Hay cosas que uno sabe casi desde que nace. Yo sé que me llamo Emilio Moscovici, que ten go sie te años, que soy judío y que el país en donde vivo aparece en el mapa en donde di ce América del Sur.

Hay otras cosas de las que no estoy tan se guro. No sé qué quiero ser cuando sea gran de, a veces prefiero ser músico y otras veces fut bolista. Y de vez en cuando pienso que me gus taría ser cocinero.

Pero entre lo seguro y lo inseguro, hay al-go que realmente me confundió tanto en las últi mas vacaciones, que ya no sabía ni có mo me llamaba.

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Todo comenzó con una carta que tenía mu- chas estampillas. Llegó un sábado por la ma ña- na. No pregunté de quién era, pero mamá la leyó muchas veces y la tuvo en la car te ra du-rante varios días hasta que se le arrugó toda. Entonces decidió guardarla en el cajón de su me sita de noche. Creo que se la apren dió de me moria de tanto leerla.

Después de la carta comenzaron a llegar telegramas, que son como cartas muy cortas, que asustaban a papá y a mamá.

—Los telegramas sólo traen malas no ti -cias —decían antes de abrirlos. Pero des pués de leer los se alegraban y respiraban ali via dos.

Al final ya no llegaban cartas ni te le gra-mas. Eran llamadas por teléfono, de afán, por que las hacían de larga distancia y salían muy caras. Cada vez que papá contestaba, se po nía nervioso y hablaba muy rápido.

Las cartas, los telegramas y las llamadas ve nían de Israel, que queda en una página del

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libro de Geografía a la que todavía no lle ga-mos. Eran de la familia de papá in vi tán do nos a una gran reunión que organizaban para los días de Pascua.

—La familia es muy grande, está regada por todo el mundo y ya nadie conoce a los más chiquitos. Además es el aniversario de bodas de los bisabuelos y queremos hacerles la fiesta más bonita que hayan visto.

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Cuando mamá contestó la primera lla ma da dijo que no podíamos aceptar la invitación, pues costaba mucho dinero.

—Las cosas por aquí no son fáciles —oí que decía—. Los ahorros son para la edu-ca ción de Emilio —repitió varias veces, y agra-de ció la in vitación de todas maneras.

Papá no decía nada, pero miraba y re mi-raba el cuaderno en donde anota todos los gastos, ha ciendo cuentas con la calculadora.

—Es hora de sacar los pasaportes —me di- jo un domingo, mientras desa yu ná ba mos—. El mar tes no vas al colegio, pues hay que comenzar a hacer diligencias.

Yo no sabía qué eran diligencias ni qué sig -nificaba sacar el pasaporte, pero me puse con-tento porque saldría de paseo con papá en un día de colegio.

Mamá lo miró con cara rara, se levantó, lo abrazó, regó el café y se puso a llorar. Eso no me gustó porque creí que sacar el pasaporte

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