Memorias de adriano yoli

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18 de Enero del 1948 El invierno transcurrió en aquel palacio de Antioquia donde antaño había perdido a los hechiceros que me iluminaran el porvenir. Pero el porvenir ya no podía darme nada, o por lo menos nada que pasara por un don. Mis vendimias estaban hechas; el mosto de la vida llenaba la cuba. Adriano. 20 de Enero de 1948 Pocos días antes de partir de Antioquia, fui como antaño a sacrificar a la cima del monte a Casio. La ascensión se cumplió de noche; como en el Etna, solo llevé a un reducido número de amigos capaces de subir a pie firme. Mi objeto no era tan solo cumplir un rito propiciatorio en aquel santuario más sagrado que otro; quería ver otra vez desde lo alto el fenómeno de la aurora, prodigio cotidiano que jamás he podido contemplar sin un secreto grito de alegría. Ya en la cumbre, el sol hace brillar los ornamentos de cobre del templo, y los rostros iluminados sonríen, cuando las llanuras asiáticas y el mar están todavía sumidos en la sombra; durante unos instantes, el hombre que ruega en el pináculo es el único beneficiario de la mañana.

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18 de Enero del 1948

El invierno transcurrió en aquel palacio de Antioquia donde antaño había perdido a los hechiceros que me iluminaran el porvenir. Pero el porvenir ya no podía darme nada, o por lo menos nada que pasara por un don. Mis vendimias estaban hechas; el mosto de la vida llenaba la cuba.

Adriano.

20 de Enero de 1948

Pocos días antes de partir de Antioquia, fui como antaño a sacrificar a la cima del monte a Casio. La ascensión se cumplió de noche; como en el Etna, solo llevé a un reducido número de amigos capaces de subir a pie firme. Mi objeto no era tan solo cumplir un rito propiciatorio en aquel santuario más sagrado que otro; quería ver otra vez desde lo alto el fenómeno de la aurora, prodigio cotidiano que jamás he podido contemplar sin un secreto grito de alegría. Ya en la cumbre, el sol hace brillar los ornamentos de cobre del templo, y los rostros iluminados sonríen, cuando las llanuras asiáticas y el mar están todavía sumidos en la sombra; durante unos instantes, el hombre que ruega en el pináculo es el único beneficiario de la mañana.

Adriano.