MANUEL PAYNO · 2020. 11. 27. · Manuel Payno Nació el 21 de junio de 1810 en Ciudad de México....

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  • MANUEL PAYNO

    LA SEVILLANA Y AMOR SECRETO

  • Manuel Payno

    Nació el 21 de junio de 1810 en Ciudad de México. Fue un destacado diplomático, periodista y escritor. Es considerado uno de los iniciadores de la novela costumbrista mexicana y de la modalidad folletinesca de este género.

    En su juventud trabajó como teniente coronel en el Ministerio de Guerra y, en 1842, fue nombrado secretario de la Delegación mexicana en Sudamérica, motivo por el cual emprendió varios viajes internacionales. Así conoció Francia, Inglaterra y Estados Unidos. En 1847 combatió en la guerra contra Estados Unidos y trabajó paralelamente en el servicio de correos entre México y Veracruz. En 1886 fue nombrado cónsul de Santander y, en 1892, ocupó el cargo de senador. Su obra abarca los géneros de novela y cuento, aunque también cultivó la poesía y el teatro. Entre sus novelas más destacadas figuran El fistol del diablo (1845-1846), Los bandidos de Río Frío (1889-1891), El hombre de la situación (1861) y Tardes nubladas (1871), que es un conjunto de narraciones breves.

    Falleció en 1894, en San Ángel, Ciudad de México.

  • La Sevillana y Amor secretoManuel Payno

    Juan Pablo de la Guerra de Urioste Gerente de Educación y Deportes

    Christopher Zecevich Arriaga Subgerente de Educación

    Doris Renata Teodori de la Puente Asesora de Educación

    María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

    Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez ZevallosSelección de textos: Yesabeth Kelina Muriel GuerreroCorrección de estilo: Margarita Erení Quintanilla RodríguezDiagramación: Leonardo Enrique Collas AlegríaConcepto de portada: Melissa Pérez García

    Editado por la Municipalidad de Lima

    Jirón de la Unión 300, Lima

    www.munlima.gob.pe

    Lima, 2020

  • Presentación

    La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

    La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

    La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

  • interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

    En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

    El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

    Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

  • LA SEVILLANA Y AMOR SECRETO

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    LA SEVILLANA

    La tempestad

    En una hermosa tarde del mes de octubre del año 1550, una barca pequeña se desprendió del embarcadero de Veracruz y se hizo mar afuera. Iban en ella dos bogas, un viejo piloto manejando el timón, y un grueso personaje vestido con un largo gabán o pellica oscura, y un sombrerillo arriscado sin plumaje alguno, al estilo de los que usaban los que no se consideraban como hijodalgos. Cuando hubieron pasado los arrecifes, el piloto hizo señal a los remeros de que bogaran más despacio, y se dirigió al hombre gordo.

    —¿Piensa su merced que en esta cáscara de nuez lleguemos o Cádiz o al Puerto de Palos?

    —Yo te lo diré, Antón, antes de cinco minutos.

    Yo te lo diré, Antón, antes de cinco minutos. El hombre gordo se puso en pie, sacó de un estuche de vaqueta un anteojo, lo graduó a su vista y se puso a registrar el

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    horizonte. A los cinco minutos justos se volvió a sentar en la barca y le dijo al piloto:

    —Adelante, Antón, porque no tardaremos media hora en descubrir los palos de la Covadonga.

    —¿Qué hora es? —preguntó el piloto.

    —Las cinco —contestó el hombre gordo alzando la vista al sol—. A las seis o a las seis y media tendremos una tempestad.

    La mar estaba tranquila, el sol brillante; de vez en cuando se sentía un viento caliente como si viniese del desierto de África, y en el horizonte se aglomeraban algunas nubes de formas caprichosas. Los bogas volvieron a tomar aliento, y la barca volaba como un alción en la superficie de las aguas.

    Después de un cuarto de hora, el hombre gordo volvió a ponerse en pie, a tomar su anteojo y a registrar el horizonte; y volviéndose después al piloto le dijo:

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    —Creo haber descubierto en el horizonte alguna cosa como un palo, pero tan delgado que más bien parece una espiga de trigo. ¿Qué dices, Antón?

    —Digo, mi señor D. Gerónimo, que lo que su merced ve con el anteojo, lo he visto yo con mi vista natural. O la Covadonga está ya subiendo la última escalera de las aguas, o yo no me llamo Antón de Peralta, pero antes que nosotros lleguemos a la Covadonga y la Covadonga al puerto, ya soplará recio, y muy dichosos seremos si Dios y sus santos nos dejan llegar a los arrecifes.

    —¿Y en qué te fundas para tan triste pronóstico?

    —Conozco mucho estos mares, y nunca he visto en el horizonte rayas amarillas, sin que a poco no haya soplado lo que se llama entre nosotros borrasca desecha. Mira.

    El hombre gordo miró con cuidado al horizonte. Las nubes, de un amarillo opaco y triste como el fuego cuando va perdiendo su color rojizo con la luz del sol, formaban unas rayas uniformes que parecían, más que naturales, formadas o arregladas de intento. Las ráfagas de viento caliente se hacían sentir con más frecuencia, y

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    de vez en cuando se oía un ruido como si fuese el lejano disparo de un cañón.

    —Ni una sola vez, cuando el cielo está así a la hora de ponerse el sol, ha dejado de haber tempestad —dijo el piloto—. Si tienes grande interés en hablar a la Covadonga, vamos, porque un viejo piloto español jamás retrocede ni ante las ondas ni ante los vientos. Los marinos sabemos que nuestra sepultura es ancha y profunda, y nos horroriza la idea de ser machacados y encerrados debajo de la tierra; pero su merced preferiría mejor cenar esta noche un buen pescado en su casa y remojarlo con una bota de tinto, en vez de exponerse a que los pescados cenen el vientre de su merced.

    —Tenía yo mucho interés en saber si viene en la Covadonga un alto personaje, porque mi amigo, el alcalde de Mesta, Ruiz de la Mota, tiene ya sus barruntos de que el rey mandará un visitador con cartas y provisiones amplias; y quién sabe si la pasarán mal ciertos personajes. Este es un negocio que puede valerme unos cuantos pesos de oro, además de los que gane en el fierro y el azogue que me vienen en el navío.

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    —Entonces no hay que tener miedo, y hasta encontrar a la Covadonga, que el comerciante, como el soldado y como el marino, debe morir en su oficio.

    —No, no, Antón —dijo el hombre gordo—; tampoco a mí me gustan ni esas nubes ni ese ventarrón caliente. Aquí en la Veracruz, cuando sopla caliente a poco sopla frío, y vale más, como dices, cenar muy quietos en casa. Volvámonos, y me acompañarás cuando lleguemos, a tomar un trago de vino. Desde tierra veremos mejor los movimientos de la Covadonga.

    Antón, sin responder palabra, viró la barca y dirigió la proa a Veracruz. El mar tomaba un aspecto singular; la luz amarillenta del sol, combinándose con el verde de las aguas, formaba un ancho campo donde parecía que comenzaba o se apagaba un incendio; el viento irregular soplaba por intervalos al sur y al sudeste, las ondas se iban bordando de una franja de espuma, y de las fatídicas rayas amarillas parecía que brotaban gruesas nubes de un aspecto amenazador.

    —Si no llegamos en media hora, no llegaremos nunca —dijo el piloto.

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    —Al puerto, bogas, al puerto —dijo D. Gerónimo—, y tendrá cada uno un tonel de vino.

    Los bogas redoblaron su esfuerzo, el mar se hinchaba por momentos, y cuando la barca pasó los arrecifes y puso la proa al embarcadero, multitud de gente en la playa veía aterrorizada aquella cáscara de nuez que se hundía y volvía a aparecer entre la espuma como si fuera arrojada por el soplo de un monstruo desde el fondo del abismo. Por fin atracó al lado del embarcadero de madera, y el hombre gordo, el piloto y los bogas saltaron a tierra llenos de agua y de sudor. La Covadonga estaba ya visible y se adelantaba resueltamente en medio de la tempestad que había estallado al entrar en el puerto.

    En instantes, el aspecto del cielo cambió, las líneas amarillas, moribundas y enterradas, al parecer, en un horizonte morado oscuro, despedían un opaco brillo; el resto del cielo estaba oscuro, el viento nordeste desencadenado silbaba, las barcas amarradas danzaban y se chocaban entre sí, y gruesas y estrepitosas olas iban a estrellarse y a hacer crujir los débiles tablados que entonces formaban el embarcadero.

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    La atención de todos los espectadores estaba fija en el barco atrevido que así desafiaba la tormenta; y el hombre gordo, sin sentir ni el agua ni la fatiga ni el cansancio, estaba fijo y mirando las maniobras de la embarcación.

    Cuando cerró la noche, la Covadonga encendió una luz a proa y tiró un cañonazo. Si el cañonazo era de socorro, era inútil, pues la mar estaba de tal manera furiosa que cualquiera barca se hubiera hecho mil pedazos.

    Doña Beatriz

    La Covadonga, juguete de las ondas, empujada más de una vez a los arrecifes, estuvo a pique de ser hecha mil pedazos, pero el bravo marinero español logró entrar al puerto, y frente al islote de San Juan de Ulúa, dio fondo, amarrando su barco con dos gruesas y pesadas anclas. Continuó el recio viento parte de la noche, y el barco se mantuvo flotando y resistiendo el azote de las corrientes que se estrellaban contra sus costados, a pesar de las predicciones de todos los marinos y habitantes de Veracruz, que creían que de un momento a otro vendría a la costa; y se aprestaban a dar todo el socorro posible a los náufragos. Don Gerónimo cenó su pescado, bebió su vino en compañía del piloto, y volvió a la playa, donde

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    permaneció toda la noche, esperando de un momento a otro ver hundidos los botes de azogue y sus almadanetas de fierro, y sobrenadando el cadáver del importante personaje que esperaba.

    El día siguiente de esta cruel noche amaneció puro y brillante, el viento había caído y las ondas poco a poco fueron disminuyendo, de modo que a mediodía se pudo barquear, y todos los botes que dejó en buen estado la tormenta volaron por la bahía, y como una parvada de pájaros que caen sobre los granos, rodearon a la nave española.

    No es, por cierto, hoy Veracruz tan concurrido ni tan atractivo como otros puertos del Golfo y de las Antillas; pero en los tiempos a los que nos referimos, la llegada de un barco era un verdadero acontecimiento: sí, en cuanto la autoridad lo permitió, la cubierta se llenó de curiosos, y uno de los primeros que subió la escala fue nuestro conocido don Gerónimo, procurando indagar si venía su cargamento de fierro y azogue, y el personaje distinguido a quien buscaba.

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    —Viene nada menos —contestó el piloto—, que un visitador; pero su esposa ha sufrido mucho en el temporal, y está desmayada o tal vez muerta en la cámara.

    Nuestro hombre gordo, bien relacionado, por una parte con todas las autoridades, y pesado y exigente por otra, se abrió paso por entre la muchedumbre, y saltando por sobre los cables y estorbos que había en la cubierta, logró penetrar en la cámara, y lo primero con que se encontró su mirada fue a una mujer, y quedó como pasmado, sin poder articular palabra ni moverse en algunos minutos.

    Era, por cierto, una mujer hermosa y nada hay comparable a una mujer española cuando es joven y positivamente bella. La criatura que causó la admiración de don Gerónimo estaba medio acostada en un banco de la cámara y su cabeza caída descuidadamente en unos cojines. Era de un blanco limpio, grandes ojos cerrados que sombreaban unas rizadas pestañas y coronaban dos arqueadas y sedosas cejas. Su boca entreabierta dejaba ver entre sus labios, algo pálidos, una dentadura fuerte y no muy pequeña, pero cincelada y lustrosa, y su largo y negro cabello, ligeramente rizado, caía en un armonioso

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    desorden, realzando la admirable regularidad de sus facciones. El pecho, los hombros, todo ello formaba ondas y contornos suaves que dejaba adivinar un traje de seda, algo maltratado y húmedo, pero que parecía colocado de intento por un hábil artista. La casualidad, la fatiga, el peligro, su estado de dejadez y de abandono, todo cooperaba a aumentar la belleza de esa mujer.

    Cuando don Gerónimo volvió de la admiración, procuró dirigirse al personaje que estaba cercano a esa Venus, que parecía que había dormido entre las blancas espumas y las verdes ondas de la mar.

    —Señor —dijo—, veo que su esposa ha sufrido mucho; y yo sabiendo hace meses que debería venir de la corte un personaje tan alto, estoy encargado, por mi primo Gerónimo Ruiz, de la Mota, de ofrecerles mi casa, mi persona y mis servicios.

    El visitador se inclinó con dignidad. Era lo que podía llamarse un hombre, y no representaba más de cuarenta años; de tez un poco morena, de ojo pequeño y vivo, grandes entradas en la frente, y un pelo negro echado hacia atrás con desorden, pero con gracia, daba a su fisonomía un aire de audacia y de superioridad que no

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    dejaba de imponer. Sin contestar a don Gerónimo se acercó con afección a la dama desmayada, le compuso un poco los vestidos, le tomó el pulso, le puso la mano en el corazón, y después le acarició suavemente la frente.

    —Es solo un desmayo —dijo dirigiéndose al hombre gordo—. El temporal ha sido fuerte, y hemos estado a punto de naufragar. Los peligros y las aventuras se han hecho para los hombres, pero la naturaleza débil de las mujeres no puede sobreponerse al horror de una muerte próxima. Quizá en tierra recobrará sus sentidos, porque el olor de un barco no es el más a propósito...

    —Es mi sentir, y su señoría puede disponer de una buena barca que se portó ayer muy bien, pues salí con ella a encontrar a la Covadonga, y de verdad que sin Dios, y mi piloto Antón, no tendría hoy la honra de hablar con...

    —El Lic. Vena, visitador de México.

    —Por muchos años —contestó inclinándose el hombre gordo—, y su señoría dispondrá lo que hacer se debe.

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    En esto, la hermosa dama pareció volver en sí, abrió los ojos y se incorporó. Nueva admiración de don Gerónimo. Aquellos grandes ojos negros como el azabache despedían rayos de amor y de luz. Don Gerónimo se mordía los labios, mientras el licenciado envolvía en unas ropas a la encantadora mujer, que había llegado a las Indias en medio de la más deshecha tormenta.

    El visitador

    El Lic. Vena y doña Beatriz, que así se llamaba la dama, se hospedaron en la casa de nuestro don Gerónimo, quien era un rico comerciante que aventajaba mucho en sus negocios, agasajando cada vez que podía a los empleados y personajes influyentes que llegaban de España a la colonia.

    Doña Beatriz volvió a caer en un desmayo al llegar a la habitación; pero los cuidados que le prodigaron dos criadas negras que tenía don Gerónimo, y más que todo, una buena taza de vino y algunos alimentos, la volvieron a la vida, pues lo que realmente tenía era que cerca de treinta horas, por el mareo y el miedo, no había comido.

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    Así que estuvo repuesta y se encontró segura en una amplia y bien ventilada habitación, desde donde se veía el mar quieto, azul y brillante; sonrió y se dirigió al Lic. Vena, cuyas facciones denotaban una profunda tristeza.

    —Es un placer, un placer que no tiene igual en la tierra, verse libre y segura después de una tormenta. ¡Qué noche, qué noche! Creo que si pienso más en ella me volveré loca.

    El licenciado no le contestó, y continuó mirando distraídamente al mar. Beatriz, que lo observaba, cambió inmediatamente; bajó los ojos, y dos lágrimas silenciosas rodaron por aquellas mejillas suaves, deteniéndose un instante en el suave vello que las hacía parecer como un terciopelo a través de la luz.

    —No sé por qué —dijo— daría yo la mitad de mi vida por verme en mi casa de Sevilla, al lado de mis flores, de mi madre, de Pilar, mi hermana. La América nos ha recibido con una tormenta, y yo no puedo ver estas playas secas y arenosas, y estos arrecifes terribles, sin que se me cierre el corazón.

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    —Todo esto pasará Beatriz —le contestó el licenciado saliendo de su distracción y procurando poner un semblante muy afable—. Dentro de pocos meses estaremos en Sevilla, en Granada, en Italia; pero no me hagas creer que te has arrepentido, porque eso sí me pondría de veras triste.

    —Arrepentida, no; pero qué quieres; yo preferiría...

    —¿Estar con tu marido, acaso? —repuso violentamente el licenciado.

    —Con mi marido no, nunca. Esta señal que tengo en el carrillo es una garantía segura de que nunca volveré ni a mirarle. Una sevillana ama, pero no perdona.

    Beatriz tenía, en efecto, una pequeña señal en el carillo izquierdo.

    —Bien, bien —dijo Vena—, no hay que traer a la memoria recuerdos amargos. Pensemos en el porvenir, y es lo que nos toca.

    —¿Traes tus cartas y tus provisiones? —le preguntó Beatriz.

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    —Precisamente las cartas del rey, no; pero bastan por ahora las instrucciones; y, sobre todo, ¿quién puede dudar...?

    Don Gerónimo tocó suavemente la puerta y anunció que el ayuntamiento quería felicitar al visitador y ponerse a sus órdenes. En menos de media hora el licenciado y doña Beatriz salieron elegantemente vestidos a la sala a recibir a la concurrencia.

    Una comisión del comercio llegó después, le presentó a doña Beatriz, en una bandeja de oro, una sarta de gruesas perlas.

    Las visitas y las comisiones se sucedieron unas a otras, y cada persona llevaba al visitador o a su esposa un objeto de valor o alguna curiosidad. Terminó la ceremonia, y el visitador y Beatriz pasaron al comedor, donde nuestro grueso y buen don Gerónimo tenía dispuesta una suculenta mesa.

    Un correo se despachó a México avisando que el Lic. Vena, con cartas y provisiones del rey, muy importantes y secretas, había llegado a Veracruz, y dentro de pocos días pasaría a la capital.

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    En esa época era virrey don Antonio de Mendoza, hombre que poseía la confianza de la Corte, que había gobernado perfectamente la Nueva España y que no tenía de esos enemigos tenaces y secretos que perdieron a Cortés más de una ocasión en el ánimo del soberano; así, la llegada de un visitador no dejó de chocarle; pero, puesto que era un hecho que estaba en Veracruz, no había otro remedio, sino recibirle y obedecer.

    En cuanto a la audiencia, era otra cosa. Los oidores quizá no tenían tan limpia su conciencia, la noticia los puso en cuidado, y lo primero que trataron y convinieron entre sí fue ganarse la confianza del personaje.

    La audiencia

    Vena y doña Beatriz salieron al cabo de ocho días de Veracruz, llenos de plata, de oro y de valiosas alhajas, custodiados por cuarenta lanzas jinetes. El camino fue una perpetua ovación. Los caciques, los justicias, y los vecinos principales salían a recibir a los nobles personajes, y los banquetes y los obsequios eran continuados. Llegando a México se alojó en una de las casas principales que los oidores le habían preparado, y,

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    a los tres días, le mandaron respetuosamente pedir sus provisiones para darles cumplimiento.

    El licenciado contestó, con la mayor franqueza y naturalidad, que él no había traído las provisiones porque el virrey Velasco, que estaba por llegar, las tenía, y entonces serían vistas y cumplidas por todos los vasallos de S. M.

    La audiencia se dio por satisfecha: llamó al Lic. Vena a sus estrados, le dio asiento en ellos, y con la mayor escrupulosidad le estuvo dando cuenta e instruyendo de todos los negocios graves que había pendientes, procurando inspirarle una resolución favorable.

    Las horas en que el licenciado acababa esos importantes quehaceres las empleaba en su casa en recibir a las personas más distinguidas. Los encomenderos, y todas las muchas gentes interesadas en la visita, le llevaban cuantiosos regalos de oro y plata para él, y de alhajas y perlas para doña Beatriz. A la segunda semana de haber llegado el visitador a México, ya tenía un valioso tesoro, que reunido al de Veracruz, formaba un respetable capital bastante para vivir con independencia el resto de la vida.

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    Beatriz estaba rica: su hermosura deslumbró y causó sensación en México; pero cada vez estaba más triste, y raro día no dejaba de acordarse de su Sevilla y derramar algunas lágrimas. El licenciado Vena la tranquilizaba y le aseguraba que antes de dos semanas estarían de vuelta en Veracruz, y se embarcarían en la misma Covadonga que aún no se daba a la vela.

    Un día, como de costumbre, el licenciado se fue a los estrados de la audiencia, y allí llegó un correo expreso enviado de Veracruz, que avisaba que el virrey don Luis Velasco había llegado.

    Al escuchar esta noticia el licenciado se puso pálido, y un ligero temblor se observó en sus labios; pero los oidores nada advirtieron, y él tuvo tiempo de reponerse.

    —Qué me place —les dijo— que el buen don Luis haya llegado, y sin la tormenta que a mí me trajo a tierra. Quiera Dios que yo sin tormenta vuelva, y, con el permiso de sus señorías, mañana partiré a encontrar al virrey y a tomar las cartas y provisiones que me traerá, para que podamos continuar la visita para bien de S. M. y de sus reinos.

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    Los oidores ofrecieron sus servicios al visitador, y se despidieron de él cordialmente, pues creían que con tanto presente que le habían hecho lo tenían enteramente de su parte.

    El licenciado salió de la audiencia precipitadamente, se dirigió a su casa y entró buscando a Beatriz.

    —¡Estás demudado! ¿Qué te ha sucedido? ¿Estás enfermo? —le preguntó Beatriz.

    —Más me valiera haber muerto —contestó el licenciado—. Corremos un gran peligro, y esta noche es necesario que salgamos de la ciudad. Nada me preguntes ahora, y recojamos nuestras joyas y nuestros tesoros.

    Los azotes y la loca

    Don Antonio de Mendoza, que había siempre desconfiado, hizo regresar violentamente el correo a Veracruz para que preguntara al nuevo virrey lo que había.

    Don Luis de Velasco contestó que no había tal visitador, que, a su salida de España, la Corte no había tratado de

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    mandar persona alguna, y que ese licenciado Vena no era más que un impostor y un aventurero, y que él no traía para tal personaje cartas ni previsiones algunas.

    Cuando los oidores supieron esta noticia, se mesaban los cabellos y pateaban de rabia. ¡Unos hombres tan severos, tan respetables como ellos, burlados y robados por un miserable!

    El virrey Mendoza, tranquilo y sin darse por enojado, pues él jamás fue víctima de tal superchería, dictó enérgicas disposiciones, y las circuló a los justicias de la tierra para que aprehendiesen al falso visitador.

    Don Gonzalo de Vetanzos, gobernador de Cholula, prendió en el momento de marcharse al licenciado Vena y a la linda sevillana, y los trajo a buen recaudo a México. El licenciado fue encerrado en la cárcel; la dama en una casa de confianza, y se recogieron las joyas, oro y plata que les habían regalado, y se las devolvieron a sus dueños.

    En breves días se instruyó la causa, y el licenciado Vena fue condenado a diez años de galeras, y a recibir antes cuatrocientos azotes.

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    La misma multitud indolente y curiosa, que se agolpó ayer la entrada solemne de la noble e interesante pareja, llenó las calles y los balcones para presenciar la cruel ejecución.

    Un hombre, que se podía llamar hermoso, iba montado y atado en una bestia con albarda; llevaba las espaldas desnudas, pero su semblante era altanero y fiero, y desafiaba las miradas insolentes de la multitud.

    El pregonero se detenía en cada esquina, y gritaba tres veces: «Esta es la justicia que el rey manda hacer en el licenciado Vena, por embaucador, por embaucador».

    Apenas acababa aquel funesto grito, cuando los verdugos descargaban con todas sus fuerzas diez varazos, contándolos con una especie de complacencia.

    Cuando hubo la tumultuosa comitiva y el infeliz licenciado pasado cuatro esquinas, su brío se había acabado, la sangre corría escurriendo al suelo, y algunos pedazos de carne se levantaban de sus espaldas.

    El pregón continuó, y los azotes también. En la sexta esquina una hermosa mujer apareció, encontrándose

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    frente a frente con el azotado. Abrió los ojos, llevó la mano a los cabellos, y empujando a la multitud corrió por las calles dando lastimeros gritos.

    El licenciado la miró espantado, hizo un esfuerzo por romper sus ligaduras, pero un terrible azote del verdugo le hizo lanzar un gemido de dolor.

    La historia no dice si el licenciado Vena murió en el suplicio, o fue al fin llevado a galeras. Tampoco se sabe la suerte que corrió la hermosa Sevillana, víctima de un extravío y de un amor desgraciado.

    Pasados algunos años de este suceso, se refería, por el vulgo, que a las doce de la noche se aparecía la sevillana y corría por las calles dando gemidos tan dolorosos que partían el corazón.

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    AMOR SECRETO

    Mucho tiempo hacía que Alfredo no me visitaba, hasta que el día menos pensado se presentó en mi cuarto. Su palidez, su largo cabello que caía en desorden sobre sus carrillos hundidos, sus ojos lánguidos y tristes, y por último, los marcados síntomas que le advertía de una grave enfermedad, me alarmaron sobremanera, tanto, que no pude evitar el preguntarle la causa del mal, o mejor dicho, el mal que padecía.

    —Es una tontería, un capricho, una quimera lo que me ha puesto en este estado; en una palabra, es un amor secreto.

    —¿Es posible?

    —Es una historia —prosiguió— insignificante para el común de las gentes; pero quizá tú la comprenderás; historia, te repito, de esas que dejan huellas tan profundas en la existencia del hombre, que ni el tiempo tiene poder para borrar.

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    El tono sentimental, a la vez que solemne y lúgubre de Alfredo, me conmovió al extremo; así es que le rogué me contase esa historia de su amor secreto, y él continuó:

    —¿Conociste a Carolina?

    —¡Carolina!… ¿Aquella jovencita de rostro expresivo y tierno, de delgada cintura, pie breve?…

    —La misma.

    Pues en verdad la conocí y me interesó sobremanera… pero…

    —A esa joven —prosiguió Alfredo— la amé con el amor tierno y sublime con que se ama a una madre, a un ángel; pero parece que la fatalidad se interpuso en mi camino y no permitió que nunca le revelara esta pasión ardiente, pura y santa, que habría hecho su felicidad y la mía.

    «La primera noche que la vi fue en un baile; ligera, aérea y fantástica como las sílfides, con su hermoso y blanco rostro lleno de alegría y de entusiasmo. La amé en el mismo momento, y procuré abrirme paso entre

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    la multitud para llegar cerca de esa mujer celestial, cuya existencia me pareció desde aquel momento que no pertenecía al mundo, sino a una región superior; me acerqué temblando, con la respiración trabajosa, la frente bañada de un sudor frío… ¡Ah!, el amor, el amor verdadero es una enfermedad bien cruel. Decía, pues, que me acerqué y procuré articular algunas palabras, y yo no sé lo que dije; pero el caso es que ella, con una afabilidad indefinible, me invitó a que me sentase a su lado; lo hice, y abriendo sus pequeños labios pronunció algunas palabras indiferentes sobre el calor, el viento, etcétera; pero a mí me pareció su voz musical, y esas palabras insignificantes sonaron de una manera tan mágica a mis oídos que aún las escucho en este momento. Si esa mujer en aquel acto me hubiera dicho: “Yo te amo, Alfredo”; si hubiera tomado mi mano helada entre sus pequeños dedos de alabastro y me la hubiera estrechado; si me hubiera sido permitido depositar un beso en su blanca frente… ¡oh!, habría llorado de gratitud, me habría vuelto loco, me habría muerto tal vez de placer.

    A poco momento un elegante invitó a bailar a Carolina. El cruel arrebató de mi lado a mi querida, a mi tesoro, a mi ángel. El resto de la noche Carolina bailó, platicó

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    con sus amigos, sonrió con los libertinos pisaverdes; y, para mí, que la adoraba, no tuvo ya ni una sonrisa, ni una mirada, ni una palabra. Me retiré cabizbajo, celoso, maldiciendo el baile. Cuando llegué a mi casa me arrojé en mi lecho y me puse a llorar de rabia.

    A la mañana siguiente, lo primero que hice fue indagar dónde vivía Carolina; pero mis pesquisas por algún tiempo fueron inútiles. Una noche la vi en el teatro, hermosa y engalanada como siempre, con su sonrisa de ángel en los labios, con sus ojos negros y brillantes de alegría. Carolina se rio unas veces con las gracias de los actores, y se estremeció otras con las escenas patéticas; en los entreactos paseaba su vista por todo el patio y palcos, examinaba las casacas de moda, las relumbrantes cadenas y fistoles de los elegantes, saludaba graciosamente con su abanico a sus conocidas, sonreía, platicaba…, y para mí nada…, ni una sola vez dirigió la vista por donde estaba mi luneta, a pesar de que mis ojos, ardientes y empapados en lágrimas, seguían sus más insignificantes movimientos.

    También esa noche fue de insomnio, de delirio; noche de esas en que el lecho quema, en que la fiebre hace latir

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    fuertemente las arterias, en que una imagen fantástica está fija e inmóvil en la orilla de nuestro lecho.

    Era menester tomar una resolución. En efecto, supe por fin dónde vivía Carolina, quiénes componían su familia y el género de vida que tenía. ¿Pero cómo penetrar hasta esas casas opulentas de los ricos? ¿Cómo insinuarme en el corazón de una joven del alto tono, que dedicaba la mitad de su tiempo a descansar en las mullidas otomanas de seda, y la otra mitad en adornarse y concurrir en su espléndida carroza a los paseos y a los teatros? ¡Ah!, si las mujeres ricas y orgullosas conociesen cuánto vale ese amor ardiente y puro que se enciende en nuestros corazones; si miraran el interior de nuestra organización, toda ocupada, por decirlo así, en amar; si reflexionaran que para nosotros, pobres hombres a quienes la fortuna no prodigó riquezas, pero que la naturaleza nos dio un corazón franco y leal, las mujeres son un tesoro inestimable y las guardamos con el delicado esmero que ellas conservan en un vaso de nácar las azucenas blancas y aromáticas, sin duda nos amarían mucho; pero… las mujeres no son capaces de amar el alma jamás. Su carácter frívolo las inclina a prendarse más de un chaleco

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    que de un honrado corazón; de una cadena de oro o de una corbata, que de un cerebro bien organizado.

    He aquí mi tormento. Seguir lánguido, triste y cabizbajo, devorado con mi pasión oculta, a una mujer que corría loca y descuidada entre el mágico y continuado festín, del que goza la clase opulenta de México. Carolina iba a los teatros, allí la seguía yo; Carolina en su brillante carrera daba vueltas por las frondosas calles de árboles de la Alameda, también me hallaba yo sentado en el rincón oscuro de una banca. En todas partes ella estaba rebosando alegría y dicha, y yo, mustio, con el alma llena de acíbar y el corazón destilando sangre.

    Me resolví a escribirle. Di al lacayo una carta, y en la noche me fui al teatro lleno de esperanzas. Esa noche acaso me miraría Carolina, acaso fijaría su atención en mi rostro pálido y me tendría lástima… Era mucho esto: tras de la lástima vendría el amor y entonces sería yo el más feliz de los hombres. ¡Vana esperanza! En toda la noche no logré que Carolina fijase su atención en mi persona. Al cabo de ocho días me desengañé que el lacayo no le había entregado mi carta. Redoblé mis instancias y conseguí por fin que una amiga suya pusiese en sus

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    manos un billete, escrito con todo el sentimentalismo y candor de un hombre que ama de veras; pero, ¡Dios mío!, Carolina recibía diariamente tantos billetes iguales, escuchaba tantas declaraciones de amor, la prodigaban desde sus padres hasta los criados tantas lisonjas, que no se dignó abrir mi carta y la devolvió sin preguntar ni aun por curiosidad quién se la escribía.

    ¿Has experimentado alguna vez el tormento atroz que se siente cuando nos desprecia una mujer a quien amamos con toda la fuerza de nuestra alma? ¿Comprendes el martirio horrible de correr día y noche loco, delirante de amor, tras de una mujer que ríe, que no siente, que no ama, que ni aun conoce al que la adora?

    Cinco meses duraron estas penas, y yo, constante, resignado, no cesaba de seguir sus pasos y observar sus acciones. El contraste era siempre el mismo: ella loca, llena de contento, reía y miraba el drama, que se llama mundo, a través de un prisma de ilusiones; y yo triste, desesperado con un amor secreto que nadie podía comprender, miraba a todas las gentes tras la media luz de un velo infernal.

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    Pasaban ante mi vista mil mujeres; las unas de rostro pálido e interesante; las otras, llenas de robustez y brotándoles el nácar por sus redondas mejillas. Veía unas de cuerpo flexible, cintura breve y pie pequeño; otras robustas, de formas atléticas; aquellas, de semblante tétrico y romántico; las otras, con una cara de risa y alegría clásica; y ninguna, ninguna de estas flores que se deslizaban ante mis ojos, cuyo aroma percibía, cuya belleza palpaba, no hacían latir mi corazón, ni brotar en mi mente una sola idea de felicidad. Todas me eran absolutamente indiferentes, solo amaba a Carolina, y Carolina… ¡Ah!, el corazón de las mujeres se enternece, como dice Antony, cuando ven un mendigo o un herido; pero son insensibles cuando un hombre les dice: “Te amo, te adoro, y tu amor es tan necesario a mi existencia como el sol a las flores, como el viento a las aves, como el agua a los peces”. ¡Qué locura! Carolina ignoraba mi amor, como te he repetido, y esto era peor para mí que si me hubiese aborrecido.

    La última noche que la vi fue en un baile de máscaras. Su disfraz consistía en un dominó de raso negro; pero el instinto del amor me hizo adivinar que era ella. La seguí en el salón del teatro, en los palcos, en la cantina,

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    en todas partes donde la diversión la conducía. El ángel puro de mi amor, la casta virgen con quien había soñado una existencia entera de ventura doméstica, verla entre el bullicio de un carnaval, sedienta de baile, llena de entusiasmo, embriagada con las lisonjas y los amores que le decían. ¡Oh!, si yo tuviera derechos sobre su corazón, la hubiera llamado y, con una voz dulce y persuasiva, le habría dicho: “Carolina mía, corres por una senda de perdición; los hombres sensatos nunca escogen para esposas a las mujeres que se encuentran en medio de las escenas de prostitución y voluptuosidad; sepárate por piedad de esta reunión, cuyo aliento empaña tu hermosura, cuyos placeres marchitan la blanca flor de tu inocencia; ámame solo a mí, Carolina, y encontrarás un corazón sincero, donde vacíes cuantos sentimientos tengas en el tuyo. Ámame, porque yo no te perderé ni te dejaré morir entre el llanto y los tormentos de una pasión desgraciada”. Mil cosas más le hubiera dicho; pero Carolina no quiso escucharme; huía de mí y risueña daba el brazo a los que le prodigaban esas palabras vanas y engañadoras que la sociedad llama galantería. ¡Pobre Carolina! La amaba tanto, que hubiera querido tener el poder de un Dios para arrebatarla del peligroso camino en que se hallaba.

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    Observé que un petimetre de estos almibarados, insustanciales destituidos de moral y de talento, que por una de tantas anomalías aprecia y puede decirse venera la sociedad, platicaba con gran interés con Carolina. En la primera oportunidad lo saqué fuera de la sala, lo insulté, lo desafié, y me hubiera batido a muerte; pero él, riendo, me dijo: “¿Qué derechos tiene usted sobre esta mujer?”. Reflexioné un momento, y con voz ahogada por el dolor le respondí: “Ninguno”. “Pues bien —prosiguió riéndose mi antagonista—, yo sí los tengo y lo va usted a ver”. El infame sacó de su bolsa una liga, un rizo de pelo, un retrato, unas cartas en que Carolina le llamaba su tesoro, su único dueño. “Ya ve usted, pobre hombre —me dijo alejándose—, Carolina me ama, y con todo la voy a dejar esta noche misma, porque colecciones amorosas iguales a las que ha visto usted, y que tengo en mi cómoda, reclaman mi atención; son mujeres inocentes y sencillas, y Carolina ha mudado ya ocho amantes”.

    Sentí al escuchar estas palabras que el alma abandonaba a mi cuerpo, que mi corazón se estrechaba, que el llanto me oprimía la garganta. Caí en una silla desmayado, y a poco no vi a mi lado más que un amigo que procuraba humedecer mis labios con un poco de vino.

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    A los tres días supe que Carolina estaba atacada de una violenta fiebre y que los médicos desesperaban de su vida. Entonces no hubo consideraciones que me detuvieran; me introduje en su casa decidido a declararle mi amor, a hacerle saber que si había pasado su existencia juvenil entre frívolos y pasajeros placeres, que si su corazón moría con el desconsuelo y vacío horrible de no haber hallado un hombre que la amase de veras, yo estaba allí para asegurarle que lloraría sobre su tumba, que el santo amor que le había tenido lo conservaría vivo en mi corazón. ¡Oh!, estas promesas habrían tranquilizado a la pobre niña, que moría en la aurora de su vida, y habría pensado en Dios y muerto con la paz de una santa.

    Pero era un delirio hablar de amor a una mujer en los últimos instantes de la vida, cuando los sacerdotes rezaban los salmos en su cabecera; cuando la familia, llorosa, alumbraba con velas de cera benditas, las facciones marchitas y pálidas de Carolina. ¡Oh!, yo estaba loco; agonizaba también, tenía fiebre en el alma. ¡Imbéciles y locos que somos los hombres!».

    Alfredo se envolvió en su capa y quedó sumergido en la más profunda meditación. Pasado un momento le dije:

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    —¿Y qué sucedió al fin?

    —Al fin murió Carolina —me contestó—, y yo constante la seguí a la tumba, como la habría seguido a los teatros y a las máscaras. Al cubrir la fría tierra los últimos restos de una criatura poco antes tan hermosa, tan alegre y tan contenta, desaparecieron también mis más risueñas esperanzas, las solas ilusiones de mi vida.

    Alfredo salió de mi cuarto, sin despedida.