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MarsolaireAmira de la Rosa 55

Lo que decían los cartelesEduardo Arango Piñeres 77

Cambio de climaAntonio Escribano Belmonte 81

El baileCarlos Flores Sierra 93

Recordando al viejo Wilbur'Julio Roca Baena 113

Los muchachosÁlvaro Medina 119

Retrato de una señora rubiadurante el sitio de ToledoAlberto Duque López 133

La Sala del Niño JesúsMárvel Moreno 149

El ocaso de un viudoRamón Molinares Sarmiento 165

Historia de un hombre pequeño«Guillermo Tedio» ..., 175

En la región de la oscuridadJaime Manrique Ardila 185

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Cuentos crueles brevesAlvaro Ramos ,

201

205La tercera alusiónWalter Fernández Emiliani

Un asunto de honorAntonio del Valle Ramón

Historia del vestidoJulio Olaciregui

Vamos a encontrartu paraguas negro, MargotJaime Cabrera Sánchez

Historia de Juan.Torralbo«Henry Stein» ...247

Vedados de ilusionesMiguel Falquez-Certain 261

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Historia del vestido

JULIO OLACIREGUI*

..u1-

Se refugió en la vieja casa de sus padres a escribir. ~Había pasado mucho tiempo afuera, entre lo que él Z ~

llamaba los ruidos y los escenarios de la historia, i:i! ~envejeciendo imperceptiblemente mientras recorría O 1-calles, ciudades y hoteles. y se había cansado, según ~ ~cuentan. Entonces estaba otra vez asomado a la venta- g Cna viendo los muros sucios y la escuela y acaso un ~ {cartel invitando al entierro de un vecino, dejando que LUla brisa caliente y la arena le trajeran, mágicamente, el ~color de unos cabellos o el recuerdo de una melodía. SSabía que todo sólo sucedía en la biografía de lospoetas y por eso se sonreía escéptico y mudo. Descon-

..Barranquilla, 1951. Periodista y corresponsal de prensa en París,donde reside desde hace varias décadas. Obras: Vestido de bestia(textos, 1980); Los domingos de Charito (novela, 1986); Trapos al sol,(novela, 1990); adaptó La mansión de Araucaíma de Alvaro Mutis parael film del mismo nombre de Carlos Mayolo, 1985. Tiene las obras deteatro inéditas Las novias de Barranca, Talía y el garabato y El callejón delos meaos, y también inéditos un libro de cuentos, una novela y unlibro de reportajes. Historia del vestido fue tomado del libro Vestido debestia, Bogotá, Colcultura, 1980.

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fiaba de sus fuerzas. El trabajo literario, según acos-tumbraba decir, necesitaba de reposo y concentración,de abandono, de ir al fondo y él era un hombre que sehabía decidido a cumplir al pie de la letra con lo quesospechaba era obligación de un destino solitario.Burlándose, escribía cartas a sus amigos, con muchadificultad también, para decirles que estaba descan-sando de aquellos años en que se había dedicado,vertiginosamente, «a desenterrar pasiones» afirma-ción con la cual parecía disculpar su lejanía, sus fraca-sos amorosos, su incapacidad para entregarse de llenoa algunos de los movimientos políticos que durante lajuventud se le ofrecieron como rupturas.

***

Muchos de ellos dejaron de escribirle y de esta formaél pudo dar~e cuenta de lo que pensaban de su actitud,midiendo el silencio y el olvido de la misma forma enque había mirado crecer y morir a los animales de lacasa, los que vivieron en el patio, bajo los árboles deguayaba o limón.

Hormechea había trabajado durante varios añoscomo libretista en una emisora de Medellín, dándoleuna vida fugaz a personajes que nunca conoció. Habíaentrevistado pálidas y fantasmales reinas de belleza,había hecho el juego a los políticos más ambiciosos yembusteros del país y contribuido a inventar ídolos,retrasmitiendo las palabras de futbolistas viejos y ago-tados que se burlaban de la gente. Todo lo había hechopara poder alimentarse, dejando ir su cuerpo grande einestable a fiesta llenas de humo y coroneles del ejérci-

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to. Algunas de estas personas lo halagaron y le permi-tieron sentarse a la mesa con ellos. Lo palmearonamistosamente y llegaron a tratarlo como se tratabanentre ellos cuando nadie los veía, cuando hablaban delpoder como algo muy concreto que servía para no

dejarse joder.Durante los días que siguieron a su regreso a la

ciudad trató de no dejarse llevar por sus estados deánimo. No quería que el escribir se le volviera unaforma de expresar quién sabe qué cosas enfermas y pre-tendía más bien que un recuerdo viniera atravesandola madrugada y lo encontrara allí, en el insomnio,desnudo, con toda la edad de sus huesos, para llevarlopor calles oscurecidas a repetir entradas, abrazos ylágrimas como la primera vez. Por eso no había escritomucho, aunque se la pasaba encerrado como si estu-viera preparándose para ello. Creía muy poco en laliteratura de moda porque ésta, según él, lejos de seruna voz serena que cantaba las desgracias de almaslúcidas enjauladas en cuerpos a su vez prisioneros detodas las pasiones, era, con pocas excepciones, un croardesafinado, un negocio, con pérdidas, estribillos y fórmulasque nadie entendía y que a nadie quitaban el sueño, perdidoscomo estábamos en los grandes mercados.

***

«El país es triste», le había dicho a alguien en una carta.«La poesía es secreta, los poetas son discretos emplea-dos. Los libros no circulan. Además, hay poco tiempopara leerlos; todo el mundo mira al suelo cuandoregresa a casa por la noche. Entonces la poseía nombra

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silencios, revela cerrados universos, un grito lejano enla noche. Lobo-hermano, en pijama, con los ojos tem-blorosos y la boca cenicienta mientras tu mujer duermealIado, hablando involuntariamente de lo que cuestala luz. Mientras tú sueñas, vuelves a pensar en los díasy encallas en la mañana: podrías despertar en unmundo desconocido, de suaves geometrías, sentir uncalor en los pies, nadar en la música. Pero ya hay ruidosen la cocina. Levanto la cabeza.»

Hormechea dejó de ir a cine desde aquella época.«La gente se ha vuelto muy agresiva. Siempre es unproblema el cine. Además, no tengo con quién ir ytodas las películas que dan son malas. Hay que esperarmucho tiempo para ver una buena o repetir las que yauno ha visto. Salir a la calle, arriesgándose a todo, parair a meterse a un teatro y de pronto encontrarse con unhueso. Yo creo que a veces es mejor quedarse por ahíleyendo periódicos viejos. Tienen su encanto porqueya uno puede descubrir las mentiras bien claritas,darse cuenta de todo lo que habían inventado» decíamonótonamente como si se hubiera aprendido estahistoria de memoria. Pero exagerada. Nos consta queleía angustiado la página de cine de El Nacional, por lastardes, mirando y re-mirando los dibujitos, ilusiona-do, creyendo que se iba a encontrar con una antiguapelícula de la que había leído toda su vida sin haberpodido llegar a tiempo al lugar donde la estabanpresentado. Cuando tenía 22 años había visto El gabi-nete del Dr. Caligari y se había dormido, había estadomuy incómodo, estirando el cuello para espantar labobera, tratando de olvidarse que estaba en el teatro

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del Country Club a donde alguien lo había llevado ydiciéndose que debía poner cuidado, «una joya delcine», había dicho el doctor Madero. Le quedaron unosmanchones grises en la cabeza y por eso nunca perdióla esperanza de repetirla en otra ocasión, aunque sibien estos secretos deseos no llegaron a cumplirse.

Se recuerda que durante las primeras semanas de suregreso a Barranquilla trató de encontrar a la gente conla cual había hablado algunas veces antes de irse. Peroya no era lo mismo. «Me sentía fatigado yen el fondoestaba prevenido» y por mucho que dio vueltas termi-nó abandonando la idea. Rodolfo Polifroni, quien yaen aquellos años era gerente de una fábrica de cerve-zas, dijo que lo había encontrado muy cambiado y quele pareció esquivo, aunque sin ser descortés. Hormechealo había saludado a la entrada de la librería con unacara de verdadera alegría que al parecer se fue diluyen-do rápidamente. «Como a los diez minutos se habíadespedido de mí por tercera vez. Yo vi que él no queríadecirme una grosería y que trataba de ser sinceroconmigo. Por eso yo también le dije con franqueza quequé era lo que le pasaba, que si acaso tenía miedo deque yo lo fuera a meter en un problema. Me dijo que no.Que lo iba a hacer sentir apenado. Le dije que no sefuera, que camináramos por ahí, que nos fuéramos a lasetenta-y-dos a ver si encontrábamos un par de viejas.Pero se echó a reír y volvió a decirme que se iba, quetenía algo que hacer. y yo lo dejé irse, pero antesestuvimos hablando del cine porque yo sabía que a élle gustaba y yo por joderle la vida empecé a llevarle lacontraria diciéndole que a mí el cine me sabía a mierda,que me parecía un engaño y que lo mejor era la vida, el

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cuento éste», recordaba Polifroni.Pero en verdad parecía cansancio por parte de

Hormechea: «Son muchos años ya en lo mismo. Me dapena ya. Siempre lo mismo: no digo sino frases tontasque tratan de ser brillantes e irónicas aunque yo no loquiera. Pero Polifroni debe haber entendido, debehaber visto que la cosa no era contra él, porque él debesaber muy bien, además, que ya no hay mucho quédecirse» y se habían despedido tranquilamente, otravez a la puerta de la librería.

Con sus amigas de otra época sucedió también unaespecie de filtración, como si las nubes que hay en estemomento en el cielo se borraran de pronto quitándo-nos esa sensación de mano en el hombro, como decía élalgunas veces. Muchas de ellas seguían enviando a sucasa taIjetas de invitación; otras le daban la impresiónde que querían saltar sobre él para destruirlo y hubouna que le reprochó su incapacidad para amarla. Nadade eso le afectaba ya. Él se consideraba a salvo. «Enrealidad, siempre le tuve miedo a todo. En los juegos,cuando niño, jamás me arriesgaba a tirarme en la calley una vez que subí a un árbol casi me electrocutoporque como perdía el equilibrio traté de agarrarme delos cables de alta tensión. Tuve dos o tres peleascallejeras y las perdí todas. Por eso me retiré del oficiode la pelea y siempre anduve pregonando que eracobarde, por donde quiera que iba. La gente me acep-taba así porque a lo mejor estaban cansados de encon-trar siempre a alguien dispuesto a pelear con ellos.

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Pero de esta forma tuve muchos amigos que ahoraaman tercamente mi calavera, como diría cualquierpoeta español», había confesado Hormechea.

***

Sobre uno de sus amores había escrito:«Oh, la poseía. ¿Cómo eran los días?, me digo.

Anoche ella y yo nos encontramos. Hacía noche deverdad. y o había estado pisando las horas muertas,°Y.endo mis lamentos en la oficina, los suspiros de miscompañeros, dolorosos y mudos sobre las máquinas.Recuerdo que hablé bastante, que me sentí inclinado adecir tonterías a los muchachos del archivo y que nadiepareció darse cuenta de mi verdadero estado de áni-mo. Las cosas no marchaban bien en el fondo y sólosería más tarde (en lo profundo del patio oscuro queera el final del día, de aquel día como cualquier otro,existente sólo en ciertos lugares del cuerpo de sussueños-lo del sueño de sus cuerpos?-), sólo sería enese instante -ahora lo sé- cuando nos encontraría-mos.»

Hormechea había pasado la mayor parte de sus díasen esta tierra tratando de encontrar un rumbo inexis-tente. Siempre se imaginaba que los tiempos que ven-drían serían mejores, pero se estima ahora que tal veztodo aquello formaba parte del espíritu de la época. Lagente construía su vida buscando al final el reposo, latranquilidad y trabajaban mucho buscando la jubila-ción, una pensión que les sirviera al final para seguirviviendo sin tener que trabajar, después de habercasado a todos los hijos. Pero la gente se moría entre los

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50 Y los 60, de alguna enfermedad, del corazón, deunos cálculos. Hormechea había dado tumboshuyéndole a todo esto. Había oído a un político dicien-do que los grandes días estaban por venir y se habíaasustado, se había sentido mal aquel día, parado en lapuerta de la emisora donde trabajaba. Tenía entonces26 años y había acumulado experiencias que él consi-deraba únicas porque habían sido dolorosas yvergonzantes para él, en la oscuridad de algún lugar.Ya para esa época, leyendo en el patio, se había dadocuenta que sus defensas eran mínimas porque la únicamanera de regresar a la casa, sano y salvo por la floche,era mediante una actitud en la que sus desdenes seapoyaban en largos silencios que terminaban por ale-jar a sus compañeros y que a él lo convertía, antes dedecidirse al sueño, en un cuerpo caliente y desmadeja-do, mudo en un mecedor junto a la ventana, oyendo sinquerer un r~tazo de la telenovela de las diez de lanoche.

"""

Se sabe que durante algunos días Hormechea consi-guió escribir un poco, pero luego no se tienen datossobre la continuidad de su labor. El desorden lo habíadegenerado. Su cuarto estaba lleno de papeles empol-vados a medio escribir y de revistas en inglés con lascrónicas sobre la guerra del Vietnam que había guar-dado con la idea de leerlas cuando supiera inglés,idioma que, por otra parte, jamás llegó a aprender. Undía su mamá entró al cuarto y se quedó mirándolo y aél le pareció que estaba enfermo, allí tirado, sin camisa,

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un lunes a las seis de la tarde, tratando de leer un librode historia colombiana.

-¿Supiste que se murió ese amigo tuyo...?-No. ¿Cuál?-Ése. Orteguita. O Mierdita. Ese que decían que

fumaba mariguana todos los días, que ya estaba comoloco, decían, que se le había caído el pelo antes demorirse, pero a mí no me consta...

-¿Se murió?-Hace ya como una semana, muchacho. Por aquí

paso el entierro...-¿Iba mucha gente?-Bueno, más? menos. Todos los de la cuadra y un

poco de viejos ahí.-No sabía. Se murió. Con razón no lo había vuelto

a ver.

"""

Lo de refugiarse a escribir en la casa de sus padres fueun pretexto, ahora lo sabemos. Por las notas suyas quese encontraron de esos días puede deducirse que esta-ba más desconcertado que nunca, más solitario queantes. Sus buenos propósitos se habían ido al suelo ytodo lo que hacía, cuando no estaba allí encerrado, casicon fiebre, era caminar por el centro huyéndole a gentecomo Polifroni.

"""

De aquellos días data esta nota:«Reflexiones de la tarde. Lo único y lo verdadero es

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que hay un estrépito afuera que rompe goticas acáadentro y contra ese malestar me defiendo. El mundo:qué feo puede ser todo esto. ¿Cómo escribir? Seríamejor soñar en silencio o iniciar de una vez por todasla entrega. Abre el pecho. Abre el pecho, bacán. Olvidaque eres un personaje envejecido y rebélate. j Llegar aesta edad sin el espíritu templado! ¿Para dónde coge-rás? ¿aaha? iQué de veleidades! Te has pasado todasestas tardes subido en el escenario, olvidándote devivir realmente. Estamos tan dispersos. Queda pocomundo en nosotros y tan sólo, a algunos, la esperanzade no llegar a encanallamos tanto. Basta un poco desilencio, unas ambiciones reducidas al mínimo y lapráctica constante de ese deseo de la proximidad hu-mana. »

Un amigo suyo le había prestado un libro de LeónFelipe, un poeta prometeico, y le había dicho que eraasí como tenía que escribir «puesto que la palabra esuna piedra», y entonces él se había sentido desgracia-do por la blandura de los poemitas que había escrito y .

los había quemado. A Hormechea comenzaron a gus-tarle entonces los poetas mortales. Había conocido auno de ellos. Eran los tiempos de la guerrilla en elmonte, cayendo emboscada entre la soledad, retratadaa grandes titulares, en el cementerio de aquel pueblitode repente, nombrado cada dos horas en losradioperiódicos. El poeta en cuestión viajaba en bus yleía a H6lderlin, se levantaba a las seis de la mañana losmiércoles para atravesar la ciudad e ir a hablar de la

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estética hegeliana y, según se decía, leía revistas demodas e historias chismosas sobre Breton o GarcíaMárquez. Hormechea amaba de él su figura gorda y subigote, sus pies sobre una banca en la cafetería dederecho dedicado a mirar las sonrosadas transparen-cias de las estudiantes madurando una frase que servíapara equilibrar al mundo y dejar constancia de que estabaadvertido de la pequeña muerte que significa la costumbre deun día a seguir.

Los escenarios ~istóricos que Hormechea decía habervisitado eran aquellos lugares en donde le había toca-do ser a él, con sus incapacidades de adaptación y surebeldía inoficiosa, «un minúsculo caminante, unhom-bre con sueño y con frío que sólo pedía al mundo unatibia caricia y un poco de oscuridad.» En una conferen-cia que se atrevió a dictar en 1961 en el barrio Manriquese le había escuchado decir con cierta pedantería: «Elnarrador debe desaparecer. Al fin Y al cabo uno nopuede sentirse jamás como algo conformado, acabado,único. Uno siempre da paso a los demás, los confirmay los niega. Y aunque éste es un antiguo problemafilosófico, la crudeza de estos días lo actualiza. Hoymás que nunca, desde nuestros más complicados jue-gos de la razón hasta las formas más elementales denuestro comportamiento, tenemos una historia míni-ma y oscura que sólo biógrafos sensibles o hermanosnuestros podrían hacer válida por cuanto no hay enella nada de heroico. Estos biógrafos imaginarios ten-drán que rescatamos partiendo, por ejemplo, de la

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descripción de un retrato nuestro o de la relacióncronológica de encuentros y desencuentros históricos,entendido esto como una gran voz, haciendo, de paso,desaparecer nuestro prepotente ser, nuestro uno en elgran manchón, el gran grito, los grandes movimien-tos.»

Sin haberse acostado nunca con una mujer de ver-dad, había salido de Barranquilla a los 17 años, ilusio-nado con las seguridades económicas que la universi-dad le iría a traer cuando tuviera 30. Lo que le sucediótuvo casi las características de una gran desgraciaporque en aquellos tiempos la universidad vivía gran-des crisis, era invadida una vez por semana por losgases lacrimógenos y estudiar, además de ser imposi-ble, era poco menos que reprochable, ya que «la cultu-ra era algo frío y lejano que habitaba en los cerros y quenada tenía que ver con ese malestar que todos sentía-mos», casi una enfermedad para él. Un nuevo texto, ouna novela, sólo contribuían a confundirlo porque losautores decían que había que hacer algo y él lo únicoque hacía era esperar un giro para comer y fumarmarihuana y oír a Atahualpa Yupanqui otro mes.Estaba muy triste en esos días. «Con una pecueca es-pantosa», confesaba.

***

Los papeles inéditos de Hormechea podrían publicarseentonces si fuera fácil que los lectores consideraranque «el amor ha sido el único pretexto para todo esto»,como lo repetía él. Tales documentos están llenos devacilaciones estilísticas que nadie podría atreverse a

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corregir, pero se piensa que el lector encontrará unmundo y unas imágenes, algunas de ellas ahogadasantes de existir, que le permitirán darse cuenta quéhacía y cómo pensaba este señor que murió a los 49años de edad, en la ciudad de Barranquilla, en la camade un hospital público, acompañado de la hermanamenor que le miraba con miedo hablar serenamentedel paso de los recuerdos y de los otros muertos que lehabían precedido.

Éstos -lo advertimos- vendrían a ser los testimo-nios de una gran soledad, como siempre, porque ya elmismo Hormechea lo había dicho: «No sé dónde fueque me dejó el mundo», como si tratara, una vez más,de justificar todos estos años dando vueltas pensandoen hacer cosas sin llegar a hacerlas «por físico miedo»,como decía él burlonamente. Habría que entender,además, que hay simples anotaciones para un guión decine imaginario en el que debían filmarse muchedum-bres en los estadios, recitar a Prevert, retratar muros dela ciudad, mostrar escenas de la vida cotidiana dondeél y ella hablan de la muerte de un gatico aplastado porla puerta de la nevera. «Viviremos siempre jodidosporque la conciencia tiene un ojo abierto que no puededormir el vergajo. Y el mundo da duro. No hay lógicaposible. No hay camino aunque, gracias a Dios, todocomienza con el pretexto del amor, como cuando unose enamoraba de verdad. Me estoy muriendo, Dorita,pero qué carajo: hice todo lo posible para ser feliz. Esoera lo que me tocaba. ¿Qué más?», deliraba.

***

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En los últimos días dormía intranquilo, le costaba tra-bajo levantarse. Escribir una palabra, y luego la otra, leera aún más difícil. Todo le pesaba: había tanta lejanía,la calle estaba durísima, no quedaban sino viejas foto-grafías de otra épocas, un deshilachado pañuelo deuna antigua noche de amores y vinos, frases subraya-das en libros y periódicos. Se preguntaba si al finalhabía valido la pena el largo viaje, el cuento de laMagdalena y los recuerdos regresando como maripo-sas, húmedos de ungüentos medicinales para impe-dirle ese dolor en los huesos que le hacía sentirse comouna lata en un garaje, pasto de las cada vez más escasashormigas, entre botellas y restos de civilizaciones,mirando las altas ventanas de los edificios de aparta-mentos. Tirado ahí al sol.

Juzgar a Hormechea en estos momentos es fácil.Está muerto. Bien muerto. De él podrían seguir dicién-dose much~s otras cosas, recogidas aquí y allá, engrabaciones, cartas, dorsos de retratos abandonados yrecortes de prensa. Cada una de las personas queaportó datos sobre su vida lo recuerda de una maneradiferente, en una fiesta o en una playa. Sin embargo,finalmente, será él el encargado de cerrar este vanointento de hacerle una biografía: «He vivido toda mivida en un país ajeno, en una ciudad ajena, en una casaajena. En realidad, no es que me esté quejando de nohaber sido el poseedor feliz de estas cosas porquesospecho que el hombre, entre más tiene, más infeliz sesiente, más tiene que perder. Lo que quiero decir no eseso. Lo que quiero decir es que a la luz de la historia demis días, tan lleno como estaba de todo lo bueno y todolo malo, nunca supe con mucha claridad cuándo le

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tocaba el turno a mi ser trágico de arrastrarme al fondode los hechos y por eso mi ser intrascendente y cómicolo detuvo, le dio pretextos, se burló de la seriedad desus propósitos. Todo estaba en mí y por eso todo mesucedió. No tengo por qué negar que siempre sentínostalgia de lo sagrado, ya que me irritaba ser tanvanidoso y al mismo tiempo tan de la época, tanapasionado por estas ciudades de postal y estas muje-res literarias que se juntaron conmigo, en el juego de lavida, como hubiera dicho Polifroni acordándose deRolando Laserie. Tal vez lo peor de todo fue que tuvela conciencia abierta algunas noches y la empleé ensoñar, en el vagabundeo romántico, en escribirpalabritas. Pienso que todo lo que he escrito sólo me haservido a mí. Nunca he aprendido la felicidad de lacreación como tal. Pero de todas maneras era la flor demi pensamiento, la crónica de un hombre sin historia,de trabajos sin grasa, de teatros y edificios cerrados. Loúnico que habría hecho con ganas es poner bombaspara ayudar a tumbar algunos de esos obscenos yavasalladores monumentos a nuestra propia destruc-ción, pero tampoco. Algún día se contará cómo era queconspirábamos. Quizá diga todo esto para asustarmeyo mismo, o para disculparme. No lo sé. Éste, ya losabemos todos, es el tiempo de una gran desesperanza.Nuestros pasos dan en el vacío, nuestros abrazos per-siguen sombras. Pero seguimos. He visto a mis amigosdolorosos, con ese mal aliento de las noches en que elcuerpo no ha podido escapar al manoseo de los días.Pero ellos persiguen el rebote de la luz, son maestros dela armonía y por eso han llenado de colores diferentesmuchas de las más conocidas escenas y circunstancias

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de este mundo. Viéndolos hasta siento ganas de levan-tar el brazo con la mano empuñada, en señal de poder:tenemos paz en el alma aunque a veces estemos porahí, llorando en el baño, vestidos de bestia.»

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Vamos a encontrartu paraguas negro, Margot

JAIME CABRERA SANCHEZ*

Ha comenzado a llover y, sin embargo, no descansa-remos, ni para tomi¡ir impulso descansaremos; aunquenos toque levantar piedra por piedra, todas estas pie-dras,hastala última piedra, lo buscaremos, día y nochelo buscaremos, y no descansaremos. Sabemos que tú,Margolalenguaetrapo, debes de estar mirándonos, re-criminándonos, con tus ojillos melancólicos y amari-llentos de perro callejero, esperando solamente elmomento en que pronunciemos las palabras del can-sancio y caigamos definitivamente fulminados bocasarriba en el desaliento, para sentirte satisfecha denuestra impotencia. Y reirás simplemente para morti-

..Barranquilla, 1957. Arquitecto, profesor de historia del arte,literatura y humanidades, dio también cursos de las mismas materiasen Israel. Director de la revista literaria Cofa de Mesana. Galardonadoen el Concurso Iberoamericano de Cuento, en Chile, y en varios con-cursos nacionales en Colombia. Finalista del certamen Letras de Orode la Universidad de Miami. Publicó Como si nada pasara (EditorialCoral Press, 1996), de donde fue tomado Vamos a encontrar tu paraguas

negro, Margot.

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ficamos con tu presencia, porque tú, Margolalborotá,siempre hiciste cuanto te vino en gana. Una vez muertoel padre, en la misma puerta del cementerio, tomaste ladeterminación de vestirte de negro para toda la vida.No obstante tratamos de persuadirte, nuestras pala-bras te entraron por un oído y te salieron por el otrocomo te saldrían también el día en que no quisistecrecer más y te conformaste con vemos crecer uno auno y viste crecer a nuestros hijos, tus sobrinos de tumisma estatura, yno los reconociste como tales porqueno se parecieron a la madre que nunca conociste; y tequedaste pequeñita por tu voluntad de enana.

Después vino la muerte de las salamanquesas quehabías perseguido por el patio y que guardaste en unacaja de cartón; con el tiempo se pudrieron, haciendoinsoportable el olor en tu cuarto y luego en el barrio,entonces vinieron los vecinos a quejarse en nuestrapuerta despJ.1és de cuatro días de vómito. No conformecon el espectáculo que armaste, fuiste casa por casa delos que se quejaron y les dejaste en cada puerta, en cadaventana, en cada calado, en cada hueco, una salaman-quesa muerta. Otro día el barrio despertó de la siestade las dos de la tarde con la presencia del ángelanunciado por Misía Polonia, quien acostada en lacalle, con su cuello paralítico desde los tiempos delpaso del dirigible, esperó la bendición final del PadreRevollo para morir más tarde en estado de gracia. Perodichoso ángel no era otra que tú, Margálasinvergüenza,arrastrada por una enorme cometa de colores quelogramos atrapar por allá por los lados de Paparesgracias a un frondoso árbol de dividivi en donde tequedaste emedada.

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Así fuimos sabiendo de ti: nadie ha olvidado querobabas matas en el barrio Miramar; ni que escribíaslos garabatos de tu nombre en cuanta pared encontra-bas; ni que le desarmabas la carpa a los circos; ni queenvenenabas a los perros, les dabas vidrio molidoentre la carne a los gatos y les hacías estallar conpólvora el vientre a cuanto sapo se Interponía en tucamino; ni que nos hacías la vida insoportable con tuscaprichos, evitando que lleváramos nuestras parejas ala casa. Nadie se ha olvidado. Por eso cuando nosenteramos que la hermana había intentado asfixiartecolocándote una almohada sobre la cara mientras ar-días en fiebre, n<?s alegramos y saltamos por toda lacasa al verte morada, pero cuando te vimos recuperarel color, por lo menos pensamos entrarías en juicio, fuepara ese entonces que llegó abril con sus lluvias mil ytrajo una nueva locura para ti. Con las primeras gotasse te ocurrió tener paraguas, uno negro, el mismo queandamos buscando bajo estas malditas piedras moja-das y que encontraremos, lo juramos, así nos toquelevantar piedra por piedra, todas estas piedras hasta laúltima piedra, lo juramos, seguiremos buscando sindescansar. Dijiste que querías un paraguas negro, perocomo ya nadie te ponía atención, lloraste durante docemeses y veinte días con sus respectivas noches sinlevantarte de la mecedora de mimbre que dejó el padrey que tú, Margolabruja, decidiste heredar sin nuestroconsentimiento, y alegaste haber sido la mimada delpadre y aunque el hermano se interpuso en tu caminocon su fuerza de Espartaco, lograste herirle con untenedor tal como lo vimos un día en la pantalla delTrianón, y lo hiciste desistir de su propósito. Ahí

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sentada en la mecedora seguiste llorando, reposándoteun poco para probar bocado y luego, con nuevos bríos,reiniciar el llanto sin importarte que te vieran losvecinos, entonces adrede te orinabas o te cagabascuando la multitud era mayor, quizás para verlosretirarse con las manos en las narices; la hermanaabochornada apenas atinaba a cerrar las ventanas y telimpiaba o te vestía para que no contemplaran la bocade caimito de tu sexo maduro y definitivo. y aún en lasnoches de fiesta, para San Juan, para tiempo de caima-nes o para el Carnaval, mientras el barrio te olvidaba ynaufragaba en ron y sonaba la tambora de Carlínresucitando a sus antepasados oscuros y con un toquede pitos bajos un acordeón luchaba contra el diablo,seguimos escuchando cansado, lejano, como el susu-rro de un animal a medio morir, tu llantito por esteparaguas negro que buscamos piedra por piedra hastala última piedra, sin descansar. Alguno de la casa,quizás el más sensible, no resistió más verte consumi-da en el caldo de tristezas en que te encontrabas y teregaló, desobedeciéndonos, faltando a la promesa, unparaguas negro, con la única condición de mantenerlocerrado mientras estuvieras bajo techo, porque todos,menos tú, Margolanegrainmunda, sabíamos de la mal-dición que pesaba sobre la casa después que el padremató a un congo-tigre en una noche de carnaval.Aquella noche de febrero el padre dormía en la hamacaque había armado encima de la cama, fue en el año dela muerte de la madre y cuando tú pasaste a ocupar supuesto sin siquiera darte cuenta de que un encapucha-do entró a la alcoba y le indicó cuál era el congo-tigreque se burlaba de cierto suceso ocurrido en el camarote

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del Capitán Marchena que empañaba la imagen de tamadre difunta y la honra de la recién nacida. El padremedio dormido y desnudo, salió a la calle y descargósu arma contra el supuesto implicado en la ofensa.Dicen que la viuda del congo-tigre dijo cuando ente-rraban a su marido y ya se sabía de la huida del padrea Venezuela, que no descansaría hasta poder ver a loshuérfanos sobre la ruina de nuestra casa. Años des-pués regresó el padre envejecido a consentirte y aignoramos por completo, hasta que lo sorprendió lam:uerte sentado en su mecedora. y tú, Margot Para-guas, nunca te enteraste de la maldición porque ésa eraparte de nuestra ~enganza contra el padre. y tú, MargotParaguas, tuviste lo que tanto anhelabas y sin embar-go, no te alegraste, ni dijiste nada, ni diste a torcer elbrazo del orgullo, para que todos en casa supiéramosde una vez que tú, Margot Paraguas, seguías mandan-do. Con las primeras gotas te marchaste por las callespobladas de hongo y charcos, y te vimos pasearte porel templete con una luz extraña en el rostro, mientrasnosotros desocupábamos nuestras vejigas cargadas deorina contra las paredes nuevamente enjalbegadas ysentíamos el amargo sabor de la desgracia en nuestrasbocas, y que ahora toma miles de formas diversas bajoestas piedras.

Esta mañana no más, habías regresado a la casadespués del aguacero, cantando una canción que yanadie recordaba y que decía que

estaban unos noviosen un balcóny se decían casitasde mucho amor.

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Ella le preguntaba:¿ Quién me pompó pichón?Yélle contestaba sin dilación

quién pompó...y dejaste el paraguas negro abierto, chorreando unaestela de agua sobre el piso de la sala y te sentaste enla mecedora y te quedaste extasiada contemplándolocomo si fuera el primer objeto que realmente vieras enmuchos años y entonces, así, de repente descubrierassu dimensión fatal de cuervo y entonces, así, derepente, te envejeciste y entonces, así de repente, nosinvadió lo duro de la lástima, pero era demasiado tardepara hacer algo por ti y huimos hacia el patio abando-nándote, y entonces, así de repente, crujió la casa ycedió el piso y saltaron los pernos por el aire emarecidoy la viga maestra no soportó más y la casa se vino abajoy una nube de polvo cubrió el mundo por unos segun-dos antes que volviera a desgajarse la lluvia. Nosotrosnos reconocimos por las voces y emocionados nosidentificamos, pero tú, Margot, Margó, Margooo, nocontestaste para seguir mortificándonos aún con oca-sión de tu muerte. En un principio, enternecidos por tudesaparición y como si se hubieran esfumado losrencores, decidimos hallar tu cuerpito para darle se-pultura alIado del padre y de la madre, por los ladosdel mar, pero ahora cuando ha comenzado a llover conmás fuerza y han venido los hijos de Dolores la Pájara:el Puyo, Tobías y Florián, a levantar piedra por piedra,entusiasmados no con la alegría de su madre, la viudadel congo-tigre, sino con esa ilusión de huérfanoscrecidos con la única esperanza de jugar a las espadascon las varillas del paraguas, y con ellos han venido los

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del barrio París, los de la plaza, los del camellón, los delpuerto de las Mercedes, los de la banda del Toro, yCandelarito Armenta dice que ánimo contra el miedoque ya murió Margolagrancarajo, hemos preferidodefendemos y levantar todas estas piedras, piedra porpiedra, sin descansar, hasta la últimas piedra, paraapoderamos de tu paraguas negro, Margoladifunta-hermana enana, no por temor a ellos sino porque es-tamos tan llenos de odio, tan llenos de odio, tan llenosde odio...

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Historia de Juan Torralbo

«HENRY STEIN»*

A veces, cuando arrojo un paquete vacío de cigarrillosdesde la ventanilla de un bus o dejo abandonada laenvoltura de un confite en una sala de cine, se me dapor pensar que ese acto mío, cotidiano y vulgar, ejecu-tado con inocencia, puede ocasionarle una molestia a

alguien.A pesar de que en muchas ocasiones me tropezaré

en la calle con esa persona, nunca tendré la fortuna deconocerla. Esa persona tampoco imaginará que esehombre con el que cruzó miradas en el paradero deautobuses o al que ofreció disculpas por haberle pisa-do un zapato es el responsable de que en su mente seavive el molesto recuerdo de la estampilla que encon-

..Seudónimo de Henry Orejuela Rodriguez. Cali, 1957. Profesor.Estudió idiomas en la Universidad del Atlántico. Domiciliado en laciudad desde su adolescencia. Se ha dedicado a la narrativa y alensayo. Ha publicado Viaje al domingo (cuentos, 1988), Sesgos (textos,1993) y Dentro de poco sonará el despertador (cuentos, Editorial Lunacon Parasol, Barranquilla, 2000), del cual fue tomado Historia de JuanTorralbo.

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tró una tarde gris en la banca de un parque.No es infundada ni constituye un disparate mi

preocupación. Sé que existen seres a los que el másmínimo detalle puede afectarlos profundamente. Elrecuerdo de un nombre escrito con lápiz sobre unmostrador o una línea curva vista sobre una pared undía cualquiera, por ejemplo, puede marcarlos de ma-nera indeleble por el resto de sus vidas. Esos seres vanpor ahí soportando en silencio el peso de estas preocu-paciones extrañas e inexplicables. Por desgracia, yo,Juan Torralbo, soy uno de ellos.

No es motivo de alegría haber nacido con esta clase desensibilidad, porque la soledad que se experimenta esdemasiado grande e insoportable.

¿Cómo hablar sin reserva de temas como éstos, queno suelen ser frecuentes en la conversación de losdemás hombres y a los que no les conceden ningunaimportancia o no están en capacidad de comprender?¿ Cómo compartir con una persona común y corrientepreocupaciones de esta índole?

La pesadumbre que nos acompaña hasta la hora denuestra muerte, se debe a la dificultad de encontrar aalguien que nos entienda a cabalidad; alguien que seade nuestra misma estirpe espiritual.

Sin embargo, no pierdo la esperanza de encontraren cualquier sitio de esta ciudad a un semejante conquien pueda hablar de asuntos como el de esta historiaque me propongo relatar. Ojalá tú, buscado hermano,seas uno de los lectores de estas páginas que para

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muchos resultarán descabelladas y quizás atribuyan auna personalidad extravagante o a un latente desor-den mental. Sólo tú puedes comprender del todo suesencia, su verdadero sentido. Solamente tú estás encapacidad de entender que no se trata de los desvaríosde un demente, sino del testimonio de una sensibilidadaguda y dolorosa.

***

Esa noche, después de quemar la bolsa, me emborra-ché y lloré en silencio en el rincón de un bar. Lloré porla forma como había terminado ese suceso que tantasignificación había tenido para mi vida. Pero tambiénlo hice por muchas otras razones, y sobre todo por serla clase de individuo que soy.

Los demás hombres que se encontraban en aquelbar no tenían ninguna afinidad conmigo. No fue nece-sario conversar con ninguno de ellos para darme cuen-ta de esto, pues se les notaba en la piel, en la mirada, enlos gestos y ademanes. Sin duda, cada uno de ellostenía sus motivos válidos para emborracharse esa no-che, pero puedo asegurar que esos motivos no teníannada de particular. Yo, en cambio, bebía por un hechoque, de haberlo contado, seguramente nadie hubieraentendido. Por el contrario, todos los que se encontra-ban allí, sin excepción, se hubieran escandalizado, y lomínimo que se les hubiera ocurrido pensar era queestaba loco.

y es que los hombres simples sólo comprendencosas simples. No es su culpa. Pueden comprender eldolor que siente alguien que ha sido abandonado por

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una mujer, o la aflicción de quien ha perdido a un serquerido, pero jamás algo profundo, que pertenezca alenigmático reino del espíritu.

Estaba solo para la época en que se produjo el desenla-ce de esa insólita situación en la que me había vistoinvolucrado. Elva, mi mujer, había muerto hacía dosaños. Los amigos que tenía no me inspiraban mayorconfianza como para hacerlos depositarios de ningúnsecreto, y mucho menos de esa naturaleza. Además,para qué inquietarles y darle.s de qué hablar sabiendoque a pesar de comportarme correctamente siempremostraron una especie de recelo hacia mí y me consi-deraban «extraño», que no es precisamente un califica-tivo del cual uno pueda sentirse halagado. Eran hom-bres que sólo manifestaban interés por los asuntos quetenían relación directa con su prosaica existencia. Todolo demás carecía para ellos de la más mínima impor-tancia y era objeto de burlas y reducido a términospeyorativos. En realidad, los soportaba únicamentepor tener con quien tomarme unos tragos de vez encuando. De manera que hubiese sido una insensatez demi parte haberles contado lo que me había sucedido.

Cuando me fui a vivir con Elva ya tenía cinco años deestar trabajando en un colegio de las afueras de laciudad. En esa época ya me encontraba hastiado dedictar clases y comenzaba a cansarme la vida monóto-

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na que llevaba.El recorrido del autobús hasta el colegio demoraba

poco menos de una hora. El paisaje -diferente al. deesa caótica ciudad atiborrada de casuchas y de sereshambrientos y mutilados- era una de las pocas cosasque me producían un poco de sosiego y alegría en eseentonces. A ambos lados de la carretera se extendíangrandes franjas de terrenos baldíos cubiertos deyerbajos, de abrojos y parásitas.

Todos los días, cuando me dirigía al trabajo, mesentaba alIado de una ventanilla del autobús y con una-grata sensación que no experimentaba desde mi niñez,cuando vivía en el campo, me embriagaba de sol y debrisa, lo cual me producía una profunda paz interior yme hacía sentir casi ingrávido, puro y liberado de mispreocupaciones y lastres. Pero, invariablemente, aque-lla placidez -aquel estado edénico- se esfumaba tanpronto como franqueaba la puerta del colegio.

Una de esas placenteras tardes en que iba inmersoen no recuerdo qué pensamientos, alcancé a ver, antesde que el autobús en que viajaba la dejará atrás, unabolsa colgada en una de las ramas de un arbustocompletamente deshojado.

Esa tarde terminé mi labor embargado por unadesconocida sensación. Era evidente que la imagenque había visto tenía mucho que ver con mi estado deánimo, pues no había dejado de pensar en ella mientrasestuve en el salón de clases. Pero, ¿por qué algo taninsignificante como eso de repente alteraba mi vida deesa manera? ¿Por qué me había llamado tanto la aten-ción? ¿Qué particularidad tenía esa bolsa que no tuvie-ran las otras que había visto en muchas oportunidades

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en otros sitios? ¿O es que ese día mi sensibilidad estabatan exacerbada que cualquier cosa me hubiese causadouna impresión semejante?

Éstas y muchas otras preguntas difíciles de respon-der me hacía mientras esperaba que el conductor en-cendiera el motor del autobús. Lo único que tenía claroen ese momento era que a mi vida le había nacido otrainquietud -nada común, por cierto- que no sabíadurante cuánto tiempo iba a hostigarme con tenaz

persistencia.Sentado alIado de una ventanilla, con la intención

de mirar una vez más aquello que había alterado miestado de ánimo, a medida que el autobús se aproxi-maba al lugar indicado aumentaba mi ansiedad. Tanpronto como divisé el arbusto y la bolsa sentí un fuerteimpulso de levantar una mano para decirles adiós.Pero, por fortuna, me arrepentí a tiempo. ¿Qué hubie-

f ran pensado los demás pasajeros?f

.Ya en casa, Elva me sirvió la comida y se retiró aldormitorio, como de costumbre. Comí sólo un poco, yme quedé un buen rato en el comedor, ensimismado.De repente, sin darme cuenta, me fui internando en lospredios de mi infancia. Durante unos minutos volví aser el niño preocupado por un tarro que el sol quemabaen el patio de aquel caserón de mi abuela. El niñoangustiado por la suerte de una silla que soportaba enel alero de la cocina el frío inclemente de una noche deinvierno. El llamado de Elva me hizo volver brusca-mente a la realidad.

Ese fugaz y providencial recuerdo de mi infanciame ayudó a comprender cabalmente que lo que meestaba sucediendo tenía un claro y preciso antecedente

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en mi vida, y que desde mi más tierna edad fui un serpropenso a ser impresionado con facilidad por fenó-menos que a las demás personas no las afectaban en 10más mínimo, ni dejaban huellas imborrables en sualma. De manera, pues, que estaba condenado a seguirsiendo 10 que era, una víctima indefensa que no habíaelegido el modo de ser que tantos sinsabores me cau-saba.

A partir de ese día no volví a tener un minuto desosiego. La imagen del arbusto y la bolsa me asaltaba .~a cualquier hora y en cualquier sitio. Copaba íntegra- ((mente mi pensamiento y me impedía concentrarme en ~ ~otra cosa. Y a medida que pasaba el tiempo adquiría .-J (mayor relieve e intensidad. Hubo un momento en que '¡g ~el asunto adquirió tal magnitud que temí seriamente O ~volverme loco. á :

Recordaba a menudo la tarde en que descubrí esa ffi Iimagen. ¿Cómo se le podía llamar a 10 que sentí en ese I:t:instante? ¿Alegría o extrañeza? No 10 sé. Visiblemente ~emocionado, miré al pasajero que iba sentado detrás Zde mí, alIado de una ventanilla, con la intención de -:=1

preguntarle si él también había visto 10 mismo que yo;pero me contuve al pensar que pudiera tomarme poralguien que había perdido la razón. Estaba completa-mente seguro de que ninguno de los que viajabanconmigo en ese autobús se preocupaba por cosas deesa índole. Me sentí solo y extraño, como quien descu-bre de pronto que no tiene nada en común con quienescomparte el mismo espacio.

*

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Elva tenía facilidad para la pintura. En realidad, erauna excelente pintora, aunque se empecinara en soste-ner lo contrario, que lo suyo no tenía la menor impor-tancia, que era un simple pasatiempo. En la sala denuestro modesto apartamento yo había colgado, encontra de su voluntad, algunos de sus cuadros, que ellaconsideraba inacabados, bocetos. Entre ellos, un retra-to mío, el cual me gustaba mucho porque lo que habíaacentuado sobre el lienzo no correspondía enteramen-te a mis rasgos físicos, sino a lo que ella «pensaba» queera yo; es decir, una especie de estudio sicológico através de la pintura. Por eso estaba convenido de queElva podía plasmar fielmente esa imagen que se mehal;>ía convertido en una ob"sesión: El arbusto deshoja-do con la bolsa colgada en una de sus frágiles ramas.

En muchas ocasiones estuve a punto de pedirle estefavor. Sin embargo no me atreví, porque era conscien-te de que habría tenido que darle explicaciones. Ade-más, para esa época ya no había mucho de que hablarentre nosotros.

Todas las noches, después de que Elva me servía lacomida y se retiraba al dormitorio, yo me quedabahasta muy tarde corrigiendo trabajos escolares y cali-ficando exámenes. En esos momentos renegaba amar-gamente de la suerte que me había tocado. A veces,Elva se sentaba en un rincón de la sala a ojear revistasviejas o a remendar alguna falda, y por romper elincómodo silencio que desde hacía unos años se habíainstalado entre nosotros, casi siempre me preguntaba:«¿Cómo te fue hoy?» Por lo general, le contestaba conuna especie de gruñido, o me veía obligado a hacer unesfuerzo grande para no blasfemar, para no insultarla

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y hacerle saber que esa estúpida pregunta no ayudabaen nada a mejorar nuestra grave situación. La mirabacon dureza, con el ceño fruncido, y apretaba los labioscon fuerza, en un gesto que le hiciera comprender mihastío y mis ganas de acabar de una vez por todas conesa insoportable relación. Otras veces, terminaba mislabores y la descubría dormida en un mecedor, comouna chiquilla al final de un intenso día de juegos ytravesuras. Algún vestigio del gran amor que habíasentido en otro tiempo por ella, me movía en esosinstantes a pasarle la mano con ternura por el abun-dante y negrísimo cabello.

iQué malo e injusto fui con la desdichada Elva! Dehaber sospechado que el cáncer le estaba devorandolas entrañas, es probable que todo hubiese sido dife-rente. No la hubiera tratado tan mal y me hubieseesforzado por ser más comprensivo y tolerante conella.

El mismo año en que murió Elva me retiré delcolegio. A pesar de que nuestra relación se habíaconvertido en algo intolerable, su muerte me afectómuchísimo. No es fácil aceptar con tranquilidad larepentina desaparición de una persona con quien sehan compartido tantas vicisitudes. Para mitigar lapena, me dediqué a beber con desesperación, a labohemia y a ciertas cosas que no había tenido la opor-tunidad de conocer por haber vivido entre libros yporque no me lo permitía la obligación familiar. Fre-cuenté bares, mujeres de vida fácil y los recovecos de lanoche.

Con el tiempo, como debía ser, la intensidad deldolor que sentía por la muerte de Elva se fue atenuan-

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do poco a poco, hasta que desapareció casi por comple-to. De vez en cuando, sin embargo, la frase de algunacanción que a ella le gustaba o alguna voz de mujer metraía intacto su recuerdo. En ese momento volvía asentir una dolorosa punzada dentro de mi alma.

Durante los años que conviví con Elva llegué adesear muchas veces una confidencia de ella, o por lomenos una frase que me permitiera vislumbrar algúnindicio de su mundo interior. Yo tenía tanto que con-tarle. Pero nunca me atreví, porque temía que recibieracon extrañeza cualquier secreto que le hubiese confia-do. Si a ella se le hubiera ocurrido... Yo esperaba que enesas noches vacías me dijera de repente: «Cuando eraniña solía atrapar mariposas en el patio de mi casa.».Una sola frase como ésta, pienso, hubiera podidoacercamos un poco más. Por mi parte, le hubieracontado que de niño creía realmente que las cosastenían la facultad de sentir como los seres humanos, ypor eso siempre colocaba las sillas y los tarros donde nopudiera darles el sol. ¿Era posible que Elva, a pesar deposeer sensibilidad artística, no tuviera esa clase depreocupaciones o fantasías?

En esas largas noches de soledad e insomnio vol-vían a mi mente personas, cosas y ámbitos de diferen-tes épocas de mi vida. Recordaba, por ejemplo, a miabuela peinándose su exuberante y hermosa cabelleraazabache frente a una ventana. Recordaba una caja decolores que me había regalado mi padre cuando termi-né la primaria. Recordaba el epígrafe de una obrainsulsa que había leído en cuarto de bachillerato. Re-cordaba el primer cuento que había intentado escribir,sin éxito, y que después había arrojado al cesto de la

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basura. En esas desoladas noches me acosaba también,con mayor apremio e intensidad, el recuerdo de labolsa y el arbusto.

Con frecuencia me preguntaba quién sería el res-ponsable de haber creado esa imagen que tanto meobsesionaba. Es decir, descartaba la posibilidad de quepudiera ser producto de un simple capricho del azar y,por el contrario, me dedicaba a hacer conjeturas y ainventar historias en las que planteaba diversas situa-ciones e hipótesis referentes a las circunstancias en quela bolsa había ido a parar a la rama de ese arbusto.

He aquí la historia que me parecía más llamativa yconvincente: Una tarde soleada, tres muchachos ha-bían llegado a ese paraje en busca de insectos paracumplir con un trabajo que les había pedido el profesor'de ciencias. Tan pronto como reunieron la cantidadnecesaria, y cuando ya estaban a punto de marcharse,uno de ellos sacó una bolsa de un bolsillo de su panta-lÓn y la enganchó en una de las ramas del arbusto,como si se tratara de un gorro frigio. Después decelebrar con una sonrisa su inocente ocurrencia, y sinque sus compañeros se hubieran percatado, apresuróel paso y se unió a ellos, que ya alcanzaban la carretera.

Ese muchacho no podía sospechar que su inofensi-va travesura -esa insignificante viñeta que habíaagregado al paisaje- habría de repercutir después enun hombre solitario a quien él jamás llegaría a conocer,a pesar de vivir en la misma ciudad.

Aunque esto pueda parecer descabellado, confiesoque en muchas ocasiones me vi obligado a reprimir unfuerte impulso de querer visitar el paraje donde sehallaban el arbusto y la bolsa. y con frecuencia me

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ponía a imaginar cómo sería la llegada de la noche enese lugar. Sin duda, me decía a mí mismo, debía de seruna experiencia inolvidable e ideal para un espírituromántico como yo, amante de lo extraño y de las cosaslóbregas. Hubiera podido sentir la respiración de losabrojos y embriagarme con los exóticos olores de esatierra estéril y calcinada. A la hora del sueño, meacurrucaría alIado del arbusto y la bolsa, y allí, escu-chando el estridente concierto de las ranas, de losgrillos y de las cigarras, esperaría el amanecer.

En todo esto me ponía a pensar con nostalgia, comoquien se siente lejos y extraviado del lugar al quepertenece. iQué sensación desconocida no hubiera.experimentado mi alma si me hubiese decidido!

***

Tardé dos años en regresar al colegio donde habíatrabajado. Y lo hice por unos papeles. Esa tarde, lorecuerdo claramente, me sentía ansioso, como cuandose presiente la inminencia de un suceso extraordinario.La causa era explicable, desde luego.

Subí al autobús y me senté alIado de una ven,tanillaque me permitiera ver por última vez la viñeta que mehabía espantado la tranquilidad durante tantos meses.El autobús llevaba pocos pasajeros y viajaba a pocavelocidad, de manera que pude verla con mayor clari-dad. Junto al arbusto habían crecido otras matas que lehacían más difícil su existencia en esa tierra devastadapor la canícula. La bolsa continuaba colgada de larama, pero estaba a punto de ser cubierta por unaenredadera. Un poco más allá divisé una enorme valla

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que informaba de una urbanización que sería construi-da allí próximamente. Me entristecí mucho al pensarque dentro de poco--ese solitario y poético lugar quetanta significación tenía para mí se llenaría de casas, deruidos y de gente vulgar y pendenciera, es decir, seríaconvertido en un infierno.

Antes de llegar al colegio tomé la decisión de que alregreso me bajaría en ese lugar. Yeso justamente hice.Ya se avecinaba la noche. El autobús rodaba veloz-mente. Cuando calculé que estábamos acercándonosal lugar, me levanté de mi silla y le pedí la parada alconductor. «¿Dónde?», me preguntó, un tanto sor-prendido, después de haber mirado para ambos ladosde la vía. «Aquí, por favor; déjeme aquí», le contestéapresuradamente. Antes de alejarse me gritó: «jTengacuidado!» Levanté una mano para decirle adiós y lesonreí.

Durante unos minutos permanecí inmóvil y perple-jo en el borde de la carretera. No podía creer que meencontraba en el sitio que dÍ'a y noche, sin tregua,aparecía en mi mente. Atravesé la carretera como unautómata y me acerqué al arbusto. Sin atreverme anada, contemplé la bolsa en silencio, emocionado,como quien se halla a las puertas de un recinto sagrado.Al cabo de un rato alargué una mano por entre lasmatas y enredaderas con la intención de agarrarla,pero algo me rayó. Con mucho cuidado aparté lasespinas que la protegían y la tomé. Sentí entonces unruido semejante al que produce una hoja seca cuandose la pisa o aprieta. Sobre esa «piel» endurecida por elsol y el polvo limpié la sangre de mi mano. La observéatentamente durante unos minutos, y me pareció ab-

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surdo que existieran seres como yo a quienes algo taninsignificante pudiera afectar de esa forma.

Era una bolsa de plástico que alguna vez había sidoblanca, y no tenía distintivo. La guardé en un bolsillode mi pantalón y me alejé de allí sin prisa.

Tan pronto como llegué a casa la quemé, conscientede que si bien con ese acto había destruido el objeto queme había quitado la tranquilidad durante tantos me-ses, a partir de ese día tendría que soportar otra moles-tia no menos intolerable: El incesante recuerdo delmomento en que encendí el fósforo y lo acerqué a labolsa. Consciente de eso.

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Vedados de ilusiones

MIGUEL F ALQUEZ -CERT AIN*

Era preciso llorar la mayor parte del tiempo si sequería conseguir algo de mi papá. Pero sólo un llantoligero que le ablandara el corazón en cosa de segundospara terminar saliéndome con la mía. Él no era renco-roso, no. Si cogía una rabia conmigo, con mi mamá ocon alguno de mis hermanos, al poco rato ya lo habíaolvidado. Aunque es cierto que peleaba mucho a lahora del almuerzo -sobre todo con mi mamá. y

..Barranquilla, 1948. Doctor en literatura comparada, escritor ytraductor. Segundo premio internacional de cuento Odón Betanzosdel Círculo de Escritores y Poetas Iberoamericanos de Nueva York,CEPI, 1997; segundo premio de cuento internacional Carlos CastroSaavedra de Medellín, 1994; primer premio internacional de cuentoCEPI, 1992; primer premio de cuento en el concurso de la AcademiaLiteraria del Hunter College, Nueva York, 1983; finalista en los con-cursos de teatro y cuento de Letras de Oro, 1990. Autor de variospoemarios, ha recibido premios y menciones internacionales depoesía. Su traducción al inglés deOiatriba de amor contra un hombresentado de Gabriel García Márquez fue representada en Nueva Yorken 1996. Vedados de ilusiones fue tomado de Huellas, Revista de laUniversidad del Norte, N° 35.

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entonces, como si un reloj despertador empezara arepicar la alarma, mi papá se levantaba de la mesa, sesacaba las llaves del bolsillo y se dirigía apresurada-mente a la puerta de la calle. Con las mismas melevantaba yo corriendo, sabiendo de antemano el finalde la partida. Le agarraba de la mano y le decía: «Yovoy», e invariablemente él me respondía que no, y yole volvía a insistir hasta que él terminaba aceptándomecomo compañero de travesía. Nos montábamos en elcarro y nos íbamos a almorzar a un restaurante.

Para lograr que este ciclo se repitiese a menudo mipapá insistía a la hora del almuerzo que la carne estabadura. Naturalmente la culpa se la echaba a Marianela,la cocinera de tantos años, quien se mataba tratando deque la carne siempre estuviere blanda: no le servían denada los mazazos ni las especias estrambóticas que mimamá le conseguía para ablandarla. Mi mamá nuncametía un dedo en la cocina. Tal vez fuera esto lo que ami papá le molestaba o quizá fuera una excusa que élutilizaba para satisfacer sus ansias de gourmet. Locierto es que él y yo siempre terminábamos almorzan-do en los mejores restaurantes. No había uno solo enBarranquilla adonde no nos conocieran.

Mi papá sólo me pegó una sola vez en mi vida y fuetan extraño para mí que hoy no recuerdo cuál fue elmotivo. Me inclino a pensar que fue por una de lastantas rabietas mías pero que esta vez, para variar, mimamá le montó una pilandera instigándole a que fueraél quien, en esta oportunidad, me «entrara en cintura».En su ira sagrada se le ponía la cara más roja de lo quenormalmente la tenía. Pero al poco tiempo se le bajabala rabia, o se iba para la calle. Aunque siempre escuché

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anécdotas famosas según las cuales mi papá les propi-naba tamañas cuerizas a mis hermanos mayores -

algunas veces en público, según mi mamá, y hastaenfrente de sus novias- conmigo fue siempre diferen-te. Tal vez porque cuando me engendró él tenía 53 añosy yo nací cuando ya nadie me esperaba. De modo quesiempre le conocí viejo. Tanto así que mis condiscípu-los pensaban que él era mi abuelo y con su pelo canosoen verdad lo parecía. De todas maneras, no había cosaque más le sacara de quicio que le gritaran viejo cuandoun taxista atrevido se volaba una escuadra. «Viejotenías que ser. ..», le decían, y mi papá, rojo como un ají,les gritaba cuatro barbaridades y arrancaba tan cam-pante. El menor de mis hermanos me llevaba nueveaños y mi infancia tuvo las características de hijo únicocon un padre-abuelo que me convirtió en su favorito.

Tanto me consintió mi papá que, en mi incipiente,atracción por los deportes, llenaba mi habitación contodos los aditamentos necesarios para practicar cadauno de ellos. A mí no era que me gustaran los deportes,no. Los había practicado casi todos sólo por capricho,porque me gustaban los uniformes y toda laparafemalia. Las pelotas de baloncesto que un día lepedía con pasión delirante quedaban abandonadas elmes siguiente en un rincón de mi cuarto. Pecheras,bates, caretas de catcher, manillas, bolas, mesas deping-pong -todos sufrían el mismo destino: acumu-lar el inmisericorde polvo del olvido.

Un día me desperté con la ventolera de ser porterode fútbol y, raudo y veloz, me di a la tarea de convencera mi papá de que esta vez la cosa sí era en serio. Primerome compró los tacos y la bola; luego, las rodilleras y un

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uniforme. Demás está decir que yo no tenía ni idea decómo atajar el balón en una portería pero eso no meimpidió buscar la satisfacción de mi capricho. Como decostumbre, a los pocos días de haber jugado variasveces con amigos del barrio llegué a la penosa conclu-sión de que no tenía ningún talento para este deportey relegué todos los perendengues al cuarto de san

Alejo.Todo hubiera quedado de ese tamaño si Germán no

hubiera decidido formar un equipo de fútbol paracompetir con los oncenos de los barrios aledaños.

Nos habíamos conocido desde siempre: emparen-tados políticamente, nos ha}Jíamos criado por las mis-mas calles y nuestras casas distaban una cuadra; asis-tíamos a las mismas fiestas de cumpleaños, compartía-mos los mismos amigos, estudiamos la primaria en elmismo colegio, hicimos juntos la primera comunión,jugamos los mismos juegos y peleába,mos por las mis-mas novias. Éramos amigos, cierto, aunque nuestraamistad estaba nutrida por la competencia y los con-flictos -una rivalidad establecida por nuestras dosfamilias. Si Germán ganó la carrera de triciclos en elParque Surí Salcedo, yo me esforcé, y gané la de laA venida Trece de Junio; si él me ganaba un ciento decanicas multicolores que mi papá me había compradoun semana antes en un barco europeo anclado enCartagena de Indias, yo le robaba el amor de Marujita;si él me destrozaba todos mis trompos de guayacáncon la punta afilada del suyo, yo sacaba mejores notasen todas las asignaturas del colegio. Ya en segundo debachillerato y cuando ambos teníamos trece años, elantagonismo llegó a su punto cuando un día unos

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amigos del colegio me dijeron que Germán andabadiciendo que yo era del otro equipo -«el divinoCarlitos», decían que me llamaba, acolitando así aljesuita cubano en el exilio. No volví a dirigirle lapalabra y de eso hacía ya seis meses.

De manera que cuando me enteré de que estabatratando de convencer a nuestros amigos comunes delbarrio El Prado para crear un equipo de fútbol y delcual él sería el capitán y su portero, puse manos a laobra.

Según Richie, mi vecino de alIado, Germán habíaconseguido programar el primer encuentro con unequipo del barrio Boston para el sábado siguiente.Habían quedado en jugarlo en el parque América y poreso habían estado practicando en las afueras del Esta-dio Municipal los fines de semana.

El bus número tres del colegio me dejó en la esquinade mi casa justo cuando las monjas del Lourdes ento-naban el «Angelus». Al disponerme a cruzar la calle,divisé el station wagon rojiblanco de mi papá que veníadel Hotel El Prado, y esperé que llegara hasta donde yoestaba para detenerle.

-Anda, súbete rápido -me dice sacando la manoy levantándola para indicar a los automóviles quesiguen a su camioneta la intención de cruzar a laderecha.

-¿De dónde vienes tan sonriente?-¿A que no adivinas a quién acabo de venderle dos

esmeraldas de Muzo en el hotel?Además de fotógrafo, mi papá era un gran nego-

ciante de joyas.-Ni idea. ¿A quién?

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-A Sara García.-¿La viejita de las películas?-La misma. Está de paso por Barranquilla. En

Cartagena han organizado un festival de cine y lainvitaron.

-¿Y cómo te localizó?-Andrés Soler le dio mi teléfono.Soltero y a los 28 años, mi papá se había ido a vivir

a México en busca de fortuna. Luego de haber sidoempresario de toreros y amante de una viuda millona-ria que le lle~aba los dedos de sortijas de diamantes, sehizo amigo de los hermanos Soler y participó con ellosen varias revistas de variedades. Un día Andrés lepresentó a una chica de 17 años aspirante a actriz,María Guadalupe V élez de Villalobos, y con ella formóun espectáculo de bailes y canciones que presentabanen varios centros nocturnos de la capital. Cuandoconsiguieron un contrato para actuar en un night clubde Hollywood no lo pensaron dos veces y tomaron eltren para California. Desafortunadamente, enGuadalajara le estaba esperando un cable de mi abue-lo: «No quiero cómicos en mi familia.» La chica conti-nuó el viaje sola y en 1926 ya estaba en los cortos de HalRoach, ahora conocida simplemente como Lupe V élez.Esa carrera frustrada mi papá la sublimaba ahoraactuando papeles estelares en obras organizadas por la«Sociedad de Amigos del Teatro» y vivía vicariamentelos éxitos de sus viejos amigos cuando venían de pasopor Barranquilla: María Félix, Libertad Lamarque,María Antonieta Pons, Agustín Lara, Rosa Carrnina,Juan Orol, Andrés, Fernando y Julián Soler.

-Ha sido un gran día. Le vendí las esmeraldas por

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una fortuna -añadió, mientras estacionaba la camio-neta frente a nuestra casa.

-Mi mamá se va a poner muy contenta.-Hay que celebrarlo de alguna forma. Imagínate

que cuando le dije a doña Sara que las que le habíanvendido en Bogotá eran Chivor se metió tremendosusto porque pensó que eran falsas.

-¿No sabía la diferencia entre Muzo y Chivor?-le dije, ufanándome de mis conocimientos sobre lasfamosas minas aprendidos de él. ¡

-Le prometí que la llevaría a ella, a Ofelia Montesc~y a los hermanos De Anda a Cartagena. O

-Yo voy -me apresuré a decir le, anticipando Z t

mentalmente el placer de compartir ese mundo miste- d wrioso y exótico de los artistas de cine. O 1-

-«Yovoy Rivadeneira» te dice tu hermano Andy ~ c;porque siempre quieres ir a todas partes. g Q

-La envidia que lo mata -le dije con una gran ~ (carcajada. u..I

Una vez que traspasamos el umbral del restaurante '2:«El deportivo», provisto de una temperatura glacial, Sdejamos atrás el calor africano del mediodía. «Buenastardes, don Mario», saluda el gerente a mi papá mien-tras le estrecha la mano derecha y con la izquierda medespeina amigablemente. «Cocteles de ostras, Carlitos»,me propone sonriente este señor gordo y moreno,mientras nos acompaña hasta la mesa del rincón -conmanteles blancos inmaculados y recién planchados,situada debajo del acondicionador de aire- mi favori-ta.

Fogueándose para el mundial de fútbol, hacía ya unmes que la Selección Colombia había jugado un parti-

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do amistoso con el Junior en el Estadio Municipal. Elencuentro fue un desastre para la selección y al famosoportero, el Caimán Sánchez, cada vez que lo goleaban-y fueron varias- los hinchas le gritaban decepcio-nados: «Lo que sirve es pa' marica», por sus redondasy protuberantes nalgas ajustadas a la pantaloneta. Alparecer, la única esperanza de la selección estaba cifra-da en Marcos Callo

-Oye, papá.Qué pasa -me dice levantando los ojos del perió-

dico.-¿Por qué no consigues que me presten el estadio

para jugar con mi equipo?En esos precisos instantes acababa de concebir la

estratagema para robarle los jugadores a Germán.Qué equipo ni qué ocho cuartos. Hace más de dos

semanas que no te veo practicando.En efecto, los fines de semana me la pasaba obser-

vando a Germán sirviéndole de arquero a mis amigos.-Ya te dije que esta vez síes en serio -le contesto

rápidamente poniendo cara de circunstancia-. Vayaprobarle a Germán que soy mejor portero que él.

-La práctica hace al maestro -entonadidácticamente.

-Ya verás que no te defraudaré.-Veré lo que puedo hacer. ..El camarero nos sirve sendos cocteles de ostras

suculentas.-Pero no te prometo nada. Si el gerente de las

Empresas Municipales me lo presta será para estemismo sábado porque tengo que llevar a doña Sara aCartagena al Primer Festival de Cine -me dice categó-

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ricamente y apachurra con saña el Lucky Strike en eldiminuto cenicero de balines.

En el primer recreo de la mañana me le acerqué aEvaristo Rosales, el capitán del equipo del barrio Boston,y le fui pintando la maravillosa oportunidad que ten-dría de jugar en el Estadio Municipal, pateando lapelota sobre la misma gramilla que el Junior y laSelección Colombia, ponerse los uniformes en los mis-mos cuartos en donde hace un mes Marcos Coll lohabía hecho, ver las graderías desde el centro de lacancha, vigilar la misma portería adonde le habíanmetido cuatro goles al Caimán. «¿Y qué vas a hacer conGermán Dávila?» me pregunta con sigilo, comocomplotando un crimen. «No te preocupes. Ya con-vencí a los del Prado que me acepten de portero ycapitáw>. A Evaristo se le dibuja una sonrisa malévolay le arrebata la pelota de baloncesto a un gordito quetrataba de repiquetearla inútilmente, corre hasta lacanasta, la lanza con calibrada precisión tan sólo alzan-do los talones y guiñando el ojo derecho para enfocarmejor y el balón entra ahora líquido por el aro, tiemblabrevemente en la cesta y cae al suelo de cemento de lacancha. «jDe película, cuadro!», me dice eufórico.«Cuenta con nosotros. Allí estaremos el sábado a lasdiez en punto».

Y a las nueve de la mañana llego uniformado alEstadio Municipal de Barranquilla. Mis amigos yaestán practicando en las afueras, completamente suda-dos a pesar de que el cielo está encapotado y que haceuna brisita como de lluvia. Mi papá, ágil como untrapecista, se baja de la camioneta saludando a losvecinos quienes han venido a ver jugara sus hijos, y se

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dirige silbando hasta las oficinas en donde el celador leentrega las llaves del cuarto de las duchasiy-luego nosacompaña -en medio de un alborozo general sinco-pado por gritos, risas, cabezazos, pases de balón yempujones- hasta el gran portal de entrada al Muni-cipal en donde el celador abre la cerradura con unallave gigantesca y desenrolla las largas cadenassemioxidadas que apercollan las gruesas rejas del por-tal.

Pienso que ahora soy el más popular con mis ami-gos al ver que todos se me acercan sonrientes, dándo-me palmaditas en la espalda, estrechándome la mano,alzándome en vilo luego de haberme arrojado aparato-samente a atajar un tiro libre de Richie.

Mi papá se despide de todos pues debe irse a foto-grafiar un matrimonio y luego a recoger a doña Sara ya los demás artistas de su comitiva en el Hotel El Pradopara irnos de~pués en la camioneta a Cartagena.

Mi papá que sale por el portal y Evaristo Rosales queentra con su equipo, todos uniformados con sus cami-setas rojiverdes y sus pantalonetas negras, saliendodisciplinadamente en fila india de los vestuarios, concaras de pocos amigos y las mandíbulas cuadradas.Siento entonces que las piernas me flaquean y sólocuando Evaristo me estrecha la mano y me dice: «Bue-na ésa», y se sonríe, sólo entonces recobro el aplomo yme vuelvo a mi portería con la esperanza fantasiosa debrindar una mañana espectacular e inolvidable en elestadio.

Recuerdo a Marcos Coll y al Caimán Sánchez y meimagino los gritos de una turba enloquecida por miaudacia y precisión con el balón vitoreándome

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estentóreamente hasta dejamos sordos con sus gritos.Pero el corazón me da un vuelco cuando diviso aGermán Dávila entrando por la puerta grande, sufigura larga y extremadamente delgada dibujandouna silueta que se desplaza sinuosamente por la can-cha, subiendo las graderías y saludando al vecindarioen pleno, su cara cetrina y alargada por una tristezamuda pero palpable en sus ojos acuosos de ternerohuérfano.

Todo sucede como si estuviera en las playas deSalgar y el mar me succionara de improviso en unacantilado que me devorara inmisericordemente consus mandíbulas arenosas arrastrándome en el torbelli-no del océano cuando uno tras otro los goles vanentrando implacables por el arco y un trueno retumbacon su eco en medio de las paredes del estadio y al alzarla vista veo a Germán Dávila sonreírse macabramenteen las graderías, redondeando su boca en un grito quese alarga interminablemente: «Goooooooooooooool»que me salta las lágrimas sin darme cuenta,«goooooooool» uno tras otro «goooooooool» resuenanpor todas las paredes del estadio, «goooooooool» cua-tro goles a cero dejan a mi equipo en bancarrota.

Los rostros de mis amigos súbitamente se tomanhostiles. Germán Dávila baja dramáticamente por lasescaleras de las graderías y desciende imperialmentesobre la gramilla de la cancha. Cuando los del equipodel barrio Boston se abrazan con furor celebrandonuestra derrota, Germán se interpone deteniendo a losjugadores de mi equipo que gritan «aguayuyo,aguayuyo, aguayuyo», tratando de desquitarse por mitarde deslucida con palmazos propinados a mi cuero

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cabelludo.-La culpa no sólo es de Carlos-intercede Germán,

frenándoles la ira con las manos extendidas como unpolicía de tránsito-. Jugaron muy mal. Ni siquierafueron capaces de meterle un gol al otro equipo.

Siento que se me baja la sangre y las palmas de lasmanos se me ponen sudorosa y frías. Un trueno vuelvea retumbar en el estadio, una brisa gélida se desplazafebril por la gramilla y del cielo se desploma un agua-cero torrencial.

Todos corremos ahora a buscar refugio en las grade-rías.

-A propósito -me dice Germán, pasándome unbrazo por el hombro-. Yo nunca dije que tú eras delotro equipo.

Desde las graderías de sombra no se pueden divisarya las graderías de sol al otro lado de la cancha: lasgotas enormes del aguacero se unen entre sí paraformar una jungla de agua gris impenetrable. Lagramilla de la cancha desaparece ahora bajo el diluvioque canibaliza la naturaleza circundante.

-¿Amigos? -dice Germán extendiéndome lamano.

-Amigos -le contesto, chocándosela.

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