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Página 1 de 24 5 NAPOLEÓN EN CHAMARTÍN Resumen y comentario n la quinta novela, el Emperador se presenta en Madrid. Después del desastre de las huestes francesas en la batalla de Bailén, narrada en el Episodio anterior, Napoleón se traslada con lo mejor de sus tropas. La ciudad se prepara a resistir pero, como cuenta Gabriel, el 4 de diciembre de 1808 tendrá que rendirse. José I Bonaparte vuelve al trono. El episodio está salpicado de asuntos, de ambientes, de ideales y de ideas, de aventuras, de personajes patrióticos y de neutrales, de conflictos y de intrigas. Madrid ya no es la plácida corte de Carlos IV, la vida en la ciudad lejos de concentrarse en los placeres diarios. se ha trucado en un hervidero de murmullos, en un foco de de recelos, dudas y de temores. La ficción alcanza tanta tensión y alteración como la suerte que han de correr los ciudadanos que organizan la frustrada defensa. 5.1. La ciudad que espera a Napoleón: capítulos I al XII. Para el lector que no conoce los acontecimientos de los últimos capítulos de Bailén, las primeras páginas de Napoleón en Chamartín no tienen el interés que merecen. Giran en torno a don Diego, conde de Rumblar y candidato, por conveniencias, al matrimonio con Inés, ahora ya claramente afiliada a la nobleza, pero seguimos sin conocer su apellido por respeto a la condesa que se esconde tras

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5 NAPOLEÓN EN CHAMARTÍN

Resumen y comentario

n la quinta novela, el Emperador se presenta en Madrid. Después del desastre de las huestes francesas en la batalla de Bailén, narrada en el Episodio

anterior, Napoleón se traslada con lo mejor de sus tropas. La ciudad se prepara a resistir pero, como cuenta Gabriel, el 4 de diciembre de 1808 tendrá que rendirse. José I Bonaparte vuelve al trono.

El episodio está salpicado de asuntos, de ambientes, de ideales y de ideas, de aventuras, de personajes patrióticos y de neutrales, de conflictos y de intrigas. Madrid ya no es la plácida corte de Carlos IV, la vida en la ciudad lejos de concentrarse en los placeres diarios. se ha trucado en un hervidero de murmullos, en un foco de de recelos, dudas y de temores. La ficción alcanza tanta tensión y alteración como la suerte que han de correr los ciudadanos que organizan la frustrada defensa.

5.1. La ciudad que espera a Napoleón: capítulos I al XII.

Para el lector que no conoce los acontecimientos de

los últimos capítulos de Bailén, las primeras páginas de Napoleón en Chamartín no tienen el interés que merecen. Giran en torno a don Diego, conde de Rumblar y candidato, por conveniencias, al matrimonio con Inés, ahora ya claramente afiliada a la nobleza, pero seguimos sin conocer su apellido por respeto a la condesa que se esconde tras

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Amaranta. Ya don Diego había dejado un claro rasgo de su personalidad cuando, perdido tras la batalla de Bailén, apareció bailando en la jarana de los festejos, ajeno a cualquier otra inquietud, mientas su familia lo buscaba desesperadamente. Ahora lo vemos por los rincones de la ciudad interesado en las fiestas, y en sus extraños goces, y tan distante y desinteresado por su prometida Inés como por cualquier otra actividad que no sea su diversión con esas atractivas mujeres de la noche madrileña:

“Válgame Dios, que tuvo buen gusto don Diego al

prendarse de aquella princesa o semidiosa, pues tal era su mérito y de tal modo y con tanta presteza la rodeaba de poéticos atributos la imaginación, que el puesto era un trono, y las lechugas, ramos de olorosas yerbas, y los rábanos, jacintos de Holanda, y los repollos, abiertas magnolias, y los ajos, cerradas azucenas, y las cebollas, conjunto perfumado de todas las flores, así como también podía suponerse que el agujereado mandil de la Zaina era un rico sayal de finísima puntilla de Flandes, y el cuchillo de partir, varita de oro para dar gusto y ocupación a las movibles manos, y los ochavos, desparramadas joyas que los príncipes y reyes, de remotas tierras venidos, echaban a sus pies para rendir el fuerte castillo de su honestidad.

¿Y qué me diréis si os aseguro que don Diego, a pesar de sus atractivos y de su dinero, no había podido rendir a la Zaina?” (Cap. I)

El personaje femenino, que sirve de motivo jocoso, es

el prototipo de la mujer atractiva, de las que interesan a los hombres en el ambiente de una ciudad de principios del siglo XIX:

“Era Ignacia Rejoncillos la más hermosa escultura de

carne humana que he visto; y digo esto, no porque yo la viese jamás en aquel traje que suelen usar la Venus de Médicis, la de Milo ni otras marmóreas damas por el mismo estilo, sino porque claramente se le traslucían, a favor de los vestidos de entonces, la corrección, elegancia y proporcional forma de las distintas partes de su cuerpo: que el traje, lejos de afear estas femeninas esculturas, antes bien las hermosea, y más admirables son supuestas que vistas.

Guapísima de rostro, tenía una blanco nacarado, sin que jamás se hubiese puesto otro afeite que el del agua

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clara, y unos ojos chispos, pardos, adormecidillos, tan pronto lánguidos como enardecidos, de esos medio santurrones y medio borrachos, que suelen encontrarse viajando por tierra de España, detrás del cajón de una plazuela1, al través de las rejas de un convento, y para decirlo todo de una vez, lo mismo en cualquier paraje público que privado. Aunque algo chatilla, sus dientes de marfil, su linda boca (que era puerta de las insolencias), su garganta y cuello alabastrino2, bastaban a oscurecer aquel defecto. Las manos no eran finas, como es de suponer; pero sí los pies, dignos de reales escarpines, y tenía además otro encanto particularísimo, cual era el de una voz suave, pastosa y blanda, cuyo son no es definible, y a quien daba mayor gracia lo incorrecto de la pronunciación y los solecismos3 que embutía en el discurso.” (Cap. X)

El rival de Gabriel, generoso en sus continuas fiestas,

gasta sin control más allá de sus posibilidades y se arruina:

“Pobre don Diego, y a cuántas pruebas se vieron

sujetas su impetuosa juventud e inexperiencia! ¡Y qué de simplezas hizo, y qué terribles caídas tuvieron los atrevidos saltos de su entusiasmo, y qué porrazos se dio con las peñas del fondo al arrojarse desaforadamente en el mar de la vida, creyéndolo sin arrecifes, ni sumideros, ni bajíos! ¡Y cuánto se encanalló, y de qué extraña manera, el mayorazgo4 poderoso, viose en ocasiones pobre y miserable, con la circunstancia de que no podía menos de sostener el pie de su lujo y representación! Como era tan manirroto, gastaba en una semana la renta de un año, y aquí de los acreedores, usureros, prestamistas, judíos y demás chupadores de sangre que se bebían la de mi condesito. Este llegó a verse muy afligido, pues nadie le fiaba ya el valor de una peseta; y recuerdo que cierta noche, cuando salíamos del teatro del Príncipe, don Diego me hizo una pintura horrenda de la plenitud de sus apuros y la vaciedad de sus bolsillos; dijo después que se iba a suicidar, y luego me llamó insigne varón, ilustre amigo y el más caballeroso y caritativo de los

1 Cajón de una plazuela: casilla de madera que sirve de tienda 2 De alabastro, piedra blanca parecida al mármol. 3 Errores contra la exactitud y pureza del lenguaje. 4 Hijo primogénito, a quien ha de corresponder la herencia

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hombres, siendo de notar que todos estos rodeos, elipsis, metonimias e hipérboles terminaron con pedirme dos reales. Dile cuatro que tenía, y se despidió, suplicándome que dijese algo en su favor a cierto prestamista llamado Cuervatón, vecino mío, pues tenía pensado darle un tiento al siguiente día, aunque las cantidades adeudadas subían al séptimo cielo. Yo le prometí interceder a su favor, y deseándole las buenas noches entré en mi casa.” (Cap. II)

Su continua irracionalidad lo conduce primero al

abandono de sus obligaciones, después al despilfarro de su fortuna, a la dependencia de sus acreedores y finalmente al ridículo:

“En esto salimos al corredor, y, ¡oh espectáculo

lamentable!, se ofreció a nuestra vista el de don Diego azuzado en medio del patio por todos los chicos de la vecindad como novillo en plaza. Mujeres habladoras habían salido por los cien agujeros de aquella colmena, y unas con cáscaras de castañas, otras con palabras picantes, le mortificaban en lo moral y en lo físico. Especialmente la mujer de Cuervatón, que era una hidra con más rabos y espinas y escamas en su alma que las mitológicas en su cuerpo, poniéndose de pechos en el barandal, después de escupirle, le decía:

– Tío pingajo de oro, ¿tenemos nuestro dinero para mantener haraganes5?... ¿Ahorramos nosotros para daros esa agua de bergamota6 que apestáis? Coma usted clavos, y si es noble y espera mayorazgos, póngase a roer sus jicutorias7, o coja una espuerta y vaya a vender arena desde que saben llevar la mano a la boca. ¡Cuidado con el señorito don Pelagatos! Y dice que es conde… Conde es él como mi abuelo. Ea, muchachos, rociadle un poco con la esencia de ese fango de azahar argentino que hay en el patio… Coged también esas cáscaras de nuez, y la ceniza de aquel braserillo.” (Cap. IV)

Aniquilado moralmente el candidato sentimental, la

intriga amorosa recupera su antiguo interés. Pero Inés ya no

5 Holgazán 6 Variedad de pera muy jugosa y aromática. 7 “ejecutoria”, es decir, título o diploma en que consta legalmente la nobleza de una persona o familia.

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es la hija de la modistilla Juana, sino de la condesa Amaranta. Al humilde pretendiente no le está permitido acercarse a ella. Así se lo hace saber su madre y protectora:

“No quiero verte más, Gabriel; vete de aquí…; pero

no, ven acá: tú no tienes la culpa de esto. Dime ¿quién eres tú? ¿Dónde has nacido? ¿Tienes alguna noticia de tus padres?... A veces suele acontecer que el que se creía humilde…” (Cap. VIII)

Y añade: “–Gabriel, eres un caballero; pero Dios no ha

dispuesto darte el nombre y la condición que mereces. Si quieres darme una prueba de la nobleza de tus sentimientos y de la rectitud de tu juicio, prométeme que has de desaparecer para siempre de Madrid, y no presentarte jamás donde ella te vea. Se le dirá que has muerto.

– Señora –respondí–, ignoro si me permitirán salir de Madrid; pero si algo impide ésta mi resolución, yo prometo a usía, por Dios que nos oye, salir de Madrid; y entre tanto que aquí esté, juro que no me presentaré a ella ni haré por verla, ni consentiré en cosa alguna por la cual venga a conocer que estoy en el mundo. Este es mi deber.

– Tendré presente lo que me has jurado –dijo ella–. No te arrepentirás de tu conducta. Adiós.” (Cap. VIII)

El licenciado Lobo, probablemente aleccionado por

Amaranta, le ofrece un puesto a Gabriel en Perú para alejarlo de Inés. Para convertir en eminente su apellido, que el mismo Gabriel parece ignorar, le busca un pasado de arraigo, y un patronímico ilustre. La conversación entre el investigador y el desasistido, se presenta tamizada por la ironía:

“Ahora, señor don Gabriel, me resta tocar otro punto,

y es que me diga usted algo de su parentela y abolengo, porque es preciso sacarle una ejecutoria. Con diligencia, el Becerro en la mano, y un calígrafo que se encargue del árbol, todo está concluido en un par de días.

– Mi madre entiendo que lavaba la ropa de los marineros de guerra – le contesté–, y hágamela su merced duquesa del Lavatorio, o para que suene mejor de Torre–Jabonosa, o de Val de Espuma, que es un liadísimo título.

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– No es broma, señor mío. Al contrario, el destino que usted lleva a Perú no puede dársele sin una información de nobleza. Es cosa fácil. Y de su papá de usted, ¿qué noticias se pueden encontrar en la tradición o en la historia?

– ¡Oh! Mi papá, señor de Lobo, si no mienten los pergaminos que se guardan en el archivo de mi casa, y están todos roídos de ratones (lo cual es muestra de su mucha ranciedad), fue cocinero a bordo de la goleta Diana, por lo cual le cae bien un título que suene a cosa de comida…, pero ahora recuerdo que un mi abuelo sirvió de alquitranero en la Carraca8, y puede llamarle el archiduque de las Hirvientes Breas, o cosa así.

– Usted se chancea, y la cosa no es para burlas. ¿Su apellido?...

– Los tengo de todos los colores. Mi madre era Sánchez.

– ¡Oh! Los Sánchez vienen de Sancho Abarca. – Y mi padre, López. –Pues ya tenemos cogidos por los cabellos a don

Diego López de Haro y a don Juan López de Palacio, ese famosísimo jurisconsulto del siglo XV, autor de las obras De donatione Inter virus et uxorem, Allegatio in materia haeresis, Tractarum de primogenitura…9

– Pues de ese caballero vengo yo como el higo de la higuera. También me llamo Núñez.

– Por las alturas genealógicas de usted, debe de andar el juez de Castilla Nuño Rasura. ¿Y no hubo algún Calvo en su familia?

– ¿Pues no ha de haber? Mi tío Juan no tenía un pelo en la cabeza. También me llamo Corcho, sí, señor: yo no soy nada menos que un Corcho por los cuatro costados.

– Feísimo nombre del cual no podemos sacar partido. Si al menos fuera Corchado…, pues hay en tierra de Soria un linaje de Corchados, que viene de la familia romana de los Quercullus. En lugar del Corcho le podemos poner al señor Gabrielillo un Encina o del Encinar, que le vendrá al pelo.

– A mi madre la llamaban la señora María de Araceli.

8 alquitranero en La Carraca: oficio humilde que consiste en embadurnar de alquitrán los barcos en los que fueron famosos arsenales cercanos a Cádiz, donde se construían o reparaban las embarcaciones. 9 Títulos en latín: Sobre las donaciones entre maridos y esposas, Alegato en materia de herencia, Tratado de primogenitura…

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– ¡Oh, bonitísimo! Esto de Araceli es bocado de príncipes, y más de cuatro se despepitarían por llevar este nombre. Suena así como Medinaceli, Caelico metinensis10, que dijo el latino. No necesito más.” (Cap. IX)

La tramada concesión e un apellido ilustre va ligada a

procurar el distanciamiento de Inés. En tierras lejanas Gabriel bien puede tener otra identidad, pero no está dispuesto a abandonarla para siempre.

Aparece en las páginas un nuevo clérigo, el padre Salmón, un jesuita generoso y amado por el pueblo, locuaz y dicharachero, intelectual y activo al servicio de los necesitados, pero también de los poderosos:

“No: no ha existido hombre más popular que el padre

Salmón. Casi, casi estoy por asegurar que su popularidad excedió dos dedos y aun tres a la de Fernando VII. ¡Desventurado Salmón! ¡Oh tú, varón felicísimo, harto de lisonjas, de regalos y de bienestar; oh tú, teólogo de tumba y hachero, predicador burdo y de cuatro suelas, fraile mercenario que si no redimiste algún cautivo, tampoco hiciste daño a nadie; oh tú, hombre dichoso sobre todos los dichosos de la tierra, pues no cavilaste jamás ni te apasionaste, ni aborreciste, ni padeciste mal alguno en muchos años, ni viste turbada tu apacible existencia: ¡quién te habría de decir entonces que aquel mismo pueblo tan solícito en victorearte y adorarte como a persona divina, te había de coser a puñaladas veintiséis años después en la enfermería de tu santa casa, y cuando ya viejo, enfermo, inválido y sin alientos, no pensabas más que en Dios! ¡Quién te iba a decir que aquel mismo pueblo de quien fuiste ídolo te iba a echar al cuello un cordel de cáñamo para arrastrarte por los profanos claustros, sirviendo tu antes regalado cuerpo de horrible trofeo a indecentes mujerzuelas! ¡Ay, lo que es el mundo y qué cosas tan atroces ofrece la historia! Y así es bien que digas: si buen chocolate sorbí, buenos palos me dieron; si buenos abrazos, y agasajos, y besos de correa recibí, con buen pie de puñaladas se lo cobraron.” (Cap. IV)

Al padre Salmón le han encargado la vigilancia de don

Diego, y para informarse sobre el condesito se acerca precisamente a Gabriel. Tendrá así conocimiento más 10 En latín, cielo de Medina o de la ciudad.

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preciso el narrador, a vuelta de las preguntas, de las ridículas aventuras de su rival.

5.2. La ciudad que se defiende de Napoleón: capítulos XIII al XVII.

Creado el ambiente social, la transición hacia la

defensa de la ciudad aparece suavemente, paso a paso. Tenemos noticia de la escasez de fusiles, de cómo el pueblo recurre a:

“sables viejos, muchas lanzas, cascos antiguos del

tiempo del rey que rabió por gachas, cacerolas que pueden servir de escudos, mazas que para partir cabezas de franceses serán un bendición de Dios, guanteletes, pinchos, asadores, llaves viejas u otras mil armas mortíficas.” (Cap. X).

Y pronto sabremos, porque Pujitos se lo dice a

Gabriel, que Santorcaz es un espía de los franceses: “Él les escribe cartas de lo que aquí pasa, y con el

dinero que le dan paga gente alborotadora, que arme querellas entre la tropa. Como éste hay muchos, y se dice que señores muy alcurniados11 están vendidos a los franceses.” (Cap. XII).

Así se organiza la ciudad para recibir a las tropas de

Napoleón: “Morla dirigió las obras de defensa, que consistían en

grandes fosos abiertos fuera de las puertas de Fuencarral, Santa Bárbara, Los Pozos, Atocha y Recoletos; en aspillerar12 toda la muralla de la parte Norte; en desempedrar las calles de Alcalá, carrera de San Jerónimo y calle de Atocha para levantar barricadas, y, por último, en fortificar el Retiro con trincheras y una mediana artillería, la única que teníamos, pues todo se reducía a unas cuantas piezas de a 6 y poquísimas de a 8. Esto se hizo precipitadamente a última

11 De alcurnia o ascendencia noble 12 Hacer aberturas largas y estrechas en un muro para disparar por ellas.

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hora; mas con tanto entusiasmo y determinación, que la diligencia parecía suplir con creces a la previsión.

En las obras trabajaba todo el mundo sin reparos de clase. Las señoras, no contentas con afiliarse en la Congregación del Lavado y cosido, dirigieron a las autoridades una exposición en que se ofrecían a ayudar, ya llevando espuertas de tierra, ya ocupándose en lo que se les mandase. No es esto invento mío, y la exposición existe impresa, donde el incrédulo podrá verla si aún duda de la grandeza de ánimo de las señoras de aquel tiempo. Y al decir señoras, se comprende que no me refiero a aquellas de quienes en otro lugar de este relato tengo hecha mención, pues las del Rastro y Maravillas tenían especial gusto en pasearse por todo Madrid arrastrando un cañón entre seguidillas y chanzonetas: me refiero a las más altas hembras, a quienes vi empleadas en menesteres indignos de sus delicadas manos.

De los hombres no hay que hablar, porque todos trabajábamos a porfía día y noche, sacando tierra de los fosos para construir los espaldones de la artillería. En poco tiempo quedó la calle de Alcalá tan limpia de guijarros como tierra de sembradura, y desde las Baronesas el Carmen Calzado levantamos un parapeto formidable.

El personal de la defensa era el siguiente: 1.º Quinientos soldados de línea que apenas bastaban

para el servicio de las bocas de fuego. 2.º Las tropas colecticias formadas por el alistamiento voluntario de 7 de agosto y a las cuales pertenecía un servidor de ustedes (no pasábamos de tres mil hombres). 3.º Los conscriptos pertenecientes a Madrid en el llamamiento de doscientos cincuenta mil hombres que hizo la Junta, y cuyo sorteo se verificó en 23 de noviembre. 4.º La milicia urbana llamada honrada, que se formó por enganche voluntario el 24 del mismo mes.

Voy a deciros algo de esta conscripción y de estos señores honrados. Hízose aquélla llamando a las armas a todos los ciudadanos desde 16 a 40 años, y declarando derogadas todas las excepciones que establecían las Reales Ordenanzas de 2 de octubre de 1800 para el reemplazo del ejército. Se declararon útiles los viudos con hijos; los hijosdalgo de Madrid; los nobles que no tuvieran más

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excepción que su nobleza: los tonsurados13 sin beneficio que estuviesen asignados a servicio eclesiástico, para cuya determinación se cubrió con un velo el concilio de Trento; los que disfrutaban capellanía sin estar ordenados in sacris (muchos de éstos eran los llamados abates); los novicios de Ordenes religiosas; los doctores y licenciados, que no fueran catedráticos con propiedad; los retirados del servicio, y los quintos que hubieran servido su tiempo; los hijos únicos de labradores; en una palabra, no se exceptuaba a Rey ni a Roque.” (Cap. XIII).

Aquella improvisada tropa se mostraba, mal avenida: “Sucedió también que los voluntarios antiguos,

aquellos que desde agosto habían paseado presuntuosamente sus fachas uniformadas por Madrid, miraron con mal ojo a los honrados, los cuales, llamándose así, parecían querer resumir en su instituto toda la honradez española, y hablaban pestes de los antiguos. Los honrados que no tenían armas, decían que éstas debían quitarse a los antiguos que las tenían; juraban éstos entregarlas antes a Napoleón que a los honrados, y en tanto los quintos recién sorteados, aquellos infelices viudos, nobles, sacristanes, novicios, beneficiados sin beneficio y demás gente antes exceptuada, miraban al cielo, esperando que se les pusiese en la mano alguna cosa con que matar. En resumen: mucha, muchísima gente de última hora; pocas y malas armas; ningún concierto; falta de quien supiese mandar, aunque fuese un hato de pavos; mucho mover de lenguas y de piernas; un continuo ir y venir, con la añadidura inseparable de gritos, amenazas y recelos mutuos, y la contera de los gallardetes, escarapelas, bandoleras, signos, letreros y emblemas, que tanto emboban al pueblo de Madrid.” (Cap. XIII)

Pero todos aquellos preparativos se muestran muy

poco eficaces en la llagada de las tropas imperiales: “Los soldados estaban fríos y con poco ánimo; los

voluntarios inflamados en patriotismo y llenos de ilusiones; pero tan inexpertos, que no daban pie con bola, como

13 Grado preparatorio en la carrera eclesiástica. Se señala mediante un corte circular de pelo en la coronilla. Por extensión, son tonsurados todos los sacerdotes.

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vulgarmente se dice, a pesar de estar entre ellos el gran Pujitos; y finalmente, los honrados no cabían en sí de entusiasmo, no obstante ser todos ellos personas de paz, y tener algunos buena carga de años a la espalda, especialmente los de la compañía, o mejor los del grupito en que alzaba el gallo don Santiago, cuya hueste se componía de respetables porteros y criados de la oficina de Cuenta y Razón.

En cuanto a jefes, debo decir que allí no existían en todo el rigor de la palabra, pues si bien entre la tropa había oficiales valientes y entendidos, no sabían o no querían hacerse obedecer de los paisanos resultando de esta disconformidad que allí cada cual hacía lo que le daba en gana y según su propia inspiración; y aunque mi amigo tenia pretensiones de imponer su autoridad, esto no pasó nunca de un conato de dictadura que más se inclinaba a lo cómico que a lo trágico.” (Cap. XVI)

Y a la llegada de los franceses con su potente

artillería, cualquier modo de defensa de la ciudad carece de eficacia:

“Por largo tiempo estuvimos quietos y mudos,

esperando con la mayor ansiedad a que de una vez se nos atacara; pero pasaban horas y, como no fuera don Santiago14, nadie veía enemigos enfrente, ni lejos ni cerca. Entre ocho y nueve, el fuego de cañón y de fusilería arreció tanto por Recoletos, que no dudamos era este sitio teatro de una vigorosa lucha, y al mismo tiempo, como comenzase a disiparse la niebla, vimos que cesaba poco a poco aquel desdeñoso abandono en que el Emperador nos tenía, porque corrían de Oriente a Poniente algunas columnas con apariencia de tener en respeto a las cuatro puertas septentrionales.

– Gracias a Dios –dijo Fernández– que se atreven a atacarnos. Por detrás del parador del Norte me parece que avanza un cuerpo de artillería de batalla.

No tardaron en romper el fuego contra las trincheras de Los Pozos, y nuestros seis cañones, que ya rabiaban por tomar formalmente la palabra, contestaron con precisión; mas para que todo fuera desastroso, mientras la bala rasa

14 El patriota don Santiago Fernández, también llamado el Gran Capitán, acogió en su casa a Gabriel después de los fusilamientos del dos de mayo. Apareció en Bailén.

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de sus piezas nos deterioraba los espaldones, nuestros proyectiles, lanzados por la carretera adelante o hacia la derecha, apenas llegaban hasta ellos: tan inferior era la artillería española en aquel trance. Entonces comenzó una lucha, que antes que lucha debería llamarse simulacro, harto deslucida para nosotros, pues más nos hubiera valido ser destrozados por el enemigo que soportar tan cruel situación; y fue que los franceses nos cañoneaban desde muy lejos con sus piezas de superior calibre, y mientras recibíamos cada poco rato la visita de una bala rasa o de una granada, a nosotros no nos era posible hacerles daño alguno.

– Pero esos cobardes, canallas, ¿por qué no se acercan? –decía Fernández bufando de cólera–. Eso no es de caballeros, no, señor: cañonearnos sin piedad, destruyendo los parapetos con tanto trabajo levantados, y ponerse en donde no alcanzan las balas de aquí, eso no es de gente hidalga, y bien dicen que Napoleón ha hecho siempre la guerra de mala fe.

–¿Malditos sean! –gritó el oficial que nos mandaba–. Esta era ocasión para hacer una salida, si tuviéramos un puñado de gente de la buena que yo conozco.

– ¿Pues y nosotros, pues y mis amigos, todos estos bravos muchachos de la compañía de honrados? – Dijo el Gran Capitán dando un fuerte golpe en el suelo con la culata–. ¿Pues qué desean ellos, si no es salir para que esa canalla se marche de ahí o se ponga al alcance de nuestros fuegos?

– Lo que es eso, buenos tontos serán si lo hacen, pudiendo foguearnos a pecho descubierto.

–Saldremos, sí, saldremos –insistió mi amigo. Muchachos, os conozco en la cara el ardor sublime y generoso patriotismo que os inflama. Rabiando estáis por cebaros en esa gentuza. ¿Salimos, señor Coronel?

El Coronel se rió con lástima y pena al ver la bravura del anciano. Uno de los honrados, a quienes Fernández llamaba muchachos, aseguró que no podía dar un paso porque el reuma se lo impedía; otro dijo que el ruido de los cañonazos le había vuelto completamente sordo, y un tercero se tendió en el suelo de largo a largo, lamentándose de haber cogido una pulmonía por razón del mucho frío y desabrigo en que oda la noche estuvieran. Entre los demás honrados, había alguna gente fuerte y valerosa; peso casi todos los del grupito que rodeaba a don Santiago

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componíase de unos matusalenes15 tan mandados recoger, que daba compasión verles. Cuando algunas mujeres de Maravillas y del Barquillo vinieron tumultuosamente a Los Pozos y pidieron con gritos y chillidos que les dieran las armas de los ancianos, yo creo que se hizo mal en no acceder a su petición; y aunque todos ellos rechazaron indignados tan deshonrosa propuesta, sospecho que alguno pedía interiormente a la Virgen Santísima que lograran su objeto aquellas valientes semidiosas de San Antón y de la Chispería.

La defensa de aquella posición continuó por espacio de más de una hora, sin más accidentes que los que he referido. Hacíamos fuego de cañón ineficazmente, y lo sufríamos de los franceses sin poder causarles daño. Indudablemente, su intención era entretenernos mientras se verificaba el ataque formal por Recoletos; y seguros de su triunfo, no querían sacrificar hombres inútilmente lanzándoles contra posiciones que al fin se habían de rendir. Cerca de las diez, el que nos mandaba recibió aviso de enviar a Recoletos la gente de infantería que no necesitase, y así lo hizo, tocándome a mí marchar entre los cien hombres destinados a aquella operación.” (Cap. XVII)

Con tan escasa oposición, los franceses ocupan Madrid

y se adueñan de la ciudad mientras sus habitantes quedan resignados ante la fuerza extranjera.

“Subía por la calle arriba mucha gente del bronce,

gran número de honrados, voluntarios y algunas mujeres, y por las imprecaciones que oí en boca de todos, se comprendía que los defensores de Madrid no habían recibido bien la suspensión de armas.

– Como que les han untao –decía un majo de trabuco y charpa.

–¡Que nos han vendío! –exclamaba una mujer, en quien me pareció reconocer a la viuda de Chinitas.

– Si cojo a Castelar por delante, me lo como. – Ya me percataba yo que el Tomasillo Morla estaba

vendido al Tuerto. ¿Cuánto va que él puso los cartuchos de arena?

15 Matusalén: personaje bíblico que tuvo una larga vida. Por extensión, matusalenes son hombres de avanzada edad.

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– ¡Más vale morir que rendirse! Canallas, cobardes: si tenéis miedo, quitaos de en medio, y dejadnos a nosotros.

– Compañeros, antes que la corte de las Españas y la mapa del mundo, que es Madrid, caiga en poder de los gabachones16, tuertos, botelludos, dejémonos matar tras esas piedras.

–¡Que hayamos vivido para ver esto! – Ni la junta, ni el Consejo, ni los Generales, ni el

Corregidor, ni ninguno es esos Caifases17 tienen tanto así de vergüenza.

De este modo, en diversos estilos, expresaba el pueblo de Madrid su rabia, no tanto por verse casi vencido como por echar de menos el amparo de las autoridades y encontrarse solo entre un enemigo formidable y un poder débil, incapaz de imitar las desesperadas sublimidades de Zaragoza y Valencia. Así es que desde la suspensión de la lucha cundió el desaliento tan rápidamente, y la idea de una capitulación indispensable se apoderó tan pronto de todos los espíritus, que las armas se caían de las manos. Cercados por poderoso enemigo, ¿qué podía hacerse sin entusiasmo y qué entusiasmo cabía allí, donde los jefes no contaban para nada con lo extraordinario, con lo divino, con aquella táctica ideal y no aprendida, que detiene las catástrofes o las hace gloriosas no dejando al vencedor sino lo material de la victoria, la posición topográfica, aquello que podrá ser lo principal en los hechos de un día, pero que es lo secundario y lo último en la historia?

El pueblo español, que con presteza se inflama, con igual presteza se apaga, y si en una hora es fuego asolador que sube al cielo, en otra es ceniza que el viento arrastra y desparrama por el bajo suelo. Ya desde antes del sitio se preveía un mal resultado por la falta de precaución, la escasez de recursos y la excesiva confianza en las propias fuerzas, hija de recuerdos gloriosos a todas horas evocados, y que suelen ser altamente perjudiciales, porque todo lo que aumenta la petulancia, lo hace quitándoselo al verdadero valor. Lo que habían preparado las discordias, la impremeditación y la soberbia, ramatólo la excesiva prudencia de autoridades timoratas, que, además de no ver

16 gabacho: de manera coloquial, aunque a veces también despectiva, equivale a francés. Procede de la voz provenzal gavach: que habla mal. 17 Caifás: personaje histórico al que los Evangelios presentan como el sumo sacerdote judío que fue responsable del juicio y condena de Jesucristo.

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dos palmos más allá de sí mismas, no comprendieron que la capital no debía rendirse con menos aparato que la última aldea e Castilla. La presencia de Napoleón traía a aquellos pobres señores muy azorados, y tanto se preocuparon de sus togas, de sus posiciones, de sus fajas y de sus sueldos, que con todas estas telarañas ante sus ojos era imposible que pudieran ver cosa alguna.” (Cap. XVIII)

De don Santiago Fernández, llamado el Gran Capitán,

se servía el episodio Bailén, para exponer muchas de las opiniones que bien podrían ser las del pueblo. Alguna de ellas sigue apareciendo en su boca:

“–Si tú no comprendes esto –me contestó–, es

porque eres un simplón y un majadero egoísta. ¿Tú sabes lo que significa cumplir uno con su deber? ¿Tú sabes lo que significa el honor? Y si sabes todo esto, ¿ignoras lo que es la honra de la Patria, que vale más que la propia honra? Escúchame bien: si me causa angustia y pesar la consideración de la viudez de Gregorilla, mayor, mucha mayor pena me causa el considerar que la capital de España se entrega a los franceses. Esto es terrible, esto es espantoso, y no vacilaría en dar mil vidas y en sufrir todos los tormentos por impedirlo. ¡España vencida por Francia! ¡España vencida por Napoleón! Esto es para volverse loco; ¡y Madrid, Madrid, la cabeza de todas las Españas en poder de ese perdido! De modo que una Nación como esta, que ha tenido debajo de la suela del zapato a todas las otras naciones, y especialmente a Francia; de modo que esta Nación que antes no permitía que en la Europa se dijera una palabra más alta que otra, ¿ha de rendirse a cuatro troneras hambrones? ¿Cómo puede ser eso? Eche usted a los moros, descubra y conquiste usted toda la América, invente usted las más sabias leyes, extienda usted su imperio por todo lo descubierto de la Tierra, levante usted los primeros templos y monasterios del mundo, someta usted pueblos, conquiste ciudades, reparta coronas, humille países, venza naciones, para luego caer a los pies de un miserable emperadorcillo salido de la nada, tramposo y embustero. Madrid no es Madrid si se rinde. Y no me vengan acá con que es imposible defenderse. Si no es posible defenderse, deber de los madrileños es dejarse morir todos en estas fuertes tapias, y quemar la ciudad entera, como hicieron los numantinos. ¡Ay! todos mis compañeros se han portado cobardemente.

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España está deshonrada, Madrid está deshonrado. No hay aquí quien sepa morir, y todos prefieren la mísera vida al honor.” (Cap. XX) 5.3. En la corte, intrigas de amor y de palacio: capítulos XXI a XXX.

Santorcaz quiere apresar a Gabriel. Pero, advertido el enamorado furtivo de la intención, el padre Salmón lo protege en su convento. Allí asiste a las tertulias sobre las nuevas leyes impuestas por Napoleón. Parecen no ser tan malas, según algunos:

“– Eso no es nuevo –dijo Castillo–, y es lástima que

nuestros gobernantes con su indolencia hayan permitido a los franceses el jactarse de promulgar una ley tan buena.” (Cap. XXIII).

Las que afectan a las órdenes religiosas parecen ser

peor, a pesar de la generosidad de los franceses concediéndoles una pensión:

“– ¿Con que a la tercera parte? –dijo Salmón–. ¿De

modo que de cada tres no ha de quedar más que uno? – Eso es, y los demás a la calle, a pedir limosna,

porque una pensión de tres mil reales para personas que han de vivir decentemente, es aquello de hártate, comilón, con pasa y media.” (Cap. XXIV)

La idea viene expuesta con cierta ironía porque en su

tratamiento el proyecto no parece tan descabellado. Las salidas de Madrid están cortadas. Para que

Gabriel, que ha colaborado en la defensa de la ciudad, pueda abandonarla, necesita un salvoconducto. Solo su amistad con Amaranta puede ayudarle a obtenerlo. La condesa, resuelta a proteger a Inés y casarla con alguien de su clase social, se muestra decidida a enviarlo a Perú. Allí, alejado de su enamorada, podrá ser, según sus palabras: “hombre de provecho” (Cap. XXV). Mientras tanto, a Inés le han dicho, y probado falsamente, que Gabriel ha muerto. El duque de Arión, primo de Amaranta, le proporciona a Gabriel su propia carta de seguridad para que pueda salir de la ciudad. También le presta sus nobles atuendos. Con vestidos y documentos, Gabriel se convierte en el propio duque y

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provisionalmente tiene abiertas las puertas. Todo está preparado para la huída.

Pero inesperadamente Gabriel descubre que don Diego planea, por todos los medios, casarse con Inés, incluso por la fuerza. Sus intenciones son tan poco edificantes que dejan al descubierto la reprobable moral del truhán:

“Te advierto que lo que me deslumbra y me vuelve

lelo es la esperanza de poseer una renta de esas que le permiten a uno gastar y gastar y gastar todo lo que se le antoja. ¿Hay mayor gusto, muchacho, que ir un día por casa de todos los amigos y convidarlos a una merienda en el Canal, poniendo comida para más de cuatrocientas bocas, con tanta abundancia como en aquellas célebres bodas de Camacho? ¿Hay mayor goce que tomar del brazo a la Pelumbres, que es, después de la Zaina, la primera moza de Madrid, y salir del bureo18 tapaditos, y acompañarla luego a su casa? ¿Hay mayor gusto que visitar los interiores del teatro del Príncipe o de los Caños, y saber que no habrá entre aquellos lienzos pintados actriz española, cantarina italiana, ni bailarina francesa que no se le rinda a uno de toda voluntad? ¿Hay mayor satisfacción que dar una corrida de toros, permitiendo la entrada gratis a todo el pueblo, pagando con doble sueldo a los lidiadores y lidiando uno mismo con un traje fino bordado de plata y oro? Pues esto y aún más espero tener, si sale bien lo que hemos tramado.” (Cap. XXVI)

Enterado Gabriel de tal abuso, para lo que cuenta don

Diego con la colaboración de Santorcaz, cambia sus planes de huída para proteger a Inés. Y con el traje del duque de Arión y su carta de seguridad, y un coche a su servicio, se dirige al Pardo. Allí tienen los franceses su cuartel general, y allí está también Inés, según ha sabido. Así expresa su deseo:

“Llegaré, haré por ver a la Condesa, informaréla de la

alevosa intención de don Diego, y partiré después. No es preciso nada más.” (Cap. XXVII)

18 bureo: diversión, juerga.

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A su llegada al Palacio, el humilde Gabriel se transforma en todo un personaje que tiene acceso a entrevistarse con los más altos cargos franceses:

“– Ya está aquí el señor duque; avisad que ha llegado el

señor duque de Arión. Yo no sé por dónde me llevaron; yo no sé por dónde

entré; yo no sé en qué sitio me encontraba; yo sólo sé que me vi en un recinto muy alumbrado y caliente, y que el diplomático, estrechándome en sus brazos, exclamaba:

–¡Picarón, gracias a Dios que te vemos!... Pero ¿por qué has venido tan tarde? Ya se ha acabado la comida... ¡Ah, picarón, qué alto estás!

Yo balbucí algunas excusas; pero comprendiendo al punto que era preciso disipar aquel engaño, dije:

–¿No está la señora condesa? –No ha venido. Estoy solo con mi hija. Pero, chico, no

tienes acento francés, y me dijeron que hablabas como un amolador. Ven, ven: al instante te voy a presentar al rey José, que tanto desea verte. Ahí está el Emperador. ¡Albricias!... Ha convenido en que su hermano vuelva a ser Rey de España, y ya están zanjadas todas las diferencias. Conque ven... ven... Pero primo, ¿cómo es eso? – añadió examinando mi traje –. ¿Cómo no has venido de etiqueta? Pues oiga..., también te has venido sin relojes... Pues ¿y tus cruces, y tu Legión de Honor, tu Cristo de Portugal, y tu Carlos III, y tu San Mauricio y San Lázaro, y tu Águila Negra?

– Déjese usted de bromas –repliqué sin poder disimular mi impaciencia–. Ahora vengo para un asunto urgente y del cual depende...

– ¿La suerte de Europa? – dijo interrumpiéndome –. Corro, corro al instante a ponerlo en conocimiento de Urquijo. ¿Vienes del cuartel general? ¿Ha llegado allí algún correo de Francia con noticias del Austria?

– No, no es eso – repuse sin atreverme a disipar el engaño –. ¿Pero dice usted que no está aquí mi señora la condesa?

– ¿Tu prima? Esta tarde la esperábamos; pero debía pasar por la Moncloa a ver a su madrina, y como ésta se halla in articulo mortis, presumo que Amaranta y mi hermana habrán determinado quedarse allí toda la noche. ¿Vienes tú de Madrid, o directamente de Chamartín?

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– Siento mucho – manifesté con la mayor zozobra – que no esté aquí la señora Condesa.

–Te presentaré a mi hija, ven. Pues es lástima que no hayas venido de etiqueta. Verdad es que tú tienes familiaridad con el Emperador, y si te anuncias, puedes pasar a verle con ese traje... Pero dime, ¿qué noticias traes? ¿Ha llegado algún correo al cuartel general? A que me he salido yo con la mía... ¿apostamos a que el Austria?... A mí puedes contármelo. Ya sabes que el Emperador me consulta todo... Pero chico, ¿sabes que tienes una arrogante figura? A mí me habían dicho que eras... así... un poco cargado de espaldas y... la nariz chata, y un ojo un poco... Pero no... veo que me habían engañado. Eres mejor de lo que yo suponía, y lo que es tu cara... casi juraría que no me es desconocida... pues... que te he visto en alguna parte. ” (Cap. XXVII)

Imposibilitado para comunicarle la noticia a Amaranta, se

encuentra con Inés. No olvidemos que para ella, Gabriel había muerto:

“Cuando Inés alzó la cabeza y me vio delante, tras un

estremecimiento que indicaba el mayor espanto, quedóse atónita, sin habla, con disposición a perder el sentido. La emoción me impedía al mismo tiempo el pronunciar algunas palabras para tranquilizarla. Mi presencia le causaba terror; iba a gritar sin duda.

– Inés, Inesilla –dije al fin–, no te asustes, soy yo, soy yo mismo. ¿Creías tú que me había muerto? No, mírame bien, estoy vivo. No me tengas miedo.

Diciendo esto la abrazaba, estrechándola contra mi pecho.

–¿Creías tú no volver a verme más? –proseguí–. Te dijeron que me había muerto. Infames, ¡cómo te engañan! Aquí estoy; no me preguntes cómo he venido. No lo sé. Creo que Dios me ha traído por la mano para que nos veamos.” (Cap. XXVIII)

La conversación entre los enamorados se tiñe tanto de

los sentimientos que nacen de las raíces más profundas del amor, como de los principios morales y sociales que deben inspirar sus conductas:

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“– Yo no pensaba verte más –continué–; pero la casualidad o la Providencia han querido que te vea. ¡Qué desgraciados somos o mejor dicho, qué desgraciado soy! Porque yo tengo que renunciar a ti, tengo que marcharme para no volver más. ¿No comprendes tú que ha de ser así, que no puede ser de otra manera? Para mí valiera más no haber nacido. ¿Por qué te conocí? ¿Por qué te volviste gran señora? ¿Por qué Dios que a ti te sacó de la humildad para traerte a los palacios me dejó a mí en la miseria y en la oscuridad de mi nombre?

– No me has dicho todavía por qué estás vestido así –indicó con el mayor asombro.

– Nada de esto es mío, Inesilla –repliqué con profundo dolor–. Estas ropas son como las que se ponen los cómicos cuando salen a la escena vestidos de reyes. Después se las quitan y quedan hechos unos mendigos: lo mismo soy yo. Si ahora se descubre la farsa que me ha traído aquí, tus criados me echarán del palacio ignominiosamente. No soy nadie, no soy nada. Yo creí que no te vería más; pero algún poder superior nos ha puesto esta noche juntos, y yo que he jurado ante la condesa tu prima no verte ni hablarte más en la vida, estoy ahora a tu lado para decirte que te quiero y te adoro y me muero por ti. Seré un malvado, un tramposo, un miserable que se burla de todas las conveniencias de la sociedad; pero siendo todo esto, y aún más, insisto en decir que no puedo dejar de quererte aunque me lo prohíban todas las potencias de la tierra, y aunque entre los dos se pongan con la espada en la mano todos tus parientes y antecesores desde que el mundo es mundo.

Inés parecía meditar. Después de un rato de silencio, me dijo con tristeza:

– Mis parientes son muy crueles conmigo. – No, alma mía; considera tú su posición, su nombre, lo

que deben a la sociedad, y comprenderás que no pueden hacer otra cosa. ¿Cómo han de admitirme en su familia? La idea de que me amas les causa horror, y se creen deshonrados con sólo mirarme. Tu prima la condesa es muy buena. Si tuviera tiempo para contarte los beneficios que le debo y el afecto que me muestra, te asombrarías.

– Ha llegado el caso de que yo devuelva mi familia todo lo que me ha dado, y tome por mí misma lo que no ha querido darme –dijo Inés.

– Tú tendrás prudencia y esperarás.

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– Hablaré francamente a mi prima. Ella me ha dicho que quiere verme feliz a toda costa, y es la que me defiende de las impertinencias de mis cinco maestros, y la que me salva de la etiqueta, que es lo que más aborrezco. Yo le diré que has estado aquí...

– No, no, por Dios; no le digas que he estado aquí –exclamé–. Yo debo marcharme ahora mismo, Inés; yo no puedo estar más aquí.

– No te has de ir –me dijo asiendo mis dos brazos para detenerme–. Yo se lo diré todo a mi prima, le diré que no te has muerto; que yo sé que no te has muerto; que nos hemos visto, y que has de volver.

–No, no le digas eso: desde este momento ya no merezco la benevolencia que ha manifestado.

–¡Oh! – Exclamó Inés con mucha pena –. Pues entonces, ¿qué recurso nos queda? ¿Qué podemos hacer? ¿Cuándo vuelves tú?

–Nunca – le respondí sin reparar en lo que decía, pues mi exaltación no me permitía formular ideas concretas sobre nada.

–¿Cómo nunca? –Sí, volveré cuando quieras –dije estrechándola contra

mi corazón–. Si tú me mandas que vuelva, si tú despreciando las resoluciones de tu familia, insistes en quererme lo mismo que cuando éramos dos pobres criaturas desamparadas, volveré, quebrantaré las promesas que hice a tu prima, porque ¡ay! sin duda tu prima no sabe cuánto te quiero, cuánto te adoro, y de qué manera nosotros nos hemos dado un juramento que está por encima de todos los demás. Dile que no me he muerto, ni me moriré, mientras tú vivas, porque no quiero ni debo morirme; dile que aquí estaré, mientras tú no me eches, y que antes que fueras condesa, y duquesa, y princesa, habías resuelto casarte conmigo que no soy caballero ni soy nada, aunque teniendo tu cariño no me cambio por todos los nobles de la tierra.

Inés al oírme se animaba mucho. Encendiéronse sus mejillas y el vivo resplandor de sus ojos indicó una irrupción de sensaciones agradables y de ideas de felicidad, que de improviso se apoderaban de su abatido espíritu. Tomándome la mano me dijo:

– Juro que no me he de casar sino contigo, cualquiera que sea tu suerte, cualquiera que sea tu posición. Dicen que yo soy rica, y que soy noble. ¿No es esto bastante? Yo les diré que si no me quieren de este modo, me quiten todo lo

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que me han dado. Les diré que tú eres para mí más caballero que todos los demás; y por último, que ninguna fuerza humana me obligará a dejarte de querer, porque Dios lo ha ordenado así. Tengamos confianza en Dios y esperemos. Lo que parece más difícil, se hace de pronto fácil. Yo sé, sin que nadie me lo haya enseñado, que cuando las cosas deben pasar, pasan, y que la voluntad de los pequeños suele a veces triunfar de la de los grandes.

Al decir estas palabras que indicaban junto con un firme amor, un profundo sentido, Inés me mostraba la superioridad de su alma, bastante fuerte para poner las leyes inmortales del corazón sobre todas las conveniencias, preocupaciones y artificiosas leyes de la sociedad.

–¡Inés! –le dije prodigándole las más tiernas muestras de cariño–. A pesar de estar tan alta, tú eres hoy tan desgraciada como yo; pero para los dos vendrán días felices y tranquilos.

Yo había olvidado todo temor, las causas de mi presencia en aquel sitio, lo avanzado de la hora, no me acordaba de su familia, ni de mi fuga, ni de la policía, ni de nada; no veía más mundo que aquel pequeño, ¡qué digo pequeño!... aquel mundo infinito que mediaba entre nuestros ojos.

– Tú sabes y sientes mejor que yo –exclamé–; tú me señalas el camino que debo seguir, y lo seguiré. Te amo tanto que querría morirme aquí mismo, si supiera que habías de ser para otro. Y vengan contrariedades, vengan orgullos, vengan rigores de familia, vengan obstáculos, venga todo, que todo lo desprecio. ¿Qué valen cien mil coronas condales, y las mayores riquezas del mundo? Todo eso no será suficiente razón para quitarme lo que es mío; mi Inesilla de mi alma y de mi corazón. Si soy pobre y miserable, que lo sea: nada importa puesto que miserable y pobre, quieres tú más uno de mis cabellos que las coronas y tesoros de todos los duques de la tierra. ¿No es cierto? Y que venga ahora toda la sociedad y toda Europa, y toda la historia y el mundo todo a decirme que no podrás ser mía. Que vengan y yo les diré que se vayan a paseo, porque nosotros no necesitamos de ellos para nada, y nosotros valemos más que todo eso. ¿No es verdad? Cuando prometí a tu prima renunciar a ti, prometí lo absurdo y lo imposible, lo que no estaba en mi mano hacer, porque el amor que nos tenemos es obra de Dios, es como la vida, y sólo puede quitarlo el mismo que lo da.

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Así me expresé yo, y en este tono hablamos un poco más: luego cambiamos de asunto, y seguimos departiendo en serio y en broma sobre mil cosas que nos ocurrían, sin acordarnos de nada que no fuera nosotros mismos, y menos del tiempo que iba transcurriendo a toda prisa. De tema en tema vino a mi pensamiento el objeto que allí me había llevado y le conté el incidente de don Diego con sus torpes y abominables planes. Ella se sorprendió de esto y me dijo que nunca había supuesto a Rumblar tan rematadamente malo. Seguimos luego hablando de otros asuntos, y ella se reía de mi traje, y yo de lo que ella me contaba al referir las ceremonias palaciegas a que había asistido. Repetidas veces pasó por mi mente la idea del gran peligro que allí corría; pero era tan feliz que yo propio arrojaba lejos de mí aquella idea importuna.” (Cap. XXVIII)

Luego Gabriel es descubierto y apresado. Solo la llegada

de Amaranta lo salva momentáneamente. El enamorado muestra su arrepentimiento:

“– Señora –exclamé prosternándome hasta tocar con mis labios los pies de Amaranta–, verdad es que he faltado a mi palabra. Arrójeme usía de aquí, entrégueme a los alguaciles, permita que me lleven a la cárcel, al presidio; mándeme matar si gusta, pero no me pida, no, de ningún modo me pida que deje de amar a Inés, porque es pedirme lo imposible y lo que no está en mi mano prometer. (…) ¿Me pide usía que deje de amarla? No puede ser. ¿Me pide usía que no la vea más? Pues haga Su Grandeza de modo que me den la muerte, porque mientras tenga un solo aliento de vida y mientras me quede fuerza para arrastrarme, correré tras ella, la buscaré, penetraré en lo más escondido y subiré a lo más alto, sin ceder en esta persecución hasta que Inés no me diga que se ha concluido la guerra a muerte trabada entre ella y su noble familia.” (Cap. XXIX)

Amaranta, personaje cargado de humanidad, respeta las distancias sociales, pero también los sentimientos de Gabriel, con quien ha ido hilando en sus entrevistas con él también una fina amistad.

Nadie puede evitar, tras lo ocurrido, que Gabriel sea hecho prisionero.

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5.4. Sobre los ambientes y la unidad narrativa. Puede resultar excesiva la concesión al azar, a la concentración de situaciones que contribuyen a enriquecer la intriga argumental, el gusto de determinados lectores. Parece evidente, sí, la complacencia en los efectos sentimentales, pero el episodio también nos adentra en la caracterización de numerosos ambientes y situaciones tratados con un distanciamiento muy adecuado para plasmar los intereses de los franceses, dominantes, casi arrogantes; los anhelos de la nobleza a través de la condesa Amaranta, y los de los afrancesados. También se muestran los anhelos de la clase media y el pensamiento del pueblo, sin olvidar los del influyente mundo de la religión. Para hilar todos esos ambientes, para acariciarlos sin hostilidad, pero con audacia, los sentimientos de Gabriel y los de Inés se alzan como una constante que mitiga, y justifica, gran cantidad de situaciones. Las páginas dedicadas a la defensa de la ciudad no ceden en ni una sola de sus exigencias condicionadas por otras intrigas de ficción. Quedan expuestas con asombrosa pulcritud, sin excesos. Todo lo demás son las situaciones cotidianas, la vida nocturna que descubrimos junto a don Diego, Conde de Rumblar, y también su licenciosa actividad de reuniones en casas públicas, logias masónicas, bailes y otros lugares que dibujan la vida ciudadana.

Destaca la imparcialidad en la exposición de los hechos, la capacidad para contar situaciones tan tensas sin dañar el pensamiento o las razones de los lectores, recreando así una certera y verosímil página de la historia.