Memorias del viento

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MEMORIAS DEL VIENTO Emiliano Llano Díaz

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MEMORIAS DEL

VIENTO

Emiliano Llano Díaz

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Memorias del Viento Emiliano Llano Díaz El autor y Exa Ingeniería® no están afiliados a ningún fabri-cante. Derechos Reservados© por el autor 2018-2021. Derechos mundiales reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida o almacenada en ningún medio de retransmisión, fotocopiado o reproducción de ningún tipo, incluyendo, pero no limitándose a fotocopia, fotografía, fax, almacenamiento magnético u otro registro, sin per-miso expreso del autor y de la editorial. Compuesto totalmente en computadora por: Exa Ingeniería SA de CV® Bajío 287- 101 Col. Roma México, D.F. 55 564- 10- 11; 55 564- 02- 68; FAX 55 264- 61- 08 ISBN 968- 499- 822- 8 SEP 20726/92 Registrado ante la SEP en la propiedad intelectual del autor Impreso y hecho en México. 1era edición octubre 2017 2da edición abril 2018 3era edición octubre 2020 4ta edición marzo 2021

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A María Cristina Vera Aristi, mi querida esposa, por su inestimable cooperación y paciencia en la ayuda de la elaboración de este libro; por las numerosas horas inverti-das en su corrección y sus invaluables su-gerencias.

A mis amigos y parientes por crear las me-morias de las que este libro se alimenta.

A la vida, que es lo más valioso que tengo.

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Contenido El Increíble Hombre Araña ...................... 3

La Tía ..................................................... 19

Las Rejas son Verdes.............................. 29

Santa Existe ............................................ 47

El Límite del Olvido ............................... 63

Bola Negra ............................................ 105

El Juguete Roto .................................... 123

Tarde de Galletas .................................. 137

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El Increíble Hombre Araña

El primer recuerdo que tengo del tranvía es cuando una fría mañana de verano, al alba, mi madre me tomó de la mano y me llevó a la parada en la entonces esquina de la ave-nida de los Insurgentes con Chapultepec. Ahí tenía su restaurante de comida espa-ñola, el café Salas, y que luego pasaría a ser la parada del metro Insurgentes. Ese día, emprendimos un iniciático viaje hasta el pequeño pueblo de Coyoacán en lo que mi mente infantil se trató de un interminable éxodo a través de las tentaculares calles de la inmensa ciudad de México.

El tranvía se movía en el silencio de la ma-ñana, tan suavemente como si se deslizara evitando tocar el asfalto, sonando continua-mente su campanilla advirtiendo a los co-ches y peatones de nuestra presencia.

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Atravesamos rápidamente calles mojadas por el rocío del amanecer bajo un cielo sin luna y aún sin sol; calles de casas alineadas con sus ventanas cerradas. El tranvía nos llevó a través de sus estrechas vías hasta el centro mismo del retirado pueblo de Co-yoacán pasando por sus apretadas calles adoquinadas plasmadas de casas colonia-les. Una inmensa verja llamó mi atención, detrás de ella se encontraba un enorme prado verde por el cual paseaban personas en batas blancas. Mi madre inventó en ese momento la historia de que se trataba de una casa de locos, ahora sé que realmente se trataba solamente de un colegio.

El tranvía nos depositó en el mismísimo centro de Coyoacán, la plaza Hidalgo, donde pasamos por el típico helado de ma-mey a la Siberia. La banda tocaba animada-mente en el quiosco y emprendimos el corto trayecto final por las apretadas ban-quetas hasta llegar a la casa de mi tía, donde conocí finalmente al que sería mi amigo in-separable a lo largo de todos estos años: mi primo Rubén.

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Figura 1 El tranvía por los años setenta

El trole y tranvía de pértiga fue mi trans-porte de predilección hasta que los susti-tuyó el Ruta 100 o su equivalente más mo-derno de la época “el delfín”. Pronto descu-brí que no sólo podía llegar a Coyoacán sino hasta lugares insospechables del D.F. como podría ser el mismo centro de la ca-pital pasando por la calle de Bucareli1, el

1 Llamada así en honor del virrey Antonio María de Bucareli y Ursúa que la mandó construir. Antes lla-mada Paseo Nuevo.

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Reloj Chino2 y la Ciudadela hasta deposi-tarme en 16 de Septiembre, a la entrada misma del “Puerto de Liverpool” o “El Pa-lacio de Hierro”, a un lado del Palacio Na-cional o llevarme hasta Xochimilco a dar un paseo por sus trajineras. Por menos de un tostón3 se me abrían las puertas del

2 La Torre del Reloj Chino de la avenida Bucareli, instalado anteriormente en una amplísima glorieta, fue donada por la comunidad de chinos residentes, la que tomó la inicia-tiva para construirla colocando un reloj enviado desde China por la dinastía Qing e inaugurándola en 1910. Sufrió graves daños al ser alcanzado por los proyectiles de los cañones rebeldes disparados desde La Ciudadela en 1913 hasta el Palacio Nacional. Se pueden ver los cañones a la entrada del Mercado de Artesanías de la Ciudadela, a los pies del monumento a Morelos.

3 "Tostón" fue el nombre que se le dio a las monedas de plata acuñadas por España en sus colonias americanas con valor de medio duro o real de a cuatro. Hace muchos años éste era el nombre de las piezas de 50 centavos, con Cuauhtémoc, sin olvidar a “La Josefa” o Quinto (de quin-tus), la de a 20 ctvs. (Teotihuacan con el Sol y el Águila, in-dispensable para los volados o el teléfono) y, si eras millo-nario, el peso de plata (con la efigie de Morelos, conocido como “Tepalcate” por la raza).

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mundo (no había entonces American Ex-press).

Figura 2 Reloj Chino en la avenida de Bucareli

En el centro se encontraban las oficinas de Turismo Majestic en el lobby del Hotel Ma-jestic. Esta agencia pertenecía a uno de mis tíos. En la azotea del hotel existía (y existe aún) un restaurante en el que mi tío acos-tumbraba tomar el sol y un café a media mañana. Desde ahí se contemplaba la

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inmensa plaza, la catedral y el Palacio Na-cional en cuyos interiores pronto descubrí los murales de Diego Rivera4, el mismo que frecuentaba a Frida Kahlo y sus “Cachu-chas” de la Casa Azul de Coyoacán, la misma pintora que casi se queda inválida al accidentarse el camión en el que viajaba, con un tranvía.

Figura 3 Murales de Diego Rivera en el Palacio Nacional

4 Diego Rivera pintó los murales del Palacio Nacional en-tre 1929 y 1935. Abarcan una superficie de 275 m2.

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Para los atrevidos, mi caso, la investigación iba más allá y era visita obligada el San-borns de Madero y la Escuela Nacional Pre-paratoria (donde Diego Rivera conoció a Frida) con los murales de Diego Rivera, José Clemente Orozco5, Fermín Revueltas, Fernando Leal y Ramón Alva (en la calle de República de Venezuela).

Mis viajes en tranvía se volvieron frecuen-tes entre mi casa en la avenida Chapultepec, una vieja casona colonial frente a los arcos del antiguo acueducto de Chapultepec6, y la casa de mi primo Rubén en Coyoacán. Las tardes de fútbol usando el zaguán como portería, prohibición total de usar el jardín como cancha de nuestras aventuras, se

5 Representantes del Muralismo Mexicano cuyo padre se considera al Dr. Atl. En 1923 surgen “Los tres grandes”: David Alfaro Siqueiros, Diego Rivera y José Clemente Orozco.

6 Construido sobre la avenida Chapultepec en el virreinato sobre los vestigios del acueducto prehispánico. Hoy en día sólo se conservan unos pocos arcos y dos de sus fuentes originales. Llegaba hasta Salto del Agua y la Merced (4 km).

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suceden y los años pasan, el sentimiento de invencibilidad e inmortalidad de la época crece. Al dúo dinámico se une un amigo en-trañable: Arturo y surge un cambio: aunque a Peter Parker le muerde en la mano una araña modificada genéticamente lo que le otorga los poderes de ese arácnido convir-tiéndose, pues, en “El sorprendente hombre araña”, en México, “qué mosca te picó” no se aplica; ya naces así y si no, te conviertes: avispado, vivillo, alburero, mañoso, en una palabra “el sorprendente hombre mosca”. Mientras que la gran mayoría de las arañas poseen 8 ojos, y a pesar de ello tienen una escasa visión, las moscas tienen dos gran-des ojos compuestos por aproximadamente dos mil omatidios cada uno sin puntos cie-gos; además, entre ellos y sobre su cabeza, tres ojos simples u ocelos. Todo esto les sirve para viajar de “mosca” en todo tipo de transporte y buena falta les hace pues en una ciudad en la que el trasporte público no abunda, la ingeniosidad paga y en eso, el que viaja de mosca, no paga. El trio sinté-tico no se sustrae a la aventura y se une a las moscas humanas.

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Las “moscas” no se limitaban al tranvía; todo tipo de transporte sufría esta plaga. Una vez que el tranvía paraba, los atrevidos se agrupaban en la retaguardia del mismo. En cuanto el vehículo iniciaba su movi-miento, las “moscas” se trepaban a los bor-des en la parte trasera, sujetándose de las ventanillas y encogiendo el cuerpo para que el conductor no los viese y así iniciar el riesgoso viaje.

En cuanto el transporte paraba los ojos de las moscas entraban en acción. El chofer to-maba la cuña de acero que usaba para hacer el cambio de vías y, sin miramientos, tra-taba de pescar al más próximo para librarse de las “moscas” que traía colgadas.

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Figura 4 Boleto de transporte urbano

Figura 5 Boleto de transporte foráneo

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Ese deporte lo extendí después, sin medir las consecuencias, al estribo del camión de transporte llevándolo incluso a la bajada o subida de “avioncito” consistente a no es-perar el alto total del vehículo para hacer la maniobra. Varias veces fallé trastrabillando y parando mi loca carrera con un poste o la multitud que esperaba el vehículo para abordarlo.

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Figura 6 Los sorprendentes hombres mosca

A veces a la mosca se le caía algún objeto, bastaba entonces con jalar un tirante de la

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pértiga para que se detuviera intempestiva-mente el trasporte al perder la conexión con los cables de energía eléctrica y poder saltar para recuperar el objeto. Había que correr a más no poder para evitar al furibundo cho-fer y esperar otra unidad para continuar el furtivo y peligroso viaje.

Llegaron los “ruta 100” y los modernos del-fines seguidos de las “peseras” condenando la suerte de tranvías y trolebuses ya en sus últimos estertores. Las vías se fueron aban-donando poco a poco quedando sólo como trampas para automovilistas en Insurgen-tes, Bucareli, Patriotismo y Revolución que no tardaron en convertirse en ejes viales. Se les echó chapopote a los rieles en un intento vano de cubrirlos. Al serio chofer unifor-mado lo sustituyó el cacharpo7 o chalán

7 Aprendiz de Chofer, amigo, compañero y brazo derecho del chofer; cobra los pasajes, anima a que los pasajeros vayan pasando, echa aguas y da el pitazo cuando han ter-minado de bajar. Se baja por las bebidas, hace de DJ, co-rre entre los autos con tal de cambiar un billete en mone-das. Es el responsable del aseo diario de la unidad y em-plea frases tales como "Mi chafirete, vamos a meter la

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gritando sin cesar “súbale, Metro Indios Verdes, hay lugar para dos allá atrás”.

Queda un misterio sin resolver en la ciudad: aquellos rieles por los que alguna vez pasa-ron los tranvías; esas vías ahora inútiles que emergen de pronto del asfalto, siguen nues-tro camino por algunos metros y la calle se los come, como si se ahogaran en la nada. Me gustan esas vías inútiles. Son como ci-catrices, heridas de plata en el rostro de la gran urbe. Cuando voy en el coche o trans-porte urbano y se me atraviesa alguna, me imagino la cantidad de vidas que aquellas vías transportaron y que ahora son como fantasmas de un tranvía que ya no pasa.

Yo también me apretujaba en esos tranvías que me llevaban a la casa de mi primo Ru-bén sin sospechar que un día, de aquellos vetustos trenes, sólo quedarían las trazas de sus rieles. Los hombres, mujeres y niños moscas que iban en mi viaje, también se

chancla para quedarnos con el ganado y alcanzar a la po-lla, pues ya es hora de modular la servilleta"

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fueron como en un sueño. Ahora también son sólo como fantasmas dentro de un tran-vía que ya no pasa.

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La Tía

Una febril actividad se anunciaba ese mes de agosto.

—La tía nos visita —nos anunció simple-mente mi madre.

Entre los planes se imponía una visita obli-gada a Xochimilco8 que en mi vida había visto. El mismo sitio que forjó la leyenda de los Aztecas sirviendo como granero y re-serva piscícola durante más de 200 años an-tes de la llegada de los españoles.

Toda la familia se reunió casi al pie de la escalinata del avión en el aeropuerto — en ese entonces no había que casi desnudarse

8 Del náhuatl Flor Cultivada

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para tomar el avión — para recibir a la vi-sitante europea.

La tía Conchita había sido, hasta ese pre-ciso momento, una entidad amorfa e imagi-naria que enviaba regalos de España cada vez que algún afortunado viajero pasaba por el pueblo de mi padre.

—Ya sale —gritó alguien.

La música de los mariachis sonó. No supe si en su honor o en el de alguno de los otros 60 pasajeros del mismo vuelo. Todo era confusión y griterío, el equipaje se depositó al pie del avión y los maleteros con sus dia-blitos intervinieron, diligentes, casi de in-mediato.

Un sábado temprano en la mañana la cita fue en el embarcadero de Xochimilco con toda la familia.

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Un niño me presentó un ajolote9. Un mons-truo endémico de Xochimilco con bran-quias en lugar de orejas y finos dedos en sus patas. Les temía. De no haber sido por la presencia de mis primos hubiese llorado ahí mismo. Traía muchos en bolsas de plástico para su venta.

—No te van a comer —bromeó el vende-dor, pero yo no estaba tan seguro.

En el embarcadero se apilaban las trajine-ras10 y sus capitanes se peleaban por que embarcáramos en la suya. Todas ellas en-galanadas con arcos floridos con nombres

9 “Monstruo de Agua” se estima que existió siempre en abundancia. Los grupos humanos asentados en las riberas de Xochimilco lo apreciaban como alimento. 10 Un tipo de embarcación de fondo plano construida con tablones e impermeabilizada con chapopote. Transporta de 10 a 25 personas y se usa en aguas tranquilas y poco profundas. Con calado no superior a 30 cm y manga de al-rededor de 3 metros, se mueve usando una pértiga que se apoya en el fondo de la masa de agua en que se desplaza.

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de mujer como “Lupita”, “María” o “Mar-garita” y banquetas a sus costados.

Figura 7 El embarcadero de Xochimilco

Una vez decidida la embarcación que nos llevaría y todos en nuestro puesto, comenzó el paseo con todas las chinampas a nuestro alrededor. También estaba presente la ate-morizante sensación de movimiento de la embarcación al deslizarse por el agua. Nuestro lanchero encausó la canoa con su pértiga, sorteando la maleza — y la basura — para empujar el peso de todos nosotros durante el largo paseo. El aguante del

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lanchero se convirtió en otra de las cosas que me causaron admiración.

La excitación del paseo pronto cedió paso a un profundo aburrimiento. Ni las coloridas chinampas de las marchantas que ofrecían ramos de flores ni las de tamales, mazorcas, esquites, todo tipo de golosinas o las de tra-jineras con marimbas, mariachis, tríos o fo-tógrafos con sombreros de charros, pudie-ron ganar mi atención.

En las orillas de las chinampas11 se podían ver a lavanderas, así como las ordenadas fi-las de cultivos de maíz, amapolas y uno que otro pez que se asomaba.

Este colorido espectáculo se conserva en postales y fotos de casi todas las familias mexicanas, de todas las épocas, que hayan visitado la capital. El recorrido se ha ido adaptando al paso del tiempo, añadiendo

11 Método mesoamericano de agricultura y expansión te-rritorial que, usando una especie de balsa cubierta con tierra, sirve para cultivar flores y verduras.

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nuevas costumbres, públicos de diversas edades y gustos variados; pero las cancio-nes de los mariachis siguen sonando, ade-más de la presencia de los vendedores que ofrecen, desde sus chalupas, flores, antoji-tos y recuerdos.

El recorrido tuvo fuerte contenido emocio-nal pues uno de mis tíos perdió la vida pre-cisamente ahí, practicando el canotaje cuando aún no existía el canal olímpico y volcarse constituía un ejercicio peligroso, aun sabiendo nadar, debido a las plantas, al-gas y el fondo lodoso.

La tía se fue y la olvidamos, el paseo tuvo el mismo destino. Pasaron largos años antes de que volviera a Xochimilco ahora acom-pañado sólo con mi novia. Las flores de las trajineras y chinampas también se fueron, los hermosos arcos ahora están decorados con descoloridas flores de plástico y los ca-nales hieden con las toneladas de lirios en descomposición, desechos y basura.

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Figura 8 Chinampa

La población usó la pesca ilegal como forma de vida acabando con el ajolote, el ahuejote12, la carpa, los canales, las chi-nampas y los mismos manatíes que un ilu-minado introdujo para controlar los lirios, que otro intelectual sin experiencia de campo, introdujo al lago.

12 Árbol cuyas raíces ayudan a sostener la chinampa para que no se derrame en el agua.

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El rumor corrió como pólvora: en Xochi-milco: la gente se comió a los manatíes; uno tras otro los sacaron del agua, los tasajea-ron, los aderezaron, cocinándolos en sus comales y sirviéndolos en tacos. Dicen que la parte más suculenta eran las aletas. Por su parte, los lirios siguen proliferando hasta llenar por completo los canales.

A partir de entonces fue un vicio ir todos los domingos a tomar la trajinara colectiva, comprar plantas, comer unos tacos — quizá me sirvieron los de manatí — y pasearse en los jardines del convento San Bernardino.

Siendo Xochimilco una de las últimas re-servas de agua de la Ciudad de México — 40% de este líquido vital que consumen los defeños proviene de esta área — si se deja que se colapse su zona lacustre, la capital sufrirá las consecuencias.

Llegó el tiempo de romper con el pasado, me pareció llorar dulcemente recordando los paseos y a la tía como si todo volviese de golpe. Cerré los ojos fuertemente para

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que los recuerdos se hiciesen más presen-tes, más reales. Mentiría si digo que no lo siento.

Mientras tanto los lugareños observan im-potentes las condiciones de contaminación de sus canales y rememoran el pasado co-lorido y fresco de su región que segura-mente, como la tía, no volverá.

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Las Rejas son Verdes

No lo podía creer: allí me encontraba en la mismísima Catedral Metropolitana de la Asunción de la Santísima Virgen María a los Cielos en Ciudad de México; la que no había visitado desde hace ya más de 35 años. Pero en lugar de visitante, me encon-traba en su presbiterio cerca del ambón a un lado del altar mayor, el del perdón, en una misa de comunión, en la que yo oficiaba de padrino. Hacía dos días que había iniciado mi viaje y ocho mil kilómetros me separa-ban en ese momento de mi actual residen-cia; fue un largo viaje de 15 horas a través del norte de Francia, atravesando 4 países, en una aventura en la que literalmente me encontraba cocido en mis propios jugos. La única ropa que me pertenecía eran mis cal-zoncillos (la maleta no llegó), todo lo de-más: zapatos, corbata, saco, pantalón…

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eran prestados y, o demasiado grandes o muy pequeños. Desde mi humilde silla de junco y madera, delante de la sillería del coro confeccionada en tapicería, contem-plaba la grandeza oscura y siniestra de la catedral. Sus espesas paredes diseñadas para soportar temblores contrastaban con las europeas, con sus grandes arcos góticos de medio punto abiertos y ornadas con sus impresionantes rosetones y luminosos vi-trales. Aquí los multicolores retablos de fi-nas maderas lucían kilos de hoja de oro en sus primitivas esculturas del arte colonial mexicano. Los masivos tubos de uno de sus órganos, que alcanzaba a percibir por en-cima del coro, parecían querer indicarme algo en la cúpula.

Tan repentina como empezó, la misa ter-minó y una visita a la cúpula fue organizada para ver a “Doña María” la campana de 7 toneladas de las 56 que había (sólo restan 35). Fe, Esperanza y Caridad nos indicaron, arriba del reloj principal de la catedral, que la hora del tamal era urgente.

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Eran ya las diez de la mañana. El zócalo se veía asaltado por el ruido; esa atmósfera ya familiar, de voces, motores, radios a todo volumen, cumbias, rancheras, salsas y bo-leros, o rock y rap, mezclados; agredién-dose con sus destemplados gritos. Caos ani-mado, necesidad profunda de aturdirse para no pensar y acaso ni siquiera sentir, del que alguna fue su pueblo, la Raza de Bronce. Junto a ellos, en una explosión de vida sal-vaje, indemne a las oleadas de moderniza-ción, los indígenas bailaban ya al rayo del Sol, con su magnetófono a todo volumen, sus danzas prehispánicas; junto, los “na-cos” escuchaban el concierto de rock ofre-cido por la delegación. Algo en los mexica-nos se aferra a esa forma prerracional, má-gica: a ese apetito por el ruido. El ruido por el ruido mismo, no por la música.

Todos los sonidos de la vida, motores de automóviles y motos, casetes, discos, radios, bocinas, ladridos, gruñidos, voces humanas, aparecen a todo volumen, manifestándose al máximo de su capacidad de ruido vocal, mecánico, digital o animal:

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los perros ladraban más fuerte y los niños chillaban con más ganas. Ni en mis peores pesadillas me había acordado de ese brutal quejido de la ciudad, de esa sinfonía brutal, desafinada, en la que estaba ya inmerso desde hace dos días.

Con paso firme y presuroso no dirigimos, amigos y familiares, al típico desayuno en el restaurante panorámico del hotel Majes-tic encajado en una de las esquinas de la Plaza Mayor. Desde ahí se contempla el conjunto que encuadra el Palacio Nacional (que alberga las obras de Diego Rivera; an-tes sede del gobierno).

Figura 9 Palacio Nacional a lado de la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México

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La pesera13 — que ya no cuesta un peso, sino diez — pasaba rauda por Paseo de la Reforma recorriendo algunos de los monu-mentos emblemáticos de la capital. Dejaba apenas el tiempo necesario para apreciarlos mientras competía con la de al lado para re-coger pasaje: Monumento a Colón, Monu-mento a Cuauhtémoc, Monumento a la In-dependencia, la Diana Cazadora ahora des-nuda en su pedestal. En este último monu-mento luché contra el pasaje y el cobrador para hacerme un hueco y llegar a la puerta, salir y quedar justo en Lieja, esquina Re-forma en un caos urbano indescriptible. Aprovechando un resquicio entre los vehículos, atravesé, a la carrera, un triple río de autos y a mi izquierda quedó el edi-ficio de la Secretaría de la Salud que seguía enarbolando banderas de reivindicación como hacía exactamente 30 años.

13 Nada que ver con “pecera” (recipiente de cristal con agua para contener peces vivos) sino que es un taxi colec-tivo con recorrido predeterminado y precio fijo (antes un peso mexicano).

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Todos los coches y camiones parecían lle-var la radio encendida a todo volumen bajo el sol infernal. A ratos, de algún vehículo asomaba una cabeza maldiciendo o insul-tando a un peatón o automovilista que osaba cruzársele.

Caminé presuroso los pocos metros que me separaban de la entrada que recordaba de la 1era sección de Chapultepec: la Puerta de los Leones14, sólo que ahora le faltaba la mitad del paseo y tres cuartas partes de los árboles.

Figura 10 Puerta de los Leones

14 Destinados originalmente al Monumento a la Revolu-ción encargados por el presidente Porfirio Díaz.

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Lupe, la sirvienta15, me tomaba de la mano mientras que con la otra tomaba la canasta de mimbre con el almuerzo. Partíamos tem-prano, el sol apenas se asomaba. Salíamos de la casa que estaba en la avenida Chapul-tepec, enfrente del mismo acueducto que los españoles usaron para alimentar la ciu-dad de los manantiales del Cerro del Cha-pulín. Los urbanistas de la época se basaron en los acueductos que Chimalpopoca y Net-zahualcóyotl habían construido. Ese día, pasamos sin detenernos por enfrente de la Parroquia del Santo Niño de la Paz donde Lupe se santiguó numerosas veces. Cami-namos luego por Reforma a través del Án-gel y la Diana Cazadora — que exhibía or-gullosa sus rotundas nalgas y rutilantes pe-chos — donde de nuevo se santiguó nume-rosas veces, tomando rumbo directo a la Puerta de los Leones.

15 Criada, muchacha, auxiliar doméstica y demás nombres despectivos: especie de esclava moderna que algunos piensan que está a su servicio las 24 horas al día.

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Pasamos por el Monumento a los Niños Héroes (Altar a la Patria) y a la derecha, quedó la casa de los espejos. Lupe se santi-guó de nuevo; esta vez logré soltarme de su mano y entrar por la salida (¡faltaba más!). Al interior me encontré con variantes defor-mes de mí mismo en un laberinto que ter-minó frente al guardia que me regresó, no sin cierto alivio, a la mano de Lupe. Me quedé maravillado ante el petroglifo de Moctezuma al que Lupe no quiso acercarse. Lentamente subimos por el camino pedre-goso que llevaba serpenteando por el cerro del Chapulín al Castillo de Chapultepec. El elevador estaba cerrado a esas horas, ade-más de que Lupe rehusaba categóricamente tomarlo argumentando que por ese túnel se entraba directamente al Mictlán. Al poco andar ya teníamos el bosque a nuestros pies entre la niebla. Producía un extraño placer avanzar en aquel silencio interrumpido por el canto de los pájaros y saber que dispo-níamos de toda la mañana.

Caminaba deprisa tratando de reconocer los hitos; pronto llegué a la escalinata que

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desembocaba en el mármol de los Niños Héroes de Chapultepec. De niño se me ha-cía mucho más lejos, mucho más especta-cular. Ahora me enteraba que aparte de mo-numento es mausoleo. Quisiera recitar el poema “Los Niños Héroes de Chapultepec” que había aprendido y recitado decenas de veces, ante el espejo, ante mis compañeros de clase, ante mi novia y repetido en silen-cio y de que ahora solo recordaba algunas estrofas. Sonreí y desistí.

La Casa de Guardias del Castillo de Cha-pultepec, se encontraba ahora cerrada. No pude evitar evocar los espejos, las formas de las personas reflejadas, las risas, las car-cajadas, los recuerdos. Para todo aquel que alguna vez hizo la cola y entró al mundo mágico de su laberinto seguirá siendo la “Casa de los Espejos”.

Era extraño, los fotógrafos ya no intentaban tomar la fotografía del recuerdo. No encon-tré al tipo del pajarito de la suerte ni a los ya clásicos estafadores profesionales que llevaban años con el juego de la bolita.

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Tampoco vi a su bola de paleros obstru-yendo el paso de la gente. Eché de menos al merolico que hacía bailar a la calaca de manera mágica para luego venderte el truco: ¡Que no le digan que no le cuenten!

Lupe insistió en tomarse una foto conmigo y en que un pajarito sacara el “papelito de la suerte”, mismo que no me enseñó. Cami-nando con brío llegamos al lago y vi por primera vez en mi vida a las parejas re-mando en unas pequeñas barcas, unas más hábiles que otras. Lupe se detuvo intempes-tivamente en una zona que probablemente ya tenía seleccionada. Desde ella podíamos ver claramente los dos lagos y la Casa del Lago. Posteriormente me enteré de que era el favorito de los que se van de pinta, de los enamorados y de los deportistas (aunque sólo sea los de domingo, faltaba más).

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Figura 11 El pajarito de la suerte

Me detuve a tomar el aliento, hacía una hora que caminaba, sudaba y mi corazón la-tía acelerado. No quise llegar al zoológico, quizá debí hacerlo. ¿Seguiría el viejo Panda ahí? En otras épocas llegaba hasta el Paseo de los Compositores, la Calzada de los Poe-tas y la de los Filósofos. Pasaba después por la Fuente de Netzahualcóyotl, por la Fuente de las Ranas y la Tribuna monumental para

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llegar, finalmente, a la Fuente de la Tem-planza16.

En vez de dar media vuelta y emprender el regreso hacia la salida, mis pasos, no mi vo-luntad, me llevaron más allá. Llegué hasta contornear el Paseo de los Poetas para re-gresar por el Audiorama. Subí por la esca-lera izquierda del cerro de los Chapulines, dejando atrás los baños de Moctezuma, ha-cia el único Castillo Real en América que el virrey Bernardo de Gálvez y Madrid mandó construir como su casa de verano. Posteriormente fue usado como almacén de pólvora, academia militar y residencia ofi-cial del emperador Maximiliano I de Mé-xico o de algunos presidentes.

Me detuve un instante en mi loca carrera para registrar la gran variedad de olores así como el sinfín de ruidos que martilleaban mis oídos: el inexorable polhumo de la

16 Dedicado a la memoria de los pilotos que conformaron el Escuadrón 201, este espacio se localiza a espaldas del famoso ahuehuete conocido como “El Sargento”.

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ciudad, los olores a grasa y a fritura de un puesto cercano donde chisporroteaban los sartenes y se ofrecían viandas y bebidas. Ese aroma denso, indefinible, tropical, de resinas, flores y matorrales en descomposición, de cuerpos transpirando. Un aire impregnado de esencias animales, vegetales y humanas que el sol protegía, demorando su disolución y evanescencia. Era un olor cálido, que tocaba alguna fibra íntima de mi memoria y me devolvía a la infancia, a esa avenida Heroico Colegio Militar.

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Figura 12 La antigua Calzada de Chapultepec (circa 1880), cuando todavía existía el acueducto (construcción del siglo XVIII, del cual hoy sólo se conserva un tramo sobre la actual avenida Cha-

pultepec)

Entré a la colección de carrozas del castillo, paseé nervioso por la de relojes y terminé en la de banderas. Las tres las conocía más que de sobra pues las visité por lo menos 10 veces. Paseé por sus jardines, visité las ha-bitaciones y me asomé por sus balcones contemplando la gran Ciudad de México a mis pies. Bajé por la misma escalinata late-ral del castillo antes poco conocida, aunque

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ahora veía que era más frecuentada, para di-rigirme a paso firme al ahuehuete17 “El Sar-gento”.

Era grato andar bajo la sombra de los ahuehuetes y eucaliptos; descubrir la me-moria perdida, absorbido en mis pensa-mientos, arrullado en la anarquía de voces y músicas, atento a los baches, hoyos, de-formaciones del piso para no tropezar cons-tantemente o meter el pie en las basuras que deja la gente y los perros callejeros hus-mean. ¿Era feliz, entonces?

Recorrí unos cientos de metros hacia la Puerta de los Leones para encontrarme, en lo que en mi juventud era un paseo habitual, con el Obelisco a los Niños Héroes, justo en frente de una placa del lugar “exacto”

17 Según la tradición, fue el famoso rey Nezahualcóyotl, quien sembró este árbol hacia el año de 1460 “en Chapul-tepec donde también abundaban los manantiales y la en-trada al inframundo”. Ya no está vivo, aunque aún luce fuerte y erguido.

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donde se encontró en cuerpo del cadete Juan Escutia.

Según lo que acababa de leer en la guía del Castillo de Chapultepec, dentro de su co-lección de banderas resguardan los vesti-gios de la bandera de la batalla de 1847. Por sus restos adiviné que debió medir alrede-dor de 10 metros cuadrados. Me costó creer que un jovenzuelo se montara a la asta ban-dera, la bajara, se envolviera en ella, co-rriese y se lanzase al vacío para caer hasta donde fue encontrado su cuerpo y ahora está la placa conmemorativa.

El asunto de Juan Escutia fue absoluta-mente fortuito, pudo no haber pasado, pero ahora existe y se acepta. Esta historia es un juego entre lo que creemos, lo que pasó y lo que nos hubiera gustado que pasara.

Tal vez todo comenzó con el alcázar, que ha sido casa virreinal de verano, almacén, cuartel, polvorín, colegio militar, palacio imperial, residencia de presidentes y museo de historia.

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Los otros niños, los que no son héroes, tam-bién tenían sus programas y sus ídolos; uno de ellos Genaro Moreno, conductor de Club Quintito, "El primer club infantil de la tele-visión", donde pasaban “La pandilla”, una divertida serie de aventuras de niños pobres de Estados Unidos, en la época de la Gran Depresión. El Tío Gamboín, con sus jugue-tes y buen humor y El Tío Herminio18, au-tor de "Las rejas de Chapultepec". Eran esas rejas de Chapultepec que entonces contemplaba de la mano de Lupe y, “son verdes nomás para usted”.

Doblé a la derecha por Florencia hacia la antigua casa de mi abuela. Parecía que ahí nada había cambiado; hasta hubiera jurado que Lupe barría la calle y me iba a saludar: “Hola, Mili. ¿Cómo estás, mi niño?

18 Herminio Álvarez Rodríguez (1916-1970) se consagró como autor de temas para niños, y su canción “Las rejas de Chapultepec” fue la rúbrica del programa del Tío Her-minio, transmitido por el Canal 5.

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¡Cuánto has crecido! ¡Pero a dónde vas tan apurado!

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Santa Existe

Fue Esperanza la que dio el pitazo, los ven-dían a la salida del colegio, junto a los chi-charrones, raspados, jícamas, chicles y otras chácharas; eran unas figuritas de barro de unos 4 cm de alto que representaban a los próceres de la patria en posición de de-fecar19 y en cuyo ano había que introducir un pequeño tubito que al calentarlo con un cerrillo o encendedor se expandía y simu-laba el excremento. Esperanza se esforzaba siempre por mantenernos al día en noveda-des siendo una especie de Internet en aque-llas épocas en las que no había smartpho-nes. Nos introdujo a los llaveros con hilos plástico formados por un aro metálico y

19 Un caganer es una figurita de nacimiento agachada y en postura de estar defecando que se suele colocar en los belenes en España (Cataluña) y Portugal.

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unas tiras de un metro de plástico muy fle-xible y colorido. No estaban tejidos. Esa era nuestra labor y en eso consistía precisa-mente el juego. Era una actividad unisex. Se volvía un vicio. Todos queríamos tener todas las combinaciones de colores y com-plejidades. Verde con rojo, azul con amari-llo, rosa con blanco, morado con negro... En los recreos o ratos libres o en medio de la clase misma tejíamos nuestros llaveros con el riesgo de que se nos confiscaran. Al terminarlos los colgábamos de la mochila o de la espiral de los cuadernos. Había algu-nos compañeros que exhibían una gran can-tidad de ellos.

Figura 13 Llaveros de hilos de plástico

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Un día, los llaveros de tiras de plástico pa-saron de moda. Esperanza nos trajo enton-ces los rompecabezas de números de piezas deslizantes o juego del 1520 que consistía en maniobrar las fichas numeradas del 1 al 15, que se podían deslizar, para ordenarlas en un orden propuesto. Todos nos afanábamos en resolver el “imposible”.

Figura 14 El Imposible

Pasó lo mismo con el yoyo, el tac-tac, el ba-lero, las canicas, la matatena: quedaron

20 “Taken” inventado por Noyes Chapman en EE.UU. en 1880.

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atrás sustituidos por sus contrapartidas cada vez más modernas y caras.

La noticia corrió como un reguero de pól-vora por los cuates de la pandilla “Los In-vencibles”: Antonio había traído fotos por-nográficas voladas a sus papás y las exhibía antes de la entrada a clases. Apenas creía-mos lo que veíamos, acercamientos increí-bles de las partes genitales de hombres y mujeres (primera vez que veíamos la anato-mía de una mujer al desnudo y menos sus partes genitales) en posiciones absurdas e inconcebibles haciendo cosas que ni si-quiera sabíamos que se pudieran hacer. La excitación, griterío y confusión era ma-yúsculo. Antonio trataba de controlar el flujo de información, pero literalmente arrancábamos el material de sus manos. La campana indicando el inicio de clases sonó esa vez más pronto que de costumbre. Ya en clase la exaltación de la pandilla no dis-minuía y exigíamos ver el “material” una vez más. Antonio accedió a regañadientes. La “Gata” (por la forma de la montura de sus lentes), una chica agraciada por la

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naturaleza gracias a un desarrollo prema-turo del que sacaba provecho usando cami-sas entalladas y provocándonos constante-mente mostrándonos las piernas como por accidente, se inmiscuyó y a la sorpresa de todos, Antonio mismo le mostró cada una de las fotos sentándose a su lado discreta-mente. Sus mejillas enrojecieron y una risa nerviosa y chillona que me heló la sangre se le escapó, lo que atrajo la atención de la maestra.

—Pero, ¿qué están haciendo? —increpó la maestra casi de inmediato.

—Naadaa —alcanzó a decir nerviosamente Antonio mientras ganaba apresuradamente su pupitre llevándose su cuaderno con las fotos comprometedoras. Las risas y gritos parecieron aumentar a mis oídos.

—¡Silencio todos! —gritó la maestra — ¡Tráeme inmediatamente ese cuaderno!

Todo el grupo calló de inmediato y un si-lencio frío invadió a la palomilla viéndonos

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ya en la dirección con la severa directora y explicando a nuestros padres todo el en-redo, las fotos y nuestro comportamiento. Esto implicaba la expulsión inmediata y de-finitiva del establecimiento para cada uno de nosotros.

—¡Regresa a tu sitio y te me callas de una vez por todas! —le dijo casi a gritos a An-tonio.

Antonio regresó a su pupitre con la cola en-tre las patas sonriéndonos y sentándose en silencio. El timbre del recreo sonó casi en-seguida. Nos abrazamos todos en el pasillo donde nos explicó que había logrado cam-biar en el último instante de cuaderno de-bajo de su pupitre por el que le fue a mos-trar a la maestra.

Corría para salir primero del pasillo y llegar al patio, una inmensa área enchapopotada demarcada por porterías y canastas de bás-quet y boli. Durante toda mi juventud no había dejado de correr: corría cuando en-traba al colegio, corría cuando salía del

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baño, corría cuando salía del cine, corría cuando salía del colegio, corría durante el recreo, corría para salir primero del salón de clases; pensé que algún día iba a dejar de correr, pero lo seguía haciendo como si hu-yese de algo, de algo que me persiguiera y tratase de atraparme. Quería ser el primero al tomar el elevador, al subir al camión, al salir del colegio por la inmensa puerta verde metálica que daba acceso a la calle, para que el tiempo me rindiera y como si la vida no me alcanzara.

El “Gordo”, el “Macaco” y los otros juga-dores de mi equipo “Los Perdedores” ya se juntaban a mi alrededor sabiendo que yo era de los “buenos” y que juntos teníamos una oportunidad de seguir en la “reta” antes de tener que esperar otros 15 minutos para poder jugar de nuevo a dos canastas y “en-tra el siguiente”.

Así pasaba el día en el colegio hasta las 2PM, la hora de la salida.

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—Seguro que hoy suenan los moquetes —me indicó Emilio.

¡Nos vemos a la salida! era la consigna. Lloverían puñetazos, se señalarían a los más débiles, burlas para los tontos y se per-seguirían a los listos. Miradas rencorosas a los “matados”, a los que trajeran juguetes novedosos, zapatos nuevos que inmediata-mente se estrenaban con el “pisotón”. ¿Eres del A de asno o del B de burros, quizá estás en el C de cerdos? Un combate incesante para ganar su posición.

Francisco, “el Monje” nos confesó que le gustaba “La media hora de Chabelo”21. Disfrutaba los previsibles sketches de "Lo que no se debe hacer y lo que se debe ha-cer", donde se representaba una situación conflictiva desde ángulos distintos. En la primera, Chabelo era un niño mal portado y desobediente, en la segunda era todo lo

21 Programa con los actores Xavier López “Chabelo” (Chicago Illinois 1935-), Rogelio Moreno y Chayito de Alba.

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contrario. El tono era moralizante, pero al mismo tiempo divertido, o cuando menos eso nos parecía entonces.

Llegaba lentamente el domingo. Con mis primos era la fiesta asegurada; aterrizába-mos en la panadería Lecaroz en el parque Hidalgo, en Coyoacán. En el puesto de re-vistas y periódicos de enfrente, mi tío com-praba “Kalimán22 el Hombre Increíble”: “Serenidad y mucha paciencia Solín”, era su lema. Tampoco faltaba “Disney”, “La pequeña Lulú”, “Archie” ni “Tradiciones y Leyendas de la Colonia”. En una de las cor-tinillas de acero de uno de los comercios el público hacia corillo alrededor de un mero-lico que hacía bailar a una calaca de plás-tico de unos 10 cm de alta. Amos de espec-táculo oral, dueños y fundadores de frases del subconsciente popular, reduccionistas

22 Serie creada originalmente para la radio por Rafael Cut-berto Navarro y Modesto Vázquez González en 1963. Tras su éxito en 1965 se produjo historieta escrita por Clem Uribe, vendida semanalmente durante 26 años sin inte-rrupciones (1351 números consecutivos). La serie radiofó-nica se sigue transmitiendo 50 años después.

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del lenguaje; en pocas palabras atrapan, usando la habilidad de su verborrea, al tran-seúnte en sus redes de araña. “La pomada para cayos, torceduras, quemaduras, para el dolor de espalda, para las varices…” grita uno. Otro responde más allá “Atrás de la raya que estoy trabajando”. “Ciriaca: baila; Ciriaca: hazte la muerta; Ciriaca: muévete como anoche” anunciaba el hombre y la ca-laca de plástico obedecía ciegamente a sus órdenes bajo la risa de todos los que nos aglutinábamos a su alrededor.

Figura 15 Ciriaca

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Pronto dejamos todo eso junto con los He-lados Siberia, para ir de compras a Tepito, lugar emblemático del contrabando, donde nos esperaba nuestro acomodador de con-fianza. Éste nos reservaba el espacio en la calle para estacionarnos, usando botellas de Coca.

—¿Se lo cuido? —era la pregunta obligada.

—¿O se lo rayo? —agregaba yo por lo bajo con sarcasmo.

Algunas veces íbamos al cine, otras hasta a la matinée. Mi abuela, si era el 6 de enero, día de Reyes, no faltaba de invitarnos al cine Insurgentes a ver 3 películas seguidas de Supermán. Supermán nada atlético, un gordo de los años sesenta con su pijama a cuestas ¿Es un pájaro? ¿Es un avión? ¡No! ¡Es Supermánnnn! El vuelo del superhéroe se limitaba a tenerlo de pie con los brazos extendidos y con un ventilador soplándole la cara. Cuando saltaba se veía el trampolín rebotando y saliendo polvo del suelo. ¡Un fracaso total aún para nosotros a esa tierna

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edad! En otras películas, un poco más “mo-dernas” se usaron cables y retroproyección junto al uso de trampolines y tomas aéreas reales. ¡Todo era tan falso!

Figura 16 Supermán

El lunes llegó y el veredicto cayó, implaca-ble, como un balde de agua fría. Antonio vino directamente hacia mí y sin más preámbulos me dijo viéndome directa-mente a los ojos como un padre hablándole a su hijo y poniéndome su mano sobre el hombro:

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—¿Sabes? Santa no existe.

—¡Ya lo sabía! —le respondí mintiéndole.

Los lunes en la mañana también era el día de la jura de la bandera. Mientras cantába-mos el himno nacional tuve que conte-nerme para no llorar. Al terminar la cere-monia entrábamos bien formaditos al salón siguiendo a la maestra bajo la mirada se-vera de la directora. ¡Atención al que ha-blara o se hiciera el payaso! Grave riesgo de expulsión o castigos rigurosos sin recreo desde una semana hasta un mes.

Marcela paseaba lentamente por el patio del colegio. No era especialmente de mi agrado; tampoco era bonita. Siempre iba de la mano de Silvia, su amiga, lo que hacía difícil cualquier acercamiento. Todos mis amigos ya tenían novia, o al menos de eso presumían, había que lanzarse a toda costa.

—¿Quieres ser mi novia? —le dije apresu-radamente a boca jarro, sin convenci-miento.

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—Y ¿por qué no? —me respondió ella a mi enorme sorpresa.

Salí a toda prisa, feliz y con una sonrisa bo-balicona hacia mis camaradas “Los Perde-dores” que ya se impacientaban esperando su turno en la “reta”. Ahora parte del recreo tendría que “perderlo” platicando con Mar-cela de no sé qué, pues no teníamos nada en común, que yo supiera. El ejercicio no fue tan difícil como lo pensaba, lo único ex-traño era tener que compartirlo todo con su amiga Silvia, una especie de hermana, ge-mela o cuata inseparable de la que siempre iba de la mano y no la soltaba ni para ir al baño. Marcela me sorprendió desde el pri-mer recreo al despedirse de mí con un tierno beso en la mejilla.

Pasaron así varios meses, entre Marcela, Silvia, el básquet, fútbol, boli y todo lo de-más.

El día del fin de año salí, como todos los días, pero especialmente ese, desbocado dando de gritos en desbandada hacia el gran

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portón verde metálico que conducía a la ca-lle cargando todos mis libros. A mi gran sorpresa Marcela me esperaba ya, ¡sola!, casi enfrente de la puerta. No recuerdo ya qué palabras intercambiamos.

—Bueno, pues hasta el próximo año —le dije sonriendo sin saber que más agregar.

Su rostro se transformó intensamente y me miró fijamente a los ojos aproximando su rostro al mío para darme el beso de despe-dida al que ya me tenía acostumbrado. Esta vez sus labios se plantaron directamente so-bre los míos y su lengua me penetró inespe-radamente como un soldado explorador atrapando mi lengua y plantándose sobre mi paladar acariciándolo expertamente; to-queteando zonas para mí desconocidas. Mis libros cayeron al piso y mis ojos se cerra-ron. El piso se movía levemente y la cabeza me dio vueltas en un ligero mareo agrada-ble. No puedo decir si fue un segundo o va-rios minutos. Todo el ruidero general a nuestro alrededor cesó y no existimos más que ella y yo. Sus brazos abrazaban mi

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cuello acariciando mi pelo suavemente y los lóbulos de mis orejas. Tan rápido como empezó, cesó. Marcela me dio la espalda y desapareció entre la muchedumbre, de mi vista, de mi vida. Mi infancia me abandonó junto con ella.

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El Límite del Olvido

En ese año me consideraba listo para la vida. Como yo, todos mis compañeros vi-vían entonces con el pensamiento fijo en una sola idea: el fin de cursos. La reunión diaria se realizaba a un lado de la dirección. Faltaba ya menos de un mes. Una gran car-tulina, especie de calendario de adviento, marcaba los días faltantes. En ella tachába-mos los días pasados y contábamos todos a coro los que quedaban para la graduación del bachillerato.

El esfuerzo había sido considerable: junta de papel periódico en los 40 grupos del co-legio (varias toneladas), venta de pasteles, pero el plus-ultra fue la novillada en la que organizamos grupos con matador y subal-ternos. Según mi “amplísima” experiencia en la fiesta de toros me decidí por ser el

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matador sin sospechar que los novillos es-taban todos ya toreados y no se dejaban en-gañar, sino que iban al bulto. Todo el equipo sufrió sendas cornadas y revolcadas por más que intentábamos burlar al enemigo. Esto es, todos menos la organiza-dora y su equipo, claro está. En el mismo espectáculo se ofreció una res brava a mon-tar a lo cual me ofrecí. En el último mo-mento me cambiaron la montura por un ca-ballo “salvaje” que afortunadamente sólo dio dos o tres relinchos y luego se paseó tranquilamente por la arena entre las risas y gritos de todos los presentes en las gradas.

La ceremonia de diplomas con toga y bi-rrete, cena y baile, se organizó en un distin-guido hotel de la ciudad de México con en-trega de anillos y todo el lujo. Por azares del destino pedí a una chica, de un año inferior bastante popular, si quería acompañarme; a mi gran sorpresa, aceptó gustosa. Parece que la monta del caballo salvaje en la novi-llada hizo su efecto en ella. Silvia era una chica de aproximadamente mi edad sólo que ya no era una chica…

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La cita fue temprano en el aeropuerto. El viaje con mis dos amigos; el tercero, el “Macaco” obtuvo un trabajo y ahorraría para llegar un mes después. Íbamos a Paris vía Ámsterdam. El aeropuerto al que llega-mos no tenía nada que ver con el de la Ciu-dad de México pues hasta contaba con su propio metro para transportarse entre termi-nales. Puesto que llegamos temprano en la mañana a la capital holandesa y la corres-pondencia era hasta la noche, decidimos (en este caso decidí y síganme los buenos) visitar Ámsterdam. El problema que se pre-sentaba es que el único con moneda local (y de todos los países) era yo, a quien mi primo había cedido todas sus monedas eu-ropeas. Tuve que pagar, muy a mi pesar, el estratosférico pasaje de ida y vuelta del ae-ropuerto a la ciudad. Yo, acostumbrado a pagar 60¢ por el guajolotero, ahora, entre canales elegantes, molinos de viento sin Quijotes ni Sanchos, calles adoquinadas y estilizadas y coloridas casas de madera ha-bía que pagar 10ƒ florines ($6 dólares por persona) ¡Bienvenido a Europa!

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La sorpresa, espanto y disgusto fue mayor. Los precios nos perseguían como una pesa-dilla por todos lados: museos, transportes, restaurantes. Cada uno con un capital que no pasaba de 500 dólares, en mi caso coci-dos a los calzoncillos en una bolsa “se-creta” por mi mamá, y sin reservaciones de hotel, no podíamos durar mucho antes de pensar dormir en un parque, reflexioné.

De regreso al aeropuerto nos esperaba otra sorpresa. En la sala donde esperábamos no aparecía nuestro vuelo. Al preguntar nos in-formaron que llevaban casi 2 horas llamán-donos para que fuéramos al lado opuesto del aeropuerto. Nuestro vuelo había cam-biado de terminal de salida. Inútil enojarnos o molestarnos, había salido sin nosotros, pero con nuestras maletas. Se nos asignaba otro que llegaría a Paris, pero a otro aero-puerto. ¡A correr y a apresurarnos! o no lle-garíamos; el último vuelo de la noche salía en 10 minutos en el ala opuesta del aero-puerto. Primera noticia para mí de una ciu-dad con dos aeropuertos en esos años (1973).

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En la desventura nos queda el consuelo de hablar de tiempos mejores. Al salir del ae-ropuerto el pánico invadió a uno de los ca-maradas que temía por su maleta. Yo hasta casi soñaba con perderla; mi madre me ha-bía proporcionado una antigualla de pro-porciones fenomenales a la que había reta-cado con 40 kilos, el límite en ese entonces, de recuerdos y regalos para la familia en España. La única alternativa disponible para llegar rápidamente era el taxi. ¡A gas-tar 300 USD en el viaje de aeropuerto a ae-ropuerto!

Cuando llegamos entramos a la terminal de pasajeros y, después de discutir en mi fran-cés aproximativo durante 15 largos minutos con el guardia de la salida de pasajeros ha-ciéndole comprender por qué queríamos entrar por la salida, encontramos que resta-ban sólo tres tristes maletas dando vueltas en la banda de equipaje de la terminal aérea, abandonadas de todos. Sólo quedaba llegar a Paris a dormir al departamento de las tías de uno de mis compañeros de viaje.

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El metro no quedaba lejos, pero para mí fueron kilómetros cargando el muerto que me consignó mi madre (no existían Samso-nite de rueditas) y afortunadamente cerraba a la 1 de la mañana. La otra sorpresa fue que, en lugar de 1 peso, costaba 1.20 FF ($4.00), había que elegir entre 1era y 2da, recuperar el boleto para poder entrar y de-positarlo en el famoso torniquete para po-der salir. Todo ello manipulando mi “male-tita”.

Figura 17 Boleto del metro parisino de segunda

La otra sorpresa fue que, siendo el metro construido en 1900, constaba de 12 líneas identificadas por números y colores. Su di-rección y correspondencia se indicaba por el nombre de la estación y constaba de cien-tos de escaleras planificadas para torturar a aquel que osara desafiarlo con cualquier

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cosa a la mano que no fuera su cámara fo-tográfica. ¡El metro llegaba ya! Imposible no notarlo, los vetustos vagones hacían un ruido infernal en sus estrechos túneles ¡El metro se iba ya! A nadie se le ocurrió que había que manipular una palanca en la puerta para que esta se abriese y a estas ho-ras, aunque no era muy tarde, los andenes estaban desiertos. Ni siquiera pudimos imi-tar a los otros pasajeros pues ¡casi no había! A esperar el siguiente en 10 minutoo-teeessss. Transbordando aquí y transbor-dando allá finalmente pudimos llegar a la estación que, creíamos, estaba más cerca de la dirección a la que íbamos. A la salida la calle se encontraba casi desierta, uno que otro parisino que nos veía con desprecio, se apresuraba por evitarnos y corría para to-mar el metro o el autobús y llegar a su casa. Decidimos tomar una dirección y, ¡fue la equivocada! En esa época no había smartp-hone, móvil, GPS, no traíamos planos y pa-recíamos tontos y gallinas sin cabeza co-rriendo de un lado a otro por la calle, bus-cando una dirección que parecía se había inventado mi amigo, arrastrando cada uno

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nuestras pesadas y voluminosas maletas. Nadie parecía dispuesto a ayudarnos ni a contestar mi insistente pregunta en francés chapurreado: S'il vous plaît, où est la rue Montparnasse ? (Por favor ¿Dónde se en-cuentra la calle Montparnasse?).

Otros largos 15 minutos pasaron hasta que un parisino nos dijo, no sin cierto sarcasmo: La calle Montparnasse no existe ¿No será la avenida la que buscan? Pues están para-dos en ella. Y partió sin que le pudiéramos comentar ni preguntar nada más. De verdad que quise patear la fregada maleta, abando-narla ahí mismo y sentarme a llorar en la banqueta. Mi amigo tuvo que convencerme un buen rato de continuar con ella. Se ade-lantó corriendo dos o tres cuadras en la di-rección contraria de la que veníamos para regresar un momento después, feliz, con una sonrisa de estúpido.

—Ya encontré la pinche calle —nos anun-ció —. Es ‘pa ‘cá.

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Estábamos realmente felices; arrastré como pude la maleta los últimos 500 metros hasta la puerta del edificio. Veinte largos minutos pasaron tocando con insistencia el timbre hasta que se nos ocurrió tocar a la portera que por suerte era una española.

— Ya sus tías me habían avisado de su ve-nida —nos dijo una señora bajilla y rellena con un acento que identifiqué como sevi-llano —. Pasad, es en el cuarto piso, pero tenéis que usar la escalera sin hacer ruido.

Las escaleras de un edificio de 1910 no es-taban planeadas para cargar por ellas male-tas de 1 metro por 1 metro de 40 kilos sin ayuda, pero me las arreglé. Abrió el depar-tamento ensayando una llave tras otra de un manojo enorme que traía.

—Dejadlas aquí a la entrada, ya me encargo yo mañana —nos dijo.

—¿No podemos quedarnos? —pregunté inocentemente.

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—¿O siquiera bañarnos? —insistió el so-brino desesperado.

—Las señoras me dijeron que dejarais las maletas y partieseis, nada más. No os po-déis quedar, lo siento —nos respondió ta-jante la sevillana.

La simpática sevillana rechoncha se convir-tió, ahora a mis ojos, en una pinche enana gorda y jodida que comenzaba a inquietarse seriamente manipulando el cerrojo de la pe-sada puerta con insistencia mientras manio-brábamos nuestras maletas. Tratamos de rescatar unas mudas de ropa interior, cami-sas y artículos de limpieza para ponerlos en nuestras mochilas de hombro (si así pudié-ramos llamarlas: eran más que mochilas, sacos de algodón con cierre de cuerda; a la mexicana, pues).

Como dicen los españoles: ¡A la put… ca-lle! Con todo y chivas nos encontrábamos en el bellísimo Paris a las 11 de la noche abandonados en un mes de septiembre de 1973.

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La situación era fácil, decía yo, de camino al vetusto edificio (de repente el encantador edificio parisino de arquitectura clásica re-diseñado por el Barón Haussmann23 perdió su encanto) había remarcado un hotel de 1 estrella, bastaba con hospedarse ahí.

Después de ver el precio, consultar nuestros bolsillos y vernos los unos a los otros, son-reímos y nos encontramos de nuevo ¡En la put… calle!

—Yo no sé ustedes, pero yo tengo ganas de ver la Torre Eiffel ¿Qué les parece? —pre-gunté yo.

—¿Y cómo llegar? —me contestó uno de ellos.

23 Georges-Eugène, Barón Haussmann (1809-1891) reci-bió el título de Barón del emperador Napoleón III, con quien trabajó en la ambiciosa renovación de París.

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— Pues si no quieres gastarte todo tu dinero y quieres conocer la ciudad, caminamos —le respondí.

Así se decidió. En esa época la torre ilumi-naba el cielo de París hasta la 1AM con un faro que giraba en su punto más alto, por lo que era fácil localizarla. Hacia ella dirigi-mos nuestros pasos. A cada hotel que cru-zábamos, entrábamos con la esperanza de que el precio fuese razonable y en cada uno de ellos salíamos sonriendo a carcajadas de lo que algunos pedían.

Finalmente, después de unos 30 minutos, llegamos a la Torre Eiffel24 desde la Es-cuela Militar; fue una gran emoción. Al fin y al cabo, estábamos en Europa, en Francia y en París. Nos acercamos lentamente

24 Torre de 300 metros diseñada por Maurice Koechlin y Émile Nouguier cuyo aspecto definitivo se debe a Stephen Sauvestre y construida por Alexandre Gustave Eiffel y sus colaboradores para la Exposición Universal de 1889 en Pa-rís.

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admirando su arquitectura hasta tenerla en-cima de nosotros.

Era increíble, pero, aun a esas altas horas de la noche, se podía subir a ella. Averigua-mos que subir al 1er piso era gratuito si se hacía por las escaleras. Abrí la marcha casi corriendo para llegar primero. Pronto tuve que aflojar el paso (alrededor de 600 pelda-ños al 1er piso, 1675 en total hasta el ter-cero). Había un restaurante, miradores y te-lescopios. Obviamente no hicimos uso de ninguno de ellos.

—¿Ahora qué? —pregunté.

—Se me antoja visitar Notre Dame —inter-vino mi amigo ya más animado.

—A ello —dije con entusiasmo sin tener ni la más mínima idea de dónde se localizaba ni cómo íbamos a llegar.

—¿Alguna idea de hacia dónde? —pre-gunté.

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Todos me vieron con cara de ¿On’toy? Yo no fui. Pregúntele al de al lado.

—¡Ya sé! —se me iluminó el coco —. Lo-calicémosla desde aquí y luego nos dirigi-mos en la dirección general.

Resultó ser una idea genial pues cada vista de los telescopios anunciaba con un pe-queño mapa los monumentos más represen-tativos y Nuestra Señora quedaba en una posición relativamente fácil siguiendo el curso del río Sena, era casi imposible per-derse.

Cruzamos el rio Sena, en dirección de los jardines del Trocadero, alineados justo al lado opuesto de sitio de donde habíamos descubierto a la “Dama de Acero”. Segui-mos el curso del río Sena, puente Alma, puente Alejandro III, plaza de la Concordia, Asamblea Nacional, museo de Orsay, mu-seo de Louvre, puente de las Artes, puente Nuevo para llegar, finalmente, al puente Notre Dame, cruzarlo y casi llegar al mo-mento justo en el que el Jorobado raptaba a

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Esmeralda bajo nuestra atónita mirada, ba-lanceándose en las gárgolas de la Catedral de Nuestra Señora25 en París.

Si visitan esa catedral hoy en día, la plaza que se encuentra enfrente de ella está pavi-mentada. En otras épocas era un jardín con pasto con la misma estatua impresionante en bronce de Carlomagno, con sus dos pa-jes protegiéndolo y localizada a la derecha de su fachada occidental.

25 Catedral estilo Gótico edificada entre 1163 y 1345. Se sitúa en la pequeña Isla de la Cité, rodeada por las aguas del río Sena. Entre sus tesoros están la corona de espinas, un fragmento de la cruz y un clavo de la crucifixión. Posee una capilla consagrada a la Virgen de Guadalupe, patrona de México, con una corona de oro macizo de 18 quilates, adornada de perlas y esmeraldas.

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Figura 18 Estatua ecuestre de Carlomagno frente a Nuestra Señora en Paris

—¿No están cansados? —pregunté.

—Pues, a decir verdad, sí —respondió uno de ellos.

—¿Y qué les parece si dormimos aquí? —les propuse.

—¿Aquí? ¿dónde? —intervino el otro compa.

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—En la banca bajo el pedestal de la estatua —les contesté —. Si miran bien, parece que ya hay otros que se preparan a hacerlo.

Efectivamente parecía haber otras personas en el pasto ya acostadas en sus sacos de dor-mir. Sólo que poco tiempo después escu-chamos ruidos extraños y pujidos que sur-gían de su dirección. Los “sleeping bags” se zangoloteaban en todas direcciones. Pa-recía, al fin y al cabo, que no dormían, sino que eran parejas que venían en su coche, sa-caban sus bolsas de dormir y se dedicaban a su asunto. Unos cuantos minutos después, enredaban su material, abrían su cajuela para aventarlo ahí y partían.

Fue una noche tormentosa pues entre las parejas y los vagabundos, conocidos en Francia como los “sin domicilio fijo” que se sentaban a un lado de nosotros de forma un poco sospechosa y aproximándose más de lo debido, era difícil cerrar el ojo. Poco antes del amanecer uno de mis amigos se aproximó a mí:

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—Mejor vámonos —me impetró.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

—Intentaron robarme.

—Necesito un baño y descansar; no pegué el ojo en toda la noche —confesó el otro ca-marada.

—¿Y qué les parece si vamos al 1er hotel y pedimos un cuarto para todos? Así pode-mos dormir y bañarnos, aunque cueste caro —sugerí.

—No queda más remedio —acordamos.

Después de una larga caminata de regreso llegamos finalmente al 1er hotel al lado del edificio del departamento de las tías de mi amigo. En la recepción intentamos acordar un precio más bajo, pero fue inútil. Llega-mos al cuarto y la sorpresa esta vez fue que ¡no había baño! Para bañarse o simple-mente orinar (o peor) se requería salir de la habitación, recorrer el largo pasillo y

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acceder al cuarto de aseo que no tenía du-cha sino tina. Como éramos tres, bloquea-mos el aseo de tres pisos por lo menos 2 ho-ras.

Unos tremendos golpes en la puerta me despertaron, el señor de la recepción nos gritaba en todos los idiomas posibles que ya eran las 12 del día y que había que desalojar la recámara ¡pero si acabábamos de entrar a las 9 de la mañana! Sí, las 12 del día, pero del día siguiente. Habíamos dormido ¡28 horas seguidas! Pues ahora se fregaban, yo me tomaba otro baño, faltaba más. Al ritmo de los golpes desesperados del recepcio-nista y conteniendo mi risa, bloqueé el baño una hora más. Nunca había oído tantas gro-serías al despedirme en la recepción de un hotel ¡pero si sólo nos pasamos 2 horas del tiempo de salida!

Deambulando por las calles de París con la famosa descompensación horaria (“Jet Lag”) a cuestas, pasamos por una concesio-naria de coches usados. Sólo por no dejar, entramos y nos sorprendimos, gratamente

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esta vez, de los precios en comparación con México. Otra de mis brillantes ideas surgió de la nada.

—¿Y si compramos un coche? —sugerí.

—Le cayó mal el atole —soltó uno de mis cuates viendo al cielo.

—Más bien anda pedo —contestó el otro, entre enormes carcajadas de los tres.

—Piénsenlo bien, entre los tres es relativa-mente barato. Nos sirve de restaurante, ho-tel y transporte y cuando llegue el “Ma-caco” se lo cargamos —les hice hincapié.

—Sólo tiene cara de tonto —dijo entre risas uno de ellos.

—Nada mala la idea —me contestó el otro.

Cuando regresé del ayuntamiento hacia nuestro “nuevo” coche, un Simca 1000 1960, 5 puertas azul, ya estaban dos polis

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infraccionando a mi amigo por invadir el carril del autobús.

—¿Pero de qué carril hablan? —me pre-guntó.

—¿Y cómo quieres que sepa? —le con-testé.

Figura 19 Simca 1000 1960

Un centro comercial se cruzó en nuestra ruta ya de salida de la capital francesa. A partir de entonces sería la forma de alimen-tarnos; proveernos en un súper y usar el co-che o la banca de un parque como restau-rante. Fue entonces que nos dimos cuenta

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de que llevábamos alrededor de tres días sin comer.

—¿Ahora adónde? —pregunté.

Habíamos comprado un pequeño mapa de Europa.

—¿Por qué no Inglaterra? —propuso uno.

Nos instalamos cómodamente en nuestro hotel particular para pasar la noche a un lado de unas ruinas romanas que descubri-mos de casualidad en nuestro rumbo a Ca-lais, paso obligado para tomar el ferri que llevaba a Inglaterra. Convenimos que el asiento de atrás se turnaría diariamente a cada uno de nosotros. Hicimos una fogata y cenamos. La vida era color de rosa.

Sería la una de la mañana cuando me puse mi segundo pantalón, tres camisetas y mi sweater de Chiconcuac para finalmente, malhumorado, cambiar por enésima vez de posición. Mi compañero del asiento de en-frente sintió el movimiento.

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—¿No tienen frío? —nos preguntó en voz alta.

—Sólo cuando respiro —le dije entre car-cajadas.

—¿Y si hacemos una fogata? —sugirió el tercero.

—¿A estas fregadas horas? —pregunté.

—Es que ya estoy desesperado —me res-pondió.

—Pues no hay más remedio que aguantar hasta mañana e ir a comprar unos sleeping bags ¿No creen? —afirmé.

Todos estuvimos de acuerdo. Uno de ellos de plano se bajó del coche para comenzar una danza apache que no terminó hasta que el sol apareció y pudimos hacer una fogata para calentar leche (la novedad en esa época era la leche Tetrapak que duraba un año sin refrigeración y que en México no existía) y hacernos un café. Nuestra compra

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en “Les Mousquetaires” (los mosqueteros) camino a Reims, en cuya catedral todos los reyes de Francia fueron coronados, fue un sonoro fracaso. Las famosas bolsas de dor-mir no cubrían nada y hubiese resultado mejor comprarse unas mantas de lana. Dor-míamos metidos con toda nuestra ropa en las famosas sleeping-bags.

La espera parecía eterna en Pas-de-Calais hasta que vimos aparecer entre la niebla el ferri que nos conduciría a Dover en Ingla-terra. Llegar a Inglaterra fue un caso en sí mismo; casi nos hicieron desnudar. Lo único que nos salvó fue nuestro excelente inglés, tener un coche y nuestra buena es-trella.

La primera parada y susto fue en la Escuela del Rey en Canterbury a la que teníamos es-pecial interés en visitar debido a que en nuestro colegio se invierte un tiempo no despreciable en estudiar los Cuentos de

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Canterbury26. No lo sabíamos, pero lo des-cubrimos pronto, que en Inglaterra se ma-nejaba a la izquierda. El peligro principal lo representaban las glorietas en las que hay que girar a la izquierda, ceder el paso y to-mar la salida; lo aprendimos por las malas, pegándonos siempre a la izquierda.

Cruzar la calle era una sensación desagra-dable en la que más valía terminar acostum-brándose a ver a ambos lados antes de cru-zar, si no queríamos conocer los hospitales ingleses por dentro. También aprendimos que una línea blanca doble a un lado de la banqueta significa “prohibido estacio-narse”, aunque yo intuía que una roja lo prohibía (y una multa me dio la razón). Una miríada de signos desconocidos con

26 Colección de 24 cuentos de Geoffrey Chaucer escritos entre 1387 y 1400. En su mayoría en verso y se presentan como parte de una competencia de narración de historias de un grupo de peregrinos durante un viaje de Londres a Canterbury para visitar el santuario de Tomás Becket en la catedral de Canterbury. El premio es una comida en la ta-berna Tabard a su regreso. Presentan una estructura se-mejante a El Decamerón de Boccaccio.

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horarios e iconos interesantes se presenta-ban a nuestros ojos y no bastaban nuestros amplísimos conocimientos de licencia es-tándar mexicana para descifrarlos.

Londres y Winchester sucumbieron a nues-tro Simca para finalizar regresando en tromba a París por el “Macaco”. Su visita fue sin pena ni gloria, lo estafamos bien y bonito con lo del coche, lo humillamos constantemente pues al quitarse las botas después de un largo día de marcha le apes-taban las patas a queso Azul francés. Al lle-gar a Colonia, Alemania, como de costum-bre, sólo yo traía moneda local; llovía, ha-cía frío y era de noche. El hambre era terri-ble, en una esquina compré una salchicha enorme.

—Una mordidita, por el amor de Dios señor —me dijo el “macaco”.

—Lo que diga mi dedito —le contesté ha-ciendo un signo de “no” con él.

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Entre las risotadas de todos y con la inten-ción de darles después de hacerles sufrir un rato, procedí a darle senda mordida a mi salchicha. No alcancé a dársela, la salchi-cha resbaló de su percha y cayó a la calle para perderse en una alcantarilla arrastrada por el feroz riachuelo que formaba el to-rrente de lluvia.

Si hacía buen clima dormíamos fuera del coche en los parques. La policía controlaba nuestros pasaportes y nos dejaba en paz; hasta pasaba a vigilarnos.

El “macaco” soñó que su madre se moría y nos hizo regresar a París. Su estancia no al-canzó ni el mes completo.

El baño se realizaba una vez por semana, se requiriese o no. Y era con todo y ropa para aprovechar para lavarla; se exprimía como cada quien podía o entendía y el secado se realizaba en el coche sobre los asientos y la luna trasera.

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Nuestro alocado recorrido terminó frente al Atomium27 en Bruselas, Bélgica. Boqueá-bamos, ya, como peces fuera del agua. Nuestro presupuesto había explotado con sólo cuatro países y no más de 3500 km.

El embrague del coche fallaba, el cable del acelerador cedió y lo sustituimos por un mecate formado por trozos de cuerda que recogimos en la calle amarrándolo directa-mente hasta el carburador.

—¡Suelta! —gritaba, embragaba, cambiaba de velocidad —. ¡Ahora! —y el compa ace-leraba.

Estacionamos el coche en una calle en la que finalmente encontramos una plaza libre después de dar 200 vueltas por las calles plagadas de autos. Lo empujamos una y otra vez hasta su emplazamiento final y partimos a la conquista del centro y su

27 Estructura de 102 metros de altura construida para la Exposición General de Bruselas de 1958 y representa un cristal de hierro ampliado 165 mil millones de veces.

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“Grand Place” bajo la lluvia batiente. To-dos nosotros conocíamos la leyenda del Menneken Pis28 y, claro está, queríamos verlo, majestuoso, en su emplazamiento original. Lo que no nos dijeron, después de casi una hora buscándolo arriba y abajo en la calle del Roble, es que medía 65 cm y estaba perdido en una esquina sin más pena ni gloria. Los recuerdos que venden en los comercios son más grandes. En esa misma calle el ruido de la orina del niño nos dio sed, cosa que se nos ocurrió entrara a pedir a un restaurante un vaso de agua de la llave, costo total de la operación: 5 BEF o 10 pe-sos de la época.

Sin medio de transporte nuestras posibili-dades disminuían y ya algunos se rajaban; mi amigo con sus tías en París esperaba im-paciente que éstas regresasen de sus

28 Estatua de un niño orinando de 65.5 cm presente desde 1338. Hay varias leyendas en torno a ella, entre ellas, que una madre perdió a su hijo pequeño y prometió erigir una estatua dónde y cómo lo encontrara. Lo halló orinando en la esquina de esa calle.

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vacaciones en Zaragoza, España, para caer-les. Yo, por mi parte, me negaba ir a Astu-rias, en España, a aterrizar al pueblito de mis padres con mi tía a refundirme después de sólo dos meses de viaje. Todo esto ru-miábamos mientras que ya habíamos en-contrado un alojamiento bastante barato a un lado de la Catedral de San Miguel y Santa Gúdula. De todas formas, había que desplazar el coche, arreglarlo y venderlo antes de irse.

Al día siguiente decidimos ver de nuevo la impresionante Grand Place, pero de día esta vez.

Figura 20 Grand Place, Bruselas, Bélgica

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Otra iluminación, varios restaurantes con sus terrazas, todas ellas inabordables por sus precios para nosotros, se encontraban en sus esquinas. Mientras mis amigos reco-rrían los edificios circundantes, yo entré en cada uno de ellos: Es-que vous avez besoin d'aide ? (¿Requiere ayuda?) El dinero que invirtió mi madre en mí, finalmente pagaba. No me entendían muy bien, pero en uno de ellos el patrón mandó llamar a un mesero español.

—¿Qué quieres muchacho? —preguntó.

—Trabajar —respondí.

—Empiezas mañana a las 5:30AM —me dijo a mi sorpresa, tendiéndome la mano —. Soy Manuel.

Salí directamente de “La Chaloupe d’Or” (la chalupa de oro) a una relojería que se encontraba en la esquina, a comprar el pri-mer despertador de mi vida.

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—¿Dónde andabas? Llevamos ya un buen rato buscándote —me preguntaron.

—Mañana empiezo a trabajar en el restau-rante de la esquina —les respondí.

—Pero que bárbaro —me dijo uno de ellos.

—No te mides —dijo el otro.

Ya había localizado un pequeño departa-mento enfrente del que habitábamos cuya renta mensual era mucho más baja que lo que salía la casa de huéspedes en la que es-tábamos. Esa misma tarde avisé a mis com-pañeros y me cambié. Uno de ellos aban-donó el barco y salió rumbo a Alemania donde un amigo de su mamá le había con-seguido un contacto para trabajar en Sie-mens; al otro le conseguí trabajo la semana siguiente en el restaurante de enfrente “La Brouette” (la carretilla).

El cierre de turno a las 5PM se acababa con la guerra entre los españoles y los

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vietnamitas29 negándonos a lavar platos y empezando a acumularlos sobre el lavabo. Seguíamos con las estanterías auxiliares y el piso para, finalmente, bloquear el pasillo de acceso a la cocina y salir corriendo ante los insultos en annamita de los del turno de la tarde-noche. La llegada de la mañana era el suplicio pues había que despejar el “ca-mino de la venganza” hasta llegar a la pileta del lavabo y poder desbloquear la situación.

Todo terminó bien pues mi “novio” los re-gañó e impidió que siguieran la guerra aún más allá hasta la entrada del restaurante (en las noches a veces había banquetes en el 1er piso). Casi todos los meseros eran homose-xuales y uno de ellos en especial me consi-deraba su protegido. Al entrar a la cocina me abordaba por detrás (nunca se atrevió a

29 La guerra de Vietnam 1955-1975 quería impedir la reunificación de Vietnam bajo un gobierno comunista. Aunque Estados Unidos fue el protagonista principal otras naciones europeas también participaron, lo que provocó una gran cantidad de flujo de refugiados.

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tocarme) me cantaba al oído “Regarde moi” de Les Miladys:

« Regarde-moi et dis-moi qu’entre nous il n’a rien à changer,

que tu ne t’iras plus jamais, j’ai tant besoin de toi… »

(Mírame y dime que entre nosotros no hay nada que cambiar,

que no te iras jamás, te necesito tanto…)

En otras ocasiones sólo entraba a la cocina, me miraba, gritaba y soltaba su bandeja me-tálica cargada de platos; el patrón entraba corriendo a ver qué pasaba y sólo decía “Perdón, me tropecé”. Cuando me fui, le vendí todas mis camisas bordadas mexica-nas y mi suéter de Chiconcuac que antes lavé (no sabía ya que era blanco con grecas azules y negras).

La situación mejoró con la entrada de di-nero, me compré una mochila digna de ese nombre, unas botas para sustituir mis zapa-tos que ya enseñaban los calcetines, una

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bolsa de dormir de pluma de ganso y unos guantes calientes. Todo lo usaba para dor-mir en mi “casa” pues el frío aumentaba día a día y no tenía calefacción.

—Lo siento chico. Se acabó el trabajo —vino un día Manolo y me dijo sin preámbu-los.

Había pasado casi un mes y medio. El co-che estaba reparado y decidí visitar Sto-nehenge en Inglaterra a la que se me pegó, casi sin querer, Brighton. Volví a París a re-cuperar mi maleta que inmediatamente tiré, pasando todo su contenido a la mochila de “alta” montaña y a vender el coche por el cual me dieron un billetotote de 10 mil fran-cos franceses (alrededor de 1500 dólares). Por entonces cada billete se hacía grande o chiquito de acuerdo a su denominación.

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Figura 21 Stonehenge, Inglaterra

No entendí cuál era la prisa de bajarse del tren a toda prisa en Hendaya, Francia, a las 8AM para pasar la frontera con España y encontrarse en Irún, un pueblo perdido, hasta que el exprés a Oviedo de las 8:30AM partió sin mí y el siguiente salía a las 5PM. Conocí el pueblo, su plaza, sus 5 calles; me aprendí de memoria el nombre de cada una de ellas en euskara. Visité su iglesia, fui al puerto de Fuenterrabía (3 veces) y a su ma-ravilloso río Bidasoa (por lo menos 10 ve-ces). El tren normal me llevó a Oviedo, As-turias en las normales 15 horas, lo que me dio el tiempo suficiente para recorrer el tren unas 200 veces y conocer una linda chica que tenía ronchas en las ronchas debido a

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que era alérgica hasta a la vida misma. Le conté algunos chistes, algunas historias de México; quería asociarse a mí, después, be-sarme y al final del viaje, casarse conmigo y tener hijos hipoalergénicos.

—Voy al baño —le dije un poco antes de llegar.

—¿Por qué no dejas tu mochila aquí? —preguntó.

—Aprovecho para cambiarme —le mentí.

Salí huyendo entre la multitud y logré per-derla en el último momento para tomar el ALSA30 que me llevaba a Grado, pueblo en el norte de España del cual es originaria mi familia.

La confitería se encontraba al máximo de su capacidad y había gente esperando hasta en la banqueta. Todo mundo tomaba su

30 Empresa de autobuses con una amplia red que cubre toda España.

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café, un pastelillo, un vino. El ruido era en-sordecedor y detrás del mostrador había por lo menos 5 personas que parecían abejas re-zumando polen, corriendo de un lado a otro con tazas de café, botellas de vino o brandi y platos típicos de pinchos, tapas u otros. El piso estaba cubierto por una capa de aserrín y papeles tirados pues parecía la costumbre arrojarlos al piso, aunque hubiese papele-ras. El desconcierto total.

—¿Deseaba algo? —me dijo un hombre de unos 45 años aproximados de edad detrás del mostrador de pastelillos.

—Si. Un pastelito de esos y hablar con la señora Conchita Llano —le indiqué.

Me sirvió el pastelillo y me cobró.

—La señora Conchita no se encuentra ¿Quién la busca?

El corazón me dio un vuelco, la misma si-tuación de París volvía a presentarse nueva-mente pero ahora se hacía más dramática

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perdido en un pueblucho en medio de la Es-paña rural.

—Su sobrino —respondí.

Su semblante adusto cambió radicalmente y una gran sonrisa apareció, dejó el mostra-dor para acercarse a mí y abrazarme efusi-vamente.

—¡Hombre Mili!, ¡es que con esa aparien-cia de hippie nadie te reconoce!, pero pasa, pasa tu tía está en el obrador.

Pasamos al obrador donde por lo menos 7 pasteleros se afanaban en la confección de pasteles de todo tipo y otras tantas cocine-ras en la limpieza de los platos y en cocinar.

Mi nuevo puesto oficial era ayudante 2do de pastelero y estaba encargado del relleno de crema pastelera de los Petits Choux (pe-tisús para los cuates) en la confitería de mi tía paterna. Mi emoción era máxima pues la pastelería siempre me había gustado y la crema pastelera casi siempre se me cortaba.

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Atento a las instrucciones del Pastelero Ofi-cial de 1era esperaba ya la orden de cascar 500 huevos.

—Pon atención que no te lo repito —dijo en tono serio y continuo mientras unía la acción a la palabra —. Pon en el bol 20 li-tros de agua fría, vuelcas lentamente 5 kilos de polvo de crema pastelera y luego…

En ese punto casi me desmayé y dejé de es-cucharlo, acostumbrado a usar leche, hue-vos frescos, maicena, canela…

—¿Preguntas? —dijo.

—No, todo está clarísimo —respondí sin mucho convencimiento.

Todos los procesos eran así, el único día que algo cambiaba era cuando se hacía una receta llamada Tocinillos de Cielo que exi-gía una cantidad exorbitante de yemas y azúcar por lo que las claras se agregaban al turrón del día.

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Compré un EurailPass de 3 semanas; atrás quedó la novia del pueblo. El viejo Irún me esperaba para pasar ahora por Lourdes rumbo a la costa sur de Francia: Marsella, Cannes, Niza; salto a Italia pasando ahora por Pisa, Venecia, Florencia, Roma. Ya no sabía si iba o volvía, si lo había visitado o no, si lo había soñado, oído en un documen-tal, inventado o estado realmente ahí. Visité tanto, aprendí tanto, me faltó tanto.

Quedaban muchas horas para el atardecer, antes de mi partida y sabía cómo quería pa-sarlas. Subí al punto más alto de Grado y me despedí con el pensamiento de mis seres queridos, de todos aquellos que conocí en este viaje y ahora dejaba atrás. Ahí se que-daban todos aquellos que no podían o que-rían realizar el viaje conmigo. El autobús emprendió su marcha, el pueblo se hizo pe-queño en pocos segundos. Dejé a mi mente fantasear con las posibilidades que me es-peraban en el futuro.

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Bola Negra

¡Carajo! Ya no estaban ahí. Las cosas em-pezaban a torcerse para mi desgracia antes de lo previsto. Todo mi cuerpo sufrió un re-pentino malestar. Tendría que desandar el camino que ya me había llevado más de media hora desde Miguel Ángel de Que-vedo.

Corté por el parque de “Dos Conejos”. Se apreciaba apenas el antiguo sendero que atravesaba los arbustos y setas que cubrían sus pendientes. Llovía, y en medio del par-que, la lluvia intensa provocaba la niebla más espesa que hubiese visto. En ese mo-mento noté que temblaba, no era a causa de mi ropa húmeda ni del sol que lentamente se perdía en el horizonte que por sí mismo justificaba la extraña luminosidad que pa-recía surgir de todos los rincones de la ma-leza. Sonaron aquellas voces que parecían familiares y que, confundiéndome, no me permitían identificar con claridad la salida. En medio de la espesa vegetación se

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filtraba la tenue luz de las ya encendidas fa-rolas. Comencé a andar más rápido para sa-lir a toda costa de ahí. En un último atisbo de claridad me sobrepuse al terror de sa-berme perdido y localicé la entrada al te-rreno baldío que daba la salida a la avenida Universidad por la que siempre cortábamos para llegar al billar31 “Ariel”. Pegué un brinco desde el parque y en tres o cuatro zancadas, crucé la calle.

El juego con las bolas de billar siempre me fascinó desde que lo vi en una película32. En ella, el protagonista vaciaba la mesa dándole la vuelta a la misma, como en una

31 Dependiendo a quien le crea uno, sus orígenes son ga-los o anglosajones. Así, el artesano francés Henri Devigne lo concibió en 1469 para solaz del monarca Luis XI. ‘Billar’ procedería bien de la voz francesa billard —de bille (bola) —o bien de su inventor ingles Bill Yar.

32 “La huella” (película de 1972, título en inglés Sleuth; detective, sabueso) Film de intriga británica basada en la obra de teatro de Anthony Shaffer dirigida por Joseph L. Mankiewicz y protagonizada por Laurence Olivier y Mi-chael Caine.

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estudiada danza, mientras usaba el taco33 golpeando una tras otra las bolas coloreadas numeradas en una espectacular secuencia donde las troneras recibían una o varias bo-las. Me sorprendió con un estilo huraca-nado y enérgico, con rápidos movimientos alrededor de la mesa y golpes sobre el ta-pete. Su adversario esperaba impaciente su turno aplicando tiza34 a la “botana35” de su taco. Ambos giraban en un estudiado ballet alrededor de la mesa mientras platicaban y el actor anunciaba con firmeza la jugada. Al final del espectáculo el protagonista, un ex-perto en todo tipo de juegos de salón, le pre-guntó con extrañeza a su contrincante:

33 Instrumento de madera con el cual se golpean las bolas de billar. En su punta se pega o atornilla un cuero pulido.

34 Yeso, comúnmente de color azul, que se extiende en el cuero de la punta del taco para que no se estropee y, so-bre todo, para conseguir el agarre suficiente entre el taco y la bola de billar.

35 Casquillo de suela de cuero pulida que hace el contacto con la bola. También llamada cuero o suela.

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—¿Qué haces con ese taco en la mano? —mientras procedía a quitárselo rápidamente y a acomodarlo en su lugar en la pared.

Mis comparsas, mis dos amigos leales, ya esperaban en la puerta resguardándose de la lluvia fumando un cigarrillo: el “tranquilo”, mi primo Rubén, y el “duro”, mi amigo Ar-turo. Me integré al grupo yo, el “matemá-tico”. Les sonreí. Venía acalorado, mojado y sudoroso. Pero, sobre todo, molesto. Mis amigos escudriñaron mis ojos intentando descubrir en mi mirada, alguna noticia. For-mábamos una raza peculiar. Separamos las cortinas y entramos al billar. Aquel billar no era tan sólo el lugar de juego. Era tam-bién una especie de refugio que ponía orden al ajetreo de nuestras vidas de adolescentes.

Al entrar al billar se solicita la mesa y el encargado te da las bolas en una caja de ma-dera (“huevera”). La tiza y los tacos se en-cuentran a la disposición de todos en las pa-redes del billar a menos de que sean propie-dad de los mejores jugadores; entonces sus tacos se hallan en una vitrina con llave en

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la oficina donde se paga la renta de la mesa. Nosotros no teníamos ese raro privilegio. Si pides “pool” requieres, además, un trián-gulo para “apilar” o apiñar las 15 bolas co-locando la ocho, la negra, al centro. La ocho es la última bola que se debe meter. Cada jugador debe anunciar qué bola golpea y a qué buchaca piensa meterla.

En mi casa siempre habían dicho que el bi-llar era de vagos. El juego se basa en una engañosa simplicidad: hacer chocar las bo-las entre sí y contra las bandas de la mesa forrada de paño (verde, rojo o azul, según la modalidad). La praxis, no es tan sencilla. Billar francés o carambola, pool o billar americano, snooker o británico, belga, hindú, cubano, de Chicago, español, bola negra, de quillas, italiano…

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Figura 22 Jugadores Bilbaínos de billar

El billar es un pasatiempo divertido y apa-sionante — dicen que, sobre todo — para las mentes obsesivas. Se empieza a jugar en la prepa o en las horas libres de la universi-dad. Se acostumbra a perder y a pagar la cuenta de la misma manera que se acostum-bra a ver salir el sol todas las mañanas. Los más osados apuestan dinero extra. Los ti-moratos se reparten la cuenta. No abundan las mujeres billaristas, pero las hay. Son

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raras las que optan por la carambola, en ge-neral prefieren jugar “Bola Negra36”.

La carambola se juega con tres bolas de re-sina (antes fabricadas de marfil), una total-mente blanca, otra también blanca, pero que tiene un punto o marca (mingo) y una tercera, roja. Se juega en una mesa rectan-gular sin buchacas o troneras (hoyos) cu-bierta de paño verde y rodeada de bandas elásticas en la que están incrustadas marcas de nácar (llamadas diamantes). En general juegan dos personas o parejas y a cada ju-gador le corresponde una de las bolas blan-cas. El juego consiste en impulsar la bola propia con el taco para que ésta vaya a gol-pear las otras dos. A esto se le llama “ca-rambola”. Cada vez que un jugador hace una carambola se le anota un punto y con-tinúa tirando. Se juega a 25, 30 ó 50 puntos.

36 Se utilizan 16 bolas, siete de color liso, siete rayadas; la bola 8 que es negra y una blanca. A cada jugador le co-rresponde un grupo que debe embocar antes que la negra usando la blanca para ello. Si un jugador mete la negra antes de tiempo, pierde la partida.

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A este tipo de carambolas se les llama sen-cillas.

Al pasar el tiempo el juego aburre y pasa uno a lo que se llama “Rosario” que con-siste en hacer 9 carambolas sencillas y una de tres bandas. Una carambola de tres ban-das consiste en que la propia bola debe to-car cualquiera de los cuatro lados (o ban-das) de la mesa tres veces antes de golpear la última bola. Al principio esto no es claro y requiere varias explicaciones, pero al fi-nal, termina uno por comprender el meca-nismo.

En la última etapa del aprendizaje pasas a los efectos en los que el taco golpea la bola propia o tu bola golpea a las dos otras en distintos ángulos y posiciones para que la bola regrese, salga despedida en una u otra trayectoria o siga su camino hacia una ca-rambola segura y “armar” (facilitar dejando las bolas en una posición óptima) la si-guiente jugada. Los expertos “cantan” la ju-gada o ésta no es válida. Para ello explican lo que va a suceder para que se comprenda

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que no es fruto de azar, sino que así fue pla-neado el tiro.

—¿Puedo jugar con ustedes? —nos pre-guntó un ser de apariencia insignificante.

Después de perder dos partidas seguidas de un rosario nos preguntó con una voz casi apagada:

—¿Y si jugamos de chesco?

Comenzó a ganar casi de causalidad, como sin querer, sin mucha ventaja. Iniciaba la llamada propiamente dicha fase de “coyo-teaje” en la que el jugador experto, vago y que vive de las apuestas (coyote) ronda las mesas de billar buscando las ovejas o galli-nas que lleva al matadero de forma paula-tina y estudiada. Las deja ganar al principio para que entren en confianza y luego pasa a la fase de la pequeña apuesta y, si el incauto aún no comprende lo que pasa, la cantidad de la apuesta sube poco a poco a sumas con-siderables. El coyote se deja ganar algunos juegos y al final se lleva la “ultima” apuesta

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por un marcador casi siempre cerrado para mantener la emoción.

En esa época “Donald en el País de las Ma-temágicas” hizo más por mí para aprender el billar y las matemáticas que casi todos los profesores que tuve en mi escolaridad básica. En ese cortometraje, Donald es un intrépido explorador que se sorprende ante un árbol de raíces cuadradas, un rio de nú-meros y un lápiz que le reta a una partida de “gato”; así, descubre el número Pi, habla con Pitágoras quien le explica su escala musical, nos inicia al ajedrez y descubre el billar, en su modalidad de carambola a tres bandas. El narrador le enseña cómo calcu-lar la forma de obtener carambolas sencillas usando las marcas que aparecen en los bor-des de la mesa de billar sumando y restando números y fracciones simples. Por último, usa su imaginación para descubrir figuras geométricas que se aplican en todas las áreas de la óptica, ingeniería, mecánica, as-tronomía...

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Ahí estaba, serio como en una batalla, como si su pecho estuviese cubierto de con-decoraciones, con la mirada brillante, el rostro encendido ante la animación del juego. Sus amigos lo rodeaban solícitos, como ayudantes de campo, respetuosos, pasmándose de admiración tras cada una de sus jugadas. Cuando el jugador hacía un punto, todos se precipitaban hacia el mar-cador; cuando tenía sed, todos querían darle el “chesco”. Se oía el roce de la tiza contra el casquillo, el tintineo de las bolas que se entrechocaban en las otras mesas. Al ver to-dos sus rostros, sus reverencias hacia la mesa para tomar posición sosteniendo el taco entre el pulgar y el índice, en la lujosa sala de billar con zócalos de roble, abierta sobre la avenida, dejando penetrar la luz del crepúsculo, me venían a la memoria los otoños en el parque y mi espíritu olvidaba rápidamente la visión de su suciedad, sus charcas inmundas que se pudren allá, a lo largo de los caminos, formando grupos sombríos, bajo la lluvia donde los patos na-dan.

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Sus contrincantes esperaban a una distancia respetuosa dependiendo sus habilidades y la importancia del juego. Se esmeraban en no ganar, pero tampoco en no perder con demasiada facilidad. Es lo que decide el porvenir del juego y la continuidad de la amistad…

¿Quién gana? ¡Cuidado! Ya lleva quince puntos; el otro apenas nueve y pasa el trago amargo del rosario. Había que llevar el juego hasta su consecuencia final, bajo los torrentes de agua que anegaban el horizonte en las afueras del billar. Era una partida ver-daderamente interesante. Las bolas corrían, se rozaban, entrecruzaban sus colores. Las bandas devolvían bien; el tapete brillaba…. El jugador en turno era el único que no veía ni oía nada: inclinado sobre el billar, estaba absorto en la postura de su “puente” y en crear un magnífico efecto de renversé37.

37 Golpear la bola con un efecto contrario (golpe de gran dificultad) para que vaya a la banda de forma repetida. Bien ejecutado asegura una carambola de tres bandas es-pectacular.

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¡Los retrocesos eran su fuerte! El “tran-quilo” — debido a la calma con que se to-maba cada jugada y analizaba todas las op-ciones — cedió entonces su turno al “duro”, cuyo lema parecía ser “duro y al centro”. El “matemático” — pues, pensaba que casi era todo de un simpe cálculo de fracciones que involucraban los diamantes de la mesa — esbozó una ligera sonrisa y pensó para sí mismo:

—Imposible que acierte, requiere un efecto hacia afuera.

Arturo, contra toda expectativa, imprimió, con su peculiar efecto “duro” el impulso re-querido al mingo y éste pegó en tres bandas con elegancia, hasta golpear la roja y ano-tarse el rosario tanto esperado.

Todos nos estremecimos de admiración. No supimos si fue fruto de la suerte o de una concienzuda planificación. Parecía sereno delante del billar en el momento de la ac-ción. Entre tanto, afuera, los truenos

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aumentaron y la ligera lluvia se volvió tor-menta.

—Te toca —me anunciaron, sacándome de mis cavilaciones.

Eso me distrajo. ¡Eso pasa por no poner atención al juego! Pasado también el res-coldo del rosario hice carambola tras ca-rambola, dos series que casi me dieron la victoria y terminaron prematuramente el juego pactado a 25. Esta vez, todos estaban furiosos. La sorpresa y la indignación se re-flejaron en todos los rostros. Precisamente en este momento llegaron los refrescos traí-dos por “Chimino” el “animal del demo-nio” una especie de auxiliar en el estableci-miento que hacía de todo, desde “coyo-tear”, reparar un taco, preparar las tortas o traer los refrescos para ganarse la propina.

¡Había que ver cómo lo recibieron! Reso-plando de cólera, semblantes rojos como un gallo, todos se abalanzaron hacia él, taco en mano.

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La sala de billar se caldeó; Rubén el “tran-quilo” recobró ventaja, pero Arturo el “duro” se defendió como un león.

¡Veintiuno! ¡Veintidós! ¡Veintitrés!

Apenas había tiempo para anotar los pun-tos. Sólo faltaba mi jugada. Todos los ojos estaban fijos en mí. Por azares del destino me “vendieron” el tiro y era de los más fá-ciles que puede haber para la última, defi-nitiva y ganadora carambola. Era el último tiro sobre una carambola sencillísima… Un poco alejada la bola blanca para hacer el puente. Tomé el alargador38 de debajo de la mesa.

Ahora, un gran silencio. Sólo se oía la llu-via que caía sobre los árboles y los ruidos confusos del danzar de los otros jugadores

38 Violín, Murciélago. Cuando resulta imposible realizar el puente con la mano sobre la mesa debido a la posición de la bola blanca, se puede utilizar un puente mecánico. Exis-ten puentes de diferentes formas (cruz, herradura, en uve), su utilización depende de la situación de la bola blanca y de si existe algún obstáculo cercano o no.

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preparando sus tiros girando alrededor de las otras mesas como en una pista de baile con sus parejas, abrazando amorosamente sus tacos y aplicando, a la vez, cuidadosa-mente tiza a la “botana” del mismo.

Preparé el tiro sonriendo por lo bajo, no hubo “pinto mi rayita” ni “císcalo diablo panzón” que valiera. Aquí termina el ca-mino para todos, cabrones.

¡Una pifia monumental! El nerviosismo re-tenido estalló en una carcajada monumental que resonó como un cañón en mis oídos.

El “tranquilo” ganó la partida. El vencedor contemplaba como un sacerdote en una misa, aprobando y dando su absolución a los perdedores en la caja mientras estos pa-gaban los refrescos y la mesa.

¡Ya habría otras partidas para la venganza! Pensé. Salí solo para perderme en la oscu-ridad de la noche bajo las gotas frías de una lluvia persistente. No me quedaba otra cosa que comenzar a caminar mi vida. Volví el

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rostro para conservar en la memoria la en-trada perdida del terreno baldío que antes no encontraba y ahora me pregunto ¿en qué momento de mi existencia metí la bola ne-gra?

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El Juguete Roto

La inmensa mesa de la sala de mi abuela Pilar, cubierta de un espeso vidrio, era el lu-gar de tortura; los instrumentos, un lápiz, abundantes folios de papel y una goma de la época: mitad azul, mitad rosa. El más mi-nino contacto de esa goma con el papel des-truía no sólo toda traza del grafito sino el papel mismo. El objetivo: escribir la serie de números romanos del 1 al 500 cinco ve-ces. El verdugo designado: mi tío Roberto, mejor conocido como “Tito”. Era el más pequeño de los 4 hermanos de mi mamá y el más indicado para hacer que la tarea se cumpliese en el tiempo indicado: 5 días.

Nunca fui ni contestatario, ni revoluciona-rio, ni de la oposición, pero esa tarea sacó lo peor y lo mejor de mí mismo. La inutili-dad de su propósito me persigue hasta ahora; reconozco de inmediato esos núme-ros malditos al final de las películas, en los lomos de los libros o en monumentos o pla-cas conmemorativas y puedo convertirlos,

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no importando lo largo o complejos que sean, casi instantáneamente a su equiva-lente arábigo. Durante años poblaron mis pesadillas con sus palitos, ces, equis, uves y emes desfilando ante mis ojos como en las escenas de “El Aprendiz de Brujo” en “Fantasía” de Walt Disney. A pesar de todo ello, entre castigos, gritos, enfados y lágri-mas, logré terminar la estúpida tarea a tiempo.

“Tito” era el verdugo que se especializaba en torturas tan bellas y clásicas tales como la “Limonada” (hundirte en la alberca to-mándote de los hombros o del cabello hasta que casi te ahogaras para luego dejarte salir a respirar brevemente y volver a empezar la operación, una y otra vez), la “Aplanadora” (colocarte en el suelo y luego dejar caer todo su cuerpo sobre el tuyo, cortándote la respiración hasta casi la sofocación y el desmayo; todo esto haciendo movimientos rotativos para hacer el juego más intere-sante) o la “Maquinita Exprés” (tomarte del cuello haciendo presión con el pulgar e ín-dice para hacerte daño cortándote el flujo

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sanguíneo mientras te zarandeaba dirigién-dote a su antojo hacia un lado u otro ha-ciendo ruidos de locomotora: “chu, chu”).

Recuerdo una ocasión en la que me condu-jeron a mi mazmorra en la calle de Floren-cia, casi esquina con la avenida Reforma, en la glorieta donde está la columna de la independencia con su Ángel en su pedestal. El mismo que, según me explicó años antes mi tío cuando me sorprendí al verlo vacío, voló al cielo porque ya no me aguantaba más39. Ese día iba guiado por mi tío Tito que insistía en hacerme su “Maquinita Ex-prés” a pesar de mis agrias protestas. El ob-jetivo era ahora darle la bienvenida a mi abuela Pilar que regresaba de su larga

39 El Ángel de la Independencia es una estatua alada de cobre de 6.7 m de altura y 7 toneladas situada en una co-lumna de 36 m en el Paseo de la Reforma antes llamado Paseo de la Emperatriz. Desde que fue colocada en su base en 1910, el símbolo capitalino se ha caído dos veces: en los terremotos de julio de 1957 a las 2:30 AM y en el de septiembre de 1985. En 1957 su restauración tardó un año y se colocó nuevamente en su lugar el 16 de septiem-bre de 1958.

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peregrinación de un viaje a España, su país de origen. Era la primera vez que volvía a su patria después de 40 años de ausencia desde que la abandonó para instalarse, pri-mero, en Cuba y luego, definitivamente, en México. Por aquellos tiempos México no tenía relaciones con España pues era gober-nada por el dictador Francisco Franco. Era imposible obtener una visa y no había vue-los directos desde México. Para viajar a Es-paña había primero que ir a EE.UU. o a cualquier otro país que tuviese relaciones con la Península Ibérica. Llegaba, pues mi abuela Pilar de Nueva York. La recibía toda la familia en el aeropuerto, pero luego sólo quedaron sus hijos y nietos en la gran sala con aquella famosa mesa cubierta del es-peso vidrio. Fue allí donde la ceremonia de los regalos se realizó. A cada quien le co-rrespondió un pequeño pedazo de la madre patria. No recuerdo cual fue mi regalo, pero si la maravilla que le tocó a Tito: una gra-badora de carretes miniatura, similar a una caja de zapatos de unos 10 x 20 x 5 cm. Los carretes tendrían a lo máximo unos 3 o 4 cm de diámetro; en suma, ¡una verdadera

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maravilla de miniaturización! con el sello de “Made in Japan”.

Figura 23 Cabeza de Ángel caído

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Figura 24 Pedestal de la columna del Ángel de la Independencia

En ese entonces yo no lo sabía, pero “He-cho en Japón” significaba barato y corriente y duraba 1 o 2 veces a lo sumo. Si quería uno calidad, había que pagarla y comprar con el sellito de “Made in USA” o “Made in Germany” sinónimo de buena manufac-tura y larga duración. A lo largo de los años Japón recuperó su “honor comercial” y el

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sello de la deshonra se paseó por México, Singapur y Corea hasta que hoy en día se encuentra en China.

La dichosa grabadorcita venía cuidadosa-mente empacada en una estupenda cajita extremadamente decorada. Venía con un carrete de cinta magnética de repuesto, un escueto manual en 3 o 4 idiomas, ninguno de los cuales era el español y, claro está, un diminuto micrófono provisto de un corto cable que no pasaba de los 30 cm. La repro-ducción se realizaba a través de un peque-ñísimo altavoz integrado al conjunto. Tito, el experto, se lanzó de inmediato a colo-carle unas baterías y, sin ni siquiera moles-tarse en leer el manual, se puso a embobinar los carretes rompiendo un poco de la va-liosa cinta; conectó a trompicones el micró-fono y procedió a hacer unas pruebas preli-minares, antes de intentar grabar los relatos de la abuela.

Todo esto sucedía ante los ojos, y principal-mente los oídos, atónitos de todos nosotros. En un momento se podía grabar, borrar y

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oír la voz de alguien. Esto abría posibilida-des insospechadas para el futuro. Todos es-tábamos embobados y absortos viendo cómo embobinada, retrocedía, avanzaba, grababa y reproducía en un santiamén, la voz carrasposa de la abuela. Yo me intere-saba igualmente en el pequeño manual con sus extraños ideogramas japoneses y sus peculiares instrucciones en inglés. Aunque a esa edad ya dominaba casi perfectamente ese idioma, no comprendía algunas de las frases que no parecían tener sentido. Pasa-ron muchos años para que me diese cuenta de que el problema no venía de mí, sino de los traductores que no eran muy duchos en su tarea, sino que usaban frases aproxima-tivas. De tanto apretar botoncitos para aquí y para allá sin ton ni son, experimentando y descubriendo a tientas su función, sucedió lo que tenía que suceder: las pilas se agota-ron en no más de 5 minutos de manipula-ciones. Todo mundo perdió interés en el ju-guetito; mi tío se retiró a su habitación, te-rreno prohibido para mí, en busca de unas nuevas baterías (caras en esos tiempos) y a jugar con su nueva grabadora.

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Figura 25 Antigua grabadora de juguete japo-nesa

─ ¡Psst!, ¡Hey! ¡Mili, ven pa’cá! ─ escuché la voz susurrante de Tito que me llamaba desde la puerta de su habitación en el obs-curo pasillo.

Me hacía señas para que me aproximara. No me sentía con mucha confianza de acu-dir a su llamado.

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«¿Qué tal si se trataba de otro de sus sucios trucos para martirizarme?» pensé. Insistía tanto que caí en la tentación y me aproximé a la puerta. Tomándome de la muñeca me jaló a la habitación y cerró la puerta inme-diatamente detrás de nosotros. A mis oídos de niño, fue como si la pesada puerta metá-lica de un cadalso se clausurase, sellando inexorablemente mi destino.

─Mira, creo que ya no funciona─ me dijo sentándose en la cama a un lado del en-fermo, manipulándolo con cuidado ex-tremo.

─ ¿Revisaste ya las pilas? ─pregunté como si supiese de lo que hablaba.

A pesar de mi corta edad, ya era hábil con la electrónica y cuanto aparato descom-puesto iba a dar a mis manos para su des-guace y análisis concienzudo. Uno que otro era reparado de casualidad.

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─Sí─ respondió con voz grave─, ya no sé qué más hacer; estoy desesperado ¡No le vayas a decir a la abuela! ─ me suplicó.

Alejandro Dumas no hubiese imaginado a Dantès escaparse de su prisión de forma más desesperada de la que yo salí corriendo por el pasillo hacia la sala.

─ ¡Tito ya descompuso la grabadora! ─ gri-taba a todo pulmón para que me escuchara hasta el ángel que había escapado de su zo-clo en la columna para ir al cielo y que ahora se encontraba ya de nuevo prisionero en ella.

Robertito me seguía de cerca tratando de atraparme, tropezando con todo. No lo lo-gró.

Ya mis tíos, mi abuela y mi madre se apila-ban bajo el arco que daba paso de la sala al pasillo, que comunicaba a todas las habita-ciones entre ellas y a un baño común, para investigar qué causaba tanto revuelo. Yo

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me protegía de Tito entre las faldas de mi madre.

─ ¡No podía ser de otra forma! ─ dijo uno de mis tíos con sarcasmo; el que más tarde en su vida sería él mismo un bueno para nada.

─ El neñu tiene las manos de estómago─ dijo mi abuela levantándose parsimoniosa-mente de la cabecera de la mesa del come-dor, su lugar asignado ─, pero ya yo encár-gome de este asunto ─ concluyó mezclando en su rabia el asturiano y el español, con su peculiar acento del norte de España.

La puerta del cuarto de Tito se cerró lenta-mente detrás de mi abuela y el acusado. Mi madre me puso el abrigo apresuradamente y abandonamos precipitadamente el depar-tamento de la abuela Pilar, para salir rumbo a la casa. Nunca supe a ciencia cierta qué pasó esa tarde.

A partir de ese día Roberto fue más suave en sus relaciones conmigo; sus

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“limonadas”, “aplanadoras” y “maquinitas expreses” no cesaron, pero sí que se hicie-ron menos frecuentes. Desde ese entonces me permitía a veces visitar su habitación. Ya más grande hasta me prestó, para lucir en la escuela, una chamarra verde camu-flaje de la guerra de Vietnam comprada en una tienda “Army Surplus40” que causaba sensación.

Algo más que un juguete se rompió ese día en el departamento de Florencia 59.

40 Tienda de Excedentes Militares que vende artículos usados o nuevos que el ejército ya no requiere. A veces venden también artículos que ya pasaron su fecha límite de uso.

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Tarde de Galletas

El gran día había llegado. Sentado en la parte trasera del gran Dodge rojo, mi her-mano abría los ojos como platos mientras mi abuela aceleraba el motor a fondo sin previo calentamiento. Yo guiaba la manio-bra haciéndole al “viene, viene”. Indicaba con el índice, ya a la izquierda, ya a la de-recha, mientras mi abuela al volante hacia maniobras desesperantes girando con un peculiar movimiento muy rápido y muy corto, el manillar hacia lado contrario del indicado para no cruzar los brazos, según ella.

Los pocos transeúntes masculinos que pa-saban a esa hora inclinaban ligeramente la cabeza, moviéndola de un lado al otro len-tamente, mientras apretaban los labios y le-vantaban los ojos al cielo en señal de des-aprobación; cruzaban presurosos salvando la corta distancia detrás del portón del ga-raje que se abría a la calle Sinaloa, evitando ser atropellados.

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El motor rugía presuroso mientras las llan-tas apenas se movían. La abuela aceleraba a fondo sacando el “clutch” muy lenta-mente. Mientras tanto el coche daba lenta-mente marcha atrás. Una espesa humareda salía del escape invadiendo el pasillo del edificio-vivienda con su olor a aceite y a embrague quemado.

Aunque era de modelo muy reciente, el vehículo tenía que visitar el taller frecuen-temente debido a la ineficacia del manejo de mi abuela. Poco tiempo le duraba el gusto de estrenar a la abuela Pilar; cam-biaba de modelo casi cada año. Finalmente tuvo que resignarse a la evidencia y, a in-sistencia de toda la familia, optó por com-prar un modelo automático41 de uso muy extendido en esa época en los EE.UU. pero

41 En los Estados Unidos la mayoría de los vehículos ven-didos desde los años 1950 tienen un cambio de transmi-sión automática, a diferencia de lo que ocurre casi hasta ahora en Europa y en gran parte del resto del mundo.

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de gran lujo para un país como México donde el modelo manual era la norma.

Finalmente logramos, digo logramos pues yo me sentí parte de la aventura, sacar el coche en reversa, dar vuelta a la derecha lentamente por Sonora y enfilarnos nueva-mente a la derecha por Durango hasta llegar a la avenida Revolución.

Yo iba feliz en el asiento de adelante. Entre mis piernas llevaba una lata cúbica de hoja-lata de unos 30 cm., azul, decorada con flo-res doradas y en cuya tapa redonda lucía el dibujo de un cisne blanco estilizado: Era la caja de galletas vacía. Nuestra misión del día, si la aceptábamos, era rellenarla a tope.

La abuela Pilar era de pura cepa Ibérica. Producto de tres guerras, dos mundiales y una civil. Emigró primero a Cuba y luego a México donde se había asentado formando una gran familia. Cuando le preguntaba so-bre sus orígenes y su vida en España hacía referencia a un pueblo llamado Salas.

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─ ¿Salas? ¿Como tú apellido? ─ pregun-taba sorprendido.

─ Sí. Como mi apellido ─ respondía son-riendo.

Salas, concejo del Principado de Asturias, situado al norte de la península ibérica. Tal y como rezan las guías turísticas, Salas “la Puerta del Occidente” de Asturias.

Cuando me ponía a reflexionar en ello, to-dos los que conocía eran Salas: Salas mi papá, Salas mi mamá, mis tíos y tías, mis primos… No entendía cómo todo esto era posible.

Pues sí, todos venían del mismo pueblo o de sus alrededores. Mi abuela me contaba que habían tenido muchas posesiones, fin-cas, terrenos, hórreos, incluso un castillo, y que todo se perdió a causa de un abuelo ju-gador que apostó todo y todo perdió. Que, incluso si quería, podía visitar la universi-dad de Oviedo y ver en el patio principal la estatua de otro Salas: Fernando Valdés

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Salas, fanático inquisidor general y valido del rey.

Figura 26 Fernando Valdés Salas Fundador de la Universidad de Oviedo

Ni mi abuela ni mi padre ni ninguno de los emigrados españoles que conocía me res-pondían directamente cuando les

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preguntaba de su vida o las razones de su salida de España, ni los detalles de su infan-cia. La información tardaba en llegar o lle-gaba a cuentagotas. De mi padre me enteré después de mucho insistir, por ejemplo, que mi abuelo paterno era zapatero. Muchísi-mos años después, por fuentes indirectas, que mi padre fue campeón de boxeo en As-turias y que trabajó en Trubia, una fábrica de armamento militar, de la que recibía una pensión. Mi abuela no era excepción: al-guna vez se le escapó y me dijo que uno de mis tíos no era mexicano sino cubano y que tuvo una carnicería y una moto de alta ci-lindrada con sidecar cuando era joven.

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Figura 27 Estructura típica asturiana: el Hó-rreo42.

Después de lo que se me hizo una eternidad, desembocamos, no sé cómo, a la intermina-ble avenida Revolución con sus tranvías en ambos sentidos y en medio del tráfico

42 Es, en esencia, un granero montado sobre patas (pego-llos) y con techo de paja. Dichas patas aíslan al hórreo del suelo para evitar que los roedores trepen y se coman lo almacenado. No confundir con una panera (techo de teja y más de 4 pegollos). Los hórreos y paneras se construyen con otros nombres en todo en norte de España (Galicia, León, Navarra, País Vasco), Portugal y Europa (algunas es-tructuras en piedra o cabañas similares).

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ocupando un gran espacio. En él se podía ir desde la Ciudad Universitaria hasta el mismo centro de la ciudad de México. Por la forma en que conducía la abuela, más nos valía haberlo tomado para llegar a nuestro destino más rápido y seguros. Sin prevenir a nadie de su maniobra, dio vuelta intem-pestivamente en una estrecha calle donde las calles no tienen nombres sino números. Las casas eran señoriales y se extraían de la pobreza que las circundaba.

Nuestros ojos, me refiero a los de mi her-mano y los míos, se iluminaron al recono-cer la fábrica de galletas y su expendio de lujo en la mismísima esquina en la que ha-bíamos doblado. Alguien misterioso nos abrió la puerta del zaguán.

Mi abuela estacionó el coche trabajosa-mente en el lugar indicado acelerando, em-bragando, moviendo el volante con sus mo-vimientos tan cortos y peculiares, cam-biando de marcha, acelerando a fondo y desembragando lentamente; hacía sufrir el motor en toda la maniobra. Yo sólo veía al

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señor que la guiaba hacer los mismos mo-vimientos con la cabeza que hace unas ho-ras había visto hacer a los transeúntes de-trás del vehículo: la movía de un lado a otro mientras apretaba la mandíbula con ganas de arrancar a mi abuela del asiento del con-ductor y acabar de aparcar el coche él mismo de una vez por todas.

Entramos a la tienda y mi abuela se perdió detrás de una puerta de madera ornada con un vidrio semitransparente de grandes le-tras: “Oficina”. Quedamos, pues, atrapados mi hermano y yo en unas incomodas, pero elegantes y lujosas, sillas de hierro forjado muy garigoleadas situadas exactamente frente a un gigantesco mostrador vidriado que exhibía galletas a granel y cajas de car-tón o latas metálicas, como la que sostenía entre mis piernas; de todas medidas y colo-res.

La clientela, exclusivamente compuesta por elegantes mujeres con vistosos sombre-ros y abrigos, entraban de vez en cuando a la tienda y salían con sus cajitas en vistosos

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envoltorios, no sin antes pasar por una caja dorada garigoleada donde cada vez que la dependienta pulsaba una tecla, un número saltaba en la parte superior. Finalmente so-naba una campanilla y la caja registradora abría su cajón.

Al final de lo que se me hacía siempre una espera de horas, salía un empleado que to-maba la caja vacía de nuestras manos y, unos cuantos minutos después, salía la abuela con ella para conducirnos al coche y emprender la vuelta a casa, igual de azarosa que la ida. Ahora la diferencia era que la caja iba en la cajuela, llena, segura; fuera de nuestro alcance. Sabíamos que esa era tarde de café y galletas.

Los Salas se reunían para la ocasión espe-cial. La abuela preparaba la mesa y la gran caja con su vientre repleto estaba ahí, casi a nuestro alcance, brillando en el centro de la mesa con su cisne blanco nadando sobre el café humeante.

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No se podía meter mano a la caja de cual-quier forma, era una especie de rito en el cual la hembra y los machos alfa se servían primero mostrando los dientes y su plumaje mientras que los subalternos servíamos el café y otros menesteres, babeando.

Canastas, obleas, barquillos, pralinés, aba-nicos, lenguas, tartaletas, ambrosías de ave-llana, bríceles de chocolate y otras que el recuerdo borra de la memoria, pero no del paladar, salían sin parar de la lata mágica.

Al final de la tarde, el cubo se guardaba en un lugar incomprensible; fuera de nuestro alcance y glotonería sin fin.

Los días siguientes el cubo salía de casa y se llevaba en procesión, en la que sólo fal-taban las saetas en cada esquina. Mi abuela abría el cortejo llevando a cuestas la lata de galletas para evitar que la devoráramos y detrás, como nazarenos, íbamos mi her-mano y yo. La penitencia eran las paradas obligadas en casa de todos los amigos emi-grados españoles y las coplas de las saetas

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las dábamos en cuanto se servía el café. A nosotros nos traían un chocolate (a la “es-pañola” claro está) y la lata de galletas per-dida hacía su aparición una vez más. El gusto nos duraba poco; a ese ritmo las ga-lletas no se nos hacían muchas.

Sus amistades: Marcelina una menuda es-pañola; al igual que mi abuela era fruto de guerras, hambre y miserias. Había llegado a México para quedarse viuda y heredar una gigantesca casa colonial frente al “Án-gel de la Independencia”. La casa se había convertido en casa de huéspedes. Todo era exagerado en ella, la cocina, la escalera de mármol, las habitaciones y el patio. María Luisa, “La Bruja”, que sabía todos los re-medios o los inventaba; con polvos o hier-bas solucionaba desde un dolor de cabeza pasando por una mancha de sangre, hasta el mal olor en las axilas. Honorino, el cantante de ópera leonés, compañero de batallas de su marido en España. Fernández, el de Sa-las, gerente de galletas Mac’Ma.

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Poco a poco esas visitas se hicieron más es-porádicas; disminuyeron, desaparecieron. Tocó el turno de la abuela Pilar. Ya en la entrada del “Cementerio Español” nos es-peraba una nutrida comitiva de gente ves-tida toda de negro, muchas de ellas con ra-mos de crisantemos. Los mismos que mi abuela compraba esos domingos que nos llevaban a visitar al abuelo Antonio a la fosa familiar, por el camino empedrado bordeado de cipreses.

Seguíamos lentamente a la carroza negra, adornada como caja de galletas con doradas flores, hasta la iglesia donde se hizo una pausa. La gente entró y salió; las campanas sonaron espaciadas, lánguidas, tristes. Se-guimos la marcha bajo un sol de plomo. Nos congregamos alrededor del hoyo fres-camente excavado donde ya esperaban tres obreros, el cura y un sacristán. Todos mis tíos llevaban gafas obscuras. Uno de ellos sollozaba ruidosamente, inconsolable.

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El padre dijo unas oraciones, tomó el hi-sopo de las manos del sacristán que lo au-xiliaba y volviéndose a la tumba dijo:

─ Memento, homo, quia pulvis es, et in pul-verem reverteris.

Los obreros, agarrando las cuerdas, descen-dieron el féretro. Tomaron sus palas y co-menzaron a cubrir la tumba. Oía claramente el seco ruido del metal de sus palas clavarse en la polvosa arena. Los sollozos y llori-queos se volvieron más intensos y sonoros. Fue el momento en que mi madre aprove-chó para tomarnos de la mano y alejarnos de ahí ─ no era un espectáculo digno de mentes infantiles.

El dulce sabor de la azucarcilla que cubría las Mac’Ma se convirtió en el amargo re-cuerdo de ese aciago día de mayo. La colo-rida lata azul de hojalata adornada de visto-sas flores amarillas y su cisne se convirtió lentamente en el lúgubre ataúd negro con adornos de chapa dorada que se perdía en

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su tumba dejando, ya, su recuerdo en las noches del tiempo.

En nuestras tardes ya se acababan las Mac’Mas.

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Una mirada contemplativa y reflexiva sobre los recuerdos que, a medida que pasa el tiempo, se hacen cada vez más, más intensos, más íntimos volviéndose insoportable no confesarlos.