Ni ángel ni sirena
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Transcript of Ni ángel ni sirena
Texto e imágenes:
Tadeus Nim
Edición y corrección:
DLJ
Obra registrada con reserva
de todos los derechos.
–¡Venga! Que alguien proponga una
frase –exclama, casi en un grito,
el artista del “bar-restaurante-
espectáculo”–. Con ella compondré
una canción sobre la marcha...
¡Usted! ¡Sí! ¡Usted!
A mí esta clase de sitios nunca me ha
gustado. Y menos en estas fechas.
Estos espectáculos en directo tienen
un aire entre cutre y patético que
hace que se me atragante la cena.
Rebajan la calidad de los platos –
creerán que no nos damos cuenta– y,
de remate, la vergüenza ajena me hace
un nudo en el estómago; al final, ni
ceno ni me divierto. Eso sí, pagar sí
pago. Y bebo. A precio de Nochebuena.
Al menos hoy merece la pena. La chica
morena que me acompaña, y que se ha
empeñado en venir hasta este antro de
mala muerte, merece la pena. Antes de
salir del taxi, en la puerta del
local, me ha dado una promesa que he
metido en el bolsillo de mi pantalón.
Lo tanteo y me deleito en el calor
que aún conserva. Me llevo la mano a
la cara, como pensando. El aroma en
mis dedos confirma la promesa.
Estos garitos tienen la ventaja de
que mientras dura el espectáculo no
he de mantener una charla
interesante. A veces eso es casi
imposible con algunas de mis
invitadas. Sus virtudes son otras que
la de la conversación. Para hablar ya
tengo el móvil. A mi teléfono móvil,
por mucho que me guste, que me gusta,
no le voy a hacer arrumacos detrás de
la oreja en la cama. A la morena sí.
Seguro.
El artista ha preguntado a uno que
tiene la misma cara de fastidio que
yo, pero al que no acompaña una
deliciosa compensación como a mí.
Después de mirar resentido a su
pareja –que no sé cómo definir–, y
pensar un par de segundos, se dispone
a levantarse y cumplir con la misión
encomendada por el artista.
Ganándole por la mano, otro
espectador ya está en pie. El
arranque del espontáneo le congela y
le hace desistir bajo la mirada de
sorprendido desprecio de su
acompañante.
–En nido ajeno, uno no se mete,
aunque en ese momento esté vacío –Al
oír eso, el artista levanta las
cejas. Lejos de venirse abajo con la
frasecita de marras, intenta con su
mejor sonrisa salir del paso.
–¡Un nido! Una canción con: ¡Un nido!
–canturrea el artista, intentando
huir entre las mesas y rogando que
arranque la música de la banda.
Quiere ganar el escenario. Cree que
en él estará a salvo.
–¡No, no, de eso nada! –grita el
espectador espontáneo en pie,
señalándolo con el dedo, mientras
está bajo la severa y justiciera
mirada de la acompañante del tipo al
que ha usurpado su instante de
gloria; podría ser su madre después
de una trastada si no tuvieran edades
tan similares– ¿No querías frase?
Pues úsala entera.
–Estamos aquí para divertirnos.
¡Divirtámonos! ¿Quién quiere una
canción con un nido?
–He dicho que uses la
frase que te he dado.
El tono y la cadencia con que “el
Agrio”, así lo he bautizado,
pronuncia esas palabras, congelan el
restaurante-teatro y a toda su
clientela. Salvo a mi acompañante,
que le brillan los ojos
(interesante), y a mí, que por fin me
divierto.
Un par de gorilas de la casa comienzan una
maniobra envolvente sobre ”el Agrio”. El
artista sigue congelado con esa sonrisa
que a cada instante que pasa se manifiesta
más forzada y falsa. Los gorilas se paran
a una señal de un señor bajito y gordo con
pajarita blanca: debe de ser el
propietario o, como mínimo, el jefe de
sala. “El Agrio” va a terminar siendo
alguien.
No va a llegar la sangre al río. Salvo la
del artista, al que ya la sonrisa no le
aguanta más y se ha convertido en una
mueca; trasluce pavor. De algo se acaba de
dar cuenta. O sabe quién es “el Agrio” y
debería haberse quedado en casa, o lo
adivina y debería haberse quedado en casa
hace unas noches. La vida del escenario es
muy dura. Nunca sabes en la cama de la
hija de quién se mete uno hasta que es
demasiado tarde. O de la esposa. Podría
ser otra cosa, pero es que soy un
romántico. Nos puede pasar a todos.
Porque, ¿quién no es un poco artista? A
este, creo, le queda poco como tal.
“El Agrio” mueve su mano derecha sin
que la manga de su chaqueta lo
aprecie. Es un gesto tan enérgico
como discreto. De la mesa de al lado
se levantan un par individuos que
pasarían por respetables si fuesen
otros y no les sentaran tan mal los
trajes. Parece que se los han
intercambiado. Ahora son ellos los
que hacen la maniobra envolvente.
El orondo bajito de la pajarita
blanca hace una señal al director de
la banda. Este levanta un brazo y al
bajarlo el turbio silencio es
acallado, por fin, por una trepidante
pieza ejecutada con más intención
que acierto. Pasable para este
garito.
Cuando veo cómo le brillan los ojos
tras la demostración de “el Agrio” y
el consiguiente achantamiento del
artista, confirmo que la morena tiene
la sangre caliente. ¿Cuánto? Pronto
lo descubriré. La noche puede
terminar siendo buena de verdad.
Agarro al vuelo una botella de
champán. El camarero, obnubilado por
la actuación, me mira confuso, vuelve
la mirada al escenario y otra vez a
mí. Le pago la botella con un guiño
mientras soy arrastrado de la mano
por la urgente morena. Al servicio de
señoras.
Me marca
la espalda
por primera
vez al
recibir el
helado
efervescente
mientras sus
pezones
alcanzan el
color del
arándano.
Me escuece
la espalda.
Cosa que
me enerva
aún más.
Gruño al
compás de
mis empellones.
Y me
congelo.
La puerta del servicio se abre de golpe y entran
varias personas. Nos protege el batiente de uno de
los cubículos del aseo. Le pongo a la morena la mano
en la boca y aprovecha para morderme, con ojos de
loca, y estrangularme sin manos: las tiene ocupadas
pellizcando cada vez más fuerte mis pezones. Retiro
la mano y la miro serio, quieto. Me devuelve la
mirada con sus ojos brillantes, entornados, sonríe
con los dientes descubiertos y las mandíbulas
tensas. Me empuja hacia ella con sus pantorrillas
cuando “el Agrio” habla al otro lado del delgado e
incompleto, por arriba y por abajo, portillo que nos
separa de la “reunión” que está a punto de empezar.
Gritos y golpes. La morena arranca el espumillón que
adorna la pared sobre nuestras cabezas, arqueándose
y poniendo un pecho en mi boca. Lo muerdo entre los
dientes y el labio inferior. Se retira y pone el
festivo adorno sobre mi nuca. La puñetera me
estrangula con él y siento cómo vuelve al cielo una
vez más. Fuera, donde los lavabos, sigue la fiesta
al ritmo amortiguado de la música que llega de la
sala. Con la que tienen montada es normal que no nos
oigan. Menos gritos pero más golpes. “El Agrio” hace
los coros: –¡¿Ya no cantas, pájaro?! ¡Canta ahora,
gorrión!
Silencio. Envuelve el último golpe como un punto
final. Un desplome. Una pierna asoma insolente por
debajo de la puerta que nos protege. Zapato negro,
calcetín blanco de hilo, liguero de pantorrillas
negro y el bajo, dos cuartas más arriba de donde
debería estar, de los pantalones rojos del artista.
La puerta del servicio, abierta a la sala, va
engullendo a los que por ella salen. Se van y nos
dejan el regalito. La morena está hipnotizada con el
tobillo del artista. Siento cómo, no lo creía
posible, se deshace aún más. Y más.
–Feliz Navidad –dice “el Agrio” y cierra la puerta.
Casi se me escapa un igualmente.
La morena me mira. Me da hasta miedo. Me abraza y se
pega a mí. Me muerde la oreja. Tendré que revisarla,
por si se ha llevado algo entre los dientes. Lejos
de cortarme el rollo lo acrecienta aún más. Baja sus
manos a mis glúteos, que tenso instintivamente. Me
agarra el culo y marca un ritmo desquiciado. Ya no
aguanto más. Y me vuelve a marcar en el momento
culminante.
Me miro en el espejo del baño del
apartamento alquilado días atrás. Los
arañazos de mi espalda, además de
certificar lo real de una fantasía
consumada, dibujan una especie de
alas: del centro, justo debajo de los
omóplatos hacia arriba, hasta los
hombros y, desde allí, hacia abajo
hasta los riñones. Simétricos.
Perfectos. Podría echar a volar si no
fueran un bajorrelieve en mi piel. No
soy un ángel.
Mi cuello es un sembrado de marcas de
mordiscos y el lóbulo de mi oreja
derecha tiene dos heridas feas y
costrosas de sangre. Lo peor es mi
culo. Cuatro rayas horizontales y
profundas en cada cachete. Me
escuecen la espalda y el culo. Y los
pezones. La camisa blanca y los
calzoncillos de satén blanco, que
siempre uso con el esmoquin, lucen
navideños adornos carmesíes. Como
debe ser, hoy es Navidad. Entro en la
ducha y es un suplicio; aun así me
enervo recordando a la morena loca
que me regaló la mejor compañía que
he tenido nunca.
Me seco con mucho cuidado.
Recordándola. Cómo la conocí. Tan
recatada. Los destellos que se le
escapaban de esos ojos negros que me
cautivaron. No intentó justificarse.
Me contrató. Aceptó mi precio y
cumplí. Me encanta esa dualidad. Tan
seria. Tan desatada. La violencia la
excita, ¡y cómo! Cuando volvimos al
apartamento adiviné un atisbo de
culpa que repudió y olvidó en un
instante entre mis brazos. La señora
que quiere ser cuida, en ocasiones
infructuosamente, de la mujer que es.
La mujer, esta noche, ha podido con
la señora. Me fascina.
Salgo del baño al dormitorio. No está
la morena, la echo de menos. En su
lugar hay una rubia. La peluca yace
en el suelo, despeinada. La
contemplo. Me pongo a recoger mi ropa
tirada por la habitación. Del
bolsillo del pantalón desborda un
espumillón de encaje negro. Son las
bragas que me dio antes de salir del
taxi en la puerta del local. Me
vuelvo y la miro. Sus medias aun
están atadas a sus muñecas y el
liguero a su cuello. Doy la vuelta a
la cama para contemplar su espalda.
El vértigo de su cintura me envuelve.
Está como un bebé. Encogida. De lado.
La sábana cubre sus caderas. Con
mucho cuidado la retiro. Quiero
contemplar, una vez más, toda la
belleza que emana de la, ahora,
rubia. Su sexo, arropado por las
curvas de sus glúteos y del interior
de sus muslos, está encarnado. Lo
grabo en mi memoria.
Me visto despacio. El roce de la ropa
en mis heridas me satisface a la vez
que me tortura. Abro el armario del
dormitorio y saco dos maletas. Pesan.
La rubia está sentada en la cama
mirando las maletas. Me mira. Mira la
peluca morena alborotada en el suelo.
Recoge la sábana a sus pies y se
cubre las piernas, cerrando con
fuerza los puños que la agarran sobre
su regazo, permaneciendo allí.
–¿Qué vas a hacer con él?
–No creo que debas saberlo.
–No me has preguntado en ningún
momento por qué.
–No.
–Lo de anoche...
–Eres una mujer libre y sin
compromiso... Desde ayer por la
tarde.
–Sí.
–Lo de anoche tómalo como lo tomo yo.
–¿Cómo?
–Como un regalo de Navidad.
Texto e imágenes:
Tadeus Nim
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