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Noches blancas Novela sentimental (Recuerdos de un soñador) Fedor Dostoiewski Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Noches blancasNovela sentimental (Recuerdos de

un soñador)

Fedor Dostoiewski

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¿O fue creado para estar siquiera un momento enlas cercanías de tu corazón?

I. TURGENEV

Noche primera

Era una noche maravillosa, una de esas no-ches, amable lector, que quizá sólo existen ennuestros años mozos. El cielo estaba tan estre-llado, tan luminoso, que mirándolo no podíauno menos de preguntarse: ¿pero es posibleque bajo un cielo como éste pueda vivir tantagente atrabiliaria y caprichosa? Ésta, amablelector, es también una pregunta de los añosmozos, muy de los años mozos, pero Dios quie-ra que te la hagas a menudo. Hablando de gen-te atrabiliaria y por varios motivos caprichosa,debo recordar mi buena conducta durante todo

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ese día. Ya desde la mañana me atormentabauna extraña melancolía. Me pareció de prontoque a mí, hombre solitario, me abandonabatodo el mundo que todos me rehuían. Claroque tienes derecho a preguntar: ¿y quiénes sonesos «todos»? Porque hace ya ocho años quevivo en Petersburgo y no he podido trabar co-nocimiento con nadie. ¿Pero qué falta me haceconocer a gente alguna? Porque aun sin ella, amí todo Petersburgo me es conocido. He aquípor qué me pareció que todos me abandonabancuando Petersburgo entero se levantó y salióacto seguido para el campo. Fue horrible que-darme solo. Durante tres días enteros recorrí laciudad dominado por una profunda angustia,sin darme clara cuenta de lo que me pasaba.Fui a la perspectiva Nevski, fui a los jardines,me paseé por los muelles; pues bien, no vi niuna sola de las personas que solía encontrardurante el año en tal o cual lugar, a esta o aque-lla hora. Esas personas, por supuesto, no meconocen a mí, pero yo sí las conozco a ellas. Las

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conozco a fondo, casi me he aprendido de me-moria sus fisonomías, me alegro cuando las veoalegres y me entristezco cuando las veo tristes.Estuve a punto de trabar amistad con un ancia-no a quien encontraba todos los días a la mismahora en la Fontanka. ¡Qué rostro tan impresio-nante, tan pensativo, el suyo! Caminaba mur-murando continuamente y accionando con lamano izquierda, mientras que en la derechablandía un bastón nudoso con puño de oro. Éltambién se percató de mí y me miraba con vivointerés. Estoy seguro de que se ponía triste sipor ventura yo no pasaba a esa hora precisa porese lugar de la Fontanka. He ahí por qué algu-nas veces estuvimos a punto de saludarnos,sobre todo cuando estábamos de buen humor.No hace mucho, cuando nos encontramos alcabo de tres días de no vernos, casi nos lleva-mos la mano al sombrero, pero afortunadamen-te nos dimos cuenta a tiempo, bajamos el brazoy pasamos uno junto a otro con un gesto desimpatía. También las casas me son conocidas.

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Cuando voy por la calle parece que cada una deellas me sale al encuentro, me mira con.todassus ventanas y casi me dice: «¡Hola! ¿Qué tal?Yo, gracias a Dios, voy bien, y en mayo meañaden un piso. » O bien: «¿ Cómo va esa sa-lud? A mí mañana me ponen en reparaciones.»O bien: «Estuve a punto de arder y me llevé unbuen susto.» Y así por el estilo. Entre ellas ten-go mis preferidas, mis amigas íntimas. Una deellas tiene la intención de ponerse en tratamien-to este verano con un arquitecto. Iré de propósi-to a verla todos los días para que no la curen albuen tuntún. ¡Dios la proteja! Nunca olvidaré loque me pasó con una casita preciosa pintada derosa claro. Era una casita adorable, de piedra, yme miraba de un modo tan afable y observabacon tanto orgullo a sus desgarbadas vecinasque mi corazón se henchía de gozo cuando pa-saba ante ella. Pero de repente, la semana pasa-da, cuando bajaba por la calle y eché una mira-da a mi amiga, oí un grito de dolor: «¡Me van apintar de amarillo!» ¡Malvados, bárbaros! No

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han perdonado nada, ni siquiera las columnas olas cornisas; y mi amiga se ha puesto amarillacomo un canario. A mí casi me dio un ataquede ictericia con ese motivo. Y ésta es la hora enque no he tenido fuerzas para ir a ver a mi po-bre amiga desecrada, teñida del color nacionaldel Imperio Celeste.

Así, pues, lector, ya ves de qué manera co-nozco todo Petersburgo.

Ya he dicho que durante tres días enteros metuvo atormentado la inquietud hasta que porfin averigüé su causa. En la calle no me sentíabien -éste ya no está aquí, ni este otro; y ¿adón-de habrá ido aquel otro?-, ni tampoco en casa.Durante dos noches seguidas hice un esfuerzo:¿qué echo de menos en mi rincón? ¿por qué mees tan molesto permanecer en él? Miraba per-plejo las paredes verdes y mugrientas, el techocubierto de telarañas que con gran éxito culti-vaba Matryona; volvía a examinar todo mi mo-biliario, a inspeccionar cada silla, pensando sino estaría ahí la clave de mi malestar (porque

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basta que una sola de mis sillas no esté en elmismo sitio que ayer para que ya no me sientabien), miré por la ventana, y todo en vano..., nohallé alivio. Decidí incluso llamar a Matryona yreprenderla paternalmente por lo de las telara-ñas y, en general, por la falta de limpieza, peroella se limitó a mirarme con asombro y me vol-vió la espalda sin decir palabra; así, pues, lastelarañas siguen todavía felizmente en su sitio.Por fin esta mañana logre averiguar de qué setrataba. Pues nada, que todo el mundo estabasaliendo de estampía para el campo. Pido per-dón por la frase vulgar, pero es que ahora noestoy para expresarme en estilo elevado ....porque, así como suena, todo lo que encierraPetersburgo se iba a pie o en vehículo al campo.Todo caballero de digno y próspero aspectoque tomaba un coche de alquiler se convertía alpunto en mis ojos en un honrado padre de fa-milia que, después de las consabidas labores desu cargo, se dirigía desembarazado de equipajeal seno de su familia en una casa de campo.

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Cada transeúnte tomaba ahora un aire singular,como si quisiera decir a sus congéneres: «Noso-tros, señores, estamos aquí sólo de paso. Dentrode un par de horas nos vamos al campo.» Seabría una ventana, se oía primero el teclear deunos dedos finos y blancos como el azúcar, yasomaba la cabeza de una muchacha bonita quellamaba al vendedor ambulante de flores; alpunto me figuraba yo que estas flores se com-praban, no para disfrutar de ellas y de la pri-mavera en el aire cargado de una habitaciónciudadana, sino porque todos se iban pronto alcampo y querían llevarse las flores consigo.Pero hay más, y es que había adquirido ya taldestreza en este nuevo e insólito género de des-cubrimientos que podía, sin equivocarme,guiado sólo por el aspecto físico, determinar enqué tipo de casa de campo vivía cada cual. Losque las tenían en las islas Kamenny y Apte-karski o en el camino de Peterhof, se distingu-ían por la estudiada elegancia de sus modales,por su atildada indumentaria veraniega y por

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los soberbios carruajes en que venían a la ciu-dad. Los que las tenían en Pargolov, o aún máslejos, impresionaban desde el primer momentopor su prestancia y prudencia. Los de la islaKrestovski destacaban por su continente inva-riablemente alegre. Sucedía que tropezaba aveces con una larga hilera de carreteros que conlas riendas en la mano caminaban perezosa-mente junto a sus carromatos, cargados de ver-daderas montañas de muebles de toda laya;mesas, sillas, divanes turcos y no turcos, y otrosenseres domésticos; y encima de todo ello, en lacumbre misma de la montaña, iba a menudosentada una macilenta cocinera, protectora dela hacienda de sus señores como si fuera oro enpaño. O veía pasar, cargadas hasta los topes deutensilios domésticos, barcas que se deslizabanpor el Neva o la Fontanka hasta a río Chorny olas islas. Los carros y las barcas se mul-tiplicaban por diez o por ciento a mis ojos. Pa-recía que todo se levantaba y se iba, que todo setrasladaba al campo en caravanas enteras, que

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Petersburgo amenazaba con quedarse desierto-y llegué al punto de tener vergüenza, de sen-tirme ofendido y triste. Yo no tenía adónde ir,ni por qué ir al campo, pero estaba dispuesto airine con cualquier carromato, con cualquier ca-ballero de aspecto respetable que alquilara uncoche de punto. Nadie, sin embargo, absoluta-mente nadie me invitaba. Era como si se hubie-ran olvidado de mí, como si efectivamente fue-ra un extraño para todos.

Anduve mucho, largo tiempo, hasta que, co-mo me ocurre a menudo, perdí la noción dedónde estaba, y cuando volví en mi acuerdo mehallé a las puertas de la ciudad. De pronto mesentí contento, rebasé el puesto de peaje y meadentré por los sembrados y praderas sin pararmientes en el cansancio, sintiendo sólo con todomi cuerpo que se me quitaba un peso del alma.Los transeúntes me miraban con tanta afabili-dad que se diría que les faltaba poco para salu-darme. No sé por qué todos estaban alegres, ytodos, sin excepción, iban fumando cigarros.

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También yo estaba alegre, alegre como hastaentonces nunca lo había estado. Era como si depronto me encontrase en Italia -tanto me afec-taba la naturaleza, a mí, hombre de ciudad,medio enfermo, que casi comenzaba a asfixiar-me entre los muros urbanos.

Hay algo inefablemente conmovedor en nues-tra naturaleza petersburguesa cuando, a la lle-gada de la primavera, despliega de pronto todasu pujanza, todas las fuerzas de que el cielo laha dotado, cuando gallardea, se engalana y setiñe con los mil matices de las flores. Me re-cuerda a una de esas muchachas endebles yenfermizas a las que a veces se mira con lásti-ma, a veces con una especie de afecto compasi-vo, y a veces, sencillamente, no se fija uno enellas, pero que de pronto, en un abrir y cerrarde ojos, sin que se sepa cómo, se convierten enbeldades singulares y prodigiosas. Y uno,asombrado, cautivado, se pregunta sin más:¿qué impulso ha hecho brillar con tal fuegoesos ojos tristes y pensativos?, ¿qué ha hecho

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volver la sangre a esas mejillas pálidas y sumi-das?, ¿qué ha regado de pasión los rasgos deese tierno rostro?, ¿de qué palpita ese pecho?,¿qué ha traído de súbito vida, vigor y belleza alrostro de la pobre muchacha?, ¿qué la ha hechoiluminarse con tal sonrisa, animarse con esarisa cegadora y chispeante? Mira uno en tornosuyo buscando a alguien, sospechando algo.Pero pasa ese momento y quizás al día siguien-te encuentra uno la misma mirada vaga y pen-sativa de antes, el mismo rostro pálido, la mis-ma humildad y timidez en los movimientos; ymás aún: remordimiento, rastros de cierta torvamelancolía y aun irritación ante el momentáneoenardecimiento. Y le apena a uno que esa ins-tantánea belleza se haya marchitado de maneratan rápida e irrevocable, que haya brillado tanengañosa e ineficazmente ante uno; le apena elque ni siquiera hubiese tiempo bastante paraenamorarse de ella...

Mi noche, sin embargo, fue mejor que el día.He aquí lo que pasó:

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Regresé a la ciudad muy tarde y ya daban lasdiez cuando llegué cerca de casa. Mi camino mellevaba por el muelle del canal, en el que a esahora no encontré alma viviente, aunque verdades que vivo en uno de los barrios más aparta-dos de la ciudad. Iba cantando porque cuandome siento feliz siempre tarareo algo entre dien-tes, como cualquier hombre feliz que carece deamigos o de buenos conocidos y que, cuandollega un momento alegre, no tiene con quiencompartir su alegría. De repente me sucedió laaventura más inesperada.

A unos pasos de mí, de codos en la barandilladel muelle, estaba una mujer que parecía ob-servar con gran atención el agua turbia del ca-nal. Vestía un chal negro muy coqueto y lleva-ba un bonito sombrero amarillo. «Es, sin duda,joven y morena», pensé. Por lo visto no habíaoído mis pasos y ni siquiera se movió cuando,conteniendo el aliento y con el corazón a galo-pe, pasé junto a ella. «Es extraño -me dije-, algola tiene muy abstraída.» De pronto me quedé

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clavado en el sitio. Creí haber oído un sollozoahogado. Sí, no me había equivocado, porquemomentos después oí otros sollozos. ¡Dios mío!Se me encogió el corazón. Soy muy tímido conlas mujeres, pero en esta ocasión giré sobre lostalones, me acerqué a ella y le hubiera dicho«¡Señorita!» de no saber que esta exclamaciónha sido pronunciada ya un millar de veces ennovelas rusas que versan sobre la alta sociedad.Eso fue lo único que me contuvo. Pero mientrasbuscaba otra palabra la muchacha recobró sucompostura, miró en torno suyo, bajó los ojos yse deslizó junto a mí a lo largo del muelle. Almomento me puse a seguirla, pero ella, adi-vinándolo, se apartó del muelle, cruzó la calle ysiguio caminando por la acera. Yo no me atrevía cruzar la calle. El corazón me latía como el deun pajarillo que se tiene cogido en la mano.Inopinadamente la casualidad vino en mi ayu-da.

Por la acera, no lejos de mi desconocida, apa-reció de pronto un caballero vestido de frac,

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impresionante por los años, aunque no lo fuerapor su manera de andar. Caminaba haciendoeses y apoyándose con tiento en la pared. Lamuchacha iba como una flecha, rauda y tímida,como van por lo común las mocitas que noquieren que se las acompañe a casa de noche, y,por supuesto, el caballero tambaleante nohubiera podido alcanzarla si mi suerte no lehubiera sugerido recurrir a una estratagema.Sin decir palabra, el caballero se arrancó derepente y se puso a galopar en persecución demi desconocida. Ella volaba, pero no obstanteel caballero de los trompicones iba alcanzándo-la, la alcanzó por fin, la muchacha lanzó ungrito... y yo doy gracias al destino por el exce-lente bastón de nudos que mi mano derechaempuñaba en tal ocasión. En un abrir y cerrarde ojos me planté en la acera opuesta, el caba-llero importuno comprendió al instante de quése trataba, tomó en consideración el argumentoirresistible que yo blandía, calló, se desvió, ysólo cuando se halló bastante lejos protestó

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contra mí en términos bastante enérgicos, perosus palabras apenas se percibían desde dondeestábamos.

-Deme usted la mano -le dije a mi desconoci-da-. Ese sujeto ya no se atreverá a acercarse.

Ella, en silencio, me alargó la mano, que aúntemblaba de agitación y espanto. ¡Oh, caballeroimportuno, cómo te di las gracias en ese mo-mento! La miré fugazmente. Era bonita y mo-rena. Había acertado. En sus pestañas negrasbrillaban aún lágrimas de miedo reciente o detristeza anterior. No sé. Pero a los labios aflora-ba ya una sonrisa. Ella también me miró de sos-layo, se ruborizó ligeramente y bajó los ojos.

-¿Por qué me rechazó usted antes? Si yohubiera estado allí no habría pasado esto.

-No le conocía. Pensé que también usted...-¿Pero es que me conoce usted ahora?-Un poco. Por ejemplo, ¿por qué tiembla us-

ted?

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-¡Ah, ha acertado a la primera mirada!-respondí entusiasmado de saberla inteligente,lo que, unido a la belleza, no es humo de pajas-.Sí, a la primera mirada ha adivinado usted quéclase de persona soy. Es verdad, soy tímido conlas mujeres. Estoy agitado, no lo niego; ni másni menos que usted misma lo estaba hace unminuto cuando la asustó ese señor. Ahora elque tiene miedo soy yo. Parece un sueño, peroni aun en sueños hubiera creído que hablaríacon una mujer.

-¿Cómo? ¿Es posible?-Sí. Si me tiembla la mano es porque hasta

ahora no había apretado nunca otra tan peque-ña y bonita como la suya. He perdido la cos-tumbre de estar con las mujeres; mejor dicho,nunca la he tenido, soy un solitario. Ni siquierasé hablar con ellas. Ni ahora tampoco. ¿No le hesoltado a usted alguna majadería? Dígamelocon franqueza. Le advierto que no me ofendo.

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-No, nada. Todo lo contrario. Y si me pide us-ted que sea franca le diré que a las mujeres lesgusta esa clase de timidez. Y si quiere saberalgo más, también a mí me gusta, y no le diréque se vaya hasta que lleguemos a casa.

-Lo que hará usted conmigo -dije jadeante deentusiasmo- es que dejaré de ser tímido y en-tonces ¡adiós a todos mis métodos!

-¿Métodos? ¿Qué clase de métodos? ¿Y paraqué sirven? Eso ya no me suena bien.

-Perdón. No será así. Se me fue la lengua. Pe-ro ¿como quiere que en un momento como ésteno tenga el deseo ... ?

-¿De agradar, no es eso?-Pues sí. Por amor de Dios, sea usted buena.

Juzgue de quién soy. Tengo ya veintiséis años ynunca he conocido a nadie. ¿Cómo puedohablar bien, con facilidad y buen sentido? Me-jor irán las cosas cuando todo quede explicado,con claridad y franqueza. No sé callar cuandohabla el corazón dentro de mí. Bueno, da lo

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mismo. ¿Puede usted creer que nunca hehablado con una mujer, nunca jamás? ¿qué nohe conocido a ninguna? Ahora bien, todos losdías sueño que por fin voy a encontrar a al-guien. ¡Si supiera usted cuántas veces he estadoenamorado de esa manera!

-Pero ¿cómo? ¿Con quién?-Con nadie, con un ideal, con la mujer con

que se sueña. En mis sueños compongo novelasenteras. Ah, usted no me conoce. Es verdad quehe conocido a dos o tres mujeres; otra cosa seríainconcebible, pero ¿qué mujeres? Una especiede patronas... Pero voy a hacerla reír, voy actecirle que algunas veces he pensado entablarconversación en la calle con alguna mujer de labuena sociedad. Así, sin cumplidos. Claro estáque cuando se halle sola. Hablar, por supuesto,con timidez, respeto y apasionamiento; decirleque me muero solo, que no me rechace, que nohallo otro medio de conocer a mujer alguna,insinuarle incluso que es obligación de las mu-jeres el no rechazar la tímida súplica de un

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hombre tan infeliz como yo; y que, al fin y alcabo, lo que pido es sólo que me diga con sim-patía un par de palabras amistosas, que no memande a paseo desde el primer instante, queme crea bajo palabra, que escuche lo que le di-go, que se ría de mí si le da gusto, que me déesperanzas, que me diga dos palabras, tan sólodos palabras, aunque no nos volvamos a verjamás. Pero usted se ríe... Por lo demás, hablosólo para hacerla reír...

-No se enfade. Me río porque es usted supropio enemigo. Si probara usted, quizá lograratodo eso aun en la calle misma. Cuanto mássencillo, mejor. No hay mujer buena, a menosque sea tonta o esté enfadada en ese momentopor cualquier motivo, que pensara despedirle austed sin esas dos palabras que implora contanta timidez. Por otro lado, ¿quién soy yo parahablar? Lo más probable es que le tuviera austed por loco. Juzgo por mí misma. ¡Bien sé yocómo viven las gentes en el mundo!

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-Se lo agradezco -exclamé-. ¡No sabe usted loque acaba de hacer por mí!

-Bien. Ahora dígame cómo conoció usted quesoy de las mujeres con quienes .... bueno, aquienes usted considera dignas de... atención yamistad. En otras palabras, no una patrona,como decía usted. ¿Por qué decidió acercarse amí?

-¿Por qué? ¿Por qué? Pues porque estaba us-ted sola, porque ese caballero era demasiadoatrevido y porque es de noche. No dirá ustedque no es obligación...

-No, no, antes de eso. Allí, al otro lado de lacalle. Usted quería acercárseme, ¿verdad?

-¿Allí, al otro lado? De veras que no sé quédecir. Temo que... Hoy, sabe usted, me he sen-tido feliz. He estado andando y cantando. Salí alas afueras. Nunca hasta ahora he tenido mo-mentos tan felices. Usted... me parecía quizá...Bueno, perdone que se lo recuerde: me parecíaque lloraba usted y me era intolerable oírlo. Se

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me oprimía el corazón. ¡Ay, Dios mío! ¿Creeusted que podía oírla sin afligirme? ¿Es que fuepecado sentir compasión fraternal por usted?Perdone que diga compasión... En suma, ¿acasopodía ofenderla cuando se me ocurrio acercar-me a usted?

-Bueno, basta; no diga más -repuso la joven,bajando los ojos y apretándome la mano-. Yomisma tengo la culpa por haber hablado de eso.Pero estoy contenta de no haberme equivocadocon usted. Bueno, ya hemos llegado. Tengo quemeterme por esta callejuela. Son dos pasos na-da más. Adiós, le agradezco...

-¿Pero es de veras posible que no volvamos avernos? ¿Es posible que las cosas queden así?

-Mire -dijo riendo la muchacha-. Al principiosólo queria usted dos palabras, y ahora... Pero,en fin, no le prometo nada. Puede que nos en-contremos.

-Mañana vengo aquí -dije-. Ah, perdone, yaestoy exigiendo...

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-Sí, es usted impaciente. Exige casi...-Escuche -la interrumpí-. Perdone que se lo

diga otra vez, pero no puedo dejar de veniraquí mañana. Soy un soñador. Hay en mí tanpoca vida real, los momentos como éste, comoel de ahora, son para mí tan raros que me esimposible no repetirlos en mis sueños. Voy asoñar con usted toda la noche, toda la semana,todo el año. Mañana vendré aquí sin falta, aquímismo, a este mismo sitio, a esta misma hora, yseré feliz recordando el día de hoy. Este sitio yame es querido. Tengo otros dos o tres sitioscomo éste en Petersburgo. Una vez hasta llorérecordando algo, igual que usted. Quién sabe,quizá usted también hace diez minutos llorabarecordando alguna cosa. Pero perdón, estoydesbarrando de nuevo. Puede que usted, algu-na vez, fuera especialmente feliz en este lugar.

-Bueno -dijo la muchacha-. Quizá yo tambiénvenga aquí mañana. A las diez también. Veoque ya no puedo impedirle... pero, mire, es quenecesito venir aquí. No piense usted que le doy

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una cita. Le aseguro que tengo que estar aquípor asuntos míos. Ahora bien, se lo digo sintitubeos: no me importaría que también vinierausted. En primer lugar porque pudieran ocurririncidentes desagradables como el de hoy; perodejemos eso... En suma, sencillamente me gus-taría verle... para decirle dos palabras. Ahora,vamos a ver, ¿no me condena usted? ¿No pien-sa que le estoy dando una cita sin más ni más?No se la daría si ... ; pero, bueno, eso es un se-creto mío. Antes de todo una condición.

-¡Una condición! Hable, dígalo todo de ante-mano. Estoy de acuerdo con todo, dispuesto atodo -exclamé exaltado-. Respondo de mí, seréatento, respetuoso... Usted me conoce.

-Precisamente porque le conozco le invito pa-ra mañana -dijo la joven riendo-. Le conozcomuy bien. Pero, mire, venga con una condición:en primer lugar (sea usted bueno y haga lo quele pido; ya ve que hablo con franqueza) no seenamore de mí. Eso no puede ser, se lo aseguro.Estoy dispuesta a ser amiga suya. Aquí tiene mi

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mano. Pero lo de enamorarse no puede -ser. Selo ruego.

-Le juro -grité yo, cogiéndole la mano...-Basta, no jure, porque es usted capaz de esta-

llar como la pólvora. No piense mal de mí por-que le hablo así. Si usted supiera... Yo tampocotengo a nadie con quien poder cambiar unapalabra o a quien pedir consejo. Claro que lacalle no es sitio indicado para encontrar conse-jeros. Usted es la excepción. Le conozco a ustedcomo si fuésemos amigos desde hace veinteaños. ¿De veras que no cambiará usted?

-Usted lo verá. Lo que no sé, sin embargo, escómo voy a sobrevivir las próximas veinticua-tro horas.

-Duerma usted a pierna suelta. Buenas no-ches. Recuerde que ya he confiado en usted.Hace un momento lanzó usted una exclama-ción tan hermosa que justifica cualquier, senti-miento, incluso el de simpatía fraternal. ¿Sabe?

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Lo dijo usted de un modo tan bello que al ins-tante pensé que podía fiarme de usted.

-¿Pero en qué asunto?.¿Para qué?-Hasta mañana. Mientras tanto hay que

guardar secreto. Tanto mejor para usted, por-que a cierta distancia parece una novela. Quizámañana se lo diga, o quizá no. Ya hablaremos,nos conoceremos mejor...

-Yo mañana le voy a contar a usted todo lomío. Pero ¿qué es esto? Parece como si me ocu-rriera un milagro. ¿Dónde estoy, Dios mío? ¿Noestá usted contenta de no haberse enfadadoconmigo, como lo hubiera hecho otra mujer?¿De no haberme rechazado desde el primermomento? En dos minutos me ha hecho ustedfeliz para siempre. Sí, feliz. Quién sabe, quizáme ha reconciliado usted conmigo mismo,quizá ha resuelto mis dudas... Quizá hay tam-bién para mí minutos así... Pero ya le contarétodo mañana, ya se enterará usted de todo.

-Bueno, acepto. Usted empezará.

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-De acuerdo.-Hasta la vista.-Hasta la vista.Nos separamos. Pasé la noche andando, sin

decidirme a volver a casa. ¡Me sentía tan feliz!¡Hasta mañana!

Noche segunda

-Bueno, ya veo que ha sobrevivido usted -medijo riendo y estrechándome ambas manos.

-Ya llevo aquí dos horas. ¡No puede usted fi-gurarse qué día he pasado!

-Me lo figuro, sí. Pero al grano. ¿Sabe ustedpara qué he venido? Pues no para decir tonter-ías como ayer. Mire, es preciso que en adelanteseamos más sensatos Ayer estuve pensandomucho en todo esto.

-¿Pero en qué ser más sensatos? ¿En qué? Pormí estoy dispuesto, pero la verdad es que en mi

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vida me han ocurrido cosas tan sensatas comoahora.

-¿De veras? Para empezar le ruego que no meapriete las manos tanto. En segundo lugar leadvierto que hoy ya he pensado mucho en us-ted.

-Bien, ¿y con qué conclusión?-¿Con qué conclusión? Pues con la conclusión

de que tenemos que empezar por el principio,porque hoy estoy persuadida de que aún no leconozco bien. Ayer me porté como una niña,como una chicuela. Por supuesto, mi buen co-razón tiene la culpa de todo. Me estuve dandoimportancia, como sucede siempre que empe-zamos a examinar nuestra vida. Y para corregiresa falta me he propuesto enterarme detalla-damente de todo lo que toca a usted. Ahorabien, como no tengo a nadie que me pueda darinformes, usted mismo habrá de contármelotodo, revelarme todo el secreto. A ver, ¿qué

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clase de hombre es usted? ¡Hala, empiece,cuénteme toda la historia!

-¡Historia! -exclamé sobrecogido-. ¡Historia!¿Pero quién le ha dicho que tengo historia? Yono tengo historia...

-Puesto que ha vivido usted, ¿cómo no va atener historia? -me interrumpió riendo.

-No ha habido historia de ninguna clase, nin-guna. He vivido, como quien dice, conmigomismo, es decir, enteramente solo, solo, com-pletamente solo. ¿Entiende usted lo que es estarsolo?

-¿Cómo solo? ¿Es que no ve nunca a nadie?-¡Ah, no! Ver, sí veo; pero solo, a pesar de

ello.-¿Entonces qué? ¿Es que no habla con nadie?-En sentido estricto, con nadie.-Entonces, explíquese. ¿Qué clase de hombre

es usted? Déjeme adivinarlo. Usted, como yo,probablemente tiene una abuela. La mía está

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ciega. Nunca me deja ir a ninguna parte, demodo que casi se me ha olvidado hablar. Ycuando un par de años atrás hice ciertas trave-suras, y ella vio que no podía hacer carrera demí, me llamó y prendió mi vestido al suyo conun imperdible. Desde entonces así nos pasamossentadas días enteros. Ella hace calceta aunqueestá ciega; y yo, sentada a su lado, coso o le leoalgún libro. De esta manera tan rara, prendidaa otra persona con un alfiler, llevo ya dos años.

-¡Qué desgracia, Dios santo! No, yo no tengouna abuela como ésa.

-Si no la tiene, ¿por qué se queda usted en ca-sa?

-Escuche. ¿Quiere saber qué clase de personasoy? -Pues sí.

-¿En el sentido riguroso de la palabra?-En el sentido más riguroso de la palabra.-Pues bien, soy... un tipo.-Un tipo. ¿Un tipo? ¿Qué clase de tipo? -gritó

la muchacha, riendo a borbotones, como si no

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lo hubiera hecho en todo un año-. Es usted di-vertidísimo. Mire, aquí hay un banco. Senté-monos. Por aquí no pasa nadie. Nadie nos oyey... empiece su historia. Porque, no pretenda locontrario, usted tiene una historia y trata sólode escurrir el bulto. En primer lugar, ¿qué es untipo?

-¿Un tipo? Un tipo es un original, un hombreridículo -contesté con una carcajada que em-palmaba con su risa infantil-. Es un bicho raro.Oiga, ¿sabe usted lo que es un soñador?

-¿Un soñador? ¿Cómo no voy a saberlo? Yomisma soy una soñadora. Hay veces, cuandoestoy sentada junto a la abuela, que no sé porqué motivo no se me ocurre nada. Pero mepongo a soñar y a ensimismarme hasta que...,en fin, qué me caso con un príncipe chino. Aveces eso de soñar está bien... Por otra parte,quizá no. Sobre todo si ya hay bastantes cosasen que pensar -agregó la joven hablando ahoracon relativa seriedad.

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-¡Magnífico! Si alguna vez decide casarse conun emperador chino, entenderá lo que digo.Bueno, oiga... Pero, perdón, todavía no sé cómose llama usted.

-Por fin. ¡Pues sí que se ha acordado ustedtemprano!

-¡Ay, Dios mío! No se me ha ocurrido siquie-ra. Como lo he estado pasando tan bien...

-Me llamo... Nastenka.-Nastenka. ¿Nada más?-¿Nada más? ¿Le parece poco, hombre insa-

ciable?-¿Poco? Todo lo contrario. Mucho, mucho,

muchísimo. Nastenka, es usted una chica estu-penda si desde el primer momento ha sidoNastenka para mí.

-Precisamente. Ya ve.-Bueno, Nastenka, escuche y verá qué historia

más ridícula me sale.

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Me senté junto a ella, tomé una postura pe-dantescamente seria y empecé como si leyeraun texto escrito:

-Hay en Petersburgo, Nastenka, si no lo sabeusted, bastantes rincones curiosos. Se diría quea esos lugares no se asoma el mismo sol quebrilla para todos los petersburgueses, sino quees otro el que se asoma, otro diferente, que pa-rece encargado de propósito para esos sitios yque brilla para ellos con una luz especial. Enesos rincones, querida Nastenka, se vive unavida muy peculiar, nada semejante a la quebulle en torno nuestro, una vida que cabe con-cebir en lejanas y misteriosas tierras, pero noaquí, entre nosotros, en este tiempo nuestro tanexcesivamente serio. En esa otra vida hay unamezcla de algo puramente fantástico, ar-dientemente ideal, y de algo (¡ay, Nastenka!)terriblemente ordinario y prosaico, por no decirincreíblemente chabacano.

-¡Uf! ¡Qué prólogo, Dios mío! ¿Qué es lo queoigo?

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-Lo que oye usted, Nastenka (me parece queno me cansaré ya nunca de llamarla Nastenka),lo que oye usted es que en esos rincones vivenunas gentes extrañas: los soñadores. El soñador-si se quiere una definición más precisa- no esun hombre ¿sabe usted? sino una criatura degénero neutro. Por lo común se instala en algúnrincón inaccesible, como si se escondiera delmundo cotidiano. Una vez en él, se adhiere a sucobijo como lo hace el caracol, o, al menos, separece mucho al interesante animal, que es a lavez animal y domicilio, llamado tortuga. ¿Porqué piensa usted que se aficiona tanto a suscuatro paredes, indefectiblemente pintadas deverde, cubiertas de hollín, tristes y llenas de unhumo inaguantable? ¿Por qué este ridículo se-ñor, cuando viene a visitarle uno de sus rarosconocidos (pues lo que pasa al cabo es que se leagotan los amigos), por qué este ridículo señorle recibe tan turbado, tan alterado de rostro yen tal confusión que se diría que acaba de co-meter un delito entre sus cuatro paredes, que

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ha fabricado billetes falsos, o que ha compuestoalgunos versecillos para mandar a alguna revis-ta bajo carta anónima en la que declara que elverdadero autor de ellos ha muerto ya y que unamigo suyo considera deber sagrado darlos a laestampa? Diga, Nastenka, ¿por qué no cuaja laconversación entre estos dos interlocutores?¿Por qué ni la risa ni siquiera una frasecilla vi-vaz brotan de los labios del perplejo visitante,quien en otras ocasiones ama la risa, las fraseci-llas vivaces los comentarios sobre el bello sexoy otros temas festivos? ¿Por qué también eseamígo, probablemente reciente, en su primeravisita (porque en tales casos no habrá una se-gunda, ya que ese amigo no volverá), por quétambién el amigo se queda azorado, lelo, a pe-sar de toda su agudeza (si efectivamente la tie-ne), mirando el torcido gesto del dueño, quienpor su parte ha tenido ya tiempo bastante paraembrollarse por completo tras los esfuerzos tantitánicos como inútiles que ha hecho por avivarla conversación, por mostrar su propio conoci-

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miento de las cosas mundanales, por hablar asu vez del bello sexo y aun por agradar humil-demente a ese pobre hombre que allí nada tieneque hacer y que ha venido por equivocación avisitarle? ¿Por qué, en fin, el visitante coge depronto su sombrero y sale disparado, habiendorecordado de pronto un asunto urgentísimoque por supuesto no existe, una vez que halibrado la mano del cálido apretón de la del-dueño, quien trata en vano de mostrar su con-trición y recobrar el terreno perdido? ¿Por quéel visitante, traspasada la puerta de salida, suel-ta la carcajada y jura no volver a visitar a esesujeto estrafalario, aunque ese sujeto estrafala-rio es en realidad un chico excelente? ¿Por qué,con todo, el visitante no puede resistir la tenta-ción de comparar, siquiera forzadamente, lacara de su amigo durante la entrevitsa con la deun gato infeliz que han maltratado, vapuleán-dolo y aterrorizándolo a mansalva, unos niñosquienes, habiéndolo capturado insidiosamente,lo han dejado hecho una lástima? ¿Gato que

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logra por fin meterse debajo de una silla, en laoscuridad, donde se ve obligado a pasar unahora entera, erizado todo él, dando resoplidos,lavándose las heridas recibidas, y que durantelargo tiempo, mirará con desvío la naturaleza yla vida, incluso los restos de comida que de lamesa del amo le guarda, compasiva, una amade llaves ... ?

-Oiga interrumpió Nastenka, que me habíaescuchado todo ese tiempo absorta, con los ojosy la boca abiertos-. Oiga, yo no sé por qué haocurrido todo eso ni por qué me hace ustedesas preguntas ridículas. Lo que sí sé de ciertoes que sin duda todas esas aventuras le hanocurrido a usted -tal como las cuenta.

-Ni que decir tiene -contesté yo con cara muyseria.

-Bueno, si es así, siga -prosiguió Nastenka-,porque me interesa mucho saber cómo terminala cosa.

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-¿Usted quiere saber, Nastenka, qué hacía ensu rincón nuestro héroe, o, mejor dicho, quéhacía yo, porque el héroe de todo ello soy yo,mi propia y modesta persona? ¿Usted quieresaber por qué me alarmó y turbó tanto la visitainesperada de un amigo? ¿Usted quiere saberpor qué me solivianté y me ruboricé tantocuando se abrió la puerta de mi cuarto? ¿Porqué no sabía recibir visitas y por qué quedéaplastado tan vergonzosamente bajo el peso demi propia hospitalidad?

-Sí, sí -respondió Nastenka-. De eso se trata.Oiga, usted cuenta muy bien las cosas, pero ¿noes posible hablar un poco menos bien? Porqueusted habla como si estuviera leyendo un libro.

-Nastenka -objeté con voz imponente y seve-ra, haciendo esfuerzos para no reír-, mi queridaNastenka, sé que cuento las cosas muy bien,pero, lo siento, no puedo contarlas de otro mo-do. En este momento, querida Nastenka, meparezco al espíritu del rey Salomón, que estuvomil años dentro de una hucha, bajo siete sellos.

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Y por fin han levantado los siete sellos. Ahora,querida Nastenka, cuando nos encontramos denuevo tras larga separación (porque hace yamucho tiempo que la conozco, Nastenka, por-que hace ya mucho tiempo que busco a alguien,lo que es señal de que buscaba precisamente austed y de que estaba escrito que nos encontrá-semos ahora), se me han abierto mil esclusas enla cabeza y tengo que derramarme en un río depalabras, porque si no lo hago me ahogo. Poreso le ruego, Nastenka, que no me interrumpa,que escuche atenta y humildemente. De lo con-trario, guardaré silencio.

-De ninguna manera. Hable. Ya no digo másesta boca es mía.

-Prosigo. Hay en mi día, Nastenka, amigamía, una hora que aprecio extraordinariamente.Es la hora en que han terminado los negocios,el trabajo, las obligaciones, y la gente regresaapresuradamente a casa para comer y descan-sar. En camino piensa en cosas agradables quehacer durante la velada, la noche y todo el

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tiempo libre de que dispone. A esa hora tam-bién nuestro héroe (y permítame, Nastenka,que hable en tercera persona, porque en prime-ra me resultaría sumamente vergonzoso decir-lo), repito, a esa hora también nuestro héroe,que como todo hijo de vecino tiene sus ocupa-ciones, vuelve a casa con los demás. En su ros-tro pálido y surcado de arrugas se dibuja unextraño sentimiento de satisfacción. Mira coninterés el crepúsculo vespertino que se apagalentamente en el cielo frío de Petersburgo.Cuando digo que mira, miento. No mira, sinoque contempla distraídamente, como si estuvie-ra fatigado o preocupado de algo más intere-sante en ese momento. De modo que quizá sólofugazmente, casi sin querer, puede ocuparse delo que le rodea. Está satisfecho porque se hadesembarazado hasta el día siguiente de asun-tos enojosos, y está alegre como un colegial aquien permiten que deje el banco de la escuelapara entregarse a sus travesuras y juegos favo-ritos. Obsérvele de soslayo, Nastenka, y al pun-

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to verá que esa sensación de gozo ha influidoya de manera positiva en sus débiles nervios yen su fantasía morbosamente irritada. Mire,está pensando en algo... ¿En la comida quizá?¿En cómo va a pasar la velada? ¿En qué fija losojos? ¿En ese caballero de aspecto importanteque saluda tan pintorescamente a la dama quepasa junto a él en un espléndido carruaje tiradopor veloces caballos? No, Nastenka. Ahora nole importan nada esas menudencias. Ahora sesiente rico de su propia vida. De pronto, por unmotivo ignorado, se sabe rico. Y no en vano elsol poniente le lanza un alegre rayo de despe-dida y despierta en su tibio corazón todo unenjambre de impresiones. Ahora apenas se dacuenta del camino en el que poco antes lehubiera llamado la atención la minucia másinsignificante. Ahora la «diosa Fantasía» (si haleído usted a Zhukovski, querida Nastenka) habordado con caprichosa mano su tela de oro yha mandado, para que las desplieguen ante él,alfombras de vida inaudita, milagrosa. ¿Quién

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sabe si no le ha transportado con su manomágica de la acera de excelente granito por laque vuelve a casa al séptimo cielo de cristal?Trata usted de detenerle ahora, de preguntarledónde se encuentra ahora, por qué calles va. Loprobable es que no recuerde ni por dónde va nidónde está en ese momento, y enrojeciendo deirritación soltará sin duda alguna mentira parasalir del paso. Por eso se sorprende, está a pun-to de lanzar un grito y mira atemorizado a sualrededor cuando una anciana venerable ledetiene cortésmente en la acera para pedirledirecciones por haberse equivocado de camino.Sigue adelante con el entrecejo fruncido de eno-jo, sin percatarse apenas de que más de untranseúnte se sonríe al verle y se vuelve a mi-rarle cuando pasa, ni de que una muchachita,que le cede tímidamente la acera, rompe a reírestrepitosamente, hecha toda ojos, al ver suancha sonrisa contemplativa y los aspavientosque hace. Y, sin embargo, esa misma fantasíaha arrebatado también en su vuelo juguetón a

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la anciana, a los transeúntes curiosos, a la chicade la risa y a los marineros que al anochecer sesientan a comer en las barcazas con las queforman un dique en la Fontanka (supongamosque nuestro héroe pasa por allí a esa hora). Haprendido traviesamente en su lienzo a todo y atodos, como moscas en una telaraña. Y con esariqueza recién adquirida el tipo estrafalarioentra en su acogedora madriguera, se sienta acenar, termina de cenar y al cabo de un rato sedespabila sólo cuando la pensativa y siempretriste Matryona, la criada que le sirve, levantalos manteles y le da la pipa. Se despabila y re-cuerda con asombro que ya ha cenado, sin dar-se la menor cuenta de cómo ha ocurrido la cosa.La habitación está a oscuras. La aridez y la tris-teza se adueñan del alma de nuestro héroe. Elcastillo de sus ilusiones se ha venido sin estré-pito, sin dejar rastro, se ha esfumado como unsueño; y él ni siquiera se percata de que ha es-tado soñando. Pero en su pecho siente todavíauna vaga sensación que lo agita ligeramente.

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Un nuevo deseo le cosquillea tentadoramente lafantasía, la estimula e imperceptiblemente sus-cita todo un conjunto de nuevas quimeras. Elsilencio reina en la pequeña habitación. La so-ledad y la indolencia acarician la fantasía. astase enciende poco a poco, empieza a bullir comoel agua en la cafetera de la vieja Matryona, quetranquilamente sigue con sus faenas en la coci-na, preparando su detestable café. La fantasíaempieza a desbordarse entre alguna que otrallamarada. Y he aquí que el libro cogido al azar,maquinalmente, se le cae de la mano a mi so-ñador, que no ha llegado ni a la tercera página.Su fantasía despierta de nuevo, está en su pun-to. De pronto, un mundo nuevo, una vida nue-va y fascinante, resplandece ante él con brillan-tes perspectivas. Nuevo sueño, nueva felicidad.Nueva dosis de veneno sutil y voluptuoso.¿Qué le importa a él nuestra vida real? ¡A susojos hechizados, usted, Nastenka, y yo lleva-mos una existencia tan apagada, tan lenta ydesvaída, estamos todos, en su opinión, tan

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descontentos con nuestra suerte, nos aburrimostanto en nuestra vida! En efecto, fíjese bien yverá cómo a primera vista todo es frío, lúgubrey, por así decirlo, enojoso entre nosotros. «¡Po-bre gente!» piensa mi soñador; y no es extrañoque así lo piense. Observe esas visiones mági-cas que de manera tan encantadora, tan suges-tiva y fluida componen ante sus ojos ese cuadroanimado y subyugante, en cuyo primer planola figura principal es, por supuesto, él mismo,nuestro soñador, su propia persona querída.Fíjese en las diversas aventuras, en la infinitaprocesión de sueños ardientes. Quizá preguntausted con qué sueña. ¿Para qué preguntarlo?Sueña con todo, con la misión del poeta, desco-nocido primero e inmortalizado después, conque es amigo de Hoffmann, con la noche deSan Bartolomé, con Diana Vernon, la heroínade Rob Roy, con actos de heroísmo en ocasiónde la toma de Kazan por Iván el Terrible, conClara Mowbray y Effie Deans, otras heroínas deWalter Scott, con el sínodo de prelados y Huss

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ante ellos, con la rebelión de los muertos enRoberto el Diablo (¿se acuerda de la música?¡huele a cementerio!), con la batalla de Bere-zina, con la lectura de poemas en casa de lacondesa V.D., con Danton, con Cleopatra e isuoi amanti, con La casita en Kolomma de Push-kin, con su propio rincón, junto a un ser queri-do que le escucha como usted me escucha aho-ra, ángel mío, con la boca y los ojos abiertos enuna noche de invierno. No, Nastenka, ¿qué leimporta a él, hombre voluptuoso, esta vida a laque usted y yo nos aferramos tanto? A juiciosuyo es una vida pobre, miserable, aunque noprevé que también para él acaso sonará algunavez la hora fatal en que por un día de esta vidamiserable daría todos sus años de fantasía, y nolos daría a cambio de la alegría o la felicidad, nitendría preferencias en esa hora de tristeza,arrepentimiento y dolor puro y simple. Perohasta tanto que llegue ese momento amenaza-dor nuestro héroe no desea nada, porque estápor encima del deseo, porque está saciado,

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porque es artista de su propia vida y se forjacada hora según su propia voluntad. ¡Es tanfácil, tan natural, crear ese mundo legendario,fantástico! Se diría, en efecto, que no es unailusión. A decir verdad, en algunos momentos,está dispuesto a creer que esa vida no es unaexcitación de los sentidos, ni un espejismo, niun engaño de la fantasía, sino algo real, autén-tico, palpable. Dígame, Nastenka, ¿por qué entales momentos se corta el aliento? ¿Por quéarte de magia, por qué incógnito arbitrio se leacelera el pulso al soñador, se le saltan laslágrimas, le arden las mejillas humedecidas y sesiente penetrado por un inmenso deleite? ¿Porqué pasan en un segundo noches enteras deinsomnio, en gozo y felicidad inagotables? ¿Ypor qué, cuando la aurora toca las ventanas consus dedos rosados y el alba ilumina el cuartosombrío con su luz incierta y fantástica, comosucede aquí en Petersburgo, nuestro soñador,fatigado, extenuado, se deja caer en el lecho,presa de un sopor causado por la exaltación

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enfermiza y aberrante de su espíritu, y con undolor de corazón en que se mezclan la angustiay la dulzura? Sí, Nastenka, nuestro héroe seengaña y cree a pesar suyo que una pasión ge-nuina, verdadera, le agita el alma; cree a pesarsuyo que hay algo vivo, palpable, en sus sueñosincorpóreos. ¡Y qué engaño! El amor ha pren-dido en su pecho con su gozo infinito, con susagudos tormentos. Basta mirarle para con ven-cerse. ¿Querrá usted creer al mirarle,- queridaNastenka, que nunca ha conocido de verdad ala que tanto ama en sus sueños desenfrenados?¿Es posible que tan sólo la haya visto en susquimeras seductoras, que esta pasión no seasino un sueño? ¿Es posible que, en realidad, ély ella no hayan caminado juntos por la vidatantos años, cogidos de la mano, solos, despuésde renunciar a todo y a todos y de fundir cadauno su mundo, su vida, con la vida del compa-ñero? ¿Es posible que en la última hora antes dela separación no se apoyara ella en el pecho deél, sufriendo, sollozando, sorda a la tempestad

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que bramaba bajo el cielo adusto, e indiferenteal viento que barría las lágrimas de sus negraspestañas? ¿Es posible que todo esto no fueramás que un sueño? ¿Lo mismo que ese jardínmelancólico, abandonado, selvático, con vere-das cubiertas de musgo, solitario, sombrío,donde tan a menudo paseaban juntos, acari-ciando esperanzas, padeciendo melancolías, yamándose, amándose tan larga y tiernamente?¿Y esa extraña casa linajuda en la que ella viviótanto tiempo sola y triste, con un marido viejo ylúgubre, siempre taciturno y bilioso, que lescausaba temor, como si fueran niños tímidosque, tristes y esquivos, disimulaban el amorque se tenían? ¡Cuánto sufrían! ¡Cuánto temían!¡Cuán puro e inocente era su amor! Y, por su-puesto, Nastenka, ¡qué aviesa era la gente! ¿Yes posible, Dios mío, que él no la encontraramás tarde lejos de su país, bajo un cielo extraño,meridional y cálido, en una ciudad maravillosay eterna, en el esplendor de un baile, en mediodel estruendo de la música, en un palazzo (ha de

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ser un palazzo) visible apenas bajo un mar deluces, en un balcón revestido de mirto y rosas,donde ella, reconociéndole, al punto se quitó elantifaz y murmuró: «¿Soy libre?» Y trémula selanzó a sus brazos. Y con exclamaciones deéxtasis, fuertemente abrazados, al punto olvi-daron su tristeza, su separación, todos sus su-frimientos, la casa lúgubre, el viejo, el jardíntenebroso allí en la patria lejana y el banco en elque, con un último beso apasionado, ella searrancó de los brazos de él, entumecidos por undolor desesperado... Convenga usted, Nasten-ka, en que queda uno turbado, desconcertado,avergonzado, como chicuelo que esconde en elbolsillo la manzana robada en el huerto vecino,cuando un sujeto alto y fuerte, jaranero y bro-mista, su amigo anónimo, abre la puerta y gritacomo si tal cosa: «Amigo, en este momentovuelvo de Pavlovsk.» ¡Dios mío! Ha muerto elviejo conde, empieza una felicidad inefable... y,nada, ¡que acaba de llegar alguien de Pavlovsk!

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Me callé patéticamente después de mis apa-sionadas exclamaciones. Recuerdo que teníaunas ganas enormes de reír a carcajadas, aun-que la risa fuese forzada, porque notaba que undiablillo se removía dentro de mí, que empeza-ba a agarrárseme la garganta, a temblarme labarbilla y que los ojos se me iban humedecien-do. Esperaba a que Nastenka, que me habíaestado escuchando, abriera sus ojos inteligentesy rompiera a reír con su risa infantil, irresisti-biemente alegre. Ya me arrepentía de habermeexcedido, de haber contado vanamente lo quedesde tiempo atrás bullía en mi corazón, lo quepodía relatar como si estuviese leyendo algoescrito, porque hacía ya tiempo que había pro-nunciado sentencia contra mí mismo y ahorano había resistido la tentación de leerla, sinesperar, por supuesto, que se me comprendiera.Pero, con sorpresa mía, Nastenka siguió calladay luego me estrechó la mano y me dijo contímida simpatía:

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-¿Es posible que haya vivido usted toda su-vida como dice?

-Toda mi vida, Nastenka -contesté-. Toda ella,y al parecer así la acabaré.

-No, imposible -replicó intranquila-. Eso no.Puede que yo también pase la vida entera juntoa mi abuela. Oiga, ¿sabe que vivir de esa mane-ra no es nada bonito?

-Lo sé, Nastenka, lo sé --exclamé sin podercontener mi emoción-. Ahora más que nunca séque he malgastado mis años mejores. Ahora losé, y ese conocimiento me causa pena, porqueDios mismo ha sido quien me ha enviado austed, a mi ángel bueno, para que me lo diga yme lo demuestre. Ahora que estoy sentado jun-to a usted y que hablo con usted me aterra pen-sar en el futuro, porque el futuro es otra vez lasoledad, esta vida rutinaria e inútil. ¿Y ya conqué voy a sonar, cuando he sido tan feliz des-pierto? ¡Bendita sea usted, niña querida, por nohaberme rechazado desde el primer momento,

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por haberme dado la posibilidad de decir quehe vivido al menos dos noches en mi vida!

-¡Oh, no, no! -exclamó Nastenka con lágrimasen los ojos-. No, eso ya no pasará. No vamos asepararnos así. ¿Qué es eso de dos noches?

-¡Ay, Nastenka, Nastenka! ¿Sabe usted porcuánto tiempo me ha reconciliado conmigomismo? ¿Sabe usted que en adelante no pen-saré tan mal de mí como he pensado otras ve-ces? ¿Sabe usted que ya no me causará tristezahaber delinquido y pecado en mi vida, porqueesa vida ha sido un delito, un pecado? ¡PorDios santo, no crea que exagero, no lo crea,Nastenka, porque ha habido momentos en mivida de mucha, de muchísima tristeza! En talesmomentos he pensado que ya nunca sería ca-paz de vivir una vida auténtica, porque se meantojaba que había perdido el tino, el sentidode lo genuino, de lo real, y acababa por malde-cir de mí mismo, ya que tras mis noches fantás-ticas empezaba a tener momentos de horribleresaca. Oye uno entre tanto cómo en torno suyo

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circula ruidosamente la muchedumbre en untorbellino de vida, ve y oye cómo vive la gente,cómo vive despierta, se da cuenta de que paraella la vida no es una cosa de encargo, que nose desvanece como un sueño, como una ilusión,sino que se renueva eternamente, vida eterna-mente joven en la que ninguna hora se parece aotra; mientras que la fantasía es asustadiza,triste y monótona hasta la trivialidad, esclavade la sombra, de la idea, esclava de la primeranube que de pronto cubre al sol y siembra lacongoja en el corazón de Petersburgo, que tantoaprecia su sol. ¿Y para qué sirve la fantasíacuando uno está triste? Acaba uno por cansarsey siente que esa inagotable fantasía se agota conel esfuerzo constante por avivarla. Porque, alfin y al cabo, va uno siendo maduro y dejandoatrás sus ideales de antes; éstos se quiebran, sedesmoronan, y si no hay otra'vida, la única po-sibilidad es hacérsela con esos pedazos. Mien-tras tanto, el alma pide y quiere otra cosa. Envano escarba el soñador en sus viejos sueños,

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como si fueran ceniza en la que busca algúnrescoldo para reavivar la fantasía, para re-calentar con nuevo fuego su enfriado corazón yresucitar en él una vez más lo que antes habíaamado tanto, lo que conmovía el alma, lo queenardecía la sangre, lo que arrancaba lágrimasde los ojos y cautivaba con espléndido hechizo.¿Sabe usted, Nastenka, a qué punto he llegado?¿Sabe usted que me siento obligado a celebrarel cumpleaños de mis sensaciones, el cumplea-ños de lo que antes me fue tan querido, de loque en realidad no ha existido nunca? Porqueese cumpleaños es el de cada uno de esos sue-ños inanes e incorpóreos, y esos sueños inanesno existen y no hay por qué sobrevivirlos.También los sueños se sobreviven. ¿Sabe ustedque ahora me complazco en recordar y visitaren fechas determinadas los lugares donde a mimodo he sido feliz? ¿Que me gusta elaborar elpresente según la pauta del pasado irreversi-ble? ¿Que a menudo corro sin motivo como unasombra, triste, afligido, por las calles y callejas

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de Petersburgo? ¡Y qué recuerdos! Recuerdopor ejemplo, que hace un año justo, justamentea esta hora, pasé por esta acera tan solo y tantriste como lo estoy en este instante. Y recuerdoque también entonces mis sueños eran depri-mentes. Sin embargo aunque el pasado no fuemejor, piensa uno que quizá no fuera tan ago-biante, que vivía uno más tranquilo que no ten-ía este fúnebre pensamiento que ahora me so-brecoge, que no sentía este desagradable ysombrío cosquilleo de la conciencia que ahorano me deja en paz a sol ni a sombra. Y uno sepregunta: ¿dónde, pues están tus sueños? Sa-cude la cabeza y dice: ¡qué de prisa pasa eltiempo! Vuelve a preguntarse: ¿qué has hechocon tus años?, ¿dónde has sepultado los mejo-res días de tu vida?, ¿has vivido o no? ¡Mira, sedice uno mira cómo todo se congela en el mun-do! Pasarán más años y tras ellos llegará lalúgubre soledad, llegará báculo en mano latrémula vejez, y en pos de ella la tristeza y laangustia. Tu mundo fantástico perderá su colo-

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rido, se marchitarán y morirán tus sueños ycaeran como las hojas secas de los árboles. ¡Ay,Nastenka será triste quedarse solo, enteramentesolo, sin tener siquiera nada que lamentar, na-da, absolutamente nada! Porque todo eso quese ha perdido, todo eso no ha sido nada, uncero redondo y huero, no ha sido más que unsueño.

-Basta, no me haga llorar más- dijo Nastenkasecándose una lágrima que resbalaba por sumejilla-. Todo eso se ha acabado. En adelanteestaremos juntos y no nos separaremos nuncapase lo que pase. Escuche Yo soy una mucha-cha sencilla y sé poco, aunque mi abuela mepuso maestro. Pero de veras que le comprendoa usted, porque todo lo que acaba de contarmeme ha pasado a mí también desde que mi abue-la me prendió con un alfiler a su vestido. Yo,por supuesto, no podría contarlo tan bien comousted porque no tengo estudios -añadió contimidez, manifestando todavía admiración pormi discurso patético y mi estilo grandilocuen-

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te-, pero me alegro de que usted se haya retra-tado por completo. Ahora le conozco, le conoz-co a fondo, lo sé todo. ¿Y sabe usted? Yo, pormi parte, quiero contarle mi propia historia,toda ella, sin callar nada, y después me daráusted un consejo. Usted es un hombre muylisto. ¿Promete darme ese consejo?

-Nastenka -respondí-, aunque antes nunca hesido consejero, y mucho menos consejero inte-ligente, lo que usted me propone me parecemuy sensato. Cada uno de nosotros dará al otrobuenos consejos. Ahora, dígame, Nastenka bo-nita, ¿qué clase de consejo necesita? Dígamelosin rodeos. En este instante estoy tan alegre, tanfeliz, me siento tan atrevido, tan listo, quetendré la respuesta pronta.

-No, no -me interrumpió riendo-. No me hacefalta sólo un consejo inteligente, sino un consejocordial, fraterno, como si me quisiera usted detoda su vida.

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-¡Conforme, Nastenka, conforme! -exclaméexcitado-. Aunque la quisiera desde hace veinteaños, no la querría tanto como en este momen-to.

-Deme su mano -dijo Nastenka.-Aquí está --- contesté alargándosela.-Pues comencemos la historia.

Historia de Nastenka

-Ya conoce usted la mitad de la historia, esdecir, ya sabe que tengo una abuela anciana...

-Si la segunda mitad es tan breve comoésta... -me aventuré a interrumpir riendo.

-Calle Y escuche. Ante todo una condición: nome interrumpa, porque pierdo el hilo. Escuchecallado. Tengo una abuela anciana. Fui a vivircon ella cuando yo era todavía muy niña por-que murieron mis padres. Mi abuela, segúnparece, era antes rica, porque todavía habla de

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haber conocido días mejores. Ella misma meenseñó el francés y más tarde me puso maestro.Cuando cumplí quince años (ahora tengo dieci-siete) terminaron mis estudios. Hice por enton-ces algunas travesuras, pero no le diré a ustedde qué género; sólo diré que fueron de pocamonta. Pero la abuela me llamó una mañana yme dijo que como era ciega no podía vigilarme.Cogió, pues, un imperdible y prendió mi vesti-do al suyo, diciendo que así pasaríamos lo quenos quedara de vida si yo no sentaba cabeza.En suma, que al principio era imposible apar-tarse de ella. Trabajar, leer, estudiar, todo lohacía junto a la abuela. Una vez intenté un tru-co y convencí a Fyokla de que se sentara en mipuesto. Fyokla es nuestra asistenta y está sorda.Fyokla se sentó en mi sitio. En ese momento miabuela estaba dormida en su sillón y yo fui aver a una amiga que no vivía lejos. Pero el trucosalió mal. La abuela se despertó cuando yo es-taba fuera y preguntó por algo, pensando queyo seguía tan campante en mi puesto. Fyokla,

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que vio que la abuela preguntaba algo pero queno oía lo que era, empezó a pensar en qué debíahacer. Lo que hizo fue abrir el imperdible yechar a correr...

En ese punto Nastenka se detuvo y soltó unacarcajada. Yo hice coro. Al instante dejó de reír.

-Oiga, no se ría de mi abuela. Yo me río por-que es cosa de risa... Bueno, ¿qué va a haceruna cuando la abuela es así? Pero aun así laquiero un poco. Pues bien, aquella vez me diouna pasada de las buenas. Tuve que volver asentarme en mi sitio sin decir palabra y ya fueimposible moverse de él. ¡Ah, sí! Se me olvida-ba decirle que teníamos -mejor dicho, que laabuela tenía- casa propia, una casita pequeña,de madera, con tres ventanas en total, y casi tanvieja como la abuela. En lo alto tenía un desván.A ese desván vino a vivir un inquilino nuevo...

-Es decir que había habido un inquilino viejo--observé yo de paso.

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-Pues claro que lo había habido -respondióNastenka-. Y sabía callar mejor que usted. Enserio, apenas decía esta boca es mía. Era unviejecito seco, mudo, ciego, cojo, a quien al cabole resultó imposible vivir en este mundo y semurió. Con ello se hizo necesario tomar un in-quilino nuevo, porque sin inquilino no po-díamos vivir, ya que lo que él nos daba de al-quiler y la pensión de la abuela eran nuestrosúnicos recursos. Por contraste, el nuevo inqui-lino resultó ser un joven forastero que estaba depaso. Como no regateó, la abuela lo aceptó.Luego me preguntó: «Nastenka, ¿es nuestroinquilino joven o viejo?» Yo no quise mentir ydije: «No es ni joven ni viejo.» «¿Y es de buenaspecto?» -preguntó-. Una vez más no quisementir y contesté: «Sí, es de buen aspecto, abue-la.» Y la abuela exclamó: «¡Ay, qué castigo! Telo digo, nieta, para que no trates de verle. ¡Ay,qué tiempos éstos! ¡Pues anda, un inquilino taninsignificante y tiene, sin embargo, buen as-pecto! ¡Eso no pasaba en mis tiempos!»

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La abuela todo lo relacionaba con sus tiem-pos. En sus tiempos era más joven, en sustiempos el sol calentaba más, en sus tiempos lacrema no se agriaba tan pronto... ¡todo era me-jor en sus tiempos! Yo, sentada y callada, pen-saba para mis adentros: ¿Por qué me da laabuela estos consejos y me pregunta si el inqui-lino es joven y guapo? Pero sólo lo pensaba,mientras seguía en mi sitio haciendo calceta ycontando puntos. Luego me olvidé de ello.

Y he aquí que una mañana vino a vernos elinquilino para recordarnos que habíamos pro-metido empapelarle el cuarto. Hablando de unacosa y otra, la abuela, que era aficionada a lacháchara, me dijo: «Ve a mi alcoba, Nastenka, ytráeme las cuentas.» Yo me levanté de un salto,ruborizada no sé por qué, y olvidé que estabaprendida con el imperdible. No hubo manerade desprenderme a hurtadillas para que no loviera el inquilino. Di un tirón tan fuerte quearrastré el sillón de la abuela. Cuando com-prendí que el inquilino se había enterado de lo

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que me ocurría me puse aún más colorada, mequedé clavada en el sitio y rompí a llorar. Sentítanta vergüenza y amargura en ese momentoque hubiera deseado morirme. La abuela gritó:«¿Qué haces ahí parada?», y yo llora que tellora. Cuando vio el inquilino lo avergonzadaque estaba, saludó y se fue.

Después de aquello, tan pronto como oía rui-do en el zaguán me quedaba muerta. Pensabaque venía el inquilino,- y cada vez que estopasaba desprendía el imperdible a la chita ca-llando. Pero no era él. No venía. Pasaron quincedías, al cabo de los cuales el inquilino mandó adecir por Fyokla que tenía muchos libros fran-ceses, libros buenos, que estaban a nuestra dis-posición. ¿No quería la abuela que yo se losleyera para matar el aburrimiento? La abuelaaceptó agradecida, pero preguntó si los libroseran morales, porque, me dijo: «Si son inmora-les, Nastenka, de ninguna manera deben leerse,porque aprenderías cosas malas.»

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-¿Qué aprendería, abuela? ¿Qué es lo quecuentan?

-¡Ah! -respondió-. Cuentan cómo los mozosseducen a las muchachas de buenas costum-bres; y cómo con el pretexto de que quierencasarse con ellas las sacan de la casa paterna; ycómo luego abandonan a las pobres chicas a susuerte y ellas quedan deshonradas. Yo he leídomuchos de esos libros -dijo la abuela-, y todoestá descrito tan bien que me pasaba la nocheleyéndolos. ¡Así que mucho ojo, Nastenka, nolos leas! ¿Qué clase de libros ha mandado?-preguntó

-Novelas de Walter Scott, abuela.-¡Novelas de Walter Scott! Vaya, vaya, ¿no

habrá ahí algún engaño? Mira bien a ver si noha metido er ellos algún billete amoroso.

-No, abuela, no hay ningún billete.-Mira bajo la cubierta. A veces los muy pillos

los meten bajo la cubierta.

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-No hay nada tampoco bajo la cubierta, abue-la.

-Bueno, entonces está bien.Así, pues, empezamos a leer a Walter Scott y

en cosa de un mes leímos casi la mitad. El in-quilino siguió mandándonos libros. Mandó lasobras de Pushkin, y llegó el momento en queyo no podía vivir sin libros y ya dejé de pensaren casarme con un príncipe chino.

Así andaban las cosas cuando un día tropecépor casualidad con el inquilino en la escalera.La abuela me había mandado por algo. Él sedetuvo, yo me ruboricé y él también, pero seechó a reír, me saludó, preguntó por la salud dela abuela y dijo: «¿Qué, han leído los libros?»Yo contesté que sí. «¿Y cuáles -volvió a pre-guntar- les han gustado más?» Yo respondí:«Ivanhoe y Pushkin son los que más nos hangustado.» Con eso terminó la conversación porentonces.

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Ocho días después volví a tropezar con él enla escalera. Esta vez la abuela no me habíamandado por nada, sino que yo había salidopor mi cuenta. Ya habían dado las dos y el in-quilino volvía a casa a esa hora. «Buenas tar-des», me dijo, y yo le contesté: «Buenas tardes.»

-¿Y qué? -me preguntó-. ¿No se aburre ustedde estar sentada todo el día junto a su abuela?

Cuando oí la pregunta, no sé por qué me pu-se colorada. Sentí vergüenza y pena de que yahubieran empezado otros a hablar del asunto.Estuve por no contestar y marcharme, pero mefaltaron las fuerzas.

-Mire -dijo-, es usted una chica buena. Perdo-ne que le hable así, pero le aseguro que me in-tereso por su suerte más que su abuela. ¿Notiene usted amigas que visitar?

Yo dije que no, que sólo una, Mashenka, peroque se había ido a Pskov.

-Dígame -prosiguió-, ¿quiere ir al teatro con-migo?

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-¿Al teatro? Pero ¿y la abuela?-La abuela no tiene por qué enterarse.-No -dije-, no quiero engañar a la abuela.

Adiós.-Bueno, adiós- repitió él. Y no dijo más.Pero después de la comida vino a vernos. Se

sentó, habló largo rato con la abuela, le pre-guntó si salía alguna vez, si tenía amistades, yde repente dijo: «Hoy he sacado un palco parala ópera. Ponen El Barbero de Sevilla. Unos ami-gos iban a ir conmigo, pero después mudaronde propósito y me he quedado con el billete ysin compañía.

-¡El Barbero de Sevilla! -exclamó la abuela-. ¿Esése el mismo Barbero que ponían en mis tiem-pos?

-Sí, el mismo -dijo, dirigiéndome una mira-da-. Yo lo comprendí todo, me puse encarnaday el corazón me empezó a dar saltos de antici-pación.

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-¡Cómo no voy a conocerlo! -dijo la abuela-.¡Si en mis tiempos yo misma hice el papel deRosina en un teatro de aficionados!

-¿No quiere usted ir hoy? -preguntó el inqui-lino-. Si no, seria perder el billete.

-Pues sí, podríamos ir -respondió la abuela-.¿Por qué no? Además, mi Nastenka no ha esta-do nunca en el teatro.

¡Qué alegría, Dios mío! En un dos por tres nospreparamos, nos vestimos y salimos. La abuela,aunque no podía ver nada, quería oír música,pero es que además es buena. Deseaba que medistrajera un poco, y nosotras solas no noshubiéramos atrevido a hacerlo. No le contaré laimpresión que me causó El Barbero de Sevilla.Sólo le diré que durante la velada nuestro in-quilino me estuvo mirando con tanto interés,hablaba tan bien, que pronto me di cuenta deque aquella tarde había querido ponerme aprueba proponiéndome que fuéramos solos.¡Qué alegría! Me acosté tan orgullosa, tan con-

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tenta, y el corazón me latía tan fuertemente quetuve un poco de fiebre y toda la noche me lapasé delirando con El Barbero de Sevilla.

Pensé que después de esto el inquilino vendr-ía a vernos más a menudo, pero no fue así. Dejóde hacerlo casi por completo, o a lo más unavez al mes y sólo para invitarnos al teatro. Fui-mos un par de veces más, pero no quedé con-tenta. Comprendí que me tenía lástima por lamanera en que me trataba la abuela, y nadamás. Con el tiempo llegué a sentir que ya nopodía permanecer sentada, ni leer, ni trabajar.Me echaba a reír sin motivo aparente. Algunasveces molestaba a la abuela de propósito; otras,sencillamente lloraba. Adelgacé y casi me pusemala. Terminó la temporada de ópera y el in-quilino dejó por completo de visitarnos. Cuan-do nos encontrábamos --en la escalera de ma-rras, por supuesto-, me saludaba en silencio ytan gravemente que parecía no querer hablar.Al llegar él al portal yo todavía seguía en mitadde la escalera, roja como una cereza, porque

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toda la sangre se me iba a la cabeza cuandotropezaba con él.

Y ahora viene el fin. Hace un año justo, en elmes de mayo, el inquilino vino a vernos y dijo ala abuela que ya había terminado de gestionarel asunto que le había traído a Petersburgo yque tenía que volver a Moscú por un año. Aloírlo me puse pálida y caí en la silla comomuerta. La abuela no lo notó, y él, después deanunciar que dejaba libre el cuarto, se despidióy se fue.

¿Qué iba yo a hacer? Después de pensarlomucho y de sufrir lo indecible, tomé una reso-lución. Él se iba al día siguiente, y yo decidíacabar con todo esa misma noche después deque se acostara la abuela. Así fue. Hice un bultocon los vestidos que tenía y la ropa interior quenecesitaba y, con él en la mano, más muertaque viva, subí al desván de nuestro inquilino.Calculo que tardé una hora en subir la escalera.Cuando se abrió la puerta, lanzó un grito alverme. Creyó que era una aparición y corrió a

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traerme agua porque apenas podía tenerme depie. El corazón me golpeaba con fuerza, medolía la cabeza y me sentía mareada. Cuandome repuse un poco, lo primero que hice fuesentarme en la cama con el bulto a mi lado,cubrirme la cara con las manos y romper a llo-rar desconsoladamente. Él, por lo visto, se per-cató de todo al instante. Estaba de pie ante mí,pálido, y me miraba con ojos tan tristes que seme partió el alma.

-Escuche -me dijo-, escuche, Nastenka. Nopuedo hacer nada, soy pobre, no tengo nadapor ahora, ni siquiera un empleo decente.¿Cómo viviríamos si me casara con usted?

Hablamos largo y tendido y yo acabé porperder el recato. Dije que no podía vivir con laabuela, que me escaparía de casa, que noaguantaba que se me tuviera sujeta con un im-perdible, y que si quería, me iba con él aMoscú, porque sin él no podía vivir. La ver-güenza, el amor, el orgullo, todo hablaba en míal mismo tiempo, y a punto estuve de caer en la

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cama presa de convulsiones. ¡Tanto temía queme rechazara!

Él, después de estar sentado en silencio algu-nos minutos, se levantó, se acercó a mí y metomó una mano.

-Escuche, mi querida Nastenka -empezó conlágrimas en la voz-. Escuche. Le juro que si al-guna vez estoy en condiciones de casarme, sólome casaré con usted. Le aseguro que sólo ustedpuede ahora hacerme feliz. Escuche, voy aMoscú y pasaré allí un año justo. Espero arre-glar mis asuntos. Cuando vuelva, si no ha deja-do de quererme, le juro que nos casaremos.Ahora no es posible, no puedo, no tengo dere-cho a hacer promesa alguna. Repito que si no esdentro de un año, será de todos modos algúndía, por supuesto si no ha preferido usted aotro, porque comprometerla a que me dé supalabra es algo que ni puedo ni me atrevo ahacer.

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Eso me dijo, y al día siguiente se fue. Acor-damos no decir palabra de esto a la abuela. Asílo quiso él. Y ahora mi historia está casi tocan-do a su fin. Ha pasado un año justo. Él ha lle-gado, lleva aquí tres días enteros y... y...

-¿Y qué? -grité yo, impaciente por oír el final.-Y hasta ahora no se ha presentado

-respondió Nastenka sacando fuerzas de fla-queza-. No ha dado señales de vida.

En ese punto se detuvo, quedó callada unmomento, bajó la cabeza y, de pronto, tapándo-se la cara con las manos, empezó a sollozar demanera tal que me laceró el alma.

Yo ni remotamente esperaba ese desenlace.-¡Nastenka! -imploré con voz tímida-. ¡Nas-

tenka, no llore, por amor de Dios! ¿Cómo losabe usted? Quizá no esté aquí todavía...

-¡Sí está, sí está! -insistió Nastenka-. Está aquí,lo sé. Esa noche, la víspera de su marcha, fija-mos una condición. Cuando nos dijimos todo loque le he contado a usted y llegamos a un

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acuerdo, vinimos a pasearnos aquí justamente aeste muelle. Eran las diez. Nos sentamos en estebanco. Yo había dejado de llorar y le escuchabacon deleite. Dijo que en cuanto regresara vendr-ía a vernos, y que si yo todavía le quería pormarido se lo contaríamos todo a la abuela. Yaha llegado, lo sé, pero no ha venido.

Y se echó a llorar de nuevo.-¡Dios mío! ¿Pero no hay manera de ayudar-

la? -grité, saltando del banco con verdaderadesesperación-. Diga, Nastenka, ¿no podría iryo a verle?

-¿Cree usted que podría? -dijo alzando desúbito la cabeza.

-No, claro que no -afirmé conteniéndome atiempo-. Pero, mire, escríbale una carta.

-No, de ninguna manera. Eso no puede ser-contestó ella con voz resuelta, pero bajando lacabeza y sin mirarme.

-¿Cómo que no puede ser? ¿Cómo que no?-insistí yo aferrándome a mi idea-. Sepa usted,

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Nastenka, que no se trata de una carta cual-quiera. Porque hay cartas y cartas. Hay quehacer lo que digo, Nastenka. ¡Confíe en mí, porfavor! No es un mal consejo. Todo esto se pue-de arreglar. Al fin y al cabo, ha dado usted ya elprimer paso, con que ahora...

-No puede ser, no. Parecería que quiero com-prometerle.

-¡Ah, mi buena Nastenka! -la interrumpí sinocultar una sonrisa-. Le digo a usted que no.Usted, después de todo, está en su, derecho,porque él ya le ha hecho una promesa. Y, por loque colijo, es hombre delicado, se ha portadobien -añadía entusiasmado cada vez más con lalógica de mis argumentos y aseveraciones-¿Que cómo se ha portado? Se ha ligado a ustedcon una promesa. Dijo que si se casaba seríaúnicamente con usted. Y a usted la dejó en ab-soluta libertad para rechazarle sin más. En talsituación puede usted dar el primer paso, tieneusted derecho a ello, le lleva usted ventaja,

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aunque sea sólo, digamos, para devolverle lapalabra dada.

-Diga, ¿cómo escribiría usted?-¿El qué?-La carta esa.-Pues diría: «Muy senor mio... »-¿Es de todo punto necesario decir «muy se-

nor mío»?-De todo punto. Pero, ahora que pienso, quizá

no lo sea... Creo que...-Bueno, bueno, siga.-«Muy señor mío: Perdone que...» Pero no, no

hace falta ninguna excusa. El hecho mismo lojustifica todo. Diga simplemente: «Le escribo.Perdone mi impaciencia, pero durante un añoentero he vivido feliz con la esperanza de suregreso. ¿Tengo yo la culpa de no poder sopor-tar ahora un día de duda? Ahora que ha llega-do, quizá haya cambiado usted de intención. Sies así, esta carta le dirá que ni me quejo ni le

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condeno. No puedo condenarle por no haberlogrado hacerme dueña de su corazón. Así lohabrá querido el destino. Es usted un hombrehonrado. No se sonría ni se enoje al ver estosrenglones impacientes. Recuerde que los escri-be una pobre muchacha, que está sola en elmundo, que no tiene quien la instruya y acon-seje y que nunca ha sabido sujetar su corazón.Perdone si la duda ha hallado cobijo en mi al-ma, siquiera sólo un momento. Usted no seríacapaz de ofender, ni siquiera con el pensamien-to, a ésta que tanto le ha querido y le quiere.»

-¡Sí, sí! ¡Eso mismo es lo que se me ha ocurri-do! -exclamó Nastenka con ojos radiantes degozo-. Ha despejado usted mis dudas. Es ustedun enviado de Dios. ¡Se lo agradezco tanto!

-¿Por qué? ¿Porque soy un enviado de Dios?-pregunté, mirando con arrebato su rostro ale-gre.

-Sí, por eso al menos.

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-¡Ay, Nastenka! ¡Demos gracias a que algunaspersonas viven con nosotros! Yo doy gracias austed por haberla encontrado y porque la re-cordaré el resto de mi vida.

-Bien, basta. Ahora escuche. En la ocasión deque le hablo acordamos que, no bien llegara,me mandaría recado con una carta que deposi-taría en cierto lugar, en casa de unos conocidosmíos, gente buena y sencilla, que no sabe nadadel asunto. Y que si no le era posible escribir-me, porque en una carta no se puede decir to-do, que vendría aquí el mismo día de su llega-da, a este lugar en que nos dimos cita, a las diezen punto. Sé que ha llegado ya, y hoy, al cabode tres días, ni ha habido carta ni ha venido.Por la mañana no puedo separarme de la abue-la. Entregue usted mismo la carta mañana a esabuena gente que le digo. Ellos se la remitirán. Ysi hay contestación, usted mismo puede traér-mela a las diez de la noche.

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-¡Pero la carta, la carta! Lo primero es escribirla carta. De ese modo, quizá para pasado ma-ñana esté todo resuelto.

-La carta... -respondió Nastenka turbándoseun poco-, la carta... pues...

No acabó la frase. Primero volvió la cara, quese tiñó de rosa, y de repente sentí en mi manola carta, escrita por lo visto hacía tiempo, todapreparada y sellada. ¡Qué recuerdo tan fami-liar, tan simpático y gracioso ha retenido deello!

-R,o-Ro-s,i-si-n,a-na -empecé yo.-¡Rosina! -entonamos los dos, yo casi

abrazándola de alborozo, ella ruborizándoseaún más y riendo a través de sus lágrimas que,como perlas, temblaban en sus negras pestañas.

-Bueno, basta. Ahora, adiós -dijo con precipi-tación-. Aquí está la carta y éstas son las señas aque hay que llevarla. Adiós, hasta la vista, has-ta mañana.

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Me apretó con fuerza las dos manos, me hizoun saludo con la cabeza y entró disparada en sucallejuela. Yo permanecí algún tiempo dondeestaba, siguiéndola con los ojos.

«Hasta mañana, hasta mañana», palabras quese me quedaron clavadas en la memoria cuan-do se perdió de vista.

Noche tercera

Hoy ha sido un día triste, lluvioso, sin un ra-yo de luz, como será mi vejez. Me acosan unospensamientos tan extraños y unas sensacionestan lúgubres, se agolpan en mi cabeza unaspreguntas tan confusas, que no me siento nicon fuerzas ni con deseos de contestarlas. Noseré yo quien ha de resolver todo esto.

Hoy no nos hemos visto. Ayer, cuando nosdespedimos, empezaba a encapotarse el cielo yse estaba le vantando niebla. Yo dije que hoyharía mal tiempo Ella no contestó, porque no

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quería ir a contrapelo de sus esperanzas. Paraella el día sería claro y sereno, ni una sola nu-becilla empanaria su felicidad.

-Si llueve no nos veremos -dijo-. No vendré.Yo pensaba que ella no haría caso de la lluvia

de hoy, pero no vino.Ayer fue nuestra tercera entrevista, nuestra

tercera noche blanca...¡Pero hay que ver cómo la alegría y la felici-

dad hermosean al hombre! ¡Cómo hierve deamor el corazón! Es como si uno quisiera fundirsu propio corazón con el corazón de otro, comosi quisiera que todo se regocijara, que todo rie-ra. ¡Y qué contagiosa es esa alegría! ¡Ayer habíaen sus palabras tanto deleite y en su corazóntanta bondad para conmigo! ¡Qué tierna semostraba, cómo me mimaba, cómo lisonjeaba ycon fortaba mi corazón! ¡Cuánta coqueteríanacía de su felicidad! Y yo... lo creía todo a piesjuntillas, pensaba que ella. ..

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Pero, Dios mío, ¿cómo podía pensarlo?¿Cómo podía ser tan ciego, cuando ya otro sehabía adueñado de todo, cuando ya nada eramío? ¿Cuando, al fin y al cabo, esa ternura deella, esa solicitud, ese amor..., sí, ese amor haciamí, no eran sino la alegría ante la próxima en-trevista con el otro, el deseo de ligarme tambiéna su felicidad? Cuando él no vino y nuestraespera resultó inútil, se le anubló el rostro,quedó cohibida y acobardada. Sus palabras ygestos parecían menos frívolos, menos jugueto-nes y alegres. Y, cosa rara, redoblaba su aten-ción para conmigo, como si deseara instintiva-mente comunicarme lo que quería, lo que temíasi la cosa no salía bien. Mi Nastenka se intimidótanto, se asustó tanto, que por lo visto com-prendió al fin que yo la amaba y buscaba cobijoen mi pobre amor. Es que cuando somos des-graciados sentimos más agudamente la des-gracia ajena. El sentimicnto no se dispersa, sinoque se reconcentra.

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Llegué a la cita con el corazón rebosante eimpaciente por verla. No podía prever lo quesiento ahora, ni el giro que iba a tomar el asun-to. Ella estaba radiante de felicidad. Esperabauna respuesta y la respuesta era él mismo. Élvendría corriendo en respuesta a su llama-miento. Ella había llegado una hora antes queyo. Al principio no hacía sino reír, respondien-do con carcajadas a cada una de mis palabras.Estuve a punto de hablar, pero me contuve.

-¿Sabe por qué estoy tan contenta? ¿Tan con-tenta de verle? -preguntó-. ¿Por qué le quierotanto hoy?

-¿Por qué? -pregunté yo a mi vez con el co-razón trémulo.

-Pues le quiero porque no se ha enamoradode mí. Otro, en su lugar, hubiera empezado aimportunarme, a asediarme, a quejarse, a do-lerse. ¡Usted es tan bueno!

Me apretó la mano con tanta fuerza que casime hizo gritar. Ella se echó a reír.

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-¡Dios mío, qué buen amigo es usted!-prosiguió, seria, al cabo de un minuto-. ¡Quesí, que Dios me lo ha enviado a usted! Porque¿qué sería de mí si no estuviera usted conmigoahora? ¡Qué desinteresado es usted! ¡Qué bienme quiere! Cuando me case, seguiremos muyunidos, más que si fuéramos hermanos. Voy aquererle a usted casi tanto como a él.

En ese instante sentí una horrible tristeza y,sin embargo, algo así como un brote de risaempezó a cosquillearme el alma.

-Está usted arrebatada --dije-: Tiene ustedmiedo. Piensa que no va a venir.

-Bueno --contestó-. Si no estuviera tan felizcreo que su incredulidad y sus reproches meharían llorar. Por otro lado me ha devuelto us-ted el buen juicio y me ha dado mucho quepensar; pero lo pensaré más tarde; ahora le con-fieso que tiene usted razón. Sí, estoy un pocofuera de mí. Estoy a la expectativa y las cosas

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mas nimias me afectan. Pero, basta, dejémonosde sentimientos...

En ese momento se oyeron pasos y de la os-curidad surgió un transeúnte que vino hacianosotros. Los dos sentimos un escalofrío y ellacasi lanzó un grito. Yo le solté la mano e hiceademán de alejarme. Pero nos habíamos equi-vocado; no era él.

-¿Qué teme? ¿Por qué me ha soltado la mano?-preguntó dándomela otra vez-. ¿Qué pasa?Vamos a encontrarle juntos. Quiero que él veacuánto nos queremos.

«¡Ay, Nastenka, Nastenka -pensé-, cuánto hasdicho con esa palabra! Un amor como éste,Nastenka, en ciertos momentos enfría el cora-zon y apesadumbra el alma. Tu mano está fría;la mía arde como el fuego. ¡Qué ciega estás,Nastenka! ¡Qué insoportable a veces es la per-sona feliz! Pero no puedo enfadarme contigo ...»

Por fin sentí que mi corazón rebosaba:

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-Oiga, Nastenka -exclamé-. ¿Sabe lo que hehecho en el día de hoy?

-Bueno, ¿qué ha hecho? ¡A ver, de prisa! ¿Porqué no lo ha dicho hasta este instante?

-En primer lugar, Nastenka, cuando hice to-dos sus mandados, entregué la carta, estuve aver a esas buenas gentes... fui a casa y meacosté...

-¿Nada más? -me interrumpió riendo.-Sí, casi nada más -respondí haciendo un es-

fuerzo porque en los ojos me escocían unaslágrimas estúpidas-. Me desperté como unahora antes de nuestra cita, y me parecía que nohabía dormido. No sé lo que me pasaba. Se meantojaba que había salido para contarle a ustedtodo esto y que iba por la calle como si se mehubiese parado el tiempo, como si hasta el finde mi vida debiera tener sólo una sensación, unsentimiento, como si, un minuto. debiera con-vertirse en una eternidad entera, y como si lavida se hubiera detenido en su curso... Cuando

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desperté creí que volvía a recordar un motivomusical de gran dulzura, largo tiempo conoci-do, oído antes en algún sitio. Se me figurabaque ese motivo había querido brotar de mi al-ma durante toda mi vida y que sólo ahora...

-¡Dios mío! ¿Qué significa eso? -No entiendopalabra.

-¡Ay, Nastenka! Quería comnicarle a usted dealgún modo esa extraña impresión... -indiquécon voz lastimera en la que, aunque muy remo-ta, latía aún la esperanza.

-¡Basta, basta, no siga! -dijo, y en un momentola pícara lo comprendió todo. De súbito se vol-vió locuaz, alegre y retozona. Me cogía del bra-zo, reía, quería que yo también riera, y recibíacada confusa palabra mía con larga y sonoracarcajada. Yo empecé a sulfurarme y ella en-tonces se puso a coquetear.

-¿Sabe? -dijo-. Me escuece un poco que no seenamore usted de mí. Después de esto, ¿quévoy a pensar de usted? Pero, de todos modos,

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señor inflexible, no puedo menos de alabarmepor lo ingenua que soy. Yo le cuento a ustedtodo, todito, por grande que sea la tontería quese me viene a la cabeza.

-Escuche. Parece que están dando las once-dije cuando se oyeron las campanadas de unalejana torre de la ciudad. Ella calló en el acto,dejó de reír y se puso a contar.

-Sí, las once -acabó por decir con voz tímida eindecisa.

Yo me arrepentí al punto de haberla asusta-do, de haberle hecho contar la hora, y me mal-dije por mi arrebato de malicia. Sentí lástima deella y no sabía cómo expiar mi conducta. Mepuse a consolarla, a buscar razones que explica-ran la ausencia de él, a ofrecer argumentos ypruebas. Nadie era tan fácil de enganar comoella entonces, porque en momentos así todosescuchamos con alegría cualquier palabra deconsuelo y nos contentamos con una sombra dejustificación.

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-Pero esto es ridículo -dije yo, animándomecada vez más y muy satisfecho de la insólitaclaridad de mis pruebas-, pero si no podíahaber venido. Usted, Nastenka, me ha cautiva-do y confundido hasta el punto de que he per-dido la noción del tiempo... Piense usted queapenas ha habido tiempo para que reciba lacarta. Supongamos que no ha podido venir;supongamos que piensa contestar; en tal caso lacarta no llegará hasta mañana. Yo mañana voya recogerla tan pronto como amanezca y enseguida le diré a usted lo que hay. Piense, porúltimo, en un sinfín de posibilidades, por ejem-plo, que no estaba en casa cuando llegó la carta,y que quizá no la haya leído todavía. Todo elloes posible.

-Sí, sí --contestó Nastenka-, no había pensadoen ello. Claro que todo es posible -prosiguiócon tono de asentimiento, pero en el que, comouna disonancia enojosa, se percibía otra idealejana-. Mire lo que debe hacer. Usted va ma-ñana lo más temprano posible y si recibe algo

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me lo dice en seguida. ¿Pero sabe usted dóndevivo? -y empezó a repetirme sus señas.

Luego, sin transición, se puso tan tierna ytímida conmigo... Parecía escuchar con atenciónlo que le decía, pero cuando me volví hacia ellapara hacerle una pregunta, guardó silencio,quedó confusa y volvió la cabeza. Le miré losojos. Efectivamente, estaba llorando.

-Pero, ¿es posible? ¡Qué niña es usted! ¡Peroqué niñería!... Vamos, basta.

Trató de sonreír y se calmó, pero aún le tem-blaba la barbilla y le palpitaba el pecho.

-Estoy pensando en usted -me dijo tras unmomento de silencio-. Es usted tan bueno queuna tendría que ser de piedra para no notarlo.¿Sabe lo que ahora se me ha ocurrido? Puescompararles a ustedes dos. ¿Por qué él y nousted? Él no es tan bueno como usted, aunquele quiero más que a usted.

Yo no contesté. Ella, por lo visto, esperabaque dijera algo.

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-Claro que quizá no le comprendo a él bientodavía, que no le conozco bien. Parecía, ¿sabeusted? como si siempre le tuviera miedo, por loserio que estaba siempre, por lo así como orgu-lloso que parecía. Por supuesto que era sólo porfuera. En el corazón tiene más ternura que yo.Recuerdo cómo me miraba cuando, como ya lehe dicho, fui a buscarle con el hatillo de ropa.Pero aun así, le tengo, no sé por qué, demasia-do respeto y esto crea cierta desigualdad entrenosotros.

-No, Nastenka -respondí-, eso quiere decirque usted le quiere más que a nadie en el mun-do, mucho más de lo que usted se quiere a símisma.

-Bueno, supongamos que sea así -dijo la ino-cente Nastenka-. ¿Sabe usted lo que se me ocu-rre? Pero ahora no quiero hablar por mí sola,sino en general. Esto ya lo pensé hace tiempo.Escuche, ¿por qué no nos tratamos unos a otroscomo hermanos? ¿Por qué hasta el hombre másbueno disimula y calla en presencia de otro?

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¿Por qué no decir sin rodeos lo que tiene unoen el corazón, inmediatamente, cuando sabeuno que su palabra no se la llevará el viento?¿Por qué parecer más adusto de lo que uno esen realidad? Es como si cada cual temiera vio-lentar los propios sentimientos si los expr:esalibremente.

-¡Ah, Nastenka, dice usted verdadl Eso resul-ta de varios motivos -interrumpí yo, que en eseinstante reprimía mis propios sentimientos másque nunca.

-No, no -respondió ella con profunda emo-ción-. Usted, por ejemplo, no es como los otros.Francamente, no sé cómo decirle lo que siento,pero creo que usted, por ejemplo..., aunqueahora..., me parece que usted sacrifica algo pormí -agregó con timidez, lanzándome una ojea-da fugaz-. Perdone que le hable así. Soy unamuchacha sencilla, he visto poco mundo y laverdad, no sé cómo expresarme a veces -añadiócon voz que algún oculto sentimiento hacíatemblar, y procurando sonreír al mismo tiem-

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po-. Pero sólo quería decirle que soy agradeciday que comprendo todo esto... ¡Que Dios se lopague haciéndole feliz! Lo que me contó ustedde su soñador no tiene pizca de verdad; quierodecir, que no tiene ninguna relación con usted.Usted se repondrá. Usted es muy diferente decomo se pinta a sí mismo. Si alguna vez seenamora ¡que Dios le haga feliz con ella! A ellano le deseo nada porque será feliz con usted. Losé porque soy mujer y debe usted creer lo quedigo...

Calló y me apretó la mano con fuerza. A mí laagitación me impidió decir nada. Pasaron algu-nos instantes.

-Bueno, está visto que no viene hoy -dijo porúltimo alzando la cabeza-. Es tarde...

-Vendrá mañana -dije con voz firme y confia-da.

-Sí -añadió ella alegrándose-. Ahora veo queno vendrá hasta mañana. ¡Hasta la vista, pues,hasta mañana! Si llueve quizá no venga. Pero

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vendré pasado mañana, vendré pase lo quepase. Esté usted aquí sin falta. Quiero verle y lecontaré todo.

Seguidamente, cuando nos despedimos, medio la mano y dijo mirándome serenamente alos ojos:

-En adelante estaremos siempre juntos, ¿ver-dad?

¡Oh, Nastenka, Nastenka, si supieras qué soloestoy ahora!

Cuando dieron las nueve se me hizo intolera-ble quedarme en el cuarto. Me vestí y salí apesar del mal tiempo. Fui al lugar de la cita yme senté en nuestro banco. Hasta entré en sucallejuela, pero me dio vergüenza y giré sobrelos talones, sin mirar sus ventanas y sin darmás que dos pasos hacia su casa. Llegué a lamía dominado por la tristeza más grande quehe sentido en mi vida. ¡Qué tiempo tan crudo ysombrío! Si al menos fuera bueno, me hubieraestado paseando allí toda la noche...

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Bueno, hasta mañana. Mañana me lo contarátodo.

Pero no ha habido carta hoy. Aunque bienmirado, sin embargo, quizá había de ser así.Estarán ya juntos...

Noche cuarta

¡Dios mío, cómo ha terminado todo esto!¡Qué fin ha tenido!

Llegué a las nueve. Ella ya estaba allí. La ob-servé desde lejos. Estaba, como aquella primeravez, apoyada en la barandilla del muelle y nome oyó acercarme.

-¡Nastenka! exclamé haciendo un esfuerzopor contener mi emoción.

Ella al punto se volvió hacia mí.-¡Bueno -dijo-. de prisa!La miré perplejo.

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-Pero, ¿donde está la carta? ¿Ha traído ustedla carta? -repitió asiéndose a la barandilla.

-No, no tengo carta -dije al fin-. ¿Pero es queél no ha venido?

Ella se puso mortalmente pálida y me miró,inmóvil, largo rato. Yo había destruido su últi-ma esperanza.

-¡Sea lo que Dios quiera! -dijo al cabo con vozentrecortada-. ¡Qué Dios le perdone si meabandona así!

Bajó los ojos y luego quiso mirarme pero nopudo. Durante algunos minutos probó a domi-nar su emoción, pero de pronto me volvió laespalda, puso los codos en la barandilla delmuelle y se deshizo en lágrimas.

-Basta, basta -empecé a decir, pero, mirándo-la, no tuve fuerzas para continuar. Al fin y alcabo, ¿qué podía decir?

-¡Pero qué inhumano y cruel es esto! -empezóde nuevo-. ¡Ni tan siquiera un renglón! Si almenos dijera que no me necesita, que no quiere

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nada conmigo... ¡Pero eso de no ponerme unaslíneas en tres días seguidos! ¡Qué fácil le esagraviar a otros, ofender así a una pobre chicaindefensa, cuya única culpa ha sido quererle!¡Ay, lo que he sufrido estos tres días! ¡Dios mío,Dios mío! Cuando recuerdo que soy yo la quefue a verle por primera vez, que me humilléante él, que lloré, que mendigué una migaja deamor siquiera... ¡Y después de eso...! ¡Oiga -dijovolviéndose hacia mí, centelleantes sus ojosnegros-; eso no puede ser, eso no puede ser así,eso no es natural! Uno de nosotros dos, usted oyo, se habrá equivocado. No habrá recibido lacarta. Quizá ésta es la hora en que aún no sabenada. ¿Cómo es posible? Juzgue usted mismo,dígame, por amor de Dios, explíqueme, porqueyo no puedo entenderlo. ¿Cómo es posible por-tarse tan bárbara y groseramente como él se haportado conmigo? ¡Ni siquiera una palabra!¡Hasta a la persona más insignificante delmundo se la trata con más compasión! ¿Es po-sible que haya oído algo? ¿Es posible que al-

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guien le haya dicho cosas de mí? -gritó vol-viéndose, inquisitiva, hacia mí-. ¿Qué piensausted?

-Mire, Nastenka, mañana voy a verle de partede usted.

-¿Y qué?-Le pregunto todo y le cuento todo.-¿Y qué? ¿ Y qué?-Usted escribe una carta. No diga que no,

Nastenka, no diga que no. Le obligaré a respe-tar el comportamiento de usted, se enterará detodo, y si...

-No, amigo mío, no -interrumpió-. Ya basta.No recibirá de mí una palabra, ni una sola pa-labra, ni una línea. Ya basta. Ya no le conozco,ya no le quiero, le olvidaré...

No terminó la frase.-Cálmese, cálmese. Siéntese aquí, Nastenka

-dije haciéndola sentarse en el banco.

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-¡Pero si estoy tranquila! Basta, así es la vida.Y estas lágrimas ya se secarán. ¿Es que creeusted que me voy a matar? ¿Que me voy a tiraral agua?

Mi corazón rebosaba de emoción. Quisehablar, pero no pude.

-Diga -prosiguió, cogiéndome de la mano-,¿usted no se portaría así, ¿verdad? ¿No aban-donaría a quien hubiera venido a usted por supropia voluntad? ¿Usted no le echaria en cara,con burlas crueles, el tener un corazón débil ycrédulo? ¿Usted la protegería? ¿Usted pensaríaque era una muchacha sola, que no sabía mirarpor sí misma ni cuidarse del amor que sentiríapor usted... que ella no tenía la culpa .... que, enfin, no tenía la culpa de... que no había hechonada malo? ¡Ay, Dios mío, Dios mío!

-¡Nastenka! -exclamé por fin sin poder domi-nar mi agitación-. Nastenka, usted me estáatormentando, usted me destroza el corazón,usted me mata. ¡Nastenka, no puedo callar!

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¡Tengo que hablar, decir todo lo que me oprimeaquí, en el corazón!

Al decir esto me levanté del banco. Ella mecogió de la mano y me miró con asombro.

-¿Qué le pasa? -preguntó por fin.-Escuche -dije con decisión-. Escúcheme, Nas-

tenka. Todo lo que voy a decirle es absurdo,todo es quimérico y estúpido. Sé que nada deello puede realizarse, pero no puedo seguir mástiempo callado. ¡En nombre de lo que ustedsufre ahora, le ruego de antemano que me per-done!

-Pero, ¿esto qué es? -preguntó cesando de llo-rar y mirándome con fijeza, mientras en susojos sorprendidos brillaba una extraña curiosi-dad-. ¿Qué le pasa?

-Esto es quimérico, lo sé, pero la quiero a us-ted, Nastenka. Eso es lo que pasa. Ahora ya losabe usted todo -agregué remachando lo dichocon el brazo-. Ahora verá usted si puede hablar

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conmigo como hablaba hace un momento y sipuede escuchar al cabo lo que voy a decirle..,

-Bueno, ¿y qué? -me cortó Nastenka-. ¿Quéhay de nuevo en eso? Ya sabía que me queríausted, aunque creía que me quería así, senci-llamente, sin segunda intención... ¡Ay, Diosmío!

-Al principio, sí, sencillamente, pero ahora...,ahora soy exactamente como usted cuando fuea verle a él con el hatillo de ropa. Pero todavíapeor, Nastenka porque entonces él no queria anadie, mientras que ahora usted quiere a otro.

-¿Qué dice usted? No le entiendo a usted enabsoluto. Pero dígame, ¿con qué fin, es decir,no con qué fin, sino por qué se pone usted asítan de repente? ¡Cielo santo, estoy diciendotonterías ... ! Pero usted...

Nastenka quedó desconcertada del todo. Se leencendieron las mejillas y bajó los ojos.

-¿Qué hacer, Nastenka, qué hacer? Soy culpa-ble, he abusado de... Pero no, ¡qué va! No, Nas-

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tenka. Conozco esto, lo siento, porque me diceel corazón que tengo razón y que de ningunamanera puedo agraviarla o injuriarla. Era ami-go de usted y sigo siéndolo. No ha cambiado ennada. Mire cómo se me saltan las lágrimas,Nastenka. ¡Que se me salten, pues! No moles-tan a nadie. Ya se secarán...

-¡Pero siéntese, siéntese! --dijo obligándome asentarme en el banco-. ¡Ay, Dios mío!

-No, Nastenka, no quiero sentarme! yo ya nopuedo seguir aquí más tiempo; usted no meverá ya más. Voy a decirlo todo y me voy. Sóloquiero decir que usted no hubiera sabido nuncaque la quiero. Yo hubiera guardado el secreto yno la hubiera martirizado aquí y en este mo-mento con mi egoísmo. Pero es que no he po-dido aguantar más; usted misma empezó ahablar de esto, usted misma ha tenido la culpa,toda la culpa, y no yo. Usted no puede alejarmede su lado...

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-¡Pero claro que no, no señor, yo no le alejo demi lado! -dijo Nastenka, ocultando, la pobre, suconfusión como mejor pudo.

-¿No me aleja usted? Pues entonces yo mismome voy. Me voy, sólo que antes le contaré austed todo, porque cuando usted hablaba haceun momento no podía quedarme quieto en miasiento; cuando usted lloraba, cuando ustedsufría porque... (voy a decirlo tal como es, Nas-tenka), porque es usted desdeñada, porque suamor no es correspondido, ¡yo sentía, por miparte, tanto amor por usted, tanto amor! Y medaba tanta pena no poder ayudarla con eseamor... que se me partía el alma y... ¡y no pudecallar y tuve que hablar, Nastenka, tuve quehablar!...

-¡Sí, sí! ¡Hábleme, hábleme así! --dijo Nasten-ka con un gesto delicado-. Quizá le parezcaextraño que se lo diga, pero... ¡hable! ¡Ya le dirémás tarde! ¡Ya le contaré todo!

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-¡Me tiene usted lástima, Nastenka, sólolástima, amiga mía! A lo hecho, pecho. Aguapasada... ¿no es verdad? Bueno, ahora lo sabeusted todo. Algo es algo. ¡Muy bien! ¡Todo estáahora bien! Ahora escuche. Cuando estaba us-ted ahí sentada llorando, yo pensé para misadentros (¡ay, déjeme decir lo que pensé!) penséque (claro que esto, Nastenka, es imposible)...pensé que usted... pensé que usted, no sécómo..., bueno, por algún extraño motivo yahabía dejado de quererle. Entonces -y yo yapensaba esto, Nastenka, ayer y anteayer-, en-tonces yo hubiera hecho de modo... hubierahecho sin duda de modo que usted me hubieraido tomando cariño, porque usted misma dijo,usted misma afirmó, Nastenka, que ya casi mequería. Ahora, ¿qué más? Bueno, esto es casitodo lo que quería decir: sólo queda por decirlo que pasaría si usted me tomara cariño, nadamás. Escuche, amiga mía (porque de todos mo-dos es usted mi amiga), yo, por supuesto, soyun hombre sencillo, pobre, muy poca cosa, pero

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no importa (estoy tan confuso, Nastenka, queno doy pie con bola); sólo sé que la querría detal manera... de tal manera la querría, que siusted siguiera queriéndole a él, si siguiera que-riendo a ese hombre para mí desconocido, veríausted que mi amor no sería para usted una car-ga. Usted sólo notaría... sólo sentiría a cadainstante que junto a usted latía un corazón hon-rado, honrado, un corazón ardiente, que parausted... ¡Ay, Nastenka, Nastenka! ¿Qué hahecho usted conmigo?

-No llore, no quiero que llore -dijo Nastenkalevantándose rápidamente del banco-. Vamos,levántese, venga conmigo. No llore más, nollore -siguió diciendo mientras me enjugaba laslágrimas con su pañuelo-. Bueno, vamos; puedeque le diga algo... Sí, si ahora él me abandona,si me olvida, aunque yo todavía le quiero (nome propongo engañarle a usted)... Pero escuchey contésteme. Si yo, por ejemplo, le tomara ca-riño a usted, es decir, si yo... ¡Ay, amigo mío,amigo mío! ¡Cómo me doy plena cuenta ahora

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de que le ofendí cuando me reí de su amor,cuando le elogiaba Por no haberse enamoradode mí ... ! ¡Ay Dios! ¿Pero cómo no preví esto?¿Cómo no lo preví? ¿Cómo pude ser tan tonta?pero, en fin, estoy decidida. Voy a contarle to-do...

-Mire, Nastenka, ¿sabe lo que voy a hacer?Me alejo de usted. Sí, eso, me voy de su lado.No hago más que martirizarla. Ahora le re-muerde la conciencia porque se rió usted de mí,y no quiero... eso, no quiero que, junto a la penaque siente..., yo, por supuesto, tengo la culpa,Nastenka, pero... ¡adiós!

-Deténgase y escúcheme. ¿Es que no puedeesperar?

-¿Esperar qué?-Yo le quiero a él, pero esto pasará, esto tiene

que pasar. Es imposible que no pase, está pa-sando ya, lo siento... ¿Quién sabe? Quizá termi-ne hoy mismo, porque le odio, porque se hareído de mí, mientras que usted ha llorado aquí

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conmigo, porque usted no me hubiera repu-diado como él lo ha hecho, porque usted mequiere y él no, porque, en suma, yo le quiero austed... ¡Sí, le quiero! Le quiero como usted mequiere a mí; y, a decir verdad, yo misma se lohe dicho antes, usted mismo lo oyó. Le quieroporque es usted mejor que él, porque es ustedmás noble que él, porque, porque él...

La emoción de la pobre muchacha era tanfuerte que no terminó la frase; puso la cabezaen mi hombro, luego en mi pecho y rompió allorar amargamente. Traté de consolarla, deconvencerla, pero no cesaba en su llanto; sólome apretaba la mano y decía entre sollozos:«¡Espere, espere, que acabo en seguida! Quierodecirle... no piense usted que estas lágrimas...esto no es más que debilidad; espere a que pase... » Por fin se serenó, se enjugó las lágrimas yproseguimos nuestro paseo. Yo hubiera queri-do hablar, pero ella siguió diciéndome que es-perara. Guardamos silencio ... Al fin, sacó fuer-zas de flaqueza y rompió a hablar ...

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-Mire -empezó a decir con voz débil y trému-la, pero en la que de pronto empezó a vibraralgo que entró en mi corazón y lo llenó de dul-ce alegría-, no me crea usted liviana e incons-tante. No piense que soy capaz de cambiar yolvidar tan ligera y rápidamente... Le he queri-do a él un año entero y juro por lo más sagradoque nunca, nunca le he faltado, ni con el pen-samiento siquiera. Él ha desdeñado esto y se hareído de mí ¡qué se le va a hacer! Me ha agra-viado y me ha lastimado el corazón. No... no lequiero, porque sólo puedo querer lo que es ge-neroso, lo que es comprensivo, lo que es noble-porque yo soy así y él es indigno de mí- bueno,¿qué se le va a hacer? Mejor es que haya obradoasí ahora y no que más tarde me hubiera ente-rado con desengaño de cómo es... Bien, ¡pelillosa la mar! Pero ¿quién sabe, mi buen amigo?-prosiguió, apretándome la mano-. ¿Quién sabesi quizá todo el amor mío no fue más que unengaño de los sentidos, de la fantasía? ¿Quiénsabe si no empezó como una travesura, como

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una chiquillada, por hallarme bajo la vigilanciade la abuela? Quizá debiera amar a otro, y no aél, no a un hombre como él, sino a otro que metuviera lástima y... Pero dejemos esto, dejémos-lo -interpuso Nastenka, a quien ahogaba la agi-tación-, sólo quería decirle... quería decirle quesí, a pesar de que le quiero a él (no, que le quer-ía), si, a pesar de eso, dice usted todavía..., sisiente usted que su cariño es tan grande quepuede con el tiempo reemplazar al anterior enmi corazón... si de veras se compadece usted demí, si no quiere dejarme sola en mi desgracia,sin consuelo, sin esperanza, si promete amarmesiempre como ahora me ama, en ese caso le juroque la gratitud .... que mi cariño acabará siendodigno del suyo... ¿me cogerá usted de la manoahora?

-Nastenka -grité ahogado por los sollozos-.¡Nastenka, oh, Nastenka!

-¡Bueno, basta, basta! ¡Bueno, basta ya de ve-ras! -dijo, haciendo un esfuerzo para calmarse-.Ahora ya está todo dicho, ¿verdad? ¿No es así?

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Usted es feliz y yo soy feliz. No se hable másdel asunto. Espere, no me apure... ¡Hable deotra cosa, por amor de Dios!...

-¡Sí, Nastenka, sí! Con eso basta, ahora soy fe-liz... Bueno, Nastenka, bueno, hablemos de otracosa. ¡A ver, a ver, de otra cosa! Sí, estoy dis-puesto...

No sabíamos de qué hablar, reíamos, llorá-bamos, decíamos mil palabras sin ton ni son.Marchábamos por la acera y de repente volv-íamos sobre nuestros pasos y cruzábamos lacalle. Luego nos parábamos y volvíamos almuelle. Parecíamos chiquillos...

-Ahora vivo solo, Nastenka -decía yo-, peromañana... Ya sabe usted, Nastenka, que, porsupuesto, soy pobre. En total, no tengo más que1.200 rublos, pero eso no importa...

-Claro que no. Además la abuela tiene unapensión y no será una carga. Tenemos que lle-varnos a la abuela.

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-Desde luego hay que llevarse a la abuela...Ahora bien, también está Matryona...

-¡Ah, sí, y nosotras tenemos a Fyokla!-Matryona es buena, pero tiene un defecto.

Carece de imaginación, Nastenka, carece porcompleto de imaginación. Pero eso no tieneimportancia.

-Ninguna. Pueden vivir juntas. Entonces semuda usted a nuestra casa.

-¿Cómo? ¿A casa de ustedes? Muy bien, estoydispuesto.

-Sí, como inquilino. Ya le he dicho que tene-mos un desván en lo alto de la casa y que estávacío. Teníamos una inquilina, una vieja defamilia noble, pero se nos fue, y sé que la abue-la busca ahora a un joven. Yo le pregunto:«¿Por qué un joven?» Y ella dice: «Porque yasoy vieja; pero no vayas a creerte, Nastenka,que te estoy buscando marido.» Yo sospechabaque era para eso...

-¡Ay, Nastenka!

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Y los dos rompimos a reír.-Bien, basta ya. ¿Y usted dónde vive? Ya se

me ha olvidado.-Ahí, junto a uno de los puentes, en casa de

Barannikov.-¿Esa casa tan grande?-Sí, esa casa tan grande.-Ah, sí, ya sé, es una casa hermosa. Bueno,

pues ya sabe que mañana la deja y se viene connosotras cuanto antes...

-Pues mañana, Nastenka, mañana. Estoy algoretrasado con el pago del alquiler, pero no im-porta... Voy a recibir mi paga pronto y...

-Y ¿sabe?, quizá yo dé lecciones. Yo mismame instruiré y daré lecciones...

-¡Magnífico! Y yo recibiré pronto una gratifi-cación, Nastenka...

-De modo que mañana será usted un inquili-no...

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-Sí, e iremos a oír El Barbero de Sevilla, porquelo van a poner pronto otra vez.

-Sí que iremos -dijo riendo Nastenka-. No.Mejor será que vayamos a oir otra cosa en lugarde El Barbero.

-Bueno, muy bien, otra cosa. Claro que serámejor. No había pensado...

Hablando así, íbamos y veníamos como atur-didos, como caminantes en la niebla, como sino supiéramos qué nos pasaba. A veces nosparábamos y charlábamos largo rato en unmismo lugar; a veces reanudábamos nuestras¡das y venidas y llegábamos hasta Dios sabedónde, y allí vuelta a reír y vuelta a llorar... Depronto, Nastenka decidió volver a casa. Yo nome atreví a retenerla y quise acompañarla hastala puerta misma. Nos pusimos en camino y alcabo de un cuarto de hora nos hallamos denuevo en nuestro banco del muelle. Allí suspiróy alguna lagrimilla volvió a bañarle los ojos. Yoquedé cohibido y perdí un tanto mi ardor...

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Pero ella, allí mismo, me apretó la mano y mearrastró de nuevo a caminar, a charlar, a contarcosas...

-Ya es hora de que vaya a casa, ya es hora.Pienso que debe ser muy tarde -dijo por finNastenka-, ¡basta ya de chiquilladas!

-Sí, Nastenka, pero lo que es dormir, no dor-miré ahora. Yo no me voy a casa.

-Yo parece que tampoco voy a dormir. Peroacompañeme usted.

-Por supuesto.-Esta vez, sin embargo, es preciso que lle-

guemos hasta mi casa.-Claro. Por supuesto.-¿Palabra de honor?... Porque alguna vez

habrá que volver a casa.-Palabra de honor --contesté riendo.-Bueno, andando.-Andando.

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-Mire el cielo, Nastenka, mírelo. Mañana va ahacer buen día. ¡Qué cielo tan azul! ¡Qué luna!¡Mire cómo la va a cubrir esa nube amarilla,mire, mire! No, ha pasado junto a ella. ¡Mire,mire!

Pero Nastenka no miraba la nube, sino que,clavada en el sitio, guardaba silencio. Un ins-tante después comenzó a apretarse contra mícon una punta de timidez. Su mano temblabaen la mía. La miré... Ella se apoyó contra mí conmás fuerza aún.

En ese momento paso junto a nosotros un jo-ven. Se detuvo de repente, nos miró de hito enhito y luego dio unos pasos más. Mi corazóntembló.

-Nastenka -dije yo a media voz-. ¿Quién es,Nastenka?

-Es él -respondió con un murmullo, apretán-dose aún más estremecida contra mí.

Yo apenas podía tenerme de pie.

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-¡Nastenka! ¡Nastenka! ¡Eres tú! -exclamó unavoz tras nosotros y en ese momento el joven diounos pasos hacia donde estábamos.

¡Dios mío, qué grito dio ella! ¡Cómo tembla-ba! ¡Cómo se libró forcejeando de mis brazos yvoló a su encuentro! Yo me quedé mirándoloscon el corazón deshecho. Pero apenas le dio ellala mano, apenas se hubo lanzado a sus brazos,cuando de pronto se volvió de nuevo hacia mí,corrió a mi lado como una ráfaga de viento,como un relámpago, y antes de que yo me di-era cuenta, me rodeó el cuello con los brazos yme besó con fuerza, ardientemente. Luego, sindecirme una palabra, corrió otra vez a él, lecogió de la mano y le arrastró tras sí.

Yo me quedé largo rato donde estaba, si-guiéndoles con la mirada. Por fin se perdieronde vista.

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La mañana

Mis noches terminaron con una mañana. Eldía estaba feo. Llovía, y la lluvia golpeaba tris-temente en mis cristajes. Mi cuarto estaba oscu-ro y el patio sombrío. La cabeza me dolía y medaba vueltas. La fiebre se iba adueñando de micuerpo.

-Carta para ti, señorito. El cartero la ha traídopor correo interior --dijo Matryona inclinadasobre mí.

-¿Una carta? ¿De quien? -grité saltando de lasilla.

-No tengo idea, señorito. Mira bien. Puedeque esté escrito ahí.

Rompí el sello. Era de ella.«Perdone, perdóneme -me decía Nastenka-,

de rodillas se lo pido, perdóneme. Le he enga-ñado a usted y me he engañado a mí misma.Ha sido un sueño, una ilusión... ¡No puede

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imaginarse cómo le he echado de menos hoy!¡Perdóneme, perdóneme!

»No me culpe, porque en nada he cambiadocon respecto a usted. Le dije que le amaría y yale amo, y aún le amo más de la cuenta. ¡Ay,Dios mío! ¡Si fuera posible amarles a ustedesdos a la vez! ¡Ay, si fuera usted él! »

«¡Ay, si él fuera usted!» -me cruzó por lamente. ¿Recordé tus propias palabras, Nasten-ka?

«¡Dios sabe lo que yo haría por usted ahora!Sé que está usted apesadumbrado y triste. Lehe agraviado, pero ya sabe usted que quienama no recuerda largo tiempo el agravio. Yusted me ama.

»Le agradezco, sí, le agradezco a usted eseamor. Porque ha quedado impreso en mi me-moria como un dulce sueño, un sueño de esosque uno recuerda largo rato después de desper-tar; siempre me acordaré del momento en queusted me abrió su corazón tan fraternalmente,

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en que tomó en prenda el mío, destrozado, paraprotegerlo, abrigarlo, curarlo... Si me perdona,mi recuerdo de usted llegará a ser un senti-miento de gratitud que nunca se borrará de mialma... Guardaré ese recuerdo, le seré fiel, no leharé traición, no traicionaré mi propio corazón;es demasiado constante. Ayer se volvió al mo-mento hacia aquél a quien ha pertenecidosiempre.

»Nos encontraremos, usted vendrá a vernos,no nos abandonará, será siempre mi amigo, mihermano. Y cuando me vea me dará la mano...¿verdad? Me la dará usted en señal de que meha perdonado, ¿verdad? ¿Me querrá usted comoantes?

»Quiérame, sí, no me abandone, porque yo lequiero tanto en este momento... porque soydigna de su amor, porque lo mereceré... ¡mimuy querido amigo! La semana entrante noscasamos. Ha vuelto enamorado, nunca me ol-vidó. No se enfade usted porque hablo de él.

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Quisiera ir con él a verle a usted; usted le co-brará afecto, ¿verdad?

»Perdónenos, y recuerde y quiera a suNastenka.»

Leí varias veces la carta con lágrimas en losojos. Por fin se me escapó de las manos y mecubrí la cara.

-¡Mira, mira, señorito! -exclamó Matryona.-¿Qué pasa, vieja?-Que he quitado todas las telarañas del techo.

Ahora, cásate, invita a mucha gente, antes deque el techo se ensucie otra vez...

Miré a Matryona... Era todavía una vieja jo-ven y vigorosa. Pero no sé por qué, de repentese me figuró apagada de vista, arrugada depiel, encorvada, decrépita. No sé por qué mepareció de pronto que mi cuarto envejecía alpar que Matryona. Las paredes y los suelosperdían su lustre; todo se ajaba; las telarañas

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agrandaban su dominio. No sé por qué, cuandomiré por la ventana, me pareció que la casa deenfrente también se deslustraba y se ajaba, queel estuco de sus columnas se desconchaba, sedesprendía, que las cornisas se ennegrecían yagrietaban, y que las paredes se cubrían demanchas de un amarillo oscuro y chillón...

Quizá fuera un rayo de sol que, tras surgir dedetrás de una nube preñada de lluvia, volvió aocultarse de repente y lo oscureció todo a misojos. O quizá la perspectiva entera de mi futurose dibujó ante mí tan sombría, tan melancólica,que me vi como soy efectivamente ahora, quin-ce años después, como un hombre envejecido,que sigue viviendo en este mismo cuarto, tansolo como antes, con la misma Matryona, queno se ha despabilado nada en todos estos años.

¿Pero suponer que escribo esto para recordarmi agravio, Nastenka? ¿Para empañar tu felici-dad clara y serena? ¿Para provocar con misamargas quejas la angustia en tu corazón, paraenvenenarlo con secretos remordimientos y

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hacerlo latir con pena en el momento de tu feli-cidad? ¿Para estrujar una sola de esas tiernasflores con que adornaste tus negros rizos cuan-do te acercaste con él al altar ... ? ¡Ah, nunca,nunca! ¡Que brille tu cielo, que sea clara y sere-na tu sonrisa, que Dios te bendiga por el minu-to de bienaventuranza y felicidad que diste aotro corazón solitario y agradecido!

¡Dios mío! ¡Sólo un momento de bienaventu-ranza! Pero, ¿acaso eso es poco para toda unavida humana?

FIN