a mis amigas de aquí les ha impresionadomucho, con su aspecto tan distinguido. La se-ñora Fraser (no juzgue usted mal) dice que noconoce en Londres más que a tres hombres quetengan tan buena presencia, tan buena estaturay tan buen porte; y debo confesar que, cuandocomió aquí el otro día, no había ninguno quepudiera compararse con él, y formábamos ungrupo de dieciséis personas. Afortunadamente,nadie puede basarse hoy en una diferencia deindumentaria para contar historias, pero..., pe-ro..., pero... Suya afectísima.

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»Casi me olvidaba (por culpa de Edmund, letengo en la cabeza más de lo que me conviene)de algo muy importante, que debo decirle departe de Henry y de la mía propia: me refiero alo de llevarla a usted de nuevo a Northamp-tonshire. Mi querida criaturita, no vaya a per-manecer en Portsmouth hasta perder su lindoaspecto. Esas perversas brisas del mar son laruina de la salud y la belleza. Mi pobre tíasiempre se sentía perjudicada cuando se halla-ba a una distancia inferior a las diez millas de lacosta, cosa que el almirante no creyó jamás,desde luego, pero que yo sé que es así. Estoy adisposición de usted y de Henry, con tal queme avisen con una hora de anticipación. Megustaría el plan, y haríamos un pequeño rodeopara enseñarle a usted, de paso, Everingham, yacaso no le importaría a usted pasar por Lon-dres y ver el interior de San Jorge, en HannoverStreet. Sólo que, en tal ocasión, debería ustedmantenerme separada de su primo Edmund:no me gustan las tentaciones. ¡Qué carta tan

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larga! Una palabra más. Veo que Henry tienecierta intención de volver a Norfolk para algúnasunto que usted aprueba; pero esto no seráposible hasta mediada la próxima semana. Esdecir, en todo caso no podré prescindir de élhasta pasado el día 14, pues damos una fiestaese día, por la tarde. El valor de un hombrecomo Henry en tales ocasiones es algo que nopuede usted concebir; de modo que debe ustedfiar en mi palabra si le digo que es inestimable.Verá a los Rushworth, y confieso que esto nome disgusta, pues siento alguna curiosidad; ycreo que lo mismo le ocurre a él, aunque noquiere reconocerlo.»

Era ésta una carta para ser devorada con avi-dez, para ser leída con detenimiento; para darmucho pábulo a la reflexión y para dejar en elánimo una incertidumbre mayor que nunca. Laúnica certeza que podía deducirse de ella eraque todavía nada decisivo había tenido lugar.Edmund no había hablado aún. Lo que missCrawford sentía en realidad; cómo se proponía

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obrar, u obraría, sin o contra su propósito; si laimportancia de Edmund para ella era la mismaque antes de la última separación; si, disminui-da, era probable que disminuyese más, o bienque se restableciera... eran motivos de conjetu-ras sin fin, temas para ser meditados duranteaquel día y muchos días más sin llegar a nin-guna conclusión. La idea que se imponía más amenudo era que Mary, después de mostrarsemás fría y vacilante, a consecuencia de su vuel-ta a las costumbres londinenses, se daría cuentaal fin de que estaba demasiado encariñada conél para no aceptarle. Trataría de ser más ambi-ciosa de lo que el corazón le iba a permitir. Va-cilaría, coaccionaría, pondría condiciones, exi-giria mucho, pero, finalmente, aceptaría. Estoera lo que con más frecuencia preveía Fanny.¡Una casa en Londres! Eso, lo creía imposible.Sin embargo, no podía decirse lo que missCrawford no seria capaz de pedir. La perspec-tiva era para su primo cada vez peor. Una mu-jer que podía hablar de él, refiriéndose sólo a su

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aspecto exterior... ¡qué cariño más indigno!Buscar apoyo en los elogios de la señora Fraser!¡Ella, que le había tratado con intimidad duran-te medio año! Fanny se avergonzaba de ella.Los pasajes de la carta que se referían a Henry ya ella misma la hirieron, en comparación, esca-samente. Que Henry volviese a Norfolk antes odespués del 14 no era asunto que a ella le im-portase, desde luego, aunque, considerándolotodo, pensó que él debía querer ir sin dilación.Que Mary Crawford tratara de asegurarse unencuentro entre él y María Rushworth, era algoque entraba de lleno en su peor línea de con-ducta, algo tremendamente indelicado y censu-rable; pero esperaba que él no obraría impulsa-do por una curiosidad tan degradante. Él noreconocía tal impulso, y su hermana hubieradebido creerle dotado de mejores sentimientosque los de ella misma.

Fanny sintió aún más impaciencia que antespor recibir otra carta de Londres, a continua-ción de haber recibido ésta; y durante unos días

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la tuvo tan inquieta todo ello, lo que había ocu-rrido y lo que podía ocurrir, que sus habitualeslecturas y conversaciones con Susan quedaronpoco menos que suspendidas. No podía con-centrar su atención como hubiera deseado. SiMr. Crawford se había acordado del mensajeque ella le diera para su primo, creía probable,de lo más probable, que Edmund le escribieraen todo caso; nada más de acuerdo con su bon-dad habitual; y hasta que se hubo librado deesta idea, que poco a poco fue extinguiéndoseal no llegar carta alguna en el curso de otrostres o cuatro días, vivió en un estado de extre-ma inquietud y ansiedad.

Al fin se impuso algo parecido a la calma. Erapreciso dominar la impaciencia, y no permitirque la abatiera y la dejase inútil para todo. Eltiempo hizo algo, sus propios esfuerzos algomás, y así pudo reanudar sus atenciones a Su-san, despertándose de nuevo el mismo interéspor ellas.

Susan se estaba encariñando mucho con Fan-

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ny, y aunque sin nada de aquella tempranaafición a los libros que tan fuerte había sido enella, con una disposición mucho menos inclina-da a las ocupaciones sedentarias, o al saber porel saber, era tan grande su deseo de no parecerignorante que, unido a su fácil, clara compren-sión de las cosas, la convertía en la más atenta,aprovechada y agradecida discípula. Fanny erasu oráculo. Las explicaciones y observacionesde Fanny eran el más importante complementopara cualquier ensayo o capítulo de historia. Loque Fanny le contaba de épocas pretéritas que-daba más grabado en su mente que las páginasde Goldsmith; y hacía a su hermana el obsequiode preferir su estilo al de cualquier autor im-preso. Se notaba la falta de iniciación a la lectu-ra desde los primeros años.

Sus conversaciones, sin embargo, no siempregiraban en tomo a temas tan elevados como lamoral o la historia; otros tenían también suhora; y entre los de menor importancia, ningu-no se repetía con tanta frecuencia ni tardaba

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tanto en agotarse como el de Mansfield Park: ladescripción de las personas, los modales, lasdiversiones y las costumbres de MansfieldPark. Susan, con su gusto innato por todo loelegante y acomodado, escuchaba con avidez, yFanny no podía por menos de concederse elgusto de extenderse sobre un tema tan gratopara ella. Esperaba que de ello no resultaseningún mal; aunque, al poco tiempo, la granadmiración de Susan por cuanto se hacía o sedecía en casa de su tío y su fervoroso anhelo deir a Northamptonshire, parecían casi condenara Fanny por excitar sentimientos que no podíasatisfacer.

La pobre Susan reunía unas condiciones nomucho más a propósito para adaptarse a suhogar que las de su hermana mayor; y comoFanny se iba dando exacta cuenta de esto, em-pezó a sentir que cuando llegase el momento desu propia liberación de Portsmouth, su dicha severía no poco nublada por el hecho de dejar aSusan allí. Que una muchacha tan susceptible

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de mejoramiento tuviera que dejarse en talesmanos era algo que la afligía más y más. Si ellallegara a disponer un día de un hogar para invi-tarla... ¡qué bendición! Y de haberle sido posiblecorresponder al amor de Henry Crawford, laprobabilidad de que él estaría muy lejos deoponerse a tal propósito hubiera contribuidomás que nada al aumento de su bienestar. Leconsideraba realmente bonachón, e imaginabaque acogería un proyecto de aquella clase conel mayor agrado.

CAPÍTULO XLIV

De los dos meses, habían transcurrido casisiete semanas cuando la carta esperada, la cartade Edmund, llegó a manos de Fanny. Al abrirla

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y ver su extensión, se dispuso a leer el minucio-so detalle de su felicidad y una profusión deamorosas alabanzas dedicadas a la afortunadacriatura que era la dueña de su destino. Éste erael contenido de la carta:

«Querida Fanny: Excúsame por no haberteescrito antes. Crawford me dijo que deseabasnoticias mías, pero me resultó imposible escri-birte desde Londres y me convencí de quecomprenderías mi silencio. De haber podidomandarte unas pocas líneas felices, éstas no sehubieran hecho esperar; pero en ningún mo-mento tuve motivo para hacer nada parecido.He vuelto a Mansfield en un estado de insegu-ridad mayor que cuando me fui. Mis esperan-zas son mucho más débiles. Es probable que yaestés enterada de todo esto. Con el cariño quete tiene Mary, es lo más natural que te hayacontado lo bastante de sus sentimientos paradarte una regular idea de los míos. Ello nohabrá de impedirme, sin embargo, comunicár-

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telos yo mismo. En cuanto a lo de hacerte depo-sitaria de nuestras respectivas confidencias noha de haber antagonismo. No hago preguntas.Hay algo consolador en la idea de que tenemosla misma amiga, y que cualesquiera sean lasdivergencias de opinión que puedan existirentre ella y yo, los dos estamos unidos en nues-tro cariño hacia ti. Será para mí un consuelocontarte cómo están ahora las cosas, y cuálesson mis planes en la actualidad, si puede decir-se que tengo algún plan. Regresé a Mansfield elpasado sábado. Estuve tres semanas en Lon-dres y la vi, para lo que es Londres, muy a me-nudo. Recibí de los Fraser cuantas atencionespodía razonablemente esperar. Diría, en cam-bio, que no fui razonable al abrigar esperanzasde una frecuentación tan constante como enMansfield. Más me dolió su comportamiento,sin embargo, que la menor frecuencia de nues-tras entrevistas. Si la hubiera ya visto así cuan-do partió de Mansfield, no hubiese tenido dere-cho a quejarme; pero desde el primer momento

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la encontré cambiada. Al recibirme se mostrótan distinta a cuanto yo había esperado, queestuve casi decidido a marcharme de Londresinmediatamente. No es necesario que me ex-tienda en detalles. Tú conoces el punto flaco desu carácter y puedes imaginar los sentimientosy expresiones que fueron mi tortura. Estaba demuy buen humor y rodeada de aquellos queprestan a su espíritu, demasiado vivo, el apoyode su insano juicio. No me gusta la señora Fra-ser. Es una mujer insensible, vana, casada nadamás que por conveniencia y, aunque evidente-mente infeliz en su matrimonio, no atribuye eldesengaño a falta alguna de buen juicio o decarácter, o a la desproporción de edad, sino aque, después de todo, es menor su opulenciaque la de algunas de sus amistades, en especialque la de su hermana, lady Stornaway, y es unapartidaria decidida de todo lo mercenario yambicioso, con tal que sea algo bastante merce-nario y ambicioso. Considero la intimidad deMary con esas dos hermanas como la mayor

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desgracia de su vida y de la mía. Hace años quela llevan extraviada. Si fuera posible apartarlade ellas... Y a veces no desespero de conseguir-lo, pues, a lo que parece, son ellas principal-mente las que la tienen en gran aprecio; peroella, en cambio, estoy seguro de que no lasquiere como te quiere a ti. Cuando pienso en elgran afecto que por ti siente, y en todo lo quehay de sensato y recto en su conducta comohermana, me parece una criatura muy diferen-te, capaz de todo lo noble, y me siento inclina-do a censurarme por mi interpretación dema-siado severa de un carácter juguetón. No puedodejarla, Fanny. Es la única mujer del mundo enquien podría pensar con la intención de hacerlami esposa. Si no creyera que siente por mí al-guna inclinación, no diría yo esto, desde luego;pero creo que sí la siente. Estoy convencido deque existe en ella una decidida preferencia. Notengo celos de nadie en particular. Es de la in-fluencia del mundo elegante, en su conjunto, delo que estoy celoso. Son los hábitos de la opu-

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lencia lo que temo. Sus ideas no exceden de loque su propia fortuna puede garantizar, perovan más allá de lo que nuestras rentas, unidas,podrían consentir. Uno halla consuelo, sin em-bargo, hasta en esto. Podría soportar mejor elperderla por no ser bastante rico, que por causade mi profesión. Ello probaría tan sólo que suafecto no llega al sacrificio, cosa que, en reali-dad, casi no tengo derecho a pedirle; y si merechaza, creo que éste será el auténtico motivo.Sus prejuicios, estoy seguro, no son tan fuertescomo antes. Aquí estoy vertiendo mis pensa-mientos a medida que brotan de mi cerebro;acaso sean a veces contradictorios, pero no poreso serán un reflejo menos fiel de mi ánimo.Una vez que he empezado, es para mí un placercontarte todo lo que siento. No la puedo dejar.Con los lazos que ya ahora nos unen y los que,espero, nos unirán, dejar a Mary Crawford se-ria renunciar a la intimidad de algunos de losseres que más quiero en el mundo, excluirme amí mismo de las casas y amistades a las que, en

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cualquier otro caso de aflicción, acudiría enbusca de consuelo. Debo considerar que la pér-dida de Mary implicaría la pérdida de Henry yde Fanny. Si fuera cosa decidida, si ella mehubiera rechazado, espero que sabría soportar-lo y vería el modo de aflojar su presa en micorazón; y en el curso de unos pocos años...Pero estoy escribiendo tonterías. Si me rechaza-ra, tendría que soportarlo; y mientras viva nopodré dejar de pretenderla. Ésta es la verdad.El único problema es ¿cómo? ¿Cuál será el me-dio más acertado? A veces pienso en volver aLondres después de Pascua, y a veces resuelvono hacer nada hasta que ella vuelva a Mans-field. Aun ahora habla con ilusión devenir aMansfield para junio; pero junio está muy lejosaún, y me parece que lo que haré será escribirle.Estoy casi decidido a explicarme por carta. Lle-gar pronto a una certidumbre es lo que másimporta. Mi actual situación es tristemente en-fadosa. Considerándolo bien, creo que una car-ta será el mejor medio para exponerle mis ra-

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zones. Por escrito, me veré capaz de decir mu-chas cosas que no podía decirle de palabra, yella tendrá tiempo de reflexionar antes de deci-dir su respuesta; y me asusta menos el resulta-do de una reflexión que un impulso repentino...Creo que me asusta menos. El mayor peligropara mí sería que consultase a la señora Fraser,encontrándome yo lejos, sin poder defender micausa. Con una carta me expongo al grave per-juicio de esa consulta; y donde un criterio esalgo deficiente en cuanto a lo de tomar decisio-nes acertadas, un consejero puede, en un mo-mento funesto, conducir a una determinaciónque acaso después se tenga que lamentar. Ten-dré que pensarlo un poco mejor. Esta extensacarta, llena tan sólo de preocupaciones mías,sería suficiente para fatigar hasta la amistad deuna Fanny. La última vez que vi a Henry Craw-ford fue en la reunión de la señora Fraser. Cadavez me satisface más todo lo que veo y oigo deél. No hay una sombra de vacilación. Está muyseguro de sus intenciones y obra de acuerdo

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con su resolución: inestimable cualidad. Nopude verle a él y a mi hermana mayor en lamisma sala, sin recordar lo que tú me dijisteuna vez, y reconozco que no se encontraroncomo amigos. Noté una marcada frialdad porparte de María. Vi que él retrocedía, sorprendi-do, y lamenté que la actual señora Rushworthconservara algún resentimiento por un antiguoy supuesto desaire inferido a la señorita Ber-tram. Desearás conocer mi opinión sobre elgrado de felicidad de María como esposa. Nohay apariencia de infelicidad. Espero que selleven ambos bastante bien. Comí dos veces enWimpole Street y hubiera podido hacerlo más amenudo, pero es fastidioso estar con Rush-worth para tratarle como hermano. Julia, pare-ce que se divierte mucho en Londres. Yo pocodisfruté allí, pero menos me divierto aquí; for-mamos un grupo que no tiene nada de alegre.Es mucho lo que te echamos en falta. Yo sientotu ausencia más de lo que soy capaz de expre-sar. Mi madre te manda sus más cariñosas ex-

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presiones y espera recibir pronto tus noticias.Habla de ti casi a todas horas y a mí me apenatener que preguntarme cuántas semanas tarda-rá aún en gozar de tu compañía. Mi padre tienela intención de recogerte él mismo, pero no seráhasta después de Pascua, cuando le reclamensus asuntos en Londres. Espero que seas dicho-sa en Portsmouth; pero eso no debe convertirseen una visita de un año. Te necesito en casa,para contar con tu opinión acerca de ThorntonLacey. Tengo pocos ánimos para llevar a cabograndes reformas, mientras no sepa si allí habráun ama de casa algún día. Me parece que, endefinitiva, le escribiré. Es cosa decidida que losGrant marchan para Bath; saldrán el lunes deMansfield. Me alegro. No tengo humor sufi-ciente para estar a gusto con nadie. Pero tu tíaparece que se considera muy desafortunadapor el hecho de que semejante información so-bre las novedades de Mansfield salga de mipluma en vez de la suya. Siempre tuyo, queri-dísima Fanny.»

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––Nunca más... no, nunca, jamás, volveré adesear que me llegue una carta ––fue la secretadeclaración de Fanny, cuando hubo leído ésta––. ¿qué pueden traerme, sino penas y desenga-ños? ¡Hasta después de Pascua! ¿Cómo voy asoportarlo? ¡Y tía Bertram, la pobre, hablandode mí a todas horas!

Fanny reprimió como pudo la tendencia deesos pensamientos, pero estuvo a medio minu-to de dar pábulo a la idea de que sir Thomasera muy poco amable, tanto respecto de su tíacomo de ella misma. En cuanto al tema princi-pal de la carta, nada contenía que pudiera cal-mar su irritación. Estaba casi exasperada en sudisgusto e indignación con Edmund.

––Nada bueno puede salir de este aplaza-miento ––decíase––. ¿Por qué no ha quedado yaresuelto? Él está ciego y nada conseguirá abrirlelos ojos... no, nada podrá abrírselos, despuésque ha tenido tanto tiempo la verdad ante sí,completamente en vano. Se casará con ella, y

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será infeliz y desgraciado. «¡Con el cariño queme tiene Mary!» No puede ser más absurdo.Ella no quiere a nadie más que a sí misma y asu hermano. ¡Que sus amigas «la llevan extra-viada hace años!» Lo más fácil es que ella lashaya descaminado. Acaso todas han estadopervirtiéndose unas a otras; pero si es ciertoque el entusiasmo de las otras por ella es mu-cho más fuerte que el de ella por las otras, tantomenos probable es que haya sido ella la perju-dicada, excepto por las adulaciones. «La únicamujer del mundo en quien podría pensar con laintención de hacerla su esposa.» Lo creo fir-memente. Es un cariño que le dominará toda lavida. Tanto si ella le acepta como si le rechaza,su corazón está unido a ella para, siempre.«Debo considerar que la pérdida de Mary signi-ficaría para mí la pérdida de Henry y de Fan-ny.» ¡Edmund, tú no me conoces! ¡Nunca em-parentarán las dos familias, si no estableces túel parentesco! ¡Oh!, escríbele, escríbele. Acabade una vez. Pon término a esta incertidumbre.

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¡Decídete, entrégate, condénate a ti mismo!No obstante, tales sensaciones se acercaban

demasiado al resentimiento para que guiaranpor mucho tiempo los soliloquios de Fanny.Pronto estuvo más aplacada y triste. El tiernocariño de Edmund, sus expresiones amables, sutrato confidencial, la impresionaban vivamente.Era demasiado bueno con todos. En resumen,se trataba de una carta que no la cambiaría porel mundo entero y cuyo valor nunca apreciaríabastante. En esto acabó la cosa.

Todos los aficionados a escribir cartas sin te-ner mucho que contar, grupo que comprendeuna gran parte del mundo femenino al menos,convendrán con lady Bertram en que estuvo demala suerte en lo de que un capítulo tan impor-tante de las actualidades de Mansfield, como lacerteza del viaje de los Grant a Bath, se diera enun momento en que ella no podía aprovechar-lo; y reconocerán que hubo de ser muy mortifi-cante para ella ver que caía en la desagradecidapluma de su hijo, que lo trató con la mayor

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concisión posible al final de una extensa carta,en vez de serle reservado a ella, que hubierallenado con ese tema casi una página de lassuyas. Pues aunque lady Bertram brillaba bas-tante en el ramo epistolar, ya que desde losprimeros tiempos de casada, a falta de otraocupación y debido a la circunstancia de tenersir Thomas sus actividades en el Parlamento, sededicó a cultivar y sostener una corresponden-cia con sus amistades, y había creado para suuso un respetable estilo amplificativo y copiosoen lugares comunes, de modo que le bastaba untema insignificante para desarrollarlo a pla-cer..., sin embargo, le era indispensable teneralgo sobre qué escribir, aun dirigiéndose a susobrina; y estando tan cerca de perder el prove-choso venero de los síntomas gotosos en el doc-tor Grant y de las visitas matinales de la señoraGrant, fue muy duro para ella verse privada deuno de los últimos usos epistolares a quehubiese podido destinarles.

No obstante, se le preparaba una pingüe

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compensación. La hora de la suerte llegó paralady Bertram. A los pocos días de recibir la car-ta de Edmund, Fanny tuvo una de su tía queempezaba así:

«Mi querida Fanny: Tomo la pluma para co-municarte una noticia muy alarmante, que nodudo habrá de causarte gran pesar.»

Esto era mucho mejor que tomar la pluma pa-ra enterarla de todos los detalles del proyectadoviaje de los Grant, pues la presente informaciónera de una naturaleza que prometía a su mismapluma ocupación para muchos días en lo suce-sivo, ya que se trataba, nada menos, de que suhijo mayor se hallaba gravemente enfermo, delo cual habían tenido noticias por un propiopocas horas antes.

Tom había salido de Londres, con un grupode jóvenes, para Newmarket, donde un amagodesatendido y unos excesos en la bebida lehabían producido fiebre; y cuando los demás se

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fueron, no pudiendo él seguirles, lo dejaron encasa de uno de aquellos jóvenes, abandonado alas delicias de la enfermedad y la soledad, sinmás asistencia que la de los criados. En vez desentirse pronto mejor, lo suficiente para seguira sus amigos, se agravó considerablemente; yno pasaron muchos días sin que se diera cuentade que estaba tan enfermo, que creyó oportuno,lo mismo que su médico, mandar aviso a Mans-field. Y lady Bertram, después de relatar el casoen substancia, observaba:

«Esta angustiosa noticia, como supondrás,nos ha afectado en extremo, y no podemos evi-tar que nos invada una gran alarma y apren-sión respecto del pobre enfermo, cuyo estadoteme mi esposo que sea muy critico. Edmundse ha brindado amablemente para ir a cuidar asu hermano; pero con satisfacción puedo añadirque tu tío no me dejará en esta triste ocasión, loque sería una prueba demasiado dura para mí.A Edmund le echaremos mucho de menos en

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nuestro reducido círculo; pero espero y confioque encontrará al pobre enfermo en un estadomenos alarmante de lo que se ha temido, y quepodrá traerle en breve a Mansfield, cosa que sirThomas cree debería hacerse, pues consideraque sería lo mejor por todos los conceptos; y yome hago la ilusión de que el pobrecillo pacienteestará pronto en condiciones de soportar eltraslado sin mucho inconveniente ni perjuicio.Y como no puedo dudar de que unes tu senti-miento al nuestro, querida Fanny, en esta tristecircunstancia, volveré a escribirte muy pronto.»

El sentimiento de Fanny en tal ocasión era,desde luego, más profundo y genuino que elestilo literario de su tía. Por todos sentía verda-dero pesar. Tom enfermo de gravedad, Ed-mund ausente para cuidarle y el reducido ytriste círculo familiar de Mansfield, eran pre-ocupaciones que desplazaban a todas las de-más, o a casi todas. Sólo un pequeño resto deegoísmo pudo hallar en sí, nada más que para

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preguntarse si Edmund habría escrito a missCrawford antes de que se le presentara aquelimperativo del deber; pero en ella no podíadurar sentimiento alguno que no fuese pura-mente solidario y desinteresadamente ansiosoante la mala nueva. Su tía no se olvidó de ella:le escribió una y otra vez. En Mansfield se reci-bían frecuentes partes de Edmund, y esos par-tes se transmitían regularmente a Fanny, a tra-vés del mismo estilo difuso y la misma mezclade suposiciones, esperanzas y temores, persi-guiéndose y engendrándose unos a otros alazar. Era como si jugara a tener miedo. Los su-frimientos que lady Bertram no «veía» ejercíanescaso dominio sobre su fantasía; y escribíamuy cómodamente sobre inquietudes, ansie-dades y pobres enfermos, hasta que Tom fueefectivamente trasladado a Mansfield y pudoella, por sus propios ojos, contemplar lo altera-do de su aspecto. Entonces, una carta que pre-viamente había empezado para Fanny, fue ter-minada a través de un estilo muy distinto... de

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un lenguaje en el que había auténtico senti-miento y alarma; entonces, se expresó por escri-to como lo hubiera hecho de palabra.

«Acaba de llegar, querida Fanny, y lo hansubido arriba; he quedado tan apabullada alverle, que no sé qué hacer. Estoy segura de queha llegado muy grave. ¡Pobre Tom! Me da mu-cha pena, y estoy muy asustada, lo mismo quesu padre. ¡Cuánto me gustaría que estuvierasaquí para consolarme! Pero tu tío espera quemañana se encontrará mejor y dice que no de-bemos olvidar la fatiga que le habrá causado elviaje.»

La auténtica solicitud que ahora había des-pertado en su pecho maternal, no se desvanecióenseguida. La extremada impaciencia de Tompor ser trasladado a Mansfield y gozar los con-suelos del hogar y la familia, de los que tanpoco se acordara mientras no le faltó la salud,sin duda influyó en que se le llevara allí prema-

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turamente, ya que volvió a un estado febril ymás alarmante que nunca por espacio de unasemana. Todos se asustaron muy de veras. La-dy Bertram escribía sus cotidianos temores a susobrina, de la que podía ahora decirse que vivíade cartas, y pasaba todo el tiempo entre la an-gustia que le producía la recibida hoy y la espe-ra de la que habría de llegarle mañana. Sin quele tuviera un particular afecto a su primo ma-yor, su tierno corazón la llevaba a sentir que nopodía prescindir de él; y la pureza de sus prin-cipios agudizaban su compasión al considerarcuán poco útil, cuán poco abnegada había sido(al parecer) su vida.

Susan fue su única compañera y confidenteen ésta, como en la mayoría de las ocasiones.Susan estaba siempre dispuesta a escuchar y asimpatizar. Nadie más podía interesarse por uninfortunio tan remoto como el de un enfermoen una familia residente a más de cien millas dedistancia... Nadie, ni siquiera la señora Price,que se limitaba a hacer preguntas si veía a su

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hija con una carta en la mano, o la tranquilaobservación, de cuando en cuando:

––Mi pobre hermana debe de estar muy atri-bulada.

Con una separación de tantos años y situadas,respectivamente, en un plano tan distinto, loslazos de la sangre se habían convertido en pocomás que nada. El mutuo afecto, en su origentan reposado como el temperamento de una yotra, no era ya más que un simple nombre. Laseñora Price hacía tanto por lady Bertram comolady Beitiam hubiera hecho por la señora Price.Hubiesen podido desaparecer tres o cuatro delos Price, lo mismo algunos que todos, exceptoFanny y William, y lady Bertram no se hubierapreocupado mucho por eso; o tal vez hubieraescuchado de labios de su hermana Norris lagazmoñería de que había sido una gran suertey una bendición para su pobre hermana Pricetener una familia tan bien dotada para pasar amejor vida.

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CAPÍTULO XLV

Cuando llevaba alrededor de una semana enMansfield, desapareció el peligro inmediato deTom, y tanto se habló de su mejoría que su ma-dre se tranquilizó por completo; pues, acos-tumbrada a verle en aquel estado de gravedady postración, sin que a sus oídos llegaran másque las noticias buenas y sin ir jamás con elpensamiento más allá de lo que oía; sin la me-nor predisposición a la alarma ni la menor apti-tud para captar una insinuación, lady Bertramera la persona más a propósito para las peque-ñas ficciones de los médicos. La fiebre habíaremitido; la fiebre había sido su mal; por lotanto, pronto estaría restablecido. Lady Bertramno podía ser menos optimista, y Fanny compar-

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tió la seguridad de su tía hasta que recibió unaslíneas de Edmund, escritas con el propósito dedarle una idea más clara sobre el estado de suhermano, y darle a conocer las aprensiones desu padre y propias, teniendo en cuenta lo quehabía dicho el médico respecto de ciertos sínto-mas de tisis que parecían apoderarse de su or-ganismo al desaparecer la fiebre. Juzgabanoportuno no atormentar a lady Bertram conalarmas que, era de esperar, resultarían infun-dadas; pero no había razón para que Fannydesconociera la verdad: temían por sus pulmo-nes.

Unas pocas líneas de Edmund le hicieron veral paciente y lo que era la habitación del enfer-mo bajo una luz más clara e intensa de lo quepodían ofrecerle todos los pliegos de lady Ber-tram. Dificilmente hubiera podido encontrarseen la casa otra persona que no pudiera descri-birlo, según su apreciación personal, mejor queella; otra persona que no fuera en ciertas oca-siones mas útil a su hijo. Ella no sabía hacer

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más que deslizarse quedamente y contemplar-le; pero cuando el enfermo estaba en condicio-nes de hablar, de que le hablaran o le leyeran,Edmund era el preferido. Tía Norris le mortifi-caba con sus cuidados, y sir Thomas no sabíareducir el tono ni la voz al nivel de su extenua-ción e irritabilidad. Edmund lo era todo en to-do. Al menos así quería considerarle Fanny,que notó que su estimación por él era más fuer-te que nunca al saber cómo cuidaba, sostenía yanimaba a su hermano enfermo. No era tansólo la debilidad del reciente achaque lo quehabía que cuidar; también había, según pudoahora Fanny descubrir, nervios muy alteradosque calmar y ánimos muy abatidos que levan-tar; e imaginaba que había, además, un espíritumuy necesitado de un buen guía.

En la familia no había antecedentes de tisis,por lo que Fanny se inclinaba más a esperarque a temer por su primo..., excepto cuandopensaba en Mary Crawford; porque Mary ledaba la impresión de ser la niña de la suerte, y

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para su egoísmo y vanidad sería una gran suer-te que Edmund se convirtiera en el único hijovarón.

Ni siquiera en el cuarto del enfermo era olvi-dada la dichosa Mary. La carta de Edmundllevaba esta posdata:

«Sobre el asunto de mi interior, había ya em-pezado una carta cuando hube de ausentarmepor la enfermedad de Tom; pero ahora he cam-biado de idea, pues temo la influencia de susamistades. Cuando Tom mejore, iré yo mismo.»

Tal era el estado de cosas en Mansfield, y asícontinuó, sin modificarse apenas, hasta Pascua.El renglón que a veces añadía Edmund en lascartas de su madre, bastaba para tener al co-rriente a Fanny. La mejoría de Tom era de unalentitud alarmante.

Llegó Pascua... singularmente retrasada aquelaño, como Fanny había advertido con pesar encuanto se enteró de que no tendría oportunidad

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de abandonar Portsmouth hasta que hubieratranscurrido. Llegó la Pascua, y nada sabía aúnde su regreso... ni siquiera de su marcha a Lon-dres, que debía preceder al regreso. Su tía ex-presaba a menudo el deseo de tenerla a su lado;pero no llegaba aviso ni mensaje de su tío, delcual dependía todo. Suponía que no considera-ba aún oportuno dejar a su hijo; pero era unacruel, una terrible demora para ella. Abril toca-ba a su fin. Pronto se cumplirían tres meses, envez de dos, que se había alejado de todos ellos,y que venía pasando sus días como en unacondena, aunque les quería demasiado paradesear que lo interpretaran exactamente así. Sinembargo, ¿quién podía decir hasta cuándo nohabría ocasión para acordarse de ella o irla abuscar?

Su impaciencia, su anhelo, sus ansias de estarcon ellos eran tales, que de continuo le traían ala memoria un par de líneas del «Tirocinium»,de Cowper: Con qué intenso deseo clama por suhogar, era frase que tenía siempre en los labios

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como la más fiel descripción de un anhelo queno podía suponer más vivo en el pecho de nin-gún escolar.

Cuando iba camino de Portsmouth, gustabade llamarlo su hogar, se deleitaba diciendo queiba a su casa; esta expresión le había sido muyquerida, y lo era aún, pero tenía que aplicarla aMansfield. Aquél era ahora su hogar. Ports-mouth era Portsmouth; Mansfield era el hogar.Así lo había establecido hacía tiempo, en elabandono de sus meditaciones secretas; y nadamás consolador que hallar en su tía el mismolenguaje: «No puedo menos de decirte lo mu-cho que siento tu ausencia del hogar en estosmomentos angustiosos, de verdadera pruebapara mi espíritu. Confío y espero, y since-ramente deseo, que nunca más vuelvas a estartanto tiempo ausente del hogar». Frases éstasque ya no podían ser más gratas para ella. Aunasí, eran para saborearlas en secreto. La delica-deza para con sus padres hacía que pusieramucho cuidado en no traslucir aquella prefe-

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rencia por la casa de su tío. Siempre pensaba:«Cuando vuelva a Northamptonshire» o«cuando regrese a Mansfield, haré esto y aque-llo». Así fue durante largo tiempo; pero, al fin,el anhelo se hizo más intenso, desbordó todaprecaución y Fanny se sorprendió de prontohablando de lo que haría cuando volviese acasa, sin casi darse cuenta. Se lo reprochó inte-riormente, se puso colorada y quedó mirandoal padre y a la madre, llena de temor. No hacíafalta que se inquietara por eso. No dieronmuestra de disgusto, ni siquiera de que la habí-an oído. No sentían nada de celos por Mans-field. Tanto les daba que prefiriese estar aquí oallí.

Era triste para Fanny perderse todo el encan-to de la primavera. Antes, no sabía los placeresque le quedarían vedados si pasaba marzo yabril en una ciudad. No sabía, antes, hasta quépunto la habían deleitado el brote y el creci-miento de la vegetación. ¡Cuánto había fortale-cido, así su cuerpo como su espíritu, contem-

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plar el progreso de esa estación que no puede, apesar de sus veleidades, dejar de ser cautivado-ra! ¡Y observar sus crecientes encantos, desdelas primeras flores en los rincones más cálidosdel jardín de su tía, hasta el verdecer en losplantíos de su tío y la gloria de sus bosques!Perderse tales placeres no era una bagatela;verse privada de ellos por hallarse recluida enmedio del ruido, gozando de aquel confina-miento, de mal aire y malos olores en sustitu-ción de la libertad, la naturaleza, la fragancia yla vegetación, era infinitamente peor. Pero aúneran débiles estos estímulos de pesar com-parados con el que le producía la convicción deque la echaban de menos sus mejores amigos yen anhelo de ser útil a los que la necesitaban.

De hallarse en casa hubiera podido prestaralgún servicio a todos y cada uno de sus mora-dores. Tenía la seguridad de que hubiese sidoútil a todos. A todos habría ahorrado algúnesfuerzo, mental o manual; y aunque sólo fuerapara sostener el ánimo de su tía Bertram, pre-

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servándola de los males de la soledad, o delmal todavía mayor de una compañera inquieta,oficiosa, demasiado propicia a exagerar el peli-gro con objeto de encarecer su importancia,habría sido una gran ventaja que ella estuvieraallí. Se complacía en imaginar cuánto hubiesepodido leer para su tía, cuánto hubiese podidohablarle, intentando al mismo tiempo hacerlecomprender el bien que sin duda representabalo que estaba ocurriendo, y preparar su ánimopara lo que pudiera ocurrir. ¡Y cuántos viajesarriba y abajo de la escalera le hubiera ahorra-do, y cuántos recados le hubiera hecho!

A Fanny le causaba asombro que las herma-nas de Tom pudieran continuar tranquilamenteen Londres, en aquellas circunstancias; a lo lar-go de una enfermedad que, con distintas alter-nativas en cuanto a gravedad, llevaba ya unproceso de varias semanas de duración. Ellaspodían volver a Mansfield cuando quisieran;para ellas el viaje no entrañaba ninguna dificul-tad, y Fanny no podía comprender cómo ambas

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permanecían ausentes. En caso de que a MaríaRushworth se le antojase que existían obliga-ciones incompatibles, no había duda de queJulia podía abandonar Londres en el momentoque ella eligiera. A lo que parecía, según una delas cartas de tía Bertram, Julia había ofrecidovolver si la necesitaban; pero esto fue todo. Eraevidente que prefería quedarse donde estaba.

Fanny se sintió inclinada a considerar la in-fluencia de Londres muy contrapuesta a todoslos nobles afectos. Veía la prueba de ello enmiss Crawford, tanto como en sus primas. Elafecto de Mary por Edmund había sido noble,el aspecto más noble de sus sentimientos; en suamistad hacia la misma Fanny no hubo, cuandomenos, nada censurable. ¿Dónde quedaba aho-ra uno y otro sentimiento? Llevaba Fanny tantotiempo sin recibir carta de ella, que tenía algúnmotivo para no hacer gran caso de una amistadque daba tan pocas señales de vida. Llevabavarias semanas sin tener noticias de miss Craw-ford ni de sus demás conocidos residentes en la

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capital, excepto las que recibía a través deMansfield, y empezaba a sospechar que nuncallegaría a saber si Mr. Crawford había marcha-do de nuevo a Norfolk, mientras no se encon-trasen, y que nada más sabría de Mary aquellaprimavera, cuando vino la siguiente carta aresucitar viejas sensaciones y crear algunasnuevas:

«Perdóneme, querida Fanny, tan pronto comopueda, por mi largo silencio, y muéstrese comosi pudiera perdonarme en el acto. Esta es mihumilde petición y mi esperanza, pues es ustedtan buena que estoy segura de recibir mejortrato del que merezco, y le escribo ahora parasuplicarle una inmediata contestación. Necesitosaber cuál es el estado de cosas en MansfieldPark; y usted, sin duda alguna, está en perfec-tas condiciones de contármelo. Bruto tendríaque ser quien no se condoliera por la pena queles aflige; y por lo que me han dicho, es muypoco probable que el pobre Tom Bertram llegue

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a restablecerse por completo. Al principio, pococaso hice de su enfermedad. Le considerabauna de esas personas que se inquietan e inquie-tan a los demás por cualquier indisposición sinimportancia; y me preocupé más que nada porlos que debían cuidarle; pero ahora me hanasegurado confidencialmente que se trata enrealidad de algo grave, que los síntomas son delo más alarmante y que parte de la familia, porlo menos, está en el caso. De ser así, es seguroque usted está incluida en esa parte de la fami-lia, la de las personas con discernimiento, y porlo tanto le ruego que me diga hasta qué puntohe sido bien informada. No hace falta que lediga cuánto me alegraría si resultara que hahabido algún error, pero la noticia me impre-sionó tanto que, lo confieso, todavía ahora meestremezco sin poderlo evitar. Ver segada lavida de un joven tan magnífico, en la flor de lajuventud, es algo tristísimo. El pobre sir Tho-mas lo sentirá tremendamente. Yo misma sien-to una gran inquietud ante el caso. ¡Fanny, Fan-

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ny: ya veo que se sonríe maliciosamente! Pero,por mi honor, jamás he sobornado a un médico,en mi vida. ¡Pobre muchacho! Si es que ha demorir, habrá dos "pobres muchachos" menos enel mundo; y con el rostro muy alto, y sin tem-blor en la voz, diría ante quien fuese que ni lariqueza ni la dignidad podían caer en manosque más lo merecieran que las de Edmund. Fueuna loca precipitación la de las pasadas Navi-dades, pero el mal de unos pocos días puedeborrarse en parte. El barniz y los dorados pue-den ocultar muchos borrones. No habrá máspérdida que la del "esquire" a continuación desu nombre. Con un afecto auténtico como elmío, Fanny, se podría parar por alto muchomás. Escríbame a la vuelta de correo; juzgue demi ansiedad, y no se burle de ella. Cuéntemetoda la verdad, puesto que usted la sabe defuente original. Y ahora no se moleste en aver-gonzarse de mis sentimientos ni de los suyos.Créame, no sólo son naturales; son filantrópicosy virtuosos. Dejo a su conciencia que examine si

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no combinaría mejor con todas las posesionesde los Bertram un "sir Edmund" que cualquierotro "sir" imaginable. De haberse hallado losGrant en casa no la hubiese molestado a usted;pero actualmente es usted la única a quienpuedo acudir para saber la verdad, pues a susprimas no las tengo a mi alcance. La joven se-ñora Rushworth ha pasado la Pascua con losAylmers, en Twickenham (como usted sabrá,sin duda), y todavía no ha vuelto; y Julia estácon los primos que viven cerca de BedfordSquare, pero he olvidado el nombre y la calle.Sin embargo, aun pudiéndome dirigir a ellas,siempre la preferiría a usted, pues me ha lla-mado la atención que sean tan enemigas deinterrumpir sus diversiones como para cerrarlos ojos a la verdad. Supongo que las vacacio-nes de Pascua de María Rushworth no se alar-garán mucho ya; no hay duda de que habránsido para ella unas vacaciones completas: losAylmers son gente agradable y, teniendo au-sente al marido, es indudable que se ha diverti-

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do. He de creer que ella misma ha sido quienha animado a Mr. Rushworth para que fuera aBath a recoger a su madre; pero ¿cómo van acongeniar ella y la suegra en la misma casa? AHenry no le tengo a mano, de modo que nadapuedo decirle de su parte. ¿No cree usted queEdmund hubiese venido a Londres hace tiem-po, de no ser por la enfermedad de su herma-no? Suya siempre,

MARY.»

«P. D.––Había ya empezado a doblar la cartacuando llegó Henry; pero no me trae ningunainformación que me evite mandársela. MaríaRushworth sabe que se teme una recaída; Hen-ry la vio esta mañana y me dice que hoy vuelvela joven señora Rushworth a su casa de Wim-pole Street; la vieja ha llegado ya. Ahora novaya a intranquilizarse con raras suposiciones,porque él había pasado unos cuantos días enRichmond. Lo hace así todas las primaveras.

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Tenga la seguridad de que no le importa nadiemás que usted. En este mismo momento estáloco por verla y preocupado tan sólo por hallarel medio de conseguirlo, y de conseguir que susgustos lo sean para usted. Para demostrarlorepite, con más vehemencia, lo que le dijo enPortsmouth sobre lo de acompañarla a casa, yyo me sumo a él con toda mi alma. QueridaFanny, escribanos enseguida y díganos queacepta. Será magnífico para todos. Él y yo po-demos alojamos en la rectoría, como usted sabe,y no causaremos la menor molestia a nuestrosamigos de Mansfield Park. Sería realmente gra-to verles de nuevo a todos, y un pequeño au-mento de personas con quien relacionarse po-dría ser de gran utilidad para ellos. En cuanto austed se refiere, sin duda considera que es tantolo que la necesitan allí, que no puede en con-ciencia (con lo concienzuda que es usted) man-tenerse alejada, teniendo modo de acudir. Notengo tiempo ni paciencia para transmitirle lamitad de los mensajes que Henry me da para

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usted; bástele saber que el móvil de ambos ycada uno de nosotros es un inalterable afecto.»

El disgusto de Fanny por casi todo el conte-nido de esta carta, unido a su extrema renuen-cia a juntar, gracias a aquel viaje, a la autoracon Edmund, la incapacitaban para juzgar im-parcialmente si debía o no aceptar el ofreci-miento final. Para ella, particularmente, era delo más tentador. Encontrarse, acaso a los tresdías, trasladada a Mansfield, era una imagenque se le ofrecía como la mayor felicidad; perohubiera representado un gran inconvenientedeber esa felicidad a unas personas en cuyossentimientos y conducta, especialmente ahora,veía aspectos tan condenables: los sentimientosde la hermana, la conducta del hermano; ladesalmada ambición de ella, la insensata vani-dad de él. ¡Mantener todavía la relación, acasoel flirteo, con la esposa de Rushworth! Se sintióabochornada. Había llegado a considerarle me-jor. Afortunadamente, empero, no tuvo que

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seguir luchando, para decidirse, entre incli-naciones opuestas y dudosas nociones del de-ber; no era ocasión para determinar si debíamantener separados o no a Edmund y a Mary.Podía acudir a una regla que lo resolvería todo.Su temor de sir Thomas y el miedo a tomarsecon él una libertad, le hicieron ver en el acto,claramente, lo que debía hacer. Debía rechazarde plano la proposición. Si su tío quisiera,mandaría por ella; y si Fanny ofreciera un re-greso anticipado, sería por su parte una pre-sunción que casi nada podría justificar. Dio lasgracias a miss Crawford, pero con una decididanegativa. Dijo que su tío, según ella tenía en-tendido, se proponía recogerla personalmente;y que puesto que la enfermedad de Tom sehabía prolongado tantas semanas, sin que du-rante ese tiempo la considerasen a ella necesa-ria en absoluto, había de suponer que su regre-so no seria bien acogido en aquel momento yque sin duda resultaría un estorbo.

Lo que le contó respecto del actual estado de

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su primo se ajustaba exactamente a lo que ellacreía sobre el particular, y por lo tanto supusoFanny que esta información llevaría al exaltadoespíritu de Mary a confiar en todo lo que estabadeseando. Al parecer perdonaría a Edmund sucondición de clérigo bajo ciertas condiciones deriqueza; y ésta, sospechó Fanny, era toda laconquista sobre unos prejuicios, de la que Ed-mund estaba dispuesto a congratularse contanta facilidad. Mary sólo había aprendido apensar que nada importa sino el dinero.

CAPÍTULO XLVI

Como Fanny no podía dudar de que su nega-tiva había de producir una verdadera decep-ción, estaba casi segura, conociendo el carácter

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de Mary, que insistirían de nuevo; y aunquetranscurrió una semana sin que le llegara unasegunda carta, seguía aún con la misma ideacuando la recibió.

Al tomarla en sus manos, pudo darse cuentaen el acto de que contenía muy poco texto yconoció que seria como una carta urgente denegocios. El objeto de la misma era incuestio-nable. Y un par de segundos bastaron para su-gerirle la probabilidad de que se trataba sim-plemente de notificarle que los dos, Mary yHenry, estarían en Portsmouth aquel mismodía, y para sumirla en un mar de agitación antela duda sobre lo que debería hacer en tal caso.No obstante, si dos segundos pueden rodeamosde dificultades, otro segundo puede dispersar-las; y antes de abrir la carta, la posibilidad deque Mr. y miss Crawford hubiesen recurrido asir Thomas y obtenido su permiso empezó atranquilizarla. La carta decía así:

«Un rumor de lo más escandaloso y perverso

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acaba de llegar hasta mí; y le escribo, queridaFanny, para prevenirla en el sentido de que nodebe conceder a ese rumor el menor crédito, encaso de que llegue a propalarse por todo el pa-ís. Esté segura de que ha habido alguna confu-sión; un par de días bastarán para dejar las co-sas en su punto y, en todo caso, para demostrarque Henry es inocente y que, pese a una mo-mentánea étourderie, no piensa más que en us-ted. No diga una palabra de ello... no escuchenada, no suponga nada, no murmure nada;espere a que yo le escriba de nuevo. Estoy se-gura de que todas esas habladurías se acallarány nada se probará sino la necedad de Rush-worth. Si se han ido, apostaría mi vida a quesólo se han ido a Mansfield, y Julia con ellos.Pero ¿por qué no nos permitió que fuéramospor usted? Deseo que no tenga que arrepentir-se. Suya, etc.»

Fanny quedó perpleja. Como ningún rumorperverso ni escandaloso había llegado a ella, lefue imposible entender gran parte de la extraña

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carta. Pudo tan sólo inferir que se refería aWimpole Street y a Mr. Crawford, y tan sóloconjeturar que alguna imprudencia de bulto sehabía cometido en aquel sector, como para es-candalizar a la sociedad y provocar, según te-mía miss Crawford, los celos de la misma Fan-ny, si llegaba a enterarse. Mary no necesitabapreocuparse por ella. Fanny lo lamentaba úni-camente por las partes interesadas y por Mans-field, si hasta allí habían de llegar los comenta-rios; pero esperaba que no fuese así. Si losRushworth habían ido a Mansfield, según po-día inferirse de lo que Mary decía, no era fácilque les hubiera precedido nada desagradable o,al menos, que pudiera causar alguna im-presión.

En cuanto a Mr. Crawford, Fanny esperabaque el caso serviría para que él mismo se dieracuenta de sus disposiciones, para convencerlede que era incapaz de mantener un efecto cons-tante por ninguna mujer del mundo, y aver-gonzarle de su insistencia en pretenderla a ella.

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Era muy extraño. Fanny había empezado acreer que él la quería, realmente, y hasta a ima-ginar que con un afecto algo mayor que lo co-mente; y Mary, su hermana, aun insistía en quea él no le importaba ninguna otra mujer. Sinembargo, debió de haber una marcada exhibi-ción de atenciones dedicadas a María Rush-worth, debió cometer alguna tremenda indis-creción, pues Mary no era de las que pudierandar importancia a una indiscreción venial.

Muy inquieta quedó Fanny; y así tendría quecontinuar hasta que Mary le escribiese otra vez.Le resultaba imposible borrar la carta de supensamiento, y no podía desahogarse hablandode ella a ningún ser humano. No hacía falta quemiss Crawford le recomendara el secreto contanta insistencia; debió confiar en su buen sen-tido respecto del miramiento que había de te-ner con su prima.

Llegó el siguiente día, sin que llegara una se-gunda carta. Fanny quedó defraudada. Durantetoda la mañana apenas si pudo pensar en otra

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cosa; pero cuando por la tarde volvió su padrecon el periódico, como de costumbre, estaba tanlejos de esperar que le fuera posible elucidaralgo por aquel conducto que, por un momento,llegó incluso a olvidarse del asunto.

Estaba sumida en otras cavilaciones. El re-cuerdo de su primera tarde en aquella habita-ción, de su padre con el periódico, se adueñó desu mente. No se precisaba ahora bujía alguna.El sol estaba todavía a una hora y media sobreel horizonte. Diose cuenta de que había pasado,realmente, tres meses allí. Y los rayos del sol,que entraban de lleno en la habitación, en vezde alegrarla, aumentaban aún su melancolía;pues la luz solar se le aparecía como algo to-talmente distinto en la ciudad que en el campo.Aquí, su poder era tan sólo un resplandor, unresplandor sofocante y enfermizo, que sólo ser-vía para hacer resaltar las manchas y las sucie-dad que de otro modo hubieran pasado inad-vertidas. No había salud ni alegría en el sol dela ciudad. Fanny hallábase envuelta en una

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llamarada de opresivo calor, en una nube depolvo movedizo; y su mirada podía sólo vagarde las paredes, manchadas por la marca que enellas había ido dejando la cabeza de su padre, ala mesa, cortada y mellada por sus hermanos,donde estaba la bandeja del servicio de té, nun-ca completamente limpia, las tazas y los platosa medio secar, la leche, mezcla de grumos flo-tantes ligeramente azulados, y el pan con man-tequilla, que por momento se volvía más gra-siento aún de lo que había salido de manos deRebecca. Su padre leía el periódico y su madrese lamentaba como de costumbre, mientras sepreparaba el té, de lo raída que estaba la alfom-bra, y expresaba su deseo de que Rebecca laremendase. Y Fanny no despertó de su ensi-mismamiento hasta que su padre le dirigió unafuerte llamada, después de murmurar y re-flexionar sobre un párrafo determinado.

––¿Cuál es el nombre de tus primos casados,que viven en Londres? ––preguntó.

Una breve reflexión le permitió responder:

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––Rushworth, padre.––¿Y no viven en Wimpole Street?––Sí, señor.––Entonces, el diablo anda metido entre ellos,

está visto. Ahí lo tienes ––alargándole el perió-dico––; mucho bien te harán esos parientes dis-tinguidos. No sé qué pensará sir Thomas deesas cosas; puede que sea de esos caballerosdemasiado cortesanos y refinados para querermenos a su hija. Pero, ¡voto a...!, si fuera hijamía, le estaría dando con la correa hasta agotarmis fuerzas. Una buena paliza a los dos seria elmejor medio de prevenir esas cosas.

Fanny leyó para sí que «con infinito pesar elperiódico debe comunicar al mundo un escán-dalo matrimonial en la familia de Mr. R, deWimpole Street; la bellísima señora de R., cuyonombre había figurado no hace mucho en elcapítulo de "bodas", y que prometía convertirseen la figura que daría el tono al mundo elegan-te, ha abandonado la casa de su esposo encompañía del conocido y seductor Mr. C., ínti-

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mo amigo y asociado de Mr. R., sin que se sepa,ni siquiera en la redacción de este periódico,adónde se han dirigido.»

––Es un error, padre ––dijo Fanny al instante––; tiene que ser un error... no puede ser ver-dad... se refería a otras personas.

Hablaba con el instintivo deseo de aplazar lavergüenza; hablaba con la resolución que brotade la desesperanza, porque decía lo que no cre-ía, lo que no podía creer. Fue el choque de laconvicción ante la lectura. La verdad se precipi-tó sobre ella; y después fue para ella mismamotivo de asombro que hubiera sido capaz dehablar, o siquiera de respirar, en aquellos mo-mentos.

A Mr. Price le importaba muy poco la noticiapara convertirla en motivo de discusión.

––Puede que todo sea mentira ––concedió––;pero hay tantas señoras distinguidas cargadasde líos hoy en día, que uno no se puede fiar denadie.

––Desde luego, espero que no sea verdad ––

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dijo la señora Price con voz plañidera––; ¡seríatan espantoso! Si no le he dicho una vez a Re-becca lo de la alfombra, se lo habré dicho lomenos cien veces: ¿no es verdad, Betsey? Y nole costaría más que diez minutos de trabajo.

El horror que se apoderó del ánimo de Fanny,al tener la convicción de que se había cometidoaquella falta y empezar a concebir algo de lossufrimientos que acarrearía, difícilmente puededescribirse. Al principio quedó sumida en unaespecie de estupefacción; pero a cada instantese precipitaba en ella la percepción del horribledaño. No podía dudar; no se atrevía a abrigarla esperanza de que el suelto fuera falso. Lacarta de miss Crawford, cuyo texto había releí-do varias veces como para recordar de memo-ria todos sus renglones, coincidía de un modoescalofriante con la nota del periódico. La ve-hemente defensa que Mary hacía de su herma-no, su manifiesta esperanza de que se acallaranlos rumores, su evidente inquietud, todo se co-rrespondía por entero con algo muy grave; y si

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existía en el mundo una mujer de carácter defi-nido que pudiera considerar una bagatela aquelpecado de primera magnitud, que pudiera tra-tar de disculparlo y desear que quedara impu-ne, Fanny podía contar con que miss Crawfordera esa mujer. Ahora se daba cuenta de suequivocación respecto de quienes se habían ido.No se trataba de Mr. Rushworth y su esposa,sino de esta esposa y Mr. Crawford.

A Fanny le parecía que nunca, hasta ahora,había recibido una fuerte impresión. No podíasosegar. Pasó la tarde sin un momento de respi-ro en su aflicción; pasó la noche completamentedesvelada. No hacía más que pasar de sensa-ciones de repugnancia a estremecimientos dehorror. El caso era tan espantoso, que hubomomentos en que su corazón lo rechazaba co-mo imposible, en que se decía que no podía ser.Una mujer que llevaba tan sólo seis meses decasada; un hombre que se confesaba enamora-do, hasta comprometido con otra, siendo estaotra una pariente tan próxima de aquella; toda

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la familia, ambas familias, tan estrechamenteunidas con múltiples lazos, tan amigas, tan ín-timas... Era una mezcla de culpas demasiadohorrible, una concentración de perversidaddemasiado vil para que la naturaleza humanafuera capaz de ella, no hallándose en un estadode completa barbarie. Sin embargo, su juicio ledecía que era así. La inconsistencia de los afec-tos de Henry, oscilando al dictado de su vani-dad, la decidida inclinación de María y la insu-ficiencia de principios en ambos, apuntaban laposibilidad; la carta de Mary sellaba el hecho.

¿Cuál sería la consecuencia? ¿A quién noofendería? ¿Qué designios no iba a alterar? ¿Lapaz de quien no quedaria truncada para siem-pre? La misma Mary... Edmund... Pero acasofuera peligroso calar tan hondo. Fanny se ciñó,o intentó ceñirse, al aspecto simple, indudable,de la desgracia familiar que habría de envolver-lo todo, si, en efecto, había culpa comprobada yescándalo público. Los sufrimientos de la ma-dre, los del padre... Aquí detuvo Fanny su pen-

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samiento; los de Julia, los de Tom, los de Ed-mund... En este punto se detuvo más tiempoaún. Eran los dos ––sir Thomas y Edmund–– alos que el caso afectaría más tremendamente.La paternal solicitud, el alto sentimiento delhonor y el decoro de sir Thomas; la rectitud deprincipios, el carácter confiado y la genuinaintensidad de sentimientos de Edmund, hacíanpensar a Fanny que apenas les sería posibleconservar la vida y la razón ante semejante ig-nominia; y le parecía que, por lo que únicamen-te a este mundo se refiere, el mayor bien paratodos los consanguíneos de María Rushworthsería una inmediata aniquilación.

Nada acaeció el día siguiente, ni al otro, queamortiguara el horror de Fanny. Dos correospasaron sin traer refutación alguna, pública niprivada. No llegaba una segunda carta de missCrawford con una explicación que desvirtuarael efecto de la anterior; no llegaba noticia algu-na de Mansfield, aunque había pasado tiemposuficiente para que su tía volviera a escribirle.

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Ello era un mal presagio. Fanny apenas conser-vaba una sombra de esperanza que aliviase suespíritu y quedó reducida a un estado de aba-timiento, palidez y temblor que a ninguna ma-dre afectuosa, excepto a la señora Price, lehubiera pasado inadvertido. Al tercer día pudooírse en la puerta el aldabonazo de los tormen-tos y otra carta fue depositada en sus manos.Llevaba el matasellos de Londres y era de Ed-mund.

«Querida Fanny: Ya conoces nuestra presentedesgracia. ¡Que Dios te ayude a soportar tuparte! Llevamos aquí dos días, pero no haynada que hacer. No hemos podido dar con lapista. Puede que no conozcas el último golpe: lafuga de Julia. Se ha marchado a Escocia conYates. Abandonó Londres pocas horas antes dellegar nosotros. En cualquier otro momentoesto nos hubiera parecido espantoso. Ahora nosparece que no es nada; sin embargo, es unagrave complicación. Mi padre no ha quedado

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deshecho. No cabía esperar más. Todavía escapaz de pensar y hacer; y te escribo, obede-ciendo a su deseo, para proponerte que vuelvasa casa. Está impaciente porque vuelvas allí acausa de mi madre. Yo estaré en Portsmouth ala mañana siguiente de recibir tú la presente, yespero encontrarte dispuesta para emprender elregreso a Mansfield. Mi padre desea que invitesa Susan para que te acompañe por unos meses.Arréglalo como gustes; dile lo que consideresoportuno. Estoy seguro de que apreciarás estaprueba de cariño en tales momentos. Haz justi-cia a su intención, aunque yo me exprese con-fusamente. Ya puedes imaginar mi estado ac-tual. No tiene fin la desgracia que se ha desen-cadenado sobre nosotros. Llegaré temprano, enel correo. Tuyo», etc.

Jamás estuvo Fanny tan necesitada de uncordial consuelo. Nunca había conocido otroigual al que le brindaba aquella carta. ¡Mañana!¡Abandonar Portsmouth mañana! Estaba, nota-

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ba que estaba, en peligro de sentirse exqui-sitamente feliz, cuando tantos eran desgracia-dos. ¡Un mal que le procuraba tanto bien! Te-mía acostumbrarse a ser insensible a él. Mar-charse tan pronto, enviada a buscar tan ama-blemente, reclamada como un consuelo y conlibertad de llevarse a Susan, era en suma talcombinación de favores, que inflamó su cora-zón y, por cierto espacio de tiempo, parecióalejar las penas y hacerla incapaz de compartirpropiamente el dolor, hasta el de aquéllos quemás tenía en el pensamiento. La fuga de Juliasólo podía afectarla relativamente poco. Le cau-só sorpresa y asombro; pero era algo que nopodía apoderarse de ella, que no podía dete-nerse en su mente. Tuvo que obligarse a re-flexionarlo y reconoció que era terrible y cruel;pero con facilidad se distraía en medio de lasansiosas, urgentes, alegres ocupaciones relacio-nadas con la cita que ella tenía para el día si-guiente.

No hay nada como la actividad, una premio-

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sa, indispensable actividad, para ahuyentar laspenas. Una ocupación, aun siendo melancólica,puede disipar la melancolía; y las ocupacionesde Fanny eran un compendio de ilusión. Teníatanto que hacer que ni siquiera la horrible his-toria de María Rushworth (confirmada ahoracomo cierta hasta el último extremo) la impre-sionaba como al principio. No tenía tiempopara estar triste. Esperaba estar en camino a lasveinticuatro horas. Tenía que hablar con suspadres, preparar a Susan, disponerlo todo. Lascuestiones a resolver se presentaban en inin-terrumpida sucesión; el día contaba apenas consuficientes horas. Por otra parte, la felicidadque ella proporcionaba a los demás, felicidadmuy poco ensombrecida por la funesta noticiaque brevemente precedió a la restante informa-ción...; el jubiloso consentimiento del padre yde la madre para que Susan la acompañara...; lageneral satisfacción que parecía acusarse ante lapartida de ambas...; el éxtasis de la propia Su-san...: todo contribuía al sostenimiento de su

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ánimo.La aflicción de los Bertram fue poco sentida

en el hogar de sus padres. La señora Price hablóde su pobre hermana por espacio de unos mi-nutos, pero la cuestión de cómo encontrar algodonde meter la ropa de Susan, pues Rebeccahabía usado y destrozado todas las maletas, lapreocupaba mucho más. En cuanto a Susan,que se veía inesperadamente complacida en elsupremo anhelo de su corazón, y que no cono-cía personalmente a los que había pecado ni alos que estaban penando, si pudo evitar el cons-tante desbordamiento de su regocijo, era cuantopodía esperarse de la virtud humana a los ca-torce...

Como en realidad nada se dejó a la decisiónde la señora Price ni a los buenos oficios deRebecca, todo se llevó a cabo racional y conve-nientemente, y las dos hermanas quedaron dis-puestas para salir al día siguiente. La ventaja deun largo sueño que las preparase para el viajeque iban a emprender, no pudieron tenerla. El

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primo que viajaba hacia ellas no podía menosde estar presente en el espíritu de ambas, llenoel uno de felicidad, moviéndose el otro entreconstantes alternativas y una indescriptibleturbación.

Hacia las ocho de la mañana estaba Edmunden la casa. Sus primas le oyeron entrar, desdearriba, y Fanny bajó. La idea de que iba a verleenseguida, unida al conocimiento de lo que éldebía sufrir, hizo retroceder sus primeros im-pulsos. ¡Tenerle tan cerca, y tan afligido! Ape-nas podía dominar su emoción cuando entró enla salita. Edmund estaba solo y se dirigió a ellainmediatamente; y Fanny se sintió oprimidacontra el corazón de su primo mientras escu-chaba sólo estas palabras, apenas articuladas:

––¡Mi Fanny... mi única hermana... mi únicoconsuelo, ahora!

Ella no pudo decir nada, y tampoco él pudoañadir más durante unos minutos.

Edmund se apartó para serenarse, y cuandohabló de nuevo, aunque su voz vacilaba toda-

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vía, mostraba en su actitud el deseo de domi-narse y la resolución de evitar toda ulterioralusión.

––¿Has desayunado ya? ¿Cuándo estarás dis-puesta? ¿Viene Susan? ––fueron preguntas quese sucedieron rápidamente.

Su mayor deseo era partir cuanto antes. Tra-tándose de Mansfield, el tiempo era precioso; ysu estado de ánimo hacía que sólo hallara con-suelo en el movimiento. Acordaron que avisa-ría para que el carruaje estuviera en la puertamedia hora después. Edmund había desayuna-do ya y declinó la invitación de acompañarlasmientras ellas lo hacían. Dijo que daría un pa-seo por las murallas y volvería a recogerlas conel coche... Se había marchado de nuevo, conten-to de librarse hasta de Fanny.

Parecía muy enfermo; era evidente que sufríabajo las más violentas emociones, que estabadecidido a reprimir. Fanny comprendía que eraasí, pero era terrible para ella.

Llegó el coche y Edmund entró de nuevo en

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la casa inmediatamente, con el tiempo justopara dedicar unos minutos a la familia y sertestigo (aunque nada vio) de la tranquilidadcon que se separaban las hermanas, y muy apunto para evitar que las niñas se sentaran a lamesa del desayuno, la cual, gracias a una gran einusitada actividad, estaba ya completamentedispuesta cuando Fanny empezó a alejarse enel coche.

Que su corazón quedó henchido de gozo ygratitud al pasar las barreras de Portsmouth, yque en el rostro de Susan campeaban las másamplias sonrisas, fácilmente puede concebirse.Sin embargo, como iba sentada delante y laprotegía el ala de su sombrero, esas sonrisas nofueron vistas.

Parecía que iba a ser un viaje silencioso. Fan-ny percibía con frecuencia los profundos suspi-ros de Edmund. De haberse encontrado a solascon ella le hubiera abierto su corazón, a pesarde todas las resoluciones; pero la presencia deSusan le contenía, y pronto no pudo soportar

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sus propios intentos de hablar sobre temas di-versos.

Fanny le observaba con inagotable solicitud;y a veces, al tropezarse sus miradas, renovabaen él una afectuosa sonrisa que la consolaba.Pero el primer día de viaje transcurrió sin oírleuna palabra acerca de los motivos que le de-primían. La mañana siguiente dio ocasión paraalgo más. Un momento antes de partir de Ox-ford, mientras Susan, tras los cristales, observa-ba con atención concentrada a una numerosafamilia que salía de la fonda, los otros dos per-manecían de pie junto al fuego; y Edmund,particularmente impresionado por lo desmejo-rada que aparecía Fanny y atribuyéndolo, porignorar los cotidianos perjuicios sufridos encasa de sus padres, en una proporción excesi-va... atribuyéndolo todo al reciente suceso, tomósu mano y le dijo en voz baja, pero con acentoexpresivo:

––No me extraña... Tienes que sentirlo... tie-nes que sufrir. ¡Cómo se concibe que un hom-

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bre, después de quererte, pueda abandonarte!Pero el tuyo... tu caso era reciente comparadocon... ¡Fanny, considera el mío!

La primera parte del viaje ocupó una largajornada y los había dejado, casi extenuados, enOxford; pero la segunda terminó mucho mástemprano. Mucho antes de la hora habitual dela comida estaban en los alrededores de Mans-field, y al acercarse al amado lugar los corazo-nes de las dos hermanas desfallecieron un poco.Fanny empezaba a temer el encuentro con sustías y con Tom, bajo aquella espantosa humilla-ción; y Susan a sentir con alguna preocupaciónque sus mejores modales, todos sus conoci-mientos últimamente adquiridos acerca de lascostumbres que imperaban allí, estaban a puntode ser puestos a prueba. Ante ella surgían vi-siones de buena y mala crianza, de antiguasvulgaridades y nuevos refinamientos; y muchomeditaba sobre tenedores de plata, servilletas ylavamanos de cristal. Fanny acusaba a cadapaso lo que había cambiado el campo desde

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febrero; pero cuando penetraron en el parquesu percepción y su placer culminaron en inten-sidad. Hacía tres meses, tres meses completos,que lo había abandonado, y la diferencia co-rrespondía a la que media entre el invierno y elverano. Su mirada descubría por todas partescéspedes y plantíos del verde más tierno; y losárboles, aunque no del todo vestidos, se mos-traban en ese delicioso estado en que el perfec-cionamiento de la belleza se presiente próximo,y en que, aun cuando es ya mucho lo que seofrece a la vista, queda más todavía para laimaginación. Su gozo, empero, era sólo paraella. Edmund no podía compartirlo. Ella le mi-raba, pero él se reclinaba en el respaldo, sumi-do en una tristeza más honda que nunca y conlos ojos cerrados, como si le abrumara presen-ciar la satisfacción de alguien y tuvieran queomitirse las deliciosas perspectivas hogareñas.

Esto hizo que Fanny se entristeciera de nue-vo; y el conocimiento de lo que allí debía sufrir-se revestía hasta la misma casa (moderna, ai-

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reada y bien situada como estaba) de un aspec-to melancólico.

Una de las personas pertenecientes al grupode los que allí penaban les esperaba con unaimpaciencia como nunca había conocido hastaentonces. Apenas acababa Fanny de pasar antelos graves criados, cuando lady Bertram, pro-cedente del salón, salió a su encuentro, no yacon paso indolente; y cayendo en sus brazos,dijo:

––¡Fanny, querida! Ahora tendré un consuelo.

CAPÍTULO XLVII

Las tres personas que, de la familia, había enla casa formaban un grupo realmente triste,creyéndose cada una de ellas más desgraciada

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que las otras dos. Sin embargo, tía Norris, porser la más afecta a María, era en realidad la quemás sufría. María era su favorita, la más queri-da de todos; el casamiento había sido obra su-ya, como ella misma constantemente sentía ydecía con tanto orgullo en el corazón, y aquelfunesto resultado la dejó prácticamente anona-dada.

Era una criatura transformada, callada, estu-pefacta, indiferente a cuanto ocurría. La ventajade quedarse con su hermana y su sobrino, contoda la casa bajo su cuidado, la había desapro-vechado por completo; era incapaz de dirigir omandar, y hasta de considerarse a sí misma útilpara algo. Al acusar una auténtica aflicción, sehabían entumecido todas sus energías activas; yni lady Bertram ni el propio Tom habían recibi-do de ella la menor ayuda o intento de ayuda.No hizo por ellos más de lo que cada uno deellos hiciera por los otros dos. Todos se habíansentido solitarios, abandonados, desamparadospor igual; y ahora, la llegada de los otros no

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hacía más que poner de relieve su mayor des-ventura. Su hermana y su sobrino sintieronalivio, pero no lo hubo para ella. Edmund fuecasi tan bien recibido por su hermano comoFanny por tía Bertram. Pero tía Norris, en vezde hallar consuelo en la presencia de alguno delos dos, se sintió aún más irritada a la vista dela persona a quien, en la ceguera de su cólera,hubiese sido capaz de acusar de espíritu malig-no, culpable de la tragedia. Si Fanny hubieseaceptado a Henry Crawford, aquello no hubierasucedido.

La presencia de Susan era, también, un agra-vio. Tía Norris no tuvo ánimos para dedicarlemás que unas miradas de reprobación, pero laconsideró una espía, una intrusa, una sobrinaindigente y todo cuanto pudiera haber de másodioso. Su otra tía recibió a Susan con suaveamabilidad. Lady Bertram pudo no dedicarlemucho tiempo ni muchas palabras, pero apre-ciaba que, como hermana de Fanny, tenía unosderechos en Mansfield y se dispuso a besarla y

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a quererla; y Susan quedó más satisfecha, puesllegaba sabiendo perfectamente que de tía No-rris no podía esperarse sino mal humor; e ibatan bien provista de felicidad, contaba tanto,dentro de aquella dicha suprema, la suerte deahorrarse otros muchos males que tenía porciertos, que hubiera podido soportar una canti-dad de indiferencia mucho mayor de la quehalló en los demás.

La dejaban mucho tiempo sola, dándole oca-sión de familiarizarse con la casa y sus alrede-dores como pudiera, y pasaba sus días feliz-mente haciéndolo así, mientras aquellos que enotro caso la hubieran atendido permanecíanencerrados u ocupados, cada cual con la perso-na que, por entonces, dependía completamentede ellos en todo lo que pudiera representar unconsuelo: Edmund, tratando de enterrar sussufrimientos en el esfuerzo de aliviar los de suhermano; Fanny, consagrada a tía Bertram,volviendo a sus antiguos menesteres con másque su antiguo celo y pensando que nunca po-

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dría hacer bastante por quien tanto parecía ne-cesitarla.

Hablar del tremendo caso con Fanny, hablary lamentarlo, era todo el consuelo de lady Ber-tram. Escucharla y conllevar sus penas, y brin-darle la voz del cariño y la simpatía en respues-ta, era cuanto Fanny podía hacer por ella. Inten-tar consolarla de otro modo era por demásocioso. El caso no admitía consuelo. Lady Ber-tram no tenía profundidad de pensamiento;pero, guiada por sir Thomas, juzgaba con acer-tado criterio todos los puntos importantes. Ve-ía, por lo tanto, en toda su enormidad lo quehabía ocurrido; y no quería ella, ni pretendíaque Fanny se lo aconsejara, quitarle importan-cia a la culpa y a la infamia.

Sus afecciones no eran agudas ni su espíritutenaz. Pasado algún tiempo, Fanny vio que nosería imposible encauzar sus pensamientoshacia otros temas y resucitar algún interés porsus ocupaciones habituales; pero siempre quelady Bertram volvía sobre el caso, sólo podía

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verlo a una luz única que le mostraba la pérdi-da de una hija y un estigma imborrable.

Fanny se enteró por ella de todos los detallesque se habían traslucido ya. Su tía no era unanarradora muy regular; pero con la ayuda dealgunas cartas de y para sir Thomas, más lo queya sabía y lo que pudo racionalmente conjetu-rar, pronto estuvo en condiciones de compren-der cuanto podía desear respecto de las circuns-tancias inherentes a la historia.

La joven señora Rushworth había marchado aTwickenham para las fiestas de Pascua, invita-da por una familia con la que había intimadoúltimamente: una familia animada y placenteray, probablemente, de una moral y una discre-ción a propósito, ya que en aquella casa teníaentrada Mr. Crawford a todas horas. Que éstese encontraba en las cercanías de la misma loca-lidad, era ya conocido de Fanny. Mr. Rush-worth había marchado por entonces a Bath,para pasar unos días con su madre y traerlaconsigo a su regreso a Londres, y María quedó

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con esos amigos sin cohibición alguna, sin lacompañía de Julia siquiera, pues ésta se habíatrasladado dos o tres semanas atrás de Wimpo-le Street a casa de unos parientes de sir Tho-mas; traslado que sus padres atribuían ahora aciertas medidas de conveniencia relacionadascon Mr. Yates. Muy poco después del regresode los Rushworth a Wimpole Street, sir Thomasrecibió una carta de un viejo e íntimo amigo deLondres, el cual, habiendo visto y oído unaserie de cosas más que alarmantes por aquellado, escribía a sir Thomas recomendándoleque se desplazara él mismo a la capital y, po-niendo a contribución su influencia cerca de suhija, acabase con una intimidad que estaba yadando lugar a comentarios desagradables y,evidentemente, intranquilizaba a Mr. Rush-worth.

Sir Thomas se disponía a obrar según la carta,sin comunicar su contenido a nadie en Mans-field, cuando recibió otra, urgente, del mismoamigo, que le revelaba la situación en extremo

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desesperada a que se había llegado en la cues-tión de los jóvenes. La joven señora Rushworthhabía abandonado la casa de su esposo; Mr.Rushworth había acudido lleno de cólera yaflicción a él (Mr. Harding) en busca de consejo;Mr. Harding temía que se hubiera cometido, almenos, alguna flagrante indiscreción. La donce-lla de la vieja señora Rushworth amenazaba deun modo alarmante. Él hacía cuanto estaba a sualcance para aquietarlo todo, con la esperanzade que volviese la esposa, pero veía sus esfuer-zos hasta tal punto contrarrestados en WimpoleStreet por la influencia de la madre de misterRushworth, que eran de temer las peores con-secuencias.

Esta aterradora información no pudo ocultar-se a la familia. Sir Thomas partió y Edmundquiso acompañarle. Los demás quedaron en unestado de calamitosa postración, inferior tansólo al que siguió al recibo de las sucesivas car-tas de Londres. Todo era ya del dominio públi-co, no había remedio. La sirvienta de la señora

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Rushworth, madre, tenía el escándalo en lamano y, sostenida por su señora, no iba a ca-llarse. Las dos damas, incluso dentro del cortolapso que estuvieron juntas, no habían podidocongeniar; y el rencor de la suegra contra lanuera podía, acaso, atribuirse tanto a la faltapersonal de respeto con que fue tratada, como asu sentimiento por su hijo.

Como quiera que fuese, no había forma degobernarla. Pero, aunque hubiera sido menosobstinada, o menos influyente en su hijo (elcual siempre se dejaba llevar del último que lehablaba, de la persona que podía cogerlo por sucuenta para hacerse con su voluntad), el casohubiera sido igualmente desesperado, pues lajoven señora Rushworth no reaparecía y todollevaba a la conclusión de que estaba oculta enalguna parte con Mr. Crawford, que se habíamarchado de casa de su tío, como para un viaje,el mismo día que ella se ausentó de la suya.

Sir Thomas, no obstante, prolongó todavía unpoco su permanencia en Londres, con la espe-

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ranza de descubrir su paradero y arrancarla deuna continuada inmoralidad, aunque todo sehabía perdido por el lado de la reputación.

Fanny podía apenas dejar de pensar en el ac-tual estado de sir Thomas. Sólo uno de sus hijosno constituía a la sazón para él una fuente deaflicción. Los males de Tom habían empeoradomucho con la impresión recibida por la conduc-ta de su hermana; y su convalecencia habíaexperimentado un retroceso tal, que hasta ladyBertram se sorprendió ante la marcada diferen-cia y no dejaba de transmitir regularmente sustemores a su marido; y la huida de Julia, golpeadicional que recibió sir Thomas a su llegada aLondres, aunque de momento quedara amorti-guado su efecto, tenía que ser, Fanny lo sabía,muy doloroso para él. Veía que lo era. Sus car-tas expresaban cuánto lo deploraba. En cual-quier caso hubiera sido desagradable unaalianza con Yates; pero tramarla de aquel modoclandestino y elegir aquel momento para con-sumarla, mostraba los sentimientos de Julia a

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una luz que no podía ser más desfavorable yañadía los más serios agravantes a la locura desu elección. Sir Thomas lo calificaba de malacosa, hecha de la peor manera y en el momentopeor; y aunque Julia fuera más perdonable queMaría, en la misma proporción en que la locuralo es más que el vicio, su padre no podía menosde considerar que el paso que había dado abríacamino a las peores probabilidades, en el senti-do de un fin como el de su hermana para lofuturo. Tal era su opinión en cuanto a la pen-diente por la que ella se había lanzado.

Fanny compadecía de todo corazón a sirThomas. No le quedaba más consuelo que el deEdmund. Sus otros hijos tenían que desgarrarleel corazón. Fanny confiaba que el disgusto queella misma le causara, por diferenciarse susrazonamientos de los de tía Norris, habría des-aparecido ya. Ella quedaba justificada. El pro-pio Mr. Crawford la absolvía plenamente porsu conducta al rechazarle; pero esto, aunque decapital importancia para ella, poco había de

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servirle de consuelo a sir Thomas. Los disgus-tos de su tío eran un tormento para ella; pero¿qué podían su justificación, su gratitud o sucariño hacer por él? Su apoyo no podía estarmás que en Edmund.

Se equivocaba, sin embargo, al suponer queEdmund no era también motivo de aflicciónpara su padre en aquellos momentos. Era unapena de naturaleza mucho menos aguda que laque le causaban los demás; pero sir Thomasconsideraba la felicidad de su hijo en extremocomprometida por el delito de su hermana y desu amigo, que le obligaba a alejarse de la mujera quien pretendiera con indudable afición ygrandes posibilidades de éxito, y quien portodos los conceptos, excepto por el de tener unhermano tan ruin, hubiera representado unaalianza sumamente deseable. Sir Thomas diosecuenta de lo mucho que Edmund tenía quesufrir por su cuenta, como añadidura a todo lodemás, cuando estuvieron en Londres; habíavisto o conjeturado cuáles eran sus sentimien-

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tos; y teniendo motivos para suponer que habíatenido lugar una entrevista con miss Crawford,la cual sólo había servido para aumentar laspenas de Edmund, puso gran empeño, tantopor ésta como por las otras razones, en queabandonara la capital y le encargó de recoger aFanny para llevarla a casa, junto a su tía, con elpropósito de beneficiarle y aliviarle a él tantocomo a los demás. Fanny no estaba en el secretode los sentimientos de su tío, como sir Thomasno estaba en el secreto de la índole de missCrawford. Si a él le hubieran hecho confidentede la conversación que ésta sostuvo con su hijo,no hubiera deseado que se casaran, aunque lasveinte mil libras de ella fueran cuarenta mil.

Para Fanny no había duda de que Edmundquedaba para siempre apartado de miss Craw-ford; y sin embargo, en tanto no supo que élpensaba lo mismo, no le bastó a Fanny su pro-pia convicción. Creía que él pensaba así, peronecesitaba asegurarse de ello. De haber queridoEdmund hablarle ahora con la misma franque-

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za de antes, que a veces había resultado excesi-va para ella, hubiera sido un gran consuelo.Pero esto, bien lo veía Fanny, no había que es-perarlo. Le veía raras veces, y nunca solo; pro-bablemente evitaba encontrarse a solas con ella.¿Qué podía inferirse de tal actitud? Que su jui-cio sometía por entero su privativo e íntimodolor a la parte de amargura que le corres-pondía en aquella aflicción familiar; o bien quelo sentía con demasiada agudeza para hacerloobjeto de la menor confidencia. Éste debía ser elestado en que se hallaba. Se sometía, pero de-ntro de unas agonías que no admitían palabras.Mucho, mucho habría de esperar hasta que elnombre de Mary volviera a salir de sus labios ose renovara aquel intercambio confidencial queantes existiera entre ellos.

Y muy larga se le hizo la espera a Fanny.Habían llegado a Mansfield en jueves y no fuehasta el domingo por la tarde cuando Edmundempezó a hablarle del asunto. Era una lluviosatarde de domingo, momento ideal como no

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existe otro para, si se tiene a mano a una perso-na amiga, sentir la necesidad de abrir el cora-zón y contarlo todo. Edmund estaba sentadojunto a ella. Nadie más había en la habitación,excepto lady Bertram, que después de escucharun emotivo sermón había llorado hasta dormir-se... Era imposible no hablar; y así, con sushabituales preámbulos, sin relación apenas conlo que iba a decir, y su habitual declaración deque si quería escucharle unos minutos, seríamuy breve y nunca más volvería a abusar deaquel modo de su amabilidad (Fanny no habíade temer una reincidencia: sería un tema rigu-rosamente prohibido), se entregó al lujo de rela-tar circunstancias y sensaciones de primordialinterés para él, a la persona de cuya afectuosasimpatía estaba plenamente convencido.

Fácil es imaginar cómo le escuchaba Fanny,con qué atención y curiosidad, con qué pena yqué gusto, cómo observaba la alteración de suvoz y con qué cuidado fijaba los ojos en cual-quier parte, menos en él. El comienzo fue alar-

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mante. Había visto a Mary Crawford. Se lehabía invitado a verla. Había recibido un billetede lady Stornaway rogándole la visita; e inter-pretando que ello quería significar la última,definitivamente la última entrevista con ella ennombre de una amistad, y atribuyendo a Marytodos los sentimientos de vergüenza y desven-tura que la hermana de Crawford hubiera de-bido conocer, a ella había acudido con el ánimotan propenso a la ternura y la adhesión, queFanny, llevada de sus temores, consideró porun momento imposible que fuera aquella laúltima entrevista. Pero al avanzar él en su rela-to se disiparon esos temores. Ella le había reci-bido, dijo Edmund, con un semblante serio... sí,realmente serio... y hasta afligido; pero antes deque él fuera capaz de pronunciar una frase inte-ligible, ella había ya enfocado el tema de unmodo que, lo confesaba, le había dejado perple-jo.

«Me enteré de que estaba usted en Londres»,me dijo. «Deseaba verle. Hablemos de este tris-

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te asunto. ¿Hay algo que pueda igualarse a lalocura de nuestros dos parientes?» Yo no pudecontestar, pero creo que mi actitud habló pormí. Ella se sintió censurada. ¡Qué aguda es aveces su sensibilidad! Entonces, con un aire yun tono más graves, añadió: «No pretendo de-fender a Henry a costa de su hermana». Asíempezó; pero lo que dijo a continuación, Fanny,no se presta... casi no se presta a que te lo repi-ta. No recuerdo todas sus palabras. Ni me de-tendría en ellas si pudiera recordarlas. En subs-tancia, fueron la expresión de un gran berrin-che por la locura de los fugitivos. Reprochaba asu hermano la necedad de dejarse arrastrar poruna mujer que siempre le tuvo sin cuidado, dehaberse prestado a lo que le haría perder a lamujer que adoraba; pero censuraba, aún más lainsensatez de María por haber sacrificado sumagnífica posición, sumergiéndose en unmundo de dificultades, con la ilusión de serrealmente amada por un hombre que ya muchoantes le había mostrado su indiferencia. Figúra-

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te cuál no seria mi impresión. Oír a la mujer aquien... ¡Calificarlo de locura nada más! ¡Exami-narlo todo con aquella complacencia, con tantaligereza, con tanta frialdad! ¡Nada de repug-nancia, ni horror, ni femineidad! ¿He de decir,acaso, sin púdica aversión? Esto es lo que elmundo consigue. ¿Pues dónde, Fanny, encon-traríamos una mujer mejor dotada por la natu-raleza? ¡Estropeada, echada a perder!

Después de una breve reflexión, prosiguiócon una especie de calma desesperada.

––Te lo contaré todo y habré terminado parasiempre. Mary lo veía sólo como una locura, yuna locura infamada sólo por el escándalo. Lafalta de una elemental discreción, de precau-ción; que él fuera a Richmond para todo eltiempo que ella estuvo en Twickenham; queella pusiera su fama en manos de una sirvien-ta... En una palabra, era el descubrimiento...¡Oh, Fanny! ¡Era la falta de reserva, no la mis-ma falta, lo que ella censuraba! Era la impru-dencia, que había llevado las cosas a un extre-

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mo, obligando a su hermano a abandonar susproyectos más queridos para huir con ella.

Hizo una pausa.––¿Y qué ––preguntó Fanny, creyéndose obli-

gada a expresar algo––, qué pudiste tú decir?––Nada, nada que resultara comprensible. Es-

taba como atontado. Ella continuó; empezó ahablar de ti... sí, entonces empezó a hablar de ti,lamentando, lo mejor que pudo, la pérdida desemejante... Sobre esto habló con mucho dis-cernimiento. Pero es que a ti siempre te hizojusticia. «Henry se ha perdido una mujer», dijo,«como nunca volverá a encontrarla. Ella lehabría sujetado; ella le hubiera hecho feliz parasiempre». Fanny amadísima, espero que te cau-se más placer que dolor esta mirada retrospec-tiva a lo que pudo haber sido... pero que yajamás podrá ser. ¿No deseas que me calle? Si lodeseas, dímelo con una palabra, con una mira-da, y habré terminado.

No hubo palabra ni mirada.––¡Alabado sea Dios! ––suspiró Edmund––.

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Todos deseábamos averiguarlo, pero parecehaber sido un misericordioso designio de laProvidencia que el corazón que nunca conocióel engaño no tenga que sufrir. Mary habló de ticon gran elogio y cálido afecto; sin embargo,aún en esto hubo un resabio... un rasgo de con-cesión al mal. Pues en medio de sus encomios,se atrevió a exclamar: «¿Por qué no había deaceptarle? Ella tiene toda la culpa. ¡La muy bo-ba! Nunca se lo perdonaré. Si le hubiera acep-tado, como debía, ahora estarian a punto decasarse, y Henry sería demasiado feliz y estaríademasiado atareado para desear otras cosas.No se hubiera tomado la molestia de ponersenuevamente en tratos con la joven señoraRushworth. Todo hubiera terminado en unflirteo normal, estancado, en encuentros anua-les en Sotherton y en Everingham». ¿Hubierastú podido creer esto de ella? Pero el encantoestá roto. He abierto los ojos.

––¡Es cruel! ––dijo Fanny––. ¡Muy cruel! ¡Entales momentos permitirse bromear, hablar con

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ligereza! ¡Y contigo! ¡Es una perfecta crueldad!––¿Crueldad, dices? En esto discrepamos. No,

su naturaleza no es cruel. No considero que sepropusiera herir mis sentimientos. El mal yacemás adentro..., en su total ignorancia, en notener siquiera sospecha de tales sentimientos,en una perversión de la mentalidad que haceque para ella sea natural tratar el caso como lohizo. Habló, ni más ni menos, como de costum-bre ha oído siempre hablar a los otros, como seimagina que hablaría cualquiera. Sus defectosno son de fondo. Ella no querría por gusto afli-gir a nadie innecesariamente; y aunque acasome engañe, no puedo menos que pensar que,por mí, por mis sentimientos, ella hubiera... Susdefectos hay que achacarlos a falta de princi-pios, Fanny; a un embotamiento de la sensibili-dad y a una mente corrompida, inficionada. Talvez sea mejor para mí, ya que poco puedo la-mentar el haberla perdido. No es así, empero.Con gusto me sometería al dolor más completoque pudiera representar su pérdida, antes de

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tener que pensar de ella como pienso. Así se lodije. ––¿Se lo dijiste?

––Sí, esto fue lo que le dije al marcharme.––¿Cuánto tiempo estuvisteis hablando?––Veinticinco minutos. Sí, ella dijo a conti-

nuación que todo lo que ahora se podía hacerera arreglar un casamiento entre los dos.Hablaba de ello, Fanny, con una voz más firmede la que a mí me puede salir.

Edmund se vio obligado a interrumpirse másde una vez en el curso de su relato.

«Debemos convencer a Henry para que se ca-se con ella», me dijo; «cosa que, teniendo encuenta su honor, más su propia certeza de quepara siempre se ha quedado sin Fanny, no des-espero de que se consiga. De Fanny tiene queprescindir. No creo que, ni siquiera él, puedaaspirar ahora a que le sonría el éxito con unamuchacha del temple de Fanny Price; y, por lotanto, creo que no habremos de tropezar conninguna dificultad insuperable. Mi influencia,que no es poca, se empleará toda en tal sentido;

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y una vez casados y convenientemente apoya-da por su misma familia, que es gente respeta-ble, podrá recobrar su puesto en la sociedad,hasta cierto punto. En determinados círculos,ya lo sabemos, nunca será admitida; pero dan-do buenos convites y grandes fiestas, no seránpocos los que se sientan satisfechos de tratarsecon ella. Y hoy en día hay sin duda más libera-lidad y candor para estas cosas que en otrostiempos. Lo que yo aconsejo es que su padre semantenga quieto. No deje usted que vaya aperjudicar su propia causa con injerencias.Convénzale de que lo mejor que puede hacer esdejar que las cosas sigan su curso. Si mediantesus esfuerzos oficiosos induce a María a quedeje a mi hermano, habrá muchas menos pro-babilidades de que Henry se case con ella que sipermanece a su lado. Yo sé cómo se le puedeinfluir. Que tenga sir Thomas confianza en suhonor y compasión, y todo acabará bien; pero sise lleva a su hija, nos destruirá el mejor aside-ro.»

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Después de repetir estas palabras de Mary,quedó Edmund tan abatido que Fanny, con-templándole con silenciosa pero tierna compa-sión, casi lamentó que se hubiera tocado aqueltema. Tardó bastante Edmund en poder conti-nuar. Al fin dijo:

––Ahora, Fanny, pronto habré terminado. Tehe repetido en substancia todo lo que ella medijo. En cuanto me fue posible hablar, le repli-qué que no había supuesto posible, dado miestado de ánimo al entrar en aquella casa, quepudiera ocurrir algo capaz de hacerme sufrirtodavía más, pero que ella se había encargadode abrirme una herida más honda mediantecada una de sus frases; que, aun cuando a lolargo de nuestro trato había yo acusado a me-nudo cierta divergencia en nuestras opiniones,así como en alguna apreciación momentánea,nunca había llegado mi imaginación a concebirque la discrepancia pudiera ser tan enormecomo ahora acababa ella de demostrar; que sumodo de tratar el horrendo crimen cometido

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por su hermano y mi hermana (en cuál de losdos estaba la mayor perversión no pretendía yodecirlo)..., su modo de hablar del crimen en sí,aplicándole todos los reproches menos el justo;considerando sus malas consecuencias sólo enel sentido de que habrían de ser afrontadas oarrostradas con un desafio a la decencia y conimpúdico descaro; y por último, y sobre todo,recomendándonos una complicidad, un com-promiso, una aquiescencia para la continuidaddel pecado, en prenda a la eventualidad de uncasamiento que, pensando como ahora piensode su hermano, más bien debería impedirseque buscarse... Todo esto me convenció, muydolorosamente, de que nunca la había com-prendido hasta entonces, y de que, en lo queatañe al espíritu, había sido en la mujer creadapor mi imaginación, no en miss Crawford, enquien yo había sido capaz de soñar durantetantos meses. Le dije que, acaso, fuera para mímejor así: había menos motivos que lamentaren el sacrificio de una amistad, unos sentimien-

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tos, unas ilusiones que, de todos modos, hubie-ra tenido que arrancar ahora de mi alma; y que,no obstante, debía y quería confesarle que, dehaber podido devolverla al lugar que siemprehabía ocupado en mi imaginación, lo hubiesepreferido, con el consiguiente aumento de midolor por la separación, porque así me habríaquedado el derecho a una ternura y una esti-mación por ella. He aquí lo que le dije, el ex-tracto de mi réplica; pero, como supondrás, nofue con la calma y la mesura con que te lo herepetido. Ella quedó asombrada, enormementeasombrada... más que asombrada. Vi cómocambiaba su semblante. Se puso intensamentecolorada. Creí ver una mezcla de sentimientosdiversos: una fuerte, aunque breve lucha, me-dio deseo de rendirse a la verdad, medio senti-do de la vergüenza. Pero el hábito... el hábito seimpuso. De haber podido, se hubiera echado areír. Fue una especie de risa su contestación:«Estupendo discurso, a fe mía. ¿Es un fragmen-to de su último sermón? A este paso pronto

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habrá convertido a todo el mundo en Mansfieldy en Thornton Lacey; y cuando vuelva a saberalgo de usted, será porque se le cite como fa-moso predicador en alguna importante socie-dad de metodistas o como misionero en tierrasextrañas». Mary intentaba hablar con despre-ocupación, pero no estaba tan despreocupadacomo quería dar a entender. Yo sólo le dije enrespuesta que, desde el fondo de mi corazón, ledeseaba felicidad y esperaba formalmente quepronto aprendiera a pensar con más rectitud, yque no tuviera que deber el conocimiento máspreciado que se puede adquirir (el conocimien-to de nosotros mismos y de nuestro deber) a laslecciones del sufrimiento; e inmediatamentesalí de la habitación. Me había alejado unospasos, Fanny, cuando oí que la puerta se abríadetrás de mí. «Mr. Bertram», dijo Mary. Me divuelta. «Mr. Bertram», repitió, con una sonrisa;pero era una sonrisa que no casaba con la con-versación que acabábamos de sostener... Unasonrisa atrevida, juguetona, que parecía invitar

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para subyugarme; al menos así me pareció.Resistí; el impulso del momento me llevó a re-sistir... y seguí adelante. Desde entonces me hearrepentido algunas veces, por un instante, deno haber vuelto atrás; pero sé que hice bien. ¡Yéste fue el fin de nuestras relaciones! ¡Y quéclase de relaciones han sido! ¡Cómo me dejéengañar! ¡Tanto me engañé en el hermano co-mo en la hermana! Te agradezco la paciencia,Fanny. Este ha sido el mejor alivio para mí. Yahora, se acabó esta conversación.

Y tanto creía Fanny en sus palabras, que porespacio de cinco minutos estuvo convencida deque, en efecto, se había terminado. Después, sinembargo, volvieron los comentarios sobre lomismo, o algo parecido; y fue preciso, nadamenos, que lady Bertram se desvelara porcompleto para que de verdad se pusiera térmi-no a aquella conversación. Mientras esto nosucedió, continuaron hablando de Mary Craw-ford tan sólo, del gran afecto que le tenía a él,de los encantos que le había prestado la natura-

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leza, de lo excelente que hubiera sido de habercaído a tiempo en buenas manos. Fanny, queahora tenía libertad para hablar con franqueza,consideró más que justificado añadir, a fin deque él conociera el auténtico carácter de Mary,alguna insinuación sobre la influencia que elestado de salud de Tom podía suponerse quetendría en ella para que deseara una completareconciliación. No era ésta una indirecta agra-dable. La humana condición se resistió bastantea admitir tal posibilidad. Hubiera sido muchomás grato suponerla más desinteresada en suafecto; pero la vanidad de Edmund no era tanrecia como para luchar largo rato contra la ra-zón. Se resignó a creer que la enfermedad deTom había influido en ella, reservándose tansólo el consolador pensamiento de que, consi-derando la fuerte oposición ejercida por unoshábitos contrarios, su afecto por él había sidoen realidad mayor del que podía esperarse, ypor él, precisamente, había estado más cerca deobrar bien. Fanny pensaba exactamente lo

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mismo; y ambos estuvieron igualmente deacuerdo en cuanto al perdurable efecto, la inde-leble impresión que semejante desengaño habíade producir en el espíritu de Edmund. Sin dudael tiempo mitigaría un tanto sus sufrimientos,pero no dejaba de ser un caso del cual nuncallegaría a consolarse por completo; y en cuantoa encontrar un día otra mujer que lograra..., eraalgo que no podía mencionarse, en absoluto,sino con indignación. La amistad de Fanny erasu único refugio.

CAPÍTULO XLVIII

Que se espacien otras plumas en la descrip-ción de infamias y desventuras. La mía aban-dona en cuanto puede esos odiosos temas, im-

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paciente por devolver a todos aquellos que noestén en gran falta un discreto bienestar, y porterminar con todos los demás.

Mi Fanny, por supuesto, tengo la satisfacciónde poder afirmar que por entonces había desentirse feliz, a pesar de todo. Tenía que ser unacriatura dichosa a pesar de lo que sufriera, ocreyese sufrir, por la aflicción de los que la ro-deaban. Poseía manantiales de gozo que impo-nían su curso. Había vuelto a Mansfield Park,era útil, era querida, estaba a salvo de Mr.Crawford; y cuando regresó sir Thomas, de élrecibió cuantas pruebas podía darle, dentro delmelancólico estado de ánimo en que se hallaba,de su perfecta aprobación y creciente conside-ración; y con lo feliz que todo esto tenía quehacerla, aun sin nada de ello hubiera sido feliz,porque Edmund no era ya la incauta víctima demiss Crawford.

Cierto es que el propio Edmund estaba muylejos de sentirse feliz. Sufría a causa del desen-gaño y la añoranza, doliéndose de que las cosas

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fueran así y suspirando porque fueran como nopodrían ser jamás. Fanny lo comprendía, y lepesaba; pero era un pesar tan fundado en lasatisfacción, con tal tendencia a una paz espiri-tual y tan en armonía con las más gratas sensa-ciones, que no pocos se hubieran consideradodichosos de poder cambiar por él sus mayoresalegrías.

Sir Thomas, pobre sir Thomas... Era padre, y,consciente de los errores de su propia conductacomo padre, era a quien más se le alargaría elsufrimiento. Comprendía que no hubiera debi-do autorizar aquella boda; que los sentimientosde su hija le eran bastante conocidos para incu-rrir en culpa al autorizarla; que al hacerlo habíasacrificado la rectitud a la conveniencia y sehabía dejado gobernar por móviles egoístas ymundanos prejuicios. Eran éstas reflexionesque requerían algún tiempo para suavizarse;pero el tiempo lo consigue casi todo. Y aunquepoco consuelo podría recibir del lado de MaríaRushworth para el disgusto que le había causa-

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do, había de hallar en sus otros hijos un consue-lo mayor de lo que jamás supusiera. El casa-miento de Julia se convirtió en algo menos des-esperado de lo que él había considerado alprincipio. Ella se humilló, con el deseo de serperdonada; y Mr. Yates, anhelando realmenteverse acogido en el seno de la familia, se mos-tró dispuesto a respetarle y dejarse guiar por él.No era un personaje muy sólido, pero habíaesperanza de que se volviera menos vano..., deque resultara al menos tolerablemente domésti-co y manso; y de todos modos fue consolador eldescubrimiento de que sus bienes eran bastan-tes más y sus deudas muchas menos de lo quese temiera, y el hecho de que le tratase y con-sultase como al amigo más digno de confianza.También hallaba consuelo en su hijo Tom, queiba recobrando gradualmente la salud sin reco-brar la despreocupación y el egoísmo de suspasadas costumbres. Había mejorado muchísi-mo gracias a su enfermedad. Había sufrido yaprendido a pensar: dos ventajas que antes

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nunca conociera; y como el reproche de que sehiciera objeto a sí mismo lo provocara el deplo-rable suceso de Wimpole Street, del cual seconsideraba cómplice por las peligrosas intimi-dades a que había dado lugar con su injustifi-cable teatro casero, produjo en su espíritu unaimpresión que, contando él veintiséis años y noestando falto de buen sentido ni buenas com-pañías, hubo de ser durable en sus beneficiososefectos. Se convirtió en lo que debía ser: útil asu padre, formal y sensato, y dejó de vivir sim-plemente para sí.

Esto era realmente consolador. Y tan prontocomo sir Thomas pudo confiar en tales motivosde optimismo, empezó Edmund a contribuir ala tranquilidad de su padre mejorando en elúnico aspecto en que, también él, le había cau-sado pesar: mejorando su estado de ánimo.Después de pasarse el verano paseando poraquellos alrededores y sentándose a la sombrade los árboles en compañía de Fanny, hasta talpunto había conseguido con sus razonamientos

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infundir resignación a su espíritu, que volvió aser un Edmund más que pasablemente jovial.

Éstas eran las circunstancias y las esperanzasque iban contribuyendo paulatinamente al ali-vio de sir Thomas, amortiguando su pena porlo perdido y reconciliándole en parte consigomismo; aunque la zozobra que le producía laconvicción de sus propios errores en la educa-ción de sus hijas no podría nunca anularla porcompleto.

Demasiado tarde se daba cuenta de cuán des-favorable tiene que ser para la formación de lajuventud el trato sumamente contradictorio queMaría y Julia habían siempre conocido en casa,donde los excesivos halagos e indulgencias desu tía habían contrastado de continuo con laseveridad de su padre. Ahora veía lo equivoca-do que estuvo al esperar que los errores de tíaNorris podría él contrarrestarlos haciendo todolo contrario; claramente veía que no habíahecho más que aumentar el mal, al acostumbrara sus hijas a reprimirse en su presencia, de mo-

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do que nunca pudo saber cómo eran en reali-dad, mandándolas para todo lo que fueran in-dulgencias a la persona que sólo había podidoatraérselas por la ceguera de su pasión y consus excesivos elogios.

En esto había obrado con lamentable des-acierto; pero, a pesar de todo, sir Thomas em-pezaba a considerar que no fue éste el mayorerror en su plan educativo. Era indudable quese había prescindido de algo esencial, pues delo contrario el tiempo se hubiera encargado deanular las malas consecuencias de aquel aspec-to. Temía que se hubieran descuidado unosprincipios, unos principios básicos... que nuncase les hubiera enseñado debidamente a sushijas a dominar las inclinaciones e impulsos desus temperamentos, mediante ese sentido deldeber que por sí solo puede bastar. Se las ins-truyó en la teoría de la religión, pero sin acos-tumbrarlas a practicarla en la vida cotidiana. Eldistinguirse por su elegancia y educación (legí-timo anhelo de su juventud), no pudo ejercer en

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ellas una influencia útil en aquel sentido, unefecto moral en su espíritu. Quiso que fueranbuenas, pero sus cuidados se habían dirigido ala inteligencia y a los modales, no a las inclina-ciones; y en cuanto a humildad y abnegación,temía que nunca hubiesen escuchado de unoslabios que esas virtudes pudieran servirles dealgo.

Con amargura deploraba una deficiencia quecasi no comprendía cómo había sido posible.Tristemente reconocía que, a pesar de lo muchoque le había costado y preocupado darles unaeducación completa y cara, había educado a sushijas sin que supieran nada de sus deberesesenciales, y sin que él conociera sus respecti-vos caracteres y temperamentos.

El arrebatado espíritu y las fuertes pasionesde María, en especial, era algo que sólo llegó aconocer a través de sus tristes efectos. No hubomanera de persuadirla para que dejara a Mr.Crawford. Esperaba casarse con él, y juntoscontinuaron hasta que hubo de convencerse de

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que era vana su esperanza, y hasta que el des-engaño y el infortunio, consecuencia de estaconvicción, la pusieron de un humor tan pési-mo y le hicieron sentir por él algo tan parecidoal aborrecimiento, que por un tiempo fueronellos mismos su mutuo castigo, hasta producir-se una voluntaria separación.

María, al vivir con Henry, sólo había conse-guido que éste le reprochara el haber arruinadosu felicidad con Fanny; y al dejarle no se llevómás consuelo que el de haberlos separado.¿Qué miseria podría superar a la de semejanteespíritu en una situación semejante?

Mr. Rushworth no tuvo inconveniente en fa-cilitar un divorcio; y así terminó un matrimoniocuyas circunstancias, ya al contraerse, hacíanprever que un final más venturoso sólo podríaser efecto de la buena suerte, no de la lógica.María le había despreciado y amaba a otro; y élse daba perfecta cuenta de que era así. Las in-dignidades de la estupidez y los desengaños deuna pasión egoísta no pueden inspirar mucha

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piedad. El castigo sucedió a su conducta, comoun castigo más grave sucedió al más grave deli-to de su esposa. Rushworth quedó desligadodel compromiso, para sentirse mortificado einfeliz hasta que otra linda damisela pudieraatraerlo de nuevo al matrimonio, predispo-niéndole a un segundo ensayo más afortunado,era de esperar, que el primero; si habían deengañarle, que le engañaran al menos con buenhumor y buena suerte. Pero María tuvo querecluirse con sentimientos mucho más gravesen un retiro obligado por el reproche de la so-ciedad, que no podría dar lugar a una segundaprimavera para sus ilusiones ni su condición.

Dónde habría que colocarla fue tema de lasmás tristes y graves consultas. Tía Norris, cuyoafecto parecía aumentar con los desméritos desu sobrina, hubiese querido verla acogida en elhogar, apoyada por todos. Sir Thomas no que-ría oír hablar de ello; y el enojo de tía Norriscontra Fanny fue tanto mayor, por considerarque el motivo estaba en que ella residía allí. Se

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empeñaba en atribuir los escrúpulos de su cu-ñado a la presencia de Fanny, aunque sir Tho-mas le aseguró con toda solemnidad que, de nohaber existido allí jovencita alguna, ni otra gen-te joven de uno u otro sexo bajo su tutela, quepudiera correr un peligro con la compañía overse perjudicada por la índole de María, enningún caso hubiera él inferido a la vecindadun insulto tan mayúsculo como el de suponerque le mirarían la cara a su hija. Como tal, co-mo hija (esperaba que hija penitente), habría deprotegerla, de procurarle todo bienestar y alen-tarla con todos los estímulos a obrar bien, de-ntro de lo que permitían sus posiciones relati-vas; pero no podía ir más lejos que eso. Maríahabía destruido su propia reputación, y él noquería, con un vano intento de restablecer loque jamás podría restablecerse, prestarse a san-cionar el vicio o, buscando aminorar sus cala-midades, ser en todo caso cómplice de que searrastrase a la familia de otro hombre al infor-tunio que él mismo había conocido.

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La cosa acabó en la resolución de tía Norrisde abandonar Mansfield para consagrarse a sudesventurada María, y en disponer para las dosuna residencia en otro paraje, remoto y escon-dido, donde, encerradas juntas y casi sin mascompañía, sin afecto por un lado y sin juiciopor el otro, puede razonablemente suponerseque sus respectivos caracteres acabaron por sersu mutuo castigo. El traslado de tía Norris aotra parte fue el gran consuelo complementarioen la vida de sir Thomas. La opinión que de ellatenía había ido perdiendo altura desde su re-greso de Antigua. En todos los tratos que habíatenido con ella desde entonces, en su cotidianointercambio de ideas, en cuestiones de impor-tancia o en la simple conversación, había ellaido perdiendo terreno, con regularidad, en suestimación, convenciéndole de que, o el pasodel tiempo la había favorecido muy poco, o élhabía valorado en demasía su buen juicio ysoportado su carácter con asombrosa paciencia.Llegó a constituir para él una constante rémora,

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tanto más enfadosa por cuanto parecía nohaber posibilidad de que cesara sino con la vi-da; le parecía una parte de sí mismo que habríade soportar para siempre. Verse libre de ellaera, por lo tanto, una felicidad tan grande que,de no haber dejado tras de sí motivos de amar-ga recordación, hubiera podido surgir el peli-gro de qué sir Thomas se sintiera tentado casi acelebrar un mal que le procuraba semejantebien.

Nadie la echó de menos en Mansfield. Nuncafue capaz de conquistarse siquiera el afecto delos que más quería; y desde la fuga de María sehabía agriado tanto su carácter que su presen-cia era un tormento para todos. Ni siquieraFanny tuvo lágrimas para tía Norris..., ni si-quiera cuando partió para siempre.

Si Julia escapó del desastre mejor que María,fue debido, hasta cierto punto, a una favorablediferencia de índole y circunstancias, pero mu-cho más a que no fue tanto la mimada de aque-lla misma tía, a que fue menos adulada y ma-

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leada por ella. Su belleza y merecimientos semantuvieron siempre en segundo término. Desiempre se había acostumbrado a considerarsea sí misma un poco inferior a María. Su carácterera por naturaleza más suave que el de su her-mana; sus sentimientos, aunque vivos, eranmás gobernables; y la educación recibida no lehabía conferido a ella un grado tan perniciosode engreimiento.

Esto había hecho que soportara tanto mejor eldesengaño de Henry Crawford. Pasada la pri-mera amargura que le produjo la convicción deque era desdeñada, consiguió relativamentepronto estar en condiciones de no pensar másen él; y cuando el trato se renovó en Londres, yla frecuentación de la casa de Mr. Rushworth seconvirtió en objetivo de Mr. Crawford, ella tu-vo el acierto de salirse de allí y elegir aquelmomento para dedicar unos días a sus otrosamigos de la capital, a fin de guardarse contrael peligro de sentirse de nuevo excesivamenteatraída. Este fue el motivo de su traslado a casa

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de sus primos. La conveniencia de Mr. Yatesnada tuvo que ver con ello. Julia había acepta-do sus atenciones durante algún tiempo, peroestaba muy lejos de pensar en aceptarle algúndía; y de no haberse producido el estallido queprovocó la conducta de su hermana, lo queaumentó su temor al padre y al hogar, puesimaginó que ante lo ocurrido se ejercería sobreella una mayor severidad y sujeción, y le hizotomar la precipitada decisión de escapar a taleshorrores a todo riesgo, es probable que Mr.Yates nunca hubiera conseguido su propósito.No se había fugado llevada de sentimientospeores que los de una alarma egoísta. Le pare-ció que era lo único que podía hacer. El delitode María había dado lugar al desatino de Julia.

Henry Crawford, estropeado por una eman-cipación prematura y malos ejemplos domésti-cos, abusó demasiado tiempo de los frívoloscaprichos de una vanidad atroz. Una vez, sumisma vanidad le había puesto, por una coyun-tura imprevista e inmerecida, en el camino de

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la felicidad. De haberse conformado con laconquista del cariño de aquella tierna doncella,de haber puesto el suficiente entusiasmo paravencer la resistencia, para ganarse con su pro-ceder la estimación y la ternura de Fanny Price,hubiera tenido de su parte todas las probabili-dades de éxito y felicidad. Su afecto había yaconseguido algo. La influencia de ella sobre élle había ya dado a él alguna influencia sobreella. De haber merecido más, no cabe la menorduda que más hubiera obtenido, en especialuna vez celebrado aquel matrimonio que habíade representar para él una gran ayuda, al com-prender Fanny que debía sojuzgar su primerainclinación, y al darle ocasión de verla muy amenudo. De haber perseverado, y noblemente,Fanny hubiera sido su recompensa, una recom-pensa que se le hubiera ofrecido muy volunta-riosamente, dentro de un prudente plazo a par-tir del casamiento de Edmund con Mary. Dehaber obrado como se proponía, y como sabíaque era su deber, marchando para Everingham

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a su regreso de Portsmouth, hubiera decididola felicidad de su destino. Pero se le hizo pre-sión para que se quedase, para que asistiera a lafiesta de la señora Fraser; se quedó por el hala-go a su vanidad, y porque allí se encontraríacon la joven señora Rushworth. Curiosidad yvanidad se dieron cita, y la tentación del placerinmediato fue demasiado fuerte para un espíri-tu no acostumbrado a sacrificar nada al deber.Decidió aplazar su viaje a Norfolk, resolvió queuna carta serviria para el caso, o que el casocarecía en sí de importancia, y se quedó. Vio ala hermosa señora Rushworth, fue recibido porella con una frialdad que hubiera debido pare-cerle repulsiva y establecer para siempre unaaparente indiferencia entre los dos; pero se sin-tió mortificado, no pudo soportar eso de verserechazado por la mujer cuyas sonrisas habíanestado tan por completo rendidas a sus órde-nes; debía esforzarse en dominar tan orgullosaexhibición de resentimiento; no era más queenojo a causa de Fanny; tenía que sacar ventaja

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de ello y hacer de la señora Rushworth otra vezaquella María Bertram, en cuanto al modo detratarle.

Con este espíritu inició el ataque, y con opti-mista perseverancia pronto hubo restablecidola especie de trato familiar, de galanteria, deflirteo, que era a lo que se limitaba su propósi-to; pero al triunfar sobre la discreción que, aunfundada en la cólera, hubiese podido salvarlesa los dos, quedó sometido a la fuerza de unossentimientos más impetuosos en ella de lo quehabía supuesto. María le amaba: sin rebozoponía de manifiesto que las atenciones que él lededicaba tendiendo a retractarse, no la satisfa-cían. El quedó aprisionado en las redes de supropia vanidad, sirviendo de excusa el amortan poco como imaginarse pueda, y sin la me-nor inconstancia de pensamiento respecto aFanny. Ocultar a ésta y a los Bertram lo queocurría fue su principal objeto. El secreto nopodía ser más importante para la fama de Ma-ría de lo que él lo consideraba para la suya pro-

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pia. A su regreso de Richmond, le hubiera gus-tado no ver ya más a la señora Rushworth. To-do lo que siguió fue el resultado de la impru-dencia de ella; y si con ella huyó al fin, fue por-que no pudo evitarlo, suspirando por Fanny,hasta en aquel momento, pero suspirando porella mucho más cuando todo el escándalo de laintriga se hubo acallado, habiéndole bastadounos pocos meses para aprender, por la fuerzadel contraste, a valorar todavía más alto su dul-zura de carácter, pureza de pensamiento y ex-celencia de principios.

La condenación, la pública condenación deuna falta, aunque afectase en una justa medidatambién a «él», no es, ya lo sabemos, una de lasprotecciones que la sociedad procura a la vir-tud. Los castigos de este mundo son menoseficientes de lo que pudiera desearse; pero aunprescindiendo de que más tarde fuera llamadoa un juicio más severo, muy bien podemos su-poner que, tratándose de un hombre de la sen-sibilidad de Henry Crawford, éste iba haciendo

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acopio de buenas provisiones de desazón ypesar, desazón que a veces habría de llevarle areprocharse su propia conducta, pesar que amenudo se convertiría en desesperación, porhaber correspondido en aquella forma a la hos-pitalidad, destruido la paz familiar, perdido sumejor, más digno y querido círculo de amista-des, y haberse jugado de aquel modo el cariñode la mujer que había amado, no sin razón, tansincera como apasionadamente.

Después de lo pasado, tan propio para lasti-mar e indisponer a las dos familias, la conti-nuación de los Bettiam y los Grant en tan estre-cha vecindad hubiera sido algo en extremo vio-lento; pero la ausencia de los últimos, prolon-gada adrede durante unos meses, se resolviómuy felizmente con la necesidad o, al menos, laposibilidad de un traslado definitivo. Mr.Grant, gracias a una recomendación sobre cuyaeficacia había casi dejado de hacerse ilusiones,logró una canonjía en Westminster, lo cual, alproporcionar la ocasión de abandonar Mans-

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field, una excusa para residir en Londres y unaumento de ingresos para hacer frente a losgastos del cambio, fue tan bien acogido por losque se iban como por los que se quedaban.

La señora Grant, que había nacido para que-rer y sentirse querida, hubo de alejarse con cier-ta nostalgia del escenario y las personas a queestaba acostumbrada; pero esa misma disposi-ción feliz tenía que proporcionarle, en cualquierparte y en cualquier medio de relación pluralesmotivos de gozo y esparcimiento; y otra veztendría una casa que poder ofrecer a Mary. Ma-ry se había ya cansado bastante de sus amigos,de vanidades, ambiciones, amor y desengañosen el transcurso del último medio año, parasentir ahora la necesidad del verdadero cariñoque hallaría en el corazón de su hermana, y dela serena tranquilidad de sus costumbres. Vi-vieron juntas; y cuando el doctor Grant fue lle-vado a una apoplejía y a la muerte por la im-plantación de tres comidas extraordinarias a lasemana, ellas continuaron viviendo en común;

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porque Mary, aunque perfectamente resuelta ano enamorarse nunca más de un segundón,tardaba en hallar entre los partidos más con-vincentes o entre los vanos presuntos herederosque estaban a las órdenes de su belleza y de susveinte mil libras alguno que pudiera satisfacerel mejor gusto que ella había adquirido enMansfield, alguno cuyo carácter y hábitos pu-dieran justificar la esperanza de una felicidaddoméstica como la que allí había aprendido aamar, o que consiguiera quitarle suficientemen-te a Edmund de la cabeza.

Edmund la aventajaba mucho a este respecto.No tuvo que esperar y desear, huérfano deafectos, un objeto digno de substituirla a ella ensu corazón. Apenas dejó de suspirar por MaryCrawford y de expresar a Fanny lo imposibleque era para él volver a encontrar una mujercomo aquélla, empezó ya a preguntarse si untipo muy distinto de mujer no podría convenir-le tanto, o acaso mucho más; si la propia Fannyno estaba convirtiéndose en algo tan querido,

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tan importante para él, en todas sus sonrisas yen todos sus aspectos, como antes lo fuera Ma-ry Crawford; y si no habría de ser posible lan-zarse a la esperanzada empresa de persuadirlade que el profundo y fraternal afecto que sentíapor él seria base suficiente sobre la que cimen-tar su amor de esposa.

A propósito me abstengo de citar fechas enesta ocasión, dejando a cada cual en libertad defijarlas a su gusto, convencida de que la cura depasiones irremediables y la transferencia deinsustituibles amores tienen que variar mucho,en cuanto a tiempo, según las personas.Unicamente ruego que todo el mundo crea queexactamente en el momento en que fue muynatural que así ocurriera, y no una semana an-tes, Edmund dejó de pensar en Mary y se sintiótan impaciente por casarse con Fanny como lapropia Fanny pudiera desear.

Con la estimación que, ciertamente, de tantotiempo le tenía, una estimación fundada en losmás caros merecimientos de la inocencia y el

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desamparo, y completada por todos los incen-tivos de una creciente perfección, ¿podía haberalgo más natural que el cambio en él operado?Amándola, guiándola, protegiéndola comosiempre hiciera desde cuando ella contaba diezaños; habiendo en tan importante proporcióncontribuido a una formación de su espíritu consus desvelos; dependiendo de sus atencionestodo el bienestar que ella sintiera, lo que consti-tuía para él un objetivo del más vivo y primor-dial interés, objetivo más querido que ningunode los que pudiera tener en Mansfield, por lomismo que le convertía en algo tan importantepara ella... ¿qué podía añadirse ya, como nofuera que debía aprender a preferir unos clarosy dulces ojos a unos negros y chispeantes? Yestando siempre con ella, siempre hablandoconfidencialmente, y hallándose sus sentimien-tos justamente en ese favorable estado que su-cede a un reciente desengaño, esos dulces ojosclaros no podían tardar mucho en conseguir lasupremacía.

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Una vez emprendido, y dándose cuenta deque así lo hacía, este camino en pos de la felici-dad, nada hubo por el lado de la prudencia quepudiera detenerle o retrasar su marcha... nin-guna duda en cuanto a los merecimientos deella, ningún temor en cuanto a gustos opuestos,ni nada de esforzarse en bosquejar nuevas es-peranzas de felicidad basándose en una dispa-ridad de caracteres. El espíritu, la disposición,las opiniones y los hábitos de Fanny no reque-rían encubrimientos, ni que uno se hiciera va-nas ilusiones en el presente, ni tuviera que fiaren un futuro mejoramiento. Hasta en el rigor desu reciente obcecación, había él reconocido lasuperioridad espiritual de Fanny. ¡Cuál no seriaahora su apreciación de la misma! Ella era, des-de luego, demasiado para lo que él merecía.Pero como nadie se figura nunca estar aspiran-do a más de lo que merece, Edmund se puso aperseguir muy formal y resueltamente aquelfavor, y no hubo de pasar mucho tiempo sinque ella le alentara. Aun con lo tímida, pruden-

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te y recelosa que ella era, resultaba imposibleque una ternura como la que guardaba en sucorazón no diera lugar, a veces, a las más fir-mes esperanzas de éxito, aunque quedara paramás tarde el revelarle toda la maravillosa ysorprendente verdad. Su felicidad al saberseamado desde hacía tanto tiempo por un cora-zón como aquél, debió de ser lo bastante gran-de para que podamos estar seguros de que hizouso de un lenguaje tan arrebatado como sequiera para expresársela a ella o a sí mismo;debieron de ser unos momentos de inefablefelicidad. Pero también la felicidad sentida porla otra parte fue de las que no caben en los lími-tes de una descripción. Que nadie presuma desaber traducir los sentimientos de una mujerjoven al obtener la seguridad de un amor parael que apenas se atreviera a guardar una espe-ranza.

Descubiertas sus mutuas inclinaciones, nosurgió ninguna dificultad a continuación, nohubo inconveniente alguno de carácter econó-

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mico ni por parte de los padres. Era un enlaceque los deseos de sir Thomas hasta habían pre-venido. Harto de parentescos ambiciosos e inte-resados, apreciando cada vez más los auténti-cos valores morales y espirituales, y deseoso,sobre todo, de sujetar con la mayor seguridadcuanto le quedaba de felicidad doméstica,había considerado con sincera satisfacción lamás que eventual posibilidad de que los dosjóvenes hallaran en la fusión de sus corazonesel mutuo consuelo de sus respectivos desenga-ños. El jubiloso consentimiento que dio a lapetición de Edmund, la conciencia de haberrealizado una gran adquisición al asegurarse aFanny como hija, contrastaban no poco con susantiguos prejuicios sobre el particular, cuandose debatió el asunto de la adopción de la pobreniña...; uno de esos contrastes que el tiemposiempre establece entre los planes y las obrasde los mortales para experiencia de los mismosy diversión del prójimo.

Fanny era sin duda la hija que necesitaba. Su

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bondad caritativa había producido un caudalde inigualable consuelo para él mismo. Su libe-ralidad se veía recompensada con creces, y lanobleza que siempre había guiado sus inten-ciones respecto de ella lo merecía. Pudo haberledado una niñez más feliz; pero fue sólo unerror de criterio lo que le había hecho aparecersiempre tan severo, evitando que ella empezaraantes a quererle; y ahora, conociéndose bienuno a otro, su mutuo afecto era muy fuerte.Después de establecerla en Thornton Laceyatendiendo con cariño a todo lo necesario parasu bienestar, su objetivo de casi todos los díashabía pasado a ser el de trasladarse allí paraverla, o para llevársela consigo.

El cariño egoísta que le profesaba lady Ber-tram desde hacía tanto tiempo, hacía que éstano pudiera aceptar con gusto la separación. Nohabía hijo ni sobrina cuya felicidad pudierahacerle desear la boda. Pero la separación fueposible porque allí estaba Susan para sustituir asu hermana. Susan se convirtió en la sobrina de

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turno, encantada de serlo, estando tan capaci-tada para el caso por la viveza de su espíritu ysu afición a la actividad, como Fanny lo fuerapor la dulzura de su carácter y sus profundossentimientos de gratitud. Nunca pudo prescin-dirse de Susan. Primero como consuelo paraFanny, después como auxiliar y por último co-mo sustituta, se había establecido en Mansfieldcon todas las apariencias de que su permanen-cia allí iba a ser igualmente por tiempo indefi-nido. Su carácter menos apocado y su templemás recio hacían que allí todo fuese fácil paraella. Dotada de sagacidad para comprenderrápidamente el carácter de aquellos que debíatratar, y sin timidez natural que le impidieraexpresar cualquier deseo importante, no tardóen hacerse simpática y útil a todos; y despuésde la partida de Fanny la sucedió con tan felizacierto en el desempeño de sus funciones paraprocurar un constante bienestar a su tía, que alo mejor se convirtiera gradualmente en la másquerida de las dos. En la utilidad de Susan, en

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la excelencia de Fanny, en la invariable buenaconducta y creciente gloria de William y en lageneral felicidad y prosperidad de los demásmiembros de la familia, que mutuamente seayudaban a progresar, acreditando así la pro-tección y el apoyo que él les prestaba, sir Tho-mas veía motivos, constantemente repetidosmotivos de satisfacción por lo que había hechopor todos ellos, motivos que le hacían recono-cer las ventajas del esfuerzo y la disciplina enlos primeros años, y veía también en todo elloel sentido de haber nacido para luchar y sufrir.

Con tan auténticas virtudes y tan auténticoamor, sin carecer además de amigos ni de for-tuna, la felicidad de los primos casados ha deparecemos tan segura como pueda serlo la feli-cidad terrena. Igualmente formados en el amora la vida familiar, y amantes de los goces de lavida en el campo, hicieron de su casa el hogardel cariño y el bienestar; y para completar elventuroso cuadro, la adquisición del beneficioeclesiástico de Mansfield, a la muerte del doc-

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tor Grant , se realizó justamente cuando lleva-ban de casados tiempo bastante para que em-pezaran a necesitar un aumento de ingresos y aconsiderar un inconveniente la distancia que lesseparaba de la casa paterna.

Con tal motivo se trasladaron a Mansfield; yla rectoría aquella, a la que, mientras perteneciótanto al uno como al otro de sus anteriores pro-pietarios, nunca había podido Fanny aproxi-marse sin una sensación penosa de cohibición ytemor, se convirtió pronto en algo tan querido asu corazón y tan perfectamente grato a sus ojos,como desde mucho antes lo fuera todo lo de-más dentro del paisaje que se extendía bajo laprotección de Mansfield Park.