Módulo Escuela Judicial

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CONTRATACIÓN MERCANTIL Y CONTRATOS COMERCIALES -Módulo de Aprendizaje Autodirigido- -Plan de formación de la Rama Judicial- 1

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CONTRATACIÓN MERCANTIL Y CONTRATOS COMERCIALES

-Módulo de Aprendizaje Autodirigido--Plan de formación de la Rama Judicial-

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P L A N D E F O R M A C I Ó N

D E L A R A M A J U D I C I A L

C O N S E J O S U P E R I O R D E L A J U D I C A T U R A

S A L A A D M I N I S T R A T I V A

MagistradosNÉSTOR RAÚL CORREA HENAO

JORGE CASTILLO RUGELESFRANSCISCO ESCOBAR H.

RICARDO MONROY CHURCHEDGAR SANABRIA MELO

JOSÉ AGUSTÍN SUÁREZ ALBA

ESCUELA JUDICIAL“RODRIGO LARA BONILLA”

Maria Cristina Gómez

Directora

ALEJANDRO PASTRANA ORTIZCoordinador Académico del Área Civil

CARLOS IGNACIO JARAMILLO JARAMILLO

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CONTRATACIÓN MERCANTIL Y CONTRATOS COMERCIALES

MÓDULO DE APRENDIZAJE AUTODIRIGIDO PLAN DE FORMACIÓN DE LA RAMA JUDICIAL

CONSEJO SUPERIOR DE LA JUDICATURASALA ADMINISTRATIVA

ESCUELA JUDICIAL “RODRIGO LARA BONILLA”

ISBN

NOMBRE DEL AUTOR: CARLOS IGNACIO JARAMILLO JARAMILLOCONSEJO SUPERIOR DE LA JUDICATURA, 2011Derechos exclusivos de publicación y distribución de la obraCalle 11 No 9ª -24 piso 4www.ramajudicial.gov.coPrimera edición: xxxxx de 2011Con un tiraje de xxxxAsesoría Pedagógica y Metodológica: Carmen Lucía Gordillo Guerrero Diseño editorial: Impresión: Impreso en Colombia

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Printed in Colombia

-ÍNDICE DE MATERIAS-

PRESENTACIÓN 7

SINOPSIS LABORAL Y PROFESIONAL DEL AUTOR 13

JUSTIFICACIÓN 15

BREVE RESUMEN DEL MÓDULO 15

OBJETIVOS GENERALES DEL MÓDULO 154

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OBJETIVOS ESPECÍFICOS DEL MÓDULO 15

UNIDAD 1: PRINCIPALES MANIFESTACIONES DE LA CONTRATACIÓN CONTEMPORÁNEA

Objetivos de la unidad 18

Capítulo I: condiciones generales de contratación, contratos por adhesión y contratos tipo –Especial referencia a su interpretación-. 19

Capítulo II: Contratos conexos, coligados, vinculados y grupos de contratos

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Capítulo III: La abusividad contractual – desarrollo jurisprudencial 47

Capítulo IV: Tipicidad contractual -contratos típicos, atípicos, nominados e innominados y su desarrollo jurisprudencial- 54

Capítulo V: Interpretación de los contratos en el Derecho contemporáneo

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UNIDAD 2: CONTRATOS DE GESTIÓN Y TRANSFERENCIA DE RIESGOS

Objetivos de la unidad 127

Capítulo I: Las partes del contrato de seguro y los diferentes sujetos que intervienen en el negocio jurídico 129

Capítulo II: Los elementos esenciales del contrato de seguro –somera referencia-

138

Capítulo III: El principio indemnizatorio en los seguros de daños 151

Capítulo IV: El perfeccionamiento y la prueba del contrato de seguro – consensualidad y conducencia 155

Capítulo V: El mérito ejecutivo de la póliza de seguro 190

Capítulo VI: Cargas, deberes y obligaciones del tomador-asegurado en el contrato de seguro 202

Capítulo VII: La declaración y la modificación del estado del riesgo. Somera referencia a su aplicación en el régimen jurídico colombiano 233

Capítulo VIII: La cláusula de garantía 270

Capítulo IX: La subrogación en el contrato de seguro 280

Capítulo X: La doctrina de los actos propios y su proyección en el 2925

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contrato de seguro

Capitulo XI: La prescripción de las acciones derivadas del contrato de seguro

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UNIDAD 3: CONTRATOS DE COLABORACIÓN EMPRESARIAL

Objetivos de la unidad 349

Capítulo I: El contrato de joint venture 350

Capítulo II: La agencia mercantil 358

PLAN DE FORMACIÓN DE LA RAMA JUDICIAL

PROGRAMA DE FORMACIÓN JUDICIAL ESPECIALIZADA EN EL ÁREA CIVIL, AGRARIO Y COMERCIAL

PRESENTACIÓN

El Módulo ‘Contratación mercantil y contratos comerciales’ forma parte del Programa de Formación Judicial Especializada en el Área Civil, Agrario y Comercial del Plan de Formación de la Rama Judicial, aprobado por la Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura y construido por la Escuela Judicial “Rodrigo Lara Bonilla” de conformidad con su modelo educativo y enfoque curricular integrado e integrador y constituye el resultado del esfuerzo articulado entre Magistradas, Magistrados y Jueces, Juezas y la Red de Formadores y Formadoras Judiciales, los Comités Académicos y los Grupos Seccionales de Apoyo, bajo la coordinación del Magistrado Néstor Raúl Correa Henao, con la autoría del doctor CARLOS IGNACIO JARAMILLO JARAMILLO, quien con su conocimiento y experiencia y con el apoyo permanente de la Escuela Judicial, se propuso responder a las necesidades de formación desde la perspectiva de una administración de justicia cada vez más justa, oportuna y cercana a todos los colombianos.

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El Módulo de Contratación mercantil que se presenta a continuación, responde a la modalidad de aprendizaje autodirigido orientado a la aplicación en la práctica judicial, con absoluto respeto por la independencia judicial, cuya construcción responde a los resultados obtenidos en los talleres de diagnóstico de necesidades que se realizaron a nivel nacional con servidoras y servidores judiciales y al monitoreo de la práctica judicial con la finalidad de detectar los principales núcleos problemáticos, frente a los que se definieron los ejes temáticos de la propuesta educativa a cuyo alrededor se integraron los objetivos, temas y subtemas de los distintos microcurrículos. De la misma manera, los conversatorios organizados por la Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura a través de la Escuela Judicial “Rodrigo Lara Bonilla”, sirvieron para determinar los problemas jurídicos más relevantes y ahondar en su tratamiento en los módulos.

El texto entregado por el autor CARLOS IGNACIO JARAMILLO JARAMILLO fue validado con los Funcionarios y Empleados de los Comités Académicos quien con sus observaciones enriquecieron este trabajo.

Se mantiene la concepción de la Escuela Judicial en el sentido de que todos los módulos, como expresión de la construcción colectiva, democrática y solidaria de conocimiento en la Rama Judicial, están sujetos a un permanente proceso de retroalimentación y actualización, especialmente ante el control que ejercen las Cortes.

Enfoque pedagógico de la Escuela Judicial “Rodrigo Lara Bonilla”

La Escuela Judicial como Centro de Formación Judicial Inicial y Continua de la Rama Judicial responde al modelo pedagógico sistémico y holista de la educación, es decir, que el conocimiento se gesta y desarrolla como resultado de un proceso de interacción sistémica entre pares, todos los cuales participan de manera dinámica como formadores o discentes, en el contexto de innovación, investigación y proyección social de las sociedades del conocimiento, a partir de los siguientes criterios: Respeto por los Derechos Fundamentales. Respeto por la independencia de Jueces y Juezas. Un modelo basado en el respeto a la dignidad humana y la eliminación de todas las

formas de discriminación Consideración de la diversidad y la multiculturalidad. Orientación hacia el ciudadano. Una dimensión personalizada de la educación. Énfasis en una metodología activa apoyada en el uso de las TICs en educación, con

especial énfasis en las tecnologías de educación virtual B-learning. Mejoramiento de la práctica judicial Compromiso socializador. Dimensión creativa de la educación. Aproximación sistémica, integral e integrada a la formación. Aprendizaje basado en el estudio de problemas a través del método del caso y el

análisis de la jurisprudencia.

La EJRLB desarrolla la gestión pedagógica con base en los tres ejes fundamentales alrededor de los cuales se fundamenta la sociedad el conocimiento: investigación académica aplicada, el Plan de Formación de la Rama Judicial y la proyección social de la formación.

1. Investigación Aplicada: Conjunto de actividades que posibilita la integración de todos los elementos que contribuyen al desarrollo, la introducción, la difusión y el uso del conocimiento.

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2. Plan de Formación: Desarrollo de la capacidad y las condiciones para que los discentes construyan su propio modelo interpretativo de la realidad en búsqueda de lograr la transformación de su proyecto de vida y del contexto en el que interactúa. El aprendizaje se asume como el resultado de la interacción entre pares que con su experiencia se convierten en insumos de los unos para con los otros y de esta manera enriquecen los elementos y juicios para la toma de decisiones.

3. Proyección Social de la Formación: Se trata de la extensión de los programas de formación que realiza la EJRLB a comunidades distintas a los servidores y servidoras de la Rama Judicial. Se concibe el rol que la Escuela Judicial tiene como integradora de conocimiento y su labor de proyectarlo no sólo dentro de la Rama Judicial sino también en todas las comunidades que tienen que ver con la formación en justicia bajo todas sus manifestaciones.

Igualmente, el modelo pedagógico se enmarca dentro de las políticas de calidad y eficiencia establecidas por el Consejo Superior de la Judicatura en el Plan Sectorial de Desarrollo, con el propósito de contribuir con la transformación cultural y el fortalecimiento de los fundamentos conceptuales, las habilidades y las competencias de los y las administradoras de justicia, quienes desarrollan procesos formativos sistemáticos y de largo aliento orientados a la cualificación de los mismos, dentro de criterios de profesionalismo y formación integral, que redundan, en últimas, en un mejoramiento de la atención de los ciudadanos y ciudadanas.

Aprendizaje activo

Este modelo educativo implica un aprendizaje activo diseñado y aplicado desde la práctica judicial para mejorar la organización; es decir, a partir de la observación directa del problema, de la propia realidad, de los hechos que impiden el avance de la organización y la distancian de su misión y de sus usuario/as; invita a compartir y generalizar las experiencias y aprendizajes obtenidos, sin excepción, por todas las y los administradores de justicia, a partir de una dinámica de reflexión, investigación, evaluación, propuesta de acciones de cambio y ejecución oportuna, e integración de sus conocimientos y experiencia para organizar equipos de estudio, compartir con sus colegas, debatir constructivamente los hallazgos y aplicar lo aprendido dentro de su propio contexto.

Crea escenarios propicios para lograr estándares de rendimiento que permiten calificar la prestación pronta y oportuna del servicio en ámbitos locales e internacionales complejos y cambiantes; crear relaciones estratégicas comprometidas con los “usuarios y usuarias” clave del servicio público; usar efectivamente la tecnología; desarrollar buenas comunicaciones, y aprender e interiorizar conceptos organizativos para promover el cambio. Así, los Jueces, Juezas y demás servidores y servidoras no son simples transmisores del aprendizaje, sino gestores y gestoras de una realidad que les es propia, y en la cual construyen complejas interacciones con los usuarios y usuarias de esas unidades organizacionales.

Aprendizaje social

En el contexto andragógico de esta formación, se dota de significado el mismo decurso del aprendizaje centrándose en procesos de aprendizaje social como eje de una estrategia orientada hacia la construcción de condiciones que permitan la transformación de las organizaciones. Es este proceso el que lleva al desarrollo de lo que en la reciente literatura sobre el conocimiento y desarrollo se denomina como la promoción de sociedades del

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aprendizaje “learning societies”, organizaciones que aprenden “learning organizations”, y redes de aprendizaje “learning networks”1.

Los procesos de aprendizaje evolucionan hacia los cuatro niveles definidos en el esquema mencionado: (a) nivel individual, (b) nivel organizacional, (c) nivel sectorial o nivel de las instituciones sociales, y (d) nivel de la sociedad. Los procesos de apropiación de conocimientos y saberes son de complejidad creciente al pasar del uno al otro.

En síntesis, se trata de una formación que a partir del desarrollo de la creatividad y el espíritu innovador de cada uno de los y las participantes, busca convertir esa información y conocimiento personal, en conocimiento corporativo útil que incremente la efectividad y la capacidad de desarrollo y cambio de la organizacional en la Rama Judicial, trasciende al nivel sectorial y de las instituciones sociales contribuyendo al proceso de creación de “lo público” a través de la apropiación social del mismo, para, finalmente, en un cuarto nivel, propiciar procesos de aprendizaje social que pueden involucrar cambios en los valores y las actitudes que caracterizan la sociedad, o conllevar acciones orientadas a desarrollar una capacidad para controlar conflictos y para lograr mayores niveles de convivencia.

Currículo integrado-integrador

En la búsqueda de nuevas alternativas para el diseño de los currículos se requiere partir de la construcción de núcleos problemáticos, producto de la investigación y evaluación permanentes. Estos núcleos temáticos y/o problemáticos no son la unión de asignaturas, sino el resultado de la integración de diferentes disciplinas académicas y no académicas (cotidianidad, escenarios de socialización, hogar) que alrededor de problemas detectados, garantizan y aportan a la solución de los mismos. Antes que contenidos, la estrategia de integración curricular, exige una mirada crítica de la realidad.

La implementación de un currículo integrado-integrador implica que la “enseñanza dialogante” se base en la convicción de que el discurso del formador o formadora, será formativo solamente en el caso de que él o la participante, a medida que reciba los mensajes magistrales, los reconstruya y los integre, a través de una actividad, en sus propias estructuras y necesidades mentales. Es un diálogo profundo que comporta participación e interacción. En este punto, con dos centros de iniciativas donde cada uno (formador, formadora y participante) es el interlocutor del otro, la síntesis pedagógica no puede realizarse más que en la interacción- de sus actividades orientadas hacia una meta común: la adquisición, producción o renovación de conocimientos.

Aplicación de la Nuevas Tecnologías

La Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura, a través de la Escuela Judicial “Rodrigo Lara Bonilla”, consciente de la necesidad de estar a la vanguardia de los avances tecnológicos al servicio de la educación para aumentar la eficacia de loa procesos formativos ha puesto al servicio de la Rama Judicial el Campus y el Aula Virtuales. Así, los procesos formativos de la Escuela Judicial “Rodrigo Lara Bonilla”, se ubican en la modalidad b-learning que integra la virtualidad con la presencialidad, facilitando los escenarios de construcción de conocimiento en la comunidad judicial.

1 Teaching and Learning: Towards the Learning Society; Bruselas, Comisión Europea, 1997.

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La virtualización de los programas y los módulos, permite actualizar los contenidos en tiempo real y ampliar la información, ofrece la oportunidad de acceder a una serie de herramientas como videos, audios, animaciones, infografías, presentaciones multimediales, hipertextos, etc., que hacen posible una mayor comprensión de los contenidos y una mayor cobertura.

Planes de Estudio

Los planes de estudio se diseñaron de manera coherente con el modelo educativo de la Escuela, en donde los autores/as contaron con el acompañamiento de la Red de Formadores y Formadoras Judiciales constituida por Magistrados y Jueces, quienes con profundo compromiso y vocación de servicio se prepararon a lo largo de varios meses en la Escuela Judicial tanto en los aspectos pedagógicos y metodológicos, como en los contenidos del programa, con el propósito de facilitar el proceso de aprendizaje que ahora se invita a desarrollar a través de las siguientes etapas:

Etapa I. Preparatoria. Reunión Preparatoria. Con esta etapa se inicia el programa de formación; en ella la red de formadores/as con la coordinación de la Escuela Judicial, presenta los objetivos, la metodología y la estructura del curso; se precisan los módulos transversales y básicos que le sirven de apoyo, y se reitera el uso del Aula y Campus Virtuales. Así mismo, se lleva a cabo el Análisis Individual tanto de los módulos como del caso integrado e integrador cuyas conclusiones se comparten mediante su publicación en el Blog del Curso.

Etapa II. Integración a la Comunidad Judicial. Los resultados efectivos del proceso formativo, exigen de los y las participantes el esfuerzo y dedicación personal, al igual que la interacción con sus pares, de manera que se conviertan el uno y el otro en insumo importante para el logro de los propósitos formativos. Esta etapa está conformada por cuatro fases claramente identificables:

La Reunión Inicial del Módulo en la cual se presentan los objetivos del módulo, la agenda, las guías didácticas y los materiales para su estudio y se fijan los compromisos pedagógicos por parte de los y las discentes con el curso de formación que inician.

El Análisis Individual que apunta a la interiorización por parte de cada participante de los contenidos del programa, mediante la lectura, estudio y análisis del módulo, el desarrollo de los casos y ejercicios propuestos en el mismo, con apoyo en la consulta de jurisprudencia, la doctrina y el bloque de constitucionalidad, si es del caso.

El Foro Virtual constituye la base del aprendizaje entre pares cuyo propósito es buscar espacios de intercambio de conocimiento y experiencias entre los y las participantes mediante el uso de las nuevas tecnologías, con el fin de fomentar la construcción colectiva de conocimiento en la Rama Judicial.

El Conversatorio del Curso que busca socializar el conocimiento, fortalecer las competencias en argumentación, interpretación, decisión y dirección alrededor del estudio de nuevos casos de la práctica judicial previamente seleccionados y estructurados por los formadores y formadoras con el apoyo de los expertos, así como la simulación de audiencias y juego de roles, entre otras estrategias pedagógicas.

Etapa III. Aplicación a la Práctica Judicial: La aplicación a la práctica judicial es a la vez el punto de partida y el punto de llegada, ya que es desde la cotidianidad del desempeño laboral de los servidores que se identifican los problemas, y, mediante el desarrollo del proceso formativo, se traduce en un mejoramiento permanente de la misma y por ende, una respuesta con calidad y más humana para los usuarios y usuarias. Esta etapa se desarrolla mediante tres fases:

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La Aplicación in situ busca "aprender haciendo" de manera que la propuesta académica se convierta en una herramienta útil en el quehacer judicial permitiendo identificar las mejores prácticas en los casos que se sometan al conocimiento de la respectiva jurisdicción o especialidad.

El Seguimiento a través de conversatorios presenciales o por videoconferencia que posibiliten a los operadores y operadoras identificar las fortalezas y debilidades en la práctica cotidiana, con miras a reforzar los contenidos de los módulos desarrollados y fomentar el mejoramiento continúo de la labor judicial mediante su participación en el Blog de Mejores Prácticas.

Las Monitorias en donde los formadores y formadoras se desplazan a los distintos distritos, con el fin de observar el funcionamiento de los despachos en cuanto a la aplicación de los contenidos de los módulos o reformas e intercambiar puntos de vista sobre dicha gestión; este ejercicio se complementa con los “conversatorios distritales” en los que participan todos los magistrados, magistradas, juezas y jueces de la sede, al igual que, otros intervinientes y usuarios involucrados en la problemática que se aborda. Todo lo anterior, con el fin de plantear nuevas estrategias de mejoramiento de la práctica, mediante la cualificación del programa formativo

Etapa IV. Evaluación del Curso: Todo proceso formativo requiere para su mejoramiento y cualificación, la retroalimentación dada por los y las participantes del mismo, con el fin de establecer el avance en la obtención de los logros alcanzados frente a los objetivos del programa, así como la aplicación de indicadores y su respectivo análisis y mediante la profundización sobre casos paradigmáticos de la especialidad o jurisdicción en el Observatorio Académico de la EJRLB cuyos resultados servirán de insumo para EJRLB futuros programas de formación.

Los módulos

Los módulos son la columna vertebral en este proceso, en la medida que presentan de manera profunda y concisa los resultados de la investigación académica realizada durante aproximadamente un año, con la participación de Magistrados de las Altas Cortes y de los Tribunales, de los Jueces la República, Empleados y expertos juristas, quienes ofrecieron lo mejor de sus conocimientos y experiencia judicial, en un ejercicio pluralista de construcción de conocimiento.

Se trata entonces, de valiosos textos de autoestudio divididos secuencialmente en unidades que desarrollan determinada temática, de dispositivos didácticos flexibles que permiten abordar los cursos a partir de una estructura que responde a necesidades de aprendizaje previamente identificadas. Pero más allá, está el propósito final: servir de instrumento para fortalecer la práctica judicial para prestar un buen servicio a las y los ciudadanos.

Cómo abordarlos

Al iniciar la lectura de cada módulo el o la participante debe tener en cuenta que se trata de un programa integral y un sistema modular coherente, por lo que para optimizar los resultados del proceso de formación autodirigida tendrá en cuenta que está inmerso en el Programa de Formación Judicial Especializada en el Área Civil, Agrario y Comercial. A través de cada contenido, los y las discentes encontrarán referentes o remisiones a los demás módulos del plan de formación de la Escuela Judicial “Rodrigo Lara Bonilla”, que se

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articulan mediante diversos temas transversales, tales como: La Ética Judicial, Igualdad de Género en la Administración de Justicia, Argumentación Judicial en Debates Orales y Escritos, Filosofía del Derecho, Estructura de la Sentencia, Prueba Judicial, Interpretación Constitucional, Interpretación Judicial, Derechos Humanos, Constitución Política de 1991, Bloque de Constitucionalidad, la ley específica, al igual que la integración de los casos problémicos comunes que se analizan, desde diferentes perspectivas, posibilitando el enriquecimiento de los escenarios argumentativos y fortaleciendo la independencia judicial.

Por lo anterior, se recomienda tener en cuenta las siguientes sugerencias al abordar el estudio de cada uno de los módulos del plan especializado: (1) Consulte los temas de los otros módulos que le permitan realizar un diálogo de manera sistémica y articulada sobre los contenidos que se presentan; (2) Tenga en cuenta las guías del y la discente y las guías de estudio individual y de la comunidad judicial para desarrollar cada lectura. Recuerde apoyarse en los talleres para elaborar mapas conceptuales, esquemas de valoración de argumentaciones, el estudio y análisis, la utilización del Campus y Aula Virtual y el taller individual de lectura efectiva del plan educativo; (3) Cada módulo presenta actividades pedagógicas y de autoevaluación que permiten al y la discente reflexionar sobre su cotidianidad profesional, la comprensión de los temas y su aplicación a la práctica. Es importante que en el proceso de lectura aborde y desarrolle con rigor dichas actividades para que críticamente establezca la claridad con la que percibió los temas y su respectiva aplicación a su tarea judicial. Cada módulo se complementa con una bibliografía básica seleccionada, para quienes quieran profundizar en el tema, o complementar las perspectivas presentadas.

Finalmente, el Programa de Formación Judicial Especializada Programa de Formación Judicial Especializada en el Área Civil, Agrario y Comercial que la Escuela Judicial “Rodrigo Lara Bonilla” entrega a la judicatura colombiana, acorde con su modelo educativo, es una oportunidad para que la institucionalidad, con efectiva protección de los derechos fundamentales y garantías judiciales, cierre el camino de la impunidad para el logro de una sociedad más justa.

Agradecemos el envío de todos sus aportes y sugerencias a la sede de la Escuela Judicial “Rodrigo Lara Bonilla” en la Calle 11 No 9A -24 piso 4, de Bogotá, o al correo electrónico [email protected] los cuales contribuirán a la construcción colectiva del saber judicial alrededor del Programa de Formación Judicial Especializada en el Área Civil, Agrario y Comercial.

SINOPSIS PROFESIONAL Y LABORAL DEL AUTOR

CARLOS IGNACIO JARAMILLO J., natural de Manizales (Caldas), es abogado de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Pontificia Universidad Javeriana; Magister en Derecho y Economía de Seguros de la Universidad Católica de Lovaina (Bélgica). Igualmente, obtuvo el título de Grado de la Universidad de Salamanca, así como Diploma de Estudios Avanzados de la misma Universidad (DEA) en el programa de Doctorado “Nuevas Tendencias en Derecho Privado”.

Decano Académico de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Pontificia Universidad Javeria-na. Conjuez de la Corte Suprema de Justicia. Ex-Vicepresidente y Ex- Presidente -en funciones- de la Corte Suprema de Justicia y Magistrado de la Sala Civil de la misma Corte, sala de la que, en su oportunidad, fue Vicepresidente y luego su Presidente, en la cual cul-minó su período constitucional de ocho años. Actualmente, en el plano profesional e institucional, es socio de la firma de abogados ‘Salazar, Pardo y Jaramillo’, y árbitro de la Cámara de Comercio de Bogotá, de la que es también miembro de su Corte Arbitral, y Arbitro del Autorregulador del Mercado de Valores de Colombia (AMV).

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En el campo académico, a su turno, es Profesor de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad Javeriana en las cátedras de ‘Historia del Derecho’ (pregrado); de ‘Derecho Comparado del Seguro y de Riesgos Extraordinarios y Catastróficos’ (Maestría en Derecho de Seguros, de la que por varios años fue su Director), y en la Especialización de Derecho de Seguros, y en la de Derecho Médico (posgrado).

Profesor invitado y Profesor visitante: Universidad Católica de Lovaina (Bélgica), Universidad de la Sorbona (París I), Universidad de Salamanca (España), Universidad Carlos III (Madrid), Universidad Nacional Autónoma de México, Universidad de Corvinus (Hungría), Universidad de Lima, Universidad de San Marcos (Lima), Universidad de Valparaíso (Chile), Universidad de Córdoba (Argentina), Universidad de Oviedo (España), Universidad de Bolonia (Italia), Universidad de Deusto (España), Universidad de Navarra (España), Universidad del País Vasco (España), Universidad Complutense de Madrid (España), Universidad de Granada (España), Universidad Autónoma de Madrid (España), Pontificia Universidad de Comillas (España), Universidad de la Coruña (España), Universidad de Gerona (España) y Universidad de Roma ‘La Sapienza’ (Italia).

Miembro Electo de la Academia Colombiana de Jurisprudencia; Académico de la Academia Colombiana de la Abogacía; Miembro de número, Ex Presidente y Presidente Honorario de la Asociación Colombiana de Derecho de Seguros ACOLDESE; Miembro del Instituto Colombiano de Derecho Procesal, Miembro Fundador del Centro de Estudios de Derecho Procesal Constitucional; Miembro del Grupo de Investigación en Derecho Privado de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Pontificia Universidad Javeriana. Miembro Correspondiente de la Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba (Argentina). Ex Presidente Mundial y Presidente Honorario de la Asociación Internacional de Derecho de Seguros, AIDA (Association Internationale de Droit des Assurances); Miembro de la Association Henri Capitant (‘Les amis de la culture juridique française’, Capítulo Colombiano); Miembro del Comité Académico y Profesor Investigador de la Cátedra de Derecho Global ‘Joaquín Garrigues’, Universidad de Navarra, España; Miembro de número del Centro de Innovación, Desarrollo e Investigación Jurídica (‘Grupo de los Cien’), Garrigues (España) e Instituto Tecnológico de Monterrey (México); miembro fundador y vocal de la Asociación Iberoamericana de Derecho Privado; Miembro del Instituto Latinoamericano de Derecho Privado; Director científico de la Revista Ibero-latinoamericana de Seguros (fundada en 1992); Director de la Revista Universitas de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Pontificia Universidad Javeriana (Revista de Derecho, fundada en el año 1951), Director de la Colección Monografías de la misma Facultad, y Miembro de la Comisión redactora del Proyecto de Código Latinoamericano de Contratos (Instituto de Derecho Privado Latinoamericano).

En su oportunidad, fue Jefe de la División de Seguros y Capitalización de la Superintendencia Bancaria, Director General de Seguros y Capitalización y Superintendente Delegado de Seguros y Capitalización (E). También ha sido Miembro de la ‘Comisión de Expertos’ para el examen y evaluación de una ‘reforma estructural a la justicia’ (integrada por el Gobierno Nacional de la República de Colombia, Decreto 4932/09, año 2010), y Miembro de la ‘Comisión de Ajuste Institucional’ integrada por el Gobierno Nacional de la República de Colombia, en asocio de los Doctores, Humberto De la Calle Lombana, Vivian Morales Hoyos, Rodrigo Noguera Calderón, Hugo Palacios Mejía, Dolly Pedraza de Arenas y Eduardo Montealegre Lyneth (año 2008).

Ha publicado numerosos estudios y artículos relacionados con el Derecho Privado en revistas nacionales e internacionales.

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De igual manera, bajo el sello de la Editorial Temis, ha publicado los libros: Estructura de la forma en el contrato de seguro -en la legislación nacional y comparada- (año 1986); Los conflictos bélicos en el derecho de seguros -Análisis comparativo-, realizado con el concurso del Profesor J. Efrén Ossa G. (q.e.p.d) -año 1993-; El renacimiento de la cultura jurídica en occidente, en coedición con la Pontificia Universidad Javeriana -año 2004-, y Derecho de Seguros –Estudios y escritos jurídicos, T.I, 2010, y T.II, 2011 (en prensa), en coedición con la Pontificia Universidad Javeriana.

Y bajo el sello de la editorial de la Pontificia Universidad Javeriana, Facultad de Ciencias Jurídicas, los siguientes libros: Escuelas de los glosadores, canonistas y ‘post-glosadores -año 1996-; Solución alternativa de conflictos en el seguro y en el reaseguro –en el derecho comparado, año 1998-; Distorsión funcional del reaseguro tradicional -años 1999 y 2006-; Responsabilidad civil médica -La relación médico-paciente; análisis doctrinal y juris-prudencial, años 2002, 2006, 2008, 2009, y 2010, primera edición, y segunda edición, año 2011, y La culpa y carga de la prueba en el campo de la responsabilidad médica, 2010, este último en coedición con el Grupo Editorial Ibáñez.

En su orden, dichas obras fueron prologadas por los Profesores J. Efrén Ossa G. (Colombia); Juan Carlos Félix Morandi (Argentina); Andrea Padovani (Italia); Fernando Sánchez Calero (España); Fernando Hinestrosa F. (Colombia); Arturo Díaz-Bravo (México); Bernardo Botero Morales (Colombia); Jorge Mosset lturraspe (Argentina), y Ricardo de Ángel Yágüez (España).

JUSTIFICACIÓN

La evolución del comercio y de las prácticas negociales en los mercados contemporáneos impone, a no dudarlo, la revisión de los lineamientos que han orientado la contratación mercantil en Colombia y que, como bien se sabe, actualmente no sólo está imbuida por el derecho comercial en sentido estricto, sino también por otras esferas jurídicas muy dinámicas como son, por vía de ejemplo, el derecho del consumo, el derecho privado internacional y la responsabilidad civil. Este módulo parte entonces de la necesidad de realizar dicha revisión conceptual y de exponer las tendencias modernas de la contratación mercantil, sin perjuicio de desarrollar también un examen panorámico de las instituciones tradicionales y de la estructura general de algunas de las manifestaciones de esta modalidad de contratación. En suma, se parte entonces de la indefectible transformación que las dinámicas actuales del comercio y de los usos han generado en los contratos comerciales, para exponer algunos aspectos controvertidos tanto de la contratación mercantil en general, como de algunos tipos contractuales en particular.

BREVE RESUMEN DEL MÓDULO

El módulo empieza por abordar algunos aspectos generales de la contratación mercantil en el siglo XXI, especialmente en lo referente a las tendencias actuales en aspectos neurálgicos de los contratos comerciales, que tienen incidencia directa en la resolución de controversias suscitadas en esta materia. Es así como se abordan aspectos relativos a la interpretación de los contratos, la tipicidad contractual, las condiciones generales de contratación, los contratos conexos o coligados, la aplicación de figuras como la doctrina de los actos propios en esta materia, entre otros asuntos en particular. Posteriormente se desarrolla una sección que se refiere a ciertos tipos contractuales en específico, desarrollando los aspectos más importantes de los mismos. Así se hace con el contrato de seguro, el joint venture, la franquicia, la agencia comercial, la compraventa internacional de mercaderías y la distribución. Al finalizar, se exponen unas conclusiones generales.

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OBJETIVOS GENERALES DEL MÓDULO

Exponer, desde una perspectiva panorámica y general, las principales figuras e instituciones jurídicas que, en la actualidad, orientan la contratación comercial y que, por corresponder a aspectos tradicionales de los contratos o a novedosas aplicaciones del Derecho del consumo o de otras disciplinas jurídicas, tendrán incidencia directa en los litigios que se susciten con ocasión de los mismos.

OBJETIVOS ESPECÍFICOS DEL MÓDULO

Describir las nuevas concepciones que imperan en el Derecho mercantil contemporáneo y que obedecen a las nuevas dinámicas comerciales de la sociedad de consumo.

Exponer las transformaciones que se han producido sobre las concepciones tradicionales de los contratos comerciales, con ocasión de los avances logrados por diversas disciplinas jurídicas como son, a manera de ejemplo, el Derecho del consumo, el Derecho privado internacional y el Derecho de la responsabilidad civil.

Permitir el acceso a los pronunciamientos judiciales más destacados en las materias abordadas, a partir de los cuales se puede identificar las tendencias que actualmente campean en las Altas Cortes, particularmente en la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia sobre cada aspecto en especial.

Permitir el acceso a la normativa y la principialística internacional que, en determinadas hipótesis, está llamada a regir la contratación comercial en Colombia y que, como es natural, puede tener incidencia en la resolución de las disputas a que haya lugar.

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UNIDAD 1

PRINCIPALES MANIFESTACIONES DE LA CONTRATACIÓN CONTEMPORÁNEA

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OBJETIVOS DE LA UNIDAD:

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Objetivo general

El propósito de la presente sección es realizar un examen panorámico de las principales tendencias en materia de contratación mercantil contemporánea, particularmente en lo que se refiere al norte orientador de instituciones de indiscutible valía en el ámbito contractual, como son, por vía de ejemplo, la hermenéutica de los negocios jurídicos, el régimen de protección del consumidor, la abusividad contractual, entre otros aspectos más. Al finalizar la sección, el lector estará en capacidad de describir los lineamientos generales de la contratación mercantil contemporánea en lo que se refiere a sus regímenes generales, así como de aplicar tales lineamientos a situaciones prácticas concretas en lo que cobran singular valía.

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Objetivos específicos

1. Exponer las principales manifestaciones de la principialística que rige los contratos comerciales contemporáneos, especialmente desde la perspectiva internacional.

2. Exponer manifestaciones particulares de la evolución de la contratación mercantil en la actualidad, como son las condiciones generales de contratación, los contratos conexos o coligados, la tipicidad y la atipicidad contractual y la protección del consumidor.

3. Describir las principales dinámicas que, en la actualidad, orientan la interpretación, calificación e integración de los contratos comerciales.

CAPÍTULO I

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Condiciones generales de contratación, contratos por adhesión y contratos tipo –Especial referencia a su

interpretación-

Descripción general:

Las denominadas condiciones generales de contratación, los contratos por adhesión y los contratos tipo, hacen parte de las modalidades contractuales más difundidas en el siglo XXI. En efecto, la industrialización trajo consigo el fenómeno de la comercialización masiva y estandarizada de productos, lo cual, a su turno, supuso la implementación de nuevas modalidades contractuales, entre las que se destaca, por su indiscutible difusión, la contratación masiva, expresada, entre entros, en las mencionadas condiciones generales de contratación. Este fenómeno jurídico, como suele pasar con las nuevas tendencias en el Derecho, supuso novedosos cuestionamientos y aparejó el replanteamiento de varios de los principios estructurales de los negocios jurídicos. Así, cuestiones como la manifestación de la voluntad y la autonomía privada han debido matizarse –que no superarse, como algunos aventuradamente lo afirman- frente al modus operandi que subyace a estas figuras. Pues bien, el presente capítulo aborda justamente esta temática, desde una perspectiva panorámica, con el propósito de que el lector se encuentre, en primera medida, con una somera descripción de las condiciones generales de contratación, para luego abordar la cuestión relativa a la interpretación de esta modalidad de contratos. Se ha decidido analizar estas dos temáticas, como quiera que son las que mayores discusiones han desatado en la esfera de la aplicación práctica de los negocios por adhesión, dadas sus implicaciones y, muy especialmente, su repercusión en el comercio de bienes y servicios en general.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responde a las siguientes preguntas de tipo pragmático:

a. ¿Cómo deben ser aplicadas e interpretadas las denominadas condiciones generales de contratación?

b. ¿Cómo se deben aplicar los artículos 1618 a 1624 del Código Civil colombiano a estos

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acuerdos? c. ¿Cuáles han sido las principales reglas

esbozadas por la jurisprudencia en relación con los contratos tipo y los contratos por adhesión?

d. ¿En qué casos debe aplicarse y cuáles son las reglas del nuevo Estatuto de Protección del Consumidor –Ley 1480 de 2011- en esta materia?

Palabras clave: Condiciones generales de contrataciónContratos tipoContratos de adhesiónInterpretación contractualAbusividad contractual

Disertar sobre los contratos por adhesión, sin duda de marcada valía, como no reconocerlo, es tarea asaz dispendiosa, entre otras razones por cuanto supone previamente examinar los rasgos más salientes de esta nueva metodología -o categoría- negocial, tan propia de los tiempos que corren, y también de los que corrieron en la centuria anterior, sobre todo de la segunda mitad de siglo, caracterizada por la sistemática utilización de las condiciones generales de contratación, hijas del proceso evolutivo registrado por la sociedad moderna, en la que se anida la estandarización y la masificación negociales, aunada a la contratación en serie, empresa esta que, a las claras, excedería nuestra misión panorámica encaminada a auscultar los aspectos más resonantes de cada uno de los temas conectados con la interpretación del contrato. Por ello, quizá reservándolo para otra ocasión, dicho estudio específico desborda nuestras pretensiones, todo sin perjuicio de algunas puntadas que en torno al mismo daremos seguidamente, más con la idea de tomarle el pulso en nuestro Derecho, pero de modo muy sumario. Al fin y al cabo, esta temática es tan especial, que mucha tinta es la que ha corrido para ilustrarla, como dan cuenta las numerosas monografías que sobre el particular, en el marco de la especialidad, se han escrito en los últimos lustros, como sintomática y legítima preocupación por las disfunciones que la entronización de la ‘contratación adhesiva’ o estandarizada ha originado, la que la ley y la jurisprudencia igualmente han hecho suyas, no tanto con el objeto de satanizar esta nueva categorización o arquitectura negocial, sin duda de enorme utilidad, sino de adoptar los controles y salvaguardas necesarias, en orden a preservar los intereses de ambas partes, muy especialmente los de la parte adherente -también denominada ‘débil’, de suyo más vulnerable, y expuesta, a la par que necesitada de efectiva tutela (legislativa, judicial, administrativa, etc.).2 Nosotros mismos, por su parte, también le hemos dedicado algún un espacio a este tema que, por su trascendencia, sigue siendo obligado en el marco del Derecho de obligaciones y contratos.3

2- Véase sobre esta misma temática y orientación, con provecho, el documentado ensayo del Profesor Juan Pablo Cárdenas, titulado Justicia contractual, en Ensayos jurídicos en Homenaje al Profesor Carlos Holguin Holguin, Ediciones Rosaristas, Bogotá, 1996, p.p 327 y s.s, así como el del Profesor Jorge Pinzón Sánchez, rotulado Las condiciones generales de contratación y cláusulas abusivas (Derecho privado colombiano), en Las condiciones generales de contratación, Civitas, Madrid, 1996, p. 207 y s.s, publicación coordinada por el Profesor Luís Díez-Picazo, en su calidad de Ponente General.

3. Vid. Estructura de la forma en el contrato de seguro- en la legislación nacional y comparada-, Temis, Bogotá, 1986, p.p. 135 y .s.s.

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Efectivamente, “La evolución económica y social de nuestro tiempo”, nos lo recuerda el Profesor Díez-Picazo, “se ha visto condicionada merced a la dinámica interna del capitalismo por el fenómeno de la producción en masa y, por ello mismo, se ha visto forzada a una ampliación de la masa de los consumidores, que determina un ensanchamiento del número de personas que aspiran a adquirir o disfrutar los bienes y los servicios que las grandes empresas proporcionan. Este hecho ha determinado un tráfico económico, cada vez más acelerado, que se ha ido convirtiendo en los que rigurosamente puede llamarse ‘un tráfico en masa’”, lo que ha impedido, en punto a la masificación en referencia, que “la gran empresa económica establezca contratos peculiares con cada uno de sus eventuales clientes. Un mínimo criterio de racionalización y de organización empresarial explica la necesidad del contrato único o contrato tipo, establecido por medio de formularios impresos”, de suerte que en estas condiciones, “las grandes empresas mercantiles o industriales mediante esos contratos en masa imponen a sus clientes un tipo de contratos previamente redactados”.4

Es cierto que el contrato, en muchas de sus aristas y manifestaciones, no es el mismo que otrora se conociera -y que en cierta forma nosotros añoramos-, sobre todo en los tiempos en que, desde una perspectiva individualista, campeaba el laissez faire, laissez passer, lo que ha llevado a un grupo de doctrinantes a afirmar su crisis, decadencia, despersonalización, marchitamiento, deceso, transformación, o -mejor- simple y correlativa evolución, merced a un acomodamiento a las exigencias del tráfico, muy otras a las de una economía más labriega y si se desea artesanal, como la que imperó en tiempos del movimiento codificador5, nuevo rostro que, aún reconociendo su divergencia con el que tenía en otras centurias, sigue exhibiendo lozanía, ya que por más embates y ajustes que haya sufrido, continúa siendo el instrumento de intercambio de bienes y servicios de mayor importancia y linaje.

Por ello, más que extenderle su registro de defunción, como muchos infructuosamente lo pretendieron, asistimos a su revitalización, a fortiori en una economía de mercado globalizada como la que impera, en la que el contrato se torna insustituible, en el más literal de los sentidos, más aún ahora cuando el mundo se ‘achica’, gracias al intercambio fluido, a la tecnología y a una irrefrenable tendencia aperturista, que contrasta con la seguida en otros momentos de la historia reciente, en los que tenían eco otras ideologías más nacionalistas, cerradas y excluyentes e, incluso, signadas por el corrosivo ostracismo.

Ya habíamos señalado al comienzo de este escrito, a tono con lo dicho anteriormente, que la autonomía privada, dínamo sin par de las relaciones del tráfico, no sólo salió bien librada de la llamada ‘crisis’, sino que está gozando de un nueva posición jerárquica, para nada modesta o secundaria (que podríamos tildar, a emulación de los sucedido de cara a la historia del derecho, de ‘segunda vida de la autonomía privada’), sin que ello suponga que se deba claudicar en la búsqueda de una equilibrada justicia contractual, máxime cuando las amenazas de abuso de los derechos ajenos, persiste y persistirá, por no ser ella una problemática atribuible, únicamente, a la floración y divulgación de los contratos por adhesión a condiciones generales -o contrato estándar- (como lo muestra la historia milenaria), técnica o instrumentación ésta que, aun cuando legítima, naturalmente exige control y suma cautela, pero no su erradicación del cosmos contractual, debido a que son connaturales al sistema económico-social que, agrádenos o no, es el que impera, y parece que seguirá imperando en lo fundamental, más allá de necesarios y puntuales ajustes, por lo

4- Derecho y masificación social. Tecnología y derecho privado, Civitas, Madrid, 1979,p.p. 42 y 43.5

?- Véase con provecho, entre muchos otros -debido a que este tema ha sido profusamente analizado-, a Marco Aurelio Risolía. Soberanía y crisis del contrato, Abeledo-Perrot, Buenos Aires,1958; Atilio Anibal Alterini y Roberto M López cabana. La autonomía de la voluntad en el contrato moderno, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1989, 67; Rubén y Gabriel Stiglitz. Contratos por adhesión, cláusulas abusivas, y protección del consumidor, Depalma, Buenos Aires, 1985; Carlos A. Soto. La autonomía privada y la buena fe como fundamento del la obligatoriedad del contrato, Colegio Público de Abogados, Fascículo No 11, Lima, 2000.

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menos en los años venideros. El tiempo, en esta materia, tiene pues la última palabra, pero a juzgar por la evolución registrada en las últimas décadas, en las que, con ajustes y concretos cambios, ha cumplido una fecunda misión, continuará inalteradamente con ella, desde luego también en plena vigencia la consigna de la protección de los consumidores.

Por eso, modernamente se tiene establecido que “…las condiciones generales de los contratos nacen como una respuesta jurídica a las necesidades técnicas surgidas de la contratación seriada o en masa típica de la economía capitalista, como un medio de racionalizar y simplificar la capacidad negocial de la empresa través de fórmulas estereotipadas que permitan la realización idéntica y poco menos que simultánea de centenares de miles de contratos”.6

De hecho, las nuevas exigencias de la simplificación, en un mundo masificado, impiden que la negociación fría, sopesada y reflexiva, propia de los tildados y recordados contratos de ‘libre discusión’ (gré a gré), haya dejado de ser la regla o el modelo más socorrido, en atención a que como se ha observado, “…el régimen económico propio del capitalismo moderno lleva a desplazar el contrato individual, evitando el regateo y la discusión parsimoniosa de los antiguos mercados”7, lo que va de la mano con la idea de que en estas circunstancias, “la empresa sustituye al artesano, pues el objeto de ciertos contratos no concibe el ‘sello personal’, individual, de la producción de bienes y servicios , que pasa a formar parte de la ‘estandarización’, de la uniformidad, de la producción que se maximiza….”8 No en balde, como tantas veces se ha dicho, “…el contrato es el fiel reflejo de la realidad socio-económica de los pueblos”, motivo por el cual, desde una perspectiva funcional y más neutra, acorde con la evolución económica registrada en las últimas décadas, debe entenderse que “…al expandirse el capital, el contrato por adhesión dejó de ser principalmente un instrumento de opresión para transformarse ahora en una técnica indispensable para las relaciones entre empresas modernas y los consumidores” 9, lo que no redime de puntuales controles, de la adopción de medidas tuitivas y del establecimiento de especiales reglas de interpretación, de suyo necesarios como tangencialmente se acotó.

Regresar al esquema de contratación que conocieron nuestros antepasados, quienes vivieron en un época diversa, y no en lo que transcurre, no es más una quimera, o una utopía contractual, por cuanto esta colectividad tan industrializada y tecnificada, en donde el capital es el motor de la economía -de suyo muy dinámica, más allá de los habituales ciclos y variaciones económicas, unas más agudas que otras-, necesita de técnicas de contratación céleres e informales que satisfagan las necesidades de productores y consumidores, todos inmersos en una sociedad de consumo, con todo lo que ello supone en la posmodernidad10.

Pero también es cierto que en las condiciones actuales, en las que hace presencia el consumidor como nuevo sujeto -y soberano o protagonista- de la relación contractual, se hace indispensable arbitrar los mecanismos adecuados para proteger sus caros intereses, evitando

6 -Eduardo Polo. Protección del contratante débil y condiciones generales de los contratos, Civistas, Madrid, 1990, p. 31.

7-Federico de Castro y Bravo. Las condiciones generales de los contratos y la eficacia de las leyes, Civitas, Madrid, 1985, p. 17.

8 -Rubén y Gabriel Stiglitz, Contratos por adhesión, cláusulas abusivas y protección del consumidor, Depalma, Buenos Aires, 1985, p. 48.

9- Carlos Gustavo Vallespinos. El contrato por adhesión a condiciones generales, Editorial Universidad, Buenos Aires, 1984, p.p. 251 y 253.

10 Sobre este particular, Vid. Juan Benítez Caorci. La interpretación en los contratos con cláusulas predispuestas. Temis. Bogotá. 2002. pp. 11-26.

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que la gran empresa, o el predisponente profesional, los conculquen, mediante la eventual imposición de estipulaciones lesivas de los mismos, aquellas que, en la dogmática contemporánea, suelen denominarse cláusulas abusivas, vejatorias o leoninas, entre otras denominaciones más, obviamente sin generalizar su presencia que, aun cuando letal, no puede desconocerse, no irrumpe en todos los contratos por adhesión o estandarizados, sino en algunos que, alejados del prístino principio informador de la buena fe, se convierten en continente propicio para que ellas se amueblen y contaminen la atmósfera negocial, esa que debería estar libre de gérmenes, bacterias, productos abrasivos y, en fin, de agentes patológicos que, a su paso, erosionen de plano el debido equilibrio y sacrifican la ‘justicia contractual’, su víctima directa.

En suma, los contratos por adhesión, por más críticas y cuestionamientos que han recibido, siguen campeando en el tráfico jurídico, desde luego sometidos a los controles pertinentes, muy particularmente al control directo o legislativo, en especial a través del dictado de normas imperativas o semimperativas, y al judicial, debido a que el administrativo en los últimos años ha perdido la importancia que se registró en las décadas previas a las últimas dos del siglo pasado. Y lo hacen, además, con arreglo a una estructura típicamente contractual, pues a manera de gran síntesis, luego de un prolongado debate científico, se ha impuesto su naturaleza negocial y su reconocimiento11, al igual que en tratándose de las condiciones generales de contratación, según lo reconoce la generalidad de la doctrina, obviamente con una que otra excepción. Así lo ha hecho incluso nuestra propia jurisprudencia, como tendremos oportunidad de comprobar, la que no ha dudado en matricularse en la tesitura volitiva y, por ende, contractualista, que es la que estimamos correcta, y la que predomina en el Derecho comparado.

Este último punto, no exento de capital importancia en lo que concierne al tema central de nuestro estudio, es el que permite afianzar la aplicación directa de las reglas generales de interpretación de los contratos a los llamados ‘contratos por adhesión’, habida cuenta que si no se le reconociera esta concreta calidad, nos referimos a la contractual -o negocial-, mal podrían aplicarse las reglas inmersas en los artículos 1618 a 1624 del Código Civil, en lo pertinente, a los apellidados contratos por adhesión. Por lo tanto, útil dejarlo sentado, es entender que como lo asevera la doctrina, “La contratación en base a condiciones generales no se halla sustraída a las pautas o criterios de interpretación tradicionales y que hallan su sede el Código Civil y en el Código de Comercio, aun cuando se tenga expresado que la interpretación de los negocios jurídicos concluidos sistemáticamente sea efectuada con ‘cierto apartamiento’ de las reglas comunes”,12 no tanto, empero, como para no recurrir a

11- Los llamados contratos por adhesión, efectivamente, cuentan con el exequatur general del legislador contemporáneo, a la vez que de la doctrina y la jurisprudencia, más allá de los controles y cautelas en mención, obviamente de recibo. Por ello, toda estigmatización o cuestionamiento, por el sólo hecho de la mecánica que les es connatural, resulta infundado, pues siempre es necesario consultar el caso individual, antes que generalizar, máxime cuando ella es hija del tráfico, de esa realidad a la que aludimos en precedencia. Por ello, nuestra Corte Suprema de Justicia, examinando una cláusula incorporada en un contrato a través de esta metodología, estableció que “…ella no puede ser descalificada -o estigmatizada- por la única y escueta razón de estar incluida en un contrato de contenido predispuesto -en sí mismo válido, a la par que legitimado por el ordenamiento preceptivo y por la jurisprudencia, sin perjuicio de los correctivos que, in casu, la doctrina ha delineado para mantener el adecuado equilibrio negocial-, sin parar mientes en la arquitectura misma del negocio jurídico del que hace parte, como se refirió en párrafos precedentes.” (Sentencia del 13 de diciembre de 2002. Exp.6462. Magistrado Ponente, Carlos Ignacio Jaramillo J.).

12- Rubén Stiglitz. Contratos civiles y comerciales, Vol I, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998, p. 455, distinguido autor que, en asocio de su consagrado y dilecto hijo, igualmente había señalado años antes que este “…tema se halla inescindiblemente vinculado a la naturaleza jurídica que se asigne a las condiciones generales de los contratos. Como por nuestra parte ya hemos anticipado nuestro apoyo a la tesis contractualista, va de suyo la aplicación a esta cuestión de todo el arsenal normativo, doctrinal y jurisprudencial que suministra el derecho contractual, lo que incluye las reglas de interpretación”. Contratos por adhesión, cláusulas abusivas, y protección del consumidor, op.cit, p. 73. Similar opinión expresa el Profesor español, Manuel García Amigo, en su renombrada obra, Condiciones generales de los contratos, conforme a la cual, “…puede sentarse la conclusión de

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ellas cuando resulten aplicables, aun cuando sea cierto que en esta temática nuestra codificación civil amerite modificaciones, tal y como ha acontecido en buena parte de los regímenes que disciplinan el Derecho privado, en clara muestra de que la protección del adherente y más ampliamente del consumidor es la consigna del legislador internacional.

En mora, pues, estábamos hasta hace unos meses, para contar con una moderna y justiciera legislación referente a las condiciones generales de contratación que, con equilibrio y ponderación, se ocupe de la protección de los intereses en juego en las relaciones de consumo. Con todo, en buena hora llegó al ordenamiento patrio un nuevo estatuto de protección del consumidor, proferido a través de la Ley 1480 de 2011, y en el cual, en aras de proteger al consumidor y, particularmente, de salvaguardar su dignidad en el marco de las relaciones de consumo, se adoptó un régimen muy desarrollado en materia de contratos de adhesión, al cual esperamos referirnos ulteriormente.

A la par de ello, importa también subrayar el destacado papel que, al respecto, ha cumplido nuestra jurisprudencia, muy cercana y sintonizada con esta viva preocupación, la que en torno al artículo 1624 del Código Civil, prevalentemente, ha desarrollado la teoría de los contratos por adhesión, y más recientemente, de su mano, la de las cláusulas abusivas, flagelo éste que aqueja a centenares de consumidores, no sólo en Colombia, sino a nivel internacional, circunstancia que explica la lucha que, sobre el particular, oportunamente han emprendido legisladores, autoridades de control y vigilancia, asociaciones de consumidores y, claro está, la administración de justicia, igualmente atenta de erradicar sus perturbadores efectos, cuando se comprueba que ellas hacen presencia en el entramado contractual, en grave perjuicio de los adherentes que, por la mecánica ínsita en este tipo de contratación, aceptan en bloque el clausulado, sin la posibilidad real, en la praxis, de discutirlo, o de oponerse a la inclusión de una de ellas. Por ello, no sin razón, se ha dicho que este tipo de contratos, es la regla, se toma o se deja íntegramente la propuesta formulada, sin opciones intermedias, todo en virtud del “rol pasivo del adherente”, en contraste con la posición del predisponente, lo que desemboca “…en la ausencia de debate previo”, merced al dictado unilateral del condicionado por parte de éste13.

Entre tanto se afianza el nuevo Estatuto del Consumidor, una realidad luego de varios intentos fallidos en el Congreso de la República, le corresponderá a los jueces darle cumplida interpretación a los contratos por adhesión, en primer lugar, acudiendo a las normas especiales y en lo aplicable a los artículos 1618 a 1624 del Código Civil, muy particularmente a éste último, como lo han venido haciendo reiteradamente, sin descartar de plano la aplicación de los artículos precedentes, como quiera que, según el caso, podrán resultar aplicables, máxime cuando en esta materia no se deben inaplicar principios que, por milenios, han orientado la tarea asignada al intérprete y que en el asunto sometido a su conocimiento pueden resultar útiles, a la par que esclarecedores. No se nos escapa, sin embargo, que en tratándose de la contratación adhesiva, en veces, puede tornarse compleja la búsqueda de la ‘común intención de las partes’, derrotero cardinal en el campo hermenéutico, tanto más cuanto que lo que la caracteriza es el dictado unilateral del clausulado por parte del predisponente, lo que se traduce en que el adherente, en realidad, no participe en la deliberación acerca del contenido contractual, el que encuentra preestablecido. Este es un tema sin duda controvertido, amén que espinoso, como se comprueba en el Derecho comparado. Tanto que la doctrina está muy dividida, sin perjuicio de que se pueda hablar de una tesis con mayor acogida que otra.

que los contratos celebrados por adhesión de unas de las partes a las condiciones generales formuladas por la otra han de someterse en el Derecho español a las mismas normas interpretativas que los demás contratos”, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1969, p.199.

13- Georges Berilioz. Le contrat d’adhesión, LGDJ, Paris, 1976, 28

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Es así como un sector autoral, influido por la generalidad de la doctrina alemana, se inclina por una interpretación únicamente objetiva, en la cual ninguna cabida tendría el sistema subjetivo, en especial las reglas de la misma estirpe, cimentado en la regla de oro de la ‘investigación de la común intención de las partes’, por entender que ella no se puede encontrar en esta modalidad negocial, de suerte que, su búsqueda, sería infructuosa y, de paso, quimérica, debido a que el adherente adhiere en bloque, y aun cuando a ese hecho puede atribuírsele carácter volitivo, no puede hablarse de que exista un intención compartida y, por tanto, común que revele con precisión que fue lo específicamente querido, in concreto por el consumidor adherente.14

Otro grupo de autores, por el contrario, aun cuando son conscientes de la apuntada dificultad, no descartan la referida búsqueda, aún importante, a la vez que viable, en tratándose de los contratos por adhesión a condiciones generales, razón por la cual ponen de presente que en este campo, apriorísticamente, no debe vedarse ningún sistema o criterio, pues todos o algunos de ellos, según el caso, pueden resultar útiles, así en la práctica se acuda preferentemente a los de naturaleza objetiva, pero más por una cuestión de hecho, y no de derecho. Esta línea de pensamiento, además, admite la interpretación ‘circunstanciada’, vale decir la que se hace en función del caso individual, la que de ordinario es rechazada por los que acogen la teoría puramente objetiva, la que, por categórica, no podemos suscribir, por sugestiva que parezca.

Y finalmente, hay otro sector que, aun cuando no descarta de plano la procedencia de pautas subjetivas, hace hincapié en las reglas objetivas, por manera que, en el marco del “…derecho del consumo, y muy especialmente en los contratos con cláusulas predipuestas”, a diferencia del sistema clásico, “la interpretación objetiva se convierte en la regla dominante”, lo que explica que refieran a una “prevalencia” (“tener alguna superioridad o ventaja entre otras”, como lo define el Diccionario de la Real Academia), más que a un sistema unitario, y excluyente.

En el Derecho colombiano, aún con prescindencia de esta interesante polémica, hay que recordar que la aplicación de las reglas consignadas en el artículo 1624 del Código Civil, que es el precepto en el que la teoría de la interpretación de los contratos por adhesión se ha asentado, es de carácter residual, o subsidiario, como quiera que sólo se puede acudir a él, luego de agotado el tamiz normativo precedente, esto es las pautas entronizadas en los artículos 1618 a 1623, inclusive, según se desprende de su simple texto, y de la hermenéutica doctrinal y jurisprudencial patrias, a cuyo tenor: “No pudiendo aplicarse ninguna de las reglas precedentes de interpretación, se interpretarán las cláusulas ambiguas a favor del deudor. Pero las cláusulas ambiguas que hayan sido extendidas o dictadas por una de las partes, sea creedora o deudora, se interpretarán contra ella, siempre que la ambigüedad provenga de la falta de una explicación que haya debido darse por ella”, de lo que se colige que si en las reglas ‘precedentes’ militan criterios de índole subjetiva, no será posible, de lege data, inaplicarlos, a pretexto de interesantes doctrinas que tienen como punto de

14- Cfme: Rubén y Gabriel Stiglitz, quienes señalan que,“..siendo como es, característica saliente de los contratos

por adhesión a condiciones generales, que por su contenido normativo viene redactado por quien justamente adopta la denominación de ‘predisponente’, va de suyo que el consumidor, al no participar en la redacción de él, impide –en materia de interpretación contractual- acudir a criterios subjetivos, como podría ser la indagación de la común intención de los contratantes mediante la reconstrucción del pensamiento y de los propósitos de los autores de la regla contractual”. Contratos por adhesión, cláusulas abusivas, y protección del consumidor, op.cit, p. 78. En la misma línea, el doctrinante Juan M. Farina, anota que,“..tratándose de un contrato no negociado, que se celebra sobre la base del formulario presentado por el empresario, o bien conforme a condiciones predispuestas, ¿se puede hablar de una intención común de las partes?. El tema adquiere su máxima expresión crítica en los contratos por adhesión…..Dada la automatización a que se llega en la estandarización de las relaciones contractuales del comercio actual, la investigación de una intención común de las partes que platea el art. 218 del Cod. de Comercio, resulta improbable”. Contratos comerciales modernos, Astrea, Buenos Aires, 1999, p.p. 76 y 158.

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referencia textos legales diversos, máxime cuando en nuestro país, como también tuvimos oportunidad de examinar, estas normas no se erigen en meros consejos o sugerencias para el intérprete, sino en arquetípicas preceptos que no podrá descocer, ad limitum.

Por lo tanto, aún de cara a los llamados contratos por adhesión, mientras permanezca vigente el artículo 1624 de la codificación civil, el intérprete no podrá desatender las pautas hermenéuticas en comentario, entre ellas, desde luego, la consignada en el artículo 1618, canon de cánones en esta materia. Otra cosa es que, luego de realizado el laborío hermenéutico correspondiente, no se haya podido conocer la ‘intención de las partes’, en cuyo caso podrá atender otras reglas de índole objetiva, pero no automáticamente, y sin fórmula de juicio, la que resulta procedente, en tales condiciones, con mayor razón cuando tampoco parece de recibo proscribir, de raíz, esto es en todos los casos sin excepción alguna, la búsqueda de la referida intención, y la consideración de las circunstancias especiales que rodearon, en concreto, el asunto en particular, objeto de escrutinio (interpretación ‘circunstanciada’), las que pueden y deben ser tenidas en cuenta, en el evento que luzcan de interés. De otro modo, si se dejaran de lado “…los pormenores que rodearon a la celebración del contrato….se estaría ciego ante las circunstancias concretas que puedan haber acaecido”, por lo que no es de recibo, se ha dicho, “optar por la interpretación típica, similar en todas las relaciones de consumo”.15 y 16

Esclarecido entonces el panorama general sobre la contratación adhesiva, específicamente en lo tocante a su etiología, caracterización, naturaleza y otros aspectos puntuales, es conveniente memorar que en el plano legislativo, nuestro Código Civil, ni tampoco el de Comercio, se ocupan de ella, muy al contrario de lo que tiene lugar en el Derecho comparado, como se anticipó. Por consiguiente, con estribo en las dos reglas contenidas en el mencionado artículo 1624 del ordenamiento civil, concretamente la del favor debitoris, y la de la interpretación contra stipulatorem, se ha tejido entre nosotros toda una teoría jurisprudencial que, por su significado, resulta útil recordar, con mayor razón cuando se tiene establecido, ello es trascendental, que “La primera solución que se ha propuesto para proteger al adherente en los contratos por adhesión es la técnica de su interpretación”17, obra que, a diario, hacen nuestros jueces, tribunales y cortes.

Antes, sin embargo, indiquemos que, frente a contratos de esta estirpe, se ha puntualizado que, en adición a las precitadas reglas o pautas interpretativas, en lo que ellas resulten aplicables, bien puede acudirse a otros criterios especiales -algunos con el exequatur legal o jurisprudencial internacionales-, tales como los siguientes, colacionados con fines meramente enunciativos: la prevalencia de las condiciones particulares, sobre las generales; la primacía de las estipulaciones manuscritas frente a las mecanografiadas; el carácter restrictivo con el que necesariamente deben ser interpretadas las cláusulas encaminadas a limitar o excluir la responsabilidad del predisponente; la aplicación de la condición más relevante, o beneficiosa

15- Juan J. Benitez Caorci. La interpretación en los contratos con cláusulas predispuestas, Temis. Bogotá. 2002, p.22.

16- Algunas modernas legislaciones internacionales relativas a las condiciones generales de contratación, en forma expresa, remiten a las normas de interpretación contractual consignadas en la codificación civil, en lo que resulten aplicables. Es el caso de España, por vía de referencia, como quiera que el artículo 6 de la Ley de Condiciones Generales de la Contratación de 1998, dispone que: “1. Cuando exista contradicción entre las condiciones generales y las condiciones particulares específicamente previstas para este contrato, prevalecerán éstas sobre aquéllas, salvo que las condiciones generales resulten más beneficiosas para el adherente que las condiciones particulares. 2. Las dudas en la interpretación de las condiciones generales oscuras se resolverán a favor del adherente. 3. Sin perjuicio de los establecido en el presente artículo, y en lo no previsto en el mismo, serán de aplicación las disposiciones del Código Civil sobre la interpretación de los contratos”

17- Georges Berlioz. Le contrat d’adhésion, op.cit, p. 124.

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para el adherente (in dubio pro consumatore), entre otras más, a las cuales podrá acudir el intérprete, con el objeto de esclarecer el alcance real del contrato de contenido predispuesto.

En efecto, de tiempo atrás, la jurisprudencia vernácula, en asocio de la doctrina nacional, ha reconocido y examinado la tipología negocial de los llamados ‘contratos por adhesión’, muy especialmente con el propósito de definir lo referente a su interpretación y a su alcance.

Así, ad exemplum, en sentencia del 27 de octubre de 1993, la Corte Suprema de Justicia, manifestó que “…ni la doctrina, ni la jurisprudencia le han negado a los contratos de adhesión fuerza vinculatoria contractual, sino que por el contrario, los ha encontrado escenarios adecuados para desarrollar ciertos principios de hermenéutica contractual, por cuanto, si bien la desigual posición de las partes en la formación de estos acuerdos ha originado seria disparidad de criterios sobre su naturaleza jurídica, hasta el punto de que algún sector de la doctrina se ha inclinado por negarle a tales contratos su carácter contractual, otro, mayoritario, sostiene la llamada teoría contractual de los actos de adhesión, mediante la aducción de una razón apta para absolver toda perplejidad: en definitiva, el contratante débil resulta vinculado sólo por la aceptación que otorga, pudiéndose también rechazar; es decir ‘los contratos de adhesión si tienen real y efectivamente el carácter de verdaderos contratos. Contratos especiales quizá y que por ese concepto merecen una interpretación particular, pero contratos al fin, ‘porque el individuo conserva la voluntad de no contratar; si contrata es porque quiere…..’ Y sobre dicha base, han estimado los doctrinantes pertenecientes a este segundo grupo que los contratos de adhesión constituyen un campo excepcionalmente propicio para la aplicación extensiva de algunos principios clásicos en la interpretación de los actos jurídicos, entre ellos el consignado en el artículo 1618 del Código Civil, según el cual conocida claramente la intención de los contratantes, debe estarse a ella más que a lo literal de las palabras…..” (Magistrado ponente, Dr Rafael Romero Sierra).

Recientemente, ratificando el anunciado carácter contractual del contrato por adhesión, así como el de las condiciones generales que sirven de vehículo para explicitar la volición de cada una de las partes, la misma Corte entendió, en punto tocante con el contrato de seguro, uno de los más escrutados en sede judicial, como se anticipó, que dichas condiciones generales pueden concebirse como “aquellas disposiciones -de naturaleza volitiva y por tanto negocial- a las que adhiere el tomador sin posibilidad real o efectiva de controvertirlas, en la medida en que han sido prediseñadas unilateralmente por la entidad aseguradora, sin dejar espacio -por regla general- para su negociación individual, sentencia en la cual la propia Corte, igualmente entendió que el contrato por adhesión obedece a un “…esquema válido -y hoy muy socorrido- de configuración del negocio jurídico, en el que no obstante que ‘el adherente no manifiesta una exquisita y plena voluntad sobre el clausulado….no puede discutirse que existe voluntad contractual’, o que ese acto no revista ‘él carácter de contrato’ ”18

18 Sentencia de 2 de febrero de 2001, Exp.: 5670, Magistrado Ponente, Carlos Ignacio Jaramillo. Vid: sentencia de 21 de Mayo de 2002; Exp..: 7288, Magistrado Ponente, Carlos Ignacio Jaramillo J.

Refiriéndose a las condiciones generales de contratación en el contrato de seguro, también precisó la Corte Suprema a comienzos del nuevo milenio que, “dado que las mismas constituyen un conjunto de reglas aplicables a todos los contratos de seguros de una misma especie, relativas, usualmente, a la delimitación de la extensión del riesgo asumido por la empresa aseguradora, a la regulación de las relaciones de las partes contratantes, así como a la definición del modo y oportunidad como deben ejercerse los derechos derivados del contrato o cumplirse las obligaciones que del mismo se desprenden, se integran con las estipulaciones particulares de cada contrato formando una unidad, de modo que la firma de los estipulantes puesta en la carátula de la póliza donde, en este caso, también reposan las condiciones particulares, presupone, salvo estipulación expresa en contrario, la aceptación del todo.” (sentencia de 14 de diciembre de 2001; Exp.: 5952. Magistrado Ponente, Dr Jorge Castillo Rugeles).

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Años antes, incluso, la Corte Suprema había ya tenido oportunidad de ocuparse de esta modalidad contractual, con énfasis en su hermenéutica, al establecer que, “No todos los autores -ha dicho la Corte- admiten la posibilidad de adoptar sistemas nuevos originales o especiales de interpretación para los contratos de adhesión, pero sí están todos de acuerdo, en cambio, en reconocer que constituyen un campo excepcionalmente propicio para la aplicación extensiva de tres de los principios clásicos de la interpretación de los actos jurídicos, a saber: a) las cláusulas ambiguas que hayan sido extendidas o dictadas por una de las partes se interpretarán contra ella; b) conocida claramente la intención de los contratantes, debe estarse a ella más que a lo literal de las palabras; c) entre dos cláusulas incompatibles el juez puede preferir la que parezca expresar mejor la intención del adherente (XLIV, págs 678/80)” (Sentencia del 8 de mayo de 1974).

Ya en la década de los años ochenta, de nuevo con ocasión de la interpretación de un contrato de seguro, la misma corporación judicial precisó que, “Es igualmente cierto que, inspiradas en la equidad, jurisprudencia y doctrina han sostenido que estos contratos deben ser interpretados a favor de la parte que ha dado su consentimiento por adhesión. Más, este criterio interpretativo no puede entrañar un principio absoluto: es correcto que acoja cuando se trata de interpretar cláusulas que por su ambigüedad u oscuridad son susceptibles de significados diversos o sentidos antagónicos, pero no, cuando las estipulaciones que trae la póliza son claras, terminantes y precisas. En tal supuesto esas cláusulas tienen que aceptarse tal como aparecen, puesto que son el fiel reflejo de la voluntad de los contratantes y por ello se tornan intangibles para el juez. Pueden aparecer para este exageradas, rigurosas y aun odiosas tales estipulaciones: sin embargo, su claridad y el respeto a la autonomía de la voluntad contractual vedan al juzgador, pretextando interpretación, desconocerles sus efectos propios” (Sentencia del 29 de agosto de 1980. Magistrado Ponente, Dr Humberto Murcia Ballen).

Ahora bien, resaltase que de los diversos criterios de interpretación de los contratos, es la regla de favor debitoris la que más eco judicial tiene al momento de establecer la recta inteligencia que debe darse a una estipulación a la que, por fuerza de la dinámica negocial en cuestión, uno de los contratantes ha tenido que adherirse (art. 1624 C.C.)19. Y nuevamente es el negocio jurídico aseguraticio el que ha servido de manantial para los variados pronunciamientos de la Corte, cuya doctrina tiene como punto de partida, desde una perspectiva ciertamente amplificada, que “las cláusulas de los contratos por adhesión, como lo es el de seguro, deben interpretarse a favor del adherente, por estar en condiciones de inferioridad al firmar el convenio”20 y 21.

La estrictez de la jurisprudencia ya aludida, en consecuencia, ha sido de algún modo atemperada en los últimos años, no sólo porque la Corte, admitió que la interpretación también se abría paso enfrente de cláusulas que no padecieran de oscuridad, sino también porque comenzó a perfilar una doctrina propia alrededor de las apellidadas cláusulas abusivas o

19 A este respecto cumple rememorar la Directiva 314/1990 de la Comunidad Económica Europea .CEE-, la que justamente aborda la temática de la interpretación de los contratos por adhesión o con cláusulas predispuestas, asumiendo una posición por demás garantista del consumidor, muy en la órbita de las eventuales hipótesis de abusividad contractual que potencialmente se pueden dar en este tipo de formas negociales. Cfr. ESPIAU ESPIAU, Santiago. Interpretación del contrato y bases del derecho contractual europeo, en Bases de un Derecho Contractual Europeo. pp.223-224. También pueden consultarse, entre otras, las Directivas 1999/44/CE y 314/1990 de la Comunidad Económica Europea.

20 -Sentencia de 9 de septiembre de 1977.

21 Es importante destacar que la interpretación favor debitoris encuentra asidero o cabida en el Anteproyecto de Reforma al Código Civil Francés, en el inciso primero del artículo 1140, el que, en su tenor literal, dispone que “Siempre que la ley contractual se haya establecido bajo la influencia dominante de una parte, se debe interpretar a favor de la otra”.

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leoninas, que entrañan el empleo de criterios diversos, sobre todo de cara a la pretendida oscuridad o ambigüedad de las estipulaciones que las contienen.

Ahora bien, esta tendencia tuitiva, en tratándose de condiciones generales de contratación o contratos de adhesión, se refrendó aún más por el nuevo Estatuto de Protección del Consumidor (Ley 1480 de 2011), que entró en vigencia el pasado 12 de abril de 2012. Este Estatuto, en lo fundamental, se caracteriza por actualizar y fortalecer la legislación pro consumatore en el Derecho nacional, a partir de la regulación de las disciplinas más descollantes del denominado Derecho del consumo, entre las que se destacan, fundamentalmente, el régimen de responsabilidad por productos –defectuosos e inidóneos-, la responsabilidad por la publicidad engañosa, por información inadecuada o falsa información, el régimen de garantías, los mecanismos de protección contractual y, como es obvio, el procedimiento aplicable a este tipo de controversias. Se trata de una nueva normativa, inspirada en el propósito de brindar una protección integral a los consumidores y usuarios, habida cuenta de la obsolencia de las normas existentes en esta materia, al menos desde una perspectiva general, toda vez que el Decreto 3466 de 1982 –antiguo Estatuto de Protección del Consumidor-, no era ya suficiente para contener las nuevas realidades del comercio y los nuevos fenómenos mercantiles existentes. Por esa razón, en buena hora, el Gobierno de la República, en asocio de las agremiaciones y, naturalmente, de la academia, propugnó por esta nueva regulación que, sin perjuicio de las críticas que pueda llegar a sucitar y que, de hecho, ha sucitado, al menos refleja una clara voluntad política en el sentido de reconsiderar y redefinir el tema de protección en el consumo22.

En lo que se refiere a sus características generales, varios son los aspectos que nos parece oportuno resaltar, no sin antes poner de presente que la juventud de esta nueva normativa, como es obvio, apareja la subsistencia de varios interrogantes e inquietudes cuya resolución aún está en mora. Con todo, el texto de la Ley ofrece cuatro aspectos preliminares aspectos dignos de resaltar, a saber:

1. En lo referente a sus antecedentes:

Una primera regulación de las relaciones de consumo (bastante primigenia, incluso anterior al desarrollo de la noción de relación de consumo), se encontraban en el Código Civil. Al regular los contratos en general, así como la responsabilidad, tenía unas herramientas iniciales para la protección del consumidor. Con todo, como es obvio, estas herramientas resultaban muy precarias, en la medida en que no partían del reconocimiento de los postulados estructurales del Derecho del consumo, como son, a modo de ejemplo, la asimetría imperante en las relaciones de consumo y la morigeración de postulados básicos del derecho privado, entre los que se encuentran, la autonomía de la voluntad y la culpa como factor preponderante de imputación de responsabilidad.

Con el Código de Comercio de 1971, emerge un sistema un poco más moderno. El Código trae figuras nuevas como la responsabilidad precontractual, el abuso del derecho, la oferta, el retracto, ciertos tipos contractuales, entre otros aspectos más, que reflejan una mayor preocupación por el consumidor. Lo paradójico es que en el ámbito de aplicación del Código parecía excluirse la relación de consumo. Esta sólo resultaba incorporada al ámbito de la legislación mercantil por la vía de los actos mixtos. Ciertamente, al calificar como no mercantil los actos destinados al consumo doméstico, se excluía del ámbito de aplicación del Código este tipo de operaciones. Así, sólo en los casos en que se tratara de un acto mixto –esto es, mercantil en el extremo

22 Gaviria Muñoz, Simón. Prólogo, en Giraldo López, Alejandro, Caycedo, Carlos y Madriñán, Ramón. Comentarios al nuevo Estatuto del Consumidor. Legis. Bogotá. 2012. pp. xiii-xv.

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activo-, era viable aplicar la legislación mercantil. Paradójica situación que subsistió durante varios años.

En 1982, aparece en el universo jurídico, el que fuera calificado por algunos como el primer estatuto del consumidor (Decreto 3466). Esta preceptiva incorporó una serie de normas importantes en materia de consumidor. Sin embargo, fueron normas que paulatinamente resultaron rezagadas, porque no se acompasaban con muchas de las tendenicas y de las preocupaciones en materia del consumo. Además, era una normativa fragmentaria e híbrida, como quiera que regulaba también aspectos propios de otras disciplinas, como el derecho de la competencia.

Se promulga, ulteriormente, la Constitución Política de 1991. Dentro del acápite de los derechos colectivos, esta Constitución se refiere a los intereses y la tutela del consumidor, especialmente en su artículo 78, a cuyo “La ley regulará el control de calidad de bienes y servicios ofrecidos y prestados a la comunidad, así como la información que debe suministrarse al público en su comercialización. Serán responsables, de acuerdo con la ley, quienes en la producción y en la comercialización de bienes y servicios, atenten contra la salud, la seguridad y el adecuado aprovisionamiento a consumidores y usuarios. El Estado garantizará la participación de las organizaciones de consumidores y usuarios en el estudio de las disposiciones que les conciernen. Para gozar de este derecho las organizaciones deben ser representativas y observar procedimientos democráticos internos” (se subraya). Este nuevo panorama constitucional prepara el terreno jurídico para la incorporación de sistemas de avanzada en relación con la protección del consumidor. Sin embargo, el necesario desarrollo legal tarda mucho en llegar y, durante varios años, el precepto constitucional susbiste desprovisto de un desarrollo legal más concretos.

Las manifestaciones más importantes antes de la Ley 1480 de 2011, están dadas realmente a partir de la Ley 1328 de 2009 –Régimen de protección del consumidor financiero- y sus correspondientes desarrollos, especialmente realizados por las Circulares de la Superintendencia Financiera. Asimismo, debe reconocerse que fue la jurisprudencia la que se encargó de fortalecer este tema, a partir de novedosos y audaces pronunciamientos, relativos, entre otras, a aspectos como la abusividad contractual y la responsabilidad civil por productos defectuosos, de suyo muy elocuentes.

2. En lo que se refiere a los fundamentos del nuevo Estatuto:

La Ley 1480 de 2011, parte del objetivo general de brindar una verdadera regulación tuitiva, a favor de los consumidores. Su articulado, a simple vista, opta categóricamente por brindar una normativa pro consumatore en esta materia.

Para el efecto, el Estatuto parte de la relación de consumo como una relación asimétrica. La asimetría entre los individuos se convierte en la filosofía orientadora de la Ley, que propugna entonces por una serie de normas y reglas tendientes a atenuar dichas diferencias.

Por lo demás, el reconocimiento mismo de la asimetría supone un cambio o, al menos, una morigeración de los postulados tradicionales del Derecho Privado, particularmente del Derecho Civil, los que parecen no ser idóneos para aplicarse en sede de consumo. En concreto, se matiza el alcance de basamentos como a) La consideración abstracta

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de la igualdad; b) El carácter absoluto de la voluntad privada; y, c) La culpa como factor de imputación de responsabilidad23.

3. En cuanto a los denominados ‘principios generales’ de la Ley (art.1º):

El artículo 1º se refiere a los supuestos principios generales que orientan al nuevo Estatuto de Consumidor. Sin embargo, si se analiza cuidadosamente su alcance, se podrá encontrar que, en estricto rigor, no corresponden a principios. Ciertamente, no se trata de arquetípicos mandatos de optimización, con un alcance general y de cumplimiento gradual. El contenido de los mismos, se corresponde más con la estructura de objetivos de la Ley (I) y derechos que se pretende privilegiar (II).

Los objetivos se refieren a proteger, promover y garantizar:

a. La efectividad de los derechos de los consumidores. b. El libre ejercicio de los derechos de los consumidores. c. La dignidad de los consumidores. d. La protección de los intereses económicos de los consumidores.

Además, se privilegian ciertos derechos (independientemente de los que se desarrollan en un artículo posterior). Esos derechos son el basamento fundamental del sistema de protección del consumidor. Entre ellos se encuentran la protección de los consumidores frente a los riesgos para su salud y seguridad, el acceso a información adecuada, la libertad del consumidor y su posibilidad de participar en organizaciones y agremiaciones24.

Por lo demás, debe advertirse que esta estructura tuitiva de la Ley 1480 de 2011, está inspirada, en general en los principios desarrollados por la Organización de las Naciones Unidas (Res/39/248 (1985) Protección del consumo). Asimismo, es una apuesta por darle vigencia material y real a los mandatos de la Constitución Política de 1991, particularmente de su artículo 78, en el sentido desarrollar el derecho colectivo de los consumidores a ser adecuadamente protegidos y resguardados por el Estado.

4. En relación con el campo de aplicación del nuevo Estatuto:

La cuestión relativa al ámbito de aplicación de la Ley 1480 de 2011, es, seguramente, una de las más ríspidas, pero a la vez importantes, que trae la nueva normativa: existe acá una gran discusión doctrinal, que se motiva en la amplitud de las disposiciones que, en esta materia, trae la nueva normativa. Para algunos, se trata de una regulación especial y, por contera, excepcional, mientras que, para otros, se irradia a todo el Derecho Privado, llegando incluso a subsumir, en muchos de sus ámbitos, al Derecho Civil. Aquí se expondrán algunas someras consideraciones generales que pueden ser de utilidad para orientar los problemas que pueden surgir en la práctica judicial.

23 Como lo afirma un sector de la doctrina, “… las normas de protección al consumidor, como todas las normas jurídicas, son expresión y se sujetan al imperio de los principios generales del derecho, no obstante, como normativa, el derecho de protección al consumidor se ha desarrollado y conformado en la medida en que se contrapone a reglas y principios del derecho privado patrimonial –civil y comercial-, en especial en cuanto la normativa de protección al consumidor cuestiona y revalúa el principio de la igualdad, el imperio puro y simple de la autonomía de la voluntad y la culpa como regla de responsabilidad. Dicha revaluación de principios del derecho privado patrimonial, tiene como causa esencial el enunciado de la asimetría de las condiciones de los consumidores y usuarios frente a las de los productores y expendedores, como afirmación básica del derecho de protección al consumidor, fuente de la que deriva la estructura normativa …” (Giraldo López, Alejandro, Caycedo, Carlos y Madriñán, Ramón. Comentarios al nuevo Estatuto del Consumidor. Op.Cit., p.2).

24 Ibíd., pp.3-5. 30

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En cuanto al ámbito temporal de aplicación, el Estatuto entró en vigencia a partir del el 12 de abril de 2012. Así las cosas, ya está rigiendo las relaciones de consumo que surgieron a partir de dicha fecha. Para las relaciones de consumo que estén en curso, deben aplicarse las normas generales de tránsito legislativo, salvo que el Estatuto disponga otra norma.

En cuanto al ámbito geográfico de aplicación, como toda Ley, se aplica en el territorio colombiano. Debe tenerse presente, con todo, que se aplica también frente a productos nacionales e importados, siempre quela relación de consumo tenga lugar en Colombia.

En cuanto al ámbito material, se tiene que:

o El artículo 2º, en un primer momento, es poco claro. Asume criterios híbridos: la noción de productor, consumidor y distribuidor, así como el concepto de relación de consumo. Sin embargo, de acuerdo con la exposición de motivos, el criterio preponderante es el objetivo, esto es, el que atiende el contenido de la relación jurídica objeto de la regulación. De este modo, se entiende que el Estatuto se aplica cuando se esté frente a una relación particular: la relación de consumo.

o Esta relación, por su parte, puede ser definida, en general, como aquella que surge entre los consumidores y usuarios, de un lado, y los productores y expendedores, del otro. Sin embargo, esta noción resulta ser muy incipiente, si se tienen en cuenta los diferentes elementos estructurales que desarrolla el propio Estatuto del Consumidor. Ciertamente, la nueva normativa no solamente caracteriza a la relación de consumo a partir de los sujetos que intervienen en ella, sino que, además, agrega otros aspectos de importancia capital para dilucidar cuándo se está realmente frente a un vínculo jurídico de este tipo. Para el efecto, la Ley 1480 de 2011, analizada en toda su dimensión, delimita la consabida relación de consumo a partir de los sujetos de la misma (consumidor o usuario y productor o proveedor), su objeto (productos), las transacciones que por virtud de ella tienen lugar (adquirir, disfrutar o usar) y los roles de mercado de los intervinientes (destinatario final y profesionalidad), del modo que se expone a continuación:

Sujetos

Para que exista una relación de consumo, es necesario verificar

la existencia de un consumidor o

usuario, en uno de los extremos de la

relación.

La definición de consumidor, que incorpora el artículo 5º de la Ley, lo caracteriza como:

Una persona natural o jurídica.

Que funge como destinatario final.

Y que busca busca satisfacer una necesidad propia, privada, familiar o doméstica y empresarial sin que esté intrínsecamente ligada a su actividad

económica.

Asimismo, se De acuerdo con la definición del artículo 5º

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requiere que, en el otro extremo, se

encuentre el productor o expendedor.

de la Ley 1480 de 2011, este productor o expendedor, se caracteriza por varios

aspectos, a saber:

Se dedica de manera habitual a su actividad, lo que supone un cierto grado

de profesionalidad.

Su actividad consiste en diseñar, producir, fabricar, ensamblar o importar

productos.

Dicha actividad es acometida de manera directa o indirecta.

En el caso concreto del expendedor, él se encarga de ofrecer, suministrar,

distribuir o comercializar productos.

Objeto

El objeto material de la relación de

consumo, debe ser un producto.

Se entiende por producto, todo bien o servicio.

Transacciones

La transacción que tiene lugar en el marco de esta

específica relación, está también

determinada de manera precisa. Es

preciso verificar que este elemento se

cumpla, cuando se trata de tipificar la

relación

La transacción específica consiste en adquirir, disfrutar o usar el bien o servicio.

Roles de mercado

Finalmente, cada uno de los extremos de la relación, cumple un determinado rol de

mercado

El consumidor desempeña el rol de destinatario final.

El productor es quien ejercita habitualmente la actividad.

Así las cosas, para que exista una relación de consumo, es necesario que cada uno de estos aspectos sea cabalmente cumplido. De lo contrario, no se estará frente a una relación de este tipo. Por lo demás, la presencia de la consabida relación de consumo será la que determinará, desde el punto de vista material u objetivo, la aplicación del Estatuto, por lo que el hermeneuta, intérprete o funcionario, en aras de determinar si la Ley 1480 de 2011 resulta pertinente

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para el caso objeto de análisis, deberá acometer un examen desde esta perspectiva25.

Hechas estas precisiones generales, en el concreto ámbito de las condiciones generales de contratación, contratos de adhesión o contratos tipo, la Ley 1480 de 2011 logró puntuales avances. Ciertamente, el Capítulo II del Título VII (relativo a la protección contractual), desarrolló varias reglas en relación con esta materia, a saber:

En primer lugar, el nuevo Estatuto del Consumidor logra un avance, en la medida en que define, naturalmente desde la perspectiva legal, en qué consiste un contrato de adhesión. Al respecto, prescribe que es “Aquel en el que las cláusulas son dispuestas por el productor o proveedor, de manera que el consumidor no puede modificarlas, ni puede hacer otra cosa que aceptarlas o rechazarlas” (Artículo 5º, numeral 4º). Así, la nueva regulación acoge la noción tradicional de los contratos de adhesión y, posteriormente, se ocupa de señalar los efectos que esta modalidad contractual trae consigo, para lo cual se ocupa, en primera medida, de señalar los requisitos que este tipo de acuerdos deben cumplir. Al respecto, la normativa prevé que, en tratándose de condiciones generales de contratación y contratos de adhesión, el predisponente debe cumplir con una carga de información adecuada a favor del consumidor (I), de claridad y concisión de los contenidos (II) y de legibilidad de los mismos (III)26 y 27. En efecto, el artículo 37 de la normativa objeto de análisis es clara en señalar que:

“Las Condiciones Negociales Generales y de los contratos de adhesión deberán cumplir como mínimo los siguientes requisitos:

1. Haber informado suficiente, anticipada y expresamente al adherente sobre la existencia efectos y alcance de las condiciones generales. En los contratos se utilizará el idioma castellano.

2. Las condiciones generales del contrato deben ser concretas, claras y completas.

3. En los contratos escritos, los caracteres deberán ser legibles a simple vista y no incluir espacios en blanco, En los contratos de seguros, el asegurador hará entrega anticipada del clausulado al tomador, explicándole el contenido de la cobertura, de las exclusiones y de las garantías”

El incumplimiento de uno cualquiera de estos requisitos, conduce a la ineficacia de las condiciones generales en que se incurrió la infracción, las que se tendrán por no escritas. Así, la Ley 1480 de 2011 es muy severa en la sanción, en la medida en que, de una parte, no se

25 Ibíd., pp. 5-9.

26 Es importante advertir que la naturaleza jurídica de los requisitos que prevé la norma, no es pacífica. Para algunos, se reúnen condiciones de validez y eficacia, así como requisitos específicos (Vid. Giraldo López, Alejandro, Caycedo, Carlos y Madriñán, Ramón. Comentarios al nuevo Estatuto del Consumidor. Op.Cit., p.104). Nosotros, sin embargo, hemos optado por referirnos solamente a requisitos, bajo el entendimiento de que estos son requerimientos que se deben cumplir para garantizar la eficacia de las condiciones generales. Así las cosas, si bien no rebatimos la escisión que algunos otros autores realizan, nos parece que una visión holística de la disposición, lleva a hablar de requistos, simplemente.

27 Naturalmente, en este punto solamente se hace referencia a las características que exige la Ley 1480 de 2011, en relación con las denominadas condiciones generales. Con todo, no se debe perder de vista que varios de los requisitos mencionados, han sido desarrollados y profundizados por otras regulaciones. Así, por ejemplo, la Resolución 3066 de 2011 de la Comisión de Regulación de Comunicaciones, es muy clara en temas de requisitos que deben cumplir las cláusulas de permanencia mínima. Lo propio sucede con la Circular Externa 14 de 2011 de la Superintendencia de Industria y Comercio, sobre las garantías de vehículos automotores usados. Como es natural, al momento de revisar ciertos contratos, este tipo de aspectos deben ser examinados.

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conforma con la mera nulidad, sino que prescribe la ineficacia de las estipulaciones, reflejada en el hecho de que se tendrán por no escritas y, además, porque esta es una sanción que condena a la totalidad del condicionado general, independientemente de factores o ejercicios de individualización. Lo riguroso de esta disposición obedece a la filosofía tuitiva del Estatuto.

Además de ello, la Ley 1480 de 2011 es clara también en proscribir cierto tipo de estipulaciones en los contratos suscritos bajo esta modalidad. En concreto, el artículo 38 de esta normativa, veda aquellos pactos que facultar al productor o al proveedor para modificar unilateralmente el contrato o sustraerse de sus obligaciones.

Por su parte, en materia de información y consentimiento, el artículo 39 agrega al régimen anterior que Cuando se celebren contratos de adhesión, el productor y/o proveedor está obligado a la entrega de constancia escrita y términos de la operación al consumidor a más tardar dentro de los tres (3) días siguientes a la solicitud. El productor deberá dejar constancia de la aceptación del adherente a las condiciones generales”. Así las cosas, se ha creado un claro deber de documentación de la operación en cabeza del productor, quien ya no puede ser escueto en esta materia y librar a la buena fe de las partes o a la mera negociación verbal, la relación de lo que se está contratando. El citado artículo 39, en desarrollo de la información, impone, de una parte, cosignar por escrito el modus operandi del negocio y la aceptación por parte del consumidor y, adicionalmente, entregarla dentro de un lapso determinado a dicho consumidor.

En fin, en esta materia, la Ley 1480 de 2011 zanja una posible discusión sobre la calificación de un contrato como contrato de adhesión: ante la posibilidad de audaces interpretaciones que defiendan la inaplicabilidad de los anteriores preceptos cuando en el contrato concurren cláusulas de adhesión y claúsulas de libre discusión, el Estatuto preceptúa que éstas últimas no obstan para aplicar la regulación propia de las condiciones generales de contratación28. De este modo, aún en esta hipótesis, se deben aplicar los anteriores preceptos.

Estas son, a grandes rasgos, las consideraciones que resulta necesario tener en cuenta en la temática objeto de examen. Ahora bien, como es natural, el pluricitado Estatuto del Consumidor se refirió también a la interpretación de las condiciones generales de contratación. Con todo, este es un asunto que se abordará en lo relativoa la interpretación del contrato.

CAPÍTULO IIContratos conexos, coligados, vinculados y grupos de

contratos

Descripción Otra de las nuevas tendencias, cada vez más

28 Como bien lo explica un sector de la doctrina, “… en el artículo 40, se acoge la regla de unidad, reiterada en las distintas regulaciones sobre contratos de adhesión y cláusulas adhesivas, conforme con la cual el hecho de que una o más de las cláusulas de un contrato sean negociadas no desvirtúa la naturaleza integral de contrato de adhesión ni permite desconocer la condición de no negociadas de las condiciones generales y la incidencia que ello tiene para efectos de evaluar el carácter abusivo, o no, de dichas disposiciones …” (Giraldo López, Alejandro, Caycedo, Carlos y Madriñán, Ramón. Comentarios al nuevo Estatuto del Consumidor. Op.Cit., pp.108-109).

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general: presente en las operaciones mercantiles nacionales e internacionales, es la que tiene que ver con los denominados contratos conexos o coligados. En efecto, la complejidad de los negocios contemporánenos se refleja en el hecho de que cada vez sean mayores los contratos que se deben celebrar, de manera concatenada, para lograr un mismo propósito negocial. Así, surgen grupos de contratos, signados todos ellos por una misma finalidad o teleología, sin perjuicio de conservar su autonomía tipológica o contractual. Operaciones como el lease-back o la realización de obras públicas a través de esquemas de subcontratación, son un ejemplo claro de este tipo de negocios, los que, se itera, están cada vez más difundidos. Pues bien, habida cuenta de ello, el presente capítulo aborda las principales características de los contratos conexos, coligados o vinculados, así como los presupuestos para su configuración y los efectos que, a partir de ellos, se derivan. El lector podrá encontrar una exposición panorámica de esta modalidad negocial, con un énfasis especial en lo que tiene que ver con sus efectos y, muy particularmente, con el denominado efecto espejo o back to back, que es el que mayores inquietudes ha generado desde la perspectiva de la aplicación práctica. Adicionalmente, se exponen algunos aspectos pramgáticos en relación con la identificación de los contratos conexos o coligados.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a. ¿Cuáles son los requisitos y los criterios para identificar el fenómeno de los contratos conexos o coligados?

b. ¿Qué efectos prácticos se derivan del fenómeno de la vinculación o coligamento contractual?

c. ¿Cuál es el tratamiento que se debe dar a este tipo de operaciones negociales?

Palabras clave: Contratos conexosContratos coligadosContratos vinculadosGrupos de contratosEfecto espejo o back to backPluralidad de contratosVinculación funcional y causal

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Otro de los aspectos que hace parte de los fenómenos que usualmente se presenta en la contratación mercantil contemporánea es el que tiene que ver con el coligamento o la vinculación contractual. La existencia de contratos que comparten una íntima relación de conexidad, como consecuencia de la operación negocial de la que hacen parte, es cada vez más amplia. Así las cosas, al momento de desatar un litigio en esta particular materia, no se puede desconocer esta realidad, la cual, por lo demás, irradia consecuencias en importantes aspectos, como son, por ejemplo, el efecto reflejo que se presenta entre los contratos conexos o coligados o el alcance de la interpretación conjunta o sistemática que se debe hacer de los mismos. Por eso, a continuación se realiza una exposición general de esta temática, para lo cual se extractan, en lo medular, las consideraciones expuestas por el Tribunal de Arbitramento que dirimió la controversia entre Aguirre Monroy y Asociados y Constructora Tao Ltda., en contra de Autopistas del Café S.A. y Fiducoldex S.A., del cual el autor de este escrito, fue Árbitro, en conjunto con los señores Alberto Preciado y Marcela Monroy, como sigue:

“El fenómeno de la contratación contemporánea, en plena ebullición, ha supuesto una sostenida evolución, reflejada, de una parte, en la proliferación de tipos contractuales, a la vez que en el evidente incremento de operaciones negociales, tanto en la esfera pública, como en la privada, lo que reafirma su expansión y arraigo, antes que una pretendida ‘crisis’ y, de la otra, en la indiscutida capacidad de adaptación a las necesidades y retos del tráfico jurídico, ante los cuales ha sabido responder cabalmente. Por eso es por lo que en la dogmática actualidad se tiene en cuenta tanto la dimensión tradicional del contrato, como aquellos aspectos modernos y signos característicos de la sociedad de los siglos XX y XXI, en sí misma diversa de la sociedades de otras centurias, en especial la que le sirvió de cuna a la codificación civil napoleónica de comienzos del siglo XIX (1804), que tanto influyó en los demás códigos decimonónicos, incluido el colombiano.

Uno de aquellos signos característicos del Derecho contractual contemporáneo, justamente atañe al fenómeno de la conexidad contractual, el que ha sido objeto de escrutinio y carta de ciudadanía por la doctrina y la jurisprudencia en la esfera de la autonomía privada. De allí que hoy en día, a la visión clásica del contrato como un hecho de carácter individual y aislado, se ha sumado el reconocimiento de las denominadas operaciones negociales complejas o articuladas, cuya configuración se divorcia de la mera celebración de un acuerdo concreto y, por ende, unitariamente perfilado, por cuanto son el corolario de la materialización de una cadena de contratos -o actuaciones vinculantes- que, solamente en conjunto, esto es, entendidos como un todo negocial (in complexu), permitirán alcanzar el objetivo deseado por cada una de las partes, trascendiendo de este modo la estructura y contenido de cada negocio insularmente considerado.29

Dicho tejido contractual, en tal virtud, es fruto de la unión, articulación o conjunción de arquitecturas negociales, que impiden que se considere como producto de un esquema único, stricto sensu, lo que explica que gráficamente se aluda a diversas expresiones indicativas de pluralidad y comunicación, o sea de la existencia de un inequívoco sistema: conexidad o coligamento negocial, contratos conexos, grupos de contratos, redes contractuales, contratos relacionales, contratos espejo o contratos back to back etc., tanto en el Derecho continental, como en el Derecho anglosajón.

29 Según lo memora la doctrinante española, Ana López Frías, “…a menudo, los particulares concluyen simultánea o sucesivamente diversos contratos que presentan un vínculo de dependencia, vínculo que les resta autonomía y lleva a diferenciarlos del contrato considerado como figura cerrada, completa y aislada. No estamos aquí ante la formación de convenios ex novo o que resultan de la fusión de las prestaciones de diversos tipos; la especificidad del supuesto reside en la celebración de varios contratos –típicos o atípicos- formalmente independientes pero que, desde un punto de vista funcional, se relacionan entre sí en sentido unilateral o recíproco.…” Los contratos conexos. Estudio de supuestos concretos y ensayo de una construcción doctrinal. Bosch. Barcelona. 1994. pp.21-22.

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En esta dirección, orientada a sublimar la existencia cada vez más acusada de redes negociales y de una mayor plasticidad, apertura y ‘adaptabilidad’ del contrato en la modernidad, el profesor Ricardo Luis Lorenzetti, actual Presidente de la Corte Suprema de la República Argentina, pone de manifiesto que el objeto del contrato “…se transforma en una envoltura, en un sistema de relaciones que se modifica constantemente en su interior para ganar adaptabilidad…La teoría contractual debe modificarse para captar las relaciones flexibles que unen a las empresas en la economía actual y tener en cuenta que estos vínculos se hacen con perspectivas de futuro. La teoría clásica contempla al contrato como algo aislado y discontinuo, con un objeto definido que hace ‘presente’ lo que las partes harán en el futuro. El contrato actual, en cambio, presenta un objeto materialmente vacío, porque en realidad se pactan procedimientos de actuación, reglas que unirán a las partes y que se irán especificando a lo largo del proceso de cumplimiento….Resumiendo: se destaca el contrato como un conjunto de reglas que establecen comportamientos procedimentales para lograr un resultado flexible, basado en la cooperación de un conjunto de agentes económicos”.30

A raíz de esta insoslayable fenomenología, han adquirido carta de ciudadanía los apellidados grupos de contratos, o contratos conexos o coligados, entre otras denominaciones más, en los cuales se suelen albergar otra serie de manifestaciones contractuales como el subcontrato y el llamado acuerdo o relación espejo -o de efecto reflejo-31 o contratos back to back, habida cuenta que la contratación en los tiempos que corren, en efecto, ha adquirido una singular 30

?- Ricardo Luís Lorenzetti. Esquema de una teoría sistémica del contrato, en Contratación contemporánea, T.I, Palestra y Temis, Bogotá, 2000, p.p. 35 y 36.

La autora argentina Adela Segui, por su parte, corrobora que “… el contrato ha renunciado a su aislamiento: no es habitual que se presente sólo, sino vinculado a otros contratos, formando redes, ‘paquetes’ de productos y servicios, surgiendo la noción de ‘operación económica’, que se vale de varios contratos como instrumentos para su realización, lo que nos lleva al estudio de las ‘redes contractuales’. El fenómeno es de tal intensidad, que nos enfrentamos a diario con contrataciones que aparecen relacionadas, coligadas, imbricadas entre sí en la búsqueda de una finalidad común, situación que nos aleja velozmente del contrato concebido en los Códigos decimonónicos: ya no es posible estudiarlo como figura ‘aislada’, porque se ha ‘ensanchado’ su contenido, se han expandido sus moldes, y ello exige el examen de este desde su nueva realidad (Teoría de los contratos conexos. Algunas de sus aplicaciones, en Contratación contemporánea. Contratos Modernos y Derecho del Consumidor. Palestra y Temis, T.II. Bogotá. 2001. pp.183-184). Cfr., Gonzalo Figueroa Yáñez. El efecto relativo de los contratos conexos. Op.Cit., p.322. , en, Carlos Soto Coaguila, (Dir.). Contratación Privada. Contratos predispuestos. Contratos conexos. Código Europeo de Contratos. Jurista Editores. Lima. 2002. pp.317-318.

De igual modo, el profesor chileno Gonzalo Figueroa Yáñez expresa que “… en razón de la complejidad creciente de algunos negocios, iniciativas empresariales y expansiones económicas contemporáneas, se están celebrando cada vez con mayor asiduidad contratos económicamente conexos. Parece indispensable que –frente a esta realidad- los juristas encuentren una solución que permita, si no derribar los límites estrechos que hoy se asignan a los contratos específicos, por lo menos reconocerles algunos efectos comunes.

Parece urgente ligar entre sí a partes que no quedaron ligadas por los contratos separadamente considerados; ampliar el principio del efecto relativo de los contratos más allá del contrato mismo, y sostener que –existiendo entre algunos contratos un grado importante de conexión-,el haz contractual formado por esos contratos conexos debe entenderse como una unidad jurídica para ciertos efectos …”. El efecto relativo de los contratos conexos. Op.Cit., p.322.

31 Como bien lo indica el profesor Ricardo L. Lorenzetti en otro estudio de su autoría, “… la unión de contratos es un medio que se utiliza para la satisfacción de interés, que no se puede realizar normalmente a través de las figuras típicas existentes. De ello debemos que hay una parte que busca una satisfacción y otra que intenta satisfacerla mediante un encadenamiento contractual. Habrá que discernir entre las relaciones jurídicas que surgen entre los participantes de los distintos contratos que colaboran entre sí, y las que se dan entre estos y el que busca la obtención de un interés. En este último caso, habrá que distinguir aquellos casos en que se trata de relaciones de consumo, por su normativa especial. Desde el punto de vista de las empresas oferentes, los contratos coligados son un asunto de colaboración; ya no una colaboración asociativa que se logra a través de un contrato, sino de varios.…” (Redes contractuales y contratos conexos, en Aníbal Alterini, et.al., (Dir.) Contratación contemporánea. Contratos Modernos y Derecho del Consumidor. Palestra y Temis. Bogotá. 2001. p.122).

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dinámica, propia de la masificación, la cooperación empresarial, la globalización e internacionalización, lo cual en buena hora ha exigido la floración de concepciones, lecturas e institutos que comulguen con los nuevos y exigentes requerimientos del entorno, no siempre susceptibles de ser satisfechos a través de los modelos y postulados de antaño, muchos de ellos superados, o en franca revisión o morigeración. Al fin y al cabo, el Derecho y en particular la disciplina de los contratos, sin duda alguna de extraordinaria valía, no es pétrea, ni se puede hablar de su fosilización o estancamiento; muy por el contrario, se ajusta a los tiempos y hasta se reinventa, mutatis mutandis.

Es así como explícitamente la Sala Civil de la H. Corte Suprema de Justicia ha reconocido que “… los avances científicos, industriales y tecnológicos, el notorio y acentuado desarrollo de las comunicaciones, el expansionismo de los mercados y, en general, la globalización de la economía, entre otros factores, más de la llamada ‘posmodernidad’, han determinado el surgimiento de nuevos esquemas y arquitecturas negociales que, en un buen número de veces, in toto, no se ajustan a las formas típicas que, ab antique, consagran y desarrollan las leyes u ordenamientos, dando lugar, por vía de ejemplo, a la utilización de un sinnúmero de contratos complejos, o de convenciones atípicas o de fenómenos como el conocido con el rótulo de ‘conexidad contractual’, sin perjuicio del empleo de diversas denominaciones que expresan simétrica idea vinculatoria (contratos conexos; cadena de contratos; coligados; grupo de contratos; redes contractuales, lato sensu; etc.) …” (se subraya)32.

En armonía con todo lo señalado, la propia Corte agregó que “… esta realidad insoslayable del mundo actual exige que el derecho -en sentido amplio- comprenda, explique y delinee las reglas a que deben someterse cierto tipo de negociaciones privadas o públicas, precisamente, con el confesado propósito de ofrecer seguridad jurídica a quienes intervienen en ese tráfico de capitales, bienes y servicios, cada vez mayor, más intrincado y, si se quiere, sofisticado e intercomunicado, así como para favorecer el desarrollo económico y, claro está, un orden justo inscrito en la apellidada ‘justicia contractual’, norte de legisladores, jueces e intérpretes, en general. Así las cosas, como la producción, la comercialización y distribución, el consumo y la financiación de las personas naturales y jurídicas, continúa encontrando en el contrato la forma más práctica y dinámica para su debida materialización, los mencionados cambios registrados en el marco de la negociación moderna, grosso modo ya referidos en precedencia, indiscutiblemente han tenido gran eco en esta materia y, por ello, en la hora de ahora, se torna imperativo abordar la temática contractual con criterios –y texturas- que se ajusten a esa tendencia innovadora que se aprecia en la esfera de los negocios, tanto en lo que hace a su formación, como a su ejecución, efectos, extinción e interpretación. De allí que en los tiempos que corren, la institución del contrato, en sí mismo considerada, trascendiendo su mal interpretada ‘crisis’, se muestra vigorosa y férrea, en prueba de su pertinencia y masiva utilización, sin perjuicio, naturalmente, de la entronización sostenida de una serie de figuras y metodologías especiales, orientadas a su empleo adecuado, justo y equilibrado. Desde esta perspectiva, por vía de elocuente demostración de su vigencia, desarrollo y dinámica, es menester registrar un cambio relevante, como quiera que en consideración al surgimiento y ulterior posicionamiento de los llamados contratos conexos, ya no puede examinarse el contrato de modo aislado o individual, como otrora se hacía, por 32- Sentencia del 27 de septiembre de 2007. Exp. 11001-31-03-027-2000-00528-01

Sobre este mismo particular, también resulta muy ilustrativa la opinión del profesor Jorge Mosset Iturraspe, quien sostiene que “… se llega al análisis de los contratos conexos, a precisar su configuración y proceder a su estudio, a través de una serie de vías que están dadas por instituciones o figuras jurídicas; aspectos parciales de las ricas figuras del contrato y de la obligación que son como la cantera de la cual se extraen las piedras para construir el nuevo edificio jurídico. Mencionamos, sin afán de agotar la nómina: a) la autonomía de la voluntad negocial (…)b) los efectos vinculatorios respecto de las partes (…) c) La atipicidad en materia de contratos (…) d) La subcontratación (…) e) el fenómeno de la colaboración empresaria (…) f) grupos de empresas y grupos de contratos (…) g) la acción directa (…) h) El interés asociativo-negocial como base de la conexidad contractual.…” (Contratos conexos. Grupos y redes de contratos. Rubinzal Culzoni Editores. Buenos Aires. pp.16 y ss.).

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cuanto es menester hacerlo en función de la señalada articulación o conexidad, tan en boga en la actualidad. Ello explica, en tal virtud, que el lente con arreglo al cual se escrutaba el entramado contractual, hoy sea diverso, en atención a esta particular fenomenología, percusora de vasos comunicantes, redes y tejidos entre diversos tipos negociales, cada vez más –y más- intercomunicados …”33.

Esta nueva e influyente realidad, en manera alguna huérfana de relevantes connotaciones jurídico-económicas, ha sido reconocida no solamente en la esfera del Derecho civil o del comercial, sino incluso del administrativo y del público, en general, como bien lo hace la Ley 80 de 1993 y demás disposiciones concordantes, en lo pertinente. Así, figuras como la subcontratación, típico ejemplo de vinculación -o conexión- contractual, son contemplados por la aludida regulación. Lo propio ha sucedido incluso frente a novísimas categorías y instituciones, desarrolladas a espacio en otras latitudes, como lo son las llamadas relaciones espejo o back to back -según se les conoce en el sistema del common law-, objeto de análisis y aplicación en el laudo arbitral que dirimió las controversias surgidas entre la Concesionara Vial de los Andes S.A. (Coviandes) y el Instituto Nacional de Vías (Invias)34.

Teniendo en cuenta que la importancia de la referida vinculación, conexidad o coligamiento contractual, importa aludir someramente a la noción de conexidad o coligamento contractual (I), sus requisitos estructurales (II) y sus efectos, especialmente en lo tocante con la manifestación del denominado efecto espejo o reflejo (III) (back to back)

Así las cosas, en cuanto concierne a su significado general, el doctrinante italiano Franceso Messineo ha señalado que se “quiere indicar el caso en que se estipulan entre las mismas partes dos contratos en relación de dependencia mutua (interdependencia), en el sentido de que la ejecución (o validez) del uno queda subordinada a la ejecución (o validez) del otro;…la característica de los contratos recíprocos (que, por otra parte son autónomos, aunque interdependientes) deriva de la intención de las partes, las cuales conciben los dos contratos como unidad económica. Desde el punto de vista jurídico, su característica estriba en esto: que cada uno constituye como la causa del otro”, precisando luego, respecto de los

33 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 25 de septiembre de 2007.

Análoga reflexión es realizada por el catedrático chileno, Dr. Jorge López Santamaría, a juicio de quien “… el prototipo del contrato en las leyes, en las sentencias de los Tribunales e incluso en libros especializados, ha sido casi siempre el del contrato aislado, que no hace juego con otros contratos. Sin embargo, en época reciente, la doctrina y la jurisprudencia, y a veces también el legislador, se percatan, desde el punto de vista jurídico, del importante fenómeno sociológico de las cadenas o redes de contratos relacionados. Determinadas operaciones económicas, a menudo requieren que sean celebrados varios contratos sucesivos, imbricados o estrechamente vinculados, de los cuales por lo general hay uno que es contrato eje y otros que son contratos subordinados o dependientes…”?.. Las cadenas de contratos o contratos coligados, en Contratación Privada, Jurista Editores, Lima, 2002, p. 305. Cfr., Jorge Mosset Iturraspe. Contratos conexos. Rubinzal – Culzoni, Santa Fe, 1999, p. 24

34 Efectivamente, en dicho laudo se manifestó que “…es importante subrayar que en lo tocante con las obligaciones y derechos relacionados con la construcción del proyecto, los dos contratos son idénticos, es decir, se trata de “relaciones espejo” o “back to back”, toda vez que las obligaciones asumidas por Coviandes frente al Invías debían ser ejecutadas por Dragados y Construcciones a la luz de la relación contractual que ligaba a esta última con la concesionaria. De igual manera, los derechos y prerrogativas que tenía Coviandes frente al Invías los tenía también el constructor frente a la primera, y lo propio puede decirse de los compromisos y responsabilidades a cargo del Invías ante la concesionaria, los cuales pueden ser reclamados por el constructor ante su co-contratante, esto es, Coviandes. Todo esto se deriva del hecho de que todas las estipulaciones pertinentes del contrato de concesión fueron también incorporadas en el contrato de obra. Luego no es difícil entender que un incumplimiento del Invías frente al concesionario repercutía de manera directa e inmediata en la esfera del contrato de obra, pues dicho incumplimiento colocaba a Coviandes en la imposibilidad de cumplir las prestaciones contraídas frente al constructor. Existe, pues, unidad de causa en los incumplimientos que afectan las dos relaciones jurídicas, pues en últimas son atribuibles a una misma fuente: la inobservancia de los compromisos asumidos por el Invías…” (Laudo arbitral de Mayo 7 de 2001. p.102).

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“contratos vinculados”, que corresponden a una modalidad más amplia, “en el sentido de que la vinculación puede no configurarse como reciprocidad, sino, por ejemplo, como subordinación unilateral de un contrato respecto del otro”35. El autor Francesco Galgano, por su parte, indica que existe coligamento de contratos cuando, en “una pluralidad coordinada de contratos, cada uno de los cuales responde a una causa autónoma, aun cuando en conjunto tiendan a la realización de una operación unitaria y compleja”36.

Otra noción es la reseñada por Adela Segui, con fundamento en lo concluido en las XVII Jornadas Nacionales de Derecho Civil argentinas, de acuerdo con la cual “… habrá contratos conexos cuando para la realización de un negocio único, se celebran, entre las mismas partes o partes diferentes, una pluralidad de contratos autónomos, vinculados entre sí, a través de una finalidad económica supracontractual. Dicha finalidad puede verificarse jurídicamente, en la causa subjetiva u objetiva, en el consentimiento, en el objeto, o en las bases del negocio.…”37.

En fin, la Corte Suprema de Justicia, en otra oportunidad, recordó que “… en los contratos coligados, según enseña la doctrina, no hay un único contrato atípico con causa mixta ‘… sino una pluralidad combinada de contratos, cada uno de los cuales responde a una causa autónoma, aun cuando en conjunto tiendan a la realización de una operación económica unitaria y compleja, luego el criterio de distinción no es aquél, formal, de la unidad o de la pluralidad de los documentos contractuales, ya que un contrato puede resultar de varios textos y, por contra, un único texto puede reunir varios contratos. El criterio es sustancial y resulta de la unidad o pluralidad de causas…’ (Francesco Galgano. El Negocio Jurídico. Cap. IV. Sección 2ª. Núm. 26); en otras palabras, habrá conexión contractual cuando celebrados varios convenios deba entenderse que desde el punto de vista jurídico no pueden ser tratados como absolutamente independientes, bien porque su naturaleza y estructura así lo exija, o bien porque entonces quedaría sin sentido la disposición de intereses configurada por las partes y articulada mediante la combinación instrumental en cuestión…”38.

En este orden de ideas, bien puede decirse que la conexidad contractual, lato sensu, es un fenómeno en desarrollo del cual, existiendo varios contratos individuales o singulares jurídicamente concebidos, se configura entre ellos una relación de dependencia, vinculación o influencia tal que, aun cuando cada uno preserva un motivo o finalidad individual -causa contractual-, todos ellos, considerados in globo, se encaminan a la realización de una operación unitaria de índole jurídico-económica, estructurada con arreglo a los mismos. Así, a la par de la individualidad connatural de cada uno de ellos, se reconoce que entre los contratos o relaciones existe una diáfana vinculación genética y, muy especialmente, funcional, que supone una consideración y análisis conjunto de los mismos, en lo pertinente39. 35, Francesco Messineo. Doctrina general del contrato. Tomo I. Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1952. pp. 402 y 403.

36, Francesco Galgano. El negocio jurídico. Tirant lo Blanch, Valencia, 1992. p. 114; Cfr., Christian Larroumet. Teoría general del contrato, Vol. I, Temis, Bogotá, pp. 375 y 376.

37, Adela Segui. Teoría de los contratos conexos. Algunas de sus aplicaciones. Op.Cit., p.190.

38 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 6 de octubre de 1999. Exp.5224.

39 En consonancia con lo anterior, el profesor Ricardo L. Lorenzetti, al explicar las diversas teorías que han servido de fundamento para el fenómeno de la conexidad contractual, sostiene que “… Muchos autores han tratado el tema de los contratos coligados señalando que hay ‘una pluralidad coordinada de contratos, cada uno de los cuales responde a una causa autónoma, aun cuando en conjunto tiendan a la realización de una operación económica unitaria y compleja’. Hay un negocio único que se desmembra en distintos contratos, como ocurre en la venta de equipos de computación: hay un contrato sobre el hardware, otro sobre el software, otro de asistencia. De este modo se prescinde de un enroque voluntarista, que encuentra el nexo en la voluntad de los contratos, para pasar a un abordaje objetivo, basado en la noción de causa; la conexión objetiva es dada por el negocio al que sirven los contratos. Esta conexión entre contratos puede darse unilateralmente (contrato accesorio de un

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Por eso en la doctrina, con frecuencia, se alude a dependencia unilateral, o bilateral, según el caso.

Ahora bien, como se desprende de lo ya manifestado, se tiene establecido que para que objetivamente se configure una situación de conexidad contractual, desde el punto de vista de sus puntuales requisitos, es menester que se verifiquen dos en particular40:

a. En primer lugar, es necesaria la pluralidad de contratos o relaciones, esto es, la existencia de dos o más acuerdos de naturaleza negocial que tengan individualidad propia y, en esa medida, se caractericen por su autonomía, amén que autogobierno -relativo-, que no por su independencia jurídica, atributo que tiene un alcance diverso41. Ello implica entonces que quedan excluidos de la figura de la conexidad contractual aquellos casos en los que, en lugar de varios o múltiples contratos, existe solamente un acuerdo (unicum negocial), toda vez que, como es obvio, el concepto mismo del coligamento de contratos supone la alusión a una relación o hermandad entre contratos, o si se prefiere a una intercomunicación reinante entre los mismos42. Puesto en otros términos, no es posible predicar la existencia de un vínculo o relación de contratos, si solamente hay uno de ellos en la escena iuris.

Ahora bien, para determinar si se está o no frente a un único contrato, la doctrina ha esbozado diferentes teorías. Así, a manera de ejemplo, para parte de los autores se debe analizar la intención de los sujetos contratantes, esto es, si fue su propósito el de celebrar uno o varios contratos (concepción subjetiva); para otros, por el contrario, además de la intención, es necesario analizar la conexión económica de las prestaciones, como hecho objetivo (concepción mixta); finalmente, una tercera tesitura, hoy en día mayoritaria, entiende que la determinación de la unidad o pluralidad de contratos debe fundamentarse en un elemento contractual objetivo, como es la causa del negocio jurídico. Así, a juicio de quienes militan en esta tesitura, para elucidar si existen uno o varios contratos, es preciso determinar si la causa específica de cada contrato es disímil respecto de las demás o si, por el contrario, todos comparten una misma causa determinada.43.

principal), recíprocamente (contratos dependientes entre sí por una operación económica). Siguiendo con la tesis de Galgano, se indica que la relevancia principal de este instituto es que, si bien los contratos mantienen su individualidad, los efectos de uno (invalidez, resolución) pueden repercutir sobre el otro. En Francia también se ha tratado el tema bajo el nombre de ‘grupos de contratos’. Larroumet, por ejemplo, analiza el efecto relativo de los contratos y el principio de inoponibilidad, y a partir de ello examina algunos casos que constituyen excepción a esas reglas…” (Redes contractuales y contratos conexos. Op.Cit., pp.125-126). 40

? Como bien lo indica Renato Scognamiglio, “… dos elementos se toman necesarios para que pueda hablarse de negocios coligados: una pluralidad de negocios y la conexión entre ellos mismos…” (Collegamento negociale, en Scritti giuridici, Vol. I, Cedam, Milano, 1996, p. 119).

41 Según lo enfatiza Giorgina Álvarez, “… lo primero que hay que constatar para poder después indagar otras características de los grupos de contratos, es que efectivamente en un supuesto dado se conforme la pluralidad contractual. Su discernimiento en la práctica puede resultar bastante complicado pues, por ejemplo, el límite entre un contrato con pluralidad de prestaciones y una pluralidad contractual es muchas veces impreciso…” (Los grupos de contratos en el crédito de consumo. La Ley. España. p.168). Cfr. Giorgianni, M. Negozi giuridici collegati, en Riv.ital.scenz.giur, 1973, p.281.

42 Conforme lo refiere María del Pilar Baeza Campos, para que se configure el fenómeno de coligamento negocial, “… es necesario que existan dos o más contratos que se integren en su contenido y compongan una unidad, de manera que uno dependa del otro o influya en el otro.…” (La subcontratación. Editorial Jurídica de Chile. Santiago de Chile. 1981. p.23).

43 Las posturas antes expuestas no agotan las diversas tesis que se han esbozado frente a este particular; así, por ejemplo, la profesora Baeza Campos explica que, en esta materia, surge un problema: “… ¿cuándo estamos frente a una pluralidad de contratos y cuándo frente a un contrato complejo? En un contrato complejo o mixto, como es también llamado por la doctrina, se mezclan elementos típicos de distintos contratos (…) en el contrato complejo,

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Esta verificación requerirá, por lo demás, algunas precauciones por parte del juzgador o de aquel a quien le corresponda llevarla a acabo: a) en primer lugar, como es natural, se trata de una constatación que exige de un previo ejercicio de hermenéutica contractual, toda vez que solamente a través de la interpretación es posible dilucidar cuál fue el móvil o motivo específico que condujo a las partes a contratar y, en esa medida, si ese móvil o motivo es uno mismo para todos los contratos o si, por el contrario, es diferente para cada uno de ellos; b) asimismo, el intérprete no debe confundir el motivo individual de cada acuerdo –motivo específico-, con el motivo supranegocial, como quiera que, en tratándose de contratos conexos o coligados, es claro que el juzgador encontrará, como causa subyacente a los diferentes contratos, la operación negocial compleja que motivó a la celebración de los mismos

Así lo ha expresado la jurisprudencia de la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia que, como se anotó, comulga con esta posición. Al respecto, ha afirmado que “… en este orden de ideas, necesario es, por tanto, separar los supuestos de hecho en que el acuerdo de los interesados determina el surgimiento de un sólo negocio jurídico o de varios, conectados o articulados entre sí. Para el efecto, y sin desconocer que han sido diversas las tesis que apuntan a establecer cuál ha de ser el elemento que permita hacer tal diferenciación, es del caso coincidir con el criterio mayoritario, que señala que ‘La doctrina ha propuesto varias soluciones con razón agrupadas en tres categorías, según que se funden en el elemento subjetivo (voluntad de las partes), o sobre éste integrado con un elemento objetivo (conexión económica de las prestaciones), o sobre un elemento objetivo. Descartadas las dos primeras categorías se debe, en nuestra opinión, entre las tesis reagrupadas en la tercera, decidirse por la que recurre a la causa, mas bien que por la que establece el criterio decisivo de la relación entre las diversas prestaciones. La preferencia se encuentra, en nuestra opinión, en la mayor seguridad que existe al basarse en un elemento objetivo como es, al menos para nosotros, la causa, y además en la mayor amplitud del concepto de causa, respecto al de relación entre prestaciones, el cual, por definición, se limita a los negocios patrimoniales, mientras que el problema puede ir más allá de éstos. Así que, aplicando el concepto de causa, el supuesto de hecho hay que considerarlo como constituyendo un único negocio si la causa es única (aunque conste de la conmixtión o fusión de varias causas) y, por el contrario, constituyendo varios negocios si se presentan varias causas autónomas y distinta”. Ahora bien, la causa de cada uno de los contratos coligados o conexos en particular, no puede confundirse con la del negocio, en definitiva, perseguido por los interesados, analizado como una operación jurídica, en sentido amplio. Esta última, de un lado, se ubica por fuera los contratos mismos que, como eslabones, integran la cadena que sirve a ese propósito final y, de otro, opera como el faro que, a la distancia, guía la ejecución de todos los actos necesarios

a pesar de la mezcla de elementos contractuales de diversos contratos típicos, el contrato tiene una organicidad unitaria, organicidad que viene dada por voluntad de la ley o de las partes. La unidad u organicidad del negocio complejo se demuestra en el hecho que los efectos de cada una de sus Cláusulas se enlazan al complejo de las declaraciones conjuntas; separados los efectos de cada una de las Cláusulas, el contrato carece de sentido (…) Betti señala que la unidad del negocio complejo no se ve comprometida por el hecho que las singulares declaraciones reunidas en él produzcan consecuencias jurídicas autónomas, siempre que éstas consecuencias sean de carácter secundario, preliminar o preparatorio (…) este es un efecto meramente preparatorio, mientras que es seguro que oferta y aceptación son complementarias, y sólo reunidas determinarán los efectos correspondientes a su finalidad. En cambio habrá una pluralidad de contratos si cada uno de ellos puede producir efectos propios e independientes, distinguiéndose en cada uno sus propios elementos de existencia y validez. El hecho que cada uno de los contratos tenga su propia existencia, validez y efectos, no significa que carezca de vinculación alguna con otro u otros contratos (…) cada uno de los contratos produce los efectos jurídicos conforme a su destino, pero efectos tales que constituyen una unidad funcional; además, los contratos en su síntesis, vale decir, reunidos, originan consecuencias jurídicas que no coinciden con las de cada uno de ellos individualmente considerados …” (La subcontratación. Op.Cit., pp.23-25).

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para la obtención de la meta, de suerte tal que la finalidad o propósito general podrá ser otro al de los acuerdos o tipos negociales, en concreto, vale decir a los que se agrupan, articulan o se comunican, sin perder por ello su autonomía tipológica o sustantiva. Entender lo contrario, impondría colegir que en todos los supuestos en que la conexidad contractual campea, se estaría siempre en presencia de una única causa -la realización de la operación económica- y, por lo mismo, de un sólo negocio jurídico, independientemente de la forma que tuviere, lo que significaría, per se, negar la ocurrencia del fenómeno contractual en cuestión. (…) Por consiguiente, y sin desconocer la existencia de un motivo supracontractual, esto es, un móvil que, en general, sirve de apoyo a la celebración de la operación económica, in complexu, el examen de la causa que permita establecer la pluralidad de contratos, deberá efectuarse en el interior de ellos. Se trata de comprobar si todos responden a una sola causa o a distintas, que los ligan entre sí. En la primera hipótesis, únicamente podrá reconocerse la existencia de un sólo negocio jurídico, no habiendo lugar a hablar de conexidad contractual; en la segunda, la conclusión será distinta: existen diversos contratos autónomos, pero con un vínculo relevante de dependencia, ora recíproca –interdependencia, unos con otros-, ora unilateral -unos de otros- …”44.

b. El segundo requisito, reconocido también por la jurisprudencia y por la doctrina foránea y vernácula, tiene que ver con la existencia de una relación de dependencia o vinculación entre los diversos contratos que integran la red. Es así como se debe verificar que, desde el punto de vista funcional45, ambos acuerdos estén interrelacionados, de tal suerte que sea jurídicamente procedente hablar de una situación de coligamento e incidencia contractual. Como es obvio, no tendría sentido aludir a las redes de contratos o el fenómeno de la conexidad si, en rigor, entre los diversos acuerdos involucrados no existiera una vinculación que justificara el tratamiento conjunto que, a la luz de la teoría en cita, ellos ameritan. Es por eso por lo que la doctrina es enfática en cuanto a que, además de la pluralidad contractual, es necesario verificar el ligamen de dependencia entre los diversos acuerdos, el cual, por lo demás, debe ir más allá de la mera vinculación genética u originaria, para pasar a un plano funcional, en la medida en que la mencionada relación de dependencia se debe manifestar a todo lo largo del iter contractual, y no solamente en el momento de nacimiento de los acuerdos46.

En suma, reunidos los requisitos de pluralidad de contratos y el vínculo o relación de dependencia entre los mismos, se configura entonces una situación de conexidad o ligamento contractual, la cual puede desencadenar una gama muy diversa de efectos jurídicos, ampliamente reconocidos por la doctrina. En relación con tales efectos, resulta fundamental destacar uno en particular que, en estrictez, no es forzoso, dado que no siempre tiene lugar,

44 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 25 de septiembre de 2007. 45

? Cuando se alude al vínculo o la unión funcional, se hace referencia a aquellos casos en los que “… el contrato influyente no opera sólo sobre el nacimiento del contrato influido, sino que actúa y opera sobre el desarrollo de a relación misma que nace del contrato influido…” (, María del Pilar Baeza Campos. La subcontratación. Op.Cit., p.35).

46 La Dra. Giorgina Álvarez sostiene que “… el nexo o vínculo hace de los grupos una categoría intermedia entre una mera pluralidad indistinta e indiferente de negocios jurídicos, y la hipótesis de contrato o negocio jurídico único, aunque complejo. Sin embargo, internamente, el nexo se caracteriza por lo limitado de su vis atractiva; por lo limitado de su poder de fusión, pues los contratos, aunque admiten y requieren una interpretación conjunta y global, no comprometen su autonomía. Generalmente, cuando se estudian los grupos de contratos, se insiste en que en el ámbito de la agrupación, los contratos, aunque enlazados, no pierden ‘autonomía’. Matiza Messineo que lo que conservan los contratos es su individualidad, pero que sí pierden algo de autonomía, o que, a consecuencia del nexo, de algún modo la comprometen entre sí…” (Los grupos de contratos en el crédito de consumo. Op.Cit., pp.183 y ss.).

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pero que resulta de trascendencia importancia de cara al asunto que aquí se discute: el denominado efecto espejo o efecto reflejo que puede verificarse entre los diversos acuerdos que integran la respectiva red contractual establecida.

Se trata, en general, de un efecto igualmente identificado por la jurisprudencia norteamericana, en virtud del cual se entiende que, en ciertos casos de coligamento contractual, en los que la dependencia inter-negocial resulta ostensible y estructural, las vicisitudes o hechos que afectan a uno de los acuerdos, repercuten, en forma idéntica o simétrica, en el otro47.

Puesto en otros términos, el efecto espejo o de irradiación se evidencia con más claridad cuando lo que afecta a un acuerdo negocial, correlativamente afecta al otro u otros que integran la red, justamente por la pervivencia de vasos comunicantes. Al fin y al cabo, en últimas, se toma en consideración la incidencia -y el grado de la misma- de un acuerdo respecto del otro. Por ello es por lo que se alude a la propagación de efectos y consecuencias en derecho, de suerte que si algo le sucede a uno de esos contratos, ello debe repercutir en el otro u otros que están en dicha esfera o meridiano comunicacional48.

La anterior situación se presenta, con mayor diafanidad, en los casos de ‘dependencia unilateral’, esto es, en aquellas hipótesis en las que existe un contrato principal y una serie de acuerdos filiales, originados en dicho contrato principal, identificado por algunos a un ‘contrato padre’. En estos casos, la doctrina ha coincidido en afirmar que la relación de dependencia entre el principal y los filiales tiene una magnitud tal, que se puede afirmar, en términos materiales, que el contrato principal funge de causa o motivación de los contratos filiales, razón por la cual, lo que le pase a ese contrato principal, necesariamente debe repercutir en los dependientes o vinculados49. Siguiendo a Alan Schwartz, en los casos de dependencia unilateral, la motivación de los contratos filiales, en general, suele estar íntimamente relacionada con el principal, razón por la cual, como es natural, si algo sucede con ese principal, por regla, ello repercute en los dependientes50.

Esta tipología de efectos, conviene tenerlo muy presente, ha sido reconocido en los casos en que se celebra un contrato para ejecutar una obra que ya había sido previamente contratada con otro sujeto –en la estructura del subcontrato, por vía ejemplo-. En estos casos se entiende que existe una relación de dependencia unilateral por virtud de la cual todos los contratos, 47 Así lo pone de presente Alan Schwartz, para quien “… el fenómeno de los contratos espejo o back to back, más que a un tipo autónomo de contrato, se refiere a un efecto que se presenta en algunos casos de conexidad contractual, por virtud del cual, en hipótesis de inescindible dependencia entre contratos, la vinculación es tan estructural que lo que sucede respecto de un acuerdo, irradia también al otro…” (Contract theory and theories of contract regulation. Cambridge University Press. Cambridge. p.119). Idéntica posición es expuesta por los profesores John Cooke y David Oughton, para quienes el efecto reflejo se presentará en los casos en los que, atendiendo la causa supracontractual y la finalidad económica subyacente a los acuerdos, se vea que éstos integran una sola entidad funcional, de tal suerte que la vicisitud que afecta a uno, también afecta a los otros (The Common Law of Obligations. Butterworths. Londres. 2000. pp.19 y ss.).

48 Sobre este particular, vid. el pasaje ya citado del profesor Mosset Iturraspe, a cuyo juicio “…la expansión es la consecuencia de participar los contratos conexos de una ‘misma operación jurídica’, o de una misma causa, sea en el sentido subjetivo, de motivo determinante, u objetivo, de finalidad económico-social …” (Contratos conexos. Grupos y redes de contratos. Op.Cit., p.53).

49 Como lo explica el Dr. Gonzalo Figueroa Yáñez “… las razones que se dan para justificar desde la doctrina de la causa la extensión del principio de los efectos relativos de los contratos para abarcar el total del paquete de contratos conexos, se fundan en la concepción de la causa psicológica, subjetiva o causa-motivo. Cada contrato que integra el haz de contratos conexos, puede ser entendido como causa de los demás …” (se subraya). El efecto relativo de los contratos conexos. Op.Cit., p.327).

50, Alan SCWARTZ. Contract theory and theories of contract regulation. Op.Cit., p.123. Cfr Suprema Corte de los Estados Unidos. Sentencia del 29 de abril de 1999. p.32.

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tanto el principal -o padre-, como los filiales -o hijos-, al perseguir esencialmente la misma finalidad, están en un grado de dependencia tal, que ésta resulta inescindible, razón por la cual, si algo le llegare a suceder a ese contrato principal, orientador de todos los demás, ello irradiaría en los demás contratos. Lo propio se predica del contenido contractual, propiamente dicho51.

Este es, de modo general, el tratamiento asignado a los contratos conexos, vinculados o coligados, y a la relación refleja o espejo, como también se le conoce, en particular en la dogmática jurídica, ora nacional e internacional.

CAPÍTULO IIILa abusividad contractual – desarrollo jurisprudencial

Descripción general:

Las estipulaciones abusivas y el abuso de la posición contractual, son dos de los temas más vigentes en los litigios contractuales contemporáneos. A partir de la difusión de doctrinas como el abuso del derecho y su expresa consagración legislativa, la jurisprudencia ha sido cada vez activa en la delimitación de los criterios y de los casos en que debe entenderse configurada la abusividad contractual. Asimismo, los litigantes, por su parte, recurren cada vez más a esta figura para procurar enervar los efectos obligacionales de los negocios jurídicos, particularmente en las hipótesis de contratación adhesiva o masiva. De ahí la importancia que esta temática ha ganado en la esfera del Derecho y que se hace aún más patente

51 Este efecto es descrito por los profesores Richard Speidel y Ian Ayres como “… la consecuencia por virtud de la cual, lo que suceda respecto de un contrato, sucederá frente a los demás (I); lo que se pueda hacer frente a uno, en principio, debe permitirse frente a los demás (II); y lo que no pueda hacerse frente a uno, tampoco frente a los demás (III). Todo lo anterior, claro está, sin que se pueda validar como fórmula general, en la medida en que siempre será necesario considerar el caso concreto. Así, se debe estudiar la incidencia de cada contingencia en la unidad que integran los diversos contratos para ver si, a la luz de la naturaleza de las cosas, debe irradiarse a los demás …” Studies in Contract Law. Op.Cit., pp.94 y ss, se subraya.

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con el nuevo Estatuto del Consumidor, que también dedicó varias normas para este efecto. Por eso es por lo que en este capítulo se esbozarán las principales reglas jurisprudenciales en materia de abusividad contractual y, adicionalmente, se expondrán las disposiciones que, en esta materia, trajo consigo la Ley 1480 de 2011, de suyo muy importantes.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a. ¿Cuáles son las reglas y la evolución jurisprudencial de la calificación de la abusividad contractual?

b. ¿Qué reglas fuero incoporadas por la Ley 1480 de 2011, sobre la abusividad contractual?

Palabras clave: AbusividadAbuso de la posición contractualEstipulaciones abusivas

Alrededor de las cláusulas abusivas o vejatorias, la Corte ha tenido oportunidad de ocuparse de ellas recientemente, haciendo eco de la doctrina mayoritaria nacional e internacional, al poner de presente que ellas se caracterizan, primordialmente, porque su negociación no es individual; lesionan los requerimientos emergentes de la buena fe negocial -en su vertiente objetiva-, y generan un desequilibrio significativo en punto tocante con los derechos y las obligaciones que las partes contraen.

Por consiguiente, de cara a una estipulación abusiva, no interesa precisar -liminarmente- si ella es obscura, imprecisa o ambigua, pues basta que reúna una de tales características, para que el juez se abstenga de hacerle producir efectos o, si fuere el caso, la interprete a favor del deudor, en el entendido, claro está, que haya sido el acreedor quien la redactó, o sea que la predispuso.

En torno a ellas, en lo m esencial, ha dicho la Corte que, “en la formación de un contrato y, específicamente, en la determinación de ‘las cláusulas llamadas a regular la relación así creada, pueden darse conductas abusivas’, ejemplo prototípico de las cuales ‘lo suministra el ejercicio del llamado ‘poder de negociación’ por parte de quien, encontrándose de hecho o por derecho en una posición dominante en el tráfico de capitales, bienes y servicios, no solamente ha señalado desde un principio las condiciones en que se celebra determinado contrato, sino que en la fase de ejecución o cumplimiento de este último le compete el control de dichas condiciones, configurándose en este ámbito un supuesto claro de abuso cuando, atendidas las circunstancias particulares que rodean el caso, una posición de dominio de tal naturaleza resulta siendo aprovechada, por acción o por omisión, con detrimento del equilibrio económico de la contratación”.52

52 Gaceta Judicial CCXXXI, pág., 746, Magistrado Ponente, Dr Carlos Esteban Jaramillo. S.

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A partir de esta concepción jurídica, advirtió la Corte en un caso nuevamente relacionado con el contrato de seguro, aun cuando circunscrito al examen del abuso en el campo específico de las llamadas cláusulas abusivas, que “la calificación de abusiva, leonina o vejatoria -entre otras denominaciones más enderezadas a relievar el resquebrajamiento o erosión de la justicia contractual- de una cláusula que, como la aquí colacionada, impone al asegurado o beneficiario la carga de probar su derecho de una manera específica -o tarifaria-, limitando por esta vía indebidamente los diversos medios de prueba a su disposición, en contra de la preceptiva legal imperante, responde, preponderantemente, al hecho de que ella socava el equilibrio prestacional que, en línea de principio, debe existir en todo contrato, en la medida en que agrava -sin contrapartida- las condiciones en que aquellos pueden solicitar del asegurador que cumpla con su obligación de “pagar el siniestro”, concretamente como corolario de la acreditación de la ocurrencia o materialización del riesgo asegurado (onus probandi)”.53

Destácase pues la importancia que le da la Corte a la buena fe lealtad, probidad o corrección (buena fe objetiva), y al equilibrio económico del contrato, como criterios de interpretación de estipulaciones que, según el caso, puedan ser tildadas de abusivas, sin que, en la hora actual, condicione la tarea interpretativa a la existencia de una inequívoca ambigüedad. La cláusula predispuesta, así concebida, puede ser lo suficientemente clara en su texto, más no por ello debe hacer imperio entre las partes, si, en sí misma considerada, lesiona la justicia interna del contrato y resquebraja el diamantino postulado de la buena fe, de tanta valía al momento de interpretar un negocio jurídico, como se evidenció anteriormente.

El planteamiento integral de la Corte en lo que a las cláusulas abusivas se refiere, anticipado en lo toral en líneas anteriores, es del siguiente tenor: “Cumple anotar que tratándose de negocios jurídicos concluidos y desarrollados a través de la adhesión a condiciones generales de contratación, como –por regla- sucede con el de seguro, la legislación comparada y la doctrina universal, de tiempo atrás, han situado en primer plano la necesidad de delimitar su contenido, particularmente para “excluir aquellas cláusulas que sirven para proporcionar ventajas egoístas a costa del contratante individual” (Lukes)54”.

“Con tal propósito, por vía de ejemplo, se promulgaron normas por la Comunidad Europea (Directiva 93/13 de 5 de abril de 1993 sobre cláusulas abusivas en los contratos celebrados entre profesionales y consumidores), que también se encuentran incorporadas, a nivel interno, en los derechos alemán (ley de 9 de dic/76), luxemburgués (ley 25/83), italiano (art. 1469 bis y ss. C.C.), francés (ley 95/96), español (ley 7/98) y, en similar sentido -además-, en las legislaciones brasileña (art. 51 CDC), paraguaya (art. 691 C.C.), argentina (art. 37 Ley 24.240 y el Decreto 1798/94), e igualmente en la colombiana, circunscrita ésta a los contratos de prestación de un servicio público (art. 133 ley 142/94), legislaciones en las cuales, de ordinario,

53 Sentencia de 2 de febrero de 2001, Exp.: 5670. Magistrado Ponente, Carlos Ignacio Jaramillo J.

De igual modo, en Sentencia del 30 de septiembre de 2002, la Corte Suprema, retomando el tema de la abusividad contractual, acerca de la figura de la garantía o promesa a cargo del asegurado de hacer o no determinada cosa en favor del asegurador (art.1061 del C. de Co.), precisó que el “…asegurador al redactar o concebir los términos de la estipulación de garantía a la que posteriormente adhiere el tomador, debe obrar con sumo cuidado y prudencia, con el fin de que su alcance y contenido, en manera alguna, lesione el acerado postulado de la lealtad contractual (corretteza) o genere un desarreglo significativo en torno a los derechos y obligaciones que surgen para las partes en virtud de la celebración del contrato, porque en tales eventos, como se anticipó, la cláusula contentiva de dicha promesa podría tornarse abusiva, en contravía del postulado de la buena fe –objetiva- y, claro está, del ordenamiento jurídico, y de la jurisprudencia que, con ahínco, propenden por su destierro, por entenderla contraria -en su genuino sentido. Y, de paso, transgresora de caros derechos, dignos de tutela, en sede judicial” (Exp. 4799. Magistrado Ponente, Carlos Ignacio Jaramillo J.).

54 Citado por Federico de Castro y Bravo. Las condiciones generales de los contratos y la eficacia de las Leyes. Civitas. Madrid. 1985, Pág. 56.

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se advierten como características arquetípicas de las cláusulas abusivas –primordialmente-: a) que su negociación no haya sido individual; b) que lesionen los requerimientos emergentes de la buena fe negocial -vale decir, que se quebrante este postulado rector desde una perspectiva objetiva: buena fe probidad o lealtad-, y c) que genere un desequilibrio significativo de cara a los derechos y las obligaciones que contraen las partes55.”

“En este sentido, la calificación de abusiva, leonina o vejatoria -entre otras denominaciones más enderezadas a relievar el resquebrajamiento o erosión de la justicia contractual- de una cláusula que, como la aquí colacionada, impone al asegurado o beneficiario la carga de probar su derecho de una manera específica -o tarifaria-, limitando por esta vía indebidamente los diversos medios de prueba a su disposición, en contra de la preceptiva legal imperante, responde, preponderantemente, al hecho de que ella socava el equilibrio prestacional que, en línea de principio, debe existir en todo contrato, en la medida en que agrava -sin contrapartida- las condiciones en que aquellos pueden solicitar del asegurador que cumpla con su obligación de “pagar el siniestro”, concretamente como corolario de la acreditación de la ocurrencia o materialización del riesgo asegurado (onus probandi).”

“Dicha exigencia restrictiva, in concreto, provoca una inequitativa y de paso inconsulta dilación en el cumplimiento del deber de prestación a cargo del asegurador, desnaturalizando así la inocultable teleología bienhechora reconocida universalmente al contrato de seguro, pues si de este negocio jurídico emana la obligación condicional de la entidad aseguradora (nral. 4 art. 1045, en concordancia con el art. 1054 del C. Co., en lo pertinente), ocurrido el siniestro, en virtud de la realización del referido riesgo asegurado (arts. 1054 y 1072 ib.), surge –in actus- la obligación a cargo de ésta de satisfacer la prestación asegurada (art. 1080 ib.).”

“Lo abusivo -o despótico- de este tipo de cláusulas –que pueden estar presentes en cualquier contrato y no sólo en los de adhesión o negocios tipo-, se acentúa aún más si se tiene en cuenta que el asegurador las inserta dentro de las condiciones generales del contrato (art. 1047 C. de Co.), esto es, en aquellas disposiciones –de naturaleza volitiva y por tanto negocial- a las que se adhiere el tomador sin posibilidad real o efectiva de controvertirlas, en la medida en que han sido prediseñadas unilateralmente por la entidad aseguradora, sin dejar espacio –por regla general- para su negociación individual.”

“De esta manera, en caso de preterirse el equilibrio contractual, no solo se utiliza impropiamente un esquema válido -y hoy muy socorrido- de configuración del negocio jurídico, en el que no obstante que “el adherente no manifieste una exquisita y plena voluntad sobre el clausulado, porque se ve sometido al dilema de aceptar todo el contrato o renunciar al bien o al servicio”, en cualquier caso, “no puede discutirse que existe voluntad contractual”, o que ese acto no revista “el carácter de contrato”56, sino que también abusa de su derecho y de su específica posición, de ordinario dominante o prevalente, en franca contravía de los derechos de los consumidores (arts. 78, 95 nral. 1º y 333 inc. 4º C. Pol. y demás disposiciones concordantes), eclipsando al mismo tiempo el potísimo axioma de la buena fe, dada la confianza que el tomador -consumidor, lato sensu- deposita en un profesional de la actividad comercial, al que acude para trasladarle -figuradamente- un riesgo por el que ha de pagarle una prima (art. 1037 C. de Co.), en la seguridad de que si el suceso incierto configurativo del riesgo asegurado se materializa,

55 Cfme: Adela Serra Rodriguez. Cláusulas abusivas en la contratación. Aranzadi. 1996. Págs. 35 y ss., Atilio Aníbal Alterini. Las condiciones generales de la contratación y cláusulas abusivas. Civitas. 1996. Pág. 89 y Vincenzo Roppo. La Nuova Disciplina Delle Clausole Abusive Nei Contratti Fra Imprese e Consumatori, en Clausole Abusive Nei e Assicurazione, Giuffré, Milán, 1994.56 Luis Diez-Picazo y Ponce De Leon. Las condiciones generales de la contratación y cláusulas abusivas. Civitas. 1996. Pág. 30, y Georges Dereux. De la Nature Juridique des ‘Contrats D’Adhesion’. París. R.T.D.C. París. Pág., 541. Cfme: Carlos Gustavo Vallespinos. El contrato por adhesión a condiciones generales. Buenos Aires. 1984. Pág. 312; Juan Carlos Rezzonico. Contratos con cláusulas predispuestas. Astrea. Buenos Aires. 1987. Págs. 348 y ss y Juan M. Farina. Contratos Comerciales Modernos. Astrea. Buenos Aires. 1999. Pág. 128.

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esto es, cuando éste muda su condición ontológica (in potencia a in actus), el asegurador asumirá las consecuencias económicas o patrimoniales desfavorables que de él deriven, pues esta es su “expectativa objetivamente razonable”, como lo enseñan determinados autores, la que precisamente sirvió de báculo para contratar el seguro”.

“De ahí que la doctrina especializada haya calificado como abusiva -y de indiscutida inclusión en las llamadas “listas negras”, contentivas de las estipulaciones que, in radice, se estiman vejatorias-, aquella cláusula que “favorece excesiva o desproporcionalmente la posición contractual del predisponente y perjudica inequitativa y dañosamente la del adherente”, entre las cuales se encuentra “La limitación indebida de los medios de prueba o los pactos que modifiquen la distribución de la carga de la prueba conforme al derecho aplicable”57 (Se subraya), restricción objetiva que en el caso sometido a escrutinio de la Sala, se “acordó” en la cláusula 13 de las condiciones generales del seguro de cumplimiento tomado por la sociedad demandada, al estipularse como única manera de probar el siniestro, la copia auténtica de la sentencia o del laudo arbitral ejecutoriado, que declare el incumplimiento del afianzado (fl. 149, cdno. 1), lo que significa, lisa y llanamente, que a través de esa aludida –y cuestionada- cláusula, se modificó un precepto de carácter imperativo, en perjuicio del asegurado-beneficiario, lo cual tampoco resulta de recibo en el ordenamiento colombiano, no solo desde el punto de vista legal, como ha quedado expuesto, sino también desde una perspectiva constitucional, si se tiene en cuenta que es deber de toda persona no abusar de sus derechos (nral.1º inc. 2º art. 95 C. Pol.); que el Estado debe evitar o controlar “cualquier abuso que personas o empresas hagan de su posición dominante en el mercado nacional” (inc. 4º art. 333 ib.), e igualmente velar por los derechos de los consumidores (art. 78 ib.)”.

“Por eso la Sala ya ha puesto de presente, con innegable soporte en las normas constitucionales reseñadas y al mismo tiempo en el artículo 830 del Código de Comercio, que en la formación de un contrato y, específicamente, en la determinación de “las cláusulas llamadas a regular la relación así creada, pueden darse conductas abusivas”, ejemplo prototípico de las cuales “lo suministra el ejercicio del llamado ‘poder de negociación’ por parte de quien, encontrándose de hecho o por derecho en una posición dominante en el tráfico de capitales, bienes y servicios, no solamente ha señalado desde un principio las condiciones en que se celebra determinado contrato, sino que en la fase de ejecución o cumplimiento de este último le compete el control de dichas condiciones, configurándose en este ámbito un supuesto claro de abuso cuando, atendidas las circunstancias particulares que rodean el caso, una posición de dominio de tal naturaleza resulta siendo aprovechada, por acción o por omisión, con detrimento del equilibrio económico de la contratación” (CCXXXI, pág., 746).” (Hasta aquí el pronunciamiento de la Corte Suprema, Sentencia de 2 de febrero de 2001, Exp..: 5670. Magistrado Ponente, Carlos Ignacio Jaramillo J).

Ahora bien, desde la perspectiva de la Ley 1480 de 2011, explicada ya, de modo general, en un capítulo precedente, es importante advertir que también se incorporan una serie de previsiones concretas en relación con la denominada abusividad contractual. En particular, esta normativa resulta de avanzada, como quiera que, de una parte, desarrolla los criterios a partir de los cuales se puede determinar si una cláusula en particular es o no abusiva y, de la otra, implementa una lista negra de cláusulas o estipulaciones que, prima facie, son abusivas.

Así, el artículo 42, dispone que “son cláusulas abusivas aquellas que producen un desequilibrio injustificado en perjuicio del consumidor y las que, en las mismas condiciones,

57 Rubén S. Stiglitz. Cláusulas abusivas en el contrato de seguro. Abeledo-Perrot. Buenos Aires. Pág. 69, y en El contrato de seguro como contrato por adhesión. Cláusulas abusivas. Control, en Memorias del Primer Foro de Derecho de Seguros. Ed.Max Limonad, Sao Paulo, 2000, págs. 99 a 124; y Luis Diez-Picazo y Ponce De Leon. Las condiciones generales de la contratación y cláusulas abusivas. Civitas. 1996. Pág. 43. Cfme: Jérôme Kullmann. Clauses abusives et contrat d’assurance, en Revué Générale du Droit des Assurances. París. 1996. Pág. 27 y Claudio Russo. L’incidenza della disciplina delle c.d.’clausole abusive’ sui contratti assicurativi stipulati con i consumatori. Assicurazioni. 1998. Jul-Dic. Págs. 261 y 262.

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afecten el tiempo, modo o lugar en que el consumidor puede ejercer sus derechos. Para establecer la naturaleza y magnitud del desequilibrio, serán relevantes todas las condiciones particulares de la transacción particular que se analiza. Los productores y proveedores no podrán incluir cláusulas abusivas en los contratos celebrados con los consumidores, En caso de ser incluidas serán ineficaces de pleno derecho”. Frente a este precepto, es de resaltar que:

a. No existe plena claridad sobre los casos en que debe entenderse que una determinada estipulación es abusiva58. El criterio fundamental de la norma, pareciera ser el desequilibrio injustificado en perjuicio del consumidor. Sin embargo, la norma emplea posteriormente una conjunción disyuntiva (y) que sugiere que indicará otro tipo de estipulación abusiva, cimentada en un criterio diferente, pero lo que hace es preceptuar que ‘en las mismas condiciones’, serán abusivas las estipulaciones que “afecten el tiempo, modo o lugar en que el consumidor puede ejercer sus derechos”. Ello conduce entonces a concluir que este segundo evento requiere, en cualquier caso, que se genere también el desequilibrio injustificado para el consumidor, por lo que se trata de una hipótesis que nada le agrega a la norma: si en ambos casos se requiere el desequilibrio, bastaba con que la noma consagra el primer caso, para que se entendiera cobijada también la segunda hipótesis. Puesto en otros términos, si se califican como abusivas las cláusulas que conducen al consabido desequilibrio, naturalmente lo serán también las que, además del desequilibrio, afectan el ejercicio de los derechos del consumidor, de tal manera que la segunda mención que hace la norma, era innecesaria. Diferente sería que el precepto quisiera indicar que, además de las que generan desequilibrio, serán abusivas las claúsulas que afectan el ejercicio de los derechos del usuario o consumidor. En ese caso, se incurrió en un gran equívoco al incluir la expresión ‘en las mismas condiciones’.

b. Resulta muy conveniente que, para efectos del establecimiento de la abusividad, se haya dispuesto que se deben analizar todas las condiciones particulares de la transacción objeto de examen. Ello supone que al juzgador le está vedado pretermitir aspectos de dicha operación y, en consecuencia, inferir la abusividad de un examen fragmentario o descontextualizado del negocio jurídico. En la práctica, esto seguramente conducirá a estudios más detallados y a decisiones que se acompasen mejor con la totalidad del esquema negocial: la consideraciones de elementos extratextuales, de la conducta de las partes contratantes, de la asimetría y las condiciones de la relación, entre otros varios aspectos más, seguramente será decisiva al momento de decidir una controversia en este escenario. Asimismo, la mayor cercanía del pronunciamiento judicial a las características reales del negocio, será una ventaja a explotar en esta temática.

c. En fin, en lo que se refiere a la sanción de la abusividad, este es otro aspecto en el que nuevamente el Estatuto resulta enfático: se sanciona con la ineficacia de pleno derecho, de tal suerte que, en teoría, ni siquiera sería necesario iniciar un proceso judicial tendiente a su declaración. Con todo, como ha venido sucediendo con otras figuras parecidas (como la inexistencia o la ineficacia liminar del Código de Comercio), es de esperar que, en cualquier caso, los sujetos contractuales se vean en la necesidad de iniciar un proceso tendiente a resolver las dudas respecto del carácter realmente abusivo de una determinada estipulación. Sin embargo, ello no obsta para destarcar la acertada severidad de la norma en esta materia.

58 Si bien se presenta la confusión que será objeto de análisis en el presente texto, debe advertirse de antemano que lo que sí resulta claro es que la abusividad de una estipulación no se condiciona al hecho de que ésta sea una cláusula predispuesta o de adhesión (Giraldo López, Alejandro, Caycedo, Carlos y Madriñán, Ramón. Comentarios al Nuevo Estatuto del Consumidor. Op.Cit., p.114).

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Por su parte, el artículo 43 tipifica, prima facie, algunas estipulaciones, como abusivas. A semejanza de lo que ocurre en otras latitudes, se incorpora así una lista negra de estipulaciones que, para el legislador, resultan, perse, constitutivas de abusividad contractual. Sin perjuicio de los inmensos debates que algunas de ellas suscitan –como la que tiene que ver con la cláusula compromisoria-, es importante destacar que el precepto en cita dispone que:

Son ineficaces de pleno derecho las cláusulas que:

1. Limiten la responsabilidad del productor o proveedor de las obligaciones que por ley les corresponden;

2. Impliquen renuncia de los derechos del consumidor que por ley les corresponden;

3. Inviertan la carga de la prueba en perjuicio del consumidor;

4. Trasladen al consumidor o un tercero que no sea parte del contrato la responsabilidad del productor o proveedor;

5. Establezcan que el productor o proveedor no reintegre lo pagado si no se ejecuta en todo o en parte el objeto contratado;

6. Vinculen al consumidor al contrato, aun cuando el productor o proveedor no cumpla sus obligaciones;

7. Concedan al productor o proveedor la facultad de determinar unilateralmente si el objeto y la ejecución del contrato se ajusta a lo estipulado en el mismo;

8. Impidan al consumidor resolver el contrato en caso que resulte procedente excepcionar el incumplimiento del productor o proveedor, salvo en el caso del arrendamiento financiero;

9. Presuman cualquier manifestación de voluntad del consumidor, cuando de esta se deriven erogaciones u obligaciones a su cargo;

10. Incluyan el pago de intereses no autorizados legalmente, sin perjuicio de la eventual responsabilidad penal.

11. Para la terminación del contrato impongan al consumidor mayores requisitos a los solicitados al momento de la celebración del mismo, o que impongan mayores cargas a las legalmente establecidas cuando estas existan;

12. Obliguen al consumidor a acudir a la justicia arbitral.

13. Restrinjan o eliminen la facultad del usuario del bien para hacer efectivas directamente ante el productor y/o proveedor las garantías a que hace referencia la presente ley, en los contratos de arrendamiento financiero y arrendamiento de bienes muebles.

14. Cláusulas de renovación automática que impidan al consumidor dar por terminado el contrato en cualquier momento o que imponga sanciones por la terminación anticipada, a excepción de lo contemplado en el artículo 41 de la

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presente ley.

En fin, con sentido lógico, el Estatuto del Consumidor incorpora también la denominada divisibilidad del contrato, por virtud de la cual se entiende que la nulidad o ineficacia de una cláusula contractual, no afecta la totalidad del negocio jurídico, siempre que dicha cláusula o cláusulas no sea de aquellas sin las cuales el contrato no pueda subsistir. De este modo, la Ley 1480 toma explícito partido por el consabido principio de preservación o conservación del contrato, en virtud del cual, en la medida en que ello sea posible, se debe propugnar por la subsistencia del acuerdo negocial. Estas son, en apretada síntesis, las reglas que trajo consigo la Ley 1480 de 2011.

CAPÍTULO IVTipicidad contractual -contratos típicos, atípicos,

nominados e innominados y su desarrollo jurisprudencial-

Descripción general:

Después de analizar varias de las modalidades contemporáneas de la contratación civil y mercantil, así como la cuestión relativa a la abusividad contractual, en este capítulo cuarto se analiza otro de los aspectos más importantes en relación con los

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contratos civiles y comerciales: se trata del fenómeno de la tipicidad contractual. La agilidad del comercio, descrita ya en capítulos precedentes, supone también el surgimiento cotidiano de nuevas estructuras contractuales que no tienen una regulación sistemática y omnicomprensiva en la Ley. Tales contratos, conocidos bajo el rótulo de atípicos, han suscitado varias discusiones en relación con su identificación y con el régimen jurídico que les resulta aplicable. Habida cuenta de ello, en el presente capítulo el lector encontrará reflexiones en punto tocante con estos aspectos, tanto desde el punto de vista teórico, como desde la perspectiva pragmática. Además, en aras de contribuir a la resolución de los interrogantes judiciales que, a diario, afloran en esta temática, se presenta el denominado test de atipicidad contractual, acuñado en un reciente laudo arbitral y que, por lo demás, puede ser muy ilustrativo en tratándose de litigios relacionados con este punto.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a. ¿En qué consiste el fenómeno de la tipicidad y la atipicidad contractual?

b. ¿Cómo opera el juicio de adecuación típica en relación con los contratos civiles y comerciales?

c. ¿Cómo se puede identificar un contrato atípico en el Derecho colombiano?

d. ¿Qué tratamiento debe dársele a los contratos atípicos?

Palabras clave: Tipicidad contractualTipo contractualAdecuación típicaTest de tipicidad contractualContrato típicoContrato atípicoTipicidad de primero orden o primer gradoTipicidad de segundo orden o segundo grado Índices o indicadores de tipo

Otro de los asuntos que, en la esfera de las manifestaciones de la contratación contemporánea vale la pena considerar, tiene que ver con las relaciones existentes entre la hermenéutica y la tipicidad contractual. Bien es sabido que, en la actualidad, la determinación de los tipos de contratos –de acuerdo con el criterio de contratos típicos y atípicos-, se halla inescindiblemente

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ligada a la interpretación y la calificación del acuerdo negocial. En efecto, sólo a través de un ejercicio de minuciosa auscultación del negocio jurídico, se puede elucidar si corresponde a uno de aquellos que la Ley se ha ocupado de regular, o si, por el contrario, es una genuina creación de la autonomía de la voluntad contractual que, en puridad, no cuenta con una regulación legal, ubicándose así en la esfera de los denominados contratos atípicos.

Surge así una ostensible hermandad entre la interpretación, la calificación y la tipicidad contractual. Todas estas instituciones integran un indisoluble cuerpo funcional a través del cual se devela el contenido de los contratos y la regulación que, a cada uno, le resulta aplicable. Ello resulta aún más importante en un escenario en el que, como en el de los contratos, cada acuerdo tiene colores y aromas diferentes, cada uno dueño de un universo negocial singular. En este contexto, la trilogía entre tipicidad, interpretación y calificación del contractus, resulta estructural, en la medida en que permite identificar, como en el vino, los distintos aromas y colores ofrecidos por la gama cromática del acuerdo.

Pues bien, dada la importancia de este tema, a continuación reproducimos, in extenso y con autorización de los árbitros respectivos, las reflexiones que, sobre el particular, se expusieron en el laudo arbitral que dirimió la controversia entre La Distribuidora y Cia. Ltda. y Bavaria S.A, proferido el 4 de abril de 2011 y en el que intervinieron como árbitros, el doctor Juan Pablo Cárdenas Mejía –Presidente del Tribunal-, el doctor José Armando Bonivento Jiménez y quien escribe este texto, Carlos Ignacio Jaramillo J.

El citado laudo resulta trascendente, entre otras razones, por las reflexiones que hace en lo tocante con el alcance del principio de la autonomía de la voluntad privada en el derecho colombiano (I), las nociones de tipo y tipicidad contractual (II), las generalidades que expone en materia de contratos típicos y atípicos (III) y el novedoso juicio o test de adecuación típica, a través del cual desarrolla una metodología para determinar si un contrato es típico en primer orden y, de ser así, a qué tipo, in concreto, corresponde, por medio de los denominados indicadores de tipo (IV). A continuación se transcribe entonces el aparte pertinente.

“… 5.1 Autonomía privada y autonomía contractual. Aproximación a los contratos típicos y atípicos

Como es sabido, desde hace un apreciable número de centurias, a los particulares se les ha reconocido por el ordenamiento jurídico la legítima posibilidad de regular sus intereses individuales, mediante la realización de una serie de actos y operaciones que, en sentido amplio, pueden englobarse en la denominación de negocios jurídicos, lato sensu. Tal posibilidad, por constituirse en un típico poder de actuación personal, de ordinario con irradiación social, según el caso, se denomina autonomía de la voluntad privada, y más técnicamente aún, autonomía privada, entendida como el ejercicio de la potestad de autorregular determinados intereses radicados en cabeza de los particulares o del mismo Estado. De allí que “El negocio jurídico en cuanto constituye uno de los medios para la autorregulación de los propios intereses, en cuanto es medio de actuación del dominio de la voluntad en la esfera jurídica propia del sujeto, es el instrumento más calificado de la autonomía privada”, conforme lo puntualiza con claridad el profesor de la Universidad de Nápoles, Luigi Carriota Ferrara.59

59- Luigi Carriota Ferrara. El negocio jurídico, Aguilar, Madrid, 1956, p. p. 43 y 44. En concordancia con la fuerza y dinámica que caracteriza a la autonomía en mención, el profesor Luigi Ferri, en su conocida obra sobre la materia, anotó con precisión que “…los negocios jurídicos, como manifestación de autonomía privada, son siempre actos de ejercicios de un poder: tanto los negocios que contienen actos de disposición de derechos patrimoniales como los que determinan el nacimiento de meros efectos obligatorios”. La autonomía privada, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid,1.968, p. 44., lectura esta que, en su esencia, se ha mantenido inalterada. Vid. Giuseppe Grisi. L’autonomia privata. Giuffré Editor, Milano, 1999, p. 9 y s.s y Mauro Grondona, quien memora que hoy se le confiere a la referida autonomía privada “…una apreciación favorable renovada”. La ‘común intención de las partes’ y el principio de la buena fe en la interpretación del contrato, en Estudios sobre el contrato en general -por

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Dicha potestas, en sede contractual, proyectada en la libertad de contratar y en la libertad de contratación, se encamina a la solidaria satisfacción de los intereses en comento, de lo que se desprende que el contrato, como negocio jurídico que es (modalidad particular), se erige en aquilatado instrumento al alcance de los asociados, cuyo propósito capital estriba en la lícita realización de operaciones, a menudo de contenido y alcance económico, sobre todo en la esfera mercantil. Al fin y al cabo, según lo recuerda el doctrinante Rubén Stiglitz, “Como todo concepto jurídico, el contrato no es factible de ser comprendido en su esencia misma (….) con abstracción de la realidad socioeconómica externa, donde confluyen intereses comunes o en conflicto, relaciones y situaciones convergentes o divergentes. Es tal la autonomía que existe entre la realidad externa al contrato que éste, técnicamente, sólo asume carácter instrumental ya que es un medio que traduce, a través de una declaración común de las partes, la autorregulación de sus intereses. De allí que la sustancia del contrato, los intereses que constituyen la materia de que trata, se enuncie como una operación económica”.60 Así las cosas, es diáfano que los miembros de la colectividad, en consonancia con lo ya descrito y con pleno respaldo de caros principios y axiomas de índole constitucional y legal, de antiguo están autorizados para celebrar los contratos que, acordes con sus específicas necesidades, motivaciones e intereses, consideren pertinente, siempre y cuando, claro está, no se vulneren infranqueables límites establecidos por el ordenamiento, v.gr: la ley imperativa, las costumbres, el orden público, etc.

No obstante lo anterior, es meridianamente claro que las partes contratantes, en desarrollo de la referida autonomía privada, no son los artífices del contenido y estructura de todos y cada uno de los contratos del cosmos negocial, habida cuenta que un apreciable número de ellos, con antelación, han sido nominados y también habitualmente regulados por el legislador, con mayor o menor exhaustividad, conforme a las circunstancias, de suerte que, no en pocos supuestos, ellas suelen acomodarse a las arquitecturas de origen normativo preexistentes, que no son una nómina cerrada (numerus clausus) que, de raíz, impida la floración de otras modalidades negociales. Por ello, cuando sea menester recurrir a otra morfología contractual, en guarda de autorregular sus intereses lícitos, bien podrán hacerlo, por regla general, en atención a ese poder jurídico a ellas reconocido de antemano, capaz de crear -o recrear- nuevos tipos contractuales, por fuera del haz legislativo reinante, predicable de hipótesis de sistemática y habitual celebración en la praxis (numerus apertus).

Expresado de otro modo, los particulares, en abstracto, tienen dos posibilidades, inicialmente válidas: la primera, ceñirse a los moldes preestablecidos por la codificación o legislación pertinente, en cuyo caso la calificación del contrato, a posteriori, se hará teniendo en cuenta, hasta donde las circunstancias lo permitan, “…la intención de los contratantes” (art. 1618, C.C), en función de los elementos y rasgos definitorios de su acuerdo volitivo, contrastados con los que ab initio, ministerio legis, estereotipan el negocio respectivo, más allá del nomen que ellos le hayan conferido, como se pondrá de presente de nuevo. Y la segunda, extrapolando el conjunto de modalidades materia de disciplina normativa, proceder a enriquecerlas a través de la factura de otros contratos que, en su momento, no fueron objeto de regulación legislativa, ora por omisión, ora por entender, acertadamente, que el rol de la ley no es ocuparse de todo, sino de lo más relevante, obviamente para el instante en que se regula.

En la primera de las referidas posibilidades, stricto sensu, se aludirá a contratos típicos, y en la segunda, a contratos atípicos, unos y otros, en lo suyo, corolario de la disposición vertida en el Derecho colombiano en el artículo 1602 del Código Civil, en el artículo 4º del Código de

los sesenta años del Código Civil Italiano-, Ara Editores, Lima, 2003, p.707.

60 -Rubén Stiglitz. Contratos civiles y comerciales, T.I, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998, p. 15.55

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Comercio y en el artículo 864 de la misma codificación, en lo aplicable, y de paso reconocida expresamente en la legislación comparada. Prueba elocuente de ello, ciertamente, es el artículo 1322 del Código Civil Italiano de 1942, que expresamente reza: “Autonomía contractual. Las partes pueden determinar libremente el contenido del contrato dentro de los límites impuestos por la ley y por las normas corporativas. Las partes pueden también concluir contratos que no pertenezcan a los tipos que tienen una disciplina particular, con tal que vayan dirigidos a realizar intereses merecedores de tutela según el ordenamiento jurídico”. Por su parte, el artículo 405 del Código Civil portugués de 1967 estatuye que, “Dentro de los límites de la ley, las partes tienen la facultad de fijar libremente el contenido de los contratos, celebrar contratos diferentes de los previstos en este Código, o incluir en éstos las cláusulas que deseen”. Y finalmente, sólo para referirnos a un elenco de ellos, el moderno Código Civil de Brasil de 2002, en su artículo 425, establece que “Es lícito que las partes estipulen contratos atípicos, observando las normas generales fijadas en este código” 61.

Del mismo modo, en el campo de la principialística internacional, el proyecto del Código Europeo de Contratos (‘proyecto Gandolfi’), igualmente se hace referencia a la temática en cita. Sus artículos 2 y 3, en lo pertinente, son elocuentes, por cuanto disponen que: Art 2. “1. Las partes pueden determinar libremente el contenido del contrato dentro de los límites impuestos por las normas imperativas, las buenas costumbres y el orden público, tal como se establece en este Código, en el Derecho comunitario o en las leyes nacionales de los Estados miembros de la Unión Europea, con tal que las partes no persigan con ello únicamente perjudicar a terceros. 2. Dentro de los límites del apartado anterior, las partes pueden celebrar contratos no regulados en este Código, y, en particular, mediante la combinación de diferentes tipos legales, y la unión de varios actos “. Art. 3. “1. Los contratos, tengan o no una denominación propia en este Código, quedan sometidos a las reglas generales objeto del presente libro. 2. Las reglas relativas a los contratos que tienen denominación propia en el presente Código se aplican por analogía a los contratos que no la tienen”. A su turno, en forma más sintética, el artículo1.1 de los Principios sobre los Contratos Comerciales Internacionales (UNIDROIT), prescribe que, “Las partes tienen libertad para celebrar un contrato y determinar su contenido”.62

En suma, la libertad de configuración del contenido y proyección del negocio jurídico, en sí mismas, no se agotan en los tipos desarrollados previamente por el legislador, por cuanto los

61- En los albores del proceso de la codificación del Derecho privado, el propio Código Civil francés, en su artículo 1107, se ocupó de esta fenomenología, en los siguientes términos: “Los contratos, sea que ellos tengan una denominación propia, sea que ellos no la tengan, se someterán a las reglas generales que son objeto del presente título” (“De los contratos o de las obligaciones convencionales en general, Título III”.

El mismo Don Andrés Bello, en sus proyectos de 1842 y 1853 del Código Civil chileno, sintonizados con la codificación gala, expresamente aludió a esta categorización. Es así como el artículo 1623, del último de ellos, dispuso que “Todos los contratos, tanto los que se conocen con denominaciones particulares, como los que carecen de nombre, están sometidos a las reglas generales, que serán la materia de los siguientes títulos”. Tal disposición, finalmente, no quedó plasmada en el llamado proyecto definitivo, lo que sirve de explicación para entender porque el Código chileno y, de paso, el colombiano, hoy no cuentan con una norma análoga. Sin embargo, es de observar que en el campo del Derecho administrativo, específicamente en la esfera de la contratación estatal colombiana, el artículo 32 de la conocida Ley 80 de 1993, consagró similar precepto, así: “Son contratos estatales todos los actos jurídicos generadores de obligaciones que celebren las entidades a que se refiere el presente estatuto, previstos en el derecho privado o en disposiciones especiales, o derivados del ejercicio de la autonomía de la voluntad, así como los que a título enunciativo se definen a continuación”.62- En el comentario realizado por el Instituto Internacional para la Unificación del Derecho Privado, UNIDROIT, al referido artículo 1.1, rotulado “Libertad contractual”, se señaló que “El principio de libertad de contratación es de fundamental importancia en el comercio internacional. Así como los comerciantes gozan del derecho de decidir libremente a quien ofrecer sus mercaderías o servicios y por quien quieren ser abastecidos, también tienen libertad para acordar los términos de cada una de sus operaciones. Esta libertad de contratar constituye el eje sobre el cual gira un orden económico internacional abierto, orientado hacia el libre comercio y la competitividad”.

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extremos de la relación contractual están habilitados para amplificar el espectro negocial y, por ende, para celebrar nuevos contratos, así no estén avalados por las normas regulatorias básicas de carácter especial, expresa o tácitamente (normativización), posibilidad, sea anotado de paso, que está en plena concordancia con las limitaciones consustanciales a toda legislación, por moderna y fértil que sea, la que con el decurso de los años, a la postre, se tornaría insuficiente para ocuparse de la totalidad de supuestos contractuales, sin perjuicio, adicionalmente, que esa no es su prístina misión. De lo contrario, el oficio de legislar cambiaría inopinada e inconsultamente de rumbo, con serias secuelas. Cuán reveladora es entonces la descripción que sobre este particular, en concreto acerca de la natural “insuficiencia legislativa” realiza el profesor Héctor Masnatta, de acuerdo con la cual “El progreso febril de la vida y la evolución económica transforman las realidades de la práctica y conmueven las instituciones. Las nuevas necesidades, como dice Ascarelli, deben satisfacerse siquiera con los viejos institutos. La materia aún incandescente, no abandona de golpe las viejas formas y las viejas disciplinas, pero siempre busca su plaza al sol, sea utilizando las antiguas estructuras, sea transformándolas en su finalidad, combinando sus elementos de modo original y más: creando la nueva disciplina en el tráfico cotidiano a la espera de que la codificación se nivele con la vida…la práctica va creando siempre nuevos tipos de contratos para satisfacer nuevos intereses. Con esto, se da una vigorosa prueba de la vitalidad del derecho. Las formas tradicionales se van viendo escoltadas por nuevas figuras, sin los pergaminos que da la sanción legislativa pero con el prestigio vital que confieren la preferencia de los interesados y la utilidad resultante”63.

Además, en armonía con esta misma reflexión final, es consecuente entender que los particulares, inicialmente, tengan la idoneidad suficiente para el gobierno de sus relaciones jurídicas en aquellos casos en que el ordenamiento legal, por diversas razones, no lo hizo, lo cual no sólo es enteramente razonable, sino conveniente. Al fin y al cabo, día tras día se ensancha el universo contractual, precisamente por las necesidades del tráfico moderno, hecho éste que corrobora, una vez más, la expansión in crescendo del contrato, como imprescindible categoría jurídica de la civilidad, por manera que antes que una crisis, en puridad, se evidencia una indiscutida revitalización, tanto más en tratándose de la convergencia de economías y sistemas globalizados, es decir intercomunicados. Sobre este particular, no se equivocó la Corte Suprema de Justicia, cuando expresó que “…como la producción, la comercialización y distribución, el consumo y la financiación de las personas naturales y jurídicas, continúa encontrando en el contrato la forma más práctica y dinámica para su debida materialización, los mencionados cambios registrados en el marco de la negociación moderna, grosso modo ya referidos en precedencia, indiscutiblemente han tenido gran eco en esta materia y, por ello, en la hora de ahora, se torna imperativo abordar la temática contractual con criterios –y texturas- que se ajusten a esa tendencia innovadora que se aprecia en la esfera de los negocios, tanto en lo que hace a su formación, como a su ejecución, efectos, extinción e interpretación. De allí que en los tiempos que corren, la institución del contrato, en sí mismo considerada, trascendiendo su mal interpretada ‘crisis’, se muestra vigorosa y férrea, en prueba de su pertinencia y masiva utilización, sin perjuicio, naturalmente, de la entronización sostenida de una serie de figuras y metodologías especiales, orientadas a su empleo adecuado, justo y equilibrado” (Sentencia del 27 de septiembre de 2007, Sala de Casación Civil).

63- Héctor Masnatta. El contrato atípico, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, p.p.12 y 16. En sentido similar, el profesor Francesco Messineo expresa que el contrato atípico o el “….contrato innominado es el índice más seguro de que la vida jurídica no se fosiliza en formas inmutables, sino que, por el contrario, está en perenne movimiento y en constante evolución, también bajo el aspecto técnico; pero ej., de la venta se ha desprendido el suministro….del mutuo, la apertura de crédito, el anticipo, el descuento, el reporto. A las formas tradicionales (y, en cierto sentido, arcaicas) de origen romanista, se van agregando figuras de contrato que son el resultado de la vida económica moderna….cuanto más rico es el desarrollo de la vida económica, tanto más crece el número de las nuevas figuras contractuales”. Doctrina general del contrato, T.I. E.J.E.A, Buenos Aires, 1952, p. 381.

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Hay pues, a modo de compendio preliminar, un margen regulatorio realmente amplio en cabeza de los celebrantes de un negocio jurídico, en aras de recrear o crear el contenido y efectos, tal y como se observará luego, y definir su extensión o alcance funcional (elasticidad), muy especialmente en materias mercantiles, en donde la posibilidad de acudir a otros tipos ex contractu es nominalmente ilimitada, o por lo menos muy extendida64, lo cual resulta plausible y coherente en un sistema jurídico en donde la tarea asignada al legislador y a los asociados se entrelaza con finalidades comunes: tejer el sustrato de los contratos, hijos de la regulación legal, o convencional, respectivamente, por esta razón complementaria y válida, a diferencia de lo que sucedió en las primeras etapas del Derecho romano, en general, en las que el conjunto contractual, esencialmente, era una especie de datio legis, como quiera que los odres estaban predeterminados, o precisados de antemano (esquema rígido o más cerrado). Desde esta perspectiva, sin perjuicio de ulteriores puntualizaciones, se tiene establecido que la atmósfera contractual está integrada por los apellidados contratos típicos y por los atípicos, clasificación de ninguna manera intrascendente, anodina o teórica, como tal ayuna de efectos prácticos, fruto del fenómeno de la tipicidad y de la atipicidad, en general (constitucional, penal, contractual, etc.), esto es como realidad insoslayable social que, incluso, trasciende el ámbito del Derecho.

Claro pues que la categoría del contrato, en particular su identificación y contenido, entre otros aspectos más, puede ser hechura del legislador o de las partes contratantes, según sea el caso, al mismo tiempo que en el tráfico contemporáneo las necesidades e intereses de los asociados no son únicas, ni tampoco simétricas, es menester auscultar la mecánica con arreglo a la cual adquiere fisonomía propia y, en tal virtud, rasgos autonómicos, con independencia que, en ocasiones, dicho deslinde exija mayores y cuidadosos esfuerzos, dado que en el universus contractual campean notas comunes a unos y a otros, y no por ello, per se, se confunden o desdibujan, así compartan, en lo pertinente, una especie de “ADN” colegiado, lo que con alguna frecuencia sucede en tratándose de contratos que pertenecen a una misma familia (género negocial); es el caso, de los llamados ‘contratos de distribución’, entre otros ejemplos más, en los que cohabitan negocios típicos y atípicos, hermanados, sí, pero diferenciados, cada uno portando su carta de ciudadanía, y produciendo sus efectos connaturales al tipo específico.

He ahí, anticipadamente, la valía de la calificación del acuerdo volitivo por parte del hermeneuta, a fin de poderlo encuadrar en la especie negocial pertinente, vale decir precisar su tipo, con todo lo que ello supone en diversos planos, uno de ellos el prestacional, hasta el punto que de esa operación técnico-intelectiva, de suyo capital, dependerá la aplicación de específicos efectos en derecho, con prescindencia del nomen asignado por las partes, toda vez que es posible que un contrato virtualmente típico, así catalogado por los extremos de la relación negocial, se itera, no se torne tal, sino atípico, o uno típico, supuestamente, termine considerándose atípico, todo como corolario de un proceso que debe surtirse para dicho efecto, en el sub lite, antes de proferirse el correspondiente laudo, obviamente con el cuidado que este laborío supone, como se anunció, en aras de hacer compatible lo querido realmente entre las partes, con lo normado por el legislador, según sea el caso (correcta disección tipológica).

Dicho proceso, en general, puede enmarcarse en la interpretación del contrato, en sentido muy lato, y más específicamente, en su interpretación, propiamente dicha y en su

64 Le asiste la razón al profesor Juan M. Farina, al indicar que “El comercio evita ser encadenado en fórmulas rígidas; la creatividad, que requiere imaginación y audacia, es su característica: de otro modo sucumbe….esta fue la nota característica y la explicación histórica del derecho comercial: los comerciantes han ido creando sus propio derecho sobre las base de las costumbres, cuando las fórmulas del derecho clásico resultaron insuficientes para dar adecuada solución a los nuevos problemas que el intenso tráfico comercial fue originando. La iniciativa del hombre de empresa es constante y recurre a la formulaciones que luego requieren el paciente análisis del hombre de derecho para determinar su naturaleza jurídica y los derechos, obligaciones y responsabilidades de las partes”. Contratos comerciales modernos, Astrea, Buenos Aires, 1999, p. 290.

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calificación, e integración, si resultare necesario (eslabones básicos). Por eso, a más de desentrañar el contenido del contrato celebrado, de la común intención de sus celebrantes, es indispensable validar si lo querido por ellos, ciertamente, se anida en uno u otro tipo contractual, adquiriendo una importancia mayúscula el ‘juicio de adecuación típico’, de concordancia o de coincidencia, procedimiento que supone tener muy claro el concepto, significado y alcances del llamado tipo y de la tipicidad contractuales, motivo por el que seguidamente nos ocuparemos de ellos, en forma esquemática y sucinta, máxime cuando él será el observado por este Tribunal, con la confesada finalidad de dirimir la controversia sometida a su conocimiento:

5.2 Configuración de los contratos típicos y atípicos

No todos los contratos, por innúmeras razones, pueden estar reconocidos y regulados por la ley, bien a través de la codificación, bien mediante leyes especiales. En principio, el legislador moderno se ocupa, in abstracto, de la categoría del contrato, así como de los acuerdos que, in concreto, son de frecuente celebración, muchos de ellos de insoslayable tradición y raigambre, renunciando a desarrollar todo el universo contractual. Esta es pues una clara manifestación de la política jurídica, en consonancia con la técnica, igualmente jurídica; una y otra abogan por la racionalidad preceptiva, y por el correlativo reconocimiento de la autonomía privada, detonante de numerosos acuerdos que se individualizan en la praxis, provistos de fuerza, efectividad y legitimidad, en línea de principio rector, contribuyendo de este modo a enriquecer el tejido negocial, no sólo por intervención directa de la ley, sino también de los particulares, consocios en este mismo propósito o empresa.

En este orden de ideas, recta via, son dos las fuentes de las que emerge el referido tejido, todo sin perjuicio de su genuino origen volitivo: el ordenamiento legal, cuando se encarga de regular y nominar, motu proprio, un determinado contrato, y las propias partes, en ausencia de intervención normativa, en cuyo caso podrán recurrir a arquitecturas reiteradas y reconocidas por los usos, el tráfico cotidiano o la jurisprudencia (tipicidad social o ‘tipicidad socio-jurisprudencial’) o, incluso, a nuevas estructuras de moderada o ninguna usanza, aun cuando lo ordinario es que tengan algún eco en la práctica, gracias al amplio o dilatado radio de acción de la inventiva negocial, en su estado de máxima pureza, como ya se esbozó.

Desde esta perspectiva, sin perjuicio de retomar luego algunas de las ideas y propósitos ya expresados, cuando el tema a elucidar reside en el establecimiento del nomen contractus, esto es, cuando lo que se evalúa es si la legislación atribuye o no una denominación al acuerdo de voluntades, independientemente de su regulación o disciplina, se suele entender que se le da cabida a la conocida distinción existente entre contratos nominados e innominados. Serán nominados, se dice, cuando la ley es la que directamente ha procedido a rotularlo con un nombre específico, mientras que serán innominados, por su parte, aquellos que no han sido bautizados ex ante por el legislador.

Por el contrario, cuando el laborío no gravita alrededor del nomen, sino de la regulación del acuerdo y de su alcance (integral o suficiente), un sector de la doctrina y de la jurisprudencia aboga por otorgarle carta de ciudadanía a la diferenciación reinante entre contratos típicos y contratos atípicos, en consideración a si el acuerdo en cuestión se adecua o no a un tipo contractual preestablecido, esto es, a un tipo de que ha sido previamente regulado por la ley, stricto sensu, o a “…operaciones confeccionadas por la ley”, en el parecer del profesor Louis Josserand, por oposición a los que son objeto de apropiación de las partes, “…en cierto modo a medida y de acuerdo con su voluntad particular”65.

65- Louis Josserand. Derecho civil, T. II. EJEA, Buenos Aires, 1950, p. 20.

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Por lo tanto, en desarrollo de la distinción en comentario, a juicio de un importante sector no es ni conveniente, ni tampoco procedente equiparar las indicadas categorías, aunque hay que reconocer que algunos doctrinantes, no obstante admitir que en estricto rigor la separación dogmáticamente es de recibo, optan por asignarles el mismo tratamiento, no siendo necesario, en la cotidianidad, realizar escisión alguna. De ahí que terminen equiparando contratos innominados y contratos atípicos, o por lo menos tolerando la asimilación, desde luego con excepciones, como se registró.66

Nótese, empero, cómo en opinión de un sector autoral es menester distinguir entre el carácter nominado-innominado y típico-atípico del negocio jurídico, como quiera que consideran que se trata de categorías jurídicas disímiles que observan realidades también diferentes; corolario de ello es que, ad exemplum, bien podría suceder que un contrato fuera nominado, pero al mismo tiempo atípico, o viceversa.

La Corte Suprema de Justicia, expresamente, en sentencia del 27 de septiembre de 2007, manifestó que el hecho de que una norma en particular, le asigne un distintivo específico a un contrato, no implica que, por esa sola razón, el contrato se torne típico. Así, aseveró que “…la atipicidad no se desdibuja por el simple rótulo que una norma le haya dado a aquel (sea ella tributaria, financiera, contable, societaria, etc.), o por la mera alusión que se haga a algunas de sus características, como tampoco por la calificación que –expressis verbis- le otorguen las partes, si se tiene en cuenta que, de antiguo, los contratos se consideran preferentemente por el contenido –prisma cualitativo- que por su nombre (contractus magis ex partis quam verbis discernuntus). Incluso, se ha entendido que puede hablarse de contrato atípico, aún si el legislador ha precisado alguno de sus elementos, en el entendido, ello es neurálgico, de que no exista una regulación autónoma, propiamente dicha, circunstancia que explica, al amparo de la doctrina moderna, que puedan existir contratos previstos, pero no disciplinados. Desde luego que esa atipicidad tampoco se desvanece por su semejanza con negocios jurídicos reglamentados –o disciplinados, en lo estructural-, pues, se sabe, “la apariencia formal de un contrato específicamente regulado en el C.C. no impide descubrir que por debajo yace un contrato atípico”, categoría dentro de la cual se subsumen, incluso, aquellas operaciones “que implican una combinación de contratos regulados por la ley” (Cfme: G.J. LXXXIV, pág. 317 y cas. civ. de 22 de octubre de 2001; exp: 5817).” 67

En síntesis, sin desconocer que para algunos cuando se alude a contratos innominados, también puede entenderse que se está refiriendo a los atípicos, en materia de contratación civil y mercantil se considera que un contrato es típico siempre que constituya o corresponda a un acuerdo de voluntad plasmado y regulado en el ordenamiento legal, es decir, siempre que constituya o corresponda a un tipo jurídico contractual (como el contrato de compraventa, arrendamiento, seguro, etc.), teniendo en cuenta que no cualquier regulación, per se, implica tipicidad, toda vez que tanto la jurisprudencia como un sector dominante de la

66- En este sentido, el profesor H. Masnatta acepta que prefiere “…hablar de contrato típico o atípico, sin olvidar que estimamos la terminología legal argentina como expresión del mismo significado”. El contrato atípico, op.cit, p. 21.

67 Sobre este mismo punto, continúa la Corte afirmando que “Es de acotar, por su conexión conceptual con el

presente asunto, que esta Sala, en reciente oportunidad, puso de presente que existen casos en los que la ausencia de regulación normativa suficiente, puede conducir a catalogar a un contrato como atípico. Así lo expresó en punto tocante con el contrato de agencia de seguros, no obstante referirse a ella leyes y decretos (ley 65/66 y decretos 827/67, 663/93 y 2605/93), ya que “nunca el legislador ha intentado disciplinar con la especificidad requerida, suficiente como para darle cuerpo de un contrato típico, el vínculo que contraen directamente la Compañía y la Agencia de Seguros. La Ley, al igual que lo ha hecho con muchas otras actividades, profesiones u oficios, ha intervenido la actividad de las aseguradoras y de sus intermediarios, sin que esto suponga una regulación específica de los contratos que estos celebran” (se subraya; cas. civ. de 22 de octubre de 2001; exp: 5817) …”.Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 25 de septiembre de 2007. Exp. 6462.

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doctrina han coincidido en señalar que un contrato solamente será típico si goza de una regulación que, además de integral, sea legal en el sentido formal del término, de tal suerte que si el acuerdo de voluntades no ha sido expresamente regulado en una ley de la República o en un decreto con fuerza de ley, o uno de estirpe similar, será considerado atípico, en puridad 68. Por eso es por lo que el autor Alberto Spota no duda en poner de manifiesto, a modo de colofón, que “contratos típicos son aquellos que encajan dentro de un ‘tipo legal’, es decir que ya tienen su regulación en la ley, que han sido precisados, disciplinados en cuanto a su contenido, sus efectos, sus exigencias formativas….Contratos atípicos son aquellos que no encuentran su ‘sede’ dentro de la ley; que surgidos de la vida jurídica y en razón de la libertad contractual, inherente –conjuntamente con la libertad para contratar- a la autonomía de la voluntad, no han merecido aún recepción mediante una disciplina particular. Destaquemos, sin embargo, que lo relevante no es que la ley otorgue o no un nombre al contrato, sino que éste tenga su regulación propia….”.69

5.3 Tipicidad legislativa y tipicidad social

En un plano genético, ya se ha bosquejado, la tipicidad legislativa concierne a la frontal y decidida intervención del legislador de cara a la regulación suficiente de un determinado o específico contrato que, por inequívoca voluntas legislatoris (política legislativa), encontró albergue preceptivo en un tipo autonómico, por más proximidades o afinidades que tenga con otros de su propio linaje y condición, no tantas, empero, como para que pierda su sustantividad y autogobierno o para que se fusione con otros tipos, abandonando sus rasgos y diferencias, en una especie de claudicación.

De igual modo, así no medie participación normativa, no se puede desconocer que en un número representativo de casos es posible hablar, en sentido más amplio, de tipificación social, con el propósito de realzar que hay una serie de contratos que, no obstante ser atípicos, precisamente por no contar con una regulación o disciplina normativa propiamente dicha, no son creados ex novo por las partes, habida cuenta que encuadran en estructuras que, con frecuencia, perviven y transitan en el tráfico jurídico-negocial con arreglo a los usos, a la fuerza de la tradición, a la práctica misma y, en fin, al respaldo jurisprudencial y doctrinal conferidos. Son operaciones que, por su repetibilidad y extensión espacio-temporal, tienen abolengo propio, una especie, mutatis mutandis, de status factual que les ha merecido un reconocimiento social. De ahí la expresión ‘tipificación social’ -o ‘socio-jurisprudencial’.

Emilio Betti, y César Grasetti, entre otros más, fueron en Italia los primeros en ocuparse de esta fenomenología, hoy indiscutida, dueña de un sitial en la ciencia del Derecho. Es así como el primero de ellos, luego de reconocer que a través de la historia “…la tipicidad va perdiendo su primitivo carácter de rígida esquematización”, pone de presente que en “…el ambiente social moderno, las causas de negocios son típicas en el sentido de que, pese a no estar taxativamente indicadas en la ley, deben sin embargo, en general, ser admitidas por la conciencia social como correspondientes a una exigencia práctica legítima, a un interés social duradero, y como tal, consideradas dignas de tutela jurídica….Entonces, en el puesto de la rígida tipicidad legislativa apoyada sobre un número cerrado de denominaciones, subentra

68 Explicita la Corte Suprema que “Cuando un contrato no se encuentra descrito en un tipo legal y, subsecuentemente, no está especialmente regulado por el ordenamiento, se denomina atípico. Por consiguiente, dada esa peculiaridad, las dificultades que rodean los contratos atípicos son fundamentalmente dos: de un lado, la de precisar su admisión y validez, habida cuenta que es necesario establecer que su función económico – social se encuentra conforme con los principios ético- jurídicos rectores del ordenamiento; y, de otro, la de establecer las reglas jurídicas que los disciplinan …”.Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 22 de octubre de 2001. Exp. 5817.69

?- Alberto Spota. Contratos, Vols. I-II, Depalma, Buenos Aires, 1981, p. 198. Cfr. Maria Costanza. Il contratto atipico, Giuffré Editore, Milano, 1981, p. 1.

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otra tipicidad que, cumpliendo siempre la finalidad de limitar y orientar la autonomía privada, es, sin embargo, comparativamente con aquélla, bastante más elástica en la configuración de los tipos, y en cuanto opera mediante remisión a la conciencia social, económica o ética, se podría llamar tipicidad social”70.

En este misma dirección, lo reafirman los autores Atilio Aníbal Alterini y Roberto M. López Cabana, “…algunos contratos atípicos son realizados habitualmente en la vida negocial, creados por las partes, en razón de la ‘evolución técnica, que va procesando una diferenciación’ y en respuesta ‘a una exigencia práctica legítima, a un interés social duradero’. Es decir, tienen la denominada tipicidad social, siendo frecuente que se les atribuya una designación identificatoria como por ejemplo hotelería o garaje”.71

Residualmente, en la esfera contractual, podrá aludirse a contratos atípicos puros, o ‘absolutamente atípicos’, en aquellos supuestos, ciertamente no muy numerosos, en los que ni los usos, ni la tradición, ni la jurisprudencia, ni la doctrina y, general, ni el tráfico jurídico, reconocen la existencia práctica de un acuerdo volitivo, no por ello, claro está, inválido. Simplemente que carecerá de regulación propia (legislativa), a la par que reconocimiento social (cognoscibilidad comunitaria), lo que se itera es algo infrecuente, dado que la mayoría de contratos atípicos son conocidos y a menudo celebrados. Por ello es por lo que se alude, desde esta perspectiva, a ‘tipicidad social’, en un sentido lato, en atención a que dicho exequatur social, por significativo que sea, como lo es, no torna el negocio jurídico en típico, en estrictez, lo que explica que la ‘tipicidad legislativa’ sea la llamada a influir en el tipo y, por ende, en la suerte final del contrato: determinación de sus efectos, notas, alcances, etc.72

5.4 Tipo y tipicidad contractuales

En consonancia con lo plasmado en los apartes precedentes, si lo efectivamente deseado es determinar qué tipo de contrato rigió la relación entablada entre LA DISTRIBUIDORA y BAVARIA y si fue un contrato típico o atípico, entre otros interrogantes más, sobre todo si se trata de una arquetípica agencia comercial, lo primero a establecer son las bases en las que se sustenta dicho ejercicio de calificación, en razón de que el basamento jurídico y metodológico, será fundamental para el arribo a la conclusión que se plasme en este Laudo en la parte correspondiente, en el entendido de que la mencionada calificación, en términos muy generales, es un procedimiento enderezado a establecer la naturaleza jurídica (quaestio iuris) del contrato celebrado previamente entre los celebrantes, o como mejor lo expresaran los doctrinantes franceses François Terré, Philippe Simler e Yves Lequette, “Calificar es encuadrar la operación [negocial] a una categoría jurídica, a fin de deducir su régimen”73.

70- Emilio Betti.Teoría general del negocio jurídico, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, p.p.153. Cfr. Juan B. Jordano Barea, Contratos mixtos y unión de contratos, en Anuario de Derecho Civil,1951, T.IV, p. 327. Federico de Castro y Bravo. El negocio jurídico, Civitas, Madrid, 1985, p.p. 207 y s.s, y Luis Díez-Picazo, Fundamentos del derecho civil patrimonial, op.cit, p.p. 489 y s.s71

?- Atilio Aníbal Alterini y Roberto M. López Cabana. Contratos atípicos, en Contratación contemporánea, T. I, Palestra y Editorial Temis, Bogotá, 2000, p. 354.

72- Bien observa el profesor J. Jordano Barea que la mencionada tipicidad legislativa “…es la única que tiene relevancia a efectos de saber si un determinado contrato es nominado (o típico) o no”. Contratos mixtos o unión de contratos, op.cit, p. 327. De otra manera, por esta vía, se borrarían las fronteras existentes entre los contratos típicos o atípicos, o nominados e innominados -para otros-, o quedaría tan limitada, en particular a los contratos genuinamente novísimos, una especie de rara avis, que en la realidad se tornaría de poca entidad sustantiva y precaria utilidad.

73- François Terré, Philippe Simler e Yves Lequette. Droit civil. Les obligations, Dalloz, Paris, 2002, p. 442. Cfr. Massimo Bianca, quien observa que “la calificación del contrato es su valoración jurídica según los criterios distintivos de la materia contractual”. Derecho civil. El contrato, vol 3, Universidad Externado de Colombia, 2007, p. 493, y Aída Kemelmajer de Carlucci, autora argentina que precisa que la calificación es una “…función que consiste en desentrañar la naturaleza de la relación jurídica, saber qué negocio es (¿es un contrato típico, atípico,

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No en vano, la teoría del tipo, rectamente entendida y aplicada, se erige en “…un método científico del derecho mercantil, que contribuye a su correcto conocimiento, precisamente por partir de la observación de la realidad y además permite una correcta interpretación del negocio jurídico, dando los criterios necesarios para su acertada calificación”, como acertadamente lo pone de relieve el profesor Jaime Arrubla Paucar.74

En lo tocante con esta temática, diversas son las cuestiones por puntualizar y, de contera, elucidar, siendo lo primero anotar que, desde el punto de vista conceptual, stricto sensu, debe partirse de los conceptos de tipo contractual y tipicidad contractual, los cuales difieren en cuanto a su significado final, a pesar de guardar una estrecha relación, es cierto, lo que igualmente acontece en otras áreas de las humanidades, incluida la ciencia jurídica, puesto que su irradiación es amplia, por manera que no puede circunscribirse únicamente al campo contractual, así en este su proyección sea fecunda y, por de pronto, la más pertinente o adecuada.75

En efecto, el tipo jurídico contractual, grosso modo, es el resultado de un proceso, en sí mismo previo, en consideración al cual una conducta o fenómeno de carácter social (tipo social) adquiere relevancia y significado jurídico, en cuyo caso, ex post, se identifica y plasma en una disposición normativa delimitadora, obra del legislador (posterius), entendido entonces, etiológicamente, como un fenómeno social que ulteriormente se erige en fenómeno jurídico, justamente en consonancia con su relevancia e impacto en la colectividad, a fin de evitar la gimnasia intelectual, por fértil que resulte, no siempre provista de efectos reales y de connotaciones sociales, los que invariablemente se exigen para que se integre el tipo jurídico. Es por ello por lo que el referido profesor Arrubla, no duda en aseverar que “Tampoco convierte el derecho en categorías típicas, los fenómenos imaginativos o las producciones de escritorio o laboratorio jurídico. El mundo de lo jurídico debe obedecer necesariamente, so pena de invalidez material, al mundo de la realidad social y económica que se vive. Esa realidad social a la que se liga el mundo jurídico se eleva, a través del fenómeno de la tipificación, a la categoría jurídica. Esta realidad social frecuentemente es una determinada conducta, un acuerdo de voluntades”.76

El tipo contractual, al igual que el tipo en general, a partir de una lectura más neutra, si se quiere, tiene una arraigada vocación individualizadora, por manera que sirve para que se distinga de otras especies circundantes, dueñas de singularidades tales que, ab initio, exigen

pertenece a algunos de los tipos conocidos, a los tipos sociales conocidos?). La calificación es muy importante; sirve para establecer, mediante una investigación que es de naturaleza esencialmente normativa o de derecho: I) la naturaleza del contrato, II) qué normas jurídicas han de aplicarse y, mediatamente, III) qué efectos derivan de la voluntad de las partes”. Reflexiones sobre la interpretación de los contratos, en Tratado de la interpretación de los contratos en América Latina, T. I, Grijley, Lima, 2007, p.p. 215 y 216.

74 - Jaime Arrubla Paucar. Contratos Mercantiles, T. II. Contratos atípicos, Diké, Medellín, 2004, p.24.75

?- El profesor Karl Engisch, al respecto, pone de presente que se “… ve en la evolución histórica del derecho penal hacia la tipicidad, una contraposición con el derecho civil, en que la ‘configuración típica de negocios jurídicos’ constituye el punto de partida histórico, pero que en el curso de la evolución del derecho se ve superada por la autonomía privada. Sin embargo el derecho civil mantiene asimismo en gran escala una tipicidad respecto de los derechos reales, contratos, gestión de negocios, actos ilícitos, enriquecimiento injusto, corporaciones, régimen de bienes con relación al matrimonio, motivos de separación matrimonial, etc (…) por lo que hace al derecho de obligaciones, hoy ya no subsiste una ‘tipificación forzosa’, un numerus clausus, un ‘lecho de Procusto’ de los tipos de contrato. ‘Las partes no se limitan a elegir un ejemplar del catálogo legal y a contemplar cómo se las entienden con sus consecuencias jurídicas, sino que, dentro de los límites generales de la ley, pueden estructurar sus obligaciones como les convenga. Pueden elegir un tipo legal y modificar las prescripciones. Pueden fundar varios tipos legales y pueden concluir contratos, que no se subsumen bajo ningún contrato formulado en la ley’….” La idea de concreción en el derecho y en la ciencia jurídica actuales. Ediciones Universidad de Navarra. Pamplona. 1968. Págs.460 y s.s.76- Jaime Alberto Arrubla P. Contratos mercantiles, T.II, op.cit, p. p. 22 y 23.

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separación y autogobierno. De ahí que se hable de tipos autónomos, por más que compartan elementos comunes, no tantos, empero, como para pretender fundar una categoría única que los englobe a todos (unicus contractus), pues a través de este procedimiento o expediente se difumarían las fronteras y los límites fijados o por fijar, alterándose de raíz su auténtico y paladino cometido, puesto que sobraría el empleo plural de la expresión tipos y, de paso, de tipicidad, conforme se observará, lo que reafirma la idea de que el tipo, en estrictez, “…es algo ‘concreto’”, como lo reconoce Karl Engisch, y no meramente teórico o abstracto77. Otra cosa diferente es que por ser contractuales, todos los tipos pertenezcan a una categoría uniforme: la de ser contratos, y por esta vía, responder a unas notas y signos propios de todos ellos: consentimiento, objeto, causa, etc.

En síntesis, el tipo contractual, sin perjuicio de la tarea de refinamiento ulterior a cargo del legislador, no es una obra exclusivamente suya, de tal suerte que no puede asignársele el calificativo de pater ius, o de arquitecto, pues no lo crea, en puridad; lo recrea, lo alindera, lo delimita; en una sola palabra, ordenadamente, lo alberga en un continente preceptivo. Según lo enseña el profesor alemán Karl Larenz, “En la formación del tipo y, por ello, también en la asociación concreta al tipo, entran tanto elementos empíricos como normativos; la unión de estos elementos constituye precisamente la esencia de este tipo, que yo quisiera, por ello, denominar 'tipo real normativo'. El tipo como forma de pensamiento sirve, finalmente, a la Ciencia del Derecho para una caracterización más concreta de ciertas clases de relaciones jurídicas, en especial de derecho subjetivos y de relaciones obligatorias contractuales (…) Los tipos de relaciones jurídicas, en especial los tipos de contrato, son tipos figura normativos surgidos de la realidad jurídica, puesto que se refieren a contenidos de regulación clasificados de modo cierto. Yo los denomino 'tipos jurídicos-estructurales'....la mayor parte de ellos, así como todos los tipos de contratos de obligaciones, deben su origen al tráfico jurídico. Cuando el legislador los ha regulado los ha encontrado antes en la realidad de la vida jurídica, ha aprehendido su tipicidad y les ha adicionado aquellas reglas que el estimó adecuadas para un tal tipo de contrato. No los 'inventó', sino que los 'descubrió', en cuanto no los tomó sencillamente de la tradición jurídica....Para el tipo tenido en cuenta en la ley es decisiva la regulación que ha recibido en la ley. La regulación contractual, acordada por las partes contratantes en el caso particular, puede apartarse más o menos de la legal; de tales acuerdos, pueden desarrollarse en la vida jurídica nuevos tipos extralegales de contrato”.78

77- Karl Engisch. La idea de la concreción en el derecho y en la ciencia jurídica actuales, op. cit, p. 417, autor alemán que para ilustrar su parecer, afirma que “…en relación con el tipo, estamos ante la siguiente cuestión: concepto y ley son generales y abstractos; si el tipo ha de ser también general y abstracto, ¿ en qué se diferencia pues del concepto y de la ley ?. Respondemos: conforme al uso actual del tipo, fundamentalmente en que es comparativamente concreto”.

78- Karl Larenz. Metodología de la ciencia jurídica. Ariel, Barcelona, 1994. p.459.

Acerca del tipo, la doctrina ha discutido bastante, como quiera que la noción en comentario, como una categoría ontológica aplicada a la ciencia jurídica, no es unívoca, ni pacífica. Al respecto, es indicativa la opinión del profesor Karl Engisch, quien señala que “… puede hablarse, en primer lugar, del tipo en cuanto construcción mental, saturada fundamentalmente de realidad. El tipo es, aunque un universale, un universale in re, es inmanente a la realidad como entelequia o plano, o estructura o tendencia estructuradora real o principio dinámico (…) en un sentido lógico, totalmente diverso, se considera al tipo cercano a la realidad, cuando se presenta como tipo empírico o como tipo real, pero asimismo cuando se presenta como tipo medio o tipo frecuente (…) en un sentido asimismo diverso, habrá que hablar, o hablaremos más bien de tipo en contacto con la vida, si se tienen en cuenta los diversos grados de intensidad y las matizaciones con que pueden mostrarse notas en un grupo de objetos (…) Heyde ha argüido el concepto de tipo en cuanto ‘orden’, tal como lo analizan Hempel-Oppenheim, que es un error considerar al tipo mismo como una graduable construcción mental, para, con ello, colocarlo en una ‘posición especial frente al concepto que se considera rígido e inmutable’. Pues en todo caso se da siempre un solo tipo, como por ejemplo, el de comerciante tipo, y esta es la forma plena en el sentido de que en ella se da el número íntegro de las notas típicas en cuanto un todo …”. Como corolario de lo anterior, el mismo profesor en comento explica que, “… ya de una forma o de otra, se adjudica al tipo, en cierto modo, una posición intermedia entre el concepto general y la individualidad o el concepto individual. ‘Los tipos comparten, con los conceptos individuales históricos, la plenitud concreta del contenido, y al mismo tiempo, con los conceptos genéricos propios de las ciencias naturales, la posibilidad de comprender ampliamente manifestaciones

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La tipicidad contractual, por su parte, va más allá del tipo en concreto, es decir desde un prisma específico (la unidad), en atención a que se refiere a la regulación u ordenación pluralista a partir de los tipos contractuales examinados en su conjunto (in complexu). Por eso a juicio de la profesora española, María del Carmen Gete-Alonso y Calera, la “…tipicidad, correspondiendo a su idea inicial, viene caracterizada en cuanto y como regulación; es decir, como el mecanismo jurídico que, recogiendo una conducta determinada la ordena y la diversifica de acuerdo con unos elementos y datos que se predican acerca de éstos, y dota, al conjunto así formado, de una regulación completa y unitaria. Consiguientemente, la tipicidad contractual viene definida como la acogida y regulación de una serie de supuestos de hecho concretos, por un ordenamiento jurídico determinado. El significado primero y último que se le atribuye es el de regulación: ordenación de conductas a través de tipos contractuales”.79

Es de señalar que el aludido concepto de tipicidad contractual, de acuerdo con la communis opinio, admite graduación, toda vez que se puede diferenciar entre tipicidad de primer orden y tipicidad de segundo orden. La de primer orden atañe a la adecuación de un determinado acuerdo con arreglo a la regulación legal de los elementos generales de todo contrato, es decir que la tipicidad de primer orden no es más que la adecuación de la figura contractual con la regulación legal del contrato, en cuanto a su concepto genérico (es decir el concepto del contrato como fuente de obligaciones) y a sus elementos genéricos (es decir los rasgos generales de los sujetos, el objeto, la causa, la capacidad y las formalidades especiales), quedando incluidas dentro de esta forma de tipicidad todas las normas que regulan de forma global la institución del contrato.

A su turno, la tipicidad de segundo orden dice relación con la correspondencia de un contrato, específicamente con una regulación legal especializada para esa especie de contrato, y no del contrato en general, de manera que si la supraindicada regulación especializada no existe, el contrato será atípico en segundo orden; allí se encontrarán las normas relativas a las particularidades del contrato de compraventa, de mutuo, de permuta, de arrendamiento, entre otros.

Puesto en otros términos, la tipicidad de primer orden es la adecuación de un contrato en particular a las normas que regulan el género de los contratos, mientras que la de segundo orden, o propiamente dicha, es la adecuación de un contrato a las normas que regulan las particularidades de cada especie de contrato, de tal manera que si estamos frente a un contrato que no tiene individualidad o efectos propios reconocidos por la ley, pero que, en todo caso, cumple con las características generales de los contratos, éste será típico en primer orden, lato sensu, pero atípico en segundo orden. Al fin y al cabo, esta última se configura a partir de la concreción, que es un procedimiento encaminado a fijar, in casu, los signos distintivos y caracterizantes de la individualidad contractual. Gracias a ellos, cada tipo será autonómico y diverso, así todos sean contratos (contratos especiales). De lo general, en tal virtud, se descenderá a lo particular, y esta última categoría, en lo sucesivo, se refugiará el acuerdo tipológico (apellido contractual). Ello conduce a una consecuencia fundamental en materia de tipicidad y atipicidad contractual, a saber: todo acuerdo que constituya un contrato, sea civil o mercantil, será típico en primer orden, ya que deberá adecuarse a la concepción legal genérica de contrato (art. 1495,C.C. y 864 C. de Co.), así como respetar sus elementos genéticos, es decir, lo relativo a los sujetos, el objeto, la capacidad y la causa. Sin embargo, no todo contrato será

individuales …”.La idea de concreción en el derecho y en la ciencia jurídica actuales. op.cit., pp.418 y ss.

79- María del C. Gete-Alonso. Estructura y función del tipo contractual, Bosch, Barcelona, 1979, p. 18. “Tipicidad contractual es –como ya se ha dicho- regulación a través de tipos contractuales-“, lo reitera la autora (op.cit, p. 21).

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típico en segundo orden, ya que no necesariamente todos cuentan o contarán con una inequívoca individualización o con unos efectos propios pincelados por la ley, en los cuales pueda cabalmente encuadrarse, o con los que pueda arroparse, en sentido figurado. En este último supuesto, no será aplicable el llamado ‘alfabeto contractual’ de índole legal.

Sobre toda esta misma temática, en general, cumple traer a colación la opinión expresada por la Corte Suprema de Justicia, según la cual, “…Desde un punto de vista genérico, el concepto de tipicidad denota, en el ámbito del Derecho, aquella particular forma de regular ciertas situaciones generales a través de “tipos”, los cuales no son otra cosa que conductas y fenómenos sociales individualizados en preceptos jurídicos, por medio de un conjunto de datos y elementos particulares, que brindan una noción abstracta de dichas realidades, todo ello con miras a facilitar un proceso de adecuación de un hecho o comportamiento de la vida, al modelo normativo que indeterminadamente lo describe, con el fin de atribuirle los efectos allí previstos. De manera que la tipicidad, cumple dos funciones significativas: de un lado, la de individualizar los comportamientos humanos y, de otro, la de especificarlos y reglarlos jurídicamente. En tratándose de la tipicidad de los contratos, ella tiene por finalidad la de ordenar las disposiciones negociales a través de tipos contractuales, mediante un proceso que toma como punto de partida la especificación, con sustento en un conjunto de datos o coordenadas generales, fruto de la autonomía privada de las partes, es decir, el contrato, para, a partir de allí, agregar las notas particulares y distintivas que dan lugar a los diversos arquetipos de contrato. Cuando dichos tipos están previstos en normas legales (para distinguirlos de los originados en la denominada tipicidad social, es decir, la gobernada por normas consuetudinarias), la tipicidad presupone la existencia de negocios jurídicos normativamente hipotéticos, a los cuales, cuando sea del caso, habrá de adecuarse la declaración de voluntad de las personas, para aplicarle la regulación prevista en la regla legal. Por supuesto que, como fácilmente puede entenderse, allí radica la importancia de la tipicidad contractual, esto es, en la descripción del tipo y en su regulación jurídica (Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 22 de octubre de 2001. Exp. 5817).

Todo lo anterior, desde el punto de vista metodológico, implica que cuando se someta a consideración del hermeneuta un acuerdo in concreto, lo primero que éste podrá hacer, a la luz de la teoría del tipo y la tipicidad contractuales, es recorrer dos etapas, a saber:

a. En primer lugar, se deberá determinar si dicho acuerdo se adecúa o no a la concepción y a los elementos generales de un pacto contractual, esto es, será necesario verificar la tipicidad en primer orden, de suerte que concluirá si el negocio jurídico sub-examine, constituye o no un genuino contrato. Este paso es fundamental, así prima facie pareciera elemental, como quiera que le permite al intérprete saber si, en efecto, el acuerdo de voluntades objeto de análisis hace parte del género de los contratos y, en esa medida, si es procedente o no examinar luego de qué tipo de contrato se trata (prius). En una sola expresión, anticipadamente se pretende establecer su naturaleza contractual, su carácter negocial, presupuesto sine que non para continuar con el proceso respectivo.

b. Establecido lo que antecede, y con la certeza de que se trata de un contrato, el hermeneuta deberá entonces proceder a examinar la tipicidad en segundo orden, es decir, a determinar si el acuerdo bajo estudio encuadra o no en una de las especies de contratos reguladas por la Ley, esto es, en uno de los tipos contractuales, propiamente dichos. Obsérvese cómo en este punto la cuestión ya no radica en clarificar si el acuerdo es o no un contrato , sino en determinar si ese contrato corresponde a uno de los tipos previamente regulados en la legislación, para lo cual se debe hacer un examen comprensivo del acuerdo (art 1622 C.C), para llegar a una respuesta determinada, la cual, en línea de principio, puede orientarse en dos sentidos: que el

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contrato es típico, porque corresponde y suficientemente se inscribe en una especie contractual preexistente -como la compraventa, el transporte, la permuta, el suministro, entre otros- o que, por el contrario, es atípico -en segundo orden-, caso en el cual se deberá integrar de acuerdo con la jerarquía negocial y normativa correspondiente que, para el efecto, ha reconocido sistemáticamente la jurisprudencia patria e internacional.

5.5 Juicio de adecuación típica. Empleo de los indicadores del tipo

Ahora bien, en lo que respecta a la anunciada segunda etapa del examen que debe realizar el intérprete, el juicio de adecuación de un contrato frente a uno de los tipos o especies reguladas expresamente por la Ley, cumple precisar que éste puede resultar en un momento determinado algo más exigente, toda vez que el universo normativo en ciertas naciones como la colombiana, por vía de ilustración, es más amplio, dado que el número de contratos objeto de regulación suficiente, es más numeroso que el de otras, en las que sus códigos son del siglo XIX. Así sucede muy especialmente de cara a la materia mercantil, lo que explica que numerosos negocios jurídicos que en diversos países del orbe son atípicos, en Colombia sean típicos y, por ende, dotados de arquitectura preceptiva, ora en virtud del Código de Comercio, ora de legislaciones que, a manera de microsistemas normativos, se ocupan de la regulación legal pertinente del tipo, no bastando, obviamente, la mera nominación o rótulo, o una disciplina incipiente. Por ello es por lo que este Tribunal, en su esencia, estima de recibo las consideraciones realizadas por la profesora María del Carmen Gete-Alonso, en asocio de otros autores más, en lo concerniente al empleo de índices de tipo que, igualmente, en aras de la precisión, consideramos que pueden ser denominados como indicadores del tipo, o aún ratios contractuales. Sobre el particular, la doctrinante en referencia, in extenso, recuerda que “Tipo es un resultado: la consecuencia de una previa percepción de un determinado orden de la realidad social….Pues bien, si se examina con detenimiento la materia contractual, es decir, el contrato y cada una de sus especies particulares de contratos que se acogen en nuestro ordenamiento jurídico, lo primero que se pone de manifiesto es: a) La repetición, en cada una de las figuras de contratos, de los elementos básicos que componen el supuesto de hecho del tipo ‘contrato’ (en cuanto presupuesto). b) La existencia de una serie de datos típicos que, repetida y constantemente se predican de dichos elementos básicos de los distintos contratos en especial, y que: 1) De una parte comportan concreción respecto de la figura básica del ‘contrato’, y 2) De otra, permiten diferenciar e identificar a cada uno de ellos en particular; y esto sin perjuicio de que el mismo dato se atribuya a contratos claramente diversificados. Esta primera observación nos pone de manifiesto que existen determinados caracteres o datos, que son objeto de regulación jurídica y que, a su vez, nos permiten identificar cuál sea el tipo contractual ante el que estamos. Precisamente por ello, y porque repetidamente se predican de las distintas figuras contractuales, es por lo que denominamos a tales datos INDICES DE TIPO….son todos aquellos datos que, acompañando la declaración de voluntad patrimonial, permiten concretar la abstracción primaria que supone el tipo jurídico. El estudio de los elementos de la conducta presupuesto (elementos del tipo) y de los que hemos denominado índices de tipo, se presenta, así pues, como esencial….No parece posible encontrar un solo elemento o dato típico, a través del cual se pueda llegar a justificar tal diversificación y distinción….”.

“Frente a los índices generales, a su vez, puede hablarse, también, de INDICES ESPECIALES, entendiendo por tales aquellos datos sociales o económicos que, atribuyéndose, también como los otros, a los elementos del contrato, únicamente están dispuestos para establecer un trato distinto entre figuras contractuales afines….responden a un segundo grado o etapa de tipificación. Son aquellas notas que, una vez ya determinado el tipo contractual, tienden a su identificación…. Se trata, en este supuesto, de encontrar el

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dato o conjunto de datos que justifiquen, ya no sólo la existencia de tipos contractuales separados e independientes, sino la existencia de tipos y regulaciones diversas en contratos en los que se produce una identificación de INDICES GENERALES80 ”

Resulta entonces diáfano que, a emulación del método deductivo, en lo pertinente, los llamados índices generales y especiales, tienen asignadas tareas concretas, pues de lo general se tiende a la descender a lo más particular, a desentrañar las individualidades que escoltan un específico negocio jurídico, así comparta elementos y rasgos absolutamente comunes entre uno y otro tipo, lo que es frecuente en punto tocante con contratos que confesamente están ligados por lazos de indiscutida afinidad, sin que por ello se confundan o se puedan asimilar, v.gr: los denominados contratos de distribución; lo propio sucede en los contratos de colaboración o, en general, con las denominadas familias contractuales, por lo que se afirma que los indicadores de orden general, en cuanto a su alcance, permiten identificar la familia a la que pertenece el contrato, pero no son siempre suficientes para concretar, dentro de dicha familia, en sentido lato, frente a qué contrato realmente se está, es decir cuál fue el finalmente celebrado por los extremos de la relación negocial.

En suma, a la vista de las consideraciones que preceden, se tiene entonces establecido que el intérprete, situado frente a un virtual acuerdo específico de voluntades, para examinar su auténtica tipicidad, debe agotar varias fases básicas (test de tipicidad), laborío que, por su logicidad, algunos realizan aún sin explicitarlo de este modo (mecánica valorativa). En primer término, se debe examinar si dicho acuerdo cumple con las características básicas de un contrato y, en esa medida, respeta la tipicidad de primer orden. En segundo término, bajo el entendido de que, en efecto, se trata de un acuerdo contractual, debe entonces proceder a determinar si cumple o no con la tipicidad de segundo orden, esto es, si encuadra en alguno de los tipos o especies de contratos regulados, desarrollados por la legislación civil o mercantil, para lo cual bien se puede acudir a los indicadores de orden general, que le permitirán conocer la familia contractus a la que pertenece el negocio, para luego aplicar los indicadores de orden especial (o especiales), según el caso, con el propósito de concluir si el acuerdo en cuestión se adecua a un tipo contractual in concreto, o si, por el contrario, se trata de un contrato atípico, rectamente entendido, como quiera que sin forzar la arquitectura legislativa, no fue viable hacerlo, dado que faltaban algunos datos tan paradigmáticos que, sin ellos, terminaba desdibujándose el tipo contractual regulado por el legislador. Por eso, acudir a los aludidos indicadores especiales -o específicos- se traduce en un paso de capital relevancia, dado que como se pinceló son esos rasgos tan característicos, amén de reveladores, que al hermeneuta le permiten la consabida individualización, o sea el reconocimiento de su verdadera huella genética, que no es la misma de otras estructuras volitivas, así posean índices generales comunes. De ahí que si la adecuación resulta procedente, será menester calificar el contrato, operación privativa a cargo del intérprete, más allá del nomen iuris asignado por las partes, como se ha mencionado tangencialmente. Expresado en otros términos, en la tarea de establecer la naturaleza jurídica de un determinado acuerdo volitivo, el hermeneuta, en consonancia con los descritos pasos y fases medulares, podrá efectuar el citado juicio o test de tipicidad, en orden a determinar si 80 -M. del Carmen Gete-Alonso. Estructura y función del tipo contractual, op. cit, p. 40 y s.s. “A diferencia de los INDICES GENERALES”, continua su exposición, “…que son normalmente, siempre datos jurídicos de concreción (fungibilidad, gratuidad, entrega….) los INDICES ESPECIALES, precisamente por ese actuar en un segundo plano, son datos o cualidades originariamente extrajurídicas, de carácter social o económico que, acogidos por la ley, devienen jurídicos cualificando, a su vez, a los índices fundamentales. El INDICE ESPECIAL, de esta manera, sólo sirve para diferenciar a dos tipos de contratos que tengan los mismos índices generales; nada añaden o suman a éstos, sino solamente la cualificación. Los principales INDICES ESPECIALES se agrupan en dos órdenes, fundamentalmente: a) Aquel que supone la concreción del objeto del contrato cuando éste es una prestación- servicio: la naturaleza material de la actividad permitida. Existen una serie de tipos contractuales a los que le es inherente, por descripción legal una determinada actividad que debe diferenciarse y concretarse para que no se produzcan interferencias entre tipos contractuales” (op.cit, p.p. 48 y 49).

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cumple o no con los rasgos o perfiles de un tipo contractual, en particular, de manera que él orientará la labor de este Tribunal de Arbitramento, con el objeto de escrutar, en su oportunidad, la tipología y el alcance de la relación jurídica que existió entre BAVARIA y LA DISTRIBUIDORA, siguiendo, para ello, las directrices plasmadas por la convocante y la convocada en sus respectivos escritos. De allí que, en términos más omnicomprensivos, a continuación el Tribunal de detendrá con algún detalle en el anunciado método conocido como tipológico, a juicio de un sector de la doctrina especializada, considerado como el “…más honesto y riguroso” 81.

Ciertamente, según se anticipó, el examen de la tipicidad implica una valoración con estribo en la cual, a partir de un ejercicio de comparación o cotejo, el intérprete determina si el acuerdo objeto de examen, encuadra o se inscribe en alguno de los tipos jurídicos contractuales previstos en la Ley, para concluir, a posteriori, si se trata entonces de un acuerdo típico o atípico, con las consecuencias normativas que ello acarrea82. En esa medida, la labor del intérprete, en este particular y exigente escenario, consiste en evaluar uno o diversos atributos particulares del negocio jurídico, en aras de sopesar su tipicidad. Por eso es por lo que, en cuanto a la denominación de este proceder, se asevera que se trata de un

81- Maria Costanza. Il contratto atipico, en Tipicitá e atipicitá nei contratti, Giuffre, Milano, 1983, p.45.

82 En tratándose de un contrato atípico, como bien es sabido, la principal consecuencia tiene que ver con la disciplina normativa que le es aplicable, como quiera que cuando se determina que un contrato es atípico, existen especiales previsiones normativas sobre este particular. Así, la jurisprudencia ha puesto de presente que “…En relación con este último aspecto, es decir, la disciplina normativa del contrato atípico, cabe destacar que deben atenderse, preferentemente, dada su singular naturaleza, las cláusulas contractuales ajustadas por las partes contratantes, siempre y cuando, claro está, ellas no sean contrarias a disposiciones de orden público. Así mismo, les son aplicables, tanto las normas generales previstas en el ordenamiento como comunes para todas las obligaciones y contratos, como las originadas en los usos y prácticas sociales; y, finalmente, mediante un proceso de auto integración, los del contrato típico con el que guarde alguna semejanza relevante. Refiriéndose al punto, precisó esta Corporación que: “ ... Al lado de los contratos usuales o comunes previstos por el ordenamiento jurídico positivo y sujetos a normas generales y particulares a cada uno de ellos, la doctrina y la jurisprudencia, han visto fluir los que desde la época del Derecho Romano, se llaman innominados, no porque no tengan denominación en la ley, sino en cuanto carecen de una disciplina legislativa especial. De aquí también el nombre de atípicos, en cuanto se separan de los contratos nominados, que, como se sabe, están tutelados por esa disciplina legislativa especial. Esto no significa, que la ley no reconozca la validez y eficacia de los primeros, sino que ellos deben estar dirigidos a realizar intereses merecedores de esas tutelas según el ordenamiento jurídico general” . Y así como existen reglas particulares para los contratos nominados singulares, deben buscarse las mismas reglas para los innominados de la misma especie, esto es, para cada uno de ellos.” (G.J. LXXXIV, pág. 317). Con miras a determinar la reglamentación de esa especie de pactos, estos se han clasificado en tres grupos fundamentales: a) Los que presenten afinidad con un solo contrato nominado determinado; b) los que resulten con elementos atinentes a varios y diversos contratos nominados; es decir, los llamados mixtos, en los que concurren y se contrapesan distintas causas; y c) los que no tienen ningún parentesco conceptual con figuras conocidas y un contenido absolutamente extraño a los tipos legales. Relativamente al primer grupo, doctrina y jurisprudencia coinciden en que deben aplicarse analógicamente las reglas escritas para el correspondiente contrato nominado; en cuanto al segundo, algunos autores acogen el método denominado de la absorción según el cual debe buscarse un elemento prevalente que atraiga los elementos secundarios, lo que permitiría someterlo al régimen del contrato nominado pertinente; mientras que otros acuden al criterio de la combinación, que busca la existencia de una estrecha relación del contrato singular –nominado- y las normas mediante las cuales éste está disciplinado por la ley. En ese orden de ideas, sería siempre posible desintegrar cada contrato nominado en sus componentes y buscar qué disciplina corresponde a cada uno de dichos componentes, “estableciéndose una especie de ‘alfabeto contractual’, al que se podría recurrir para aplicar la disciplina jurídica de cada uno de los contratos mixtos, mediante una ‘dosificación’ de normas –o de grupos de normas-, o de varias disciplinas jurídicas en combinación, lo cual daría el resultado que se busca” (G.J. LXXXIV, pág. 317), en todo caso, agrega más adelante la Corte “... todos estos criterios de interpretación, no son, en último análisis más que especificaciones del principio de la analogía, inspiradas en las peculiaridades de cada materia. De aquí, también, que el criterio de interpretación más serio, respecto del contrato innominado mixto, es además de la aplicación directa de las reglas generales sobre los contratos, el de la aplicación analógica de las singulares relativas al contrato nominado dado, que se manifiesten como las más adecuadas al contrato mixto que se debe interpretar, y si éstas no existen, entonces recurrir a las de la analogía iuris” (ibídem) …”. Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 22 de octubre de 2001. Cfr. Sentencia del 25 de septiembre de 2007. Op.Cit.

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juicio de tipicidad por excelencia, es decir, una valoración referente a la adecuación típica del acuerdo frente a una de las especies de contratos previstos en la Ley civil o comercial.

Este juicio de adecuación típica, en estrictez, puede desdoblarse con fundamento en diversas metodologías, de tal suerte que no existe un procedimiento único, y menos una disposición legal que le fije al hermeneuta, con toda precisión y exhaustividad, un conjunto de pautas que inexorablemente deba seguir, con el fin de llevar a cabo la calificación contractual. Empero, ello tampoco supone que éste pueda actuar con absoluta libertad, como quiera que su actuar debe ser cauteloso y criterioso, en el sentido de no desfigurar el contenido del contrato realmente celebrado por las partes, materia de su limitado ejercicio, evitando imponer su modo especial y subjetivo de apreciar las cosas, puesto que como lo ha reconocido la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, una y otra vez, su labor no es la de sustituir la voluntad de las partes, ni la de fungir como una de ellas, sino, muy por el contrario, la de recrearla para ponderarla en su justa y cabal dimensión, a fin de dotarla de la eficacia necesaria, a tono con la intención de los contratantes (art. 1618, C.C), norte señero de su búsqueda hermenéutica.83

Por eso, aún sintonizados con lo afirmado en precedencia, a pesar de que no existe una metodología única que indique al intérprete cómo debe ejercer su labor, se insiste en este planteamiento, lo cierto es que debe obrar ex abundante cautela, para que, al usar el escalpelo interpretativo, sepa diseccionar las diferentes fases del acuerdo, a fin de no incurrir en una especie de contaminación contractual, en la que seducido por la presencia de un rasgo tipificador de un determinado contrato, por vía de ejemplo, termine asignándole una naturaleza especial diversa, en función de una nota individual, que por importante que sea, no constituye el todo contractual, o si se prefiere la quintaesencia o lo capital del tipo, pues sabido es que en la calificación del negocio, que es más que la mera, fría o automática subsunción preceptiva, resulta aconsejable observar algunas reglas de interés, entre varias las siguientes, se itera, expuestas más a título descriptivo:

a) Tomar en cuenta el plexo de las llamadas circunstancias del caso (tiempo, modo y lugar), de tanta valía para poder reconstruir la real intención de los contratantes, conforme se señaló. No resulta conveniente, por lo tanto, inicialmente detenerse en un sólo elemento, criterio o conducta, toda vez que, de la mano del profesor Giorgio de Nova, “la verdad es que los tipos legales se distinguen entre sí con base en criterios múltiples y heterogéneos, que puedan transitar desde la cualidad de las partes hasta la naturaleza del bien objeto del contrato, del contenido a la naturaleza de la prestación, del factor tiempo al modo del perfeccionamiento del contrato mismo”84. Por eso, el

83- Como lo precisó en su oportunidad la Corte Suprema, se yerra superlativamente, “…cuando el juez so pretexto de [la] interpretación, desnaturaliza abiertamente las convenciones de las partes contratantes, o pretermite al aplicar el contrato alguna interpretación terminante o la sustituye por otra de su invención” (XXV, 429). Otro tanto puso de presente en fallo del 14 de agosto de 2000, según el cual, “Si la misión del intérprete, por consiguiente, es la de recrear la voluntad de los extremos de la relación contractual, su laborío debe circunscribirse, únicamente, a la consecución prudente y reflexiva del aludido logro, en orden a que su valoración, de índole reconstructiva, no eclipse el querer de los convencionistas, y lo que es más importante, no conduzca a su suplantación, toda vez que ello es lo que desventuradamente hacen algunos juzgadores, quienes enarbolando la bandera hermenéutica, terminan invadiendo la órbita negocial, al punto de que en veces, mutatis mutandis, parecen fungir más como contratantes que como intérpretes del contrato, esto es, como invariablemente debe tener lugar, situados en su periferia. Cuán cauteloso entonces debe ser el fallador, para evitar que la intención real de los artífices del negocio respectivo, sea fidedignamente interpretada -y de paso respetada- y de ninguna manera mancillada, o sea, adulterada o falsificada, so capa de buscar, equivocada y forzadamente, la supuesta intención de los que han contratado o de identificar el tipo contractual y de fijar su hipotético alcance, sin percatarse que procediendo de esa cuestionada manera la conculcan y, por consiguiente, a modo de irresoluta secuela, distorsionan el acuerdo negocial, ora porque recortan su extensión, ora porque la aumentan o, incluso, porque lo truequen. De ahí que so pretexto de auscultar la voluntad de los contratantes, no puede el intérprete desfigurar el texto del contrato, máxime si éste, justamente, la recoge con fidelidad.”

84- Giorgio de Nova. Il tipo contrattuale, en Tipicitá e atipicitá nei contratti, Giuffre, Milano, 1983, p. 31.70

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ceñimiento al método en mención, es refractario a un encuadramiento inopinado e inconsulto, amén de formal y mecánico, puesto que las indicadas circunstancias justifican la calificación, de tal forma que se suele hablar de un proceso de ‘reconduccción tipológica’, stricto sensu.

b) No generalizar, o calificar un contrato como típico de segundo grado, dejando de lado elementos cardinales y absorbentes del mismo, a pretexto de la presencia de uno que otro elemento o rasgo suyo, episódico o no a lo largo de la relación jurídica, habida cuenta que la concreta calificación de tal, debe evitar a toda costa, en precisa opinión del profesor Umberto Breccia, “…una tendencia arbitraria a la asimilación del atípico al [contrato] típico” 85, la que es común cuando una nota que se enseñorea en un típico transita por un negocio ayuno de tipificación, con carácter más o menos ocasional. Al fin y al cabo, en el cosmos contractual hay una movilidad de ciertos elementos que hacen unos negocios más próximos que otros, hecho que exige sindéresis, al mismo tiempo, como se acotó, el empleo de indicadores fiables para purificar y escindir la relación (índices especiales).

Desde esta perspectiva, útil es tener presente que, dada la existencia de familias contractuales, como se anticipó, es posible que existan rasgos afines entre diversos acuerdos negociales, bien de modo general, bien de modo particular. De ahí que, en puridad, se entienda que no existen tipos contractuales puros, inmaculados o absolutos. Muy por el contrario, al igual que en caso todas las categorías jurídicas, cada contrato tendrá un género próximo y una diferencia específica, motivo por el cual se podrá sistemáticamente constatar la convergencia de elementos comunes entre contratos pertenecientes a una misma familia o grupo, como, por vía de ejemplo, sucede entre la agencia mercantil y el contrato de distribución, u otros contratos aledaños, o que cohabiten en el mismo vecindario contractual.

Expresado en otros términos, no debe perderse de vista, al momento de calificar un contrato, que existen acuerdos hermanados y, en esa específica medida, es probable identificar rasgos comunes entre uno y otro contrato, ya que, en su genuina esencia, comparten el mismo ADN contractual, según se deslizó esta idea en párrafos anteriores. Esos elementos comunes, sin embargo, no deben confundir al intérprete y conducirlo a desnaturalizar un acuerdo negocial por meras similitudes o por el tránsito de puntuales rasgos o signos. No en vano, el intérprete debe tener presente un aspecto nuclear al momento de aplicar los indicadores o índices especiales, a saber, la existencia de elementos comunes o hermanados con otros contratos no obsta para que, al mismo tiempo, puedan identificarse diferencias específicas entre los mismos, tarea ésta última que es justamente por la que propenden los referidos indicadores.

c) A tono con lo manifestado, identificar las zonas de frontera contractual, pues por más que se pueda aludir a un cierto tipo de elasticidad del tipo, sus límites deben ser definidos, a la par que respetados. De otro modo, antes que individualidad tipológica, reinaría la perplejidad y la volatilidad contractuales, lo cual conspiraría, de una parte, con la voluntas in negotio y, de la otra, con la seguridad jurídica, en sí misma considerada. No se soslaya que, en veces, se dificulte la adopción del tipo más prístino y acorde con lo realmente querido, desde luego respetando el ordenamiento legal; simplemente se exhorta a que se proceda con mesura, en guarda de no alterar el tipo, ora forzando su asimilación, ora distanciándolo. Tan negativo es pregonar sin fundamento atendible la atipicidad del contrato, como reprochable encasillarlo en una estructura que no es la suya.

85 - Umberto Breccia. Le nozioni di ‘tipico’ e ‘atipico’, op. Cit, p. 6.71

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Ello explica que para un adecuado proceso de calificación, será menester observar los elementos del “…tipo prevalente”86 o “absorbente”,87 pues en este caso serán imanados por él. Habrá otros supuestos, como bien lo ilustra el profesor Luís Díez-Picazo, en los que los aparentes rasgos de separación no son determinantes, debiéndose mantener todavía el contrato dentro de la tipicidad legislativa, siempre que la desviación producida sea inesencial desde el punto de vista de la naturaleza del contratos. Como dice MESSINEO, continúa existiendo tipicidad, mientras la desviación no sea suficiente para hacer perder al contrato su fisonomía o para hacer inoperante su causa típica.”88. En esta misma dirección, como lo clarifica el profesor Rodolfo Saco, en la calificación del contrato, tiene lugar “…una valoración de prioridad"89, o de compatibilidad, conforme lo delinea el doctrinante C. Massimo Bianca, quien entiende que “Cuando la finalidad particular de las operaciones es compatible con el ‘tipo legal’, el contrato se califica con base en este último, con la consecuente aplicación de la disciplina respectiva”90. Por consiguiente, es plenamente posible que existan elementos o signos que, aun cuando relevantes, en abstracto, en concreto devengan marginales, pues no hacen que el tipo específico aflore, porque para ello se requiere, según lo corrobora Vincenzo Roppo, que se configure un “…tipo dominante”. 91

He allí entonces evidenciada la trascendencia de identificar y sopesar los atributos y elementos que, en concreto, en el negocio celebrado por los extremos de la relación negocial, “…imprimen carácter a todo el contrato”,92 bien sea para confirmar que obedece a un determinado tipo (procedimiento positivo), o para corroborar lo contrario (procedimiento negativo), en cuyo caso o se adscribe a otro esquema típico, o simplemente se reconoce que es un atípico -con o sin tipificación social- …”.

86- Umberto Breccia. Le nozioni di ‘tipico’ e ‘atipico’, op. cit, p. 6.

87- Francesco de Giovanni. Il tipo e la forma, Cedam, Padova, 1992, p. 22, quien alude a un “…juicio de correspondencia”, el cual se puede hacer con fundamento en una “…figura típica, reputada absorbente o prevalente”, según sea el caso.

88- Luís Díez-Picazo. Fundamentos de derecho civil, Vol I. Introducción. Teoría del contrato, Thompson-Aranzadi, Pamplona, 2007, p. 490.

89 Rodolfo Saco. Trattato di diritto privato. Obbligazioni e contratti, UTET, Torino, 1982, p. 44390

? C. Massimo Bianca. Derecho civil. El contrato, vol 3, Universidad Externado de Colombia, 2007, p. 497

91- Vincenzo Roppo. Il contratto, Giuffré, Milano, 2000, p. 429.

A juicio del profesor Larenz, en dicho proceder valorativo lo neurálgico descansa en la ‘intensidad del tipo’, en la formación de una ‘imagen total’ del mismo, y no a medias. Al respecto, indica que “…hay que atenerse siempre a que una regulación contractual concreta puede presentar, en expresión más o menos intensa, los rasgos típicos de un contrato de sociedad, pudiendo al respecto faltar también totalmente alguno de estos rasgos particulares.....De acuerdo con ello, la integración de un determinado contrato en el tipo de contrato no depende tanto de la coincidencia en todos los rasgos particulares cuando de la 'imagen total'. Las desviaciones notables de la imagen total del 'tipo normal' se clasificarán como tipos especiales o como 'configuraciones atípicas'...Precisamente la selección de rasgos considerados decisivos depende siempre del punto de vista directivo bajo el que la formación de tipo se lleve a cabo. El punto de vista directivo, bajo el cual el legislador constituye sus tipos, es siempre normativo…”. Metodología de la ciencia jurídica. op.cit., p. 459.

92 Juan B. Jordano Barea, Contratos mixtos y unión de contratos, op.cit, p. 331.72

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CAPÍTULO VInterpretación de los contratos en el Derecho

contemporáneo

Descripción general:

Uno de los aspectos de mayor valía en el derecho contractual, de antaño, es el que tiene que ver con la interpretación o hermenéutica negocial. En efecto, si se parte de la base de que el propósito de la actividad del hermenéutica es develar el verdadero sentido o contenido de las obligaciones y las estipulaciones de los contratos, no es entonces de extrañar que gran parte de las controversias existentes en esta materia, surjan, directa o indirectamente, de un problema de interpretación contractual. Ciertamente, muchas de las disquisiciones judiciales, e incluso de las extrajudiciales, tienen que ver con el entendimiento y alcance que se atribuya a determinadas estipulaciones. Este es, en esa medida, uno de los temas más trascendentes del Derecho Privado en general, y de los contratos en particular. Por esa razón, en este capítulo, el lector encontrará una exposición panorámica de temas álgidos en relación con la hermenéutica negocial, particularmente desde la perspectiva de la actividad judicial, como es propio de estos módulos. De este modo, se podrán identificar, entre otras, las discusiones y los pronunciamientos jurisprudenciales y doctrinales relativos a la finalidad o teleología de la labor del

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hermeneuta, los límites consustanciales a su tarea, las características que detentan las denominadas reglas o cánones de interpretación y el valor que se les ha atribuido en casación. El objetivo de este segmento, de acuerdo con lo anterior, es desarrollar una exposición panorámica de los aspectos polémicos de la hermenéutica negocial, con una clara orientación hacia las cuestiones que resultan de utlidad en tratándose de resolver controversias en esta materia. Asimismo, se retomarán varios de los proncunciamientos jurisprudenciales más importantes en esta materia, sobretodo en los aspectos relacionados con la casación, en los cuales ha reinado una polémica que, como es natural, debe conocerse y aprehenderse al momento de tomar decisiones que resuelvan litigios en este singular e importante ámbito del derecho contractual contemporáneo.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a. ¿Qué finalidades deben perseguirse al interpretar el contrato?

b. ¿En qué consiste la labor del hermeneuta o intérprete contractual?

c. ¿Qué límites deben observarse en la labor de interpretación?

d. ¿Cuáles son las fases que deben agotarse en tratándose de la hermenéutica negocial?

e. ¿Qué naturaleza jurídica tienen las reglas de interpretación contractual?

f. ¿Qué tanta fuerza vinculante tienen tales reglas?

g. ¿Pueden las partes contractuales estipular la exclusión o la primacía de alguna de las reglas o cánones de hermenéutica contractual?

Palabras clave: Interpretación del contratoReglas de interpretaciónComún intención de las partesHermenéuticaJerarquía de las reglas de interpretaciónVinculatoriedad de los cánones

En fin, un último aspecto que no se puede dejar de abordar en punto tocante con las tendencias contemporáneas en materia de contratación mercantil es el que tiene que ver con la interpretación, la calificación y la integración de los contratos, el cual, por lo demás, tiene

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ineluctable importancia en lo tocante con los posibles litigios que se pueden presentar en el acontecer cotidiano. En efecto, bien es sabido que uno de los temas sobre los cuales estriban muchas de las controversias que se presentan en los estrados judiciales, tiene que ver con la interpretación que se le dé a determinados contratos. Así las cosas, a continuación se exponen unas consideraciones generales en torno a esta particular materia, las cuales se estiman necesarias para desatar tales controversias y comprender cuál es el alcance contemporáneo que se le ha dado a la normas relativas a la interpretación de los contratos.

1. Finalidades primordiales y genuino significado de la interpretación del contrato

En el campo descriptivo, conectado con el teleológico, la interpretación del contrato, concebida como una prototípica actividad humana, in concreto lógica, por antonomasia, esencialmente persigue el esclarecimiento del contenido contractual, para lo cual el intérprete, con sujeción a una tarea de índole reconstructiva, cabalmente entendida, propende por establecer el alcance y la extensión de las diversas estipulaciones que, in complexu, conformen el entramado del contrato, aquilatada materia prima del hermeneuta.

Confirma dicha orientación, en su justo medio, el Profesor de la Universidad de Roma, C. Massimo Bianca, quien pone de presente que “La interpretación es la operación llamada a identificar el significado jurídicamente del acuerdo contractual”93

“Su augusta función que toca con las más altas prerrogativas humanas”, como correctamente lo ha puesto de presente nuestro más alto tribunal en el ramo, es “la de desentrañar el verdadero sentido de los actos [o negocios] jurídicos” (Corte Suprema de Justicia, Sentencia del 27 de agosto de 1971), “o sea investigar el significado efectivo del negocio jurídico” (Corte Suprema de Justicia, Sentencia del 5 de julio de 1983). O más modernamente, como lo señalará la misma honorable corporación en reciente fallo, “…la interpretación del negocio jurídico se dirige a establecer la voluntad normativa de las partes o a investigar el significado efectivo del negocio (Messineo, Francesco. Manual de Derecho Civil y Comercial. Tomo II. Doctrinas Generales. Traducción de Santiago Sentís Melendo. Ediciones Jurídicas Europa - América. Buenos Aires. 1954. Pág. 483.) Se indica, así mismo, que “la interpretación debe orientarse a determinar el significado más correcto del negocio, en consideración a su función y a su eficacia como acto de autorregulación de los intereses de los particulares” (Scognamiglio, Renato. Teoría General del Contrato. Traducción de Fernando Hinestrosa. Publicación de la Universidad Externado de Colombia. Bogotá. 1983). Es claro, entonces, que a través de este instrumento se pretende determinar el real alcance de la declaración de los contratantes, el significado del negocio por ellos concertado, particularmente, aunque no únicamente, cuando existan oscuridades o ambigüedades en la materialización del querer de las partes” (Sentencia del 19 de diciembre de 2008, Exp. 11001-3103-012-2000-00075-01).

Su tarea, en tal virtud, estriba en auscultar el conjunto de disposiciones negociales, a fin de fijar los contornos de los derechos y obligaciones derivadas de un específico tipo contractual, esto es la ‘común intención’ de los contratantes o, si se prefiere, la voluntas interpartes o voluntas spectanda, norte primordial de su laborío hermenéutico, específicamente en los sistemas que, como el colombiano y mucho otros, es la tendencia normativa internacional, de manera prevalente descansan en un sistema subjetivo, como tendremos ocasión de analizar con mayor detenimiento en líneas venideras en un aparte autonómico, por oposición a las

93-Massimo Bianca, Derecho Civil, El Contrato. Op.cit, p.429.

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tesituras netamente objetivistas, las que se inclinan por darle cabida al imperio de la declaración de voluntad 94 y 95.

Empero, sin más preámbulos, es de advertir que aquellos que pregonan la pertinencia de una interpretación netamente objetiva del negocio jurídico, en el caso que nos ocupa del contrato, se oponen a que la búsqueda del intérprete se circunscriba a la referida común intención, esto es dejando de lado su declaración o exteriorización, pues en su entender “No es finalidad de la interpretación averiguar una voluntad interna no expresada; su objeto es, solamente, el supuesto de hecho externo de la declaración de voluntad”, razón por la cual “Queda descartado que la mera voluntad interna sin manifestación ninguna externa no es nunca objetivo de la interpretación, ni ésta se propone acertar con esa voluntad”.

Si el contrato, etiológicamente considerado, es el producto de la convergencia de las voluntades de sus titulares (consentimiento), es consecuente entender -o por lo menos no es insólito- que la investigación que en su momento realiza el intérprete, como lo asevera un sector de la dogmática, hunda sus raíces en la reconstrucción verosímil o razonable de esa communis intentio, o si desea voluntad real, su detonante jurídico96. En últimas, es una especie de búsqueda o reencuentro con el origen genético del contrato: la voluntad, o la ulterior y mera declaración de la misma, para otros, tema asaz controvertido en el Derecho

94 Este es, sin duda, el norte de muchas de las legislaciones en materia de interpretación contractual, lo anticipamos, las que, de manera inequívoca, expresa y clara disponen que en el ejercicio hermenéutico del texto negocial, el propósito es justamente hallar la verdadera voluntad de los contratantes. Así, por vía de ejemplo, independientemente de que este tópico se examinará a espacio más adelante, en el anteproyecto de reforma al Código Civil francés (Comisión Catala), el artículo 1136 prescribe que “En las convenciones se debe buscar cuál fue la común intención de las partes contratantes, antes que limitarse al sentido literal de los términos” (HINESTROSA, Fernando (Trad.). Del contrato, de las obligaciones y de la prescripción. Anteproyecto de reforma del Código Civil francés. Universidad Externado de Colombia. Bogotá. 2006. p.184); lo propio sucede en el marco de los principios UNIDROIT, los que señalan la preeminencia de la develación de la real intención de las partes contratantes en materia de interpretación, en el artículo 4.1, así como en los Principios de Derecho Europeo de los Contratos (art.5:101). Es, también, el caso de varios Códigos Civiles nacionales, como tiene lugar en el Código Civil de Colombia; el artículo 1132, segundo párrafo, del Código Civil de Panamá; el artículo 510, fracción I, del Código Civil de Bolivia; el artículo 1298 del Código Civil de Uruguay; el artículo 1362 del Código de Napoleón; el artículo 1281, segundo párrafo, del Código Civil español; el artículo 708, primer párrafo, del Código Civil de Paraguay; el artículo 1560 del Código Civil de Chile; el artículo 1593, segundo párrafo, del Código Civil de Guatemala; el artículo 1851, segundo párrafo, del Código Civil de México para el D. F, etc. Y también lo es del Proyecto de Código Civil argentino de 1998, art.1023, letra a), y de la reciente propuesta para la modernización del Derecho de obligaciones y contratos español, art. 1278 y s.s.

95 La importancia de la interpretación de orden subjetivo o basada en la verdadera voluntad de los contrayentes –voluntas spectanda-, se hace palpable en los Principios del Derecho Europeo de los Contratos, los que, expressis verbis, privilegian el examen subjetivo, respecto al objetivo. En efecto “…el artículo 5:101 (1) PECL propone que el contrato sea interpretado de acuerdo con la intención común de las partes y ello aunque esa intención difiera del significado literal de las palabras empleadas. Se excluye, en principio, una interpretación de tipo objetivo, que no se elimina del todo, como se comprueba en la propuesta del propio artículo 5:101 (3), aunque la usa de forma subsidiaria (…) la conclusión a la que se llega en este punto es que el método para averiguar la voluntad común resulta siempre preferido, sobre el método literal que implicaría preferir las palabras utilizadas para expresarla, es decir, la declaración formal …”. DIEZ PICAZO, Luís; ROCA TRÍAS, Encarna; MORALES, A.M. Los Principios del Derecho Europeo de Contratos. Civitas. Madrid. 2002. pp.252-253. Cfr. ESPIAU ESPIAU, Santiago. Interpretación del contrato y bases del derecho contractual europeo, en Bases de un Derecho Contractual Europeo. Tirant lo Blanch, Valencia. 2003. pp.218-219.

96 - Como lo expresa, ex autoritate, el distinguido Profesor italiano, Vincenzo Roppo, “El contrato es acuerdo, y sin acuerdo no hay contrato. Pero un acuerdo no es tal si no tiene un contenido mínimo, es decir que si las partes no forman y manifiestan su voluntad común, por lo menos en relación con los elementos indispensables para identificar la fisonomía esencial de la operación (…) Este sustrato mínimo debe ser garantizado por la voluntad de las partes y no puede ser sustituido por fuentes externas: si en lugar de la voluntad de las partes, inexistente sobre el punto, fuera la ley la que dijera que la atribución concierne al cuadro o bien al automóvil (…) el acto no sería un acto de autonomía. Y el contrato es acto de autonomía, o no es contrato”. Il contratto, Guiffré, Milano, 2001, p. 456. En sentido similar se manifiestan Marcel Planiol y Georges Ripert. Tratado práctico de derecho civil francés, T. VI, Cultural, La Habana, 1936, p.518.

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comparado, precisamente por las tesituras adoptadas, a juicio de algunos doctrinantes irreconciliables97.

Cuánta razón, desde esta perspectiva, tiene el renombrado profesor español José Luis Lacruz Berdejo, cuando expresa con meridiana sensatez que “La interpretación del contrato, en estos textos escritos con anterioridad, en esas palabras pronunciadas ayer, una voluntad pretérita: la que se expresó en aquellos signos entonces: no la que los contratantes quieren darle ahora. Estos, una vez celebrado el contrato, pueden extinguirlo o modificarlo, pero no pueden impedir que haya existido, y que mientras existió tuviera el contenido que inicialmente le habían dado”98. Y cuánta también, el reputado profesor argentino, Ricardo Lorenzetti, al afirmar -en el curso del siglo XXI- que “La interpretación es una reflexión sobre un texto previo para determinar su sentido, y por ello, es una mirada hacia el pasado, intentando reconstruir lo originariamente pactado”99.

En este orden de ideas, retomando la idea nuclear ya expuesta, la interpretación es tarea tan compleja y delicada, que el intérprete jamás debe olvidar que no es el pintor de la tela contractual, pues quienes empuñaron el pincel y otrora esparcieron el óleo convencional, fueron los contratantes. Su misión, no es pues la de plasmar en el lienzo su arte; tatuar la idea que, a manera de musa, lo escolta y anima (representación mental), por cuanto la pintura, así sea algo borrosa o descolorida, y requiera puntuales retoques, de ordinario viene ya definida por las partes, quienes no simplemente se limitaron a trazar unas escasas líneas, como si fuera un incipiente boceto. En este caso, más que un pintor que se enfrenta a un lienzo en blanco, el hermeneuta es un restaurador de una obra ya elaborada, en principio, por manera que deberá respetar su autenticidad y sus trazos y contornos, hasta donde las circunstancias racional y obviamente lo permitan, conforme se anotó. No en vano, la interpretación ex contractu, no es un palimpsesto en el cual se tolera -o estimula- la convergencia de varias capas de escritura, una sobre otra, de amanuenses diferentes; es un pergamino que amerita ser auscultado en su corpus primigenio, así ello tenga lugar en otro momentum que, justamente por ser otro, no debe hacerle creer al intérprete, fantasiosamente, que el es su pater, su creador. Si así fuera, dicha expresión pictórica, no tendría dos pintores, sino tres, o uno incluso, si su actuar desmesurado, in extremis, borró todo cuanto le fue entregado.

Sólo ante casos especiales, como tales dignos de ser enjuiciados con medida, precisamente para evitar lo ya señalado, el intérprete dispondrá del pincel hermenéutico, y aún así tendrá naturales limitaciones, pues deberá hacer sus trazos en función de los caros intereses en conflicto; de la tipología y teleología del negocio celebrado; de la buena fe negocial -en su vertiente objetiva-; de los usos sociales; del sentido que de ordinario se le otorgue a determinadas estipulaciones en el tráfico jurídico (ambiente social), entre otros criterios más, siempre precedidos de la ‘razonabilidad’ o de la ‘sensatez’, pautas que con tanta fuerza están rigiendo en el Derecho comparado en la actualidad, como lo demuestran los novísimos ‘Principios del Derecho Europeo de los Contratos’ (PECL), y también los afamados ‘Principios para los Contratos Mercantiles Internacionales’ (UNIDROIT), para aquellos casos en los que, por algún motivo, no resulte posible establecer la común intención de los contratantes 97 - Vid. Carlos Ignacio Jaramillo. La estructura de la forma en el contrato de seguro, Bogotá, Temis, 1996, pp.76 y s.s, en donde, a manera de preámbulo, pusimos de manifiesto que, “En torno al difuso problema, existente entre el concepto y prevalencia de la voluntad real sobre la voluntad externa o declarada y viceversa, muchos cerebros se han visto desgastar, pues por más que se ahonde en su complicado estudio, la praxis ha mostrado que la pugna propiciada por las escuelas que defienden una y otra postura, antes que esclarecer han oscurecido cualquier asomo de claridad, toda vez que están abarrotadas de premisas extremas”.

98- José Luis Lacruz Berdejo. Elementos de derecho civil. Derecho de obligaciones, T.II, Vol II, Librería Bosch, Barcelona, 1977, p. 220.99

?- Ricardo L. Lorenzetti. Interpretación del contrato en el derecho argentino, en Tratado de la interpretación del contrato en América Latina, T. I,Grijley, Lima, 2007, p. 8.

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(artículos 5.101-3, y 4.2-2, respectivamente)100, tema éste sobre el cual volveremos ulteriormente, en especial cuando analicemos los nuevos derroteros en materia hermenéutica. Lo propio sucede, en al terreno supranacional, con la Convención de Viena de 1980, relativa a la Compraventa Internacional de Mercaderías -aprobada en Colombia mediante la Ley 518 de 1999 y promulgada a través del Decreto 2826 del 21 de diciembre de 2001-, pues igualmente acude al criterio de la razonabilidad, en cabeza del intérprete (art. 8, numeral 2).

2. Límites consustanciales de la interpretación contractual:

En armonía con el genuino alcance de la interpretación, ya delineado, en concreto con el propósito de que el intérprete debe efectuar su laborío con equilibrio, objetividad, sindéresis y ex abundante cautela, éste debe ceñirse a lo realmente querido -o deseado- por las partes, de suerte que para la consecución de esta finalidad, por regla, debe respetar esa ‘común intención’ que, así resulte de Perogrullo, es la de ellos, y no la del iudex101, como hasta la saciedad se ha recalcado, lo que explica que debe abstenerse de eclipsarla o de tergiversarla a su acomodo, pues de este modo estaría alterando la plataforma negocial, nada menos que el dictus de los extremos de la relación contractual, en sí mismos considerados., aspecto éste que consideramos crucial.

Al fin y al cabo el intérprete, con arreglo a elementos que examina ex post, tiene como objetivo la investigación de todos los hechos y circunstancias relevantes que, según el caso, en línea de principio rector, den fe de lo pretendido al momento del perfeccionamiento del negocio jurídico respectivo, sin perjuicio de que se pueda apoyar en ciertas y útiles reglas objetivas que garanticen ese resultado (comportamiento de las partes: precontractual, contractual y poscontractual; usos sociales; buena fe; aplicación del principio de conservación de los efectos del contrato, o de la regla favor debitoris, etc.) como se verá más adelante -sobre todo en tratándose de contratos con cláusulas predispuestas-, sin que ello suponga que a través de las mismas termine interpretando un contrato que jamás quisieron celebrar las partes, riesgo que ciertamente se corre cuando se objetiva en grado superlativo y sin límites la interpretación negocial, particularmente cuando se hace tabla rasa del negocio efectivamente celebrado, para imponer una voluntad tan abstracta e ideal -y en ocasiones colectiva o popular- que termina, in toto, apartándose de su genuina misión y, de contragolpe, conculcando la materia prima objeto de su investigación, ratio de su laborío hermenéutico. Desde luego que habrá excepciones que, in casu, responsablemente justifiquen que se acuda a ‘medios extranegociales’ -como los llama Santoro Pasarelli-102, específicamente cuando por fuerza de las circunstancias individuales se aborte la búsqueda de la común intención de los contratantes, regla ésta que, en la esfera legal, informa buena parte de los ordenamientos jurídicos internacionales, según se evidenciará en este ensayo103.

100. Vid. Ramiro Araújo S. Unidroit y la unificación del derecho privado: referencia a los principios para los contratos comerciales internacionales, en Compraventa internacional de mercaderías. Comentarios a la convención de Viena de 1980, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana, Colección Seminarios 15, pp. 129 y s.s.

101 Como agudamente lo expresa el Profesor de la Universidad de Bonn, Werner Flume, “El que tiene que interpretar un negocio jurídico, nunca es el dueño del mismo”. El negocio jurídico, Fundación Cultural del Notariado, Madrid, 1998, p. 370.

102 Santoro Pasarelli. Doctrinas generales del derecho civil, Editorial revista de Derecho Privado, Madrid, 1964, p. 281.

103 Vid. Luís Moisset de Espanés y Benjamín Moisá. La interpretación de los contratos en la República Argentina, en Tratado de la Interpretación del Contrato en América Latina. T.I, Grijley, Lima, 2007, quienes observan que el intérprete “… debe recurrir sucesivamente a criterios hermenéuticos subjetivos y objetivos: la interpretación subjetiva le permitirá acercarse a la voluntad real de las partes; la interpretación objetiva, en cambio, le posibilitará eliminar las dudas y ambigüedades de la manifestación, en los casos en que el verdadero querer de los contratantes se presenta como inasequible”.

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Expresado en otras palabras, el hermeneuta debe tener presente que su misión, exclusivamente desarrollada desde la periferia del contrato, es la interpretar una obra preexistente (un datum), cuyos únicos artífices son los convencionistas, y no él u otros, motivo por el cual debe ceñirse a ella lo más fiel y genuinamente posible, en orden a no distorsionar la autoría de las estipulaciones que lo integran, de factura precedente, todo al margen, se reitera, de la posibilidad de tener en consideración algunos criterios de carácter más objetivo, entre otros, por vía de ejemplo, la buena fe, estándar que, por su fuerza bienhechora, debe escoltar el ejercicio hermenéutico, como tendremos ocasión de señalar más a espacio, aun cuando con cautela, pues no todo se puede hacer al amparo de este elevado principio que, por general que sea, como lo es, su aplicación requiere prudencia, especialmente en el campo que nos ocupa, en donde no campea la libertad plena, porque el intérprete se debe a un corpus previo, como a espacio se refrendará. 104. Otro tanto de cara a la llamada interpretación en función del principio de la conservación de los efectos del contrato, y de los usos comunes, y por supuesto de los comportamientos previos y ulteriores a la celebración del contrato, a cargo de los convencionistas (interpretación comportamental), entre otras reglas más, como ya se anticipó, proclives a tener en cuenta otros elementos más externos, así como permeados por la atmósfera social (entorno externo).

Su rol, mutatis mutandis, no es pues el de fungir como parte, que obviamente no lo es. Muy por el contrario, es la de respetar su verdadera intentio -o lo realmente declarado, en el sistema objetivo-, desentrañando su contenido y extensión, en la forma más verosímil y razonable posible, hasta el punto de que resulta de la mayor importancia “…tener una clara representación de lo que las partes han querido realmente”105, como lo reconoce la doctrina, la que también pone de relieve que la reconstrucción hermenéutica, ante todo, debe efectuarse a partir “…de una realidad histórica, y no jurídica”106, únicamente, toda vez que debe tener en mira la que rodeó a los contratantes en el momentum cúspide de la interpretatio: la celebración del contrato, clave de bóveda en esta materia, a manera de anterius, y no de posterius107, hasta donde lo permitan equilibradamente las circunstancias, pues resulta claro que, agotadas las posibilidades de hallar la referida común intención, deberá acudir a otros elementos extrínsecos, en orden a establecer el contenido negocial y, por ende, el alcance individual de los derechos y obligaciones nacientes del acuerdo de

104- Baste por ahora señalar con el profesor paraguayo, Roberto Moreno Rodriguez, que “la buena fe es un elemento útil para interpretar el contrato, pero no hay que abusar de él. A saber; una copa de vino hace placentera la vida: diez botellas por noche la destruyen (…) Si pedimos a la buena fe más de lo que ella puede dar, obviamente la desnaturalizaremos y terminaremos por socavarla (…) Y esto vale incluso para el juez que, valga la redundancia, actúa de buena fe”. Contratos hechos por jueces?. Cuatro y medio sugerencias para evadir al juez cadí en la interpretación del contrato, en Tratado de la interpretación del contrato en América Latina, Grijley, T.II, Lima, 2007, p.1468 y 1469.

105 - Gustavo Orquidi C. Interpretación del contrato en el régimen uruguayo, en Contratación Contemporánea, Vol II, Bogotá, Temis-Palestra, 2001, p. 328.

106- Adolfo Di Majo. L’interpretazione del contrato, en La Disciplina Generale dei Contratti, Giappichelli Editore, Torino, 1999, p. 673. Acerca de la llamada interpretación histórica, también puede verse a Giorgio Oppo. Profili dell’intepretazione oggetiva del negozio giuridico, Bologna, 1943, p.p. 160, y s.s.107

?- Con razón explicita el renombrado Profesor argentino Rubén Stiglitz, que “la interpretación del contrato toma como referencia una voluntad concreta referida a un caso singular”, Contratos civiles y comerciales, Vol I, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1998, p. 432. justamente el que ha sido obra de las partes, esas en particular, para un caso individual que reclama sustantividad y tratamiento propio, con miras a no generalizar su contenido y lo que es peor, aplicarlo a otros supuestos no queridos, esto es no deseados por ellos, lo que no sólo es artificial, sino atrevido.

Ese momentum cúspide, al que aludimos en precedencia, es identificado por el Profesor Antonino Cataudella, como el “momento decisivo”. Sul contenuto del contratto, Giuffré, Milano, 1974, p. 21.

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voluntades, como se observará, y como lo establecen los códigos más modernos y los proyectos de armonización en el campo internacional (principialística contractual), en cuyo caso recrear la atmósfera socio-contractual, in abstracto, e in concreto lo atinente a la naturaleza –específica- del negocio celebrado, podrá ser útil, con mesura, claro está.

Cuán precisa, ciertamente, es la anotación que sobre este mismo particular hace el gran jurista italiano, Natalino Irti, de acuerdo con la cual cuando se interpreta se alude “…a un hecho del pasado: del pasado próximo, pero siempre del pasado. El artículo 1362 [del Código italiano] considera la común intención como algo que tuvo lugar en el ayer, el que el intérprete debe reconstruir en forma retrospectiva”. Por eso alude, descriptivamente, a una suerte de interpretación “Ex nunc, es decir en dirección retrospectiva (…) No es un contrato de hoy, diverso al contrato de ayer; es solamente un contrato de ayer”, así se interprete después, “… excluyéndose la interpretación evolutiva”108.

De ahí que también se diga, con potísima razón, que desde esta perspectiva, “… la interpretación del contrato es una interpretación estática, puesto que el juez no tiene la posibilidad de modificar o rehacer el contrato, porque si hace esto, deformará las voluntades de las partes. La obligación del juez de respetar la voluntad contractual limita necesariamente la interpretación del contrato a la búsqueda de esa voluntad”109, motivo por el cual no puede, como acontece con la interpretación de la ley, acudir a expedientes tales como la analogía preceptiva, stricto sensu, “… la que es inadmisible en cuanto al negocio jurídico, pues éste sólo obliga en tanto sea querido (…) Si así no fuese”, lo reconoce la doctrina, “se llegaría al absurdo de que el silencio de los interesados sería suplido por el juez, es decir, por persona a quien compete interpretar el acto tal como es y no complementarlo a su arbitrio en daño de otros”110.

Por ello es por lo que aún de cara al sistema declaracionista de estirpe objetiva, lo expresa autorizadamente el Profesor alemán J.W. Hedemann -en relación con la llamada ‘actividad creadora del juez-, “… la posición tradicional, seguida íntegramente por el B.G.B, mantiene que el juez, en general, dentro del ámbito de las relaciones obligatorias tiene en principio sólo una misión declarativa. Ello significa que el juez ha de compulsar y basarse únicamente en los dos factores básicos que constituyen la voluntad de las partes y el texto de la ley, sin que pueda por sí alterar el contenido del contrato concertado”111.

En similar dirección se orienta el ilustre profesor Fernando Hinestrosa, quien independientemente de pregonar que lo esencial en la interpretación no reside en “…qué pudo haber querido este o aquel sujeto negocial, sólo o junto con otro, sino cuál es el sentido común, socialmente reconocible y aceptable de su comportamiento dispositivo, cómo pudo haberlo entendido rectamente su destinatario u observador, y cómo lo entendió, valorando la lealtad y la corrección de cada cual”112, expresa frente al laborío judicial, en veces extraviado -sin que por ello se pueda generalizar-, que es evidente “…la tensión que se presenta entre la amplitud creciente de los poderes de integración y depuración que se le han ido concediendo al juez o que este se va arrogando, cuyo comienzo se da muchas veces con la interpretación y 108 Natalino Irti. Principi problemi di interpretazione contrattuale, op.cit, p. 618.

109 - Christian Larroumet. Teoría general del contrato, Vol I, Bogotá, Temis, 1999, p.p. 112 y 113. En el mismo sentido, entre otros, Henri, Leon y Jean Mazeaud. Lecciones de derecho civil, Parte segunda, Vol I, EJEA, Buenos Aires, 1960, p. 381.110

? - Guiseppe Stolfi. Teoría del negocio jurídico, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1959, p.p. 285 y 286. Cfr. Nicolás Coviello, Doctrina general del derecho civil, Unión Tipográfica Editorial Hispano-América, México, 1938, p. 443.111

? - J.W. Hedemann, Derecho de obligaciones, Vol III, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1958, p. 6112- Fernando Hinestrosa. Interpretación de la conducta concluyente negocial, en La interpretación del contrato en América Latina, T. II, Grijley, Lima, 2007, p. 798.

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la limitación indispensable de la soberanía del juez, que no puede sustituir o, mejor, suplantar a los interesados. ¿Recrear o crear el contrato o, peor aún, el testamento?. Parafraseando el símil del ingenioso jurista francés contemporáneo, el juez está presente en el desenvolvimiento de la relación, como vigilante y garante de su legalidad, corrección, equidad, sin que por ello el contrato se llegue a convertir en un menage a trois ?”113.

Cautela, y más cautela debe pues observar el juzgador -en sentido amplio-, con miras a no traicionar lo querido por ambos contratantes, en cuyo caso debe auxiliarse de fiables reglas y procedimientos signados por el respeto y no por el irrespeto de lo convenido. Por ello, no debe sobreactuarse, ni menos sustituir a las partes, sino apegarse estrictamente a su ejercicio, de suyo limitado por claros principios y axiomas que, ab antique, reclaman cordura y ponderación sumas, así la tentación de ‘legislar’, en sentido muy lato, sea intensa, como buena parte de las tentaciones lo son, y desde luego la de hacer justicia -en apariencia-, así sea alterando lo genuinamente querido, a costa de las propias partes o de una de ellas, la que jamás convino lo que el juzgador sentenció ex post, pensando en la celebración de un contrato ‘ideal’, o ‘perfecto’. No en balde “Interpretar un contrato”, lo ha dicho categórica y acertadamente la Corte Suprema de Justicia, “no es modificarlo” (Sentencia del 27 de marzo de 1927), ni tampoco darle pábulo a la especulación, a la fábula o a la inventiva, ya que “… cuando su búsqueda se convierte en mera adivinanza, con riesgo de encubrir una ficción o incorporar una voluntad extraña a los celebrantes, debe ser dejada de lado” 114, en opinión del Maestro Mosset Iturraspe, la que sin duda compartimos.

Con lo señalado en precedencia, de ninguna manera, pretendemos desconocer la autonomía del juzgador, bien entendida, o la valía de su sacrosanta tarea, las que no están en duda, menos por nosotros que hemos tenido el orgullo, a fuer que el privilegio de administrar justicia -en nuestro caso la más sublime de todas las experiencias registradas-, aún respecto a la interpretación contractual frente a precisos y muy puntuales supuestos en los que no ha sido posible el logro de la referida tarea reconstructiva o declarativa. Simplemente, queremos poner de manifiesto, con sumo respeto, que es tal la responsabilidad a él confiada, que es menester proceder con mesura y sumo tacto, con el objeto de erradicar la subjetividad, la especulación, la fábula, y muy especialmente la invención, aspecto en torno al cual volveremos en otra ocasión (cuando tengamos la oportunidad de ocuparnos de la interpretación del contrato de cara al recurso extraordinario de casación), así ello obedezca a un deseo noble del iudex, en su afán de administrar justicia, el más complejo y exigente oficio de los mortales115.

En este mismo sentido, a manera de apretada síntesis de lo ya señalado, la Corte Suprema de Justicia de nuestro país, en sentencia del 14 de agosto de 2000 -con ponencia nuestra-, manifestó que “… si la misión del intérprete, por consiguiente, es la de recrear la voluntad de los extremos de la relación contractual, su laborío debe circunscribirse, únicamente, a la consecución prudente y reflexiva del aludido logro, en orden a que su valoración, de índole reconstructiva, no eclipse el querer de los convencionistas, y lo que es más importante, no

113

?- Fernando Hinestrosa. Presentación de la obra, en Tratado de la interpretación del contrato en América Latina, T.I, op.cit, p. XXXIV.

114- Jorge Mosset Iturraspe. Interpretación del contrato. Sentido y alcance, en Tratado de la Interpretación del contrato en América Latina, T. I, Grijley, 2007, p.41

115- No yerra el Profesor italiano Renato Scongnamiglio cuando anota que “… el intérprete, mejor que fundarse en el punto de vista y las esperanzas de cada contratante, debe indagar sobre el contenido real del acuerdo; que es la única forma de eliminar dicho desacuerdo con restablecimiento del equilibrio entre los intereses opuestos, que de otra manera podría verse comprometido a pretexto de la interpretación”. Teoría general del contrato, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 1982, pp. 239 y 240. Cfr. Guillermo Ospina Fernández y Eduardo Ospina Acosta, Teoría general del contrato y del negocio jurídico, Temis, Bogotá, 2005, p.395.

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conduzca a su suplantación, toda vez que ello es lo que desventuradamente hacen algunos juzgadores, quienes enarbolando la bandera hermenéutica, terminan invadiendo la órbita negocial, al punto de que en veces, mutatis mutandis, parecen fungir más como contratantes que como intérpretes del contrato, esto es, como invariablemente debe tener lugar, situados en su periferia. Cuán cauteloso entonces debe ser el fallador, para evitar que la intención real de los artífices del negocio respectivo, sea fidedignamente interpretada -y de paso respetada- y de ninguna manera mancillada, o sea, adulterada o falsificada, so capa de buscar, equivocada y forzadamente, la supuesta intención de los que han contratado o de identificar el tipo contractual y de fijar su hipotético alcance, sin percatarse que procediendo de esa cuestionada manera la conculcan y, por consiguiente, a modo de irresoluta secuela, distorsionan el acuerdo negocial, ora porque recortan su extensión, ora porque la aumentan o, incluso, porque lo truequen. De ahí que so pretexto de auscultar la voluntad de los contratantes, no puede el intérprete desfigurar el texto del contrato, máxime si éste, justamente, la recoge con fidelidad.”116 y 117.

En compendio, bien vale la pena memorar que en este campo de la hermenéutica contractual, la importancia de la tarea del intérprete adquiere aún mayor trascendencia, pues debe buscar el equilibrio interpretativo, no en la teoría, sino en la cruda realidad, sin dejarse obnubilar por la tensión reinante entre el ser, y el deber ser; entre lo ideal, y lo fácticamente convenido en su momento por los extremos de la relación jurídico-negocial (programa contractual), que no siempre lo es, más allá de lo que in pectore pudiere querer él, por fundado y plausible que sea; es que la justicia del hermeneuta no es sinónimo propiamente de ‘justicia contractual’, expresión esta última que involucra mucho más que su parecer o altruista deseo. Lo mismo debe hacerse frente a sugestivas posturas de corte jurídico-social, sin duda importantes en la ahora de ahora, sobre todo de cara al Derecho constitucional moderno, pero que mal entendidas y, sobre todo, mal aplicadas, podrían conducir, de una parte, a sobredimensionar los poderes del juez (activismo judicial irrestricto o exacerbado), casi ilimitadamente y, de la otra, a alterar el núcleo o la almendra volitiva y genuina de los negocios jurídicos que amerita consideración y cautela, así sea cierto que tales doctrinas sean atrapantes y posean algo de irresistibles.

Nos referimos a las que a ultranza, sin cautelas, abogan por una función social del contrato, que desde luego la tiene, pero sin que pueda traducirse en patente de corso que todo lo autorice, todo lo permita, según en veces sucede a despecho de muchos118. Hay que huirle pues a los excesos, a los extremos, a lo radicalismos, a los dogmatismos y a la abusividad -provenga de quien provenga-. No es pues inexacta, para nada, la respetada profesora Aída Kemelmajer de Carlucci, quien fuera ecuánime y admirada juzgadora por lustros en su querida nación, cuando en procura de un término medio, precisa que “… tan absurdo e inadmisible es el arbitrio judicial

116 Sentencia de 14 de agosto de 2000; exp. 5577., Magistrado ponente, Carlos Ignacio Jaramillo. La misma idea también había sido reflejada por la Corte en otro de sus fallos, específicamente cuando anotó que, “la operación interpretativa del contrato parte de un principio básico: la fidelidad a la voluntad, a la intención, a los móviles de los contratantes. Obrar de otro modo es traicionar la personalidad del sujeto comprometido en el acto jurídico, o en otros términos, adulterar o desvirtuar la voluntad plasmada en él” (G.J. CCLV, 568, Sentencia del 27 de agosto de 1971).

117 A análoga conclusión, en lo fundamental, arribó el celebérrimo jurista chileno, don Luis Claro Solar, de acuerdo con el cual “…la interpretación de los contratos no se limita a veces a fijar la voluntad de las partes, sino que so pretexto de interpretarlos los jueces dan a esa voluntad una inteligencia contraria a la realidad, desconocen la intención de los contratantes, desnaturalizan las cláusulas controvertidas, y substituyen un contrato nuevo al que las partes celebraron y que es para ellas una ley”. Explicaciones de derecho civil chileno y comparado, T. III. De las obligaciones, Editorial Jurídica de Chile, Santiago, 1879, p. 7. En otros términos, a juicio del profesor italiano, Guido Alpa, cuando así se procede se reconoce “… una intervención manipulante del magistrado”, no siendo pues de recibo la dilatación contractual que se genera a través “…de la introducción de derechos y obligaciones diversas a las contempladas”. I contratti in generale, UTET, Torino, 2005, p.p. 215 y 216.

118 Cfr. Massimo Bianca. Derecho Civil. El contrato, op.cit., pp.41 y ss.

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sin fronteras como el rígido legalismo que impide la equidad del caso concreto” 119 y 120. Al fin y al cabo, lo decíamos en otra oportunidad, “…no todo se justifica, por plausible y moderno que luzca, en razón de que en la ciencia del Derecho hay límites infranqueables que no se pueden desconocer, así estemos, supuestamente, en presencia de un “nuevo Derecho”, o de un sistema neoconstitucional, los que igualmente conocen restricciones. Lo contrario, lisa y llanamente, sería la entronización del tiránico reinado de la inseguridad, del caos, y la anarquía iuris”121.

Tiene entonces razón el profesor paraguayo Roberto Moreno Rodríguez, cuando en un interesante y agudo escrito de su autoría, refiriendo al doctrinante inglés Patrick S. Atiyah, profesor de la Universidad de Oxford, señala que la clasificación conforme a la cual hay “…contratos hechos por las partes y contratos (y cláusulas contractuales) hechos por los jueces”,

119- Aída Kemelmajer de Carlucci, Reflexiones sobre la interpretación de los contratos, op.cit., p. 289.

120 - Al respecto, con provecho, véase el interesante estudio del profesor Emilio J. Urbina Mendoza La interpretación de los contratos en la jurisprudencia venezolana. Análisis jurisprudencial de los paradigmas hermenéuticos aplicados a lo largo de la historia republicana (1875-2005), en Tratado de la interpretación del contrato en América Latina, T.III, Grijley, Lima, 2007, p.2318, autor que aludiendo a lo que denomina ‘sistematismo activista’, expresa que “la hermenéutica contractual social se torna negadora bajo esta concepción. Destructiva de la presunción de legalidad ab initio de contratos que fueron concertados bajo parámetros autorizados, pero que en razón de una teluridad sobrevenid, dicha legalidad inicial quedaría suspendida por otras legalidades de las conveniencias públicas o sociales. Esta última postura aparecida en el siglo XX, nos llevaría a entender al contrato como un acto autorizado por el legislador, en el cual, es Estado, o mejor dicho el juez, podría escudriñar más allá de la médula volitiva de las partes (…) Total el Estado Social de Derecho introduciría poderes hermenéuticos exorbitantes hasta el punto de quebrantar el dogma moderno d el autonomía de la voluntad de las partes…”.

Preocupa, sin tornarnos alarmistas, fatalistas o apocalípticos, la exageración, o distorsión que en este campo se ha registrado en los últimos años en algunas naciones europeas y americanas, sin excluir la nuestra, en donde el respeto por lo querido por las partes, los artífices señeros del negocio jurídico, se ha perdido en ocasiones, para imperar lo estimado por el juez, de ordinario amparado por jurisprudencia de nuestros tribunales constitucionales que -en ciertos casos- han extremado y, por tanto, desdibujado la auténtica lectura social del contrato, adhiriendo a tesituras en extremo garantistas de uno de los extremos de la relación negocial, pero no siempre de modo objetivo y especialmente equilibrado, porque sin desconocer la vigencia del principio pro consumatore, de gran valía, entre otros más, este también posee límites que no en todos los casos se aplican. Por ello, sólo para traer a colación un ejemplo, inquietan posturas como la que expresa que, “Con base en la función social del contrato, puede decirse que el Poder Judicial brasileño dispone de libertad para, muchas veces, prácticamente reescribir lo que fue pactado por las partes (…) En efecto, la libertad casi ilimitada de interpretar los contratos tiene como finalidad evitar lesiones y hacer que cada parte tenga lo que resulte más justo dentro de la realidad social del país (…) el juez brasileño asume hoy una mirada mucho más importante, o sea, pasa a actuar como intérprete social buscando la verdadera justicia y no solamente aplicando el derecho…” en su nueva calidad de “pacificador social (…) los próximos años serán decisivos para determinar si la libertad casi ilimitada de interpretación de los contratos es el mejor camino para la sociedad y para la justicia brasileña”. Edson Nelson Ubaldo. Las líneas básicas de los contratos y su interpretación en Brasil, en Tratado de la Interpretación del Contrato en América Latina, T. I, Grijley, Lima, 2007, pp. 676 y 680.

Igual comentario, en la esfera contractual, en particular en sede hermenéutica, puede hacerse en punto a aquilatados criterios de interpretación contractual, en especial el concerniente a la buena fe, según lo recrea descarnadamente el distinguido profesor peruano, Don Fernando De Trazegnies, quien registra la evolución y también, en su entender, la distorsión experimentada en este campo, hoy despejada de “…toda castidad”, por cuanto “… bajo la expresión de ‘buena fe’ comienza a aparecer una nueva noción que procede de canteras diferentes a las del Derecho moderno y, que alimentada intelectual o emocionalmente por teorías políticas distintas al liberalismo y al mercado, amenaza el sistema contractual basado en el predominio de la libertad sobre todo otro valor y en la autonomía de la voluntad de los contratantes”. Por eso, “La buena fe se presenta ahora subversivamente como la expresión de una conducta supuestamente ideal del sujeto (…) un ideal que permite cuestionar la voluntad de las partes aduciendo que esa decisión común no es justa, aunque creyeron las partes que era lo que les convenía al momento de llegar al acuerdo”, motivo por el cual considera el autor que “… abrir la puerta para una modificación judicial del contrato sobre la base de que una de las partes no pensó más profundamente lo que en ‘equidad’ le correspondía a la otra, es entrar en un mundo fracasadamente idílico (…) La equidad y la buena fe se convierten aquí en los agentes terroristas de la seguridad contractual”, hecho que explica que en los pactos privados exista “…un margen amplísimo para entender la común intención de las partes dentro de un marco de corrección (buena fe); pero no puede desconocer el texto del contrato, sustituirlo ni adoptar un interpretación contra contractum (…) Por consiguiente, la aplicación del principio de la buena fe no puede dar lugar a una ‘amplia facultad de interpretación por el juez’ ”, rechazando el mismo doctrinante peruano la

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es un ‘solecismo’. “No es acaso el contrato, esencialmente, una obligación voluntaria, en la que la libertad (más o menos restringida, según el caso) del agente es vista como fundamental para la afirmación de la existencia de deberes jurídicos?”, expresa el autor en comento, quien continua indagando que, “… no es acaso este hecho –que las obligaciones son creadas por las partes y no por otros extraños, como por ejemplo, los jueces –lo que precisamente distingue a la obligación contractual de las demás obligaciones jurídicas?. En gran medida, es evidente que ello es así (…)Prueba de ello es que la frase ‘contrato hecho por los jueces’ nos choque, nos parezca equivocada, en síntesis, un ‘solecismo’ “, afirmación que acompaña con la manifestación de que “Tanto ha invadido la ‘autonomía de la voluntad’ la mente del civilista que muchas veces se le escapa que en la práctica los jueces constante y regularmente legislan contractualmente en lugar de las partes, impetrando deberes contractuales no establecidos por ellas. Y lo que es peor, muchas veces lo hacen contra contractum, incluso en contra de la intención de los contratantes”122.

Lo anterior explica entonces porque el Dr. Moreno Rodríguez, no sin fundamento, considera que “… el ‘ácido cínico’ -para recordar la frase de Oliver Wendell Holmes, Jr- que arroja la noción de Atiyah de ‘contratos hechos por jueces’ me parece más que bienvenida para comprender mucho de que lo realmente ocurre en sede de la interpretación de los contratos” y también porque considera el autor, válidamente, que todo ello aumenta el riesgo “… de abrir una ventana demasiado grande para que los jueces ‘hagan los contratos’ e impongan a las partes obligaciones contractuales que estas simplemente no han previsto o querido”, dándosele así cabida al apellidado ‘juez cadí’, vale decir “… aquel que se despoja de las normas establecidas en el derecho racional y las sustituye por su opinión -caso por caso- de lo que él considera la solución correcta, ética, justa, religiosa, etc.”123.

interpretación que “…abandona escabrosamente la voluntad contractual”. Por ello concluye afirmando, en su característico estilo, que “Necesitamos una justicia creativa pero también una justicia inteligente y consistente. En caso contrario, la ‘teoría’ de la buena fe no será sino una más de las piedras que pavimentan el camino al infierno jurídico-social”. Desacralizando la buena fe en el derecho, en Tratado de la buena fe en el derecho, T.II, La Ley, Buenos Aires, 2004, p.p. 39 y ss.

121-Carlos Ignacio Jaramillo J. La culpa y la carga de la prueba en el campo de la responsabilidad médica, Universidad Javeriana y Grupo Editorial Ibáñez, Bogotá, 2010, p. 75. Opinión que, en lo pertinente, está en estricta consonancia con otra ya expresada por nosotros, particularmente cuando refiriendo a la vigencia que, in complexu, preserva el Derecho romano, indicamos que, a disgusto de algunos que “…quisieran extenderle una partida de defunción, [él] sigue viviendo, a su manera, una renovada y enriquecida existencia, la que, por milenios, seguirá rindiendo sus inmortales frutos. Cuánta injusticia, cuánta insensatez, cuánta miopía, mejor ceguera, a pretexto del advenimiento de un Derecho mediatizado y gasificado que, desventuradamente, en algunas latitudes, ha sido cooptado por un desbordado pragmatismo, por la fantasía y por el espejismo de un sistema en el que todo es relativo y elástico, como si fuera ‘plastilina’ iuris: la seguridad jurídica, la cosa juzgada, la buena fe, la familia, el pago, la prescripción, la transacción, el debido proceso, la reparación del daño, la autonomía privada, el efecto relativo de los contratos, la fuerza de la jurisprudencia, la casación y, en fin, otro importante número de valores e instituciones, igualmente relativizadas con estribo en sugestiva, pero superficial y, en veces, vacía retórica, desde luego rescatando aquello digno de ser evaluado como positivo y equilibrado, en consideración a que no todo es penumbra, a que no todo es negativo”. Carlos Ignacio Jaramillo J., Presentación a la monografía del Dr. Carlos Darío Barrera Tapias, El hecho lícito, Colección Monografías, Nº 6, Bogotá: Universidad Javeriana, Depalma y Grupo Editorial Ibáñez, 2010, p. 26.

Los propios teóricos del denominado, no muy felizmente ‘nuevo derecho’, reconocen la existencia de precisos límites a las doctrinas propuestas; al respecto, vid. Juan Antonio García Amado, Controles descontrolados y precedentes sin precedentes. A propósito de la sentencia del Tribunal Constitucional de Perú, en Revista de Derecho y Sociedad, No.33, 2009; del mismo autor, puede consultarse también el escrito Neoconstitucionalismo, ponderaciones y respuestas más o menos correctas. Acotaciones a Dworkin y Alexy, en El canon constitucional, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2010.

122 Roberto Moreno Rodríguez Alcalá, Contratos hechos por jueces. Cuatro y medio sugerencias para evadir al juez cadí en la interpretación del contrato, op.cit, T. II, p.p. 1466 a 1468

123- Roberto Moreno Rodríguez Alcalá, Contratos hechos por jueces. Cuatro y medio sugerencias para evadir al juez cadí en la interpretación del contrato, op.cit, T. II, pp. 1466 a 1468, quien culmina su idea precisando que “… por más que suene políticamente incorrecto en estos tiempos ‘multiculturistas’, yo no deseo el regreso del juez

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3. Fases esenciales de la interpretación contractual

Ahora bien, en lo que atañe a las fases de la interpretación contractual, en sentido muy amplio, importa manifestar que el laborío hermenéutico, per se, es plurifásico, pues si bien es cierto que ella persigue el establecimiento del contenido contractual, a manera de culmen de la misión del intérprete, tampoco es menos cierto que este propósito medular se alcanza a través del agotamiento, mejor aún desdoblamiento de varias fases, y no tan sólo de una de ellas, como si fuera monofásico. Es, en efecto, un proceso, como tal integrado por varios eslabones que, articuladamente, conforman la cadena interpretativa, insistimos, desde una perspectiva muy amplia, como tal flexible y omnicomprensiva, así el concepto de interpretación, stricto sensu, pudiera llegar a ser más restricto, en un momento determinado.

Es así como el intérprete, de improviso o inopinadamente, no llega a esclarecer el contenido del contrato, pues requiere agotar diversos pasos lógicos, necesarios para que el resultado pueda ser fiable, a la par que acorde con la elevada y granada misión confiada, pasos que, en función de cada caso en particular, como corresponde, podrán ser diferentes, o variar moderadamente, en la medida en que no son siempre idénticos. Hay pues cierta flexibilidad en esta materia, motivo por el cual las fases en comentario no pueden ser consideradas de manera tan rígida y absoluta que no permitan ajustarlas conforme al casus, de tanta importancia en la esfera hermenéutica.

Por ello es por lo que, primeramente, antes de proceder a la interpretación propiamente dicha, de ordinario debe realizar una fijación de tipo fáctico (test factual), esto es de los hechos decisivos, a la par que conectados, en línea de principio, con la celebración del negocio jurídico -lo que no se opone a que en determinadas circunstancias se ausculten otros momentos cruciales referidos a su ejecución e incluso a hechos ulteriores a su culminación-, al término de la cual deberá proceder a la denominada interpretación pura y luego a la calificación del contrato, la que obviamente implica partir de su existencia ontológico-jurídica

cadí -mucho menos, en una rama de derecho en la que debe primar la seguridad jurídica, como la de todo contrato”. Acerca del ‘juez cadí’, también puede verse la reciente monografía de Don Luis Díez-Picazo (El escándalo del daño moral, Civitas, Madrid, 2009), y su prólogo a la obra de Franz Wieacker (El principio general de la buena fe, Civitas, Madrid, 1982, p. 17), en el que puntualiza que la “…idea de un Derecho judicial, que supone una desviación o una ruptura del Derecho legal o legislado, suscita, por lo menos a mí, abundantes dudas desde el punto de vista constitucional, sobre todo cuando la constitución política se funda en el viejo principio de la división de los poderes y cuando al sistema judicial se le encomienda como tarea aplicar y ejecutar las leyes”. Por ello subsiste, anota a continuación el insigne maestro, “… la grave dificultad de diferenciar nítidamente ese Derecho judicial que así se crea de la pura y simple ‘justicia del cadí’. La justicia del cadí es la pura decisión individual que es, aunque sea en el mejor sentido de la palabra, arbitraria. Como se ha dicho algunas veces, no tiene pasado y no tiene tampoco futuro”. Ibíd.

Aun cuando este tema ciertamente reviste la mayor significación, motivo por el cual desearíamos abordarlo con mayor detenimiento en el futuro, por lo demás muy ligado con el fanatismo a ultranza de algunos neoconstitucionalistas, baste por ahora hacer énfasis en una idea complementaria esbozada por el referido colega paraguayo, quien apoyado en la ética aristotélica, en particular en las virtudes humanas, y en las ideas contemporáneas de Solum, reflejadas todas ellas en la hierática tarea judicial, tan cara a nuestros afectos, lo reiteramos, anota que la denominada ‘judicatura de la virtud’, “… insiste más el carácter y disposiciones virtuosas del juez que en su formación meramente técnica (…) o de su ideología”, una de ellas, para simplificar tan interesante la exposición, consistente en la prudencia o razonabilidad judicial, a cuyo tenor: “el buen juez debe tener la sabiduría práctica e poder determinar qué es buen o y qué es malo en cada caso. Se trata de la virtud perenne de la phronesis o prudentia. El juez prudente ha adquirido la excelencia en los objetivos a perseguir en cada caso concreto; como dice Karl Llewellyng, el buen juez tiene el ´sentido de situación’ (de ‘contexto’ -situation sense-); al ubicarse en un caso debe poder entender todas las aristas el mismo para llegar a la mejor solución. Esta virtud debe distinguirse de la del juez que tiene la inteligencia o sabiduría judicial. Este es un maestro del derecho teórico, pero no necesariamente puede saber (o en algunos casos, querer) llevar dicho conocimiento a la práctica. Sólo el juez, con la debida prudencia judicial, sabe cuando llegar a un determinado resultado (…) Un juez con todas estas virtudes será siempre respetuoso de la voluntad de las partes, y evitará introducir su opinión disfrazada como una norma jurídica (…)”. Ídem, pp. 1501, y ss.

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y del previo esclarecimiento de su contenido124, sin perjuicio de la militancia de otras etapas -o sub-etapas-, puesto que este señalamiento es meramente indicativo, y no taxativo, como no podría serlo, en razón de que no son una camisa de fuerza invariable y, por tanto, imposible de alterar, según cada situación, como ya se refirió, tal y como sucede con la llamada integración del negocio jurídico, laborío que despuntará después de las fases ya enlistadas.

Son, pues, fases o etapas generales que, por regla, hacen presencia en la actividad hermenéutica.

Como puntualmente lo enseña el Profesor Manuel Albaladejo G,,”La interpretación debe ser distinguida de la fijación de los hechos. Consiste en precisar los realmente acontecidos y de qué forma se produjeron….Es después de fijar esos hechos (actos), cuando, como componentes de la declaración, se puede interpretar, atribuyéndoles un determinado sentido”.125

Dichos hechos, que integran la quaestio facti, deben estar debidamente acreditados, con el fin de que le sirvan de brújula al intérprete, en orden a iniciar el proceso hermenéutico, y de llenarse de elementos de juicio, basamento de la interpretación que ulteriormente hará -o deberá hacer-. Además, su examen concatenado y cabal, le permitirá comprender, así como dimensionar mejor el problema jurídico objeto de análisis, en sus justos términos.

Posteriormente, como se anticipó, el destinatario de los cánones interpretativos, con miras al establecimiento de la quaestio determinantis, se aplicará a establecer el contenido contractual, in concreto a fijar el alcance de los derechos y obligaciones derivados del contrato respectivo (interpretación, stricto sensu), debidamente aprovisionado con los elementos de juicio recabados con antelación, para después darse a la tarea de desentrañar la naturaleza del tipo contractual sometido a su escrutinio, procedimiento que en la dogmática jurídica, no exenta de controversia en este punto, suele denominarse ‘calificación contractual’, por cuanto persigue esclarecer el verdadero contrato celebrado por las partes contratantes, del que se desprenderán importantes corolarios en la esfera jurídica, por vía de ejemplo, el establecimiento de si se trata de un determinado contrato típico, a la par que nominado, o por el contrario, de uno atípico, con todo lo que ello entraña, ciertamente relevante126.

Habrá casos, sin embargo, en los que para poder interpretar cabalmente el tejido contractual, será menester anticipadamente calificar el contrato, para que a partir de allí, una vez identificado su tipo, el intérprete se vuelque a la interpretación -en sí misma considerada-, lo que justifica que, aun cuando prurifásico, este procedimiento no está sujeto a un orden de evacuación tan rígido y acartonado que no permita variar las descritas etapas que lo caracterizan, de cara a precisas hipótesis.

En consecuencia, es claro que el procedimiento hermenéutico, por tratarse de una actividad de raigambre lógica, está conformada por la sumatoria de varios pasos o fases, unas más generales que otras, pero en todo caso unidas por un propósito común: establecer el contenido real del negocio jurídico, en nuestro caso del contrato, una de sus manifestaciones, sin duda la de mayor elocuencia. De allí que la doctrina aluda a un ‘iter interpretativo’, en prueba fehaciente de la presencia de diversos escaños, etapas, pasos o fases.

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?- Alberto Trabucchi. Instituciones de derecho civil, T.II, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1967,p 193. 125 - El negocio jurídico, Bosch, Barcelona, 1958, p. p. 323 y 324.

126 - En torno a esta clasificación contractual así como en punto a sus alcances generales, véase nuestro ensayo: La responsabilidad civil médica, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2002, p 125.

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4. La búsqueda de la ‘común intención de la partes contratantes’, como principio rector de carácter hermenéutico.

En un todo de acuerdo con lo señalado en apartes que anteceden, se tiene establecido que, en tratándose del sistema subjetivo -puro o morigerado-, la búsqueda de la común intención de las partes contratantes se constituye en su norte, en su ratio última, puesto que como ya se anticipó, si el sustrato o tejido del contrato causalmente lo determina la voluntad de los extremos de la relación negocial, la que en tal virtud obra como percutor en lo que a sus efectos jurídicos se refiere, es ella la que debe ser escrutada en aras de lograr su interpretación, un prototípico posterius, desde luego sin hacer del voluntarismo un culto, conforme se expresó127.

No se desconoce que un sector de la doctrina, radicalmente opuesta a la tesis voluntarista, pregona una tesis objetiva, que proclama que es menester trascender la voluntad interna, esto es en su estado psicológico, a fin de que se pueda interpretar lo realmente declarado por ellos, que es lo externamente congnoscible, habida cuenta que insistir en un rastreo netamente volitivo se entiende inconveniente, a la par que artificial y estéril, “…pues las voluntades de los seres humanos con demasiada frecuencia son frágiles, contradictorias, inestables, caprichosas; incluso arbitrarias”, consideración que ha originado ácidas críticas por parte de ciertos doctrinantes, hasta el punto que se ha llegado a afirmar que es”… un engaño de la teoría clásica insistir en la búsqueda de intenciones comunes allí donde sólo pueden encontrarse intenciones divergentes”128.

Tampoco se desconoce los cuestionamientos formulados a la teoría objetivista pura, precisamente por pretender, a ultranza, imponer una voluntad tan abstracta, e inconexa con la realidad negocial, esto es con lo que las partes, de ‘carne y hueso’, pretendieron, que termina desdibujándose lo querido por ellas, a pretexto del hallazgo de una voluntad sintonizada con el clima y con la atmósfera sociales (‘ambiente social’), olvidándose de plano del origen real del contrato, el cual reside justamente en la voluntas de los contratantes, y no en la que el intérprete, desde la periferia, mejor aún desde su observatorio de cristal, crea más a tono con patrones abstractos e ideales, por de pronto muy alejados de los tenidos en cuenta al momento de la celebración del respectivo negocio jurídico, momentum que no puede ser despreciado o -in toto preterido-, como si fuera cierto que “Al instante de su interpretación el contrato es independiente del pasado, de lo que las partes querían cuando

127 Como bien lo ha indicado la jurisprudencia colombiana, “la interpretación del negocio jurídico se dirige a establecer la voluntad normativa de las partes o a investigar el significado efectivo del negocio (Messineo, Francesco. Manual de Derecho Civil y Comercial. Tomo II. Doctrinas Generales. Traducción de Santiago Sentís Melendo. Ediciones Jurídicas Europa - América. Buenos Aires. 1954. Pág. 483.) Se indica, así mismo, que “la interpretación debe orientarse a determinar el significado más correcto del negocio, en consideración a su función y a su eficacia como acto de autorregulación de los intereses de los particulares” (Scognamiglio, Renato. Teoría General del Contrato. Traducción de Fernando Hinestrosa. Publicación de la Universidad Externado de Colombia. Bogotá. 1983). Es claro, entonces, que a través de este instrumento se pretende determinar el real alcance de la declaración de los contratantes, el significado del negocio por ellos concertado, particularmente, aunque no únicamente, cuando existan oscuridades o ambigüedades en la materialización del querer de las partes…”. Corte Suprema de Justicia de Colombia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 19 de diciembre de 2008. Exp. 11001-3103-012-2000-00075-01, Magistrado Ponente, Dr. Arturo Solarte Rodriguez.

128 - Jorge López Santa María. Los contratos, Vol I, op.cit, pp. 351 y 352.87

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lo celebraron”129, puesto que como tantas veces lo hemos señalado, no es el querer del intérprete el que debe imperar, sino el de las partes, artífices del acto materia de escrutinio.

Del mismo modo, no se puede soslayar que ambas posturas, por su verticalidad, y por el grado de radicalismo asumido por sus propugnadores, lucen extremas, según lo hemos anticipado, precisamente por la ‘unilateralidad’ de sus planteamientos, de suerte que como lo refiere el Profesor de la Universidad de Roma, Emilio Betti, debe reconocerse que “… estas teorías pecan, unas más, otras menos, de unilateralidad en la visión del problema, bien que le planteen en términos equivocados, bien que se limiten a considerarlo sólo bajo un aspecto singular, o ya que generalicen indebidamente en relación con todos los negocios, criterios, que tienen su sentido y valor solamente en relación con algunas categorías de negocios. Plantean en términos equivocados el problema las dos teorías extremas, que representan soluciones en sentido opuesto: la teoría de la voluntad y la teoría de la declaración -la primera dirigida a dar prevalencia a la ‘voluntad real’ del declarante tanto en la interpretación como en la calificación sobre la validez del negocio; la segunda, por el contrario, dirigida a dar prevalencia a la declaración abstractamente considerada, tal y como puede ser recognoscible por el destinatario o en el ambiente social-. La cuestión de si la ‘voluntad interna’ (porque esa es la ‘voluntad verdadera’) debe prevalecer sobre la declaración, o si la declaración deba prevalecer sobre la voluntad interna, expresa una alternativa inadmisible en el plano jurídico, por lo que es evidente que está mal planteada. Porque la voluntad de las partes no adquiere relevancia jurídica, sino precisamente, en cuanto sea recognoscible bajo la forma de declaración o de comportamiento, por lo que no puede ser colocada en el mismo plano de esta forma, ni asumir un valor por sí misma, en antítesis con aquélla”.130. En consecuencia, no puede negarse que la voluntad, percutor o detonante de los efectos negociales (causa generatriz), en sí misma considerada, requiere tornarse congnoscible o, si se prefiere pública, motivo por el cual requiere un vehículo fiable que le exteriorice y, en tal virtud, que la haga visible, como quiera que, in mente retenta, no puede trascender, por la potísima razón de que la voluntad en el fuero meramente interno, se torna desconocida para todos los mortales, desprovistos de facultades adivinatorias.

“En su estado interno”, lo habíamos reseñado hace varios lustros, “la voluntad se halla desprovista de eficacia jurídica y necesita ser conducida por su declaración hasta el mundo exterior”, por cuanto “El derecho, en desarrollo de su función teleológica de tutelar las relaciones vinculantes de los individuos, solo puede reconocer como existentes aquellas actuaciones que inequívocamente adquieran cierta y determinada identidad en el tráfico jurídico, pues si el derecho es para el hombre, es más que natural que éste tenga a lo menos la oportunidad de palpar lo que sus semejantes pretenden realizar. Por ello, el ordenamiento jurídico no se interesa en lo que aún no ha tenido principio de ejecución….”, de lo que se desprende que “la voluntad como fenómeno sicológico (interno) requiere asomarse al exterior, toda vez que ella necesita ser aprehendida para así convertirse en materia de conocimiento por parte de los interesados”131.

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?- Esta es la opinión del Profesor López Santa María, ya citado, quien reconoce que esa es su “…conclusión personal”, aun cuando “Otra es la realidad en la actual legislación y jurisprudencia chilenas”, y en general en la esfera comparada, incluida la colombiana, que no se distancia de la prohijada en nuestra hermana nación. Los contratos, op.cit, p. 354.

130- Emilio Betti, La interpretación de la ley y de los actos jurídicos, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, 1971, p. 356.131

?- Estructura de la forma en el contrato de seguro, op.cit, p.p. 74 y 75.

Sobre este particular, el Profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México, Ramón Sánchez Medal, consciente de la radicalidad de las tesis voluntaristas y declaracionistas puras, no duda en poner de presente, en

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No obstante lo anterior, lo señalado no quiere significar que lo querido, lo realmente deseado, o sea la piedra de toque del negocio celebrado, no importe para absolutamente nada, hasta el punto que, imbuidos por el objetivismo puro, pensáramos que lo que relevante es sólo lo que ha quedado tatuado -o coloreado- en la declaración, único criterio que debe ser tomado en cuenta, con abstracción de todo vestigio subjetivista, debido a que lo que debe extraerse no lo querido supuesta o figuradamente por las partes, sino lo que tiene trascendencia en el cosmos o ambiente social. Por ello, desde esta perspectiva, debe entenderse bien que se quiere significar mediante el empleo de las expresiones ‘común intención’, o ‘intención de los contratantes’, que no es nada distinto de reconocer que la voluntad sin forma, sin que pueda ser canalizada hacia el exterior, es como la ‘espada de Bernardo, que ni pincha ni corta’, en atinada alusión del Maestro Ihering. De allí que, de la mano del Profesor Doménico Barbero, expresemos que, “… en el negocio jurídico (manifestación voluntaria de intención), el dato a escrutar es la ‘manifestación negocial’, el valor a reconocer, la ‘intención’. Interpretar el negocio jurídico significa, por tanto, escrutar la ‘manifestación’ para reconocer su ‘intención’(…) No es exacto, a nuestro juicio, que la investigación de la intención no sea cometido del intérprete; la intención, como dato innegable subjetivo, no puede ser más que un dato de hecho y, por tanto, entra seguramente dentro del ámbito de la que es la indagación interpretativa: sólo que entra en él –no siendo conocido todavía-, no como objeto, sino como fin de la interpretación, o si se prefiere, como objeto de la investigación a la cual se quiere llegar mediante la interpretación de los datos de hecho relevantes”132.

Queda claro entonces que la búsqueda de la común intención de los contratantes, no debe entenderse como una operación especulativa, desprovista de toda fiabilidad y por completo extraña a su declaración que, en condiciones de fidelidad negocial, debe expresar realmente la intentio in negotio, esa que no puede ser soslayada pretextando la investigación periférica, esa que se hace sublimando elementos de estirpe diversa, con independencia de la génesis del acuerdo, propiamente dicho133. Por eso, como tolerar que en todos los casos, prescindiendo de la realidad del caso individual, se le dé la espalda a la señalada búsqueda, sin ninguna fórmula de juicio, sólo por aquello de que el intérprete debe estar sintonizado, por sobre todo, con el ‘ambiente social’, como si el ambiente negocial, en sí mismo considerado, debiera ser derruido, per se.

Una interpretación equilibrada, amén que cauta, debe primero procurar encontrar esa voluntad que, por Intermedio de su exteriorización, revele lo realmente querido por las partes, artífices señeros del contrato, por supuesto sin alterar su plataforma, ni tampoco recrear una voluntad inexistente o, por lo menos, enteramente divergente, tanto que se desdibuje el contenido del negocio jurídico celebrado, para lo cual podrá acudir a diferentes expedientes, por vía de ejemplo con el propósito de auscultar el comportamiento interpartes a lo largo del iter contractual, incluso después de expirado el mismo (comportamientos anteriores, concomitantes o posteriores a la celebración del negocio jurídico, en general).

forma acertada, a la par que equilibrada, que, “En realidad, la teoría de la voluntad interna y la de la voluntad declarada son posiciones extremas, ya que la sola voluntad interna no tiene relevancia jurídica, en virtud de que las reservas mentales no sirven de guía para la interpretación del contrato, como tampoco tienen trascendencia jurídica, en forma escueta la voluntad declarada, en vista de que no son de tomarse en cuenta las declaraciones emitidas en broma o por simple juego o con fines didácticos. Así pues, para interpretar el contrato no hay que pronunciarse únicamente por la voluntad interna declarada, o sea ir al encuentro de la intención común de las partes en la medida que ambas exteriorizaron su voluntad interna”. De los contratos civiles, op.cit, p. 60.132Doménico Barbero, Sistema del derecho privado, Vol I., EJEA, Buenos Aires, 1967, pp. 602 y 603. 133- Como expresamente lo registra don José María Manresa y Navarro en sus conocidos y aplaudidos Comentarios al Código Civil Español, “En principio la ley coloca la intención de los contrayentes, que es le alma del contrato, sobre las palabras, que son el cuerpo en que aquélla se encierra, y tan es así, que cuando se atiende al sentido literal, es porque, siendo los términos claros, se supone que en ellos está la voluntad de los contratantes; en suma valen las palabras, no por sí, no por lo que dicen”, T.VIII, Hijos de Reus, Madrid, 1918, p. 725.

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Empero, si agotado ese camino, no aflora la referida intención, o existen dudas tan profundas y consistentes que impidan su genuino esclarecimiento, el intérprete podrá acudir a criterios de estirpe objetiva, muy especialmente con el fin de hacer acorde el mencionado contenido con el entorno -o ambiente- social, cabalmente entendido, puesto que en tales casos le corresponde proceder con razonabilidad, pauta ésta de singular valía en estos menesteres, se anticipa, así parezca difícil fijar sus contornos, pero que, in primis, evoca y reclama equilibrio, y no arbitrariedad o tiranía hermenéutica.

En este orden de ideas, el deber del hermeneuta es el de realizar la actividad interpretativa sin dogmatismos, o actitudes rayanas en el ‘unilateralismo’, esto es comenzando por la búsqueda de la intención de los extremos de la relación negocial, a través de su exteriorización, sin sacrificarla o erosionarla, lo que explica que no podrá fiarse ciegamente por lo que expresa “…lo literal de las palabras” (art. 1618 del Código Civil Colombiano). Pero si la empresa resulta frustránea, antes que suponer o fingir una determinada voluntad, es preferible que, desde su observatorio, con estribo en la razonabilidad en comentario, establezca el alcance los derechos y obligaciones emergentes del acuerdo de voluntades, de modo abstracto, gracias al empleo de reglas de índole objetiva.

Este es, de modo muy general, el estado de la cuestión en torno al tema de la común intención de las partes contratantes, entendida como derrotero primigenio de la labor asignada al intérprete contemporáneo, muy especialmente en el ámbito legislativo y jurisprudencial, obviamente haciendo las excepciones pertinentes, ante todo de carácter doctrinal, pues como observamos esta búsqueda, así orientada, tiene adeptos, pero también arraigados detractores. Y ha sido, además, el genuino pensamiento de los autores que más influyeron en la codificación francesa, y con ella la de otras naciones del orbe, en concreto de J. Domat, y de R.J. Pothier. Para el primero, como tuvimos ocasión de examinar -en aparente primicia por haberse anticipado un tiempo considerable a la entronización del criterio de la razonabilidad, sinónimo de admisibilidad-, “… Si la intención común de las partes no se descubre por lo expresado por ellas, y no se puede establecer por los usos del lugar o de las personas que han celebrado la convención, o por otras vías, será necesario atenerse a la que resulte más admisible, conforme a dichas vías”134, y para el segundo que “…debe buscarse en las convenciones cuál ha sido la común intención de las partes contratantes, mejor que no el sentido gramatical de los términos”.135

Lo cierto, ello es fundamental, en materia legislativa desde los albores de la codificación civil a comienzos del siglo XIX, el hallazgo de esa voluntad común, ha sido una constante, aún en legislaciones paradigmáticas del pasado siglo, como la alemana de 1900, y la italiana de 1942, las que a su turno se tradujeron en modelo internacional de otras de la misma centuria e, incluso, del siglo XXI.

No es de poca monta que, expressis verbis, la primera señale en su artículo 133 que, “En la interpretación de la declaración de voluntad ha de darse preferencia a la voluntad real sobre el sentido literal”, y la segunda, a su turno, que “Al interpretar el contrato se debe analizar cuál ha sido la común intención de las partes, sin limitarse al sentido literal de las palabras” (art. 1362, C.C.), postulado que, incólume, conservaron codificaciones de la década de los ochenta y de los noventa. Es el caso de las legislaciones, entre otras más, de Paraguay y la Provincia de Québec. Efectivamente, el artículo 708 del C. C. Paraguayo de 1987, prescribe que, “Al interpretar el contrato se deberá indagar cual ha sido la intención común de las partes y no limitarse al sentido literal de las palabras”, a la vez que el art. 1425 del Código de Québec de 1991, impera que, “En la interpretación del contrato, se debe buscar cuál ha sido

134- Jean Domat. Les loix civiles dans leur ordre natural; le Droit public et legum delectus, T.I, op.cit, p.22.135

?- R. J. Pothier. Tratado de las obligaciones, op.cit, p.60.

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la común intención de las partes, antes que detenerse en el sentido literal de los términos utilizados”. Incluso legislaciones tan modernas como la brasileña de 2002, siguen aludiendo a que “En las declaraciones de voluntad se atenderá más a la intención (…)”(Código Civil, art. 112), en prueba inequívoca de que en la esfera del Derecho positivo, las ideas pregonadas por los opositores de esta tesitura no han tenido eco legislativo.

Es más, a nivel supranacional, la Convención de Viena de 1980 sobre ‘Compraventa Internacional de Mercaderías’ -que previamente anotamos que fue aprobada en Colombia el 4 de agosto de 1999 mediante la ley 518, y luego promulgada en virtud del Decreto 2826 del 21 de diciembre de 2001- hace lo propio (art. 8, numeral 2)136, como igualmente se hace en los recientes ‘Principios de UNIDROIT para los Contratos Comerciales Internacionales’, en los ‘Principios del Derecho Europeo de Contratos’ (Proyecto Lando) y del denominado Código Europeo de los Contratos (Proyecto Gandolfi), expresión del vivo deseo de dotar de uniformidad a la materia contractual en el campo internacional, se evidencia que esta acentuada tendencia se refrenda de nuevo, toda vez que en su articulado, expresamente, la búsqueda de la ‘común intención’ se traduce en ese mandato que, primeramente, debe observar el intérprete, hasta el punto que sólo en defecto de dicho hallazgo, ello es basilar, estará facultado para explorar otras alternativas, siempre en función de una actividad hermenéutica que luzca razonable (criterio de la razonabilidad), en inequívoca muestra de la tendencia imperante en este campo, en el sentido de buscar, en dicha hipótesis, una interpretación que se efectúe de acuerdo con el mencionado criterio, ‘nuevo’ derrotero que, subsidiariamente, informa la materia en los tiempos que corren, por lo demás de utilidad y significación, evocándose el reasonable man del Derecho anglosajón137.

Así, por vía de ilustración, el artículo 5.101 de los Principios del Derecho Europeo de Contratos, prescribe que “… si no puede establecerse la intención [‘la intención común de las partes´], el contrato se interpreta de acuerdo con el significado que personas razonables en situación semejante a las partes, le hubieran atribuido en las mismas circunstancias”138.

136- Véase con provecho el artículo del Dr. Ramiro Araújo S. Principios de interpretación de la convención de Viena sobre compraventa internacional de mercaderías, en Compraventa internacional de mercaderías. Comentarios a la convención de Viena de 1980, Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana, 2003, p..267 y ss. De igual modo, puede verse la interesante investigación de la profesora María Serrano F., en la que se resalta de la Convención de Viena en comento, que rige entre nosotros, como se anotó y en un apreciable número de países, que “La doctrina está de acuerdo en afirmar que el párrafo primero del artículo 8 contiene una norma de interpretación subjetiva” [1. A los efectos de la presente Convención, las declaraciones y otros actos de una parte deberán interpretarse conforme a su intención cuando la otra parte haya conocido o no haya podio ignorar cuál era esa intención] Estudios de derecho comparado sobre la interpretación de los contratos, Tirant Lo Blanch, Valencia, 2005, p.365.

137- En adición a los autores ya citados, acerca de este renovado criterio de interpretación, conocido de diferentes maneras, una de ellas el del ‘hombre razonable’, o el de la razonabilidad hermenéutica, entre otros nombres más, véase a Jorge López Santa María. Sistemas de interpretación de los contratos, op.cit, pp. 173, y s.s; a Erich Danz, La interpretación de los negocios jurídicos, op.cit, pp. 96 y s.s; a Raúl Aníbal Etcheverry. Derecho comercial y económico. Obligaciones y contratos comerciales, op.cit, p. 286, Luis Díez-Picazo, Encarna Roca y Antonio. M. Morales, Los principios del derecho europeo de contratos, op.cit, p. 256. y a María Serrano Fernández. Estudios de derecho comparado sobre interpretación de los contratos, op.cit, pp. 360, 366 y .s.s, y p. 405. Lo propio, a la doctrina francesa, entre varios, a Marie-Heléne Maleville. Pratique de l’interpretation des contrats, Publications de l’université de rouen, 1991, pp. 258 y s.s.138Aun cuando se estima que este criterio es lozano, el que a juicio de algunos se traduce en “… una concepción jurídica totalmente nueva y en un método totalmente nuevo de interpretación” (E. Danz. La interpretación de los negocios jurídicos, op.cit, p. 97), como se recordará (numeral dedicado a los sistemas de interpretación), tuvimos ocasión de hacer un rastreo histórico que nos condujo a la obra de J. Domat de 1777 (Les loix civiles dans leur ordre natural; le Droit public et legum delectus, T.I, op.cit, p. 22), en la cual se aludía a él, con manifiesta antelación, es decir varios siglos antes de su aparente irrupción.

? Sobre este precepto, comentan los doctrinantes Luis Díez-Picazo, E. Roca Trias y A.M. Morales, que el mismo es una confirmación de que “La autonomía de la voluntad sigue influyendo en las diferentes propuestas y en tema de la interpretación esto se puede comprobar de forma muy clara” “1.La intención común de las partes. Los Comentarios que figuran en este apartado de los PECL, ponen de relieve que aquí se acepta la solución seguida por la mayoría de los ordenamientos de los Estados Miembros de la UE y que ello no debe parecer extraño, puesto

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Esta misma regla aparece consignada en los ‘Principios de UNIDROIT para los Contratos Comerciales Internacionales’ de 1994, art. 4.1, numeral 2 (Intención de las partes), así como el Convención de Viena de 1980, art. 8, numeral 2, relativa a la Compraventa Internacional de Mercaderías. También en el Código Europeo de Contratos (Proyecto Gandolfi, Academia de Pavía), pues en su artículo 39, se dice que “1.Cuando las declaraciones contractuales muestren de modo claro y unívoco la intención de las partes, el contenido del contrato se determinará conforme al tenor literal de éste (…)Cuando el texto contractual suscite dudas que no pueden resolverse mediante una consideración global del mismo, ni recurriendo a las declaraciones y actos de las partes, aún posteriores a la conclusión del contrato, éste último se interpretará conforme a la intención común de las partes, deducida igualmente atendiendo a los elementos extrínsecos que tengan relación con las partes”. E igualmente la Propuesta para la modernización del Derecho de obligaciones y contratos, toda vez que su artículo 1278, manifiesta que “Los contratos se interpretarán según la intención común de las partes la cual prevalecerá sobre el sentido literal de las palabras. Si uno de los contratantes hubiere entendido el contrato o alguna de sus partes en un determinado sentido que el otro, en el momento de su conclusión, no podía ignorar, el contrato se entenderá en el sentido que le dio aquél. Cuando el contrato no puede interpretarse de acuerdo con lo que disponen los párrafos anteriores, se le dará el sentido objetivo que personas de similar condición que los contratantes le hubieran dado en las mismas circunstancias”.

Y por último, para no extendernos en demasía, acontece con el artículo 1136, del Anteproyecto de reforma del Código Civil Francés (Comisión Catala), el que a la letra reza que “En las convenciones se debe buscar cuál fue la común intención de las partes contratantes, antes que limitarse al sentido literal de los términos”139.

Ahora bien, en la órbita jurisprudencial, igualmente se observa una reiterada inclinación por darle cabida a una interpretación que, a tono con lo reglado por los ordenamientos respectivos, propenda por la búsqueda de la ‘común intención’, o por la ‘intención de los contratantes’, según la redacción preceptiva correspondiente. En el caso de Colombia, en los albores del siglo XXI, nuestra Corte Suprema reiteró su opinión en este mismo sentido, al registrar que, “En fin, no ha de limitarse siempre el exégeta a una interpretación gramatical por claro que sea el tenor literal del contrato, pues casos hay en los que debe acudir a auscultar la intención común, de lo que han querido o debido querer los contratantes, sobre todo si se tiene en cuenta que es la voluntad interna y no la declarada la que rige la hermenéutica contractual”140, todo como corolario del principio de la intencionalidad que gobierna el Derecho colombiano, naturalmente con las matizaciones y excepciones que en su oportunidad expondremos, esto es cuando le pasemos revista a las reglas de interpretación de carácter legal, inmersas en el Código Civil patrio.

En conclusión, no puede decirse que, en la actualidad, pese a algunas voces disonantes que existen en la doctrina, la investigación de la ‘común intención de las partes’, sea algo superado, completamente caduco o anticuado, digno de ser tomado en cuenta pero en calidad

que el contrato es por naturaleza una creación de las partes y el juez debe respetar sus intenciones, ya sean implícitas o explícitas, incluso cuando se hayan expresado de forma ambigua u obscura. Otra cosa será cuáles van a ser los métodos utilizados para intentar averiguar esa intención común (…)el juez no puede inventar un resultado contrario a la decisión de las partes, ni tan siquiera cuando utilice reglas objetivas (…) Debe respetar siempre y en todo momento la voluntad inequívoca de las partes”. Los principios del derecho europeo de contratos, op.cit, p.252139- Expresivo, en efecto, es el comentario (nota) que se hace para justificar este precepto en el Anteproyecto, de acuerdo con el cual “Es esencial mantener en el inciso anterior la disposición actual del art. 1156, pilar y regla memorable (…)Ella proclama el principio de la interpretación, el principio exegético de que el espíritu prevalece sobre la letra”.

140-Sentencia de 1º de agosto de 2002; Exp: 6907.

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de pieza de museo, como un mero datum histórico. Ni lo uno, ni lo otro, obviamente con las morigeraciones apuntadas, muy especialmente merced a la convergencia, de una parte, de reglas sincronizadas de carácter subjetivo y objetivo -de operancia supletoria- y, de la otra, de la aplicación, respecto a las segundas, de criterios como el del ‘hombre razonable’, ya esbozados, cánones y consideraciones que, en general, dominan esta temática en el Derecho comparado, incluida la jurisprudencia, así como los proyectos de regulación supranacional, ya mencionados, tangencialmente. Cosa enteramente distinta, es que no se pueda pregonar una hermenéutica únicamente de tipo voluntarista o subjetiva -pura-, como a espacio se examinó. De allí que la búsqueda de la supraindicada ‘común intención’ y, entre nosotros, de la ‘intención de los contratantes’ (art.1618, C.C), se erija en derrotero primario de carácter hermenéutico, pero no en el único, según sea el caso, en la inteligencia de entender cabalmente la expresión ‘común intención’, o ‘intención de los contratantes’, esto es no haciendo un culto exacerbado y, por tanto, distorsionado del elemento interno o privativamente volitivo, como se mencionó en apartes anteriores, en razón de que in menta retenta, lo anotamos, las voliciones no están llamadas a trascender.

Esclarecido lo que antecede, ya para culminar este aparte, y por estar íntimamente ligado con él, cumple anotar que, sin perjuicio de lo que se ha señalado en relación con el tema del objeto de la interpretación, específicamente en punto a la búsqueda de la ‘común intención’ de los contratantes, no puede soslayarse que la interpretación de un contrato, en sí misma considerada, se encuentra íntimamente vinculada a su documentación, lo que, en cierta forma, prima facie, no resulta muy comprensible, si se considera que, por regla, la formación de aquellos no reclama la solemnidad del escrito, como quiera que el principio que campea con fuerza en el ordenamiento jurídico es el de la ‘libertad de forma’ o, si se prefiere, el de la ‘consensualidad de los negocios jurídicos’. Si los contratantes, en aplicación a este axioma, se limitaran a explicitar su voluntad de manera verbal, sin plasmarla en documento alguno, poca o relativa utilidad se encontraría a las reglas diseñadas por el legislador para interpretar los contratos, pues toman como punto primigenio de partida la existencia de una manifestación escrita del compromiso obligacional, obviamente no exigida en todos los casos.

La importancia, pues, de las referidas reglas, está circunscrita más a los casos concretos de los contratos solemnes, particularmente de aquellos que reclaman de un instrumento, sea público o privado, así como a aquellos otros eventos en que la documentación del acto tiene un propósito típicamente probatorio o instrumental, éste último cardinal para la época en que se expidió la codificación civil colombiana (siglo XIX), pues era el propio legislador el que, sin reclamarlo como requisito ad substantiam actus, ordenaba que todos los contratos cuya cuantía fuera superior a $500,oo, debían constar por escrito, regla ésta -por fortuna- derogada hace ya varios decenios.

La preponderancia del escrito, bien por razones sustanciales, o por motivos probatorios, justificó entonces la inclusión de unas pautas de interpretación de los contratos en los códigos civiles decimonónicos, inspiradas, además, en la preeminencia de la voluntad subjetiva, reconocida como piedra angular de toda relación contractual. Desde esta perspectiva, resulta innegable que a dichas directrices subyace un problema de comunicación, esto es, de exteriorización y comprensión de las estipulaciones contractuales y, en últimas, de conocimiento de la ley negocial, no sólo por las partes mismas, sino también por terceros.

Así concebidas, las reglas en cuestión procuran solucionar una dificultad en el uso del lenguaje, cuyo manejo ofrece inconvenientes que no sólo emanan de las limitaciones fisiológicas, culturales, educativas, e incluso de la forma individual de concebir las cosas, sino también de la mayor o menor facilidad que se tenga para exteriorizar el pensamiento y, más aún, para revelar una voluntad concertada. En este sentido, se comprende que tales pautas tengan el confesado propósito de traducir la voluntad negocial, de una u otra forma revelada

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mediante un conjunto de palabras que, articuladas, persiguen dibujar la idea de contrato que tuvieron las partes. Por eso el juez, como se explicitó en precedencia, no puede servirse de estas reglas a manera de arquetípico artífice, sino de intérprete, propiamente dicho, habida cuenta que no moldea -o esculpe- la voluntad de los contratantes, sino que la descubre o revela, inicialmente, a partir de las expresiones lingüísticas utilizadas por ellos, sin perjuicio de empleo de otros expedientes encaminados a reconstruir la supraindicada voluntas, desde luego hasta donde ello racional y funcionalmente se torne posible, también como se acotó, debido a que no se puede imponer -‘a palos’- un querer determinado, en este caso, valga el juego de palabras, ‘no querido’ y, por ende, no genuino.

5. Naturaleza jurídica y fuerza vinculante de las reglas de interpretación de los contratos

De vieja data, por ser un punto no exento de controversia, existe una interesante discusión alrededor de las llamadas reglas, principios, cánones, pautas o directrices de interpretación141, entre otras expresiones más, como quiera, de una parte, que en su oportunidad se puso en entredicho la conveniencia de que el legislador se ocupara de ellas y, de la otra, también se ha discutido si se tornan vinculantes para sus destinatarios, sobre todo para el juez, en la inteligencia de que podrían ser más bien consejos, recomendaciones o meras directrices, carentes de todo poder vinculatorio y ayunas de cualquier jerarquización, a lo que se agrega otra polémica íntimamente ligada con la temática anterior, no menos relevante, sobre todo en plena y sostenida globalización, consistente en determinar si dichas normas revisten carácter imperativo para las partes contratantes, o por el contrario son dispositivas, en cuyo caso podrían ser alteradas y, por ende, modificadas ex contractu.

141 Es importante advertir que, por ahora, es decir en forma provisional, sin soslayar un estudio más detenido del tema -que deferimos a un numeral posterior de este ensayo -, nos referiremos indistintamente a las reglas de interpretación y a las reglas o principios interpretativos, reconociendo, en todo caso, que a nuestro juicio existe una diferencia entre principio y regla hermenéutica, muy especialmente en los regímenes en los que la búsqueda de la común intención de las partes, se traduzca en coordenada informadora (principio rector), conforme se acotó, supuesto frente al cual las pautas o postulados restantes se erigirán en reglas, stricto sensu, que no principios, menos de carácter general (principios generales).

En este mismo sentido, si bien es cierto que un sector minoritario de la doctrina internacional considera que existen diferencias entre una y otra expresión, buena parte de la misma establece entre ellas una sinonimia, lo que en nuestro entender es correcto, porque la anunciada diferencia no reviste la entidad suficiente que, in claris, justifique plena e inequívocamente su escisión, la que además podría confundir al lector, por su sutileza. Así, por vía de ejemplo, el doctrinante Santiago Espiau Espiau sostiene, desde su perspectiva, que “… conviene asimismo hacer una referencia a la distinción entre reglas de interpretación y reglas interpretativas. Ciertamente, entre unas y otras existe un punto de contacto que no es otro que la determinación del sentido y alcance del contenido contractual voluntario. Pero presupuesto este punto de contacto común, la finalidad que orienta unas y otras reglas es diferente. La finalidad de las reglas de interpretación es establecer los medios y los criterios que permitan averiguar la voluntad de los contratantes. Por el contrario, las reglas interpretativas se orientan a la resolución de cuestiones dudosas y a atribuir un significado determinado a una manifestación del consentimiento contractual que no es posible dilucidar a través de la aplicación de los medios y criterios interpretativos… De este modo, las reglas interpretativas integran o constituyen lo que antes se ha calificado de interpretación objetiva del contrato”. Interpretación del contrato y bases del derecho contractual europeo, en Bases de un Derecho Contractual Europeo. op.Cit., p.219.

Más precisa se nos antoja, si de precisiones de trata, la diferencia que algunos perfilan entre reglas y criterios de interpretación, con el propósito de asignarle a estos últimos (los criterios) el carácter de continente de expresiones o revelaciones como las emanadas de los usos, la buena fe, la economía negocial (teleología jurídico-económica), etc. También en la dogmática jurídica, ciertos autores refieren a los medios de interpretación, enderezados, prevalentemente, a asegurar la consecución del fin esencial: la búsqueda y ulterior hallazgo de la común intención de las partes (conducta de las partes, etc).

Nosotros, por consiguiente, nos referiremos a menudo a un principio rector: la mencionada búsqueda de la “…intención de los contratantes” (art. 1618, C.C.), y a un haz de reglas complementarias, colaterales, o periféricas de interpretación, ora subjetivas, ora objetivas, según el caso. Y más episódicamente, a reglas y criterios de interpretación, en este último supuesto para cobijar a la buena fe, a la equidad y a la razonabilidad, por vía de ilustración (criterio hermenéutico).

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También es conveniente auscultar si encuadran en la arquitectura de principios generales de derecho, principios rectores o reglas jurídicas, entre otros puntos temáticamente muy próximos, Por ello, entonces, analizaremos esta problemática seguidamente.

5.1 Naturaleza jurídica de las reglas interpretativas: ¿principios generales, principios jurídicos rectores o reglas de interpretación?

Buena parte de la jurisprudencia y la doctrina patria y foránea, de antiguo, se refieren indistintamente al sujeto temático materia de nuestro análisis, como reglas, principios, cánones, pautas, guías o parámetros de interpretación. Lo paradigmático es que estas denominaciones que, en rigor, deberían reflejar la arquetípica naturaleza jurídica de las normas que regulan la hermenéutica contractual, han sido desprevenidamente asignadas como rótulos que, más que a un intenso ejercicio de reflexión, obedecen a motivos mecánicos o de sonoridad de la expresión.

En efecto, las más de las veces, los estudios relacionados con la interpretación de los negocios jurídicos pasan por alto el análisis de la correcta denominación que se debe dar a las reglas contenidas en la legislación, como si se tratase de una discusión irrelevante o inocua, ayuna de efectos en la praxis jurídica contemporánea. Nada más alejado de la realidad, pues como bien es sabido, el rótulo de las instituciones jurídicas en general, a la par de su indiscutida función pedagógica y sistematizadora, cumple la importante misión de indicar cuál es la naturaleza jurídica de la figura sub-examine y, en esa medida, de orientar a la comunidad jurídica, en general, en torno a los linderos y las características que la informan. Por eso no resultan aconsejables del todo las denominaciones o los rótulos que se acompasan más con la simple y desprevenida repetición de lo que -de antaño- se continúa diciendo, sin descender a una depurada reflexión alrededor de lo precisas o pertinentes que pueden resultar. En suma, es una cuestión que trasciende lo meramente terminológico, o de preciosismo jurídico.

Esta ha sido, como se anotaba, la situación que han experimentado las reglas de interpretación, a las que en veces se les califica como principios, otras como reglas o como cánones, etc., repitiendo por doquier cualquiera de estas denominaciones y pasando desapercibidas las consecuencias que cada una de ellas acarrea. Por eso es por lo que se estima necesario esbozar, así sea de manera sumaria, cuál es la naturaleza jurídica que a ellas corresponde y, siendo respetuosos de las opiniones discrepantes, cuál es, en puridad y estricto rigor jurídico, la expresión más adecuada para referirse a ellas, desde luego a nuestro juicio.

Al respecto, in primis, cumple rememorar que el sistema de hermenéutica contractual tiene como objetivo vertebral encontrar la común intención de los contratantes -communis intentio o voluntas spectanda-. Por ello, como reiterativamente lo hemos puesto de presente en este estudio, ese es el norte que debe orientar la labor del intérprete y, en consecuencia, el punto de arribo o la meta a la que se debe aspirar, en lo posible, por lo que diversos ordenamientos jurídicos de orden nacional e internacional le atribuyen una suerte de status especial142, lógica consecuencia de que constituya el fundamento teleológico del sistema de interpretación, in globo. Ahora bien, sumado a ese objetivo principal, la normatividad prevé

142 Como en otra oportunidad en este escrito se describió, ello sucede, entre otros, en el marco de los principios UNIDROIT, los que señalan la preeminencia de la develación de la real intención de las partes contratantes en materia de interpretación: artículo 4.1, así como en los Principios de Derecho Europeo de los Contratos (art.5:101); es el caso, finalmente, de varios Códigos Civiles, como el artículo 1618 del Código Civil de Colombia; el artículo 1132, segundo párrafo, del Código Civil de Panamá; el artículo 510, fracción I, del Código Civil de Bolivia; el artículo 1298 del Código Civil de Uruguay; el artículo 1362 del Código de Napoleón; el artículo 1281, segundo párrafo, del Código Civil español; el artículo 708, primer párrafo, del Código Civil de Paraguay; el artículo 1560 del Código Civil de Chile; el artículo 1593, segundo párrafo, del Código Civil de Guatemala; el artículo 1851, segundo párrafo, del Código Civil de México para el D. F, etc.

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también una serie de reglas de carácter auxiliar, cuya labor es la de orientar al intérprete en su tarea de develar la communis intentio de los contratantes y, si ello no fuere posible, proveer diferentes mecanismos para solucionar las dudas y ambigüedades derivadas del texto contractual. De ahí que los sistemas hermenéuticos, como lo anotamos, sean complementarios.

Así las cosas, nótese cómo el sistema de interpretación no sólo se ocupa de señalar cuál es el objetivo principal que el hermeneuta debe procurar y que constituye la columna vertebral de su tarea, sino que además consagra una serie de reglas enderezadas a garantizar, en la mayor medida posible, la consecución del mencionado propósito; puesto en otras palabras, el sistema de interpretación señala cuál es la meta a lograr y suministra la guía o la hoja de ruta que se debe seguir para ello.

Por eso es por lo que, en puridad, es dable identificar dos tipos de disposiciones de distinta naturaleza jurídica en el marco de las normas de hermenéutica contractual, a saber: en primer lugar, aquella que consagra el objetivo orientador del intérprete y que, como tal, es la base teleológica y rectora de todo el sistema, y, en segundo lugar, aquellas que sirven como reglas de carácter auxiliar y cuyo cometido es colaborarle al intérprete en la consecución del referido objetivo central. Lo anterior, como es natural, conduce además a que la naturaleza y la jerarquía de unas y otras sea disímil, en la medida en que las denominadas reglas auxiliares están al servicio del cometido principal, tejiéndose entre ellas una relación de medio a fin143 que es indicativa, en primer lugar, de la imposibilidad de equipararlas desde el punto de vista jurídico y, en segundo lugar, de lo desacertado y equívoco que puede resultar calificarlas bajo el mismo rótulo o nomen –como si todas fueran principios o reglas-, en la media en que, en puridad, no pertenecen al mismo género ni comparten, in concreto, la misma naturaleza jurídica144.

Así, en lo que se refiere al objetivo medular de la interpretación, cual es, como se anticipó, hallar la común intención de los contratantes, varios son los aspectos que se deben clarificar, en orden a precisar mejor la naturaleza en comentario.

En primer lugar, partiendo de su indiscutido rol como norte o propósito rector de la tarea hermenéutica, es claro que, desde el punto de vista de la jerarquización, su importancia es un tanto mayor a la de las demás reglas de interpretación; en efecto, si se parte de la base de que éste es el fin hacia el cual se dirigen los denominados cánones de interpretación, en sentido amplio, queda en evidencia el carácter instrumental de éstos últimos, y la consecuente trascendencia teleológica del primero145; como bien lo indica Irving Copi y Carl

143 Así lo ha reconocido la propia Corte Suprema de Justicia de Colombia, que al respecto ha sostenido, se recuerda, que “… en el derecho privado nacional en materia de interpretación contractual rige el principio básico según el cual “conocida claramente la intención de los contratantes, debe estarse a ella más que a lo literal de las palabras” (artículo 1618 del Código Civil). Desde antiguo, la jurisprudencia y la doctrina han señalado que este principio es el fundamental dentro de la labor interpretativa, al lado del cual los demás criterios y reglas establecidos en el Código Civil toman un carácter subsidiario, instrumental o de apoyo, en la labor de fijación del contenido contractual…” (Sentencia del 19 de diciembre de 2008, op.cit., p.19).

144 Refiriéndose a la normatividad en general, el autor Ramón Ruíz Ruíz expresa que “… no todas las normas que integran un determinado Ordenamiento jurídico son iguales, sino que éstas pueden ser de muy distinto tipo y pueden ser catalogadas conforme a diversos criterios. Así, por ejemplo, el Derecho español distingue entre Constitución, leyes y reglamentos, y dentro de estos grupos, a su vez, entre ley orgánica y ley ordinaria, decreto-ley, decreto legislativo, real decreto, orden ministerial, etc. Pero existen también criterios doctrinales de clasificación de las normas, entre los que los más conocidos son los propuestos por Hans Kelsen y por Herbert L. A. Hart” (La distinción entre reglas y principios y sus implicaciones en la aplicación del derecho [En línea] http://www.urbeetius.org/newsletters/20/news20_ruizruiz.pdf) .

145 Así lo ha venido confirmando la Corte Suprema de Justicia colombiana. Efectivamente, el máximo tribunal ha

sostenido que, en su labor hermenéutica, el juez debe “… apoyarse en las pautas o directrices legales que se 96

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Cohen en su tratado de lógica, la relación medio a fin siempre supone una subordinación entre dos categorías discursivas, particularmente, la subordinación del medio, cuyo carácter es estrictamente vehicular, respecto del fin, cuya naturaleza es principal146.

Es así como descendiendo al caso de la hermenéutica contractual, es coherente afirmar que los cánones o pautas de interpretación –como tradicionalmente se les denomina- están en una posición de subordinación respecto del objetivo rector que es, como reiterativamente se ha dicho, la búsqueda de la común intención de los contratantes. Por eso, rectamente entendidas, cumplen una importante tarea instrumental, sirviendo de apoyo o estribo a la consecución del logro en cuestión, que como pudimos observar en el aparte pertinente de este estudio - reiterado en diversos segmentos del mismo-, es el eje del esquema hermenéutico negocial, de acuerdo con la communis opinio (ley, jurisprudencia y doctrina), y con los más modernos proyectos internacionales en la materia (principialística).

Esta divergencia en la jerarquización preceptiva es uno de los criterios a los que la doctrina tradicionalmente ha aludido para diferenciar, al menos desde el punto de vista material, un principio de una regla jurídica147. En este sentido, como bien lo indica Ramón Ruíz, aquellas disposiciones que sirven de norte del ordenamiento y cuya consecución se garantiza a través de normas de menor jerarquía, suelen encajar en la categoría de principios jurídicos, reservada justamente para aquellos mandatos que se erigen como aspiración del derecho148. Ello, como fácilmente se intuye, es perfectamente aplicable a la disposición que dispone encontrar la communis intentio en la esfera de la hermenéutica contractual, la que, como reiterativamente se ha dicho, refleja una aspiración del ordenamiento jurídico, un objetivo estructural para el cual se ha diseñado un variado número de reglas jurídicas, integrantes de un verdadero sistema, como ya se mencionó en precedencia. Puesto en otras palabras, se trata de una disposición de superior jerarquía que refleja la finalidad perseguida por la normatividad y a cuyo servicio hay unas reglas de carácter instrumental, encuadrando así en la categoría de principio jurídico.

Ahora bien, desde otra óptica, cumple recrear que “… el punto decisivo para la distinción entre reglas y principios es que los principios son normas que ordenan que se realice algo en la mayor medida posible, en relación con las posibilidades jurídicas y fácticas. Los principios son, por consiguiente, mandatos de optimización que se caracterizan porque pueden ser

encaminan, precisamente, a guiarlo en su cardinal tarea de determinar el verdadero sentido y alcance de las estipulaciones de las partes, de modo que pueda descubrir la genuina voluntad que, otrora, las animó a celebrar el contrato y a identificar, en la esfera teleológica, la finalidad perseguida por ellas, en concreto en lo que concierne al establecimiento de las diversas estipulaciones que, articuladas, integran el contenido contractual, objeto de escrutinio por parte de su intérprete (…) Todas estas directrices, en últimas, tienen el confesado propósito de evidenciar la común voluntad de los extremos de la relación negocial, lo mismo que fijar unos derroteros enderezados a esclarecer la oscuridad o falta de precisión que, in casu, puede presentar el texto contractual, bien desestimando interpretaciones que, inopinada o inconsultamente, conduzcan a privar de efectos a la cláusula objeto de auscultación, ya sea otorgándole relevancia a la naturaleza del contrato, bien interpretándolo de modo contextual, esto es, buscando armonía entre una cláusula y las demás, etc…” (Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia de febrero 28 de 2005. Exp. 7504, Magistrado Ponente, Carlos Ignacio Jaramillo J.).

146 Irving Copi y Carl Cohen. Introducción a la lógica. Limusa Noriega. México. 2001. p.118.

147 Es importante precisar que en el presente escrito no se pretende agotar el debate en torno a la distinción entre principios y reglas jurídicas. De antemano se reconoce la dificultad que éste último reviste y por ello simplemente se traen algunas consideraciones de orden general, con el propósito de elucidar el concreto objeto de análisis. Sobre este particular, para mayor información, vid. Hans Kelsen: Teoría General del Derecho y del Estado, trad. de E. García Maynez, U.N.A.M., México, 1983; H.L.A. Hart: El concepto de Derecho, trad. de G. Carrió, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990; Gustavo Zagreblesky El Derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, trad. de M. Gascón, Trotta, Madrid, 1995; Ronald Dworkin Los derechos en serio, Ariel, Barcelona, 1995.

148 Cfr. Ramón Ruíz. La distinción entre reglas y principios y sus implicaciones en la aplicación del derecho, op.cit.

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cumplidos en diversos grados y porque la medida ordenada de su cumplimiento no sólo depende de las posibilidades fácticas, sino también de las posibilidades jurídicas”149. Obsérvese entonces cómo desde esta perspectiva también es perfectamente viable afirmar que la norma según la cual el intérprete debe encontrar la común intención de los contratantes es, en puridad, un principio; en efecto, se trata de un mandato de optimización, una aspiración del ordenamiento que ordena realizar algo, pero que, como también reconoce el propio ordenamiento, puede ser cumplido en mayor o menor medida según las posibilidades fácticas y jurídicas: por eso es por lo que el propio ordenamiento diseña todo un andamiaje jurídico encaminado a garantizar su cabal aplicación, sin perjuicio de lo cual contempla también unas reglas alternativas –las reglas de interpretación objetiva-, para aquellos casos en que su cumplimiento, sub conditione, no ha sido posible. Ello demuestra que se trata de un mandato de optimización, cuyo cumplimiento es gradual y, así, devela su naturaleza como principio jurídico –o de derecho para otros-.

De lo anterior se desprende además otra conclusión: si bien la interpretación subjetiva es un principio jurídico en el Derecho occidental y continental (Civil Law), no se trata, como algunos afirman, de un inexorable principio general de derecho, habida cuenta que como mandato de optimización, cuyo cumplimiento no es total, sino gradual, admite excepciones y, en esa medida, no puede ser catalogado como principio general, stricto sensu150.

Al respecto, bien es sabido que un genuino principio de esta categoría, para ser tal, no puede ser exceptuado, en particular, sino que debe permear el ordenamiento jurídico in toto (irradiación plena), como sucede, ad exemplum, con la buena fe (solar)151. De ahí que al admitir excepciones (evidentes cuando se aplican las reglas de la interpretación objetiva), no sea posible calificar al principio según el cual el intérprete debe hallar la común intención de los contratantes, como un genuino principio general de derecho; no: en realidad, como principio que rige la actividad hermenéutica, se puede decir que se trata de un principio cardinal o rector por su importancia superior, esto es, por ser el orientador teleológico de todo el sistema de interpretación, pero que no es general, por cuanto su aplicación, se itera, admite morigeraciones y matices, de acuerdo con el casus, como bien se acotó, hasta el punto de que no se habla de un método hegemónico, según se dijo, sino de la pervivencia de dos modelos que, antes que anularse, se complementan, en lo suyo.

Idéntica reflexión se ha planteado en el marco de otras regulae iuris, v.gr: el venire contra factum proprium, pater ius de la denominada doctrina de los actos propios -por demás

149 Robert Alexy. Sistema jurídico, principios jurídicos y razón práctica, trad. de Manuel Atienza, Doxa núm. 5, Alicante, 1989, pp. 143-144

150 Es importante hacer hincapié en el llamado que otros autores han hecho en torno a la inconveniencia de observar en todo principio de relativa importancia, un principio general de derecho. Ya Guido Alpa, con potísima razón, prevenía que “no todas las fórmulas que se presentan como principios [generales] son verdaderamente tales; no todo los principios tienen la misma relevancia; no todos los principios son usados del mismo modo” ( II principi generali. Giuffré. Milano. 1993. p. 7.). Manuel Albaladejo, por su parte, afirma con acierto que “…no siempre las reglas jurídicas son fórmulas breves que recogen un principio general, sino que, a veces, con ellas se expresan ideas que son bien orientaciones en algún tema jurídico, bien simplificaciones de doctrina, etc…” (Derecho civil. T.I. Bosch. Barcelona. 1980. p. 124).

151 Ya advertía Don Manuel de la Puente y Lavalle que “…tanto la corriente positivista, que entiende que los principios generales del derecho son aquellos que informan las soluciones concretas del derecho positivo, sirviéndole de fundamento, como la corriente naturalista, que les concede el carácter de criterios de valoración que, constituyendo el fundamento del orden jurídico, tienen una función genética respecto de las normas singulares, reconocen que lo verdaderamente importante es destacar que los principios generales constituyen normas jurídicas básicas de la organización social que revelan el sistema en que reposa la sociedad, no admitiendo excepciones …” . La Doctrina de los actos propios, en Estudios de Derecho Civil, Obligaciones y contratos, Libro Homenaje a Fernando Hinestrosa. Universidad Externado de Colombia. Bogotá. T.I. 2003. p.354. Cfr. Alejandro Borda, La teoría de los actos propios. Abeledo- Perrot. Buenos Aires. 1986. pp. 63 y 64.

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vinculada al tema de la interpretación, como quiera que su centro de gravedad es la conducta voluble de un sujeto en particular que genera perplejidad y desconcierto en otro, la que se erige también como concepto vertebral de la hermenéutica contractual, que igualmente atiende a la conducta de los contratantes para develar el contenido de las estipulaciones negociales y fijar su aplicación y alcance152-, suele desprevenidamente calificarse por muchos como principio general de derecho, cuando en rigor admite excepciones y morigeraciones que, como tales, descartan por completo el aludido carácter general. Es más, por excelencia, ella es de aplicación residual, amén que puntual, y no generalizada o extendida153.

Ahora bien, en lo que atañe a los demás parámetros de interpretación que la norma ha previsto con el propósito de garantizar el principio rector -esto es, para garantizar la interpretación subjetiva-, bien podría continuarse con el razonamiento anterior y, dado su carácter instrumental o coadyuvante respecto de dicho principio, catalogarlas como reglas jurídicas o cánones de interpretación.

Efectivamente, si se parte de la base de que las reglas son aquellas normas que, estando al servicio de los principios, son de cumplimiento completo, esto es, se cumplen o no se cumplen154, encontramos que los diversos cánones o pautas de interpretación encajan en esta categoría: de una parte son, como se anticipaba, la hoja de ruta, la brújula o la carta de navegación para garantizar la consecución del principio rector de la interpretación subjetiva o, en caso de que dicho principio no pueda cristalizar, para orientar al intérprete en torno a la metodología hermenéutica que debe seguir, y, de la otra, su cumplimiento es completo. Así, no es factible hacer una interpretación parcialmente sistemática o parcialmente

152 La evidente relación existente entre la doctrina del venire contra factum proprium non valet y la hermenéutica contractual, en sí misma, es puesta de presente por la profesora Mariana Bernal, quien justamente llama la atención sobre la importancia que tiene la conducta de los sujetos, en ambos institutos . La doctrina de los actos propios y la interpretación del contrato, en Revista Vniversitas. No.120. Pontificia Universidad Javeriana. Bogotá. Enero-junio de 2010. pp.253-270.

153 Ya advertía el afamado profesor peruano, Don Manuel de la Puente y Lavalle que “Parece difícil conceder a la doctrina de los actos propios la naturaleza de principio general de derecho. Tanto la corriente positivista, que entiende que los principios generales del derecho son aquellos que informan las soluciones concretas del derecho positivo, sirviéndole de fundamento, como la corriente naturalista, que les concede el carácter de criterios de valoración que, constituyendo el fundamento del orden jurídico, tienen una función genética respecto de las normas singulares, reconocen que lo verdaderamente importante es destacar que los principios generales constituyen normas jurídicas básicas de la organización social que revelan el sistema en que reposa la sociedad, no admitiendo excepciones”. La Doctrina de los actos propios, op.cit., p.354. Don Luís Díez Picazo, por su parte, es partidario de la misma posición, al afirmar que “Las sentencias de nuestro Tribunal Supremo han insistido reiteradamente en que la regla, conforme a la cual ‘nadie puede válidamente ir contra sus propios actos’, tiene en nuestro ordenamiento jurídico categoría de de principio general de Derecho. Esta afirmación jurisprudencial, que nunca ha sido demostrada, ni siquiera razonada o fundamentada, exige una revisión a fondo. Ante todo, fracasa en seguida el intento de asegurar la generalidad de la doctrina de los propios actos. Hay, dentro del ordenamiento jurídico, una serie de hipótesis en las cuales una actuación contraria a la conducta anterior del sujeto se encuentra no sólo permitida, sino aun protegida jurídicamente….”, motivo que induce al mismo autor a preguntarse a continuación, en desarrollo de tal realidad, “¿qué generalidad puede atribuirse [entonces] a la doctrina de los propios actos?, ¿cómo puede hablarse de un verdadero principio general de Derecho?”. La doctrina de los actos propios. Bosch. Barcelona. 1962. pp.128 y 129. Cfr. Alejandro Borda, La teoría de los actos propios. Op.cit., pp.63-64.

154 Explica Robert Alexy que “… las reglas son normas que exigen un cumplimiento pleno y, en esa medida, pueden siempre ser sólo o cumplidas o incumplidas. Si una regla es válida, entonces es obligatoria hacer precisamente lo que ordena, ni más ni menos. Las reglas contienen por ello determinaciones en el campo de lo posible fáctica y jurídicamente. Lo importante por ello no es si la manera de actuar a la que se refiere la regla puede o no ser realizada en distintos grados. Hay por tanto distintos grados de cumplimiento. Si se exige la mayor medida posible de cumplimiento en relación con las posibilidades jurídicas y fácticas, se trata de un principio. Si sólo se exige una determinada medida de cumplimiento, se trata de una regla…” Sistema jurídico, principios jurídicos y razón práctica, op.cit., p.87.

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teleológica; no: el canon se aplica como un todo indivisible, incluso en asocio con otros cánones, pues forman parte, articuladamente, de un sistema, como se ha precisado ya.

Por ello es por lo que el propio Código Civil colombiano, entre otros más, le reconoce expresamente el carácter de regla, cuando se refiere a ellos en el artículo 1624155. También desde la óptica internacional, en lo atinente a la principialística contractual, se ha utilizado la expresión reglas jurídicas para referirse a ellas, tal y como lo hacen los Principios de Derecho Europeo (Proyecto Lando), en el encabezado del artículo 5:101, cuyo rótulo es ‘Reglas generales de interpretación’, y en el artículo 5:103, en el que habla de la regla de interpretación contra-proferentem. Igualmente es el caso del Código Europeo de Contratos (Proyecto Gandolfi, Academia Iusprivatista Europea), que emplea la expresión ‘reglas’ de interpretación en el artículo 41: “Cuando, a pesar de las reglas contenidas en los artículos anteriores, persistan las dudas….”. E igualmente, aún desde el prisma histórico y doctrinal, la situación es la misma, como quiera que Domat y Pothier, en su orden, emplearon dicha expresión a lo largo de sus importantes obras del siglo XVIII, ya referidas por nosotros.

En síntesis, si bien es cierto que de una u otra manera la expresión más socorrida en el lenguaje técnico-jurídico moderno para referirse a estos cánones, directrices o pautas de interpretación de los contratos, es la de reglas, tampoco es menos cierto que, mejor examinado el tema, en su conjunto, en particular analizado el tratamiento global a él otorgado, se evidencia que hay un principio rector, que la propia doctrina y jurisprudencia, en su afán por diferenciarlo y por darle un status especial, lo ha denominado ‘regla de oro’, ‘regla matriz’, ‘regla cardinal’, ‘regla superior’, ‘regla áurea’, ‘regla suprema’, etc., hecho que denota el linaje que se le quiere asignar. De allí que por tratarse del corazón del sistema hermenéutico (búsqueda de la común intención de los contratantes) prefiramos darle a este postulado la calidad de principio rector -que no de ‘principio general’-, y a las restantes pautas, el calificativo de reglas de interpretación, por manera que identificamos un gran principio rector, y una pluralidad de reglas instrumentales o colaterales, no por ello ayunas de importancia, porque la tienen, en grado superlativo. Con todo, sabemos que el empleo del vocablo regla –o reglas- está tan extendido, que la referencia a él se hace más mecánica que reflexivamente, motivo por el cual termina admitiéndose en la práctica. De hecho, en el afán de abordar el tema in complexu, nosotros mismos lo hemos hecho.

5.2 Fuerza vinculante de las reglas de interpretación de los contratos.

Esclarecidos los puntos que anteceden relativos a la ostensible conveniencia de incorporar las reglas o principios hermenéuticos del contrato en la codificación civil -o en la mercantil, según cada realidad normativa-, al igual que la naturaleza jurídica que ellas revisten, cumple analizar un tópico aún más controvertido en la dogmática nacional e internacional. Nos referimos al atinente a la definición de su poder o fuerza vinculante, aspecto para nada pacífico, así se pueda hablar hoy en día de una tesis dominante, como se anotará.

Por décadas, efectivamente, luego de expedido el mítico Código Civil francés en el año 1804, imperó la tesis de la ausencia de su fuerza vinculante, fincada en su carácter de meras directrices, pautas, recomendaciones, sugerencias o consejos delineados por el legislador, no con carácter obligatorio, sino meramente indicativo, a fin de hacer más expedita y libre la tarea del intérprete, especialmente del juez.

155 El artículo 1624 del C.C, expressis verbis, prescribe que, “No pudiendo aplicarse ninguna de las reglas precedentes de interpretación, se interpretarán las cláusulas ambiguas a favor del deudor. Pero las cláusulas ambiguas que hayan sido extendidas o dictadas por una de las partes, sea acreedora o deudora, se interpretarán contra ella, siempre que la ambigüedad provenga de la falta de una explicación que haya debido darse por ella” (se destaca).

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A juicio de buena parte de los militantes de la afamada Escuela de la Exégesis, dichas normas no constreñían al iudex, quien en tal virtud no estaba obligado -forzosamente- a seguirlas, de suerte que podía incluso desoírlas. Ello explica que para sus propugnadores, fueran simples consejos, o pautas sugeridas, como se anticipó, susceptibles de no ser acatadas, sin consecuencias jurídicas. Es así como autores del prestigio de Demolombe, Larombiere, Toullier, Laurent, Aubry y Rau, y Baudry-Lacantinerie, se inclinaron por esta tesitura, ya sostenida con antelación por Merlin, en el marco del derecho revolucionario, previo a la expedición del código galo.

Esta misma postura, una vez culminada la frondosa Escuela de la Exégesis francesa, fue acogida por doctrinantes de la pasada centuria, en términos muy similares, aun cuando es de resaltar que ya entrado el siglo XX, el tema en comentario dejó de ser pacífico y uniforme, puesto que la tesis adversa comenzó a ser defendida, esto es la que proclamaba su carácter indefectiblemente vinculante.

El profesor Louis Josserand, entre varios juristas franceses de su época y también de la segunda mitad del siglo precedente, comulgando con la posición tradicional, no dudó en aseverar que “Estas directivas, que llevan el sello del buen sentido y de la equidad, son simples recomendaciones sin carácter obligatorio para el juez (…) pertenece al juez de fondo interpretar soberanamente los contratos; si se equivoca, viola el contrato, no la ley.”156

Otros trataditas franceses, más contemporáneos, igualmente sostienen esa misma tesis, por vía de ejemplo, los Profesores Alex Weill, y François Terré, a juicio de quienes “Las reglas de interpretación desarrolladas por los artículos 1156 a 1164 del Código Civil no tienen carácter imperativo, pues ellas son simples recomendaciones, aun cuando tienen el mérito de facilitar la tarea del juez”157.

La misma jurisprudencia francesa, sobre el particular, de antiguo también se ha matriculado expresamente en esta posición. Elocuente es el contenido de la memorable y puntual sentencia de la Corte de Casación francesa del 18 de marzo de 1807, conforme a la cual tales normas “son, antes que todo, consejos dados a los jueces en materia de interpretación de contratos, y no reglas rigurosas e imperativas …”158.

156- Derecho civil T II, Vol I. Teoría general de las obligaciones, op, cit, p. 176.

157- Francois Terré, Droit Civil. Les obligations, Dalloz, Paris, 1986, p. 365, pensamiento confirmado en una edición ulterior. Francois Terré, Philippe Simler e Yves Laquette, Dalloz, 2002, p.444.Cfr. Jacques Flour y Jean-Luc Aubert, quienes se ocupan del tema, recordando que también la doctrina francesa les confiere a estas normas el apellido de ‘recetas’ legales, o de guías judiciales. Les obligations, Vol I. Sources: L’acte juridique, Armand Colin, Paris, 1975, p.323. Por su parte A. Colin, y H. Capitant, expresando una idea similar, indican que ellas sirven de “…hilos conductores para el juez cuando cumple esta misión”.Curso elemental de derecho civil, T.III, Teoría general de las obligaciones, Reus, Madrid, 1960, p. 674. Jean Carbonier, retomando la misma idea, reseña que, “Más que de verdaderas reglas jurídicas, tratase de máximas de régimen interior que se dirigen al juez”. Derecho civil, T. II, Vol II. El derecho de las obligaciones y la situación contractual, Bosch, Barcelona, 1971, p. 518. Lo mismo hace Maria-Heléne Maleville, quien con fundamento en la jurisprudencia francesa, expresa que, “las reglas de interpretación de los artículos 1156 y 1164 del Código Civil no son imperativas, a pesar de su formulación. Ellas no son más que consejos dados a los magistrados, cuyo eventual desconocimiento no puede, por sí sólo, abrirle paso a la casación”. Pratique de l’interpretation des contrats. Etude jurisprudentielle, Publication de l’université de roun, 1991, p.157

158 - El estado jurisprudencial de la cuestión a lo largo del siglo XX y lo corrido del siglo XXI, sigue siendo el mismo, en lo fundamental.

En el campo doctrinal, la tendencia dominante sigue siendo la misma. Incluso, fuera de Francia algunos destacados doctrinantes se inclinan por la mencionada tesis jurisprudencial “…de la casación francesa”, tal y como tiene lugar con el Profesor Jorge Mosset Iturraspe, quien en el punto comparte análoga opinión a la expresada por el Profesor Lafaille, más no la explicitada por sus colegas, los doctrinantes Videla Escalada y Masnatta, los que adhieren al criterio vinculante de las reglas de interpretación. Contratos, op.cit, p. 261. Cfr. Héctor Lafaille. Derecho civil. Contratos, Vol I, Ediar, Buenos Aires, p. 341 quien anota respecto de las reglas de

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No obstante todo lo anterior, examinados los antecedentes del Código de Napoleón, extrañamente se evidencia que para sus redactores dichas reglas no tenían, per se, el inexorable carácter de meras recomendaciones o consejos, sino un carácter de suyo diverso, según parece desprenderse de los mismos. Así, por vía de ejemplificación, ilustrativo resulta traer a colación el pensamiento de uno de sus egregios redactores, Bigot-Preameneu, quien no dudó en aseverar que, “… la convención sirve de ley a las partes: es preciso pues para interpretar esta ley buscar la intención de los que la han dictado”, motivo por el cual, refiriéndose a las reglas hermenéuticas que, a la sazón, se estimó conveniente incluir en el proyecto respectivo -hoy su Código Civil-, indicó que “Estos axiomas deben ser invariables como la equidad que los ha dictado. Fueron a la vez el lustre y fundamento de la legislación romana, y es preciso que tengan lugar en el código civil”159, reflexión ésta que, en lo toral, coincide con la realizada en la misma época por el Tribuno Favard, quien reseñó que los jueces “…deben seguir, en esa penosa averiguación, ciertas reglas universales. El proyecto de ley presenta varias de ellas, que han recibido la aprobación de todos los tiempos”160.

Lo anterior explica que un sector autoral francés -no muy numeroso-, sintonizado con los referidos antecedentes de su Código Civil, abogue por una lectura enteramente distinta de las normas que gobiernan la ‘interpretación de las convenciones’. Es el caso de los mencionados hermanos Mazeaud que, tras explicitar el contenido de la jurisprudencia imperante en esta temática, rigurosamente anotaron que “… Cabe preguntarse acerca del debido fundamento de tal jurisprudencia. En efecto, se concibe mal que algunas reglas de derecho no fueran sino facultativas para el juez, sobre todo cuando el legislador no precisa en nada ese carácter facultativo. El papel del legislador no es el de dar consejos a los jueces, sino el de trazar reglas obligatorias para los ciudadanos y, por ende, para los jueces encargados de hacerlas respetar. En todo caso, los redactores del Código civil creyeron imponer a los jueces el respeto de las reglas de interpretación que trazaban”161.

Es de señalar, por su significación, que en el Derecho italiano, precedente a la reforma civil del año 1942, regía un código muy similar al francés, acuñado en el año 1865, lo cual no fue óbice para que en este aspecto la doctrina se separara del criterio galo, ya expuesto. Es así como el Profesor Nicolás Coviello, en su esclarecedora Doctrina general del derecho civil, precisó que, “las normas interpretativas no deben mirarse como normas doctrinales, y que no tienen por lo mismo valor jurídico; son verdaderas normas jurídicas, por lo que constituyen criterios legales, y no simples criterios lógicos; por eso no pueden violarse impunemente”162.

Esta última postura, consultada la communis opinio, es la dominante en el Derecho comparado, incluido el colombiano, más allá del contenido de alguna jurisprudencia patria que reseñaremos -posteriormente exceptuada-, la que proclama que los cánones legis que disciplinan la hermenéutica contractual, de un lado, son arquetípicas normas jurídicas y, del

interpretación que “… se trata de meras indicaciones para el juez, a quien corresponde en definitiva decidir sobre los casos dudosos”, aun cuando también sobre los claros y diáfanos, agregamos nosotros, puesto que como se ha esbozado, y como se observará a espacio, todas las declaraciones de voluntad, indistintamente, exigen interpretación, la que no está pues reservada para la dificultad, para la oscuridad, para el laberinto negocial, hecho que acentúa la necesidad de un haz de reglas mínimas y ordenadas.159

?- Exposición de los motivos en que se funda el título de los contratos y obligaciones convencionales en general, Curso de legislación formado por los mejores informes y discursos leídos y pronunciados al tiempo de discutirse el Código de Napoleón, Barcelona, 1841, pp. 222 y 223.160

?- Vid. Henry y León Mazeaud, y Jean Mazeaud. Lecciones de derecho civil, Parte Segunda, Vol I, op.cit,p. 376. 161 - Ibíd., p. 391.162

?- Nicolás Coviello, Doctrina general del derecho civil, op.cit, p.444. Cfr. Fracesco Ricci. Derecho civil teórico y práctico, T. XIII, Librería Moderna, p. 100.

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otro, son preceptos forzosamente vinculantes para el intérprete, específicamente para el juez, quien no los puede quebrantar, so pena de la aplicación de los correctivos que resulten de recibo, de ordinario la indiscutida procedencia del recurso extraordinario de casación, tema éste al que en otro momento desearíamos destinarle un apartado individual.

Entre tanto, señalemos con F. Messineo que “… tales normas son verdaderas y propias normas jurídicas y no meras sugestiones hechas sobre la base de la experiencia común”163. toda vez que como lo refrenda -por su parte- don Federico de Castro y Bravo, “… sobre su carácter jurídico y vinculante no puede dudarse. No son apotegmas lógicos; por el contrario, imponen criterios de política jurídica, decidan imperativamente casos de duda y ordenan cómo se ha de completar lo establecido en la regla negocial”164. Al fin y al cabo, como acertadamente lo recuerda el Profesor alemán Erich Danz, en clara oposición a un numeroso sector de la doctrina de su país que se apoya en los antecedentes del BGB165, “Las reglas interpretativas, cuando se contienen en las leyes del Estado, tienen evidentemente el carácter de leyes, de normas jurídicas, como todas la demás leyes. No se ve por qué no han de ser normas jurídicas positivas, sino reglas dialécticas que deban servirle de guía al juez en sus operaciones mentales (…) No es discutible que formalmente son tan leyes como las demás; el que den instrucciones al juez para proceder de un determinado modo en la decisión de los litigios no les priva del carácter de leyes …”166 y 167.

163- Francesco Messineo, Doctrina general del contrato, T.II, op.cit, p. 94. Similar opinión expresa Massimo Bianca, para quien “… las reglas legales de interpretación son normas jurídicas, y son también normas técnicas cuando se adecuan a los cánones comunes de la lógica y de la experiencia. La violación de las reglas legales de interpretación por parte del juez de conocimiento comporta, como se vio, la posibilidad de censura ante casación …”. Derecho Civil. El contrato., ob.cit., pp.437-438.

164 - Federico de Castro y Bravo, El negocio jurídico, op.cit, p. 80.165

?- Según lo recuerda el Profesor W. Flume, “El BGB no contiene, a diferencia de otras codificaciones, ninguna regla general de interpretación que ofrezca determinadas instrucciones para la interpretación. Los autores del BGB no dieron ningún valor a los preceptos legales de esta clase. En la Exposición de Motivos se dice: ‘Los preceptos de esta clase son esencialmente reglas del pensamiento sin ningún contenido jurídico-positivo: al juez se le dan lecciones de lógica práctica. En ello existe el peligro de considerar a estas disposiciones como verdaderas normas jurídicas’ …”. El negocio jurídico, op.cit, p. 369.

166- La interpretación de los negocios jurídicos, op.cit, p. 135, connotado autor que reafirmado su férrea posición advierte que, “…lo que no puede admitirse es que se afirme que su aplicación depende del libre arbitrio del juez; es tanto como decir que la ley crea las normas y al propio tiempo las deroga retirándoles su fuerza coactiva”, Ibídem, p.135.167

? -Esta, como se mencionó, es la opinión prevalente en el Derecho comparado. Así, en adición a los autores referenciados, bien puede verse con provecho, entre otros más, a los siguientes autores: Massimo Bianca. Diritto civile, III, op.cit, pp. 385 y 386; Nicolás Coviello. Doctrina general del derecho civil, op.cit, p.444; Emilio Betti. Interpretación de la ley de los actos jurídicos, op.cit, pp. 229 y 230. Santoro Pasarelli; Luigi Cariota Ferrara. El negocio jurídico, op.cit, p. 608; Francesco Messineo. Doctrina general del contrato, T. II, op.cit, p. 94. Manuel Albaladejo G. El negocio jurídico, p.332; Luis Díez-Picazo, Sistema de derecho civil, op.cit, p. 65; Jacinto Gil Rodríguez, Manual de derecho civil. Obligaciones, op.cit, p.609; Federico Videla Escalada. La interpretación de los contratos civiles, Buenos Aires, 1964. pp.46 y 59; Jorge A. Zago. Interpretación del contrato, op.cit, p, 102; Guillermo Borda. Manuel de contratos, op.cit, p. 59; Luis María Boffi Boggero. Tratado de las obligaciones, T.I, op.cit, p.686; Santos Cifuentes. Negocio Jurídico, Astrea, Buenos Aires, 1986, p. 2 Fernando Vidal Ramírez, Teoría general del acto jurídico, op.cit, p. 235, y Guillermo Lohmann L.; José Leyva Saavedra. Interpretación de los contratos, en Revista de Derecho y Ciencia Política - UNMSM. Vol. 65 (N° 1 - Nº 2). Lima, 2008El negocio jurídico, op.cit, p. 251; Juan Espinoza Espinoza. Interpretación del negocio jurídico, en Obligaciones y contratos en el derecho contemporáneo, Universidad de La Sabana y Diké, Medellín, 2010, p.211. Jorge López Santamaría. Los contratos, op.cit, p. 346, y René Abeliuk. Las obligaciones, T.I, Temis y Editorial Jurídica de Chile, Bogotá, 1993, p. 92.

En contra, Franco Carresi. Il contratto, op.cit, p. 519, quien se separa de la posición prevalente italiana, sostenida por numerosos y reputados doctrinantes, entre varios Santoro-Pasarelli, Scognamiglio, Osti, De Martini-Ruopollo, Betti, Cariota-Ferrara, Messineo, Stolfi, Capobianco, Gazzoni, y Galgano, argumentando que dichas reglas, en rigor, no son verdaderas normas jurídicas, porque no “…producen una modificación en el mundo natural”.

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Si no fueran realmente vinculantes las normas en comento, si fueran simplemente consejos o recomendaciones, como tales ayunos de imperium, “el destino del negocio dependería de no de la voluntad de las partes secundada por la Ley, sino de la circunstancia fortuita de que ello fuera interpretado por este o aquel juez y, por consiguiente, se llegaría a gran incertidumbre, ya que repercutirían las ideas, preferencias, preconceptos e incluso prejuicios, que varían de persona a persona y que nadie tiene derecho a imponer a sus semejantes”. Por ello puede concluirse que los artículos expresados contienen normas verdaderas168, postura que, por pertinente, como lo insinuamos, cuenta con nuestro inequívoco aval, entre otras razones porque una carta de navegación acatada u observada, una brújula imanada y vinculante para su lector, erradica o disminuye sensiblemente el advenimiento de la arbitrariedad que, de otro modo, ante la perplejidad de la nada juris, del vacío legis, podría pulular o por lo menos asomarse con relativa frecuencia, desventuradamente. No en balde, evocando a Erich Fromm, la libertad plena, sin límites preestablecidos, genera zozobra, perplejidad, un cierto miedo y una ambigüedad, razón de ser del título que le confirió a su memorable obra: El miedo a la libertad169.

Piénsese qué podría pasar, sin perjuicio de retomar el mismo tema más adelante, si una de las partes, acudiendo al sistema de la predisposición contractual, impone al adherente una cláusula que, en lo esencial, señalara que en su acuerdo no imperaría la regla legal del favor debitoris, o aquella que se conoce como la interpretación contra stipulatorum, o incluso la interpretación de buena fe. Si fuera cierto que el intérprete no está ligado a la observancia de estos axiomas, y que imperara lo declarado única e invariablemente por las partes, o lo querido por el juez, en su condición de intérprete, per se, se filtraría una inadmisible estipulación, abiertamente inconveniente y trasgresora de caros intereses, la cual puede ser neutralizada por el hermeneuta, llamado a aplicar la ley, simple y llanamente, y a buscar, en esta materia, soluciones que consulten la ‘justicia contractual’, o en su defecto, por autoridades superiores, porque su transgresión no es neutra, ni anodina, sino que genera singulares secuelas 170

Huelga mencionar que en el Derecho chileno y colombiano, en general, la tesitura que más arraigo tiene es la que dice relación con el carácter vinculante de los preceptos que se ocupan de regular lo atinente a la interpretación de los contratos. No se equivoca don Luis Claro Solar, al aseverar que el legislador “…quiere, pues, que la voluntad de las partes sea

168- G. Stolfi. Teoría del negocio jurídico, op.cit, p. 301.169

?- Erich Fromm. El miedo a la libertad, Editorial Paidos, Buenos Aires.

A este mismo respecto, el doctrinante ibérico Angel M. López y López expresa que “…hoy la doctrina se inclina decididamente a favor del carácter vinculante de las reglas de interpretación, por ser mandato del legislador y por ser precisamente un remedio frente a la arbitrariedad judicial”. De la interpretación de los contratos, en Comentarios al Código Civil y Compilaciones Forales, Tomo XVII, Vol 2, Editorial Revista de Derecho Privado, Madrid, p. 22.170

?- Como correctamente lo expresa el profesor Ricardo Lorenzetti, en relación con el Derecho argentino, pero extensiva su parecer a otras naciones del orbe, en lo pertinente, “La eficacia de tales normas en el derecho argentino no puede discutirse, toda vez que están expresamente fijadas en el sistema normativo, y constituyen directivas que regulan el acto hermenéutico. La violación o el apartamiento descalifica el acto y, si es judicial, constituye un caso de apelación o, incluso, de arbitrariedad de la sentencia”. Interpretación del contrato en el derecho argentino, en Tratado de la interpretación del contrato en América Latina, T. I, Grijley, Lima, 2007, p. 22.

Otro tanto, en su oportunidad, había expresado con su característica claridad el profesor español José Luis Lacruz Berdejo, para quien “…las disposiciones interpretativas se consideran normas jurídicas, que obligan al juez a interpretarlas y aplicarlas correctamente, de tal suerte que su violación por no aplicarlas o hacerlo indebida o erróneamente puede ser denunciado en casación”. Elementos de derecho civil. Derecho de obligaciones, Vol II, op.cit, p. 221, al igual que el ilustre profesor peruano, Fernando Vidal Ramírez, en opinión de quien este tipo de normas son “…imperativas y su omisión o violación genera la correspondiente cuestión de responsabilidad”. El acto jurídico, op.cit, p. 355.

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respetada y estrictamente observada; y por lo mismo, que las convenciones sean religiosamente cumplidas. Con este fin ha dictado reglas de interpretación que el juez debe observar. No ha dejado entregada la interpretación de las convenciones a la arbitrariedad judicial; no ha dado al juez simples consejos para ilustrar su criterio en esta interpretación; sino que le ha fijado reglas que está obligado a observar y que, hallándose consignadas en preceptos legales, no pueden ser infringidas sin incurrir en una violación de la ley que pueda y deba ser corregida por la vía de la casación”171 y 172.

Igual posición impera, como se anticipó, en la doctrina vernácula, desde luego con las excepciones de rigor, como bien lo corroboran -quienes fueran nuestros inolvidables Profesores-, los Doctores Guillermo Ospina Fernández y Eduardo Ospina Acosta173 y Jorge Cubides Camacho174, así como el Profesor Arturo Valencia Zea, todos de gran prestigio175, y más recientemente por el ilustrado profesor y H. Magistrado, Dr. Jaime Arrubla Paucar, quien nos recuerda que, en general, luego de la discusión en Francia acerca de si las normas en referencia son o no vinculantes,”…la doctrina pasa a considerarlas como verdaderas normas con carácter vinculante, por ser un remedio contra la arbitrariedad judicial y por ser un mandato de legislador, revistiéndolas dolas de un carácter de normas imperativas”176.

En nuestro entender, ya lo esbozamos, la simple y genuina exégesis de los artículos que integran el título XIII del Libro Cuarto del Código Civil colombiano (artículos 1618 a 1624), dan cumplida cuenta de su ineluctable carácter de verdaderas normas jurídicas, amén que evidentemente vinculantes para el intérprete. Otra cosa, es la tipología de estas normas, es decir si son de derecho sustancial o no, como lo ha definido nuestra jurisprudencia, en sede casacional, que es un tema enteramente diverso, vale decir si crean, modifican o extinguen una relación jurídica, en un caso particular. Es así como si se repara en la redacción de las disposiciones pertinentes, se confirmará este específico aserto. No en vano, el artículo 1618, faro de la interpretación patria, emplea la expresión ‘debe’, y no alguna que denote potestad, o facultad, como sería el caso de que hubiere utilizado la dicción ‘puede’. “Conocida claramente la intención de los contratantes debe estarse a ella más que a lo literal de las palabras” (Se destaca). Lo mismo tiene lugar en relación con los artículos subsiguientes, específicamente con los artículos 1620 y 1621, los que igualmente incorporan el vocablo ‘deberá’, opuesto al de ‘podrá’. Lo propio acontece con el artículo 1622, por cuanto establece, sin opción alguna para el intérprete, que “las cláusulas de un contrato se interpretarán unas por otras…” (Ibídem), lo que denota un específico imperativo de conducta, y también con los

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? -Luís Claro Solar, Explicaciones de derecho civil chileno y comparado, op. cit, p. 16. En idéntico sentido, René Abeliuk. Las obligaciones, T. I, op.cit,p. 92, Jorge Baraona Gonzáles, La interpretación de los contratos en Chile: un panorama doctrinal, op.cit,p. 1282, y Arturo Valencia Zea y Alvaro Ortiz Monsalve. Derecho civil. De las obligaciones, Temis, Bogotá, 1998, p. 146.172

?- En contra, Arturo Alessandri R., autor que pregona que, “Las reglas de estos artículos [1560 a 1556, del C.C. Chileno], no son obligatorias para el juez en el sentido de que éste se vea necesariamente obligado a seguirlas, ni mucho menos aplicarlas en un orden preestablecido, sino que tienen el carácter de verdaderos consejos dados por el legislador al juez. Derecho civil. De los contratos, Editorial Zamorano y Caperán, Santiago, 1976, p. 175.173

?- Guillermo Ospina Fernández y Eduardo Ospina Acosta, Teoría general de los actos o negocios jurídicos, op.cit, pp. 414 y 415. 174

?Jorge Cubides Camacho, Obligaciones, Pontificia Universidad Javeriana, Colección Profesores, Bogotá, 2005, quien no solamente adhiere a esta sólida tesis jurídica, sino que también recrea el contenido de un laudo arbitral del año 1996 (Colfútbol vs. Carvajal S.A.), en el que se expresó que “Nuestro ordenamiento jurídico civil ha consagrado, por herencia del Código Civil Francés y de las doce reglas interpretativas de Pothier, preceptos de forzosa aplicación en la hermenéutica de los contratos …”

175- Arturo Valencia Zea, en asocio del Dr. Alvaro Ortiz Monsalve. Derecho civil. De las obligaciones, op.cit, p. 146.176

?- Jaime Arrubla Paucar. La interpretación del contrato con referencia al derecho colombiano, en Tratado de la interpretación del contrato, T.II, Grijley, Lima, 2007, pp. 1103, y 1109,

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artículos 1623 y 1624, dueños de instrucciones inequívocas177. Tanto es así que no queda al mero arbitrio del intérprete aplicar su contenido individual y concreto, por manera que no puede infringir, ad libitum, el mandato consignado en dichos preceptos.

Si el artículo 1620 de nuestro Código Civil, inspirado en el acerado axioma de la conservación -o preservación- de los efectos jurídicos dispone que “El sentido en que una cláusula pueda producir algún efecto, deberá preferirse a aquél en que no sea capaz de producir efecto alguno”, su destinatario no podrá contrariarlo, lo que sucedería si en vez de buscar la utilidad negocial, como se lo señala y anhela el legislador, opta por cercenarle toda eficacia, es decir si antes de salvar el negocio jurídico lo aniquila, mediante una interpretación contraria y, en este caso, fúnebre o mortuoria. Igual sucedería si desatendiendo el justiciero canon hermenéutico inmerso en el artículo 1624 del Código patrio, el hermeneuta no aplica rectamente la regla del favor debitoris, entre nosotros del siguiente tenor: “No pudiendo aplicarse ninguna de las reglas precedentes de interpretación, se interpretarán las cláusulas ambiguas a favor del deudor”, lo que tendría lugar si en esa específica hipótesis la interpretación favoreciera inequívocamente al acreedor.

En el Derecho francés, de tanto influjo en las codificaciones de los siglos XIX –principalmente- y XX, sucede otro tanto. Sus artículos 1156, y siguientes del Código Civil, contienen análogas expresiones, indicativas de instrucciones precisas, y no de comedidas sugerencias o recomendaciones, tan propias de la politesse francesa. El mencionado art. 1156 emplea la locución “se debe averiguar”; el art. 1157 expresa que “Debe entenderse”, el 1158, precisa que “Deben tomarse”; el art. 1160 manifiesta que “Se deben suplir”, etc. Además, artículos como el 1161 de la codificación gala, refieren a una instrucción inequívoca o a un camino único: “Todas las cláusulas de las convenciones se interpretarán las unas por las otras, dándosele a cada una el sentido que resulte de todo el acto”. Y así, sucesivamente, podríamos seguir examinando buena parte de los códigos civiles del orbe, tarea que, en obsequio a la concisión, posponemos para otra oportunidad. Baste por ahora afirmar que este lenguaje, demostrativo de la auténtica intentio legislatoris respectiva, es elocuente en el sentido de comprender que no son normas que le permitan al intérprete decidir, en su sabiduría, si las acepta o no, como sucede con los genuinos consejos, recomendaciones y sugerencias; este no es un problema pues de querer, sino de acatar, de cumplir con lo dispuesto, en guarda de una clara política legislativa, la que encuentra fundamento en la seguridad jurídica, en la uniformidad decisional y en la justicia contractual, primordialmente. Ya decía el togado Modestino que “La fuerza de la Ley es esta: mandar, vedar, permitir, castigar” (Legis virtus haec est: imperare, vetare, permittere, punire). Por eso, también se ha dicho que “La ley siempre habla” (Lex samper loquitur), e igualmente que “La Ley, cuando quiso decir, dijo, cuando no quiso calló” (Lex, ubi voluit, dixit; ubi noluit tacuit).

No obstante lo anterior, por la finalidad que le asiste a esta monografía, quizá sea conveniente expresar que la principialística contemporánea en el ámbito del Derecho contractual, en lo fundamental, igualmente sigue la senda descrita en precedencia. Así tiene lugar, por vía de ilustración, en punto tocante con el artículo 4.1.de los Principios de UNIDROIT del año 2004, el que reza que “1. El contrato debe interpretarse conforma a la intención común de las partes. 2. Si dicha intención no puede establecerse, el contrato se interpretará conforme al significado….”. A su turno, el artículo 39 del Código Europeo de los Contratos de 2002, en su numeral primero, dispone que “Cuando las declaraciones contractuales muestren de modo claro y unívoco la intención de las partes, el contenido del

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?- Obsérvese que sólo el inciso segundo del artículo 1622, utiliza una locución facultativa: ‘podrán’, la que está en consonancia con su concreto carácter alternativo, muy propio de este supuesto, más no de otros consignados en el cuerpo del Código Civil. “Podrán también interpretarse por las de otro contrato entre las mismas partes y sobre la misma materia” (Ibídem).

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contrato se determinará conforme al tenor literal de éste, considerando el texto contractual en su conjunto y relacionando sus distintas cláusulas las unas con las otras”.

A su vez, artículo 5:101 de los Principios de Derecho Europeo de los Contratos de 1998 , en su ordinal primero, establece que “Los Contratos se interpretarán conforme a la intención común de las partes, incluso cuando dicha interpretación no coincida con el tener literal de las palabras utilizadas”, y en el segundo que, “Si se demuestra que una parte buscó dar un sentido particular al contrato y que la otra parte no podría ignorar dicha intención en el momento de celebrarlo, el contrato deberá interpretarse en el sentido dado por la primera”. Finalmente, el artículo 5:102 de este proyecto prescribe que “Para interpretar el contrato se atenderá en especial a lo siguiente: a) Las circunstancias de su conclusión, incluidos los tratos preliminares. b) El comportamiento de las partes, incluido el subsiguiente a la celebración del contrato….g) Las exigencias de la buena fe” (el destacado es nuestro)178.

Lo mismo acontece con la Propuesta para la modernización del Derecho de Obligaciones y Contratos española de 2009, artículos 1278 a 1281179, y con la Convención de Viena relativa a la compraventa internacional de mercaderías, en gran parte inspiradora de los textos que anteceden (art. 8), la que ha sido incorporada al Derecho interno, en numerosas naciones: Colombia una de ellas, con todo lo que ello implica no sólo en esta materia, sino en general (efecto expansivo)180.

178- Sobre este particular, los afamados profesores Luis Díez-Picazo, Encarna Roca y Antonio Morales en su importante estudio acerca de estos principios, coinciden en entender que en este campo “… El primer problema que se plantea reside en determinar si las reglas sobre interpretación son o no obligatorias. Directamente [en el texto] no existe un principio que imponga a las partes la obligación de ajustarse a estos criterios interpretativos para dar sentido a sus contratos. Sin embargo, existen algunos indicios que podrían dar muestras de su obligatoriedad. Por ejemplo, el art.5.102 utiliza un verbo en futuro (shall be), que es uno de los más claros síntomas de la obligatoriedad de una afirmación jurídica concreta; además, el sistema previsto en el art. 5.101 PECL, jerarquizando los dos tipos de interpretación subjetiva y objetiva, no podría ser alterado por las partes…”. Los principios del Derecho Europeo de Contratos, op.cit, p.250.

179 Artículo 1278. “Los contratos se interpretarán según la intención común de las partes la cual prevalecerá

sobre el sentido literal de las palabras (…)Cuando el contrato no puede interpretarse de acuerdo con lo que disponen los párrafos anteriores, se le dará el sentido objetivo que personas de similar condición que los contratantes le hubieran dado en las mismas circunstancias”. Artículo 1279. Para interpretar el contrato se tendrán en cuenta: 1. Las circunstancias concurrentes en el momento de su conclusión, así como los actos de los contratantes, anteriores, coetáneos o posteriores….3. La interpretación que las partes hubieran ya dado a cláusulas análogas y las prácticas establecidas entre ellas….5. Las exigencias de la buena fe”.

Artículo 1280.”1. Las cláusulas de los contratos deberán interpretarse las unas por las otras, atribuyendo a las dudosas el sentido que resulte del conjunto de todas ellas. La interpretación de acuerdo con la cual las cláusulas de un contrato sean lícitas y produzcan efecto deberá preferirse a aquéllas que las haga ilícitas o las prive de efectividad. 2. La interpretación de las cláusulas oscuras de un contrato no deberá favorecer a la parte que hubiese ocasionado la oscuridad” (ibidem).

Obsérvese, sólo a título ilustrativo, como el numeral segundo del transcrito artículo 1280, es categórico, y no sólo sugerente, al instruir que en la descrita hipótesis no se deberá favorecer, expresión de suyo reveladora de lo anotado por nosotros. ¿Habrá allí una simple y considerada petición para que sea evaluada si se desea, o un mero consejo que, por definición, se puede o acatar o no?. Desde luego que no, conforme tiene lugar hoy por hoy en España, según se desprende de su preceptiva, artículos 1278 a 1289.

180-Expresa su artículo 8 que “1. A los efectos de la presente Convención, las declaraciones y otros actos de una parte deberán interpretarse conforme a su intención cuando la otra parte la haya conocido o no haya podido ignorar cuál era esa intención. 2. Si el párrafo precedente no fuera aplicable, las declaraciones y otros actos de una parte deberán interpretarse conforme al sentido que les habría dado en igual situación una persona razonable de la misma condición que la otra parte 3. Para determinar la intención de una parte o el sentido que habría dado una persona razonable deberán tenerse debidamente en cuenta todas las circunstancias pertinentes del caso, en particular las negociaciones, cualesquiera prácticas que las partes hubieran establecidos entre ellas, los usos y el comportamiento ulterior de las partes” (Ibidem)

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En síntesis, tanto la doctrina prevalente, como la propia lectura de las reglas interpretativas inmersas en los códigos civiles -y en la mencionada principialística europea-, confirman la naturaleza de paladinas normas jurídicas -más allá que sean arquetípicamente sustanciales-, a la par que vinculantes para quienes emprendan el laborío hermenéutico, las que entonces no pueden ser catalogadas de consejos, recomendaciones, sugerencias o simples directrices facultativas. Esa, como se ha dicho una y otra vez, no es la teleología de la misión del legislador, muy ajeno al rol asignado a un consejero, asesor y consultor, menos en tratándose de una materia tan delicada como la interpretación de los contratos, la que demanda temple, ecuanimidad, imperium y auctoritas181. De cuando acá la ley sugiere, recomienda o aconseja; su ratio cardinalis es la de ordenar o la de disponer in concreto, más allá de que un momento determinado, válidamente, se pueda pactar en contrario, en cuyo caso si no hay pacto, ella se impondrá, imposición que es necesaria en el campo de la hermenéutica, so pena de sembrarse el desorden; de inyectarse confusión y relatividad.

Por eso las decisiones que el legislador adopta en dicho plano, genéticamente concebidas, son el corolario de una explícita política legislativa, más que el fruto de la aplicación u empleo de una técnica legislativa propiamente dicha, como ya se puntualizó, así las reglas en referencia, in abstracto, hundan sus raíces en la lógica (proceso lógico), dado que, in concreto, son hijas de una reflexiva decisión legis, de ninguna manera intrascendente, irrelevante o anodina (ex gratia). No en vano se trata de confiarle al intérprete la elevada misión, casi sacra, de fijar -ex post- el contenido de las disposiciones que integran el negocio jurídico, nada menos que su interpretación, la actividad más grandilocuente en materia contractual, pues en la praxis de qué vale el contrato sin su interpretación ex post, el acto cúspide por excelencia.

Con todo, en el ámbito jurisprudencial vernáculo, es de apreciar que nuestra Corte Suprema, ha sostenido ambas posturas, esto es tanto la que reclama su carácter facultativo y, por tanto, no obligatorio, así como la que sublima su índole vinculante, de lo que se deriva su inconcuso y forzoso acatamiento, so pena de que se pueda su quebranto pueda ser denunciado en el marco del recurso extraordinario de casación, en cuyo caso si el ataque casacional se formula adecuadamente -denunciando otras normas de claro abolengo sustancial, como se indicará ulteriormente-, podrá abrirse paso. Por ello, con alguna frecuencia su Sala Civil ha podido ocuparse de examinar el alcance abstracto y también concreto de las reglas en referencia, según se advertirá a espacio en este ensayo.

La primera de las señaladas posturas, ciertamente residual, en buena hora abandonada, fue la jurisprudencia constante de la Corte Suprema de Justicia durante el siglo XIX y más allá de la primera mitad del siglo XX, inclusive, en la que resaltó que las disposiciones que atañen a las reglas de interpretación de los contratos, no constituyen prototípicas normas de derecho sustancial, toda vez que no consagran derecho subjetivo alguno, sino que incorporan directrices o guías que el juez puede seguir al momento de escrutar un determinado negocio jurídico. En este sentido, por vía de elocuente ejemplo, estimó que “la regla de hermenéutica contractual contenida en el inciso final del artículo 1622 del Código Civil, que aconseja sabiamente tener en cuenta la aplicación práctica que del contrato hayan hecho las partes..., es simplemente una regla de lógica jurídica, uno de los medios que la ley aconseja usar a los jueces como criterio inquisitivo de la auténtica voluntad en la apreciación de los pactos. No

181 - En esta misma dirección, la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia -con ponencia nuestra-, tuvo ocasión de precisar que el legislador patrio no le dio a las normas de interpretación consagradas en los artículos 1618 a 1624 del C.C., el status de “…meros consejos, pautas o simples recomendaciones para el intérprete, sino verdaderos mandamientos de los que éste, a su arbitrio, no se puede separar, pues, de un lado, no es propio del legislador –ni inherente a su tarea- aconsejar o dar sugerencias y, del otro, se trata de un conjunto de reglas expedidas por el legislador para gobernar, de manera general, los conflictos suscitados con ocasión del entendimiento de un contrato” (providencia del 16 de diciembre de 2005, Sala Civil).

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confieren esas disposiciones legales ningún derecho preciso, en forma que su violación pudiera llegar a ser la base de cargo en casación”182.

Sin embargo, años después, en buena hora modificó expresamente su tesis en esta materia, a fin de señalar que las pautas de interpretación de los contratos, pese a no ser normas sustanciales, son de obligatoria observancia por los juzgadores, como lo sostiene el sector mayoritario de la dogmática jurídica, como se comprobó en líneas anteriores. A este respecto, concisamente puntualizó que, “La jurisprudencia de la Corte que calificaba las reglas contenidas en el título 13 del libro 4º del Código Civil como simples consejos del legislador a los jueces, no como normas sustanciales susceptibles de quebranto denunciable en casación, ha sido revaluada en varios fallos dictados por esta superioridad a partir del 23 de febrero de 1961, en los cuales se ha declarado que las referidas reglas de interpretación contractual no son meros consejos del legislador, sino verdaderas normas de obligatoria aplicación por parte de los jueces; que, si bien es cierto que ellas no tienen índole sustancial, puesto que no confieren derechos subjetivos ni imponen obligaciones civiles propiamente dichas, sí son preceptos instrumentales ‘que señalan las nociones, factores y conceptos que el juez ha de tener en cuenta para descubrir la intención de las partes contratantes, para apreciar la naturaleza jurídica de las convenciones y para determinar los efectos de éstas’; y, en fin, que la violación de tales normas de hermenéutica es denunciable en el recurso extraordinario, dentro del ámbito de la causal primera, en cuanto dicha violación conduzca al quebranto de otras leyes que sí sean sustanciales, como son las que regulan la naturaleza del contrato en cuestión y los efectos que le son propios, o sea, dicho con otras palabras, que las reglas de interpretación de los contratos, conjugadas con otras normas verdaderamente sustanciales, entran a formar con estas una proposición jurídica que, de ser completa y de resultar quebrantada por el sentenciador, determinan la casación del fallo respectivo”183.

Pocos años después, reiterando esta nueva postura, la Corte en un célebre fallo del 12 de junio de 1990, en virtud del cual se hizo una importante rectificación en el campo de la interpretación de los contratos, concretamente en lo que atañe a si se ésta quedaba comprendida en una cuestión de hecho o derecho, recordó que, al amparo de reciente doctrina suya, se había precisado que en la labor hermenéutica “…el juez debe consultar las normas legales de interpretación, las cuales primeramente fueron consideradas como simples guías o consejos para el efecto, pero últimamente se ha declarado, con sobrada razón, que ellas son de obligatoria observancia, pues la función de la ley no es la aconsejar sino la de mandar”184. Ya en el siglo XXI, perneada por idéntica doctrina, reiteró la precitada naturaleza, así como su fuerza vinculante. Fue así como expresó que, “Sin embargo, a ello no le sigue que el sentenciador, per se, tenga plena o irrestricta libertad de buscar la communis intentio de los contratantes, sino que debe apoyarse en las pautas o directrices legales que se encaminan, precisamente, a guiarlo en su cardinal tarea de determinar el verdadero sentido y alcance de las estipulaciones de las partes, de modo que pueda descubrir la genuina voluntad que, otrora, las animó a celebrar el contrato y a identificar, en la esfera teleológica, la finalidad perseguida por ellas, en concreto en lo que concierne al establecimiento de las diversas

182 Corte Suprema de Justicia de Colombia. Sala de Casación Civil. Sentencia de 18 de mayo de 1943. Gaceta Judicial No. 1996. Pág. 298.

183 Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, Sentencia de 16 de diciembre de 1968. En lo fundamental, en el referido fallo del año 1961, en virtud del cual se registró un diciente viraje en esta temática, la Sala Civil expresó que “La ley no da consejos sino que establece normas de conducta bien para los particulares, ora para los funcionarios encargados de aplicarlos” (Sentencia del 23 de febrero de 1961,).

184 Corte Suprema de Justicia de Colombia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 12 de junio de 1990.

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estipulaciones que, articuladas, integran el contenido contractual, objeto de escrutinio por parte de su intérprete”185.

Esta doctrina, como esperamos analizarla más a espacio en oportunidad posterior (interpretación del contrato y el recurso de casación), ha sido reexaminada en los últimos lustros, en los que la Corte Suprema de Colombia, ha reiterado que, en definitiva, las normas que incorporan las reglas de interpretación de los contratos, no son sustanciales y, por tanto, carecen de idoneidad para fincar en ellas un cargo en casación, sin que ello suponga, por ningún motivo, que por no revestir esta puntual condición -aspecto por lo demás muy polémico y controvertido en la esfera foránea-, devienen en sugerencias, recomendaciones, lineamientos, o puros consejos186. Tanto es así, sólo por vía de ilustración, que recientemente concluyó de la siguiente manera, con ocasión del examen que hizo de la aplicación de la regla interpretativa consignada en el artículo 1620 de la codificación civil (conservación de los efectos del contrato), en clara evidencia de su que quebranto por el juzgador de instancia no podía tornarse impune, en el ámbito casacional, justamente por estimarse relevante, al tiempo que por considerarse que este precepto -como también sucede con otros de carácter hermenéutico- no podía ser desatendido. Por esto sentenció, a modo de colofón, que “… así las cosas, como el Tribunal desconoció la regla prevista en el art. 1620 del Código Civil, privilegiando la última parte de la cláusula -relativa a la renuncia-, con desconocimiento de su parte inicial, amén de principal en la que se acordó el pago anticipado de la prestación consagrada en el pluricitado artículo 1324 del estatuto mercantil, cometió el yerro denunciado por el censor. Por eso, entonces, el cargo debe prosperar…” (Sentencia del 28 de febrero de 2005, Exp. 7504), como en efecto prosperó, toda vez que la Corte casó la providencia judicial respectiva.

5.3 Carácter dispositivo o imperativo de las reglas hermenéuticas.

185 Corte Suprema de Justicia de Colombia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 28 de febrero de 2005. Exp. 7504.

186- Este puntual criterio, por lo demás, ha sido constante en las decisiones de esa Corporación a lo largo de los años que anteceden, lo que significa que en relación con su carácter vinculante, la Corte se inclina ahora por sostener que se trata de principios o de “guías” que, en todo caso, el juzgador no puede soslayar, a su arbitrio. Así, sostuvo el Tribunal que los artículos 1618 y 1621 del Código Civil, “no tienen ciertamente el rango de sustancial, pues mediante ellas preténdese por el legislador nada más que fijar algunas pautas generales que sirvan de guía al intérprete en su labor, advirtiendo el artículo 1618 que, conocida la intención de los contratantes, más ha de estarse a ellas que a lo literal de las palabras y denotando el 1621 que, salvo cuando apareciere voluntad contraria, la interpretación más adecuada es aquélla que se ajusta a la naturaleza de la convención, presumiendo en los contratos, por lo demás, las cláusulas de uso común. Así, ninguno de los dos preceptos aludidos, que son los únicos citados por el recurrente, consagra verdaderos derechos subjetivos, lo cual, como se sabe, constituye el rasgo característico de las normas sustanciales; o, dicho de otra forma, esas disposiciones no son sustanciales en la medida en que no son de aquellas que ‘en razón de una situación fáctica concreta, crean, declaran, modifican o extinguen relaciones jurídicas también concretas entre las personas implicadas en tal situación’; lo que al contrario significa, que no tienen esa categoría las que ‘se limitan a definir fenómenos jurídicos, o a describir los elementos éstos, o a hacer enumeraciones o enunciaciones’. ( G.J. CLI, p. 254), como son precisamente las aquí aducidas por el censor, según quedó visto.” (Auto de 23 de abril de1996, Exp. 5928).

Recientemente, sobre este mismo particular, la Sala Civil de la Corte Suprema colombiana, una vez más, se ocupó de esta problemática, poniendo de presente, en lo pertinente, que para elucidar el alcance de las estipulaciones contractuales debía “…acudirse a las reglas fijadas por la ley, para que se examine la naturaleza del acuerdo y su conjunto….”, criterio que deja en evidencia que para nuestro máximo tribunal -en el ramo civil- dichas reglas no son puros consejos o simples recomendaciones, por lo que entendió que para el logro en comento, “…habrá de acudirse” a ellas. En concreto, la Sala expresó que, “En la tarea de establecer la intención de las partes del contrato, el juez debe ocuparse inicialmente de la declaración de voluntad plasmada por estas, en búsqueda del genuino alcance o significación de la misma y del efecto jurídico querido por los contratantes, en orden a lo cual ha de procurar que las estipulaciones cumplan con los objetivos y finalidades propuestos al ajustar la convención. Esta labor, que es de relativa facilidad cuando el contrato o la cláusula son claros, se tornará mucho más compleja en el evento en que éstos carezcan de nitidez, pues allí se tratará de desentrañar su sentido, para lo cual habrá de acudirse a las reglas fijadas por la ley, para que se examine la naturaleza del acuerdo en su conjunto, al complementar y armonizar sus diversas piezas”. (Sentencia del 14 de enero de 2005, Exp. 7550).

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Íntimamente entrelazado con el punto inmediatamente anterior se encuentra el tópico referido al carácter de las reglas hermenéuticas ope legis, específicamente el relativo a si las normas jurídicas que las contienen son dispositivas o imperativas. Así, partiendo de la fuerza vinculante de las reglas de interpretación -según se expuso en el numeral precedente-, es menester ahora elucidar cuál es el alcance, la intensidad o la magnitud de dicha vinculatoriedad, en el sentido de determinar si las normas contentivas de los denominados cánones de interpretación -en términos amplios- son, en estrictez, normas de carácter dispositivo, en cuyo caso las partes, ex ante, podrían modificar su alcance o contenido sin dificultad u obstáculo alguno, o si son imperativas, por el contrario, ante lo cual no podrían alterar su esencia y extensión, o si algunas son imperativas y otras dispositivas, según su arquitectura y dimensión, indagación de la mayor resonancia, sobre todo en los tiempos que corren, signados por un creciente proceso de internacionalización de los negocios y de expansión de la contratación en sede internacional: globalización o mundialización negocial, hecho que sugiere, o impone una realidad no necesariamente simétrica o idéntica a la encaminada a gobernar la contratación nacional o local, a juicio de un sector de la doctrina. Por lo tanto, sin que pretendamos tornarnos repetitivos, el enfoque que en este aparte le daremos al tema, es diferente al conferido con antelación, así estén inescindiblemente intercomunicados.

Expresado de otro modo, aún reconociendo que las reglas en mención son arquetípicas normas jurídicas vinculantes, como lo son, ¿podrán válidamente los extremos de la relación jurídica sustraerse in toto de su dictum, estableciendo otras reglas o preceptos virtualmente sucedáneos de estirpe volitiva disímiles a los consagrados en el ordenamiento positivo? Nosotros, en términos generales, creemos que no, justamente por las razones ya esbozadas en precedencia, a lo que cabe memorar que tales normas, bien entendidas, se traducen en un sistema, conforme se anticipó, de suerte que no se pueden sustituir in globo, en línea de principio, máxime que, por más ingenio y creatividad que las partes tengan o exhiban, difícilmente encontrarán reglas muy diversas, objeto de milenaria y sistemática decantación, en lo esencial, y producto de la sana lógica, sin restar por ello espacio al ingenio, o a la adaptación de axiomas o principios predicables del Common Law, primigeniamente, como está sucediendo a menudo en la contratación internacional187.

Creer entonces en la sustitución en bloque de todo el entramado hermenéutico legal por uno genuino u original de origen contractual, es asaz improbable -o si desea muy remoto-, como también lo es pensar en una especie de ‘borrón y cuenta nueva’, en una figurada novación del régimen interpretativo, a sabiendas de que por una u otra vía, seguramente, se llegará a un terreno muy próximo, en su real esencia, casi como si se girara 360 grados, o como si caminare en círculo, obviamente, si para ello, se respetan parámetros comunes y mínimos, pues de lo contrario el resultado podría ser muy otro: un evidente extravío.

Otra cosa muy diferente es que, in casu, de modo muy concreto, y no especulativo, los contratantes pueden prohijar reglas propias e individuales, no indefectiblemente enlistadas en la ley, entre otras razones por cuanto como lo acotamos en este campo no es de recibo aludir a un numerus clausus, sino apertus, naturalmente con cautela y respeto de las reglas que, por su morfología y significado, son insoslayables, so pena de ineficacia, en sentido amplio o genérico.

187 Como es obvio, hay quienes abogan por la tesis contraria; así, por ejemplo, el profesor Bianca sostiene que “… las normas hermenéuticas se pueden derogar por las partes, a excepción de aquella que impone la interpretación según la buena fe, pues esta norma se debe considerar como un principio de orden público. La tesis que plantea la absoluta inderogabilidad de las reglas de interpretación parte de considerar que el destinatario de tales reglas (aunque no el único) es el juez. Se puede replicar, sin embargo, que el principio fundamental de la interpretación es el respeto de la intención común de las partes, y que, por lo tanto, el juez se debe atener a la intención común que ellas hayan manifestado, aún directamente, por medio de derogaciones a las reglas legales de interpretación …”. Derecho Civil. El contrato., op.cit., p.438.

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6. Jerarquía de las reglas de interpretación de los contratos:

En Colombia, a emulación de la generalidad de los ordenamientos civiles internacionales, prima la regla de la búsqueda de la mencionada común intención -en sentido amplio- (o si se desea de la ‘intención de los contratantes’, art. 1618), la que se constituye en el norte del hermeneuta, en la brújula que deberá guiar su nobile officium, y a la que deberá obediencia suma, so pena de desdibujarlo, todo sin perjuicio de que, si agotado este laborío sin resultados positivos y fiables, podrá acudir a otros expedientes, como ya se acotó (de estirpe objetivo). Cosa bien distinta es que en dicha investigación, pueda servirse de otras reglas subjetivas, por vía de ejemplo las que contemplan la necesidad de valorar, in globo, el comportamiento de las partes, como expresamente lo autorizan algunas legislaciones contemporáneas, conforme se señaló188 y lo reconoce autorizada doctrina patria e internacional, pues dicha tarea no sólo se consigue aplicando privativamente el contenido de nuestro artículo 1618, que como lo refieren los profesores Guillermo Ospina Fernández y Eduardo Ospina Acosta, es entre nosotros el ‘principio general’ que domina la codificación civil, en lo que a interpretación del contrato concierne189. Nuestra jurisprudencia, en efecto, ha entendido que en el Código Civil, concretamente en el articulado que conforma el Título XIII de su libro cuarto, existe un precepto principal, y otros subsidiarios. En este sentido, en Sentencia del 5 de julio de 1983, ad pedem literae, manifestó que, “…la primera y cardinal directriz que debe orientar al juzgador es, según lo preceptúa el artículo 1618 del Código Civil, la de que conocida claramente la intención de los contratantes, debe estarse a ella más a lo literal de las palabras; las demás reglas de interpretación advienen a tomar carácter subsidiario y, por lo tanto, el juez no debe recurrir a ellas sino solamente cuando le resulte imposible descubrir lo que hayan querido los contratantes; cuáles fueron realmente los objetivos y las finalidades que éstos se propusieron al ajustar la convención”.190. Y más recientemente, la H. Corte Suprema, en consonancia con lo afirmado en el pasado, sentenció que “…debe reiterarse también, como está suficientemente decantado, que en el derecho privado nacional en materia de interpretación contractual rige el principio básico según el cual “conocida claramente la intención de los contratantes, debe estarse a ella más que a lo literal de las palabras” (artículo 1618 del Código Civil). Desde antiguo, la jurisprudencia y la doctrina han señalado que este principio es el fundamental dentro de la labor interpretativa, al lado del cual los demás criterios y reglas establecidos en el Código Civil toman un carácter subsidiario, instrumental o de apoyo, en la labor de fijación del contenido contractual”191.

Por su parte, en la órbita doctrinal, el Profesor Carlos Darío Barrera Tapias en su bien documentado libro intitulado: Las obligaciones en el derecho moderno, se inclina por la misma distinción jerárquica, a la par que funcional, al indicar que, “…la averiguación de la verdadera voluntad de las partes es la regla fundamental, y las restantes son subsidiarias”192.

188

?- Es el caso, en adición a las referidas en precedencia, del Código Civil paraguayo de 1987, específicamente del artículo 708, el que luego de puntualizar que “Al interpretar el contrato se deberá indagar cuál ha sido la intención común de las partes y no limitarse al sentido literal de las palabras”, indica que “Para determinar la intención común de las partes se deberá apreciar su comportamiento total, aun posterior al contrato”. 189Guillermo Ospina Fernández y Eduardo Ospina Acosta, Teoría general de los actos o negocios jurídicos, op.cit, p. 412.

190 - La Corte Suprema, en fallo del 14 de marzo de 1946, había ya señalado que, “Sólo cuando no es posible determinar con claridad la intención de los contratantes es cuando el fallador debe acudir a aplicar, con vista de las circunstancias de cada caso, las normas que estime conducentes de entre las establecidas en los arts. 1619 a 1624 del C.C.”

191 Corte Suprema de Justicia de Colombia, Sala de Casación Civil, sentencia del 19 de diciembre de 2008. 192

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Finalmente, sin perjuicio que sobre este tópico esperamos retornare con ocasión del examen individual de las reglas interpretativas, importa precisar que el caso en particular objeto de auscultación tendrá una fuerza sin par, toda vez que será él, en gran medida, el que torne más aplicable una regla que otra, por manera que, en función suya, ubicado en el campo de las llamadas reglas secundarias o subsidiarias, el intérprete privilegiará una u otra, como quiera que no existe, en puridad, una secuencia inexorable o forzosa, o sea un orden ex lege que deba ser ineluctablemente acatado en todos y cada uno de los casos, según se expuso. En este aspecto, bien entendido, habrá pues un margen moderado de flexibilidad, sin duda necesario, habida cuenta que la interpretación, como lo hemos aseverado, invariablemente debe hacerse teniendo en cuenta el casus, so pena de que se descontextualice el asunto sometido al escrutinio del hermeneuta, quien no es un autómata que proceda siempre igual de cara a todos los casus, en sí mismos diversos, por excelencia193.

7. La interpretación, la calificación del contrato y el recurso extraordinario de casación. Controversia suscitada entre quienes sostienen que la interpretación y la calificación son una cuestión puramente de derecho y otros de hecho.

Álgido, igualmente, es el tema relacionado con la interpretación y calificación del contrato y los poderes que, in concreto, dispone el juez de casación para auscultar los fallos emanados de la jurisdicción ordinaria, esto es de los jueces de instancia -en el entendido que la casación rigurosamente no es un instancia en sí misma-, como quiera no registra un tratamiento uniforme en el Derecho comparado, máxime cuando militan variadas excepciones y se presentan determinadas variantes, lo que impide hablar de una regla común, y también absoluta, aún de cara a cada sistema, en el que la respuesta, de ordinario, está subordinada a un ‘depende de’. Incluso, en muchos países la postura que al respecto tienen los máximos tribunales de justicia, en nuestro caso la Corte Suprema de Justicia -en Colombia tribunal de casación, entre otras funciones a ella asignadas por la Constitución Política del año 1991-, ha variado a través del tiempo, circunstancia que contribuye a su complejidad, por cuanto ha sido divergente. Por ello, en el orden descrito, abordaremos la temática propuesta.

Sobre este particular, de antemano, bien puede afirmarse que la postura de las Cortes o Tribunales de Casación, en gran medida, se encuentra conectada a la opinión que finalmente se tenga en torno al carácter vinculante de las reglas de interpretación -tópico ya examinado por nosotros-, al mismo tiempo que a la naturaleza que se le atribuya a la operación hermenéutica, consideración que como bien como lo reafirma la doctrina, “…dista mucho de ser baladí, puesto que -como es sabido- la posibilidad de recurrir lo resuelto ante un tribunal de casación….guardará una relación directa con la respuesta que se dé al interrogante que ha dado título e esta parte del capítulo: las disposiciones referidas a la interpretación de los contratos, ¿son meras indicaciones o son derecho positivo?”.194

?- Carlos Darío Barrera, Las obligaciones en el derecho moderno, Temis, Bogotá, 2004, p. 185. 193 Cfr. Luis María Boffi Boggero, quien avalando este mismo parecer, anota que respecto a ellas no media “…orden jerárquico alguno y que su utilización en mayor o menor grado, la prevalencia de una sobre otra, surgirá de la necesidad del intérprete en cada caso frente a las respectivas particularidades”. Tratado de las obligaciones, T.I, op.cit, p. 698.

En sentido similar, pero haciendo énfasis en la tarea del juzgador, uno de los intérpretes autorizados para realizar el acto humano de interpretar, el Dr. Antonio Cano Mata, en este campo hermenéutico, también es de la idea de la conveniencia de “…permitir una limitada discrecionalidad judicial, pero dentro de unos principios vinculantes para el intérprete”. La interpretación de los contratos civiles, op.cit, p. 206.

194 -Ernesto Eduardo Martorell, Tratado de los contratos de empresa, T.I, Editorial Depalma, Buenos Aires, 1998, p. 281.

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En este sentido, los que parten de la base de considerar tales reglas como meros consejos, recomendaciones o guías, que no atan a los juzgadores de instancia, suelen afirmar, a manera de postulado general, que una sentencia, directamente, no puede ser acusada ante el Tribunal de Casación, por haber infringido una de dichas pautas, conclusión ésta que también preservan otras corporaciones judiciales, aún manteniendo la opinión contraria acerca de la fuerza vinculante de dichos preceptos, bajo el argumento del respeto a la decisión judicial que, en línea de principio, estiman soberana y, por ende, autónoma. La interpretación del contrato, entonces, se afirma que es una arquetípica cuestión de hecho, que sólo puede ser examinada en sede casacional en los precisos eventos en que se permite -con carácter residual- el escrutinio de la apreciación probatoria que haya realizado el juez de instancia, laborío éste en el que debe tomarse como punto de partida, el respeto a la discreta autonomía que tienen los jueces para valorar los medios de prueba, por manera que su juicio debe ser preservado, así no se comparta, a menos que aflore un error de hecho manifiesto o evidente que, como tal, amerite el quiebre inexorable de la sentencia de instancia, en virtud de la prosperidad del recurso extraordinario de casación, o la ‘desnaturalización del sentido del contrato’, como tiene lugar en algunas latitudes, en las que la procedencia del mismo luce muy excepcional.

Este criterio, en mayor o menor medida y con el respeto a las particularidades del caso, históricamente ha sido prevalente en las Cortes de Argentina195, y Francia -específicamente a partir del fallo de 2 de febrero de 1808, al que ya se hizo alusión-196, entre varias, y también en naciones como Colombia, aunque con matices, como se observará, pues se itera que no existe un sistema unitario, sin perjuicio que la postura más socorrida, parece ser aquella que aboga por estimar que la interpretación contractual, ciertamente, es una quaestio facti, y no iuris, sin perjuicio de admitirse esta última naturaleza ante muy precisas hipótesis -en ciertas naciones, como se indicará, pero no en Colombia-

Por el contrario, los que estiman que tales reglas son verdaderas normas jurídicas sustanciales y vinculantes para el juez, afirman sin hesitación que su quebrantamiento puede dar origen a una censura en la que se cuestione directamente la falta de aplicación, la aplicación indebida o la interpretación errónea de la disposición que recoja el

195 Vid: Sentencias citadas por el Profesor Santos Cifuentes. En Negocio Jurídico. Astrea. Buenos Aires. 1986. Pág. 249.

Gladis E. de Midón, en su completo y moderno libro sobre La casación, registra que, “Las cuestiones de prueba son materia propia de los jueces de la causa y no susceptibles, en principio, de revisión en la instancia extraordinaria….es que la tacha de arbitrariedad no tiene por objeto la corrección de fallos equivocados o que se estimen tales, sino que atiende sólo a los supuestos de omisiones o desaciertos de gravedad extrema….”. Por eso “La valoración de las pruebas constituye facultad propia de los tribunales de alzada y, como tal, exenta de censura en casación, salvo absurdo”. Rubinzal- Culzoni, Santa Fe, 2001, p..p, 57 y s.s.. 196

? -Vid: Henri, León y Jean Mazeaud. Lecciones de derecho civil. Parte Segunda. Vol. 1, op.cit, p. 386, y Jacques Boré. La cassation en matiére civile, Dalloz, Paris, p. 268, quien señala que, “En principio, después de la sentencia de febrero de 1808 ya mencionada, el juez de fondo dispone de un poder soberano para interpretar el contrato, es decir para determinar la existencia y el contenido de las obligaciones respectivamente asumidas por los contratantes”. Otro tanto indican M. Planiol y G. Ripert, toda vez que precisan que, “La investigación de la intención de las partes es una cuestión de hecho que como tal depende libremente de la apreciación de los Tribunales de instancia. Sin embargo, a fin de impedir un medio muy fácil para el desconocimiento o la modificación de los contratos, mediante la deformación de la intención evidente e las partes, la Corte de Casación ha tenido que casar aquellas sentencias que ‘desnaturalizan el sentido del contrato, cuando éste es claro y preciso y no da lugar a ninguna ambigüedad”. Tratado teórico y práctico de derecho civil francés, T. VI, p.522, así como Marie-Heléne Rouen, Pratique de l’interpretation des contrats. Etude jurisprudentielle, op.cit, p. 155.

Para un examen jurisprudencial referido al tema de la ‘desnaturalización del contrato’ o de las ‘obligaciones’, puede verse la compilación y los comentarios realizados por A. Weill, F. Terré, e Y. Lequette, Les grands arrets de la jurisprudente civile, Dalloz, Paris, 1984, p.336 y s.s.

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correspondiente criterio de hermenéutica contractual violado, lo que habilita el llamado control casacional. Se trata, por tanto, de una cuestión jurídica (quaestio iuris), en el entendido de que “también se puede incurrir en una aplicación errónea de ‘normas de derecho’, al interpretar una disposición que tenga el contenido de una cláusula general”197. Así, entre otras, lo han sostenido las Cortes Italiana198 y Uruguaya199.

Más aún, desde una perspectiva histórico-internacional, puede identificarse una postura intermedia, que considera típicamente fáctica y, por tanto, denunciable solamente como error de hecho, la tarea del juez que atañe a la determinación o apreciación material del contrato, de sus cláusulas o estipulaciones que deben ser objeto de interpretación; pero como cuestión de derecho estricto y, por ende, acusable como error jurídico, la recta aplicación de las normas que regulan la forma como debe hacerse la interpretación. En las últimas décadas este ha sido el criterio de los Tribunales Supremos de España200 y de Chile (Corte Suprema)201, los cuales han distinguido entre errores en la valoración de las pruebas tocantes con la declaración de voluntad objeto de interpretación, que sólo puede reprocharse en casación como error de hecho -y, si fuere el caso, de derecho-, y errores en la calificación del contrato o en la aplicación o inteligencia de las normas que gobiernan la hermenéutica contractual, respecto de los cuales procede una acusación por infracción de dicha normatividad202.

Como se advierte con facilidad, el punto guarda estrecha relación con la naturaleza del recurso de casación y el papel encomendado a las Cortes que conocen de él. Por el primer aspecto, se sabe que dicho medio de impugnación no constituye una tercera instancia, por lo que en dicha sede no puede suscitarse una nueva discusión sobre el litigio, ya definido -por regla- por los jueces de primero y segundo grado, por lo que inicialmente este se considera intangible. Tal la razón para sostener que, siendo ello así, no le está permitido a los Tribunales de Casación adentrarse en el examen de las pruebas, tarea esta que, en línea de principio, le corresponde a aquellos. Sólo si se advierte un error de hecho protuberante o colosal en la apreciación del caudal probatorio, que tenga incidencia en el resultado del 197 -Cfme: Lina Birgliazzi Geri, Umberto Breccia, Francesco D. Busnelli y Ugo Natoli. Derecho Civil. T.I. Vol. 2, op.cit, p. 979.

198 - Como lo precisan Guido Alpa; G. Fonsi, y G. Resta, “Acogida la tesis preceptiva [o vinculante] de las normas de hermenéutica, la consecuencia inmediata es que en Casación puede tener lugar un control sobre la actividad del juez: si este ha aplicado correctamente la norma el proceso hermenéutico se habrá desarrollado en forma lógica; en caso contrario…la sentencia puede ser casada”. L’interpretazione del contratto, op.cit,p. 75.

199 -Así lo refiere el profesor Gustavo Ordoqui Castilla, en su artículo “Interpretación del contrato den el régimen Uruguayo. En Contratación Contemporánea. T. II, op.cit,p.363.

200-Vid: Manuel De La Plaza. La casación civil. Madrid. Editorial Revista de Derecho Privado. 1944. Págs. 256 y ss.201

? Ver sentencias relacionadas por el Dr René Abeliuk Manasevich. Las Obligaciones. T. I, op.cit, p.p. 94 y 95.202

?-Sobre el particular, es muy ilustrativo el criterio que expone el Profesor Piero Calamadrei, en su reputada obra La Casación Civil, al reflexionar sobre la “alteración” de una declaración de voluntad por parte del juzgador. “De los principios más elementales de la Casación, resulta que, si esta errónea interpretación no reviste las características para la utilización de la revocación del art. 494, n. 4, la misma no puede ser impugnada por medio del recurso de casación sino cuando contenga en sí los elementos de un error de derecho; lo que puede ocurrir en dos casos: 1º cuando el juez al determinar el significado de la declaración de voluntad haya violado una regla legal de interpretación (art. 1131-1139 CC); 2º cuando el juez haya dado al negocio jurídico correctamente constatado una calificación jurídica errónea. En otras palabras, la operación mental que debe realizar el juez para llegar a la sentencia cuando el caso particular controvertido está constituido por una declaración de voluntad, no es diversa de la que debe realizar el juez para llegar a la sentencia cuando el caso particular controvertido tenga otra naturaleza: también aquí hay que resolver una cuestión de hecho, para establecer cuál es la declaración de voluntad formulada por las partes y cuál es su significado, y una cuestión de derecho, para establecer cuáles son las consecuencias jurídicas; y sólo el error que se produzca en esta segunda fase del razonamiento es, lo mismo que cualquiera controversia, denunciable en Casación”. (T. II. Editorial Bibliográfica Argentina. Buenos Aires. p.p.. 374 y 375.).

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proceso, o si se estructura un error en la aplicación de las normas de disciplina probatoria, conocido en Colombia como error de derecho, de suyo distinto del error jurídico propiamente dicho, puede el juez de casación invalidar la sentencia; de lo contrario, debe darle prevalencia al criterio del juzgador de instancia, quien goza de cierta o moderada autonomía para formarse su convencimiento sobre los hechos litigados, según la valoración que autónomamente haga de las pruebas. En cuanto al segundo aspecto, es sabido que los Tribunales de Casación fueron estructurados con el fin primordial de garantizar la materialización del derecho objetivo en los fallos judiciales y, muy especialmente, de unificar la jurisprudencia, su sacrosanta y cardinal tarea. De allí que -entre nosotros- el primero y principal motivo de casación, sea la violación de la ley sustancial, para cuya protección se encuentra instrumentado el recurso de casación.

Se entiende, entonces, que no sea cuestión pacífica la de establecer si son acusables ante una Corte o Tribunal de Casación, las sentencias que transgredan las normas que consagran las reglas de interpretación de los contratos, pues, de una parte, se encuentran los límites inherentes al recurso de casación, de suyo extraordinario -pues como se ha reiterado no es una tercera instancia- y, de la otra, pervive la controversia relativa al carácter normativo -y, más aún, vinculante- de esas disposiciones.

En Colombia, como ya se delineó en el aparte reservado al estudio de esta específica temática, la Corte sostuvo en un comienzo -y por un apreciable número de años- que las reglas de interpretación eran meros consejos, con lo cual adhirió a la tesis de origen francés que sostiene que dicha problemática envuelve una cuestión de hecho que, en principio, se clausura o define en las instancias. Más adelante, también lo anticipamos, puntualizó que dichas pautas se encuentran engastadas en verdaderas normas jurídicas que, el juez, como tal, no puede desconocer. Empero, en la misma sentencia sostuvo -y así lo ha venido predicando en numerosos fallos-, que esas normas no tienen carácter sustancial y, por tanto, ellas, en sí mismas consideradas, no pueden sostener una acusación, stricto sensu, por considerarse “…meramente instrumentales203”. Al fin y al cabo, afirma autorizada doctrina nacional sobre la materia, “siempre que se impugne en casación la interpretación que el sentenciador le haya dado a un contrato, el censor necesariamente tiene que referirse a las pruebas de ese contrato o a su contexto, o bien a las estipulaciones que de éste resulten, no aparece claro que los yerros en dicha interpretación puedan denunciarse por la vía directa”204, esto es, por quebrantamiento derecho a la ley sustancial.

En suma, en el Derecho casacional colombiano, no es posible denunciar como infringidas, únicamente, las normas que se ocupan de la interpretación de los contratos (arts 1618 a 1624, C.C.), así se estimen que no son meros consejos o sugerencias, habida cuenta que se ha entendido que no invisten carácter sustancial, en la inteligencia que, en rigor, se ha dicho, no crean, modifican o extinguen un determinado derecho, de suerte que no son atributivas, en sí mismas consideradas, pues requieren otras disposiciones que, en particular, si sirvan para el señalado cometido, criterio éste no exento de reparos, por lo limitativo que es, a juicio de algunos, los que enarbolan argumentos que, en sí mismos considerados, de plano no lucen

203 -Ha dicho la Corte, en múltiples ocasiones, que las “…las normas de hermenéutica contractual….son meramente instrumentales”, de suerte que el censor “…deberá demostrar el consecuencial quebranto de leyes verdaderamente sustanciales. Todo ello para que la censura quede formulada de modo completo, para que resulte viable” (Sentencia del 12 de junio de 1970, Magistrado Ponente, Dr Guillermo Ospina Fernández).

204- Recurso de Casación Civil. Humberto Murcia Ballen. Ediciones Jurídicas Ibañez. Bogotá. 1999. Pág. 429.

Esta idea, ha sido reiteradamente puesta de relieve por la Corte. Es así, sólo por vía de referencia, como en sentencia del 12 de junio de 1970, aclaró que, “…siempre que se impugne en casación la interpretación que el sentenciador le haya dado a un contrato, el censor necesariamente tendrá que referirse a las pruebas del mismo, a las estipulaciones que de ellas resulten, a su contexto, a los medios que establezcan las circunstancias de su celebración, a los usos o costumbres al respecto, al desarrollo práctico que las partes le hayan dado, etc” (Magistrado ponente, Dr Guillermo Ospina Fernández).

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deleznables. Ello no quiere decir, sin embargo, que a través del señalamiento de normas que sí revistan el referido carácter sustancial, la Corte no pueda sopesar la actividad hermenéutica en la esfera contractual, a condición de que la interpretación efectuada por el juzgador de instancia entrañe un prototípico y paladino error de hecho, el cual deber ser removido, como lo ha hecho en numerosas ocasiones. En caso contrario, en virtud de la anunciada autonomía, deberá respetar el juicio y la valoración efectuada por el juzgador.

Lo anterior explica que en el plano jurisprudencial, la Corte Suprema, desde hace más de una centuria, ha aceptado que los jueces gozan de una discreta autonomía para interpretar los contratos, sin que, en principio, sus conclusiones puedan ser rebatidas en sede casacional, no sólo porque las reglas de interpretación no hacen imperio en la tarea judicial, porque “no habría cauces positivos para ordenar su discernimiento, ni límites concretos para contener esa medida”205, sino también porque la labor de interpretar un contrato, necesariamente involucra la actividad probatoria, de suyo reservada a los juzgadores de instancia, la que no puede ser cuestionada ante la Corte, a menos de probarse que el juzgador incurrió en un error de hecho manifiesto y trascendente, como se mencionó.

En torno a la soberanía judicial para interpretar los contratos, ha reiterado la Corte en múltiples fallos que ella, “-en línea de principio rector- es tarea confiada a la ‘…cordura, perspicacia y pericia del juzgador’ (CVIII, 289), a su ‘discreta autonomía’ (CXLVII, 52), razón por la cual, el resultado de ese laborío ‘no es susceptible de modificarse en casación, sino a través de la demostración de un evidente error de hecho’ (CXLII, 218 Cfme: CCXL, 491, CCXV, 567).

No obstante el reconocimiento de esa autonomía judicial, la Corte ha precisado que el juez, en todo caso, no puede obrar a su arbitrio, ni desconocer graciosamente las directrices trazadas por el legislador, como ya se anotó en otro aparte de este escrito, sin que, además, la facultad de interpretar los contratos pueda ser utilizada para distorsionar la voluntad de las partes, con lo cual ha puesto ciertos y necesarios límites en esta materia, al ejercicio de la función judicial. Traigamos pues a colación algunos pronunciamientos suyos al respecto:

Así, acotó que a esa potestad judicial, lo memoramos de nuevo con el objeto de enlazar adecuadamente este tema, “no le sigue que el sentenciador, per se, tenga plena o irrestricta libertad para buscar la communis intentio de los contratantes, sino que debe apoyarse en las pautas o directrices legales que se encaminan, precisamente, a guiarlo en su cardinal tarea de determinar el verdadero sentido y alcance de las estipulaciones de las partes, de modo que pueda descubrir la genuina voluntad que, otrora, las animó a celebrar el contrato y a identificar, en la esfera teleológica, la finalidad perseguida por ellas, en concreto en lo que concierne al establecimiento de las diversas estipulaciones que, articuladas, integran el contenido contractual, objeto de escrutinio por parte de su intérprete. Desde luego que si el juez, tras examinar y aplicar las diversas reglas de hermenéutica establecidas en la ley, opta por uno de los varios sentidos plausibles de una determinada estipulación contractual, esa elección, en sí misma considerada, no puede ser enjuiciada ante la Corte, so pretexto de una construcción más elaborada que pueda presentar el demandante en casación, en la medida en que, en esa hipótesis, la decisión judicial no proviene de un error evidente de hecho en la apreciación de las pruebas, sino que es el resultado del ejercicio de la discreta autonomía con que cuenta el juzgador de instancia para la interpretación del contrato.”206

En otra decisión, la Corte advirtió que “Si la misión del intérprete, por consiguiente, es la de recrear la voluntad de los extremos de la relación contractual, su laborío debe circunscribirse,

205 Sentencia de 14 de septiembre de 1998. Exp.: 5068, Magistrado Ponente, Dr Carlos Esteban Jaramillo S.206

? -Sentencia de 28 de febrero de 2005; Exp: 7504, Magistrado Ponente, Carlos Ignacio Jaramillo J.

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únicamente, a la consecución prudente y reflexiva del aludido logro, en orden a que su valoración, de índole reconstructiva, no eclipse el querer de los convencionistas207, y lo que es más importante, no conduzca a su suplantación, toda vez que ello es lo que desventuradamente hacen algunos juzgadores, quienes enarbolando la bandera hermenéutica, terminan invadiendo la órbita negocial, al punto de que en veces, mutatis mutandis, parecen fungir más como contratantes que como intérpretes del contrato, esto es, como invariablemente debe tener lugar, situados en su periferia. Cuán cauteloso entonces debe ser el fallador, para evitar que la intención real de los artífices del negocio respectivo, sea fidedignamente interpretada -y de paso respetada- y de ninguna manera mancillada, o sea, adulterada o falsificada, so capa de buscar, equivocada y forzadamente, la supuesta intención de los que han contratado o de identificar el tipo contractual y de fijar su hipotético alcance, sin percatarse que procediendo de esa cuestionada manera la conculcan y, por consiguiente, a modo de irresoluta secuela, distorsionan el acuerdo negocial, ora porque recortan su extensión, ora porque la aumentan o, incluso, porque lo truequen. De ahí que so pretexto de auscultar la voluntad de los contratantes, no puede el intérprete desfigurar el texto del contrato, máxime si éste, justamente, la recoge con fidelidad.”208

En sentido similar, la misma Corte recientemente ha señalado, haciendo acopio de su reiterada doctrina, que “… es pertinente memorar que la interpretación de cualquier negocio jurídico –primigenio o subsiguiente- es un asunto reservado a la discreta autonomía de los jueces de instancia, que no puede variarse en sede casacional, sino en tanto y en cuanto se demuestre la comisión de un yerro de hecho que sea evidente, stricto sensu, y además trascendente en la decisión adoptada”.

“Sobre el particular, la Sala ha puntualizado que “La soberanía que corresponde a los Tribunales Superiores para la interpretación de los contratos solamente está limitada, en el desarrollo del recurso de casación, por la demostración de errores de hecho cometidos en la labor interpretativa de modo que mientras la adoptada por el Tribunal no desnaturalice los términos claros y no ambiguos de la convención rompiendo su armonía, desconociendo sus fines o la naturaleza específica del contrato, debe ser respetada por la Corte” (LV, 298) y que “...la operación interpretativa de contratos parte necesariamente de un principio básico: la fidelidad a la voluntad, a la intención, a los móviles de los contratantes. Obrar de otro modo, es traicionar la personalidad del sujeto comprometido en el acto jurídico, o en otros términos, adulterar o desvirtuar la voluntad plasmada en él” (CXXXIX, 131, CLIX, 201).”

“Ahora bien, en la labor interpretativa el juzgador incurre en error de hecho cuando partiendo objetivamente del acervo probatorio, da por existente un hecho cuando no lo está, o por no existente cuando si lo está, o cuando estándolo le cercena, adiciona o distorsiona su contenido”.

“En tratándose de interpretación de los contratos, ha dicho la Corte “es preciso que el error en la apreciación de las cláusulas de un contrato sea tan claro a la luz de las reglas legales y de los datos del expediente que no deje lugar a duda alguna” (XX, 295), configurándose tal yerro “…cuando el juez so pretexto de interpretación, desnaturaliza abiertamente las convenciones de las partes contratantes, o pretermite al aplicar el contrato alguna estipulación terminante o la sustituye por otra de su invención” (XXV, 429)”.

De mismo modo, ha indicado que, “Compréndese, entonces, que la valoración del contrato, o de sus adiciones o agregados ex voluntate, o la interpretación de su contenido, que resulten conformes al haz probatorio y que no sean absurdas o carentes de sindéresis y lógica,

207 -Cfme: Erich Danz. La Interpretación de los Negocios Jurídicos. E.R.D.P. Madrid. 1955. Pág. 65.

208-Sentencia de 14 de agosto de 2000; Exp. 5577. Magistrado Ponente, Carlos Ignacio Jaramillo J..

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impiden la constitución de un error de hecho evidente, alegable en casación, por lo que dicha interpretación, en esas condiciones, queda cerrada en las instancias y resulta inimpugnable mediante el recurso extraordinario de casación, así la hermenéutica que efectuó el censor devenga respetable y, por ende, luzca coherente, lo cual no es suficiente para quebrar un fallo judicial, por lo demás cobijado por una presunción de acierto que es menester derruir”209

Como puede verse, a modo de gran compendio, la jurisprudencia de la Corte ha sido respetuosa de la autonomía de los jueces para interpretar los contratos, pero, al propio tiempo, ha sido enfática al precisar que esa autonomía no traduce arbitrariedad -pues no es una patente de corso que autorice cualquier tipo de actuación-, y que si bien las reglas de interpretación contenidas en los artículos 1618 a 1624 del Código Civil, no tienen, en estrictez, carácter sustancial, no por ello pueden ser inobservadas con el escueto argumento de ser meros consejos, el que no comparte, ni avala. Para la Corte, si el juzgador se aparta de esas pautas y, como consecuencia de su errada apreciación, distorsiona, eclipsa o sustituye la voluntad contractual, ese error, de naturaleza fáctica (cuestión de hecho), puede ser denunciado con éxito en sede de casación como detonante del quebrantamiento de la ley sustancial -desde luego enlistando normas que si revistan tal carácter, como se indicó-, lo que puede dar lugar a la invalidación de la sentencia y, de paso, a su erradicación del universo jurídico, lo que demuestra que en Colombia el distanciamiento de los cauces normativos en referencia, no queda impune, pues el intérprete, en su nobilis officium, le debe sujeción al ordenamiento, en concreto a las disposiciones que, en lo pertinente, integran el Título XIII del Libro Cuarto del Código Civil.

De igual manera, es absolutamente claro que la Corte Suprema, en forma sistemática, ha entendido que la interpretación del contrato es una cuestión de hecho, y no de derecho, enrolándose en la tesitura mayoritaria, así en algunas pocas ocasiones haya estimado lo contrario, postura que céleremente fue rectificada, gracias a un renombrado fallo del 12 de junio de 1970, en el cual, en lo toral se puntualizó que, “La Corte desde que inició su misión unificadora de la jurisprudencia nacional ha venido controlando holgadamente los errores en la apreciación de los contratos, tanto cuando estos errores son de derecho, o sea de valoración probatoria, como cuando versan sobre la presencia o el contenido objetivo de aquellos. Así, ya en punto de la interpretación de los contratos su jurisprudencia tradicional ofrece los siguientes lineamientos fundamentales: a) tal interpretación consiste en averiguar la real intención de los contratantes; b) esta es una cuestión de hecho como quiera que se refiere al tenor de las estipulaciones aisladamente consideradas o en su contexto….” Sin embargo, algunos fallos de la Corte, de época reciente, han acogido la doctrina foránea que, con el fin ya declarado de someter al control de casación el error en la interpretación de los contratos, tanto en cuanto estos errores son de derecho, o sea de valoración de estos y en la determinación de su régimen legal constituye error jurídico y no de hecho (Sentencia 24 de marzo de 1955; 27 de abril de 1955; 23 de febrero de 1961)….De esta suerte la doctrina últimamente transcrita ha introducido, a manera de creación jurisprudencial innecesaria, un tertium genus en la preceptiva de la causal primera de casación y que, por lo visto, se hace consistir en error jurídico directo no ya en el entendimiento y empleo de la ley sustancial, sino a consecuencia de la indebida interpretación de los contratos” (Magistrado Ponente, Dr. Guillermo Ospina Fernández) .

Finalmente, ya para culminar este aparte reservado al tema de la casación, cumple aludir brevemente a la calificación del contrato, operación que, en rigor, se ha dicho, se distingue de la interpretación, como tuvimos oportunidad de examinar, así estén intercomunicadas.

209- Sentencia de la Sala Civil, Exp.7560, Magistrado Ponente, Carlos Ignacio Jaramillo J.

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Como se memorara, la calificación, grosso modo, es aquella operación encaminada a la fijación de la naturaleza jurídica del contrato que, como tal, de ordinario, se desdobla enseguida de la interpretación propiamente dicha, de lo que se desprende que, en rigor, no pueden amalgamarse o fusionarse, así estén ligadas, de alguna forma. Una y otra, en efecto, tienen un momentum specialis. Por ello, se tiene establecido y refrendado por la jurisprudencia que “…la interpretación siempre antecede a la calificación”, obviamente, “cuando es menester efectuar ambas operaciones”, sin perjuicio de que lo frecuente “…es que el juez se vea forzado a interpretar y calificar el convenio”210.

En torno a la calificación de los contratos, una actividad absolutamente jurídica, y en particular científica, rectamente entendidas, la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema de Justicia, al igual que de otras latitudes, ha sido vacilante y, por contera, oscilante.

Efectivamente, como quedó visto en párrafos precedentes, la Corte sostuvo en un comienzo que los errores del juzgador que atañen a la interpretación de un contrato, eran de hecho o de derecho, siempre relativos a la valoración probatoria. Sin embargo, en sentencia de 24 de marzo de 1955 expresó que “en punto de la interpretación de los contratos, es viable un cargo en casación en estos tres casos. 1º- por error jurídico: a) cuando hay violación directa de la ley del contrato frente a los preceptos que regulan su naturaleza y sus efectos; b) cuando la infracción se produce como consecuencia del quebranto de las normas de hermenéutica contractual. Estos dos supuestos están comprendidos en el inciso 1º del ordinal 1º del artículo 520 del Código Judicial; 2º- cuando hay violación indirecta de preceptos sustanciales por error manifiesto de hecho en el campo probatorio; 3º - cuando se infringe también indirectamente una disposición sustancial por causa de un error de derecho en la apreciación de las pruebas allegadas al proceso. Estos dos últimos casos se rigen por el inciso 2º del ordinal 1º del citado artículo 520”211.

Obsérvese cómo, en la sentencia anteriormente transcrita, la Corte reconoció que podía denunciarse en casación la violación de las normas sobre interpretación, con independencia de la apreciación que hubiere hecho el juzgador del caudal probatorio. Con otras palabras, que el Tribunal podía incurrir en un arquetípico error jurídico por falta de aplicación, aplicación indebida o interpretación errónea de las disposiciones que regulan la manera como debe el juez hacer hermenéutica contractual.

Esta tesitura, en lo cardinal, de alguna manera coincidía con la opinión aún predominante de la jurisprudencia chilena, a cuyo tenor, “Calificar el contrato es una cuestión de derecho. Es ésta una jurisprudencia que prácticamente se ha uniformado”.212

Pero luego, al referirse -entre otros aspectos- a la “facultad judicial de calificar los contratos”, el máximo tribunal en esta materia modificó su postura para sostener que, “como la interpretación de los contratos es cuestión que corresponde a la discreta autonomía de los juzgadores de instancia, la que haga el tribunal no es susceptible de modificarse en casación, a menos de aparecer de modo manifiesto en autos que el sentenciador en su apreciación incurrió en ostensible error de hecho.”213

Esta ha sido la tesis predominante en los últimos años, como puede leerse en la sentencia de 8 de mayo de 2001, relativa a un caso en que se discutió la calificación que el Tribunal había hecho de un contrato, que consideró de arrendamiento, a diferencia del recurrente, para

210- Jorge López Santa María. Los contratos, op.cit, p.p. 388 y 389.211 Gaceta Judicial. LXXIX, pág. 791.

212- René Abeliuk M. Las obligaciones, T.I, op.cit, p. 95.213

? Gaceta Judicial. CXLII, pág. 102.120

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quien el negocio jurídico celebrado era de transporte. En ese fallo, la Corte desestimó un cargo que planteaba un error jurídico, porque “en los términos de las consideraciones del fallo impugnado no resultaba apropiado orientar las censuras para estructurar el quebranto directo de la ley, pues lo que correspondía hacer era destruir las bases probatorias del mismo”; y luego, al ocuparse de otra acusación orientada hacia el mismo problema, sólo que por la vía indirecta, esto es, como violación de ley sustantiva, a consecuencia de errores de hecho evidentes y trascendentes, reiteró su criterio expuesto en la ya citada sentencia de 6 de marzo de 1972 (G.J.CXLII), resaltando que “Cuando el contrato celebrado entre las partes ha sido concebido en términos precisos que se ajustan con absoluta nitidez a una de las figuras contractuales definidas por la ley, la determinación de su naturaleza, por lo general, no acarrea mayor dificultad. No ocurre igual y, por ende, la labor interpretativa del juez cobra significación trascendental cuando dicho vínculo es complejo y, por serlo, no se ajusta a ninguno de los contratos típicos, evento en el cual ‘debe imperar la facultad judicial de calificar los contratos...’”. Y agregó: “Sea lo que fuere, la labor de hermenéutica judicial que así se realiza, cuando se pretende confrontar en casación, debe ser analizada siempre en la inteligencia de que ‘como la interpretación de los contratos es cuestión que corresponde a la discreta autonomía de los juzgadores de instancia, la que haga el Tribunal no es susceptible de modificarse en casación, a menos de aparecer de modo manifiesto en los autos que el sentenciador en su apreciación incurrió en ostensible error de hecho’ (Sentencia antes citada)”. Como lo decíamos, ese ha sido el panorama que se ha mantenido en esta materia, el cual, sin perjuicio de algunas vacilaciones jurisprudenciales, ha mantenido una tendencia uniforme en este sentido.

8. Impacto del nuevo Estatuto de Protección del Consumidor en relación con la interpretación:

Para concluir con este acápite, relativo a las generalidades de la interpretación contractual, nos parece importante señalar que esta fue también una materia abordada en el reciente Estatuto de Protección del Consumidor. Ciertamente, a pesar de no desarrollar una regulación exhaustiva de la temática, sí debe advertirse que la Ley 1480 de 2011 incorporó algunas disposiciones en materia de hermenéutica negocial, particularmente en su artículo 34, que se refiere, in concreto, a esta materia. Ciertamente, en dicho artículo se preceptuó que “Las condiciones generales de los contratos serán interpretadas de la manera más favorable al consumidor. En caso de duda, prevalecerán las cláusulas más favorables al consumidor sobre aquellas que no lo sean”. Esta es una novedosa norma que, en el capítulo relativo a las modalidades de protección contractual, proporciona unos derroteros o lineamientos generales para el hermeneuta. Dentro de tales lineamientos, nos parece importante destacar tres aspectos, a saber:

a. Como se infiere del propio tenor literal de la disposición, su aplicación está referida, en lo fundamental, a las condiciones generales de contratación. Ello supone que el Estatuto de Protección del Consumidor toma expreso y ostensible partido por la tesis que indica la posibilidad de interpretar este tipo de condiciones. En efecto, como se señaló en el capítulo I del presente texto, existe una controversia en relación con la naturaleza volitiva de las denominadas condiciones generales de contratación, que a su turno ha llevado a que, para algunos, tales condiciones no sean susceptibles de hermenéutica negocial, en la medida en que no existe común intención que encontrar. Sin embargo, de antaño, la jurisprudencia venía advirtiendo ya que en el sistema jurídico colombiano, dicha tesitura no tenía tanta cabida, como quiera que las condiciones generales de contratación, a pesar de que, efectivamente, no permiten la máxima expresión de la voluntad de las partes, sí tenían un mínimo contenido volitivo que permitía su interpretación, no sólo a partir de sistemas o reglas de tipo objetivo, sino también de aquellas de tipo subjetivo. Pues bien: esta tesis se refrendó desde la perspectiva del Estatuto del Consumidor, como quiera que éste último, según puede

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verse en el citado artículo 34, se refirió expresamente a la interpretación de las condiciones generales de contratación, con lo cual no cabe duda de que este tipo de disposiciones son susceptibles de la aplicación de ña hermenéutica.

b. En segundo lugar, la Ley 1480 de 2011, toma partido, claramente, por la interpretación pro consumatore. En ese sentido, a manera de principio jurídico, estatuye que se debe adoptar la interpretación que resulte más favorable al consumidor. Así las cosas, ante una controversia, el hermeneuta no tiene una vía distinta a aplicar, dentro de los diversos sentidos que se le pueden atribuir a una determinada estipulación, aquel que mejor satisfaga los intereses de quien funge como consumidor en el ámbito de la relación de consumo.

c. Por lo demás, la norma incurre en una curiosa contradicción, toda vez que en su primera parte no exige, para la aplicación de la consabida hermenéutica pro consumatore, que existan vacíos, lagunas u oscuridades en el pacto que es objeto de interpretación, por lo que pareciera consagrarla como una regla delantera y de primaria aplicación en esta materia. Sin embargo, en la última frase, sí se refiere al condicionante de la duda, para aplicar el principio. De este modo, no resulta del todo claro si, definitivamente, es necesario que la estipulación ofrezca motivos de duda para poder aplicar, con propiedad, la interpretación a favor del consumidor214. Con todo, esta es una inquietud que se resuelve con las normas de interpretación de la propia Ley (art. 4º), que indica que, ante situaciones como la descrita, debe aplicarse la disposición en el sentido más favorable al consumidor. Ello, en sana lógica, conduciría entonces a entender que la interpretación contractual pro consumatore debe aplicarse aún en aquellos casos en que una estipulación contractual no resulte dudosa o confusa. Esta es una situación que, si bien tiene respaldo ex lege, luce un tanto excesiva a favor del condumidor. En efecto, si bien es cierto que las regulaciones tuitivas, como es la Ley 1480 de 2011, deben procurar la protección de los intereses de la parte débil de la relación, con el propósito de dar solución a las situaciones de asimetría que pueden presentarse, también lo es que la justicia contractual es de doble vía y que, en consecuencia, si el contenido de un pacto negocial es claro y la voluntad de los sujetos contractuales es unívoca, no resulta muy lógico, a fuer de aconsejable, que se permita la deformación de su contenido, so pretexto de proteger al consumidor. Una situación tal pone en riesgo principios estructurales como el pacta sunt servanda, el cual debe primar, incluso en tratándose de asuntos de consumo. Ciertamente, si el contenido de las estipulaciones contractuales e sclaro y, por contera, no existen asuntos de duda entre las partes del negocio, notiene mucho sentido que, aún a pesar de esa claridad, se pretermita el negocio mismo, para privilegiar a una de las partes. El efecto de una concepción tal, es trasladar la aimetría negocial a favor del consumidor, lo que también resulta inconveniente y reprochable.

214 Debemos advertir que el señalamiento de una contradicción interna en el texto de la Ley, no ha sido la posición unánime en la doctrina que se ha referido a esta materia. Para algunos, realmente la norma consagra dos hipótesis diferentes de interpretación. Así, por ejemplo, Alejandro Giraldo, Carlos Caicedo y Ramón Madriñán, consideran que “… en el artículo 34 de la Ley 1480 de 2011 se contienen dos reglas de especial importancia hermenéutica: la primera la de interpretación de las cláusulas que contienen condiciones generales que sean confusas u oscuras de la manera más favorable al consumidor; la segunda, que en caso de contradicción entre cláusulas de un mismo contrato se aplicará la que resulte más favorable al consumidor …” (Comentarios al nuevo Estatuto del Consumidor. Op.Cit., p.100). Nótese entonces cómo estos autores consideran que la primera parte de la disposición es para casos de ambigüedad u oscuridad, mientras que la segunda es para las hipótesis de contradicción. Nosotros, con el debido respeto que merecen, no adherimos esta tesis, en la medida en que eso no es lo que se infiere del texto del artículo citado. En efecto, bien leída la disposición, es de subrayar que no condiciona la interpretación pro consumatore a la oscuridad o la duda. Muy por el contrario, tales elementos aparecen sólo para la segunda regla de interpretación, con lo cual parece claro que la interpretación adecuada es que la primera regla era aún para los casos de claridad. De ahí que se plantee la existencia de la contradicción en comentario.

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Estos son, en apreta síntesis, los efectos del nuevo Estatuto, en tratándose de la interpretación contractual. Con ello concluimos entonces la somera exposición de los aspectos más importantes en relación con esta materia.

UNIDAD 2

CONTRATOS DE GESTIÓN Y TRANSFERENCIA DEL RIESGO

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OBJETIVOS DE LA UNIDAD:

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Objetivo general

La presente sección tiene por objeto exponer los principales lineamientos de los tipos contractuales a través de los cuales gestiona y transfiere el riesgo asociado a diversas actividades mercantiles. En concreto, se desarrollarán las principales características de la preceptiva llamada a regular los contratos de seguro y de joint venture como manifestaciones más importantes de este tipo de contratos y se hará un especial énfasis en las tendencias contemporáneas que campean en cada uno de ellos.

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Objetivos específicos

1. Exponer los lineamientos generales del contrato de seguro en Colombia.

2. Desarrollar las figuras controversiales en punto tocante con el seguro en el ordenamiento patrio y las posiciones jurisprudenciales y doctrinales que han existido en esta materia.

3. Describir las principales características del contrato de joint venture en el Derecho nacional, así como sus aspectos discutidos.

4. Reseñar los principales pronunciamientos institucionales que han existido en punto tocante con el contrato de joint venture, especialmente en lo referente al desarrollo que del mismo ha hecho la Superintendencia de Industria y Comercio y la Superintendencia Financiera.

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EL CONTRATO DE SEGURO

CAPÍTULO ILas partes del contrato de seguro y los diferentes sujetos

que intervienen en el negocio jurídico

Descripción Una de las principales particularidades del contrato

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general: de seguro es la que tiene que ver con sus partes y los intervinientes en el negocio jurídico. En efecto, la regulación contenida en el Código de Comercio de 1971 optó por una particular opción en esta materia, que posibilita una multiplicidad esquemas de contratación, pero que, naturalmente, reviste una serie de dificultades de comprensión, que han ameritado estudios detallados en este aspecto. En concreto, la legislación mercantil contemporánea preceptuó que solamente serían parte del contrato, el tomador y el asegurador. Los demás sujetos intervinientes, esto es, el asegurado y el beneficiario, si bien desarrollan un protagónico o estructural papel en el contrato, no son, stricto sensu, partes del mismo. Este sistema ha permitido

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consolidar modalidades diferentes al típico seguro por cuenta propia. De este modo, por ejemplo, se ha realizado un amplio desarrollo del seguro por cuenta ajena, cuya característica fundamental es que el tomador es diferente al asegurado y cuya utilidad en el mundo aseguraticio es innegable. En el presente capítulo, se aborda entonces este aspecto relativo a los sujetos del contrato, desde una óptica general o panorámica.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a. ¿Cuáles son, en estricto sentido, las partes del contrato de seguro?

b. ¿Qué vinculación tienen entre sí, los demás sujetos del contrato?

c. ¿Bajo qué modalidades puede pactarse el seguro?

Palabras clave: Partes en el contrato de seguro AseguradorTomadorAseguradoBeneficiarioSeguro por cuenta ajena

Con el propósito de proporcionar una ilustración general en relación con los sujetos que intervienen en el contrato de seguro, sea lo primero indicar que en el Código de Comercio anterior, los sujetos contratantes eran el asegurador, por una parte, y, por la otra, el asegurado. En la codificación vigente, por el contrario, son el asegurador y el tomador, exclusivamente215 y 216.

El asegurado, prudente resulta señalarlo, no es parte en el contrato de seguro, como ordinaria y equívocamente se cree. Él es el titular del interés asegurable. Ello no quiere decir, en modo alguno, que ambas calidades no puedan recaer en una misma persona. Es más, pueden sumarse y de suyo consolidarse las tres en un mismo sujeto de derecho: tomador, asegurado y beneficiario, sujeto este último que, a semejanza de lo sucedido con el

215 Como bien lo sostuvo la Corte Suprema de Justicia, en el Código de Comercio de 1887 “eran partes en el contrato de seguro el asegurador, o sea ‘la persona que toma de su cuenta el riesgo’, y el asegurado, es decir, ‘quien queda libre de él’ (artículo 636). Por su parte, el nuevo estatuto comercial expuso que son partes en dicho contrato el asegurador, ‘o sea la persona jurídica que asume los riesgos, debidamente autorizada para ello con arreglo a las leyes y reglamentos’ y ‘el tomador, o sea la persona que, obrando por cuenta propia o ajena, traslada los riesgos’ (1037)” (Sala de Casación Civil. Sentencia del 28 de agosto de 1978).

216 En punto tocante con las partes en el contrato de seguro, tema que desde la orilla dogmática posee múltiples aristas y matices, puede consultarse con provecho el estudio de nuestro admirado profesor belga, Marcel Fontaine. Protección a las partes en el contrato de seguro, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.9, págs.53-59. También puede consultarse el artículo de la acuciosa profesora, Hilda Esperanza Zornosa Prieto. Las partes en el contrato de seguros, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.18, págs.9-38.

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asegurado, por exclusión, tampoco es parte contractual217. Tal calidad, como lo anotamos, privativamente la ostenta el tomador que, a términos del art. 1037, es la persona natural o jurídica “...que, obrando por cuenta propia o ajena, traslada los riesgos” al asegurador, que, de acuerdo con el mismo art., es la “persona jurídica que asume los riesgos debidamente autorizada para ello con arreglo a las leyes y reglamentos” 218 y 219.

Es viable encontrar, igualmente, las calidades de tomador y asegurado vinculadas entre sí, o sea radicadas en cabeza de una misma persona, pero distanciadas de la reservada al beneficiario, titular de la prestación asegurada, como inmodificablemente sucede en el seguro sobre la vida –propiamente dicho-, donde por inexorable lógica el beneficiario no

217 Sobre el particular, vid. Zoulikha Nasri. El beneficiario de la prestación de seguro, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.12, págs.107-144.

218 Al respecto, cumple memorar lo afirmado por la Corte Suprema de Justicia, de acuerdo con la cual “… en lo que atañe a los distintos sujetos que intervienen –o pueden intervenir- en el seguro (concurrencia plural) (…) las normas legales que regulan el contrato de seguro (…) distinguen, en forma diáfana, entre el tomador, la persona –natural o jurídica- que, como parte del contrato, figuradamente traslada los riesgos al asegurador –persona jurídica-, que los asume –en sentido amplio- a cambio del pago de una determinada prima (art. 1037 C. de Co.); el asegurado, titular del interés asegurado –en los seguros de daños-, esto es, del vínculo –o relatio- que tiene con el bien jurídico amenazado in potentia, por la realización del riesgo cubierto (arts. 1045, nral. 1º, 1083 y 1137 ib. Vid. cas. civ. 21 de marzo de 2003, Exp. 6642), y el beneficiario –en su carácter prototípico de titular creditoris-, persona a quien se le atribuye, legal o convencionalmente, a título oneroso (como en los seguros de daños) o gratuito (como en los seguros de personas), el derecho a reclamar y recibir la prestación asegurada, una vez que se acredite la ocurrencia del siniestro y la cuantía de la pérdida, en los casos en que ello sea necesario, claro está (arts. 1077 y 1080 ib.). El asegurado y el beneficiario, aunque interesados en el contrato, no son –ni serán- partes del negocio jurídico en comento, al contrario de lo que ocurre con el tomador, quien privativamente inviste dicho carácter, precisamente por ser el contratante –mejor aún cocontratante del asegurador- …” (Sentencia del dieciséis (16) de septiembre de 2003. Exp.6704, M.P. Carlos Ignacio Jaramillo J.). Los apartes más elocuentes de esta providencia, a la par que de las sentencias afines y la idea cardinal en ella expuesta, puede ser consultada en el capítulo IV del presente tomo, intitulado “Las partes en el contrato de seguro”, en el que justamente se reseñan, más a espacio, los puntos más dicientes del mencionado fallo. 219

En aquellos casos en que las calidades de tomador y asegurado no concurren en una misma persona se configura el denominado seguro por cuenta ajena, frente al cual la Corte Suprema de Justicia ha tenido ocasión de afirmar que “… El apellidado seguro por cuenta ajena, existente en contraposición al llamado seguro por cuenta propia, es una socorrida institución planetaria que, al margen de figuras conectadas con la representación; el apoderamiento, el mandato, la gestión de negocios, etc, propende por facultar a una persona que, recta via, no es titular del interés que se pretende asegurar (interés asegurable), para que pueda contratar el seguro, no empece esa particular circunstancia que, en consecuencia, no inviste carácter impeditivo y, por tanto, no inhibe la celebración eficaz del negocio jurídico que, ab origine, se entiende bien trabado. De allí que el contratante, privativamente, revista la calidad de tomador -o sea de la "...persona que, obrando por cuenta...ajena, traslada los riesgos", art 1037, C. de Co.- pero no la de asegurado, la que estará reservada al real titular de dicho interés que, por fuerza de la mecánica originaria e históricamente asignada a este instituto, avalada por un apreciable número de legislaciones y doctrinantes -pero no por todas y todos-, no le incumbe directamente a aquel, por manera que el contratante 'gestiona' -en sentido lato- o se ocupa de un interés que le pertenece a otro (laborío tuitivo), pues si a él le perteneciere –únicamente- es natural, el seguro no sería por cuenta ajena, sino por cuenta propia, todo sin perjuicio de posterior salvedad, particularmente en el campo del derecho vernáculo, permeado por una concepción -algo- diferente. Por ello es por lo que aludiendo a una vinculación de carácter triangular (asegurador; tomador y asegurado), se suele decir que en el seguro por cuenta ajena, en línea de principio, no hay concordancia entre la persona del tomador y el asegurado -por lo menos al momento de la celebración del negocio jurídico-. El asegurador, es el cocontratante del tomador y, en particular, su acreedor, respecto de la prima o precio del seguro, ya que le corresponden las obligaciones. Y el asegurado, sin ser parte en el contrato (art. 1037, C. de Co.), es el acreedor -en potencia- de la entidad aseguradora (art. 1039, C. de Co.). Como lo puso de presente en reciente fallo la Corte, en esta modalidad negocial, "...es obvio, que uno sea el tomador y otro -el tercero-, el asegurado, a quien corresponde....el derecho a la prestación asegurada" (Sent. del 24 de mayo, 2000, Exp. No 5349)”. (Sala de Casación Civil. Sentencia del 30 de septiembre de 2002. Exp.4799, M.P. Carlos Ignacio Jaramillo J.).

Para un análisis más detallado de la providencia en cita, vid. el capítulo V del presente tomo, denominado “El seguro por cuenta ajena”, en el que se expone, con mayor detalle, la idea general desarrollada por la Corte y la jurisprudencia concordante.

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puede ser el propio asegurado220; no así en cambio, en todos y cada uno de los demás seguros de personas. Es así como el Dr. JAIME BUSTAMANTE FERRER, apóstol de la docencia del seguro en Colombia (q.e.p.d)., anotaba que “...en la mayoría de seguros de personas especialmente de vida, el beneficiario es persona distinta del asegurado”221.

La institución del tomador, criticada con firmeza por algunos en nuestro medio222, es de la cosecha del legislador de 1971 que, al amparo de numerosas legislaciones internacionales, juzgó que era menester aludir al trinomio tomador, asegurado y beneficiario, así lo corriente sea que el tomador y el asegurado respondan a una misma persona. De ellos, tan solo el tomador es parte o extremo de la relación jurídica aseguraticia, ya se sabe. Los restantes, salvo que converjan armónicamente en la persona del tomador, no ocupan su singular escaño.

En la legislación comparada, como lo anticipamos, la figura del tomador o contratante e, incluso solicitante, estipulante y suscriptor, como también se le conoce en algunas latitudes, goza de reconocido prestigio, no sólo en las legislaciones del pasado siglo, sino en algunas del XIX, que aún rigen. Así se evidencia, con absoluta claridad, por vía de ejemplo, en las legislaciones que directamente influyeron en la elaboración del proyecto de 1958 y en su revisión ulterior.

En efecto: en la francesa, el art. 6º, predicable del seguro por cuenta, aludía directamente al suscriptor del seguro; en la italiana, por su parte, se menciona sistemáticamente al contratante, arts. 1980, 1981, 1982, etc.; la mexicana, a su turno, sigue la denominación italiana contratante, art. 31 y la argentina, para culminar con las fuentes directas, menciona reiteradamente al tomador, arts. 2º, 27, 39, 46, etc. La ley española de 1980, obviamente posterior a nuestro Código de Comercio, igualmente recurre a la legislación de seguros boliviana de 1977, arts. 979, 988, 989, etc., la paraguaya de 1987, arts.1554, 1570, 1572, etc, y también la belga de 1992223.

220 Bien ha puesto de presente la Corte Suprema de Justicia que “La mayoría de problemas surgen, empero, bien es sabido, cuando dichas calidades no coinciden, convergen o se repiten en un mismo sujeto, como invariable e indefectiblemente ocurre en los seguros sobre la vida -propiamente dichos, en los que campea el riesgo de muerte-, seguros en los cuales el beneficiario es siempre distinto del asegurado; o en los seguros de responsabilidad civil, con posterioridad a la reforma introducida al artículo 1127 del Código de Comercio original, por la Ley 45 de 1990 (art. 84), con sujeción a la cual se amplió el espectro, a la par que el norte de este seguro de raigambre patrimonial, dado que el beneficiario, ministerio legis, es la víctima o damnificado. Con otras palabras, el beneficiario en un contrato de seguro, no necesariamente debe tener –o reunir- las calidades de tomador o asegurado, pero aquel en su condición de tal y debidamente identificado en la póliza de seguro cuando es persona diferente del tomador (nral. 3 art. 1047 C. de Co.), es quien tiene –en línea de principio- la legitimación para reclamar del asegurador el pago de la prestación asegurada (art. 1080 del C. de Co., en la redacción de la Ley 45 de 1990)” (Sala de Casación Civil. Sentencia del 16 de septiembre de 2003. Exp.6704, Idem).

221 Jaime Bustamante Ferrer. Manual de principios jurídicos del seguro, Bogotá, Temis, 1983, pág. 39.

222 Así, principalísimamente, el Dr. JUAN FERNANDO COBO CAYÓN, quien en su condición de miembro del Subcomité de Seguros del Comité Asesor para la revisión del Código de Comercio, se opuso verticalmente a la incorporación de esta nueva categoría que entendía innecesaria, a más de prestarse ella a serias confusiones. Esta posición fue secundada principalmente por su colega el Dr. QUIÑONES DAZA, aun cuando con menos intensidad.

Los doctores OSSA y SALAZAR, por el contrario, fueron los defensores más agudos de la institución. También lo fue, pese a que no con la misma insistencia, el Dr. PÉREZ VIVES. Así puede comprobarse, mediante la lectura de las actas del Subcomité de Seguros, núms. 2, 3, 4, 5, 10 y 60. 223 La doctrina comparada, en su mayoría, igualmente respalda y desarrolla la fórmula del tomador. Así, el afamado doctrinante ibérico JOAQUÍN GARRIGUES, manifiesta: “Vulgarmente se habla de asegurado para contraponerlo a asegurador. Pero no debe entenderse a la manera como se contrapone el comprador y el vendedor... En el contrato de seguro las cosas suceden de distinta manera... El contratante con el asegurador asume las obligaciones, pero puede no asumir los derechos. Los derechos se adquieren lógicamente, por quién está interesado en que el siniestro no se produzca, y esta persona puede ser el mismo contratante o un tercero,

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Como parte que es, el tomador debe cumplir las cargas y obligaciones inmanentes a todo contratante224. En tal virtud debe cumplir, por vía de ilustración, con la carga precontractual de declarar el estado del riesgo; con la obligación —ex contractu— del pago de la prima; con la carga de mantener el estado del riesgo, según el caso; con la carga de cumplir la garantía impuesta por el asegurador (obligación de hacer o de no hacer determinada cosa señalada de antemano por el asegurador, so pena de que pueda dar por terminado el contrato), así el art. 1061 impropiamente se refiera al asegurado, etc.

El tomador, conforme al ordenamiento comercial colombiano, puede obrar por cuenta propia, que es lo usual, o por “...cuenta de un tercero determinado o determinable”, tal y como lo autoriza el art. 1039. Es, por lo demás, el típico caso de los seguros tomados por las corporaciones de ahorro y vivienda, en los que la corporación contrata el seguro por cuenta de su deudor225.

Por lo demás, esta es una estructura que fue explicada y desarrollada por la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, que sobre el particular tuvo ocasión de afirmar que “Observa la Sala que la estructura de la acusación pierde su fuerza intrínseca, se derrumba, con sólo poner de presente que el razonamiento general del Tribunal, en lo que atañe a los distintos sujetos que intervienen –o pueden intervenir- en el seguro (concurrencia plural), lato sensu, se encuentra a tono con las normas legales que regulan el contrato de seguro, y que distinguen, en forma diáfana, entre el tomador, la persona –natural o jurídica- que, como parte del contrato, figuradamente traslada los riesgos al asegurador –persona jurídica-, que los asume –en sentido amplio- a cambio del pago de una determinada prima (art. 1037 C. de Co.); el asegurado, titular del interés asegurado –en los seguros de daños-, esto es, del vínculo –o relatio- que tiene con el bien jurídico amenazado in potentia, por la realización del riesgo cubierto (arts. 1045, nral. 1º, 1083 y 1137 ib. Vid. cas. civ. 21 de marzo de 2003, Exp. 6642), y el beneficiario –en su carácter prototípico de titular creditoris-, persona a quien se le atribuye, legal o convencionalmente, a título oneroso (como en los seguros de daños) o gratuito (como en los seguros de personas), el derecho a reclamar y recibir la prestación asegurada, una vez que se acredite la ocurrencia del siniestro y la cuantía de la pérdida, en los casos en que ello sea necesario, claro está (arts. 1077 y 1080 ib.).

El asegurado y el beneficiario, aunque interesados en el contrato, no son –ni serán- partes del negocio jurídico en comento, al contrario de lo que ocurre con el tomador, quien

que sería el verdadero portador del interés, siendo el contratante un mediador de ese interés ajeno... se impone aquí de nuevo la separación entre el seguro de cosas y el seguro de personas. En el primero generalmente coinciden el asegurado y el tomador del seguro... En el segundo, si se trata de un seguro sobre la propia vida, es ineludible que aparezca una tercera persona...”. Contrato de seguro terrestre, Madrid, Aguilar, 1982, págs. 68 y 69.

En postura similar, al Profesor argentino JUAN CARLOS FÉLIX MORANDI, indica con tino que “El termino asegurado se utiliza de manera genérica y con él se designan varias figuras subjetivas: el tomador, el asegurado propiamente dicho y el beneficiario. Sin embargo, la persona que concluye el contrato —llamada tomador, contratante o estipulante— puede ser una figura distinta del asegurado, sujeto que detenta la titularidad del interés”. Estudios de derecho de seguros, Buenos Aires, Paneidille, 1971, pág. 259. En el mismo sentido, el autor argentino RAÚL MEILIJ, Manual de seguros, Buenos Aires, Depalma, 1977, pág. 35.

224 Como bien lo tiene dicho la Corte Suprema de Justicia, “conforme al artículo 1037 del C. de Comercio, en el contrato de seguro son partes el asegurador y el tomador. Este último puede ser o no el asegurado y puede ser o no el beneficiario del seguro. Si el asegurado o el beneficiario, en su caso, no son el tomador, como tales no son partes del contrato, razón por la que apenas serían las personas con derecho a reclamar la prestación en caso de siniestro, pues es el tomador quien tiene el deber de declarar el estado del riesgo y la obligación de pagar el valor de la prima” (Sala de Casación Civil. Sentencia del 19 de mayo de 1999. Exp.4923). 225

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privativamente inviste dicho carácter, precisamente por ser el contratante –mejor aún cocontratante del asegurador-.

Compréndese, entonces, que ninguna dificultad se genera cuando en una misma persona, en forma simultánea, concurren las tres calidades (trilogía), como es la usanza en los seguros de daños –permeados por el acerado axioma indemnizatorio-, lo que no autoriza, per se, a confundir, superponer o amalgamar las referidas tres condiciones, de suyo jurídicamente autónomas, in abstracto.

La mayoría de problemas surgen, empero, bien es sabido, cuando dichas calidades no coinciden, convergen o se repiten en un mismo sujeto, como invariable e indefectiblemente ocurre en los seguros sobre la vida -propiamente dichos, en los que campea el riesgo de muerte-, seguros en los cuales el beneficiario es siempre distinto del asegurado; o en los seguros de responsabilidad civil, con posterioridad a la reforma introducida al artículo 1127 del Código de Comercio original, por la Ley 45 de 1990 (art. 84), con sujeción a la cual se amplió el espectro, a la par que el norte de este seguro de raigambre patrimonial, dado que el beneficiario, ministerio legis, es la víctima o damnificado.

Con otras palabras, el beneficiario en un contrato de seguro, no necesariamente debe tener –o reunir- las calidades de tomador o asegurado, pero aquel en su condición de tal y debidamente identificado en la póliza de seguro cuando es persona diferente del tomador (nral. 3 art. 1047 C. de Co.), es quien tiene –en línea de principio- la legitimación para reclamar del asegurador el pago de la prestación asegurada (art. 1080 del C. de Co., en la redacción de la Ley 45 de 1990).

En el presente asunto, el Tribunal de cara a la póliza adosada al proceso, consideró que Paving Ltda no se encontraba legitimado para reclamar la prestación asegurada a la demandada, pero el recurrente en esta segunda censura, en vez de combatir delanteramente tal aserto, le imputó yerro al sentenciador, por no tener en cuenta que la demandante tenía interés asegurable en el vehículo asegurado, aspecto –que como quedo visto- no fue siquiera mencionado en la sentencia acusada, circunstancia que torna frustráneo el cargo, conforme se anticipó, máxime si se tiene en cuenta que la calidad del beneficiario, único llamado a reclamar la indemnización o la suma asegurada, según el caso, indefectiblemente no tiene que coincidir con el asegurado, titular en el seguro de daños, del interés que se asegura, motivo por el cual no basta enarbolar –como se pretendió en éste cargo- la condición de tomador y asegurado, en concreto de “…afectado con el hurto del vehículo asegurado”, para derivar de allí, per se, el status de beneficiario y, por ende, de sujeto legitimado ‘…para ejercitar la acción tendiente al pago de la respectiva indemnización’”226.

En otra ocasion, referida específicamente al seguro por cuenta ajena, la Sala Civil tuvo occasion de manifestar que “… a) El apellidado seguro por cuenta ajena, existente en contraposición al llamado seguro por cuenta propia, es una socorrida institución planetaria que, al margen de figuras conectadas con la representación; el apoderamiento, el mandato, la gestión de negocios, etc, propende por facultar a una persona que, recta vía, no es titular del interés que se pretende asegurar (interés asegurable), para que pueda contratar el seguro, no empece esa particular circunstancia que, en consecuencia, no inviste carácter impeditivo y, por tanto, no inhibe la celebración eficaz del negocio jurídico que, ab origine, se entiende bien trabado.  De allí que el contratante, privativamente, revista la calidad de tomador -o sea de la "...persona que, obrando por cuenta...ajena, traslada los riesgos", art 1037, C. de Co.- pero no la de asegurado, la que estará reservada al real titular de dicho interés que, por fuerza de la 226 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 16 de septiembre de 2003. Exp. 6704.

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mecánica originaria e históricamente asignada a este instituto, avalada por un apreciable número de legislaciones y doctrinantes -pero no por todas y todos-, no le incumbe directamente a aquel, por manera que el contratante 'gestiona' -en sentido lato- o se ocupa de un interés que le pertenece a otro (laborío tuitivo), pues si a él le perteneciere –únicamente- es natural, el seguro no sería por cuenta ajena, sino por cuenta propia, todo sin perjuicio de posterior salvedad, particularmente en el campo del derecho vernáculo, permeado por una concepción -algo- diferente.  Por ello es por lo que aludiendo a una vinculación de carácter triangular (asegurador; tomador y asegurado), se suele decir que en el seguro por cuenta ajena, en línea de principio, no hay concordancia entre la persona del tomador y el asegurado -por lo menos al momento de la celebración del negocio jurídico-. El asegurador, es el cocontratante del tomador y, en particular, su acreedor, respecto de la prima o precio del seguro, ya que le corresponden las obligaciones. Y el asegurado, sin ser parte en el contrato (art. 1037, C. de Co.), es el acreedor -en potencia- de la entidad aseguradora (art. 1039, C. de Co.).  Como lo puso de presente en reciente fallo la Corte, en esta modalidad negocial, "...es obvio, que uno sea el tomador y otro -el tercero-, el asegurado, a quien corresponde....el derecho a la prestación asegurada" (Sent. del 24 de mayo, 2000, Exp. No 5349). b) En lo que concierne a la finalidad del seguro por cuenta ajena, sin duda uno de los tópicos más polémicos y controvertidos en la doctrina y en la jurisprudencia comparada, debe anotarse -en obsequio a la brevedad- que hay dos tendencias sobre el particular. Una, más ceñida a la teleología consustancial a la institución en comentario, llamada a abrirle paso, única y exclusivamente, al aseguramiento de un interés ajeno, por oposición a uno -propio- radicado en cabeza del tomador. Y otra, ciertamente más amplia, encaminada a posibilitar -en principio- la convergencia de los dos intereses, de tal suerte que, ambos, en efecto, se tornarían asegurados, en virtud de la figura del seguro por cuenta, así conserve el epígrafe de 'ajena' (seguro por cuenta ajena), postura esta última ahijada por el legislador nacional. De acuerdo con la primera de las anunciadas posturas, mediante el seguro por cuenta ajena, está proscrita toda posibilidad de que el tomador, en forma concurrente con el tercero, invista la calidad de asegurado, toda vez que la filosofía que inveteradamente le asiste a esta forma de contratación, precisamente, estriba en la protección o salvaguarda de intereses ajenos, por manera que proteger los propios, por plausible que resulte, no es tarea encomendada al seguro por cuenta, por lo menos en la dimensión o faz contemplada (ajena). Para ello, se afirma, existe el seguro tomado en nombre y por cuenta propia.  Quienes así razonan, claramante rechazan la ampliación del espectro del 'seguro por cuenta', en consideración a que "...si el contratante asegurara su propio interés, no puede hablarse de un seguro por cuenta de otro", de lo que coligen que, "...la validez del seguro por cuenta de otro presupone la carencia de un interés propio del contratante" (tomador) (227[10]). No en balde "El seguro por cuenta ajena -se anuncia- es el reverso del seguro por cuenta propia" (228[11]). De conformidad con la segunda postura –que permeó el derecho nacional-, por el contrario, es enteramente posible -amén que lícito- que, con estribo en un seguro por cuenta ajena, se protejan, simultáneamente, el interés del tomador en el contrato, y el del tercero, sin que para ello exista incompatibilidad -insalvable- alguna. Por consiguiente, si el contratante tiene un

227    ?- Antonio Venditti. L'assicurazione di interessi altrui, Nápoles, 1.961, p.p.67 y 68. Cfme: Mario Claudio Capone. Il Contratto di Assicurazione per Conto di chi Spetta (con particolare riferimento all'assicurazione di merci viaggianti), en Giustizia Civile, Roma, 1.990, p.p. 161 y 162.

228    ?- Isaac Halperin, El contrato de Seguro, Depalma, Buenos Aires, 1946, pg. 468

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interés lícito, el recipiente reservado al seguro por cuenta ajena, le servirá para tutelarlo, sin perjuicio de la protección negocial (ex contractu) dispensada al tercero. En este caso, con diferente abolengo, tomador y tercero, serán asegurados, pues si bien es cierto la ratio de esta forma de contratación finca en la salvaguarda de intereses ajenos, ello no se opone, según el caso, a que los del tomador corran idéntica suerte, aun cuando respetando la principalidad del tercero. Los que así discurren, a su turno, concluyen aseverando que, "...todas las veces que el contratante tenga un interés asegurable, se debe presumir que el seguro por cuenta engloba este interés" (229[12]). Por eso es por lo que en el terreno del seguro de transporte, concretamente en la esfera del seguro por cuenta, se estima que éste "...contiene dos seguros: un seguro de cosas para su propietario y un seguro de responsabilidad para su suscriptor" (230[13]). Como tangencialmente se anticipó, el derecho de seguros colombiano, siguiendo las directrices trazadas por la legislación francesa, concretamente por la Ley de Seguros de 1930 -que, en lo pertinente, tanta influencia tuvo en la redacción del C. de Co-, se enroló en la segunda de las esbozadas posturas, respaldando, de paso, la hermenéutica asignada a la preceptiva gala por parte de la jurisprudencia y la comunnis opinio, según dan cumplida cuenta los antecedentes de la reforma colombiana ( acta No. 86 del Subcomité de Seguros). Ello explica, en este puntual tema, el prohijamiento del artículo 1042 del Código de Comercio, dueño de una concepción divergente a la adoptada por otros ordenamientos continentales, de indiscutida trascendencia para la fijación del alcance y el entendimiento del artículo 1124 del C. de Co., objeto -entre otros a él ligados- de la censura sometida al conocimiento de la Corte.  Dicho precepto patrio, aún incólume, textualmente reza: "Salvo estipulación en contrario, el seguro por cuenta valdrá como seguro a favor del tomador hasta concurrencia del interés que tenga en el contrato y, en lo demás, con la misma limitación, como estipulación en provecho de tercero". Es, entonces, enteramente inteligible, que el legislador nacional, ex profeso, validó el aseguramiento del interés que le incumba al tomador o contratante, con total independencia del que gravita alrededor del tercero-asegurado. Tanto es así que la declaración preceptiva en referencia, tendrá ineluctable aplicación, "Salvo estipulación en contrario", ya que si las partes, de alguna manera, no consideraron albergar más que a un interés -o no dejaron diáfanas señales con vocación para que, a través de un proceso hermenéutico, se corroborara su deseo de separarse del supraindicado derrotero legal-, la Ley parte del supuesto de su anuencia y conformidad con lo anunciado, en el sentido de que no sólo el interés del tercero, objetivo primordial de esta forma de contratación, queda cabalmente protegido, sino también el del tomador (231[14]), aun cuando la prioridad, se subraya, estribe en el tercero-asegurado, al punto que si no se le tutela, mal podría hablarse, en estrictez, de seguro por cuenta ajena -lato sensu-.  Como recientemente lo puntualizó esta Sala, es enteramente posible, a la par que jurídico, que "...el seguro se contrate pero por cuenta de un tercero determinado o determinable, de suerte que básicamente es el interés asegurable de ese tercero el que constituye el objeto de la convención, lo que implica, como es obvio, que uno sea el tomador y otro -el tercero-, el asegurado, a quien corresponde, según el texto citado, el derecho a la prestación asegurada". Ello sirve para explicar "...que, en principio, el seguro bajo esta modalidad protege tanto el

229    ?- M. Picard y A. Besson. Les Assurances Terrestres. Le Contrat D'Assurance, L.G.D.J, París, 1.982. p.416.

230    ?- René Rodiére. Traité Général de Droit Maritime. Assurances Maritimes, París, p. 535.

231- Cfme: Hilda E. Zornosa. Las partes en el contrato de seguro, en Evolución y perspectivas del contrato de seguro en Colombia, Bogotá, 2.001, p. 19.

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interés del tomador como el del asegurado" (Exp. No 5349, Sentencia del 24 de mayo de 2000) (El subyarado es ajeno al texto original). No hay, pues, en Colombia, tratándose del seguro por cuenta ajena, exclusión -radical o aún atenuada- en torno al aseguramiento del interés del tomador, el que se erigirá en fundamento legis para entender que ostenta la calidad de asegurado, tal y como tiene lugar de cara al interés del tercero, propiamente dicho, quien se considera como asegurado prevalente o "principal", conforme lo apellida un autorizado sector de la doctrina vernácula, la misma que, desentrañando el alcance del artículo 1042 del ordenamiento comercial, pone de manifiesto que, "En el seguro por cuenta...., el contrato está destinado a cubrir, básica y, las más de las veces, prioritariamente, un interés asegurable 'ajeno', el interés de un 'tercero' en la cosa asegurada o a la cual se hallan vinculados los 'riesgos' objeto del contrato", lo que sirve de fundamento para comprender que el "...tomador puede o no tener un 'interés asegurable' en las cosas objeto del contrato"(232[15]) Baste, pues, reiterar que, en Colombia, en virtud del seguro por cuenta ajena, es posible asegurar dos intereses divergentes: el del transportador, por vía de ilustración, y el del dueño de las mercancías -ad exemplum-. c) Finalmente, en lo que toca con la metodología empleada para la adopción de la figura del llamado seguro por cuenta ajena, resulta oportuno expresar que la Ley Colombiana, ex abundante cautela, subordinó su eficacia a la materialización de un acuerdo interpartes, en forma tal que, in limine, desestimó cualquier presunción -globalizante- al respecto, vale decir que se considere que todo aseguramiento, en sí, es realizado en función o "...por cuenta de un tercero". Es por ello por lo que en el artículo 1040 del C. de Co., enfáticamente, advirtió que, "El seguro corresponde al que lo ha contratado, toda vez que la póliza no exprese que es por cuenta de un tercero", por manera que si no media esta concreta volición, el negocio jurídico, ab origine, se entenderá celebrado al amparo del seguro por cuenta del tomador, volición que no es necesario que aparezca a través de la factura de fórmulas preestablecidas (ritualismo documental), o mediante el diligenciamiento de espacios -o casillas especiales-, dado que lo relevante es que, luego de un reflexivo y cuidadoso proceso hermenéutico, aflore que las partes, in concreto, quisieron separarse del esquema trazado por el referido artículo 1040 del C. de Co, con independencia de la fraseología empleada -o de la no utilizada-, como único criterio interpretativo. Así deben entenderse las locuciones "...que la póliza no exprese que es por cuenta de un tercero" (el subrayado no pertenece al texto transcrito), como quiera que la aludida expresión -o explicitación- bien puede deducirse del clausulado, in globo. Eso es lo neurálgico. Por ello "No es indispensable que en la póliza se haga uso expreso de la cláusula 'por cuenta de....', ni que se efectúe una declaración categórica del carácter ajeno que reviste el interés para el tomador, porque puede resultar de una interpretación de las circunstancias que rodean el caso y del contenido de las cláusulas del contrato en su conjunto (233[16])”234.  

232 J. Efrén Ossa G. Teoría General del Seguro, Vol II. El Contrato, Temis, Bogotá, 1.991, p.p. 7, 16 y 18. "El interés -continúa el mismo autor- puede ser de carácter moral.... Puede o no tener interés en el contrato mismo, aunque generalmente lo tiene en la medida en que satisface una obligación derivada de su relación subyacente con el tercero-asegurado. Este, en cambio, debe necesariamente tener 'interés asegurable' en o respecto de los bienes sobre que versa el seguro. Que estas afirmaciones responden a la realidad jurídica lo demuestran, de una parte, el art. 1042 del Código de Comercio cuando dice que, 'salvo estipulación en contrario, el seguro por cuenta valdrá como seguro a favor del tomador hasta concurrencia del interés que tenga en el contrato', de donde se infiere, dada la forma subjuntiva del verbo, que puede no tener interés o tener un interés limitado y que, en todo caso, las partes pueden pactar que el tomador no derive del seguro beneficio o derecho alguno (esto en cuanto al interés del tomador), y de otra parte (en cuanto a la necesidad de 'interés asegurable' del tercero), que si 'el tercero' carece de 'interés asegurable', el contrato, como tal, deviene inexistente por falta de uno de sus elementos esenciales"

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CAPÍTULO IILos elementos esenciales del contrato de seguro –somera

referencia-

Descripción general:

Sin duda alguna, uno de los aspectos más sobresalientes en la regulación actual del contrato de seguro, tiene que ver con los elementos esenciales del contrato de seguro. Ciertamente, son varios los aspectos novedosos en relación con el riesgo, el interés asegurable, la prima y la obligación condicional del asegurador. El presente capítulo aborda esta cuestión, en aras de dar algunas luces en torno a los rasgos más descollantes de la actual legislaciñon, especialmente de cara a los procesos judiciales y las controversias en materia aseguraticia.

Aplicación Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en 233- Juan Carlos F. Morandi. Seguro por cuenta ajena, op.cit, p. 277. Cfme: Henri Montcharmont, quien a su vez agrega que no siempre las menciones realizadas en la póliza en punto a la calidad del asegurado, son fiables, dado que en el campo temático que detiene la atención de la Corte, "...dicha mención, por sí misma, deviene insuficiente", por manera que es menester "...buscar en la póliza una indicación cualquiera que revele la intención exacta de las partes". L'Assurance Pour Compte en Matiére Terrestre, op.cit, p. 113.

234 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 30 de septiembre de 2002. Exp. 4799. 135

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judicial: el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a. ¿Cómo deben entenderse y aplicarse las normas actuales en materia de elementos esenciales del contrato de seguro?

Palabras clave: Elementos esenciales del contrato de seguroRiesgo asegurableInterés asegurablePrimaObligación condicional del asegurador

De conformidad con el pensamiento del legislador nacional en punto a los elementos específicos del seguro, este moldeó una disposición alusiva a sus elementos esenciales, norma que, por lo demás, es extraña a la tradición legislativa patria, incluso a la tradición internacional, en razón de que la descripción de los elementos esenciales de este y de todos los tipos contractuales es labor que concierne prevalentemente a la doctrina y a la jurisprudencia, no así al legislador que, ab initio, tiene una definida misión, de suyo muy diversa.

Este comentario, de orden general, lo hacemos extensivo a la reiteración de la misma conducta, de sesgo típicamente doctrinal, en lo que dice relación con otros aspectos del contrato, v. gr. el que toca con la descripción, por cierto exigua e incompleta, de los atributos del seguro (art.1036: consensual, bilateral, oneroso, aleatorio y de ejecución sucesiva), o el relativo a la definición de la calidad de tomador y asegurador, partes en el contrato (art. 1037), o el que concierne a la noción de la póliza de seguro (art.1046), o el relacionado con la definición académica del riesgo (art. 1054), o el que alude al concepto de garantía, figura esta ciertamente desconocida en el concierto de la legislación comparada del Civil Law por lo menos en el seguro terrestre (art. 1061), no así en lo que atañe al seguro marítimo, o el vinculado a la noción pedagógica del siniestro (art. 1072), etc.

Examinemos entonces, seguidamente, las notas más dicientes de los cuatro elementos del seguro, naturalmente abordando los tópicos que fueron objeto de revisión por parte del legislador de 1971 –y en lo pertinente por legislaciones posteriores-, elementos que, al tenor de lo reglado por el art. 1045 del ordenamiento mercantil, son:

1. El riesgo asegurable 2. El interés asegurable 3. La prima o precio del seguro, y 4. La obligación condicional del asegurador235

1. Reestructuración del alcance general del riesgo asegurable. Este es, sin vacilación, uno los aspectos que ameritan ser destacados con especial brillo, no tanto por lo que hoy internacionalmente significa o implica, como realmente por lo que significó en su momento en el derecho colombiano, atendida la concepción tan estrecha imperante hasta el año 1971236.

235 Sobre el reconocimiento legislativo y alcance normativo de los elementos esenciales del contrato de seguro, vid, entre otras, Sala de Casación Civil, sentencias del 4 de mayo de 1982, del 3 de mayo de 1989 y del 14 de junio de 1989.

236 De hecho, la noción de riesgo, como materia prima del seguro, se erige como uno de los presupuestos estructurales del mismo y, por ello, irradia la operación aseguraticia en general, lo que explica la razón por la

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Es así como el derogado art. 636 del Código de Comercio de 1887, a su sazón rezaba: “Se entiende por riesgo la eventualidad de todo caso fortuito, que pueda causar la pérdida o deterioro de los objetos asegurados”. Por manera que el caso fortuito, in casu, era el centro de gravedad que dominaba el seguro. Todo aquello que desbordara el criterio definidor en referencia, se entendía marginado del contrato, así las partes conscientemente desearan lo contrario237.

No es difícil comprender entonces, como en tan angosta noción, de amplio espectro en su momento, no tenían cabida un sinfín de circunstancias lícitas con virtualidad inconcusa de afectar el patrimonio propio o ajeno del asegurado, v. gr. el daño culposo por él causado, habida consideración de que la culpa, in toto, es —y ha sido— la antítesis del caso fortuito que, supone, sin excepción, una manifiesta diligencia, extraña como tal al concepto orgánico de culpa, en cualquiera de sus dimensiones. A este respecto el inciso 2º del art. 1604 de nuestro Código Civil —al igual que el chileno y el ecuatoriano— puntualiza que “El deudor no es responsable del caso fortuito, a menos que se haya constituido en mora” y sabido es que la mora, a diferencia del simple retardo, implica la culpa del deudor238.Lo anterior quiere decir, stricto sensu, que el seguro de —o contra la— responsabilidad civil, cimentado funcionalmente en la culpa del asegurado, no era de recibo, por lo menos a la luz de tan restringida preceptiva nacional decimonónica. Por ello, no le faltó razón a los comisionados del año 1958 al consignar en su diciente exposición de motivos que, “Si no fuera porque ha habido en el país cierta tolerancia consciente o inconsciente por parte de los organismos que tienen a su cargo la supervigilancia de las compañías de seguros, a esta hora no habríamos superado la etapa de los seguros de incendio o de naufragio (…) El caso fortuito es incompatible con la noción de culpa (…) luego no podría otorgarse ningún seguro de responsabilidad...”.

Como se puede apreciar, el primer apartado del art. 1054, tomado de la noción académica ofrecida por los insignes profesores franceses M. PICARD y A. BESSON, con base en la cual el

cual los distintos rasgos del seguro varían, en mayor o menor medida, según la definición de riesgo que se asuma. Al respecto, vid. Véronique Nicolás. Contribución al estudio del riesgo en el contrato de seguro, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.14, págs.33-53.

237 Las limitaciones inherentes a la noción de riesgo en el Código de Comercio de 1887 fueron reconocidas, incluso en sede jurisprudencial. En efecto, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, en sentencia fechada el 28 de agosto de 1978, reseñó las críticas que campeaban para la época en que se expidió el Código de Comercio de 1971 en lo tocante con el contrato de seguro, entre las que se destacan el limitado alcance de la noción de riesgo asegurable y su incidencia en la imposibilidad de pactar ciertos tipos de seguros que eran acogidos ya en otras latitudes (Vid. Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 28 de agosto de 1978).

238 Esta exigencia, de antaño, viene efectuándose en el derecho privado. Así, con arreglo al siguiente texto de JULIANO, entre otros más, la doctrina romanista ha entendido que la culpa fue también en este estadio un presupuesto de la mora: “El que promueve un litigio sin dolo malo, no parece incurrir en mora” (Digesto, 50, 17, 63). A este respecto, el profesor de la universidad de Roma, PIETRO BONFANTE, quien define la mora como “...el no cumplimiento culpable de la obligación a su debido tiempo”, señala que el tercero de los requisitos de la mora es “que el deudor esté en culpa (cesastio fraudulosa)”. Instituciones de derecho romano, Madrid, Reus, 1979, pág. 437.

En el derecho contemporáneo, se formula idéntica exigencia por parte de la doctrina. Así se desprende, por ejemplo, de la noción dada por los germanos ENNECERUS, KIPP y WOLFF, de acuerdo con la cual la “Mora del deudor es el retraso, contrario a derecho, de la prestación por una causa imputable a aquel” (Tratado de derecho civil, t. II, vol. I, Barcelona, Bosch, Casa Editorial, 1966, pág. 257) y también de lo afirmado por el profesor de la universidad de Montevideo, JORGE PEIRANO FACIO, según el cual entre los vocablos mora y culpa existe una sinonimia, una “...intercomunicación...”, en la medida que la “...nota de culpable... va necesariamente ínsita en toda constitución en mora válida...”. Tanto es así que “...se deduce que allí donde no hay culpa no puede haber mora” (Estructura de la mora en el Código Civil, Bogotá, Temis, 1983, págs. 46, 47 y 48).

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riesgo es “un evento incierto que no depende exclusivamente de la voluntad de las partes, especialmente del asegurado”239, envuelve una realidad muy distinta a la promovida por la norma sustituida, puesto que la nómina de hechos objeto de cobertura, materia de indemnización por parte del asegurador, se vio reestructurada sustancialmente, pues bajo el abrigo del nuevo art. 1054 quedaron cobijados como hechos jurídicos susceptibles de obligar la responsabilidad negocial de la empresa aseguradora, entre otros, el nacimiento de un niño, el matrimonio de un púber, la supervivencia del asegurado y las ganancias o beneficios esperados (seguros de natalidad, nupcialidad, supervivencia y lucro cesante, respectivamente), ejemplos, todos ellos, de hechos disímiles al caso fortuito, médula del riesgo en la legislación anterior y en aquellas otras guiadas por la doctrina reinante en esa época240.

La norma acuñada definitivamente en 1971, nos referimos al art. 1054 del código, le dio un giro radical al concepto de riesgo asegurable y, por ende, al seguro mismo, en atención a que el riesgo, siguiendo una gráfica descripción del autor español Ernesto Caballero Sánchez es, ni más ni menos, su materia prima241. Dicha norma, literalmente preceptúa: “Denominase riesgo el suceso incierto que no depende exclusivamente de la voluntad del tomador, asegurado o beneficiario”.

Se dio de esta manera, cómo no reconocerlo, un firme y definitivo paso hacia la modernización del seguro, hacia la ampliación de su espectro funcional, ya que era incuestionable que el asegurador, salvo contadas excepciones de antemano señaladas por el propio legislador, debía estar en condiciones de asumir con libertad los riesgos que estimara asegurables, tal y como sucedía —y sucede— en la generalidad de la legislación comparada, donde la libertad técnico-jurídica se caracterizaba por ser ciertamente amplia, pues en general, siguiendo a ALFRED MANES, se partía del supuesto consistente en que “...todo riesgo es asegurable, siempre que el asegurado esté dispuesto a pagar la prima correspondiente”242. Este principio, corolario de la visión moderna del riesgo, fue recogido, en buena hora, por el legislador colombiano en el art. 1056 del Código de Comercio que, a la letra, dice: “Con las restricciones legales, el asegurador podrá, a su arbitrio, asumir todos o algunos de los riesgos a que estén expuestos el interés o la cosa asegurados, el patrimonio o la persona del asegurado”243.

239 Les assurances terrestres, t.I, Le contrat d’assurance, Paris, L.G.D.J., 1982, pág. 35.

240. Así, ad exemplum, para el conocido jurista del derecho intermedio francés, ROBERTO J. POTHIER, quien luego de indagar cuáles son los riesgos que el asegurador toma por el... seguro, afirma que “El asegurador asume por el contrato de seguro, los riesgos de todos los casos fortuitos que puedan sobrevenir por fuerza mayor durante el viaje” (Traité du contrat d’assurance, Oeuvres de POTHIER, t. IV, Paris, 1861, pág. 283). En sentido similar, el profesor BRAVARD-VEYRIÉRES, puso de manifiesto que “Todo contrato de seguro tiene por fin indemnizar al asegurado una pérdida resultante de un evento accidental o fortuito.” (Manuel de droit commercial, Paris, 1868, pág. 426). 241 Ernesto Caballero Sánchez. El seguro privado ante nuevos horizontes, magisterio español, 1964, pág. 16. En sentido análogo, tuvimos oportunidad de manifestar igualmente que el riesgo es el “...puntual” o “mástil” del seguro. “Reflexiones en torno a la configuración del siniestro en el seguro global bancario. Evaluación de la teoría de ‘siniestro descubrimiento’ y de la pertinencia del seguro retroactivo en el derecho nacional y comparado”, Informativo Jurídico de FASECOLDA, Bogotá, núm. 85, agosto 1991, pág. 5.242 Alfred Manes. Teoría general del seguro, Madrid, logos, 1930, pág. 213. En la legislación comparada rige análogo principio secular. Así, por ejemplo, en la legislación argentina, art. 2° se señala que “El contrato de seguro puede tener por objeto toda clase de riesgos si existe interés asegurable, salvo prohibición expresa de la ley”. Lo propio sucede en la legislación de El Salvador (C. de Co., art. 1362), en la de Bolivia (C. de Co., art. 985), en la de Venezuela (C. de Co., art. 551) y en la de Guatemala (C. de Co., art. 886), entre varias.

243 La delimitación o individualización del estado del riesgo es, sin duda alguna, una de las prerrogativas que, ex lege , reconoce la codificación mercantil, como quiera que, en puridad, se traduce en la delimitación de la materia prima del mismo, según se esbozó. Por eso la Corte Suprema de Justicia, en reiteradas ocasiones, ha sostenido que “… siendo requisito ineludible para la plena eficacia de cualquier póliza de seguros la individualización de los

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Las restricciones legales indicadas por el art. 1056, límite objetivo del riesgo asegurable, están, en su mayoría, incorporadas en el art. 1054, apartado final. Ellas son, en primer lugar, los hechos ciertos (salvo la muerte), antinomia de la incertidumbre inmanente al riesgo asegurable, entendido como posibilidad pura. En segundo lugar, se entiende que tampoco pueden constituirse en riesgos, los físicamente imposibles, por cuanto la carencia de posibilidad lesiona, de raíz, la concepción del riesgo, v. gr. el hipotético riesgo de incendio de las arenas del Sahara. En tercer lugar, la incertidumbre subjetiva en los seguros terrestres, también denominada riesgo putativo, justamente por cuanto se parte del supuesto de que en los seguros de esta estirpe no se puede aludir a hechos pretéritos, a hechos que hayan tenido lugar en el pasado —así no se conozcan—, sino necesariamente a hechos futuros, a diferencia de lo acontecido en un número realmente importante de legislaciones foráneas donde el seguro retroactivo tiene asidero, como lo puede tener en nuestro medio, es cierto, en el seguro marítimo, no en el terrestre como puntualmente se dijo, por regla general, puesto que la “incertidumbre subjetiva”, lo ordena el apartado final del art. 1054, “tampoco constituye riesgo”. A este respecto bien puede verse, entre otros, nuestro ensayo comparativo mencionado en la cita precedente. Tan tajante concepción, propia de la legislación de 1971, cumple advertirlo de antemano, varió años después, toda vez que en desarrollo de las legislaciones 35 de 1993, y 389 de 1997, en lo pertinente, se permitió asegurar válidamente riesgos que, en estrictez, se remontaban o miraban hacia el pasado, como tiene lugar en tratándose de algunas coberturas en sede de riesgos financieros, o las conferidas con arreglo al sistema comúnmente conocido como claims made, conforme se examinará. Ha quedado, por lo tanto, desmitificado que los riesgos pretéritos, en sí, no pueden ser objeto de amparo en el marco de los seguros terrestres.

Cabe agregar que el art. 1055 del código, con miras a preservar la moralización del concepto funcional del riesgo y por consiguiente del seguro en general, puso resueltamente de presente que, “El dolo, la culpa grave y los actos meramente potestativos del tomador,

riesgos que el asegurado toma sobre sí (G.J. t. CLVIIII, p.176) (…) en este campo rige el principio según el cual la responsabilidad asumida en términos generales como finalidad del contrato no puede verse restringida sino por obra de cláusulas claras y expresas, ‘el art.1056 del Código de Comercio, en principio común aplicable a toda clase de seguros de daños y de personas, otorga al asegurador facultad de asumir, a su arbitrio pero teniendo en cuenta las restricciones legales, todos o algunos de los riesgos a que están expuestos el interés o la cosa asegurados, el patrimonio o la persona del asegurado’ ..”, agregando que es en virtud de este amplísimo principio “ que el asegurador puede delimitar a su talante el riesgo que asume, sea circunscribiéndolo por circunstancias de modo, tiempo y lugar, que de no cumplirse impiden que se configure el siniestro; ora precisando ciertas circunstancias causales o ciertos efectos que, suponiendo realizado el hecho delimitado como amparo, quedan sin embargo excluidos de la protección que se promete por el contrato. Son estas las llamadas exclusiones, algunas previstas expresamente en la ley’ (Cas. Civ. de 7 de octubre de 1985, sin publicar)…”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 29 de enero de 1998. Exp. 4894. Cfr. Sentencia del 14 de diciembre de 2000.

Cumple agregar que sobre este tema y su desarrollo arbitral, bien vale la pena consultar el capítulo XVII del presente tomo, intitulado “Delimitación del riesgo. La interpretación de los amparos y las exclusiones en el contrato de seguro (hermenéutica contractual en la esfera aseguraticia)”, en el que se consignan los segmentos más elocuentes de un laudo arbitral en el que fungimos como árbitro único y en el que se desarrolló, in extenso, esta singular temática.

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asegurado o beneficiario, son inasegurables...” 244 y 245. En todo caso, conviene adelantar que en tratándose del seguro de responsabilidad civil, la norma inmediatamente transcrita, pese al galimatías normativo patrocinado por la ley 45 de 1990, sufrió modificaciones que la hacen más flexible —tal y como se verá, por lo menos en lo que respecta a la culpa grave, no así, es natural, frente al dolo y frente a los actos meramente potestativos del tomador, asegurado o beneficiario, los cuales escapan a la función teleológica del seguro, tanto en el derecho de seguros colombiano como en general en el comparado246.

2. Reestructuración del concepto funcional del interés asegurable. El interés asegurable, a su turno, también fue objeto de importante modificación legislativa. Tanta que como lo enseña el Dr. J. EFRÉN OSSA GÓMEZ, “...este es uno de los elementos del contrato de seguro que fue objeto de una más radical transformación legislativa”247.

En la legislación anterior, el concepto de interés asegurable se caracterizaba por ser típicamente objetivo, pues estaba inescindiblemente ligado al objeto asegurado, visualizado desde una perspectiva netamente material. Es por ello por lo que el inciso 2º del art. 641 precisaba que, para celebrar un seguro, “...además de capacidad legal”, se requería un “...interés real en evitar los riesgos, sea en calidad de propietario, copartícipe, fideicomisario, usufructuario, arrendatario, acreedor, o administrador de bienes ajenos, sea en cualquiera otra que lo constituya interesado en la conservación del objeto asegurado”248.

244 Es por ello por lo que en Colombia, así lo entendemos, el suicido no puede ser objeto lícito de cobertura, en la medida en que es el más típico —el prototipo— de los actos meramente potestativos del asegurado. Y visto está que estos actos, ministerio legis, son inasegurables. Recuérdese, por lo demás, que en nuestro derecho de seguros el riesgo es definido como “el suceso incierto que no depende exclusivamente de la voluntad del tomador, del asegurado o del beneficiario” (art. 1054).Hay que mencionar que el proyecto del año 1958, expresamente consignaba una excepción a este tajante axioma consistente en posibilitar el aseguramiento del riesgo de suicidio luego de transcurrido un período prudencial de dos años (período de carencia). Art. 976; “En los seguros de vida contra el riesgo de muerte, solo podrán excluirse el suicidio del asegurado ocurrido durante los dos primeros años de vigencia del contrato”. Tan clara excepción lamentablemente no fue incorporada por el legislador de 1971. De ahí que, en puridad, juzguemos que asegurar el suicidio en Colombia desborda el marco legislativo nacional, no importa el período de carencia que se pacte. Sobre este particular, bien puede verse nuestro estudio la “Inasegurabilidad del suicidio en el seguro de vida”, Revista Ágora, Pontificia Universidad Javeriana, Facultad de Derecho, núm. 15, año 6, 1984, págs. 16 a 19 y 47; Ídem, Revista Nueva Frontera, núm. 514, Bogotá, diciembre, 1984, el que aparecerá consignado en el tomo III de esta publicación. Esta enfática conclusión, por lo demás, es avalada por el Dr. J. EFRÉN OSSA G. en su Teoría general del seguro, t. II, ob. cit., pág. 470

245 Sobre este particular, vid., desde el punto de vista del derecho comparado, Martín Diego Pirota. El dolo y la culpa grave comocausales de exclusión de cobertura en el seguro contra la responsabilidad civil. Visión argentina, en Revista Ibero-Latinoamericana de Derecho de Seguros, núm.23, págs.1109-120. También como referencia general puede consultarse Héctor Marín Naranjo. El significado del interés asegurable como elemento común a los contratos de seguros, en Evolución y perspectivas del contrato de seguro en Colombia (1971-2001). Conmemoración de los 40 años de Acoldese. Bogotá. Acoldese y Aida. 2001. Págs. 11-31.

246 En lo tocante con la reestructuración del concepto de riesgo asegurable, además de las sentencias antes citadas, vid. Sala de Casación Civil. Sentencia del 5 de septiembre de 1988, del 30 de septiembre de 2002, del 24 de julio de 2006 y del 26 de marzo de 2009. Resulta también pertinente consultar la sentencia fechada el 2 de agosto de 2001 (Exp. 6146), en la que la Corte Suprema de Justicia reconoce, en forma por demás categórica, la importancia del riesgo en el marco de la relación aseguraticia.247 Teoría general del seguro, t. II, Bogotá, Temis 1991, pág. 71.

248 El carácter objetivo de la noción de interés asegurable en el Código de Comercio de 1887 fue también reconocido por la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, la que al respecto destaca las críticas que dicha noción, por lo demás muy limitada, suscitaba. Al respecto sostuvo que la concepción objetiva del interés asegurable en el anterior Código de Comercio, “… a) dejaba de lado los seguros patrimoniales y personales, en cuanto concreta los riesgos a los objetos; b) dejaba entrever que, sólo ciertas calidades jurídicas limitadas permitían contratar el seguro. Así, sólo el propietario, el fideicomisario, usufructuario, acreedor hipotecario y prendario, arrendatario, administrador de bienes ajenos, etc., eran los únicos que podían celebrar el contrato, por tener interés real en la conservación del bien…”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 28 de agosto de 1978.

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Esta norma, restringida como se deduce de la simple enumeración de las calidades de índole directa exigidas para ostentar la categoría de asegurado, ocasionó en la praxis innumerables problemas. Uno de ellos, por vía de ejemplo, fue el determinar, con certeza, si la enumeración realizada por el legislador era taxativa o por el contrario simplemente enunciativa.

De otra parte, era comprensible que en este estatuto no tuviera cabida el aseguramiento de las ganancias o beneficios esperados, expresamente excluidos por el art. 646, sin duda por tratarse de bienes o cosas inexistentes “...al tiempo del contrato”, pues recuérdese que el código derogado concebía el interés (en el seguro de daños) como una relación trabada con una cosa corporal o incorporal249.

Así las cosas, el legislador de 1971, consciente de la necesidad de dinamizar tan estrecho concepto, optó por reestructurar la lectura o concepción de este elemento esencial del seguro. En otras palabras, se inclinó por abrirle mayor espacio. De ahí que, con acierto, estatuyó en el art. 1083, norma predicable tan sólo del seguro de daños, que “Tiene interés asegurable toda persona cuyo patrimonio pueda resultar afectado, directa o indirectamente, por la realización de un riesgo”250.

Gracias al cambio introducido por el legislador del 71, ya no es menester examinar si una persona reviste una de las calidades mencionadas por la ley para evaluar si tiene o no interés contractual. Dicho de otro modo, si puede o no tomar un seguro, pues basta, no importa cual sea, que exista una relación de naturaleza patrimonial, siempre y cuando, claro está, devenga lícita. Tampoco importa, por su parte, el aspecto temporario del interés, en la medida que el seguro de lucro cesante, para referirnos a un caso específico, queda comprendido, sin detrimento alguno, dentro de la descripción omnicomprensiva del nuevo concepto de interés asegurable prohijado por el código de hoy analizamos. Tal posibilidad, por lo demás, es confirmada por el propio art. 1088, al decir que son asegurables el “...daño emergente y el lucro cesante”.

Además, dentro del nuevo esquema adoptado, sustancialmente más laxo –que no arbitrario-, afloraron, sin las dificultades del pasado, sendas modalidades o parámetros indemnizatorios. Nos referimos, principalmente, a los tildados seguros de valor de reposición o de reemplazo —también de valor a nuevo— (art. 1090) y a los seguros de valor presunto —o acordado— (art. 1089, inc. 2º)251, equivalentes en el derecho comparado, mutatis mutandis, a los seguros

249 Este artículo expresamente manifestaba: “Pueden ser aseguradas todas las cosas corporales o incorporales, con tal que existan al tiempo del contrato... Por consiguiente, no pueden ser materia de seguro: 1. Las ganancias o beneficios esperados...”.

En la legislación belga de 1874, la situación se tornaba similar, pese a que existía una norma que autorizaba su aseguramiento cuando la ley así lo determinará, determinación esta que era realmente excepcional. El inc. 2° del art. 1°, a este respecto indica que la “utilidad esperada puede ser asegurada en los casos previstos en la ley”.

250 Esta concepción del interés asegurable parte de la existencia de una relación jurídica patrimonial amenazada por uno o varios riesgos; quienes sean titulares de dicha relación jurídica tendrán, en consecuencia, interés asegurable. Sobre esta nueva concepción del interés asegurable, ha dicho la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia que se entiende por interés asegurable “… cualquier interés que reúna apenas estos dos requisitos: a) lícito y b) de orden patrimonial, es decir, susceptible de ser avaluado en dinero, es más, qe repercuta en el patrimonio de un sujto de derecho …”, así, “… para que exista interés asegurable solamente deben examinarse dos aspectos: a) licitud, y b) carácter patrimonial …”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 4 de mayo de 1982. 251 Sobre este particular vid. Jorge Eduardo Narváez, Interés asegurable y carga de la prueba de la cuantía del siniestro, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.29, págs.170-176. En cuanto a las modalidades que pueden actualmente pactarse en un contrato de seguro, puede consultarse también a la autora española María Luisa Muñoz Paredes. La cláusula de reconstrucción o reposición en el seguro de cosas, en Revista Ibero-

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de valor admitido (art. 1089, inc. 2º), también conocidos con la denominación de seguros de valor tasado252. Ambas modalidades, hoy felizmente lícitas, constituyen o se traducen en una moderada atemperación del principio indemnizatorio férreamente incorporado al Título V del Libro Cuarto del código. No tanto, sin embargo, como para admitir que en nuestro medio cohabita en el seguro de personas, concretamente en el seguro sobre la vida, tal y como ulteriormente lo veremos.

Como cambio favorable, debemos igualmente registrar el atinente a la subrogación del asegurador, mecanismo ya esbozado con anterioridad, en atención a que se eliminó la obsoleta y limitada figura de la cesión —voluntaria— de los derechos del asegurado contra los terceros responsables del siniestro (art. 677), y, en su defecto, se incorporó la subrogación ex lege que, como se desprende de su propio nombre, no requiere para su eficacia la voluntad o querer del asegurado253 y 254. Por ello es explicable que si renuncia a sus derechos,

Latinoamericana de Seguros, núm.14, págs.55-95.

252 Estas nuevas alternativas que la codificación comercial consagra en materia de valor o suma asegurada, han

permitido dinamizar uno de los límites de la responsabilidad del asegurador, de acuerdo con la condiciones del mercado contemporáneo. Así, el valor asegurado no se erige ya como una barrera pétrea e inflexible impuesta por la legislación, sino que se admiten nuevas posibilidades por virtud de las cuales, por vía de ejemplo, el tomador-asegurado puede recibir como indemnización, el valor a nuevo que tenía el bien asegurado. Asimismo, se permite que las partes se pongan de acuerdo en torno al valor que, para efectos del seguro, tendrá el objeto. Ello ha sido expresamente reconocido por la jurisprudencia, la que, al respecto, ha sostenido que “…El artículo 1090 ibídem, consagra la posibilidad de que se deje de lado el importe de la pérdida, para que de común acuerdo se disponga al contratar el seguro, que el pago de la prestación se haga "por el valor de reposición o de reemplazo del bien amparado, pero sujeto, si a ello hubiere lugar, al límite de la suma asegurada …” (Sala de Casación Civil. Sentencia del 25 de nero de 2008). En otra ocasión, en la que abordó el tema con mayor detalle, la Corte explicó que “Los otros dos factores que delimitan la responsabilidad del asegurador es fácil identificarlos de acuerdo con los principios que se dejan reseñados se encuentran en el artículo 1089 ibídem: "Dentro de los límites indicados en el artículo 1079 la indemnización no excederá, en ningún caso, del valor real del interés asegurado en el momento del siniestro, ni del monto efectivo del perjuicio patrimonial sufrido por el asegurado o el beneficiario...". Se sigue de lo preceptuado que mientras este último límite simplemente hace efectivo el carácter meramente indemnizatorio de los seguros de daños, el valor real del interés asegurado se define como el que registran los bienes en el estado en que se encuentran a la ocurrencia del siniestro, tal como lo precisó la Corte en sentencia del 21 de agosto de 1978 "... en seguros como el de incendio, el valor real de la cosa asegurada en el momento de acaecer el siniestro, no es su valor de costo menos el de su depreciación, si fue usada o ha envejecido, sino el valor de reposición, es decir, su valor actual de cosa nueva menos la depreciación normal. Animada de un claro propósito de equidad, la doctrina ha dicho con acierto: 'el valor real de la cosa asegurada no es el precio que, al ocurrir el siniestro, se pudiera obtener de su venta como artículo de segunda, sino el valor de utilización que para el asegurado representa hoy en su patrimonio y lo que representará en el futuro. El valor real, pues, está, de una parte, en función de lo que el objeto valdría nuevo el día del siniestro y, de otra, de la depreciación que habría sufrido por el efecto del uso'" (G.J. T. CLVIII). Así mismo, también la ley en el artículo siguiente consagra la posibilidad de que se deje de lado el valor real del interés asegurado al momento del siniestro para el cual incide la depreciación que el bien asegurado haya tenido por el transcurso del tiempo y el uso que se le haya dado, para que de común acuerdo se disponga al contratar el seguro, que el pago de la indemnización se haga "por el valor de reposición o de reemplazo del bien asegurado, pero sujeto, si a ello hubiere lugar, al límite de la suma asegurada" (Art. 1090 ibídem) (…) Así las cosas, se tiene que tal como se dejó establecido en las condiciones generales aquí destacadas, de un lado, en caso de presentarse el siniestro previsto, la entidad asegurada solo estaba obligada a elevar la denuncia correspondiente y dar el aviso oportuno a la aseguradora, indicando el valor de reposición del bien asegurado, sin que puedan exigírsele requisitos adicionales; y, por otra parte, también queda claro en dichas condiciones que la suma asegurada contenida en la póliza reflejaría el valor de reposición de la máquina asegurada, es decir, el valor de adquisición de un bien nuevo de la misma clase y capacidad, y siendo que en caso de siniestro la compañía demandada, acogiendo la facultad que para pago de indemnización ofrece el artículo 1090 del Código de Comercio como excepción al valor real del interés asegurado como límite de la misma, se comprometió expresamente a reponer el bien asegurado o pagarlo en dinero en efectivo, se sigue que en este último caso estaba obligada a entregar a la sociedad contratante el valor asegurado, entendido como valor de reposición, suma respecto de la cual, después de ocurrida la pérdida total del objeto asegurado, la aseguradora no podría aducir reducción (Art. 1091 ibídem), salvo que se tratara de un supraseguro defraudatorio, supuesto en el cual era de su cargo demostrarlo con el rigor necesario y no objetar a la ligera la reclamación de pago, apoyándose en una inteligencia acomodaticia de la póliza que la desfigura por completo …”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 11 de octubre de 1995. Exp. 4470.

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indefectiblemente, a título de sanción legal, perderá la posibilidad de obtener la indemnización (art. 1097)255.

Ahora bien, en materia del seguro de personas, el concepto de interés asegurable experimentó innovaciones de valía, como quiera que su alcance fue ensanchado, a fuer que precisado adecuadamente, ya que se aclaró el significado de la imprecisa y subjetiva locución interés actual y efectivo empleada por el art. 693 del Código abrogado. El reformado art. 1137 es meridianamente claro cuando afirma en relación con estos seguros: “Toda persona tiene interés asegurable:

”1) En su propia vida;

”2) En la de las personas a quienes legalmente pueda reclamar alimentos, y

”3) En la de aquellas cuya muerte o incapacidad puedan aparejarle un perjuicio económico, aunque este no sea susceptible de una evaluación cierta”.

253 Las diferencias entre el régimen del Código de Comercio terrestre y el Código de Comercio de 1971, en materia de subrogación, fueron puestas de presente por la Corte Suprema de Justicia, la que al respecto sostuvo que “… acogiendo estos principios doctrinarios, el Legislador Colombiano de 1971, como ya lo había hecho en codificación anterior, consagró positivamente la subrogación dicha, entendiéndola como un derecho en virtud del cual el asegurador ocupa el lugar del asegurado con respecto al tercero responsable del siniestro ya indemnizado, hasta la concurrencia del valor de la indemnización (…) Pero si bien es cierto que el derecho comercial del país siempre ha establecido la subrogación por la causa anotada, también lo es que no en toda época lo ha hecho atribuyéndole el mismo carácter: al paso que el Código de Comercio hoy vigente instituye la subrogación legal, el anterior la consagra como subrogación convencional. Decía en efecto el artículo 677 de este estatuto que ‘el asegurador que pagare la cantidad asegurada, podrá exigir del asegurado cesión de los derechos que por razón del siniestro tenga contra terceros; y el asegurado será responsable de todos los actos que puedan perjudicar el ejercicio de las acciones cedidas’. Mediante su artículo 1096 el Código de Comercio de 1971, en cambio, preceptúa que ‘El asegurador que pague una indemnización se subrogará por el ministerio de la ley y hasta concurrencia de su importe, en los derechos del asegurado contra las personas responsables del siniestro. Pero éstas podrán oponer al asegurador las mismas excepciones que pudieran hacer vaer contra el damnificado’. Todo lo cual significa que a la luz de la legislación hoy vigente en la materia, para que el asegurador ocupe el lugar del asegurado en sus derechos con respecto a los terceros responsables del siniestro, ya no es menester la previa convención al efecto entre éste y aquel, sino que la subrogación se produce por el solo ministerio de la ley: pagada la indemnización por el asegurador las subrogación se realiza aún contra la voluntad del asegurado lo cual no es sino confirmación del derecho común que rige la materia (art. 1666 a 1671 Código Civil) …”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 4 de marzo de 1977.

254 El tema de la subrogación del asegurador es uno de los de mayor controversia y desarrollo jurisprudencial en la nueva codificación. Por esa razón, son múltiples los pronunciamientos de la Corte Suprema de Justicia en los que se ha abordado la temática desde múltiples perspectivas (requisitos de la subrogación, efectos, alcance, entre otros más). Al respecto, vid. Sala de Casación Civil, sentencias del 17 de marzo de 1981, del 6 de agosto de 1985, 16 de junio de 1987, 16 de junio de 1988, 20 de octubre de 1988, 6 de noviembre de 1990, 22 de enero de 1991, 23 de septiembre de 1993, 21 de enero de 1994, 6 de octubre de 1995, 13 de octubre de 1995 y 19 de julio de 1996. Nosotros tuvimos ocasión de citar, más a espacio, el contexto y los apartes más elocuentes de la sentencia del 18 de mayo de 2005, según se podrá revisar en el capítulo IV del tomo III de esta obra, Derecho de Seguros.

La doctrina se ha referido también a la temática desde diferentes perspectivas. Al respecto cumple destacar, por vía de ejemplo, el estudio de Walter Villa Zapata. La subrogación en el derecho de seguros peruano, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.10, págs.135-159; también Patricia Jaramillo Salgado. La validez de la subrogación convencional derivada del pago de la obligación por parte de los herederos del asegurado fallecido y el suicidio frente al seguro, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.23, págs.121-137, y Arturo Díaz Bravo. Notas sobre la subrogación del asegurador en el derecho mexicano, jurisprudencia mexicana y comentarios a la sentencia de la Corte Suprema de Justicia colombiana de fecha de 23 de septiembre de 1993, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.7, págs.289-305. 255 La Corte Suprema de Justicia ha indicado que “… para buscar la necesaria eficacia del derecho así instituido (la subrogación legal) esos mismos legisladores establecieron que el asegurado no puede ejecutar ningún acto jurídico o material que afecte el ejercicio de la subrogación, ni menos renunciar en ningún momento a sus derechos contra terceros responsables del siniestro …”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 4 de marzo de 1977.

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De igual forma, el segundo apartado del artículo que hemos transcrito parcialmente, eliminó, previa intachable motivación, un precepto altamente inconveniente: el consignado en el art. 694, al tenor del cual, “El seguro celebrado por un tercero, puede realizarse sin noticia y consentimiento de la persona cuya vida es asegurada”. Y decimos inconveniente, pues salta a simple vista que tal norma era una patente de corso para aquel que pretendiera fraguar un ilícito o, en su defecto, una fuente de enriquecimiento por la materialización del fallecimiento de una persona, incluso desconocida, con la cual, en vida, no lo ligaba relación alguna. Por ello, con criterio que aplaudimos, el legislador de 1971, por cierto más cauto y previsivo, exigió en los seguros individuales contratados por un tercero el “...consentimiento escrito del asegurado, con la indicación del valor del seguro y del nombre del beneficiario” (art. 1137)256.

Debe advertirse que en el derecho colombiano, a diferencia de un buen número de legislaciones extranjeras, no es viable tomar un seguro individual sobre la vida de un incapaz absoluto, vale decir sobre un impúber, un demente o un sordomudo que no pueda darse a entender por escrito (C.C., art. 1504). El hacerlo, de plano, produce la ineficacia del negocio jurídico aseguraticio, tal y como lo confirma el tercer apartado del propio art. 1137, que prescribe: “...en caso de suscripción sobre la vida de un incapaz absoluto, el contrato no producirá efecto alguno”. La ratio legis de la sanción en comento, es obvia: los incapaces absolutos, no así los relativos, no pueden asentir válidamente. Tanto que sus actuaciones negociales, materialmente existentes, son jurídicamente intrascendentes y anodinas. No producen, bien lo dice el art. 1504 del Código Civil, “...ni aun obligaciones naturales”.

Por último, se aclara en el art. 1139 del código que la subrogación “...no tendrá cabida en esta clase de seguros”, en razón de que el legislador nacional, ex profeso, optó por excluir del seguro de personas el principio o regla indemnizatoria, presente en todos los seguros de daños, según tendremos oportunidad de observar, conducta esta difundida ampliamente en la legislación comparada257.

3. Reordenación sistemática y alteración cualitativa del elemento prima. De la prima, es natural, se ocupaba el código del siglo XIX. Sin embargo, no lo hacía en forma detallada y coherente. Por ello el legislador mercantil de 1971 se preocupó, primordialmente, tanto de sistematizar como de darle consistencia a los preceptos alusivos a este elemento genético del seguro.

Fue así como a la prima, asimilada ministerio legis al precio del seguro (art. 1045), se le destinaron seis artículos generales y otros tantos especiales, dependiendo de la tipología aseguraticia.

256 Al respecto la jurisprudencia tiene establecido que “…  En el seguro de personas, que por supuesto comprende el de vida, por el contrario, se garantiza el pago de un capital previamente acordado entre las partes, que será su límite, cuando se produzca el hecho que afecta la supervivencia o salud del asegurado; el interés asegurable, según el artículo 1137 del Código de Comercio, lo tiene la persona en su propia vida, en la de las personas a quienes les pueda reclamar alimentos, y en la de aquellas por cuya muerte o incapacidad reciba un perjuicio económico, aunque este perjuicio no sea factible de evaluar de manera cierta, es decir, el objeto de ese interés es la existencia física misma. En el seguro de vida, el riesgo que asume el asegurador es la muerte del asegurado, en el que, se reitera, a diferencia del de daños, que tiene naturaleza indemnizatoria, las partes pueden libremente pactar la suma asegurada, que propiamente no responde al concepto de indemnización, sino al de prestación a cargo del asegurador por la ocurrencia del hecho que según la póliza da origen a la obligación de pagar la cantidad estipulada. Por lo tanto, con la sola ocurrencia del siniestro, debidamente acreditada, por regla general nace la obligación del asegurador de pagar el valor del seguro en la cantidad estipulada en el contrato …”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 29 de abril de 2005.

257 Cfr. Sala de Casación Civil. Sentencia del 23 de septiembre de 1993.

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En efecto, en el código vigente, a diferencia del derogado, se consignó un término supletivo para su pago: originalmente diez días hábiles; luego de la multidisciplinaria reforma de 1990, treinta corrientes (un mes), como lo veremos en su oportunidad (art. 1066). Por supletivo, dicho término puede ser modificado por los convencionistas, bien en un sentido o en otro.

Lo mismo se hizo en punto al señalamiento del lugar del pago de la prima, pues se fijó como domicilio para tales menesteres, el del asegurador (art. 1067), variando el principio general consignado en el art. 1645 del Código Civil.

Lo propio, también puede decirse en relación con la sanción derivada del incumplimiento del pago del precio del seguro, sanción que, en la legislación pasada, era impropiamente la rescisión del contrato, al paso que en el régimen actual, con mejor criterio, es la ‘terminación’. Inicialmente volitiva, es decir sujeta a un hecho subsiguiente y reflexivo del asegurador (el envío de una comunicación), hoy automática, por virtud de la nueva ley 45 de 1990 (art. 1068). No sobra mencionar, de paso, que esta drástica sanción no consulta la tradición internacional que aboga, es la constante, por la suspensión de la cobertura —o garantía— y no por su terminación258.

Finalmente, para ocuparnos de las transformaciones más relevantes, hay que decir que el contenido del art. 1070 morigeró sustancialmente el precepto vertido en el antiguo art. 666, abrevadero de inequidad prestacional, de acuerdo con el cual “El asegurador gana irrevocablemente la prima, desde el momento en que los riesgos comiencen a correr por su cuenta”. Por manera que la prima se devengaba definitivamente tan solo por irrumpir la asunción del riesgo, sin importar para nada el término efectivamente corrido, tal y como en sana lógica debería ser, precisamente por tratarse de un negocio jurídico de ‘tracto sucesivo’, aun cuando se aclara que algunas legislaciones del siglo XX incorporaron el mismo principio, como la mexicana, por ejemplo (art. 44). Por lo tanto, el art. 1070 del código, en aras de preservar el aludido equilibrio, invirtió radicalmente el principio analizado al disponer que “...el asegurador devengará definitivamente la parte de la prima proporcional al tiempo corrido del riesgo”, salvo en el caso del seguro de cumplimiento, en el que la aseguradora devenga la totalidad de la prima desde el momento en que el riesgo empieza a correr por su cuenta259 y en el seguro de transporte, donde expresamente se conservó inalterado el principio de la percepción cuántica integral de la prima, pues es sabido que en este tipo de

258 Sobre la terminación automática del contrato de seguro por mora en el pago de la prima, cumple poner de presente que esta no es una sanción aplicable a todos los tipos aseguraticios. Así por vía de ejemplo, no es dable aplicar la referida terminación al caso del seguro de cumplimiento. En efecto, como lo tiene dicho la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, es necesario “… rectificar la tesis sostenida por el tribunal y prohijada por la censura, conforme a la cual, en tratándose del seguro de cumplimiento opera, igualmente, la terminación automática por mora en el pago de la prima, en los términos a los que alude el artículo 1068 del Código de Comercio (…)la corrección que la Sala se ve precisada a hacer, a uno y otro, consiste en que, dada la función económico social que al seguro de cumplimiento corresponde, concretamente la de servir de garantía de cumplimiento de obligaciones ajenas, no es posible admitir que obre frente a esa especie aseguraticia la regla del tantas veces señalado artículo, que le permite al asegurador extinguirlo unilateralmente (…)la terminación automática del seguro de cumplimiento por mora en el pago de la prima aparejaría que la aseguradora, en su calidad de garante, se desligara de su obligación por una situación atribuible al afianzado, dejando sin protección al acreedor, quien estaría permanentemente expuesto a la aniquilación de la convención, sin ni siquiera tener noticia de ello, desde luego que esa peculiar forma de extinción no exige ser declarada, pues opera ipso iure . Sería, en verdad, no sólo contrario a la naturaleza de esa garantía, sino también inequitativo, que quien quiso cautelar un perjuicio derivado del eventual incumplimiento de las obligaciones de las que es acreedor tenga que soportar en este otro plano las consecuencias del comportamiento de su deudor. Por consiguiente, si el asegurador expidió la póliza y/o sus anexos sin que hubiese sido cancelado el valor de la prima, el camino que tiene delante de sí no es otro que el de perseguir su recaudo, pero en modo alguno podrá echar mano del aludido mecanismo para librarse de su compromiso …”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 18 de diciembre de 2009. Exp. 00389. En punto tocante con el seguro de cumplimiento vid. también Bernardo Botero Morales. El seguro y la fianza, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.2, págs.91-98.

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seguros, muy a menudo, se toma en consideración es el trayecto y no la duración del transporte (póliza de viaje y no de tiempo) (art. 1119)260 y 261.

4. Adopción de la ‘obligación condicional’ como elemento esencial. Al lado del riesgo asegurable, del interés asegurable y de la prima, el legislador comercial incorporó un cuarto elemento esencial: la obligación condicional del asegurador262.

Tal elemento no existía en la legislación anterior, por lo menos revestido de esa calidad específica, puesto que el art. 634, origen del art. 1036 actual, elevaba la condicionalidad del contrato a la categoría de atributo, mas no de elemento esencial y es sabido que entre uno y

259 Como lo anota el profesor Hernán Fabio López Blanco, “… existen algunos ramos –por ejemplo, manejo y cumplimiento-, en los cuales las primas no se devengan día a día como usualmente ocurre, sino que se causan en su totalidad para el periodo estipulado y sin que haya lugar a buscar su devolución, en caso de que el contrato se cumpla antes de terminarse el plazo señalado. En efecto, imagínese un seguro donde se garantiza el cumplimiento de un contrato que durará dos años, en el que la actividad del contratista hace que a los dieciocho meses los cumpla en su totalidad. En este caso especial no hay lugar a la devolución de primas por el periodo de seis meses, porque ellas se causaron en su totalidad, pues lo que ha ocurrido es, simplemente, que el siniestro no se presentó (…) de ahí que si el contratante logró cumplir antes, esta no es causa para pedir reintegro de primas. La prima establecida se va causando día a día según el factor que se haya tomado para su fijación …” (Comentarios al contrato de seguro., op.cit., p.127). También es la opinión del profesor Efrén Ossa, para quien “… lo que se asegura en los seguros de cumplimiento es la ejecución, como un todo indivisible, de la obligación del deudor afianzado. Por eso, aunque muy otra es la praxis empresarial en nuestro mercado, es por lo que creemos que la prima debería determinarse, no en función de una vigencia temporal (que ordinariamente coincide con el plazo señalado para la entrega de la obra o del objeto de la obligación), sino de la naturaleza, importancia, cuantía y demás especificaciones del contrato afianzado. Y, algo más, que debería considerarse devengada en su integridad desde el momento en que, debidamente celebrado, se inicie su ejecución …” (Teoría general del seguro. Op.Cit., p.507). Finalmente, la Superintendencia Financiera ha refrendado la anterior opinión al afirmar que “… teniendo en cuenta que la obligación garantizada debe cumplirse dentro de un plazo preestablecido, la vigencia de seguro se delimita con referencia a ese lapso de tal suerte que sólo hasta que éste transcurra se podrá definir si el tomador cumplió o no con la obligación garantizada. La situación descrita permite diferenciar este seguro de la generalidad de los seguros de daños, en los cuales la vigencia determina el periodo dentro del cual la ocurrencia del siniestro hace exigible la responsabilidad del asegurador. Lo contrario, es decir, realizada la conducta señalada en la disposición –el cumplimiento del contrato- con antelación al vencimiento del plazo, significa que el tomador del seguro cumplió su obligación dentro del lapso previsto en la norma y, en forma correlativa, el seguro cumplió su función de garantizar dicha conducta. En este orden de ideas, la circunstancia de que no hubiere ocurrido el siniestro no implica que haya lugar a la devolución de primas. En efecto, desde la anterior perspectiva la prima debe entenderse devengada desde el momento mismo en que el riesgo es asumido por el asegurador, en la medida que ‘lo que se asegura en los seguros de cumplimento, es la ejecución con un todo indivisible de la obligación del deudor’. En consecuencia, sea que ocurra o no el siniestro la prima se devenga por el asegurador en su totalidad desde ese instante …” (Superintendencia Financiera. Concepto No.2003006390-0).

260 En relación con el alcance de este precepto, los comisionados del proyecto original, cultores de la generalidad de su letra actual, observaron que “...excepción hecha del seguro de transporte, esta disposición no consulta la práctica de las compañías colombianas, ni se ajusta a la mutua confianza que debe presidir en todo momento la relación contractual” (Exposición de motivos, proyecto 1958).

261 En efecto, como lo ha sostenido la Corte Suprema de Justicia, en el marco del seguro de transporte la vigencia de la póliza no se supedita a un término temporal específico, sino al trayecto asegurado al perfeccionarse el contrato. En ese sentido, la Sala de Casación Civil ha sostenido que “…en el seguro de transporte terrestre, merced a su estructura, a la teleología que lo inspira y a la mecánica que le es inherente, como se anotó, la ley, ab initio, acudió a un sistema diverso para el establecimiento de su vigencia, consistente en la figura del “trayecto asegurado”, de tal suerte que el tempus negocial, en sí mismo considerado, por regla, no está determinado por la voluntas interpartes, esto es en consideración a circunstancias de índole subjetiva, sino muy por el contrario, en atención a un hecho extrínseco, a fuer que objetivo: el referido trayecto asegurado, nervio del seguro en comento, muy en consonancia con el significado y alcance de las denominadas pólizas de “viaje”, por oposición a las llamadas pólizas “de tiempo”, tan socorridas en el marco del seguro marítimo. El artículo 1125, antes transcrito, así como la mayoría de los que regulan el seguro de transporte terrestre, útil es memorarlo, igualmente tienen su carta de ciudadanía en el Proyecto de Código de Comercio de 1958 (art. 944, Título V, del contrato de seguro, Libro Tercero), sin que en el acápite pertinente de la Exposición de Motivos (letra E., Seguros en particular), se expongan, con amplitud o detalle, las razones por las cuales la vigencia del contrato, en lo basilar, está dada en función del trayecto asegurado y no de un lapso de tiempo determinado[3], temática ésta, in extenso, sí abordada

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otro concepto, ab antique, media una sensible diferencia. “El seguro es un contrato bilateral, condicional y aleatorio”, decía el señalado art. 634.

El cambio, entonces, no fue de forma, sino de fondo. El ángulo de concepción de la condicionalidad inmersa en la relación jurídica aseguraticia, varió sustancialmente, toda vez que se estimó que el contrato, en sí mismo considerado, no era condicional. Si, en cambio, la obligación de una de las partes: la del asegurador, consistente en el pago efectivo de la prestación asegurada. Sobre este particular, el artífice del cambió efectuado, Dr. Efrén Ossa Gómez, al preguntarse si el seguro es condicional, respondió que “El contrato no lo es. Lo es, ciertamente, la obligación del asegurador, sujeta a una condición suspensiva, el siniestro, de pagar al asegurado o al beneficiario la prestación asegurada: la indemnización en los seguros de daños, la suma asegurada en los seguros de personas”263.

En Colombia, es incontrovertible, se siguió la teoría de la prestación pecuniaria, depurada por el connotado tratadista italiano ANTIGONO DONATI, quien la cimentó, principalmente, en la existencia del denominado sinalagma genético, suficiente, se dice, para la integración de la relación de interdependencia adecuada entre las prestaciones emergentes del seguro, que supone, en tal virtud, la bilateralidad del contrato. Esta postura, se encuentra en franca contraposición a la teoría de la asunción o gestión del riesgo, lato sensu, de procedencia germánica que, a su turno, involucra otras variables, tales como la teoría de la prestación de

en la correspondiente exposición, pero en el aparte atinente al seguro marítimo (Título XII, del seguro marítimo, Libro Sexto), según ya se refirió. En todo caso, en el artículo 935 de dicho proyecto, se estableció que el certificado de seguro, debía contener entre otras cosas: “3. La designación del punto donde deban ser recibidos los efectos asegurados para la carga, y el lugar donde haya de hacerse la entrega, es decir, el trayecto asegurado”, disposición que terminó siendo reproducida, de forma muy similar, en el art. 1117 del Código de Comercio de 1971, aun cuando con el agregado “sin perjuicio de lo dispuesto en el inciso segundo del artículo segundo”, a continuación de la expresión asegurado (Vid: acta número 28 del Subcomité de Seguros del Comité Asesor para la revisión del Código de Comercio, Acoldese, Bogotá, 1983, pg. 193).

Huelga agregar, por su acentuada pertinencia, que el artículo 1117 fue posteriormente modificado por el art. 43 del Decreto 1 de 1990, y que su texto actualmente vigente preceptúa que el certificado de seguro de transporte debe contener, además de las estipulaciones previstas en el art. 1047, “La designación del punto donde hayan sido o deban ser recibidas las mercancías aseguradas y el lugar de la entrega, es decir el trayecto asegurado….”, exigencia que debe acatarse.

4. Sobre este puntual aspecto, propio del seguro de transporte, esta Corporación ya ha tenido oportunidad de precisar, que fuera del trayecto asegurado, “...no tiene vida la obligación condicional del asegurador, ni la ocurrencia del siniestro en tal hipótesis, le impone el pago de indemnización alguna, razón ésta por la cual el artículo 1117, numeral 2º , del Código de Comercio, en su texto original y en el que le imprimió el artículo 43 del Decreto 01 de 1990, al regular el seguro de transporte se ocupan de precisar cuál es el ‘trayecto asegurado’, el que, a voluntad de las partes puede extenderse a los lugares iniciales o finales de permanencia de la mercancía objeto del seguro, que va a ser transportada (Art. 1118 del C. de Comercio, tanto en su texto anterior, como en el introducido por el artículo 44 del Decreto 01 de 1990)” (CCXLVI, Vol. I, 357) y que “en esta especie de contratación, el asegurador asume los riesgos mientras hace su tránsito de un lugar a otro, es decir, durante el trayecto asegurado, que al tenor del artículo 1117 num. 2º ejusdem, está comprendido por ‘...el punto donde hayan sido o deban ser recibidas las mercancías y el lugar de entrega” (artículo 1117 num. 2º ejúsdem). Responsabilidad cuya vigencia fija el artículo 1118 ibídem al establecer que se inicia cuando el transportador recibe o ha debido hacerse cargo de las mercancías objeto del seguro y concluye con su entrega al destinatario” (cas. civ. 18 de febrero de 2003, Exp. 6806, Se subraya)...’ …”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 31 de enero de 2007. M.P. Carlos Ignacio Jaramillo Jaramillo.

262 Como bien lo indica la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, “… salta a la vista que uno de los elementos esenciales en el contrato de seguro es la obligación condicional contraída por el asegurador de ejecutar la prestación prometida si llegare a realizarse el rieso asegurado, obligación que por lo tanto equivale al costo que ante la ocurrencia del siniestro debe aquel asumir y significa asimismo la contraprestación a su cargo, correlativa al pago de la prima por parte del tomador…”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 22 de julio de 1999. Exp. 5065. Cfr. Sentencia del 24 de enero de 1994. Exp. 4045. 263 Teoría general del seguro, t. I. Bogotá, Temis, 1991, pág. 44.

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empresa y la teoría de la tutela del interés del asegurado, de reciente factura en Italia, que se encaminan por señalar que la obligación del asegurador se traduce en la asunción del riesgo, junto con todo lo que ello conlleva. Se entiende, en consecuencia, que el asegurador tiene a su cargo una prestación típica de seguridad y si se quiere de garantía, como tal pura y simple, a diferencia de la obligación condicional que, por suspensiva, estiman insuficiente para asignarle al seguro la calidad de bilateral264.

CAPÍTULO IIIEl principio indemnizatorio en los seguros de daños

Descripción general:

Una de las características más importantes en tratándose de seguros de daños, es la que tiene que ver con la vigencia del principio indemnizatorio. En efecto, el alcance de los pagos que debe realizar el asegurador al tomador-asegurado, se encuentra circunscrito a esta limitación, la cual, en sana lógica, hace parte del basamento técnico-funcional del contrato, por virtud del cual el seguro no puede erigirse como una herramienta de enriquecimiento para quienes en él intervienen. De allí que la importancia del principio indemnizatorio sea

264 El replanteamiento de la teoría de la prestación pecuniaria, existente con anterioridad en el concierto doctrinal, lo efectuó el afamado y referido doctrinante A. DONATI, en opinión de quien el obstáculo naciente de la condicionalidad de la prestación a cargo del asegurador, se supera, como se anotó, a través de la teoría del sinalagma genético, la cual pregona que es suficiente para la integración de la bilateralidad del negocio jurídico el intercambio entre promesas y no propiamente entre obligaciones. Así lo corrobora el mismo autor, al afirmar que “...el sinalagma genético, así se desprende de la palabra génesis, se configura no entre las obligaciones que son la misma relación sino entre las promesas que le sirven de fundamento... el sinalagma genético es suficiente...”. (Trattato delle assicurazioni private, vol II, Roma, Giuffré, 1954, págs. 36 y 38). En el mismo sentido, el profesor JUAN CARLOS F. MORANDI, Estudios de derecho de seguros, ob. cit. pág. 82.

Por su parte, uno de los defensores más verticales de la teoría de la asunción del riesgo, el alemán ERNST BRUCK, expresa que esta teoría que se esculpió como reacción a la clásica de la prestación pecuniaria, de acuerdo con la cual, lo sostienen sus detractores, el seguro no sería bilateral y más técnicamente un negocio jurídico con prestaciones recíprocas. Al respecto, observa Bruck que “la prestación principal del asegurador es la asunción del riesgo, la garantía económica a favor del beneficiario contra la incertidumbre del futuro. Formulada jurídicamente la asunción del riesgo por el asegurador, significa que asume la posibilidad consistente en que una determinada situación de riesgo genere para el asegurado una necesidad. La garantía potencial del asegurador previa a la verificación del siniestro se transforma al materializarse el siniestro en garantía actual” (Lineamenti generali delle legislazione germanica sulle assicurazioni private, Legislazione mondiale sulle assicurazioni private, Roma, 1935, págs. 21 y 22).

En relación con esta postura en general, y en particular sobre la teoría de la tutela del interés del asegurado, véase a LUCA BUTTARO, L’interesse nell’assicurazione, Milano, 1954

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capital, a fuer de ineluctable, no sólo desde la perspectiva teórica, sino también desde la óptica de la aplicación y la indemnización que se promete en virtud de las relaciones aseguraticias. En la práctica judicial, ello supone que este sea uno de los principios medulares, amén de rectores de las decisiones que deben tomarse en esta materia, como quiera que constituye un importante valladar para el monto de la condena a que podría exponerse la aseguradora. Por esa razón, en este capítulo III expondremos algunas consideraciones relativas a su alcance, extensión y aplicación, en aras de proporcionar algunas luces sobre la interpretación contemporánea de este instituto.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a. ¿Cuál es el efecto del principio indemnizatorio en tratándose de la prestación a cargo del asegurador?

b. ¿Cuál es el alcance que debe dársele a este principio en la resolución de controversias relativas a contratos de seguro?

c. ¿Cómo se proyecta el principio indemnizatorio en los seguros de personas?

Palabras clave: Principio indemnizatorioSeguros de dañosSeguros de personas

En relación con esta importante materia, sea lo primero señalar que el legislador colombiano adoptó el criterio unitario o monista en relación al principio o regla indemnizatoria, parcialmente limitada en lo que concierne a la rígida posición del derogado código que, como se recordará, inhibía la adopción de las modalidades indemnizatorias de valor a nuevo y valor presunto265.

Nuestro legislador, tradicional en grado sumo como hemos podido comprobar, sin perjuicio de la incorporación de principios abiertamente liberales, v. gr.: la posibilidad que ambas partes tienen, por regla, de revocar unilateralmente el contrato de seguro (art. 1071), optó por asignarle el carácter o naturaleza indemnizatoria al seguro de daños266. No hizo lo

265 Cfr. Andrés Ordoñez Ordoñez. El carácter indemnizatorio del seguro de daños, en Revista Ibero-Latinoamericana de Derecho de Seguros, núm.17, págs.209-245.

266 Por virtud del principio indemnizatorio “… el seguro de daños, según desde el ángulo que se le mire, es meramente indemnizatorio de todo o parte del perjuicio sufrido por el asegurado, o puede entrañar ganancia, pero sólo para el asegurador. Tal l razón para que el tomador, en caso de presentarse el riesgo, no pueda reclamar del asegurador suma mayor que la asegurada, así el daño haya sido superior, ni cifra que exceda el monto del daño, aunque el valor asegurado fuese mayor. El asegurado logra así, a través del contrato de seguro, la posibilidad de

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mismo, en lo que respecta al seguro de personas, por considerar que los presupuestos integradores de la regla indemnizatoria eran ciertamente extraños a esta clase de seguros, pese al enorme favoritismo de la tesis monista por parte de un amplio sector de la doctrina comparada, en especial a partir del año 1961, año en el que tuvo lugar en Roma el primer congreso de la asociación internacional de derecho de seguros —AIDA— que, de tiempo atrás, estimula y respalda a la Asociación Colombiana de Derecho de Seguros –ACOLDESE-, entre numerosas naciones del orbe y también a la Revista Ibero-latinoamericana de de Seguros, AIDA-CILA. La señalada doctrina, en concreto, aboga por la preservación de una sugestiva conclusión, al tenor de la cual los seguros de daños (seguros reales y patrimoniales) y los seguros de personas encuentran en el principio o regla indemnizatoria su común denominador, puesto que él irradia, indistintamente, tanto a unos como a otros.

Grosso modo, los que propugnan la teoría unitaria del seguro, edifican su argumentación sobre las siguientes premisas básicas, sin perjuicio de la existencia de otro número de argumentos que omitimos en pro de la brevedad.

1) El seguro de vida es indemnizatorio, en consideración a que la pérdida de la vida, como tal, es objeto de resarcimiento por el asegurador (observación tradicional). Ella, así sea indirectamente, tiene un valor, por manera que lo que se indemniza es el perjuicio que el fallecimiento del asegurado, de ordinario el báculo familiar, pueda generar en cabeza de los beneficiarios del seguro. La falta del asegurado, en tal virtud, puede aparejar un sinfín de dificultades económicas para los supérstites afectados, que son precisamente resarcidos con un capital que viene a compensar la desaparición material del asegurado.

2) Lo propio puede decirse de otros seguros de personas, tales como el de accidentes personales, el seguro de enfermedad, el de invalidez, etc., en los que, pese a no mediar cesación de la vida humana, la realización del riesgo asegurado, per se, irroga un perjuicio objetivo de índole netamente económico que, de acuerdo con las circunstancias, bien puede escindirse en un daño emergente y en un lucro cesante que afecta el patrimonio del asegurado que, como tal, debe ser reestablecido hasta donde sea posible, hasta donde las circunstancias lo permitan. Dicho de otro modo, que en el algunas hipótesis en los seguros de personas se repara un daño de estirpe netamente patrimonial y directo, como lo expresa nuestro artículo 1140, que a la letra dice: “Los amparos de gastos que tengan carácter de daño patrimonial, como gastos médicos, clínicos, quirúrgicos o farmacéuticos tendrán carácter indemnizatorio y se regularán por las normas del capítulo II [“Seguro de Daños”] cuando estas no contraríen su naturaleza”

3) Análoga consideración tiene cabida en el denominado seguro de supervivencia, según el cual para recibir la suma asegurada se requiere seguir viviendo. En este seguro, a diferencia de los anteriores, el daño que se indemniza, se dice, consiste en la pérdida venidera originada en la natural disminución de la capacidad laboral o de trabajo del asegurado.

obtener la reparación del detrimento que sufra en su patrimonio a causa del acaecimiento del siniestro; su aspiración no puede ir más allá de alcanzar una compensación del empobrecimiento que le cause la ocurrencia del insuceso asegurado; el contrato le sirve para obtener una reparación, mas no para conseguir un lucro. Por el motivo expuesto, tampoco puede el asegurado, cuando contrató con varios aseguradores la protección del mismo interés asegurable respecto del mismo riesgo, exigir a cada uno el pago del mismo daño, pues siendo para él el seguro de daños contrato de mera indemnización, en el caso de pluralidad o de coexistencia de seguros, los aseguradores sólo estarán obligados a resarcirle el perjuicio sufrido ‘en proporción a la cuantía de sus respectivos contratos’, como expresamente lo impera el artículo 1092 ibídem, y siempre que haya contratado de buena fe…”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 21 de agosto de 1978.

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4) En los seguros de personas, en general, la estimación de los perjuicios eventuales se realiza anticipadamente (a priori) (art.1138 del Código de Comercio)267; en los de daños, por el contrario, tal estimación se hace después de la realización del riesgo (a posteriori).

5) El concepto de necesidad domina tanto a los seguros de daños como a los de personas. En unos y en otros, el siniestro, cualquiera que él sea, produce una necesidad, ora en cabeza de los beneficiarios (seguro de vida), ora en cabeza del asegurado (seguro de accidentes, invalidez, supervivencia, etc.). Por lo tanto, en torno al concepto de necesidad es posible obtener la unidad aseguraticia deseada, etc.

No obstante los razonamientos de la tesis unitaria o monista ya expuesta, por cierto defendida con vehemencia por ilustres doctrinantes primordialmente del pasado siglo, aun cuando también severamente cuestionada por otros268, nuestro legislador mercantil, enrolado en una posición clásica o más tradicional, no por clásica carente de fundamentación lógica, no acogió la teoría o concepto unitario del seguro pregonada con fuerza a partir del precitado congreso de AIDA (Roma, 1961), pese a que evidentemente conoció muy de cerca los planteamientos que la soportaban.

De la conducta asumida por el legislador nacional, en realidad de verdad, no hay la más mínima duda, no solo por la tajante división temática efectuada por el Título v del Libro Cuarto del Código en seguros de daños y de personas (Capítulos segundo y tercero, respectivamente), argumento más que suficiente para despachar definitivamente la controversia, sino también por la exégesis cuidadosa de sus textos:

Así, por vía ejemplo, se omitió toda mención a la naturaleza indemnizatoria del seguro de personas, tal y como expresamente se hizo en el art. 1088, según el cual “...los seguros de daños serán de mera indemnización...”. También los arts. 1138 y 1139 reafirman la naturaleza dual del seguro en general y en lo particular la inaplicabilidad de la regla indemnizatoria a todo seguro de personas, excepto en relación con: “Los amparos de gastos que tengan un carácter de daño patrimonial, como gastos médicos, clínicos, quirúrgicos o farmacéuticos...”, los que “...tendrán carácter indemnizatorio y se regularán por las normas del Capítulo II cuando estas no contraríen su naturaleza” (única excepción legal), según lo registra el señalado art. 1140 del C. de Co., sin que se erija en postulado rector. El primero de los referidos artículos es claro al disponer, en contravía de los cánones que gobiernan y caracterizan el seguro de daños, que “En los seguros de personas el valor del interés no tendrá otro límite que el que libremente le asignen las partes contratantes...” y el segundo al señalar que la subrogación, estigma típico de los seguros de daños en general, “...no tendrá cabida en esta clase de seguros”, incluido el seguro de accidentes que en nuestro derecho de seguros es catalogado como un seguro de personas, a diferencia de otras legislaciones como la italiana, según lo afirma un sector de la doctrina 269.

267 Al tenor del artículo 1138 del Código de Comercio, “En los seguros de personas, el valor del interés no tenda otro que el que libremente le asignen las partes contratantes, salvo en cuanto al perjuicio a que se refiere el ordinal 3º del artículo 1137 sea susceptible de evaluación cierta”.

268 Los principales partidarios de la tesis unitaria del seguro, son los siguientes autores, ANTIGONO DONATI, RODRIGO URÍA, TULIO ASCARELLI, LUCA BUTTARO, LUIS BENÍTEZ DE LUGO, JUAN CARLOS FÉLIZ MORANDI y JOAQUÍN RODRÍGUEZ.En cambio sostienen la teoría dualista, entre otros, ANTONIO BRUNETTI, GIUSEPPE FANELLI, GASPERONI y J. EFRÉN OSSA GÓMEZ.269 Este criterio ha sido ratificado por potísima jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, en la que no solamente se ha explicado, con suficiencia, el concepto mismo del principio indemnizatorio y sus implicaciones en general, sino que además se ha abordado la temática única y exclusivamente en el escenario reservado al seguro de daños, el que, como se anticipó, es en el que se aplica este particular postulado. Al respecto, vid. Sala de Casación Civil, sentencia del 16 de junio de 1988, 22 de enero de 1991, 23 de septiembre de 1993, 24 de enero de 1994, 13 de octubre de 1995, 12 de agosto de 1998, 22 de julio de 1999, 11 de septiembre de 2000, 14 de

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Por último, como si lo anterior no hubiera sido más que revelador, no está de más escuchar la conclusión calificada del Dr. Ossa Gómez, de acuerdo con el cual —una vez realizado el más frío análisis de cuantos conocemos a nivel nacional e internacional en relación con esta aguda problemática conceptual diestramente vertido en 29 sólidos argumentos que aconsejamos irrestrictamente revisar individual y separadamente—, “En síntesis: creemos haber demostrado que el principio de la indemnización, que domina todo el panorama de los seguros de daños, no se aviene a la naturaleza específica de los seguros de personas, pero ni siquiera a una de sus variedades, los seguros de accidentes personales”270.

CAPÍTULO IVEl perfeccionamiento y la prueba del contrato de seguro –

consensualidad y conducencia

Descripción general:

En el presente capítulo se aborda la importante cuestión relativa al perfeccionamiento y la prueba del contrato de seguro. Como es sabido, a partir de la reforma introducida por la Ley 389 de 1997, no existe plena claridad en torno al alcance y la interpretación que debe hacerse del régimen actualmente vigente, en el que se presenta la paradójica situación de consensualidad del contrato, pero atada a una rígida restricción probatoria, que permite solamente la acreditación del mismo a través del escrito o la confesión. Este panorama ha generado múltiples discusiones jurisprudenciales y doctrinarias en torno a los casos en que debe entenderse realmente probado el contrato, así como el momento de perfeccionamiento del mismo. Pues bien, en aras de

diciembre de 2000 y del 26 de octubre de 2001.

270 Teoría general de seguro, ob. cit., pág. 223. Este tema, empero, es harto complejo, y no puede decirse que ha sido resuelto por completo, o que es de suyo pacífico. Aún en esta nueva centuria, sigue suscitando controversia y nuevas reflexiones, tal y como se puede apreciar con provecho en el ya referido estudio del profesor Andrés Ordóñez, y también en sus Lecciones de derecho de seguros, No 2. Elementos esenciales, partes y carácter indemnizatorio, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2002, p. 115 y s.s.

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proponer algunas reflexiones sobre las implicaciones de la preceptiva incorporada con la reforma de 1997, este capítulo realiza un análisis de tales aspectos, procurando establecer algunos parámetros teóricos y pragmáticos en torno al perfeccionamiento y la prueba del contrato, a la par que esbozando algunas propuestas de interpretación de las normas vigentes, que pueden resultar de utilidad para la resolución de las controversias judiciales que, a diario, se presentan.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a. ¿Qué implicaciones tiene la consensualidad del contrato de seguro?

b. ¿A partir de qué momento debe entenderse perfeccionado el contrato?

c. ¿Cómo puede probarse el contrato de seguro?d. ¿Qué alcance se le debe dar a los medios de

prueba que la Ley prevé como únicos medios conducentes para la acreditación del contrato de seguro (escrito y confesión)?

e. ¿Cuál es el régimen probatorio de los elementos no esenciales del contrato de seguro?

Palabras clave: Consensualidad del contrato de seguroPrueba del contratoEscrito ConfesiónPrueba documentalPrueba de elementos esencialesPrueba de elementos no esencialesPrincipio de prueba por escrito

En la actualidad, en atención a la prenombrada reforma legal, el seguro en Colombia es un contrato consensual, pues dejó de ser un contrato solemne, conforme lo fue por espacio de más de una centuria, siguiendo el camino trazado por el derecho comparado dominante.

Empero, como no siempre fue consensual el seguro, sino hasta hace relativamente muy poco tiempo, vale la pena registrar su tránsito de negocio de forma específica o solemne a contrato de forma libre o consensual, el cual fue accidentado y controvertido, así hoy no lo parezca, puesto que no es inusual que ello acontezca, dado el proceso de estabilización —o de anestesia— que, de ordinario, suele seguirse a raíz de la adopción de un cambio normativo.

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1. Generalidades. Significado y antecedentes legislativos previos a la reforma de 1997

Aunque en el derecho colombiano, por decenios, reinó la visión formalista del contrato de seguro, encaminada a restringir el haz de posibilidades en punto tocante con su perfeccionamiento, finalmente se impuso la tesitura de la libertad de forma, con arreglo a la cual los futuros contratantes podrán expresar su voluntad sin ataduras o formalidades, en concordancia con el artículo 824 del Código de Comercio, fiel reflejo del genuino espíritu que orientó la redacción de la codificación mercantil que nos gobierna, el mismo que, en general, campea en el derecho comparado, tanto más en la hora de ahora en la que la globalización, la apertura y la internacionalización se enseñorean en el concierto mundial. Ello explica, como telón de fondo, la adopción de los artículos 1036 y 1046 del Código de Comercio, en su nueva versión, que no fueron adoptados inopinadamente, o sin ninguna argumentación, según se desprende de los diversos debates parlamentarios que, en su oportunidad, les dieron carta de ciudadanía, en atención a la ley 389 de 1997, próxima a cumplir tres lustros, tal y como en su esencia lo había contemplado el maestro OSSA, quien después de sus fértiles días terrenos terminó reconociéndosele la razón, esa misma que, por lo reseñado, legislativamente, no se le concedió en vida. Empero, su acerado e ilustrado pensamiento terminó por imponerse, a emulación de lo acontecido en la generalidad de las naciones del orbe. Una vez más, el maestro estaba en lo cierto271, tanto que, de vieja data, nos identificamos con su penetrante y lozano ideario en este aspecto —como en millares más—, pues desde 1986, efectivamente, venimos reclamando el cambio272.Explícitas, al respecto, fueron las exposiciones y ponencias a los diversos debates que se dieron en el interior del Congreso de la República colombiano, en especial los apartes que seguidamente registramos, entre otros más, pues son los que denotan la transformación experimentada:

271 En adición a los argumentos esgrimidos por el doctor EFRÉN —como también le solíamos decir—, en la Exposición de Motivos, y los vertidos en las actas del Subcomité Asesor, en su enjundiosa e insuperable obra, agregó que la legislación colombiana, por haber adoptado en 1971 la solemnidad del contrato “[...] ha dado la espalda a otras legislaciones, igualmente modernas, en que se perfecciona por el solo consentimiento de las partes. También en Colombia el contrato de seguro debería ser consensual. Así se consulta la movilidad que requieren todas las operaciones comerciales. Así se da carta de ciudadanía legal a la práctica de las compañías de seguros. Así se tutela mejor a los propios aseguradores cuando actúan, ya no como sujetos activos, sino como sujetos pasivos del contrato de seguro, es decir, en el contrato de reaseguro”. Teoría general del seguro, vol. II, El contrato, Bogotá, Edit. Temis, 1991, pág. 30.

272 Es así como en la referida anualidad, con fervor y calor juvenil, comentando el artículo 1036, en su versión primigenia, dijimos: “De esta suerte, el legislador mercantil de 1971 estimó caprichosamente que la forma verbal era insuficiente para desatar los efectos propios del contrato de seguro y recurrió, con daltonismo crónico, a preservarlo como negocio de forma específica calificada [...]. Si el licurgo nacional hubiere seguido las orientaciones de la gran mayoría de legislaciones foráneas, que no hacen más que mantenerse a tono con las necesidades de los asociados, la forma libre sería la llamada a gobernar las relaciones dimanantes del contrato de seguro, y la suscripción de la póliza no tendría una función constitutiva”. CARLOS IGNACIO JARAMILLO J., Estructura de la forma en el contrato de seguro, op. cit., págs. 105 y 112.

Años más tarde, en 1992, específicamente, reiteramos nuestro mismo parecer, así: “En nuestro sentir, el carácter en cuestión [solemne] requiere metódica revisión, así el legislador de 1990 (ley 45) no haya juzgado conveniente introducir dentro del nuevo escenario juris signado por la desregulación y por el reconocimiento de la autonomía de gestión de la empresa aseguradora, entre otros postulados más (esquema de mercado libre o simplemente de apertura), tan importante reforma, hoy una realidad en la generalidad de la legislación comparada, realidad avalada por la regla —generalísima— que gravita alrededor del derecho contractual contemporáneo in genere (civil y comercial). Nos referimos a la libertad de forma, también conocida como regla de la consensualidad de los negocios jurídicos”. “Lineamientos generales del contrato de seguro en la legislación colombiana”, en Revista Ibero—Latinoamericana de Seguros, Universidad Javeriana y Editorial Temis, núm. 1, Bogotá, 1992.

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— “EI presente proyecto de ley pretende reformar nuestra legislación mercantil en una materia de sumo interés para todos los colombianos, no sólo útil para los comerciantes como pudiere pensarse a primera vista, pues el contrato de seguro se ha convertido en uno de los negocios prácticamente masivos del mundo moderno, y siendo tan importante para tantas personas es prácticamente un contrato de adhesión, con el cual se cometen muchos abusos por la parte dominante, que son las compañías aseguradoras, que amparadas en el principio de solemnidad del contrato se han negado a cubrir indemnizaciones legítimamente causadas.

“Este proyecto de ley contiene modificaciones sustanciales a la normatividad mercantil vigente sobre el contrato de seguro en general y a los artículos 1036 y 1046 del C. de Co., en particular: pues, por una parte, se pretende abolir la solemnidad constitutiva y de restricción probatoria que en los últimos años ha generado toda una serie de conflictos entre aseguradores y asegurados. Y, por otra parte, ante la imperiosa necesidad de adecuar el contrato de seguro con la realidad mercantil cotidiana, caracterizada por su celeridad y agilidad, con esta reforma se busca plasmar de manera legislativa aquella costumbre reiterada de la contratación desformalizada de seguros que se efectúa mediante la utilización de los avances tecnológicos en materia de comunicaciones, tales como la vía telefónica, telex, fax, etc. Es indudable que el legislador, en su función de regular las relaciones y actos mer-cantiles, no puede desconocer los beneficios logrados por la mayoría de las legislaciones modernas (como la francesa y la argentina), que en lo referente a la institución del contrato de seguro, han plasmado la consensualidad, como un reflejo de la autonomía de la voluntad, que implica la libertad de formas y no restricción probatoria, permitiendo un considerable avance de sus relaciones económicas” (Proyecto de ley núm. 65 de 1995, Senado, Dr. Parmenio Cuéllar).

— “El proyecto busca reformar el Código de Comercio en cuanto al perfeccionamiento del contrato de seguro.

”A la luz de los artículos 1036 y 1046 del actual Código para que se perfeccione el contrato de seguro se requiere la expedición de la póliza.

”El proyecto, con base en las tendencias doctrinarias y legislativas modernas, dispone que el contrato de seguros sea consensual, lo cual tiene la ventaja de dar mayor agilidad a las negociaciones.

”En el pliego de modificaciones que se anexa se proponen algunas modificaciones y adiciones al texto del proyecto en cuestión.

”En el pliego se sugiere a la H. Comisión Tercera que se apruebe al artículo 1° que enumera las características del contrato de seguro. Una de ellas, según lo propone el autor del proyecto, es que el contrato sea en lo sucesivo consensual, es decir, que nacerá cuando se produzca el acuerdo de voluntades.

”La ponencia incluye un artículo 2° nuevo sobre las condiciones generales del contrato cuando no aparezcan acordadas, el cual modificará el parágrafo del artículo 1047 del Código de Comercio. Esta modificación es necesaria, dado que a partir de la ley 45 de 1990 se produce la desregulación y modernización del sector asegurador que brinda a las aseguradoras libertad para determinar sus tarifas y pólizas.

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”Prueba del contrato de seguro

”Consideramos conveniente el establecimiento de un sistema especial de prueba del contrato de seguro, siguiendo las legislaciones de México (art. 19 de la ley de 1935), Argentina (art. 11, ley de 1968) y Bolivia (art. 1006, Código de Comercio de 1977). En contrato de seguro podrá probarse por escrito o por confesión, conforme al artículo 3° del pliego.

”No consideramos prudente prever una total libertad probatoria, ya que no habría seguridad jurídica en el país si se pudiese probar un contrato de seguro por testimonios o simples indicios.

”Por otro lado, como medida de protección a tomadores, asegurados y beneficiarios se establece la obligación para la compañía de entregar la póliza dentro de los 15 días siguientes, así como duplicados o copias de la misma cuando aquéllos lo soliciten”. (Ponencia para el primer debate, Proyecto de ley 65 de 1995, Dra. María Isabel Cruz V.).

2. Justificación de la reforma y sus alcances. El perfeccionamiento del contrato en los derechos privado y público del seguro.

A la vista de las consideraciones que anteceden, es meridianamente claro que en Colombia, a partir de 1997, en desarrollo de la ley 389, en lo pertinente, el contrato de seguro dejó de ser un negocio jurídico de forma específica o solemne, para traducirse en uno de forma libre o consensual, lo que quiere significar que para que el contrato despliegue sus efectos ya no será indispensable que se suscriba una póliza por el asegurador —y menos por el tomador—, entendida como un escrito cualificado, siendo suficiente, de por sí, que el consentimiento se materialice sin sujeción a una determinada o concreta formalidad, bastando entonces el entrecruce eficaz de las voluntades del asegurador y tomador, como es propio de todos los contratos consensuales, esos mismos que se perfeccionan “[...] por el solo consentimiento”, a voces del artículo 1500 del Código Civil (solus consensus obligat). Por eso, en los términos del artículo 864 del Código de Comercio, alusivo a la noción ex lege de contrato, éste “[...] se entenderá celebrado [...] en el momento en que se reciba la aceptación de la propuesta”273, toda vez que en sintonía con lo expresado por el profesor italiano, C. MASSIMO BIANCA, “En general, el contrato se considera celebrado cuando las partes, de forma válida, manifiestan su consenso actual y definitivo, es decir, su propio acuerdo. Dentro del esquema ordinario de formación del contrato [este] se realiza por medio de la oferta y la aceptación [...]”274.

Dicha aceptación, en lo que al contrato de seguro concierne de nuevo, también está llamada a desencadenar efectos en derecho, pues se considera el momento culminante del negocio jurídico, puesto que abandona su status de “proyecto” (C. de Co., art. 845), a fin de traducirse en realidad incontestable del cosmos contractual aseguraticio, en el que ya no se requiere un escrito especial para que se torne eficaz y, de contera, vinculante, muy al 273 La aceptación del contrato, lo recrea el ilustre profesor LUIS DÍEZ-PICAZO, “es aquella declaración o acto del destinatario de una oferta que manifiesta el asentimiento o conformidad con esta. Constituye, en sentido propio, una declaración de voluntad negocial que puede realizarse de forma expresa o tácita. Su carácter primordial el la concordancia del aceptante con la oferta [...]. Como dice FARNSWORTH, la aceptación es el tramo final del período de formación del contrato, por lo que no puede quedar ningún portillo abierto”. Fundamentos de derecho patrimonial, vol. I, Pamplona, Thomson-Civitas, 2007, pág. 352.

274 C. MASSIMO BIANCA, Derecho civil, vol. III, El contrato, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2007, pág. 246.

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contrario de lo que sucedía bajo la regencia del precepto contenido en el artículo 1036 primigenio, en el que el intercambio volitivo, por más inequívoco que fuera, era impotente para desatar consecuencias, sino se instrumentaba mediante la póliza de seguro.

Como sintéticamente lo explícita el afamado profesor de la Universidad de Roma, ANTIGONO DONATI, “el contrato de seguro es consensual y no formal [...], el contrato se forma con el simple consenso bilateral, es decir, con el simple encuentro de las declaración de voluntad de una parte (propuesta) y de la declaración de voluntad de la otra (aceptación)”275. Otro tanto hace la analítica profesora de la Universidad de Lyon, YVONNE LAMBERT-FAIVRE —en asocio del profesor LAURENT LEVENEUR—, al manifestar que “El consentimiento de dos partes, asegurador y tomador, es necesario y suficiente para la formación y la validez del contrato de seguro. Si un escrito se exige, es sólo por razón de la prueba del contrato, por cuanto el contrato se perfecciona por el acuerdo de las partes”. Por eso afirman que “[...] es un contrato consensual”276.

En este orden de ideas, así no lo diga expresamente la reforma, dado que las normas derogadas en dos puntuales ocasiones aludían al perfeccionamiento del contrato277, en Colombia el seguro se perfecciona, en concordancia con normas generales referentes al con-trato, desde el momento en que “[...] se reciba la aceptación de la propuesta” (C. de Co., art. 864), ya que esta, como lo confirma el estudioso profesor CARLOS DARÍO BARRERA T., en particular “[...] implica la celebración del contrato y el consecuente nacimiento de las obligaciones de las partes. En el caso del seguro, a partir de la aceptación nacerá tanto la obligación del asegurador de asumir los riesgos como la del asegurado de pagar la prima”278.

Es claro, entonces, que para que el negocio jurídico despliegue sus efectos, por regla, bastará la configuración del consentimiento tejido a partir de la intentio manifestada por los celebrantes, con total independencia de la expedición del documento denominado póliza,

275 ANTIGONO DONATI, Tratatto del diritto delle assicurazioni private, Milano, vol. II, Giuffrè, 1954, pág. 281. En sentido similar, el agudo profesor argentino ISSAC HALPERIN indica que “dado su carácter de consensual, para que exista contrato es suficiente el acuerdo de voluntades, sin que se halle subordinado al pago de la prima o a la emisión de la póliza”. Seguros, vol. I, Buenos Aires, Depalma, 1983, pág. 255.

276 YVONNE LAMBERT-FAIVRE y LAURENT LEVENEUR, Droit des assurances, Paris, Dalloz, 2005, pág. 190. Cfr. MURIEL CHAGNY y LOUIS PERDRIX, quienes confirman que “En desarrollo del artículo L.112-3, según el cual «el contrato de seguro se redacta por escrito», el seguro es consensual. Él se forma por el encuentro de los consentimientos; el escrito es requerido sólo ad probationem, y su ausencia no afecta la validez del contrato”. Droit des assurances, Paris, LGDJ, 2009, pág. 116. Vid. ANDRÉ FAVRE ROCHEX y GUY COUTIEU, Le droit du contrat d’assurance terrestre, Paris, LGDJ, 1998, pág. 55, y HUBERT GROUTEL, Le contrat d’assurance, Paris, Dalloz, 1995, págs. 35 y ss., doctrinante que anota que “Si la ley exige la redacción de un escrito, este no es necesario para la validez del contrato de seguro; él lo es sólo para su prueba. El contrato es perfecto desde que se encuentran las volun tades del asegurador y del asegurado” (pág. 36).En el derecho belga, con provecho, bien puede verse la excelsa obra del profesor MARCEL FONTAINE, Droit des assurances, Bruxelles, Larcier, 1996, págs. 204 y ss., dado que igualmente se ocupa de la consensualidad del seguro y de la temática alusiva a su prueba.277 El inc. 2º del art. 1036 original, hoy abrogado, prescribía: “El contrato de seguros se perfecciona desde el momento en que el asegurador suscribe la póliza”. Y el art. 1046, por su parte, en lo pertinente, rezaba: “El documento por medio del cual se perfecciona y prueba el contrato se denomina póliza”. (Bastardilla nuestra).

278 CARLOS DARÍO BARRERA, “La formación del consentimiento en el contrato de seguros”, en Evolución y perspectivas del contrato de seguro en Colombia, Bogotá, Asociación Colombiana de Derecho de Seguros, (Acoldese)-Editora Guadalupe, 2001, pág. 10. Vid., en general, JORGE OVIEDO, La formación del contrato, Bogotá, Universidad de la Sabana-Edit. Temis, 2008, págs. 90 y ss., y VINCENZO ROPPO, Il contratto, Milano, Giuffré, 2000, págs. 95 y ss.

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pues como bien lo puntualiza el recordado profesor JUAN CARLOS FÉLIX MORANDI, “El contrato de seguro es consensual, no solemne ni real, y se perfecciona por el consentimiento de las partes, y los derechos y obligaciones recíprocos de asegurador y asegurado empiezan desde que se ha celebrado la convención, aun antes de emitirse la póliza. Por eso no debe confundirse el contrato de seguro [...] con la póliza, porque esta es solo su instrumento, por excelencia”279. O como también lo realza el Vicepresidente Mundial de la Asociación Internacional de Derecho de Seguros AIDA, Profesor JÉROME KULLMAN, “el contrato de seguro puede existir aun ante la ausencia de todo escrito”280.

Es de señalar sumariamente, en cuanto se refiere a la oferta y aceptación, que una y otra in abstracto, pueden provenir tanto del asegurador como del eventual —o futuro— tomador, conforme a las circunstancias, directamente, o con arreglo a la participación de algunos intermediarios, según el caso y su modalidad, exceptuando, en línea de principio, aquellos que por ley tengan como objeto social “[...] ofrecer seguros, promover su celebración y obtener su renovación a título de intermediarios entre el asegurado y asegurador” (C. de Co., art. 1347), como tiene lugar en punto a los corredores de seguros281.

La anterior es la opinión de los distinguidos autores de la ponencia del prestigioso Capítulo de Medellín presentada en el marco del memorable XXV Encuentro Nacional de Acoldese, de acuerdo con la cual “Es importante precisar que en la etapa precontractual la oferta del contrato de seguro puede provenir de cualquiera de las partes intervinientes. En unos casos, está compuesta por la solicitud formulada por el eventual tomador del mismo, quien diligencia un formato de solicitud y declaración de asegurabilidad diseñado por la aseguradora para el efecto. En otras ocasiones, la oferta viene constituida por la cotización de seguro formulada por el asegurador a través de su intermediario. En ambos casos, la ofer-ta de seguro se regirá por lo dispuesto en los artículos 845 y siguientes del Código de Comercio, dado que no existe una regulación propia para el contrato de seguro”282.

A menudo, en la práctica, la oferta —determinante— suele emerger del candidato a tomador, siempre y cuando, claro está, contenga “[...] los elementos esenciales del negocio” (C. de Co., art. 845), en atención a que en ocasiones el iter contractus es prolongado, relativamente (formación progresiva del contrato), sin desconocer que este tema no es del todo pacífico en la doctrina. En tal caso, la propuesta podrá consignarse en la “[...] solicitud de seguro firmada por el tomador”, que es uno de los documentos que, ope legis, forman “parte de la póliza”, en asocio de los anexos respectivos, el que es preparado o estructurado, de ordinario,

279 JUAN CARLOS FÉLIX MORANDI, “Legislación sobre el contrato de seguro en la Argentina”, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm. 1, Bogotá, pág. 6. La jurisprudencia argentina, por su parte, reconoce que “El contrato de seguro es consensual; el acuerdo de voluntades es preexistente a la emisión de la póliza y existe con sus efectos propios desde que se ha verificado la convención, aunque no se haya emitido la póliza” (La Ley, 62-766).

280 JÉROME KULLMAN, “Le contrat d’assurance”, en Lamy Assurances, Paris, 2005, pág. 232. Vid. FERNANDO SÁNCHEZ CALERO, “Conclusión, documentación, contenido del contrato”, en Comentarios a la ley de contrato de seguro, t. I, Madrid, Colegio Universitario de Estudios Financieros, 1982, pág. 280.

281 Vid. J. EFRÉN OSSA G., Teoría general del seguro, vol. I, La institución, op. cit., pág. 448.282 LUIS ALBERTO BOTERO, PATRICIA JARAMILLO, FERNANDO RODAS (Coords.) Medellín, 2007, Memorias, Bogotá, Editora Guadalupe, 2010, págs. 18 y 19.

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por la propia entidad aseguradora, con el propósito de uniformar la información pertinente y, de paso, facilitar el proceso de contratación.

A tono con lo señalado por nosotros, el connotado profesor patrio, Doctor ANDRÉS ORDÓÑEZ O., reconoce que “[...] en materia de seguro es discutible de parte de quién proviene usualmente una oferta. DONATI sostiene que la oferta proviene por lo general del tomador del seguro y no del asegurador. Personalmente me inclino por esa consideración, toda vez que, si bien de parte del asegurador puede provenir una oferta inicial, esa oferta es respondida siempre de manera condicional por el tomador del seguro que expone las condiciones de asegurabilidad que le son propias. Sucedido lo anterior, es sabido que una aceptación condicional de la oferta equivale a una nueva oferta (C. de Co., art. 846). Pero el hecho de que sea usual que la oferta definitiva en el caso del seguro provenga del ase-gurador, no es hipotéticamente excluible que el asegurador, una vez conocidas las condiciones de asegurabilidad, pueda formular una oferta cabal del seguro al tomador hipotético”283.

Huelga reiterar, como se anticipó, que en la legislación comparada prima la tesis de la consensualidad, hasta el punto de que la solemnidad realmente es residual, puesto que son muy pocas las naciones que aún la conservan. Incluso, en el campo de la principalística, en sintonía con la realidad internacional, también se adopta idéntico criterio, llegando a permitir que el testimonio, en lo probatorio, tenga cabida. Es el caso, en concreto, de los denominados Principios de Derecho Europeo el Contrato de Seguro de 2009, que en su ar-tículo 2:301, atinente a la “Forma de concluir el contrato”, dispone que “El contrato de seguro no requiere para su conclusión o prueba la forma escrita ni quedará sujeto a ningún otro requisito de forma. El contrato puede ser probado por cualquier medio, incluido el tes-timonio oral”. Y también de la propuesta de Directiva de la Unión Europea sobre el contrato de seguro de 1980, la que en su artículo 2.6, estatuyó, alrededor de la documentación del

283 ANDRÉS ORDÓÑEZ O., Lecciones de derecho de seguros. Cuestiones generales y elementos del contrato, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2001, págs. 57 y 58.

Criterio análogo expresa el profesor HALPERIN, al observar que “aunque por lo general y en la práctica el asegurador es quien busca el negocio, jurídicamente el asegurado es el proponente: el agente no formula una oferta, sino que invita a hacerla”, Seguros, vol. I, op. cit., pág. 256.

Postura algo diversa es la asumida por el doctor CARLOS DARÍO BARRERA, en opinión de quien “el profesor OSSA también sostenía que en él [el seguro], la oferta podía provenir tanto del asegurador como del tomador. Admitiendo que teóricamente ello es así, la verdad es que la propuesta normalmente la realiza el asegurador, entre otras cosas porque uno de sus elementos esenciales, la prima, es producto del estudio actuarial que se realiza en torno al riesgo asumido y los tomadores no disponen de la infraestructura necesaria para realizar aquel”. La formación del consentimiento en el contrato de seguro, op. cit., pág. 7.

Vid. J. EFRÉN OSSA G., quien a la luz del régimen precedente expresó que “[...] la oferta tanto puede ser formulada por el asegurador como por el «tomador». Nada obsta a que tome la iniciativa del negocio una cualquiera de las partes” (Teoría general del contrato, vol. II, op. cit., pág. 33), postura que en el terreno jurídico, en la actualidad, creemos que se preserva incólume, pues no parece que, válidamente, a priori, se pueda cercenar la referida iniciativa, con independencia de lo que a menudo acontezca a diario. Ese no ha sido, ciertamente, el designio legis del legislador nacional, ni en lo tocante con la teoría general del contrato, ni en lo atinente al contrato de seguro, en particular. A análoga conclusión llegó el Capítulo de Medellín, con motivo del XXV Encuentro Nacional de Acoldese, Medellín, op. cit., pág. 18, aludiendo a la reforma de 1997 (ley 389), en los términos siguientes: “Es importante precisar que en la etapa precontractual la oferta del contrato de seguro puede provenir de cualquiera de las partes intervinientes. En unos casos, está compuesta por la solicitud formulada por el eventual tomador del mismo, quien diligencia un formato de solicitud y declaración de asegurabilidad diseñado por la aseguradora para el efecto. En otras ocasiones, la oferta viene constituida por la cotización de seguro formulada el asegurador a través del intermediario”. Diez años de la ley 389 de 1997.

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contrato, que “Los documentos reseñados en los párrafos precedentes sólo tienen un valor probatorio”.

Finalmente, es de observar que, por la mecánica que estereotipa la celebración del contrato de seguro, particularmente de cara a ciertos riesgos, no siempre el seguro se perfeccione en forma simultánea, es decir, en una misma actuación —u operación— que entrañe una oferta y la correlativa aceptación, puesto que suele mediar un específico lapso en función de las tareas que sea menester llevar a cabo para poder evaluar las circunstancias que rodean el riesgo asegurable y demás pormenores, según el caso (inspecciones, experticias, exámenes, etc.). En este sentido, con alguna frecuencia, el acuerdo de voluntades no se genera entre presentes, y por eso no se cristaliza “[...] en el acto de oírse”. Al respecto, el artículo 850 del Código de Comercio establece que “La propuesta verbal de un negocio entre presentes deberá ser aceptada o rechazada en el acto de oírse. La propuesta hecha por teléfono se asimilará para los efectos de su aceptación o rechazo, a la propuesta entre presentes”284.

Todo lo dicho respecto al contrato de seguro, importa expresarlo brevemente, a fin de evitar cualquier equívoco o duda, resulta predicable del coaseguro (distribución horizontal del riesgo), así como del reaseguro (distribución vertical), debido a la ostensible naturaleza aseguraticia que ambos invisten, al mismo tiempo que en desarrollo de expresas disposiciones, tales como la contenida en el artículo 1136 del Código de Comercio, que establece que “Los preceptos de este título, salvo los de orden público y los que dicen re-lación a la esencia del contrato de seguro, sólo se aplicarán al contrato de reaseguro en defecto de estipulación contractual”. Bien ha expresado el profesor ANDRÉS ORDÓÑEZ que “[...] algo que pasa desapercibido fácilmente en la reforma de la ley 389 es que a partir de la misma también el contrato de reaseguro, que antes entre nosotros era solemne, ha devenido en consensual”285.

Resta señalar, para culminar este aparte, así no sea objeto de nuestro estudio, que en sede administrativa la temática alusiva a la consensualidad del contrato de seguro no es pacífica, habida cuenta de que la normativa aplicable a los contratos estatales en línea de principio es autonómica, como bien lo ha confirmado la jurisprudencia del Consejo de Estado, que entiende que el perfeccionamiento del contrato estatal no sigue los cánones de la libertad de forma —o consensualidad—, motivo por el cual “[...] en el derecho colombiano el contrato estatal es solemne o formal (C. C., art. 1500) y no consensual”286.

284 Confirman esta realidad jurídico-fáctica los profesores argentinos GUSTAVO RAÚL MEILIJ y NICOLÁS BARBATO, al indicar que en el seguro “[...] normalmente, faltará simultaneidad de expresión de voluntades, e incluso la presencia de ambas partes, en el momento en que se perfecciona el contrato, lo que hace que se dé una situación semejante a la de la hipótesis de contratos entre ausentes”. Tratado de derecho de seguros, Rosario, Zeus, 1975, pág. 21. Esta misma es la constante en el derecho comparado. Así, por vía de ejemplo, en el derecho argentino, los autores DOMINGO LÓPEZ SAAVEDRA y HÉCTOR A. PERUCCHI, no dudan en expresar que “el carácter consensual ha sido establecido expresamente por el artículo 4º de la Ley de Seguros para los contratos de seguro y pensamos que esta norma es perfectamente aplicable también a los reaseguros [...]”. El contrato de reaseguro, Buenos Aires, La Ley, 1999, pág. 30. Cfr. DOMINGO LÓPEZ SAAVEDRA, Ley de seguros, Comentada y anotada, Buenos Aires, La Ley, 2007, pág. 73.285 ANDRÉS ORDÓÑEZ O., “La consensualidad y su proyección en el contrato de seguro”, en XXI Encuentro Nacional de la Asociación Colombiana de Derecho de Seguros (Acoldese), Bucaramanga, 1998, Memorias, Bogotá, 1999, pág. 51.

286 C. de E., sent. de 5 octubre 2005, providencia que, en lo pertinente, continúa examinando el tema en los siguientes términos: “Su perfeccionamiento sólo tiene lugar mediante el lleno de la forma escrita prevista por la ley 80 y el registro presupuestal ordenado por las normas orgánicas de presupuesto; la manifestación de la voluntad se sujeta a un modelo preestablecido por el legislador, el cual constituye la fisonomía del negocio jurídico. O lo que es igual, sin el lleno de estos requisitos los contratos estatales no quedan perfeccionados y por tanto no pueden ser ejecutados. No basta entonces el simple acuerdo de voluntades sino que es preciso que la expresión del consentimiento se haga a través de ese canal previsto en la ley: debe constar por escrito [...]. En suma, la contratación estatal verbal está, pues, excluida, prohibida o proscrita en nuestro ordenamiento jurídico”.

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Así lo ha entendido, por su parte, un sector de la doctrina vernácula, la que no duda en acoger tal lectura. Es el caso del analítico profesor JUAN MANUEL DÍAZ-GRANADOS, quien concluye aseverando que “Un punto que amerita precisión se refiere a los contratos de seguros celebrados con entidades estatales, los cuales conservan su carácter solemne pues el artículo 41 de la ley 80 de 1993 preceptúa que dichos contratos se perfeccionan con el acuerdo sobre el objeto y la prestación y este se eleve a escrito”287.

Por tal motivo, un amplio sector de la doctrina se inclina por considerar que el seguro en el marco de la contratación pública sí es solemne, muy al contrario de lo que tiene lugar en el régimen negocial común u ordinario (derecho privado), en el que campea la libertad de forma, como regla generalísima.

Esa es, por lo demás, la postura del Consejo de Estado, alto tribunal que en los albores del siglo XXI señaló que “[...] el contrato estatal —según lo dispone el artículo 32 de la ley 80 de 1993— es el acto jurídico generador de obligaciones «que celebren las entidades a que se refiere este estatuto», es decir, aquéllas que en principio, aparecen enlistadas en el artículo 2º de la misma ley. En estas condiciones, es elemento esencial para calificar de estatal un contrato el que haya sido celebrado por una entidad de esa naturaleza, es decir, una entidad pública con capacidad legal para celebrarlo. Dicho de otro modo, no existen contratos estatales celebrados entre particulares, ni siquiera cuando éstos han sido habilitados le-galmente para el ejercicio de funciones públicas». Siendo ello así, es indudable que el contrato de seguro en el que una entidad pública actúa como tomador es un contrato estatal, como quiera que a partir de la ley 80 de 1993, todos los actos jurídicos creadores de obligaciones en los que sea parte una de las entidades estatales definidas en el artículo 2º de la ley son contratos estatales, ya sean típicamente administrativos o que estén regulados por normas de derecho privado [...]” (C. de E. Sala de lo Contencioso Administrativa, Sección Tercera, sent. de 15 agosto 2002).

3. La prueba del contrato de seguro. Generalidades:

Probar, bien se sabe, no implica construir, sino acreditar la existencia de una precisa relación jurídica, en tratándose de la esfera contractual, por vía de referencia. La prueba es reconstructiva —o acreditativa—, de suerte que mira hacia el pasado, desde una perspectiva ontológica. De ahí que ella no crea el vínculo, que es precedente (ex ante), sino que da testimonio del mismo, que es enteramente diferente. No en vano la prueba carece de cualidades constitutivas, stricto sensu, a lo que se agrega que como posterius que es, carece de virtualidad genética o jurígena.

287 JUAN MANUEL DÍAZ-GRANADOS, El seguro de responsabilidad civil, Bogotá, Universidad del Rosario-Universidad Javeriana, 2006, págs. 243 y 244. Cfr. Ponencia del Capítulo de Medellín, XXV Encuentro Nacional, LUIS ALBERTO BOTERO, PATRICIA JARAMILLO, FERNANDO RODAS, y otros (Coords.), en la que se afirma que, “a pesar de que en varios artículos la ley 80 de 1993 proclamó como genuina novedad la aplicación del derecho privado al contrato estatal, en cuanto a su forma y perfeccionamiento, impuso la regla según la cual los contratos estatales, incluyendo por supuesto el de seguros «que celebren las entidades estatales constarán por escrito y no requerirán ser elevados a escritura pública», perfeccionándose por «el acuerdo escrito sobre el objeto y la contraprestación», lo que en consecuencia no permite la aplicación de la norma general propia del derecho mercantil consistente en la libertad formal del acuerdo de voluntades, y de manera particular, también prohíbe el principio de consensualidad incorporado por la Ley 389 de 1997 para el contrato de seguros” (op. cit., pág. 23). Cfr. ANDRÉS ORDÓÑEZ O., La consensualidad y su proyección en el contrato de seguro, op. cit., págs. 53 y 54, y HERNANDO GALINDO CUBIDES, El seguro de fianza, Bogotá, Legis 2011, págs 48 y 58.

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Uno es el momento del perfeccionamiento negocial y otro el de su prueba, una operación que no debe confundirse con la etiología ex contractu, así sea de cardinal importancia, como en efecto lo es, dado que la prueba, en la práctica, cumple un cometido estelar, hasta el punto que sin ella la relación jurídica permanecerá en la orfandad y hasta en el anonimato, lato sensu, con todo lo que eso supone en el plano del ejercicio de los derechos y prerrogativas, los que pese a su existencia, pueden tornarse quiméricos y servir para ser enmarcados, figuradamente, pero no para efectivizarse, puesto que para ello se exige la presencia de la prueba. Bien expresa la máxima que “Lo que no se prueba plenamente no se considera probado” (quod non est plena probatio, nulla est probatio)288, brocardo que en sede procesal corre parejo con otro igualmente elocuente, conforme al cual “Lo que no aparece del juicio es como si no existiera” (in iudicio quod non apparet non est). Es por ello por lo que el artículo 174 del Código de Procedimiento Civil, atinente a la “necesidad de la prueba”, paladinamente dispone que “Toda decisión judicial debe fundarse en las pruebas regular y oportunamente allegadas al proceso”.

Clara la significación de la prueba, en general, cumple manifestar que tanto el legislador colombiano de 1971 como el de 1997 no le dieron carta de ciudadanía a la libertad probatoria, en su estado más puro; ni siquiera en uno intermedio. El primero, por cuanto restringió la acreditación del vínculo aseguraticio privativamen-te a la póliza, entendida como “el documento por medio del cual se perfecciona y prueba el contrato”, descartando, por tanto, cualquier otro medio de prueba (C. de P. C., art. 175), como secuela de la recia solemnidad establecida. Y el segundo, porque sólo le atribuyó vocación probatoria al binomio integrado por la probanza documental y por la confesional. Es así como el nuevo artículo 1046 de la codificación comercial impera que “El contrato de seguro se probará por escrito o por confesión”, de lo que se colige, ministerio legis, que otro medio probatorio está proscrito, por lo menos con carácter autónomo, a diferencia de lo que acontece en las legislaciones de otras naciones, como se observará e, incluso, en el abonado campo de la principalística (Principios de Derecho Europeo del Contrato de Seguro).

Expresado en palabras más concisas, en el derecho colombiano, aun cuando el contrato de seguro actualmente es de forma libre —o consensual— (C. de Co., art. 1036), en desarrollo de la consabida reforma preceptiva de finales de la década anterior, no es de recibo la libertad o disponibilidad probatoria, en razón a que por política legislativa, la ley 389 únicamente le reconoció idoneidad a la prueba documental —en lo pertinente— y a la confesional, proscribiendo, en forma directa, medios tales como “[...] el juramento, el testimonio de terceros, el dictamen pericial, la inspección judicial [...], los indicios y cualesquiera otros medios que sean útiles para la formación del convencimiento del juez”. Uno fue entonces,

288 “El juez debe sentenciar conforme lo alegado y probado” (Iuxta allegata et probata iudex idicare debet), pregona otro adagio latino.

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privativamente el camino seleccionado de los tres que, de ordinario, campean en el derecho probatorio y en el de seguros289 y 290.

En armonía con lo anterior, consideramos importante aclarar, desde ya, que en nuestro sentir, si bien el inciso 1º del artículo 1046 del Código de Comercio reserva, en apariencia, la prueba del negocio jurídico aseguraticio exclusivamente al “escrito” y a la “confesión”, aquél debe ser comprendido, in complexu, como un “documento” y no como una simple especie de este medio de prueba, desde luego con las matizaciones que ulteriormente efectuaremos. A tal conclusión se arriba, llega no sólo en desarrollo de la intención del legislador al introducir la reforma de la ley 389 de 1997, que no se limitó a restringir la prueba exclusivamente a la escritura como especie documental (antecedentes legislativos), sino de una comprensión integral y teleológica del artículo 1046 el que inequívocamente dispone también que el “documento” contentivo del seguro se denominará póliza, por manera que hay referencia explícita acerca del documento y por esta vía, de una u otra manera, a la prueba documental, que no sólo al escrito, se itera, una de sus especies, por relevante que sea, como en efecto lo es.

De este modo, anticipadamente, estimamos que no hay razón suficiente, a la vez que convincente para aferrarse a una tesis restrictiva mediante la cual se considere que la prueba del contrato de seguro debe reducirse exclusivamente al escrito, sino que tal término, en sana lógica, debe entenderse como “documento”, en línea de principio, desde luego en lo que resulte pertinente, motivo por el cual importa proceder ex abundante cautela, en orden a no generalizar. El escrito, como bien lo enuncia el artículo 251 del Código de Procedimiento Civil, es pues sólo una especie del documento, entendido éste, según se expondrá más adelante, como “todo objeto mueble que tenga carácter representativo o declarativo”.

Así las cosas, grosso modo, resulta aconsejable examinar ambos tipos de prueba: la documental y la confesional, en especial aquella, de más frecuente materialización y consecución, entre otras razones por cuanto la ley obliga al asegurador a entregar “[...] dentro de los quince días siguientes a la fecha de su celebración el documento contentivo del contrato de seguro [...]”, con fundamento en el cual podrá aspirarse a acreditar el vínculo jurídico-contractual, ora en sede extrajudicial, ora en la judicial, y también su contenido,

289 En desarrollo de lo indicado, importa señalar que, por regla, cuatro podrían ser las lecturas y acercamientos que, en torno de la prueba y su libertad de medios, se pudieren hacer in abstracto: en primer lugar, bien podría llevarse a cabo una lectura absolutamente rígida, cercana a aquella que el artículo 1046 del Código de Comercio, en su redacción anterior, preveía (solo la póliza, pero en su doble misión: constitutiva y probatoria), en atención al carácter solemne que, en tratándose del seguro, imperaba. En segundo lugar, en sede de la consensualidad contractual imperante, varias son las opciones legis: cabría realizar una primera lectura abierta y omnicomprensiva, a fin de permitir que la celebración del contrato de seguro fuese acreditada mediante cualquier medio de prueba, es decir, en pleno acatamiento del arraigado principio de libertad probatoria (confesión, testimonio, indicios, etc.). En tercer lugar, es posible pensar en una lectura intermedia entre las dos anteriores, según la cual la existencia del negocio jurídico aseguraticio no se encuentre supeditada a un solo medio de prueba determinado, pero que sí se abra la puerta, a partir de una exigencia dada (principio de prueba por escrito), a una formación del convencimiento del juez fundada en varios medios de prueba, sin llegar a la libertad absoluta. Y una última opción, consistente en restringir la prueba a concretos medios: la documental y la confesional, únicamente, sin admitir escalas intermedias como la del “principio de prueba por escrito”, ya referido, todo en el marco de una “consensualidad atenuada”.

290 Las restricciones en materia de seguros se han hecho cada vez más patentes. El nuevo Estatuto del Consumidor, por ejemplo, preceptúa que “En los contratos de seguros, el asegurador hará entrega anticipada del clausulado al tomador, explicándole el contenido de la cobertura, de las exclusiones y de las garantías”.De este modo, es de esperar que el escrito, a pesar de a consensualidad del contrato, sea cada vez más, la regla general.

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claro está (alcance, limitaciones, etc.), de especial importancia en sede aseguraticia, merced a la complejidad y tecnicismo que lo caracteriza291.

Una advertencia previa, sin embargo, antes del anunciado examen, encaminada a poner de relieve que cuando nos referimos a escrito a lo largo del presente texto, no estamos queriendo restringirlo, siempre e inequívocamente, a la especie en comento. Lo hacemos, más bien por hábito, que por otra cosa, que parece fue lo mismo que hizo el legislador, incluso de modo inconsciente y no ex proffeso. De otro manera no se explicaría que explícitamente hubiera empleado en el artículo 1046 el vocablo documento.

3.1 La prueba documental

El reformado artículo 1046 del estatuto mercantil colombiano, luego de aseverar que el contrato en comento se “[...] probará por escrito o por confesión”, como ya se ha expresado en diversas ocasiones, señala que “Con fines exclusivamente probatorios, el asegurador está obligado a entregar en su original, al tomador, dentro de los quince días siguientes a la fecha de su celebración el documento contentivo del contrato de seguro, el cual se denomina póliza [...]”, declaración que, a fuer de corroborar que la póliza de seguro reviste sólo una función probatoria, que no constitutiva o genética, ello es capital, reconoce el carácter documental de la póliza en cuestión y con ella su naturaleza de documento, más concretamente de “medio de prueba” (C. de P. C., art. 175), que puede concebirse en la legislación colombiana, de la mano del consagrado profesor JOSÉ FERNANDO RAMÍREZ G., como “[...] todo objeto que teniendo origen en la actividad del hombre puede ser llevado materialmente al proceso con el fin de probar el hecho que representa [...] el documento como medio de prueba es un acto extraprocesal que se materializa en una cosa mueble que cumple una función representativa; coligiéndose así como elementos integrantes de su estructura: «la corporalidad» (cosa mueble), la subjetividad (el autor) y el contenido (signos de la representación)”292.

Situados en el contrato de seguro, entre otros más, conviene mencionar que, en puridad, en la actualidad, no se pueden confundir el negocio jurídico y la póliza, como otrora tampoco podían confundirse, en atención a que entre configuración y documentación, ab origine, media una diferencia, de suyo apreciable. Aquella será un prius, y esta, un posterius. Al fin y al cabo, como ya se puntualizó, el seguro es consensual, y la póliza, por consiguiente, carece hoy de funciones constitutivas o generatrices. Su radio de acción entonces es típicamente probatorio o acreditativo, no ad substantiam actus, como sí sucedía entre nosotros hasta la floración de la ley 389, materia de examen. Por eso se alude a su función documentadora,

291 Cfr. HUBERT GROUTEL, Le contrat d’assurance, op. cit., pág. 38.292 JOSÉ FERNANDO RAMÍREZ G., La prueba documental, Medellín, Señal Editora, 2009, pág. 50. Folios después, luego de algunas definiciones, y de la denominada “gnosología del documento”, concluye el autor afirmando que “[...] el documento como medio de prueba es un acto extraprocesal que se materializa en una cosa mueble que cumple una función representativa; coligiéndose así como elementos integrantes de su estructura «la corporalidad» (cosa mueble), la subjetividad (el autor) y el contenido (signos de representación)”, op. cit., pág. 53.Por su parte, el profesor italiano ENRICO T. LIEBMAN, con motivo del desarrollo de la prueba documental, manifiesta: “Documento, en general, es una cosa que representa o configura un hecho, en modo de dar a quien lo observa un cierto conocimiento de él [...] En particular los documentos interesan desde el punto de vista jurídico, en cuanto sean representativos de hechos jurídicamente relevantes. Se distinguen en ellos dos elementos: el material, que está dado, por lo general, por el papel sobre el cual se trazan signos; y el contenido, intelectual o figurativo, en el que consiste propiamente la representación del hecho jurídico”. Manual de derecho procesal civil, Buenos Aires, EJEA, 1976, pág. 311.

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puesto que documenta la relación jurídica, la torna cognoscible, aunque no la configura293. Al fin y al cabo, su misión no es de índole generatriz, sino reveladora y, por tanto, ex post.

En esta última dirección el artículo 1046 del Código de Comercio, en su nueva versión, obra de la mencionada ley 389 de 1987, artículo 39, expresa que “Con fines exclusivamente probatorios, el asegurador está obligado a entregar [...] al tomador [...] el documento contentivo del contrato de seguro, el cual se denomina póliza [...]”, de lo que se desprende que esta carece hoy por hoy de cualidades formativas. De ahí el empleo de la expresión “con fines exclusivamente probatorios”, en sí misma indicativa de que la póliza tiene como confesado propósito servir de medio de prueba, nada más.

Por lo tanto, finalmente, en desarrollo del texto aprobado no se acogió la tesitura de la libertad probatoria plena, como en un momento se pensó, sino el de “prueba restringida” o “limitada” (conducencia atenuada de la prueba, puesto que no todas y cada una de las probanzas son admitidas)294.

a) La prueba documental y el llamado “principio de prueba por escrito”. Ahora bien, pincelado el norte de la reforma, desde luego en términos muy generales, resulta de la mayor relevancia indagar si no obstante la referida restricción probatoria reinante —prueba documental y confesional—, es posible asignarle efectos probáticos y habilitantes al apellidado principio de prueba por escrito, como tal, ajeno a la prueba puramente escritural, stricto sensu, tema muy controvertido en el derecho comparado, incluido el colombiano, aun cuando reconocido con amplitud y reiteración por la doctrina procesal, en general, no sólo la actual, sino desde hace decenios, incluso siglos. De ello da cuenta el siglo XIX, por vía de ilustración ejemplo (Francia, Italia, Argentina, Colombia, etc.)295.

Efectivamente, dicho principio, cuando es admitido, apunta a permitir que se acredite válida y articuladamente la relación negocial mediante un escrito que no se torne pleno o suficiente y que, por ende, no contenga todos sus elementos fundantes o estructurales (esenciales), los que pueden ser establecidos, in complexu, con arreglo a otros medios probatorios diversos a la prueba típicamente documental. Si fuera ella suficiente, así resulta de Perogrullo, no podría hablarse de “principio”, de acercamiento o aproximación; se hablaría de documento, o prueba documental, a secas. Por eso, así devenga elemental, conforme lo expresa el profesor panameño, JORGE FÁBREGA, “El principio de prueba por escrito no es la prueba del contrato. Es algo inferior en categoría [...]. Entonces esas deficiencias lo reducen a principio de prueba por escrito, e indica que probablemente el contrato se celebró; lo hace verosímil y

293 Sobre este punto, ilustrativa es la referencia realizada por la autora DANIELA DI SABATO, alrededor de “la actividad de documentación”, encaminada a “[...] la verificación de un hecho representativo, de una cosa (res) llamada a conservar permanentemente la memoria de este hecho y de representarlo”, lo que explica que “[...] el recurso al elemento material constituya la principal diferencia entre el documento y el testimonio”, entre otros medios de prueba más. Il documento contrattuale, Milano, Giufffré, 1998, pág. 6.294 En el importante derecho argentino, más amplio que el colombiano, toda vez que es de recibo otro tipo de probanza en aquellos casos en los que media principio de prueba por escrito, como se anotará, también se alude a una prueba restringida. Cfr. HÉCTOR MIGUEL SOTO, quien reconoce que “si bien el contrato de seguro es un contrato «no solemne», el mismo, de acuerdo a su prueba, es un contrato de «prueba restringida»”. Contrato. Celebración, forma y prueba. Con especial referencia al contrato de seguro, Buenos Aires, La Ley, 2001, pág. 118.295 Baste traer a colación el artículo 1192 del vigente Código Civil argentino del siglo XIX, de autoría del docto cordobés, Don DALMACIO VÉLEZ SARSFIELD, que a letra dice: “Se considera principio de prueba por escrito, cualquier documento público o privado que emane del adversario, de su causante o de pariente interesada en la contestación o que tendría interés y viviera y que haga verosímil el hecho litigioso”.

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permite reconstruirlo en todos sus elementos, con la confesión, testigos, indicios y demás medios de prueba”, se anticipa296.

En este caso, el escrito en comentario, per se, no será pues individualmente idóneo para comprobar la celebración del contrato, a la par que su contenido, sin que por ello jurídicamente pueda predicarse la nada o la ausencia absoluta de un corpus. Aunque no habrá completud, es cierto, existirían algunos rasgos y trazos indicativos de una voluntas probable, en estado imperfecto, si se quiere que, en asocio de otros eslabones, servirían para revelar la común intención de los contratantes, lato sensu (C. C., art. 1618), laborío a cargo del intérprete, desde esta perspectiva un reconstructor (interpretación histórica)297. En términos figurados, si resultan de recibo, aún no habrá una edificación culminada, sino una “obra negra”, pero reveladora de un comienzo, así sea inacabado.

Por eso se recuerda que lo esencial de este principio es que emerja verosimilitud o probabilidad en relación con el hecho que se pretende probar, pues como bien lo recreó la Corte Suprema de Justicia, escasos años después de expedido el Código de Procedimiento vigente, “El artículo 93 de la ley 153 de 1887 inciso, 1º, definía el principio de prueba por escrito, como «un acto escrito del demandado o de su representante que haga verosímil el hecho litigioso [...]». La jurisprudencia entendió que el principio de prueba por escrito, es un documento privado proveniente del obligado, en que se hace alusión al hecho que se pretende demostrar, sin que llegue a constituir manifestación clara y expresa de él, pues en tal caso no sería ya un mero principio sino una completa demostración. Tres son los requisitos o condiciones que debe reunir un documento para que puedan atribuírsele legalmente el mérito y efectos que dentro de nuestro derecho probatorio corresponde al principio de prueba por escrito. Que exista un escrito, que no sea el documento mismo, que provenga de la persona a quien se opone o de su representante legítimo y que de él aparezca la verosimilitud del hecho litigioso». (Sent. del 19 de febrero de 1973)”298.

En este mismo sentido, el renombrado profesor JAIRO PARRA QUIJANO, quien apoyado en MATTIROLO, LESSONA, BATTAGLINI, GENTILE y ANDRIOLI, entre otros afamados procesalistas más, no dudó en aseverar que “Hacer verosímil no significa crear certeza, hacer cierto, sino, simplemente, fundar razones para creer que el acto se ha efectuado, esto es, que se ha celebrado. El escrito, debe ubicarlo (el acto) en el terreno de la verosimilitud, o lo que es lo

296 JORGE FÁBREGA, Teoría general de la prueba, Bogotá, Ediciones Jurídicas Ibáñez, 1997, pág. 362.297 En esta dirección, la Corte Suprema de Justicia, en lo pertinente, anotó que “[...] contrario a lo argüido por la censora, no es absurdo colegir que las partes si convinieron la prima o costo del seguro y tan cierto es lo anterior que el intermediario expidió el recibo de caja núm. [...] en donde se da cuenta de su establecimiento y cuantía. Súmese a ello, que el escrito obrante [...] allegado por la demandada, correspondiente al original de la solicitud de certificado, en él aparece con total claridad la indicación de dicho elemento esencial o sea que si hubo concertación sobre la prima y el valor de esta. Debe resaltarse, a propósito del tema, que la suma a que alude el mentado recibo de caja, que, por supuesto es un escrito y en cuanto tal idóneo para aportar elementos argumentos de convicción respecto de la existencia del seguro, coincide con el valor que en su momento el intermediario y el tomador convinieron [...]” (Sent. de 16 diciembre 2008, exp. 76001-3103-001-2003-00505).Vid. CARLOS IGNACIO JARAMILLO J., “La interpretación del contrato en el derecho privado colombiano. Panorámico examen legal, jurisprudencial y doctrinal”, en Tratado de la interpretación del contrato en América Latina, t. II, Lima, Grijley, 2007, págs. 803 y ss.298 HERNANDO DEVIS ECHANDÍA, quien afirma que “[...] las limitaciones ad valoren a la prueba testimonial [...] que consagraban los arts. 91 a 93 de la ley 153 de 1887, no tenían aplicación cuando existía un principio de prueba por escrito (o una confesión parcial que hiciera las veces de tal), o había existido imposibilidad física o moral para obtenerlo, o había existido prueba documental pero había desaparecido [...]. Aunque al derogarse las limitaciones al testimonio, no tienen interés, por este aspecto, las mencionadas excepciones, sí lo conservan para los casos de documentos ad probationem consagradas en el C. de Co.; también lo conservan las nociones de principio de prueba escrita y los casos de pérdida o destrucción del documento público o privado que se haya otorgado y de imposibilidad física o moral para obtenerlo, pues en ellos desaparece el indicio consagrado en el inciso 2° del art. 232 del C. de P. C.”. Compendio de derecho procesal, t. II, Pruebas judiciales, 7ª ed., Bogotá, Editorial ABC, 1982, pág. 309.

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mismo, en el de la no inverosimilitud. De manera que valiéndose de la prueba testimonial logramos pasar del grado de probabilidad al grado de certeza [...]. La verosimilitud se afinca, pues, en una serie de accidentalidades relacionadas con las personas, los lugares, la época de su presentación, su desarrollo, etc. y cuya confluencia debe examinarse detenidamente por el juez”299.

Lo anterior quiere decir, lisa y llanamente, que si por lo menos existe un principio de prueba por escrito, así no medie plenitud, serán admitidos otros medios probatorios, admisión que no tendría cabida, claro está, en el evento de faltar aquél, requisito sine qua non, porque no podría hablarse de probabilidad, sino por el contrario, de certidumbre, lo que aniquila la idea de principio o aproximación probatoria300. En esta dirección, el artículo 4º de la ley 17418 argentina, referente al contrato de seguro, entre otras, impera que “El contrato de seguro sólo puede probarse por escrito; sin embargo, todos los demás medios de prueba serán admitidos, si hay principio de prueba por escrito”, manifestación que, por su rotundidad, no deja asomo de duda alrededor de su pertinencia301, lo cual ha sido confirmado por su propia jurisprudencia: “Existe contrato de seguro cuando el asegurador se obliga mediante una prima o cotización a resarcir un daño o cumplir la prestación convenida si ocurre el evento previsto, siendo de naturaleza consensual, es decir, los derechos y obligaciones recíprocas del asegurador y asegurado empiezan desde que se ha celebrado la convención, aun antes de emitirse la póliza, que en definitiva es la manera de probar por escrito inicialmente la existencia del mismo, aunque sea viable acreditarlo por otros medios de prueba si hay principio de prueba por escrito” (C1 Civ. Com. La Plata, Sala II. 6 de febrero de 2001)302.

299 JAIRO PARRA QUIJANO, Manual de derecho probatorio, Bogotá, Librería el Profesional, 2009, págs. 307 y 309.

300 Como en su momento lo puso de manifiesto con elocuencia el profesor ANTONIO ROCHA, a quien tanto le debe el derecho procesal patrio, “[...] el principio de prueba apenas da margen a la posibilidad de que el contrato se celebró; lo hace verosímil y permite reconstruirlo en todos sus elementos con testigos, indicios, presunciones y demás medios de prueba”. Derecho probatorio, Bogotá, Ediciones Rosaristas, 1958, pág. 153.

301 Conforme lo atestigua el profesor argentino HÉCTOR M. SOTO, “[...] a fin de acreditar la existencia y el contenido normativo del contrato de seguro, el ordenamiento jurídico solo admite la utilización de la prueba escrita. Sin embargo, puede suceder que no existan documentos o registraciones que acrediten, de manera concluyente, la existencia del contrato invocado, o su contenido normativo. La regla general es que, en ninguno de estos supuestos, el contrato de seguro no puede ser acreditado por ningún otro medio de prueba. Ello, sin embargo, es sólo una regla general que admite excepciones, ya que, si existe aquello que la legislación y la doctrina denominan «principio de prueba por escrito», el ordenamiento jurídico acepta la utilización de cualquier otro medio de prue-ba para acreditar el contrato, o su contenido normativo”. Contrato, celebración, forma y prueba... Con especial referencia al contrato de seguro, op. cit., págs. 131 y 132.

302 En la República Argentina, lo memora el profesor CARLOS GHERSI, “[...] rige el principio de prueba por escrito, en especial a partir del pago de la prima total o en cuotas, que se realiza por lo general por imputaciones bancaria o trasferencias de cuentas bancarias y hasta transferencias electrónicas o simplemente recibos de caja, con membrete de la compañía aseguradora o el productor, cuando ha sido autorizado a la representación o cobro de la prima. A partir de este elemento (pago de la primera o de la primera cuota) tenemos el principio de prueba por escrito”. Contrato de seguro, Buenos aires, Astrea, 2007, pág. 103, anotación ésta que recrea el señalado autor con una cita de una jurisprudencia que a la letra dice: “Aunque no se haya acompañado la póliza junto con la de-manda, el contrato de seguro puede probarse con la pericia contable en los libros de comercio del asegurador, efectuado por el perito designado de oficio, cuyas conclusiones no fueron observadas oportunamente” (CNEspCivCom, Sala IV, 28/10/80).

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Otro tanto sucede, lo hemos anticipado, en Francia303, Bélgica304, Bolivia, Paraguay y Guatemala, entre otros países más305.

En el derecho colombiano, empero, el punto en cuestión no está exento de controversia, como se anticipó, en consideración a que el reformado artículo 1046 del Código de Comercio, precisa que “El contrato se probará por escrito o por confesión”, sin aludir, explícitamente, al señalado principio de prueba por escrito, silencio que podría tomarse en dos sentidos: uno, refractario o en rechazo a la ampliación probatoria y, otro, encaminado a su lectura amplia e incluyente. En el primero, el escrito y solo el escrito sería el idóneo para acreditar el vínculo, de tal suerte que se exigiría que reuniera los elementos troncales de todo contrato, aunados a los del seguro como tipo contractual específico. En el segundo, en cambio, el escrito podría ser incompleto, a condición de que él albergara, prima facie, sin la contundencia documental mencionada, un esbozo de acuerdo, el que se insinúa o asoma como un lienzo de un impresio-nista, si el símil resulta de recibo. Dicho de otra forma, un documento en claro oscuro, para seguir con la pictórica, sujeto a complementación probatoria, con fundamento en otros medios y vías que, eslabonadas, reflejen inequívocamente la existencia y contenido del negocio jurídico aseguraticio (eficacia de la cadena probatoria).

En este puntual sentido, el profesor ANDRÉS ORDÓÑEZ formula la misma inquietud, al manifestar que “Resulta pertinente preguntarse si se requiere un escrito en el cual consten claramente la identidad de las partes y los elementos esenciales, todos ellos, del contrato de seguro, y eventualmente aspectos adicionales, o si se requiere simplemente un documento que dé razón, aun por simple referencia, de la existencia del contrato: por ejemplo, una comunicación de la aseguradora al taller que debe hacer la revisión del vehículo o instalar la alarma del mismo ordenando ese trabajo, o una carta dirigida al tomador requiriendo el pago de la prima. En ello estriba la diferencia entre escrito y principio de prueba por escrito”306, diferencia, sea anotado de paso, que no es espuria, puesto que expresamente la reconoce el legislador colombiano, v. gr., en el artículo 232, a cuyo tenor: “Cuando se trate de probar obligaciones originadas en contrato o convención, o el correspondiente pago, la falta de documento o de un principio de prueba por escrito, se apreciará por el juez como un indicio grave de la inexistencia del respectivo acto, a menos que por las circunstancias en que tuvo lugar haya sido imposible obtenerlo, o que su valor y la calidad de las partes justifiquen tal omisión”, así como lo reconocía la ley 153 de 1887, según se explicitará luego.

303 Conforme lo expresa el profesor J. KULLMAN, de la mano de la jurisprudencia francesa, “En el proceso es admisible el testimonio cuando ha sido aportado a continuación de un comienzo de prueba por escrito”. Le contrat d’assurance, op. cit., pág. 452.

304 Vid. MARCEL FONTAINE, Droit des assurances, op. cit., pág. 206, ilustre profesor que, refiriéndose a este principio —o comienzo de prueba—, pone de presente que “La conclusión y la gestión de un contrato de seguro da lugar a la emisión de numerosos documentos que constituyen frecuentemente tales comienzos de prueba por escrito, los que abrirán pues la puerta a la prueba por todas las vías de derecho: proposición de seguro, solicitud de seguro, recibos de prima o de indemnizaciones, algunas piezas que formen parte de la correspondencia entre las partes, etc.”.

305 El Código de Comercio boliviano, en el artículo 984, expresa que “el contrato de seguro se perfecciona por el consentimiento de las partes. Los derechos y obligaciones recíprocos empiezan desde el momento de su celebración”. Y el artículo 1006 indica que “el contrato de seguro se prueba por escrito, mediante la póliza de seguro; sin embargo, se admiten los demás medios si existe principio de prueba por escrito”. Por su parte, el artículo 1548 del Código Civil paraguayo manifiesta que “en el contrato de seguro los derechos y obligaciones de las partes empiezan desde que se ha celebrado la convención, aun antes de emitirse la póliza”. Y el artículo 1555 explicita que “el contrato de seguro solo puede probarse por escrito. Sin embargo todos los demás medios de prueba serán admitidos, si hay principio de prueba por escrito”. Y el artículo 888 del Código de Comercio de Guatemala impera que “a falta de póliza, el contrato de seguro se probará por la confesión del asegurador, de haber aceptado la proposición del asegurado, o por cualquier otro medio, si hubiera un principio de prueba por escrito”.

306 ANDRÉS ORDÓÑEZ O., Lecciones de derecho de seguros, op. cit., pág. 47.168

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Aun cuando lo más conveniente para disipar la registrada dubitación, para nada irrazonable, hubiera sido que el propio legislador la zanjara de antemano, por vía de ejemplo mediante el agregado de la expresión “únicamente”: el contrato de seguro se probará únicamente por escrito o por confesión, o mediante la proscripción explícita del denominado “principio de prueba por escrito”, entre otros expedientes más —como en varias naciones sucede—, lo cierto es que sin radicalismos o lecturas fanáticas, a todas luces lesivas de los postulados que hoy caracterizan el moderno derecho procesal, reconociendo empero la dificultad que rodea este tema, nos inclinamos más por la tesis limitativa, que no anulatoria, encaminada a restringir la eficacia de otras pruebas ajenas al escrito —o documento— y a la confesión, sin que ello suponga, de plano, que no puedan contribuir en un momento determinado a esclarecer la realidad jurídico-contractual, conforme a las circunstancias especiales y propias de cada caso, dueño de particularidades que, a priori, no se pueden anticipar y definir estandarizadamente, a fortiori cuando lo que está en discusión ahora es la prueba del contrato de seguro y no su existencia misma, habida cuenta de que ya no es de forma específica o solemne, como lo fue por más de una centuria entre nosotros, en la que el documento en referencia tenía dos funciones: una constitutiva y otra probatoria, como se ha reseñado, aspecto que debe merecer alguna consideración.

Varias razones, ciertamente, nos conducen a adherir a la postura que se inclina por estimar que más que un simple principio de prueba por escrito, es el que demanda el derecho colombiano para probar cabalmente la celebración y contenido del contrato de seguro, en atención al postulado de la eficacia de la prueba, con todo lo que él envuelve, más allá de que esta conclusión, de lege ferenda, sea o no la más conveniente, que es un tema diferente (extranormativo), reconociendo, de todos modos, que no es un asunto simple o rutinario, aunque si de tomar partido se trata, en un plano diverso al legislado (lege data), nos inclinaríamos por su adopción, pero en forma expresa, a fin de obviar toda duda. Las más importantes razones, de modo muy sumario, son las siguientes:

— Los antecedentes nacionales de la reforma, que si bien es cierto no son un dechado de claridad, sindéresis y coherencia, sí revelan una evolución indicativa de la restricción en cita. Baste recordar que el proyecto de ley 65 de 1995, presentado en el Senado de la República por el Senador Parmenio Cuéllar B. (“por el cual se modifican los artículos 1036 y 1046 del Código de Comercio”), consagraba una abierta libertad probatoria, en los siguientes términos: “Artículo 2. EI artículo 1046 del Código de Comercio quedará así: “Son admisibles todos los medios de prueba para demostrar la existencia y condiciones del contrato de seguro”.

Por su parte, en la ponencia respectiva (“exposición de motivos”), a cargo del señalado Senador Cuéllar, a la sazón se puntualizó que “Este proyecto de ley contiene modificaciones sustanciales a la normatividad mercantil vigente sobre el contrato de seguro en general y a los artículos 1036 y 1046 del C. de Co., en particular: pues, por una parte, se pretende abolir la solemnidad constitutiva y de restricción probatoria que en los últimos años ha generado toda una serie de conflictos entre aseguradores y asegurados. Y, por otra parte, ante la imperiosa necesidad de adecuar el contrato de seguro con la realidad mercantil cotidiana, caracterizada por su celeridad y agilidad, con esta reforma se busca plasmar de manera legislativa aquella costumbre reiterada de la contratación desformalizada de seguros que se efectúa mediante la utilización de los avances tecnológicos en materia de comunicaciones, tales como la vía telefónica, telex, fax, etc.

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”Es indudable que el legislador, en su función de regular las relaciones y actos mercantiles, no puede desconocer los beneficios logrados por la mayoría de las legislaciones modernas (como la francesa y la argentina), que en lo referente a la institución del contrato de seguro, han plasmado la consensualidad, como un reflejo de la autonomía de la voluntad, que implica la libertad de formas y no restricción probatoria, permitiendo un considerable avance de sus relaciones económicas.

”Contenido de la reforma”Con fundamento en los principios de la buena fe (Const. Pol., art. 83), la autonomía de la voluntad, la libertad de formas y las amplitudes en materia probatoria, se han introducido sustanciales modificaciones a los artículos 1036 y 1046 de nuestro estatuto mercantil:

”Ello implica, por un lado, eliminar del contrato de seguro su carácter solemne, permitiendo que sus efectos surjan a la vida jurídica desde el momento en que las partes exteriorizan sus voluntades. De [sic] otra parte, al consagrarse las libertades de forma y probatoria, es obvio que el documento conocido como póliza perdería sus características constitutiva y probatoria restringidas de dicho contrato.

”Objetivos de la reforma

”Con la reforma en mención buscamos, entre otros importantes beneficios, los siguientes:

”Superar de alguna manera la situación de desequilibrio en que actualmente se encuentran los asegurados frente a las aseguradoras al no poder reclamar o exigir responsabilidad contractual a estas últimas en el evento de ocurrir el siniestro en un momento anterior a la suscripción de la póliza, así se hubiere cancelado el valor de la prima, evitándose de esta manera múltiples situaciones de notoria injusticia surgidas como consecuencia de la aplicación de nuestra actual normatividad mercantil.

”De otra parte, con la consensualidad como forma constitutiva del contrato de seguro, a tiempo en que se agilizan las relaciones mercantiles, se rescatan los principios de la autonomía de la voluntad y de la buena fe a favor de aseguradoras y asegurados.

”Además, al ordenarse al asegurador la emisión y entrega al tomador, del original de la póliza de seguro, se le otorga a las partes instrumentos probatorios a partir de los cuales pueden dirimir sus conflictos, sin perjuicio de que puedan acudir a la libertad probatoria.

”También, se subsana el vacío legislativo actualmente existente en lo referente a que se consagra la posibilidad de que los asegurados ejerzan la acción de reposición de aquellas pólizas de seguros extraviadas o destruidas, cuando las aseguradoras se niegan a hacerlo, acción esta que se asemejaría a aquella consagrada para los títulos valores.”Finalmente, al consagrarse un término de seis meses entre la promulgación y la vigencia de la ley, se logra que los asegurados y aseguradoras se familiaricen con la reforma introducida y, particularmente éstas últimas, procedan a tomar las medidas de adecuación pertinentes”.

Es claro entonces que el propósito medular del proyecto primigenio, de un lado, era la abolición del carácter solemne del seguro y, por el otro, que en materia probática, reinara la libertad probatoria, como expressis verbis se estructuró, incluso en términos más amplios que los consagrados en las legislaciones internacionales de referencia: la francesa, la belga, la argentina, la boliviana, la paraguaya, la guatemalteca, etc., muy especialmente en estas últimas, que condicionan la libertad a la existencia de un “[...] principio de prueba por escrito”, según se acotó.

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— El viraje experimentado en el trámite parlamentario, toda vez que el curso de la discusión congresional, el texto originario sufrió alteraciones, no ayunas de significación en lo que concierne al tema en cuestión. Es así como en la ponencia para el primer debate al proyecto se realizaron puntuales y cardinales ajustes, enderezados a restringir la libertad probatoria inmersa en el proyecto inicial, por entenderla inconveniente y, de suyo, más prudente el texto sustitutivo, en guarda de la seguridad jurídica. Al respecto, la Senadora María Cruz Velazco rindió la siguiente ponencia que, in extenso, transcribimos:

“Señor presidente y demás miembros de la Comisión Tercera:”Tengo el honor de rendir ponencia al Proyecto de Ley No. 65 de 1995 (Senado) «Por el cual se reforman los artículos 1036 y 1046 del Código de Comercio».

”El proyecto busca reformar el Código de Comercio en cuanto al perfeccionamiento del contrato de seguro.

”A la luz de los artículos 1036 y 1046 del actual Código, para que se perfeccione el contrato de seguro se requiere la expedición de la póliza.

”El proyecto, con base en las tendencias doctrinarias y legislativas modernas, dispone que el contrato de seguros sea consensual, lo cual tiene la ventaja de dar mayor agilidad a las negociaciones.”En el pliego de modificaciones que se anexa se proponen algunas modificaciones y adiciones al texto del proyecto en cuestión.”En el pliego se sugiere a la H. Comisión Tercera que se apruebe al artículo 1º, que enumera las características del contrato de seguro. Una de ellas, según lo propone el autor del proyecto, es que el contrato sea en lo sucesivo consensual, es decir, que nacerá cuando se produzca el acuerdo de voluntades.”La ponencia incluye un artículo 2° nuevo sobre las condiciones generales del contrato cuando no aparezcan acordadas, el cual modificará el parágrafo del artículo 1047 del Código de Comercio. Esta modificación es necesaria, dado que a partir de la ley 45 de 1990 se produce la desregulación y modernización del sector asegurador, que brinda a las aseguradoras libertad para determinar sus tarifas y pólizas.

”Prueba del contrato de seguro

”Consideramos conveniente el establecimiento de un sistema especial de prueba del contrato de seguro, siguiendo las legislaciones de México (art. 19 de la ley de 1935), Argentina (art. 11, ley de 1968) y Bolivia (art. 1006 C. de Co. de 1977). En contrato de seguro podrá probarse por escrito o por confesión, conforme al artículo 3° del pliego.

”No consideramos prudente prever una total libertad probatoria, ya que no habría seguridad jurídica en el país si se pudiese probar un contrato de seguro por testimonios o simples indicios.

”Por otro lado, como medida de protección a tomadores, asegurados y beneficiarios se establece la obligación para la compañía de entregar la póliza dentro de los 15 días siguientes, así como duplicados o copias de la misma cuando aquellos lo soliciten”.

Es de señalar que el texto incluido en el pliego de modificaciones presentado por la Senadora Cruz rezaba: “Artículo 3.—El artículo 1046 del Código de Comercio quedará así: «El contrato de seguro se probará por escrito o confesión. Con fines exclusivamente probatorios, el asegurador está obligado a entregar en su original, al tomador, dentro de los quince días siguientes a la fecha de su celebración el documento contentivo del contrato de seguro, el cual se denomina póliza, el que deberá redactarse en castellano y firmarse por el asegurador»”.

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Del mismo modo, cumple registrar que en la Cámara de Representantes no se le introdujeron modificaciones al pliego en mención, en lo que al tema probatorio se refiere, específicamente en lo que toca con la exigencia del escrito. De ahí que el artículo 1046 del Código de Comercio actual, en lo pertinente, sea hijo del referido proceso modificativo del proyecto originario, en este punto totalmente diverso, en la medida en que se pasó de la total libertad probatoria, a un “[...] sistema especial de prueba” ajeno a dicha concepción tan amplia, así paradójicamente algunas de las legislaciones que le sirvieron expresamente de estribo, la argentina y la boliviana, sí admitan “todos los demás medios de prueba [...] si hay principio de prueba por escrito” (arts. 11 de la ley argentina de 1967, y 1006 del Código de Comercio boliviano).

Las consideraciones que en el año 1958 igualmente se tuvieron en cuenta en esta materia por el proyecto de 1958 (exposición de motivos), que si bien directamente no es el que nos ocupa, sí evidencian, in radice, la resistencia a concederle a la prueba testimonial cabida directa, hecho que debe ser tenido en cuenta al momento de interpretar la norma actual, por la fuerza de la tradición de una idea de suyo recurrente en la mens legislatoris. En este sentido, re-cuérdese que si bien es cierto que en el supraindicado proyecto se daba vía libre a la consensualidad del contrato, expresamente se limitó su prueba, como quiera que se señaló, sin hesitación, que si “[...] para acreditarlo bastara la declaración conteste de dos testigos, si fuera suficiente un indicio grave, si la simple presunción pudiera invocarse al efecto, no dudamos [de] que las compañías tendrían que afrontar dificultades sin número. Pero todo esto lo hemos previsto. Las únicas pruebas admisibles son la documental y la confesión judicial”.

El parecer de la communis opinio patria, para nada deleznable, en razón de que es concluyente en el sentido de abogar por la probanza escrita, que no verbal, y por no admitir la procedencia del llamado principio de prueba por escrito.

Diáfana, realmente, es la opinión del profesor ORDOÑEZ, a juicio de quien “[...] es claro que es diferente probar con un escrito, a probar con un principio de prueba por escrito y que la ley colombiana exige probar con un escrito. Si la interpretación fuera diferente estaríamos realmente en el campo del principio de prueba por escrito y no del escrito mismo, tal como lo ha definido la doctrina sobre la materia, y esto hace que quizás la modificación legislativa tenga unos alcances más estrechos de los que pueden parecer a primera vista”, razonamiento que más adelante en su obra lo conduce a reafirmar que “[...] en el caso del contrato de seguro, la fórmula legal hace que si bien el contrato es consensual, no puede probarse sino mediante documento escrito, o por confesión, descartándose cualquier otro medio probatorio o un simple principio de prueba por escrito”307.

Elocuente, de igual manera, es la opinión del profesor HERNÁN FABIO LÓPEZ, al indicar que “Es conveniente sentar como presupuesto que cuando se trata de demostrar un contrato consensual por medio de prueba escrita, es menester que la misma contenga los elementos esenciales del contrato respectivo, de modo que si de probar la existencia del contrato de seguro concierne, es necesario que el escrito, se entienda diverso a la póliza, dé cuenta de los elementos esenciales de todo contrato de seguro [...] sin cuya presencia «el contrato no producirá efecto alguno», lo cual pone de presente que no basta un documento del que pueda insinuarse la posibilidad de estructuración del contrato, de un principio de prueba por escrito

307 ANDRÉS ORDÓÑEZ O., Lecciones de derecho de seguros, op. cit., págs. 49 y 52.

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acerca de sus existencia, sino de uno de donde surjan con claridad las bases tipificadoras del mismo...”308.

En suma, sin perjuicio de que podríamos esgrimir otras razones más, se nos antoja que este tema de la insuficiencia del principio de prueba por escrito para la acreditación cabal del contrato de seguro, no debería generar una insoluble controversia, más allá, se itera, de que en un plano diverso del estrictamente legislado, nos parece que hubiera sido deseable consagrar un esquema similar al argentino, al belga, al boliviano o al francés, ya mencionados, entre varios, por lo demás más a tono con la tajante declaración que hace el artículo 1036 del Código de Comercio, conforme a la cual “El seguro es un contrato consensual”, proclama que, en la praxis, bien lo han anotado algunos doctrinantes vernáculos, es más nominal que real, o por lo menos se desdibuja en gran medida, pues se relativiza o morigera de modo apreciable, lo que le resta potencia. Esta es, pues, otra frustración derivada de legislar a prisa, sin brújula y compás.

Con todo, al margen de lo indicado en precedencia, aun cuando no queremos desconocer la fuerza argumentativa que emana del principio de prueba por escrito, muy especialmente en el marco del derecho procesal moderno, escoltado por el derecho constitucional de estirpe garantista y estereotipado por el vívido deseo de no propiciar desequilibrios, sorpresas y sinsabores inopinados, nos parece que en el derecho colombiano el seguro deberá probarse por escrito —o documentalmente— o por confesión, como lo estatuye el artículo 1046, en su nueva versión, y que para efectos exclusivamente probatorios deberá entregársele al tomador un documento denominado póliza. Cosa enteramente diferente, de un lado, es que no será póliza únicamente el escrito que lleve este rótulo puntual, sino todo aquél que reúna los requisitos basilares consagrados en el artículo 1047 del estatuto comercial, en lo pertinente y, del otro, que escritos adicionales idóneos puedan ser tenidos en cuenta, en orden a darle certidumbre al intérprete o a permitir la “[...] formación del convencimiento del juez”, según el caso, conforme lo impera el artículo 174 de la codificación procesal. No en vano, es el propio artículo 1036, en su nueva redacción, el que precisa que el seguro “[...] se probará por escrito”, sin restringirlo a uno (unicidad documental), privativamente, en cuyo evento lo relevante es que uno o plurales escritos (haz documental) lleven al referido convencimiento y que, por ende, pueda demostrarse suficientemente la celebración del acuerdo aseguraticio, el que hoy es consensual, obviamente con todos los elementos que lo estructuran, amén que tipifican.

Del mismo modo, creemos que es absolutamente posible combinar el escrito y la confesión, en aras de establecer la existencia y contenido de la relación contractual, pues nada impide que se articulen o complementen, por cuanto uno y otro son de recibo en la órbita legislativa. Sería impropio, a nuestro juicio, negar dicha posibilidad, a pretexto de que uno de los elementos estructurales del negocio jurídico aseguraticio —en una determinada hipótesis— no se demostró por escrito o documentalmente, a sabiendas de que en el plenario obraba una confesión que, en concreto, aportaba luces en tal sentido. Lo contrario, aparte no consultar el espíritu ni el texto de la norma (C. de Co., art 1046), atentaría contra la nueva naturaleza del contrato, vale decir, la consensualidad309. Tanta estrictez haría nugatoria la reforma, en

308 HERNÁN FABIO LÓPEZ BLANCO, Comentarios al contrato de seguro, Bogotá, Dupré Editores, 2010, pág. 57.309 Con plena razón sostiene el doctor GABRIEL J. VIVAS que “[...] el escrito genéricamente considerado, podrá integrarse a su vez de varios escritos que, reunidos, aporten la prueba de la totalidad de esos elementos esenciales del seguro. Quiere esto decir que cuando la ley se refiere a escrito no está exigiendo que sea uno solo el que contenga todos los elementos esenciales del contrato, sino que ellos pueden estar diseminados en varios escritos que reunidos constituyan un medio de prueba complejo pero pertinente, conducente y eficaz. Es más, la prueba de un contrato de seguro puede estar integrada de uno o varios escritos y una confesión [...]”. “Implicaciones de la consensualidad en las normas que rigen el contrato de seguro en Colombia. Ley 389 de 1997”, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm. 12, págs. 52 y 53.

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particular la abolición de la solemnidad que, por otra vía, de suyo subrepticia, terminaría resurgiendo o reverdeciendo. “El demasiado rigor jurídico puede degenerar en injusticia” (summum jus, summa injuria), como bien lo señala el sapiente brocardo, muy en sintonía con lo que hoy ordena, en lo pertinente, el artículo 228 de la Carta Política, de acuerdo con el cual en las decisiones de la “[...] administración de justicia [...] prevalecerá el derecho sustancial”, el que sin duda, se podría ver conculcado si se extremara la exigencia del escrito que, de ad probationem, por categórico requerimiento legal, a la postre se convertiría en ad substantiam actus, lo cual es abiertamente violatorio del artículo 1036 del Código de Comercio, en su renovada versión (ley 389 de 1997), y de normas dicientes como el artículo 4º del Código de Procedimiento Civil, que plausible pero imperativamente dispone que “[...] el juez deberá tener en cuenta que el objeto de los procedimientos es la efectividad de los derechos reconocidos por la ley sustancial”, entre otras más, ad exemplum, el grandilocuente artículo 187 de la codificación civil procesal, que manifiesta que “las pruebas deberán ser apreciadas en conjunto, de acuerdo con las reglas de la sana crítica, sin perjuicio de las solemnidades prescritas para la existencia o validez de ciertos actos”310.

No es fortuito entonces que la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, refiriéndose a la prevalencia de la esencia sobre la forma y la relación que el derecho a probar tiene con tal postulado, haya dicho que, “[...] dentro del plexo de derechos fundamentales que, vinculados al debido proceso, reconoce la Constitución Política, se encuentra el de «presentar pruebas y controvertir las que se alleguen en su contra» (art. 29, inc. 4º), derecho que no se puede escrutar desde una perspectiva meramente formal o nominal, sino que debe ser analizado en consonancia con los fines del proceso mismo, en cuanto escenario propicio para la solución de un conflicto y la realización de los derechos reconocidos en la ley sustancial (Const. Pol., art. 228; C. de P. C., art. 4º). El derecho a presentar pruebas y a controvertirlas se traduce, entonces, en un derecho a la prueba, mejor aún, en un derecho a probar los hechos que determinan la consecuencia jurídica a cuyo reconocimiento, en el caso litigado, aspira cada una de las partes. Se trata de una aquilatada garantía de acceso real y efectivo a los diferentes medios probatorios, que les permita a las partes acreditar los hechos alegados y, desde luego, generarle convencimiento al juez en torno a la pretensión o a la excepción. Al fin y al cabo, de antiguo se sabe que el juez debe sentenciar conforme a lo alegado y probado (iuxta allegata et probata iudex iudicare debet), razón por la cual, quienes concurren a su estrado deben gozar de la sacrosanta prerrogativa a probar los supuestos de hecho del derecho que reclaman, la que debe materializarse en términos reales y no simplemente formales, lo cual implica, en primer lugar y de manera plena, hacer efectivas las oportunidades para pedir y aportar pruebas; en segundo lugar, admitir aquellos medios probatorios presentados y solicitados, en cuanto resulten pertinentes y útiles para la definición del litigio; en tercer lugar, brindar un escenario y un plazo adecuados para su práctica; en cuarto lugar, promover el recaudo de la prueba, pues el derecho a ella no se concreta simplemente en su ordenamiento, sino que impone un compromiso del juez y de las partes con su efectiva obtención; y en quinto lugar, disponer y practicar aquellas pruebas que de acuerdo con la ley, u oficiosamente el juez, se consideren necesarias para el esclarecimiento de los hechos en torno a los cuales existe controversia [...]. A lo que ha agregado que los términos u oportunidades para practicar pruebas “[...] no pueden ser concebidos de manera simplemente formal o retórica, sino, por el contrario, desde una concepción real y material, esto es, como escenarios que, en la práctica, sean propicios para que las partes, efectivamente, puedan probar los hechos en que fincan sus pretensiones. Al

310 No se olvide, acorde con todo lo señalado, que el seguro ya no es un contrato de forma específica o solemne, de manera que la omisión del escrito, más allá del tema probático, en puridad, no repercute en “[...] la existencia o validez” de él (C. de P. C., art. 187), de suerte que este tema debe observarse con algo más de amplitud, que no de laxitud absoluta o desenfreno.

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fin y al cabo, de nada vale que se otorgue un plazo para acreditar el derecho, si, al propio tiempo, no se brindan las herramientas necesarias para que ello pueda tener lugar. Por tanto, si el proceso es una institución viviente —y no pétrea—, su fase probatoria debe ser entendida como una realidad dinámica que está llamada a ser garantizada, so pena de incurrirse, in radice, en el referido vicio de nulidad [...]311.

En sentido análogo, en reciente ocasión tuvimos oportunidad de manifestar que “[...] se camina por la senda adecuada, cuando se admite, sin quiebres, y sin sombra de mácula, que el proceso tiene como propósito neurálgico permitir la realización o la concreción del derecho sustancial, en el caso que detiene nuestra atención, la posibilidad de que se haga cumplida justicia, ora en tratándose del paciente, ora del médico, habida cuenta que, ambos, por igual, pueden utilizar el mismo escenario, el que no puede convertirse en laberinto, o en una especie de «triángulo de las Bermudas», en el que se extravía, en veces para siempre, el referido derecho sustancial a cargo de uno de los extremos de la litis, quien, confiado, de buena fe, depositó la confianza en la justicia dispensada por el Estado, como garante de un orden justo, conforme lo proclama, con férrea entonación, nuestra Carta Política y otras constituciones modernas. De allí que el juez, ese sujeto que inviste una posición áurea, casi sacra, debe procurar que los derechos sustanciales no se marchiten o naufraguen en el proceloso mar de la formalidad o, si se prefiere, se esterilicen de raíz, so capa de una exacerbada lectura procesalista que tanto daño le ha hecho a la ciencia procesal, muy ajena al inciso, al rigor desmedido e invidente como muchos equivocadamente lo creen, lo cual resulta inaceptable, tanto más en los tiempos actuales, signados por un rostro muy diverso del derecho procesal, un aliado de la ciencia jurídica, un hermano fraterno de las demás disciplinas que, ab initio, comulgan con el bienestar societario, una de ellas, el derecho privado, en el que cohabita la responsabilidad civil, o en el administrativo, la estatal. No en vano, ha llegado la hora de desterrar esa imagen perversa del derecho procesal, un derecho que, de ningún modo, se fundamenta en el deseo de cercenar, de guillotinar, de castrar, de complejizar de obstaculizar, de oscurecer, de complicar. Muy por el contrario, es el hermano sanginis del derecho sustancial, un derecho que, sin el procesal, sería objeto de mera retórica, de frustrados anhelos, de profundo desconsuelo. Por fortuna, en los tiempos actuales, el derecho procesal dista cada vez más de ser considerado como un derecho de trucos, como si no fuera obra de las excelsas y lúcidas obras de CARNELUTTI, de CHIOVENDA, de ROCCO, de LESSONA, de CALAMANDREI, de GUASP, de SENTÍS MELENDO y de COUTURE, entre otros emblemáticos juristas más, sino de Mandrake, una especie de mago que todo lo puede, que todo lo hace, que todo lo justifica. No: el derecho procesal mal llamado «adjetivo», se aleja, en grado superlativo, de ese tipo de malhadadas visiones, cortas, pobres e indicativas, mutatis mutandis, de un morbo, de un afán por degradar lo indegradable. Por ello, más que nunca, en una brigada por la reconquista de valores, se reclama el proceder limpio, trasparente, solidario, leal, el que se reúne, de manera cabal, en una palabra que se dice y emplea mecánica y cotidianamente, pero que es el nervio de la convivencia ciudadana: la honestidad —o decencia—. Todo lo demás está dicho [...]”312.

Expresado de otro modo, para no pretermitir el espíritu del legislador, en este caso indubitado, no sería admisible entender que todo debe continuar igual a lo que acontecía en el pasado y que la reforma de 1997, como algunos lo han expresado, fue cosmética, o meramente retórica, pues en la práctica todo, o casi todo siguió igual, así puedan tener parte

311 C. S. de J., Sala de Casación Civil y Agraria, sent. de 28 junio 2005 (exp. 7901).312 CARLOS IGNACIO JARAMILLO J., La culpa y la carga de la prueba en el campo de la responsabilidad médica , Bogotá, Pontificia Universidad Javeriana-Grupo Editorial Ibáñez, 2010, págs. 400-401.

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de razón. Lectura que, por respetable, en estrictez, no podemos compartir in toto, no solamente por la incardinación expresa de la confesión como medio idóneo de probar el contrato, lo que en su oportunidad no tenía lugar, sino también por cuanto hay que entender que la ley debe interpretarse en forma congruente, a la par de coherente y finalística, para que no se torne en letra muerta. Sostener que, no obstante tan enfático enunciado del nuevo artículo 1036 del Código de Comercio, en el sentido de que el seguro es ahora consensual, nada cambió en el fondo, es a todas luces adverso a la intentio y a la realidad iuris, aun cuando la modificación legis ciertamente pudo ser más profunda, elaborada y congruente. Afirmar hoy entonces que en Colombia el seguro es un contrato aún solemne, por más que figurada o irónicamente se pueda criticar la norma con arreglo a las mencionadas reflexio-nes, es contra legem y contra spiritus, amén que erróneo, en estrictez.

Algo similar, desde luego con la prudencia y cautela que ello demanda, podría hacerse de cara a la agregación de otros elementos de juicio o de convicción respecto al escrito en comentario, cuando a este sólo le reste algo muy puntual que pueda ser acreditado por otra vía, en cuyo caso el documento o los documentos existentes podrían verse enriquecidos, o complementados, siempre y cuando, por la senda de la complementación, no se termine supliendo al escrito o a la confesión. Al fin y al cabo, sólo por vía de ejemplo, hay supuestos ante los cuales el vacío documental puede colmarse por la propia previsión legislativa, tal y como tiene lugar con la exigencia del numeral 4 del artículo 1047 del Código de Comercio, que señala que “La póliza de seguro deberá contener [...] 4) La calidad en la que actúe el tomador”, ya que el artículo 1040 del mismo código estatuye que “el seguro corresponde al que lo ha contratado, toda vez que la póliza no exprese que es por cuenta de un tercero”.

Esclavizarse al escrito, o negarse tozuda e irreflexivamente a sumarle algo que residualmente le falta, en la hora de ahora, lesiona caros intereses debidamente protegidos por la Constitución y la ley, salvo que estemos en presencia, en gracia de discusión, de un contrato de forma específica o solemne, calidad que hoy no puede predicarse del seguro por ningún motivo, en razón de que ella fue desterrada del cosmos jurídico nacional. Ello no quiere decir que por este camino la señalada exigencia del escrito pueda ser borrada, in radice, dado que es perentorio que escrito debe haber en el plano probático, so pena de que no se pueda probar el negocio jurídico respectivo. Otra cosa es que a partir de la presencia indubitada de un documento calificado que reúna un apreciable y sustancial cúmulo de tejido aseguraticio, se evidencie la necesidad de acudir a una información que, pari passu, pueda fluir de otro medio probatorio idóneo, no para que lo absorba o troque, sino para que lo complete, o para que le preste, in partis minoris, un solidario auxilio. No en balde las pruebas, in abstracto, tienen una confesa misión articular, en procura de no sacrificar legítimos derechos, como ya se pinceló. Adiós entonces al radicalismo probatorio, al dogmatismo enceguecedor y al cercenante e irreflexivo “no se puede”, simplemente porque no.

Empero, aunque abogamos sin ambages por un ejercicio hermenéutico criterioso, a la par que mesurado y equilibrado, en orden a no cremar derechos legítimos, pero tampoco a festinarlos, no podría admitirse que el contrato de seguro, de lege data, pudiera acreditarse mediante la prueba testimonial, únicamente313, posibilidad que en el seno de la discusión

313 Cfr. VITTORIO SALANDRA, Commentario del codice civile. Libro quarto, Roma, Assicurazione, Foro Italiano, 1966, pág. 214, y GIANGUIDO SCALFI, I contratti di assicurazione, Torino, UTET, 1991, pág. 112. Vid. JULIO CÉSAR GONZÁLEZ y WEMDY CAROLINA MEZA, “La prueba del contrato de seguros. Comparación normativa entre Colombia, Venezuela y Panamá”, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, Bogotá, Universidad Javeriana, núm. 33, 2011, pág. 176.

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parlamentaria de la ley 389 de 1997, se descartó de raíz, por no considerar “[...] prudente prever una total libertad probatoria, ya que no habría seguridad jurídica en el país si se pudiera probar un contrato de seguro por testimonios o simples indicios” (ponencia para el primer debate), concepción ésta, hay que registrarlo, que no está en armonía con algunas legislaciones internacionales en el campo del seguro, como se advirtió, y en general con la tendencia contemporánea de darle cabida a la prueba testimonial en sede contractual (Principios de Unidroit), tratándose de contratos de forma libre o consensuales314.

314 Esta interpretación, por emanar delanteramente de la ley (C. de Co., art. 1046), y de los propios y diáfanos antecedentes legislativos, encaminada, per se, a rechazar la prueba testimonial, a manera de unicum, debe armonizarse con el recto contenido del artículo 232 del Código de Procedimiento Civil, el cual limita la eficacia del testimonio, en nuestro parecer, no solo a la exigencia del escrito ad solemnitatem, aunque a primera vista parezca lo contrario, sino también la requerida con carácter ad probationem, con mayor razón cuando obre evidencia de que el legislador, en un caso concreto, como el que nos ocupa, expresó reservas acerca de este medio (norma especial y fundamentación individual). De otro modo, las pruebas tarifadas o especiales, como las demandadas en la esfera aseguraticia, perderían toda su fuerza intrínseca y cometido, en contravía de lo expresamente querido, ministerio legis. Art. 232: “Limitación de la eficacia del testimonio. La prueba de testigos no podrá suplir el escrito que la ley exija como solemnidad para la existencia o validez de un acto o contrato”.

Aun cuando no puede desconocerse la limitación que, a veces fundadamente reviste la prueba testimonial y que el seguro no puede probarse en Colombia por este medio, en forma exclusiva, como se anotó, así en un asunto deter-minado sea la más elocuente, en gracia de discusión, tampoco puede satanizarse in toto, pues con todas las restricciones que pueda llegar a tener en ciertos casos, alguna utilidad puede tener, si lo que se quiere es esclarecer la realidad, en un momento determinado. Ello explica, por una parte, que en algunas naciones se permita esta prueba en tratándose de negocios jurídicos, en concreto del contrato de seguro y, por otra, que en Colombia, insistimos, ex abudante cautela, se le examine con menos prejuicios o aprensiones, como lo puso de presente la Corte Suprema de Justicia, con ocasión del reestudio del tema de la fuerza probatoria del testimonio de la mujer adúltera, tema de suyo urticante.

Sobre este particular, mutatis mutandis, la Corte, otorgándole una renovada lectura al testimonio, incluso respecto a situaciones en las cuales en el pasado se le restaba toda valía, puso de presente de cara al llamado testimonio de la mujer adúltera, lo traemos a colación de paso, que “Bien es verdad que el art. 223 del Código Civil establece que «no se admitirá el testimonio de la madre que en el juicio de legitimidad del hijo declare haberlo concebido en adulterio». Pero, en aras de lo que aquí se concluirá cuando sea ocasión, obligado es pasar revista al fundamento de la norma, a saber: desde antiguo, en efecto, avivada está la atención sobre el riesgo de dar por establecido el adulterio cuando la mujer lo admita, quien, herida quizá por la gravedad de una falsa acusación, acabe echándose encima una infidelidad no cometida, movida por un ánimo vindicativo. De suma importancia resulta dejar completamente esclarecido, pues, que la ratio legis está en la desconfianza que despierta una mujer maltrecha en su honor, tal como se hizo notar en las Partidas  que sirvieron de antecedente a la codificación española, al preceptuarlo, derechamente por demás, así:«Ensánanse las mujeres a lo vegadas tan fuertemente, que por despecho que han de sus maridos dizen que los fijos que tienen en los vientres, o que son nacidos, que no son de ellos, mas de otros». Aquella reglamentación positiva tiene que ver entonces es con el tanto de credulidad que le cabe a la prueba, cuyo propósito fue el de que no se cayera en la ligereza de creerle a una mujer que bien pudiera estar poseída por la ira o la venganza. A los ojos de la ley, se trata de un testimonio en extremo sospechoso, y persuadida anduvo que lo mejor era repulsar en el punto el dicho de la mujer, solución armoniosa con el régimen probatorio imperante a la sazón, en el que el legislador prefería cortar de raíz toda posibilidad de riesgo, adoptando el sistema de la exclusión de testigos. Mas, y bien averiguado que lo está, ahora es muy otro el sistema probatorio que rige, inspirado en el principio de la racional apreciación de las pruebas, una de cuyas más elocuentes manifestaciones está, por cierto, en el tratamiento vario de los testigos sospechosos.  Bien visto estaba, evidentemente, que dentro del régimen tarifario o legal de pruebas cupiera, entre las tantas fórmulas apriorísticas de que se servía, esta otra que aconsejaba a la ley —a fin de cuentas la encargada allá de la tarea valuativa de las pruebas-eliminar de antemano la versión de las personas en quienes concurre un motivo fundado de sospecha; el dilema se zanjaba a favor de la seguridad probatoria. Y era armonioso por cuanto si, como secuela del régimen, entre otras cosas se predicaba la apreciación numérica de los testigos, más que justificado estaba que la ley tomara la elemental precaución de impedir que esa cifra se completara de cualquier modo, y tanto menos con declarantes en quienes concurriere alguna situación que fundadamente da la idea de que no les será fácil ceñirse a la verdad; así que la ley optó por desoírlos. Hoy, en cambio, ante lo revelador que asoma aquello de que el juez no ha de desdeñar posibilidad alguna en el hallazgo de la verdad y que la exclusión de testigos puede traducir  en últimas exclusión de justicia, se ve lógico que en vez de descartar el dicho de los sospechosos, lo mejor sea escucharlos y más bien que el

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Es de resaltar, con todo, tangencialmente lo mencionamos, que en la órbita del derecho probatorio general no es tan simple soslayar la significación atribuida modernamente al testimonio, materia de valoración judicial en desarrollo de la sana crítica y de la persuasión racional del juzgador, a fortiori cuando no medie una exigencia ex lege alusiva a la solemnidad contractual. Ya hemos dicho que, en nuestro entender, aun cuando el testimonio no es idóneo para sustituir el requisito del escrito, esto es, que no es un arquetípico suce-dáneo de él, por las razones esgrimidas, tampoco puede ser fustigado o expatriado sistemáticamente y sin fórmula de juicio siempre, restándole toda eficacia, así sea sub conditione, y en relación con puntuales supuestos, de suyo especialis, conforme lo podrá establecer el juzgador, ex abundante cautela. Por eso in eventum, alguna utilidad puede llegar a tener, naturalmente a partir del requisito del escrito, que no prueba por escrito propiamente dicha, dado que se exigiría algo más. Esta es, pues, una lectura individual de las normas que disciplinan la temática aseguraticia sub examine (junto con sus an-tecedentes), que están llamadas a primar de cara a las generales, pues estas últimas, aplicadas sin conexión con las del contrato en referencia, revelarían una conclusión diferente.

No en vano se ha expresado que esa es la respuesta que emerge del ordenamiento procesal. Es así como en sentencia del 25 de septiembre de 1973, la Corte Suprema de Justicia expresó que “[...] el Código de Procedimiento Civil hoy vigente, a cambio del principio de la tarifa legal de pruebas, que en lo referente a la valoración de éstas era el dominante en el estatuto procesal anterior, consagró como regla general el sistema de la persuasión racional conforme al cual corresponde al fallador ponderar razonadamente el mérito de los distintos medios, sin estar sometido a reglas abstractas preestablecidas por el legislador [...]. En el Código de Procedimiento Civil hoy vigente, tratándose de contratos solemnes, la prohibición de probarlos con testigos sigue siendo absoluta: en ellos la prueba ad solemnitatem no puede suplirse por el testimonio, ni por la confesión, ni por otros medio de prueba [...]. Lo cual quiere decir que en el estatuto procedimental que hoy rige en el país se conservó la pro-hibición de la prueba testimonial por razón de la naturaleza solemne del acto jurídico [...]. Sin embargo, y por tratarse en tales supuestos de circunstancias que ordinariamente no constan por escrito, el testimonio es hoy idóneo, como también lo fue antes, para probar ciertos hechos relacionados con el contrato solemne [...]. Mas, como el artículo 187 del actual Código de Procedimiento Civil establece que «las pruebas deberán ser apreciadas en conjunto de acuerdo con las reglas de la sana crítica, sin perjuicio de las solemnidades prescritas en la ley sustancial para le existencia o validez de ciertos actos», es forzoso aceptar que con la adopción del sistema de persuasión racional, desaparecieron las restricciones que a la conducencia de la prueba testimonial establecía la legislación anterior en lo referente a la obligación por probar y a las posteriores reforma o adición de documentos; conservándose únicamente para los eventos en que la ley exija prueba ad solemnitatem, pues en estos el escrito se requiere como elemento de la esencia del acto y no como elemento ad probationem”.

b) Fundamentos primordiales de la adopción de un régimen especial en materia probatoria (restricción probatoria). No son insulares, ni menos rayanas en el capricho absoluto, las razones que históricamente se han esgrimido para justificar, en el terreno del contrato de seguro, un régimen especial en materia probatoria, en particular un determinado escrito, así hoy por hoy, justificadamente, estén en revisión, por lo menos algunas de ellas, sobre todo las atinentes a la desconfianza generalizada y automática, dado que para contrarrestar ciertos

juzgador —el que ahora se encarga de la ponderación de las pruebas— los someta a un análisis más drástico. Esto es, el sospechoso ya no es tratado como un inhábil para declarar; simplemente que su versión es recibida con protesta de reserva. Al fin que un testigo sospechoso puede ver y escuchar perfectamente; lo que resta es establecer si en su ánimo pesa más la circunstancia que lo extravía de la verdad y de la neutralidad, y acaba rindiéndose a ella” (sent. de 30 agosto 2001, exp. 6594).

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peligros, que no se soslayan, militan puntuales remedios. En ocasiones se enarbolan motivos técnicos; en otras, argumentos jurídicos y también de ambas clases.

En el ámbito doctrinal, por vía de ejemplo, se alude a razonamientos técnicos, hermenéuticos, funcionales y de seguridad jurídica. En esta dirección, el profesor RUBÉN STIGLITZ expresa que “La resonancia social del contrato de seguro, la complejidad técnica ya de por sí inherente al negocio, la dificultad de desentrañar el sentido y alcance de algunas de sus acepciones usuales, el elevado número de condiciones generales y especiales que contiene la póliza que instrumenta el contrato, la prolongación en el tiempo del negocio y el interés de los terceros, han aconsejado la conveniencia de adoptar el medio escrito como mecanismo probatorio razonablemente más seguro”315.

El profesor FERNANDO SÁNCHEZ CALERO, a su turno, pone de manifiesto que “La documentación del contrato cumple en el seguro no sólo la función probatoria del acto de su perfección o existencia, sino también la de fijar las normas que van a servir para regular la relación jurídica que deriva del contrato. Este aspecto normativo de la póliza —como documento que normalmente se emite por el asegurador— se realza en varios artículos de la Ley. El hecho de que la relación jurídica que deriva del contrato tenga una duración amplia en el tiempo, coadyuba a señalar la importancia de la documentación del contrato”316.

El profesor CARLOS DARÍO BARRERA, a su vez, no duda en “[...] argüir que el seguro es de carácter muy complejo y que tiene demasiados elementos específicos, el riesgo, la suma asegurada, la prima, las exclusiones, las garantías; en fin, una serie de requisitos de muy difícil prueba si no llegaren a constar por escrito”317.

En sede prelegislativa, a su turno, consultados los antecedentes de los preceptos consignados en los nuevos artículos 1036 y 1046 de la codificación mercantil, se evidencia que algunos de estos temores sirvieron de estribo para adoptar la consabida restricción probatoria en su momento propuesta, lo que explica que se haya puntualizado que “No se considera prudente proveer una total libertad probatoria, ya que no habría seguridad jurídica en el país si se pudiese probar un contrato de seguro por testimonios o simples indicios”.

c) Alcance y significado del “escrito” exigido por la ley, y prueba de las modificaciones, cambios y ajustes relativos al contrato de seguro. Como ya lo anotamos en precedencia, resulta claro, por lo menos para nosotros, que hoy por hoy, si bien es restringida la prueba del contrato de seguro, sin que por ello se torne solemne, nos parece que no puede llevarse a tal extremo de entender el “escrito” en el limitado significado de la palabra. Ello, entre otras

315 RUBÉN STIGLITZ, Derecho de seguros, t. I, op. cit., págs. 156 y 157.316 FERNANDO SÁNCHEZ CALERO, Conclusión, documentación, contenido del contrato, op. cit., pág. 280.317 CARLOS DARÍO BARRERA, La formación del consentimiento en el contrato de seguro, op. cit., pág. 10.

Haciendo énfasis en el tema de la seguridad jurídica y en el propósito de evitar prácticas de índole fraudulenta, el Doctor GABRIEL JAIME VIVAS anota que “buscando [...] brindar mayor seguridad jurídica a las partes contratantes, se modifica también el artículo 1046 del Código del mismo Código, en lo relativo a la prueba del contrato [...] teniendo presente la necesidad de combatir, o al menos no fomentar, una de las prácticas que en el presente afecta, de forma significativa, el desarrollo de la industria aseguradora: el fraude a las compañías de seguros. En efecto, en todas las discusiones que, en torno al proyecto de ley que dio origen a la reforma, se suscitaron al interior del Congreso Nacional, se observó como inconveniente la introducción de un sistema de libertad probatoria absoluta [...]”. Implicaciones de la consensualidad en las normas que rigen el contrato de seguro en Colombia, Ley 389 de 1997, op. cit., págs. 9 y 10.

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consideraciones, iría en contravía de la realidad de los negocios jurídicos en general y, por supuesto, de la dinámica mercantil, tan en boga. Por eso, y como se ha expresado, cuando el artículo 1046 del Código de Comercio se refiere a “escrito” y también a “documento”, por tal debería entenderse “documento”, en todo de acuerdo con lo establecido por el legislador en el artículo 251 del Código de Procedimiento Civil, que no puede ser soslayado, en línea de principio.

De lo contrario, la exigencia limitativa del escrito, ab initio dejaría al contrato de seguro totalmente rezagado, o si se prefiere, anquilosado —o congelado—, pues como lo subraya el profesor JOSÉ FERNANDO RAMÍREZ GÓMEZ “[...] hasta no hace poco la historia del documento fue la historia de la escritura, porque los derechos y las obligaciones se probaban por escrito. Empero, hoy en día, aunque el predominio de la prueba escrita se mantiene por cuanto por disposición legal algunos actos se sujetan a la solemnidad de las escrituras públicas o privadas, lo cierto es que el panorama tradicional ha estado sometido a radicales cambios por el influjo de la tecnología moderna que planteando cosas nuevas origina tratos jurídicos, interrelaciones personales y negociales, y simples expresiones del pensamiento sin que por ninguna parte aparezca la redacción escrita, porque el mismo soporte material del papel ha desaparecido. Los pagos por transferencia electrónica de fondos, los giros bancarios de igual linaje, los contratos informáticos y la telemática en general, constituyen uno de los hechos sociales más trascendentales de los últimos tiempos, que de ninguna manera se puede desconocer”318.

Nos referimos entonces, como lo menciona el profesor RAMÍREZ, sólo para traer a colación un supuesto de alguna usanza, el que a futuro creemos que se impondrá aún más: el documento electrónico, o póliza electrónica, que en Colombia se ha regulado a partir de la ley 527 de 1999 y que, precisamente, aboga por la demostración de hechos por medio de mensajes de datos que no corresponden, en rigor, a la escritura, al escrito tradicional319.

En este orden de ideas, conviene realizar una lectura más amplia del artículo 1046, en la dirección indicada, máxime cuando esa fue la intención genuina del legislador al darle trámite a la ley 389 de 1997. Efectivamente, en la exposición de motivos de la que final-mente resultó ser la ley en cuestión, expresamente se tuvo en cuenta la posibilidad de demostrar el contrato de seguro mediante formas diferentes a la escritura, así: “Y, por otra parte, ante la imperiosa necesidad de adecuar el contrato de seguro con la realidad mercantil cotidiana, caracterizada por su celeridad y agilidad, con esta reforma se busca plasmar de manera legislativa aquella costumbre reiterada de la contratación desformalizada de seguros que se efectúa mediante la utilización de los avances tecnológicos en materia de comunicaciones, tales como la vía telefónica, telex, fax, etc.”320.

318 JOSÉ FERNANDO RAMÍREZ GÓMEZ, La prueba documental. Teoría general, op. cit., pág. 225.319 Vid. JORGE EDUARDO NARVÁEZ, El contrato de seguro en el sistema financiero, Bogotá, Ediciones Librería del Profesional, 2002, págs. 110 y ss., y FRANCISCO REYES VILLAMIZAR, “Algunas consideraciones sobre el régimen jurídico del comercio electrónico en Colombia”, en VII Congreso Ibero-latinoamericano de Derecho de Seguros, Rosario, Argentina, 2001, Memorias, págs. 142 y ss. En la esfera internacional, pueden verse las diferentes ponencias y comunicaciones que se presentaron en este congreso del CILA-AIDA, entre ellas, con provecho, la conferencia central (“relato oficial”) a cargo de la Sección Chilena de AIDA, de autoría de los colegas FRANCISCO ARTIGAS, NICOLÁS CANALES P., OSVALDO CONTRERAS S., IGOR KLIWADENKO y RICARDO PERALTA LARRAIN, “Los riesgos derivados del comercio electrónico y el uso de la Internet y su aseguramiento”, Memorias, págs. 3 y ss., al igual que enjundiosa obra del presidente de la Sección Española de AIDA, profesor RAFAEL ILLESCAS ORTIZ, Derecho de la contratación electrónica, Madrid, Civitas, 2001.

320 Cfr. LUIS ALBERTO BOTERO, PATRICIA JARAMILLO y FERNANDO RODAS, “Ponencia del Capítulo de Medellín”, en XXV Encuentro Nacional de Acoldese, op. cit., pág. 26, Memorias en las que consignó que “si partimos de que el contrato de seguro se perfecciona con el simple consentimiento de las partes, es necesario aceptar que es perfectamente posible realizar la colocación de un seguro a través de métodos alternativos y novedosos tales

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Queda entonces evidenciado que entre nosotros no es de recibo una lectura exegética del vocablo escrito, a la par que descontextualizada de las necesidades del tráfico imperante, extraña a la modernidad —o posmodernidad— y con ella a la tecnología, a la cibernética, a la telemática, etc.

Efectuadas las anteriores consideraciones, para a continuación darle paso a la prueba confesional, resulta aconsejable precisar someramente dos aspectos de especial relevancia. El primero, que el escrito o documento al que alude la ley 389 de 1997, detonante de la nueva concepción del artículo 1046 del Código de Comercio, no es un escrito que indefectible y literalmente, como tal, se apellide póliza (nomen especialis), o que se incardine en un continente con características específicas prefijadas (tamaño y textura del material escriptorio, letra, formato, color, etc.), habida cuenta de que lo determinante es que recoja los elementos esenciales de todo contrato, y en especial los del seguro, individualmente considerado. Por ello es por lo que, un documento cualquiera que los reúna es idóneo para acreditar la relación aseguraticia, con prescindencia de otras consideraciones formales o escriturarias, de suyo improcedentes, tanto más cuanto que la ley, al momento de aludir a la prueba del contrato, sólo exige que se trate de un escrito, sin más calificación o exigencia inicial: “El contrato de seguro se probará por escrito”321.

En este orden de cosas, en el plano probatorio el seguro se prueba documentalmente, bien con arreglo al documento que expresamente lleve dicho nombre (la póliza), esto es, al que se refiere el inciso 2º del artículo en comento, en desarrollo del cumplimiento de una obligación ex lege radicada en cabeza del asegurador, como es la usanza, bien con fundamento en un escrito que, con independencia del rótulo empleado, o de la ejecución o no de la referida prestación aseguraticia (facere), sirva para dicho propósito, ora individualmente, ora en función de la sumatoria articulada de diversos escritos que, in globo, sean idóneos por revelar fidedignamente la celebración y el contenido del contrato de seguro, en lo cardinal, en cuyo caso, stricto sensu, podrá también considerarse que es una póliza, o que puede calificarse de tal, por extensión iuris322.

como una simple llamada telefónica o el diligenciamiento de un formato creado para tales efectos a través de Internet [...]”.321 “Creemos que «la póliza» no es, legalmente o —mejor dicho— no es tan solo lo que en el sector empresarial del seguro se entiende por tal”, según lo revelaba el profesor OSSA GÓMEZ: “[...] La ley no exige «papel de seguridad», ni siquiera de lujo, ni refinada litografía, ni presentación ornamental, ni forma preimpresa, ni pluralidad de tintas [...]. Es por esto que [...] una carta o un telegrama si contienen los datos preindicados puede cumplir la función de póliza [...]” (Teoría general del seguro. El contrato, op. cit., pág. 28). Cfr. CARLOS IGNACIO JARAMILLO J., Estructura de la forma en el contrato de seguro, op. cit., pág. 117, en donde refrendando esta misma idea, pusimos de presente que “basta que el acuerdo negocial se moldee en un escrito”.

Dicho escrito, si bien no es calificado delanteramente en la reforma de 1997, como se expresó, a diferencia de lo sucedido en el Código de 1971, en el que decía que “el documento por medio del cual se perfecciona y prueba el contrato de seguro se denomina póliza” (C. de Co. original, art. 1046), en el inciso 2º del nuevo artículo 39 (ley 39 de 1997), se concreta en la póliza de seguro. Es así como se precisa, se recuerda, que “Con fines exclusivamente probatorios, el asegurador está obligado a entregar en su original, al tomador [...] el documento contentivo del contrato de seguro, el cual se denomina póliza”.

322 En este supuesto, a juicio del profesor ORDÓÑEZ, “[...] cuando la ley dice que el documento contentivo del contrato se denomina póliza, quiere decir que siempre que tengamos un escrito, documento privado, que reúna lo que hemos visto, son condiciones indispensables del escrito con el cual deba probarse el contrato de seguro (identidad de las partes y elementos esenciales del contrato), ese escrito en forma automática recibe legalmente el apelativo de póliza. De otro modo, el concepto de póliza estaría reservado solo al documento que caprichosamente la aseguradora quisiera denominar de tal manera”. Lecciones de derecho de seguros, op. cit., pág. 9.

Expresa una idea algo diferente —que en el fondo no altera el descrito panorama— el profesor HERNÁN FABIO LÓPEZ B., conforme a la cual “[...] la presentación de una propuesta escrita por parte del asegurador a un eventual tomador, en la cual queden plasmados esos elementos esenciales del contrato de seguro y su aceptación,

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Empero, como se anticipó, nada obsta para que en determinadas hipótesis, esto es atendido el caso en particular, así sea muy excepcional, el contrato de seguro se pueda acreditar en asocio con otros documentos que consagra el artículo 251 del Código de Procedimiento Civil, esto es, a través de grabaciones, cuadros, fotografías, cintas cinematográficas, entre otros. Como es obvio, el empleo de tales instrumentos no será la regla, pero es claro que no por ello se deben descartar, ab initio, Es así como habrá que examinar cada asunto concreto, como se anticipó, en aras de elucidar si alguna de las especies de documento tiene la idoneidad o el reconocimiento suficiente en la órbita probatoria. El sentenciador, en tal virtud, no puede cerrar de plano la posibilidad de que, en particulares hipótesis, de tales documentos aparezca inequívoca la acreditación de aspectos medulares, puesto que ello sería hacer nugatorios los derechos de quienes funjan como tomadores-asegurados, so pretexto de una interpretación exegética y, en consecuencia, contraria al espírtitu de las normas que rigen esta materia.

Por todo ello insistimos en que es racional y prudencialmente posible el empleo no sólo del escrito, propiamente dicho, sino de otros documentos, según el casus, con fundamento en dos razones esbozadas con anterioridad, las que retomamos y ordenamos, a saber:

a) En primer lugar, porque aunque reconocemos que el tema es opinable y controversial, en la medida en que el inciso 1º del artículo 1046 del Código de Comercio se refiere únicamente al escrito, no es posible soslayar que en el inciso 2º de la misma norma se hace categórica alusión al documento como género, lo que atenúa el virtual rigor de este segmento de la disposición en cita. Al respecto, memórese que la norma en referencia prescribe que, “... con fines exclusivamente probatorios, el asegurador está obligado a entregar en su original al tomador, dentro de los quince días siguientes a la fecha de su celebración, el documento contentivo del contrato de seguro [...]”, de suerte que en materia probática, resuta de recibo el documento contentivo de la póliza y no sólo, como erróneamente podría pensarse prima facie, el escrito, en sí mismo limitativo. De ahí que el legislador haya afirmado, expressis verbis, que para fines probatorios se deberá entregar el citado documento, sin limitarlo ex-clusivamente al escrito, sino aludiendo, in genere, al instrumento documental que, al decir del artículo 251 del Código de Procedimiento Civil, ya señalado, cobija “… los escritos, impresos, dibujos, cuadros, fotografías, cintas cinematográficas, discos, grabaciones mag-netofónicas, radiografías, talones, contraseñas, cupones, etiquetas, sellos y, en general, todo objeto mueble que tenga carácter representativo o declarativo, y las inscripciones en lápidas, monumentos, edificios o similares”.

b) En segundo lugar, en la aludida exposición de motivos del proyecto de 1958 hay mención sistemática al documento, al igual que en el proyecto de 1995 —que posteriormente se transformaría en la ley 389 de 1997— también se menciona con claridad al documento, con el propósito de modernizar la legislación323, por lo que sería desatinado, respecto de los

constituyen prueba escrita, diversa a la póliza, de la celebración del contrato; igualmente la solicitud escrita de que se otorgue un seguro y la aceptación del asegurador constituyen otro ejemplo de esa prueba documental escrita diferente a la póliza y sin que, se resalta, deje de subsistir la obligación del asegurador para expedir la misma [...]”. Comentarios al contrato de seguro, op. cit., pág. 58.323 En efecto, de acuerdo con el acta 67 del Subcomité de Seguros, el artículo 870 del referido proyecto disponía que “La póliza es el documento que expresa las relaciones contractuales entre el asegurador, por una parte, y el tomador, asegurado o beneficiario, por la otra …” (se destaca); en la versión contentiva de las observaciones efectuadas por la comisión pertinente, se redactó un texto sustitutivo del mismo artículo que señalaba que “El documento por medio del cual se perfecciona y prueba el contrato de seguro se denomina póliza y deberá ser suscrito por el asegurador …” (idem). Esta redacción, enfática en cuanto a que el documento sirve como prueba del contrato, fue refrendada en el acta 70. También se reiteró en la discusión de la ley 389 de 1997, en la que justamente se dio carta de ciudadanía al inciso del artículo 1047 del Código de Comercio, a cuyo tenor literal, como reiterativamente se ha puesto de presente, se dispone que, para fines probatorios, se debe entregar el documento contentivo del seguro —póliza—. Sobre el particular, se sostuvo que su propósito era “[...] actualizar la

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antecedentes de la legislación vigente, pensar que solamente se puede acreditar el seguro a través de una especie de documento: el escrito. Muy por el contrario, un análisis artículado de la historia legis devela que la intención del legislador —consignada en la actualidad en el referido inciso 2º—, fue la de permitir la prueba mediante el empleo de otros documentos, en los términos antes descritos. Por todo lo anterior, estimamos entonces que esta es la posición imperante, a la luz de la normativa patria, en asocio de los dictados del derecho procesal moderno, a pesar de lo discutible que pueda resultar.

Ahora bien, en cuanto al segundo aspecto, atañe precisar si las modificaciones, cambios o ajustes al contrato primigeniamente celebrado, en todos los casos, deben estar confinados o instrumentados mediante un inequívoco escrito, dejando de lado otra metodología probática, como si todos los demás medios de prueba, per se, se entendieran esterilizados y, por ende, ayunos de virtualidad jurídica.

En esta última hipótesis, si bien no podría predicarse el carácter solemne de las modificaciones, entre otras razones por cuanto este apunta a la celebración y perfeccionamiento del vínculo ya preestablecido, como tal preexistente, en estricto rigor, importa determinar si cualquier cambio debe ser acreditado mediante un escrito, so pena de que devenga ineficaz otra prueba, diferente de la confesión, claro está (C. de Co., art. 1046). La norma respectiva, bien se sabe, no habla de las modificaciones, o alteraciones negociales, como sí acontece en otras naciones, según se observará; guarda, por el contrario, absoluto silencio, lo que ha dado pábulo para que se so pese esta actitud silente del legislador, no de ahora, sino de tiempo atrás, por cuanto ni en la legislación decimonónica mercantil, ni en la de 1971, ni tampoco en la de 1997, incluso, el tema se ha esclarecido. Simplemente en el Código de Comercio del siglo precedente, en su artículo 1048, aún vigente, se dispuso que “Hacen parte de la póliza: [...] 2. Los anexos que se emitan para adicionar, modificar, suspender, renovar o revocar la póliza”.

Al amparo de las legislaciones en referencia, antes de la reforma de 1997, la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, no obstante la exigencia ineludible del escrito (solemnidad), se había inclinado por una tesis menos rigurosa, admitiendo, de una parte, el pacto verbal, y las modificaciones escritas o no escritas, de la otra324. A análogo resultado arribó el proyecto de Código de Comercio del año 1958 y un sector de la doctrina325. Ahora, que no campea la

legislación colombiana y acoger las nuevas tendencias del mercado mundial …”, por lo que no sería consistente circunscribir la prueba sólo al escrito, dejando por fuera novísimas herramientas documentales que escapan a la limitada noción escritural —por vía de ejemplo, los mensajes de datos, a los que se les dio cabida en desarrollo de la ley 527 de 1999—. (Vid. Antecedentes legislativos del derecho de seguros en Colombia. El contrato y la institución, op. cit., págs. 469-489).324 En sent. de 23 noviembre 1927, la Corte Suprema de Justicia arribó a dicha conclusión. Y más recientemente, en 1997, setenta años después, tan alto tribunal puntualizó en un sonado fallo que “lo anterior no obsta para que, sin alterar el carácter solemne del contrato de seguro, en desarrollo de su ejecución, se celebren convenios expresos o tácitos modificativos (C. de Co., art. 824) sobre aspectos que, por no alterar legalmente la esencia fundamental de dicha contratación y porque así lo exige la dinámica buena fe, las relaciones comerciales (v. gr. su urgencia), no sean oportunamente recogidos en anexos, como sucedería con la prórroga del plazo u otra solicitud del asegurado que, habiendo sido aceptadas o convenidas, no fueron recogidas o rechazadas oportunamente por escrito[...] Y tales modificaciones, en caso de presentarse, pueden ser escritas o no, y, por lo tanto, pueden acreditarse mediante anexos que las recojan, o con los medios probatorios que demuestren fehacientemente los pertinentes convenios expresos o tácitos, modificativos de algunos aspectos del contrato inicial” (sent. de 4 abril, exp. 4880).

325 En la Exposición de Motivos del proyecto de 1958, se expresó que “[...] una prueba calificada, como es la que consagra el artículo 876, solo podrá exigirse, y así se hace, para los elementos esenciales del contrato, su renovación o prórroga, su revalidación (si se trata de un seguro de vida), sus modificaciones substanciales y para

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referida solemnidad, sino la consensualidad, y un régimen de prueba restringida o acotada, un sector de la doctrina se inclina por el escrito o la confesión, únicamente, no admitiendo otros medios probatorios, obviamente haciendo la salvedad de que en estos casos el consabido escrito tiene naturaleza ad probationem, que no ad substantiam actus.

En tal sentido, el Doctor LÓPEZ BLANCO entiende que “la duda surge es en cuanto si para probar las modificaciones es adecuada la misma tarifa legal de pruebas que se da para el contrato (sólo confesión o prueba documental escrita) o si, por el contrario, es viable probarlas por cualquiera de los medios de prueba de que trata el art. 175 del C. de P. C. Si se tiene en cuenta que el anexo forma parte de la póliza y en últimas, implica una modificación al contrato de seguro, opera la limitación probatoria en cita, pues el propósito del legislador fue el de otorgar una relativa seguridad probatoria para la prueba de un contrato de seguro ajustado consensualmente, lo que igualmente es predicable de las convenciones que la modifican, aspecto que de nuevo pone en evidencia que la solución central para evitar cualquier equívoco al respecto se halla en manos de las aseguradoras que sí realizan una pronta expedición y entrega de los anexos, erradican cualquier posibilidad de discusión”326.

Por nuestra parte, a tono con lo manifestado en otro acápite del presente escrito, no podemos pontificar en esta materia, pues es preciso puntualizar que, a priori, cualquier definición puede resultar aventurada, dado que el caso, en efecto, será el que ilumine una respuesta satisfactoria y prudencial. Empero, preliminarmente, exigir en todos y cada unos de los supuestos la prueba escrita, sin más miramientos, luce exagerado, pues habrá casos en los

algunas de sus demás especificaciones”, de lo que se desprende, ab initio, que no se refería a todas, pues las insustanciales, por vía de ejemplo, podrían probarse de otro modo. Así, por lo demás, quedó plasmado en el referido art. 876, a cuyo tenor “El contrato de seguro en cuanto a sus elementos esenciales, su renovación o prórroga, su revalidación, sus modificaciones substanciales y las especificaciones indicadas en los numerales 5, 6, 7 y 9 del artículo 7º, se probará por medio de prueba escrita emanada de la parte obligada o de confesión judicial”.

A este mismo respecto, el profesor OSSA, por vía de referencia, examinando el tema de la renovación del seguro, indicó que esta “[...] no significa volver sobre el objeto y la causa del contrato, cuya identidad ha de preservarse hacia el futuro, ni importa una nueva declaración el estado del riesgo ni, por tanto, nueva expresión del consentimiento de las partes, sino tan solo un acuerdo en relación con su vigencia para prorrogarla en el tiempo [...]”. Teoría general del seguro, vol. II, op. cit., pág. 31.326 HERNÁN FABIO LÓPEZ BLANCO, Comentarios al contrato de seguro, op. cit., pág. 64.

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que la alteración, cambio o modificación, sean insustanciales, o que no alteren la arquitectura del negocio jurídico, pudiéndose probar con arreglo a la libertad probatoria; no estamos aludiendo a la prueba de cambios sustanciales que incidan en lo estructural del acuerdo, sino a aspectos que, in casu, conciernen a otros puntos, de menor envergadura327. Valga la pena mencionar, para avalar este aserto, que las exigencias consignadas en el artículo 1047 del estatuto mercantil no están situadas en un mismo plano y ellas responden a diversa jerarquía o prosapia legis, hasta el punto de que unas serán ineludibles y otras no lo serán, como lo tiene decantado la jurisprudencia y la doctrina colombianas. Algo similar tiene lugar en tratándose de la simple prórroga, la que se puede establecer recurriendo a otros medios diversos al escrito, por lo menos a uno que se denomine anexo, certificado o documento de prórroga. Difícil, en hipótesis como la contemplada, efectivamente, será soslayar la conducta observada de las partes, de tanta fuerza hermenéutica, a lo que se suma que, en línea de principio rector, no es lo mismo una renovación que una prórroga328.

3.2 La prueba por confesión

Como lo hemos expresado con anticipación, en la actualidad, a raíz de la reforma que estamos comentando (ley 389 de 1997), el contrato de seguro, en forma alternativa, puede ser válidamente acreditado mediante la confesión, posibilidad que, en el pasado no existía, por más que categórica y honestamente, el asegurador lo confesara, lo reconociera sin quiebres y con rotundidad, situación ante la cual, había que desoír al confesante, a sabiendas, de una parte, que confesión proviene de confessio, la que se deriva de fateri, fari, que significa ‘luz, brillo’ y, de la otra, que de antaño se ha considerado como la “reina de las pruebas” (confessio est regina probationum), fundamentalmente por cuanto exige para su concreción jurídica, que lo confesado se torne perjudicial para él, pues como atinadamente lo recuerda el maestro FRANCESCO CARNELUTTI, “La confesión no sólo es un testimonio cualificado por el sujeto, sino también por el objeto. No cualquier testimonio es la parte es

327 Acorde con lo anteriormente mencionado, y sin desvirtuar el significado probático asignado a la prueba documental en la órbita del contrato de seguro en Colombia, no resultaría a todas luces equivocado entender, o por lo menos contrario, al rompe, a la nueva arquitectura normativa patria, que frente a ciertas estipulaciones que, sin alterar en lo más mínimo la esencia o sangre negocial, han sido establecidas por las partes contratantes para regular determinados aspectos relativos al contrato, el escrito no devendría forzosa e inexorablemente necesario, en la medida en que en estas hipótesis sería de recibo su acreditación mediante otra probanza, aplicándose entonces la libertad probatoria que con tanta fuerza rige entre nosotros en el campo procesal. En otras palabras cuando las referidas estipulaciones no se ocupen de temas cardinales o determinantes, propios de la exigencia escritural ya mencionada, podría pensarse que ellas serían dueñas de un régimen probatorio diverso, en el sentido de que no sería ni tasado, ni restringido. A este respecto, bien vale la pena recordar el diciente contenido del citado artículo 876 del proyecto de 1958, a cuyo tenor: “El contrato de seguro en cuanto a sus elementos esenciales, su renovación o prórroga, su revalidación, sus modificaciones substanciales y las espe-cificaciones indicadas en los numerales 5, 6, 7 y 9 del artículo 7º, se probará por medio de prueba escrita emanada de la parte obligada o de confesión judicial”.

Por lo demás, atendida su significación, no sobra manifestar que otros medios probáticos podrán contribuir a la inteligibilidad o comprensión más cabal de los elementos preliminarmente acreditados a través de un escrito o confesión. Por ello, los elementos de la esencia del contrato, mediante los cuales se prueba la existencia del contrato propiamente dicho, se deben acreditar con estribo en los medios en comentario. Sin embargo, aquellos aspectos que no sean de la referida trascendencia, así como las clarificaciones o precisiones respecto de los elementos esenciales, se podrán realizar acudiendo a otros medios, los cuales no cumplirán la tarea de probar, ex novo, los aludidos elementos, sino simplemente de propiciar la reconstrucción histórica enderezada a tornarlos más inteligibles e indiscutidos (laborío clarificador).

328 Vid. CARLOS IGNACIO JARAMILLO J., “La conducta observada por los contratantes y su incidencia en la interpretación del contrato. Alcance de la trilogía integrada por los actos anteriores, coetáneos y posteriores a su celebración”, en Libro en homenaje al profesor Fernando Vidal Ramírez, Lima, 2011.

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confesión, sino solamente aquel que narra un quid contrario al interés de la misma parte [...]. Precisamente sobre esta particularidad del objeto se funda la credibilidad de la confesión”329.

Clásica es la noción de confesión del célebre profesor de la Universidad de Pisa, CARLOS LESSONA, conforme a la cual “confesión es la declaración, judicial o extrajudicial (espontánea o provocada por interrogatorio de la parte contraria o por el Juez directamente) mediante la cual una parte, capaz de obligarse y con ánimo de proporcionar a la otra una prueba en perjuicio propio, reconoce total o parcialmente la verdad de una obligación o de un hecho que se refiere a ella y es susceptible de efectos jurídicos”330.

Al fin y al cabo, como igualmente lo recreaba ULPIANO en el sapiente derecho romano clásico, “Ninguna misión [o muy poca, decimos nosotros] tiene el juzgador sobre los que confiesan” (Nulla partes sunt iudicandi in confitentes), pues si su animus confitendi es genuino, cumplidos todos los requisitos de ley, porque no admitirla como medio de prueba idóneo, amén que fidedigno, en principio, y darle la espalada a una aceptación tan paladina, toda vez que pues como lo ha puesto de presente el profesor de la Universidad de Roma, GIUSEPPE CHIOVENDA, “la confesión nos presenta dos afirmaciones concordantes relativas a un mismo hecho, y estas constituyen, normalmente, un límite para el poder del juez, en el sentido que, por regla general, debe sin más poner el hecho confesado como base de la resolución”331.

La Corte Suprema de Justicia, validando tal aserto, en sentencia del 4 de abril de 2002, indicó que “[...] requisito esencial de la confesión es [...] que verse «sobre hechos que produzcan consecuencias jurídicas adversas al confesante o que favorezcan la parte contraria»; desde luego que en derecho, así civil como penal, hacer una confesión, confesar una cosa, un hecho, un acto jurídico, es reconocer como verdadero el hecho o el acto de índole suficiente para producir contra el que lo admite consecuencias jurídicas”.

Por ello el legislador de 1997, siguiendo las directrices del propio proyecto de 1958, en materia de seguros hoy admite la confesión como una de las vías probatorias para acreditar la relación aseguraticia. El artículo 870 del aludido proyecto, en efecto, era claro al aseverar que “El contrato de seguro en cuanto a sus elementos esenciales, su renovación o prórroga, su revalidación, sus modificaciones substanciales y las especificaciones indicadas en los numerales 5, 6, 7 y 9 del artículo 7º, se probará por medio de prueba escrita emanada de la parte obligada o de confesión judicial. Las demás especificaciones del contrato se probarán por cualquier medio de prueba”.

El nuevo artículo 1046 del Código de Comercio, en virtud de la reforma de finales de la última década del anterior milenio, señala que “El contrato de seguro se probará por escrito o confesión”, sin limitarla a la judicial, pues no hace ninguna distinción, a diferencia del proyecto de 1958, como se observó, razón por la cual el ordenamiento jurídico patrio concede una opción probática al servicio de los interesados, así sea una prueba que, obviamente, no dependa del tomador-asegurado o del demandante, según caso, merced a que está sujeta a varias exigencias, una de ellas, a la intentio o animus del confesante, circunstancia que en la

329 FRANCESCO CARNELUTTI, Sistema de derecho procesal civil, t. II, Buenos Aires, Uthea, 1944, pág. 483.

330 CARLOS LESSONA, Teoría general de la prueba en el derecho civil, t. I, Madrid, Reus, 1957, pág. 389.

331 GIUSEPPE CHIOVENDA, Instituciones de derecho procesal civil, vol. III, Madrid, Revista Editorial de Derecho Privado, 1940, pág. 66.

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práctica no se materializa cotidianamente, de manera que deviene excepcional y no a menudo —o día tras día—, motivo por el cual, como lo reconoce con autoridad el profesor HERNÁN FABIO LÓPEZ, dicha habilitación probatoria “[...] es de rara estructuración en la realidad”332.

Con todo, aunque sea cierto ello, como lo es, se nos antoja preferible que exista a que no existiera este nuevo medio, aunque se enrostre “[...] la prioridad de la prueba documental sobre la confesional”333, entre otras razones por cuanto la confesión, como se precisó tangencialmente, puede, a manera de plus, sumarle algo que le reste al escrito; es decir que, in casu, podría sumarse o amalgamarse al documento existente, en sí insuficiente del todo, para completarlo, en cuyo caso la declaración confesional no abarcaría todo el tejido negocial, sino una parte, lo que podría ser menos improbable, aunque siendo de difícil consecución u obtención, máxime cuando la buena fe, en su más pura concepción, es una coordenada que inavariablemente debe guiar la conducta del empresario, un profesional que debe comportarse como tal, esto es, con probidad, con limpieza, con honestidad, con sinceridad, con rectitud, con honorabilidad, como lo haría un ‘caballero’, mutatis mutandis, asíaunque fuera el confesante una persona jurídica, la que debería dar ejemplo, justamente por ser un profesional, que no un oportunista o un bribón.

Así las cosas, será necesario acudir a las normas inmersas en el Código de Procedimiento Civil, con el fin de esclarecer el alcance, tipología, forma, requisitos, procedimiento y, en fin, lo más relevante de esta “declaración de parte”. Sobre el particular, el artículo 194 del Código de Procedimiento Civil dispone que la “Confesión judicial es la que se hace a un juez, en ejercicio de sus funciones, las demás son extrajudiciales. La confesión judicial puede ser provocada o espontánea. Es provocada la que hace una parte en virtud de interrogatorio de otra partes o del juez, con las formalidades establecidas en la ley, y espontánea la que se hace en la demanda y su contestación o en cualquier acto del proceso sin previo interroga-torio”.

Norma importante es el artículo 195 del mismo código, que a la letra expresa, en punto a sus requisitos, que “La confesión requiere: 1. Que el confesante tenga capacidad para hacerla y poder dispositivo. 2. Que verse sobre hechos que produzcan consecuencias jurídicas adversas al confesante o que favorezcan a la parte contraria. 3. Que recaiga sobre hechos respecto de los cuales la ley no exija otro medio de prueba. 4. Que verse sobre hechos personales del confesante o de que tenga conocimiento. 6. Que se encuentre debidamente probada, si fuera extrajudicial o judicial trasladada”.

Fundamental es, pues, que el confesante, entre otras exigencias, tenga capacidad, y que esté posibilitado o facultado para comprometer los intereses en juego, teniendo en cuenta los efectos que de ella emanan, para nada deleznables; todo lo contrario, este aspecto éste que sube de tono, en tratándose del contrato de seguro, que a términos del artículo 1037, tiene como partes al tomador y al asegurador, entendido este último, como “[...] la persona jurídica

332 HERNÁN FABIO LÓPEZ BLANCO, Comentarios al contrato de seguro, op. cit., págs. 62 y 63, expositor que, expresa lo siguiente en torno a la confesión después de la reforma de 1997, corroborante de lo expuesto en el texto: “[...] el otro medio idóneo para acreditar la celebración del contrato de seguro, in extenso, es la confesión, respecto de la cual el artículo 3º de la ley 389 de 1997 no realiza ninguna cualificación, de ahí que, en principio, asevere que cualquiera de las posibilidades de confesión tipificadas en el estatuto procesal civil, naturalmente observando los requisitos propios de cada una de ellas, es idónea para efectos de demostrar la celebración del contrato de seguro, lo que [...] no pasa de ser una posición académica de rara estructuración en la realidad [...] una posición ingenua”.

333 ENRIQUE FALCÓN, Tratado de la prueba, Buenos Aires, Astrea, 2009, págs. 467 y 468.187

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que asume los riesgos debidamente autorizado para ello con arreglo a las leyes y reglamentos”. Ello quiere significar, sin excepción, que la confesión, para que se torne eficaz, deberá ser realizada por un sujeto cualificado, y no por cualquier funcionario de la entidad aseguradora. Dice el artículo 198 del Código de Procedimiento Civil, relativo a la “confesión por representante”, que “Vale la confesión del representante legal, el gerente, administrador o cualquier mandatario de una persona, mientras esté en el ejercicio de sus funciones, en lo relativo a los actos y contratos comprendidos dentro de sus funciones para obligar al representado o mandante. La confesión por representante podrá extenderse a hechos o actos anteriores a su representación”.

En compendio, como lo realza el artículo 1046 del Código de Comercio, en su versión vigente, la celebración del contrato de seguro, en particular sus elementos estructurales o genéticos, al igual que los de carácter general, consustanciales a todo negocio jurídico, podrá comprobarse mediante un escrito, simple o calificado (escrito o póliza de seguro), bien individualmente o a través de varios escritos suficientes, o en virtud de una confesión emanada del asegurador, en cualquiera de sus tipologías o clases, obviamente en la inteligencia de que igualmente lleve a la convicción de que el seguro, otrora, sí se perfeccionó y, por ende, surgió a la vida jurídica, sin que ello se oponga a que, articuladamente, en lo pertinente, pueda unirse la confesión al escrito o viceversa, pues no son excluyentes, sino complementarios, teleológicamente concebidos.

CAPÍTULO VEl mérito ejecutivo de la póliza de seguro

Descripción general:

Como es obvio, uno de los aspectos de mayor trascendencia en la praxis judicial derivada del seguro, tiene que ver con el tema del mérito ejecutivo de la póliza de seguro. Entender las hipótesis en que el documento contentivo del contrato se convierte que un arquetípico título

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ejecutivo, resulta, de suyo, una tarea fundamental, como quiera que de ello depende, en gran parte, el trámite que se dé a un proceso de este tipo. Por esa razón, en el presente capítulo, el lector encontrará un desarrollo teórico y práctico de los casos en que el contrato de seguro y, de manera especial, la póliza, prestan mérito ejecutivo. El propósito es analizar e interpretar el contenido de las disposiciones del Código de Comercio que se refieren a esta temática, tomando como base los pronunciamientos jurisprudenciales y las opiniones doctrinales más difundidas.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a. ¿En qué casos la póliza de seguro presta mérito ejecutivo?

b. ¿Cómo puede establecerse si una determinada póliza habilita o no para iniciar un proceso ejecutivo?

Palabras clave: Póliza de seguroMérito ejecutivo Proceso ejecutivo

El tema del mérito ejecutivo de la póliza de seguro ha sido objeto de múltiples y prolijos estudios realizados por la doctrina y jurisprudencia nacionales. Sin embargo, como el desarrollo integral y cabal de la acción ejecutiva dimanante de la “póliza de seguro” demanda una exposición previa y razonada sobre la naturaleza de la obligación del asegurador y de suyo una explicación detallada de las modalidades del negocio jurídico, especialmente en lo relativo a la condición y al hecho condicionante o condicional, solo nos detendremos a considerar los tópicos más sobresalientes de la “institución” consagrada en el art. 1053 del Código de Comercio, pues aun cuando los puntos indicados precedentemente son de innegable e incuestionable importancia, muy a nuestro pesar no podrán ser estudiados en esta oportunidad, máxime cuando nuestra posición es diametralmente contraria a la esgrimida por la doctrina tradicional; hecho que nos apartaría considerablemente del tema trazado inicialmente, sin una verdadera justificación.

I. IDEAS GENERALES:

En materia del contrato de seguro el legislador nacional, desde hace varios decenios, le concedió a la póliza de seguro —en ciertas y determinadas circunstancias— el tratamiento de título ejecutivo, pues quizás preocupado por la frecuencia con que los intereses de los asegurados se veían prácticamente defraudados, optó por permitirle al asegurado que actuara por la vía ejecutiva contra el asegurador que, fuera de no haber atendido prontamente su solicitud de pago, guardó silencio en lo que respecta a su reclamación. Empero, al momento de normarse el aducido beneficio procesal mediante el art. 25 de la ley 105 de 1927, no se procedió con la diligencia requerida para el efecto, pues desde ese mismo instante se empezaron a generar un sinnúmero de dificultades que, ni aún hoy día, con un

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precepto diferente, han disminuido. Por el contrario, y paradójicamente, con la aparición del adicionado y fantasmal art. 1053 del Código de Comercio, los problemas han aumentado. La doctrina y la jurisprudencia no han encontrado —y tal vez nunca lo encuentren— un punto de equilibrio ante el contenido del art. 1053 y más específicamente sobre su enrevesado numeral tercero. Las opiniones contrarias en torno al espíritu vaporoso de la norma precedente, abundan en nuestro medio; y han dado pábulo a las más protuberantes contradicciones. Los aseguradores día a día se ven fácilmente vinculados procesalmente, pues algunos funcionarios de la rama jurisdiccional encargados de ventilar estos asuntos, en la generalidad de las veces, no vacilan en proferir mandamiento ejecutivo de pago, guiados principalmente por una torcida interpretación del texto contentivo del beneficio de la referencia y por la generalizada, mas no por ello acertada idea, de que el seguro se institucionalizó para defraudar los intereses de los asegurados que, supuestamente, son siempre la “parte débil” de la relación asegurativa

Hechas las observaciones precedentes, estimamos oportuno transcribir el art. 1053 del Código de Comercio, pues en él encontraremos hondas diferencias introducidas por la llamada, para utilizar la expresión de un distinguido tratadista de derecho societario, “Comisión de expertos”, designada por el gobierno nacional, toda vez que debemos ser muy claros en que la paternidad de este artículo no se les puede atribuir a los redactores del proyecto de 1958, ni tampoco a los comisionados del Subcomité de Seguros. Lejos de ellos, como vimos, estuvo la intención de consagrar irrestrictamente el mérito ejecutivo de la póliza de seguro, y mucho menos en los “términos” inconciliables empleados por la antedicha Comisión. El mencionado art. 1053, a la letra dice:

“La póliza prestará mérito ejecutivo contra el asegurador, por sí sola, en los siguientes casos:“1°) En los seguros dotales, una vez cumplido el respectivo plazo;“2°) En los seguros de vida, en general, respecto de los valores de cesión o rescate, y“3°) Transcurridos sesenta días contados a partir de aquel en que el asegurado o el beneficiario o quien los represente, entregue al asegurador la reclamación aparejada de los comprobantes que según la póliza sean indispensables, sin que dicha reclamación sea objetada”.

La “Comisión de expertos” dio un giro considerable en esta materia, pues con todo y que los redactores del proyecto de 1958 y los comisionados del Subcomité de Seguros se negaron a concederle de manera general mérito ejecutivo a la póliza de seguro y mucho menos “por sí misma’’ o “por sí sola”, esta terminó por otorgarle expresa y generalizadamente el referido beneficio procesal. De la misma manera y sin perjuicio de las anotaciones que haremos posteriormente, la Comisión consideró que la póliza de seguro prestaba, por sí sola, mérito ejecutivo, sin percatarse, entre varios, de que el numeral tercero del mismo artículo por ella confeccionado desmiente categóricamente esa afirmación.

Veamos entonces por separado y de acuerdo con lo esgrimido por el art. 1053 del Código de Comercio, los casos en que la póliza de seguro presta mérito ejecutivo contra el asegurador(334).

1. EN LOS SEGUROS DOTALES

Antes de explicar el significado del seguro dotal, digamos que dentro del régimen general de los seguros de vida (mejor digamos seguros sobre la vida), y teniendo en cuenta la naturaleza 334

?. Debemos advertir que el proyecto de Código Civil, en su art. 945, conserva el contenido del art. 1053 deI Código de Comercio. La única variación introducida es de tipo adjetivos toda vez que el primer inciso en vez de decir ‘‘el respectivo plazo’’, dice “el plazo respectivo”. Nuevamente se pierde otra preciada oportunidad de terminar con tantas y tan variadas dificultades.

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del riesgo, existen los seguros de muerte y los seguros de vida propiamente dichos, también denominados de supervivencia puros o de sobrevivencia. En los primeros, el deceso del asegurado es la verificación del hecho condicionante o condicional en virtud del cual el asegurador resulta obligado para con el beneficiario del importe del seguro. La muerte del asegurado constituye el riesgo asegurable (art. 1054). En los segundos la supervivencia del asegurado durante un plazo prefijado es la verificación del hecho condicionante o condicional en virtud del cual el asegurador resulta obligado para con el asegurado a entregarle el total de la suma asegurada. La supervivencia del asegurado constituye el riesgo asegurable (art. 1054)(335) y (336).

Los seguros dotales puros, nacidos como paliativo a la generalizada idea del vulgo de morir para cobrar, o como dice el profesor MAGEE, de “morir para ganar”(337) son en rigor los mismos seguros de supervivencia o sobrevivencia puros(338). Sin embargo, algunos han aceptado denominar seguro dotal a aquel que combina las coberturas anteriormente descritas, vale decir: la muerte y la vida propiamente dicha o supervivencia; de suerte que si el asegurado muere dentro del período determinado, el beneficiario o beneficiarios estarán legitimados para reclamar la suma asegurada, y si, por el contrario, el asegurado sobrevive al vencimiento o expiración del período dotal, él estará facultado para exigirle al asegurador la totalidad de la suma asegurada. En este caso, el asegurador se ve igualmente obligado frente a cualquiera de los dos eventos. La cobertura de este seguro es doble, pues el asegurador responde indistintamente, en los términos indicados, bien si el asegurado vive o bien si el asegurado muere. Gran parte de la doctrina extranjera, ante la evidente combinación de coberturas, prefiere llamar “mixto” a este tipo de seguro(). No obstante, nuestro legislador

335 Las dos modalidades anteriormente descritas son explicadas con claridad por la Corte Suprema de Justicia de

Argentina en los siguientes términos: ‘‘En el concepto de seguro sobre la vida no solo se hallan comprendidos aquellos contratos en que el riesgo para el asegurado se halla constituido por la posibilidad de una muerte prematura, sino también los contratos para el ‘caso de vida’ o ‘a término fijo’, en los cuales el derecho al capital exigible en un plazo determinado queda supeditado a la sobrevivencia del asegurado en la fecha pactada” (El Código de Comercio y leyes complementarias comentado por CARLOS JUAN ZAVALA RODRÍGUEZ, t. II, ed. cit., pág. 517). En sentido muy similar, el profesor SALVADOR MORALES en su obra El seguro de vida, México Edit. Uthea, 1949, pág. 13.

A este respecto el art. 83 de la nueva ley española relativa al contrato de seguro, es muy diciente al prescribir: ‘‘El seguro puede estipularse sobre la vida propia o la de un tercero, tanto para caso de muerte como para caso de supervivencia o ambos conjuntamente”.

336 Como anotación al margen, podemos decir que la existencia del seguro de supervivencia es prueba fehaciente

para controvertir aquellas posiciones que ven en el riesgo una “eventualidad dañosa” patrimonial o las que ven en su realización un resultado eminentemente nocivo, toda vez que la mera supervivencia del asegurado, que para todos los efectos se traduce en un riesgo, no entraña perjuicio ni daño alguno. Por lo tanto, equiparar riesgo a daño, como lo pretende un sector considerable de la doctrina. no es preciso y por el contrario constituye un lamentable yerro.

337 JOHN H. MAGEE, El seguro de vida, México. Edit. Unión Tipográfica Editorial Hispano-Americana 1964, pág. 57.338

?. El mismo profesor, en relación con el seguro dotal puro, expresa: “…es un contrato de seguro de vida que provee una cobertura exactamente opuesta a aquella que proporciona el contrato temporal. Bajo el contrato temporal, el pago se hace a un beneficiario si el asegurado muere durante el término de la póliza, y no habrá obligación si sobrevive al término; bajo a forma de dotal pura, no se hace ningún pago si el asegurado muere durante el período de la póliza, pero el valor nominal de la póliza se paga si el asegurado sobrevive al fin del período’’ (Ibídem, pág. 54). De manera similar, los escritores S. S. HUEBNER y KENNETH BLACK J. R. a ese mismo respecto manifiestan: ‘Los puros contratos dotales se obligan a pagar al asegurado la suma cubierta en el supuesto de que el titular sobreviva al terminar un cierto período de tiempo” (El seguro de vida, Madrid, Edit. Mapfre, 1979, pág. 464). Finalmente y en este mismo sentido FRANCIS T. ALLEN al decir: “Las dotales puras son contratos que solo tienen que pagarse si las personas sobre cuyas vidas se hacen, viven hasta el vencimiento del plazo. Son exactamente lo opuesto al seguro a término.” (Principios generales de seguros, México, Fondo de Cultura Económica 1955, pág. 60).

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mercantil expresamente adoptó la denominación de seguro dotal, quizás por la tradición del término en el lenguaje de los aseguradores (art. 1053)(339).

Explicado someramente el significado del seguro dotal, no es difícil comprender que en este caso la póliza de seguro preste mérito ejecutivo contra el asegurador, con la salvedad de que ante la letra del numeral primero del art. 1053 del Código de Comercio, solo en el supuesto de que el asegurado no muera dentro del periodo dotal se podrá recurrir a la vía ejecutiva invocando este numeral, pues si el asegurado muere antes del vencimiento del mencionado período, los beneficiarios, si se cumplen los demás presupuestos podrán acudir a la via ejecutiva, ya no en virtud del numeral primero sino del numeral tercero del mismo art. 1053. En efecto, el numeral primero a este respecto es muy claro al prescribir: “En los seguros dótales, una vez cumplido el respectivo plazo”. Lo anterior quiere decir que si el asegurado toma un seguro dotal (mixto) y no fallece dentro del periodo establecido en la póliza, este podrá iniciar un proceso ejecutivo contra su asegurador por el no pago de la suma asegurada, pues se ha “cumplido el respectivo plazo”.

Pero si, por el contrario, el asegurado muere antes del vencimiento del periodo dotal, el beneficiario o beneficiarios no podrán iniciar el proceso ejecutivo invocando el contenido del numeral primero del art. 1053, pues tendrán que ceñirse a los términos del último numeral de la norma en mención(340).

Cuando el legislador impera que la póliza prestará mérito ejecutivo ‘en los seguros dotales, una vez cumplido el respectivo plazo”, está refiriéndose, dentro de la combinación de coberturas, a la de supervivencia que es la única que opera al vencimiento de un plazo, habida cuenta que la cobertura de muerte tiene cabida es dentro del período fijado y no a su vencimiento o expiración.

Así las cosas, si el asegurado continúa vivo a la llegada de la fecha previamente consignada en la póliza, tendrá expedita la vía ejecutiva para proceder contra su asegurador, a fin de exigirle judicialmente el pago de la suma asegurada, pues del documento contentivo y exteriorizante de las voluntades de los extremos de la relación asegurativa se desprenderá nítidamente la existencia de una obligación expresa, clara, exigible y líquida, de acuerdo con lo consignado en los arts. 488 a 491 del Código de Procedimiento Civil; razón por la cual, y siguiendo en este punto a la doctrina nacional, estimamos que este numeral nada nuevo ha introducido, ya que siguiendo las líneas trazadas por el Código de Procedimiento Civil, se llega a idéntica conclusión. Bástenos decir que el término de 60 días establecido para el asegurador en el art. 1080 del Código de Comercio no se aplica en este caso, pues el solo vencimiento del plazo prefijado hace que la obligación del asegurador surja como pura y simple, en consideración a que, como dice atinadamente el doctor SAÚL FLÓREZ ENCISO, “…Al asegurado le basta solicitar el pago de la suma asegurada a la compañía aseguradora, para que esta se vea obligada a cancelarla inmediatamente, sin que medie lapso alguno de espera para realizarlo”(341).

2. EN LOS SEGUROS DE VIDA RESPECTO DE LOS VALORES DE CESIÓN O DE RESCATE

339. Las legislaciones ecuatoriana y boliviana, siguiendo las orientaciones del proyecto de 1958 -la primera- y del

Código de Comercio -la Segunda-. adoptaron la misma terminología (‘Seguro de Vida Dotal’’ y ‘‘Seguros Dotales’’, respectivamente). 340. En este sentido, el doctor Hernán Fabio López Blanco, Comentarios al contrato de seguro, ed. cit., págs. 176 y 177. Igualmente la ponencia del Capitulo de Medellín con ocasión del Segundo Encuentro Nacional de la Asociación Colombiana de Derecho de Seguros, Cali, 1976.341

?. Saúl Flórez Enciso, El contrato de seguro, ed. cit., pág. 174.

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El numeral segundo del art. 1053 del Código de Comercio es el encargado de reglar lo atinente al mérito ejecutivo de la póliza de seguro en relación con los valores de cesión o de rescate, en los siguientes términos: “2) En los seguros de vida, en general, respecto de los valores de cesión o rescate…(342).

Los valores de cesión o de rescate corresponden a unas determinadas sumas de dinero que se van generando y acumulando a cargo del asegurador y a favor del asegurado, y en veces del beneficiario dentro de un seguro de vida. Estas sumas provienen de la prima recibida por el asegurador pues un porcentaje de ella está dirigido a la constitución de los mencionados valores. Pero solo son exigibles, “después de transcurridos dos años de vigencia del seguro” (C. de Co., art. 1155).

Como acabamos de decir, los valores de cesión o de rescate son sumas que se van generando y acumulando a favor del asegurado con el objeto de que en vida pueda hacer uso de ellas. Sin embargo, por expresa autorización del art. 1147 del estatuto mercantil, el beneficiario a título oneroso, cuando se haya designado “en garantía de un crédito”, podrá válidamente exigir para sí el “valor de rescate hasta concurrencia de su crédito”. Por esta razón podemos decir que si bien es cierto que en la generalidad de las veces el titular del derecho sobre los valores referidos es el asegurado, no podemos olvidar, así sea excepcional, que el beneficiario a título oneroso también conserva este derecho.

Hecha la última precisión, conviene aclarar que la destinación de los valores de cesión o de rescate es variada. No solamente, como generalmente se piensa, el asegurado puede reclamarlos para que le sean pagados en moneda corriente, ya que como bien lo indica el art. 1155 del Código de Comercio, los valores de cesión o de rescate se aplicarán, “a opción del asegurado, después de transcurridos dos años de vigencia del seguro:

“1°) Al pago en dinero;“2°) Al pago de un seguro saldado, y“3°) A la prórroga del seguro original”.

Tiene entonces razón el doctor OSSA GÓMEZ, al afirmar que en el primer numeral de este artículo estamos en presencia de una obligación para el asegurador de dar y en los numerales restantes, frente a “sendas obligaciones de hacer”(343).

La determinación de la cuantía de los valores de cesión o de rescate no es difícil, habida consideración de que las mismas pólizas contienen unas tablas que permiten su establecimiento. De este modo, la obligación del asegurador, una vez transcurra el plazo anteriormente señalado, se tornará en clara, expresa y exigible, y ante el primer numeral del art. 1155 del Código de Comercio, igualmente en líquida; de tal manera que si el asegurador no atiende “prontamente” las exigencias del asegurado, y en el caso visto las del beneficiario, estos podrán sin dilación alguna iniciar contra el asegurador moroso un proceso ejecutivo, pues en este supuesto la póliza de seguro, por prestar mérito ejecutivo, es el documento idóneo para entablar la demanda respectiva.

Al igual que en los seguros dotales, el asegurador está obligado a cumplir su obligación inmediatamente toda vez que el plazo establecido por el art, 1080 del Código de Comercio no es aplicable a este numeral segundo, entre otras razones, porque los sesenta días solo hacen 342. Las legislaciones ecuatoriana y boliviana, al momento de desarrollar el mérito ejecutivo de la póliza y en particular lo relacionado con estos valores, en su orden expresan: ‘Art. 9-1. En los seguros de vida, en general respecto de los valores de rescate’’ y ‘‘Art. 1.009-2. Sobre los valores de préstamo y rescates en los seguros de vida’’.

343. Efren Ossa Gómez, Teoría general del seguro, ed. Cit., pág. 270.

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relación, de acuerdo con los términos del mencionado art, 1080 y los del art. 1077, a la ocurrencia de un siniestro, que por definición legal es “la realización del riesgo asegurado” (C. de Co., art. 1072) y en esta figuración, vale decir la del numeral segundo del art. 1053, no se está ante ningún riesgo y por ende tampoco ante la posibilidad jurídica de un siniestro. Vuelve a tener razón el profesor OSSA GÓMEZ, al manifestar: “…que estas hipótesis más corresponden a la capitalización, al ahorro que se incuban en la entraña del seguro de vida, que al seguro mismo” (344) y (345)

Finalmente, y como corolario de todo lo anterior se nos antoja decir, a semejanza de lo expuesto cuando estudiábamos lo pertinente al seguro dotal, que aun sin la existencia o sin el pronunciamiento del numeral segundo del art. 1053 del Código de Comercio, la póliza de seguro prestaría mérito ejecutivo contra el asegurador, pues sería totalmente aplicable el régimen del Código de Procedimiento Civil.

3. EN EL SUPUESTO CONSAGRADO EN EL NUMERAL TERCERO DEL ARTICULO 1053

Es este, sin lugar a dudas, el numeral que más ha llamado la atención de los entendidos en materia del mérito ejecutivo de la póliza de seguro, quizás porque su contenido no es armónico. Lo cierto es que existen infinidad de posiciones que de una u otra forma intentan —algunas con notoria aproximación— interpretar, desde muy distintos ángulos, el contenido del numeral tercero del art. 1053 del Código de Comercio, que expresa: “3) Transcurridos sesenta días contados a partir de aquel en que el asegurado o el beneficiario o quien los represente, entregue al asegurador la reclamación aparejada de los comprobantes que según la póliza sean indispensables, sin que dicha reclamación sea objetada”.

Del numeral transcrito se desprenden, en nuestro entender, tres grandes requisitos o presupuestos para que la póliza de seguro preste mérito ejecutivo contra el asegurador. Estos son: a) presentación de un reclamo formal; b) ausencia de objeción formal, y c) transcurso de 60 días.

A continuación nos ocuparemos brevemente de estos tres requisitos o presupuestos.

A) Presentación de una reclamación formal, de acuerdo con los lineamientos de los arts. 1077 y 1080 del Código de Comercio, el cometido de la reclamación es el de aportarle al asegurador las pruebas que acrediten la ocurrencia del siniestro. Podemos decir entonces, como lo hicimos en una oportunidad(346), que la reclamación, para efectos del art. 1053 del Código de Comercio, es el vehículo por medio del cual el asegurado o beneficiario ejerce extrajudicialmente su derecho frente al asegurador.

Aunque parezca obvio decirlo —y tal vez por su olvido son tan frecuentes en nuestro medio los mandamientos ejecutivos contra los aseguradores-, se requiere de la presencia de una ‘reclamación” para que se pueda iniciar, previo el lleno de los demás requisitos, un proceso ejecutivo. La reclamación formal no es cualquier escrito que el asegurado o el beneficiario entrega al asegurador, pues se necesita indefectiblemente que el escrito presentado a este

344. Ibídem, pág. 270.

345. En relación con el pronto cumplimiento de esta obligación a cargo del asegurador, el doctor SAUL FLÓREZ nos dice: “Como lo explicamos en los seguros dotales, en los seguros de vida y respecto de los valores de cesión, cuando el asegurado o beneficiario quieran hacerlos efectivos solo necesitan reclamarlos a la aseguradora, quien deberá liquidarlos y girarlos inmediatamente; de lo contrario el asegurado o beneficiario, si lo es a título oneroso, Podrá hacerlos efectivos mediante el procedimiento ejecutivo...’’ (El contrato de seguro, ed. cit., pág. 177). 346

En nuestro estudio intitulado ‘‘Legitimación para objetar las reclamaciones en el contrato de seguro”, publicado en la revista Agora de la Facultad de Derecho de la Universidad Javeriana, N° 16, 1985, pág. 26.

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contenga los elementos indispensables para evaluar su responsabilidad. No en vano el numeral que estamos comentando exige que a la reclamación se acompañen “los comprobantes que según la póliza sean indispensables”. También el art. 1080 del Código de Comercio, el cual consideramos complemento sustancial y básico del numeral tercero del art. 1053, no solo por las razones históricas expuestas en su oportunidad, sino porque su relación es necesaria a fin de no desvirtuar, como es común, el espíritu del legislador en este punto, impone la misma conclusión ya anotada. Por consiguiente, así nos volvamos repetitivos, hay que distinguir entre la simple queja que no tiene nada de común con la noticia o aviso del siniestro (C. de Co., art. 1075) y la reclamación formal. La primera, es un mero escrito carente de eficacia judicial y extrajudicial, pues evade abiertamente los deberes impuestos por el art. 1077 del Código de Comercio; mientras que la segunda, para que adquiera el calificativo dado, debe ser un escrito serio, completo y fundado y debe estar orientado exclusivamente a “demostrar la ocurrencia del siniestro, así como la cuantía de la pérdida, si fuere el caso”.

Desgraciadamente, para algunos de nuestros jueces aun los papelujos que en oportunidades son presentados a los aseguradores equivalen a “reclamaciones formales’’; desencadenándose, en consecuencia, a más de guillotinarse el objetivo del legislador, los graves inconvenientes, que de suyo se generan para los aseguradores que han obrado de buena fe.

De otro lado, pero nuevamente en el terreno de lo evidente, es importante tener en cuenta, como correctamente lo anota el doctor EFRÉN OSSA, que “la reclamación presupone el siniestro...”(347), pues no otro puede ser el fundamento de una reclamación formal, ya que si estamos, como caso extremo, ante un reclamo fraudulento, faltarán las calidades de seriedad y fundamentación propias de toda reclamación formal, sin perjuicio de que opere la pérdida del derecho de la indemnización (C. de Co., art. 1078).

Como lo esbozamos en acápites anteriores, la reclamación debe estar acompañada “de los comprobantes que según la póliza sean indispensables” y no “aparejada” de ellos, como indebidamente lo dice el numeral tercero del art. 1053 del Código de Comercio(348). Ello no quiere decir en modo alguno que si la póliza de seguro no indica, como es lo común, cuáles son los comprobantes indispensables para sustentar la reclamación a presentar, el asegurado o el beneficiario queden dispensados de cumplir con el deber de “demostrar la ocurrencia del siniestro, así como la cuantía de la pérdida, si fuere el caso”, pues es necesario, para cumplir con esta exigencia, recurrir a cualesquiera de los medios de prueba establecidos en el Código de Procedimiento Civil(349).

Así las cosas, tenemos que reconocer que la póliza de seguro, por lo menos en el supuesto del numeral tercero del art. 1053 del Código de Comercio, no presta mérito ejecutivo contra el asegurador, “por sí sola”, pues aun cuando el legislador utilizó esta odiosa expresión en el encabezado del mencionado artículo, no podemos negar, tal y como lo dijimos antes, que el

347 Efrén Ossa Gómez, Teoría general del seguro, ed. cit, pág. 276. En el mismo sentido, el doctor BERNARDO

ZULETA TORRES, El contrato de seguro, ed. cit., pág. 76.

348. Esta misma critica que hecha años atrás por el estudioso profesor FERNANDO HINESTROSA FORERO, la

cual aparece condensada en su conferencia sobre “La póliza de seguro como titulo ejecutivo”, Segundo Encuentro Nacional de la Asociación Colombiana de Seguros, Cali, 1976.

349. Sobre este particular el doctor Flórez Enciso manifiesta: ‘‘Para la demostración del hecho se deberán acompañar las pruebas que con tal fin haya señalado la póliza; pero si no las ha determinado, no quiere decir que la sola afirmación del asegurado o beneficiario de la ocurrencia del siniestro lo dé por demostrado, pues conviene entender que para ello existe el Código de Procedimiento Civil, el cual indica todos los medios probatorios, medios que se utilizarán según sea el hecho que se vaya a demostrar” (El contrato de seguro, ed. cit. págs. 182 y 183).

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numeral tercero del mismo artículo desmiente tal afirmación, al exigir el lleno de “varios” requisitos para que la póliza pueda prestar mérito ejecutivo. Si la póliza “por sí sol a”, siempre prestare mérito ejecutivo, no habría necesidad, como la hay, de acompañar a la demanda copia de la reclamación entregada en su oportunidad al asegurador, la cual, a su vez, debe también estar acompañada “de los comprobantes que según la póliza sean indispensables’’.

Lo anterior evidencia que la póliza de seguro, ahí si, de “por sí”, no es siempre un titulo simple o autónomo, toda vez que incuestionablemente en el caso del numeral tercero del art. 1053 del Código de Comercio, la póliza aparece como un título ejecutivo de los que la doctrina denomina como compuestos o complejos. Por esta razón, encontramos totalmente válido el siguiente planteamiento hecho por el doctor HERNÁN FABIO LÓPEZ BLANCO: “Estudiando en su integridad los tres numerales del articulo 1053, estimamos que la expresión es adecuada y acertada en lo tocante a los casos de las pólizas dotales y los valores de cesión o rescate, en las cuales, como hemos visto, el carácter de título ejecutivo que puede asumir el contrato de seguro emana de la aplicación misma del artículo 488 del C. de P. C.; sin embargo, frente al numeral 3 del mismo artículo es absolutamente imposible aceptar que en tal hipótesis la póliza preste mérito ejecutivo por sí sola, cuando, precisamente, sucede todo lo contrario, ya que la integración del título en este caso obliga a la presentación de varios documentos o, por lo menos, uno más adicional a la póliza, con lo cual se evidencia que allí por si sola no preste mérito ejecutivo, aunque la disposición lo diga”(350)

B) Ausencia de objeción formal. La ausencia de objeción formal a la reclamación presentada por el asegurado o por el beneficiario, es el segundo de los tres grandes requisitos exigidos por el numeral tercero del art. 1053 del Código de Comercio, para que proceda la acción ejecutiva.

Como vimos, el asegurado o el beneficiario se dirige al asegurador mediante un escrito denominado “reclamación”, a fin de solicitarle, en los términos del art. 1080 del Código de Comercio, “el pago del siniestro”. Sin embargo, el asegurador está debidamente facultado para denegar total o parcialmente la antedicha solicitud, cuando considere razonadamente que ella es improcedente.

El antecedente inmediato de la objeción es la reclamación del asegurado o del beneficiario. No se concibe una objeción al mero aviso o la simple noticia de la ocurrencia del siniestro. Los extremos posibles en este caso son reclamación y objeción. La primera es formulada por el asegurado o por el beneficiario en su caso y la segunda es formulada por el asegurador.

A semejanza de la reclamación, la objeción, a más de oportuna, debe ser suficientemente seria, motivada y fundada. A reclamación formal, objeción formal. No son procedentes las objeciones contentivas de una lisa y llana negación de responsabilidad.

Por medio de la objeción formal, el asegurador manifiesta su inconformidad total o parcial con la solicitud de pago presentada por el asegurado o beneficiario. La objeción total debe orientarse a mostrar claramente que el asegurador, frente a las circunstancias indicadas por su reclamante, no está de modo alguno obligado a responder. La objeción parcial, en cambio, se orienta a rechazar parte de lo reclamado, pues el asegurador estima que su responsabilidad, aun cuando existe, no llega a los límites establecidos en la póliza de seguro. La objeción parcial siempre implica una aceptación parcial de responsabilidad por parte del asegurador.

350. Hernan Fabio Lopez B., Comentarios al contrato de seguro, ed. cit., pág. 192.

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Pero del numeral en comento se desprende claramente que la finalidad primordial de la objeción formal es la de enervar la acción ejecutiva emergente de la póliza de seguro, pues si el asegurador objeta formalmente en tiempo la reclamación formal, habrá cerrado la vía ejecutiva, toda vez que por disposición legal, si la reclamación es objetada oportunamente, la póliza de seguro no prestará mérito ejecutivo contra el asegurador. En este caso, como dice el doctor OSSA GÓMEZ, queda “a salvo, como es lógico, la acción ordinaria para el asegurado o beneficiario”(351).

Es el silencio del asegurador, claro está, el basamento jurídico de la acción ejecutiva. La conducta omisiva del asegurador impulsada por su desidia o por su desdén, es suficiente para que la acción ejecutiva sea conducente pues se estima que si el asegurador no hizo uso de la objeción formal, es precisamente porque acepta la reclamación a él presentada en su oportunidad por el asegurado o por el beneficiario y, en consecuencia, como no cumplió su “obligación’’ en el plazo determinado por la ley, es procedente el proceso de ejecución. Es evidente, sin embargo, que esta es una presunción juris tantum, pues el asegurador puede desvirtuarla suficientemente, si la razón lo asiste, haciendo uso de los medios de defensa dentro de las oportunidades procesales señaladas para el efecto. Sobre este particular el doctor HERNÁN FABIO LÓPEZ, con notorio dominio, expresa: “Es este el caso en donde con mayor claridad se observa la procedencia de la via ejecutiva pues es el silencio del asegurador por un lapso mayor de sesenta días, luego de haberse presentado en debida forma la reclamación, hace que el asegurado o el beneficiario puedan acudir a la justicias no para que declare su derecho, como sucede en el juicio ordinario, sino para que se ejecute, considerando que su silencio presupone la aceptación de la reclamación y su cuantía, presunción que, como lo veremos más adelante, por ser de carácter legal puede ser desvirtuada y que, bueno es recordarlo, también obra en el caso de la negativa en tiempo, pero infundada”(352)

La objeción debe ser formulada por el asegurador Ello no quiere decir, como algunos creen, que el sujeto llamado a formularla es exclusivamente el representante legal del asegurador pues existen sujetos igualmente legitimados dentro de una compañía de seguros para objetar las reclamaciones sin que ostenten, propiamente por ello, la calidad de representantes legales.

En efecto, ni en el art. 1053 del Código de Comercio, ni en los demás artículos restantes del título V del libro cuarto del mismo Código, se indica quién es el sujeto competente para formular la negativa de pago contenida en la objeción toda vez que el ordenamiento mercantil procede de manera genérica a radicar esta facultad en cabeza del asegurador.

Prima facie se creería que el cargado en una compañía de seguros de ejecutar todo lo referente a su objeto social es el representante legal o, en su defecto, la persona autorizada para ello. Sin embargo, el codificador mercantil razonablemente optó por una solución contraria, consultando en este caso el verdadero papel que en nuestro medio cumplen los aseguradores pues permitió que otros funcionarios diferentes del representante legal pudieran en ocasiones comprometer y en otras liberar válidamente a la sociedad de la cual son parte integrante.

Así, por ejemplo, el licurgo nacional, como tuvimos oportunidad de estudiar en capítulos anteriores, creó sobre las firmas de las pólizas de seguro y sobre los demás documentos que las modifiquen o adicionen, una presunción de autenticidad (C. de Co., art. 1052), considerando en este caso totalmente válidos los actos en que participaron sujetos distintos

351 Efrén Ossa Gómez , Teoría general del seguro. Ed., cit., pág. 280.

352. Hernan Fabio Lopez, Comentarios al contrato de seguro. Ed. Cit., pág. 183. 197

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del representante legal. Igualmente, el art. 1071 deI Código de Comercio faculta al asegurador para revocar el contrato de seguro.

En los casos propuestos, relativos a la creación, modificación y extinción del contrato, salta a la vista que la persona encargada de generar, alterar o terminar el vínculo negocial por parte del asegurador no es, precisamente, su omnímodo y bien ponderado representante legal, habida cuenta que esta labor la adelantan lícitamente otros funcionarios, verbigracia los directores o jefes de departamento.

En este orden de ideas tenemos que si otros sujetos distintos al representante legal han sido investidos de la facultad de celebrar, modificar y por ende terminar el contrato de seguro, no existe razón valedera para que supongamos que a ellos les está vedado participar en la objeción de una reclamación, máxime si recordamos que el objetivo primordial de la objeción es el de convertir en inoperante el desmedido beneficio procesal concedido al asegurado o beneficiario por el ya mencionado art. 1053.

Muy por el contrario, estimamos que estos sujetos, al estar autorizados por el ordenamiento para producir efectos jurídicos (crear, conservar, modificar y extinguir relaciones jurídicas), están igualmente legitimados para formular las objeciones del caso. No en vano el jurisconsulto ULPIANO expresó que “el que puede lo más debe poder lo menos” (Digesto, 50, 17, 21); y si lo “más” lo constituye la celebración del contrato y la eventual posibilidad de participar en su desarrollo, bien sea mediante su modificación o revocación, lógicamente se infiere que los antedichos funcionarios pueden suscribir válidamente las objeciones, pues estas corresponden, de acuerdo al aforismo quiritario, a lo “menos”.

En consecuencia, la posibilidad de objetar las reclamaciones en ningún caso recae de manera terminante en el representante legal del asegurador, como lamentablemente creen algunos y entre ellos, el Honorable Tribunal de Bogotá, coligiéndose que esta facultad también reposa en otros sujetos vinculados laboralmente a la empresa de seguros, pues tampoco se olvide que, como bien lo decían los legistas romanos, “Donde haya identidad de razón debe existir identidad de derecho”(353).

C) Transcurso de 60 días. Hemos visto que, de acuerdo con el numeral tercero del art. 1053 del Código de Comercio, se requiere, para que el asegurado o beneficiario pueda acudir a la via ejecutiva que, además de la presentación de la reclamación formal, el asegurador no proceda a objetarla formalmente en tiempo. El asegurador dispone de un término perentorio de sesenta días para formular su objeción, habida cuenta de que la ausencia de objeción formal dentro del término referido ola objeción extemporánea, hacen que opere el tercero de los requisitos o presupuestos determinados por el legislador mercantil, en cuyo caso la póliza de seguro será un efectivo título que presta mérito ejecutivo contra el asegurador.

El plazo de sesenta días, que para todos los efectos se consideran hábiles (C. de Co., art. 829), empieza a correr única y exclusivamente el día en que el asegurado o beneficiario entregue la reclamación completa al asegurador. Ello quiere decir que si la reclamación es incompleta, el término señalado de ninguna manera empieza a correr para el asegurador. Solo cuando se acredite suficientemente la reclamación mediante pruebas idóneas, los sesen-ta días hábiles comenzarán a transcurrir. De ahí la importancia de establecer con exactitud la fecha en que culminó la presentación de la reclamación.

353. Los anteriores pasajes, todos ellos relativos a la objeción por parte del asegurador, fueron extractados de

nuestro estudio sobre la “Legitimación para objetar las reclamaciones en el contrato de seguro’’, publicado en la revista Agora, págs. 26 a 28. La doctrina y la jurisprudencia poco se han ocupado de este tema. No obstante, puede verse en nuestro ensayo la escasa bibliografía existente en punto a la legitimación de determinados sujetos para objetar las reclamaciones.

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La doctrina nacional unánimemente se ha pronunciado en los mismos términos expuestos; y como este punto lo consideramos de capital importancia, a continuación procederemos a registrar el pensamiento de algunos de nuestros doctrinantes:

Para el doctor JAIME BUSTAMANTE FERRER “En cuanto al término de los sesenta días hábiles, se entiende que debe principiar cuando se presenten todos los comprobantes exigidos. Si, por ejemplo, la objeción o una de las objeciones se refiere a la inexistencia de la prueba requerida, el plazo se inicia cuando esta se presente”(354).

Igualmente, el doctor BERNARDO ZULETA TORRES al decir: “…Por consiguiente, si se presenta una reclamación a la cual le falta alguno de los comprobantes exigidos por la póliza, la compañía aseguradora puede suspender el estudio de la reclamación, podrá exigir los documentos no presentados y mientras tanto el término legal no empieza a correr”(355).

Finalmente, el doctor HERNÁN FABIO LÓPEZ BLANCO al manifestar: “Para poder empezar a contar ese término, el Código de Comercio indica, como límite inicial, el día en que se entregue la reclamación “aparejada de los comprobantes que según la póliza sean indispensables”; de suerte que cuando se presenta una reclamación incompleta, el término de sesenta días no empieza a correr sino hasta cuando se entreguen en su totalidad las pruebas pertinentes para cada caso, que demuestren la existencia del siniestro y su cuantía’’(356).

Así las cosas, si el asegurador procede a objetar la reclamación formal dentro de los sesenta días siguientes a su presentación, la póliza de seguro no prestará mérito ejecutivo, pues la objeción formal oportuna hace inoperante el beneficio procesal de la acción ejecutiva. En caso contrario, o sea cuando el asegurador no objeta la reclamación dentro del término legal, el asegurado o el beneficiario está facultado por el ordenamiento para proceder contra el asegurador mediante la vía ejecutiva. La misma conclusión es aplicable a la objeción extemporánea, pues cualquier objeción que se haga por fuera de los sesenta días hábiles “contados a partir de aquel en que el asegurado o el beneficiario o quien los represente, entregue al asegurador Ia reclamación”, es totalmente ineficaz y por lo tanto carente de efectividad.

De esta manera y con arreglo a lo que antecede, creemos haber desarrollado lo más importante del mérito ejecutivo de la póliza de seguro, y, a la vez, lo más significativo del documento contentivo y exteriorizante de las voluntades del tomador y asegurador respectivamente.

Así llegamos a la consumación del presente estudio, y la misma sensación vivida al momento de trazar las primeras líneas, fue el común denominador de las presentes. Lo paradójico es que al principio no sabíamos comenzar y finalmente no supimos terminar. Sea entonces bienvenido el punto final, con la certeza que este se perderá en la longevidad y universo del derecho.

354. Jaime Bustamante Ferrer, Manual de principios jurídicos del seguro, ed. cit., pág. 103.

355. Bernardo Zuleta Torres, El contrato de seguro, ed. cit., pág. 82.

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. Hernán Fabio López, Comentarios al contrato de seguro, ed. cit., pág. 184.

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CAPÍTULO VICargas, deberes y obligaciones del tomador-asegurado en

el contrato de seguro

Descripción general:

En este capítulo el lector encontrará una exposición general en relación con los aspectos más sobresalientes del contenido prestacional a cargo del tomador-asegurado, en el contrato de seguro. En general, se pasa revista por las cargas, los deberes y las obligaciones más descollantes que, a raíz de la relación aseguraticia, surgen a cargo de quien suscribe el contrato o de quien funge como asegurado. El propósito de esta exposición es que, al finalizar, se cuente con un panorama general en

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torno a las reglas más importantes en la materia, así como su aplicación jurisprudencial y las alternativas que, ante una eventual controversia judicial, es deseable que el iudex tenga presente.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a. ¿Cuáles son las cargas, las obligaciones y los deberes del tomador-asegurado en el contrato de seguro?

b. ¿Qué reglas subyacen al cumplimiento de tales cargas, deberes y obligaciones?

c. ¿Cuál ha sido el criterio jurisprudencial en la aplicación de las mismas?

d. ¿Qué consecuencias se derivan del incumplimiento de las cargas, las obligaciones y los deberes?

Palabras clave: CargaObligaciónDeberCargas presiniestralesCargas pos-siniestralesReducción de la indemnización a cargo del aseguradorCarga de aviso o notificación del siniestroCarga de evitación de la propagación del siniestro –mitigación-Carga de reclamación

La doctrina de seguros, no siempre ajena a los relevantes y reveladores desarrollos jurídicos logrados en los últimos lustros por los doctrinantes civilistas en materia de Derecho de obligaciones y contratos, ha incorporado a su disciplina esta distinción, quizás por ser en el seguro donde ella tiene un radio de aplicación de orden ciertamente preferencial, lo reiteramos, en forma tal que, salvo con algunas excepciones, se evidencia que la teoría moderna del seguro, lógicamente la que se ocupa del tema, se identifican con esta corriente doctrinal, aunque se repite que existen autores que se resisten a aceptar la teoría jurídica de las cargas como categoría autónoma inmersa en el concepto de relación jurídica aseguraticia357.

357 La doctrina jurídica alemana especializada en el contrato de seguro, a emulación de la doctrina procesalista y civilista de ese mismo país, igualmente ha abordado este tema con real atención. En BRUCK, la doctrina ha encontrado su mayor defensor, para quien las cargas se compartan como presupuestos de la prestación del asegurador, las que deberán ser observadas por el asegurado para preservar su derecho a la indemnización. De esta manera, el doctrinante germano rebate la argumentación contraria expuesta en Alemania por sus colegas EHRENZWEI, GIERKE, PROLSS y RITTER. Véase el trabajo realizado conjuntamente con HANS MOLLER, Kommertar Zum Versicherungs vertrassgesetz, t. 1, Berlín, 1961.

La doctrina jurídica italiana de seguros, es la regla, adopta la misma posición delineada. Por su parte, el visionario fundador de la AIDA, profesor ANTIGONO DONATI, ha sido el principal protagonista de la distinción entre la carga y obligación y para ello ha desestimado la tradicional argumentación adversa efectuada en su país por FANELLI.

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Frente a la carencia de homogeneidad entre la estructura de las diversas conductas que el potencial asegurado debe observar en la fase de formación, y el asegurado en el desarrollo mismo de la relación jurídica aseguraticia, algunos autores, tal vez con el objeto de estructurar categorías envolventes, han preferido englobar a todas estas conductas bajo una común denominación: deberes de las partes en el seguro. Así, en esta gran categoría y a título de especies, se incluyen tanto a las obligaciones como a las cargas, concepción que está más a tono con la lectura globalizadora de deberes jurídicos, conforme se anotó al comienzo de este escrito.

Es claro que esta tesis, si bien es cierto no responde a un criterio exento de crítica, y que la acepción de deber, en el lenguaje técnico-jurídico, es algo vaga, tampoco es menos cierto que ella advierte con claridad las diferencias que existen entre la obligación y la carga jurídica358.

Véase su Trattato del diritto delle assicurazioni private. vol. II, págs. 385 y 386. Más recientemente, el doctrinante GIANFRANCO CASTELLANETA prohijó una posición contraria a la adoptada por el profesor DONATI con ocasión de un estudio que realizó sobre “L’aviso all’assicuratore dell’aggravamento del rischio”, en Rivista Assicurazioni, Milano, 1971, págs. 76 y ss., por estimar que el asegurado tiene a su cargo verdaderas obligaciones y no cargas, división de la cual no es partidario. En todo caso, la posición de más difusión en el seguro sigue siendo aquella que también se inclina por diferenciar una de otra categoría. Así, véase también a GAETANO CASTELLANO, Le assicurazioni private. Torino, 1990, págs. 290 y ss. y a DANIELE DE STROBEL, “La responasbilità civile”, en Assicurazione, Milano, 1974.

En España y en Argentina, la doctrina en análisis ha tenido una notable acogida por los estudiosos del seguro. Así puede verse, principalmente en FERNANDO SÁNCHEZ CALERO y FRANCISCO JAVIER TIDADO SUÁREZ, Comentarios al Código de Comercio y legislación mercantil, t. XXIV, Ley de contrato de seguros, vol. I, págs. 166 a 184; JOSÉ ANTONIO GÓMEZ SEGADE, “La declaración de siniestro y la información complementaria”, en Comentarios a la ley de contrato de seguro, Madrid, 1981, págs. 422 y 435; JOAQUÍN GARRIGUES, Conferencia de clausura, Estudios empresariales y financieros. Comentarios a la Ley de contrato de seguros, op. cit., pág. 1137. Y en la doctrina argentina en ISAAC HALPERIN, Seguros, t. II, Buenos Aires, Edic. Depalma, 1983, págs. 372 y ss., y RUBÉN STIGLITZ, El siniestro, Buenos Aires, 1980, págs. 23 y 74.

En Colombia, el profesor EFRÉN OSSA GÓMEZ, hace idéntica distinción (Teoría general del seguro, vol. II, Bogotá, 1984, págs. 285 y 286). Lo mismo el Dr. ANDRÉS ORDÓÑEZ O., op. cit., y la propia Corte Suprema de Justicia, como se señaló.

358 El vocablo deber, en general, hace alusión a multiplicidad de situaciones jurídicas y ajurídicas: deber de conducta, deber moral, deber jurídico, deber universal, etc. No es un término unívoco y su utilización, por este motivo, no siempre es la más aconsejable, aunque en puntuales casos es más revelador, y diciente que el término carga, ciertamente inexpresivo. Por otra parte, como lo anota el autor suizo WALTER YUNG, “En el lenguaje corriente de los juristas, los términos deber y obligación son generalmente considerados sinónimos. Sin embargo, entre los innumerables deberes que el orden jurídico impone, hay una especie bien delimitada y que lleva el nombre, técnicamente preciso de «obligación»”. (Deberes generales y obligaciones. Estudios y artículos, Ginebra, 1971, pág. 111.

Sobre el concepto de deber jurídico en general y su distinción respecto de la obligación, explica el profesor ATILIO ANÍBAL ALTERINI que “[...] la noción de deber designa la situación del sujeto que está precisado a ajustarse a cierto comportamiento. El deber jurídico —por comparación con el deber moral, y a pesar de que ambos no son incompatibles— presenta las notas características del ámbito del derecho: emplazado en la zona de conducta heterónoma (un sujeto frente a otro u otros), el comportamiento debido es exigible bajo amenaza de sanciones jurídicas. Los deberes jurídicos nacen de las más diversas relaciones jurídicas (de la personalidad, de familia, reales, etc.) de manera que, si bien toda obligación es un deber jurídico, no todo deber jurídico importa una obligación. Sin perjuicio de ahondar más adelante en la misma cuestión (núm. 42), es evidente que el deber jurídico propio de la relación obligatoria, esto es la deuda, tiene un contenido específico ya señalado: la prestación. Se trata de una conducta o actitud, de dar, hacer o no hacer, que sólo versa sobre entrega de cosas, sobre prestación de actividad, o sobre abstenciones, y es típica de la obligación. La deuda —esto es el deber jurídico del deudor emergente de la obligación— tiene contenido patrimonial pues recae sobre bienes ‘susceptibles de valor’, y sujeta al patrimonio del deudor a la satisfacción del crédito del acreedor. Compárese en cambio, por ejemplo, con el deber de fidelidad que incumbe a los cónyuges, que no es una obligación porque no recae sobre prestación alguna; con el deber de respetar el derecho subjetivo ajeno que, aun importando una abstención, tampoco es una obligación pues no tiene signo negativo en el patrimonio de todos los sujetos pasivos de ese deber, etcétera. Sin embargo, la violación de ciertos deberes, propiamente dichos, puede hacer nacer una deuda. Es el caso de la violación del deber general de no dañar [...]”. (ATILIO ALTERINI, Derecho de obligaciones

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Además, se entrelaza elocuentemente con la conducta, que, como se sabe, es el nervio del Derecho, en general, pues todo o casi todo está determinado y calificado por ella, de suerte que la combinación deber de conducta, ciertamente es muy reveladora y, por tanto, expresiva, mucho más, si se quiere, que la carga, sobre todo si se tiene cuenta que, en gran medida, tales deberes tienen como manantial la buena fe, generadora de insoslayables deberes especiales de conducta.

Procedimiento diferente y algo más técnico, stricto sensu, ya que la distinción se efectúa en un mismo plano sin atender a ninguna categoría genérica, es la de la legislación española, puesto que a la carga se le denomina deber o deber jurídico48. En todo caso, y es lo más importante, el legislador español expresamente distingue la obligación del deber (carga) propiamente dicho, esfuerzo éste de precisión jurídica digno de ser resaltado.

No obstante, hay que exaltar al legislador argentino, por consagrar expresamente en los artículos 36, 46, 47 y 48 de la Ley de Seguros (ley 17.418 del 30 de agosto de 1967), las locuciones “carga” y “obligación” y por concederles tratamientos diferenciales, verbigracia en materia de prescripción, donde sólo tiene acceso la obligación (art. 58).

Para concluir, recapitulemos que en Colombia hay pues diversas “cargas” que, sin perjuicio del rótulo ex lege y literal de obligaciones, un sector de la doctrina y la jurisprudencia les asigna dicho nomen (cargas), como bien lo hemos registrado en diversos apartes de este escrito. De ahí que el profesor OSSA, ponga de relieve que, en adición a las “[...] obligaciones, deberes o cargas del tomador-asegurado coetáneas a la celebración del contrato o que de él dimanan y que, como tales, deben cumplir durante su vigencia, cumple [...] examinar las que insurgen con ocasión del siniestro que responden más a la naturaleza de cargas que a las de obligaciones strictu sensu y cuya inobservancia incide sobre el derecho del asegurado o beneficiario a la prestación asegurada. De ellas se ocupa el Código de Comercio en sus artículos 1074 a 1078 y son las siguientes: A. La de evitar la extensión y propagación del siniestro y proveer al salvamento de las cosas aseguradas. B. La de dar noticia al asegurador de la ocurrencia del siniestro. C. La de declarar los seguros coexistentes. D. La de demostrar el siniestro y la cuantía de la pérdida”359.

1. Sujetos y observancia de las cargas en materia aseguraticia

Ahora bien, en lo que dice relación con las cargas que, prima facie, se predican frente al asegurado, es oportuno poner de presente, desde ya, que no siempre el sujeto llamado a observarlas, esto es el sujeto gravado, invariablemente sea el asegurado, como quiera que habrá casos en los que, conforme a las circunstancias, sea otro el que esté en mejores condiciones de poder cumplirlas, conforme lo revela el artículo 1041 del Código de Comercio, aun cuando esta norma se refiere únicamente a obligaciones, por las razones ya señaladas.

civiles y comerciales, op. cit., pág. 18).

48 Así, el art. 14 de la ley de contrato de seguro española de 1980, relativo al pago de la prima, dispone que “el tomador del seguro estará obligado al pago de la prima [...]” y, el 16, concerniente a la comunicación del siniestro, prescribe que “en caso de violación de este deber, la pérdida del derecho a la indemnización sólo se producirá en el supuesto de que hubiese concurrido dolo o culpa grave”. En el 14 se habla de la obligación y en el 16, que se refiere a una típica carga o incumbencia, se habla de deber.

También merece especial mención en este punto, la nueva ley belga de 1992 sobre el contrato de seguro terrestre, habida cuenta de que en forma expresa adopta el mismo vocablo empleado por el legislador español. Así, en su art. 20, se alude a “Devoirs de l’assurance en cas de sinistre”. Lo propio sucede en relación con el art. 27 de la Ley de Luxemburgo de 1997.359 J. EFRÉN OSSA G., Teoría general del seguro, op. cit., pág. 411. Vid. HERNÁN FABIO LÓPEZ B. Comentarios al contrato de seguro, op. cit., págs. 157 y ss., quien adiciona otros ‘deberes’, v. gr. “Cumplir estrictamente con las garantías (art.1061 ibidem) [...] No asegurar la parte dejada en descubierto (art. 1103 ibidem) [...] No renunciar a los derechos que pueden impedir la subrogación de la aseguradora (art. 1079, ibidem)”.

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Sobre este particular, in extenso, el profesor ANDRÉS ORDÓÑEZ manifiesta que “[...] hablamos de las obligaciones y cargas de la parte asegurada, en el entendimiento de que se trata de obligaciones y cargas que pueden y deben eventualmente ser cumplidas por cualquiera de las personas o grupos de personas que integran cualquiera de las posiciones que pueden conformar dicha parte asegurada. Es decir, que pueden y deben ser cumplidas bien por el tomador, o por el asegurado o por el beneficiario. A este respecto, el artículo 1041 del Código de Comercio indica que las obligaciones que se imponen al asegurado «[...] se entenderán a cargo del tomador o beneficiario cuando sean estas personas las que estén en capacidad de cumplirlas [...]». Con este principio, lo que se pretende es establecer la consecuencia insalvable de que, frente al asegurador, las obligaciones y cargas de la parte asegurada deben cumplirse indefectiblemente y que, siendo varias personas o grupos de personas los integrantes de la parte asegurada, no le es dable a ninguna de esas personas o grupos de personas disculpar el incumplimiento aduciendo la conducta de otra. Este principio está muy relacionado con el establecido en el artículo 1044 C. Co., que hemos llamado de la «comunicabilidad de las excepciones», puesto que el mismo permite al asegurador oponer las mismas excepciones tanto al tomador como al asegurado o al beneficiario, y es obvio que dentro del universo de las excepciones oponibles claramente están las que se fundan en el incumplimiento de las obligaciones y cargas de la parte asegurada. Como se vio al analizar el tema de las partes que intervienen en el contrato de seguro, y como se verá frente a otros desarrollos del contrato, esta característica del contrato de seguro, que sólo desaparece frente a cláusulas contractuales expresas en contrario, que raramente, por no decir nunca, se dan, o a regulaciones legales específicas, corresponde muy bien a la regla que en materia de excepciones oponibles por parte del promitente rige para el caso de la estipulación a favor de tercero [...] en el artículo 1041 que hemos mencionado, el Código colombiano adopta como regla general el principio comúnmente aceptado sobre la materia, en el sentido de que es indiferente la identidad de la persona que cumpla las obligaciones y cargas, que las mismas pueden definirse como fungibles, desde el punto de vista del derecho creditorio en el contrato de seguro, y que lo esencial es su cumplimiento, que es inexcusable independiente-mente del número de personas o grupos de personas que integren lo que hemos llamado, en sentido lato, la parte asegurada [...]”360.

2. Incidencia del estado del riesgo en la configuración de las cargas

De acuerdo con el estado y el tipo de riesgo, elemento configurativo y sustento de la operación del seguro, el número de cargas impuestas al asegurado por el contrato mismo, será mayor tanto en cantidad como en intensidad, precisamente porque la ejecución de determinadas conductas por el asegurado tiene como finalidad primordial el evitar que las condiciones que sirvieron de base para la celebración del contrato se alteren en forma tal que el equilibrio de la relación aseguraticia termine por desaparecer. En este sentido se expresa el agudo profesor argentino ISAAC HALPERIN al manifestar que, “todas las cargas —salvo excepciones insignificantes— sirven para considerar, fijar, mejorar, un determinado estado del riesgo, para disminuir y aun para impedir la materialización del riesgo”361.

Es pues el riesgo como elemento dinámico, susceptible por tanto de variar y de variar particularmente en forma creciente, el fundamento principal que se tiene en cuenta para la imposición de las cargas, ora heterónomas, como tales dimanantes de la ley, ora negociales, derivadas de la convención. Bajo esta óptica, entre otros ejemplos más, las cargas que debe asumir el asegurado en un seguro de automóviles no serán las mismas que debe asumir el asegurado en un seguro de polución nuclear, o en un seguro de transporte marítimo362.

360 ANDRÉS ORDÓÑEZ O., Las obligaciones y cargas de las partes en el contrato de seguro y la inoperancia del contrato de seguro, op. cit., pág. 12. 361 ISAAC HALPERIN, Seguros, op. cit., vol. I, pág. 374. 362

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3. Cargas presiniestro363

En punto tocante con las cargas presiniestro, es decir las que debe observar el asegurado durante la formación del contrato y la realización del siniestro, aparte de los comentarios ya efectuados en su momento, conviene señalar genéricamente aquellas cargas legales que afloran como corolario del surgimiento de la relación jurídica aseguraticia. Por fuera de este marco contractual, se encuentra la carga precontractual de declarar en forma sincera y adecuada el verdadero estado del riesgo por parte del potencial asegurado (asegurando)364, pues más que una carga presiniestro, si se quiere, es una carga de origen precontractual que debe ser ejecutada en la etapa preparativa intitulada fase de pourparlers o de “tratativas”, en la que no existe aún el negocio jurídico aseguraticio, en puridad.

Estas cargas presiniestro en cabeza del asegurado, o de quien corresponda, según el caso, básicamente son cuatro: 1) la carga de declarar verazmente el estado del riesgo365; 2) la carga de no agravar el referido estado del riesgo que sirvió de fundamento al asegurador para emitir su declaración de voluntad366; 3) la carga de comunicación —o de información— oportuna de las circunstancias relevantes que incidieron en la agravación ulterior del riesgo asegurado367, y 4) la carga de evitar la ocurrencia del siniestro, en aquellas naciones en las

? De conformidad con la opinión de KOENIG, de innegable corte germánico, “Al asegurado se le exige el cumplimiento de estas cargas para evitar que disfrute de ventajas especiales que podrían perjudicar a las restantes personas integradas a la comunidad de riesgos organizada y administrada por el mismo empresario”. (Schwizeriches privat versicherungs recht, Berna, 1967, citado por GÓMEZ SEGADE, La declaración de siniestro..., op. cit., pág. 422).

363 Es importante advertir que la revisión que se hará de las cargas no pretende ser exhaustiva. Solamente se pasará revista en relación con aquellas que, desde un punto de vista práctico, han sido consideradas las más importantes. En cualquier caso, para una exposición más detallada, especialmente en lo que atañe a otras cargas no examinadas por nosotros, bien se puede consultar con provecho la obra del profesor Andrés Ordóñez, quien hace una juiciosa revisión de las cargas, tanto precontractuales, como contractuales. (Las obligaciones y cargas de las partes en el contrato de seguro y la inoperancia del contrato de seguro, op. cit., págs. 65 y ss.). 364 Vid. CARLOS IGNACIO JARAMILLO, Derecho de seguros, t. II, págs. 649 y ss.

365 De esta carga nos hemos ocupado en el pasado. Vid. CARLOS IGNACIO JARAMILLO, Derecho de seguros, t. II, págs. 80 y ss., 649 y ss.366 En un sector de la doctrina se discute sobre la validez de la segunda de estas cargas, no tanto por su naturaleza jurídica como por su específico contenido. En todo caso, la doctrina mayoritaria reconoce su legitimidad, por considerar que el asegurado debe mantener el estado inicial del riesgo, presupuesto básico de este contrato que se edifica sobre la base de ser un contrato que se ejecuta en el tiempo (de tracto sucesivo), lo que supone que las condiciones iniciales, especialmente en lo que atañe al estado riesgo asegurado, no serán alteradas por el asegurado.

En cuanto a la legislación alemana, los autores BERNARD GROSS FELD y ULRICH HUBNER, con ocasión del V Congreso Mundial de Derecho de Seguros (AIDA), expresaron que “es dudoso que se pueda pretender que las prescripciones del VVG contengan una obligación de prevención de siniestros para el tomador del seguro antes de la realización del riesgo”. (Prevención y seguro, Madrid, Mapfre, 1978, pág. 66).

Sobre esta contienda doctrinal, patrocinada principalmente por FANELLI, FORMIGGINI y SALANDRA, véase a DONATI, quien defiende la legitimidad de la referida carga, controvirtiendo la opinión adversa (Trattato del diritto delle assicurazioni private, vol. II, págs. 400 y 401). Es de resaltar que algunas legislaciones se refieren a esta carga jurídica. Así sucede entre varios, con la legislación colombiana (C. de Co., art. 1060) y con la mexicana (ley de 31 de agosto 1935, arts. 52 y 54).

367 En el ordenamiento jurídico colombiano, esta carga se encuentra regulada, en detalle, en el indicado art. 1060

del C. de Co. patrio, a cuyo tenor, “El asegurado o el tomador, según el caso, están obligados a mantener el estado del riesgo. En tal virtud, uno u otro deberán notificar por escrito al asegurador los hechos o circunstancias no previsibles que sobrevengan con posterioridad a la celebración del contrato y que, conforme al criterio consignado en el inciso 1º del artículo 1058, signifiquen agravación del riesgo o variación de su identidad local. La notificación se hará con antelación no menor de diez días a la fecha de la modificación del riesgo, si ésta depende del arbitrio del asegurado o del tomador. Si le es extraña, dentro de los diez días siguientes a aquel en que tengan

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que ella resulte de recibo, bien expresa bien implícitamente, según lo reseñaremos en su oportunidad.

5. Cargas pos-siniestro

Con la realización del siniestro no solamente surge a la vida jurídica el derecho del beneficiario a la indemnización (en el seguro de daños) o al capital asegurado (en el seguro sobre la vida), sino que también surgen para el propio asegurado o para el beneficiario, según sea el caso, una serie de cargas que obviamente deben ser observadas si se quiere evitar la pérdida o limitación del derecho surgido con ocasión del siniestro, causa eficiente de la prestación del asegurador, según se trate en cada legislación internacional. Al respecto, en ocasión anterior, habíamos tenido oportunidad de manifestar que “El rol del siniestro, en el Derecho de seguros, es variopinto, habida consideración de que no puede atribuírsele, privativamente, una sola función o tarea, pues cumple una serie de roles protagónicos, por cierto diversos, desde distintos ángulos. Es pues un fenómeno jurídico al cual se le asignan específicas responsabilidades [...] Es así como se tiene establecido que el siniestro, en efecto, cumple plurales y resonantes tareas, tales como: [...] b) Servir de activador de obligaciones, deberes o cargas para el tomador, conforme la denominación que se prefiera o que resulte más técnica, por vía de específico ejemplo la de proceder a dar aviso de su materialización al asegurador dentro del término establecido por la ley o por las partes contratantes, cuando ella se torne viable, contado a partir de su conocimiento efectivo o presunto (típica carga de información). Otro tanto tiene lugar con la denominada obligación de evitar la extensión y propagación del siniestro, a términos del artículo 1074 del Código de Comercio [...]”368.

Las cargas pos-siniestro, denominadas de este modo porque deben ser observadas solamente en la medida en que se materialice el riesgo asegurado (C. de Co., art. 1054), pueden tener, en desarrollo de lo ya anotado, o bien un origen legal (heterónomas), o bien uno negocial (ex contractu). En el primer caso, el asegurado debe simplemente observar lo prescrito por el

conocimiento de ella, conocimiento que se presume transcurridos treinta días desde el momento de la modificación. Notificada la modificación del riesgo en los términos consignados en el inciso anterior, el asegurador podrá revocar el contrato o exigir el reajuste a que haya lugar en el valor de la prima. La falta de notificación oportuna produce la terminación del contrato. Pero sólo la mala fe del asegurado o del tomador dará derecho al asegurador a retener la prima no devengada. Esta sanción no será aplicable a los seguros de vida, excepto en cuanto a los amparos accesorios, a menos de convención en contrario; ni cuando el asegurador haya conocido oportunamente la modificación y consentido en ella”.

Esta carga, de la que nos ocuparemos más en detalle posteriormente en este estudio, ha sido objeto de análisis por la doctrina y la jurisprudencia patria. Al respecto, el profesor ANDRÉS ORDÓÑEZ ORDÓÑEZ sostiene que “[...] si por una parte el asegurado debe declarar verazmente, en el momento de contratar, el estado del riesgo, también debe ser consciente de que si ese estado del riesgo se llega a modificar para agravarse, en el curso del contrato, por circunstancias que no eran previsibles en el momento de su celebración, debe inmediatamente dar aviso al asegurador; este es el contenido de una segunda carga de la parte asegurada. Se encuentra reglamentada en el art. 1060 C. de Co., y, por su misma naturaleza, las sanciones que implica su incumplimiento son diferentes a las que conlleva la inexactitud o reticencia en la declaración del estado del riesgo, aunque su contenido está muy relacionado, en la medida en que se trata evidentemente de mantener la proporcionalidad propia que debe existir entre la prima y el riesgo. En este caso la parte asegurada deberá ser diligente en la observancia de los hechos o circunstancias, no ya existentes en el momento de la celebración del contrato, sino sobrevinientes e imprevisibles, que afecten el estado del riesgo que fue establecido al inicio del contrato. Es fundamental requisito para la existencia de la carga, que se trate, como ya se dijo, de circunstancias que sean imprevisibles en el momento de la celebración del contrato, por cuanto las que sean previsibles de hecho están llamadas a afectar desde el principio los términos de la contratación, y en consecuencia su presencia posterior en el contrato no tiene por qué afectarlo. Por ello el régimen de agravación del riesgo en el contrato de seguro no es sino una manifestación restringida y específica de la teoría de la imprevisión, que, por lo demás, como ya se analizó en su momento, no tendría otra aplicación en el contrato de seguro por su carácter aleatorio, conforme a lo que dispone el artículo 868 C. de Co. [...]”. (Las obligaciones y cargas de las partes en el contrato de seguro y la inoperancia del contrato de seguro , op. cit., págs. 66-67). 368 CARLOS IGNACIO JARAMILLO J., La configuración del siniestro en el seguro de la responsabilidad civil, Bogotá, Universidad Javeriana-Edit. Temis, 2011, págs. 21 y ss.

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ordenamiento jurídico. En el segundo, en cambio, el asegurado debe cumplir de manera adicional a las cargas legales que, normalmente, son de obligatoria observancia en las distintas legislaciones, las cargas de tipo negocial que el propio negocio jurídico por él celebrado le impone, pues tanto las unas como las otras poseen el mismo contenido y cumplen idéntica finalidad, in abstracto, más allá del tema de su validez generalizada, por cuanto no en todos los ordenamientos, es cierto, estas últimas son de buen y eficaz recibo.

Ante la ausencia de estipulación contractual eficaz, el asegurado solamente deberá observar aquellas cargas —o deberes— impuestas por el ordenamiento jurídico, no pudiendo entonces el asegurador argumentar en un determinado momento que, para poder tener derecho a la prestación asegurada, era menester observar cargas adicionales a las indicadas por el legislador o que era menester hacerlo, pero de manera diversa a la consignada expresamente en la ley.

La fijación de las cargas negociales, ello es importante dejarlo sentado desde ya, guarda estrecha relación con el tipo de seguro, pues como vimos el riesgo no siempre se comporta y proyecta en igual forma. De ahí que sea ciertamente difícil desarrollar pautas de aplicación general o únicas para estas cargas que adoptan comportamientos tan variados según se esté ante uno u otro seguro determinado. Es por ello por lo que tales cargas, necesariamente, deben ser escrutadas seguro por seguro, pues se reitera que hay subtipos específicos, dueños de una arquitectura especial. No es igual, en lo que concierne a la conducta debida por el asegurado, el seguro de responsabilidad civil, que el de accidentes personales, o el de incendio, al de renta vitalicia, entre otros ejemplos más.

No sucede lo mismo, empero, con las cargas de origen legal que son de aplicación abstracta y general para todo tipo de seguro, sin importar otra consideración, dado que emergen de disposiciones imperativas, predicables de todas las modalidades aseguraticias, salvo que ellas mismas, en lo pertinente, dispongan otra cosa, como acontece en tratándose del seguro sobre la vida, de cara a algunas. De estas cargas, más en detalle, nos ocuparemos posteriormente.

6. Cargas pos-siniestro de origen legal:

En materia normativa el legislador belga, en el artículo 17 de la otrora ley del 11 de junio de 1874, consignó expresamente dos cargas pos-siniestro para el asegurado, aplicables, según lo disponía el mismo artículo, a todo tipo de seguro. Esta norma, de acuerdo con su tenor literal, preceptuaba que “En todo seguro, el asegurado debe emplear toda su diligencia para prevenir o atenuar el daño; él debe, una vez que el daño ha ocurrido, ponerlo en conocimiento del asegurador, so pena de los daños e intereses si hay lugar a ellos”.

De esta norma se desprendía claramente que el asegurado tenía dos cargas, a saber: 1) la carga de hacer todo lo que razonablemente le sea exigible, a la luz de los criterios de prudencia y diligencia, para prevenir o atenuar el siniestro —evitar su propagación, lo que suele desarrollarse también bajo la denominación de deber de mitigación, entre otras expresiones más—, y 2) la carga de notificar la realización del siniestro al asegurador.

Por su parte, la nueva ley belga del año 1992, en su artículo 19, se ocupa de la “Declaración del siniestro”, y en el 20, de los “Deberes del asegurado en caso de siniestro”. El primero de ellos, o sea el 19, reza que “El asegurado debe, desde que le sea posible y en todo caso dentro del término fijado por el contrato, dar aviso al asegurador de la ocurrencia del siniestro [...]”. Y el segundo, esto es el 20, establece que “En todos los seguros que tengan naturaleza indemnizatoria, el asegurado debe tomar todas las medidas razonables para prevenir y atenuar las consecuencias del siniestro”.

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En el Derecho colombiano, a su turno, el legislador mercantil, en el capítulo I del título V del Libro cuarto del Código, destinado a los “Principios comunes a los seguros terrestres”, estructuró normas que se ocupan de regular esta temática, como ya se expresó, bajo el rótulo de obligaciones, y no de cargas. Es el caso de los artículos 1074 y 1075, entre otros más, que se ocupan de regular los apellidados débitos pos-siniestro, en los siguientes términos: artículo 1074: “Ocurrido el siniestro, el asegurador estará obligado a evitar su extensión y propagación, y a proveer al salvamento de las cosas aseguradas”. Y el artículo 1075: “El asegurado o el beneficiario estarán obligados a dar noticia al asegurador de la ocurrencia del siniestro dentro de los tres días siguientes a la fecha en que lo hayan conocido o debido conocer [...]”.

A) Carga de atenuación o mitigación del siniestro. Especial referencia a la carga concerniente a su evitación

a) Generalidades. Como se aprecia, in promptu, nos referiremos a la denominada carga de atenuación o mitigación del siniestro, reconociendo que existen otras denominaciones más, una de ellas, muy socorrida en la esfera colombiana: la de evitar la extensión y propagación del siniestro, tal y como lo ordena el referido artículo 1074. Sin embargo, en atención a ello, no pretendemos soslayar la valía que en el Derecho, en general, y en el aseguraticio, en particular, reviste el tema de la evitación del daño, así prima facie, pareciera lo contrario, a pretexto de que ensanchar el mencionado débito, entendido como una carga pos-siniestro, a fin de que también migre a una presiniestro, riñe con la institución del seguro que, bajo determinados parámetros, existe precisamente para dejar indemnes a quienes han sufrido una disminución en su patrimonio y no para evitar a todo trance la realización de un riesgo asegurado, es decir del que en forma exclusiva no dependió de su voluntad, de lo que se desprendería, quizá para algunos, que no hay ratio legal para justificar una carga normativa de esta naturaleza.

Y decimos que prima facie, habida cuenta que bien miradas las cosas, sobre todo de cara a los postulados que hoy imperan en el derecho moderno, en los que la prevención ha adquirido un papel aún más protagónico, no creemos pertinente darle la espalda a este imperativo, tanto más cuanto que su basamento estriba en el beneficio de todos los actores: las partes y la colectividad, en general. No en vano en el marco del Derecho de la responsabilidad civil o del derecho de daños, cada vez más se alude a la existencia insoslayable de un deber no sólo de mitigar los daños, de por sí relevante, sino de evitarlos. Por ello, ahora se aboga por su evitación racional, al amparo del principio solar de la buena fe, acerca del cual la Corte Constitucional colombiana, subrayando su significado actual, expresó que debe considerársele “un principio cumbre del derecho”, de suerte que, a su juicio, “[...] ha pasado de ser un principio general del derecho para convertirse en un postulado constitucional [...]” (sent. C-426 de 1977).

En abono de lo señalado, grosso modo, hay que agregar también el postulado de la solidaridad, igualmente de raigambre constitucional entre nosotros (Const. Pol., arts. 1º y 95), puesto que cabalmente entendido, servirá de estribo para justificar que en los tiempos que corren no es admisible una conducta pasiva u omisiva, a la par que rayana en la individualidad del asegurado, de quien se espera actividad, con el propósito de evitar la realización del siniestro, obviamente en condiciones de racionalidad, dado que el hecho de que pague una prima de seguro, per se, no lo habilita para que, in toto, se desentienda de su materialización, como si fuera necesario para justificar su pago el advenimiento del referido siniestro. La referida solidaridad, que dista del heroísmo o de épicos laboríos, en tal virtud, no se acompasa con la suprainidicada pasividad, porque como lo expresó la Corte Suprema de Justicia, ella es “[...] más propia de espectadores que de partícipes en una relación negocial, así sea en potencia, a fortiori cuando sobre él gravita, como acontece en general con todo extremo del acuerdo volitivo, un correlativo deber de colaboración que, desde un

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ángulo más solidario —bien entendido—, se orienta a la satisfacción del interés de su cocontratante, lo que específicamente supone, según reconocida doctrina iusprivatista, una dinámica cooperación en beneficio ajeno, vívida explicitación de una de las múltiples aplicaciones del consabido postulado de conformidad con un criterio de reciprocidad, referido a la buena fe objetiva [...]”369, axioma éste que no sólo se predica de las llamadas situaciones pasivas, sino también de las activas, en las que un sector de la doctrina internacional inscribe a las cargas.

Al fin y al cabo, en sentido amplio, este deber de solidaridad es general y cobija a todos los “deberes jurídicos”. En esta dirección, el artículo 95 de la Constitución, en su numeral segundo, en lo pertinente, dispone que “Toda persona está obligada a cumplir la Constitución y las leyes. Son deberes de la persona y el ciudadano: [...] 2. Obrar conforme al principio de solidaridad social [...]”. Mal se haría entonces en aseverar que un comportamiento solidario en sí mismo, es refractario a la solidaridad, la que no conoce de excepciones, en la hora de ahora, así admita matizaciones, que es cosa enteramente divergente.

Por consiguiente, este deber de evitación, íntimamente vinculado con la bona fides, con todo lo que ello implica, va más allá de la floración del siniestro, como quiera que se anida en la etapa presiniestral, y se extiende hasta la siniestral, según el caso, ora con arreglo a la ley, cuando exista en forma expresa, ora con fundamento en la buena fe, principio que, en forma sucedánea, servirá de apoyatura a las actuaciones y conductas que se espera tengan fluida y oportuna cabida. En aquella, se traducirá en su evitación, y en esta última, en su aminoración o mitigación, lo cual armoniza en el plano comportamental, toda vez que, en línea de principio rector, no luce acorde con los genuinos postulados de la lealtad contractual. En efecto, omitir toda actuación racional de manos del asegurado encaminada a evitar el surgimiento del daño, así medie un seguro, que en ningún caso es un pasaporte para la inacción; todo lo contrario, por cuanto la diligencia y un comportamiento probo y responsable, en rigor, exigen algo más que la inercia, en veces hasta cómplice y atentatoria de granadas garantías: la buena fe, la solidaridad, la cooperación, la prohibición de abusar de los derechos propios y ajenos, etc.370.

369 Sent. de 2 agosto 2001, M. P. Carlos Ignacio Jaramillo J. En sentido similar, la Corte Suprema de Justicia, en sent. de 29 junio 2009, puso de presente que, “[...] en los tiempos que corren, no resultan de recibo actitudes rayanas en la indiferencia o en la insolidaridad cívicas, hijas del egoísmo del ser humano, en veces desmedido e irritante, tanto más si con ello se le causa un grave perjuicio al congénere [...]”. (M. P. Carlos Ignacio Jaramillo J.).

Le asiste toda la razón, por lo tanto, al Dr. HERNÁN DARÍO VELÁSQUEZ GÓMEZ, cuando en su erudita obra registra que “El concepto mismo de solidaridad, elevada a canon constitucional (Const. Pol., art. 95-2), supone una carga que la Constitución ha considerado necesaria para la convivencia social. En este ámbito de la convivencia, como ya se ha visto, adquiere especial importancia la obligación, instrumento necesario para que ella se dé. La solidaridad impone cooperar con otros, así sean ajenos, por lo que con mayor razón dicha acción forma parte de la relación jurídica [...] Por ende, deudor y acreedor configuran una relación interpersonal que debe estar marcada por la solidaridad, por la cooperación, por la ayuda, a fin de que el interés que ambos sujetos tienen en la relación sea debidamente satisfecho, efectivamente se cristalice, se concrete, se haga realidad [...]”. (Estudio sobre obligaciones, Bogotá, Temis, 2010, págs. 23 y 24).

Esta es, por lo demás, una acentuada tendencia en sede internacional, a partir de la denominada doctrina del solidarismo contractual, a cuyo tenor se entiende que las partes tienen un deber de solidaridad y colaboración recíprocas, emanado de la buena fe objetiva, en aras de lograr la mayor y eficaz satisfacción de los intereses involucrados en la relación negocial, merecedores de salvaguarda y esmerada atención. Al respecto, entre otros, vid. a LUC GRYNBAUM, “La notion de solidarisme contractuel”, en LUC GRYNBAUM et al., Le solidarisme contractuel, Paris, Economica, 2004, págs. 25-42; PIERRE MAZET, “Le courant solidariste”, en LUC GRYNBAUM et al., Le solidarisme contractuel, op. cit., págs. 16-24, y MARIANA BERNAL, “El solidarismo contractual —especial referencia al derecho francés—“, en revista Vniversitas, núm. 114, Bogotá, julio-diciembre de 2007, págs. 15-30.

370 Sobre este particular, el distinguido profesor RICARDO VÉLEZ OCHOA relata la existencia de múltiples

fundamentos del deber de mitigar el daño. Empero, hace énfasis en que el principio general de la buena fe es el que mejor explica el contenido y alcance de este débito. Al respecto, afirma que “una de las instituciones jurídicas que con mayor frecuencia se utiliza como fundamento de la existencia del deber de mitigar los daños, es el

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De ahí que en los últimos años la doctrina y la jurisprudencia del ramo, se hayan preocupado por sublimar la tarea asignada a la prevención del daño, hasta el punto de que ella, lato sensu, se ha abierto camino en el ámbito específico de los fines modernos de la responsabilidad civil, desde luego reconociendo que algunos, sin perjuicio de darle plena acogida, optan por hacerlo en el terreno de la apellidada tutela inhibitoria, en la que estiman que encuadra mejor.

Al fin y al cabo, como agudamente lo resalta el consagrado profesor de la Universidad de Salamanca, EUGENIO LLAMAS POMBO, “La prevención-evitación del daño [...] [es] misión irrenunciable del Derecho civil”. Por ello, sigue afirmando el doctrinante salmantino que “El Derecho civil no puede conformarse con la mera respuesta reparadora frente al daño y renunciar a la prevención del mismo. Pretender que permanezca impasible ante la inminencia de un daño, de su agravación o de su repetición, es tanto como crear y justificar un «derecho a perjudicar»”371, opinión compartida por su colega y buen amigo, el reputado profesor argentino, ATILIO ANÍBAL ALTERINI, a juicio de quien “El principio de prevención procura evitar el daño y no repararlo una vez producido, dando una solución ex ante en vez de la clásica solución ex post. Tiene profundo sentido humanista y también es económicamente eficiente”372, idea a la que agregó que el siglo XXI será el siglo de la prevención.

Muy a nuestro pesar, en esta ocasión no podemos detenerlos en esta apasionante temática, por cuanto nos desviaríamos del plan originalmente trazado. Albergamos, con todo, la posibilidad de hacerlo en otra ocasión, en razón de que resulta de la mayor valía, y nos interesa en grado sumo. Entre tanto, memoramos que diversas legislaciones internacionales,

principio de la buena fe, el cual, no solo se encuentra constitucionalizado en nuestro ordenamiento jurídico (art. 83 constitucional) sino que sigue considerándose como principio general de derecho que irriga de manera general las relaciones entre particulares, así como las de estos con el Estado, y que, en consecuencia, se debe hallar presente en todas las fases de desarrollo de las mismas. Ordinariamente se identifica al principio de la buena fe con la lealtad, con la probidad, con la honestidad, e incluso con la necesidad de actuar o de abstenerse de hacerlo, en ocasiones respetando la creencia generada en las demás personas como consecuencia de actos previos y en otras, respetando patrones de conducta que se consideran normales o razonables. En efecto, conductas que contravengan esa creencia, esa expectativa legítima formada en las demás personas, como consecuencia de cualquiera de las situaciones antedichas, se entienden contrarias al principio. Por esa razón, se ha entendido tradicionalmente que existe una íntima relación entre el principio de la buena fe y la existencia del deber de la víctima de mitigar los daños sufridos, o de evitar que se sigan produciendo, o de aminorarlos si se quiere. En efecto, contradiría el principio de la buena fe que la víctima, consciente de la responsabilidad civil en que incurre quien le ha generado un daño, adoptara frente a la generación del mismo una actitud pasiva, esperando simplemente que el responsable asuma todas esas consecuencias que puedan derivarse a partir de su hecho dañoso. La conducta que cualquiera esperaría, es que esa víctima adopte las medidas razonables que contribuyan a la disminución de los efectos nocivos del hecho dañoso. Ir en contravía de la conducta que razonablemente podría esperarse de parte suya, conforme a patrones de comportamiento normales, violenta el principio de la buena fe, según se ha explicado. No adoptar la conducta que razonablemente podría esperarse de la víctima, por lo demás, pone también en entredicho la lealtad que ella debe observar respecto del agente causante del daño, y de alguna manera la deslegitima para reclamar los perjuicios originados en tal omisión [...]” (La carga de evitar la extensión y propagación del siniestro. Primer Congreso Internacional de Derecho de Seguros. La Protección del Consumidor y el Seguro de Responsabilidad Civil, Fasecolda, ACOLDESE, Cartagena de Indias, Universidades del Rosario, Externado y Javeriana, 2012). 371 EUGENIO LLAMAS POMBO, “La tutela inhibitoria del daño. La otra manifestación del derecho de daños”, en La responsabilidad profesional y patrimonial y el seguro de la responsabilidad civil, Bogotá, Acoldese, 2005, pág. 427.

372 ATILIO ANÍBAL ALTERINI, “Nuevas cuestiones de la responsabilidad civil”, en Treinta estudios de derecho privado, Bogotá, Universidad Javeriana y Edit. Temis, 2011, pág. 493. Como agudamente lo registró el mismo autor en el prólogo a la obra del profesor ORDOQUI, alusiva al Derecho de daños, “Hoy, en la alternativa de evitar el daño o de resarcirlo una vez producido, se elige evitarlo” (Derecho de daños, t. I, Montevideo, La Ley, 2012). Cfr. GUSTAVO ORDOQUI C., quien con razón no duda en aseverar que, “El deber de prevención de daños impone una importante revisión de los criterios del pasado y determina que las omisiones adquieran mayor relevancia [...] No puede sostenerse que una omisión es inicua cuando la acción podría evitar el daño. Si advierto que puede ocurrir un daño, y está a mi alcance evitarlo, debo hacerlo [...]”. (“Las funciones del derecho de daños de cara al siglo XXI”, en Realidades y tendencias del derecho en el siglo XXI, t. IV, vol. II, Bogotá, Universidad Javeriana y Edit. Temis, 2011, pág. 13.

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en sede aseguraticia, exigen del asegurado un comportamiento activo previo al siniestro, y no ulterior, únicamente, según tiene lugar en Bélgica, como se ilustró, en Luxemburgo, en Italia, en Alemania, en Suiza, en Argentina, etc. Y como también creemos que sucede en Colombia, así en apariencia dicho deber se limite a la simple aminoración del siniestro (deber, o carga de mitigación), conforme podría parecer de una lectura insular y exegética del artículo 1074 del Código de Comercio, al mismo tiempo que estimulada por la opinión de prestigiosos autores patrios, en atención a que hoy por hoy, luego de la expedición de la norma en comento en el año 1971, existen otras normas que, en forma complementaria, deben ser tenidas muy en cuenta en el plano hermenéutico, entre otras el artículo 83 de la Constitución Política atinente a la buena fe, con todo lo que su incardinación supone en el entramado constitucional, que no es de poca monta373, y el artículo 16 de la ley 446 de 1998, que prescribe que “Dentro de cualquier proceso que se surta ante la Administración de Justicia, la valoración de daños irrogados a las personas y a las cosas, atenderá los principios de reparación integral y equidad y observará los criterios técnicos actuariales”, por manera que, por ambas vías, si el asegurador se perjudicare por la inactividad de su asegurado, en aras de una reparación equitativa e integral, podría buscarse su racional y equilibrada compensación.

¿Acaso se repara integralmente el daño cuando se resarce sólo la fracción o segmento correspondiente a la aminoración de los efectos derivados de su advenimiento, dándole la espalda a su evitación? Pensamos que no, en clara contravía del deber de repararlo en forma integral como lo ordena el referido artículo 16 (reparación integral, o plena, a juicio de otros).

¿Será equitativo, igualmente, afirmar que los gastos efectuados para evitar el daño deben ser cubiertos únicamente por el acreedor de la indemnización, en nuestro caso el asegurado, a sabiendas de que ellos perseguían que no se realizara o materializara, en diáfano beneficio para asegurador y asegurado, bien examinadas las cosas? Tampoco creemos que allí hay equidad; todo lo contrario, es muestra de franco quebranto de la misma disposición legal, contentiva de un postulado centenario que ilumina la nobilísima ciencia del Derecho: la aequitas, con todo lo que ella envuelve.

A simétrica conclusión creemos que se arriba a partir del postulado constitucional de la solidaridad, ya esbozado en líneas anteriores por nosotros, el que no es ni un adorno jurídico, ni una expresión quimérica o producto de una concepción idílica del Derecho, o simple y llana cursilería iuris. Es en cambio, una genuina manifestación de la civilidad, con claro arraigo en la milenaria visión preceptiva —y trimembre— de ULPIANO, cabalmente analizada374, y en el Derecho constitucional moderno. Por eso es por lo que nuestra Carta Política, en su artículo 95, le da status especial, exigiendo de todos, sin distingo, un comportamiento solidario, a fin de obviar actitudes insulares, egoístas y centradas en el mero individualismo. Solidaridad y cooperación, son dos ejes del Derecho contemporáneo, muy especialmente en sede del Derecho de obligaciones y contratos.

Flaco favor se le haría a la equidad, a la razonabilidad y, en general, al Derecho, si se admitiera que son de recibo los gastos pos-siniestro, exclusivamente, y no los presiniestro, habida cuenta que no existe un fundamento científico atendible que justifique dicha escisión,

373 Elocuente, ciertamente, ha sido a este respecto la Corte Constitucional colombiana, comoquiera que ha

sostenido que “[...] cada una de las normas que componen el ordenamiento jurídico debe ser interpretada a la luz del principio de la buena fe, de tal suerte que las disposiciones normativas que regulen el ejercicio de derechos y el cumplimiento de deberes legales, debe siempre ser entendida en el sentido más congruente con el comportamiento leal, fiel y honesto que se deben los sujetos intervinientes en la misma” (sent. T-099 de 2009).

374 “Estos son los preceptos del derecho: vivir honestamente, no dañar al prójimo, dar a cada uno lo suyo”. (ULPIANO, Digesto 1.1.10.1).

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esto es que autorice unos, pero que de raíz niegue los otros, como si fueran espurios. Al fin y al cabo, su esencia es la misma, y su soporte también, siendo entonces plenamente aplicable aquella máxima que enseña que, “Allí donde hay identidad de razón, debe haber identidad de Derecho”.

Así las cosas, en puridad, no pensamos que el siniestro se erige en el presupuesto, en la fuente del deber en comentario, como si antes no se le pudiere exigir nada al asegurado, quien de brazos cruzados, indolentemente, pudiere entonces permanecer, y sin que nada se le reprochare, lectura que, respetuosamente lo manifestamos, no puede contar con nuestra humilde adhesión, insistimos, menos ahora cuando se aboga por un “orden justo”, según lo proclama la Carta Política, y lo exige el tráfico contemporáneo, a la vez que una lectura ética y justiciera de la ciencia jurídica375. Obviamente, que dicho deber de conducta no puede 375 Por eso no podemos compartir el parecer de algunos autores, que al margen de lo señalado por la propia ley, en concreto cuando se alude al deber de prevención siniestral por parte del legislador, arriban a una conclusión diferente. Es el caso del conocido autor belga R. VAN DE PUTTE, el que en vigencia de la ley de 1874, hoy derogada, se pronunció en los términos siguientes: “En cuanto la ley declara que el tomador del seguro debe prevenir el daño, esta obligación debe comprenderse en el sentido que él debe atenuar el daño después del siniestro”. (Manuel d’assurances et de droit des assurances, Bruselas, 1962, pág. 72).

No obstante lo anterior, hay que reconocer que otros autores, ciñéndose a lo previsto literalmente por sus leyes, acogen la tesis restrictiva, es decir la encaminada a activar el débito comportamental, a partir del siniestro. Así sucede con los profesores FERNANDO SÁNCHEZ CALERO y FRANCISCO JAVIER TIRADO, quienes han expresado que “[...] el asegurador privado no puede compeler directamente al asegurado a que realice una actividad específica de prevención del riesgo en el marco de la relación aseguradora”. (Comentarios..., Ley de Contrato de Seguros, op. cit., vol. I, pág. 251. Cfr. MARÍA DEL MAR MAROÑO GARGALLO, El deber de salvamento en el contrato de seguro, Granada, Comares, 2006, pág. 18).

En Colombia, el laborioso profesor J. EFRÉN OSSA GÓMEZ, también manifestó en 1984, que “No existe, pues, a la luz de la legislación vigente, el deber legal de prevenir el siniestro (aunque subsista, como es obvio, el deber moral)”. (Teoría general del seguro, op. cit., vol. II, pág. 368).

Finalmente, importa puntualizar que el proyecto de la Comunidad Europea del 10 de julio de 1979, relativo a la armonización de ciertas reglas jurídicas del contrato de seguro, conserva la doble dirección mencionada: deber previo y también posterior. Lo propio hacen los Principios de Derecho Europeo del Contrato de Seguro de 2009, que autorizan la pertinencia de adoptar “Medidas preventivas” (art. 4:101), con secuelas si no se atienden deliberadamente.

Es importante advertir que la doctrina nacional, en consonancia con lo ya relatado, de una u otra manera, recientemente ha comenzado a acoger este tipo de planteamientos, claramente de mayor espectro. Así, por vía ejemplo, el Dr. R. VÉLEZ OCHOA ha puesto de presente que no es necesario esperar a la completa consumación del siniestro, para que pueda afirmarse, en puridad, que ha surgido la carga en comentario, la que en tal virtud sitúa en un momento diferente y, de suyo, anterior.

Al respecto, in extenso afirma que, “[...] Cuando la carga surge, evidentemente el siniestro no ha producido todos los efectos que potencialmente puede producir; de hecho, si así fuera, la carga no tendría ningún tipo de efecto. De hecho, vale la pena preguntarse si es necesario que se hayan producido efectivamente daños al interés o intereses asegurados para que surja la carga de evitar la extensión del siniestro, o si basta con que se produzca un suceso, amparado por supuesto, que potencialmente pueda generar daños a los intereses asegurados, para que surja la carga para el asegurado de intentar evitar las consecuencias de aquel suceso. El surgimiento de la carga, a nuestro juicio, no sólo supone que los daños no estén por completo consumados, cuestión que no merece mayor explicación, sino que está asociado al suceso potencialmente generador de perjuicios. Así, la carga surge incluso antes de que se hayan producido los primeros efectos dañosos del suceso incierto. Este asunto no es de poca monta, y puede prestarse para ciertas confusiones. Ello, por cuanto el concepto de siniestro suele asociarse con la efectiva producción de daños en el interés, persona o patrimonio asegurados. Y tal asociación no es gratuita; ella obedece a que el siniestro determina el surgimiento de la obligación de la compañía aseguradora, como se dispone en el artículo 1054 del Código de Comercio, antes citado, lo que supone el sufrimiento por parte del asegurado de consecuencias patrimoniales adversas. Y es que no puede dudarse que sin que se sufran tales consecuencias, no puede surgir obligación indemnizatoria a cargo del asegurador; en efecto, por sustracción de materia sin que se sufran daños no puede haber indemnización de ningún tipo. Sin embargo, se insiste en que, aunque bajo la perspectiva antes tratada, la concepción de siniestro va asociada indefectiblemente a la de daño, pues no puede haber indemnización sin éste, está claro que es otra la idea que el concepto de siniestro envuelve bajo la perspectiva de la carga de evitar su extensión y propagación. Por lo menos, debe concederse el hecho de que en uno y otro caso el alcance de la expresión siniestro es distinto; de hecho, en la práctica la obligación

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extremarse, hasta el punto de eclipsar la teleología del seguro, lo que exigirá entonces que se proceda ex abundante cautela, no tanta, empero, como para inhibir su existencia y desenvolvimiento. Equilibrio es entonces la receta.

Efectuados estos comentarios, nos detendremos a renglón seguido en el fundamento y en otra serie de pormenores concernientes a la atenuación de los efectos del siniestro —evitación de su extensión y propagación— y no a su prevención, puesto que las cargas objeto de análisis, en particular, son las pos-siniestro

b) Fundamento cardinal y pauta comportamental. Diligencia debida por el asegurado. El fundamento de esta carga de atenuación o mitigación de las consecuencias adversas

indemnizatoria se cumple normalmente estando consumado el siniestro, y debidamente liquidado, mientras que cuando se hace referencia a la carga de evitar la extensión y propagación, se parte de la base de que el siniestro no se encuentra consumado, pues la consumación supone que ya no hay lugar a evitar la extensión y propagación. De hecho, la consumación del siniestro determina el final de las actividades de mitigación. Lo anterior, si bien no implica necesariamente que pueda hablarse de siniestro antes de la causación de un daño, por lo menos permite concluir que el siniestro puede llegar a tomarse como un hecho complejo; como un conjunto de aconteceres de orden fáctico que se prolongan en el tiempo. En efecto, el siniestro, bajo la concepción que del mismo se tiene en nuestro Código de Comercio, no tiene lugar en un único instante, o por lo menos no necesariamente, lo que permite que puedan existir normas como el artículo 1073 del Código de Comercio, por virtud de la cual se regula la responsabilidad del asegurador en aquellos casos en que el siniestro se inicia antes de que se hubiere iniciado la vigencia del seguro, y continúa en vigencia de ésta, así como en los eventos en que se inicia mientras los riesgos corren por cuenta del asegurador, pero continúa después de la finalización de la vigencia. No puede ser más claro el hecho que ese tipo de normas tienen sentido si se parte de la base de que el siniestro no se consuma de manera instantánea.

”Habiéndose arribado a esta conclusión, debe dilucidarse el momento que determina o marca el inicio del siniestro. Y debe decirse que definitivamente, a nuestro juicio, el inicio del siniestro no puede estar asociado a la causación inmediata de una consecuencia patrimonial adversa para el asegurado, sino a ese primer momento del acontecer fáctico que desemboca en la generación de esas consecuencias patrimoniales adversas para el asegurado. Aun antes de que ellas se produzcan, desde el momento en que se encuentra latente la posibilidad de su generación, debe entenderse que el suceso a que el siniestro se refiere se ha iniciado; circunstancia que conlleva la carga de evitar su extensión y propagación. Y se arriba a esta conclusión con base fundamentalmente en que parece demasiado artificioso hacer una distinción entre las medidas tomadas a partir de ese primer momento del suceso potencialmente generador de daños y las medidas tomadas a partir de que algún tipo de daño se ha manifestado, para entender que sólo estas últimas encuentran origen en la carga de que trata el artículo 1074 del Código de Comercio, y por ende, que solo los gastos que a ellas correspondan deben ser reconocidos por el asegurador. En efecto, las dificultades que se generarían a partir de una distinción de esa naturaleza hacen pensar como improbable que el legislador haya tenido tal intención al momento de proferir la norma. Piénsese por un momento en medidas tomadas antes de la generación efectiva de daños, pero ante la inminencia de los mismos, que redunden en que los daños causados sean de menor entidad; ¿habría que abstenerse de reconocer esos gastos como consecuencia de que las medidas fueron anteriores a la causación de los daños, no obstante haberse producido claros efectos de mitigación en relación con los mismos? ¿Qué pasaría en aquellos eventos en los cuales se adoptan un conjunto de medidas a lo largo de la consumación del siniestro, desde que tiene lugar el suceso, durante la proyección de sus efectos dañosos, hasta la cesación de los mismos? ¿Acaso habría que distinguir entre las realizadas antes de las primeras manifestaciones de daños de las implementadas con posterioridad? No tendría sentido tal diferenciación; y esa es la razón por la que se considera artificioso cualquier intento de distinción entre unas y otras. ¿Cuál sería la razón de la distinción? ¿Qué propósito se buscaría con la misma? Y es que no se puede olvidar que unas y otras medidas pretenderían la misma finalidad, y en ese contexto, buscando lograr la misma finalidad, ¿por qué tratarlas de manera diferente?.

”Pero además, no debe pasarse por alto que, a pesar de que existe norma específica que da sustento a la carga, lo cual hace innecesario buscar instituciones jurídicas que la expliquen, ello no descarta su relación con el principio de la buena fe —cuya aplicación se impone aún ante la existencia de disposiciones legales expresas, por erigirse como principio general—, lo que impone que ante la inminencia de la causación de unos daños amparados de acuerdo con el contrato de seguro, el asegurado proceda a disponer lo necesario, o mejor, lo razonable, para que esos daños tengan una menor entidad que la que tendrían de no mediar su intervención. Comúnmente se dice que el asegurado debe actuar como si no hubiera trasladado sus riesgos a un asegurador, lo que resulta aplicable tanto en el evento en que los daños no se han producido, como luego de esas primeras manifestaciones de daños. Y conforme al mismo principio, que impone el respeto de las expectativas, debe decirse que no parece razonable esperar que solo se reconozcan los gastos en que se incurra luego de manifestaciones dañosas y no los que se realicen antes de esas primeras manifestaciones pero ante la inminencia de ellas. Lo que se espera razonablemente es que todos esos gastos sean reconocidos, máxime si unos y otros pueden llegar a generar

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sobrevenidas por la realización del siniestro, frecuentemente llamada “deber de salvamento”, a más del solar postulado de la buena fe, rectamente entendido, reside en la necesidad jurídica de preservar el equilibrio del contrato, en concreto de sus prestaciones, pues aun en la fase del siniestro y también en la subsiguiente, el asegurado debe adoptar una serie de comportamientos orientados preponderantemente a este fin, en especial por su inmanente carácter dinámico, propio de los contratos de duración, como lo es el seguro, por antonomasia. De lo contrario, es decir en el caso de que el asegurado, estando en condiciones de aminorar o atenuar el siniestro en curso, adopte una conducta negligente, indiferente o apática respecto de este deber que no solo impone la ley, sino que también le impone la razón natural, la sindéresis y el buen juicio, estaría atentando contra la buena fe y, de paso, contra este equilibrio que es el núcleo de una relación jurídica y por consiguiente el de la relación aseguraticia.

Por ello es por lo que la autora española MARÍA DE MAR MAROÑO G. pone de presente que, “Para entender el fundamento del deber de salvamento hay que partir de la configuración del seguro como contrato que descansa en el principio de la buena fe y que está basado en un equilibrio entre las prestaciones de las partes. En efecto, puede estimarse que los deberes u obligaciones accesorias que para las partes surgen del contrato, sirven para lograr una mejor correlación entre las principales prestaciones asumidas por estas [...] Pero además, todos estos deberes descansan sobre el principio de la buena fe contractual [...] La buena fe impone que la otra parte contratante sufra el menor daño posible a causa del siniestro; y eso implica que el asegurado no ha de permanecer inactivo ante un evento dañoso que esté cubierto por un contrato de seguro”66.

efectos positivos para el asegurador.

”[...] En este orden de ideas, no se observa razón para considerar que la carga surge sólo ante las primeras manifestaciones del daño, y no ante su inminencia; de manera que todas las medidas que surjan a partir del suceso que, de no mediar ningún tipo de medida, redundará en la generación de daños, deben ser reconocidas mientras hayan estado sujetas a criterios de razonabilidad [...]”. (La carga de evitar la extensión y propagación del siniestro, op. cit.). 66 MARÍA DE MAR MAROÑO G., El deber de salvamento en el contrato de seguro, op. cit., págs. 4 y ss. En contra de esta difundida y arraigada concepción, el profesor JUAN CARLOS F. MORANDI entiende que la buena fe no es el real fundamento de esta carga o deber de conducta, pues en su criterio “[...] no es exacto que la buena fe obligue, al menos en el terreno jurídico —que es el que nos interesa— a ejecutar lo que causándonos daño traiga a otro un beneficio”. (La carga de salvamento en el contrato de seguro, Buenos Aires, 1975, pág. 289).

En la doctrina clásica, no era extraño encontrar el fundamento de esta carga en la gestión de negocios ajenos (típico cuasicontrato, art. 1375 C. C. belga y 2308 del C. C. colombiano). Así, por vía de ejemplo, lo expresa el doctrinante belga WILLY VAN EECKOUT: “El asegurado debe acudir a los medios deseables para prevenir la ocurrencia o la extensión del siniestro. Si con este fin, él ha expuesto algunos gastos, estos incumben al asegurador (arts. 17 al 2), ya que, actuando de esta manera, él ha gerenciado el bien del otro y está entonces en su derecho de reclamar los principios que rigen la gestión de los negocios. (Le droit d’assurances terrestres, Bruselas, 1933, pág. 135).

Esta teoría realmente ha sido superada por la doctrina moderna, debido a que se estima que la gestión de negocios ajenos es un concepto hoy inaplicable al contrato de seguro y particularmente a la carga de atenuación que, no es, en el sentido utilizado por el art. 1371 del C. C., un “hecho puramente voluntario” sino una imposición legal en beneficio principalmente del asegurado que se ejecuta voluntariamente, pero en desarrollo exclusivo de un contrato previamente celebrado y no propiamente en forma espontánea y aislada de todo antecedente contractual. De esta forma, cuando el asegurado con su conducta evita o pretende evitar la extensión y propagación del siniestro no está obrando como “gerente” del asegurado (C. C., art. 1375) sino tan sólo como un contratante diligente cumplidor de la carga impuesta por el ordenamiento jurídico, en sí mismo preexistente. Como lo precisa el profesor DONATI, “La carga no constituye ni ejecución de un supuesto mandato del asegurador ni de una utilis gestio, como señala la antigua doctrina [...]”. (Tratatto del diritto delle assicurazioni private, vol. II, op. cit., pág. 416).

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Cuando el asegurado abusa de su derecho, o no obra de buena fe, es ineluctable que el equilibrio en comento se rompe, o por lo menos se erosiona67. De ahí la importancia de solicitarle al asegurado, bajo el apremio jurídico de la carga —o deber de conducta—, su concurso responsable, en procura de que el siniestro no adquiera otras dimensiones distintas a las que podría adquirir frente al cabal comportamiento observado por un hombre prudente, a fuer de diligente, aun cuando este tema despierta alguna polémica, dado que hay autores que, de cara a este específico débito, abogan por un patrón o rasero conductual más exigente376.

Como bien lo enseña el citado profesor argentino I. HALPERIN, el asegurado, para el cumplimiento de su tarea, “no necesita extremar su esfuerzo, especialmente sacrificar en exceso su salud y patrimonio, sino sólo actuar con la mayor diligencia posible”377, resultando a todas luces innecesarias las actuaciones suicidas, o heroicas, que puedan poner en peligro la integridad o la dignidad del asegurado. No en balde, este deber de conducta, por más que emerja inmaculado de la buena fe, tiene y conoce límites, claro está, puesto que a pretexto del mismo no puede hacerse en extremo gravoso su cumplimiento; ello, a su turno, tampoco sería proceder de buena fe.

Por último, conviene indicar que es evidente que con la ejecución de la descrita conducta se vea beneficiado igualmente el asegurado, debido a que el evitar o, por lo menos, el pretender evitar la extensión o propagación del siniestro, es, de por sí, un hecho que finalmente puede redundar en beneficio suyo y consecuentemente en el de la comunidad asegurada378. Por ello, en puridad, su cumplimiento persigue un doble beneficio: para el asegurado y para el asegurador, siendo diáfano entonces que su norte no es unipersonal, como estérilmente algunos lo han pretendido. Por el contrario, es bifronte y plural. De lo contrario, se vulnerarían caros derechos del asegurado, quien tiene derecho a que se le reembolsen, so pena de que se genere un daño en su cabeza de índole patrimonial que, en principio, no tiene por qué sufrir, tanto más cuanto su laborío se encamina igualmente a beneficiar al 67 A este respecto, el profesor J. EFRÉN OSSA, con toda precisión, manifiesta que “La indiferencia del asegurado, al iniciarse el siniestro, prevalido de la existencia del seguro, es jurídicamente incompatible con la buena fe que debe presidir la ejecución de todo contrato. La ley quiere que, frente al peligro que amenaza sus intereses, el asegurado reaccione de igual modo que si ellos no estuvieran asegurados [...]”. (Teoría general del seguro, vol. II, op. cit. pág. 368).

En cuanto a la debida colaboración del asegurado, el autor ALBERT DE VILLÉ, escribe que “Esta colaboración se resume en las siguientes obligaciones: a) obligación de reducir la importancia del daño; b) obligación de advertir al asegurador del siniestro dentro de cierto plazo [...]”. (“De la ruptura del equilibrio contractual en materia de seguros terrestres y de sus consecuencias”, Bulletin des Assurances, Bruxelles, 1943, pág. 345 y 346).376 Es común, a la vez que no luce inadecuada, per se, la afirmación a cuyo tenor del asegurado se espera, en el campo de la diligencia, la misma que hubiere empleado en caso de no estar asegurado. Sin embargo, autores como I. HALPERIN, advierten que “La afirmación corriente, que el asegurado obrará como lo haría un hombre prudente no asegurado (VIVANTE), puede conducir a errores, porque el no asegurado puede omitir medidas que el asegurado debe adoptar”. (Seguros, op. cit., vol. I, pág. 473). Y decimos que no es propiamente inadecuada, habida cuenta que como lo ponen de presente los autores GUSTAVO R. MEILIJ y NICOLÁS BARBATO, hay que entender que “[...] la fórmula en cuestión evidentemente hacía referencia a un hombre normal y corriente, que no deja que sus cosas se pierdan asistiendo pasivamente al espectáculo de su destrucción, pudiendo hacer algo para impedirlo” (Tratado de derecho de seguros, Rosario, Zeus, 1975, pág. 161). Por eso la crítica en comento, hay que matizarla o entenderla cabalmente, como se reseñó, habida consideración de que la pauta observada en la esfera de la responsabilidad civil apunta a un hombre (asegurado) diligente. Es lo que acontece con el padre de familia, que no es cualquiera, sino un “buen padre”, lo que reafirma que no se trata de cualquier sujeto, sino de uno calificado. Lo mismo tiene lugar en tratándose del buen profesional, entre otros criterios más, de quienes se espera un plus.

377 ISSAC HALPERIN, Seguros, vol. I, op. cit., pág. 473.

378 Como lo indican los tratadistas belgas JEAN ERNAULT y RAYMOND F. FEYAERTS, “el asegurado debe permitir al asegurador una correcta gestión de la mutualidad”. (Traité générale de droit des assurances terrestres, Bruxelles, 1966, pág. 107).

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asegurador, que de otro modo podría no sólo beneficiarse, como se anotó, sino también propiciar una especie de enriquecimiento ilícito o sin causa, con todo lo negativo que ello entraña.

c) Régimen jurídico de los gastos efectuados para el cumplimiento de la carga por parte del asegurado. Aproximación general. La ejecución cabal de esta carga, como es lógico y consecuente suponer, puede implicar para el asegurado una serie de erogaciones y aun el sacrificio de ciertos bienes no ligados al siniestro, siendo necesario, por tanto, que se le reembolsen todos los gastos que, bajo ciertas pautas y reglas, fueron efectuados por él y que se le repare, en el caso del mencionado sacrificio de bienes, el correspondiente perjuicio material sufrido.

De acuerdo con el derogado inciso 2º del artículo 17 de la ley belga de 1874, “los gastos efectuados por el asegurado, con el objeto de atenuar el daño, son a cargo del asegurador, aun si el monto de estos gastos, junto con el monto del daño, excede la suma asegurada y las diligencias efectuadas hubieran sido sin resultado”.

Según la norma invocada, se requería que el asegurado hubiera efectuado los gastos con el objeto exclusivo de atenuar el daño. Cualquier otra finalidad no vinculaba patrimonialmente al asegurador, quien respondía en consideración al beneficio abstracto originado por el hecho concreto de la atenuación del siniestro, aun en exceso de la suma asegurada, pues si los gastos y el valor del daño sufrido superaban el monto del seguro, el asegurado que, al fin y al cabo era el principal beneficiado, debía correr con ellos, siempre y cuando los gastos encuadraran dentro de parámetros razonables que justifiquen su existencia.

El artículo 52 de la nueva ley belga del contrato de seguro, derogatoria de la anteriormente citada, atinente a los “gastos de salvamento”, es perentoria al establecer que, “Los gastos resultantes de la adopción de las medidas requeridas por el asegurador con el fin de prevenir o atenuar las consecuencias del siniestro, al igual que las medidas urgentes y razonables tomadas por iniciativa del asegurado para prevenir el siniestro en caso de peligro inminente, o en caso de que el siniestro haya comenzado con el fin de prevenir o atenuar sus consecuencias, serán soportados por el asegurador [...], aunque las diligencias realizadas no hubieran producido ningún resultado. Ellos serán asumidos más allá de la suma asegurada”.

En lo fundamental, el descrito es el derrotero que traza en Colombia el artículo 1074 del Código de Comercio que, además de consagrar expresamente la carga de evitar la propagación del siniestro, como se mencionó, dispone que el asegurador deberá hacerse cargo de los gastos razonables en que incurra el asegurado, por el cumplimiento de la misma379. También es el criterio expresado en esta centuria por los Principios de Derecho Europeo del Contrato de Seguro, en el artículo 9:102380.

379 Además del reembolso de los gastos, otro de los aspectos que luce interesante en esta temática, tiene que ver

con la indagación acerca de las posibilidades de subrogación del asegurador frente al tercero causante del daño, en relación con los gastos razonables que hubiere reembolsado previamente. Vid. RICARDO VÉLEZ OCHOA, quien en este punto, quizá para algunos no exento de cierta controversia, concluye que “[...] el asegurador se subroga, en contra del responsable del siniestro, en el valor de los gastos que se hayan reconocido al asegurado como consecuencia de que éste procedió a mitigar los efectos nocivos del siniestro [...]; en ningún caso las normas que regulan el seguro, como tampoco sus fundamentos técnicos, impiden al asegurador recobrar los valores que debe pagar por razón del contrato, al punto que existe norma expresa que permite la subrogación en todos los derechos y acciones del asegurado contra el responsable del siniestro [...]”. (La carga de evitar la extensión y propagación del siniestro, op. cit.).

380 En torno a lo que entraña en la ciencia del derecho moderno la razonabilidad, criterio ciertamente elocuente, dueño de innumeras aplicaciones y connotaciones, véase con provecho la documentada investigación de HOBINAVALONA RAMPARANY-RAVOLOLOMIARANA, Le raisonnable en droit des contrats, Universite de Poitiers, Paris, L. G. D. J., 2009.

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Los gastos inconsiderados (Italia, C. C., art. 1914), o inoportunos o desproporcionados (España, art. 17), o irrazonables (Colombia, art. 1074), (Bélgica, art. 52) o manifiestamente desacertados (Argentina, art. 73), entre otras expresiones más, no son debidos por el asegurador y serán, en consecuencia, asumidos en forma exclusiva por el asegurado, no procediendo entonces su reembolso, salvo que previamente hayan sido autorizados por aquél. En opinión del profesor argentino JUAN CARLOS FÉLIX MORANDI, “La calificación de que el gasto es «desacertado», debe efectuarse sobre la base de lo que el asegurado, de no estar cubierto por el seguro, hubiese hecho en las mismas circunstancias, mediando un obrar razonable desde un punto de vista objetivo [...] la apreciación del «acierto» o «desacierto» del gasto realizado, es una cuestión de hecho que debe ser valorada con especial cuidado [...]”381.

Del mismo modo, como acontece en otras latitudes382, en Colombia se deben los referidos gastos efectuados en forma razonable, aun en exceso de la suma asegurada, lo cual se traduce en una excepción válida al régimen común o general en materia aseguraticia. Así lo dispone el artículo 1079 del estatuto mercantil, al rezar que “El asegurador no estará obligado a responder sino hasta concurrencia de la suma asegurada, sin perjuicio de lo dispuesto en el inciso segundo del artículo 1074”, artículo este último, se memora, que de cara al siniestro es el encargado de reglar lo atinente a la carga de “[...] evitar su extensión y propagación, y a proveer el salvamento de las cosas aseguradas”.

Por último, en cuanto concierne al resultado de la gestión o labor del asegurado, no se requiere que sea fecunda o exitosa, justamente porque lo que se exige es que el asegurado haga cuanto razonablemente se encuentre a su alcance y no que obtenga un determinado logro (opus), máxime cuando lo que se evalúa es la conducta desplegada, en función de los medios dispuestos para ello, y las circunstancias, in casu, de tiempo, modo y lugar383. La extensión y propagación del siniestro, en estas condiciones de regularidad y buena fe, será pues ajena a la voluntad del asegurado y, ajena, por tanto, a su responsabilidad, pues actuó diligentemente, y sabido es que, en últimas, ello es lo esperado con estribo en la buena fe, en el buen sentido, plenamente corroborado por el criterio rector de la razonabilidad y por el ordenamiento. Ir más lejos, desconociendo inconsideradamente lo acontecido, sin duda, se tornaría abusivo, amén de inequitativo.

B) Carga de notificación de la ocurrencia del siniestro

El siniestro, entendido como la realización del riesgo asegurado (C. de Co., art. 1054), es un hecho de trascendental importancia en el desarrollo de la relación jurídica, pues marca un

381 JUAN CARLOS F. MORANDI, Prevención y seguro, op. cit., ponencia argentina, pág. 94.

382 Vid. GUSTAVO ORDOQUI C., quien refiriéndose al derecho uruguayo, en concreto al art. 668 de la legislación del hermano país, indica puntualmente que “[...] la norma establece que estos gastos se pueden tener aunque excedan el importe de la suma asegurada”. (Derecho de tránsito. Contrato de seguro y seguro obligatorio de automóviles, Montevideo, La Ley, 2011). Lo miso tiene lugar con lo dispuesto por legislaciones como la belga, luxemburguesa, etc. Cfr. J. EFRÉN OSSA GÓMEZ. Teoría general del seguro. El contrato, op. cit., pág. 414.

383 Como de tiempo atrás lo tiene establecido la doctrina, el reembolso es procedente, cuando los gastos se hacen “[...] dentro de límites prudentes, aun cuando no hayan tenido el éxito deseado [...]”. (TULIO ASCARELLI, Tratado de derecho mercantil, México, Porrúa, 1940, pág. 356).

No existe entonces una relación de causalidad entre realización del gasto y su efectividad final, sin que ello implique que, por esta vía, el asegurado pueda actuar como lo desee, sin freno ni prudencia, habida cuenta que su actuación igualmente está determinada por una debida diligencia en la erogación respectiva.

En el campo legislativo, de igual modo, legislaciones como la española, claramente, advierten que ellos se deben “[...] aun si tales gastos no han tenido resultados efectivos” (Ley de contrato de seguro, art. 17). Lo mismo explicita la ley belga del contrato de seguro, en su art. 52, que reza que ellos serán cubiertos “[...] aunque las diligencias realizadas no hubieran producido ningún resultado”.

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momento decisivo (hecho jurídico) para ambas partes: para el asegurado, la materialización de su derecho a la indemnización, o, para el beneficiario, el derecho a la suma asegurada (seguro sobre la vida), y para el asegurador implica el surgimiento jurídico de su obligación de indemnizar o cumplir la prestación asegurada, obviamente si se verifican los presupuestos requeridos para ello. Y paralelamente, en otro ámbito y bajo ciertas modalidades, el surgimiento de su derecho de crédito frente al reasegurador.

El siniestro tiene entonces una significación capital para ambas partes, como ya lo esbozamos, particularmente para el asegurador que puede ver comprometida su responsabilidad patrimonial. Por ello, es comprensible que la ley le haya impuesto al asegurado, por estar en contacto directo con el riesgo asegurado, la carga de informarle al asegurador la realización del hecho que jurídica y financieramente puede vincularse frente al beneficiario del seguro, es decir, frente al titular del derecho a la indemnización o a la suma asegurada, según el caso, sin perjuicio que otro sujeto interesado esté en mejores condiciones de hacerlo (C. de Co., art. 1041)384. Esta tendencia se mantiene incluso en los más novedosos proyectos, como es el Proyecto de ley modelo sobre el contrato de seguro para Latinoamerica que, de acuerdo con la explicación de su autor, Dr. JUAN CARLOS FÉLIX MORANDI, también incorpora esta carga, y también en los Principios de Derecho Europeo del Contrato de Seguro, en el artículo 6:101385.

a) Fundamento primordial. El fundamento toral de la carga es evidente, y se pone de presente en numerosas manifestaciones enderezadas a la protección prevalente de los intereses del asegurador e, incluso, del propio asegurado, conforme a las circunstancias, como la oportuna verificación de la ocurrencia misma del siniestro, aspecto que no siempre es fácil, sobre todo respecto de precisos riesgos técnicos; la pronta adopción de medidas externas orientadas a disminuir sus efectos nocivos —v. gr. evitar su propagación—; la obtención de todas aquellas pruebas que eventualmente le permitan evaluar su responsabilidad o, por el contrario, le sirvan de soporte para el reconocimiento de la indemnización; la iniciación de su reconocimiento; la realización de las gestiones de tipo financiero para la consecución o desplazamiento de fondos tendientes a cubrir en su momento el importe de la indemnización y, en general, todas aquellas medidas que, como se dijo, busquen preservar los intereses patrimoniales del asegurador y, de paso, de su reasegurador.

Como bien lo recuerdan los profesores M. PICARD y A. BESSON, “La obligación impuesta al asegurado de declarar rápidamente el siniestro al asegurador se justifica ampliamente [...], a fin de adoptar todas las medidas necesarias para la protección de sus intereses, porque él es el llamado a soportar las consecuencias del siniestro [...]. Este interés del asegurador determina el alcance de la obligación del asegurado. La declaración tiene por fin avisar al asegurador de la realización del riesgo, únicamente para permitirle salvaguardar sus propios intereses”386.

b) Contenido general. La declaración o noticia del siniestro realizada por el asegurado, en esencia, debe contener una información sucinta sobre lo sucedido en relación con el riesgo asegurado, una información clara y concreta que le permita al asegurador tomar, sin mayores

384 Sobre esta carga indica el Dr. ANDRÉS ORDÓÑEZ que “[...] consiste en dar aviso oportuno del siniestro. Es muy importante para la aseguradora, porque una vez recibido el aviso ésta puede llevar a cabo una serie de conductas dirigidas a proteger sus intereses dentro del desarrollo del siniestro, con el objeto de evitar que pueda devenir más gravoso de lo que sería inicialmente [...]” (Las obligaciones y cargas de las partes en el contrato de seguro y la inoperancia del contrato de seguro, op. cit., pág. 94).

385 Sobre este particular, vid. JUAN CARLOS F. MORANDI, Proyecto de ley modelo sobre el contrato de seguro para Latinoamérica, op. cit., págs. 27-30, y Principios de Derecho Europeo del Contrato de Seguro, art. 6:101.

386 M. PICARD y A. BESSON, Les assurances terrestres. Le contrat d’asurance, t. I, Paris, L. G. D. J., 1982, pág. 201. 218

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dilaciones, las medidas que las circunstancias aconsejen. Como lo anotan de nuevo los profesores PICARD y BESSON, la declaración “[...] tiene entonces necesariamente un carácter sucinto —es un simple aviso, una advertencia por la cual el asegurado indica las circunstancias esenciales del siniestro (momento, lugar, condiciones, personas, nombres de los posibles testigos, consecuencias inmediatas)—”387.

La doctrina de seguros, en general, precisa que esta carga de información, más que una declaración de contenido volitivo, es una declaración recepticia de ciencia o conocimiento, desprovista, por consiguiente, del contenido que le es característico a la declaración de voluntad. El asegurado se limita a declarar un hecho concreto: el siniestro, o su muy posible realización; es un recuento o reconstrucción de carácter meramente declarativo, en donde la voluntad no cumple función alguna. No hay pues, en la declaración del siniestro, exteriorización del elemento interno o subjetivo del asegurado. Hay tan sólo la comunicación de un hecho externo y, por ende, factual —no negocial—, del cual se ha tenido real conocimiento previo, sin perjuicio de que en este campo el concepto del hito o episodio siniestral deba tomarse en sentido amplio, a fin de que se dé oportuna noticia acerca de puntuales hechos que lo determinan, o que puede que lo determinen. De ahí que sea aconsejable proceder con gran diligencia a notificar el siniestro, propiamente dicho y toda situación que, in casu, pueda ser indicativa de su realización. Al fin y al cabo, es una quaestio facti, y no una quaestio iuris388.

Esta es, por lo demás, la orientación que también se le ha dado a esta particular carga en el caso colombiano, más allá de la mera letra normativa. Así, el artículo 1075 de la legislación mercantil, que es el que regula la materia, señala que por virtud de esta carga, el asegurado debe simplemente dar noticia del siniestro al asegurador, lo que corrobora que su naturaleza no sea la de una declaración recepticia de voluntad y, además, marca la diferencia del contenido de esta carga con la simple reclamación del siniestro, que es disímil y que encuentra regulación en una preceptiva diferente, como es el artículo 1077 de la legislación mercantil, así en ocasiones se confundan en la praxis, lo que es un manifiesto yerro, para nada intrascendente o estéril.

El artículo 1075 del Código de Comercio que, como se dijo, regula la carga relativa al aviso del siniestro, prescribe al respecto que “El asegurado o el beneficiario estarán obligados a dar noticia al asegurador de la ocurrencia del siniestro, dentro de los tres días siguientes a la fecha en que lo hayan conocido o debido conocer. Este término podrá ampliarse, mas no reducirse por las partes. El asegurador no podrá alegar el retardo o la omisión si, dentro del mismo plazo, interviene en las operaciones de salvamento o de comprobación del siniestro”. Por su parte, el artículo 1077 regula lo atinente a la reclamación, de suyo diferente al aviso de siniestro y frente a la cual la jurisprudencia patria ha manifestado que “[...] Vistas las cosas de este modo, conviene inferir que en el contrato de seguro la formulación de la reclamación junto con los comprobantes pertinentes destinada a demostrar la ocurrencia del siniestro, constituye una carga que se impone al asegurado para que obtenga la indemnización pactada en el contrato, perspectiva desde la cual puede decirse sin vacilaciones que se trata de un verdadero presupuesto de la mora del asegurador, pero sin que se pueda afirmar que este sufre algún menoscabo por su inejecución, pues el asegurado obra exclusivamente movido por la satisfacción de su propio interés. En síntesis la conducta del asegurado no se corresponde con un derecho del asegurador, sino que se ofrece como

387 M. PICARD y A. BESSON, Les assurances terrestres. Le contrat d’assurance, op. cit., pág. 201.

388 En este sentido, especialmente, ANTIGONO DONATI, Trattato del diritto delle assicurazioni private, vol. II, op. cit., pág. 412; ISAAC HALPERIN, Seguros, vol. I, op. cit., pág. 454 y finalmente RUBÉN STIGLITZ, El siniestro, op. cit., pág. 83. No obstante, con respecto a la legislación española, JOSÉ ANTONIO GÓMEZ SEGADE, pone en tela de juicio que en su país el legislador haya aceptado la naturaleza indicada de la declaración o aviso del siniestro. (La declaración de siniestro y la información complementaria, op. cit., pág. 436).

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una condición indispensable para que se configure su mora [...]” (Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, sent. de 30 septiembre 2004, exp. 7142). Obsérvese entonces cómo la carga del aviso del siniestro, paladinamente difiere de la apellidada carga de reclamación389.

c) Presupuestos exigidos para la declaración o aviso del siniestro. Para efectuar el aviso de siniestro, es decir, para la ejecución de esta carga de información, se requiere la configuración de determinados presupuestos. Estos son, en esencia, los siguientes:

1. La realización del siniestro, pues no otra cosa podría tener como base y como contenido la declaración. Es una carga pos-siniestro que, de suyo, sobra indicarlo, supone la verificación del siniestro y de su correspondiente agotamiento, sin perjuicio de que en ocasiones resulta difícil la precisión en torno a su real materialización, como se anotó, y389

? Lo señalado ha sido también reconocido por la doctrina que, al respecto, ha tenido oportunidad de precisar que “[...] la obligación de dar aviso del siniestro es bien diferente a la que tiene el asegurado de presentar la reclamación. Es muy importante hacer esta diferencia, porque suelen confundirse los dos fenómenos. El aviso tiene como finalidad primordial la de poner en conocimiento a la aseguradora del hecho para que trate de proteger sus intereses, evitando que la indemnización a pagar llegue a ser excesiva, o sea innecesariamente alta. En cambio, la carga de presentar la reclamación tiene la finalidad diferente, que es precisamente la de concretar, liquidándola, la obligación del asegurador, haciendo posible su constitución en mora. El aviso de siniestro es una simple información sumaria, sobre la ocurrencia del hecho dañoso, de la realización del riesgo. La reclamación implica el cumplimiento por parte del asegurado de sus cargas, muchas veces complejas, en cuanto a la prueba de la ocurrencia y la cuantía del siniestro. Así, pues, la reclamación es un acto muchísimo más complejo, que implica actividad probatoria y, consecuencialmente, requiere la presentación de documentos exigidos por la póliza o impuestos lógicamente por la naturaleza y extensión de los daños sufridos, para acreditar dichos elementos [...]”. (ANDRÉS ORDÓÑEZ ORDÓÑEZ, Las obligaciones y cargas de las partes en el contrato de seguro y la inoperancia del contrato de seguro, op. cit., pág. 95). Cfr. HERNÁN FABIO LÓPEZ BLANCO, Comentarios al contrato de seguro, op. cit., 5ª ed., pág. 185.

En fin, sobre este particular la jurisprudencia arbitral ha explicado que “[...] el tema del aviso del siniestro se encuentra regulado en la ley colombiana por el artículo 1075 ya citado. Es una carga que se radicó en cabeza del beneficiario y del asegurado y debe ser cumplida dentro de los tres días siguientes contados a partir del momento en que se tuvo o debió tener conocimiento. Del texto de la norma se deduce que se trata de una disposición semi-imperativa, es decir que puede ser modificada únicamente en beneficio del tomador asegurado o beneficiario en el contrato de seguro ampliando pero no reduciendo el término. Este artículo debe ser analizado en armonía con el 1078 del Código de Comercio, en el que se consagra, de manera genérica, la posibilidad de que el asegurador pueda deducir de la indemnización el monto de los perjuicios ocasionados con el incumplimiento de los deberes que el legislador radica en la parte asegurada en caso de siniestro, pero por supuesto advirtiendo que no procede alegar retardo u omisión si ha participado en las operaciones de salvamento o en la comprobación de la pérdida.

”No es lo mismo aviso del siniestro que reclamo del mismo. El aviso no está sujeto a ninguna formalidad. El ejercicio de la carga informativa del aviso surge cuando se conoce o se ha debido tener conocimiento del hecho que da base a la acción.”Conforme a lo dispuesto por el artículo 1077 le corresponde al asegurado formalizar su reclamación demostrando la ocurrencia del siniestro y la cuantía de la pérdida y el asegurador demostrará las circunstancias que lo exoneran de responsabilidad. La carga del aviso se cumple con el informe aunque con posterioridad se establezca que el asegurado no ocasionó un daño patrimonial individualizado como riesgo dentro del contrato de seguro, o que éste no se verificó durante la vigencia de la póliza o que se encontraba excluido de manera expresa del amparo.”Rendir el aviso y formular el reclamo le permite al asegurador verificar si el riesgo acaecido se encuentra amparado en el contrato, asesorar al asegurado para minimizar el monto de la pérdida. Es decir, que así se facilita al asegurador el acceso oportuno a las circunstancias o hechos que dieron origen al siniestro, su comprobación, la determinación de la gravedad de los daños, abrir reservas adecuadas, preparar la liquidación técnica de la pérdida, establecer la afectación del amparo o la exclusión aplicable y evitar abusos o fraudes. En general, a través de este medio se le permite a la aseguradora tomar medidas para la protección de sus intereses como la de identificar un tercero responsable contra el cual se puedan enderezar las acciones de subrogación que se consagran en los artículos 1096 a 1099, del Código de Comercio y en fin verificar que no haya habido renuncia al ejercicio de la misma por parte del asegurado ya que una conducta de esta naturaleza puede acarrearle la pérdida del derecho a la indemnización [...] El reclamo le permitirá al asegurado hacer efectiva la obligación del asegurador, antes éste no tiene por qué conocer que el riesgo asegurado acaeció tampoco su cuantía por esto la ley ha radicado en cabeza del asegurado la obligación de dar aviso pero también la de formular el reclamo aparejado de los documentos que según la póliza son indispensables para demostrar la ocurrencia del siniestro y la cuantía de la pérdida.

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2. Conocimiento efectivo por parte del asegurado, puesto que sólo puede exigirse el cumplimiento de una carga de información en la medida en que se conozca lo que se debe comunicar. Lo contrario, sería exigir lo imposible e implicaría obrar contra natura390.

Aparte de los señalados presupuestos de carácter sine qua non, un sector de la doctrina exige un tercero: que el asegurador desconozca la realización del siniestro, bajo el entendido de que “[...] es irrelevante la forma en que se ha adquirido el conocimiento, bien sea personalmente o mediante información de terceros”391.

d) Término para efectuar el aviso o declaración. La declaración, aviso o notificación de la ocurrencia del siniestro debe hacerse dentro del término fijado por la ley o, en su defecto, por las partes contratantes, en desarrollo de la autonomía privada, que esta materia, en línea de principio, tiene cabida plena.

En la legislación belga no hay un término preciso del cual pueda disponer el asegurado para poner en conocimiento al asegurador, la verificación del siniestro. El artículo 17 de su ley, hoy derogado, simplemente disponía que deberá hacerlo “una vez que el daño ha ocurrido [...]”, disposición eminentemente subjetiva que dejaba en las manos del juez el alcance de la definición de la oportunidad de su noticia392.

”La diferencia fundamental entre el aviso del siniestro y el reclamo estriba entonces en que el primero sirve básicamente para facilitar la participación del asegurador en el proceso de determinación de las circunstancias que rodearon el hecho, para permitirle la aproximación al quantum el acercamiento indispensable para la afectación real de sus reservas, al paso que la formalización del reclamo sirve para poder computar el plazo que define el surgimiento de la mora del deudor, la causación de intereses moratorios o de perjuicios y la consolidación del término que permite accionar por la vía ejecutiva si la solicitud no se objeta de manera seria y fundada. El uno es un deber informativo de mera conducta y la otra es una carga probatoria [...]”. (Laudo arbitral que dirimió la controversia entre Ocensa S. A. y Liberty Seguros S. A., 8 de noviembre de 2006, págs. 27 y ss.). 390 En la legislación belga, como bien lo comentan FÉLIX MONETTE y ALBERT DE VILLÉ, por la expresión tout sinistre “todo siniestro, [...] hay que entender todo siniestro del cual el asegurado tuvo conocimiento”. (Traite des assurances terrestres, t. I, Bruxelles, 1949, pág. 485).

En la legislación española, el art. 16 expresamente exige el conocimiento del asegurado, al igual que los arts. L.113.24º, 1074 y 46 de las legislaciones francesa, colombiana y argentina, respectivamente. El art. 19 de la nueva ley belga del contrato de seguro, no efectúa dicha precisión, pues liga el aviso a la realización del siniestro; nada más.

391 JOSÉ ANTONIO GÓMEZ SEGADA, La declaración de siniestro..., op. cit., pág. 433.

No obstante lo anterior, pensamos que esta exigencia más que presupuesto “para que surja el deber de efectuar la declaración” es un hecho que puede en determinado momento exonerar la responsabilidad al asegurado por no haberse observado la carga, toda vez que este es el tratamiento conferido por las legislaciones que se ocupan del tema. Así, por vía de ejemplo, la misma legislación española al estimar que el conocimiento del asegurador obra realmente como un eximente de responsabilidad del asegurado, indica que “este efecto [reclamación de daños y perjuicios] no se producirá si se prueba que el asegurador ha tenido conocimiento del siniestro por otro medio” (art. 16). En esta misma línea, los arts. 1075 de la legislación colombiana y 46 de la argentina. El referido artículo colombiano es perentorio al disponer, en punto tocante con la obligación de “[...] dar aviso de la ocurrencia del siniestro”, que “El asegurador no podrá alegar el retardo o la omisión si, dentro del mismo plazo, interviene en las operaciones de salvamento o de comprobación del siniestro”.

Siendo así las cosas, no es dable condicionar la ejecución de la carga o deber de conducta del asegurado a un hecho a él externo y, en consecuencia, extraño al que no tiene por ello acceso. El debe ejecutar su carga, con prescindencia de otra consideración, sólo que si no lo hace y se comprueba que el asegurador por otro medio se enteró de la existencia del siniestro, no podrá endilgársele responsabilidad de ningún tipo, por lo menos en aquellas legislaciones que se encargan directa o indirectamente del tema. Más bien se configuraría una eximente de responsabilidad, un inhibidor de la prestación del asegurador de derivar alguna consecuencia de su omisión por parte del asegurado, a sabiendas de que, por otro camino, la entidad aseguradora se enteró de ello, lo que a la postre es determinante.392 Como lo expresaron a finales del siglo XIX los autores belgas VICTOR BEGEREM y HERMANN DE BAETS, “Ante el silencio de la ley, hay que concluir que el legislador ha hecho de este punto esencialmente una cuestión de hecho. Corresponderá entonces al juez decidir si en tales circunstancias dadas, tal retardo por parte del asegurado es excesivo o no sobrepasa justos límites”. (Traité des assurances terrestres, Gand, 1880, pág. 276). En análogo

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El artículo 19 de la nueva ley belga del contrato de seguro, no obstante su lozanía y precisión, sigue el mismo criterio subjetivo de la derogada y decimonónica ley de 1874, por cuanto fija el correspondiente deber en cabeza del asegurado “[...] desde que le sea posible y en todo caso dentro del plazo fijado en el contrato [...]”.

En la gran mayoría de legislaciones modernas, sin embargo, este punto ha sido definido de antemano, por cuanto se han fijado precisos términos para el cumplimiento de esta carga de información, lo cual resulta conveniente. Así, por vía de ejemplo, el artículo 113.2.4. del Código de Seguros de Francia establece un término de cinco días; la legislación Italiana un término de tres días (art. 1913); la ley española uno de siete días (art. 16); la legislación colombiana un término de tres días (art. 1075); la ley mexicana igualmente uno de cinco días (art. 66), la legislación de Burundi un término de ocho días (art. 12) y la legislación portuguesa uno de ocho días (art. 440), entre otras más.

En algunas legislaciones, por estimarse totalmente irrelevante, la declaración del siniestro no es exigida en los seguros sobre la vida. Adoptan expresamente esta postura las legislaciones de Francia (art. L113-2) y de Burundi (decr.-ley 129 de 1977, art. 12). La legislación italiana, a su turno, desarrolla esta carga únicamente dentro de la sección II del capítulo XX del Código Civil destinada a regular el “seguro contra los daños” (art. 1913), por lo que surge entonces la inquietud de si puede exigirse su cumplimiento en el concreto ámbito de los seguros de personas, dándose, es la regla, una respuesta negativa. Esta postura de no exigir el cumplimiento de la carga de información, tiene como asidero el hecho de que, según sus defensores, su cumplimiento en este tipo de seguros pierde toda relevancia, aun cuando puede llegar a tenerlo, sobre todo para evaluar bien lo acaecido, pues no es un secreto que, en ocasiones, desventuradamente, en este tipo aseguraticio se presentan fraudes, con alguna frecuencia.

Ahora bien, en lo atinente al punto de partida del término en comentario, legisladores como el colombiano, expresamente, se ocupan de ello, indicando que se contará a partir del conocimiento del siniestro, bien sea real, o presuntivo, pues en este último caso se tiene en cuenta, en el plano de la diligencia comportamental, cuando debió haberlo conocido, circunstancia suficiente para que irrumpa su correspondiente decurso

Es de señalar, finalmente, que el cumplimiento extemporáneo de la carga de información se torna ineficaz, porque el plazo es fijado en interés del asegurador, de forma preponderante. Por tanto, frente al cumplimiento tardío, que equivale a hablar de incumplimiento por ausencia de declaración, stricto sensu, se seguirán las sanciones previstas por el ordenamiento jurídico o por las mismas partes para el incumplimiento o violación de las cargas, régimen sancionatorio del que nos ocuparemos más adelante.

e) Forma del aviso o declaración del siniestro. En materia de forma, con arreglo a la cual debe ser declarada la ocurrencia del siniestro al asegurador, rige, prácticamente a manera de principio general, una completa libertad en la legislación comparada. Por eso es por lo que el asegurado, inicialmente, bien puede escoger el medio que más se acomode a sus posibilidades o que se encuentre más a su alcance, sin que el asegurador pueda hacerle algún reproche. El teléfono, la correspondencia —en todas sus modalidades, aun la electrónica—, y cualquier otro medio serán idóneos para que el asegurado, en efecto, pueda poner en conocimiento del asegurador la ocurrencia del siniestro393. Aquí entonces lo relevante es la sustancia, la información, y no la forma o vehículo utilizado, en clara

sentido, el autor P. LALOUX, Traité des assurances terrestres en droit belge, Liége, 1944, pág. 131. 393 El proyecto de ley en materia de seguros para Latinoamérica contiene una regulación completa y exhaustiva sobre este aspecto. Al respecto, vid., JUAN CARLOS FÉLIX MORANDI, Proyecto de ley modelo sobre el contrato de seguro para Latinoamérica, op. cit., págs. 27-30.

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consonancia con la tendencia generalizada en esta materia en el Derecho comparado, incluido el de estirpe constitucional.

En el derecho belga, esta libertad ya se ponía de manifiesto en el mencionado artículo 17 de la ley de 1874 y particularmente en su inciso 1º, que requería solamente que se diera conocimiento del siniestro al asegurador, pero sin exigir para ello una determinada forma. Hoy sucede lo mismo en tratándose de la nueva ley de 1992, en atención a que el artículo 19 nada exige al respecto, reiterando la supraindicada libertad en el medio de información o comunicación.

Efectuada la anterior precisión, cumple expresar, sin perjuicio de lo que indicaremos en punto tocante con algunas legislaciones, que en el pasado cuando las partes habían escogido una forma y un medio determinado para la realización de la declaración, no era de recibo el empleo de otra forma y de otro mecanismo, entre otras razones, por el debido respeto por lo acordado. Esta fue la solución adoptada por la jurisprudencia tradicional, incluida la belga394.

Empero, a raíz de la entronización de diáfanas limitaciones a la autonomía privada en la esfera del contrato en general, a la par que del seguro en particular, se tiene establecido en algunas naciones que la totalidad o buena parte de las disposiciones que disciplinan la relación aseguraticia son de orden público, a fuer que imperativas, salvo que en ellas mismas se disponga lo contrario. En tal virtud, se ha entendido, a modo de regla, que efectuar este tipo de limitaciones lesiona los intereses del asegurado, quien puede válidamente cumplir su carga, en el caso que detiene nuestra atención, a través de cualquier medio, de lo que se desprende que la norma que se ocupa de explicitar el deber de información en cita, no puede modificarse en sentido que no le sea favorable.

En el derecho francés, ad exemplum, la situación es diferente, en atención a que las partes están legitimadas por el ordenamiento jurídico a restringir la amplia gama existente en materia de formas de la declaración del siniestro. El artículo L. 113-2 del Código de Seguros es, como lo enseñan PICARD y BESSON, “[...] un texto imperativo que sólo prevé, como modificación convencional, la prolongación del plazo, e imponer una determinada forma para la declaración de siniestro —por ejemplo la carta recomendada o el telegrama— conduciría a modificar convencionalmente la prescripción legal y a agravar la situación del asegurado, ya que él no podría escapar a la pérdida del derecho estipulada ofreciendo probar haber avisado de otra manera al asegurador”395.

En el Derecho colombiano, a semejanza de lo sucedido en el Derecho francés, las partes no pueden válidamente señalar en la póliza una determinada forma de declaración, por cuanto el artículo 1075 del Código de Comercio, que es la norma encargada de desarrollar lo concerniente al aviso del siniestro, es de carácter inmodificable (art. 1.162), lo que quiere significar que no es procedente ninguna restricción ex contractu, así se haga, habida cuenta

394 Así, por vía de ejemplo, el Tribunal de Comercio de Ostende el 19 de julio de 1930 expresó lo siguiente: “Teniendo en cuenta que la declaración del accidente debe ser hecha en las formas y condiciones prescritas por la póliza, el modo de notificación exigido responde tanto a una necesidad como a un derecho legítimo de la compañía de seguros que, luego que en el contrato de seguro las partes han estipulado que en caso de accidente, éste sería puesto en conocimiento de la sociedad por carta o telegrama, cualquier otro modo de advertencia debe ser declarado inoperante”. (Revué Générale des Assurances et de Responsabilité, Bruxelles, 1930, pág. 669).

395 M. PICARD y A. BESSON, Les assurances terrestres, tome I, op. cit., pág. 206. 223

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que restringir o limitar la forma de hacerlo, va en diáfana contravía de la aludida libertad, coordenada de oro en esta materia en nuestro ordenamiento396 y 397.

Al contrario de lo mencionado, en el derecho italiano, español, argentino y mexicano, las partes pueden, si así lo desean, restringir la forma y el medio para efectuar la declaración del siniestro89, aunque hay que reconocer que, en general, de acuerdo con las nuevas tendencias imperantes en este tema de la libertad informativa, el asegurado cada vez está más legitimado para cumplir su débito mediante cualquier instrumento. Otra cosa es el aspecto referente a su prueba.

8. Régimen sancionatorio en materia de incumplimiento de las cargas pos-siniestro

396 El profesor J. EFRÉN OSSA, se pronuncia en este sentido, al afirmar que “La forma escrita es, desde luego, la aconsejable como medio idóneo para preconstituir la prueba del cumplimiento de la carga de información del siniestro. Mas no es susceptible de estipulación contractual porque desmejora la posición legal del asegurado” (Teoría general del seguro, vol. II, op. cit., pág. 371). A su turno, el profesor HERNÁN FABIO LÓPEZ puntualiza que “Este deber implica comunicar por cualquier medio idóneo —escrito, telefónico, electrónico o aun verbal— la ocurrencia del siniestro, con el fin de que el asegurador pueda tomar las medidas atinentes a la defensa de sus intereses y preste la colaboración que en caso de siniestro pueda ser requerida” (Comentarios al contrato de seguro, op. cit., págs. 183 y 184).

Como bien lo ha corroborado un sector de la doctrina, en lo que atañe al caso colombiano “[...] no impone la ley ninguna forma específica para el aviso. Debe tratarse de un aviso que sea lo suficientemente eficaz para poner en conocimiento de la aseguradora la ocurrencia del siniestro. La oportunidad para darlo no se cuenta a partir del momento del siniestro sino a partir del momento en que el asegurado haya tenido conocimiento o haya debido tener conocimiento del mismo. A partir de ese momento la carga debe cumplirse dentro de cierto término; la ley señala uno que es de tres días. La disposición es supletiva y puede ampliarse por las partes aunque no reducirse, a través de disposiciones contractuales, pero en todo caso no son usuales los términos demasiado largos [...]”. (ANDRÉS ORDÓÑEZ ORDÓÑEZ, Las obligaciones y cargas de las partes en el contrato de seguro y la inoperancia del contrato de seguro, op. cit., pág. 94).

En un reciente y citado pronunciamiento arbitral, por su parte, expresó el panel arbitral que “[...] El tema del aviso del siniestro se encuentra regulado en la ley colombiana por el artículo 1075 ya citado. Es una carga que se radicó en cabeza del beneficiario y del asegurado y debe ser cumplida dentro de los tres días siguientes contados a partir del momento en que se tuvo o debió tener conocimiento. Del texto de la norma se deduce que se trata de una disposición semi-imperativa es decir que puede ser modificada únicamente en beneficio del tomador-asegurado o beneficiario en el contrato de seguro ampliando pero no reduciendo el término” (op. cit.).

397 Como bien lo ha corroborado un sector de la doctrina, en lo que atañe al caso colombiano “[...] no impone la ley ninguna forma específica para el aviso. Debe tratarse de un aviso que sea lo suficientemente eficaz para poner en conocimiento de la aseguradora la ocurrencia del siniestro. La oportunidad para darlo no se cuenta a partir del momento del siniestro sino a partir del momento en que el asegurado haya tenido conocimiento o haya debido tener conocimiento del mismo. A partir de ese momento la carga debe cumplirse dentro de cierto término; la ley señala uno que es de tres días. La disposición es supletiva y puede ampliarse por las partes aunque no reducirse, a través de disposiciones contractuales, pero en todo caso no son usuales los términos demasiado largos [...]”. (ANDRÉS ORDÓÑEZ ORDÓÑEZ, Las obligaciones y cargas de las partes en el contrato de seguro y la inoperancia del contrato de seguro, op. cit., pág. 94).

En un reciente y citado pronunciamiento arbitral, por su parte, se expresó por el panel arbitral que “[...] El tema del aviso del siniestro se encuentra regulado en la ley colombiana por el artículo 1075 ya citado. Es una carga que se radicó en cabeza del beneficiario y del asegurado y debe ser cumplida dentro de los tres días siguientes contados a partir del momento en que se tuvo o debió tener conocimiento. Del texto de la norma se deduce que se trata de una disposición semi-imperativa es decir que puede ser modificada únicamente en beneficio del tomador asegurado o beneficiario en el contrato de seguro ampliando pero no reduciendo el término” (op. cit.).

89 Así, véase a GAETANO CASTELLANO, Le assicurazioni private, op. cit., pág. 290, a GOMEZ SEGADE, La declaración de siniestro y a HALPERIN, Seguros, op. cit., pág. 458, autor que expresa que la declaración en referencia, “Es libre de formas, salvo que el contrato fije una, la que deberá observarse”.

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Como es propio de un Estado de derecho, aun inscrito en el marco de lo social (Estado social de derecho), la transgresión de un precepto legal o la transgresión de una disposición de carácter contractual, tiene asignada, de acuerdo con las circunstancias, determinada sanción jurídica, pues no son simplemente invitaciones de cortesía, sino imperativos ex lege, o ex contractu, según el caso y procedencia.

En materia de cargas, no sucede cosa diferente, en la medida en que existen claras y precisas sanciones impuestas por la ley y, en ciertos casos, por las mismas partes contratantes, todas ellas tendientes a reprimir su incumplimiento en el plano contractual.

El régimen sancionatorio en cita, empero, no es ciertamente uniforme. Por lo tanto, nos parece pertinente desarrollarlo por separado, procurando encontrar un criterio que, en la medida de lo posible, nos permita entenderlo y acotarlo. Este criterio, en efecto, creemos que hay que buscarlo en el origen jurídico de la sanción.

A) Régimen legal

En este aparte, en orden a lo indicado, revisaremos cuáles han sido las sanciones previstas por el legislador, en general, en materia de incumplimiento de las cargas pos-siniestro, para luego proceder con el régimen contractual o convencional.

a) Transgresión de las cargas pos-siniestro. Secuelas. Con arreglo al artículo 21 de la ley belga del contrato de seguro, atinente a las “Sanciones”, se tiene establecido que si el incumplimiento de los mencionados deberes le ocasionan al asegurador un perjuicio, resultará procedente “[...] una reducción de su prestación, hasta concurrencia del perjuicio que ha sufrido”. Ello quiere decir que la sola transgresión, per se, no es suficiente para que exista responsabilidad de parte del asegurado. Se requiere, de manera complementaria, la presencia inequívoca de un perjuicio que justifique la imposición de la sanción. Así lo expresa el destacado profesor MARCEL FONTAINE con relación a la primera de las cargas pos-siniestro del asegurado, al precisar que “El asegurador debe probar que el incumplimiento del asegurado le ha sido perjudicial, y en esa medida solamente puede reducir su prestación”398.

De otro lado, es entendible que si el asegurado no puede cumplir sus cargas por la presencia de una fuerza mayor o un caso fortuito, no habrá responsabilidad de su parte, por cuanto estos supuestos obran como eximentes de la responsabilidad, bien contractual, bien extracontractual. Tal y como lo indica el tratadista belga R. VAN DE PUTTE, “La obligación que pesa sobre el tomador debe evidentemente ser interpretada de una manera razonable y equitativa. Él no incurre en ninguna sanción si prueba la fuerza mayor que le impidió proceder a ciertas comunicaciones”399. Ello no es más que aplicación del Derecho común.

Esta es, por otra parte, la solución adoptada por la legislación de Argentina con relación a la violación de la carga de atenuar el siniestro (art. 4º), y al mismo tiempo la seguida por las legislaciones de Francia (art. L.113-2) y Burundi (art. 12).

398 MARCEL FONTAINE, Droit des assurances, Bruxelles, Larcier, 1996, pág. 163. En esta misma línea, se orienta el autor WILLY WAN EECKOUT al decir que “en caso de inejecución de esta obligación, el asegurado no será en principio desprovisto de todos sus derechos, pero el asegurador deberá probar el daño que sufrió como consecuencia de esta omisión”. (Le droit des assurances, op. cit., pág. 130). 399 Manual de seguros y derecho de seguros, op. cit., pág. 70. Esta misma exigencia, por supuesto, es realizada igualmente por algunas legislaciones. Así, por ejemplo, la legislación española de seguros (art. 16), la legislación italiana al momento de desarrollar lo relativo a la omisión culposa de declarar y atenuar el siniestro (art. 1914) y la legislación colombiana (art. 1078).

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En el Derecho comparado, es importante anotarlo, la sanción aplicable al asegurado por la transgresión de las cargas presiniestro no siempre es la misma. De manera general, podemos decir que la sanción atenuada introducida por la Ley belga, es igualmente aplicada por la legislación portuguesa (art. 440), por la legislación suiza (art. 38), por la colombiana (C. de Co., art. 1078) y por la española (art. 16); es decir, que todas estas legislaciones sancionan el incumplimiento de las cargas pos-siniestro con la imposición de una suma de dinero a título de indemnización de perjuicios, no siendo de recibo sanciones más drásticas, en clara contravía de los postulados garantistas que hoy imperan en el derecho comparado.

Por último, en una posición más radical, la legislación argentina sanciona el incumplimiento de la carga de declarar oportunamente el siniestro con la pérdida del derecho a la indemnización (art. 47). Así lo confirma, desde el punto de vista doctrinal, el autor RUBÉN STIGLITZ, para quien “[...] de la inejecución de la carga, se sigue la caducidad de los derechos del asegurado a percibir la indemnización o la prestación contractualmente prevista. Esa pérdida sólo está referida al siniestro respecto del cual el asegurado no ha cumplido con su carga. En ese caso, el asegurado pierde el derecho de ser indemnizado en toda la entidad económica. En efecto, el decaimiento del derecho del asegurado significa, para el asegurador, la extinción total de la obligación referida al siniestro factible de ser identificado como aquel en que el primero inejecutó el comportamiento que sólo a él interesa. En suma, la carga y la caducidad operan como los rostros opuestos de una moa: la regla de conveniencia (carga) no oculta la coacción que, para el asegurado, importa su violación (caducidad). Y a su turno, la caducidad, no logra soterrar la conveniencia que para el asegurador comporta la infracción por el asegurado a la regla de conducta, legal impuesta o contractualmente «acordada» [...]”400. .

Un caso totalmente opuesto lo encontramos en las legislaciones de Francia y Burundi, donde no existe sanción legal de ningún tipo para el transgresor de las cargas pos-siniestro. Serán entonces, en principio, con observancia de lo dispuesto por sus leyes, las partes autónomas para regular este aspecto.

B) Régimen contractual

Como lo habíamos advertido, in abstracto, el régimen convencional o contractual es abiertamente más amplio que el legal, amplitud que, generalmente, se traduce en un mayor número de sanciones y en una mayor severidad de las mismas.

Los celebrantes son en este régimen, dentro de los límites jurídicos existentes para la autorregulación de sus intereses y, por consiguiente, para la fijación de las sanciones que habrán de observarse en caso de violación de las cargas por parte del asegurado, quienes están llamados a establecerlas, de lo que se colige que la autonomía privada, en sentido amplio, será su manantial, con arreglo, claro está, a los límites señalados en precedencia, pues no se olvide que dicha autonomía tiene precisos límites, refrendados en los tiempos que corren, en los que impera una más acentuada tutela y salvaguarda de los intereses de la parte más vulnerable en la relación negocial (Derecho del consumo), a la par que mayor conciencia en torno a la conveniencia de dulcificar determinadas secuelas y de preservar los efectos del contrato, hasta donde racionalmente sea posible (principio de conservación). Por ello, justamente, anticipemos que este régimen resulta cada vez más excepcional.

Desde el punto de vista convencional, la consecuencia más drástica y letal en materia de transgresión de las cargas en comento, en el Derecho comparado, es la llamada déchéance, de frecuente estipulación contractual en algunas naciones, comúnmente asimilada a la locución caducidad, en sentido lato, en el campo aseguraticio. En el lenguaje jurídico,

400 RUBÉN STIGLITZ, Temas de derecho de seguros, op. cit., págs. 104-105. 226

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efectivamente, la déchéance es la “pérdida de un derecho resultante de la inejecución de una obligación o del incumplimiento de una formalidad”401.

A su turno, en el Derecho de seguros, los autores PICARD y BESSON manifiestan que “la déchéance, modo general de extinción de un derecho, puede, en materia de seguros, ser definido como un medio o excepción que permite al asegurador, una vez que el riesgo previsto en el contrato se realiza, rehusar el seguro por el prometido, con fundamento en la inejecución por parte del asegurado de sus obligaciones en caso de siniestro”402.

Este modo particular de sanción, preponderadamente contractual, supone la existencia previa y la correspondiente validez del vínculo jurídico aseguraticio. No puede haber déchéance de un derecho allí donde no ha surgido aún el contrato o donde todavía no ha surgido el derecho del asegurado. Ella no se confunde con la nulidad que, presupone, en todos los casos, la destrucción retroactiva de los efectos jurídicos generados y tampoco con los supuestos de la non-assurance o de la exclusión de riesgos, en donde lo que hay, en rigor, es una inexistencia genética del derecho a la prestación. En la déchéance, en cambio, hay afectación de un derecho existente de antemano y, de contera, latente. El contrato, no por ello, deja de existir; él permanece, en sí mismo considerado, completamente inalterado. A este respecto se pronuncia la profesora YVONNE LAMBERT-FAIVRE, al precisar que “el efecto jurídico de la déchéance es para el asegurado la pérdida de la indemnización a la cual el contrato le daba derecho. Pero ese derecho de indemnización sólo se pierde por el siniestro a propósito del cual fue cometida la falta. Para el resto el contrato permanece válido [...]”403.

En el Derecho comparado se ha examinado con detenimiento si estas cláusulas de déchéance constituyen verdaderas medidas de carácter exorbitante y, por ende, lesivas, o si, por el contrario, son simples medidas lícitas orientadas a preservar legítimos intereses de uno de los contratantes: el incumplido. En la doctrina belga, bajo la vigencia de la Ley de 1874 del contrato de seguro, el asunto fue analizado en detalle por los autores FÉLIX MONETTE y ALBERTE DE VILLÉ, para quienes, “En el fondo lo que es importante saber es que, para la estipulación de una déchéance o la pérdida de derechos del asegurado a la indemnización del seguro, el asegurador estipula una medida exorbitante de derecho común. A esta pregunta podemos responder sin vacilar: no. En los contratos sinalagmáticos, en efecto, una parte es libre de hacer depender la ejecución de sus obligaciones de la ejecución preliminar de tales obligaciones de la otra parte [...] en primer lugar, ¿son ellas lícitas?

”Ellas lo son con seguridad cuando tienen por objeto y por límite proteger los intereses legítimos del asegurador, de impedir al asegurado que pueda atentar contra ellos y de impedir los fraudes.

”Más allá ellas son ilícitas, draconianas o leoninas. No se puede tolerar que el asegurador especule únicamente sobre la ignorancia o el descuido del asegurado”404.

Esta misma conclusión, en general, ha sido adoptada por la doctrina y la jurisprudencia comparada e indudablemente por gran parte de las legislaciones modernas, particularmente 401 Dictionnaire usuel de droit , Paris, Max Legrand, 1923.

402 M. PICARD y A. BESSON, Les assurances terrestres. Le contrat d’assurances, t. I, op. cit., pág. 208. Del mismo modo, RAYMOND BARRAINE expresa que ella es la “pérdida del beneficio del contrato, en inflingido al asegurado como sanción de las obligaciones que le incumbían”. (Dictionnarie de droit, Paris, 1967).

403 YVONNE LAMBERT, Droit des assurances, Paris, Dalloz, 1982, pág. 185. En dirección similar, el profesor M. FONTAINE, expresa que la déchéance “[...]interviene en el marco de los riesgos cubiertos, sancionando una falta determinada con la privación de la cobertura”. (Droit des assurances, 2ª ed., op. cit., pág. 166).404 F. MONETTE y A. DE VILLE, Traites des assurances terrestres, tome I, op. cit., págs. 541 y 545.

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por aquellas que conciben la déchéance como una sanción o consecuencia básicamente de tipo contractual (Francia y Burundi) o de tipo mixto (Argentina), en contraposición a las legislaciones que la conciben como una sanción exclusivamente legal (Colombia), donde la voluntad, válidamente, no está llamada a cumplir ningúna función. En todo caso, es importante tenerlo bien presente, las cláusulas de déchéance son de interpretación estricta o restrictiva, pues es evidente que mediante su inclusión el asegurador podría pretender, en determinadas situaciones, desconocer los intereses del asegurado, igualmente dignos de respeto y tutela jurídica. Por ello, aun cuando es un mecanismo legítimo, su empleo se encuentra muy limitado405.

Ahora bien, en el plano terminológico, el vocablo déchéance no parece ser el más conveniente para revelar el efecto aniquilador originado por el incumplimiento del asegurado de sus cargas pos-siniestro, por cuanto este es un término que, en el Derecho, hace relación a multiplicidad de situaciones totalmente diversas en cuanto a materia, contenido y efectos. Sobre este particular, bien vale la pena hacer mención de la opinión de ALBERTE DE VILLE que, por demás, compartimos plenamente. Sobre este particular, afirma el citado profesor que “Esta denominación que es tradicional ha sido, en realidad muy mal escogida, ya que parece ser que en la terminología jurídica, la expresión déchéance no tiene un significado preciso [...] el término déchéance conlleva entonces una idea de penalidad. Así, la sanción que es impuesta al asegurado por las pólizas como consecuencia de la inejecución de sus obligaciones, no constituye, en ningún caso, una penalidad, una sanción de la falta cometida, pero únicamente el restablecimiento del equilibrio contractual roto [...] para volver a la cuestión de la terminología, ciertamente valdría más renunciar al término déchéance para reemplazarlo por otra expresión, por ejemplo: «pérdida de derechos del asegurado»”.

En el Derecho colombiano, el término empleado por el legislador comercial es el de “pérdida del derecho a la prestación asegurada” (art. 1076), denominación ésta que, a semejanza de lo expresado por el mencionado autor, encuadra mejor dentro del lenguaje jurídico, además que refleja con precisión el efecto que se deriva del incumplimiento de las cargas (u obligaciones, como las denomina el legislador), por lo menos de aquellos que se han señalado como susceptibles de ocasionar este tipo de sanción. En el Derecho italiano, análogamente, se utiliza la expresión “pérdida del derecho a la indemnización” (C. C., art. 1914).

El efecto más sobresaliente de la llamada déchéance, como lo acabamos de anotar, es la pérdida del derecho surgido como consecuencia de la realización del siniestro: el derecho a la indemnización en los seguros de daños y el derecho a la suma asegurada en los seguros de personas, es decir, la pérdida del derecho a la prestación asegurada.

De igual modo, conviene indicar que la déchéance, concebida ab initio como sanción jurídica, no puede ser aplicada sino en la medida que la ley o las partes contratantes la hayan establecido, siguiendo para ello lo prescrito por cada legislación. No caben en esta materia las presunciones, por aquello de que nulla poena sine lege, en sentido muy amplio, sin 405 En este sentido se ha pronunciado la doctrina y jurisprudencia belga. Así, véase el fallo del Tribunal de Comercio de Liege del 15 de junio de 1938 y el comentario del mismo efectuado por el autor OLIVIER MATER, Revué Générale d’Assurances et de Responsabilité, Bruxelles, 1939. En análogo sentido, ISAAC HALPERIN (t. I, op. cit.,, pág. 387), quien observa que “La pena de caducidad se interpreta restrictivamente; es así por su naturaleza sancionatoria, por las consecuencias, y porque su aplicación liberal puede llevar al enriquecimiento del asegurador a costa del asegurado, esto es, no puede ser contraria a las buena fe o a las buenas costumbres”.

Es de puntualizar que, con arreglo a los dictados de la nueva ley belga de 1992, en asocio de otras legislaciones modernas que en el pasado toleraban o permitían más abiertamente este tipo de estipulaciones, ellas ya no son tan frecuentes, pues como lo precisa el reputado profesor, M. FONTAINE, “Los casos de déchéance cada vez son más raros, porque las faltas del tomador o del asegurado son sancionadas imperativamente por la ley”. Por ello indica que esta nueva legislación, por su carácter imperativo, modificó el régimen anterior, en el que “[...] los aseguradores estipulaban frecuentemente la déchéance como una sanción[...]”. (Droit des assurances, op. cit., pág. 166).

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perjuicio de que la déchéance, en rigor, no sea realmente una pena sino una sanción jurídica enderezada, cuando resulte válida, al reestablecimiento del equilibrio contractual alterado por la conducta a cargo del asegurado.

No obstante lo anterior, tal y como tangencialmente lo indicamos precedentemente, la tendencia reinante en esta materia sancionatoria en el Derecho comparado, no es la de imponer sanciones tan drásticas como las encaminadas a la pérdida radical, mejor aún in toto del derecho a la prestación asegurada, o a su terminación. Muy por el contrario, muchas de ellas, con un sentido mucho más equitativo, amén que equilibrado y acorde con la teleología bienhechora inherente al seguro, no sólo de cara a los intereses del tomador-asegurado, sino también de su familia y de la colectividad, en general, han adoptado secuelas menos severas, a la vez que desproporcionadas406. Es el caso del Derecho colombiano, por vía de diciente ejemplo, comoquiera que el artículo 1078 del estatuto comercial es perentorio al establecer que la sanción dimanante del quebrantamiento de las obligaciones relacionadas con la realización del riesgo asegurado se traduce en una indemnización de perjuicios, pero sin consagrar la pérdida del derecho a la suma asegurada u otra similar, salvo en caso de que haga presencia la mala fe. Dicho precepto, efectivamente, es del siguiente tenor: “Si el asegurado o el beneficiario incumplieren las obligaciones que les corresponden en caso de siniestro, el asegurador solo podrá deducir de la indemnización el valor de los perjuicios que le cause dicho incumplimiento. La mala fe del asegurado o del beneficiario en la reclamación o comprobación del derecho al pago de determinado siniestro, causará la perdida de tal derecho”407.

406 Vid. CARLOS IGNACIO JARAMILLO J., Derecho de seguros, t. II, op. cit., págs. 133 y ss.

407 Siempre hemos pensado que en nuestro derecho el asegurador puede legítimamente deducir de la indemnización la suma que, racionalmente, estime pertinente, a título de indemnización de perjuicios, sin necesidad de que sean tasados, a priori, por un juez, lo que además de dispendioso, haría en la praxis nugatorio o de muy difícil consecución su derecho a que tales perjuicios le sean cabalmente resarcidos. No en vano, en forma elocuente la ley patria permite que sean deducidos por el asegurador, sujeto destinatario de esta potestad, que obviamente debe ser ejercida con cautela y sumo cuidado, so pena de que pueda ser válidamente demandado por el beneficiario, a fin de que un juez decida si dicha deducción fue o no razonable, desde luego con los intereses moratorios que fueran menester reconocer, a fin de evitar que se perjudique, y correlativamente que se beneficie el asegurador. El texto del art. 1078, ciertamente es perentorio al señalar que “el asegurador solo podrá deducir de la indemnización el valor de los perjuicios que le cause dicho incumplimiento”, autorización que, a nuestro juicio, no sólo luce acertada, sino también práctica. No de otro modo podría entenderse el empleo del vocablo “deducir”, que a términos del Diccionario de la Lengua Española, significa “Rebajar, restar, descontar alguna partida de una cantidad”, operación que denota entonces una actuación ex ante, y no ex post, menos de índole judicial. Con ello, sin embargo, no pretendemos desconocer la elevada responsabilidad que le cabe al asegurador, y el posible y puntual mal empleo de esta potestas en un caso determinado, quien no debe, en tal virtud, ser inferior a la confianza depositada en esta materia por el legislador. Muy por el contrario, a tono con la tipología de intereses en juego, debe proceder con suma prudencia, esa que como dice el pasaje, “hace verdaderos sabios”. En este tema, y en otros más, tiene plena vigencia la expresión: “dadme libertad, y os daré responsabilidad”, y libertad —que no libertinaje— es la que tiene el asegurador, y por ello debe responsabilidad, bien entendida.

De otro lado, abundando en razones, no podemos olvidar que en los tiempos que corren el aparato judicial está abarrotado de causas judiciales, en cuyo caso debe estimularse la adopción de medidas extrajudiciales, naturalmente con esmero y cuidado. De ahí que si se hace la tasación de los perjuicios en forma cabal y anticipada, no vemos por qué sea forzoso, esto es inexorable, acudir previamente a la administración de justicia en cada asunto, como si todo debiera ser judicializado. Sin embargo, si dicha actuación la estima lesiva el asegurado, bien podrá acudir raudamente a la justicia, en procura de que se adopten los correctivos pertinentes y que se apliquen las correspondientes sanciones, pero a posteriori, las que no excluyen las de tipo administrativo, impuestas por la autoridad de control y vigilancia (Superintendencia Financiera), con toda la severidad requerida, pues por dicha vía no es posible tornar nugatoria la cobertura otorgada por la entidad aseguradora, ni distorsionar la teleología del seguro. Algún valor, en efecto, debe dársele entonces al vocablo “deducir” empleado por la ley, que tiene asignada una específica misión.

Del mismo modo, en sintonía con lo señalado en el pasaje precedente, hay que reconocer que acudir a la justicia ordinaria para la citada deducción, en la praxis, haría muy difícil el procedimiento en comentario, pues la tardanza del trámite respectivo impediría su real cometido. En el mejor de los casos pasarían meses —si no años—, en cuyo caso ¿qué sucedería con la prestación asegurada? ¿Podría acaso válidamente pretextarse que no se cumple, hasta

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De lo anterior se colige que entre nosotros, la citada figura de la déchéance, o de la caducidad del derecho a la prestación asegurada, tiene origen legal, pero no convencional, justamente por el tratamiento otorgado a esta temática, por lo demás con carácter imperativo, no siendo posible establecer, ex contractu, otras sanciones a las previstas por el legislador, a fortiori cuando el artículo 1078 del Código de Comercio, en armonía con lo expresado por el artículo 1162, no admite pacto en contrario, salvo si la modificación se hace “[...] en sentido favorable al tomador, asegurado o beneficiario”. No en vano, como atinadamente lo expresara el ilustre profesor J. EFRÉN OSSA G., la caducidad del derecho a la prestación asegurada “encuentra su fundamento en la ley que, en la medida en que la impone como pena, debe ser objeto de interpretación restrictiva. Y que, por lo mismo, no admite estipulación en contrario. Ni autoriza caducidades meramente convencionales como lo hacen la ley francesa de 1930 (art. 15) y la argentina”408.

CAPÍTULO VIILa declaración y la modificación del estado del riesgo.

Somera referencia a su aplicación en el régimen jurídico colombiano

Descripción general:

El estado del riesgo, como es obvio, es uno de los aspectos más importantes en tratándose del contrato de seguro. Ciertamente, la suscripción de la póliza parte de la base del riesgo asegurado, el que, por lo demás, se insufla a todo lo largo de la relación contractual, como quiera que, desde su origen o nacimiento, el estado del riesgo fungió como ineluctable basamento del consentimiento de

que el juez profiera decisión ejecutoriada que dé cuenta de la pertinencia de la deducción en cita? Nosotros creemos que no, porque ello no sólo dilataría el reconocimiento de la suma asegurada, en perjuicio del asegurado-beneficiario, no siendo de recibo reconocer suma alguna de intereses moratorios, sino también mezclaría dos conceptos y situaciones disímiles: el reconocimiento de la cantidad asegurada (débito) y la deducción del monto de los perjuicios en referencia (acreencia). ¿Y si tiene el asegurador que efectuar el pago de la totalidad, y luego reclamar judicialmente al asegurado, podrá dársele entonces algún sentido al verbo deducir?; si así fuera, quedaría en littera mortis.

En contra de esta respetuosa postura, el distinguido profesor HERNÁN FABIO LÓPEZ B., pone de manifiesto en su documentada obra que, “[...] salvo el caso de acuerdo expreso entre las partes sobre el punto, no puede la aseguradora, sin previo adelantamiento de un proceso ordinario en contra del asegurado o beneficiario en el cual se declare, en sentencia ejecutoriada, el monto de los perjuicios, hacer efectiva la sanción que como consecuencia del incumplimiento en el aviso del siniestro o, en general, de las obligaciones con ocasión de un siniestro, pueda ser aplicable a su favor”. (Comentarios al contrato se seguro, op. cit., pág. 186).

408 J. EFRÉN OSSA G., Teoría general del seguro. El contrato, op. cit., pág. 488.230

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los sujetos negociales. De ahí que instituciones como la declaración precontractual del estado del riesgo y la agravación del mismo, sean de protagónica figuración en el Derecho de los seguros contemporáneo. Este capítulo se ocupa de analizarlas y de esbozar las principales reglas, requisitos y efectos que las orientan.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a. ¿En qué consiste la reticencia o inexactitud en la declaración del estado del riesgo?

b. ¿Cuáles son las consecuencias prácticas del incumplimiento del deber de declaración del estado del riesgo?

c. ¿Cuáles son los alcances del mencionado deber?

d. ¿Qué criterios jurisprudenciales se han esbozado en torno al mismo?

e. ¿En qué consiste la figura de la agravación del estado del riesgo?

f. ¿Cuáles son las consecuencias de la agravación?

g. ¿Cuáles son las consecuencias de la omisión de la notificación de la agravación?

Palabras clave: Declaración precontractual del estado del riesgoReticencia o inexactitudNulidad relativa del contratoAgravación del estado del riesgoNotificación de la agravación del estado del riesgoModificación de la pólizaPérdida del derecho

1. Régimen de la declaración precontractual del estado del riesgo y de la reticencia e inexactitud:

El seguro, como es sabido, es un contrato de uberrimae bona fidei. Así, el principio general de la buena fe contractual tiene un alcance mayor en la esfera de las relaciones jurídicas de seguros, razón por la cual, en este escenario, se arrecian las exigencias de probidad, lealtad y honestidad en cabeza de las partes contratantes409. Ello obedece a la complejidad técnica y

409 Así lo ha puesto de presente la jurisprudencia de la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, que ha dicho que la buena fe tiene especial vigencia en el contrato de seguro, “… en donde su rutilante presencia se traduce en nota que lo caracteriza, en grado sumo, al punto que para revelar en su justa medida el alcance del prenotado principio informador, de antiguo se ha puntualizado que el seguro, en sí mismo considerado, es un negocio jurídico de uberrimae bona fidei, vale decir un acuerdo en donde la buena fe –per se vigente en todos los tipos negociales- ocupa un protagónico y, de suyo, más intenso rol, al punto que se erige en su núcleo, a la vez que en la ratio que fundamenta un apreciable número de figuras que estereotipan la singular institución del seguro…”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 30 de noviembre de 2000. En otra ocasión sostuvo que “… principio vertebral de la

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financiera del seguro que, como operación en la que impera la mutualidad y la diversificación de los riesgos, requiere de la revelación plena de la información por parte del tomador, para permitir así una delimitación adecuada del riesgo y una fijación proporcional de la prima. Lo contrario, esto es, el engaño o el ocultamiento de la información pertinente, conduce, como lo indica Antígono Donati, al quebrantamiento de la ecuación financiera del seguro, con consecuencias de orden microeconómico, pero también macroeconómico –inestabilidad del sistema financiero y multiplicación del riesgo en el comercio en general-410.

Para evitar que ello suceda, la legislación comercial ha diseñado entonces una serie de instituciones enderezadas a garantizar que el tomador y, en particular, el asegurador, conozcan los detalles del riesgo que motiva la celebración del contrato. Una de tales instituciones es la declaración precontractual del estado del riesgo, regulada en el artículo 1058 de la referida codificación411.

Al tenor de dicha disposición, “El tomador está obligado a declarar sinceramente los hechos o circunstancias que determinan el estado del riesgo …”. Así, se trata de un débito cuyo propósito es garantizar que, previa a la celebración del contrato, la entidad aseguradora tenga toda la información relevante y necesaria para determinar el estado actual del riesgo, delimitar cómo asume dicho riesgo –si es que, en efecto, lo asume- y fijar una prima

convivencia social, como de cualquier sistema jurídico, en general, lo constituye la buena fe, con sujeción a la cual deben actuar las personas –sin distingo alguno- en el ámbito de las relaciones jurídicas e interpersonales en las que participan, bien a través del cumplimiento de deberes de índole positiva que se traducen en una determinada actuación, bien mediante la observancia de una conducta de carácter negativo (típica abstención), entre otras formas de manifestación. Este adamantino axioma, insuflado al ordenamiento jurídico –constitucional y legal- y, en concreto, engastado en un apreciable número de instituciones, grosso modo, presupone que se actúe con honradez, probidad, honorabilidad, transparencia, diligencia, responsabilidad y sin dobleces. Identifícase entonces, en sentido muy lato, la bona fides con la confianza, la legítima creencia, la honestidad, la lealtad, la corrección y, especialmente, en las esferas prenegocial y negocial, con el vocablo ‘fe’, puesto que “fidelidad, quiere decir que una de las partes se entrega confiadamente a la conducta leal de la otra en el cumplimiento de sus obligaciones, fiando que esta no lo engañará (…) De consiguiente, a las claras, se advierte que la buena fe no es un principio de efímera y menos de irrelevante figuración en la escena jurídica, por cuanto está presente, in extenso, amén que con caracterizada intensidad, durante las etapas en comento, tanto más si la relación objeto de referencia es de las tildadas de 'duración', v. gr: la asegurativa, puesto que sus extremos -in potentia o in concreto-, deben acatar fidedignamente, sin solución de continuidad, los dictados que de él emergen (prédica conductiva). Es en este sentido que los artículos 863 y 871 del C. de Co y 1.603 del C. C., en lo pertinente, imperan que "Las partes deberán proceder de buena fe exenta de culpa en el período precontractual...."; "Los contratos deberán celebrarse y ejecutarse de buena fe....", y "Los contratos deben ejecutarse de buena fe...." (El subrayado es ajeno a los textos originales) …” Sentencia del 2 de agosto de 2001. M.P. Carlos Ignacio Jaramillo J. Cfr. Francisco Tirado Suárez. Proyección de la buena fe en el contrato de seguro. Visión internacional, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.11, págs.7-35.

410 Cfr. Antígono Donati, Los seguros privados, Barcelona, Bosch, 1960, pág. 13.

411 Así lo expone, por ejemplo, Carlos Ignacio Jaramillo J., para quien la principal manifestación de la buena fe contractual que impera en el contrato de seguro es el deber precontractual de declarar sinceramente el estado del riesgo (Lineamientos Generales del Contrato de Seguro en la legislación colombiana: visión retrospectiva y comparada, en Derecho de Seguros. Tomo II. Pontificia Universidad Javeriana. Temis. Bogotá. 2011 [En prensa].

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proporcional a ello412. Por lo demás, se trata de un deber que, al decir de la doctrina y la jurisprudencia, tiene varias características:

a. En primer lugar, en cuanto a su contenido, el objeto principal es declarar sinceramente los hechos o circunstancias que determinan el estado del riesgo. Grosso modo, se trata entonces de que el tomador revele todos aquellos aspectos que, de una u otra manera, inciden en el riesgo que eventualmente asumiría la aseguradora por virtud del contrato y que, en esa medida, resultan trascendentes para el efecto413. Esta revelación debe, además, cumplir con dos características, en el sentido en que debe ser: a) sincera o veraz, esto es, debe constituir “… el reflejo inmaculado de la realidad de los hechos que afirma o niega, su expresión intelectual y moral exenta de infidelidad …”414. Ello quiere decir que el tomador, al momento de hacer la declaración, debe proceder con la mayor honestidad y, a la par de ello, con la más aguda y esmerada diligencia, en orden a revelar toda la información que pueda resultar pertinente para la aseguradora; b) además, debe versar sobre los hechos o circunstancias determinantes del estado del riesgo, es decir, sobre los datos que resulten pertinentes y relevantes frente al futuro contrato. Como es natural, la valoración del carácter determinante de los hechos o circunstancias está supeditada al conocimiento y la diligencia razonable del tomador, razón por la cual no se le puede exigir que revele información que no conocía o que, dada su inexperiencia en el mercado aseguraticio, no consideró pertinente revelar415. En cualquier caso, en este punto será importante determinar si la declaración fue espontánea o si, por el contrario, fue dirigida, esto es, fue realizada conforme a un cuestionario determinado (proposal form o formato de asegurabilidad), como quiera que, en éste último caso, la carga de determinar lo pertinente y lo relevante es predominantemente del asegurador -quien lo consignará en el texto del referido

412 Como lo indica la doctrina, “… el riesgo, posibilidad pura, es la materia prima del contrato de seguro. Por consiguiente, la declaración del riesgo, mejor aún de su estado, expresión esta sin duda más diciente, es el mecanismo a través del cual el asegurador, de ordinario, evalúa y mensura la probabilidad jurídico-técnica de asumir las consecuencias de carácter financiero derivadas de un potencial siniestro, de una eventual realización del riesgo que se pretende asegurar, del cual la entidad aseguradora muy poco o nada conoce. Sobra decir, por lo evidente, que en el preindicado análisis cualitativo estriba la fijación cuantitativa del precio del seguro (la prima). Con fundamento en el contacto y en el conocimiento que el candidato a asegurado se supone debe tener en relación con el riesgo que pretende trasladar, es entendible que la ley comercial le fije unos parámetros concretos a los que su declaración de asegurabilidad deba ceñirse, so capa del advenimiento de diversas consecuencias de índole legal, unas más drásticas que otras, dependiendo de las circunstancias, pues en una o en otra de tales situaciones se parte del supuesto de que se ha pretermitido la sanidad de la voluntad exteriorizada por el asegurador, que se ha perturbado el iter volitivo trasegado, de buena fe, por la entidad aseguradora. El asegurador, en tal virtud, se encuentra prácticamente a merced del futuro asegurado. Su asentimiento está indisolublemente ligado al contenido de la declaración que de él emane —de conocimiento, no de voluntad—. De su buena fe, de su pulquérrima conducta precontractual, pende, además, el venidero equilibrio negocial, por lo menos en lo que concierne al extremo contractual en comento. He ahí pues, sin mayores preámbulos, la razón individual de la rigidez del legislador reflejada en la irreductible exigencia de la más fidedigna y sincera de las declaraciones, del más fiel de los relatos espacio-temporales relativos al estado del riesgo que se pretende asegurar …”. Carlos Ignacio Jaramillo. Lineamientos generales del contrato de seguro. Op.Cit., pp.76-77. Cfr. José Fernando Torres Fernández. Deberes de información en la etapa precontractual a cargo del asegurador y del candidato a tomador, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.19, págs.169-219; sobre este particular, también pueden consultarse, entre otros, los estudios de Andrés Ordoñez. Los deberes recíprocos de información en el contrato de seguro y especialmente el deber de información del asegurador frente al tomador del seguro, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.22, págs.9-50; Ramiro Saavedra. Información necesaria para el Contrato de Seguros. Etapa Precontractual, en Memorias del XIII Encuentro Nacional de Acoldese: Desafíos para el seguro, el reaseguro y la responsabilidad en el siglo XXI. Santiago de Cali. Acoldese y Aida. 2002. págs.291-301.

413 Sobre este particular, vid. Mauricio Londoño Uribe. Deber de información sobre el estado físico en la etapa precontractual y contractual, en Memorias del XIII Encuentro Nacional de Acoldese: Desafíos para el seguro, el reaseguro y la responsabilidad en el siglo XXI. Santiago de Cali. Acoldese y Aida. 2002. págs.311-317.

414 Jorge Efrén Ossa Gómez. Teoría general del seguro. El contrato. Temis. Bogotá. 1984. p.292. 415 Ibídem.

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cuestionario-, sin perjuicio de lo cual el tomador deberá observar completa sinceridad al responder las preguntas y, además de ello, deberá también ser diligente al momento de revelar toda aquella información que, frente a cada pregunta, estime pertinente416. Así, como bien lo indica el autor extranjero Fernando Reglero Campos, la existencia del cuestionario no obsta para que el tomador-asegurado deba revelar la información que, a su juicio y conforme al criterio de una persona diligente, puede llegar a incidir en el estado del riesgo. Cada pregunta debe, en esa medida, ser respondida en forma sincera, acuciosa y completa, y no, como podría pensarse, evasiva, simple o lacónica417.

En síntesis, el deber sub examine implica una revelación sincera y completa de la información trascendente para el perfeccionamiento del contrato de seguro, según la valoración hecha por el tomador, si es que se trata de una declaración espontánea. Por su parte, si se hace con sujeción a un cuestionario preparado por el asegurador (declaración dirigida), ello no es óbice para que el tomador se excuse en la redacción de las preguntas para ocultar, tergiversar o distorsionar la información. En cualquier caso debe declarar el estado del riesgo con plena sinceridad. Así, debe examinar las preguntas del cuestionario con acuciosa diligencia y, en esa medida, debe también responderlas en forma suficiente y pertinente, revelando todo aquello que, a los ojos de una persona cuidadosa y razonable, pueda incidir en el riesgo que será asegurado. Esa es la función del cuestionario, el que, como lo indica la jurisprudencia, se erige como guía y no como camisa de fuerza o patente de corso para la ocultación de información418.

b. De otra parte, el deber de declarar sinceramente el estado del riesgo, como es natural, es un deber precontractual. En ese sentido, su cumplimiento debe ser anterior al perfeccionamiento del contrato de seguro, toda vez que, de lo contrario, no tendría ningún sentido419. En efecto, si se parte de la base de que la revelación plena de la información por parte del tomador es la que servirá de base al asegurador para determinar qué riesgos asume a través de la póliza y cuál es el valor de la prima por tales riesgos, no tendría ningún sentido que la declaración fuera ex–post. Por lo demás, al decir de la jurisprudencia, el alcance del deber de declaración del estado del riesgo no se agota con la absolución del cuestionario específico. Contrario a lo que desacertadamente se suele afirmar, dada la preponderancia de la buena fe en las relaciones aseguraticias, el contenido del deber se extiende al interregno entre la solución del cuestionario y el otorgamiento de la respectiva póliza de seguro, lo que no es sino lógica consecuencia del hecho de que, como se afirmó en precedencia, el referido cuestionario sea simplemente un parámetro orientador. Así, la jurisprudencia ha sostenido que “… si el futuro tomador al momento de responder el "...cuestionario propuesto por el asegurador" (hipótesis contemplada en el supraindicado inciso primero del art. 1.058 del C. de Co.), lo hace "sinceramente", pero luego se entera de que sus respuestas no están en consonancia -técnica o médica, ad exemplum- con la

416 Cfr. Antonio Cabanillas Sánchez. Las cargas del acreedor en el derecho civil y en el mercantil, Madrid, Montecorvo, 1988; Ruben Stiglitz, El contrato de seguro, Buenos Aires, La Rocca, 1988, págs. 39 a 89.

417 Sobre este particular, vid. Fernando Reglero Campos. El deber de declaración del riesgo por el tomador del aseguro/asegurado. Estudio jurisprudencial, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, núm.23, págs.39.

418 Sobre este particular vid. Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencias del 30 de noviembre de 2000 y del 2 de agosto de 2001. También puede consultarse la sentencia del 19 de mayo de 1999 y el estudio de la Asociación Colombiana de Derecho de Seguros –ACOLDESE-, intitulado “Alcance de la declaración del estado del riesgo en el seguro y régimen general de la reticencia o inexactitud del candidato o tomador”.

419 Lo anterior, además del texto de la Ley, es corroborado por los estudios realizados por la doctrina, en los que, como se puede ver, la doctrina enmarca el deber de declarar sinceramente el estado del riesgo en el análisis de los denominados deberes o cargas precontractuales, toda vez que, en rigor, son anteriores al perfeccionamiento del contrato de seguro.

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diversa realidad que él ha conocido después, y en todo caso la calla u oculta, estando en condición de revelarla antes de que el asegurador 'asuma el riesgo', no podrá decirse que su comportamiento fue impoluto, amén que pulquérrimo, solidario y estrictamente respetuoso del principio informador de la buena fe –en su dimensión objetiva-, el que reclama corrección, probidad, lealtad, honorabilidad, honestidad, transparencia y ‘máximum de celo’ –como lo refirió la exposición de motivos del año 1958-, puesto que quien así procede, ex post, lo lacera y pretermite, no siendo entonces suficiente acatarlo en un momento prefijado: la respuesta del cuestionario, de manera privativa, sino hasta que el asegurador, diligente y oportunamente, exprese su asentimiento, ratio basilar de la protección a él brindada por la norma en estudio. Por consiguiente, los hechos o circunstancias –relevantes- sobrevinientes a la declaración del estado del riesgo, como lo corrobora la doctrina especializada, deben ser comunicados sin demora o dilación …” (Se subraya)420.

c. Finalmente, como bien lo indica el artículo 1058 del Código de Comercio, el deber de declarar sinceramente el estado del riesgo corresponde al tomador del seguro. Con sentido lógico, la disposición advierte que ello es así, en la medida en que, en tratándose de un deber precontractual, quien interviene en la operación es el futuro tomador del contrato (proponente), por manera que es a él a quien se le exige la revelación plena y sincera de la información pertinente para determinar el estado del riesgo421.

Estas son, en general, las características del deber –algunos dirán carga- de declarar sinceramente el estado del riesgo422. Frente al mismo, en la praxis, se puede presentar una de dos situaciones: a) que el tomador cumpla cabalmente con su deber, caso en el cual el contrato, al menos en lo que atañe a este punto, se perfeccionará sin ningún vicio y con plena conciencia de la aseguradora en cuanto al riesgo que asume y la prima que fija; o b) que quebrante el deber –o la carga, según la concepción-, hipótesis en la que se aplicará el régimen previsto por el artículo 1058 del Código de Comercio, como sigue.

Declaraciones inexactas o reticentes por parte del tomador:

El incumplimiento del deber de declarar sinceramente el estado del riesgo configura, como es sabido, la denominada reticencia o inexactitud. Debido a que la revelación hecha por el tomador es la base sobre la cual la aseguradora manifiesta su consentimiento en el contrato, dicha reticencia o inexactitud genera que el consentimiento expresado por la entidad esté viciado, razón por la cual el Código de Comercio, con sentido plenamente lógico, dispone que, en tales casos, el referido contrato estará incurso en una causal de nulidad relativa, como es propio de los vicios del consentimiento. La cuestión, sin embargo, tiene un régimen especial consagrado en el artículo 1058 de la mencionada codificación, dadas las particularidades de

420 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 2 de agosto de 2001. Vid. también Carlos Ignacio Jaramillo. Configuración de la reticencia y de la inexactitud en la declaración del estado del riesgo –somero examen de los presupuestos esenciales exigidos por la legislación colombiana-, en Derecho de Seguros, Tomo II, Temis y Pontificia Universidad Javeriana. Bogotá. 2011.

421 Así lo explica, en forma por demás categórica, el profesor Efrén Ossa, quien explica cómo el futuro tomador es el único habilitado para declarar sinceramente el estado del riesgo (Teoría general del seguro. El contrato. Op.Cit., pp.288-289. 422 No sobra rememorar que, desde el punto de vista doctrinal, existe una controversia en cuanto a la naturaleza jurídica de la declaración del estado del riesgo. Algunos dirán que es un deber, mientras otros sostienen que se trata de una carga.

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la relación aseguraticia. Así, a la reticencia se deben sumar otra serie de circunstancias o características para que se configure la nulidad del contrato, dentro de las cuales cumple destacar las siguientes, a saber:

1. En primer lugar, como es obvio, se debe constatar la existencia objetiva de la reticencia o la inexactitud. La primera entraña una conducta pasiva, por virtud de la cual el tomador ha callado, encubierto u omitido un hecho o circunstancia que resultaba trascendente para el perfeccionamiento del contrato y que, por razón del mandato contenido en el artículo 1058 del Código de Comercio, debía revelar. La segunda, por su parte, comporta una conducta activa o positiva, consistente en una afirmación o negación discordante con la realidad de los hechos, es decir, una imprecisión o falsedad. Nótese cómo el quebrantamiento del deber de declarar sinceramente el estado del riesgo se puede dar por una u otra vía: ora por la reticencia, ora por la inexactitud423.

2. En segundo lugar, es preciso verificar si los hechos que tergiversó u omitió tomador en la declaración del estado del riesgo, eran conocidos para él desde antes del otorgamiento de la póliza424. Como es obvio, si tales hechos no eran conocidos o no debían ser conocidos, en forma pretérita, por el tomador, mal podría exigírsele que los declarara sinceramente antes del perfeccionamiento del contrato. Ahora bien, no sobra destacar que el conocimiento debe ser previo al otorgamiento de la póliza. Ello quiere decir que si en el interregno entre la declaración y el surgimiento del contrato de seguro, sobreviene un hecho que incide en el estado del riesgo, ese hecho, sin duda alguna, debe ser declarado oportunamente frente al asegurador. Como ya se explicó, el deber de declarar no se agota con la absolución del cuestionario. Así, los denominados hechos sobrevinientes requieren de la correspondiente notificación, so pena de que se configure la reticencia o la inexactitud, tal y como lo ha expuesto, en potísimos pronunciamientos, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia425.

3. De otra parte, se debe también demostrar la trascendencia de la reticencia. En lo fundamental, dicha trascendencia implica acreditar que los hechos o circunstancias que fueron tergiversados, de ser conocidos por el asegurador, lo habrían retraído de celebrar el contrato (I) o lo habrían llevado a estipular condiciones más onerosas (II). Así, no cualquier reticencia o inexactitud conduce a la nulidad relativa del contrato, como quiera que puede suceder que no revista la trascendencia suficiente como para viciar el consentimiento de la aseguradora. Por eso es por lo que el artículo 1058 del Código de Comercio señala, de antemano, que la invalidez de la relación aseguraticia sólo procede en aquellos casos en que los hechos o circunstancias objeto de la declaración, revisten alguna importancia frente al perfeccionamiento del contrato426. Dicha importancia, por lo

423 Sobre este particular, vid., entre otros, Jorge Efrén Ossa Gómez. Teoría general del seguro. El contrato. Op.Cit., pp.296 y ss.; también Hernán Fabio López Blanco. Comentarios al contrato de seguro. Temis. Bogotá. 1982. pp.74 y ss. Desde el punto de vista comparado, Álvaro Muñoz. El fraude en el seguro. La experiencia europea, en Revista Ibero-Latinoamericana de Derecho de Seguros, núm.14, págs.253-268.

424 Sobre este particular, vid. Jorge Efrén Ossa Gómez. Teoría general del seguro. Op.Cit., p.300.

425 Vid. supra, nota n.12. 426 Como bien lo indica Carlos Ignacio Jaramillo J., “…Así las cosas, para establecer el poder vinculante de la reticencia o inexactitud o, lo que es lo mismo, la virtualidad —o eficacia— de la pretermisión del específico deber de información a cargo del futuro tomador del seguro, nuestro art. 1058 del Código de Comercio, ya mencionado en más de una ocasión, así como trascrito, fijó los parámetros en desarrollo de los cuales debe juzgarse su alcance y extensión. Ellos son, en su orden: a) La no celebración del contrato (conducta omisiva, a la par que negativa, stricto sensu), en caso de haberse conocido oportunamente la información veraz referente al estado del riesgo, conforme a la cual técnica, económica o jurídicamente el asegurador se hubiera abstenido, de plano —o in radice— a comprometer su responsabilidad, así fuere in potentia, a través del asentimiento negocial pertinente. b) La celebración del referido contrato, pero en condiciones disímiles, esto es, más onerosas —bajo una perspectiva cuantitativa— y, por ende, más acordes con el riesgo asumido por el asegurador, con el propósito de preservar

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demás, puede ser acreditada a través de diferentes medios. Así, como bien lo indica Jorge Efrén Ossa Gómez, son de recibo las pruebas periciales, las documentales, las testimoniales y, en general, todos aquellos medios que le resulten útiles al juez para formar su convicción frente a la materia427.

4. En cuarto lugar, es preciso verificar que la reticencia o la inexactitud en la declaración del estado del riesgo, no provengan de un error inculpable del tomador. Esto quiere decir que el quebrantamiento del deber de declarar sinceramente el estado del riesgo, no provenga de una actuación exenta de culpa, como quiera que, en esa hipótesis, se dará aplicación al inciso tercero del artículo 1058 del Código de Comercio, a cuyo tenor “si la inexactitud o la reticencia provienen de error inculpable del tomador, el contrato no será nulo, pero el asegurador sólo estará obligado, en caso de siniestro, a pagar un porcentaje de la prestación asegurada, equivalente al que la tarifa o la prima estipulada en el contrato represente respecto de la tarifa o la prima adecuada al verdadero estado del riesgo …”. Así, en la hipótesis prevista por la norma, nótese cómo la consecuencia no es la de la nulidad relativa del contrato de seguro, sino la de la reducción proporcional de la prestación asegurada en caso de siniestro, según el cálculo regulado por la codificación mercantil.

Ahora bien, el contenido de la expresión error inculpable, lo que implica es que el tomador haya incurrido en la reticencia o inexactitud a pesar de haber actuado con buena fe exenta de culpa. Así, es necesario verificar que en su proceder no haya existido culpa, ni mucho menos dolo428. Esta conceptualización ha llevado a la doctrina a preguntarse si la

inalterado el arraigado postulado de la equivalencia entre prima y riesgo asegurado. En consecuencia, solo las reticencias o las inexactitudes que, por magnitud o relevancia, encuadren en uno de los señalados eventos producirán la nulidad relativa del seguro, la cual podrá ser declarada judicialmente, bien por vía activa —cuando el asegurador así lo solicite a través de un proceso ordinario—, bien por vía exceptiva, con arreglo a las circunstancias, aun cuando lo usual es que proceda por el ejercicio de la segunda de ellas, en atención a que la entidad aseguradora, por una parte, comúnmente la conoce con motivo de la realización del riesgo asegurado (siniestro) y, por la otra, espera que la objeción o rechazo extrajudicial de la solicitud de pago de la prestación asegurada (art. 1053, Código de Comercio) sea suficiente para que el asegurado o el beneficiario, según el caso, no inicien un proceso de carácter judicial. Empero, si lo hacen, estará el asegurador legitimado para oponer las defensas que considere pertinentes, incluida, claro está, la concerniente a la reticencia o a la inexactitud determinantes (vía exceptiva). Las demás vicisitudes, si bien existentes objetiva y materialmente, no producen la supraindicada sanción que, se insiste, es calificada, amén de reglada, y que, por tanto, no es de aplicación generalizada, como prima facie podría parecer, so pretexto de haberse infringido el prenombrado principio de información fidedigna del estado del riesgo. En este sentido, tanto los antecedentes del precepto en cita, como la jurisprudencia y la doctrina nacionales, son elocuentes …” (Configuración de la reticencia y de la inexactitud en la declaración del estado del riesgo. Op.Cit., pp.5 y ss).

427 Jorge Efrén Ossa Gómez. Teoría general del seguro. El contrato. Op.Cit., p.301.

428 Como lo explica Carlos Ignacio Jaramillo J. “… Si la causa generatriz de la reticencia o la inexactitud deriva de error inculpable del tomador, no aflorará la nulidad. Simplemente, nacerá la posibilidad lícita para el asegurador de ajustar, a posteriori, el quantum de la indemnización a su cargo. Ajuste que se hará tomando en consideración el monto o fracción de la prima impagada equivalente al verdadero estado del riesgo, excepción hecha, por imperativo legal, del seguro de vida cuando se den cabalmente los presupuestos incursos en el art. 1160 (irreductibilidad). En este caso, sin necesidad de refinadas elucubraciones, es evidente que el régimen aplicable es aún más benéfico para el tomador, en consideración a que si la reticencia e inexactitud provienen de error inculpable, no habrá posibilidad de pretextar la nulidad del contrato, sino tan solo la reducción de la prestación asegurada, de la indemnización propiamente dicha, tratamiento este ciertamente innovador —en nuestro medio— que propende por la preservación de la relación jurídica aseguraticia, sin el natural desmedro del equilibrio prestacional, habida consideración de la ausencia de intencionalidad o negligencia de parte del tomador, de su inocultable buena fe, por una parte y, por la otra, de la disminución del quantum de la indemnización, todo a tono con la idea de preservar el vínculo, hasta donde racionalmente sea posible, la que se ha extendido en el Derecho comparado y hoy se enseñorea como una tendencia internacional, pues la excepción debe ser la ineficacia, y la regla la eficacia, lato sensu. Este principio, no sobra mencionarlo, fue tomado directamente de la legislación francesa del contrato de seguro de 1930, art. 22, de acuerdo con el cual, “La omisión o la declaración inexacta de parte del asegurado cuando no haya sido establecida su mala fe, no ocasiona la nulidad del seguro” …” (Lineamientos generales del contrato de seguro.Op.Cit., pp.81-82).

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ausencia de culpa comporta la inexistencia de cualquier culpa, esto es, la inexistencia de culpa grave, culpa leve y culpa levísima. Al respecto, el criterio mayoritario sostiene que es preciso diferenciar entre las declaraciones espontáneas y las declaraciones dirigidas. En las primeras, el carácter inculpable del error, implica la ausencia de dolo, culpa grave y culpa leve, pero no la de la culpa levísima, razón por la cual, si el tomador actuó con culpa levísima, dicha actuación, en cualquier caso, se considerará inculpable. En la segunda hipótesis –declaración dirigida, como la que se da en el presente caso-, la ausencia de culpa implica aún la ausencia de culpa levísima, de manera que no exista ningún resquicio de culpa en la conducta del tomador429.

Este requisito, por lo demás, puede también ser visto desde una perspectiva positiva: así, se puede formular como la necesidad de que exista un factor subjetivo de imputación de la reticencia o la inexactitud. Esto quiere decir, que se requiere que la declaración reticente o inexacta del tomador provenga de su dolo o culpa, como quiera que, contrario sensu, se estará en el mencionado escenario del error inculpable.

5. Por último, es necesario que el asegurador, antes de la celebración del contrato, no haya conocido o debido conocer los hechos o circunstancias que configuran la reticencia o la inexactitud, o que, después de la celebración, no los acepte –expresa o tácitamente- o se allane a subsanarlos. Ello obedece a que, de lo contrario, ninguna de las sanciones previstas por el artículo 1058 del Código de Comercio resultará aplicable. En efecto, el inciso cuarto de la normativa en comentario dispone que “Las sanciones consagradas en este artículo no se aplican si el asegurador, antes de celebrarse el contrato, ha conocido o debido conocer los hechos o circunstancias sobre que versan los vicios de la declaración, o si, ya celebrado el contrato, se allana a subsanarlos o los acepta expresa o tácitamente”.

Nótese cómo el texto de la norma establece, en general, dos hipótesis en las que resulta improcedente impetrar la nulidad relativa del contrato, a saber:

a. Cuando el asegurador, antes de la celebración del contrato de seguro, ha conocido (conocimiento real o efectivo) o debido conocer (conocimiento presuntivo) el estado del riesgo. En el primer caso, la norma entiende que si el asegurador conocía los hechos o circunstancias sobre los que versa la declaración, es claro que no hubo engaño alguno en el consentimiento que prestó y, en esa medida, no debe declararse la rescisión del contrato. En el segundo caso, se entiende que una conducta proba y diligente del asegurador, lo habría llevado a identificar la reticencia e inexactitud, razón por la cual se sanciona su impericia y negligencia con la imposibilidad de impetrar la nulidad del contrato. Como se puede ver, el eje de la excepción es el conocimiento –real o presunto- del asegurador.

Sobre este particular, no sobra rememorar que el conocer reviste distintas facetas en el derecho de seguros, en la medida en que, como se anticipó, no solamente se habla del conocimiento real o actual, sino también del conocimiento presunto o potencial. Siguiendo al profesor Ossa, esta dicotomía nos lleva a entender que existen tres formas en las que se puede manifestar dicho conocimiento, a saber:

‘Conocer’ o conocimiento real, que hace referencia a que un sujeto efectivamente tenga noticia de un hecho concreto, esto es, que lo haya advertido, percibido o averiguado a través del ejercicio de las facultades intelectuales. Así, no se trata de una presunción, sino de una realidad: un verdadero conocimiento, constatable en la praxis y que, en esa medida, no es hipotético, sino cierto430.

429 Jorge Efrén Ossa Gómez. Teoría General del Seguro. El Contrato. Op.Cit., pp.301-301. 238

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‘Deber conocer’ o conocimiento presunto, en el que se entiende que el sujeto tenía noticia del hecho concreto, pero no por existir certeza de que ello sea así, sino por presentarse ciertas circunstancias que permiten presumir el conocimiento. Nótese entonces que cuando se alude a que un sujeto debió conocer algo, realmente lo que el ordenamiento hace es una ficción: entiende que ese sujeto ha advertido el suceso, pero no porque realmente haya sido así, sino porque alguna circunstancia permite asumir que ese sujeto tenía el deber jurídico de conocer y, en esa medida, es dable presumir que, en efecto, conoció431.

Puesto en otros términos, el deber conocer o conocimiento presunto parte necesariamente de la existencia de un deber: el deber jurídico de conocer un hecho y, en esa medida, entiende o supone que el sujeto efectivamente conoció (presunción) a pesar de que, en la praxis, ello no sea así. No se impone entonces la necesidad de verificar que, en verdad, el sujeto hubiera averiguado o tenido noticia de la situación, toda vez que al existir el deber de averiguar o conocer, se sobreentiende que ello fue así.

De ahí que la doctrina explique, con elocuencia, que por deber conocer, es preciso entender aquella situación en la cual la Ley, con fundamento en la existencia de un deber jurídico de conocimiento, supone que alguien tuvo noticia de algo y, en esa medida, da por cierto dicho conocimiento, con las consecuencias que ello acarrea, a pesar de que, en la praxis, aquel no se hubiere presentado realmente432.

430 El conocimiento, en los términos de la Corte Suprema de Justicia, hace referencia al “… instante en que el interesado se informó de un acontecer, vale decir, desde que se volvió congoscible …”. (Sala de Casación Civil. Sentencia del 29 de junio de 2007. Exp. 1998-04690). Cfr. Sala de Casación Civil. Sentencia del 14 de diciembre de 2010. Por lo demás, teniendo en cuenta que materia de hermenéutica jurídica en general, el artículo 28 (para la interpretación de la Ley) señala que las expresiones deben interpretarse en su sentido común y literal, por lo cual cumple rememorar que, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, conocer es “Averiguar por el ejercicio de las facultades intelectuales la naturaleza, cualidades y relaciones de las cosas. Entender, advertir, saber, echar de ver…”.

431 A pesar de que la jurisprudencia no se ha ocupado de elaborar una noción sistemática del deber conocer, sí existen una serie de pronunciamientos de la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia, que reflejan su posición sobre la materia. Así, ha dicho que “Ha debido conocer, que es término utilizado por el art. 1058, hace referencia a que el actuar de la aseguradora al momento de determinar el estado del riesgo, debe ser diligente, o sea que no es de su arbitrio exigir del tomador una cualquiera prueba o declaración, descartando o guardando silencio sobre aspectos relevantes, y mucho menos dejando a su sola voluntad las manifestaciones o pruebas para la determinación del verdadero estado del riesgo, sino que, se repite, debe asumir un comportamiento condigno con su actividad, dado su profesionalismo en tal clase de contratación. En vía de principio general lo que la norma reclama es lealtad y buena fe, pues este es un postulado de doble vía en esta materia que se expresa en una información recíproca...” (sentencia del 19 de abril de 1999, exp. 4923); también ha sostenido que “...si por la naturaleza del riesgo solicitado para que sea asegurado y por la información conocida y dada por el tomador, la compañía aseguradora, de acuerdo con su experiencia e iniciativa diligente, pudo y debió conocer la situación real de los riesgos y vicios de la declaración, mas sin embargo no alcanza a conocerla por su culpa, lógico es que dicha entidad corra con las consecuencias derivadas de su taita de previsión, de su negligencia para salir de la ignorancia o del error inicialmente padecido”(sentencia del 18 de octubre de 1995). Cfr. Sala de Casación Civil. Sentencia del 2 de agosto de 2001. Exp.6146. 432 El fundamento o la piedra angular del deber conocer, tanto desde la perspectiva del asegurador, como del tomador asegurado, radica en la existencia de un deber jurídico de conocer que permite presumir dicho conocimiento. Así, se parte del débito jurídico y, a partir de allí, se construye una presunción. Esta es la explicación que, entre otros, realiza, por ejemplo, el profesor Efrén Ossa Gómez (Teoría general del seguro. El contrato. Op.Cit., pág.312). La doctrina, en criterio muy mayoritario, desarrolla también esta tesis. Cfr. Morandi, Juan Carlos F. “La reticencia y la falsa declaración precontractual en el seguro de vida”, en Studi in Onore di Antígono Donati, Roma, 1970, págs. 388 y 389; De Gregorio, Alfredo y Fanelli, Guisseppe Diritto delle assicurazioni, Milán, vol. ii, 1987, pág. 209. STIGLITZ, Rubén. Derecho de seguros, Abeledo Perrot, Buenos Aires, 1998, pág. 268. También es defendida por autores con importante trayectoria a nivel local. Al respecto, vid. LÓPEZ BLANCO, Hernán Fabio. Comentarios al contrato de seguro. Dupre. Bogotá. 1993. p.112 y NARVÁEZ BONNET, Jorge Eduardo. El contrato de seguro en el sector financiero. Ediciones Librería del Profesional. Bogotá. 2002.

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Es, en esa medida, una consecuencia necesaria: lo primero, por cuanto la presunción es un efecto lógico de la existencia del deber, y lo segundo, porque su imposición es plenamente lógica para evitar que dicha falta sea una patente de corso para desvirtuar los efectos de los negocios jurídicos433.

Ahora bien, ¿cuándo alguien debe conocer algo? O, puesto en otros términos, ¿Cuándo existe el deber de conocimiento que permite asegurar que un sujeto debía conocer? Frente a ello, la jurisprudencia entiende que un sujeto debe conocer algo, cuando a la luz de los parámetros de un hombre probo o diligente es viable concluirlo así. Según este criterio, la diligencia se erige entonces como el parámetro de concreción del deber, en el sentido que se debe conocer aquello que un sujeto diligente de las características y el contexto de aquel frente al cual se examina el deber, debería conocer434. Así, por ejemplo, los riesgos asociados a la actividad financiera, en principio, deben ser conocidos por un banquero; los riesgos inherentes a una intervención quirúrgica, deben ser conocidos por un cirujano; los riesgos inherentes a la iniciación de un proceso judicial, deben ser conocidos por un abogado, etc. Todo a la luz de los parámetros de la diligencia435.

‘Poder conocer’ o conocimiento posible, tercera modalidad que en Colombia no tiene mucha aplicación y que, al decir del profesor Efrén Ossa, “… encierra un concepto más exigente que el deber conocer. Presupone un grado de diligencia más

433 Cfr., Arturo Díaz Bravo. El fraude y su incidencia en el contrato de seguro. Pontificia Universidad Javeriana. Bogotá. 2009. 434 En los precedentes jurisprudenciales antes citado puede identificarse, con claridad, este criterio. En cualquier caso, es importante rememorar la sentencia del 2 de agosto de 2001, en la que, refiriéndose al alcance de la expresión ‘debido conocer’ respecto del asegurador, se dejó muy claro que lo que debía analizarse para deducir el deber de conocimiento, era la diligencia del sujeto respecto del cual se predicaba el mencionado deber. Al respecto se sostuvo entonces que “…el que emerge, ministerio legis, como corolario de la falta de diligencia radicada en cabeza de un profesional en el riesgo, predicable de ciertos y determinados hechos que, por su connotación, podían haber servido para elucidar las circunstancias fidedignas que signaban al riesgo, en su estado primigenio, según se pinceló. Por ello es por lo que el prealudido inciso, en lo pertinente, dispone que la nulidad no tendrá lugar "...si el asegurador, antes de celebrar el contrato, ha conocido o debido conocer los hechos o circunstancias sobre que versan los vicios de la declaración....", tal y como acontece, lato sensu, en tratándose de otras figuras prototípicas del seguro, por vía de ejemplo con la agravación del estado del riesgo (art. 1.060 del C. de Co.), o con la "prescripción de las acciones que derivan del contrato" objeto de examen (art. 1.081 C. de Co.), en las que tampoco se torna extraño el apellidado conocimiento presunto, en prueba fehaciente de su cabida y aceptación explícita en la legislación nacional. Y es que resulta razonable que si la entidad aseguradora, como un indiscutido profesional que es, en tal virtud "debidamente autorizada" por la ley para asumir riesgos (art. 1.037. C. de Co), soslaya información a su alcance racional, de suyo conducente a revelar pormenores alusivos al estado del riesgo; o renuncia a efectuar valoraciones que, intrínsecamente, sin traducirse en pesado -u oneroso- lastre, lucen aconsejables para los efectos de ponderar el riesgo que se pretende asegurar, una vez es enterado de posibles anomalías, o en fin deja de auscultar, pudiendo hacerlo, dicientes efectos que reflejan un específico cuadro o estado del arte (existencia de ilustrativas señales), no puede clamar, ex post, que se decrete la nulidad, como si su actitud fuera la de un asegurador acucioso y diligente, presto a ser informado, es cierto, pero igualmente a informarse, dimensión ésta también cobijada por la diligencia profesional, rectamente entendida, sin duda de mayor espectro, tanto más si “El tomador no es un especialista en la técnica del seguro” y, por tanto, “Su obligación no puede llegar hasta la extrema sutileza que apenas si podrá ser captada por el agudo criterio del asegurador”, como se resaltó en la Exposición de Motivos del Proyecto de Código de Comercio, criterio éste materia de aval por parte de la doctrina comparada, la que confirma que “El asegurador renuncia o pierde el derecho de alegar la reticencia o falsa declaración…. “….d) cuando…debía conocer el verdadero estado del riesgo (en razón de su profesión, o por la naturaleza del bien sobre el que recae el interés asegurable, etc”…”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 2 de agosto de 2001. Cfr. Sala de Casación Civil. Sentencia del 19 de mayo de 1999. Exp.4923. y sentencia del 12 de septiembre de 2002.

435 Cfr., Carlos Ignacio Jaramillo. Lineamientos generales del contrato de seguro, en Derecho de Seguros. Tomo II. Temis. Bogotá. 2011; del mismo autor, Configuración de la Reticencia e Inexactitud en la Declaración del Estado del Riesgo. op.cit.

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alto, una mayor penetración en el análisis del riesgo, así en un aspecto físico, como en su aspecto moral …”436. Se trata también de una presunción de conocimiento, pero que opera con mucha mayor facilidad, en la medida en que se configura casi que automáticamente cuando existe una mínima posibilidad de conocimiento. Así, difiere del deber conocer, en la medida en que para que opere en este caso la presunción no es necesario que existiera un arquetípico deber jurídico de conocimiento, sino simplemente que existiera la potencialidad o posibilidad de tener noticia del hecho. Aquí, la sola oportunidad de conocimiento, sin que sea necesario que se eleve a la categoría de débito jurídico, es suficiente para suponer el conocimiento. Por este amplio carácter es por lo que, en principio, el poder conocer no es tenido en cuenta en la legislación nacional437.

Estas son, en suma, las facetas del conocimiento en materia aseguraticia, por virtud de las cuales se puede decir que dicho conocimiento se predica respecto de una persona (tomador, asegurado, beneficiario o asegurador, por regla general), frente a un hecho (entre otros, pérdida, daño o avería) y principalmente en dos modalidades, que son el conocimiento real y el conocimiento presunto o deber conocer.

Así, en el caso concreto de la reticencia o la inexactitud se encuentra que el último inciso del artículo 1058 del Código de Comercio, regula entonces la situación en que el asegurador, de una parte, conocía los hechos constitutivos de la reticencia y contrató bajo ese conocimiento o, de la otra, debía conocerlos. En éste último caso, la existencia del deber jurídico de conocimiento se colige a partir de la diligencia de la entidad: así, se entiende que, de haber actuado en forma perita y diligente, la aseguradora habría conocido los hechos constitutivos de la reticencia o la inexactitud y, por esa razón, se asume que tenía un deber de conocimiento que impide la rescisión del contrato. Ello, en términos simples, quiere decir que, para aplicar el deber conocer, es necesario acreditar que la aseguradora, a través de una actuación diligente, habría conocido el estado del riesgo y, por eso, lo debía conocer.

b. La segunda hipótesis del último inciso del artículo 1058 del Código de Comercio, se refiere a aquellos casos en los que, después de celebrado el contrato, la aseguradora conoce los hechos constitutivos de la reticencia o la inexactitud y se allana a subsanarlos o los acepta expresa o tácitamente.

En cualquiera de estas dos hipótesis, como bien lo indica el artículo en cita, no se aplican las sanciones previstas por el Código de Comercio, particularmente en lo que se refiere a la nulidad relativa del contrato.

2.1 Conclusión general:

Estos son, en suma, los cinco previstos previstos por la codificación comercial para que se configure la reticencia o inexactitud rescisoria en la declaración del estado del riesgo. Así, es necesario acreditar:

I) Que el tomador omitió o pretermitió información relevante para el otorgamiento de la póliza de seguro –reticencia- o que la información que declaró no se corresponde con la realidad de los hechos –inexactitud-.

436, Jorge Efrén Ossa Gómez. Teoría general del seguro. El contrato. Op.Cit. p.312.

437 Sobre este particular vid. Picard y Besson. Les assurances terrestres en droit français. Le contrat d’assurance. L.G.D.J. París. 1964.

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II) Que, además de ello, dicho tomador debía conocer o conocía, con anterioridad al otorgamiento de la póliza, los hechos o las circunstancias omitidas o tergiversadas. Es importante hacer hincapié en que la jurisprudencia exige que el conocimiento sea anterior al perfeccionamiento del contrato, pero no necesariamente a la absolución del cuestionario propuesto por el asegurador. Así, si sobrevinieren hechos en el interregno entre la absolución y la celebración del contrato, tales hechos deben ser notificados al asegurador, so pena de incurrir también en una reticencia o inexactitud. El deber de declarar, en consecuencia, no se agota con el cuestionario, sino que subsiste en el tiempo.

III) Que la reticencia o la inexactitud revistan trascendencia. Esta trascendencia se presenta en aquellos casos en los que el hecho o la circunstancia omitida o tergiversada, de haber sido conocidos por el asegurador, lo hubieren retraído de celebrar el contrato o inducido a estipular condiciones más onerosas.

IV) Que la inexactitud o la reticencia no provengan de un error inculpable del tomador, esto es, que en la omisión o tergiversación de la información él hubiere actuado con dolo o con culpa.

V) Finalmente, que el asegurador, antes de la celebración del contrato, no haya conocido o debido conocer los hechos o circunstancias sobre los que versa la reticencia o la inexactitud, o que, después de celebrado, no se allane a subsanarlos o los acepte expresa o tácitamente.

Reunidos estos requisitos, la consecuencia prevista por el ordenamiento jurídico es que se puede impetrar la rescisión del contrato de seguro. Dicha rescisión, como es natural, implica que las cosas se retrotraen a su estado original –efectos ex tunc-, salvo en lo referente a la prima, como quiera que el asegurador la puede retener, en su totalidad, a título de pena (artículo 1059 del Código de Comercio).

2. La agravación del estado del riesgo:

el legislador colombiano del año 1.971, inspirado en diferentes modelos internacionales, al tiempo que siguiendo autorizadas doctrinas, también sublimó la importancia que reviste la aludida preservación del neurálgico elemento riesgo, una de las reglas de oro que, por su significación, rige al unísono en el Derecho de Seguros Colombiano que, en lo fundamental, enarbola análoga bandera, sin perjuicio de puntuales diferencias que, en su momento, resaltaremos438.

438 Se trata, en general, de un débito general orientado a mantener el estado del riesgo, el cual resulta de cardinal importancia de cara a los postulados orientadores del seguro, tal y como lo señalan los autores argentinos Domingo López Saavedra y Carlos Facal que, al respecto, afirman que “… el estado del riesgo que existí al momento de celebrarse el contrato de seguro debería mantenerse sin alteraciones durante toda la vigencia del seguro, pero la experiencia enseña que durante la misma pueden presentarse modificaciones de su estado original que lo agraven –a veces por hechos u omisiones del asegurado y otras muchas por circunstancias ajenas a él- y frente a ello tanto el asegurador como la comunidad del álea deben tener algún tipo de protección legal por cuanto tales agravamientos alteran las circunstancias fácticas originales tomadas en cuenta al momento de la celebración del contrato de seguro respectivo, afectando de esa forma, entre otras cosas, el debido equilibrio entre riesgo, prima y condiciones del seguro que hace a la esencia del mismo y garantizan su adecuada solvencia …” (Tratado de Derecho Comercial. Tomo de Seguros. La Ley. Buenos Aires. 2010. pp.279-280).

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De ahí que nuestro ordenamiento mercantil, más allá de la denominación empleada para el efecto (carga, obligación o deber), como se examinará más en detalle, se enroló -con matices- en la tesitura de origen germánico que considera que es una obligación del asegurado o del tomador, según las circunstancias individuales de cada caso, proceder en los términos reseñados, esto es, evitando responsablemente su agravación, en orden a no alterar la base, y por contera, el equilibrio del contrato de seguro, tal y como originariamente fue celebrado, vale decir con arreglo a un esquema fáctico predeterminado en punto tocante con la ecuación prima-riesgo, prevalentemente (probabilidad e intensidad)439.

Es en consideración a lo anterior, que la primera parte del artículo 1.060 del Código de Comercio, a su tenor literal, señala que, “El asegurado o el tomador, según el caso, están obligados a mantener el estado del riesgo”, circunstancia que explica, para dotar de contenido a la precitada obligación ‘ex lege’, que dichos sujetos deban proceder a informar al asegurador acerca de cualquier novación, transformación o cambio determinante que, por su entidad, esté llamado a alterar -negativamente- la aducida ecuación, piedra angular del seguro (declaración de conocimiento).

Por ello es por lo que el mismo artículo 1.060, luego de establecer la supraindicada obligación general, prescribe que, “En tal virtud uno y otro deberán notificar por escrito al asegurador los hechos o circunstancias no previsibles que sobrevengan con posterioridad a la celebración del contrato …”440.

Por manera que el legislador nacional, de una parte, le fijó al asegurado o al tomador, una equívoca obligación positiva consistente “…en mantener el estado del riesgo” que, a su turno, se desdobla en una negativa, de abstenerse de alterarlo y, de la otra, radicó en su cabeza la revelación de “…los hechos o circunstancias” originados con posterioridad a la floración del negocio jurídico respectivo: el contrato de seguro (carga heterónoma de

439 A modo de contraste, cumple indicar que un minoritario sector de la doctrina italiana, no comparte esta apreciación, de indiscutida estirpe doctrinal, jurisprudencial y legislativa, pues estima que, en rigor, no puede decirse que el asegurado, bajo el ropaje de un deber de prestación, deba preservar el estado del riesgo, justamente por cuanto su mutación, en esencia, puede ser connatural al desarrollo aleatorio del seguro, acorde por los demás, con el deseo de protección que inspira y mueve su contratación, desde la perspectiva del asegurado, o sea del futuro asegurado.

Cfr: Emilio PASSANISI, quien precisa que, “… no existe una obligación de no variar el riesgo: existen son determinadas consecuencias que tienen lugar cuando el riesgo varía. El equilibrio entre prima y riesgo condiciona el contrato del seguro, pero el asegurado no tiene la obligación de mantenerlo”. L’art 1898 e la ‘Condizioni di Assicurabilitá’. Aggravamente di Rischio e Risschi Exclusi, en Assicurazioni, Roma II, 1949, p. p. 178 y 179.

440 Como claramente lo pone de presente el Profesor Joaquín GARRIGUES, “La ley habla…. Del deber de comunicar al asegurador la agravación del riesgo. Pero a este deber precede lógicamente otro deber, que es el de mantener sin agravarlo el estado del riesgo”. Contrato de Seguro Terrestre, op. Cit. P. 1551

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información, como posteriormente se verá441), conducta preceptiva que reitera una vez más, la importancia concedida en Colombia al tratamiento normativo de este tema(442 y 443).

Sin embargo, es menester observar anticipadamente que no toda alteración del elemento riesgo -asegurado-, en sí misma considerada, acarrea el cumplimiento del deber referente a la notificación en comento, según se pone de manifiesto a continuación, ni tampoco que el tratamiento asignado a la agravación sea igual en todos y cada uno de los seguros, por cuanto en el seguro sobre la vida, como se aprecia más adelante, tomadores y aseguradores, por la naturaleza misma del riesgo que a través de este seguro se cubre, están exentos del acatamiento de la supraindicada carga informativa y, por ende, su inobservancia no importa la terminación del seguro, según acontece en los seguros de daños, a la par que en los de personas, diferentes al seguros sobre la vida (art. 1.060 inciso 5).

a. Exigencias legales para la configuracion jurdicia de la agravacion: planteamiento general.

En efecto, sólo determinados tipos de modificación del estado del riesgo, con objeto de obligada notificación, habida cuenta que la alteración del riesgo asegurado, ‘per se’, no supone un forzoso desequilibrio funcional del contrato de seguro, máxime cuando es difícil concebir que él, en la praxis, no experimente cambios, por triviales o adjetivos que pueden resultar444.

441 Sin perjuicio del desarrollo ulterior de esta materia, sobre los deberes de información y autoinformación se puede consultar el capítulo II del presente Tomo, intitulado ‘Deberes de información y autoinformación en el contrato de seguro’. Al respecto, cfr. Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil. Sentencia del 6 de julio 2007 y la sentencia del 29 de junio del mismo año, de las cuales tuvimos la oportunidad de ser ponentes.

442 En efecto, esta es la caracterización que, en general, ha hecho la doctrina en punto tocante con la institución en comentario. Al respecto, Andrés Ordóñez, por vía de elocuente ejemplo, explica que “… si por una parte el asegurado debe declarar verazmente, en el momento de contratar, el estado del riesgo, también debe ser consciente de que si ese estado del riesgo se llega a modificar para agravarse, en el curso del contrato, por circunstancias que no eran previsibles en el momento de su celebración, debe inmediatamente dar aviso al asegurador; este es el contenido de una segunda carga de la parte asegurada. Se encuentra reglamentada en el artículo 1060 C.Co. y, por su misma naturaleza, las sanciones que implica su incumplimiento son diferentes a las que conlleva la inexactitud o reticencia en la declaración del estado del riesgo, aunque su contenido está muy relacionado, en la medida en que se trata evidente de mantener la proporcionalidad propia que debe existir entre la prima y el riesgo. En este caso la parte asegurada deberá ser diligente en la observación de los hechos o circunstancias, no ya existentes en el momento de la celebración del contrato, sino sobrevinientes e imprevisibles, que afecten el estado del riesgo que fue establecido al inicio del contrato …” (Ordóñez Ordóñez, Andrés. Las obligaciones y cargas de las partes en el contrato de seguro y la inoperancia del contrato de seguro. Universidad Externado de Colombia. Bogotá. 2004. pp.65-66). Cfr., sobre el fundamento de la institución en el balance de la ecuación prima-riesgo, Latorre, Nuria. La agravación del riesgo en el derecho de seguros. 443

? De la anunciada importancia concedida por el legislador nacional, en efecto, da fe la propia Exposición de Motivos del Proyecto de Código de Comercio del año 1958, conforme a la cual, en punto a la regulación de la ‘declaración acerca del estado de riesgo’, se acotó que, “Con idéntico criterio hemos enjuiciado la obligación a cargo del asegurador de mantener el estado del riesgo (Art. 883), y estableció como sanción para su incumplimiento la terminación del contrato”.

Por su significación, así como clara conexión tópica, es menester reproducir el criterio que la Comisión tenía en relación con la citada declaración del estado del riesgo, en la que de paso, quedó consignado en nuestros artículos 1.056 y 1.060 del Código de Comercio vigente: El artículo 881 –dice la Comisión- protege o resguarda la integridad de los principios que dicen relación acerca de la declaración del estado del riesgo. Somos absolutamente conservadores a este respecto. Más que conservadores, reaccionarios …. Al tomador hay que exigirle el maximum de celo para asegurar el desenvolvimiento natural de los negocios de seguros” (Ministerio de Justicia, Bogotá, 1.958).

444. Como acertadamente lo subraya el profesor argentino Horacio ROITMAN, “La representación conceptual del estado del riesgo como inalterable, no puede entenderse rígida ni estricta. Si nos atuviésemos a la aparente

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Al fin y al cabo, el riesgo no es un concepto inmóvil o estático, sino dinámico445. Y así, ab intio, lo entendió nuestro legislador patrio, como quiera que el referido artículo 1.060 del régimen mercantil, en la parte final de su primer inciso, puntualiza que la notificación tendrá lugar en aquellos casos que sea de recibo la aplicación del “… criterio consignado en el inciso 1º del artículo 1.058”, esto es la materialización de “…hechos o circunstancias que, conocidos por el asegurador, lo hubieran retraído de celebrar el contrato, o inducido a estipular condiciones más onerosas…” (criterio dualista).

De consiguiente, si la agravación o alteración cualificada del estado patológico del riesgo asegurado tiene la virtualidad de romper o de minar el equilibrio primigenio del contrato de seguro, será necesario develar este hecho, en tanto sea de una significación o relevancia tal que, si la entidad aseguradora otrora hubiera tenido la oportunidad de conocer –figuradamente- esta nueva saturación, de plano se hubiera abstenido de contratar o, de haberlo hecho, la prima de seguro exigida, hubiera sido divergente a la primitivamente cobrada, criterios éstos adoptados, ministerio legis, para mesurar su real trascendencia en la órbita negocial y funcional.

Si por el contrario, el haz de nuevos acontecimientos no inviste la prenombrada entidad, por más que en gracia de discusión pueda hablarse de alteración material, el tomador o el asegurado no estarán obligados a cumplir el anunciado deber de información legal, precisamente por no haberse consolidado los presupuestos requeridos, específicamente porque el asentimiento original del asegurador, ello es determinante, puede predicarse incólume y, por tanto, vigente, lo que supone su acatamiento.

B. Requisitos especificos que deben reunir los hechos o circunstancias.

De conformidad con lo reglado por el tantas veces citado art. 1.060 del ordenamiento comercial colombiano, al mismo tiempo que con el espíritu que animó su factura, podemos identificar –más en detalle- los siguientes rasgos del hecho o de la circunstancia agravante (subjetivo u objetivo), en orden a que su materialización, en el cosmos jurídico, desencadene los efectos o consecuencias ya descritas: la terminación de la relación negocial, emergente de la ausencia de su notificación –o de su notificación inoportuna-446.

inflexibilidad de que se desprende de su concepto, cualquier modificación por inverosímil que fuere, haría cargar con las consecuencias de la agravación as una de las partes, lo que está muy lejos de ser justo ni equitativo. Así hay una seria de modificaciones al estado del riesgo que no pueden acarrearle al asegurado ni al asegurador las sanciones impuestas por la ley…”. La agravación del Riesgo en el Contrato de Seguro, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1.973, p. 12. 445. Tan cierto es ello, que el riesgo a lo largo del desenvolvimiento de la relación jurídica, incluso, podría llegar a disminuir, antes que aumentar, supuesto que igualmente avala su dinamismo, bien entendido, y que confirma que el riesgo no puede preservarse –en sus efectos- inalterado o, por el contrario, modificado: agravado o morigerado, mejor disminuido o atenuado, a la luz de la técnica aseguradora.

Son pues tres los estados, fase o estadios que , ‘in casu’, pueden cobijar a este elemento esencial, en torno a los cuales el legislador expresamente se ha pronunciado, bien para conservar invariable el contrato y, en concreto, la estructura de la prestación condicional del asegurador con miras a dotarlo de efectividad plena, bien para restársela, a través del expediente de la terminación ‘ex nunc’ de la relación negocial –o de la declaratoria de ausencia de versabilidad, en otras legislaciones- o, bien, en último lugar, para adecuarlo o acondicionarlo , según acontece con la disminución del riesgo (art. 1.065 del C. de Co.), la que origina –en principio- el derecho a un reajuste proporcional de la prima del seguro (Cfr. Ordóñez, Andrés. Obligaciones y cargas de las partes en el contrato de seguro y la inoperancia del contrato de seguro. Op.Cit., pp.72-73). 446 Es importante anotar que requisitos similares se exigen en el derecho comparado. Es así como, por ejemplo, ilustra el profesor Carlos Schiavo para el caso argentino que “… La Ley de Seguros no ha definido ni delimitado el concepto de ‘agravación’, no informa cuáles son sus presupuestos y solamente indica tres tipos de agravaciones: las producidas por el tomador, las debidas a un hecho ajeno y las excusadas. De tal manera remitió a la doctrina y la jurisprudencia para que determinaran y delimitasen el concepto. Nosotros entendemos que estos presupuestos son: a) modificación esencial; b) no prevista ni previsible; c) objeto delimitado y descripto en la oferta o en el

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a) Que se trate de un hecho imprevisto; b) Que el hecho sea nuevo y, de suyo, posterior; c) Que el referido hecho tenga la virtualidad de permear el riesgo originariamente asumido; d) Que el hecho ‘ex novo’, intrínsecamente concebido sea determinante –o relevante- para el asegurador, y e) Que sea conocido por el asegurado o por el tomador.

A) Que se trate de un hecho imprevisto o imprevisible.

Conforme lo habíamos señalado con antelación, para que el hecho adquiera el calificativo de agravante (subjetivo u objetivo), es menester que sea imprevisto447, calidad vinculada con el riesgo asegurado (contractual), en sí mismo considerado, y con su acerado carácter aleatorio (art. 1.036, ibídem). “Denomínase riesgo…”, dice el artículo 1.054 del C. de Co, “… el suceso incierto…”, incertidumbre esta que, de alguna manera, así sea indirecta o colateral, le da fundamento a la aludida imprevisibilidad, no frente al suceso objetivo dotado de eficacia negocial por las partes (riesgo material o puro), de suyo previsible: el incendio; el óbito del asegurado; la floración del daño en el seguro de responsabilidad civil, etc. sino frente a su desarrollo ulterior, a su desenvolvimiento propiamente dicho, el que debe ajustarse a ciertas reglas, a la par que respetar determinados parámetros.

Por tanto si los hechos son previsibles o identificables, es natural que no se pueda con éxito pretextar una agravación vinculante –o determinante-, en la medida en que el prenotado desenvolvimiento del riesgo asegurado, en lo que toca con este aspecto, era previsible, o sea que había –o debía haber- consciencia asegurativa acerca de esta situación de hecho, para nada accidental o fortuita, lo que origina que la mutación proyectada –o representada a nivel intelectivo- forme parte del supuesto asegurado, o sea del estado del riego material del contrato448. No sin razón, el concepto de ‘imprevisión’, de raíz, erosiona las calidades de ‘accidental’ y ‘fortuito’ del hecho, ya citadas. Es así, por vía de ilustración, como no sería de recibo manifestar que tuvo lugar un hecho accidental, pero de naturaleza previsible, en concreto y en sujeción a lo razonable. Ello sería, evidentemente, un contrasentido. Si es accidental, en efecto, es porque era imprevisible449.

contrato de seguro; d) contrato válido y vigente; e) acontecimiento sobreviniente a la emisión de la oferta o a la celebración del contrato; f) que altera o cambia las circunstancias de alguno de los presupuestos del riesgo asegurado: 1) incertidumbre; 2) posibilidad; 3) probabilidad; 4) proporcionalidad; 5) cantidad patrimonial expuesta; 6) evento; g) que conforme los usos, prácticas comerciales y los principios técnicos observados y aceptados en los caso de igual naturaleza el asegurador no hubiera celebrado el contrato o lo hubiera hecho modificando sus condiciones …” (Contrato de seguro. Reticencia y agravación del riesgo. Op.Cit., pp. 272-273).

447 En efecto, como bien lo indica el profesor Ordóñez Ordóñez “… es fundamental requisito para la existencia de la carga que se trate, como ya se dijo, de circunstancias que sean imprevisibles en el momento de la celebración del contrato, por cuanto las que sean previsibles de hecho están llamadas a afectar desde el principio los términos de la contratación, y en consecuencia su presencia posterior en el contrato no tiene por qué afectarlo. Por ello el régimen de la agravación del riesgo en el contrato de seguro no es sino una manifestación restringida y específica de la teoría de la imprevisión, que, por lo demás, como ya se analizó en su momento, no tendrá otra aplicación en el contrato de seguro, por su carácter aleatorio, conforme a lo que dispone el artículo 868 C.Co. …” (Obligaciones y cargas de las partes en el contrato de seguro y la inoperancia del contrato de seguro. Op.Cit., pp.65-66). Cfr: Nicola GSPERONI, Contratto di Assicurazione, op.cit. p.606, y Adriano FIRENTINO, L’Assicurazione Contra I Danni, Dott, Nápoles, 1.949, p.p. 56 y 57.

448. Esto mismo acontece tratándose de la aplicación de la socorrida tesitura de la base del negocio jurídico. Es así como uno de sus más adeptos propugnadores, el Prof. K. LAREZ, pone de relieve acerca de este punto que . “…es necesario decir que la desaparición de la base del negocio objetiva no puede tenerse en cuenta cuando el acontecimiento que la produzca fuera previsible, ya que en tal caso las partes hubiesen podio tomar medidas y, a la falta de las mismas, debe considerarse asumido el riesgo por la parte afectada”. Base del Negocio Jurídico y Cumplimiento de los Contratos, op. Cit, p. 169. 449. Como bien lo pone de presente un sector de la doctrina comparada, no se puede asimilar el hecho o las circunstancias imprevisibles, con el caso fortuito -o con la fuerza mayor en aquellos regímenes en donde se equiparan-. Son dos instituciones divergentes, tanto en su configuración (presupuestos genéticos), como en su alcance (teleología) y, sobre todo, en sus efectos. Cosa enteramente diferente, es que el hecho individual reuna los

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Ejemplos de hechos previsibles, entre otras, podrían ser: la desactualización en materia tecnológica de un computador que se asegura, como se sabe acelerada, mejor aún casi cotidiana; el deterioro de la salud del ser humano como consecuencia del implacable transcurso del tiempo; la inflación, sobre todo en determinadas economías más proclives a este flagelo económico (emergentes), etc.

El inciso primero del art. 1060 del C. de Co., en lo que atañe a este concreto presupuesto, es terminante al estatuir que se deberán “…notificar… los hechos o circunstancias no previsibles…”450.

B. Que se trate de un hecho nuevo y, por consiguiente, posterior

En consonancia con la exigencia precedente, hay que precisar que el hecho o las circunstancias para que se tornen agravantes, deben ser nuevas y también posteriores451, es decir, que su floración individual, por ser materialmente ex post, debe desligarse de la

mismos caracteres inherentes a un caso fortuito. De allí que sea preferiblemente aludir a circunstancias voluntarias (subjetivas) e involuntarias (9objetivas o fortuitas). Nada más, Cfr, entre otros, Alfonso VIGORITA, alcune Precisazioni sul Concetto di Aggravamento del Rischio, en Rivista Assicurazioni, Roma, II, 1.962, p. 122.

En el caso fortuito, es un ‘plus’ de cara al hecho agravante en el seguro, el que sólo demanda que sea imprevisto, ulterior (‘ex novo’), capaz de permear el riego asegurado y finalmente de carácter relevante. Por tanto, de la mera circunstancia de que el caso fortuito suponga la invariable presencia de un hecho imprevisto, no se puede colegir que esta exigencia se traduzca en un arquetípico hecho eximente de responsabilidad o, si prefiere, en una modalidad específica de una causa extraña. No, son figuras diferentes, dueñas de misiones disímiles, así ambas se nutran de la imprevisibilidad.

Las locuciones hecho fortuito y caso fortuito, entonces, se inscriben en fórmulas jurídicas sustantivas, y por tanto orgánicamente divergentes. Lo propio hay que señalar de otras instituciones o figuras jurídicas de carácter más general, tales como la teoría de la imprevisión, la excesiva onerosidad sobreviniente, etc. así ellas descansen, igualmente, en circunstancias o en hechos imprevistos de ulterior aparición.

450 La doctrina, por su parte, coincide también con esta exigencia, respecto de la cual afirma que “… la modificación no debe estar prevista en el contrato, ni serle previsible a la profesionalidad d euna empresa organizada para celebrar contratos de seguros. Ciertamente, si de la descripción y delimitación del objeto que se ha hecho en el contrato se puede apreciar que es previsible la modificación del riesgo, no se puede hablar precisamente de agravación, como se suele ejemplificar con la modificación por el trascurso de los años en los seguros de vida entera …” (Schiavo, Carlos. Contrato de seguro. Reticencia y agravación del riesgo. Op.Cit., pp.273-274). 451 Sobre este particular explica Nuria Latorre que “… la calificación de novedoso, como es sabido, implica siempre la referencia implícita a in momento previo: es nuevo todo aquello que con anterioridad no existía. En lo atinente a la novedad de la circunstancia agravatoria, dicho momento es el de la conclusión del contrato. La importancia de determinar un tiempo concreto responde a la preocupación por delimitar correctamente el régimen jurídico de la agravación del de la declaración precontractual del riesgo. La cuestión no es baladí, pues la aplicación de un régimen u otro va a comportar muy diferentes consecuencias jurídicas, derivadas, en gran medida, del hecho de que la declaración inicial del riesgo influye directamente en la formación de la voluntad contractual mientras que la agravación altera las condiciones de un contrato válido y eficaz desde el principio. Teóricamente, la solución sería tan sencilla como considerar que todo lo que precede a la conclusión del contrato, se corresponde con el riesgo asumido por el asegurador, rigiéndose por la normativa sobre la declaración precontractual, y todo lo que acontece después es una circunstancia nueva que, como tal, queda sometida al régimen de la agravación del riesgo. En el terreno práctico, sin embargo, la adjetivación de determinada circunstancia como novedosa no resulta tarea fácil, por cuanto no siempre coincide la conclusión del contrato con la valorización que el asegurador hace del estado del riesgo. Así, de una parte, la referencia a la conclusión suscita ciertas dudas cuando ésta no es simultánea a la eficacia del contrato o, también, cuando es posterior al momento de la proposición. De otra, deviene necesario optar entre un sistema de novedad objetiva o subjetiva, que se traduce en considerar como nuevo todo lo que habiéndose verificado no ha venido a conocimiento de los interesados en el momento de la conclusión del contrato …” (La agravación del riesgo en el derecho de seguros. Editorial Comares. Granada. 2000. pp.60-61).

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celebración misma del contrato de seguro452, con miras a que no pueda entenderse que la situación creada –nuevo estado del riesgo- es el resultado, simplemente, del natural y del normal proceso evolutivo del riesgo “…o de situación preexistente tomada en cuenta por el asegurador”453.

Su materialización, entonces, indefectiblemente deber ser ex novo, amén que posterior a la celebración o perfeccionamiento del negocio jurídico (circunstancias ‘post-contrato’)454, porque de lo contrario tales circunstancias estarían presentes al momento de la conclusión –o futura- del contrato, lo que haría que el asegurador las hubiera conocido –o debido conocer- y también consentido (avalado), es decir, que formarían parte del estado regular del riesgo, valorado y aceptado por la entidad aseguradora, lo que impediría, con propiedad, aludir a una agravación, por lo menos con efectos vinculantes o en derecho, tanto más cuento la prima de seguro se estableció con sujeción a dicho análisis de índole cualitativa y cuantitativa por el asegurador, un profesional en asuntos inherentes al riesgo455.

Ello explica que legislaciones como la francesa, la suiza, la belga, la española y la mexicana –entre otras-, expresamente enmarquen la agravación en la fase de ejecución –o de

452 Las calidades de ‘nuevo’ y ‘posterior’, en rigor, están tan enlazadas, que una es colorarlo de la otra, al punto que si el hecho es nuevo de cara a los factores valorados a lo largo del proceso genético de formación del negocio jurídico (‘inter contactual’), también debe ser posterior, pues si fuera anterior, no podría acudirse a la calidad de novísimo, con los naturales efectos que de tal circunstancia se seguirían; la irrelevancia del hecho agravante. Por ello, los hemos englobado en un mismo presupuesto (sin confundirlos), aun cuando hubiéramos podido escindirlos, igualmente, sólo por razones metodológicas.

453. Juan Carlos F. Morandi, El riesgo en el Contrato de Seguro. Régimen de las Modificaciones que lo Agravan, op. Cit. P.p. 86 y 87; Vittorio Salandra, La Modificazione del Rischio Nel Sistema del Codice Civile, op. Cit, p. 9; Nicola Gasperoni, Contratto di Assicurazione, Giuffré, Milán , 1.961, p. 173 y A. Fiorentino, L’ Assicurazione contra I Danni, op. Cit, p. 57.

454 En efecto, como bien lo indica Arturo Díaz Bravo, “… por obvio que parezca, es necesario aclarar que la agravación, en principio, debe ser superviniente, vale decir, posterior a la celebración del contrato. La necesidad de tal aclaración resulta de la forma defectuosa en que está redactado el ya transcrito art.53, cuando expresa que, si el asegurado hubiere conocido la agravación ‘al celebrar el contrato’, habría fijado condiciones diversas. Ahora bien, si de inicio el riesgo ya estaba agravado y no lo supo el asegurador, indudablemente no se le declaró en forma correcta o completa, pero entonces serían aplicables al caso los arts. 8º y 47. No se me oculta, por supuesto, la posibilidad de una agravación ya existente al celebrarse el contrato, pero desconocida para el solicitante, a pesar de su diligencia ordinaria. En tal hipótesis operaría una agravación ulterior de naturaleza subjetiva, esto es, previamente ignorada, sin culpa o negligencia de su parte, por lo que aquí no se daría el supuesto de falsedades o reticencias en las declaraciones, puesto que no estuvo obligado a declarar lo que desconocía. De este modo, pues, en realidad la agravación puede ser también original, pero en tal caso el deber de informarla, como en el de la superveniente, comenzará a correr desde que se conozca. Y lo criticable del texto legal está en no haber atinado a precisar la existencia de las dos posibilidades; por el contrario, literalmente, sólo se refiere a las agravaciones ‘que tenga el riesgo durante el curso del seguro’. Por todo ello, importa dejar sentado que el deber de poner en conocimiento del asegurador la agravación del riesgo, y el derecho de éste último de considerarse liberado de sus obligaciones ante el incumplimiento de tal deber, son el resultado de otro importante deber a cargo del asegurado, como lo es el de mantener el estado del riesgo, como se declaró y contrató. Recuérdese, en efecto, que el asegurador se compromete a cubrir el riesgo, y para ello expide la póliza relativa con arreglo a la descripción suministrada por el solicitante, que le permite conocer el grado de tal riesgo y fijar el importe de la prima. De ese modo, cualquier circunstancia, voluntaria o no, que modifique, para agravarlo, el estado del riesgo tal como se describió y aceptó, altera unilateralmente las condiciones del contrato y hace surgir el deber de informar de ello al asegurador para que, con arreglo a sus políticas de suscripción, decida si mantiene en sus términos el contrato, si encarece automática la prima como requisito para cubrir la agravación o, por último, si lo rescinde por estimar inaceptables las nuevas condiciones …” (Díaz Bravo, Arturo. El fraude y su incidencia en el contrato de seguro. Pontificia Universidad Javeriana. Grupo Editorial Ibáñez. Bogotá. 2009. pp.128-130).

455. Es claro que si el asegurador, no conoció dichas circunstancias por ocultamiento u omisión del asegurado, sería de recibo acudir al expediente de la reticencia e inexactitud en la declaración precontractual del estado del riego, con todos los severos corolarios

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desenvolvimiento- del contrato456, y que un sector de la doctrina, en forma descriptiva, exprese que la agravación debe irrumpir “… durante la vida del contrato”457.

Cosa enteramente distinta, como se anticipó, es que el asegurador, por acción u omisión del candidato a tomador, no hubiera podido valorar el estado del riesgo en su justa dimensión, caso en el cual sería aplicable el régimen de reticencia e inexactitud en la declaración (art. 1.058 del C. de Co.), de suyo diferente al de la agravación, como ya se puso de presente, por cuanto su voluntad podría resultar claramente viciada o empañada458. Es el hecho nuevo, al tiempo que posterior, en suma, el llamado a alterar el estado del riesgo primigeniamente valorado (‘quid novi’) y, por tanto, el responsable de inyectar desequilibrio u opacidad a la relación jurídica asegurativa (aumento de la probabilidad de la realización del

456. El primer apartado del artículo L. 113-4 del Código de Seguros francés, modificado en el año 1.989, indica que “En caso de agravación del riesgo durante el curso del contrato…”. El 26 de la moderna Ley belga, a su turno,. Expresa que “…el tomador del seguro tiene la obligación de declarar, durante el curso del contrato…”

“El tomador del seguro o el asegurado deberán durante el curso del contrato, comunicar al asegurador… todas las circunstancias que agraven el riesgo”, dice el artículo 11 de la ley de Contrato ley mexicana, pone de manifiesto que “El asegurado deberá comunicar a la empresa aseguradora las agravaciones esenciales que tenga el riesgo durante el curso del seguro…”. Lo mismo hace la ley suiza, ya citada y la ley del reino de Luxemburgo. 457. Cfr: Reime Schmidt, L’ Influenza del Comportamiento Dell Assicurato Sulla Garanzia Prevista in Contrato op.cit, p. 474, y Sergio Sotgia, Aggravamento del Rischio e Volontá Contrattuale, op. Cit. p. 115 458

?. El régimen de la declaración inexacta o reticente, es disímil al de la agravación del estado del riesgo. Ambos propenden, sí, por corregir una situación anómala que atenta, según el caso, contra la buena fe y contra el equilibrio contractual, pero circunscrito a momentos bien diferentes: la reticencia y la inexactitud, se predican de la fase de formación del contrato de seguros, al paso que la agravación cobija la fase ulterior: el desenvolvimiento de un negocio jurídico de tracto sucesivo. De allí que en ordenamientos como el colombiano, entre otros más, se afirme que el hecho agravante necesariamente debe ser de factura posterior a la primera fase en cuestión. El artículo 1.060 de nuestro Código de Comercio, al respecto, es concluyente en aseverar que la carga informativa alusiva a la agravación del estado del riego dice relación con “…hechos o circunstancias no previsibles que sobrevengan con posterioridad a la celebración del contrato…”, de lo que se desprende, ‘a contrario sensu’, que la susodicha carga no se refiere a hechos anteriores: tratativas, oferta y aceptación.

La doctrina también ha reconocido esta diferencia al afirmar que “… habitualmente se suele vincular a estos institutos de la reticencia y la agravación que relacionan el riesgo descripto en la oferta de contrato (luego descripto y delimitado en las condiciones particulares al concluirse el mismo), con el real y efectivo estado del riesgo. En un caso, esa relación es considerada al tiempo en el que se verifica el cumplimiento de la carga precontractual e comunicación informativa sobre las circunstancias determinantes del llamado estado del riesgo y el otro caso se da cuando, con posterioridad al emitirse la oferta antes que la misma sea aceptada o bien al quedar concluido el contrato, esa relación entre ese estado del riesgo comunicado con la propuesta o establecido como objeto del contrato deja de tener aquella relación real y efectiva que existía al emitirse la oferta. Esta señalada vinculación también ha sido considerada al plantificar la estructura y título de esta obra en la cual tratamos sendos institutos, pero con una diferencia conceptual, pues es nuestra intención analizar el tema a partir de una dimensión jurídica, con una constante referencia al importante y trascendente carácter aleatorio del contrato de seguro. Algunas de las diferencias que entendemos existen entre estos dos institutos son las siguientes: a) Como ya hemos señalado críticamente, la estructura del artículo 5º de la Ley de Seguros que es propia del sistema normativo penal gira a través de describir las conductas desviadas (toda declaración falsa o toda reticencia), en tanto que el art.37 de la Ley de Seguros lo hace a partir de la directa y exclusiva referencia al objeto contractual; b) el régimen de la reticencia hace una diferencia entre la conducta desviada dolosa de aquella no dolosa, disparidad que no se verifica en la regulación del régimen de la agravación del riesgo; c) la reticencia nulificante del contratante se verifica, en los términos del artículo 5º de la Ley de Seguros, aun cuando el oferente hubiera actuado de buena fe (situación que podría lato sensu asimilarse a hacerlo sin culpa), en tanto que de ocurrir un siniestro el asegurador no se libera de su prestación, si el tomador incurrió en la omisión comunicativa de la agravación o demoró en hacerlo sin culpa o negligencia; d) la carga de comunicación informativa del estado del riesgo al tiempo de emitir la oferta contractual recae sobre el tomador, asegurado y representante de éstos, en el caso de verificarse una modificación del objeto contractual por una agravación del riesgo, la carga de denunciar se impone solamente al tomador, por lo cual a los fines previstos en los arts.38 y 39 de la Ley de Seguros las agravaciones provocadas por el asegurado o representante de éste deberán ser consideradas como hecho ajeno al tomador. Tampoco en los seugros de personas cuando se verifican cambios de profesión o actividad del asegurado que agraven el riesgo se impone a éste la denuncia (…) g) las disposiciones referidas a la agravación del riesgo presuponen un contrato válido y vigente; en el régimen de la reticencia justamente se impugna la validez del contrato …” (Schiavo, Carlos. Contrato de seguro. Reticencia y agravación del riesgo. Op.Cit., pp.262-263).

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riesgo o de su intensidad), con todo lo que ello implica –en nuestro entorno- en el campo de la eficacia negocial, con total prescindencia de si el seguro, en sí mismo considerado, ha desplegado su eficacia plena, vale decir, si se ha iniciado su vigencia material –o técnica-, por oposición a su vigencia formal, que es la que importa para efectos de la agravación459. Lo contrario, de una parte sería inequitativo, por cuanto lo realmente determinante, como hemos acotado en múltiples ocasiones, es la floración de un desajuste prestacional (desequilibrio o trastorno contractual) y, por la otra, contrario a la letra y al espíritu del artículo 1.060, el que alude, sin calificativo alguno, a “…los hechos o circunstancias (…) que sobrevengan con posterioridad a la celebración del contrato”.

Obsérvese que empleamos la expresión estado del riesgo primigeniamente valorado – o ‘situación asegurativa’ original como lo hace un sector de la doctrina foránea-, con le confesado propósito de señalar, de cara a la figura sub-examine, que el riesgo, aun cuando modificado (acrecentado o gravado), en rigor, sigue siendo el mismo (perspectiva genética). No se trata, rectamente entendido, de un nuevo –o lozano- riesgo, sino del originario, es decir respecto del cual asegurando y asegurador, en su momento contrataron. De allí que cuando él se modifica o altera, sea menester conjurar el desequilibrio que se origina en sede de la relación negocial, como ya se acotó. La agravación, entonces, se predica de una categoría antecedente, el riesgo.

Nuevos hechos y nuevos riesgos son, pues, conceptos diferentes, dueños de sustantividad y tratamientos propios, así, prima facie, su disimilitud pareciera sutil460. En este sentido,

Los profesores López Saavedra y Facal, por su parte, explican que “… la agravación del riesgo presenta algunas similitudes y también algunas diferencias con la reticencia derivadas, en buena parte, de que ambos institutos contemplan una situación particular que se puede presentar: el riesgo asumido originariamente por el asegurador termina siendo distinto al riesgo real que afecta al interés asegurable durante la vigencia del contrato. En efecto, la reticencia o falsa declaración implican la obligación que tiene el asegurado de describir y declarar al asegurador correctamente el riesgo cuyo aseguramiento le propone y de incurrir en ellas, estaría incumpliendo una obligación precontractual previa a la celebrción del contrato de seguro el que, en definitiva se celebra porque el asegurado fue reticente o incurrió en falsedades al describir el riesgo que, de haber sido conocidas por el asegurador, hubiese impedido tal celebración o modificado sus condiciones. En cambio, la agravación del riesgo ocurre después de que el contrato de seguro fue celebrado por las partes e implica una alteración de las condiciones originales del estado del riesgo propuesto por el asegurado –sea por hechos propios o ajenos a él- que, de haber sido conocidas en su momento por el asegurador, hubiesen también impedido el contrato o modificado sus condiciones …” (Tratado de Derecho Comercial. Tomo de Seguros. Op.Cit., p.281).

Cfr. Latorre Chiner, Nuria. La agravación del riesgo en el derecho de seguros. Op.Cit. pp.60-61; Veiga Copo, Abel. Caracteres y elementos del contrato de seguro. Póliza y clausulado. Universidad Sergio Arboleda. Biblioteca Jurídica Diké. Bogotá. 2010. pp.606-610.

Sin embargo, hay que reconocer que naciones como Argentina y Paraguay en África y América y Austria y alemanda en Europa, excepcionalmente, conceden un tratamiento distinto al descrito, pues si bien es cierto el señalado es el régimen general, tampoco es menos cierto que existe una norma orientada a hacer extensiva esta regulación a las agravaciones que se presentan entre la oferta –o propuesta- y su aceptación, o sea durante la fase de formación del contrato, así incluso, las conozca el asegurador, ‘a posteriori’ (art. 44, Ley Argenta del año 1.967 y art. ….. del C.C. Paraguayo ibidem). 459. Por consiguiente, no porque la vigencia material descuente varios meses después la formal, por vía de ilustración, el asegurado debe dejar de estar atento a notificar cualquier alteración relevante, pues como lo enfatiza el connotado Profesor español Fernando Sanchez Calero, “… el deber del tomador o del asegurado comienza a contarse … a partir del momento de la ‘perfección del contrato’. Es a contar de ese momento, cuando se inicia la duración formal del contrato (no la real), cuando se comienza ese deber …”. Ley de Contrato de Seguro, Vol , op. Cit, p. 183, p…. de su reciente segunda edición Aranzandi, Madrid ….. Cfr: J. Efrén OSSA G., Teoría General del Seguro op.cit. p. 371.

460. Cfr: Antigono Donati , Trattato del Diritto Delle Assicurazione Private, Vol II, op. Cit, p.p. 400 y 401; Sergio Sotgia, Aggravamento del Rischio e Volontá contrattuale, op, cit. P 116; Horacio Roitman, Agravación del Riesgo en el Contrato Seguro, op. Cit, p. 16; Rubén Stiglitz, Derecho de Seguros, Vol. II op.cit. p. 72, y Felix Monette,

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nuestra legislación mercantil, al igual que la generalidad de la legislación comparada, alude a circunstancias o a hechos nuevos que permean el estado del riesgo primitivo, pero no a riesgo nuevos. Tanto es así que, en Colombia, la Ley establece una carga a tomadores y asegurados de “…mantener el estado del riesgo” y, en otras naciones, ella es impuesta en virtud del propio contrato. Empero, ni legal, ni convencionalmente, se exige para la materialización jurídica de la agravación que el riesgo es nove, en forma que irrumpa un riesgo totalmente nuevo, que seguramente, por su específica y genuina condición, no estaría amparado461.

El inciso primero del artículo 1.060, sobre este segundo requisito que analizamos sobre la letra b), es también perentorio al disponer que la carga informativa en cabeza de asegurados o tomadores cobija los “…hechos o circunstancias (…) que sobrevengan con posterioridad a la celebración del contrato”462.

C) QUE LA NUEVA SITUACION DE HECHO PERMEE EL RIESGO ORIGINARIAMENTE ASEGURADO

En adición a las precitadas notas cualificadotas del hecho o de la circunstancia agravante, se requiere la convergencia de otro requisito más, bastante obvio: que la situación fáctica

Albert De Ville Y Robert Andre , Traite des Assurances Terrestres, T. I, op. Cit. P. 161.

461. En Francia, sin embargo, en la actualidad existe una polémica en torno a este tópico, puesto que la Ley de Seguros del año 1.989, modificatoria del régimen de la agravación del riesgo entronizado por la Ley del año 1.930 (art. L. 113, code des Assurances), entre otros aspectos más, estableció que el asegurado debía declarar no sólo las circunstancias nuevas –que es lo que inverteradamente se exige a nivel legislativo en el concierto internacional-, sino también la aparición de riesgo nuevos, conforme las voces del artículo L. 113-2-3, a cuyo tenor el asegurado debe “…declarar, en el curso del contrato, las circunstancias nuevas que tengan como consecuencia la agravación de los riesgos, o la creación de nuevos riesgos…”. Por ello es por lo que la doctrina gala, al amparo de esta reciente norma jurídica, enseña que “…el asegurado debe declarar durante el curso del contrato las circunstancias nuevas que creen nuevos riesgos”, según lo corrobora el Profesor Hubert GROUTEL. Le contrat D’Assicurance, Dalloz, París, 1.995, p. 90, autor que, con razón entiende que, “Sobre un plano general, hay incompatibilidad entre los dos regímenes”.

Para los doctrinantes también franceses André FAVRE ROCHEX y Guy COURTIEU, en desarrollo de la reforma experimentada en el año 1.989, puede distinguirse entre riego agravado y riesgo nuevo, así ella parezca sutil. Es así como acotan que el riesgo agravado “…sufre una evolución que acrecenta la probabilidad de su realización o de su intensidad, sin modificar su estructura, mientras que un riesgo nuevo es el resultado de una transformación de dicha estructura”. Le Droit du Contrat D’Assurance terrestre, op.cit, p. 134.462

? Por su significación, es aconsejable recordar que, excepcionalmente, más por razones de equidad que estrictamente científicas, determinados ordenamientos hacen extensivo el régimen de la agravación contractual, que supone la presencia de una relación jurídica, como se señaló a una fase anterior, concretamente al período comprendido entre la oferta y su aceptación (período precontractual), este es, efectivamente, un tratamiento especial que realizan algunos legisladores del sur del continente, sin el cual, es obvio surgirirían multiplicidad de dudas y sobre todo de serias reticencias orientadas a extender su régimen a fases precedentes a la de la celebración o perfeccionamiento del contrato y como ya se precisó, sin perjuicio de haber manifestado que nuestro derecho ello no ….. Cfr: Reimer SCHMIDT, L’Influenza del Comportamento Dell’Assicurato Sulla Garanzia Prevista in Contratto, op. Cit, p. p. 476 y 477.

En el caso particular de las legislaciones alemana (art. 29), austriaca (art. 29ª), argentina ( art. 44) y paraguaya.

El artículo 44 de la ley argentina de 1.967, para citar un solo supuesto legislativo, es perentorio al estatuir: Agravaciones entre la propuesta y la aceptación. Las disposiciones de esta sección son también aplicables a la agravación producida entre la presentación y aceptación de la propuesta de seguro que no fuere conocida por el asegurador al tiempo de su aceptación”.

En Colombia, al igual que la generalidad de legislaciones, no existe una norma del citado –e interesante- tenor. Muy por el contrario, la institución de la agravación, a diferencia de lo acontecido con la declaración del estado del riesgo, se regula a partir de la “…celebración del contrato”, y no antes.

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creada, el nuevo estado de cosas, permee -o influya en- el riesgo asegurado originariamente descrito y, en tal virtud, valorado y luego ‘asumido por el asegurador (riesgo demarcado y calificado contractualmente).

Expresado de manera diferente, se exige que los nuevos hechos imprevistos surgidos con posterioridad a la celebración del contrato de seguro, sean de tal entidad –o envergadura- que aumenten la posibilidad de su realización fáctica, no en forma retórica, sino efectiva y, de suyo, real, al punto que el alea que gravita alrededor de la relación asegurativa, en efecto, se vea alterada, en alguna proporción de importancia, puesto que de lo contrario, no estaríamos frente a hechos realmente agravantes, sino ante circunstancias irrelevantes, adjetivas o anodinas, propias de la evolución y del desarrollo natural del riesgo, lo que haría innecesaria toda notificación, ora anterior (agravación voluntaria o subjetiva), ora posterior (agravación involuntaria u objetiva).

Si fuera necesario notificar cualquier tipo de agravación, por trivial e insustancial que fuere, sin duda, se haría insoportable la relación contractual. Sería tan desequilibrada para el gestor del riego: tomador o asegurado, según el caso, que se tornaría en un lastre, por lo menos desde un punto de vista funcional. He ahí subrayada la relevancia de la dosificación en esta materia.

Por su significación, es de señalar que el legislador colombiano no exige que la alteración en cita, debe ser duradera o, a lo sumo, tener una específica permanencia en el tiempo, como sí sucede en ciertas naciones463. Basta, solamente, que permee – o influya en- el estado del riesgo primigeniamente asumido, para que, en asocio de los demás requerimientos analizados, irrumpan las consecuencias jurídicas pertinentes, ligadas con la ausencia de su notificación. Por ello es por lo que no interesa si la agravación es transitoria, siempre y cuando, eso sí, que sea definitoria, de suerte que se genere una situación de hecho susceptible de generar un desequilibrio –o desarreglo- contractual464.

463. Por ejemplo en Bélgica, y en Luxemburgo, en donde los artículos 26 y 34 de sus modernas leyes relativas al contrato de seguro, respectivamente, exigen que la agravación deba ser 2…sensible y durable”. 464. En opinión del recordado Profesor OSSA G., que la agravación “… sea transitoria, ocasional o permanente, la omisión del informe está llamada a producir los mismo efectos”. Teoría General del Seguro, op. Cit, Vol II, p. 372.

De igual forma, agudamente lo pone de relieve el Prof. DONATI, el hecho, “como tal que sea imprevisto o imprevisible y relevante sobre el riesgo y haya, por lo tanto, rotura del equilibrio, aunque sea aleatorio entre las obligaciones de las partes, es indiferente que sea duradero o puramente transitorio…”. Los Seguros Privados, Bosch, Barcelona, 1.960, p. 285. También en su trattato del Diritto Delle Assicurazioni Private, op. Cit. Vol II, p. 404, en donde registra idéntico parecer, sin perjuicio de reconocer –a reglón seguido- que la transitoriedad del hecho puede finalmente 2… incidir sobre la relevancia de la agravación, en el sentido de que mientras más transitorio se él, más se acercará a la irrelevancia”.

En sentido similar, el también italiano Alfonso VIGORITA, subraya que en el seguro “…lo que interesa es que el hecho específico provoque objetivamente, con prescindencia de su consolidación o de la repetición en el tiempo, un aumento de la probabilidad del siniestro…”. Alcune Precisazione sul Conceptto di Aggravamento de rischio, op.cit. p. 124.

En el Derecho Francés, como lo evidencian los profesor PICARD y BESSON, la notificación de la agravación debe ser efectuada por el asegurado “… cualquiera sea la duración de la agravación. Una agravación momentánea debe ser comunicada al asegurador, al igual que una permanente”. Les Assurances Terrestres, T. I, op. Cit. P. 138. Cfr: Jaques DESCHAMP, Quelles Agravations de Risques L’assuré Doit-il Declarer?, en Revue Générale de Assurances terrestres, París, 1.932, p. 727 y R. STIGLITZ , Derecho de seguros, op.cit, p. 76.

En contra: Isaac HALPERIN, autor que indica que la agravación “Debe ser duradera o considerar que lo será”. Seguros, op. Cit, Vol. I, p. 434. También R. SCHMIDT, L’influenza del Comportamento Dell’Assicurato Sulla Garanzia Prevista in Contratto, op. Cit. P. 476, y Bernard VIRET, L’ Aggravation et la Diminution du Risque Dans le Contrat D’Assurance en Droit Suisse et Francais, en Mélanges Guy Flattet, Unverisité de Lausanne, Lausanne, 1.985, p. 402.

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Tan cierto será lo anterior que, en Colombia, la carga informativa que incumbe a tomadores y asegurados, atañe a todos los hechos o circunstancias relevantes (inciso primero, art. 1.060) que, con carácter agravante, impliquen “…modificación del riesgo”, según lo impera el segundo inciso del mismo precepto. De ahí que se pueda afirmar que la notificación deberá hacerse con prescindencia de la duración o de la permanencia del hecho agravante, a fortiori cuando nuestra Ley no distingue entre las agravaciones transitorias –o pasajeras- y las duraderas. Tema diferente, aun cuando emparentado, como veremos, es el de su ulterior desaparición, porque, en este caso, se origina un restablecimiento fáctico de las condiciones alusivas al contrato que, en sana lógica, reclama la preservación de los efectos del seguro.

No obstante lo expresado anteriormente, nos parece aconsejable realizar una distinción –para nada sutil- entre la agravación transitoria, como tal relevante, y la simplemente efímera -relámpago – o fugaz, en la medida en que ésta última, por sus connotaciones temporales (de reducida o muy exigua duración), no obliga la responsabilidad de tomadores y asegurados, por manera que no están forzados a ejecutar la referida cerca de información. Al fin y al cabo, por efímera, dicha modificación no está llamada a incidir o a permear el riesgo asegurado que, en esencia, permanecerá inalterado465. Si no fuera así, la situación para el asegurado, a la postre, se tomaría irritante e inmanejable, conforme se anotará en el punto siguiente, pues debería entonces notificar un sin fin –o avalancha- de circunstancias466.

D) QUE EL HECHO, INTRINSECAMENTE CONCEBIDO, SEA RELEVANTE

Como complemento a lo reseñado en los apartes que anteceden, se tiene establecido que el nuevo hecho o la nueva circunstancia, irreductiblemente, deben ser relevantes, o como también se señala por parte de algunos doctrinantes y legisladores internacionales: esenciales467, denominaciones que, al margen de su real pertenencia, revelan la intención inequívoca de calificar la tipología del acontecimiento, a la par que de excluir del deber de información –en forma indirecta-, a los hechos adjetivos, intrascendentes o ayunos de significación468. Hay incluso autores que denominan de ‘arbitrarias’ a las modificaciones que, ex novo, generan una alteración del riesgo originario469.

465. Cfr: Juan Carlos F. MORANDI, El Riesgo en el Contrato de Seguro, op. Cit, p. 98, y AS. VIGORITA, Alcune Precisazaioni sul Conceptto di Aggravamento del Rischio, op, cit, p. 121. 466. Piénsese, ‘ad exemplum’, en que se estacione frente a una residencia asegurada un camión que se transporta gas propano, a fin de sustituir un cilindro vacío del inmueble vecino por uno llano de gas. Exigir en este o en otros casos similares la notificación (seguro de incendio y explosión), sería inconsulto, además que totalmente estéril, habida cuenta de que cuando el asegurador se enteré de éste hecho, por más diligente y expedita que ella sea, habrá desaparecido esta nueva situación fáctica (regularización del estado de riesgo). 467 En efecto, Carlos Schiavo explica sobre este particular que “… como señala Zavala Rodríguez la modificación del riesgo debe ser esencial para que se considere que hay una agravación. Asimismo, la Ley de Seguros determina quién verifica esa magnitud de esencialidad y dice que deberán hacerlo los peritos, que han de determinar si el asegurador no hubiera celebrado el contrato o lo hubiera hecho modificando sus condiciones para el caso en que, al tiempo de aceptar la oferta, se verificasen las actuales características del riesgo. Según nosotros, debería ser el Juez, apreciando y evaluando, en un proceso de conocimiento (en el cual las partes hayan podido hacer uso de todos los medios de prueba), conforme a las pruebas colectadas que les sirvan para conocer los usos, prácticas comerciales y principios técnicos generalmente observados y aceptados en casos de igual naturaleza …” (Contrato de seguro. Reticencia y agravación del riesgo. Op.Cit., p.273).

468. Legislaciones como la alemana y la austriaca, por vía de ilustración, utilizan la expresión ‘relevante’ (arts. 18 y 33, respectivamente). La suiza y la mexicana, en su orden, emplean el vocablo ‘esencial’ (arts. 28 y 52). 469. Ernst BRUCK, Lineamienti Generali Della Legislazione Germanica Sulle Assicurazioni Private, op. Cit, p.p. 45 y 55.

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Dicho requerimiento hunde sus raíces en el reconocimiento expreso que hace el legislador en punto tocante con que la agravación del estado del riesgo asegurado no debe ser inocua, es decir desprovista de una entidad tal que su materialización, a todas luces, perturbe el aducido estado en forma tal que modifique su alcance y su estructura originarias. Es así como las variaciones o las modificaciones huérfanas del impacto en el equilibrio prestacional, carecen de virtualidad, por considerarse connaturales a la dinámica del riesgo, como ya se anticipó470.

Ello explica que la Ley proclame, así sea de manera indirecta, que sólo determinadas circunstancias deban ser puestas en conocimiento del asegurador (declaración del conocimiento), con el propósito de que soberanamente este empresario pueda tomar una decisión en torno a la continuidad de la relación contractual y a sus específicas condiciones (adecuación económica), según sea el caso.

Clara pues la ratio legis tatuada en el precepto contenido en el artículo 1.060 de nuestro Código de Comercio, es menester precisar que el arquetipo axiológico empleado por el legislador patrio para determinar si un hecho reviste la calidad de agravante –de la mano de otros legisladores internacionales-, estriba en establecer si el asegurador, de haber conocido clara y oportunamente el nuevo estado del riesgo, no hubiera celebrado el contrato de seguro (inhibición o inacción negocial) o, de haberlo hecho, en su defecto, su valoración cuantitativa hubiera implicado el cobro de una prima superior, (‘plus’), como tal suficiente, con arreglo a la técnica aseguradora (mutación en la ‘economía del seguro’ y adecuación negocial)471 y 472.

470. Por su trascendencia, apoyados en una acertada observación efectuada por el Prof. Mexicano Luis RUIZ RUEDA, conviene 2… distinguir entre cambio de las circunstancias que pueden influir en la realización del siniestro y simplemente cambio de influir en la realización del siniestro y simplemente cambio de la opinión que el asegurador se forme acerca de la influencia que esas circunstancias puedan tener en la realización, aun cuan el cambio de opinión se deba o mejor conocimiento acerca de esas circunstancias … El cambio de opinión no es un cambio de las circunstancias que continúan siendo idénticas: sólo hay modificación en la apreciación o en el conocimiento de ellas, pero no hay agravación del riesgo”. Contrato de Seguro, Porrúa, México, 1.978, p. 124. 471 Sobre la conducta hipotética del asegurador como parámetro para determinar la relevancia de la agravación, Nuria Latorre sostiene que “… si bien es cierto que la agravación per se implica cierta relevancia, pues ha variado la probabilidad y/o la intensidad del siniestro, no lo es menos que no todas las agravaciones son dignas de consideración. Para que una agravación del riesgo constituya el supuesto de aplicación de la norma ha de ser relevante. Tal requisito sólo aparece expresamente contemplado en la Ley belga de 1992, que obliga al tomador a declarar aquellas circunstancias susceptibles de producir una agravación sensible y duradera del riesgo de que se verifique el evento asegurado. El resto de ordenamientos aluden de forma implícita al mencionado requisito y, en orden a determinar cuándo una agravación es o no relevante, recurren al particular instrumento de medición que consiste en presumir a actuación de un asegurador conocedor de la circunstancia agravatoria. De esta forma, el incremento del riesgo merece el calificativo de relevante sólo si, de haber conocido el asegurador la nueva circunstancia agravatoria –o el nuevo estado del riesgo-, hubiera condicionado su actuación en el sentido de no celebrar el contrato o de hacerlo en otras condiciones. El asegurado va a ser el sujeto encargado de aplicar el método que consiste en trasladar mentalmente al momento inicial de la conclusión del contrato el nuevo estado del riesgo y conjeturar sobre cuál hubiera sido la actitud del asegurador de haber conocido o de haber existido la nueva circunstancia. Tal deducción, proyectada a un momento pretérito, opera como un juicio de probabilidad retrospectivo y ‘tiene por objeto, en abstracto, la probabilidad sobre las consecuencias que se hubieran verificado en el pasado si hubiesen acaecido ciertos hechos que no han acaecido y viceversa …” (La agravación del riesgo en el derecho de seguros. Editorial Comares. Granada. 2000. pp.75-76).

Este tema relativo a la conducta hipotética del asegurador, es también mencionado por Andrés Ordóñez, para quien “… la agravación del riesgo supone un incremento en la probabilidad de su realización, y debe analizarse con los mismos parámetros o criterios consignados en el artículo 1058 C.Co., esto es, con el criterio de que, ante la presencia de las nuevas circunstancias, el asegurador, o no hubiera contratado el seguro, o lo hubiera hecho en condiciones más onerosas …” (Obligaciones y cargas de las partes en el contrato de seguro y la inoperancia del contrato de seguro. Op.Cit., p.67).

472. En la doctrina comparada, con frecuencia, se alude a dos tipos de agravación: ‘causa dans’, cuando el contrato no se hubiera celebrado e ‘incidens’, cuando el seguro se hubiera ajustado monetariamente; modificación en el ‘quantum’ de la prima.

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Sobre este último particular, el inciso primero del artículo 1.060 del estatuto comercial, es preciso al disponer que la notificación a cargo de tomadores y asegurados deberá hacerse respecto de los “…hechos o circunstancias (…) que , conforme al criterio consignado el inciso 1º del artículo 1.058, significa agravación del riesgo o variación en su identidad local”. Y sabido es que el criterio preceptivo en comento, por expresa referencia del citado artículo 1.058, cobija las dos posibilidades ya reseñadas: la no celebración del seguro, o su celebración en condiciones más onerosas. Este primer inciso del artículo 1.058, contentivo del régimen de declaración del estado del riesgo, en lo pertinente, estatuye que “La reticencia o la inexactitud sobre hechos o circunstancias que, conocidos por el asegurador, lo hubieran retraído de celebrar el contrato, o inducido a estipular condiciones más onerosas, producen la nulidad del contrato”.

En síntesis, no todos los hechos o circunstancias que modifican el estado del riesgo, como hemos acotado antes, tiene la virtualidad de rasgar –o de alterar- el equilibrio del contrato de seguro –o la base sobre la cual descansa, ‘lato sensu’- y, por ende activar la ejecución de la carga informativa enderezada a su exteriorización. Sólo la tendrán aquellas que se comulguen con los criterios arquetípicos consignados en el artículo 1.058 del C. de Co., ya examinados (parámetros de referencia).

Ejemplos –clásicos- de hechos llamados a alterar la base del negocio jurídico asegurativo o, si se desea, la ‘voluntad’ del asegurador tomada en cuenta para la celebración del contrato, ciertamente pululan. Algunos, empero, son los siguientes: la dejación o abandono consciente de la cosa asegurada en un lugar despoblado, sin vigilancia de ninguna especie (riesgo de hurto o sustracción); la construcción y puesta en funcionamiento de una estación de servicio de combustible (gasolina, gas natural, etc.) o de una fábrica de pólvora al lado de un inmueble residencial previamente asegurado (riesgo de incendio); el cambio de destinación de un automóvil, cuando expresamente se indicó otra en la declaración de asegurabilidad (de servicio particular, a servicio público, concretamente a un taxi); el cambio abrupto de ubicación de la cosa asegurada a un lugar bien disímil, en el entendido de que en la documentación determinada, supuesto éste que nuestro legislador consagra, expresamente, como variación de su identidad local – la del riesgo- (art. 1.060, inciso primero), etc.

Punto ciertamente polémico, lo mencionamos luego de haber expuesto los aspectos más sobresalientes de este cuarto presupuesto del hecho agravante, es el relativo a la calificación anticipada de la calidad de relevante por parte del asegurador y del tomador, realizada en la póliza de seguro. Y decimos que polémica, por cuanto la doctrina, con matices, está dividida. Unos, en efecto, estiman que dicha calificación no puede sustituir el criterio ex lege que, por

No obstante lo anterior, si bien la Ley colombiana, al igual que la legislación y doctrina comparadas, en general, aluden a los señalados extremos, hay que reconocer que una tercera opción podría haberse agregado, consistente en la celebración del seguro, sí, pero con arreglo a determinadas restricciones, de suerte que el patrón axiológico se ampliaría, a fin de cobijar esta nueva alternativa, de suyo muy acorde con lo que el asegurador podría haber hecho si –figuradamente- hubiera conocido, en su momento la nueva situación.

Cuanta razón, entonces, le asiste al Profesor suizo Bernard VIRET cuando afirma en su ilustrativo estudio –relativo a este tema- que una agravación se considera esencial cuando los nuevos hechos “…generan una modificación de tal magnitud que si el asegurador los hubiera conocido en su oportunidad, hubiera renunciado a celebrar el contrato o lo hubiera concluido en otras condiciones más restrictivas o más onerosas”. L´Agravation et la diminution du Risque Dans le Contrat D’Assurac en Droits Suisse et Francais, op. Cit, p. 403.

Condiciones más onerosas y condiciones más restrictivas, importa anotarlo, son supuestos diferentes, puesto que la restricción en: cita, en rigor, apunta hacía el alcance y extensión de la cobertura, al paso que la onerosidad, en puridad, se refiere al aspecto cuantitativo de la prestación a cargo del tomador: la prima de seguro. De ahí que sería aconsejable, ‘de jur condendo’, ensanchar el precepto vertido en el artículo 1.060 de C. de Co., remisorio, ene ste punto, al contenido del artículo 1.058 del C. de Co., primer inciso. Lo propio, relación con otros ordenamientos jurídicos.

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lo demás, es imperativo (473). Y otros, por el contrario, entienden que las partes pueden dotar de eficacia y, por contera, de relevancia a hechos que “…objetivamente se puedan considerar como irrelevantes”474.

Por nuestra parte, no podemos compartir la segunda postura, inscrita, además, en un ordenamiento dueño de un régimen singular y divergente en esta materia –frente al nuestro-, según como se examinará más adelante: el italiano. Entre tanto, digamos que en Colombia, al igual que en naciones como Argentina, Suiza y Alemania, existe una norma jurídica que señala, con carácter general, cuáles disposiciones no son susceptibles de modificarse por la convención y, cuáles, en cambio, pueden ser alteradas, pero en sentido favorable a los intereses del tomador, asegurado o beneficiario.

En Colombia, dicha norma está engastada en el artículo 1.162 de Código de Comercio, el que expresamente preceptúa, tratándose del inciso primero del artículo 1.058 del C. de Co., aplicable por remisión inequívoca a la figura contemplada en el artículo 1.060 del mismo cuerpo legal –regulatorio del régimen de la agravación del estado del riego-, que él no puede modificarse, en ningún sentido: “fuera de las normas que, por su naturaleza o por su texto, son inmodificables por la convención es este título, tendrán igual carácter las de los artículos 1.058 (incisos 1º, 2º y 4º) …”.

Así las cosas, si no puede alterarse el contenido del primer inciso del artículo 1.058 –relativo al régimen de la declaración del estado del riego-, como tal predicable de la agravación objetiva para efectos de establecer la importancia o la relevancia de la modificación experimentada, no vemos cómo se pueda prohijar, por lo menos válidamente, otro esquema valorativo, por más que las partes, formalmente, estén de acuerdo con ello. No en vano, de antemano, el legislador comercial fijó el consabido arquetipo axiológico, que no deber ser inobservado, so pena de la que la virtual agravación, en sí misma considerada, no devenga relevante y, por tanto, vinculante en derecho. Por consiguiente, si la -hipotética- agravación de estirpe volitivo no se ajusta rigurosamente al criterio valorativo empleado por el art. 1.058 del C. de Co., por más que las partes lo hayan así estipulado, consideramos que no pueden tildarse esos hechos o circunstancias agravantes como determinantes o relevantes, motivo por el cual, por tratarse de una ‘questio facti’ sujeta a la observancia de ciertas reglas de origen legal, bien pueden ser desatendidas por un juez, magistrado, árbitro y, en fin, por cualquier intérprete del contenido contractual del seguro, en concreto, de la estipulación que les imprime la señalada –y cuestionada- calidad475.

473. Juan Carlos F. MORANDI, El Riesgo en el Contrato de Seguro, op.cit, p. 92, quien anota que “No resulta suficiente que los hechos que constituyen agravación se enumeren en la póliza, a los fines de su calificación según la ley…esa enunciación no basta para calificar una determinada circunstancia como agravante”

A similar conclusión arribó el Profesor OSSA G., luego de señalar, con gran acierto, el carácter imperativo que inviste el artículo 1.060 del Código de Comercio, razón por la cual concluyó que, “No puede, pues, el contrato modificar el criterio legal determinante de la agravación del riego que da origen a la carga de información…”. Teoría General del Segruo , op. Cit, Vol. I p. 379.

474. Cfr: V. SALANDRA, Le Modificazioni del Rischio Nel Sistema del Codice Civile; A. DONATI, Trattato del Diritto Delle Assicurazioni Private, op. Cit, Vol II, p. 403 e I. HALPERIN; Seguros, op. Cit, Vol I, p. 433 .

475. Como lo puso de manifiesto en su momento el maestro César VIVANTE, “El magistrado juzga soberanamente si la nueva circunstancia ha introducido o no un cambio esencial del riesgo”. Del Contrato de Seguro, Ediar, Buenos Aires, Vol. I, 1.952, p. 295. Cfr: Sergio SOTGIA, Aggravamento del Rischio e Volontá Contrattuale, op. Cit, p. 116, autor que afirma que “…la evaluación acerca de la gravedad del hecho interviniente será obra y deber del juez…”.

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Otro aspecto que cumple someramente analizar, íntimamente ligado con este tema del alcance de la autonomía privada en materia de calificación del hecho agravante, es el relativo al carácter del señalamiento que se efectúa en la póliza de seguro, bien en las condiciones generales, bien en las particulares, según el caso. Así, para algunos, los menos, el enlistamiento volitivo es taxativo, motivo por el cual no puede acudirse a hechos no contemplados por los convencionalistas. Para otros –y nosotros nos enrolamos en esta segunda postura- el señalamiento volitivo, además de que debe observar el criterio fijado para mesurar su relevancia (art. 1.058 del C. de Co, primer inciso), es simplemente enunciativo –o indicativo-, en forma tal que otros supuestos no contemplados, si cumplen con el referido parámetro axiológico, serán de recibo y, por tanto, se tendrán como típicos hechos agravantes476.

De igual forma es útil advertir, en materia de la relevancia, que el hecho agravante debe tener respecto al asegurador, que dicha condición, como se sabe inexorable para la producción de los afectos asignados a esta figura, puede configurarse con arreglo a circunstancias no solamente objetivas, sino también subjetivas. Por ello, si median hechos de estirpe subjetiva que alteran el riesgo primigeniamente asumido por el asegurador, es viable entender que éste profesional, oportunamente, debe conocer la materialización de tales hechos, so pena de las consecuencias que emergen de la transgresión de la carga informativa en cuestión, siempre y cuando, claro está, que resulte de recibo la aplicación del criterio axiológico tomado en consideración para mesurar la esencialidad o relevancia de la agravación; que el asegurador, de haberlos conocido en su momento, o no hubiera contratado, o lo hubiera hecho en condiciones enteramente diferentes, desde una perspectiva económica o financiera477.

La Ley, ciertamente, no distingue que tipo de hechos deben ser puestos en conocimiento del asegurador, razón por la cual puede entenderse que son objetivos y también los subjetivos, de acuerdo con el viejo aforismo según el cual ‘Ubi Lex non distinguit, nec nostrum est distinguere’, a condición, eso sí, que sean relevantes y, por ende, aumenten la probabilidad –de su realización- y la intensidad del riesgo, aspecto éste que invariablemente se juzgará con sujeción al aludido arquetipo axiológico, igualmente predicable de la declaración precontractual del estado del riego, como sabemos íntimamente ligada a la declaración ‘ex post’ que nos ocupa en este estudio. De otra manera, se estaría abriendo una peligrosa brecha que contribuiría a resquebrajar el equilibrio negocial (desquiciamiento prestacional), como quiera que el riesgo, ‘per se’ volátil –para decirlo gráficamente-, esta expuesto a diversas y variadas alteraciones de naturaleza objetiva, primordialmente, pero también subjetivas respecto de quien lo evaluó o valoró originariamente478. No se olvide, como lo expuso con brillo el Prof. OSSA G., que “Lo que palpita en la ley es el ánimo de ofrecer al consentimiento del asegurador, durante la vida del

476. Cfr_ Jacques DESCHAMPS, Quelles Agravations de Risques L’Assuré Doit-il Déclarer?, op. Cit. P. 720, y F. MONETTE; A. DE VILLE y R. ANDRE, Traite des Assurances Terrestres, T. I., op.cit, p. 165.

477. Cfr: A. VIGORITA, Alcune Prescisazioni sul concetto di Aggravamento del Rischio, op. Cit, p. 121; Sergio SOTGIA, Aggravamento del Rischio e Volonta Contrattuale, op. Cit, p. 114; Yvonne LAMBERT FAIVRE, Droit des Assurances, op. Cit, p. 187; Fernando SANCHEZ CALERO , Ley de Contrato de Seguro , op. Cit. P 185; Isaac HALPERIN, Seguros Vol. I, op. Cit,p. 437, y R. STIGLITZ, Dercho de Seguros, op. Cit, p.p. 70 y 81, quien señala que “Las Circunstancias subjetivas son las relativas al sujeto asegurado, como por ejemplo la existencia de un contrato sobre el mismo riesgo; de siniestros verificados con anterioridad; de contratos de seguros que le hayan sido rescindidos; de condenas penales con motivo de accidentes anteriores; inhabilitación para conducir automotores, etc”. 478. El riesgo, como lo puntualiza el Profesor de la Universidad de Pisa, Giusseppe FERRI, “…se determina en función subjetiva y objetiva”. Sostituzione Della Cosa Assicurata e aggravamento del Rischio, en revista Assicurazioni, Roma, II, 1.945-1.946, p. 32.

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contrato, la misma protección que en el momento de celebrarlo”479, luego sería equivocado desconocer el potencial de los hechos subjetivos, máxime cuando el asentimiento de la entidad aseguradora se fundamentó en un determinado estado del riesgo, en el que este tipo de circunstancias, nos referimos a las subjetivas, pudo tener un singular influjo. Tanto que el empresario en referencia, de buena fe, en su momento expresó su conformidad y, por tanto, contrató con el tomador del seguro.

Ya para concluir este punto, resulta de interés abordar dos tópicos relacionados con el tema de la relevancia del hecho agravante:

El primero, relativo a la individualidad de los hechos o circunstancias, toda vez que el proceso axiológico pertinente debe realizarse caso por caso, siguiendo, para el efecto, el criterio ex lege precedentemente analizado (art. 1.058, inciso primero). Ello significa, lisa y llanamente, que no es procedente desatender la situación particular o individual predicable de cada relación contractual, so capa de dotar el referido examen de consideraciones abstractas, impersonales y generales480. Otra cosa es que, por la entidad de precisas y recurrentes situaciones, pueda entenderse, en general, que están llamadas jugar un revelador papel en el estado del riesgo, consideración que, de todas maneras, no exime el referido análisis, ni tampoco la aludida confrontación fáctica de carácter puntual, de suyo imprescindible.

Y el segundo, atinente al radio de acción del criterio ex lege de tipo valorativo incorporado en el primer inciso del artículo 1.058 del C. de Co,. En la medida en que igualmente servirá para establecer si la variación de la identidad local del riesgo, es o no relevante, en orden a determinar, de una parte, si se ha alterado el estado del riesgo y, de la otra, para proceder a notificar esta nueva situación al asegurador, según lo prescriben los incisos primero y segundo del artículo 1.060 del mismo código.

E) QUE EL HECHO SEA CONOCIDO POR EL ASEGURADO O POR EL TOMADOR.

Que sea conocido –y no simplemente cognoscible- por el asegurado o por el tomador, según el caso, es el último de los presupuestos del hecho agravante, por cuanto es menester que la agravación se proyecte, conozca o se identifique (certidumbre prospectiva o ‘in actus’), a fin de que pueda ser debida y oportunamente notificada al asegurador; antes o después, según se trate de agravaciones subjetivas o objetivas, esto es, que dependan o no del árbitro de tomadores y asegurados, respectivamente.

De otra manera, en línea de principio, cómo exigirle un determinado comportamiento al asegurado, cuando no se ha enterado de la mutación del estado del riesgo, salvo que, por su negligencia o descuido, no se haya producido el prenotado conocimiento. No en balde, se tiene establecido en la doctrina que la declaración –‘ex post’- que debe realizar el asegurado cuando se altera el estado del riesgo originario, es una arquetípica ‘declaración de conocimiento’ – y no de voluntad-, al que igual que la que realiza el asegurado en la etapa precontractual al asegurador (art. 1.058 del C. de Co.)481. Igual sucede en punto a la declaración ‘ex ante’ (agravación subjetiva o voluntaria). Se trata, en general, de una carga heterónoma de información. Es heterónoma, en la medida en que no proviene de la convención, sino de la propia Ley y, además, es de información, porque supone, en punto

479. Teoría General del Seguro, Vol. II, op. Cit. P. 371. 480. Cfr: A. VIGORITA; Alcune Precisazione sul Concetto di Aggravamento del Rischio, op. Cit. P. 122. 481

?. Cfr: M. PICARD Y A.BESSON. Les Assurances terrestres, op. Cit, p. 136, quienes con gran sentido común, puntualizan que “…evidentemente no se puede obligar al asegurado, so pena de la imposición de una sanción, a declarar hechos que él ignora”; Isaac HALPERIN, Seguros, op, cit, p. 439, autor que agrega que la mera “…posibilidad de conocer es insuficiente”, e Yvonne LAMBERT FAIVRE, Droit des Assurances, op, cit,p. 199.

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tocante con su contenido, que la conducta que debe ejecutar el sujeto pasivo es la de notificar o avisar el acaecimiento del estado del riesgo. Esta es, por lo demás, la opinión expresada por don Luís Díez-Picazo, quien señala que "En la actualidad, las cargas de información del tomador de un seguro se encuentran establecidas en la Ley de Contrato de Seguro y son las siguientes: (…) la información del agravamiento del riesgo (art 11 LCS)"482.

En la legislación colombiana, como muestra de la seguridad del tratamiento conferido a la modificación del estado del riesgo, en concreto a su agravación, tiene cabida un conocimiento presuntivo, como se ha resaltado sumariamente en otros apartes. Es así como tratándose de las agravaciones involuntarias –u objetivas-, la parte final del segundo inciso de art. 1.060 del C. de Co,. Impera que en este caso la notificación se hará “…dentro de los diez días siguientes a aquel en que tengan conocimiento de ella, conocimiento que se presume transcurridos treinta días desde el momento de la modificación”.

Así las cosas, no es que se esté omitiendo el presupuesto del conocimiento, por cuanto éste sigue requiriéndose. Lo que acontece es que el legislador patrio, a diferencia de lo realizado en esta materia por la generalidad de la legislación comparada, lo presume, una vez transcurridos 30 días –hábiles- contados a partir de la modificación, de suerte que en Colombia coexisten dos tipos de conocimiento; uno real, y otro presuntivo, con miras a despejar cualquier discusión acerca de si el asegurado, en efecto, conoció o no la agravación, así como de fijar el punto de partida de su notificación (carga informativa)483.

Tratándose de las llamadas agravaciones voluntarias –o subjetivas-, el aludido conocimiento presuntivo no es de recibo, por cuanto invariablemente se requiere su conocimiento real –o efectivo, como también se le apellida-, en consideración a que ella, por definición, depende del arbitrio del asegurado o del tomador, lo que explica que la notificación deba hacerse ex ante a la agravación. Así lo prescribe, expresamente, la primera parte del inciso que

482 Díez-Picazo, Luís. Fundamentos de Derecho Civil patrimonial. Op.Cit., p.111. 483 La modalidad de conocimiento presuntivo tiene también otras manifestaciones en el Derecho patrio y comparado, particularmente en las situaciones en las que la presunción surge con ocasión de que el asegurado, a pesar de no conocer el hecho constitutivo de la agravación, si ha debido conocerlo, es decir, tiene un deber-conocer que le asiste en el plano de la diligencia y que, consecuencialmente, habilita para estructurar, a partir de su existencia, la mencionada presunción de conocimiento. Al respecto, Nuria Latorre explica que “… la primera versión del Anteproyecto de la Ley de Seguro, de 6 de diciembre de 1969, establecía (art.13 i.f.): ‘El deber de comunicación comprende tanto las circunstancias que el tomador del seguro o el asegurado conociera como las que razonablemente debiera conocer’. El hecho de que el texto definitivo haya prescindido de dicha previsión produce la impresión apriorística de haber querido evitar que recaiga sobre el asegurado la comunicación de todo aquello que razonablemente debiera conocer. A posteriori, surge la duda de por qué no se ha mantenido la referencia al conocimiento efectivo, de modo similar a como se ha hecho en materia de declaración precontractual del riesgo. En el momento previo a la perfección del contrato, el deber del tomador consiste, como es sabido, en indicar ‘todas las circunstancias por él conocidas, que puedan influir en la valoración del riesgo’ (art.10 LCS). Previsión similar no se ha contemplado para la disciplina de la agravación; sin embargo, el silencio del legislador no puede interpretarse como negativa de necesario conocimiento, pues ello supondría tanto como obligar a comunicar agravaciones desconocidas. La presuposición del conocimiento efectivo de la agravación, pese a su aparente obviedad, precisa de alguna aclaración. En primer lugar, y siguiendo a la doctrina más autorizada, el tomador o asegurado ha de conocer no sólo la circunstancia agravatoria que declara sino el hecho de que la misma es susceptible de producir una agravación del riesgo. En otros términos, la comunicación lleva implícito el entendimiento o comprensión de que los hechos conocidos constituyen o, al menos, son aptos para provocar una agravación del riesgo. Si duda, es este aspecto el que mayores problemas presenta en la delimitación del objeto del deber, por cuanto el asegurado se encuentra con la dificultad de conjeturar acerca del interés del asegurador en que se le comuniquen determinadas circunstancias. En segundo lugar, el deber de comunicación comprende, a nuestro juicio, tanto las agravaciones que el asegurado conociera como las que razonablemente debiera conocer. Ello marca una importante diferencia entre la conducta de buena fe y el estado de total ignorancia; así, creemos que podría hablarse de buena fe, pero no de ignorancia, cuando el asegurado no conoció pero pudo haberlo echo empleando una diligencia mínima (…) por último, la mayor parte de los autores coinciden en que el deber de comunicación no comprende aquellas circunstancias que se sepan o se presuman conocidas por el asegurador ni aquellas que debería haber conocido actuando con la diligencia de un ordinario comerciante …” (La agravación del riesgo en el derecho de seguros. Op.Cit., pp.134-135).

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comentamos: “la notificación se hará con antelación no menor de diez días a la fecha de la modificación del riesgo si esta depende del arbitrio del asegurado o del tomador”. 3. OBLIGACIÓN DE NOTIFICAR LA AGRAVACION DEL RIESGO:

Con sujeción al a preceptuado por el ordenamiento jurídico nacional, dos hechos son causa generatriz de la obligación informativa (carga de notificación) que le incumbe a tomadores y asegurados durante la vigencia de la relación jurídica asegurativa: a) el conocimiento efectivo de que el riesgo asegurado experimentará una modificación relevante, cuando ella dependa, naturalmente, de su arbitrio (notificación ex ante) y, en alguna medida, esté bajo su control, y b) el conocimiento –real o presunto- de la agravación del riesgo (notificación ex post)484.

En el primer supuesto, por depender de tomadores y asegurados, la carga informativa debe ejecutarse con anticipación al advenimiento de la agravación. Por ello es por lo que el segundo inciso del artículo 1.060, del C. de Co. dispone que en este caso “…la notificación se hará con antelación no menor de diez días a la fecha de la modificación del riesgo, si este depende del arbitrio del asegurado o del tomador”.

En el segundo, en cambio, la carga en cuestión debe ser observada con posterioridad al surgimiento de la agravación, pues le es extraña o ajena al control de los señalados sujetos, de suerte que la notificación al asegurador debe hacerse “… dentro de los diez días siguientes a aquel en que tengan conocimiento de ella…”.

El conocimiento real o presunto, entonces, es la circunstancia que en un plano jurídico desencadena la descrita obligación informativa en cuestión, el que supone, en el primero de los dos eventos contemplados, la consciencia –o certidumbre- de que ella tendrá lugar (conocimiento prospectivo) y, en el segundo, el conocimiento de su efectiva floración (conocimiento ‘a posteriori’).

El objeto sobre el que recae la declaración a cargo de tomadores y asegurados, según el caso, atañe a la relevación de las circunstancias que, a fuer de nuevas, estén llamadas a incidir en el estado del riesgo valorado originariamente por el asegurador485.

484 Similar estructura jurídica se encuentra en los Principios de Derecho Europeo del Contrato de Seguro

(PDECS), en su artículo 4:202, que regula esta temática. Al tenor de esta disposición, (1) Si una cláusula concerniente a la agravación del riesgo requiere comunicación de la agravación, el tomador del seguro, el asegurado o el beneficiario, según corresponda, deberán comunicar el hecho, siempre y cuando la persona obligada a comunicar tenga o debiera tener conocimiento de la existencia de la cobertura del seguro y de la agravación del riesgo. También será válida la comunicación de la agravación del riesgo efectuada por otra persona. (2) Si la cláusula requiere que la comunicación se lleve a cabo en un período de tiempo limitado, dicho período deberá ser razonable. La comunicación producirá efectos desde que sea remitida. (3) En caso de incumplir el deber de comunicación, el asegurador no podrá rehusar por esta razón el pago de cualquier pérdida que provenga de un suceso que se encuentre dentro de la cobertura, a menos que dicha pérdida haya sido causada por la agravación del riesgo. Otras pérdidas que resulten cubiertas por la póliza continuarán siendo indemnizables, de acuerdo con lo establecido por el párrafo 3 del artículo 4:203 …”. Con todo, nótese que los citados Principios tienen la particularidad de atar el deber de notificación a la estipulación contractual de las partes.

485 Es importante advertir que la cuestión relativa al objeto sobre el que recae la notificación realizada por la denominada parte asegurada, no es del todo pacífico desde el punto de vista doctrinal y en el escenario del derecho comparado. En efecto, como bien lo advierte la ya citada profesora Nuria Latorre, “… en nuestro Derecho de seguros, la única norma que hace referencia al contenido del deber de comunicar es el art. 11 LCS, a tenor del cual, se notificarán ‘todas las circunstancias que agraven el riesgo y sean de tal naturaleza que si hubieran sido conocidas por éste (el asegurador) en el momento de la perfección del contrato no lo habría celebrado o lo habría concluido en condiciones más gravosas’. Teóricamente la cuestión relativa al contenido de la comunicación es encilla: constituyen el objeto de la misma todas las circunstancias que, atingentes al riesgo, cumplan el doble requisito de agravarlo y de hacerlo de tal forma que la actuación del asegurador hubiera sido distinta de haberlas conocido. En el terreno práctico, sin embargo, la cuestión de la determinación del objeto resulta una de las más controvertidas (…) de una primera lectura del art.11 LCS, se infiere que son tomador y asegurado los sujetos

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Tal revelación, por sus connotaciones y, sobretodo, por su específico contenido, es catalogada en la doctrina y en la jurisprudencia como una arquetípica declaración de conocimiento, por oposición a una declaración de contenido volitivo o de voluntad, pues no está enderezada a crear, modificar, o extinguir relaciones jurídicas, ni a generar efectos encaminados a mutar, en el plano causal, una situación preestablecida486. Muy por el contrario, su cometido no es jurígeno, sino meramente informativo –o descriptivo-: develar o exteriorizar la existencia de ciertos hechos, bien de origen voluntario, bien involuntario que, por sus especiales características, tienen –o tendrán- la virtualidad de agravar el riesgo de raigambre contractual (asegurado), esto es el delimitando, ‘ab origine’, por los extremos de la relación asegurativa, así como dotado de pertinencia negocial o , si se prefiere, de relevancia jurídica487.

Por tanto, teniendo en cuenta el fin que persigue la carga informativa que detiene nuestro interés, se tiene claramente establecido que se trata de una típica declaración de conocimiento, a emulación de la declaración precontractual del estado del riesgo a cargo del asegurado, la cual reviste análoga naturaleza, hecho que explica que tampoco se generen efectos jurídicos ‘ex voluntate’. Al fin y al cabo la información inherente a la carga radicada en cabeza de aseguradores y tomadores dista de ser, en puridad, una declaración de contenido negocial (voluntad negocial), o un acto de autonomía privada.

En lo tocante con la etiología de los hechos agravantes, el legislador colombiano reconoce la existencia de dos formas o maneras de consolidación, a saber: de origen voluntario y, por oposición, de origen involuntario, en consonancia con lo realizado en esta materia por otras legislaciones modelos, v.gr: la francesa de 1.930 (art. 17), y muy especialmente la argentina de 1.967 (art. 38). Y también conforme a lo reseñado en esta materia por la doctrina, en donde se les conoce, en su orden, de diferentes formas: voluntarias e involuntarias; subjetivas y objetivas e, incluso, fortuitas y no fortuitas 488.

encargados de concretar qué circunstancias agravan el riesgo y, por ende, de determinar el objeto de la comunicación. Partiendo pues de un deber de ‘comunicación espontáneo’, éste sólo puede concebirse, ya como un verdadero y propio ‘deber diabólico’ que exige comunicar al asegurador todos y cada uno de los cambios acaecidos, ya como una específica expresión del principio general de buena fe en la ejecución del contrato, cumpliendo el tomador con comunicar las modificaciones que, según su prudente apreciación, puedan agravar el riesgo. En cualquier caso, la carga que recae sobre el asegurado es elevada, lo que obliga a considerar la conveniencia de que sean las aseguradoras las responsables de determinar el contenido de la comunicación, por ejemplo, a través de un cuestionario, como se ha hecho en materia de declaración del riesgo. La adopción de un sistema u otro debe valorar, a nuestro entender, el coste de actuación en la obtención de la información necesaria. En principio, criterios de eficiencia económica justifican que sea el tomador, por su mayor proximidad al bien aegurado, el sujeto más apropiado para obtener los datos aintengentes al riesgo, tanto al concluir el contrato como en momentos ulteriores. No obstante, como ha ocurrido en sede de declaración precontractual, los mismos criterios han preponderado la profesionalidad de las aseguradoras frente a la inexperiencia del tomador, justificando así que la búsqueda de información sea iniciativa de aquellas, lo que se ha generalizado en la práctica a través del consabido cuestionario. De esta forma, el deber de declaración pasa a ser espontáneo a ser considerado un deber de respuesta,, sin la traba de presuponer en el asegurado unos conocimientos que no tiene …” (La agravación del riesgo en el derecho de seguros. Op.Cit., pp.139-140).

486. Acerca de la diáfana diferenciación entre declaraciones de ciencia o de reconocimiento y de voluntad, bien puede verse al Profesor ibérico Manuel ALBALADEJO, El negocio Jurídico, Bosch,Barcelona, 1.958, p.p. 30 y ss. También al Profesor alemán Werner FLUME, quien con meridiera claridad escinde las nociones de ‘notificación’ y ‘declaración’, el Negocio Jurídico,. Fundación Cultural de Notariado, Madrid, 1998, p. 148. Otro tanto hace en forma extensiva el catedrático de la Universidad de Heidelberg, Andrea VON TUHR, Derecho Civil, los hechos Jurídicos, Vol. II, 1 Depalma , Buenos Aires, 1.947, p.p. 127 y ss. 487. Cfr: Antigono DONATI , Trattato del Diritto Delle Assicurazioni Private, Vol. II. op, cit, p. 405; Juan Carlos FELIX. MORANDI, El Riesgo en el Contrato de Seguro, op, cit, p. 438, y J. Efrén OSSA G., Teoría General del Seguro, Vol. II, op.cit, p. 370. 488. Emilio PASANISI, Aggravamento di Rischio e Rischio Esclusi, op. Cit, p.177.

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Por consiguiente, se identifican dos tipos de hechos agravantes: los que dependen, privativamente, de la voluntas de asegurados o tomadores, según el caso, vale decir de aquellos que están ligados, en lo que toca con su materialización, a la voluntad – o intentio- de estos sujetos o que, de alguna manera, estén bajo su control. Son, entonces, actus hominis, pues dependen de su arbitrio, circunstancia que explica la oportunidad de su revelación, como se sabe anticipada. Y los que, por el contrario, no están conectados con el querer de tomadores y asegurados, motivo por el cual se señala que son involuntarios, mejor aún ajenos a su dominio –o control- y voluntad. Por ello es por lo que un sector de la doctrina, con las reservas ya apuntadas oportunamente por nosotros, los denomina como hechos fortuitos –que no casos fortuitos-.

Ahora bien, en lo que atañe al aspecto temporal relativo a la notificación de tales hechos, el mismo precepto fija los plazos límites de rigor, así: diez días hábiles –no calendario o solares-, cuando se trate de agravaciones voluntarias o conscientes, notificación que siempre deberá efectuarse ex ante, vale decir previamente a su alteración real, de suerte que ella permite al asegurador evaluar su impacto, en orden a adoptar la decisión que estime pertinente, conforme se apreciará más adelante (acciones ex lege).

Y también de diez días, a su turno, cuando el conocimiento de la alteración lo adquieran tomador o asegurado a posteriori, o sea que este último caso la revelación de la modificación involuntaria experimentada (no consciente), necesariamente se hará ex post.

Es de señalar, con todo, que el legislador colombiano, con miras a evitar controversias innecesarias, plausiblemente estableció un conocimiento presuntivo de treinta días para proceder a esta última notificación –más no a la primera: ex ante, los que se cuentan desde que se originó la consabida alteración, término éste que, en nuestro medio, un sector de la doctrina ha entendido suficiente para que se proceda a darle cumplimiento cabal a la prenombrada carga informativa. De ahí que manifieste que se trata de una presunción juris et de jure489 que, como tal, envuelve un término fatal, el que, una vez expirado, inexorablemente produce la severa consecuencia jurídica de la terminación del vínculo contactual, como se apreciará en líneas subsiguientes, sin perjuicio de la existencia de una respetable postura en sentido contrario (presunción de hecho), conforme se indicó en la cita que antecede.

Para concluir, cumple advertir que el inciso segundo del artículo 1.060 del C. de Co., es el encargado de desarrollar el aludido trinomio (tipología, etiología y término conferido para su notificación), así: “La notificación se hará con antelación no menor de diez días a la la fecha de la modificación del riesgo, si esta depende del arbitrio del asegurado o del tomador. Si le es extraña, dentro de los diez siguientes a aquel en que tengan conocimiento de ella, conocimiento que se presume transcurridos treinta días desde el momento de la modificación”.

489. En este sentido, el Profesor Hernán Fabio LOPEZ B., refiriéndose a la tipología de la presunción engastada en el artículo 1.060 del C. de Co., precisa que “…teniendo en cuenta la forma de redacción del inciso segundo del art. 1.060, estimamos que se trata de una presunción de derecho y, por lo mismo, no se admite prueba en contrario, pasados treinta días de haberse producido, porque es lógico suponer que un tomador o asegurado debe conocer, en ese plazo más que prudencial y con un mediano cuidado, las variaciones que experimentan sus bienes”. Comentarios al Contrato de Seguro, Dupré, Bogotá, 1.993. p. 122.

En contra de esta postura, el Profesor OSSA G., opina que “…Se trata , obviamente, de una presunción legal contra la cual pueden probar el asegurado o el tomador interesados en desvirtuarla”, ´Teoría General del Seguro, op.cit, p.p.373 y 374. pronunciamiento este,. En todo, coincidente con el esgrimido por el mismo maestro años antes. Es así como en el año 1.971, con ocasión de la expedición del Código de Comercio, reseño que, “Al cabo de 30 días, este conocimiento se presume, pero por vía de presunción legal que, por tanto, admitiría prueba en contrario”. En Contrato de Seguros en el Nuevo Código de Comercio, en J. Efrén OSSA G. ; Vida y Obra de un Maestro, Colombo Editores y ACOLDESE, Bogotá, 1.998, p. 63.

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Ahora bien, tal será la significación que, en general, le atribuye la Ley colombiana a la notificación oportuna de la agravación del estado del riesgo, que la pretermisión de esta diáfana obligación de índole legal en nuestro entorno produce la terminación ope legis del contrato de seguro, en el plano de la eficacia de la relación jurídica (cesación de sus efectos), rigidez que no deja la más mínima duda alrededor de la importancia que nuestro Código le confiere a la preservación del equilibrio contractual, a esas reglas de juego que signaron su prístina celebración, según como lo reseñamos en anteriores apartes490. Tanta que, en puridad, se hace más hincapié en la pretermisión de la carga de información, que en la agravación del riesgo, en sí misma considerada, por lo menos en tratándose de las agravaciones de índole involuntaria o subjetiva. No en vano, en este último supuesto, el activador de la terminación ex lege finca en la ausencia de notificación (ex ante o ex post), hecho éste que revela el ‘rol’ asignado a la citada carga. “La falta de notificación oportuna”, lo dispone categóricamente el legislador, “produce la terminación del contrato”, a diferencia de lo que sucede frente a la agravaciones que sí dependen del arbitrio de tomadores y asegurados, caso en el cual la terminación, que también es ultractiva, se genera desde el momento en que se sucede la agravación, la que no fue objeto, como debía haber sido, de expresa notificación, según lo preceptúa con carácter absoluto la primera parte del inciso segundo del artículo 1.060 del C. de Co.491.

Expresado en otros términos, con dicha sanción el legislador nacional, fiel a su política de propender por el respeto y acatamiento de la genuina declaración de voluntad de los extremos de la relación asegurativa, sobre todo del asegurador que en este caso está a merced del tomador –al igual que en materia de la declaración precontractual del estado del riesgo (art. 1.058 C. de Co.)-, quiere relievar la trascendencia que dicha notificación oportuna

490 En efecto, como bien lo indica el profesor Andrés Ordóñez, el incumplimiento del contenido de la carga “… va a determinar, no la nulidad del contrato, porque el contrato ha nacido eficaz y válidamente a la vida jurídica, sino la terminación del contrato; pero sólo la mala fe del asegurado o del tomador dará derecho a retener la prima no devengada. La terminación se produce desde el momento en que se vence la oportunidad que tenía la parte asegurada para notificar, o, expresado de otra manera, desde el momento en que se incurre en mora en el cumplimiento de la carga, no desde el momento en que se produce el hecho agravante; aquí la Ley protege a la parte asegurada, determinando que el contrato no se va a afectar con la agravación del estado del riesgo de manera inmediata y automática, sino tras una serie de plazos de gracia, dentro de los cuales se puede notificar la agravación: sólo si se vence la oportunidad de hacer la notificación, el contrato termina y termina automáticamente, sin necesidad de que haya una declaración de parte de este respecto …” (Obligaciones y cargas de las partes en el contrato de seguro y la inoperancia del contrato de seguro. Op.Cit., p.69).

491. Es en consideración a lo afirmado, que el tercer inciso del art. 1.060 del ordenamiento mercantil debe ser matizado, o tomado con beneficio de inventario – o si se quiere con ciertas reservas-, habida cuenta que de cara a lasa agravaciones objetivas, ajenas como tales al arbitrio de tomadores y asegurados, la terminación no aflora por la ausencia de notificación, sino cuando se consolida la correspondiente agravación –que no fue informada-. No se olvide, como ya se precisó que este tipo de agravación materialización: diez días hábiles, término durante el cual, como también se acotó, el seguro despliega todos sus efectos, concretamente en lo que a la cobertura atañe, pues el riesgo, al fin y al cabo, no se ha alterado. De ahí que la mera falta de información huérfana o desprovista de agravación, sea estéril, a la par que insuficiente para desatar la terminación de la relación asegurativa, muy al contrario de lo que acontece con la agravación objetiva.

Así las cosas, en el más estricto de los sentidos no es la ausencia o la falta de notificación, propiamente dicha, lo que origina la terminación –como lo da ha entender el tercer inciso del art. 1.060 del C. de Co.- , sino la agravación no noticiada o comunicada. Momento éste definitorio respecto a la vigencia del seguro, la que entonces se ve truncada a partir de que, ‘ex voluntate’, se modifica el estado del riesgo por el tomador o por el propio asegurado.

Como lo reseña con gran acierto el Prof. OSSA G., “En las agravaciones voluntarias o en el cambio de lugar, la terminación no tiene porque producir su efecto natural desde el momento mismo en que el asegurado ha incurrido en la omisión de la notificación. Recuérdese que debe hacerla con diez (10) días de antelación…hasta el momento el riesgo original sigue siendo el mismo … el contrato solo puede terminar desde el momento mismo en que la agravación del riesgo o su cambio de lugar se hagan efectivos”. Teoría General del Seguro, op.cit, p.p. 375 y 376.

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entre nosotros reviste492, en un todo de acuerdo con lo puntualizado en algunas legislaciones modelo, como la mexicana de 1.935 (art. 52) –la que, a su turno, se inspiró en la preceptiva alemana y suiza, ambas de 1.908-, sin perjuicio de que el legislador mexicano prefirió emplear las expresiones ‘cesación de pleno derecho’493.

Por ello es por lo que la Ley comercial, ex profeso, emplea el vocablo ‘terminación’, el que en el ordenamiento comercial -referente al contrato de seguro-, supone un incumplimiento –o inejecución-494 en punto tocante con un hecho que, de haberlo conocido en su momento el asegurador, le hubiera permitido prohijar una reflexiva decisión: “…revocar el contrato o exigir el reajuste a que haya lugar en el valor de la prima”, según lo preceptúa el tercer inciso del artículo 1.060 de cuerpo mercantil, posibilidad ésta que, de raíz, se trunca cuando se incumple con la carga informativa –o de denuncia- en referencia, o cuando se vulnera el deber legal de no agravar el estado del riesgo, según las circunstancias (agravaciones subjetivas o voluntarias495).

Sobre este aspecto de naturaleza sancionatoria que nos ocupa, el inciso cuarto del artículo 1.060 de la codificación mercantil, lo reiteramos, es diáfano al reglar, en lo pertinente, que “la falta de notificación oportuna produce la terminación del contrato” y, por contera, la plena liberación por parte del asegurador de cualquier compromiso ex contractu relativo al carácter condicional de la prestación a su argo y, correlativamente, del propio reasegurador, en desarrollo del axioma de la comunidad de suerte, entre nosotros de raigambre legal (art. 1.134 C. de Co.)496.

492. Como agudamente lo pone de presente el Profesor J. Efrén OSSA G., “Lo que palpita en la ley es el ánimo de ofrecer al consentimiento del asegurador durante la vida del contrato, la misma protección que en el momento de celebrarlo”. Teoría General del Seguro, T. II, Temis Bogotá, 1.991. 371. 493. “Si el asegurado omitiere el aviso o si él provoca una agravación esencial de riesgo, cesarán de plano derecho de las obligaciones de la empresa en lo sucesivo”.

La Ley suiza, sin embargo, alude a la ‘cesación del contrato’ cuando la agravación sea provocada por un hecho del tomador (agravación subjetiva o voluntaria). No así, empero en caso de que dependa de un tercero (objetiva o involuntaria). 494. Esclarecidota, acerca del alcance de la expresión terminación entre nosotros, es la referencia realizada por la Comisión revisora del Código de Comercio del año 1.958, según la cual”; c) Terminación. Es equivalente a la resolución en los contratos de ejecución instantánea, y adopta esa denominación en los contratos de tracto sucesivo. Se da como consecuencia del incumplimiento de las obligaciones por una de las partes, el pago de la prima, por ejemplo”. (Exposición de Motivos, ministerio de Justicia, Bogotá, 1.958).

De igual modo, resulta importante traer a colación la opinión del profesor OSSA, hacedor de buena parte de al preceptiva vigente en Colombia en materia de seguros, de acuerdo con la cual “La terminación es, por tanto, la sanción aplicable al contrato de seguro si una de las partes incurre en mora en le cumplimiento de las obligaciones que el contrato mismo le impone”. El Contrato de Seguros en el Nuevo Código de Comercio. Op.cit, p. 56.

495. La obligación –negativa- de no agravar el estado del riesgo como se sabe entre nosotros de rango legal (inciso primero, art. 1.060 C. de Co.), cobija, únicamente, a las agravaciones de tipo voluntario –por oposición a las objetivas o involuntarias-, en la medida en que dependen del arbitrio de tomadores o asegurados, que cumplieran una carga ajena a su control que, por ende, en sana lógica, escapa a su observancia. Por ello es que frente a agravaciones índole objetiva, en donde su ‘voluntas’ no tiene injerencia alguna, debe dar cumplimiento a la carga informativa pertinente.

En este mismo sentido, el Prof. MORANDI pone de manifiesto en su monografía que, “…el deber de no agravar el riego –en Argentina de naturaleza convencional y no legal como en Colombia- se aplica, ‘exclusivamente’, a las agravaciones que provienen de un hecho propio del tomador, porque las originadas en un hecho ajeno el único deber que cabe consiste en ‘comunicar’ la agravación”. El riesgo en el Contrato de Seguro, op.cit,p.p 54 y 55 (lo incluido entre guiones no pertenece al texto original). Cfr;: Isaac HALPERIN, seguros, op. Cit.p. 430.

496 Esta es la consecuencia que también se prevé la Ley mexicana relativa al contrato de seguro, en su artículo 52, desarrollada doctrinalmente por Arturo Díaz Bravo, quien, con todo, expone también una posición muy particular

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Lo anterior quiere significar, llanamente, que la responsabilidad in potencia del asegurador, en lo que atañe al seguro originario, cesará de plano o automáticamente una vez tenga lugar la terminación del contrato, justamente en consideración al incumplimiento de una obligación –o carga- de índole informativa que, el legislador nacional, en su sabiduría, estimó pertinente regular, al punto de establecer sanciones terminales que, por su connotación jurídica, entrañan la consiguiente cesación de los efectos de la relación asegurativa, naturalmente hacía el futuro (ex nunc), y no en forma retroactiva (ex tunc), como agravaciones subjetivas o voluntarias, únicamente497, diferenciación que nuestro legislador, al igual que la generalidad de la legislación comparada, no efectúa, en lo que concierne, al menos, a los efectos jurídicos de la cesación de responsabilidad de la entidad aseguradora. Que se viole la carga informativa, ora en punto a agravaciones subjetivas –o voluntarias-, ora en materia de las objetivas –o involuntarias-, es indiferente. La sanción es la misma y a sus efectos y modus operandi, también498.

No obstante lo anterior, cumple anotar que si el asegurador recibió de antemano una prima por la anualidad, y el contrato termina con antelación al vencimiento de la misma, éste deberá restituir la prima no devengada, salvo que se compruebe que el asegurado o el tomador, obraron de mala fe, caso en el cuan no habría lugar a la indicada devolución, a título inequívoco de sanción. A este respecto, es muy claro el inciso cuarto del artículo 1.060 del C. de Co., a cuyo tenor: “La falta de notificación oportuna produce la terminación del contrato. Pero sólo la mala fe del asegurado o del tomador dará derecho el asegurador a retener la prima no devengada”

Ahora bien, en lo que dice relación con la oportunidad de la notificación, aspecto decisivo para el establecimiento de si tiene o no cabida la consabida terminación del contrato de seguro, hay que examinar los dos supuestos que consagra nuestra Ley, en su orden, para las agravaciones subjetivas y para las objetivas.

Será oportuna la información suministrada por tomadores o asegurados, Cuando se le hace saber al asegurador que el estado del riesgo se alterará, por lo menos, con diez de antelación a su modificación (ex ante). También cuando se le informa dentro de los diez días siguientes al conocimiento referente a la agravación en cita (ex post).

Serán inoportunas, en cambio, las notificaciones que se formulen en condiciones temporales diferentes a las ya indicadas, esto es, que estén signadas por la extemporaneidad499.

sobre la misma, en el sentido de indicar que un análisis detallado de la sanción y de la forma como fue regulada en la Ley, evidencia que esta es meramente aparente y merece una reestructuración general. Al respecto, vid. Díaz Bravo. Arturo. El fraude y su incidencia en el contrato de seguro. Op.Cit., pp.130-134.

497. Cfr: Bernard VIRET, quien observa que frente a este tipo de agravación “el asegurador se desvincula del contrato de seguro desde que la agravación se produce…”, puesto que no se requiere que “…él observe un término previo de notificación”. De ahí que tan connotado autor, inconforme con la drasticidad de la Ley suiza, ponga de relieve que”…el derecho suizo instaura una solución abrupta, en la medida en que el asegurador se desvincula de pleno derecho desde que se produce la agravación del riesgo, cuando ella es fruto de un hecho del tomador …”. L’Agravation e la Diminution du risque Dans le Contrat D’Assurance en Droits Suisse et francais, op. Cit. P.404 y 412.

498 Es interesante la forma como se regula la situación en el caso argentino, respecto del cual explican los profesores López Saavedra y Facal que “… si el tomador omite denunciar la agravación del riesgo, el asegurador no está obligado a la prestación debida en caso de un siniestro ocurrido durante tal agravación, excepto que el tomador incurra en la omisión sin culpa o negligencia o que el asegurador conozca la agravación al tiempo en que debía hacérsele la denuncia y el derecho a rescindir el contrato de seguro se extingue en los supuestos en que la agravación ha desaparecido o el asegurador no ejerce su derecho a rescindirlo en los plazos (…) previstos …” (Tratado de Derecho Comercial. Tomo de Seguros. Op.Cit., p.284). 499

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Por último, no sobra reiterar – una vez más- que esta sanción, que opera automáticamente, como se anticipó, sólo produce efectos ex nunc, vale decir hacía el futuro, dejando incólume, por consiguiente, los efectos del contrato hasta el mismo momento de la terminación en comento, en orden a sublimar el postulado de la conservación de los efectos del contrato de seguro, de tanto calado –preservación contractual-. No hay, pues, efectos retroactivos, sino meramente ultractivos, circunstancia ésta que avala el prurito tuitivo del legislador mercantil de concederle al beneficiario de la prestación asegurada protección plena durante el período legal conferido para el cumplimiento de la carga informativa que le incumbe a tomadores y asegurados, según sea el caso. Es lo que un sector de la doctrina comparada denomina como ‘cobertura provisoria’500.

CAPÍTULO VIIILa cláusula de garantía

Descripción general:

En el presente capítulo, el lector podrá encontrar una semblanza general del régimen de las garantías en el contrato de seguro. Asimismo, el estado actual de la jurisprudencia en relación con esta temática, de suyo importante cuando se trata de determinar si un asegurador está efectivamente obligado a pagar o no la prestación asegurada.

?. Idéntico resultado, huelga mencionarlo, tendrá lugar cuando tomadores y asegurados, según el caso, omitan noticiar al asegurador, bien antes de la agravación (subjetiva), momento decisivo como se apreció, bien después de ella (objetiva). En relación con esta última tipología, ausencia de notificación y notificación inoportuna, ciertamente, producen el mismo efecto patológico en el negocio jurídico. 500. Cfr: M. PICARD y A. BESSON , Les Assurances Terrestres, T. I, op.cit, p. 140 y J.C. MORANDI, El riesgo en el contrato de Seguro, op. Cit, p. 121.

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Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a) ¿Cuáles son las características que tipifican a la garantía?

b) ¿Cómo determinar si una estipulación contractual es o no constitutiva de una cláusula de garantía?

c) ¿Cuáles son los efectos contractuales de la violación de las garantías?

Palabras clave: Cláusula de garantíaNulidad del contrato de seguroTerminación automática del contrato de seguro

La garantía es “la promesa en virtud de la cual el asegurado se obliga a hacer o no determinada cosa, o a cumplir determinada exigencia, o mediante la cual afirma o niega la existencia de determinada situación de hecho” (Código de Comercio, art.1061). La doctrina, por su parte, entiende que la garantía supone “… una declaración del tomador (afirmativa o negativa) que, consignada en la proposición de seguro o incorporada en el clausulado de la póliza, debe entenderse determinante del consentimiento del asegurador. O una obligación o carga que contraen el tomador o el asegurador en virtud del contrato. Si es lo primero –supuesta su infracción-, el contrato es anulable, vale decir, susceptible de ser rescindido. Si es lo segundo, ‘el asegurador podrá darlo por terminado desde el momento de la infracción’ …”501. En similar sentido, ha dicho que la garantía es “… una obligación futura, es una promesa que debe constar siempre por escrito (…) y que puede referirse a aspectos sustanciales o no en cuanto al estado del riesgo …”502. Así, se trata de un compromiso en virtud del cual el asegurado promete realizar un débito determinado, consistente en hacer una cosa, abstenerse de hacerla, cumplir una exigencia o afirmar o negar la existencia de cierto hecho503.

En el ordenamiento colombiano, su regulación se encuentra en el artículo 1061 del Código de Comercio504, que las caracteriza a partir de varios rasgos estructurales, a saber:

501 Ossa Gómez, Jorge Efrén. Teoría general del seguro. El contrato. Op.cit., pp.320-321.

502 López Blanco, Hernán Fabio. Comentarios al contrato de seguro. Op.Cit., p.174.

503 Narváez Bonnet, Jorge. El contrato de seguro en el sector financiero. Ediciones Librería del Profesional. Bogotá. 2002. pp.223-224. Cfr. Diver, Víctor. Handbook to marine insurance. Londres. 1975. pp.720 y ss. Brown, Robert y Novitt, John. Marine insurance Cargo practice. Vol.2. Londres, 1979, p.108. Vance, William. The history of the development of the warranty in insurance law, Yale Law Journal, Vol. XX, No. 7, pag. 529.

504 Sobre los antecedentes de la figura en el derecho colombiano, se tiene que “… El Código de Comercio de 1971, como es bien sabido, reguló este instituto en el campo del supraindicado seguro marítimo, en donde ha tenido su aplicación y desarrollo histórico más fecundo (artículos 1715 a 1721), pero de manera singular, a fuer que novísima, la consagró también dentro del título V del libro IV destinado al contrato de seguro terrestre, en los artículos 1061 a 1064.

La génesis de los actuales artículos 1061 y 1062 se encuentra en los artículos 1957, 1958 y 1959 del proyecto de Código de Comercio que el Gobierno Nacional encomendó a una comisión de juristas en el año de 1958. Los citados artículos, in extenso, eran del siguiente tenor:

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I. En primer lugar, se trata de típicas promesas, esto es, de estipulaciones por virtud de las cuales el asegurado se compromete con determinada prestación, para con el asegurador. Así, la garantía supone el surgimiento de un débito a cargo de dicho asegurado, quien deberá observarlo a lo largo de la relación aseguraticia505.

II. La promesa puede consistir en hacer una cosa (a), abstenerse de hacerla –non facere- (b), cumplir una exigencia (c) o afirmar o negar la existencia de determinado hecho (d). Cualquiera de estas prestaciones concreta el objeto de la garantía que, de acuerdo con esta clasificación, puede entonces ser una garantía de conducta (a, b o c) o de afirmación (d).

“Artículo 1957. Se entenderá por garantía la promesa en virtud de la cual se obligue al asegurado a hacer o no determinada cosa, o a cumplir determinada exigencia, o mediante la cual afirme o niegue la existencia de determinada situación de hecho. “La garantía podrá ser expresa o implícita.“La garantía, sea o no sustancial respecto del riesgo, deberá cumplirse estrictamente. En caso contrario, terminará el contrato desde el momento de la infracción. Y será nulo, si la garantía fue condición determinante de la voluntad del asegurador.

“Artículo 1958. Se excusará el no cumplimiento de la garantía cuando, por virtud del cambio de circunstancias, ella ha dejado de ser aplicable al contrato, o cuando su cumplimiento haya llegado a significar violación de una ley posterior a la celebración del contrato.

“Artículo 1959. La garantía expresa deberá constar en la póliza o en los documentos accesorios a ella. Podrá expresarse en cualquier forma que indique la intención inequívoca de otorgarla. A menos de ser incompatibles, la garantía expresa y la implícita no se excluirán la una a la otra (Proyecto de Código de Comercio, Bogotá, 1958, Tomo I, pag. 416).

Los tres preceptos antes mencionados, se reprodujeron en el actual Código de Comercio en los arts. 1061 y 1062, con puntuales variaciones, aun cuando de acentuada relevancia. En efecto, el artículo 1062, ad pedem litteris, siguió la redacción del 1058 del proyecto. El artículo 1061 refundió en un sólo texto los artículos 1957 y casi la totalidad del 1959; conservó la definición de garantía; suprimió la referencia a la garantías expresa e implícita y la parte final del artículo 1959, relativa a la incompatibilidad entre las dos clases de garantías, aspectos estos –los dos últimos- que se encuentran tatuados en el artículo 1715 del C. de Co. actual.

Sin embargo, la modificación de más trascendencia, importa resaltarlo, fue la introducida al segundo inciso del artículo 1957 del proyecto, pues en el tercer inciso del artículo 1061 se consagró que “La garantía, sea o no sustancial respecto del riesgo, deberá cumplirse estrictamente. En caso contrario, el contrato será anulable. Cuando la garantía se refiera a un hecho posterior a la celebración del contrato, el asegurador podrá darlo por terminado desde el momento de la infracción”.

Un parangón entre los dos textos, permite deducir que ambos consagran una consecuencia jurídica diversa en caso de incumplimiento o infracción de la garantía, pues al paso que el proyecto de 1958 establecía la terminación automática del contrato de seguro o la nulidad cuando la garantía era determinante del asentimiento del asegurador, el Código actual consagra su anulabilidad y si la garantía se refiere a un hecho posterior a la celebración del contrato, la terminación del mismo desde el momento de la infracción, a opción del asegurador …” Sala de Casación Civil. Sentencia del 30 de septiembre de 2002.

505 La jurisprudencia de la H. Sala Civil ha tenido ocasión de precisar, sobre este particular, que la garantía “…

Está concebida y definida, primigeniamente, se itera, como una arquetípica “promesa”, a diferencia de lo establecido en otros países inscritos en el sistema del Common Law –más proclive a esta figura, no muy socorrida, es cierto, en el derecho continental- en los que se considera una condición(?), aspecto que en el plano jurídico, es de importancia, pues si fuera lo segundo, su incumplimiento no daría lugar al nacimiento o floración de la obligación a cargo del asegurador y el beneficiario, correlativamente, no podría reclamar la prestación asegurada, pues no tendría derecho para hacerlo, por sustracción de materia (ens real) y sabido es que el débito (deber de prestación) si puede irrumpir, independientemente que, a posteriori, el asegurador pueda dar por terminado el negocio jurídico, como expresamente lo señala el artículo 1061 del C. de Co. Siendo como es, una “promesa” (promissus), su infracción no tiene la fuerza intrínseca de impedir el nacimiento del derecho a la indemnización (carácter o naturaleza impeditiva), si se realiza el riesgo amparado, en desarrollo del contrato respectivo.

El artículo 1061 del Código de Comercio, abarca dos diferentes tipos –o tipologías- de garantías que la doctrina(?), comúnmente, denomina: de conducta, en virtud de la cual el asegurado –mejor el tomador- se obliga a hacer o no determinada cosa, y afirmativas, vale decir, las que conciernen a una declaración –de conocimiento o de ciencia-

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III. La promesa debe constar en el texto de la póliza o en sus anexos. Así, debe estar consagrada en las condiciones generales, en las particulares, en la solicitud de asegurabilidad –proposal form- o, en general, en los diferentes anexos que adicionen, modifiquen, suspendan, renueven o revoquen la póliza506.

IV. Además, para que se les reconozca su naturaleza, no es necesario que estén expresamente calificadas como garantía. Lo importante es que se infiera, del texto o contexto de la estipulación, la intención inequívoca de otorgar la promesa. Así, la jurisprudencia ha dicho que “… Puede expresarse en cualquier forma que indique el propósito manifiesto, amén de fidedigno de otorgarla, ‘… vale decir, que debe pactarse de tal manera que, según lo define el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, ‘no admita duda’, ni se preste a equívocos”. Ello significa que el lenguaje usado por los contratantes debe ser lo suficientemente claro y explícito, para deducir, atendida la naturaleza del riesgo, que determinada declaración del asegurado, o conducta futura (positiva o negativa), ha sido dada o asumida en forma inequívoca, como garantía a favor del asegurador ...”507.

V. La garantía puede o no ser sustancial respecto del riesgo. Sin embargo, como lo ha reconocido la jurisprudencia, debe guardar alguna relación con el mismo, para evitar abusos en la implementación de la estipulación508.

mediante la cual se afirma o niega una concreta situación de hecho (factum) …”. Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 30 de septiembre de 2002.

506 Cfr. Sala de Casación Civil. Sentencia del 28 de febrero de 2007. 507 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 30 de septiembre de 2002. (Sentencia de 19 de Noviembre de 2001, Exp 5978; Vid. en el mismo sentido, Sentencia de 14 de diciembre de 2001, Exp. 6230).

508 Frente a ello, la jurisprudencia ha establecido que “… Puede ser sustancial o insustancial respecto del riesgo asegurado, dependiendo de los términos en que haya sido acordada por las partes. En desarrollo del principio de interpretación consagrado en el artículo 28 del C.C., las palabras de la ley deben entenderse en su sentido natural y obvio, luego, el adjetivo “sustancial”, utilizado por el legislador en el artículo 1061 del Código, significa “que constituye lo esencial o más importante de algo”(?).

Así, la garantía será sustancial al riesgo si se exige como presupuesto determinante -o basilar- de la asunción de éste por parte del asegurador e, insustancial en caso contrario, en el que podría exigirse, entre otros cometidos, con la confesada y precisa misión de preservar el equilibrio técnico que, respecto de la relación aseguraticia, en línea de principio rector, debe existir entre el riesgo y la prima, sin que por ello esta exigencia se torne anodina o estéril, como quiera que la ausencia de sustancialidad, de plano, no quiere denotar trivialidad o nimiedad, expresiones de suyo divergentes.

En todo caso, sea o no sustancial, stricto sensu, el asegurador al redactar o concebir los términos de la estipulación de garantía a la que posteriormente adhiere el tomador, debe obrar con sumo cuidado y prudencia, con el fin de que su alcance y contenido, en manera alguna, lesione el acerado postulado de la lealtad contractual (correttezza) o genere un desarreglo significativo en torno a los derechos y obligaciones que surgen para las partes en virtud de la celebración del contrato, porque en tales eventos, como se anticipó, la cláusula contentiva de dicha promesa podría tornarse abusiva, en contravía del postulado de la buena fe –objetiva- y, claro está, del ordenamiento jurídico, y de la jurisprudencia que, con ahínco, propenden por su destierro, por entenderla contraria a la “justicia contractual” –en su genuino sentido- y, de paso, transgresora de caros derechos, dignos de tutela, en sede judicial.

Sobre este preciso tópico, ya tuvo oportunidad la Sala de puntualizar que “… en la formación de un contrato y, específicamente, en la determinación de “las cláusulas llamadas a regular la relación así creada, pueden darse conductas abusivas”, ejemplo prototípico de las cuales “lo suministra el ejercicio del llamado ‘poder de negociación’ por parte de quien, encontrándose de hecho o por derecho en una posición dominante en el tráfico de capitales, bienes y servicios, no solamente ha señalado desde un principio las condiciones en que se celebra determinado contrato, sino que en la fase de ejecución o cumplimiento de este último le compete el control de dichas condiciones, configurándose en este ámbito un supuesto claro de abuso cuando, atendidas las circunstancias particulares que rodean el caso, una posición de dominio de tal naturaleza resulta siendo aprovechada, por acción o por omisión, con

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VI. Como ya se dijo, su cumplimiento se examinará de acuerdo con parámetros estrictos509. Ello conduce, como arriba se puso de presente, a que un incumplimiento, por más mínimo que sea, será entendido como quebrantamiento de la cláusula de garantía y generará los efectos a que haya lugar.

VII. Tales efectos se bifurcan en dos: a) La nulidad relativa del contrato, si la promesa se refería a un hecho anterior a la celebración del mismo; b) La terminación del seguro, cuando la garantía se presta respecto de un hecho posterior a dicha celebración510.

VIII. Finalmente, el incumplimiento sólo se excusa por causa extraña, o si la garantía ya no es aplicable al contrato por un cambio en las circunstancias o si su cumplimiento suponía la violación de una Ley posterior al otorgamiento de la misma (artículo 1062 del Código de Comercio).

Estos rasgos fueron refrendados por la jurisprudencia patria, que sobre el particular tuvo ocasión de manifestar que “Los orígenes de la garantía, tal y como en términos generales la concibe el ordenamiento mercantil patrio, se remontan al siglo XVIII en Inglaterra(511), particularmente en el campo propio del seguro marítimo. Los bienes asegurados, in illo tempore (carabelas, barcos, mercancías, etc), se encontraban frecuentemente en lugares distantes e inaccesibles y no era posible, por lo tanto, que fueran inspeccionados –de ordinario- por el asegurador. Este, no obstante tal dificultad, expedía la correspondiente póliza, pero quedaba sujeto por entero a la información dada por el asegurado en relación con los elementos y características que servían para determinar, en forma más o menos precisa, el bien o bienes asegurados. Además de tales declaraciones contenidas en la póliza,

detrimento del equilibrio económico de la contratación” (CCXXXI, pág., 746) y que “Lo abusivo –o despótico- en este tipo de cláusulas –que pueden estar presentes en cualquier contrato y no sólo en los de adhesión o negocios tipo-, se acentúa aún más si se tiene en cuenta que el asegurador las inserta dentro de las condiciones generales del contrato (art. 1047 C. de Co), esto es, en aquellas disposiciones –de naturaleza volitiva y por tanto negocial- a las que adhiere el tomador sin posibilidad real o efectiva de controvertirlas, en la medida en que han sido prediseñadas unilateralmente por la entidad aseguradora, sin dejar espacio –por regla general- para su negociación individual”. (Cas. Civ. 2 de Febrero de 2001, Exp. 5670; Vid, igualmente Cas. Civ. 21 de Mayo de 2002, Exp. 7288)

5. Sea o no sustancial, en los términos ya reseñados, debe tener o guardar –alguna- relación con el riesgo(?), esto es, con el suceso incierto que no depende exclusivamente de la voluntad del tomador, asegurado o beneficiario (art. 1054 C. de Co), que es asumido por el asegurador, a voces del artículo 1.037 del estatuto mercantil, puesto que de lo contrario, ello se prestaría para la incubación de abusos y conflictos que, al unísono, eclipsarían la teleología bienhechora de la institución del seguro. Sobre el particular, está de acuerdo la communis opinio patria(?). Tanto es así que el artículo en comentario, al proclamar la sustancialidad o insustancialidad, lo hace de cara al riesgo, como quiera que éste es el punto de referencia empleado por el legislador vernáculo –en lo pertinente-, lo que denota, entonces, que en cualquiera de los prenotados supuestos, incluso el de la insustancialidad, el riesgo debe hacer presencia, así sea moderada o sutilmente.

Y es que ciertamente no puede concebirse en el contrato de seguro, in toto, una desconexión plena o absoluta entre la garantía y el riesgo, pues aquella puede ser o determinante en la asunción de aquel por parte del asegurador o bien servir para el mantenimiento cabal del equilibrio técnico, a la par que de la ecuación : riesgo-prima …”. Sala de Casación Civil. Sentencia del 30 de septiembre de 2002

509 Cfr. Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 30 de septiembre de 2002 (Exp. 4799). Cfr. Sentencia del 19 de noviembre de 2001 (Exp. 5978). Cfr. Sentencia del 14 de diciembre de 2001. (Exp.6230).

510 Las consecuencias derivadas del incumplimiento de garantías han sido ampliamente desarrolladas por la doctrina local. Al respecto, vid., entre otros, Ossa Gómez, Jorge Efrén. Teoría general del seguro. El contrato. Op.Cit., pp,321 y ss. También se puede consultar, López Blanco, Hernán Fabio. Comentarios al contrato de seguro. Op.Cit., pp.75 y ss. Desde el punto de vista jurisprudencial existen también varios pronunciamientos. Cfr. Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 19 de noviembre de 2001 (Exp.5978) y sentencia del 14 de diciembre de 2001 (Exp.6230).

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el asegurado se comprometía a realizar o cumplir con determinada conducta, lato sensu (facere o non facere), que era primordial para el asegurador, v.gr. dotar las naves con determinado número de marineros, o de armas durante las travesías marítimas, etc. En numerosas ocasiones, las declaraciones dadas al asegurador no eran ciertas o este no cumplía, en forma total o parcial, con la conducta que había prometido realizar a favor de su cocontratante, hecho que llevó a algunos empresarios, desventuradamente, a convertir las pólizas en verdaderas marañas de garantías, en las que, cualquier infracción del asegurado, por leve o intrascendente que fuera, era suficiente para denegar el pago de las indemnizaciones reclamadas por causa o con ocasión de los siniestros, otrora materializados. Tales circunstancias originaron, entre las partes contratantes, sonados procesos judiciales en los que se determinó jurisprudencialmente el alcance y naturaleza de las afirmaciones efectuadas –ex ante- y, sobre todo, de las promesas concernientes a las conductas futuras a cargo del asegurado y su influencia en torno a la responsabilidad contractual del asegurador. Por cerca de una centuria, así concebidas, las garantías fueron censuradas tanto por Tribunales, doctrinantes e, incluso, por buena parte de los mismos aseguradores, conscientes de la distorsión generada. Con todo, una vez sometidas –mutatis mutandis- a un proceso de catarsis, fueron de nuevo admitidas y utilizadas con frecuencia en el marco del contrato de seguro, tal cual acontece en la actualidad, sin que por ello, ex abundante cautela, no ameriten ser auscultadas, in concreto, conforme a las circunstancias, dado que, in casu, eventualmente pueden traducirse en detonantes de abusos, al punto que, de cara a precisos supuestos, pueden tornarse abusivas las cláusulas que las contengan, con las secuelas que de ello se derivan en la órbita negocial. A lo anterior hay que agregar que en el desarrollo y evolución del negocio jurídico aseguraticio, un apreciable número de las primeras pólizas pertenecientes a los seguros terrestres, v.gr. las de incendio, fueron suscritas con arreglo a condiciones similares a las que se exigieron en el seguro marítimo. El Código de Comercio de 1971, como es bien sabido, reguló este instituto en el campo del supraindicado seguro marítimo, en donde ha tenido su aplicación y desarrollo histórico más fecundo (artículos 1715 a 1721), pero de manera singular, a fuer que novísima, la consagró también dentro del título V del libro IV destinado al contrato de seguro terrestre, en los artículos 1061 a 1064.  La génesis de los actuales artículos 1061 y 1062 se encuentra en los artículos 1957, 1958 y 1959 del proyecto de Código de Comercio que el Gobierno Nacional encomendó a una comisión de juristas en el año de 1958. Los citados artículos, in extenso, eran del siguiente tenor:  “Artículo 1957. Se entenderá por garantía la promesa en virtud de la cual se obligue al asegurado a hacer o no determinada cosa, o a cumplir determinada exigencia, o mediante la cual afirme o niegue la existencia de determinada situación de hecho. “La garantía podrá ser expresa o implícita.

“La garantía, sea o no sustancial respecto del riesgo, deberá cumplirse estrictamente. En caso contrario, terminará el contrato desde el momento de la infracción. Y será nulo, si la garantía fue condición determinante de la voluntad del asegurador. 

511 “…No es hasta 1786 que encontramos la garantía en acción totalmente desarrollada en De Hann vs. Hartley” (William R. Vance The history of the development of the warranty in insurance law, Yale Law Journal, Vol. XX, No. 7, pag. 529

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“Artículo 1958. Se excusará el no cumplimiento de la garantía cuando, por virtud del cambio de circunstancias, ella ha dejado de ser aplicable al contrato, o cuando su cumplimiento haya llegado a significar violación de una ley posterior a la celebración del contrato. “Artículo 1959. La garantía expresa deberá constar en la póliza o en los documentos accesorios a ella. Podrá expresarse en cualquier forma que indique la intención inequívoca de otorgarla. A menos de ser incompatibles, la garantía expresa y la implícita no se excluirán la una a la otra (Proyecto de Código de Comercio, Bogotá, 1958, Tomo I, pag. 416).  Los tres preceptos antes mencionados, se reprodujeron en el actual Código de Comercio en los arts. 1061 y 1062, con puntuales variaciones, aun cuando de acentuada relevancia. En efecto, el artículo 1062, ad pedem litteris, siguió la redacción del 1058 del proyecto. El artículo 1061 refundió en un sólo texto los artículos 1957 y casi la totalidad del 1959; conservó la definición de garantía; suprimió la referencia a la garantías expresa e implícita y la parte final del artículo 1959, relativa a la incompatibilidad entre las dos clases de garantías, aspectos estos –los dos últimos- que se encuentran tatuados en el artículo 1715 del C. de Co. actual.  Sin embargo, la modificación de más trascendencia, importa resaltarlo, fue la introducida al segundo inciso del artículo 1957 del proyecto, pues en el tercer inciso del artículo 1061 se consagró que “La garantía, sea o no sustancial respecto del riesgo, deberá cumplirse estrictamente. En caso contrario, el contrato será anulable. Cuando la garantía se refiera a un hecho posterior a la celebración del contrato, el asegurador podrá darlo por terminado desde el momento de la infracción”.  Un parangón entre los dos textos, permite deducir que ambos consagran una consecuencia jurídica diversa en caso de incumplimiento o infracción de la garantía, pues al paso que el proyecto de 1958 establecía la terminación automática del contrato de seguro o la nulidad cuando la garantía era determinante del asentimiento del asegurador, el Código actual consagra su anulabilidad y si la garantía se refiere a un hecho posterior a la celebración del contrato, la terminación del mismo desde el momento de la infracción, a opción del asegurador. La garantía - entendida en su estructura medular preponderantemente como promesa del candidato a tomador -, en un todo de acuerdo con la regulación actualmente vigente, fruto de las deliberaciones anteriormente referidas, reviste pues varias características capitales, sin perjuicio de otras, por de pronto, de menor rango: 1. Está concebida y definida, primigeniamente, se itera, como una arquetípica “promesa”(512), a diferencia de lo establecido en otros países inscritos en el sistema del Common Law –más proclive a esta figura, no muy socorrida, es cierto, en el derecho continental- en los que se considera una condición(513), aspecto que en el plano jurídico, es de importancia, pues si fuera lo segundo, su incumplimiento no daría lugar al nacimiento o floración de la obligación a cargo del asegurador y el beneficiario, correlativamente, no

512 Según lo explicó la Comisión redactora del proyecto de Código de Comercio de 1958 en su Exposición de

Motivos: “La garantía, al tenor del artículo 1957, es la promesa en virtud del cual el asegurador se obliga a hacer o no determinado cosa, o a cumplir determinada exigencia, o mediante la cual afirma o niega la existencia de determinada situación de hecho” (op. cit. Tomo II, pag. 562). 513 En el caso De Hahn vs. Hartley, antes citado, el Lord Mansfield expresó que “… una garantía… es una condición de una contingencia y a menos que sea cumplida no hay contrato” (Vance, History op. cit pag. 530); “Una garantía,….es una cláusula en un contrato de seguros que prescribe como una condición de la responsabilidad del asegurador, la existencia o ocurrencia de un hecho afectando el riesgo” Edwin Patterson, Essentials of Insurance Law Mc Graw -Hill, 1935 pag 261.

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podría reclamar la prestación asegurada, pues no tendría derecho para hacerlo, por sustracción de materia (ens real) y sabido es que el débito (deber de prestación) si puede irrumpir, independientemente que, a posteriori, el asegurador pueda dar por terminado el negocio jurídico, como expresamente lo señala el artículo 1061 del C. de Co. Siendo como es, una “promesa” (promissus), su infracción no tiene la fuerza intrínseca de impedir el nacimiento del derecho a la indemnización (carácter o naturaleza impeditiva), si se realiza el riesgo amparado, en desarrollo del contrato respectivo. El artículo 1061 del Código de Comercio, abarca dos diferentes tipos –o tipologías- de garantías que la doctrina(514), comúnmente, denomina: de conducta, en virtud de la cual el asegurado –mejor el tomador- se obliga a hacer o no determinada cosa, y afirmativas, vale decir, las que conciernen a una declaración –de conocimiento o de ciencia- mediante la cual se afirma o niega una concreta situación de hecho (factum) 2. Debe constar por escrito, bien en la póliza extendida por el asegurador, o en los documentos accesorios a ella (art. 1048, C. de Co.). 3. Puede expresarse en cualquier forma que indique el propósito manifiesto, amén de fidedigno de otorgarla, “… vale decir, que debe pactarse de tal manera que, según lo define el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, “no admita duda”, ni se preste a equívocos” (Sentencia de 19 de Noviembre de 2001, Exp 5978; Vid. en el mismo sentido, Sentencia de 14 de diciembre de 2001, Exp. 6230). Ello significa que el lenguaje usado por los contratantes debe ser lo suficientemente claro y explícito, para deducir, atendida la naturaleza del riesgo, que determinada declaración del asegurado, o conducta futura (positiva o negativa), ha sido dada o asumida en forma inequívoca, como garantía a favor del asegurador.  4. Puede ser sustancial o insustancial respecto del riesgo asegurado, dependiendo de los términos en que haya sido acordada por las partes. En desarrollo del principio de interpretación consagrado en el artículo 28 del C.C., las palabras de la ley deben entenderse en su sentido natural y obvio, luego, el adjetivo “sustancial”, utilizado por el legislador en el artículo 1061 del Código, significa “que constituye lo esencial o más importante de algo”(515).  Así, la garantía será sustancial al riesgo si se exige como presupuesto determinante -o basilar- de la asunción de éste por parte del asegurador e, insustancial en caso contrario, en el que podría exigirse, entre otros cometidos, con la confesada y precisa misión de preservar el equilibrio técnico que, respecto de la relación aseguraticia, en línea de principio rector, debe existir entre el riesgo y la prima, sin que por ello esta exigencia se torne anodina o estéril, como quiera que la ausencia de sustancialidad, de plano, no quiere denotar trivialidad o nimiedad, expresiones de suyo divergentes.  En todo caso, sea o no sustancial, stricto sensu, el asegurador al redactar o concebir los términos de la estipulación de garantía a la que posteriormente adhiere el tomador, debe obrar con sumo cuidado y prudencia, con el fin de que su alcance y contenido, en manera alguna, lesione el acerado postulado de la lealtad contractual (correttezza) o genere un desarreglo significativo en torno a los derechos y obligaciones que surgen para las partes en virtud de la celebración del contrato, porque en tales eventos, como se anticipó, la cláusula

514 ? Vid. William, Vance, Law of Insurance, St Paul Minn, 1951 pg. 410 y J. Efrén Ossa Teoría General del Seguro, El contrato, Bogotá, 1992 pag. 362515 ? Diccionario de la Lengua Española 

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contentiva de dicha promesa podría tornarse abusiva, en contravía del postulado de la buena fe –objetiva- y, claro está, del ordenamiento jurídico, y de la jurisprudencia que, con ahínco, propenden por su destierro, por entenderla contraria a la “justicia contractual” –en su genuino sentido- y, de paso, transgresora de caros derechos, dignos de tutela, en sede judicial. Sobre este preciso tópico, ya tuvo oportunidad la Sala de puntualizar que “… en la formación de un contrato y, específicamente, en la determinación de “las cláusulas llamadas a regular la relación así creada, pueden darse conductas abusivas”, ejemplo prototípico de las cuales “lo suministra el ejercicio del llamado ‘poder de negociación’ por parte de quien, encontrándose de hecho o por derecho en una posición dominante en el tráfico de capitales, bienes y servicios, no solamente ha señalado desde un principio las condiciones en que se celebra determinado contrato, sino que en la fase de ejecución o cumplimiento de este último le compete el control de dichas condiciones, configurándose en este ámbito un supuesto claro de abuso cuando, atendidas las circunstancias particulares que rodean el caso, una posición de dominio de tal naturaleza resulta siendo aprovechada, por acción o por omisión, con detrimento del equilibrio económico de la contratación” (CCXXXI, pág., 746) y que “Lo abusivo –o despótico- en este tipo de cláusulas –que pueden estar presentes en cualquier contrato y no sólo en los de adhesión o negocios tipo-, se acentúa aún más si se tiene en cuenta que el asegurador las inserta dentro de las condiciones generales del contrato (art. 1047 C. de Co), esto es, en aquellas disposiciones –de naturaleza volitiva y por tanto negocial- a las que adhiere el tomador sin posibilidad real o efectiva de controvertirlas, en la medida en que han sido prediseñadas unilateralmente por la entidad aseguradora, sin dejar espacio –por regla general- para su negociación individual”. (Cas. Civ. 2 de Febrero de 2001, Exp. 5670; Vid, igualmente Cas. Civ. 21 de Mayo de 2002, Exp. 7288) 5. Sea o no sustancial, en los términos ya reseñados, debe tener o guardar –alguna- relación con el riesgo(516), esto es, con el suceso incierto que no depende exclusivamente de la voluntad del tomador, asegurado o beneficiario (art. 1054 C. de Co), que es asumido por el asegurador, a voces del artículo 1.037 del estatuto mercantil, puesto que de lo contrario, ello se prestaría para la incubación de abusos y conflictos que, al unísono, eclipsarían la teleología bienhechora de la institución del seguro. Sobre el particular, está de acuerdo la communis opinio patria(517). Tanto es así que el artículo en comentario, al proclamar la sustancialidad o insustancialidad, lo hace de cara al riesgo, como quiera que éste es el punto de referencia empleado por el legislador vernáculo –en lo pertinente-, lo que denota, entonces, que en cualquiera de los prenotados supuestos, incluso el de la insustancialidad, el riesgo debe hacer presencia, así sea moderada o sutilmente.  Y es que ciertamente no puede concebirse en el contrato de seguro, in toto, una desconexión plena o absoluta entre la garantía y el riesgo, pues aquella puede ser o determinante en la asunción de aquel por parte del asegurador o bien servir para el mantenimiento cabal del equilibrio técnico, a la par que de la ecuación : riesgo-prima

516 “La garantía tiene una estrecha relación con las obligaciones que la ley o el contrato imponen al asegurado de declarar o mantener el estado del riesgo (libro III, Título V, artículos 881 y 883). Pero a la vez difiere substancialmente de ellas en cuanto a su esencia y a su contenido”. Exposición de motivos Proyecto de 1958, Tomo II, pag. 562.517 ? “Garantías totalmente extrañas al riesgo asegurado deben desestimarse, tenerse por no escritas, por incongruentes con la filosofía y los fines de la institución” (Ossa Efrén, Teoría General del Seguro, El Contrato, Temis, Bogotá 1991, pg. 359) “La disposición lo que dice es que la garantía puede no ser sustancial respecto del riesgo, no que no tenga relación con éste” (Gustavo De Greiff Restrepo, Las Garantías en el Derecho de Seguros, en Ensayos Sobre Seguros, Homenaje al Dr. J. Efrén Ossa, Fasecolda, Bogotá 1992, pag. 98).

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Si ello no fuere así, cumple memorarlo, algunas de las pólizas de seguros podrían ser, como lo fueron en el pasado en el viejo continente, verdaderas “selvas de garantías” –para emplear un descriptivo término utilizado en la doctrina(518[30])-, en las que cualquier infracción trivial, intrascendente o irrelevante de parte del tomador, serviría de pretexto al asegurador para no honrar la palabra primigeniamente empeñada, con las letales consecuencias que ello generaría en la vida de la relación negocial y, consiguientemente, en quiebre frontal del arraigado principio de la conservación del negocio jurídico (pervivencia in negotio). 6. Por último, ella debe cumplirse estrictamente. En la Exposición de Motivos del proyecto de 1958, la Comisión redactora claramente expresó que “La garantía sea o no sustancial al riesgo, ha de ser objeto de cumplimiento estricto. La declaración debe ser substancialmente exacta. No siéndolo se afecta la validez misma del contrato. Esto que se predica de la celebración del contrato vale también respecto de su ejecución. El no cumplimiento de la garantía, aunque no sea substancial al riesgo, significa terminación del contrato, por constituir infracción de las obligaciones o cargas que él origina”. (se subraya; op. cit, pag. 562). Ahora bien, descendiendo al análisis del presente caso, una vez efectuadas las precedentes consideraciones generales, indispensables para fijar el recto entendimiento del artículo 1061 del C. de Co., materia de censura casacional, estima la Sala que el Tribunal de Medellín, en puridad, no interpretó erróneamente el artículo en referencia, en cuanto consideró, en esencia, que cualquiera que fuera la naturaleza especifica de la garantía, ella “…tiene que tener alguna vinculación con el riesgo”, habida cuenta que tal afirmación se encuentra en armonía con el alcance y sentido de la norma antes citada, tal y como se examinó. Empero, el Tribunal también consideró que el incumplimiento de la garantía "… debe significar un incremento de probabilidad de ocurrencia del siniestro o del daño que de él dimana. Así lo ha entendido la doctrina y es la interpretación que se acomoda al precepto transcrito y a la esencia teórica de las garantías” (se subraya), afirmación que a juicio de la Sala, sí constituye una interpretación que no está en estricta consonancia con el artículo 1061 del Código de Comercio, por cuanto la norma no condiciona la configuración del incumplimiento de la garantía -ni in integrum, ni in partis-, al incremento en la probabilidad de ocurrencia del siniestro como lo entendió el Tribunal, hermenéutica que, por plausible que pudiera resultar, le agrega –o insufla- un condicionante inexistente, no sólo en su contenido actual -de lege data-, sino también respecto de la historia fidedigna de la norma interpretada, aludida precedentemente, en prueba inequívoca de su etiología legislativa.  La tesis, además, no es armónica en su formulación, puesto que si bien admite la validez de la garantía insustancial relacionada con el riesgo, a renglón seguido se la niega, al exigir sustancialidad en el incumplimiento de la garantía que, en opinión del Tribunal, debe traducirse en un indefectible incremento en la posibilidad de realización del riesgo asegurado, requisito que realmente no existe en el artículo en mención y, no existe, justamente, porque enfáticamente la norma pregona la aducida insustancialidad, en testimonio de que la mencionada exigencia, per se, no es de recibo en la órbita preceptiva. Dicho en otros términos, el artículo 1061 del C. de Co., a manera de plus, no exige que inexorablemente deba existir una íntima, estrecha e indisoluble relación –o comunión- con el riesgo, concretamente en lo tocante con el incremento en la probabilidad de realización del mismo, toda vez que es una cautela que, de jure condito, no demandó la norma en estudio, constituyéndose en un aditamento de origen extra-legislativo, por respetable y loable que sea.  Ya se expresó, abundando en razones, que incluso la garantía insustancial frente al riesgo asegurado debe ser cumplida en forma estricta -interpretación avalada por los antecedentes del

518 William Vance, The History…, op. cit pg.534275

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precepto en cuestión -, luego, si el tomador o asegurado, según el caso, se abstienen de realizar el débito prestacional al que se encuentran obligados en virtud de la garantía otorgada –o lo realizan incorrectamente-, habrán incumplido –en principio- la lex contractus, por manera que tal conducta, inicialmente reprobable, facultará al asegurador para pedir la anulación del contrato o su terminación, según fuere el caso, sin que sea necesario para configurar la anunciada inejecución negocial, que ésta se traduzca inequívoca e invariablemente, es decir en todos y cada uno de los casos, en un perceptible aumento en la posibilidad de realización del riesgo asegurado.”519

CAPÍTULO IXLa subrogación en el contrato de seguro

Descripción general:

La institución de la subrogación aseguraticia, regulada en el artículo 1096 del Código de Comercio, constituye, a no dudarlo, una de las figuras más destacadas en el ámbito propio del contrato de seguro y, muy especialmente, de los seguros de daños. Por esa razón, en el presente capítulo, el lector econtrará una completa explicación de tipo jurisprudencial en torno a los alcances de la figura y la vieja discusión en torno a la corrección monetaria al interior de la misma.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a) ¿Cómo debe aplicarse la figura de la subrogación en materia aseguraticia?

b) ¿Cuál es el monto al que corresponde dicha subrogación?

c) ¿Está incorporada la corrección monetaria a los derechos por los cuales se subriga el asegurador?

519 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 20 de septiembre de 2002. 276

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Palabras clave: Subrogación en los seguros de dañosCorrección monetaria

El estudio que se presenta a continuación aborda una de las temáticas de mayor importancia en materia de seguro de daños, como e sla subrogació del asegurador. El texto hace parte de una sentencia proferida por la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, calendada el dieciocho (18) de mayo de 2005 (Exp.832-01) y cuyo magistrado ponente fue el autor de la presente obra. La providencia fue aprobada por la Sala integrada por los doctores Edgardo Villamil Portilla, Manuel Isidro Ardila, Jaime Alberto Arrubla Paucar, Pedro Octavio Munar Cadena, Silvio Fernando Trejos, César Julio Valencia Copete y Carlos Ignacio Jaramillo (como magistrado ponente).

1.Consideraciones expuestas por la Sala en lo tocante con el tema objeto de estudio:

Pues bien, frente al tema objeto de estudio sostuvo la Corte que “1. Con el propósito de explicitar la ratio de la modificación jurisprudencial que se realizará mediante esta providencia, es útil memorar, ab initio, que la Corte, desde hace más de dos décadas, ha sostenido mayoritariamente que las entidades aseguradoras, cuando ejercen la acción subrogatoria de que trata el artículo 1096 del Código de Comercio, no pueden reclamar del tercero causante del daño, a posteriori, el reconocimiento de la corrección monetaria de la suma –total o parcial- cancelada en su momento por el asegurador al titular de la prestación asegurada.

Dicha tesis, afirmada en diversas sentencias de las que son ejemplo las proferidas el 22 de enero de 1981  (G.J. CLXVI, pág. 156);  6 de agosto de 1985  (G.J. CLXXX, pág. 239);  23 de septiembre de 1993 (G.J. t. CCXXV, pág. 567);  13 de octubre de 1995  (G.J. CCXXXVII, pág. 1123);  25 de agosto de 2000 (exp.: 5445)  y 22 de noviembre de 2001 (exp.: 7050), hoy objeto de nuevo análisis, hunde sus raíces en diversas razones, primordialmente las siguientes: a) como el contrato de seguro está gobernado por el principio indemnizatorio, el  derecho  del  asegurador  necesariamente  debe  circunscribirse al monto de la suma pagada por él, pues de lo contrario se generaría un enriquecimiento en su favor;   b) la subrogación a que se refiere el artículo 1096 del Código de Comercio, es singular, como  quiera  que  la  aseguradora,  cuando paga la indemnización, no  paga  como  tercero,  sino  que  cancela  una  deuda  propia. Por eso no puede afirmarse que ella debe ser indemnizada; c) la obligación de indemnizar a cargo del causante del daño debe mirarse,  enfrente  del  asegurador,  dentro  del  marco  del pago que éste hizo en virtud del contrato de seguro, por lo que no se entendería  que  la compañía de seguros pueda pedir una corrección monetaria que no satisfizo al asegurado;  d) si el pago de la indemnización por la ocurrencia del siniestro no provoca desequilibrio contractual o empobrecimiento del asegurador, éste efecto tampoco se genera en cabeza suya por el reembolso nominal que haga el tercero;  e) la expresión “hasta concurrencia del importe”, debe ser interpretada de forma literal, como lo establece el artículo 27 del Código Civil, en cuanto se trata de un límite cuantitativo fijado por la ley;   f)  Aunque es posible que el monto de la  condena  que  se  imponga  al  tercero  responsable  en  beneficio del asegurador que ejerce la acción subrogatoria, sea inferior  al  que se le habría  impuesto si el demandante fuera la propia  víctima,  ello  se  explica por la presencia de un asegurador, que  ha  recibido una contraprestación –la prima- por asumir el riesgo.

2. Sin embargo, un nuevo y articulado reexamen de las disposiciones que regulan la materia, principalmente al amparo de los criterios literal, histórico, teleológico y sistemático de interpretación, aunado –ello es medular- a la reciente concepción prohijada por la Corte en torno a la naturaleza general de la corrección monetaria, conducen a la Sala, como se anticipó, a modificar su jurisprudencia y, por ende, a concluir de modo diverso, esto es,

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afirmando la procedencia del ajuste monetario de las condenas que, por concepto de la indemnización efectuada con anterioridad, lleguen a imponerse a favor de las aseguradoras, cuando hacen efectivo, recta via, el derecho a la subrogación en los términos del artículo 1096 del estatuto mercantil.

Las razones de este cambio de postura, ciertamente no son pocas, y a través de su exposición, in casu, se analizará cómo los argumentos que respaldaban la tesis contraria, en opinión de la Corte, hoy no revisten la fuerza intrínseca e impeditiva que otrora les fue otorgada, muy especialmente a la luz de una jurisprudencia reiterada que, en punto tocante con la precitada naturaleza jurídica de la corrección monetaria –o indexación-, sufrió una profunda modificación, sin perjuicio de la militancia de otros argumentos adicionales de estirpe jurídica, pasibles de escrutinio panorámico, conforme se examinará a continuación, basamento de la tesis que, ex novo, mayoritariamente ha adoptado la Sala. 

2. El fundamento de la corrección monetaria y su proyección general en el contrato de seguro:

Es criterio decantado, con arreglo a moderna y acerada doctrina, que la corrección monetaria, en sí misma considerada, no constituye un factor adicional del daño, como en el pasado se sostuvo por un sector de la jurisprudencia –incluída la colombiana- y la dogmática del ramo (daño emergente), toda vez que ella, en estrictez, no es más que lo que denota su significado semántico: la mera actualización de una determinada suma de dinero, sin que ese ajuste, per se, entrañe alteración o mutación objetiva del quantum primigenio, pues la operación de indexar conduce, necesariamente, a una cifra que equivale cualitativamente al monto que se indexa, en cuanto reconstruye o restaura la capacidad adquisitiva del dinero, la que se puede ver minada por el transcurso implacable del tiempo, sobre todo en economías sometidas a un proceso sostenido de carácter inflacionario.

Desde esta perspectiva, resulta adamantino que la corrección monetaria no se compagina con la arquitectura indemnizatoria que, ab antique, es propia de la responsabilidad civil, sea ella contractual o extracontractual, pues su propósito es uno muy otro al de reparar el daño causado por el infractor. Con ella, tan sólo se pretende preservar incólume el poder adquisitivo del dinero, sin agregarle nada a la obligación misma, lo que significa que, en puridad, la indexación es un concepto que se ubica en la periferia de aquella problemática. En palabras de la doctrina especializada, acogida por esta Corte en las postrimerías de la pasada centuria, “No estamos aquí frente a un problema de responsabilidad civil sino que, por el contrario, nos hallamos en la órbita del derecho monetario, en donde la indexación se produce en razón de haber perdido la moneda poder adquisitivo. ¡Sólo eso, y nada más que eso!”

Sobre este mismo particular, ha precisado la Sala que si “la labor de interpretación y aplicación de la ley a cargo del juzgador solamente rinde verdaderos frutos, cumpliendo a cabalidad su cometido, cuando lo conducen a decisiones razonables y justas, es decir, cuando hace de la ley un instrumento de justicia y equidad, tórnase forzoso sentar que, justamente, ante la ausencia de norma expresa que prohíje la corrección monetaria en nuestra legislación y dado que la inestabilidad económica del país y el creciente deterioro del poder adquisitivo del dinero son circunstancias reales y tangibles que no pueden pasar desapercibidas al juez a la hora de aplicar los preceptos legales que adoptan como regla general en la materia, el principio nominalista, el cual, de ser aplicado ciegamente conduciría a graves e irreparables iniquidades, ha concluido la Corte, que ineludibles criterios de justicia y equidad imponen condenar al deudor a pagar en ciertos casos, la deuda con corrección monetaria” (Se subraya; G.J. t. CCLXI, Vol. I, 280). Es por ello por lo que esa “recomposición económica lo único que busca, en reconocimiento a los principios universales de equidad e igualdad de la justicia a los que de manera reiterada alude la jurisprudencia al tratar el tema de la llamada

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‘corrección monetaria’ (G.J, ts. CLXXXIV, pág. 25, y CC Pág. 20), es atenuar las secuelas nocivas del impacto inflacionario sobre una deuda pecuniaria sin agregarle por lo tanto, a esta última, nada equiparable a una sanción o un resarcimiento (cas. civ. de 8 de junio de 1999; exp: 5127)“, lo que quiere significar que “el fundamento de la corrección monetaria no puede ubicarse en la urgencia de reparar un daño emergente, sino en obedecimiento, insístese, a principios más elevados como el de la equidad, el de la plenitud del pago, o el de la preservación de la reciprocidad en los contratos bilaterales”, ya que “la pérdida del poder adquisitivo del dinero no afecta la estructura intrínseca del daño, sino su cuantía” (se subraya y resalta; cas. civ. de 9 de septiembre de 1999; exp. 5005; Vid: cas. civ. de 28 de junio de 2000; exp: 5348).  

Por consiguiente, al amparo de esta justiciera y novísima concepción, es necesario concluir que si la corrección monetaria no constituye un arquetípico daño –como antes expresa y categóricamente se le entendió por un sector de la doctrina y por la propia jurisprudencia-, nada le agrega al concepto de perjuicio indemnizable, razón por la cual, la circunstancia de ajustar monetariamente la suma que el tercero responsable debe cancelar al asegurador, tan sólo cumple el propósito de preservar, en su cabal y recta extensión, el poder adquisitivo de la moneda y, por reflejo, la capacidad liberatoria ínsita en los signos monetarios de curso forzoso (valor puramente intrínseco), todo con meridiano apoyo en la equidad, en atención a que el daño, como tal, sigue siendo el mismo (unicidad del perjuicio), sin que, por tanto, se hubiere alterado un ápice. En tal supuesto, entonces, la compañía de seguros no recibirá un peso más del que en su momento pagó al asegurado, pero tampoco un peso menos, lo que clara y objetivamente supone equilibrio, esto es, armonía y no desequilibrio o inarmonía, situaciones éstas que no deben campear en un Estado Social de Derecho, como forma de organización política adoptada en la Constitución de 1991 (art. 1º). En palabras de A. Favré y G.  Courtieu, el asegurador tiene derecho “nada más que a la indemnización pagada, pero a toda la indemnización” , entre otras razones, en virtud del axioma de la plenitud del pago, ya esbozado por esta colegiatura.

De allí que no pueda afirmarse, con acierto, que con el reconocimiento de la corrección monetaria se está cancelando, a manera de plus, un perjuicio adicional o complementario del que fue resarcido por el asegurador al asegurado, en cumplimiento del contrato de seguro, o que esa indexación, de ser admitida, comportaría un paladino enriquecimiento en cabeza del peticionario de la actualización, en este caso de la compañía de seguros, pues la indexación, per se, desde la perspectiva en comentario, no quita ni agrega daño. Hay pues que preconizar que el ajuste monetario, tratándose del perjuicio indemnizado, es incoloro; simplemente coloca las cosas en su justa medida cualitativa, sin adicionar, pero tampoco sin restar, operaciones éstas que no hacen –ni deben hacer- presencia de cara a la corrección o ajuste monetario, cuyo norte es muy otro, como se puntualizó. Al fin y al cabo, su misión es típicamente restaurativa, no expansiva, stricto sensu, como se indicó.

Es más, si de equilibrio se trata, la falta de reconocimiento de la corrección monetaria, más que evitar un enriquecimiento, lo que traduce es un efecto contrario, puesto que el acreedor recibiría valores envilecidos, desequilibrio éste que no tendría una causa jurídica suficiente que lo justifique o explique, en clara contravía de granados postulados que informan la ciencia jurídica contemporánea: uno de ellos, de acentuada valía, según el cual, en línea de principio, el derecho es bifronte y, por contera, llamado a propiciar un equilibrio en las relaciones inter-personales, el cual no debe resquebrajarse a pretexto de que el asegurador, una sociedad comercial económicamente solvente –aspecto fundamental e imprescindible para el cabal cumplimiento de su objeto social-, no se afecta si lo obtenido por la vía de la subrogación es menor, en términos reales, a lo que en su oportunidad desembolsó, a título de indemnización, pues tal suerte de entendimiento pasa por alto que si la compañía de seguros, en virtud de la subrogación, se convierte en titular del derecho a la indemnización frente al victimario, es precisamente porque ex ante le pagó al damnificado, esto es, al asegurado-

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beneficiario, que es, las más de las veces, la llamada “parte débil” en esa específica relación jurídica, en la que el asegurador sustituye a la víctima indemnizada, con todo lo que ello comporta. Desde luego que el derecho no puede fustigar al deudor que atiende sus compromisos contractuales, y condolerse de quien es llamado por su conducta infractora a responder por el daño que causó, quien no puede, ex gratia, resultar beneficiado, así sea indirectamente, al liberarlo del reconocimiento de la corrección monetaria. De allí que, en este punto, no tenga cabida el socorrido tema de la tensión que se suele generar entre la denominada “parte económicamente más fuerte” –o predisponente- y la precitada “parte débil”, menos aún si en un representativo número de casos, el responsable del siniestro es un profesional .                   En este mismo sentido, se debe memorar que otro de los fundamentos torales de la corrección monetaria, estriba en que el deudor debe hacer un pago completo a su acreedor, para liberarse de su deber de prestación (art. 1649 C.C.), por manera que quien paga parcialmente, no puede aspirar a que, in extenso, la deuda quede saldada, en claro desconocimiento del principio de integralidad –o plenitud- que informa los modos de extinguir las obligaciones. Por consiguiente, si el tercero victimario paga sin reconocer la respectiva indexación, su pago será incompleto o parcial y, por lo mismo, insuficiente para solucionar la deuda.

De allí que la Corte, de tiempo atrás, haya señalado que si la obligación no es pagada oportunamente, se impone reajustarla, para representar el valor adeudado, porque esa es la única forma de cumplir con el requisito de la integridad del pago” (se subraya; CLXXVI, pág. 136) . Tal la razón por la que ha expresado que “el deudor no puede pretender, per se, liberarse de la obligación, entregando a su acreedor especies o signos monetarios apocados” (cas. civ. de 19 de noviembre de 2001; exp.: 6094), por el flagelo inflacionario.

Cumple anticipar, además, que el derecho a la corrección monetaria no conspira contra el  principio indemnizatorio latente en los seguros de daños, pues lo que en realidad quiere significar tan neurálgico postulado, en su real y cristalina esencia, es otra cosa enteramente diferente: evitar que el asegurado se enriquezca a costa del asegurador y, por reflejo, de la comunidad -o masa- asegurada, bien entendida, habida cuenta que el seguro, en desarrollo de potísimas y centenarias reglas áureas, no puede constituirse en fuente de enriquecimiento. Por ello es por lo que aquél no está legitimado para recibir suma superior al monto de los perjuicios sufridos o experimentados, tanto más cuanto que la prima del seguro se calcula, como se sabe, en función del riesgo asumido (ecuación prima-riesgo). Sobre éste último tópico es categórico el artículo 1.088 del C. de Co, a cuyo tenor: “Respecto del asegurado, los seguros de daños serán contratos de mera indemnización y jamás podrán constituir para él fuente de enriquecimiento”.   

En esta misma línea argumentativa, corresponde entonces entender que el asegurador, ex post, no pueda perseguir una suma superior a la previamente indemnizada al asegurado (circunscrita a su valor o expresión real), ya que ello sería tanto como tolerar su indebido e ilegítimo enriquecimiento y correlativamente el empobrecimiento del agente del daño, a sabiendas de que la entidad aseguradora, merced al pago realizado, sustituye jurídicamente al asegurado, quien por mandato legal no podía –ni puede- enriquecerse, a la par que por elementales reglas propias del derecho común, en la que se entronizan caros postulados de la justicia distributiva.  Es en este sentido en que debe interpretarse el contenido del artículo 1.096 del C. de Co., en concreto las locuciones “...hasta concurrencia de su importe”, referentes a la fijación de un límite objetivo de su pretensión, en la inteligencia, claro está, de que la actualización o ajuste monetario forma parte rigurosamente del concepto ‘importe’ y, por ende, no puede ser escindido y menos catalogado como un plus huérfano de ligamen, puesto que la corrección monetaria, se itera, no tiene el carácter de ganancia o de riqueza para el que la reclama, sea el asegurador, sea otro sujeto diferente, como en general lo puso

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de relieve esta Corporación, a partir de los fallos de 8 de junio y 9 de septiembre de 1999, según se acotó.

Lo anterior explica, a manera de gran compendio, que la suma -ya- corregida, en términos reales, es igual a la que se ajustó, vale decir, al “importe” de lo pagado por concepto de “una indemnización”, debidamente actualizada, como en este caso corresponde, sin que aflore enriquecimiento de especie alguna.         3. El fundamento teleológico de la acción subrogatoria consagrada en el artículo 1096 del Código de Comercio.         La acción personal subrogatoria consagrada en la legislación colombiana en el artículo 1096 del estatuto comercial, no obstante sus particularidades, se encuentra íntima y funcionalmente enlazada con la institución de la subrogación disciplinada por el ordenamiento civil, al punto que los fundamentos y los postulados medulares que le sirven de apoyatura en este específico régimen, en general, son los que informan la figura en la esfera mercantil, corolario del acerado principio indemnizatorio que, con tanto ahínco, campea en los seguros de daños -a diferencia de los de personas -, según explícita y autorizada mención ex lege, así como la realizada en la Exposición de Motivos del Proyecto de Código de Comercio Colombiano del año 1.958 (artículos 914-916).   Ello explica que se tengan por fundamentos cardinales de este instituto –entre otros- los siguientes, sin perjuicio que un sector de la doctrina se incline prevalentemente por los dos primeros:

1)Evitar,  a ultranza,  que el responsable del daño se exonere de responsabilidad, merced al pago efectuado por el asegurador al beneficiario del seguro, primigenio acreedor  de aquél, pues en caso contrario, se le estaría libertando de un débito que trasciende la esfera del ius privatum, así la condena, en línea de principio, se limite al mero resarcimiento económico. Expresado en otros términos, es claro que el ordenamiento desea que la conducta del victimario no quede impune, ora directa, ora indirectamente y, de paso, liberado de reconocer, en el ámbito patrimonial, el daño irrogado.

2) Impedir, en diáfano desmedro del principio indemnizatorio aludido, el enriquecimiento del asegurado, en la medida en que si no existiese la subrogación ex lege, bien podría obtener, por parte de  su asegurador, el resarcimiento del daño que experimentó,  a la par que de manos del propio autor del mismo, lo que evidentemente repugna a los más elementales principios jurídicos y éticos.                            3) Posibilitar  que la compañía de seguros, conforme a las circunstancias, pueda recibir unos recursos encaminados  a  lograr  una  más  adecuada  explotación profesional de la actividad aseguradora, toda vez que, indirectamente, se atenúan –así sea en mínima medida- los resultados adversos de la siniestralidad, lo que debe servir para que, en el plano económico, pueda atender mejor sus compromisos de orden contractual.

Desde esta perspectiva, resulta claro el origen y el carácter  del  derecho  radicado  en cabeza del asegurador, en virtud de la aludida subrogación personal, derecho que es derivado , como  lo  reconoce  autorizada  doctrina  sobre  la  materia  y,  por tal  motivo,  ayuno  de  sustantividad  y  autonomía,  como  quiera que  la  entidad  aseguradora  –he ahí la importancia del fenómeno sustitutivo que aflora de la subrogación-,  adquiere el mismo derecho que antes del pago residía en la órbita patrimonial del asegurado-damnificado.                   Con  otras  palabras, aunque la acción subrogatoria tiene su manantial en el pago que el asegurador le hace al asegurado-beneficiario  en  cumplimiento  de  la  obligación  que 

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contrajo  en virtud del  contrato de  seguro, el derecho que aquel ejerce al amparo de la referida acción frente a las “...personas responsables del siniestro”, no nace o deriva de la relación aseguraticia –a la que le es completamente ajena-, sino que procede de la conducta antijurídica  desplegada  por  el  victimario,  autor del daño que afectó al damnificado asegurado, según el caso.  Por tanto, el  pago  de  éste   tan  sólo  determina  su  legitimación  en  la causa para el ejercicio de la señalada acción, así como la medida del derecho que puede reclamar, pero no la naturaleza del derecho mismo, ni sus propiedades,  pues  éste  no  es  otro  distinto del que tenía la víctima antes de ser indemnizada por el asegurador.  Ello  explica  por  qué  “El  derecho  adquirido  por  el  asegurador, en  virtud  de  la  subrogación,  es  un  derecho derivado del que tenía el asegurado frente al tercero.   Dicho en otros términos, la acción que ejerce el asegurador contra  el  tercero es la misma acción que tiene el asegurado  contra  el  autor  del  daño.   Por  esta  razón  gozará  de  todos  los  beneficios  que esta acción tuviera y, al contrario, quedará  sometida  a  las  mismas  excepciones   que  podrían  ser  opuestas  al  asegurado” , lo que es apenas obvio si se tiene en cuenta que “su derecho se moldea... sobre el del asegurado” y, por consiguiente  –esto es nuclear-,  tiene  la  “misma  naturaleza  y  la  misma  extensión”, de suerte que tendrá “por base una responsabilidad contractual o una responsabilidad  delictual,  sin  que  el  asegurador  pueda  modificar  esa  base” .

Es  precisamente  ese  carácter  derivado del derecho del asegurador, el que se erige en la piedra de toque de la problemática  que  ocupa  la  atención  de  la  Sala,  en  la medida en  que  justifica  y  recrea  la  intangibilidad  del  crédito  subrogado a  favor suyo,  que  no  sufre  ninguna  mella o alteración  por  migrar  del  asegurado  a  la  entidad  aseguradora  (principio de identidad).  Muy  por  el  contrario,  ese  derecho  permanece  indeleble,  al punto  que  los  responsables  del  siniestro,  como  lo  impera  el artículo 1096 del Código de Comercio  –en muestra de diciente acatamiento de la prenotada etiología y naturaleza-,  podrán oponer al asegurador  las  mismas  excepciones   que   pudieren   hacer   valer   contra   el   damnificado,  es  decir,  no  una  defensa  precaria  o limitada por  el  hecho  de  ser  su  demandante el asegurador,  sino  una  que  tenga  el  talante  que  reclama el derecho  litigado,  sin miramiento  a  la  persona  que  se  presenta  como su titular.   Es  tan  claro  el  carácter  derivado  del derecho del asegurador –rectamente entendido-,  que  el  artículo 1.669 del Código Civil, como diáfano reflejo  de  la  aludida  transferencia   –‘transmisión’ o ‘traspaso’ en la  terminología  empleada  por  don  Andrés  Bello-,  estatuye  que “La subrogación,  tanto  legal  como  convencional,  traspasa al nuevo  acreedor  todos  los  derechos,  acciones  y  privilegios, prendas  e  hipotecas  del  antiguo”  (se subraya).

Y si el derecho del asegurador naciente del pago en referencia es derivado, como en efecto lo es, cuando lo ejerce y obtiene su reconocimiento, ora en el campo extrajudicial, ora en el judicial, no debe experimentar mengua de tipo alguno, menos por razones predicables únicamente del funcionamiento de la entidad aseguradora –como se examinará-, y no del damnificado, óptica que, en sana lógica, es la llamada a orientar la definición fidedigna de este tópico, pues se insiste en que el empresario en mención sustituye al damnificado originario e, ipso jure, se convierte en su nuevo titular, aun cuando la extensión y alcance de su prerrogativa jurídica, precisamente por ser derivada y no originaria o autónoma, como se indicó, están determinados a priori. Como lo afirma el mismo profesor Ossa en su referida obra, “el derecho es ‘el mismo’, porque la subrogación no lastima su identidad, ni modifica su naturaleza”, de lo que se desprende que si la víctima tenía derecho a la corrección monetaria, su sustituto, el asegurador, también lo tendrá.

Finalmente, en lo que a esta problemática atañe, cumple advertir que no se puede desconocer la naturaleza y esencia subrogatoria de la acción establecida en el artículo 1096 del Código de Comercio, so capa de que el asegurador, al cancelarle la indemnización al asegurado-beneficiario, no paga deuda ajena, sino deuda propia, pues no es posible confundir el pago por subrogación, como institución, con las causas que dan lugar a ella. Con otras

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palabras, la subrogación se produce –legal o convencionalmente- porque al acreedor “le paga” alguien distinto a su deudor (art. 1666 C.C.), sin que el instituto, en sí mismo considerado, pare mientes en las razones que motivan ese pago. La cancelación de deuda ajena es apenas una de las razones que dan lugar a la subrogación, como lo prevé el numeral 6º del artículo 1668 del Código Civil, pero no la única, como se pinceló y como con acierto lo pregonan la jurisprudencia y la doctrina especializada en el ramo, la que férreamente aboga por la pertinencia de la ampliación o ensanchamiento de los supuestos de la subrogación legal, en concreto cuando se paga una deuda propia . Por tanto, que la acción subrogatoria en comentario tenga como presupuesto material el pago de la obligación condicional del asegurador, emanada del contrato de seguro, no impide considerar la acción subrogatoria a que se refiere el artículo 1096 del estatuto mercantil, bajo la égida de la subrogación establecida en el derecho común, de la que es, mutatis mutandis, una de sus aplicaciones individuales, por ministerio de la ley, esa misma que no empleó un vocablo o arquitectura diferentes a la de la “subrogación”, con todo lo que ello implica, muy especialmente de cara a lo consignado en el artículo 822 del Código de Comercio, esto es, a la integración preceptiva, en lo pertinente, en el campo de las codificaciones del Ius privatum. Como diáfanamente lo expresa don Luis Claro Solar, al momento de examinar el alcance y modus operandi  de la subrogación en la esfera civil, quien paga “es colocado en todo y por todo en el sitio y lugar del acreedor a quien paga; puede todo lo que él podía para la satisfacción de su crédito”  4. La interpretación del artículo 1096 del Código de Comercio, desde la perspectiva del artículo 27 del Código Civil. Hermenéutica de la expresión “hasta concurrencia de su importe”.

Como se mencionó en párrafos anteriores, el derecho del asegurador es derivado –en el sentido que es el mismo que investía el asegurado-damnificado de cara al victimario- y, por tanto, en su esencia, no es ajeno al derecho que tenía aquel antes de ser resarcido por el primero en cumplimiento de las obligaciones que contrajo en virtud del contrato de seguro (principio de identidad). Por eso, además, la compañía de seguros tiene circunscrito su derecho al valor de la indemnización que satisfizo, lo que llevó al legislador a precisar en la aludida disposición mercantil, que el límite que restringe el derecho de la entidad aseguradora se extiende “hasta concurrencia de su importe”, expresión ésta que no se utilizó, de ninguna manera, para indicar que el derecho en cuestión tiene como frontera infranqueable la suma nominal que fue materia de reconocimiento ex contractu, sino para evitar que por esa específica vía la compañía pueda ejercer -para sí- la acción indemnizatoria plena, procurándose un beneficio patrimonial que no le pertenece y que, además, está reservado privativamente a la víctima cuando el pago  de la suma asegurada no  repara íntegramente el daño, el que en este caso será superior, quedando a salvo la posibilidad de que el damnificado, judicial o extrajudicialmente, reclame la diferencia, todo como corolario del arraigado principio de reparación integral que informa la materia.

En efecto, desde una perspectiva estrictamente jurídica, el vocablo ‘importe’ no puede ser considerado como inequívoca, amén que confesa expresión del principio nominalista, por cierto inaplicable tratándose de obligaciones de valor, como es el caso de la obligación de reparar el daño causado, según lo corrobora un amplio sector de la doctrina , en atención a que en el ámbito jurídico denota,  precisamente, lo mismo que revela su significado en el lenguaje corriente: “Cuantía de un precio, crédito, deuda o saldo.” (Diccionario de la Lengua Española).

El término “importe”, por lo tanto, debe ser entendido como medida del derecho de la compañía de seguros y no como el resultado de una inexpresiva e inconexa cifra, objeto de desembolso precedente por parte de aquella, como si ciertamente quedara inmutable o petrificada, para todos los efectos. Por eso no queda excluida la corrección monetaria, la cual, stricto sensu, no adiciona o agrega valor real, según se mencionó, pues simplemente

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propende por conservar la capacidad liberatoria del dinero (valor intrínseco), es decir del ‘importe’ otrora cancelado. Nada más, por manera que esta interpretación no riñe con el contenido del artículo 1096 en comentario, siendo entonces procedente entender que no se quiebra el contenido del artículo 27 del Código Civil, ya que desde la perspectiva indicada, “el sentido de la ley” es claro, máxime cuando el legislador, recta via, no introdujo ninguna cortapisa o valladar que inexorablemente impida el reconocimiento de la corrección monetaria.

En este sentido, de antaño, bien tiene precisado esta Corte, que “la hermenéutica legal no permite al Juez establecer limitaciones  a  un  principio  que  la  ley formula de un modo general [importe], comprensivo de todos los objetos de un mismo orden. Cualquier limitación de parte del Juez es arbitraria” (Sentencia de 29 de febrero de 1912), como en efecto tendría lugar si se efectúa una lectura  restrictiva  del  artículo  1096,  a sabiendas que en el vocablo “hasta concurrencia de su importe”, rectamente entendido, queda  inmersa  la  indexación,  en  guarda de un acendrado realismo monetario y de sólidos fundamentos jurídicos que escoltan la procedencia de la indexación en el derecho colombiano. Bien enseña el brocardo que “la ley, cuando quiso decir, dijo; cuando no quiso calló” (lex, ubi voluit, dixit; ubi noluit tacuit). De ahí que la Corte no aprecie en dicha norma, específicamente en lo que atañe a la referida expresión, ninguna limitación que, sin sombra de duda, obstruya de raíz la procedencia del ajuste monetario en cuestión.         Esta interpretación, por el contrario, se encuentra en consonancia con los antecedentes legislativos tomados en cuenta para la factura del precepto contenido en el artículo 1.096 del C. de Co, habida cuenta que todas las legislaciones que inspiraron –en forma prevalente- la redacción del Título V del Libro Cuarto del Código de Comercio, emplean, en lo fundamental, la misma terminología , sin que por ello en tales naciones se afirme que la voluntas legislatoris haya sido la de impedir que el asegurador, por la vía de la subrogación personal, obtenga la actualización monetaria, esto es que, de plano, no cuente con las herramientas jurídicas enderezadas a paliar los efectos de la inflación.

Así, por vía de diciente ejemplo, la doctrina italiana, tejida alrededor del artículo 1.916 del Código Civil del año 1.942, contentivo de una redacción prácticamente idéntica a la del artículo 1.096 del cuerpo mercantil, es terminante al avalar que la acción subrogatoria y la corrección monetaria, no son en modo alguno incompatibles, al punto que el asegurador, por esta específica senda, bien puede perseguir, en caso de materializarse un proceso inflacionario, la actualización de la suma –o importe- que previamente pagó. En este sentido, el catedrático de la Universidad de Roma, profesor Antigono Donati, identificado con el parecer del doctrinante  Sergio Ferrarini, observa que, “si en el lapso de tiempo comprendido entre el pago de la indemnización y su reconocimiento por parte del tercero se presenta una devaluación -de la moneda-...la subrogación tiene lugar por el importe superior al pagado por el asegurador. Y no puede ser de otra manera, porque preservándose el mismo  débito, el que originariamente era de valor, no puede mudar su naturaleza para transformarse en una deuda de dinero” (Se subraya) .

De igual manera, la doctrina argentina, sólo para auscultar dos de las cuatro legislaciones en comento, es categórica al momento de rechazar una interpretación restringida del artículo 80 de su ley del contrato de seguro de 1.967, como también lo es, se registra, la jurisprudencia de esa nación (fallo de 1976, entre varios).      Así, en el plano doctrinal, los Profesores Issac Halperin y Juan Carlos F. Morandi, ponen de relieve que en virtud de la subrogación “La transferencia se produce con todas las garantías y derechos, tanto de fondo como procesales; si se considera un supuesto de subrogación la solución es idéntica conforme al principio del art. 771, C. Civil. Debe juzgarse que incluye el derecho al incremento por desvalorización.” (Se subraya)

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Por consiguiente, no se puede negar la corrección monetaria de la suma que debe cancelar el tercero al asegurador que ejerce la acción subrogatoria, so capa de una interpretación literal del artículo 1096 del Código de Comercio, pues tal suerte de entendimiento aisla la disposición del contexto normativo en que ella se encuentra y, en general, del conjunto de normas civiles y comerciales que gobiernan la materia, pasando por alto, como bien lo aseveró el togado Celso, que “es antijurídico juzgar o dictaminar en vista de alguna pequeña parte de la ley, sin haberla examinado detenidamente en su totalidad” (Incivile est, nisi tota lege perspecta, una aliqua particula eius proposita, iudicare vel respondere). Por lo demás, en guarda de una antigua y sapiente máxima, importa recordar que la letra mata y el espíritu vivifica (littera enim occidit, spiritus autem vivificat), todo lo cual hace predicar que una hermenéutica ceñida a la literalidad del texto, como lo ha observado esta misma Corporación, en diversas oportunidades, no se acompasa con los moderados postulados que signan la interpretación de la ley, muy otros a los que de antaño estereotipaban el llamado método exegético, máxime si con ella, por aferrarse desmedidamente al textum, se socava el derecho sustancial, norte éste que, sea acotado de paso, guía el derecho contemporáneo.

5. La acción subrogatoria y los principios: neminem laedere y de reparación integral del daño.

Es incontestable que al ordenamiento jurídico, es la regla, le repulsa que una conducta dañosa quede impune. Por eso el legislador, inspirado en el postulado de contenido ético-jurídico que impone la conducta de no causarle daño a nadie, estableció que quien provoca un perjuicio está obligado a repararlo (arts. 1616 y 2341 C.C.), desde luego que de forma integral, pues no de otra manera se neutralizan, en la esfera patrimonial, las secuelas del acto ilícito.

Pero también es contrario a ese mismo axioma, que el agente del daño pueda derivar u obtener una ventaja del hecho de que una persona –natural o jurídica- haya pagado toda o parte de la indemnización respectiva. Al fin de cuentas, la medida de la obligación de reparar está determinada por el alcance del agravio y no por las calidades del acreedor, o por la forma cómo haya sido transferido –o traspasado- el derecho. Al margen de la legitimación, que es asunto muy otro, no se puede perder entonces de vista que la ley patria no propicia una interpretación que conduzca a que la conducta del sujeto responsable quede sin condena pecuniaria y que, por ese camino, el victimario resulte lucrado, directa o indirectamente.    De allí que el pago de la indemnización correspondiente deba comprender, en línea de principio, la corrección monetaria, pues la víctima no tiene porque asumir la pérdida del poder adquisitivo del dinero, ni el victimario puede obtener ventaja de esa circunstancia. Así, por lo demás, lo ha reconocido la Corte en múltiples pronunciamientos, sin que pueda –se precisa ahora- introducirse diferencia por el hecho de que sea un asegurador el que reclame el pago de la respectiva indemnización, pues la deuda es del mismo talante. Al fin y al cabo, donde hay identidad de razón, lo enseña la célebre y antigua máxima latina, debe existir identidad de derecho (Ubi eadem ratio, ibi idem jus debet esse), por manera que no resulta de recibo ninguna escisión, tanto más cuanto que el causante del daño, ello es basilar, debe responder con total prescindencia del contrato de seguro –como si éste no existiera-.

Así, por vía de ejemplo, puede acontecer que el asegurado–damnificado demande a su victimario para que le resarza el perjuicio que le causó, en la parte que no satisfizo la compañía de seguros; y que ésta, al propio tiempo, incluso en el mismo pleito mediante acumulación de pretensiones –como aquí sucedió-, ejercite la acción subrogatoria. Más aún, supóngase que ambos demandantes acreditan los supuestos necesarios para predicar la responsabilidad de su demandado, entre ellos la cuantía del daño. ¿Qué razón jurídica válida le permitiría a los jueces concederle a la víctima la corrección monetaria y negársela al

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asegurador? ¿Qué argumento en estricto derecho podría ser colacionado para justificar que el monto de la condena, en el caso de la compañía aseguradora, sea distinto –mejor aún, inferior- del que se habría fijado en caso de que fuera el damnificado el titular de la totalidad del derecho? Ninguna, por la sencilla razón de que el derecho es el mismo, como idéntica, en lo cualitativo, es la obligación (principio de identidad); tanto así, que el derecho del asegurador deriva del que tiene la víctima, como se acotó, y que la obligación del victimario, en cualquiera hipótesis, consiste en reparar integralmente el daño que causó, no una parte de él (principio de la plenitud del pago).

En consecuencia, le asiste razón a la doctrina y también al Tribunal, cuando afirman que no conceder la corrección monetaria al asegurador, quien de ordinario recibe el importe respectivo años después del pago originario, es lisa y llanamente auspiciar el enriquecimiento del responsable del daño, quien se vería favorecido por esta vía, sin justificación alguna. Muy por el contrario, en franca oposición de axiomas que, en la órbita de la responsabilidad jurídica y ética, proclaman que toda barrera que inhiba o morigere la obligación del responsable del daño, propicia que, en no pocas ocasiones, se sigan repitiendo las mismas conductas transgresoras, de suyo reprochables y violatorias de reglas que, en un plano superior, subliman el carácter preventivo de aquél.   

3. Recapitulación general:   Recapitulando, en apretada síntesis, es menester expresar, con  inquebrantable apego a los principios de justicia e integridad del pago y, también en el de equidad –en la hora de ahora con grandilocuente arraigo constitucional (art. 230)-, que el  reconocimiento económico que efectúe el victimario infractor a la aseguradora como consecuencia de la subrogación de ésta en los derechos del asegurado, debe materializarse en los mismos términos en que éste los detentaba, e inspirarse, por tanto, en una idea justa de realismo y equilibrio monetarios, de suerte que, al igual que acontece con las obligaciones pecuniarias, ese pago se verifique teniendo en cuenta el poder adquisitivo del dinero al momento de ser satisfecho el crédito de que es titular el asegurador, con el fin de que este reciba el mismo valor intrínseco que reconoció al asegurado en razón del siniestro, con lo cual, además, se evita que la depreciación del dinero lo afecte únicamente, en beneficio del causante del daño.

De consiguiente, como quiera que en esencia la acción materia de la subrogación personal, es la misma que, originariamente, hubiera podido ejercer el asegurado-damnificado contra el responsable del daño, el tratamiento que debe otorgársele a la entidad aseguradora debería ser simétrico al que la ley y la jurisprudencia le hubieran dado a aquel, en caso de que, con prescindencia del seguro, hubiera reclamado directamente de éste la correspondiente indemnización de perjuicios. Así lo impone el derecho a la igualdad, de innegable estirpe constitucional, porque no existe, en rigor, ningún elemento diferenciador en la relación sustancial fundamental, que habilite un trato disímil frente a la pretensión resarcitoria que formule el asegurador. Antes bien, si algún criterio de distinción fuera acogido, específicamente para el caso de los derechos originados del pago con subrogación previstos en favor del asegurador, estos se convertirían, sin razón atendible, en una acción de reembolso de cara a la suma desembolsada, en vez de la que en realidad, a manera de posterius, puede ejercer –ya- como suya, en desarrollo de la inobjetable sustitución del asegurado-damnificado, situación que, además, no armoniza, en modo alguno, con el régimen  legal colombiano asignado al pago por subrogación, tanto en la legislación civil, como en la comercial, sin duda articulados, en lo capital. Al fin y al cabo, la norma inmersa en el artículo 1096, para estos efectos, no puede ser analizada como un compartimento estanco, en claro desconocimiento de la convergencia de un apreciable haz de artículos que gobiernan la subrogación en el régimen civil, todo como secuela de una recta interpretación del artículo 822 del Código de Comercio, conforme ya se indicó.

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Esta doctrina que ahora se acoge, por lo demás, ha sido la jurisprudencia prohijada por el Honorable Consejo de Estado, que en diversos fallos ha autorizado corregir monetariamente la indemnización desembolsada por el asegurador, de cuyo pago se hace responsable el victimario cuando aquel ejerce la acción subrogatoria , todo en desarrollo de la hermenéutica que este alto Tribunal ha hecho de la misma norma en cuestión.

Esta, también, es la postura predominante en la doctrina vernácula y extranjera, como se ha anotado, así como en la jurisprudencia de países que han tenido similar evolución a la colombiana, por vía de ilustración en la República Argentina, cuya Corte Suprema de Justicia , en un comienzo, le negó al asegurador el derecho a obtener la indexación de las sumas reclamadas del victimario en ejercicio de la acción subrogatoria, para luego aceptarlo abiertamente, al amparo de argumentos análogos a los expuestos en esta decisión.

4. Puestas de este modo las cosas, se concluye que el asegurador, en ejercicio de la acción subrogatoria a que se refiere el artículo 1096 del Código de Comercio, tiene derecho a que se le reconozca íntegramente la corrección monetaria de la suma a que sea condenado el agente causante del daño que, ex ante, determinó el pago de la indemnización al asegurado–damnificado, en virtud del contrato de seguro, aspecto éste expresa y privativamente sometido al escrutinio de la Sala, al que por consiguiente se limita su pronunciamiento.

En este orden de ideas, es claro que el Tribunal no interpretó erróneamente la aludida disposición, de lo que se desprende que no resulta procedente atribuirle ningún yerro jurídico.”

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CAPÍTULO XLa doctrina de los actos propios y su proyección en el

contrato de seguro

Descripción general:

Por su relevancia, a fuer de actualidad, en este capítulo se reproducen las consideraciones expuestas por un reciente Tribunal Arbitral, en relación con la denominada doctrina de los actos propios (venire contra factum proprium non valet) y su vinculación frente al contrato de seguro. En esta ocasión, la cuestión es abordada desde la ríspida pero interesante perspectiva de la prescripción y la coherencia comportamental, la cual, sin perjuicio de lo que se analizará ulteriormente, resulta de capital importancia en tratándose del análisis de las pretensiones y, muy especialmente, de las excepciones en pleitos aseguraticios. El propósito es que el lector, al finalizar este capítulo, conozca los principales derroteros característicos de la aplicación de la doctrina en el derecho de seguros contemporáneo y, sin perjuicio de las críticas que este tema ha suscitado, dimensione la utilidad que la figura tiene frente a ciertas controversias judiciales.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a) ¿Cómo se puede y se debe aplicar la doctrina de los actos propios en relación con particulars controversias en materia aseguraticia?

b) ¿Cuál es el efecto de la coherencia comportamental en relación con la

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prescripción de los derechos y acciones derivados del contrato de seguro?

Palabras clave: Doctrina de los actos propios (venire contra factum proprium non valet)Buena fe negocial Coherencia comportamentalPrescripción y doctrina de los actos propios

El escrito que se reproduce a continuación, en lo pertinente, hace parte del laudo proferido el cinco (5) de marzo de 2009, por el Tribunal de Arbitramento convocado por la Beneficencia del Valle del Cauca E.I.C.E. en contra de La Previsora S.A., compañía de seguros, e integrado por los doctores Carlos Esteban Jaramillo Schloss, José Fernando Torres y Carlos Ignacio Jaramillo.

En dicha ocasión, el Tribunal sostuvo que “Buena parte del presente laudo girará alrededor del principio basilar de la buena fe, de tanta vigencia y pertinencia no sólo en la ciencia del Derecho, en general, sino también en el ámbito del Derecho de obligaciones y contratos, muy particularmente en la esfera del contrato de seguro, en el que ha alcanzado importantes desarrollos y justicieras aplicaciones. De ahí la necesidad de memorar, tal y como in extenso lo hizo la Corte Suprema de Justicia, “…que principio vertebral de la convivencia social, como de cualquier sistema jurídico, en general, lo constituye la buena fe, con sujeción a la cual deben actuar las personas –sin distingo alguno- en el ámbito de las relaciones jurídicas e interpersonales en las que participan, bien a través del cumplimiento de deberes de índole positiva que se traducen en una determinada actuación, bien mediante la observancia de una conducta de carácter negativo (típica abstención), entre otras formas de manifestación”.

 “Este adamantino axioma, insuflado al ordenamiento jurídico –constitucional y legal- y, en concreto, engastado en un apreciable número de instituciones, grosso modo, presupone que se actúe con honradez, probidad, honorabilidad, transparencia, diligencia,  responsabilidad y sin dobleces. Identifícase entonces, en sentido muy lato, la bona fides con la confianza, la legítima creencia, la honestidad, la lealtad, la corrección y, especialmente, en las esferas prenegocial y negocial, con el vocablo ‘fe’, puesto que “fidelidad, quiere decir que una de las partes se entrega confiadamente a la conducta leal de la otra en el cumplimiento de sus obligaciones, fiando que esta no lo engañará”

“De consiguiente, a las claras, se advierte que la buena fe no es un principio de efímera y menos de irrelevante figuración en la escena jurídica, por cuanto está presente, in extenso, amén que con caracterizada intensidad, durante las etapas en comento, tanto más si la relación objeto de referencia es de las tildadas de 'duración', v. gr: la asegurativa, puesto que sus extremos -in potentia o in concreto-, deben acatar fidedignamente, sin solución de continuidad, los dictados que de él emergen (prédica conductiva). Es en este sentido que los artículos 863 y 871 del C. de Co y 1.603 del C. C., en lo pertinente, imperan que "Las partes deberán proceder de buena fe exenta de culpa en el período precontractual...."; "Los contratos deberán celebrarse y ejecutarse de buena fe....", y "Los contratos deben ejecutarse de buena fe...." (El subrayado es ajeno a los textos originales).” 

   “Quiere decir lo anterior que para evaluar si un sujeto determinado actúo o no de buena fe, resulta imperativo examinar, en cada una de las precitadas fases, la conducta por él desplegada, pero de manera integral, o sea en conjunto, dado que es posible que su comportamiento primigenio, en estrictez, se ciña a los cánones del principio rector en cita y ulteriormente varíe, en forma apreciable y hasta sorpresiva, generándose así su inequívoco rompimiento. De allí que la buena fe no se pueda fragmentar, en orden a circunscribirla tan sólo

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a un segmento o aparte de una fase, por vía de ejemplo: la precontractual –o parte de la precontractual-, ya que es necesario, como corresponde, auscultarla in globo, según se indicó, valorando las diversas oportunidades que los interesados tuvieron para actuar con lealtad, corrección (correttezza) y diligencia, según sea el caso. Al fin y al cabo, sin excepción, ella se predica de la integridad de eslabones que, analizados en retrospectiva, conforman la cadena contractual (iter contractus), rectamente entendida….”. (Sentencia de 2 de agosto de 2001, Sala de Casación Civil)

Este principio, en ello es unánime la doctrina y la jurisprudencia, tiene una vigencia asegurada en sede del contrato de seguro, como se puntualizó, “en donde su rutilante presencia se traduce en nota que lo caracteriza, en grado sumo, al punto que para revelar en su justa medida el alcance del prenotado principio informador, de antiguo se ha puntualizado que el seguro, en sí mismo considerado, es un negocio jurídico de uberrimae bona fidei, vale decir un acuerdo en donde la buena fe –per se vigente en todos los tipos negociales- ocupa un protagónico y, de suyo, más intenso rol, al punto que se erige en su núcleo, a la vez que en la ratio que fundamenta un apreciable número de figuras que estereotipan la singular institución del seguro (Vid: cas. civ. de 30 de noviembre de 2000)”, una de ellas, justamente, la apellidada doctrina de los actos propios, nervio del presente laudo, como se observará seguidamente, la que descansa en el mencionado axioma de la buena fe. 

2.- Frente a rotundos enunciados como los transcritos anteriormente, empleados por la compañía aseguradora convocada en apoyo de la excepción de prescripción por ella deducida con el fin de enervar o destruir en su efectividad práctica, el derecho contractual del que es legítima titular la Empresa pública convocante en este proceso y puesto de manifiesto en las pretensiones formuladas en su demanda, a manera de punto de referencia es valedero acudir a la autorizada opinión de don José Puig Brutau (Estudios de Derecho Comparado. La doctrina de los Actos Propios. Cap. III.1, Barcelona 1951) cuando al ocuparse de destacar las peculiaridades de los Principios Generales de Derecho, que por lo demás nada tienen de “…ideas raras…” como suele pregonarse en algunos sectores del foro nacional, hacía ver con acierto que cuando de dichos principios se trata, “…ante su majestad abstracta nadie deja de rendir acatamiento…”, pero esa actitud cambia ya que “…suele convertirse muchas veces en hostilidad y discordia, cuando se pasa a discutir en concreto la procedencia o improcedencia de su aplicación en vista de las circunstancias del caso…”. A lo que se apunta, en efecto, es “…a aplicar un principio de justicia en vista de circunstancias tan concretas que podrán exigir su reducción a una regla particular de técnica jurídica…” y por esa razón, entiende el ilustre jurista español en cita, “…no crea Derecho, a nuestro entender, quien proclama muy alto los principios de justicia, sino quien lleva a cabo la tarea más ingrata de convertirlos en algo real y tangible…”, objetivo este último que desde luego es fuente inspiradora de primer orden en esta providencia en tanto que, como se desprende de las consideraciones que siguen a continuación, es precisamente en observancia de uno de los postulados en referencia -aquél que manda observar la buena fe en el ejercicio de derechos subjetivos o de facultades jurídicas, otorgándole a la parte víctima de conductas que no estén en estricta consonancia con dicho axioma la conocida defensa general impeditiva de ejercicio inadmisible de tales derechos o facultades- que la excepción de prescripción propuesta en los términos que quedaron vistos, no puede ser acogida y por ende procede su rechazo como se dispondrá en la parte resolutiva de este laudo.

Lo anterior, por cuanto la figura particular muy tomada consideración en este Laudo, anticipadamente se expresa, “…se basa en la inadmisibilidad de que un litigante fundamente su postura invocando hechos que contraríen sus propias afirmaciones o asuma una actitud que lo coloque en oposición con su conducta anterior”, lo que entraña “…una inadmisibilidad o veda de ir contra los propios actos, [y] constituye técnicamente un límite del ejercicio de un derecho subjetivo o de una facultad reconocida al sujeto que luego pretende variar de

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comportamiento” (Marcelo López Mesa, y Carlos Rogel Vide, La Doctrina de los Actos Propios, Reus, Madrid, 2005, p.p. 89 y 90).

3.- Sin que sea necesario abundar ahora en el pormenorizado recuento de las muchas implicaciones  que, en el ámbito del contrato de seguro y del cumplimiento de las obligaciones y deberes convencionales o legales que por virtud del mismo contraen aquellos sujetos a quienes vincula según sus distintas modalidades, e igualmente dejando de lado el análisis detallado de los valiosos debates doctrinarios que se han dado por décadas acerca del tema, basta aquí con hacer hincapié en que, como lo afirma categóricamente la jurisprudencia, el principio general de buena fe, ya aludido tangencialmente en apartes precedentes, comporta, en el plano de las relaciones obligatorias, se reitera, que las personas a quienes vinculan “…deben honrar sus obligaciones y, en general, asumir para con los demás una conducta leal y plegada a los mandatos de corrección socialmente exigibles…”, de suerte que, prosigue la H. Corte Suprema, “…obrar de buena fe es proceder con la rectitud debida, con el respeto esperado, es la actitud correcta y desprovista de elementos de engaño, de fraude o de aprovechamiento de debilidades ajenas. Inclusive, bueno es destacarlo, desarrollo de estos parámetros es la regla que impide reclamar amparo a partir de la negligencia o descuido propios: Nemo auditur propriam turpitudinem allegans. En cabal realización de estas premisas –se puntualiza- las personas, al interaccionar con sus semejantes, adoptan conductas que fijan o marcan sendas cuya observancia, a futuro, determinan qué grado de confianza merecen o que duda generan. Los antecedentes conductuales crean situaciones jurídicas que devienen como referentes a observar frente a actuaciones presentes y futuras, de similar textura fáctica y jurídica, no pudiendo sustraerse caprichosamente de sus efectos, génesis esta de la llamada Teoría de los Actos Propios …”, luego asumir posiciones contradictorias respecto de las mismas cuestiones de hecho e iguales intereses económicos, concluye el Alto Tribunal, “…puede constituir, y suele serlo, un acto contrario a los fundamentos de la buena fe y a la coherencia jurídica exigida a cualquier contratante…” (Cas. Civ. 9 de agosto de 2007 Exp. 00254.01).

Dicha posición jurisprudencial, en lo cardinal, está en consonancia con doctrina de la misma Corte, específicamente con la consignada en fallo precedente del 9 de agosto de 2000, en el que se sublima, una vez más, la valía del principio medular de la buena fe, a cuyo tenor, “…en tratándose de relaciones patrimoniales, la buena fe se concreta” en diversas manifestaciones, una de ellas proyectada como “…paradigma de conducta relativo a la forma como deben formalizarse y cumplirse las obligaciones…., si dejar de lado reglas tales como aquellas que prohíben abusar de los derechos o actuar contrariando los actos propios….”.

Análogo criterio, desde una lectura general, ha precisado la Corte Constitucional, a juicio de la cual “Un tema jurídico que tiene como sustento el principio de la buena fe es el respeto al acto propio, en virtud del cual, las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe. Principio constitucional, que sanciona como inadmisible toda pretensión lícita, pero objetivamente contradictoria, con respecto al propio comportamiento efectuado por el sujeto. Se trata de una limitación del ejercicio de derechos que, en otras circunstancias podrían ser ejercidas lícitamente; en cambio, en las circunstancias del caso, dichos derechos no pueden ejercerse por ser contradictorios respecto de una anterior conducta, esto es lo que el ordenamiento jurídico no puede tolerar, porque el ejercicio contradictorio del derecho se traduce en una extralimitación del propio derecho” (Sentencia T-295/99). Criterio que fue reiterado en la T-827/99.

La Corte Constitucional en este mismo fallo precisó que, “En la doctrina y en la jurisprudencia colombiana no ha sido extraño el tema del acto propio, es así como la Corte Constitucional en la T-475/92- dijo:

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"La buena fe supone la existencia de una relación entre personas y se refiere fundamentalmente a la confianza, seguridad y credibilidad que otorga la palabra dada. En las gestiones ante la administración, la buena fe se presume del particular y constituye guía insustituible y parámetro de acción de la autoridad. La doctrina, por su parte, ha elaborado diversos supuestos para determinar situaciones contrarias a la buena fe. Entre ellos cabe mencionar la negación de los propios actos (venire contra factum proprium), las dilaciones injustificadas, el abuso del poder y el exceso de requisitos formales, sin pretender con esta enumeración limitar el principio a tales circunstancias. No es posible reducir la infracción de la buena fe a casos tipificados legalmente. De ahí que la aplicación de este principio suponga incorporar elementos ético-jurídicos que trascienden la ley y le dan su real significado, suscitando en muchas ocasiones la intervención judicial para calificar la actuación pública según las circunstancias jurídicas y fácticas del caso.

12. La administración y el administrado deben adoptar un comportamiento leal en el perfeccionamiento, desarrollo y extinción de las relaciones jurídicas. Este imperativo constitucional no sólo se aplica a los contratos administrativos, sino también a aquellas actuaciones unilaterales de la administración generadoras de situaciones jurídicas subjetivas o concretas para una persona. El ámbito de aplicación de la buena fe no se limita al nacimiento de la relación jurídica, sino que despliega sus efectos en el tiempo hasta su extinción.

13. El principio de la buena fe incorpora la doctrina que proscribe el “venire contra factum proprium”, según la cual a nadie le es lícito venir contra sus propios actos. La buena fe implica el deber de observar en el futuro la conducta inicialmente desplegada, de cuyo cumplimiento depende en gran parte la seriedad del procedimiento administrativo, la credibilidad del Estado y el efecto vinculante de sus actos para los particulares. La revocatoria directa irregular que se manifieste en la suspensión o modificación de un acto administrativo constitutivo de situaciones jurídicas subjetivas, puede hacer patente una contradicción con el principio de buena fe y la doctrina de los actos propios, si la posterior decisión de la autoridad es contradictoria, irrazonable, desproporcionada y extemporánea o está basada en razones similares. Este es el caso, cuando la administración, luego de conceder una licencia de funcionamiento a una persona para el ejercicio de una determinada actividad, luego, sin justificación objetiva y razonable, procede a suspender o revocar dicha autorización, con el quebrantamiento consecuente de la confianza legítima y la prohibición de "venir contra los propios actos".

Por su parte el Consejo de Estado, en el campo propio de lo contencioso administrativo, sobre este mismo particular, puso de manifiesto que, “…ante la omisión de la entidad contratante de efectuar la adjudicación en debida forma, el adjudicatario pudo hacer valer los derechos que surgieron con la aceptación de su propuesta al momento de la suscripción del contrato. Si el contrato fue firmado por el contratista sin objeción alguna, hay que entender que aceptó la forma de pago en él plasmada, vale decir, "mediante presentación de cuenta de cobro acompañada del acta de recibo de la mercancía" y que le es aplicable en consecuencia, la doctrina de los actos propios según la cual "a nadie es lícito venir contra sus propios actos", lo cual le impedía demandar posteriormente derechos contractuales que debieron ser reclamados por el contratista en la debida oportunidad. Sobre esta doctrina ha dicho el profesor JESÚS GONZALEZ PEREZ: " (.) Como dice una sentencia de 22 de abril de 1967, "la buena fe que debe presidir el tráfico jurídico en general y la seriedad del procedimiento administrativo, imponen que la doctrina de los actos propios obliga al demandante a aceptar las consecuencias vinculantes que se desprenden de sus propios actos voluntarios y perfectos jurídicamente hablando, ya que aquella declaración de voluntad contiene un designio de alcance jurídico indudable, manifestado explícitamente, tal como se desprende del texto literal de la declaración, por lo que no es dable al actor desconocer, ahora, el efecto jurídico que se desprende de aquel acto; y que, conforme con la doctrina sentada en sentencias de

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esta jurisdicción, como las del Tribunal Supremo de 5 de julio, 14 de noviembre y 27 de diciembre de 1963 y 19 de diciembre de 1964, no puede prosperar el recurso, cuando el recurrente se produce contra sus propios actos. Y la de 27 de febrero de 1981 (.) dice que "constituye un principio de Derecho civil y de la Teoría general del Derecho, la inadmisión de la contradicción con una propia conducta previa, como una exigencia de fides que impone el mantenimiento de la palabra dada, la constancia en la conducta, la lealtad a lo pactado o prometido, la observancia de la buena fe, una de cuyas exigencias es la de impedir venire contra factum proprium: principios de la dogmática jurídica que han sido plenamente refrendados por la jurisprudencia:"4” (Sentencia de 3 de febrero de 2000, radicación 10399)

Difícilmente pueden encontrarse compendios jurisprudenciales mejor logrados del principio al que se viene aludiendo y del amplio alcance que puede llegar a tener su bienhechora aplicación en la práctica, sin que por ello sea absoluto o irrestricto, particularmente en la medida que, entre otros aspectos de no menor trascendencia, pone de manifiesto el estrecho nexo existente entre la buena fe y la protección de la confianza, por un lado, y la exigencia jurídica de comportamiento coherente por el otro, toda vez que para decirlo con palabras que también son de la H. Corte Suprema de Justicia, “…Aludir a la buena fe en materia de la formación y ejecución de las obligaciones, apareja ajustar el comportamiento a un arquetipo o modelo de conducta general que define los patrones socialmente exigibles relacionados con el correcto y diligente proceder, la lealtad en los tratos, la observancia de la palabra empeñada, el afianzamiento de la confianza suscitada frente a los demás, en síntesis, pues, comportarse conforme se espera de quienes actúan en el tráfico jurídico con rectitud, corrección y lealtad…” (Cas. Civ. 9 de agosto de 2000 Exp.5372).

Resumiendo, al igual que acontece con la regla que prohíbe abusar de los derechos y con otras tantas de naturaleza similar cuyo fundamento último se encuentra en el principio general de buena fe, consagrado con rango legal en materia de contratación mercantil por el Art. 871 del código del ramo, al mismo tiempo que con carácter constitucional (art 83, C.P.), la exigencia de la debida coherencia en el comportamiento es una derivación específica de dicho principio bajo el entendido, como lo precisa Enneccerus en su Tratado de Derecho Civil (Enneccerus Kipp y Wolf. I-2, Barcelona 1950), que “…a nadie es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta, cuando esta conducta, interpretada objetivamente según la ley, las buenas costumbres o la buena fe, justifica la conclusión de que no se hará valer el derecho, o cuando el ejercicio posterior choque contra la ley, las buenas costumbres o la buena fe…”. En otras palabras puede decirse, siguiendo a Diez-Picazo Ponce de León (La Doctrina de los Propios Actos. Segunda Parte. Cap.6º II-5, Barcelona 1963), que el significado de la exigencia de conducta en mención es que, “…cuando una persona dentro de una relación jurídica, ha suscitado en otra con su conducta una confianza fundada, conforme a la buena fe, en una determinada conducta futura, según el sentido objetivamente deducido de la conducta anterior, no debe defraudar la confianza suscitada y es inadmisible toda actuación incompatible con ella…”, exigencia que así concebida, rige obviamente, tanto para el acreedor como para el deudor con relación a las posibles facultades con que este último pueda contar dada su posición contractual, entre ellas la de oponer a la pretensión de aquél, llegado el caso, la prescripción extintiva, hipótesis acerca de la cual el autor español recién citado indica que: “…puede ser opuesta al ejercicio por el deudor de la excepción de prescripción, la regla de que nadie puede ir válidamente contra sus propios actos, cuando el deudor, mediante su anterior conducta, hubiese creado en el acreedor una expectativa fundada de que la prescripción no sería opuesta y hubiere ocasionado con ello la falta de interrupción mediante, por ejemplo, la presentación de la demanda…”.

Tal será entonces la fuerza intrínseca de la regla comúnmente conocida con arreglo a la máxima latina: venire contra factum proprium non valet, en lo pertinente, identificada con el ‘estoppel’ del Derecho anglosajón, o con la ‘verwirkung’ del Derecho alemán, que la

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jurisprudencia y la doctrina comparadas, al unísono, no ahorran esfuerzo para destacar su especial relevancia, así sea puntual y no absoluta, como se anotó, sobre todo en el Derecho contemporáneo en el que el principio de la buena fe campea aún con más solvencia y fluidez, pues se ha ensanchado sensiblemente. Tanto que, con razón, no se tolera que se erosione la confianza legítima irradiada en un cocontratante; que se estimule la sorpresa ajena, o que se torne impune la ausencia de coherencia negocial, todo lo cual se erige en fiable brújula que guía el Derecho de los contratos. No en vano, no de ahora, sino incluso de antiguo, la contradicción comportamental, en asocio de la incoherencia conductual, han sido severamente censuradas, como da cuenta el propio Derecho romano, merced a un número representativo de casos otrora individuales tomados en consideración, así como el Derecho medieval, en donde se hizo célebre la referida máxima, gracias al señero aporte de la Escuela de los Glosadores, al igual que de la ulterior Escuela de los Comentaristas.

No se equivoca, en tal virtud, el doctrinante Alejandro Borda, cuando puntualiza que “Es dable exigir a las partes un comportamiento coherente ajeno a los cambios de conducta perjudicial, desestimando toda actuación que implique un obrar incompatible con la confianza que –merced a los actos anteriores- se ha suscitado en el otro contratante. Ello es así por cuanto la no sólo la buena fe sino también la seguridad jurídica se encontrarían gravemente resentidas si pudiera lograr tutela judicial la conducta de quien traba una relación jurídica con otro y luego procura cancelar parcialmente sus consecuencias para aumentar su provecho. Nadie puede ponerse de tal modo en contradicción con sus propios actos ejerciendo una conducta incompatible con al asumida anteriormente” (La Teoría de los Actos Propios, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 2000, p. 53).

Lo propio acontece con la idea esbozada por el profesor Franz Wieacker, quien reconoce que la máxima venire contra factum proprium “…expresa de forma tan inmediata la esencia de la obligación de comportarse de acuerdo con la buena fe que a partir de ella se alumbra la totalidad del principio. La inadmisión de la contradicción con la propia conducta previa se basa en la misma exigencia de fides que fundamentalmente impone el mantenimiento de la palabra”, a lo que agrega que en este campo no se puede desconocer la significación de la “…constantia, de la lealtad, que hace incompatible a la contradicción propia con la responsabilidad jurídica” (El principio general de la buena fe, Civitas, 1982, p. p. 6º y 61), y también con la opinión delineada por la Doctora Mariana Bernal Fandiño, pues con motivo del examen del denominado ‘deber de coherencia’, corrobora que “…la base de la doctrina de los actos propios se encuentra en las expectativas legítimas creadas con las actuaciones. Es necesario proteger la planeación y que no se le permita a otros que con su incoherencia le ocasione un daño” (El deber de coherencia en los contratos y la regla del venire contra factum proprium, Revista Universitas, Universidad Javeriana, Bogotá, julio-diciembre, 2008, p. 311).

En compendio, al derecho en general, y el de obligaciones y contratos, en particular, es refractario a los cambios de conducta sorpresivos en cabeza de uno de los contratantes que, previamente (conducta precedente de carácter relevante), ha dado una sensación primigenia enteramente disímil a la asumida posteriormente (conducta contradictoria evidente), esto es que ha creado, de una u otra manera, una expectativa que, ex post,   pulveriza en desarrollo de una postura ex novo, en abierta contradicción con lo realizado con antelación. De allí que en guarda del acerado axioma de la buena fe objetiva, primordialmente, no sean de recibo comportamientos que, de plano, a la par que de modo diáfano y, por ende, inconcuso, vulneren la confianza legítima, las expectativas generadas y la coherencia contractual. Cuando así se procede, cuando se “…ha girado en redondo”, parafraseando al doctrinante Augusto Morello (La teoría del acto propio, Dinámica del contrato, La Plata, 1985, p.75), es menester adoptar los correctivos del caso, uno de ellos, atinente a que, por más que se tenga un derecho, este no podrá enarbolarse o ejercerse, cuando se desconozcan tales reglas. De lo contrario, conforme se mencionará más adelante, se estaría cohonestando con actuaciones

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volubles, oscilantes, contradictorias e  incoherentes, como tales, en sede contractual, reñidas con la lógica del comportamiento a cargo de uno de los extremos de la relación jurídico-negocial, quien es tributario de lealtad, corrección, transparencia, coherencia, y probidad, pues no por estar en un vértice negocial diverso, per se, está autorizado para impedir la satisfacción plena y justiciera de los intereses de la otra parte, todo como corolario de plausibles principios solidaristas, rectamente entendidos.

 No en vano, en el marco de las relaciones obligatorias, gracias a ese arraigado postulado tantas veces mencionado en este laudo, crisol de la ciencia jurídica, se tiene establecido que la “…buena fe consiste en una conducta leal caracterizada por el consciente respeto hacia el interés de la contraparte”, lo que supone “…una actitud de activa cooperación en interés ajeno, en una actitud de fidelidad al vínculo, por el cual una de las partes de la relación obligatoria está pronta a satisfacer la expectativa de la prestación de la contraparte” (Emilio Betti, Teoría General de las Obligaciones, Vol I, Madrid, 1969, p. 82).

4.- Expresado lo que antecede, desde una perspectiva más general, importa manifestar que en la esfera del Derecho de seguros, en particular, así luzca natural y obvio, la doctrina que ocupa la atención de este Tribunal, igualmente resulta predicable, tanto más cuanto que en el contrato de seguro, en el que tanta incidencia tiene el principio iluminante de la buena fe, como se acotó, él encuentra fértil y dilatada aplicación. Así lo ha entendido la jurisprudencia patria, concretamente en el fallo ya aludido del pasado 9 de agoto de 2007 dictado con motivo de un conflicto suscitado con ocasión de un seguro transporte, a la vez  que la doctrina especializada. Es así como el conocido autor Rubén Stiglitz, al momento de ocuparse de la interpretación del contrato de seguro, pone de presente que, “La conducta de las partes en todo el iter contractual es indicativa de su genuina voluntad, a tal punto que se constituye en referente de cuestiones significativas….De allí que se tenga decidido que ‘resulta necesario exigir a las partes un comportamiento coherente, ajeno a los cambios de conducta perjudiciales, y desestimar toda actuación que implique un obrar incompatible con la confianza que se ha suscitado en el otro contratante’”. Por ello el mismo doctrinante concluye aseverando que, “la circunstancia de que uno de los sujetos de la relación jurídica sustancial, intente verse favorecido en un proceso judicial, asumiendo una conducta que contradice otra que la precede en el tiempo, en tanto constituye un proceder injusto, es inadmisible” (Derecho de Seguros, la Ley, T. II, p.p.80 y s.s.).

5.- No obstante que con arreglo al Art. 2535 del C. Civil es lo cierto, como lo enfatiza la compañía de seguros convocada, que por principio la única condición necesaria para la prescripción extintiva de acciones y derechos consiste en que se cumpla cierto lapso de tiempo durante el cual tales facultades no se hayan ejercido por el acreedor, la debida valoración o calificación jurídica de esta inercia que pone en marcha la prescripción, las más de las veces es cuestión que reviste mayor complejidad de la que a simple vista pareciera ofrecer, ello por cuanto, enseña la doctrina (Luis Dïez Picazo Ponce de León. La Prescripción Extintiva en el Código Civil y en la Jurisprudencia del Tribunal Supremo. Cap. 7º, Madrid 2007), en orden a fijar el comienzo de la prescripción liberatoria debe prestársele prudente atención al conjunto de circunstancias relevantes en cada caso concreto, toda vez que ella no inicia su curso, por regla, sino en la medida que exista una situación de contradicción o desconocimiento “… que reclame algún tipo de respuesta por parte del titular del derecho, de manera que es este silencio o esta falta de respuesta ante tal situación creada lo que supone el arranque de tal situación…”, luego en esta labor, asienta a continuación el citado expositor, “…no es bastante valorar la situación desde el punto de vista del sujeto titular del derecho, sino que hay que considerarla también desde el punto de vista del sujeto que será beneficiado con la prescripción. Desde el primer punto de vista lo que hay que preguntarse es a partir de qué momento debería esperarse de una persona diligente la acción o la respuesta. Desde el punto de vista de la otra parte, la pregunta es en qué momento y bajo que circunstancias objetivas es razonable dar un significado al comportamiento omisivo al

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deudor…”, observación que queda reforzada “…si se tiene en cuenta que todos los ordenamientos jurídicos admiten que no hay prescripción mientras el derecho de que se trate esté siendo reconocido por el sujeto pasivo, es decir, esté llevando una vida pacífica sin sufrir contradicciones u oposición a su existencia o a su efectividad…”.

En otras palabras, la prescripción no es solamente transcurso del tiempo computable a punta de calendario y nada más, entre otras razones por cuanto de antaño se exige una conducta tan pasiva o complaciente, que no queda duda del abandono o desinterés producidos. Antes que eso es una institución que, hallando en verdad sólido fundamento racional en razones de orden público que apuntan a la necesidad de afianzar la paz social (G.J T. LXVIII p. 491), sin menoscabo de ello y en tanto reconoce por causa la inactividad consciente e imputable del acreedor que, teniendo la pretensión prescriptible a su disposición y en condiciones de ejecutarla, no la hace valer eficazmente y a tiempo, admite al igual que motivos de interrupción y suspensión, los llamados “…impedimentos ratione initii…” cuya presencia torna inadmisible el ejercicio por el deudor de la facultad de oponer la prescripción extintiva, impedimentos que pueden ser de distinto origen y de entre los cuales viene al caso detenerse en el que un amplio sector de la doctrina contemporánea identifica, generalizando, como ejercicio irregular o abusivo de la excepción de prescripción y que entre sus posibles modalidades, abarca el quebrantamiento por el señalado deudor del “…venire contra factum…” al invocar la prescripción en su beneficio, proceder anómalo que no puede pasar desapercibido y que como con anterioridad se dejó dicho, se configura en todos aquellos supuestos en que el demandado, según el sentido objetivo de su conducta y de acuerdo con la buena fe, ha suscitado en el demandante la confianza inequívoca o paladina de que la prescripción no sería invocada, de tal modo que con base en esa confianza, el demandante ha dejado transcurrir los plazos de prescripción sin ejercitar su pretensión, no siendo menester por supuesto que “…la conducta del demandado haya sido dolosamente dirigida a provocar la inactividad del demandante y con ello, la prescripción de su derecho. Basta que la conducta fuera objetivamente idónea para producir de buena fe esta confianza…” (Luis Díez-Picazo. Op.Cit. 3ª parte, Cap. 8), haya o no de por medio la creación de una situación de apariencia contraria a la realidad. No es pues un problema de presencia o convergencia de animus nocendi, sino de la floración de una conducta que, por contradictoria, a las claras, vulnere la creencia y confianza suscitada con anterioridad, hasta el punto que genere sorpresa y perplejidad extremas.

Como lo pone de manifiesto la Dra. Martha Lucía Neme Villareal, evocando doctrina germánica, “…está vedado alegar la existencia de una prescripción a quien con un precedente comportamiento, haya puesto a la contraparte en una convicción de que no la objetaría, induciéndola a descuidar el cumplimiento de un cato formal de interrupción del término” (Venire contra factum proprium. Prohibición de obrar contra los actos propios y protección de la confianza legítima, Estudios de Derecho Civil Obligaciones y Contratos. Libro Homenaje a Fernando Hinestrosa, T. III, p. 20). En sentido similar, el doctrinante alemán Karl Larenz indica que bien “…puede ser opuesto al ejercicio de la excepción de prescripción la objeción de ‘ejercicio inadmisible del derecho’ cuando el deudor mediante su anterior conducta aunque sea involuntaria hubiese dado motivo al acreedor para prescindir de interrumpir la prescripción acaso por presentación de la demanda…” (Derecho de Obligaciones T. I, Madrid, 1958, p. 151)

La misma opinión ya referida, en lo fundamental, es refrendada por el doctor Rubén H. Compagnucci, el que categóricamente señala que “No es posible admitir que quien actúa de una determinada manera (reconoce), utilice luego la prescripción para no cumplir. Díez-Picazo lo relaciona con el abuso de prescripción y la doctrina de los propios actos (venire contra factum non potest), pues aquel que con su conducta anterior hace que el acreedor confíe en que no usará de la prescripción, no puede contradecirla con posterioridad” (Manual de Obligaciones, Buenos Aires, 1997, p. 569).

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Por consiguiente, quien como efecto de la necesidad de atenerse a sus propios actos, no puede ejercer una prerrogativa legal, o pierde un derecho o una posición jurídica favorable, cual es la posibilidad de ejercitar la facultad de oponer la prescripción, por obra del principio general de buena fe no puede eludir las consecuencias perjudiciales que pueda significarle el papel que ha representado con palabras o mediante actos, produciendo en el acreedor la razonable creencia de que no hará uso de dicha facultad sino hasta después de cierto tiempo o de cumplidos ciertos recaudos. Son dos, pues, los requisitos para que el impedimento en mención se configure, a saber: Primeramente, que dentro de determinada relación jurídica cuya fuente de ordinario reside en un negocio jurídico de carácter contractual, el deudor adopte una postura claramente caracterizada, relevante y válida; y en segundo lugar, que esa misma conducta sea base de la confianza del acreedor que haya procedido de buena fe y por ello haya actuado de manera tal que, de admitirse la alegación contradictoria de la prescripción y reconocerse los efectos que le son propios, esa confianza quedaría defraudada al no serle posible a dicho acreedor hacer efectivo el derecho de que se trate.

Expresado en términos muy concisos, en sede prescriptiva, no puede con éxito acudirse al mecanismo de la prescripción, así formalmente e in abstracto haya transcurrido el término de ley pertinente, cuando el titular del derecho nominal haya actuado en contra de sus actos propios, amén que precedentes, de tanta significación que, de buena fe, el otro extremo de la relación negocial jamás pensó -o racionalmente pudo pensar- que su derecho de crédito pudiera verse en entredicho en función del decurso prescriptivo, fría y aisladamente aplicado, máxime si  desplegó diversas conductas activas, de ningún modo indicativas de inercia, claudicación, dejación, abdicación o abandono. Al fin y al cabo como bien lo pregona el doctrinante Rubén Stiglitz, “La doctrina del acto propio importa una limitación o restricción al ejercicio de una pretensión. Se trata de un impedimento de ‘hacer valer el derecho que en otro caso podría ejercitar‘” (Derecho de Seguros, op.cit, p. 84).

IV. INADMISIBILIDAD DE LA EXCEPCION DE PRESCRIPCION PROPUESTA POR LA CONVOCADA. APLICACIÓN CONCRETA DE LA DOCTRINA DE LOS ACTOS PROPIOS.

Del examen crítico de conjunto realizado acerca de los elementos de convicción que suministra la prueba producida en el presente proceso, básicamente de carácter documental y personal (absolución de interrogatorio de parte en audiencia del 25 de septiembre de 2008), queda como resultado la evidente contradicción existente en cuanto a la prescripción invocada atañe, entre la anterior conducta vinculante observada por la compañía convocada, de un lado, y del otro la posición litigiosa posterior por ella misma adoptada en el marco de este arbitraje.

En efecto, consistió la primera en darle a entender con actos concluyentes a la Empresa pública convocante, inclusive consignándolo por escrito en comunicación SIRP. 00749 del 5 de febrero de 2002, que respecto del cumplimiento de la prestación asegurada a su cargo bajo los términos de la póliza multiriesgo Previ-Alcaldías 436788, habría de esperarse al resultado del proceso seguido contra dicha Empresa por Luis Eduardo Mejía y otros, absteniéndose en consecuencia de tomar intervención en el mismo por vía de coadyuvancia, pero solicitando a la vez se le mantenga al tanto de su desarrollo, actitud que sin duda alguna a cualquier observador atento e imparcial, guiado por directrices obvias de probidad comercial, le permitiría inferir con razonable certeza que, por virtud de una prerrogativa contractual estipulada en la Condición Cuarta del amparo de responsabilidad civil (Num., 3º) integrante de la referida póliza, independientemente de ocuparse de la validez o eficacia de esta última cláusula ya que el tema está fuera de controversia en el presente asunto, el pago de la correspondiente indemnización como consecuencia del siniestro ocurrido, no le sería exigible a LA PREVISORA sino una vez producida sentencia condenatoria que preste mérito

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ejecutivo contra la entidad asegurada, lo que equivale a decir que en el entretanto, antes de ese momento, de hecho no se configuró un estado de cosas que objetivamente significara contradicción u oposición al derecho en cuestión, de suyo revelador de falta deliberada y consciente de la adecuada respuesta por parte de la convocante.

Por lo demás, así lo pone de manifiesto de modo categórico la declaración del representante legal de la compañía convocada quien en el curso de la diligencia de interrogatorio de parte atrás mencionada, al absolver una pregunta formulada por uno de los árbitros integrantes del Tribunal contestó:

“Hay algunas de nuestras pólizas que fueron expedidas ya hace algunos años que están trabajando con ese condicionado y dentro de las exigencias o dentro de las particularidades que tenía, se expresaba que el pago de la indemnización se haría una vez existiera una sentencia en firme, pues obviamente en contra para llevar a cabo la indemnización, pero digamos que la esencia del mismo digamos que es clara en ese sentido que la indemnización se paga cuando exista una sentencia en contra.

Agregando enseguida “Evidentemente que eso está ligado a que efectivamente no haya ocurrido el fenómeno de la prescripción”

Apreciación esta última que por supuesto carece de relevancia toda vez que si las cosas fueran como en esta última manifestación las pone de presente el absolvente, en todo caso se echa de menos que oportunamente no se le hubieran hecho saber al asegurado.

Sin embargo, con menosprecio de este significativo antecedente y poniéndose en contradicción con sus propios actos, pretende la compañía de seguros convocada abroquelarse en la letra del Art. 1131 del C. de Co. -texto del Art. 86 de la Ley 45 de 1990- para sustentar la excepción de prescripción hecha valer en la contestación de la demanda, sosteniendo ahora que los plazos establecidos en el Art. 1081 de la misma codificación comenzaron su curso a partir del momento en que la víctima y sus familiares solicitaron de la convocante y así se lo hicieron saber formalmente mediante la notificación de la demanda incoada, en sede jurisdiccional contencioso administrativa, la reparación directa de los daños causados a raíz de los hechos ocurridos el 2 de abril de 1998 en el centro comercial “Imbanaco” de la ciudad de Cali, argumento claramente disconforme con la buena fe ya que no se vislumbra motivo alguno atendible capaz de explicar por qué el 5 de febrero de 2002, faltando poco más de un mes para consumarse la alegada prescripción ordinaria según las cuentas de la excepcionante, nada explícito sobre el particular le hizo saber a la Empresa asegurada y muy por el contrario, se limitó a declararse en espera del resultado final del mencionado proceso, requiriendo ser informada de su desarrollo en lo sucesivo.

Puesto lo anterior en otros términos, el sentido objetivo de aquella conducta observada en primera instancia por LA PREVISORA y apreciada según criterios de lealtad, coherencia y confianza, no es conciliable de ningún modo con el resultado empírico que con la excepción de prescripción extintiva se trata de obtener, circunstancia que lleva a considerar inadmisible la proposición de dicho medio exceptivo y por lo tanto procede su desestimación en lo dispositivo de esta providencia.”

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CAPÍTULO XIIILa prescripción de las acciones derivadas del contrato

seguro

Descripción general:

El régimen de la prescripción de las acciones derivadas del contrato de seguro, empleando la terminología de la legislación mercantil, resulta fundamental para un estudio panorámico u holístico del contrato. En efecto, como es sabido, toda controversia judicial referente a esta materia, supone, necesariamente, considerar la cuestión relativa a la prescripción, toda vez que de ella depende, en gran medida, la prosperidad de las pretensiones elevadas en este particular escenario. Lo anterior, con más veras, si se tiene presente la complejidad del régimen regulatorio del fenómeno prescriptivo en el Derecho de seguros, el que no resulta, en modo alguno, unívoco o preciso. De hecho, muy por el contrario, la regulación existente en esta materia ha suscitado toda suerte de debates y discusiones, al punto de que, incluso en sede jurisprudencial, ha sido álgida la discusión en torno a su alcance y contenido. De ahí que en este capítulo, con un enfoque predominantemente pragmático, se procure hacer una exposición sistemática de los derroteros y lineamientos que orientan al régimen prescriptivo, apoyados en los principales pronunciamientos jurisprudenciales existentes. Se trata de ofrecer una explicación

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panorámica del asunto, dirigida a la resolución de problemas jurídicos concretos, de suyo muy usuales en la praxis judicial.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a) ¿Cuál es el régimen de prescripción imperante en materia aseguraticia?

b) ¿Cómo se aplica la prescripción ordinaria?c) ¿Cómo se aplica la prescripción

extraordinaria?d) ¿Cuáles son las diferencias existentes entre

prescripción ordinaria y extraordinaria?e) ¿Cómo debe hacerse le conteo del decurso

prescriptivo en tratándose de contratos de seguro?

f) ¿A partir de qué momento inicia el conteo del decurso prescriptivo en los contratos de seguro?

g) ¿Cómo opera la figura de la interrupción de la prescripción? (Referencia a nuevas modalidades de interrupción?

h) ¿Cómo opera la prescripción en ciertas modalidades de seguro?

Palabras clave: Prescripción ordinariaPrescripción extraordinariaInterrupción de la prescripciónSuspensión de la prescripciónModalidad objetivaModalidad subjetivaInicio del decurso prescriptivoTérmino de prescripciónPrescripción en la acción de subrogaciónPrescripción en el seguro de responsabilidad civilPrescripción y doctrina de los actos propios

1. Generalidades en torno a la prescripción y régimen especial predicable en materia aseguraticia.

Brevemente, no sobra recordar que la prescripción extintiva ha sido tradicionalmente concebida en el derecho colombiano, en consonancia con el Derecho histórico y comparado, como un arquetípico modo de extinguir las obligaciones y, correlativamente, derechos ajenos, por la inactividad o inercia del acreedor durante un lapso determinado de tiempo, establecido ministerio legis (art. 1625)520.

520 Vid. Hinestrosa, Fernando. Tratado de las obligaciones. Concepto, estructura y vicisitudes. Universidad Externado de Colombia. Bogotá. 2007. p.832. Vid. también, Carbonnier, Jean. Théorie des obligations. Paris. 1963.

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No obstante lo anterior, algunos han expresado que se trata de una figura que, más que extinguir la obligación, stricto sensu, tiene por efecto inmediato la desaparición de la acción judicial de que dispone el acreedor para exigir el cumplimiento del deber de prestación, dada su inactividad prolongada respecto de un periodo de tiempo específico, tesis que abreva en la doctrina delineada, otrora, por los profesores Carnelutti y Doti, entre otros más521.

Inclusive, en el Derecho contemporáneo, como lo anota el doctrinante ibérico, Manuel Albaladejo G., por brevedad se habla de “…extinción (prescripción) del derecho o por seguir la terminología legal, de extinción (prescripción) de la acción; pero no hay acuerdo sobre si realmente prescribe aquél o la acción que corresponde para hacerlo efectivo, o si lo que ocurre es la que subsistiendo uno y otra, la llamada prescripción de los mismos, consiste sólo en que la ley faculta al sujeto pasivo para que, amparándose en el transcurso del tiempo, se niegue a hacer lo que debe, cuando se le reclame pasado el plazo de prescripción. En mi opinión, esta última es la tesis acertada. En el fondo de las cosas, se trata de que al pasar cierto tiempo inactivo e irreconocido el derecho, el Ordenamiento lo deja a la buena voluntad del sujeto pasivo, retirando al titular el poder de imponerlo a aquél”.522

Para que opere el referido fenómeno prescriptivo, de conformidad con el régimen general que nos gobierna, son tres los requisitos esenciales que, de ordinario, se enlistan, a saber:

a. En primer lugar, como se indicó, es necesaria la inactividad del acreedor, es decir, que durante el lapso de tiempo específico, éste no se hubiere ocupado de exigir o de hacer efectivo el deber de prestación, correlativo a su derecho de crédito. Este requisito, en lo esencial, se traduce en que la prescripción no se haya interrumpido por ningún medio idóneo, esto es, que no haya mediado una circunstancia que, de acuerdo con la ley, implique actividad por el acreedor (opus) y, en esa medida, renueve la contabilización del término correspondiente. Esta interrupción puede darse por la vía natural o por la civil. Hay interrupción voluntaria o natural, desde una perspectiva normativa y tradicional, cuando el deudor reconoce la existencia de la obligación, y hay interrupción civil cuando intenta la correspondiente demanda, más concretamente cuando se notifica el auto admisorio de la misma (artículo 90 del Código de Procedimiento Civil), en cuyo caso aquella no se consuma523.

b. De otra parte, se requiere el inexorable transcurso del tiempo previsto por la ley para que se materialice el fenómeno prescriptivo. Tal lapso puede variar según cada régimen específico, tal y como sucede, por vía de ejemplo, en el caso del seguro, lo anticipamos, muy al contrario de lo que tiene lugar en otros supuestos legales y contractuales. Huelga precisar que los términos de ley son de orden público, con todo lo que ello envuelve524.

p.58, y Luis Díez- Picazo, quien recordando la opinión de su ilustre maestro, Don Federico de Castro y Bravo, pone de presente que “…la prescripción extintiva significa la extinción del derecho mismo al que afecta, así como la extinción de las acciones entendidas en sentido material y no en un mero sentido procesal. Además….el efecto extintivo es automático y se produce ipso jure por el transcurso del lapso de tiempo marcado por la ley….”. La prescripción extintiva, Thomson-Civitas, Madrid, 2003, p. 94.

521 Así lo expresa, en forma ilustrativa, el profesor Jorge Cubides Camacho (Obligaciones. Universidad Javeriana, Bogotá, 2009, p.517).

522- Manuel Albaladejo García. La prescripción extintiva, Colegio de Registradores de la Propiedad, Mercantiles y Bienes Muebles de España, Madrid, 2003, p.p. 16 y 17.

523 Hinestrosa, Fernando. Tratado de las obligaciones. Concepto, estructura y vicisitudes. Op.Cit., pp.856 y ss.

524 Como bien lo ha indicado la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, las disposiciones que se refieren a plazos de prescripción, entre ellas las del contrato de seguro, son de orden público. Al respecto, ha

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c. Finalmente, es necesario que la obligación sea susceptible de prescribir, esto es, que no esté constitucional o legalmente prevista como imprescriptible.

Ahora bien, en materia asegurativa o aseguraticia, de ello ha dado cuenta una y otra vez la jurisprudencia, el fenómeno prescriptivo tiene también indiscutida cabida, dado que no se puede sustraer del mismo, como quiera que se trata de un contrato del que emergen relaciones jurídicas, en particular derechos y obligaciones susceptibles de afectarse por el decurso en comentario. La apodíctica temporalidad de las relaciones jurídicas y la genuina necesidad de salvaguardar la seguridad respecto a las mismas, evitando su proyección perpetua en el tiempo, dan lugar a que la legislación que se ocupa del contrato de seguro, también discipline lo relativo a la prescripción de sus ‘acciones’ -más allá de la discusión ya registrada en apartes precedentes-, sin perjuicio de su especialidad que, como es natural, diferencia al régimen prescriptivo del seguro, del régimen general, toda vez que posee una disciplina autonómica, como tal llamada a primar, en lo pertinente, según también acontece en tratándose de otras instituciones especiales, por vía de ejemplo, el régimen propio de la declaración del estado del riesgo (obligación de estirpe legal) desarrollada por el artículo 1058 del C. de Co., en contraste con el tratamiento general de los vicios de la voluntad que, en el seguro, revisten singular tratamiento.

Así, en los artículos 1081 y 1131 del Código de Comercio, se consagran las reglas de la prescripción de las acciones derivadas del seguro, en general (art.1081 C.de Co.) y la prescripción de la acción de la víctima y del asegurado en el seguro contra la responsabilidad civil, en particular (art.1131 de la misma codificación).

Como lo ha confirmado la doctrina, se trata de un régimen especial que, en puridad, obedece a la singularidad del contrato sub examine. En efecto, la naturaleza peculiar de las relaciones aseguraticias, dueñas de un contorno propio, “… es lo que explica la especialidad del régimen de la prescripción en el contrato de seguro que, sin perder de vista el fundamento político de la institución, la necesidad de consolidar las situaciones jurídicas, ni la naturaleza misma de los actos de comercio, cuya agilidad conviene al desarrollo económico de los pueblos, está concebido, de una parte, para proteger los derechos de los asegurados y beneficiarios del contrato (…) y, de otra, para proveer la adecuada consolidación de los estados financieros de las empresas de seguros a las cuales, ni al organismo encargado de su vigilancia, conviene la indefinición de las obligaciones …”, a lo que se ha agregado entonces que “… la especialidad es, sin duda, el criterio prioritario de interpretación del artículo 1081 que rige la prescripción en el contrato de seguro. Y sus normas, si pugnan con las que gobiernan la institución en el derecho civil y, claro está, respecto de los negocios mercantiles en general, están llamadas a prevalecer sobre estas…”525.

Expresado en otros términos, en el Derecho de seguros colombiano, según se esbozó, existe regulada la milenaria figura de la prescripción, la que, en lo esencial, sigue los derroteros del régimen ordinario de la prescripción -en tanto que se trata de un modo de extinción de las obligaciones a raíz de la inactividad del acreedor durante un lapso determinado de tiempo-,

dicho el máximo Tribunal de la jurisdicción ordinaria que “… la Corte reconoce la esencia de orden público de las normas que fijan los plazos de prescripción, pues considera “que estos no pueden ampliarse ni reducirse por convenio particular tanto cuando se trata de adquisitiva, como de extintiva o liberatoria (…) Ese carácter de orden público impide, pues que, como sucede con las normas dispositivas, pueda estipularse en contrario, porque es evidente el interés del orden social en que este fenómeno sea controlado por la ley” (G.J. T. CCVIII, p. 30). En el mismo sentido, la doctrina de vieja data ha logrado consenso casi unánime sobre la inadmisibilidad de los convenios que tengan como propósito la ampliación de los límites temporales fijados por la ley, lo cual se predica también de las causas de suspensión o interrupción de los términos de prescripción como el que ha sido sugerido por el recurrente …” (Sala de Casación Civil. Sentencia del 12 de febrero de 2007. Exp. 68001-31-03-001-1999-00749-01).

525 Ossa Gómez, J. Efrén. Teoría General del Seguro. El contrato. Temis. Bogotá. 1984. p.442. 302

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sin perjuicio de lo cual, cuenta con una regulación muy especial y atípica que le imprime carácter, a la vez que ciertos matices de carácter particular que, dada su individualidad, son de aplicación preferente al contrato, como corolario de las singularidades que estereotipan el seguro. Ello explica, de una u otra manera, por qué esta temática resulta ser sustancialmente más compleja en el seguro que en otros tipos contractuales, ora civiles, ora comerciales. No en vano, su especificidad es uno de sus rasgos prototípicos, a fortiori en el Derecho colombiano, justamente por el sistema y la arquitectura adoptada.

Así, expresamente, lo puso de presente la Corte Suprema de Justicia, en pronunciamiento del 29 de junio de 2007, en el que se refirió, en primer lugar, al régimen general de la prescripción en el derecho privado colombiano, para luego abordar lo atinente a su aplicación puntual en el contrato de seguro. Al respecto, sostuvo el alto tribunal que:

“…1.1.La prescripción, en sentido amplio -adquisitiva y extintiva-, desde sus albores, se justificó en la inexorable necesidad de conjurar la perpetuidad de ciertas situaciones especiales, provocadas por el implacable transcurso del tiempo, aunada a la inactividad de los titulares de derechos y acciones, que ocasionaba a otros perjuicio e indiscutida incertidumbre. Realmente, era necesario definir la propiedad del bien poseído por persona distinta al dueño, por cuanto un estado de cosas como ese, mantenía para el propietario los atributos que le otorgaba el dominio, en detrimento del poseedor. De otro lado, se hacía imperativo impedir que las relaciones jurídicas personales se tornaran indefinidas, por cuanto ello implicaba que las acciones derivadas de las mismas pudieran ejercerse en cualquier momento, con prescindencia del tiempo transcurrido, posibilidad que, sin duda, lesionaba los derechos de la persona en contra de quien se dirigieran las mismas, en particular el de defensa.” “1.2. En respuesta a las referidas realidades, de suyo insoslayables, afloró la institución que se examina, encaminada, por una parte, a generar la extinción del respectivo derecho o crédito y, por la otra, a consolidar para el poseedor, la propiedad de la cosa poseída y para el deudor, el fenecimiento del poder de coacción que es inherente a las obligaciones civiles, radicado en cabeza del acreedor. He ahí en términos muy sucintos, el sustento de la prescripción extintiva.”

“1.3. Ciertamente, ningún beneficio representa para la sociedad que, como se anticipó, las relaciones jurídicas se mantengan insolubles, eterna o indefinidamente. Sin duda, es lesivo que, en cualquier momento, independientemente del tiempo transcurrido, puedan plantearse ulteriormente pretensiones derivadas de situaciones ocurridas y consolidadas mucho antes, puesto que, como es lógico entenderlo, su tardía formulación sorprendería al llamado a resistirlas, o a sus herederos, según fuere el caso, quienes pueden ignorar tales situaciones, o haberlas olvidado, resultando así comprometido su derecho a la defensa. “Como se lee en Enneccerus-Nipperdey: ‘La prescripción sirve a la seguridad general y a la paz jurídica, las cuales exigen que se ponga un límite a las pretensiones jurídicas envejecidas’. ‘Sin la prescripción -agregan- nadie estaría a cubierto de pretensiones sin fundamento, extinguidas de antiguo, si, como sucede con frecuencia, hubiese perdido con el curso del tiempo los medios de prueba para su defensa’. O como patentemente lo hace resaltar Giorgi: un derecho que no se manifiesta... por la inactividad del acreedor, es un derecho que falta a su finalidad y equivale para la humana justicia, a un derecho que no ha existido: lo cubre el olvido y lo sepulta el silencio de los años”526“ .

“1.4. El Código Civil colombiano, de indiscutida estirpe romano francesa, materializó en su artículo 2512 dicho propósito de impedir eventos como los descritos en precedencia y para ello consagró en la referida norma, expressis verbis, que “La prescripción es un modo de

526 Manuel J. Argañarás. La prescripción Extintiva. TEA, Buenos Aires,1966, págs. 7 y 8.

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adquirir las cosas ajenas, o de extinguir las acciones o derechos ajenos, por haberse poseído las cosas y no haberse ejercido dichas acciones y derechos durante cierto lapso de tiempo, y concurriendo los demás requisitos legales”.

“Dicho régimen preceptivo, estructuró la prescripción adquisitiva con arreglo a una doble modalidad: ordinaria y extraordinaria (art. 2527 ib.)527; y la extintiva, como fenómeno unitario, según se desprende de la norma anteriormente transcrita, de manera que, por regla general, el fenecimiento de los derechos o acciones deriva de la consolidación de esa forma única, y no de diferentes modalidades o tipologías, lo que es plenamente aplicable en el campo mercantil, por la diáfana remisión que realiza el artículo 822 del estatuto de los comerciantes …”.

Ya en lo referente al contrato de seguro, en la misma providencia la Corte explicó, en cuanto a su evolución y antecedentes528, que:

“… el Código de Comercio se ocupó, en su artículo 1081, de regular el tema de la prescripción de las acciones derivadas del mismo o de las normas legales que lo disciplinan, erigiéndose, por tanto, en la regla general sobre la materia. Al respecto, estatuyó que “podrá ser ordinaria o extraordinaria” (inc. 1°) y dispuso que la primera “será de dos años y empezará a correr desde el momento en que el interesado haya tenido o debido tener conocimiento del hecho que da base a la acción” (inc. 2°), mientras que la extraordinaria “será de cinco años, correrá contra toda clase de personas y empezará a contarse desde el momento en que nace el respectivo derecho” (inc. 3°).”

“1.6. Potísimas razones de seguridad jurídica, entre otras más, condujeron al establecimiento de dicho sistema específico, el cual apunta a que la extinción de las acciones o derechos en el campo aseguraticio, igualmente no se torne indefinida. Sobre el particular, la Comisión Revisora del proyecto de Código de Comercio de 1958, que sirvió de antecedente al estatuto mercantil vigente, expresó:

“Esta materia fue objeto de esmeradas cavilaciones. Se tuvo en mientes el principal fundamento filosófico-jurídico de la prescripción, que no es otro que la necesidad de darles consistencia y estabilidad a las situaciones jurídicas. Igualmente tuvimos en cuenta las conveniencias de las partes que intervienen en el contrato de seguro.

“Optamos por establecer dos clases de prescripción, una ordinaria y otra extraordinaria....La ordinaria empieza a contarse desde el momento en que se tiene conciencia del derecho que da nacimiento a la acción. No corre contra los incapaces...

“Para quien no tiene conocimiento de él, cualquier término puede considerarse corto, pero el orden jurídico exige que se fije uno cualquiera. El de cinco (5) años es razonable. Y debe correr contra toda clase de personas.

“Ventajoso para el asegurador, porque después de transcurridos cinco años desde la fecha del siniestro, puede disponer de la reserva correspondiente. Desventajoso, porque al

527 No debe confundirse estas dos modalidades de la prescripción adquisitiva con las de igual nombre que, en materia de seguros, bien se sabe, se previeron para la prescripción extintiva en el artículo 1081 del Código de Comercio, como posteriormente se referirá.

528 Una descripción detallada del proceso de formación del actual artículo 1081 del Código de Comercio, tal y como lo describe la sentencia transcrita en el texto principal, da cuenta de los principales argumentos que llevaron al legislador a estructurar el actual artículo 1081 del Código de Comercio (actas No.17 y No.83). Sobre este particular, vid. Antecedentes legislativos del derecho de seguros en Colombia. El contrato y la institución. ACOLDESE y ACOAS. Bogotá. 2002, pp. 185 a 188.

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vencerse ese término, ya no podrá alegar la nulidad del contrato por vicios en la declaración de asegurabilidad” (Ministerio de Justicia, Bogotá, T.II, 1.958) …”.

En otro pronunciamiento, la misma Corte explicó que “… el artículo 1081 del Código de Comercio, precepto que forma parte de la normativa del contrato de seguro, adopta un régimen especial en materia de prescripción, al estatuir que las acciones que se derivan de ese negocio jurídico, o de las disposiciones que lo rigen, puede ser ordinaria o extraordinaria. Para la prescripción ordinaria consagra un plazo de dos años, que tiene como punto de partida el momento en que el “interesado” haya tenido o debido tener conocimiento del hecho que da base a la acción, y para la extraordinaria, un término de cinco, que corre contra toda clase de personas y se computa a partir de la época del nacimiento del derecho …”529.

Análoga posición, por lo demás, ha sido adoptada en otros pronunciamientos de la Corte que, como la sentencia del 4 de julio de 1977, la de octubre 21 de 1988 o la del 3 de mayo de 2000, han hecho hincapié en el carácter preferente y especial de la regulación que en esta materia, en particular, introdujeron los artículos 1081 y 1131 del Código de Comercio patrio530. Tales pronunciamientos han subrayado, en consonancia con los matices y singularidades que estereotipan al régimen prescriptivo del seguro, varios aspectos puntuales, ad exemplum, su peculiar desdoblamiento en prescripción ordinaria y extraordinaria; las primordiales diferencias entre cada una de ellas, en concreto en lo que atañe a su punto de partida; su proyección; destinatarios, etc.

Precisado entonces lo que antecede, sobre todo lo concerniente al régimen especialis de la prescripción en sede aseguraticia, importa seguidamente pasarle revista a los asuntos más problemáticos y examinados por la jurisprudencia vernácula de cara a la prescripción de las ‘acciones derivadas del contrato de seguro’, con el propósito de ilustrar y recrear el estado actual de la misma, en la forma más esquemática y fidedigna posible, en orden a no alterar el pensamiento original de tan patricia corporación judicial. Dicho examen, se itera, será entonces absolutamente descriptivo, a fuer de panorámico, habida cuenta de la finalidad de este escrito.

2. Tipología y desdoblamiento de los tipos prescriptivos en el Derecho colombiano:

2.1 Corroboración y entendimiento jurisprudencial de uno y otro tipo de prescripción.

En lo que se refiere al primer punto, esto es, a la tipología o desdoblamiento de los tipos de prescripción, el artículo 1081 del Código de Comercio le confiere carta de ciudadanía a la supraindicada distinción, al disponer que “la prescripción de las acciones que se derivan del contrato de seguro o de las disposiciones que lo rigen podrá ser ordinaria o extraordinaria”. De allí que en el ordenamiento aseguraticio colombiano del año 1971, ab initio, es meridiano que la prescripción se desdobla en ordinaria o extraordinaria, siendo cada una de estas tipologías dueña de una preceptiva y tratamiento especiales, tal y como lo ha reconocido la jurisprudencia que, de una parte, insistentemente ha reiterado que existen claramente delimitados dos tipos individuales de prescripción y, de la otra, que ha señalado que a cada uno de ellos corresponde un régimen jurídico autonómico, más allá de los vasos comunicantes que, según el caso, se puedan establecer531.

529 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 16 de diciembre de 2005.

530 También puede consultarse la sentencia de la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia del 23 de mayo de 2006 (Exp. 1998-03792-01).

531 Sobre este particular, vid. también, Sala de Casación Civil. Sentencia del 19 de febrero de 2003. Exp. 6571, y sentencia del 29 de noviembre de 2006 (Exp. 05001-31-03-017-1999-01199-01).

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En esta dirección, la Sala de Casación Civil, en sentencia del 31 de julio de 2002, puso de relieve que “… es preciso considerar que el artículo 1081 del Código de Comercio, que regula el tema relacionado con la prescripción en el contrato de seguro, contempla dos modalidades extintivas de las acciones que dimanan de ese vínculo jurídico: a la primera, nombrada como  prescripción ordinaria, le asigna un término extintivo de dos años contados a partir del momento en que el interesado tuvo conocimiento, real o presunto, del hecho que da causa a la acción; y respecto de la segunda, denominada extraordinaria, consagra un término máximo de cinco años contados a partir del momento en que nace el derecho y en relación con toda clase de personas.” 

“Esa ramificación, con prescindencia de su real existencia, legislativamente encuentra su razón de ser en el hecho de que la prescripción ordinaria, en materia del contrato de seguro, es un fenómeno que mira el aspecto meramente subjetivo, toda vez que concreta el término prescriptivo a las condiciones del sujeto que deba iniciar la acción y, además, fija como iniciación del término para contabilizarlo el momento en que el interesado haya tenido o debido tener conocimiento del hecho que da base a la acción; en cambio, la extraordinaria consagra un término extintivo derivado de una situación meramente objetiva, traducida en que sólo requiere el paso del tiempo desde un momento preciso, ya indicado, y sin discriminar las personas en frente a las cuales se aplica, así se trate de incapaces, tanto que el citado artículo 1081 expresa que “correrá contra toda clase de personas …”.

También fue el criterio expuesto en la sentencia del 19 de febrero de 2002, en el que el máximo Tribunal expresó que "… para los fines de la acusación que se analiza, pertinente es insistir en que las dos clases de prescripción consagradas en el artículo 1081 del Código de Comercio se diferencian por su naturaleza: subjetiva, la primera, y objetiva, la segunda; por sus destinatarios: quienes siendo legalmente capaces conocieron o debieron conocer el hecho base de la acción, la ordinaria, y todas las personas, incluidos los incapaces, la extraordinaria; por el momento a partir del cual empieza a correr el término de cada una: en el mismo orden, desde cuando el interesado conoció o debió conocer el hecho base de la acción y desde cuando nace el correspondiente derecho; y por el término necesario para su configuración: dos y cinco años, respectivamente …”532.

En fin, la mencionada distinción entre la prescripción ordinaria y la extraordinaria, expresamente reconocida en el artículo 1081 del Código de Comercio, como se mencionó, también ha sido objeto de desarrollo jurisprudencial en fallos como el de noviembre 30 de 1994 y el de febrero 19 de 2003, en los que el máximo tribunal de la jurisdicción ordinaria ha partido de la necesaria diferenciación entre las particularidades que orientan a la denominada prescripción ordinaria y a la extraordinaria, en el marco del Derecho de seguros, denominación ésta que, además, obedece a factores muy propios, en la medida en que se divorcia del régimen general de la prescripción en el que la prescripción ordinaria y extraordinaria se asientan en consideraciones y pautas diversas, motivo por el cual no son asimilables o comparables, siquiera. Sólo tienen en común el nomen, nada más, lo cual, de entrada, genera alguna dificultad, la que no tiene cabida en el Derecho comparado, por lo menos desde esta perspectiva, como quiera que existe un término y una tipología y no dos (unicidad prescriptiva), por regla general.533

532 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 31 de julio de 2002. 533

?Así lo reconoció expresamente la propia Corte Suprema de Justicia en Sentencia del 3 de febrero de 2000, a cuyo tenor: “… resulta claro que el legislador colombiano del año 1971, siguiendo un criterio ciertamente diferente al establecido por la legislación civil nacional y buena parte de la comparada –en general-, prohijó para el contrato de seguro dos tipos de prescripción divergentes: la ordinaria y la extraordinaria, cimentadas en postulados disímiles a los que disciplinan este binomio en la prenotada codificación civil (arts. 2535 y 2512), no empece haber conservado la misma denominación asignada por esta a la prescripción adquisitiva (art. 2527, C.C.).

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2.2 Diferencias concretas entre uno y otro régimen prescriptivo:

En armonía con la convergencia de dos regímenes individuales en el cosmos prescriptivo nacional, de suyo infrecuente en el Derecho comparado aseguraticio, como se expresó, es de señalar que dicha diferenciación no es teórica y, por ende, ayuna de efectos jurídicos, habida cuenta que es sustancial, y también pletórica en ellos. No tendría mucho sentido que la norma legal y su correspondiente desarrollo jurisprudencial, ciertamente dieran cabida a un desdoblamiento y correlativa diferenciación de tipologías si, en realidad, tal diferenciación fuera meramente dogmática o académica y, por lo demás, huérfana de consecuencias en la práctica (gimnasia intelectual). Por ello, a la par de validar la existencia de los dos tipos de prescripción en cita, la jurisprudencia se ha ocupado también de dilucidar cuáles son las diferencias concretas y primordiales entre una y otra tipología, con estribo en el citado artículo 1081 del Código de Comercio, en asocio con el 1131 del mismo cuerpo legislativo, en lo pertinente, claro está.

En esta materia, hay que reconocer que la contribución jurisprudencial, así pueda ser opinable, desde luego, ha sido sistemática y muy ilustrativa, puesto que ha procurado darle una lectura más coherente a las normas en mención, tarea que en puridad no ha sido fácil, por la complejidad que el tema desde hace varios lustros acusa, conforme se esbozó en su momento por nosotros, a lo que suma una acerada controversia reinante en la doctrina, para nada pacífica o uniforme. Todo lo contrario, muchas veces pugnaz y encontrada, amén de variopinta y con muchas pretensiones de originalidad.

Como bien lo indicó el insigne profesor J. Efrén Ossa Gómez ya hace algunos años, “… ha sido este punto uno de los temas más controvertidos en la última década. Desde la promulgación del decreto 410 de 1971 hasta hoy, su art.1081 que regula la prescripción de las acciones a que el contrato de seguro da origen, ha suscitado, en la doctrina y en la jurisprudencia, las más variadas y contradictorias reacciones. De su análisis se han ocupado la Superintendencia Bancaria, la Corte Suprema de Justicia, la Asociación Colombiana de Derecho de Seguros, amén de distinguidos profesores y tratadistas colombianos. Y no existe aún una interpretación uniforme sobre tan importante precepto del Código de Comercio vigente…”534.

Sobre este particular, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, sabedora de las profundas diferencias reinantes, ha dejado en claro que ellas pueden concretarse en diversos criterios vertebrales que, aun cuando no son exhaustivos, se advierte, sí permiten identificar los linderos existentes entre una y otra modalidad. Así, ha manifestado que las diferencias cardinales obedecen a: a) la naturaleza de cada modalidad; b) las personas contra las cuales corre cada clase de prescripción; c) el punto de partida para la contabilización del

En este mismo sentido, ya habíamos tenido ocasión de manifestar en otra ocasión que, “Es de advertir que la generalidad de legislaciones extranjeras, por no afirmar que en su inmensa mayoría, excepto la salvadoreña de 1970, por vía de ilustración, establecen un término unitario de prescripción que oscila entre uno y tres años. Así, por vía ejemplo en lo que dice relación a las legislaciones que inspiraron directamente la nuestra, la francesa de 1930, estableció un término de dos años (art. 28), la mexicana de 1935 fijó uno de dos (art. 81) y la argentina de 1967 señaló —en general— un término de un año (art. 58), sólo que en el seguro sobre la vida el término puede ser hasta de tres años contados a partir de la fecha del siniestro. No existe pues en estas legislaciones modelo, así se evidencia, un régimen dualista de prescripción, en atención a que el adoptado es unitario, como unitario es el que se sigue en el medio nacional e internacional respecto a los demás contratos mercantiles, v. gr..el transporte, cuenta corriente, etc”. Lineamientos generales del contrato de seguro en la legislación comparada. Visión retrospectiva y comparada, en Revista Ibero-Latinoamericana de Seguros, No 1, 1992).

534 Ossa Gómez, J. Efrén. Teoría general del seguro. El contrato. Op.Cit., p.441.

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decurso prescriptivo, d) el término al que está sujeto cada tipo de prescripción, señalando, en cada caso, la forma como operan la ordinaria y la extraordinaria, y e) la improcedencia de la suspensión de la prescripción tratándose de la modalidad extraordinaria. Por eso, sin que sea taxativa la diferenciación, nos referiremos a cinco criterios determinantes.

a. En cuanto a la naturaleza objetiva o subjetiva de cada tipo de prescripción:

En lo que atañe a la primera de las apuntadas diferencias, la Corte tiene establecido, una y otra vez, que la prescripción ordinaria y la prescripción extraordinaria se distancian en cuanto a su naturaleza, toda vez que la primera es eminentemente subjetiva, mientras que la segunda por excelencia es objetiva, divergencia que para nada es cosmética, nominal o trivial; todo lo contrario, puesto que es trascendente, sustancial y por ello absolutamente relevante. Esta escisión tiene como fundamento central, el hecho de que en la prescripción ordinaria, la contabilización del término prescriptivo hunde sus raíces en el conocimiento del hecho que da base a la acción, por parte de los interesados. Como se fundamenta en el conocimiento, al decir de la jurisprudencia, el sustento de esta tipología prescriptiva está inescindiblemente ligado a una situación particular del sujeto: el enteramiento (real o presunto), razón por la cual se trata de un régimen inequívoca y confesamente subjetivo, porque sin la verificación dicho presupuesto esencial, lisa y llanamente, no corre el término ex lege, dado que está instituido en protección del interesado (carácter esencialmente tuitivo). Por ello es por lo que si no media conocimiento, en cualquiera de sus modalidades, no se iniciará el cómputo legal, así de simple.

En el caso de la prescripción extraordinaria, la cuestión es bien disímil, en razón de que el decurso de la prescripción se inicia en el momento en que nace el respectivo derecho, prescindiendo del examen o materialización del conocimiento particular que haya tenido o podido tener el interesado y, en esa medida, teniendo por fundamento una base estrictamente objetiva, en cuyo caso enteramiento o conocimiento, per se, no desempeñan ningún rol, ni pueden considerarse como su venero. De ahí que el lapso se iniciará sin sujeción a este tipo de consideraciones o exigencias, lo cual justifica el empleo del referido y diciente vocablo: objetivo, en razón de que se inicia per se.

Efectivamente, obsérvese cómo esta segunda modalidad de prescripción no atiende una situación típicamente subjetiva, como es el conocimiento que se haya llegado -o debido llegar a tener- de un hecho determinado, motivo por el cual se suele afirmar que su estructura es indefectiblemente objetiva, en sí misma ajena a la cognoscibilidad535.

Frente a ello, resulta de interés la sentencia del 3 de mayo de 2000, en la que la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia sostuvo que la reforma al régimen prescriptivo del Código de Comercio terrestre, “… vinculó la prescripción ordinaria al factor subjetivo, al disponer que los 2 años para ésta corren desde el momento “en que el interesado haya tenido o debido tener conocimiento del hecho que da base a la acción”; al paso que ató al factor objetivo la prescripción extraordinaria, en tanto ordenó que el término de 5 años previsto para ella comienza a partir del momento en que “nace el respectivo derecho”.

“En este sentido, la Exposición de Motivos del Proyecto del año 1.958 -relativo al Código de Comercio-, resulta meridianamente clara y diciente. De ahí que, con motivo del examen de

535 Este tema ha sido también desarrollado en la citada sentencia del 18 de febrero de 2003 (Exp.6571), así como en la providencia del 29 de noviembre de 2006 (Exp. 05001-31-03-017-1999-01199-01). Ahora bien, sin perjuicio de su naturaleza objetiva y subjetiva, debe recordarse que, en cuanto a su alcance, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia precisó, en sentencia fechada el 4 de marzo de 1989, que dicha prescripción corría respecto de cualquier acción para la reclamación de la prestación prometida por la aseguradora en caso de siniestro.

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su artículo 898 -hoy 1.081 del C. de Co.-, puntualizó que”“Optamos por establecer dos clases de prescripción, una ordinaria y otra extraordinaria....La ordinaria empieza a contarse desde el momento en que se tiene conciencia del derecho que da nacimiento a la acción. No corre contra los incapaces....“Para quien no tiene conocimiento de él, cualquier término puede considerarse corto, pero el orden jurídico exige que se fije uno cualquiera. El de cinco (5) años es razonable. Y debe correr contra toda clase de personas…. “

“Del mismo modo, en el año 1.969, el Subcomité de Seguros -parte del Comité asesor para la revisión del Código de Comercio-, enfatizó que, “La prescripción ordinaria tiene lugar cuando el interesado al ejercer la acción, tiene conocimiento o ha debido tenerlo del hecho en la cual ella se origina. La prescripción extraordinaria, se produce en todos los casos, o sea, aun cuando no se pueda establecer si el interesado tuvo o no conocimiento del hecho en cuestión.....en caso de duda en la aplicación de una u otra prescripción debería acudirse a la extraordinaria”.

“Y más adelante, en relación con esta última modalidad, se anotó por parte del mismo Subcomité que, su finalidad es la “...de fijar un término cierto para la definición de las acciones que pudieren nacer con ocasión del contrato de seguro, ya fueran favorables al asegurador o al asegurado, tomador o beneficiario” (Actas del Subcomité de Seguros, Acoldese, Bogotá, 1.983).”

“Razones de indiscutible equidad, que tienen manantial en la seguridad jurídica, fueron las que inspiraron entonces la reforma de 1971, pues fue en pos de dotar de certeza a las relaciones contractuales para, de paso, contribuir a la preservación del orden y de la paz sociales, que el legislador patrio consagró un criterio netamente objetivo para la prescripción extraordinaria, así, en principio, pudieren lesionarse, es cierto, intereses jurídicos, ora del beneficiario del seguro, ya del asegurador, los que no obstante su indiscutible linaje, no pueden trascender su esfera privada, con el propósito de anteponerse al ordenamiento, y de derruir por consiguiente, el valor superior de aquél principio.”

“En este orden de ideas, resulta claro que el legislador colombiano del año 1971, siguiendo un criterio ciertamente diferente al establecido por la legislación civil nacional y buena parte de la comparada –en general-, prohijó para el contrato de seguro dos tipos de prescripción divergentes: la ordinaria y la extraordinaria…..”

“La primera, según se acotó en líneas anteriores, de estirpe subjetiva, y la segunda, de naturaleza típicamente objetiva, calidades éstas que se reflejan, de una parte, en los destinatarios de la figura sub examine: determinadas personas –excluidos los incapaces- y ‘toda clase de personas’ –incluidos éstos-, respectivamente, y, de la otra, en el venero prescriptivo. Es así, se reitera, cómo en punto tocante al inicio del referido decurso, se tiene establecido que la ordinaria correrá desde que se haya producido el conocimiento real o presunto del hecho que da base a la acción (el siniestro, el impago de la prima, el incumplimiento de la garantía, la floración –eficaz- de la reticencia o de la inexactitud en la declaración del estado de riesgo, etc.), al paso que la extraordinaria, justamente por ser objetiva, correrá sin consideración alguna el precitado conocimiento. De allí que expirado el lustro, indefectiblemente, irrumpirán los efectos extintivos o letales inherentes a la prescripción en comento.”536.

Esta diferencia, como si no fuera suficiente, fue también reconocida por la sentencia del 31 de julio de 2002, a cuyo tenor “…es preciso considerar que el artículo 1081 del Código de Comercio, que regula el tema relacionado con la prescripción en el contrato de seguro, contempla dos modalidades extintivas de las acciones que dimanan de ese vínculo jurídico: a

536 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 3 de mayo de 2000.

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la primera, nombrada como prescripción ordinaria, le asigna un término extintivo de dos años contados a partir del momento en que el interesado tuvo conocimiento, real o presunto, del hecho que da causa a la acción; y respecto de la segunda, denominada extraordinaria, consagra un término máximo de cinco años contados a partir del momento en que nace el derecho y en relación con toda clase de personas”.

“Esa ramificación, con prescindencia de su real existencia, legislativamente encuentra su razón de ser en el hecho de que la prescripción ordinaria, en materia del contrato de seguro, es un fenómeno que mira el aspecto meramente subjetivo, toda vez que concreta el término prescriptivo a las condiciones del sujeto que deba iniciar la acción y, además, fija como iniciación del término para contabilizarlo el momento en que el interesado haya tenido o debido tener conocimiento del hecho que da base a la acción; en cambio, la extraordinaria consagra un término extintivo derivado de una situación meramente objetiva, traducida en que sólo requiere el paso del tiempo desde un momento preciso, ya indicado, y sin discriminar las personas en frente a las cuales se aplica, así se trate de incapaces, tanto que el citado artículo 1081 expresa que ‘correrá contra toda clase de personas’ …”537.

En fin, en la sentencia del 19 de febrero de 2002, la Corte Suprema, en forma categórica, puntualizó que “… Para los fines de la acusación que se analiza, pertinente es insistir en que las dos clases de prescripción consagradas en el artículo 1081 del Código de Comercio se diferencian por su naturaleza: subjetiva, la primera, y objetiva, la segunda …”538.

b. En cuanto a las personas contra las cuales corre cada tipo de prescripción:

Una segunda diferencia, cuya existencia se desprende también de la regulación realizada por el artículo 1081 del Código de Comercio, tiene que ver con los sujetos frente a los cuales corre cada tipo de prescripción. Al respecto, la jurisprudencia tiene dicho que, mientras la prescripción ordinaria no corre frente a los ‘incapaces’ o frente a personas que no hayan tenido o podido tener conocimiento del siniestro, la prescripción extraordinaria corre contra toda persona, los incapaces inclusive. Ello es así como quiera que, en este punto en particular, el Código de Comercio ha querido privilegiar la seguridad jurídica y la temporalidad de las relaciones, razón por la cual, en lo referente a la prescripción extraordinaria, ha querido incluir a todas las personas, incluso a los llamados ‘incapaces’, 537 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 31 de julio de 2002.

538 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 19 de febrero de 2002.

En Sentencia del 29 de junio de 2007, la misma Corte tuvo oportunidad de indicar que en materia de diferencias prescriptivas, “…pertinente es tener en cuenta:… que una y otra clase de prescripción ostentan diferente naturaleza, pues en tanto la ordinaria se estructura como subjetiva, la extraordinaria, por el contrario, se muestra netamente objetiva, como quiera que, in toto, se torna refractaria a cualquier consideración de otro tipo. Ello es así, en la medida en que la comentada disposición hizo depender, la primera, del “conocimiento” “que el interesado haya tenido o debido tener del hecho que da base a la acción” y la segunda, del “momento en que nace el respectivo derecho”. En tal virtud, la operancia de aquélla implica el “conocimiento” real o presunto por parte del titular de la respectiva acción, en concreto, de la ocurrencia del hecho que la genera, cuestión que dependerá, por tanto, no del acaecimiento del mismo, desde una perspectiva ontológica y, por ende, material, sino del instante en que el interesado se informó de dicho acontecer o debió saber de su realización, vale decir desde que se volvió cognoscible, o por lo menos pudo volverse (enteramiento efectivo o presuntivo, respectivamente). En cambio, el precitado precepto señaló que la prescripción extraordinaria irrumpirá a partir del surgimiento, en el cosmos jurídico, del respectivo derecho, independientemente de cualquier enteramiento que sobre su existencia tenga o no el titular; basta pues su floración, como tal, para que la prescripción extraordinaria empiece a correr. De ahí su caracterizada y anunciada objetividad, que se contrapone, por completo, a la más mínima subjetividad. En esta materia, en consecuencia, no hay pues términos medios, ni ningún hibridismo o mixtura, en un todo de acuerdo con la conocida y aludida voluntas legislatoris.” “La Corte, en sentencia de 3 de mayo de 2000, en consonancia con el mencionado designio legislativo, expresó que “al contrario de lo que acontece en un apreciable número de naciones, el legislador colombiano, ex profeso, le dio carta de ciudadanía a una prescripción (la extraordinaria) fundada en razonamientos absolutamente objetivos….”

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para que nadie se quede por fuera de esta previsión, en concreto de este tipo prescriptivo que, por su estructuración y teleología, sin muchas pretensiones, podríamos tildar de absorbente, a la par que última ratio del sistema, en el sentido de que todo lo cobija, lo que explica su fatalidad, a la que de nuevo nos referiremos539.

Esta interpretación ha sido acogida en múltiples pronunciamientos jurisprudenciales, entre los que se destacan, por su importancia, la sentencia del 4 de julio de 1977, la del 3 de mayo de 2000, la del 19 de febrero de 2002 y, muy especialmente, la del 31 de julio de 2002, que recoge las posiciones de los anteriores pronunciamientos y ratifica la interpretación en comentario. En efecto, en dicha providencia, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia indicó que “… mientras la prescripción ordinaria se aplica a las personas capaces, toda vez que el término empieza a contabilizarse “desde el momento en que se tiene conciencia del derecho que da nacimiento a la acción. No corre contra los incapaces...”, como así lo explica la exposición de motivos del proyecto del año 1958 que se convirtió en el Código de Comercio de 1971; la prescripción extraordinaria, en cambio, se aplica a toda persona, sin exclusión.” 

“Por esa razón y desde los albores de la vigencia de la actual legislación mercantil, la Corte ha señalado que “la expresión ‘contra toda clase de personas’ debe entenderse en el sentido de que el legislador dispuso que la prescripción extraordinaria corre aun contra los incapaces (...), así como contra todos aquellos que no hayan tenido ni podido tener conocimiento del siniestro”, para añadir que “el término de la prescripción extraordinaria corre, pues, desde el día del siniestro, háyase o no tenido conocimiento real o presunto de su ocurrencia, y no se suspende en ningún caso, ya que la suspensión sólo cabe en la ordinaria” (G. J. Tomo CLV, pág. 153).” 

“Dicha tesis se reiteró en pronunciamiento mucho más reciente, donde se da respuesta a la inquietud del recurrente destinada a que ella se recoja, toda vez que esta Corporación ratificó su punto de vista cuando dijo que “...los dos años de la prescripción ordinaria corren para todas las personas capaces, a partir del momento en que conocen real o presuntamente del hecho que da base a la acción, por lo cual dicho término se suspende en relación con los incapaces (C. C., art. 2541), y no corre contra quien no ha conocido ni podido o debido conocer aquel hecho; mientras que los cinco años de la prescripción extraordinaria corren sin solución de continuidad, desde el momento en que nace el respectivo derecho, contra las personas capaces e incapaces, con total prescindencia del conocimiento de ese hecho, como a espacio se refirió, y siempre que, al menos teóricamente, no se haya consumado antes la prescripción ordinaria” (Sentencia reiterada el 19 de febrero de 2002).” 

“5. En síntesis, pues, esta Corporación ha mantenido, y ahora la reitera, la interpretación que le ha conferido al artículo 1081 del Código de Comercio, consistente en que las dos clases de prescripción mencionadas “se diferencian por su naturaleza: subjetiva, la primera, y objetiva, la segunda; por sus destinatarios: quienes siendo legalmente capaces conocieron o debieron conocer el hecho base de la acción, la ordinaria, y todas las personas, incluidos los incapaces, la extraordinaria; por el momento a partir del cual empieza a correr el término de cada una: en el mismo orden, desde cuando el interesado conoció o debió conocer el hecho base de la acción y desde cuando nace el correspondiente derecho; y por el término necesario para su configuración: dos y cinco años, respectivamente” (Sent. 19 de febrero de 2002, expediente 6011). Ciertamente que, desde esa perspectiva, la extinción de las acciones derivadas del contrato de seguro por medio de la prescripción se halla regulada íntegramente en el Código de Comercio, lo que imposibilita sobreponer a las disposiciones de éste  las reglas que, como las de suspensión de los términos de prescripción, consagra el Código Civil …”540.

539 Sobre este particular, vid. también, sentencia del 19 de febrero de 2003 (Exp.6571), 540 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 31 de julio de 2002.

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De igual modo, por su parte, ya en el año 2000, en sentencia del 3 de mayo, en lo pertinente, la Corte expresó que” Puntualización adicional requiere la distinción entre una y otra especie de prescripción, por cuanto a términos del referido artículo 1081 del C. de Co., los cinco años que se exigen para la extraordinaria correrán “contra toda clase de personas”; mandato este último cuyo alcance definió la Corte al sostener que “La expresión ‘contra toda clase de personas’ debe entenderse en el sentido de que el legislador dispuso que la prescripción extraordinaria corre aún contra los incapaces (artículo 2530 numeral 1° y 2541 del C.C.), así como contra todos aquellos que no hayan tenido ni podido tener conocimiento…” del hecho que da base a la acción (sentencia citada de 7 de julio de 1977), esto es, en los casos de los ejemplos analizados, que el término de la prescripción extraordinaria corre, según el evento, desde el día del siniestro, o desde cuando se perfeccionó el contrato viciado por una reticencia o inexactitud, háyase o no tenido conocimiento real o presunto de su ocurrencia, y no se suspende en ningún caso, como sí sucede con la ordinaria (artículo 2530 del C.C.).”

c. En cuanto al punto de partida del decurso prescriptivo:

Como se anticipó, cada una de las modalidades de prescripción también se distancia en cuanto concierne al momento que marca el comienzo o irrupción del decurso prescriptivo. Al respecto, ha sido numerosa la jurisprudencia en dilucidar las diferentes interpretaciones que pueden hacerse en uno y otro caso, con miras a evitar equívocos interpretativos, entre otras razones por cuanto el sustrato prescriptivo no siempre es igual, ni tampoco recae sobre el mismo sujeto, dado que es posible que prescriba el débito en cabeza del asegurador (indemnización, o suma asegurada), pero igualmente el del tomador (pago de la prima), por vía de ejemplo, aspecto éste que resulta neurálgico, en aras de evitar distorsiones y yerros hermenéuticos.

También es viable que prescriba o pueda prescribir la acción de nulidad relativa a raíz de la materialización de una reticencia o inexactitud relevantes (art. 1058, C. de Co.), temática que, por su especificidad, será mencionada tangencialmente en esta letra, a fin de no alterar el propósito trazado, atinente al escrutinio general de la prescripción de las acciones derivadas del contrato de seguro en la esfera jurisprudencial, sin por ello dejar de reconocer su relevancia. Al fin y al cabo, la tipología de ‘acciones’, es variada, y no puede por eso circunscribirse a una sola, por importante que sea, v.gr: la de cumplimiento de la prestación asegurada con ocasión de la floración del siniestro.541

Con todo, es cierto que la hipótesis más socorrida en la jurisprudencia patria, se itera, es la que dice relación con el referido deber de prestación radicado -in actus- en el asegurador (art. 1054, C. de Co.)542, en cuyo caso se ha entendido, por regla general, que es el siniestro el que sirve de detonante inmediato o mediato en ambos tipos prescriptivos: en la ordinaria, su conocimiento, y en la extraordinaria, su materialización o floración ontológica, todo al margen del seguro de la responsabilidad civil, como se acotó, dueño de reglas autonómicas, conforme se apreciará más a espacio

541- Sobre este particular, en Sentencia del 29 de junio de 2007, la Corte Suprema sentenció que “…ambas clases de prescripción, por regla, se aplican a la generalidad de las acciones que tienen fuente en el negocio aseguraticio o en la normatividad a que él está sometido y que operan en pro o en contra de todo interesado”.

542 Además de las sentencias que se citarán en el presente texto, sobre esta temática puede también consultarse la providencias calendadas el 30 de junio de 2005 (Exp.23787), 12 de febrero de 2007 (Exp. 68001-31-03-001-1999-00749-01), 21 de marzo de 2007 (Exp. 11001-31-03-008-2001-00515-01), y 7 de noviembre de 2007 (Exp. 7600131030031997-13399-01).

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En este orden de ideas, cuando se trata de la acción enderezada a exigir la prestación asegurada, la irrupción prescriptiva y, por ende, la floración del término de ley, será disímil en una u otra tipología, así ambas tengan como referente sustancial al siniestro, entendido como la realización del riesgo asegurado (art.1054, C. de Co). En la ordinaria, los dos años están atados al conocimiento, real o presunto, como lo ha reconocido la jurisprudencia y la ley, pues el enteramiento puede deducirse de hechos inequívocos o de omisiones indicativas de la falta de diligencia, razón por la cual se emplea la expresión “…debido tener conocimiento”. En la extraordinaria, dicho conocimiento no tiene incidencia, pues está estructurada en función de otros supuestos; si lo tuviera, y a partir del mismo despuntaran los cinco años, no había diferencia real entre una y otra, y es diáfano que la hay. Por eso es por lo que se dice que, en un momento determinado, podrían llegar a correr las dos a la vez. Así, en sentencia del 4 de julio de 1977, la Corte explicó que “… como de antaño lo tiene dicho la jurisprudencia en punto tocante con la prescripción ordinaria y extraordinaria en el contrato de seguro, “… el término de una y otra prescripción comienza a correr desde momentos distintos así: a) el de la ordinaria, a partir de cuando el interesado tuvo conocimiento o razonablemente pudo tenerlo, ‘del hecho que da base a la acción’. Este hecho no puede ser otro que el siniestro, entendido este, según el artículo 1072 ibídem, como ‘la realización del riesgo asegurado’, o sea, del hecho futuro e incierto de cuya ocurrencia depende el nacimiento de la obligación de indemnizar a cargo del asegurador y correlativamente del derecho del asegurado o beneficiario a cobrar la indemnización (arts. 145, n.4 y 1054 C.Co y 1530, 1536 y 1542 CC). Nada tiene que ver la acción a que se refiere este texto legal con la acción ejecutiva que se desprende de lo que estatuye el artículo 1053 con exclusión de la ‘ordinaria’ pues de lo contrario así lo habría expresado el legislador. En tal caso carecería de sentido el conocimiento real o presunto del siniestro que menciona el citado artículo 1081 (inciso 2º) pues el 1053 (numeral 3º) parte de la indispensable base de ese conocimiento; en caso contrario no se habría presentado la reclamación al asegurador. ¿Cómo presentarla si se ignora la ocurrencia del siniestro?; b) El de la extraordinaria comienza a correr ‘contra toda clase de personas… desde el momento en que nace el respectivo derecho’, expresión ésta que sin duda alguna equivale a la que emplea el segundo inciso del artículo que se comenta. El derecho a la indemnización nace para el asegurado o para el beneficiario, en su caso, en el momento en que ocurre el hecho futuro e incierto a que estaba suspensivamente condicionado, o lo que es lo mismo, cuando se produce el siniestro. La expresión ‘contra toda clase de personas’, debe entenderse en el sentido de que el legislador dispuso que la prescripción extraordinaria corre aún contra los incapaces (art.2530, n.1 y 2541 del CC), así como contra todos aquellos que no hayan tenido ni podido tener conocimiento del siniestro. El legislador utilizó dos locuciones distintas para expresar una misma idea, como ocurre con las que aparecen en los incisos segundo y tercero del artículo 1081, acaso para no incurrir en repeticiones o para destacar lo que se expuso respecto de los incapaces en párrafo anterior, pero de todas maneras con ello suscita, a primera vista, una dificultad de interpretación que queda aclarada fácilmente en la forma que acaba de indicarse. El término de la prescripción extraordinaria corre, pues, desde el día del siniestro, háyase o no tenido conocimiento real o presunto de su ocurrencia, y no se suspende en ningún caso, ya que la suspensión sólo cabe en la ordinaria (art.2530 ibídem). En consecuencia, la prescripción ordinaria y la extraordinaria, corren por igual contra todos los interesados. La ordinaria cuando ellos son personas capaces, a partir del momento en que han tenido conocimiento del siniestro o han podido conocerlo, y su término es de dos años; no corre contra el interesado cuando éste es persona incapaz, según los artículos 2530 y 2541 del CC, ni tampoco contra el que no ha conocido ni podido conocer el siniestro. Pero contra estas personas sí corre la prescripción extraordinaria a partir del momento en que nace el derecho, o sea desde la fecha del siniestro…”.

Por su parte, en sentencia del 3 de mayo de 2000, la Corte hizo un extenso, amén de completo desarrollo de la temática en cuestión, en la cual introdujo precisiones de vital

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importancia para entender la forma en que debía contarse el término prescriptivo previsto en la Ley, incluido el seguro de la responsabilidad civil, en este punto dueño de un régimen singular, que debe ser tomado muy en cuenta para evitar generalizaciones, como tuvo lugar en el pasado, en concreto en relación con la mencionada sentencia del año 77, ya referida, objeto de puntuales críticas a la sazón, justamente por no exceptuar al mencionado seguro, titular de reglas disímiles en esta materia.

Al respecto sostuvo la Corte que “… Para determinar cabalmente el cómputo de estos términos, es preciso tener en cuenta la diversidad de acciones que surgen “del contrato de seguro o de las disposiciones que lo rigen”, pues obviamente el artículo 1081 del C. de Co. no está diseñado ni se agota exclusivamente frente a la indemnizatoria -o la encaminada a exigir la prestación asegurada- en manos del beneficiario del seguro, cuestión que obliga, en el marco de una cabal hermenéutica de ese precepto, establecer en cada caso concreto la naturaleza de la prestación reclamada, pues ésta ha de determinar a su turno cuál “ES EL HECHO QUE DA BASE A LA ACCION” (tratándose de la prescripción ordinaria) y en qué momento “NACE EL RESPECTIVO DERECHO” (cuando se invoque la prescripción extraordinaria); desde luego que esas acciones no siempre tienen su origen en un solo hecho o acontecimiento, pues éste varía conforme al interés de su respectivo titular (tomador, asegurado, beneficiario, o asegurador), y tampoco tienen siempre su fuente en el contrato mismo de seguro, sino algunas veces en la ley, como acontece con las acciones y las excepciones de nulidad relativa, la devolución de la prima etc.. Lo anterior, es claro, sin perjuicio del régimen prescriptivo establecido en el artículo 1131 del C. de Co. para el seguro de responsabilidad civil, en el que la prescripción corre frente al asegurado a partir del momento de la petición indemnizatoria, (judicial o extrajudicial), que efectúe la víctima, y, respecto de ésta, desde “el momento en que acaezca el hecho externo imputable al asegurado”, según lo esclareció el legislador del año 1.990 (art. 86, Ley 45).”

“Así, el momento en que el interesado haya tenido o debido tener conocimiento del hecho que da base a la acción (prescripción ordinaria), será distinto en cada caso concreto, según sea el tipo de acción a intentar, y quién su titular, y otro tanto es pertinente predicar del “momento en que NACE EL RESPECTIVO DERECHO”, cuando se trate de la prescripción extraordinaria, pues en ésta ese momento tampoco es uno mismo para todos los casos, sino que está dado por el interés que mueve a su respectivo titular.”

“Consecuente con lo anotado, cuando se está en frente de acciones “derivadas del contrato” como sucede con la de reconocimiento de la indemnización (o de la prestación asegurada) a que tiene derecho el beneficiario, el momento a partir del cual ha de correr contra él la prescripción ordinaria, es distinto al que ha de tenerse en cuenta para computar idéntica prescripción contra el asegurador en el supuesto de que éste, apoyado en acciones “derivadas de la ley”, demande o excepcione, según el caso, la nulidad relativa del contrato de seguro por inexactitud o reticencia del tomador en la declaración de asegurabilidad, pues en estos supuestos “el hecho que da base a la acción” o el nacimiento del “respectivo derecho” es necesariamente diferente.”

“En efecto, en el primer caso, como lo dijo la Corte en sentencia de 7 de julio de 1977 (G.J. Tomo CIV, pág. 139 ss), el término prescriptivo ordinario correrá a partir del conocimiento –real o presunto- y el extraordinario a partir del acaecimiento del siniestro; mientras que en el segundo caso, operará a partir del momento en que el asegurador conoció o debió conocer el hecho generador de la rescisión del contrato, es decir la inexactitud o reticencia comentadas; la misma distinción es preciso hacer, en el ejemplo referido, respecto del término prescriptivo extraordinario, porque, en el primer caso, ese término correrá contra el asegurado demandante a partir del acaecimiento del siniestro, cual lo precisó igualmente esta Corporación en la sentencia señalada; mientras que, en el segundo caso, los cinco años con los que se consuma dicha prescripción extraordinaria correrán contra el asegurador desde la fecha de materialización de la inexactitud o reticencia que, en sede contractual, será estrictamente aquella en la cual se perfeccione el contrato viciado por la mediación de tales irregularidades,

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llamadas a eclipsar el asentimiento de la entidad aseguradora que, aun cuando ontológicamente son anteriores, no puede perderse de vista que el derecho a impugnarlo, surge luego de su celebración, de suerte que con antelación, en puridad, no hay aún contrato y, por sustracción de materia, nada que atacar. Al fin y al cabo, dicha acción persigue impugnar la eficacia de un negocio jurídico previamente viciado. De ahí que cuando el inciso 3° del artículo 1.081 del Código de Comercio alude al nacimiento del respectivo derecho, hay que entender que se está refiriendo al derecho de impugnar su validez a través de la formulación de una acción o de una excepción orientadas a su declaratoria por el aparato judicial, lo cual supone su perfeccionamiento. Por ello es por lo que la reticencia o la inexactitud adquirirán virtualidad negocial y, por tanto, relevancia jurídica, en la medida en que efectivamente se celebre el contrato de seguro…..”

5.- No puede predicarse entonces de manera general, cual lo hizo erróneamente el Tribunal, que en todas las acciones derivadas del contrato de seguro o de la ley el término de prescripción ordinario y extraordinario tenga como punto común de partida “la ocurrencia del siniestro”, pues como lo indicó la Corte en la sentencia ya citada de 7 de julio de 1977, ese punto de partida sólo es viable tratándose, como allí se dijo, de una excepción de prescripción opuesta por la aseguradora contra el beneficiario del seguro, muy distinto de lo que aquí ocurre, porque en este proceso quienes alegan la prescripción son las beneficiarias del seguro contra la excepción de nulidad relativa del contrato presentada por la compañía aseguradora, todo sin perjuicio del régimen especial consagrado en el nuevo texto del art. 1.131 del C. de Co., para el seguro de responsabilidad civil, inaplicable al presente asunto.

De ahí que la Corte, una vez precisó en dicho fallo que las expresiones “tener conocimiento del hecho que da base a la acción” y “desde el momento en que nace el respectivo derecho” (utilizadas en su orden por los incisos 2° y 3° del artículo 1081 del C. de Co.) comportan “una misma idea”, esto es, que para el caso allí tratado no podían tener otra significación distinta que el conocimiento (real o presunto) de la ocurrencia del siniestro, o simplemente del acaecimiento de éste, según el caso, pues como se aseveró en tal oportunidad “El legislador utilizó dos locuciones distintas para expresar una misma idea”, esta Corporación pasó a decir a continuación y con sujeción obviamente a la situación fáctica en aquél proceso ventilada, que:

“Pero contra estas personas si corre la prescripción extraordinaria, a partir del momento en que nace el derecho, o sea desde la fecha del siniestro. Por tanto, las correspondientes acciones prescriben en contra del respectivo interesado así: a) cuando se consuma el término de dos años de la prescripción ordinaria, a partir del conocimiento real o presunto del siniestro; y b) en todo caso, cuando transcurren cinco años a partir del siniestro, a menos que se haya consumado antes la prescripción ordinaria; la extraordinaria –se repite- corre aún contra personas incapaces o aquellas que no tuvieron ni pudieron tener conocimiento del hecho que da origen a la acción” (sent. de 7 de julio de 1977, G.J. CLV, pág. 139)…..”

“Entonces, la realización del siniestro, acompañada de su conocimiento real o presunto, como punto de partida para contabilizar el término de prescripción ordinario, o el sólo fenómeno de su ocurrencia (desprovisto de su conocimiento), tratándose del extraordinario, sólo es viable, en la forma en que lo dijo la Corte en la sentencia comentada, para el evento en que dicho fenómeno jurídico sea propuesto por la compañía aseguradora contra la acción promovida por el beneficiario del seguro, a raíz de la materialización del siniestro. En consecuencia, si la excepción de prescripción recae sobre conducta diversa, v. gr. la que aquí proponen las beneficiarias del seguro contra la aseguradora que planteó la nulidad relativa del contrato, el punto de partida para establecer el término prescriptivo ya no es el siniestro, sino el motivo que da base a esa nulidad, que para el presente caso no puede ser otro que las inexactitudes o reticencias del tomador y asegurado, tal cual lo adujo en esta actuación la aseguradora como soporte del citado vicio contractual. Otras excepciones de prescripción, según lo visto, tienen término prescriptivo ordinario o extraordinario a partir de la ocurrencia de hechos diversos al

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siniestro o al de la inexactitud o reticencia en la declaración de asegurabilidad, según sea la acción o la conducta a la que se enfrente la excepción, y, obviamente, de acuerdo con el titular que la promueva o la adopte”.

6.- El término dispuesto para la prescripción ordinaria corre, pues, en relación con la acción de nulidad relativa (art. 1058 C. de Co.) del contrato de seguro, a partir del conocimiento real o presunto que tenga el titular acerca de los vicios que lo afectan, al paso que el de la extraordinaria (5 años) corre desde el momento que nace el derecho a demandar esa nulidad. No hay duda, entonces, de que cuando el motivo de esa acción son las reticencias o inexactitudes respecto de las manifestaciones del tomador, el interesado en promoverla debe hacerlo dentro de los dos años siguientes a la fecha en que conoció o debió conocer esas conductas, sin que en ningún caso pueda promoverla pasados cinco años desde cuando se produjo el perfeccionamiento del contrato, que dio nacimiento al derecho a demandar la rescisión, según se reseñó. Lo propio debe decirse en torno a la excepción de nulidad emergente de las citadas circunstancias, toda vez que ésta es disciplinada, igualmente, por el artículo 1.081 del C. de Co., así la norma se refiera, lato sensu, a las acciones, vocablo dentro del cual, en línea de principio, deben quedar cobijadas este tipo de excepciones, pues conforme quedó expuesto en los antecedentes legislativos de la citada disposición transcritos al inicio de estas consideraciones, al vencerse el término de los cinco (5) años el asegurador “…ya no podrá alegar la nulidad del contrato por vicios en la declaración de asegurabilidad” ni por vía de acción ni de excepción, se agrega …”.

d) En cuanto al término fijado por la Ley

A tono con lo señalado por la ley, en particular por el artículo 1081 del Código de Comercio, refrendado por toda la jurisprudencia citada en apartes anteriores, se tiene establecido que el término prescriptivo es diverso según se esté frente a uno u otra tipología: dos años, para la ordinaria, y cinco para la extraordinaria, en aras a tornarla más protectora y tuitiva. Nos referimos a esta última, que es considerada por el legislador, según se desprende de los antecedentes legislativos ya glosados, y de la propia jurisprudencia, en particular de la mencionada sentencia del 3 de mayo de 2000, un plazo último que, por ser objetivo, corre inexorablemente, sin que exista la posibilidad de no iniciarse, dilatarse o congelarse, por lo menos de lege data El designio del legislador fue claro sobre el particular, según dan fe los antecedentes legislativos de la norma bajo examen: finiquitar cualquier derecho, acción o prerrogativa al cabo de un lustro, a sabiendas de que ello, incluso, podría ser “desventajoso” para uno de los sujetos de la relación aseguraticia: el asegurador. Es el caso de la acción de nulidad relativa emergente de la reticencia o inexactitud en la declaración del estado del riesgo por parte del –otrora- candidato a tomador (art. 1058, C. de Co.), según lo explicitó la Corte en sentencia del 3 de mayo de 2000, varias veces citada por nosotros.

Lo anterior quiere decir que dos y cinco años, son términos límite, según el caso, los que no pueden ser ensanchados o estirados, a pretexto de que no se conocieron determinados hechos (en la extraordinaria), lo que corrobora que es un término fatal. Recuérdese, aun cuando sabemos que este tema amerita un tratamiento mucho más amplio que no podemos hacer en esta ocasión por las limitaciones de espacio reinante, que fue en la propia Exposición de Motivos del célebre Proyecto de 1958, que se dijo que un lustro es “….ventajoso para el asegurador, porque después de transcurridos cinco años desde la fecha del siniestro, puede disponer de la reserva correspondiente. Desventajoso, porque al vencerse ese término, ya no podrá alegar la nulidad del contrato por vicios en la declaración de asegurabilidad” (Ministerio de Justicia, Bogotá, T.II, 1.958) …”. Y que en la mencionada –y no muy bien asimilada o comprendida por todos sentencia del 3 de febrero de 2000- se concluyó que, “Luego de fenecido el quinquenio en referencia, la relación jurídica se tornará inescrutable, con todo lo que ello supone, como quiera que no podrá acudirse, con éxito, al expediente prescriptivo, así se compruebe fehacientemente que el asegurador, por vía de

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elocuente ejemplo, no conoció el hecho detonante del surgimiento de su derecho impugnaticio (la reticencia o la inexactitud), que autorizan la petición de nulidad relativa del contrato celebrado (art. 1058, del C. de Co.), sino luego de expirado dicho período, en tal virtud fatal, concretamente cuando se le formuló la reclamación respectiva, acto éste que, de ordinario, es el que le permite enterarse al empresario, según las específicas circunstancias, de que su asentimiento fue arrancado en desarrollo de una declaración de asegurabilidad vacía de fidelidad o de sinceridad (art. 1.058, ibidem)”.

Ulteriormente, en sentencia del 29 de junio de 2007, la misma corporación tuvo oportunidad de manifestar que, Mientras que el término de la ordinaria es de sólo dos años, el de la extraordinaria se extiende a cinco, justificándose su ampliación por aquello de que luego de expirado, se entiende que todas las situación jurídicas han quedado consolidadas y, por contera, definidas. Es pues un término límite, al mismo tiempo que fatal, como se desprende de la hermenéutica racional de la normatividad patria, en asocio de sus antecedentes legislativos, ya registrados.”

e) En cuanto a la improcedencia de la suspensión de la prescripción tratándose de la modalidad extraordinaria.

Otra diferencia existente entre ambos tipos de prescripción, ya para culminar este aparte, concierne a la posibilidad de suspender o no la prescripción, fenomenología de recibo en el régimen común o general, pero no en el seguro, por lo menos en forma indistinta o generalizada.

Ya hemos precisado que en el seguro, per se, la prescripción no corre contra toda clase de personas, puesto que ello no sucede en relación con los apellidados ‘incapaces’, pero sí contra toda clase de personas, como lo dice el artículo 1081 expresamente, de cara a la extraordinaria, de lo que se ha colegido que este tipo, in complexu, sí cobija a capaces e ‘incapaces’, por igual.

En tal virtud, si ello es así, la suspensión, medularmente tuitiva, por antonomasia, no operaría en punto tocante con la extraordinaria, como lo ha confirmado la jurisprudencia. Es el caso del fallo del 3 de mayo de 2000, al tenor del cual: “4.- Resulta por ende de lo dicho, que los dos años de la prescripción ordinaria corren para todas las personas capaces, a partir del momento en que conocen real o presuntamente del hecho que da base a la acción, por lo cual dicho término se suspende en relación con los incapaces (artículo 2541 C.C.), y no corre contra quien no ha conocido ni podido o debido conocer aquél hecho; mientras que los cinco años de la prescripción extraordinaria corren sin solución de continuidad, desde el momento en que nace el respectivo derecho, contra las personas capaces e incapaces, con total prescindencia del conocimiento de ese hecho, como a espacio se refirió, y siempre que, al menos teóricamente, no se haya consumado antes la prescripción ordinaria”.

Otro tanto aconteció con fundamento en la providencia calendada el 31 de julio de 2002, en la que la Corte Suprema, memorando un fallo anterior, fue categórica al aseverar que “…la suspensión sólo cabe en la ordinaria” (G. J. Tomo CLV, pág. 153).”  A la vista de las consideraciones que anteceden, queda entonces claramente establecido que en el Derecho colombiano, más allá de la pertinencia del binomio integrado por la prescripción ordinaria y por la extraordinaria, tema ciertamente controversial todavía, ambos tipos no son simétricos, ni comulgan con unos mismos criterios o coordenadas, dado que responden a arquitecturas especiales, titulares de ostensibles e incontrovertibles disimilitudes, las cuales, a manera de gran compendio, la Corte Suprema de Justicia, en sentencia del 18 de febrero de 2002, confirmada en providencia del 29 de junio de 2007, las agrupó de la siguiente manera, recordando que "…insistir en que las dos clases de prescripción consagradas en el artículo 1081 del Código de Comercio se diferencian por su naturaleza: subjetiva, la primera, y

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objetiva, la segunda; por sus destinatarios: quienes siendo legalmente capaces conocieron o debieron conocer el hecho base de la acción, la ordinaria, y todas las personas, incluidos los incapaces, la extraordinaria; por el momento a partir del cual empieza a correr el término de cada una: en el mismo orden, desde cuando el interesado conoció o debió conocer el hecho base de la acción y desde cuando nace el correspondiente derecho; y por el término necesario para su configuración: dos y cinco años, respectivamente..." (Cas. Civ., sentencia de 19 de febrero de 2002, Exp. No. 6011)…”543.

3. Algunos aspectos particulares del régimen de prescripción en el contrato de seguro

Examinado, grosso modo, lo referente al panorama general de la prescripción de las ‘acciones derivadas del contrato de seguro’, seguidamente debemos pasarle revista a algunos aspectos particulares del régimen prescriptivo, como quiera que el instituto de la prescripción se irradia de modo especial y diferente de cara a determinados tipos aseguraticios, por vía de ilustración en el seguro de la responsabilidad civil, y frente a específicas figuras, v.gr: la subrogación, como se anticipó, circunstancia que exige un escrutinio individual, una vez examinadas sus coordenadas generales. Ello explica -aún más- la complejidad de la prescripción en la esfera aseguraticia entre nosotros, en veces superlativa, en atención a que como bien se ha podido comprobar a lo largo de las décadas anteriores, este es uno de los temas más espinosos y polémicos de cuántos existen en el Derecho de seguros, ávido de una reestructuración o redireccionamiento legislativo integral, como lo hemos puesto ya de presente, y resaltado en otras ocasiones.

Así las cosas, abordaremos entonces, en primer lugar, lo relativo a la prescripción en el marco del seguro de la responsabilidad civil (artículo 1131 del Código de Comercio), para luego examinar lo referente a la prescripción de la acción subrogatoria.

a. La prescripción en el seguro de la responsabilidad civil, respecto de la acción de la víctima.544

El seguro de la responsabilidad civil, regulado por los artículos 1127 a 1133 del Código de Comercio colombiano, según fueron modificados por la Ley 45 de 1990, es dueño de una preceptiva especial o singular en materia prescriptiva, hecho que exige un tratamiento singular, debido al principio de la especificidad, sin perjuicio, claro está, de los vasos comunicantes existentes entre el régimen en comento y el general del artículo 1081, en el que no se agota toda la materia, pues ex profeso el legislador ha tejido una red que, en lo pertinente, articula varios preceptos, conforme lo explicitó la Corte Suprema en la sentencia del 29 de junio de 2007, en la que, además, se realzó de manera importante la acción directa de la víctima, en aras de hacerla más operativa y, de contera, eficaz.

En efecto, al tenor del artículo 1131 de la referida codificación, “en el seguro de responsabilidad se entenderá ocurrido el siniestro en el momento en que acaezca el hecho externo imputable al asegurado, fecha a partir de la cual correrá la prescripción respecto de la víctima. Frente al asegurado ello ocurrirá desde cuando la víctima le formula la petición judicial o extrajudicial” (se subraya), con lo cual se modifica el momento a partir del cual se inicia el término de prescripción para esta particular modalidad de seguro (hito jurídico). Ello

543 Otra sentencia en la que la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia aborda las diferencias entre uno y otro régimen de prescripción, es la providencia del 19 de febrero de 2003 (Exp.6571).

544 Es importante subrayar de antemano que la jurisprudencia se ha pronunciado sobre el régimen prescriptivo que le resulta aplicable a la acción directa de la víctima en el seguro de la responsabilidad civil, al tenor del citado artículo 1131 del Código de Comercio. Sin embargo, no existen pronunciamientos jurisprudenciales explícitos respecto de la acción del asegurado en esta particular modalidad aseguraticia.

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obedece, en puridad, al cambio en la filosofía que hoy orienta esta modalidad aseguraticia que, como se sabe, se centra prevalentemente en el resarcimiento de la víctima, admitiéndose, entonces, la acción directa a favor de los damnificados (Ley 45 de 1990, art. 87), cambio que significó un profundo viraje en varios de los criterios orientadores de este relevante seguro545, uno de ellos concerniente al término prescriptivo.

Dicha modificación, en el plano jurisprudencial y doctrinal, ocupó y sigue ocupando la atención de jueces y académicos interesados en auscultar el nuevo régimen imperante, para nada insustancial, con evidentes connotaciones procesales. En esta dirección, la Corte Suprema, en más de una ocasión, se ha dado a la tarea de fijar los alcances y analizar la estructura del seguro de la responsabilidad civil, por vía de ejemplo en lo tocante con la filosofía que ex novo lo escolta, con la temática de la configuración del siniestro, de suyo harto especializada, y con la floración de la acción directa radicada en cabeza de la víctima (recepción legislativa)546.

En apretada síntesis, la jurisprudencia nacional ha precisado varios aspectos547, a saber:

a. En primer lugar, ha corroborado que el momento a partir del cual empieza a correr el término de prescripción de esta acción está dado por el acaecimiento del hecho externo imputable al asegurado, es decir, el hecho generador de responsabilidad que configura el siniestro en el seguro de la responsabilidad civil (surgimiento del débito o deuda de responsabilidad). Efectivamente, el artículo 1131 del Código de Comercio, de acuerdo con la doctrina sentada por la Corte, es claro en establecer que la concreción del hecho externo imputable al asegurado origina, de una parte, el siniestro propiamente dicho y, de la otra, indica el instante a partir del cual se inicia o despunta el término prescriptivo de rigor.

Así las cosas, tal lapso se inicia en el momento en que se configura el siniestro en el seguro de la responsabilidad civil por sobrevenir el hecho generador o detonante de responsabilidad (acaecimiento del hecho externo a que se refiere el artículo 1131 del Código de Comercio), configuración que, in concreto, dice relación con el seguro de responsabilidad civil tradicional (sistema de aseguramiento ordinario), por oposición al sistema extraordinario, comúnmente conocido como claims made, sujeto a criterios muy propios, incluida la temática del episodio siniestral.548

b. En segundo lugar, adviértase cómo la norma no exige, de acuerdo con su tenor literal y, por ende, específico contenido, el conocimiento de la materialización del hecho externo imputable al asegurado por parte de la víctima (real o presunto), para iniciar el recorrido del término. Ello implica que el régimen de prescripción del seguro, frente a la mencionada víctima, así se ha entendido, es meramente objetivo: el cómputo comienza a partir del acaecimiento (hecho objetivo) y no desde el conocimiento, como tiene lugar en punto al sistema subjetivo, ab initio cimentado en un enteramiento, presupuesto sine que

545- Vid. Carlos Ignacio Jaramillo. La acción directa de la víctima en el seguro de la responsabilidad civil, en Derecho de Seguros, T.II,op.cit.

546 Además de las providencias citadas en el texto principal, puede consultarse, sobre esta materia, la sentencia del 21 de marzo de 2007 (Exp. 11001-31-03-008-2001-00515-01).

547 Son dos los pronunciamientos que deben consultarse en esta materia, a saber: sentencia del 29 de junio de 2007, Exp.4690 y sentencia del 20 de septiembre de 2010. Exp.428-01. 548

?-Carlos Ignacio Jaramillo J. Delimitación temporal de la cobertura en el seguro de la responsabilidad civil. Adopción del sistema de aseguramiento comúnmente conocido como claims made, Academia Colombiana de Jurisprudencia, Bogotá, 2011, en Derecho de Seguros, T.II, Cap. III, op.cit.

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non. Dado este carácter objetivo, la jurisprudencia ha conectado esta prescripción a la prescripción extraordinaria, regulada por el artículo 1081 del Código de Comercio y en esa medida ha expresado que está sujeta a un término de cinco años (contados desde el acaecimiento del hecho externo imputable al asegurado, como se ha reiterado), y que ella corre contra toda persona, incluso contra los llamados ‘incapaces’549, todo lo cual está más en consonancia con el tipo de derechos radicados en cabeza de las víctimas o damnificados, eje central del renovado seguro de la responsabilidad civil en la hora de ahora, un seguro que mira hacia ellos, preferentemente.

Sobre este particular, en sentencia del 29 de junio de 2007, in extenso, el máximo tribunal de la jurisdicción ordinaria expresó que “… La ley 45 de 1990, en su artículo 88, también reformó el artículo 1131 del Código de Comercio y estatuyó que, “En el seguro de responsabilidad se entenderá ocurrido el siniestro en el momento en que acaezca el hecho externo imputable al asegurado, fecha a partir de la cual correrá la prescripción respecto de la víctima. Frente al asegurado ello ocurrirá desde cuando la víctima le formula la petición judicial o extrajudicial” (Se destaca).”

“3.2. Delanteramente, en cuanto atañe a tal precepto, particularmente a su novísimo contenido, hay que observar que él es posterior en el tiempo al artículo 1081 del estatuto mercantil primigenio y que está circunscrito al específico tema del seguro de responsabilidad. Siendo ello así, como en efecto lo es, se impone entender que él no consagró un sistema de prescripción extraño o divergente al global desarrollado en el precitado precepto y que, por contera, sus disposiciones no constituyen un hito legislativo aislado o, si se prefiere, autónomo o propio, de suerte que, para su recta interpretación, debe armonizársele con ese régimen general que, en principio, se ocupó de regular el tema de la prescripción extintiva en el negocio aseguraticio y que, por tanto, excluye toda posibilidad de recurrir a normas diferentes y, mucho menos, a las generales civiles, para definir el tema de la prescripción extintiva en materia del seguro, como quiera que, muy otra, es la preceptiva inmersa en la codificación civil, a lo que se suma la especialidad normativa del régimen mercantil, como tal llamada a primar y, por tanto, a imperar. De allí que cualquier solución ha de buscarse y encontrarse en el ordenamiento comercial (Título V, Libro Cuarto del Código de Comercio).”

“3.3. Y es dentro de ese contexto, que adquiere singular importancia la referencia expresa que el comentado artículo 1131 hace en punto al momento en que “acaezca el hecho externo imputable al asegurado”, para establecer la ocurrencia del siniestro y, por esta vía, para determinar que es a partir de ese instante, a manera de venero, que “correrá la prescripción respecto de la víctima”, habida cuenta que cotejada dicha mención con el régimen general del artículo 1081, resulta más propio entender que ella alude a la prescripción extraordinaria en él consagrada, a la vez que desarrollada, ya que habiendo fijado como punto de partida para la configuración de la prescripción de la acción directa de la víctima, la ocurrencia misma del hecho generador de la responsabilidad del asegurado -siniestro-, es claro que optó por un criterio netamente objetivo, predicable sólo, dentro del sistema dual de la norma en comentario, como ya se señaló, a la indicada prescripción extraordinaria, ya que la ordinaria, como también en precedencia se indicó, es de estirpe subjetiva, en la medida en que se hace depender del “conocimiento” real o presunto del suceso generador de la acción, elemento este al que no aludió la primera de las normas aquí mencionadas, ora directa, ora indirectamente, aspecto que, por su relevancia, debe ser tomado muy en cuenta”.

“En realidad el legislador nacional, al sujetar la prescripción de la acción de la víctima contra el asegurador a la ocurrencia del hecho provocante del daño irrogado, y no al enteramiento por parte de aquella del acaecimiento del mismo, previó que el fenecimiento de dicha acción sólo

549 Es importante tener en cuenta que, a pesar de que tiene una naturaleza objetiva, el asegurado tiene el deber de informarle a la víctima sobre la existencia del seguro de la responsabilidad civil que lo ampara frente a los riesgos relacionados con esta temática

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podía producirse por aplicación de la mencionada prescripción extraordinaria, contemplada en el artículo 1081 del Código de Comercio. La elocuencia del artículo 1131 no deja espacio para la duda o hesitación, tanto que, expressis verbis, aludió a la expresión “…fecha a partir”, lo que denota un comienzo, o sea el inicio del decurso prescriptivo, para nada ligado a consideraciones subjetivas, el cual es exclusivo para gobernar la prescripción de las acciones de la víctima, queriendo significar con ello que no es conducente adicionarle otro, esto es el asignado para el régimen ordinario (art. 1081 del C. de Co.), también en forma privativa, en la medida en que ello sería tanto como mezclar componentes antinómicos. O se tiene en cuenta el conocimiento, o no se tiene, desde luego con arreglo a criterios y a una hermenéutica fiable y, sobre todo, respetuosa del espíritu de la normatividad y no sólo de su letra, así ella sea diciente. De ahí que entre los criterios ‘conocimiento’ (art. 1081, segundo inciso, ib.) y ‘acaecimiento’ (art. 1131 ib.), media una profunda diferencia. Al fin y al cabo, conocer es “averiguar por el ejercicio de las facultades intelectuales la naturaleza, cualidades y relaciones de las cosas. 2. Entender, advertir, saber, echar de ver. 3. Percibir…”, al paso que acaecimiento es “cosa que sucede” y acaecer “suceder (efectuarse un hecho)”, según lo establece el Diccionario de la Lengua Española.”

“En apretada síntesis de lo dicho, conocer es entonces un plus, una exigencia adicional, un agregado ex lege que el ordenamiento comercial no efectuó, en razón de que le otorgó efectos prescriptivos al acaecimiento o materialización del “…hecho externo imputable al asegurado”. Nada más.”

“3.4. Y es que no puede arribarse a conclusión distinta, para pensar que la prescripción ordinaria también tiene cabida en frente de la acción de que se trata, pues si la disposición en comento -art. 1131-, de forma expresa, amén que paladina, consagró que es desde la fecha “en que acaezca el hecho externo imputable al asegurado” que “correrá la prescripción respecto de la víctima”, resulta evidente que eliminó todo factor o tinte subjetivo, del que pudiera partirse para la configuración de esta otra forma de prescripción extintiva y que, por lo mismo, ante tal explicitud de la norma, la única operante, como se dijo, es la extraordinaria, ministerio legis. Entender la norma de modo diverso, no sólo supondría hacer tabla rasa del criterio diferenciador de una y otra prescripción -suficientemente decantado por esta Corte, en asocio con la doctrina especializada a lo largo de décadas-, sino también implicaría contrariar el designio legis encaminado a que el decurso prescriptivo en el caso examinado, de suyo excepcional, irrumpa en el mismo momento en que “acaezca el hecho externo imputable al asegurado”, esto es, en consideración a un criterio puramente objetivo: la ocurrencia del siniestro, en sí mismo considerado –o sea el surgimiento del débito o de la deuda en cabeza del agente del daño, quien a su vez funge como asegurado-, desprovisto de todo elemento subjetivo: conocimiento, real o presunto. Por ello se expresó que “…a partir” de ese momento “…correrá la prescripción respecto de la víctima”, y no de otro, pudiendo haberlo así señalado el legislador si en efecto lo hubiera querido. Nada más fácil y expedito habría sido pues incorporar un criterio o venero diverso. Sin embargo, ello no acaeció así, siendo entonces predicable aquella máxima según la cual “la ley, cuando quiso decir, dijo; cuando no quiso, calló” (lex, ubi voluit, dixit; ubi noluit tacuit).”

“La Corte, en este orden de ideas, no desconoce que, prima facie, se pudiera pensar que la prescripción aplicable fuera la ordinaria, como quiera que se traduce en la regla general. Además, casi en forma mecánica o automática, se acude primero a ella en los otros tipos aseguraticios, lo que explica la creencia y conducta en mención (fuerza y peso de una tradición). Empero, una más detenida y decantada lectura de las normas en cuestión, conduce a un resultado diverso que, de alterarse, como se mencionó, supondría sustituir al legislador, quien se centró en un punto de partida en el que el conocimiento, en cualquiera de sus modalidades, no tiene asignado ningún rol. Muy por el contrario, se acudió a un percutor disímil, propio de un régimen objetivo, acorde con los dictados que estereotipan la prescripción extraordinaria en el contrato de seguro (acaecimiento del hecho externo imputable). Agregarle a la lectura del

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artículo 1131 del estatuto mercantil el segmento normativo reservado a la prescripción ordinaria, a cuyo tenor –ella- “…comenzará a correr desde el momento en que el interesado haya tenido o debido tener conocimiento” (Se subraya), equivale a desdibujar el contenido y teleología del nuevo artículo 1131, concebido después de tres lustros de prohijado el texto del artículo 1081 del Código de Comercio y, de paso, de éste mismo.” “3.5. Corolario de lo anterior, a modo de reiteración, es que si bien el artículo 1131 del Código de Comercio no exceptuó la aplicación del artículo 1081 de la misma obra, que se mantiene como la regla fundante en materia de prescripción extintiva de los derechos y acciones derivados del contrato de seguro o de las normas que lo disciplinan, sí consagró una excepción a ese sistema, la cual es aplicable solamente al seguro de daños –en particular al seguro de responsabilidad civil- y que consiste en que a la acción directa de la víctima contra el asegurador, autorizada expresamente por la Ley 45 de 1990, es aplicable únicamente la prescripción extraordinaria contemplada en la segunda de las disposiciones aquí mencionadas, estereotipada por ser objetiva; que corre en frente de “toda clase de personas”, vale decir, capaces e incapaces, y cuyo término es de cinco años, que se contarán, según el caso, desde la ocurrencia misma del siniestro, o sea, desde la fecha en que acaeció el hecho externo imputable al asegurado –detonante del aludido débito de responsabilidad-.”

“Expresado en otros términos, lo que contempla el artículo 1131 del Código de Comercio, es lo relativo a la irrupción prescriptiva, o sea al punto de partida de la prescripción, que no es otro que el acaecimiento mismo del hecho externo imputable, sin ocuparse del término o plazo respectivo, temática regulada en una norma previa y de alcance general, a la que debe inexorablemente acudirse para dicho fin. Al fin y al cabo, una y otra están intercomunicadas, por lo que entre ellas existen claros vasos comunicantes, en lo pertinente.”

“Por consiguiente, resulta meridiano que aun cuando los cánones 1081 y 1131 del Código de Comercio deben interpretarse conjunta y articuladamente, según se evidenció, tampoco es menos cierto que el segundo de ellos, al fijar como único percutor de la prescripción de la acción directa de la víctima en un seguro de responsabilidad, la ocurrencia misma del siniestro, pudiendo haber tomado otra senda o camino, optó por la prescripción extraordinaria que, por contar con un término más amplio -cinco años-, parece estar más en consonancia con el principio bienhechor fundante de dicha acción que, como señaló en breve, no es otro que la efectiva y real protección tutelar del damnificado a raíz del advenimiento del hecho perjudicial perpetrado por el asegurado, frente al asegurador, propósito legislativo que, de entenderse que la prescripción aplicable fuera la ordinaria de dos años, por la brevedad del término, en compañía de otras vicisitudes, podría verse más comprometido, en contravía de su genuina y plausible teología”.550

550- Teniendo en cuenta que para la Corte el tema prescriptivo, concretamente la definición del tipo o tipos

aplicables, está ligado -de una u otra forma- a la temática de la acción directa de la víctima frente al asegurador, en la misma providencia del 30 de junio de 2007, siguió ella razonando de la siguiente forma “3.6.En el entendido que la prescripción extintiva es tema que está indisolublemente ligado –de una u otra manera- al ejercicio efectivo de los derechos y acciones, tórnase indispensable, a la par que aconsejable, que la Sala se detenga en algunos aspectos de la acción directa, relacionados fundamentalmente con su efectiva utilización por la víctima frente al asegurador, que permitirán comprender mejor su naturaleza, características y finalidad y, por lo mismo, establecer, en definitiva, la prescripción que le resulta aplicable, así como su modus operandi, pues su esclarecimiento necesariamente incidirá en la temática referente a la prescripción de las acciones radicadas en cabeza de la víctima que, justamente, son materia de escrutinio en sede casacional.

a) Sobre el punto debe añadirse ahora que si, como anteriormente se expresó, el objetivo primordial del legislador fue el de dotar al perjudicado de una herramienta eficaz para reclamar del asegurador su derecho de crédito referente a la indemnización, necesario es señalar, ello es toral, que el ejercicio de la comentada acción requiere, como es lógico suponer, que el damnificado –en principio- conozca la existencia del contrato de seguro y sus condiciones básicas -empresa aseguradora, cobertura, vigencia, etc.-, pues sólo así él podrá, con respaldo en esa convención y dentro de los límites en ella convenidos, obtener la reparación del daño que le fue irrogado, claro está, previa demostración del mismo y de su magnitud económica (sentencias de 10 de febrero de 2005, expedientes Nros. 7173 y 7614). La carencia de tal información, a la postre, frustraría el ejercicio de la

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Es de agregar a lo dicho que en un pronunciamiento más lozano, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, refiriéndose también al seguro de la responsabilidad civil, reiteró lo expresado en la sentencia del 29 de junio de 2007, transcrita en su real extensión, y afirmó que “… en el campo de la prescripción de las acciones derivadas de un seguro de la estirpe señalada, que es lo que concita la atención de la Corporación en esta oportunidad, cumple señalar que si bien el artículo 1131 del citado ordenamiento, al regular la materia, no señaló término extintivo alguno, se entiende que esa temática, es decir, los plazos prescriptivos, se gobiernan por las normas generales, como así tiene suficientemente explicado la Corte551.”

acción y, por lo mismo, los derechos que la ley 45 de 1990 categórica y explícitamente establecieron en favor de la víctima, de ninguna manera en forma nominal o teórica. En esa línea de pensamiento, pertinente es colegir, entonces, que en el actual diseño o arquitectura del seguro de daños, la adopción de la acción directa, como la vía para la concreción de la especial protección que ese ordenamiento legal dispensó a quienes resultan afectados por el asegurado, comporta el correspondiente derecho de ellos de ser oportuna y suficientemente informados sobre el contrato y sus especificaciones, derecho que, por tanto, atañe a la propia naturaleza de la acción que se comenta, al punto que le es connatural, rectamente entendido, habida cuenta que sin su cabal satisfacción, se itera, ella no podría ejercitarse y, por lo mismo, ninguna materialización adquiriría el elocuente y oportuno reconocimiento que la ley hizo del damnificado como titular de la indemnización, ni la posibilidad de que él reclame directamente al asegurador la misma, con lo que se desvirtuaría, in toto, el esquema tuitivo que la ley previó para esta clase de seguros, así como su ratio y finalidad. De otro modo, la intentio del legislador, claramente conocida y tatuada diáfanamente en la ley, quedaría trunca o desdibujada, mejor aún en littera mortuus.”

“b) Ahora bien, como todo derecho supone el surgimiento del correlativo deber, para el caso del seguro de daños, la carga informativa en cuestión recae, indiscutiblemente, en el asegurado, por ser él la persona causante del daño ocasionado a la víctima y quien, como consecuencia de esa situación (hecho jurídico), entra en relación con ella. Será de él de quien el damnificado puede obtener los datos necesarios para procurar para sí el resarcimiento –o por lo menos para solicitarlo-, por parte de la respectiva aseguradora. Se trata de un deber que se conecta con el seguro de responsabilidad civil, ya que, según las reflexiones precedentes, es la ley la que expresamente brinda al perjudicado la opción de reclamar, con base en el contrato y de acuerdo con la misma preceptiva, la indemnización directamente al asegurador y la que, al hacerlo, así debe entenderse, está revistiéndolo del derecho a ser debidamente informado en los términos señalados, todo como una cuestión inmanente al efectivo ejercicio de la acción directa.”

“Al respecto, por su relevancia en el asunto sometido al escrutinio de la Corte, imperioso es recordar que Colombia es un estado social de derecho, fundado, entre otros principios más, en "la solidaridad de las personas que la integran" (art. 1° C.N.), siendo uno de sus fines "asegurar la convivencia pacífica y la vigencia de un orden justo" (art. 2° ib.). También, que en el ámbito nacional "Las actuaciones de los particulares y de las autoridades públicas deberán ceñirse a los postulados de la buena fe,…" (art. 83 ib.) y "El ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en esta Constitución implica responsabilidades" (art. 95, inc. 1°, ib.). Igualmente que "Son deberes de la persona y del ciudadano: 1. Respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios. 2. Obrar conforme el principio de solidaridad social,…7. Colaborar para el buen funcionamiento de la administración de justicia" (art. 95 ib.) y que "Se garantiza el derecho de toda persona para acceder a la administración de justicia" (art. 229 ib.), teniendo prevalencia el derecho sustancial (art. 228 ib; se subraya).”

“Ese plexo normativo, entre otras disposiciones constitucionales y legales, se erige en marco de obligada observancia en la interpretación y aplicación de las leyes, en general, y de los específicos preceptos de la ley 45 de 1990 que se ocuparon de regular el seguro de daños, en particular, resultando de ello, que si el legislador reguló esa modalidad de contrato, sublimando y encumbrando los intereses de la víctima respecto a los del asegurado –desde luego sin soslayar los que a éste le correspondan-, y previendo la acción directa como el instrumento más apropiado y útil para la efectividad de las prerrogativas que esa misma compilación legal reconoció en favor de aquella, sería desde todo punto inadmisible pensar que sus previsiones, in casu, puedan resultar finalmente frustradas por carecer el damnificado de la información relativa a la existencia del seguro mismo y de sus condiciones básicas. En consecuencia, al reexaminar las referidas normas comerciales, en consonancia con las constitucionales indicadas, surge que la habilitación –ope legis- de la acción directa para la víctima, supone la necesaria floración del derecho de ésta a conocer esos datos, puesto que es innegable que fue el propósito de los preceptos disciplinantes del seguro de responsabilidad establecer un orden justo en las relaciones que por efecto u ocasión de dicho contrato, bien directa, bien indirectamente, se establece –lato sensu- entre la víctima, el asegurado y el asegurador, dentro de las cuales privilegió los derechos de la primera, particularmente el de solicitar la reparación de su perjuicio, si lo desea, de manos de este último. Admitir lo contrario, de una u otra forma, sería tolerar o permitir que la acción directa en referencia quedara a mitad de camino, en una especie de

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“Lo que sí debe quedar claro es que al considerar el legislador como ocurrido el siniestro en el “momento en que acaezca el hecho externo imputable al asegurado”, es indudable que consagró una específica prescripción, esto es, la extraordinaria, porque para establecer la circunstancia dañosa, basta simplemente que ocurra, con independencia de que sea conocida, real o presuntamente, por el interesado.”

“En el precedente inmediatamente citado, la Sala, en efecto, consideró que al sujetarse la “prescripción de la acción de la víctima contra el asegurador a la ocurrencia del hecho provocante del daño irrogado, y no al enteramiento por parte de aquella del acaecimiento del mismo, previó que el fenecimiento de dicha acción sólo podía producirse por aplicación de la mencionada prescripción extraordinaria, contemplada en el artículo 1081 del Código de

limbus juris, en clara y tozuda contravía de lo establecido por el legislador, de suyo plausible y acorde con una arraigada tendencia internacional en la materia. De muy poco, por no aseverar que de nada, realmente, vale un derecho que no puede ejercerse eficazmente”.

“c) Así mismo, es evidente que la aplicación del actual artículo 1133 del Código de Comercio debe, en todos sus aspectos, sintonizarse igualmente con el postulado de la buena fe, que como acrisolado principio informador del derecho, entre sus diversas funciones, cumple la de “atenuar una norma demasiado rígida, o para completar o llenar otra demasiado escueta; bien proceda de la ley o de los particulares”, así como la de actuar como “Causa o fuente de creación de especiales deberes de conducta exigibles en cada caso, de acuerdo a la naturaleza de la relación jurídica y con la finalidad perseguida por las partes a través de ella” (Se subraya), la cual no está referida únicamente a los nexos dimanantes del contrato, sino que es “eficaz frente a cualquier relación jurídica”?. De allí que, observados los objetivos trazados por el legislador en punto tocante con el seguro de responsabilidad civil, propio es inferir de las normas que lo disciplinan, el deber de información de que se trata, pues sin él, huelga repetirlo, esa tipología aseguraticia y, por sobre todo, la acción directa que en función de ella se previó, no sería, como tiene que serlo, una vía idónea y eficaz de reparación del daño ocasionado a la víctima, sino manantial de frustraciones y desengaños, los que no puede cohonestar la ley, ni tampoco la jurisprudencia, guardiana insomne del ordenamiento jurídico.”

“Sobre el particular, cumple memorar que es “principio vertebral de la convivencia social, como de cualquier sistema jurídico, en general, … la buena fe, con sujeción al cual deben actuar las personas -sin distingo alguno- en el ámbito de las relaciones jurídicas e interpersonales en las que participan, bien a través del cumplimiento de deberes de índole positiva que se traducen en una determinada actuación, bien mediante la observancia de una conducta de carácter negativo (típica abstención), entre otras formas de manifestación”, postulado que presupone “que se actúe con honradez, probidad, honorabilidad, transparencia, diligencia, responsabilidad y sin dobleces” y que, desde otro ángulo, se identifica “con la confianza, legítima creencia, la honestidad, la lealtad, la corrección y ,… con el vocablo ‘fe’,…” (Cas. Civ., sentencia de 2 de agosto de 2001, exp. 6146).”

“Así mismo, como en forma más reciente lo expuso la Sala, que “la buena fe, de antaño, es un principio medular que campea con fuerza en el ordenamiento jurídico, hoy de indiscutido raigambre constitucional (art. 83 C.P.), al que están sometidas, en general, las actuaciones del hombre en sociedad y, sobre todo, aquellas de trascendencia jurídica, que supone un actuar honrado, probo, leal y transparente, cuya operancia práctica se desdobla en un deber de conducta positivo o en una abstención (buena fe negativa)” (Cas. Civ., sentencia de 19 de diciembre de 2006, exp. No. 10363). “

“d) En íntima conexión con la buena fe, entendida de la manera que se deja señalada, tiene operancia y, por tanto, cabida, el proceder solidario que, como se acotó, con sólido fundamento, la Constitución exige de todos, cuya aplicación amplía el campo de acción de ese fundamental principio, para convertirlo en “una exigencia ético-social, que es a la vez de respeto a la personalidad ajena y de colaboración con los demás” y que “impone, no simplemente una conducta negativa de respeto, sino una activa de colaboración con los demás, encaminada a promover su interés”? (Se subraya). En tal virtud, en el caso específico del seguro de responsabilidad, al asegurado no le puede resultar indiferente la suerte del damnificado y, mucho menos, que éste, en efecto, obtenga del asegurador la reparación del perjuicio que con su conducta le provocó, en calidad de victimario. Por tanto, el comportamiento leal y probo que se espera de aquél, debe ser positivo –no una mera abstención- y dirigido a colaborar estrecha y responsablemente con la víctima en la reparación del daño causado, para lo cual debe informarla de la existencia del contrato y de las particularidades del mismo que le permitan el logro de ese objetivo tutelar, todo como corolario del acerado axioma de la solidaridad, el que cobija el de la cooperación, de tanta valía en la hora de ahora. No en vano, en los tiempos que corren, no resultan de recibo actitudes rayanas en la indiferencia o en la insolidaridad cívicas, hijas del egoísmo del ser humano, en veces desmedido e irritante, tanto más si con ello se le causa un grave perjuicio a otro congénere, en el caso que detiene la atención de la Corte, al tercero damnificado, hoy objeto de elocuente tutela legislativa (artículos 1131 y 1133 del Código de Comercio). Por ello es por lo que, en puridad, no debe fomentarse el silencio nocivus del asegurado causante del perjuicio, pues de la información que él conoce y tiene a su disposición, en últimas, dependerá la posibilidad real

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Comercio. La elocuencia del artículo 1131 no deja espacio para la duda o hesitación, tanto que, expressis verbis, aludió a la expresión ‘fecha a partir’, lo que denota un comienzo, o sea el inicio del decurso prescriptivo, para nada ligado a consideraciones subjetivas, el cual es exclusivo para gobernar la prescripción de las acciones de la víctima, queriendo significar con ello que no es conducente adicionarle otro, esto es el asignado para el régimen ordinario”.

“En ese orden de ideas, surge diáfano que a la acción directa del damnificado contra el asegurador, autorizada por el artículo 87 de la ley 45 de 1990, es aplicable únicamente la prescripción extraordinaria contemplada en el artículo 1081 del Código de Comercio, cuyo

de identificar al asegurador–deudor y de esta manera dirigir su acción contra un empresario determinado, evitándose de este modo luchar contra el pernicioso anonimato. Por lo demás, se insiste en ello, el derecho de la víctima a ser debidamente resarcida por el asegurador, según el caso, no puede quedar a merced del agente del perjuicio, sometido, escueta y llanamente, a su ‘buena voluntad’. “

“Es que como con elocuencia lo ha manifestado reputada doctrina, a la “concepción implacable, frenética de los derechos individuales, se opone la teoría de la relatividad, que conduce a admitir posibles abusos de los derechos, aún de los más sagrados. En esta teoría, los derechos, productos sociales, como el mismo derecho objetivo, derivan su origen de la comunidad de la cual toman su espíritu y finalidad…; cada uno de ellos tiene su razón de ser, su misión a cumplir; cada uno de ellos se dirige hacia un fin, el cual no puede ser desviado por su titular; ellos están hechos para la sociedad y no la sociedad para ellos; su finalidad está por fuera y por encima de ellos mismos; ellos no son pues absolutos, pero sí relativos…; es abusivo todo acto que, por sus móviles y por su fin, va en contra de la destinación y de la función del derecho ejercido… Cada derecho tiene su espíritu, su fin, su finalidad; quien intente alejarlo de su misión social, comete una culpa…, un abuso del derecho susceptible de comprometer, según el caso su responsabilidad”.

“Precisamente, dentro de esa misma línea de pensamiento, la Corte ha manifestado que “hoy en día se tiene por sabido que, por obra de la llamada teoría del ‘abuso del derecho’,…, preciso es distinguir entre el ‘uso’ y el ‘abuso’ en dicho ejercicio, puesto que aun cuando ‘…procede afirmar con fuerza los derechos subjetivos porque de su reconocimiento depende la dignidad de la existencia humana, vivida en la plenitud de su dimensión personal (…) no es posible dejar que los derechos subjetivos se desentiendan de la justicia o se desvíen del fin para el cual han sido consagrados, y se utilicen en cambio como armas de agresión para sojuzgar y explotar a los demás…’ …debe decirse en consonancia con las consideraciones precedentes, que es la moral social predominante en una comunidad que reconoce en la ‘solidaridad de las personas’ una de las directrices medulares de su organización política (Art. 1º de la Carta) e inspirada, por lo tanto, en los postulados de la buena fe y respeto por la buenas costumbres, todo ello en aras de hacer efectiva ‘…la prevalencia del interés general’ según lo propugna también el mismo texto superior recién citado. Son estas, sin duda, las bases más claras que hoy en día, a la luz de estos postulados constitucionales, le suministran vigoroso sustento a la doctrina en cuestión, entendido como queda que la ética colectiva, aquella que la sociedad ampara y procura hacer efectiva con su aprobación o con su rechazo, le dispensa holgada cobertura al ordenamiento positivo el cual, sin las ataduras impuestas por indoblegables guiones conceptuales, recoge las normas de comportamiento individual exigibles para asegurar una convivencia social justa;…” (CCXXXI, págs. 744 y 745). “

“e) Flaco favor se le haría a la institución del seguro, por antonomasia de raigambre social, si se permitiera que, por el silencio u omisión del asegurado, un daño quede impune e irreparado, a sabiendas que ex ante hubo un asegurador profesional que inequívocamente asumió el compromiso, en potencia, “de indemnizar los perjuicios patrimoniales que cause el asegurado con motivo de determinada responsabilidad en que incurra…”, lo que explica que, ministerio legis, este seguro tenga “…como propósito el resarcimiento de la víctima, la cual, en tal virtud, se constituye en el beneficiario de la indemnización…” (art. 1127 del Código de Comercio), máxime en un estado social de derecho, en el que debe imperar un orden justo, desprovisto de disfunciones, inequidades y abusos. Al fin y al cabo, entre otras hipótesis, a nadie se le autoriza para que pueda abusar de sus derechos, so pena de indemnizar los perjuicios que su conducta genere (artículo 830 del Código de Comercio). De suerte que si bien es cierto, en principio, las personas tienen la facultad de disponer libremente de la información que poseen, tampoco es menos cierto que esa prerrogativa no es absoluta, caprichosa e intangible, a fortiori, si su silencio, en dichas circunstancias, se torna abusivo y egoísta, amén que ayuno de atendible y sólido basamento.”

“f) Si como hasta la saciedad se ha resaltado, el legislador de 1990 tuvo por mira proteger a la víctima y procurar para ella la reparación de su perjuicio por el asegurador –en el evento de ser responsable, claro está-, la falta de información en el sentido indicado conllevaría, además, que los derechos del damnificado, sin duda de carácter sustancial, no llegarían a materializarse, ni voluntaria, ni forzadamente, pues el perjudicado con la conducta del asegurado no estaría en posición de pedir a la aseguradora la indemnización y, mucho menos, de llevar su caso al órgano jurisdiccional competente para que se le dispense justicia, surgiendo de ello la

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término extintivo es de cinco años, contados desde la ocurrencia misma del siniestro, o sea, desde la fecha en que acaeció el hecho externo imputable al asegurado …”552.

Otro tanto hay que decir alrededor de una sentencia, aún más reciente, en la que la Corte Suprema, en términos conclusivos, reiteró su doctrina en esta materia. Por ello, en providencia del 25 de mayo de 2011, puso de manifiesto que: “i) la prescripción prevista en el artículo 1131 del C. de Co., en tratándose de un seguro de responsabilidad civil, cuando la víctima acciona es, sin duda, de cinco años, o sea, la extraordinaria; ii) que, por lo mismo, la consagración de dicho aspecto temporal deviene, claramente, demarcada por matices objetivos y no subjetivos; iii) esto último significa que el término cuenta a partir del acaecimiento del siniestro o el hecho imputable al asegurado, independientemente que lo haya conocido o no el afectado; además, corre frente a toda clase de personas, inclusive los incapaces…. “, parecer este que reafirmó la Corte al rematar el despacho del cargo casacional, señalando que, “…precisiones como las referidas en precedencia permiten señalar, en primer lugar, que si la prescripción a la que apunta el artículo 1131 del Código de

contravención de los mandatos constitucionales igualmente reseñados, tocantes con la prevalencia del derecho sustancial y con garantía de acceder a la administración de justicia, en sentido lato. Ahora bien, el hecho de que el derecho positivo vernáculo no haya consagrado expresamente el aludido deber, como sí ocurre en otras naciones, en donde la norma en que se previó la acción directa de la víctima contra el asegurador refirió a la obligación del asegurado de informar a la víctima sobre el contrato y acerca de sus condiciones?, no necesariamente cambia las cosas, ni es indicativo, en rigor, de que dicho deber no gravite en el derecho nacional, así, es obvio, hubiera sido aconsejable su explicitación, pues como se examinó y ahora se reitera –bien analizada de nuevo esta temática-, ese débito es propio o connatural a la aludida acción, al punto que la escolta, como que de su cabal cumplimiento depende el ejercicio de ésta, de donde hay que insistir en ella y en su plena operancia en el ámbito patrio. Por ello, se aclara, antes que crear pretorianamente un débito, stricto sensu, lo que se impone no es nada distinto de hacer visible un deber que se entiende implícito, que está debajo de la epidermis normativa, pues fluye de la ley misma y de sus antecedentes, a la par que aparece corroborado por la propia lógica jurídica.”

“g) Lo dicho, además, permite entender que si el asegurado se abstiene de atender su deber de comunicar a la víctima lo atinente al seguro respectivo, ésta podrá hacer efectivo su derecho conminándolo para que le suministre tal información, para lo cual, incluso, podrá recurrir a la práctica de pruebas extraprocesales, como, por vía de ilustración, serían el interrogatorio de parte, la inspección judicial, o la exhibición de documentos, según fuere el caso (artículos 294, 297 y 300 del Código de Procedimiento Civil), todo como secuela de la existencia del referido débito informativo, en modo alguno de poca valía o significación, hecho que explica su debido amparo y resguardo. En el supuesto de que por obra del asegurado, dichos medios demostrativos no dieren o arrojaren un resultado positivo, pertinente es observar que él quedará expuesto a responder por los perjuicios que con su conducta haya provocado al damnificado, cuestión que deberá dilucidarse a la luz de la responsabilidad pertinente, conforme a las circunstancias. Siendo ello así, como en efecto lo es, debe considerarse que la efectividad de la acción directa está condicionada a la indagación por la víctima al asegurado de la información tocante con el seguro y a que éste oportuna y cabalmente se la facilite, perspectiva dentro de la cual debe contemplarse que, ante su eventual negativa, correspondería a aquella intentar –si lo deseare- la obtención de la misma mediante el mecanismo de las pruebas anticipadas, como igualmente se contempló.”

3.7. En este orden de ideas, es del caso puntualizar que si se admitiera que en frente de la comentada acción directa la prescripción aplicable fuera la ordinaria, de sólo dos años –como lo juzgó el Tribunal-, ese termino resultaría exiguo respecto de la consecución real y efectiva por parte de la víctima de la información relativa al seguro, circunstancia que deviene trascendente en la medida en que, como ya se explicó, de ella, en últimas, depende el efectivo –y no retórico o nominal- ejercicio de la acción.

De suerte, pues, que considerado el inequívoco y adamantino propósito del legislador encaminado -recta via- a autorizar al perjudicado dirigirse en contra del asegurador, siendo connatural al ejercicio de dicha acción la satisfacción, voluntaria o forzada, del deber de información a que se ha hecho mérito en esta providencia, debe igualmente concluirse que el artículo 1131 del Código de Comercio, modificado por el artículo 86 de la mencionada ley 45 de 1990, en que se previó a favor de la víctima esa puntual reforma, estatuyó para la referida acción directa solamente la prescripción extraordinaria de cinco años, cuyo término, además por ser más amplio y holgado, acompasa con el mencionado cometido legislativo y con la posibilidad de obtener la víctima del asegurador la efectiva reparación del daño que le fue irrogado por el asegurado, conforme las circunstancias …”.

551 Cfr. Sentencia 072 de 29 de junio de 2007, expediente 04690.

552 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 20 de septiembre de 2010. Exp.428-01

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Comercio está prevista con exclusividad   para que el asegurador la pueda oponer a la acción directa que acorde con el artículo 1133 ibídem en su contra llegase a promover la víctima, de suyo resplandece que, por elemental lógica, la parte actora debió haber hecho uso de ese puntual y específico recurso judicial, esto es, haber promovido directamente contra la aseguradora el pertinente reclamo; empero, contrariamente, en palabras del Tribunal, la accionante emprendió fue una acción de responsabilidad civil extracontractual contra el causante del perjuicio o sea, el asegurado, en los términos del artículo 2341 del Código Civil, más no en contra de la Previsora S. A. Compañía de Seguros; de ahí surge, claramente, que dicha empresa no fue convocada en calidad de demandada, lo que, sin mayores disquisiciones puede concluirse que la aseguradora no soportó reclamo judicial de la víctima.”553

 b. La prescripción en el ejercicio de la acción de subrogación:

Otro de los aspectos que, en su momento, suscitó discusión en la órbita de la doctrina nacional, fue el relativo a la prescripción de la llamada acción de subrogación, disciplinada en el artículo 1096 del Código de Comercio, con arreglo al cual “el asegurador que pague una indemnización se subrogará, por ministerio de la ley y hasta concurrencia de su importe, en los derechos del asegurado contra las personas responsables del siniestro…”.

Esta institución, de gran utilidad en la práctica cotidiana, y de marcada valía en sede de la axiología de la responsabilidad civil, en particular frente al real responsable del daño que, en línea de principio rector, no debe quedar impune, presupone que, en el campo del seguro de daños, una vez se ha realizado válidamente el pago por parte del asegurador, éste último ocupará la posición del tomador-asegurado y, en esa medida, recta via, podrá accionar respecto al tercero responsable del siniestro para reclamarle el importe de la indemnización por él reconocida, a través del proceso idóneo para el efecto, incluida la corrección monetaria, tal y como lo ha reconocido en varias ocasiones la propia Corte Suprema, luego de haber considerado lo contrario, por un apreciable número de años.554

En este orden de ideas, para los efectos que interesan a esta exposición, importa señalar que lo que se ha discutido doctrinal y ahora jurisprudencialmente, es si a dicha institución se le aplica el régimen prescriptivo general propio del contrato de seguro (artículo 1081 del Código de

553 Es ilustrativo mencionar que la misma Corte, así pudiere resultar para algunos claro el tema, hizo una

precisión especial, encaminada a realzar que este tratamiento más favorable, derivado de la prescripción extraordinaria, en concreto del término de cinco años previsto en la ley mercantil (arts. 1081 y 1131), está previsto única y exclusivamente para el caso de que se ejerza la acción directa por parte de la víctima contra el asegurador, toda vez que si el damnificado demanda directamente al asegurado, y no al asegurador, lo cual igualmente es posible, además de legítimo, no podrá pretender que se aplique un régimen privativa y teleológicamente estructurado para las víctimas, a manera de conquista y humanización del Derecho de daños, en armonía con el Derecho de seguros, en los que la víctima ocupa un destacado sitial, con fundamento en el cual, siendo un tercero, puede reclamarle al asegurador recta via, lo que hasta 1990 en Colombia no era procedente, desde luego respetando todas sus garantías y prerrogativas. En esta dirección indicó la Corte que “… Aflora así mismo y de manera incontestable, que tratamiento normativo de semejante talante impone la concurrencia de un elemento imprescindible, definitivo, en verdad, para fijar el sentido de la decisión reclamada, como es que la víctima haya sido quien acometió la acción judicial en contra de la aseguradora, o sea, comporte el ejercicio de un accionar directo (artículos 84 y 87 de la Ley 45 de 1990); en otros términos, los efectos favorables que el actor pretende derivar de la norma invocada podrán producirse siempre y cuando la litis involucre como demandante al agredido y como demandada a la aseguradora y, por supuesto, concierna con el seguro de responsabilidad civil. No aconteciendo así, lisa y llanamente, la disputa devendría gobernada por disposiciones diferentes, pues es evidente que la que en esos términos prescribe es la acción directa   de la víctima contra la empresa aseguradora. O, para decirlo más explícitamente, tal hipótesis concurre en la medida en que la reclamación judicial involucre a la víctima como accionante y, en la parte demandada, a la sociedad emisora del seguro” (Sentencia del 25 de mayo de 2011, Sala de Casación Civil)”.

554-Vid. Sentencia del 18 de mayo de 2005, Sala de Casación Civil327

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Comercio) o si, por el contrario, es el gobierno ordinario previsto en el Código Civil colombiano, dada la mecánica consustancial a la subrogación y a su real naturaleza, significado y efectos.

Expresado de otro modo, la indagación estriba en determinar si el artículo 1081 del Código de Comercio ciertamente abraza la subrogación, o no. Si lo primero, todo quedará cubierto por la norma en cita y, por ende, por la codificación mercantil, en lo pertinente; si lo segundo, el Código Civil, por el contrario, será el encargado de la disciplina de esta institución, de tanto significado funcional en sede aseguraticia, con todo lo que ello envuelve, en atención a la disimilitud de arquitecturas reinante entre ambos códigos en lo que a la prescripción se refiere, obviamente sin soslayar los aspectos que, in casu, puedan tener en común, según se anotó.

La Corte Suprema, sintonizada con la discusión doctrinal existente en el medio, a la par que conectada con la naturaleza y fundamentos de la subrogación en el Derecho nacional y comparado del seguro (especialmente con lo puesto de presente en la sentencia del 18 de mayo de 2005), se inclinó por la segunda tesis, precisamente por entender que, una vez efectuado el pago de la indemnización, el asegurador asumía la misma posición que otrora tenía su asegurado frente al agente del daño a él irrogado, en cuyo caso no podía ser otro que el régimen ordinario o común o el aplicable, como quiera que, en puridad, estaba ocupando su misma posición y rol, y no la del asegurador, propiamente dicho, desde una perspectiva orgánica, tanto más cuanto que el aducido pago apareja claros efectos extintivos (art. 1625, C.C.). Además, por cuanto la filosofía del artículo 1081, no es, no era, la de cobijar situaciones periféricas como las que conciernen al asegurado y al victimario, y en esta hipótesis, al asegurador que reemplaza a la víctima y al agente del daño, envueltos en una relación de naturaleza enteramente divergente, creada a raíz de la perpetración externa de un perjuicio que ya fue resarcido, total o parcialmente, como lo había ya reconocido la doctrina colombiana.

Sobre el aludido punto, la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia tuvo ocasión de pronunciarse en providencia fechada el 16 de diciembre de 2005, en la que, tras un detenido análisis, en la dirección ya señalada, sostuvo que la acción ejercida por la aseguradora en ejercicio de la subrogación legal no era, como erróneamente podría pensarse, una acción propia o inherente al contrato de seguro, sino que, muy por el contrario, correspondía a la acción individual que el tomador-asegurado tenía y conservaba frente al tercero responsable del siniestro, respecto de quien no mediaba relación aseguraticia alguna, razón por la cual el régimen de prescripción aplicable resultaba ser el ordinario, y no el especial, amén de especializado.

Puesto en otros términos, al decir de la Corte Suprema, el ejercicio de la acción de subrogación, en rigor, se traduce en el ejercicio de la acción que el asegurado otrora tenía contra el responsable del siniestro y, por esa razón, el régimen aplicable es el de ésta última acción y no el del seguro, como quiera que, frente a ese tercero, no existe ninguna relación jurídica derivada de un seguro.

En efecto, expresó el máximo tribunal de la jurisdicción ordinaria que “1.Inconforme está la parte recurrente con el tratamiento que se le dio en el fallo impugnado a la excepción de prescripción que propusieron los demandados, ya que en su criterio no podía dilucidarse al auspicio del artículo 1081 del Código de Comercio, sino bajo el régimen previsto en el derecho común para la acción de responsabilidad civil extracontractual deducida contra sus postulantes”.

“2.El artículo 1081 del Código de Comercio, precepto que forma parte de la normativa del contrato de seguro, adopta un régimen especial en materia de prescripción, al estatuir que las acciones que se derivan de ese negocio jurídico, o de las disposiciones que lo rigen, puede ser ordinaria o extraordinaria. Para la prescripción ordinaria consagra un plazo de dos años, que tiene como punto de partida el momento en que el “interesado” haya tenido o debido

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tener conocimiento del hecho que da base a la acción, y para la extraordinaria, un término de cinco, que corre contra toda clase de personas y se computa a partir de la época del nacimiento del derecho….”

“Por el aspecto objetivo, concreta su radio de acción a las acciones emanadas del contrato de seguros, es decir, las que tienen su fuente inmediata en el contrato mismo, y a las que se derivan de las disposiciones que integran su régimen jurídico, entendidas por tales las que aunque presuponen su existencia, no se originan directamente en él, “sino –por vía mediata- de la ley que las consagra específicamente como tutela de su diafanidad jurídica como fuente de obligaciones para las partes a él vinculadas (el tomador y el asegurador)”555.

“3. El artículo 1096 del Código de Comercio, que también integra el régimen jurídico del negocio asegurativo, consagra la subrogación que, por ministerio de la ley, obra en favor del asegurador que satisface el débito contractual, en los derechos del asegurado frente al responsable del daño, hasta concurrencia de la suma indemnizada, subrogación que si bien tiene una naturaleza y teleología singular, como lo dejó sentado la Corte en su sentencia del 18 de mayo de 2005, “se encuentra íntima y funcionalmente enlazada con la institución de la subrogación disciplinada por el ordenamiento civil, al punto que los fundamentos y los postulados medulares que le sirven de apoyatura en este específico régimen, en general, son los que informan la figura en la esfera mercantil”, normatividad cuyos principios deben presidir, en consecuencia, la hermenéutica del derecho que ex lege se consagra en favor del asegurador, porque el hecho que “tenga como presupuesto material el pago de la obligación condicional del asegurador, emanada del contrato de seguro, no impide considerar la acción subrogatoria a que se refiere el artículo 1096 del estatuto mercantil, bajo la égida de la subrogación establecida en el derecho común, de la que es, mutatis mutandis, una de sus aplicaciones individuales, por ministerio de la ley, esa misma que no empleó un vocablo o arquitectura diferentes a la de la “subrogación”, con todo lo que ello implica, muy especialmente de cara a lo consignado en el artículo 822 del Código de Comercio, esto es, a la integración preceptiva, en lo pertinente, en el campo de las codificaciones del Ius privatum”.”

“De modo que, como ocurre en el derecho común, en el que, por efecto de la subrogación personal -como modalidad del pago-, se traslada al acreedor subrogado el crédito del cual era titular el subrogante, derecho que no sufre mutación alguna y consiguientemente pasa inalterado de sus manos a las de aquél –artículo 1666-, al verificarse el presupuesto que por ministerio de la ley sirve de percutor para que entre en funcionamiento el mecanismo de la subrogación instituido en favor del asegurador, cual es el pago de la indemnización, ipso jure sustituye al asegurado-damnificado en el crédito que antes de ser indemnizado tenía contra el responsable del daño, es decir, ocupa su lugar en esa relación obligacional, en idéntica situación a la que tenía el asegurado como directo perjudicado, cuyo derecho a ser indemnizado por el responsable, se reitera, supervive sin modificación en el asegurador como nuevo acreedor, desde luego, con la limitación cuantitativa ya dicha, todo lo cual pone de relieve que el derecho que por ese medio adquiere la compañía aseguradora no es un derecho propio, sino derivado del que tenía el asegurado en su condición de primitivo acreedor, abreva en la misma fuente, que no es el contrato de seguro, al cual es ajeno, sino la conducta reprochable del causante del siniestro, en la cual tiene también origen la deuda de responsabilidad a cargo de éste, circunstancia que explica, como apuntó la Corte en el fallo atrás invocado, que esté “ayuno de sustantividad y autonomía, como quiera que la entidad aseguradora –he ahí la importancia del fenómeno sustitutivo que aflora de la subrogación-, adquiere el mismo derecho que antes del pago residía en la órbita patrimonial del asegurado damnificado (...) no sufre ninguna mella o alteración por migrar del asegurado a la entidad aseguradora (principio de identidad). Muy por el contrario, ese derecho permanece indeleble,

555 Efrén Ossa G., Teoría General del Seguro, Vol. II, Temis, 1991, p. 522329

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al punto que los responsables del siniestro, como lo impera el artículo 1096 del Código de Comercio –en muestra de diciente acatamiento de la prenotada etiología y naturaleza-, podrán oponer al asegurador las mismas excepciones que pudieren hacer valer contra el damnificado, es decir, no una defensa precaria o limitada por el hecho de ser su demandante el asegurador, sino una que tenga el talante que reclama el derecho litigado, sin miramiento a la persona que se presenta como su titular”.

“Por supuesto que si el derecho del asegurado a ser resarcido por el victimario es idéntico al que se radica en el asegurador por obra de la subrogación, también lo es la acción mediante la cual puede hacerlo valer, ya que esa es consecuencia del principio de identidad anotado, que se produce, además, como efecto propio del instituto jurídico por el cual se engendra la sustitución de un acreedor a otro, dado que en los términos del artículo 1670 del Código Civil, con independencia de su origen –convencional o legal- la subrogación “traspasa al nuevo acreedor todos los derechos, acciones y privilegios, prendas e hipotecas del antiguo, así contra el deudor principal como contra cualesquiera terceros, obligados solidaria y subsidiariamente a la deuda”, de modo que al producirse la transferencia tanto de los derechos del primitivo acreedor, como de las acciones tutelares del mismo, el asegurador, como en su momento lo estaba el asegurado, queda habilitado para reclamar del agente del daño el pago de la prestación debida, mediante el ejercicio de la acción de responsabilidad respectiva, derecho que, se insiste, opera dentro de la limitación cuantitativa legalmente establecida.”

“Luego si el derecho que tiene el asegurador para proceder contra el responsable del siniestro es el mismo que por razón de él correspondía al asegurado en su condición de damnificado, o dicho de otro modo, si la acción del asegurador subrogado es igual a la que habría podido emprender el asegurado para obtener del responsable el resarcimiento del daño experimentado, si se gobiernan, por lógica consecuencia, por el mismo régimen jurídico, la misma identidad campea en la prescripción a la que está sujeta, que de consiguiente es la que corresponde a la acción indemnizatoria de la cual era titular el asegurado-perjudicado contra el victimario (contractual o extracontractual), porque esa es la acción en la que lo sucede, instituto que en fin de cuentas operará en función del derecho que tenía el asegurado, como perjudicado, contra el causante del daño, como lo reconoce mayoritariamente la doctrina especializada556. En palabras de Garrigues, “El derecho adquirido por el asegurador, a virtud de la subrogación, es un derecho derivado del que tenía el asegurado frente al tercero. Dicho en otros términos, la acción que ejerce el asegurador, contra el tercero es la misma acción que tiene el asegurado contra el autor del daño. Por esta razón gozará de todos los beneficios que esta acción tuviera y, al contrario, quedará sometida a las mismas excepciones que podrían ser opuestas al asegurado. El plazo de prescripción será el mismo que podría ser invocado por el tercero contra la acción del asegurado”557, plazo que por contera no puede variar en función de la persona que la promueve. Será igual, en consecuencia, con independencia de que sea la víctima la que persiga la reparación del perjuicio, o que la reclame el asegurador subrogado en su derecho al resarcimiento, por el pago de la prestación asegurada, o que por ser inferior al importe del daño, el asegurador pretenda recuperar la indemnización abonado al asegurado-perjudicado, y éste, la porción no cubierta por el seguro, ya que en cualquier caso, por tratarse de idéntica acción, no existe razón que justifique establecer entre ellas cualquier tipo de distinción”.

556 Rubén S. Stiglitz, Derecho de Seguros, Tomo III, p.235; Antigono Donati, Los Seguros Privados, Manual de Derecho, Barcelona, 1960, p. 313; Fernando Sánchez Calero, Ley de Contrato de Seguro, Aranzadi, Pamplona. p.p. 406 y 730; Anxo Tato Plaza, La Subrogación del Asegurador en la Ley de Contrato de Seguro, Valencia, 2002, p.p. 269, y 270; Jaime Bustamante Ferrer y Ana Inés Uribe, Principios Jurídicos del Seguro, Temis, Bogotá, 1996, p. 164; Efrén Ossa Gómez, ob. cit. p. 181.

557 Contrato de Seguro Terrestre, Madrid, 1982, p. 200

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“No acertó en consecuencia el sentenciador cuando sostuvo que “la subrogación del asegurador por el pago que hace de la indemnización al asegurado, es acción derivada del contrato de seguro y, si además de ello regulada está dicha institución jurídica dentro del Código de Comercio”, cae dentro de la órbita del régimen de prescripción especial adoptado por dicho ordenamiento en relación con del negocio jurídico mencionado, porque la acción que ejerce el asegurador subrogado en los derechos del asegurado, frente al responsable del daño, no procede del negocio asegurativo, ni de las disposiciones que lo disciplinan.”

“Por supuesto que el pago que da lugar al fenómeno subrogatorio previsto por el artículo 1096 del estatuto comercial, tiene su causa en el negocio asegurativo. Empero, ese sólo es el presupuesto al cual se subordina legalmente el funcionamiento del instituto mencionado, por virtud del cual el asegurador sustituye al asegurado-damnificado, en los derechos y acciones que tuviere frente al responsable del daño, para obtener de él el abono de los valores indemnizados. Sin embargo, al exigir del tercero la responsabilidad que le cabe por el daño irrogado, no procura realizar un derecho dimanante del contrato de seguro, ni de su reglamentación normativa, sino el derecho al resarcimiento del cual era titular el asegurado, en su condición de víctima, derecho cuya fuente se encuentra, como ya se anotó, en la conducta antijurídica del responsable, germen también de la acción indemnizatoria respectiva. El apuntado pago, como tuvo oportunidad de precisarlo la Corte, “tan sólo determina su legitimación en la causa para el ejercicio de la señalada acción, así como la medida del derecho que puede reclamar”558. Como explica Ossa Gómez, “el art. 1096 rige, en verdad, el contrato de seguro, la subrogación es su consecuencia, regula una relación adicional que, en consideración al pago de la indemnización, surge entre el asegurado y el asegurador. Pero gobierna también el derecho del asegurador contra el responsable del siniestro que es extraño al contrato y cuya obligación indemnizatoria no tiene por qué cambiar de contenido, ni sus modalidades legales. El art. 1081, con su régimen de prescripción, versa sobre las acciones a que da origen el seguro y no sobre las que derivan del hecho ilícito”559.

“Corolario de lo expuesto es que si la acción cuya titularidad se radica en el asegurador por efecto de la subrogación, que se repite, es la misma que tenía a su alcance el asegurado-damnificado, no emana del contrato de seguro, ni de las disposiciones que lo disciplinan, sino de la conducta dolosa o culposa del autor del daño, no está sujeta al régimen establecido por el artículo 1081 del Código de Comercio, que por lo demás, está llamado a actuar exclusivamente entre quienes derivan derechos u obligaciones del contrato de seguro, situación en la que por supuesto no se halla el tercero responsable, quien no puede entonces reportar beneficio de un régimen legal instituido para un negocio jurídico al cual es ajeno, acción que por contera se somete a los plazos de prescripción que rigen en el derecho civil, dependiendo del tipo de responsabilidad que pesa sobre el responsable, y que en el caso, de conformidad con el artículo 2536 del Código Civil, en el tenor vigente por la época de los hechos, no se había consolidado al tiempo de presentarse la demanda, si se tiene en cuenta que de las demandadas se ha reclamado la responsabilidad civil extracontractual que les cabe por el suceso dañino que la demanda narra.” ”560.

4. Jurisprudencia arbitral:

Aun cuando como se mencionó, no es nuestro propósito ocuparnos de la denominada ‘jurisprudencia arbitral’, dado que nos hemos centrado en la emanada de la Corte Suprema

558 Corte Suprema, Sentencia del 18 de mayo de 2005

559 Ossa Gómez, J. Efrén, ob. cit. p. 550.

560 Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 16 de diciembre de 2005. 331

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de Justicia, revestida de la fuerza unificadora ínsita en el recurso de casación, unificador por antonomasia en el Derecho colombiano, sí conviene reiterar la importancia de esta ‘doctrina judicial’, de suyo especializada y de gran relevancia en la vida jurídica nacional. En tal virtud, nos ocuparemos de dos laudos de la presente centuria, en los que se abordaron temas muy especializados que, por no haber sido auscultados aún por la Corte Suprema en el ámbito del contrato de seguro, estimamos útil considerar a continuación, de nuevo con carácter descriptivo y no exhaustivo, habida cuenta de que otros pronunciamientos, ciertamente, se han proferido en el pasado.561

El primero de ellos, calendado el 14 de septiembre de 2006, se ocupó del tema de la configuración y la interrupción de la prescripción en el contrato de seguro, pronunciamiento en el cual desempeñó un papel especial el valor asignado al informe de ajuste rendido por el ajustador, claramente conectado con una estipulación de origen contractual. Y el segundo, fechado el 5 de marzo de 2009, atinente a la improcedencia de la excepción de prescripción a raíz de conductas previas adoptadas por el asegurador, las que se estimaron contradictorias con las asumidas a lo largo del desarrollo contractual, en contravención a la regla jurídica: Venire contra factum proprium non valet, en particular a una de sus manifestaciones individuales, la Doctrina de los actos propios, impeditiva del ejercicio irregular o inadecuado de los derechos, así no medie ni culpa, ni intención de causar un perjuicio.

a. Configuración e interrupción de la prescripción en el contrato de seguro.

En esta materia, la jurisprudencia de la Jurisdicción Ordinaria, en concreto la emanada de la Sala Civil de la Corte Suprema, según se delineó, no ha tenido ocasión de ocuparse de la misma, por las razones ya señaladas en precedencia, atinentes a la limitación del recurso extraordinario de casación. Sin embargo, aparte de la doctrina patria, la jurisprudencia de los Tribunales de arbitramento, aunque no muy abundante tampoco, si ha tenido oportunidad de hacer una serie de consideraciones de interés, sobre todo en punto tocante con la configuración y con la interrupción de la prescripción, en función de la realización de un informe de ajuste del siniestro. Es el caso del Laudo proferido el 14 de septiembre de 2006 en la Cámara de Comercio de Bogotá, en el asunto promovido por Alstom Brasil Ltda contra la Compañía Suramericana de Seguros.562

En lo toral, en lo que atañe a la configuración de la prescripción relativa a la prestación asegurada, se puso de presente que ella está sujeta a la verificación de concretos presupuestos, entre otros: a) a la realización del siniestro; b) al transcurso del término de ley, dos o cinco años, según el caso, el que se iniciará de modo diferente, pues en el primero está subordinado al conocimiento real o presunto del siniestro, al paso que el segundo no, y c) al abandono efectivo del ejercicio de un derecho o unos derechos, en clara conexión con los principios que rigen la prescripción, en general, situación que no tiene lugar cuando “…a pesar de conocer el hecho que da base a la acción, se encuentra en imposibilidad de ejercer aquellos, entre otros motivos de posible ocurrencia, debido a una actuación de forzoso agotamiento previo como sucede con un procedimiento de ajuste del siniestro convenido en el contrato”.

561

?- Entre otros, puede verse el Laudo del 16 de agosto de 1995, en el asunto promovido por Distral S.A. y General Electric Canada inc.vs La Nacional Compañía de Seguros Generales de Colombia S.A., en el cual se corrobora que los términos de prescripción son inmodificables y, por lo tanto, indisponibles por las partes contratantes. Además se explicita que de conformidad con el artículo 2514 del C. C., la renuncia anticipada a la prescripción no tiene cabida, a diferencia de lo que sucede cuando aquella se materializa después de cumplida ésta última (la prescripción). 562 Tribunal de Arbitramento integrado por los doctores Carlos Esteban Jaramillo S., Alejandro Venegas Franco y Antonio Pabón Santander.

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Y en lo concerniente a la interrupción de la prescripción, se señaló que, en el caso en particular escrutado, esto es con fundamento en las circunstancias tan especiales del asunto en cuestión, muy particularmente de cara a todo lo que rodeó el informe de ajuste rendido por el ajustador, en desarrollo de una determinada estipulación contractual, era pertinente entender que ella no sólo se interrumpía por las formas tradicionales (art. 2539, C.C.), esto es el reconocimiento de la obligación por el deudor o la notificación del auto admisorio de la demanda al asegurador, sino también, in casu, por la presentación del citado informe, dueño de unas connotaciones especiales en la litis en cuestión, las que no podían dejarse de lado. Por ello se afirmó que “desde la perspectiva de la interrupción de la prescripción, debe indicarse que conocido en su integridad el siniestro con la presentación del informe de ajuste, el cual, se reitera, en los términos de la condición contractual así se encuentra previsto, se tiene que rendido ese informe el 16 de abril de 2003 y presentada la demanda ante la jurisdicción común el 8 de abril de 2005, la prescripción se interrumpió dentro de los límites temporales fijados por la legislación y no impide el ejercicio de los derechos por parte del tomador, reclamante de la indemnización, sin que le sea atribuible a este vencimiento alguno de plazo o inactividad en el ejercicio de un derecho.”

Dos fueron entonces las razones para que no prosperare la excepción de prescripción: a) Por no haberse configurado la prescripción, en atención a que en rigor no hubo abandono o dejación de derecho alguno, y b), porque además, si del éxito de la prescripción se trataré, se observa que ésta en su momento fue interrumpida, merced a la rendición del informe de ajuste, al cual el Tribunal le dio un especial valor y significado respecto a la temática examinada.

Seguidamente, entonces, transcribimos los apartes más reveladores del Laudo materia de referencia:

“(i) El término de prescripción que tiene el beneficiario para reclamar ante el asegurador el pago de la indemnización en virtud del contrato de seguro celebrado empieza a correr a partir de la configuración del siniestro, es decir, que éste es el hecho de ineluctable realización, requisito de necesaria presencia, para que se inicie el cómputo del término prescripitivo de la acción indemnizatoria”.

“(ii) El siniestro se configura a partir de la pérdida que sufra el asegurado, para lo cual deberá tenerse en cuenta el amparo que se afecta y la modalidad de cobertura bajo la cual se contrató. Del siniestro, para que sea indemnizable, no ha de predicarse concomitancia alguna con riesgo excluido.”

“(iii) En consecuencia, frente a la generalidad de los amparos previstos en la póliza, el término de prescripción empezará a correr a partir del momento en que el asegurado conoció o debió conocer de la configuración del siniestro (prescripción ordinaria de dos años) o desde que se configuró el mismo así el asegurado no haya podido ni debido conocer del siniestro (prescripción extraordinaria). Al respecto, se deberá tener en cuenta que el término de prescripción extraordinaria es el máximo término de prescripción”.

“(iv) La interpretación del artículo 1081 citado, que es una norma especial de prescripción para el contrato de seguro, y en concreto la aplicación de la prescripción ordinaria en dicho precepto consagrada, no puede efectuarse de manera aislada y sin consultar los principios generales que gobiernan esta forma de extinción de las acciones, pues su aplicación sólo es procedente cuando el interesado ha abandonado efectivamente el ejercicio de sus derechos, y no así cuando a pesar de conocer el hecho que da base a la acción, se encuentra en imposibilidad de ejercer aquellos, entre otros motivos de posible ocurrencia, debido a una actuación de forzoso agotamiento previo como sucede con un procedimiento de ajuste del siniestro convenido en el contrato”.

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“C. Gestiones para interrumpir el término de prescripción”

“Ahora bien, una vez concluido lo anterior corresponde recordar cuáles son las circunstancias establecidas por la ley como eficientes para la interrupción del término de prescripción de las acciones derivadas del contrato de seguro, para seguidamente analizar, en el caso concreto, los mecanismos utilizados para tal efecto”.

“Como ya se manifestó, la interrupción de la prescripción a partir de lo señalado en el artículo 2539 del c Civil, puede presentarse ya sea por reconocimiento expreso o tácito del deudor de la obligación (interrupción natural) o por la presentación de demanda judicial bajo el cumplimiento de los requisitos establecidos en el artículo 90 del C de P.C. o la notificación del auto admisorio de la misma (interrupción civil)”.

“Por lo tanto, la formulación de pretensiones o reclamaciones extrajudiciales a la aseguradora no tienen la potencialidad de interrumpir la prescripción. “…Debe, en suma quedar muy claro, pues, que ni la presentación de la reclamación, ni el aviso del siniestro –apunta el doctor Hernán Fabio López Blanco- son circunstancias que tengan la eficacia para interrumpir la prescripción emanada del contrato de seguro, pues sólo la demanda judicial y la aceptación expresa de la aseguradora son las que generan esa interrupción” (Op. Cit, pág. 293)”. “Así las cosas, la prescripción sólo se entenderá interrumpida cuando se obtenga reconocimiento expreso de la obligación por parte del deudor o cuando se formule demanda judicial quedando interrumpida desde la presentación de la demanda, si es notificado el auto admisorio de la misma dentro del término previsto en el artículo 90 del C de P.C. o desde la correspondiente notificación cuando ésta se realiza fuera de dicho término”.

“En el presente caso se tiene que a partir de la ocurrencia de los daños, primeramente advertidos por la convocante entre el 18 y el 25 de mayo de 2001, procedió ésta a la ejecución de una expresa condición contractual, distinguida según quedó visto líneas atrás con el número 13.4 de las condiciones particulares de la póliza, conforme a la cual se preveía desde el momento de celebración del contrato de seguro que sería la sociedad Crawford la llamada a efectuar las labores de ajuste derivadas de la pérdida registrada y que sólo hasta el 16 de abril de 2003 se rindió el informe final definitivo por parte de dicha sociedad ajustadora, es decir, transcurridos aproximadamente veintitrés (23) meses desde la fecha del siniestro y veintiún meses desde la solicitud de ajuste a dicha sociedad”.

“Es de destacarse, nuevamente, que la intervención de Crawford como profesional de la actividad de ajuste de pérdidas corresponde en este caso concreto al natural y obligatorio desarrollo de una condición contractual que, por lo demás, convierte al informe definitivo que rinde la mencionada sociedad en una de las condiciones necesarias para la existencia de una reclamación en los términos del artículo 1077 del c de Com. En otras palabras, al haberse pactado contractualmente la elaboración de un ajuste, e incluso al haberse designado en la póliza el nombre de ese ajustador, las partes le imprimieron al informe de ajuste no sólo el carácter de documento demostrativo de la pérdida sino también convinieron contractualmente en que este sería el documento eficaz para esos efectos”.

“En este punto, cabe preguntarse, qué hubiera sucedido por ejemplo si la convocada hubiese presentado la reclamación con fundamento en sus propios documentos y con una cuantificación elaborada por sus ingenieros o por otra firma ajustadora? Se podría entender este proceder ajustado al contrato? Habría la convocada aceptado en tal evento la existencia de una reclamación? O se habría remitido al contrato para exigir la elaboración de un ajuste tal y como estaba pactado? Sin duda, la obligatoriedad de la cláusula contractual, que por lo

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demás no ha sido discutida por las partes, imponía para ellas el deber de agotar la elaboración de ese ajuste, y sólo, con la verificación de ese requisito contractual podían entender completa la reclamación”.

“Por ello no puede resultar indiferente la existencia de una tal estipulación, pues su obligatoriedad conlleva, desde el punto de vista de la convocante, que ésta no tuviera expedita la posibilidad de reclamar hasta tanto no se hubiera agotado el procedimiento de ajuste, y desde el punto de vista de la convocada, que ésta no pudiera fijar su posición respecto del pago, sin conocer el informe que dé cuenta de ese resultado”.

“Visto desde una perspectiva complementaria, es inobjetable – se reitera - que la convocante sólo podía reclamar con fundamento en el ajuste de Crawford, y por ende hasta tanto éste no se entregara no podía conocer la posición de la aseguradora al respecto y, por ende, carecía de los elementos de juicio para ejercer el derecho de acción ante el juez del contrato. Así, resultaría imposible pensar en que su acción se extinguió por el transcurso del tiempo, pues simplemente, no estaba en posibilidad de ejercerla”.

“No significa lo anterior, obviamente, que se desconozca la previsión del artículo 1081 del c de Com, ni el término que ella contempla. Pero es evidente que, por las circunstancias propias de este caso y por la previsión contractual del ajuste, el conocimiento completo e integral del siniestro, pero sobre todo la posibilidad de ejercer con base en él la acción indemnizatoria, sólo surgió para el asegurado, con la entrega del informe final de ajuste”.

“Además, debe indicarse que la prescripción para que sea eficaz en los precisos términos de la legislación aplicable debe provenir de una conducta del acreedor, esto es, de su inactividad, pero no de la de un tercero, como lo sería si la inmovilidad fuese atribuible a la sociedad ajustadora Crawford, designada desde la celebración del contrato como llamada a definir el siniestro con su conclusión técnica. El beneficiario reclamante de la indemnización, se reitera, podía disponer lo pertinente para hacer valer su derecho tan sólo cuando se presentara el informe rendido por la firma ajustadora; con anterioridad, siguiendo los lineamientos de la estipulación pertinente, no le era posible accionar frente a la organización de justicia anteladamente a dicha ocasión, pues desconocía si el siniestro como tal estaba cubierto, si la entidad aseguradora efectuaba o no objeción o si ésta era extemporánea o no”.

“Debe hacerse énfasis, entonces, en que la prescripción, como medio de defensa aducido mediante la respectiva excepción, para alcanzar prosperidad implica que haya habido abandono, descuido o incuria en el ejercicio de los derechos por parte de aquel contra quien se le pretende aducir como medio extintivo de la obligación. En el caso examinado, el Tribunal, con fundamento en los elementos de prueba oportuna y debidamente rituados, observa que no hubo apatía o dejadez imputable al asegurado, reclamante de la indemnización, en lo que dice relación al cumplimiento de la carga específica de su incumbencia bajo los términos del Art. 1077 del c de Com. En efecto, como se infiere de la secuencia de actividades desarrolladas frente a la sociedad ajustadora, en un proceso de ajuste que tardó poco menos de dos años en busca de información técnica sobre posibles causas de los daños ocurridos, el tomador atendió los requerimientos informativos, por conducto de la sociedad intermediaria de seguros o, en su caso, directamente, para satisfacer las exigencias del ajustador”.

“Con base en lo anterior, el Tribunal estima, de un lado, que por la complejidad del siniestro y por el modo como las partes del contrato convinieron la forma de adquirir ese conocimiento que exige la ley en interés de ambas, no ha habido configuración de la prescripción que hubiese tenido como soporte el abandono en el ejercicio de derecho que pueda atribuirse al tomador. Pero visto desde la perspectiva de la interrupción de la prescripción, debe indicarse que conocido en su integridad el siniestro con la presentación del informe de ajuste, el cual,

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se reitera, en los términos de la condición contractual así se encuentra previsto, se tiene que rendido ese informe el 16 de abril de 2003 y presentada la demanda ante la jurisdicción común el 8 de abril de 2005, la prescripción se interrumpió dentro de los límites temporales fijados por la legislación y no impide el ejercicio de los derechos por parte del tomador, reclamante de la indemnización, sin que le sea atribuible a este vencimiento alguno de plazo o inactividad en el ejercicio de un derecho”.

“Por lo anteriormente expuesto no se encuentra procedente el acogimiento de la excepción de prescripción aducida por el apoderado de la parte convocante y así lo habrá de declarar en la parte resolutiva de esta providencia.”

b. La excepción de prescripción formulada por el asegurador e incidencia de la regla del venire contra factum proprium non valet. El deber de coherencia contractual y la protección de la confianza legítima en el ordenamiento jurídico nacional e internacional.

En lo que se refiere a este novísimo tema, por lo menos en el Derecho colombiano, es importante mencionar que en la esfera arbitral patria fue examinado recientemente, con ocasión del empleo o formulación de una excepción de prescripción que, a juicio de la parte convocada debía prosperar, en razón de que habían transcurrido ampliamente los términos de ley, ora en tratándose de la ordinaria: dos años, ora de la extraordinaria: cinco, motivo por el cual era necesario que así se declarase por los árbitros, a fin de liberar de toda responsabilidad a la entidad asegurada demandada, quien se itera, entendió que bastaba con el requisito del transcurso del tiempo para ello (hecho objetivo).

No obstante lo anterior, el Tribunal de arbitramento consideró que, sin perjuicio de contar la convocada en sede arbitral con el derecho in abstracto a la referida formulación, vale decir con la posibilidad de esgrimir la supraindicada excepción de prescripción, no podía abrirse paso su petición y, de paso, la defensa enarbolada, como quiera que el ejercicio de los derechos subjetivos, por potísimas y variadas razones, está limitado, esto que conoce fronteras, por cuanto no es absoluto, tanto más si con él puede llegarse a lesionar intereses ajenos, dignos de tutela, merced a la protección dispensada a la confianza legítima despertada o suscitada otrora por el asegurador que expidió la póliza respectiva.

Efectivamente, lo que se valoró fue el hecho de que la conducta asumida por la entidad aseguradora, tanto en la etapa de celebración del contrato, como en el de su desenvolvimiento ulterior, generó una confianza digna de salvaguarda por el ordenamiento jurídico, consistente en que si cumplían determinadas exigencias contractuales, el asegurador, de plano, cumpliría la prestación indemnizatoria a su cargo, como era menester, toda vez que el patrimonio de la entidad convocante se había visto -o vería- conculcado a raíz de un hecho realizado por uno de sus agentes (seguro de la responsabilidad civil). Empero, aun cuando se cumplió con la referida exigencia, consistente en acompañar sentencia condenatoria, debidamente ejecutoriada (emanada del Consejo de Estado), lo cual tuvo lugar más de diez años después -por la tardanza judicial-, la compañía de seguros entendió que lo había hecho por fuera de los términos de prescripción, contárase como se contaran.

El Tribunal, por su parte, con estribo en los dictados del axioma de la buena fe, en particular a la luz de la regla latina venire contra factum proprium, una de sus más acusadas manifestaciones, y más específicamente al amparo de la denominada Doctrina de los actos propios, de tanta resonancia en el Derecho comparado y en el colombiano, en los últimos años, estimó que no era de recibo -o exitosa- la formulación de tal excepción de prescripción, como quiera que, abrupta o inopinadamente, no podía el asegurador sorprender al otro extremo de la relación negocial consolidada en su oportunidad, puesto que la coherencia comportamental es un deber inquebrantable que deben observar en todo momento los

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contratantes y, en general, los asociados. De ahí que, por regla, la incoherencia, la contradicción, la inconsonancia, el acto voluble, inesperado o sorpresivo, ese que no se espera que se materialice, no puede contar con el beneplácito del estado de derecho, en concreto de sus jueces, tal y como lo ha puesto de manifiesto en diversas oportunidades en Colombia la Corte Constitucional y la propia Corte Suprema de Justicia, y claro está la doctrina y jurisprudencia internacional, en la medida en que el tema en cuestión ha sido muy examinado, así en Colombia comience a interesar a jueces y doctrinantes, como corresponde. En tal virtud, el laudo fue condenatorio, por entender, de una parte, que la actitud asumida por la entidad convocada no estaba en estricta consonancia con los dictados que exigen la presencia sistemática de una buena fe objetiva (buena fe, lealtad y probidad), pues ejercer su derecho a la defensa, a través de la excepción de prescripción, cuando previamente se habían dado nítidas muestras de que ello no tendría lugar, es decir generándose una confianza previa en el contratante que ulteriormente fue alterada, no era procedente, pues el ejercicio de los derechos tiene inequívocos límites. Y de la otra parte, por estimar que la regla y doctrina en comentario, resultaban plenamente aplicables al seguro y a todo contrato, en general, toda vez que aquél no es inmune a ninguna de ellas. Muy por el contrario, es un tipo contractual en el cual tiene amplia cabida, justamente por estar tan cimentado, como pocos, en el arraigado postulado de la buena fe y en el que campea un acendrado criterio de eticidad, como lo tiene decantado la doctrina y la jurisprudencia nacional e internacional, muy especialmente aquella que expresamente se ha ocupado del tema de la improcedencia de la excepción de prescripción, de cara a precisos supuestos, uno de ellos el examinado por el Tribunal,563 ya que se insiste en ello, por importante que sea una defensa, no siempre puede prosperar, a lo que se suma que el transcurso o agotamiento pleno del término prescriptivo, per se, no habilita para que ella se torne procedente, así formalmente la prescripción se haya consolidado antes, dado que en la órbita jurídica no sólo importa tener y poseer un derecho, sino saberlo ejercer sin desconocimiento de lo efectuado con antelación, pues el pasado ata y encadena (factum proprium), lo que implica y supone ser coherente.

No en vano, el ejercicio de los derechos, sobre todo en un estado social de derecho, tiene barreras infranqueables: una de ellas, el pretender desconocer el acto propio, o sea el comportamiento o las actuaciones previas que, en su momento, despertaron una confianza legítima merecedora de tutela y, de contera, protección. Lo contrario, sería tolerar, de una u otra manera, el acto contradictorio, en perjuicio ajeno, tan cuestionado en la hora de ahora por diversas vías. Bien expresa la regla que ‘a nadie le está permitido volver contra sus propios actos’ (Venire contra factum proprium non valet), todo en consonancia con el genuino y arropador concepto de buena fe, en su modalidad objetiva (correttezza), esa que no premia la conducta que, sin ser dolosa, o realizada con la intención de hacer un daño o generar alguna lesión de cualquier tipo (animus nocendi), es conveniente aclararlo, no es propia y plenamente coherente, correcta, transparente, recta, leal y proba, entre otras calificaciones que se exigen a los miembros de la comunidad, en concreto a los contratantes, quienes están ligados por diáfanos deberes de cooperación en el campo conductual, de indiscutida vigencia en la actualidad, conforme lo subliman, al unísono, la jurisprudencia, la doctrina y la principialística contemporáneas. No es este entonces un tema esotérico, o ajeno al Derecho colombiano, como si fuera alienígena.

En suma, el problema abordado en este laudo es aquél que se presenta cuando una aseguradora, en contradicción respecto de su conducta inicial, en sí misma detonante de una determinada confianza en cabeza del asegurado, alega luego la prescripción en un litigio que se ha iniciado en su contra.

563- Véase por todos a Filippo Ranieri. Exceptio temporis e replicatio doli nel diritto dell’europa continentale, en Rivista di Diritto Civile, Cedam, Padova, 1971, p. 256 y s.s, sin perjuicio de la doctrina que se cita en laudo pertinente.

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Dicho laudo se profirió el cinco (5) de marzo de 2009-564, ocasión en la cual el citado Tribunal determinó que, si bien se encontraban configurados los requisitos objetivos para la consumación del fenómeno prescriptivo y, en consecuencia, era formalmente viable que la aseguradora alegara ese argumento como parte de su defensa en el litigio, lo cierto es que, in concreto, no podía ejercitar ese derecho subjetivo lícito –alegación de la prescripción como mecanismo exceptivo-, según ya se anotó, en la medida en que con ello contrariaba claramente su conducta anterior y, por ende, sus propios actos, quebrantando así la confianza de su cocontratante, hecho que no podía, ni puede soslayar un juzgador, garante del debido proceso y de un ‘orden justo’, como bien lo asevera la Constitución Política, quien obviamente no es un autómata, ni un invitado de piedra en la litis, conforme se tiene establecido, menos en los tiempos que corren, sin abogar por ello por un gobierno de los jueces, ni menos por un activismo judicial a ultranza, a todas luces inconveniente y contrario al espíritu democrático, rectamente entendido.

Expresado lo que antecede, importa entonces conocer, en su esencia, la opinión del Tribunal alrededor de la aplicación de la doctrina en comentario al seguro, con arreglo a la cual, “… en la esfera del Derecho de seguros, en particular, así luzca natural y obvio, la doctrina que ocupa la atención de este Tribunal (doctrina de los actos propios), igualmente resulta predicable, tanto más cuanto que en el contrato de seguro, en el que tanta incidencia tiene el principio iluminante de la buena fe, como se acotó, él encuentra fértil y dilatada aplicación. Así lo ha entendido la jurisprudencia patria, concretamente en el fallo ya aludido del pasado 9 de agoto de 2007 dictado con motivo de un conflicto suscitado con ocasión de un seguro transporte, a la vez  que la doctrina especializada. Es así como el conocido autor Rubén Stiglitz, al momento de ocuparse de la interpretación del contrato de seguro, pone de presente que, “La conducta de las partes en todo el iter contractual es indicativa de su genuina voluntad, a tal punto que se constituye en referente de cuestiones significativas….De allí que se tenga decidido que ‘resulta necesario exigir a las partes un comportamiento coherente, ajeno a los cambios de conducta perjudiciales, y desestimar toda actuación que implique un obrar incompatible con la confianza que se ha suscitado en el otro contratante’”. Por ello el mismo doctrinante concluye aseverando que, “la circunstancia de que uno de los sujetos de la relación jurídica sustancial, intente verse favorecido en un proceso judicial, asumiendo una conducta que contradice otra que la precede en el tiempo, en tanto constituye un proceder injusto, es inadmisible” (Derecho de Seguros, la Ley, T. II, p.p.80 y s.s.).”

“5.- No obstante que con arreglo al Art. 2535 del C. Civil es lo cierto, como lo enfatiza la compañía de seguros convocada, que por principio la única condición necesaria para la prescripción extintiva de acciones y derechos consiste en que se cumpla cierto lapso de tiempo durante el cual tales facultades no se hayan ejercido por el acreedor, la debida valoración o calificación jurídica de esta inercia que pone en marcha la prescripción, las más de las veces es cuestión que reviste mayor complejidad de la que a simple vista pareciera ofrecer, ello por cuanto, enseña la doctrina (Luis Dïez Picazo Ponce de León. La Prescripción Extintiva en el Código Civil y en la Jurisprudencia del Tribunal Supremo. Cap. 7º, Madrid 2007), en orden a fijar el comienzo de la prescripción liberatoria debe prestársele prudente atención al conjunto de circunstancias relevantes en cada caso concreto, toda vez que ella no inicia su curso, por regla, sino en la medida que exista una situación de contradicción o desconocimiento “… que reclame algún tipo de respuesta por parte del titular del derecho, de manera que es este silencio o esta falta de respuesta ante tal situación creada lo que supone el arranque de tal situación…”, luego en esta labor, asienta a continuación el citado expositor, “…no es bastante valorar la situación desde el punto de vista del sujeto titular del derecho, sino que hay que considerarla también desde el punto de vista del sujeto que será

564 Tribunal de Arbitramento convocado por la Beneficencia del Valle del Cauca E.I.C.E. vs. La Previsora S.A. Compañía de Seguros. Arbitros, Carlos Esteban Jaramillo S., José Fernando Torres de Castro y Carlos Ignacio Jaramillo J.

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beneficiado con la prescripción. Desde el primer punto de vista lo que hay que preguntarse es a partir de qué momento debería esperarse de una persona diligente la acción o la respuesta. Desde el punto de vista de la otra parte, la pregunta es en qué momento y bajo que circunstancias objetivas es razonable dar un significado al comportamiento omisivo al deudor…”, observación que queda reforzada “…si se tiene en cuenta que todos los ordenamientos jurídicos admiten que no hay prescripción mientras el derecho de que se trate esté siendo reconocido por el sujeto pasivo, es decir, esté llevando una vida pacífica sin sufrir contradicciones u oposición a su existencia o a su efectividad…”.”

“En otras palabras, la prescripción no es solamente transcurso del tiempo computable a punta de calendario y nada más, entre otras razones por cuanto de antaño se exige una conducta tan pasiva o complaciente, que no queda duda del abandono o desinterés producidos. Antes que eso es una institución que, hallando en verdad sólido fundamento racional en razones de orden público que apuntan a la necesidad de afianzar la paz social (G.J T. LXVIII p. 491), sin menoscabo de ello y en tanto reconoce por causa la inactividad consciente e imputable del acreedor que, teniendo la pretensión prescriptible a su disposición y en condiciones de ejecutarla, no la hace valer eficazmente y a tiempo, admite al igual que motivos de interrupción y suspensión, los llamados “…impedimentos ratione initii…” cuya presencia torna inadmisible el ejercicio por el deudor de la facultad de oponer la prescripción extintiva, impedimentos que pueden ser de distinto origen y de entre los cuales viene al caso detenerse en el que un amplio sector de la doctrina contemporánea identifica, generalizando, como ejercicio irregular o abusivo de la excepción de prescripción y que entre sus posibles modalidades, abarca el quebrantamiento por el señalado deudor del “…venire contra factum…” al invocar la prescripción en su beneficio, proceder anómalo que no puede pasar desapercibido y que como con anterioridad se dejó dicho, se configura en todos aquellos supuestos en que el demandado, según el sentido objetivo de su conducta y de acuerdo con la buena fe, ha suscitado en el demandante la confianza inequívoca o paladina de que la prescripción no sería invocada, de tal modo que con base en esa confianza, el demandante ha dejado transcurrir los plazos de prescripción sin ejercitar su pretensión, no siendo menester por supuesto que “…la conducta del demandado haya sido dolosamente dirigida a provocar la inactividad del demandante y con ello, la prescripción de su derecho. Basta que la conducta fuera objetivamente idónea para producir de buena fe esta confianza…” (Luis Díez-Picazo. Op.Cit. 3ª parte, Cap. 8), haya o no de por medio la creación de una situación de apariencia contraria a la realidad. No es pues un problema de presencia o convergencia de animus nocendi, sino de la floración de una conducta que, por contradictoria, a las claras, vulnere la creencia y confianza suscitada con anterioridad, hasta el punto que genere sorpresa y perplejidad extremas.”

“Como lo pone de manifiesto la Dra. Martha Lucía Neme Villareal, evocando doctrina germánica, “…está vedado alegar la existencia de una prescripción a quien con un precedente comportamiento, haya puesto a la contraparte en una convicción de que no la objetaría, induciéndola a descuidar el cumplimiento de un cato formal de interrupción del término” (Venire contra factum proprium. Prohibición de obrar contra los actos propios y protección de la confianza legítima, Estudios de Derecho Civil Obligaciones y Contratos. Libro Homenaje a Fernando Hinestrosa, T. III, p. 20). En sentido similar, el doctrinante alemán Karl Larenz indica que bien “…puede ser opuesto al ejercicio de la excepción de prescripción la objeción de ‘ejercicio inadmisible del derecho’ cuando el deudor mediante su anterior conducta aunque sea involuntaria hubiese dado motivo al acreedor para prescindir de interrumpir la prescripción acaso por presentación de la demanda…” (Derecho de Obligaciones T. I, Madrid, 1958, p. 151)”

“La misma opinión ya referida, en lo fundamental, es refrendada por el doctor Rubén H. Compagnucci, el que categóricamente señala que “No es posible admitir que quien actúa de una determinada manera (reconoce), utilice luego la prescripción para no cumplir. Díez-

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Picazo lo relaciona con el abuso de prescripción y la doctrina de los propios actos (venire contra factum non potest), pues aquel que con su conducta anterior hace que el acreedor confíe en que no usará de la prescripción, no puede contradecirla con posterioridad” (Manual de Obligaciones, Buenos Aires, 1997, p. 569).”

“Por consiguiente, quien como efecto de la necesidad de atenerse a sus propios actos, no puede ejercer una prerrogativa legal, o pierde un derecho o una posición jurídica favorable, cual es la posibilidad de ejercitar la facultad de oponer la prescripción, por obra del principio general de buena fe no puede eludir las consecuencias perjudiciales que pueda significarle el papel que ha representado con palabras o mediante actos, produciendo en el acreedor la razonable creencia de que no hará uso de dicha facultad sino hasta después de cierto tiempo o de cumplidos ciertos recaudos. Son dos, pues, los requisitos para que el impedimento en mención se configure, a saber: Primeramente, que dentro de determinada relación jurídica cuya fuente de ordinario reside en un negocio jurídico de carácter contractual, el deudor adopte una postura claramente caracterizada, relevante y válida; y en segundo lugar, que esa misma conducta sea base de la confianza del acreedor que haya procedido de buena fe y por ello haya actuado de manera tal que, de admitirse la alegación contradictoria de la prescripción y reconocerse los efectos que le son propios, esa confianza quedaría defraudada al no serle posible a dicho acreedor hacer efectivo el derecho de que se trate.”

“Expresado en términos muy concisos, en sede prescriptiva, no puede con éxito acudirse al mecanismo de la prescripción, así formalmente e in abstracto haya transcurrido el término de ley pertinente, cuando el titular del derecho nominal haya actuado en contra de sus actos propios, amén que precedentes, de tanta significación que, de buena fe, el otro extremo de la relación negocial jamás pensó -o racionalmente pudo pensar- que su derecho de crédito pudiera verse en entredicho en función del decurso prescriptivo, fría y aisladamente aplicado, máxime si  desplegó diversas conductas activas, de ningún modo indicativas de inercia, claudicación, dejación, abdicación o abandono. Al fin y al cabo como bien lo pregona el doctrinante Rubén Stiglitz, “La doctrina del acto propio importa una limitación o restricción al ejercicio de una pretensión. Se trata de un impedimento de ‘hacer valer el derecho que en otro caso podría ejercitar‘” (Derecho de Seguros, op.cit, p. 84) …”.

5. Sintesis general y consideraciones finales

En términos muy generales, obviamente dejando de lado aspectos más puntuales o muy específicos, más propios de un examen exhaustivo, ajeno al desarrollado por nosotros en esta ocasión, el que antecede es el panorama jurisprudencial patrio en materia de prescripción del contrato de seguro, el cual es relativamente amplio, de por sí, como quiera que incluye buena parte de los aspectos más salientes y controvertidos de esta institución que si bien es cierto sigue suscitando dudas y enriquecidos debates, tampoco es menos cierto que gracias a las luces jurisprudenciales hay más claridad en el Derecho nacional en torno a una institución muy compleja, dueña de aristas muy singulares, a lo que se suma una normatividad que no ayuda en demasía, necesitada de precisión y redireccionamiento integral, como ya se anotó, y como lo tiene decantado la comnunis opinio, sin que por ello haya que satanizarla, pues sabemos que primigeniamente se inspiró en plausibles razones. De ahí que sin desconocer esta realidad, no se puede soslayar el trascendente papel desempeñado por la Corte Suprema de Justicia que, más allá de la polémica natural que algunos fallos suyos pueden suscitar, su jurisprudencia se erige en un corpus vivo (Derecho viviente) que ha hecho de ella una figura más articulada, coherente e inteligible, hasta el punto que el legislador, cuando llegue la hora de revisar íntegramente la materia, deberá tener muy en cuenta todo este conjunto pretoriano, de especial valía. No obstante lo anterior, pese a la destacada tarea judicial llevada a cabo por la Corte, aunada al elevado número de asuntos que en el campo del seguro ha escrutado en los últimos años y

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al carácter dispositivo y, por ello, limitado que inviste el recurso extraordinario de casación, aún subsisten ciertos puntos -no muy numerosos- que son fuente de aguda discusión jurídica y frente a los cuales el máximo tribunal de la jurisdicción ordinaria no ha tenido oportunidad de pronunciarse, no por falta de interés o voluntad, se itera, sino porque el mencionado carácter dispositivo, en sede casacional, le ha impedido ocuparse de todo lo que entraña o supone la prescripción aseguraticia, así lo deseare, incluso, dado que en este terreno no es de recibo la oficiosidad, ni tampoco son muy aconsejables los pronunciamientos paralelos, o obiter dicta que, en puridad, no forman parte de la decisión judicial, no alcanzando por eso el status de arquetípica jurisprudencia.

Por consiguiente, respecto a los temas que han sido objeto de pronunciamiento jurisprudencial vernáculo, varias son las concusiones que, en términos muy generales y no exhaustivos, se pueden señalar, así:

1. En primer lugar, la Sala de Casación Civil de la H. Corte Suprema de Justicia colombiana ha reconocido, expressis verbis, que la dogmática básica y tradicional de la prescripción en general (significado, alcances, efectos, etc.), en principio, es también aplicable a la prescripción de las acciones derivadas del contrato, respetando sus particularidades y especificidades, en orden a no desvertebrar su carácter autonómico, rectamente entendido. Es así como la concepción de la prescripción como un modo de extinguir las obligaciones y los derechos ajenos, por la inactividad del acreedor durante un periodo determinado de tiempo es, en esencia, predicable de la prescripción en materia aseguraticia, en la que la Corte le ha dado también un tratamiento caracterizado por la concurrencia de tres elementos: a) es un modo de extinguir las obligaciones; b) requiere de la inactividad del acreedor; c) exige que dicha inactividad se prolongue por un tiempo determinado.

Expresado en otros términos, en lo medular, en aquello que luzca de la esencia de la prescripción, y que no altere la estructura, alcances y tipologías aseguraticias, así como la teleología que inspiró su adopción ex lege, habrá que tender un puente entre la institución general y la gobernada por normas especiales en el campo mercantil. Al fin y al cabo, desde esta perspectiva, una y otra son la misma figura: prescripción, lo cual sin desdibujar los regímenes, ello es capital, impone unidad institucional (art 822, C.de Co.), lo que no impide reconocer y tener muy claras las diferencias, que naturalmente las hay, y no de poca entidad, por lo que no todo resultará aplicable o trasladable, de suerte que se deberá proceder ex abundante cautela.

En consonancia con lo mencionado, la Corte ha sido reiterativa en señalar que, si bien la prescripción en el seguro comparte los rasgos generales del régimen prescriptivo en materia obligacional, tiene un régimen especial consagrado en el Código de Comercio. Ese régimen, precisamente por ser especial, debe ser preferentemente observado por los jueces y abogados, en lo pertinente, como quiera que son las reglas que el legislador mercantil específicamente ha diseñado para este particular contrato, dadas sus singularidades. En tal virtud, la preceptiva aplicable está consignada en los artículos 1081 –régimen general- y 1131 –régimen del seguro contra la responsabilidad civil- del Código de Comercio.

2. Aclarado lo anterior, con fundamento en la normatividad correspondiente, el máximo tribunal de la jurisdicción ordinaria ha validado que la prescripción en materia aseguraticia no es unívoca, toda vez que se desdobla en dos tipos específicos: la prescripción ordinaria y la prescripción extraordinaria. Al decir de la jurisprudencia, cada una de estas modalidades de prescripción es dueña de un régimen jurídico propio que la distancia de la otra en diversos y puntuales aspectos.

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3. En cuanto a la prescripción ordinaria, de los pronunciamientos de la Corte se evidencia que ésta se caracteriza, en lo cardinal, por varios rasgos en particular, a saber: a) se trata de una prescripción de naturaleza subjetiva, en la medida en que la irrupción del término prescriptivo depende del conocimiento del hecho que da base a la acción, ora real, ora presuntivamente, sin el cual no es posible entonces que corra, a manera de garantía de legítimos derechos; b) el decurso prescriptivo se inicia, como ya se dijo, en el momento en que el interesado tiene conocimiento del hecho que da base a la acción, frente a lo cual la Corte Suprema de Justicia ha efectuado varias precisiones, particularmente en lo que se refiere a la determinación de dicho conocimiento; c) esta prescripción no corre en contra, además de aquellos que no conocieron o no debieron conocer el hecho que da base a la acción, según se señaló, de los llamados ‘incapaces’; d) el término al que está sujeta es de dos años, y sí cabe la suspensión, según el caso.

4. En lo que se refiere a la prescripción extraordinaria, a su turno, la jurisprudencia tiene señaladas sus características, así: a) tiene naturaleza objetiva, en la medida en que prescinde, in toto, del conocimiento respectivo para que inicie el decurso prescriptivo. De acuerdo con la Corte Suprema de Justicia, en este caso no es necesario entonces efectuar un examen de orden subjetivo para determinar el momento a partir del cual empieza a correr el lapso legal; b) el término al que está sujeta la prescripción empieza a contarse a partir del momento en que nace el respectivo derecho –usualmente el siniestro en tratándose de la prestación debida por el asegurador-; c) corre contra toda persona, incluso contra los denominados ‘incapaces’; d) su término es de cinco años, el que es fatal en cualquier situación, y no admite suspensión, ni extensiones, ni dilaciones, justamente porque es un lapso límite, con todo lo que ello implica, en aras del cierre de cualquier controversia (seguridad jurídica). Este es el corolario del sistema prohijado por el legislador nacional, quien sabía que tenía ventajas y desventajas, como inequívocamente lo expresó en su oportunidad, v.gr: en tratándose de la acción de nulidad emergente de reticencias o inexactitudes en la declaración del estado del riesgo.

En suma, como la propia Corte elocuentemente lo sintetiza, se debe “… insistir en que las dos clases de prescripción consagradas en el artículo 1081 del Código de Comercio se diferencian por su naturaleza: subjetiva, la primera, y objetiva, la segunda; por sus destinatarios: quienes siendo legalmente capaces conocieron o debieron conocer el hecho base de la acción, la ordinaria, y todas las personas, incluidos los incapaces, la extraordinaria; por el momento a partir del cual empieza a correr el término de cada una: en el mismo orden, desde cuando el interesado conoció o debió conocer el hecho base de la acción y desde cuando nace el correspondiente derecho; y por el término necesario para su configuración: dos y cinco años, respectivamente..." (Cas. Civ., sentencia de 19 de febrero de 2002, Exp. No. 6011)

5. En materia de prescripción en el seguro contra la responsabilidad civil, al tenor de lo previsto por el artículo 1131 del Código de Comercio, la jurisprudencia más reciente de la Corte ha sido enfática en señalar que para esta particular modalidad aseguraticia existe un régimen especial, dada la reforma introducida por la Ley 45 de 1990 y el cambio de filosofía y orientación de este seguro, lo que condujo al necesario replanteamiento de los preceptos prescriptivos que le son aplicables.

6. Así, en lo referente a la prescripción de la acción directa de la víctima, la jurisprudencia ha tenido ocasión de señalar, como ya se expresó en precedencia, que:

El momento a partir del cual empieza a correr el término de prescripción de esta acción está dado por el acaecimiento del hecho externo imputable al asegurado, es decir, el hecho generador de responsabilidad que configura el siniestro en el seguro

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de la responsabilidad civil. En efecto, el artículo 1131 del Código de Comercio, de acuerdo con la doctrina sentada por la Corte, es claro en establecer que el hecho externo imputable al asegurado da lugar, de una parte, al siniestro y, de la otra, indica el momento a partir del cual inicia el cómputo del término prescriptivo. Así las cosas, su iniciación tiene lugar a partir del momento en que se configura el siniestro en el seguro de la responsabilidad civil por sobrevenir el hecho generador o detonante de responsabilidad (acaecimiento del hecho externo a que se refiere el artículo 1131 del Código de Comercio).

El conocimiento del acaecimiento del hecho externo imputable al asegurado, por parte de la víctima, no es necesario para iniciar dicha contabilización. Ello implica que el régimen de prescripción del seguro, frente a la mencionada víctima, es netamente objetivo, dado que tiene lugar desde el acaecimiento (hecho objetivo) y no desde el conocimiento (aspecto subjetivo).

En virtud de tal carácter objetivo, la jurisprudencia ha entendido que la modalidad de prescripción aplicable es pues la extraordinaria, regulada por el artículo 1081 del Código de Comercio y, en esa medida, ha manifestado que: a) está sujeta a un término de cinco años (contados desde el acaecimiento del hecho externo imputable al asegurado, como se ha reiterado), y b) corre contra toda persona, incluso contra los llamados ‘incapaces’, todo lo cual está más a tono con los intereses de la víctima que, de otro modo, a través de una hermenéutica muy contraria, vería reducido el término prescriptivo a dos años, a sabiendas de que en muchas ocasiones, las más, no conoce quien es el asegurador del agente del daño a ella irrogado, lo cual haría que su derecho, reconocido con pompa por el legislador de 1990 (acción directa), de poco o nada sirviera, salvo para enmarcarlo, finamente.

7. Por último, en materia de prescripción de la acción subrogatoria, la jurisprudencia tiene establecido que la referida acción no es, como erróneamente podría pensarse, una acción propia del contrato de seguro. Muy por el contrario, corresponde a la acción que el tomador-asegurado tiene frente al tercero responsable del siniestro y en la cual, en consecuencia, no media relación o conexión aseguraticia alguna, razón por la cual el régimen de prescripción aplicable resulta ser el ordinario de las obligaciones, y no el especial del contrato de seguro. Por lo tanto, respecto de la acción subrogatoria en cita, los términos de prescripción que se examinan no son los consagrados en los artículos 1081 y 1131 del Código de Comercio, sino aquellos previstos en el régimen común o general, que es el llamado a disciplinar toda esta temática.

Ya para concluir, vale la pena enunciar algunos temas que, por el carácter restricto consustancial al recurso de casación, al que ya se aludió en diversas oportunidades, aún no han sido objeto de escrutinio por parte de la Corte Suprema de Justicia, puesto que no han sido sometidos a su consideración en sede casacional:

1. En primer lugar, resultaría ilustrativo que la Corte Suprema se pronunciara sobre las hipótesis de interrupción y suspensión de la prescripción de las acciones derivadas del contrato de seguro. Respecto de esta materia, si bien existen pronunciamientos en los que se ha aludido a las expresiones ‘interrumpir’ y ‘suspender’ la prescripción, se ha hecho de manera esporádica y más tangencial. Por esa razón es por la que resultaría conveniente contar con un tratamiento jurisprudencial más sistemático, en el que se desarrollaran las particularidades de cada figura, según si se está en el escenario de la prescripción ordinaria, o si se está en el de la extraordinaria, sobre todo en relación con la segunda de ellas: la interrupción, harto polémica.

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En este punto, valdría la pena examinar si por las circunstancias tan particulares que rodean al contrato de seguro, de suyo no siempre simétricas a las de los demás negocios jurídicos, a la par que operaciones comerciales, hay lugar a entender que la interrupción de la prescripción puede materializarse en condiciones diversas a las establecidas de antiguo: el reconocimiento de la obligación (expreso o tácito), o la notificación del auto admisorio de la demanda, tal y como expresa y razonadamente lo contemplan algunas modernas legislaciones, o por el contrario, hasta tanto no intervenga una reforma legislativa en este punto, resulta inoportuna una interpretación distinta (de lege data).

2. De otra parte, si bien el tema de la aplicación de la doctrina de los actos propios (venire contra factum proprium non valet) al régimen de la prescripción aseguraticia, en concreto de cara a la excepción formulada por el asegurador ha sido tratada en sede arbitral, sería también muy ilustrativo que la Corte sentara su criterio sobre esta novísima temática, sin perjuicio de haber reconocido su procedencia general, a manera de elemental y mínima garantía a la coherencia comportamental, al rechazo a la contradicción (factum proprium) y a la protección de la confianza legítima infundida previamente, según las circunstancias.

3. En lo tocante con el seguro de la responsabilidad civil, es aconsejable que se precise cuál es el régimen de prescripción aplicable a la acción del asegurado. Como es sabido, la Corte se ha referido, en forma reiterada, a la acción directa de la víctima, pero no lo ha hecho en el caso del asegurado frente al asegurador, siendo necesario elucidar aspectos tales como el alcance de la irrupción prescriptiva y la fijación y contabilización del término. Lo propio acontece con el sistema de aseguramiento comúnmente conocido con el nombre de claims made, en la inteligencia que en este terreno hay diversos aspectos por elucidar, dado que en el año 1997 el legislador que se ocupó de validar esta modalidad aseguraticia (Ley 389), nada señaló al respecto, subsistiendo un entramado legal diseñado originariamente para otras hipótesis (sistema tradicional, fundado en la ocurrencia).

4. Resultaría también muy conveniente conocer en lo venidero pronunciamientos en los que el máximo órgano de la jurisdicción ordinaria se refiriera, expresa y detenidamente, a la prescripción en el contrato de reaseguro, tema no exento en la doctrina de singular polémica, puesto que no es pacífico, como tampoco lo es en la dogmática internacional, así pareciera lo contrario a primera vista, en atención a la naturaleza aseguraticia que reviste el reaseguro en Colombia y, en general, en el Derecho Comparado.

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UNIDAD 3

CONTRATOS DE COLABORACIÓN EMPRESARIAL

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OBJETIVOS DE LA UNIDAD:

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Objetivo general

La presente sección tiene por objeto desarrollar las principales características de dos de los tipos contractuales más relevantes en materia de colaboración empresarial, como son los contratos de joint venture y de agencia comercial. El lector encontrará las características generales de ambos tipos contractuales, así como los aspectos más destacados de uno y otro.

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Objetivos específicos

1. Exponer los lineamientos generales del contrato de joint venture en Colombia.

2. Desarrollar los regímenes de responsabilidad en el contrato de joint venture y los aspectos que son controversiales del mismo.

3. Exponer los lineamientos generales en materia de contrato de agencia comercial, así como sus características más importantes y sus elementos esenciales de acuerdo con el criterio expuesto por la jurisprudencia y por los pronunciamientos arbitrales.

4. Describir algunos de los apectos controversiales en materia de agencia mercantil en Colombia.

CAPÍTULO IEl contrato de joint venture

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Descripción general:

En este capítulo, se hace una panorámica descripción por los aspectos más relevantes del contrato de joint venture, como contrato atípico, en la práctica negocial colombiana. El propósito es realizar una exposición panorámica en relación con las características más descollantes del contrato y aquellas particularidades que deben tenerse en cuenta, en tratándose de resolver controversias relacionadas con la tipología contractual. Teniendo en cuenta el fenómeno de la atipicidad, se desarrollan entonces algunas consideraciones sobre el concepto de joint venture, sus pilares, basamento, objeto, causa, sujetos, obligaciones, estipulaciones, terminación y responsabilidad, de manera muy sintética, en forma tal que le lector se pueda aproximar al estado actual de las discusiones en esta materia. Por lo demás, se procura también proporcionar un enfoque pragmático que le permita a los destinatarios de estos módulos, resolver problemas jurídicos específicos y concretos.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

a) ¿Cuáles son las características más sobresalientes del contrato de joint venture?

b) ¿Qué estipulaciones suelen encontrarse en los denominados contratos de riesgo compartidos?

c) ¿Qué elementos integran el contrato de joint venture?

d) ¿Cuáles son las causales de terminación del

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contrato?e) ¿Cómo se define la responsabilidad bajo este

contrato?

Palabras clave: Joint ventureContrato de riesgos compartidosElementosCaracterísticasEstipulacionesTerminaciónResponsabilidad

El contrato de joint venture, es una tipología negocial que hace parte de los contratos de colaboración y cooperación inter-partes. En efecto, junto a negocios jurídicos como la agencia mercantil o la franquicia, este es un contrato en el que varios individuos se unen para llevar a cabo una empresa común o cumplir un determinado objetivo, mediante un sistema de compartición de gastos, de riesgos y, naturalmente, de utilidades. Su propósito y, por contera, parte de su sentido económico, tiene que ver con el aprovechamiento de las economías de escala que los esquemas de asociación y especialización pueden aparejar en tratándose de sacar adelante una determinada empresa. Por eso es por lo que el sistema propiciado por el joint venture suele resultar financieramente aconsejable, a fuer de idóneo, para la incursión en actividades o sectores de difícil acceso, así como para individuos que sean adversos a la asunción de riesgos, toda vez que la participación de varios sujetos, a través de ciertas metodologías de agrupación, contribuye a la diversificación de tales riesgos y a la aminoración de los costos.

Ahora bien, desde la perspectiva jurídica, el joint venture ha sido objeto de múltiples disquisiciones doctrinales565. Ciertamente, existen controversias en relación con su naturaleza, sus elementos estructurales, las diferencias con otras formas de asociación y cooperación negocial y, muy particularmente, su régimen jurídico, toda vez que, hasta este momento, se trata de un contrato atípico que, por esa misma razón, está ampliamente condicionado a lo que las partes quieran incorporar en él. No en vano, parte de los autores contemporáneos, con gran tino, han anotado que los esquemas contractuales propios del joint venture provienen directamente de las formas y moldes a los que quieran sujetarse los contratantes, claro está, con los límites connaturales que impone el ordenamiento imperativo, la moral y las buenas costumbres. De ahí que, las más de las veces, sea la indeterminación el principio rector de estas formas negociales, de suyo muy interesantes, pero también colmadas de dudas y vacíos, habida cuenta de la situación antes descrita. Es también esta la razón que motiva a exponer algunas líneas generales en relación con esta temática, a partir de sus rasgos más descollantes, no sin antes advertir que, justamente por la situación anotada en precedencia, varios de estos aspectos pueden cambiar, en función de la voluntad de los sujetos contratantes.

1. Concepto de joint venture:

Según se anticipó en líneas anteriores, el joint venture es un contrato atípico por virtud del cual dos o más personas se unen para desarrollar un proyecto específico de naturaleza mercantil o comercial, bajo la premisa de que las utilidades, los gastos y los riesgos asociados 565 Nos parece importante advertir que este no es un contrato que haya tenido un gran desarrollo desde la perspectiva jurisprudencial. Por esa razón, se exponen sus lineamientos generales, de manera muy somera, a la par que los aspectos de mayor interés, habida cuenta de los destinatarios de los presentes módulos. El objetivo es permitir una semblanza general del acuerdo y de sus estipulaciones.

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a la operación, serán divididos entre los diferentes intervinientes566. Visto de otro modo, este contrato, también conocido como contrato de riesgos compartidos, supone la intervención de varios sujetos que ponen a disposición de una determinada actividad comercial, un conjunto de activos, con la obligación de compartir, entre ellos, los beneficios, gastos y riesgos que se deriven de dicha actividad, a prorrata del esfuerzo aportado, pero como responsables solidarios ante los acreedores567. Así, el esquema negocial parte de una suerte de asociación, enfocada principalmente en materia de utilidades y riesgos, pero con la particularidad de que no existe, en este caso, una personificación jurídica societaria, que es lo que diferencia a esta singular modalidad contractual del contrato de sociedad. Por lo demás, su base es predominantemente aleatoria, lo que establece algunos matices en relación con la denominada sociedad de hecho568.

2. Características del contrato:

Ahora, en lo que se refiere a sus características, el contrato de joint venture suele identificarse por cuatro aspectos fundamentales, a saber:

a. La pluralidad de los participantes. Ciertamente, en tratándose de un esquema de cooperación entre varios individuos, es necesario que intervengan, como mínimo, dos o más personas. No se puede hablar realmente de un acuerdo de riesgos compartidos, cuando solamente existe un individuo569.

b. La estructura del joint venture se fundamenta en la división y la especialización del trabajo, bajo un esquema de cooperación y colaboración. De acuerdo con los postulados de la economía, lo que se pretende acá es que cada individuo pueda dedicarse a aquello que mejor sabe hacer en la búsqueda de un objetivo común. Así las cosas, se potencializan las ventajas comparativas de cada uno de los intervinientes570.

c. Para que se configure el contrato, es además necesario que se presente también un esquema de compartición de utilidades, gastos y riesgos. Puesto en otros términos, este aspecto se refiere a que repartición o diversificación de los resultados de la actividad por la cual se inicia el contrato.

566 Cfr. Arrubla Paucar, Jaime. Contratos mercantiles. Tomo II. Diké. Bogotá. Colombia. 1992. p.254. Similar noción es también esbozada por Adriana del Pilar Barbosa Castaño (Contratos de asociación a riesgo compartido – Joint Venture. Pontificia Universidad Javeriana. Bogotá. 2004. p.7).

567 El doctor Felipe Cubero de las Casas, por su parte, comparte esta noción de joint venture, la que resulta, de suyo, muy completa, como quiera que reconoce elementos estructurales del joint venture, como la responsabilidad solidaria y el prorrateo en la liquidación final del negocio. 568 Cfr. Farina, Juan Manuel. Contratos comerciales modernos. Modalidades de contratación empresarial. Ed. Astrea. Buenos Aires. 1999. pp.495-496

569 Sobre este particular, vid. Le Pera, Sergio. Joint Venture y sociedad. Astrea y Depalma. Buenos Aires. 2001. p.69.

570 La jurisprudencia norteamericana, sobre este particular, ha tenido ocasión de afirmar que el joint venture “… designa una empresa asumida en común; que es una asociación de empresarios unidos para la realización de un específico proyecto con el propósito de obtener una utilidad que, como las pérdidas, será dividida entre ellos, aunque la obligación de los partícipes de soportar una parte proporcional de las pérdidas o de los gastos puede modificarse contractualmente. Porque se trata de una joint adventure debe haber una contribución de las partes a la empresa común, una comunidad de intereses y algún control sobre lo que es materia de éste o sobre los bienes adquiridos de acuerdo con el contrato …” (Kirkpatrick v. Smith. 248).

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d. Por último, debe advertirse que el joint venture no da lugar a una persona jurídica diferente de los contratantes. De hecho, no tiene si quiera la aptitud de lograrlo, por lo que aquí no media fenómeno alguno de personificación571.

Estas características, por lo demás, permiten afirmar entonces que, por regla general, el contrato de riesgos compartidos, será entonces un contrato:

a. Plurilateral, por la mencionada intervención de varios individuos. b. De objeto específico, como quiera que pretende la realización de una empresa o

actividad comercial determinada. c. De colaboración, en la medida en que las partes que en él intervienen, sean personas

naturales o jurídicas, pretenden desarrollar una colaboración recíproca en aras de alcanzar la finalidad por la cual celebraron el contrato.

d. Transitorio, toda vez que, como la mayoría de contratos, es celebrado con el propósito de extinguirse en el corto o mediano plazo. Ahora bien, como es natural, esta es una característica que se relativiza dependiendo de cada operación negocial en particular. Bien puede suceder que, de manera excepcional, se encuentre un contrato de riesgos compartidos que tenga por objeto la consecución de un proyecto en el largo plazo572.

e. Oneroso, ya que, según se dijo, los individuos que participan en el contrato, se gravan recíprocamente, unos en beneficio de los otros. Ello se refleja, entre otros, en el hecho de que deban dividir los gastos y diversificar los riesgos relacionados con la operación573.

f. Aleatorio, como quiera que, debido a la estructura propia del negocio, los intervinientes se sujetan a una contingencia incierta de ganancia o pérdida. En efecto, al celebrar el contrato, destinado a acometer una determinada empresa o actividad, los participantes no saben a ciencia cierta cuál será el resultado de dicha actividad, por lo que se exponen a una potencial ganancia o pérdida, de acuerdo con el resultado que, conforme a las circunstancias, arroje dicha actividad.

g. Siguiendo la regla general en materia de contratos mercantiles, este es un negocio consensual, toda vez que no existe una norma que preceptúe lo contrario (Código de Comercio, artículo 824).

h. Finalmente, se trata de un contrato atípico, en los términos expuestos en un capítulo anterior de los presentes módulos574.

3. Elementos del contrato y obligaciones de las partes:

En lo que tiene que ver con los elementos del contrato, surge nuevamente atinente a su atipicidad, la cual conduce a que, en estricto rigor, la definición de cada uno de los aspectos integrantes del acuerdo, deba definirse según las previsiones y estipulaciones de cada caso particular. Por esa razón, no es dable esbozar una explicación para la totalidad de los

571 La doctrina en este sentido, es abundante. Sobre el particular, vid. Ragazzi, Guillermo. Contratos de colaboración empresarial. Abeledo-Perrot. Buenos Aires. 1986; Astolfi, Andrea. Contrato internacional de joint venture. Depalma. Buenos Aires. 1986. Barbosa, Pilar. Contratos de asociación a riesgo compartido – Joint Venture. Op.Cit., p.8. 572 Cfr. Consejo de Estado. Sala de Consulta y Servicio Civil. Concepto de octubre 9 de 2003.

573 Debemos advertir que, en relación con la onerosidad del contrato, se discute si es esencial que en el acuerdo de riesgos compartidos, las partes convengan en repartirse los gastos de la actividad. Sobre este particular, existen opiniones encontradas, máxime teniendo en cuenta que en el ordenamiento colombiano este es un contrato atípico, por lo que no existe una respuesta de tipo legal o en una fuente positiva por el estilo. Con todo, la posición más difundida sí sostiene que el tema de la división de costos y gastos es de la esencia del contrato. Para ahondar en la discusión, vid. Le Pera, Sergio. Joint Venture y sociedad. Op.Cit., p.75; Kirkpatrick v. Smith. Op.Cit.; Marzorati, Osvaldo. Alianzas estratégicas y Joint Ventures. Astrea y Depalma. Buenos Aires. 1996.

574 Barbosa, Pilar. Contratos de asociación a riesgo compartido – Joint Venture. Op.Cit., p.16; Arrubla Paucar, Jaime. Contratos mercantiles. Tomo II. Op.Cit., 258.

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contratos de joint venture, como quiera que será la perspectiva del casus, la que llevará a respuesta para cada hipótesis in concreto. Con todo, a modo general debe advertirse que los elementos genéricos señalados para todo tipo de contrato (sujetos, consentimiento, objeto y causa negocial), el de riesgos compartidos es un acuerdo que ofrece particularidades especialmente en relación con tres de ellos: los sujetos, el objeto y la causa. En efecto, lo relativo al consentimiento no se distancia, casi en modo alguno, respecto de las reglas generales previstas para los negocios jurídicos, en un todo de acuerdo con lo preceptuado por la legislación mercantil y, por virtud de la remisión del artículo 822 del Código de Comercio, por la legislación civil. Ahora bien, en punto tocante con los elementos que sí se matizan, son tres las precisiones por realizar, a saber:

a. En cuanto a los sujetos, ya se dijo que es indispensable la pluralidad de sujetos, que sean personas naturales o jurídicas y que, como es obvio, cumplan con los requisitos de capacidad previstos por el ordenamiento. Adicionalmente, los sujetos intervinientes en el acuerdo deben detentar también la capacidad suficiente para acometer el negocio comprometido. Naturalmente, este no es un requisito de capacidad de hecho o de derecho, pero sí es un requerimiento contractual, en aras de evitar la frustración de la finalidad subyacente al acuerdo. Por esa razón, la cuestión relativa a la capacidad técnica, económica y financiera para llevar a cabo el contrato, es un aspecto que se suele incorporar como una estipulación negocial575.

b. El objeto del contrato, por su parte, según se explicó en precedencia, consiste en aportar una serie de activos, en aras de acometer una determinada actividad o empresa y repartirse los gastos, los riesgos y los beneficios derivada de la misma. Así las cosas, en el marco del contrato de joint venture, suelen pactarse las siguientes obligaciones a cargo de las partes, a saber:

“… 1. Poner a disposición de los administradores del Joint Venture, la infraestructura, red de servicios, talento humano o recursos de capital que se ha comprometido a aportar según el objeto del contrato.

2. Cada una de las partes del Joint Venture tiene la facultad para obligar a los otros y sujetarlos a la responsabilidad frente a terceros, en cuestiones que estén estrictamente relacionadas con el objeto del contrato.

3. Proporcionar las condiciones de permanencia para el funcionamiento de la infraestructura, servicios o medios aportados.

4. Responsabilidad por patentes y derechos de propiedad industrial.

5. Asegurar equipos de su propiedad, personal a su cargo, daños a terceros y/o sus bienes.

6. Adelantar los trámites para obtener los permisos, autorizaciones y licencias necesarias para adelantar la actividad acordada.

7. Disponer lo necesario para realizar las actuaciones tecnológicas requeridas.

575 Barbosa, Pilar. Contratos de asociación a riesgo compartido – Joint Venture. Op.Cit., pp.12-13. Cfr. Guardiola, Enrique. Contratos de colaboración en el comercio internacional. Bosch. Barcelona. 1998. p.301.

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8. Responder por su propio personal y subcontratistas.

9. Constituir las garantías que se requieran para asegurar el cumplimiento de las obligaciones del convenio …”576 y 577.

Un sector de la doctrina considera, en adición a las anteriores obligaciones, que el contrato de joint venture supone una responsabilidad solidaria de los intervinientes en relación con las obligaciones derivadas del contrato. Sobre este particular, se debe reconocer que, ciertamente, esta es una estipulación usual. Sin embargo, nuevamente acudiendo al carácter atípico del contrato, es de resaltar que aquí no es dable hablar de elementos de la esencia del acuerdo, por lo que, en la praxis, podrían encontrarse contratos de riesgo compartidos que no contengan este elemento, sin que ello, necesariamente, conduzca a la indefectible conversión del acuerdo.

Finalmente, en relación con el objeto, es de anotar que éste suele consistir en una empresa compleja que, justamente por su dificultad, no podría ser desarrollada por los intervinientes individualmente considerados. El contrato se celebra en aras de lograr la capitalización de las economías de escala y de las ventajas comparativas de cada uno de los contratantes, de tal suerte que sea posible llevar a cabo la actividad propuesta.

c. En fin, en lo relacionado con la causa, es de anotar que, para un sector de la doctrina, el móvil o motivo que, in genere, persiguen las partes al celebrar contratos de joint venture, está relacionado con el desarrollo mismo de la actividad o empresa y no tanto con las utilidades derivadas de la misma. Ciertamente, para profesores como Felipe Cuberos de las Casas, a diferencia de lo que sucede en el contrato de sociedad, lo que anima a los contratantes en los riesgos compartidos, no es la repartición de una utilidad común, sino el desarrollo de la actividad misma, independientemente de los réditos o rendimientos que ella genere578. Esta reflexión, de suyo muy importante, debe leerse teniendo en cuenta que el tema de la causa, sin perjuicio de las múltiples teorías que en ella existen, no deja de ser un aspecto con un alto componente subjetivo (incluso para el neocausalismo), por lo que, nuevamente, será un aspecto a examinar a la luz de cada caso concreto.

Estos son, en apretada síntesis, los derroteros de los elementos del contrato de joint venture.

4. Estipulaciones usualmente incluidas:

En tratándose de un contrato atípico, naturalmente tienen especial importancia las estipulaciones negociales que incorporen las partes el texto del acuerdo. En efecto, teniendo presente la jerarquía normativa que está llamada a regular los contratos atípicos, según se expuso en un capítulo precedente, es claro que la voluntad de las partes se transforma en el primerísimo régimen jurídico sobre el que se cimientan este tipo de contratos. De ahí que resulte importante, a modo de semblanza general, hacer una somera enunciación de las estipulaciones que suelen incluirse en los contratos de joint venture, las que, por lo demás,

576 Barbosa, Pilar. Contratos de asociación a riesgo compartido – Joint Venture. Op.Cit., pp.31-32; Cfr. Goldschmidt, Werner. La autonomía conflictual de las partes, su forma y su alcance. Revista El Derecho. Buenos Aires. pp.109-117; Arrubla Paucar, Jaime. Contratos mercantiles. Op.Cit., p.263.

577 Como es obvio, estas obligaciones, que integran el objeto del contrato de riesgos compartidos, constituyen, a su turno, los derechos de los mismos intervinientes. Así las cosas, cada uno de los débitos comprometidos, se refleja, como es obvio, en una prerrogativa o crédito a favor de los demás sujetos contractuales.

578 Cuberos de las Casas, Felipe. Aproximación al contenido del contrato de Joint Venture, Op.Cit., p.22-23. Guardiola, Enrique. Contratos de colaboración en el comercio internacional. Op.Cit., p. 297.

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normalmente constituyen el basamento del clausulado negocial en este tipo de acuerdos579, a saber:

a. La estipulación del objeto contractual: como ya se dijo en un principio, el contrato de riesgos compartidos tiene un objeto limitado y específico, consistente, normalmente, en la gestión de una actividad o empresa comercial. Por esa razón, en los contratos se suelen incluir cláusulas dirigidas a delimitar dicho objeto.

b. El modelo económico del contrato: tal y como lo advierte Pilar Barbosa, es también parte de la usanza pactar el basamento o sistema económico de acuerdo con el cual funcionará el acuerdo. En este acápite se hace una revisión sobre las variables económicas y financieras del negocio580.

c. El modelo de administración del sistema de riesgos compartidos: suelen pactarse también las condiciones que regirán la administración de la actividad o negocio. Este es un capítulo que, en esa medida, contempla aspectos como la representación del grupo de individuos que intervienen en el negocio, la administración del mismo, las reglas sobre la realización de erogaciones, la asunción de riesgos y el reparto de utilidades.

d. El plazo contractual: habida cuenta del carácter temporal del contrato, esta es otra de las estipulaciones que suele incluirse, teniendo en cuenta las características de la actividad que se va a desarrollar.

e. La denominación con que se ejercerá la actividad: para efectos operativos, suele contarse con una denominación de la actividad y del grupo de individuos que la ejecutan. Esta denominación también se puede asociar al establecimiento de comercio en que tenga lugar la empresa. Con todo, es importante rememorar que, en estos casos, no surge una persona jurídica, por lo que el nombre o la denominación, no debe dar lugar a confusiones.

f. El lugar en que se ejecutará el contrato: para efectos de determinar aspectos como la Ley aplicable, entre otros más.

g. Las obligaciones y los derechos derivados del acuerdo: como es obvio, este es un aspecto fundamental, que delimita el compromiso de las partes y los créditos a los que cada uno puede acceder.

h. Las causales de terminación: estas suelen ser las últimas estipulaciones. Se refieren, en concreto, a las razones que dan lugar a la extinción del acuerdo.

5. Terminación del contrato y responsabilidad:

Para concluir, resta simplemente señalar que en materia de terminación del contrato y responsabilidad, el contrato de joint venture se rige por las reglas generales que regulan ambas materias, sin perjuicio de las estipulaciones contractuales que, al respecto, se incluyan. Así las cosas, la terminación tendrá lugar con ocasión, de una parte, de las causas generales de terminación de los acuerdos previstas por la Ley y, de la otra, por las causas que señalen las partes en el texto mismo del acuerdo.

En lo que se refiere a la responsabilidad, aquí también se debe acudir a los preceptos que regentan la materia en el Derecho en general, lo que no obsta para que las partes introduzcan algunas reglas especiales a través del contrato, particularmente en relación con la naturaleza de las obligaciones, el alcance de la responsabilidad respecto de la denominada tripartición de las culpas, la indemnidad contractual, entre otras más. Debe tenerse precaución, en todo caso, con el escenario de la abusividad contractual, toda vez que, como ya se expuso en un acápite precedente, ante situaciones de asimetría –que, aun cuando

579 Cfr. Barbosa, Pilar. Contratos de asociación a riesgo compartido – Joint Venture. Op.Cit., pp.25-28. 580 Sobre este particular, vid. Tribunal de Arbitramento de Teleconsorcio S.A., NEC Corporation y otras, v. Telecom. Laudo Arbitral del 13 de mayo de 2005. Allí se abordan importantes aspectos financieros del contrato de joint venture, así como el aspecto relativo al contrato desde la perspectiva internacional.

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extrañas al esquema de cooperación del joint venture, no le son del todo ajenas-, pactos de exoneración o limitación de responsabilidad, podrían conducir a problemas, especialmente de cara a la nueva regulación del Estatuto del Consumidor. Por eso es por lo que, en esta materia, el contenido de los pactos debe ser muy cuidadoso, en el sentido de no incursionar en escenarios que están vedados por la Ley.

Esta es, en apretada síntesis, una semblanza general del contrato de riesgos compartidos o joint venture, que puede contribuir a entender este esquema negocial ante eventuales controversias jurídicas, las que resultarían de suyo complejas, por los aspectos antes expuestos y, muy especialmente, por a atipicidad e indeterminación que impera en este particular ámbito.

CAPÍTULO IILa agencia mercantil

Descripción general:

En este capítulo, el lector encontrará los aspectos relevantes del contrato de agencia mercatil en el derecho colombiano. Se procura realizar un

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recorrido panorámico por la noción, elementos esenciales y características más descollantes de este contrato, en aras de dilucidar cuáles son sus contornos y aspectos más sobresalientes.

Aplicación judicial:

Desde la perspectiva de los procesos judiciales, en el presente capítulo se responden las siguientes preguntas:

f) ¿Cuáles son las características del contrato de agencia mercantil?

g) ¿Cuáles son los elementos esenciales del contrato de agencia?

h) ¿Cómo identificar y tipificar un contrato de agencia?

Palabras clave: Agencia mercantilCompra para la reventaTransferencia de riesgosExclusividad territorialEstabilidadIndependencia

Con el propósito de hacer una exposición sistemática del contrato de agencia comercial, a continuación se reproducen las consideraciones que en esta materia se expusieron en el laudo que dirimió la controversia entre La Distribuidora Ltda. y Bavaria S.A., en el cual el autor de la presente obra fue Árbitro, en conjunto con los señores Juan Pablo Cárdenas y José Armando Bonivento Jiménez581:

581 Es importante advertir que las consideraciones que se exponen a continuación, en relación con la temática de la agencia mercantil, deben leerse teniendo en cuenta, además, dos aspectos fundamentales, a saber: en lo que se refiere a la cesantía comercial, no debe perderse de vista la reciente sentencia de la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia, en la que se dijo que la cesantía comercial no tenía carácter imperativo o de orden público y, en consecuencia, se podía modificar o, incluso, renunciar a ella, en la celebración o durante la ejecución de ella. En efecto, en pronunciamiento del 19 de octubre de 2011, el Tribunal aseveró que “… en lo tocante a la prestación consagrada en el inciso primero del artículo 1324 del Código de Comercio, menester rectificar la doctrina expuesta otrora por la Corte, para subrayar ahora, además de su origen contractual, al brotar, nacer o constituirse sólo de la celebración y terminación por cualquier causa del contrato de agencia comercial, su carácter dispositivo, y por consiguiente, la facultad reconocida por el ordenamiento jurídico a las partes en ejercicio legítimo de su libertad contractual o autonomía privada para disponer en contrario, sea en la celebración, ya en la ejecución, ora a la terminación, desde luego que estricto sensu es derecho patrimonial surgido de una relación contractual de único interés para los contratantes, que en nada compromete el orden público, las buenas costumbres, el interés general, el orden económico o social del país, ni los intereses generales del comercio, si se quiere entendido en la época actual, sino que concierne lato sensu, a los sujetos de una relación jurídica contractual, singular, específica, individual, particular y concreta, legitimadas para disciplinar el contenido del contrato y del vínculo que las ata, por supuesto, con sujeción a las directrices normativas (…)para la Corte, según la recta hermenéutica del artículo 1324, inciso primero del Código de Comercio, el derecho regulado en la norma, es de naturaleza contractual y patrimonial, se causa por la celebración del contrato, hace exigible a su terminación por cualquier motivo y es susceptible de disposición por las partes, legitimadas aún desde el pacto o durante su ejecución, sea para excluirlo, ora dosificarlo o modificarlo en cuanto hace al porcentaje, al tiempo y a los factores de cálculo, ya aumentándolos, bien disminuyéndolos, y también para celebrar y ejecutar todo acto dispositivo lícito, verbi gratia, conciliaciones, pagos anticipados, daciones en pago, compensaciones o transacciones, desde luego ceñidas a la ley, actos que en principio, se presumen ajustados al ordenamiento y

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“… 1.1 Generalidades:

Se observa que el artículo 1317 del Código de Comercio define la agencia comercial de la siguiente forma:

“Art. 1317.- Por medio del contrato de agencia, un comerciante asume en forma independiente y de manera estable el encargo de promover o explotar negocios en un determinado ramo y dentro de una zona prefijada en el territorio nacional, como representante o agente de un empresario nacional o extranjero o como fabricante o distribuidor de uno o varios productos del mismo.”

podrán ser ineficaces hoc eciam valet por trasgresión del ius cogens, buenas costumbres, o deficiencias de los presupuestos de validez, ejercicio abusivo de poder dominante contractual, cláusulas abusivas, etc.

No obstante, la facultad dispositiva de las partes, no es absoluta, ni comporta el reconocimiento de un poder libérrimo e incontrolado. Contrario sensu, su ejercicio está sujeto al orden jurídico, y por consiguiente, a los presupuestos de validez del acto dispositivo, a la buena fe, corrección, probidad o lealtad exigibles en el tráfico jurídico, y exclusión de todo abuso del derecho. El acto dispositivo, cualquiera sea su modalidad, a más de claro, preciso e inequívoco, debe acatar el ius cogens y las buenas costumbres y los requisitos de validez. Es menester la capacidad de las partes, la legitimación dispositiva e idoneidad del objeto o, la capacidad de los contratantes, la licitud de objeto y de causa, ausencia de vicio por error espontáneo o provocado, dolo, fuerza, estado de necesidad o de peligro. Asimismo, la estipulación dispositiva en forma alguna debe configurar ejercicio de posición dominante contractual, cláusula abusiva, abuso del derecho, ni el aprovechamiento de la manifiesta condición de inferioridad, indefensión o debilidad de una parte. Tampoco, implicar un fraude a la ley, ni utilizarse el contrato de agencia comercial para simular un acto diferente, verbi gratia, una relación laboral que, en todo caso prevalece con todas sus consecuencias legales.

Ahora, cuando el contrato de agencia o la estipulación dispositiva, sea por adhesión, estándar, en serie, normativo, tipo, patrón, global o mediante condiciones generales de contratación, formularios o recetarios contractuales, términos de referencia o reenvío u otra modalidad contractual análoga, sus estipulaciones como las de todo contrato, en línea de principio, se entienden lícitas, ajustadas a la buena fe y justo equilibrio de las partes. Con todo, dándose controversias sobre su origen, eficacia o el ejercicio de los derechos, el juzgador a más de las normas jurídicas que gobiernan la disciplina general del contrato, aplicará las directrices legislativas singulares en su formación, celebración, contenido, interpretación, ejecución o desarrollo y terminación, para verificar su conformidad o disparidad con el ordenamiento y, en particular, el ejercicio de poder dominante contractual o la existencia de cláusulas abusivas, o sea, todas aquellas que aún negociadas individualmente, quebrantan la buena fe, probidad, lealtad o corrección y comportan un significativo desequilibrio de las partes, ya jurídico, ora económico, según los derechos y obligaciones contraídos (cas.civ. sentencias de 19 de octubre de 1994, CCXXXI, 747; 2 de febrero de 2001, exp. 5670; 13 de febrero de 2002, exp. 6462), que la doctrina y el derecho comparado trata bajo diversas locuciones polisémicas, tales las de cláusulas vejatorias, exorbitantes, leoninas, ventajosas, excesivas o abusivas con criterios disimiles para denotar la ostensible, importante, relevante, injustificada o transcendente asimetría entre los derechos y prestaciones, deberes y poderes de los contratantes, la falta de equivalencia, paridad e igualdad en el contenido del negocio o el desequilibrio "significativo" (art. L-132- 1, Code de la consommation Francia; artículo 1469 bis Codice Civile italiano) "importante" (Directiva 93/13/93, CEE y Ley 7a/1998 -modificada por leyes 24/2001 y 39/2002- España), "manifiesto" (Ley 14/7/91 Bélgica), "excesivo" (art. 51, ap. IV. Código de Defensa del Consumidor del Brasil; art. 3o Ley de contratos standard del 5743/1982 de Israel) o "exagerado" (C.D. del Consumidor del Brasil),"sustancial y no justificado" (Ley alemana del 19 de julio de 1996, adapta el AGB-Gesetz a la Directiva 93/13/93 CEE) en los derechos, obligaciones y, en menoscabo, detrimento o perjuicio de una parte, o en el reciente estatuto del consumidor, las "que producen un desequilibrio injustificado en perjuicio del consumidor y las que, en las mismas condiciones, afecten el tiempo, modo o lugar en que el consumidor puede ejercer sus derechos", en cuyo caso "[p]ara establecer la naturaleza y magnitud del desequilibrio, serán relevantes todas las condiciones particulares de la transacción particular que se analiza", no podrán incluirse por los productores y proveedores en los contratos celebrados con los consumidores, y "en caso de ser incluidas serán ineficaces de pleno derecho" (artículos 42 y ss), y que igualmente las Leyes 142 de 1994 (artículos 131, 132 y 133) y 1328 de 2009 (D.O. 47.411, julio 15 de 2009, arts. 2o, 7o, 9o, 11 y 12 ), prohíben estipular.

En suma, no obstante el derecho de las partes del contrato de agencia comercial, empresario y agente, en ejercicio legítimo de su libertad contractual y autonomía privada dispositiva para disponer de la prestación económica consagrada en el inciso primero del artículo 1324 del Código de Comercio a través de las modalidades admitidas por el ordenamiento jurídico, el acto dispositivo está sujeto a control judicial cuando se presenta una controversia en su génesis, contenido, validez, eficacia y ejercicio …” (Corte Suprema de Justicia. Sala de Casación Civil. Sentencia del 19 de octubre de 2011. Exp.2011-00847).

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De la descripción legal se desprenden con claridad varios elementos cuya presencia es indispensable para que exista agencia, como son,-comenzando por mencionar los que tienen evocación explícita en lo literal-, la independencia, la estabilidad y el encargo de promover o explotar, a los que ha de agregarse el relativo a la actuación por cuenta de o actuación por cuenta ajena, al cual hace referencia reiterada la jurisprudencia –ordinaria y arbitral-, a partir de la ubicación y contenido del propio texto legal citado, y de varios de los que desarrollan la regulación de esta figura contractual.

En este orden de ideas, procederá el Tribunal a precisar el alcance de cada uno de estos elementos, indicadores especiales del tipo, en la medida en que es necesaria su presencia para que exista un contrato de agencia comercial; hará alguna mención adicional a otro factor que la normatividad reguladora de la agencia involucra en su descripción y desarrollo, aunque con incidencia distinta en caso de no tener verificación, como es el relacionado con el territorio y ramo en que debe actuar el agente; y se abstendrá de comentar, por no ser relevantes de cara al perfil particular del asunto debatido en el caso sub-examine, algunas referencias normativas adicionales, como la atinente a las calidades de comerciante y empresario que se predican, en su orden, del agente y el agenciado.

Independencia

El Código de Comercio establece que el agente comercial debe ser independiente. Ahora bien, en la aplicación del régimen de la agencia se ha planteado la duda acerca de cuál es el significado de este requisito, pues para algunos ello implica que el agente debe ejecutar una actividad totalmente autónoma en relación con el empresario –sin injerencia de éste en el desarrollo de la gestión-, al paso que para otros dicho requisito alude, como connotación principal, a la ausencia de subordinación laboral.

Desde esta óptica, observa el Tribunal que si se acude a la historia fidedigna del establecimiento del artículo 1317 del Código de Comercio, se encuentra que en la exposición de motivos del proyecto presentado por el Gobierno al Congreso en 1958 se dijo:

“Otra de las especies de mandato es el de agencia comercial. El agente obra en forma independiente, aunque en forma estable, por cuenta de su principal. Esa independencia que caracteriza su gestión diferencia la agencia del contrato de trabajo”. (Tomo II, página 301, Ministerio de Justicia, 1958, se subraya)

Desde este punto de vista, la independencia de que trata el artículo 1317 del Código de Comercio consiste, precisamente, en que no exista subordinación laboral.

Lo anterior además se acompasa con el hecho de que el propio Código de Comercio establece en su artículo 1321 que “El agente cumplirá el encargo que se le ha confiado al tenor de las instrucciones recibidas”, lo cual claramente muestra que la independencia no significa una autonomía del intermediario concebida como ausencia de instrucciones provenientes de quien como agenciado hace el encargo, aspecto sobre el cual alguna referencia adicional hará el Tribunal más adelante.

De otra parte, tampoco pueden pretermitirse los cambios que traerá consigo la incorporación del Tratado de Libre Comercio suscrito entre Colombia y los Estados Unidos. Al respecto, de acuerdo con el texto del acuerdo, son cuatro las modificaciones que se espera realizar al contrato de agencia, a saber: a) eliminación del elemento de exclusividad territorial; b) sustitución del sistema indemnización por terminación del contrato (artículo 1324 del Código de Comercio, inciso segundo) por un nuevo régimen indemnizatorio; y, c) eliminación de la obligatoriedad de la cesantía comercial (artículo 1324 del Código de Comercio, inciso primero). El texto del copromiso bilateral se encuentra en el Anexo 11E del Tratado.

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A lo dicho vale la pena agregar que la figura del agente comercial fue consagrada en el derecho colombiano siguiendo modelos de otros países, como el Código Civil Italiano de 1942, con ajustes que el legislador patrio estimó apropiados, y por la misma razón, relevantes de cara a la adopción de posiciones ante algunos puntos de controversia en torno al contenido normativo que la regula. En ese contexto, se advierte que en el derecho italiano, al igual que la generalidad de los derechos europeos, se ha señalado que el contrato de agencia se caracteriza por la independencia, y este elemento lo distingue del contrato de trabajo.

En este mismo sentido debe procederse en derecho colombiano. A tal propósito conviene recordar que el Código Sustantivo del Trabajo se refiere en su artículo 98 a los representantes, agentes vendedores y agentes viajeros, señalando al efecto que los mismos tienen el carácter de trabajadores, para lo cual dispone:

“Hay contrato de trabajo con los representantes, agentes vendedores y agentes viajeros cuando al servicio de personas determinadas bajo su continuada dependencia y mediante remuneración se dediquen personalmente al ejercicio de su profesión y no constituyan por sí mismos una empresa comercial”.

De este modo, uno de los elementos que supone la figura del representante, agente vendedor o agente viajero a que alude el precepto laboral mencionado, es la dependencia, en clara oposición a la independencia que debe tener el agente comercial. En relación con este aspecto, es pertinente recordar que la Ley 50 de 1990, al invocar la subordinación laboral, señaló que ella faculta al empleador para exigirle al empleado “el cumplimiento de órdenes, en cualquier momento, en cuanto al modo, tiempo o cantidad de trabajo, e imponerle reglamentos”.

Así las cosas, para que no exista la independencia a la que alude el artículo 1317 del Código de Comercio, es necesario que el empresario pueda determinar el modo, tiempo y cantidad del trabajo del presunto agente en todos sus aspectos, de tal manera que el presunto agente, al igual que cualquier trabajador, simplemente coloque a disposición del empresario su capacidad laboral, para que este disponga de ella de la manera que juzgue más conveniente. Este es no solamente un indicador particular o especial de las relaciones de agencia comercial, sino que identifica, en parte, las relaciones contractuales de distribución, in genere –indicador general-, cuando éstas no devienen de una relación de tipo laboral.

Sobre este particular, dijo la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia en la sentencia de diciembre 2 de 1980 (G.J. Número CLXVI), que el agente “asume el encargo en forma independiente, lo que lo faculta para desarrollar su actividad sin tener que estar subordinado al empresario o agenciado, pudiendo escoger y designar sus propios empleados y los métodos de trabajo, teniendo potestad para realizar por si o por medio de personal a su servicio el encargo que se le ha confiado; es claro que el contrato de agencia comercial se diferencia claramente del contrato de trabajo en que a diferencia del agente, el trabajador queda vinculado con el patrono bajo continuada dependencia o subordinación”. Estas consideraciones han permitido afirmar, desde la perspectiva de descripción por vía positiva del elemento en cuestión, que en la agencia comercial un tercero -el agente-, con su propia organización (recursos humanos, físicos, económicos, etc), sin mediar subordinación laboral, asume el encargo de promover o explotar los negocios de otro –el agenciado-.

Es importante reiterar, entonces, que la independencia del agente no significa total autonomía, pues, como ya se dijo, el artículo 1321 del estatuto mercantil establece que “El agente cumplirá el encargo que se le ha confiado al tenor de las instrucciones recibidas”.

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En relación con este mismo aspecto, dijo la Sala de Casación Laboral de la Corte Suprema de Justicia (sentencia del 6 de febrero de 2007, Radicación No. 30006):

“En este mismo sentido no son extrañas al contrato de agencia comercial las instrucciones que eventualmente pueda trazarle el empresario al agente o, la obligación que se pacte para que éste rinda las informaciones relativas al negocio celebrado; todo lo contrario, es de la naturaleza de este tipo de convenios que los representantes cumplan el encargo que han recibido de acuerdo con las directrices y señalamientos trazados en el contrato o en el desarrollo del mismo, conforme lo señala el artículo 1321 del estatuto antes mencionado.

“Obviamente que las instrucciones y obligaciones a que se comprometa quien suscribe el convenio correspondiente como agente deben garantizar su independencia, porque de lo contrario podría llegar a enmarcarse eventualmente dentro del campo de la relación laboral al configurarse el elemento de la continuada dependencia o subordinación; […]”.

Es pertinente, además, recordar que la finalidad de la agencia comercial es permitirle al fabricante establecer, por fuera de su empresa, un sistema de distribución que promueva sus productos o servicios, en el lógico entendido de que tal sistema de distribución, en la medida en que se refiere a los productos o servicios del empresario, interesado legítimo en preservar la imagen de los mismos, puede implicar que éste fije –o intervenga en la fijación-, en forma más o menos estricta, los parámetros de actuación a los que ha de sujetarse el distribuidor, sin que por ello se desvirtúe la independencia, como quiera que, se reitera, ella no implica ausencia de instrucción, sino ausencia de subordinación.

En este contexto no habría razón, desde el punto de vista de la finalidad tuitiva de las normas de la agencia, para distinguir entre la situación de una persona que promueve productos del empresario en forma totalmente autónoma –sin sujeción a instrucciones-, y la de aquella que lo hace siguiendo parámetros fijados por el empresario. Si en ambos casos el agente promueve productos del empresario, y no está sujeto a subordinación en los términos previstos por las normas laborales, merece igual protección del ordenamiento, desde luego que asumiendo la concurrencia de los demás requisitos exigidos para la tipificación de esta particular modalidad negocial.

Estabilidad

Por otra parte, el mismo artículo 1317 del Código de Comercio exige que el agente actúe de manera estable. En este sentido, precisó la Corte Suprema de Justicia en sus sentencias del 2 de diciembre de 1980 que “Al puntualizar el legislador que el agente comercial asume el encargo de manera estable, con ello precisó que aquél se diferencia del simple mandatario, ya que éste no tiene encargo duradero, carece de estabilidad, desde luego que el objeto de la gestión que se le encomienda es la celebración de uno o más actos de comercio que agotados producen la terminación del mandato, en tanto que al agente comercial se le encomienda la promoción o explotación de negocios en una serie sucesiva e indefinida que indica estabilidad…” (G.J. No. 2407, páginas 250 y ss. y páginas 270 y ss.).

En la misma línea de argumentación, en sentencia 5497 de octubre 20 de 2000 dijo la Corte Suprema de Justicia: “La estabilidad, que es la característica que interesa para el caso sub examine, significa continuidad en el ejercicio de la gestión, excluyente, por ende, de los encargos esporádicos, ocasionales o eventuales. … Con todo, la estabilidad nunca puede asimilarse a perpetuidad o permanencia, porque esta característica no se opone a una vigencia temporal del contrato, por cuanto el artículo 1320 del Código de Comercio,

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expresamente consagra como uno de los contenidos del contrato de agencia ‘el tiempo de duración’ de ‘los poderes y facultades’ conferidas al agente. De ahí, que anteladamente se haya dicho que la estabilidad excluye los encargos ocasionales o esporádicos, pero no la delimitación temporal del contrato, que la norma antes citada remite a la autonomía de las partes”.

Igualmente, en sentencia de diciembre 15 de 2006 (Ref: Expediente 760013103-009-1992-09211-01) dijo la Corte Suprema de Justicia, refiriéndose a la estabilidad, “que implica continuidad en el ejercicio de la gestión desarrollada por el agente, ya que este adquiere el encargo de promover el negocio del agenciado y no uno o más contratos individualizados; por supuesto que los pactos de esa estirpe repelen la realización de encargos esporádicos y ocasionales; sólo cuando la actividad del agente es estable, ella puede constituir una verdadera labor de creación de clientela y, por ende, de promoción de contratos indeterminados, a la vez que, correlativamente, le asegura la amortización de las inversiones realizadas en la ejecución del encargo”.

En orientación semejante, el profesor Joaquín Garrigues582 manifiesta que la estabilidad se centra sobre el hecho de que mientras dura su relación con el comerciante, el agente ha de ocuparse de la promoción de contratos que sólo se determinan por su naturaleza y no por su número.

Es prudente anotar, sin embargo, como lo ha señalado la doctrina, que la estabilidad no excluye hipótesis de una duración reducida o menor del contrato de agencia, pues ella puede depender, precisamente, del objeto de los negocios que se trata de promover. Así por ejemplo, puede haber contratos de agencia de corta duración, cuando precisamente los negocios que el agente debe promover sólo pueden desarrollarse en una determinada estación.

El promover o explotar negocios

De acuerdo con la ley comercial, por el contrato de agencia el agente recibe el encargo de promover o explotar negocios. Como se ha señalado a menudo, la expresión “Promover”, de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia, implica “Iniciar o adelantar una cosa, procurando su logro” o “tomar la iniciativa para la realización o logro de algo”. Por consiguiente, promover negocios implica adelantar las medidas para que se logren concretar los que sean objeto del contrato. De otro lado, “Explotar” significa “sacar utilidad de un negocio o industria en provecho propio”. Por supuesto que lo importante es precisar el alcance que debe tener el promover, como eje central de la actividad del comercializador, para que un contrato pueda ser calificado de agencia comercial.

Desde este punto de vista, la Corte Suprema de Justicia, en las rememoradas sentencias de 2 de diciembre de 1980, señaló:

“La función del agente comercial no se limita, pues, a poner en contacto a los compradores con los vendedores, o a distribuir mercancías, sino que su gestión es más específica, desde luego que, a través de su propia empresa, debe, de una manera estable e independiente, explotar o promover los negocios de otro comerciante, actuando ante el público como represente o agente de éste o como fabricante o distribuidor de sus productos. O como ha dicho Joaquín Garrigues, el agente comercial, en sentido estricto, ‘es el comerciante cuya industria consiste en la gestión de los intereses de otro comerciante, al cual está ligado por una relación contractual duradera y en cuya representación actúa, celebrando contratos o preparando su

582 Tratado de Derecho Comercial. Tomo III, página 537

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conclusión a nombre suyo’. Esta función específica del agente comercial tiende como lo ha dicho Pérez Vives a ‘conquistar, conservar o recuperar al cliente para el agenciado o empresario’. Según la feliz expresión de Ferrara el agente es un buscador de negocios; su actividad consiste en proporcionar clientes”.

Igualmente, en la sentencia del 31 de octubre de 1995 (Referencia: Expediente No. 4701), la Corte expresó:

“De esta suerte, en el desempeño de su función contractual, el agente puede no solo relacionar al empresario con clientes o consumidores de sus productos, sino inclusive actuar como su representante, como fabricante o como distribuidor, pero en uno y otro evento estas actividades del agente tienen que estar inequívocamente acompañadas de la actividad esencial consistente en la promoción o explotación de los negocios del empresario.”

En la misma sentencia, la Corte precisó: “... lo que, como quedó atrás expuesto, representa para aquel comerciante-agente la obligación de actuar por cuenta del empresario en forma permanente e independiente en las actividades de adelantar por iniciativa propia, y obtener en la zona correspondiente la elevación y el mejoramiento cuantitativo y cualitativo de los negocios (v.gr., contratos, ampliación de actividades, etc), la ampliación de los negocios y los clientes existentes y el fomento, obtención y conservación de los mercados para aprovechamiento de los negocios del empresario”. (G.J. No 2476, pag. 1287)

De igual forma, en la sentencia del 28 de febrero de 2005 (Referencia: Exp. No. 7504), dijo la Corte:

“…se advierte con solo reparar en la labor que se le encomienda al agente, es decir, en la actividad que a favor del agenciado despliega, quien no se limita a perfeccionar o concluir determinados negocios ‘así sean numerosos-, hecho lo cual termina su tarea, sino que su labor es de promoción, lo que de suyo ordinariamente comprende varias etapas que van desde la información que ofrece a terceros determinados o al público en general, acerca de las características del producto que promueve, o de la marca o servicio que promociona, hasta la conquista del cliente; pero no solo eso, sino también la atención y mantenimiento o preservación de esa clientela y el incremento de la misma, lo que implica niveles de satisfacción de los consumidores y clientes anteriores, receptividad del producto, posicionamiento paulatino o creciente; en fin, tantas aristas propias de lo que hoy se conoce -en sentido lato- como ‘mercadeo’, que, en definitiva, permiten concluir que la agencia es un arquetípico contrato de duración, característica que se contrapone a lo esporádico o transitorio, pero que -hay que advertirlo- no supone tampoco y de modo inexorable, un contrato a término indefinido o de duración indefectible y acentuadamente prolongada’.

“Dicho en otros términos, lo determinante en la agencia comercial no son los contratos que el agente logre perfeccionar, concluir o poner a disposición del agenciado, sino el hecho mismo de la promoción del negocio de éste, lo que supone una ingente actividad dirigida -en un comienzo- a la conquista de los mercados y de la potencial clientela, que debe -luego- ser canalizada por el agente para darle continuidad a la empresa desarrollada -a través de él- por el agenciado, de forma tal que, una vez consolidada, se preserve o aumente la clientela del empresario, según el caso”.

Así mismo, en sentencia del 15 de diciembre de 2006, la Corte Suprema de Justicia destacó: “...el agente cumple una función facilitadora de los contratos celebrados por aquél con terceros; desde esa perspectiva le corresponde conseguir propuestas de negocios y ponerlas en conocimiento del agenciado para que sea éste quien decida si ajusta o no el negocio, ya

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sea directamente o a través del agente”, esto último cuando tenga la facultad de representación.

De esta manera, la configuración de la agencia supone y exige la existencia de un encargo del empresario para que el agente despliegue una actividad primordialmente dirigida a crear o ampliar un mercado para los productos de aquél –elemento éste último que, además de tipificar la agencia in concreto, constituye también un indicador general de tipo, en la medida en que suele ser una característica presente en los acuerdos de colaboración empresarial-, a través del desarrollo de una conducta orientada a convencer a los potenciales clientes de la conveniencia de un producto o servicio, y por consiguiente, a la obtención de propuestas de celebración de contratos con el empresario, cuando el agente no tiene facultades para actuar a su nombre, o a la celebración de contratos a nombre del empresario, cuando median facultades de representación.

El agente no es, por consiguiente, un mero transmisor de pedidos, pues su tarea consiste, precisamente, como lo señala la jurisprudencia, en crear y mantener una clientela, como resultado de una gestión orientada en forma consciente a ese propósito principal.

En este punto, debe de otra parte expresarse que cualquier persona que realice una actividad de comercialización de un producto o servicio, de algún modo puede –y hasta debe, desde la perspectiva de su propio interés- promocionarlo para tener éxito en su labor. Sin embargo, no en todos estos casos existe la promoción a la que se refiere el artículo 1317 del estatuto mercantil, porque la misma no consiste, como connotación esencial, en la mera reseña de las bondades de los productos que fabrica o los servicios que presta el empresario, sino que hace alusión a la realización de actividades fundamentalmente encaminadas a fomentar los negocios del empresario desde la óptica de crear y/o ampliar una clientela como resultado de dicha labor583. En esto coincide la noción de agencia del derecho colombiano con la del derecho europeo.

Es precisamente por ello que en el derecho europeo la indemnización a que tiene derecho el agente supone que éste “-hubiere aportado nuevos clientes al empresario o hubiere desarrollado sensiblemente las operaciones con los clientes existentes, siempre y cuando dicha actividad pueda reportar todavía ventajas sustanciales al empresario; y - el pago de dicha indemnización fuere equitativo, habida cuenta de todas las circunstancias, en particular, de las comisiones que el agente comercial pierda y que resulten de las operaciones con dichos clientes” (artículo 17 de la Directiva). En derecho Alemán la jurisprudencia ha señalado que el agente tiene derecho a indemnización en la medida en que haya adquirido nuevos clientes para el empresario, o haya desarrollado los negocios con clientes anteriores siempre que dicho desarrollo de nuevos negocios equivalga a conseguir un nuevo cliente. Además debe acreditarse que la adquisición de la clientela es imputable al agente584.

De igual modo, es porque el objeto de la misión del agente consiste en promover los negocios del empresario agenciado, por lo que la Corte Suprema de Justicia ha señalado que el que compra para revender, así para tal efecto deba promocionar los productos, no es un agente. En tal sentido, en la sentencia del 31 de octubre de 1999 expresó la Corte: “Porque cuando un comerciante difunde un producto comprado para el mismo revenderlo, o, en su caso, promueve la búsqueda de clientes a quienes revenderles los objetos que se distribuyen, lo hace para promover y explotar un negocio que le es propio, o sea, el de la reventa

583 La “promoción” de los bienes o servicios, así entendida, es un instrumento o herramienta de la actividad de

“promover” los negocios del empresario, pero no se confunde integralmente con ella.584

En este sentido Thomas Steinmann, Philippe Kenel, Imoge Billote. Le contrat d’agence commerciale en Europe. Ed Buylant, LGDJ, Schulthess, 2005, páginas 573 a 575

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mencionada; pero tal actividad no obedece, ni tiene la intención de promover o explotar negocios por cuenta del empresario que le suministra los bienes, aunque, sin lugar a dudas, este último se beneficie de la llegada del producto al consumidor final”. Con similar orientación, en sentencia del 15 de diciembre de 2006 la Corte Suprema de Justicia explicó que “quien distribuye un producto comprado por él mismo para revenderlo, lo hace para promover y explotar un negocio suyo, aunque, sin lugar a dudas, el fabricante se beneficie con la llegada del producto al consumidor final (sent. oct. 31/95, exp. 4701)”, por lo cual no es agente.

A juicio del Tribunal, esta consideración tiene validez jurídica como principio general, por supuesto bajo la premisa de tratarse efectivamente –como realidad sustancial- de comercialización a través de compra para reventa, mas no como regla absoluta en la medida en que no excluye eventuales situaciones excepcionales en las que la referida compra para reventa sea una realidad apenas formal, que en caso de estar acompañada de una gestión cuyo contenido evidencie un verdadero encargo de promover los negocios del empresario –con el significado y alcance reseñados-, con independencia y estabilidad, y estructurando la actuación como por cuenta de tal empresario –con el significado y alcance que luego se precisará-, puede desembocar en la estructuración de una verdadera agencia comercial, obviamente si se verifican las demás exigencias de ley.

También conviene en todo caso destacar que la existencia de un contrato de agencia no significa que el empresario no pueda desarrollar él mismo una actividad de promoción de sus productos. En efecto, el empresario puede, por ejemplo, realizar una actividad de promoción nacional, en tanto que el agente puede ocuparse de una promoción a un nivel local o regional. Se trata de dos actividades que, entonces, pueden coexistir. Pero siempre debe reiterarse que no puede existir agencia sin una verdadera actividad del agente dirigida a promover los negocios del empresario, esto es, una actividad esencialmente dirigida a procurar la creación y/o el fortalecimiento del mercado de los bienes o servicios del empresario agenciado, con el alcance y contenido que se ha reseñado.

Por otra parte, según se anticipó, de la definición legal se desprende que el encargo que recibe y acepta el agente puede ser no sólo para promover, sino también para explotar negocios del agenciado. Tal explotación supone que el agente actúa para lograr que el negocio produzca la utilidad que le es propia, lo que podría llevar a pensar que el contrato de agencia no necesariamente supone el promover negocios. Sin embargo, debe observarse que el artículo 1317 del Código de Comercio no puede analizarse aisladamente, sino en conjunto con las otras normas que rigen la agencia y que, por lo tanto, la desarrollan. Desde esta perspectiva, se encuentra que el artículo 1324 del mismo estatuto consagra entre las prestaciones que pueden causarse por la terminación del contrato de agencia el pago de una indemnización, cuando el empresario le pone fin al contrato de agencia sin justa causa, o cuando el agente le pone fin a dicho contrato por justa causa imputable al empresario. Ahora bien, dicha indemnización de acuerdo con la ley debe establecerse como una “retribución a sus esfuerzos (los del agente) para acreditar la marca, la línea de productos o los servicios objeto del contrato”. El criterio legal establecido para calcular la indemnización demuestra que para el legislador en todo caso la agencia supone una actividad constante del agente dirigida a acreditar la marca, la línea de productos o servicios. Lo anterior confirma, entonces, que lo realmente esencial del contrato de agencia es que el agente se ocupe de promover los negocios del empresario, realizando una conducta activa en tal sentido.

Actuación por cuenta ajena

Desde la expedición del actual Código de Comercio se ha discutido si para que exista contrato de agencia se requiere que el intermediario o comercializador obre por cuenta del empresario, lo que equivale a dilucidar si la “actuación por cuenta de” o “actuación por

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cuenta ajena” es o no un elemento indispensable en la tipificación de dicha modalidad contractual. Existen autores que consideran que tal requisito no es necesario, en la medida en que la ley no lo exige expresamente; otros, al contrario, consideran que el mismo se desprende de la propia naturaleza de la agencia, con consagración en las normas que la regulan, integralmente consideradas.

Ante este panorama, el desarrollo jurisprudencial, tanto en la jurisdicción ordinaria como en la arbitral, ha contribuido decididamente en el esclarecimiento de la solución aplicable, por manera que puede afirmarse que hoy se sostiene como tendencia claramente mayoritaria, la tesis que responde afirmativamente frente a la reflexión planteada. Estima el Tribunal que, en efecto, en el momento presente suele reconocerse que la actuación por cuenta de es un elemento indispensable para la recta estructuración del tipo y la cabal calificación del acuerdo como agencia comercial, incluso, en el sentir del panel arbitral, con una importancia superlativa en cuanto a que se está en presencia del elemento individualizador que, en rigor, verdaderamente la da una entidad jurídica propia, diferenciándola de otras modalidades que envuelven comercialización a través de terceros en las que características como la independencia y la estabilidad –e incluso la promoción- pueden presentarse.

Así, la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia ha exigido este requisito. En tal sentido, dijo la Alta Corporación en la frecuentemente invocada sentencia del 2 de diciembre de 1980:

“Y aunque en la definición no esté expresado de manera contundente que el encargo que asume el comerciante independiente por el contrato de agencia, es el de promover o explotar negocios que han de ser realizados en beneficio exclusivo del empresario, los que éste ha de celebrar directamente si al agente no se le dio la facultad de representarlo, es lo cierto que estas características surgen de lo dispuesto en los artículos 1321 y 1322 del Código de Comercio, donde se estatuye, sin perjuicio de la independencia de que goza, que el agente debe ceñirse, al ejecutar el encargo, a las instrucciones que le haya dado el empresario a quien debe rendir ‘las informaciones relativas a las condiciones del mercado en la zona asignada y las demás que sean útiles a dicho empresario para valorar la conveniencia de cada negocio’; que el agente tiene derecho a la remuneración pactada ‘aunque el negocio no se lleve a efecto por causas imputables al empresario o cuando éste lo efectúe directamente... o cuando dicho empresario se ponga de acuerdo con la otra parte para no concluir el negocio’, todo lo cual indica que el agente conquista, reconquista, conserva o amplía para el empresario y no para él mismo, la clientela del ramo, y que los negocios que para este fin promueva o explote deben ser definidos directamente por el empresario, o por el agente actuando a su nombre, si para ello tiene facultad”.

[...]

“En el caso de que el agente comercial tuviera, en forma independiente y estable, el encargo de promover, como distribuidor del ramo de pinturas, la enajenación de los productos de determinada fábrica en el territorio previamente demarcado, entonces su actividad se concentraría en conquistar nueva clientela para la firma cuyos productos se ha encargado de distribuir, o en reconquistar la vieja clientela, o en conservar la actual o en aumentarla; pero resultaría claro que las pérdidas que pudieran arrojar las ventas de los productos agenciados correrían por cuenta del fabricante o empresario y no las cargaría el agente […]. Quien distribuye artículos que ha adquirido en propiedad, no obstante que fueron fabricados por otro, al realizar su venta en una determinada zona no ejecuta actividad de agente comercial, sino de simple vendedor o distribuidor de productos propios.

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“La diferencia es bien clara: al distribuidor que actúa como agente comercial en nada lo benefician o perjudican las alzas o bajas que puedan sufrir los productos que promueve, como quiera que la propiedad de éstos en ningún momento del proceso de mercadeo pasa a ser suya, sino que del dominio del fabricante o empresario pasa al de la clientela sin que el agente tenga que adquirirlos. Por el contrario, cuando el distribuidor ha adquirido para sí los productos que promueve, resulta claro que un aumento en los precios de venta después de que sean suyos, lo beneficia directamente, de la misma manera que lo perjudicaría una baja en las mismas circunstancias. El agente comercial, entonces, que distribuye, coloca en el mercado productos ajenos, no propios.”

Tiempo después, en la sentencia del 31 de octubre de 1995, sobre el tópico que se examina dijo la Corte Suprema de Justicia: “Porque cuando un comerciante difunde un producto comprado para él mismo revenderlo, o, en su caso, promueve la búsqueda de clientes a quienes revenderles los objetos que se distribuyen, lo hace para promover y explotar un negocio que le es propio, o sea, el de la reventa mencionada; pero tal actividad no obedece, ni tiene la intención de promover o explotar negocios por cuenta del empresario que le suministra los bienes, aunque, sin lugar a dudas, este último se beneficie de la llegada del producto al consumidor final. Por esta razón, para la Corte la actividad de compra hecha por un comerciante a un empresario que le suministra el producto a fin de que aquél lo adquiera y posteriormente lo distribuya y lo revenda, a pesar de que esta actividad sea reiterada, continua y permanente y que se encuentre ayudada de la ordinaria publicidad y clientela que requiere la misma reventa; no constituye ni reviste por si sola la celebración o existencia de un contrato o relación de agencia comercial entre ellos. Simplemente representa un suministro de venta de un producto al por mayor de un empresario al comerciante, que éste, previa las diligencias necesarias, posteriormente revende no por cuenta ajena sino por cuenta propia; actividad que no puede calificarse ni deducirse que se trata de una agencia comercial”.

Así mismo, en la sentencia de diciembre 15 de 2006 (Ref.: Expediente 76001-3103-009-1992-09211-01), de nuevo la Corte afirmó: “Si el agente promociona o explota negocios que redundan en favor del empresario, significa que actúa por cuenta ajena, de modo que las actividades económicas que realiza en ejercicio del encargo repercuten directamente en el patrimonio de aquél, quien, subsecuentemente, hace suyas las consecuencias benéficas o adversas que se generen en tales operaciones. De ahí que la clientela conseguida con la promoción y explotación de los negocios le pertenezca, pues, insístase, el agente sólo cumple la función de enlace entre el cliente y el empresario…” Agregó la Corte “Que el comerciante actúa por cuenta del empresario es cuestión que corrobora el hecho de que perciba una remuneración por su gestión, amén de que sea titular del derecho de retención sobre los bienes o valores de éste que se hallen en su poder o a su disposición, privilegio que le reconoce el artículo 1326 del Código de Comercio”.

Conclusión similar se aprecia en pluralidad significativa de decisiones arbitrales, de las cuales es expresión, por citar alguno, el siguiente pronunciamiento585:

“7. En la promoción de los negocios, el agente obra por cuenta y riesgo del empresario agenciado

Una de las características más sobresalientes del mandato civil, del mandato comercial y por ende de la agencia mercantil es el tener que obrar el mandatario por cuenta y riesgo de quien le confiere el encargo, como dice el Código Civil, o por cuenta de otro, como lo precisa el Código de Comercio para el mandato comercial, o en la promoción o

585 Y muchos otros, como se referenciará más adelante.

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explotación del negocio ajeno, como resulta de los textos legales sobre agencia comercial.

[…]

De lo dicho se infiere que no puede ser considerado como mandatario y mucho menos como agente comercial quien no asuma la obligación de hacer algo para otro, sino para sí mismo, esto es, quien obra por cuenta propia, o sea tomando para sí los riesgos de las operaciones que ejecute. Si tal cosa hiciere un supuesto mandatario no estaría gestionando el negocio de otro sino haciendo su propio negocio”586.

A juicio del Tribunal, la marcada tendencia jurisprudencial del perfil que acaba de anunciarse y reseñarse tiene cabal sustento en la regulación legal de la figura pues, si se revisan las normas que regentan su estructuración y funcionamiento, se aprecia con claridad que de ellas se desprende que el agente actúa por cuenta ajena.

En efecto, en primer lugar, no puede ni debe pasar desapercibido que el Código de Comercio tipifica y estructura la agencia como una forma o especie de mandato, al incluirla dentro del Título XIII del Libro IV, destinado a la regulación de esta específica modalidad contractual, hecho objetivo de singular trascendencia cuando se advierte que, en este punto específico, el legislador patrio se apartó del tratamiento otorgado al tema en el Código Civil Italiano de 1942 -que tanto utilizó como referente para otros efectos-, en el cual la agencia encuentra tipificación como entidad negocial distinta e independiente del mandato. En el sentir del Tribunal, la ubicación deliberada de la agencia como modalidad o especie del contrato de mandato mercantil conduce perentoriamente a imprimirle la caracterización esencial que le es inherente a tal entidad negocial, en la que la actuación del mandatario por cuenta del mandante ocupa lugar preponderante, sin perjuicio de reconocer que la agencia, como especie que es, presenta variantes particulares, incluso con virtualidad para admitir debate en otros tópicos puntuales de la regulación, no relevantes en la valoración que ha de hacerse frente al caso sub-lite. Recuérdese que, en el mismo sentido, ya la Exposición de Motivos del Proyecto de Código de Comercio de 1958 señalaba que “Otra de las especies de mandato es el de agencia comercial” (Proyecto de Comercio. Ministerio de Justicia. Bogotá 1958, Tomo II, página 301).

En segundo término, conviene advertir que el artículo 1317 del Código de Comercio dispone que el agente debe actuar “como representante o agente de un empresario nacional o extranjero o como fabricante o distribuidor de uno o varios productos del mismo”. Es claro que el agente que actúa como representante celebra negocios jurídicos a nombre del empresario y, de paso, por cuenta de él y en su beneficio. Ahora bien, cuál es el alcance de la expresión “agente”? Como lo ha señalado la jurisprudencia arbitral, el Diccionario de la Lengua de la Real Academia trae entre otras acepciones de la palabra “agente”, las siguientes: “4. Persona que obra con poder de otro. 5...agente de negocios el que tiene por oficio gestionar negocios ajenos”. Así mismo, tanto el Código Civil como el Código de Comercio se refieren al agente aludiendo a personas que actúan por cuenta de otra, y que por ello la vinculan o pueden comprometerla (artículos 774, 1983, 1984, 2072, 2304 y 2497 del Código Civil y artículos 1011, 1067, 1489 y 1886 del Código de Comercio). De esta manera, del sentido mismo del vocablo “agente”, tal y como la emplea el propio legislador, resulta que es una persona que actúa para otro y, más específicamente, por cuenta ajena.

Adicionalmente, de otras varias normas del Código de Comercio, plasmadas al desarrollar el régimen aplicable a la figura, se desprende –de distintas maneras- que el agente actúa por cuenta ajena.

586 Caso PREBEL contra L’OREAL, Laudo de mayo 23 de 1997.

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En efecto, el artículo 1319 del Código de Comercio establece la prohibición para el “agente de promover o explotar, en la misma zona y en el mismo ramo, los negocios de dos o más empresarios competidores”. Como se puede apreciar, esta norma señala que los negocios no son del agente sino de los empresarios para los que actúa.

Así mismo, el artículo 1320 dispone que el contrato de agencia “contendrá la especificación de los poderes o facultades del agente”. Adicionalmente establece que “No será oponible a terceros de buena fe exenta de culpa la falta de algunos de estos requisitos”. Este efecto previsto por el Código de Comercio sólo tiene sentido en la medida en que el agente actúe por cuenta del empresario, pues si actuara por cuenta propia no habría lugar a considerar los poderes que confiere el empresario, ni serían relevantes los límites de los mismos para terceros con quienes el agente contrate.

Por otro lado, el artículo 1321 establece que el agente debe rendir al empresario, entre otras, las informaciones “que sean útiles a dicho empresario para valorar la conveniencia de cada negocio”. Esta disposición tiene sentido cuando el agente obra por cuenta del empresario, pues si actuara por cuenta propia, sería el directamente afectado por el negocio que celebra y, por consiguiente, quien debería valor la conveniencia del negocio.

El artículo 1322, por su lado, establece el derecho de remuneración del agente, “aunque el negocio no se lleve a efecto por causas imputables al empresario, o cuando éste lo efectúe directamente y deba ejecutarse en el territorio asignado al agente, o cuando dicho empresario se ponga de acuerdo con la otra parte para no concluir el negocio”.

Finalmente, el artículo 1326 prevé que el agente tiene derecho de retención sobre los bienes o valores del empresario que se hallen en su poder o a su disposición, lo que sugiere, como escenario lógico en el que la aplicación de la figura tiene sentido, que el agente actúa por cuenta del empresario, no por cuenta propia.

Estas disposiciones, pues, permiten reafirmar la concepción legal de que el agente actúa por cuenta del agenciado; o lo que es igual: la actuación por cuenta de es un elemento necesario, imprescindible y tipificante, para calificar como agencia comercial una relación jurídica respecto de la cual se discuta su genuina naturaleza.

Ahora bien: en este punto del análisis se impone, como paso siguiente, establecer el alcance del requisito de que se viene hablando, cuestión no exenta de controversia y expuesta a planteamientos disímiles.

En efecto, al concepto de actuación por cuenta de se le ha otorgado por algún sector de la doctrina y la jurisprudencia arbitral un significado que se cataloga como “amplio”, que a juicio del Tribunal implica dejar de lado, en rigor jurídico, la objetiva consagración en nuestro ordenamiento de la agencia comercial como modalidad del contrato de mandato, en el que se asocia su configuración a aspectos como la existencia de instrucciones por parte del fabricante al comercializador, a deberes de información –sobre el comportamiento del producto, del mercado, de la competencia, etc.- a cargo del comercializador para con el fabricante, a la injerencia del fabricante en actividades a cargo del comercializador587, todo prescindiendo de la consideración de que sea en el comercializador o distribuidor -“agente” según este entendimiento-, y no en el fabricante –“agenciado” a la luz de este planteamiento-, en quien se radiquen los riesgos y las ventajas de la labor de intermediación588.

587 En tópicos como la fijación de precios al público, colocación de publicidad en establecimientos del distribuidor,

asistencia obligatoria del distribuidor a cursos de entrenamiento, etc.367

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También con criterio de amplitud, pero en visión diferente, que tampoco coincide del todo con la recién expuesta, y que corresponde a la línea de argumentación esgrimida por la convocante, se ha aceptado la configuración del elemento tipificador –indicador de tipo- en mención a partir de una conceptualización de la “promoción” que mira más a un sentido económico que jurídico de la misma, esto es, en función de si es el fabricante o productor quien asume los costos y riesgos de la actividad de promoción, y quien recibe parte sustancial de los frutos o beneficios de la misma, traducidos, por ejemplo y de manera preponderante, en hacer suya la clientela –más que del distribuidor-, conservándola a la terminación del contrato589.

En relación con este tema, y los planteamientos esbozados, lo primero que debe observar el Tribunal es que la naturaleza misma de la distribución, en sentido amplio, implica colocar productos de un fabricante entre el público; normalmente dichos productos se encuentran distinguidos con una marca del fabricante, quien, naturalmente, tiene legítimo interés en velar por su adecuado comportamiento en el mercado, bajo la lógica aspiración de que su marca adquiera reconocimiento y por ello se incremente el número de personas interesadas en adquirir su producto o recibir su servicio. De ahí que la injerencia del empresario fabricante en la labor de comercialización, manifestada por ejemplo en el suministro de instrucciones asociadas al contenido de la gestión, es un rasgo común –aunque lo sea con énfasis diversos- a las distintas modalidades de distribución por conducto de terceros, y, por lo mismo, no propiamente un elemento diferenciador especial para efectos de la determinación de su tipología. Se trata, en otras palabras, de uno de los denominados indicadores generales del tipo, por lo que resulta de utilidad para identificar la familia contractus a la que pertenece el acuerdo en comentario, aun cuando no es suficiente para individualizar, en concreto, la especie o tipo de acuerdo, en cuyo caso no lo cualifica.

Bajo la misma directriz, puede afirmarse, entonces, que el intermediario, tercero que con su propia organización atiende la actividad de comercialización, cualquiera que sea la forma que adopte, estará interesado en el buen suceso de la labor de distribución de los productos en el mercado, generalmente asociado al objetivo de que se incremente el volumen de los mismos que coloca entre el público o entre otros comerciantes, pues normalmente de ello derivará, directa o indirectamente, sus utilidades, o, en consideración más general, el resultado económico de su gestión. De lo anterior surge, entonces, que es connatural a cualquier contrato de distribución de un producto, que se persiga incrementar su participación en el mercado y la clientela dispuesta a adquirir dicho producto o servicio –indicador general de los acuerdos de distribución-. Por lo mismo, cualquier contrato de distribución exitoso contribuirá a aumentar la clientela del producto o servicio y por la misma vía incrementará las utilidades que recibirá quien elabora el respectivo producto o presta el servicio. Finalmente, si el producto es suficientemente exitoso, la clientela quedará vinculada al mismo, y continuará comprándolo, sin importar a través de qué distribuidor se coloque.

Desde esta perspectiva, es claro que si la actuación por cuenta ajena es, por supuesto, distinta a la actuación por cuenta propia, y si la agencia mercantil es apenas una de las modalidades que puede revestir la distribución de los bienes o servicios de un empresario a través de terceros, que se caracteriza por la existencia de un encargo para promover los negocios de éste, y no simplemente promocionar sus productos –ni los propios-, no es posible aceptar un concepto amplio de la actuación por cuenta ajena para concluir, como se

588 Expresión de esta tesis es el Laudo de febrero 19 de 1997, caso DANIEL J. FERNÁNDEZ Y CIA contra

FIBERGLASS COLOMBIA.589

Se destaca el laudo arbitral proferido en el caso de Oscar Mario Mora Trujillo y Cía. S. en C. Insucampo e Insucampo EAT vs. Agrevo S.A., hoy Aventis Cropscience Colombia S.A., del 21 de marzo de 2002, invocado a espacio por la sociedad actora en su alegato de conclusión (el pronunciamiento se emite en un contexto fáctico particular, a partir de la consideración de una relación contractual que se le presenta como “depósito ad vendendum”).

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pretende, que se está actuando con tal caracterización cuando de alguna manera se logra incrementar el número de personas que adquieren sus bienes o servicios, y por ello el fabricante o productor recibe los beneficios de la actividad del intermediario. Por lo mismo, en criterio del Tribunal no es posible aceptar que el requisito por cuenta de se encuentre cumplido por razón de cualquier “beneficio que directa o indirectamente reciba el principal de las actividades”590 del distribuidor, pues ello conduciría a calificar como agencia comercial todo –o casi todo- contrato que envuelva la distribución de bienes o servicios de un empresario por un tercero591, lo cual desconocería la entidad jurídica particular y especial de aquélla592, y haría desaparecer la línea divisoria que se impone mantener para reconocer, conforme a la realidad jurídica y económica imperante, diversas opciones de modalidades contractuales dentro del espectro genérico de la comercialización de bienes o servicios de un fabricante a través de terceros, unas típicas o nominadas, como el suministro con fines de distribución y la propia agencia mercantil, y otras atípicas o innominadas, pero jurídicamente viables y vinculantes, como la concesión, la franquicia, etc. No sobra memorar, como en otro acápite del presente laudo se puso de presente, que en este tema de la calificación contractual se hace necesario proceder ex abundante cautela, como quiera que el reconocimiento de la existencia de elementos comunes propios de una misma familia contractual, no puede conducir a que se desdibujen o distorsionen las líneas diferenciadoras entre cada tipo contractual, en particular. Lo propio sucede cuando se pretende ampliar las fronteras del tipo, en cierto modo ‘elásticas’ y, por ende, no absolutamente pétreas, como se anotó en su oportunidad, que no de textura abierta o indeterminada, dado que ello conspiraría con su identidad y su restricta estructura. Para evitar dicha distorsión, particularmente en lo tocante con el elemento ‘por cuenta ajena’, propio de la agencia mercantil, considera necesario el Tribunal precisar el alcance del mencionado requisito tipificador del contrato en comento.

Para este propósito, es pertinente destacar que la expresión “por cuenta ajena” tiene un significado definido en el ordenamiento jurídico, particularmente como elemento determinante en la estructura del contrato de mandato; que tal calificación, como elemento propio de la agencia, es común a los diferentes sistemas jurídicos que la consagran; y, finalmente, que de la ubicación y contenido de las normas que regulan la agencia, se desprende que el legislador la utilizó en este preciso sentido.

En efecto, en primer lugar, como lo señala Minervini593, “La fórmula ‘por cuenta ajena’ revela paladinamente su origen contable en el ámbito de las relaciones comerciales: un comerciante que obre por cuenta de tercero, abre una cuenta y anota las partidas activas y pasivas relativas al negocio, acreditando o adeudando al titular de la cuenta el saldo activo o pasivo. El núcleo jurídico que el citado procedimiento envuelve, consiste en la desviación del resultado de la actividad de una persona a otra; o —visto el fenómeno desde el opuesto ángulo de vista— en la incidencia en la esfera jurídica de una persona del resultado del facere de una persona diversa… : el mandatario obra por cuenta ajena, en el sentido de que el resultado de su facere se adquiere por tercera persona”.

Por otra parte, es sabido que la estructura jurídica del contrato de mandato, tanto civil como comercial, involucra inexorablemente la actuación del mandatario por cuenta del mandante.

590 Página 14 del alegato de la convocante.

591 Pues en hipótesis de es estirpe, genéricamente consideradas, normalmente va implícita la noción de beneficio

para el fabricante o productor.592

Con un régimen legal especial, de connotaciones particulares en diferentes aspectos como la imperatividad de algunas de sus normas y la consagración de un régimen prestacional excepcional que se causa con ocasión de la terminación del vínculo –particularmente en cuanto al reconocimiento de la equívoca pero descriptivamente denominada “cesantía comercial”.593

EL MANDATO, Barcelona, 1959, pp. 12, 13.369

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Según el artículo 2142 del Código Civil, del mandato se dice que es un contrato “en que una persona confía la gestión de uno o más negocios a otra, que se hace cargo de ellos por cuenta y riesgo de la primera”; y en palabras del precepto 1262 del Código de Comercio, se está ante un contrato “por el cual una parte se obliga a celebrar o ejecutar uno o más actos de comercio por cuenta de otra”. Y la actuación por cuenta de, así concebida, se traduce en que, abstracción hecha de la forma en que puede conseguirse el resultado, según que se trate de mandato con o sin representación, los efectos económicos de los actos realizados por el mandatario deben, en últimas, radicarse en la órbita patrimonial del mandante. Sobre este particular se aprecia significativa coincidencia, de tiempo atrás, en doctrina y jurisprudencia594.

Consonante con esta directriz conceptual, tanto la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia, como la arbitral, además de variada doctrina nacional y foránea, señalan con reiteración el genuino alcance de la exigencia en cuestión.

Por ejemplo, el Tribunal de Arbitramento que dirimió las controversias entre Prebel S.A. y L’Oreal señaló: “… el obrar por cuenta de otro significa que quien actúa en la gestión de un interés ajeno no afecta su propio patrimonio sino el patrimonio del interesado en la gestión”595.

En el mismo sentido, Angelo Luminoso expresa:596 “En virtud de la relación de gestión entre el agente (gestor) y el sustituido (gestionado), los resultados prácticos finales del negocio están destinados ab origine -y serán después acompañados a través de mecanismos técnico jurídicos- al sujeto por cuenta del cual el negocio se concluye”.

De esta manera, en estricto rigor, que a juicio del Tribunal debe tener aplicación en tratándose de una modalidad contractual tipificada con tratamiento particular en aspectos tan relevantes de su regulación como el de un régimen prestacional especial por razón de su terminación, la expresión “por cuenta de” significa que los efectos patrimoniales de la actuación, tanto en sentido positivo como negativo, se desplazan a la persona por cuya cuenta se actúa, y no quedan por consiguiente en cabeza de quien actúa por cuenta de otro. En este punto es pertinente señalar que una cosa es actuar por cuenta ajena, y otra, no coincidente, actuar en interés o en beneficio ajeno. Esta diferencia se aprecia claramente en las normas que rigen el mandato, las cuales contemplan que el mandatario actúa por cuenta del mandante, pero que adicionalmente, el contrato de mandato puede ser también en interés del propio mandatario o de un tercero (artículo 1279 del Código de Comercio), lo que ocurre por ejemplo cuando el encargo otorgado al mandatario consiste en vender un bien con cuyo producto ha de pagarse una obligación a cargo del mandante y a favor del mandatario597. En este caso, la venta se realiza por cuenta del mandante, pero claramente el mandatario tiene interés en el resultado del negocio. Incluso, la doctrina contemporánea en materia de mandato598 señala que puede distinguirse entre el acto realizado por cuenta ajena, el acto

594 Referencias sobre el tema aparecen en las obras de tratadistas como Arturo Valencia Zea, César Gómez

Estrada y Gabriel Escobar Sanín; y jurisprudencia de la Sala Civil de la Corte Suprema de Justicia plasmada, por ejemplo, en sentencias de casación de junio 17 de 1937, febrero 16 de 1938, agosto 18 de 1958 y marzo 3 de 1978.595

En sentido similar podrían consultarse, para mencionar algunas, las sentencias de la Corte Suprema de Justicia –Sala Civil- de diciembre 2 de 1980 y octubre 31 de 1995; y los laudos de marzo 31 de 1998, caso SUPERCAR contra SOFASA; febrero 23 de 2007, caso PUNTO CELULAR contra COMCEL; marzo 26 de 2007, caso DISTRIBUIDORA MARWILL contra COMESTIBLES RICOS. 596

Angelo Luminoso. Mandato. Commissione. Spedizione. Tratado de Cicu y Messineo. Giuffre 1984, pag. 5, en sentido semejante pag. 35597

Caso de la jurisprudencia francesa citado en el Traite Pratique de Droit Civil Francais, TOMO xi número 1492, Paris, LGDJ 1954598

Luminoso, Ob. Cit. página 109370

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realizado en beneficio ajeno en el cual se otorga un derecho a un tercero, y el acto efectuado simplemente en interés ajeno. Los casos anteriores muestran, con nitidez, que no se puede confundir el acto realizado por cuenta ajena con el acto realizado en interés ajeno, esto es, que no es posible desde el punto de vista técnico jurídico concluir que un contrato que beneficia a otro es realizado por cuenta de él, pues ello sólo ocurrirá cuando los efectos de los actos ejecutados en desarrollo de la gestión realizada están destinados a recaer en cabeza de la persona por cuya cuenta se actúa.

En consecuencia, entiende el Tribunal, en la línea de argumentación trazada y en el contexto de conceptualización jurídica recién reseñado, que la actuación por cuenta de no coincide con la que se realiza en beneficio de, consideración esta última que, en tratándose del mandato en general, se asume siempre presente respecto del mandante, y en referencia a los denominados contratos de distribución, es común –así sea en diferentes niveles y con diversos matices- a todas las formas de comercialización por terceros pues, al final, al empresario fabricante lo afecta –positiva o negativamente- el desarrollo y resultado de la actividad de colocación de sus productos en el mercado, independientemente de la forma en que se surtan los efectos jurídicos y económicos de los actos realizados por el comercializador. Lo ciertamente diferente, y relevante de cara al tema que se examina, es que la actuación del distribuidor, siendo en beneficio del fabricante, puede no ser por su cuenta –del fabricante-, en el sentido jurídico de la expresión, descartando, en hipótesis de ese talante, la presencia de la agencia mercantil.

De esta manera, si el agente obra por cuenta del fabricante, ello implica que los efectos económicos o patrimoniales -positivos y negativos- de los actos que realiza en cumplimiento del encargo de promover los negocios del empresario, se radican en la órbita patrimonial de éste.

Por lo demás, esta idea es generalmente reconocida en el derecho comparado, lo que es importante para el análisis del derecho colombiano, si se tiene en cuenta que en la regulación del Código de Comercio se advierte, en esta materia, la influencia del derecho europeo.

Desde esta perspectiva, se observa que la Directiva de la Comunidad Económica Europea del 18 de diciembre de 1986 (86/653/CEE) define el contrato de agencia de la siguiente manera:

“2. A efectos de la presente Directiva, se entenderá por agente comercial a toda persona que, como intermediario independiente, se encargue de manera permanente ya sea de negociar por cuenta de otra persona, denominada en lo sucesivo el «empresario», la venta o la compra de mercancías, ya sea de negociar y concluir estas operaciones en nombre y por cuenta del empresario.” (se subraya)

Es por ello que, en general, en los derechos europeos se considera que no tiene carácter de agente comercial el distribuidor que vende en su propio nombre y por su propia cuenta las mercancías del fabricante o proveedor599. De esta manera, no es posible en derecho europeo concluir que es agente un distribuidor por el sólo hecho de que beneficia directa o indirectamente al empresario, o que le ha creado una clientela a sus productos. Otra discusión que se ha presentado en derecho europeo es si otros intermediarios comerciales, como son los concesionarios, deberían ser protegidos de la misma manera que los agentes, pero ello no significa que se les considere agentes.

599 Para la situación de los diferentes derechos europeos actualmente: Thomas Steinmann, Philippe Kenel, Imoge

Billote. Le contrat d’agence commerciale en Europe. Ed Buylant, LGDJ, Schulthess, 2005. En un sentido semejante refiriéndose al agente y el concesionario. Serge Megnin. Le Contrat d’agence commerciale en droit Francais et Allemand. Ed Litec. 2003, página 99. Roberto Baldi. Il Contratto di agenzia. Ed Giuffré 1992, página 48

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Por lo demás, de las propias normas de la agencia se desprende que cuando el legislador reguló la agencia en Colombia partió de la base que, en últimas, las consecuencias patrimoniales de los negocios que celebrara el agente correspondían al empresario. Así, como se destacó en aparte anterior, cuando el artículo 1321 del Código de Comercio le impone al agente rendir al empresario las informaciones “…que sean útiles a dicho empresario para valorar la conveniencia de cada negocio”, claramente indica que el negocio afecta directamente al empresario y es por ello que es él quien debe valorar la consecuencia del negocio. Si los efectos económicos del negocio se produjeran en el patrimonio del distribuidor, no tendría sentido que el mismo debiera informar al empresario para que éste valorara los efectos de un negocio que no lo afecta directamente.

Itera el Tribunal la ubicación de la agencia comercial como especie o modalidad del mandato mercantil, al lado de la comisión y la preposición, con el efecto cosustancial que ello trae en cuanto involucra una clara directriz de interpretación orientada a otorgar al concepto por cuenta de, el significado y contenido jurídico que le es propio en el contexto de la referida entidad contractual.

Ahora bien, es pertinente aclarar, en el plano teórico, que pueden presentarse situaciones en las cuales concurran, entre las mismas partes y en el contexto de un mismo vínculo comercial, diversas relaciones jurídicas de alguna manera asociadas, incluyendo un contrato de agencia mercantil. En este sentido, en sentencia del 31 de octubre de 1995 la Corte Suprema de Justicia señaló:

“1.1.2.- Es claro entonces que el contrato de agencia, no obstante su autonomía, su característica mercantil intermediadora, lo hace afín con otros contratos, con los cuales puede concurrir, pero sin confundirse con ellos; razón por la cual, en este evento, su demostración tendrá que ser igualmente inequívoca.

“En efecto, el contrato de agencia, cuando se refiere a una modalidad personal del encargo o de intermediación, presenta entonces algunas afinidades con otros contratos, como sucede con el mandato, la comisión, el corretaje y la preposición, pero no puede sin embargo confundirse con ninguno de ellos, pues tiene características específicas que le confieren autonomía y que, por lo mismo, lo hacen diferente de ellos. Luego, un comerciante bien puede recibir estos encargos mediante dichos contratos y no ser agente comercial, pero dentro de aquella actividad; también puede el mismo comerciante recibir el encargo especial de promover y explotar los negocios del empresario como ‘representante’ o ‘agente’, eso sí en virtud de un contrato de agencia.

“Así mismo, con relación a la actividad mercantil que desarrolla el comerciante, éste puede ser simplemente un fabricante o distribuidor de productos de un empresario, en virtud de los contratos de construcción, distribución, suministro, compra al por mayor, depósito, o de cualquier otro convenio que conduzca exclusivamente a este objeto.

“Pero también, ese mismo comerciante, en desarrollo de esta actividad mercantil, puede recibir, mediante el contrato de agencia, el encargo específico de ‘promover o explotar negocios’ del empresario ‘en un determinado ramo y dentro de una zona prefijada en el territorio nacional’ (art.131 C.Co.), lo que, como atrás quedó expuesto, representa para aquel comerciante-agente la obligación de actuar por cuenta del empresario en forma permanente e independiente, en las actividades de adelantar por iniciativa propia, y obtener en la zona correspondiente la elevación y mejoramiento cuantitativo y cualitativo de los negocios (vgr. contratos, ampliación de actividades, etc.), la ampliación de los negocios y los clientes existentes y el fomento, obtención y conservación de los mercados para aprovechamiento de los negocios del empresario […].

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[...]

“Todo ello conduce, entonces, a la necesidad de que el contrato de agencia requiera de una demostración típica y clara, es decir, que las pruebas se dirijan a establecer directamente el contrato de agencia, pues siendo éste autónomo, se repite, no puede entenderse probado con la simple demostración de otro de los contratos antes mencionados, porque éstos, como se dijo, no conllevan necesariamente la existencia de agencia comercial”.

De esta manera, es claro que la agencia puede concurrir con otros contratos, pero para que pueda reconocerse su existencia es necesario que los elementos de la misma, con el entendimiento y alcance que les corresponde, se encuentren debidamente acreditados, esto es, que en el contexto de la relación jurídica compleja que se configura entre las partes, el intérprete pueda identificar integralmente los elementos esenciales de la agencia, de manera tal que le sea dable concluir que este contrato se configuró, lo que justifica su correspondiente calificación de tal. Por el contrario, si solamente percibe o evidencia la presencia de algunos de ellos, pero no la totalidad, es decir esos que le “…imprimen carácter”, conforme se delineo, existirá un acuerdo con uno que otro elemento de la agencia, pero no que puede calificarse, en puridad, como una agencia, propiamente dicha. Una cosa es la proximidad, o la hermandad contractual, y otra muy distinta la unicidad y, por ende, la exclusividad o la absorción plena. Así, por vía de ejemplo, puede ocurrir, como de hecho se encuentra en la realidad contractual, que una misma persona, por una parte, reciba de otra el encargo de promover los negocios de un empresario respecto de unos determinados productos, y adicionalmente, adquiera otros productos del mismo empresario para venderlos por su cuenta y riesgo. En casos como ese, dicha relación contractual combina los elementos de los dos contratos, de modo que, como lo señaló la Corte Suprema de Justicia, deberán aplicarse las reglas propias de cada contrato a cada una de las prestaciones. Se trataría, al final, de dar aplicación a la teoría de los contratos mixtos o complejos, ampliamente aceptada y reconocida en la disciplina jurídica.

Por lo demás, debe destacar el Tribunal que el requisito de la actuación por cuenta del empresario en el desarrollo del contrato de agencia contribuye a delimitar el alcance del deber de promover del agente. En efecto, es claro que si el agente debe actuar por cuenta del empresario, con la connotación señalada, su misión no es simplemente promocionar los productos del empresario, sino que la misma consiste realmente en promover los negocios de aquél, con miras a procurar, mediante la colocación en el mercado de los bienes y servicios del mismo, la creación y/o el fortalecimiento de la clientela, para que el empresario pueda colocar productos y servicios.

La determinación de la zona y del ramo de productos

En adición a la reseña de los elementos estructurales mencionados, que dan tipicidad y tono a la agencia mercantil –indicadores especiales del tipo-, estima conveniente el Tribunal hacer alusión, en un plano diferente de incidencia, al tema de la determinación de la zona y el ramo de productos vinculados a la actividad de intermediación, aspecto considerado por ambas partes de este proceso, con enfoque distinto, en sus respectivas alegaciones.

Como ya se expresó, el artículo 1317 del Código de Comercio prevé que el agente desarrolla su actividad en una determinada zona y respecto de un determinado ramo de productos o servicios. Desde esta perspectiva, cabe preguntarse si la ausencia de precisión de la zona o de los productos a los que se refiere la actuación del agente puede determinar la inexistencia del contrato de agencia. Sobre este particular, debe observarse que las más de las veces la falta de precisión a este respecto en el momento de la celebración del contrato no impide que

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de hecho ello se produzca durante su ejecución, y que por consiguiente el agente circunscriba su actividad a unos determinados productos o servicios cumpliendo así con el elemento señalado. Lo anterior es aún más claro si se recuerda que el legislador reconoce la existencia de la agencia de hecho, figura de la que luego se ocupará el Tribunal.

Pero, además, debe concluirse que la falta de determinación de la zona en la que ha de desarrollar su actividad el agente o el ramo de productos al que el mismo se refiere no tiene por qué afectar la existencia del contrato, en la medida en que el artículo 1320 del Código de Comercio establece que en el contrato se debe señalar “el ramo sobre que versen sus actividades, …y el territorio en que se desarrollen”, y agrega que “No será oponible a terceros de buena fe exenta de culpa la falta de algunos de estos requisitos”, lo cual acredita que la falta de este requisito no afecta la existencia misma del contrato de agencia, sino que apenas hace inoponible cualquier limitación que se quiera imponer, por lo cual el agente podrá actuar respecto de todos los negocios del agenciado y en todo el territorio nacional600.

La agencia de hecho

Hasta aquí, se ha ocupado el Tribunal de hacer las consideraciones conceptuales que, en su parecer, necesariamente deben tenerse en cuenta al momento de acometer la tarea de calificar afirmativa o negativamente como agencia comercial una determinada relación jurídica que es objeto de tal examen –examen o juicio de tipicidad-, labor en la cual no se puede perder de vista el imperativo designio contenido en el artículo 1331 del Código de Comercio según el cual, “A la agencia de hecho se le aplicarán las normas del presente capítulo”, vale decir, las disposiciones que regentan, como tal, la agencia comercial.

Esta apreciación es sin duda importante en el litigio que ocupa la atención porque, tal como se consigna en el recuento procesal, la primera pretensión principal de la demanda se hace consistir en “Que se declare que entre BAVARIA y LA DISTRIBUIDORA Y CIA LTDA se celebró un contrato de agencia mercantil (agencia de hecho) que estuvo vigente desde diciembre de 1994 al 3 de mayo de 2008, ó durante el tiempo que se logre probar dentro del proceso arbitral”.

Para el abordaje del tema puntual anunciado, comienza por señalar el Tribunal que la doctrina alemana construyó la teoría del contrato de hecho para referirse a aquellos supuestos en los que se forman relaciones semejantes a las que se derivan de los contratos sin que exista un acuerdo que les sirva de causa. En este sentido, según señala la Corte Suprema de Justicia (sentencia del 30 de junio de 2010 Referencia: Expediente 08001-3103-014-2000-00290-01), el jurista Günter Haupt expresaba “en la práctica moderna del comercio jurídico, y a gran escala, las relaciones contractuales se constituyen distintamente de cómo se había concebido en las reglas del Código Civil, al margen del acuerdo de voluntades: tales relaciones contractuales no se constituyen mediante la celebración del contrato, sino a través de fattispecie de hecho, a través de contactos sociales (Kraft sozialen Kontakts)”.

En tal sentido la doctrina alemana, a partir de Haupt, distingue tres hipótesis:

a) El contrato de hecho derivado del contacto social, esto es, cuando se constituye un vínculo sin que haya un verdadero contrato. Ello incluye las relaciones precontractuales y de cortesía.

600 En tal sentido Gabriel ESCOBAR SANIN, “Negocios civiles y Comerciales”. Negocios de sustitución. Tomo I.

Universidad Externado de Colombia. 1987. Pág. 43.374

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b) Cuando existe un contrato que es ineficaz, caso en el cual las prestaciones ejecutadas corresponden a una relación de hecho, como ocurre con el contrato de sociedad o en el de trabajo.

c) Cuando se trata de prestaciones propias del comercio masivo, que no implican un contrato, como son aquellas que se obtienen a través de máquinas.

Dicha doctrina ha sido criticada601 -con razón, a juicio del Tribunal-, tanto porque pretende cobijar fenómenos distintos bajo una misma categoría, como porque las diversas hipótesis planteadas pueden explicarse jurídicamente sin acudir a la figura del contrato de hecho. En este sentido ha dicho la Corte Suprema de Justicia en la sentencia ya mencionada (sentencia del 30 de junio de 2010 Referencia: Expediente 08001-3103-014-2000-00290-01) que dicha categoría:

“Ante todo, se cuestiona, al pretender una construcción unitaria incoherente, mezclando y confundiendo categorías singulares disímiles e inconciliables, como las establecidas por oferta y aceptación, las concernientes a servicios públicos, medios de transporte, reclamación de la prestación ejecutada, responsabilidad por “culpa in contrahendo”, y situaciones jurídicas gestadas en razón de contratos ineficaces, cuyos efectos disciplina el ordenamiento e impone ex lege, desconociendo las proyecciones de la autonomía privada dispositiva, libertad contractual o de contratación, particularmente, de forma, madurando la difundida conciencia de su inadecuada e innecesaria referencia descriptiva con distorsión de la solución normativa dispensada a sus heterogéneas hipótesis (Peter Lambrecht (1994), Die Lehre von den faktischen Vertragsverhältnissen, Tübingen. [http://www.eugenbucher.ch/, núm. 65])”.

Por su parte, en Colombia, con referencia directa al ámbito del estatuto mercantil, la figura del contrato de hecho aparece, por una parte, en el contrato de agencia comercial, y, por otra parte, para algunos, en materia de sociedades, cuando el Código de Comercio regula en sus artículos 498 y siguientes la sociedad de hecho (figura que también existe en otros muchos ordenamientos).

En relación con el contrato de hecho y el derecho colombiano ha dicho la Corte Suprema de Justicia (sentencia del 30 de junio de 2010 Referencia: Expediente 08001-3103-014-2000-00290-01):

“2. En rigor, para la Corte, la doctrina de las ‘relaciones contractuales de hecho’, concierne a la manera como el negocio jurídico se expresa, surge, dimana o exterioriza en el campo jurídico, esto es, a la forma del acto dispositivo.

“En atención a la particular naturaleza dinámica y exigencias pragmáticas del tráfico jurídico, la forma del contrato, en línea de principio, de suyo y ante sí, es libre.

[...]

“Conformemente, para la Corte, salvo norma en contrario el acto dispositivo podrá expresarse por los hechos, el simple contacto, el comportamiento, la conducta o la ejecución práctica de sus elementos esenciales, y toda otra forma idónea admitida por el ordenamiento, usos y prácticas del tráfico jurídico, en cuanto evidencie y contenga la disposición de intereses”.

601 Werner Flume. Teoria del Negocio Jurídico. Ed Fundación Cultural del Notariado. Madrid 1998, páginas 129 y

130375

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De esta manera, en los casos en que la ley y la jurisprudencia se han referido a un contrato de hecho, se hace alusión a situaciones fácticas en las cuales, a pesar de que no aparece un claro consentimiento inicial válida y formalmente expresado que dé lugar al contrato, o de que no se cumplieron determinadas formalidades previstas en la ley para expresar el consentimiento inicialmente exteriorizado, se reúnen los elementos esenciales del respectivo contrato. Así, por ejemplo, con relación a la sociedad de hecho la Corte Suprema de Justicia en la sentencia ya mencionada expresó:

“La característica fundamental e invariable del mencionado negocio jurídico de sociedad de hecho, se configura, por consiguiente, en su celebración a través de una forma libre [en las sociedades por acciones simplificadas, por ausencia de registro del acto constitutivo], generalmente, por ‘conformación y ejecución fáctica, bien porque haya surgido por los hechos, o cuando no se constituyó por escritura pública […] ‘su formación societaria emerge de una serie de hechos’, acontece por ‘realización fáctica’ (cas. civ. sentencias de 3 de junio de 1998, [S-042-98], exp. 5109; 30 de julio de 2004, [SC-072-2004], exp. 7117) y, en todo caso, por una forma diferente a la escritura pública (artículo 498 Código de Comercio), a condición de expresar y contener el acto dispositivo de intereses por la plenitud de sus elementos esenciales”.

Para el Tribunal, situación de perfil semejante se presenta en materia de agencia mercantil de hecho, aunque con variantes propias de la consensualidad que impera en frente de esta especie contractual. Varias hipótesis es posible examinar, a manera de ilustración, en el tema que ocupa la atención.

Así, por ejemplo, es de recibo aceptar que la agencia de hecho puede existir cuando sin mediar –ab initio- expresión formal de la voluntad recíproca de celebrar un contrato de agencia mercantil, existe una conducta común de las partes, con virtualidad de configurar el elemento consentimiento602, que da nacimiento a un vínculo jurídico que presenta, durante su ejecución, los elementos esenciales de la agencia mercantil. Una realidad comercial de ese talante, vista desde la óptica jurídica, ha de catalogarse como verdadera agencia comercial, bajo la modalidad de agencia de hecho, desde luego en el entendido -que el Tribunal subraya- de que se verifica cabalmente la presencia de los elementos requeridos para su tipificación. Desde esta perspectiva debe destacarse, entonces, que la figura de agencia de hecho no es distinta al contrato de agencia mercantil regulado en los artículos 1317 del Código de Comercio, como no es esencialmente distinta la sociedad de hecho a la sociedad mercantil (salvo en la falta de la formalidad requerida), por lo que, para que la agencia mercantil se estructure, es necesario que en la relación material aparezcan configurados todos sus elementos individualizadores, sin que sea posible prescindir de alguno de ellos, ni otorgarles un alcance o significado diferente del que es aplicable para la referida entidad negocial.

Escenario diferente, pero que también es pertinente analizar en el contexto del litigio que se dirime, se presenta cuando las partes celebran un “acuerdo de distribución” –en el más amplio significado y haciendo abstracción de la denominación formal de las partes- en un determinado sentido y/o bajo una determinada rotulación, y después se pretende el reconocimiento, respecto de esa relación, de una agencia comercial.

Enfrentado el juzgador a una hipótesis de ese perfil, es necesario diferenciar entre el contenido del acuerdo de voluntades y la calificación jurídica que corresponde a dicho acuerdo de voluntades. Es sabido que, en principio, corresponde a las partes determinar el contenido de su acuerdo de voluntades, y el juez debe atenerse al mismo, salvo en lo que hace referencia a elementos determinados imperativamente por la ley, o por aplicación de

602 Aún bajo la modalidad de “agencia de hecho”, se está en presencia de una relación de origen convencional, lo

que supone y exige “consentimiento”, sin perjuicio de la libertad que opera para su configuración.376

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principios generales como el de la buena fe; por el contrario, la calificación jurídica del acuerdo de voluntades deriva del ordenamiento mismo, por lo que es una tarea que corresponde al juez, quien en este punto no está sometido a la denominación dada por las partes, y mucho menos cuando el debate involucra la calificación de un contrato realidad603. La calificación de las partes puede ser indicadora para el juez de cuál es o pudo ser la voluntad de ellas, pero no lo vincula; por consiguiente, pueden existir casos en los cuales las partes otorgan a un determinado acuerdo de voluntades una calificación diferente a la agencia comercial –incluso, en ocasiones, negándola expresamente-, que el juez deberá recalificar, reconociéndola, si encuentra que dicho acuerdo, tal como fue celebrado y/o como fue ejecutado, según corresponda, reúne los requisitos de la agencia mercantil. En últimas, se estaría dando aplicación a la figura de la agencia de hecho.

También puede suceder que las partes celebren expresamente un contrato con un contenido inicial a la luz del cual se impondría una determinada calificación sobre su naturaleza jurídica –diferente a la agencia-, acuerdo al que incorporan, desde la celebración o durante su ejecución, el pacto de un contenido prestacional adicional, que puede tener incidencia en la calificación del mismo. De nuevo, le corresponde al juez determinar, conforme a las reglas de interpretación que resulten aplicables y siguiendo el examen de calificación contractual antes esbozado, el contenido volitivo integralmente considerado, y hacer la calificación correspondiente, que podría conducir al reconocimiento de una agencia mercantil, como único negocio jurídico o como negocio jurídico concurrente, por ejemplo en aplicación de la teoría de los contratos mixtos, por supuesto si la relación cumple con todos los elementos tipificadores de la prenombrada especie contractual, en los términos descritos en el capítulo cuarto del presente laudo. Una vez más, por esta vía podría estarse dando aplicación a la figura de la agencia de hecho.

Los anteriores son, en suma, los indicadores generales y especiales que permiten identificar y singularizar las relaciones de agencia comercial y agencia de hecho, respecto de otros acuerdos de naturaleza contractual. Desarrollados, como están, tales elementos, estima prudente el Tribunal, siguiendo el examen de tipicidad antes propuesto, pasar a analizar si éstos se configuran en la relación objeto de estudio, para lo cual examinará si existe o no una adecuación típica entre los elementos caracterizadores de la agencia mercantil y los propios del contrato sub-examine. Estima prudente el Tribunal hacer una reflexión adicional, en el punto que viene tratando de la calificación de la naturaleza jurídica de los contratos, aplicable desde luego en las controversias sobre agencia comercial, para advertir que fuera de discusión está el objetivo prevalente para el juez de imponer la calificación jurídica que materialmente corresponda, conforme a la ley, a toda relación jurídica que se someta a tal evaluación, por encima de la calificación y/o la denominación efectuada por los propios contratantes, o del contenido negocial expresado inicialmente, cuando resulta desbordado o desvirtuado durante la ejecución del vínculo; pero advirtiendo también, con igual énfasis, que cuando media la expresión de un determinado contenido negocial, aspecto que supera la mera calificación y/o rotulación formal, el reconocimiento de una realidad diferente supone y exige la prueba suficiente e inequívoca de tal disímil realidad, pues mientras no medie cabal demostración en contrario, necesario es presumir la sinceridad del consentimiento expresado por los contratantes, que ha de apreciarse en el contexto propio de las prerrogativas -con límites- del postulado de la autonomía de la voluntad, y de las cargas604 que su ejercicio impone. En palabras de la Corte Suprema de Justicia (sentencia del 11 de junio de 1991), en esa ocasión tratando el fenómeno de la simulación, “…, la prueba debe ser completa, segura, plena y

603 Al final, la agencia de hecho corresponde a la consagración legal de la agencia comercial como contrato

realidad.604

Como la de conocimiento, claridad, sagacidad, etc-377

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convincente; de no, incluso en caso de duda, debe estarse a la sinceridad que se presume en los negocios (In dubio benigna interpretatio ad hibenda est ut magis negotium valeat quam pereat)". Se trata, en compendio, en un todo de acuerdo con lo que se anticipó en el capítulo cuarto del presente laudo, de analizar el convenio perfeccionado entre la parte convocante y la parte convocada, con el propósito de elucidar qué tipo contractual se estructuró, para lo cual, entre otros criterios más, el hermeneuta podrá emplear los indicadores generales y especiales antes mencionados”.

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