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1 “Nos amó hasta el fin…” MADRE MARÍA DE LA PURÍSIMA DE LA CRUZ Madre María de la Purísima tuvo una salud de hierro, a pesar de la austeridad y penitencias propias del Instituto de las Hermanas de la Cruz que, libremente, había escogido y de las propinas con las que ella sabía obsequiar diariamente al hermano cuerpo. Sin embargo 4 años antes de su regreso a la casa del Padre, la salud de Madre María de la Purísima se deterioraba a ojos vistas, su salud comenzó a resquebrajarse poco a poco. Ella fue consciente de la gravedad de su enfermedad desde un primer momento y con cierto gozo la comunicó, personalmente, a sus hermanas. Cincuenta y cuatro años había convivido con ellas siguiendo el espíritu y el carisma de Santa Ángela de la Cruz, viviendo la aventura terrena, gastando sus días amando al Amor que ella veía tan nítido en el rostro infantil de sus niñas huérfanas y de sus ancianas, pobres y desheredadas, siempre necesitadas de ternura y de afecto; ahora se sentía fuerte y tenía plena confianza en Dios que sabe guiar nuestros pasos y tuvo valor para decírselo personalmente a todas las hermanas: que tenía cáncer y que dentro de poco se iba a morir. Ella vivió siempre en la tierra con la mirada puesta en el cielo, siempre desprendida de todo afecto humano y lejos de todo apego hacia las cosas terrenas. Cuando el médico le anunció su próxima muerte, dice Sor Cristo del Refugio, que ella serenamente le dijo:

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“Nos amó hasta el fin…” MADRE MARÍA DE LA PURÍSIMA DE LA CRUZ

Madre María de la Purísima tuvo una salud de hierro, a pesar de

la austeridad y penitencias propias del Instituto de las Hermanas

de la Cruz que, libremente, había escogido y de las propinas con

las que ella sabía obsequiar diariamente al hermano cuerpo. Sin

embargo 4 años antes de su regreso a la casa del Padre, la salud de

Madre María de la Purísima se deterioraba a ojos vistas, su salud

comenzó a resquebrajarse poco a poco. Ella fue consciente de la

gravedad de su enfermedad desde un primer momento y con

cierto gozo la comunicó, personalmente, a sus hermanas.

Cincuenta y cuatro años había convivido con ellas siguiendo el

espíritu y el carisma de Santa Ángela de la Cruz, viviendo la

aventura terrena, gastando sus días amando al Amor que ella veía

tan nítido en el rostro infantil de sus niñas huérfanas y de sus

ancianas, pobres y desheredadas, siempre necesitadas de ternura y

de afecto; ahora se sentía fuerte y tenía plena confianza en Dios

que sabe guiar nuestros pasos y tuvo valor para decírselo

personalmente a todas las hermanas: que tenía cáncer y que

dentro de poco se iba a morir.

Ella vivió siempre en la tierra con la mirada puesta en el cielo,

siempre desprendida de todo afecto humano y lejos de todo apego

hacia las cosas terrenas. Cuando el médico le anunció su próxima

muerte, dice Sor Cristo del Refugio, que ella serenamente le dijo:

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“Cincuenta años preparándome para el encuentro con el

Señor y ¿voy a tener miedo? ¡Qué alegría vamos a la casa

del Señor!”

A pesar de su maltrecho estado ella miró de frente a la hermana

muerte. Con la esperanza que brota del pecho del buen creyente.

Con la energía del que ha combatido bien su combate. A pesar del

avanzado estado de la enfermedad, quiso viajar hasta Argentina,

para demostrar a aquellas hermanas, el amor que sentía hacia

ellas, poniendo, una vez más de relieve, cómo el amor había sido

el único móvil de toda su vida; quiso hacerles ver a ellas, que

vivían tan lejos, cómo las había amado a todas hasta el fin. Ella,

como el Maestro Jesús de Nazaret hiciera en su última memorable

Cena Pascual, quiso también despedirse de todas sus hijas. Sor

Anunciata de la Cruz, dice en su declaración:

“Terminaría mi testimonio con la frase de S. Juan: ‘Nos amó

hasta el fin’ y Madre a sus hijas de Argentina nos amó hasta

el fin, porque expuso su vida en este viaje tan duro, como si

fuera a despedirse de sus hijas, que serían las únicas que no

rodearían su cuerpo después de muerta”.

Cuando llegó el momento, Madre María de la Purísima, según

cuenta Sor Irene de Jesús de la Cruz:

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“Se fue apagando lentamente, dulcemente, no dijo ninguna

palabra, no podía ni hacía falta, había dicho ya tantas…

había dicho tanto con su vida y con estos días de dolor

callado, sufridos en soledad para no hacernos sufrir. Así

dulce y suave, como había sido su vida, se nos fue al cielo a

las nueve y veinte de la mañana, sin hacer ningún gesto, sin

querer que nos diéramos cuenta… Yo en ese momento,

cuando le cerramos el suero, comprendí, con una evidencia

clara y cierta, que acababa de ver morir a una santa. Siempre

había pensado que las vidas de santos eran para leerlas en el

refectorio, pero en ese momento abarqué una realidad que

quizás tenía en el subconsciente hacía mucho tiempo: Había

vivido con un alma santa”.

Se durmió en la paz de los justos, mientras fuera de la Casa

General, Sevilla se despertaba a un nuevo día, sus calles se

llenaban de ruido y de gentes que iban y venían, las tiendas, los

bares… El sol se alzaba por el horizonte en destellos

multicolores. El paisaje se transfiguraba, hasta convertirse como

en un gigantesco cuadro de Boticelli Había concluido su aventura

terrena, toda una vida de amor, gastada únicamente en amar a los

demás. Descansa ya, Madre Purísima, es la vigilia de la

Festividad de todos los Santos. Entra en el banquete de aquel que

tanto amaste. Has elegido un buen día para morir. Allá arriba, en

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las moradas del cielo, con Ángela de la Cruz y tantos

bienaventurados, se habrá celebrado con júbilo eterno tu llegada a

la Jerusalén celeste, donde ya no habrá más llanto ni luces de

sombras porque su lámpara es el Cordero. Aquí, unos ángeles

invisibles bajaron hasta el lecho mortuorio. Nadie los vio, pero

estaban allí. El desconsuelo se adivinaba en el semblante de las

hermanas. Mientras ya, Madre Purísima yacía rígida, con el rostro

vuelto hacia la eternidad.

Sin embargo, el comienzo de esta historia de amor tiene sus

inicios en otro punto de nuestro planeta. Ortega y Gasset

considera a Andalucía como la región que posee una cultura de

gran originalidad. Efectivamente, la extraordinaria variedad

geográfica y la riqueza de los acontecimientos históricos,

artísticos y literarios han dado a esta cultura diferentes perfiles y

hasta un carácter, como si de un mosaico se tratase, compuesto de

muy diferentes elementos.

El poeta sevillano Manuel Machado es el autor de una poesía, que

se cita o se recita con frecuencia cuando se alude a Sevilla. Este

poema es la letanía de nombres de ciudades andaluzas,

subrayando, en cada una de ellas, un aspecto cualificativo:

“Cádiz, salada claridad. / Granada, agua oculta que llora. /

Romana y mora, Córdoba callada. / Málaga, cantaora. / Almería,

dorada. / Plateado Jaén. / Huelva, la orilla de las tres carabelas. /

Y Sevilla”.

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A Sevilla no se le puede atribuir un nombre o un adjetivo que la

determine. James A. Michener ha escrito en su libro Iberia (New

York, 1968, p. 377): “Sevilla no tiene un ambiente; ella es el

ambiente”. Ella ofrece al visitante atento una gran variedad de

aspectos indelebles, dejados en ella a lo largo de los siglos, por las

diferentes culturas que le han dado forma. Cuando en el año 205

a. C., los romanos llegaron a España, ya existía Sevilla (que

entonces se llamaba Hispalis). Era una ciudad cuyos orígenes se

desconocen: quizá fundada por los iberos o los fenicios, habitada

por los turdetanos descendientes de los antiguos tartesos y

surcada después por romanos, cartagineses, vándalos, visigodos,

árabes...

La protagonista de esta historia de amor, nació en Madrid, en

aquel Madrid de la dictadura de Primo de Rivera, en el que los

ciudadanos aún podían gozar de los paseos por los bulevares y

tomar el aire en las terrazas, los hombres de letras celebrar sus

tertulias en el Café Gijón, ella fue “una chica del barrio de

Salamanca”, un barrio de “postín”, sin embargo, sería Sevilla el

escenario natural donde cuajaría su inmensa obra de amor,

creciendo a orillas del Guadalquivir como un inmenso roble que

echará profundas raíces en la fértil tierra de una Congregación

sevillana recién fundada por Madre Angelita, hoy ya para todos

Santa Ángela de la Cruz. Cautivada por la pobreza y austeridad de

las Hermanas de la Cruz que, frecuentaban su casa, la joven María

Isabel Salvat Romero, aterrizó en Sevilla en diciembre de 1944

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para hacerse hermana de la Cruz, con todo el valor que requiere y

comporta una decisión tomada de una vez para siempre, esa supo

decir que sí desde hora primera. A partir de entonces, el paisaje

sevillano pasaría a formar parte y a servir de trasfondo real e

histórico a la mayor parte de su vida y actividad, ya que, si bien

formó parte de comunidades de otros pueblos o ciudades, su

santidad se hizo grande, creció gigante, durante los casi 22 años

que fue Superiora General de las Hermanas de la Cruz, viviendo

en la Casa General de la Congregación, en ese rincón tan céntrico

y sevillano de callejas apretadas, blancas y estrechas, junto a la

iglesia de San Juan de la Palma o al palacio de Las Dueñas,

residencia de la Duquesa de Alba, o a los conventos del Espíritu

Santo y de Santa Inés, donde su espíritu sigue vivo en sus hijas,

en ese diario ir y venir de tantas hermanas que escriben día a día

una nueva historia de amor, hecha de servicio y de entrega a los

pobres y necesitados. Y siempre, siempre bajo la sombra y el

espíritu, de aquel carisma de Sor Ángela de la Cruz.

María Isabel era una mujer que tenía los pies de arcilla, de esa

arcilla, mezcla un tanto de sangre malagueña y otro tanto

madrileña, y no de cera virgen como la de tantos niños santos

milagreros que, desde sus primeros años, andan sin quebrar un

aire por las doradas hornacinas de los altares barrocos de nuestras

iglesias. Desde muy niña había aprendido seriamente a amar de

verdad al prójimo. Cuando un día le dice a su padre que quiere ser

Hermana de la Cruz, su padre le impone la dura prueba de retrasar

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el ingreso un año teniendo durante ese tiempo que salir con chicas

y chicos de su tiempo. María Isabel no se echa atrás, sale con sus

amigas pero lo primero que hacen es visitar al Santísimo, después

irán ayudar, a consolar, a servir a algún pobre o necesitado. Era la

escuela del amor en la que se inicia como alumna aventajada.

Luego, ya religiosa, toda su vida no sería otra cosa sino ir

profundizando, ir desarrollando progresivamente e ir creciendo

gradualmente en ese amor a Dios al que ella sentía en el rostro de

sus niñas huérfanas y ancianas, o en el rostro de tantas personas

ancianas, enfermas, llagadas, malolientes, abandonas en sus

tugurios y a los que ella se acercaba con esa mano primorosa de la

caridad que sabe suavizar el dolor y poner amor allí donde no lo

hay.

Había sido la lección suprema del Maestro, nos lo dijo cuando nos

legó su Testamento supremo: “Amaos los unos a los otros…;

“Los amó hasta el final…”. Cuando el moribundo se despide de

sus hijos les reparte sus bienes, les da las últimas

recomendaciones, pone así límites al campo de su actividad, al

mismo tiempo que, por encima de los límites, arroja su existencia

condensada a los supervivientes: no sólo los objetos han de

servirles de recuerdo, sino que su espíritu ha de mantenerse vivo

entre ellos por el testamento. Las “ultimas palabras” se cargan con

todo el peso de lo definitivo de la muerte y esto les confiere un

derecho a la supervivencia. La literatura popular ha explotado

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constantemente este elemento patético en todas las situaciones:

así el Antiguo Testamento (Jacob, Moisés, Josué, Samuel, David,

Matatías; todo el Deuteronomio se redacta en forma de un

discurso de despedida del legislador, teniendo por centro el

“mandamiento principal”); así también en el Nuevo Testamento:

Jesús en su discurso de despedida tras la última cena con sus

discípulos les dice abiertamente: “Amaos como yo os he

amado”… “Los amó hasta el extremo, hasta el final…”.

En Jesús la despedida se hace desbordante, comparable e

incomparable a una, es el discurso de despedida de Jesús, más

suscinto en san Lucas (antes de la pasión y, de nuevo, antes de la

ascensión a los cielos), y ampliamente glosado por san Juan, en el

que, de entrada, se tensa al máximo la atmósfera por la situación

de despedida y de la entrega de Jesús hasta la muerte. “Antes de

la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de

pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que

estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y durante la cena,

cuando ya el diablo había metido en el corazón de Judas Iscariote,

hijo de Simón, la traición, sabiendo Jesús que el Padre le había

entregado todas las cosas en sus manos y que de Dios salió y a

Dios iba, se levantó de la mesa...”. Y sigue el lavatorio de los pies

y su doble explicación: la inimitable humillación de Jesús, señor y

maestro, y el mandato a los discípulos de hacerse mutuamente lo

mismo; luego, la donación eucarística (precisamente a Judas) y el

gran discurso, que es como su exégesis; y, finalmente, la plegaria

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de despedida, que expresa el sentido cabal de la existencia de

Jesús: como en un lagar la uva es triturada, así lo será la vida de

Jesús.

El cristianismo no es mera teoría, sino también práctica -- Dios

actúa, el hombre no puede responder sino actuando --, razón por

la que hay una experiencia y una certidumbre, que no pueden

lograrse sino por la acción. El que hace la voluntad del Padre’, del

que envía, “sabrá si mi doctrina viene de Dios o si hablo por mi

cuenta” (Jn. 7, 17). Al que no la hace, su espejo le reflejará su

propia cara y, en cuanto lo deja, la olvidará (¡es tan

insignificante!): Sant. 1, 24. Desde Abraham no cesa Dios de

“probar” la fe de los suyos; de cómo se porten, si de verdad vale,

saldrá la luz la verdadera. La tradición eclesiástica es una cadena

de experiencia cristiana constantemente enriquecida y, por lo

mismo, es también una cadena de distinciones logradas --

confirmación o desautorización -- en la autenticidad de cada caso.

Esto ocurre tanto en la callada vida cotidiana como en la

profesión pública de la fe o, finalmente, en el testimonio de la

sangre con el martirio. La autenticidad, oculta y callada, de cada

caso no es menos importante para la tradición viva que el

espectacular martirio. Acontece a diario, cuando los padres viven

ante los hijos su experiencia cristiana y se la transmiten con o sin

palabras; cuando el ejemplo cristiano arde y salta la centella de la

fe, de la esperanza y del amor, sabiéndolo o no.

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Los grandes expertos fueron los santos. Por eso, la historia de la

Iglesia es ante todo una historia de los santos. De los conocidos y

de los desconocidos. Ellos, que lo jugaron todo a una carta y con

su osadía se convirtieron en nítidos espejos, reflejan la luz, en rico

espectro, sobre nuestras oscuridades. Ellos constituyen la magna

historia exegética del Evangelio, más auténtica y de una mayor

virtud demostrativa que todas las demás hermenéuticas. Ellos son

la demostración tanto de la plenitud como de la presencia.

Debiérase uno cuidar de tachar de desfasadas cosas que se van

experimentando siglo tras siglo (como los encuentros con los

demonios y con los ángeles: hasta el Cura de Ars y Don Bosco).

O de menospreciar el traslúcido espejo de santa Bernardette, con

sus irisaciones de la verdad mariana. Mucho se habla y se escribe

hoy de los condicionamientos históricos de la mundovisión de los

santos, y no todo es falso. Pero ello no nos ahorra el conato de

situarnos, como ellos y con ellos, en la instancia central: en la

seriedad incondicional con que tomaron el amor de Dios en Cristo

y con que -- a partir de la expropiación por el amor absoluto -- se

enajenaron por amor a los hombres. Así, en este orden, no al

revés. Jamás el amor del prójimo fue para ellos un sucedáneo del

amor a Dios y a Cristo. El amor de los santos se inflama al

saberse absolutamente amados y al querer corresponder con toda

su existencia al amor absoluto. Para tener un modelo, basta mirar

a San Pablo, que se muestra “ejemplar” por cuanto se ha

conformado totalmente a Cristo, el Modelo. Y, casi aún mejor, al

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“discípulo a quien Jesús amaba”, para quien el amor a Cristo y al

prójimo son inseparables de la fe en la primacía absoluta el amor

que nos tiene el Dios trino (1 Jn. 3, 16; 4, 10). No nos

acobardemos como si ya no hubiera tales amantes y tales

confesores de la fe. La tradición no se rompe, sigue viva

sosteniendo e iluminando la historia de cada día.

Madre María de la Purísima forma parte de esa ininterrumpida

tradición de la vida e historia de la Iglesia que es una historia de

santos y que constituye la verdadera exégesis del Evangelio

porque ella, al igual que todos los santos, se lo jugó todo a una

carta y tomó en serio el Amor, sin reservarse nada para sí.

En la escuela del amor ella conoció al Amor y aprendió su lección

suprema: “Nadie ama más que aquel que da la vida por los que

ama” y “lo que hiciereis con uno de estos…”. Así cuando Madre

Purísima, en su servicio a las pobres y enfermas, entraba en

alguna cueva, los ojos de la enferma se clavaban en ella. Como

puntas de alfiler ella los sentía en su corazón. Los ojos de los

enfermos miraban de manera distinta. Asomaban como gusanillos

negros a su agujero. Se abrían profundos desde la raíz de su

miseria, que es lo más hondo, y pedían sin palabras; a ella, a

Madre Purísima le pedían una limosna de compasión. Era la

época de la posguerra cuando la hambruna se abatía por doquier.

Las enfermas yacían tendidas entre sus mantas, febriles, lisiadas,

esqueléticas, comidas de llagas hediondas. Tantas veces

encontraba, en el testero de la cabecera, en la cama atroz de un

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patíbulo, un Cristo crucificado hecho una llaga viva de pies a

cabeza y recordaba las palabras de su Amor: “Lo que hicisteis con

uno de estos pobres, conmigo lo hicisteis”.

Y tantas veces, limpiando una llaga, a cada hálito del doliente, su

fetidez le daba en el rostro a la compasiva enfermera, que nunca

había sentido tal inmundicia tan cabe sí. Alzaba los ojos al Cristo

que tenía delante y aquel aviso de misericordia que en la pared

leía, le resonaba dentro como un aldabonazo y las divinas

palabras tenían la virtud de trocar aquella purulencia en rocío del

paraíso. Luego, de regreso con su compañera de asistencia,

escuchaba el sonsonete de sus adentros que le perseguía: “Lo que

con esta hiciste, conmigo lo hiciste”. Se le nublaban los ojos.

Lloraba lágrimas de esas que dejan surco. Y tenía que disimular.

No se trata de hacer belleza literaria de lo que de por sí es

repugnante y nauseabundo. Hechos son amores y no buenas

razones, se dice tantas veces. Pues he aquí un testimonio vivo,

una perla preciosa de cuanto llevamos dicho. Lo cuenta Dª.

Manuela Carmona Reina, natural de Villanueva del Río y Minas

(Sevilla):

«En una ocasión, en una de sus asistencias diarias, llegamos a la

casa de una anciana llamada Bárbara. Su estado era lamentable,

de completo abandono. Se encontraba inmovilizada en la cama y

con una gran cantidad de llagas. La suciedad era tal que los

ratones andaban por todas partes incluso por encima de Bárbara.

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Cuando Madre entró en la casa y se percató de la situación me

dijo: ‘Manolita sal fuera que no es agradable’.

Fue Madre la encargada de asistir y curar las heridas de Bárbara,

de limpiar la casa y expulsar a los roedores, su actitud con esta

enfermedad fue realmente heroica, máxime cuando le aterraban

estos animales. Desde ese día la anciana daba gracias a Dios por

enviarle un ángel. La caridad para con los demás fue sin medida».

El amor a Dios de Madre Purísima lo concretizaba,

consecuentemente, en el amor hacia el prójimo, su amor estaba

hecho de servicio desinteresado y heroico de manera especial

hacia los pobres y los enfermos más desasistidos, eran eco de las

palabras del Amor: “Estuve enfermo y me visitasteis”. Los

ejemplos abundan y lo corroboran. He aquí otras muestras que

nos cuenta Sor Cristo del Refugio:

“En las ‘Cuevas’ visitábamos a un enfermo de cáncer que era

comunista; nos lo había encomendado el párroco como un caso

fuerte. Su táctica con él era el respeto, la dulzura, la sonrisa y

dejarlo hablar. Un día le contó su comportamiento durante la

guerra en contra de la Iglesia; ya había reconocido su error y

quiso confesarle toda su vida. Murió reconciliado y arrepentido.

También atendió a una enferma alcohólica a la que nadie se

acercaba por temor, era agresiva. Un día nos la trajeron del bar,

congestionada, ella salió enseguida para atenderla y prestarle los

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primeros auxilios. Cuando vino el médico dijo que no se podía

dejar sola; alquiló una casita junto al convento para poderle dar

asistencia diaria de día y de noche. En la cueva donde vivía era

imposible dejarla pues era del todo inhabitable. La atendía física y

moralmente, regenerándola totalmente del vicio, se recuperó y

vivió muchos años llevando una vida totalmente normal como

persona y como cristiana, recibiendo con frecuencia los

sacramentos. El pueblo estaba asombrado pues la conocía todo el

mundo”.

En su misión de Hermana de la Cruz era la primera en visitar a los

enfermos, asistirlos, darles de comer y consolarlos, entrando en

los tugurios más repugnantes y acudiendo personalmente a curar

sus llagas y a cumplir los servicios más humillantes y repelentes.

Había comprendido bien el lema que la Fundadora Santa Ángela

había escogido: los pobres son nuestros dueños y señores. Por eso

eran sus predilectos. En los pobres y en los enfermos veía siempre

a Cristo, convicción que trató siempre de inculcar a sus novicias,

con la palabra y con el ejemplo y a toda la Congregación, a través

de sus cartas, visitas a las casas, conversación y trato directo con

las hermanas.

La asistencia a los pobres y enfermos, le tiene sorbido el seso,

aquel ir y venir a los rincones de la miseria y la pobreza, aquel

subir y bajar por las buhardillas de Sevilla oliendo todas las

bacinillas de nuestras miserias, tal sabor de ceniza y tal cicuta le

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ha puesto en los labios que, todo lo que no sea condolerse y

aliviar el mal de los que sufren, le parece gastar en salvas el breve

caudal de la vida si ya no es una traición verdadera, si ya no un

latrocinio de lo que, no a nosotros, sino a los pobres nos

pertenece.

Con Santa Ángela había comprendido bien el mensaje y la tarea

de asistencia a prestar a los pobres, porque nuestros señores los

pobres están en todas partes. Son los enfermos del Hospital de la

Santa Caridad, de la Virgen del Rocío, de la Macarena y de San

Lázaro y de todos los demás lazaretos o asilos de Sevilla. Pero

son también las pobres de las buhardillas y los mendigos que

pululan, sin hogar, por calles y caminos, y las niñas abandonadas

y los soldados forzados a ir a la guerra o en misión de paz, los

vagabundos y pícaros, los jaboneros y demás nómina de

huéspedes… Y pobres son también las víctimas de esas guerras

sin cuartel en tantos países de África, en Afganistán, Irak, Líbano,

Franja de Gaza…

Con Santa Ángela de la Cruz, la Fundadora, la vida de Madre

María de la Purísima entra en sintonía con la mejor tradición de la

Iglesia. Veamos un ejemplo siempre vivo y hoy, por las

circunstancias que conllevan la evocación de todos los

centenarios, más vivo todavía si cabe. Se cumplen este 2008 los

1750 años del martirio de San Lorenzo en Roma, Año Jubilar que

abrió el Cardenal Ruini el 1 de enero del 2008 y que tendrá su

culmen con la visita que Benedicto XVI realizará, en el próximo

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mes de noviembre a la basílica donde se conservan los restos del

santo y las parrillas donde sufrió martirio el santo, en San

Lorenzo Extra Muros. Según la tradición, Lorenzo había nacido

en Osca (hoy Huesca), en la Hispania romana y vivía en Roma

cuando Sixto II fue elegido Papa en el 257 y, como diácono, tenía

la misión de administrar los bienes de la Iglesia y encargarse del

cuidado de los pobres. Durante la persecución del emperador

Valeriano I, en el 258, muchos sacerdotes y obispos fueron

condenados a muerte, mientras que los cristianos que pertenecían

a la nobleza o al senado eran privados de sus bienes y enviados al

exilio.

Sixto II, una de las primeras víctimas de esta persecución, fue

crucificado el 6 de agosto. Le siguieron, poco después Lorenzo y

otros cristianos.

Y, cuenta la tradición que las autoridades iban tras los bienes

eclesiales destinados al culto y los pobres. Sabiendo que Lorenzo

los administraba, le ordenaron entregar todas las «riquezas» de la

Iglesia. El diácono prometió hacerlo y los citó en un lugar.

Mientras tanto, reunió a los pobres de Roma. Cuando llegaron los

encargados de recoger el supuesto «tesoro», Lorenzo señaló a la

multitud de gente desposeída y dijo: «Estas son las riquezas de la

Iglesia». Ni que decir tiene que el mensaje no fue entendido y el

fiel diácono acabó en la hoguera. Es el eterno mensaje del amor,

del servicio prestado a los más pobres y desamparados, que da

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sentido a la vida y misión de la Iglesia a lo largo ya de más de dos

mil años de vida cristiana.

“El amor no pasa nunca…” es una breve y célebre frase de Pablo

que san Agustín traduciría más tarde por “ama y haz lo que

quieras” y que ha sido actualizada en las últimas décadas por un

gran teólogo de nuestro tiempo en esta lacónica expresión: “Sólo

el amor es digno de fe”, que sería como el eco de aquella otra de

san Pablo: “Sé de quien me he fiado”. Hoy, cuando miramos en

lontananza, la plurisecular historia de la Iglesia es toda ella una

larga e inmensa historia de amor. Una infinita hilera de hombres

y mujeres, santos y santas de todo tipo, edad y condición, que,

fiándose del Amor, se han entregado y consagrado totalmente a

él. Lazaretos, hospitales, clínicas, ambulatorios, leproserías,

orfanatos, escuelas-hogar, residencias para huérfanos, enfermos

de sida, madres solteras, minusválidos, tuberculosos, ancianos,

enfermos psíquicos, enfermos terminales, enfermos de sida,

personas sin hogar, disminuidos físicos y psíquicos… y así

podríamos seguir enumerando hasta el infinito, han florecido por

doquier y han sido el campo de trabajo y de acción de quienes

han hecho del amor el centro de toda su vida, sabiendo, como

escribió Santo Tomás, que “la bienaventuranza consistirá en un

acto permanente de caridad”. Toda esta infinita labor es un canto

primoroso al Amor de Dios. Un precioso himno de la Liturgia de

las Horas, expresa así esta rica e intensa historia de amor, de la

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que forman parte por méritos propios Santa Ángela de la Cruz y

su hija y fiel seguidora la Sierva de Dios Madre María de la

Purísima: “A fuerza de amor humano / me abraso en amor

divino. La santidad es camino / que va de mí hacia mi hermano.

Me di sin tender la mano / para cobrar el favor; me di en salud y

en dolor / a todos y de tal suerte / que me ha encontrado la

muerte / sin nada más que el amor”. Una nube de amor rodea y

empapa la existencia. Quien más ama tiene la razón. Los santos

son la gente que amó.

Jesús considera como hecho a su propia persona cuanto hayamos

hecho o dejado de hacer con cualquiera de nuestros prójimos. Y

esto no a la manera de un rey que valorase como recibido por él

mismo el tratamiento dado a un embajador suyo. La realidad se

sitúa aquí en otro nivel mucho más profundo y verdadero: los

servicios prestados o denegados al prójimo son realmente,

efectivamente, servicios prestados o denegados al Hijo del

hombre merced a esa unión tan íntima existente entre la cabeza y

los miembros, unión que llega a constituir una indivisible

unidad. Cristo mira cuanto se hace a uno de sus pequeños como

miro yo los cuidados que se tienen con mi mano o mi pie

enfermos. Las bocas hambrientas de los pobres son la boca de

Cristo; la carne del pobre es la carne que la Virgen alimentó y

los sayones azotaron. La caridad es el “camino” señalado por

Jesús a nuestros pasos; ella constituye la “definición” de la vida

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cristiana. Un cristiano sin caridad sería tan monstruoso como un

hombre sin humanidad.

La vida de los santos nos enseña que todos son prójimos

nuestros. Todos han de ser objetos de nuestro amor. “Extiende tu

amor -- dice San Agustín -- por todas las partes del globo si

quieres amar a Dios como es debido, pues los miembros de

Cristo están dispersos por el mundo; si no amas la parte, estás

partido; si no estás en todo el cuerpo, no estás en la cabeza”. No

se puede reducir el ámbito de los destinatarios del amor, sería

una limitación muy grave. Además, en el amor cristiano no cabe

“acepción de personas”. El amor es el primer mandamiento. El

“mandamiento regio”, como lo llama Santiago, constituye la ley

única y sustancial del nuevo reino. Antes que un mandamiento,

la caridad es para el reino una exigencia de su propia

constitución: la Iglesia es Cristo, donación suprema. El Espíritu

que Cristo comunica a su Iglesia no es otra cosa que la “caridad

de Dios derramada en nuestros corazones”.

La caridad es la principal de todas las virtudes. De todas ellas,

tres son las más excelentes, porque tienen por objeto a Dios: fe,

esperanza y caridad. Y de estas tres, la caridad ocupa el primer

puesto, ya que abraza y se funde con su objeto más

perfectamente que las otras dos. De ahí que la caridad sea “el

mayor mandamiento”. La caridad es más todavía, mucho más: es

“la plenitud de la ley”. La caridad no es sólo “una virtud

especial”, dice Santo Tomás, sino “la virtud general”, ya que

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cualquier acto virtuoso o emana de ella o es imperado por ella.

Todo en definitiva acaba resolviéndose en caridad.

Nuestro discurso vuelve, de nuevo, a su punto de partida, al

principio de este escrito. En el mundo judío, la solemne fiesta de

la Pascua comenzaba con el banquete de la vigilia, después de la

puesta del sol. No era fácil encontrar puesto aquellos días dada la

gran afluencia de peregrinos a Jerusalén. Pero Jesús dio

instrucciones precisas a dos de sus discípulos. Pedro y Juan

encontraron pronto lo que el Maestro había previsto. El banquete

pascual era una fiesta solemne, sí, pero también festiva. Juan nos

introduce así en el ambiente de la última Pascua de Jesús:

“Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este

mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el

mundo, los amó hasta el final”. Sin embargo el ambiente del

Cenáculo estaba invadido por la tristeza: “He deseado

ardientemente comer esta Pascua con vosotros antes de padecer;

porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su

cumplimiento en el Reino de Dios”.

Luego se levantó de la mesa, se quitó el manto, se ciñó una toalla

y tomando una palangana con agua les lavó los pies a los

discípulos. Vuelto a la mesa, dijo: “En verdad, en verdad os

digo: uno de vosotros me traicionará”. Por indicaciones de

Pedro, Juan preguntó al Maestro: “Señor, ¿quién es?. Jesús le

dijo: Aquel a quien dé el bocado. Y, mojando el bocado, se lo da

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a Judas”. “Tomado el bocado, Judas salió inmediatamente. Era

de noche”, añade Juan. Era la noche de la traición y del terror.

Escapado Judas, la tranquilidad no volvió al Cenáculo. Al

contrario, la sospecha, el temor, el terror de la traición gravó

sobre el alma de todos los Apóstoles. Todos se sentían traidores

en potencia, como todos en potencia somos traidores, si no fuera

porque nos sostiene la Gracia de Dios. Esta atmósfera de

sospecha y de turbación fue rota por un imprevisto e

imprevisible acto de Jesús, acompañado de unas inauditas

palabras.

Jesús tomó el pan ácimo que estaba en la mesa, lo partió y lo dio

a comer a los discípulos diciendo: “Esto es mi cuerpo que se

entrega por vosotros; haced esto en memoria mía”. Luego tomó

el cáliz del vino y dijo: “Esta es mi sangre de la alianza

derramada por vosotros”.

Jesús cumplía así las “duras” promesas que había anunciado en

Galilea, después de la multiplicación de los panes, cuando dijo:

“El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mi y yo

en él”. Se quedaría para siempre presente entre los hombres,

ofreciéndose como su alimento. Se convertía así, en el puesto del

cordero pascual, en la víctima universal, garantía -- como aquel

-- de salvación eterna.

Tras entregarnos su cuerpo y su sangre como comida y bebida,

Jesús añadió: “Os doy un mandamiento nuevo: Que os améis los

unos a los otros; como yo os he amado, así os améis también

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vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois

discípulos míos, si os tenéis amor los unos a los otros”.

Terminada la cena, juntos, salieron y se encaminaron bajo el

plenilunio del mes de Nisán hacia el huerto del Monte de los

Olivos, lugar de oración. De tantos dulces discursos oídos aquella

tarde en el Cenáculo, uno sobre todo resonaba en el oído de los

discípulos: “Os doy un mandamiento nuevo, -- había dicho Jesús

--: que os améis unos a otros. Como yo os he amado, así os améis

también vosotros los unos a los otros”.

Es el mandamiento principal y primero de la ley, más aún, es la

plenitud de la ley, por eso de él Madre María de la Purísima

había hecho el centro y el eje de toda su vida, como lo había

hecho Santa Ángela de la Cruz, la Fundadora, a la que ella

fielmente siguió. “Amar es cumplir la ley entera”.

Fr. Alfonso Ramírez Peralbo

Roma - Postulador General de la Causa.

29 de julio del 2008.