MISIONESY EL RESCATE DE UNA IDENTIDAD HISTÓRICA

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MISIONES MISIONES Y EL RESCATE DE UNA IDENTIDAD HISTÓRICA Por Daniel Llano

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Nuestra intención es tomar del pasado histórico de Misiones conceptos claves e ideas fuerza, en pos de rescatar una identidad y con la finalidad de generar un impacto dinámico. sobre el presente.

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MISIONESMISIONESY EL RESCATE DE

UNA IDENTIDAD HISTÓRICA

Por Daniel Llano

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NOTA 1NOTA 1

Por Daniel Llano

Nuestra intención es tomar del pasado histórico de Misiones conceptos claves e ideas fuerza, en pos de rescatar una identidad y con la finalidad de generar un impacto dinámico sobre el presente.

La identidad histórica de un pueblo es aquella que permite, en momentos de crisis, responder desde una conciencia propia a los problemas que se deben enfrentar. Esta conciencia común de ser allana las discrepancias y ayuda a definir –desde el interés común– las soluciones más acertadas. Por eso en momentos como los que nos toca vivir actualmente, no constituye un ejercicio menor bucear en los arcanos de esta tierra para encontrar (y encontrarnos en ellas) las raíces que nos otorgan una identidad propia frente al mundo, y que se pueda decir de nosotros: ése es un misionero. No un porteño o un cordobés. Simple y fascinantemente, un misionero…

Pretendemos otorgarle profundidad al concepto de “identidad” e “identidad histórica”, explorando además el no menos trascendente concepto de “identidad cultural” e “identidad regional”. Como afirma Snijur, en Misiones la trama de relaciones que se teje entre estos conceptos resulta clave para la interpretación de la realidad pasada y presente. La idea de región e identidad regional, sostiene Snijur, es fundamental y no puede obviarse al momento de considerar la identidad histórica: el concepto de “región misionera” precede al actual concepto político de “Misiones”, y en algunos aspectos como el socio-económico-cultural, lo rebasa en el presente histórico.

La particular conformación poblacional de Misiones, en directa relación con su historia, produjo que hasta hace poco el rescate de una memoria colectiva se diera de manera precaria y fraccionada. Estos cortes en la interpretación buscaron justificarse en los supuestos “hiatos” en el continuum histórico de Misiones.

En primer lugar, la expulsión en 1768 de la Compañía de Jesús de estas tierras, que marcó el comienzo de la declinación en una de las regiones más florecientes y pobladas del virreinato, y la pérdida a manos de los portugueses de la mitad del territorio de las Misiones. Esto desembocó en la parcial destrucción de los particulares modos de producción colectiva y especialmente de la protección frente a la servidumbre que había significado la enorme tarea de estos 1577 padres y hermanos, que trabajaron durante casi 160 años para llegar a conformar 30 pueblos que en su plenitud alcanzaron a albergar a más de 100 mil guaraníes bien alimentados y vestidos (mejor que en Buenos Aires, Tucumán y Córdoba en algunas épocas, como lo ha comprobado la profunda investigación del P. Carbonell de Massy) y cuya área de ocupación urbana y agrícola ganadera abarcó las regiones que hoy componen el sur del Paraguay y de la provincia de Misiones, el oeste de Corrientes y casi la mitad de Rio Grande do Sul en Brasil.

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Pero no acabaron allí los obstáculos para la definición de un espacio de paz y desarrollo de los pueblos. El siguiente hecho que facilitó un lectura “de ruptura”, fragmentaria, en la interpretación histórica de Misiones, fue el nombramiento por parte de Carlos III de administradores legos que, por desconocimiento en la mayoría de los casos, pero también por desidia y deshonestidad, dejaron caer en pocos años la obra de los guaraníes hasta entonces administrados por la Compañía de Jesús. Se comenzó a producir así una diáspora de los naturales más capacitados, desde la región hacia Corrientes, Entre Ríos e incluso Santa Fe y Buenos Aires, donde las habilidades artesanales adquiridas hacían de estos guaraníes unos profesionales muy requeridos.

Los pueblos comenzaron a descender lentamente en su tasa poblacional, y sus edificios a decaer. La mayoría de las comunidades guaraníes que permanecieron en las antiguas misiones comenzaron a esparcirse por el territorio rural, para establecer una economía de subsistencia y resistir al lento despojo al que estaban siendo sometidas.

Sin embargo, la pujanza de estos pueblos demostró que lo aprendido con los jesuitas no fue en vano, y con el apoyo de Belgrano que reconoció su autonomía, y de la mano de administradores honestos como Juan de San Martín (padre de José Francisco) fundaron antes y después de 1810 nuevos asentamientos en áreas donde las vaquerías manejadas mediante estancias les permitieron subsistir dignamente (así lo testimonian San Miguel y Loreto en el Iberá, Mandisoví, Salto Chico y otros asentamientos ubicados en territorio de las actuales Corrientes y Entre Ríos sobre el Uruguay).

Sin embargo, otros acontecimientos históricos vendrían a abonar la lectura de nuestra historia como un escalonamiento de cortes en la conformación territorial y productiva de los pueblos misioneros. Primero fue la guerra con el imperio lusobrasileño entre 1816 y 1819, marcada de heroicidad por el intento de Andrés Guacurarí de recuperar los pueblos del Tapé (Rio Grande do Sul) dentro del esquema de combate diseñado por Artigas, su padre adoptivo. Jamás las tropas guaraníes recibieron apoyo desde el Plata, y la desconexión con el grueso de la columna del general Artigas significó la derrota para los misioneros. Durante ese conflicto fueron quemadas impunemente las reducciones jesuíticas del sudeste misionero por las tropas de la columna del general das Chagas, quedando en el estado en que puede observárselas actualmente.

Luego vinieron las disputas fratricidas que desembocaron en la guerra civil, en la cual los guaraníes participaron en defensa de su ancestral espíritu de autonomía bajo el mando de Francisco Javier Sity, Nicolás Aripí y otros líderes guaraníes. Paradójicamente, en lugar de permitirles alcanzar una situación de mejora en sus condiciones de vida y en cuanto a la recuperación del espacio territorial que legítimamente les correspondía, estas dos conflagraciones exterminaron buena parte de la población local, especialmente la masculina por las cuantiosas bajas de guerra, dejando sin líderes a un pueblo ya castigado por el desarraigo. Sus antiguos territorios comenzaron a ser ocupados por terratenientes correntinos y entrerrianos, y la escasa población superviviente se

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vio sujeta finalmente al servilismo contra el cual habían luchado por más de 200 años, antes representado por la Encomienda y ahora por los patrones de las estancias que antes fueron suyas, en forma de propiedad comunitaria.

Queda aún como mención del heroísmo y conciencia de sí mismos y de sus derechos, recordar que el pueblo guaraní asentado en las antiguas reducciones de Rio Grande do Sul (San Miguel, Santo Angel y otras) se levantó junto con Frutos Rivera, el general oriental, recuperando en 1828 toda esa región para la soberanía argentina. Sin embargo, nuevamente la falta de apoyo de la república unitaria volvió a destruir este último intento de existencia autónoma de los pueblos de las misiones, como si esta raza que aportó generosamente su vida y su hacienda para la independencia y por la grandeza territorial de la Argentina, no fuera considerada por sus gobernantes como parte de la Nación. La diáspora y el mestizaje acabaron así por diluir étnicamente a estos bravos naturales en el crisol de razas que es hoy nuestro país.

Misiones fue desmembrada, quedándose Entre Ríos con la zona de la actual Concordia, Corrientes con toda la región comprendida entre Ituzaingó, el Iberá y el río Uruguay, y durante cierto tiempo el Paraguay con parte de la actual Misiones, utilizándola como paso de comunicación con los pueblos de Rio Grande do Sul. La entrega de grandes extensiones de territorio mediante un mecanismo copiado de la antigua Enfiteusis virreinal hizo que los sobrevivientes misioneros de esas décadas de hambre, guerra y peste pasaran a servir a los nuevos dueños de la tierra en calidad de peonada. Durante mucho tiempo el sosiego que devino por el desplazamiento de los conflictos hacia otros puntos del país, sólo se vio interrumpido por la recuperación que se realizó del territorio que actualmente conforma el suroeste de nuestra provincia, definiendo los actuales límites con el Paraguay.

A inicios del siglo XX comienza el poblamiento más acelerado de estas tierras, cuyas características selváticas habían dificultado la ocupación más allá de la línea de contacto entre el monte y los campos, a pesar de los intentos jesuíticos de Acaraguá y otros. Las corrientes migratorias desde Brasil, Paraguay y especialmente Corrientes en un primer momento, comenzaron a poblar la zona sur de la actual provincia de Misiones. Esta avanzada, con sus particularidades culturales, significó una impronta histórica que algunos observaron como un nuevo hiato en nuestra historia, visión que indudablemente fue profundizada luego por la llegada de inmigrantes europeos y eslavos.

El fecundo pasado de esta tierra comienza a ser recuperado con seriedad, método y el concurso de un número interesante de investigadores, recién pasados los primeros cincuenta años de la última oleada migratoria, cuando los nuevos historiadores comenzaron a preocuparse por develar el misterio de las reducciones jesuíticas de guaraníes que todavía entonces, a pesar de su parcial destrucción, asombraban por su grandeza.

Pero la conformación de una identidad histórica no es una tarea exclusiva de investigadores e historiadores, o algo que se pueda adquirir solamente mediante la lectura. Se trata de una tarea que debe ser asumida por toda una

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comunidad, para descubrir las raíces del lugar donde vive. Para aprender de ellas la particular forma de ocupación y desarrollo que han tenido estos antecesores, que debieron enfrentar situaciones complejas y peligrosas, planteándose respuestas que en algunos casos poseen una vigencia actual apasionante, y que debieron luchar y trabajar para delimitar el espacio donde hoy nosotros somos.

La historiografía tradicional, afirma Snijur, incluso elaboró y difundió la idea de un “vacío poblacional” en Misiones entre 1830 y 1875, un planteo originado a fines del siglo XIX y principios del XX y que en su momento sirvió para la lucha que se había desatado entre los sectores que luchaban por la autonomía de Misiones como territorio nacional y luego como provincia, frente a los que pugnaban por la incorporación de este territorio a Corrientes. Aunque esos ánimos ya se calmaron, quedó como herencia un particular enfoque historiográfico del pasado misionero, con toda su carga conceptual.

En aquel debate que repercutió en la prensa local y nacional, en la Legislatura de Corrientes, en el Congreso Nacional y en los círculos intelectuales, se planteó precisamente el derecho a ser misioneros, reclamado por unos y negado por otros. En ese contexto, los conceptos de corte o compartimientos estancos en el pasado histórico misionero fueron diseñados precisamente para bloquear todo intento de plantear una “identidad” desde el discurso histórico.

Para rescatar esta identidad, debemos comenzar por desmitificar y repensar determinados aspectos de la historia misionera, y en lugar de pensar en cortes, pensar en procesos de transformación y de adecuación a nuevos contextos históricos.

Este es el desafío que se intenta enfrentar en estas notas, y es un desafío para ser asumido por toda la comunidad: descubrir nuestras raíces para enfrentar el futuro. En notas sucesivas analizaremos en particular los aspectos que interpretamos como sobresalientes e importantes para la construcción de una identidad que nos permita descubrir un protagonismo posible en lo porvenir, y el marco que le dio vigencia, ya que a pesar de haber sido muchas veces repetido, no por eso el dicho deja de tener vigencia y acierto: el que no sabe de dónde viene, mal puede saber hacia donde va.

NOTA 2NOTA 2Por Daniel Llano

En nota anterior escribíamos sobre la necesidad de colaborar en el recate de la identidad histórica de nuestro pueblo, ya que es ella la que permite, en momentos de crisis, responder desde una conciencia propia a los problemas que se deben enfrentar. Una conciencia común de ser que allana las discrepancias y ayuda a definir las soluciones más acertadas desde el interés común.

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También definíamos las dificultades que tenemos los misioneros para edificar ese lenguaje común que constituye una historia sin cortes, debido a que se nos quiso imponer que no existió un continuum histórico en nuestra provincia. Las abruptas y continuas mudanzas que experimentó la gente pobladora de estas tierras en el pasado, además de las transformaciones causadas por corrientes de inmigración y su poca relación inicial con ese pasado, hacen que -en muchos de nuestros contemporáneos- la pertenencia a esta identidad sea más declamativa que real.

Sin embargo, más allá de la diversidad de corrientes que en distintas épocas signaron nuestro pasado, al realizar un estudio exhaustivo de la impronta de cada una de ellas encontramos signos de identificación que las acercan, y que pueden servir para definir aquellos rasgos más importantes que establecen los cimientos de una identidad propia para nuestra comunidad. Sin esos signos, difícilmente se explique, por ejemplo, la convivencia pacífica que hoy disfrutamos, a pesar de la diversidad de orígenes que nos conforman.

En esta nota nos ocuparemos de uno de ellos, quizás el más importante: la solidaridad. Una actitud de compartir que signa diversas épocas de la historia de esta tierra.

Los jesuitas comenzaron su labor misional primero en el Guairá (en la confluencia de los ríos Paraná y Paranapanema, actual estado de Paraná en Brasil) y luego en la región con forma de triángulo cuyos vértices fueron Santa María de Fe en el Paraguay, cercana al Tebicuary, Santo Angel Custodio en el actual Rio Grande do Sul, y Yapeyú en Corrientes. Esta área, luego del éxodo obligado de las reducciones del Guairá por el ataque de los bandeirantes esclavistas, se vio así enriquecida por el aporte de los guaraníes que se trasladaron desde aquella región.

Cabe preguntarse cómo hicieron estos misioneros jesuitas para conseguir que las tribus de guaraníes, dispersas en pequeños poblados semi sedentarios y muchas veces enfrentados belicosamente entre sí, se avinieran a formar poblados mayores y a convivir, produciendo la cultura de las reducciones que hasta hoy perdura a través de sus restos monumentales.

Inmediatamente, surge una impronta que signa el inicio y la continuidad de estos pueblos: la solidaridad.

En primer lugar, la solidaridad de los jesuitas respecto de la situación bajo la que estaban siendo sometidos los pueblos guaraníes. La Encomienda estaba produciendo la desaparición de los guaraníes y otras etnias americanas, que eran aprovechadas como mano de obra servil por los terratenientes españoles y criollos. Este creciente desastre demográfico obligó a la Corona a plantearse, a partir de finales del siglo XVI, la creación de reducciones dirigidas por la Iglesia que pusieran coto a estos atropellos y resguardara la mayoritaria población que representaban los pueblos indígenas.

Así surgieron sistemas reduccionales bajo la conducción de la orden de los Franciscanos y otras, pero ninguno tan floreciente e impactante como el que

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desarrollaron los jesuitas en nuestras tierras a partir de 1609. Una de las razones que explican esta supremacía es que la Compañía de Jesús se propuso y logró transformar a los guaraníes en ciudadanos del reino, librándolos de la sumisión encomendera al establecer una economía que les permitió pagar su tributo a la Corona. Esta actitud les significó más de una decena de expulsiones parciales, previas a la definitiva de 1687-88, con pérdida de enseres y propiedades, especialmente en Asunción, cabecera política de la cual dependía la mayor parte del territorio de las misiones.

Esta actitud de solidaridad, reafirmada y fortalecida a lo largo de las décadas, fue la impronta que dio identidad propia e irrepetible a la conformación del pueblo de las Misiones, y que señalamos como primer aspecto a destacar: quienes administraban la cosa pública, demostraron mayor correspondencia con los intereses de la población local que con respecto a designios de intereses extra zonales.

Otros aspectos que deben resaltarse dentro del marco de análisis que nos ocupa, son las innumerables muestras de solidaridad entre las comunidades guaraníes de las Misiones, que también explican su permanencia y desarrollo.

Desde la fraternidad primaria que significa recibir a hermanos de raza perseguidos, como los del éxodo del Guairá bajo el mando del padre Antonio Ruiz de Montoya, hasta el equilibrio económico que significó la compensación de déficits de producción entre las reducciones, se encuentran innumerables demostraciones de que la solidaridad constituye un componente de suma importancia para explicar el fenómeno de las Misiones.

Los padres jesuitas, en lugar de reemplazar la tradición guaraní de “casas abiertas” y propiedad comunal de bienes y servicios, la potenciaron mediante la incorporación de tecnología apropiada (tema que será objeto de una próxima nota) y formas asociativas de producir hacia dentro de la comunidad, y de compartir hacia fuera, entre las distintas comunidades.

Esta manera solidaria de producir y compartir el fruto del trabajo, no excluyó la diferenciación de aquellos con mejores aptitudes, permitiendo que a través del abambaé (la producción para sí mismos) alcanzaran una calidad de vida algo diferenciada del resto. Pero esto, que constituía evidentemente un incentivo material y social apuntado hacia la superación del conjunto por emulación, no impidió que el tupambaé (producción comunitaria) constituyera el objetivo principal. Esta atención comunitaria de los intereses cubría tanto la agricultura y la ganadería, como aquellas tareas que requerían especialidades muy concretas (herrería, ebanistería, albañilería y otras artes y oficios, incluyendo músicos y copistas).

La solidaridad como definición hacia dentro de las reducciones, se repetía en la relación de éstas entre sí. Aquellas que poseían mejores condiciones para la producción de granos o yerba mate, compensaban su producción con la carne o las artesanías que producían otras reducciones. Así por ejemplo, Yapeyú se caracterizó por sus grandes vaquerías, tanto en la actual Corrientes como en la otra orilla del Uruguay, mientras que Loreto fue por excelencia cuna de

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maestros carpinteros y herreros. Encontramos así una de las explicaciones fundamentales de la decadencia, posterior a la efectiva salida de la Compañía de Jesús en 1868, en la ruptura de estos lazos solidarios entre las comunidades, impulsada por la administración real.

Sin embargo, este espíritu solidario permaneció subyacente en los pueblos de Misiones, surgiendo con fuerza en oportunidad primero del enfrentamiento con el imperio luso brasileño, y posteriormente con las fuerzas que planteaban la pérdida de la autonomía de las provincias a favor de un poder centralizado. La conciencia de una pertenencia mancomunada llevó a los misioneros a luchar hasta las últimas consecuencias por su identidad propia, acabando en la debacle final de la diáspora y la mestización, la fragmentación de su territorio y el traspaso del mismo a manos de otras jurisdicciones. Se puede decir que los guaraníes fueron solidarios con una causa que los llevó hasta su desaparición como entidad diferenciada y autónoma. Sus luchas quedan como un ejemplo de lo que han sido capaces de dar, desinteresadamente, por una causa que interpretaron justa y propia.

La disminución de ocupación territorial resultante, rescata precisamente aquella impronta quizás necesaria para lograr permanencia en estas tierras de difícil acceso, tensionadas siempre por intereses que no les son propios. Fue así que las corrientes migratorias, a pesar de su variado origen, adoptaron rápidamente formas asociativas por colectividades para adentrarse y colonizar el territorio, con sistemas denominados “ayutorios” y otros, que luego darían origen a las cooperativas, las mismas que hoy destacan a Misiones como la provincia con mayor número de ellas en su haber.

El asociativismo solidario, subordinando los intereses particulares al interés común, se encuentra así en todas las épocas de nuestra historia, y plantea en la actualidad la necesidad de rescatar este símbolo para enfrentar los difíciles problemas a los que nos enfrentamos.

Recuperar -por ejemplo- formas de solidaridad activa como la “yerba estancada” de los jesuitas, proceso mediante el cual se sostenía el precio de la yerba mate mediante la acción mancomunada de todas las reducciones dedicadas a su producción y acopio, en contra de los manejos espurios realizados por pretendidos intermediarios, que se perdió una vez destruido el enlace entre los pueblos de las Misiones. O quizás también la forma asociada en que se accedía al crédito, colocando la producción común como garantía, lo cual permitió efectuar compras de insumos, materiales y productos que no se generaban localmente.

Las formas solidarias de producir encerraron y encierran la posibilidad de innovar. De nada hubiera servido el conocimiento volcado por la Compañía de Jesús si no hubiese existido una base social solidaria donde aplicarlos. De esta manera quedó demostrado también en las etapas iniciales de la última ola migratoria que pobló nuestro territorio, donde comenzaron a experimentarse nuevos productos porque la cooperación generó condiciones para hacerlo. Nuestra historia parece indicar que sin solidaridad no hay innovación, o

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viceversa. Un orden de los factores que no altera el producto final: un mejor nivel de la calidad de vida del conjunto.

Si hoy nuevos derroteros -como el turismo, la ganadería y el reemplazo de productos alimentarios que compramos fuera de Misiones- nos convocan, no debemos olvidar que nuestros antepasados en estas tierras lograron atrevidos objetivos mediante la fuerza que otorga la acción asociada y solidaria.

NOTA 3NOTA 3

Por Daniel Llano

La identidad histórica de un pueblo es aquella que permite, en momentos de crisis, responder desde una conciencia propia a los problemas que se enfrentan. Esta conciencia común allana las discrepancias y ayuda a definir desde el interés común las soluciones acertadas. Por eso, en momentos como los que nos toca vivir, no constituye un ejercicio menor bucear en nuestra historia para encontrar las raíces que nos otorgan una identidad frente al mundo y una particular manera de enfrentar el futuro.

Es bien conocida la epopeya por la cual los padres jesuitas lograron establecer las primeras reducciones de guaraníes. Pero la forma específica de cómo lo consiguieron ha sido poco difundida, a pesar de la enorme importancia que adquiere para comprender todo el proceso posterior de fundación de los treinta pueblos definitivos, con las características edilicias y organizativas en lo social y económico que les han otorgado singularidad en la historia.

A comienzos del siglo XVII los guaraníes habían logrado conformar una línea de defensa contra la dominación española, a partir de internarse y dispersarse en la selva paranaense, consiguiendo así neutralizar el avance de la nueva cultura encomendera que los sojuzgaba, e incluso haciéndola retroceder en algunos puntos de nuestra geografía.

¿Cómo logró la Compañía de Jesús penetrar profundamente en este territorio hostil, para comenzar esa enorme tarea de 150 años durante la cual se edificaría lo que deslealmente fuera denominado por Lugones “el imperio de los jesuitas”?

Leer con atención los primero relatos existentes acerca del encuentro entre dos culturas, permite determinar el papel protagónico que jugó la diferencia de capacidades y los adelantos técnicos y la adecuación tecnológica que ofrecieron desinteresadamente los jesuitas, además de la no menos importante información acerca del respeto que mostraron hacia las formas de producir y de organizarse que tenían los guaraníes.

Escribía el padre Ruiz de Montoya: “Presentada a un cacique una cuña (de hierro) sale de los montes. Después de reducirlos nuestros Padres, les llevan esta misma forma de cuñas (neolíticas de la edad de piedra), pero hechas de

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hierro; y con cada una de ellas se gana una familia que se reduce de buena gana, por tener con qué hacer sus canoas y sementeras”.

Esta forma de agrupar a las tribus del Guairá, en el actual estado de Paraná (Brasil) se repite en Corrientes, Misiones y Rio Grande do Sul. Se relata en un testimonio sobre la actividad del padre Roque González:

“Fueron juntándose los caciques comarcanos a ver los Padres y tomar cuñas, que es con lo que se prendan, porque recibida la cuña se obligan a reducirse… Este mismo día acabado de repartir doscientas cuñas antes de decir misa escribió el Padre Roque (..) que estaba aquella reducción tal cual se podía desear, y que si tuviera cuñas vendrían más de quinientos indios”.

Evidentemente, esta primera herramienta primaria constituía un adelanto técnico muy importante para los guaraníes, ya que les significaba mayor celeridad y por lo tanto mayor productividad en los procesos de roza, construcción y fabricación de enseres y embarcaciones. Utilizarla como fundamento de la sociedad que planteaban las reducciones señala claramente cuál sería la impronta posterior de esta fructífera mancomunidad entre padres y naturales.

Posteriormente vendría el aporte de nuevos instrumentos para agricultura y huerta, nuevas especies animales y vegetales, además del conocimiento y los pertrechos para conservar productos, fabricar telas, instrumentos musicales, muebles, barcos, junto con la fundición y orfebrería de metales, el arte de la pintura, la escultura y otros, además de la entrega de cuchillos, anzuelos y puntas de flecha para la caza y la pesca.

La introducción de aves y ganado bovino, caprino, ovino y porcino, también debieron estar acompañadas por adecuadas técnicas y adaptaciones tecnológicas aplicadas a la realidad local, para que resultaran beneficiosas.

Lamentablemente, uno de los aspectos menos investigados es el del desarrollo de las técnicas edilicias, que sin embargo por simple observación es lo que más resalta al comparar las técnicas de construcción de las chozas comunitarias o familiares de los guaraníes con el desarrollo de la sillería y el tallado de piedra, la fabricación de tejas y el artesonado de techos que tuvieron su máxima expresión en los treinta pueblos en los que se desarrolló la etapa final de la era jesuita de las reducciones guaraníes.

Sin embargo, la observación de esta etapa histórica nos entrega una muestra clara de un desarrollo basado en el aprovechamiento de técnicas aplicadas a la realidad, con una adecuación tecnológica basada en la observación empírica y en la reflexión constante que permitiera a la población de las reducciones alcanzar un mejor nivel de vida.

Esta dinámica, que no olvidó las técnicas comerciales y el uso racional de los recursos naturales, llegó a tal grado de desarrollo que la calidad de vida de las reducciones siempre estuvo a la par e incluso por encima de las demás provincias del virreinato, Córdoba, Tucumán y Buenos Aires.

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¿Cuáles fueron las razones de este despegue sostenido en el tiempo, que trasladó a las comunidades guaraníes desde el neolítico hacia formas sociales y productivas similares a la modernidad americana más avanzada de esa época? El padre Rafael Carbonell nos da una pista cuando escribe que “la autonomía de cada pueblo con sus recursos humanos y naturales peculiares estimulaba la creatividad y la especialización compatible con una prudente diversidad de productos y servicios, y la adaptación técnica. Las actividades comunes a varios pueblos, el intercambio y la solidaridad ante las emergencias alentaban la difusión desinteresada de conocimientos y habilidades técnicas” (en “Estrategia de desarrollo rural de los guaraníes”, p. 260)

¿No nos parece estar escuchando el relato de alguno de los pioneros de la colonización que comenzó en la primera mitad del siglo XX? Todavía podemos comprobar hoy turbinas hidroeléctricas, envasadoras múltiples de yerba, cosechadoras de té, y observar en los museos vehículos y herramientas, maquinarias e innovaciones para la época que fueron fruto de esos “inventores locos” de la Tierra Colorada, que nunca se mostraron mezquinos a la hora de difundir y compartir sus conocimientos.

Ciertamente, la impronta de la tecnología (mejoramiento de la técnica mediante el perfeccionamiento o sustitución de factores de producción) se suma así a la solidaridad sobre la que se ha escrito en nota anterior, para determinar un rasgo común a toda la historia de estas tierras, más allá de la diversidad entre sus etapas.

Señalar esto no resulta secundario, precisamente porque en las etapas de crisis es cuando más se necesita recurrir a la identidad para no quedar librados a la disgregación, a la adopción de factores que nada tienen que ver con nuestro pasado y por tanto poco tendrán que ver con nuestro futuro.

Tal vez por esto resulta más promisorio observar hoy cómo parece haber resucitado ese espíritu pionero en algunos pocos que comienzan a señalar el camino. Aquellos que han llegado a la certeza de que las formas de producir (yerba, té, madera, tung o lo que sea) que alguna vez significaron la riqueza y la abundancia para Misiones, hoy son similares a las cuñas de piedra de los guaraníes. Han comprendido que para salir del neolítico industrial es necesario tomar esa materia prima a precio vil que tenemos en abundancia y transformarla en productos con alto valor agregado.

Aquellos que están trabajando hoy en los derivados de la yerba (gaseosas, colorantes, bebidas para la salud), del té (flavonoides y esencias), del tung (barnices y lubricantes ecológicos) o la madera (fingers, placas, petit muebles, juguetes) o que están innovando en alimentos, servicios, transporte y comercialización, ellos son herederos de aquellos jesuitas y guaraníes capaces de crear ciudades góticas o barrocas en medio de la selva. Ellos son los sucesores de nuestros pioneros inventores, capaces de transformar una motoneta en una cosechadora o en un helicóptero fumigador, aunque a veces terminaran desparramados en una cuneta a causa de estos indómitos artefactos.

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Los jesuitas y guaraníes, y los colonos pioneros del Alto Paraná además avanzaron en una clara asociación con el Estado, cuando los guaraníes fueron asumidos como “ciudadanos del Rey” para defenderlos de la esclavitud. También durante todas esas décadas en que Misiones era territorio de arraigo para las culturas que vinieron a enriquecerla, y que sólo pudieron establecerse con un fuerte apoyo estatal. Cuando, por causas ajenas a los misioneros, se produjeron divorcios en esta relación, se asistió a la expulsión de los jesuitas, el avance del imperio lusitano sobre nuestros territorios, o el abandono de nuestras fronteras sujetas a “hipótesis de conflicto” militaristas, cuando se dejaron de tender cables de luz o de teléfono, caminos y ferrovías, redes de agua y de servicios. Los misioneros las tuvimos que levantar a pulmón, cooperativizados y defendiendo la obra de un Estado provincial con el que siempre existió una alianza implícita, más allá de resquemores puntuales. Gobiernos que debieron enfrentar los enormes problemas de frontera muchas veces limitados a sus propios recursos.

Esta historia de osadía, alianza pueblo-gobierno, capacidad técnica y aptitud para la reflexión que impulsa cambios tecnológicos, es la historia que queremos rescatar los misioneros, e implica repensar nuestra realidad con la misma osadía de una Ruiz de Montoya, un Roque González o un Andresito, con el mismo tesón y creatividad de los mensuales y colonos que sentaron las bases de una economía que hoy necesita ser sacudida por ese espíritu que nos habla desde el pasado.

NOTA 4NOTA 4

Por Daniel Llano

La identidad histórica de un pueblo es aquella que permite, en momentos de crisis, responder desde una conciencia propia a los problemas que se enfrentan. Esta conciencia común allana las discrepancias y ayuda a definir desde el interés común las soluciones acertadas. Por eso, en momentos como los que nos toca vivir, no constituye un ejercicio menor bucear en nuestra historia para encontrar las raíces que nos otorgan una identidad frente al mundo y una particular manera de enfrentar el futuro.

“Los desajustes entre planes y realizaciones, demasiado frecuentes en el sector rural, coinciden con los verificados en el desarrollo económico general. Entonces, vale la pena que aprovechemos las experiencias pasadas (…) caracterizadas por una continuidad de fines” (P. Rafael Carbonell, en “Estrategias de desarrollo rural en los pueblos guaraníes, p. 3).

Esta continuidad de fines que menciona el padre Carbonell, uno de los historiadores más idóneos sobre el proceso de las reducciones, implica la estructuración en el tiempo de un proceso de construcción mediante el cual se logran resolver problemas y se otorga solidez a las estrategias y políticas aplicadas.

En el caso de las reducciones guaraníes, estas estrategias y políticas específicas se definieron en un primer momento atendiendo necesidades de alimentación, vestimenta y habitación, en un proceso de gradual complejización

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que desembocó en especializaciones bien definidas y una creciente capacidad exportadora de bienes y servicios.

Al recorrer la documentación de la época, llama la atención el hecho de que no se verifiquen lamentos por las pestes, las malas cosechas o los ataques de esclavistas y encomenderos. La mayoría de las referencias es a la manera en que enfrentaron esos problemas, desde una visión netamente constructiva.

A través de una evolución de 160 años de capacitación constante, las cartas anuas y otros documentos relatan este proceso desde el primer contacto hasta la aparición de los problemas primigenios de reducción y urbanización, las necesidades alimentarias y de toda índole y su evolución a través del tiempo, además del surgimiento de nuevas dificultades y conflictos. De esta manera consiguieron vivir con lo propio, pero perfeccionándolo constantemente, como lo indican los avances en vivienda, vestimenta y alimentación.

Esta capacidad de dar respuesta y en definitiva de construir condiciones materiales de vida, indefectiblemente implica también como resultado una conciencia de nación, que lleva a que un pueblo actúe unido y no atomizado cuando surgen conflictos de importancia. Así lo demuestra la respuesta en bloque de los pueblos guaraníes en ocasión del conflicto bélico contra el invasor lusitano o de la posterior guerra civil. En ambos casos, mientras 40 mil españoles o criollos de la provincia del Paraguay se retraen sobre sí mismos detrás de barreras geográficas que ofrecen una protección natural, 100.00 guaraníes responden por la defensa de un territorio que entienden propio.

El proceso de construcción de esa identidad monolítica, que se verifica en la encarnizada defensa de valores y espacios que se consideran propios, se fue generando en el tiempo a través de acciones mancomunadas: yerba “estancada”, o sumando la producción de varias reducciones y vaquerías en hatos compartidos para aprovechar las rinconadas. Estas acciones sentaron las bases de una autosuficiencia que desembocó incluso en la capacidad de control sobre el mercado, determinada por el equilibrio exacto entre lo que entraba y lo que salía, al no comprarse más allá de su capacidad de venta y del cumplimiento de obligaciones tributarias.

Llama la atención la complejidad de esta construcción que se sostuvo en el tiempo durante casi 160 años, y que sólo se disgregó debido a decisiones exógenas. ¿Sobre qué bases estratégicas se sentó esta capacidad de permanencia y crecimiento, de adaptabilidad y potencia productiva? Sin caer en una desvalorización de otras razones concomitantes a la riqueza del proceso, entendemos que se deben resaltar tres elementos como los principales en el andamiaje de esta construcción.

En primer lugar, la planificación clara y operativa de las acciones a emprender. El origen de esta capacidad de definir estrategias, debe ser buscado en la particular forma de capacitarse para la misión que tuvo la Compañía de Jesús. En la residencia de Juli en el Alto Perú, desde donde salieron los primeros padres hacia el Paraguay, los jesuitas encontraron espacio comunitario para el planeamiento frente a diversos problemas y el

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estudio sistemático de lenguas, como vehículo para poder aplicar esta metodología en la realidad.

Para el P. Diego de Torres, provincial del Paraguay en 1609 cuando se inicia la epopeya jesuita entre los guaraníes, impartir “a los indios doctrina a modo del Perú” resumía la experiencia aprendida durante su permanencia como padre superior de esa residencia jesuítica peruana de Juli, entre 1581 y 1586. El P. Torres planteó desde un principio la capacitación constante de la Compañía a través de la experiencia de aquel pueblo y curato, estableciendo allí “una plaza de armas donde se formasen nuestros obreros de indios”, aunque bajo la premisa de que “las doctrinas no se tornen perpetuas” y se adecuen constantemente a los cambios de la realidad. Llama poderosamente la atención este planteo dialéctico, verdaderamente revolucionario para la época y adelantándose en más de dos siglos al nacimiento de esta corriente filosófica. Pero además, estableciendo un concepto de planificación dinámica y abierta, en el cual se puede encontrar la simiente del esplendor final alcanzado por los treinta pueblos de las Misiones a mediados del siglo XVIII.

Pero clarificar sobre esta capacidad aplicada de planificación no alcanza para explicar el proceso de construcción de las reducciones guaraníes. Para poder planificar es necesario tener capacidad de decisión y aplicación de las estrategias definidas, con lo cual desembocamos en el segundo elemento que entendemos como principal en el andamiaje, la autonomía.

Desde 1670, en el Paraguay se comenzó a diferenciar entre naturales “originarios” y “mitayos” para distinguir a los guaraníes reducidos residentes en pueblos de los segundos, que periódicamente debían trasladarse para conmutar por servicio personal la ausencia de pago de tributo a la Corona. Es que desde esa época, una vez transcurrido el período de exención, aquellos guaraníes que voluntariamente se habían incorporado a las reducciones comenzaron a pagar tributos a la Corona mediante el fruto de su propio trabajo en los pueblos. Sustituyeron así la mita forzada por el pago en metálico, primero gracias al planteo de los jesuitas como condición para defenderlos de los abusos de la encomienda, luego debido al producto de sus actividades agropecuarias y posteriormente a su creciente capacidad para exportar servicios.

Esta sujeción a la Corona y no a los encomenderos permitió una legítima autonomía social y económica, sin la cual hubiera resultado imposible la continuidad del proceso. Dicho acuerdo fue propuesto, negociado y libremente aceptado por ambas partes, con todas las consecuencias en cuanto a derechos y obligaciones que esto implica.

Finalmente, el tercer elemento constitutivo del andamiaje histórico de las reducciones, sin el cual la planificación y la autonomía no hubieran constituido un todo operativo, entendemos que es la capacitación.

La competencia de las reducciones para ofrecer ayuda a aquellas que atravesaran problemas, no sólo reflejaba solidaridad, sino también recursos productivos y capacidad de almacenamiento, aspectos muy importantes para el

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abastecimiento de alimentos y semillas. Este almacenamiento de excedente en “trojes donde recogen sus cosechas, cosa que no hace otra nación de indios” (ANS jesuitas, leg. 192, año1655) no pudo ser alcanzado sino mediante la capacitación de la mano de obra y de los responsables de cuadrillas por área de producción. La siempre escasa cantidad de padres y hermanos jesuitas se multiplicaba así mediante el adiestramiento de los productores directos en organización y técnicas.

En la ampliación de la capacidad productiva de las reducciones se destacaron en una primera etapa la yerba mate y la ganadería, en afinidad con la disponibilidad de recursos locales e introducidos, pero además a través de un proceso que desembocó en la capacidad técnica de generar simientes de yerba y de considerables hatos.

Este desarrollo de los recursos humanos sentó las bases de la autosuficiencia planificada, la capacidad de pago de los tributos para sostener la autonomía, y terminó por potenciar la diversificación productiva, desembocando finalmente en la adquisición de capacidades nuevas para la construcción de viviendas y templos, y generando operarios o capataces capacitados para trabajar en astilleros, telares o fundiciones.

Esta riqueza técnica sustentada en la capacitación constante, llevó finalmente a la competencia para exportar productos y servicios más allá del territorio de las reducciones. Los rectores pudieron así impulsar procuradurías y oficios, pasando ya en el primer decenio del siglo XVII, una vez aseguradas las fronteras, de una primera etapa signada por la limosna y la exención tributaria a otra de prestación regular de servicios y pago de tributaciones en moneda constante, pasando del “trueque como medio casi exclusivo de abastecimiento a una economía abierta a mercados cada vez más amplios” (Carbonell, op.cit., p. 128).

Esta riqueza planificadora y capacitadora, sustentada en la autonomía, permitió la permanencia a través del tiempo de determinadas formas de producción. Los digestores de semillas de yerba mate en Misiones, y las estancias en rinconadas en Corrientes y Rio Grande do Sul son algunas de las muestras de este aserto, y señalan claramente caminos posibles para el presente. Las corrientes colonizadoras de principios del siglo XX así lo entendieron, llevando estas formas hasta el límite de su capacidad productiva. Hoy esa capacidad está en crisis, y precisa urgentemente de innovaciones y ajustes para responder, como antaño, al objetivo principal de dar sustento a la población.

¿No nos indica esta memoria, conformadora de una identidad histórica propia, que ha llegado la hora de planificar con autonomía estrategias propias, y capacitarnos decididamente para llevarlas adelante?

NOTA 5NOTA 5

Por Daniel Llano La identidad histórica de un pueblo es aquella que permite, en momentos de crisis, responder desde una conciencia propia a los problemas que se

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enfrentan. Esta conciencia común allana las discrepancias y ayuda a definir desde el interés común las soluciones acertadas. Por eso, en momentos como los que nos toca vivir, no constituye un ejercicio menor bucear en nuestra historia para encontrar las raíces que nos otorgan una identidad frente al mundo y una particular manera de enfrentar el futuro.

Ya hemos hablado en notas anteriores acerca de los aspectos centrales sobre los cuales, a nuestro entender, se sustentó un proyecto de desarrollo comunitario tan efectivo y sostenido en el tiempo como el de las reducciones jesuitas de guaraníes, así como el de la etapa de colonización inmigratoria que abarcó el último siglo. Sin embargo, no alcanza con desentrañar las características de autonomía, solidaridad, capacitación o tecnificación por separado, ya que ninguno de estos objetivos hubiera sido posible, por más planificación estratégica que se hubiera desarrollado, sin un marco institucional que les otorgara permanencia, socializara su aceptación y determinara aspectos de garantías y obligaciones.

Dice el padre Carbonell que sólo se puede calificar al desarrollo como un proceso cuando “las prioridades de ese mismo desarrollo, concretadas en objetivos y metas juntamente con el modo de alcanzarlas, reflejan a sus artífices y beneficiarios, el sujeto y el fin de las actividades técnicas, económicas y socioculturales. En otras palabras, desarrollo con una participación consciente de sus hombres en instituciones que gradualmente relacionen prioridades, recursos y formas de colaboración, comportamientos y resultados, iniciativas y convivencia” (Estrategias de desarrollo rural en los pueblos guaraníes, p. 187).

¿Dónde se encuentra la raíz de esta institucionalización? Luego de continuados conflictos entre los intereses de los encomenderos, que pretendían tomar gratuitamente cuenta de la fuerza laboral reducida y entrenada por los padres jesuitas, la real cédula de 1654 (cuarenta y cinco años después de instalada la primera misión) colocó a las reducciones administradas por la Compañía de Jesús bajo Real Patronato, con exenciones impositivas que facilitaran la instrucción misional y con medidas que propendieron a la defensa del territorio, reconociendo a los guaraníes como guarnición de frontera. La cédula significaba liberar a los guaraníes del servicio personal (mitas), pero los obligaba a pagar en el futuro un peso por cada individuo en edad de tributar, en plata y no en productos.

Al tocar esta relativa autonomía potestades territoriales de diferentes jurisdicciones (Paraguay y Buenos Aires), evidentemente se producía un complejo sistema de administración, apenas cubierto por la potestad del padre provincial de remover o nombrar a los jesuitas que se desempeñaban al frente de los pueblos, con la formalidad de que los gobernadores debían elegir entre tres candidatos propuestos. Esta superposición de autoridades en realidad conformaba una estructura radial, en la cual el centro era la Corona. Su indefinición territorial y la necesidad de defender a los guaraníes de los abusos, terminaron por volcar sobre los padres jesuitas una serie de responsabilidades no previstas.

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Cada vez eran más los guaraníes dispuestos a convertirse y reducirse, transformándose en súbditos del rey: preferían pagar tributo antes que transformarse en esclavos disfrazados.

Tal desafío llevó a redefinir el papel de los padres jesuitas dentro del territorio, estableciéndose un cargo con facultades idénticas a las de un rector de colegio, pero en este caso con responsabilidad sobre las comunidades. Superiores que -junto con sus deberes religiosos- asumieron responsabilidades económicas, políticas y sociales tanto con respecto a los guaraníes como con la Corona.

Esto llevó a los padres, en primer lugar, a cobrar impuestos, llevando a algunos a opinar que se trataba de una “pesada carga que la Compañía tome por su cuenta el cobrar los tributos del rey, cosa ajena de religiosos” (P. Vitelleschi, 1637). Y en segundo término, a institucionalizar una forma de funcionamiento para las comunidades que les permitiera crecer, organizarse y responder al compromiso tributario de “estar en cabeza del Rey”.

¿Cómo lograron los jesuitas consolidar este proceso? Dentro del mismo, llama la atención en primer lugar la falta de personalismo, con periódicos cambios tanto de los superiores como de los padres al frente de las Doctrinas sin que esto afecte el proceso, así como las diferentes procedencias de los mismos y la falta de pertenencia a grupos determinados, definiendo claramente la supremacía del proceso por encima de los intereses personales o sectoriales. Un ejemplo que deberíamos atender con mayor atención para encontrar soluciones a las crisis que nos aquejan en la actualidad.

En un mismo plano de trascendencia que la falta de sectarismo, se observa la importancia de generar una base económica que otorgue sustento material a la institucionalización de las reducciones, transformándolas en colegios que, según las Constituciones de la Compañía de Jesús, podían tener rentas estables y bienes productivos.

Ahora bien, la intención de transformar a los guaraníes en súbditos, con sus derechos y deberes, no bastaba para garantizar la seguridad de estos pueblos frente a los intereses encomenderos. Se trataba, desde todo punto de vista, de un proyecto en contra la las leyes del mercado preeminente en esas épocas. Sólo la conjunción entre los intereses de la Corona (orientados a poner coto a los desmanes causados por las mitas y asegurar las fronteras con los lusitanos), los de la Compañía (dedicados a la evangelización de los guaraníes) y la de los propios indígenas (protegerse de la esclavitud y alcanzar un mejor nivel de vida) permitieron enfrentar con eficacia la mentalidad resultadista y cortoplacista de quienes proponían el servilismo de estos pueblos.

El empadronamiento de ciudadanos guaraníes, la contabilidad, la capacitación y el comercio con Potosí y otros destinos -con el fin de obtener metálico para cubrir las responsabilidades tributarias- fueron así instrumentos de una estrategia definida por la confluencia de intereses de la mayoría, opuesta al provecho de una minoría, por más poderosa que esta fuera.

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En definitiva, la definición de un marco institucional (soporte jurídico legal y administrativo aplicado a una determinada realidad) que permitiera la permanencia, el crecimiento y desarrollo de las reducciones guaraníes, fue el fruto de esta conjunción de intereses. La armonización de objetivos brindó sustento a una normativa de largo plazo, que sólo fue rota cuando una de las partes (la Corona) dejó de tener interés en ello.

Queda así claramente expuesta la enseñanza de la historia: para definir un marco institucional respetado por todos, primero se deben identificar los objetivos sobre los cuales este marco será edificado. Estos, además, deberán ser objetivos compartidos por la mayoría de quienes participan de la definición. Y por último, la institucionalización deberá realizarse sobre objetivos de largo plazo, superadores de la coyuntura y de los intereses parciales.

Otra etapa de nuestra historia particular ayuda a echar luz sobre este aserto, ya que la pujanza de la más reciente ocupación colonizadora de Misiones también respondió a una estructuración similar. Más allá de la diversidad de orígenes de los inmigrantes y de la variedad de productos a los que se dedicaron, desde un principio quedó en claro que se encontraban en un territorio donde se debían pagar tributos sin que estos se transformaran en infraestructura o programas estatales de ayuda. La institucionalización de la provincia apuntó así a reglamentar formas de autosostenimiento, como las cooperativas y las normas de producción que identificaron a Misiones como una realidad singular dentro de la República, en un marco donde el poder central otorgó espacios de protección para el desarrollo de tal particularidad. Este esquema fue roto al establecerse la liberalización de los mercados, la apertura de nuestras fronteras y la supresión de subsidios para subsanar desequilibrios.

El ITC y otras medidas menores no implicaron una solución real a la crisis de frontera que se deben enfrentar, y las medidas parciales colocan al la región en el mismo riesgo de disolución al que se llegó cuando la Corona ordenó la salida de las jesuitas de este territorio.

El desafío que se debe enfrentar es, entonces, enorme: cómo encontrar objetivos comunes que nos permitan generar normas de largo plazo capaces de incorporar el interés de la mayoría y lograr el respeto del poder central hacia esta identidad. Ciertamente, los ejemplos útiles de la historia parecen ubicarse mucho más en el origen de las dos etapas florecientes de nuestro pasado, y no en las situaciones de crisis que las afectaron.

¿Es posible hoy establecer la supremacía del proceso por encima de los intereses personales o sectoriales, definiendo entre todos un proyecto en contra la las leyes del mercado preeminente en esta época? ¿Es posible establecer reglas de juego claras definidas en un marco institucional estructurado con base en la identificación de objetivos, que además deberán ser compartidos por la mayoría y deberán ser pensados para el largo plazo, superando la coyuntura y los intereses parciales?

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Nuestra historia parece demostrar que existe una respuesta positiva para estas cuestiones. Está en los misioneros asumirla y hacerla nuevamente realidad.

NOTA 6NOTA 6Por Daniel Llano

La identidad histórica de un pueblo es aquella que permite, en momentos de crisis, responder desde una conciencia propia a los problemas que se enfrentan. Esta conciencia común allana las discrepancias y ayuda a definir desde el interés común las soluciones acertadas. Por eso, en momentos como los que nos toca vivir, no constituye un ejercicio menor bucear en nuestra historia para encontrar las raíces que nos otorgan una identidad frente al mundo y una particular manera de enfrentar el futuro.

Las similitudes históricas que signan nuestro pasado no son casuales, a pesar de los supuestos cortes en la continuidad de las experiencias que lo caracterizan. Estas similitudes surgen de una calidad espiritual signada por el sacrificio y la solidaridad de los desheredados de la tierra (los guaraníes esclavizados primero, los europeos expulsados por hambre o guerra después), y por su necesidad de apoyo mutuo para enfrentar el futuro.

Tanto los guaraníes, empujados hacia territorios inhóspitos por el avasallador atropello de la Encomienda, como los inmigrantes que provenían de una geografía en constante ocupación por rusos, polacos y turcos, constituyeron comunidades sojuzgadas por sistemas de servidumbre, casi sin destino nacional, que debido a esto se decidían a dejar atrás la tierra de sus ancestros para construir en Misiones una “tierra sin mal”.

¿Qué extraño sortilegio posee este territorio de esperanzas y sueños para lograr que personas provenientes de pueblos enfrentados, cairos, mbyá y guayráes entre los guaraníes, ucranios, polacos y rusos entre los inmigrantes, depusieran sus ancestrales diferencias para empujar hombro con hombro una esperanza de redención signada por el trabajo?

Este es el espíritu que detectamos como otra de las improntas que hermanan las etapas de la vida de esta tierra, espíritu con el que de alguna manera pretendemos cerrar y a abrir a la vez este ciclo de notas, ya que de ninguna manera interpretamos que estas apreciaciones cierren un ciclo. Por lo contrario, entendemos que deben ser debatidas comunitariamente para que encuentren su real sentido de “rescate” de una identidad que responda a los problemas mediante una conciencia propia. Tal rescate no puede quedarse en un mero ejercicio intelectual, de gabinete, porque las identidades históricas son, ates que individuales, colectivas.

Y para interpretar una más de las características de identidad profunda de nuestra historia, queremos platearlas incluso desde la particular ubicación, conformación y comunicación que adquirieron estos pueblos en Misiones.

La trama logística, que para algunos apenas define caminos, transporte y paradores para el viajante, significa en cambio un dibujo inteligible de cómo se conforman en profundidad las comunidades. La particular forma que encierra la palabra, acerca de cómo relacionarse entre sí, de intercambiar productos,

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servicios y conocimientos, de compartir en definitiva, con todo su sentido humano, define claramente un signo de identidad y de reconocimiento en nosotros mismos frente a las demás identidades. Ante esta certeza, podemos descubrir otra vez similitudes entre las dos epopeyas que signaron nuestra historia.

Las misiones, con su intenso intercambio, definieron una trama de relacionamiento entre los pueblos que todavía hoy podemos seguir, rastrear con facilidad. Los caminos que comunicaban a las reducciones entre sí obedecieron a una planificación que planteaba una inteligente infraestructura de sustento, la cual explica la permanencia y el crecimiento de esas mismas reducciones.

Las rinconadas, que utilizaban la confluencia entre dos ríos y el tendido de cerramientos (corrales) de pircas, estacas o monte de espinillar para retener el estratégico ganado vacuno, constituían el sustento alimentario por excelencia de las Misiones. Sin carne no se explica la capacidad de estos pueblos de dar sustento a las considerables poblaciones que los ocupaban. Los demás productos fueron sumándose a esta trama de transporte, que unía las poblaciones con las muchas veces lejanas estancias, hasta conformar verdaderos circuitos de apoyo mutuo e incluso desembocando en la “especialización” de algunos pueblos en determinadas actividades, en las que sobresalieron.

Esta trama generó dentro de Misiones un circuito de circulación interna que encontró en Mártires el último eslabón de la cadena. Intercomunicación recientemente descubierta por el historiador Esteban Snihur, que determina fehacientemente la característica de conexión mutua entre las economías de las reducciones.

Experimentando un salto en el tiempo, podemos observar cómo a partir de 1897 las corrientes migratorias que comienzan a colonizar el territorio, casi por un “payé” (sortilegio, encantamiento en guaraní) de predestinación, asientan sus primeros poblados al lado o directamente dentro de las antiguas reducciones. Algunos podrán alegar que esto se debió a la disponibilidad de materiales de construcción, o a la existencia de rozados descansados después del largo tiempo de abandono por parte de sus antiguos labradores, o incluso a la particular ubicación de estos antiguos poblados sobre el espacio interrelacionador entre campo y monte, con sus ventajas para el agro y la ganadería por un lado, y para la obtención de leña o madera y para la caza por el otro.

Sin embargo, esta postura olvida que el territorio adonde llegan los inmigrantes no era un espacio vacío. Sobrevivían aquí pobladores que guardaban una memoria colectiva y una forma de producir, una forma de relacionarse y una forma de comunicarse que evidentemente fueron incorporadas por los noveles pobladores. No es casual el resurgimiento de una trama de relacionamiento por caminos predeterminados, a veces perdidos en la selva, ni es casual que la necesidad de apoyarse mutuamente (como en el pasado) para domesticar una naturaleza bravía, haya generado esta trama de comunicación solidaria entre

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los pueblos de la segunda ocupación poblacional de Misiones. Una trama que pervive, ciertamente, y que durante nuestra contemporaneidad está alcanzado su etapa final de puesta en valor: la pavimentación.

Ninguna provincia argentina muestra como Misiones tanto equilibrio en la distribución poblacional, ninguna está interrelacionada tan armoniosamente por una red de carreteras que poco a poco van siendo acompañadas por otros servicios, (agua y luz, especialmente). Ninguna con tanta coincidencia entre los caminos de ayer y de hoy, casi superpuestos en su totalidad.

Misiones es una continuidad histórica, expresada en la red de intercomunicación que la conforma. Pero la crisis actual hace olvidar el antiguo espíritu que orientó las manos que dibujaron la red. Los proyectos de crecimiento y desarrollo parecen agotarse al calor de la crisis global del agro y su producción derivada, y Misiones parece olvidar el valor de lo que pose. Material y espiritualmente.

Sin embargo, esta memoria enraizada en el inconsciente colectivo no ha desaparecido. Simplemente se ha tomado un respiro. Un espacio de meditación que comienza a despertar lentamente con la fuerza de la identidad.

Aquellas antiguas picadas jesuíticas comienzan a transformarse en circuitos turísticos, aquel viejo espíritu solidario aflora en la conformación de asociaciones con nuevos horizontes dentro del mencionado espacio de aprovechamiento turístico, en cuanto a productos con valor agregado localmente, y a la reformulación de numerosos cooperativas y empresas que comienzan a salir del estancamiento a través de esos nuevos productos.

Asimismo, las redes de comunicación, la logística y los servicios necesarios para el crecimiento, constituyen temas de crucial importancia en este momento de decisiones estratégicas. Hidrovía, corredor bioceánico carretero y ferrovial, represas y tendidos de energía, autosuficiencia alimentaria, desarrollo forestoindustrial y turístico, conforman el compendio de desafíos asumidos en la actualidad.

Son las oportunidades que surgen en medio de la crisis. Y la crisis no espera, obliga a definir un futuro, elegir un rumbo (como hicieron guaraníes e inmigrantes en el pasado) y encararlo con determinación.

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