No Hay Cielo Sin Tierra- Concilium 1991

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CONCILIUM Revista internacional de Teología Año XXVII Seis números al año, dedicados cada uno de ellos a un tema teológico estudiado en forma interdisciplinar. Es una publicación bimestral desde enero de 1984. CONTENIDO DE ESTE NUMERO J. A. Coleman: Glosa de actualidad: La «Cen- tesimas annus»: ¿Quién se lleva la peniten- cia más dura? 5 J.-B. Metz/E. Schillebeeckx: Presentación 11 I. DIOS REALIZA LA REDENCIÓN A TRAVÉS DE MEDIACIONES CÓSMICAS E HISTÓRICAS J. de Tavernier: La historia «profana» como medio de la historia de la salvación 15 II. «JUSTICIA, PAZ Y CONSERVACIÓN DE LA CREACIÓN» A. El proceso conciliar R. Coste: La dinámica ecuménica «justicia, paz, salvaguardia de la creación» 31 A. van Harskamp: Proceso conciliar: Análisis de un término 47 B. Ecología teológica, de la naturaleza y social A. Ganoczy: Perspectivas ecológicas en la doc- trina cristiana de la creación 59 G. Altner: La comunidad de la creación como comunidad de derechos. El nuevo pacto en- tre las generaciones 73 J. van Klinken: El tercer punto del proceso JPIC: con la ecología entre la teología y la ciencia 87 W. Kroh: Fundamentos y perspectivas de una ética ecológica: El problema de la responsa- bilidad con el futuro como reto a la teología. 105 J. Carmody: «Sabiduría ecológica» y tendencia a una remitologización de la vida 125 III. SIGNIFICADO DE LA VISION BÍBLICA DE «UN NUEVO CIELO Y UNA NUEVA TIERRA» R. Burggraeve: Responsable ante «un nuevo cielo y una nueva tierra» 139 EDICIONES CRISTIANDAD Huesca, 30-32 - 28020 Madrid CONCILIUM Revista internacional de Teología 236 NO HAY CIELO SIN TIERRA EDICIONES CRISTIANDAD Madrid 1991

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C O N C I L I U M Revista internacional de Teología

Año XXVII Seis números al año, dedicados cada uno de ellos a un tema teológico estudiado en forma interdisciplinar. Es una publicación bimestral desde enero de 1984.

CONTENIDO DE ESTE NUMERO

J. A. Coleman: Glosa de actualidad: La «Cen­tesimas annus»: ¿Quién se lleva la peniten­cia más dura? 5

J.-B. Metz/E. Schillebeeckx: Presentación 11

I . DIOS REALIZA LA REDENCIÓN A TRAVÉS

DE MEDIACIONES CÓSMICAS E HISTÓRICAS

J. de Tavernier: La historia «profana» como medio de la historia de la salvación 15

I I . «JUSTICIA, PAZ Y CONSERVACIÓN

DE LA CREACIÓN»

A. El proceso conciliar R. Coste: La dinámica ecuménica «justicia, paz,

salvaguardia de la creación» 31 A. van Harskamp: Proceso conciliar: Análisis

de un término 47 B. Ecología teológica, de la naturaleza y social A. Ganoczy: Perspectivas ecológicas en la doc­

trina cristiana de la creación 59 G. Altner: La comunidad de la creación como

comunidad de derechos. El nuevo pacto en­tre las generaciones 73

J. van Klinken: El tercer punto del proceso JPIC: con la ecología entre la teología y la ciencia 87

W. Kroh: Fundamentos y perspectivas de una ética ecológica: El problema de la responsa­bilidad con el futuro como reto a la teología. 105

J. Carmody: «Sabiduría ecológica» y tendencia a una remitologización de la vida 125

I I I . SIGNIFICADO DE LA VISION BÍBLICA DE «UN

NUEVO CIELO Y UNA NUEVA TIERRA»

R. Burggraeve: Responsable ante «un nuevo cielo y una nueva tierra» 139

EDICIONES CRISTIANDAD

Huesca, 30-32 - 28020 Madrid

C O N C I L I U M Revista internacional de Teología

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NO HAY CIELO SIN TIERRA

EDICIONES CRISTIANDAD Madrid 1991

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«Concilium» 1991: temas de los seis números

233. SAGRADA E S C R I T U R A / H I S T O R I A DE LA IGLESIA

La Biblia y sus lectores Enero

234. LITURGIA

Pastoral de los enfermos Marzo

235. MORAL

La tercera fase de la vida Mayo

236. DOGMA

No hay cielo sin tierra Julio

237. SOCIOLOGÍA DE LA RELIGIÓN

«Rerum novarum»: 100 años después Septiembre

238. TEOLOGÍA FEMINISTA

Mujer - mujer Noviembre

«Concilium» se publica en nueve idiomas: espa­ñol, francés, alemán, inglés, italiano, holandés, portugués, polaco (parcial) y japonés (parcial).

No se podrá reproducir ningún artículo de esta revista, o extracto del mismo, en nin­gún procedimiento de impresión (fotocopia, microfilm, etc.), sin previa autorización de la Fundación Concilium, Nimega, Holanda, y de Ediciones Cristiandad, S. L., Madrid.

Depósito legal: M. 1.399.—1965

CONSEJO DE DIRECCIÓN

Giuseppe Alberigo Gregory Baum

Willem Beuken Leonardo Boff

Paul Brand Antoine van den Boogaard

Ann Carr Marie-Dominique Chenu (t)

Julia Ching John Coleman

Mary Collins Yves Congar

Christian Duquoc Virgilio Elizondo Casiano Floristán

Sean Freyne Claude Geffré

Norbert Greinacher Gustavo Gutiérrez

Hermán Hfiring Bas van Iersel

Jean-Pierre Jossua Hans Küng

Nicolás Lash Mary Mananzan

Norbert Mette Johannes-Baptist Metz

Dietmar Mieth Jürgen Moltmann

Alphonse Ngindu Mushete Aloysius Pieris James Provost

Karl Rahner (t) Giuseppe Ruggieri

Edward Schillebeeckx Paul Schotsmans

Elísabeth Schüssler Fiorenza Lisa Sowle Cahill

David Tracy Marciano Vidal

Knut Walf Antón Weiler

Christos Yannaras

Bolonia-Italia Montreal-Canadá Nimega-Holanda Petrópolis-Brasil Ankeveen-Holanda Nimega-Holanda Chicago/Ill.-EE. UU. París-Francia Toronto-Canadá Berkeley/Cal.-EE. UU. Wake Forest/N. C.-EE. UU. París-Francia Lyon-Francia San Antonio/Texas-EE. UU. Madrid-España Dublín-Irlanda París-Francia Tubinga-Alemania Lima-Perú Nimega-Holanda Nimega-Holanda París-Francia Tubinga-Alemania Cambridge-Gran Bretaña Manila-Filipinas Münster-Alemania Münster-Alemania Tubinga-Alemania Tubinga-Alemania Kinshasa-Zaire Gonawala-Kelaniya-Sri Lanka Washington D. C.-EE. UU. Innsbruck-Austria Catania-Italia Nimega-Holanda Lovaina-Bélgica Cambridge/Ma.-EE. UU. Chestnut Hill/Ma.-EE. UU. Chicago/Ill.-EE. UU. Madrid-España Nimega-Holanda Nimega-Holanda Atenas-Grecia

SECRETARIA GENERAL

Prins Bernhardstraat 2, 6521 AB Nimega-Holanda

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DOGMA

Comité consultivo

Directores:

Johann-Baptist Metz Edward Schillebeeckx OP

Münster-Alemania Nimega-Holanda

Miembros:

Rogério de Almeida Cunha Ignace Berten OP

Clodovis Boff Leonardo Boff OFM

Anne Carr Fernando Castillo

Marie-Dominique Chenu OP Yves Congar OP

Karl Derksen OP Severino Dianich

Joseph Doré Bernard-Dominique Dupuy

Donal Flanagan José González Faus

Hermann Haring Antón Houtepen

Elizabeth Johnson csj Joseph Komonchak

Nicholas Lash Rene Laurentin Karl Lehmann James McCue Cario Molari

Heribert Mühlen Peter Nemeshegyi sj

Herwi Rikhof Josep Rovira Belloso

Luigi Sartori Piet Schoonenberg sj

Robert Schreiter CPPS Dorothee Solle

Jean-Marie Tillard OP Tharcisse Tshibangu Tshishiku

Herbert Vorgrimler Bonifac Willems OP

Sao Joáo del Rei/M. G.-Brasil Reixensart-Bélgica Río de Janeiro/R. J.-Brasil Petrópolis/R. J.-Brasil Chicago/Ill.-EE. UU. Santiago-Chile París-Francia París-Francia Utrecht-Holanda Caprona/Pisa-Italia París-Francia París-Francia Maynooth-Irlanda Barcelona-España Nimega-Holanda Utrecht-Holanda Washington D. C.-EE. UU. Washington D. C.-EE. UU. Cambridge-Inglaterra Evry-Cedex-Francia Maguncia-Alemania Iowa City/Iowa-EE. UU. Roma-Italia Paderborn-Alemania Tokio-Japón Nimega-Holanda Barcelona-España Padua-Italia Nimega-Holanda Chicago/Ill.-EE. UU. Hamburgo-Alemania Ottawa/Ont.-Canadá Kinshasa-Zaire Münster-Alemania Nimega-Holanda

GLOSA DE ACTUALIDAD

LA «CENTESIMUS ANNUS»: ¿QUIEN SE LLEVA LA PENITENCIA MAS DURA?

Una caricatura publicada en el periódico americano «The Na­tional Catholic Repórter» describió con una imagen muy viva lo esencial de la nueva encíclica. Presenta al Papa sentado en un con­fesionario oyendo las confesiones de dos penitentes, que están arro­dillados uno a cada lado. La caricatura indicaba que uno de los penitentes era el capitalismo y el otro el socialismo. Sin duda, la Centesimus annus proclama los pecados (no meramente las jaitas leves) de los dos sistemas económicos.

El socialismo es condenado por su error antropológico funda­mental. «El hombre queda reducido así a una serie de relaciones sociales, desapareciendo el concepto de persona como sujeto autó­nomo de decisión moral» (§ 13). Al socialismo se le condena tam­bién por la doctrina de la lucha de clases (§ 14) y la ineficiencia de su sistema económico, «como consecuencia de la violación de los derechos humanos a la iniciativa, a la propiedad y a la libertad en el sector de la economía» (§ 24). Pero, más estrictamente, la encí­clica contrapone de algún modo, de paso, los dos términos de socia­lismo y lo que se ha llamado «socialismo real», es decir, el capi­talismo de Estado de los países del bloque del Este. «En la lucha contra este sistema no se pone, como modelo alternativo, el sistema socialista, que de hecho es un capitalismo de Estado, sino una so­ciedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participa­ción» (§ 35). En la realidad actual, desde luego, existen diversas variedades de socialismo.

Respecto del capitalismo, el Papa observa cómo en gran medida las condenas de la Rerum novarum contra el capitalismo primitivo siguen siendo verdad hoy. «A pesar de los grandes cambios acae­cidos en las sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber desaparecido» (§ 33). En el Tercer Mundo, especialmente en un mundo de mercado capitalista, «de

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hecho, hoy muchos hombres, quizás la gran mayoría, no disponen de medios que les permitan entrar de manera efectiva y humana­mente digna en un sistema de empresa donde el trabajo ocupa una posición realmente central» (§ 33). El capitalismo es censurado por el consumismo que fomenta y por el riesgo latente, en sus meca­nismos, «de una 'idolatría' del mercado, que ignora la existencia de bienes que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mer­cancías» (§ 40). El capitalismo real incluye alienación, alienación del trabajo auténtico y pérdida del sentido más profundo de la vida (§ 41). De aquí que el Papa concluya que «queda mostrado cuan inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deje al capitalismo como único modelo de organización económica» (§35).

Como sucede con toda encíclica social, la recepción de esta nue­va doctrina ha sido muy diversa. «Le Monde» reaccionó subrayando su acento anticapitalista. «The Wall Street Journal» y «The Wash­ington Post» pusieron un mayor énfasis en los temas procapitalistas. ¿Quién de los dos penitentes se llevó de hecho la penitencia mayor?

Podemos hacerle tres preguntas a esta nueva encíclica: 1) ¿Qué es lo nuevo de esta encíclica?; 2) ¿Qué se echa de menos o resulta decepcionante en esta encíclica?; 3) ¿Qué requiere en la encíclica un mayor desarrollo?

¿Qué es lo nuevo de esta encíclica?

Indudablemente, esta encíclica, por primera vez en la doctrina social católica, pone un énfasis positivo en el mercado. La falta de un tratamiento explícito del mercado como tal ha sido desde hace tiempo una seria laguna en la doctrina social católica. Ahora el Papa puede decir francamente: «Da la impresión de que, tanto a nivel de naciones como de relaciones internacionales, el libre mer­cado sea el instrumento más eficaz para colocar los recursos y res­ponder eficazmente a las necesidades» (§ 34).

Se afirman también el tema de los beneficios y la legitimidad de un interés individual limitado. «La Iglesia reconoce la justa función de los beneficios como índice de la buena marcha de la empresa. Cuando una empresa da beneficios significa que los facto-

La «Centesimus annus» 7

res productivos han sido utilizados adecuadamente y que las corres­pondientes necesidades humanas han sido satisfechas debidamente» (§ 35). Sobre el interés individual, el Papa afirma: «De hecho, donde el interés individual es suprimido violentamente, queda sus­tituido por un oneroso y opresivo sistema de control burocrático que esteriliza toda iniciativa y creatividad» (§ 25). Los apologistas del capitalismo, como Michael Novak, sentirán un gran aliento con estos pasajes.

Sin embargo, todas las ventajas que se le han atribuido al mer­cado y a la economía que promueve beneficios se matizan en se­guida en sentido restrictivo. Así, la encíclica insiste en que la lógica del mercado está sujeta a unos nuevos límites. «He ahí un nuevo límite del mercado: existen necesidades colectivas y cualitativas que no pueden ser satisfechas mediante sus mecanismos; hay exi­gencias humanas importantes que escapan a su lógica; hay bienes que, por su naturaleza, no se pueden ni se deben vender o com­prar» (§ 40). Habría sido útil que el Papa hubiera enumerado algu­nos de estos bienes. ¿Incluye el control sobre los medios de comu­nicación, el derecho a una asistencia sanitaria y el acceso a un cole­gio electoral?

Esta encíclica, por primera vez en la doctrina social católica, presenta unas críticas específicas contra los actos de la burocracia en el Estado social asistencial. «Al intervenir directamente y quitar responsabilidad a la sociedad, el Estado asistencial provoca la pér­dida de energías humanas y el aumento exagerado de los aparatos públicos, dominados por lógicas burocráticas más que por la pre­ocupación de servir a los usuarios, con enorme crecimiento de los gastos. Efectivamente, parece que conoce mejor las necesidades y logra satisfacerlas de modo más adecuado quien está próximo a ellas o quien está cerca del necesitado» (§ 48).

¿Qué se echa de menos en esta encíclica?

En esta nueva doctrina social, yo he echado de menos una in­terpretación vigorosa de la insistencia católica reciente en la jusT

ticia como participación. Es verdad que se alaban la democracia y las formas democráticas, así como «la múltiple actividad de los

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cristianos, con una notable aportación... en la experimentación de diversas formas de participación en la vida de la empresa y, en ge­neral, de la sociedad» (§ 16). Sin embargo, al tratar el papel de los sindicatos, la encíclica los ve como instrumentos de negociación de contratos y también como «lugares» donde los trabajadores expre­san su personalidad en el desarrollo de una auténtica cultura del trabajo (§ 15). He echado de menos un mayor énfasis en la co-determinación y co-representación del trabajador dentro de los lími­tes de su empresa, como vemos en la Laborem exercens.

Finalmente, en esta encíclica se puede apreciar una cierta falta de un análisis social más profundo. Así, por ejemplo, en el § 39 el Papa afirma: «Estas críticas van dirigidas no tanto contra un siste­ma económico cuanto contra un sistema ético-cultural. En efecto, la economía es sólo un aspecto y una dimensión de la compleja actividad humana. Si es absolutizada, si la producción y el consumo de las mercancías ocupan el centro de la vida social y se convierten en el único valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro, la causa hay que buscarla no sólo y no tanto en el sistema económico mismo cuanto en el hecho de que todo el sistema sociocultural, al ignorar la dimensión ética y religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios». Aunque esto es muy cierto superficialmente, oculta los modos con que la lógica del mercado tiene una tendencia intrínseca a un imperialismo de mer­cado, una tendencia a extender su lógica donde no le corresponde. Lo que Jürgen Habermas llama la «colonización» de la sociedad civil por la lógica del mercado y la lógica del Estado es mucho más sistémico de lo que sugiere la encíclica. Más aún: los sistemas éti­cos y culturales nunca viven como meras abstracciones. Tienen que ser institucionalizados. La privatización de la ética y la religión, cuando se enfrenta con la economía, no es precisamente un fallo moral. Tiene raíces sistémicas.

¿Qué requiere en la encíclica un mayor desarrollo?

En el futuro será necesario que veamos un mayor desarrollo de lo que se dice en el § 49: «El individuo hoy día queda sofocado con frecuencia entre los dos polos del Estado y del mercado. En

La «Centesimas annus» 9

efecto, da la impresión a veces de que existe sólo como productor y consumidor de mercancías o bien como objeto de la administra­ción del Estado, mientras se olvida que la convivencia entre los hombres no tiene como fin ni el mercado ni el Estado, ya que posee en sí misma un valor singular a cuyo servicio deben estar el Estado y el mercado». Sin duda, estas palabras podrían ser el ger­men para una teoría católica elaborada de la sociedad civil, que necesita ser desarrollada. Aquí también vemos que los dos peni­tentes merecen penitencias severas. El socialismo, porque convierte la lógica del Estado en un imperialismo estatista; el capitalismo, porque hace lo mismo con el imperialismo del mercado. Y al final la propia contribución de la Iglesia al orden social se juzgará, como esta encíclica advierte sabiamente, no precisamente por su doctrina social, sino también «por su compromiso concreto de ayuda para combatir la marginación y el sufrimiento» (§ 26).

[Traducción: ELOY RODRÍGUEZ NAVARRO]

J. A. COLEMAN

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PRESENTACIÓN

El presente número versa sobre el tema «teología y ecología». Su intención principal es destacar la importancia teológica y ecle-siológica sustancial de este tema. No pretende, por tanto, hacer futurología, ni tampoco análisis culturales, científicos o sociológi­cos, sino... teología; pero teología que trata de tomar conciencia sobre el estatuto científico, no teológico, de este problema. Por eso, el núcleo de este número es la ecología —tanto la ecología rela­cionada con la naturaleza como también la ecología social-—. Los diversos artículos intentan aproximarse a la gran amplitud de esta problemática desde los puntos de vista de la krisis y del kairós.

A menudo se suele decir que los problemas relacionados con este tema no tienen nada que ver con la esencia del evangelio y de la visión del reino de Dios. Este volumen intenta poner de mani­fiesto que ocuparse con estos problemas no es sólo una obligación ética complementaria de la Iglesia, sino que se deriva de los fun­damentos mismos de su misión, de lo que está obligada consigo misma como Iglesia de Jesucristo. El compromiso con la justicia, la paz y la conservación de la creación tiene su raíz en los funda­mentos de la identidad eclesial. « ¡No hay cielo sin tierra! » Por eso también la vida de la Iglesia está unida inseparablemente a los procesos de esta vida terrena. Una vez más, conviene dejar claro que la fe y la comunidad eclesial existen no tanto para el más allá de este mundo, sino que son expresión para este mundo de su ori­gen de Dios y de su vuelta y retorno a él.

Por desgracia, dentro del primer gran apartado de temas —Dios realiza la redención a través de mediaciones cósmicas e históricas— hemos tenido que lamentar la falta de un artículo sobre «creación y promesa»; su idea era examinar el significado de la tierra desde el punto de vista de la teología de la creación y escatológico. Inten­tando una valoración de conjunto, Johan de Tavernier trata en el primer artículo el problema de la interrelación entre el reino esca­tológico de Dios y nuestro mundo actual, entre esperanza escato-lógica y nuestras obras en el mundo. En este contexto, el artículo examina los criterios que permiten la interpretación del curso «pro-

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12 J. B. Metz/E. Scbillebeeckx

fano» de la historia como historia de la salvación o historia de ca­lamidades.

El segundo bloque de temas, centrado expresamente en el «pro­ceso conciliar», ofrece una extensa información crítica de Rene Coste sobre las conferencias ecuménicas de Basilea (1989) y Seúl (1990), con la intención de destacar sobre todo los problemas re­lacionados con nuestro tema. Antón van Harskamp analiza a fondo los discutidos términos «conciliar» o «proceso conciliar» y trata de destacar y salvar el significado, que se advierte en ellos, del len­guaje autoritario de las comunidades de la Iglesia con vistas a la unidad de la humanidad.

En un tercer grupo de temas se examinan diversos problemas centrales sobre la temática de «teología y ecología». El intento de Alexandre Ganoczy, recordando la tradición cristiana —teología bíblica y patrística, religiosidad medieval, Vaticano II—, es (redes­cubrir los enfoques para una ética ecológica y hacerlos fecundos para la discusión actual. Basándose en una concepción global de la creación, Günter Altner concibe al hombre como la instancia res­ponsable de una ética que incluye también la creación no humana; formula los principios y las reglas del comportamiento humano, consciente de su responsabilidad, y plantea la necesidad de codifi­car los derechos de la naturaleza y de las generaciones futuras. Johan van Klinken analiza los problemas ecológicos que se plan­tean en la frontera entre teología y ciencias naturales, particular­mente una concepción no antropocéntrica de la creación, en la que se vea al hombre como «administrador» que cuida la creación y que está comprometido con ella. En un debate con el «principio res­ponsabilidad» (Hans Jones) y el enfoque de la llamada «ética del discurso», el artículo de Werner Kroh desarrolla las ideas centra­les y los límites de estas dos posiciones, que han tenido una gran influencia en la discusión sobre una «ética ecológica» fundamental; en él demuestra la importancia de la razón anamnésica, para una ética de la comunicación, en la que se formule la responsabilidad con el futuro de la humanidad. Fn su informe en defensa de la «sa­biduría ecológica» en el cristianismo, John Carmody intenta re­plantear los prejuicios contra una mitologización de la naturaleza y la historia, con raíces en el monoteísmo bíblico, para sugerir una nueva «relación mística con la naturaleza».

Presentación 13

En su artículo que sirve de conclusión, Roger Burggraeve se basa en la visión bíblica del nuevo cielo y de la nueva tierra; sub­raya que el trato con el mundo como «don de Dios» hay que in­cluirlo entre las premisas, y no entre los resultados, de la libertad humana, de forma que el mundo como creación no esté a disposi­ción de una antropología despótica. Finalmente, todos los artículos de este número pretenden unir entre sí el compromiso con el mun­do y la crítica profética de la fe de tal manera que nuestro mundo no sea rebajado por debajo del nivel de creación de Dios.

J. B. METZ

E . SCHILLEBEECKX

[Traducción: ELOY RODRÍGUEZ NAVARRO]

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LA HISTORIA «PROFANA» COMO MEDIO DE LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN

FUERA DEL MUNDO NO HAY SALVACIÓN

¿Tiene la historia humana denominada «profana» una dimen­sión histórica salvadora y escatológica? Esta pregunta, según W. Pannenberg, nunca ha recibido, en el pasado, la atención me­recida l. Para los creyentes en Dios, la historia se halla siempre en relación con un Dios que reconocemos como el fundamento y la di­námica de la creación y de la salvación. Extra mundum nulla salus: fuera del mundo no hay salvación. La historia corriente y cotidiana es el ámbito de la acción liberadora de Dios. Para los creyentes en Dios, es comprensible preguntar por el significado soteriológico de todo lo que se presenta en la historia humana. ¿Posee una pers­pectiva de comprensibilidad o no? ¿Es útil o no? Los creyentes pueden no sentirse contentos con una discusión de lo político-social que solamente trae a colación los componentes políticos o sociales. Por ello, los teólogos no pueden guardar silencio sobre problemas no teológicos. El sileat theologus in muñere alieno es válido sola­mente hasta donde el teólogo refrenase la interpretación de la rea­lidad autónoma del científico. Pero eso no significa que un teólogo nada tenga que decir al respecto. Pues hay más en juego.

Sólo podemos decir algo sobre la historia de la (no) salvación desde la experiencia interpretativa de nuestra historia. ¿Cómo po­dríamos, no obstante, reconocer algo como historia de la salvación o historia de la no salvación, o dicho de otro modo, en la línea del reino de Dios o contrario a ello? Es, por tanto, una pregunta sobre el modo de la (des)legitimación teológica. Eso no carece de signi­ficado para la comprensibilidad de la idea de «imperio de Dios». Si el hablar sobre el reino de Dios quiere conservar su fundamento portante, es una prueba absolutamente necesaria para los cristianos

1 W. Pannenberg, Can Christianity do without an eschatology?, en G. B. Caird, W. Pannenberg, I. T. Ramsey y otros, Tbe Christian Hope (Londres 1970) 25ss.

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16 J. de Tavemier

examinar y analizar los desarrollos o las acciones salvadoras o no salvadoras como (no) salvación que no está por entero en la línea del reino de Dios. Pues hablar sobre la salvación escatológica pier­de su fundamento razonable cuando no existe relación positiva alguna entre este discurso de salvación y lo que es considerado por los seres humanos como válido2. Ésta no es una prueba fácil. Pro­duce bastante disgusto sobre lo que por algunos es considerado como legitimación o deslegitimación teológica sin razón. Este des­pecho, no obstante, hay que explicarlo, en parte, por el modo en que los teólogos se ponen a trabajar algunas veces o se han puesto a trabajar en el pasado. Es decir, algunos hacen poco caso de un número de condiciones y de criterios demasiado trillados.

I . CONDICIONES Y CRITERIOS

DE UNA (DES)LEGITIMACION TEOLÓGICA

Por lo que respecta a las condiciones, queremos, ante todo, destacar la absoluta necesidad de que los teólogos deben tener co­nocimiento de la propia racionalidad y legalidad del ámbito del problema que quieren traer a colación. Señalemos, a modo de ilus­tración, el ámbito de la paz y la guerra. Si el teólogo desea des­arrollar una buena visión sobre los problemas actuales de la paz, es necesario que, entre otras cosas, logre un profundo conocimiento de la polemología o de la ciencia de la paz. Los polemólogos estu­dian de modo empírico-analítico cuántos conflictos a gran escala pueden evitarse y a qué precio, y cómo puede alcanzarse la paz en uno u otro sentido dentro del ámbito de tensión de las relaciones internacionales. Además es interesante tener conocimiento de cómo los polemólogos describen las condiciones para la prevención o el control de los conflictos, tanto a largo plazo como a plazo relativa­mente corto. El teólogo, pues, está principalmente orientado a la competencia y al conocimiento no teológicos; tampoco puede ale­gar sin una propia crítica antes de tratar la problemática de la paz en su ámbito lingüístico. El discurso teológico sobre la paz comien­za allí donde el teólogo estudia los desarrollos sociales de modo

2 E. Schillebeeckx, Mensen ais verhaal van God (Baarn 1989) 26-29.

La historia «profana» como medio de salvación 17

teológico y ético, no obstante, sin conocer bien qué racionalidad se maneja.

La segunda condición consiste en que se acepta que, para los creyentes, determinados hechos o una acción política determinada nunca son neutrales ante el aspecto del aquí y ahora del reino de Dios. Se trata siempre de una relación positiva o negativa: o bien es «salvadora», o bien no lo es. Además, los cristianos se hallan evaluando y valorando con detalle la realidad porque su fe en Dios no puede aún ser pretexto alguno para la neutralidad social o polí­tica. Pues la fe cristiana implica una ética que se basa en la sociedad buena y digna de seres humanos. Por tanto, los teólogos deberían esforzarse en evaluar la realidad basándose en la cuestión de qué es el sentido y el absurdo, la salvación o la no salvación para el ser humano, considerados desde las promesas de Dios. H. W. Vij-ver denomina esto como un proceso teológico de decodificación y legitimación3. Éste es un proceso donde se otorga una plusvalía o una minusvalía escatológicas tanto a los desarrollos históricos como a las acciones político-sociales. Claro está, no hablamos cons­cientemente de una fundamentación teológica de una acción social o política determinada, sino de una legitimación. La diferencia en­tre legitimación y fundamentación puede también describirse así: para los cristianos no es posible fundamentar una acción política o una política cristiana propias. No existe tercera vía, porque es imposible elaborar una política cristiana específica. No obstante, se puede experimentar un proyecto político determinado como cris­tiano. Por tanto, a la Iglesia no le corresponde función normativa alguna en la solución de problemas de ámbito político 4.

Aquí surgen preguntas importantes: ¿cuál es el ámbito propio de una decodificación y legitimación teológicas y cómo transcurre este proceso de legitimación? Ambas las situamos bajo la cuestión de los criterios de una legitimación teológica.

3 Los vocablos «decodificar» y «legitimar» se toman de H. W. Vijver, Theologie en bevrijding. Een onderzoek naar de relatie tussen eschatologie en ethiek in de theologie van G. Gutiérrez, ]. C. Scannone en R. Alves (Amsterdam 1985) 167.

4 H. W. Vijver, Uitdagingen voor de theologie in Latijns Amerika, en K. U. Gabler, G. Manenschijn y otros (eds.), Geloof dat te denken geeft. Opstellen aangeboden aan Prof. dr. H. M. Kuitert (Baarn 1989) 286.

2

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18 J. de Tavemier

¿Qué criterios son necesarios para reconocer algo directamente como situado en la dirección del camino de la salvación-de-Dios o considerar algo (más o menos) en conflicto con la voluntad de Dios? Los teólogos apenas pueden legitimar algo después que ha resultado bastante evidente la utilidad de un desarrollo político o social determinado. La investigación de la utilidad de algo es, no obstante, un asunto típicamente ético-hermenéutico y no uno teo­lógico. Hablando metódicamente, se debe manejar la diferencia entre una interpretación teológica de la realidad y una interpreta­ción ética, que adquiere existencia con ayuda de otras ciencias so­ciales. Con esto nos topamos con una primera dificultad: la cues­tión directamente teológica de si «coincidimos o nos acercamos en un determinado acontecer, entonces hay que considerarlo un re­chazo del reino de Dios», es, como tal, una cuestión compleja, por­que la teología recurre a otras ciencias para decidir si esto es o no el caso. Antes de tratar de una mediación teológica, existe la nece­sidad de una mediación social-analítica y una mediación ética. La opinión de algo puede ser reconocida directamente como historia de la salvación; por tanto, no es pura cuestión de decisión de fe, porque debe estar dispuesta para someterse a prueba histórica. No podemos apoyar una opinión abiertamente positivista de lo que es la historia de la salvación.

Puede sonar extraño, pero los cristianos no conocen mejor que otras personas lo que se puede definir como historia de la salvación y lo que no se puede definir como tal.

No es difícil opinar sobre una dictadura o un sistema de segre­gación. Otros muchos asuntos resultan más difíciles. La conducta y la acción reales de un pacifista o de un objetor de conciencia, ¿hace que la mayoría lo considere como una acción correcta desde el pun­to de vista ético, esto es, de una acción que se puede reconocer como conforme al reino de Dios? ¿O la conducta y la acción de un no pacifista es una acción éticamente más correcta y trata esto como una plusvalía escatológica? No es tan sencillo formular una correcta opinión al respecto, incluso si partimos de que todo el mundo está preparado para una conversación razonablemente argu­mentativa y está inspirado por una buena formación ética. Tam­bién dependiendo de la situación, esto implica que se toma en con­sideración una pluralidad limitada a las posibilidades y estrategias

La historia «profana» como medio de salvación 19

de acción como llena de salvación, en la línea del reino de Dios de justicia y paz.

A este respecto son interesantes las siguientes consideraciones:

1) Cuanto más diferenciadas están, después de una reflexión ética, las opiniones sobre el valor o el no valor de determinados hechos o estrategias de acción, tanto más vacilante se decidirá de­nominar algo teológico como historia de la salvación. Personal­mente, yo lo haría depender de un diálogo dentro de una comunidad eclesial. -Cuando existen opiniones éticas muy contrarias sobre de­terminados hechos, existe siempre la tendencia a presentar las pro­pias opiniones como las únicas cristianas. Tómese, por ejemplo, la legitimación de una guerra para presentarla como una guerra desea­da o aprobada por Dios. Esto no puede ser, evidentemente. Se es­camotea lo que en ese momento es lo más necesario, a saber: una conversación ética objetiva. Cuanto más polarizadas estén las opi­niones en torno a determinados hechos, tanto más modestamente se legitimarán de modo teológico y tanto más minuciosamente se hablará de modo argumentativo objetivo y también de modo teo-lógico-argumentativo objetivo 5. Sobre todo, éste debe ser el caso cuando los cristianos, ante la prueba difícil, tienen que elegir una determinada estrategia política. En nuestra opinión, las ideologías políticas son, en la teoría y en la práctica, demasiado ambivalentes para legitimarlas teológicamente.

2) La salvación social y la salvación política son siempre sal­vación en menor o mayor medida, lo que quiere decir salvadoras hasta un nivel seguro. Lo mismo se puede decir, por lo demás, acerca de la no salvación política o social. Además, es extremada­mente vulnerable y, algunas veces, de carácter transitorio. Por tan­to, nunca se hablará sobre la venida del reino de Dios, sino de un llegar o acercarse del reino de Dios o de algo que se halla en la línea del reino de Dios.

3) Finalmente, consideramos que el camino más idóneo para interpretar la realidad teológicamente transcurre a través de lo que

5 G. Manenschijn, Eigenbelang en christelijke ethiek. Rechtvaardigbeid in een door belangen bepaalde samenleving (Baarn 1982) 145.

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se podría denominar un procedimiento de legitimación negativa. No resulta más fácil para señalar la teología desde su memoria pas-sionis específica cuan en conflicto están las prácticas políticas y los desarrollos sociales no salvadores con el reino de Dios que indicar lo que coincide con la voluntad de Dios o puede identificarse como un acercarse del reino de Dios. También teológicamente hay algo que decir ahí. Por antipática que también resulte la idea de «domi­nación», no podemos eludir que, también para Jesús, la realidad de la experiencia de la «dominación de Dios» contiene un juicio sobre la historia. P. Ricoeur denomina los juicios sobre la historia desde la dominación de Dios como la tarea típica del profeta 6. Como se sabe, Ricoeur trae a colación al profeta en un comenta­rio sobre la visión de M. Merleau-Ponty referente a la tesis de A. Koestler sobre que el marxismo obliga al ser humano a elegir entre una ética del yogi y una ética del comisario. El yogi aspira, mediante un cambio interior, a una ética de la convicción religiosa o de la manera de pensar, mientras que el comisario, mediante presión externa, quiere modificar a las personas y no le repugna el lema «El fin justifica los medios». En lugar de esta elección exclusiva entre compromiso y descompromiso, Ricoeur señala que es necesaria una nueva figura, a saber: el profeta que, según Levi-nas, alcanza el «descompromiso» en el compromiso. Lo típico del profeta es que formula el aspecto transhistórico, in casu las exi­gencias éticas en toda su plenitud o lo deseable humanamente (esto es, también lo deseado por Dios), en la historia. Mediante su pro­testa ética, en la que es evidente la coincidencia entre distancia-miento e implicación (definido por Levinas como una «libertad difícil»), el profeta mantiene la tensión en la historia.

El grado de dificultad para reconocer algo teológicamente como susceptible de mejora, lo que significa como aún no conforme con lo que Dios quiere, y, por tanto, lo deseable humanamente, es más bajo que legitimar algo de modo teológico-positivo. En la deter­minación del grado de conflictividad con el reino de Dios se plan­tea, por lo demás, la misma dificultad como en el procedimiento

6 P. Ricoeur, Le yogi, le commiss-ire, le prolétaire et le prophéie. A pro-pos de «Humanisme et terreur» de Maurice Merleau-Ponty: «Christianisme social» 57 (1949) 41-54.

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de legitimación positiva. También a este respecto se exige una ta­rea de competencia no teológica, in casu un análisis social-ético, de veras. Suena quizá un poquito extraño, pero, no obstante, el hecho es que en el ámbito social los cristianos no conocen mejor que otras personas lo que es «pecaminoso» y lo que no lo es. Cuanto más unívoco es el resultado de un análisis social-ético de la reali­dad, tanto más fácil y más directamente pueden usar los cristianos la palabra «pecado». Hasta donde se trata de una explotación inne­gable de las personas de los países del Sur por las naciones del Norte, que se expresa en una situación de «violencia instituciona­lizada», se puede aplicar directamente la calificación de «pecado social». No obstante, hay que entender correctamente esto. Hablar sobre «pecado social» implica hablar sobre culpa social. Esto se diferencia de lo que P. Ricoeur denomina pecaminosidad o culpa­bilidad subjetiva (error intencional o intencionado ante terceros)7. Pues la pecaminosidad subjetiva pertenece a la categoría del per­dón interpersonal. La culpa subjetiva se puede elucidar después de un examen de conciencia sobre la relación entre intención y la acción real. Esto se halla, por otro lado, en la culpa social, en la que se resalta el carácter objetivo de la pecaminosidad. Se trata aquí de un mal que no pertenece ya a la categoría del perdón, porque el sentido de una acción determinada no coincide ya con mi intención. Según Levinas, la realidad social de los terceros ausen­tes y las estructuras sociopolíticas extensas hacen posible el que yo pueda ser encontrado culpable de algo sin que yo lo haya preten­dido así intencionadamente8. Dicho de otro modo: la culpa social es realmente culpa objetiva que está sustraída a la conciencia de culpa objetiva. Aquí ya no tiene sentido un examen de conciencia o un análisis de mis intenciones. Sólo se puede admitir la injusticia cometida y las culpabilidades e intentar evitar o reparar este error social en la acción hasta donde sea posible. El pecado social supo-

7 Cf. Id., Sytnbolen van het kwaad. Deel 1: De primaire symbolen: smet, zonde, schuldigheid (Rotterdam 1970) 25-41, 81-120. Traducido por J. Meijers van Id., La symbolique du mal (París 1960).

8 Cf. E. Levinas, Le moi et la totalité: «Revue de Métaphysique et de Morale» 59 (1954) 353-373. Para una discusión, véase R. Burggraeve, Vrom self-development to solidarity. An ethical reading of human desire in its socio-political relevance according to Emmanuel Levinas (Lovaina 1985) 101-102.

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ne, pues, que la responsabilidad llega más allá que el radio de acción de la intención.

Si aplicamos lo anterior al discurso sobre el «pecado social», entonces podemos deducir lo siguiente: cuanto mayores son en extensión las experiencias de no salvación o de contraste negativas, y si las personas pueden ser designadas responsables a este respec­to, tanto más fundada y claramente se puede hablar de pecamino-sidad objetiva.

I I . EL SIGNIFICADO DE UNA LEGITIMACIÓN TEOLÓGICA

DE LO HISTÓRICO

Hasta ahora hemos estudiado un número de condiciones y cri­terios para una legitimación teológica. Ahora nos planteamos la cuestión del modo en que traemos a colación el significado sote-riológico de la acción y el valor de ello.

La salvación social y política es siempre salvación hasta un ni­vel más seguro y, por tanto, relativo y transitorio. Aun así, esta salvación política y social relativa es también calificada siempre de modo escatológico. Si decodificamos algo como salvador, entonces podemos también denominarlo como una «primicia» de la salva­ción escatológica (H. Kuitert), como «anticipo» de la salvación verdadera (E. Schillebeeckx) o como «aperitivo» de la salvación definitiva y completa por parte de Dios (R. Alves)9. No se trata de una salvación análoga, sino, indudablemente, de un paladeo de la salvación completa. Los vocablos «primicia», «anticipo» y «ape­ritivo» son, en este sentido, también oportunos al respecto porque expresan, sobre todo, el deseo de totalidad completa. Otros auto­res expresan esto de un modo propio. Así, P. Tillich habla sobre «victorias fragmentarias parciales del reino de Dios en la historia». La realización final del reino es el momento en que Dios reúne todos los fragmentos en un todo 10. W. Pannenberg utiliza la idea

9 H. Kuitert, Hoe messians kan politiek zijn?: «Gereformeerd Weekblad» (1982) 236-243; E. Schillebeeckx, Gerechtigheid en liefde, genade en bevrij-ding (Bloemendaal 1977) 750-751; R. Alves, A theology of human hope (Nueva York H971) 119-131, 151, 155.

10 P. Tillich, Systematic Theology, vol. III (Chicago 21964) 394.

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de «anticipación de la salvación escatológica» para interpretar la condición salvadora de los acontecimientos y acciones n .

Los vocablos «primicia», «anticipo», «aperitivo», «fragmento» y «anticipación» expresan así que se trata de un vislumbre ocasio­nal de la dominación de Dios, de un venir o acercarse del reino de Dios, nunca de la llegada definitiva del reino de Dios. La reserva escatológica sigue siempre vigente: nada o nadie puede presentarse como la salvación definitiva. El reino de Dios no hay que confun­dirlo con un programa social determinado. La distancia necesaria sigue vigente. Pannenberg dice al respecto: «Es bleibt Zukunft gegenüber jeder Gegenwart, auch gegenüber einer künftigen, bes-seren Gesellschaft» («El porvenir perdura frente a toda actualidad, también frente a una sociedad futura y mejor»)12. Pero la futuri-dad del reino de Dios no significa que no se trata aquí de una tras-cendentalidad (Jenseitigkeit) estéril, sino de un futuro que des­punta. No obstante, la reserva no nos puede impedir vincular los momentos salvadores de ello con el reino de Dios, porque, para los cristianos, no hay que relacionar el nombre de Dios, siempre in-aprehensible, con acontecimientos salvadores, como relacionar éstos erróneamente con cosas no salvadoras. Hablar sobre historia de la salvación no tiene valor individual alguno cuando no existe base alguna de experiencia previa.

¿Cuál es el valor de otorgar una calificación escatológica a lo histórico? Por la experiencia sabemos que las acciones de los seres humanos están determinadas, en parte, por las expectativas que se alimentan. En el mismo sentido, la dominación creciente de Dios, pero que no se desarrolla de modo lineal (como una escatología autorrealizadora), se puede denominar una expectativa fundamen­tada que puede influir sobre las acciones. ¿Cómo vemos esta in­fluencia? ¿Qué significa el que veamos la historia como una mezcla de historia de la salvación y de historia de la no salvación?

El valor del significado de algo como salvación por parte de Dios o como en conflicto con la voluntad calificada éticamente de Dios se halla, según F. Furger, en que de esta manera se inserta la

" W. Pannenberg, Das Problem einer Begründung der Ethik und die Gottesherrschaft, en Id., Theologie und Reiche Gottes (Gütersloh 1971) 75.

12 Ibid., 73.

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salvación 13. Traer a colación lo histórico salvador en lo histórico implica que siempre se está preparado para una mejora concreta de lo real. De jacto, las experiencias de no salvación o las expe­riencias de sufrimiento, sobre todo colectivas, que evocan la con­ciencia de lo deseable humanamente y son el estímulo de ello hay que considerarlas como acciones claramente superadoras del sufri­miento. Lo que en este contexto se presenta como claramente hu­mano se realizará también desde la perspectiva histórica de la sal­vación. La acción reconocible como éticamente buena o éticamente correcta será válida para los cristianos, sin tener presente su corres­pondencia específica en lo histórico como absolutamente obligato­ria. Al mismo tiempo, uno tendrá cuidado de que lo deseable humanamente funcione de tal modo que no sugiera realizar lo evi­dente humanamente. Por otro lado, no se puede uno resignar a la cortedad de miras de lo viable humanamente y, por ello, pasar por alto lo deseable. Las acciones éticas de los cristianos adquieren, por consiguiente, una función estimuladora y calificada por el ésjaton. Esta función se caracteriza por un anhelo de la mayor humaniza­ción posible («una justicia siempre mejor») y, por ello también, por un número de modelos ético-bíblicos que pueden tener, a este respecto, una función de significado; por ejemplo: el amor al ene­migo y la no venganza, la disposición crítica a renunciar a la propia situación jurídica, la renuncia a los prejuicios cortos de miras, el solidarizarse con el prójimo o el cuidar de los débiles, los perjudi­cados y los indefensos que carecen de situación jurídica.

Finalmente queremos destacar asimismo las implicaciones de la interpretación histórica salvadora de la realidad para la eclesio-logía. Es evidente que el fomento de un proceso para la diferen­ciación de la historia de la salvación y de la historia de la no sal­vación es un mandato importante de la Iglesia. Sólo desde los datos básicos de que la historia y la historia de la salvación transcurren paralelas, que la salvación y la liberación, la no salvación y el mal se llevan a cabo en este mundo y en ningún otro lugar, se deduce que la Iglesia debería mostrar un interés mucho mayor por lo que

13 F. Furger, Sozialethik in heilsgeschicbtlicher Dynamik, en H. Rotter (ed.), Heilsgeschichte und ethischen Normen (Friburgo/Basilea/Viena 1984) 128-129.

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de ¡acto ocurre en la historia. La Iglesia se engaña a sí misma si se centra demasiado en sí misma y no se entiende a sí misma si se preocupa demasiado poco de los hechos del mundo experimenta-bles. Aquí es válido completamente lo que dice Schillebeeckx: «La cultura del tercero social es siempre mejor que una controversia eclesial interna» u. La Iglesia apenas puede hablar comprensible­mente sobre la dominación de Dios si pone su mandato práctico-hermenéutico en relación con el sacar a colación la dinámica his­tórica salvadora muy seriamente. También la comunidad eclesial misma forma parte de esta dinámica. Por ello es importante que la Iglesia comprenda que su futuro depende de su presencia cualitati­va en el futuro del mundo y de cómo trae a colación las acciones salvadoras de Dios en la historia o su opinión sobre la historia. Si acierta en esto, la Iglesia puede ella misma considerarse directa­mente como un sacramento con valor de fe en la salvación que Dios lleva a cabo en su mundo de creación.

I I I . EL SIGNIFICADO DEL MOTIVO

DE LA ESCATOLOGIA FUTURA

El significado de la promesa y la espera del reino de Dios sig­nifican, por otra parte, aún algo más que la utilidad ya señalada en la (des)legitimación teológica de lo histórico. La salvación no se limita a la salvación histórica. La salvación social no es la única que los seres humanos pueden esperar. El reino de Dios no se trata de experiencias salvadoras actuales, no obstante futuras. Es más que un aumento y un ensanchamiento progresivos de la dinámica histórica de la salvación. Pues se trata de un acontecimiento del más acá y de un acontecimiento del más allá.

Siempre habrá una distancia entre el reino de Dios y la condi­ción de salvación, de vez en cuando realizada para los seres huma­nos. Esto significa que, para los cristianos, no está garantizada la buena terminación de la historia desde esta historia. Lo bueno y lo deseable no se pueden esperar con gran seguridad, porque no obs­tante perdura aún en la historia el exceso no desdeñable en el su-

14 E. Schillebeeckx, Spreken over God in een context van bevrijding: «Tijdschrift voor Geestelijk Leven» 40 (1984) 23.

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frimiento y el mal. Por nuestra parte, no hay fundamento alguno para esperar que norma y hecho coincidan jamás una vez.

Pese a esta ruptura entre, por un lado, un mundo salvador ya condenado y aún por condenar y, por otro, el reino de Dios, Dios puede seguir siendo Dios, lo que significa una realidad que no se deja atrapar en nuestros conceptos de salvación. Precisamente por eso el ser humano logra también la libertad para ser hombre, esto es, autolimitado por lo que fluye como salvación o liberación y lo que no lo es l s . No obstante esto, la salvación cristiana es siquiera salvación «terrenal». Se encuentra allí donde late el corazón de la historia. En su libre responsabilidad, cada cristiano participa en la realización total del proyecto de Dios de dar sentido definitivo a la vida de las personas o, dicho de otro modo, en la universalidad del proceso de liberación. Pero la realización total del mismo o el fu­turo definitivo del ser humano siguen siendo la prerrogativa de Dios.

El ser humano puede realizar la promesa de su propia esencia solamente como gracia. El fundamento portante para ello está en que los creyentes alcanzan cada uno una pizca de salvación como un pequeño anticipo de la promesa de la salvación total que Dios jamás regalará. La aspiración a la liberación asume finalmente tam­bién la connotación de verse libre o liberado de los sufrimientos y de la injusticia. No sabemos cómo o de qué modo ocurrirá esta corrección divina, porque nadie puede penetrar en lo que Dios quiere. Para expresar con palabras un poco esta indeterminación o indefinición positivas, en el Nuevo Testamento se emplean tres metáforas que simbolizan la universalidad y la integridad humanas: a) el reino de Dios como salvación definitiva o el dominio de una convivencia fraternal sin relaciones serviles; h) la resurrección de la carne o la felicidad total de la persona individual encarnada, y c) el nuevo cielo y la nueva tierra o la realización total del «medio ambiente ecológico» necesario para el ser humano.

¿Cuál es el significado del motivo de la escatología futura para la acción histórica? Como imaginación utópica que para los cre­yentes no carece de fundamento, estas visiones claras sobre la uni-

15 H. Kuitert, De vrede van God en de vrede van de wereld, en A. van den Beld/E. Schoten (eds.), Kerk en vrede (Baarn 1976) 73.

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versalidad y la totalidad impiden que veamos el orden histórico existente como un orden ideal. Todo orden social y económico es susceptible de mejora. Lo deseable humanamente (justicia, paz e integridad de la creación) mantiene la atención hacia lo humana­mente criticable. De la distancia entre lo deseable y lo criticable —dicho de otro modo: de la alienación entre Dios y el mundo— surge la fuerza crítica para la indignación ética inspirada en lo cris­tiano y la llamada a la liberación. Esto no refuerza, en modo algu­no, el carácter de prueba de la liberación y el anhelo del don defi­nitivo de la misma.

La relación entre la liberación como prueba y la liberación como don por parte de Dios es del tipo que carece de significación para la cuestión epistemológica, a saber: qué normas de acción debería­mos seguir. El reino metahistórico no ofrece criterio alguno para la buena acción porque esta realidad futura no tiene contenido pre­ciso alguno. El significado de la relación se halla en la superficie de la motivación: la salvación ya alcanzada se experimenta inter­pretándola como un anticipo de la salvación prometida por Dios. La motivación reside, por tanto, en lo salvador de sentido de lo dador de sentido. Acerca de esto, A. Biesinger dice que tiene con­secuencias para la activación, intensidad, duración y justeza de la conducta humana 16.

Desde el horizonte de sentido de la dominación venidera de Dios y del reino de Dios esto significa que la promesa escatoló-gica y su anticipación activan la voluntad para actuar de modo efectivo y realmente específico desde la discrepancia suscitada por dicho horizonte entre lo real y lo deseable. El horizonte de sentido es una causa u origen de movimiento; impulsa acciones. En segun­do lugar, intensifica las acciones humanas porque se le da una ur­gencia segura. En tercer lugar, esta acción, inspirada éticamente, nunca pierde su significación dentro del horizonte de sentido cris­tiano. Sigue siendo válida de modo duradero, también bajo cuales­quiera circunstancias, porque siempre se ve reforzada. Por tanto, jamás se puede hablar de resignación alguna. Finalmente, el motivo

16 A. Biesinger, Der christliche Sinnhorizont ais Motivation für ethisches Handeln?, en H. Weber/D. Mieth (eds.), Anspruch der Wirklichkeit und christlicher Glaube. Probleme und Wege theologischer Ethik heute (Dussel­dorf 1980) 285.

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cristiano aporta asimismo dirección a las acciones, en tanto el hori­zonte de sentido cristiano contiene una idea cualificada de Dios y, por tanto, también una base calificadora.

El sentido de las acciones humanas se ve «salvado», de este modo, para bien. Adquiere una fundamentación motivadora abso­luta. Por ello, podemos denominar el horizonte de sentido cristiano como un «sistema de valores de convicción». Cuando esta motiva­ción se integra de modo personal, el tema escatológico se convierte en el «objetivo» del pensamiento y de la acción. El reino de Dios se convierte entonces en un principio de acción por el que se obser­va de otro modo el transcurso real de los asuntos en el mundo. En la idea de vivir en una dinámica histórica salvadora y en la espera del reino de Dios no encaja una actitud vital impasible. «Vestidos» por una esperanza fundamentada, los cristianos tienen una fuerte confianza existencial en la realidad. La espera del reino de Dios no sólo mantiene viva esta esperanza, sino que, sobre todo, es también consuelo, compasión y aliento.

CONCLUSIÓN

Los cristianos no actúan, la mayoría de las veces, en la vigilan­cia ética mejor que los no creyentes. Lo que hacen, no obstante, lo llevan a cabo desde una esperanza y una convicción específicas. Lo ético adquiere, de esta manera, una dimensión escatológica por la que se experimenta como una colaboración con la gracia de Dios 17. Los cristianos, por ello, no se muestran indiferentes ante lo histórico. Evalúan con detalle la realidad. El apoyo a las buenas cosas, y la resistencia enérgica contra las cosas que son contrarias a su esperanza escatológica, sin embargo, nunca pueden desarro­llarse de un modo directo. La relación entre la historia de la salva­ción y la historia «profana» humana discurre siempre sobre el relé de la argumentación ética y de la hermenéutica teológica desarro­lladas en diálogo (calificación teológico-ética). Así, los cristianos deberían primero reconocer siempre, antes de llegar a una decodi-

17 D. Mieth, Quellen und normierende Instanzen in der christlichen Ethik, en J. Blank/G. Hasenhuettl (eds.), Erfahrung, Glaube und Moral (Dusseldorf 1982) 46.

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ficación y (des)legitimación teológicas, que ya por razones pura­mente humanas, el desempleo o la segregación no se pueden acep­tar porque esta última discrimina a las personas basándose en su color de piel y su ascendencia y el desempleo va contra el derecho de toda persona al trabajo. Apenas en segunda instancia dirían los cristianos que una sociedad que permite estas anomalías no se pue­de calificar éticamente como conforme con la voluntad de Dios (calificación escatológica).

Por lo demás, es necesaria una prueba tal del desarrollo de la (no) salvación. Pues no se puede seguir confesando sólo teórica­mente que Dios es un Dios de salvación sin probar cómo, por ejem­plo, se realiza de modo concreto el desarrollo salvador de las expre­siones de fe. Porque lo que en la teología trata sobre una reflexión sobre la experiencia de (la llegada de) la salvación por parte de Dios, la teología está también obligada por sí misma a calificar es-catológicamente la historia, cierto es que no sin aportar primero calificaciones éticas.

Los cristianos viven en la tensión entre una experiencia tras­cendente de la gracia, a saber: la escatología ya realizada en Cristo, y una experiencia trascendente de la gracia, a saber: la promesa de la salvación futura. La esperanza cristiana del futuro es realmente una esperanza «proyectada», pero, sin embargo, no una proyección simple, porque existe un buen fundamento. Mediante esta tensión se sitúan las acciones humanas e históricas en una dinámica histó­rica de la salvación que resalta dos cosas. Por un lado, se da un peso excesivo al «deber»: lo que se presenta como posibilidad de humanización debe ser realizado de modo efectivo. Por otro lado, el poder para acciones éticas tan descargado y libre del «deber» apremiante que también se halla en situación de hacer lo que se debe hacer. No por casualidad, J. Gustafson señala al respecto que en la tesis ought implies can («debería implica puedo») que, me­diante la inserción del tema escatológico en lo ético, la atención se fija prioritariamente en el «puedo» 1S. Dios nos pone siempre en situación de cumplir con nuestra obligación ética.

J. DE TAVERNIER [Traducción: A. VILLALBA]

18 J. Gustafson, Theology and christian Ethics (Filadelfia 1974) 55-56.

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LA DINÁMICA ECUMÉNICA «JUSTICIA, PAZ, SALVAGUARDIA DE LA CREACIÓN»

El título mismo de este artículo significa que ya hemos tomado partido. Ciertamente, acogemos con entusiasmo la invitación diri­gida a las Iglesias por la Sexta Asamblea del Consejo Ecuménico de las Iglesias con vistas a «un compromiso mutuo (alianza) en favor de la justicia, de la paz y de la integridad de toda la crea­ción», pero no hacemos nuestra la calificación de «proceso conci­liar» con que se presenta. Efectivamente, en la concepción católica (y también en la ortodoxa), un concilio es una reunión de obispos. Esto no es óbice a la esperanza de que algún día puedan reunirse las distintas Iglesias en un verdadero concilio. Habremos de pedir fervorosamente al Espíritu Santo —«Señor de lo imposible»— y actuar con todo nuestro corazón en ese sentido. Pero aún no ha llegado ese día dichoso.

Pero tampoco nos contentaremos con la expresión, habitual en ambiente católico, de «proceso ecuménico». Hablaremos más bien de «dinámica ecuménica» para dar a entender nuestra convicción de que la invitación del Consejo Ecuménico de las Iglesias ha des­encadenado un movimiento de amplios vuelos en pro del diálogo y la cooperación ecuménicos, que normalmente habrá de proseguir y enriquecerse y desarrollarse para el mayor bien de las Iglesias y de la humanidad.

Siguiendo el uso que prevalece actualmente en ambientes fran­cófonos, no retendremos la traducción literal del tercer término de la trilogía («integridad de la creación»), aunque el uso anglófono lo mantiene tal cual. De acuerdo con la traducción francesa oficial de los documentos, hablaremos de «salvaguardia de la creación» (en ambiente cultural alemán se ha hecho esta misma opción). A nuestro parecer, mejor sería hablar de «gerencia de la creación», con lo que evocaríamos más certeramente el significado profundo de los textos bíblicos fundantes1. En efecto, esta expresión ofrece la doble ventaja, por un lado, de señalar claramente los límites del

1 Cf. nuestro libro Paix, justice, gérence de la création (París 1989).

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poder del hombre, puesto que es únicamente un gerente (respon­sable ante Dios Creador y sus hermanos y hermanas humanos), y por otro, la de dejar un amplio espacio a su libertad y su creativi­dad, puesto que el gerente conserva en todo momento un ancho margen de iniciativa. Pensando concretamente en las parábolas evangélicas, también podríamos hablar de «mayordomía» de la .reación, como se hace en ciertos ambientes teológicos anglófonos (stewardship).

El punto de vista que expresaremos en este artículo será a la vez el del historiador, el teólogo y el partícipe activo (por ser miembro de los comités internacionales preparatorios de las asam­bleas ecuménicas de Basilea y Seúl. En Basilea, este autor formó parte del Grupo de preparación del Documento final y, en Seúl, de la Delegación de la Santa Sede. Pertenece también al nuevo Grupo de trabajo ecuménico europeo).

I . PAZ Y JUSTICIA PARA TODA LA CREACIÓN

(LA REUNIÓN ECUMÉNICA EUROPEA DE BASILEA,

15-21 DE MAYO DE 1989)

Diversas reuniones ecuménicas nacionales, regionales y mun­diales sobre las cuestiones de JPSC (así denominaremos en ade­lante la trilogía «Justicia, Paz, Salvaguardia de la creación») han subrayado no sólo la dimensión global de esta dinámica, sino tam­bién su diversidad. Por lo que respecta a las reuniones nacionales, conforme al estado actual de nuestra documentación, los textos más importantes han sido los redactados en las que tuvieron lugar en Alemania, tanto federal como oriental (Erfurt, Stuttgart, Dres-de, etc.) entre 1988 y 1989. Entre las grandes manifestaciones re­gionales merecen mencionarse las conferencias o reuniones organi­zadas en la región del Pacífico (septiembre de 1988), en Europa (mayo de 1989) y en América Latina (diciembre de 1989). Se han celebrado además numerosas reuniones regionales de mujeres. Las perspectivas teológicas de muchas reuniones de carácter confesio­nal han enriquecido enormemente la dinámica JPSC. En este sen­tido cabe mencionar la perspectiva ortodoxa (Sofía 1987 y Minks 1989), la católica romana (Consejo pontificio «Justicia y Paz», Va-

«]usticia, paz, salvaguardia de la creación» 33

ticano 1989) y la reflexión de la Alianza reformada mundial (Seúl 1989). En razón de las dimensiones reducidas del presente artículo, habremos de contentarnos con una evocación sucinta de la más importante reunión regional, concretamente la Reunión ecuménica europea de Basilea (15-21 de mayo de 1989) —que tuvo por lema «Paz y justicia para toda la creación»— y de la Reunión mundial de Seúl.

La IX Asamblea general de la Conferencia de las Iglesias Eu­ropeas (KEK) decidió en septiembre de 1986 organizar una reunión ecuménica europea JPSC e invitar al Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas (CCEE) a participar en ella. Pasados diez meses de reflexión, la XVII Asamblea general del CCEE decidió, a finales de agosto de 1987, aceptar la invitación de la KEK. En septiembre de 1987 empezaron a funcionar los secretariados, mien­tras que el Grupo preparatorio, nombrado conjuntamente por la KEK y el CCEE, se reunió al completo en diciembre del mismo año. Se decidió que la reunión se celebraría bajo el lema de «Paz y Justicia» y en ella habrían de intervenir setecientos delegados nombrados al cincuenta por ciento aproximadamente por la KEK y el CCEE, a propuesta de las Iglesias y los organizadores. La re­unión habría de celebrarse en Basilea durante la semana de Pente­costés de 1989. La elección de Basilea se debió a las fuertes apor­taciones financieras prometidas por la ciudad y el cantón del mismo nombre y también a su riquísima historia religiosa y a su situación geográfica, en la encrucijada de tres países y de las culturas francó­fona y germanófona. Habría de consistir en una reunión de oración, de diálogo y de reflexión común, además de la participación fra­terna. Estaba previsto fomentar la intervención, aparte de la re­unión oficial, tanto de la población local como de las asociaciones ecuménicas que habían creado «una red europea en favor de la justicia, de la paz y de la salvaguardia de la creación», así como de los grupos que se habían reunido bajo el lema de «Taller del futuro de Europa». La gigantesca y compleja organización funcionó admi­rablemente gracias al entusiasmo y la dedicación de los organiza­dores, así como de sus colaboradores a todos los niveles2.

2 Cf. nuestro artículo Paix et justice pour la création entiere. Le. rassem-hlement oecuménique européen de Bale (15-21 mai 1989), en Uocuments-

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Queremos subrayar ante todo el lugar que tuvo la oración en esta asamblea. Los organizadores habían decidido anteponerla a todo lo demás, porque se trataba ante todo de expresar la fe de los representantes de las Iglesias europeas y porque estimaban que la tan deseada participación del mayor número posible de cristianos podría realizarse más fácilmente en unas asambleas de oración. Sus deseos se vieron colmados incluso más allá de sus esperanzas. La celebración inaugural y las celebraciones matinales en la catedral protestante, así como la ceremonia de clausura, celebrada en el ante­atrio de la misma, fueron grandes momentos de una liturgia ecu­ménica y de fervor compartido. Estimamos que este notable éxito se debió, en gran parte al menos, al trabajo y a las felices inicia­tivas del subcomité del Grupo preparatorio que se encargó de orga­nizar las asambleas de oración. Como observaba monseñor Nicolás Wyrwel, muchos delegados y visitantes encontraron que los oficios de oración de Basilea resultaron aún más significativos que las declaraciones del Documento final. «A su modo de ver;—añadió—, la participación igualitaria de las mujeres en los cultos fue un signo destacado, especialmente por el hecho de que esa participación se manifestó como la cosa más natural».

En el curso de la asamblea, las conferencias y los discursos constituyeron una aportación de gran calidad a la reflexión común. Éstos son los nombres de los autores y los títulos de sus colabora­ciones: el arzobispo ortodoxo Cirilo de Smolensk, La ecología del espíritu; M. David Steel (parlamentario británico), Reconciliación en Europa. Herencia y visión; cardenal Etchegaray, La responsabi­lidad de los cristianos en un tiempo de crisis; Aruna Gnadason (India), El Sur nos interpela acerca de un nuevo orden mundial; M. L. de Pintasilgo (Portugal), La justicia; M. Pavan (Italia), El medio ambiente. Una misión para los cristianos en la ecología mun­dial: la salvaguardia de la creación; A. M. Schoenherr (RDA), La paz. No olvidemos los discursos de los jóvenes, Sylvía Raulo (Fin­landia) e Isabella Nespoli (Italia). Mucho hubiera complacido a

Episcopal (Conferencia episcopal francesa, enero 1990). Cf. también la edi­ción íntegra de los textos y documentos oficiales editados por la Conferencia de las Iglesias europeas, Rassemblement oecuménique européen de Bale. Paix et justice pour la création enture (París 1989).

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todos escuchar detenidamente al profesor C. F. Weizsácker, sin duda uno de los grandes promotores de la dinámica JPSC3.

Los grupos de trabajo (en número de veinte) tenían por objeto favorecer una participación activa de todos los delegados en la re­flexión común. A esta reflexión contribuyeron también —aunque al margen de la convocatoria oficial— las mesas redondas, es decir, las conferencias y discusiones, en número de treinta y tres, que ocuparon las tardes del 16 al 19 de mayo y que, en conjunto, re­unieron a más de veinte mil personas (fueron organizadas por vein­tisiete instituciones y movimientos agrupados en una «Red»). En el mismo sentido se orientaron las actividades del Taller del futuro de Europa (integrado por ciento dieciocho grupos de catorce países europeos).

Los jóvenes contribuyeron incontestablemente a dar a las jor­nadas de Basilea un clima abierto y amistoso marcado por una vo­luntad de compromiso y un espíritu verdaderamente ecuménico. Se quejaban de no contar con un mayor número de representantes en­tre los delegados oficiales. Alguien tuvo la desdichada idea de alo­jar a algunos de ellos (los colaboradores de organización) en los Albergues de Protección Civil (instalaciones previstas para tiempos de guerra). Muchos de ellos quedaron muy impresionados, y de modo nada grato. Al final se les pudo realojar en domicilios fami­liares. Los responsables de la KEK les pidieron excusas.

Los organizadores habían previsto que la reunión redactaría un breve Mensaje y un sustancial Documento final. La preparación del primero de estos textos tendría que resultar normalmente fácil, y así ocurrió. Fue adoptado prácticamente por unanimidad (de 502 votantes, 489 optaron por el sí, 3 por el no y 10 se abstuvieron). En cuanto al Documento final, su redacción se prolongó durante varios meses (se enviaron dos proyectos sucesivos a los delegados antes de la Reunión) y fue objeto de un intenso trabajo, durante la misma Reunión y hasta el último momento. Gracias al notable es­píritu de diálogo ecuménico y de escucha mutua, que caracterizó los trabajos del Grupo de redacción y de la Asamblea, el resultado fue espectacular: un documento denso y largo (33 páginas de texto

3 C. F. von Weizsácker, Die Zeit draangt (Munich-Viena 1986); traducción francesa, Le temps presse (París 1987).

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apretado en la versión mecanografiada francesa) sobre problemas muy complejos de nuestra sociedad, adoptado casi por la totalidad de los delegados asistentes a la Reunión (el 95,4 por ciento).

Los seis capítulos del documento se articulan rigurosamente unos con otros. El capítulo I contiene los fundamentos y el espí­ritu con que se expresan sus signatarios, que lo hacen como dele­gados de las Iglesias de Europa, a la escucha de «lo que el Espíritu Santo dice hoy a las Iglesias» acerca del Dios de la vida, que nos manda renunciar «a la injusticia, a la violencia y a la explotación» y que nos llama a la conversión (núm. 1).

El capítulo II versa sobre los retos a encarar en los respectivos dominios de este triángulo, es decir, de la paz, la justicia y el medio ambiente. Con razón se insiste en su interdependencia, que se ilus­tra a través del caso de la selva amazónica o el del cuerno de Áfri­ca. Se evocan los problemas del crecimiento demográfico, de la opresión de las mujeres y de la violación de sus derechos (con el sexismo y la feminización de la pobreza), así como de la tecnología, a propósito de la cual se precisa que su «utilización abusiva» es responsable de «la explotación creciente y, a menos que se le ponga freno, de la degradación del entorno» (núm. 18).

En el sentir de sus redactores, es fundamental el capítulo I I I , sobre la fe que afirmamos, pues de él parten todas las orientacio­nes de los capítulos subsiguientes. Se trataba de afirmar enérgica­mente algunos puntos de referencia esenciales de la fe cristiana compartidos por todos. Ante todo, la fe en el Dios creador, en el Dios trinitario «que en su misericordia se reveló a la humanidad en Jesucristo» (núm. 21). Se ha reprochado a este capítulo, aunque sin razón suficiente, ser poco cristológico. Es cierto que se prefirió acentuar el enfoque trinitario, pero en modo alguno queda olvidada la cristología. La antropología cristiana fundamental que se expresa en los números 22 y 23 se formula conforme a la tradición de la teología ortodoxa, y ello como fruto de una enmienda (ligeramente retocada) propuesta por un grupo de cristianos ortodoxos. Se abor­dan a continuación las tres temáticas del «Evangelio de la paz», de la esperanza y de la Iglesia como pueblo de Dios y cuerpo de Cristo en la fuerza del Espíritu Santo. Llamaremos la atención de los lectores sobre la notable formulación sintética de la doctrina de la no violencia evangélica que aparece en el número 32. Se sitúa

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en la línea de la muy feliz revalorización actualmente en curso en la Iglesia, pero sin dejar de afirmar el derecho de «legítima defen­sa» (o de «justa defensa») Aparte de una muy débil minoría de cristianos, puede hablarse de un verdadero consenso ecuménico al respecto. Por nuestra parte, no dudamos en reconocer que hay un mandamiento evangélico a favor de la no violencia, pero obser­vando al mismo tiempo que ese mandato, como toda la ética evan­gélica, está sometido a la regulación suprema del mandamiento de la caridad.

El capítulo IV (Confesión del pecado y conversión a Dios. Me-tanoia) propone una iniciativa penitencial. El capítulo V (Hacia la Europa del mañana) retoma la expresión «la casa común eu­ropea», popularizada por Gorbachov. Algunos temían que signifi­cara una toma de posición en favor del dirigente soviético y que implicara una cierta ambigüedad. El Grupo de redacción reflexionó largamente sobre este problema. Finalmente, estimó que la expre­sión no era propiedad de Gorbachov y que resultaba perfectamente posible proponer una concepción de la misma distinta de la que pueda tener el dirigente soviético y que, en definitiva, se trata de una expresión sugestiva que merece la pena mantener. En nuestro sentir, la presentación que de ella se hace en el documento sería difícilmente rechazable. Implica una alusión inevitable a la «aldea planetaria», tan querida de Toynbee.

El extenso e importante capítulo VI (Afirmaciones fundamen­tales, Compromisos, Recomendaciones y Perspectivas de futuro) empieza efectivamente por un conjunto de afirmaciones y compro­misos. A continuación propone unas recomendaciones detalladas, primero a propósito de la trilogía JPSC, luego sobre el diálogo con los habitantes de otras regiones del mundo y finalmente sobre la continuación del proceso ecuménico en Europa.

Nos fijaremos especialmente en la afirmación de que «es esen­cial que la aspiración fundamental a la justicia, la paz y la salva­guardia de la creación no se disocie de la misión que incumbe a la Iglesia de proclamar el evangelio» (núm. 79). Se habría podido formular una afirmación en que se dijera abiertamente que la pro­moción de la paz, de la justicia y de la salvaguardia de la creación es una dimensión integral de la misión de evangelizar que incumbe a la Iglesia. La puesta en valor de la dimensión social de la evan-

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gelización es una de las grandes novedades de la teología y de la pastoral de nuestro tiempo. La postura adoptada por el Documento de Basilea a propósito del tema supone un verdadero consenso ecu­ménico. Es importantísimo insistir en esta nueva dimensión de la evangelización, pues por una parte se trata de una exigencia largo tiempo pospuesta de la palabra de Dios y por otra dista aún mucho de ser suficientemente reconocida, cuando no es deformada, en determinados ambientes teológicos y pastorales.

¿Cómo valorar la reunión que acabamos de evocar? Las reac­ciones que ha suscitado han sido, en conjunto, muy positivas. El eminente historiador que es el padre Cario María Martini no ha dudado en escribir que ha sido un acontecimiento histórico y que ha dado un ejemplo positivo de convergencia 4. Por nuestra parte, estimamos que ha constituido «una significante asamblea del pue­blo de Dios», pues, de un modo o de otro, los cristianos que en ella han participado representaban a toda Europa (a excepción de Albania, encerrada aún por entonces en un régimen dictatorial y totalitario). Ya hemos expuesto que fue en alto grado una asam­blea de oración, de participación fraternal y de reflexión a la luz de la fe. En lo que se refiere al Documento final, se impone consi­derarlo como el resultado concreto, ciertamente imperfecto, pero real, de un gran esfuerzo de reflexión ecuménica, que llama a todas las Iglesias de Europa a afrontar juntas, con lucidez y coraje, los grandes problemas que tiene planteados la sociedad de este conti­nente.

II. LA REUNIÓN MUNDIAL SOBRE LA JUSTICIA,

LA PAZ Y LA SALVAGUARDIA DE LA CREACIÓN

(SEÚL, 5-12 DE MARZO DE 1990)

En 1988 se constituyó el Grupo preparatorio que habría de preparar la Reunión mundial JPSC, con la participación de la Igle­sia católica, que se reservaba en todo caso la libertad de ser o no coinvitante a esta Reunión. Se decidió también que ésta tendría lugar en Seúl, del 5 al 12 de marzo de 1990. El Grupo, además de organizar la manifestación en su conjunto, dedicó un tiempo con-

4 «La Civilíá Cattolica» (16 septiembre 1989) 462-471.

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siderable a la redacción de un documento de trabajo que fue objeto de dos proyectos sucesivos enviados a las Iglesias y a los delegados. El segundo proyecto llevaba el título, sumamente expresivo, de Entre el diluvio y el arco iris. Y como subtítulo: Establecer una alianza por la justicia, la paz y la salvaguardia de la creación. La primera parte, la más extensa (31 páginas mecanografiadas en la edición en lengua francesa), versaba sobre «las realidades a las que nos enfrentamos» (sección A) y sobre «la confesión de la comu­nidad de la alianza» (sección B). La segunda parte (7 páginas) con­tenía el texto de ocho «afirmaciones», mientras que la tercera (9 páginas) proponía tres «actos de alianza». Resultó que numero­sos delegados no habían recibido a tiempo este segundo texto.

El 5 de marzo, por la tarde, cerca de mil personas (791 parti­cipantes y 267 periodistas) se encontraron reunidas en el pabellón de halterofilia del Parque olímpico de Seúl para celebrar la primera gran asamblea de la Reunión mundial. Entre los 404 delegados con derecho a voto, el 36 por ciento eran mujeres y el 64 por ciento varones y menos del 10 por ciento eran jóvenes. Por continentes, los 404 delegados se repartían de la forma siguiente: 17 por ciento de África, 8 por ciento de América Latina, 19 por ciento de Amé­rica del Norte, 18 por ciento de Asia, 4 por ciento del Caribe, 30 por ciento de Europa, 1 por ciento del Medio Oriente, 3 por ciento del Pacífico. Los 791 participantes se repartían en 404 dele­gados, 60 consejeros, 39 invitados, 114 visitantes, 34 auxiliares, 118 miembros del personal y 22 miembros del Comité local. Sobre el total había 105 católicos. El presupuesto de la Reunión se elevó a un millón de francos suizos. La Santa Sede, a pesar de su parti­cipación restringida, contribuyó con una décima parte de este pre­supuesto.

El amplio recinto que había sido puesto a nuestra disposición no se adaptaba del todo a una asamblea de oración y trabajo como la nuestra, pero en todo caso nos sentíamos cómodos allí. Salvo el domingo (en que cada cual participó en el culto de las iglesias y templos de Seúl conforme a las respectivas denominaciones confe­sionales), la jornada comenzaba por un tiempo sustancial de oración en el que se insertaban homilías o testimonios. Seguían luego las asambleas plenarias o los trabajos de los distintos grupos.

A diferencia de los organizadores de Basilea, que prefirieron

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una gama de conferencias sustanciales, los de Seúl optaron por las homilías y los testimonios. La única exposición magistral prevista había sido encargada a Frank Chikane, secretario general de las Iglesias de África del Sur (SACC). Fue una alocución vibrante que impactó fuertemente la emotividad de los participantes. Lo mismo ocurrió con los cuatro testimonios del 7 de marzo, el primero, de Anne Pattel-Gray, sobre el drama de los aborígenes y de los insu­lares de Australia, despojados de sus tierras; el segundo, de Zonra Azirou, una mujer argelina llegada a Francia a la edad de seis años, que hubo de sufrir el fuerte impacto del racismo antinorteafricano; el tercero, de Nasko Iyori, sobre el drama de las mujeres filipinas abocadas a la prostitución a causa de la extrema pobreza de sus familias, a las que quieren ayudar a sobrevivir; el cuarto, de Félix Sugirtharaj, sobre la inhumanidad que supone la existencia coti­diana de los doscientos millones de «intocables» de la India. El fórum del 7 de marzo dio la palabra al teólogo uruguayo Jorge Peixoto, a Cari Friedrich von Weizsácker y al gobernador de Ohio, Richard Celeste, sobre las amenazas a la vida. El mismo día, el sermón de la mujer obispo anglicana (Estados Unidos) Barbara Harris provocó un incidente. Para expresar su desacuerdo con el hecho de que se le diera la palabra en un acto de culto, los orto­doxos abandonaron la sala. Nos contentaremos con nombrar a los oradores siguientes: el obispo Simón Sungsoo Kim, el cardenal Kim, Marga Bührig, Emilio Castro... Todas las intervenciones tu­vieron un valor real de testimonios o de convicción. En la asam­blea, sin embargo, servían de poco para profundizar en el análisis de las realidades sociales o en la reflexión teológica. En esto con­sistiría el gran fallo de la Reunión.

Anteriormente nos hemos referido al segundo proyecto de do­cumento de trabajo. Los organizadores habían decidido que la pri­mera parte sería estudiada por la Asamblea y libremente comen­tada por ella, pero que no sufriría ninguna alteración. Según los casos, podría ser «recibida» o «rechazada», pero no se introduci­rían correcciones en ella. Quedaría así como un simple documento de trabajo. No cabe duda de que la Asamblea se sintió frustrada por tal procedimiento, pues tenía la impresión de que el documento se le iba de las manos. Por otra parte, en los trabajos de los grupos o en conversaciones privadas al menos, muchos formularon serias

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objeciones en el plano teológico o en lo referente al análisis de las realidades humanas. La asamblea plenaria reveló netamente esta fuerte insatisfacción de un sector importante de los partícipes. La crítica más incisiva fue la formulada por los representantes de las Iglesias ortodoxas, si bien el documento que redactaron (cuatro páginas mecanografiadas), firmado por dos metropolitanos, no fue hecho público en aquella ocasión. El resultado fue que el texto objeto de estas críticas fue abandonado. Quedará como una etapa completamente superada en la reflexión común.

Las otras dos partes del documento de trabajo dependían por completo de la Reunión, por lo que las reacciones de ésta resulta­ron mucho más favorables, lo que no impidió que las revisara pro­fundamente. Las Afirmaciones se elevaron al número de diez: 1) hay que dar cuenta a Dios de todo ejercicio del poder; 2) la opción de Dios en favor de los pobres; 3) valor igual de todas las razas y de todos los pueblos; 4) varones y mujeres han sido crea­dos a imagen de Dios; 5) la verdad es el fundamento de una co­munidad de seres libres; 6) la paz de Jesucristo; 7) toda criatura es objeto del amor de Dios; 8) la tierra pertenece al Señor; 9) dig­nidad y compromiso de la joven generación; 10) los derechos del hombre han sido otorgados por Dios. La explicación que se dio de estos diez puntos (un documento de 11 páginas mecanografiadas) resultó muy sugestiva.

En cuanto al Acto de alianza adoptado por la Reunión, com­prendía cuatro compromisos: I. Por un orden económico local, na­cional, regional e internacional justo, del que puedan beneficiarse todos; por la liberación de la esclavitud y de la deuda externa. II. Por la seguridad real de todos los pueblos y naciones; por la desmilitarización de las relaciones internacionales; contra el milita­rismo y las doctrinas y sistemas de seguridad nacional; por una cultura de la no violencia como fuerza de cambio y de liberación. III. Por la edificación de una cultura que respete la creación; por la preservación del don de la atmósfera terrestre a fin de alimentar y mantener la vida sobre la tierra; por el combate contra las causas de los cambios atmosféricos que amenazan con modificar el clima de la tierra y provocar grandes sufrimientos en todo el mundo. IV. Por la eliminación del racismo y la discriminación en bien de todos los seres humanos; por la destrucción de los muros que sepa-

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ran a los seres humanos a causa de su origen étnico; por la elimi­nación de los modos de comportamiento económicos, políticos y sociales que perpetúan o permiten a los individuos perpetuar el pe­cado del racismo. El documento comprende doce páginas dactilo­grafiadas. Ünícamente la introducción y los enunciados esenciales de los compromisos fueron adoptados por la Reunión, que no tuvo tiempo de pronunciarse sobre las proposiciones que los explicitaban y algunos de los cuales habrían necesitado ser retocados a fondo.

Sabido es que la Santa Sede, después de haber previsto una participación más comprometida (que habría significado una inno­vación en sus relaciones con las asambleas organizadas por el Con­sejo ecuménico de las Iglesias), optó finalmente por atenerse al principio de una presencia más reservada (con una delegación ofi­cial de veinte «consultores», que la Reunión incluyó en la catego­ría de «consejeros»). Sabido es también que esta actitud causó una notable decepción, no sólo en las instancias ecuménicas, sino tam­bién en el seno mismo de la Iglesia católica, pues muchos han visto en ello un signo de desentendimiento ante los problemas ecumé­nicos, hasta el punto de que no han faltado quienes han puesto en tela de juicio al mismo Juan Pablo II, o bien una falta de interés con respecto a los problemas más candentes de la sociedad con­temporánea.

¿Cómo no extrañarse de la segunda interpretación, cuando es de todos conocida la doctrina social de los últimos papas (por ejem­plo, la encíclica Sollicitudo rei socialis, tan valorada en el ambiente ecuménico)? La hipótesis del desentendimiento con respecto a los problemas ecuménicos tampoco resiste un examen serio.

La Iglesia católica no se desinteresa de la dinámica JPSC. Lo que pretende la Santa Sede es que esa dinámica sea conducida siempre como una auténtica empresa eclesial, de acuerdo con la misión que Cristo ha confiado a su Iglesia, sobre la base de una teología válida y un serio análisis objetivo de las realidades de la vida en sociedad. Ciertamente, se trata de una actitud exigente, que no dejará de resultar beneficiosa a la larga para el mismo mo­vimiento ecuménico. En Seúl, muchos de nuestros interlocutores, tanto reformados o luteranos como ortodoxos, lo reconocieron sin rodeos. De ahí que monseñor Basil Meeking, que encabezaba la delegación de la Santa Sede, pudiera expresar públicamente el pro-

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fundo interés de la Iglesia católica por la Reunión de Seúl y por toda la dinámica de la que aquélla era una etapa histórica. Su de­claración fue calurosamente acogida por toda la asamblea.

Para quienes habían vivido la hermosa experiencia de Basilea, la de Seúl no pudo por menos que significar una cierta desilusión. Para algunos fue una experiencia muy dolorosa. Personalmente, sabiendo cómo se preparaban las cosas, contábamos con ello. En nuestros cambios de impresiones, sin embargo, estábamos todos de acuerdo en que no debíamos contentarnos con una simple com­paración. Las dificultades que fue preciso superar a nivel mundial (Seúl) tenían que ser por necesidad superiores a las que era preciso afrontar a nivel europeo (Basilea). La legítima decepción no debía volvernos injustos con respecto a lo que acabábamos de vivir en el curso de una memorable semana del mes de marzo de 1990.

¿Qué decir desde el punto de vista positivo? Ante todo, que merecía la pena que unos cristianos del mundo entero se reunieran para orar, compartir su fe en la palabra de Dios, reflexionar juntos sobre los más graves problemas de la sociedad de nuestra época (la trilogía JPSC los engloba prácticamente en su totalidad) y animar­se unos a otros a resolverlos a la luz del evangelio. A pesar de las divergencias culturales e ideológicas, se respiraba un ambiente fra­ternal y la fe cristiana era el denominador común. A pesar de todas sus imperfecciones, fue aquél un «estreno» mundial que vivimos juntos. Los testimonios que pudimos escuchar fueron en su mayor parte impresionantes, pues ponían de relieve las terribles injusticias y los dolores espantosos a que deben enfrentarse cientos y cientos de millones de seres humanos (nuestros hermanos y hermanas en la humanidad). A pesar incluso de que los análisis implícitos eran en su mayor parte superficiales y hasta discutibles, los hechos que denunciaban no eran por ello menos reales. Es decisivo conocer su dolorosa realidad y esforzarse valerosamente por acabar cuanto antes con estas situaciones.

Desde el punto de vista negativo diremos, ante todo, que la problemática teológica de la primera parte del documento de tra­bajo era discutible (tal era el parecer del conjunto de los teólogos verdaderamente competentes). En particular, enlazaba más con el Antiguo que con el Nuevo Testamento. Por lo demás, se echaba casi siempre de menos un análisis sustancial y seguro de las reali-

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^ t r T ^ r t f n o ^ ÍTr U^ í " Í D C e r Í d a d d e l o s testimonios). * i s i ón propia de | « T f a d l s t i n S u i r suficientemente entre la tenía p o r q

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asamblea política n T , , n U m e f ° 2 ) y k s i n i d a £ ivas de una Ias ideol0gías Zlf " \ ^ CultUraL P ° r Io d e m á s> Ia crítica á?

Concret ° f e S u l t a r s a t i s f a c t o r i a -ceñios n S ¡ ¡ T t e - ^ ]° qU& c o n c i e r n e a l concepto de */áw«a, ha-ortodoxos- r S l g U l e n t e t o m a d e Posiciones de los participantes 3 U e fue estal 1 r í m ° S ^ k a l i a " 2 a d e D i o s c o n l a humanidad, Salvador P 7 ^ C U e r p ° y l a s a n g r e d e Jesucristo, nuestro e so recha^. j 0 t , " ' n o P u e d e romperse y que es eterna. Por pan y en " ^ ^ . p 0 S Í D n i d a d de que los seres humanos la rom-

> consecuencia, de que sea posible renovarla y restaurarla». e l balan ^ 1 t 0 ^ ° ' .^P^ 3 " 0 * 0 e I P r o Y e l contra, estimamos que ramos d C A ^ e u n ' o n de Seúl es positivo, a pesar de que hubié-sido D 'k|ea ' a u n q u e tC)dos esperábamos más (lo que hubiera atmó f E S-J r u P° preparatorio, en el que siempre reinó una tener & a m i s tosa, hubiera tenido la misma preocupación de man-sile ) r3 e s C u c^ a ecuménica a semejanza de su homónimo de Ba-críti ° m ° te<^°8°> e s t e a u t o r s e sentía obligado a expresar las Qu V,S C'Ue m e r e c l a e s t a Reunión. Pero también pensamos que lo tal d eiT10S V l v id° e n Seúl puede constituir un paso adelante, con

e que se acierte a llevar a cabo las rectificaciones precisas.

I I I . PERSPECTIVAS DE FUTURO

. A partir de la experiencia de Seúl, el Comité central del Con­ejo ecuménico de las Iglesias ha decidido reafirmar su compromiso

Y g 0 P l a z o en favor de la dinámica JPSC. Concretamente, ha ^clarado: «Sería necesario proceder a modificaciones estructurales

n el trabajo que actualmente lleva a cabo el Consejo y encontrar t ° s Cursos adecuados para ofrecer a las Iglesias y a los movímien-j ° s u n centro de compromiso y de información estimulantes». En 0 que concierne a Europa, se ha constituido un nuevo grupo de r abaj 0 internacional que hará propuestas a las autoridades respon­

d e s de la KEK y del CCEE.

«Justicia, paz, salvaguardia de la creación» 45

A pesar de las dificultades surgidas en Seúl, es de importancia capital que los cristianos de todo el mundo se unan para promover con ardor, a la luz de la palabra de Dios, la justicia, la paz y la sal­vaguardia de la creación. Lo que importa es proseguir esta acción con perseverancia, aprendiendo las lecciones que nos dan las defi­ciencias y, consecuentemente, llevando a cabo las rectificaciones necesarias.

El problema fundamental es de orden metodológico. Necesita­mos una teología suficientemente fundamentada y que resulte acep­table a todas las grandes tradiciones cristianas (la experiencia de Basilea demuestra que ello es posible). Es preciso también llevar a cabo un análisis objetivo de las realidades que pueda ser consi­derado válido por los observadores bien informados. Habrá que prestar, además, atención a las relaciones que es preciso establecer entre las ciencias sociales, las ideologías, la ética, la teología y los compromisos de las Iglesias y de los mismos cristianos. ¿Cómo articular estos compromisos sobre la palabra de Dios que, al mismo tiempo que nos ilumina esencialmente, nos remite a nuestra respon­sabilidad? ¿Y cuál es la misión propia de las Iglesias con respecto a la vida en sociedad? Por lo demás, una asamblea eclesial (como debe ser una asamblea ecuménica) no ha de ser una asamblea polí­tica, aun en el caso de que pretenda causar un impacto político.

En esta perspectiva, nos parece deseable sobre todo organizar un coloquio ecuménico mundial de carácter científico que debería esforzarse por abordar con absoluta seriedad estos problemas me­todológicos fundamentales (apoyándose, por supuesto, en las inves­tigaciones anteriores a las Iglesias y del Consejo ecuménico). Su misma preparación debería ser plenamente ecuménica, pues la elec­ción de los temas y de los oradores sería esencial.

Es de capital importancia que las comunidades cristianas de todo el mundo se sensibilicen ante la dinámica JPSC. Si ésta se convirtiera en una tarea exclusiva de unos estados mayores redu­cidos, no serviría para el cumplimiento de una misión que nos urge. Parecen ante todo deseables las asambleas nacionales y regionales, a condición de que trabajen de acuerdo con el método que hemos preconizado. Bajo estas condiciones sería posible pensar en una nueva Reunión mundial (¿pasados siete años?), preparada por un

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Comité internacional verdaderamente representativo. Los proble­mas se suceden unos a otros. Incluso un «Concilio de la Paz» no sería sino una etapa. Lo que necesitamos es una dinámica ecumé­nica JPSC permanente y de la máxima amplitud posible.

R. COSTE [Traducción: J. VALIENTE MALLA]

PROCESO CONCILIAR:

ANÁLISIS DE UN TERMINO

El proceso conciliar está pensado para movilizar a las personas dentro de la Iglesia. El inicio de ello fue el llamamiento a todas las Iglesias de la Asamblea general del Consejo Mundial de Iglesias en Vancouver (1983). Fue una llamada para unirse a todos los ni­veles eclesiales en la participación en la lucha contra las amenazas mundiales contra la vida. Esto ocurrió partiendo de que la huma­nidad se halla, en sentido negativo, en una situación absolutamente nueva. Es la situación que surge del poder de la ejecución de la mayor injusticia, que es la aniquilación de la vida en la tierra. Y precisamente esta situación de una humanidad que se aproxima a la apoteosis del autoaniquilamiento y por ello lo anticipa diaria­mente en los sufrimientos de los pobres, hace necesaria una nueva forma de reunión conciliar. Se quiere decir, por tanto, que la situa­ción es una necessitas concilii. Porque el Dios de la vida parece haber sido expulsado por sistemas humanos divinizados a sí mis­mos. La llamada surgió de la apremiante cuestión para construir una solidaridad desde abajo mediante plegaria, reflexión y hacer una elección en favor de la paz, la justicia y la integridad de la creación. Las Iglesias del movimiento ecuménico querían con ello indicar que, por su parte, habían escuchado la llamada sobre que, por lo antes señalado, se veían amenazadas muchas vidas.

Entre tanto, se ha vuelto incierto si el término «proceso con­ciliar» va a ser utilizado aún realmente a gran escala en el movi­miento ecuménico. En el punto más alto provisorio del «proceso», la convocatoria mundial que tuvo lugar en Seúl en marzo de 1990, hay que abandonar el término por razones teológicas. Por ello se puede esperar que el término no desaparezca en verdad directa­mente —porque en un número de Iglesias se ha aceptado el mis­mo—, pero que, no obstante, siga existiendo en el transcurso del tiempo.

En este trabajo quiero reflexionar sobre la plausibilidad de la inconveniencia del término; después, sobre los perjuicios intrínse­cos a la desaparición. Para terminar con algunas consideraciones

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48 A. van Harskamp

en el trabajo teológico que hay que hacer si las Iglesias quieren honrar realmente la intención del proceso conciliar. Lo que signifi­ca: si de las conductas de las Iglesias resulta que realmente escu­chan el grito en favor de relaciones justas que brota de la creación.

I . TENSIONES EN LA COMPRENSIÓN

El término «proceso conciliar» no ha surgido dentro del mo­vimiento ecuménico hasta 1983. Está inmediatamente emparen­tado con la idea de «conciliaridad». Y esta noción que acabo de indicar es el resultado de una elaboración del pensamiento sobre el significado de los concilios para la vida de la Iglesia. Para com­prender el término «proceso conciliar», en definitiva, es necesario por ello señalar un par de momentos históricos que marcaron este desarrollo, después de lo cual estudiaremos la idea teológica de «conciliaridad».

Antes de ello debemos entonces saber que la atención dedicada a los concilios y a las formas conciliares desde el comienzo, esto es, desde los años sesenta, plantea primordialmente, en la perspectiva hermenéutica, la cuestión de la unidad entre las Iglesias. Y la cues­tión se consideró en primera instancia como una que primero exi­gía una solución teológico-dogmática. El movimiento ecuménico ha surgido ciertamente de un movimiento pacifista cristiano; y aun­que en los años sesenta el mundo desgarrado por la violencia y el racismo impulsó una nueva reflexión dogmático-teológica sobre la unidad de la Iglesia, no obstante a comienzos de los años seten­ta perduraba la atención por todas las nociones que tenían rela­ción con la palabra «concilio», surgida primero dentro del con­texto ideal de una argumentación dogmático-teológica sobre la esen­cia de la Iglesia. Se quisiera o no, se siguió, por eso, estando aferrado a la vieja idea de que la realización dogma tico-teológica de la unidad de la Iglesia aportaba el fundamento y daba la direc­ción para la ética y la conducta de la Iglesia. Veremos que esta perspectiva hermenéutica sobre la esencia específicamente teológica de la Iglesia produce una tensión considerable también en relación con la idea de «conciliaridad».

La asamblea de Nueva Delhi (1961) definió la esencia de la unidad eclesial anhelada como «one fully committed fellowship»

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(una confraternidad totalmente entregada). Existe en todo lugar particular donde la Iglesia está y contiene, al mismo tiempo, todos los lugares. Estimulada sobre todo por el anuncio y el transcurso del Concilio Vaticano II , se pasó después de ello a estudiar la cues­tión sobre de qué modo en la vieja Iglesia las formas visibles de reflexión conciliar han contribuido a la conservación de la vieja unidad eclesial. Se pasó a preguntarse cuáles eran las condiciones teológicas para el hecho de que la Iglesia apareciese en los conci­lios como una Iglesia con autoridad hacia fuera y cerrada hacia dentro. Las cuestiones que, en un principio, se plantearon además en segundo plano eran: ¿Podría ser el Consejo Mundial mismo una plataforma para organizar un concilio? Y ¿es uno de los objetivos principales del anhelo de la ecume,ne cristiana un concilio realmente universal?

En una conferencia de «Faith and Order» (Fe y Orden) en 1967 (Bristol) se estudia un informe que trata sobre el «proceso conci­liar» en la vieja Iglesia. Volviendo a observar las reacciones ante ese informe, es inevitable la sensación de que ahí se trataba de una ambigüedad segura. Porque, por un lado, el informe señala que la situación actual de las Iglesias no es comparable con la vieja Igle­sia, porque entonces existía una comunidad verdadera (fellowship) y ahora existe un enfrentamiento de una multiplicidad en las co­munidades eclesiales. Pero, por otro, el informe señala, no obs­tante, que la conciliaridad corresponde a la esencia de la Iglesia, y por lo visto, pues, también de todas las Iglesias cristianas exis­tentes. De modo que dentro de las Iglesias separadas continuaría el proceso conciliar. Y basándose en la última afirmación, se con­cluye entonces, de modo optimista, que el Consejo Mundial puede ser un instrumento (tool) en la preparación de un concilio univer­sal. El último pensamiento mencionado es asumido entonces, algo más tarde, por la asamblea de Upsala, a título de invitación para ulterior debate. En una interesante conferencia en Lovaina (1971) de «Faith and Order», la disposición de ánimo se ha vuelto algo más pesimista. Se alcanza el punto final provisorio del pensamiento sobre los concilios y sobre la conciliaridad. Sobre lo cual realmente se relativiza con fuerza la idea de celebrar un concilio preparado por las Iglesias. Y se establece una diferencia entre el Concilio como acontecimiento que, de modo más posible, dará expresión

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a la unidad de la cristiandad y a la conciliaridad como una estruc­tura esencial en la vida de la Iglesia en un futuro desconocido.

Para estudiar ahora el actual «proceso conciliar» debemos fijar­nos con más atención en la idea en aquel entonces desarrollada de «conciliaridad». Ésta es una idea extremadamente compleja. Mu­chas veces se hace uso de ello solamente como una característica descriptiva del hecho de que, a través de los siglos, los cristianos se han reunido dentro de la Iglesia a todos los niveles. Pero eso no es, sin embargo, el significado más profundamente estudiado. La idea —que por lo demás no debemos confundir con el movi­miento histórico del conciliarismo, principalmente orientado canó­nicamente— debe diferenciarse del término «comunidad conciliar». Porque en esta última idea indicada se trata de un modelo practi­cable para una relación de las sociedades eclesiales. Mientras que el término «conciliaridad», en primer lugar, es un término teoló-gico-normativo, que, por decirlo así, denota la profundidad tras­cendental del ser Iglesia. Es un existencial del ser Iglesia. Y como tal se manifiesta, primero, en una conducta, en una actitud de los creyentes individuales. Una conducta que después se convierte en el signo distintivo de la comunidad local dentro de la cual se sufre y se reconoce la diversidad e incluso el conflicto dentro de una comunidad en la unidad del Espíritu Santo. Esto último es de gran importancia para la noción. La conciliaridad tiene las raíces más profundas en la vida litúrgica. Y la experiencia de la comunión eucarística misteriosa con Dios fue considerada como la fuente que hace posible-para los cristianos aceptar y sufrir la diversidad y el conflicto en la comunidad mutua.

Pues bien: el actual proceso conciliar es un heredero directo de este concepto de conciliaridad que se paralizó en el movimiento ecuménico a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta. La palabra «proceso», no obstante, se ha convertido ahora en sus­tantivo. Esta palabra parece tener, al menos, dos funciones impor­tantes. Una función es resaltar que no se haga preceder concepto alguno de obligación eclesial mutua, sino que se respeta la diver­sidad de todos los participantes en un proceso con un final abierto. Otra función es indicar que ahora se dé expresión a todas las for­mas concretas pero variables y transformables de reflexión en la estructura esencial de la conciliaridad puesta en marcha.

Proceso conciliar 51

Cuando colocamos ahora el proceso conciliar contra ese tras-fondo, entonces vislumbramos una relación de tensión. Para ver esto debemos recordar que cuando se desarrolló la noción de «con­ciliaridad», lo que se buscaba era la condición teológica que hacía posible hablar de un concilio de modo decisivo y lleno de autori­dad. Se encontró la condición teológica dentro y bajo la circuns­tancia de que los cristianos se apoyaban de modo fraternal unos a otros en la vieja Iglesia, que en otras Iglesias locales se podía par­ticipar en las celebraciones, que las Iglesias intercambiaban cele­brantes, que se amonestaban mutuamente basándose en la equiva­lencia; en resumen: que en la comunidad existía una comunicación abierta. Pero es indiscutible que existe una contradicción entre la conciliaridad descrita de modo idílico-teológico, una idea puramente teológica —quizá demasiado puramente, en realidad—, por un lado, y la práctica real de las asambleas conciliares por otro. Estas eran antes reuniones donde se hablaba de modo autoritario y donde se establecían claros límites a la diversidad y al conflicto. Aplicado al proceso conciliar actual: el pensamiento graduado por fases en un proceso de diferentes formas de ser Iglesia para vincular unos a otros mediante cierres de unión recíprocos está en contradicción con la idea clásica de un concilio, mientras que, no obstante, esa idea de un concilio como orientación aportadora de visiones de expresión de unidad daba el impulso original.

Directamente vinculada con esto se halla aún otra tensión que señalar. Y esto tiene que ver con que el punto de partida del «pro­ceso conciliar», la conciliaridad, pues, se formula de modo tan contenido que su realización no permite verdaderamente demora alguna, tampoco ningún proceso graduado en fases. Es un postu­lado radical que proclama la necesidad esencial de la unión tanto de la Iglesia desgarrada como del mundo desgarrado. De ahí tam­bién la afinidad manifestada durante y después de la asamblea de Vancouver con la idea de un concilio que se exprese de modo auto­ritario y obligatorio ante el mundo y la Iglesia. El punto aquí es: la «conciliaridad» existencial no visible y supuesta es un postulado a la luz de la realidad. Pero no es sólo un postulado puramente humano, sino contingente. La referencia a una base divina tiene, por tanto, una legitimación no contingente. Se podría denominarlo «el opuesto» de Dios, que se refleja en «el opuesto» de la humani-

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dad doliente y desgarrada. Por ello, la conciliaridad califica la épo­ca actual como casi de final de los tiempos; la conciliaridad debe tomar forma ahora en el mundo y en la Iglesia. Se cambia la pre­tensión de la presencia de ello en el misterio que deshonra a la Iglesia. Pero en todo esto perdura, al mismo tiempo, que, en rea­lidad, este postulado es irrealizable. Porque «el proceso» no quiere aportar conscientemente modelo alguno para una expresión radi­calmente decisoria y autoritativa.

Aquí nos encontramos, de hecho, con una variante de un dile­ma penosamente ecuménico y que vuelve a surgir cada vez. Un dilema que, en primer lugar, es específico para una perspectiva donde las Iglesias se fijan en la esencia de «las» Iglesias y compa­ran esto con la realidad: de tal modo hablan normativamente di­ciendo que la obligación que se designa con ello no permite demora alguna. Pero, al mismo tiempo, es evidente que la realización no es posible. Por ello se puede decir eso, esto es, hablar sobre «conci­liaridad» se vuelve paralizador, de modo que el remedio (psicoló­gico resultante puede volver indistintos la pérdida de la esperanza y el advenimiento.

¿Lo mencionado es ahora un motivo para no utilizar más la noción de «proceso conciliar»? Quizá en la Iglesia católica y en las de orientación ortodoxa eso tiene una función. Debemos entonces saber que, sobre todo por causa de los teólogos ortodoxos, en el movimiento ecuménico ha penetrado la opinión de que la concilia­ridad radica en la comunidad eucarística. En la interpretación cató­lica y ortodoxa de los sacramentos, no obstante, se concluye que el elemento no visible y supuesto de la conciliaridad está incluido en los actos y signos del sacerdote y de los creyentes. Lo que, expre­sado en los términos más sencillos, significa que todo lo que se diga acerca de la «conciliaridad» y del «proceso conciliar» se presupone, sin más, comunidad eucarística visible. Todo lo dicho en lo que se hallen derivaciones de la palabra «concilio» se refiere, por tanto, a una forma claramente perceptible, ya de unidad perfecta o acabada.

Hay que decir que este concepto tiene una evidencia segura. Porque contiene la exacta intuición de que hablar en lenguaje puro y exclusivamente ideal —como acerca de la conciliaridad—, o ca­rece de sentido o debe ser atribuido ya a la realidad parcial. Pero además este concepto tiene la gran ventaja de que el proceso trans-

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currido real está liberado de la tiranía de todo postulado exigente y de la parálisis de las acciones del creyente indudablemente surgi­da de ello.

II. ¿ABANDONO DEL CONCEPTO?

Sin embargo, si la desaparición del término «proceso conciliar» significa la desaparición del contenido, entonces los perjuicios son mayores. Sería un golpe para la reflexión sobre las formas de la Iglesia en un mundo abrumado por la injusticia, la violencia y la destrucción del medio ambiente. En lo que respecta a las Iglesias occidentales, sería una confirmación de la pérdida de relevancia cristiana real. Esto se puede ilustrar con una verdadera reacción catoliza-romana ante el proceso conciliar.

En octubre de 1989, «The Ecumenical Review», órgano teoló­gico del Consejo Mundial de las Iglesias, publicó un número de artículos a modo de ayuda en la preparación de la convocatoria mundial de Seúl. Uno de los artículos se titula The JPIC Process: A Catholic Contribution '. La lectura de este texto plantea, no obstante, preguntas sobre la idoneidad del título. Porque si se rela­ciona la imagen eclesial que se ofrece en ese artículo con la temá­tica del «proceso», resulta evidente que existe una contradicción considerable entre esa imagen eclesial y las intenciones del «pro­ceso».

Lo primero que llama la atención es que las palabras que abar­can toda la temática del proceso conciliar son «paz» y «armonía». No por casualidad, el documento resalta asimismo el concepto de «paz» y no el de «justicia». El esquema del texto está determinado después por la idea de que la paz y la armonía son dadas ya al mundo. A saber: por la iniciativa exclusiva del Dios trino (véan­se 1, 9, 11, 12). El significado concreto de esto es que no hace falta que nosotros los seres humanos creemos la paz, sino que sólo nos preocupemos de agotar la fuente ya alegada y siempre fluyente (13, 15, 18). Si participamos en la paz, la justicia y la conservación de la naturaleza se hacen también posibles.

Según el documento, la Iglesia es sacramento de la paz alegada,

1 «The Ecumenical Review» 41 (1989) 591-602. En el texto se refiere a la numeración que el documento mismo aporta.

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sacramento de la «íntima unión de la humanidad con Dios y de la unidad de toda la humanidad» (1). El texto produce por ello la impresión de que, dado que la paz es cosa del Dios trino, la Igle­sia, por su parte, trata la paz como un dato estático, con seguridad, y lo presenta al mundo. El horizonte de experiencia dentro del cual se mueve el texto es, por tanto, la convicción de la creencia de que aquello a lo que aspira realmente el mundo es a la situación recon­ciliada de una paz omnímoda o universal, realmente siempre exis­tente a través de la Iglesia en una forma objetivada-sacramental. El documento parte, así, de una Iglesia que primero está separada del mundo y después se orienta al mundo. Lo cual se fundamenta por la visión del pecado. El mundo, teológicamente calificado como creación, está sometido al pecado (15). El pecado —cuya raíz más profunda es el pecado de las personas, del que procede después el pecado estructural— no ataca, sin embargo, a la Iglesia. Porque ésta tiene atribuido el poder de recordar a la humanidad su llama­miento a la paz (2); la Iglesia, esta «experta en humanidad» (31), introduce en todos la propia responsabilidad y la obligación de la solidaridad universal. La crisis en la que se halla el mundo es, en­tonces también, en lo más profundo, una crisis religiosa y ética de la manera de pensar individual. De ahí que la Iglesia, respecto al odio, el menosprecio, la violencia y la discriminación, debe aportar nuevos sentimientos en los espíritus de las personas; sentimientos que generen una paz que esté totalmente inspirada por el evangelio de la paz (20). El llamamiento surge, por tanto, de modo unilineal de la Iglesia al mundo. Solamente una vez contiene el texto un llamamiento a la renovación de la Iglesia, pero eso, al leerlo con más detalle, resulta ser una renovación del llamamiento a la con­versión (18); por lo visto, debido a que el pecado de la humanidad renace cada vez con nuevas formas.

Esta visión es tan familiar que podemos ver que es desastrosa para la base original del proceso conciliar. Por citar sólo algunos puntos:

Por ejemplo, está el llamamiento a la solidaridad desde arriba. Dicho llamamiento debe verse frustrado realmente, porque la soli­daridad nunca se puede establecer como una obligación desde arri­ba. Tampoco si la misma se presenta como la inclinación propia de los seres humanos. Y seguramente no si eso se produce me-

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diante un instituto que está estructurado él mismo de modo jerár­quico.

Después está la visión de las obligaciones de los cristianos indi­viduales. El texto habla extensamente acerca de la obligación de «compromiso» de los cristianos individuales y de las organizacio­nes para establecer una paz —calificada como religiosa— (y des­pués también sobre la lucha concreta por la justicia y la conserva­ción de la naturaleza). La obligación surge de la esencia de la fe viva en la Iglesia. Pero, precisamente porque se establece una se­paración tan estricta entre Iglesia y mundo, no se puede citar la obligación esencialmente en el ámbito donde los cristianos y las Iglesias siempre han formado ya parte del mundo desgarrado. Des­de la óptica del «mundo», sólo se trata de una obligación pura­mente externa. A priori, la idea esencial de «iglesia» ha usurpado la idea de «mundo» y lo ha calificado, en primera instancia, de modo negativo. Por ello, desde el mundo desgarrado mismo nunca puede venir una señal que a priori no esté ya integrada en la pro­pia imagen de la Iglesia. De ahí que el documento pueda dejar tras de sí la sensación de la seguridad total de la ya existente ecclesia triumphans. Por tanto, también la sospecha de pensar que cuando los cristianos se comprometen con el mundo, eso ocurre con el trasfondo de pensar que, en última instancia, la reconciliación, no obstante, se ha llevado a cabo ya en la Iglesia; y que también cuando el mundo no acepta la paz ofrecida, no puede existir ningún desengaño final, porque siempre sigue existiendo la Iglesia como refugio, como último refugio. Por ello, la problemática ética no es, en sí misma, ninguna razón indiscutible teológica verdadera. Una suposición de la que parte precisamente el proceso conciliar. Este texto típicamente católico-romano desconoce la necessitas concilii, urgida por el mundo desgarrado.

¿Y cómo se relaciona esto con el llamamiento de las Iglesias al compromiso? En este punto, el documento es igualmente decep­cionante. Se recurre al conocido artículo 12 del decreto Unitatis redintegrado del Concilio Vaticano II. Y ese artículo señala que existe la posibilidad de la colaboración de las Iglesias (1). Pero el documento, de hecho, guarda silencio sobre la necesidad que surge del peligro de la situación mundial para obligarse mutuamente como Iglesias. Finalmente, no obstante, queda la sensación de que

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la necesidad del mundo, en sí misma, no tiene significado alguno para la necesidad de una ecumene realmente cristiana de las Igle­sias. Aunque esto último era un elemento importante de la base para el llamamiento al proceso conciliar. Ese llamamiento plantea­ba, de hecho, una vinculación de la conciliaridad; por tanto, la tra­dición de la lucha por la unidad eclesial y del servicio al mundo.

I I I . ¿EN CAMINO HACIA UNA ECLESIOLOGIA VIVA?

Uno de los resultados positivos de los debates en torno al pro­ceso conciliar es que todas las Iglesias han coincidido casi en que la fe cristiana en un solo Dios creador y la confianza cristiana en la sociedad humana creada por el Espíritu de Cristo hacen evidente que la Iglesia debe situarse contra las amenazas a la paz, a la justi­cia y a la integridad de la creación. No hace falta realmente hablar más sobre lo fundamental. Es generalmente comprensible que la Iglesia no traiciona su misión y su tarea si se dedica a la temática del proceso conciliar. Pero queda, junto al reconocimiento de la so­ciedad, naturalmente, una cantidad de problemas. En mi opinión, uno de los más trascendentales es la cuestión de si se trata real­mente de una necessitas concilii que surge de la situación del mun­do desgarrado: ¿se trata de una crisis decisiva real, de modo que ha llegado el momento de aplicar una nueva forma de reflexión conciliar? Pero esta pregunta o, mejor, este conjunto de preguntas depende de la respuesta a la pregunta muchas veces planteada en el movimiento ecuménico sobre la relación entre la unidad de la Iglesia y la unidad de la humanidad.

Para describir esto claramente con pocas palabras, debemos simplificar mucho y dividir toscamente las muchas eclesiologías existentes en dos tipos: a) las que tienden a una presencia obje-tivada-sacral de Jesucristo en la Iglesia y que desde esta fuente abundante se pronuncian por la unidad de la humanidad desgarrada (véase punto 2 anterior, la visión católica familiar), y b) el tipo que tiende a ver la esencia de la Iglesia como una acumulación es-catológica de la que procede la prueba de una crítica profética. Ahora lo importante es ver que no sólo el primer tipo, sino ambos, examinados a fondo, no coinciden en el reconocimiento de una krisis y kairós determinados de modo histórico-contextual específi-

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camente. A este respecto, ambos pasan por alto el poder. En el pri­mer tipo eso resulta más que evidente. Porque, en última instancia, ese tipo se refiere en todo momento a la salvación concedida para siempre, que esencialmente no se ve afectada por el destino del mundo. En el segundo tipo es otra cosa. El hecho es que, precisa­mente porque aquí a priori la esencia de la Iglesia se interpreta como escatológica, la Iglesia tiene de continuo el mandato de la crí­tica profética. El mundo, en esta perspectiva, siempre está constan­temente en crisis. De modo que cada momento es un momento de kairós. Y la Iglesia es proclamada, de antemano, como instancia profética. Por lo que tampoco aquí puede existir de modo especí­fico en la historia ningún momento localizable para hablar de una necessitas concilii. Este tipo es, sobre todo, el que hay que tomar donde la idea de «conciliaridad» se concibe como un existencial de la Iglesia (véase anteriormente, punto 1).

Pese a todas las grandes diferencias entre los dos tipos de ecle­siologías, tienen, no obstante, una cosa en común: el lugar de la experiencia, desde el que piensan sobre su misión y su tarea res­pecto de la unidad del mundo; por tanto, para con la justicia, la paz y la integridad, se halla, para comenzar, exclusivamente en un espacio cristiano separado del mundo. En el primer caso, más en la experiencia eucarística dentro de la Iglesia; en el segundo, más en la experiencia escatológica lograda mediante la palabra profé­tica de Dios predicada por la Iglesia2.

Pero precisamente la separación, por un lado, entre la Iglesia o la predicación cristiana de la palabra (ambos, en términos de lo que se formula esencialmente) y, por otro, «el mundo», es muy problemática3. La separación —que, por lo demás, quizá tenga

2 Aquí hay que mencionar que la idea de «conciliaridad» en el movimiento ecuménico a comienzos de los años sesenta encontró una gran acogida precisa­mente porque se tenía conciencia de que las contradicciones y los conflictos del mundo desempeñaban un papel mayor dentro de la Iglesia existente que las definiciones esenciales teológicas de la Iglesia donde quiero estar (cf., para esto, Ernst Lange, Die okumenische XJtopie [Stuttgart 1972] 177ss). Sólo que mi opinión aquí es que la idea de «conciliaridad», no obstante, tendía a la constricción eclesiológica porque el principio del pensamiento sobre la idea es la unidad en diversidad que se atribuye a la Iglesia como esencia.

3 Para lo siguiente me he inspirado al respecto en el trabajo de K. Raiser Einheit der Kirche und Einheit der Menschheit: tlberlegungen zum Thema okumerincber Tbeologie: «Okumenische Rundschau» 35 (1986) 18-34.

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más que ver con el proceso de diferenciación social de una sociedad occidental que se moderniza que con fundamentos denominados específico-teológicos— es distinguida y criticada por un gran nú­mero de teólogos. Conocida es la frase de Ernst Lange que lo que divide al mundo también divide a la Iglesia. Los conflictos que dominan el mundo se descubren también en los rincones más ale­jados y espirituales de las Iglesias. Esto significa que sólo una sen­sibilidad teológica y religiosa que reconozca la correlación entre la anticipación llena de misterio de la salvación en sacramento y pa­labra, por un lado, y la lucha y los conflictos concretos, por otro, puede dar el poder para distinguir la krisis y el kairós. Y, por tanto, para poder decir en un momento histórico determinado que la situación en el mundo crea una necessitas concilii.

Aquí se trata de una sensibilidad religiosa y teológica que, por un lado, no haya interpretado, de antemano, los conflictos, la lucha y los sufrimientos de modo eclesial o mediante la predicación total­mente teológica y que, por otro, sin embargo, no pretenda dar un significado teológico a estos conflictos, a esta lucha y a esos sufri­mientos. Por ello, puede ser útil una eclesiología que haga evidente que la anticipación en la salvación, en la eucaristía y en la predi­cación de la palabra no puede ser nunca una verdadera anticipación si no existe imitación alguna de Cristo y, por tanto, ninguna toma de partido en los conflictos. Una eclesiología que probablemente resaltará más los sucesos del Espíritu que el fundamento cristoló-gico de la Iglesia, porque precisamente existen más probabilidades de que mediante los sucesos del Espíritu existan más posibilidades de señalar la presencia de Dios en el mundo. Pero sobre todo, una eclesiología donde exista la idea de que la alegría por la realidad de Cristo resucitado nunca sea una posesión estático-irénica de la Iglesia, sino que sólo sea posible cuando la Iglesia participe en la lucha de aquellos que padecen bajo las destrucciones de los injustos, los violentos y los explotadores. Porque sólo entonces existe la posibilidad de ver el kairós que surge cuando el Dios de la vida es amenazado esencialmente por la muerte de la injusticia, la violencia y la destrucción.

A. VAN HARSKAMP [Traducción: A. VILLALBA]

PERSPECTIVAS ECOLÓGICAS EN LA DOCTRINA CRISTIANA DE LA CREACIÓN

La crisis del medio ambiente, tal como la experimenta hoy nues­tro colectivo planetario, es un fenómeno específicamente moderno y posmoderno. La teología cristiana de la creación ha sido capaz de reaccionar científicamente a este problema sólo desde hace algu­nos años 1, intentando definir tesis teológicas2 de significación ética sobre la ecología. Sin embargo, no ha tenido que inventar nada. Porque la tradición, que ella tiene que interpretar, contiene no pocos enfoques para una teología del medio ambiente, que aquí vamos a destacar y actualizar. Expongamos a continuación, a modo de ejemplo, algunos de estos enfoques y reflexionemos sobre ellos de forma sistemática.

I . SOTERIOLOGIA DE LA CREACIÓN

Nos parece que hay que empezar por aquella doctrina de la salvación (soteriología) en la que culminará el lenguaje de la crea­ción en las épocas de sus crisis. Especialmente hoy ya no es sufi­ciente hablar de la naturaleza, las plantas, los animales y el hombre como objeto de consideración estética y tampoco de una «historia de su origen primitivo». Hoy lo verdaderamente urgente es expli­car cómo lograr su salvación común bajo el signo de la fe y refle­xionar teológicamente sobre las posibilidades de su supervivencia y su convivencia. Por eso voy a seguir el camino, algo inhabitual, de interpelar desde los textos neotestamentarios a los veterotesta-mentarios.

Una «soteriología de la creación» especialmente cristiana se puede deducir sobre todo en Rom 8. Aquí se habla varias veces

1 Ha sido estimulada a ello, en el espacio de lengua alemana, por pensa­dores como C. F. von Weizsacker, G. Picht, A. M. Klaus Müller, G. Altner, J. Moltmann y otros.

2 Cf. A. Ganoczy, «Okologie», en Lexikon der katholischen Dogmatik (Friburgo 1987) 395s.

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de la creación (ynLnc,) en sentido cosmológico (8,19.20s.22.39; cf. 1,20.25); esta palabra se refiere «primariamente» a la comuni­dad de las criaturas no humanas3. Ésta sufre porque «está sujeta» (v. 20) a la «nada» o vanidad ({juaTaiórnTi), o, dicho de otro modo, «a la esclavitud de la corrupción» (v. 21).

¿Quién la ha esclavizado? ¿Quién la «ha sometido» a ella, que fue creada para el servicio del hombre como su «jardín», de tal manera que ahora está necesitada de liberación? Lo hemos hecho los hombres. Así responden, entre otros, Lutero y Calvino. Lutero piensa que la creación está entregada a la «vanidad» y al «disfrute perverso» del hombre4. Y Calvino afirma: «Todas las criaturas inocentes» tienen que «compartir la pena por nuestros pecados» 5. Probablemente el mismo Pablo piensa que la conducta y el destino humanos influyen en las otras criaturas, de tal modo que entre el hombre y la naturaleza no humana se da una comunidad de desti­no, en la que la «naturaleza», indudablemente, es la parte más débil. Dicho en lenguaje moderno: el género humano es la causa de la ruina de su medio ambiente y de su entorno.

Ahora bien: por otro lado, esta comunidad de desiguales está necesitada también, en sentido positivo, de esperanza. Nosotros «hemos sido salvados en esperanza» (v. 24). Realmente sufrimos por el «todavía no» escatológico de nuestra salvación y «gemimos suspirando por la adopción» (v. 23) que Dios nos ha otorgado. La «manifestación de los hijos de Dios» (v. 19), junto con su plenitud, está aún pendiente. Ahora esperamos, lo mismo que todas las otras criaturas, con «expectación ansiosa» (ibid.). Porque hay que espe­rar que el hombre plenamente redimido, salvado y liberado signifi­cará también para el cosmos —análogamente, pero realmente— «salvación».

Esto lo podríamos aclarar quizá ayudándonos de la idea rabí-nica de la «imitación de Dios». El hombre está llamado por su Creador a imitarle, a la imitatio Dei. Y de aquí se sigue lo siguien­te: del mismo modo que Dios trata a su creación, incluidas las

3 Cf. U. Wilckens, Der Brief an die Romer (EKK VI/2) (Zurich 1980) 153. 4 Cf. Vorlesung über den Romerbrief von 1515/16, ed. latina y alemana,

tomo II (Darmstadt 1960) 98-102. 5 Comm. in Ep. ad Rom 8,21; OC 48-49, 153; cf. Institutio III, 25, 2.

Perspectivas ecológicas 61

plantas y los animales, con misericordia, así también deben proce­der sus hijos adoptivos6. Es decir, que la verdadera filiación de Dios debe tener como consecuencia que la conducta de los creyen­tes frente al medio ambiente o a su entorno sea igual a la de Dios.

Pero hasta ahora «la creación entera gime» (v. 22)7 y «siente dolores de parto» 8, porque aquella simbiosis de todas las criaturas, querida por Dios, se encuentra todavía en estado embrionario, aun­que para Pablo esté ya muy avanzado. En cualquier caso, los «ge­midos» afectan a todas las criaturas, tanto al hombre soberano como a las criaturas esclavizadas.

Por esta razón, Pablo describe una comunidad entera de seres que gimen. Suspiran tanto toda la creación (v. 22), los todavía no redimidos plenamente (v. 23), como también —y esto es lo deci­sivo— el Espíritu de Dios (vv. 26s). Él intercede por los hombres según Dios Padre (v. 27), pero sin abandonar sus obligaciones con el resto de la creación. Así, la voz del Espíritu hace también una llamada cósmico-colectiva de conformidad con el Creador y libe­rador.

Es evidente que este Espíritu —y con sus inspiraciones «ecoló­gicas» hay que contar hoy especialmente 9— es el Espíritu de Jesu­cristo (v. 9) y también «el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos» (v. 11). La estructura triádica del texto es innegable. Luego a todo el conjunto de lo creado se le recuerda que su finalidad última es la comunidad divina de vida y amor.

Ahora bien: este estricto cristocentrismo de la economía de la salvación que hemos descrito aquí, ¿impide que relacionemos estas afirmaciones con la teología de la creación veterotestamentaria y sus implicaciones ecológicas? ¡En absoluto!

Entrando sólo en el tema de la «imagen y semejanza de Dios»

6 Cf. A. Nissen, Gott und der Nachste im antiken judentum. Untersuchun-gen zum Doppelgebot der Liebe (Tubinga 1974) 70-75; cf. también 278-286.

' Cf. W. Bauer, Worterbuch zum Neuen Testament (Berlín 51963) 1571: auV'GoSívco.

8 Ibid., y L. Schottroff, Schópjung in Neuen Testament, en G. Altner (ed.), Okologischen Theologie. Perspektiven zur Orientierung (Stuttgart 1989) 130-148.

9 Cf. Wilckens, op. cit., 136. Alude a Gal 5,18: el Espíritu «lleva» (y no «empuja»).

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como puente, Col 3,9-10, por ejemplo, nos ofrece un camino que remite en última instancia a Gn 1,26,28: «Despojaos del hombre viejo con todas sus obras y revestios del nuevo, que sin cesar se renueva para lograr el conocimiento perfecto según la imagen de su Creador» 10. El hombre nuevo, el que vive y obra verdaderamente según la imagen de su Creador, es Jesucristo. Él es «la imagen de Dios» por excelencia (Col 1,15; cf. 2 Cor 4,4), el que «reviste» al creyente en el bautismo. La semejanza con Cristo a que aquí se alude, y que es decisiva éticamente, hace referencia, en definitiva, a la semejanza con Dios de la criatura humana, que el Creador le ha otorgado al hombre —según Gn 1,26-28— y que está relaciona­da también con sus acciones y con su medio ambiente.

I I . EL DOBLE SENTIDO DE «SOMETER» Y «DOMINAR»

Esto se deduce de la estrecha unión de dos temas del Génesis: la imagen y semejanza con Dios y la misión de la creación n. Lo primero significa que el ser humano, en sus dos sexos, ha sido crea­do para hacerse semejante con sus acciones a Dios, su prototipo. Así, su relación con las criaturas, que son iguales a él por la crea­ción, debe adecuarse a la conducta divina. Si el Creador domina su creación sembrando, cuidando, respetando las leyes de cada cosa (cf. Gn 1,1 lss), su libertad y bienestar, su imagen, el hombre no debe proceder tampoco de otra forma.

De aquí que una ecología teológica debe tener presente los si­guientes resultados de la exégesis veterotestamentaría. La palabra «someter» (kábas) tiene, en cada caso según el contexto, diversos significados, algunos de los cuales indican una acción violenta, bru­tal u: por ejemplo, derrotar o forzar al enemigo. Pero su signifi­cado fundamental es más neutral: poner el «pie sobre un objeto o

10 E. Schweizer, Der Brief an die Kolosser (EKK) (Zurich 1976) 137. 11 Cf. O. H. Steck, Der Schópfungsbericht der Priesterschrift (Gotinga

1975) 152; A. Ganoczy, Schopfungslehre (Dusseldorf 21987) 28-31. 12 G. Liedke, Von der Ausbeutung zur Kooperation. Theologischphiloso-

pbhche Überlegungen zum Problem des Umweltschutzes, en E. v. Weizsa'cker (ed.), Humanokologie und Umweltschutz (Stuttgart-Munich 1972) 36-65, aquí 44.

Perspectivas ecológicas 63

sobre un ser vivo» 13. Y este gesto, con frecuencia, simboliza senci­llamente señorío, o también protección, custodia y solicitud (cf. Sal 8,7; Jos 18,1). Como el hombre, siguiendo la misión del Creador, amante de la paz, tiene que poner el pie sobre la tierra, este último matiz sugiere algo muy distinto a aquel otro significado violento, al que se le podría unir la explotación arbitraria M.

Esto mismo puede decirse sin duda de la palabra «dominio» (ridüh). Teniendo en cuenta el tipo de alimento, sólo de plantas (Gn l,29s), que la Escritura le concede al hombre antes del dilu­vio universal (cf. Gn 9,1-3), e incluso más aún, supuesto el domi­nio solícito que el prototipo divino ejerce sobre todos los seres vivos, es indudable que tiene que estar fuera de la intención del texto un tipo de dominio tiránico. Antes lo había dejado claro el ideal de gobernante del Oriente antiguo de pastor bueno y justo. Y esto tanto más probablemente cuanto que rüdáh significa tam­bién «el vagar del pastor con sus ovejas», que «lleva a éstas a buenos pastos, las custodia y defiende de los animales de rapiña» ,5.

En conclusión, este «sometimiento» de la tierra y este «domi­nio» sobre el mundo animal quedan encomendados a la imagen del Creador en sus dos sexos. Que este ideal pueda realizarse sólo en Jesús, el Mesías, el nuevo y último Adán, es decir, el Adán esca-tológico, imagen de Dios por excelencia, no hace sino resaltar una vez más la necesidad de pensar la ecología teológica en un sentido cristológico. (Sobre este punto podrían citarse las palabras de Jesús en Juan: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas» [Jn 10,11], donde se contrasta al pastor con el «jor­nalero». Es verdad que ésta no es una expresión explícitamente ecológica, sino «sólo» soteriológica. Pero, si se tiene en cuenta la relevancia del medio ambiente en la soteriología cristiana, que he­mos señalado antes, mi interpretación en sentido amplio podría no estar fuera de lugar.)

Podríamos añadir también el amor a la naturaleza del Padre solícito, que incluye por igual a las plantas, a los animales y al hom­bre (como se testimonia directa o indirectamente en textos sinópti-

13 E. Zenger, Der Gott der Bibel (Stuttgart 21981) 148. 14 Cf. sobre todo este problema N. Lohfink, Macht euch die Erde unter-

tan?: «Orientierung» 38 (1974) 137-142. 15 Zenger, op. cit., 149.

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eos como Mt 5,43-45; 6,25-35 y Mt 10,29-31), además de las parábolas de Jesús, que hacen de la naturaleza una «predicadora del dominio de Dios» ló, y finalmente el Espíritu de Dios, con cuyo poder Jesús expulsa demonios (Mt 12,28), para interpretar la tría­da de la creación desde un punto de vista ecológico basándonos en las palabras y las obras de Jesús.

I I I . TESTIMONIOS PATRISTICOS

Podríamos preguntarnos ahora si la tradición posbíblica, es decir, la de los Padres y la teología medieval, han cambiado o in­cluso alterado esta posición.

Por lo que respecta a los Padres, la investigación demuestra que defendieron grosso modo dos tesis: a) El hombre ha perdido el dominium terrae por el pecado original, y b) lo continúa pose­yendo a pesar de la caída ". Como consecuencia de la primera tesis, queda muy reducido el alcance ecológico de Gn 1,28 y sustituido por una perspectiva de ética individual, ascética: «El hombre me­diante el dominio de sí mismo, siguiendo a su razón, debe elevarse por encima del nivel de los animales» 1S, es decir, volver a elevarse. La segunda tesis deja abierta la «posición ecológica»: también el hombre caído puede y debe dominar en el sentido de la misión de la creación.

Entre los Padres, de carácter filosófico muy distinto, se puede afirmar que es una constante su acentuación de una sabiduría que ha de ir unida al saber. El hombre, de este modo, como señor sobre todas las criaturas no humanas, pone de manifiesto que ha recibido la sabiduría. Ésta le permite no sólo tener una relación recta con Dios, sino al mismo tiempo observar el curso de las estrellas, edi­ficar ciudades, redactar leyes y hacer medicina con sus descubri­mientos 19, originándose así una relación con el mundo muy con­creta, precisa y activa.

14 G. Bornkamm, Jesús von Nazareih (Stuttgart '1971) 108. 17 U. Krokik, Umweltkrise: Folge des Chrístentums? (Stuttgart-Berlín

1979) 73; pruebas, 109. 18 Ibid., 73s. " Así, por ejemplo, las homilías pseudoclementinas, III, 36; GCS 42, 69s.

Perspectivas ecológicas 65

Indudablemente, por ejemplo, en Lactancio, el mundo ha sido hecho por Dios con el fin de crear al hombre, para que disfrute sus bienes y conozca a su Dios20. Y como consecuencia el hombre investiga y usa el fuego, el agua, la tierra, las montañas, los mares y las cosas sensibles que necesita para poder actuar económicamen­te 21. Así, como escribe Eusebio, demuestra que es «descendiente de la razón divina» y la «única especie racional y capaz de amar a Dios» entre todas las otras criaturas 22. El hombre se puede conocer a sí mismo como ser vivo según la imagen de Dios, al menos en cuanto que puede unir el saber con la sabiduría 2i.

La Providencia divina lo protege desde luego a él en primer lugar. Pero Orígenes destaca contra el gnóstico Celso que esta mis­ma Providencia «redunda consecuentemente también en provecho de los seres irracionales» n. De este modo, con acentos nuevos, recoge las palabras de Jesús, que ponen bajo una única solicitud del Padre al hombre, a los animales y a las plantas. El «medio ambiente» no puede serle indiferente a la imagen y semejanza de Dios, como tampoco lo es a Dios mismo.

Con Agustín se enriquece esta concepción teológico-ecológica con una dimensión soteriológica. Ante todo, el Obispo de Hipona subraya que la creación no humana, sea no viva o viva, tiene algo más que un simple «valor de uso». No existe exclusivamente para satisfacer las necesidades humanas. Al contrario, la razón le reco­noce una «categoría real objetiva» en la jerarquía de los seres 25. Siguiendo plenamente el sentido de Rom 8, donde también las criaturas no humanas gimen, Agustín ve en ellas también «imper­fecciones». Sólo que no son «culpables» de ellas, a diferencia del hombre. Conservan, incluso después del pecado original, «los bie­nes de sus naturalezas» x.

Estos últimos bienes precisamente los tiene que tener en cuen­ta constantemente el pecador y ver el bien que el Creador «le ha

70 Epitome div. institutionum 63-65; CSEL 19, 750-755. 21 De ira Dei, 13, 1-2 (ed. H. Kraft y A. Wlosok) (Darmstadt 1957) 42-43. 22 Theophania I, 44-47; GCS 11, 1-2, bi-62. 23 Ibid. 24 Contra Celsum IV, 74; PG 11, 1143-1146. 25 De civitate Dei XI, 16; PL 41, 336. 26 Ibid. XII, 4; PL 41, 351s.

5

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otorgado y le otorga hasta ahora» en lo profundo de la misma cria­tura humana. El pecador debe avivar en sí la «chispa divina» de la razón, de tal manera que sus inventos, su saber sobre la natura­leza, sus conocimientos del cielo y de la tierra, la técnica, la cons­trucción de máquinas, el arte y cualquier tipo de trabajo, a pesar de su ambivalencia y de sus peligros, que le son inherentes por la propensión al pecado, se pongan no tanto al servicio de la cura­ción, sino también al de la salvación T. En este contexto, Agustín cita de modo significativo Rom 8,32: si Dios «no ha perdonado a su propio Hijo, sino que lo ha entregado por todos nosotros, ¿cómo no nos lo perdonará todo junto con él?». El hecho de la redención del Creador, enfatizado con tales palabras, se refiere sin duda, ante todo, a la salvación del hombre; pero incluye también, con nuestro mismo cuerpo, que un día será «espiritual», a la na­turaleza material. Curación y salvación se entrelazan, cristológica-mente y de forma implícita trinitariamente, con el «medio ambien­te», invitando así a la razón, como don activo de Dios, a actuar en consecuencia.

Este breve resumen de testimonios patrísticos demuestra sufi­cientemente que el trabajo ha quedado convertido en ellos en una dimensión teológica. El trabajo hace de cualquier manera semejante a Dios. Existe una especie de analogía laboris entre el Creador y su imagen creativa.

Detrás de estas ideas se puede vislumbrar a veces la influencia estoica, aparte también del pensamiento rabínico, según el cual el trabajo, lo mismo que el sábado, es un mandamiento de Yahvé 7i. Pero tampoco está lejos el ethos del trabajo de Pablo: el verdadero cristiano no supraestima meramente el trabajo (cf. 2 Tes 3,10), sino que se sabe, cuando obra apostólicamente, también «cooperador» de Dios (1 Cor 3,9; 2 Cor 6,1).

Sería desde luego erróneo y anacrónico concluir de la tradición patrística una teoría ecológica sistemática de la creación y de la salvación. Su antropocentrismo es indiscutible29. Ni tampoco se

27 Ibid. XXII, 24; PL 41, 788-792. 28 Cf. Krolzik, op. cit., 63. 29 Sobre este tema: A. Auer, Urnweltethik. Ein theologischer Beitrag zur

ókologischen Diskussion (Dusseldorf 1984) 54-64 y 203-222.

Perspectivas ecológicas 67

advierte en ella una ciencia natural secular, con el fin de establecer, junto a la antropología teológica, la sujeción evolutiva o de otro tipo del homo sapiens et faber a la materia. No obstante, se pueden constatar en ella ciertas interpretaciones nuevas de la misión bíblica de la creación y de la concepción del cosmos basada en Cristo.

IV. LA SABIDURÍA ECOLÓGICA EN LA EDAD MEDIA

Estos vestigios no se han perdido tampoco en la teología me­dieval de la creación, ni en la teoría ni en la praxis.

Señalemos en primer lugar el ethos benedictino y cisterciense del trabajo como fe viva en la creación. La regla de Benito de Nur-sia está inspirada en la famosa consigna ora et labora. Afirma (cap. 48) que «la holgazanería es el enemigo del alma», y hace de la agricultura y del trabajo manual una actividad correlativa del culto litúrgico-contempiativo. Lo que le da sentido al trabajo no es la explotación de la naturaleza, ni menos aún la codicia, sino la actividad cultural. A esto hay que añadir aquel carácter social que se expresa especialmente en la hospitalidad de los conventos x y al que podríamos llamar, por eso, «ecología social». En consecuencia, se estructura un ideal de santidad, entonces relativamente nuevo, que además del amor a Dios y al prójimo y del ascetismo enumera también, por ejemplo, el «cultivo del campo» 31, entre las virtudes decisivas. De esta forma, la agricultura, el trabajo manual y la téc­nica volvían a quedar ligadas otra vez a la vida de fe que las inspira.

Guías de innovaciones técnicas fueron luego los cistercienses, que en el siglo xn dieron una nueva vida a la regla de Benito. Cite­mos aquí, a modo de ejemplo, sólo una descripción contemporánea del convento de Claraval, en la que se personifica en cierto modo la corriente que corría por sus edificios. Hay que «tener esperanza en todas partes», sean cuales sean los fines para los que se realizan sus «servicios», sea «cocinando, trabajando en el torno, moliendo,

30 Cf. A. Blazovich, Soziologie des Mónchtums und der Benediktinerregel (Viena 1954).

31 Cf. K. Weber, Kulturgeschicbtliche Probleme der Merowingerzeit im Spiegel frühmitteldterlicber Heiligenleben: «Studien und Mitteilungen zur Geschichte des Benediktinerordens», t. 48 (1930) 349-351.

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regando, lavando o puliendo». No «rechaza» ninguna tarea . De una forma totalmente generosa se incorpora aquí un elemento del medio ambiente a la cultura como servicio de Dios. Y esto ocurre dentro de un espíritu para el que la actividad humana puede y debe tener el valor continuación responsable de la obra divina de la creación33. Esta concepción tiene, además, una nota escatológica, que es, según el lema medieval, la renovatio in melius. El cristia­no que crea una cultura conforme con el medio ambiente hace un servicio a la soberanía futura de Dios34.

En Hugo de San Víctor tenemos un testimonio importante de aquella concepción medieval de la naturaleza que hizo objeto de responsabilidad religiosa tanto a los animales como a las máquinas. Dios quiere que el hombre no sólo domine y utilice el mundo ani­mal, sino que también lo preserve consiguiendo los conocimientos necesarios: «Dios le deja al hombre el cuidado de los bueyes y de los otros animales, para que estén sometidos a su señorío y sean dominados con su razón, de modo que sea capaz también de saber cómo proporcionar lo que necesitan a los que le obedezcan» 35.

El mismo Hugo defiende que se incluya la mecánica como cuar­ta ars en el estudio de la filosofía. Pero esta disciplina tiene su modelo en el mundo de la naturaleza y en su machina, creada por Dios. Debe orientarse por él. Los instrumentos inventados por el hombre tienen que imitar la inventiva divina, es decir, usarse como instrumentos para cumplir la misión de la creación 36. Esta idea sugiere que la técnica ha de estar regulada por la ecología.

V. NO HAY UN «VOLVAMOS A LA NATURALEZA»

EN LA EDAD MODERNA

El estrecho marco de este artículo hace imposible entrar en el difícil problema del momento en que los cristianos empezaron a

32 Descriptio positionis seu situationis monasterii Clarae-Vallensis, PL 185, 570s; traducción de Krolzik, 68.

33 Cf. Leclercq, L'atnour des lettres et le désir de Dieu. Initiation aux auteurs monastiques du Moyen Age (París 1957).

34 Krolzik, op. cit., 69. 35 De sacramentis I, 6, 13; PL 176, 271; citado en Krolzik, 77. 36 De arca Noc morali IV, 6; PL 176, 672; citado en Krolzik, 79.

Perspectivas ecológicas 69

entender Gn 1,28 como un salvoconducto para explotar el medio ambiente y el entorno. Muchos elementos indican que fue el antro-pocentrismo del humanismo renacentista, que primero se cantó líri­camente y después se impuso sin piedad, el lugar en el que se pro­dujo la supresión total de la raíz teo-lógica y cristo-lógica de la fe en la creación, como la hemos expuesto en Rom 8 y Col 3. Hacer de Descartes el responsable de haber objetivado con frialdad mate­mática a las plantas, los animales y la materia bajo la tiranía de la res cogitans me parece una especulación poco fundada en los textos del filósofo. Para hacerle justicia, no se deberían citar sólo, y uno tras otro, aquellos textos, sacados de su contexto, en los que llama a los hombres «señores y poseedores de la naturaleza» (Discurso VI, 62) y compara a los organismos con máquinas (Meditacio­nes VI, 33). Habría que citar a la vez los documentos en los que Descartes explica que hay una muy íntima correlación entre el mun­do del sujeto y del objeto; es decir, por ejemplo, del cuerpo, para el cual «yo no existo actualmente sólo a la manera en que el capi­tán para su barco» (Med. VI, 26).

En cualquier caso, detrás del pensamiento de las ciencias de la naturaleza, como lo caracterizó Descartes de forma decisiva, no se puede dar una ética ecológica moderna. No se producirá un «vol­vamos a la naturaleza» en el sentido romántico o animista. Al con­trario, el cristiano se ve obligado constantemente a utilizar todos los adelantos de la ciencia y de la técnica moderna de acuerdo con la misión de la creación y su consiguiente «dominio de pastor» para no abandonar su servicio soteriológico a la realidad.

Ésta es, desde luego, una posición personal37; pero plantea la necesidad de volver a revisar, según una teología de la creación, los enfoques del Vaticano II, en los que —admitámoslo— falta todavía casi totalmente la conciencia ecológica, dentro de una teo­ría y una praxis adecuadas a nuestro tiempo.

V I . EL CONCILIO VATICANO II

No es nada fácil descubrir enfoques ecológicos en la teología conciliar de la creación. La Constitución pastoral, de la que se po-

Cf. A. Ganoczy, Theologie der Natur (Zurich 1982).

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70 A. Ganoczy

drían esperar algunas ideas sobre la materia, produce en un primer momento un gran desengaño. No se encuentra en ella ninguna men­ción sobre la problemática de la destrucción del medio ambiente, del exterminio de todas las especies animales ni sobre la tierra, cada vez más inhabitable. Nos parece que sólo hay dos frases que sugie­ren una responsabilidad del hombre hacia la creación no humana.

La primera habla de la «autonomía de las realidades terrenas», que se da unida al conocimiento de fe de que las «diversas realida­des» están dotadas por la «voluntad del Creador», de su «bondad propia», así como de orden y reglas propias (36/2).

La segunda incluye una observación soteriológica: «El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios» (37/4).

Unas líneas antes de este pasaje se habla también del «egoísmo desordenado» como peligro diario de las «actividades humanas». ¿No hubiera sido adecuado censurar este egoísmo también en sus efectos destructores del medio ambiente y del entorno? En lugar de esto, la Constitución defiende un antropocentrismo que resulta a veces ingenuo a nuestros oídos. Así, sin hacer referencia alguna a Gn 1,26-28, sólo destaca también el sometimiento de la tierra «y cuanto en ella se contiene» (34/1; cf. 63/2; 65/1). Se añade, además, que «las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios», sin dedicarle una sola palabra al precio catastrófico que la naturaleza tiene que pagar por las victorias de la humanidad, por ejemplo, en el sector económico.

Propiamente sólo podemos inferir una teología implícitamente ecológica de algunas afirmaciones dogmáticas fundamentales de la Gaudium et spes. En el parágrafo 22 se incorpora el mensaje de Rom 8 y Col 1-3 como yo lo he interpretado al principio. Sólo en Cristo, como única imagen verdadera de Dios, se manifiesta el «mis­terio del hombre». Sólo él puede restablecer en nosotros la imagen del Creador, gracias a su Espíritu, de tal forma que el hombre, «con la oblación de su trabajo a Dios», se asocia a «la propia obra re­dentora de Jesucristo» (67/2).

El ethos del trabajo que hemos visto en Pablo y en la Edad Media se sitúa así en un contexto adecuado. Jesús «trabajó con manos de hombre» (22/2; cf. 43 /1 ; 67/2) y de este modo señaló ya el camino por el que también nuestras actividades pueden «des-

Perspectivas ecológicas 71

arrollar (envolvere)» la obra del Creador (34/2), e incluso «per­feccionarla» (57/2; 67/2). En caso contrario, fácilmente degenera en «instrumento de pecado» (37/3); yo añadiría: también de peca­do diario contra el medio ambiente.

CONCLUSIÓN

Para terminar, arriesguemos aquí nuestro juicio. Es verdad que el Vaticano II no recoge ni de lejos todas las implicaciones ecoló­gicas de la tradición de la fe cristiana. No obstante, aporta lo esen­cial sobre la materia cuando habla del trabajo humano en el marco de una soteriología relacionada con sus acciones y en cuanto que tiene una dimensión tanto cristocéntrica como trinitaria.

En esto puede percibirse, en cualquier caso, una constante de la tradición. La superación de la crisis, según la concepción cristiana de la fe, no puede producirse bajo el lema: «Volvamos a la natu­raleza», sino, al contrario, haciendo uso de todos los adelantos de la ciencia y la técnica con un sentido salvador. El cristiano, imitan­do a Dios, debe ser el pastor bueno e imaginativo de la naturaleza. Léase a este respecto el llamado Documento de Basilea, «Paz en la justicia», de la Conferencia Ecuménica Europea3S.

A. GANOCZY [Traducción: ELOY RODRÍGUEZ NAVARRO]

38 Secretariado de la Conferencia Episcopal Alemana (ed.), Europaische Ókumenische Versammlung Frieden in Gerechtigkeit (Basilea, 15-21 de mayo de 1989). El documento Arbeitsbilfen 70 (Bonn 1989).

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I I

LA COMUNIDAD DE LA CREACIÓN COMO COMUNIDAD DE DERECHOS.

EL NUEVO PACTO ENTRE LAS GENERACIONES

1. La igualdad de toda la creación

La fe en la creación que inspira la tradición bíblica y la respon­sabilidad hacia la creación que es consecuencia de ella no están estructuradas ontológicamente. No hay aquí una jerarquía de debe­res que refleje, sencillamente, su analogía con la estructura jerár­quica de la realidad no viva y viva. La creación es un acontecimien­to en el tiempo, una dinámica de evolución, en la que el hombre —que procede de ella— se-encuentra inserto. Es, por tanto, una criatura entre criaturas. Y su puesto especial se basa en que tiene un saber común con Dios. En él la creación se hace consciente, y en esta conciencia se refleja el misterio de su origen, del que la crea­ción necesita en todos los momentos de su evolución. En resumen, el hombre, como ser racional, está englobado en el acontecimiento de la creación más profundamente y más radicalmente de lo que se puede afirmar de cualquier otra criatura. Es consciente del amor que hay que tener hacia todas las criaturas y del que viven todas ellas, y de esta conciencia se deriva su capacidad y su obligación para defender la igualdad de la humanidad y la igualdad de toda la creación.

Vistas así las cosas, nos libramos totalmente, primero, del dua­lismo, hoy tan acentuado, entre protección del hombre y protección de las criaturas. Y nos libramos también, además, de todas las defi­niciones que el hombre da de sí mismo (como ser indigente, como ser consciente de sí...) y de todas las jerarquizaciones que se deri­van de ellas frente al reino de los animales y de las plantas. Lo que primariamente le obliga a reconocer la igualdad de toda la creación no es la existencia de la autoconciencia, la sensibilidad para el do­lor u otros poderes especiales humanos de cualquier tipo, sino el conocimiento de la bondad que hay en todas ellas y que se trans­mite a través del proceso de la creación. En pocas palabras: la na­turaleza tiene un valor porque es creación. Este conocimiento

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74 G. Altner

incluye también la evidencia de que hay una rica diversidad de criaturas y de que hay que tener presente a las generaciones futu­ras en el proceso universal de la evolución de la creación.

2. ¿Protección del hombre «versus» protección de los animales?

H. Ruh, al considerar el conflicto entre los intereses vitales (o derechos a la vida) del hombre y de los animales, le ha atribuido a la posición bíblica una visión relativamente pragmática: «Siempre que se subraya la minimización del sufrimiento de los animales, se puede partir de que en el conflicto entre el sufrimiento grave del hombre y de los animales le corresponde al hombre en todos los casos la preeminencia, porque el dictamen bíblico en conjunto pre­supone precisamente que la intromisión humana —dentro de unos pocos límites restrictivos— en el mundo animal es de algún modo completamente natural. Por eso, un investigador que argumente la necesidad de los experimentos con animales, basándose en la res­ponsabilidad hacia el mandamiento divino, ha visto que tiene las buenas razones de su parte» '.

Si en la Biblia no se diera una reflexión profunda sobre un esta­do primordial de la creación en el que el hombre no se alimentaba de carne, e igualmente tampoco el anuncio de una paz futura, que comprende al hombre y a las criaturas, y, finalmente, si en el Nue­vo Testamento no se testimoniara el mensaje radical de la entrega sin violencia al amor al mundo, seguramente habría que darle la razón a H. Ruh. Pero precisamente no es así. La tradición bíblica nos ofrece una descripción del mundo guiada por el respeto pro­fundo a la vida y, por eso, transparente para la bondad más pro­funda de todas las criaturas. Lo primario es la exaltación de la creación y de su creador y no la definición de sí mismo del hombre frente a la creación.

La discusión filosófica sobre la protección de los animales y del hombre, que se lleva hoy con tanta intensidad, procede aquí de una

1 H. Ruh, Tierrechte: Neue Folgen der Tierethik: «Zeítschrift für Evan-gelische Ethik» 33 (1989) 67.

El nuevo pacto entre las generaciones 75

manera totalmente distinta. En ella los argumentos giran esencial­mente en torno al problema de hasta qué punto puede hablarse de igualdad de intereses en el hombre y los animales. De manera muy diferente ha procedido H. F. Kaplan, que llega a la conclusión de la existencia de intereses semejantes basándose en el argumento de agrupaciones muy extensas de comunidades en la vida animal y humana. Este dictamen le sirve luego de fundamento para for­mular el principio de igualdad: «Los intereses semejantes de los seres vivos, cuyas experiencias están influidas causalmente por nues­tras acciones de forma directa, deben desempeñar el mismo papel en las consideraciones morales que sirven de base a nuestras accio­nes, es decir, deben codeterminar nuestras acciones en la misma escala» 2. Aquí el bienestar de las otras criaturas es relevante ética­mente sólo en la medida en que es parangonable con los intereses vitales del hombre, o derivable de ellos. Esto está en contradicción con la cualidad universal del mundo de las criaturas que se des­prende de la idea de creación.

Del grupo de los filósofos que argumentan desde una perspec­tiva antropocéntrica sobresale con especial claridad la posición de Klaus M. Meyer-Abich. Este autor menciona esencialmente dos cri­terios por los que los seres vivos no humanos merecen protección: su igualdad con el hombre por formar parte de la historia general de la naturaleza y por su interés a querer tener vida. Aunque aquí se parte también de que hay un paralelismo con el hombre, sin embargo, no es el hombre el eje de la argumentación, sino el hecho de que todas las criaturas (incluyendo al hombre) participan en la historia de la naturaleza y de que toda vida tiene una intenciona­lidad. Dado que la vida es algo propio de todas las criaturas, se considera como algo que tiene un valor que hay que conservar, aunque de distinta forma en cada caso.

Meyer-Abich, en este contexto, va incluso más allá de la natu­raleza viva: «La humanidad, con los animales y las plantas, con la tierra, el agua, el aire y el fuego, ha nacido de la historia de la naturaleza como una especie, entre millones, en el árbol total de la vida... Pero con este parentesco se dan coincidencias, según las

2 H. F. Kaplan, Philosophie des Vegetarismus. Kritische Würdigung und Weiterführung von Pcier Singers Ansatz (Francfort 1988) 84.

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76 G. Altner

cuales el principio de igualdad es aplicable de suyo a la relación entre la humanidad y nuestro entorno natural» 3. La argumentación de Meyer-Abich no empieza por el mundo conceptual preestable­cido de un sujeto humano, se le defina como sea, sino por la idea más amplia de que toda vida ha sido producida por la historia de la naturaleza.

3. El «respeto a la vida»

Este punto de partida coincide con los principios que nosotros hemos desarrollado de una responsabilidad global hacia la creación. Si dejamos a un lado el nivel y la complejidad de las formas natu­rales existentes, las condiciones de vida que tiene el hombre y que le son propias se revelan como algo que tiene un sentido y un valor que debe ser protegido. La idea de que no es posible en el fondo disponer de lo vivo y del reino que ha producido en la historia de la vida, con sus formas y su equilibrio, desborda las posibilidades de establecer unos argumentos racionales que se basen en ella mis­ma. El yo humano, como instancia responsable de una ética que incluya la creación no humana, se considera aquí en el contexto de una causalidad evolutiva que él no ha producido y que también le está confiada a él, pero a la que no puede estructurar y cambiar —cada uno según su actitud— de tal o cual forma. Si se agrupan todos los estadios de la historia de la naturaleza, todos los fenó­menos de la vida humana, y si se tienen en cuenta también los derechos a la vida de las generaciones venideras, esto significa lo siguiente: no hay ninguna vida que no tenga el valor de la vida. Toda delimitación entre vida con valor de vida y sin valor de vida se basa en última instancia en una arbitrariedad que reivindica la pretensión de definirse a sí misma haciendo abstracción de la causa­lidad universal de la vida.

Aunque a la conciencia humana se la pueda concebir como par­te de otra causalidad —y así lo había pensado también Albert Schweitzer—, el dualismo hombre-naturaleza, que la racionalidad científico-técnica ha introducido en la actualidad, está comenzando

3 Kl. M. Meyer-Abich, Wege zum Frieden mit der Natur (Munich-Viena 1984) 174.

El nuevo pacto entre las generaciones 77

a desaparecer en favor de formas de discurso y de diálogo más complejas. Las formas de discurso y de comunicación que son po­sibles gracias a estas ideas son expresión de un pacto generacional que poco a poco se va haciendo consciente.

4. El «compromiso óptimo»

Hoy está ocurriendo que un número creciente de personas —oponiéndose a la separación antropocéntrica del hombre de la naturaleza— concibe al hombre como parte de otra causalidad de la historia de la naturaleza y ven en esto una especie de garantía del sentido de la existencia humana y también de la historia de la naturaleza en su conjunto. Pero este punto de vista coincide plena­mente con la concepción de la creación que nosotros exponemos como proceso evolutivo en el tiempo. La creación, desde esta pers­pectiva, es un acontecimiento en el tiempo, una dinámica de evo­lución, una secuencia de generaciones, en la que el hombre se en­cuentra inserto. Es, por tanto, una criatura entre las criaturas, finita, mortal y temporal, como también toda vida.

Ahora bien: el hombre sabe que tiene que morir, y este saber lo hace semejante al creador. En esto se basa su puesto especial. Pregunta por el origen y el destino de las cosas. En él la creación se hace consciente de su evolución. Es decir, que en la conciencia humana se refleja el misterio de su origen, del que la creación ne­cesita en todos los momentos de su evolución. En resumen, el hom­bre, como ser que sabe, está inserto en el acontecimiento de la creación más profunda y más radicalmente de lo que puede afir­marse de cualquier criatura. Y de esto depende también, por últi­mo, su capacidad para la responsabilidad, que es la virtud con la que intenta responder a la afirmación de sentido que se le plantea en su conciencia.

Si en el estado actual de la concepción evolucionista contempo­ránea del mundo queremos definir las características de la tenden­cia general de esta responsabilidad, se podría decir con el biólogo G. Strey: «Una lucha despiadada de todos contra todos no es ima­ginable, y tampoco un puro altruismo... Pero esto, a su vez, no significa otra cosa sino que nosotros tenemos que desenvolvernos

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en una red de relaciones y de dependencias mutuas, que se ensam­blan dentro de esta red precisamente sólo por medio de ayudas y apoyos recíprocos. Por eso, me parece que el concepto de compro­miso óptimo es también aquí el que mejor puede describir la si­tuación» 4.

La palabra clave aquí es el concepto de «compromiso óptimo», que Strey ve, por una parte, que se ha realizado ya parcialmente en la historia natural anterior al hombre y concibe, por otra parte, considerándola desde perspectivas de futuro, como «la» tarea fren­te a las generaciones venideras. En cuanto que incluye la causalidad de la historia natural en la reflexión ética, nuestra concepción coin­cide con la de Strey; pero también hay coincidencia en que la res­ponsabilidad hacia la creación es una tarea gcnuina del hombre que hay que demostrar en la naturaleza y que hoy debe estar relacio­nada con la causalidad global de la vida en la tierra (bioesfera).

5. Concreciones

Si queremos concretar las normas de comportamiento que hasta ahora hemos esbozado de forma general y relacionarlas con campos también concretos de acción, podríamos presentar una extensa pa­leta de principios y reglas:

1. Toda vida es un acontecimiento en el tiempo, temporal, finita y única. Todos los esfuerzos humanos tienen que estar diri­gidos a conservar la vida. Pero hay que distinguir entre el derecho a la vida de las especies (plantas, animales y hombres), con su correspondiente espacio vital necesario, y el derecho a la vida de los individuos (hombres y animales).

2. El reconocimiento de los derechos de la naturaleza no hu­mana no puede tener como consecuencia la relativización y la pri­vación de los derechos de cualquier estadio de la existencia humana. La ampliación de las garantías de los derechos de las formas de vida no humanas, rectamente entendidas, significa también una profundización de las garantías de los derechos de todas las facetas

4 G. Strey, Umweltethik und Evolution (Gotinga 1989) 81.

El nuevo pacto entre las generaciones 79

de la vida humana (vida humana en gestación, vida humana enfer­ma, vida humana moribunda).

3. La historia del hombre y la historia de la naturaleza son parte de un acontecimiento global en proceso. La rápida dinámica de la historia del hombre amenaza con romper las inevitables co­nexiones con la historia de la naturaleza, que transcurre con más lentitud. Por esta razón, son inevitables las moratorias (pausas del pensamiento) para examinar las consecuencias imprevisibles de la ciencia, la técnica y el progreso. Para regular la praxis de tales mo­ratorias es necesario un método de acción y de control, legitimado democráticamente, con la participación activa y crítica de la opi­nión pública.

4. La garantía actual de la existencia de la historia futura de la vida es aumentar la diversidad de las especies y su combinación biotópica. Una piedad hacia la creación que no reconozca la riqueza de las especies es simple miopía. No hay especies superfluas. Sin el conocimiento de las especies y de su combinación no es posible un respeto a la vida y una garantía de existencia para las generacio­nes futuras. Todas las medidas que reducen la riqueza de las espe­cies (entre otras, la superpoblación, la densidad de las infraestruc­turas, la ampliación de los campos de cultivo, la explotación excesiva, la contaminación) necesitan ser sometidas a examen, a control y también, dado el caso, tienen que ser reducidas. Los mé­todos anteriores de protección de las especies, de la naturaleza y biotópicos son absolutamente insuficientes y en el futuro tienen que ser muy reforzados contra los intereses de la política del trans­porte, agraria, industrial y comunal.

5. Un problema especial lo constituyen las posibilidades de intervención de la biotecnología moderna, particularmente de la técnica genética y de la biología de la reproducción. Si los seres vivos tienen un derecho a la vida y a una reproducción adecuadas a su especie, las intervenciones en la herencia y las programaciones que se efectúan por su medio son altamente problemáticas.

6. Los derechos de la naturaleza que hay que reclamar hacen indispensable someter a una consideración crítica todo el sector de los organismos útiles (animales y plantas). Aquí se plantea, por

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una'parte, el problema de la conservación y la reproducción ade­cuadas a la especie. Por otra parte, tienen que ponerse a discusión precisamente, en todo caso, también la función de los animales úti­les como fuente de alimentación y como potencial de experimenta­ción para la medicina y otros sectores de explotación (entre otros, la cosmética).

7. La reclamación de los derechos de la naturaleza es ineficaz y periférica si no se concibe al mismo tiempo como un reto a todo enfoque tecnológico y a toda política tecnológica. La reflexión ética y jurídica llegan demasiado tarde, si el examen de la toleran­cia con el medio ambiente se refiere sólo a las tecnologías existentes o desarrolladas.

8. La infravaloración de la naturaleza como fuente de la que se puede disponer más o menos libremente hay que eliminarla en el cálculo teórico y práctico de la economía de crecimiento. Los derechos de la naturaleza deben estructurarse de tal modo que la naturaleza, junto con el trabajo y el capital, se tome en serio como el «tercer compañero» en la economía.

9. En la bioesfera, como el marco más externo de la acción de la existencia de la humanidad, se nos ha puesto un límite. Sin embargo, este límite es variable, de acuerdo en cada caso con lo que se pretenda de ella. Como es sabido, Hermann Kahn valora con demasiado optimismo el marco de lo colonizable por la huma­nidad cuando parte, entre otras cosas, ¡de que también parte del océano podría cubrirse con terrazas! El atribuirle derechos a la naturaleza es un propósito que sólo se puede conseguir con eficacia si penetra en todos los sectores de los derechos y en todos los campos estructurales de la bioesfera: desde el derecho comunal, pasando por el derecho constitucional de los Estados, hasta el de­recho internacional.

6. Los derechos de las generaciones futuras

Precisamente considerando los últimos argumentos, se aprecia que es útil y orientador el «proyecto de resolución de Berna», que intenta refrendar los derechos de las generaciones futuras y los

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derechos de la naturaleza5. Aparte de otros, entre los derechos de las generaciones futuras se enumeran los siguientes:

«1. Las generaciones futuras tienen derecho a la vida. 2. Las generaciones futuras tienen derecho a una herencia hu­

mana no manipulada, es decir, no cambiada artificialmente por el hombre.

3. Las generaciones futuras tienen derecho a un mundo de plantas y animales de muchas especies y, por tanto, a la vida en una naturaleza rica y a la salvaguardia de las diversas fuentes ge­néticas.

4. Las generaciones futuras tienen derecho a un aire limpio, a una capa de ozono intacta y a un intercambio de calor suficiente entre la tierra y el espacio cósmico...»6

Ojeando los «derechos de la naturaleza» codificados por la re­solución de Berna, se dice, entre otras cosas:

«1. La naturaleza —viva o no viva— tiene derecho a la exis­tencia, es decir, a la conservación y al desarrollo.

2. La naturaleza tiene derecho a la protección de su ecosiste­ma, sus especies y poblaciones en su compleja red.

3. La naturaleza viva tiene derecho a la conservación y des­arrollo de su herencia genética.

4. Los seres vivos tienen derecho a una vida adecuada a su especie, incluyendo la propagación, en los ecosistemas que les sean convenientes.

5. Las intervenciones en la naturaleza necesitan una justifi­cación...» 7

El jurista Jorg Leimbacher subraya que los derechos que se atribuyen a la naturaleza son derechos especiales, que se refieren sobre todo' a su «ser-ahí» y «ser-así», a su existencia (especies, po­blaciones, ecosistemas) y a sus «posibilidades de evolución»: «La naturaleza necesita derechos sólo porque existe el hombre, porque existen sociedades humanas, porque existen ordenamientos jurídi­cos. La naturaleza sólo necesita unos derechos concretos. Puede

5 «Evangelische Theologie» 5 (1990) 434ss. 6 Ibid., 435. ' Ibid., 436.

6

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82 G. Altner

renunciar a una libertad de prensa para los baobab lo mismo que a una libertad religiosa para las tortugas... Pero sí el hombre ame­naza la existencia de la naturaleza, habría que pensar en un dere­cho de la naturaleza a la existencia...»8 En este sentido precisa­mente hay que entender las garantías citadas de existencia (ser ahí, ser así y posibilidades de evolución).

7. La naturaleza como sujeto de derechos

Por parte del hombre, desde este presupuesto, ya no es com­prensible una intervención en la naturaleza. De ahí se deriva la ne­cesidad de justificar las acciones humanas de intervención en la naturaleza. Las consecuencias de esta intervención tienen que exa­minarse en relación con su posible responsabilidad frente a la na­turaleza. Los valores límite que hasta hoy han tenido vigencia son sobre todo valores de compromiso entre unos intereses de utilidad y de salud. Actualmente lo que importa es dar entrada en los cálcu­los de valoración también a los intereses de existencia y de evolu­ción (intereses de supervivencia). Aquí se plantean preguntas que es muy difícil responder: ¿Puede el interés de utilidad humana estar por encima del derecho a la existencia de una especie muy rara, que sólo se da en un lugar de la tierra y quedaría aniquilada con la colonización humana? ¿Es admisible, por ejemplo, que las aves de paso, por unas construcciones inoportunas, pierdan sus lugares de emigración y, por tanto, también sus posibilidades de existencia?

Estos y otros muchísimos problemas sólo podrán resolverse una vez que se aclare el derecho en favor de la naturaleza en el sentido de su igualdad con las criaturas. La verdad es que no hay ningún impedimento para atribuirle a la naturaleza —diferenciándonos así de la práctica corriente— el carácter de un sujeto de derechos. Y esto no tiene ninguna relación con la especulación sobre las almas de los animales y de las plantas, sino simplemente con el hecho de estar dispuestos a sacar a la naturaleza del derecho sobre cosas —lo cual, desde luego, no ha sido otra cosa que una actitud dentro

8 J. Leimbacher, Die Rechte der Naíur: «Evangelische Theologie» 5 (1990) 451.

El nuevo pacto entre las generaciones 83

del espíritu de una determinada concepción de la naturaleza y de la realidad— y a concederle, por ser criatura, el carácter de sujeto de derechos, habitual para nosotros los hombres.

Leimbacher ha observado a este respecto «que en nuestros or­denamientos jurídicos es posible dotar de derechos incluso a un montón de dinero, a una fundación, o crear otras personas llamadas jurídicas, como sociedades de acciones y asociaciones, etc.», que como sujetos de derechos tienen derechos propios 9. ¿Por qué no puede ser igualmente indicado y racional este proceder respecto de la naturaleza? Lo nuevo de este proceder no estaría, en conclusión, en producir una revolución en el Derecho, sino en que se le reco­nozca a la naturaleza en nuestro sistema jurídico de una vez el ca­rácter de igualdad con las criaturas que se le ha negado hasta ahora por razones de prejuicio antropocéntrico. El proyecto de resolución de Berna, que aquí examinamos, es importante porque expresa esto mismo con claridad y sin rodeos.

Un cambio en la cultura de los derechos en el sentido que hemos descrito ofrecería un buen punto de partida para darle un carácter obligatorio a las virtudes relacionadas con la igualdad de las cria­turas, que durante muchos años se han afirmado inútilmente. La responsabilidad hacia la creación en este sentido no habría que cumplirla entonces citando textos bíblicos infinitas veces, sino in­corporando directamente al hombre y a la naturaleza en una inter-relación vinculante, jurídica y socialmente, que llegue a suprimir la dominación tecnocrática del hombre moderno. El testimonio de la creación de la tradición judeocristiana —como también el de otras religiones— sólo es relevante, en la crisis actual de supervi­vencia, si produce en la conciencia humana una experiencia pro­funda para concebir su lugar en la historia de la vida, en virtud de la promesa que se ha depositado sobre ella, como un lugar rela­cionado con las generaciones venideras.

La fe en la creación —y también hoy los textos antiguos de la Biblia nos guían para solucionar la crisis de supervivencia— es re­conocimiento de la pluralidad de la vida, reconocimiento de la his­toria común de la vida, reconocimiento también de su valor infi­nito y, al mismo tiempo, poder para estructurar este reconocimiento

9 J. Leimbacher, op. cit., 456-457.

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en el sentido de una nueva relación —vinculante también jurídica­mente— del hombre con la naturaleza. Frente a la posibilidad de que la naturaleza, supuesto que. se dé un cambio en la cultura de los derechos en la humanidad, sea parte del hombre y el hombre parte de ella, y la historia de la vida sea, por tanto, expresión de una nueva dimensión de paz y justicia, frente a esta esperanza el antropocentrismo no es sino la antigua y peligrosa posibilidad de definirse a sí mismo como un ser contrapuesto a la naturaleza. Lo impresionante teológica y filosóficamente en la situación actual está sobre todo en que las consideraciones sistemáticas, evolucionistas, ecológicas, éticas, jurídicas y creacionistas coinciden en la experien­cia de que se ha impuesto una comunicación entre el hombre y la naturaleza, que podría suponer el derribo y la caída de todo lo an­terior, pero también un avance en el nivel de una nueva integración.

8. Obstáculos para la comunidad de derechos

En el estado actual de la evolución de la humanidad hay par­ticularmente dos obstáculos que se oponen a la realización de la comunidad de la creación como comunidad de derechos. Está, en primer lugar, el prejuicio humanista, alimentado sobre todo en tra­diciones cristianas, frente a todas las aperturas ecológicas de la ética. Y está, en segundo lugar, la falta de obligación para llevarla a la práctica. Como conclusión vamos a abordar estos dos impedi­mentos.

1. La polémica entre la ética antropocéntrica y la biocéntrica o la creacionista se caracteriza por todas aquellas dificultades que aparecen siempre que tiene lugar un cambio profundo de paradig­mas. Los que siguen todavía los paradigmas antiguos —en este caso, humanistas— conciben la nueva actitud sólo como una ame­naza o relativización de punto de vista. En este contexto habría que señalar a este respecto que la realización de la comunidad de derechos con la creación es un reto genuinamente humano, que pre­cisamente no pretende establecer modelos problemáticos que igua­len el conjunto de todas las criaturas. Para llegar a darle derechos a la naturaleza por su igualdad con las criaturas hace falta, ensan­chando las categorías humanistas, un trabajo profundamente hu-

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mano. Este trabajo se expresa precisamente exigiendo una cultura de los derechos en la que el hombre perciba y reclame jurídica­mente los derechos de la creación. Lo nuevo en la situación actual de la humanidad en la crisis de supervivencia es que las categorías humanas se han hecho permeables para la comunidad de la crea­ción. Esto significa seguridad y liberación al mismo tiempo. Para garantizar los derechos de la creación no humana se hace indispen­sable incorporar a la naturaleza en el Estado democrático de dere­cho. Del mismo modo que la discusión de los derechos humanos —después de un proceso lento y difícil de cambio de opinión— finalmente tuvo como consecuencia la incorporación de grupos hu­manos perjudicados en las garantías del Estado de derecho, así también hoy la creación está ante portas y aguarda su entrada en el mismo Estado democrático de derecho. Pero con esto estamos ante la segunda barrera del problema, es decir, ante el problema de cómo este proceso puede hacerse obligatorio lo antes posible y lo más universal posible.

2. Como la crisis de supervivencia es un problema global, para solucionarla es necesaria la cooperación internacional por parte de las Iglesias (y las religiones) y por parte de los Estados. La asamblea universal por la paz de Asís es demasiado poco. Aquí se trata de mucho más. La resolución de Berna, citada anteriormente, señala la dirección correcta. Entre tanto ha sido ratificada por el comité ejecutivo de la Liga internacional reformada. A la hora de poner las raíces de los derechos de las generaciones futuras y de los derechos de la naturaleza en la conciencia de la humanidad, las confesiones, las Iglesias y las religiones tienen que seguir el camino de la reflexión común. Pero, además, declaraciones vinculantes de las Naciones Unidas. Es casi completamente desconocido que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó ya en 1982 una «Carta internacional en defensa de la naturaleza». Esta Carta está escrita con la conciencia de que «toda forma de vida es singular y tiene derecho a ser respetada independientemente de su valor para el hombre; además, el hombre, para garantizarle también a los otros organismos este reconocimiento, tiene que regirse por un có­digo moral de conducta» 10.

«Evangelische Theologie» 5 (1990) 472ss.

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De esta declaración deben deducirse en los años venideros acuer­dos internacionales vinculantes. Sin este paso, hablar de la comu­nidad de derechos con la creación es un parloteo cínico que hace de coartada.

G. ALTNER

[Traducción: ELOY RODRÍGUEZ NAVARRO]

EL TERCER PUNTO DEL PROCESO JPIC *.-

CON LA ECOLOGÍA ENTRE LA TEOLOGÍA Y LA CIENCIA

El tercer punto conciliar sobre la integridad de la creación im­plica el respeto a la flora y la fauna y nos llama en el año 1990 a una urgente reflexión sobre los componentes no antropocéntricos de la teología y de la ética. No resulta difícil este mandato ni nos queda muy lejos. Afecta a nuestro planeta, al presente y a un futu­ro muy concreto que limita con un horizonte situados a doscientos años (§§ 1,2 con fig. 1). El respeto hacia todas las formas de vida puede fundamentarse en la religión y en las ciencias. Cuando las perspectivas bíblicas' están enraizadas en la Alianza y las ciencias (§ 3) desembocan en un asombro abrumador. La naturaleza y la creación resultan sobrecogedoras a todos los niveles de la investi­gación científica. En los salmos aparecen como fuente inspiradora: «Admirables son tus actos, muy bien lo sabe mi alma». Esos senti­mientos permanecen cuando la ecología y las ciencias modernas nos hacen ver con mayor claridad que nunca lo maravillosa que es la creación en su integridad y también lo vulnerable que resulta (§7).

La existencia de una especie está por encima de los derechos de los hombres en particular o de los grupos de hombres. La defen­sa de la vida en todas sus formas (§ 6) tiene prioridad sobre un crecimiento de la población y una puesta en cultivo de tierras sin limitación alguna. Es éste un mensaje duro para una humanidad (§§ 8-9) predispuesta a aceptar los beneficios de la tecnología, pero que se niega a ver las consecuencias éticas y religiosas cuando la tecnología se hace normativa.

I . UN PLANTEAMIENTO VERTICAL

La integridad de la creación ha de enfocarse en sentido vertical. Muchos valoran la ecología y la defensa de la naturaleza como una

* J = Justicia, P = Paz, IC = Integridad de la Creación. 1 Sal 139; Dt 30,llss; Gn 9,9ss; Job 28; Rom 8,18ss.

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acción social en favor del entorno y la vida salvaje, en una perspec­tiva horizontal con mucha tierra bajo los pies y muy poco cielo por encima. Pero esto no es justo y urge que las Iglesias y las religio­nes reconozcan la tercera cuestión, IC, como parte de una alianza vertical, como una relación íntima entre el Creador y su criatura. En segundo lugar, la cuestión IC tiene ramificaciones horizontales que tienen que ver con los límites del desarrollo y el consumo humanos.

Los hombres, tanto dentro como fuera de las Iglesias, sienten en sus corazones que las especies poseen unos derechos que les han sido otorgados por una autoridad superior a su propio juicio. Sin embargo, este derecho intrínseco a la existencia que tienen las demás especies está muy deficientemente expresado en casi todos los programas políticos 2 o debates sobre la energía3. Todos nos sentimos contentos por el interés que recientemente evidencian estos informes y discusiones, que, sin embargo, se quedan cortos en un aspecto importante; concretamente, en que rara vez se ele­van por encima de las cuestiones antropocéntricas. Aquí tienen las Iglesias la oportunidad de comunicar su mensaje auténtico, con­sistente en que la flora y la fauna merecen respeto no por su utili­dad y el potencial económico que entrañan, sino en el plano supe­rior de la Alianza con el arca y el arco iris como símbolos.

Hoy se está produciendo una constante extinción masiva; des­aparecen especies de plantas y animales como nunca antes había ocurrido en la historia de la vida sobre nuestro planeta. Nos llegan noticias de ello, muchas veces en forma de rumores, pues gran parte de la destrucción de la vida creada se produce en las profun­didades marinas y en selvas remotas que nos son desconocidas. No se conocen las cifras exactas, si es que eso importa, pero los cálcu­los son estremecedores. He aquí una muestra:

— entre 1500 y 1850 desaparecía una especie cada diez años; — entre 1850 y 1950 desaparecía una especie cada año; — hacia 1990 desaparecen diez especies cada día; — hacia el 2000 desaparecerá una especie cada hora;

2 «Informe Brundtland», Our Common Future (Oxford 1987). 3 Energy for Vianet Earth: «Scientific American» (sept. 1990).

La ecología entre la teología y la ciencia 89

— entre 1975 y el 2000 desaparece hacia el 20 por ciento de todas las especies;

— hacia el 2100... no nos atrevemos ni a pensarlo.

Todo parece tan simple como diabólico: cuanta más tecnología, cuanta más gente, menos naturaleza, menos especies, menos crea­ción. Tanta muerte, tanta extinción no es natural. No sucede por­que sí ni en virtud de un cambio climatológico y desde luego no por causa de un impacto meteorítico. Todo esto responde a causas antropogénicas, lo causamos los seres humanos, y colectivamente. Esta extinción nos acusa a todos, como humanidad. Puede que nos neguemos a oírlo, pero lo sabemos. Y lo que puede llegar a ocurrir en el caso impensable de que no cambie el comportamiento humano es cosa que no nos atrevemos ni a imaginar. Sí no se protege la biosfera, la extinción podría incrementarse aún más, hasta alcanzar después del año 2000 un 50 o un 90 por ciento, o incluso más. Todo se convertirá en un holocausto.

I I . ALIANZA CONTRA EXTINCIÓN

Las plantas y los animales aparecen formando parte de los más antiguos testimonios religiosos. En el libro del Génesis tenemos el arca y el arco iris, y en las más remotas pinturas de las cavernas en distintas partes del mundo son objeto de una veneración espi­ritual. Los seres humanos de todos los tiempos han demostrado poseer un respeto íntimo hacia la naturaleza, al menos mientras no se han sometido a unos niveles subexistenciales o esclavizados por la tecnología y el consumismo. Los cazadores paleolíticos, los constructores de megalitos de la Europa prehistórica, los Masai de África, los habitantes de las ciudades después de la revolución in­dustrial han vivido y viven en mundos diferentes. Pero sus senti­mientos no deben de ser muy distintos al contemplar la puesta de sol o al escuchar el sonoro vuelo de las grullas en invierno o el zumbido de las abejas en verano. La espiritualidad ecológica no queda lejos del corazón de los cristianos, pero crece fuera más que dentro de las Iglesias.

La defensa de la fauna y la flora no ha sido tema frecuente en los estudios teológicos, pero hoy se ha convertido en una cuestión

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urgente. Afortunadamente, la Iglesia nunca se mantuvo comple­tamente en silencio acerca del respeto a la naturaleza como parte de la alianza. San Francisco habló4; el Credo Belga habló5; Albert Schweitzer habló6. Pero sus palabras, sus valiosas palabras, no parecen tener ya importancia a la vista de cuanto se nos escapa de las manos en el momento presente. El deterioro y la extinción nos cubren la cara de vergüenza cuando escuchamos la confesión apos­tólica que reconoce a Dios como Padre y Creador del cielo y de la tierra.

Conocemos la palabra señor y también el término alianza, pero lo realmente profundo es la expresión alianza. «Señor» es esa pa­labra peligrosa heredada de la tradición judeo-cristiano-islámica, pervertida a causa de su relación con la esclavitud y la opresión, con la idea de situar al hombre por encima de la naturaleza y con­vertirlo en juez autodesignado para determinar cuáles son las espe­cies beneficiosas y cuáles las que pueden ser suprimidas. Como hijo de su época, Rene Descartes pronunció estas expresiones lamenta­bles: «Yo pienso, pero ellos, los animales y las plantas, no pien­san. Nosotros somos los dueños y podemos servirnos de ellos según nos convenga». Tres siglos después caemos en la cuenta de la arro­gancia que entrañan estas palabras. El término «señor» se ha con­taminado a causa de sus múltiples usos abusivos. La palabra «admi­nistración» dice más. Puede incluir una referencia a una ética centrada en el valor de la vida, a pesar de que se utiliza sobre todo con sentido antropocéntrico y frecuentemente con referencia a la agricultura. La idea de «administración» prohibe claramente la crueldad y reclama la protección de los animales. McDaniel7 lo ha expresado con palabras cargadas de simpatía: «Reconocer que de­pendemos de la tierra puede capacitarnos para utilizarla con deli­cadeza, con sentido de servicio nada dominador, conforme a lo que nos pide la tradición bíblica». «Alianza» dice mucho más aún: for­mamos parte de la creación en un vínculo con todos los seres vi-

4 Juan Pablo I I , en la celebración del Día Mundial de la Paz de 1990. 5 Credo Belga, art. 2, sobre las criaturas vivientes, las más pequeñas o las

más grandes, que son todas como letras de un libro lleno de belleza... 6 Consejo Mundial de las Iglesias, Now ist the time. Informe final y otros

textos (Seúl 1990). ' J. B. McDaniel, OfGod and Pelicans (Westminster 1989).

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vientes y «tenemos que vivir unidos a toda la Vida que aspira a vivir». Estas nobles palabras de Albert Schweitzer tienen que sus­tituir a las de Descartes. Donde la idea de «administración» pro­hibe la crueldad, la de «alianza» reclama «no extinción».

I I I . VENTANAS QUE NOS ABREN LAS CIENCIAS

Las ciencias nos abren ventanas que nos permiten asombrosas visiones sobre el modo en que la materia y la vida orgánica fueron creadas. Es una historia que se remonta a un billón de años, mar­cada por senderos misteriosos que atraviesan estrechos portillos con recodos repentinos, con muertes violentas o nacimientos asom­brosos. De una lista más larga se toman seis ejemplos en la Ref.8:

— Toda la materia de nuestros cuerpos y del mundo físico que nos rodea consta de elementos químicos. Esos elementos, en su mayor parte, se formaron durante el desarrollo y el colapso de las primitivas estrellas billones de años antes de que fueran creados el sol y la tierra. Sin el nacimiento y la muerte de las primeras es­trellas nunca hubiera existido la tierra. La vida orgánica utilizó luego todas las posibilidades materiales imaginables: las ondas elec­tromagnéticas para la vista; las ondas sonoras para el oído; el agua, el aire y la tierra para crear una abundancia de biotopos; los ritmos del día y de la noche, del verano y del invierno; el magne­tismo terrestre utilizado por las aves migratorias.

— La vida necesita el ozono, el dióxido de carbono 9 (CO2) y el oxígeno en concentraciones equilibradas. Si hay demasiado poco ozono, los rayos ultravioleta del sol destruyen los organismos; si la proporción de ozono resulta excesiva, se vuelve tóxico. El CO2 es básico para la asimilación del carbono y para estabilizar la tempe-

8 J. van Klinken, Het Verde Punt (Kok-Kampen 1989). ' El CO2 (dióxido de carbono) constituye actualmente el 0,03 por ciento

de la atmósfera. Las emisiones antropogénicas de CO2 son causa del 50 por ciento del recalentamiento del planeta, mientras que el metano lo es del 16 por ciento, los CFK del 14 por ciento, otros del 20 por ciento. Las emi­siones de carbono alcanzaron en 1990 los 5.600 millones de toneladas, de las que el 24 por ciento procede de Norteamérica (5,1 toneladas per capita), el 19 por ciento de la Unión Soviética (3,5 toneladas per capita) y el 21 por ciento de Europa (2,4 toneladas per capita).

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ratura de la atmósfera. El oxígeno que contiene el aire es un pro­ducto de la vida y desaparecería sin la asimilación del carbono.

— Los fósiles nos demuestran que hubo millones de especies que desaparecieron en un lento proceso de disminución y deca­dencia. En contraste, varias catástrofes —pocas, diez o doce veces a lo largo de la historia de la tierra— causaron una extinción re­pentina en un corto espacio de tiempo. Los dinosaurios fueron víctimas de una de estas catástrofes hace 66 millones de años. Las especies se extinguieron por no ajustarse a los cambios ambienta­les. Pero con ese fracaso hicieron lugar para los mamíferos que les seguirían: la vida se afirma a través de las catástrofes.

— La diferenciación genética avanza a través de un proceso de nacimiento y muerte por necesidad. Sin muerte no habría vida en absoluto. En su mayor parte, las especies se reproducen mediante la relación sexual. Sin la reproducción sexual, la evolución habría sido excesivamente lenta como para permitir que la vida se repro­dujera en el espacio vital que delimitan el sol y la tierra. Muchas especies (incluido el Homo sapiens) sobrevivieron gracias a que producían una prole excesiva. Pero este recurso de la supervivencia implica un potencial de superpoblación cuando se reduce la morta­lidad sin la correspondiente planificación familiar.

— «Sucede» que la órbita de la tierra experimenta una ligera influencia de los planetas externos de nuestro sistema solar. Esto provoca la aparición de glaciaciones periódicas y la muerte en las mitades septentrionales de los continentes eurasiático y americano. Pero las glaciaciones han sido al mismo tiempo condiciones indis­pensables para nuestra evolución.

— La raza humana representa tan sólo una especie zoológica con mínima diferenciación racial. Las crías de la especie humana cuentan con una juventud excepcionalmente prolongada para el aprendizaje. La raza humana necesitó milenios de preparación hasta asumir la responsabilidad de un cooperator Dei (§6) .

Si nos fijamos en estos puntos, nos sentiremos desconcertados y nos preguntaremos: ¿por qué? ¿Por qué evolucionó todo con una orientación tan sorprendente? Por una parte, parece que se trata de unas condiciones meramente accidentales, mientras que por otra resultan ser condiciones necesarias. ¿Por qué se impusie­ron estas soluciones? ¿Es que no cabían otras opciones?

La ecología entre la teología y la ciencia 93

Es muy humano hacerse esas preguntas. Pero los científicos prefieren en su mayor parte empezar por preguntarse, más modes­tamente, cómo fueron ordenadas esas soluciones. Esta modestia ha resultado muchas veces provechosa. Dejando a un lado los «por qués», la ciencia obtiene a veces respuestas que no buscaba, aunque también es cierto que muchos interrogantes de ese mismo tipo se quedan de todos modos sin respuesta. Cuando se hacen demasiado frecuentes las incursiones anodinas en el campo de los «por qués» a nivel de la filosofía y la religión, muchos científicos recurren a la navaja de afeitar de Ockham para desentenderse de todo ello 10. Otros intentan formular respuestas parciales a los «por qués» desde un principio antrópico n. Dicen que los senderos de la evolución nos asombran únicamente porque los advertimos al final de una dilatada cadena causal desde la perspectiva de la inteligencia, la cultura y la religión. Al advertir los hechos, sentamos unos crite­rios de necesidad para nuestra existencia. En mi investigación y en mis reflexiones sobre JPIC tiene más importancia el «cómo» que el «por qué». Las ventanas que nos abre el «cómo» nos muestran muchos datos esenciales sobre la tierra y la vida, de los que los «por qués» no están del todo claros para nosotros. Es importante seguir interrogándonos acerca de los senderos que desembocan en la vida inteligente sobre un planeta solitario y probablemente úni­co. Si los salmistas hubieran conocido un mayor número de «cómo», habrían compuesto muchos más cánticos que nos servirían de guía sobre nuestro áspero y a la vez vulnerable planeta. El asombro nos hace más cuidadosos.

I V . ¿ACCIDENTE, IMPREVISTO, PROVIDENCIA?

¿Ocurrió todo por accidente? Los conceptos de accidente y ca­sualidad están firmemente enraizados en las ciencias modernas, que

J0 La «navaja de afeitar de Ockham» alude a una norma frecuentemente aplicada por los científicos, consistente en eliminar de una teoría formal lo que no puede ser verificado mediante un experimento.

11 El principio antrópico sitúa al ser humano en el centro del cosmos. Dicho en forma «débil»: la vida inteligente se da tan sólo en un cosmos que satisfaga las condiciones limitativas que explican una «accidentalidad» en la evolución.

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abandonaron ya el determinismo de los siglos anteriores. Por ejem­plo, las fluctuaciones caóticas impredecibles hacen imposible pro­nosticar el tiempo con antelación superior a una semana, incluso con ayuda de ordenadores. Los físicos pueden explicar con asom­brosa exactitud cómo trabaja la naturaleza, pero esos mismos físi­cos nos dirán que su más afinada exactitud termina invariablemente en una incertidumbre básica.

¿Sucedió todo de manera imprevista? Me refiero a que a veces aparecen respuestas inesperadas a preguntas que nunca fueron for­muladas. De este modo se descubrió la penicilina. De forma más sutil que con el eureka de Arquímedes, a Newton le ocurrió que sus leyes no sólo describían cómo se mueven los planetas, sino que a la vez tocaban la cuestión, antes nunca planteada, de por qué una manzana cae en tierra. Este resultado imprevisto de la obser­vación de cómo caen en tierra las manzanas nos permite pasar del cómo al por qué, pero al mismo tiempo nos advierte que puede haber muchas más cosas sobre la tierra de las que los mortales no tenemos ni idea.

¿Sucedió todo providencialmente? Los que nos debatimos con Dios hemos de hacer frente continuamente a la tentación de pre­guntarle por sus «por qués». Pero el creyente no espera obtener siempre una respuesta racional definitiva. Los creyentes están siem­pre dispuestos a aceptar que hay preguntas sin respuesta, a la vez que afirman sus raíces y su ética en la providencia bíblica. Otros, privados de esas raíces, entenderán que el asombro provocado por las ciencias roza esencialmente lo religioso. Pueden compartir con nosotros, lo mismo que nosotros con ellos, la causa común de la acción a favor de la opción JPIC.

V. VIDA A TRAVÉS DE LA MUERTE

Para quien quiera ver claro: Dios es un Dios de una diversidad y un dinamismo arrolladore^, que impulsa la creación y la evolu­ción a través de la aparición y el paso de las estrellas, la aparición y el paso de las especies, la aparición y el paso de los individuos. Esta dinámica produjo finalmente el Homo sapiens, es decir, nos-

La ecología entre la teología y la ciencia 95

otros. «La vida a través de la muerte» es un mensaje a la vez bíbli­co y científico.

Los individuos de todas las especies superiores (todavía se dis­cute si ocurre lo mismo con las bacterias y los organismos unicelu­lares), incluido el hombre, mueren. ¿Por qué? A pesar de todo, es imaginable que las células de los organismos se renuevan hasta el infinito. Pero esto nunca ocurre en la naturaleza. Los árboles pa­recen aproximarse a esa renovación infinita al producir cada año una corteza nueva, a la vez que su núcleo interior de madera no queda en principio expuesto a la muerte. Si son protegidas contra los incendios y las plagas, las corrientes de savia que van de las raíces a las hojas pueden renovarse edad tras edad. Pero, en defini­tiva, incluso los Matusalén de las plantas, como las sequoias, ter­minarán por morir de viejos. Más pronto o más tarde, los indivi­duos de todas las especies mueren. ¿Por qué? El hombre de todos los tiempos se ha preguntado casi sin poderlo evitar por qué el Dios de bondad al que busca permite la muerte. Pero, una vez más en lugar de una respuesta directa, de ahí sacamos ayuda para decir algo indirecto, pero útil: a partir del cómo Dios desarrolló la vida llegamos a entender que no podía impedir la muerte si es que tenía que existir la vida. Dios no quiere la muerte, pero necesita de ella como instrumento para crear la vida.

La vida a expensas de otra vida. Supervivencia de los más aptos. Esta consigna no está de acuerdo ni con la opción JPIC ni con la fe cristiana. Por el contrario, nos deja ante unos planteamientos ecológicos insolubles entre la ciencia y la teología. Muchas especies, incluida la nuestra, evolucionaron gracias a unos mecanismos de estremecedora crueldad. «Si Dios vigila la caída de un gorrión, lo hace desde una gran distancia», según una cita de McDaniel (con­fróntese nota 7). Este autor escribe sobre los pelícanos y se fija en que estas majestuosas aves ponen generalmente dos huevos, el segundo dos días después del primero. Pero el equilibrio energético de casi todos los pelícanos sólo les permite criar uno de los pollos, de modo que el primero que sale del cascarón echa fuera del nido al segundo, que muere por el mal trato recibido o de hambre nueve de cada diez veces. Los pelícanos padres no pueden malgastar sus preciosas energías en criarlo. Por cruel que pueda parecer, esta for­ma de ejercer la paternidad es una garantía de supervivencia para

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los pelícanos desde una perspectiva evolutiva. El segundo pollo procede de un «huevo de reserva», conforme a una política de se­guridad en caso de accidente o imperfección del primero. No hay que condenar por ello ni a los padres ni al primer pollo, pues todos ellos están genéticamente condicionados para actuar como lo hacen. El tratamiento del segundo pollo no es otra cosa que una subrutina dentro de un proceso evolutivo más amplio. McDaniel ha formu­lado este proceso con toda claridad: No se puede acusar a Dios de estos sufrimientos, pues no los quiere, pero no podría ni puede evitar este proceso si tenía que existir la vida en absoluto. Dios no es absolutamente todopoderoso: no quiere la muerte o el dolor, pero obviamente no puede evitarlos.

La naturaleza nos deja muchas veces desconcertados. Los orni­tólogos aprenden muy pronto a mantener las distancias emociona­les ante los dilemas insolubles. El azor, un magnífico cazador, atra­pa todo lo que puede para alimentar a sus crías. Quizá caiga en sus garras un tordo, que nunca regresará ya a su nido. Y nos quedamos sin saber cómo reaccionar ante el drama que se plantea entre las crías del azor y las del tordo. Sin embargo, el azor y el tordo son millones de años más viejos que la raza humana y es evidente que poseen excelentes recursos para la supervivencia.

VI. «COOPERATOR DEI»

El hombre es más joven que la mayor parte de las especies que tiene a su alrededor; se desarrolló rápidamente y de un modo sin­gular, en su condición de única criatura dotada de capacidad inte­lectual y moral para actuar política, ecológica y religiosamente. Más aún: el hombre es la única criatura capaz de añadir unos com­ponentes no antropocéntricos a sus actos. Con estos atributos, el hombre está predestinado a una vocación como cooperator Dei. Puede empezar a cumplir esta vocación tomando en serio todo cuanto vive y educándose a sí mismo y a sus hijos en el respeto a los límites ecológicos establecidos por una alianza. Siempre en com­bate con su adversario, el Diablo destructor, el hombre puede ele­gir no aceptar la extinción y la destrucción masivas de la creación.

«Tenemos que vivir unidos- a toda la vida que aspira a vivir».

La ecología entre la teología y la ciencia 97

No es fácil imaginar que el doctor Schweitzer, y no otra persona de su tiempo, pudiera prever las implicaciones de estas palabras. Nosotros empezamos ahora a reconocer lentamente lo que suponen, es decir, que compartir nuestro planeta con todo lo que vive limita nuestro estilo de vida y nuestra utilización de la tierra, el aire, el agua y la biomasa. El planeta alberga gran número de especies es­pecíficas con hábitats específicos, entre los que se incluyen los situados en las selvas tropicales y en las profundidades marinas, que apenas han sido estudiados. Conforme crece la preocupación ecologista, la humanidad siente que debe respetarlos. Esto implica que hemos de reservar y proteger un gran número de variados paisajes para la naturaleza, a ser posible con un amplio consenso público. La opción JPIC debería estar en el corazón de toda la hu­manidad. La integridad de la creación ha de fomentarse en el cora­zón de todos los seres humanos.

Por lo que respecta a la desaparición de un 20 por ciento de especies a finales de este siglo, nuestra preocupación llega ya dema­siado tarde. Ojalá no lo sea para prevenir un porcentaje aún mayor en el próximo siglo. Ese 20 por ciento ha de ser suficiente para movilizar la preocupación inmediata de las organizaciones religio­sas, científicas y políticas dotadas de redes mundiales. Ahora que los ángeles del cielo han traído a la humanidad un respiro para la desmilitarización, se nos ofrece por sí misma una sugerencia: utili­zar la segunda cuestión JPIC sobre la paz en un sentido no antro-pocéntrico y dar a la expresión «defensa militar del hombre» una nueva formulación: «defensa de la vida», con una diligente aplica­ción de los gastos militares a la defensa de las especies. Si renun­ciamos a las armas y a la guerra y si invertimos una o dos décimas partes de los actuales gastos militares y de la mano de obra desti­nada al manejo de las armas, podríamos hacer mucho. «Ahora es el momento» (cf. nota 6).

V I L UNA TIERRA FINITA

La opción JPIC puede formularse con otras palabras y con matices complementarios. Por ejemplo, podemos decir: no a expen­sas de las futuras generaciones; no a expensas del Tercer Mundo;

7

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no a condición de que se extingan las especies. Cualquiera de estas formas de expresar el problema nos lleva a la misma conclusión: que no podemos mantener un consumo de energías que, entre otras consecuencias, incrementa el efecto invernadero con la emisión de desechos a una atmósfera finita. La concentración del CO2, el gas que provoca el efecto invernadero, aumenta rápidamente, y si no acepta la opción JPIC, la humanidad hará que la cantidad de CO2 se duplique de aquí a unos treinta y cinco años. En contra de cier­tos relatos de prensa, entre los expertos se da un acuerdo razonable en que la duplicación del CO2 implica una amenaza planetaria. Por ahora hay muchas incertidumbres al respecto, pero lo más probable es que, si se duplica la proporción de gases causantes del efecto invernadero, la temperatura suba entre 2 y 3o C; una subida de 2 grados es grave para el Norte y catastrófica para el Sur, mientras que 3 grados implicarían una catástrofe planetaria. No faltan quie­nes observan con cinismo que el mar Báltico se convertirá en la Riviera del siglo xxi, pero desde la opción JPIC no podemos por menos que sentirnos aterrorizados ante la perspectiva de muerte y destrucción que ello implicaría para los trópicos y los subtrópi­cos. Hay incertidumbres, pero de lo que no cabe duda es de que los gases causantes del efecto invernadero: 1) aumentan rápida­mente, 2) son causados por el hombre y 3) proceden en gran parte del Norte (cf. nota 9). La amenaza implica: 4) desertización y ca­restía en el Sur, 5) inundación de áreas densamente pobladas y 6) destrucción del habitat por todas partes y una extinción progre­siva de la vida.

La estabilización de la atmósfera exige una rígida limitación del CO2 y demás gases productores del efecto invernadero (con­fróntese nota 9). ¿A qué nivel habría de situarse la limitación del CO2? ¿Al nivel del 0,030 por ciento, aproximadamente como en la era preindustrial? ¿A una tasa del 0,036 por ciento, como en 1990? ¿Doblando el valor del CCb, es decir, a un 0,054 por ciento? La reflexión sobre este problema nos llevaría a consecuen­cias de largo alcance, pero no reflexionar sería aún peor, pues equi­valdría a ir derechos a la catástrofe. Una biosfera sana impone limi­taciones al consumo humano y al número de seres humanos. El producto de la utilización media de la energía por el número de personas determina el gasto mundial de energía, que en 1990 fue

La ecología entre la teología y la ciencia 99

el equivalente de 2,6 kilowatios por 5.300 millones de personas, es decir, un total de 14 terawatios n. Tanto el consumo por persona como las cifras de la población muestran una clara tendencia a incre­mentarse 13, y todavía nos queda establecer la relación entre esas cifras y la extinción de las especies.

Al ampliar los límites, la humanidad ha conocido épocas de prosperidad; así, la mejora de los procedimientos de caza permitió al hombre de Cro-Magnon hacerse dueño de todo el continente eurasiático; la aparición de la agricultura y la ganadería dio origen a la civilización y la vida urbana; el derecho y la organización posi­bilitaron la formación del Imperio romano; después de Colón, dos nuevos continentes, casi vacíos, ofrecieron nuevas tierras; primero una revolución industrial, luego la revolución verde y finalmente la revolución genética nos ofrecen, aunque gracias a una energía fósil barata, nuevas reservas alimenticias.

Por traspasar los límites ha conocido también la humanidad épocas de catástrofe y penuria. Así, por culpa de una presión dema­siado fuerte sobre la caza, desaparecieron las grandes manadas; a una intensificación de la agricultura, con el consiguiente agota­miento de la tierra, siguieron la deforestación y la erosión; a una aplicación abusiva de la tecnología sigue el colapso, y a todo avance tecnológico sigue la superpoblación. También en nuestros días re­claman su precio las revoluciones verde y genética: unas infraes­tructuras discutibles y un consumo acelerado de unos recursos ener­géticos finitos con objeto de obtener fertilizantes más baratos, acompañado todo ello de la extinción de algunas especies.

De acuerdo con otros científicos, he llegado a la conclusión de que, en sentido positivo, hemos ampliado algunos límites, pero

12 Un terawatio = 1012 watios: medida para el consumo de energía. 13 Todavía podría lograrse, por diversos medios, una limitación del consu­

mo total de energía (por ejemplo, hasta 7 terawatios, o la mitad de los valores actuales). En la presentación del Post-Holoceno de la figura 1 se refleja una evolución media en que las curvas de consumo y población se estabilizan a un tercio de la escala vertical. El mismo límite superior es posible mediante un incremento del consumo por una población menor, lo que en caso extremo supondría doblar las rentas y no tener ningún hijo, o también mediante el aumento de la población con un menor consumo, lo que a su vez supondría en una situación extrema períodos de carencia catastrófica.

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también creo que estamos traspasando otros, en el aspecto nega­tivo. El respeto a las especies y a los derechos de las futuras gene­raciones nos exige que aceptemos algunas restricciones, sobre todo en el sentido de un consumo global de energía más bajo que en la actualidad y de una reducción de la población mundial. En com­paración con lo que pensábamos hace un cuarto de siglo, nuestra situación es más grave que nunca:

— Hace veinticinco años eran muy pocos los que sabían que a finales de siglo se habría extinguido un 25 por ciento de las espe­cies. Este porcentaje es una señal de que nos hemos extralimitado y una amenaza de que en el próximo siglo xxi el porcentaje será aún mayor e inmenso el abuso.

— Hace veinticinco años, la revolución verde y luego la revo­lución genética fueron consideradas como unas bendiciones excep­cionales. Ahora sabemos que exigen disponer de una energía barata hasta límites nada realistas y de unas infraestructuras dudosas.

— Hace veinticinco años pensábamos en «nuevas» tierras, sin tener en cuenta la destrucción del habitat de la flora y la fauna.

— Hace veinticinco años el Club de Roma lanzaba una adver­tencia sobre los límites del desarrollo. ¿Quién se atrevió a calificar este informe de «pesimista»? Fue escrito cuando aún no existía el agujero del ozono ni el efecto invernadero.

— Si hace veinticinco años nos preocupábamos honradamente por la cifra de los diez mil millones de habitantes de la tierra, ahora tendríamos que empezar a preocuparnos por una población de cinco mil millones o más. Hemos de empezar a hablar no sólo de estabilización, sino también de reducción.

V I I I . CONSUMO, POBLACIÓN Y EXTINCIÓN

La justicia, la paz y la integridad de la creación están interrela-cionadas. Del mismo modo, población, consumo y respeto a las especies —o sus aspectos negativos: superpoblación, consumo exce­sivo y extinción— están también interrelacionados. La atención pública singulariza a veces uno de los tres aspectos. Los consumis­tas están de acuerdo en que la superpoblación es el mayor proble­ma del mundo: «Hay demasiados pobres», y en señal de docu-

La ecología entre la teología y la ciencia IQI

mentado desacuerdo señalan hacia el Sur. Pero una voz del lado de la opción JPIC replica: «El consumo es el mayor problema del mundo: hay demasiados ricos; un recién nacido en el mundo in­dustrializado causará en la tierra una polución de diez a cien veces mayor que la provocada por otro niño de un país en vías de des­arrollo», y apuntará con un dedo hacia el Norte. Pero ninguno de los dos habrá dicho una palabra acerca de la desaparición de las especies. En la figura 1 se representan la superpoblación, el con­sumo excesivo y la extinción juntos. Cada uno de estos aspectos del problema presenta una complejidad insoluole; juntos constituyen una tarea para la que ningún ser humano aislado, aunque sea el mejor dispuesto cooperator Dei, cuenta con un arsenal de res­puestas.

El recuadro situado a la izquierda muestra el rápido incremen­to de los tres parámetros durante los últimos doscientos años. Constituyen los dos últimos siglos del período geológico llamado Holoceno. Ya no cabe duda de que la humanidad está poniendo término a este período; el proceso se consumará, para bien o para mal, dentro de nuestra generación. ¿Estamos entrando en una uto­pía de ensueño en que el consumo irá en aumento? ¿O en una terrorífica distopía una vez superado el punto del «esto se ha aca­bado»? ¿O será capaz el hombre de controlar sus capacidades sin­gulares y orientarlas hacia una lucha en pro de un Post-Holoceno realista, como un mañana que sus hijos podrán esperar con una mirada confiada?

Una utopía con un creciente desarrollo material es una pura ensoñación, inasequible a pesar de los tintes ilusionados con que la proclaman unos pensadores de corto alcance y dudosa autoridad, para consternación de quienes se atreven a pensar en la justicia en el horizonte más amplio de los próximos doscientos años (fig. 1). Vivimos en un planeta finito con posibilidades de desarrollo ma­terial limitadas y con una capacidad de resistencia limitada a los errores de manipulación.

La distopía es innegablemente el abismo a cuyo borde se tam­balea la humanidad. Cuando los legisladores y los políticos no ven el modo de imponer unas normas a escala planetaria; cuando los capitanes de industria rechazan cualquier limitación; cuando son pocos los que se preocupan de la muerte de la naturaleza, es que

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HOLOCENO [ HOLOCENE

consumo per cap. consumption-pc

población ^ ^ ^ populathn ^_^ggtiríctón __ _ N S _ = í—- exrmction^

— 200year 7?P0% — 200 años

1990 present

+ 200 year + 200 años

FIGURA 1: Población, consumo per capita ( = per cap.) y extinción entre 200 años atrás (recuadro de la izquierda) y otros 200 años en el futuro (tres posibilidades, a la derecha). Hasta 1950, aproximadamente, la extinción es apenas visible, pero a partir de ahí crece rápidamente hasta alcanzar un 20 por ciento a finales de siglo. Muchos esperan, o esperaban hasta hace poco, una utopía con un consumo creciente, con la esperanza de una estabilización de las cifras de población (pero ¿cómo?) e ignorando la extinción. La utopía es un sueño irreal. La distopía es una posibilidad real si no cambia el comporta­miento humano; la violación de los límites ecológicos termina en el colapso. Un Post-Holoceno realista (cf. nota 13), con sociedades humanas viables y par-ticipatorias, requerirá un espíritu combativo.

Escalas verticales aproximadas para las tres curvas: hasta 12 mil millones para la población; hasta 5 kilowatios de energía comercial per capita y hasta el 100 por cien de extinción como porcentaje acumulativo de lo que vivía al lado izquierdo de la figura tan sólo hace dos siglos.

La ecología entre la teología y la ciencia 103

estamos en camino hacia la distopía, lo que supone una creación destruida, el colapso y la aniquilación.

Un Post-Holoceno realista es el objetivo de la opción JPIC, in­dependientemente de los cambios que sea preciso aceptar para ase­gurarnos ese futuro. La historia escrita nos enseña que los profetas y los hombres de consejo espiritual han obtenido frecuentemente pobres resultados cuando se han mezclado en la política a corto plazo. No hemos de sobrevalorar sus capacidades en este terreno. Pero la historia escrita nos habla también de catástrofes muy reales cuando reyes y presidentes se muestran sordos a las orientaciones espirituales a largo plazo. El Creador ha de haber previsto el des­tino de una creación descontrolada cuando, a causa de los benefi­cios ambiguos de la tecnología, la raza humana acaba rápidamente con los recursos y cuando, a causa de los beneficios ambiguos de la medicina, la población sobrepasa repentinamente la capacidad de la tierra. ¿Fue por esto por lo que la humanidad recibió el co­nocimiento y la visión del bien y del mal que entraña la tecnología en 1990, y para que cada hombre pueda actuar como un coope-rator Dei?

I X . OBSERVACIONES FINALES

En la sociedad y en la política se impone hoy la convicción de que la humanidad ha alcanzado ya los límites ecológicos. Las en­cuestas confirman una creciente disposición a reducir el consumo con vistas a proteger el medio ambiente, con tal de que todos acep­ten esa reducción. Este «con tal de que» nos orienta en el sentido de unas normas generales o, lo que es lo mismo, de un derecho planetario. ¿Cómo puede nadie adueñarse del aire? ¿Cómo con­sentir que unos pocos sobrecarguen de desechos la atmósfera a cos­ta de sembrar la muerte y la extinción por todas partes?

Los miles de cosas (cf. nota 8) que sería preciso reordenar no han sido aún enumeradas ni hemos puesto las palabras correctas en los lugares adecuados. Aún nos falta mucho para llegar a formular una ética consistente. Pero es preciso que veamos de una vez los límites que hemos de respetar, y ante todo el principio de que la tecnología no puede erigirse en norma. No todo lo que es «posible» nos está «permitido». La urgencia con que deberíamos actuar no

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nos deja ya tiempo para esperar una regulación universal. Tiene que haber hombres y mujeres dispuestos a emprender ya mismo una vida al estilo de la opción JPIC, de forma visible, realista, prác­tica y con visión de futuro, en ruta hacia un Post-Holoceno acepta­ble mediante la aplicación de los siguientes recursos:

— reducción de su consumo privado a una economía cíclica, reconocible por una especificación anual de su consumo de energía;

— ponerse a favor de los componentes no antropocéntricos en todas las normativas mundiales, con:

— techos globales para la emisión de gases causantes del efec­to invernadero;

— una comunicación espiritual sin demasiados viajes ni despil­farro de papel;

— propugnar los estudios en torno a la opción JPIC en una o varias universidades de todo el mundo.

¿Llegará un momento en que el movimiento JPIC sirva para ofrecer una orientación y un hogar a algún grupo de personas dis­puestas efectivamente a poner en práctica la opción JPIC?

A escala cosmológica, el sol y la tierra no son viejos todavía. Desde este punto de vista, vivimos en la mañana más bien que en la tarde del cosmos. El hombre no tiene derecho a provocar una distopía dentro de un horizonte temporal de doscientos años. De­cíamos antes que Dios quizá no es absolutamente todopoderoso y nosotros no podemos ser mejores que Dios. Pero quizá él hizo nuestra historia en un pequeño planeta dentro de un gran universo sin imponerle límites y de forma que dependiera enteramente de nuestras obras, en nuestro tiempo y con un conocimiento, una vi­sión y una cultura cada vez más vivos, llamándonos a actuar no como destructores diabólicos, sino como cooperadores divinos.

J. VAN KLINKEN [Traducción: J. VALIENTE MALLA]

FUNDAMENTOS Y PERSPECTIVAS DE UNA ETICA ECOLÓGICA: EL PROBLEMA DE LA RESPONSABILIDAD

CON EL FUTURO COMO RETO A LA TEOLOGÍA

El aumento de los problemas ecológicos en las últimas décadas es innegable. El potencial de peligros con que amenazan requiere una orientación ética, sin que por ahora esté claro, por otra parte, en qué podría consistir y qué poder de convicción tienen los enun­ciados normativos sobre el criterio y los límites del empleo indus­trial y científico que se siga haciendo de la técnica. Los mandatos y prohibiciones concebidos para problemas concretos sólo sirven de muy poco, porque sus presupuestos quedan desbordados cons­tantemente por los rápidos cambios en las capacidades. Máxime cuando sus normas, que se refieren a los resultados de una inves­tigación técnica y científica en parte altamente compleja, pierden de vista fácilmente la problemática ecológica global. Pero es que, además, la opinión pública tiene la impresión con frecuencia de que los protagonistas de la responsabilidad social (por ejemplo, en las comisiones éticas en política e industria) se desenvuelven en medio de conflictos de intereses y que en sus decisiones mandan otros puntos de vista distintos de los éticos. Por todas estas razones se plantea la pregunta de si existe un concepto unitario, claro y com­probable que abarque cada uno de los diversos problemas éticos y abra una perspectiva global. En el siguiente artículo se exponen el enfoque de Hans Joñas, basado en la ética de la responsabilidad, y el enfoque de Karl-Otto Apel, basado en la ética del discurso. Los dos creen que cumplen las exigencias de tal concepto. Su cues-tionamiento crítico mutuo, que veremos primero, nos llevará des­pués a ir más allá de estas dos posiciones, para analizar los puntos de discusión que son centrales para un estudio teológico de los problemas indicados: el concepto de sujeto y de razón, la relación de verdad e historia y, finalmente, el problema de la responsabili­dad colectiva respecto del futuro y de su institucionalización. Pero recordemos al principio el escenario al que ha de referirse el pro­blema ético.

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I . PROBLEMAS COMUNES A LA ECOLOGÍA Y LA ETICA

La llamada política de distensión y los cambios sociales en la Europa del Este han disminuido el miedo a una guerra atómica en Europa. Al mismo tiempo, con la catástrofe en la central atómica de Chernobil y con los defectos técnicos normales en muchas plan­tas de producción de energía atómica y de desecho y almacenamien­to de elementos atómicos combustibles ha aumentado la presión sobre los políticos para utilizar más fuentes de energía alternativas que hasta ahora e iniciar así la salida de la industria atómica. Real­mente, de esta forma han pasado a un segundo plano los problemas del uso militar y no militar de la energía nuclear, que hasta hace algunos años eran el centro también de discusión ecológica. No han pasado a ser por eso de ninguna forma algo superfluo desde el pun­to de vista de la ética, aunque posiblemente sí susceptibles de un tratamiento más desapasionado y más imparcial.

Por otro lado, se vuelven a discutir cada vez más (en otoño de 1990), con motivo de la guerra del Golfo, los peligros de una guerra con armas biológicas y químicas, que hacía tiempo habían desaparecido de la conciencia. Junto con los «nuevos» problemas ecológicos, cuya novedad consiste sobre todo en que se han agudi­zado dramáticamente y se han extendido a todo el globo, se ha puesto de manifiesto en el conjunto de los problemas actuales una situación global ambivalente: sentimiento de impotencia ante el exceso de los posibles peligros y, al mismo tiempo, la conciencia de una nueva dimensión de la responsabilidad; el convencimiento de que hay una conexión interna entre el establecimiento de la jus­ticia internacional, la conservación y consolidación de la paz y la protección de la creación, por un lado, y el hecho de que invaria­blemente se siguen imponiendo los intereses y los deseos particula­res; la idea de que el mundo es algo más que el entorno del hom­bre, pero que la conservación de la tierra está unida inseparable­mente al destino de la humanidad. Junto a todo esto hay que seña­lar aquí que los problemas de una ética ecológica no pueden abor­darse de una forma excesivamente restringida si se pretende que las soluciones sean estables. Intentamos formular, por tanto, una ética de la responsabilidad hacia el futuro que ofrezca sobre todo el marco para un tratamiento adecuado de los problemas concretos

Fundamentos de una ética ecológica 107

de la ecología y sus posibilidades de solución. Los fundamentos y las perspectivas de una ética de estas características son el objeto de este artículo y también de las posiciones que se discuten en él.

En un debate con Hans Joñas', Karl-Otto Apel afirma que la tarea de la ética filosófica consiste hoy no tanto en proponer nor­mas materiales relacionadas con las situaciones «cuanto en analizar las condiciones normativas para organizar la responsabilidad colec­tiva en los diversos niveles posibles del discurso práctico» 2. Porque hoy difícilmente es posible deducir normas materiales de principios universales que admitan necesariamente todos los que argumentan —como, por ejemplo, el principio fundamental de la responsabili­dad colectiva—. Por otra parte, sólo diferenciando y conciliando la racionalidad científica, técnica, estratégica y ética se puede reac­cionar eficazmente a la crisis de la actualidad y preservar a la ética y a la sociedad de reacciones en cadena bienintencionadas, pero a fin de cuentas ingenuas e irracionales3. Siguiendo esta hipótesis fundamental, Apel caracteriza la ética del discurso, comparada con la argumentación de la ética de la responsabilidad de Joñas, como una ética de dos niveles: primero, una filosofía trascendental reno­vada debe demostrar el principio fundamental de la responsabilidad colectiva; después, para demostrar las normas materiales relaciona­das con las situaciones, que en cada caso hay que formular de nue­vo, debe destacar el principio del discurso para organizar la res­ponsabilidad colectiva. Y la necesidad de esta demostración tiene que salir —con Joñas— de la relación de los hechos (precisamente también creados por nosotros de nuevo en cada caso) con el poder, el poder tecnológico y político4.

A continuación intentaremos, primero, destacar la argumenta­ción y los elementos fundamentales de una ética ecológica desde

' H. Joñas, Das Prinzip Verantwortung. Versuch einer Ethik für die technologische Zivilisation (Francfort 1979). Las citas están tomadas de la edi­ción de Suhrkamp de 1984; los números que se incluyen en el texto se refie­ren a esta obra.

2 K.-O. Apel, Diskurs und Verantwortung. Das Problem des Übergangs zur postkonventionellen Moral (Francfort 1990) 212. En el texto se citará esta obra sólo con la abreviatura «discurso».

3 Ibid., 258, nota 8. 4 Ibid., 21 ls.

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108 W. Kroh

el «principio responsabilidad» de Hans Joñas; después, haremos que éstos entren en diálogo con la ética del discurso de Apel; y, finalmente, formularemos interpelaciones a las dos posiciones, para que se vea así con claridad el enfoque teológico genuino de una ética ecológica. De esta forma se verá también que la tarea de la teología no puede consistir ni en una mera transposición de las teo­rías y normas éticas ya existentes ni puede agotarse en invitaciones morales bienintencionadas, pero racionalmente insuficientes, a la justicia, la paz y la conservación de la creación.

II. LA RESPONSABILIDAD RESPECTO DEL FUTURO A LA LUZ

DE LOS PROBLEMAS ECOLÓGICOS DE LA ACTUALIDAD

Desde la publicación del primer estudio del Club de Roma (1972) sobre «Los límites del crecimiento» se han incrementado no sólo la cantidad y extensión de los problemas ecológicos, sino tam­bién su «cualidad» y su potencial de peligro para el futuro de la tierra y de la humanidad. Este agravamiento se puede comprobar ya en el informe a los presidentes (de Estados Unidos) de 1980, Global 2000, y desde entonces ha podido seguir aumentando. Si al principio se pusieron en primer plano la explosión de la pobla­ción, el abastecimiento mundial y la escasez de recursos, hasta el momento el campo de los problemas se ha ensanchado y agudizado: el calentamiento de la atmósfera de la tierra, el agrandamiento del agujero de ozono y la tala de los bosques de lluvia producen el aumento del nivel del agua del mar y la disminución de las precipi­taciones de verano tienen efectos —en la forma del llamado efecto invernadero— sobre la estabilidad de la vegetación y la producción agrícola y repercuten así, finalmente, en el abastecimiento de la población mundial y la explotación de las fuentes de energía natu­rales limitadas. Y todo esto se recubre con un crecimiento expo­nencial de la población, que disminuye las posibilidades de in­fluencia mediante medidas médicas e higiénicas y el éxito de los esfuerzos de educación, pero que refuerzan el agravamiento crítico de los peligros ecológicos y la posibilidad de enfrentamientos mili­tares, sobre todo porque seguirán creciendo también, desde estos presupuestos, las guerras por repartirse los bienes y fuentes escasos.

1. Ampliación del horizonte de la responsabilidad

Junto con el hecho de que el hombre mismo se ha convertido en objeto de la técnica, Joñas ve en estos peligros, provocados so­bre todo por las posibilidades de la técnica moderna, la novedad fundamental de la situación mundial actual, a la que tiene que res­ponderle una «ética de la responsabilidad hacia el futuro» (175). Porque la novedad está en cierta manera en unos hechos creados por el hombre y en el comportamiento ético que ellos exigen: «El sometimiento de la naturaleza previsto para la felicidad del hom­bre» se ha convertido incluso en el mayor reto para la existencia del hombre; y la «tierra nueva de la praxis colectiva, en la que hemos entrado con la alta tecnología, es para la teoría ética todavía una tierra de nadie» (7). Tras esto, todos los moralistas anteriores, y también los moralistas preocupados por el futuro, al preguntarse por la responsabilidad del hombre, se han limitado a un sector, reducido por principio, del comportamiento humano; relacionadas con el futuro, las consecuencias inmediatas para la(s) próxima(s) generación(es) se veía, en cualquier caso, que eran éticamente muy importantes. «Ninguna ética anterior tuvo que tener en cuenta la condición global de la vida humana y el futuro lejano, e incluso la existencia de la especie» (28). En fin, el presente, por su carácter dinámico y paradójico, a causa de sus conocimientos, se diferencia de todas las situaciones anteriores. Porque, por un lado, sabemos más que las generaciones anteriores (en el nivel de los conocimien­tos analíticos y causales y de su aplicación técnica e instrumental); por otro lado, sabemos menos, porque vivimos en una época de cambio esencial, lo cual significa «que tenemos que contar con algo siempre nuevo, sin poderlo calcular; que el cambio es seguro, pero no lo que será lo otro» (216s). La demostración de la nueva ética, según Joñas, si no se quiere quedar demasiado corta, tiene que ele­varse hasta la metafísica, «la única desde la que se puede plantear el problema de por qué deben existir los hombres en el mundo: por qué, en resumen, es necesario el imperativo incondicionado para asegurar su existencia para el futuro» (8). En este contexto le reprocha particularmente a la ética helenístico-judeo-cristiana su «antropocentrismo brutal», ante el cual no se viene abajo el prin­cipio del «deber hacia el hombre» que él defiende, porque —res-

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pecto de la alternativa «conservación o destrucción»— el interés del hombre coincide con el de toda la vida restante y, por haberse agrandado el poder del hombre, su responsabilidad se extiende también a la biosfera» (245; 248).

Basándose en el imperativo categórico de Kant, Joñas lo expre­sa así (sin demostrarlo como axioma por el momento): «Obra de tal manera que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la permanencia de verdadera vida humana sobre la tierra»; o expre­sado negativamente: «Obra de tal manera que las consecuencias de tu acción no sean destructivas para la posibilidad futura de esta vida»; o sencillamente: «No atentes contra las condiciones de la subsistencia indefinida de la humanidad sobre la tierra»; o de nue­vo en un giro positivo: «Incluye en tu elección actual la integridad futura del hombre como un objeto propio de tu voluntad» (36). Joñas es consciente de que la demostración de esta obligación de no poner en juego, ni siquiera por un interés bien entendido de la generación actual, la existencia de generaciones futuras es difícil, o quizás incluso imposible, sin religión (36)5. Pero como tanto la ética cristiana de la plenitud en un más allá como también la polí­tica marxista de la utopía han fracasado, hay que procurar intentar una ética del futuro no escatológica y en cierto sentido anti-utó-pica (46). Lo característico de esta ética es una «heurística del temor» (8); frente al progreso subraya la necesidad de la conserva­ción, frente a las esperanzas la preeminencia de las posibilidades de desgracia (distintas, sin embargo, de las simples fantasías de terror) de la técnica moderna. Porque la velocidad de los progresos tecnológicos asombrosos deja cada vez menos tiempo y espacios de libertad para hacerles correcciones (72).

2. Entre la optimación y la eliminación de la vida

Las posibilidades de la técnica moderna revelan, por último, dos perspectivas extremas: establecer, bajo el signo de la arrogan­cia, una mejora cada vez mayor de las condiciones de vida de la

5 En relación con el concepto de Dios, la metafísica y la ética en Joñas, cf. W. Oelmüller, Hans Joñas. Mythos -Gnosis- Priticip Verantwortung: «Stim-men der Zeit» 206 (1988) 343-351.

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humanidad, tendiendo a alcanzar el bienestar supremo; o —como mal supremo— la autoaniquilación de la humanidad y de la tierra. Ahora bien: si se sopesan las dos posibilidades, se demuestra la preeminencia de la segunda. «Porque se puede vivir sin el bien supremo, pero no con el mal supremo... Pero esta reserva —es decir, que sólo existe la defensa del mal supremo y no la produc­ción del bien supremo, lo cual en ciertas circunstancias puede jus­tificar que se usen totalmente los intereses ajenos para el interés propio— excluye que estén autorizadas las grandes armas de la tecnología» (79). Existe un «deber incondicionado de la humanidad hacia la existencia» (80), que a la hora de las decisiones decide a favor de los pronósticos de desgracia y no a favor de los pronósti­cos de provecho. Se expresa en el axioma ético: «La existencia o el ser del hombre en conjunto no se pueden usar nunca en las apuestas que pueda hacer la acción humana» (81). Pero ¿cómo se puede demostrar, insistiendo una vez más, el «deber incondicio­nado de la humanidad hacia la existencia?

Aquí las reflexiones llevan al campo de la metafísica. Según Joñas, es intrínseco a la idea ontológica de hombre que su existen­cia debe existir (91). La opción por la existencia de la humanidad en sí no es tanto una opción por el derecho de las generaciones futuras cuanto por su deber, «es decir, su deber a humanidad real, por tanto, por su capacidad para este deber, la capacidad de atri­buírselo en general, de la que nosotros podemos quizás borrarlo con la alquimia de nuestra tecnología 'utópica'. Velar por ella es nuestro deber fundamental respecto del futuro de la humanidad, del que se deducen todos los deberes hacia los hombres futu­ros» (89)6. El privilegio del hombre de que sólo él puede tener responsabilidad significa a la vez que tiene que tenerla hacia los otros sus semejantes. Se piense lo que se piense sobre la historia anterior de la humanidad y sobre el problema de si merece conti­nuar, se puede responder: «Es la posibilidad obligatoria para cada uno y siempre trascendente lo que tiene que dejarse abierto me-

6 Una interpretación completa tendría que recorrer en este lugar las ideas de Joñas sobre la «primacía del ser sobre la nada», la raíz de la metafísica en su teoría de los valores (cf. 97ss) y el cambio del principio «puedes, luego debes» (cf. 230ss). En nuestro contexto renunciamos a esta exposición.

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diante la existencia. Precisamente la salvaguarda de esta posibilidad como responsabilidad cósmica significa deber para con la existen­cia» (186).

Pero aunque supongamos (y volveremos sobre esto en la parte siguiente) que el hombre experimenta también el grado más grande posible de responsabilidad hacia el futuro, el problema decisivo es, sin embargo, cómo se comporta la naturaleza frente a la inten­sidad creciente de los ataques técnicos y científicos. «El problema no es, por tanto, en última instancia, lo que el hombre será todavía capaz de hacer..., sino lo que la naturaleza puede soportar» (329). Hay unos «límites de tolerancia de la naturaleza», que respecto de los problemas fundamentales ya están admitidos (desperdicio de los medios de alimentación, reservas limitadas de materias primas, los problemas del desperdicio de energía y el problema térmico), aun­que no puedan precisarse con exactitud. Aquí tienen que conjun­tarse los conocimientos de los biólogos, agrónomos, químicos, cli-matólogos, economistas, ingenieros, etc., para crear una «ciencia global del medio ambiente» (330), de cuyos resultados está nece­sitada una ética de la responsabilidad para con el futuro. Pero, a pesar de toda la inseguridad de las previsiones y extrapolaciones, se puede decir que sólo con un «veto a la utopía» (337), es decir, renunciando a la subida de la producción global y a la técnica agre­siva, existe todavía la posibilidad de defenderse contra la aniquila­ción de la naturaleza por el hombre y, de este modo, de la auto-extinción de la humanidad. Y precisamente impedir este doble efecto era a lo que se apuntaba con el principio responsabilidad.

I I I . LA ORGANIZAZION DE LA RESPONSABILIDAD COLECTIVA

MEDIANTE EL PRINCIPIO DEL DISCURSO

El saber de los expertos de ayer se ha convertido en gran parte en conciencia colectiva del presente. Igualmente, el saber actual y superior de los expertos sobre el estado de la tierra y los peligros ecológicos, que hay que esperar si continúa sin variar el comporta­miento anterior hacia la existencia de la tierra y de la humanidad, tiene que pasarse al saber colectivo del futuro. En contra de esto existe la sospecha fundada de que el abismo entre el saber y el

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comportamiento nunca ha sido tan grande como hoy y se sigue agrandando. Es necesario por eso, cada vez más y urgentemente, organizar la responsabilidad colectiva en la política, la sociedad y la cultura, para detener los daños ya ocurridos y alejar los peligros que amenazan.

1. Los portadores de la responsabilidad para con el futuro

En el problema de cómo se podría organizar esta responsabili­dad colectiva para con el futuro, Joñas llega ahora a un dilema fundamental. Por un lado, es consciente de que la limitación del poder «tiene que partir de la sociedad, ya que ninguna idea, res­ponsabilidad o miedo privado logra su objetivo» (254) y «sólo un máximo de disciplina social, impuesta políticamente, puede conse­guir subordinar las ventajas del presente al imperativo a largo plazo del futuro» (255). No se trata aquí, por supuesto, de poner una moderación en el uso, sino en el lucro del poder7. Por otro lado, cree que el nuevo poder que se postula (de tercer grado), que pro­tege al hombre no sólo de sí mismo, sino también a la naturaleza del hombre (253s), solamente lo puede ejercer ética e intelectual-mente una élite (263); que, por consiguiente, «en la severidad venidera de una política de abnegación responsable, la democracia (en la que necesariamente los intereses actuales llevan la voz can­tante) es inepta al menos temporalmente» y de momento, aunque «de mala gana», sólo «puede desenvolverse con equilibrio entre diversas formas de 'tiranía'» (269).

En este punto coincide y se diferencia a la vez la idea funda­mental de Joñas del enfoque de la ética del discurso respecto del problema de los portadores de la responsabilidad para con el futuro, como se ha recordado en la cita del principio de Karl-Otto Apel. Parte también del dilema de que hoy la necesidad de una ética intersubjetiva vinculante de responsabilidad solidaria es más urgen­te que nunca y, por otra parte, la demostración racional de esta ética no ha sido nunca tan difícil como en la actualidad8. Apel, sin embargo, espera la solución sólo de una «aplicación, relacionada

7 Cf. H. Joñas, Technik, Medizin und Ethik. Zur Praxis des Prinzips Verantwortung (Francfort 1985) 70.

8 Cf. K.-O. Apel, Diskurs, 16.

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con la historia, de la ética de la comunicación en cuanto ética de la responsabilidad» 9. Y para ella la élite de Joñas, en la forma de la sociedad real de la comunicación, es en todo caso un fenómeno transitorio hacia la sociedad ideal de la comunicación, a la que as­pira en última instancia, pero es completamente inaceptable la «sa­lida» a través de cualquier forma de «tiranía». Porque ya para la sociedad real de la comunicación se requiere la responsabilidad solidaria para solucionar los problemas, la igualdad de derechos de todos a la hora de resolverlos y también el principio de «que todas las soluciones válidas de los problemas —y precisamente también las relevantes éticamente— deben ser susceptibles de consenso para todos los miembros de la sociedad ideal de la comunicación, aun­que puedan discutirlos» 10. Entre las propiedades de la sociedad ideal de la comunicación, que se anticipan también contrafáctica-mente en la real, además de la responsabilidad solidaria ya mencio­nada, de la igualdad de derechos y la posibilidad de consenso, están también la supresión de todas las asimetrías (incluidas las sociales), la libertad de coacción, la transparencia y no distorsión de la argu­mentación y la disposición de todos los que participan en el discur­so a demostrar también las ideas que introduzcan en él y a dejarse refutar con razones ".

Sea como sea, para Apel se plantea también el problema de cómo se pueden institucionalizar estas condiciones en una situación histórica concreta, que está ya marcada siempre por conflictos de intereses, y cómo son conciliables con las decisiones de conciencia que hay que tomar necesariamente también a veces presionados por el tiempo u . Volveremos inmediatamente sobre este punto. Pri­mero hay que responder antes a las otras dos objeciones de la ética del discurso contra la concepción de Joñas. Nos ayudarán también para seguir aclarando el enfoque de la ética del discurso en relación con nuestro tema.

9 lbid., 10. 10 lbid., 202. Sobre la demostración de la ética del discurso cf., además,

K.-O. Apel, Transformation der Phüosophie (Francfort 1973) II, 358-435; J. Habermas, Moralbewusstsein und kommunikatives Handeln (Francfort 1983) 53-125.

" Sobre esta lista cf. K.-O. Apel, Transformation, 402, nota 61; ibid., Diskurs, 202s; J. Habermas, o. c, 97-99.

12 Cf. K.-O. Apel, Transformation, 426s.

2. Conservación y progreso

Joñas parte de la tesis de que la idea de progreso y la utopía implicada en ella ha caído en un conflicto insoluble con la idea de la conservación de la naturaleza y, por consiguiente, parece indi­cada ante todo «una ética de la conservación, de la protección, de la preservación y no de progreso y de perfeccionamiento» (249). Contra esta tesis Apel plantea el problema de si precisamente desde el presupuesto —que por lo demás comparte— de que lo que im­porta en la situación actual es salvar la existencia, la supervivencia y la dignidad del hombre, éstas «pueden salvarse en definitiva con la mera conservación del estado actual. Más estrictamente: ¿No es la naturaleza del hombre y de su medio ambiente, transformado ya técnica y socioculturalmente, de tal calidad que no puede conser­varse sin una idea regulativa del progreso tecnológico y social? ¿No está, sobre todo, ligada a priori la posibilidad de una conservación ética de la dignidad del hombre a la condición de que también tiene que realizarse en todo caso —principalmente en el sentido de esta­blecer mundialmente unas relaciones sociales dignas?» 13. Por tanto, la tarea de la realización de una sociedad ideal de la comunicación incluye «también la supresión de la sociedad de clases o, formulado según la teoría de la comunicación: la eliminación de todas las asi­metrías del diálogo interpersonal, socialmente condicionadas» 14.

Con el lema «conservación o progreso» se ha planteado una alternativa falsa, que hay que resolver en el sentido de «conserva­ción también mediante el progreso»: «La estrategia de la supervi­vencia recibe su sentido mediante una estrategia de la emancipación a largo plazo» 1S. Así pues, el reconocimiento de la igualdad de derechos por principio de todos los sujetos potenciales del discurso (como presupuesto de toda argumentación seria y, al mismo tiem­po, como anticipación contrafáctica de la sociedad ideal de la co­municación que hay que realizar progresivamente) y la necesidad de coherencia y de posibilidad de consenso de todas las soluciones válidas de los problemas implican también «que la sociedad de la comunicación, que existe actualmente, de la humanidad debe encon-

13 lbid., Diskurs, 184. 14 lbid., Transformation, 432. 15 lbid.

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trar su prosecución continuada en el futuro bajo las condiciones de la igualdad de derechos» ló. En un contexto anterior habla Apel de los dos principios regulativos fundamentales para la estrategia moral a largo plazo de la acción de cualquier hombre: «En primer lugar, en todas las acciones humanas hay que tratar de asegurar la super­vivencia del género humano como sociedad real de la comunicación; en segundo lugar, hay que tratar de realizar en la real la sociedad ideal de la comunicación» 17. La argumentación última de la ética del discurso, por tanto, se basa en estos dos puntos: incluye —en el sentido de Joñas— una demostración racional de que también en el futuro debe existir una humanidad; y contesta —en un sen­tido distinto al de Joñas— a la pregunta de «si es posible defender una ética de la conservación de la existencia y de la dignidad del hombre, sin defender al mismo tiempo una ética del progreso en la realización de la dignidad el hombre» 1S.

3. Dos concepciones de la responsabilidad

La segunda objeción se refiere a la afirmación de Joñas de «la supresión de la reciprocidad en la ética del futuro» (84ss). Se alude aquí a la idea de la reciprocidad de derechos (de una persona) y deberes (de otra), que normalmente se corresponden; idea que, sin embargo, no acepta en lo que concierne al problema de la respon­sabilidad. Como lo que no existe no puede tener pretensiones, tam­poco puede ser lesionado en sus derechos. Y, no obstante, la ética de la responsabilidad para con el futuro afirma que las generacio­nes actuales tienen deberes hacia las venideras. Mientras que para Joñas la legitimidad, e incluso la necesidad, de esta obligación (uni­lateral) se basa en la responsabilidad ontológica hacia la idea de hombre, Apel pone en duda que el problema de la responsabilidad sea un problema de supresión de la reciprocidad. En efecto: «Los ejemplos de Joñas —la responsabilidad de los padres para con sus hijos y la responsabilidad del político respecto del bienestar de los ciudadanos que le están confiados— no demuestran que la respon­sabilidad sea una relación de reciprocidad. Demuestran más bien

16 Ibid., Diskurs, 203. 17 Ibid., Transformation, 431. 18 Ibid., Diskurs, 203.

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que la responsabilidad por principio de los hombres entre sí es una relación potencial, que sólo se hace actual como consecuencia de una ventaja fáctica de poder» 19. Y precisamente una responsabili­dad solidaria de este tipo es la que pretende actualizar la sociedad de la comunicación. Por tanto, es válido el principio de Joñas: «Debes, luego puedes». Sin embargo, los deberes concretos de cada uno y las normas sociales vinculantes no se producen sino en el discurso de los sujetos en cuestión sobre qué consecuencias prin­cipales y secundarias se pueden esperar, si se siguen las normas propuestas. Pero su obligatoriedad y legitimidad la reciben las nor­mas de un principio más profundo, en virtud del cual estamos obli­gados a adoptar la responsabilidad. Y en cuanto que este deber «lo hemos reconocido siempre en la libertad como racional» 20, es válido también el principio de Kant: «Puedes, luego debes». De este modo se resuelve para Apel también esta alternativa de Joñas en el sentido de una relación complementaria.

Pues bien: recordemos otra vez las consecuencias que tienen los fundamentos desarrollados hasta ahora de una ética de la respon­sabilidad para con el futuro respecto de la posibilidad de su insti-tucionalización. Entran en juego problemas que son comunes a los dos enfoques discutidos. Trascienden al mismo tiempo a estas dos posiciones y dejan abierta, por eso, la reflexión definitiva sobre los aspectos teológicos de los fundamentos y perspectivas de una ética ecológica.

I V . INTERPELACIONES Y OBJECIONES:

ASPECTOS TEOLÓGICOS DE UNA ETICA DE LA RESPONSABILIDAD

PARA CON EL FUTURO

Hasta el momento ha quedado claro que la complementariedad de objetividad, aparentemente válida, de la ciencia y decisión mo­ral de la conciencia de cada uno es insuficiente en dos aspectos. En primer lugar, el enfoque de la ética del discurso precisamente pretende hacer ver que toda argumentación racional y, por tanto, también la «objetividad» de la ciencia, presuntamente válida, pre-

Ibid., 196s. Ibid., 198.

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supone la validez de normas éticas universales. Y esto puede afir­marse particularmente de las ciencias humanas, cuyo objetivo es «la reconstrucción comprensiva de las acciones, las obras y las ins­tituciones humanas, en una palabra, la comprensión en sí misma de la praxis humana a partir de su historia»21. Finalmente, la trans­formación instrumental y estratégica de los conocimientos cientí­ficos presupone decisiones sobre los objetivos de la praxis humana, que, por otro lado, contra Apel, sólo se demuestran racionalmente en parte, pero en su mayoría están deducidos de convicciones de fe y también de actitudes irracionales que se practican en virtud de una larga costumbre. En segundo lugar, precisamente respecto de la decisión moral de la conciencia de cada uno se plantea el proble­ma de si frente al «fantasma de la tiranía» existe sólo la alternativa de la autodisciplina y sólo se puede evitar la necesidad de la tiranía «dominándonos y siendo a su vez más rigurosos con nosotros mis­mos» 22. En otras palabras: ¿Según qué criterios podemos hacer coincidir las distintas decisiones de la conciencia de cada uno? ¿Y la educación general de la voluntad lleva también a decisiones vinculantes (por encima de las convenciones), de modo que sea po­sible realmente una responsabilidad solidaria para la praxis social?

1. Límites de una ética del discurso

Por mucho que se puedan apoyar los deseos de una moral pos­convencional, de una ética de la comunicación y de la educación democrática de la voluntad23, no salen de un dilema: las razones racionales pueden, pero no deben ser los motivos decisivos de las acciones, y desde luego no los únicos. Pero esta diferencia es válida no sólo del lado de acá de la sociedad ideal de la comunicación, como Apel parece suponer; al menos no se puede demostrar que en ella coinciden razones y motivos. Incluso el que está dispuesto «a transformar todas las necesidades de los hombres —como pre­tensiones virtuales— en un deseo de la sociedad de la comunica-

21 K.-O. Apel, Transjormation, 380. 22 Así Joñas en H. Jonas/D. Mieth, Was für morgen lebenswichtig est.

Unentdeckte Zukunftswerte (Friburgo 1983) 31. 23 Cf. K.-O. Apel, Diskurs, 365s; ibid., Transjormation, 426.

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ción» 24 no tiene que estar convencido todavía de que pueden ha­cerse compatibles por la vía de la argumentación. Y desde luego este intento no puede garantizar la acción correspondiente. El «hombre hiperracionalizado» en este sentido, evidentemente, tam­bién para Apel es una ficción: incluso la obligación de colaborar en la «eliminación aproximativa» de la diferencia entre sociedad real e ideal de la comunicación no puede suprimir el carácter que tiene por principio25. Añádase que Apel al menos cuenta con que fuera de la comunicación institucionalizada hay que tomar también decisiones de conciencia presionadas por el tiempo y no debe infra-estimarse la importancia de lo trágico en las situaciones límite hu­manas 26. La dificultad más trivial y, sin embargo, más extendida de una ética universal de la comunicación está en las diferencias de razón y motivo, de idea y hecho, de sociedad del discurso y socie­dad de la acción. Que los hombres ponen sus intereses a corto plazo por encima de los intereses a largo plazo, que subordinan las exi­gencias del bien común, que consideradas en conjunto son también para su propio beneficio, a fines egoístas, que hacen de hecho lo que propiamente no quieren, todo esto ha de tomarse en serio, desde el punto de vista de la ética, precisamente como expresión de la libertad —en expresión teológica, de la capacidad de culpa del hombre—, aunque no pueda resolverse en el discurso.

Un problema de la ética de la comunicación está en que pasa por alto la diferencia entre discursos teóricos y prácticos. Una nor­ma ética fundamental, que obligue a todo el mundo a cumplir tam­bién en la praxis acuerdos vinculantes J1, tropieza precisamente aquí con su límite externo: aunque su validez pueda estar demostrada racionalmente, su observancia no se puede imponer sin renunciar a los presupuestos de la teoría de la comunicación. Este límite lo ve también Jürgen Habermas cuando afirma que es completamente incomprensible que «reglas que son inevitables dentro de los dis­cursos puedan exigir validez también fuera de las argumentaciones» y que la necesidad de condiciones normativas de gran valor en el

24 Cf. K.-O. Apel, Transjormation, 425. 25 Así Apel en W. Kuhlmann (ed.), Moralitát und Sittlichkeit. Das

Problem Hegels und die Diskursethik (Francfort 1986) 247; 249s. 26 Ibid., 427s. 27 Cf. ibid., 375.

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discurso no son trasladables del discurso a la acción M. Habermas habla de los defectos de moralidad concreta que tiene que tener toda moral universalista, por el prejuicio cognitivo sobre todo, y que tiene que suplir con sus correspondientes formas de vida, para ser eficaz en la práctica29.

A esta objeción hay que añadirle inmediatamente estas dos pre­guntas: ¿No presupone una ética de la comunicación, por consi­guiente, no sólo la inclusión de discursos teóricos en los prácticos, sino sobre todo la inclusión de sociedades de la comunicación en las sociedades de la vida, para que no sólo se admitan derechos potenciales, sino también se realicen, y no sólo se comprendan ra­cionalmente las normas éticas fundamentales, sino se cumpla su validez también en la práctica? Pero estas sociedades de la vida necesitan motivaciones y tradiciones más globales y también una forma institucional más sólida, para que pueda vivir a largo plazo, de lo que pueden ofrecer las sociedades del discurso. Además, se puede también preguntar: ¿No tropieza el intento de demostrar «racionalmente» normas éticas fundamentales con un límite inter­no, que se manifiesta precisamente en esta concepción de la racio­nalidad que se ve claramente en Apel, cuando habla de la función de los diversos modos metafísicos (y también míticos o teológicos especulativos) (!) de describir los problemas? En efecto, dice: «El lenguaje 'analógico' de la metafísica es en cierta manera legítimo hasta que no se encuentre una formulación más adecuada del pro­blema» 30.

2. Importancia de la razón anamnésica para la ética

En esto se puede apreciar una concepción reduccionista de la racionalidad y al mismo tiempo un concepto «idealista» de sujeto. Estos dos puntos aparecen también en la pregunta de Habermas, que invita a pensar, de si «nosotros como europeos podemos com­prender rigurosamente... conceptos como moralidad y eticidad, per­sona e individualidad, libertad y emancipación, sin apropiarnos la

21 J. Habermas, Moralbewusstsein und kommunikatives Handeln, 96; cf. 115s.

79 Cf. ibid., 119. 30 K.-O. Apel, Transformation, 418.

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sustancia del pensamiento de la historia de la salvación de origen judeo-cristiano» 31, y por eso habla a este respecto de problemas metafísicos y religiosos. ¿Se identifica, en cualquier caso, la «for­mulación adecuada de un problema» con su forma rigurosamente lógica y se puede reducir el sujeto que participa de un discurso práctico a un «sujeto que argumenta con demostraciones raciona­les»? Aunque estas dos definiciones sean también condiciones nece­sarias de determinadas formas del discurso y de la sociedad de la comunicación, no son, sin embargo, condiciones suficientes para la comprensión de la racionalidad y del sujeto. Así destacaremos hasta qué punto la objeción teológica señala unas dimensiones que inclu­yen serias dificultades contra una sociedad de la comunicación y la ética del discurso, a la que aquélla tiende, en un doble aspecto.

En primer lugar, en la sociedad de la comunicación (tanto en la real como en la ideal) permanece abierta la relación entre el pro­blema de la verdad y el principio democrático del discurso. Por un lado, la democracia se entiende como un método para educar la voluntad y tomar decisiones, y con esto, por otro lado, se alude a una forma global de vida (en el sentido de democratización de todos los órdenes de la vida, de la sociedad, etc.). En los dos casos, su principal característica es la validez del principio de la mayoría, y no está claro, sin embargo, cómo se relaciona el problema de la obligación hacia la verdad con este principio. La demostración dis­cursiva de normas éticas fundamentales implica sin duda una pre­tensión de verdad, que debería conciliarse en el discurso con la educación democrática de la voluntad. Pero ¿no se plantea así una insoluble coincidentia oppositorum? Formulado con toda claridad: ¿Son conciliables el problema de la verdad y el problema de la ma­yoría (al menos en cada caso)?

En segundo lugar, para una ética de la responsabilidad para con el futuro debería ser fecunda la idea de que el cristianismo no es primariamente una sociedad de la argumentación, sino una so­ciedad del recuerdo y del relato. Sólo el recuerdo preserva a la sociedad de la comunicación de un concepto ahistórico de raciona­lidad y al comportamiento moral concreto de su disolución en el

31 J. Habermas, Nachmetaphysisches Denken. Philosophische Aufsatze (Francfort 1988) 23.

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proceso de la evolución. La razón comunicativa no está necesitada sólo de recuerdos, para ser eficaz respecto de la libertad humana. De acuerdo con la concepción de Apel, la «característica de un valor» forma parte de la constitución del objeto de las ciencias hu­manas. Por tanto, no es la reconstrucción histórica, sino sólo el recuerdo de los sufrimientos del paso lo que posibilita una com­prensión de la praxis humana y una concepción del hombre a partir de su historia. Lo cual significa que puede darse ilustración sobre los procesos históricos reales y sus divisiones y allanarse así el ca­mino para realizar la libertad de un modo global. Porque sin el recuerdo concreto de los sufrimientos ni son comprensibles las con­tradicciones de la historia moderna de la libertad ni es realizable su superación. ¡Pero no es preciso sólo esto! La razón comunica­tiva tiene que concebirse a sí misma como razón anamnésica si quiere ser práctica en defensa.de la libertad n. Sólo un recuerdo de este tipo preserva también a la razón comunicativa de que se des­truya su base subjetiva y le posibilita que se conciba a sí misma como expresión de la defensa de la libertad humana y de la justicia y como fuerza para resistir a toda forma de injusticia y falta de libertad. Y, finalmente, si lo que importa en la época de la eficacia global de las acciones humanas es «una movilización de la fantasía moral en el sentido del 'amor a lo más lejano', prima facie abstrac­to s , esta idea sin duda no sólo está tomada de la fe cristiana, sino que precisamente por eso, y con más razón, necesita la fuerza del recuerdo para garantizar la orientación del comportamiento huma­no vinculada al futuro.

El principio responsabilidad y la ética del discurso recogen —cada uno a su manera— el tema del número «No hay cielo sin tierra», para elaborar los fundamentos y perspectivas de una ética de la responsabilidad para con el futuro. Pero ¿de dónde saca el valor y la fuerza para la autodisciplina (Joñas)? ¿De dónde el pro­fundo aliento para anticipar constantemente de manera contrafác-tica en la real la sociedad ideal de la comunicación (Apel)? ¿De

32 Cf. J. B. Metz, Anamnetische Vernunft. Anmerkungen eines Theologen zur Krise der Geisteswissenschaften, en A. Honneth y otros (eds.), Zwischen-betrachtungen. Im Prozess der Aufklárung (Francfort 1989) 733-738.

33 K.-O. Apel, Transformado», 388.

Fundamentos de una ética ecológica 12}

dónde tomamos los criterios para ni concebir demasiado estricta­mente nuestras ideas de justicia, libertad, paz y conservación de la creación ni renunciar a ellas ante los hechos de la realidad? No es una apelación abstracta a la tradición judeo-cristiana, sino el recuer­do concreto de los sufrimientos del pasado, que han tenido que soportarse en las luchas históricas y sociales por la justicia, la paz y la libertad, y de las esperanzas que han surgido de estos sufri­mientos, lo que nos invita a darle un viraje a este tema, para ba­sarlo en el principio de la promesa y la esperanza, que tiene incluso un tiempo histórico determinado y un lugar social concreto: « ¡No hay tierra sin cíelo! »

W. KROH

[Traducción: ELOY RODRÍGUEZ NAVARRO]

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«SABIDURÍA ECOLÓGICA» Y TENDENCIA A UNA REMITOLOGIZACION DE LA VIDA

Abordaremos esta importante cuestión en tres etapas y trata­remos sucesivamente de la «sabiduría ecológica», la tendencia a la remitologización de la vida y las implicaciones que todo ello entra­ña para la futura praxis cristiana.

I. «SABIDURÍA ECOLÓGICA»

Muchos autores que se ocupan de la ecología sugieren explícita o implícitamente que el mundo natural posee una sabiduría que los seres humanos desdeñan a riesgo de sufrir las consecuencias. La crisis ecológica —la polución y las consiguientes disfunciones de ciertos sistemas naturales, como el aire, la tierra y las aguas— es la prueba más clara de esta propuesta. Los seres humanos hemos intervenido, mediante la moderna tecnología, en los procesos del mundo natural, tan excesiva e inmoderadamente que hemos dañado la creación material. Aparte de los peligros que la polución del aire, la tierra y el agua entraña para los seres humanos, hay indicios de que estamos aniquilando las bases materiales de la misma vida. En miles de lugares, las nubes tóxicas, la lluvia acida, los vertidos quí­micos, el efecto invernadero, el desgaste de la capa de ozono y las alteraciones no deseables que sufre el sistema general del planeta Tierra nos dicen que estamos viviendo insensatamente. El estilo de vida y, por deducción, el sistema de valores que han desarrollado los países industrializados parecen irreconciliables con las leyes que rigen la creación. La «sabiduría ecológica» es el mensaje codificado en esas leyes de la creación que la quiebra misma de la naturaleza ha venido a poner de relieve. Muchos que escriben y hablan de ecología consideran que lo primero que deben hacer los seres hu-

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manos, si quieren salvar nuestro planeta con todas sus especies, es prestar atención a la sabiduría de la tierra '.

Cuando alguien trata de prestar atención a la sabiduría de la tierra, ¿qué escuchará más verosímilmente? Primero, lo que más probablemente escuchará serán numerosas quejas concretas. Las emisiones de los automóviles y de las fábricas ensucian el aire. Los productos químicos tóxicos se escapan de sus contenedores y enve­nenan la tierra o las corrientes en que fueron depositados. La ocu­pación de tierras está destruyendo el habitat de muchos animales y hace aumentar la lista de especies en peligro de extinción. La polución del aire y la deforestación hacen que el planeta se reca­liente y amenazan con provocar la fusión del hielo de los casquetes polares. La deforestación intensifica la erosión y convierte en im­productivas extensas áreas. Muchos seres humanos padecen enfer­medades pulmonares y del sistema respiratorio. Muchos están ame­nazados de envenenamiento por plomo, mercurio y otros elementos letales. La lista de agravios aumenta cada día. Los mares, los ríos, los lagos; los árboles, los animales; el aire de las ciudades y la tierra de las comarcas agrícolas tradicionales; los cuerpos de los mineros, los obreros industriales y los niños que juegan en los sola­res de las ciudades gritan o susurran desde las páginas de los diarios que las relaciones entre los seres humanos o los animales y el entor­no natural se han desajustado.

En segundo lugar, la sabiduría de la tierra se expresa en las disfunciones más graves que ya es posible observar en la naturaleza y en las cuestiones que tales disfunciones plantean acerca de nues­tro estilo de vida en los países desarrollados. Esas cuestiones se refieren a dónde podrán hallar los seres humanos las energías na­turales para mantener sus sociedades durante el siglo xxi, dónde irán en busca de alimentos y materiales de construcción suficientes, dónde integrarán una población cada vez más numerosa con sus recursos naturales e incluso cómo lograrán una justa distribución

' Cualquier texto básico sobre ecología contiene abundantes datos sobre los problemas actuales. Cf., por ejemplo, G. Tyler Miller, Living in the Environment (Belmont, Cal. puesto al día regularmente). Cf. también los informes anuales de L. R. Brown (ed.), State of the World (preparados para el Worldwatch Institute, Nueva York).

«Sabiduría ecológica» 127

de su riqueza, todo ello en conjunción con los problemas que plan­tean el peligro de la energía nuclear, la polución causada por el ganado, la contribución de la polución química y electromagnética a la incidencia del cáncer en los seres humanos y otras muchas cuestiones sociales. El mensaje que nos viene hoy de la naturaleza es, por consiguiente, que nuestro estilo de vida en los países des­arrollados es incompatible con un entorno natural sano.

Antes de analizar la mitopoética que frecuentemente rodea esta forma de describir la sabiduría ecológica, fijaremos en primer lugar la conclusión a que llegamos al escuchar honradamente las protes­tas de la creación. Esa conclusión dice que los seres humanos son hoy el mayor factor determinante de la salud o la enfermedad, de la futura vitalidad o mortalidad del planeta tierra. Somos el factor decisivo y, por el momento, nuestro impacto está resultando más letal que benigno. A lo largo de las decenas de milenios en que nuestra capacidad tecnológica era relativamente ligera, podíamos mirar la naturaleza como un campo abierto en que teníamos la po­sibilidad de trabajar y divertirnos a nuestro antojo. Los recursos de la naturaleza eran tan abundantes y nuestro número de capa­cidad eran relativamente tan bajos que podíamos utilizar los recur­sos de la naturaleza sin pensar siquiera en unas consecuencias ulte­riores o más a largo plazo. Cuando habíamos agotado un habitat, no teníamos que hacer otra cosa que mudarnos a uno nuevo. El im­pacto que causábamos en el sistema general de los océanos era tan leve que podíamos arrojar a ellos nuestras basuras y desechos sin miedo a que ello significara una amenaza para la salubridad general de los mares. No podíamos pescar hasta límites excesivos, e incluso cuando se agotaba la caza en ciertas áreas o se cultivaba el suelo hasta agotarlo, la escala de los daños que causábamos era tal que la naturaleza podía remediarlos. No éramos lo bastante fuertes como para provocar una grave desertización o para causar una erosión seria, una polución atmosférica o el exterminio de un gran número de especies. Vivíamos con el mito de que el entorno físico era nuestro y que podíamos explotarlo en la medida que nos interesara o considerásemos conveniente. Todo esto ha cambiado ahora.

La escueta sabiduría que muchos comentaristas escuchan en los gritos de una naturaleza herida dice que nuestra especie humana se ha convertido en una amenaza cada vez más temible para la su-

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pervivencia de nuestro planeta. Ciertamente, nuestro estilo de vida, esa prosperidad industrializada que las naciones del mundo des­arrollado quieren difundir y las del Tercer Mundo aspiran a imitar, está arruinando la naturaleza, como un verdugo que aprieta el lazo. Si seguimos con los modelos actuales, causaremos a la naturaleza una herida tan grave que ya no podrá recuperarse. La peor de todas esas heridas sería la causada por la guerra nuclear, pero aun en el caso de que las naciones logren evitarla e incluso decidan destruir sus almacenes de tan horrendas armas, los medios de transporte que utilizamos, nuestros modos de alimentarnos, vestirnos, cons­truir, y equipar nuestras viviendas, nuestros modos de comunicar­nos conspiran para arruinar el entorno físico. La química, de la que dependemos absolutamente, envenena la tierra, pero resulta que la química es ingrediente fundamental del tipo de vida a que aspira la mayor parte de la población humana.

La otra cara de este mensaje definitivo que nos llega de la tierra es que debemos cambiar radicalmente de estilo de vida en interac­ción con la naturaleza para obtener nuestro alimento y nuestro hogar, nuestro dinero y nuestra cultura, de forma que causemos el mínimo de daños, lo que supone a la vez una mayor sencillez de vida y un consumo menor. Hemos de dar tiempo a la naturaleza para recuperarse de un ataque masivo que dura ya casi un siglo. Hemos de dejar que los sistemas capaces de recuperarse puedan limpiarse de tantos desechos contaminantes como hemos arrojado sobre ellos. De otro modo, la naturaleza seguirá enfermando hasta quedar irreversiblemente moribunda. Hemos de poner fin a las emi­siones, las descargas y los vertidos tóxicos, a la desertización y a todas las demás acciones contaminantes para que la naturaleza se rehaga. No serían suficientes algunos cambios menores en el estilo de vida de los países industrializados. Será preciso revisar toda la gama de interacciones con la naturaleza que la moderna industria­lización y el comercio han creado. Tomando como criterio el im­pacto que cualquier parte significativa de nuestro actual estilo de vida tiene sobre la polución de la naturaleza, hemos de resolver cambiar todo aquello que podría significar una amenaza seria para la vitalidad de la naturaleza. Y hemos de pensar en términos de un cambio total, no sólo a retazos, de nuestro estilo de vida, pues to­dos nuestros impactos negativos tienen implicaciones en la totali-

«Sabiduría ecológica» 129

dad del sistema. La naturaleza es una serie de sistemas interconec-tados. Es lo que sugiere el término mismo «ecología». Si es verdad que estamos matando la naturaleza, habremos de desistir y refor­mar paralelamente con eficacia sistemática los abusos sistemáticos que ya hemos causado. Es un asunto complicado y acuciante, mu­cho más radical que cuanto se han atrevido a proponer en su mayor parte los dirigentes políticos. Todo esto nos exige una nueva visión de cómo han de actuar los seres humanos en conjunción con la naturaleza y cómo han de vivir con ella en el futuro. Naturalmente, una cuestión tan decisiva se presta a una mitopoética tanto posi­tiva como negativa. Esto nos lleva a nuestro segundo tema.

I I . LA TENDENCIA A LA REMITOLOGIZACION DE LA VIDA

Cuando contemplan los cambios ecológicos que sugiere la sabi­duría del planeta herido, los observadores sensibles pueden empe­zar la búsqueda de mejores modelos de interacción humana con el entorno físico. Pueden recordar que las personas de las pequeñas sociedades, actuales o prehistóricas, parecen haber mantenido y se­guir manteniendo unas relaciones más amistosas con la naturaleza. Ciertamente, son gentes que temían más el poder de la naturaleza, ante el que muchas veces se han sentido indefensas. Por otra parte, bendecían la luz de sus ojos y el aire que respiraban, el sol que les daba su calor y la tierra que les proporcionaba el alimento. Con o sin unas posturas románticas, los observadores situados en esta línea de reflexión se han preguntado si la clave de la crisis ecoló­gica no estará en la pérdida de la intimidad con la naturaleza que la cultura moderna e industrializada ha provocado. Los campesinos medievales se sentían atados a los ciclos de la tierra de un modo que ya no es posible a los modernos habitantes de las ciudades. No hemos de pasar por alto los aspectos deplorables de la vida rural durante la Edad Media para preguntarnos si no podríamos apren­der todavía algo del sentido de enraizamiento que asumía aquella cultura. La tierra física era el hogar de las personas. Era la «tierra madre», el cimiento de la «patria» que creaba la cultura. De este modo, muchas personas de las viejas sociedades a pequeña escala mantenían una interacción con los árboles y las aves, los animales

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y las plantas que poblaban su habitat relativamente agradable. In­cluso cuando tenían que cazar y pescar, rozar la tierra y cultivarla, no por ello perdían el sentimiento de respeto hacia las demás cria­turas. La tierra era un todo viviente. Los seres humanos eran tan sólo una especie, y no necesariamente la más importante. Ésos po­dían ser los sentimientos de las poblaciones tradicionales de Amé­rica, África, Asia e incluso Europa.

Ese sentimiento solía estar entreverado con momentos en que se percibía lo sagrado. Los misterios de la vida y de la muerte so­lían ser tan notorios y fuertes que los individuos se sentían obliga­dos a plantearse los profundos interrogantes sobre de dónde venían y hacia dónde iban, por qué la vida era unas veces hermosa y otras tan cruel. Las famosas pinturas que decoran las paredes de las cue­vas prehistóricas de Francia y España nos sugieren la figura de unas gentes extasiadas ante la maravilla de la vida tanto animal como humana. La fecundidad, que era la protección más firme con­tra la muerte, era una preocupación obvia. Cuando nos aproxima­mos a otras gentes cuyas culturas conocemos mejor, encontramos frecuentemente que toda su existencia se articula en torno a los mitos de la creación. La forma en que fue creado el mundo es el esquema básico al que se atienen todas las restantes creaciones hu­manas, como fundar una aldea, erigir una casa nueva, celebrar el año nuevo. La mentalidad mítica de estas antiguas poblaciones las enseñó a pensar que el universo es un todo viviente. Las diversas especies tienen entre sí más rasgos de semejanza que de diferencia. Todas las plantas y todos los animales, incluso todas las rocas y las corrientes, participan del milagro que es la existencia. Todos son seres vivos de un modo o de otro, y todos poseen ciertos derechos. Naturalmente, los seres humanos han pisoteado a veces esos dere­chos, del mismo modo que a veces dieron muerte a sus semejantes de otras tribus. Pero, por lo que podemos saber acerca de los estra­tos más antiguos de la cultura humana, existió casi constantemente el sentimiento de que el mundo es un lugar terrible, sagrado, un lugar que ha de ser tratado con reverencia, pues contiene millares de maravillosos misterios.

Con grados diversos de reflexión, los hombres de hoy que se sientan interesados en rehacer la conciencia humana, de forma que resulte compatible con esos mismos sistemas del planeta que mu-

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chos datos nos presentan como amenazados de extinción, estarían dispuestos a aceptar alguna versión del viejo mito cosmológico2. Pueden recurrir a los relatos de los antiguos indios americanos o combinar los instintos feministas con una mitología de la diosa europea precristiana o adherirse a las tendencias de la no violencia india (ahimsa) hasta remontarse a un sentimiento védico de la sacralidad de la tierra. Son numerosas las fuentes disponibles para una resacralización de la vida, y muchas de ellas resultan suma­mente atractivas. Dejando entre paréntesis la cuestión de cómo desmantelar los motores de la tecnología que se han desarrollado a lo largo de los últimos siglos, las personas convencidas por la sa­biduría ecológica y deseosas de imaginar una reelaboración radical de la cultura humana pueden sentir la nostalgia de los viejos tiem­pos, cuando parecía más palpable la sacralidad de la existencia. Pueden lamentarse de la secularización, del agotamiento de la admi­ración humana ante los misterios de la creación y minusvalorar así la mentalidad tecnológica o incluso científica a la que acusan de haber provocado la secularización. Ciertamente pueden llegar in­cluso a acusar a iglesias y sinagogas de haber olvidado sus cimientos espirituales, la capacidad de asombro ante las grandes obras de Dios que sacaron el mundo de la nada y crearon una especie racio­nal capaz de valorarlo.

Las ventajas que para la fe cristiana puede suponer este movi­miento de remitologización de la vida son evidentes. Si las imáge­nes, narrativas, rituales o valoraciones logran restaurar el senti­miento de admiración ante la creación y de veneración hacia las fuentes sagradas de la creación, podríamos decir que están aportan­do el combustible para encender de nuevo una apasionada valora­ción del Dios bíblico. Las desventajas pueden quedar igualmente claras. La fe cristiana tradicional, desarrollando las semillas que ya contenía la Biblia, desmitologizó en cierta medida la naturaleza, in­sistiendo en que sólo es realmente santo el Señor supremo, el Crea-

2 Sobre el mito cosmológico, cf. E. Voegelin, Order and History I (Baton Rouge, La., 1957). Sobre la mitología religiosa, cf. D. Lardner Carmody y J. Carmody, The Story of World Religions (Mountain View, Cal., 1988). Agradezco a mi colega la doctora Mary Ann Hinsdale su información sobre ecofeminismo.

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dor de cielos y tierra, y en que la sacralidad de la naturaleza tiene unos firmes límites. La polémica bíblica contra las divinidades de los cananeos poseen valor de advertencias paradigmáticas. Si a todo esto añadimos una lectura interesada de Gn 1,28, resultará inevi­table que los seres humanos piensen que la naturaleza es su enemigo o al menos su esclavo, de modo que les está permitido utilizar el mundo físico a medida de sus deseos. Éstos son los efectos nega­tivos de la demitologización de la naturaleza que la tradición cris­tiana consideró muchas veces como su derecho y su obligación. El evangelio propuso un destino trascendente para los seres humanos, pero éstos podrían perderlo si se mantenían emparedados en el mito cosmológico. Dios prometía no sólo la derrota del pecado y de la muerte, sino el florecimiento de una vida realmente divina, eterna. Así, el mundo físico, al igual que la historia humana, pueden dar la impresión de poseer una significación tan sólo limitada y pasa­jera. Desde esta perspectiva, podría parecer que la remitologización de la vida sería un paso atrás, en la dirección del desconocimiento pagano del alcance de la gracia divina. Lo que se manifestó en Jesucristo podría juzgarse mucho más valioso y profundo que cuan­to puedan ofrecernos los ciclos de la naturaleza física, con los que apenas tendría algo en común. Sugerir tan sólo que poseen el mis­mo valor, y no digamos si se pretende que los mitos de la natura­leza son superiores al mito cristiano, sería algo mortalmente peli­groso para el bien espiritual de la humanidad. De esta forma tien­den a razonar, al menos implícitamente, los teólogos opuestos a la «sabiduría ecológica».

Hemos de ocuparnos, siquiera de momento, del programa com­pleto de la praxis cristiana que requiere una respuesta adecuada a la crisis ecológica. Por el momento, a fin de completar nuestras reflexiones sobre la remitologización, señalaremos los elementos de una reelaboración de la mitología cristiana que pueda hacer acepta­ble al cristiano ortodoxo la remitologización de la vida. En primer lugar, tenemos el relato de la creación, del que se desprende clara­mente que todo cuanto hay en el universo procede de Dios y es bueno a los ojos de Dios. En segundo lugar, contamos también con el instinto cristiano de que la creación en su totalidad se produjo en el Verbo, lo que la convierte en una función de las procesiones trinitarias y la vincula a la cristología. En tercer lugar, tanto el fiat

«Sabiduría ecológica» 133

original de Dios como la encarnación del Logos implican el amor a la materia. A diferencia de lo que profesan otras mitologías que llegaron a penetrar en la cultura cristiana, la materia no es para la fe ortodoxa ni el enemigo del espíritu ni el adversario de Dios o de los seres humanos. En cuarto lugar, tenemos la reconciliación de la materia y el espíritu en la sacramentalidad. La intuición de que el agua es santa hasta el punto de ser algo más que agua, de que el pan y el vino pueden tener una significación que los desborda, depende de la creencia en que la materia es un vehículo adecuado y hasta hermoso de significación, de un Significado que, en sus posibilidades últimas, se hace revelación y toma carne y mora entre nosotros, que así ha bendecido nuestros cuerpos y nuestros hábitats, hasta el punto de que toda morada humana puede considerarse un santuario, un lugar sagrado. Todo acto humano, por consiguiente, lo mismo comer que jugar, trabajar, beber, hacer el amor o llorar, puede entenderse como una demanda de la ayuda de Dios o una acción de gracias por la bondad de Dios. Nosotros, los seres huma­nos, no podemos arruinar la tierra sobre la que asentamos nuestros pies, a la que retornamos, pues esta tierra es inseparable de nues­tros cuerpos. La narrativa que nos ha de traer la buena noticia cristiana, el mito necesario en todo tiempo y especialmente hoy, es que el amor divino, la fuente de la creación y de la redención, nos ha comunicado su calor desde dentro. El mundo es nuestro para que lo utilicemos según lo creamos conveniente, pero con una matización decisiva. El mundo es nuestro para que lo utilicemos según lo veamos conveniente desde la perspectiva de una vida en la sabiduría de la Palabra de Dios hecha carne. Entonces, efectiva­mente, advertiremos que todo cuanto poseemos es un don gratuito y. que poseer es, en nuestro caso, una responsabilidad que nos obli­ga a cuidar y hacer que florezca lo poseído.

I I I . LA FUTURA PRAXIS CRISTIANA

Si reflexionamos sobre cómo podría funcionar un mito cristia­no renovado que incorpore el mensaje de la «sabiduría ecológica» y ayude a la existencia humana a integrarse mejor en los sistemas de la tierra, nos sentiremos atraídos por temas como el de la reno-

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vada valoración cristiana de la creación, la extensión del instinto cristiano de la redención al mundo físico, un nuevo sentido de ve­neración de Dios en medio de la creación material y un compromiso profético en defensa de los derechos del entorno natural. Reflexio­nemos más detenidamente sobre estos cuatro temas.

En primer lugar, una valoración cristiana renovada de la crea­ción vendría a recordarnos que ésta es siempre algo nuevo, un don constante de la existencia que brota de la fuente divina, única y sa­grada, del ser. En Dios no pueden separarse el crear y el ser eter­namente como una comunidad de conocimiento y amor. El Maestro Eckhart fue castigado por sus especulaciones en esta línea, pero su instinto no andaba descaminado, en el sentido de que la creación se apoya en el misterio infinito del mismo ser de Dios. Cuando contemplamos las estepas y los lagos, vemos una belleza que ha sido ordenada desde toda la eternidad. Vemos igualmente una be­lleza que es como la presencia de la perfección de la comunidad divina de personas, en que estas mismas personas se gozan con la posesión tota simul de su eterna bienaventuranza. El «ahora» que ciega nuestra mirada y nos arrebata el aliente es un toque del Dios que existe en un eterno «ahora». En vez de despreciar cualquier creación, en nosotros o en las criaturas «inferiores», los cristianos deberíamos componer nuestras propias variaciones sobre el tema de la maravilla que Leibniz y Heidegger introdujeron hasta situar­lo en los cimientos mismos de la filosofía: ¿Por qué tenemos ahí algo en lugar de la nada? Si hay algo ahí, aunque sólo sea el hu­milde ser de una simple piedra, eso es ya un don de la existencia, algo que se da por pura gracia y que necesariamente ha de causar el asombro del alma religiosa. Cuanto más renueven los cristianos su valoración del carácter extraordinario de la creación, tanto más firmes serán sus cimientos para una futura praxis ecológica bene­ficiosa para el mundo cuya salvaguardia nos ha confiado Dios. Lejos de mirar el planeta en que vivimos como algo que se da por descontado, cada vez que tendemos sobre él nuestra mirada debe­ríamos sentirnos más religiosos, a la vez que nuestras obras reli­giosas deberían hacerlo más próspero y seguro.

En segundo lugar, los cristianos deberían extender sus senti­mientos acerca de la redención operada por Cristo hasta abarcar también el mundo físico. Entre nuestros prójimos heridos por el

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pecado, un caso sobresaliente es el planeta. Y del mismo modo que el dolor suscita en el corazón verdaderamente cristiano una pro­funda compasión, pues todo dolor nos recuerda la pasión de Cristo, también los sufrimientos actuales de la naturaleza física deberían mover a los cristianos a una profunda compasión. La polución causada por nuestro actual estilo de vida hace sufrir a otras cria­turas a las que estamos unidos, a todo un sistema de criaturas con las que estamos emparentados. A menos que nos sintamos como prójimos de todo ese sistema de criaturas, corremos el riesgo de que nuestro Señor se desentienda de nosotros en el día de juicio. Desde quienes apoyan la causa de los animales indefensos, que sufren las consecuencias de las incursiones que organizan los hu­manos en sus ecosistemas o a causa de las dietas de los humanos o los experimentos de los científicos hasta quienes se lamentan de la ruina de los monumentos naturales o la suciedad de las playas, hay un ejército de simpatizantes que comulgan en la misma idea. De hecho, el sentimiento de dolor por la devastación del planeta, en cuanto que afecta a los seres humanos, a los animales o a las formas inferiores de vida, no sería otra cosa que la ampliación lógi­ca del sentimiento cristiano que asimila todo ser doliente al sufri­miento de Cristo. No hay un símbolo más fuerte de la profundidad hasta la que Dios se ha identificado con nuestra condición de cria­turas que la crucifixión, y de ahí que nuestra esperanza no tenga un apoyo más firme que la seguridad de que el amor divino es siempre más fuerte que la muerte. Cuando intentamos corregir el desastroso futuro de un planeta que se encamina aparentemente hacia una irreparable ruina ecológica, estamos ampliando la espe­ranza cristiana hasta abarcar todo el espectro de la creación de Dios, seguros de que este mismo Dios ha prometido ser todo en todas las cosas, y que esa promesa vale para las ballenas y las aves, para los niños que mueren de hambre y para los enfermos de sida.

Un tercer centro de atención para la futura praxis cristiana pre­ocupada de responder a los desafíos que Dios nos plantea a través de la crisis ecológica es una nueva actitud de veneración hacia la presencia de Dios en la creación material. La fe cristiana ha subra­yado, y con razón, las maravillas de la persona humana, creada a imagen de Dios. Aparte de algunos santos excepcionales, como san Francisco de Asís, la fe cristiana no se ha mostrado tan consciente

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de la presencia de Dios en la creación subhumana como hubiera sido de desear. Otras tradiciones religiosas —el hinduismo y el budismo, el taoísmo y el sintoísmo— se han mostrado más sen­sibles a la sacralidad de la creación material. Haríamos bien los cristianos en prestar mayor atención al impulso íntimo de la geo-mancia, la astrología y la reverencia de las posturas budista y taoís-ta. Aprenderíamos así a escuchar mejor cómo habla Dios con voces no humanas, quizá también a orar con nuevos acentos negativos. Es una tesis de la fe cristiana que no sabemos qué es Dios y que cuanto podamos decir acerca de Dios es con toda seguridad muy distinto de lo que la divinidad es en sí misma. Si se dilatasen nues­tros corazones hasta hacerse propiamente católicos veríamos que otros nos han precedido de lejos en la alabanza a la divinidad que se manifiesta lo mismo en la caída de la flor de los cerezos que en la fertilidad de las terneras. Ciertamente, deberíamos criticar esa alabanza a la luz de la comunión interpersonal que, según creemos, han establecido las divinas personas a través de la gracia de Cristo. Pero no podemos consentir que nada nos separe del amor de nues­tro Dios en Jesucristo y, por supuesto, nada que pertenezca a la creación material que nuestro Dios ha desplegado para nuestro uso y asombro.

Finalmente, los dolores que se manifiestan en el estado actual de la tierra reclaman enérgicamente la atención comprometida y profética del pueblo de la alianza bíblica. Si leen correctamente sus textos sagrados, judíos, cristianos y musulmanes verán en los actua­les signos globales de los tiempos una llamada a la penitencia, la restitución y el cambio radical. Los «pobres del Señor» necesitados hoy de una defensa son no sólo las viudas y los huérfanos abando­nados por una sociedad rica y sin entrañas, sino también los mis­mos sistemas del mundo natural, desde las bandadas de aves acuá­ticas hasta las plantas de las praderas. A menos que las gentes de fe, que ponen sus miras por encima de los intereses terrenos y se muestran sensibles a las exigencias del amor se decidan a defender con toda energía a las criaturas de Dios que no tienen voz, muchas de esas criaturas terminarán por perecer, y con ellas gran parte de la belleza de la creación. Estamos ante una vasta desecración, del tipo que desde un tiempo inmemorial se esforzaron por denunciar los profetas. Si los cristianos quieren organizar unos planes polí-

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ticos incisivos para el siglo xxi, no tienen más que mirar hacia los cimientos de la vida misma. Defender esos cimientos será una exce­lente obra que hará entrar en juego tanto la figura como la sustan­cia de la nueva Jerusaléni.

J. CARMODY [Traducción: J. VALIENTE MALLA]

3 Para la formación de una conciencia y una praxis cristianas, cf. J. Molt-mann, Gott in der Schópfung (Munich 1985) = God in Creation (San Fran­cisco 1985); H. Paul Santmire, The Travail of Nature (Filadelfia 1985); Ch. Birch y otros (eds.), Liberating Life (Maryknoll, NY, 1990).

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RESPONSABLE ANTE «UN NUEVO CIELO Y UNA NUEVA TIERRA»

Reflexionar sobre ecología desde el punto de vista cristiano no es posible sin prestar atención a la categoría bíblica de «nuevo cie­lo y nueva tierra», que tantas veces encontramos en el Antiguo Testamento (cf. Is 66,22) y en el Nuevo Testamento (cf. Ap 21,1) \

I . PROMESA DIVINA Y MANDATO HUMANO

Con la expresión «cielo y tierra», que remite inmediatamente a la primera línea de la Biblia (Gn 1,1), se expresa el mundo, el cosmos, el universo. Lo que Isaías y Juan describen como visiones, podemos entonces también designarlo el «mundo nuevo». Esta idea abre la perspectiva de un futuro mesiánico y escatológico por el que el cosmos es salvado y terminado. Y esta realización no se puede entender solamente como una restauración del actual «mun­do roto» en su situación original o inicial, sino como una transfor­mación que supera toda imaginación desde lo existente: una reali­zación como una «nueva creación».

Ahora se puede comprender esta realización liberadora y trans­formadora del mundo en sí misma, que seguramente no carece de sentido. El cosmos, sin embargo, no está marcado en sí mismo so­lamente por la belleza y la armonía, sino también por la imperfec­ción, y sobre todo por la violencia y la destrucción. Pero en el mensaje bíblico, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamen­to, se habla la mayoría de las veces simplemente sobre «el nuevo cielo y la nueva tierra» en el contexto del «hombre nuevo» (cf. Ez 36,26; Rom 5,14), lo que quiere decir: el ser humano salvado y realizado. Pensemos en el relato del diluvio, que no sólo afecta al ser humano, sino también a los animales, y donde la relación entre Yahvé y Noé incluye también a la naturaleza (cf. Gn 9,1-17). Y en la visión de Isaías sobre la paz mesiánica —a saber: sobre la época

1 Cf. C. Chalier, L'alliance avec la nature (París 1989) 183-207.

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140 R. Burggraevé

en que la descendencia de Jessé proporcionará justicia a los débi­les y acabará con la violencia entre los seres humanos—, el profeta ve asimismo la eliminación de la violencia entre los animales (Is 11,16) y en toda la naturaleza (Is 55,12). Y esto no es una idea aislada, tal como resulta de Ez 34,24.26-28; Jl 4,18. Según los profetas, toda la creación espera la liberación de sus miembros. No obstante, esto ya está unido a la idea de liberación del ser humano (cf. Is 60,19-20). Esto es válido también para el Antiguo Testa­mento. Mediante la perspectiva de liberación y rehabilitación glo­riosa, el Apocalipsis quiere inspirar al nuevo pueblo de Dios con­suelo y alivio en todos sus sufrimientos. Para dar fuerza y aportar un significado global a esta perspectiva «histórica salvadora», se le sitúa en el contexto de un nuevo cielo y una nueva tierra, «donde no habrá ya muerte, aflicción, lamentaciones ni sufrimiento, ya que todo ello existe en el antiguo» (Ap 21,4). También Pablo habla acerca de la redención del cosmos en el contexto de la redención del ser humano: la naturaleza entera anhela participar en los dolo­res de parto de la libertad de los hijos de Dios (Rom 8,18-23). Esto implica, sin embargo, no sólo que en la Biblia no se habla sobre la redención y la realización de la tierra en sí misma, sino también que no se habla acerca de la redención y de la realización del ser humano como individuo y comunidad (resurrección, comunidad de los santos), sin que tampoco se hable de la redención del cosmos. Esto podemos denominarlo el antidualismo radical de la idea bíblica de redención.

Este vínculo entre salvación para el ser humano y para el cos­mos contiene algunas implicaciones importantes para una correcta comprensión de la categoría del mundo nuevo. Así, esta categoría presupone que la actual tierra no es como debería ser. En la pers­pectiva bíblica, esto significa que no sólo es únicamente finita y está enferma, sino que también participa en la «depravación» del ser humano. O mejor dicho, su enfermedad y agresividad es puesta por la Biblia en relación con la historia humana de maldad y peca­do. El cosmos participa en el destino humano, está marcado por las consecuencias del pecado, tal como resulta del relato de la caída original, donde la armonía entre los seres humanos trabajadores y la naturaleza (cf. Gn 2,15) se ve perturbada fundamentalmente como consecuencia del pecado humano (Gn 3,17-19). Por ello en-

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tiende la Biblia la situación actual de la naturaleza, donde las cria­turas no humanas son enemigas unas de otras; a menudo, lo que da pie a una «lucha por la vida» implacable, no sólo como una situación «natural» de limitación como consecuencia de su estado o disposición, sino también, y sobre todo, como una situación «his­tórica salvadora» de irredención.

Además, es evidente que en las Escrituras no se habla sobre realización y «nueva creación» como redención y liberación, esto es, como victoria sobre el pecado. Esto implica que la idea de rea­lización no es sólo una idea teológica de la promesa y de la gracia divinas, sino también que tiene una dimensión ética esencialmente. La idea de un nuevo mundo significa no sólo que el mundo actual no es como debería ser, sino también, y sobre todo, que no es así por el pecado del ser humano. La promesa de un mundo nuevo es, por consiguiente, no sólo una promesa de un futuro «inaudito» o definitivo que «recibiremos» gratuitamente de Dios —en gracia superabundante—, sino que significa, al mismo tiempo, un cues-tionamiento radical de nuestra actual relación con el mundo. Desde este punto de vista, la promesa de un mundo nuevo contiene asi­mismo un mandato ético urgente, a saber: para volvernos cons­cientes de nuestra relación pecadora con el mundo, para conver­tirnos y —en la fuerza de la promesa— para trabajar ya ahora en el mundo nuevo, tal como se nos indica en perspectiva. De este modo, el ser humano es también «el intermediario de la liberación, el contacto indispensable del movimiento que parte de Dios» 2.

Para entender en qué sentido podemos ahora ya preparar esta «nueva creación» tenemos que volver a la «primera creación», esto es, al mundo y a nuestra relación con el mismo, tal como es enten­dida ésta originariamente por Dios. Los datos de la creación bíblica tienen, no obstante, no sólo un significado protológico, sino tam­bién uno escatológico. Como referencia al origen abre las perspec­tivas, a la vez, a la relación «deseable» entre el ser humano y el mundo (y sobre qué pueda no ser esta relación seguramente), esto es, sobre una relación que capta «tan bien como sea posible» la visión del mundo nuevo.

2 E. Levinas, Hors sujet (Montpellier 1987) 85: «L'homme est le média-teur de la rédemption, indispensable reíais du mouvement qui part de Dieu».

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Para lograr captar de la «primera creación» algo acerca de lo que para nosotros contiene la «nueva creación» como orientación ética, escogemos una lectura profunda filosófica de los datos de la creación bíblica, sobre todo del capítulo 1 del Génesis3. Una lec­tura filosófica tal de ello nos indica que en las Escrituras existen implícitas visiones antropológicas, metafísicas, ontológicas y éticas que se pueden explicar de tal modo que adquieran una fuerza por­tadora imaginable y comunicable4.

I I . NUESTRA RESPONSABILIDAD

El libro del Génesis o libro del Origen podemos denominarlo también el libro del «Origen antes del origen». Pues trata sobre la creación del ser humano por Dios, esto es, sobre el origen que precede al ser humano como origen y comienzo. La afirmación bíblica sobre que el ser humano fue creado implica que él no tiene su propio origen: no es en modo alguno causa sui (causa de sí mis­mo). Algo ha ocurrido ya conmigo antes de que yo mismo pueda llegar a existir. Esta «pasividad primordial» revela precisamente mi condición creadora como ser humano: yo he sido creado y este estado constituye mi «condición fundamental» s. Ahora queremos explicar lo que contiene esto.

En primer lugar, señalamos cómo el ser humano es «el último creado»: según Génesis, capítulo 1, fue creado, pues, en la vigilia del sábado6. Es el último llegado al mundo, el «final» de la crea­ción. Este mundo no es, por tanto, lo que el ser humano mismo ha deseado y proyectado. El mundo no es incluso aquel donde el ser humano habría visto el comienzo: transcurrieron cinco días com-

3 Éste no es seguramente el único camino válido. Moltmann es partidario, por ejemplo, de una teología ecológica no sólo desde Dios como creador tras­cendente, sino también desde el Espíritu inmanente y el Mesías escatológico, que él denomina también una doctrina de la creación trinitaria y mesiánica. Cf. J. Moltmann, Gott in der Schópfung. Okologische Schopfungslehre (Mu­nich 1985).

* Levinas, Quatre lectures talmudiques (París 1968) 119. 5 Id., Autrement qu'étre ou ou-dela de l'essence (La Haya 1974) 71. 6 Id., Du sacre au saint. Cinq nouvelles lectures talmudiques (París 1977)

123.

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pletos antes de él. No ha surgido de la libertad y fantasía creativas del ser humano. Éste es colocado en un mundo que ya estaba ter­minado 7. El mundo es encontrado o descubierto primero por el ser humano (con el énfasis en la forma verbal pasiva «encontrado») y trabajado después de ello. El mundo es el pasado del ser humano, o mejor dicho, antes del ser humano8.

Además, el mundo mismo también ha sido creado: surge de la palabra soberana de Dios. Y como «creado», pertenece a Dios y no al hombre, que es también criatura él mismo. Así, el mundo no es propiedad del ser humano en modo alguno. Como creado, es regalado al hombre. El ser humano debe «aceptar» y «recibir» el mundo: no tiene derechos de autor sobre ello. El mundo no es solamente una donación verdadera que el ser humano encuentra, sino que, en el sentido literal de la palabra, es una «donación» que sólo puede pertenecer al ser humano cuando se le ha «dado» a él. Esto significa que el ser humano, cuando «toma» la Tierra y se «apropia» de ella, es un usurpador y un depredador. No tiene dere­cho o privilegio alguno, ya que es el «último llegado». Quien posee y trabaja la tierra como si fuese de él, actúa como si fuese «para él». Por ello cae directamente en la falsedad: pues olvida su estado, o mejor dicho, se crea la ilusión de «no estado» 9.

No obstante, con esto no se ha dicho aún todo sobre la relación creativa del ser humano con el mundo. Una profundización filosó­fica adicional de los datos de la creación bíblica muestra cómo esta relación es de carácter estrictamente ético, no basándose en la libre decisión humana, sino como «creada» por Dios mismo. El ser hu­mano no está colocado en el mundo como un «ser entre otros se­res», sino creado en una relación ética con el mundo: se descubre él mismo como colocado en una «obligación o solidaridad ética» con la creación.

En este modo de ser ético del hombre con respecto al mundo podemos distinguir diferentes aspectos. En primer lugar, podemos señalar formalmente la vinculación ética entre el ser humano y el mundo. Éste, según Gn 1,26-28, no es entregado al hombre: debe

' Ibid., p. 136. g Id., Quatre lectures talmudiques, p. 136. ' Id., En découvrant l'existence avec Husserl et Heidegger (París 1967)

176.

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hacer él algo con ello, a saber: «desarrollarlo» y «administrarlo». El Talmud judío expresa esto magníficamente indicando que el ser humano, que también es el último llegado de la creación, es el pri­mero para ser castigado. Se convierte en responsable de la creación. Y cuando ésta es pervertida, entonces es él el primero a quien se piden responsabilidades por ello 10.

Esta responsabilidad tenemos que entenderla bien. Pues no se trata de una responsabilidad que surja de la libertad y de la libre elección del ser humano, sino de una «responsabilidad creatural», lo que significa una responsabilidad que se acompaña con mi esta­do mismo y que, por tanto, precede a mi libertad. En el pensa­miento occidental vigente, la responsabilidad del ser humano se determina basándose en su ser sujeto. Que el hombre es un ser responsable se basa en que él mismo limita y proclama un yo, que como «ser consciente de sí mismo» es.el origen, el arjé o el «prin­cipio», «comienzo» y «final», alfa y omega de sus propios pensa­mientos, juicios, conductas y otorgamiento de sentido ".

De los datos de la creación bíblica, sin embargo, se deduce una idea de responsabilidad totalmente distinta, a saber: una respon­sabilidad que está contenida de modo constitutivo en nuestro esta­do. Como «creada», esta responsabilidad es también, entonces, «preoriginal» y an-árjica. Estos vocablos hay que tomarlos en sentido literal. La responsabilidad del ser humano ante la creación tiene su inicio y origen no en la subjetividad humana como origen (origine) y comienzo (arjé) de las propias costumbres. Mi ser hombre consiste exactamente en que

— se me exige responsabilidad «pese a mí mismo», esto es, incluso antes de que yo mismo lo asuma como vocación o de que

— elija una misión. De ahí resulta cómo la «pasividad primor­dial» de nuestra condición de estado es una pasividad primordial ética.

Esto implica una redefinición radical de la subjetividad huma­na. La visión bíblica sobre nuestro estado implica una definición ética del ser humano, a saber: que nuestra responsabilidad crea­tural

10 Id., Quatre lectures talmudiques, p. 136. " Id., Be Dieu qui vient a l'idée (París 1982) 97-104.

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— es la «naturaleza» primera y fundamental de la subjetividad. Esto significa que la responsabilidad no es ningún atributo simple de la subjetividad, como si ésta existiese ya primero en sí misma, antes de la relación ética de implicación con el otro, es decir, con el mundo. Lo ético aparece aquí no como un suplemento, que sólo en segunda instancia se añadiría a una base de ser o sustancia neutra previa. En el sí mismo ético, entendido como «ser designado res­ponsable», es donde está situado el nudo o la articulación de la subjetividad. Ésta, según los datos de la creación bíblica, no es un «para sí mismo» (pour soi), es un «para el otro» (pour l'autre). Nuestro ser humano es fundamentalmente una «orientación hacia el otro más que hacia nosotros mismos», a saber: al mundo, para el que no hemos elegido en modo alguno, pero para el que somos designados responsables inevitablemente. Esta responsabilidad es una forma de «compromiso», o mejor, de «toma de compromiso a pesar de nosotros mismos». Soy, sin más, ese compromiso, éste es mi «modo ético» creado o modo de ser. También podemos deno­minarlo nuestra «creaturalidad ética» 12.

Si ahora examinamos esta responsabilidad creatural interior­mente, entonces se observa cuan heterónoma es de carácter: de otro lugar y de otra manera para Alguien. Dios ha creado al ser humano como sentido y dirección éticos: estoy inspirado éticamen­te por Dios (literalmente, «insuflado») y animado (literalmente, «inspirado»).

Además, mi creaturalidad ética me dirige en lo que yo mismo no he hecho. He sido designado responsable por aquello de lo que nunca he sido autor. Debo rendir cuentas sobre algo que yo mismo no he deseado y que no ha surgido de mi creatividad (fantasía, pro­yecto, planificación...). Debo responsabilizarme por encima de mi capacidad de libertad, esto es, fuera del ámbito de la responsabili­dad, que expresa la «medida» de mi libertad. Soy esencialmente «arrastrado hacia el otro (el mundo)», y esto por cada examen, inspiración y diálogo de mi parte 13.

Dicho de otro modo: estoy situado en una «solidaridad» reivin-

12 Id., Éthique et infini. Dialogues avec Philippe Nemo (París 1982) 101-103.

13 Id., Autretnent qu'étre ou au-dela de l'essence, p. 144.

10

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dicada ética con el otro distinto de yo mismo, el mundo. Esta res­ponsabilidad absolutamente heterónoma, donde estoy situado, es entonces también, sin más, solidaridad, pero no una solidaridad que surge de mi libre decisión y, por tanto, de mi «capacidad» o «poder»; no obstante, es una solidaridad que me «es endosada» y me coloca, pese a mí mismo, en una relación de responsabilidad inevitable. Esta solidaridad ética es, en el estricto sentido de la palabra, una solidaridad creatural, precisamente porque tiene su origen en una pasividad radical: yo soy hecho, o mejor, he sido «hecho» solidario —creado por Dios— con lo que yo no he fabri­cado, incluso no puedo hacer ni una vez porque aún no existía. Una solidaridad, pues, que se halla oculta en un «pasado feliz» o en «una época antes de mi época» 14. Podemos también denominar esta solidaridad creatural como una especie de «destino» que me «toma» y me orienta éticamente ya, aun antes también de que yo pueda apoderarme de algo o pueda yo mismo orientarme éticamen­te. Estoy unido ya con el mundo, aun antes de que pueda decidir vincularme o no en responsabilidad con el mundo y vivir «en inte­ligencia» con ello. Se me confía el destino del mundo sin haberlo pedido ni deseado, de modo que nunca más pueda decir: ¡el mundo no me concierne!

La pregunta es ahora cómo hay que entender esta responsabi­lidad con respecto al mundo. ¿Cuál es la perspectiva y la finalidad del dominio sobre el mundo? Para saberlo debemos profundizar en Gn 1. Ahora bien: desde los primeros versículos de este capítulo se ve cómo Dios no ha creado hasta entonces. Comúnmente pen­samos en el hecho de la creación de un modo ontológico-neutral, a saber: cómo hacer existir una multiplicidad de seres colocados unos junto a otros que antes no existían. Sin embargo, es más que esta creación de seres «de la nada». Dios no ha creado sin preocu­parse por la dirección y el sentido de la creación. Ha colocado un lelos lleno de sentido en todo lo creado. Entonces, tampoco es sola­mente un residuo denominado mitológico que en el principio —cuando Dios creó cielo y tierra— «la tierra estaba desierta y vacía y había oscuridad sobre la tierra» (Gn 1,1-2). La creación divina es precisamente crear un «orden» del desorden del tohuwa-

14 Id., Humanhme de l'autre homme (Montpellier 1972) 78.

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hohu (caos), lo que significa aportar un sentido y una dirección mediante la «luz». De ahí que la creación también transcurre orde­nada según días y se lleva a cabo dinámicamente según una línea creciente de división y subdivisión de «criaturas» hasta el ser hu­mano 15. Y con éste se interpreta éticamente de modo inmediato el «orden» o el «sentido», a saber: la responsabilidad del ser hu­mano como «imagen de Dios» (Gn 1,27) ante la creación, es decir, como «suplente» de Dios y, por tanto, tal como Dios quiere.

¿Cuál es ahora el «sentido» o el significado de la creación rea­lizada por Dios? De acuerdo con todo el desarrollo de la manifes­tación veterotestamentaria, la literatura rabínica nos da una indi­cación interesante y esencial de ello. Según un Midrás, el sexto día de la creación es también el día en que la Tora fue dada a Is­rael: ahí está el sentido de la creación y el mandato del ser humano en la realización de la Tora. El mundo ha sido creado a fin de que Israel pudiese poner en práctica la Tora, para que, dicho de otro modo, el orden ético del «hacer de la justicia» tuviese la posibi­lidad de realizarse, y esto no sólo respecto del prójimo, sino tam­bién respecto del mundo mismo 16.

Si queremos formular esta dirección de sentido de la creación desde la perspectiva global y subsiguiente de la Biblia, entonces podemos decir que la «significación» que Dios ha colocado en su creación, no como una moderación de la ley natural, sino como un mandato para los seres humanos, es el futuro mesiánico del shalom, sobre lo que se basa la alianza nueva y ecuménica, y en donde tam­bién está implicada la naturaleza, tal como fue expresado por los profetas sin cesar de modo inequívoco. Del Nuevo Testamento resulta cómo Jesús ve el sentido de la creación en la prolongación de esto, como el advenimiento y la realización del reino de Dios, es decir, como la promesa y la praxis del amor preferencial libera­dor de Dios por los pobres, los que lloran, los necesitados, los per­seguidos, tanto personalmente como en la sociedad 17. Y tanto en

15 Cf. R. Burggraeve, Zin-volle seksualiteit (Lovaina 1985) 63-75. " E. Levinas, Quatre lectures talntudiques, p. 90. 17 Cf. R. Burggraeve, Responsibility Precedes Vreedom: I» Searcb of a

Biblical-Philosophical Foundation of a personalistic Love Ethic, en J. Sel-ling (ed.), Personalist Moráis. Essays in Honor of Professor Louis Janssens (Lovaina 1988) 113-120.

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Pablo (Rom 8,19-22) como en el Apocalipsis (21,1) se ve que la realización definitiva del reino de Dios contiene asimismo una «nueva creación», es decir, la liberación y la realización del cosmos.

I I I . EL PENSAMIENTO AUTÓNOMO OCCIDENTAL,

PUESTO EN TELA DE JUICIO

Esta relación creatural cualificada éticamente entre el ser hu­mano y el mundo nos lleva a formular una crítica radical sobre el pensamiento autónomo occidental, de funcionamiento unilateral con frecuencia, que el ser humano coloca como un arjé y «principio» que rige todo.

Lo que el sujeto humano interpreta como el centro del mundo y la medida de todas las cosas, asignará involuntariamente todo poder y «derecho» sobre el mundo al hombre, o mejor, pensará espontáneamente que el mundo es el «ámbito» y la «propiedad» exclusivos del hombre para ejercer su poder de independencia. Lo que el ser humano piensa como el «principio», el resto lo pensará como «secundario», es decir, puramente en función del hombre y desde el hombre. Este antropocentrismo funcionalista e instru-mentalista ha producido y determinado toda la reflexión y la praxis occidental dominantes respecto de la propiedad y explotación tirá­nica del mundo.

En un modo extremo, esto se ha convertido claramente en pen­samiento de poder y de posesión absolutistas con respecto al mun­do, por el modo en que la sociedad de consumo tecnológica e indus­trial occidental se comporta con los animales, tal como, entre otros, ha sido denunciado por Peter Singer, el pionero del «New Animal Liberation Movement» 18. En muchos sentidos, el hombre actual ha cosificado totalmente al animal, es decir, lo ha reducido a objeto, función y medio puramente 19. Una clara ilustración de esto es la industria de la alimentación (bioindustria), con sus «fá­bricas de animales» 20, en donde los animales son únicamente «bio-

18 P. Singer, Animal Liberation (Nueva York 1975). " E. Doornenbal, Dierenproeven en hun consequenties, en H. Smid (red.),

Dierproeven in de moderne samenleving (1978) 197-198. 20 Cf. J. Mason/P. Singer, Animal Faetones (Nueva York 1980).

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máquinas o patitas»21. Es el relato de su ritmo diario y anual artificialmente alterados, de su innatural espacio vital, que se ha reducido al mínimo absoluto, sin «trato social» con los compañeros animales, o en donde el medio ambiente social está tan limitado que llegan a la agresión extravagante y al canibalismo. El criador «inteligente» adapta naturalmente al animal al sistema de produc­ción, administrándole todo tipo de calmantes y medicinas con la finalidad de alcanzar la producción y poder competir en una lucha implacable a enorme escalaa. Una cosificación análoga del animal observamos también en la explotación de animales de laboratorioB. Nunca anteriormente el hombre «desarrollado» ha tratado tan cosi-ficada y funcionalmente a los animales como simples objetos para todo tipo de investigación científica, que después de ser usados pue­den desecharse M. Y además, los animales se utilizan no sólo para investigación médica, sino en investigación militar, en la industria de los cosméticos y de los detergentes, en la navegación espacial, en la investigación psicológica y de la conducta, en la verificación de herbicidas e insecticidas, etc. K También el lenguaje científico mismo ilustra cómo el animal se ha convertido en una pieza de recambio de un sistema objetivamente científico. El investigador no trata con un «animal», sino con un «modelo». Mientras investiga y manipula su «modelo», puede olvidar tranquilamente que real­mente está tratando con un ser vivo x.

21 Cf. como ilustración la siguiente cita de una revista para criadores de cerdos en los Países Bajos, aportada por U. Melle, Menselijke en and ere dieren, en S. Ijsseling (red.), Over de mens. Vijf filosofische conferenties (Lovaina 1987) 86-87: «Debemos olvidar que un cerdo es un animal. Tratarlo como una máquina en una fábrica, que también, en su momento, tiene nece­sidad de aceite lubricante. El parto de los cochinillos debe considerarse como el inicio de una cinta transportadora. Y el comercio de animales, como el su­ministro de productos finales».

22 R. H. Harrison, Ethical Questions Concerning Moderns Livestock Farm-ing, en D. Patterson/R. D. Ryder (eds.), Animáis' Rights. A Symposium (Sussex-Londres 1973) 122-130.

23 H. Smid (red.), op. cit.; A. Elsausser, Lassen sich Tierversucbe ethisch recbtfertigen?: «Stimmen der Zeit» 11 (1986) 723-736.

24 H. van Praag, Ten Geleide, en H. Smid (red.), op. cit., p. 13. 25 R. D. Ryder, Psychologische experimenten met dieren, en H. Smid (red.),

op. cit., pp. 208-209. 26 B. E. Rollin, Animal Rights and Human Morality (Búfalo) 110-111.

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Esta reducción funcionalista del animal no ha caído del cielo. Tiene sus profundas raíces en toda la cultura occidental, y en un modo especial que nosotros vamos a denominar la «modernidad» y de la que Descartes fue uno de los pioneros. Ahora bien: en Descartes encontramos, del modo más extremo, la denominada «vi­sión de segregación». Él estableció una ruptura total entre el hom­bre y el animal. Para Descartes, el animal se ha convertido total­mente en cosa, lo que implica un «rechazo absoluto» 27. Al igual que el cuerpo humano, también los animales —como seres corpo­rales irracionales— son máquinas sin más, «autómatas», que no pueden pensar ni sentir. Las consecuencias prácticas de esta teoría fueron desastrosas. Basándose en lo dicho, se consideró legítimo, por ejemplo, clavar a perros vivos y luego abrir sus cuerpos para estudiar su anatomía y su sistema nervioso. El hombre no debe de haber prestado atención a sus gritos de dolor: las máquinas hacen ruido, pero no sienten2S.

Esta reducción total cartesiana del animal a objeto no es, sin embargo, ninguna fantasía fortuita, sino un resultado de su racio­nalismo y, por tanto, de la «modernidad» naciente. En ella ocupan un lugar central el sujeto humano y su autonomía, lo que ha con­ducido a una relación extremadamente funcional e instrumental con la naturaleza. El mundo no es ya vivido como «creación», sino como un «objeto» de conocimiento y poder humanos. El hombre de la Ilustración se fue apoderando cada vez más de la realidad como algo existente, sin más, al servicio del proyecto existencial humano en libertad autosuficiente. Esto tuvo como consecuencia que todo lo demás recibiese su significado basándose en que podía y debía aportar una contribución a la autoevaluación humana, tanto individual como social. Esto desembocó, de modo lento pero se­guro, en el actual antropocentrismo instrumentalista occidental, que como pensamiento de eficiencia y de utilidad económico-estra­tégicas y racional reduce todo lo demás a medio para el esfuerzo de identidad emancipador del yo29.

27 M. Mídgley, Animáis and Wby They Matter. A Journey around the Species Barrier (Aylesbury 1983) 45-46.

28 Cf. T. Regan/P. Singer (eds.), Animal Rights and Human Obligations (Englewood Cliffs 1976) 435.

29 A. Auer, Umweltethik. Ein Theologischcr Beitrag zur okologischen

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Según Singer, no obstante, la raíz lejana de este antropocen­trismo instrumentalista, y de la cosificación del animal en espe­cial, se halla en la visión judía de la creación30. Con esta visión no es el único que está en desacuerdo y tampoco fue en absoluto el primero31. Ya en 1967, L. White había señalado a la cristiandad occidental como la raíz de la moderna relación destructora del me­dio ambiente con la naturaleza a. Según C. Amery (1974), el origen fatal del mito de crecimiento destructor del medio ambiente típi­camente cristiano se halla en Gn 1,28 a3. Este versículo provocó, según él, una separación nefasta entre el ser humano y los demás seres y colocó al hombre en una posición rápidamente divina, que le permitió decidir arbitrariamente sobre los seres no humanos. Por ello, según T. Lemaire, «una consideración de la Tierra como el único y verdadero lugar de vida para el ser humano y todos los demás seres vivos debe liberarse de la tradición cristiana» M.

No se puede desconocer que la desacralización profunda de la naturaleza expoliada por el monoteísmo judeocristiano ha supuesto una importante aportación a la situación actual de la ciencia y la técnica. Que el ser humano está llamado a desarrollar, trabajar, por ello, dominar la tierra implica que el hombre no está sometido a la naturaleza. La Biblia escamotea la naturaleza, que tiene en sus garras al ser humano como una superfuerza numinosa e indoma­ble: le asusta y le fascina. El hombre es liberado por la fe de la creación para relacionarse con el mundo de modo racional y sen­cillo. Por ello no se puede, sin embargo, reconducir aún la relación

Diskussion (Dusseldorf 1985) 19-20; G. Nollet, Die ókologische Herausfor-derung an die Theologie: «Evangelische Theologie» 34 (1974) 592.

30 P. Singer, Animal Liberation, pp. 25-30. 31 Cf. G. Manenschijn, Geplunderde aarde, getergde hemel. Ontwerp voor

een christelijke milieuethiek (Baarn 1988) 78-85. 32 L. White, The Historical Roots of Our Ecological Crisis: «Science» 155

(1967) 1203-1207. En su artículo ulterior matiza su tesis y lo elabora más: Id., The Historical Roots of Our Ecological Crisis. Continuing the Conversa-tion, en H. G. Barbour, Western Man and Environmental Ethics. Attitudes toward Nature and Technology (1973) 18-30.

33 C. Amery, Das Ende der Vorsehung. Die gnadenlosen Folgen des Christentums (Reinbek 1974).

34 T. Lemaire, Een nieuwe aarde. Utopie en ecologie, en W. Achterberg/ W. Zweers (ed.), Milieufilosofie tussen theorie en praktijk (Utrecht 1986) 285.

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destructiva con la naturaleza incondicionalmente vinculada con la actual sociedad industrial y asimilarla al monoteísmo bíblico de la creación, que al ser humano glorifica como co-creador. No obstante, tampoco se puede desconocer que los cristianos occidentales, en el pasado, han interpretado dé modo activista e instrumentalista uni-lateralmente Gn 1,26-28 (sobre todo desde la aparición del capi­talismo burgués), precisamente para legitimar la explotación de la naturaleza. Sin embargo, es muy cuestionable si esta interpretación es realmente inherente a la imagen bíblica del ser humano. O mejor dicho, desde la idea de «creaturalidad ética», que se halla implícita en los datos bíblicos de la creación, es evidente que una interpre­tación tal se halla totalmente en contradicción con ello. Resulta entonces, asimismo, más bien que la cristiandad occidental —sobre todo desde la modernidad— se ha comprometido, con demasiada facilidad, desde una preocupación apologética e insuficientemente crítica para «estar a la altura de los tiempos», con la ideología de la libertad, del progreso y de la dominación, que se ha ido desarro­llando, de modo lento pero seguro, desde el siglo xvn en Occi­dente basándose en el denominado cambio antropocéntrico, y que desde entonces se ha infiltrado en todo el mundo a través de todas las formas de colonialismo y dominación.

IV. EPILOGO

El pensamiento autónomo occidental unilateral que reduce el cosmos a instrumento simplemente y a función de la «voluntad» autosuficiente del ser humano está, en todo caso, absolutamente en conflicto con la idea de la «nueva creación», e incluso hace imposible aún más «el nuevo cielo y la nueva tierra». Por ello también hay que desenmascarar radicalmente este pensamiento autónomo y ponerlo en tela de juicio como «pecado» («¿el pecado de Occidente?»). Según la idea bíblica de creación, el ser humano no puede hacer lo que quiera con el mundo, al servicio de su des­arrollo existencial individual, basándose en su propia autorrealiza-ción. Dicho de otro modo: no sólo debe hacer algo con el mundo, sino que debe también colaborar en algo determinado. Recibe un

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mandato específico, lo que también implica que debe rendir cuen­tas ante Dios. Debe desarrollar el mundo en la dirección del «nue­vo cielo y de la nueva tierra», esto es, como el «medio» para la realización y la venida del reino de Dios de paz y justicia.

[Traducción: A. VILLALBA] R. BURGGRAEVE

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COLABORADORES DE ESTE NUMERO

JOHAN DE TAVERNIER

Nacido el 5 de enero de 1957, casado y doctorado en teología moral con una tesis sobre Realidad de la experiencia humana y experiencia de la realidad cristiana. Experiencias relevantes éticas y los fundamentos teológicos para una ética social inspirada cristianamente (1988). Desde 1990 es profesor super­numerario y ayudante principal en la Facultad de Teología de la Universidad Católica de Lovaina. Es también colaborador científico en el Centro para Teo­logía de la Paz (Centrum voor Vredestheologie). Asimismo es autor de publi­caciones en el ámbito de la fe y de la ética y en diversas áreas de la ética social.

(Dirección: Wilselsesteenweg 72, B-3010 Kessel-Lo, Bélgica.)

RENE COSTE

Nacido en 1922, sulpiciano, es profesor de teología social en la Facultad Teológica del Instituto Católico de Toulouse (Francia) y delegado general ecle­siástico de Pax Christi Francia. Conferenciante y predicador, ha ejercido la docencia en diversas universidades de Europa y Canadá y ha publicado vein­tiocho libros, entre ellos: Le probléme du droit de guerre dans la pensée de Pie XII (1962), Moróle internationale (1964), Théologie de la liberté religieu-se (1969), Analyse marxiste et foi chrétienne (1976), Le devenir de l'homme (Projet marxiste, projet chrétien) (1979), L'amour qui change le monde (Théologie de la charité) (1981), Le grand secret des Beatitudes (1985), L'Église et les défit du monde (1986). Tiene en su haber más de doscientos artículos de revistas o en obras de colaboración y unos mil quinientos artícu­los en periódicos. R. Coste es, además, consultor del Consejo Pontificio para el diálogo con los no creyentes.

(Dirección: Institut Catholique, Faculté de Théologie, 31, Rué de la Fon-derie, F-31068 Toulouse-Cedex, Francia.)

ANTÓN VAN HARSKAMP

Nacido el 27 de noviembre de 1946 en Oosterbeek, Países Bajos. Licen­ciado en teología en la Universidad Católica de Nimega. Desde entonces está vinculado a The Interdisciplinary Centre for the Study of Science, Society and Religión de la Universidad Libre de Amsterdam. lía publicado trabajos sobre crítica de las ideologías en teología, sobre teología católica en el si­glo XTX y sobre la relación entre teología y ciencias sociales.

(Dirección: Bezinningscentrum, de Boelelaan 1115, 1081 HV Amsterdam, Holanda.)

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ALEXANDER GANOCZY

Nació en Budapest en 1928. Estudió en la Universidad de Pazmany (Bu­dapest), en el Instituto Católico de París y en la Pontificia Universidad Gre­goriana. Es doctor en teología y filosofía por la Universidad de Genf y actual­mente profesor de «Teología sistemática» en la Universidad de Wurzburgo. Ha publicado diversos artículos y varios libros, entre otros: Le jeune Calvin (Wiesbaden 1966), Ecclesia ministrans (Friburgo de Br. 1968), Sprechen von Gott in heutiger Gesellschaft (Friburgo de Br. 1974), Der scbópferische Mensch und die Schbpfung Gottes (Maguncia 1976), Einführung in die Dogmatik (Darmstadt 1983), Einführung in die katbolische Sakramentenlebre (Darmstadt 21984), Dieu gráce pour le monde (París 1986), Schbpfungslehre (Dusseldorf 21987), Aus seiner Fülle haben wir alie empfangen. Grundriss der Gnadenlehre (Dusseldorf 1989).

(Dirección: Simon-Breu-Str. 11 b, D-8700 Würzburg, Alemania.)

GÜNTER ALTNER

Nació en 1936 y es doctor en teología y derecho. De 1971 a 1973 es pro­fesor de «Biología humana» en la Escuela Superior de Pedagogía suaba (Gmünd). Desde 1977 es profesor de teología en la Universidad de Coblena-Landau. Es miembro de la junta directiva del Instituto ecológico de Friburgo (Brisgovia). Es autor de numerosas publicaciones sobre cuestiones límite de la ciencia natural y la teología y sobre problemas de valoración de las conse­cuencias de la tecnología. Su última obra es Die Überlebenskrise in der Ge-genwart. Ansátze zum Dialog mit der Naíur in Naturwissenscbaft und Theo­logie (Darmstadt 1987).

(Dirección: Weinbrennerstrasse 61, D-6900 Heidelberg, Alemania.)

JOHAN VAN KLINKEN

Trabaja como físico en la Fundación Holandesa para la Investigación Fun­damental de la Materia (FOM). Obtuvo el doctorado en física el año 1965 en la Universidad de Groninga con un trabajo sobre experimentos con electrones polarizados. Sus investigaciones sobre «simetrías partidas» guardan relación con el origen de la materia y de la vida. Aparte de este trabajo como investi­gador, participa en acciones para la conservación de la naturaleza y la ecolo­gía, así como en cuestiones ecuménicas y en los estudios Pugwash sobre la paz. El artículo que ahora nos ofrece tiene su origen en 1989-90, durante un período de investigación en la Universidad de Michigan, en Ann Arbor (Es­tados Unidos), y en el Instituto Europeo Laue-Langevin de Grenoble (Fran­cia). Suyo es un libro sobre el tercer punto JPIC (Ref. 8) como una contri­bución al proceso conciliar con un trasfondo científico.

(Dirección:. Scheperweg 26, NL-9751 RR Harén, Gr., Holanda.)

WERNER ÍROH

Nació en 1949 en Papenburg. Es doctor en teología y sacerdote católico. Hace sus estudios desde 1967 en Francfort (St. Georgen) y Münster. Hace el examen de doctorado en 1982, y es colaborador científico (1980-84) de J. B. Metz y después (1984-87) con Kaplan en Hannover. Actualmente hace su habilitación en Münster. Entre sus publicaciones se pueden citar: Kirche im gesellschaftlichen Widerspruch. Zur Verstandigung zwischen katholischer Soziallehre und politischer Theologie (Munich 1982); Laborem exercens aus der Sicht politischer Theologie, en W. Klein/W. Kramer (eds.), Sinn und Zukunft der Arbeit (Maguncia 1982) 48-58; Potential für gesellschaftliche Veránderung? Aufgaben der KAB ais Sozialbewegung heute: «Orientierung» (1984) 92-95; Katholische Soziallehre am Scheideweg, en F. Furger (ed.), Katbolische Soziallehre in neuen Zusammenhdngen (Zurich-Einsiedeln-Colonia 1985) 139-163; Theologie und Gemeinde. Beobachtungen eines Grenzgángers, en E. Schillebeeckx (ed.), Mystik und Politik. Johann Baptist Metz zu Ehren (Maguncia 1988) 345-354; Theologisch-politischer Fundamentalismus?: «Jahr-buch für Christliche Sozialwissenschaften» (1989) 221-225; Aufkldrung und katbolische Soziallehre. Kritische Anfragen an eine naturrechtlich argumen-tierende Sozialethik, en M. Heimbach-Steins (ed.), Naturrecht im ethischen Diskurs (Münster 1990) 47-66.

(Dirección: Elbinger Str. 25, D-4400 Münster, Alemania.)

JOHN CARMODY

Es doctor en filosofía por la Universidad de Stanford. Nació en Wor-cester, Ma. (Estados Unidos), en 1939. Trabaja como investigador en la Uni­versidad de Tulsa, Ok. (Estados Unidos). Entre los más de cuarenta libros que lleva publicados se cuentan Ecology and Religión (Nueva York 1983) = Ecología y religión (México 1989); traducción japonesa (Tokio 1987), y Religión: The Great Question (Nueva York 1983) = Die Grossenlebensfragen (Graz 1984).

(Dirección: University of Tulsa, Faculty of Religión, Tulsa, OK 74104, EE.UU.).

ROGER BURGGRAEVE

Nacido en Passendale (Vlaanderen, Bélgica) en 1942. Estudió en la Uni­versidad Pontificia Salesiana de Roma (filosofía) y en la Facultad de Teología de Lovaina (teología moral). Desde 1988 es catedrático de teología moral en la Universidad Católica de Lovaina. Fundador y presidente del «Centrum voor Vredestheologie» («Centro para la Teología de la paz»). Tiene, entre otras, las siguientes publicaciones: Het gelaat van de bevrijding. Een beils-

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158 Colaboradores de este número

denken in het spoor van Enmanuel Levinas (Tielt 1986); Emmanuel Levinas. Une bibliograpbie primaire et secondaire (1929-1989) (Lovaina 1990); Levi­nas over vrede en mensenrecbten (Lovaina 1990), así como numerosos artícu­los y contribuciones sobre ética de la paz, ética sexual, fe y ética, metodología ética, ética y enseñanza y el pensamiento de Levinas.

(Dirección: Don Bosco, G. Gezellelaan 21, B-3001 Leuven, Bélgica.)