Nuevos cuentos crueles · de ambas señoritas podía considerarse como terminada. Se trató en...

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Nuevos cuentos crueles Villiers de L'Îsle-Adam, Philippe-Auguste Published: 2010 Categorie(s): Tag(s): Narrativa decadente 1

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Nuevos cuentos cruelesVilliers de L'Îsle-Adam, Philippe-Auguste

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Amigas del pensionado

Al señor Octave Maus

Nada sirve de nada.Y, ante todo, no hay nada.Sin embargo, todo llega,pero esto es indiferente.Théophile Gautier

H ijas de padres ricos, Félicienne y Georgette ingresaron, siendo muyniñas aún, en el célebre pensionado de la señorita Barbe

Désagrémeint.Allí –aunque las últimas gotas del destete humedecieran todavía sus

labios–, las unió pronto una amistad profunda, basada en su coincidenc-ia respecto a las naderías sagradas del tocado De la misma edad y de unencanto de la misma índole, la paridad de instrucción sabiamente res-tringida que recibieron juntas consolidó su afecto. Por otra parte, ¡ohmisterios femeninos!, al punto e instintivamente, a través de las brumasde la tierna edad, habían sabido que no podían hacerse sombra.

De clase en clase, no tardaron en advertir, por mil detalles de sus mo-dales, la estima laica en que se tenían ellas mismas y que habían hereda-do de los suyos: lo indicaba la seriedad con que comían sus rebanadas depan con mantequilla de la merienda. De modo que, casi olvidadas de susfamilias, cumplieron dieciocho años casi simultáneamente, sin que nin-guna nube hubiese nunca turbado el azul de su mutua simpatía, que, porotra parte, daba solidez a la exquisita terrenalidad de sus naturalezas, ypor otro, idealizaba, si podemos decirlo, su “honradez” de adolescentes.

Bruscamente, habiendo la Fortuna conservado su deplorable carácterversátil, y como no existe nada estable en este mundo, ni siquiera en lostiempos modernos, sobrevino la Adversidad. Sus familias, radicalmentearruinadas en menos de cinco horas por La Gran Quiebra, tuvieron quesacarlas rápidamente del pensionado, donde, por lo demás, la educaciónde ambas señoritas podía considerarse como terminada.

Se trató en seguida de casarlas, por medio de anuncios, como supremorecurso, el único arriesgado, sin demasiada locura, en aquella desgracia.Se ponderaron, en tipografía diamantina, sus “cualidades del corazón”,lo atractivo de sus figuras, su gentileza, sus estaturas, incluso su sensatezy sus inclinaciones caseras. Hasta se llegó a imprimir que sólo les gusta-ban los viejos. No se presentó ningún partido.

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¿Qué hacer? ¿Trabajar? Perspectiva poco seductora y de incómodapráctica. Es verdad que Georgette demostraba cierta tendencia hacia laconfección; y, por lo que atañe a Félicienne, algo la empujaba hacia la en-señanza. Pero se hubiera requerido lo imposible, a saber: esos primerosgastos de útiles y de instalación, gastos que (¡siempre topando con esabribona de Adversidad!) sus padres sólo podían permitirse en sueños.Fatigadas de la lucha, las dos muchachas, como sucede demasiado a me-nudo en las grandes ciudades, una noche, por primera vez, se retrasa-ron… hasta las doce y media del día siguiente.

Entonces empezó la vida galante: fiestas, placeres, cenas, amores, bai-les, carreras y estrenos. Sólo veían a sus familiares para hacerles peque-ños servicios, proporcionarles entradas de teatro gratuitas o algo dedinero.

En medio de aquel torbellino de polvo dorado, y aunque sus nuevasocupaciones las obligaban por conveniencia a vivir separadas, Félicienney Georgette debían fatalmente encontrarse. Sí, era inevitable. Pues bien,su amistad, lejos de atenuarse a causa de ese cambio de vida, se hizo másestrecha. En efecto, en medio del vértigo del mundo, es agradable podersolazarse, de vez en cuando, con algo puro y honrado, y ese algo lo obte-nían, entre ellas, por el sencillo cambio mutuo de una mirada de otrostiempos cargada de inocentes recuerdos de su infancia en la InstituciónDésagrémeint, noble y casta ilusión cuyo inalienable tesoro afianzaba susimpatía.

La impresión que sacaban con esta respectiva mirada les procuraba–por su contraste y a voluntad– una dulzona melancolía en la que ambassaboreaban por lo menos un resabio de aquella estima laica que les erainnata. En una palabra, cada una sentía “que no eran las primerasllegadas”.

Una y otra, como es de rigor, habían escogido desde el principio lo quese llama un “amigo del corazón”, esa cosa sagrada sita en un lugar másalto que todas las cuestiones venales. Cuando se tienen muchos adquir-ientes, ¡es tan dulce descansar, recobrarse en alguien gratuito! En verdad,ni Georgette ni Félicienne –sobre todo ésta– se sentían muy apegadas aesos preferidos, los cuales en el fondo no eran más que una especie decontrabandistas mezclados de proxenetas. Pero, bien considerado todo,aquellos dos jóvenes de los bulevares, con su elegancia útil, conferían anuestras inseparables amigas un sello de debilidad atractiva que comple-taba su seductora morbidez. Un “amigo del corazón”, en efecto, colocade nuevo en la opinión a toda mujer de costumbres un poco libres. Seoye decir: “¡Cómo! ¿Todavía estás con fulanito de tal?” Y se contesta:

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“¡Qué quieres! ¡Lo amo!”, lo cual demuestra que, después de todo, unano es de madera. En fin, el “amigo del corazón” es, desde el punto devista moral, para una mujer ligera de cascos, lo mismo que, por lo querespecta a lo físico, un “hombre guapo” con el cual una se pasea del bra-zo: forma parte del tocado.

Luego sucedió que –por uno de esos azares que surgen al final de lascenas tan frecuentes en la vida mundana– Georgette fue acompañada asu casa, de madrugada, por el joven Enguerrand de Testevuyde (el“amigo del corazón” de Félicienne), el cual recaló en el domicilio de la jo-ven hasta la hora del aperitivo, circunstancia, claro está, que fue relatadaa Félicienne aquella misma tarde, gracias a los buenos oficios de amigasde confianza.

La conmoción que Félicienne experimentó tuvo como primera consec-uencia un síncope. Cuando volvió en sí, no dijo nada, pero su tristeza erahonda. No acababa de hacerse a la idea de lo ocurrido. ¿Cómo era posi-ble que su única amiga, su otro yo, le hubiese, a sabiendas, arrebatado,no uno de esos señores, sino aquel que era sagrado? El ultraje de aquellainesperada perfidia le parecía tan absurdo, tan inmerecido, tan desprec-iable, que no merecía su cólera. Y luego no podía comprender que Geor-gette, incluso impulsada por un histérico enloquecimiento, se hubiesedecidido a hacer tabla rasa a la vez de su amistad y del tesoro común delos refrescantes recuerdos que ambas perdían a causa de una riña irrepa-rable. Félicienne se sentía rodeada de un vacío atroz, donde se hundióhasta la infidelidad de Enguerrand. Renunciando a comprender susamores, cerró la puerta a ambos, sin explicación, porque no le gustaba elescándalo. Y la vida continuó para ella, lejos de aquella pareja desombras.

La primera vez, por ejemplo, que se volvieron a ver en el Bosque deBolonia, Félicienne, más que fría, estuvo glacial.

Ambas iban en coche, solas, como es de suponer, en medio de la hilerade carruajes, en la Avenida de las Acacias.

Félicienne miró fijamente, sin saludarla, a su antigua amiga, la cual,¡cosa extraña!, le sonreía con la encantadora franqueza de otros tiempos.Desconcertada por la actitud de Félicienne, Georgette la miró a su vezcon sus bellos ojos límpidos y un aire de asombro tan sincero, que Félic-ienne se sintió conmovida. ¿Pero cómo hablar con ella delante de la gen-te? Era necesario reprimirse. Los dos vehículos se cruzaron. Eso fue todo.

Se encontraron, una y otra vez, en algunas cenas. Ciertamente, en talesocasiones, Félicienne procuraba no dejar traslucir su resentimiento. Sinembargo, Georgette, habituada a las inflexiones de voz de su amiga, no

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la reconocía y parecía no comprender el motivo de aquella heladareserva.

–Pero, ¿qué te pasa, Félicienne?–¿A mí? Nada. Estoy como de costumbre.Decentemente, Georgette no podía ir más lejos, no podía transformar

la cena en explicación. A la larga, la vida va hoy tan rápidamente, la des-preocupada inconsciencia es tan grande, son tantas las diversiones –ysiempre se encontraban rodeadas de gente–, que una y otra, durante másde cuatro meses, se contentaron con resumir, en casa, cada día, con algu-nos suspiros acompañados de uno o varios furtivos sollozos la penacompleja que ese súbito entibiamiento causaba a sus sensibles corazonesy que, por una indolencia sin nombre, no se tomaban la molestia de es-clarecer. En realidad, ¿a dónde las hubiera conducido una “explicación”?

Ésta tuvo lugar, sin embargo. Fue después de una función de circo.Ambas estaban solas en un salón particular de un cabaret nocturno, don-de esperaban, en silencio, a unos señores.

–En fin –dijo, de repente, Georgette, con lágrimas en los ojos–, ¿quieresdecirme, sí o no, qué tienes contra mí? ¿Por qué me causas esta pena, dela que sé bien que tú debes sufrir también?

–¡Oh, puedes quedarte con tu Enguerrand, quiero decir con el señor deTestevuyde! –contestó Félicienne, con sequedad–. En realidad, ya no meinteresaba. Pero hubieras podido escoger mejor o prevenirme de que tegustaba. Yo hubiera avisado. No se roba a una amiga el amante de su co-razón. Que yo sepa, no he tratado de robarte a tu Melchior.

–¿Yo? –dijo Georgette, con ojos de gacela sorprendida–. ¿Que yo te herobado… y que éste es el motivo… ?

–¡No lo niegues! –contestó desdeñosamente Félicienne–. Lo sé. Estoysegura, ¡vaya!, de las cuatro primeras noches que le concediste.

–¡Y hasta podrías decir seis! –replicó sonriendo Georgette–. ¡Fueronseis en total!

–¿De veras? ¿Y por un capricho tan efímero has arruinado nuestraamistad? ¡Te felicito!

–¿Un capricho, yo, y por tu amante? –dijo Georgette en tono plañidero,levantando los ojos al cielo–. ¿Y me has creído capaz de tal perfidia des-pués de quince años de amistad? ¡ O estás loca o eres mala!

–Entonces, ¿qué significa tu conducta, a fin de cuentas? ¿Te burlas,pues, de mí?

–¿Mi conducta? ¡Pero si es muy sencilla, mi conducta! ¡Vaya, creo quete empeñas adrede en no comprender!

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–¡Está bien, señorita! –dijo Félicienne, levantándose, muy digna–. Nome gustan las burlas y le dejo el campo libre.

–¡Pero… ! –gritó inocentemente Georgette, llorando–, pero es que…¡me ha pagado!

Al oír estas palabras, Félicienne se estremeció y se volvió con el rostroresplandeciente de una súbita alegría que hizo centellear el terciopelo desu vestido.

–¡Caramba, Georgette! –exclamó–. ¿Y no me lo escribiste en seguida?–¡Diablo! ¿Podía yo pensar que tú no habías adivinado, que sospecha-

bas? ¿Sabía yo por qué me ponías mala cara? ¡Pídeme perdón, inmedia-tamente, por haber pensado que podía traicionarte, mala… bestia! ¡Y be-sa a tu Georgette!

Ésta se encontraba entre los brazos de su amiga, que ahora la contem-plaba con ternura. Ambas cambiaron de nuevo, finalmente, aquella mira-da de otros tiempos en la que la estima laica de ellas mismas era evocadaen medio de miles de recuerdos de la Institución Désagrémeint.

Orgullosa, Félicienne volvía a encontrar a su amiga siempre digna deella.

Un poco confusas del malentendido que las había desunido un instan-te, se estrechaban la mano, sin pronunciar vanas palabras.

Acto continuo, mientras esperaban a aquellos señores, Félicienne pidióuna tarjeta postal y escribió al señor Testevuyde para decirle que regre-sara a su lado y, al mismo tiempo, para informarle que había sido vícti-ma de las malas lenguas. El referido caballero, que al principio se habíamostrado ofendido, tuvo el buen gusto de no mantener su rigor ni unminuto más contra su querida Félicienne, la cual, al día siguiente, hacialas dos, en su casa, no dejó de regañarlo por su mala conducta:

–¡Ah, señor! –le dijo, enojada, amenazándolo con el dedo–. ¿Es verdad,pues, que gasta usted todo su dinero con las rameras?

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La tortura por la esperanza

A Monsieur Edouard Nieter

-¡Oh! ¡Una voz, una voz, para gritar!…Edgar Poe, El pozo y el péndulo.

A l atardecer, el venerable Pedro Argüés, sexto prior de los domini-cos de Segovia, tercer Gran Inquisidor de España, seguido de un

fraile redentor (encargado del tormento) y precedido por dos familia-res[i] del Santo Oficio provistos de linternas, descendió a un calabozo. Lacerradura de una puerta maciza chirrió; el Inquisidor penetró en un hue-co mefítico, donde un triste destello del día, cayendo desde lo alto, deja-ba percibir, entre dos argollas fijadas en los muros, un caballete ensan-grentado, una hornilla, un cántaro. Sobre un lecho de paja sujeto por gri-llos, con una argolla de hierro en el pescuezo, estaba sentado, hosco, unhombre andrajoso, de edad indescifrable.

Este prisionero era el rabí Abarbanel, judío aragonés, que –aborrecidopor sus préstamos usurarios y por su desdén de los pobres– diariamentehabía sido sometido a la tortura durante un año. Su fanatismo, "duro co-mo su piel", había rehusado la abjuración.

Orgulloso de una filiación milenaria –porque todos los judíos dignosde este nombre son celosos de su sangre–, descendía talmúdicamente dela esposa del último juez de Israel: Hecho que había mantenido su ente-reza en lo más duro de los incesantes suplicios.

Con los ojos llorosos, pensando que la tenacidad de esta alma hacíaimposible la salvación, el venerable Pedro Argüés, aproximándose altembloroso rabino, pronunció estas palabras:

–Hijo mío, alégrate: Tus trabajos van a tener fin. Si en presencia de tan-ta obstinación me he resignado a permitir el empleo de tantos rigores, mitarea fraternal de corrección tiene límites. Eres la higuera reacia, que porsu contumaz esterilidad está condenada a secarse… pero sólo a Dios tocadeterminar lo que ha de suceder a tu alma. ¡Tal vez la infinita clemencialucirá para ti en el supremo instante! ¡Debemos esperarlo! Hay ejem-plos… ¡Así sea! Reposa, pues, esta noche en paz. Mañana participarás enel auto de fe; es decir, serás llevado al quemadero, cuya brasa premonito-ria del fuego eternal no quema, ya lo sabes, más que a distancia, hijo mío.La muerte tarda por lo menos dos horas (a menudo tres) en venir, a cau-sa de las envolturas mojadas y heladas con las que preservamos la frentey el corazón de los holocaustos. Seréis cuarenta y dos solamente.

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Considera que, colocado en la última fila, tienes el tiempo necesario parainvocar a Dios, para ofrecerle este bautismo de fuego, que es el del Espí-ritu Santo. Confía, pues, en la Luz y duerme.

Dichas estas palabras, el Inquisidor ordenó que desencadenaran aldesdichado y lo abrazó tiernamente. Lo abrazó luego el fraile redentor y,muy bajo, le rogó que le perdonara los tormentos. Después lo abrazaronlos familiares, cuyo beso, ahogado por las cogullas, fue silencioso. Termi-nada la ceremonia, el prisionero se quedó solo, en las tinieblas.

* * *El rabí Abarbanel, seca la boca, embotado el rostro por el sufrimiento,

miró sin atención precisa la puerta cerrada. "¿Cerrada?… " Esta palabradespertó en lo más íntimo de sus confusos pensamientos un sueño. Ha-bía entrevisto un instante el resplandor de las linternas por la hendiduraentre el muro y la puerta. Una esperanza mórbida lo agitó. Suavemente,deslizando el dedo con suma precaución, atrajo la puerta hacia él. Por unazar extraordinario, el familiar que la cerró había dado la vuelta a la llaveun poco antes de llegar al tope, contra los montantes de piedra. El pesti-llo, enmohecido, no había entrado en su sitio y la puerta había quedadoabierta.

El rabino arriesgó una mirada hacia afuera.A favor de una lívida oscuridad, vio un semicírculo de muros terrosos

en los que había labrados unos escalones; y en lo alto, después de cinco oseis peldaños, una especie de pórtico negro que daba a un vasto corredordel que no le era posible entrever, desde abajo, más que los primerosarcos.

Se arrastró hasta el nivel del umbral. Era realmente un corredor, perocasi infinito. Una luz pálida, con resplandores de sueño, lo iluminaba.Lámparas suspendidas de las bóvedas azulaban a trechos el color deslu-cido del aire; el fondo estaba en sombras. Ni una sola puerta en esa ex-tensión. Por un lado, a la izquierda, troneras con rejas, troneras que porel espesor del muro dejaban pasar un crepúsculo que debía ser el del día,porque se proyectaba en cuadrículas rojas sobre el enlosado. Quizá allálejos, en lo profundo de las brumas, una salida podía dar la libertad. Lavacilante esperanza del judío era tenaz, porque era la última.

Sin titubear se aventuró por el corredor, sorteando las troneras, tratan-do de confundirse con la tenebrosa penumbra de las largas murallas. Searrastraba con lentitud, conteniendo los gritos que pugnaban por brotarcuando lo martirizaba una llaga.

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De repente un ruido de sandalias que se aproximaba lo alcanzó en eleco de esta senda de piedra. Tembló, la ansiedad lo ahogaba, se le nubla-ron los ojos. Se agazapó en un rincón y, medio muerto, esperó.

Era un familiar que se apresuraba. Pasó rápidamente con una tenazaen la mano, la cogulla baja, terrible, y desapareció. El rabino, casi suspen-didas las funciones vitales, estuvo cerca de una hora sin poder iniciar unmovimiento. El temor de una nueva serie de tormentos, si lo apresaban,lo hizo pensar en volver a su calabozo. Pero la vieja esperanza le murmu-raba en el alma ese divino tal vez, que reconforta en las peores circuns-tancias. Un milagro lo favorecía. ¿Cómo dudar? Siguió, pues, arrastrán-dose hacia la evasión posible. Extenuado de dolores y de hambre, tem-blando de angustia, avanzaba. El corredor parecía alargarse misteriosa-mente. Él no acababa de avanzar; miraba siempre la sombra lejana, don-de debía existir una salida salvadora.

De nuevo resonaron unos pasos, pero esta vez más lentos y más som-bríos. Las figuras blancas y negras, los largos sombreros de bordes re-dondos, de dos inquisidores, emergieron de lejos en la penumbra. Habla-ban en voz baja y parecían discutir algo muy importante, porque las ma-nos accionaban con viveza.

Ya cerca, los dos inquisidores se detuvieron bajo la lámpara, sin dudapor un azar de la discusión. Uno de ellos, escuchando a su interlocutor,se puso a mirar al rabino. Bajo esta incomprensible mirada, el rabino cre-yó que las tenazas mordían todavía su propia carne; muy pronto volve-ría a ser una llaga y un grito.

Desfalleciente, sin poder respirar, las pupilas temblorosas, se estreme-cía bajo el roce espinoso de la ropa. Pero, cosa a la vez extraña y natural:los ojos del inquisidor eran los de un hombre profundamente preocupa-do de lo que iba a responder, absorto en las palabras que escuchaba; esta-ban fijos y miraban al judío, sin verlo.

Al cabo de unos minutos los dos siniestros discutidores continuaronsu camino a pasos lentos, siempre hablando en voz baja, hacia la encruci-jada de donde venía el rabino. No lo habían visto. Esta idea atravesó sucerebro: ¿No me ven porque estoy muerto? Sobre las rodillas, sobre lasmanos, sobre el vientre, prosiguió su dolorosa fuga, y acabó por entraren la parte oscura del espantoso corredor.

De pronto sintió frío sobre las manos que apoyaba en el enlosado; elfrío venía de una rendija bajo una puerta hacia cuyo marco convergíanlos dos muros. Sintió en todo su ser como un vértigo de esperanza. Exa-minó la puerta de arriba abajo, sin poder distinguirla bien, a causa de laoscuridad que la rodeaba. Tentó: Nada de cerrojos ni cerraduras. ¡Un

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picaporte! Se levantó. El picaporte cedió bajo su mano y la silenciosapuerta giró.

* * *La puerta se abría sobre jardines, bajo una noche de estrellas. En plena

primavera, la libertad y la vida. Los jardines daban al campo, que se pro-longaba hacia la sierra, en el horizonte. Ahí estaba la salvación. ¡Oh, huir!Correría toda la noche, bajo esos bosques de limoneros, cuyas fraganciaslo buscaban. Una vez en las montañas, estaría a salvo. Respiró el aire sa-grado, el viento lo reanimó, sus pulmones resucitaban. Y para bendecirotra vez a su Dios, que le acordaba esta misericordia, extendió los brazos,levantando los ojos al firmamento. Fue un éxtasis.

Entonces creyó ver la sombra de sus brazos retornando sobre él mis-mo; creyó sentir que esos brazos de sombra lo rodeaban, lo envolvían, ytiernamente lo oprimían contra su pecho. Una alta figura estaba, en efec-to, junto a la suya. Confiado, bajó la mirada hacia esta figura, y se quedójadeante, enloquecido, los ojos sombríos, hinchadas las mejillas y balbu-ceando de espanto. Estaba en brazos del Gran Inquisidor, del venerablePedro Argüés, que lo contemplaba, llenos los ojos de lágrimas y con el ai-re del pastor que encuentra la oveja descarriada.

Mientras el rabino, los ojos sombríos bajo las pupilas, jadeaba de an-gustia en los brazos del Inquisidor y adivinaba confusamente que todaslas fases de la jornada no eran más que un suplicio previsto, el de la es-peranza, el sombrío sacerdote, con un acento de reproche conmovedor yla vista consternada, le murmuraba al oído, con una voz debilitada porlos ayunos:

–¡Cómo, hijo mío! ¿En vísperas, tal vez, de la salvación, queríasabandonarnos?

[i] Familiar: agente de la Inquisición Española.

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Sylvabel

A Víctor Mauroy

Hermosa como la noche y como ella insegura…Alfred de Vigny

E n el castillo de Fonteval, a eso de medianoche, tocaba a su fin unafiesta de esponsales. En el parque, entre altas alamedas de follaje

iluminado todavía con guirnaldas de linternas venecianas, los músicos,en su estrado campestre, habían dejado de tocar contradanzas. Los hidal-güelos de los alrededores se encontraban ya junto a la verja principal es-perando subir a sus carruajes, y los aldeanos invitados regresaban porlos senderos a sus alquerías, cantando como de costumbre, tanto máscuanto que habían trincado a placer, debajo de las encinas, ante el tonelcaprichosamente adornado con cintas de colores de la recién casada.

El nuevo castellano, Gabriel du Plessis les Houx, había contraído ma-trimonio en la mañana de aquel día que terminaba, en la capilla de la es-pléndida mansión, con la señorita Sylvabel de Fonteval, una Diana caza-dora, morena clara, una esbelta muchacha con aires de amazona.

¡Veinte y veintitrés años! Hermosos, elegantes y ricos, el porvenir seanunciaba para ellos color de aurora y de cielo.

Sylvabel había abandonado el baile hacia las diez y media y se hallabasin duda, en aquellos momentos, en su estancia nupcial. La gente del cas-tillo –todas las ventanas estaban apagadas– debía dormir.

Sin embargo, abajo, frente a las salas de juego, en el invernadero queprecedía a los jardines, dos hombres, alumbrados por un candelabro co-locado sobre un velador rústico, entre dos arbustos, hablaban en voz ba-ja, sentados uno cerca de otro en verdes sillas de mimbre. Uno de ellosera Gabriel du Plessis y el otro el barón Gérard de Linville, su tío, antig-uo encargado de negocios y diplomático muy estimado. Ante los insis-tentes ruegos de su sobrino, el señor de Linville, en vísperas de un viaje aSuecia, a donde lo llamaba una delicada misión, había aceptado pasar lanoche en el castillo.

–Querido barón –dijo, de pronto, Gabriel–, gracias por haberse queda-do. Sólo usted puede darme un consejo útil en la grave situación en queme encuentro. Ya le he contado la pasión, el amor intenso e insensatoque siento por mi mujer; pasión que a veces me hace palidecer y balbuce-ar cuando ella me habla. Pues bien, escuche esto: siento que Sylvabel noexperimenta por mí la más frívola de las simpatías, en una palabra no me

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ama. Es una muchacha acostumbrada a manejar caballos y escopetas,una mujer dominadora, indomable, hastiada, muy viril bajo sus encan-tos, y que, sabiéndome de índole apacible y adivinando que bebo losvientos por su cara persona, me desdeña un poco. Sylvabel me ha acep-tado y nada más, tanto por mi fortuna (¡ay, tal es la verdad!) como paratenerme en calidad de esclavo. Por consiguiente, es probable, por no de-cir seguro, que tarde o temprano me traicionará. ¡Me encuentra demasia-do manso, demasiado artista, demasiado en las nubes, sin carácter, enfin! Añada a esto, sin embargo, que la considero de una penetración espi-ritual casi… , misteriosa. Es una adivinadora. Pero, ¡qué quiere usted!,parece haberse aferrado a esa idea absurda y enojosa, hasta el extremo deque esta noche me ha notificado haber dispuesto para mañana, al amane-cer, una cacería a caballo, sin duda para dar a entender a la gente del cas-tillo lo poco agotadora que habrá sido nuestra noche de bodas, la cual,entre paréntesis, debo pasar solo. Si semejante estado de cosas dura ochodías, el asunto no tendrá remedio, estaré perdido, haga lo que haga enadelante, lo que supone un desenlace trágico a corto plazo, pues mi natu-raleza, una vez se ve obligada a bajar de las nubes, es de una gran violen-cia explosiva. Por lo tanto, pido a usted, hombre sutil, que no solamenteha vivido sino que ha sabido vivir, que me diga si ve algún medio dedesvanecer en mi esposa esa desoladora opinión que tiene de mí. ¿Creeusted que haya algún recurso para que me quiera, para suscitar en su jui-cio la certeza de mi carácter? Todo radica en eso. Seguiré su consejo, seael que fuere, pasivamente, sin reflexionar, como un soldado, como uno setoma la medicina ordenada por un médico eminente. A usted me entregocomo se entrega uno a sus testigos en un lance de honor, ya que están enjuego, a la vez, mi honor y mi felicidad.

El barón Gérard lanzó una mirada clara y alegre a su sobrino, mientrasreflexionaba un momento, y luego se inclinó hacia él y, durante cinco mi-nutos, murmuró a su oído unas palabras que lo hicieron temblar en med-io de su silencioso asombro.

–Salgo mañana por la mañana para Estocolmo –añadió el señor de Lin-ville, levantándose, en voz alta–. Escríbeme el resultado. Sobre todo, sésencillo… como mi consejo… , al seguirlo.

–¡Gracias de todo corazón! Buen viaje, y hasta la vista –contestó Gabr-iel, levantándose también y estrechando la mano de su tío.

Los dos rezagados subieron a sus respectivas habitaciones. El diplo-mático debió dormir mejor que su sobrino.

–¡Sus! ¡Sus! ¡El sol brilla! ¿Aún duermes, Gabriel?

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Así, gritaba, bajo las ventanas de su esposo, bien montada sobre unalazán oscuro que piafaba en la hierba, mientras a su alrededor ladrabany retozaban los perros de caza, la señora Sylvabel du Plessis les Houx,frunciendo las negras cejas sobre el azul claro de sus ojos y haciendo sil-bar una delgada fusta.

El galope de un caballo, a sus espaldas, al final de una alameda, le hizovolver la cabeza. Era Gabriel.

–Mi querida Sylvabel, ya ves que llego diez minutos antes, como orde-na la costumbre –dijo saludándola.

–¡Vaya! ¡Sí, es verdad! Sin duda estabas soñando bajo los árboles. Tie-nes un aire radiante. ¿Componías?

–Sí… este ramo para ti, con tres capullos de rosa y estas hojas deverbena.

–¡Eres muy galante! –contestó, en tono ligero, Sylvabel, colocando elramillete entre dos botones de su jubón.

–Es mi deber… Además, la verbena preserva de accidentes –dijo fría-mente el señor du Plessis.

Un poco sorprendida, tal vez, por el tono casi serio de su marido, laelegante amazona lo miró. Luego, impaciente:

–¡En marcha! –dijo, tras una corta pausa–. Comeremos allá abajo, encualquier claro del bosque, sobre el césped.

Durante las primeras horas de la cacería, Gabriel no llegó a pronunciarni veinte palabras, aunque todas ellas denotaban buen humor e interéspor la caza. Mató dos liebres, un faisán y ocho codornices, que metió ensu zurrón y en su red el único montero que galopaba detrás de ellos.

Hacia mediodía, se apearon en un magnífico calvero. Después de to-mar una lonja de pastel de carne, dos vasos de champaña, algunas fresassilvestres y café, Gabriel, que había estado durante todo el tiempo de lacomida observando los saltos de las ardillas en las ramas y trazando elproyecto de una batida contra los lobos para el invierno, encendió un ci-garrillo y, al terminarlo, gritó:

–¡A caballo! Si es que has descansado bastante, Sylvabel…–¡Vamos! –contestó ella.Y partieron de nuevo, a través de los campos.De pronto, en un sendero, a treinta pasos de un seto, una liebre cruzó

como un rayo. Los perros se precipitaron; Gabriel tiró en seguida, perofalló.

–La culpa ha sido de ese imbécil de Murmuro –dijo, con una leve son-risa, mientras volvía a cargar el arma rápidamente–. Se ha colocado entrela liebre y yo, mientras apuntaba.

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Y, haciendo fuego otra vez, abatió, a cien pasos de él, de un certero ba-lazo, al magnífico perro de caza al cual acababa de acusar.

Ante aquel espectáculo, Sylvabel se estremeció.–¡Cómo! ¿Por qué has matado a ese perro haciéndole culpable de tu

torpeza? –dijo, un poco asustada.–¡Y bien que lo lamento, porque lo quería mucho! –contestó tranquila-

mente Gabriel–. Pero yo soy de tal índole, que no puedo soportar unacontrariedad sin reaccionar de una manera violenta. Si fuese soldado, mefusilarían a las veinticuatro horas. Es un defecto que me hizo ser pelea-dor en mi infancia y del cual he querido en vano corregirme. Sin embar-go, me esforcé de nuevo, sólo por complacerte.

Sylvabel, apretando con fuerza la fusta, se calló, un poco pensativa.Y volvieron a emprender la marcha, durante la cual Gabriel habló de

muchas cosas menos del incidente… ya olvidado. Sus palabras fueron li-geras y raras.

Una hora después, al tiempo que se levantaba una bandada de perdi-ces frente a ellos, con su ruido especial, Gabriel se echó la escopeta a lacara y tiró: ni una sola de las aves perdió una pluma.

–Verdaderamente, esto es insoportable –rezongó por lo bajo Gabriel,pero tranquilo–. Esta yegua bribona ha tenido la culpa; ha dado un res-pingo en el momento en que yo apuntaba.

Dicho esto, cogió una pistola del arzón delantero, introdujo fríamenteel cañón en la oreja de la bestia y le hizo saltar los sesos. Dando un saltode costado, cayó de pie al suelo, y no sin gracia, se zafó de la caída delanimal, que se derrumbó de flanco y, tras una corta agonía, quedóinmóvil.

Esta vez, Sylvabel abrió sus ojos azules.–¡Pero esto es absurdo! ¡Es ya la locura! ¿Qué te sucede, Gabriel, para

matar a un animal tan hermoso, y de raza, por haber errado el tiro contrauna perdiz?

–Lo deploro, señora. Pero creo haberte revelado hace un rato, confi-dencialmente, una debilidad innata que padezco. Te lo repito: se trata dealgo superior a mis fuerzas, pero el caso es que no puedo soportar la me-nor contrariedad. Montero, déme su caballo y siga a pie, porqueregresamos.

Ya de nuevo montado, cuando se quedaron solos en el camino, cercadel castillo, Sylvabel murmuró:

–En verdad, amigo mío, apenas puedo tranquilizarme aunque pienseen las virtudes mágicas de tu ramo de verbena. ¿De esta manera cumplesla promesa de domar tu irascible carácter para serme agradable?

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–Esta vez, en efecto, la fuerza de la costumbre ha privado sobre misbuenas intenciones –respondió el joven–. Pero sabré, Sylvabel, de ahoraen adelante, dominarme mejor. Sí, para complacerte y merecer tu gracia,procuraré volverme… ya que no paciente y dulce hasta la atonía… me-nos exaltado.

Esto fue dicho con una gentileza glacial. La señora de Plessis les Houxguardó silencio hasta Fonteval, adonde llegaron con las primeras som-bras de la noche.

La cena, sin embargo, fue encantadora.Aquella noche la castellana se olvidó –sin duda por inadvertencia– de

echar el pestillo de la puerta de su habitación. De suerte que cuando, alas cinco de la mañana, tras las alegrías y fatigas del amor, ambos, embr-iagados de ternura conyugal, se murmuraban deliciosamente todo lo quede más inefable había en el fondo del alma, Sylvabel, de repente, miró asu marido con un aire singular, y luego, en voz muy baja, a la claridad dela lamparilla azul que palidecía ante el alba del hermoso verano, dijo:

–Gabriel, un solo día te ha bastado para conquistarme… hacerme tuya.Y no mediante ese estropicio, que me hacía sonreír, que acarreó la muer-te de dos inocentes animales… sino porque el hombre que, dicho sea en-tre nosotros, posee la firmeza necesaria para llevar a cabo, durante undía y una noche así, sin delatarse un solo instante y ante la mujer por qu-ien sufre, el buen consejo de un amigo leal y de probada sagacidad, dem-uestra con ello ser superior al consejo mismo y da prueba, por consigu-iente, de tener suficiente “carácter” para ser digno de amor. Puedes agre-gar esto en la carta de agradecimiento que sin duda has prometido escri-bir a nuestro tío y amigo, el barón de Linville, que se encuentra enSuecia.

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La apuesta

Al señor Edmond Deman

"Cuidado con lo de abajo"Dicho popular

E n esta noche de principios de otoño, el antiguo hotel con jardines,residencia de la morena Maryelle –al final del barrio de Saint Hono-

ré– parecía dormido. En el primer piso, en efecto, en el salón tapizado deseda cereza, los pesados cortinajes de los balcones –cuyas vidrieras mi-ran las avenidas enarenadas y el surtidor que brota entre el césped– in-terceptaban el resplandor interior.

En el fondo de este aposento, un ancho tapiz Enrique II dejaba entre-ver en el salón contiguo las blancuras adamascadas de una mesa llena deluces y sobre la que aún se destacaban las tazas de café, los fruteros y lacristalería, aunque se jugaba desde la media noche.

Bajo los dos manojos de hojas de plata, con flores de luz, de un par decandelabros de pared, dos «señores» de figura elegantísima, de cutis in-glés, de sonrisa distinguida, de aspecto afable, de largas patillas, lucíanlas lises de sus chalecos frente a frente de un écarté que jugaban con unabate joven y moreno, de una palidez natural muy emocionante (la pali-dez de un muerto) y cuya presencia resultaba por lo menos equívoca enaquel lugar.

No muy lejos, Maryelle, en un déshabillé de muselina que avivaba susojos negros, y un ramito de violetas al borde del corsé en el hoyo de lanieve, escanciaba de vez en cuando champán helado en las finas copasque llenaban un velador, sin dejar de avivar con sus anhelosos labios elfuego de su cigarrillo ruso –que sostenía, ensortijado al dedo meñique desu izquierda, una especie de pinza de plata–. Sonriendo también a vecesde las frívolas ocurrencias que –con intermitencias y como aguijoneadopor discretos arrebatos– le susurraba al oído (inclinándose sobre la perlade su hombro) el invitado ocioso al que sólo se dignaba contestarmonosilábicamente.

En seguida se volvía a hacer el silencio, turbado apenas por el ruido delos naipes, del oro de las puestas, de las piezas de nácar y de los billetessobre el tapete verde.

El ambiente, el mobiliario, las telas se sentían contagiados de langui-dez, cierta blandura aterciopelada, el acre perfume de tabaco oriental, elébano labrado de los grandes espejos, la vaguedad de la luz, una

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imaginaria irisación. El jugador de la sotana de paño fino, el abate Tus-sert, no era sino uno de esos diáconos faltos de toda vocación, cuya per-versa ralea tiende, por fortuna, a desaparecer. Nada había en él de aque-llos sutiles abates de antaño, cuyas mejillas inflamadas por la risa los hahecho aparecer simpáticos y veniales en la Historia. Éste, alto, tallado ahachazos, el rostro de un óvalo con los maxilares salientes, resultaba, re-almente, de una casta más sombría, hasta el punto de que en ciertos mo-mentos la sombra de un crimen ignorado parecía ennegrecer aún más susilueta. En él la clase de piel especial de su cutis descolorido indicabauna sensibilidad fría y sádica. Los labios astutos ponderaban en su rostrola energía ingenuamente bárbara de su conjunto. Sus pupilas negruzcas,rencorosas, brillaban bajo la anchura de una frente triste, de cejas rectilí-neas, y su mirada crepuscular parecía pensativa de nacimiento, a vecesfija. Laminado por las controversias del seminario, el timbre de su vozhabía adquirido inflexiones mates que apagaban su dureza; sin embargo,se presentía el puñal en su vaina. Taciturno, si hablaba era desde lo alto,con uno de los pulgares hundido casi siempre en su elegante fajín defranjas de seda. Muy mundano, «lanzado» como si hubiera intentadohuir –más bien recibido que admitido, es verdad–, se le admitía gracias aesa especie de miedo confuso e indefinido que sugería su persona. Algu-nos perversos rufianes de fortuna estafada lo invitaban también para sal-pimentar con lo que había de llamativo en su sacrílega presencia, envuel-ta, para más escándalo en el hábito solemne, la salacidad lamentable desus cenas juerguistas, no acabando de conseguir este efecto, porque susórdido aspecto cohibía en el fondo aun en esos ambientes (los deserto-res, vengan de donde vengan, no son estimados por los inquietos escép-ticos modernos).

Pero ¿por qué seguir llevando aquellos hábitos? ¿Quizá porque, ha-biéndose puesto de moda con aquella ropa, temía comprometer su origi-nalidad vistiéndose de levita? ¡Desde luego que no! Es que era ya demas-iado tarde; es que ya tenía el sello. ¿Es que aquellos que, siendo como él,tomaban una apariencia laica no eran reconocibles siempre? Se diría quetodos los trajes que llevasen siempre transparentarían la invisible sotanade Neso que no podían arrancarse del cuerpo, aunque sólo se la hubie-sen puesto una vez: siempre se notaría su ausencia. Y cuando a imitaciónde un Renan, por ejemplo, murmuran del Señor, su juez, parece por in-tervalos que, en medio de no se sabe qué VERDADERA noche que surgeen el fondo de sus ojos se oye –entre el súbito reflejo de una linterna sor-da y bajo el follaje de los olivos– el chasquido del viscoso beso del Eufe-mismo sobre la mejilla divina.

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Ahora bien: ¿de dónde provenía el oro que sacaba todos los días de sunegro bolsillo? ¿Del juego? Puede. Se insinuaba eso, aunque sin profun-dizar en ello, ya que no se le conocían deudas, ni queridas, ni otras ven-tajas como ésas. ¡Por lo demás, hoy día… ! ¿Eso qué importa? ¡Cada cualtiene sus asuntillos! Las mujeres lo consideraban un hombre«encantador», y punto final.

De repente, Tussert, que había robado malas cartas, dijo descubriendosu juego:

–Pierdo dieciséis mil francos esta noche.–¿Le hacen veinticinco luises para que intente la revancha? –ofreció el

vizconde Le Glaïeul.–Yo no propongo ni acepto jugadas de palabra y ya no tengo oro en el

bolsillo –respondió Tussert–. No obstante, mi ministerio me ha hecho po-seedor de un secreto –de un gran secreto–, que, si está de acuerdo, medecidiré a arriesgar contra sus veinticinco luises a cinco tantos ligados.

Después de un silencio bastante justificado, preguntó el señor Le Glaï-eul medio estupefacto:

–¿Qué secreto?–Pues el de la IGLESIA –respondió fríamente Tussert.¿Fue la entonación breve, rotunda y como poco mixtificada de este te-

nebroso vividor, o la fatiga nerviosa de la noche, o los capciosos vaporesdorados del champán, o el conjunto de estas cosas lo que hizo que losdos invitados y hasta la alegre Maryelle se estremeciesen al oír esas pala-bras? Los tres, mirando al enigmático personaje, acababan de experimen-tar la misma sensación que les hubiese producido la aparición repentinade una cabeza de serpiente alzándose entre los candelabros.

–La Iglesia tiene tantos secretos… que creo, al menos, poderle pregun-tar cuál de ellos es –respondió con seriedad ya el vizconde Le Glaïeul–,aunque, como usted puede comprender, me interesan muy poco esas re-velaciones. Pero acabemos. He ganado demasiado esta noche para negar-le eso; así es que de todos modos ¡van veinticinco luises a cinco tantos li-gados contra «el secreto de la IGLESIA»!

Por una cortesía de hombre «de mundo» no quiso recalcar: «… que nonos interesa nada».

Cogieron otra vez los naipes.–¡Abate! ¿Sabe usted que en este momento tiene usted el aire del…

diablo? –exclamó con un tono cándido la amabilísima Maryelle, que sehabía quedado como pensativa.

–¡La jugada, sobre todo, es de una audacia insignificante para los in-crédulos! –murmuró frívolamente el invitado ocioso con una de esas

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leves sonrisas parisienses, cuya serenidad ni siquiera se turba ante un sa-lero derramado–. ¡El secreto de la Iglesia! ¡Ah! ¡Ah!… Debe ser gracioso.

Tussert lo miró y después le dijo:–Ya lo apreciará usted si continúo perdiendo.La partida comenzó más lenta que las anteriores. El primer juego lo

ganó… él; pero después perdió la revancha.–¡Va el último pase! –dijo.Cosa singularísima: la atención –mezclada al principio con algo de su-

perstición burlona– había subido de tono gradualmente; se hubiera podi-do decir que alrededor de los jugadores se había saturado el aire de unasolemnidad sutil y de una gran inquietud… Se deseaba fervientementeganarle la partida.

Estando a dos contra tres, el vizconde Le Glaïeul, después de tirado elrey de corazones, tuvo de juego los cuatro sietes y un ocho neutro; Tus-sert, que tenía la quinta más alta de picas, vaciló, quiso hacer una jugadade maestro exponiéndolo todo de una vez, y perdió. El golpe fue rápido.

En ese momento, Maryelle se miraba con indiferencia las uñas rosadas;el vizconde, con aire distraído, examinaba el nácar de las fichas, sin hacerla pregunta suspendida sobre ellos, y el invitado ocioso, volviéndose pordiscreción, entreabrió (¡con un acierto lleno verdaderamente de inspira-ción!) los cortinajes del balcón que estaba cerca de él.

Entonces a través de los árboles apareció, haciendo palidecer las luces,el alba lívida, el amanecer, cuyo reflejo tornó bruscamente mortuorias lasmanos de los presentes. Y el perfume del salón pareció volverse más im-puro, llenándose de un vago recuerdo de placeres vendidos, de carnesvoluptuosas con despecho, ¡de laxitud! Y algunos desvaídos pero impre-sionantes matices pasaron por los rostros de todos, denunciando con sudifumino imperceptible las máculas futuras que la edad reservaba a cadauno. Aun cuando allí no se creyese en nada más que en placeres fantas-mas, se sintió sonar a hueco en su existencia el golpe del ala de la viejaTristeza del Mundo, que despertó a tan falsos juerguistas, vacíos, faltosde esperanza.

Llenos de olvido, ya no se preocupaban de oír… el insólito secreto… sies que alguna vez…

Pero el diácono se había levantado, glacial, sosteniendo en la mano susombrero de teja. Después de lanzar una mirada circular, de ritual, sobreaquellos tres seres un poco cohibidos, dijo:

–Señora, señores, ¡ojalá la apuesta que he perdido les haga reflexio-nar!… Paguemos…

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Y mirando con una fría fijeza a sus elegantes oyentes, pronunció envoz más baja, pero que sonó como una campanada de difuntos, estascondenables, estas fantásticas palabras:

–¿El secreto de la Iglesia?… Es… QUE NO HAY PURGATORIO.Y en tanto que, no sabiendo qué pensar, se le observaba, no sin cierto

pánico, el diácono, después de haber saludado, se dirigió, tranquilo, hac-ia el umbral, y después de haber mostrado en el dintel su cara sombría ylívida; con los ojos bajos, cerró la puerta sin hacer ruido.

Una vez solos, respiraron libres del espectro.–¡Eso debe ser inexacto! –balbuceó cándidamente la sentimental Mar-

yelle, impresionada aún.–¡Argucias del jugador que pierde, por no decir de un farsante que no

sabe lo que dice! –exclamó Le Glaïeul con un tono de cochero enriqueci-do–. ¡El Purgatorio, el Infierno, el Paraíso!… ¡Todo eso es de la Edad Me-dia! ¡Todo eso es pura broma!

–¡No pensemos más en ello! –indicó el otro elegante.Pero en aquella maligna claridad del alba la amenazadora mentira del

impío había hecho, sin embargo, su efecto. Los tres estaban muy pálidos.Se bebió, con duras sonrisas forzadas, una última copa de champán.

Y aquella mañana –por mucha elocuencia que empleara el invitado oc-ioso– Maryelle, arrepentida quizá ante la amenaza exclusiva y excesivadel infierno, sin la condescendencia del purgatorio perdido para su espe-ranza, no quiso acceder a su «amor».

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La incomprendida

A Jules Destrée

No golpeéis nunca a una mujer,ni siquiera con una flor.El Corán

C uando se abrían las últimas rosas de la pasada primavera, Geoffroyde Guerl, llevando con él, de París, a su primera preferida, Simone

Liantis, alquiló, a orillas del Loire, una alegre quinta, amueblada al estiloLuis XVI y con jardín cercado, donde unas lijas muy altas, encerrandouna vasta extensión central de verdor, se entrecruzaban en largos vialeshasta el espacio abierto. Cerca, en las laderas de pequeñas colinas, crecíauna espesura de maleza y de fresnos, enrojecidos ahora por el otoño, queparecía lanzar soledad hacia la casa.

A los veinte años –y sólo con unos siete mil francos de renta–, ponersea vivir con una elegante, con aquella esbelta morena de viva mirada, tezde jazmín y rasgos finos y duros, suponía una locura, ¿no es verdad?Ciertamente. Pero si el señor de Guerl era un gallardo mozo, de manerasamables, famoso por su valor y dotado de un espíritu de artista, un clari-vidente sentimentalismo lo defendía –armadura oculta, pero a toda prue-ba– de todas las amorosas concesiones susceptibles de arrastrar a esenc-iales caídas.

Simone, por otra parte, durante aquella especie de luna de miel, se ha-bía mostrado como una mujer de las menos peligrosas: su jugar al matri-monio era solamente una actitud, no era nada mundana, se mostraba ale-gre, carecía de inclinación al derroche y, por las noches, contestaba conesos: “Todo lo que tú quieras” que queman los oídos. Además, era de ín-dole tan despreocupada que había dejado que le arrebataran todo lo quetenía procedente de dos anteriores amantes olvidados. De sus bienes, só-lo le habían quedado algunas insignificantes joyas, unos pocos vestidos yuna sortija, cuyo maravilloso solitario, por ejemplo, era de un labrado, deuna blancura y de unas aguas tan raras, que algunos reputados joyerosse habían comprometido a pagarle por él, cuando quisiera, quinientosluises.

¡Ah, cómo se habían divertido aquella temporada! Cabalgatas, parti-das de pesca y paseos en barca, cacerías de intento agotadoras, comidasrústicas sobre la hierba, excursiones y, en casa, música, besos, libros, con-versaciones y disputas. Se entregaban a juegos también, y se divertían

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con viejas armas de antaño, que empleaban, para reír, en los jardines. Co-mo no habían invitado a ninguna de sus amistades, el señor de Guerl ySimone, gracias a la ilusión juvenil, podían ahora considerarse comoíntimos.

Sin embargo… , ella tenía momentos, indefinibles, cuya frecuencia au-mentaba a medida que se iba acercando el regreso a París. Así, cuando,teniéndola enlazada bajo las lilas consteladas, él le decía las más dulcesfrases, le hablaba con ternura de un hijo que los uniría más aún, de horasde pasión, de una existencia alegre y sencilla, ella, la amada, parecía dis-traída y lo miraba con una especie de extraña fijeza, como si le ocultaraun agravio. Un pataleo desmentía las singulares lágrimas que a vecesbrillaban en sus pestañas, cosa que daba a su emoción secreta un carácterde contrariedad –casi de impaciencia– incomprensible.

Simone parecía a punto de gritarle algo; luego, desesperada y comodesistiendo de ello, callaba.

En tales momentos, ella le había dicho a menudo, brusca:–¿No sabes, Geoffroy, que, si yo quisiera, podría abandonarte, sin ni si-

quiera avisártelo, a cualquier hora? Con mi diamante, soy libre; allá, dis-pondría de tiempo para escoger, entre los más ricos, un amante de migusto. Sí, si yo quisiera, desde esta noche te quedarías solo. ¡No más Si-mone! ¿Qué dices a esto? ¡Vaya! ¿No te enojas más? ¡Gracias!

Sus ojos brillaban; diríase que esperaba una palabra, un acto que el se-ñor de Guerl no sabía encontrar. Las respuestas asombradas del joveneran recibidas por Simone con movimientos de cabeza, una mueca y, po-co después, un ligero encogimiento de hombros.

A la pregunta de: “¿Qué te pasa, querida Simone?”, ella contestaba:–¡Ya verás! Con toda tu buena educación serás la causa de mi muerte.–Pero, ¿qué tienes? –volvía a preguntar él.–¡Ah, si al menos fueras un poco… otro!–Entonces, ¿ya no me amas?–Sí, pero… no tanto como quisiera. Y la culpa es tuya.Al oír estas palabras, él sonreía, y Simone, frunciendo el ceño, corría a

encerrarse en su habitación, donde su amante la oía llorar a veces duran-te una hora. Cuando regresaba al lado de él, parecía haber olvidado lapequeña escena. De suerte que, sin conceder al incidente mayor atención,el señor de Guerl, apeándose de su tristeza, terminaba exclamando:“¡Dios, que raras son las mujeres!” Y la poderosa trivialidad de la frase lotranquilizaba.

En un magnífico atardecer, hacia las cinco, y mientras paseaban juntospor los jardines y, como forma de distracción paradójica, a falta de otra,

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disparaban la ballesta sobre el césped, una vieja y fuerte ballesta de losdías de antaño, la demasiado singular joven, advirtiendo que se hablaquedado sin bodoques para disparar, exclamó, de repente, tras haber mi-rado fijamente la sortija:

–¡Vaya! ¡Qué tonta soy! ¿Y esto?De un tirón se sacó del dedo el diamante y lo puso sobre la ranura de

la ballesta, que en aquel momento apuntaba hacia los bosquecillos y losaguazales del Loire.

–¡Ea! ¿ Si lo lanzara… ? Sin embargo… –dijo, riendo.–¡Simone! ¿Estás loca?Pero como cediendo a algún irresistible impulso de perversa histeria,

llegada al punto más agudo de la crisis, Simone soltó fríamente el dispa-rador, y una centella, una gota de fuego, se hundió en el crepúsculo.

Mientras el señor de Guerl contemplaba estupefacto a su amiga, ésta,dejando la ballesta, arrancó una ramita bastante sólida, y luego, echandoun brazo en tomo al cuello de su amante, le murmuró, con los ojos entre-cerrados y una voz ronca, trivial y mimosa, cuyo acento él nunca habíaoído antes:

–¡Ah! ¡Sé bien lo que merezco, vaya! Mas esta vez, por lo menos, creoque te decidirás… (Azotaba el aire con su junquillo) Y ¡duro! o no ereshombre. ¿Crees que me habrá costado cara mi primera azotaina, de ti?Caray, ¡cuando una se ahoga… ! ¡Ah, qué bien hace, cómo descansa po-der decir las cosas, al fin! ¡El caso es que tú eres mi amo! ¡Ni un céntimomás! ¡Puedes echarme! ¡Cómo me gustas ahora! Pero… ¡maltrátame! So-bre todo, no te molestes. ¡Cómo! ¿Dices que me amas y, en seis meses, nome has dado ni una bofetada? ¡Es igual! ¡Esta vez habré bien merecidoser zurrada! (Medio echada sobre él, sudorosa, hundiendo sus uñas enuna de las manos de su amante, respiraba, palpitándole las aletas de lanariz, la chaqueta de terciopelo negro.) Es necesario que una mujer sientaun poco las riendas, ¿sabes? ¡Oh, si supieras que una buena paliza es mu-cho mejor que las frases! Dejarás ya de lado tu corrección, ¿no? (Sus dien-tes castañeteaban) ¡Oh, te has puesto pálido! ¿Estás furioso? ¡Me harás al-gunos moretones! ¡Bien sabia yo que eras un macho!

Ante este arranque totalmente imprevisto, el señor de Guerl palideció,y luego la miró como si fuese por primera vez. Poco después, zafándosede ella, dijo:

–¡Será mejor empuñar una fusta!Y dejándola, jadeante, sobre un banco, regresó a la casa, de la que vol-

vió a salir por otra puerta, como huyendo. Tres horas después, Simone,muy inquieta, desgarraba su pañuelo con los dientes, en su habitación,

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delante de una vela encendida, cuando la criada le entregó la carta sigu-iente, llegada de Nantes por correo urgente:

“Querida abandonada: Te debo seis meses de una ilusión arrebatado-ra, lo confieso; pero al descubrirte, esta tarde, has helado para siempre,por lo que respecta a ti, los sentidos que esta ilusión me inspiraba. Cier-tamente, no ignoro que hoy, sobre todo, parece indispensable (para mu-chas mujeres) ser un bruto para ser un ‘macho’, y que los besos les pare-cen más insípidos que los porrazos; pero como, por una parte, entre losviolentos placeres, a los cuales por simple juego puede prestarse nuestrasensualidad, resulta que, al parecer, el que a ti te gusta es el de destruiresta alegría que (única y por encima de todo) debe consagrar la vida deun compañero y su compañera; y como, por otra parte, si tú no puedesprescindir de traqueteos para imaginarte que me amas, yo, en cambio,puedo muy bien prescindir para ser feliz de administrar palizas a la queme es querida, he tenido que huir, incluso sin sombrero, a fin de evitarun cambio de explicaciones tan ocioso como ridículo.

“Por lo tanto, antojadiza chiquilla, cuando te contemplaba, en las her-mosas tardes, bajo la bóveda de las frondas, y, transportado de amor,murmuraba sobre tus labios lo que me sugería el corazón, tú pensabassencillamente, exhalando un hondo suspiro y levantando la mirada detus bellos ojos hacia el cielo, del cual parecías contar las estrellas: ‘Sí, pe-ro todo eso no es como unas buenas patadas… ’ ¡Pobre ángel! Compadé-ceme si, temiendo una espontánea torpeza, no me estimo lo bastante per-fecto para atreverme… , ni aun para tratar de satisfacerte. Cada cual tie-ne sus sentidos y sus deseos. No discuto los tuyos, ni su ley; deploro úni-camente no juzgarme, para ti, más que un enfermero con agravantes.Así, pues, adiós. No te preocupes por nuestros corazones ni por la quin-ta; ésta ha sido ya alquilada, para el día 15, a un honrado comerciante ysu familia, los cuales sólo esperan tu partida. Mañana por la mañana,una persona de mi confianza te entregará, dentro de un sobre, un pagaréde seis mil francos que podrás hacer efectivo (tú, personalmente) en casade mi notario, en París. En cuanto a mí, estoy muy lejos ya.

“¡Recuerdos, lamentos y buena suerte!GEOFFROY”[i]A la lectura de estas líneas, Simone sacó hacia fuera los labios, en una

irreprochable mueca de desdén, dejó caer la carta de entre sus dedos ymurmuro:

–¡Qué lástima que un muchacho tan guapo no sea, en el fondo, másque un soñador! ¡Y qué lástima que los que saben comprender a una mu-jer sean tan…

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Se detuvo, soñadora ella también, Simone Liantis, la pobre y delicadamuchacha que recientemente ¡ay! falleció (¡lastimosa Humanidad!), bajoel número 435, serie 26 (ninfómanas), en los Incurables. Su enfermedadera esencial, es decir, era de aquellas que no se pueden (sin Dios)QUERER curar.

[i] El autor de este cuento desaprueba completamente el tono de estacarta enviada a una enferma. Sería, ante todo, de un ingrato si no hubiesesido escrita por un joven mundano ignorante, demasiado distinguidoaquí.

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Sor Natalia

A la señora condesa de Poli

¡Oh! cuándo mi última horaVenga a fijar mi suerte,Concededme que muerabajo la muerte más sagrada.Viejo cántico a la Virgen.

A ntiguamente, en Andalucía, en el ángulo de un camino montañoso,se levantaba un monasterio de la Orden Tercera franciscana; aquel

claustro, aunque a la vista de otros conventos que velaban unos por losotros, estaba sobre todo protegido por la devoción que imponía entoncesel aspecto de una gran cruz colocada ante la entrada, en la que una cam-pana tañía dos veces al día. Una capilla profunda, cuya puerta no se ce-rraba jamás, se abría sobre tres peldaños, y el camino bordeaba por un la-teral la tapia del monasterio. A su alrededor, llanuras feraces, árbolesaromáticos, hierbas en las cunetas, aislamiento y camino polvoriento.

Un enervante crepúsculo de otoño, en el fondo de la capilla se encon-traba arrodillada, y con hábito de novicia, una joven cuyos rasgos erande una belleza suave y conmovedora. Estaba ante una hornacina situadaen un pilar de cuya bóveda colgaba una solitaria lámpara dorada queiluminaba una Virgen con los ojos bajos y las manos abiertas, dispensan-do gracias radiantes, una Virgen celestial en actitud de Ecce ancilla.

Desde el camino, y por las vidrieras opuestas, se oían subir las notasfrescas y sonoras de un cantor de serenata acompañado de una bandurr-ia cordobesa. Las lánguidas frases, ardientes de pasión, de audacia y dejuventud, llegaban hasta la iglesia, hasta sor Natalia, la novicia arrodilla-da que, con la frente apoyada sobre los brazos cruzados a los pies de laSeñora, murmuraba con voz desolada:

–Señora, bien lo ves: estoy llorando y te suplico que no me prives de tucompasión, pues no es sino desfallecida y angustiada –y con tu santaimagen en el fondo de todos mis pensamientos– como me voy a exiliarde aquí. ¡Oh, Reina de la pureza! ¿Tendrás piedad de la que, por unamor mortal, deserta del pórtico de la salvación? ¿Estás oyendo? Esa voz,en su ferviente fidelidad, me está implorando. Si no voy, ¡él va a morir!¿Cómo condenar los desvaríos que ha soportado tanto tiempo sin espe-ranza y sin queja? ¿Cómo persistir en no consolar al que tanto ama? Tú,Señora, que sabes cuánto te amo, y cómo me reconforta venir aquí cada

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tarde a suplicarte, perdódanme. Aquí está mi velo, aquí la llave de micelda; a tus pies los deposito. Pero, ¡no puedo más, me ahogo… esavoz… me atrae… adiós, adiós!

De pie, vacilante, sin atreverse a levantar los ojos, sor Natalia dejó lasanta llave y el velo a los pies de la azul Señora de dulce rostro de luz, deojos bajados y a la vez dirigidos hacia ¡qué cielos y qué estrellas! Luego,apoyándose en los pilares, llegó hasta la puerta y después de un instantela abrió: descendió los peldaños y se encontró en el camino que se pro-longaba hasta la lejanía, bajo la claridad de una gran luna que iluminabael campo.

–¡Juan! –llamó.Al escuchar esta llamada apareció un joven, de perfil dominador y mi-

rada ardiente de alegría, que saltó del caballo y envolvió con su capa a laque, por fin, había venido hacia él.

–¡Natalia! –dijo.Y, sujetándola acurrucada entre sus brazos sobre el caballo, partieron

veloces hacia la casa solariega cuyas torres se perfilaban a lo lejos bajo lassombras lunares.

* * *Transcurrieron seis meses de fiestas, de amor, de encantadores viajes

por Italia, a Florencia, a Roma, a Venecia: él feliz y ella con frecuenciapensativa, pues las caricias de su ardiente raptor, aunque amorosas yembriagadoras, no eran las que la inocencia de su corazón le había hechoesperar. De repente, de regreso a Cádiz, una mañana soleada, sin queuna sola palabra la hubiera advertido, se despertó sola, sin anillo nupc-ial, sin la alegría de un hijo siquiera; su amante, cansado de ella, habíadesaparecido. Con un profundo suspiro, la joven dejó caer el sombrío bi-llete que le anunciaba la soledad, pero no se quejó pues estaba resuelta ano sobrevivir. En pocas horas, tras haber distribuido entre los pobres eloro que le quedaba, en el momento preciso de librarse de la vida, unpensamiento, un cándido pensamiento se adueñó de ella: quería volver aver, sólo una vez más, una sola, a la Señora de antaño para darle el su-premo adiós. Por lo que, vestida de penitente y mendigando algo de panpor el camino, se dirigió al monasterio, hacia la capilla más bien, pues yano podía volver a entrar junto a las vírgenes fieles. Tras unos cuantos dí-as de camino y cuando oscurecían los tonos azulados de un hermosoatardecer resplandeciente de astros, llegó temblorosa y extenuada ante alsanto lugar.

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Recordaba que, a esa hora, sus antiguas compañeras se hallaban retira-das en oración en sus celdas, y que, bajo los altos pilares, la iglesia debíahallarse tan desierta como la noche del rapto. Empujó pues la puerta ymiró: ¡no había nadie!, sólo allá lejos y bajo la lámpara siempre encendi-da, la Señora. Entró y, de rodillas, avanzó sobre las blancas losas, haciasu celestial amiga e, inclinada y sollozando, dijo al llegar a los pies deAquella que perdona:

–¡Oh! ¡Señora! ¡No merezco clemencia! Cuando la tentadora voz mesuplicaba, no sabía, no sabía cuánto abandono, cuánto oprobio reserva elamor mortal ¡Qué vergüenza! Voy a morir pues, desterrada de cualquierasilo de los míos, sobre todo de aquí… ¿Cuál de tus hijas, ¡oh Madremía!, no me recibiría con un gesto de espanto si me viera en esta capilla?¡He perdido la esperanza queriendo consolar a otro..!

* * *Entonces, cuando las silenciosas lágrimas de Natalia caían sobre los

pies de la Divina Elegida, la joven dirigió una mirada suprema, repletade adiós, hacia la Señora, y se sobresaltó con súbito éxtasis, pues vio quelos sagrados ojos la miraban, que los labios de la estatua se abrían y quela celestial Señora le decía dulcemente:

–Hija mía, ¿no lo recuerdas? Antes de dejarnos me confiaste tu velo yla llave de tu celda. Te he reemplazado pues aquí, realizando bajo ese ve-lo todas las tareas que exigen tus votos, ninguna de tus compañeras se hapercatado de tu ausencia, toma pues lo que me confiaste, regresa a tu cel-da, y… no te marches nunca más.

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El canto del gallo

Al doctor Albert Robin

Et continuo, cantavit gallus.Evangelios

E l castillo fortificado del prefecto romano Poncio Pilatos estaba situa-do en la ladera del Mona; el del tetrarca Herodes se elevaba, res-

plandeciente, en medio de los surtidores vivos y de los pórticos, en elmonte Sión, no lejos de los jardines del antiguo Sumo Sacerdote Anás,suegro de aquel “José”, llamado Caifás, sexagésimo octavo sucesor deAarón, cuyo pesado palacio sacerdotal se levantaba igualmente en lacumbre de la ciudad de David.

El 13 del mes de Nisán (14 de abril) del año 782 de Roma (año 33 de Je-sucristo, después), un destacamento de la cohorte de ocupación–quinientos cincuenta y cinco hombres prestados por el prefecto al SumoSacerdote, para el caso de una sedición popular– rodeó silenciosamente,hacia las diez y media de la noche, los accesos abruptos del Monte de losOlivos.

A la entrada de aquel sendero que cortaba más arriba el desigual ria-chuelo del Cedrón, el jefe de los piqueros del Templo, Hannalos, hablabasin duda con los centuriones, mientras esperaba a los agentes de Israelque debía dejar pasar, a fin de que se procediera al arresto de un conoci-do faccioso, un mago de Nazaret, el famoso Jesús, que se había"refugiado" allí aquella noche.

Pronto, bajo el claro de luna pascual, apareció, descendiendo del su-burbio de Ofel, un grupo provisto de bastones, espadas y cuerdas, man-dado por los dos emisarios del Gran Consejo, Achazías y Ananías, a losque acompañaba un portalinterna, Malcos, hombre de confianza de Cai-fás. La tropa era guiada por el más reciente discípulo de Jesús, un hom-bre originario de la aldea de Karioth, perteneciente a la tribu de Judá, aorillas del Mar Muerto, en el límite occidental de la sepultada Gomorra,aun cuando hubiese también, en las fronteras, cierto burgo moabita lla-mado Kerioth que encendía sus hogares no lejos del estanque delDragón.

El hombre a que nos hemos referido era el único discípulo judío; losotros once eran galileos.

El Maestro le había lavado los pies antes de consagrar la Pascua consus discípulos.

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Hannalos era el sar, o jefe, de los guardias encargados de la vigilancianocturna de las dependencias del Templo. Cuarenta y dos años después,durante el saqueo de Jerusalén, fue llevado a Roma cargado de cadenas,a pesar de sus setenta y cinco años, y arrojado a los pies asesinos del em-perador Claudio. Para Achazías y Ananías –falsos testigos una hora mástarde–, el Talmud los declaró, sin rodeos, “delatores a sueldo del sane-drín, cuya misión consistía en espiar los pasos, actos y palabras de Je-sús”. Por lo que respecta a su guía, su profético apodo significa, en ara-meo, en siriaco y en samaritano, no solamente su lugar de nacimiento, si-no también, según como es pronunciado, el Usurero, el Mentiroso, el Tr-aidor, la Mala Recompensa, el Cinturón de Cuero y, sobre todo, el Ahor-cado. El apodo es un resumen del destino.

El grupo, pues, volvió a bajar poco después llevando a un hombremuy alto, cuyas manos estaban atadas. Jesús, en efecto, era de una esta-tura muy elevada entre las de los hombres. Cuando a raíz del Descubri-miento de la Verdadera Cruz por la emperatriz Santa Elena se midió ladistancia entre los agujeros hechos por los clavos de las manos, así comola distancia entre los de los pies y el punto de intersección central de losdos travesaños, resultó patente que el crucificado era de un tamaño cor-poral que seguramente excedía los seis pies.

Los legionarios de Poncio Pilatos escoltaron a la escuadra y al DivinoPrisionero hasta la opulenta morada de Anás, y luego regresaron al fuer-te Antonia. El anciano Sumo Sacerdote, que carecía de facultades para fa-llar, tuvo que someter la causa ante el Senado de los setenta que presidíasu yerno; ese colegio, despreciando a la Ley, acababa de reunirse bajo laslámparas de medianoche en casa de Caifás, en la sala del Consejo.

¡La Ley! ¿No prescribía también que el pontificado mayor no podía serconferido más que a título vitalicio? ¿Qué importaba? Hoy, los doctoresse olvidaban a sabiendas del texto eterno, deponían y reemplazaban, aveces en un mismo semestre, al soplo de influencias de toda índole, a losGrandes Sacerdotes de Dios. De ahí la adusta ironía de San Juan el Evan-gelista: “Caifás era Sumo Sacerdote aquel año.”

Así pues, Simón Pedro y San Juan habían seguido desde el Monte delos Olivos, en los ilícitos rodeos de aquella marcha, a los que se habíanapoderado del Hijo del Hombre. Al llegar al tribunal de Sión, el evange-lista, que era conocido en casa del Sumo Sacerdote, rogó, conturbado, ala guardiana del portal que dejara pasar a Simón Pedro al patio cuadradoo atrio, donde dejó al apóstol, para correr a prevenir a María, la Virgenviuda, a cuya casa debía haberse dirigido Jacobo, hijo de Cleofás y her-mano de San José. Jacobo era uno de esos huérfanos recogidos, según la

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Ley, bajo el techo de su difunto tío, y que criados con Jesús, casi de sumisma edad, fueron llamados después sus hermanos, de acuerdo con lacostumbre judía. A partir de aquella hora, San Juan no se apartó de laSanta Madre, la cual, once horas más tarde, debía convertirse en la suya.

En el centro de los pórticos, delante de los escalones de mármol amari-llento que conducían al porche de cedro de la sala del primer piso dondefue “juzgado” el Salvador, la gente de Caifás, rodeada de guardias y desoldados judíos, se encontraba sentada o agrupada alrededor de un granbrasero de carbón, porque en oriente las noches de abril destilan malsa-nas lloviznas y glaciales rocíos. Pedro fue también a calentarse entreellos, casi sin advertir lo que hacía, aturrullado, lleno el cerebro de ideasconfusas y turbia la mirada. La llama iluminaba su rostro… Contempla-ba aquella puerta cerrada.

Y de más allá de aquella puerta le llegaban –se escuchaba en el atrio–los rumores, las sonoras vociferaciones de la asamblea. Los sacerdotes dela Cámara Baja, declarados únicamente aptos para los sacrificios, excita-ban a los adictos al Umbral a aniquilar a Aquel… a quien acusaban; losescribas o doctores de la Ley sólo hablaban, clamando y rechinando losdientes, de aplicar dicha Ley, que infringían en aquel mismo instante, yaque el Nasi, máximo juez, el único que podía decretar la muerte, no ha-bía sido convocado, por desconfianza; los ancianos, finalmente, los arci-prestes de la Cámara Alta, criaturas de Anás (quien, ¡oh escarnio!, habíahecho nombrar, sucesivamente, Sumos Sacerdotes a sus cinco hijos, sincontar a su yerno), imponían silencio a José de Haramathaim y al fariseoNicodemas (en hebreo, Bonai ben Gorión), aunque el Gamaliel de enton-ces, enfrentándose al sagan Anás, exigía la libre defensa.

De repente, tras la pregunta precisa de Caifás, se oyó la respuesta eter-na: “¡Tú lo has dicho!”, que cayó, tranquila, en medio del gran silencio.Luego, los gritos: “¡ A muerte!” y el ruido de las vestiduras al serdesgarradas.

Mientras tanto, en aquel patio del palacio predestinado, alrededor delbrasero cuyos carbones palidecían con el alba, a algunos pasos de distan-cia, bajo aquella puerta terrible que aún contemplaba, Simón Pedro, paralibrarse de las preguntas con que lo estrechaban criadas y soldados, des-de hacía unos instantes, buscando finalmente verse libre y, así, poder–¡oh candor del hombre!– ser útil, había llegado de la negativa al princip-io venial, seguida por una negación más grave, a esta desatinada frase:“¡Juro que no conozco a ese hombre!”

Y en aquel instante, según la profecía del Salvador, el Gallo cantó.

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Mucho tiempo después de la destrucción de Jerusalén, en el transcursode uno de los primeros siglos de la Iglesia, se suscitó, parece, en torno aestas tres palabras –si hay que dar crédito a una tradición latina proven-iente de los viejos claustros– una controversia de las más extrañas entrejudíos de Roma y algunos cristianos que trataban de catequizarlos.

–¿Un gallo cantó, dicen? –exclamaron los judíos, sonriendo–. Los quehan escrito esto, ¿ignoraban, pues, nuestra Ley? ¿La conocen ustedesmismos? Sepan que no se hubiera encontrado un gallo vivo en todo Jeru-salén. Quien hubiese introducido en la ciudad de Sión uno de estos ani-males, vivo, –sobre todo en la víspera de ese día de Pascua en que se in-molaban en los arrios del Templo millares de holocaustos–, hubiera su-frido, por sacrílego, la lapidación. Porque la Ley basaba su rigor en el he-cho de que el gallo, alimentándose en los muladares donde escarba yhunde el pico, hace salir mil bichos impuros que el viento de las alturasdisemina y que pueden, esparciéndose –y pululando– por los aires, ir acorromper las carnes consagradas a Dios. Así pues, como ninguna mos-ca, según los israelitas, voló nunca alrededor de la carne de las víctimasexpiatorias, ¿cómo dar fe a un Evangelio dictado, según ustedes, por elEspíritu Santo, a un Evangelio donde se registra tan burdaimposibilidad?

Habiendo esta objeción, tan inesperada, turbado algo el ánimo de loscristianos, quienes por toda respuesta reafirmaron la infalible verdad delas Santas Escrituras, fue llamado, para confundirlos definitivamente so-bre este punto, un rabino muy viejo y cautivo desde hacía mucho tiem-po, a quien todos veneraban por su profunda sabiduría e integridad.

–¡Ah! –contestó tristemente el anciano desterrado–. Después de la rui-na de la casa de sus padres, los hijos de Israel han olvidado los ritos delservicio de la Casa del Señor. ¡Vamos! ¿Dicen que no se hubiera encon-trado un gallo vivo en Jerusalén? ¡Se equivocan! ¡Había uno! Y es de talgallo que ese Jesús de Nazaret debe haber querido hablar, puesto que eltexto precisa EL GALLO, no un gallo. Se olvidan del gran Gallo solitariodel Templo, el velador sagrado que se alimentaba de los granos que learrojaban las vírgenes y cuya voz se oía más allá del Jordán. Su grito ma-tutino, mezclado con el estrépito de las puertas del edificio que se volví-an a abrir al llegar la aurora, resonaba hasta Jericó. Más sonoro que losrelojes de arena, anunciaba las horas de la noche con la puntualidad delas estrellas. Y la función de ese pájaro, exacto pregonero de los instantesdel cielo, consistía en avisar al prefecto del Templo y a los levitas arma-dos –cuya soñolencia disipó a menudo con sus cantos– del cuádruplemomento de las rondas nocturnas.

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Era el AVISADOR.

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Del mismo autor

Historias insólitas (2010)Narrativa decadente

Cuentos crueles (2010)Narrativa decadente

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