MONS. ADOLFO GONZÁLEZ MONTES Obispo de Almería · Un servicio pastoral que se ofrece a cuantos...

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MONS. ADOLFO GONZÁLEZ MONTES Obispo de Almería Almería 2014 LA ATENCIÓN PASTORAL A LOS ENFERMOS Instrucción pastoral sobre la atención pastoral a los enfermos en general, hospitalaria y residencial LA ATENCIÓN PASTORAL A LOS ENFERMOS Instrucción pastoral sobre la atención pastoral a los enfermos en general, hospitalaria y residencial

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MONS. ADOLFO GONZÁLEZ MONTESObispo de Almería

Almería2014

LA ATENCIÓN PASTORALA LOS ENFERMOS

Instrucción pastoral sobre la atención pastoral a los enfermos en general, hospitalaria y residencial

LA ATENCIÓN PASTORALA LOS ENFERMOS

Instrucción pastoral sobre la atención pastoral a los enfermos en general, hospitalaria y residencial

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Textos magisteriales 11

Almería 2014

Mons. Adolfo González MontesObispo de Almería

La atención pastoral a los enfermosInstrucción pastoral sobre la atención pastoral

a los enfermos en general, hospitalaria y residencial

Portada: Cristo crucificadoRAMÓN LAPAYESETalla policromada 1950Capilla de la Sucesión ApostólicaSede de la Conferencia Episcopal EspañolaMADRID

© Obispo y Obispado de AlmeríaPublicaciones del Obispado de AlmeríaPlaza de la Catedral, 104001 ALMERÍATel.: 950 23 26 00Fax: 950 27 29 85

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Adolfo Gonzalez
Rectángulo

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Índice

Números Página

I. Los enfermos, encomienda pastoral de Jesús, médico de cuerpos y almas .......................................................................................................... 2-3 11

II. El ministerio pastoral, ministerio de sanación ............................. 4-9 15

1. El ministerio pastoral sirve a la humanización de la enfermedad e ilumina el valor redentor del sufrimiento humano ............................................................................................ 4 15

2. Enfermedad, culpa y redención ......................................................................... 5-9 17

III. Caridad pastoral para con los enfermos y ancianos en las comunidades parroquiales ................................................................. 10-11 27

IV. La ayuda de los colaboradores del ministerio pastoral ...... 12-16 33

1. Un servicio pastoral que se ofrece a cuantos sufren y se debilitan ...................................................................................................................... 12 33

2. Un servicio pastoral que requiere el Orden sacerdotal ............... 13-14 36

3. Los colaboradores del ministerio pastoral .............................................. 15 38

4. La colaboración en la pastoral de enfermos y hospitalaria..... 16 40

V. Orientaciones como «normativa de ordenación» de la pastoral de enfermos según sus principios teológicos ............... 17-25 43

Conclusión ...................................................................................................................................................... 51

Siglas ...................................................................................................................................................................... 53

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Queridos hermanos sacerdotes:

1 La pastoral de enfermos es uno de los cometidos que el ministerio de los sacerdotes ha de atender con particular dedicación. En 1987 la Comisión Episcopal de Pastoral de la Conferencia Episcopal Española elaboró unas orientaciones pastorales sobre la asistencia hospitalaria que, en lo fundamental siguen siendo válidas1. No puede ser de otra manera, si atendemos al hecho de que estas orientaciones tienen como criterio orientador tanto la doctrina sacramental de la Iglesia y la asistencia espiritual a los enfermos como la ordenación que hoy sigue en vigor elaborada a partir del artículo IV del Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre Asuntos Jurídicos, del 3 de enero de 1979. En dicho artículo el Estado Español «reconoce y garantiza» la asistencia religiosa hospitalaria, posteriormente regulada por un acuerdo que concreta el modo de proceder en esta asistencia religiosa2.

1 Comisión Episcopal de Pastoral de la CEE, La asistencia religiosa en el hospital. Orientaciones pastorales [ARH] (Madrid, 25 de julio de 1987).

2 Cf. Acuerdo sobre asistencia religiosa católica en los centros hospitalarios públicos (Madrid, 24 de julio de 1985): Boletín Oficial del Estado (21 de diciembre de 1985). El acuerdo fue firmado por el Ministro de Justicia y por el Presidente de la Conferencia Episcopal Española. En fecha posterior fecha se firmaba el «Convenio entre el Instituto Nacional de Salud y la Conferencia Episcopal Española, para la aplicación del Acuerdo sobre asistencia religiosa católica en los centros hospitala-rios públicos de 24 de julio de 1985» (Madrid, 23 de abril de 1986), firmado por el Director General del Instituto Nacional de la Salud y el Presidente de la Comisión Episcopal de Pastoral de la Conferencia Episcopal Española. A partir de entonces se fueron sucediendo en el tiempo los distintos convenios entre las autoridades de las Comunidades Autónomas del Estado Español y los Obispos de las mismas.

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Desde entonces ahora la disminución de sacerdotes ha modificado el panorama de atención pastoral a los centros hospitalarios al haber disminuido el número de capellanes a tiempo pleno, ya que muchos de ellos se ven urgidos a simultanear la atención a la capellanía hospitalaria con la cura pastoral parroquial. Por otra parte, la labor de suplencia desarrollada por personas, voluntarias unas y remuneradas otras (estas últimas en razón de su presentación por el Ordinario, para cubrir la asistencia pastoral a los personas internadas en los hospitales, familiares y sanitarios) en lugar de los sacerdotes, ha recorrido un amplio trecho temporal. Esto permite evaluar los resultados atendiendo a la consideración doctrinal y pastoral del ejercicio propiamente dicho del ministerio sacerdotal en lo que tiene de insustituible.

En efecto, la falta de suficientes sacerdotes para ocuparse del conjunto de tareas que lleva consigo el ministerio pastoral ha venido siendo paliada en los últimos años con la ayuda de colaboradores que han contribuido, sin duda, a aliviar las múltiples acciones que recaen sobre los ministros ordenados. Sin embargo, en éste como en otros cometidos pastorales la acción del sacerdote no tiene sustitución posible. Por ello, después de haber reflexionado durante tiempo sobre el mejor modo de ordenar tan importante sector de la vida de la Iglesia, y proceder de acuerdo con su identidad pastoral, ofrezco a todos los sacerdotes con cura pastoral y sus colaboradores las orientaciones siguientes y algunas normas de procedimiento pastoral en la pastoral de enfermos, que también quiere servir a los familiares de los mismos, las personas ocupadas por el sector sanitario, incluyendo asimismo a cuantos rodean los últimos años de los ancianos residentes, particularmente los asistidos.

Propongo estas orientaciones para su consideración y aplicación por cuantos se ocupan de forma especial de la pastoral de enfermos, sobre todo los capellanes hospitalarios, pero también los párrocos, los cuales no sólo han de poner el mayor esmero en las acciones pastorales que les son propias en el ejercicio de su ministerio, sino formar y animar el grupo de sus colaboradores con los que cuentan en el desempeño del mismo, sin hacer dejación de aquello que a ellos

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se les ha confiado. Sé que la amplitud de campo pastoral en que se encuentran y las personas y grupos que reclaman su presencia les obligan a ordenar del mejor modo posible sus acciones, pero aun así, nadie les puede sustituir en lo que a ellos particularmente se les ha confiado.

Todos los años la celebración de la llamada «Pascua del Enfermo», fijada desde hace años en el VI Domingo de Pascua, constituye un buen momento para hacer balance de cuanto se ha puesto en práctica durante el año pastoral, ya que en este día concluye el período de especial reflexión en este campo pastoral que cada año se inicia el 11 de febrero, memoria litúrgica de Nuestra Señora de Lourdes y «Jornada Mundial del Enfermo». Aunque la enfermedad es una constante de nuestra vida y los sufrimientos del ser humano físicos y morales nos obligan a reflexionar sobre nuestra condición humana, es bueno que durante este tiempo del año pastoral se emprendan algunas acciones de particular significado en un área de acción eclesial que toca tan hondamente la vida de las personas.

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Los enfermos, encomienda pastoraL de Jesús, médico de cuerpos y aLmas

2 Enseña la carta de Santiago que «la fe sin obras está muerta» (St 2,26); y el Catecismo de la Iglesia Católica explana doctrinalmente la afirmación de la carta de Santiago, observando que, «privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo»3. Del mismo modo que la raíz del pecado está en el corazón del hombre, como enseña el Señor (Mt 15,19-20), recuerda el Catecismo que «en el corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el pecado»4.

Expresión de la caridad que vivifica las obras de misericordia que acompañan la vida del cristiano, porque la fe que justifica al que cree en Cristo, por su propio dinamismo es una fe viva. Entre las obras de misericordia que tradicionalmente se llaman obras corporales de misericordia mediante las cuales se acredita la fe del cristiano está en primer lugar la visita y el cuidado de los enfermos. Si las obras corporales se ocupan del cuerpo del hermano, las obras espirituales miran a la satisfacción de las necesidades espirituales.

Es verdad que, al considerar los motivos que mueven a la visita a los enfermos, se atiende sobre todo a la situación de debilidad del

3 Catecismo de la Iglesia Católica / Catechismus Catholicae Ecclesiae [CCE], n.1815. Citamos la numeración por las siglas y nos referimos a él en el texto por la abreviatura del título como Catecismo.

4 CCE, n.1853.

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cuerpo del enfermo, necesitado de cuidado físico; ahora bien, en la preocupación pastoral por quien padece la enfermedad se da un componente que ha de tenerse siempre presente: la atención al estado anímico y a la situación espiritual del enfermo. Aun cuando no se establece relación inmediata entre pecado y enfermedad de modo general, la atención pastoral al enfermo no puede sustraerse al hecho de que la raíz de todo mal estriba en nuestra condición pecadora. Así, con el cuidado material del enfermo, se dispone el cuidado espiritual que lleva consigo el servicio pastoral del sacerdote con cuantos sufren. El ministerio sacerdotal lleva consigo la paz a la conciencia del enfermo, al ofrecerle y dispensarle el perdón de los pecados en la administración de los sacramentos de la Penitencia y de la Unción de los enfermos; y con el don admirable e inmerecido por parte del ser humano del perdón y de la reconciliación con Dios y con la Iglesia, el enfermo es agraciado con la recepción de la vida divina que le llega con la Comunión eucarística.

Jesús envió a los Doce a la misión apostólica haciéndoles partícipes de su propia misión y dándoles «autoridad para expulsar espíritus inmundos y para curar toda enfermedad y toda dolencia» (Mt 10,1). Continuadores de la misión que hemos recibido de los Apóstoles, el Señor nos ha confiado a los pastores una particular atención a cuantos sufren la enfermedad del cuerpo y del espíritu. Jesús, verdadero médico de cuerpos y almas, quiso hacer de las curaciones o sanaciones que él practicaba, remedio y consuelo de los que sufrían en la fragilidad de nuestra carne mortal, un signo visible del perdón de los pecados y de la llegada del Reino de Dios a los hombres, presente en su persona. La sanación corporal y psíquica expresa, ciertamente, la nueva vida que llega con la salud, y así la narración de la curación de un enfermo por Jesús en los evangelios se hace signo visible de la sanación espiritual que el mismo Jesús ofrece al perdonar los pecados. De este modo hemos de comprender que Jesús respondiera a quienes criticaban que se atreviera a perdonar los pecados, facultad exclusiva de Dios, uniendo este perdón a las curaciones que realizaba. Recordemos la conocida escena transmitida por la crónica evangélica a propósito de la curación de aquel paralítico, al que introdujeron por el tejado en

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la casa en que estaba Jesús predicando, rodeado de muchedumbre de seguidores, para que el enfermo pudiera llegar hasta Jesús y pedir su curación. Viendo Jesús la fe que tenían —dice el evangelista— se dirigió al paralítico y le dijo: «¡Ánimo, hijo!, tus pecados te son perdonados» (Mt 9,2); pero como algunos escandalizados criticaban el atrevimiento de Jesús, éste, reafirmando su misión, en la cual descubría su verdadera identidad de Hijo de Dios, les replica: «Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados —dice entonces al paralítico—: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”» (Mt 9,6).

3 La salud es condición de bienestar, sin la cual la actividad humana se ve limitada y reducida. Cuando nos sentimos enfermos, anhelamos en cada minuto que pasa, mientras dura la enfermedad, recobrar lo más pronto posible la salud, para poder incorporarnos a nuestras actividades y sentirnos felices, y volver de nuevo a hallarnos entregados a nuestro quehacer cotidiano, disfrutando del acontecer de la vida. Sucede así porque la pérdida de la salud aparece siempre ante nosotros como manifestación de la fragilidad mortal que amenaza nuestra duración como seres vivos. Al ser sorprendidos por la enfermedad y apartados de la vida de cada día nos invade el temor de que algo amenazador y no deseado adelante el fin que de nuestra presencia en el mundo de los vivos.

De este modo, cuando el enfermo ha vencido la amenaza de la enfermedad, se reproducen en su interior los sentimientos del rey Ezequías en versos de sincera gratitud a Dios: «Yo pensé: “En medio de mis días / tengo que marchar hacia las puertas del abismo / me privan del resto de mis años” (…) “Levantan y enrollan mi vida / como una tienda de pastores. / Como un tejedor devanaba yo mi vida / y me cortan la trama”» (Is 38,10.12).

Tal es el apego a la vida que el Creador ha inducido en el corazón del ser humano que el cristiano, aun conociendo por medio de Cristo la promesa de la vida eterna y feliz más allá de la muerte y sabiendo en la fe que la muerte es tránsito para la vida definitiva, suplica al Creador que aparte de él tan gran opresión, consciente de que nada puede

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frente a la voluntad de Dios: «¿Qué le diré para que me responda, / cuando es él quien lo hace?» (Is 38,15). Aun creyendo que le espera la resurrección final y ser revestido de un cuerpo glorioso, no desea en modo alguno quien es sorprendido por la enfermedad atravesar el ciego túnel de la muerte como quien se desnuda para vestirse de nuevo de forma excelente, sino que le ocurre, tal como san Pablo dice a propósito de la resurrección de los muertos que anuncia: «No es que queramos ser desvestidos, sino más bien sobrevestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida» (2 Cor 5,4). Palabras con las que expresa el hondo anhelo de vida definitiva del cual estamos transidos y que la fe alimenta, pero que deseamos se cumpla sin que se quiebre nuestra vida presente.

Jesús manifiesta a cuantos le siguen que, más allá de los sufrimientos que ahora pesan sobre la vida presente, y más allá de la muerte que es aniquilación aparente de la vida, Dios es capaz de dar la vida de forma definitiva y plena por medio de él, pues él mismo —le dice a Marta— es «la resurrección y la vida» (Jn 11,25). Como afirma san Pablo en sus cartas, porque Jesús es el portador de la vida y «todo tiene en él su consistencia» (Col 1,17), tiene poder para anticipar en los que creen en él la vida que aguarda a los que tienen fe, ofrecida como objeto de fe en el signo visible de las curaciones que realiza. Jesús hace de sus curaciones milagrosas un signo patente del poder de Dios que actúa en él y de la llegada en su persona y en sus acciones del Reino de Dios y, contra la resistencia crítica de sus adversarios, que le acusan de arte de brujería demoníaca, Jesús aduce con convincente respuesta: «Si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11,20)5.

5 Cf. los lugares paralelos sinópticos: Mc 2,10-11; Mt 12,22-28; Lc 11,14-22.

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eL ministerio pastoraL, ministerio de sanación

1. El ministerio pastoral sirve a la humanización de la enfermedad e ilumina el valor redentor del sufrimiento humano

4 A los sacerdotes, por vuestra condición de pastores inmediatos de las comunidades a las que sois enviados por vuestro Obispo, se os confían los fieles que tenéis a vuestro cargo como destinatarios de vuestra acción ministerial. Una vez habéis asumido la misión que se os confía, os habéis convertido en los verdaderos agentes de la cura pastoral de los fieles en cualquiera de las edades y estados en que se encuentren. Todos los fieles son objeto de la cura pastoral, pero necesitan una particular atención justamente los más débiles, entre los cuales se encuentran los enfermos. Predilección que es expresión de la misericordia de Dios revelada en la gran caridad de Cristo con los niños, las mujeres, en tiempos de Jesús mucho menos valoradas que los varones; los pobres y marginados, los pecadores y también los enfermos. Por esto mismo, atendiendo al núcleo del mensaje evangélico, Jesús ha de ser, en consecuencia, el verdadero modelo de acción con que cuenta el sacerdote y cuantos colaboran con él en la pastoral de enfermos6.

Cuando Jesús quiere explicar el alcance de su misión redentora se sirve de la imagen de la enfermedad que es preciso diagnosticar y curar, imagen que los oyentes y seguidores de Jesús podían entender

6 Cf. ARH, nn. 26-38.

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mucho mejor al poner las palabras de Jesús en relación con sus acciones de curación. Por eso, cuando sus adversarios le acusan de verse y tratarse con pecadores, sirviéndose de la imagen de la enfermedad dirá: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos» (Lc 5,31). Jesús, al servirse de esta imagen, no quiso vincular la enfermedad a la condición pecadora personal del enfermo, sino que vio en la enfermedad una ocasión para que se revele la gloria de Dios en la curación del enfermo. Así respondió a sus discípulos que, conforme a la mentalidad de la época y cultura religiosa hebrea, vinculaban la enfermedad al pecado personal del enfermo o de sus progenitores: «Ni éste pecó ni sus padres, sino [nació ciego] para que se manifiesten en él las obras de Dios» (Jn 9,3).

Aun así, en algunos pasajes evangélicos, Jesús pone la enfermedad en relación con la situación pecadora del hombre, que puede conducirle a la enfermedad. Dios no castiga a nadie con la enfermedad, pero las acciones y conducta del ser humano pueden conducirle a ella, como se hace patente, por ejemplo, en todas las adicciones de diagnóstico grave. En el pasaje del evangelio de san Juan que narra la curación del paralítico de la piscina de Betesda, se incluye la advertencia de Jesús después de la curación: «Más tarde lo encuentra Jesús en el templo y le dice: “Mira, has quedado sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor”» (Jn 5,14). Con estas palabras Jesús vincula las acciones curativas que lleva a cabo con el ministerio de redención que el Padre le ha encomendado. Las imágenes de la enfermedad y de la curación que él lleva a cabo le acreditan, porque en verdad son los enfermos los que tienen necesidad de médico y él, médico divino de las almas y de los corazones puede por eso decir de sí mismo: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan» (Lc 5,32).

De ahí la importancia que tiene considerar que el ministerio sacerdotal con los enfermos tiene una dimensión de ayuda y acompañamiento en la clarificación de la propia conciencia en espera de cura plena, es decir, de redención definitiva; y, por eso mismo, de perdón y purificación. En este acompañamiento que incluye la preparación del enfermo para el sacramento de la Penitencia, el

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sacerdote ayuda al enfermo a «discernir entre la angustia que genera la enfermedad y el sentimiento de culpa proveniente de sus pecados»7. No se trata de arrancar la confesión al enfermo, sino de que llegue a ella como quien ha descubierto la necesidad de convertirse siempre más al Señor y, en consecuencia, realizar el cambio de vida que devuelve la salud espiritual8, significada en la sanación corporal que espera alcanzar con la ayuda de los cuidados sanitarios. Si el médico espiritual renuncia a curar espiritualmente al enfermo, la sola recuperación física que puede lograr gracias al cuidado médico del cuerpo no le habrá devuelto a la comunidad de los sanos plenamente saludable.

2. Enfermedad, culpa y redención

5 Esto no significa que se haya de culpabilizar la conciencia del enfermo, pues el sufrimiento de una enfermedad no está vinculado con automatismo alguno a los pecados personales. Sin embargo, porque los sufrimientos físicos y morales tienen su causa última en la condición pecadora de la humanidad desde el principio, que ha requerido de la redención de Cristo, el enfermo puede vivir la experiencia de su enfermedad como una experiencia límite, en la que Dios le ofrece la gracia de poder asociar el dolor de sus padecimientos a la pasión de Cristo; de unir sus sufrimientos a los sufrimientos de aquel que «sufrió su pasión, de una vez para siempre, por los pecados, el justo por los injustos, para conducirnos a Dios» (1 Pe 18). Asociado a la pasión de Cristo, Dios ofrece al enfermo, revestido de la justicia de Cristo, la oportunidad de colaborar con aquel que por nosotros «ha pagado la deuda de Adán»9, convirtiéndose espiritualmente en cooperador de la obra redentora de Cristo.

Mediante los sufrimientos de diverso género que acompañan la vida del ser humano, el cristiano que los asume, sabiendo que es

7 ARH, n.75.8 ARH, nn.76-77.9 Misal Romano: Pregón pascual (de la Vigilia del Sábado Santo).

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hijo de Dios y confía en él como quien ha sido hecho hijo de Dios por Jesús, se purifica ya en esta vida cumpliendo en ella las penas temporales que lleva consigo la condición de pecador. No se ha de concebir la enfermedad como una pena infligida por Dios desde el exterior, sino como algo que pertenece y acompaña la misma condición pecadora en la que se encuentra el ser humano, de la cual ha de ser plenamente liberado por Dios, porque le ha amado hasta la entrega de su Hijo único «para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

Sin que haya de entenderse de forma ingenua, el Catecismo enseña, por eso, que la experiencia de la enfermedad y la muerte, igual que los sufrimientos y las fragilidades inherentes a la vida, incluidas las debilidades de carácter y la permanente inclinación al pecado permanecen en el ser humano después del bautismo como consecuencias temporales del pecado10. Por esto mismo, la enfermedad puede ser vivida espiritualmente como experiencia y proceso de purificación personal, pena temporal que se suma a otras penas y sufrimientos, para cuyo padecimiento y superación Dios no deja nunca solo al ser humano. En este sentido afirma: «El cristiano debe esforzarse, soportando pacientemente los sufrimientos y las pruebas de toda clase y, llegado el día, enfrentándose serenamente a la muerte, por aceptar como gracia estas penas temporales del pecado»11.

Es verdad que en la enfermedad y el sufrimiento el hombre experimenta su impotencia, sus límites y finitud, hasta el punto de que toda experiencia de enfermedad puede hacer entrever al enfermo la muerte12, llevándole «a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios»13; pero «puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con

10 CCE, n.264.11 CCE, n.2447.12 CCE, n.1500.13 CCE, n.1501.

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mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a él»14.

6 El sacerdote ha de afrontar con realismo la situación de cada enfermo y ayudarle a no hurtar una experiencia espiritual que puede ser vivida como experiencia de gracia y no de consuelo ilusorio. Vivimos en una sociedad en la que apenas se soporta el sufrimiento con entereza, donde no se afronta su desafío, aunque con la legitimidad de poder luchar contra el dolor sirviéndose de los analgésicos y medios médicos moralmente válidos, que ayudan a soportarlo sin aniquilar la conciencia del enfermo, como negativa cerrada a padecer la enfermedad y a no querer percatarse de la proximidad de la muerte. La nuestra es una cultura de la «eterna juventud», con grandes dificultades psicológicas para afrontar metas que exijan sacrificio; una cultura que no propone otro ideal que el disfrute placentero de la vida, resueltamente decidida a ocultar la cotidianidad de la muerte alejando al enfermo del medio familiar. Aunque no se puede decir que los enfermos sean confinados en los hospitales, en ellos los enfermos pueden vivir situaciones límite, no sólo por la amenaza que se cierne sobre su salud, sino porque el mismo centro hospitalario contribuye al aislamiento en sí mismo del enfermo.

El hospital representa, ciertamente, uno de los mayores logros tecnológicos puesto al servicio del cuidado de la salud y la salvaguarda del derecho fundamental a la misma, pero adolece de inconvenientes que se le hacen de difícil superación a muchos enfermos, a veces a causa del exceso de población y otras a causa del tratamiento distante e instrumental que, también con frecuencia, se da entre el cuidador y el enfermo, que sólo se puede paliar con la presencia de los familiares cercanos. Esto sin contar las dificultades que plantea la aplicación de algunas terapias y tratamientos de la enfermedad sirviéndose del desarrollo de algunas tecnologías. Decían los obispos de la Comisión de Pastoral en el documento citado: «El progreso de la tecnología

14 Ibid.

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médica permite intervenir de manera cada vez más eficaz en orden a aliviar el sufrimiento y prolongar la vida, pero plantea complejos y delicados problemas morales»15, para insistir a continuación sobre la dificultad real que plantea el hecho de que si bien el cuidado de la salud y la asistencia a los enfermos ha pasado a ser un derecho, en la práctica la masificación y la burocratización de la sanidad representan deficiencias no pequeñas del sistema sanitario público16.

Mas no sólo están los problemas que plantea el sistema sanitario como tal, que con todo representa un avance enorme en las sociedades del bienestar y un servicio a la salud de alto valor humano, en una sociedad que ha avanzado hacia el tratamiento de la enfermedad como cobertura del derecho general a la salud, sean cualesquiera que sean los pacientes. Hoy se da además una cierta participación general en la idea según la cual la persona que enferma percibe fácilmente como una agresión al derecho a la salud que su caso no llegue a ser resuelto por el sistema sanitario, olvidando que la enfermedad es un hecho que acompaña la existencia del ser humano. Por esto los obispos precisaban: «Los avances de la medicina moderna han traído consigo la superación de muchas enfermedades y el aumento de la duración media de la vida, pero también el aumento de la morbilidad y el debilitamiento psicológico, social y espiritual ante el sufrimiento»17.

Se trata del resultado que ha producido la convergencia del desarrollo tecnológico que ha hecho creer que el derecho a la salud es ilimitado, y que no es posible sucumbir a la enfermedad en razón del desarrollo de la técnica diagnóstico y curativa, y la implantación de una cultura «líquida» que caracteriza a las sociedades del bienestar, donde se promueve un tipo de ser humano liviano y frágil que, privado además por el laicismo imperante de convicciones religiosas que propicien la entereza de ánimo, deja desprotegida a la persona humana frente al sufrimiento, una vez reprimida la condición espiritual del ser humano.

15 ARH, n.11. 16 ARH, n.12.17 ARH, n.11.

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En esta situación cultural, el sacerdote no puede renunciar a ser portador de los valores del espíritu sin capitular renunciando a la misión que Cristo ha confiado a los apóstoles: llevar la buena noticia de la salvación, el consuelo y la esperanza de la vida eterna al corazón de cuantos saben o aceptan con humildad gozosa que son amados de Dios, que ha cancelado el pecado y ha otorgado el perdón. Prolongando en el tiempo la misión del Siervo del Señor, el sacerdote ha sido enviado «para curar los corazones desgarrados», y «para consolar a los afligidos» (Is 61,1.2).

Este consuelo que lleva el sacerdote al enfermo de parte de Dios sólo alcanzará su objetivo, si le ayuda a reconocer su propia situación espiritual y recibir el perdón y la gracia regeneradora de vida eterna, que le abrirá a una comprensión según la mente de Dios del alcance espiritual de sus sufrimientos. Sin establecer una relación personal causativa entre pecado y enfermedad, ésta es preciso comprenderla en relación con la condición humana en el estado infralapsario, es decir, infra lapsum, posterior a la caída original y sometido a sus consecuencias del pecado de todos los hombres, puesto que, como argumenta san Pablo «no hay distinción, ya que todos pecaron y todos están privados de la gloria de Dios y son justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención realizada en Cristo Jesús» (Rom 3,22b-24).

El que ejerce el ministerio sacerdotal no puede obviar esta situación del ser humano cuando es sometido por la enfermedad al estado de debilidad en que el hombre vive. Se comprende entonces la importancia que tiene ayudar a vivir la propia enfermedad como experiencia de gracia afrontando determinación, al tiempo que con humilde y esperanzada confianza en Dios, los sufrimientos de la enfermedad. Si el cristiano vive así el dolor y las limitaciones de la enfermedad, saldrá de ella reconfortado, cuando por la misericordia de Dios logra la plena curación de sus dolencias y recobra la plenitud de vida que trae consigo la salud; o, si la enfermedad se hace crónica y su curación es pasajera, recobrará aquella paz que nutre la fortaleza moral de quien saca el mayor partido espiritual de la debilidad terrena que acompaña a toda criatura.

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7 Sacar provecho espiritual al dolor sólo es posible cuando se tiene plena conciencia de nuestra condición de criaturas. El sacerdote está para recordar a todos que «en Dios vivimos, nos movemos y existimos» (Hech 17,28), porque sólo Dios tiene consistencia y es la roca sobre la que se levanta la construcción, siempre frágil, de nuestra existencia; y sin cimentación sobre el suelo firme de Dios no es posible la construcción de la vida humana. El profeta Isaías advierte al rey de Judá Ajaz: «Si no os afirmáis en mí, no seréis firmes» (Is 7,9), que algunas versiones rezan así: «Si no creéis, no subsistiréis»; versión que nos remite relacionalmente a la sentencia de Habacuc: «El justo por su fe vivirá» (Ha 2,4). San Pablo se apoya en el profeta para sentar el principio de la justificación por la fe en el Evangelio, «porque en él se revela la justicia de Dios, de fe en fe» (Rom 1,17).

Es necesario tenerlo presente para poder hablar con sentido de cómo por la fe en Cristo crucificado, el sufrimiento que la enfermedad inflige a quien la padece puede ser vivido como medio de purificación personal y participación en la obra redentora de Cristo; porque, mediante la luz de la fe, el enfermo, igual que todos los bautizados, posee certeza plena en la duración de la vida, incluso más allá de la muerte. La fe incorpora al enfermo al dinamismo redentor por la comunión con los sentimientos de Cristo sufriente, al cual ahora «le vemos coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios gustó la muerte para bien de todos» (Hb 2,9b). Llegó a la muerte, inexorable destino de todos los mortales después de haber padeció la pasión y la muerte para rescatarnos del pecado y librarnos a nosotros de la muerte eterna. La primera carta de san Pedro recoge este principio salvífico invitando a los cristianos a ponerlo en práctica con alegría, porque los sufrimientos representan una prueba de purificación de la fe y son camino hacia la glorificación del que los padece. Por eso dice a aquellos cristianos de la primera hora que no se extrañen de los sufrimientos que puedan sobrevenirles como «fuego» que prende entre ellos, aludiendo de este modo a la persecución de los cristianos (1 Pe 4,12); antes bien, les dice: «alegraos en la medida en que participáis en los sufrimientos

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de Cristo, para que también os alegréis alborozados en la revelación de su gloria» (1 Pe 4,13).

El apóstol san Pablo refiriéndose a sus propios sufrimientos, unos ocasionados por la predicación evangélica y otros resultado de la enfermedad, se alegra de poder sufrir por Cristo teniendo en cuenta el valor de sus sufrimientos; por eso les dice a los de Colosas: «Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24).

En todas las cartas del Apóstol de las gentes está presente y operativa esta idea que encontramos en la primera carta de san Pedro (1 Pe 4,13; 5,1), según la cual aquellos a los que «el bautismo ha hecho partícipes de los sufrimientos de Cristo reciben la certeza de participar también de su gloria»18. Comentando estas palabras del apóstol el santo papa Juan Pablo II escribía en su encíclica sobre el sufrimiento humano: «La alegría deriva del descubrimiento del sentido del sufrimiento; tal descubrimiento, aunque participa en él de modo personalísimo Pablo de Tarso que escribe estas palabras, es a la vez válido para los demás. El Apóstol comunica el propio descubrimiento y goza por todos aquellos a quienes puede ayudar —como le ayudó a él mismo— a penetrar en el sentido salvífico del sufrimiento»19.

En verdad, el valor salvífico del dolor ilumina los sufrimientos que lleva consigo la vida y que acarrean al ser humano enfermedades físicas y psíquicas, y las heridas que el mal moral inflige en el alma de las personas, ayudando a soportar todo con fe y paciencia, mientras se lucha contra la enfermedad y contra las causas del mal moral.

8 Es preciso reconocer que los dolores y sufrimientos que nos afligen suponen de hecho un golpe tan duro en el alma humana que hay personas que no los pueden soportar. A todos se ofrece la experiencia que a menudo se nos impone sorpresivamente, cuando

18 Nota de la Biblia de Jerusalén a 1 Pe 4,13 (cf. 2 Cor 1,5.7 y Fil 3,10).19 San Juan Pablo II, Carta encíclica sobre el sentido cristiano del sufrimiento

humano Salvifici doloris [SD] (11 de febrero de 1984), n.1.

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alguna persona a la que conocemos o de la que se nos habla con hondo pesar se ha encerrado en sí misma derrumbada por la llaga que le hace sangrar el corazón en forma tal hasta perder la salud y el equilibrio psíquico y emocional, cayendo a veces bajo el sufrimiento de nuevas enfermedades. Sobre todo, enfermedades de carácter psíquico, particularmente las depresiones, que aniquilan el ánimo de seguir el impulso de la vida y con frecuencia empujan a quienes las padecen al abismo del suicidio. En otros casos, el sufrimiento físico y moral padecido ha aprisionado a la persona en modo tal que el rencor y el resentimiento ahogan la alegría de vivir e incapacitan a quienes así padecen para las relaciones humanas y la reconciliación con la vida y con aquellas otras personas a las que culpan, con razón o sin ella, de sus sufrimientos.

Por esta razón es necesario volver sobre las palabras de san Pablo a los Colosenses, y repasar la doctrina de la fe que expone con claridad el Catecismo de la Iglesia Católica, que afirma cómo la enfermedad es consecuencia temporal del pecado; igual que lo es la muerte o las fragilidades de la vida, las debilidades de carácter y la inclinación al pecado20. La enfermedad forma, por ello, parte de la «miseria humana» necesitada de redención. El Catecismo es claro y recoge, además del magisterio conciliar de Trento acerca de las consecuencias del pecado original21, el magisterio más reciente, según el cual, las múltiples formas de «indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o psíquicas y, por último la muerte» tienen que ver con el estado real de miseria humana; es decir, con el estado de «debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad que tiene de salvación»22.

San Juan Pablo II, que además sufriría en sí mismo, años después de haber escrito la encíclica Salvifici doloris, las limitaciones de una cruel enfermedad durante años y que supo comprender su sufrimiento

20 CCE, n.1264.21 Concilio de Trento: 5ª sesión. Decreto sobre el pecado original: DH 1511.22 Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Libertatis conscien-

tia, n.68: AAS 79 (1987) 583; texto cit. en CCE, n.2248.

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a la luz de la fe hasta sentirse físicamente crucificado con Cristo, iluminaba en aquella encíclica con gran hondura el misterio del dolor. Unido al de Cristo, el dolor humano sigue salvando al mundo, porque se hace prolongación del mismo sufrimiento de Cristo. De ahí que la cura pastoral de los enfermos ayude de forma singular a descubrir a cuantos sufren el alcance redentor de su propio sufrimiento. Decía el Papa Juan Pablo II refiriéndose al sufrimiento de Cristo con relación a su misión mesiánica:

«Ante el hermano o la hermana que sufren, Cristo abre y despliega gradualmente los horizontes del Reino de Dios, de un mundo convertido al Creador, de un mundo liberado del pecado, que se está edificando sobre el poder salvífico del amor. Y, de una forma lenta pero eficaz, Cristo introduce en este mundo, en este Reino del Padre al hombre que sufre, en cierto modo a través de lo íntimo de su sufrimiento. En efecto, el sufrimiento no puede ser transformado y cambiado con una gracia exterior, sino interior. Cristo, mediante su propio sufrimiento salvífico, se encuentra muy dentro de todo sufrimiento humano, y puede actuar desde el interior del mismo con el poder de su Espíritu de Verdad, de su Espíritu Consolador»23.

Este es el gran reto de la cura pastoral que se desenvuelve de modo particular en el ámbito personal del sufrimiento de los pacientes de un centro sanitario. Al acompañar espiritualmente a cuantos sufren el dolor de la enfermedad y al perdonar los pecados, y llevar el consuelo de la sagrada Comunión como alimento de vida eterna a cuantos no pueden acudir al sacrificio eucarístico; al dar el óleo santo a los enfermos y el viático a los moribundos, los sacerdotes hacen presente a Cristo entre los que sufren enfermos, ayudándoles a perfeccionar la ofrenda de sí mismos a la voluntad de Dios y ejercer el sacerdocio común de los fieles, por el cual participan en la ofrenda de Cristo.

9 Se comprende así que el ministerio sacerdotal para con los enfermos ayude a éstos a descubrir la singular dimensión redentora del dolor humano, en la cual se expresa la misericordia de Dios revelada en la cruz de Cristo; así como la gozosa realidad y experiencia del perdón de los pecados con la esperanza de la

23 SD, n.26.

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gloria futura. ¿Cómo no comprender, entonces, que el cuidado pastoral de los enfermos es un ministerio que, contando con la ayuda inestimable de tantas personas de vida consagrada y laicos voluntarios auxiliares, que gozan del particular carisma de aliviar y socorrer a los enfermos, requiere la presencia y acción pastoral del sacerdote, ministro del perdón y de la gracia misericordiosa? En el ejercicio de este ministerio nadie puede suplir al sacerdote, ni menos repartirse entre el sacerdote que ocasionalmente acudirá a ungir (cuando todavía es posible hacerlo) a los enfermos ya agonizantes y el voluntariado católico repartiéndose a parte iguales los tiempos de atención espiritual a los enfermos.

El ministerio sacerdotal al servicio espiritual de los enfermos no consiste sólo en dispensar las acciones específicamente sacramentales, como en el caso de la confesión y de la unción de enfermos, sino en la naturaleza e identidad propia de la acción sacerdotal, portadora de la palabra de la reconciliación y de la misericordia divina que libera de toda culpa y da la paz y conformidad que el enfermo necesita para poder soportar y vivir incluso con alegría interior el trace de la enfermedad. El sacerdote, cuando ya es inexorable el agravamiento de la salud del enfermo, está para ayudar al enfermo, del modo en que sólo el sacerdote puede hacerlo, a adoptar la misma disposición a la muerte con la que Cristo entregó su espíritu al Padre, en la plena confianza de ser escuchado, aun cuando el tránsito hacia la luz pase por la oscuridad inexplorada de la muerte24. Nunca como en este trance, por el que todos los humanos hemos de pasar alcanzan a tener un sentido iluminador de esta experiencia límite las palabras del salmo: «Aunque camine por cañadas oscuras / nada temo, porque tú vas conmigo: / tu vara y tu cayado me sosiegan» (Sal 22,4).

Confortado y acompañado por las palabras sacerdotales el que siente cómo pierde la vida, reconciliado con Dios por el sacramento de la Penitencia y ungido con el bálsamo de la sanación del pecado, que comunica el principio de la salud eterna, aun cuando ya no se manifiesten sus efectos en el cuerpo del enfermo, sale al encuentro

24 Cf. ARH, nn. 94-98 (atención pastoral de los enfermos graves y moribundos).

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del Redentor del hombre. El sacerdote abre al enfermo a la esperanza de la liberación de todo sufrimiento, para que se entregue al amor paternal de Dios acompañado por el buen Pastor, camino de la luz esclarecedora del misterio de la vida que brilla en el rostro de Cristo glorificado.

Ayudándole a morir, el sacerdote ha ayudado al enfermo que deja este mundo a vivir para siempre, conforme a la enseñanza del santo papa Juan Pablo II, cuando dice: «El hombre muere, cuando pierde la vida eterna. Lo contrario de la salvación no es, pues, solamente el sufrimiento temporal, cualquier sufrimiento, sino el sufrimiento definitivo: la pérdida de la vida eterna, el ser rechazado por Dios, la condenación. El Hijo unigénito ha sido dado a la humanidad para proteger al hombre, ante todo, de este mal definitivo y del sufrimiento definitivo»25.

25 SD, n.14.

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iii

caridad pastoraL para con Los enfermos y ancianos en Las comunidades parroquiaLes

10 Junto con los enfermos hay personas a las que el ministerio de sanación espiritual del sacerdote en cuanto pastor inmediato de la comunidad parroquial ha de incluir en su caridad pastoral. Se trata de aquellos que, con cuantos padecen la enfermedad y necesitan que se alivien sus sufrimientos, se hallan en situación de debilidad extrema y que, por su situación, requieren mayor atención y cuidado. Se trata de aquellas personas afectadas por enfermedades que no son graves ni temporales, pero sí crónicas; personas que, aun no siendo portadoras de un diagnóstico médico grave, padecen dolencias que influyen negativamente sobre su estado de ánimo, llegando incluso a modificar su carácter. Son dolencias que en ocasiones recluyen a estas personas en sí mismas alejándolas de la vida social y apartándolas del alivio que lleva de suyo consigo la convivencia con otras personas, sobre todo las allegadas por parentesco o por la vecindad y amistad.

Con estos enfermos crónicos hay que tener también la atención pastoral debida para con las personas ancianas, muchas de ellas aquejadas de la soledad que viene a sumarse a su gran debilidad, tornando más frágil aún su situación. Hay ancianos que requieren ser internadas en plantas asistidas y dotadas de diversos cuidados y terapias que vayan paliando el debilitamiento físico y psíquico, resultado de enfermedades que agravan el precario estado de salud debido a la edad. Por desgracia, los ancianos no son hoy apreciados como en tiempos pasados ni considerados portadores de la sabiduría,

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como sucedía en la cultura de nuestros mayores; ni siquiera, en mu-chos casos, portadores de experiencia valiosa y memoria histórica. La civilización de la eficacia entiende hoy la felicidad sanitaria como propuesta falaz de «eterna juventud», conforme a la mentalidad cul-tural antes indicada, empujando al arrinconamiento de los ancianos, incluso cuando se les deja en buenas residencias asistidas, excluidos del ritmo de vida de la población sana.

El santo papa Juan Pablo II reivindicaba la utilidad de los ancianos contra la desconsideración con que los puede tratar la cultura de la eficacia de nuestros días. En la conocida carta a los ancianos con motivo de la preparación al tercer milenio de la era cristiana, decía el Papa que «excluirlos es como rechazar el pasado, en el cual hunde sus raíces el presente»; y añadía cómo «desde esta perspectiva, los aspectos de la fragilidad humana, relacionados de un modo más visible con la ancianidad, son una llamada a la mutua dependencia y a la necesaria solidaridad que une a las generaciones entre sí, porque toda persona está necesitada de la otra y se enriquece con los dones y carismas de todos»26.

11 Las residencias son necesarias, ciertamente, pero para que cumplan su verdadera misión humana requieren la colaboración de la comunidad con salud, empezando por la familia de los ancianos, a cuyas atenciones se suma la ayuda que les prestan las diversas terapias, el cariño de sus cuidadores y monitores, y la atención espiritual de los sacerdotes y sus colaboradores pastorales. En este orden, los familiares y allegados a los ancianos han de ser los primeros en respetar la verdadera identidad y estado de las personas de edad avanzada, sin tener la pretensión falta de criterio de proponerles y hacerles objeto de un programa concebido tan sólo desde el imperativo del principio del placer, con la vana pretensión de hacerles capaces de una vida placentera que no puede declinar, excluyendo por razones ideológicas que un anciano no pueda rehacer su propia biografía

26 San Juan Pablo II, Carta del Santo Padre Juan Pablo II a los ancianos (Ciu-dad del Vaticano, 1 de octubre de 1999), n.10.

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personal, matizarla a la luz de la conciencia moral, disponerse a asumir en libertad la posibilidad real de la muerte, contemplada con mayor realismo, y renunciar al simulacro de un ideal de juventud ya vivido como etapa de la vida sin falsos traumas por el hecho de envejecer.

El acompañamiento de los ancianos lleva consigo el respeto a su realidad objetiva y la voluntad de servirles en las carencias y necesidades que la edad acumula haciendo grata su vida y contribuyendo con ello a la serena felicidad de la ancianidad. Para que sea así es preciso ayudar también a los ancianos a integrar espiritualmente el valor del dolor y del sufrimiento humano, porque, en última instancia, sólo quien sabe convivir y soportar su propio dolor físico o moral acepta de sí mismo toda la verdad de la criatura, abriendo su existencia a la consumación de gracia que Dios le ofrece en Cristo invitándole a la esperanza de llegar a participar en plenitud de la vida divina, que la vida sacramental le anticipa gracias al ministerio de los sacerdotes.

Así, pues, los ancianos junto con los enfermos han de ser objeto del cuidado y de la caridad pastoral, que han de aportar, como bien saben los sacerdotes experimentados, aquella luz espiritual y aquel afecto humano lleno de caridad. De lo dicho se deriva la norma pastoral que mueve a los sacerdotes, inspirados por la caridad pastoral, a prolongar en la atención espiritual a los ancianos y enfermos las acciones de sanación de Jesús y consuelo de cuantos sufren, expresión de la ternura misericordiosa de Dios, que les lleve el más hondo y seguro consuelo del amor de Dios, regazo de la vida y sostén de cuantos sufren, porque por designio del Padre aquel que era Dios de Dios, por ser Hijo eterno del Padre, se ha hecho hombre por nosotros y solidario del dolor humano en la cruz. En el ministerio sacerdotal para con los ancianos, muchos de ellos extremadamente limitados en su vida ordinaria, y los enfermos toda la comunidad ha de ver hasta qué grado insospechado se hace palpable experiencia la verdad revelada en Cristo: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1).

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El sacerdote tiene que incluir entre sus acciones pastorales la visita a los ancianos que no pueden salir de casa o permanecen internos en las residencias, y a los enfermos que permanecen en sus casas después de un tiempo de internamiento en los hospitales o bien de forma temporal, acudiendo a encontrarse con ellos y a acompañar a sus familiares. Asimismo, siempre que le sea posible, ha de tener en cuenta que algunas visitas tienen un particular agradecimiento; se trata de aquellas visitas a los enfermos internados en los hospitales de la capital y de la provincia. Del mismo modo, las visitas a los ancianos internados en las residencias de diversa iniciativa social, particularmente en las de la Iglesia. Hay que realizar estas visitas con esmero y delicadeza, sin dejar de visitar también a los ancianos en sus casas y las de sus hijos, y en las residencias e incluso en los llamados «centros de día» de vuestra demarcación parroquial.

Naturalmente, dado el cúmulo de obligaciones pastorales y tareas que hoy se imponen a los sacerdotes, habida cuenta de la necesidad de contar con más sacerdotes para mejor atender las necesidades pastorales, no siempre es posible llevar un ritmo de visitas como sería deseable. Los sacerdotes cuentan con colaboradores, cuya asistencia pastoral es preciso apreciar, sin que esto suponga, como diré a continuación, desentenderse de una acción específicamente pastoral que requiere el compromiso del sacerdote, el cual no puede descargarse de un cometido en el que tiene una misión que le es propia.

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iV

La ayuda de Los coLaboradores deL ministerio pastoraL

1. Un servicio pastoral que se ofrece a cuantos sufren y se debilitan

12 Si bien esta Instrucción pastoral afecta a todos los agentes de pastoral, no parece adecuado dirigirla en términos generales a los «agentes de la pastoral de enfermos», ya que la responsabilidad pastoral es específica de los que, por vocación y llamada de la Iglesia, han recibido el sacramento del Orden y han sido constituidos pastores en la comunidad cristiana por el Obispo diocesano; ya se trate de sacerdotes seculares o regulares, ya que la colación de todos los oficios eclesiásticos corresponde al Obispo diocesano en su Iglesia particular27.

Así, pues, estas reflexiones que os invito a considerar por vuestra parte, queridos sacerdotes, tienen la función de resaltar la importancia que en vuestro ministerio tiene la atención a los enfermos y su alto valor pastoral, a pesar de que muchas veces os veáis obligados a desempeñarlo sin dejar de dedicaros a todos los demás campos de acción que os son propios como pastores inmediatos de las comunidades parroquiales. A estas comunidades habéis sido destinados por el Obispo, incluyendo en este envío a los religiosos presbíteros que, con la presentación o anuencia de sus superiores mayores para el oficio eclesiástico28, o bien

27 CIC, can. 157.28 CIC, cann. 158 y 682 §1.

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por fidelidad a su propio carisma religioso, sirven esta cura pastoral de enfermos, sin dejar de cumplir cuanto lleva consigo la comunidad de vida consagrada y los diversos apostolados que le son propios.

Tengo presente que la pastoral de enfermos la lleváis a cabo de modo ordinario, atendiendo a los feligreses enfermos temporales o crónicos en sus domicilios; o prestando auxilio y acompañamiento espiritual a los ancianos que han dejado de habitar sus casas familiares o se encuentran en residencias dentro de vuestras demarcaciones parroquiales, a las que prestáis vuestra atención pastoral. Con muchas de estas residencias se han establecido en la diócesis algunos convenios de atención pastoral, cuya finalidad es regular la asistencia que se les puede prestar; mientras que en otras todo queda a la mejor disposición posible del Cura párroco del lugar y de las demarcaciones parroquiales. Lo cual resulta comprensible, dadas las ocupaciones apostólicas y pastorales que los párrocos habéis de atender; bien es verdad que, en la mayoría de los casos, con la asistencia de personas apostólicas y de la mejor voluntad que desean tomar parte en la vida de la Iglesia ayudando a los pastores en su compleja tarea pastoral.

Quiero por esto mismo referirme a esta ayuda, para recordar a todos que es preciso saber qué pueden y qué no pueden llevar a cabo los fieles, para auxiliar el trabajo pastoral de los sacerdotes. Aun cuando contéis con colaboradores en la puesta en práctica de una pastoral de enfermos parroquial, vuestra presencia a la cabecera de la cama de los enfermos y vuestro diálogo pastoral con ellos y sus familiares tienen un valor propio, específicamente ministerial. Es preciso que procedáis así porque lo exige la situación de la persona enferma y la identidad de vuestro ministerio, de modo que la administración de los sacramentos «constituya, habitualmente la culminación de una relación significativa con el enfermo y el resultado de un proceso de fe realizado por éste»29. Sólo el diálogo pastoral que precede al sacramento desencadena el dinamismo relacional entre enfermo y sacerdote que da cauce a la gracia transformadora de la vida del enfermo.

29 ARH, n.69.

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En este diálogo es también importante contar con la disposición y preparación para el mismo que puede venir de los colaboradores del sacerdote, pero su colaboración no sustituye el diálogo propiamente sacerdotal y el trato pastoral específico que realiza el sacerdote en razón del propio ministerio. De la convergencia de acciones de cuantos rodean al enfermo y del sacerdote se da cauce a la celebración sacramental que alivia y dispone al enfermo para la acción divina que lo transforma, ya que, en efecto, «los sacramentos, signos que atestiguan el amor de Dios al enfermo, no deben ser ritos aislados sino gestos situados en el corazón de una presencia fraternal»30.

En el marco de esta presencia fraternal de cuantos asisten al enfermo, los sacerdotes tienen su propia misión y trato con el enfermo, porque son los portadores de la palabra de salvación y ministros del perdón y de la gracia, y a los sacerdotes se ha confiado la dispensación de los sacramentos. Por eso, habéis de ejercer este ministerio sin regateos, sin hurtar el tiempo, razonablemente establecido en las visitas y servicios litúrgicos bien programados, es el medio de llevar a cuantos se hallan afectados por las dolencias que la enfermedad acarrea la alegría de la salvación y aliento de la fe. Gracias a vuestro ministerio, se acrecienta en los enfermos la alegría interior de la fe que los sostiene en el duro trance del sufrimiento, crece en ellos la esperanza de recuperar la salud; o de afrontar la duración indefinida de la enfermedad y, cuando es irremediable, prepararse para el trance definitivo de una muerte posible y, sencillamente, cercana por la irremediable limitación que la edad imprime a la vida.

Esta alegría de la fe y la esperanza cristiana que a vosotros, hermanos sacerdotes, se os encomienda distribuir se extiende con la ayuda de vuestros colaboradores, de modo especial los diáconos, verdaderos ministros de la Palabra y portadores del cuerpo santísimo del Señor31; y entre los fieles no ordenados en particular las religiosas y los ministros extraordinarios de la sagrada Comunión; así como

30 Ibid.31 CIC, can. 757 (ministro de la Palabra); can. 910 §1 (ministro ordinario de la

sagrada Comunión).

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los visitadores de enfermos que os acompañan, auxilian y apoyan vuestro ministerio. Es verdad que este auxilio y apoyo es valioso por el compromiso apostólico que representa de su parte y les hemos de estar muy agradecidos, pero vuestros colaboradores no pueden suplir vuestro ministerio propio ni en las parroquias ni en los hospitales y centros sanitarios. Será necesario recordar la Exhortación apostólica postsinodal sobre los fieles laicos de san Juan Pablo II, quien afirmaba refiriéndose a las tareas pastorales de suplencia realizadas por algunos fieles laicos y que éstos pueden realizar por utilidad o necesidad pastoral, sobre todo cuando faltan los ministros ordenados: «Sin embargo, el ejercicio de estas tareas no hacen del fiel laico un pastor: en realidad no es la tarea la que constituye un ministro, sino la ordenación sacramental»32.

2. Un servicio pastoral que requiere el Orden sacerdotal

13 La doctrina de la fe, tal como acabamos de recordarlo, establece que, por institución divina33, para el ejercicio del ministerio pastoral se requiere el Orden sacerdotal, lo que es particularmente pertinente decir del oficio de párroco, como lo recordaba en su momento la Congregación para el Clero: «Para desempeñar la misión de pastor en una parroquia, que comporta la plena cura de almas, se requiere de modo absoluto el ejercicio del orden sacerdotal. Por tanto, además de la comunión eclesial, el requisito explícitamente exigido por el derecho canónico para cualquiera que pueda ser nombrado válidamente párroco es que haya sido constituido en el sagrado Orden del presbiterado»34.

32 San Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal sobre vocación y mi-sión de los laicos en la Iglesia y en el mundo Christifideles laici (30 de agosto de 1988) [CL], n.23c. Subrayado del Papa.

33 Concilio de Trento: 23ª sesión (15 de julio de 1563): DH 1764.1766.1771. Concilio Vaticano II: Constitución dogmático sobre la Iglesia Lumen gentium, n.28.

34 Congregación para el Clero, Instrucción El presbítero, pastor y guía de la comunidad parroquial (4 de agosto de 2002), n.20; cf. la norma del CIC, can. 521 §1.

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Del mismo modo, para el nombramiento de rector de una iglesia se requiere haber recibido el orden sacerdotal, sin que pueda extenderse a otros fieles, aunque se trate de personas consagradas por los votos religiosos; porque, según el derecho de la Iglesia, son rectores de las iglesias «aquellos sacerdotes a quienes se confía la atención de una iglesia no parroquial ni capitular, ni tampoco aneja a la casa de una comunidad religiosa o de una comunidad de vida apostólica que celebre en ella los oficios»35. Es obvio que, dado que se trata de oficios eclesiásticos específicamente conferidos en orden a la cura pastoral, sólo los sacerdotes pueden ser capellanes en las diversas variantes de este oficio eclesiástico36.

14 El sacerdote es el ministro del culto que se celebra en la capilla hospitalaria o residencial y responsable de su ordenación. Del mismo modo que el oficio de capellán de una comunidad religiosa o de vida consagrada tiene la responsabilidad de la cura pastoral en dicha comunidad, independientemente de la forma en que se realice el procedimiento de su nombramiento, con derecho de presentación por parte de la comunidad o sin él37, los oratorios o capillas de los hospitales y residencias están bajo la jurisdicción de los capellanes hospitalarios o de los párrocos en cuya demarcación se encuentran dichos oratorios. Por tanto, la responsabilidad de la capilla hospitalaria y residencial es de quien tiene el sacramento del Orden, aun cuando el sacerdote se ayude en su cuidado y atención pastoral de religiosas o personas de vida consagrada y laicos.

Queda así suficientemente claro quién tiene la responsabilidad del culto que se celebra en estos oratorios o capillas, ya que de la celebración en ellos de la santa Misa depende la permanencia de la Reserva eucarística, siempre que se cumplan las condiciones de dignidad y seguridad que requiere la presencia eucarística del Señor en el tabernáculo, fuente permanente de vida para cuantos acuden a la adoración de la Eucaristía y, sobre todo, para quienes la reciben

35 CIC, can. 556; cf. cann. 556-563.36 Cf. CIC, cann. 564-572.37 CIC, can. 567.

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en la distribución de la sagrada Comunión a los enfermos, entre los cuales se encuentran aquellos que, por la gravedad de su enfermedad, la reciben como viático para salir al encuentro del Señor de la vida. El sacerdote es quien mediante la celebración eucarística hace realidad la promesa de Cristo al actuar «in persona Christi» como ministro de la Eucaristía, de la cual es servidor y custodio.

3. Los colaboradores del ministerio pastoral

15 Si se dejase de lado el ministerio eclesiástico, que requiere el Orden sacerdotal, se mistificaría la colaboración de cuantos fieles con gran generosidad y diligencia prestan al mejor ejercicio del ministerio de los sacerdotes y contribuyen a paliar su ausencia. A estos fieles colaboradores los pastores han de estar agradecidos, al mismo tiempo que no han de perder el sentido de cada una de las suplencias y actuaciones que se confían a los fieles en tiempo de precariedad. Una observación ésta que la Instrucción Ecclesiae de mysterio, preparada por varias congregaciones, entre ellas las del Clero, Doctrina de la Fe y Culto Divino, puso de relieve en su momento. En esta instrucción se decía que el cuidado que se ha de tener en que se preserve la naturaleza del ministerio pastoral en la Iglesia tiene su razón de ser en que hay situaciones, en las que las acciones que pueden llevar a cabo los fieles para ayudar a los pastores, «se trata de praxis que, si bien originadas en situaciones de emergencia y precariedad y repetidamente desarrolladas con la voluntad de brindar una generosa ayuda en las actividades pastorales, pueden tener consecuencias gravemente negativas para la entera comunión eclesial»38.

38 Congregación para el Clero, Pontificio Consejo para los Laicos, Con-gregación para la Doctrina de la Fe, Congregación para el Culto divino y la Disciplina de los Sacramentos, Congregación para los Obispos, Con-gregación para la Evangelización de los Pueblos, Congregación para los Institutos de Vida consagrada y Sociedades de Vida apostólica, Consejo para la Interpretación de los Textos legislativos, Instrucción sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los fieles laicos en el sagrado ministerio de los sacerdotes «Ecclesiae de mysterio» (15 de agosto de 1997), premisa.

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A esta situación se llega de hecho cuando, ante la falta de suficientes capellanes hospitalarios, por poner una de las situaciones conocidas, se tiene la tentación de suplir con personas de vida consagrada o fieles laicos el puesto de los capellanes, repartiendo los tiempos de atención pastoral hospitalaria en el cuadrante del horario, con la reserva de acciones sacramentales estrictas (absolución sacramental de la Penitencia y Unción de enfermos), acciones que, por lo demás, sólo cuando el capellán está localizable se pueden realizar. Con frecuencia ocurre que estos servicios sacramentales se solicitan más como una emergencia con apenas tiempo que como resultado de la atención pastoral continuada al enfermo; y sin el contexto pastoral de trato personal con el enfermo y sus familiares resulta casi imposible administrar los sacramentos con sentido humano y fruto sobrenatural.

Se produce así una permuta no deseable entre el ejercicio del ministerio pastoral y la asistencia auxiliar de los colaboradores. Ambas funciones se homologan como idénticas «acciones pastorales» y, como tales, se consideran igualmente remuneradas por la Administración central o de las autonomías regionales en los centros públicos con asignación de nómina y, por lo general, en los centros privados mediante convenio. Con ello se corre el riesgo grave de convertir el ejercicio del ministerio sacerdotal del capellán en un apéndice de las acciones supuestamente pastorales que algunos fieles desarrollan de modo ordinario, amparados en un estatuto administrativo civil remunerado. Estatuto que incluso se quiere legitimar apoyándose en la norma eclesiástica que regula la situación de necesidad, pero que la norma no sanciona ni consagra, porque no se trata de una situación ordinaria y habitual.

Los fieles, ya sean religiosos, personas de vida consagrada o laicos seglares, son asistentes y colaboradores de los ministros ordenados, pero no pueden ocupar su lugar, ni siquiera cuando falta un capellán estable, dado que la cura pastoral se encomienda a un sacerdote ad casum o a quien establemente ocupa otro oficio y asume la función de moderador de todas las acciones que concurran en la cura pastoral: tanto las que juntamente con él y bajo su orientación pueden realizar otros sacerdotes, como las acciones que ocasionalmente puedan llevar a cabo como colaboración o participación en la cura pastoral un diácono, una persona de vida consagrada e incluso un fiel laico.

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La ley de la Iglesia es explícita en este sentido por lo que se refiere al párroco: en el caso de escasez de sacerdotes, si el Obispo considera oportuno que un diácono e incluso una persona que no ha recibido el Orden sacerdotal participe en la cura pastoral, en la medida en que algunas funciones que se le confíen no requieran de suyo el sacramento del Orden (por ejemplo: custodia de los bienes de una parroquia y de los libros sacramentales; dirección de la oración privada de los fieles en la iglesia parroquial; distribución de la sagrada Comunión como ministro extraordinario, incluida la Comunión de enfermos, con la consiguiente vigilancia de la seguridad del Sagrario y su custodia; y otras funciones posibles); en dicha situación incluso, el Obispo «designará a un sacerdote que, dotado de las potestades propias del párroco, dirija la actividad pastoral»39. Del mismo modo y por extensión se aplica esta norma a los oficios que se asimilan al del párroco en la cura pastoral como es el caso del capellán de hospital en el ejercicio de sus funciones pastorales propias.

4. La colaboración en la pastoral de enfermos y hospitalaria

16 La Pastoral de los enfermos y promoción de la salud, que como he observado desde el principio de estas orientaciones incluye a los profesionales del sector sanitario y a los familiares más cercanos que acompañan a los enfermos, lleva consigo tanto la atención expresa a los actos de culto, como la cura pastoral que acompaña este importante servicio pastoral a los fieles a los cuales se dedica. Se trata de un servicio pastoral que, como he tratado de fundamentar remitiendo al testimonio normativo del Nuevo Testamento, tiene su propio paradigma en la palabra y actuación de Jesús con los enfermos, a los que se acercaba para sanarlos y realizar en ellos aquellos signos de sanación corporal y psíquica que eran signo de la sanación espiritual y la irrupción recreadora del reino de Dios en su persona que comienza con el perdón de los pecados. Ante las curaciones realizadas por Jesús,

39 CIC, can. 517 §2.

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la reacción unánime queda expresada en el evangelio: «De suerte que la gente quedó maravillada al ver que los mudos hablaban, los lisiados quedaban curados, los cojos caminaban y los ciegos veían; y glorificaron al Dios de Israel» (Mt 15,31).

Insisto en ello, pues, como veíamos al comienzo de estas orientaciones, este ministerio de Jesús se prolonga en la misión de los Doce, a quienes Jesús envía con la consigna salvífica: «Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10,8). De los Apóstoles lo ha recibido el ministerio pastoral, y sus colaboradores y asistentes ni sustituyen al ministerio ordenado ni pueden paliar con su compromiso apostólico lo que sólo los sacerdotes han de realizar.

Por todo ello, es conveniente recordar que el oficio de los capellanes de hospitales, centros sanitarios, y de residencias asistidas, donde tantos ancianos se hallan enfermos y son sostenidos con cuidados sanitarios, exige de los sacerdotes que ejercen la cura pastoral en estos ambientes tengan en cuenta que sus colaboradores son auxiliares de las acciones ministeriales que a ellos les son propias; y que, en consecuencia, no son sustitutos con los cuales distribuir y compartir el conjunto de acciones pastorales repartidos en días, horarios y descansos.

El derecho de la Iglesia establece que los fieles laicos que sean considerados idóneos, a tenor del canon 228 podrán ser llamados por los sagrados Pastores a ejercer «aquellos oficios eclesiásticos y encargos que pueden cumplir según las prescripciones del derecho». Sin embargo, no se puede invocar este canon para confiar a quienes no han recibido el Orden sacerdotal oficios y funciones eclesiásticas que lo requieran, como es el caso del oficio de capellán, a tenor de los cánones 564 y 565; y, obviamente, es el caso de los capellanes hospitalarios. Los capellanes de estos centros y de los centros penitenciarios gozan además de la facultad de absolver las censuras latae sententiae no reservadas ni declaradas40.

40 Canon 566; con la excepción de aquellas situaciones en las que, conforme al can. 976 cualquier sacerdote, aun desprovisto de facultad para confesar, absuelve válidamente a quien se halla en peligro de muerte.

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Es necesario tenerlo en cuenta puesto que en algunos casos constituye una dificultad pastoral no pequeña remover a una persona, religiosa o laica —a la cual se le confío temporalmente una participación en la cura pastoral—, si apela a su condición de persona idónea para mantenerse en un determinado oficio eclesiástico remunerado por la administración pública. En general y salvo excepciones nunca deseadas y enojosas, en estas situaciones las personas concernidas suelen comprender la razón pastoral de su servicio temporal y ceder generosamente su puesto para que se le confíe a quien corresponde. Sin embargo, para evitar cualesquiera situaciones que no son concordes con la ley de la Iglesia, parece lo más conveniente que los colaboradores del ministerio ordenado vivan como verdadero compromiso apostólico su servicio temporal o duradero, pero siempre voluntario y no remunerado, salvo aquellas excepciones que ha de valorar el Obispo.

43

V

orientaciones como «normatiVa de ordenación» de La pastoraL de enfermos

según sus principios teoLógicos

17 1º. Sólo los sacerdotes podrán tener el título de capellán y actuar conforme a dicho oficio y condición canónica en un hospital o residencia, y en cualesquiera otros centros sanitarios o residenciales en los que se establezcan una capellanía. Como criterio y, salvo excepciones expresamente autorizadas por el Obispo, la Vicaría episcopal para la Acción pastoral no presentará a las administraciones públicas ni tampoco a las privadas el nombre de una persona religiosa, de vida consagrada o fiel laico para ocupar el oficio eclesiástico de capellán de los centros hospitalarios o residenciales, sea remunerado o no por dichas administraciones.

18 2º. Como norma ningún fiel no ordenado, aun cuando sea persona idónea para un oficio eclesiástico que no requiera el carácter sacerdotal, podrá desempeñar la función del capellán, que ejerce la asistencia religiosa que el Estado reconoce y garantiza «a los ciudadanos internados en establecimientos penitenciarios, hospitales, sanatorios, orfanatos y centros similares, tanto privados como públicos»41; los cuales, en el caso de los centros públicos, se hallan «regulados de común acuerdo entre las competentes autoridades de la Iglesia y del

41 Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre Asuntos Jurídicos (3 de enero de 1979), art. IV §1.

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Estado»42. En consecuencia los fieles laicos no serán presentados para el oficio de capellán a las administraciones competentes en la regulación civil de los puestos hospitalarios y residenciales contemplados por la normativa vigente a tenor del Acuerdo entre el Estado Español y la Santa Sede sobre Asuntos Jurídicos de 1979. De modo temporal y como excepción de necesidad podrá ser presentada una persona de vida consagrada —con preferencia de aquella que pertenece a una congregación cuyo carisma es el apostolado y atención de los enfermos—, si así lo decide el Obispo, en condición de asistente y colaborador pastoral de la capellanía, y sin que ello represente ejercer el oficio de capellán, que siempre será ejercido por un sacerdote, aun cuando requiera esta ayuda para poder ejercerlo. Por lo cual, una vez concluido el servicio para el cual se ofreció como voluntario a colaborar con el capellán, no podrá apelar a un supuesto derecho laboral al dejar de ser presentado en las condiciones mencionadas y como voluntario para el ejercicio de dicha colaboración, aun cuando pudiera ser eventualmente remunerado o compensado con alguna ayuda o donativo económico.

19 3º. Las personas de vida consagrada que no son sacerdotes y los fieles laicos, varones y mujeres, que ejercen el apostolado y colaboran con los sacerdotes en el ejercicio de la pastoral de enfermos, participan en la vida de la Iglesia mediante el ejercicio del apostolado parroquial y diocesano, que tiene su legitimidad en el Bautismo y la Confirmación y en muchos casos en el Matrimonio43; y en el caso de las personas de vida religiosa y consagrada, en general, también en el carisma que les es propio. Este compromiso apostólico en el caso de los fieles laicos, lleva consigo tanto la aportación apostólica que les es propia «en favor de la evangelización, de la santificación y de la animación cristiana de las realidades temporales, como también su generosa disponibilidad a la suplencia en situaciones de emergencia y de necesidad crónica»44.

42 Ibid., art. IV §2.43 CL, n.23b.44 CL, n.23c.

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Teniendo en cuenta que, en las tareas de suplencia se trata de casos de necesidad, sobre todo por carencia de suficientes sacerdotes, la función de necesidad no convierte al laico, ni tampoco al religioso, en pastor, pero por el bien de la comunidad cristiana estas funciones de suplencia están contempladas incluso en la legislación de la Iglesia45, y cabe aplicar este principio de colaboración a la pastoral de enfermos. En este sentido, se han de promover en las parroquias los grupos de fieles visitadores de enfermos, cuyo compromiso pastoral es precisamente la visita a los enfermos, haciéndose de esta modo acreedores de la alabanza del Señor: «Estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,36). De hecho, la visita a los enfermos, que es una obra de misericordia, es una práctica que Jesús pide de todos cuantos quieren ser discípulos suyos, no sólo de los apóstoles. Es una connotación propia de la práctica de la caridad cristiana, pero al referirnos a ella aquí lo hacemos teniendo en cuenta dos consideraciones específicas: 1) sobre el carácter pastoral de la visita a los enfermos que realiza el sacerdote en el ejercicio de su ministerio propio; y 2) acerca la dificultad que hoy existe de que el sacerdote pueda visitar a todos y cada uno de los enfermos de modo ordinario y frecuente.

Es, pues, muy loable que los visitadores de las parroquias acudan no sólo a los domicilios donde hay algún enfermo, sino también a las residencias y centros asistidos de ancianos y residentes discapacitados, e incluso a los hospitales donde se hallen internados algunos fieles de la comunidad parroquial; sobre todo teniendo en cuenta que la colaboración pastoral de los visitadores suele ir unida en el caso de algunos de ellos a su condición de ministros extraordinarios de la sagrada Comunión. Por eso, para mejor desarrollar este compromiso apostólico, conviene que, además, los visitadores tomen parte en las actividades formativas y de oración que animen estos grupos apostólicos bajo la orientación y el cuidado pastoral del párroco y otros sacerdotes.

45 Cf. CIC, can. 230 §3.

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20 4º. Es claro que la distribución de la sagrada Comunión a los enfermos va unida a la celebración de la santa Misa. Recibir al Señor en el sacramento de la Eucaristía es un don inestimable para tantos enfermos que se ven privados, por impedimento físico, de los sacramentos, al no poder asistir a la celebración de la santa Misa, como sería su deseo. Conviene por ello establecer también en este punto algunas normas de acción pastoral.

1. La celebración de la santa Misa en los hospitales y centros sanitarios o residencias ha de tener lugar en la capilla u oratorio canónicamente erigido en dichos centros y residencias. Cuando no es posible hacerlo en un oratorio, deberá solicitarse el permiso oportuno para poder celebrar la Eucaristía en una sala adecuada, como sucede con alguna frecuencia en residencias donde no existe un oratorio propiamente tal. A la celebración de la Eucaristía pueden acudir junto con los enfermos que no se hallen impedidos de hacerlo los familiares que así lo deseen, y aquellos sanitarios y personal auxiliar del centro que así lo deseen y puedan hacerlo, a los cuales el ministerio pastoral también acompaña y ayuda a «reflexionar, orar, celebrar su fe, fortalecer su sentido eclesial y asistencial, y su comunión con los demás profesionales»46.

2. La Eucaristía debe celebrarse al menos los domingos o, en su caso, en la tarde de la víspera del domingo, es decir, el sábado por la tarde en los hospitales públicos y privados, y en las residencias donde así se haya convenido con sus promotores, a tenor del bien pastoral que de ello se sigue. Es además muy conveniente que se celebre algún día más de la semana y, siempre que sea posible, incluso a diario en los grandes centros hospitalarios.

3. La celebración de la santa Misa es la condición y garantía de que se pueda mantener la reserva eucarística en el Sagrario durante la semana, para que pueda ser distribuida a los enfermos y personas impedidas de acudir a la santa Misa, motivo por el cual la ley de la Iglesia establece que «donde se reserva la Eucaristía debe haber

46 ARH, n.118.

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siempre alguien a su cuidado y, en la medida de lo posible, celebrará allí la Misa un sacerdote al menos dos veces al mes»47.

4. Es necesario disponer días y horarios de los días de la semana en los cuales se distribuirá la sagrada Comunión a los enfermos, llevándola a las distintas salas y habitaciones que ocupan en los centros hospitalarios. Cuando el centro es de grandes dimensiones, como por ejemplo los hospitales generales de la Seguridad Social, puede realizarse este servicio eucarístico en días diversos según secciones o plantas. Si bien esta es una disposición que no debe faltar en la capellanía hospitalaria y en la atención a los centros sanitarios, vale asimismo para la buena atención a las residencias de mayores y ancianos enfermos, contando en algunos casos con los ministros de la sagrada Comunión.

21 5º. La capilla u oratorio de los centros sanitarios deben estar provistos de un confesonario, con el fin de poder administrar a quien así lo desee el sacramento de la Penitencia. Es oportuno y demanda de los mismos fieles el fijar algunos tiempos en los cuales, durante la semana, sea posible oír las confesiones. Los sacerdotes que atienden la cura pastoral de los hospitales y centros sanitarios deben tener en cuenta la importancia del sacramento de la Penitencia para la vida espiritual de los fieles enfermos, facilitando su administración en la habitación donde se hallan internados; y procurando, en este caso, la discreción y dignidad del procedimiento.

22 6º. Es oportuno recordar que sólo los obispos y presbíteros pueden dispensar el sacramento de la Unción de enfermos, ya que sólo ellos por institución divina son ministros de este sacramento. Por este motivo, la exhortación del Obispo en la ordenación de los presbíteros menciona expresamente la «unción con el óleo santo» como una de las acciones sagradas que se les confían realizar a ellos48.

Ante los abusos no deseados que se pueden dar con relación a la administración de este sacramento, la Congregación para la

47 CIC, can. 934 §2.48 Pontifical Romano: Ordenación del Obispo, de los presbíteros y de los diá-

conos, n.123.

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Doctrina de la Fe se ha visto en la necesidad de recordar la doctrina del Concilio de Trento y manifestar que, según esta doctrina «sólo los sacerdotes (obispos y presbíteros) son ministros del sacramento de la Unción de enfermos. Esta doctrina es definitive tenenda [se ha de tener o considerar como definitiva]. Ni los diáconos ni los laicos pueden desempeñar dicho ministerio y cualquier acción en este sentido constituye simulación del sacramento»49.

En consecuencia, los sacerdotes, a quienes compete la cura pastoral de los enfermos —aun cuando estén auxiliados en su ministerio pastoral por diáconos y asistentes como las religiosas y los laicos idóneos— deben poner un especial cuidado en que no les falte a los enfermos la administración de este sacramento, que sólo ellos les pueden dispensar.

23 7º. Es asimismo oportuno recordar que el sacramento de la Unción con el óleo santo se ha de administrar sólo a los enfermos, no a personas que no lo están; aun cuando sean personas mayores, siempre que no se hallen gravemente debilitados por la edad y gocen de buena salud. Esto supuesto, es conveniente en la pastoral de enfermos la fijación temporal de alguna misa durante el curso pastoral —que puede o no coincidir con fechas propicias o con la Jornada anual de los enfermos— en la cual se dispensa el sacramento de la santa Unción a aquellos enfermos que lo pidan por sí o por sus tutores, cuando han perdido la capacidad de decidir por sí mismos y gozan de las condiciones y presunción de que lo recibirían si pudieran decidirlo ellos mismos, o al menos no se opondrían a su recepción.

24 8º. Por ser signo del ministerio, tiene importancia pastoral, como prescribe la ley canónica50, que los sacerdotes vistan traje

49 Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota sobre el ministro del Sa-cramento de la Unción de los enfermos, de 11 de febrero de 2005. La Congregación para la Doctrina de la Fe observa que, a tal efecto, ha de tenerse en cuenta lo dispues-to en el CIC, can. 1003 §1; igual que se recoge en el Código de los cánones de las Iglesias orientales, can. 739 §1.

50 CIC, can. 284. Los documentos magisteriales han remitido y explanado el sig-nificado de esta norma, recientemente extiende la reflexión la nueva edición del Di-rectorio para el ministerio y la vida de los presbíteros (11 de febrero de 2013), n.61.

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eclesiástico. Por eso mismo tiene su propia utilidad pastoral que los capellanes de los hospitales y los sacerdotes que atienden la cura pastoral en residencias sanitarias y de ancianos vistan dicho traje, que les identifica, aun cuando les sea obligado sobreponer a dicho traje el vestido de trabajo de los colaboradores y auxiliares sanitarios. Los enfermos y sus familiares pueden identificarlos mejor, entablar contacto con ellos sin confundirlos con otros sanitarios.

Tiene también una importancia grande que en la medida en que les sea posible, observen la norma y el ritual litúrgico cuando administran de modo habitual a los enfermos la sagrada Comunión y el Viático, o alguno de los sacramentos, teniendo en cuenta la debida preparación del lugar, con la colocación de un crucifijo (aun cuando sea pequeño) sobre la mesa, una vela encendida y al menos un paño o corporales sobre los que ha de reposar el Santísimo.

25 9º. Como responsables de la cura pastoral en estos centros, los sacerdotes que atienden los centros hospitalarios y residenciales han de procurar la atención personal a los enfermos mediante la visita bien programada, acompañada según circunstancias del diálogo afable y la atención requerida a los familiares de los enfermos. Es un testimonio de caridad pastoral la visita de las habitaciones y la disponibilidad para atender la cura pastoral siguiendo el ritmo de la vida cotidiana en estos centros. Se evitará así el mero automatismo de atención a las solicitudes sin el adecuado contexto religioso; particularmente por lo que se refiere al sacramento de la Unción de enfermos, que a veces los familiares tratan de evitar para que el enfermo no se impresione, expresión de la mala comprensión religiosa de este consolador sacramento. La administración de la santa Unción no puede tratarse como un enojoso trámite en desuso que conviniera no multiplicar, o incluso darlo por excusado ante la menor dificultad planteada al sacerdote por el ambiente.

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concLusión

No es posible huir del ámbito donde el sufrimiento golpea la vida de los seres humanos, a pesar de la permanente tentación de evadirse de una realidad tan contundente. Por eso, la pastoral de los enfermos y promoción de la salud propone el sentido del sufrimiento que dimana de la cruz redentora de Jesús y de su gloriosa resurrección. Valgan para terminar las valiosas reflexiones del santo papa Juan Pablo II, como exhortación pastoral a hacer de la cura pastoral del enfermo campo específico de apostolado y acción pastoral, que se alimentan del celo sacerdotal por la salvación de sus hermanos:

«Precisamente la Iglesia, que aprovecha sin cesar los infinitos recursos de la redención, introduciéndola en la vida de la humanidad, es la dimensión en la que el sufrimiento redentor de Cristo puede ser completado constantemente por el sufrimiento del hombre. Con esto se pone de relieve la naturaleza divino-humana de la Iglesia. El sufrimiento parece participar en cierto modo de las características de esta naturaleza. Por eso, tiene igualmente un valor especial ante la Iglesia. Es un bien ante el cual la Iglesia se inclina con veneración, con toda la profundidad de su fe en la redención. Se inclina, juntamente con toda la profundidad de aquella fe, con la que abraza en sí misma el inefable misterio del Cuerpo de Cristo»51.

Concluyo con estas bellas palabras del santo papa Juan Pablo II que proyectan la luz que dimana de la redención de Cristo iluminando el dolor y sufrimiento humano y que, por eso mismo, descubren con entera claridad cuanto de específico tiene la acción pastoral con los enfermos al ser portadora de sentido y de consuelo para el paciente.

51 SD, n.24.

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¿Cómo no prestar toda la atención que reclama tan importante sector de la acción pastoral? Al entregarse a ella, el sacerdote y sus colaboradores están de hecho proclamando que sólo en Cristo está la salud del cuerpo y del alma, que sólo él es el médico divino capaz de sanación definitiva, como decía Pedro en su discurso al pueblo después de la resurrección, dando cuenta de cómo había sido sanado el tullido al que curaron en la puerta Hermosa del Templo de Jerusalén, pues por la fe en el nombre de Jesús, «este mismo nombre ha restablecido a éste que vosotros veis y conocéis; es, pues, la fe, dada por su medio, la que le ha restablecido totalmente ante todos vosotros» (Hech 3,16).

Recibid, queridos sacerdotes, con el afecto de siempre mi bendición.

Almería, a 7 de junio de 2014Vigilia de Pentecostés

Adolfo González Montes Obispo de Almería

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sigLas

ARH Comisión Episcopal de Pastoral de la CEE, La asistencia religiosa en el hospital. Orientaciones pastorales (Madrid, 25 de julio de 1987).

AAS Acta Apostolicae Sedis.

CCE Catechismus Catholicae Ecclesiae (Librería Editrice Vaticana 1997) / Catecismo de la Iglesia Católica. Nueva edición conforme al texto oficial (Editores del Catecismo 1999).

CEE Conferencia Episcopal Española.

CIC Codex Iuris Canonici (1983) / Código de Derecho Canónico (ed. bilingüe comentada de Profesores de Salamanca (Madrid 52008).

CL San Juan Pablo II, Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988): AAS 80 (1988).

DH H. Denzinger / P. Hünermann, El magisterio de la Iglesia. Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum (Barcelona 22000).

SD San Juan Pablo II, Carta encíclica sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano Salvifici doloris (11 de febrero de 1984): AAS 76 (1984).