Microrelatos

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Relatos realizados por alumnos de 3º ESO

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Érase una vez un grupo de chicos que vivían en un pueblo

pequeño, con muy poca población.

Un día decidieron celebrar la noche de Halloween, dijeron que iban

a pedir a las casas y después a cenar todos juntos. Llegó la noche y

todos iban disfrazados para salir a pedir, se recorrieron todas las casas y

no se dejaron ni una (ya que el pueblo no era tan grande). Todas, excepto

una.

Solo les quedaba la casa que estaba a las afueras, una casa que

estaba abandonada. Pero ellos, al ser nuevos en el pueblo, no lo sabían.

Fueron a pedir, pero al estar en la puerta se preguntaron si vivía alguien.

Pero al mirar para arriba vieron que había luz en una habitación y

entonces llamaron.

Al llamar, la puerta se abrió sola y los chicos gritaron “truco o

trato”, pero no contestaron. Los chicos asustados entraron y la puerta se

cerró.

Al estar dentro se oyó un ruido y de repente… tres personas

salieron de una habitación. Era otro grupo de chicos que les había

ocurrido lo mismo que a ellos. Se fueron a investigar la casa todos juntos

y cuando llegaron al piso de arriba encontraron una habitación al final de

un largo pasillo, se dirigieron hacia ella, pero cuando fueron a abrirla se

encontraron con que estaba cerrada. Estuvieron intentándolo un rato

hasta que dentro se oyó un ruido tenebroso.

Los chicos salieron corriendo para la calle y cuando ya estaban en

el pueblo dijeron –esa es la habitación con luz ¿que habrá dentro…?-.

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Había una vez un chico llamado Gustavo que se fue de vacaciones a un

pueblecillo del monte. Gustavo era alto y moreno y todo un donjuán. En su

pueblo no tenía muchos amigos ya que no había más de ciento cincuenta

habitantes y, de ellos, él era de los más pequeños y eso le entristecía.

Un día estaba paseando por la tierras de su abuelo y se topó, casi por el

límite de sus cultivos, con un buzón. Por lo que se veía a simple vista era un

pozo viejo y descuidado. También observó que en vez de tener una cerradura

para abrirlo solo tenía un picaporte que estaba girado. ‘’Qué raro” -se dijo’.

Cogió una piedra y la metió dentro, sin razón, simplemente, por ver qué

pasaba.

Al día siguiente, Gustavo volvió al buzón y, para su sorpresa, el picaporte

estaba puesto correctamente. Se decidió, indeciso, a abrirlo aunque estaba un

poco asustado. Cuando lo hizo se llevó la sorpresa de su vida: la roca se había

convertido en un diamante.

Gustavo lo cogió asombrado y se lo guardó hasta llegar a su casa. Al día

siguiente cogió el primer autobús que iba a la ciudad y compró un montón de

césped artificial, balones, porterías… y por último llamó a unos instaladores.

Montó un campo de fútbol en una era cercana a su casa y organizó un torneo.

De ese modo muchos chavales de otros pueblos acudieron y Gustavo hizo

amigos. Pero, antes de volver a su casa con sus padres, fue a ver el buzón y

resulta que había desaparecido y en su lugar había un montón de ruedas de

tractor.

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Había una vez un campesino que vivía en un pequeño pueblecito

situado cerca de la sierra. En este pueblo la mayoría de sus habitantes

trabajaban el campo y el ganado. Pero este campesino aspiraba a algo más, él

quería ahorrar mucho dinero y construirse una casa en lo alto de la sierra

donde pudiera vivir cómodamente y se olvidara de trabajar durante el resto de

su vida. Así que, cuando reunió suficiente dinero se puso manos a la obra.

Hizo una lista con todos los materiales que necesitaría y comenzó a

pensar: ya que iba a construir una casa aprovecharía para construir la más

grande y vistosa de todo el pueblo, con el jardín más extenso y un gran ático…

Así, entre pensamientos, la casa ya apenas cabía en los planos. Cuando se

decidió a comenzar a edificar aquella mansión no supo por dónde empezar y

es que no sabía de otra cosa que no fuera cuidar del campo.

El campesino volvió a su modesta casa y se paró a pensar: si se

hubiera dado cuenta de que no tenía ningún conocimiento de albañilería no se

habría gastado todos sus ahorros en materiales y podría haber disfrutado del

dinero.

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Érase una vez un vampiro que se dedicaba a aterrorizar a todo el pueblo

de Yunquera. Durante décadas, oleadas de policías intentaron darle captura,

pero no lo conseguían.

Un buen día, un hombre con desgastada vestimenta llegó al pueblo,

ajeno al peligro que acechaba. Los ciudadanos rápidamente, al ver que el

hombre no sabía lo que allí ocurría, le advirtieron del peligro que allí corría.

Ante la sorpresa de éstos, el hombre esbozó una sonrisa, despreocupado de lo

que le acababan de decir, y comentó que pronto no tendrían ese problema.

Después de aquel día, nadie supo nada más del vampiro, los

ciudadanos preguntaron al hombre cómo había consegiuido deshacerse del

vampiro, y él les contesto:

"Sólo tuve que ponerle delante un espejo, y así vio en lo que se había

convertido"

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Érase una vez en las afueras de New York, una zona pobre, vivían dos

niñas, Bella y Teddy, de trece años. Bella vivía con su madre y Teddy con su

tío, en unos edificios muy estropeados.

Ellas iban al instituto público y por la tarde al bar de Michael donde él les

ponía la radio. Las chicas empezaban a bailar, la gente llegaba y se sentaba a

verlas, eso era un gran beneficio para el bar, y además todo el mundo decía

que las chicas tenían talento.

Un día pasó por allí un hombre elegante que había oído la música y a la

gente aplaudir y entonces entró a ver lo que pasaba. Habló con ellas, con el tío

de Teddy y la madre de Bella diciéndoles que si querían salir en la MTV en un

programa que enseñaba a grandes bailarinas como ellas, y que además las

pagaría.

En pocos meses, todos se trasladaron a la New York, y las chicas

donaron dinero a su antiguo barrio.

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Érase una vez un espantapájaros llamado Leni, cuyo cuerpo estaba

hecho de paja. Llevaba puesta la ropa de un agricultor y un sombrero para

protegerse del sol, también tenía unos pequeños ojos negros y una nariz de

zanahoria.

Un día, cansado de tanto espantar pájaros pensó en que quería

aprender a volar. Se fijó cómo los pajaritos que había a su alrededor. Cada vez

que los asustaba, ellos movían sus alas y echaban a volar. Entonces el

espantapájaros empezó a mover sus brazos, arriba y abajo. Leni saltó, y

empezó a volar, cada vez más y más alto hasta incluso llegar a tocar las nubes.

Leni no se dio cuenta y dejó de mover los brazos y, entonces, empezó a caer…

El espantapájaros gritó hasta que llegó al suelo y… de pronto, despertó

dándose cuenta de que todo había sido un sueño.

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Érase una vez un niño llamado Rubén. Este niño vivía en la afueras de un

pueblo de Gran Bretaña con sus padres y su hermana pequeña. Un lunes,

como todos los días, tenía que ir a la escuela. Pero ese día iba muy

emocionado porque les venía a visitar un astronauta para hablarles del

espacio. Cuando llegó a clase se sentó en su sitio con su mejor amigo Sergio.

Ambos estaban muy impacientes, cuando llegó el astronauta no les salió

palabra alguna y se quedaron boquiabiertos. El astronauta les habló del

espacio, de su nave, del equipo necesario que debían llevar, etc. La profesora

les explicó que había un premio para uno de los alumnos y era el de ir a la luna

con el astronauta.

La profesora al día siguiente les puso una serie de pruebas y los dos

finalistas fueron Sergio y Rubén. Ambos querían ir a la luna y se enfadaron por

el hecho de que querían ganar. Les hicieron una prueba como las que pasan

los militares. Superaron las barras, las enredaderas pero Sergio se quedó

atrapado en el barro, gritando a Rubén para que volviese para ayudarlo.

Rubén estaba muy cabreado y en ese momento recordó todos los buenos

momentos que pasaba con él. Así que decidió volver a por él, le sacó del barro

y ambos ganaron juntos y se perdonaron. Cuando volvió el astronauta le gustó

ese afán de compañerismo que tenían los dos, así que se los llevó a la luna.

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Diestrok y zurdok eran unos extraterrestres que vivían en Plutón. Ellos

eran muy buenos amigos, pero tenían muchas opiniones y gustos muy

diferentes. Por ejemplo, sí a Diestrok le apetecía jugar al fútbol, a Zurdok le

apetecía a rugby, sí a Zurdok le gustaba el chocolate, a Diestrok, no.

Un día Diestrok le propuso a Zurdok jugar al ajedrez. Zurdok se lo pensó

pero acabó diciendo que no. Eso a Diestrok le molestó porque estaba harto de

que no pudieran ponerse de acuerdo nunca. Entonces, decidió decírselo.

Diestrok intentó utilizar el lenguaje más apropiado para que a Zurdok no le

ofendiese, pero su intento fue en balde.

Zurdok se lo tomó tan mal que decidió dejar de hablar a Diestrok.

Mientras que transcurrían los días se iban dando cuenta de que sin su

mejor amigo no era lo mismo y que, que aunque tuviesen diferentes gustos y

opiniones, su amistad permanecería igual, porque pensar diferente no es malo.

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Estoy en el cementerio de la calle Freddy Kruger, en la lápida número

31, cubierta de flores, y encima un manto húmedo de tierra espesa.

Me encanta Halloween, celebrarlo con mis amigos y hartarme a

chuches, pero en realidad… no sabía el significado de aquel día tan peculiar.

Quedaban solamente dos días para Halloween y me puse a buscar la leyenda

en bibliotecas, wikipedias, hemerotecas… Poco a poco fui informándome y la

historia me cautivó.

Hace muchos años, un asesino en serie, llamado Marco Halloween,

mataba a sus víctimas muy violentamente. Primero las estudiaba muy

detenidamente y después, una noche cualquiera, entraba por la ventana, las

acorralaba, las violaba y las mataba cruelmente atadas a la cama a navajazos.

El día que por fin capturaron a ese enfermo mental fue el 31 de octubre

por la noche. Lo mataron igual que él mataba a sus víctimas y juró venganza.

Después de descubrir este suceso, fui entusiasmada a publicarlo a una

revista de leyendas negras, y...

Ahora podéis contar vuestra historia pero… cuidado, Marco Halloween

acecha.

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En los profundos mares de China vivía un pez rojo y blanco que tenía

una aleta pequeña y no podía nadar como los demás. Él estaba triste porque

se burlaban de él. Un día, después de mucho pensar, su padre le compró una

aleta artificial pero se reían de él porque parecía un robot.

Los pescadores llegaban al mar, el aburrido pez vio una especie de

gancho y pescaron al pobre pececito mientras volvía del colegio. Al principio,

el pez pensaba que era un juego, pero, a medida que subía, se empezaba a

preocupar porque se había enganchado la aleta robótica al anzuelo y, aunque

le gustaba mucho su aleta artificial, se le soltó y pudo escapar.

Le dio mucha pena y volvió llorando a casa y, cuando llegó, y le contó a

sus padres lo ocurrido, le explicaron que casi le pescan y que gracias a su

pequeña aleta sobrevivió y se sintió orgulloso de su defecto.

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Esta es la historia de amor de un chico y una chica distanciados por la guerra,

ya que el chico era un recluta en el ejército de Estados Unidos.

Habían pasado ya dos años sin verse, solo se escribían cartas. Aunque fuera

mucho tiempo, todavía conservaban el amor. El chico había sido destinado a

uno de los peores sitios al que podrían mandar a un soldado, a Vietnam.

Aunque un día la suerte se les puso de su parte y el chico recibió la noticia de

que sería destinado a casa al acabar la jornada, para lo que solo le quedaban

tres días.

La novia se enteró al día siguiente y ya estaban impacientes por verse, aunque

no hay que olvidar que en la guerra puede pasar de todo. A un día de verse…

pasó lo peor que podría pasar y es que atacaron el campamento base y

aunque el soldado luchó, murió en el campo de batalla.

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Había una vez una niña que vivía en un pueblo muy pobre, tan pobre

que casi no tenían dinero para comer, sólo se alimentaban de lo que plantaban

en los huertos. Esta niña vivía con sus padres, con su perro y con su hermano

Luis.

Un día los padres de Marta se fueron a buscar algo de comer, ya que

como había nevado, las verduras se habían estropeado y no se podían comer.

Marta se quedó al cuidado de su hermano pequeño tres, cuatro, cinco horas…,

hasta que a la hora de cenar fue a su casa su vecino Paco diciéndole que sus

padres habían tenido un accidente, que les había atropellado un coche en la

ciudad y que estaban en el hospital.

Marta se asustó mucho, cogió a su hermano y se fue al hospital, cuando

llegó allí el doctor le dijo que no había podido hacer nada por salvarles y que

habían fallecido. Marta se puso a llorar y el doctor le aconsejó al vecino de la

familia que se hiciera cargo de los niños ya que él no tenía hijos. El hombre

aceptó y se los llevó a su casa.

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Érase una vez una niña pequeña llamada Carolina, que les decía a sus

padres que ella veía unos seres diminutos. Sus padres, como era normal, no la

creyeron y la castigaron en su cuarto todo el día sin salir de allí. Si se quería

divertir tenía que apañárselas…Ella, como de costumbre, empezó a jugar con

la casita de muñecas que le había regalado su abuela y vio a su amiga

diminuta.

Ella se llamaba Dini, era de otro mundo y había llegado ese mundo por

casualidad porque en el armario de la niña había una entrada de su mundo a la

realidad. Dini le quería presentar a sus amigos. Entonces, le dijo que la

acompañara y, aunque ella confiaba en Dini, le daba miedo, pero al final entró

con ella.

Entró en un mundo mágico donde todo era de color rosa y todo el mundo

era diminuto.

Dini le presentó a sus amigos, solo tenía dos que eran: Ruperta y Torf.

Ruperta era muy delgada y muy pija y Torf era gordo y muy comilón, se comió

dos bocadillos en 5 minutos. Dini era huérfana y vivía en una casa de acogida.

Carolina decidió traerle de su casa un paquete de galletas ya que solo

un paquete les durara como un año ya que eran muy pequeños. Pero se

acordó de que no podía salir de su cuarto y entonces decidió ir a escondidas

para que no la vieran. Llegó a la cocina y no había nadie, cogió un paquete de

galletas y se lo llevó a Dini quien se lo agradeció mucho. Entonces, Carolina le

pidió que no entrara más en la vida real que si no la castigarían siempre y ella

aceptó y se despidieron. Entonces llegó su madre para ver qué tal estaba

Carolina y no estaba en la habitación.

Después, por la noche, Carolina bajó a cenar y su madre le preguntó que

dónde había estado antes porque había ido a su habitación y ella no estaba.

Carolina sabía que no estaba bien mentir pero al ver que sus padres no la

creían les dijo que estaba en el baño. Su madre la creyó y le dijo que no se

inventara más cosas y así no la castigaría más. Ella aceptó y ya no le volvió a

decir nada de eso.

Al día siguiente, su madre vio a Dini y entonces llamó a Carolina y le

preguntó que si esa era su amiga “diminuta”.

Desde ese momento la madre la creyó y le pidió perdón por no confiar en ella.

Dini se fue a su mundo y ya no volvió más.

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Hace muchos, muchos años, cuando no existían todavía escuelas o

medicinas, vivía una familia.

La familia era pobre, y pequeña, pues la formaban el padre, la madre y

su hijo, Hugo.

El niño estaba paseando por el bosque, como todos los días que le tocaba

bañarse. Iba caminado cuando vio que algo brillaba en el camino con la luz del

sol. Se acerco corriendo a ver de qué se trataba. Era algo duro, amarillo y

redondo y tenéa el mismo aspecto que una semilla así que corrió hacia su casa

y la plantó en el patio.

Al día siguiente, al despertarse, vio a sus padres saltando y cantando y

se extrañó, pues siempre estaban tristes intentando buscar una manea de

conseguir dinero.

-¿Qué os pasa? –les preguntó.

-Resulta que esa semilla que plantaste ayer, era una moneda y ha ocurrido

algo increíble.

Salió corriendo para ver qué había ocurrido. Allí estaba delante de ella.

Era un árbol grande y robusto, y en vez de tener frutos o flores tenéa, por

doquier, monedas de oro.

Se había acabado el problema, ya no eran pobres y estarían siempre

felices.

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Érase una familia que era muy rica. Tenían una hija y la pobre niña

estaba muy enferma. Hacía un año, le habían diagnosticado una enfermedad

degenerativa y los médicos no sabían qué hacer con ella, porque ningún

tratamiento le hacía mejorar.

Los padres habían oído hablar de un médico que hacía milagros. Les

costó mucho encontrarle. Cuando lo encontraron, el médico vio a la niña y les

dijo a los padres que no sabía cómo la podía curar. Los padres desesperados

al ver que su hija cada día estaba peor, le suplicaron que la curara. El médico

enterró unas hojas mágicas y les dijo a los padres que la niña curaría a la vez

que las hojas se marchiten.

Y así fue cómo la niña se curó y volvió a ser feliz.