Maquina de Escribir

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Historia de Paul oster y Sam´s Meser

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LA

HISTORIA

DE ESCRIBIRDE MI MÁQUINA

Título de la edición original:The Story of my TypewriterD.A.P./Distributed by Art Publishers, Inc.Traducción de Benito Gómez Ibáñez

© Paul Auster, 2002© De las ilustraciones: Sam Messer, 2002© De la compilación: D.A.P./Distributed by Art Publishers, 2002

© Editorial Anagrama, S.A., 2002Pedrò de la Creu, 5808034 Barcelona, España

ISBN: 84-339-6889-0Depósito legal: B.42.810-2002

Diseño editorial: Carlos Romero Guitiérrez

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Paul Auster / Sam Messer

Anagrama

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LAHISTORIA DE ESCRIBIR

DE MI MÁQUINA

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Esta es una historia de relaciones. Entre un escritor y un pintor. Entre un escritor y su máquina de escribir. Entre un pintor y su obsesión por la máquina de escribir del escritor. Es también una historia que escribió Paul Auster de su vieja máquina de escribir Olympia –veterana de más de veinticinco años– y la bienvenida –aunque perturbadora– intervención de Sam Messer en esa historia. La Olympia de Auster ha sido la correa de transmisión de las novelas, cuentos y escritos que su dueño ha producido desde la década de 1970, y que componen una de las obras de la literatura americana actual más variada, más creativa y más aplaudida por la crítica. Los vigorosos y obsesivos dibujos y pinturas que Messer dedica al autor y a su máquina de escribir han conseguido, como escribe Auster, “convertir un objeto inanimado en un ser con una personalidad, con una

presencia en el mundo”.

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Paul AusterNovelista y poeta, nació en Nueva Jersey en 1947. Estudió litera-tura inglesa en la Universidad de Columbia antes de trasladarse a Francia en 1970, donde pasó cuatro años dedicándose a traducir obras de escritores franceses como Jean-Paul Sartre y Stephan Mallarmé, mientras enviaba sus propios poemas y ensayos para ser publicados en las prestigiadas revistas New York Review of Books y Harper’s Saturday Review. En 1974 retorna a Nueva York, ciudad que se convertirá a partir de entonces en una referencia inevitable en su literatura. Además de ser profesor de traducción en la Universidad de Princeton, ha sido guionista y director de cine (Smoke, Blue & the Face, Lulu on the Bridge). En 1993 recibió en Francia el Premio Medicis a la mejor novela extranjera y fue nombrado caballero de la Orden de las Artes y las Letras. Sus libros de poemas incluyen Desapariciones y Pista de despegue. Entre sus novelas publicadas en español están Trilogía de Nueva York (1987), Leviatán (1992), Mr. Vértigo (1995) y la más reciente, El libro de las ilusiones (2003). Leyendo (Readiing); lápiz sobre papel;

43 x 35; 2000

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Sam MesserNacido en Nueva York en 1955, estudió pintura en la Skowhe-gan School of Painting and Sculpture y en el colegio Cooper Union. Es maestro en bellas artes por la Universidad de Yale. En México participó en una exposición colectiva en el Museo Rufino Tamayo. Ha sido becario de las fundaciones Guggenheim y Pollack-Krasner. En 1980 recibió el premio Phelps Berdan, otorgado por la Universidad de Yale. Desde 1993 a la fecha vive y trabaja en California.

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res años y medio después, volví a Estados Unidos. Era julio de 1974, y cuando deshice las maletas aquella

primera tarde en Nueva York, descubrí que mi pequeña má-quina de escribir, una Hermes, estaba destrozada. Con la tapa abollada, las teclas dobladas, torcidas y deformes, no parecía tener la más remota posibilidad de arreglo. No podía comprarme una nueva. En aquella época rara vez me sobraba el dinero, pero en aquel preciso momento estaba en la ruina. Unos días después, un antiguo amigo de la facultad me invitó a cenar a su casa. En cierto momento de la conversación

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La Clave (The key); óleo sobre tela;27 x 21; 2000

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mencioné lo que me había pasado con la máquina de escribir, y él me dijo que tenía una en el armario que ya no utilizaba. Se la habían regalado al terminar el bachillerato en 1962. Si me interesaba, sugirió, estaría encantado de vendérmela. Convini-mos el precio en cuarenta dólares. Era una Olympia portátil, fabricada en Alemania Occidental. Ese país ya no existe, pero, desde aquel día de 1974, del teclado de esa máquina ha salido hasta la última palabra que he escrito. Al principio, no pensé mucho en ello. Pasó un año, pasó un decenio, y ni una sola vez me pareció raro, ni siquiera vagamen-te insólito, el hecho de trabajar con una máquina de escribir manual. La otra posibilidad era utilizar una eléctrica, pero no me gustaba el ruido que hacían aquellos artilugios: el continuo zumbido del motor, el discordante soniquete de las piezas, la cambiante frecuencia de la corriente alterna vibrando en los dedos. Yo prefería la suavidad de la Olympia. Era agradable al tacto, funcionaba estupendamente, se podía contar con ella. Y cuando no se le estaban aporreando las teclas, guardaba silencio.

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Toda la historia (The Whole Story); óleo sobre lienzo;91 x 78; 2001

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Lo mejor de todo era que parecía indestructible. Salvo cambiar la cinta y limpiar la tinta que se iba acumulando en los tipos, estaba exento de toda labor de mantenimiento. Desde 1974, he cambiado el rodillo dos veces, quizá tres. No la he llevado al taller para que la limpiaran más veces de las que he votado en elecciones presidenciales. Nunca he tenido que ponerle piezas nuevas. El único accidente serio que ha sufrido ocurrió en 1979, cuando mi hijo, que tenía dos años, arrancó la palanca de retroceso del carro. Pero eso no fue culpa de la máquina. Estuve todo el día disgustado, pero a la mañana siguiente la llevé a un taller de Court Street donde le soldaron de nuevo la palanca. Ahora tiene una pequeña cicatriz en ese sitio, pero la operación fue un éxito, y la palanca no se ha vuelto a soltar desde entonces. No vale la pena hablar de computadoras y procesadores de palabras. Al principio estuve tentado de comprarme una de esas maravillas, pero muchos amigos míos empezaron a contarme historias terroríficas de que daban a la tecla que no era y perdían

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El Músico(The Player); óleo sobre lienzo;46 x 36; 2001

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el trabajo de todo el día –o de todo el mes–, y me hicieron múltiples advertencias sobre cortes de luz capaces de borrar un manuscrito entero en menos de un segundo. Nunca se me han dado bien los aparatos, y sabía que si existía una tecla que no debía pulsarse, yo terminaría pulsándola. De manera que seguí trabajando con mi vieja máquina de escribir, y el decenio de 1980 dio paso al de 1990. Uno a uno, todos mis amigos se fueron pasando a las computadoras. Yo empecé a parecer un enemigo del progreso, el último pagano aferrado a las antiguas costumbres en un mundo de conversos digitales. Mis amigos se burlaban de mí por resistirme a la nueva manera de hacer las cosas. Cuando no me llamaban ruco, decían que era un reaccionario y un cascarrabias. Me daba igual. Lo que a ellos les venía bien, no tenía necesariamente que convenirme a mí, decía yo. ¿Por qué había de cambiar, si me sentía enteramente satisfecho tal como estaba? Hasta entonces, no había tenido especial apego a mi máquina de escribir. No era más que una herramienta que me permitía hacer mi

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Ella (Him); óleo sobre tabla;56 x 36 2001

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trabajo, pero ahora que se había convertido en una especie en peligro de extinción, uno de los últimos artefactos que aún quedaban del homo scriptorus del siglo XX, empecé a sentir cierto afecto por ella. Me di cuenta de que, me gustara no, teníamos el mismo pasado. Y, con el paso del tiempo, llegué a comprender que también teníamos el mismo futuro. Hace dos o tres años, presintiendo que se acercaba el final, fui a la papelería León del distrito de Brooklyn, y encargué cincuenta cintas para la máquina. El dueño se pasó varios días lla-mando a todas partes para que le sirvieran un pedido de tamaña envergadura. Según me contó más tarde, algunas cintas vinieron de sitios tan lejanos como Kansas City. Utilizo esas cintas con la mayor prudencia posible, escribiendo con ellas hasta que la tinta apenas resulta visible en el papel. No albergo muchas esperanzas de encontrar alguna por ahí, cuando se me acabe la remesa. Nunca he tenido intención de convertir a mi máquina de escribir en un personaje heroico. Eso es obra de Sam Messer, un individuo que se presentó un día en mi casa y se enamoró de ella. Las pasiones de los artistas son inescrutables. La relación

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Olympia Rosa (Pink Olympia); óleo sobre lienzo;163 x 198; 2001

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dura ya desde hace varios años, y, desde el principio mismo, sospecho que los sentimientos han sido recíprocos. Messer rara vez sale a alguna parte sin un cuaderno de bocetos. Dibuja constantemente, azotando la página con trazos rápidos y fu-riosos, levantando la vista del cuaderno a cada momento para mirar con ojos entrecerrados a la persona o el objeto que tiene delante, y cuando uno se sienta a comer con él, entiende que también va a posar para que le haga un retrato. En los siete u ocho últimos años hemos pasado tantas veces por ese ritual que ya ni siquiera lo pienso. Recuerdo que le mostré la máquina de escribir la primera vez que vino, pero no me acuerdo de lo que dijo. Un par de días después, volvió a visitarme. Yo no estaba aquella tarde, pero preguntó a mi mujer si podía bajar a mi cuarto de trabajo para echar un vistazo a la máquina de escribir. Dios sabe lo que hizo allá abajo, pero nunca me ha cabido la menor duda de que la máquina le habló. Creo que, en su momento, incluso logró convencerla para que le abriera su corazón.

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Desde entonces ha vuelto en diversas ocasiones, y cada visita ha producido una nueva oleada de cuadros, dibujos y fotografías. Sam ha tomado posesión de mi máquina de escribir, y poco a poco ha ido transformando un objeto inanimado en un ser con personalidad y presencia en el mundo. La máquina tiene ahora deseos y estados de ánimo, expresa cólera ciega y alegría exuberante y, encerrado en el interior de su metálico cuerpo gris, casi podría jurarse que se escucha el latido de un corazón. Tengo que admitir que todo esto me produce cierto desaso-siego. Los cuadros están ejecutados con brillantez, y me siento orgulloso de mi máquina de escribir por haberse constituido en tan valioso tema pictórico, pero al mismo tiempo Messer me ha obligado a ver de otro modo a mi vieja compañera. Aún me encuentro en pleno proceso de adaptación, pero, ahora, siempre que contemplo esos cuadros (tengo dos colgados en la pared de la sala), me resulta difícil pensar en mi máquina de escribir como en un eso. Sin prisa pero sin pausa, eso se ha convertido en ella.

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Deluxe; óleo sobre lienzo;173 x 224; 2002

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Ya llevamos juntos más de un cuarto de siglo. Dondequiera que haya ido, la máquina de escribir ha venido conmigo. Hemos vivido en Manhattan, al norte del estado de Nueva York y en Brooklyn. Hemos viajado juntos a California y a Maine, a Min-nesota y Massachusetts, a Vermont y a Francia. En ese tiempo, he escrito con centenares de lápices y bolígrafos, he tenido diversos coches, he cambiado varias veces de refrigerador y he vivido en distintas casas y apartamentos. He gastado docenas de pares de zapatos, he dejado de usar muchísimas chamarras y suéteres, he perdido o he dejado en algún sitio relojes, despertadores y paraguas. Todo se rompe, todo se gasta, al final todo pierde su sentido, pero la máquina de escribir sigue conmigo. Es el único objeto que me dura desde hace veintiséis años. Dentro de unos meses, me habrá acompañado exactamentela mitad de mi vida. Anticuada y llena de abolladuras, reliquia de una época que rápidamente está desapareciendo de la memoria, la jodida máquina nunca me ha dejado colgado. Incluso en este preciso momento, cuando recuerdo los nueve mil cuatrocientos días

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Paul36 x 43; 1996

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que hemos pasado juntos, la tengo justo delante de mí, des-granando con aire entrecortado su música antigua y familiar. Estamos en Connecticut, pasando el fin de semana. Es verano, y al otro lado de la ventana la mañana es cálida, verde y preciosa. La máquina de escribir está sobre la mesa de la cocina, y mis manos están sobre el teclado. Letra a letra, he ido viendo cómo escribía estas palabras.

2 de julio de 2000

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1Impreso y encuadernado en México

Impreso en los talleres de Ediciones Medialuna, S.A.Camino Real al Ajusco núm. 76 col. Ampliación

Tepepan, Xochimilco, México 16029, D.F.En esta obra se utilizo la tipografía

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