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Mensaje de la Comisión Teológica Internacional con ocasión del Año Mariano Acogiendo la invitación del Santo Padre Juan Pablo II, la Iglesia celebra este año, de un modo especial, a la Madre de Dios, lo que ofrece a la Comisión teológica internacional la oportunidad de proponer una breve reflexión acerca del papel de la Virgen María en el misterio de Cristo y de la Iglesia. Debemos a María el nacimiento de Cristo redentor. María es ciertamente una obra de la gracia divina: Ella jamás se identificó de otro modo que como la sierva humilde y disponible frente a la acción de Dios. Bien sabe Ella que todo lo que es y lo que está llamada a realizar, lo debe a Dios, y no sólo su fecundidad humana, sino la capacidad, mucho más importante, de poder acoger el designio de Dios con todo su ser femenino, al mismo tiempo virginal y maternal, jamás herido por el pecado. El hombre, dice San Pablo, «viene por la mujer», Cristo por María, pero «todo viene de Dios» (cf. 1 Cor 11, 12). El «sí» de María es el acto de fe más puro que haya podido expresarse, y era necesaria esa fe incondicional para que el Verbo se hiciera carne, para que el Hijo de Dios llegara a ser Hijo del hombre. María da pruebas de su fe no sólo en el momento en que el Espíritu Santo la hace fecunda, sino durante toda su vida: así cuando no comprende por qué Jesús se queda en el Templo; cuando Él parte para fundar su nueva familia - «bienaventurados más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28)-; cuando Jesús en la Cruz la da por Madre a Juan, a la Iglesia y finalmente a todos aquellos por los cuales Él se entrega a la muerte. María es hasta tal punto Madre, que no se la puede entender al margen de su maternidad. Todo lo que le ha sido concedido, Ella lo cumple y lo acepta en la simplicidad de su obediencia. Nada hay más fecundo que su

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Mensagem para o ano mariano

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Mensaje de la Comisión Teológica Internacional

con ocasión del Año Mariano

Acogiendo la invitación del Santo Padre Juan Pablo II, la Iglesia celebra este año, de un modo especial,

a la Madre de Dios, lo que ofrece a la Comisión teológica internacional la oportunidad de proponer

una breve reflexión acerca del papel de la Virgen

María en el misterio de Cristo y de la Iglesia.

Debemos a María el nacimiento de Cristo redentor.

María es ciertamente una obra de la gracia divina: Ella jamás se identificó de otro modo que como la

sierva humilde y disponible frente a la acción de Dios. Bien sabe Ella que todo lo que es y lo que está llamada a realizar, lo debe a Dios, y no sólo su

fecundidad humana, sino la capacidad, mucho más importante, de poder acoger el designio de Dios con

todo su ser femenino, al mismo tiempo virginal y

maternal, jamás herido por el pecado. El hombre, dice San Pablo, «viene por la mujer», Cristo por María, pero «todo viene de Dios» (cf. 1 Cor 11, 12).

El «sí» de María es el acto de fe más puro que haya

podido expresarse, y era necesaria esa fe incondicional para que el Verbo se hiciera carne, para que el Hijo de Dios llegara a ser Hijo del

hombre. María da pruebas de su fe no sólo en el momento en que el Espíritu Santo la hace fecunda,

sino durante toda su vida: así cuando no comprende

por qué Jesús se queda en el Templo; cuando Él parte para fundar su nueva familia -«bienaventurados más bien los que escuchan la

Palabra de Dios y la cumplen» (Lc 11, 28)-; cuando Jesús en la Cruz la da por Madre a Juan, a la Iglesia

y finalmente a todos aquellos por los cuales Él se entrega a la muerte. María es hasta tal punto Madre, que no se la puede entender al margen de

su maternidad. Todo lo que le ha sido concedido, Ella lo cumple y lo acepta en la simplicidad de su

obediencia. Nada hay más fecundo que su

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consentimiento: «He aquí la esclava del Señor;

hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38).

El Apocalipsis nos muestra a María en la imagen de

la Mujer que está entre el cielo y la tierra. Ella gime en los dolores del parto, porque sintetiza toda la fe de Israel y también secretamente los deseos de

toda la humanidad que espera su liberación. Gime también como Madre de todos los hermanos y

hermanas de Jesús, es decir, de todos los miembros

de su Cuerpo místico, especialmente de los pobres y de los perseguidos a causa del Evangelio, porque

María es al mismo tiempo la Madre de la Iglesia y su más perfecta realización (cf. LG 65): la misma Iglesia inmaculada (cf. Ef 5, 27).

María es la Hija de Sión que, colmada de gracias inefables, se transporta de gozo en Dios su Salvador

y lo expresa en su canto, el Magnificat (cf. Sof 3, 14s; Lc 1, 46-55): todas las generaciones se

gozarán con Ella y a causa de Ella. Esta alegría

deberá pasar por todos los dolores de la Pasión de su Hijo, pero la Asunción será el reflejo definitivo de la gloria de Cristo sobre su Madre.

En su fe total, ¿acaso no ha experimentado María

toda la plenitud de su feminidad virginal y maternal, tanto las más altas cumbres de la alegría, como los abismos del sufrimiento?

María es la más humana de las mujeres y al mismo

tiempo la más colmada de la gracia divina.

¡Que Ella interceda por nosotros, pobres pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte, a fin de que

podamos compartir la gloria de la resurrección!