Mi Amigo El Pespir
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El pespir es la lechuza, pequeña y curiosa,
del noroeste argentino. Su altura no sobrepasa
los 15 centímetros. Tiene las mismas costumbres
nocturnas que lechuzas y búhos. Chista como
ellos y tiene la triste fama de ser anunciadora de
la muerte
Creen los hombres y mujeres del monte
jujeño, que cuando un rancho donde hay una
persona enferma se acerca un pespir y chista,
irremediablemente el enfermo morirá.
Estoy convencido de que esa mala y triste
fama del pespir no le hace justicia. Pienso que la
creencia proviene del hecho de que el pespir es
un animalito confiado y sumamente curioso. Y esclaro, en el rancho donde yace un enfermo
suele verse luz hasta muy tarde. Esto llama la
atención del pespir que se aproxima y lanza su
"¡chist!" para avisar que él está ahí; pero no para
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anunciar la muerte, sino porque le gusta, en la
soledad de la noche larga, acercarse a los
hombres por quienes siente una especial
atracción y cuya compañía busca a condición de
que no se lo asuste.
Yo tuve hace años un pespir amigo que en
un momento de peligro demostró ser solidario y
audaz en la defensa de nuestra amistad. Es
probable que en estos momentos sus descen-
dientes vivan aún en los montes de Santa
Bárbara y que mi amigo haya muerto de viejo.
Ojalá esté todavía vivo, Sea como fuere quiero
rendirle tributo de gratitud contándole a
los niños la aventura que hizo más estrecha y
bella esta amistad.
El Real de los Toros es una finca
enclavada en el corazón de Santa Bárbara. Por
razones que sería largo referir aquí, viví y trabajé
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un tiempo en ella. Entre mis trabajos uno de los
que más me gustaba era regar la chaucha por la
noche.
Regaba la plantación de chaucha a la
noche no por capricho sino porque es la mejor
hora para hacerlo. La chaucha es delicada,
necesita para crecer sana y apetitosa
mucha agua y si se riega a pleno sol se la puede
dañar seriamente. La sed de la chaucha balina o
manteca se calma bien con el frescor de la
noche.
A la entrada de un corto camino que
conducía a la casa había hecho yo clavar dos
grandes aujones
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para la futura tranquera.
Mi encuentro con el pespir se remonta a
una noche de luna clara y cálida, la primera que
fui a regar la chaucha recién nacida. Ya había
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dejado atrás los aujones. Llevaba al hombro una
azada y me encaminaba a la plantación de chau-
cha. Confieso que el chistido del pespir me
sobresaltó. Había pasado muy cerca de él y no lo
había visto. Esto debe haberle molestado y por
eso la energía y la estridencia del chistido. Me
volví. Desde la cima del aujón
me miraba fijamente con sus grandes ojos
redondos y luminosos.
- ¿Que querés?
-!Chist¡
Estuve a punto de alejarlo arrojándole un
terrón para ahuyentar la mala suerte de que se
dice es portador. No lo hice y resolví no tenerlo
en cuenta.
Fui hasta la acequia de riego y abrí paso al
agua en dirección de los surcos. Atento a mi
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trabajo había olvidado al pespir; pero éste no
estaba dispuesto a pasar la noche solo.
-Chist.
Me di vuelta. Allí, sobre un alto bordo
estaba el pespir. A cinco metros escasos de mi
brazo armado con la azada. Me miraba con fijeza
sin la menor prevención.
Debo decir que eso de pasarse la noche
solo, regando en medio de un pequeño espacio
arrebatado al monte grande, tiene sus encantos,
pero después de algunas horas uno siente la
necesidad de descansar y de tener la compañía
de alguien para cambiar un par de palabras. Yo
tenía a la mano a ese alguien: el pespir.
Me siguió a lo largo de los surcos y a lo
ancho de las melgas2. Cuando apoyaba la azada
esperando que pasase la cantidad de agua que
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consideraba suficiente, desde algún terrón
cercano chistaba y me observaba atentamente.
-Hola -lo saludaba yo.
-Chist.. . -pero ahora con un chistido suave.
Me atrevo a decir que comenzaba a ser
afectuoso.
La luna se enredaba en el alto ramaje de
un quebracho, en descenso hacia el arroyo.
Fatigado y con sueño me senté a fumar un
cigarrillo. El pespir se posó a menos de dos
metros y desde allí miraba curiosamente cómo
yo encendía y apagaba, de tanto en tanto, la roja
lumbre al extremo de un palito blanco.
Regué el resto de la noche sintiéndolo
cerca de mí, pero sin preocuparme por lo
que él hacía. Y cuando concluí la tarea y
regresaba soñoliento a la casa, me despidió con
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largo chistido desde el aujón. Y entendí
claramente que me decía: "hasta mañana".
Mientras me acostaba me pregunté si se
habría alimentado en algún momento y con qué.
Pero el cansancio no dejó tiempo para ninguna
respuesta. Me dormí profundamente en tanto la
noche, afuera, comenzaba a poblarse de
rumores y de trinos que anunciaban el alba.
A partir de aquel chistido que me obligó a
fijarme en él, todas las noches de riego tuve la
infaltable compañía del pespir. Cuando me
acercaba a los aujones, azada al hombro, ya
estaba el pespir aguardándome en su
atalaya. Más de una noche esperé que viniese aposarse sobre mi hombro o sobre la azada; pero
su confianza era respetuosa y discreta. Me se-
guía volando bajo o se me adelantaba y me
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esperaba en el borde de la acequia de riego. Mi
itinerario le era familiar.
-¿Cómo te va?
-Chist - que yo entendía como "bien" en un
tono cordial y confiado.
Mientras yo regaba él vigilaba y daba
cuenta de las ratas que osaban acercarse a la
plantación de papa que estaba muy cerca. Y esa
actitud vigilante del pespir me daba tranquilidad,
me inspiraba confianza. Yo estaba seguro que
mientras el pespir anduviese por allí cerca,
nunca podría sucederme nada. Digo esto
refiriéndome a las víboras y en particular a la
yarará que abunda en Santa Bárbara y cuya
picadura es mortal si no se aplica en seguida el
suero antiofídico. En seguida significa antes
de las tres horas de haber sido picado. Y yo no
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tenía suero. Por otra parte sabía que en las
noches muy calurosas la yarará busca la
frescura de los surcos o de la tierra recién
rastrillada; que sale a los senderos abiertos
huyendo de la espesura caliginosa del monte
cerrado. Que sale, simplemente, en busca de
alimento fácil. La yarará no ataca al hombre
salvo en el caso de que se crea atacada. Pero
de todos modos es una víbora peligrosa.
Es la enemiga terrible de los hachadores
que se ven forzados a limpiar a filo de machete
el pie del árbol que deben derribar. Con
frecuencia la yarará, que está ahí,
justamente, dormitando entre los yuyos o
haciendo su digestión, ataca con la velocidad de
una flecha de emponzoñadas puntas. Por eso los
hacheros del monte jujeño usan, sobre sus
raídos pantalones de algodón, un sobre pantalón
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de gruesa lona -rezago de las que se utilizan en
los filtros de los ingenios azucareros- Y cuando
la yarará clava furiosa en la lona sus colmillos
huecos, el hachero le cercena la cabeza de un
machetazo. Claro, que eso requiere sangre fría y
presencia de ánimo. Nadie limpia el monte en
Santa Bárbara a machete solo. Con la
derecha se maneja el machete y en la izquierda
se esgrime un palo de aproximadamente un
metro de largo con el cual se va apartando la
maleza. Así se evita que la yarará pueda morder
la mano izquierda.
Aquella noche me tocaba regar la papa.
Era una noche oscura, pesada, sofocante. No se
veía un dedo delante de la nariz, como suele
decirse. Decidí llevar un farol del tipo Branmetal.
No alumbra mucho, pero permite ir viendo
el camino que uno pisa yendo al tranco. Me eché
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la azada al hombro y tomé el rumbo de la
plantación. Descubrí el pespir por la luz de sus
ojos saltones e inteligentes. Me siguió como era
su costumbre y se posó en la tierra, más allá de
la penumbra mortecina del farol. Así es que yo
no lo veía mientras regaba, pero sabía que
estaba allí, muy cerca, vigilando las sombras
impenetrables que me rodeaban, atento
a mis movimientos y al propio tiempo al acecho
de las alimañas que pudiesen merodear por los
alrededores.
-¡¡¡Chist!!!
Me llamó la atención el chistido. Nunca le
había oído otro igual. Ni siquiera la noche denuestro primer encuentro. Lo entendí como un
alerta e instintivamente alce el farol y asiendo la
azada con fuerza me puse en tensión. A un
metro de mis pies calzados con alpargatas
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bigotudas, una enorme yarará enroscada sobre
la cola levantaba amenazante la cabeza. Su
lengua bífida salía y entraba en la boca con
celeridad increíble. Quedé inmóvil, helado, sin
atinar a defenderme o a huir. Sentí, inclusive,
que no estaba en condiciones de dominar mis
movimientos. La sangre no afluía normalmente a
mi cerebro y cualquier movimiento en falso podía
resultarme fatal. Estaba a merced de la víbora.
Y de pronto entre ella y yo se interpuso el
pequeño pespir. La yarará vaciló. Eso me dio
tiempo para reaccionar. Retrocedí milímetro a
milímetro para no llamar la atención del reptil. Yo
buscaba un lugar para dejar un farol de tal
manera que la yarará quedase dentro del círculode luz para poder disponer de mis dos manos.
Gracias al pespir pude hacerlo. Como si
hubiese adivinado mis intenciones se, lanzó al
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ataque. Las pluma del cogote erizadas hacia
adelante, el piso corto y fuerte proyectado en
ariete a ras del suelo, arremetió abriendo las
alas. La yarará se balanceo hacia atrás para
descargar un golpe fulminante.... Yo ya había
depositado el farol en un bordo y levantando la
azada sobre mi cabeza, impulsándola con ambas
manos, le asesté un golpe. Se revolvió
enfurecida; inutilizada en parte por el golpe
brutal, sus movimientos eran menos peligrosos.
Por otra parte el pespir le clavó el pico cerca
de la cola y me dio la oportunidad de volver a
descargar mi azada buscando la cabeza.
Esta vez acerté en un punto vital. Se derrumbó y
comenzó a extenderse. El pespir le asestó untremendo picotazo en la parte posterior del
cráneo y la sacudió con violencia golpeándola
contra la tierra hasta que la víbora, fláccida, sin
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vida, fue una masa inerte. Sólo entonces la
dejó caer. Medía casi dos metros...
Me senté temblando aún y encendí un
cigarrillo.
-Gracias, viejo -le dije al pespir que me
miraba con sus claros ojos curiosos.
-¡Chist! -me respondió. Como si dijese "no
es nada". Inclinó ligeramente la cabeza con
gracioso movimiento y me guiñó un ojo.
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1- Aujón: poste labrado y agujereado donde se
colocan las trancas
2- Melga: espacio de tierra, sin cultivar, entre
una cantidad y otra de rayas cultivadas
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José Murillo es argentino y ama la misteriosa belleza
del monte jujeño. Ha escrito Cinco patas, Renancó y
los últimos huemules, El Tigre de Santa Bárbara,
Leyendas para todos, Rubio como la miel, El último
hornero de cabra corral, El niño que soñaba el mar,
Brunita y Silvestre y el hurón, entre otros nombres
que nos acercan a ámbitos y costumbres propios y
extraños.