Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana

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Fernando Benítez Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana. El Cardenismo Vol. III México FCECREA 1984

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Fernando Benítez

Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana.

El Cardenismo

Vol. III

México

FCECREA

1984

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A LOLITA

Y HENRIQUE GONZÁLEZ CASANOVA

FERNANDO BENÍTEZ

Primera edición,1977

Primera reimpresión,1980

Primera edición en la Biblioteca Joven, 1984

D. R. 1977. FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Av. de la Universidad, 975: 03100 México, D. F.

ISBN 9681615794 (Obra completa) ISBN 9681616413 T. III

Impreso en México

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PRÓLOGO

DESDE 1913 en que se lanzó a la Revolución hasta 1970, año de su muerte, Lázaro Cárdenas no dejó un momento de servir a México. Estos 58 años se dividen en tres etapas claramente definidas: la del soldado y el funcionario, desde 1913 hasta 1934; la central, la más brillante, que comprende su sexenio en la presidencia, y los 30 años finales en que vuelve a las armas —segunda Guerra Mundial— e inicia, en condiciones dramáticas, el retorno al pueblo del que ha nacido.

Cárdenas nos ha dejado su propio testimonio de una época de grandes y radicales cambios: a partir del mismo 1913 llevó un minucioso diario que registra el desarrollo de sus ideas. Fuera de los pequeños párrafos donde alude a su amor y su preocupación constantes por su mujer, la admirable Amalia, por su hijo Cuauhtémoc y su hija natural, Alicia, casi no hay ninguna alusión a su vida privada. Me hubiera sido fácil escribir un capítulo sobre la índole novelesca de sus relaciones con Amalia, mas, tratándose de un episodio aislado, habría acentuado el desequilibrio ya harto comprometido de este esbozo biográfico, y me abstuve de hacerlo para ocuparme sólo del hombre público, tal como fue la intención de Cárdenas: siempre quiso, por un pudor innato, mantener a su familia alejada de los rencores de la vida pública y, según me refirió el guardián de su casa de Pátzcuaro, muchas veces quemó cuidadosamente los papeles escritos la noche anterior, sin duda con el propósito de no legarle a su hijo los odios irracionales que provocaron sus medidas revolucionarias.

El general Cárdenas trazó, pues, una línea de demarcación muy rígida entre su vida personal y su vida pública, y no seré yo el que se atreva a contrariar una de sus reglas invariables de conducta, tanto más que no hay, en todo lo escrito por él o por sus allegados, esas confesiones, desahogos e intimidades comunes en las grandes personalidades, lo cual permite la redacción de acabadas biografías. Nada sabemos tampoco de Carranza, de Obregón o de Calles, y debemos conformarnos con lo poco que nos dejaron los escritores contemporáneos, únicos capaces de penetrar en los caracteres personales, como es el caso de Martín Luis Guzmán en La sombra del caudillo y de José Vasconcelos en el Ulises criollo.

Cárdenas era ante todo un hombre político. Por primera vez en nuestra historia no fue un liberal ni un populista, sino un presidente empeñado en borrar la desigualdad mexicana mediante una audaz reforma agraria y una política obrera que hizo de los trabajadores la punta de lanza de la Revolución triunfante. Se empeñó en devolverle a México sus riquezas naturales enajenadas, enfrentándose al imperialismo norteamericano y a la burguesía agraria e industrial dependiente de los mercados extranjeros.

Creo que no se le ha hecho justicia. En su época se le acusó de comunista, y ahora los jóvenes historiadores lo acusan precisamente por no haberlo sido y le cuelgan las etiquetas de populista, de bonapartista e incluso de fascista.

Cárdenas no logrará ser entendido fuera del marco de la Revolución Mexicana. Ejecutor de la siempre diferida Constitución de 1917, demostró que era posible cambiar el curso de la historia ocupándose ante todo de la enorme masa marginada de los indios, de los campesinos y de los obreros, pero un país como el nuestro no puede cambiar radicalmente en seis años. Alejándose de los ejemplos de Carranza, de Obregón y de Calles, obsesos del poder, rehusó la nada remota posibilidad de reelegirse, y, cuando

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entregó el mando al general Manuel Ávila Camacho, prometió no intervenir nunca en la política activa, promesa a la que guardó fidelidad hasta su muerte.

En 1940, a causa de la segunda Guerra Mundial y del llamado a la unidad nacional, recomienza la etapa del populismo de la que no hemos salido. El gobierno, sin dejar su papel de rector de la vida económica, social y política de la nación, optó por el camino de la industrialización y el desarrollo capitalista. Se creyó, equivocadamente, que estos supuestos resolverían los eternos problemas de México.

Ya en los años sesentas se advirtieron dos fenómenos inquietantes. El campo en manos de los neolatifundistas —alquiladores de tierras ejidales, falsos pequeños propietarios, monopolistas de insumos, de maquinaria, de mercados, y por supuesto las transnacionales— descuidó los alimentos básicos y se reveló incapaz de proporcionar el trabajo que debían generar los ejidos colectivos del general Cárdenas. Entretanto, las masas campesinas crecieron desmesuradamente y emigraron a las ciudades en busca de empleo, pero tampoco aquí la industria de transformación logró absorberlas y surgieron millones de desempleados o de subempleados en el campo y en las ciudades mientras el 1 % de la población usufructuaba el 40 % del producto nacional bruto.

Curiosas simetrías de la historia. En 1910 después de treinta años de porfirismo estalló su fracaso, y en 1970, al cabo de otros treinta años, se hizo patente la ruina del modelo populista. Habíamos fracasado nuevamente en el orden político, en el orden social y en el orden económico. La necesidad de crear una infraestructura de la que se aprovechó la nueva clase industrial y neolatifundista nos obligó a endeudamos y se acrecentó nuestra dependencia de los Estados Unidos.

Cárdenas contempló impotente la destrucción de su obra, aunque no permaneció inactivo. Como vocal ejecutivo de las Comisiones del Tepalcatepec y del Balsas construyó presas y caminos, edificó hospitales, ciudades e industrias, trabajó por los más desvalidos, y a pesar de un esfuerzo agobiante, sostenido durante treinta años, vio con amargura que si bien enriqueció al país, los principales beneficiarios de esta enorme tarea fueron en última instancia los neolatifundistas herederos del hacendismo y los monopolistas extranjeros herederos de la Colonia.

Se ha leído con poca atención su diario. Cárdenas se fue transformando en un escritor político y en un crítico del sistema. "Hemos sido capaces —dice en sus Apuntes— de hermosear ciudades, levantar estructuras monumentales; construir grandes obras de almacenamiento para irrigación y generación de energía; abrir vías de comunicación, centros de cultura, de salubridad, de asistencia pública, museos; verificar olimpiadas internacionales; anunciamos una economía nacional próspera; contamos con técnicos en todas las ramas; sin embargo, para justificar la revolución agraria carecemos de visión o voluntad para hacer de las unidades ejidales ejemplo de organización y de producción agrícola."

La reforma agraria constituye nuestro talón de Aquiles. En 68 años de luchas no ha sido posible solucionar este problema básico, lo cual revela que no hemos logrado deshacernos de los patrones coloniales. La concentración de riqueza que se advierte en la industria y en las finanzas se da también en el campo. Treinta millones de mexicanos viven de peones, de parcelas minúsculas o concentrados en ejidos, privados de créditos, asesoría técnica y mercados. La pugna entre el ejido miserable y el rico neolatifundio, lejos de llegar a un equilibrio, empeoró, y las consecuencias revierten sobre el conjunto de la economía nacional.

La clase campesina ha sido, por siglos, la más castigada. Se le ha despojado de sus mejores tierras, se le ha confinado al minifundio y ha llegado a tal deterioro que se ha visto obligada a dejar sus parcelas insuficientes y a emigrar a las ciudades y a los

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Estados Unidos, haciendo la vida imposible en los grandes centros urbanos e industriales.

El neolatifundismo, en vez de satisfacer la demanda de cereales obliga a importarlos; la producción de fertilizantes, de alimentos animales, de huevos, de pollos, gallinas, cerdos, medicamentos, la retienen las transnacionales, no por falta de técnicos, sino por la estructura misma de un sistema que ha favorecido la penetración del capitalismo extranjero.

Esta situación no va a mejorar pronto. Si el problema de la expropiación petrolera sólo pudo dominarse con la movilización de todas las fuerzas nacionales, el hondo y trágico problema que nos plantea una reforma agraria desvirtuada sólo también logrará resolverse con otra movilización general de nuestros recursos humanos, tecnológicos y científicos.

Cárdenas se dio cabal cuenta de que muchos de los funcionarios encargados del campo ni amaban a los verdaderos campesinos ni entendían la significación del ejido. Se habían hecho ricos introduciendo la corrupción y merecían un castigo, lo mismo que lo merecían los comisarios ejidales traidores a los suyos.

"La importancia del ejido en la vida económica agrícola de México —escribió el 20 de noviembre de 1957— se podrá medir con sólo considerar que, en la actualidad, la mitad de las tierras de labor están en sus manos. Fueron brazos de ejidatarios los que hicieron producir en 1950 el 62 % de la superficie cosechada de maíz en la República, el 56 % de la de trigo, el 60 % de la de frijol, el 77 % de la de ajonjolí, el 30 % de la de algodón, el 70 % de la de garbanzo y el 58 % de la caña de azúcar. El ejido tiene por tanto sobre sí la responsabilidad de dar de comer y de surtir de materias primas a las industrias. Un ejido raquítico, débil o miserable es la negación de la Revolución Mexicana. Y, para que el ejido florezca y cumpla su función de aumentar la producción agrícola y de liberar económicamente al hombre del campo, hay que afrontar, con decisión e integridad, todos y cada uno de sus problemas."

Lo que dijo el general Cárdenas sobre la reforma agraria cayó en el vacío. Los cinco presidentes posteriores a su mandato se guardaron mucho de darle un cargo que pudiera interferir con su modelo de beneficiar ante todo al agricultor privado y lo mantuvieron alejado de la toma de decisiones.

Hoy el gobierno le teme al neolatifundismo, el verdadero usufructuario de la reforma agraria, y cuando a finales de 1976 le expropió algunos millares de hectáreas mal habidas, debió pagar una generosa indemnización. No fue ésta la lección de Cárdenas. Los barones de la tierra le hicieron ver que la producción, dejada a sus antiguos peones, se desplomaría sin remedio, y aun lo amenazaron con ofrecer resistencia. Cárdenas no se inmutó. Ante la rebeldía, armó a los campesinos, y los orgullosos hacendados —resto del feudalismo agrario— se resignaron a cultivar su parcela y a renunciar a su vida de absentistas. Andando el tiempo, los ejidos colectivos demostraron su eficiencia y fue necesario que una ofensiva constante del gobierno completara su lenta destrucción. Cosechamos lo que sembramos. La repartición cardenista, hecha bajo la presión de una lucha que no admitía dilaciones, registró errores, y se empleó mucho tiempo para corregirlos y afianzar la economía. Lejos de ello, esta vez sí, la política había dado un giro de 180 grados. El 85 % de la inversión en el campo se dedicó al riego, las tres cuartas partes a beneficiar la producción del neolatifundismo, y el resultado fue que los 25 mil ejidos de la República dejaron de ser siquiera autosuficientes y cayeron en el minifundio, originándose el exceso poblacional, el éxodo a las ciudades y la carencia de la producción agrícola.

Ahora el neolatifundio es mucho más poderoso que el ejido, siguiendo un patrón colonial invariable, y mientras nosotros no nos resolvamos a quebrantarlo, comenzando

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de nuevo por el campesino y reconstruyendo el ejido colectivo, nunca lograremos salir de la miseria y la desigualdad.

Bien sabemos, y lo repetiremos siempre, que esta inmensa tarea ha de estar inserta en un proyecto nacional. Al caos del campo, a la marginación de 30 millones de campesinos miserables responde una estructura administrativa y burocrática carente de una visión redentora. Debemos llamar a nuestros jóvenes profesionistas, establecer cuadros técnicos, politizar a los campesinos en una campaña nacional de intensidad igual a la cardenista, recrear los ejidos colectivos en los distritos de riego pagados con el dinero del pueblo, levantar la economía de los ejidos pobres mediante acciones escalonadas, invertir lo necesario para que sean autosuficientes y tengan un acceso a los mercados, y acabar con la corrupción, una de las lacras nacionales, castigando a los ladrones y devolviéndole su espíritu agrario a la Revolución.

No es el ejido colectivo la única forma posible de organización. Cárdenas hablaba de darles pastizales y bosques a los campesinos, a fin de formar ejidos ganaderos y forestales, y se ocupó de llevar industrias al campo y de diversificar la producción agrícola.

Sobre cualquier consideración existe el deber de liberar al país científica y tecnológicamente, de no importar modelos tecnológicos extranjeros cuando no podemos siquiera, después de cuarenta años de industrialización, reparar un tractor. Es hora ya de construir nuestra propia maquinaria agrícola, de producir nuestros alimentos y fertilizantes, de no depender más de las transnacionales.

Cárdenas luchó hasta el fin por alcanzar esta liberación. Como profeta armado —el Presidente— se empeñó en dotar de una economía a los campesinos y a los obreros, demostrando que era posible realizar el sueño de un país en el que no prevaleciera la infame desigualdad de la Colonia, y como profeta desarmado —el ex Presidente— volvió al pueblo y trabajó sin descanso por sus mismos ideales. Fue en realidad el último de los revolucionarios de 1910. "México —escribía poco antes de morir—, sin duda, tiene grandes reservas morales para defender sus recursos humanos y naturales y es tiempo ya de emplearlas para cuidar en verdad que el país se desenvuelva con su propio esfuerzo."

Vencido una y otra vez, lo sostuvo su fe en los marginados y en su destino superior. En este sentido era también el último de los grandes utopistas mexicanos, sólo que su utopía se fundaba en las inmensas posibilidades de un pueblo desdeñado a lo largo de la historia. En él encontró su verdadera vocación y la fuerza para resistir el aniquilamiento de su obra. Al final, sobre la retórica oficial, él, que tanto amó al pueblo, se sintió rodeado de su amor recíproco. Especie de Quetzalcóatl, era el esperado, el que pudo haber devuelto a México su antigua grandeza. Su sueño de la igualdad, al afirmarse la desigualdad, pareció desvanecerse. Sin embargo, el pueblo creció, se ha hecho un gigante, está golpeando rudamente a nuestra puerta y debemos abrirle si no deseamos ser aplastados. Con él volverá Cárdenas y volverán los otros utopistas, los que nunca aceptaron la carga dolorosa de la desigualdad que ha pesado sobre nosotros y que hoy constituye nuestro mayor problema.

F.B.

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PRIMEROS CONFLICTOS Y DESTRUCCIÓN DEL MAXIMATO

EL PRESIDENTE abandonó el castillo de Chapultepec y continuó habitando su casa de Wagner 50 mientras se le construía una sencilla residencia en lo que entonces era la prolongación del Bosque. Con el castillo, edificado desde la época virreinal, restaurado y amueblado por Maximiliano, el emperador aficionado a la botánica y a contemplar el vuelo de los colibríes sobre las flores del jardín, Cárdenas dejaba atrás un pasado de esplendores marchitos. Su atención se fijó en el viejo Palacio Nacional, que abarcaba significativamente la Secretaría de Hacienda, la Tesorería y la Secretaría de Guerra y que él consideraba como una parte del Poder Ejecutivo. Escenario de festines, asonadas y asesinatos, asaltado, abandonado y reconquistado muchas veces, era un compendio de la historia nacional. Cárdenas le añadió un nuevo capítulo. Prohibió que la guardia, formada en la puerta de honor, lo recibiera a trompetazos según la vieja etiqueta y abrió sus puertas a los obreros y sobre todo a los campesinos. Lo que ahí se trataba debía cumplirse rigurosamente y la gente del pueblo, acostumbrada a las jerarquías y a los rituales, sentía que por el solo hecho de ser recibida en la misma fuente de lo sagrado sus negociaciones debían alcanzar la solemnidad de un pacto irrevocable.

El Presidente no alteró sus hábitos de soldado a lo largo del sexenio. Cuando ese mismo año se cambió a Los Pinos, siguió levantándose al amanecer aunque se hubiera acostado muy tarde.

Amaba los caballos, las plantas y el agua. Montaba sin alardes, cuidaba sus flores y casi a diario nadaba en la alberca helada de Los Pinos. Si estaba cerca del mar o de un manantial de aguas sulfurosas durante sus largos viajes, nunca dejaba pasar la ocasión de tomar un baño.

Lo afeitaba un soldado —otro de sus hábitos castrenses y desayunaba fruta, huevos tibios y café. A las 9 menos 20 de la mañana, después de leer los periódicos, tomaba su auto y se dirigía al Palacio.

En punto de las 9, antes de entrar al despacho, recorría las antesalas con su paso rápido y llamaba a su secretario particular:

—Señor licenciado, vi en la antesala a un señor gordo, vestido de café, y a un güerito que fumaba un puro. ¿Quiénes son? ¿Qué es lo que desean?

Se había impuesto la disciplina de saber quiénes eran las gentes que lo visitaban para hablarles por sus nombres y saber de ellos lo esencial a fin de no equivocarse, y una vez informado, nunca olvidaba los menores detalles. Le gustaba oír, sin dar muestras de fatiga o disgusto, y hablaba escasamente, casi en sordina, por lo que a veces era difícil entenderlo. En Los Pinos hablaba y paseaba; en el Palacio permanecía sentado y sólo se levantaba para saludar o despedir a los visitantes. Comía en su casa con su mujer y a las 5 de la tarde volvía al Palacio. En la enorme plaza oscurecida sólo se destacaban, hasta muy tarde, sus balcones iluminados.

Tenía un gran respeto de sí mismo y de su investidura. Hombre de una cortesía refinada, no dijo nunca una palabra ordinaria ni habló mal de nadie ni le gustaba levantar la voz o reprender a los que cometían faltas. Vestía con la mayor pulcritud. Aun en los trópicos andaba de saco y corbata sin dar señales de molestia.

En el fondo era muy tímido. Su brazo izquierdo, un poco encogido a consecuencia de haberse caído de un caballo, acentuaba su aire de rigidez, que él trataba de suavizar esbozando una sonrisa amable. Resolvía los asuntos sobre la marcha, sin demoras y sin

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falsas promesas. Decía sí o no y la gente sabía que cumplía su asentamiento o su negación. Auxiliaba a los pobres extremando su delicadeza y en las peores crisis no se le vio nervioso o descompuesto. Si tuvo aventuras amorosas, las tuvo empleando una discreción total.

Atraía a las mujeres y algunas le atribuyeron hijos, como es el caso de ciertos hombres notables.

El 3 de diciembre, es decir, dos días después de tomar posesión de su cargo, clausuró los casinos de su amigo y antecesor el general Abelardo Rodríguez, y sin decir palabra proscribió el chaqué o el frac de las ceremonias públicas —aquel renovado carnaval en un pueblo harapiento—, los banquetes y los vinos.

El Presidente, aparte de estas costumbres —México fue y es hasta la fecha un país de rituales religiosos y civiles—, era abstemio, no fumaba, detestaba las corridas de toros —vestigio del barroco—, se había rebajado el sueldo a la mitad —hecho que pasó inadvertido—, y su joven mujer no jugaba al bridge con las esposas de los ministros. El periódico oficial del régimen dejó de publicar su gustada página de crímenes, lo cual disminuyó considerablemente su circulación; no más aquellas cabezas a ocho columnas impresas en tinta roja que decían: "Mató a su mamacita sin causa justificada", "Sacerdote muerto por comerse un taco de cabeza", "Dio unos pasos atrás ... y le faltó azotea", truculencias de moda, desde los tiempos de Posada, que con los toros, los milagros, la lotería, las trompetas y los tambores constituían el deleite del mexicano. La clausura de los casinos y del bar del Palacio de Bellas Artes no eran medidas que lo hicieran popular entre los ricos. Los banqueros o los industriales tampoco se sentían muy complacidos de compartir los sillones del Palacio Nacional con el México cafre, como José Yves Limantour llamaba a la gente pobre.

El gabinete Se dio la Secretaría de Hacienda al licenciado Narciso Bassols, que había ocupado la

de Educación en el interinato del general Rodríguez y tuvo que dejarla debido a su empeño de aplicar al pie de la letra la llamada educación socialista. Bassols, hombre pequeño y calvo, de ojos vivaces ocultos bajo los gruesos cristales de sus antiparras, vehemente, disputador, dotado de una mentalidad lógica extraordinaria, era famoso tanto por su radicalismo como por su probidad y sus hirientes sarcasmos. Un poco a semejanza de Luis Cabrera y de Vasconcelos, su cultura y su intransigencia hacían de él un detestable político. Siempre estaba dispuesto a renunciar, de hecho renunciaba, lo cual le impidió realizar la obra que podía esperarse de su talento.

En la Secretaría de Comunicaciones figuraba Rodolfo Elías Calles, hijo del Jefe Máximo, a quien su padre había dado un gran poder político; en Relaciones, Emilio Portes Gil, convertido al naciente cardenismo; en Gobernación, Juan de Dios Bojórquez, hombre que pasaba como escritor de izquierda y gran amigo de Calles; en la Defensa, el mediocre general Pablo Quiroga; en Salubridad, el doctor Abraham Ayala González, esposo de Cholita González, la secretaria privada de Calles; en el Departamento Central, Aarón Sáenz, amigo del Jefe Máximo y más amigo de adquirir ingenios azucareros, y en la Secretaria de Agricultura, el gobernador de Tabasco, Tomás Garrido Canabal.

Este Garrido Canabal era el personaje más extraño del gabinete. Hombre de rostro duro y anguloso, neurótico, suspicaz, había gobernado Tabasco por más de 10 años. En su espíritu no existían matices ni gradaciones, pues odiaba y amaba con la misma intensidad desorbitada. Desde luego, odiaba mucho más que Calles el fanatismo religioso. Había organizado una fuerza de 50 mil "camisas rojas" —vestían pantalón negro

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y blusas coloradas— que hablaban un lenguaje seudomarxista, despojado de sintaxis, y combatían la religión y el alcoholismo, destruyendo iglesias, quemando y decapitando santos, predicando contra el opio del pueblo, persiguiendo, torturando y expulsando a los sacerdotes y cerrando las tabernas. Sus métodos tenían una persuasión brutal y caricaturesca. Fue sustituido el santoral cristiano por un calendario de fiestas rurales, destinadas a ensalzar los productos agrícolas de cada región, y se inventaron oraciones para combatir a la embriaguez y el catolicismo.

Cuando el general Cárdenas visitó Tabasco, una persona de su séquito le preguntó a una niña:

—¿Sabes tú rezar?

La niña respondió desafiante:

—En mi casa le cortamos la cabeza a los santos. —Luego, ¿tú no crees en los santos?

—No, ni en el coco, ni en las brujas; me gustan más los cuentos de pastorcitos.

En las exposiciones donde los ganaderos mostraban sus mejores animales, ganaban siempre primeros premios un toro llamado "Dios Padre", un asno bautizado como "Jesucristo" y un cerdo al que denominaban "el Papa".

Este odio iba acompañado de un amor igualmente furibundo por la educación, la producción agropecuaria y el sindicalismo oficial. Garrido destinaba una tercera parte de su presupuesto a escuelas, brigadas culturales, orquestas, deportes intensivos y planteles "racionalistas" que funcionaban en las iglesias desmanteladas.

Había organizado congresos antirreligiosos, celebrados en el teatro al aire libre bautizado —¿reminiscencia hitlerista?— "El Nido de Águilas" y presididos por la niña Nereyda Pedrero. Infantes de 8 a 10 años —tal vez su precocidad se debía al calor húmedo de Tabasco, que lo mismo transformaba los helechos en árboles que a los niños en genios — disertaban durante largas horas sobre temas tan poco banales como "Los males que han ocasionado las religiones a la humanidad", "El Universo sin Dios", "El origen de las religiones", "De los medios de que se ha valido el clero para explotar a la humanidad", o presentaban propuestas, como la destinada a suprimir las cruces de los cementerios, que levantaban tempestades de aplausos y gozosas lágrimas de sus orgullosos progenitores.

Sus maestros eran los mejor pagados de la República, y gracias a su campaña, los robos y los asesinatos habían descendido en forma impresionante.

Organizó 37 sindicatos bajo la dirección de una Liga de Resistencia, dependiente del Partido Socialista Radical, y una serie de cooperativas que obtenían ganancias importantes.

En materia de tierras Garrido era partidario de la pequeña propiedad y no de la agricultura colectivizada. "Las cuatro quintas partes de los campesinos poseían el 13.9 % de las tierras mientras que el 1.2 % usufructuaba el 45 %." [1].

Garrido no se mantuvo al margen de ciertas seducciones. Si bien la administración procedía honestamente, imperaba el nepotismo y el dictador era un rico propietario cuya generosidad alcanzaba a sus concubinas.

Cárdenas se quedó asombrado ante aquel "laboratorio de la revolución", como lo llamó Calles, y en las elecciones a la presidencia votó por Garrido y luego lo nombró secretario de Agricultura, mas no de Gobernación como temía la gente.

Garrido Canabal se trajo a sus "camisas rojas" favoritos y transformó la Secretaría en una fortaleza de la propaganda antirreligiosa. Aquello se inició como una gran farsa, pero una farsa peligrosa e irritante. Los pacíficos empleados, conocedores de plantas y gallinas, debieron transformarse en cruzados del anticatolicismo, bajo la guía de los

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tropicales "camisas rojas", que organizaban mítines provocativos ante las iglesias y "sábados rojos" en Bellas Artes, desplazando las óperas y los conciertos de otras épocas. Un orador retó a Dios para que demostrara su poder —si alguno le quedaba— enviando un rayo sobre el teatro, y si bien el Altísimo desdeñó el desafío de su "enemigo personal", algunos asistentes forzados abandonaron la sala "por si acaso". El único signo de circunspección consistió en que de las exposiciones ganaderas desaparecieron "Dios Padre" y su hijo "Jesucristo" y sólo mostraban un magnífico toro y un enorme asno semental, encabezados por una banda de música y un heraldo que gritaba: "Quítense los sombreros al pasar `el Papa' y `el Obispo'."

El conflicto parecía agravarse cada vez más. En la mitad menos uno de los estados las iglesias estaban cerradas. Los sacerdotes gemían en sus escondites, se refugiaban en San Luis Potosí, donde el temible Saturnino Cedillo los protegía, o bien azuzaban a los Caballeros de Colón y a los obispos norteamericanos a fin de que su senado protestara contra la "salvaje" persecución de sus martirizados hermanos los católicos de México. Cárdenas a su vez prohibió el envío de literatura religiosa por correo. Sin dar señales de amaine la escalada de la violencia y mientras una venerada estatua de la Virgen de Guadalupe desaparecía de Cuernavaca —el hecho no fue atribuido a un milagro sino a los "camisas rojas"—, el anticristo Calles abandonaba en Los Ángeles el Hospital de San Vicente entre los adioses y las oraciones de las monjas católicas que lo asistieron durante una de las muchas reparaciones a que sometía su estropeada maquinaria.

El domingo 30 de diciembre la situación cambió del rojo al rojo blanco. Cuando los devotos salían de su misa de 10 en la parroquia de Coyoacán, un grupo de "camisas rojas" se hallaba entregado a impartir blasfemias y admoniciones antialcohólicas. Se encendieron los ánimos. Primero salieron las injurias, a las injurias se contestó con piedras y a las piedras los cruzados respondieron con tiros —iban siempre armados de pistolas y lugares comunes—, asesinando a seis personas en su retirada hacia la Delegación de Coyoacán donde los protegió el delegado tabasqueño Homero Margalli. En ese momento llegaba retrasado un pobre muchacho de la ciudad llamado Ernesto Malda, vestido con su uniforme, y al ver la muchedumbre enardecida trató de abordar un tranvía pero fue alcanzado y piadosamente reducido a un pingajo sangriento.

El 1º de enero, primer año del débil gobierno, 20 mil católicos siguieron el ataúd de sus muertos. En el mismo sepelio se organizó una Junta Especial Pro Justicia de los Asesinados, que recogió dinero, alhajas, chales y sombreros. Ese mismo día Malda fue sepultado bajo un pesado sudario de retórica oficial. El Presidente, si bien es cierto que mandó una corona, ordenó a su procurador que encarcelara a 40 "camisas rojas" culpables de los hechos y se les siguiera un proceso, lo cual provocó el disgusto de Garrido Canabal.

El conflicto laboral Cárdenas, aparte del religioso, tenía otros muchos problemas que resolver. Los

obreros estaban divididos. Una agresiva minoría militaba en la CROM manejada por Morones y una mayoría muy activa en la Confederación General de Obreros y Campesinos de México (CGOCM) fundada en 1933 por el joven líder Vicente Lombardo Toledano. En 1928, último año de Calles, se registraron siete huelgas y el maximato no mostró simpatías hacia los trabajadores. Abelardo Rodríguez sostuvo el criterio de que las huelgas eran inaceptables en periodos de crisis, y como su mandato transcurrió bajo el impacto de la crisis mundial, la situación de los trabajadores al iniciarse 1935 era sumamente precaria.

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Al ocupar Cárdenas la Presidencia el tabú se rompió. Los salarios y el poder de compra eran muy bajos y los obreros vieron en el cambio la oportunidad de mejorar su situación radicalmente. Sabiéndose respaldados por las autoridades del trabajo, las huelgas se multiplicaron a lo largo de 1935 hasta alcanzar la inusitada suma de 642.

Podría decirse que el país, al salir del maximato, transformaba la crisis interna en una crisis laboral de intensidad antes desconocida. El 10 de enero los obreros de la Huasteca, por solidaridad con sus camaradas de El Águila, decretaron la huelga; el 11 pararon los electricistas de Veracruz y los textiles de San Luis Potosí, y el mes concluyó al declararse una huelga general de 20 mil trabajadores petroleros en Tampico.

En Puebla, Lombardo declaró ante millares de trabajadores que sus huestes no apoyarían "el jacobinismo y el falso socialismo del presidente Cárdenas"; el 3 de febrero se recrudeció la huelga de El Águila en diversas instalaciones y pararon 9 mil choferes de taxi en el Distrito Federal. El 13 de marzo los trabajadores textiles poblanos decretaron otra huelga general, en la que se registraron choques sangrientos, y ese mismo día Morones declaró el paro total en Orizaba como un desafío a la organización rival de Lombardo.

El 28, los tranvías no prestaron servicio en la ciudad de México, y en el importante centro textil de Atlixco ocurrió una matanza a causa de las mismas disputas intergremiales, lo cual suscitó una nueva huelga general en Puebla.

Al contagio no escaparon Mérida, Celaya, León, Uruapan y otras ciudades importantes. Por un lado, Morones trataba de retener su antiguo poder, recurriendo a su arma favorita de la violencia, y por otro, la actitud favorable de los tribunales estimulaba a los obreros y el desorden parecía total. La lucha centrada en la industria petrolera y en la textil alarmaba tanto a los empresarios mexicanos como a los extranjeros, creándose un malestar del que se hacían eco los periódicos.

En realidad un problema estaba ligado a otro y todos convergían en la ambigua intromisión del jefe Máximo. El Presidente se hallaba atado de manos. No pudiendo dominar el conflicto religioso avivado por los callistas ni unificar a los obreros mientras Morones controlara la CROM, en esos primeros meses de su gobierno dejó que las huelgas tomaran su propio impulso y que Garrido terminara de desprestigiarse, y trató de robustecer el ala izquierda de las Cámaras, introducir cambios en el ejército y acelerar el reparto de tierras a través del recién creado Departamento Agrario.

Calles sondea al Presidente

El 12 y el 13 de abril el senador Ezequiel Padilla le hizo a Cárdenas una entrevista de prensa. No sabemos si formaba parte de una estrategia más amplia de Calles para iniciar la destrucción del cardenismo, pero lo que sí resulta indudable es que todas las preguntas de Padilla transparentaban el pensamiento y las intenciones del "hombre fuerte". A Calles ya no le preocupaba la propaganda antirreligiosa que él había manejado, sino la propaganda extremista y la agitación incesante de las organizaciones obreras "cuya consecuencia ha sido la más grande zozobra en todos los intereses creados". En México reinaba la paz y el orden, mientras en Europa y en Asia "sólo se oye el ruido de las bayonetas"; el comercio, la minería y el turismo registraban un auge creciente, centenares de millones en los bancos esperaban su aplicación "si el gobierno quisiera alentar con su política el entusiasmo por la producción y el trabajo". "Hay un hondo anhelo de confianza y en un país presidencial como México —añadía Padilla a sabiendas que la intromisión de

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Calles anulaba el régimen presidencialista— nadie puede satisfacerlo con más autoridad que el presidente de la República."

Cárdenas respondió:

—Tengo conciencia de la oportunidad de engrandecimiento que representa para México esta época excepcional y estoy resuelto a que la nación se aproveche de tan favorables condiciones.

—Todo el arte de un hombre de Estado —interrumpió Padilla— consiste en saber combinarse con la fortuna. El periodo presidencial de usted puede pasar a la historia como el constructor de nuestra grandeza económica.

—No vivimos en los tiempos en que basta fundar una "prosperidad" a secas. Correríamos el peligro del porfirismo: creyó que estaba afianzando la prosperidad y sólo estaba preparando la Revolución. No podemos entrar al franco periodo de seguridades sin destruir los viejos moldes de una injusta organización económica.

—Nadie discute la justicia social. El dilema ya no se plantea entre el laisser faite y el "comunismo": sino entre la economía bien dirigida y el caos.

—Y una economía bien dirigida —argumentó Cárdenas reclama como base fundamental hacer justicia a las clases trabajadoras.

Padilla decidió atacar más a fondo el problema que tanto preocupaba a los capitalistas —y por supuesto a Calles—, respondiendo "vivamente":

—Lo que realmente siembra la inquietud es la lucha que muchos miran como indecisa en nuestra política, entre el comunismo por una parte como sistema activo de gobierno y por la otra el sistema de ideas socialistas que sustenta la Revolución Mexicana.

Cárdenas comprendió inmediatamente la intención de esta reflexión típica del último Calles y se apresuró a contestarla de un modo inequívoco:

—Yo considero como una fortuna de mi administración el que estos movimientos reivindicatorios de los derechos esenciales de los obreros se hayan producido al principio de mi gobierno. Todos hemos propagado, defendido o sustentado, en la tribuna y en la prensa, y en todas las formas de la lucha social, el derecho de los obreros y campesinos a elevar sus normas de vida con mejores salarios, tierras propias y condiciones de trabajo más justas, y cuando de las palabras pasamos a los hechos, los espíritus timoratos se asustan. A menos de haber hablado con gran insinceridad, no es posible hacer otra cosa que cumplir las justas promesas. En cuanto a mí, todos deben saber que no es mi manera la propia para ser instrumento de una prosperidad fundada en la explotación injusta de las clases trabajadoras.

Calles creía haber llegado al momento de iniciar una prosperidad económica nacional facilitando por todos los medios las inversiones de capital privado y le interesaba que Cárdenas siguiera su política de equilibrio y de compromiso característica del maximato. Padilla volvía a la carga:

—¿Usted cree que la empresa particular podrá contar con las seguridades y garantías necesarias para sus inversiones y legítimas ganancias?

Cárdenas eludió la red que se le tendía y contestó:

—Tengo motivos para afirmar que estamos pasando el punto culminante de las reclamaciones obreras. Desde luego, en todas las empresas donde se ha logrado ya un reajuste, sería inexcusable que volviera a perturbarse el equilibrio establecido: Dada nuestra industria tan limitada, podemos prever que en breves días habrán terminado las reclamaciones justificadas. Dos grandes beneficios se experimentarán en brevísimo plazo. Por una parte todas las empresas quedarán sometidas a iguales normas, desapareciendo esa nociva competencia que las empresas logreras puedan hacer a las que cumplen generosamente con nuestras leyes. Por otra parte un sentimiento de

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equidad hará de los obreros colaboradores sinceros y leales de la producción. Si a esto agrega usted los esfuerzos que estamos haciendo para que en un plazo, no tan breve como el de los reajustes industriales, pero que no excederá de dos años, quede terminado el problema agrario, se dará usted cuenta de las perspectivas de tranquilidad y de seguridad que ofrece la explotación de la riqueza en México.

Padilla rearguyó que la política del gobierno "parece hacer todo menos fomentar el espíritu de empresa y el estímulo de la iniciativa privada, única fuente de riqueza posible". "El plan sexenal y la independencia económica, sin capital, es una impostura. Ningún discurso extremista puede cambiar estas verdades."

Cárdenas hizo ver que esperaba de los obreros y de los empresarios responsabilidad, comprensión y colaboración:

—Los impacientes, los indisciplinados, no tienen derecho a comprometer las oportunidades de México. No debemos olvidar que somos los continuadores de una política de tradición iniciada desde el comienzo de la Revolución en una marcha de reivindicaciones escalonadas, limitadas siempre por las objeciones de la realidad.

—Estas declaraciones —concluyó Padilla— son útiles para las mismas organizaciones obreras, que fácilmente pueden dejarse seducir por caminos contrarios a la ley, como la acción directa y el sabotaje.

Una de las características del general Cárdenas consistió en oponerse a la costumbre del gobernante mexicano de decir una cosa y hacer precisamente la contraria, de prometer algo y no cumplirlo, estableciendo ese contraste entre la palabra y la acción que había terminado por vaciar de todo sentido el lenguaje oficial. Calles había manejado su oratoria tan demagógicamente —en tanto bajaba la temperatura de su fiebre revolucionaria y subía la de su retórica— que ningún izquierdista le daba el menor crédito, pero, en cambio, él conocía a Cárdenas lo suficiente para saber que nunca mentía y a ello obedeció con seguridad la entrevista de Padilla. Fue una manera de decirle en qué consistía su desacuerdo —en no seguir abiertamente la vía capitalista y en quebrantar la política de compromiso establecida—, pero la confesión de Cárdenas no supo analizarla, ni obtener de ella conclusiones que normaran su conducta. Cárdenas hizo ver que su gobierno no se hacía responsable de las ideas o de las declaraciones de las gentes ajenas al aparato estatal, que continuaría hasta las últimas consecuencias su política revolucionaria, y por último, que él era el presidente de la República y nadie podía violar la ley dentro de su gobierno.

Calles estaba cegado por los dioses y no quiso ver el peligro que entrañaba la confesión del Presidente, ni advirtió tampoco la fuerza política de que se investía una clase obrera siempre manipulada por el sonorismo.

Cárdenas, a su vez, sí entendió la magnitud del aviso. La situación, en un país de mando único, sólo tenía una salida: o bien se afirmaba el predominio del Jefe Máximo, lo que hubiera representado la exacerbación del maximato, o bien se afirmaba el naciente predominio cardenista, lo que daría lugar a un tipo nuevo de régimen presidencial.

Ante el dilema, Cárdenas protegió el recrudecimiento del conflicto laboral y la lucha del ala izquierda en las Cámaras, sin descuidar el problema que planteaba el ejército. En este campo, como en los otros, las ventajas estaban de su parte. Mientras el general Calles manejaba desde hacía mucho a los jefes militares, utilizando maniobras políticas lesivas al honor de éstos, Cárdenas había vivido hasta hacía poco en los cuarteles y sabía en qué podía radicar su debilidad o su fuerza. Discretamente ordenó algunos cambios, reforzó los puntos amenazados y pareció aguardar a que estallara la cólera de Calles.

Unos días después de la entrevista, el 3 de mayo, el Presidente escribió en su diario: "Distintos amigos del general Calles, entre ellos algunos de los que forman parte del

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gabinete, vienen insistiéndole en que debe seguir interviniendo en la política del país. Estas gentes lo perderán. Senadores y diputados van y vienen frecuentemente a entrevistar al general Calles tratándole asuntos políticos."

En efecto, senadores, diputados, generales y gobernadores realizaban sus habituales romerías a Las Palmas o a la casa de Anzures, y ahí tenían largas y secretas conversaciones. El sondeo de Ezequiel Padilla no había dado, al parecer, el resultado previsto, y el arma legal de Cárdenas, empleada a favor de las demandas obreras, había terminado de exasperar a Calles. El Presidente, en las dos entrevistas que tuvo con él después de su llegada a México, le habló de la conveniencia "de retirarse de los políticos", y el Jefe Máximo había respondido: "Ya me canso de decirles a estos... que me dejen en paz." "Sin embargo —añade Cárdenas—, se ha podido comprobar que ha venido con el propósito de influir en un cambio de la política obrerista del gobierno."

Estalla la tormenta El 10 de junio, estando el Presidente en su despacho con unos campesinos,

aparecieron en la puerta su secretario Luis I. Rodríguez y Froylán C. Manjarrez, director del periódico oficial del régimen, haciéndole señas de querer decirle algo. Cárdenas no suspendió su diálogo. Al poco rato aparecieron enarbolando un papelón donde se leía la palabra urgente, pero Cárdenas no les prestó ninguna atención. Finalmente despidió a los campesinos y le preguntó impasible a Manjarrez:

—¿De qué se trata?

—Señor, el general Matías Ramos, presidente del PNR, me ha enviado unas declaraciones del general Calles en que alude a la situación política del país y ataca a los obreros. Léalas usted mismo.

Se trataba de una entrevista concedida por Calles a Ezequiel Padilla, jefe del bloque de senadores. La entrevista, titulada "El general Calles señalando rumbos", se iniciaba con una falsedad al afirmar el Jefe Máximo que estaba ocurriendo exactamente lo que había ocurrido en el tiempo de Ortiz Rubio, pues tres años antes no existía ni en las Cámaras ni en el Partido, ni entre los gobernadores o los secretarios de Estado ningún grupo partidario del débil Presidente, fuera del muy reducido e inocuo de sus íntimos. Cuando Calles les prohibió a sus amigos que aceptaran cargos en el gabinete, Ortiz Rubio se precipitó en el vacío y ofreció una renuncia que redactó Puig Casauranc, amanuense oficial de Calles, y aprobó el Jefe Máximo con anterioridad al Presidente para acentuar el escarnio.

La afirmación, además de su falsedad, representaba una advertencia de que a Cárdenas podía ocurrirle lo mismo que le ocurrió a su antecesor —un desahucio fulminante—, lo cual revelaba un desconocimiento total del carácter del nuevo Presidente.

Otro error tan grave como el primero consistió en el ataque a fondo contra los obreros para ganarse el apoyo de la naciente burguesía. La clase obrera, a excepción de las organizaciones controladas por la CROM, había sufrido un cambio radical. No era ya Morones su factótum; principiaba a serlo Lombardo Toledano; y éste y Navarrete fueron acusados de jugar, por ambiciones personales, con la vida económica del país. Tampoco entendía Calles que la clase obrera había sustituido al ejército como factor predominante del poder y que este reacomodo de fuerzas se reflejaba lógicamente en las Cámaras, donde también prevalecían los partidarios de la línea obrerista del general Cárdenas.

Calles se aferraba a su viejo modelo de fomentar las inversiones capitalistas a costa de los obreros y campesinos. Empleando su tono de dómine "que señalaba rumbos", habló de un "maratón de radicalismo", y se dejó una puerta abierta al afirmar "que no hay nada ni nadie que pueda separamos al general Cárdenas y a mí". Luego de emplear un "fervor

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tribu'vicio" en acusar a los obreros de egoístas y de faltos de ética, terminaba: "Seguramente ellos murmurarán: ¡El general Calles está claudicando! Pero yo arrostro en beneficio de mi país estos calificativos que no me alcanzan."

"Necesitamos, pues, conciencia de nuestros actos. Yo me siento por encima de las pasiones y sólo deseo el triunfo de los hombres que se han formado conmigo; anhelo el triunfo del gobierno actual, que puede dejar, con las grandes oportunidades actuales de México, una huella luminosa de su actuación."

Cárdenas no se exaltó. Ordenó que El Nacional no publicara la entrevista y que buscaran a Padilla, desaparecido totalmente de la escena. Y sólo comentó:

—Estas declaraciones le harán daño al general Calles. El 11, el Presidente llamó al general Ramos:

—Usted —le dijo sin levantar la voz— ha incurrido en una responsabilidad no dándome a conocer las declaraciones del general Calles que hoy publican Excélsior y El Universal. Provocarán ataques al señor general Calles y las explotarán los políticos enemigos del gobierno y los aduladores del general Calles. Presente usted en el acto su renuncia.

La noticia del año

Para México, hablando en términos periodísticos, las declaraciones de Calles constituyeron la noticia del año. Posiblemente no hubo sorpresa, pero sí una gran expectación. La gente de las ciudades se preparó a contemplar el enfrentamiento como si se tratara de una lucha entre dos campeones cuya meta era nada menos que la obtención del máximo poder. Figuraba el último heredero de la dinastía sonorense, el "hombre fuerte" dominador de la situación durante diez años, el maestro del knockout político, y por otro lado un joven y al parecer inexperto general, que ya en el primer round había recibido un derechazo fulminante.

Como en México no había analistas políticos debido a que la política se hacía adentro del gobierno rodeada del mayor sigilo, la gente no podía calcular, siquiera aproximadamente, el poder real de ambos rivales. Se ignoraba cuál sería la actitud que podría tomar el ejército, decisiva en los pasados combates electorales, de qué lado se alinearían los gobernadores o los secretarios de Estado, elementos oportunistas cuyo talento consistía en seguir la dirección del viento reinante, y lo único que se recordaba era el lamentable desahucio del presidente Ortiz Rubio.

Los más pesimistas auguraban una nueva lucha armada, y los más optimistas, que Cárdenas aprovecharía la "salida honorable" brindada por el Jefe Máximo, plegándose a sus condiciones o bien presentando su renuncia y haciendo mutis del escenario. El hábito del autoritarismo determinaba que la atención se fijara casi exclusivamente no en el que ocupaba la silla —vista como un trono— sino en el que representaba el poder detrás de la silla. Ahora la ambigüedad de la situación iba a resolverse y el país entero sabría quién de los dos contendientes debía ser el gobernante efectivo.

La Comisión Permanente de la Cámara de Diputados y el Bloque Nacional Revolucionario de la Cámara de Senadores se apresuraron a felicitar a Calles por sus patrióticas declaraciones y a condenar el divisionismo introducido por el ala izquierda, y ésta misma, discrepando "respetuosamente" de las opiniones del Jefe Máximo, declaró que no tenía autoridad moral para discutir las admoniciones lanzadas en contra de los obreros.

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La poderosa Cámara Nacional de Comercio felicitó "las audaces y contundentes declaraciones" y la Federación de Empresarios condenó "el desbordamiento de las pasiones de los líderes que colocan sus intereses personales por encima de la tranquilidad y el bienestar de la sociedad", respaldando en todo al general Calles. Los periódicos defendían la unidad de la "familia revolucionaria", que antes les parecía intolerablemente monolítica, y el Partido Comunista lanzó su famosa consigna de "ni con Calles ni con Cárdenas". Cuernavaca se transformó en la Meca de diputados, generales, empresarios y políticos que iban a quemar su incienso y a inclinarse reverentes ante el salvador de la nave del Estado.

Calles disfrutó su triunfo todo el día 11. Su mano había empuñado el timón de la nave estatal y ante sus ojos se extendía la perspectiva de una placentera navegación, como lo demostraba el alud de cartas y mensajes que afluían sin cesar a su residencia de Las Palmas.

La tragedia y la farsa

Una gran parte de la estrategia de Calles se basó en la lucha religiosa. Por supuesto, fue siempre un anticlerical convencido que trataba de emular a Benito Juárez, según hace ver el historiador ruso Anatoli Shulgovski [2] al recordar el conocido principio con que Marx inicia su libro El 18 Brumario de Luis Bonaparte: "Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal se producen, como si dijéramos, dos veces. Pero olvidó agregar que una vez como tragedia y otra como farsa."

Estas palabras caracterizan la esencia de las actividades de Juárez por una parte y las de Calles por la otra, comenta Shulgovski con razón, pues Benito Juárez se enfrentó al poder feudal de la Iglesia y lo destruyó, ya que era la única posibilidad de construir una nación moderna, y el Jefe Máximo siguió utilizando el conflicto a fin de tender una columna de humo que ocultara su política reaccionaria y le diera un margen más extenso de maniobra, sin importarle mucho su costo de sangre con tal de que la agitación lo favoreciera.

La intromisión de Calles y su prolongado mandato de 10 años —el mayor de la época revolucionaria— creaban una ambigüedad radical, una distorsión, en los elementos tradicionales del gobierno, que aumentaba la confusión. El poder del Jefe Máximo descansaba en una vasta gama de maniobras complicadas y sutiles. Gran actor, consejero supremo a quien se consultaban los asuntos de mayor importancia, árbitro de las pugnas, eslabón entre el Ejecutivo y los demás organismos estatales, incluido el Partido, el político de mayor experiencia, ya en sus últimos años no acudía a las juntas de gabinete ni aparecía en público. Estaba enfermo o se fingía enfermo y guardaba cama o recibía en sus habitaciones, severo, sentencioso, impenetrable, empuñando el "baquetómetro" de sus tiempos de maestro.

Su secretaria, la famosa Cholita González, era la encargada de recibir las llamadas telefónicas de petición de audiencia, de concertar las citas, de llamar a los personajes necesarios en un momento dado y de hablar con ellos en las antesalas acerca de los ilustres funcionarios que acudían a visitar al Jefe Máximo para tratarle complicados asuntos políticos o personales. Algunos, por supuesto, sabían que su cargo lo debían a la intervención de Calles y otros pensaban que en efecto se lo debían, pero ningún general o político importante podía decir cuántos generales o cuántos políticos estaban del lado del general sonorense y es posible que ni él mismo lo supiera.

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Desde luego no ignoramos que el presidente del PNR, la mayoría del gabinete y parte del ejército, de los gobernadores y de las Cámaras eran callistas o pasaban por tales, en aquella dicotomía del poder donde el juego político se hacía enrevesado y peligroso. Bastaba una palabra de más, un movimiento, una violación a las reglas establecidas para comprometer la aparente unidad de la familia revolucionaria.

En aquel momento, Calles contaba además con la fuerza nada desdeñable de los comerciantes, de los financieros, de los hacendados y de los industriales, que veían en él no sólo al impulsor del desarrollo económico, sino a la única fuerza capaz de contener el "radicalismo demagógico" del general Cárdenas.

Sin embargo, el poder de Calles ya desde los tiempos de Abelardo Rodríguez era más aparente que real. En primer lugar, como los hechos lo demostraban, no había logrado subordinar al presidente en turno, ni impedir la formación de un "ala izquierda" en las Cámaras ni mucho menos controlar las nuevas organizaciones de los trabajadores y los campesinos.

En el fondo, no se trataba de poner en duda un aparato ya consolidado, sino de saber quién era de hecho el que manejaba ese aparato y, por supuesto, las consecuencias políticas de esta definición: el "conservadurismo" de Calles o el "radicalismo" de Cárdenas.

El mismo día el Presidente citó al gabinete y dijo con su brevedad acostumbrada:

—Señores, como ustedes comprenderán fácilmente, las declaraciones del general Calles me obligan a pedirles su renuncia para que yo quede en libertad de nombrar a nuevos colaboradores. Debo hacerles notar que el general Calles carece de razón al tratar los asuntos de mi gobierno del modo que lo hizo.

No hubo entre los secretarios la menor reacción. Se hizo un silencio profundo que rompió Juan de Dios Bojórquez:

—Lázaro —dijo empleando el tuteo—, yo creo que la renuncia del gabinete tendrá como consecuencia el rompimiento de la unidad nacional. ¿No crees que convendría buscar un entendimiento que impida esta división?

—Si ustedes desean hablar con el señor general Calles, para buscar alguna solución al problema, no veo ningún inconveniente en que vayan a entrevistarlo.

A media noche, los secretarios callistas decidieron seguir el consejo de Bojórquez y salir para Cuernavaca.

El licenciado Castellano, procurador del Distrito, deseoso de asistir como testigo a la reunión, se acercó al Presidente: [3]

—¿No objetaría usted que yo fuera también a esa entrevista?

—Usted puede hacerlo —respondió Cárdenas.

Eran las dos de la mañana cuando el grupo llegó a Las Palmas. Calles calzaba pantuflas y se cubría con una bata. Se sentaron todos en semicírculo y Bojórquez expuso el objeto de la visita.

—Mira, Juan de Dios —contestó Calles textualmente—, esta situación no la podemos prender con alfileres. El señor Presidente ha interpretado mal mis declaraciones. Esto lo lamento mucho, pero ya no tiene remedio.

En vano se trató de que Calles tomara una actitud conciliadora. Parecía no darse cuenta de que hablaba con ex funcionarios —una de las palabras más temidas en México—, con partidarios suyos despojados del mando, y no hizo el menor intento de tomar el teléfono y comunicarse directamente con su antiguo amigo el general Cárdenas. Se manejaba a través de embajadores, como si fuera un monarca, y esta vez, ante su

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propia declaración de guerra, lamentó el hecho y declaró que las cosas ya no tenían remedio.

Los ex funcionarios lo dejaron a las cuatro de la mañana y emprendieron el camino de regreso. Pelotones de soldados apostados en el camino hicieron recordar a más de uno lo ocurrido pocos años atrás al general Serrano en Huitzilac y a los vasconcelistas en Topilejo.

El licenciado Castellano se dirigió a Los Pinos. El Presidente, todavía de pie, escuchó su informe y se concretó a darle las gracias.

Estaba en marcha la contraofensiva. Cárdenas designó un nuevo gabinete, nombrando al general Figueroa secretario de la Defensa, en sustitución del callista Quiroga, y al general Vicente González jefe de la Policía, en lugar de Eulogio Ortiz, con lo cual Calles terminó de ejercer un dominio total sobre el ejército y las fuerzas de seguridad de la capital.

El 13 de junio, los periódicos publicaron la respuesta de Cárdenas.

Dejó bien claro que él no había aconsejado divisiones, a pesar de que determinados elementos políticos —los que no obtuvieron cargos en el nuevo gobierno— se habían dedicado con toda saña a oponer toda clase de dificultades "no sólo usando la murmuración que siempre alarma, sino aun recurriendo a procedimientos reprobables de deslealtad y traición.

"Las huelgas, si bien causan algún malestar y aun lesionan momentáneamente la economía del país, contribuyen con el tiempo a hacer más sólida la situación económica, ya que su correcta solución trae como consecuencia un mayor bienestar para los trabajadores, obtenido de acuerdo con las posibilidades económicas del sector capitalista.

"Ante estos problemas el Poder Ejecutivo está resuelto a obrar con toda decisión para que se cumplan el programa de la Revolución y las leyes que regulan el equilibrio de la producción, y decidido, asimismo, a llevar adelante el cumplimiento del Plan Sexenal del Partido Nacional Revolucionario, sin que le importe la alarma de los representantes del sector capitalista. Pero al mismo tiempo considero de mi deber, expresar a trabajadores y patrones que dentro de la ley disfrutarán de toda clase de garantías y apoyo para el ejercicio de sus derechos y que por ningún motivo el presidente de la República permitirá excesos de ninguna especie o actos que impliquen transgresiones a la ley o agitaciones inconvenientes."

Calles no pudo resistir esta serie de golpes asestados sin prisa y con la mayor frialdad. Maestro del putsch, había confiado en el factor sorpresa, en la posibilidad —como dice Shulgovski— de que surgiera una quinta columna dentro del gobierno, pero Cárdenas se le había anticipado y movió las piezas del ajedrez político con la mayor celeridad hasta el jaque mate final. Asegurado el ejército, eliminados del gabinete los secretarios callistas, anulado Morones con los diputados y senadores disidentes, los telegramas y las adhesiones delirantes que fluían hacia Las Palmas se desviaron a un palacio la víspera desierto, y Cárdenas, por primera vez, se hizo el dueño soberano de la situación.

El día 18, Calles, antes de tomar el avión a su finca de Navolato donde quiso entretener a Cárdenas mientras él concluía su partida de póquer, dijo que sus declaraciones animadas por la buena fe habían sido mal interpretadas. Él sólo buscaba el bien del país. Desgraciadamente las cosas ya no tenían remedio y él estaba resuelto a retirarse "para siempre" de toda actividad política. A sus amigos les recomendaba que ayudaran al Presidente y procurasen servir al país con lealtad.

Había jurado tantas veces y en forma tan enfática alejarse de la política, que sus palabras carecieron de resonancia. El general Cárdenas, al afirmar repetidas veces que él era el presidente de la República, "el único responsable de la marcha política y social de

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la nación", según lo ratificó en su informe del 19 de septiembre, no sólo reivindicaba los derechos atropellados del Ejecutivo, sino que subordinaba su acción al interés supremo de las masas trabajadoras. El Presidente no sería más el pelele de una fuerza política extraña al gobierno. Calles dejaba de ser el Jefe Máximo de la Revolución —jefatura que sus aduladores le habían otorgado—, el elemento perturbador de toda acción gubernativa. Los seis años del maximato demostraron que el país toleraba un autócrata y su corte, pero no dos autócratas y dos cortes con su secuela de ambigüedad, de luchas, de intrigas y de recelos propios del gobernar a trasmano.

Agonía del maximato

Después de la crisis política, Cárdenas se propuso llevar a sus últimas consecuencias el Plan Sexenal, acelerando el reparto de tierras, la construcción de escuelas, la unidad de la clase obrera y aumentando el monto de los créditos destinados al campo y la creación de nuevos empleos.

"El problema agrario —escribió en su diario el 11 de julio— es uno, entre otros, que trataremos de resolver. La distribución de la tierra es indispensable para desarrollar la economía del país y además lo está exigiendo la situación violenta que priva en el campo."

El Presidente veía con toda claridad que la destrucción del latifundio y la protección de los derechos obreros eran condiciones indispensables al desarrollo, pero esta consideración económica implicaba una acción revolucionaria, es decir, un combate implacable contra los hacendados, los industriales, los comerciantes y los inversionistas nacionales y extranjeros.

Cárdenas se había formado en un pueblo de Michoacán dominado por el gran latifundio de Guaracha y nunca olvidó que su padre murió a causa de la pena de no poder sostener a su familia, de que todos los suyos sufrieran el despotismo y la concentración de aquella enorme riqueza. Se sentía ligado a los campesinos y a los trabajadores más pobres, y su intención de "mejorar las condiciones de vida del pueblo" formaba un todo con su concepción de gobierno.

La primera fase del conflicto la había ganado sobreponiendo la lucha en favor de los trabajadores a la contienda religiosa, y ésta es una gran afirmación, porque Cárdenas pensaba que ante todo se hallaba el mundo proscrito y humillado —el 70 % de la población—, lo que no han podido entender sus detractores.

Calles no estaba enteramente vencido. El antiguo revolucionario no se había

transformado en un reaccionario de la noche a la mañana. Ya lo era desde 1929 y de su repugnancia al reparto agrario y a las huelgas había dado numerosas pruebas durante el maximato.

Cárdenas tuvo informes, el 6 de diciembre, de que el general sonorense José María Tapia se había entrevistado con algunos generales a quienes había incitado a la rebelión, diciéndoles que "el pueblo estaba muy descontento con el programa social del gobierno". En su diario apuntó que no ejercería ninguna acción drástica contra Tapia y socios —particularmente Melchor Ortega—. "Se procederá si realizan la rebelión anunciada."

Calles abandonó Los Angeles, donde se había refugiado, y el 13 de diciembre llegó, acompañado de Morones. En el aeropuerto lo esperaban los generales José María Tapia, Joaquín Amaro, Alejandro Mange, Manuel Medinaveytia, algunos otros viejos callistas y

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obreros de la CROM. La caravana —ocupaba 50 autos y algunos camiones— depositó al amado jefe en su casa de Anzures, y éste, por supuesto, hizo declaraciones que ningún periódico, exceptuando El Instante, se atrevió a publicar. Había regresado con el deseo de responder a la tempestad de injurias y calumnias desatada en su contra, "pues mi silencio podría tomarse como una cobardía que se sumaría a las indignidades vistas en los últimos seis meses". Se hacía responsable de su presidencia, de su parte en los gobiernos de Portes Gil, Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez y hacía suyas las consecuencias del conflicto religioso.

Cárdenas comentó ese mismo día que el general Calles, víctima de sus amigos y de su propio apasionamiento, no debía haber regresado al país.

El 14 de diciembre fueron desaforados cinco senadores; el día 15 el Presidente cesó a Joaquín Amaro y a Medinaveytia, y el 16 se deshizo de los gobernadores de Sonora, Sinaloa, Guanajuato y Durango, reduciéndolos al anonimato y parando en seco la iniciada sublevación. "El general Calles —escribió el 17— declaró que no viene a hacer labor sediciosa y que sus amigos sólo tratan de formar un partido para actuar en política; la realidad es que han venido desarrollando una acción subversiva." El 18 añadió los siguientes comentarios:

"El general Calles hizo declaraciones a los periodistas americanos, expresando que en México el gobierno apoya la acción demagógica; que el país va al desastre; que las organizaciones obreras hacen labor disolvente, y que es el gobierno el que azuza a las masas por su presencia en el país.

"Falso todo esto. Revela esta actitud del general Calles que está tratando de impresionar al pueblo americano y que busca adeptos en el gobierno de aquel país.

"Es una traición a México y a la Revolución el querer desprestigiar el sacrificio del pueblo mexicano que está esperando se le cumpla el ofrecimiento que le hicieron los hombres de la misma Revolución de mejorar su condición económica. Es mentira que haya acción disolvente. Seguimos el programa señalado por el Plan Sexenal, en el que tomó parte el propio general Calles."

A las 11 de la mañana del día 22 se inició un desfile de 30 mil obreros, organizado en apoyo del Presidente. La plaza estaba llena de banderas rojinegras, pancartas, estandartes y gritos que reclamaban la expulsión del general Calles.

"Es mentira —dijo Cárdenas desde el balcón central del Palacio— que los obreros y campesinos organizados hagan una labor disolvente; si hay manifestaciones algunas veces hasta de carácter tumultuoso, éstas no son más que expresiones del dolor de las masas trabajadoras, y si se lastiman intereses, eso no importa.

"En todo el país no he advertido esa labor disolvente que quieren hacer aparecer; se trata únicamente de un propósito de restauración de privilegios y de una organización de los poderosos intereses creados. Ustedes conocen quiénes están empeñados en esa aventura: son los hombres que han cumplido con su misión histórica, ya que el pueblo sabe lo que dieron de sí, no les queda a éstos más que reconocer que son las generaciones nuevas, los hombres nuevos, los que tienen que venir a desplazarlos.

"Yo digo al pueblo mexicano, a los grupos organizados: el general Calles y sus amigos no son problemas para el gobierno ni para las clases trabajadoras, y que éstas convengan en que es aquí, en el territorio nacional, donde deben quedar esos elementos, ya sean delincuentes o tránsfugas de la Revolución, para que sientan la vergüenza y el peso de sus responsabilidades históricas."

Cárdenas resintió hondamente la actitud de Calles, a quien de algún modo había ligado su destino. El Jefe Máximo, sobreviviente del grupo sonorista, a pesar de los cambios operados y de sus achaques se empeñaba en prolongar su inoperante

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dictadura. El poder total había terminado de corromperlo enteramente, y los cargos de comunista, de agitador, de sumir en el caos a México que antes le hacían los empresarios y el embajador Shefield, ahora él los enderezaba contra su antiguo soldado y amigo. La familia revolucionaria se dividía una vez más, pero en diciembre de 1935 Cárdenas había resistido las viejas, gastadas maniobras del sonorismo y retenía el poder, como lo demostraba aquel inusitado respaldo de los trabajadores.

El general resume, en los Apuntes, sus sentimientos con una emoción inhabitual:

"El distanciamiento definitivo con el general Calles me ha deprimido, pero su actitud inconsecuente frente a mi responsabilidad me obliga a cumplir con mis deberes de representante de la nación.

"Durante el tiempo que milité a sus órdenes me empeñé siempre por seguir sus orientaciones revolucionarias; cumplí con entusiasmo el servicio, ya en campaña o actuando en puestos civiles. De su parte recibí con frecuencia expresiones de estímulo.

"Recuerdo que en 1918, durante la marcha que hacíamos con la columna mixta expedicionaria de Sonora, destinada a la campaña en Michoacán, en contra de Inés Chávez García, reunidos Paulino Navarro, Rodrigo M. Talamantes, Dizán R. Gaytán, Salvador Calderón, Manuel Ortega, José María Tapia y yo, reunidos —decía— alrededor del catre en que descansaba el general Calles (que venía acompañándonos desde Sonora para seguir él a la ciudad de México), le decíamos al escuchar sus ideas sociales: `Mi general, usted está llamado a ser una de las figuras principales en los destinos de la nación.' Y nos contestó: `No, muchachos, yo seré siempre un leal soldado de la Revolución y un amigo y compañero de ustedes. En la vida, el hombre persigue la vanidad, la riqueza o la satisfacción de haber cumplido honrada y lealmente con su deber; sigan ustedes este último camino.' Y en estos términos nos hablaba cada vez que había ocasión.

"¡Qué sarcasmos tiene la vida! ¡Cómo hace cambiar la adulación el pensamiento sano de los hombres! Veremos al terminar mi jornada políticosocial qué camino seguí, de los que nos señalaba en 1918 el general Calles."

En las pequeñas notas escritas la noche del mismo día 22 está contenido el ideario del joven Presidente. Comprende que México está separado en mitades desiguales hasta constituir dos países enteramente divorciados y enemigos. No trata de gobernar para los que se oponen a la organización de los trabajadores, para los que hablan de libertad tratando de proteger sus privilegios. Él gobernará con el objetivo esencial de acabar las miserias de la gente, y este objetivo lo sitúa encima de todos los intereses.

Sabe que muchos de los llamados "revolucionarios" no resistieron las tentaciones de la riqueza, explotaron su situación en el poder, se volvieron mistificadores de la idea, "perdieron la vergüenza y se volvieron cínicos". Ya de Presidente ha podido conocer el verdadero fondo moral de muchos servidores públicos al observar en sus semblantes el disgusto que les causa la demanda de auxilio o de justicia de las gentes pobres. "Entonces pienso más en la tragedia interminable de nuestro propio pueblo." Sintetiza así lo que les ocurrió a los carrancistas, los obregonistas y los callistas y lo que va a ocurrir puntualmente los 30 años posteriores a su presidencia. Desde luego él no se siente ajeno a las tentaciones, pero confía que viviendo junto a las necesidades y angustias del pueblo encontrará con facilidad el camino para remediarlas.

"Elevar la moral de los hombres es el problema de los pueblos", dice en otro párrafo, y éste era su problema y es todavía el problema de México. La moral del funcionario y la moral de los obreros y los campesinos, pues sin ella no es concebible la revolución. "La burguesía le teme a la unidad, pero si los trabajadores usan inteligentemente su propia fuerza lograrán pronto una mejor distribución de la riqueza pública y privada."

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En México ciertamente no basta el dinero ni la fuerza política si no existe una moral, según habría de mostrarlo su gobierno. El obrero, acostumbrado al manejo político de sus líderes corrompidos —Morones era el prototipo—, carecía en 1936 de una conciencia de clase. Y el campesino, reducido al abandono o a la explotación, obediente a patrones religiosos y mágicos, desconfiado, enemigo de sí mismo y de los otros, analfabeto y entregado a la embriaguez, requería una moral. Cárdenas confiaba en la escuela, en el reparto agrario y en el crédito para liberarlo de sus explotadores —incluyendo la mentira religiosa— y mejorar radicalmente su estado, utilizando la paciencia y no la coacción, el convencimiento y no las usuales promesas con que lo habían engañado a partir del gobierno huertista.

Muerte del maximato

El 7 de abril de 1936 fue dinamitado, en la estación Paso del Macho, el tren de Veracruz, con un resultado de 13 muertos y 18 heridos, y la locomotora, el exprés y dos carros dormitorios desbarrancados. Uno de los sobrevivientes declaró a los reporteros que hablaría con el Presidente y le recordaría que los callistas, como en el tiempo de Ortiz Rubio, habían pronosticado no dejarlo gobernar en paz.

A la mesa del general Cárdenas llegaron además diversos informes de jefes militares sobre una nueva campaña subversiva emprendida por generales callistas, y él ordenó ese mismo día al general Mújica que se entrevistara con Calles y le hiciera saber que cuatro amigos suyos —tres generales y un civil— deberían salir del país, pues se hallaban implicados en una conspiración comprobada y no eran leales a la amistad "que se les dispensa". Calles respondió airadamente:

—Me opongo a la salida de mis amigos o yo saldré con ellos. Estoy en contra de la reforma agraria y de la agitación obrera del gobierno del señor general Cárdenas, y ése es el delito por el que se me persigue.

Mújica trató de persuadirlo sin ningún resultado.

Al día siguiente, a las 8 de la noche, se presentó de nuevo y confirmó la decisión de Cárdenas.

—Quisiera saber los nombres de mis amigos, a quienes se les exilia injustamente.

—Señor general, ignoro los nombres de esas cuatro personas.

—Pues bien, dígale usted al general Cárdenas que estoy resuelto a salir sin conocer los nombres de los generales.

—En ese caso —contestó el general Mújica— tengo instrucciones de que salga usted en compañía de los señores Morones, Luis L. León y Melchor Ortega.

Al adelantarse Cárdenas a la respuesta de Calles, decidió que los tres generales —posiblemente Amaro, Tapia y Medinaveytia— permanecieran en México. Ya en ese momento la bomba del ejército había sido otra vez desactivada y Calles y sus últimos generales adictos nada significaban.

El día 9, el general Vicente González, jefe de la Policía, aprehendió a Morones, Luis L. León y Melchor Ortega, y a las 10 de la noche el general Rafael Navarro Cortina, comandante de la plaza, se presentó en Anzures.

Calles, cubierto de una piyama azul y blanca, estaba en la cama leyendo Mi lucha de Adolfo Hitler.

— Señor —le dijo Navarro—, por órdenes del presidente de la República le comunico que usted debe abandonar mañana temprano el país. Un avión lo aguardará en el aeropuerto.

— ¿Cuál es la causa de mi expulsión? —preguntó Calles.

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— Yo soy un soldado y sólo me limito a cumplir órdenes.

—Si fuera materia de mi elección yo no abandonaría mi país, si es una orden del Presidente no tengo más que obedecerla, pero se trata de un atropello.

Calles no se mostraba confiado. Telefoneó a varios amigos y a los corresponsales extranjeros de prensa. Al acudir Clark Lee, de la AP, y preguntarle si se iba de México, el ex jefe contestó irónico:

—No me voy. Me van.

Calles se sentía víctima de un atropello y una vejación. No recordaba —o quizá lo recordaba demasiado— aquel amanecer en que había escrito la sentencia de muerte del general Francisco Serrano y sus amigos, al margen de un telegrama que tendió a Claudio Fox. Éste era también un soldado que obedecía órdenes del Presidente, pero esta vez .en el cerebro de Navarro no "giraba enloquecida" la rueda de un enorme mecanismo de destrucción; Cárdenas se limitaba a expulsar a Calles de México, con lo que eliminaba una tradición de violencia enriquecida de modo excepcional por el sonorismo.

Un poco después, Díaz González, jefe de las Comisiones de Seguridad, se presentó y dijo que establecería una guardia oficial en torno de la residencia.

—No le sorprenderá a usted el número de agentes que destaque.

—No me sorprende nada. ¿Es que no son suficientes las fuerzas federales destacadas aquí?

—No tengo nada que ver con las fuerzas federales —explicó Díaz González—. Yo soy un comandante de agentes de la policía civil.

—Cumpla con su deber y deje a todos los agentes que usted quiera. Muy bien, buenas noches. Hasta luego, muchacho.

Calles volvió a su cama y ya no pudo continuar la lectura de Hitler. En la calle se escuchaban apagadas las voces de los soldados y los policías que circundaban la antigua Meca política del país. Volvían los espectros: Blanco, flotando esposado en las aguas cenagosas del Bravo; Villa, fulminado dentro de su coche, llevándose la mano a la pistola; Field Jurado, cazado en pleno centro de México; Maycotte, vagando por las selvas del sur, muerto de hambre y de sed; Buelna, sacrificado para que él fuera Presidente; los cadáveres de Serrano y sus fieles, sentados en los destartalados fotingos, al pie del castillo de Chapultepec; el fantasma de su viejo camarada Arnulfo Gómez; el joven Segura Vilchis, frente al paredón, frágil y hermoso, y tantos otros arrastrados por la corriente de la sangre. Calles, de habérselo propuesto, podría conciliar el sueño sustituyendo los corderos por los muertos del sonorismo, despojos sangrientos de rostros serenos o crispados, en sus ataúdes o colgados de un árbol, como fue el caso de los vasconcelistas. Centenares y millares de muertos, anónimos y célebres, amigos y después enemigos mortales.

La venganza se había cumplido. Desaparecieron sus guardias, los solicitantes de empleo, los generales, los ministros, los aduladores, y Plutarco Elías Calles, el "hombre fuerte", el único en la historia capaz de gobernar 6 años a trasmano, destruido el autocratismo personal, yacía desvelado, esperando la llegada del día.

A las 6 y media de la mañana regresó Navarro. Calles se levantó de la mesa en que desayunaba con los suyos y dijo: —Estoy a sus órdenes.

En el aeropuerto se despidió de todos —despreció a Navarro— y se le tomó la última fotografía antes de que se hundiera en la vida insignificante del ex Presidente, del ex Jefe Máximo, del ex guía insustituible de la nación, casi del ex hombre. Como Porfirio Díaz no se iba voluntaria sino forzadamente. Su rostro dejaba asomar la cólera del vencido. Apretaba el libro de Hitler contra su costado y era visible el título. Lo rodeaban sus

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millonarios cómplices de la mafia, el gordo Luis (Napoleón) Morones, el pequeño y oscuro Luis L. León y el insignificante Melchor Ortega.

En Brownsville declaró que la anárquica política del gobierno fomentaba el comunismo. En Nueva York fue más enérgico: había centenares de huelgas; Cárdenas entraba en el socialismo y el comunismo, campo desconocido; el país no prosperaría mientras el orden y las garantías no se restablecieran. Y en Dallas, más tarde, declaró:

—No aceptaré de nuevo la Presidencia. Nunca, nunca, nunca, por ninguna circunstancia volveré a México con la idea de dedicarme a la política o al gobierno. Pasaré descansando el resto de mi vida.

Le pegaba a Cárdenas la etiqueta de comunista y de anarquista y hablaba con furia de radicalismo, la palabra favorita del maximato, cuando el radicalismo había sido proscrito de las mentes y de los actos. También en Dallas, el causante de la lucha religiosa dijo textualmente:

—Fui expulsado de México por combatir el comunismo. Dios mediante, las cosas cambiarán y podré regresar a mi país.

Pobres países que después de haber sufrido el despotismo y las fobias de los dictadores todavía deben soportar sus declaraciones y sus promesas de nunca volver a dominarlos. Sus palabras, las dichas en Dallas, fueron el canto del cisne. A Calles se debe el arranque del capitalismo de Estado y del monolitismo político, no con la mediación de Dios sino con la del partido oficial. Sus restos descansan en el Monumento a la Revolución, junto a los de Cárdenas, y es uno de los grandes santones del periodo revolucionario. Calles confesó que la Revolución había fracasado social y políticamente y había triunfado económicamente, cuando había fracasado de las tres maneras ya que un país de latifundistas, de campesinos pobrísimos, de una atroz concentración de la riqueza y de la cultura, dominado casi enteramente por los extranjeros dueños del petróleo, de la minería, de la electricidad, de la industria y de una parte de sus mejores tierras, es un país dependiente y miserable. Había creado un embrión de infraestructura y había terminado de envilecer la vida política del país. De mantener su maximato se hubiera convertido en un Porfirio Díaz. Cárdenas se concretó a expulsarlo del país ante la amenaza, cada vez más concreta, de una rebelión armada.

Se reanuda la batalla

Al desaparecer de la escena el general Calles, los hacendados, los industriales y los inversionistas extranjeros entendieron que desaparecía su único apoyo oficial y se apresuraron a dar la batalla. No fue de ningún modo casual que la Acción Revolucionaria Mexicanista, creada en mayo de 1934 por un oscuro general llamado Nicolás Rodríguez, aumentara su poderío paralelamente al crecimiento de las huelgas. Acción Revolucionaria, más conocida con el nombre de los "camisas doradas", se decía heredera de los famosos "dorados" del general Villa, pero en realidad estaba copiada de los "camisas negras" de Mussolini y los "camisas pardas" de Hitler.

Diciéndose campeones del anticomunismo, del antisemitismo y del nacionalismo, encubrían su verdadera finalidad de atacar al sindicalismo organizado, por medio de esquiroles o de acciones violentas contra las huelgas.

Jinetes agresivos, los "camisas doradas" llegaron a constituir una fuerza de choque nada despreciable que debían aprovechar los elementos contrarrevolucionarios. No se ha descartado del todo que Calles los alentara al principio para frenar el ascenso del

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sindicalismo oficial fuera de su control, ni que la embajada alemana y la embajada japonesa los subsidiaran.

El general Cárdenas no pareció darle mucha importancia a los "camisas doradas". A fines de 1935, los taxistas de Lombardo, utilizando sus autos como tanques, lograron, sin intervención del ejército, desbaratar sus caballerías en el Zócalo, y Acción Revolucionaria debió abandonar la ciudad de México y operar sobre todo en Monterrey, donde funcionaba, desde 1929, la más poderosa rama de la Confederación Patronal de la República Mexicana.

Monterrey era el primer centro industrial de México. Formado a fines del siglo XIX en torno de una industria cervecera y de una acería que habían dado origen a numerosas fábricas, sus empresarios, como siempre ocurre en un país rural, se sentían los civilizadores del desierto. A semejanza de los hacendados de La Laguna y del Yaqui, tenían un desmesurado orgullo de clase y se creían intocables. Dueños de sindicatos blancos y ejerciendo un dominio casi absoluto sobre sus empleados, que constituían la clase media de Monterrey, ante una huelga decretada en la Vidriera organizaron una manifestación gigante de comerciantes, obreros y patrones, encabezados por mujeres de la alta sociedad que llevaban banderas tricolores para oponerlas a las banderas rojinegras de la huelga, "símbolos del comunismo gubernativo".

El día 6 de febrero cerró el comercio sus puertas y en las fábricas y en las casas flotaban las banderas mexicanas. Lombardo Toledano, tomando una bandera, dijo en un discurso:

"Esta bandera es nuestra, de los pobres, de los asalariados, de los que nunca tuvieron patria, no de los traidores a la enseña nacional...

"Esta bandera no representa, no debe representar sociedades anónimas que enriquecen a sus gerentes y defraudan a sus accionistas, como las de Monterrey.

"Esta bandera representa millones de cadáveres de indios, ríos de sangre en la Revolución de Independencia; sangre también a raudales en la guerra hasta la mitad del siglo pasado; más sangre en la Reforma; sangre después en Ulúa, en Valle Nacional, en todas las prisiones políticas de México; sangre en 1910; la de Madero, la de Serdán, la de Flores Magón, la de tantos obreros y campesinos anónimos que lucharon por ella; esto es sangre, es carne de la masa mexicana no es trofeo de bandidos que explotan al pueblo."

El 7 llegó a Monterrey el Presidente y el 9 hizo un llamado a la unidad de los obreros. "Las agitaciones —afirmó— provienen de la existencia de aspiraciones y necesidades justas de las masas trabajadoras, que no se satisfacen, y de la falta de cumplimiento de las leyes de trabajo, que da material de agitación... Los movimientos que llevan a cabo en la actualidad las organizaciones de trabajo no tienen otro fin que el de una lucha social."

»Según su criterio, "las clases patronales tienen el mismo desecho que los obreros para vincular sus organizaciones en una estructura nacional", si bien dejó sentado que "el gobierno, debido a su visión de conjunto, es el árbitro y el re¡dador de la vida social".

.1 Cárdenas prometió que las conquistas de los trabajadores serían compatibles con la capacidad productiva y financiera de las empresas y les dijo a los capitalistas que si estaban de manejar sus fábricas, podían dejárselas a sus obreros.

Ni en ese momento ni al terminar su periodo, Cárdenas pretendió la total eliminación del régimen capitalista de acuerdo con los postulados de la CTM que debía constituirse poco después. La misma central comprendía que para lograr ese objetivo debía obtenerse previamente la liberación política y económica del país y que a ese fin tendía el Presidente valiéndose de la lucha de clases regulada por el gobierno.

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Mientras los obreros siguieran desunidos no podrían obtener victorias significativas sobre el capital ni convertirse en la fuerza predominante de la revolución que apenas se iniciaba.

La presencia del Ejecutivo en Monterrey, con todo su peso, demostró que los obreros en un gobierno revolucionario podían enfrentarse con éxito al grupo más poderoso de los capitalistas, pero éstos a su vez también demostraron de lo que eran capaces y a partir de entonces brotaron como hongos pequeñas y grandes organizaciones reaccionarias, batallas, motines y sublevaciones que sólo terminarían algún tiempo después de concluido el periodo cardenista.

El "Frente Popular"

Ante la ola ascendente del fascismo, la Unión Soviética, en el VII Congreso de la Internacional Comunista, hizo ver la necesidad urgente de agrupar en un frente común a todas las fuerzas populares. Jorge Dimítrov concretó: "Para crear un amplio frente antiimperialista de lucha en las colonias y semicolonias es necesario en primer lugar considerar la variedad de condiciones en las que se lleva a cabo la lucha antiimperialista de las masas, el diverso grado de madurez del movimiento nacional liberador, el papel del proletariado y la influencia del Partido Comunista en las amplias masas."

En febrero de 1936, varios sindicatos y el Partido Comunista formaron el "Frente Popular" en México. Sin embargo, pasaban los meses y el "Frente" seguía sólo en el papel. Algunas organizaciones de trabajadores y varias uniones democráticas adoptaban resoluciones en las que se exigía crearlo, pero eran resoluciones que no tomaban cuerpo. La razón central de ello consistía en que las direcciones de varias organizaciones democráticas no tenían una concepción clara de cómo crear un Frente Popular y sobre qué base unificar a las fuerzas antiimperialistas.

En realidad, ninguna iniciativa revolucionaría venida del exterior podía prosperar en México, como lo demostraba el mismo caso del Partido Comunista que, aun antes de la invención del PNR, nunca logró constituirse en la guía del proletariado.

La Revolución, desde el principio, se erigió en el árbitro de la lucha de clases y en protectora de los trabajadores. Durante la presidencia de Calles, como hemos visto, Morones, en su doble carácter de líder de la CROM y de secretario de Industria, Comercio y Trabajo, controlaba rígidamente a los obreros y a una parte de los peones asalariados, pero su lucha contra Portes Gil, la ambigüedad del poder y el exceso de corrupción habían terminado por dividir y debilitar lo que fue un mero instrumento gubernamental de sujeción política.

La caída de Calles arrastró consigo a Morones, y en marzo de 1936 surgió la CTM, que debía sustituir a la CROM. Lombardo Toledano, el nuevo líder, no era Morones, ni la CTM un remedo de la central callista. Lombardo, hijo de una familia burguesa, tenía una formación filosófica rigurosa y en sus últimos años se había convertido al marxismo. Desde luego, nunca pretendió abolir la propiedad privada, nunca llegó a entenderse con el ortodoxo Partido Comunista y nunca lo tentó la corrupción. Deseaba sinceramente una central libre de las influencias del gobierno, una organización independiente; pero este propósito resultaba quimérico en aquel momento en que las intenciones revolucionarias del gobierno coincidían y aun sobrepasaban las del propio Lombardo.

Morones había desaparecido, pero no sus sindicatos. Todo d resto de 1935 y el año de 1936 fueron de luchas internas. Una serie de pequeños líderes —en realidad se trataba de gángsters nada dispuestos a perder sus privilegios— decretaban paros y provocaban enfrentamientos armados, y para lograr la deseada unidad, la CTM necesitaba el apoyo irrestricto del gobierno si no se quería prolongar los sangrientos combates intergremiales indefinidamente.

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El gobierno no vio con indiferencia la idea de constituir un frente popular "e hizo saber claramente —escribe Shulgovski— que consideraba conveniente la unificación de las fuerzas antiimperialistas y antifascistas dentro de las filas del PNR". Cárdenas incluso habló de crear "condiciones favorables" al ingreso de los obreros, pero no se hizo nada en esta dirección. Todavía en ese momento el partido oficial conservaba su estructura callista. La vieja concepción de los gremios y estamentos seguía pesando y todas las energías del Estado se hallaban concentradas en la lucha que libraban los industriales y los hacendados a fin de conservar intactos sus antiguos privilegios.

La nueva agrupación de fuerzas hacía redundante la formación de un frente popular, si bien el PNR no gozaba de prestigio: se le consideraba un aparato burocrático encargado de proveer los cargos de elección popular siguiendo las instrucciones del Ejecutivo, y su presidente, el licenciado Emilio Portes Gil, no hacía nada por ajustarlo a las nuevas condiciones; trataba de conservar una posición intermedia entre las exigencias de los trabajadores y las exigencias patronales, y más bien se inclinaba por seguir una línea anticomunista.

El 16 de julio de 1936 estalló la huelga de los electricistas en el Distrito Federal y en diversos estados de la República, lo que originó un problema político. A la ola de huelgas que venía sucediéndose se añadía una casi total parálisis de la vida urbana. Fuera de los servicios más indispensables —hospitales, bombeo de agua potable—, cesaron de funcionar los tranvías, las máquinas y los elevadores. Durante la noche la ciudad parecía haber retrocedido al siglo XIX. Las velas alumbraban mortecinamente los comercios y los cafés, y la tensión de la gente iba en aumento. El mexicano tolera fácilmente cualquier atropello político o cualquier maniobra sucia con tal de que no lesionen sus intereses personales, y esta vez el hecho inadmisible de vivir en la oscuridad, privado de diversiones y satisfactores mínimos, lo llenó de furor. No hacía culpable de la situación a la intransigencia de una compañía extranjera, o a la actitud de los obreros. Como siempre toda su cólera la descargaba contra el "comunismo demagógico" del Presidente, al que cubría de sarcasmos, y cuando los tribunales declararon legal la huelga, el descontento creció en forma proporcional.

Portes Gil, en una carta secreta dirigida al Presidente, le pidió terminar con la huelga; tomar una resolución, por insatisfactoria que pareciera, antes que prolongar el conflicto "unas horas más".

Toda la estrategia de Cárdenas parecía consistir en dejar que los problemas entregados a su propia dinámica llegaran por sí mismos a un punto crítico en que su intervención fuera la decisiva finalmente. Esta política la siguió sin vanaciones en el conflicto suscitado por el Jefe Máximo de la Revolución Mexicana, en las huelgas, en la cuestión agraria y la expropiación petrolera.

La compañía de luz propiedad de los ingleses se vio obligada a ceder, concediéndoles a sus obreros un aumento del 16.66 %, y El Machete, órgano del Partido Comunista, comentó: "... el triunfo de las compañías extranjeras hubiera elevado la actividad de los imperialistas para aplastar la lucha de nuestro pueblo que tiende a destrozar las cadenas que nos oprimen. El fracaso de los electricistas hubiera sido el fracaso de nuestro pueblo."

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Los ferrocarriles andan mal

El 18 de mayo, 45 mil ferrocarrileros decretaron una huelga; pero, aun antes de ser declarada legal, la Junta de Conciliación y Arbitraje la juzgó inexistente, provocando "el estupor y la indignación de la clase obrera".

El tribunal del trabajo, en vez de favorecer a los obreros según era la regla ya establecida, violó abiertamente la ley, por lo que la recién fundada CTM organizó, el 18 de junio, una hora de paro en todo el país. Ni la en« deseó ir más lejos ni el gobierno trató de explicar la situación o defenderse de los cargos obreros.

En realidad, la situación de los ferrocarriles era ya insostenible. En 1916, todavía no extinguida la Revolución, el ingeniero Alberto Pani informaba que 35 % de los puentes habían sido arrasados; quedaron inservibles 3 800 cargueros; y los daños en general causados al sistema sumaban cerca de 50 millones de pesos. Al ocupar Cárdenas la presidencia, la situación no había mejorado. "Entre 1911 y 1936 —escriben los Weyl— la tonelada kilómetro de carga transportada había aumentado un 90 %, pero el número de furgones había bajado de 20 389 a 14 621. Las locomotoras tenían como promedio veinte años de uso, y en siete años sólo se habían comprado doce. Los trenes de pasajeros seguían moviéndose al paso de tortuga de la época porfiriana y las deficiencias de la vía impedían el uso de locomotoras pesadas y trenes más rápidos. Entre tanto, los intereses acumulados de los bonos de ferrocarriles habían llegado a tal punto que excedían el valor nominal de las obligaciones, al mismo tiempo que la depreciación del peso había multiplicado la carga de la deuda en dólares."

En el mes de junio de 1937, el general Cárdenas decidió, después de estudiar el problema, expropiar los ferrocarriles, "consolidar la deuda en bonos con las obligaciones generales del gobierno federal y privar a los acreedores extranjeros del derecho de intervenir en la administración del sistema ferroviario".

La resolución fue bien acogida, incluso por la prensa reaccionaria. El Universal escribía: "Era necesario nacionalizar los ferrocarriles. Lo que faltaba era un gobierno capaz de acometer la tarea y llevarla a cabo."

Sin embargo, las cosas no mejoraron con la expropiación. Los sueldos y los salarios del personal eran absolutamente desproporcionados a los ruinosos costos de operación, faltaban las piezas de repuesto más necesarias en los talleres, se gastaba mucho en alquilar vagones a los Estados Unidos, se adquirieron locomotoras muy costosas, y las vías y las instalaciones reclamaban una inversión enorme.

El Presidente decidió, el 19 de mayo de 1938, entregar al sindicato no la propiedad de los ferrocarriles, sino su manejo. El sindicato no perdió ninguno de sus derechos laborales, por lo que "se creó una situación anómala en la que el sindicato adquirió la doble personalidad de patrono y empleado".

La nueva administración obtuvo algunos logros importan. Más tarde, a fines de 1938 y comienzos de 1939, la disciplina se relajó, las órdenes no se cumplían, los directivos no lograban entenderse, y ocurrieron varios accidentes que costaron millones de pesos y terminaron de arruinar el audaz proyecto del general Cárdenas.

Es posible que la administración obrera de los ferrocarriles del Ingenio de Zacatepec haya fracasado en buena parte por la negligencia de las centrales en darles a los obreros una adecuada educación política y técnica. Todo lo que se hizo en ese sentido no fue satisfactorio. Incluso los ferrocarrileros, uno de los sindicatos más antiguos y combativos,

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llegada la oportunidad de administrar una empresa tan compleja —espina dorsal de los transportes— demostraron su incapacidad y su falta de coordinación y disciplina.

No se improvisan capacidades ni convicciones políticas que toman tiempo y exigen una entrega absoluta, sobre todo en un sistema como el mexicano. Los Weyl recuerdan que incluso la experiencia soviética ofreció casos similares de irresponsabilidad y negligencia criminal, "pero a pesar de una y otra aclaran— se han hecho gigantescos progresos tecnológicos en el pasado decenio. La administración obrera y campesina de la producción no solamente sirve para acabar con él desempleo y el desperdicio social de recursos productivos no utilizados, sino que deberá elevar el nivel de vida de la imnensa mayoría del pueblo mexicano que vive de trabajos manuales."

"Cárdenas pretendió equilibrar el capital y el trabajo dándoles a los obreros una participación activa en el proceso revolucionario, y aunque su idea no llegó a triunfar plenamente, sí modificó las antiguas estructuras del país.

'El caso de los ferrocarrileros fue un caso extremo porque se trataba de una empresa ruinosa cuya mejoría sustancial dependía de factores económicos ajenos a los trabajadores. Con una administración obrera o de otro tipo, los ferrocarriles siguieron siendo un desastre financiero y técnico, que después de 40 años no ha logrado superarse. Las acusaciones hechas a los obreros entonces no son muy distintas de las que se hicieron generalmente al gobierno de Cárdenas.

El escritor Tzvi Medin [4] hace notar que el episodio de los ferrocarriles nos sirve para ilustrar la política pro obreros de Cárdenas, pero en tanto mantiene en todo momento las riendas del poder efectivo en sus propias manos: "la CTM como influyente mas no determinante".

Según lo demostraría a lo largo de su periodo presidencial, Cárdenas no podía tolerar que la central del ambicioso Lombardo Toledano llegara a constituirse en un poder capaz de suplantar el del ejecutivo. Cuando se constituyó la CCT, antecesora de la Confederación Nacional Campesina, Lombardo, siguiendo la tradición de la CROM, pretendió que los campesinos dependieran de su central, a lo que Cárdenas se opuso, y ya desde 1937 se vio claramente que el Presidente se opondría también a que los trabajadores del Estado y los maestros militaran en las filas de la CTM.

Cárdenas trató en forma obsesiva de unificar a los trabajadores, de integrar con ellos un frente unido para que lograran vencer a sus enemigos, pero se daba cuenta que una central dueña de toda la fuerza del trabajo podría sobreponerse al poder del gobierno y paralizar las actividades nacionales. Las huelgas decretadas por los electricistas, los ferrocarrileros, los petroleros o los campesinos asalariados de La Laguna, demostraban que estos sindicatos en un momento determinado eran difícilmente manejables a pesar de la influencia ejercida por el gobierno.

Ni los principales enemigos de Cárdenas dudan que él tuvo como una meta esencial de su régimen el progreso moral y económico de los trabajadores, si bien no hay un solo ejemplo en el mundo de un gobierno que tolere el nacimiento de una fuerza superior a la suya y la aliente hasta quedar voluntariamente subordinado a ella.

En el orden real, la CTM y la CNC tenían por sí mismas el suficiente poder para luchar victoriosamente contra los industriales y los hacendados, sin necesidad de unirse en un frente común ya representado además por el partido oficial.

El problema más bien debe plantearse en otros términos y lo que debemos preguntamos es si un ensayo de colectivización de los trabajadores en ejidos y en centrales obreras podía sobrevivir en el marco capitalista de los años treintas o si el general Cárdenas tuvo oportunidad, dentro de sus limitaciones, de implantar un sistema socialista.

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Lo que intentó Cárdenas, en este sentido, se hizo en muy poco tiempo, de un modo aluvial por así decirlo, en medio de grandes errores que con el tiempo, de seguirse su impulso, hubieran logrado corregirse, lo cual no fue posible ya que Cárdenas rechazó la tentación de convertirse en un dictador y sus sucesores se inclinaron abiertamente por favorecer el desarrollo capitalista, lesionando gravemente su obra, pero no destruyéndola del todo.

Lo que origina la mayor confusión es precisar si Cárdenas tuvo la posibilidad de implantar el socialismo en México. Curiosamente, en su época, el Departamento de Estado .norteamericano, la alta y la pequeña burguesía lo acusaron de ser un comunista, y en nuestra época, los historiadores radicales lo acusan precisamente por no haberlo sido. Cárdenas, para decirlo de una vez por todas, no pretendió extirpar la propiedad, sino modificarla de acuerdo con la Constitución de 1917 y los intereses de los más pobres, lo cual, representa un logro todavía inalcanzable en 1978. Sus detractores minimizan la circunstancia de que somos vecinos del 'país capitalista más poderoso del mundo y que ya la expropiación del petróleo, con la política del "buen vecino" sustentada por Roosevelt y la proximidad de la segunda Guerra Mundial, originó problemas de máxima gravedad que requirieron la mayor energía y grandes sacrificios a fin de lograr superarlos.

Desde luego, Cárdenas deseaba la industrialización, aspiración de todo país subdesarrollado, pero no la deseaba a costa del sacrificio de los trabajadores, sino, como lo dijo expresamente, "liquidando su miseria". "Cuando las huelgas —añadía precisando sus ideas— se salgan de los marcos de la ley y sus demandas sobrepasen las posibilidades económicas de las empresas, podrán considerarse como dañinas a la sociedad."

Cárdenas, al rechazar los métodos habituales en que se basaba la acumulación primitiva de capital, se inclinaba por un desarrollo equilibrado, o con justicia social, según se le llama hoy. Fortalecía la industria privada nacional y al mismo tiempo fortalecía la posición de los trabajadores, pero aun esa fórmula conciliadora —tal vez la única posible— originaba contradicciones.

Por otro lado, "durante el sexenio cardenista —escribe Tzvi Medin— dio comienzo un gran desarrollo industrial, en especial por lo que respecta a la industria de transformación. En esta última se crearon, de 1935 a 1940, 6 594 nuevas empresas, ascendiendo el número de 6 916 a 13 510. El capital invertido ascendió de 1 670 millones de pesos a 3135 millones; el valor de la producción ascendió de 1 890 millones a 3 115 millones de pesos, y el número de obreros empleados subió de 318 041 a 389 mil."

Las incontables huelgas, resueltas favorablemente en favor de los obreros, crearon, con todos sus vicios, un proletariado vigoroso y una fuerza de tales alcances que desplazó al ejército como factótum de cualquier clase de pugnas. La huelga de los electricistas asestó un primer golpe al imperialismo y en cierto modo configuró el conflicto laboral de los petroleros, y la victoria contra el intocable grupo de Monterrey demostró que cualquier predominio de la clase patronal era imposible ante la fuerza obrera, apoyada en el gobierno.

La duplicación de la industria y la mejoría sustancial de la vida de los trabajadores hubieran sido imposibles si paralelamente, y en forma prioritaria, el general Cárdenas no emprende la diferida reforma agraria, destruyendo el gran latifundio.

El hecho de liberar a millares de peones y de otorgarles las mejores tierras de riego, que estaban en poder de unas cuantas familias, creó un mercado interior que alentó a la industria y principió a configurar la imagen de un nuevo país.

Por supuesto, aquí también la destrucción del feudalismo supuso una gran batalla revolucionaria que Cárdenas libró sin importarle la acumulación de los problemas. Todo

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debía hacerse en seis años y Cárdenas aprovechó hasta el último segundo de su mandato para beneficiar a los obreros sin manipularlos y para destruir la servidumbre en el campo, establecido desde la época colonial.

LA REFORMA AGRARIA

La LAGUNA carece, paradójicamente, de una laguna que justifique su nombre. Esta comarca es más bien una especie de Egipto americano, una región desértica cruzada por los ríos Nazas y Aguanaval. En medio de ellos se forma un abanico gigante de limos y arrastres aluviales cuya riqueza contrasta de un modo brutal con el árido paisaje circundante.

Los vastos trigales de espigas doradas y los simétricos plantíos de algodón —obra del hombre— no pueden ser más opuestos a la inmovilidad y al desorden que configuran los agaves de lechuguilla, los espinosos mezquites —prosopis juliflora— y las plantas carnosas del seco norte mexicano.

Sin embargo, en la comarca lagunera no se dio ninguna civilización como la azteca, ni podía darse, porque los grandes lagos y las tierras fértiles estaban al sur, en los valles prodigiosos del altiplano y no en estas llanuras hoscas, pobladas de indios recolectores y cazadores.

Durante siglos los ríos desembocaron en el mar sin que a nadie aprovecharan. Carlos III concedió a Francisco de Urdiñola tres millones de hectáreas, que en el papel y en la geografía poco significaban, pero una nieta de Urdiñola casó con el marqués de Aguayo y la casa de este señor feudal llegó a poseer una hacienda de ocho millones de hectáreas destinadas al pastoreo. Un siglo después los aristócratas fueron sustituidos por los plebeyos españoles Leonardo Zuloaga y Juan Ignacio Jiménez y todo siguió igual hasta 1849 en que se construyó la primera presa sobre el Nazas.

Fue inútil que Benito Juárez repartiera tierras a los vecinos pobres de Matamoros y que surgieran Lerdo, San Pedro, Gómez Palacio y Torreón. El agua constituía la única riqueza segura y era acaparada por los más ricos y los más astutos, lo cual significa que bajo el liberalismo juarista, al igual que bajo el feudalismo borbónico, la ley del más fuerte seguía imponiendo sus patrones inalterables.

La construcción de los ferrocarriles en 1883 y 1888 avivó la fiebre del agua. Un pariente de Porfirio Díaz obtuvo permisos de colonización y de construcción de una presa y poco después los vendió a los ingleses, quienes constituyeron la famosa Compañía Agrícola de Tlahualilo. [5]

La Tlahualilo dejó en seco a los pueblos ribereños de San Pedro y Matamoros. En 1891 el gobierno estableció la Comisión Inspectora del Nazas, organismo destinado a regular la distribución del agua, y durante dieciocho años se sucedieron reclamaciones, alegatos, amparos, agresiones y pleitos que ente culminaron en un fallo de la Suprema Corte de contrario a los ingleses.

Se ha dicho que este fallo fue una de las causas que motivaron el enojo de Taft, decidido partidario de la política del "Gran garrote", y la caída posterior de Díaz, pero esto no pasa de ser una patraña. De hecho, los ingleses y los norteamericanos poseían inmensas propiedades en el Norte, monopolizaban la minería, el petróleo, la madera, el henequén casi todos los recursos naturales del país—, y el otorgarles un poco de agua a los castigados vecinos, sin destruirla Tlahualilo, no pesó demasiado en la balanza del juicio de don Porfirio.

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Todavía en 1928, la Tlahualilo tenía, pese al viejísimo fallo Suprema Corte, 46 mil hectáreas; el español Santiago 45 mil; un inglés, llamado Guillermo Purcell, era dueño de veinte haciendas; y para no alargar más esta lista debemos decir que el 45 %, del área total de La Laguna estaba en manos de siete grandes propietarios. [6]

En 1930 la poderosa Cámara Agrícola de la Comarca La, que abarcaba a todos los propietarios, trataba de la región a cualquier reforma agraria, alegando su a y su contribución a la economía nacional, pues con 1.3 % de la población de la República, producía la mitad algodón y 7 % del trigo.

A la pretendida eficiencia de los hacendados se oponía la realidad. Un centro agrícola de tanta importancia atraía a numerosas gentes que por todos los medios trataban de quedarse en la zona. Los propietarios, ante aquella avalancha, les dieron tierras, por supuesto no sus buenas tierras, sino marginales, donde se instalaron de cualquier manera, viviendo muy precariamente, lo que agravó el problema. Luego trataron sin éxito de expulsar a 15 mil familias de pizcadores para quedarse sólo con sus 20 mil peones acasillados y seguirles pagando salarios de hambre.

Treinta y cinco mil parias que se sostenían con tres o cuatro meses de trabajo al año o de labores minúsculas, enfrentados a la opulencia de los grandes latifundios, configuraron un periodo de conflictos y de agrupamientos que estallaron cuando en 1935 los jornaleros, organizados en sindicatos, solicitaron un salario mínimo de $ 1.50, ocho horas de labor y un contrato colectivo que cubriera toda la fuerza de trabajo agrícola de La Laguna.

Aunque todavía en los primeros meses de 1935 la lucha estaba centrada en el trabajo y no en la tierra, los hacendados contestaron el reto agrupando a sus peones en sindicatos blancos y llamaron a 10 mil campesinos de fuera, ofreciéndoles buenos salarios. [7]

En el mes de septiembre, la huelga de la Hacienda Manila desencadenó otras muchas y se inició un periodo de intensas luchas entre sindicatos blancos y rojos, con despidos en masa, que fueron dando a los trabajadores una conciencia de clase. Si a los hacendados los protegían las autoridades locales mediante cohechos, a los trabajadores los apoyaban los activos miembros del Partido Comunista, los maestros rurales y los líderes de los sindicatos obreros de Torreón y de Gómez Palacio.

El 6 de noviembre de 1936 se presentó Cárdenas con un grupo de ingenieros y comenzó el reparto de tierras. Desapareció como por encanto la arrogancia de los hacendados. El Presidente les hizo ver que si ejercían cualquier violencia el gobierno armaría a los campesinos, y ellos, con el temor de perderlo todo, doblaron las manos y se resignaron ante lo irremediable.

Desde luego hubo errores graves: se dieron tierras a un número excesivo de campesinos, y por seguirse al píe de la letra la ley que ordenaba repartirlas a los poblados en un círculo de siete kilómetros, se destrozó la unidad agrícola y económica de la hacienda al hacer reacomodos y cambios en lugar de conservar la antigua extensión y en ella situar a los campesinos necesarios.

Otro error consistió en respetar la pequeña propiedad de 150 hectáreas: los hacendados eligieron las mejores tierras junto a los canales, repartieron entre sus familiares otras extensiones iguales y conservaron su maquinaria agrícola, y como disponían de dinero y de conocimientos, en poco tiempo lograron intensificar la producción. Ya no eran los latifundistas del pasado; pero siguieron viviendo bien luego, conservando una posición mucho más ventajosa que la de los ejidatarios.

No fatigaremos al lector analizando los problemas que planteó una ley agraria sumamente compleja y obsoleta para las nuevas condiciones de La Laguna. En lugar de considerar al ejido como unidad, éste se dividió en dos partes: una, la de la

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administración interior, con sus propia autoridades afiliadas a la Confederación Nacional Campesina, y otra, la Sociedad de Crédito, que recibía los préstamos y estaba a cargo del Banco Ejidal. Aun con esta separación arbitraria, el sentimiento revolucionario que suscitó la expropiación determinó que los campesinos y las autoridades resolvieron satisfactoriamente y con una visión regional todas las cuestiones referentes a la producción, comercialización, el transporte de los productos, la salud, la escuela, la política y los avances sociales.

Los pronósticos de los hacendados de que la producción se vendría abajo no se cumplieron; pero ya a finales de 1939 se advirtió una cierta división en las organizaciones campesinas, fomentada por grupos políticos ajenos al ejido que aprovechaban el descontento de los ejidatarios —los privilegiados indolentes ganaban más que los buenos trabajadores—, la naciente corrupción de ciertos empleados bancarios y la cuestión todavía no resuelta de la sobrepoblación.

Estas divisiones, de las que era consciente Cárdenas, empeñado en dominarlas todavía al término de su periodo, se ahondaron durante el régimen de Ávila Camacho, cuando el ejido colectivo se consideró, no por razones económicas o de organización, un elemento comunista poco grato a la nueva burguesía en el poder.

Cárdenas repartió La Laguna en un mes y todo lo que se hizo de importante y de revolucionario se hizo durante su régimen. Por primera vez se dieron a los campesinos tierras fértiles, en lugar de las malas tierras de temporal que antes se les habían entregado, y se demostró sin lugar a dudas que un colectivo bien organizado puede ser tan eficaz como una hacienda, con la ventaja de favorecer a centenares de campesinos y no a una sola familia. El destino de La Laguna es, con pequeñas diferencias, el caso de todos los ejidos creados en el tiempo del general Cárdenas, y si más tarde se presentaron los problemas que aún persisten, esto se debe al burocratismo inepto y a la corrupción que prevalecieron los tres decenios posteriores.

El testimonio de un gran periodista Ocho años después de la repartición, mientras el auto que llevaba a Egon Erwin Kisch

corría por la nueva carretera entre los campos verdes matizados de amarillos y violetas purpúreos, el famoso periodista checo, escapado de los nazis, recordaba los titulares europeos de 1936: "¡Robo de tierras ordenado por el gobierno!", "¿Triunfa el bolchevismo en México?", y, naturalmente, recordaba también lo que le habían dicho los economistas, los políticos y los funcionarios de la capital antes de emprender el viaje: "El reparto, según lo verá usted con sus propios ojos, ha fracasado lamentablemente. Los antiguos jornaleros sólo han conseguido perder sus salarios fijos y seguros para convertirse en esclavos financieros de los bancos y hundirse en la miseria. Los nuevos poseedores de la tierra suplican de rodillas a sus antiguos dueños que se hagan cargo nuevamente de las fincas y vuelvan a tomarlos a su servicio como peones, pero los latifundistas se resisten a hacerlo, esperando que el gobierno los restituya la tierra en bloque." [8]

En una plática, los ejidatarios parecieron confirmar las alarmistas predicciones y aun excederlas.

¿Qué tal se vive por aquí? —preguntó Kisch.

—¿Cómo quiere usted que se viva? Bastante mal.

¿Mal? ¿Por qué? Los campos están hermosos y el algodón tiene ahora un buen precio en el mercado.

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—Sí, pero los beneficios no llegan a nosotros; no sacamos más que peso y medio al día.

—Pero tengo entendido que eso no es más que un anticipo. ¿No se reparten los beneficios al venderse la cosecha?

—Así debía ser, pero en la práctica nunca hay nada que repartir.

—¿Cómo es eso?

—Porque tenemos que saldar todavía las deudas que venimos arrastrando del primer año, en que apenas recogimos nada. Y también tenemos que pagar al Banco Ejidal, para que éste pague a los latifundistas.

Kisch se resistía a creer que el reparto hubiera convertido los campesinos en siervos de los bancos, pues parecían más bien obreros industriales de Europa y no guardaban ninguna semejanza con los indios de mejillas hundidas y cubiertos de harapos que él había encontrado en otras partes de México, e insistió:

—Ayer visité el hospital que tienen ustedes en Torreón.

Sí —intervino un muchacho—, el hospital es muy hermoso. Pero, aunque uno esté malo, no es tan fácil ir a meterse en él.

¿Cómo? ¿No admiten a todos los enfermos de estos ejidos?

—Y si todos nos vamos al hospital, ¿quién se encarga de sacar adelante los trabajos?

—¿Y las escuelas; las nuevas escuelas?

—Estarían muy bien si los niños no tuviesen que ayudarnos en las faenas, sobre todo en la época de la recolección. No pueden trabajar e ir a la escuela al mismo tiempo. Además, no tenemos bastantes maestros.

El último sentimiento optimista de Kisch se desmoronó. Había perdido la batalla y exclamó:

—Entonces, ¿vivían ustedes mejor antes?

Se hizo un silencio profundo, semejante a un grito de protesta. Una mujer dijo:

—¡Por el amor de Dios, señor! ¿Cómo puede usted pensar semejante cosa? No es eso lo que hemos querido decir, no interprete usted mal nuestras palabras.

—Antes —aclaró uno— vivíamos como bestias. Ahora, por lo menos, somos hombres, y a medida que aumenta la cosecha ganamos más.

—¿Cómo? ¿No me han dicho que ganan peso y medio, por bien que vayan las cosas?

—Sí, pero eso no es más que un anticipo, señor, ya le hemos dicho que al hacer cuentas nos abonan lo que nos corresponde.

—¿Pero no quedamos que, en la práctica, nunca les reparten nada?

—Sí, naturalmente, porque tenemos que saldar las deudas. Pero estas deudas, que vamos saldando, proceden del primer año en que apenas recogimos nada; ya se lo hemos dicho, señor.

—Solamente nuestro hospital —dijo una mujer de tono y gesto malhumorado— nos hace sentirnos como personas. Antes, jamás podíamos llamar al médico, por falta de dinero para pagarle. Mi madre me dio a luz en pleno campo, en medio de las plantas, y mi marido murió junto a las plantas de un vómito de sangre. Ahora, cuando estamos enfermos tenemos nuestro hospital.

—Entonces —insistió Kisch—, ¿quedamos en que viven ustedes mejor que antes?

"Quien crea —comenta el periodista— que nuestros interlocutores se apresuraron a contestar afirmativa y gozosamente, no conoce lo que son los campesinos." Alzándose de

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hombros volvieron a decir que vivían mal, y Kisch, temeroso de e la larga plática volviera al mismo punto de partida, se pidió de ellos.

En la ciudad de México habló del gran hospital, de las nuevas máquinas, de las nuevas casas y escuelas, y los licenciados los funcionarios, sonriendo sarcásticamente, le dijeron: ¡Qué ingenuo es usted! No conoce usted México. A visitantes no les enseñan más que las cosas destinadas expresamente a impresionar a la gente de fuera.

.—Pero hemos hablado con más de cien ejidatarios y todos ellos nos han asegurado que viven incomparablemente mejor que antes —arguyó Kisch.

Sí —le respondían—, los tienen bien amaestrados. No cuentan a quien va a verlos más de lo que les conviene a los sindicatos. ¡Pobre de aquel que diga la verdad! ¿Y usted, Señor, ha sido tan cándido que los ha creído?

Kisch concluía su reportaje sobre La Laguna preguntándose: “¿Dónde hemos oído esto antes? Y nosotros, después de treinta años, debemos preguntarnos: ¿dónde seguimos escuchando esto? Porque los campesinos son tales como los encontró Egon Erwin Kisch. Zapata le decía a Villa que los campesinos de Morelos, mucho después de haberles repartido las tierras, no creían que fueran suyas. Y los campesinos de La Laguna, que vivían un poco mejor que el gusano del algodón, "a semejanza del tuareg del Sudán, del felah de Egipto, del hindú de Haiderabad o del negro de Arkansas adornado con la ciudadanía norteamericana" —es decir, de todos los cultivadores de algodón del mundo—, se quejaban amargamente de su suerte, si bien todos ellos se hubieran negado a vivir en las cuevas y en las cabañas antiguas, a reventar en los campos como animales o a sostenerse el año entero con su salario de dos meses.

No, el problema de México no son los campesinos. En el fondo sentían que eran hombres y no bestias de un rebaño manejado al capricho del señor Purcell o de la compañía Tlahualilo. El problema, el grande y trágico problema del país era y sigue siendo el constituido por los licenciados, los ingenieros, los funcionarios, los rectores de la vida nacional, de educación colonialista, que odian al pueblo y sólo pueden verlo como peones o como criados.

PegrenDutton, un inglés que llevaba en Torreón veinticinco años acaparando la celulosa del algodón, le dijo a Kisch:

—En realidad, Torreón empezó a tomar incremento en 1936, desde que Cárdenas repartió las tierras entre los peones algodoneros. En estos ocho años ha aumentado en más del treinta por ciento el número de habitantes de Torreón y se han construido aquí varios miles de casas.

Kisch le preguntó si en verdad esos resultados guardaban relación con el reparto de tierras.

—Los grandes terratenientes —contestó el inglés— eran extranjeros, españoles en su mayoría, residentes en la ciudad de México, o incluso en Madrid, donde invertían o gastaban sus ganancias Antes un hacendado poseía hasta 75 mil hectáreas; hoy, el límite máximo fijado por la ley es de 150 hectáreas. Claro está que, si ha tenido la precaución de poner parte de sus bienes a nombre de su mujer y de sus hijos, puede llegar a poseer, en unión de su familia, 150 hectáreas multiplicada por tres o por cuatro. Pero, aun así, no es más que una fracción insignificante de lo que poseían los antiguos hacendados. Para recuperar las ganancias de los viejos tiempos, los actuales cultivadores han implantado el cultivo intensivo y & obre todo han renunciado al absentismo; ya no viven en la ciudad, lejos del terruño, puesto que regentean personalmente la explotación de sus tierras. Y aunque los antiguos hacen dados dicen pestes del reparto de tierras, como es natural, n

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la intimidad reconocen que no sienten gran nostalgia de los viejos tiempos ni de los litigios con los peones y sus muchas exigencias, pues todo aquello era a veces muy desagradable. ¿Comprende usted?

—¿Me autoriza usted, señor Pegren, a que publique esto como una opinión suya?

—No tengo inconveniente, pero añada usted que en principio no estoy de acuerdo con la política agraria de Cárdenas.

Kisch resumió finalmente el problema de La Laguna y de la nación entera diciendo: "Toda esta tierra perteneció primero a uno solo, luego a unos pocos, ahora pertenece a muchos. Sólo cuando todo pertenezca a todos cesarían las amargas quejas que acabamos de oír y las eternas discusiones sobre las ventajas y los inconvenientes del reparto de tierras."

El caso de Yucatán

A la llegada de los españoles la cultura maya sobrevivía penosamente. El obispo de Yucatán, fray Diego de Landa, que destruyó templos y quemó códices, fue también el primer europeo en sentir su fascinación. Se ocupó de la historia, de la escritura, de las costumbres, y este interés, ininterrumpido durante siglos, habrían de hacerlo suyo hombres de nuestros días, en que las computadoras de Siberia, Europa y los Estados Unidos tratan inútilmente de descifrar los jeroglíficos y resolver sus enigmas.

La cultura maya ocupó el enorme espacio que va de las altas selvas lluviosas de Honduras, el Petén guatemalteco y los bordes del Usumacinta a la península de Yucatán principalmente.

En las selvas del Sur la cultura maya alcanzó su apogeo entre el siglo IV y el VII. Las ciudades de Copán, Tikal, Uaxactum, Palenque, Yaxchilán, Bonampak, Piedras Negras, fueron construidas y reconstruidas una y otra vez siguiendo las normas mesoamericanas de sobreponer una pirámide a otra pirámide, un templo a otro templo, realzando las terrazas, Sumándoles escalinatas y nuevos edificios que modificaban y enriquecían los primitivos conjuntos.

Al final del siglo VII todas estas ciudades iniciaron su decadencia y poco después se abandonaron a la selva.

¿Qué pasó? ¿Cómo ocurrió este desplome casi simultáneo? La incógnita no ha sido despejada. Se han aducido razones como pestes o luchas o empobrecimiento de tierras, ninguna de ellas convincente. El colapso de esos centros ceremoniales es tan misterioso como su propio surgimiento. Un pueblo dotado de una energía sobrehumana logró vencer a la selva, pero ésta fue un enemigo demasiado poderoso ante los recursos del neolítico de que aquél disponía —el fuego, las hachas de piedra, el palo puntiagudo de la siembra— y terminó aniquilándose. Lo que el hombre realizó, y que hoy tanto nos asombra, estaba destinado al fracaso. Millares y millares de hombres observaban el cielo, creaban calendarios perfectos, concebían arquitectura de ensueño, cortaban piedras y esculpían estatuas, pintaban frescos, modelaban en arcilla, tejían vestidos, labraban joyas, organizaban fiestas y ceremonias en honor de los dioses y de los príncipes, libraban combates, componían poemas y relatos místicos, tenían sus libros, hacían cuentas complicadas, y sin embargo, aquel inmenso esfuerzo los volvía cada vez más débiles. Habían llegado muy lejos en religión, en ciencias abstractas —ellos fueron los inventores del cero—, en artes, pero no en la técnica, y el equilibrio tan frágil establecido

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entre una selva amenazante y una corte cada vez mayor de sacerdotes, guerreros y artistas se fue deteriorando poco a poco.

A pesar de esta primera derrota, los mayas eran tan fuertes que lograron rehacerse en la península de Yucatán, donde el clima era más benigno, y el bosque, por falta de agua, menos agresivo.

Allí, del siglo VII al IX, florecieron Uxmal, Kabah, Sayil, Labná, Tulum, y del siglo X al XII, Chichén Itzá, la última ciudad.

Copán, Petén, el Usumacinta estaban muy lejos, en lugares inaccesibles, y permanecieron olvidados. A Palenque llegó Del Río, en 1787, y a principios del XIX llegaron Dupaix y Waldeck; pero el verdadero descubridor del antiguo Yucatán —con otras regiones de Centroamérica— fue el explorador Stephens, en 1839, con su compañero el dibujante Catherwood.

Catherwood nos ha dejado una imagen romántica de la lucha que seis siglos después seguían librando las ciudades y la selva de Yucatán. Los árboles crecían en los techos, las raíces desintegraban frisos, escalinatas y mosaicos, las lianas y la vegetación habían convertido en montes espesos las pirámides; mas los rostros de los dioses asomaban aún entre el follaje, y los templos, minados, corroídos, resistían en pie el embate de la selva.

El Renacimiento en la selva tropical

Podríamos imaginar el Renacimiento italiano transportado al tiempo neolítico y al espacio de la selva tropical como por un acto de magia que sólo nos dejara la visión de esas brillantes ciudades pintadas y esculpidas y de esas procesiones ceremoniales en que sacerdotes y guerreros, ataviados con pieles de tigres y suntuosos tocados, desfilaran al son de las trompetas y de los tambores. Se trata, claro está, de un inmenso disparate, pero en el fondo queda la misma explosión creadora, la misma búsqueda de formas nuevas, un sentido propio de la belleza y un cierto parentesco con el refinamiento espiritual de las cortes principescas y teocráticas.

Lo primero que sorprende en el arte maya es su diversidad dentro de su unidad. Henri Stierlin ha visto la arquitectura maya como una petrificación magnificada de la cabaña de forma ovalada o cuadrangular y alto techo, situada sobre una plataforma a la que se asciende por una escalinata.

Esta plataforma se transforma siempre en una terraza gigantesca —abundan las asentadas sobre más de un millón de metros cúbicos de materiales—, la escalinata constituye un elemento primordial de palacios y pirámides, el cuerpo y la puerta de la choza se conservan y embellecen de un modo extraordinario, y la techumbre mantiene su forma y aun cobra proporción y altura insospechadas al añadírsele la peineta de una hueca crestería hecha con figuras geométricas y estatuas de dioses.

La cabaña puede ser una torre alta y esbelta como las de Tikal, combinar la torre vertical y el espacio horizontal como en los Chenes, tomar las proporciones del palacio de Sayil, componer recintos espaciosos, expresar variedades tan armoniosas y delicadas como las del Templo del Sol en Palenque o las de la Casa de las Tortugas en Uxmal, pero tome la forma que tome y esté donde esté, se desnude o se vista de estucos y mosaicos de piedra, el ojo siempre reconoce su identidad maya a causa de la proporción y claridad de la escritura plástica.

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La lucha del árbol y de la piedra Hay árboles cuyo poder destructor es igual al de un tanque pesado o al de un cañón

de largo alcance. Las raíces de las ceibas y de los zapotes, los troncos del matapalo, miembro particularmente agresivo de la apacible familia de los Ficus, son capaces de pulverizar las piedras, de agrietar las escalinatas o de originar derrumbes espectaculares. La lucha que libraron el árbol y la piedra durante siglos no ha terminado y todavía es visible. Logró, por ejemplo, destruir el piso bajo del palacio de Sayil, preservando las estructuras superiores, ensañarse contra un dios y respetar al vecino, o convertir la tumba de la pirámide del Templo de las Inscripciones en una gruta cargada de estalactitas.

Aun devastados o reconstruidos a medias, cercados o golpeados salvajemente, lo que nos queda es asombroso. Ni la selva ni los saqueadores han logrado escamotearnos lo esencial de ese enorme legado. Nos es posible adentramos en los bosques y contemplar la hermosura de un pequeño templo que sobre el desorden de la maleza impone el juego armonioso de sus molduras, la nobleza de sus yeserías o de sus altas peinetas erguidas al borde del Usumacinta.

El maya exploró todos los caminos de la expresión plástica.

Nos sentimos cómodos ante un arte religioso que se vale de un lenguaje simbólico propio, y éste es el caso de la Serpiente Emplumada y de la máscara de Chac, el dios de la Lluvia, que figura en las esquinas de los edificios o compone la fachada íntegra del templo de Kabah, porque la repetición de un símbolo establece una especie de letanía, de cántico, donde la reiteración suscita el sentimiento de lo sagrado. Sin embargo, cuando el arte simbólico religioso se ve quebrantado con frecuencia por un arte naturalista, surgido al mismo tiempo, nos desconcertamos, pisamos un terreno desconocido en el que no cuentan ya los mismos parámetros. Éste es el caso de los estucos de Palenque, de los frescos de Bonampak, de algunos bajorrelieves o de las estatuillas de Jaina, en que el realismo ha llegado a la síntesis de las más grandes obras maestras, sin perder su sentido específicamente maya.

El maya no sólo ha creado conjuntos monumentales, sino que en ellos logró integrar la arquitectura a la pintura y a la escultura, combinando las luces y las sombras, las fachadas lisas y los oscuros agujeros de las puertas con los frisos llenos de movimiento y de juegos ópticos, la monumentalidad de los espacios externos a la minucia del detalle, todo hecho y rehecho muchas veces, con nuevas formas y nuevos métodos expresivos hasta culminar en las grandiosas salas hipóstilas y las poderosas masas de Chichén Itzá.

De pronto este mundo aéreo, pintado de brillantes colores, delicado y fuerte, se vacía y es devorado por la selva. En el siglo XVI el maya sobrevive, perdida su coherencia y su energía creadora mientras la naturaleza renace y se destruye indefinidamente.

La Colonia

En la península de Yucatán —único suelo maya densamente poblado—, los españoles nada hicieron que pudiera compararse en ningún sentido, ni remotamente, a lo edificado por los indios con instrumentos del neolítico. Sus iglesias son pequeñas y toscas, sus casas pobres, sus poblados miserables. Nunca pudieron vencer el clima de los trópicos o la pobreza de la tierra.

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El norte de la península vivió del trabajo de los indios esclavos y de las haciendas donde se cultivaba el maíz y se sustentaba algún ganado. El sur, agrupado en torno a la ciudad de Campeche, vivía un poco mejor gracias a la pesca y al comercio del palo de tinte.

Era un mundo extraño por su carácter peninsular, su luz cegadora y sus indios —y lo sigue siendo: las mujeres andan en la calle vestidas de blancas túnicas bordadas y los hombres descalzos y casi desnudos; a pesar de su decadencia son hermosos y fuertes, parecen desprendidos de los viejos relieves; aman el baño y habitan sus antiguas cabañas—. La tierra imponía sus leyes. Los pocos blancos, aun sin mezclarse, se habían mimetizado: tenían las cabezas grandes y redondas, hablaban un español cadencioso, amputado de la violencia verbal costeña, y los distinguía una cortesía que ocultaba sus recelos; despreciaban a los indios, y en el fondo los temían; sensuales, crueles, influidos por la cercanía de La Habana, no tenían ninguna relación con el virreinato de la Nueva España, ya que incluso políticamente pertenecían a la Capitanía General de Guatemala.

Al ocurrir la Independencia decidieron sumarse a México, sin saber bien lo que hacían. México, arruinado por la guerra, dividido en facciones, se desmembraba y no podía ayudarse a sí mismo ni mucho menos a su lejana provincia. Cuando sobrevino la invasión de los Estados Unidos, los políticos yucatecos decidieron recobrar su independencia y hasta gestionaron su incorporación al país invasor, lo que no se logró debido a que éste ya tenía la tarea de poblar y de controlar el inmenso territorio arrebatado a México. Yucatán había elegido un mal momento. Dividido también en bandos políticos irreconciliables, cada bando se atraía a un grupo de indios para aplastar a su contrario, haciéndoles promesas que nunca cumplían, y como la esclavitud perduraba y los indios conservaban sus armas o se hacían de ellas en la colonia inglesa de Belice, el 30 de julio de 1847 estalló la llamada guerra de castas.

Esta guerra fue atroz. El odio acumulado durante tres siglos estalló con una violencia inaudita y literalmente se hicieron pedazos a tiros y a cuchilladas. Los indios cercaron las ciudades de Mérida y de Campeche, y las hubieran tomado, exterminando a los blancos o arrojándolos al mar, si Chac, el dios de la Lluvia, no los traiciona. Había llegado el tiempo de la siembra, y el maya, obediente a su llamado ancestral, abandonó el cerco y se marchó a sus campos, porque para él tenía más importancia el grano sagrado que la victoria sobre sus enemigos.

En 1848, Yucatán, curada de su fiebre separatista, se incorporó nuevamente a México y pudo terminar de aniquilar a los indios. Tan sólo una parte de los alzados logró refugiarse en las selvas. de Quintana Roo: prefirieron volver a la barbarie antes que sufrir una nueva esclavitud más dura que la anterior.

Yucatán salió exhausta de la guerra de castas: cuatro quintas partes de su territorio habían sido arrasadas; su población, de 600 mil habitantes, se redujo a la mitad, y la propiedad, valuada en seis millones de pesos, bajó a dos millones.

La planta milagrosa

Entre la flora espinosa y agresiva de Yucatán destacaba un maguey de largas hojas como espadas de acero opaco —Agave ourcroydes— cuyas fibras interiores utilizaban los mayas desde la antigüedad para hacer hilos, telas y redes.

Como el agave tenía el problema de no dejar escapar una gota de agua, se cubría de una dura corteza impermeable, guarnecida de espinas, que los indios debían quebrar utilizando dos palos llamados el tonkós y el pashké.

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A pesar de este sistema del neolítico, ya a fines del siglo XVIII muchos navíos utilizaban cuerdas de henequén —prefiriéndolas al costoso cáñamo—, y la producción fue aumentando de tal modo que la industria, según escribió el historiador Antonio García Rejón, durante los 11 años de la guerra (18471858) fue "la tabla de salvación" en el naufragio general, ya que lograron exportarse anualmente 70 mil arrobas de productos.

Concluida la guerra, los ojos se volvieron naturalmente al agave y a los problemas que planteaba su resistencia de no dejarse arrancar sus blancas fibras. La fiebre de la invención se apoderó de los yucatecos. Una idea inicial —la rueda del coche de un sacerdote armada de cuchillas— sirvió de modelo, y en 1857, el artesano José Esteban Solís fabricó y principió a vender las primeras máquinas desfibradoras.

La "rueda Solís" cambió la situación. Desaparecieron poco a poco las viejas haciendas y en su lugar crecieron y prosperaron las haciendas henequeneras, modificando radicalmente el paisaje y la economía. Yucatán, a semejanza del centro desértico del país, se cubrió de magueyes y una nueva aristocracia parecida a la pulquera surgió de la selva tropical.

"La producción que hasta 1860 había consistido principalmente en artículos elaborados de henequén —hilos, sacos, cordelería marítima, etc.— principió a transformarse y a ser sustituida, cada vez en mayor medida, por la materia prima sin elaborar, es decir, por el llamado henequén en rama." [9]

El cambio se debió a otro invento agrícola. En 1831 el joven Cyrus Hall McCormick, de Virginia, había inventado una máquina segadora y engavilladora de trigo que fue perfeccionando lentamente. Sin embargo tenía un defecto: ataba los haces con alambre y el alambre mataba a los animales y estropeaba la paja. Se pensó entonces en una fibra vegetal barata y resistente, y el henequén ofreció la solución del problema. A partir de 1875 las engavilladoras consumieron millares de kilómetros de fibra —bindertwine— y el agave se transformó en el monarca mundial de las fibras duras.

La planta milagrosa, aunque sólo exige el trabajo de sembrarla y limpiar el campo de yerbas invasoras, produce su primera cosecha de hojas a los siete años, lo que supone una inversión cuantiosa. Por añadidura, el hacendado era pobre y difícilmente podía adquirir las calderas de vapor y las modernas máquinas desfibradoras, o construir las vías que llevaran la producción a la hacienda. En tales condiciones, los monopolios norteamericanos le compraban barata la materia prima y le vendían cara la maquinaria, obteniendo así mayores ganancias; pero como él se apoyaba en la esclavitud de los indios, las cosas marcharon bien hasta 1900, cuando John Pierpont Morgan, alias "el Magnífico", unió las principales cordelerías competidoras para fundar la International Harvester, con un capital de 120 millones de dólares.

La International compraba todo el henequén a través de su agente don Olegario Molina, rico hacendado que por medio de un contrato hecho público en 1922 se comprometía "a bajar el precio de la fibra teniendo en cuenta siempre las indicaciones del monopolio".

La tendencia a la baja registrada desde 1880 hasta 1897 (hay diez años de 2 centavos de dólar la libra, dos de 1, tres de 3, uno de 4 y uno de 5) cambia, con un aumento de 2.64 a 6.23 centavos, en 1898, debido a la guerra de los Estados Unidos con España, sentando un precedente: sólo una matanza general restablecía ligeramente la cacareada y siempre pisoteada ley de la oferta y la demanda. Pero la International Harvester eliminó la competencia, rebajó más los precios —no obstante que la demanda era cada vez mayor— y logró en sus primeros ocho años una ganancia de 38 millones de dólares a costa de los hacendados.

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Los números y los hechos

Los números son malos y los hechos son peores. Don Olegario basaba toda su política en sembrar mucho para producir mucho y vender barato, eliminando cualquier intento de competencia extranjera. Comprador general subordinado al monopolio, tenía una corte de hacendados favoritos —los propietarios de inmensas haciendas— y gobernaba sobre el resto despóticamente. Cuando acudían a él quejándose de sus deudas y de sus hipotecas, les decía sentencioso con un dedo en alto:

—Siembre usted más. Sólo así podrá salir adelante.

Incluso a 2 o 3 centavos de dólar la libra, ganaban todos y el milagro parecía interminable. Entre las arboledas tropicales del paseo Montejo surgían los palacios afrancesados, con mansardas, como los que adornaban el paseo de la Reforma de la orgullosa capital, y los carruajes, los troncos de caballos, los candelabros, los ajuares dorados, las levitas y los sombreros de copa, los clubes y las haciendas daban testimonio de que en pocos años una sociedad arrancada a la selva se había transformado en una aristocracia.

No existían gradaciones. Se era hacendado o se era esclavo, si bien la palabra esclavitud estaba prohibida. Las deudas contraídas por los peones, que los fijaban a la hacienda, no determinaban su precio, sino las oscilaciones del mercado internacional y la demanda de brazos. Se compraban y se vendían peones de acuerdo a esta bolsa de valores, y figuraban en la lista de propiedades, como la maquinaria, las mulas o los caballos.

Si los hacendados eran los reyes del henequén, don Olegario, el hacendado, el agente de la International Harvester, el gobernador del estado, era el "rey de reyes" y disfrutaba de un poder económico y político, en su monarquía peninsular, sólo comparable al de Porfirio Díaz. El ejército federal había exterminado a los últimos sobrevivientes de la guerra de castas y el espectro de una nueva rebelión se alejó para siempre.

En Rusia, el mujik —antes de su liberación— hablaba el mismo lenguaje y pertenecía a la misma raza del hacendado, mientras que en Yucatán el maya representaba al enemigo "salvaje", al hombre degradado por el alcohol que practicaba ritos incomprensibles, poseía otra lengua y amaba sádicamente una buena tanda de latigazos.

Cuando, en 1908, el periodista norteamericano John Kenneth Turner visitó Yucatán, dejó un relato conmovedor de la forma en que los capataces golpeaban y hostigaban a los esclavos, del salario que les pagaban, de lo que éstos comían y de las cárceles donde los encerraban. Al abandonar la península, recordando que los exiliados políticos de los Estados Unidos le habían contado que Siberia era un infierno helado y Yucatán un infierno en llamas, comentó: "¿Siberia? A mi parecer, Siberia es un asilo de huérfanos comparado con Yucatán."

La Revolución

Los hacendados temían que el incendio de la Revolución llegara a la península. Por este temor, en septiembre de 1914 financiaron el cuartelazo del comandante militar, un tal coronel Argumedo, y lo reforzaron con sus peones, sus empleados y sus propios hijos. Carranza envió 7 mil soldados al frente del general Salvador Alvarado, quien derrotó a los cruzados en tres batallas; pero Argumedo tuvo tiempo de huir, tras de vaciar la Tesorería del Estado.

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Alvarado fue uno de los generales más íntegros y capaces de la Revolución. Lejos de tomar venganza, hizo que los niños ricos volvieran a sus casas sanos y salvos, a los peones engañados les dio dinero y fusiló a dos de sus soldados con otros criminales acusados de saqueo. Resistiendo las adulaciones y los cohechos de la "casta divina", como él la llamó, pronto tuvo una idea clara de la situación y comenzó su gobierno revolucionario.

En poco tiempo anuló las deudas de 60 mil peones y los transformó en trabajadores agrícolas libres y bien pagados, prohibió el alcohol y el juego, cerró los prostíbulos y abrió mil escuelas, cien bibliotecas populares, una escuela de agricultura y una vocacional de artes y oficios.

El presupuesto de educación subió de 350 mil pesos a 2 millones y medio; rehabilitó los ferrocarriles, que estaban quebrados; construyó una estación terminal de petróleo —en un país productor el barril costaba 30 pesos y el corte y el transporte de la leña reclamaban el empleo de 14 mil hombres y el 35 % de la capacidad de los ferrocarriles—, y compró seis barcos con la finalidad de sacar millares de pacas de henequén almacenadas en las estaciones, en los muelles y hasta en las iglesias.

¿De dónde salían tantos millones? ¿Cómo fue posible que 60 mil familias comieran carne los domingos, sus hijos fueran a las escuelas y principiaran a vivir humanamente? Muy sencillo, responde el mismo Alvarado: "Estos señores acaparadores pagaban por el henequén `tanto'. Yo les hice pagar `más cuanto'. Y esta diferencia, que era dinero contante y sonante para Yucatán, se tradujo, durante los tres últimos años, en barcos, ferrocarriles, escuelas, bibliotecas, bienestar y prosperidad general." [10]

Ya en 1908, el anuncio de las ganancias obtenidas por la International Harvester —casi todas salidas del bolsillo de los hacendados— colmó la paciencia de éstos y decidieron crear varias organizaciones —la última, de 1912, se llamó Comisión Reguladora del Mercado del Henequén— para defender sus intereses.

Fue en vano que obtuvieran créditos y lograran sustraer una parte de la producción a fin de elevar las cotizaciones de la fibra. Sus muchas deudas y la negativa de los bancos —aliados al monopolio— a extender los plazos los hicieron vender un henequén tan penosamente obtenido y convencerse una vez más de que era el comprador y no el productor el que imponía sus leyes de hierro.

Concretamente en materia de henequén, el general Alvarado, gobernador provisional de Yucatán, expulsó a los intermediarios, y la Reguladora, modificada, se encargó de la compra de la fibra —mediante contratos cooperativos con los hacendados—, de su manejo y su venta. De este modo, el poder de la International Harvester y de sus agentes pasó al gobierno del estado, que fijó precios y mantuvo el control de la industria. Esto significó un cambio de la mayor importancia: el gobernador ya no era el empleado del monopolio, el sostenedor de una política bajista favorable a los intereses extranjeros, sino el propiciador de los precios altos y el aliado de los operarios agrícolas y de los mismos hacendados, que en tres años recibieron de la Reguladora 41 millones de dólares, o dicho de otra manera: "Un poco más de 350 hacendados percibieron el 42%, aproximadamente, de la venta del henequén realizada en ese periodo."

Finalmente, los que pagaron el alza de precios 9 5/8 centavos de dólar la libra en 1916, 19 1/4 en 1917 y 23 1/4 1918— fueron los agricultores norteamericanos. Llegado el tiempo de la primera Guerra Mundial y necesitados de comprar henequén, los monopolistas tuvieron que aceptar las nuevas reglas de juego, pero no sin desatar una violenta campaña difamatoria en contra de Alvarado: la Comisión de Agricultura del Senado lo acusó públicamente de haber robado 86 millones de dólares a los agricultores americanos y de constituir un monopolio tiránico, y logró que la Secretaría de Justicia entablara un

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pleito judicial contra la Reguladora. El Departamento de Estado, por su parte, redobló la presión sobre Carranza.

Los hacendados, aunque muchos de ellos pudieron levantar sus hipotecas y situar enormes sumas en los bancos extranjeros, estuvieron siempre del lado del monopolio, por contradictorio que parezca.

Alvarado había iniciado un intento de reforma agraria, que frenó Carranza y que extremó la falta de brazos: los trabajadores abandonaban las haciendas de escaso rendimiento, o donde tenían dificultades, para volver a cultivar el maíz, y sus antiguos amos debían pagar mayores salarios y soportar exigencias y libertades inadmisibles. Terminada la primera Guerra Mundial y finalizado el gobierno de Alvarado, la situación volvió a cambiar. Como había importantes excedentes de henequén en los Estados Unidos y en Yucatán, la Intemational Harvester se abstuvo de comprar la fibra a ningún precio, y el papel moneda, emitido por la Reguladora y respaldado en sus enormes ventas, se devaluó de golpe; los comercios cerraron, las deudas no pudieron saldarse y la industria se declaró en quiebra. Se cerraron las escuelas y las bibliotecas, pero se abrieron las casas de juego, las tabernas y los prostíbulos. Disminuyó el salario de los trabajadores, que volvieron a su condición de peones, y regresaron los agentes del monopolio; según escribió la Revista de Yucatán: "Alvarado dejó la triste herencia de la bancarrota, el desastre, la miseria y el hambre."

Durante 40 años los compradores habían hecho inoperante la ley de la oferta y la demanda, fijando arbitrariamente los precios de la fibra, y cuando Alvarado, valido de la primera Guerra Mundial, pudo imponer precios más altos, lo acusaron de pisotear las leyes económicas y de robarlos, pues ni siquiera se hallaban dispuestos a tolerar esta mínima compensación, y sólo defendieron "el pan de los americanos" —sus intereses—, sin importarles la suerte de 60 mil esclavos hambrientos que trabajaban bajo un sol de fuego y hostigados por el palo del capataz. El general Alvarado fue acusado de robar también a los hacendados, de obligarlos a firmar contratos ruinosos, de encarcelarlos, de embargarles sus bienes y de emplear grandes sumas en la propaganda socialista de México y de la América del Sur. A las calumnias, Alvarado respondió con una defensa, titulada Actuación revolucionaria del general Alvarado en Yucatán, que nunca mereció respuesta.

Yucatán debía pagar muy caro el precio de su rebelión: al mismo tiempo que tuvo que restringir considerablemente su producción, como los monopolistas estimularon la siembra del henequén en otras regiones —donde además la mano de obra era todavía más barata— para no depender de un solo país productor, dejó de ser el monarca mundial de las fibras duras, convirtiéndose en un mero apéndice de Kenia y Tangañica.

La política de producir mucho y barato era una consecuencia del régimen feudal porfirista y de las condiciones del mercado exterior. Cuando Alvarado destruyó el régimen de esclavitud y obligó al monopolio a pagar un precio más justo, no advirtió que el coloniaje interior respondía al coloniaje exterior y que cualquier medida revolucionaria estaba condenada al fracaso. En ese momento Carranza enfrentaba la lucha por obtener mayores ventajas del petróleo y también se vio obligado a transar para evitar una invasión armada.

Los dueños de las plantaciones de algodón en el sur de los Estados Unidos pudieron, al menos, contribuir a la grandeza material de su país con el trabajo y el dolor de los negros. Pero los hacendados yucatecos envilecían y brutalizaban a los mayas para que la International Harvester se transformara en un gigante industrial. Su desprecio por los indios era equiparable al que los monopolistas sentían por ellos. Yucatán fue una simple colonia de los Estados Unidos.

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El Yucatán que encontró Cárdenas

En 1935, Yucatán se asemejaba todavía a una isla. Sólo dos pequeños vapores hacían un servicio regular entre Veracruz y el puerto de Progreso, desde donde los barcos continuaban transportando las pacas de henequén para ser industrializadas en los Estados Unidos.

La situación no había cambiado gran cosa desde 1920. La "casta divina" seguía creyéndose, a pesar de haber perdido el monopolio de las fibras duras, el grupo más capacitado técnicamente en cuestiones henequeneras, lo que no dejaba de representar una fanfarronería pues los ingleses de Kenia y de Tangañica habían logrado polinizar las flores del escapo y producir, en menos tiempo, híbridos que rendían fibras más largas y resistentes, mientras los hacendados yucatecos mutilaban el escapo y aprovechaban únicamente los hijos de las raíces que reproducen los caracteres de la planta madre sin ninguna variación. Si botánicamente no habían evolucionado, tampoco lo hicieron en materia de cultivos o de comercialización. Sembraban y cosechaban al viejo estilo, utilizaban maquinarias obsoletas a base de remiendos y un agente de las grandes empresas cordeleras de los Estados Unidos les compraba la fibra a precios muy bajos, obteniendo para él enormes ganancias.

Los hacendados vivían, y vivían bien, gracias al trabajo de sus peones. Ya no necesitaban darles de latigazos ni engancharlos a la fuerza como en los tiempos porfiristas, incluso en la bancarrota había demanda de trabajo, y les pagaban un salario miserable por tumbar el monte, sembrar las pequeñas matas, desyerbar el henequenal, construir albarradas, cortar las pencas, desfibrarlas, secarlas y acarrearlas a la bodega.

En un Yucatán carente de industrias, sólo existía una delgada capa de profesionistas, comerciantes y empleados de gobierno entre los ricos hacendados y los millares de peones, lo que daba la impresión de estar en un extraño país donde los contrastes se presentaban brutalmente. Los indios seguían viviendo en las mismas cabañas que figuraban en los tableros de Uxmal y los ricos en sus palacios afrancesados. Hombres sensuales, refinados y codiciosos, los ricos creían que el mundo estaba dividido naturalmente en señores y sirvientes. Les pagaban sólo lo suficiente para comprar alcohol y no perecer de hambre y se creían sus benefactores. Los indios, a su vez, parecían empeñados en suicidarse, embriagándose hasta la muerte. De su antigua grandeza conservaban el amor al baño, seguían consultando a sus brujos y rigiéndose por la magia, pero sus hermosos rostros de dioses caídos y su extremo desamparo irritaban mucho más cuando se comparaban las grandiosas obras del pasado a su actual decadencia.

Cárdenas, la Revolución

Al general Cárdenas no se le había olvidado el asombroso mundo de Yucatán. "La Revolución —había dicho— quiere que se cumplan firmemente los preceptos agraristas en todo el país. . . ¿Que no se han dado las dotaciones en Yucatán porque las tierras afectadas por la resolución presidencial están cultivadas de henequén? Digo a ustedes, en nombre de la Revolución, que las tierras deberán darse, para que ustedes mismos sigan cultivando el henequén."

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En abril de 1935, el Banco Nacional de Crédito Agrícola había iniciado sus trabajos con órdenes terminantes de llevar a cabo el diferido reparto de tierras. Pero los hacendados, agrupados en la Asociación Defensora de la Industria Henequenera, no habían olvidado la amenaza del Presidente, y su propósito consistía, según lo hizo notar el gobernador Fernando López Cárdenas, "en provocar toda clase de conflictos que mantuvieran ocupadas a las autoridades y retardaran la entrega de las tierras".

El problema del reparto era teóricamente difícil. La industria del henequén, planta que da su primera cosecha de hojas a los siete años de sembrada y termina su ciclo hasta los 20 o 24, debe utilizar un espacio suficiente para tener plantas en crecimiento y plantas en producción que le permita operar siempre sus máquinas.

Al principio el Banco distribuyó tierras en cultivo y tierras en producción, lo cual provocó una desigualdad que trató de corregirse más adelante. Sin embargo, el problema de los equipos industriales relegó a un segundo término el reparto. Los hacendados se negaron a desfibrar las pencas de los ejidatarios y recurrieron al amparo.

Al perderlo, los orgullosos miembros de la "casta divina" terminaron de perder la cabeza. Simularon contratos de venta entre sus parientes y amigos, inutilizaron sus maquinarias ocultando piezas o destruyéndolas, ordenaron cortes exhaustivos de hojas, organizaron motines y conjuras que motivaron la caída de dos gobernadores.

A pesar de esta agitación, el Banco de Crédito Agrícola repartió, de 1935 a 1937, 30 mil hectáreas de henequén y 450 mil de terrenos incultos, organizó el 66 % de los ejidos, sembró 237 mil mecates [11] con un desembolso de siete millones de pesos y dio asistencia médica a cerca de 20 mil campesinos.

El 8 de agosto de 1937 el Presidente anunció en Yucatán su programa agrario: los ejidos serían trabajados en forma colectiva y dotados de créditos, laboratorios de investigación industrial, hospitales, caminos, servicios sociales y un Instituto Agrícola destinado a los hijos de los ejidatarios. Los hacendados dispondrían de sus 150 hectáreas inafectables y se les comprarían sus equipos industriales.

Desgraciadamente en Yucatán, a semejanza de La Laguna, hubo demasiada gente no campesina que solicitaba tierras y como por añadidura se respetó la ley de entregar parcelas situadas a siete kilómetros de los poblados, la unidad de la hacienda quedó destruida y los henequenales sobresaturados.

De la totalidad de núcleos ejidales, según la estimación del ingeniero Manuel Mesa, 53 tenían planteles en explotación, 2 con henequén en cultivo, 197 necesitaban cuantiosas refacciones para corregir el desequilibrio en que se encontraban los plantíos, 45 recibieron tierras muy distantes de los poblados y sólo 10 mantenían la extensión adecuada.

Esta deficiencia originó un verdadero caos. Hubo demasiada gente distribuida en ejidos ricos y en ejidos pobres. El Banco de Crédito Ejidal, que sustituyó en agosto de 1937 al Banco de Crédito Agrícola, consolidó la reforma agraria organizando sociedades de crédito, prestó grandes' sumas y sembró mucho henequén, pero no logró corregir la desigualdad inicial ni realizar todo lo dispuesto por el general Cárdenas.

En los primeros meses de 1938, cuando el conflicto petrolero absorbía la atención del Presidente, el gobernador Canto Echeverría, deseoso de librarse de la tutela del Banco Ejidal, propuso que en lugar de emprender un costoso reacomodo se suprimiesen las arbitrarias divisiones de los ejidos y se creara con ellos un Gran Ejido, "una descomunal hacienda de 60 mil trabajadores donde no hubiera ejidos pobres ni ejidos ricos y donde todos gozaran de salarios proporcionales y de iguales oportunidades".

"Para administrar el Gran Ejido debería crearse una asociación llamada Henequeneros de Yucatán, gobernada por un consejo directivo compuesto de tres vocales que

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representaran a todos los productores del henequén —fueran éstos ejidatarios, hacendados, o medianos y pequeños propietarios—, un presidente —el propio gobernador o su representante— y un vicepresidente, que estaría investido con la representación del gobierno federal. Henequeneros tendría un gerente que nombraría el gobernador y se compondría de tres departamentos esenciales: el comercial, encargado de la venta y exportación de la fibra; el de auditoría; y el agrícola, que debería vigilar y encauzar las operaciones del cultivo a través de un ejército de técnicos y de inspectores.

"Cada planta ejidal estaría bajo las órdenes de un encargado —especie de administrador agrícola— y del comisario —árbitro en materia de política agraria—, que sería elegido democráticamente por los trabajadores de la planta ejidal." [12]

Cárdenas aprobó el plan en abril de 1938 y Henequeneros de Yucatán, subordinada al gobernador, cobró forma. Canto Echeverría sostenía el criterio de que los ejidatarios deberían ser tratados como niños, y puntualizaba: "Día llegará en que la preparación de los campesinos les permita hallar por sí solos el camino de su verdadero interés; pero, entre tanto, la asociación, vigilada por el Estado, tiene que guiarlos en sus dificultades." El gobernador expresaba una verdad a medias: los antiguos peones mayas debían ser guiados por el nuevo organismo, ya que eran incapaces de manejar una industria como la henequenera, pero ¿acaso todas las infamias acumuladas en 400 años no cuentan?, ¿el hombre no las registra? Esos 60 mil mayas suponían una gran masa analfabeta, alcoholizada, fatalista, que requería una intensa educación y un trato revolucionario para alcanzar lentamente una nueva vida. Sin embargo, esto no fue posible. Henequeneros de Yucatán se transformó en un organismo burocrático, encaminado a reforzar el poder político del gobernador en turno.

Los ladrones, la contrarrevolución

Yucatán ha sufrido, a partir de 1940, una degradación y una caída semejantes a las que sufrieron los viejos mayas. El gobernador Canto Echeverría devolvió a los hacendados sus trenes de raspa confiscados. Cierto, ya no fueron los señores feudales de otras épocas, pero recobraron algo de su antiguo poder. Dueños de la maquinaria, desfibraban sus pocas pencas, las que podían robarse y las que les entregaba Henequeneros de Yucatán, el organismo sucesor del Banco de Crédito Ejidal.

A Canto Echeverría le sucedió el rapaz gobernador Ernesto Novelo Torres, ex seminarista que se hizo millonario aprovechando el auge de la segunda Guerra Mundial, y robándose haciendas, bodegas de los ejidatarios y hasta las estatuas de los jardines públicos. El gerente de Henequeneros, Rafael Salazar Trejo, un contador que acostumbraba decir: "Robar a los ejidatarios no es robar, porque ellos también son unos ladrones", sólo el día 7 de febrero de 1944 se hizo de once casas, según consta en el Registro Público de la Propiedad de Mérida; como acumulara tal número de ellas y construyera una iglesia, el pueblo le adjudicó dos apodos con que lo hizo famoso: "Don Rafael de las Casas" y "El buen ladrón", y a su palacio lo llamó "Villa Descaro". [13]

Y comenzó la danza de los millones. Dando el ejemplo el gobernador y el gerente, robaban todos: los funcionarios, los empleados, los hacendados, los ejidatarios. Las nóminas de Henequeneros crecieron en el papel desmesuradamente, se cobraba por trabajos nunca realizados y a los 35 mil ejidatarios se les fijaban dos tareas a la semana a precios irrisorios.

Del total de las ventas de henequén, los hacendados 500 familias— percibían el 31%, la burocracia de Henequeneros el 25.66%, los impuestos se llevaban el 19.41%, y 35 mil

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ejidatarios, el 24.66%. Ocho años después, en 1951, el productor recibía $ 20.00 por un mecate de henequén, en tanto que el hacendado obtenía $ 78.70 por su leonino contrato de maquila.

Al mismo tiempo se fue creando una poderosa empresa cordelera de particulares que industrializaba la producción de la fibra y la vendía al exterior, de modo que durante muchos años, dicho de una manera general, ganaban millones el intermediario que vendía los productos a las cordelerías norteamericanas, el gobernador a quien se le daba un por porcentaje por las ventas, los hacendados, los cordeleros y los altos funcionarios de Henequeneros, mientras que 35 mil o 40 mil ejidatarios obtenían $ 21.00 semanarios, la mitad de los cuales la gastaban en alcohol para escapar de su infierno.

En el régimen del señor Ruiz Cortines se eliminó el costoso aparato de Henequeneros y de nuevo el Banco de Crédito Ejidal quedó encargado de dirigir los trabajos del campo y de vender la fibra a los cordeleros, y en el del señor López Mateos se compraron algunas de las viejas máquinas de éstos y se constituyó una empresa estatal moderna: Cordemex. Ahora, dos empresas federales —el Banco y Cordemex— eran prácticamente los dueños de la economía; pero, en realidad, desde su nacimiento debía presentirse que serían dos empresas ruinosas a causa de las estructuras de la industria henequenera.

Los 35 mil ejidatarios, ya excesivos en el tiempo de Cárdenas, habían subido a 80 mil al final del periodo de Luis Echeverría —porque todo hijo de ejidatario, al cumplir los 16 años según la ley, principia a recibir un salario llamado eufemísticamente anticipo— cuando bastarían 28 mil trabajadores para cubrir una extensión sembrada de 250 mil hectáreas.

Tenemos así la primera paradoja: faltan henequenales, sobra gente, lo que nos lleva a una segunda paradoja: la zona henequenera tiene teóricamente un millón de hectáreas, de las cuales sólo se cultiva una fracción, y esta segunda paradoja nos conduce a su vez a una tercera: lejos de sembrarse más henequén, se siembra menos. Si de 1964 a 1976 se produjeron anualmente 140 mil toneladas, en la actualidad se obtienen 100 mil y la producción tiende a decrecer, de manera que en 1980 Cordemex, la principal industria de fibras duras del mundo, carecerá de materia prima, y ya comenzó a perder dinero, pues cada kilogramo de hilo agrícola le cuesta producirlo $ 12.50 y debe venderlo a $ 10.50, con una pérdida, en el año de 1977, superior a los 315 millones de pesos, mientras el Banco de Crédito Rural perdió unos 500 millones, lo que constituye la cuarta y última paradoja.

En el campo mexicano, tan cargado de contrastes y paradojas, Yucatán es un caso límite: aunque tiene millares de hombres desocupados, millares de hectáreas sin aprovechar y la mayor industria cordelera del mundo, la Federación debe gastar 800 millones de pesos, no en producir, sino en dar limosnas suficientes para sostener la miseria ominosa de medio millón de mayas. Se trata, sin duda, de una estupidez criminal, de la que no hay quizá ningún otro ejemplo en el mundo.

Por el contrario, en Cuba, al sur de Matanzas yo he contemplado un ejemplo de lo que se debe hacer con esa roca calcárea de Yucatán, al parecer tan ingrata y tan difícil de cultivar. Sabiendo los cubanos que debajo de la roca caliza existen grandes mantos acuíferos —semejantes a los de Yucatán—, excavaron pozos y cepas. Luego plantaron naranjos en extensiones cuadrangulares de 500 hectáreas y construyeron en el centro una escuela secundaria. Los mismos estudiantes se encargan de sembrar, injertar, podar, cortar y empacar las naranjas. Éstas se exportan a los países socialistas, que sólo consumen kilo y medio de cítricos anualmente en tanto que los europeos y los norteamericanos consumen 25 kilogramos.

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He aquí una lección —una entre tantas— de lo que se podía hacer en las malas tierras de Yucatán. En las peores tierras, gracias al agua es posible cultivar cítricos, frutales, verduras, sembrar pastos y extender la ganadería; organizar la pesca, muy abundante en las costas; ensayar nuevos cultivos de maíz, sorgo y frijol, con sistemas mejorados, en las tierras del sur; aumentar considerablemente los viveros y los henequenales, ensayando nuevos experimentos botánicos, como los que hicieron los ingleses en Kenia y en Tangañica, y transformar la Península en un formidable productor de alimentos y fibras duras.

Se alegará que no hay dinero para obras tan costosas, y debemos decir que sí lo hay. Los centenares de millones que se gastan en sostener de mala manera a los mayas podrían comenzar a financiar programas bien meditados. La situación no cambiará en dos o tres años; pero sí en diez o en quince, si somos lo bastante sensatos a fin de dividir un ejido gigante —incapaz de ser manejado, según se ha demostrado en 40 años— en adecuados planteles dotados de sus máquinas raspadoras, reducir el número de los ejidatarios que pesan sobre el castigado henequén y distribuirlos en los nuevos campos, fundar escuelas técnicas, no manipular a los ejidatarios con fines políticos, preparar cuadros capaces y castigar a los ladrones, ocupen el cargo que ocupen.

Las causas que han motivado el desastre no son privativas de Yucatán. Son de toda la República. Ningún ejido colectivo logrará prosperar nunca si no es autosuficiente económicamente, si no emplea la mayor mano de obra posible, si no forma cuadros eficaces y honestos, si no cuenta con mercados seguros, en suma, si no dispone de una organización eficiente y una moral. O se emprende todo eso ahora mismo, que no. está fuera de nuestro alcance, o la situación de la Península seguirá deteriorándose hasta el grado de que la violencia, ya muy visible, estalle y provoque conflictos de proporciones incalculables.

Yucatán nunca será grande mientras arrastre medio millón de mayas y los condene al sufrimiento y a la ruina. Los hacendados demostraron que su sistema de esclavitud no tenía salida. Cárdenas demostró que esa salida existía destruyendo la hacienda, convirtiendo al siervo en hombre libre, dándole maquinaria, créditos y escuelas, así como directivas para organizar la producción y para mejorar socialmente a los ejidatarios, pero su proyecto redentor lo fue destruyendo el sistema de corrupción que ha imperado en Yucatán durante 40 años.

El caso del Yaqui En la Navidad de 1973 asistí, acompañando al presidente Echeverría, a una junta de

agricultores del valle del Yaqui. El centro de la enorme sala estaba ocupado por los ejidatarios —confusa mancha de un azul desvaído—; en los bordes, con los brazos apoyados sobre pequeñas mesas y con caras arrogantes y duras, se hallaban los grandes propietarios, y en un rincón se advertía la mancha reducida y oscura de los indios.

Me volví a Echeverría y le dije:

—Mire usted, señor Presidente, la composición de esta sala es la composición social y económica del valle. La masa sufrida de los pobres ejidatarios, los pocos barones de la tierra dominando la escena, y allá lejos, casi inadvertidos, los indios yaquis, o mejor dicho lo que hemos dejado de los indios yaquis.

—Sí —respondió el Presidente—, pero debe usted considerar que estos ricos propietarios, excepcionales agricultores, producen la mitad del trigo de la República.

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—Serían extraordinarios en Australia o en Canadá; en un México sobresaturado de campesinos sin tierra, son el principal obstáculo del progreso.

Y ésta es la verdad, no sólo aquí sino en todo el país. Los indios han sido combatidos, cazados, expulsados de sus tierras y sustituidos por los hombres crueles y capaces que esa mañana apoyaban sus fuertes brazos sobre las mesas y miraban desafiantes al conjunto. Hay un destino que se cumple siempre con la fatalidad del lugar común: el fuerte devora al débil, aunque estos yaquis y sus parientes los mayos y los ópatas no eran precisamente ni pocos ni débiles. Enfrentados al pequeño monstruo Diego Martínez de Hurdaide, en el siglo XVI, y a sus mosquetones y espadas de acero, tendían el arco gritando:

—Mata, que muchos somos.

Dueños de la vasta llanura limitada por los ríos Yaqui y Mayo, cercados de sierras y desiertos salvajes, vivían cultivando el maíz, el frijol y la calabaza en los ricos limos de las crecidas. El desierto les daba pitahayas, tunas, magueyes, caza abundante, y peces variados los ríos. Los principales y los chamanes, muy reverenciados a causa de su valor o de su dominio de la magia, vestían pieles de venado, de tigre, o telas de algodón que sabían tejer sus mujeres. No conocían el robo, la mentira, el miedo, el asesinato, ni la propiedad; pero estas virtudes, y otras muchas que ha descubierto Carlos Castaneda, estaban compensadas por el hecho de vivir en un oasis, y como ese oasis, no importa qué lejano se encuentre, despierta la ciega cupiditia propia de los cristianos civilizadores, el destino de los indios y de los blancos era cosa previsible.

La conquista del Norte

Todo el romanticismo que caracterizó a la conquista de México se desvanecía ante la conquista del Norte. Aquí y sobre todo en la región del noroeste no existían grandes imperios, buenas tierras o climas templados, sino ásperos desiertos y tribus belicosas.

El virreinato deseaba someterlas y extender las fronteras del reino, pero carecía de soldados y de recursos. Eran muy pocos los españoles que aceptaban combatir a los indios sin el incentivo de un cuantioso botín y el capitán Diego Martínez de Hurdaide iba lentamente reduciendo a los ocorines, los sinaloas, los seris, los bacohíbos, los zuaques o los mayos. Nada era previsible en aquella lucha. No bien se "pacificaba" una región —pacificación sustituía a conquista— se levantaba otra, de tal modo que al principiar el siglo XVII se habían registrado mucho más de 150 alzamientos.

Las hostilidades con los yaquis se iniciaron cuando el cacique sinaloa Juan Lautaro y el cacique zuaque Babilomo, acosados, buscaron un refugio en la nación yaqui, y Hurdaide los reclamó. La belicosa tribu se negó a entregarlos. El capitán español dio la media vuelta sin ofrecerles batalla, pero más tarde mandó como emisarios de paz a varios indios de la tribu tequeca y a dos mujeres ya bautizadas. Los yaquis se apoderaron de las mujeres y de los caballos y dieron muerte a varios emisarios. El "honor" de las armas españolas no podía sufrir esta nueva afrenta. Diego Martínez de Hurdaide alistó cuarenta jinetes —con sus caballos cubiertos de cuero— y dos mil indios aliados, cristianos o gentiles, y llegado al río Yaqui hizo una nueva propuesta de paz. Al amanecer los indios atacaron. Se combatió todo el día y Hurdaide, tragándose su orgullo, decidió volver una vez más a su villa de Sinaloa.

Un año después, en 1609, preparó una tercera salida, llevando cincuenta jinetes y cuatro mil aliados. Se guardaban las fórmulas. Esta vez invistió a sus negociadores con un salvoconducto que ostentaba cuatro sellos y merecía el mayor respeto, pero un indio

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tomó el sacrosanto papel, se lo ató al trasero y se paseó con él, provocando grandes manifestaciones de hilaridad.

Al amanecer, los yaquis atacaron con su furia acostumbrada. Literalmente llovían las flechas. Si los españoles lograban rehacerse y pasar a la ofensiva, los indios cruzaban el río y poco después regresaban aniquilando a los aliados.

Hurdaide comprendió que debía levantar el campamento y emprender la retirada por la vega arbolada del río mientras él trataría de protegerla permaneciendo en la retaguardia con los suyos.

Los yaquis redoblaron el acoso. Más de la mitad de los españoles cortaron los caparazones de sus caballos y emprendieron la fuga. Hurdaide, que había logrado escapar a un lugar más seguro, gritaba:

—¡Ea, hijos! ¡Ea, españoles! Recojámonos a este puesto y peleemos como tales, y haya orden en valernos de nuestros arcabuces y de la pólvora que nos ha quedado, y váyanse disparando, no todos juntos, sino en el orden que yo diere.

Hurdaide tenía cinco heridas, en las manos y en la cara; una flecha le había traspasado la visera del yelmo y el sol del verano hacía arder su armadura; para ahuyentar la sed mantenía una bala de plomo en la boca.

Como los yaquis incendiaron la pradera con el fin de ultimarlos, Hurdaide, ante el peligro, prendió fuego a las yerbas vecinas de modo que cuando las llamas del primer incendio alcanzaron su refugio se extinguieron por sí solas, y así lograron salvarse. Pero esto no pasaba de ser un respiro. Había llegado la noche y el cerco se iba estrechando. Al capitán se le ocurrió entonces una última estratagema: liberó a los caballos heridos, que arrancaron hacia el río, y los indios se lanzaron en su persecución mientras él, dejando abandonados a sus aliados, emprendió el camino del sur. No alcanzó a huir: quedó rezagado en compañía de otros soldados heridos y murió.

Se dijeron misas por su alma y un soldado entregó un papel hecho del taco de un arcabuz, escrito con un palo y agua mezclada con pólvora, donde Hurdaide —aún esperanzado de salvarse— decía: "Dios perdone a esos hombres que me desampararon y pusieron a riesgo toda esta provincia. Yo y los soldados que conmigo quedaron, aunque heridos, estamos con vida y vamos caminando poco a poco por el cansancio de los caballos y de los heridos; y por que no se haga alboroto en la provincia con las nuevas que llevarían, despacho por la posta a este soldado que me ha sido muy fiel."

El padre Ribas, autor de Triunfos de Nuestra Santa Fe, comentó la derrota escribiendo: "Una nueva tan infeliz como ésta, fue de muy grande tristeza y levantó un alarido y llanto común, con que todos se lamentaban: las mujeres que quedaban viudas en tierra tan desamparada; los hijos, huérfanos de padres; la provincia, de los mejores soldados de aquella frontera; muerto el capitán, queda el terror de naciones inquietas; y la cristiandad, expuesta a riesgos manifiestos de acabarse y de perderse." [14]

A los indios, en realidad no los pacificaron las armas, sino la visión de un barco grande, semejante a una casa, que vieron en el mar y juzgaron cosa de magia. Los españoles propalaron amenazas, y finalmente, en 1615, los indios firmaron las paces y aceptaron a los primeros misioneros.

El padre Kino Este jesuita italiano —nació el año de 1645 en Segno, provincia de Trento— se

llamaba Eusebio Chinus, y como siendo todavía muy joven San Francisco Javier hizo el milagro de curarle una grave enfermedad, tomó su nombre. Más tarde, al percatarse de que en España, Chinus sonaba casi como chino, que en la Nueva España designaba a una de las castas más despreciables, lo cambió por Kino; de esta manera el antiguo Eusebio Chinus se convirtió en el legendario padre Eusebio Francisco Kino.

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Su presencia en México obedece también a un equívoco. Habiéndose armado dos expediciones, una a Filipinas y otra a la Nueva España, Kino por un juego de azar perdió, contra su deseo, la posibilidad de emprender evangelizaciones en las verdaderas Indias y aceptó obediente pasar a las falsas Indias.

Kino estudió en Alemania matemáticas, geografía, teología, y deslumbrado por el resplandor del Oriente, rechazó la propuesta que le hizo el príncipe elector de Baviera de ser profesor de matemáticas en la Universidad de Ingolstadt.

Este resplandor —posiblemente había leído los viajes de Marco Polo— se trocó en otro resplandor. A las ciudades del Gran Kan, con sus cortes soberbias, sucedieron las ciudades invisibles del reino de Cibola, es decir, Sonora, Arizona y las Californias, con sus pesquerías de perlas y sus tribus de indios que corrían armados de lanzas y flechas a lo largo de los ríos caudalosos, de los litorales —rocas blancas, mares azules— y de las cactáceas del desierto.

Kino vivió 24 años en ese mundo y se puede decir que estuvo más tiempo a caballo que sobre los pies. Dormía en unas pieles de carnero, bajo una manta tejida por los indios y sirviéndole de almohada su aparejo. Tenía sólo dos camisas, y las usaba hasta que se le caían a pedazos; tomaba sus alimentos sin sal, mezclados con yerbas amargas. Rubio, delgado y musculoso, sus ojos garzos y ardientes causaban el temor reverencial de las tribus que lo seguían siempre y le hacían enramadas, o balsas de troncos donde el Padre, sentado en una canasta, cruzaba los ríos.

Demostró que la California de Hernán Cortés no era una isla, sino una península, y levantó mapas de una enorme región que comprende de Sinaloa a la Alta California. Fundó las misiones de Nuestra Señora de los Dolores —la Misión Madre como él la llamaba—, San Ignacio de Caborca, San José de los Mimuris, Nuestra Señora de los Remedios, Santiago de Cocóspera, Santa María Magdalena, San Miguel de Tupo, San Pedro de Tibutama, San Antonio de Oquitoa, San Lorenzo de Sarie, San Ambrosio de Tucubabia, San Lázaro, Santa María y San Javier del Bac, y congregó a los naturales en más de treinta pueblos.

Enseñó el cultivo del trigo, de las hortalizas, de las vides y de los frutales; la crianza de vacas, carneros, cabras, mulas y caballos, y oficios en sus talleres de herrería y de carpintería. Todo se hacía por primera vez y todo estaba marcado por el extraño don del fundador de pueblos. Kino era el principio, el "comienzo" de un nuevo tiempo, el acceso a otro orden de la existencia humana. El ganado, la vaca en el pesebre, el caballo que habla de cambiar la vida de los indios, la pradera de trigo, la carreta, el lagar, toda su labor la acompañaba con sus sueños de alcanzar el Oriente por el mar de Hudson, sus tareas de cartógrafo, sus viajes de veinte leguas a través de los desiertos y su anhelo de establecer un imperio gobernado por las milicias de Cristo.

El 15 de marzo de 1711, cuando su pelo rubio era ya blanco, murió en la misión de Santa María Magdalena, acostado sobre su aparejo y sus pieles de carnero. Al desvanecerse el espejismo del Oriente, Kino creó su propio mito y le dio una hermosura nueva a los desiertos del norte de México, hermosura que todavía permanece a pesar de todas nuestras infamias.

El término de la paz Los yaquis estuvieron en paz de 1615 a 1735, durante el gobierno de los jesuitas. La

vida giraba en torno de la misión, con sus tierras trabajadas por los indios y el resto cultivadas comunalmente. De hecho constituían un estado libre gobernado por sus

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propias leyes y autoridades, hasta que el gobernador Huidobro implantó la alcabala y la adjudicación legal de las tierras indias.

Que sus amadas tierras fueran dadas a los "yoris" —los blancos— era mucho más de lo que podían soportar los yaquis, y con cualquier pretexto estalló una guerra entre el Estado y los blancos por un lado y la Iglesia aliada a los indios por el otro.

Muy atrás quedaron las contiendas del siglo XVI. El virreinato se había fortalecido y no podía tolerar el poder creciente de los jesuitas ni que un inmenso y rico territorio se hallara sustraído a su soberanía.

Huidobro y su parentela eran codiciosos propietarios y estaban bien armados. En una batalla, el guerrero Baltasar abrió una entrada a la trinchera enemiga y la defendió con su cuerpo, sin retroceder un paso, quedando allí hecho pedazos.

Poco después, su compañero Juan Calixto sufrió dos derrotas. En la segunda murieron tres mil mayos y yaquis. Sus huesos blanqueaban el cerro de la batalla, que desde entonces se bautizó con el nombre de Oteancahui o Cerro de los Huesos.

Se volvió a negociar la paz. Los indios ya no dependían tanto del gobierno jesuita sino de las autoridades españolas, peto conservaron sus caciques, sus tradiciones y una parte de su territorio.

La expulsión de los jesuitas, en 1767, señaló el fin de su imperio eclesiástico y el principio de un tiempo de saqueos y de afrentas: el valle quedó sembrado de huesos; desaparecieron los ganados y los cultivos.

Los indios no eran cristianos. Se había operado en los yaquis, y en otras tribus del noroeste un inmenso sincretismo: bajo la apariencia del culto católico seguían vivos los antiguos patrones religiosos. Los mitos de los cazadores regían su vida. Aceptaron a los "padres negros" como a nuevos chamanes que dominaban otras artes mágicas, pero en el fondo no habían cambiado mucho: seguían manteniendo sus largas cabelleras, sus curanderos y sacerdotes, y su orgullo irreductible; sabían montar y disparar sus armas de fuego.

El Siglo de las Luces Casi todo el Siglo de las Luces estuvo dominado por el redoble de los tambores de

guerra. Juan Banderas, o Jusacamea Banderas, a causa de unas contribuciones se rebeló en 1825, 1826 y 1832. Desgraciadamente, ya sin los cronistas jesuitas, poco sabemos de Banderas. Fue el primer cacique que enseñó a los yaquis a fabricar pólvora y cambiar el arco y las flechas por las armas de fuego, y logró que los blancos respetaran sus leyes, lo autorizaran a gobernar, con el título de General del Yaqui, e incluso que le pagaran por esto. "Enriqueció —escribe Claudio Dabdoub— las poblaciones ribereñas con el botín arrancado a otros pueblos, lanzó de sus dominios a la gente de razón y a su raza le dejó como herencia la convicción de su influencia en los destinos regionales, creencia que ha llegado a verificarse en el curso de varias generaciones." [15]

Luego sobrevino ese periodo en que los mexicanos se miraban como enemigos mortales y combatían divididos entre federalistas y centralistas, liberales y conservadores, yorquinos y escoceses, republicanos e imperialistas, o simplemente entre partidarios de un gobernador o de su rival, y como no tenían otra idea que la de aplastarse, trataban de atraer a los indios con promesas que nunca les cumplieron.

Si bien los indios nada sabían de aquellas razones o sinrazones por las cuales combatían los "yoris", luchaban con unos o con otros, y éste era un modo de hacerse presentes y de mantenerse en pie de guerra, pues desaparecidos los españoles, nosotros

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—los blancos— seguíamos despojándolos de sus tierras y aprovechando la menor ocasión para deshacernos de ellos.

Sin embargo eran muchos, y los sonorenses trataron de dominarlos recurriendo a la colonización sin ningún resultado. Al año de vencido el imperio de Maximiliano, un tal coronel Bustamante derrotó a una partida, haciéndoles 33 muertos y 33 prisioneros. Tres días después se presentaron 600 indios a solicitar la paz y fueron encerrados en la iglesia. Bustamante dice que trataron de escapar, y por eso mandó disparar su artillería frente a la puerta: se incendió la iglesia y murieron 70 indios.

Con este episodio concluyó un primer genocidio. Los indios eran echados a los montes, se les asesinaba, se les confiscaban sus ganados, pero en aquel momento surgió otro cacique, llamado Cajeme, y este Cajeme, que en lengua cahíta significa abstemio, habría de levantar a su pueblo y convertir en una realidad momentánea la frase de que "el Yaqui era para los yaquis. . . o para nadie".

En 1881, el general Bernardo Reyes, jefe de la Primera Zona Militar —que comprendía Sonora, Sinaloa y Baja California—, escribía al secretario de Guerra: "Al ocuparse el Yaqui y el Mayo, de cualquier modo que sea, se va a tropezar con dificultades para satisfacer la avidez de todos los que han denunciado terrenos allí; pues tengo datos donde consta haberse hecho denuncias que exceden en mucho a la extensión de tierra que esos ríos abrazan; y de atender esos denuncios, quedarán sin nada absolutamente los desgraciados indios, desposeídos entonces hasta de lo más necesario para vivir."

El gobierno hizo poco caso de la advertencia de Reyes. Ya el año anterior se envió una comisión geográfica para deslindar y distribuir las tierras de los indios, inútilmente. Cajeme rechazó varias acometidas de los soldados del ejército federal y de las fuerzas del estado, lo que le permitió lograr una tregua hasta 1883, cuando el general Luis Torres fue nombrado gobernador.

Se vivían las películas del Oeste medio siglo antes que Hollywood explotara este filón de aventuras interminables. El Estado, imbuido de liberalismo, no podía sufrir que una tribu de "salvajes" se sustrajera a su soberanía y constituyese una nación aparte. Mero pretexto legalista, pues muchos pequeños grupos de indios habitantes del noroeste desconocido —seris, tarahumaras, coras, huicholes— se consideraban también naciones diferentes sin que ello importara nada al gobierno central, porque esos indios vivían en desiertos y en sierras estériles y apartadas. En cambio los yaquis poseían un rico valle, que no sólo atraía a los sonorenses, sino a muchos aventureros norteamericanos.

Había más denuncios que tierra y más soldados que guerreros yaquis. Cajeme cobraba tributos, compraba armas y pólvora, ejercía una autoridad que resentían otros grupos y no le faltaban enemigos. El gobierno se aprovechó de esa circunstancia. Loreto Medina, su antiguo teniente general, acompañado de otros muchos traidores —entre ellos los Yorigelipe, Nacho Pelado, Modesto "el Panadero", Agustín Guapo, Franco "el Guabosi"— asaltó y quemó la casa de Cajeme. Y cuando éste pretendió que el gobierno le aclarara si era cómplice de Loreto Medina, Torres le habló de procedimientos judiciales y el General del Yaqui inició la guerra quemando unos barcos confiscados y destruyendo una multitud de aldeas.

El gobierno movilizó 2 200 soldados y guardias nacionales. Cajeme cavó trincheras, preparó estacadas y trampas de lobos, juntó ganados y maíz e hizo traer a las santas imágenes de las iglesias para que combatieran de su parte.

Se sucedieron las batallas. Por primera vez los "yoris" emplearon ametralladoras y granadas. Los indios tenían algunos rifles, escasas pistolas y sobre todo flechas. No pudiendo dejar a sus mujeres, a sus niños y a sus ancianos al arbitrio del enemigo, los llevaban consigo a sus lugares fortificados y juntos peleaban. Durante meses y años resistieron las embestidas de los "yoris". Disparaban sus flechas y sus carabinas con una

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puntería admirable, sin alardes, casi de un modo impasible, y sólo el redoble ininterrumpido de sus tambores permitía a los blancos calcular su decisión de que "el Yaqui era para los yaquis. . . o para nadie".

Se encontraban cercados y los ganados, el maíz, la pólvora se terminaban. En un último encuentro en que los "yoris" 1 276 soldados, 76 oficiales, 26 jefes y 5 generales, armados de cañones rayados de 7 cm, ametralladoras y granadas— estaban decididos a ultimarlos, los indios ya eran espectros de sí mismos. Enfermos —había estallado una epidemia de viruela—, hambrientos, carentes de municiones, unos se desbandaron, organizándose después en pequeñas partidas, y otros se rindieron, entregando sólo sus flechas y sus rifles inservibles.

En junio de 1886, unos yaquis, prisioneros en campos de concentración, huyeron, robándose unas mulas, y sorprendieron a unos indios traidores, a los que ahorcaron de los árboles con los salvoconductos puestos entre los dientes. Se encendió la guerra. "Yoris" y yaquis peleaban cuerpo a cuerpo. Terminada la lucha, los indios, según la costumbre azteca, se llevaban a sus muertos y a sus heridos, y los soldados los perseguían siguiendo los rastros de sangre dejados en las rocas.

El 19 de octubre Cajeme escribió una carta al general Juan Hernández aceptando la paz que le proponían "bajo la condición de que dentro de 15 días se retiren todas las fuerzas del gobierno... y de no hacerlo así, pueden ustedes obrar de la manera que les convenga, yo en unión de mi nación estamos dispuestos a hacer la última defensa que hacen todos los hombres, por ser un deber sagrado que sostiene el hombre hasta la última diferencia".

Se desechó su pretensión y la guerra continuó. A Cajeme lo distinguía entre los suyos esa cualidad un poco fantasmal de desaparecer y reaparecer en un lugar impensado. Sólo una vez, el renegado Pablo Matus —¿pariente lejano de don Juan Matus, el maestro brujo de Carlos Castaneda?— logró sorprenderlo. Los dos sacaron sus armas y dispararon. Cayó muerto el caballo de Matus y continuó el tiroteo. Al advertir que se le venía encima el resto de la columna, Cajeme desapareció, y lo persiguieron en vano durante varios días.

Pero su causa estaba perdida: 4 mil indios se hacinaban ya en los campos de concentración. "Llegaban —escribe el doctor Fortunato Hernández— pálidos, demacrados, hambrientos y desnudos... Los soldados y los jefes los veían con lástima, les daban de comer y era tal la costumbre de mal alimentarse que muchos de aquellos infelices, que devoraban con avidez lo que les daban, morían en seguida de haber comido."

Ninguno se quejaba. Ni siquiera los niños lloraban de hambre; muchos hombres preferían seguir combatiendo en los bosques, otros vagaban extenuadas en la vecindad de Guaymas y Hermosillo, y muchos más se empleaban de peones en los ranchos que iban ocupando sus antiguas tierras, donde los "yoris", urgidos de braceros, incluso los defendían de los soldados, y aun reducidos a la servidumbre, compraban armas con sus miserables salarios y las enviaban a sus hermanos combatientes con la esperanza de recobrar lo que fue suyo.

Conservaban su orgullo encerrándose en un silencio distante. Para justificarse, los "yoris" los acusaban de rebeldes sanguinarios, de fieras irreductibles, 09 perezosos, de ladrones, y comenzaron a mandarlos a las plantaciones de Yucatán y de Valle Nacional, donde morían a centenares.

De cualquier modo morían. "Un bandido —dice Claudio Dabdoub—, puede estar dispuesto a jugarse la vida en un momento dado, pero solamente los grandes idealistas aceptan la miseria hasta la inanición antes que renunciar a sus principios." [16)

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Porfirio Díaz odiaba particularmente a los yaquis del lejano noroeste y a los mayas de la aislada península de Yucatán, los dos extremos de su vasto imperio. Entorpecían su modelo civilizador de entregar las tierras a los latifundistas mexicanos y a los extranjeros. Y desató contra ellos una verdadera guerra de exterminio. Los mayas no pudieron hacer nada en favor de sus hermanos acuchillados en Quintana Roo. Estaban demasiado ocupados en sobrevivir a la esclavitud que les imponían sus amos, los hacendados, y hacía muchos siglos que habían perdido el recuerdo de su antigua grandeza. Los yaquis, por el contrario, estaban acostumbrados a la libertad, y no toleraban la intromisión violenta de los extranjeros. Su lucha era muy desigual, Cajeme, acosado, había buscado un refugio en el pueblecillo de San José Guaymas, y el 11 de abril de 1887 fue denunciado por una mujer india.

Luis Torres ordenó su aprehensión. Se le llevó a la cárcel de Guaymas. Allí los vecinos iban a verlo en peregrinación, como si se tratara de una fiera enjaulada, y se sorprendían mucho de encontrar a un hombre sonriente que enseñaba a leer en español a su pequeño hijo y que respondía bondadosamente a sus preguntas. También acudían muchos indios, que podían observarlo desde una ventana y darle la mano. Una pobre india vieja desanudó su pañuelo y le dio al prisionero una moneda. Cajeme la tomó humildemente con los ojos llenos de lágrimas.

El 21 de abril lo sacaron para conducirlo al vapor que llevaba irónicamente el nombre de El Demócrata. Cajeme portaba un bulto de ropa y pidió que se lo enviaran a su mujer. El jefe de la policía le dijo secamente:

—Nada le pasará. Quédese con su ropa.

—No es tiempo de gastar bromas con un hombre que va a morir —respondió Cajeme.

En una costa salvaje le aplicaron la ley fuga porfirista. Tardó en morir unas horas. Luego los indios recogieron a su muerto y le hicieron grandes exequias. El campo se llenó de hogueras y del redoble intenso de los tambores de guerra. Los yaquis habían perdido otra batalla.

El último caudillo

Después de la muerte de Cajeme los yaquis parecían aniquilados. A Torres, a Ramón Corral, a los jefes autores de la matanza, el gobierno los honró condecorándolos. Dabdoub, partidario de los indios, expresa las ideas que en el mejor de los casos se tenían sobre ellos, diciendo: "Los indios sometidos permanecían herméticos, como estatuas de bronce: testigos impasibles que si sienten o piensan, nadie lo sabe."

Pero los yaquis no estaban vencidos. El sucesor de Cajeme, Juan Maldonado, llamado Tetabiate, no tardó en levantar otra clase de guerra: veinte, treinta indios, armados de carabinas Winchester y Remington, salían de las cañadas y de los bosques, diezmaban a los batallones federales y volvían a desvanecerse.

Al descubrir casquillos nuevos en los sitios donde peleaban, los federales comprendieron que los peones de los ranchos y de las minas seguían abasteciendo a los yaquis, y entonces invadieron las fincas. A pesar de la resistencia de los colonos, el indio sospechoso —todos resultaban sospechosos— era hecho prisionero y castigado. El año 1890, en el mineral La Colorada, los soldados habían apartado a diez indios rebeldes y los tenían cercados, cuando dos de ellos se abrieron paso disparando. Uno logró escapar, el otro quedó muerto. Ante aquella salvaje furia, los soldados eran impotentes. Nunca podían saber el número de las bajas yaquis o tomarles un arma o hacerlos prisioneros. La guerrilla golpeaba y desaparecía llevándose sus muertos, sus heridos, sus mujeres, sus ancianos y sus niños.

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En 93, los grupos de guerrilleros aumentaron a 100 o a 200, lo que acreció su poder. Observaban la marcha de los destacamentos desde muy lejos y elegían el lugar preciso para desbaratarlos. Si alguna vez perdían, se fragmentaban, rehaciéndose más tarde en otro lugar y a un tiempo calculado.

En 97, el coronel Francisco Peinado convenció a Tetabiate de la conveniencia de hacer la paz, que se firmó el día 15 de mayo en la estación Ortiz. Había una multitud y numerosas tropas. A las tres de la tarde una polvareda anunció la llegada de los indios. Al frente uno de ellos llevaba una bandera de seda blanca en que se leía, bordada en oro, esta frase: "¡Viva la paz del yaqui!" Peinado iba vestido de charro, montado en un caballo retinto, y a su lado venía Tetabiate, sobre un caballo colorado y seguido por su estado mayor. Resonaban los tambores. Tetabiate, de 42 años, era un hombre de recia cabellera echada sobre la frente, barba y bigote entrecanos, ojos hundidos, penetrantes, y un aire que revelaba fuerza y voluntad. Llevaba una camisola de seda, un sombrero jarano con toquilla y chapetes de plata y una pistola 44 de cachas de nácar en el cinto. Se le dio algún dinero —compensado con algunos discursos— y se envió a su campamento una orquesta de cuerdas. Él permaneció sentado o andando, sin dormir, recelando una trampa.

En 99, los soldados dispararon contra la gente de Tetabiate, que iba pacíficamente a recoger ciertas armas cuando ocurrió el encuentro. Los ocho pueblos yaquis le escribieron a Torres: "Lo que queremos es que salgan los blancos y las tropas. Si salen por las buenas, entonces hay paz; si no, declaramos la guerra. Porque la paz que firmamos en Ortiz fue con la condición de que se fueran tropas y blancos, y eso todavía no lo cumplen, al contrario, en lugar de cumplirlo fueron a quitarnos las armas." Y el 6 de febrero, Tetabiate le escribía a Peinado: "Nos hará el favor de retirar los campamentos, sin eso no nos podemos arreglar: es tan sencillo como una gota de agua bendita."

Pero el asunto no era tan claro como una gota de agua bendita. Una comisión de ingenieros y jefes de estado mayor a las órdenes del coronel Ángel García Peña arrasaron los bosques, trazaron caminos y tendieron líneas de comunicación para que cerca de 5 mil soldados barrieran con los yaquis y los prisioneros —hombres y mujeres— pudieran ser enviados como esclavos a las plantaciones de Yucatán y de Valle Nacional.

A García Peña le pareció esta orden una medida sapientísima: "Parecerá exagerado decir que uno de nuestros principales enemigos es la mujer yaqui. . . y no cabe duda, pues la madre, que es la que forma los primeros elementos de educación del niño, le engendra desde que principia a tener la primera noción de las cosas el odio al `yori'. Esto es muy sabido y por eso los que hemos luchado con la contumacia de esa raza, no podemos menos que aplaudir con todas nuestras fuerzas esa medida."

Sin embargo, García Peña decía más adelante: "Después de lo anterior expuesto, surge en la mente la idea de que, sacando del estado a toda la tribu sería el remedio radical: y en efecto ese sería sin la menor duda pero traería como consecuencia ineludible un mal mayor, causando un trastorno económico al estado cuyas consecuencias no son calculables. El yaqui está incrustado en nuestro modo de ser social: es el peón de campo, el vaquero del rancho, el peón de raya de las labores, el barretero de las minas, el trabajador en las reparaciones de los ferrocarriles, el peón de mano en la obra de albañilería de la ciudad, el atrevido marinero, y en muchos casos, el hombre de confianza de las familias. ¿No se cometería al deportarlos un acto de injusticia y hasta de ingratitud con el que sirve, con la excelencia de su energía física, todas las manifestaciones del trabajo?"

En otra parte de su informe, García Peña asentaba: "Cuando los indios están en guerra, los hacendados tienen peones baratos; porque es su refugio y allí son recibidos con los brazos abiertos; y en cambio, cuando están en paz, y dada la afición del terruño

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de la raza indígena, se verifica la emigración de los yaquis hacia el río y por consiguiente la pérdida de tan precioso elemento de prosperidad para sus propiedades. Hay pues una liga entre los intereses particulares del estado en que se sostenga la lucha y el de la Federación en destruirla.

"Parece pues indiscutible, que la solución del problema de la pacificación del yaqui reside no solamente en la lucha por medio de las armas, sino también en traer elementos extraños al estado, aportados de otras localidades y entremezclarlos aquí; traer vías de comunicación rápida, protección para el capital que se fincara aquí, y sobre todo, población nueva que cultive estos terrenos, para que con su rápido progreso pueda ponerse en producción este suelo que pide a grito abierto se le ponga mano, para que su fecundidad derrame sobre los nuevos pobladores todos sus bienes, los que, en un corto número de años, resarcirían a la nación de sus sacrificios, muy especialmente si esos elementos sanos de población se preocupan del cultivo del algodón, que traería para el país el bien inmenso de esos millones que van al extranjero en busca del filamento que piden muchos industriales locales y quedarán dentro del país. De este modo, en breve espacio de tiempo se lograría, dada la espontaneidad con que se produce el algodón en esta región, convertirlo en un artículo de exportación."

Esta solución fue la que tomó Porfirio Díaz. Traer gente de fuera, hacer producir el Valle, expulsar a los indios y, ante todo, proseguir la guerra de exterminio. Se libraron combates de una violencia inaudita. En un encuentro, treinta indios, cercados dentro del cañón de Mazocoba por 200 soldados, se dividieron para burlar el cerco, dejando rastros de sangre en su retirada. El mayor José Loreto Villa ordenó seguirlos. Tetabiate, con una rodilla destrozada, siguió disparando su carabina detrás de unas rocas, rodeado de un puñado de yaquis. Era el fin. Luego, alcanzado en la mandíbula y en el pecho quedó muerto, y los suyos, impotentes para llevárselo, se dispersaron. En el campamento federal del Bacatete, ante las tropas formadas, se le dio sepultura.

Los yaquis lucharon con la Revolución y contra la Revolución, del lado de unos y del lado de otros, arrastrados por aquel oleaje tempestuoso que muchas veces revertía sobre los antiguos aliados haciéndolos pedazos.

"La verdad —dice un personaje de Mariano Azuela— es que los yaquis lo hicieron todo. ¡Malditas alimañas! Las había entre las ramas de los huizaches, detrás de los cercados, metidos hasta el cuello en los vallados. ¡Hervidero de...! Se me figura que todavía los traigo en los calcetines." Y Martín Luis Guzmán asistió a un desfile en la ciudad, diciendo: "Pasó, marchando dentro del marco luminoso, la fila de soldados yaquis inconmovibles. . . lucían al sol como si fueran de bronce, los pómulos bruñidos, los sombreros adornados con cintas y plumajes se movían al ritmo felino de sus pasos."

En el curso de los años y a pesar de la revuelta, los "yoris" continuaron ocupando las tierras yaquis; las autoridades firmaban pactos de paz que nunca cumplían. En 1937, el gobernador de la tribu, Ignacio Lucero, le escribió una carta al general Cárdenas en que le pedía les fueran devueltos de una manera definitiva "los terrenos que nos fueron quitados en épocas pasadas por hombres ambiciosos".

Los indios, enfermos, despojados, diezmados, se mantenían irreductibles y pedían tercamente las tierras por las que habían luchado desde el siglo XVI.

Cárdenas, en Potam, el 10 de junio de 1939, reunido con los gobernadores de las ocho tribus, les dijo: "He podido conocer hoy, por ustedes mismos, su insistencia en que se mantengan los límites de las tierras de la tribu yaqui en los puntos que por tradición recuerdan ustedes existían como linderos en 1740, pero que a través del tiempo se han venido modificando por la radicación de distintos núcleos de población, autorizados por gobiernos anteriores.

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"Nos encontramos ante una situación que el gobierno viene a explicar a ustedes, haciéndoles conocer que en todas las naciones del mundo la población excedente se va colocando en los espacios de tierras en donde no hay quienes las cultiven. El gobierno actual encontró que la tribu yaqui reclamaba la restitución de tierras que desde hace mucho tiempo están en poder de varios pueblos y que una extensa zona también reclamada por la tribu estaba en poder de distintos propietarios que la utilizaban como criaderos de ganados, desconociéndoles oficialmente toda esta zona como de propiedad de la propia tribu, pero en vista de la justicia que asiste en su reclamación, y consecuente el gobierno con su programa de distribución de tierras, dictó sentencia en el mes de octubre del año de mil novecientos treinta y siete reconociéndole la propiedad en una extensión aproximada de cuatrocientas mil hectáreas que comprenden los terrenos señalados en los planos respectivos.

"El gobierno al señalar la zona que debe corresponder a la tribu yaqui ha tomado en cuenta su población actual que tiene dentro de la misma zona así como la que hoy se encuentra sirviendo al ejército en varios lugares del país, y también la que está radicada en los Estados Unidos y que debemos reintegrar a México para aumentar nuestra población."

El gobierno no se limitó a darles 400 mil hectáreas. Les cedió la mitad de las aguas de la presa Angostura, ordenó la construcción de canales, les dio ganado, hospitales, escuelas, autorizó el corte de los bosques, y sólo les negó, para atender servicios considerados más importantes, la construcción de las iglesias que pedían.

En los años sesentas, estando el General en Tijuana, los indios le pidieron que les hiciera una visita. Cárdenas marchó solo y encontró a los gobernadores yaquis que lo esperaban en una extensa llanura, de pie bajo un árbol del pan.

Habló el Principal, mientras los demás gobernadores golpeaban con sus bastones el suelo en señal de asentimiento:

—¿Te acuerdas, Tata, de las tierras, de los hospitales, de las escuelas que nos diste? Las tierras nos las han quitado los ricos, los hospitales se han convertido en cuarteles y las escuelas en cantinas.

Cárdenas lloró. Las tierras estaban en manos de los descendientes de Obregón y de Calles, de los generales y políticos sonoristas de la Revolución, que así se cobraban los trabajos de sus padres. Quizá en aquel momento Cárdenas resintió más agudamente su impotencia. Ninguno de los presidentes en turno le confió nunca el Departamento Agrario o la Secretaría de Agricultura, temerosos de los conflictos que pudiera provocar. En esos años, los alquiladores de tierras, los ricos propietarios de los distritos de riego y los dueños de ranchos habían llegado a constituir un gran poder político y económico y ninguno de ellos quería afrontar los peligros de cambiar las estructuras rurales, a pesar de que ya entonces la explosión demográfica se hacía sentir de un modo intolerable, desquiciando la producción ejidal y provocando el éxodo masivo a las ciudades.

En realidad, los yaquis sólo lograron sobrevivir con el régimen del presidente Luis Echeverría, cuando Cárdenas había muerto. Echeverría ordenó el deslinde de sus tierras —abarcaban del río Yaqui al río Sonora—, su desmonte y el trazo de canales para surtirlos de agua.

Y a todo esto una nueva generación había desplazado al viejo grupo militarista —que recibía un sueldo con tal de mantenerse quieto— y retomaba la lucha por sus antiguas concesiones: los jóvenes llevaron sus propias cuentas, exigieron que un yaqui interviniera en el Banco para defender sus intereses, adquirieron maquinaria moderna y sembraron grandes extensiones.

Fue así como después de una larga lucha los indios recobraron parte de su antiguo poder. Gracias a su ejemplar tenacidad, su suerte es mejor que la de otros indios menos

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combativos, pero de cualquier manera muy inferior a la de los grandes barones de la tierra que todavía retienen las mejores extensiones del Valle.

La educación y la salud

Salir al campo, desde niños, suponía viajar a un país poblado de campesinos vestidos de harapos que vivían en cabañas pintorescas. Algunas veces, también nos era posible asistir a las fiestas de los pueblos, con sus repiques de campanas, sus cohetes, sus procesiones, en las que se cargaba en andas y bajo palio a las santas imágenes circundadas de incienso. Todo esto no nos parecía extraño. Los niños de 1920, tanto como los niños criollos de 1540, estábamos acostumbrados a ello y nos parecía que el mundo debía ser así y no de otro modo.

Yo mismo recuerdo que siendo ya un hombre escuché sin asombro en un pueblo de Cholula un largo e incomprensible sermón sobre la virginidad de María, mientras los niños pequeños lloraban en el regazo de sus madres y los indios, borrachos, cabeceaban sentados en el suelo.

No teníamos la menor relación con ese otro mundo, a pesar de que nuestras "nanas" habían sido indias. Y los "misioneros" de Vasconcelos comenzaron a descorrer una parte del velo que ocultaba la realidad.

Obregón y Calles hicieron mucho por la educación de los campesinos, pero al ocupar Cárdenas la presidencia el cuadro no podía ser más aterrador. Había muy pocos maestros —que apenas sabían leer y escribir—; el 81 % de las 72 164 comunidades existentes carecían de escuelas, y las 4/5 partes de éstas funcionaban en chozas. [17]

Cárdenas comprendió, desde su época de gobernador, que no podía funcionar la reforma agraria sin una intensa campaña educativa, y reclutó a millares de jóvenes voluntarios como maestros rurales. El maestro vivía entre los campesinos, los convencía de la necesidad de construir la escuela, perforaba pozos, solicitaba tierras y las hacía cultivar de un modo menos rudimentario.

En 1970 hablé con uno de los maestros cardenistas, un otomí, que me dijo: "La escuela abarcaba el pueblo. El maestro era también un ingeniero, un abogado y un artesano. Nos ocupábamos de todos los problemas de los campesinos y los defendíamos de los hacendados y de los curas."

La tarea de estos maestros era literalmente heroica, porque debían luchar contra el mismo campesino. "¿Para qué sirve la escuela? —me preguntaba un campesino en Oaxaca—. Agarrar un lápiz y un papel no da de comer como lo da agarrar un pico y una pala. Allí los muchachos se enseñan a ser unos flojos y a desobedecer a sus padres."

El padre, en muchos poblados, constituye todavía la autoridad máxima de la familia. Él educa al hijo, lo sostiene y lo casa, y el hijo lo ayuda desde muy pequeño en las labores del campo. Las hijas están a cargo de la madre, y se encargan del hermano menor, de tejer y bordar, de traer agua del río y del conjunto de los quehaceres domésticos. Los niños son factores esenciales en una economía de subsistencia, por lo que todavía las escuelas se vacían durante la época de la siembra, de la cosecha o de las grandes fiestas en que los indios que tenían una vaca o unos corderos debían venderlos para ocupar el honroso cargo de mayordomos y no perder la cara ante el pueblo.

Muchos indios, habitantes de parajes remotos, empleaban más tiempo en sacralizar sus campos que en las labores agrícolas propiamente dichas; pensaban que los señores

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de los animales restringían la caza y la pesca, y que el arado de hierro enfriaba la tierra, dañando los sembrados. Gamio cuenta que los indígenas huastecos tenían la convicción de haber sido hechizados por los poderosos brujos nahoas, y que él, en vez de predicar contra la magia, hizo que algunos prestidigitadores de la ciudad les enseñaran ciertos trucos, con lo cual se sintieron investidos de un poder semejante al de sus enemigos.

Los curas de los pueblos formaban parte de las estructuras rurales. Atiborrados de teología, convertidos en los guardianes de las puertas del cielo y del infierno, se limitaban a cumplir los deberes del culto. Muy pocas veces se ocupaban de promover el bienestar material de sus feligreses, de predicar contra el alcoholismo o contra la rapacidad de los hacendados. Ignoraban en qué consistía la escuela socialista —le otorgaban al comunismo, enemigo de la propiedad, un carácter enteramente infernal— y sólo les preocupaba que la nueva escuela, según la Constitución reformada, se propusiera combatir el fanatismo y excluir de la enseñanza toda doctrina religiosa.

Los maestros rurales no sólo se preocupaban en levantar escuelas, cavar pozos o promover el reparto de tierras y educar a los campesinos, indios o no indios, sino que literalmente debían luchar contra la muerte. De 36 países americanos listados por la Liga de Naciones, México ocupaba el lugar 34 en cuanto a mortalidad. De hecho puede decirse que toda la población campesina de México estaba enferma, y por lo tanto, como afirmaba el director del Banco Nacional de Crédito Agrícola, "carece de la salud y de la energía física necesaria para hacer un trabajo eficiente".

El hecho de que vivieran en cabañas desabrigadas, de piso de tierra, expuestos al frío, a los mosquitos y a toda clase de insectos, de beber agua contaminada, de andar descalzos, de carecer en absoluto de sistemas sanitarios y de alimentarse de maíz, de frijoles y de chile básicamente —la peor alimentación del mundo— los hacía padecer tuberculosis, amibiasis, pulmonías, paludismo y aun ceguera y otros padecimientos del trópico.

De los 4 520 médicos que existían en México, 2 mil estaban en la capital, 1 500 en setenta ciudades grandes, y sólo 610 residían en poblaciones pequeñas, por lo que existían millares de municipios carentes de atención médica.

Cárdenas empleó gran parte de los recursos en educar y en curar de sus males a la población rural. Reforzó la obra de los maestros, ampliando tres campañas básicas: contra el analfabetismo, contra el alcoholismo y contra el paludismo. Creó además el Departamento de Higiene Social y Medicina Ejidal, que atendía un millón de campesinos; estableció que los estudiantes de medicina de la Universidad, para recibir su título, hicieran un servicio social en los pueblos faltos de médicos, y el año de 1937 fundó el Departamento de Medicina Rural en el recién construido Politécnico Nacional.

Cuando yo le pregunté qué le satisfacía más de su presidencia, me contestó sin vacilación:

—Que los campesinos pidan escuelas.

Veinte años después, en la Tarahumara, yo contemplé, todavía trabajando, unas máquinas de coser que el General había regalado a las mujeres. Y me conmovió la vista de un viejo saxofón tocado por un joven alumno de la banda del internado indígena. Había perdido sus mecanismos y funcionaba a base de una complicada urdimbre de resorteras. Le llamaban orgullosamente el saxofón de Tata Lázaro.

Y en esto consistía la tarea de Cárdenas: darles un instrumento musical, un equipo de basquetbol, una letrina, un pozo, una tierra, un camino, un camión, un maestro que les enseñara a leer y a escribir, a construir casas y escuelas, a luchar contra sus explotadores.

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Para él la palabra pueblo tenía un significado preciso y no el que le adjudicaban la clase media de las ciudades y los políticos. En lugar de denigrarlo o de exaltarlo demagógicamente, comprendía que sus defectos y vicios eran la consecuencia de su miseria, de su explotación o del olvido en que se les tuvo durante siglos, y trató de ligar la educación a sus necesidades y al mejor aprovechamiento de sus recursos naturales.

Lo admirable de Cárdenas fue que, sin dejar de prestar la mayor atención a los grandes problemas del Estado, acometió la tarea descomunal de combatir la ignorancia y la pobreza de millones de campesinos, resueltamente y con dineros propios. "La Confederación de Trabajadores de la Educación —escribieron los Weyl— es uno de los eslabones esenciales entre los obreros y los campesinos. El mantenimiento de una íntima cooperación entre estas dos clases, es el problema estratégico central de la Revolución Mexicana."

Por desgracia la Confederación no es ya el eslabón entre los obreros y los campesinos. La clase obrera, despolitizada y manipulada a través de líderes oportunistas, se mantiene apartada de los campesinos, y los campesinos a su vez, fragmentados y miserables, carecen de sus antiguos guías, los maestros rurales. El maestro se ha transformado en la pieza de una gigantesca maquinaria burocrática. Con frecuencia se ve en la necesidad de comprar su puesto; está sujeto al capricho del inspector, y el inspector depende de las altas autoridades del sindicato, a quienes preocupa, ante todo, hacer una carrera política. Aquellos misioneros entusiastas, promotores del cambio, ya no existen, y si hay todavía gentes extraordinarias que tratan de intervenir en los intereses de la comunidad, deben luchar en condiciones adversas contra las corrompidas autoridades del ejido, los empleados de los bancos y de las dependencias oficiales, los nuevos latifundistas y los servidores de la reforma agraria. Desplazados por las nuevas fuerzas que prevalecen en el campo, se limitan a su escuela, y medio millón de potenciales misioneros no son aprovechados del modo admirable que lo fueron bajo Vasconcelos o Cárdenas.

Cárdenas llevó la reforma agraria de preferencia a los distritos de riego, donde se genera la mayor parte de la riqueza agrícola del país, y eliminó el latifundismo; pero no descuidó a los ejidatarios pobres de las tierras de temporal, ni mucho menos a los indios, que eran y siguen siendo los campesinos más pobres de México. Su acción en este sentido comprendió desde los kikapoos de la frontera norte hasta los mayas del apartado territorio de Quintana Roo, sin olvidar a los pequeños grupos que vivían casi desconocidos en las grandes serranías del oriente y del occidente, a quienes restituyó sus tierras, sus aguas y sus bosques, les dio asistencia médica, escuelas, internados y los defendió de sus explotadores.

El presidente Cárdenas hizo todo lo que pudo hacer dentro de su periodo legal, y si esta gigantesca tarea de rescatar a millones de seres desvalidos no correspondió a sus ambiciones, esto se debió a que los gobiernos burgueses que lo sucedieron en el mando no prosiguieron su política agraria con la misma energía y decidieron favorecer resueltamente al nuevo latifundismo.

De cualquier manera su obra fue tan vasta y tan profunda que es irreversible como lo demuestra el hecho de que la reforma agraria sigue siendo el problema número uno de México y para solucionarlo aún se piensa en volver al sistema de los ejidos colectivos.

LA EXPROPIACIÓN PETROLERA LAS compañías petroleras siempre fueron enemigas de los sindicatos. Si habían

logrado sustraer su inmenso territorio a la soberanía del Estado utilizando mercenarios, capataces y guardias, mucho más fácil les fue controlar a sus obreros y empleados

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mediante la creación de sindicatos blancos. Las empresas, como todo poder colonial, asentadas en la corrupción y en el abuso generaban abusos y corrupciones que abarcaban desde los más altos funcionarios hasta el último obrero.

La situación se alteró radicalmente en 1935. Y en 1936, todos los sindicatos privados se unieron, apoyados por el gobierno, en el Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana. Una vez agrupados, exigieron un contrato colectivo y ventajas económicas y sociales. "Las compañías —escribe Silva Herzog— estuvieron de acuerdo en principio en celebrar ese contrato con sus trabajadores, pero no lo estuvieron en cuanto al monto de las prestaciones económicas y a las demandas de otra índole que el proyecto inicial exigía." [18]

Se reanudaron las huelgas de 1935 y toda aquella enorme agitación pareció resolverse en una batalla legal. Los escuadrones de abogados de las empresas —casi todos mexicanos— luchaban armados de leyes contra los abogados sindicales, sin llegar a un acuerdo. Ante la amenaza de una huelga general, el gobierno propuso entonces que durante 120 días se celebrara una convención de obreros y patrones para solucionar el conflicto. En mayo de 1937, la convención terminó sus labores, manteniendo sus puntos de vista las dos partes, y a fines de ese mes estalló la temida huelga general.

El Presidente, como en la pasada huelga de los electricistas, dejó que el conflicto se desarrollara por sí mismo. El paro, sin embargo, afectó al país, y las compañías supieron aprovechar el descontento del público: insertaban en los diarios, aliados suyos, enormes desplegados, en los que cubrían de reproches a los obreros porque ganaban los más altos salarios de la República y todavía solicitaban un aumento de 70 millones de pesos anuales, suma que las empresas eran incapaces de pagar. En efecto, según hace notar Silva Herzog, las demandas de los obreros eran "exorbitantes", pero se trataba de una táctica de lucha usual en todo el mundo "con la idea de entrar a un terreno de regateo y obtener las mayores ventajas posibles". [19]

Las compañías, presionadas, parecieron ceder ofreciendo 14 millones, suma que según dijeron estaba en el límite de sus posibilidades. Los obreros, ante la imposibilidad de continuar una huelga impopular, rechazaron la oferta y decidieron plantear a la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje un conflicto de orden económico, consistente en que la Junta "designe peritos que analicen las condiciones financieras de la empresa o empresas afectadas y rindan un informe acerca de si se puede o no acceder, en todo o en parte, a lo solicitado, y un dictamen en que den su parecer los mismos peritos sobre la mejor manera de resolver las dificultades existentes". [20]

La Junta nombró como peritos a Efraín Buenrostro, subsecretario de Hacienda, a Mariano Moctezuma, subsecretario de Economía, y a Jesús Silva Herzog, asesor de Hacienda. Desde luego, la Ley del Trabajo no previó nunca que pudiera presentarse un conflicto de 16 grandes empresas simultáneamente ni que en el término de un mes se lograra investigar su historia, su contabilidad, sus mercados, las condiciones de los transportes o del trabajo y se rindiera el informe respectivo.

La dirección de este inmenso trabajo recayó sobre Jesús Silva Herzog. Tenía bajo sus órdenes a 14 especialistas encargados de redactar los diversos capítulos en que se dividió la investigación, 28 contadores, varios calculistas y estadígrafos y un batallón de mecanógrafas y auxiliares. Trabajaron 12 o 14 horas diarias, y la víspera de vencerse el plazo, las 2 700 cuartillas del informe se apilaban ordenadamente en el escritorio de Silva Herzog, encargado también de redactar las 40 conclusiones que debían normar el criterio de la Junta.

Al enterarse las empresas, por medio de sus espías, que el peritaje estaría concluido en el tiempo fijado, le ofrecieron 3 millones de dólares a Silva Herzog con tal que lo modificara, pero Silva, con su vehemencia habitual, después de cubrir de injurias a los

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intermediarios los expulsó de su oficina, desvaneciéndose así la última esperanza de los petroleros.

Donde los secretos se revelan

Resumiendo, las 40 conclusiones descubrían los siguientes hechos: Las empresas formaban parte de grandes unidades económicas extranjeras, nunca estuvieron vinculadas al país, con frecuencia sus intereses fueron contrarios al interés nacional y sólo habían dejado salarios e impuestos insuficientes. A pesar de que obtenían utilidades cuantiosas, la producción había bajado por agotamiento de los mantos, falta de nuevas explotaciones y la política de las compañías.

"La exploración de nuevos campos —precisaba la 111 conclusión— y la perforación de nuevos pozos es un problema de magnitud nacional que precisa resolver. De lo contrario, existe el peligro de que México carezca de petróleo en un plazo relativamente corto y de que se vea obligado a importarlo."

"14º De 1920 a 1924 y aun en los años subsecuentes se exportaba la mayor parte de la producción, en tanto que en 1936 el consumo nacional representaba el 17.51% del petróleo crudo pesado, el 99.4% del crudo ligero y el 41.76% de productos refinados. 151 Muy cerca del 60 % de la producción mexicana del petróleo crudo y derivados se exporta a los Estados Unidos e Inglaterra. 16ª La Compañía Mexicana [?] de Petróleo El Águila, con sus empresas filiales, representó en el año de 1936 el 59.20% de la producción total. Esto acusa una tendencia monopolística. 17ª La curva de los precios del petróleo en los últimos meses es ascendente, lo cual indica que son buenas las perspectivas de la industria...”

En relación a los obreros, se afirmaba que los precios de los artículos de primera necesidad que forman el cesto de provisiones de una familia compuesta de cinco miembros habían aumentado en junio de 1937, en comparación con los promedios de 1934, un 88.96 %, y que sus salarios reales eran mucho más bajos de los que ganaban los trabajadores de la industria minera y de los Ferrocarriles Nacionales de México.

Las empresas petroleras vendían sus productos en el exterior a precios invariablemente inferiores a los que aparecían en las publicaciones especiales, mientras que en México los vendían a precios considerablemente más altos, de tal manera onerosos que resultaban un obstáculo para el desarrollo económico de la nación.

La conclusión 303 expresaba que el promedio anual de su capital social, excepción hecha de la Mexican Gulf, que no permitió la revisión de su contabilidad, fue, en el trienio de 19341936, de 164 millones de pesos; y la 33ª, que el porcentaje de utilidades, en relación con el capital social, fue en promedio, en el mismo trienio, de 34.28%

La 35ª asentaba que las principales empresas petroleras establecidas en los Estados Unidos tuvieron en el año de 1935 una utilidad, en relación con su capital invertido, de 6.13%, considerablemente mayor de la que obtienen en los Estados Unidos.

La penúltima conclusión revelaba que en el año de 1935 las compañías habían necesitado invertir en México $ 8.64 para producir un barril de petróleo crudo, mientras que en los Estados Unidos debían invertir $ 48.12.

La 40ª decía textualmente lo siguiente: "Las compañías petroleras demandadas han obtenido en los tres últimos años (19341936) utilidades muy considerables; su situación financiera debe calificarse de extraordinariamente bonancible, y, en consecuencia, puede asegurarse que, sin perjuicio alguno para su situación presente ni futura, por lo menos

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durante los próximos años, están perfectamente capacitadas para acceder a las demandas del Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana hasta por una suma anual de 26 millones de pesos."

La junta concedió a las empresas 20 días para presentar sus puntos de vista sobre los peritajes y no las 72 horas fijadas por la Ley del Trabajo, si bien ya al día siguiente redoblaron su campaña de prensa y sus veladas amenazas al gobierno. En realidad, como lo prueba Silva Herzog, el aumento de 26 millones, sobre 49 millones pagados en prestaciones en 1936, se reducía a 6 millones, porque en 1937 las prestaciones habían aumentado a 55 millones y las empresas estaban ya dispuestas a entregar una suma adicional de 14 millones.

La diferencia, pequeña en relación a sus ganancias, no les importaba gran cosa. Lo que les importaba era que por primera vez los obreros de todo el país, con el apoyo de un gobierno revolucionario, se erigieran en un poder fuera de su control y que el Estado metiera las narices en sus cuentas privadas y descubriera sus trampas.

Estas trampas eran muy numerosas. Se probó que El Águila transfería fondos al Canadá, a una sucursal suya, para evadir impuestos; que vendió a $ 1.98 el barril mientras una filial de la Standard Oil de New jersey lo vendía a $ 3.19, y que las contabilidades de las empresas estaban plagadas de artimañas, pues registraban ganancias anuales de 22 millones de pesos, siendo en realidad de 55 millones.

Trampas ciertas y posibles cañonazos

El 2 de septiembre de 1937, es decir, cuando la campaña contra el gobierno alcanzaba su máxima virulencia, el Presidente convocó a los peritos y a los empresarios a una junta en el Palacio Nacional.

El gerente de El Águila, dirigiéndose al general Cárdenas, le dijo que su empresa mexicana no era subsidiaria de ninguna extranjera, como erróneamente se afirmaba en el peritaje. Silva Herzog no se inmutó. Sacó de su portafolio un periódico financiero londinense y tradujo al español un informe de la Royal Dutch Shell, donde se decía: "Nuestra subsidiaria la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila ha tenido buenas utilidades durante el último ejercicio."

—Pero aún hay más, señor Presidente —añadió Silva Herzog—. La misma nota afirma que existe otra Águila, la Eagle Shipping Company, a la que El Águila de México vendía sus productos por debajo de los precios del mercado, trasladando de esta manera el pago de impuestos por concepto de utilidades al gobierno de su Majestad Británica.

El alto funcionario trató de interrumpir a Silva Herzog, y el Presidente lo cortó, ordenándole secamente:

—Deje usted que termine el señor.

Las compañías estaban dispuestas a llegar hasta el fin. Por primera vez en la historia, el monopolio internacional del petróleo se veía seriamente cuestionado por un pequeño país al que habían saqueado impunemente a partir de 1900. Sus técnicos contables, sus abogados y consejeros, enfrentados a un mecanismo legal que ellos habían manejado siempre, se revelaban impotentes y aun mal informados; las hazañas de los representantes norteamericanos en Bucareli y las del señor Morrow eran cosa del pasado, y en vano, a pesar de su pretendida mexicanidad, invocaban la protección de los Estados Unidos y de Inglaterra.

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El 18 de diciembre, la junta Federal, valiéndose del peritaje, pronunció el laudo, según el cual las empresas debían pagar a sus obreros los 26 millones reclamados, y, corno era de esperarse, las compañías recurrieron a la Suprema Corte de Justicia en demanda de amparo.

En febrero de 1938, las empresas, temerosas de que el fallo les fuera contrario, enviaron sus barcos y sus carrostanques a los Estados Unidos, retiraron sus fondos de los bancos y, según afirma Silva Herzog, "propalaron la noticia de que el tipo de cambio de $ 3.60 por dólar no podía sostenerse", como efectivamente tuvo que ocurrir.

Los últimos días de ese mes, Jesús Silva Herzog recibió la orden de informar a nuestro embajador Francisco Castillo Nájera acerca de la situación, y a su llegada a Washington, el 2 de marzo, se enteró de que el día anterior la Suprema Corte de Justicia había ratificado el laudo de la Junta.

En la primera conversación, Castillo Nájera le preguntó:

—¿Qué cree usted que va a pasar?

—Yo creo que se trata de una intervención temporal —contestó Silva.

—Eso yo lo arreglo.

—O la expropiación de los bienes de las empresas.

—Ah, chingao —exclamó Castillo Nájera—, si hay expropiación, hay cañonazos.

En plena batalla Ya el Presidente, en su acostumbrado mensaje del 19 de enero, había declarado: "El

gobierno no tiene una actitud contraria al capital extranjero, pero no acepta que éste insista en conservar una posición privilegiada propia de épocas pasadas."

Sin embargo, la noche de ese mismo día y de un modo desusado, Cárdenas sintetizó en su diario algunos de los propósitos que pensaba realizar durante el año que se iniciaba. Refiriéndose al problema del petróleo escribió: "Inquietud nacional, compañías extranjeras apoyadas por los gobiernos de donde son originarias, rebeldes siempre a someterse a las leyes del país. Veremos."

El lacónico "veremos", epítome de una tensa situación, suponía un alerta y una amenaza. La guerra con las empresas hacía crisis, y como si el problema no revistiera ya una gravedad desusada, Cárdenas habla de reglamentar la minería, nacionalizar la industria eléctrica, socializar la banca y recobrar los yacimientos concesionados.

Tales proyectos, con excepción de la reglamentación de la electricidad y de la minería, no llegaron a realizarse. La cuestión petrolera lesionaba tantos intereses, era tan compleja y de tantas consecuencias externas e internas, que los últimos años de su periodo habrían de poner a prueba todas las energías y los recursos de la nación.

En sus anotaciones del día 1º, el general Cárdenas reconocía lo difícil de la situación económica. Las empresas, ante la ofensiva del gobierno, habían respondido apelando a todos sus medios. En los Estados Unidos financiaban una campaña de prensa destinada a crear en la opinión pública y en los medios financieros una irritación que pudiera influir sobre las decisiones del Departamento de Estado, al que presionaban también directamente. Aunque desde hacía tiempo se referían a una sobreproducción mundial de aceite y a que las reservas mexicanas se agotarían en el próximo decenio, la tenacidad con que defendían sus intereses era indicio no sólo de que el petróleo constituía una gran fuente de riquezas, sino de que el ejemplo de México podía cundir a Latinoamérica, iniciándose el desplome de una política de dominio absoluto.

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En México, ante lo que pudiera venir, habían suspendido la venta de sus productos a crédito y retirado sus depósitos de los bancos, haciendo que nuestras reservas bajaran considerablemente. "Sin embargo —añade el General comentando estos hechos—, no lograron hacerlas descender al extremo de producir una crisis grave en la vida económica del país. Muy estimulante fue para el gobierno que el pueblo no manifestara alarma por la actitud de las empresas."

Empeoraba la situación económica la negativa de Morgenthau, secretario del Tesoro, a reanudar las compras de plata, que en 1937 habían proporcionado un ingreso de 30 millones de dólares, y la Secretaría de Relaciones se había quejado de que Washington las hiciera depender del conflicto interno petrolero, tratándose el asunto de la plata de una cuestión de gobierno a gobierno. Afortunadamente, a las 9 de la noche del día anterior nuestro embajador Castillo Nájera y Eduardo Suárez habían telefoneado a Cárdenas diciéndole que Morgenthau había decidido adquirir 25 millones de onzas, si bien se negaba a firmar un contrato de compras a largo plazo, lo que equivalía a mantener sobre nuestras cabezas una espada de plata.

"Con lo anterior —comenta Cárdenas—, nos evitamos, por esta vez, un mayor descenso en las actividades económicas a que pretendían orillarnos las empresas petroleras. Sirva esto de nueva experiencia, que gobierno y pueblo no deben olvidar y sí prepararse para futuras acometidas que seguramente se presentarán.

"Con las experiencias que ya tiene México, deben buscarse los medios adecuados para evitar la intervención de intereses extranjeros irresponsables y faltos de respeto a nuestras leyes y asegurar para el desarrollo del país sus propios recursos, como el petróleo." [21]

Ya en aquel momento todas las armas eran válidas. Sin duda el Presidente tenía pensado llegar también hasta al fin, según lo demuestran sus notas. Como en la época del enfrentamiento con Calles, su dominio de la situación era absoluto aunque podían presentarse imponderables de última hora. De hecho, su actuación estuvo normada por la actitud de las compañías. Y debemos decir que la actitud de éstas, desafiante y altanera, no era la más adecuada para sus intereses. Habían buscado la cooperación de la Asociación de Banqueros, de acuerdo con una acusación de Vicente Lombardo, y la Huasteca trató de que la American Smelting entrara en un conflicto abierto con sus obreros, lo cual aumentaría las dificultades del país.

Seguramente Cárdenas se hallaba consciente de estar librando el mayor combate de su vida. Muy joven para participar en las batallas apocalípticas de la Revolución, había militado junto a los representantes de la pequeña y ambigua burguesía sonorense, excesivamente autocrática, sanguinaria y conciliadora, y ahora se encargaba de liquidar no sólo la herencia de Obregón y de Calles, sino la herencia colonial que había recibido casi intocada al hacerse cargo de la presidencia.

En apariencia se luchaba por una diferencia de 6 millones de pesos, pero el conflicto había llegado demasiado lejos e implicaba intereses que escapaban a toda posibilidad de un arreglo honorable.

Por un lado luchaban no unas cuantas empresas aisladas, sino el imperio mundial petrolero, que se atrevió a desafiar las leyes de sus propios países de origen, y esta lucha comprendía una ofensiva que echaba mano de los recursos legales, diplomáticos y financieros. La lucha era, asimismo, entre un imperio que nunca renunció a considerar como suyos los mantos petrolíferos, ni toleró la intervención en sus manejos administrativos, y un país que consideraba de su propiedad los recursos naturales y no estaba dispuesto a cederlos nuevamente, única manera de ser libre e iniciar su diferida industrialización.

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El día 7 de marzo, a petición de la embajada de los Estados Unidos los empresarios tuvieron una reunión con el Presidente. Adujeron su imposibilidad de cumplir el laudo de la Junta y consultaron si podían aplazar su cumplimiento.

Cárdenas les respondió que el proceso había terminado y que debían acatar el fallo. A las 10 de la noche de ese mismo día, los dirigentes del Sindicato le comunicaron su acuerdo "de dar por terminados los contratos de trabajo en vista de la actitud rebelde de las empresas", y reiteraron su apoyo "a las disposiciones que tome el gobierno".

El rompimiento de los contratos significaba la suspensión de los trabajos en toda la industria y por consiguiente su paralización definitiva. Sin embargo, el día 8, en una tercera junta con los petroleros, el Presidente insistió todavía en que las compañías no deberían pagar más de los 26 millones, y se comprometió "a que el laudo sea reglamentado en tal forma que no provoque ninguna dificultad más entre las empresas y los obreros".

Uno de los empresarios preguntó entonces:

—¿Y quién nos garantiza el cumplimiento de esta proposición?

—Yo, el presidente de la República —respondió Cárdenas. —¿Usted? —dijo el funcionario con un dejo irónico. Cárdenas se concretó a levantarse diciendo:

—Señores, hemos terminado.

El Presidente había mantenido la batalla en un terreno estrictamente legal, sabiendo que la huelga, el conflicto económico, el amparo, la decisión de la Suprema Corte y la resistencia de las empresas se encadenaban en un proceso irreversible que estaba conduciendo al desenlace final. Desde luego, es posible alegar que el general Cárdenas nunca perdió el control de los obreros, ni su influencia sobre el aparato judicial, lo cual es cierto, pero no lo es menos que en un país de abogados, respetuosos de las formas legales y no de la justicia, los tribunales habían defendido sistemáticamente los intereses extranjeros y no los nacionales. El mismo Obregón y Morones no vacilaron en asesinar a Field jurado para eliminar en la Cámara toda oposición a los tratados de Bucareli, y cuatro años más tarde, el sojuzgamiento del Poder judicial y del Legislativo era tan absoluto que nadie se atrevió a protestar por Ios acuerdos CallesMorrow. Cárdenas, así como había devuelto su respetabilidad al Poder Ejecutivo se la devolvía al Poder judicial. Durante 21 años, el artículo 27 constitucional, verdadero fondo de la disputa, había sido letra muerta, objeto de escamoteos y de trampas, y por primera vez el general Cárdenas demostraba que la ley suprema se había hecho para servir los derechos vitales de la nación y no para pisotearlos en beneficio de sus enemigos.

El cambio, pues, consistía en un hecha muy simple: cuando existe un gobierno revolucionario la ley se aplica en nuestro favor, cuando existe un gobierno reaccionario se aplica en nuestro daño. Y en esto radica también la diferencia entre el gobierno cardenista y los gobiernos que lo antecedieron, y los que lo sucedieron, hasta la muerte de don Lázaro.

El mismo día 8, el Presidente convocó a una junta de gabinete en la que se limitó a preguntar la opinión de sus secretarios acerca de la actitud "inconsecuente" de las compañías y de las medidas que deberían tomarse en el caso de que no dieran cumplimiento al fallo de la Suprema Corte.

Cárdenas, en sus Apuntes, comenta la junta del modo siguiente: "Escuché sus impresiones, que fueron diferentes, pera coincidieron todos en que las empresas estaban procediendo indebidamente. Se acordó formular un programa que se pondría en ejecución si las empresas suspendían sus actividades, y fijamos fecha para una nueva reunión de gabinete."

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Por desgracia no existe un documento que nos permita seguir el desarrollo de la junta. No hubo unanimidad sobre las dos opciones únicas que se le presentaban al gobierno: ocupación temporal de los bienes de las compañías o expropiación, e incluso el Presidente no llegó a plantear un dilema tan cortante, ni mencionó la palabra expropiación; pero al final de su nota, escrita posiblemente en las primeras horas del día 9 de marzo, no deja ninguna duda acerca de sus intenciones:

"Soy optimista sobre la actitud que asumirá la nación en caso de que el gobierno se vea obligado a obrar radicalmente. Considero que cualquier sacrificio que haya que hacer en el presente conflicto lo hará con agrado el pueblo.

"México tiene hoy la gran oportunidad de liberarse de la presión política y económica que han ejercido en el país las empresas petroleras que explotan, para su provecho, una de nuestras mayores riquezas como es el petróleo, y cuyas empresas han estorbado la realización del programa social señalado en la Constitución Política; como también han causado daño las empresas que mantienen en su poder grandes latifundios a lo largo de nuestra frontera y en el corazón del territorio nacional, y que han ocasionado indebidos reclamos de los gobiernos de sus países de origen.

"Varias administraciones del régimen de la Revolución han intentado intervenir en las concesiones del subsuelo, hechas a empresas extranjeras, y las circunstancias no han sido propicias por la presión internacional y por problemas internos. Pero hoy que las condiciones son diferentes, que el país no registra luchas armadas, que está en puerta una nueva guerra mundial y que Inglaterra y los Estados Unidos hablan frecuentemente de la democracia y del respeto a la soberanía de los países, es oportuno ver si los gobiernos que así se manifiestan cumplen al hacer México uso de sus derechos de soberanía.

"El gobierno que presido, contando con el respaldo del pueblo, cumplirá con la responsabilidad de esta hora.

"Países hay que han podido reivindicar sus recursos naturales para su propio desarrollo, pero la indecisión de sus gobernantes y los compromisos que los atan, mantienen a sus pueblos atrasados en su economía y en su independencia política.

"Unidad de los países latinoamericanos para la defensa y desarrollo de sus recursos naturales, sería la solución de nuestros problemas, pero se está aún muy lejos de lograrla."

"Feed the cat" A la una de la tarde del 9 de marzo, el Presidente, acompañado del general Francisco

Mújica, secretario de Comunicaciones, y del licenciado Eduardo Suárez, secretario de Hacienda, salió en automóvil al ingenio Emiliano Zapata que había construido su gobierno para dárselo a los campesinos de Morelos. Sorpresivamente, de regreso, hizo detener el auto entre los kilómetros 79 y 80 de la carretera de Cuernavaca, se apeó con Mújica y ambos iniciaron la marcha hacia Palmira. Estos paseos, en medio del campo, sin testigos ni vigilancia, eran muy del agrado del Presidente. Muchas decisiones trascendentales las tomó andando, aislado o acompañado de una sola persona a quien necesitaba consultarle un asunto importante.

Mújica era michoacano, amigo suyo y el hombre más afín a su pensamiento político. Ya en 1913, es decir, cuando Cárdenas se lanzaba a la Revolución, había repartido las tierras de una hacienda de Tamaulipas y en las sesiones del Congreso Constituyente de 1917 había sido, con Heriberto jara, el inspirador y el defensor de los principales artículos.

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Había luchado por retener el gobierno de Michoacán, enfrentándose a Obregón en un acto de rebeldía desusado, y como era natural, este hecho, que estuvo a punto de costarle la vida, fue la causa de su ruina política. Considerado enemigo de Obregón y más tarde de Calles, tuvo que dedicarse a la abogacía. Cuando Cárdenas, que había tratado inútilmente de ayudarlo, ocupaba la jefatura militar de la Huasteca, en Ciudad Cuauhtémoc, lo tuvo como su huésped durante una temporada. Todas las mañanas salían del cuartel y a la sombra de una ceiba se entregaban a la lectura de ciertos libros que había llevado consigo Mújica.

Los dos generales tuvieron ocasión de conocer a fondo la situación imperante en la región petrolera. Ciudad Cuauhtémoc, cuartel general de la zona huasteca, estaba separada de Tampico por el río Pánuco. De su lado se hallaba la selva tropical devastada, con sus pescadores y sus campesinos muy pobres, y del otro, los barcostanques navegando en el río, los muelles con sus grúas, la arquitectura geométrica —cilindros, esferas, cubos— de las refinerías.

De noche, los barcos, la ciudad, las gigantescas antorchas de los quemaderos de gas se desdoblaban en las negras, movibles aguas del Pánuco. Tampico no dormía. Como en todos esos pequeños oasis formados al espejismo de una riqueza —plata, madera, petróleo—, el sueño estaba proscrito. Marineros, perforistas, trabajadores e ingenieros —un perol de indios, negros, mestizos, blancos— llenaban los burdeles, los bares, los salones del viejo tiempo, y se oían cinco o seis idiomas dominados por la música.

Al lado de cada orquesta figuraba un gato de cartón con el enorme hocico abierto y un letrero colgado del cuello donde se leía "Feed the cat", reclamo nada desdeñado que los parroquianos de aquella nueva Torre de Babel, a partir de la media noche, inclinados ya a la generosidad, satisfacían arrojando pesos fuertes de plata y ocasionales monedas de oro. Unas caían dentro del hocico y otras rodaban por la pista de baile mientras las rameras de minifaldas se tiraban al suelo y luchaban como gatas en celo para hacerse de ellas.

Los grandes jefes no intervenían en tales orgías. Jugaban golf en sus prados, y en las noches, bajo el ruido monótono de los ventiladores, bebían whisky y soñaban con retirarse del infierno tropical y vivir en sus casas de Holanda, de Inglaterra o de los Estados Unidos, disfrutando sus bien ganadas jubilaciones.

Cárdenas pudo haberle dicho a su amigo Francisco J. Mújica lo que le dijo Lenin a Trotsky cuando le enseñaba Londres, traspuesto a la selva:

—Ahí tiene usted sus famosas refinerías, sus malditos barcos, sus pozos. Todo es suyo. Las guardias blancas, los caminos, los jueces. Nosotros no hemos inventado nada. No construimos un tubo, no producimos barcos, ni bombas. Hasta la madera con que está edificado Tampico viene de los Estados Unidos. Los trabajadores mexicanos viven y comen apartados de los blancos. Por el mismo trabajo se les paga menos que a un inglés, y carecen de agua en sus aldeas. ¡Eh!, ¿qué le parece, general?

También los comandantes militares eran suyos. Apenas llegado, un reportero invitado a su mesa le preguntó: —¿Qué tal, le agrada a usted su nuevo puesto?

— Bien —contestó Cárdenas—. A ningún oficial del ejército le importa el lugar adonde se le envía.

— ¡Ah, pero yo me refiero a la cuestión económica!

— ¿Qué intenta usted decir?

—Lo que es público y notorio: que en esta región las compañías petroleras se preocupan mucho por la situación económica de los jefes militares.

Cárdenas dio un puñetazo sobre la mesa y salió del comedor diciendo:

— ¡Es usted un perfecto animal!

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Y después de todo, el reportero tenía razón. A los pocos días, como el General sólo disponía de un viejo Hudson, a punto de exhalar el último suspiro —si así puede decirse hablando de automóviles—, se presentó un empleado de cierta empresa con un Packard nuevo que estacionó frente a su casa.

—Señor General, mi compañía, en prueba de su estimación y respeto, considera un honor ofrecerle el auto que está a la puerta. Desde este momento es suyo sin ninguna condición.

—Sírvase usted —le respondió Cárdenas— expresar a su compañía que estoy sumamente agradecido por el regalo que me hace, pero que irrevocablemente lo rehusó. He traído un automóvil conmigo, que para mis necesidades es suficiente. Muchas gracias. [22]

Conocieron también los caminos cercados y protegidos por guardias, que Cárdenas ordenó abrir a la fuerza, la forma en que se despojaba a los campesinos de sus tierras, la arrogancia de los jefes, la miserable condición de los trabajadores, y los dos amigos soñaban con recobrar aquel paraíso, como tantos otros, perdido para México.

La decisión

Mújica no tenía una sólida cultura filosófica, pero sí una curiosidad intelectual y un conocimiento profundo de la realidad mexicana. "Era un espíritu generoso, recio, que no toleraba influencias de nadie, porque llevaba sus resoluciones hasta el final sin importarle las consecuencias." Un hombre tan recto e inflexible, carecía de posibilidades de sobrevivir en un régimen dominado por la voluntad de los caudillos militares. En 1927, Cárdenas recurrió a Portes Gil para que se le diera el cargo de director del penal de las islas Marías, y Calles lo concedió a regañadientes, alegando que Mújica "no podía administrar siquiera su propia casa". Clerófobo —"soy enemigo del clero, había dicho, porque considero que el clero es cl enemigo más desdichado y perverso que tiene nuestro país"—, enemigo jurado del tabaco y del vino —lo que lo hacía incurrir en ridículas manías—, probo y fanático, los mejores cargos de su vida se los había dado el general Cárdenas, del que fue hasta su muerte amigo y consejero.

Los dos hombres, caminando en la noche cálida y rumorosa de los trópicos, se enfrentaron al problema que los había atormentado desde el lejano año de 1924. Allí estaba ahora muy cercana la soñada expropiación. La incógnita radicaba en las medidas violentas que pudieran ejercer los Estados Unidos y la Gran Bretaña, interesados como estaban en respaldar a las empresas petroleras. Sin embargo, existía la amenaza de una guerra mundial, con las provocaciones que desarrollaba el imperialismo nazifascista, y esto los detendría de agredir a México en el caso de ser decretada la expropiación.

Cárdenas le pidió entonces que formulara un proyecto de manifiesto a la nación, "explicando el acto que realiza el gobierno —según las propias palabras del Presidente— y pidiendo el apoyo del pueblo en general, por tratarse de una resolución que dignificaba a México en su soberanía y contribuye a su desarrollo económico".

"Hasta hoy —añade Cárdenas en la misma nota— no se ha llegado a hacer mención oficialmente del propósito de expropiación. Se dará a conocer en el momento oportuno. En los centros políticos y financieros la generalidad cree, y aun las mismas empresas, que el gobierno podrá llegar, solamente, a dictar la ocupación de las instalaciones industriales. No puede retardarse mucho la decisión de este serio problema."

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Cuidando la retaguardia

Es sintomático que en esta conversación no figurara Eduardo Suárez, conocedor más profundo del ambiente que reinaba en Washington y desde luego el técnico de mayor aptitud para negociar, llegada la ocasión, el conflicto petrolero.

El licenciado Suárez se quedó en el automóvil y no participó en aquella conversación decisiva. ¿A qué se debió semejante actitud del general Cárdenas? Posiblemente a que él empleaba a sus colaboradores en tareas muy concretas y sabía lo que se esperaba de cada uno de ellos, como demostró la marcha de los sucesos.

Cárdenas confió a Mújica el proyecto de redactar el manifiesto porque, según escribió en su nota del día 9, "conocía sus convicciones sociales, su sensibilidad y patriotismo", pero ya había estudiado con Suárez las repercusiones políticas que podría tener en Washington la expropiación. En opinión del propio licenciado Eduardo Suárez, [23] el gobierno de México podía contar con la simpatía de Sumner Welles, subsecretario del Departamento de Estado, v de los funcionarios de la Secretaría del Tesoro, Adolfo Berle, Larry Dugan y Harry White, quienes más tarde habían de morir abrumados por los disgustos constantes que les causaron las compañías. También podía confiarse en cl vicepresidente Wallace, y razonablemente en Morgenthan, cuyo padre, nombrado embajador en México, no llegó a ocupar el cargo debido a las intrigas de los petroleros, pues al conocer su nombramiento había comentado que él sería embajador de los Estados Unidos y no de los petroleros.

Se tenía una idea muy clara de la reacción británica, protectora de El Águila, la empresa que por el descubrimiento de Poza Rica ocupaba el primer lugar en la producción, y de la dureza de Cordell Hull, el secretario de Estado, pero la política de Roosevelt no era precisamente la del "gran garrote", sino la de una vaga "buena vecindad" que afrontaría una prueba desusada.

"El Presidente —dijo Suárez— me tenía mucha confianza. Era muy discreto y no le gustaba discutir. Oía con la mayor atención y cuando uno creía haberlo convencido tomaba su propia determinación. No era temerario, sino muy responsable. Pensaba sus actos, calculaba el momento más favorable y como militar que era cuidaba su retaguardia, por si se veía obligado a retroceder." [24]

Este juicio, aunque haya estado influido por los acontecimientos posteriores, refleja con exactitud la estrategia de Cárdenas, quien calculó la relación de fuerzas con la mayor precisión, sin exponerse a una derrota que hubiera sido desastrosa, y sólo entonces decidió descargar el último golpe. Todavía el 10 de marzo, Suárez, su principal consejero en asuntos internacionales, nada sabía de su resolución.

Unos días antes, el elegante embajador inglés —usaba sacos de tweed y un vistoso chaleco amarillo— visitó a Cárdenas y le dijo:

—Me parece absurdo que las compañías no acepten el fallo. Hemos dejado el asunto en manos de los americanos, pero nosotros los ingleses estamos en mayoría y voy a convencerlos de que les conviene ceder.

El Presidente, creyendo que el embajador O'Malley había influido en los representantes de las empresas, los mandó citar, y cuando los tuvo en su despacho, les preguntó:

—¿Han reflexionado sobre el problema y me traen una solución?

—Señor Presidente, le traemos un memorándum con las razones por las cuales no podemos aceptar su propuesta.

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—Señores, lo lamento. Creí que la intervención del embajador O'Malley los había hecho cambiar de opinión.

—¿Ve usted la intransigencia de estas gentes? —comentó con Suárez cuando habían salido—. Sin embargo, nada haré por el momento.

Según recuerda Suárez, el Presidente nunca dijo que expropiaría a las empresas, si bien la idea de la expropiación estaba en el aire. El general Cárdenas le había dicho recientemente:

—Yo lucharé hasta el fin, pero evitaré siempre un conflicto armado. En el peor de los casos nos queda una retirada honrosa: recurrir a los instrumentos de paz como el arbitraje o hacer un llamado a la cooperación latinoamericana. Confío en la rectitud del presidente Roosevelt. [25]

Su última carta la tenía guardada y sólo habría de jugarla el 18 de marzo. Ese día giró instrucciones terminantes, al jefe de operaciones militares en Tampico, de incendiar los pozos petroleros si aparecía el primer barco de guerra ante las costas mexicanas. Un terrible incendio iluminando la selva había anunciado el nacimiento del imperio petrolero y otro señalaría el fin de esa interminable pesadilla. Después de todo, los dioses del panteón mexicano habían nacido de la pira sagrada, a la que se arrojaron voluntariamente para que los hombres salieran del caos y de las tinieblas del inframundo.

Las versiones difieren. El drama del petróleo, como el de Rashomón, para volver a nuestra imagen, tuvo numerosos protagonistas y todos nos han dejado su propia versión de los hechos. Ninguno de ellos ha rechazado la posibilidad de forzar las puertas de una historia hecha de excesivas subordinaciones y de desempeñar un papel en la expropiación petrolera, que fue el último episodio de una acción verdaderamente revolucionaria. Por un lado, el espíritu de colonialismo ha exagerado la actitud favorable del embajador Daniels y del presidente Roosevelt; ciertamente, ni Daniels fue un Morrow ni Roosevelt un Taft, pero su comprensión del fenómeno no impidió que defendieran cuanto les fue posible los intereses de las compañías expropiadas. Por otro, algunos mexicanos exageraron la importancia de su intervención, como es el caso de Lombardo Toledano, entonces secretario general de la poderosa CTM. Lombardo, en efecto, mantuvo la cohesión de los obreros y su espíritu de lucha, pero nunca supo infundirles una conciencia de clase ni frenar la codicia de los dirigentes menores. La subordinación obrera al gobierno, que él propició siguiendo el camino de Morones, determinó que cuando ese gobierno estuvo en manos de un Cárdenas la lucha de los trabajadores fuera real y eficaz, y cuando estuvo en manos de Ávila Camacho o de Alemán, el movimiento obrero, mediatizado y rígidamente controlado, se convirtiera en un mero apéndice de la burguesía en el poder. Eliminado finalmente a causa de sus veleidades marxistas, Lombardo terminó su vida dando un escandaloso ejemplo de oportunismo político.

El caso de Mújica es diferente. Siendo uno de los autores del artículo 27 constitucional, y un revolucionario íntegro, debe haber ejercido cierta influencia en el ánimo del general Cárdenas frente a los recelos de algunos miembros de su gabinete. Sin embargo, considerando el tacto, la sagacidad con que se llevó el conflicto para causarle a México los menores daños y obtener el máximo provecho, virtudes ajenas al temperamento del general Mújica, debemos concluir que la batalla de la expropiación y su victoria corresponden íntegramente al general Cárdenas. Lombardo y Mújica, como el resto de sus colaboradores, fueron satélites carentes de luz propia. Al desaparecer Cárdenas del escenario político, se hundieron en las sombras.

La posibilidad de incendiar los pozos

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El día 17, a las 11 de la mañana, el Presidente se reunió de nuevo en el Palacio Nacional con su gabinete. Habló lacónicamente, empleando según su costumbre el plural que lo despersonalizaba:

—Señores, hemos venido observando la actitud de las compañías. Se niegan a cumplir la resolución de la Suprema Corte y están haciendo una campaña de descrédito, esforzándose en crear alarma y confusión. Como el gobierno, en estas condiciones, no puede tolerar una rebelión semejante ni desentenderse de un problema capaz de paralizar la industria y los servicios públicos ni permitir agitaciones políticas, debemos expropiar sus bienes por causa de interés nacional. [26]

El anuncio, presentado no en forma de proyecto sino de una resolución, provocó diversas reacciones. Eduardo Suárez, el secretario de Hacienda, arguyó que tal vez podría buscarse otro medio, que sin correr ningún riesgo internacional alcanzara los mismos resultados prácticos, y fue apoyado por el subsecretario Ramón Beteta. Mújica, Buenrostro, García Téllez, Castellano, Hay, apoyaron resueltamente la medida; otros sugirieron la conveniencia de aplazar la expropiación, con el objeto de llegar a un acuerdo favorable, o expresaron dudas y temores, y otros más guardaron un discreto silencio.

Ante la falta evidente de unanimidad, el Presidente se limitó a decir:

—Si el petróleo ha sido siempre, y lo sigue siendo, el elemento principal de la discordia, más valdría entonces quemar los pozos.

Desde luego, toda discusión sobre la conveniencia o la inconveniencia de la expropiación resultaba ya inútil después de esta frase, y la junta se limitó a tomar las medidas necesarias para evitar desórdenes y asegurar que no sufrieran daños los campos y las refinerías. A las 4 de la tarde, el Presidente dio por terminada la sesión convocando a una nueva reunión para el día siguiente a las 8 de la noche. Guiado de su innata delicadeza no recomendó discreción alguna, por lo que los periódicos dieron la noticia de una junta secreta del Consejo de Ministros sin hacer comentarios.

En la mañana del 18, Cárdenas le dijo a su secretario, el licenciado Raúl Castellano:

—¿Advirtió usted ayer que Suárez se mostró reticente, Beteta receloso, Hay cauto, algunos dieron todo su apoyo y los demás permanecieron silenciosos? [27]

A las ocho de la noche, comunicó a sus ministros que en poco tiempo anunciaría al país la determinación de expropiar los bienes de las empresas rebeldes. El Palacio Nacional presentaba un aspecto desusado. Secretarios de Estado, altos funcionarios, consejeros, abogados y generales recorrían los salones esperando un acontecimiento. Ignoraban de qué se trataba exactamente, pero la noticia de que el Presidente había tomado una determinación sobre el conflicto petrolero y pronto la haría pública, creaba un ambiente de expectación.

A las nueve y media, el licenciado Castellano informó al Presidente que los empresarios y sus abogados solicitaban verlo con urgencia. Cárdenas ordenó que los pasaran a su despacho privado. Habló uno de ellos:

—Señor Presidente, recapacitando acerca del problema, hemos llegado a la conclusión de que si ajustamos nuestros negocios, podemos, haciendo sacrificios, acatar la sentencia de la Suprema Corte. Nuestro objeto es demostrarle al gobierno nuestra buena voluntad.

—Señores —respondió Cárdenas—, a todos ustedes les consta que el gobierno hizo grandes esfuerzos para disuadirlos de su actitud intransigente. Los hemos invitado a cumplir el fallo de la Suprema Corte y todo ha sido en vano. Les agradezco mucho que hayan venido a verme, pero tengo la pena de informarles que han llegado demasiado

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tarde. El gobierno de la República ha tomado sobre este asunto una resolución irrevocable. En breves momentos voy a dirigir un mensaje al pueblo de México y ustedes podrán enterarse de su contenido. [28]

La altivez de los empresarios había desaparecido, dando lugar a un gran desconcierto. Llevaban la rama de olivo pensando que su rendición total terminaría el problema, si bien esa misma mañana habían dirigido a la Junta de Conciliación un escrito en el que alegaban la imposibilidad de cumplir el laudo, pues significaba la ruina de sus empresas.

Los últimos 40 años les habían demostrado que sólo una política agresiva les permitió vencer la tímida ofensiva de Madero o las más consecuentes de Carranza, Obregón o Calles. Recurrieron al cohecho, al asesinato, a los mercenarios Félix Díaz y Peláez, agotaron los recursos legales y diplomáticos, desobedecieron el fallo del más alto tribunal de la República, y esta táctica no podían abandonarla en el momento de mayor peligro. Enconaron la disputa golpeando abajo del cinturón, y al otorgarle una trascendencia mundial a su rebeldía, no entendieron que fue cargándose de explosivos elementos nacionalistas hasta hacerla incontrolable. Si hubieran cedido el día 10, quizá habrían logrado prolongar un imperio que 40 años después, en manos de México, figuraría entre las empresas' más poderosas del mundo. Sin embargo, llegaron demasiado tarde y México pudo iniciar la reconquista de sus riquezas naturales.

Un rayo en el cielo azul

En un discurso de media hora, Cárdenas, con su voz apagada habló por radio: "La negativa de las compañías a obedecer un mandato de la justicia nacional impone al Ejecutivo de la Unión el deber de buscar un remedio eficaz que evite definitivamente, para el presente y para el futuro, el que los fallos de la justicia se nulifiquen o pretendan nulificarse por la sola voluntad de las partes o de alguna de ellas mediante una simple declaratoria de insolvencia como se pretende hacerlo en el presente. Hay que considerar que un acto semejante destruiría las normas sociales que regulan el equilibrio de todos los habitantes de una nación así como el de sus actividades propias y establecería las bases de procedimientos posteriores a que apelarían las industrias de cualquier índole establecidas en México y que se vieran en conflictos con sus trabajadores o con la sociedad en que actúan, si pudieran maniobrar impunemente para no cumplir con sus obligaciones ni reparar los daños que ocasionaron con sus procedimientos y con su obstinación.

"Las compañías petroleras, no obstante la actitud de serenidad del gobierno y las consideraciones que les ha venido guardando, se han obstinado en hacer, fuera y dentro del país, una campaña sorda y hábil que el Ejecutivo Federal hizo conocer hace dos meses a uno de los gerentes de las propias compañías, y que éste no negó, y que ha dado el resultado que las mismas compañías buscaron: lesionar seriamente los intereses económicos de la nación, pretendiendo por este medio hacer nulas las determinaciones legales dictadas por las autoridades mexicanas.

"Ya en estas condiciones no será suficiente, en el presente caso, conseguir los procedimientos de ejecución de sentencia que señalan nuestras leyes para someter a la obediencia a las compañías petroleras, pues la substracción de fondos verificada por ellas, con antelación al fallo del alto tribunal que las juzgó, impide que el procedimiento sea viable y eficaz; y por otra parte, el embargo sobre la producción o el de las propias instalaciones y aun el de los fundos petroleros implicarían minuciosas diligencias que

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alargarían una situación que por decoro debe resolverse desde luego, e implicarían también la necesidad de solucionar los obstáculos que pondrían las mismas empresas, seguramente, para la marcha normal de la producción, para la colocación inmediata de ésta y para poder coexistir la parte afectada con la que indudablemente quedaría libre y en las propias manos de las empresas.

"En esta situación se tendría que ocasionar una crisis incompatible no sólo con nuestro progreso sino con la paz misma de la nación; paralizaría la vida bancaria; la vida comercial en muchísimos de sus principales aspectos; las obras públicas que son de interés general se harían poco menos que imposibles y la existencia del propio gobierno se pondría en grave peligro, pues perdido el poder económico por parte del Estado, se perdería asimismo el poder político produciéndose el caos.

"Es evidente que el problema que las compañías petroleras plantean al Poder Ejecutivo de la nación, con su negativa a cumplir la sentencia que les impuso el más alto tribunal judicial, no es un simple caso de ejecución de sentencia, sino una situación definitiva que debe resolverse con urgencia. Es el interés social de la clase laborante en todas las industrias del país el que lo exige. Es el interés público de los mexicanos y aun de los extranjeros que viven en la República y que necesitan de la paz y de la dinámica de los combustibles para el trabajo. Es la misma soberanía de la nación, que quedaría expuesta a simples maniobras del capital extranjero, que olvidando que previamente se ha constituido en empresas mexicanas, bajo leyes mexicanas, pretende eludir los mandatos y las obligaciones que le imponen autoridades del propio país.

"Se trata de un caso evidente y claro que obliga al gobierno a aplicar la Ley de Expropiación en vigor, no sólo para someter a las empresas petroleras a la obediencia y a la sumisión, sino porque habiendo quedado rotos los contratos de trabajo entre las compañías y sus trabajadores, por haberlo así resuelto las autoridades del Trabajo, de no ocupar el gobierno las instalaciones de las compañías, vendría la paralización inmediata de la industria petrolera, ocasionando esto males incalculables al resto de la industria y a la economía general del país."

El Presidente hizo luego historia del conflicto laboral que culminaría con la expropiación y puntualizó algunos hechos: "Se ha dicho hasta el cansancio que la industria petrolera ha traído al país cuantiosos capitales para su fomento y desarrollo. Esta afirmación es exagerada. Las compañías petroleras han gozado durante muchos años, los más de su existencia, de grandes privilegios para su desarrollo y expansión; de franquicias aduanales; de exenciones fiscales y de prerrogativas innumerables, y cuyos factores de privilegio, unidos a la prodigiosa potencialidad de los mantos petroleros que la nación les concesionó, muchas veces contra su voluntad y contra el derecho público, significan casi la totalidad del verdadero capital de que se habla.

"Riqueza potencial de la nación, trabajo nativo pagado con exiguos salarios, exención de impuestos, privilegios económicos y tolerancia gubernamental son los factores del auge de la industria del petróleo en México.

"Examinemos la obra social de las empresas: ¿En cuántos de los pueblos cercanos a las explotaciones petroleras hay un hospital, o una escuela, o un centro social, o una obra de aprovisionamiento o saneamiento de agua, o un campo deportivo, o una planta de luz, aunque fuera a base de los muchos millones de metros cúbicos de gas que desperdician las explotaciones?

"¿En cuál centro de actividad petrolera, en cambio, no existe una policía destinada a salvaguardar intereses particulares, egoístas y alguna vez ilegales? De estas agrupaciones, autorizadas o no por el gobierno, hay muchas historias de atropellos, de abusos y de asesinatos siempre en beneficio de las empresas.

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"¿Quién no sabe o no conoce la diferencia irritante que norma la construcción de los campamentos de las compañías? Confort para el personal extranjero; mediocridad, miseria e insalubridad para los nacionales. Refrigeración y protección contra insectos para los primeros; indiferencia y abandono médico y medicinas siempre regateadas para los segundos; salarios inferiores y trabajos rudos y agotantes para los nuestros.

"Abuso de una tolerancia que se creó al amparo de la ignorancia, de la prevaricación y de la debilidad de los dirigentes del país, es cierto, pero cuya urdimbre pusieron en juego los inversionistas que no supieron encontrar suficientes recursos morales que dar en pago de la riqueza que han venido disfrutando.

"Otra contingencia forzosa del arraigo de la industria petrolera, fuertemente caracterizada por sus tendencias antisociales, y más dañosa que todas las enumeradas anteriormente,

ha sido la persistente, aunque indebida, intervención de las empresas en la política nacional.

"Nadie discute ya si fue cierto o no que fueron sostenidas fuertes facciones de rebeldes por las empresas petroleras en la Huasteca veracruzana y en el istmo de Tehuantepec, durante los años de 1917 a 1920, contra el gobierno constituido. Nadie ignora tampoco cómo en distintas épocas posteriores a la que señalamos y aun contemporáneas las compañías petroleras han alentado, casi sin disimulos, ambiciones de descontento contra el régimen del país, cada vez que ven afectados sus negocios, ya con la fijación de impuestos o con la rectificación de privilegios que disfrutan o con el retiro de tolerancias acostumbradas. Han tenido dinero, armas y municiones para la rebelión. Dinero para la prensa antipatriótica que las defiende. Dinero para enriquecer a sus incondicionales defensores. Pero para el progreso del país, para encontrar el equilibrio mediante una justa compensación del trabajo, para el fomento de la higiene en donde ellas mismas operan, o para salvar de la destrucción las cuantiosas riquezas que significan los gases naturales que están unidos con el petróleo en la naturaleza, no hay dinero, ni posibilidades económicas, ni voluntad para extraerlo del volumen mismo de sus ganancias.

"Tampoco lo hay para reconocer una responsabilidad que una sentencia les define, pues juzgan que su poder económico y su orgullo las escuda contra la dignidad y la soberanía de una nación que les ha entregado con largueza sus cuantiosos recursos naturales y que no puede obtener, mediante medidas legales, la satisfacción de las más rudimentarias obligaciones.

"Es por lo tanto ineludible, como lógica consecuencia de este breve análisis, dictar una medida definitiva y legal para acabar con este estado de cosas permanente en que el país se debate sintiendo frenado su progreso industrial por quienes tienen en sus manos el poder de todos los obstáculos y la fuerza dinámica de toda actividad, usando de ella no con miras altas y nobles, sino abusando frecuentemente de este poderío económico hasta el grado de poner en riesgo la vida misma de la nación.

"Planteada así la única solución que tiene este problema, pido a la nación entera un respaldo moral y material suficiente para llevar a cabo una resolución justificada, tan trascendente y tan indispensable.

"El gobierno ha tomado ya las medidas convenientes para que no disminuyan las actividades constructivas que se realizan en toda la República, y para ello, sólo pido al pueblo confianza plena y respaldo absoluto a las disposiciones que el propio gobierno tuviere que dictar.

"Sin embargo, si fuere necesario, haremos el sacrificio de todas las actividades constructivas en que la nación ha entrado durante este periodo de gobierno para afrontar los compromisos económicos que la aplicación de la Ley de Expropiación

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sobre intereses tan vastos nos demanda, y aunque el subsuelo mismo de la patria nos dará cuantiosos recursos económicos para saldar el compromiso de indemnización que hemos contraído, debemos aceptar que nuestra economía individual sufra también los indispensables reajustes, llegándose, si el Banco de México lo juzga necesario, hasta la modificación del tipo actual de cambio de moneda, para que el país entero cuente con numerario y elementos que consoliden este acto de esencial y profunda liberación económica de México.

"Es preciso que todos los sectores de la nación se revistan de un franco optimismo y que cada uno de los ciudadanos, ya en sus trabajos agrícolas, industriales, comerciales, de transportes, etc., desarrolle a partir de este momento una mayor actividad para crear nuevos recursos que vengan a revelar cómo el espíritu de nuestro pueblo es capaz de salvar la economía del país por el propio esfuerzo de sus ciudadanos."

Cárdenas, ante la ofensiva internacional que preveía se apresuró a decir: "Nuestra explotación petrolera no se apartará un solo ápice de la solidaridad moral que nuestro país mantiene con las naciones de tendencia democrática y a quienes deseamos asegurar que la expropiación decretada sólo se dirige a eliminar obstáculos de grupos que no sienten la necesidad evolucionista de los pueblos ni les dolería ser ellos mismos quienes entregaran el petróleo mexicano al mejor postor, sin tomar en cuenta las consecuencias que tienen que soportar las masas populares y las naciones en conflicto."

Un país que siempre ocupó el banco de los acusados se transformó en acusador. Con este mensaje, que el embajador Daniels calificó como un rayo en el cielo azul —la mayoría de las metáforas de los embajadores tienen un carácter meteorológico—, Cárdenas liquidaba la herencia de la dictadura porfirista, la herencia que le había legado la facción sonorense, en la que había militado largos años, y una parte considerable de la herencia de México. El rescate de uno de sus principales recursos le dio al país una posibilidad de industrializarse y sobre todo una conciencia nacional antes inexistente. Sin embargo, la conclusión de esta batalla debió originar otra más ardua. El trust petrolero mundial no estaba vencido. La burguesía mexicana tampoco estaba vencida. No tardaría en dar señales de que había nacido para seguir atada al carro de los Estados Unidos, con tal de recibir una parte mínima del enorme botín.

Reactualización de un mito Las palabras de Cárdenas fueron escuchadas por millares de obreros agrupados en

torno de sus radios, y al dejarse de oír, el desafiante imperio se había desplomado.

En aquellas selvas pobladas de ruinas de ciudades antiguas, de tumbas de príncipes y de vestigios de pasadas grandezas se estaba produciendo un hecho mágico que no había ocurrido en 500 años.

El mito reactualizó el tiempo de las grandes hazañas divinas y los 2 500 trabajadores —casi todos indios— que atestaban la sala del Sindicato de Trabajadores Petroleros en el puerto de Tampico se pusieron de pie y marcharon hacia la refinería, situada a cuatro kilómetros de distancia. En la entrada principal fijaron una bandera y distribuyeron guardias a fin de evitar cualquier acto de sabotaje.

Los obreros más humildes, investidos de un nuevo poder, ordenaron el paro temporal de la planta. Un jefe, ignorante de lo ocurrido, se les enfrentó:

—No reconozco su autoridad ni acepto órdenes de ustedes. No puedo parar una torre que trabaja a una presión de 250 grados centígrados.

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—Usted la para o la paramos nosotros por la fuerza —respondió el antiguo tubero Manuel Díaz Ríos, nombrado presidente de la Junta de Administración.

Otro jefe, un tal mister Johnson, pretendió entrar con el pretexto de parar las instalaciones "porque podía volar toda la refinería".

—Aunque vuele todo, usted no entra —le advirtieron, y tuvo que marcharse. [29]

"A la una de la mañana —comenta un testigo— era tan solemne el silencio, donde todo había sido siempre ruido, que se escuchaban los pasos."

En Agua Dulce, lejos de Tampico, los obreros se dirigieron a la casa del superintendente para anunciarle la expropiación. El funcionario salió en pijama.

—¿Cómo se atreven a molestarme a estas horas? —preguntó colérico.

—Es la hora más apropiada —le contestó otro jefe del Sindicato—, porque es la hora más feliz de nuestra vida.

Le pidieron entonces que hiciera entrega de todos los bienes de su empresa a lo que se negó:

—No recibo esa orden ni la acepto. Necesito hablar con mi cónsul y con mis abogados.

—Bueno, si no acepta las disposiciones del gobierno de México, tendremos que mandarlo a dormir al cuartel como rebelde. [30]

En todas las plantas y los campos dispersos sobre una extensión que comprendía del norte de Tampico al istmo de Tehuantepec, dos océanos y centenares de kilómetros de ríos, bosques, pueblos y ciudades, los obreros ejercieron un control inmediato. Unos extranjeros como el holandés Oor, entregaron las llaves con cierta flema: "Muchachos, esto ya es de ustedes, pídanme un coche para irme." Otros mantuvieron su orgullo diciendo: "Aquí las tienen, pero muy pronto tendrán que devolverlas." Y otros más, como los técnicos nazis de Caracol, lograron dañar unas máquinas, arrojaron piezas y valiosos documentos al río o intentaron ofrecer resistencia. La mayoría se mantuvo bajo vigilancia en sus casas, circundadas de prados, contemplando desde las varandas los bailes de los obreros, que gritaban de alegría, mientras tocaban orquestas y marimbas, estallaban los cohetes y repicaban las campanas.

Tenían la convicción de que regresarían en breve, pues los mexicanos eran incapaces de mantener la marcha de la industria, y no les faltaba del todo la razón.

La otra cara de la medalla

Ya el día 19, una serie de hechos, que Silva Herzog calificó de "diabólicos", se encadenaban entre sí formando una especie de red sin posible salida.

Al retirar sus fondos, las empresas provocaron no sólo la caída del peso, sino una sensible baja de las reservas. Dicho de otra manera, el gobierno carecía de dinero y de crédito para financiar la marcha de la industria. Desde luego, la venta local de los productos significaba un modesto ingreso, pero las compañías se habían encargado de enviar a los Estados Unidos el mayor número de carrostanque que les fue posible y faltaban medios adecuados de transporte.

No se sabía si las plantas podían ser operadas. Las empresas se llevaron a todos los técnicos extranjeros, y los escasos técnicos mexicanos que habían logrado formarse siguieron recibiendo los mismos sueldos a condición de que no intervinieran en la industria expropiada. Los planos de las refinerías y de las instalaciones desaparecieron misteriosamente, lo que agravaba el problema.

A los tres o cuatro días principió a delinearse el boicot mundial decretado por el trust petrolero. Ningún país compraba un solo barril, ni vendía refacciones o maquinaria, ni

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productos vitales como el tetraetilo de plomo, indispensable para elevar el octanaje de la gasolina. Incluso si el gobierno lograba mantener la producción, no existía posibilidad de transportarla, pues los barcostanques de las flotas petroleras figuraban en el boicot y el único que estaba disponible, el San Ricardo, fue inmovilizado en Mobile por un embargo.

Sin dinero, sin técnicos, sin transportes, sin refacciones, sin ventas exteriores, México, en el mejor de los casos, estaba condenado a perecer ahogado en su propio petróleo.

A la expropiación, las compañías respondían con la movilización de sus recursos. Una campaña publicitaria, de intensidad poco común, presentaba al que echó a los ladrones de su casa, como el país que contra la ley y el derecho se había robado los bienes de sus civilizadores. El sucio ladrón iba a recibir una lección que no olvidaría nunca. Entre tanto Washington y Londres guardaban un silencio cargado de ominosos presagios.

El día 20, mientras el país ardía en llamas, el Presidente organizó un día de campo con su familia y sus amigos. Esta vez no eligió su finca Palmira, situada cerca de Cuernavaca, sino el volcán de Toluca. Nadó, rompiendo el hielo de la laguna del cráter, y al salir, exclamó en un tono de desafío irónico:

—Ahora no podrán decir que estamos calientes.

Partiendo de cero

Las refinerías, con sus altas torres, sus chimeneas humeantes, sus esferas y sus cilindros plateados y sus extensos muelles tendidos a lo largo del río atestado de barcos, siempre constituyeron una sucesión de ciudades geométricas que representaban en medio de las selvas el triunfo del hombre moderno sobre una naturaleza que, de algún modo ya olvidado, habían logrado dominar sus antiguos moradores.

El mexicano era ajeno a ese conjunto. No había inventado una bomba o un tablero de mando, no sabía construir barcos, tubos, hornos o taladros, y como resultado de su ignorancia debía obedecer órdenes y servir de un modo mecánico a los extranjeros dueños del enorme imperio.

Ahora todo aquel mundo yacía silencioso. Los muelles y los cargaderos se veían sin barcos y sin carrostanques. En pocos días más los ferrocarriles, los autos, las industrias, los talleres, se verían paralizados. Ya en la misma tarde del día 19 comenzaron a llegar, en aviones, pequeños grupos de ingenieros y de químicos que habían recibido telegramas, mensajes de radio o llamadas telefónicas de secretarías de Estado y de funcionarios amigos, invitándolos a ocupar cargos en las instalaciones abandonadas. Algunos, muy pocos, habían servido a las empresas petroleras y decidieron sumarse al gobierno, pero la mayoría eran profesionistas que conocían teóricamente el proceso sin haber puesto nunca un pie en las refinerías.

Para entender la forma en que pudo realizarse ese primer milagro debemos seguir los pasos de Oscar Vázquez, uno de los ingenieros convocados con urgencia por el gobierno. Vázquez siempre trabajó en la ciudad donde tenía familia e intereses y sus ideas acerca de la química petrolera las había aprendido en la escuela. Sabía desde luego que el petróleo, bombeado de los pozos lejanos, entraba a los hornos y ya caliente subía a las torres donde las moléculas rotas a diferentes temperaturas y niveles daban origen a diversos productos. Enfriados después en los condensadores, pasaban a los depósitos y de allí se bombeaban nuevamente a los barcos y a los carros de ferrocarril. Este juego esencial del aceite y del calor no era tan sencillo como todo eso. Los "jugos y bitúmenes" de la tierra, cargados de sustancias nocivas y peligrosas, debían ser analizados,

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purgados y vigilados sin cesar, y el mecanismo de las torres desintegradoras y de los tableros de mando suponía conocimientos especializados de ingeniería, sólo asequibles a los escasos técnicos que rechazaron las proposiciones de las empresas.

En las oficinas no existían planos ni cuantificaciones de los procesos, y por añadidura, las plantas eran viejas y trabajaban a base de refacciones y de medidas de emergencia, pues hacía mucho tiempo que las compañías no instalaban nuevos equipos y se conformaban con operar la chatarra del mejor modo que les era posible.

Vázquez necesitaba tener una idea precisa del funcionamiento de la refinería, y siendo los obreros los únicos que operaban toda clase de maquinaria y de instrumentos, los fue llamando y con sus informaciones trazó un esquema satisfactorio del proceso en su conjunto. Se fijó la hora en que la refinería reiniciaría su trabajo. Los obreros y los técnicos ocupaban sus puestos. En ese momento entró a la oficina el encargado de los hornos:

—Jefe —le preguntó—, ¿ya ordena usted que prendamos la leña?

A Vázquez le pareció tan desproporcionada la relación entre las baterías de tubos gigantes y el recurso primitivo de la leña, que vaciló un momento:

—¿La leña? Sí. Préndala usted como es la costumbre.

Más tarde debía reírse de su ignorancia. La leña todavía en esa época se utilizaba con el objeto de elevar la temperatura de los hornos hasta que el petróleo pudiera ser atomizado, pero él desconocía aquella particularidad, como tantas otras, y confiaba siempre en la experiencia de los trabajadores.

Vivas y mueras Por lo que hace a la distribución de combustibles, existían dos problemas: la falta de

carrostanques y el cierre de las gasolineras, concesionarias de las compañías. El primero se resolvió dándole una prioridad absoluta a los trenes petroleros. Muchas veces, una locomotora descompuesta se cambió sobre la marcha por otra de un tren de pasajeros, y éstos se quedaban en una estación contemplando impotentes el sucio tren cargado de aceite que se perdía de vista. El segundo se atacó radicalmente, dándole a los comerciantes gasolina y diesel que vendían frente a los expendios desiertos, en barriles y en toda clase de vasijas y recipientes.

Otro quebradero de cabeza lo constituyó el importado tetraetilo de plomo, indispensable para aumentar el octanaje de la gasolina. Habiendo los ingleses construido en Tampico la única planta de gasolina de octano, a un obrero llamado Diego Cabrera se le ocurrió la idea de bombear, a través del oleoducto, crudo mezclado a la gasolina de la planta, lo que permitió abastecer a las ciudades de combustibles adecuados y prescindir del producto temporalmente. Sin embargo, seguía faltando el tetraetilo. México entonces decidió producirlo y lo produjo a costa de algunas vidas y de muchos sacrificios. Fue una hazaña técnica, como otras muchas que pasaron inadvertidas en el torbellino de aquellos días en que todos los mexicanos se sentían participantes de una acción libertaria concreta.

La Iglesia se unió al gobierno por primera vez y bendijo la expropiación, solicitando la colaboración de los fieles. Y el suntuoso Palacio de Bellas Artes contempló una escena desusada: el pueblo llenó el vestíbulo con el deseo de contribuir con algo al pago de los bienes de las empresas. Los hombres daban dinero, las mujeres ricas sus alhajas y las muy pobres su único rebozo, un cordero o un par de gallinas.

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El domingo 23 de marzo, una gigantesca manifestación desfiló ante el Palacio Nacional. Los manifestantes llevaban ataúdes donde se leían pintados los nombres de la Standard Oil, la Huasteca, la Sinclair, El Águila, y demás compañías difuntas. Repicaban las campanas echadas a vuelo, los edificios se veían atestados de gente que aplaudía el desfile y se oía un griterío incesante: "¡Viva la expropiación petrolera, mueran las compañías!" Cárdenas, en el balcón central del Palacio, saludaban a los manifestantes.

La hazaña del remiendo

Entre tanto seguía la batalla material por el petróleo. A las dos semanas no había con qué pagar los salarios de obreros y empleados, y la falta de moneda fraccionaria era tan grande en Tampico que rompían a la mitad los billetes de un peso. Los banqueros se negaban a prestarle al gobierno. Cárdenas mandó un avión cargado de dinero. Los pagadores, no dándose abasto, aceptaron el auxilio de los obreros y en unas horas se pagaron millones sin que faltara un centavo.

A medida que transcurría el tiempo los efectos del boicot mundial se resentían duramente. Faltaban los tubos. Millares y millares de metros expuestos a la corrosión del aire marino y de los ácidos iban quedando inservibles y no había modo de sustituirlos. Se organizaron cuadrillas de trabajadores que desde la mañana salían a la pesca de viejos tubos desechados, hundidos en las marismas, o revolvían los cementerios de chatarra en busca de piezas de recambio. Los talleres trabajaban día y noche cortando, soldando, parchando. Preocupaban ante todo dos clases de tubos: los gruesos, alimentadores de los hornos, que al romperse suscitaban peligrosos incendios, y los delgados de los condensadores, donde circulan los gases de las torres enfriados por agua. Rotos, perdían gasolina en exceso, hasta que a un obrero se le ocurrió prescindir de los tubos y hacer que el agua se mezclara directamente a los gases. El agua entonces, mucho más pesada, quedaba en el fondo, la gasolina flotaba y luego podía ser separada con mayor facilidad.

Este procedimiento lo perfeccionó más tarde otro obrero: llenaron de conchas de ostiones los cilindros de los condensadores, lo que permitió mejorar la mezcla al aumentar la superficie de contacto y aprovechar el carbonato de calcio de las conchas que actuaba como anticorrosivo neutralizando la acidez de los gases.

Nada espectacular. Fue esa la hazaña del remiendo, de la improvisación, de las pequeñas y grandes sustituciones, realizada por obreros acostumbrados a obedecer las órdenes de sus jefes, a vivir en casuchas de madera, la mayoría analfabeta, enferma y fatalista, se escapaba de su infierno los sábados asistiendo a las tabernas y a los burdeles. La expropiación les devolvió el espíritu creador, que pobló la selva de preciosos centros ceremoniales, porque nuestro pueblo, humillado y envilecido, sólo puede salir de su letargo y obtener una nueva vida mediante un hecho revolucionario de los alcances de su caída y de su envilecimiento.

La batalla diplomática

El 25 de marzo, Sumner Welles le comunicó al embajador Castillo Nájera que los representantes petroleros se entrevistarían con él el día 28, para apoyar un memorándum en el que afirmaban haber sido víctimas de una denegación de justicia.

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—No hay ninguna base en que ellos puedan fundar tal afirmación —respondió Castillo Nájera—. El Departamento de Estado debe hacer todo lo posible para convencer a los petroleros de que acepten la indemnización prometida por el presidente Cárdenas, pues cualquier otra medida, lejos de resolver el problema, contribuirá a complicarlo.

—Estoy de acuerdo y yo me empeñaré en convencerlos, pero, aceptando esta lejana posibilidad, ¿cuáles serían las garantías efectivas que aseguren el pago de la indemnización?

—Podrían discutirse en el caso de que los petroleros aceptaran la indemnización.

—Estas negociaciones serían difíciles. Los representantes no desearán ir a México, dado el ambiente hostil que allí existe, no obstante mis seguridades en sentido contrario. Sería mejor que las negociaciones se realicen en Washington.

—No hay otra solución que la de aceptar la indemnización propuesta, pues consideramos improcedentes todas las representaciones basadas en la denegación de justicia. Por lo demás, son falsas las noticias de que en México exista un sentimiento antinorteamericano.

—Mire usted, señor embajador, desgraciadamente ese sentimiento es innegable, como lo prueba el anuncio de la huelga planteada para el 10 de abril por los obreros de la Foreign Power Corporation, que cuatro veces ha cedido ya a demandas excesivas. El Departamento de Estado considera que esta medida se encamina deliberadamente a la expropiación. Acerca del petróleo, el Departamento desea un pronto arreglo, mediante la reanudación de pláticas pendientes con nuestros técnicos; por otro lado, como la prensa ataca la debilidad de nuestro gobierno, mientras se reanudan las pláticas hemos ordenado al embajador Daniels que informe al gobierno de México sobre la suspensión de las compras de plata. La medida no deben interpretarla ustedes como una represalia, sino como una necesidad de revisar nuestras relaciones económicas y financieras.

—Cualesquiera que sean las explicaciones, esa medida será interpretada por la opinión pública de los dos países como una represalia. [31]

Dos días después, el 27 de marzo, Daniels había remitido una nota a la Secretaría de Relaciones, en la que, después de hablar de las expropiaciones agraria y petrolera y de la actitud siempre amistosa y cooperativa de los Estados Unidos hacia nuestro país, a nombre de su gobierno formulaba la siguiente pregunta: "En el caso de que México insista en llevar a cabo esta expropiación y sin que mi gobierno pretenda hablar en nombre de los intereses americanos envueltos, sino únicamente para su conocimiento preliminar, ¿cuál es el procedimiento concreto que piensa adoptar el gobierno mexicano con respecto al pago de las propiedades de que se trata, qué seguridades se darán de que el pago se hará, y cuándo se puede esperar dicho pago? En vista del hecho de que los ciudadanos americanos interesados ya han sido privados de sus propiedades, y de la regla de derecho arriba mencionada, mi gobierno se considera autorizado para pedir una pronta contestación a esta consulta. Mi gobierno considera, asimismo, que ya es el momento de llegar a una inteligencia parecida respecto del pago a los nacionales americanos cuyas tierras han sido tomadas y se siguen tomando, conforme a la política agraria del gobierno mexicano."

Daniels, temiendo un rompimiento, retiró la nota sin el conocimiento de Hull, y México la dio por no recibida. Esta actitud de Daniels "le valió —escribe Meyer— que, en la correspondencia y propaganda de las compañías, se le acusara de complicidad o negligencia en el conflicto petrolero".

De cualquier modo, el general Cárdenas formuló otra nota, que habría sido entregada al embajador Daniels si éste no hubiera retirado la suya del 27. Cárdenas fue muy claro en su respuesta: "El gobierno mexicano ha prorrogado reiteradas ocasiones, casi al gusto de los reclamantes americanos, los términos que todas las naciones y todas las

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soberanías del mundo importen para que se presenten las reclamaciones por daños que puedan recibir los extranjeros por causas ajenas a la voluntad de la nación, y por lo mismo, el cargo enumerado en la nota de Su Excelencia es injusto, pues el país ha hecho reiterados esfuerzos por complacer, hasta el exceso, a los demandantes de México por los daños ocasionados por la Revolución; prueba de ello, los pagos que por este concepto y con toda exactitud viene haciendo, anualmente, el propio gobierno mexicano.

"En relación al criterio que sustenta el gobierno americano acerca del tiempo en que, según él, deben pagarse las indemnizaciones por el concepto de expropiación, tengo el honor de manifestar a Su Excelencia que considero esta actitud como una clara y franca agresión a la soberanía de mi país, supuesto que la interpretación de sus leyes no está sujeta a la presión de las potencias extranjeras."

Sobre la reiterada afirmación de que el gobierno norteamericano se reservaba para sí todos los derechos afectados por la expropiación, afirmó el Presidente que no iba de acuerdo "con las reiteradas manifestaciones de Su Excelencia el presidente Roosevelt de mantener una política de respeto y de cordialidad con las naciones de América".

A la pregunta "¿cuál es el procedimiento concreto que piensa adoptar el gobierno mexicano con respecto al pago de las propiedades de que se trata, qué seguridades se darán de que el pago se hará y cuándo se puede esperar dicho pago?", Cárdenas respondía:

"Si las compañías petroleras no estuvieran tratando de inmiscuir indebidamente a un gobierno extranjero en asuntos exclusivos del país en que operan como empresas nacionales, serían ellas mismas las que habrían informado al gobierno americano de que los funcionarios mexicanos encargados de verificar el Decreto de Expropiación les han manifestado, con toda claridad y precisión, que se les empezará a pagar la parte proporcional de las indemnizaciones que correspondan, según el periodo de tiempo señalado por la Ley, inmediatamente que las tramitaciones en acción de ejecución queden consumadas y, por consiguiente, removidos los únicos obstáculos que pueden presentarse, como sería la acción en el extranjero de las compañías afectadas para evitar que la industria petrolera de México continuara su curso normal. De esta manera estoy seguro que el gobierno de Vuestra Excelencia no hubiese tenido necesidad de verse obligado a molestarse dirigiendo la nota que con toda atención me permito contestar."

En términos generales, tales fueron las posiciones de los dos gobiernos desde el principio del conflicto. Los Estados Unidos reconocían el derecho de México a la expropiación siempre que hiciera un pago inmediato, adecuado y efectivo de los bienes expropiados, pero se arrogaban el derecho de defender a las empresas víctimas de una "confiscación" —la palabra más repetida en 20 años—, y México, basado en sus leyes y en las leyes internacionales, les negaba tal derecho, pues era un asunto de su exclusiva competencia. A su vez las empresas trataban de apoyarse en la fuerza de los Estados Unidos y en causar los mayores daños a la economía y al prestigio de México mediante una campaña de calumnias desusada.

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El caso inglés

Por lo que hace a Inglaterra, las cosas fueron diferentes. El 8 de abril el ministro de la Gran Bretaña, Owen St. Clair O'Malley, presentó una nota al presidente Cárdenas, en la que se afirmaba: "El gobierno de Su Majestad encuentra difícil, después de examinar las circunstancias, no llegar a la conclusión de que el verdadero motivo de la expropiación fue el deseo político de adquirir permanentemente para México las ventajas de la propiedad y control de los campos petrolíferos; que la expropiación fue equivalente a la confiscación, llevada a cabo bajo una apariencia de legalidad fundada en conflictos del trabajo; y que las consecuencias han sido la denegación de justicia y la transgresión, por parte del gobierno mexicano, de los principios del Derecho Internacional. El gobierno de Su Majestad no encuentra otro medio para remediar esta situación que la devolución de sus propiedades a la compañía."

El secretario de Relaciones, Eduardo Hay, le manifestó que como en esta nota se calificaba de esencialmente arbitraria la expropiación decretada de los bienes de la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila, S. A., el C. presidente de la República no estaba dispuesto a recibirla, por lo que la misma nota debía ser dirigida a la Secretaría de Relaciones Exteriores.

O'Malley dirigió la nota a la Secretaría, explicó que existía una diferencia entre la palabra inglesa arbitrary (dependiente de la voluntad o placer) y la palabra española arbitrario (lo opuesto a lo legal y justo), y solicitó autorización para publicarla.

Se cruzaron algunas notas más, y el 11 de abril el secretario de Relaciones advirtió: "Aun en el supuesto de que numerosos inversionistas británicos estén muy interesados en la situación porque atraviesa la compañía mencionada, ésta es una empresa mexicana y en consecuencia no corresponde el patrocinio de sus intereses —ni en el terreno de la actividad interna del Estado mexicano, ni en el plano de acción de la vida internacional— a un estado extranjero. México no puede admitir que ningún estado, con el pretexto de proteger intereses de accionistas de una compañía mexicana, niegue la existencia de la personalidad jurídica de las sociedades organizadas en México y de acuerdo con nuestras leyes."

El 20 de abril, la legación británica adujo que "el gobierno de Su Majestad no está interviniendo en favor de la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila, sino en favor de una gran mayoría de los accionistas de dicha compañía cuya nacionalidad es inglesa y en estas circunstancias los accionistas ingleses no tienen quien les defienda excepto su propio gobierno".

El 11 de mayo de 1938, la legación reclamó la tercera anualidad de $ 370 mil pesos, ya vencida desde enero, que el gobierno mexicano se comprometió a pagar de acuerdo a lo estipulado por las Convenciones Especiales AngloMexicanas. Esta demora "obligó al gobierno de Su Majestad a examinar el problema de los adeudos de México", y las conclusiones no eran tranquilizadoras.

Según los datos de que se disponía, la deuda pública exterior mexicana, la deuda de los ferrocarriles expropiados en 1937, la deuda interior, el monto del adeudo agrario, con otro tipo de reclamaciones y el valor de las expropiaciones petroleras sumaban centenares de millones de dólares, "por lo que el gobierno de Su Majestad no puede menos que juzgar la omisión del gobierno mexicano, de cubrir siquiera sus obligaciones ya existentes; como un hecho que en sí hace que sea injustificada una expropiación que

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depende esencialmente para su validez del pago de una indemnización plena y adecuada que en este caso asciende a una cantidad de mucha consideración".

"De todos modos —concluía la nota—, mi gobierno se ve obligado a pedir el pago inmediato de la cantidad de $ 370 962.71 que venció el 1° de enero próximo pasado."

El presidente Cárdenas, al conocer la injuriosa nota inglesa, le dijo a Eduardo Suárez, su secretario de Hacienda:

—Llame al ministro inglés y pídale que retire su nota, porque es injusta y está redactada en términos que contradicen la cortesía británica.

—Mire usted —le respondió O'Malley a Suárez—, convengo en que la nota es áspera, pero me la mandaron de Londres con órdenes de no hacerle ninguna modificación. Todavía más, el gobierno inglés la ha dado a la prensa y posiblemente a estas horas ya estará publicada en los Estados Unidos. Por eso me encuentro impedido de retirarla.

—Le hice a usted esta súplica debido a que el Presidente quiere guardar buenas relaciones con Inglaterra y esta nota sin duda va a alterarlas.

—Lo entiendo. Sin embargo, he obrado siguiendo instrucciones precisas.

—La nota es contraria a las relaciones diplomáticas.

—Ustedes —arguyó O'Malley— han cometido un grave error al expropiar a las empresas y van a sufrir las consecuencias. Más tarde nos rogarán que volvamos y volveremos en mejores condiciones.

—Sabemos que vamos a sufrir como usted dice, pero no nos rendiremos por eso. Si usted ha informado en tal sentido, lamento decirle que ha engañado a su gobierno. Podemos vivir sin el petróleo y de ninguna manera les rogaríamos que regresen.

Cuando Eduardo Suárez entró al despacho del Presidente para comunicarle los resultados de la entrevista, éste se hallaba acompañado por el embajador Castillo Nájera.

—¿Cómo contestaría usted la nota inglesa? —le preguntó Cárdenas.

—Yo, en una nota breve y tajante, les diría que el cobro es injusto, pues nosotros tenemos el derecho a diferir el pago cubriendo los intereses respectivos, les enviaría un cheque por la cantidad reclamada, y añadiría que resentimos el tono de su nota, porque aun los imperios más poderosos no pueden jactarse de estar al corriente en sus obligaciones financieras.

Suárez escribió allí mismo la respuesta, y Castillo Nájera sugirió:

—¿Y por qué no mandar llamar a nuestro embajador en Londres?

—Sí, lo voy a hacer —dijo Cárdenas—, porque si no lo hago ellos romperán sus. relaciones y es mejor que yo me les adelante.

Cárdenas llamó a nuestro embajador y los ingleses se vieron en la necesidad de retirar al elegante St. Clair O'Malley, que comentó:

—He tenido la mala suerte de que otra vez me haya reventado el cohete en la mano.

La nota inglesa fue muy comentada por medio de escritos satíricos y caricaturas. "Recuerdo —me dijo Eduardo Suárez— que el New York Times publicó una caricatura muy graciosa en la que aparecía John Bull, dando una conferencia sobre las bribonerías mexicanas, y detrás se veía un gato negro que llevaba el siguiente letrero: `Deudas no pagadas al gobierno americano'. John Bull comentaba: `Este maldito gato siempre se presenta en los momentos más comprometidos.' " [32]

La nota, redactada por los expertos del Foreign Office en su conocido estilo imperial, le permitió a México liberarse del acoso inglés y concentrarse en su disputa con los Estados

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Unidos. John Bull estaba bastante ocupado, ante la proximidad de la guerra, para reclamar de un modo más enérgico sobre la expropiación de una empresa mexicana, y el mundo celebró que el gato de la mala suerte se presentara al enderezar Inglaterra sus prédicas morales de pago pronto y adecuado, cuando no tenía la menor intención de ajustar sus abultados adeudos.

Una salida de emergencia

El anuncio de la suspensión de las compras de plata, a pesar de que los dueños de las minas eran norteamericanos, quebrantó más aún la situación económica y causó tal impacto que el propio general Cárdenas le confesó a Suárez no haber podido esa noche conciliar el sueño.

Así las cosas y cuando todas las puertas parecían cerradas, apareció en la escena un extraño personaje llamado William R. Davis. Este norteamericano, dueño de Davis and Co. y de la Parent Petroleum Interest Ltd. de Londres, con intereses en Alemania y en los Estados Unidos, era un hombre de extraordinaria inteligencia a quien le importaban sus negocios sobre cualquier tipo de consideraciones nacionalistas en una época que pretendía exacerbarlas ante la posibilidad de la guerra. Davis ya era conocido en México. En 1937 había sugerido intercambiar petróleo de los campos de Petróleos Nacionales —pequeña empresa mexicana— por equipo ferroviario alemán con un valor de 100 millones de pesos, operación que no llegó a efectuarse. Dueño también de la Sabalo Transportation Company, S. A., empresa que trataba de explotar Poza Rica y estaba en litigios, al ocurrir la expropiación le propuso al general Cárdenas ocuparse de toda la industria. El Presidente se cuidó mucho de aceptar la oferta, pero comprendió que Davis, propietario de una flota y de una refinería en Hamburgo, representaba la única posibilidad de romper el boicot mundial del trust petrolero. Venciendo la oposición de la Standard y del Departamento de Estado, Davis logró exportar petróleo, una parte vendida en efectivo y otra a cambio de productos industrializados, a partir del mes de abril de 1938, lo que alivió considerablemente la presión ejercida sobre México.

Desde luego, Davis era un pillo o al menos un hombre poco escrupuloso, pero no lo era más que la Standard o el propio Departamento de Estado, empeñados en destruir a México económicamente a nombre del sacrosanto derecho de propiedad y de los "altos intereses" de la seguridad nacional.

Al menos Davis no utilizaba esa retórica nauseabunda; él ganaba dinero, pues se le vendía barato el petróleo, y hacía que lo ganase México. Curiosamente, fue desplazado como el principal exportador no por una empresa alemana o italiana sino por la empresa norteamericana, la Eastern State.

"Los tratos de Davis con Italia y Alemania —escribe Lorenzo Meyer— a fines de 1939 le trajeron grandes dificultades con los Estados Unidos e Inglaterra; aparentemente salió bien librado de estos encuentros porque todavía en 1940 propuso al gobierno mexicano la construcción de un oleoducto en el istmo de Tehuantepec, oleoducto que él controlaría. Este ambicioso proyecto fue el último de Davis en relación con México y no llegó a materializarse."

También se logró vender algún petróleo al Japón y también ello provocó las sospechas y la irritación del Senado y del Departamento de Estado norteamericanos. Se habló de que el Japón pretendía utilizar la base de bahía Magdalena y tomar posiciones en México contra los Estados Unidos, es decir, se repetían los mismos cargos hechos a Porfirio

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Díaz, porque el imperialismo a falta de argumentos convincentes emplea las consejas disparatadas, usadas siempre con tal de no perder su situación privilegiada. Se preocupaban por lo que ellos mismos provocaban de modo sistemático, pero esta vez sus propias contradicciones, como después en el caso de Cuba, iban minando su posición hasta hacerla inoperante.

En primer lugar, existían empresarios del tipo de Davis, capaces de aprovechar las condiciones creadas por el gobierno de los Estados Unidos, las rivalidades de las compañías petroleras y la propia división de los países capitalistas; en segundo lugar, los grandes empresarios vieron con alarma que se estableciera un sistema de trueque, desfavorable a sus mercados tradicionales en América Latina, y en tercer lugar, el Departamento de Estado deseaba mantener unidos a los países del continente para que no cundiera en ellos la influencia de las doctrinas nazifascistas.

México supo aprovechar todas estas contradicciones. Utilizó la división de los países industrializados para vender petróleo a Italia, Alemania y Japón, a través de empresas norteamericanas, sin exasperar el creciente nacionalismo de los Estados Unidos; en la batalla legal librada contra Norteamérica, Inglaterra y Holanda, no dio un paso atrás, mantuvo en funcionamiento las instalaciones, y finalmente, ante la guerra, hizo que el propio Departamento de Estado se convirtiera en su abogado y retirara su protección a las empresas rebeldes.

De 1938 a 1939 se sucedieron una multitud de gestiones —incluso con el presidente Roosevelt—, de proposiciones y contraposiciones. El general Cárdenas tuvo varias pláticas con el abogado Donald R. Richberg, representante general de las empresas, pero éstas propusieron condiciones inaceptables: pretendían ejercer un control absoluto sobre la industria petrolera durante 50 años y cumplido ese lapso devolverla al gobierno mexicano sin ninguna compensación. Cárdenas sólo deseaba en aquel entonces indemnizar a las compañías mediante un previo avalúo de sus propiedades, dejándoles "la exportación del petróleo en sus manos".

Las empresas rechazaron el avalúo y toda otra propuesta que no fuera la devolución de sus bienes. Esperaban un cambio en el gobierno para negociar desde una posición de fuerza, ganando tiempo, y Cárdenas a su vez, viendo acercarse la guerra y no queriendo agravar más el problema electoral interno, también deseaba ganar tiempo. Por último, las cosas volvieron a su estado anterior y Richberg desapareció sin dejar ninguna huella positiva de su gestión.

Ya desde el mes de octubre de 1939 se delineó la posibilidad de llegar a un entendimiento con el grupo Sinclair. El coronel Patrik Hurley, héroe de la primera Guerra Mundial, secretario de la Defensa en el gobierno del presidente Hoover y muy hábil negociador, había presentado al embajador Castillo Nájera una propuesta concreta: Sinclair solicitaba, en pago de sus bienes, 40 millones de barriles de petróleo crudo, lo que significaba a los precios de la época unos 38 millones de dólares.

Si bien esta suma era excesiva, la propuesta resultaba muy tentadora, pues suponía el rompimiento del frente unido que hasta entonces habían formado las empresas, y se iniciaron las pláticas.

En el mes de enero de 1940, Castillo Nájera, Eduardo Suárez y Jesús Silva Herzog, después de sostener diversas entrevistas en las que estuvo presente el famoso líder obrero John Lewis, partidario de la expropiación, lograron que la Sinclair disminuyera su demanda a sólo 14 millones de dólares.

Como era de esperarse, las reuniones no pasaron inadvertidas a las compañías rivales, sobre todo la Standard Oil, que intensificaron su campaña de prensa. Según ellas, no existía ningún peligro de dividir el frente unido de las empresas, y sostenían que "el

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único medio de resolver el conflicto" consistía en la devolución de sus bienes, mientras aumentaban la presión sobre el Departamento de Estado.

Dos pasos adelante y uno atrás

En los primeros días de febrero de 1940, las conversaciones entre Castillo Nájera y el coronel Hurley habían avanzado al grado que el día 12 nuestro embajador pudo mandar al presidente Cárdenas un telegrama cifrado, en el que le exponía las bases del futuro convenio: Hurley aceptaba 9 millones de dólares en efectivo, de los cuales 5 deberían ser pagados ese año y el resto en abonos de 2 millones. La Sinclair podría utilizar a su conveniencia esta suma en comprar petróleo y se comprometía además a firmar un contrato por 20 millones de barriles a precios y plazos que discutirían los peritos. Cárdenas contestó al día siguiente en el sentido de que los 9 millones deberían considerarse como la única compensación a la Sinclair en la inteligencia de que si deseaba contratar la compra de 20 millones de barriles serían pagados a los precios del Golfo. Juzgaba también elevado el primer abono, teniendo en cuenta los pagos que se entregarían a otras empresas, y sugería que los abonos podrían hacerse descontándose de las entregas de petróleo. [33]

Cuando ya se estaban pagando a los Estados Unidos las primeras sumas por compensaciones agrarias, el secretario de Estado, Cordel] Hull, citó en su despacho a Castillo Nájera y le dijo que deseaba averiguar, de manera informal pero oficial, si el presidente Cárdenas se oponía al arbitraje de la controversia petrolera, y añadió que el gobierno de los Estados Unidos al elaborar sus planes desearía tener "una confirmación o una negativa de la posición asumida en la prensa por el señor Presidente". "En suma —sintetizó Castillo Nájera—, lo que el secretario Hull deseaba saber era si el gobierno de México aceptaría el arbitraje mediante un arreglo que contuviera garantías para el cumplimiento de la sentencia", y él respondió que nuestro Presidente no estaba a favor de este propósito. [34]

El 3 de abril, Castillo Nájera le escribía a Cárdenas informándole que el subsecretario Sumner Welles le había entregado, en un sobre cerrado, la nota en que se solicitaba el arbitraje. "Me indicó que una vez que la hubiese leído podría pedirle las explicaciones que yo creyera pertinentes. Esto me hizo comprender que él no deseaba que se hiciese la lectura en ese momento y que entabláramos alguna discusión."

Le informaba, además, que se estaba a punto de llegar a un acuerdo con la Sinclair y que Welles había comentado "que sería muy importante que tal arreglo se llevara a cabo, pero que de cualquier manera quedaría en pie la propuesta de arbitraje para arreglarse con las otras compañías".

La nota, según le dijo Welles, la tenían preparada desde hacía tiempo, pero él —Welles— la había modificado con esta advertencia; "He procurado dejar la puerta abierta al gobierno mexicano para que lleguemos a resolver estos problemas en forma decorosa."

"Aunque en lo general —comentaba nuestro embajador— el tono de la nota es comedido, no deja de haber algunos párrafos, sobre todo aquellos en los que se repite lo ya dicho en la nota de 21 de julio de 1938, que son enérgicos, y como desde hace tiempo se nos está amenazando con el envío de la nota, el paso dado por el gobierno americano no me ha sorprendido ni mucho menos desconcertado. La situación, por lo demás, aunque cambia desfavorablemente, no es ni con mucho desesperada o angustiosa. Con serenidad haremos frente a los acontecimientos y creo que tenemos bastantes armas para defendernos."

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Como Silva Herzog había regresado a Washington el 19 de abril y se habían reanudado las conversaciones con Hurley, Castillo Nájera consideraba: "Ahora más que nunca debemos llegar a un entendimiento con la Sinclair, antes de responder a la nota, pues será un fuerte argumento que expongamos en la respuesta."

En la tarde del día 3, Hurley preguntó al embajador de México si había recibido algún escrito del Departamento de Estado, a lo que Castillo Nájera contestó negativamente, pues Welles le había afirmado que la nota se guardaría en secreto. "Pareció extrañarse y comprendí que tenía conocimiento del envío de la nota. Antes de que el señor Hurley se retirara, le dije que acababa de recibir el documento, del que aún no me enteraba, y que en nuestra conversación de mañana le podré dar algunos detalles sobre el contenido. Me propongo descubrirle, solamente, que se nos hace la sugestión de que el problema petrolero sea sometido al arbitraje. De seguro, indirectamente, el Departamento de Estado comunicará a las compañías interesadas el paso que acaba de darse. Ya en alguna de mis pasadas cartas indiqué que el hoy consejero Davier, del Departamento de Estado, trasmite, según el decir de Hurley, a la Standard de New Jersey todo lo relativo al problema del petróleo que se ventila en dicho departamento." [35]

La nota no era, según lo expresó nuestro embajador, ninguna novedad para el gobierno. Una gran parte insistía en los mismos argumentos de 1938, salvo la exigencia perentoria del arbitraje. El Departamento de Estado sumaba las deudas acumuladas desde 1915 y pasaba el recibo, que debía ser calificado por elementos sospechosos de parcialidad a los Estados Unidos. México no podía correr ese riesgo. Aunque no se dijo, ya constituía una injusticia que el país pagara a los yanquis los daños causados por la Revolución a sus latifundistas mientras no pagara un solo centavo a los nacionales igualmente culpables de haberse enriquecido poseyendo tierras mal habidas a costa de los sufrimientos del pueblo mexicano. México pudo alegar en su defensa un hecho tan evidente y sólo mencionó los daños causados a su economía por el boicot petrolero y las medidas tomadas con la bendición del Departamento de Estado.

El derecho de expropiación

Al recibirse la nota, Castillo Nájera y Silva Herzog temieron que los arreglos se interrumpieran. Hurley, sin embargo, siguió concurriendo a la embajada mexicana. Durante cuatro horas diarias, a lo largo del mes de abril, los tres funcionarios elaboraron lentamente dos documentos. En el primero, el gobierno mexicano se comprometía a pagar 8 millones 500 mil dólares de compensación, en plazos anuales a partir del 14 de mayo de 1940, y en el segundo, la Sinclair compraba a Petróleos Mexicanos 20 millones de barriles, en cuatro años, a un precio más alto que el propuesto inicialmente y sólo fijo para el primer año. De hecho, como estas compras serian pagadas al riguroso contado, nuestro mismo petróleo iría saldando la deuda.

Redactados los documentos, Hurley sólo puso un reparo. La Sinclair exigía el cambio de una palabra en lugar de decirse que el pago se hacía por la expropiación de sus bienes, debería decirse que se hacía por la compra de sus bienes.

El reloj de la biblioteca señalaba las 8 de la mañana. Silva Herzog comprendió en el acto el significado de aquel cambio y se precipitó a la recámara de Castillo Nájera. Éste despertó sobresaltado.

—Señor embajador —le dijo Silva Herzog con su tonante voz, después de explicarle el problema—, hemos trabajado durante un mes. Debemos defender nuestra posición. Tengamos el valor de fracasar.

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Castillo Nájera salió bruscamente de su duermevela. —Tiene usted razón, no debemos cejar en este principio. Estoy absolutamente de acuerdo.

Silva Herzog subió las escaleras y se presentó de nuevo en la biblioteca.

—No estamos de acuerdo en alterar el texto.

Hurley enrojeció lanzando un alarido que se escuchó en toda la embajada. Silva Herzog preguntó impasible:

— ¿Qué le pasa, coronel? ¿Se siente usted enfermo? —No, he gritado como un piel roja, porque yo soy un piel roja. ¿No lo sabía usted?

—Lo ignoraba. También en México hay pieles rojas y algo sabemos de ellos. ¿Por qué no mejor fumamos la pipa de la paz?

—No sé si esto será posible, Silva Herzog. Su proposición es inaceptable.

—Hablemos con calma. La expropiación es un derecho que ha aceptado su gobierno siempre y cuando paguemos. Nosotros hemos convenido amistosamente en pagar y en venderles un petróleo que ustedes necesitarán mucho durante la guerra. Ustedes se han abierto las puertas de México.

Hurley se fue tranquilizando poco a poco. Finalmente tomó una determinación:

—Salgo inmediatamente a Nueva York. Discutiré el asunto con la Sinclair. No le prometo nada.

Cuando subió el embajador, ya el coronel había desaparecido. La palabra, aquella palabra tabú que el propio Daniels había oído como un rayo sonando en el cielo azul, la palabra equivalente a robo o a libertad, seguía omnipresente, evitando todo posible entendimiento. No quedaba otra cosa que esperar.

A las 11 de la noche de ese domingo, sonó el teléfono en el hotel de Silva Herzog. Se escuchó la voz del piel roja:

— Ok, Silva Herzog. Aceptamos la redacción del texto. Hemos fumado la pipa de la paz. Así puede usted comunicarlo. Adiós y felicitaciones.

Al día siguiente, Silva Herzog convocó a una reunión de prensa en la embajada y dio a conocer los detalles del acuerdo. El bloque de las empresas mostraba una primera grieta, la cuerda del boicot que tuvo México atada al cuello se aflojaba y el ultimátum de Cordel" Hull perdía su sentido al demostrarse que México quería pagar y pagaba.

Al finalizar mayo, la Cíty Services firmaba otro acuerdo similar, y la Standard Oil dirigió sus baterías ya no sólo contra México sino contra la Sinclair, lo cual demuestra hasta qué punto estos primeros arreglos vulneraron su posición.

Final de la expropiación

Dice Lorenzo Meyer, sintetizando los resultados de la expropiación: "Más de dos decenios de conflicto terminaron así con el reconocimiento tácito de las tesis sustentadas por México a lo largo de la controversia petrolera originada en 1917; pero este triunfo no fue completo, ya que la suma que el país se obligó a pagar excedió considerablemente el valor real de las propiedades norteamericanas aceptadas en 1938, y de hecho se tomó en cuenta el valor del combustible en el subsuelo según los cálculos de Washington."

El acuerdo a que se llegó con la Sinclair constituyó sin duda una victoria, pues se especificó de un modo inequívoco que los 8 millones y medio de dólares se pagaban a la compañía no por la compra de sus bienes, sino por su expropiación, y esta cláusula fue

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tan dura que estuvo a punto de hacer fracasar las negociaciones. El acuerdo, por añadidura, no sólo rompió el frente de las empresas norteamericanas, sino que demostró a Washington que México estaba en condiciones de pagar utilizando el petróleo del subsuelo, considerado hasta el final como propiedad de las empresas. La violenta reacción de la Standard Oil, el mayor trust petrolero, contra la Sinclair y contra México confirma el alcance de nuestro éxito.

La afirmación de que el país pagó una suma exagerada es dudosa. No hay ninguna cuantificación que nos autorice a calcular la cantidad de petróleo yacente en las tierras otorgadas en concesión a la Sinclair, todavía productivas después de varios decenios, y por lo tanto no pudo incluirse en el pago el valor de esos depósitos desconocidos. ni en el acuerdo se menciona para nada. Y el convenio de venta al contado, por veinte millones de barriles de petróleo, nos permitió disponer del dinero suficiente para ir liquidando la deuda, o dicho de otro modo, México estuvo en condiciones de pagar utilizando un recurso que recobraba la Constitución del 17 y que fue la causa de veinte años de disputas y amenazas interminables.

El arreglo con el resto de las empresas norteamericanas ocurrió durante el gobierno de Ávila Camacho, teniendo de nuestro lado al Departamento de Estado y no en contra, como lo estuvo en 1939 y 1940. Aunque Welles arbitrariamente explicó a las compañías que el pago de 24 millones de dólares incluía de hecho el valor de los depósitos, la Standard se opuso "en nombre de los derechos de propiedad y de la libertad humana". El hecho de que la Standard empleara ese lenguaje no interesó ni al mismo Departamento de Estado.

Welles respondió que el gobierno de los Estados Unidos no podía ofrecerles nada mejor y les hizo ver que en adelante no deberían contar con el apoyo oficial.

La Standard rechazó hasta 1943 las propuestas mexicanas que había aceptado la Sinclair, y finalmente tuvo que doblegarse, pues la tenacidad de México y la segunda Guerra Mundial habían inclinado la balanza a nuestro favor.

El litigio de El Águila fue diferente. Privada la Gran Bretaña de Washington, su aliado y su abogado, y cogida en su propia trampa, ya que se hacía pasar por mexicana y el gobierno siempre le concedió ese status, todas sus excesivas reclamaciones habían caído en el vacío. Sin embargo, ya concluida la segunda Guerra Mundial el gobierno de Miguel Alemán aceptó pagarle 130 millones de dólares por sus bienes expropiados, suma que rebasaba en mucho la cubierta a las empresas norteamericanas, las cuales representaban el 40 % de la inversión petrolera.

¿Una vuelta de 180 grados? Han dicho los historiadores modernos que Cárdenas dio, a partir de la expropiación

petrolera, una vuelta de 180 grados en su rumbo "hacia el socialismo". El mismo Cárdenas, en un discurso del 20 de febrero de 1940, señaló que su gobierno no había colectivizado los medios o instrumentos de producción ni acaparado el comercio exterior, convirtiendo el Estado en dueño de las fábricas, las casas, las tierras o los almacenes de aprovisionamiento, y que si hubo algunas excepciones, como la nacionalización de los ferrocarriles y la de la industria del petróleo, o la expropiación de maquinarias en el Mante, Yucatán y La Laguna, ello se debió en verdad a la actitud de los propietarios o de las empresas mismas. "No hay, pues, en México —añadía— un gobierno comunista; nuestra Constitución es democrática y liberal con algunos rasgos moderados del socialismo."

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Su política fue, en esencia, antiimperialista, obrerista y antifeudal, en el sentido de que destruyó el latifundio, pero esta política revolucionaria no operó en el vacío, sino que se llevó adelante venciendo la resistencia desesperada de las clases y de los intereses afectados. El historiador Campbell ha demostrado que en ningún tiempo los grupos y los partidos de oposición proliferaron tanto como durante su sexenio. Literalmente brotaron docenas de pequeñas y grandes organizaciones de la extrema derecha civil encabezadas por la clase patronal de Monterrey y de la extrema derecha religiosa encabezada principalmente por el clero.

En marzo de 1938, la expropiación petrolera provocó, según hemos visto, una serie de problemas técnicos, económicos, políticos y diplomáticos de tal intensidad que aparentemente debían ocupar la atención del gobierno, y aun de todas las fuerzas de la nación, para lograr dominarlos. Sin embargo esto no ocurrió así. Pasada la euforia de los primeros días, una clase dependiente del capital extranjero juzgó la expropiación como un hecho disparatado que habría de causar a México innumerables daños, y se dispuso a utilizarla a modo de arma en contra de la "nueva locura" de Cárdenas, buscando el apoyo de los Estados Unidos.

No es por tanto un azar que a los tres meses de realizada la expropiación surgiera la rebelión de Saturnino Cedíllo.

El 29 de abril, el embajador Castillo Nájera le comunicó a Cárdenas que a fines de la semana anterior dos intermediarios del general Cedillo llegaron a Nueva York a fin de comunicarse con los petroleros, y Cárdenas le había dicho a él, anteriormente, que las compañías habían intentado "inducir a ciertos individuos para que agiten al país".

El general Saturnino Cedillo había sido por muchos años el cacique de San Luis Potosí, combatió desde muy joven en la Revolución, fue enemigo de Carranza, jefe agrario y uno de los factores que decidieron las elecciones de 1934 a favor de Cárdenas. Indio casi puro, no logró sustraerse a las tentaciones de su tiempo. Dotado de un temperamento sensual y reaccionario, se hablaba tanto de las orgías escandalosas que organizaba en su rancho de Las Palomas como del apoyo que otorgaba a los católicos perseguidos. Era el ídolo de los estudiantes de la Universidad y de un modo insensible se había convertido en la esperanza de las derechas. Partidario de la parcelación del ejido colectivo, del clero y de los industriales de Monterrey, la expropiación petrolera y el alejamiento de los cargos públicos vino a colmar la paciencia de este hombre semianalfabeto, reservado y rencoroso, que asociaba la política de Cárdenas al comunismo sin saber una sola palabra de doctrinas políticas y sociales.

Para el gobierno no era ningún secreto su creciente rebeldía. Amo absoluto de San Luis Potosí, tenía bajo las armas a numerosos campesinos, había comprado algunos aviones de combate y sus agentes lo mismo se movían en Nueva York cerca de las compañías petroleras que en la embajada alemana.

Cárdenas le guardaba afecto. El secretario de Gobernación lo visitó dos veces en su rancho, como enviado de don Lázaro, tratando de buscar un acuerdo, pero todo fue inútil, ya que Cedillo sustituía las ideas por los hombres y creía en la maligna influencia de ciertos funcionarios sobre las decisiones del Presidente.

Cuando Cedillo rechazó la jefatura de la zona militar de Michoacán y en cambio pidió su baja del ejército, rito al que acudían los generales antes de sublevarse, Cárdenas decidió acabar las incertidumbres intentando por última vez el avenimiento.

El 17 de mayo de 1938 le envió con el general Eduardo Rincón Gallardo una carta conciliatoria, que fue respondida de mala manera. En vista de eso, el mismo día, sin llevar ninguna escolta y sin consultar a nadie, Cárdenas abordó el Tren Olivo y se presentó en San Luis Potosí. Desdeñando la presencia de numerosos hombres armados, habló desde el balcón del Palacio de Gobierno, casi expuesto a la muerte, de la rebelión

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injusta de Cedillo, y antes de dar tiempo a que el gobernador y sus secuaces se repusieran de la sorpresa, cruzó nuevamente la ciudad y se refugió en una finca cercana, que fue bombardeada sin ningún éxito por los aviones de Cedillo. Cárdenas repartió arados y víveres a los campesinos y después de intentar una nueva reconciliación, a través de la hermana del general rebelde, inútilmente, dejó el asunto militar, muy a pesar suyo, en las manos del general Henríquez Guzmán. Cedillo vagó algún tiempo por la serranía de San Luis y unos meses más tarde fue muerto oscuramente en un encuentro.

Ese mismo año de 1938 se dictó la ley de la industria eléctrica, que controló su funcionamiento hasta desembocar en su futura nacionalización; se expidió un reglamento "que consagraba importantes franquicias sociales a las cooperativas", "y se creó el Comité Regulador del Mercado de las Subsistencias, que aseguraba al campesino un precio remunerador a sus productos y ponía coto a los abusos de los acaparadores, evitando las ganancias desmedidas de los intermediarios". "De este modo se logró inclusive la disminución de los precios de los productos alimenticios durante los años de 19391940." [36]

A fines de 1939 se estableció el impuesto de la renta del superprovecho de las empresas monopolistas, "que aportó —dice Medin— el 10.40 % de los ingresos fiscales". Y en 1940, a pesar de las dificultades económicas por las que atravesaba el país como consecuencia de la expropiación petrolera, se repartieron cerca de dos millones de hectáreas, enorme suma si tenemos en cuenta los gastos que representaba la formación de nuevos ejidos.

La oposición en aquel momento crucial exigía menos revolución y Cárdenas le daba más revolución. No pensaba —como después se dijo— que el péndulo había alcanzado su extremo opuesto y debía regresar inexorablemente al contrario. El mismo Cárdenas expresó en su último informe de gobierno que no había logrado extirpar del todo el latifundismo. Conocía demasiado bien el país, sabía que enormes masas campesinas se hallaban aún sumidas en el desamparo, que la industria era todavía muy débil, que los intereses imperialistas conservaban gran parte de su fuerza, y que había necesidad de seguir luchando, pues la desigualdad tradicional de México no iba a desaparecer en un sexenio.

No hubo, pues, un giro de 180 grados en la dirección de la política. Para cambiar la situación era necesario recurrir a la coacción o hacer grandes sacrificios, dos opciones imposibles de tomar en un marco capitalista en el que todavía prevalecían las clases explotadoras.

Existía también la posibilidad de una reelección. Muchos políticos, los que tenían la certeza de que una obra de tales dimensiones debía ser continuada y perfeccionada, llegaron a pedirla, pero el general Cárdenas la rechazó en forma terminante. Aceptarla hubiera significado negarse a sí mismo y negar su obra, ajustada en todo a la Constitución.

Había llegado el momento de asestar un golpe definitivo a la dictadura, cualquiera que ésta fuese, y Cárdenas lo dio, sin prever que su obra sería destruida y que la burguesía en el poder había de ejercer otro tipo de continuismo, ya no de un solo hombre, sino de un sistema, el sistema desarrollista que se ha sostenido hasta nuestros días.

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LA POLÍTICA INTERNACIONAL DEL GENERAL CÁRDENAS

LA POLÍTICA internacional del general Cárdenas era coherente con su política interior. Ante todo, reconocía como inalienable el principio de la no intervención. La fuerza de México, según las instrucciones que dio personalmente, en enero de 1937, a Isidro Fabela, nuestro delegado ante la Sociedad de las Naciones, "consistía en su derecho y en el respeto a los derechos ajenos".

"En el caso de Abisinia —aclaraba—, México reconoce que ese estado ha sido víctima de una agresión a su autonomía interna y a su independencia de estado soberano, por parte de una potencia interventora. En consecuencia, la delegación de México defenderá los derechos etíopes en cualesquiera circunstancias en que sean o pretendan ser conculcados."

"Específicamente en el conflicto español, el gobierno mexicano reconoce que España, estado miembro de la Sociedad de Naciones, agredido por las potencias totalitarias, Alemania e Italia, tiene derecho a la protección moral, política y diplomática y a la ayuda material de los demás estados miembros, de acuerdo con las disposiciones expresas y terminantes del pacto." [37]

Desde luego, una pequeña nación latinoamericana, que había sido invadida en 1914 y en 1917, tenía la obligación de hacer este tipo de declaraciones; pero una cosa era proclamarlas y aun dictarlas como normas diplomáticas y otra muy distinta llevarlas a la realidad.

La Liga de las Naciones reaccionó, ante la invasión de Etiopía, dictando el embargo del combustible destinado a Italia, y México no vaciló en aprobar la medida a pesar de su lucha contra las compañías petroleras. "El señuelo de las utilidades —comenta Townsend— no fue un obstáculo para que México permaneciera al lado de la nación etíope que se enfrentaba a tan difícil situación."

El problema español resultaba mucho más complicado, pues en la realidad existían dos

Españas: la España beata de la Doña Perfecta de Galdós, con su odio a la libertad y su apego irracional al latifundio y a la Iglesia, la de los gachupines y los generalitos satirizados por ValleInclán, y la España culta y moderna que representaba el gobierno ilustrado de Manuel Azaña.

En 1936, una generación nueva, educada en Europa, y una clase obrera excepcional estaban empeñadas en modificar las viejas estructuras feudales cuando las tropas moras de Franco cruzaron el estrecho de Gibraltar, bajo la protección de los cañones ingleses, e iniciaron la guerra. Sin embargo, en aquel momento la división entre las dos Españas trascendía su carácter local. Ya no se trataba de un típico cuartelazo. La España nueva, dentro del marco de las fuerzas mundiales, representaba la democracia y la legitimidad de un gobierno agredido, y la vieja, el fascismo y la fuerza agresora.

Ni Inglaterra ni Francia entendieron que España era el prólogo de una segunda Guerra Mundial. En tanto que Italia y Alemania enviaban armas y técnicos, aquellas dos potencias, con el pretexto de que era una guerra civil, decretaron la política de "no intervención", y los Estados Unidos se concretaron a observar desde lejos la marcha de los acontecimientos.

México se apresuró a mandar armas y municiones a los republicanos, y el 19 de enero de 1937, el general Cárdenas declaró: "El gobierno de México continuará proporcionando

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armas y municiones de fabricación nacional. México no variará la línea de conducta que adoptó desde que el gobierno español presidido por don Manuel Azaña ha solicitado material de guerra para su defensa."

De 1936 a 1939 Europa contempló acobardada e impaciente la forma en que los republicanos mal armados defendían las calles, las plazas y las casas de sus ciudades. Madrid, con su consigna del "¡No pasarán!", llegó a convertirse en el símbolo de la resistencia; mas, a pesar de Guadalajara y del Ebro, los fascistas españoles, ayudados por las divisiones italianas, los tanques y los aviones alemanes, pasaron entre ruinas y millares de muertos.

Al derrumbarse Cataluña, quinientos mil republicanos cruzaron los Pirineos. Los franceses los arrojaron a los campos de concentración, ignorantes de que en España se había ensayado su futura, previsible derrota, y que a la hora de la victoria nazi muchos de esos republicanos maltratados y humillados habrían de defenderlos organizando una nueva resistencia.

México había resuelto acoger a todos los españoles refugiados en Francia, sin importar sus ideas políticas. En el consejo donde se trató el problema, un secretario le preguntó al Presidente:

— ¿Quiere usted que vengan sin una previa selección?

—A los que han luchado en su país en favor del gobierno legalmente constituido no se les puede ofender con un interrogatorio —contestó Cárdenas—. Debemos recibirlos a todos.

En la guerra culminaron largos procesos históricos, entre ellos el proceso de la misma división española. De no haber intervenido el fascismo, habría triunfado la República; pero en aquel momento cualquier conflicto interior debía formar parte de la contienda que se avecinaba. La guerra de España fue así el comienzo de la segunda Guerra Mundial. El fascismo libró su primera finta con éxito y la Unión Soviética no logró encontrar una respuesta adecuada a la magnitud del desafío.

Del otro lado del océano estaba México, que durante tres siglos llevó el nombre de la Nueva España. México era un país abrumado de problemas. En 1939, la emprendida reforma agraria y la expropiación petrolera no resuelta habían originado una serie de conflictos internos y externos que embargaban toda su atención. Cárdenas trató de seguir, desde el principio de su gobierno, una política amistosa hacia todos los países de habla española. A Guatemala, por ejemplo, le regaló un avión construido en los talleres nacionales, avión que destruyó su piloto. El Presidente no se desanimó. Al poco tiempo, no sólo pudo enviar un nuevo avión de fabricación nacional, sino también una estación radioemisora. Ubico se mostró insensible a estas muestras amistosas. Dictador partidario de las grandes plantaciones cafetaleras, vio en la actitud de Cárdenas una manera encubierta de exportar el socialismo y ordenó el cierre de las fronteras a la llamada propaganda comunista. Los demás países, temerosos de la reacción norteamericana, desoyeron el llamado de Cárdenas y no se alarmaron demasiado ante el despliegue creciente de las fuerzas fascistas.

En el interior del país, la clase media de las ciudades y la alta burguesía estaban descontentas del radicalismo gubernamental. "¿Qué hará Cárdenas? —se preguntaban—. ¿Admitirá esa chusma en México? ¿Dará entrada al país a esos pistoleros, comunistas, anarquistas y atracadores? Si la misma Unión Soviética los rechaza, ¿va a recibirlos México?" [38]

A todas estas preguntas, Cárdenas respondió el 1 de septiembre en su informe de gobierno: "Ante el cumplimiento de deberes universales de hospitalidad y frente a las desgracias colectivas de España, se abrieron las puertas de México a los elementos republicanos que no pueden estar en su patria sin peligro de sus vidas y por considerar,

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además, que se trata de una aportación de fuerza humana y de raza afín a la nuestra en espíritu y sangre... Damos la bienvenida a los refugiados españoles, porque la aportación de esas energías humanas viene a contribuir con su capacidad y esfuerzo al desarrollo y progreso de la nación."

México recibió a cerca de veinte mil trasterrados, y. si no logró entrar un número mayor en ese momento, esto se debió a las restricciones impuestas por Francia y a las dificultades que enfrentaron los mismos españoles divididos.

El tesoro del "Vita" El doctor Negrín y su ministro de Hacienda, Francisco Méndez Aspe, tenían la idea de

invertir en México cuantiosas sumas a través del Comité Técnico de Ayuda a los Refugiados y de la Institución Industrial y Agrícola. Estos fondos estaban constituidos por los recursos de las comisiones de compras de Londres y París, un importante paquete de valores bursátiles de fácil realización, y colecciones de monedas, joyas y tesoros artísticos concentrados en las embajadas de España en Europa.

Transferir esos valores a México no resultaba una empresa sencilla. Para realizar la primera parte del proyecto, Méndez Aspe compró a nombre del filipino Marino Gamboa, de nacionalidad norteamericana, el viejo yate Giralda de Alfonso XIII; se le bautizó con el nombre de Vita y dentro del mayor sigilo, "burlando a las autoridades o con su complicidad", se embarcó en él una parte del tesoro de la Caja de Reparaciones que primero se había depositado en el castillo de Figueras y luego en Francia. [39]

Hasta la fecha no se sabe con exactitud en qué consistía ese tesoro. Amaro del Rosal, funcionario de la Caja de Reparaciones, habla en especial de una colección numismática, de una colección de antiguos relojes de oro, de las joyas de la Capilla Real, entre las cuales figuraba el famoso Clavo de Cristo, y de otros objetos de arte "de valor incalculable" que debían ser devueltos a España cuando cesara el conflicto.

El Víta zarpó de El Havre y llegó a Veracruz, donde debían esperarlo, según lo previsto por el gobierno del doctor Negrín, el doctor José Puche y el señor Joaquín Lozano, directores del Comité Técnico de Ayuda de los Refugiados Españoles; pero como estos funcionarios llegaron a México tardíamente por dificultades ajenas a su voluntad, al arribar el barco a Veracruz y no encontrarlos en el puerto, el capitán del Vita, José María Ordorica, miembro del Partido Socialista, se dirigió a Indalecio Prieto, que se encontraba casualmente en México después de regresar de Chile adonde asistió como representante de España a la toma de posesión del presidente Aguirre Cerda.

Prieto, uno de los dirigentes del Partido Socialista Obrero Español, en una carta escrita a su amigo Sebastián Miranda, veinte años después, escribía lo siguiente: "Yo salvé ese cargamento puesto que, no habiendo venido declarado, era materia de contrabando y justificaba su confiscación, que ya algún funcionario pretendía. La alta autoridad a que entonces recurrí dispuso que saltara sobre todos los trámites aduanales y que el cargamento se desembarcara libremente, pero bajo una condición: la de que yo fuera el único responsable de su custodia e inversión. Acepté esa condición, que me resultaba abrumadora, y la acepté porque, en caso contrario, aquel cargamento muy valioso, pero no tanto como la fantasía dio en decir, se hubiera perdido para todos los españoles, para los de un bando y para los de otro: para todos absolutamente. Semanas después planteé el caso a los ex presidentes del gobierno republicano, don José Giral y don Augusto Barcia, y a los ex ministros don Sebastián Pozas y don Félix Gordón Ordás, todos los cuales aprobaron una propuesta mía para poner todo lo desembarcado a disposición de

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la Diputación Permanente de las Cortes, que era, a nuestro juicio, la única autoridad subsistente del régimen derrocado." [40]

Prieto no salvó ese cargamento. Ya el general Cárdenas, cuando recibió la noticia de que el Vita se hallaba en un puerto mexicano, había ordenado al licenciado Ignacio García Téllez, secretario de Gobernación, que se le custodiara adecuadamente. García Téllez me dijo textualmente acerca de su intervención:

"Yo no recibí el tesoro del Vita; se metió sin anunciarse. El Presidente me dio órdenes para entregarle el tesoro a Indalecio Prieto, y yo dije que se lo entregaría siempre y cuando hiciera antes su inventario y su avalúo. Hablé con Prieto y me dijo que era fácil llegar conmigo a un entendimiento, pero yo mandé que vigilaran el cargamento. Prieto se quejó con el Presidente, alegando que yo desconocía la legitimidad de la representación española y ofendía a la República. Una mañana me habló por teléfono el Presidente:

"—Señor licenciado, se han quejado de su proceder los representantes de la República española y le ruego que venga a verme inmediatamente.

"Me extrañó mucho el tono de su voz porque siempre fue muy caballeroso y tuvo un perfecto control de sus nervios.

"Como yo siempre que aceptaba un cargo público tenía mi renuncia en blanco, llamé a una taquígrafa y redacté el informe del caso. Tan pronto me pasaron la vigilancia del Vita nombré al notario don Manuel Borja Soriano a fin de que él levantara un acta pormenorizada de lo que contenía el barco. Me referí a mi incidente con Prieto, y como mis disposiciones provocaron su queja, yo concluía que presentaba mi renuncia para no crear ningún problema. Al cabo de un rato volvió a hablarme el general Cárdenas:

"—¿Qué pasó con usted, señor licenciado?

"—En este momento salgo para allá.

"Cuando llegué al Palacio Nacional, un ayudante me dijo que el Presidente estaba con Prieto y que yo debía esperar, pero abrí la puerta y me metí al despacho. Tan pronto como me vio, Prieto se escurrió al vecino salón turco, y el general Cárdenas se levantó. Me habló en un tono cortante:

"—¿Qué ha pasado, señor licenciado?

"Yo me dije: `Le entrego mi carta y me voy. Debo tener cuidado con las palabras.' Le extendí la carta diciéndole: "—Tenga usted la bondad de leerla.

"A medida que iba leyendo, su mirada de reproche y de contrariedad fue cambiando. Desapareció la dureza de su rostro y al terminar me miró con serenidad y casi de un modo cariñoso.

"—Rómpala usted, licenciado, y déme un abrazo. Ya no tendrá usted que intervenir para nada en el asunto. El general Núñez, jefe del Estado Mayor, mediará en la entrega.

"Negrín, durante una junta celebrada en Gobernación, de la cual se levantó acta, le había pedido a Prieto que organizara un programa de inversiones. Cárdenas había dicho: `Mexicanos, manos fuera del Vita', y dejó toda la responsabilidad a los españoles. Mis notarios no intervinieron. No conocí el Vita y no se autorizó a nadie para intervenir en el manejo de las joyas. México tenía cierta responsabilidad porque el barco estaba en aguas nacionales. Sus caudales eran caudales salvados de una lucha y debían ser entregados a los que buscaron un refugio entre nosotros. Yo sólo había pensado en salvaguardar la responsabilidad de México.

"Le diré que al comenzar este penoso incidente, un extraño le mostró a mi señora un terciopelo rojo con valiosas joyas y que mi esposa naturalmente lo mandó salir de la casa.

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"Después supe que Prieto había contratado algunos joyeros para desmontar las joyas. Ocurrió una explosión y murieron algunos operarios. Con esas joyas se hicieron muchos negocios y de allí salió el banco Sacristán." [41]

Es posible que el Presidente, ante la ausencia de autoridades españolas, creyera en las razones de Prieto y le hubiera confiado la custodia del tesoro, pero ya este solo hecho exime de toda responsabilidad al gobierno. Cárdenas ordenó de un modo cortante que los mexicanos se abstuvieran de intervenir en el delicado asunto y fueran los españoles los únicos que manejaran esos bienes.

La culpabilidad, si es que hay alguna, recae íntegramente en Indalecio Prieto. Éste, dueño del tesoro, maniobró hábilmente para que la Comisión Permanente de las Cortes, reunida en París el 26 de julio de 1939, desconociera al gobierno de Negrín "y se hiciera cargo de los depósitos, custodia y control administrativo de los fondos que tenga el gobierno situados fuera de España". La Comisión constituyó unos días más tarde la Junta de Ayuda a los Refugiados Españoles ( JARE) cuya delegación en México presidió Prieto y funcionó no de acuerdo sino en contra del Servicio de Evacuación de los Refugiados Españoles (SERE) fundado por Negrín.

Fue, ante todo, una maniobra política de Prieto, para derrocar a Negrín y privarlo de sus recursos, que tuvo graves consecuencias. En primer lugar, el Vita no pudo realizar un segundo viaje a Francia según estaba previsto, lo que originó la pérdida de joyas muy valiosas; algunas cayeron en manos de los nazis, otras se malbarataron por funcionarios inmorales y otras más logró recuperarlas Franco. Entre ellas la Virgen de Covadonga, cubierta de joyas, que se le apareció milagrosamente a Félix de Lequerica en la embajada de París y regresó a su "venerada" caverna. Por desgracia, otras imágenes —concretamente la millonaria Virgen de Requena— se negaron a realizar un milagro semejante al de la "Santina" de los asturianos y desaparecieron tan misteriosamente como habían aparecido.

En segundo lugar, y por una especie de venganza divina aplazada, se fundieron las colecciones numismáticas y los relojes, y se desmontaron joyas históricas de gran valor, siguiéndose el ejemplo que habían dado los españoles del siglo XVI con los tesoros del emperador Moctezuma.

En tercer lugar, no se llevó una administración escrupulosa de todas las joyas traídas en el Vita, lo que hace casi imposible su identificación o su rescate; y en cuarto lugar, pero no en último, contribuyó a la división de los refugiados y fomentó preferencias, abusos y discordias vigentes hasta la fecha.

Por añadidura, es dable conjeturar que si Indalecio Prieto no se hubiera apoderado del Vita, el gobierno de Negrín habría logrado mitigar los sufrimientos de los refugiados y hacer que en lugar de 20 mil españoles vinieran a México los 40 mil acordados en el principio.

Alcances de una emigración

De cualquier modo y a pesar de este episodio novelesco, las previsiones del general Cárdenas resultaron exactas en cuanto al alcance de la emigración. Los mexicanos no conocían bien a los españoles, aunque descendían de ellos. Los españoles que partían "a hacer la América" eran, según escribió Lucas Alamán, unos hombres excepcionales, como España no los volvería a tener. Venían a México con su hatillo al hombro, recomendados a un pariente, y aquí llevaban una vida monacal durante muchos años hasta labrarse una fortuna propia o casarse con la hija de su rico patrón.

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Hacendados, mineros, comerciantes o prestamistas, acaparaban casi todas las riquezas, pero al mismo tiempo dotaban monasterios, hospitales y casas de beneficencia, construían iglesias y palacios, y sus grandes fortunas las heredaban sus hijos, los criollos mexicanos.

En una tierra de indios esclavos, era raro encontrarse un español pobre. Hombres trabajadores y sagaces —en contraste con sus descendientes—, reaccionarios y semianalfabetos, de una honradez peculiar, ellos fueron, durante siglos, el nervio castellano que configuró y le dio su característica especial a la Nueva España.

Contra los pésimos augurios de los mexicanos fascistas y de los españoles viejos residentes partidarios de Franco, el pueblo acogió con simpatía a los recién llegados, desde su desembarco en Veracruz, seducidos por la entereza y el calor humano de su personalidad. No fue necesario el tesoro del Vita para que todos ellos encontraran pronto su camino. Una generación de intelectuales renovó la filosofía que se enseñaba en las universidades, se entregó a las ciencias, estableció colegios, escribió libros y los editó en sus propias editoriales. Los numerosos profesionistas practicaron generosamente la medicina, la ingeniería y la arquitectura. Algunos trasterrados se dispersaron en los campos y otros —los menos— lograron triunfar en los negocios. Todos supieron integrarse de un modo profundo y entrañable a la vida mexicana, y si su contribución fue tan importante y benéfica, lo fue más la aportación de sus numerosos y notables hijos, ya mexicanos por la ley del arraigo natural.

Es así como, sin proponérselo específicamente, el general Cárdenas logró atraer una inmigración valiosa que otros gobernantes habían tratado sin éxito de promover en el pasado, demostrando que los españoles, siguiendo una tradición secular, son para México los más afines y que una generosidad apartada de cualquier objetivo material siempre da buenos resultados.

El general Cárdenas no se ocupó exclusivamente de los españoles; abrió las puertas de México a los que sufrían por sus ideas, sus convicciones o su raza. Lograron venir algunos escritores —Anna Seghers, Katz, Egon Erwin Kisch, Víctor Serge— y muchos judíos o víctimas del nazismo que hicieron del país el asilo de los perseguidos en una época particularmente aciaga para la libertad del hombre.

La negra noche infernal

El 9 de enero de 1937 entraba a las aguas terrosas del Pánuco el barco noruego Ruth, un petrolero más entre los muchos que se veían anclados en medio del río o atracados a los muelles y a nadie llamó la atención, pero en realidad se trataba de un barcoprisión que llevaba a León Davidovich Bronstein —Trotsky— y a su mujer Natalia Sedova, carga verdaderamente explosiva según había de revelarse posteriormente.

A bordo se había originado una disputa. Los dos exiliados, no viendo a sus amigos en el muelle, se negaban a desembarcar porque temían una celada, y la policía noruega, encargada de su custodia, se empeñaba en hacerlos bajar por la fuerza, cuando una lancha atracó al costado del Ruth y subió un general que a nombre del presidente de la República les dio la bienvenida.

Trotsky se tranquilizó. En tierra los estaban aguardando dos trotskistas norteamericanos y la pintora Frida Kahlo, esposa de su anfitrión el famoso pintor Diego Rivera. Juntos, tomaron un tren especial —enviado por el propio Presidente— que los aguardaba con una escolta armada. "Por nuestras mentes —escribió más tarde Natalia evocando los episodios de la llegada— cruzó la idea de que tal vez nos llevaban a otro

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lugar de cautiverio", y ya esta aprensión, enteramente infundada, revela el estado de ánimo de los desterrados.

La misma Noruega liberal había expulsado a Trotsky y en ese momento todos los países, incluso los Estados Unidos, sobreponían su interés político al menor impulso humanitario y le negaban asilo al nuevo judío errante. Se temía a Stalin o se le consideraba el representante del socialismo victorioso en un gran país, y estos sentimientos, recrudecidos por el nazismo y la inminencia de la guerra, le conferían a Trotsky una naturaleza demoníaca o totalmente indeseable.

Entraba por la puerta colonial de México, "un país que —como le había advertido poco antes su hijo Liova, muerto ante el acoso de la PU — goza de tan mala reputación debido a su vida política llena de hechos sangrientos que allí se alquila un asesino por unos cuantos dólares".

El poeta Maiakovski —se suicidaría incapaz de resistir la tiranía stalinista— durante un viaje a México en 1925 había descrito en tono festivo la forma en que los generales rivales se despachaban al otro mundo en el desayuno, diciéndose con lágrimas en los ojos: "Bebe, bebe, es la última taza de café que tomas en tu vida."

Y había algo de verdad en la caricatura de Maiakovski. La gente se mataba a la luz del día, por vendettas, por salvajismo, por el poder o por las razones que tienen los pueblos colonizados para liquidarse entre sí; pero estos asesinatos pintorescos no guardaban, tal vez a causa de su inconsciencia primitiva, ninguna relación con la crueldad fría y sistemática de un Hitler o de un Stalin. Europa iniciaba el mayor baño de sangre de la historia, y a su lado nuestros fusilamientos y nuestros duelos a pistoletazos eran juegos de niños o meros episodios de las películas del Oeste. El juez y el verdugo de los pequeños países brutalizados se ejercitaban en la matanza general bombardeando las ciudades españolas, y Trotsky, perseguido y sin patria, era una de las principales víctimas del totalitarismo.

El presidente Cárdenas le concedió asilo, a petición de Diego Rivera y del general Mújica, por simples razones humanitarias y sabiendo de antemano que su presencia en México habría de causarle dificultades y problemas.

Trotsky, de ser el arquitecto del ejército rojo —el profeta armado— había pasado a figurar, primero, como el modelo del profeta desarmado, y luego del profeta exiliado. Muerto Lenin, él representaba la conciencia moral de la revolución socialista, pero el derrumbe de los valores europeos y la terrible confusión que reinaba en vísperas de la segunda Guerra Mundial lo convertían en una figura ambigua y contradictoria. Los partidos comunistas del mundo, los obreros y muchos de los más grandes escritores e intelectuales confiaban aún en el papel renovador de la Unión Soviética frente al nazismo. Ante este hecho político decisivo, un hombre aislado que se erigía en juez de los métodos policiacos y burocráticos de Stalin, encubiertos por la propaganda, no merecía ningún crédito; se le juzgaba un enemigo del pueblo, un traidor al socialismo, y ni siquiera las brutales purgas del 38 o el pacto germanosoviético lograron justificarlo. Sus escasos partidarios lo dejaron casi solo, el único hombre capaz de darle toda su importancia, el propio Stalin, decidió silenciarlo con los métodos que el mismo Trotsky denunciaba sin cesar.

Cárdenas no se dejó intimidar. Defendió su derecho a protegerlo, con el disgusto consiguiente de la Unión Soviética y de sus aliados mexicanos, y se cuidó mucho de no hacer nada que pudiera justificar la acusación de que sus expropiaciones contra los inversionistas británicos y norteamericanos obedecían a la instigación de Trotsky.

Ahora Trotsky vivía lo que él mismo llamó la "negra noche infernal". Todos los suyos, los que habían hecho con él la Revolución, habían desaparecido ante los ojos del mundo: unos, oscura y valerosamente; otros, acusándose de traiciones y crímenes imaginados

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por Vishinsky, el fiscal de la Unión Soviética. Los generales y los oficiales del ejército creado por él también habían sido liquidados en masa —lo cual había de pagarlo el pueblo soviético a un costo inaudito de vidas y de sacrificios— y sus últimos partidarios, los mediocres trotskistas norteamericanos, se alejaban de él por discrepancias ideológicas bizantinas.

Su casa de Coyoacán era y sigue siendo una fortaleza de bolsillo, totalmente inadecuada a pesar de sus torreones, de sus rejas, de sus alambradas eléctricas y de sus guardias. Trotsky no estaba hecho para la reclusión. Él se crecía y daba lo mejor de su extraordinaria naturaleza a la hora del mayor peligro, en los soviets, en la calle, en los cuarteles y sindicatos, arrastrando a los obreros y a los marinos para asestar el último golpe al gobierno de Kerenski o improvisando ejércitos que aniquilaban a los blancos, y esta vez, en lugar de emprender acciones fulgurantes, se veía obligado a defenderse de los grotescos cargos estalinistas, a escribir alegatos que muy pocos leían y a ocupar sus ratos de ocio atesorando cactos o limpiando sus conejeras, sabiéndose emplazado.

El presidente Cárdenas trataba de protegerlo, manteniendo un permanente grupo de policías frente a su casa y apaciguando los furores de la CTM y del Partido Comunista, sin saber exactamente en qué podía consistir la magnitud o la efectividad de las amenazas de Stalin, convertido en una de las claves del próximo conflicto.

A las 4 de la madrugada del 23 de mayo de 1940, estando dormido Trotsky, lo despertó una andanada de tiros. Los tiros llovían adentro de su recámara, y él hizo lo único que podía hacer: echarse debajo de la cama y esperar. En el patio se escuchó la voz de su nieto, que gritaba: "!Abuelo!", y la negra noche infernal cobró de pronto una forma precisa: el jefe del ejército rojo se salvó esta vez tirándose al suelo en un acto instintivo, casi elemental.

Lo que había ocurrido era muy sencillo, según había de descubrirse más tarde. El pintor comunista David Alfaro Siqueiros llegó al frente de veinte hombres vestidos con uniformes; después de amordazar a los policías del gobierno, llamaron a la puerta de la casa y les abrió Robert Shelton Harte, el guardia interior de turno. Sorprendieron a los guardaespaldas y durante veinte minutos dispararon ametralladoras, lanzaron, bombas e incendiaron el cuarto donde dormía el nieto. Luego huyeron tranquilamente en dos autos de Trotsky que permanecían en el garage con las llaves puestas, llevándose a Shelton.

León Davidovich, su mujer y su nieto escaparon de aquella fusilata a quema ropa sin recibir un rasguño. Por lo general la policía no cree en los milagros y al encontrarse el coronel Sánchez Salazar, jefe del Servicio Secreto, con un Trotsky sonriente y de aire agudo y penetrante, un tanto mefistofélico, sospechó que se trataba de un autoasalto.

En el jardín, Sánchez Salazar le preguntó a Trotsky si sospechaba de alguien como autor del atentado.

—Sí; ¡cómo no! —exclamó rápido y en tono de convicción—. Venga...

"Me puso el brazo derecho sobre el hombro —dice Sánchez Salazar— y me condujo pausadamente hacia las conejeras... se detuvo, lanzó una mirada circular como para convencerse de que estábamos solos, y al oído, poniendo su mano derecha cerca de la boca, como sí quisiera hacer más directa su confidencia, me dijo con voz queda y una convicción profunda:

"—El autor del atentado es José Stalin, por medio de su GPU." [42]

Shelton apareció muerto en un bosque y Siqueiros fue encarcelado. Nada se aclaró porque los asesinos frustrados guardaron silencio y nunca puede probarse en un drama de proporciones cósmicas de dónde parten las órdenes que destruyen las vidas y las reputaciones de los hombres. Stalin y Hitler se habían convertido en dioses y Trotsky fue la víctima más sobresaliente de esa totalidad de poder.

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Ciertas mañanas, al levantarse, le decía a Natasha:

—¿Ya ves? Anoche no nos mataron, después de todo, y todavía te quejas.

En dos ocasiones comentó:

—Sí, Natasha, nos han concedido una prórroga.

El asalto demostró que las troneras, los guardias o las alambradas de la "prisión medieval" eran inútiles. La GPU entre tanto ya tenía un plan en marcha para aniquilarlo. El español Ramón Mercader, que se hacía llamar Jackson o Jacques Mornard, amante de Sylvia Ageloff, secretaria de Trotsky, ya había entrado a la casa con el pretexto de mostrarle ciertos artículos escritos en defensa de la doctrina trotskista y aguardaba su momento. Éste llegó la tarde del 20 de agosto de 1940. Mornard se presentó, lívido y sediento, con sombrero y cerrando convulsivamente el abrigo sobre su cuerpo. Su aspecto descompuesto, el hecho de que llevara abrigo en un día caluroso y el de que entrara solo al estudio de Trotsky, con el sombrero puesto, hicieron pensar a León Davidovich que ese hombre desconocido podía matarlo. Sin embargo el mecanismo estaba en marcha y nadie era capaz de detenerlo. Mientras el viejo, sentado en su mesa, leía la primera cuartilla —unos dos larguísimos minutos—, Mornard, colocado detrás de él, levantó el piolet que llevaba oculto bajo el abrigo y cerrando los ojos lo descargó con todas sus fuerzas sobre la cabeza inclinada y sin defensa de Trotsky.

El golpe hubiera aniquilado a un toro. Penetró en el cerebro siete centímetros, destruyendo el parietal derecho, y así, herido de muerte, Trotsky lanzó un grito terrible. Con la cara bañada en sangre le arrojó al asesino el tintero, los libros, el dictáfono, y luchando salvajemente le mordió una mano arrebatándole el piolet.

No cayó. Al entrar su mujer preguntando: "¿Qué pasa?", respondió: "Jackson", y ya tendido exclamó: "Natasha, te amo. Hay que alejar a Liova —el nieto— de todo esto. ¿Sabes? Allí, sentí, comprendí lo que quería hacer... Me quiso... Todavía una vez... Pero yo se lo impedí." [43]

Hasta el fin luchó. Stalin no lo aniquilaba de un golpe. El joven y fuerte Mornard, ejercitado en el oficio de matar, había pensado aniquilarlo allí mismo y salir impune de la casa, sin contar que se enfrentaba a una energía sobrehumana. El verdugo, ante el viejo golpeado en la parte más noble de su naturaleza, representaba al burócrata aterrorizado, y la víctima se mantenía de pie, encarnando el valor moral de los grandes revolucionarios.

A las 12 de la noche del 21 de agosto, el general Cárdenas escribió en sus Apuntes:

"24 horas. Hoy falleció el C. León Trotsky a consecuencia de la agresión que sufrió ayer por Jacques Mornard, de nacionalidad belga, que en calidad de amigo lo venía visitando.

"La agresión la hizo con una pequeña hacha, en momentos en que conversaban solos en la propia habitación de Trotsky, ubicada en Coyoacán.

"Mornard resulta un fanático al servicio de los enemigos de Trotsky, que llegó del extranjero hace seis meses. Cuenta 28 años de edad.

"El C. Diego Rivera gestionó la autorización para que Trotsky radicara aquí, ante la negativa de otros países de concederle asilo.

"Las causas o ideales de los pueblos no se extinguen con la muerte de sus líderes, sino, antes bien, se afirman más con la sangre de las víctimas inmoladas en aras de las propias causas.

"La sangre de Trotsky será un fertilizante en los corazones de su patria." [44]

Lombardo Toledano, 24 años después, cuando Mercader había salido de la prisión, les dijo a los Wilkie: "Para mí no hay ninguna duda de que León Trotsky era un aliado de la Alemania nazi y no un aliado de la corriente antifascista del mundo." [45]

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Cómo contrasta en verdad el pronto juicio de un Presidente no marxista sobre la personalidad de Trotsky y el tardío de un hombre que se decía profundo conocedor del marxismo y de la historia contemporánea mundial.

ELECCIONES DE 1940 EL SEXENIO del general Cárdenas estuvo bajo el fuego de innumerables enemigos

que surgían de todos los rincones. Fuera de los "camisas doradas", entre 1935 y 1938 se integraron la Confederación de la Clase Media, Acción Cívica Nacional, el Partido Antirreeleccionista, el Comité Nacional Pro Raza, la Unión de Comerciantes Mexicanos, la Juventud Nacionalista Mexicana, el Partido Cívico de la Clase Media, el Partido Socialista Demócrata, el Frente de Comerciantes y Empleados del Distrito Federal, la Liga de Defensa Mercantil y hasta la Unión Nacional de Veteranos de la Revolución.

Encabezaba esta constelación de asociaciones la Confederación Patronal de la República Mexicana, cuyos ingresos venían de Monterrey, de las compañías petroleras y de Europa. [46]

En parte, la proliferación de partidos y de acciones era la respuesta a la política revolucionaria del general Cárdenas, y en parte también, fue la consecuencia del fascismo y del nazismo imperantes antes de la segunda Guerra Mundial.

Sin embargo, al aproximarse el periodo de las elecciones, las fuerzas de la oposición crecieron desmesuradamente. Antiguos miembros de la "familia revolucionaria" —numerosos carrancistas, delahuertistas y callistas—, disgustados por la doctrina del partido oficial, fundaron no menos de una docena de partidos a los que distinguía su carácter antirrevolucionario, ultranacionalista y anticomunista que precisó y aun exacerbó la guerra española, en la que el gobierno había tomado el partido de la República y la derecha radical —civil o religiosa— el del franquismo.

El Partido de Acción Nacional era el mejor organizado. Su jefe, Manuel Gómez Morín, abogado y banquero de renombre, hombre de gran inteligencia y probidad personal, católico militante, franquista, enemigo del comunismo y del centralismo estatal; logró atraerse a un grupo de la alta burguesía y de la clase media, si bien, en ese momento, sus ideas imprecisas y la tibieza del grupo no alcanzaron resonancia.

A fines de 1939, Gómez Morín precisó los objetivos de su partido de este modo: "Debemos reemplazar la carrera a ciegas del país hacia lo desconocido, con una orientación bien definida y precisa..., establecer un Estado bien ordenado con una jerarquía y un gobierno capaz de reconocer el bien general. Debemos buscar y profundizar la dignidad de la persona y asegurarle los medios que satisfagan sus fines materiales y espirituales."

En realidad, a estos opositores, analfabetos o ilustrados, el general Cárdenas les había arrebatado sus banderas. El mismo Gómez Morín era un especialista capaz de valorar la obra económica y social del gobierno, y contra esa obra no lograba oponer argumentos convincentes. El solo hecho de haber desposeído a los poderosos y elevado a los humildes se hallaba dentro de la más pura tradición cristiana, y este carácter era el que se mostraba a un pueblo, todavía miserable, como la obra reprobable del comunismo y de la negación de Dios.

Quedaban además, con los restos del escobarismo y del callismo, otros muchos desplazados enemigos de la obra cardenista. A principios del 39, Soto y Gama, Emilio

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Madero, Gilberto Valenzuela, Ramón Iturbe, Héctor López, el Dr. Atl y Marcelo Caraveo, todos ellos generales o civiles que habían figurado de algún modo en la Revolución, constituyeron el Comité Revolucionario para la Reconstrucción Nacional.

Su programa, expuesto por Albert L. Michaels, decía resumir a grandes rasgos los agravios de amplios sectores del pueblo mexicano y sus deseos de disfrutar una vida más pacífica. Exigían también la desaparición de la lucha de clases —hablando de armonizar los intereses legítimos de todos—, del gobierno de un solo partido y de la educación socialista, y pedían la titulación de las tierras ejidales. [47]

La exigencia de respetar la Constitución se la dirigían a un gobierno que había tenido el valor de hacer efectivos sus principales artículos, considerados como utópicos hasta 1934. El reparto de tierras y la protección a los obreros habían provocado la cólera de los intereses afectados y por consiguiente un estado de agitación propio de todo acto revolucionario. La paz, es decir, la cesación de la lucha, suponía la vuelta a la paz de la dictadura, que paradójicamente traería consigo la pretendida "armonía de los intereses legítimos de todas las clases sociales".

Este propósito de paz y de conciliación habría de ser no sólo la base de la política de unidad nacional seguida por el general Ávila Camacho, el triunfador de la contienda electoral, sino la de los cuatro gobiernos posteriores. Armonizar —fea palabra que hemos oído reiteradamente— suponía y supone dejar a las palomas frente a los halcones, porque, en un país afrentosamente desigual, cualquier intento de conciliación debía aprovecharlo la gran burguesía financiera y comercial para alcanzar su actual predominio.

Otorgar a los campesinos los títulos de sus tierras, demanda aparentemente legítima, encubría el propósito de destruir los ejidos colectivos, la única defensa del campesino, según había de demostrarse trágicamente años después, y por lo que hace a la reforma del artículo tercero, constituía una simple arma de propaganda, ya que la educación socialista nunca significó el menor peligro para la "unidad" y la "pureza" de la familia mexicana.

El 7 de marzo, el general Joaquín Amaro, a quien se removió de su cargo de director de Educación Militar en la escisión CallesCárdenas, atacó violentamente al gobierno, acusándolo de "fomentar ideologías extrañas y a corruptos líderes obreros". Hablaba de nepotismo, de corrupción y de que las expropiaciones realizadas habían sido empleadas "en muchas ocasiones para satisfacer vanidades personales y demandas sectarias de grupos que gozan de disposiciones favorables del gobierno, sin estar basadas en razones verdaderas de interés público".

El criterio de Amaro sobre la expropiación petrolera demuestra hasta qué grado la amargura, la ambición y la carencia de ideología habían transformado a un grupo de militares actores de la vieja Revolución. Desde luego, la súbita resurrección de Amaro le costó su entierro político definitivo. La Cámara de Diputados ordenó una investigación sobre el papel que había desempeñado en los asesinatos de GómezSerrano, y el antiguo organizador del ejército enmudeció para siempre sin intentar siquiera su defensa.

El sinarquismo

La iglesia, por su parte, no había olvidado las lecciones de la "cristiada". Los tres años comprendidos entre 1927 y 1929 se consideraban una página gloriosa, una especie de santa cruzada librada por los campesinos inocentes contra los demonios enemigos de Dios. La alta jerarquía eclesiástica, obediente a las órdenes del Papa, no

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quería desatar otra guerra abierta demasiado costosa e imprevisible ni tampoco deseaba defraudar a los millares de católicos que exigían una acción violenta para combatir la educación socialista.

De este modo se creó, a fines de 1934, la Base, un cuerpo de consejeros y asesores laicos de probada fidelidad, dirigidos por el alto clero a través de un jesuita partidario de la desobediencia.

Sólo la iglesia mediante su disciplina y sus ramificaciones nacionales podía organizar a los católicos disidentes de todo el país y enfrentarlos, llegado el caso, al poder del gobierno. Centenares de jóvenes fanáticos agrupaban en células a los padres de familia, a los estudiantes, a los trabajadores y a los campesinos. La Base trabajaba secreta y eficazmente, al parecer de un modo autónomo, y logró multiplicar el número de sus adeptos sin que a pesar de su extensión se descubrieran sus conexiones con el clero.

El arzobispo Ruiz y Flores había recomendado que el movimiento no empleara la violencia "a menos que tuviera la certeza de pisar un terreno firme", pero ese terreno se hacía cada vez más resbaladizo y comprometedor. Centenares de sacerdotes, sobre todo del centro de México, incapaces de tolerar la presencia de las misiones culturales cardenistas, azuzaban a los fieles en contra suya, y se registraban frecuentes zafarranchos, en los que se agredía de un modo muy poco cristiano a los maestros.

El 29 de mayo de 1936, en Irapuato, se registró uno de estos encuentros. A la salida de misa, los devotos atacaron a la misión al grito de "¡Abajo el agrarismo!" a cuchilladas, pedradas y tiros, algunos disparados desde la misma iglesia. Los soldados rechazaron la agresión después de veinte minutos de lucha, en la que murieron dieciocho personas y catorce resultaron heridas.

Cárdenas entró al día siguiente en la iglesia, y ante dos sacerdotes aterrados, hizo responsables de la matanza al clero, a los industriales y principalmente a los hacendados del Bajío.

El Bajío, próspera región agrícola que comprende parte de los estados de Guanajuato, Jalisco, Michoacán y Querétaro, se conceptuaba como el granero de México. Pero su prosperidad, según era el caso en México, estaba pésimamente distribuida, monopolizada por un grupo de hacendados criollos, chapados a la antigua y seguidos por una multitud de peones y de muy pequeños propietarios, éstos criollos también, que consideraban un robo el reparto de tierras. Dominados por un clero feudal, aliado a los hacendados, estos campesinos miserables y analfabetos habían constituido el núcleo de los cristeros, y ante la aceleración de la reforma agraria y de la educación socialista, ardían en deseos de tomar nuevamente las armas.

La política cardenista, por lo tanto, tenía de enemigos en el Bajío a los hacendados, a los campesinos y a una pequeña porción de los industriales radicados en la ciudad de León. Con semejantes antecedentes, no era pues de extrañar que el 23 de mayo de 1937, precisamente en León, naciera la Unión Nacional Sinarquista, organización paramilitar formada por jóvenes profesionistas, hijos de hacendados y pequeños burgueses.

La Unión se hizo pronto un gigante. En 1938 tenía 10 mil afiliados; 30 mil en 1939, y 200 mil en 1940. El crecimiento espectacular del sinarquismo se debió a las condiciones propias del Bajío y a la personalidad de su jefe, Salvador Abascal, antiguo seminarista devorado por la pasión religiosa, amante de la Edad Media y de implantar en México una teocracia, que acostumbraba decir: "Después de mi amor por la Iglesia y por mi patria que tanto he cultivado y amado, está mi odio por las leyes yancófilas, masónicas, anticatólicas y antimexicanas de Benito Juárez."

En apariencia, los sinarquistas seguían el modelo fascista: se vestían de uniforme —los pocos que tenían dinero para comprarlo—, saludaban con la mano extendida y se

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hallaban organizados en cuadros, centurias y compañías que obedecían disciplinadamente las órdenes de jefes locales, subordinados a los jefes nacionales, quienes a su vez acataban sin discutir las órdenes del mandatario supremo Salvador Abascal. A esta especie de führer, al que los gobiernistas llamaban "el Führer con guaraches", le repugnaba el ateísmo de Hitler, si bien lo consideraba un instrumento de la Providencia para destruir a la Unión Soviética y a los Estados Unidos, los principales enemigos de México, y en cambio admiraba y seguía el ejemplo falangista español, mucho más afín a su raza y a su fanatismo. A José Antonio Urquiza, otro de los fundadores del sinarquismo, muerto posteriormente en una riña con uno de sus aparceros, se le comparaba a José Antonio Primo de Rivera y también se le decía "El Ausente".

El ideario sinarquista pretendía formar una sociedad corporativa al estilo medieval, en la que todo estuviese bien reglamentado y todo se mantuviera en su lugar. En dicha sociedad se abolía al individualismo, teóricamente, y cada persona funcionaba "como una simple célula en un cuerpo humano, sin ninguna identidad propia". Sus objetivos no diferían mucho de los objetivos cristeros. Abascal escribía: "No existe autoridad alguna que no proceda de Dios... por lo tanto, el orden social debe subordinarse a la instrucción moral y dogmática de la Iglesia. . . Es necesario que Cristo gobierne en las leyes, en los palacios de gobierno, en los hogares, en las escuelas, en los medios de difusión de ideas: libros, periódicos, cines, radio; en el vestir, en la calle, en los comercios, en las fábricas y en el campo..." [48] Deseaba implantar el reino de Cristo en México y recristianizar el poder. "Cuando te pregunten qué es la revolución —adoctrinaba su periódico—, responde: anarquía. ¿Qué es el cristianismo?: la contrarrevolución."

El sinarquismo suponía que la contrarrevolución intentaba combatir sin armas, sólo con el peso de sus falanges y con su fe en Cristo y en la victoria del bien sobre el mal. Su influencia en una multitud de pueblos y pequeñas ciudades era casi absoluta. De pronto, millares de hombres y mujeres se veían caminando por las calles, hacia la plaza, para celebrar ahí un mitin, plagado de tediosos discursos, y desaparecer a una señal, sin dejar la menor huella de su paso. El gobierno no tenía nada que oponer a estas manifestaciones mientras fueran pacíficas.

Abascal establecía centros en Guanajuato y otros lugares, incluso entre los mexicanos residentes en los Estados Unidos. En el mes de mayo de 1938 se movilizó a Tabasco, considerado como la fortaleza del anticatolicismo nacional, y marchó desafiante a la cabeza de una manifestación en Villahermosa. Se produjo una masacre que motivó airadas protestas y la intervención del Presidente, quien exigió a las autoridades que respetaran a los sinarquistas y suavizaran sus leyes represivas.

"Después de esta marcha —escribió Abascal— cambié de opinión respecto a la ley del talión que antes defendía... Era necesario aceptar unos cuantos mártires muertos y no tomar represalias, porque al primer indicio de violencia Cárdenas hubiese ordenado la disolución inmediata del sinarquismo, lo cual hubiese eliminado permanentemente la organización, ya que aún estaba en pañales y no se arraigaba en el corazón del pueblo." [49]

Es decir, que el crecimiento de la Unión era proporcional al crecimiento de los mártires, y Abascal no vaciló en fabricarlos dentro de su nueva concepción de la lucha: en 1939 se levantó una cosecha de 17 mártires y en 1940 ascendió a 38, lo que asimismo originó el esperado crecimiento explosivo del número de partidarios.

El sinarquismo parece una página arrancada de la Serpiente emplumada de

Lawrence. Un pueblo religioso marcado por el estigma de la esclavitud sólo ve la salvación en un profeta, en un místico que le anuncia la entronización del reino de

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Cristo, y ese profeta era Abascal, acompañado de su cortejo de mártires. El sacrificio debería fundar el augusto orden de los papas medievales, desaparecería la autoridad espuria de Cárdenas, el ateo, el perseguidor de la religión, y se establecería la autoridad del verdadero Dios.

Por supuesto, el gobierno tuvo también sus mártires. Los Weyl calculan que no menos de 300 maestros fueron desorejados, asesinados o literalmente quemados vivos al estilo de la Edad Media. El clero no podía dejarse arrebatar impunemente a los campesinos que constituían su reducto tradicional y dio la batalla ya no frontalmente sino en forma ambigua y de un modo vergonzante. Los sinarquistas rebasaron el control de la Base y se transformaron en una enorme fuerza potencial, que no logró ninguno de sus objetivos porque voluntariamente rechazó la posibilidad de llevar su lucha al terreno político o al de las armas.

El sistema de hacerse propaganda mediante la resistencia pasiva o la creación de un martirologio, se reveló impotente ante la organización de los obreros y de los campesinos de otras regiones. Sus ideas, demasiado viejas en relación a las ideas de la nueva revolución, estaban destinadas al fracaso. A los hacendados no les interesaba la erección de una teocracia, sino la devolución de sus tierras, y a los empresarios les preocupaba el avance del socialismo y no la vuelta a los papas medievales; unos y otros, siguiendo la conducta de la Iglesia, preferían provocar y financiar desde las sombras a declarar una guerra abierta, y nunca fueron capaces de unirse o de representar algún peligro serio al gobierno de Cárdenas, pero ya esta proliferación de grupos y de organismos ligados a las derechas radicales, civiles o religiosas, demuestra que el gobierno suscitó una intensa lucha de clases y que dentro de esta lucha existió un fondo místico y feudal, propio de la realidad mexicana. Los campesinos del Bajío protegían a sus patrones los hacendados, como si éstos formaran parte del ansiado reino de Cristo, y algunos obreros se decían partidarios de los industriales de Monterrey.

Los sinarquistas, a pesar de su ultranacionalismo, manifestaron un desdén soberano hacia el antiimperialismo de Cárdenas que culminó en la expropiación petrolera. Marginados de la historia, estos dirigentes patéticos de campesinos miserables no entendieron el profundo significado de la reforma agraria ni de la educación cardenista encaminada a liberarlos de sus viejas servidumbres. Como su reino no era de este mundo, permanecieron voluntariamente fuera de la rebelión de Cedillo y de las elecciones de 1940, y aunque lograron sobrevivir al gobierno de Cárdenas, finalmente los derrotó la moderación del presidente Ávila Camacho, quien en septiembre de 1940 declaró enfáticamente que él era creyente, y después, ya en la presidencia, trató de volver al statu quo anterior al cardenismo, incluso modificando el conflictivo artículo 3º de la Constitución.

Ante el cambio operado, la Iglesia consideró que sus valerosos cruzados, tan útiles durante el sexenio de Cárdenas, eran ya un estorbo y maniobró para remplazar a Salvador Abascal por un líder menos intolerante. Abascal renunció y quiso fundar una colonia sinarquista en la Baja California, pero fracasó. Luego sobrevino el cisma inevitable. El gobierno dejó de ser el enemigo y los tiros del intransigente Abascal se dirigieron contra sus moderados sucesores. En medio de amargos reproches, la otrora poderosa Unión se fue debilitando hasta desvanecerse. Terminada la acción revolucionaria, la derecha radical católica perdió su razón de ser.

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Creación del PRM El mismo mes de la expropiación, el Partido Nacional Revolucionario (PNR) se

convirtió en el Partido de la Revolución Mexicana (PRM), el cual habría de constituir el arma adecuada para nacionalizar el resto de las grandes industrias y establecer una democracia de trabajadores que originara a su vez un futuro régimen socialista.

El partido oficial había sido en la práctica el brazo político del Ejecutivo y el factor decisivo de todo proceso electoral, pero un partido así constituido, en un país ajeno a la democracia, representaba no sólo la posibilidad de conciliar las fuerzas divergentes dentro del régimen, sino la de generar y acelerar el cambio revolucionario. Su subordinación al Presidente, con los sectores que lo integraban, esta vez reforzados por el ejército y los sectores populares, reflejaba con fidelidad la relación de fuerzas existentes y el criterio político del general Cárdenas.

Éste en ningún momento dejó de ejercer un control efectivo sobre el aparato del partido oficial, que de un modo realista llenaba el vacío democrático creando su propia y peculiar democracia. Tal vez en un país subdesarrollado, donde se libraba una lucha de vida o muerte contra el imperialismo, el feudalismo y el caudillismo, no había otra alternativa que la de aplicar un sufragio cuestionable, al menos una cierta democracia, en la que los campesinos, los obreros, los militares y los sectores populares estuvieran representados adecuadamente en los cargos de elección popular.

De cualquier modo, el partido oficial, igual que todo el aparato jurídico y administrativo, debía ser o agente activo del cambio revolucionario, como lo fue sobre todo en el periodo de Cárdenas, o agente disimulado de los intereses de la burguesía ascendente, como lo sería los tres decenios siguientes.

En el momento posterior a la expropiación, el partido oficial debía reforzar su cohesión y presentar un frente unido ante la oposición de las fuerzas reaccionarias, internas y externas, que se movían agrupándose ostensiblemente en torno a Cedillo.

Surge el verdadero opositor La oposición, si bien carecía de fuerza real, era extensa e importante. Desaparecido

Cedillo, no existía ninguna figura capaz de unificarla, hasta que el general Juan Andrew Almazán, jefe de la Zona Militar de Nuevo León, se postuló como candidato a la disputada presidencia.

La carrera de Almazán fue la de un clásico oportunista. Partidario de Victoriano Huerta y de Félix Díaz, maderista de algún modo y antimaderista, zapatista y antizapatista, conoció la cárcel y el exilio, pero su inteligencia y energía lo hicieron destacarse desde muy joven y sobreponerse a sus graves errores y a las vicisitudes de la guerra. En 1939 sus hazañas de general habían sido oscurecidas por sus hazañas empresariales y llegó a ser uno de los hombres más ricos de México.

Don Jesús Silva Herzog, en sus Memorias, elabora la sugestiva teoría de que la estabilidad política de México —ya visible a partir del gobierno cardenista— se debió a tres factores. Primero, a las docenas de generales que fueron fusilados desde la época de Carranza; segundo, a que los gobiernos decidieron enriquecer a los generales sobrevivientes —manera efectiva de desarmarlos—, y tercero, a la creación del partido oficial, en cuyo seno podían dirimirse y canalizarse las pugnas de las facciones rivales. Almazán pertenecía al número de los generales muertos moralmente. Sin embargo, a la reacción en México no parece importarle mucho que sus caudillos sean asesinos o

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ladrones, ni tampoco los intereses supremos de la nación, siempre y cuando el caudillo de turno defienda sus intereses personales.

Existían por lo demás, ya muy visibles, signos de un gran descontento entre la clase media, la nueva y la vieja burguesía, e incluso entre el clero, los hacendados desplazados y grandes núcleos campesinos, y este descontento, como eta de esperar, buscaba un apoyo en Andrew Almazán como unos meses antes lo había buscado en Saturnino Cedillo.

El 28 de julio de 1939, Almazán publicó un manifiesto en que resumía cautelosamente un programa político que no podía ser de izquierda ni de derecha. Habló de crear pequeñas granjas de propiedad privada, de liberar a los obreros de sus líderes, de iniciar una gran cooperación con los Estados Unidos; condenó tanto la obra demagógica de los maestros rurales como las huelgas de carácter político; prometió ventajas a los militares, y afirmó que arrancaría las cabezas de la hidra que sofocaba a la República.

La plana mayor del almazanismo estaba formada por lo que el pueblo había llamado los "cartuchos quemados", es decir, los despojos de balas que habían detonado mucho tiempo atrás. Figuraban: como un fósil del maderismo, Emilio Madero, hermano del "Apóstol", un oscuro intrigante llamado León Osorio, el mediocre general Ramón Iturbe, el ambicioso intrigante Bernardino Mena Brito, algunos de ellos fundadores del Comité Revolucionario para la Reconstrucción Nacional, y a fin de justificar el título de "Heredero del Manto de Zapata" que se había dado a sí mismo Almazán, militaban en sus filas Antonio Díaz Soto y Gama y varios hijos de Emiliano Zapata. Todos ellos eran sombras de un pasado ya extinto. Soto y Gama, el principal orador y el ideólogo de Almazán, se dirigía a los mexicanos diciéndoles que elegían entre Almazán y Dios o la URSS, como si Almazán y Dios fueran la misma persona o el apacible burgués don Manuel Ávila Camacho el representante del diablo o de un gobierno considerado por lo menos como la antesala del infierno.

El sector del gobierno

Del lado del gobierno y del partido oficial, la situación era confusa y amigos o enemigos sólo estaban seguros de dos hechos: el Presidente rechazaría todo intento de reelección y la candidatura recaería no en un civil sino en un general, pues todavía el ejército conservaba una parte de sus antiguas prerrogativas. Así delimitada la sucesión, el problema consistía en saber qué general sería el elegido. Figuraban borrosamente el general Rafael Sánchez Tapia, comandante de la Primera Zona Militar, y el general Francisco Castillo Nájera, embajador de México en los Estados Unidos, y destacadamente, el general Francisco J. Mújica, secretario de Comunicaciones, y el general Manuel Ávila Camacho, secretario de la Defensa.

En realidad, el problema de la elección competió al general Cárdenas no obstante la apariencia formal de que pudo revestirse. Él mismo, en la intimidad de su conciencia, debió ir tomando una decisión trascendental, no para él, decidido a retirarse de la política, sino para el futuro del país. Sin duda, el Presidente no podía renunciar al derecho mínimo de preservar lo esencial de su obra de gobierno, y lo esencial consistía en asegurar que el nuevo presidente diera fin al conflicto petrolero y mantuviera las líneas generales de su política.

A Cárdenas se le puede reprochar desde luego el hecho de no haber aceptado la reelección, única forma posible de consolidar una revolución apenas iniciada, pero las circunstancias precarias en que llegó al poder, su lucha contra el maximato y sus propias

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convicciones descartaban esta posibilidad. Detrás de Cárdenas pesaban los 30 años de la dictadura porfirista; el intento de Carranza de gobernar al país con la Constitución o sin ella, aplastando a Zapata, y su necedad de imponer a un civil, sobre las ambiciones de los caudillos militares, que finalmente le costó la vida; la maniobra de Obregón por darle a Calles la Presidencia, al causante de la rebelión delahuertista; la reelección del mismo Obregón, origen de otra revuelta, y el inadmisible maximato de Calles. El país había oscilado entre la dictadura y el cuartelazo sangriento, entre el continuismo y el presidencialismo descarado o encubierto, y había llegado el momento de liquidar ambos extremos.

La actitud de Cárdenas Mújica era muy poco flexible como hemos visto. Había tenido choques con casi

todas las figuras políticas de Carranza a Calles y únicamente pudo ocupar cargos de importancia en el gobierno de su amigo el general Cárdenas que toleraba sus accesos de cólera y su carácter obcecado y caprichoso.

Puritano, su odio al tabaco lo llevaba al extremo grotesco de meter la mano a la bolsa de personas que le eran ajenas, en busca de cigarros, y había llenado su despacho con advertencias pueriles. Durante el periodo en que el Partido no pronunciaba su fallo, las extravagancias de Mújica contribuyeron a su pérdida. Cierta vez que los miembros del alto mando de la CTM lo visitaron en su oficina de la Secretaría de Comunicaciones para sondearlo sobre la posibilidad de apoyar su candidatura, no lo encontraron y decidieron esperarlo, y sin hacer caso de las prohibiciones, principiaron a fumar; cuando Mújica entró a su despacho, no pudo contenerse ante semejante desacato y los expulsó del profanado sanctasanctórum con airadas reconvenciones. [50] Estas pequeñeces, acumuladas oportunamente, confirmaron en muchos la idea de que Mújica, a pesar de sus méritos, no era el hombre adecuado para negociar con éxito el problema petrolero ni enfrentarse a la política de los Estados Unidos ya condicionada por la vecindad de la segunda Guerra Mundial. Su radicalismo o la fama de su radicalismo se manifestaba como un obstáculo insuperable a la solución de los problemas internos y externos del país.

En una elección, de cualquier tipo, resulta muy difícil pesar en una balanza de precisión las virtudes y los defectos de los candidatos. Mújica tenía más méritos revolucionarios y personales que todos los aspirantes a la presidencia. La relación de fuerzas en aquel momento no lo favorecía, ni él hizo un esfuerzo serio para ganar la simpatía de sus electores ocasionales. Sin embargo, existe un hecho no suficientemente aclarado. El general Mújica, como el general Pérez Treviño, renunció a su cargo de secretario con el fin de participar en la lucha electoral, decisión que posiblemente tomó sin consultar a nadie o, siempre fiel a su carácter voluntarioso, desdeñando la opinión del general Cárdenas.

El Presidente no parece que haya tomado para sí el cargo de gran elector. Permitió a los generales contender libremente y esperó a que el proceso electoral se fuera decantando y precisando por sí solo. Independientemente de su voluntad y de su poder casi omnímodo, el ejército, los obreros y los campesinos organizados eran factores decisivos en la próxima elección, y estos elementos determinantes, siguiendo la corriente, se mostraban partidarios de la conciliación y de mantener y consolidar lo que logró realizarse.

El hombre de la conciliación no podía ser otro que el general Manuel Ávila Camacho, secretario de la Defensa. Ávila Camacho sólo tenía de común con Mújica su escasa fortuna militar. En todo lo demás era su antípoda. Nunca se distinguió por sus ideas

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revolucionarias, ni por nada verdaderamente excepcional. Fue, más que un soldado, un administrador y un hombre de probada lealtad que prefería morir a traicionar su palabra de honor. Sus colegas lo llamaban despectivamente "el General Espada Virgen", debido a que durante su lucha contra los cristeros en Colima, en 1926, lejos de tomar represalias, fusilándolos o quemando sus pueblos, había preferido apaciguarlos tomando métodos persuasivos, lo que también le valió su ascenso a general de brigada.

Dentro del ejército había ascendido lenta y seguramente, ocupando altos cargos burocráticos, hasta llegar a secretario de la Defensa. En todos estos cargos logró conciliar intereses opuestos y ganarse el respeto y la consideración de los principales generales. Ellos sabían que de un modo o de otro Ávila Camacho, con su bondad inalterable, los representaría adecuadamente y cuidaría sus intereses desde la presidencia.

En última instancia, Cárdenas tenía la fuerza suficiente para inclinar la elección a favor de Mújica y nada hizo por él, ni tampoco se opuso a la corriente que beneficiaba al general Ávila Camacho. Entre un amigo cercano a quien no juzgaba adecuado para resolver, con la prudencia necesaria, el conflicto petrolero y un amigo lejano en quien se podía confiar razonablemente, dejó que la maquinaria del Partido hiciera su trabajo.

Desde luego, no sólo influyeron en esta decisión los problemas internacionales, sino también los problemas internos, agravados por la presencia del general Almazán. La campaña electoral en tales circunstancias se cargaba de un nuevo sentido. Si el gobierno hubiera apoyado a Mújica, la lucha habría sido más enconada y peligrosa cuando el país necesitaba la paz a fin de resolver favorablemente vitales intereses.

Todavía es motivo de controversia el hecho trascendental de que el triunfador de las elecciones no haya sido el general Mújica, sino el general Ávila Camacho. El 24 de julio de 1940, el general Cárdenas escribía: "En la campaña política para la sucesión presidencial contendieron los generales Manuel Ávila Camacho, Juan A. Almazán, Francisco J. Mújica, Rafael Sánchez Tapia y Gildardo Magaña. Caso curioso en la historia política de México en que cinco colaboradores cercanos en el gobierno que presidí, se lanzaron como candidatos a la presidencia de la República y fue que todos ellos disfrutaron de libertad para hacerlo y confiaron en que tendría garantías para llegar a la primera magistratura el que obtuviera el apoyo mayoritario de la nación.

"Retirados por su propia voluntad los generales Mújica, Sánchez Tapia y Magaña, no sin que antes el general Mújica expusiera quejas violentas contra el Partido de la Revolución Mexicana, quedaron sólo los generales Ávila Camacho y Almazán.

"Seguí personalmente con todo cuidado el curso de la campaña, con el propósito de conocer a fondo el pensamiento de la opinión pública, y para ello se comisionó por todo el territorio nacional a personas honorables y de confianza, y el día de las elecciones recorrí la ciudad, pasando por las casillas, y pude palpar personalmente, y a través de los comisionados en las distintas entidades, el sentir general, y con este conocimiento asumí la responsabilidad en la declaración que el Congreso de la Unión hizo en favor del general Manuel Ávila Camacho como presidente constitucional de la República.

"Los partidarios del general Almazán han sostenido que el triunfo les correspondió. Es que ellos sólo vieron a sus partidarios, sin conocer a sus opositores. Sí tuvo fuertes contingentes, entre ellos, los contrarios al programa social que durante mi gobierno se desarrolló. Nutridos grupos de mujeres participaron en la propaganda y tuvo también el general Almazán, a su favor, numerosos núcleos campesinos de origen `acasillados', que hasta entonces no habían recibido tierras. Pero ante semejantes fuerzas políticas, contaron en favor de la candidatura del general Ávila Camacho los contingentes obreros y campesinos organizados y sectores de la llamada clase media, que atrajo su candidatura por su carácter moderado y su reconocido patriotismo.

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"La candidatura del general Mújica representó las tendencias radicales de la Revolución Mexicana: su definida convicción en materia educativa, su actitud combativa frente a la labor del clero y su indiscutible honradez habrían hecho de él un buen gobernante, pero las circunstancias del país no le fueron propicias. Retirado de la campaña política, pidió al gobierno un puesto militar, designándosele la Comandancia de Michoacán. Posteriormente el gobierno del general Ávila Camacho le confió el gobierno y comando del Territorio Sur de la Baja California, punto neurálgico en la defensa del Pacífico."

Siete años después, cuando ya los dos contendientes habían muerto, Cárdenas, refiriéndose a la crítica que se le seguía haciendo de no haber entregado el gobierno a un revolucionario, afirmó concretamente: "Quiero decir que si no lo hice, a pesar de que entre los que aparecieron entonces como candidatos se presentó el general Francisco Mújica, gran amigo mío, fue porque había problemas de carácter internacional que lo impedían."

Con esta aclaración el general Cárdenas confesó de un modo implícito que deseó entregar el gobierno a un gran amigo, el revolucionario general Mújica, y no pudo hacerlo debido a los problemas internacionales que evitaron la realización de ese deseo.

Por supuesto, como escribe Gastón García Cantú: "Un Presidente no expide el nombramiento de su sucesor, pero sí congrega el poder en torno del futuro Presidente. De aquí su responsabilidad." Cárdenas, con su neutralidad voluntaria o no, permitió el agrupamiento de los obreros, de los campesinos, los militares y la burocracia en torno de Ávila Camacho, y confiaba que estas fuerzas organizadas no sólo le darían el triunfo, sino que también impedirían el retroceso de la nación obligándolo a mantener y a consolidar las conquistas logradas durante su gestión.

La situación del país El conflicto petrolero en los primeros meses de 1940 estaba llegando a una situación

crítica. El pago diferido de las expropiaciones había colmado la paciencia del Departamento de Estado norteamericano, sujeto a las presiones de las compañías y del gobierno inglés, abogado y propietario de El Águila. La guerra había estallado el 1 de septiembre de 1939, y, siguiendo las insinuaciones de las empresas, se pensaba en los Estados Unidos que, al descartar una actitud más enérgica, su prestigio en América Latina, su dominio de los recursos naturales de ésta y su misma seguridad nacional estaban en peligro, tanto más si un radical como Mújica ocupaba la presidencia de México.

Por otro lado, la intervención del general Almazán en las elecciones permitía calcular hasta qué grado el conflicto petrolero seguía influyendo en los asuntos internos y la fuerza real de la oposición dentro del país. Almazán, como Cedillo en su tiempo, era el último recurso de los hacendados despojados de sus tierras, los inversionistas extranjeros, el clero, poderosos grupos financieros industriales o comerciales y tal vez una parte del ejército no curada de su pretensión de ascender mediante el cuartelazo.

La economía del país era mucho peor que la de 1938. El déficit con que operaba Petróleos Mexicanos aumentaba por falta de ventas al exterior, sobra de personal y el peso del boicot internacional; los ferrocarriles se hallaban en bancarrota: los nuevos ejidos necesitaban préstamos con urgencia; las obras de infraestructura requerían inversiones, y la solución a este conjunto de problemas financieros y políticos en buena parte dependía de la solución del conflicto petrolero.

Las elecciones sorprendían a Cárdenas en lo más arduo de la cuesta. Sus seis años de gobierno, en los que rebasó los propósitos más audaces de sus antecesores, no

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bastaban con mucho a liquidar el caudillismo militar, el feudalismo, el capitalismo interno y la preponderancia económica norteamericana, ni a crear una conciencia de clase en los obreros y en los campesinos.

México era entonces, y lo sigue siendo, un país ajeno a cualquier forma democrática, semianalfabeto, atrasado y pobrísimo. Las grandes masas campesinas habían vivido siempre bajo el poder despótico de los hacendados o recluidas en sus aldeas, subsistiendo penosamente de una agricultura del neolítico.

El sindicalismo, auspiciado por el aparato estatal, significaba indudablemente la gran fuerza política en que se había apoyado Cárdenas. Sin embargo, los obreros, a pesar de los intentos del gobierno, no pudieron ser educados revolucionaria ni técnicamente en un país donde seguía prevaleciendo el autoritarismo y la corrupción en los más bajos niveles. Carentes de una conciencia de clase, era difícil inculcarles no ya disciplina y amor al trabajo, sino también un sentido de responsabilidad y de sacrificio que hubiera hecho de ellos la fuerza renovadora del país. Muchos líderes sucumbieron a la venalidad y muchos obreros, ante tales ejemplos, desempeñaban mal sus tareas, sostenían a varias mujeres, gastaban una parte considerable de sus salarios en embriagarse y no entendían los angustiosos problemas que enfrentaba el país.

El general Calles acostumbraba decir que en México faltaba el "material humano", lo cual revelaba no tanto el sentimiento de su extraordinaria valía personal, sino su idea acerca del pueblo mexicano. Creía en un carácter nato y singular, en una idiosincrasia nacional, y por supuesto era incapaz de comprender que ese carácter había sido modelado en siglos de colonialismo y feudalismo atroces.

Cárdenas, al revés de Calles, nunca dejó de mezclarse al pueblo, de oírlo, aconsejarlo y ayudarlo. Se le reprochaba de derrochar un tiempo precioso en las cabañas o en las fábricas, hablando con los indios y los obreros, y no se sabía que aquel método extraño era el único posible de entender a fondo los problemas y de llevar la glorificación del poder supremo a los espíritus religiosos que siempre lo habían sentido ajeno y enemigo.

Desaparecida la embriaguez de la expropiación, la propia dinámica del movimiento generaba sus inevitables contradicciones. El manejo obrero de los ferrocarriles había fracasado. Los mismos petroleros, que tanto hicieron por la expropiación y la marcha de la industria, exigían que ésta les fuera entregada, habían aumentado considerablemente el personal y reclamaban al gobierno que les concediera los salarios y las ventajas solicitadas a las compañías extranjeras, sin importarles el boicot mundial decretado a la producción ni las amenazas de los Estados Unidos. Sobreponían sus intereses a los de la nación, y llegaron a organizar paros y sabotajes considerando que el gobierno se había convertido en "patrón" al encargarse de administrar los bienes de las empresas petroleras.

Los campesinos de La Laguna reclamaban la expropiación de la pequeña propiedad dejada a los antiguos hacendados, y muchos de los ejidatarios más favorecidos daban señal de corrupción, alentados por funcionarios inmorales. No, el país no podía cambiar en un sexenio. Con la expropiación petrolera, el reparto agrario y la reciente organización de los obreros no terminaba la obra de la Revolución; apenas comenzaba.

Pequeños y grandes dramas de la autocracia

Las elecciones de 1940 quedaron pues subordinadas a un interés nacional supremo: la nacionalización de su riqueza básica. Si el general Cárdenas sacrificó su preferencia

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personal por el general Mújica y se inclinó por el candidato que a su entender era el más apto para asegurar la posesión del petróleo, estaba dando un ejemplo de moral política que desgraciadamente no se entendió entonces ni se entendería en los 30 años siguientes. Y esas elecciones confirmaron la justeza de su visión. Es un hecho inquietante que, al finalizar un sexenio de grandes avances revolucionarios, la clase media e importantes sectores de la población no tuvieran una idea precisa de estas realizaciones y en las ciudades votaran por Almazán. A pesar de que el gobierno tenía de su parte a los obreros, a los campesinos y a una buena parte del ejército, el ambiente de las elecciones pudo degenerar en sangrientos conflictos si la serenidad y el valor de Cárdenas no hubiesen deshecho las conjuras y las provocaciones de los almazanistas, a quienes apoyaban en un intento frustrado por reconquistar sus posiciones las clases privilegiadas del país, de tal modo que Cárdenas debió luchar siempre contra la reacción interior y el imperialismo.

Por otro lado, nada se ejerce impunemente. La intromisión de Calles en los asuntos reservados al Ejecutivo, la ambigüedad de poder que introdujo el llamado Jefe Máximo de la Revolución Mexicana, el juzgarse el hombre insustituible y el caudillo, lo llevaron a enfrentarse con un hombre que tenía —y mantuvo hasta su muerte— la más elevada concepción del papel del presidente como el único representante legítimo del pueblo mexicano.

El hecho de sacrificar su amistad con Calles, en defensa de su autoridad como presidente y de su política revolucionaria, representó para Cárdenas un conflicto emocional de tal magnitud que habría de sufrirlo el resto de su vida. Pero el Presidente, en cierto modo por el hecho de serlo, era intocable a sus ojos, y por ello él no toleró interferencias ajenas ni acciones que menoscabaran la dignidad o la libertad de su cargo. Cuando su amigo íntimo, su viejo jefe y su compañero de una existencia dramática trató de aniquilarlo prolongando su maximato, se deshizo de él suavemente, apartándose por primera vez de la usual violencia, rechazando los procedimientos de Huitzilopochtli que había consagrado el sonorismo. Gobernó, también por primera vez, con absoluta autonomía, sin temor a la codicia de los caudillos militares —muchos ya asesinados o cohechados por sus antecesores—, y al término de su mandato, abandonó la presidencia haciéndose el firme propósito de no intervenir nunca más en la política militante. A sus sucesores —conoció cinco— los trató con la mayor consideración, casi de manera reverencial, y si alguna vez intervino, fue utilizando su fuerza moral para evitar una posible caída en la reelección.

Desde luego, la conducta de Cárdenas reforzó, sin que él se lo propusiera, el presidencialismo característico del sistema mexicano. Después de él, las masas obreras y campesinas dejaron de actuar revolucionariamente en beneficio propio y fueron manejadas en beneficio de una burguesía cada vez más poderosa. Pero el autoritarismo del presidente, cabeza de un Estado siempre fortalecido por su participación creciente en la economía, sólo dura seis años, creando nuevas y extrañas peculiaridades: el hombre que ha gobernado autocráticamente, que ha dispuesto de un poder no soñado por Cárdenas —bancos, industrias, petróleo, electricidad, fertilizantes, sindicatos, agrupaciones campesinas, cámaras legislativas totalmente subordinadas— y que entre sus atribuciones figuran la provisión de todos los cargos de elección popular, comprendido el de su sucesor, al quitarse la banda, emblema de su preeminencia, se humaniza de golpe y pasa a ser un ciudadano común y corriente. A semejanza de la Cenicienta, han sonado para él las doce de la noche y es hora de volver a la cocina. Su carruaje se convierte en una calabaza, se esfuman los signos de la monarquía, y la muchedumbre de cortesanos y de aduladores lo abandona para doblar el espinazo ante el nuevo monarca. Aunque conserve algo de su influencia, es un santo que no puede hacer milagros, ni encumbrar a los débiles, ni humillar a los poderosos, y se le ve como la pieza

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de un museo político destinado a mostrar las excelencias democráticas de la no reelección. Lo que pueda sufrir personalmente el presidente despresidencializado, sería objeto de una novela antípoda a la de Miguel Angel Asturias, El señor Presidente, que por desgracia no ha tentado a nuestros novelistas.

Este sistema genera otros dramas previos si bien secundarios. Los meses que anteceden al solemne destapamiento de lo encubierto y amorfo, son meses de una tensión insoportable. En la recta final de una carrera que se libra en las tinieblas absolutas figuran cuatro o cinco posibles sucesores del presidente que se entierra a sí mismo. Una sonrisa, una atención señalada, un signo, un indicio del favor divino es interpretado en el acto por los augures: "Será éste." "Éste no es su hijo político, éste no es su compañero de escuela, éste no es hombre de su confianza." Y así las marionetas gesticulantes aparecen y desaparecen en el foro del teatro guiñol. Aquí no hay antecedentes precisos, no se pisa terreno firme, no hay indicios del porvenir. Insensatos. ¿Quién puede penetrar en la cabeza de un hombre y adivinar sus pensamientos más íntimos? Basta con que figuren dos candidatos para establecer una confusión radical. El juego afecta al destino y los intereses de muchos hombres. Supone el poder total o la oscuridad total, la investidura suprema o el anonimato, la gloria o el limbo, el abismo que media entre Almazán y Ávila Camacho, entre Casas Alemán y Ruiz Cortines, entre Flores Muñoz y López Mateos, es decir, entre ser todo y no ser nada. Andando los años, ¿dónde quedó el supremo interés nacional que regló las elecciones de 1940? Durante tres decenios estuvo ausente. Hubo, naturalmente, continuidad a partir del sucesor de Cárdenas. Continuidad en el paternalismo, en el populismo, en darle poco a los pobres y mucho a los ricos, en apoyar por todos los medios el crecimiento desigual, en tolerar la invasión del capital extranjero, en desdeñar el campo. . . hasta que la revolución estudiantil de 1968 terminó con el espejismo del milagro económico y apareció la inmensa miseria del pueblo detrás de la fachada de prosperidad.

AGRICULTURA Y SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

CÁRDENAS abandonaba la presidencia a los 45 años, en la plenitud de sus excepcionales facultades. Todos los días de su mandato nadó, montó a caballo o dio largos paseos; y cuando estaba de viaje por los Estados, sus jornadas de trabajo duraban dieciséis o dieciocho horas ininterrumpidas. Era un hombre que comía frugalmente. Y dormía poco —no más de cinco horas—, de modo que podía disponer de suficiente tiempo para hablar con los campesinos o con los obreros —escuchaba sus problemas, por nimios que fueran, sin mostrar el menor signo de fatiga o de impaciencia— y para ocuparse seria y profundamente de los asuntos de Estado.

El alternar la vida sedentaria con el deporte y el paseo campestre, aun en las más graves crisis, era parte de una educación a que se sometió desde 1913. El constante peligro, la disciplina de la guerrilla, las privaciones, las marchas interminables por tierras frías o calientes, el sobrevivir a los desastres y a los cambios de la fortuna en una época en que se pasaba sin transición de la victoria a la derrota y en que los aliados de la víspera resultaban al día siguiente los peores enemigos, endurecieron su voluntad y le fueron dando ese dominio y ese respeto de sí mismo que habrían de ser los rasgos esenciales de su carácter. Nunca nadie lo vio cansado, preocupado, abatido o fuera de sí.

En una ocasión, según refiere el licenciado García Téllez, estuvo hablando con unas muchachas media hora de pie sobre un hormiguero sin moverse, sufriendo la embestida de las feroces hormigas rojas; en los trópicos, los mosquitos le picaban sin que él hiciera nada por ahuyentarlos; nadaba en mares infestados de tiburones, y se dio el caso de que

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estando enfermo, con una fiebre de 40 grados, recibiera a la gente y se condujera normalmente.

Si por un lado el ejercicio del poder fortaleció su privilegida naturaleza, por otro enriqueció notablemente su conocimiento de los hombres y de los problemas nacionales.

En México, como en cualquier país del mundo, no existe una escuela de presidentes, pero aquí, donde el presidente de la República es un monarca que gobierna durante seis años autocráticamente, la ausencia de una preparación adecuada se hace sentir de un modo intolerable. El presidente se va haciendo a medida que ejerce su cargo. La posibilidad de tratar con los hombres sobresalientes y los técnicos del país, de adentrarse en una realidad demasiado compleja y tomar soluciones le va dando —incluso tratándose de una persona mediocre— una experiencia y un sentido de la política, de la economía o de la sociedad inaccesibles para otros mexicanos.

En la noche del 19 de diciembre de 1940, como en la noche del 30 de noviembre seis años antes, Cárdenas se sentó a su mesa y escribió una breve nota:

"A las doce horas puse en manos del general Ávila Camacho la banda presidencial.

"Terminó el periodo constitucional de mi gobierno y salgo satisfecho de haber concluido mi mandato. Me esforcé por servir a mi país y con mayor empeño al pueblo necesitado. Cancelé muchos privilegios y distribuí una buena parte de la riqueza que estaba en pocas manos.

"Me retiro con un sincero deseo de que registre el mayor éxito la administración que hoy preside ya el señor general Manuel Ávila Camacho con quien me siento solidarizado.

"Me hago el propósito de no leer en mucho tiempo periódicos que hablen de política. Considero tener la fuerza necesaria para no molestarme por ataques, pero es mejor dejar de leerlos.

"No cometeré el error de contestar ataques de personas o de grupos que hayan o no estado en oposición a mi gobierno. Si mi administración tuvo actos que beneficiaron al pueblo o al país, la nación lo decidirá cuando se hayan serenado las pasiones de hoy.

"Si hubo errores, me sentiré satisfecho de que se corrijan en beneficio de la patria.

"Me retiro a trabajar, alejado por completo de toda actividad política, estimando que así seré más útil a mi país."

Se hace el propósito de no leer periódicos en mucho tiempo ni permitir que le hablen de política, es decir, de personas y maniobras políticas. Prevé que no faltarán los ataques y considera tener la fuerza necesaria para no molestarse, si bien añade, cauteloso, que es mejor privarse de cualquier información. De cualquier modo, no cometerá el error de contestarlos, vengan de opositores o de críticos, de grupos organizados o de simples personas.

En relación a sus proyectos, a lo que piensa hacer en el futuro, sólo esta línea: "Me retiro a trabajar, alejado por completo de toda actividad política, estimando que así seré más útil a mi país." No dice en qué trabajará, en qué empleará el enorme espacio de tiempo que se le presenta, y lejos de proponerse algo positivo, lo llena con una negación: su ausencia definitiva de la escena, que razona diciendo al final de la nota:

"La fuerza política de que disfruté y las consideraciones que me guardó el pueblo se debieron principalmente a la investidura legal que tuve como encargado del Poder Público, consideraciones éstas que le corresponden hoy al nuevo presidente de la República, legítimo representante del pueblo y su único dirigente."

En este documento aparecen, delineadas precisamente, las consecuencias finales del conflicto y la ruptura con el general Calles. El presidente de la República, como legítimo representante del pueblo, es el único dirigente de la nación y no admite interferencias, ni presiones, ni maniobras de su antecesor que lo debiliten o que

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menoscaben su investidura o su obra de gobernante. La argumentación del general Cárdenas resulta inobjetable. Es la única manera de desterrar el caudillismo y de otorgarle al único poder operante su validez institucional y su estabilidad, pero al fortalecer al jefe del Ejecutivo, en un país donde los otros poderes le están subordinados y donde no existen verdaderos partidos políticos, se estaba creando un monstruo que habría de cancelar cualquier avance democrático y cuyo peso resentirá la nación muy duramente en los próximos años.

El retiro voluntario de Cárdenas supuso también el retiro Y la anulación del cardenismo, ya disperso o en gran parte asimilado por el nuevo gobierno. Cierto es que, a pesar suyo, el general Cárdenas representaba una fuerza potencial indiscutible, pero al renunciar a ella, se condenó a no ser otra cosa que un espectador del acaecer político.

Quedaba por saber en qué actividad podía emplear sus energías y sus conocimientos. Nada aclaran los Apuntes a este respecto. La primera nota, correspondiente al 2 de diciembre, no puede ser más anodina: "Hoy a las 20 horas saludé al presidente de la República, que me invitó con su familia a una fiesta de danzas que le dan en Bellas Artes los ejidatarios de Jalisco. Los acompañó mi esposa."

La segunda nota, fechada el día 7, habla de un paseo al Desierto de los Leones y de la visita del banquero Luis Montes de Oca que volvía de Europa y trataba de establecer un banco asociado con inversionistas extranjeros. El resto de las notas de diciembre, que comprenden hasta el día 19, refieren visitas de personajes y viajes a Cuernavaca y al puerto de Acapulco. El general se entretiene apuntando cuidadosamente las alturas sobre el nivel del mar y el número de kilómetros recorridos entre pueblos y ciudades.

Sin embargo, el año de 1941 se distinguió por la intensa actividad de Cárdenas. De su antiguo estado mayor permanecieron a su lado el mayor Sánchez Gómez y sus imprescindibles ayudantes Lino y Lupe. Disponía de un taquígrafo secretario, de un chofer y de un peluquero. Rubén Vargas era su ayudante civil de más confianza, el encargado del manejo de su casa. Al padre de Rubén lo habían matado los cristeros, Y cuando el general encontró al huérfano en Aguililla, lo mando con otros niños desvalidos a la escuela de Morelia. Más tarde le confió el cuidado de su mujer y de su pequeño hijo, casi siempre solos por sus largas ausencias.

Los hombres que permanecieron cerca del general constituyen un grupo que revela la sensibilidad y el tino con que supo elegirlos y formarlos. De los sobrevivientes —varios de sus auxiliares fallecieron antes que él—, el más notable fue, sin duda, Rubén Vargas. A su extraordinaria fuerza física unía una clarísima inteligencia, una humildad y una lealtad conmovedoras.

Cárdenas, tras dejar la presidencia, mantuvo casi la misma rutina. Se levantaba al amanecer, nadaba o montaba a caballo, desayunaba frugalmente, y auxiliado por un secretario despachaba su abultada correspondencia en el poco tiempo que le dejaban sus visitantes, comisiones de obreros o campesinos y toda clase de pedigüeños.

Paradójicamente, este hombre retraído, que nunca pudo vencer su timidez originada en un pudor innato, vivió acosado. Aunque Rubén Vargas, siendo Cárdenas candidato, acallara con papeles el timbre, campesinos y obreros solicitaban audiencia golpeando la puerta desde las cinco de la mañana, y era necesario recibirlos. El acoso determinó que todas sus casas tuvieran dos puertas y un espacio reservado con el fin de preservar la intimidad de la familia.

Sin embargo, su casa, el viejo palacio de los virreyes y la misma residencia oficial de Los Pinos le parecieron estrechos e insoportables. Su vida de aldeano y de soldado determinó en él una tendencia instintiva a buscar los espacios abiertos y el trato de las gentes que por su condición se mantienen olvidadas y solitarias. De sus seis años de presidente, cerca de dos se mantuvo lejos de la ciudad, y los fines de semana, en vez de

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permanecer disfrutando los extensos jardines de Los Pinos protegido de los intrusos por la guardia, se marchaba con su familia a su casa de Palmira, donde podaba árboles y hablaba con los campesinos en el ambiente tropical que él tanto amaba.

Así pues, Cárdenas se había preparado en más de un sentido para su nueva vida. Desde luego, no pensaba ni remotamente hacer una existencia citadina aliviada con periódicos viajes a su tierra. En Michoacán poseía la Eréndira, pequeña finca —situada a la orilla del lago de Pátzcuaro— cuya mayor parte cedió al CREFAL; [511 en Jiquilpan, su casa natal, y el rancho San Antonio California en las vecindades de Apatzingán, comprado desde 1928. Disponía por lo tanto de varios lugares fríos, templados y calientes en los que podía entregarse a sembrar árboles, cultivar la tierra, criar caballos y mejorar los ganados.

San Antonio California tenía al principio un total de 2 500 hectáreas de tierras cerriles o de temporal. Ya desde su época de presidente, Cárdenas había donado 1 400 hectáreas para que se formara el ejido California. El resto y otras tierras adquiridas por él más tarde, las regaló al vecino poblado de San Juan de los Plátanos, al patronato del Hospital Civil y a varios amigos, y también a sus ayudantes y servidores, con el objeto de recompensar sus servicios, arraigándolos a la tierra, y de establecer un núcleo de huertos al mismo tiempo. Él se quedó con 94 hectáreas de tierras salitrosas, las cuales fueron lavadas y drenadas en el curso de los años hasta constituir lo que hoy se llama el rancho Galeana.

Ya el solo trabajo de arrancar al desierto esta considerable extensión de tierra supuso un esfuerzo que al parecer había de mantenerlo ocupado, pues al mismo tiempo que prosperaba Galeana —la casa se reducía a un mero cobertizo— medraban los huertos, las colonias y los pequeños ranchos nacidos de San Antonio California.

En 1940, la región de Apatzingán tendría unas 200 mil cabezas de ganado criollo de mala calidad, que se vendían a un precio muy bajo. El general, interesado en mejorar el ganado, había llevado desde 1930 los primeros ejemplares de cebú brasileño, considerados como los mejores del mundo. Experimentando sin cesar, cruzando el cebú con el suizo incapaz de soportar el calor de los trópicos, obtuvo sementales que se revelaron los más adecuados al clima, los suelos y las plagas abundantísimas de la región. No fue tampoco tarea fácil convencer a los ganaderos de que debían reemplazar sus vacas y sus toros, resistentes y sufridos, por otros broncos, peligrosos y difíciles de cuidar. Económicamente el experimento resultó muy costoso, ya que pesó íntegramente sobre los escasos recursos de Cárdenas. A todos regalaba los toretes más aptos; hacía ver con el ejemplo y la persuasión las ventajas de incrementar el rendimiento de la carne y de la leche, y en los años sesentas, la ganadería de Apatzingán contó con medio millón de cabezas mejoradas en un 500 % sobre los antiguos ejemplares.

El cebú cruzado necesita pastos especiales. En este aspecto también Galeana sirvió de campo experimental. Cárdenas importó y sembró praderas con sorgos forrajeros y de grano, pastos de sabana, Merquerón, Pangola, Rodex, Estrella Africana, y jugosas gramas de las especies Bermuda, Pará, Guinea y Boogee.

El resultado de todo esto es que el viajero tiene hoy ocasión de contemplar hermosas praderas donde toros gigantescos —llegan a pesar 1 300 kilos—, vacas y becerros, blancos o bermejos, hundidos entre las altas hierbas pastan apaciblemente, mostrando sus abultados morrillos y sus cabezas orientales adornadas con grandes orejas transparentes y sonrosadas.

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La parábola del sembrador

La semilla que esparció Fajardo cayó muchas veces en las rocas o en las arenas y murió, pero la semilla caída en el espíritu de su antiguo alumno fructificó y dio ciento por uno. En verdad, el maestro no soñó nunca que sus palabras, como en el mito huichol de la diosa de la Tierra, Nacawé, levantara a su conjuro bosques, florestas y jardines maravillosos, multiplicándolos en inmensas regiones.

Cárdenas llevó árboles y plantas a Galeana desde 1933, convirtiéndola en el vivero y en el paraíso de Apatzingán. Los jugosos limones sicilianos de cáscara delgada, que Cusi plantó en Nueva Italia y durante años le produjeron una buena renta, fueron injertados y distribuidos de tal modo que en la actualidad hay 15 mil hectáreas de limoneros propiedad de 3 500 productores.

Con los limones vinieron las palmas de coco, los frondosos tamarindos, las numerosas familias de las anonáceas y de las zapotáceas, las guayabas y el zaramullo, también nombrado ítamo o cabeza de negro; las papayas; dos clases de toronja, la sangre y la blanca; ocho variedades de plátano —tabasco, enano, costillón o república, macho, manzano, guineo, costa rica y dominico o cientoenboca— y siete de mangos —bengalés, manila, irawin, ken, haeven, monglova y keit—, unos vinieron de diversos lugares de México y otros de tierras lejanas, y cada variedad se ensayó previamente, injertando patrones de árboles corrientes en ramas de ejemplares finos.

Promovía revoluciones verdes que daban mameyes al año, cuando antes rendían los primeros frutos en 8 a 14 años, y mangos amarillos de penetrante perfume, rojos y dorados, tan abultados como la cabeza de un niño pequeño. El general gozaba mucho podando los árboles, sembrándolos e injertándolos a la sombra de sus extensos viveros, observando cómo prosperaban y gustando las primicias con la solemnidad de los pueblos primitivos de México.

Su pasión por difundir árboles y plantas útiles no tenía fin. En Galeana aclimató el cacao, el árbol del pan traído de Tabasco cuyos frutos de tres o cuatro kilos se tuestan en los hornos, la pimienta picante, la odorífera canela y el clavo de violenta dulzura.

No veía árbol extraño y útil que no tratara de sembrarlo y de cuidarlo amorosamente, pero no sólo pensaba en su utilidad, en que fuera alimento y regalo del campesino, sino en su belleza.

Acostumbraba decir que los pintores emplean el color para componer sus cuadros y que los hombres debían valerse de las flores para alegrar y ennoblecer su existencia, y en este sentido, él fue un artista de campos y ciudades ya que dispuso de autoridad y podía trabajar en todas las alturas y por consiguiente en todos los climas.

Galeana es el ejemplo del jardín tropical. Los rojos del tabachín, del framboyán, de la nochebuena, establecen sus juegos cromáticos con las variadas bugambilias llamadas camelinas, las flores blancas de la limonaria y el cuéramo, los frutos orientales del lichi, importado de China, y los crotos encendidos, los verdes claros, oscuros o brillantes del cincohojas, del mango, del plátano, de los papiros y los cóbanos. En el trópico la arquitectura del árbol, esa masa que se adentra en el aire e impone la intensidad de su vida y el color de las flores, forman un todo. A la sombra de las ceibas y las parotas, circundado de un esplendor que era obra suya, el general celebraba sus audiencias y ninguno salía con las manos vacías. Siendo pobre disponía de tesoros creados por él mismo y le era posible regalar becerros blancos, potrillos de sangre árabe, arbolitos injertados, y esta prodigalidad civilizada, creaba una economía, enriquecía los huertos y los establos de los campesinos.

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En Jiquilpan el trabajo del general abarcó el pueblo entero. La antigua alameda dominada por el frondoso salate a cuya sombra jugó de niño, oyendo los consejos de Fajardo, en 1934 casi se había extinguido. El general desde que era presidente decidió reforestarla, y muchas veces los embajadores o los secretarios de Estado sembraron en su compañía eucaliptos y pinos. Los incendios, la sequía y la dureza del suelo destruyeron muchos árboles. Cárdenas nunca se dio por vencido. Removía a los muertos, plantaba nuevos, edificaba canales de riego, y en 25 años la alameda se convirtió en un bosque que trepa por las faldas del plantaba, convertidos después de tres siglos en el lugar de flores de los antiguos tarascos. Privado del tabachín y del framboyán tropicales, sembró jacarandas en calles y plazas, de modo tal que al llegar la primavera Jiquilpan, el pueblo más arbolado de México, se transforma en un sueño de Monet.

El general deja el arado por la espada

Toda esta lucha del civilizador provinciano se interrumpió bruscamente en los comienzos de 1942 con la entrada de los Estados Unidos en la segunda Guerra Mundial. La serie de imprevistas y fulgurantes victorias japonesas concretaban súbitamente las aprensiones y los temores acumulados desde la época de Porfirio Díaz. Ya en 1938 la venta del petróleo al Japón había resucitado las viejas historias de que los amarillos querían apoderarse de Bahía Magdalena o del istmo de Tehuantepec con su habitual mezcla de valor suicida y de perfidia, y después de Pearl Harbor se creía firmemente que la temida invasión de América se iniciaría por las extensas, desguarnecidas costas mexicanas.

Esta psicosis de guerra la agravó, sin proponérselo, el general Zertuche al afirmar que los japoneses habían ocultado armamento y combustible en ciertos parajes de la Baja California. Alarmado el general De Witt, comandante del IV Ejército norteamericano, sin antes pedir permiso ordenó que un destacamento de soldados se adentrara en los desiertos de la Baja California para destruir el pretendido material de guerra japonés.

Casi simultáneamente a estos acontecimientos, el presidente Ávila Camacho estableció la Región Militar del Pacífico y nombró como su comandante al general Cárdenas. En la península no existía ninguna comunicación entre el territorio Norte, con su capital Tijuana, y el territorio Sur —situado a más de 2 mil kilómetros, con su capital La Paz— a cargo del comandante militar y gobernador el general Francisco J. Mújica. Por otro, Cárdenas disponía de dos batallones, el quinto y el veinticuatro, y de dos aviones en el Ciprés, lo cual contrastaba con el inmenso material de guerra acumulado del otro lado de la frontera. En Tijuana, el general le ordenó al gobernador: "Informe usted a las autoridades norteamericanas de nuestra llegada, indicando que continuaremos nuestra marcha para Ensenada, en donde se va a establecer el cuartel general de la Región Militar del Pacífico."

Curiosamente, la primera tarea de Cárdenas fue la de expulsar a nuestros gratuitos e invisibles defensores. Organizó en el acto un convoy de varios camiones que debían transportar a soldados escogidos, al mando del mayor Dávila Caballero, quien llevaba instrucciones precisas de detener a los norteamericanos donde se les encontrara, convencerlos de que debían regresar a su país, y en última instancia, aprehenderlos acusándolos de filibusteros.

Más allá de punta Colnet se interrumpió la comunicación con Dávila Caballero y sólo quedaba esperar.

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Dos o tres días después, una mañana de espesa niebla se escuchó el ruido de un avión, oculto entre las nubes, que volaba sobre Ensenada. Se trataba sin duda de un avión japonés. Los comercios cerraron sus puertas, los fusileros de la marina ocuparon las azoteas y a poco rato el avión aterrizó peligrosamente en una de las calles. Como se supo después se trataba de un avión norteamericano que conducía al teniente coronel Walter, comandante del desaparecido destacamento en cuya búsqueda había salido Dávila Caballero.

Walter, vestido de civil, gritaba exasperado y pedía hablar con Cardinas. Se le sometió a un interrogatorio. Walter, sin dejar de gritar, confesó que el IV Ejército le había encomendado la misión de "descubrir y destruir en los litorales el combustible y las refacciones de aeronáutica que los japoneses han escondido en la región". No había descubierto nada, pero se proponía seguir hasta cabo San Lucas y no se movería de Santa Rosalía "en tanto que mi comandante no me lo ordene".

Alamillo Flores, jefe del estado mayor de Cárdenas, le dijo que había sido aprehendido en territorio mexicano, vestido de civil y armado, a bordo de un avión del ejército norteamericano, y de acuerdo con el Derecho Internacional podía ser fusilado como filibustero.

Ya calmado, Walter entregó sus documentos. La gente de Ensenada quería incendiar el avión y reclamaba la presencia del piloto, pero se tranquilizó a la muchedumbre alegando que éste llevaba informaciones de guerra muy valiosas al general Cárdenas y que por un error había aterrizado de emergencia en la ciudad.

Cárdenas no detuvo al prisionero. Recibió la visita de dos oficiales de enlace, que presentaron excusas, y él, en reciprocidad, envió a dos oficiales suyos al cuartel general del IV Ejército, situado en San Francisco.

El general De Witt mandó al subjefe de su estado mayor, el coronel Martin, quien explicó que la intención de enviar tropas a México era la de colaborar con los mexicanos, y ya que nuestro ejército tenía a su cargo la defensa del territorio, se ordenaba inmediatamente el regreso del destacamento de Walter, quedando así sentado que cualquier intromisión de un soldado de los Estados Unidos en suelo mexicano sería considerado como un acto de filibusterismo.

La Región Militar del Pacifico sólo tenía de presupuesto 200 mil pesos mensuales, y aunque el presidente Ávila Camacho deseaba aumentarlo, Cárdenas se opuso con el argumento de que su misión era la de servir y no la de gastar. No consideraba nuestra aquella guerra y trataba de que los escasos recursos se emplearan en ayudar a los campesinos y en construir obras indispensables a la nación. Con todo, mejoraron sustancialmente las comunicaciones telefónicas y telegráficas, se terminó la carretera a la frontera, logró trazarse una brecha hacia el sur desértico y los soldados dispusieron de transportes y de ametralladoras.

El problema del radar

El 24 de abril el general Cárdenas escribió la siguiente nota: "Ensenada. A las diez horas celebré entrevista en Agua Caliente, Tijuana, con el teniente general I. De Witt, comandante de la defensa occidental y del IV Ejército norteamericano. Durante esta entrevista, que él solicitó, me dio a conocer las instrucciones que dijo haber recibido de su gobierno en el sentido de que `según acuerdo de las autoridades mexicanas y de los Estados Unidos deberían entrar a territorio de Baja California tres equipos detectores de sonido aéreo con personal norteamericano para instalarlos y servirlos entre tanto se

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preparaba personal mexicano'. Le hice saber que las instrucciones que tiene el Cuartel General son en el sentido de que toda clase de instalaciones en el país deben hacerse y servirse por personal mexicano. Además le hice conocer que contamos con personal capacitado para estas y otras instalaciones. Terminó la entrevista habiéndole indicado trasmitiría a mi gobierno lo anterior."

No existía el personal capacitado para manejar los equipos de radar de que habló el general Cárdenas. Se pensó reunir entonces a cuarenta oficiales de aviación que hablaran inglés, para formar el llamado "Grupo Radar Uno" y enviarlo a ejercitarse a los Estados Unidos bajo la dirección del teniente coronel Buchanan, oficial educado en Inglaterra que conocía los principios de la electrónica. Buchanan le hizo ver al coronel Alamillo Flores que entre los aviadores militares o entre los comerciantes de radio no se encontraría la clase de gente que buscaban y sugirió recurrir a los alumnos más avanzados de la Escuela Superior de Ingenieros Mecánicos Electricistas. Así se logró integrar al grupo.

El oficial Stodartt los recibió en el fuerte Rosenkranz y les dijo en un español estudiado de prisa:

—Qué bueno que están ustedes aquí, con nosotros, para que aprendan muchas cosas que no saben, si es que logran aprenderlas.

Buchanan contestó en un impecable inglés:

—Efectivamente, poco o nada es lo que sabemos y por esa razón nuestro gobierno nos envía para aprender lo que ignoramos, aunque nos será más fácil asimilar los estudios si nos entendemos en inglés. Todos los mexicanos que estamos aquí lo hablamos.

—That is better —contestó Stodartt— but I don't know i f that is true. I am not sure that all of you speak English, as well as you.

Stodartt no tardó en convencerse de que todos hablaban inglés y que todos aprendieron rápidamente las técnicas del radar. Un mes después, los equipos, cedidos sin costo alguno por el gobierno de los Estados Unidos, pasaban la frontera a cargo de los mexicanos y se instalaron en punta Colnet, donde trabajaron hasta el fin de la guerra. [52]

El deseo de intervenir en México

Sin embargo, los Estados Unidos no renunciaban a su intención de intervenir directamente en México y propusieron que "con la representación de ambos mandos se constituya una comisión en Tijuana encargada de estudiar y recomendar las modalidades que a su juicio sean convenientes para articular la defensa conjunta de las costas occidentales de México y de los Estados Unidos".

Aceptada la propuesta, Cárdenas recomendó a la comisión mexicana, encabezada por el general Juan Felipe Rico, que siguiera las instrucciones siguientes:

1) Hacer ver que México estaba en una guerra que no era suya, pero que aceptaba como propia comprometiendo y exponiendo todo, inclusive el futuro de su propia existencia Por consiguiente, no había lugar a duda en su conducta. Era necesario convencer a los americanos de que, disponiendo México de medios apropiados, defenderíamos lo nuestro, defendiendo así su propio territorio.

2) Todo lo que esa comisión tratara quedaría sujeto a la aprobación del gobierno mexicano.

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3) Exponer nuestro punto de vista respecto a la forma como pensábamos defender la Baja California.

4) Concretamos, absolutamente, al estudio profesional del problema y por ningún motivo tocar asuntos de carácter político.

S) Escuchar atentamente a los oficiales norteamericanos y analizar con cuidado sus juicios, pero sin comprometer nuestra conducta.

"En esencia —escribe Alamillo Flores— el plan norteamericano quería obligar a nuestro país a que por su propio albedrío aceptara la intervención amistosa de los Estados Unidos en defensa de nuestras costas y de las suyas, advirtiendo que nosotros podríamos hacer lo mismo en territorio americano. El documento agregaba que estábamos en libertad de organizar tantas grandes unidades como las que ellos empleaban en la defensa de California y que el material nos sería proporcionado exactamente en igualdad de número y calidad al de ellos, de acuerdo con las exigencias de la guerra, en la inteligencia de que cada comandante dependería de sus respectivos gobiernos, sin subordinación política militar a los mandos de los países en donde actuara." [53]

Los mexicanos, a su vez, propusieron concretamente: a) que en el caso, muy remoto, pero no imposible, de que tropas americanas penetraran a México, todas quedarían bajo los mandos mexicanos; b) que todo material de guerra aislado o con sus tropas que pasara nuestra frontera, por ese solo hecho sería considerado como mexicano; c) que México se reservaba el derecho de hacerse pagar por el gobierno de los Estados Unidos los gastos que esa guerra ocasionara, y por último, d) que los norteamericanos nos dijeran con franqueza cuáles eran sus temores en Baja California y cómo pensaban podría ser defendida para que el ejército mexicano se encargara de cumplir esa misión.

Existía una divergencia de puntos de vista y no se llegó a ninguna conclusión. Al final se recibió un mensaje del general Cárdenas, en el que ratificaba las propuestas mexicanas, y los americanos se retiraron proponiendo textualmente "que una visita del general Cárdenas a los Estados Unidos solucionaría definitivamente estas pequeñeces y reforzaría la enorme fuerza moral de nuestros aliados al saber cómo recibíamos a una de las más grandes y discutidas figuras militares y políticas en el mundo entero".

Cárdenas al principio rechazó la invitación, diciéndole indignado a su jefe de estado mayor, cuando éste regresó de Tijuana:

—No, coronel, yo nada tengo que hacer en los Estados Unidos; lo que tengamos que arreglar lo arreglaremos aquí, en México. No olvide usted que la influencia dura hasta que se pone a prueba. ¿A qué voy a los Estados Unidos? ¿A qué? ¿A qué voy? ¿A que me exhiban como a los toros bravos con una argolla en la nariz? No señor, yo no iré.

Al día siguiente, Alamillo Flores llegó a la comandancia.

Estaban con el general Cárdenas, Abelardo Rodríguez, Mújica, los generales Juan Felipe Rico y Agustín Olachea y el comodoro Roberto Gómez Maqueo. Cuando entró Alamillo, Cárdenas le dijo:

—Repita usted, ante estos señores, los informes que me trajo de Tijuana y dígales por qué piensan los miembros de la comisión mexicana que yo debo ir a los Estados Unidos.

—Mi general, como dije a usted, nuestros trabajos culminaron en un callejón sin salida; los americanos insistiendo en que se les permitiera pasar a México, nosotros rechazando su petición, asegurándoles que somos capaces de defendemos. Ninguna de las partes cedió, y para resolver tan delicada situación proponen ellos una reunión de comandantes, comprometiéndose a tomar la iniciativa previa aprobación de usted. Esto

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me hace pensar, señor, que quieren negociar, lo cual es ventajoso para nosotros porque no dudo ni un instante que la sola presencia de usted en San Francisco será suficiente para que este asunto se resuelva favorablemente. Otra solución "consistiría en que fuera usted quien los invitara".

El general Abelardo Rodríguez quiso intervenir y Cárdenas se lo impidió. Mújica dio unos pasos, se acercó al coronel Alamillo Flores y dijo:

—He venido a colocarme de este lado, al lado del coronel Alamillo, para decir a usted, mi general, que estoy completamente de acuerdo con las ideas del coronel y con su proposición, y que debe usted ir a los Estados Unidos. Las circunstancias así lo exigen, y como he sabido que el señor Presidente aprobaría esta invitación, debe usted aceptarla; sería más conveniente, en estos momentos, que usted fuera quien invitara a los generales americanos, pero si ellos lo llaman, vaya usted... La historia será escrita por nuestros hijos, pero nosotros debemos cumplir con nuestro destino.

Cárdenas dejó de pasear y miró fijamente a Mújica.

—Si usted me permite opinar, mi general —dijo Rico—, quisiera informarle, porque así me lo ha comunicado el oficial de enlace, que los preparativos que se hacen del otro lado son como para recibir a un héroe más que a un comandante. Mi respetuosa opinión es que debe usted aceptar la invitación.

Se hizo un silencio. Cárdenas se comunicó con Ávila Camacho y le pidió su autorización para que, adelantándose a la decisión norteamericana, se invitara al general De Witt a venir a México, y sólo en el caso de que éste aceptara, Cárdenas correspondería la visita.

De Witt aceptó y en Ensenada hizo una formal invitación a Cárdenas para que pasara a los Estados Unidos con sus consejeros y ahí resolvieran de común acuerdo los problemas pendientes de la defensa conjunta.

Una semana más tarde, los cañones del fuerte Rosenkranz saludaban la entrada del general Cárdenas. Recorrieron las instalaciones, comieron y luego entraron a un amplio salón adornado con banderas de los dos países.

Se anunció solemnemente la presencia del jefe de estado mayor de Cárdenas, y éste le ordenó:

—Diga usted lo procedente.

—El señor general de división Lázaro Cárdenas, comandante de la Región Militar del Pacífico, con plenos poderes concedidos por el señor presidente de los Estados Unidos Mexicanos, y aceptando la invitación hecha en nombre del gobierno de los Estados Unidos de América por el señor general De Witt, comandante del W Ejército y del comando de la defensa occidental de su país,' viene a territorio de esta nación para determinar puntos esenciales relacionados con la defensa conjunta de las costas occidentales de Baja California y de los Estados Unidos de América.

Al terminarse la traducción, De Witt se levantó:

—Señor general Cárdenas, yo no he venido aquí a discutir ni a solucionar asuntos pendientes. Estoy aquí con poderes especiales de mi gobierno y órdenes directas del señor presidente de los Estados Unidos para escuchar y atender las estimables indicaciones de usted.

Los mexicanos no podían creer lo que escuchaban y Cárdenas pidió se le repitiera la traducción. De Witt se levantó nuevamente y le dijo:

—Efectivamente, mi declaración fue incompleta. Deseo manifestar a usted que yo recibí órdenes directas del señor presidente de los Estados Unidos para resolver estos problemas a completa satisfacción de usted.

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—Muchas gracias, señor general —respondió Cárdenas—. Le ruego que exprese al señor presidente de los Estados Unidos y al pueblo de su país la profunda satisfacción con que hemos escuchado sus declaraciones, manifestándoles, a la vez, el agradecimiento del pueblo de México y del señor presidente de mi país. Estamos dispuestos a luchar por la libertad y no a dictar imposiciones. Lo que nuestros técnicos determinen es lo que se hará.

Se dieron las manos y una banda tocó los himnos de las dos naciones.

La larga batalla había concluido. Al recibirse las peticiones de los Estados Unidos —casi presentadas en forma de ultimátum— por un momento se pensó que las tropas norteamericanas, situadas en San Diego, avanzarían sobre México para hacerse cargo de la defensa de nuestro territorio, lo que hubiera provocado la guerra, pues las tropas mexicanas estaban dispuestas a impedirlo.

Roosevelt afrontó de nuevo la resistencia de Cárdenas a no ceder, y ante el dilema de respetar la soberanía del pequeño y desarmado México o desatar una contienda que arruinaría su política de la buena vecindad, decidió plegarse a las exigencias del general Cárdenas.

El país se encargaría de su propia defensa sin intromisiones ajenas. A partir de la reunión del fuerte Rosenkranz, se redujo la magnitud de la RMP, que debía comprender la península de Baja California y los estados de Sonora y Sinaloa hasta el río Santiago; se trasladó el cuartel general a Mazatlán, y se unificaron en un solo mando los dos territorios de la península, dejando, como un mando autónomo naval, Isla Margarita y Bahía Magdalena.

Las previsiones del general Cárdenas fueron exactas. Ni los japoneses atacaron nuestras costas ni se aceptó la intromisión de los Estados Unidos ni México derrochó su poco dinero en un armamento costoso e innecesario. Nos limitamos a librar una batalla moral y esa batalla se ganó una vez más debido a la sagacidad y a la prudencia del comandante de la Región Militar del Pacifico. Sin embargo, una nota de su diario, escrita el 16 de mayo de 1942, nos describe las tensiones casi insoportables a que estuvo sometido: "Ensenada. Nunca, ni en la misma presidencia de la República, llegó mi preocupación y mi inquietud a ser tan honda como hoy que veo las graves amenazas que rodean al país; acuerdo de la Comisión MéxicoNorteamérica reunida en Washington, pidiendo la penetración de grupos del ejército norteamericano."

Contra los mismos cálculos de los Estados Unidos, la guerra para México no se libró en el Pacífico sino en el Atlántico, cuando fueron torpedeados por submarinos alemanes los barcostanques Potrero del Llano y Faja de Oro.

Al conocer el hundimiento del Potrero, Cárdenas le escribió una carta a Ávila Camacho: "La protesta ha sido enérgica y muchos sectores están pidiendo la declaración de guerra. Considero no debe precipitarse para una declaración así. Hay que conocer primero si se tienen o no los fundamentos legales y morales para declarar la guerra. Debemos tomar en cuenta la misión que desempeñaba el barco al ocurrir el hundimiento en aguas fuera de nuestra jurisdicción. Cuando se quiere a toda costa ir a la guerra por otros intereses no faltarán motivos, pero se carecerá siempre de causas morales que lo justifiquen. Estoy seguro que usted, señor Presidente, obrará con serenidad y patriotismo en el presente caso."

Llamado a Los Pinos, el Presidente le dijo que el gobierno se veía obligado a declarar la guerra a los países del Eje con motivo de la agresión sufrida. "Le manifesté —escribe Cárdenas en su diario— cumplía a mi deber, cuando mucha gente, principalmente los de la propia administración oficial, opinaban favorablemente a la declaración de guerra, hablarle también de mi parte, sobre los inconvenientes que representaba tal declaración; pero que en una u otra situación estaría a las órdenes del gobierno."

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El secretario de la Defensa

El 11 de septiembre Cárdenas rindió la protesta de ley como secretario de la Defensa Nacional, y el día 15, por iniciativa del Comité de Unificación Nacional, se reunían con Ávila Camacho en una tribuna ante el Palacio Nacional, que lucía colgaduras de terciopelo, los ex presidentes de México, con la sola excepción de Álvaro Obregón, es decir, los protagonistas de una historia iniciada en 1920 con la muerte de Carranza y el ascenso a la presidencia provisional de Adolfo de la Huerta. De la Huerta, después del fallido cuartelazo de 1923 enderezado contra la elección de Calles, había regresado de su exilio en los Estados Unidos, donde se sostuvo dando clases de canto, y ahí estaba, envejecido, como testimonio viviente de la antigua violencia que separó a los integrantes del sonorismo. Desde luego, las miradas se concentraban en el rostro impasible del general Calles, el antiguo jefe Máximo de la Revolución Mexicana, y en Cárdenas, su joven compañero de armas que lo había derrotado en 1935. Allí figuraban los llamados "peleles" del maximato, el astuto Portes Gil, el débil Ortiz Rubio, principal víctima del callismo, y el hábil negociante Abelardo Rodríguez. Exilados a la fuerza o voluntariamente, ricos o pobres, olvidados o recordados, los había separado el poder y ahora la guerra los juntaba y los ofrecía en aquel lujoso escenario a la expectación pública, simbolizando la superación de las antiguas disputas y el inicio de la unidad nacional. Sin duda, casi todos se odiaban entre sí, pero debían mostrarse serenos y amistosos. De lo que pensaron al verse reunidos nada sabemos a excepción de Cárdenas que escribió el mismo día: "Al encontrarnos los ex presidentes reunidos en el despacho del señor Presidente nos saludamos con cordialidad y conversamos como si no hubiéramos sido unos y otros entre sí factores de acontecimientos políticos que llegaron a distanciamos.

"Indudablemente que sí ha servido esta reunión para hacer patente, ante la nación, que el gobierno de la República cuenta con seis voluntades más, seis soldados unidos al conjunto nacional que ofrecen integralmente sus servicios a la patria.

"En 1935 el gobierno a mi cargo tuvo que disponer la salida del país del general Calles, en vista de la agitación política que provocó su actitud de oposición, asumida a raíz de las declaraciones que hizo en junio de ese mismo año, por conducto del licenciado Ezequiel Padilla, en contra de las huelgas y de la política obrerista del gobierno.

"Desde entonces el general Calles permaneció en el extranjero hasta 1941 que regresó al país."

Cárdenas ignoraba entonces que el llamado a la unidad nacional —reiterado a lo largo de los años— sería un elemento más para anular la lucha de clases utilizada por él como un arma revolucionaria. Se iniciaba una época de componendas y transacciones.

El 27 de agosto de 1945, terminada la guerra, Ávila Camacho debió aceptar la solicitud de retiro que Cárdenas le había presentado desde 1944 ante la proximidad de las elecciones. Éste comentó en su diario: "Algunos elementos tratarán de molestar en mi persona al señor Presidente, y siguiendo la línea de conducta que me he trazado, de velar por la respetabilidad del primer magistrado de la nación, debo dejar la Secretaría que es a mi cargo."

En la breve recapitulación de su trabajo de esos años, cuenta de preferencia su misión de comandante de la Región Militar del Pacífico.

La tenacidad y la energía de Cárdenas por mantener alejados del territorio a los soldados y técnicos del ejército norteamericano había triunfado. Todos los campos aéreos

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que entonces se construyeron, las estaciones de radar y otros servicios estuvieron siempre a cargo de mexicanos, y si bien muy contados técnicos estadounidenses se ocuparon de equipos muy especializados, siempre estuvieron bajo el mando directo de nuestros oficiales.

La guerra representó un sacrificio. Se gastaron algunas sumas en adquirir pertrechos militares, construir alojamientos y diversas instalaciones. El Escuadrón aéreo 201 tomó parte en las batallas del Pacífico, así como muchos miles de mexicanos residentes en los Estados Unidos fueron de gran ayuda en los campos de trabajo y en los ejércitos norteamericanos.

"Con este sacrificio —comenta Cárdenas— México ganó respetabilidad y dio ejemplo de patriotismo y dignidad, sin autorizar intromisiones como otros países latinoamericanos que permitieron la ocupación de los Estados Unidos."

La segunda Guerra Mundial terminó de darle al ejército mexicano el carácter profesional que había iniciado en su tiempo el general Amaro. Cárdenas lo reorganizó con vistas a la defensa, creó el servicio militar obligatorio, nombró siempre en los puestos de mando a nuevos y capaces oficiales, alejados de la política, cuidó la educación y la salud de sus miembros, y asistía a las prácticas e inspeccionaba los cuarteles con su habitual sentido de la responsabilidad.

EL CIVILIZADOR SIN DUDA, a Cárdenas se le presentó un dilema apremiante al dejar la Secretaria

de la Defensa. O bien su resolución de no intervenir nunca en asuntos públicos lo condenaba a la impotencia, o bien, sin renunciar a ninguna de sus convicciones políticas, buscaba el apoyo de los gobiernos para emprender una tarea civilizadora de grandes alcances. Cárdenas se inclinó resueltamente por la segunda opción, y el 21 de abril de 1947 sometió al presidente Miguel Alemán un programa sobre la cuenca del Tepalcatepec que, aprovechando el agua del río y de sus afluentes, debía financiarse en 10 años con el incremento de la producción. Alemán, partidario de las grandes obras de ese tipo, aceptó el proyecto y lo nombró vocal ejecutivo de la Comisión del Tepalcatepec.

La decisión de Cárdenas —como todas las suyas— debía tener importantes consecuencias para su propia vida y para la de México. Él va configurando su destino anticipado, meditadamente, desde mucho antes de ocupar la presidencia, y siempre, a pesar del exceso de trabajo y de preocupaciones, no deja de pensar en su tierra ni en visitarla cuantas veces le es posible.

"Jiquilpan —escribe el 19 de enero de 1947— sigue representando para mí el mayor atractivo. Vengo aquí con verdadero agrado y me siento en familia con todos los del pueblo, que son muy afectuosos y que me han dado numerosas pruebas de su leal amistad. Amalia y Cuauhtémoc tienen también preferencia por Jiquilpan."

Y no sólo es Jiquilpan. Le atrae igualmente Pátzcuaro a la orilla del lago, el arbolado Uruapan —futura residencia de la Comisión o el caluroso valle de Apatzingán.

Michoacán es una tierra muy vieja y muy nueva. A los valles de las altas mesetas, circundados de bosques y de lagos, suceden las sierras de basaltos y la tierra caliente con sus desolados litorales. Ahí florecieron la cultura tarasca y las preciosas ciudades del Virreinato, masa pesar de tanta belleza —la de sus gentes, la del paisaje— Michoacán da todavía la impresión de que todo ese esplendor está intocado. La buena tierra se cultiva

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pobremente, los ríos se pierden en el mar sin ningún provecho y hay demasiadas gentes y aguas en unos lugares y demasiada sequía y soledad en otros.

Michoacán lo que necesitaba era un hombre excepcional, capaz de domar los ríos, construir caminos y pueblos, multiplicar los ganados y los cultivos, preservar los bosques y despertar a la gente hundida en la miseria y en el olvido. En pleno siglo XX, Cárdenas volvía hacia atrás —a los tiempos del "Tata Vasco" que trató de implantar la utopía de Tomás Moro en América—, lo que significaba asimismo un volver al pueblo del que había salido y emprender desde abajo un nuevo género de existencia.

Posiblemente debido al carácter trashumante del soldado, Cárdenas se acostumbró a no estarse tranquilo en su casa. Una buena parte de su extenso diario la ocupa la interminable, tediosa, escueta lista de su incesante peregrinar. Vivía literalmente a bordo de su automóvil y consumió varias generaciones de choferes. El último me refirió que el general llevaba un registro de los miles de kilómetros recorridos mensualmente, que cuando viajaba en compañía de sus amigos o de sus colaboradores lo hacía en la parte trasera, que durante las noches examinaba sus papeles o tomaba notas alumbrándose con una lamparita fijada al tablero y que cuando iba solo dormía a campo raso o acurrucado en el interior de su casa rodante.

No le importaban los malos caminos. Comía con frecuencia una lata de sardinas, comprada en un tenducho de pueblo, o los frijoles y las tortillas que le ofrecían sus amigos los campesinos.

Parecía que un duende interior lo empujaba a caminar sin descanso. Se había familiarizado con la gente. Y con los árboles, que él veía como a seres vivos dignos de los mayores cuidados: vigilaba el desarrollo de los pequeños situados al borde de la carretera, se preocupaba por los bosques propiedad de los indios, y en los años cuarentas se empeñó en sembrar de olivos una porción de Michoacán, tomando como ejemplo los que había plantado Vasco de Quiroga en el siglo XVI.

Cuando descubría un incendio ordenaba parar el auto y él mismo lo apagaba con su chofer y sus ayudantes o hacía traer a los soldados del campamento más próximo. Un viejo que contemplaba estas escenas se mostró incrédulo y le dijo:

—Todo es inútil, señor.

—¿Cómo que es inútil? —preguntó el general.

—Llegan los cuervos, se llevan una brasa en el pico, avivan el fuego agitando sus alas y producen nuevos incendios. —¿Y por qué lo hacen?

—Porque con las llamas salen los animales y ellos tienen harta comida. Esto es en verdad lo que pasa.

—Me has dado una lección. Ahora debemos apagar hasta la última brasa.

Asimismo, no había ríos, lagunas, arroyos, veneros de aguas termales o yacimientos de mineral que no lo atrajeran de manera poderosa. Él era ante todo y sobre todo un civilizador. La paradoja terrible de una población miserable y enferma que agonizaba rodeada de grandes riquezas naturales constituía para él un tormento que sus viajes, al parecer sin sentido, a diario renovaban.

La muerte del general Rafael Sánchez Tapia, ocurrida el 2 de abril de 1947, dio lugar a uno de sus rarísimos desahogos. Sánchez Tapia, que había participado como secretario de Economía en la cancelación de las concesiones a la empresa extranjera dueña de los depósitos de fierro de Las Truchas, decretada el año de 1937 por el general Cárdenas, y en los proyectos para fundar una empresa siderúrgica —proyectos que interrumpió la guerra— ya bajo el gobierno de Ávila Camacho, conociendo el valor de los minerales solicitó y obtuvo su concesión y se apresuró a venderla en un millón de pesos a la antigua empresa ex propietaria de los ricos yacimientos.

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Cárdenas, al conocer la maniobra, formó un expediente y solicitó la intervención de Ávila Camacho a fin de revocar el ilegal traspaso. En marzo de 1946 visitó Las Truchas y ordenó grabar en una de las mojoneras que acotaban el terreno: "Yacimientos entregados por los vendepatrias."

Escribió en su diario: "Lo anterior no debe ocultarse a la nación. El propio gobierno debe darlo a conocer para exhibir estas lacras sociales que lo mismo brotan de las filas revolucionarias que de las filas conservadoras. Su publicación servirá para mantener alerta a la nación en defensa de las riquezas naturales del país que deben utilizarse en su propio progreso y no permitir que se concesionen a compañías extranjeras que las mantienen como reservas de intereses imperialistas. Gobierno o individuo que entrega los recursos naturales a empresas extranjeras traiciona a la patria."

A partir de entonces Cárdenas empleó toda su influencia en recobrar Las Truchas, lo que al fin logró después de una larga batalla. Desgraciadamente su muerte le impidió asistir al nacimiento de la principal siderúrgica del país, que hoy lleva su nombre y ha dado lugar a una industria y a una ciudad.

Un año después, Lombardo Toledano, en Uruapan, le ofreció la dirección del recién fundado Partido Popular, y Cárdenas rechazó la propuesta del mismo modo que antes no aceptó la dirección de la FAO.

Al rechazar la propuesta de Lombardo, en vez de abrir el camino a la democracia lo cerró sin proponérselo. Cárdenas en aquel momento era el principal personaje político de México y el solo hombre capaz de construir un poderoso partido independiente con el respaldo de las clases trabajadoras y de los intelectuales progresistas, pero en él pesaba mucho su decisión de no intervenir en la política activa y su respeto ilimitado a la figura del presidente.

Seguía creyendo que el Estado era, por su propia naturaleza, el regulador y el orientador de la vida social, política y económica del país, y no entendió que esta fuerza excesiva se iba vaciando de su contenido revolucionario y perseguía la finalidad de fortalecer a la burguesía en detrimento de los obreros y de los campesinos.

Cárdenas, además, tenía la certidumbre de que él había cumplido su deber dentro del tiempo legal que le correspondía y que cualquier participación suya en la lucha política constituía una intromisión que habría de resucitar las viejas disputas.

Ya a partir de Ávila Camacho se encerró en un silencio que le ganaría el sobrenombre de "la Esfinge de Jiquilpan". Los periodistas lo acechaban y lo perseguían inútilmente. Nunca habló, nunca se comprometió con una declaración imprudente, y nunca, según su propósito, respondió a sus detractores.

Antonio Díaz Soto y Gama, en un mitin celebrado en favor del candidato Ezequiel Padilla, dijo que la infiltración comunista la protegían el general Cárdenas y Lombardo. Cárdenas, el 17 de junio de 1946, escribió en su diario: "Nunca he negado mis personales simpatías a un sistema social como es el comunismo, que suprime las oligarquías, los privilegios las inmoralidades y que emancipa a la colectividad de toda lucha de clases.

"El hecho que cita Soto y Gama carece de realidad. La "infiltración comunista, como toda idea de liberación, la estimulan las oligarquías y las injusticias de las clases privilegiadas que abusan y lucran con la ignorancia y la miseria del pueblo.

"Durante la administración que presidí, todos los ciudadanos del país tuvieron libertad para actuar y manifestar sus propias tendencias y así lo aseguran las publicaciones de la prensa amiga y enemiga.

"Las actividades comunistas en México existen de muchos años atrás. El mismo Soto y Gama tomó parte en las manifestaciones de 1920 cuando se izaba, por algunas

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horas, en el Palacio Nacional, la bandera rojinegra. Que ahora se arrepienta de su radicalismo de entonces para cantar alabanzas al `orden cristiano' es corriente en individuos que equivocan la verdadera naturaleza de sus propias tendencias."

El cargo de comunista, aparecido con frecuencia, mereció comentarios privados que sólo se conocieron después de muerto, al publicarse sus Apuntes. Tampoco expresó lo que pensaba realmente de sus sucesores. El 30 de noviembre de 1946 escribió este comentario acerca de Ávila Camacho: "El general Ávila Camacho termina hoy su periodo constitucional y sale dejando un saldo de afecto y cariño en la mayoría del pueblo mexicano.

"Su labor fue intensa en lo internacional y más en el propio país. Se significó por su empeño en la educación pública y por las obras materiales de interés social que realizó su gobierno en diferentes entidades de la República.

"Afortunadamente, el gobierno del señor general Ávila Camacho procedió con un criterio legal, ajustándose a los principios morales y sociales de la Constitución Política que rige la vida del país."

Ya el 10 de septiembre había escrito: "La responsabilidad histórica del presidente Ávila Camacho por lo que se refiere a la nacionalización de la industria petrolera está salvada."

Para él, de acuerdo con estos breves juicios, la obra de Ávila Camacho resultó positiva y no lo defraudó, sobre todo en su intento fundamental de asegurar para el país la riqueza petrolera. El gobierno de Ávila Camacho fue anormal porque transcurrió paralelo a la segunda Guerra Mundial. En este sentido resistió las presiones de los Estados Unidos y no les permitió que su ejército ocupara el territorio nacional, sino, antes bien, los obligó a respetar la soberanía de una nación casi desarmada, y le dio a Cárdenas la responsabilidad de nuestra defensa. Ávila Camacho mantuvo una parte de la reforma agraria y prosiguió la tarea de crear una infraestructura. Cárdenas, que al principio de la guerra aceptó la idea de la unidad nacional, el último día de 1945 advirtió sus riesgos escribiendo: "La unidad nacional la logró el presidente Ávila Camacho en defensa de la patria al entrar México a la guerra contra los países del Eje. Pero unidad nacional permanente, que permita vivir en franca armonía a todos los sectores, resulta imposible en toda democracia de tipo capitalista. Puede haber unidad por sectores en defensa de sus propios intereses, pero no unidad nacional. Esto sólo será posible cuando llegue a establecerse un sistema político económico de carácter socialista."

La unidad nacional atenuó y casi nulificó la lucha de clases que Cárdenas había fomentado y este viraje lo aprovechó la burguesía a fin de recobrar sus antiguas posiciones. Ávila Cenacho no era un revolucionario y por lo tanto no comprendió la necesidad de otorgarle una prioridad absoluta a los trabajadores cuando más necesitaban el apoyo del gobierno. Al alentarse resueltamente la iniciada industrialización, sin su contrapartida, la protección decisiva del trabajo, disminuyó el número de huelgas y se inició el manejo de los obreros con fines políticos bastardos. La reforma agraria disminuyó su ritmo y se protegió a los agricultores privados, lo que motivó un principio de organización capitalista en el Campo, contrario a los intereses ejidales. La unidad fortaleció él predominio del Ejecutivo y autorizó que un ambicioso político perteneciente a la pequeña burguesía, Miguel Alemán, ocupara la presidencia.

Se había encontrado el gran pretexto de la guerra para justificar la paz entre los mexicanos, y esta paz, al institucionalizarse la Revolución, favoreció a los explotadores en detrimento de los explotados, siempre guardándose las formas. Había nacido lo que se llamaría adecuadamente el neoporfirismo.

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La cuenca del Tepalcatepec

La cuenca del río es por sí misma un país fascinante. Grandes planicies secas forman un extenso cañón entre la cadena montañosa del Altiplano Central y la Sierra Madre del Sur. En la cadena formada por el Tancítaro y otras depresiones gigantes cruza uno de los ejes volcánicos del país. En 1759, a corta distancia y precedido por un violento estallido, nació el Jorullo, que Humboldt tuvo oportunidad de dibujar causando el asombro de los naturalistas de la Ilustración. Donde antes se extendieron espesos bosques de coníferas surgió un paisaje lunar sembrado de pequeños conos, entre los cuales se deslizaban las corrientes de las aguas bajadas de la serranía.

Casi 200 años más tarde, en la milpa de un campesino apareció una alta y delgada columna de humo que a los pocos días dio origen al Paricutín, el benjamín de la prolífica familia de los volcanes michoacanos. En una semana, el recién nacido medía 150 metros, y se hacía y deshacía diariamente, arrojando lava, cenizas y pedruscos ardientes. De muy lejos acudía la gente a presenciar el fenómeno. Durante la noche el agresivo volcán semejaba un gigantesco fuego de artificio. Chorros azules y amarillos, circundados de chispas, ascendían en la columna de humo y cenizas, y las piedras, al rojo blanco, incendiaban los bosques lejanos, mientras el mar de lava entraba por la puerta de la iglesia como una legión de oscuros demonios e iba sepultando las cabañas de San Juan Parangaricutiro. Los pinos ardían como antorchas y en la lejana ciudad de México se abría crujiendo el asfalto de las calles, las cornisas de los rascacielos caían aplastando a los automóviles, y la gente, en plena calle, de noche, en piyamas, confesaba arrodillada sus pecados.

A un lado de las planicies resecas, alimentado por los ríos que descienden de la montaña corría el Tepalcatepec, que más adelante se une con el Balsas.

Sobre la falda de los volcanes extintos se yerguen otros pequeños volcanes que la luz de los trópicos matiza convirtiendo el paisaje en un reino mágico de Cibola. Bosques olorosos de tamarindos, cascadas y manantiales alternan con las sedientas llanuras, componiendo ese contrapunto de sequía y feracidad, de miseria y opulencia, tan peculiar de México, que responde muchas veces a sus nombres misteriosos: Jorullo, Tancítaro, Paricutín, Pizándaro, Apatzingán, Parácuaro, Ziracuán, Uruapan, Pátzcuaro.

La tierra

Tal vez entre los tarascos habitantes de la Cuenca prevalecía alguna forma del modo asiático de producción. Un sistema centralizado del poder sacerdotal y guerrero determinaba que se disfrutara de la tierra no por tenerla en propiedad sino por ser miembro de la comunidad. De hecho, sobre las tierras adjudicadas al clero y a la nobleza predominaba la propiedad la propiedad comunal. La Colonia alteró este esquema. "Los propietarios cada vez más eran comerciantes, funcionarios y eclesiásticos que vivían fuera de la región y que alquilaban sus propiedades a otros. La penetración de las haciendas de españoles en las tierras comunales de los indígenas no sólo afectó el régimen de tenencia de la tierra, sino que condujo también a un cambio mental en su utilización. Algunas haciendas de la zona de manantiales continuaron el sistema prehispánico de cultivar plantas tropicales y subtropicales para exportarlas fuera de la Cuenca, y los cultivos nativos tales como el algodón y el cacao fueron suplantados por la

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caña de azúcar, el índigo, plátano y el arroz; pero casi en toda el área la agricultura indígena fue sustituida por una intensa cría de ganado." [54].

La Independencia no mejoró la suerte de los indios. En 1930, cinco hacendados poseían el 56 % de las 350 mil hectáreas de la Cuenca y prácticamente la propiedad comunal había desaparecido. Otros cinco poseían 30 mil hectáreas, y 42 cerca de 90 mil.

"El estado de Michoacán había emitido en 1902 —escribe Elinore M. Barrett— una ley estipulando que las tierras de comunidades indígenas no podrían venderse ni hipotecarse, y que cada pueblo debería nombrar dos apoderados a quienes se confiarían los títulos. Sin embargo, si el gobernador no aprobaba la elección hecha por el pueblo, tenía derecho de nombrar a quien mejor le pareciera. Por esta razón la mayoría de los nombramientos fueron hechos por el gobernador, y los títulos de los pueblos acabaron en manos de políticos cuyo interés era, no el conservar las tierras para el pueblo, sino de beneficiarse en forma personal, generalmente rentándolas a los hacendados. De esta manera las comunidades indígenas perdieron sus tierras. Ya para la época de la reforma agraria no quedaban tierras comunales de ninguna clase en la cuenca del Tepalcatepec."

Lo que se hizo y lo que no pudo hacerse

Al separarse el general Cárdenas de la Comisión del Tepalcatepec, la región que él conociera de adolescente era otra totalmente nueva. Si en 1947 se regaban 10 mil hectáreas, las presas, los pozos y los canales construidos durante su administración regaban 85 mil, a un costo de 3 mil pesos mientras el promedio nacional por hectárea era de 6 250 pesos.

Cárdenas, como en su época de presidente, hacía las cosas bien hechas y vigilando el empleo del último centavo. Le hubiera sido fácil comprar un avión o un helicóptero y prefirió pasarse jornadas enteras viajando a pie o en coches destartalados; sus oficinas siempre fueron modestas y sus empleados los necesarios.

Confiaba siempre en los profesionistas jóvenes, a quienes infundía su amor al trabajo, y detestaba a los burócratas de escritorio que hoy constituyen una de las más pesadas cargas de la nación. Él revisaba los planes de las obras y vigilaba su desarrollo paso a paso; no le importaba andar una jornada para resolver un problema por pequeño que fuere y sólo así logró hacer tanto, en tan breve tiempo y con tan poco dinero.

Siguiendo el ejemplo de Cusi, se ocupó intensamente de los limones sicilianos. Treinta años después, los veinte mil árboles de 1920 se habían triplicado y constituían el principal cultivo de la región. En 1950, la prolongación de los canales y la llegada del ferrocarril produjo un pequeño boom: el de los melones. Como en los tiempos legendarios del Yaqui, el desierto, ahora regado con el dinero del pueblo, atrajo a numerosos norteamericanos, que lo explotaron empleando carros refrigeradores, comprándolo a los propietarios o alquilando tierras ejidales.

Luego, los altos precios promovieron el auge del algodón 900 mil hectáreas en 1960—, la ganadería, el arroz y el ajonjolí, pero esta agricultura de exportación demandaba gastos cada vez más altos. De acuerdo con una estimación de 1966, cultivar una hectárea de algodón costaba $ 3 829; una de melón, $ 2 222; una de arroz, $1477, y una de maíz de temporal, cerca de $ 500, mientras que la de riego demandaba $ 663. Además debían tenerse en cuenta las variaciones del mercado y los cambios adversos del clima, y aun si todos los signos coincidían favorablemente, el campesino, dotado de

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un. crédito oficial insuficiente, tenía la necesidad de acudir a los préstamos usurarios. Prestaban los norteamericanos exportadores de melón, prestaban los comerciantes de limones y fabricantes de aceites esenciales, prestaban los arroceros y los grandes monopolios propietarios de las despepitadoras de algodón. Destruido el ejido colectivo desde los tiempos de Alemán, los nuevos propietarios, privados de técnicas y de créditos, alquilaban sus tierras, abrían un pequeño comercio o se empleaban de peones en sus propias parcelas.

Sin exageración, los antiguos llanos estériles de la Cuenca se habían convertido en un edén. Las flores blancas y purpúreas del algodón, los sembrados simétricos del melón y la sandía, los espejeantes arrozales y los espesos limoneros, las espigas del ajonjolí y las milpas componían una plantación tropical de las mejores del mundo, pero, como en todas las grandes plantaciones, las apariencias eran engañosas: se enriquecían los norteamericanos, los alquiladores de tierras, los vendedores de insumos y de maquinaria, los bancos, los dueños de las despepitadoras, sin que lograra mejorar radicalmente la suerte del campesino.

Por añadidura, nunca a la gran masa se le dio acceso a la revolución verde. Los insectos tropicales se hacían inmunes a los nuevos plaguicidas y era insuficiente que los aviones fumigadores arrojaran nubes irisadas de veneno sobre los algodonales o que nuevas máquinas esparcieran sustancias mortales sobre los melones y las sandías. Los insectos lograban vencer sus acometidas y cada año se debía aumentar el volumen de los plaguicidas para obtener un respiro en la dura batalla, y si bien era difícil el manejo de las máquinas y del arsenal de la nueva química, resultaba imposible dominar los lejanos mercados acaparados por los comerciantes norteamericanos, más voraces y resistentes que los insectos del trópico.

Un programa de presas y de pozos, de caminos, de sanidad, de agua potable, de energía eléctrica y de mejores casas, con un reparto de tierras generoso, benefició sin duda a los habitantes de los antiguos llanos áridos.

"La Comisión ha tenido un éxito innegable en la promoción del desarrollo de la región —concluye Elinore M. Barrett—. A pesar del alto crecimiento de la población, hay más servicios públicos y aumentaron los ingresos. Pero hay que advertir que hasta el momento los beneficiados del programa de la Comisión han sido los inversionistas y comerciantes que promueven el cultivo del algodón y del melón y no los agricultores locales. Esto sucede en las zonas regadas con obras gubernamentales, y quizá sea una etapa necesaria dado lo limitado del crédito y la escasez de técnicos. Inclusive puede ser conveniente desde el punto de vista de formación de capital como fuente de ingreso de divisas extranjeras, pero en la región sólo ha reforzado el colonialismo económico. El volumen de los ahorros acumulados por los residentes permanentes para invertir en mejoras agrícolas a largo plazo, ha sido relativamente bajo. La siembra extensiva del algodón ha impedido el óptimo aprovechamiento de la tierra y del agua. El uso indiscriminado de insecticidas comienza a causar daños a la salud y a la ecología. Y en cierto sentido, por lo menos hasta ahora, el deseo del gobierno de ayudar al desposeído dándole tierras primero y construyendo un sistema de riego después se ha desvirtuado."

A todo lo anterior —con ser demasiado— debe añadirse la corrupción reinante en la cuenca del Tepalcatepec; los empleados del Banco Ejidal, cuando no eran incompetentes, resultaban unos ladrones y unos ambiciosos de poder político. Ellos mismos alquilaron tierras, se hicieron acaparadores de insumos y maquinaria, y lo que es peor: enseñaron a robar a los comisarios ejidales. Uno de ellos se apoderó de los huertos de limones pertenecientes a Lombardía y otro de una gasolinera comunal. Cuando yo pasé por ahí en 1971, dos campesinos harapientos tenían a su cargo la gasolinera mientras el comisario purgaba una condena en la cárcel. Yo les pregunté:

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—Bueno, ¿por qué se dejaron robar tanto tiempo?

¡Ay!, jefecito —me contestó uno de ellos—, porque si protestábamos nos hubieran mandado a platicar con San Pedro y es mejor estar vivo que estar muerto. La agricultura, el crédito, los problemas agrarios, incluso la distribución del agua —para no hablar de los mercados—, ataban fuera de la jurisdicción de Cárdenas. Su labor esencial consistía en coordinar a las diversas dependencias del Estado para crear la necesaria infraestructura, pero él no podía luchar ni con los acaparadores de la tierra y de los insumos ni, en términos generales, contra el sistema del neolatifundismo imperante en el último decenio.

No hubo, dicho en otros términos, políticas adecuadas para promover la plena utilización de las obras, ni para asegurar las inversiones suplementarias a fin de lograr un desarrollo regional equilibrado. Desde luego, en su conjunto se benefició la nación y se corrigieron muchos aspectos sociales —insalubridad, violencia, falta de luz, de agua potable, incomunicación, bajos ingresos—, pero a estos asuntos se dedicó la menor parte de la inversión, como fue el caso de todas las comisiones creadas entonces, carentes de autonomía y de recursos propios.

Nosotros, los llamados intelectuales, al contemplar la desigualdad imperante y el crecimiento del desempleo nos retorcemos las manos y exclamamos que las cosas ya no tienen remedio. Cárdenas, por el contrario, en vez de gemir trabajaba en lo suyo, y en vez de desesperarse confiaba en los campesinos. "El pueblo de México —escribió en 1959— tiene sensibilidad, es un pueblo valiente que por su fe en sí mismo y ante una causa justa, cuando es necesario, entrega su vida. Con este material humano, popular en sus entrañas y en sus aspiraciones, lo que le falta es encontrar tiempo para su organización; y en tanto no lo pueda hacer, da muestras de estoicismo probado también en mil ocasiones. Con estos antecedentes cabe afirmar que el problema de México no es hacer el pueblo, el pueblo está de por sí formado, desintegrado sí, por las contiendas internas, falto de unidad hacia una mística común."

"La única forma de enseñar y servir a las masas —afirmaba— es convirtiéndose en discípulo de ellas. El mayor bien para el mayor número de personas es el criterio de la verdad en la historia de la humanidad."

Siguió hasta el fin sus normas de conducta. Servía a las masas aprendiendo de ellas, y así pasó 11 años de su vida y el periodo de dos presidentes: Miguel Alemán y Adolfo Ruiz Cortines.

La nueva política

Miguel Alemán fue de hecho, y con la sola excepción de Madero, el primer civil que desde 1876 ocupó la presidencia de la República. Oscuro abogado, dotado de la simpatía propia de los veracruzanos, insinuante, hábil y no desprovisto de inteligencia, su figura contrastaba con la apacible y opaca del general Ávila Camacho.

Empeñado en hacer resaltar la bondad de un régimen civil nombró un gabinete de profesionistas distinguidos. Heredero de los ahorros acumulados durante la guerra, con el petróleo nacionalizado, una demanda interna creada por la reforma agraria y sin temor de cuartelazos y asonadas, Alemán pudo entregarse a terminar las obras materiales que inició el general Cárdenas y a emprender ambiciosos proyectos como el del imperio agrícola del Noroeste o el notable de la cuenca del Papaloapan.

Pocos meses después de llegar al poder inició su ofensiva contra el ejido colectivo, reformando el artículo 27 constitucional. La dimensión mínima de la parcela se fijó en 10

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hectáreas; a los propietarios de tierra se les concedió el derecho de amparo, y la pequeña propiedad en tierras de riego aumentó de 50 a 100 hectáreas, en ciertos cultivos muy productivos a 300, y a más tratándose de ranchos ganaderos.

El primer punto fue casi teórico, ya que la tierra estaba muy repartida y pocos eran los ejidatarios que tenían 10 hectáreas, pero el segundo, relativo al amparo, y el tercero, que aumentaba la extensión de la pequeña propiedad, tuvieron Consecuencias deplorables.

Cualquier petición legítima de parte de los campesinos sin tierras tropezó con una apelación legal casi insalvable, y por otro lado, los dueños de grandes extensiones las repartieron fraudulentamente entre sus familiares, o muchas nuevas tierras abiertas en los distritos de riego se entregaron a funcionarios o amigos que no las trabajaban personalmente y a quienes el pueblo bautizó con el nombre de "agricultores nylon".

En el fondo la política agraria había dado, esta vez sí, un giro de 180 grados. Alemán, puesto a elegir entre la forma ejidal trabajada como un todo y la parcelación individual de los ejidos, se mostró partidario de esta última, echando en la balanza todo su peso.

De nuevo tropezamos aquí con la corriente del autocratismo o si se quiere del presidencialismo. Cárdenas utilizó todo el poder del Ejecutivo a fin de imponer el ejido comunal; Alemán lo utilizó para favorecer la propiedad grande o mediana. Las reformas en sí mismas significaban poca cosa en la teoría, como poco había significado el artículo 27 antes de Cárdenas —podía ser objeto de aplazamientos o de transacciones—, pero mucho en la práctica. Si el presidente Cárdenas había puesto en movimiento todo el conjunto administrativo en favor de la colectivización, el presidente Alemán lo puso en favor de la propiedad individual, y este cambio lo propiciaron decididamente el aparato judicial y administrativo y los organismos gubernamentales que tenían a su cargo los problemas agrarios. Desde todos los niveles se lanzó una ofensiva contra el sistema comunal, y el resultado inmediato fue una notable afluencia de capital a la agricultura: se multiplicaron los ranchos de los políticos, de los ricos y de los generales —se despertaron millares de vocaciones agrícolas—, en tierras regadas con el dinero del pueblo o en tierras compradas a los campesinos pobres, y esta afluencia del dinero fue la base de un aumento en la producción agrícola. "Especialmente es esto cierto en lo que se refiere al capital agrícola, pues el que estaba en poder de los capitales privados aumentó de 658 a 1 164 millones de pesos (a precios de 1950), mientras que el capital ejidal prácticamente permanecía constante en 735 millones de pesos. Consecuentemente, la contribución ejidal a la producción total bajó a un 37.2 % después de haber alcanzado un 50 % en 1940." [55]

La política agraria benefició al sector privado de un modo considerable, y no sólo debilitó al sector ejidal, sino que inició su lenta descomposición. A partir de 1948, únicamente prosperó en el campo el que tenía dinero e influencia política. El ejidatario, combatido, sin créditos suficientes y sin otro bien que su diminuta parcela, se vio en la necesidad, como hemos dicho, de caer en poder de los acaparadores y los prestamistas, de vender baratas sus cosechas a los dueños de la maquinaria o de los mercados, y las mismas autoridades ejidales se corrompieron y acapararon tierras o las vendieron, transformándose en caciques.

"¿Había fallado la reforma agraria?", se pregunta Salomón Eckstein, y él mismo se contesta citando la afirmación de Edmundo Flores que decía en 1956: "La reforma agraria cumplió su cometido al destruir la organización política, social y religiosa que se sustentaba en el monopolio de la tierra." En efecto, la hacienda, con sus grandes extensiones mal cultivadas y su mano de obra barata, ya no existía. A despecho de algunas propiedades desmesuradas, se habían realizado los sueños más ambiciosos de

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los viejos revolucionarios, pero el monopolio de la tierra seguía existiendo a través del alquiler de la parcela ejidal, del acaparamiento o de la propiedad trabajada técnicamente con óptimos recursos. El campesino pobre —la inmensa mayoría— estaba perdido y sólo prosperaban el campesino rico 200 hectáreas de tierra, regadas y trabajadas con sistemas modernos, equivalen a una hacienda del porfirismo—, el nuevo absentista y el nuevo jefe político, disfrazado de diputado, de alcalde, de gobernador, de general, de líder agrario. Por añadidura, el ejido era explotado por los ingenios azucareros, las despepitadoras de algodón y arroz, las desfibradoras de henequén, las harineras, los monopolios del café, de la copra, de los cereales y de las verduras, los bancos y los grandes comerciantes.

Así pues, si el ideal de la Revolución consistió en destruir el latifundio y en crear la pequeña propiedad, este ideal, alcanzado por un Presidente reaccionario, carecía de valor, en vista de que no logró mitigar la miseria del campesino, sino originar el minifundismo, dislocar un sistema de producción, llenarlo de contradicciones al parecer insalvables y formar una nueva casta de latifundistas.

En materia obrera, el presidente Alemán volvió a los métodos del callismo. Sus pistoleros asaltaron el edificio del Sindicato de Ferrocarrileros, expulsaron a sus rebeldes directivos e impusieron a otros encabezados por un tal Díaz de León, apodado "el charro" —de aquí que a todos los líderes obreros subordinados al gobierno se les designe con el nombre de "charros"—, prototipo que se ha conservado —y fortalecido— hasta nuestros días.

Alemán se fue apoderando también de todos los grandes sindicatos industriales, a fin de manejarlos políticamente, y restableció el delito de disolución social, formulado durante la guerra para combatir a los fascistas, que él y sus sucesores deberían utilizar contra las fuerzas de izquierda.

El régimen de Alemán se caracterizó singularmente por una corrupción sin antecedentes en una serie de gobiernos nada escrupulosos, que llegó incluso a justificarse con una "teoría hamiltoniana", la de que para hacerse de fortunas e impulsar el progreso era necesario negociar desde los altos cargos de gobierno.

El mismo Ramón Beteta, secretario de Hacienda que logró reunir una cuantiosa fortuna, les declaró a los Wilkie: "Hay muchas formas como un funcionario puede hacerse rico sin que necesariamente sean ilegítimas aunque tampoco sean éticas. Por ejemplo, un funcionario que sabe que se va a abrir una nueva carretera, o el constructor que la va a hacer, o el que la va a ordenar; éstos pueden, ya sea directamente o a trasmano, comprar terrenos que van a quedar afectados con esa carretera y así obtener un provecho. Esto éticamente no es correcto; pero legalmente tampoco es un delito." [56]

Desde luego, un alto funcionario no sustrae dinero de las arcas públicas, no hace funcionar una máquina de fabricar billetes, ni puede firmar un documento que debe pagar la Tesorería, como hacía el general Serrano en los tiempos de Obregón. No, se había adelantado mucho en ese aspecto. Los funcionarios, según confiesa Beteta, especulaban con terrenos —personalmente o a través de intermediarios—, cobraban porcentajes en contratos de obras públicas y hacían muchas clases de negocios, aparte de que disponían de cuantiosas sumas secretas sobre las cuales no necesitaban presentar comprobantes.

Cuando Luis Cabrera acusó de ladrón a un secretario de Estado, éste le dijo que probara el cargo, a lo cual respondió Cabrera con una de sus frases lapidarias: "Lo he acusado a usted de ladrón y no de imbécil." Ningún funcionario es tan imbécil, en efecto, para dejar huellas acerca de su enriquecimiento "éticamente no correcto". La sola certidumbre del pueblo es que ese hombre pobre se ha convertido en un millonario, de lo

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cual no hay ninguna duda, aunque también aquí funciona un sistema de venganzas, de fantasías, y con frecuencia de rumores malignos y delirantes.

Peligro de reelección

Ávila Camacho, en parte usufructuario de la contienda CallesCárdenas, no mostró ningún deseo de reelegirse ni de interferir en el gobierno de Miguel Alemán. El único obstáculo que pudo complicar la campaña electoral de 1946 lo había constituido su hermano, el multimillonario y arbitrario general Maximino Ávila Camacho, gobernador de Puebla, pero afortunadamente murió de un infarto después de pronunciar un discurso amenazador, y esta muerte permitió que el licenciado Alemán ganara sosegadamente la presidencia.

Alemán tenía una ambición de que carecía el general Manuel Ávila Camacho. El 11 de junio de 1950, el general Federico Montes le confió a Cárdenas que el jefe de los Servicios de Seguridad de la presidencia trató de que firmase una protesta de adhesión a Miguel Alemán y un compromiso de respaldar cualquier reforma constitucional que llegare a decretarse en favor de la reelección o ampliación del periodo presidencial, documento ya aceptado por otros generales. El día 12, el licenciado Luis I. Rodríguez, su antiguo secretario particular, le refirió que el presidente Alemán daba como un hecho el lanzamiento de la candidatura del general Miguel Henríquez Guzmán. Y ya el mes anterior, el propio Manuel Ávila Camacho, durante una visita hecha a Cárdenas en Jiquilpan, había opinado que "a pesar de la activa propaganda reeleccionista que se ha emprendido desde las esferas oficiales, considero que el señor presidente Alemán rechazará las insinuaciones para que se reelija", y comunicó a Cárdenas que, en México, algunos de sus amigos hacían trabajos en favor del general Henríquez "con la autorización de usted".

"Le agradecí su plática —escribe Cárdenas— y le manifesté que tales versiones son naturales en el medio político en que vive el país y que mi actitud apolítica se mantiene invariable; que soy amigo del general Henríquez como lo es él también."

El 30 de noviembre, el licenciado Ramón Beteta, secretario de Hacienda, refiriéndose a la posibilidad de que estallara la guerra entre la Unión Soviética y los Estados Unidos a causa de la guerra de Corea le dijo a Cárdenas: "Si estalla, el gobierno se vería obligado a tomar medidas en contra de los izquierdistas y temo por mis amigos." Y añadió refiriéndose a los rumores políticos: "Existe una corriente de opinión en el sentido de que se prolongue el periodo del presidente Alemán, en caso de guerra, para evitar con ello la agitación política a causa de la sucesión presidencial."

En marzo de 1951, el general Henríquez le preguntó a Cárdenas qué opinaba acerca de su deseo de participar en las elecciones, y don Lázaro le respondió:

—A la presidencia sólo se llega por uno de dos caminos: por voluntad unánime del pueblo, a tal grado que el gobierno se vea obligado a reconocer el triunfo, o cuando el gobierno simpatiza con la candidatura en juego y siempre que no haya oposición mayoritaria. Antes de comprometerse a una lucha que podría ser desigual, debe usted analizar serenamente la situación.

El general Henríquez, que era amigo íntimo de Cárdenas desde 1922, no siguió su consejo y se lanzó a la contienda electoral, en la cual participaron también el licenciado Lombardo Toledano y el general Cándido Aguilar. Como el propio general Almazán, Henríquez era un hombre multimillonario, de gran entereza y simpatía personal, que había logrado hacerse de numerosos amigos. Estaba dispuesto a gastar una fortuna en

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su campaña y confiaba en salir victorioso, aun sobre el licenciado Alemán, porque él era un centrista y un opositor del gobierno.

Henríquez comprendía que si lograba ganarse el apoyo de Cárdenas, sus posibilidades de triunfo aumentarían considerablemente, pero don Lázaro, fiel a su propósito de no participar en cuestiones políticas, nunca le prometió participar en su campaña ni estimuló a ninguno de sus amigos para sumarse a su candidatura. Siguió tratándolo, sabiendo muy bien que, en aquel momento difícil, bastaba recibirlo en su casa y continuar siendo su amigo para que los partidarios de Alemán lo consideraran "henriquista".

"Hoy en su misión de candidato —reitera Cárdenas— no tengo por qué negarle mi amistad que sigue invariable en lo personal; en lo político lo respeto en sus actividades, como respeto a todos los demás candidatos. Cada uno de ellos le está haciendo con su ejercicio cívico un gran servicio a la educación democrática del pueblo mexicano. Merecen el bien la patria."

A todo esto, el gobierno se encontraba indeciso. Alemán resistía las presiones de los políticos empeñados en su reelección y los miembros de su gabinete se hallaban reñidos entre sí como resultado de la política del "divide y vencerás" sustentada por el Presidente.

El 12 de septiembre, el general Adalberto Tejeda, en una visita que hizo a Cárdenas acompañado del licenciado Gonzalo Vázquez Vela, le dijo:

—Dispénsenos que le hablemos del encargo que tenemos un amigo. El señor licenciado Rogerio de la Selva, secretario particular del C. presidente Alemán, desea conocer cuál es la opinión de usted sobre la reelección del presidente de la República. ¿Tendría usted inconveniente en decírnosla, si usted quiere para nosotros solos, o nos autoriza que la sepa el ciado De la Selva?

—No tengo reservas para ello —contestó Cárdenas— y en hacerla pública. Considero que sólo falsos amigos del presidente Alemán desean que éste se reelija. Reconozco en la suficiente inteligencia para no admitir su continuidad al frente del gobierno y que sabrá contribuir con su ejemplo a fortalecer los principios democráticos que empiezan a ejercerse en el país y no permitirá que se aliente de nuevo la falsa teoría de los hombres indispensables en el poder. México cuenta con muchos valores humanos, que al tener ocasión de actuar políticamente demostrarán su capacidad y patriotismo.

La reelección, en el mejor de los casos, conduce a la dictadura, y la dictadura provoca la violencia. Los mexicanos estaos obligados, en esta y en varias generaciones más, a mantener tener el principio de la no reelección. De no hacerlo así, se llegaría —si no en una vez, en otra— al entronizamiento del poder, lo que ocasionaría una revolución, y México debe cuidarse de nuevas guerras civiles. Debemos evolucionar a través de la organización políticosocial, facilitando el agrupamiento de los ciudadanos y la formación de partidos independientes.

La respuesta hizo ver a los alemanistas que la reelección o la prórroga presidencial enfrentarían la oposición del general Cárdenas y la del general Henríquez, cuyas influencias sobre el ejército podían ser decisivas, y como, por lo demás, el pretexto de la guerra se desvanecía, la atención del gobierno se volvió hacia la eterna, conflictiva cuestión de quién sucedería al Presidente.

Aquí el historiador nuevamente camina a tientas. Esta vez no se trataba de elegir entre los integrantes del gobierno a un radical o a un moderado, porque no existía ningún radical, sino a un amigo que asegurara la posibilidad de continuar el naciente capitalismo, y el favor del gobierno pareció inclinarse por el licenciado Fernando Casas Alemán, regente del Distrito Federal.

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Casi todos los secretarios de Estado se sentían con derecho a ocupar la silla presidencial y debe haberse iniciado una lucha muy dura en el interior del gabinete. En otros tiempos el problema se habría resuelto por medio de las armas, pero no se contaba ya con el ejército; los obreros y los campesinos que habían decidido el ascenso del general Cárdenas estaban severamente controlados, y el poder de elección parecía recaer en un Presidente indeciso, rodeado de amigos muy influyentes que se odiaban entre sí y no lograban llegar a un acuerdo.

Desde luego se trata de meras conjeturas. Ignoramos hasta qué grado, en medio de aquella confusión, el Presidente pudo haber logrado imponer a un amigo de su preferencia, si en efecto él se inclinaba por la candidatura de Casas Alemán, o por qué razones no pensó en el licenciado Ramón Beteta, su secretario de Hacienda, y sin duda el personaje más brillante y capaz de su gobierno.

Lo que sí sabemos es que el licenciado Casas Alemán no gozaba de simpatías. Valido de su cargo había especulado con terrenos de la ciudad, haciéndose de una gran fortuna; el periodista Pifió Sandoval había descrito, aun antes de ser ocupada, la mansión que se había mandado construir ostentosamente en una de las principales avenidas, y estos hechos, unidos a su probada mediocridad, habían terminado por destruirlo.

La crisis política determinó que, ex abrupto, se eligiera, contra las expectativas —el licenciado Casas Alemán ya guardaba en su casa la propaganda impresa de su futura campaña—, al secretario de Gobernación, Adolfo Ruiz Cortines, un burócrata que tenía sobre sus colegas una doble ventaja: la de ser pobre y muy viejo en relación a los otros miembros del gabinete. La designación, según lo refirió Beteta, parecía radicar en su edad. Se pensaba que los años y los achaques le causarían una pronta muerte —lo que le daría al alemanismo una capacidad futura de maniobra—, pero con gran sorpresa se advirtió que el solo hecho de ser nombrado candidato lo sacó de su media muerte y le dio una vitalidad extraordinaria.

"Ruiz Cortines —le dijo Beteta a los Wilkie— tenía la idea, quizá sinceramente, que durante la época del licenciado Alemán se había creado una minoría que se había enriquecido con las obras públicas y demás. Entonces creyó que la manera de evitarlo era hacer disminuir el ritmo de ese enriquecimiento, y lo único que consiguió fue frenar al país, debido a una psicosis de miedo que se creo en la iniciativa privada. De suerte que el gobierno de Ruiz Cortines, según yo, se caracteriza por una disminución importante en el crecimiento industrial del país."

En realidad, si la elección del candidato se entorpeció, no fue por causa de la presencia de un opositor de la fuerza del general Henríquez, sino por los conflictos internos surgidos en el mismo seno del gabinete y sobre todo por la actitud del general Cárdenas que impidió la reelección del licenciado Alemán, con su sola fuerza moral.

En la primera entrevista que tuvo con el general Cárdenas, el señor Ruiz Cortines le habló de su sorpresa por haber recaído en él la candidatura y le confesó ingenuamente que sólo aspiraba a retirarse tranquilamente a su casa de Veracruz al terminar el gobierno del licenciado Alemán, pero "ya en esta nueva responsabilidad" tenía el propósito de atender el problema campesino y especialmente el caso de Yucatán.

Como el general Mújica lo había acusado de haber servido a los invasores norteamericanos de Veracruz, le mostró la documentación que probaba su inocencia y se dolió del ataque.

No tenía una idea clara de los asuntos de los campesinos, que Cárdenas trató de explicarle, pero hizo ver la necesidad de moralizar todos los sectores sociales.

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—Sí —le respondió Cárdenas—, es una lacra que viene creciendo velozmente y que urge detener si queremos evitar nuevas convulsiones en el país.

"En lo general —resumió don Lázaro—, su conversación fue serena y discreta; no mencionó a sus contrincantes. Al despedirse cordialmente expresó: `Sólo me interesa servir a mi patria y a la Revolución.' "

Resuelta la sucesión —con la oposición de Beteta y de otros miembros del gabinete—, se puso en marcha la maquinaria estatal, que por supuesto hizo triunfar al señor Ruiz Cortines y aplastó enteramente al general Henríquez, quien debe figurar en la historia como el último opositor de importancia al gobierno y a su brazo electoral, el reformado Partido Revolucionario Institucional. Lombardo Toledano alcanzó pocos votos y no logró movilizar a las izquierdas. Entre un socialista de renombre y un general multimillonario de ideas conservadoras, los votantes se inclinaron por Henríquez, lo que nos señala no tanto el rechazo a la imposición gubernamental sino sus verdaderas inclinaciones políticas.

El señor Ruiz Cortines fue en cierto modo el antípoda de Miguel Alemán. Hombre de escasa simpatía, oscuro burócrata, apenas llegado a la presidencia demostró que estaba dispuesto a enfrentarse al grupo alemanista, todavía muy poderoso, y a no seguir su política de derroche. Mientras Alemán abrió los cordones de la Tesorería y realizó grandes obras, haciendo creer que en México reinaba la opulencia y estábamos a un paso de iniciar el ansiado "despegue", el viejo Ruiz Cortines apretó tercamente los cordones y no emprendió ninguna obra considerable, lo que dio la impresión de frenar el avance demasiado acelerado del periodo alemanista.

Su economía, rayana en la avaricia, no se tradujo en nada positivo, ya que sin un verdadero aliento a la naciente industria tampoco logró modificar la política agraria de su antecesor.

Su gobierno pasó sin pena ni gloria, y terminado el sexenio, ante la admiración general nombró como su sucesor al secretario del Trabajo, el joven abogado Adolfo López Mateos, que había participado en la campaña electoral vasconcelista.

Cárdenas, considerando cumplida su misión en el Tepalcatepec, presentó su renuncia el 1 de marzo de 1958 y no aceptó la Comisión del Grijalva que el señor Ruiz Cortines le había ofrecido reiteradamente. Era necesario aguardar. "Las obras que se construyen —escribió— pueden ser una satisfacción para quienes las ordenan y mérito y gloria para quienes las proyectan y construyen, pero por lo general la satisfacción muere con el propio individuo. Por ello es inútil esperar perdure el recuerdo de quienes siendo gobernantes olvidaron la moral y la conducta que exige el pueblo para tener algo que agradecerles."

Las muertes

El 22 de agosto de 1945 murió de un ataque al corazón su hermana Margarita, la mayor de la familia, y todo ese día y el siguiente permaneció en la casa de la difunta "meditando sobre cosas de la vida". Margarita tenía 53 años y él 50. Había llegado ese periodo en que los íntimos y los familiares comienzan a desaparecer anunciando nuestra propia fatal desaparición.

En marzo del siguiente año, ya muy anciana, murió la hermana de su padre, Ángela Cárdenas Pinedo, que a la muerte de su madre, ocurrida en 1918, se hizo cargo de la familia y era vista como una segunda madre. "De escasa cultura —escribió en su diario—

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pero de clara inteligencia, siguió con interés nuestras actividades, estimulándolas con sus consejos." Ángela heredó del abuelo Francisco Cárdenas —chinaco del ejército juarista que combatió el Imperio— la sangre y la fisonomía indígena, en tanto que el padre, Dámaso Cárdenas, heredó los rasgos criollos de la abuela Rafaela Pinedo de Cárdenas. "Siempre he considerado —añade— que mi interés por la raza indígena la debo en gran parte al sentimiento de cariño que guardé y guardo a nuestra casi auténtica indita, que todos los hermanos llamamos con el título afectuoso de Madrina."

Cárdenas se sintió muy ligado a su familia. Margarita representaba la hermana que había sufrido las grandes penalidades de la infancia y Ángela la sustitución maternal y el símbolo viviente de su origen indio.

Hay una zona afectiva de Cárdenas que ha sido muy poco estudiada por la escasez de noticias, y esa zona, que comprende su infancia y parte de su juventud, está relacionada estrechamente a su mujer Amalia y a su hijo Cuauhtémoc, en primer lugar, y después a sus antiguos amigos y a su tierra natal.

Constituye dentro de su naturaleza reservada y seria, templada en la adversidad, una región muy sensible y delicada. En apariencia, es impasible ante las grandes pruebas; pero si su hermana mayor fallece, él se encierra en la casa donde ésta muere y aun se enferma y debe guardar cama, herido en esa parte indefensa de su personalidad. De aquí que vuelva siempre a Jiquilpan, tratando de rescatar algo de ese periodo amargo y hermoso, y que nunca reproche a sus hermanos su carácter codicioso, tan distinto a su habitual desprendimiento de las cosas materiales.

Calles El 19 de octubre de 1945 murió, a los 69 años de edad, el general Plutarco Elías

Calles. Cárdenas, ese mismo día, fiel a su costumbre, escribió una breve nota, en la que decía que Calles dejaba un saldo favorable en su vida de maestro revolucionario y estadista y recordaba que al regresar del exilio lo había saludado con nobleza, pero los comentarios de la prensa lo obligaron a resumir en su diario la historia del rompimiento ocurrido 10 años antes: "Diferencias de criterio político y social enfriaron la amistad que existía con el general Calles, llegando a una ruptura definitiva cuando tomó una actitud de oposición al programa social del gobierno.

"Distribución de latifundios, protección a la clase obrera, clausura de centros de vicio (garitos), cancelación de concesiones y privilegios no podían aplazarse; se había engañado ya mucho al pueblo y fue al poner en práctica el programa cuando los nuevos intereses asociados a los antiguos dieron rienda suelta a una intensa labor de difamación que mareó al general Calles, criticando públicamente al gobierno y condenando el movimiento huelguístico que las organizaciones obreras venían realizando en contra de la resistencia patronal, que se oponía a elevar sus salarios.

"Hoy, con motivo de su muerte, vuelven a levantarse las pasiones políticas, que se apagarán como todo lo negativo y llegará a reafirmarse en la conciencia pública que el camino que entonces siguió el gobierno, ante la actitud del general Calles y de sus llamados amigos, fue necesario y saludable para el país y para él mismo.

"La nación sabe a qué estado de relajamiento político y moral se había llegado y sabe también la nación lo que habría ocurrido en el país si por consideración a una amistad personal hubiera renunciado el presidente de la República a su responsabilidad política y social.

"Sin embargo, no puede negarse que el general Calles deja, al morir, una huella importante de su obra revolucionaria y administrativa."

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Esta vez, la muerte de Calles, su viejo amigo y su posterior adversario, no suscitó en Cárdenas ningún sentimiento afectuoso. Por el contrario, habló de sí mismo en tercera persona, como presidente de la República, e hizo ver lo que pudo ocurrir si el jefe del Ejecutivo por consideración a una amistad personal hubiera renunciado a su responsabilidad política y social, prolongando el relajamiento de los últimos tiempos del maximato.

Su actitud fue nuevamente una actitud defensiva. No recordó Naco, ni Agua Prieta, ni trató de describir la idea que se había formado de él a lo largo de los años. Calles pertenecía al sonorismo, es decir, a una etapa liquidada de caudillos militares para quienes el poder personal se sobreponía a cualquier otra consideración.

Los periódicos hablaron del Jefe Máximo de la Revolución Mexicana a quien Cárdenas debía la presidencia y a quien traicionó con una manifiesta ingratitud, porque, insertos en un ambiente cortesano, toda la política la relacionaban a la voluntad de un hombre.

Por lo demás, ninguna nota necrológica penetró en la naturaleza misteriosa del Calles que, procedente de las miserables escuelas del desierto, logró alcanzar el poder supremo y retenerlo sin ser ya el presidente, empleando una serie de maniobras y de ardides desconocidos en la historia de los dictadores latinoamericanos. Tampoco se habló de la guerra religiosa o de la forma en que había llegado al poder, ni de cómo había sido expulsado, quebrantándose la tradición omnipresente de la piedra de los sacrificios.

Enigmático, gran actor que lograba engañar y que perdonasen su engaño, "hombre insustituible" a fuerza de astucia, había muerto en 1935 y sobrevivió, rencoroso e indomable, en un tiempo que él había contribuido a forjar con sus nuevas estructuras capitalistas y su invención del partido oficial. Cárdenas no hizo alarde de su victoria; sabía que las pasiones del momento impedían formarse de él un juicio mejor y que naturalmente éste era también su propio caso.

El general Mújica. El 20 de marzo de 1954 visita por primera vez, en el Sanatorio México, a su amigo el

general Mújica, que se hallaba gravemente enfermo. El 6 de abril, el licenciado Angel Carvajal, secretario de Gobernación, le trasmite un recado del Presidente, quien ofrece toda su ayuda a la familia Mújica, y el 12, a las 9 de la noche, acompañado del doctor Ignacio Chávez y de otros amigos, asiste a la muerte de su colaborador.

Una semana después, hallándose en su casa de Pátzcuaro, ya cerca de la media noche, escribió según su costumbre una breve nota "en recordación del gran amigo desaparecido".

Lo había conocido en 1918 y lo trató algo más el año de 1920, cuando Mújica era candidato al gobierno de Michoacán. "Durante su campaña política vi en él al hombre de ideas definidas y valiente en sus críticas al gobierno de la propia Revolución que no resolvía el problema agrario."

Ocupó la gubernatura y no terminó su periodo "por discrepancias con el gobierno del centro".

En realidad, su verdadera amistad se inició en los años de 1926 y 1927. Cárdenas era comandante militar de la Huasteca veracruzana, con residencia en Ciudad Cuauhtémoc, donde Mújica, asociado a Luis Cabrera, seguía un juicio contra la compañía petrolera PenMex.

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Los dos recorrieron la Huasteca muchas veces. Presenciaron la actitud altanera de los extranjeros con sus empleados mexicanos, sus rebeliones armadas para robarse los terrenos de los campesinos o sacar el petróleo de contrabando. En una ocasión, Cárdenas y Mújica debieron permanecer una hora ante las puertas que cerraban los caminos, "y esto le ocurría —comenta Cárdenas— al propio comandante de la zona militar". "Había que tolerarlos por las consideraciones que les guardaba el gobierno", y ambos comentaron "tan humillante situación para los mexicanos".

Mújica fue partidario del general Cárdenas cuando éste compitió por la presidencia, un "leal y eficaz" colaborador y uno "de los primeros que supo de mi decisión de aplicar la ley de expropiación a las compañías petroleras".

Candidato a la presidencia en 1939, se retiró de la campaña antes de las elecciones formulando cargos a los directores del PRM. Ese mismo año, Cárdenas lo nombró comandante militar de Michoacán, y su rival, el general Ávila Camacho, le dio el cargo de gobernador del Territorio Sur de la Baja California.

Seis años después, fue partidario de la candidatura del general Henríquez Guzmán y acusó a Ruiz Cortines de haber servido a los norteamericanos en la invasión de 1914, cargo que rebatieron varios revolucionarios, "entre ellos el honorable general Heriberto Jara, amigo del propio general Mújica". Ruiz Cortines, que no era vengativo, trató de ayudarlo en su enfermedad y esto lo supo Mújica ya agonizando.

"Hoy —escribe Cárdenas— que ha concluido la vida del gran amigo, del batallador ejemplar, 'del auténtico revolucionario, le dedico estas líneas que encierran la más sentida expresión de mi afecto."

La nota, redactada 14 años después de haber dejado la presidencia, revela el hondo afecto de Cárdenas, pero nada más. Al referirse a la salida de Mújica del gobierno de Michoacán "por discrepancias con el gobierno del centro", descuidó mencionar el hecho importante de que el general Obregón mandó aprehenderlo y estuvo a punto de matarlo si no hubiera logrado escapar casi de un modo milagroso.

Cárdenas tampoco habla del carácter de su amigo ni de la influencia que pudo ejercer sobre su formación política, ni mucho menos de las razones por las cuales él no se inclinó abiertamente en favor de su candidatura, sino que favoreció la del general Ávila Camacho.

Esta recordación que sólo menciona hechos de todos sabidos, casi una mera hoja de servicios, deja en la oscuridad el hecho fundamental de la sucesión que todavía sigue preocupando a los historiadores.

Manuel Ávila Camacho Un año más tarde, el 13 de octubre de 1955, estando en Galeana le llega la noticia

de la muerte de Ávila Camacho, el candidato victorioso de la campaña de 1939. Cárdenas tomó un avión en Uruapan y llegó a tiempo para sepultar a su sucesor. Su juicio no puede ser más lacónico: "México —escribió el día 14— pierde un hombre que prestó importantes servicios al país. Fue un gran amigo mío con el que me ligó honda amistad. El año de 1920 nos conocimos en la colonia San Rafael, Barra de Nautla, Veracruz."

Existe la posibilidad de que Cárdenas, a la muerte de estos dos hombres tan unidos a su destino, hubiera redactado algo que nos permitiera descubrir situaciones políticas cuyo interés no ha disminuido hasta la fecha, pues según me confesó el viejo guardián de la casa de Pátzcuaro, el general acostumbraba quemar muchos papeles escritos durante

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la noche anterior y aun pisar cuidadosamente las cenizas para destruir algún fragmento respetado por el fuego como si se preocupara mucho en no dejar documentos comprometedores de ciertos episodios decisivos de su gobierno.

Abelardo Rodríguez

Por los periódicos se enteró de la gravedad del general Abelardo Rodríguez, recluido en un hospital de La Joya, y decidió volar a Tijuana, el 9 de febrero de 1967, y esperar noticias en El Sauzal, sin entrar a los Estados Unidos. "No soy grato al gobierno del país vecino, entre otras causas por formar parte del Tribunal Internacional que juzgará los crímenes de guerra cometidos en Vietnam."

El general Rodríguez murió el 13 de febrero. "Fue un hombre de la Revolución —dice Cárdenas en sus Apuntes— y actuó con ideas progresistas en su responsabilidad de funcionario a la vez que atendió empresas personales estableciendo en la Baja California industrias pesqueras y vinícolas. Deja numerosos amigos; a muchos de ellos los ayudó económicamente."

Abelardo Rodríguez le demostró su amistad en el conflicto con Calles, lo defendió de los ataques de sus enemigos y de él heredó el mando supremo. Cárdenas siente que ha contraído una deuda moral con él y olvida sus casinos y la circunstancia de haberse convertido en uno de los hombres más ricos de México. Sin duda fue un hombre de la Revolución y no un revolucionario, pero a Cárdenas le afectó dolorosamente su muerte.

En la misma nota necrológica menciona someramente a Calles, Castillo Nájera, Obregón, Ortiz Rubio, Sánchez Taboada y Francisco Villa, quizá con el propósito de ampliar más tarde sus notas o como un presentimiento de su cercana muerte.

El 1° de junio se supo que López Mateos era un muerto viviente a consecuencia de la ruptura de un aneurisma. "Penoso caso —dice– en que él pierde los mejores años de su vida. El 26 de mayo pasado cumplió 57 años de edad." A los 72 años, Cárdenas se siente lleno de vida y redobla sus esfuerzos. El cuarto y último tomo de sus Apuntes está lleno de nuevo con la interminable lista de sus viajes. Le preocupa la terminación de La Villita —en manos de su hijo Cuauhtémoc— y poner en marcha el gigantesco proyecto de Las Truchas al que ha dedicado medio siglo. Su prodigiosa salud principia a quebrantarse. En 1967 registra fiebres que él atribuye a su caminar incesante por malas brechas, a las mojaduras, a las desveladas, pero cree en la eficacia de los baños termales y en la habilidad de su mujer para curarlo. Antes de emprender un vuelo peligroso, deja una recomendación al presidente Díaz Ordaz para que la Comisión del Balsas pase a la jurisdicción de la Comisión Federal de Electricidad y se prosiga la obra de la presa.

Los amigos

El 31 de enero Cárdenas hace una larga reflexión sobre los amigos, a quienes divide en cinco categorías: los hay que coincidiendo en ideas políticas y sociales arraigan en uno de un modo permanente; los hay que a pesar de la diferencia de sus ideas, por decencia, amplitud de criterio y firmeza de convicciones se respetan y se mantienen unidos; los hay que piden varios favores, se les conceden, y como al final no reciben lo que esperan, se dirigen a quienes pueden ayudarlos y se alejan de uno; los hay que, sirviendo en el gobierno en turno, siguen siendo amigos de los hombres con quienes

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colaboraron anteriormente, lo que revela su moral; y los hay que, por el hecho de figurar en la política o en la administración y considerar que los lazos de afecto pueden afectar sus intereses, se convierten en amigos vergonzantes y "viven con una serie de complejos que les resta personalidad".

Cárdenas, para ilustrar su clasificación da tres ejemplos. Un asiduo amigo, que llegó a secretario de Estado, lo invitó a conocer sus oficinas, y señalándole un mosaico que mostraba dos torres de petróleo, le dijo: "Allí colocaré su retrato que guardo en un almacén. Ahora no lo hago porque, ya ve usted, me andan ilusionando para candidato presidencial, y si lo pongo tendré fuertes enemigos. Pero lo pondré después.

—Arquitecto —le replicó Cárdenas—, ni hoy ni después. No lo coloque, regálemelo.

—Qué bien!, mi general —respondió el secretario—, yo se lo mandaré a su casa.

"Lo hizo así y murió en un accidente de aviación antes de la campaña presidencial."

Otro secretario de Estado le dijo: "Me va usted a dispensar que no lo visite en estos meses; amigos que me merecen entera confianza me han dicho, muy confidencialmente, que soy uno de los candidatos del señor Presidente para sucederlo en el puesto. Si llego, seguiré siendo más amigo de usted que nunca." "Su ceguera política —escribe Cárdenas— no le permitió darse cuenta que él era uno de los que poco contaban en el ánimo del Presidente."

Por último, otro amigo de muchos años, al sentir que podía ocupar un puesto de primera línea, simplemente desapareció. Luego se le dio un puesto secundario y mantuvo "la amistad a distancia, sintiéndose culpable y frustrado".

La nota está impregnada de un amargo humorismo. A él mismo, en los días críticos de su rompimiento con Calles, muchos de sus antiguos colaboradores lo abandonaron, para regresar después más sumisos que nunca, y ahora que los vientos habían cambiado y de figura histórica capaz de dispensar favores se había convertido en un radical peligroso y en el estorbo de una buena carrera política, los amigos que medraron con el título de extremistas se apartaban de él y lo evitaban de un modo cobarde.

El presidencialismo constituía una herencia funesta. Manejarse dentro de una prolongada monarquía sin perder el favor del soberano ya constituye una hazaña muy difícil, pero manejarse no perdiendo cargos ni preeminencias dentro de una monarquía sexenal supone dotes de abyección y de oportunismo que no son concebibles siquiera en la figura de un cortesano tradicional.

Lo que hizo el presidente anterior es objeto de burla y de desprecio y se hace necesario recomenzarlo todo de nuevo, lo que trae por consecuencia una serie de reacomodos espectaculares, de temores y de costosos planes diferentes. Aún sigue pesando la sombra del maximato. El reciente monarca teme la intromisión de su antecesor y procura deshacerse de ella y de sus antiguos allegados, tratando de hacer todo aquello que logre afirmar su imagen independiente.

Desde luego, a pesar de los recelos, muchos logran un cargo. Despejada la incógnita del presidente, quedan las incógnitas de quiénes ocuparán las secretarías de Estado o los altos puestos administrativos, y durante algunas semanas, docenas y docenas de políticos, amenazados de una muerte violenta, se pasan días enteros pegados al teléfono, esperando el llamado milagroso del "señor" que signifique la prolongación de sus gloriosos días burocráticos o su inmersión en el infierno del ex funcionario.

En semejante sistema es natural que no cuente el afecto ni la lealtad ni los valores morales. Millares de políticos que no saben hacer nada, como no sea intrigar o adular de la manera más indigna, se acomodan de cualquier manera o esperan una nueva oportunidad, y el organismo —renovado o degradado— vuelve a ponerse en marcha. No

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hay cambios políticos de fondo ni tiene por qué haberlos. El desarrollismo ha probado que el país crece gracias a la alianza del gobierno con la empresa privada, pero nadie parece tomar en cuenta que la población y la miseria crecen más aceleradamente y hacen peligrar los logros conquistados. A la política se le llama la "polaca", y la polaca impone sus reglas y sus servidumbres. No hay peor delito que ser un "radical", aunque el radicalismo tome la figura del obregonismo. Lo importante es no quedarse fuera de la nómina, si bien es necesario cambiar de chaqueta o de color, atacar lo que antes se defendió y abjurar de los antiguos pecados.

"La vida —concluye el general Cárdenas— debe comprenderse en su verdadera realidad y no extrañarse de las variantes del individuo que con frecuencia procede con un fin de hacer entender su actitud."

LA ÚLTIMA ETAPA

EN 1958, al finalizar el periodo de Ruiz Cortines, para nadie era un secreto que el movimiento obrero, principal soporte del gobierno, estaba rígidamente controlado a través de líderes inmorales. Se le concedían ventajas siempre que aceptara la subordinación, pero cuando trataba de excederse, reclamando mayores salarios o un sindicalismo independiente, la maquinaria del Estado se movilizaba a fin de volver al statu quo establecido.

Esto fue lo que ocurrió en el caso de los ferrocarrileros, un poderoso sindicato de 60 mil trabajadores ese año de 1958. A lo que parece, todo se inició con una petición de aumento de salarios y una serie de paros escalonados que debían conducir a la huelga general. Al gobierno no le importaba mucho el aumento, sino conservar el "principio de autoridad", base en que se apoyaba la estabilidad estatal, y cedió en algunos puntos, tratando siempre de conservar a los líderes sindicales que le eran adictos.

Sin embargo, los ferrocarrileros estaban ya cansados de esos líderes impuestos y la segunda parte de su movimiento se dirigió a removerlos. "Lo que debió ser una elección —escribe Demetrio Vallejo— se convirtió en un plebiscito. En rigor no hubo contrincantes. La planilla de los charros que encabezaba José Ma. Lara sólo pudo conseguir nueve votos contra 59 mil que obtuvo la mía. Fue la elección más democrática y aplastante que registra la historia sindical de nuestro país. Por falta de tiempo muchos trabajadores que prestaban su servicio en la línea no pudieron votar, de lo contrario, la ventaja hubiera sido de una enormidad sin precedentes." [57]

El gobierno asaltó las cuatro secciones del sindicato en el Distrito Federal y lanzó una represión que costó la vida a tres obreros. Las mujeres de los trabajadores, para sostener un paro anterior e impedir que movilizaran los trenes, se echaron sobre las vías, por lo que Vallejo pudo afirmar: "Los ferrocarrileros pagaron un precio muy elevado para hacer respetar sus derechos sindicales de elegir y deponer a sus dirigentes", función que hasta entonces parecía reservada al gobierno.

Al revisar un nuevo contrato de trabajo volvieron a suscitarse los problemas. La lucha era muy difícil. Los ferrocarrileros debían combatir contra el aparato del gobierno, contra la empresa y contra las maniobras de los líderes gobiernistas. La Junta de Conciliación y Arbitraje decretó, según era de esperarse, la inexistencia de la huelga. Pero después de una serie de mutuas concesiones pareció solucionarse el conflicto con el triunfo de los ferrocarrileros.

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Quedaban pendientes las huelgas del Ferrocarril Mexicano y del Pacífico. Para obviar mayores males, Vallejo redujo sus peticiones y el presidente López Mateos pareció estar de acuerdo en aceptarlas; pero, al día siguiente, el gerente Benjamín Méndez declaró por medio de la prensa y de la televisión que no existían "tales arreglos", y el licenciado Mario Pavón Flores, intermediario del Sindicato con el Presidente, dijo que éste "se había rajado".

El 25 de marzo de 1959 se decretó la huelga en las dos empresas y continuaron los paros por solidaridad en los Nacionales. El licenciado López Mateos se encolerizó y dispuso la terminación del asunto. A las cinco de la tarde del día 28, fueron apresados Demetrio Vallejo, Hugo Ponce de León y Alejandro Pérez Enríquez, y la policía y el ejército se apoderaron de las instalaciones y encarcelaron a los demás dirigentes principales para nulificar todo intento defensivo.

Unos días antes de que estallaran las huelgas, Vallejo supo que el Partido Comunista, el Partido Obrero Campesino y el Partido Popular acordaron "que los trabajadores de los Nacionales realicen paros escalonados en apoyo de los ferrocarrileros de las otras empresas". Vallejo solicitó que no se hiciera pública la decisión y que dejaran en suspenso el acuerdo por una o dos semanas, o "hasta conocer el resultado definitivo de las pláticas de avenimiento, ya que no hay ninguna duda de que las huelgas serán declaradas inexistentes por la Junta de Conciliación y Arbitraje".

"No me parece correcto ocultar —confiesa Vallejo en 1964— que me di perfectamente cuenta, o cuando menos, intuí el peligro que entrañaba el acuerdo de los paros, pues sólo los ofuscados con la euforia de los triunfos y los teóricos empedernidos del sindicalismo, no se percataron de él. Sin embargo, y a despecho de esta certeza o intuición, no me opuse al acuerdo, porque sólo dos o tres de los integrantes del Comité Ejecutivo General y del Comité General de Vigilancia y Fiscalización, no pertenecían a ninguno de los tres partidos, y como se me informó que era un acuerdo de éstos, me pareció, ante la gravedad de la situación, muy peligroso plantear las divergencias y tratar de imponer mi criterio a la mayoría, y por eso hice todo lo posible para que fueran los propios partidos los que hicieran la rectificación.

"Esta circunstancia y el hecho de que me hayan engañado no me relevan, de ninguna manera, de la responsabilidad que como secretario general del Sindicato me corresponde por mi actuación o pasividad en los acontecimientos; pero tampoco es para paliar o justificar la violación y rotura del orden constitucional que cometió el gobierno al destruir, desde entonces, el derecho de huelga, de reunión, de expresión, de organización, de manifestación, de elección; al reprimir salvaje y arbitrariamente a los ferrocarrileros y al tenernos privados de libertad desde hace más de cinco años y medio, no importándole haber violado y seguir violando grosera y flagrantemente las normas más elementales de las leyes penales y de la Constitución de la República, porque los trabajadores que realizan una huelga o un paro (suspensión de labores) no incurren en responsabilidad penal, sino civil, por la sencilla razón legal de que sólo se concretan a ejercer un derecho que la Carta Magna les otorga, el de trabajar o dejar de hacerlo." [58]

Por supuesto, el acto de que se hubiera lesionado el derecho de huelga tan ostensiblemente preocupó al general Cárdenas. El 25 de febrero de 1959, escribe desde Guadalajara: "Un alto funcionario le dijo al doctor Lauro Ortega: "Si los ferrocarrileros no realizan la huelga que vienen anunciando, la provocaremos nosotros para lograr el cambio de la directiva del Sindicato. Si la declaran ellos, se considerará ilegal, y en caso de que lleguen al paro de trenes serán sustituidos por elementos que ya tiene preparados la gerencia y si se hace necesario hasta por elementos del ejército'.

"¡Qué error! Ya que se conocen las verdaderas causas del conflicto y más habiendo de por medio la solicitud de audiencia de la directiva, pidiendo los reciba el C. presidente

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de la República para exponerle lo que conocen existe en el seno de la organización y los elementos ajenos a la propia organización que están azuzando a la masa ferrocarrilera."

El 10 de julio apunta en su diario: "El secretario de Recursos Hidráulicos, Alfredo del Mazo, reiteró hoy el deseo del C. presidente López Mateos de ponerme al frente de la Comisión de la Cuenca del Río Balsas. Le pedí hacerle patente mi reconocimiento y que pasaría a hablar con él.

"Lo cierto es que considero que después del caso ferrocarrilera en que se atropelló el derecho sindical, se realizaron actos represivos y encarcelamiento en masa de la directiva del Sindicato Nacional, y de estudiantes en Guadalajara y en varios estados de la República por simpatizar con el movimiento de huelga, debo esperar que en la actual administración, hija del régimen de la Revolución, se respeten los derechos de la clase obrera que ampara la Constitución General de la República.

"A los ferrocarrileros se les acusó de que su huelga obedecía a una `conjura comunista' cuando que en realidad fue una actitud de reclamo a los procedimientos de la empresa.

"Hago esta afirmación en virtud de que en el mes de febrero, antes de la declaración de huelga, hice conocer al C. presidente de la República, por conducto del doctor Lauro Ortega, que la directiva del Sindicato le solicitaba la recibiera personalmente para exponerle el fondo de sus problemas y le anticipaba que aceptaría las sugestiones que el propio Presidente le hiciera. No los recibió. Vino la huelga con los resultados conocidos.

"Considero obligación moral de mi parte seguir hablando en favor de los ferrocarrileros presos, que por los antecedentes que cito es a todas luces injusto el procedimiento que se sigue en su contra y más que se les instruya proceso por el llamado delito de `disolución social'.

"Así resultan ser presos políticos."

El 16 de noviembre, en una entrevista con el licenciado López Mateos, al tocarse el caso de los ferrocarrileros, le dijo Cárdenas:

—Le hablo porque considero tener una obligación moral con ellos que debo aclararle. El día 25 de febrero que salía para Guadalajara pedí al doctor Lauro Ortega trasmitir a usted que elementos de la directiva del Sindicato Nacional de los Ferrocarrileros me entrevistaron para pedirme hiciera de su conocimiento que estaban dispuestos a atender las sugestiones que personalmente les hiciera usted y para ello le solicitaban los recibiera. Querían demostrarle que la empresa y otros organismos venían asumiendo una actitud de provocación para que declararan la huelga y ellos querían evitarla. No se obtuvo contestación a su solicitud y el conflicto se planteó con los resultados conocidos. Con la huelga y los paros vino la declaración de las autoridades del Trabajo en contra de los ferrocarrileros. Éstos rechazaron tal declaración, aduciendo que no se habían llenado los requisitos de ley, y las autoridades realizaron aprehensiones en masa de los dirigentes del Sindicato: más de mil ferrocarrileros detenidos y encarcelados. Una intensa campaña desarrolló la prensa, publicando que el movimiento de huelga encabezado por el secretario general del Sindicato, Demetrio Vallejo, obedecía a una "conjura comunista de carácter internacional en contra del gobierno". Le doy a usted estos antecedentes por considerar que es injusta la detención de los trabajadores sindicalizados, que están en contra de la conducta y proceder de la empresa y no en contra del gobierno que usted preside, y porque la actitud de las autoridades que intervienen en este caso deprime a la clase obrera, con aplauso de los enemigos del régimen de la Revolución. Considerando que las acusaciones de "conjura contra el gobierno" son falsas, supuesto que a tiempo se hizo conocer que el gremio ferrocarrilero estuvo dispuesto a seguir las sugestiones que usted mismo quisiera hacerle, ojalá y

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pudiera decretarse una amnistía para todos los detenidos acusados del delito de "disolución social".

—No son reos políticos contestó el Presidente—, son delincuentes que las autoridades competentes tienen que juzgar. ¿Salir libres para agitar más?

—Tratándose de un caso como el presente, será mayor la agitación si permanecen presos.

—Ahí está Campa, que no ha dejado de agitar —continuó López Mateos.

—Valentín Campa, C. Presidente, fue uno de los que pidieron lo que le trasmití por medio del doctor Ortega, que recibiera usted a la directiva del Sindicato. Además, se ha abusado con represiones y encarcelamientos en varios estados de la República, como en el istmo de Tehuantepec, donde pasan de trescientos los ferrocarrileros detenidos y otros tantos andan huyendo en los bosques. Y es que cuando saben las autoridades secundarias que se disgusta el superior, se apresuran a evitarlo y cometen arbitrariedades que llegan hasta el crimen, como las que se registraron en Monterrey y otros lugares del país. Siempre he pensado que el presidente de la República y toda autoridad no pueden disgustarse o manifestar enojo en sus funciones oficiales.

— ¿No deben? —interrumpió el Presidente.

— Sí, señor, no deben, tienen que revestirse de serenidad para poder proceder con justicia y para inspirar confianza al pueblo. Serenidad ante todo para aplicar la ley, pero la ley. Aquí, en la ciudad de México, se encuentra preso el licenciado Guadalupe Zuno, hijo, que fue detenido en Guadalajara por la policía y traído juntamente con un grupo de estudiantes por haber pretendido celebrar una manifestación de simpatía al movimiento de huelga de los ferrocarrileros. Presos también están el doctor Prado, en Mexicali, y diferentes personas en varios estados, cuyas autoridades han aprovechado el caso ferrocarrilero para ejercer represalias en contra de sus opositores políticos. Si el Presidente, los secretarios de Estado, los gobernadores pudieran oír, al hacer sus giras, a las gentes del pueblo que tienen de qué quejarse, se remediarían muchas injusticias y el país se evitaría problemas que llegan hasta la violencia. El problema político y moral de la mayoría del pueblo pobre de México es que no tiene oportunidad de hacerse oír.

—Se vive muy abrumado con tanto problema que llega aquí y queda poco tiempo para salir, usted lo sabe —explicó el Presidente—. Tengo conocimiento de que las autoridades judiciales están activando la investigación y sé también que los directivos del Sindicato están ayudando a los presos con las fianzas que les han venido señalando los jueces a aquellos que tienen menos culpa. Y estoy seguro de que se procederá con justicia.

"Durante la conversación —resume Cárdenas—, le manifesté que fuentes autorizadas hicieron conocer que la gerencia de los Ferrocarriles quiso aprovechar este incidente, provocándolo, para desplazar al excedente obrero y no se cuidaron de decir que se deseaba la huelga para lograr reducir al personal y poner `un escarmiento'. ¿Escarmiento de qué?

"Le platiqué que durante el gobierno del general Obregón se declaró una huelga ferrocarrilera y la resolvió fijando su atención en el fondo del problema.

"Se quiso también, en aquel caso, desplazar a un grupo que se consideró excedente, y al declararse la huelga, el general Obregón llamó a los dirigentes y habló con ellos, y todo se resolvió satisfactoriamente, acordando la reducción del personal con la compensación de ley, y él dispuso que se les abriera un crédito para que integraran una cooperativa camionera.

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"—Se dice también —expresó el Presidente— que ante la huelga ferrocanilera el presidente Obregón llamó a los huelguistas y les dijo `O vuelven al trabajo o verán los fusiles.'

"—Puede haber esta leyenda, pero lo cierto es que entonces y después se han resuelto los conflictos obreros sin prisiones ni violencias.

"Comprendí que el caso ferrocarrilero lo ve el Presidente con otras raíces, ajenas al conflicto, y no insistí."

Las eternas contradicciones

El 20 de noviembre de 1960, siguiendo el problema de los ferrocarrileros escribe: "Recibí ayer una carta escrita por los presos que se encuentran en la cárcel preventiva del Distrito Federal. La firman los ferrocarrileros que fueron presos a raíz de la huelga ferrocarrilera de marzo de 1959, así como miembros del Partido Comunista, presos a consecuencia de la propia huelga, y firmada también, la referida carta, por David Alfaro Siqueiros y el periodista Filomeno Mata.

"Me refieren que las autoridades judiciales han retenido la resolución del recurso de amparo que interpusieron y que ya ha transcurrido el término de ley para que se les resuelva, y me piden se les ayude en sus gestiones de obtener su libertad.

"Hoy le he escrito la carta anexa al C. Presidente y espero que por este medio, o sea, si se deroga la ley que creó al aberrante delito de `disolución social ' puedan estar más cerca de obtener su libertad.

"Mi asistencia a los actos cívicos verificados hoy en el Monumento de la Revolución agudizó mi preocupación por la situación que los presos políticos anunciaron en su carta. Y !qué contradicción y qué sarcasmo!, oír decir al secretario de Gobernación, licenciado Díaz Ordaz, en su discurso leído en el acto cívico del Monumento a la Revolución, que el régimen celebra en este día sus conquistas sociales, que están garantizados los derechos ciudadanos, los derechos de libertad, y por otra parte retener presos por movimientos de huelga y por estimar que han proferido injurias a las autoridades, cuando en este día de celebración del movimiento reivindicador de 1910, que con tanta euforia se celebra por los que estamos libres y comiendo pan, debían estar las cárceles libres de presos políticos.

"Al acordar los presos políticos ir a la huelga de hambre quisieron excluir al periodista Filomeno Mata, por su edad y por encontrarse delicado de salud, y éste rechazó la idea y fue también a la huelga. ¡Qué ejemplo de mexicano! ¡Y qué coincidencia histórica! En 1910 el porfirismo tenía preso a Filomeno Mata, padre, por sus artículos contra los procedimientos dictatoriales del gobierno, y a 50 años de aquella fecha y en el día que se celebra el 50 aniversario de la Revolución Mexicana, el hijo de aquel eminente escritor revolucionario se halla privado de su libertad, sin una causa concreta que justifique su detención."

Nueva gestión por los ferrocarrileros A Cárdenas siguió molestándole mucho el problema de los ferrocarrileros. El 6 de

diciembre de 1961 los visitó en la Penitenciaría, acompañado de su hijo Cuauhtémoc, y habló con ellos, con el pintor Siqueiros, el periodista Filomeno Mata y el general Celestino

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Gasea "que prestó importantes servicios a la Revolución y se mantiene leal a sus principios".

El 20 de abril de 1962 fue a la casa del general Heriberto Jara. No lo halló, pero como su hija le informó que no tardaría en regresar decidió aguardarlo. En efecto, llegó 10 minutos después. Cárdenas lo oyó quejarse y advirtió su semblante demacrado.

—¿Qué le pasa, mi general? ¿Le ha vuelto la dolencia de sus vértebras lastimadas? ¿El corazón?

—No, mi general —respondió Jara apoyándose en el brazo que le tendía su amigo—, ya de dolencias físicas no hago caso. Me sangra el alma, mi general. He visto al señor presidente de la República y le hablé de la injusticia que se está cometiendo con los presos políticos. Lo sentí molesto, pero le seguí hablando: "Vengo también a tratarle el caso de Cuba; le pido que apoyemos su causa revolucionaria. No debemos dejar que los imperialistas norteamericanos atropellen a un país hermano." Al oír esto me paró en seco y se levantó de su asiento diciéndome: "No compremos pleitos ajenos, mi general." Vengo sangrando. ¡Qué pena, decir esto el representante del régimen de nuestra Revolución que tanto costó al pueblo! Me halagan, dicen guardarme consideraciones, y de quien yo confiaba he recibido rudo golpe. Bien que se sienta ofendido por lo que haya dicho Siqueiros en el extranjero, y aquí mismo, en su contra; pero que quiera destruir el sindicalismo revolucionario, porque le hayan hecho creer que conspiraba contra su gobierno pretendiendo derrocarlo, es creencia infantil, ¿es que no conoce aún al pueblo? Además, el negar apoyo a Cuba ante la amenaza que ejerce el gobierno norteamericano, no lo concibo.

—Esté tranquilo, mi general —le dijo Cárdenas—, usted ha cumplido con su deber, empeñándose por la libertad de los presos y defendiendo la causa del pueblo revolucionario de Cuba. Conviene no volver a hablarle de ello al Presidente; no resiste se le trate de los ferrocarrileros presos ni de los que fueron englobados en la llamada "conjura". Para ello habrá que seguir caminos que no se acerquen a la susceptibilidad del hombre que tiene hoy la investidura institucional, para no hacer más delicada la situación de los propios presos.

Éste era un buen consejo: debían seguirse otros caminos que no hirieran la susceptibilidad enfermiza del Presidente, para no empeorar la causa de los presos políticos. En contra de las pruebas que el mismo Cárdenas adujo, López Mateos siguió creyendo en una conjura destinada a derrocarlo, y se mostró implacable, tratando de demostrar a los obreros que estaba dispuesto a hacerles concesiones siempre que no pusieran en duda el poder omnímodo del Ejecutivo sobre los trabajadores, en los que descansaba la verdadera estabilidad del gobierno.

El caso del pintor David Alfaro Siqueiros era diferente. Este líder mercurial organizó, días antes de que el Presidente emprendiera una gira por varios países latinoamericanos, varios mítines en algunas capitales y lo acusó de enemigo de la clase obrera y de rompehuelgas, provocando incidentes desagradables. El orgulloso López Mateos no le perdonó el desacato y lo mantuvo más de dos años preso en compañía del periodista Filomeno Mata; la gente entendió que se trataba de una venganza personal, y aunque muchas personalidades se empeñaron en defenderlo, se impuso el capricho de López Mateos.

El 10 de diciembre de 1961, acercándose ya el plazo en que debía dictarse la diferida sentencia, don Lázaro hizo una nueva gestión a favor de los trabajadores presos, visitando en su despacho al procurador general de la república, Fernando López Arias. La apariencia externa de este personaje correspondía bien a su catadura moral. Tenía la boca y el cuerpo torcidos —lo que le daba un aire bufonesco— y amaba las juergas, y como gobernador de Veracruz y cacique del Istmo se hizo millonario especulando con

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azufre y toda suerte de negocios ilícitos. En su cargo de procurador se había manifestado particularmente cruel, y aunque Cárdenas no desconocía ninguna peculiaridad de la carrera de este oportunista, sacrificando su orgullo decidió verlo.

—Posiblemente, señor procurador, usted desconoce los antecedentes del asunto que ya en otras ocasiones yo mismo le he expuesto al señor presidente de la República. Aun antes de que estallara la huelga, los ferrocarrileros manifestaron por mi conducto que estaban dispuestos a ceder en sus demandas y sólo pedían se les concediera una entrevista para solucionar el problema. El señor Presidente desoyó su súplica y ordenó su encarcelamiento y persecución. Según usted comprenderá, tales antecedentes no sólo pueden evitar que sean sentenciados a una larga condena, como se viene anunciando por la prensa, sino que eran suficientes para que se les pusiera en libertad si las autoridades judiciales no hubieran tenido un cúmulo de cargos, que los ha mantenido presos con amenazas de largas sentencias. Ahora bien, considerando la amistad que lo liga a usted con el Presidente he creído que usted sí podrá trasmitirle mi plática, porque ya en meses pasados pedí esto mismo a dos secretarios de Estado, a quienes pregunté de antemano si estaban en condiciones y voluntad de hacerlo, pero guardaron silencio. No le extrañe a usted que no le reitere al Presidente los antecedentes favorables a los presos, tengo razones para no hacerlo; pero hoy, urgido moralmente por mí mismo ante la proximidad de una injusta sentencia, he pensado en usted, señor procurador.

—Lo haré, y lo haré con gusto, atendiendo sus deseos. Le hablaré al señor Presidente, en la primera entrevista que tenga con él. Y tan luego haya algo que comunicarle a usted sobre este caso, se lo participaré por conducto de nuestro amigo el licenciado Vázquez Pallares.

En agosto de 1962, Cárdenas apostillaba: "No dio contestación alguna el licenciado López Arias a la confianza que puse en él al pedirle hablar al C. Presidente trasmitiéndole lo anterior, comunicado el 10 de diciembre de 1961. Procedió igual que los dos secretarios que visité y que fueron los ingenieros Rodríguez Adame y Alfredo del Mazo. Comprendo, temen disgustarlo y les faltó franqueza para manifestarme que no podrían hacerlo."

Última gestión

Cárdenas era tenaz. Después de todos los fracasos sufridos para liberar a los presos políticos, el 5 de diciembre de 1963 tuvo una nueva entrevista con el presidente López Mateos.

—Quisiera —le dijo— que me escuchara usted de amigo a amigo, dejando por unos minutos su investidura de Presidente.

—Hágalo usted —lo alentó López Mateos—, me agrada que me hable así.

—Sólo quiero reiterarle mi petición de que ayude usted a que obtengan su libertad los ferrocarrileros presos, y con ellos Siqueiros. Se lo solicito como amigo de usted y considerando que es en bien del régimen de la Revolución, que ha sido generoso ante casos de mayor trascendencia en periodos anteriores y que ello le ha dado fuerza moral al propio régimen. Hoy no se debe negar lo que han pedido numerosas personas del país y del extranjero, y más cuando hay procedimientos legales para que se les declare en libertad.

—Mire usted, ¿qué quisiera yo?: que ya estuvieran libres; pero es que están sujetos a un proceso de las autoridades judiciales. De mi parte no hay ni ha habido interés en que

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se les tenga presos; ni crea que yo guarde molestia o pasión algunas por sus ataques directos, o por los de sus amigos y los enemigos de mi gobierno. Usted sabe que estamos expuestos a que le adjudiquen todo lo malo al Presidente. Y vea usted, tengo cartas que he recibido últimamente de Pablo Neruda y del Doctor Atl, hablándome en favor de Siqueiros, y créame que me ha conmovido la carta del Doctor Atl, muy emotiva, llena de razonamientos, pero está de por medio una sentencia. Una vez que pasen las elecciones presidenciales podremos ayudarlos a que obtengan su libertad. Antes, no; podrían comprometerse más ellos mismos.

— Bien, señor Presidente, le agradezco su atención, ojalá y salgan durante su gobierno. Todavía el 12 de mayo de 1964, Cárdenas recordó a López Mateos su promesa de

ayudar a los ferrocarrileros presos una vez pasadas las elecciones que iban a celebrarse el día 5 de julio.

—No recuerdo —contestó el Presidente— que hayamos hablado de los ferrocarrileros y creo que de Siqueiros sí.

—Platicamos de todo, señor Presidente, y en primer término le expuse el caso de los ferrocarrileros, como le he hablado siempre que he tenido ocasión para ello. Quizá recuerde usted que la última vez que lo visité, en este mismo despacho a las 19:30 horas, empecé por pedirle: "Permítame que por un momento le hable al amigo y no al funcionario." Y usted respondió: "Me agrada que me hable así." Quiero referirme nuevamente a los ferrocarrileros presos. Va usted a salir del gobierno con mil satisfacciones propias, lleve usted una más: interviniendo para que se les cancele la condena a que han sido sentenciados, y no se moleste usted si insisto en que no cometieron los delitos de que se les acusa. Como usted sabe, las aprehensiones fueron numerosas, y aún se encuentran encarcelados Encinas, Lumbreras y otros hombres ajenos al gremio ferrocarrilero, de los que hay informes de que han observado correcta conducta. Y si los ferrocarrileros en su actitud de ir a la huelga se extralimitaron, como aseguran las autoridades que los han juzgado, ya han permanecido cinco años en la prisión. Y en esa ocasión, o sea, en la anterior entrevista, se sirvió usted reiterar: "Esperemos que pasen las elecciones de julio y entonces veré lo que hacemos por ellos." Y agregó usted: "Ahorita no les conviene salir, pueden comprometerlos en las agitaciones políticas del momento..." Bien, señor Presidente, le agradezco su consideración, sólo quiero anticiparle que en el penoso caso de los presos políticos de Guerrero, entre los que se encontraba el señor licenciado José María Suárez Téllez, que contendió como candidato a gobernador de aquel estado, pasaron varios meses desde la fecha en que el señor secretario de Gobernación, licenciado Gustavo Díaz Ordaz, intercedió por ellos hasta que lograron su libertad. Y hoy vuelvo a molestarlo a usted porque está próximo el término de su periodo de gobierno y posiblemente requiera mayor tiempo el trámite para libertar a los ferrocarrileros presos.

—No, mi general, son reos peligrosos, empezando por Vallejo. Pretendían una huelga general y derrocar al gobierno. Vallejo tiene varios procesos desde antes de haber tomado parte en los paros de trenes que realizaron cuando aún no terminaba el plazo para declarar la huelga.

—Recuerde, señor Presidente, que antes de los paros informé a usted, por conducto del doctor Lauro Ortega, que la directiva del sindicato ferrocarrilero y Valentín Campa querían que usted los recibiera, y que tenían la seguridad de que lo que no podían arreglar, con las personas que usted designó, se resolvería si usted los escuchaba. Manifestaron también —y así lo hice conocer a usted —que había sujetos oficiales interesados en provocar la huelga.

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—No, lo engañaron a usted y me engañaron a mí; los conozco mejor que nadie; los he tratado mucho. Además, no recuerdo que usted me haya hablado de los ferrocarrileros y sí de Siqueiros.

—Hablamos de él al manifestar usted que no había podido hacer nada en su favor a pesar de su propio deseo. Y usted agregó: "tengo carta de Pablo Neruda y una del Doctor Atl que me ha conmovido".

El Presidente concluyó con énfasis:

—No me habló usted de los ferrocarrileros ni yo ofrecí nada sobre ellos.

"Sentí frío —comenta en su diario el general Cárdenas— al negarse a sí mismo el jefe del Estado de nuestro país, pretendiendo olvidar una plática y una promesa tan recientes. Habría sentido menos pena, por él mismo y por la respetabilidad de su representación, si hubiera dado razones de imposibilidad para intervenir y no negarlo. Me encontré en ese momento ante un hecho insólito, impropio del primer magistrado de la nación, y en tanto hablaba él de otros temas, pensé en la distancia de hoy a la grandeza y heroicidad de nuestro benemérito Juárez, a la hombría personal y política del presidente Carranza, a las decisiones y valor del presidente Obregón y a la serenidad del presidente Calles ante los audaces denuestos que el C. diputado profesor Aurelio Manrique le lanzó en la Cámara de Diputados durante la lectura de su manifiesto institucional."

Al llegar en la noche a la casa de su hijo Cuauhtémoc, su mujer le preguntó:

—¿Te fue bien en tu visita?

—Sí, bien del todo —respondió.

Y escribió esa misma noche:

"¿Para qué enterarlos de la negativa del Presidente sobre este caso, que saben ha sido mi preocupación moral por un acto injusto que nos afecta a los que hemos luchado por la depuración administrativa del régimen de la Revolución?

"Recordaré esto como un hecho extraordinario en que por pasión, vanidad de fuerza artificial y ausencia de sensibilidad se juega con la vida de los trabajadores que confiaron en el gobierno y en lo justo de su causa y que hoy se ven abandonados y traicionados por quienes están recibiendo los beneficios de la lucha sindical que los llevó a la prisión. Al presidente López Mateos le llegarán las horas de reflexión cuando se haya disipado el humo de las pasiones y adulaciones de los que se convencerá no fueron ni serán sus amigos."

El 30 de noviembre, es decir un día antes de que López Mateos dejara la Presidencia, Elena Vázquez Gómez telefoneó a Cárdenas para anunciarle que el general Jara le había informado que los presos políticos habían sido indultados.

Don Lázaro se apresuró a escribir: "Con este acto el Presidente deshace todo lo que anoté como resultado de las diferencias que tuve con el propio C. Presidente abogando por los presos... Le felicito y nos felicitamos de que se elimine esta situación que ha venido pesando sobre la tolerancia que debe mantener el régimen de la Revolución para todas las corrientes de opinión."

Sin embargo, en sus acostumbradas notas de fin de año el general se pregunta: "¿Por qué salió libre Siqueiros y no Campa y Vallejo?" Siqueiros, meses después, en una reunión que tuvo con López Mateos, incluso no vaciló en dar un cordialísimo abrazo a su viejo enemigo.

López Mateos mantuvo hasta el fin su rencor. Los dos líderes juzgados como excepcionalmente peligrosos fueron liberados ya bajo el gobierno de Díaz Ordaz y así quedó liquidado un enconado conflicto que cuatro años después debía renacer en otras condiciones.

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Los estudiantes habrían de tomar el puesto de los castigados trabajadores.

La Conferencia Latinoamericana

Veintiún años después de haber dejado la Presidencia, Cárdenas pudo organizar, junto con eminentes personalidades, la Conferencia Latinoamericana por la Soberanía Nacional, la Emancipación Económica y la Paz, inaugurada en México el 4 de marzo de 1961. En su discurso de apertura, el general retomó algunos de los viejos temas esenciales que habían regido la acción de su gobierno. Principió haciendo notar que las naciones que se encuentran dentro del sistema capitalista no ofrecen un todo homogéneo: un pequeño grupo de estados industrializados concentran la mayoría de la riqueza mundial y son poseedores de un gran poder económico y político, mientras la mayoría vive de la agricultura, en un ambiente de pobreza económica y cultural, y percibe por habitante un ingreso real que es tan sólo una pequeña fracción del que disfrutan los países desarrollados. "Muchos de estos pueblos —añadía— estuvieron hasta fecha reciente sometidos a la dominación política de potencias imperialistas, otros aún lo están, y los que conservaron su soberanía política, estuvieron o están dominados económicamente desde el exterior, resintiendo efectos semejantes a los de las colonias.

"Afirmamos por tanto que mientras haya un país sin libertad, presenciemos la existencia de naciones sin independencia política, se mantenga vulnerada, en cualquier forma, la soberanía nacional y confrontemos el espectáculo injusto del sometimiento económico o político de un país a otro no será posible que la paz prevalezca en el mundo. Una paz perdurable está ligada a la liberación de los territorios coloniales, al respeto absoluto de la soberanía y a la consolidación de la emancipación económica de las naciones.

"Aceptar el aislamiento entre nuestros propios pueblos, que tienen la misma historia y están unidos por la sangre y el idioma, sería un grave error, como también querer permanecer ajenos al desarrollo de otros continentes, cuando resulta evidente que nuestros problemas no son extraños al cuadro del proceso mundial.

"América Latina tiene grandes recursos naturales, puede producir todas las materias primas, cuenta con grandes reservas petroleras y minerales, fuentes de energía hidráulica y una población de 200 millones de habitantes. Si aprovechamos estas grandes riquezas en beneficio de nuestros propios países, América Latina podrá transformar la pobreza en prosperidad. Les bienes de capital necesarios para su desarrollo deben invertirlos los propios latinoamericanos. Sólo así se logrará la emancipación económica de nuestra nación.

"El latifundio, una forma anacrónica, condiciona la agricultura de monocultivo, obliga a mantener la producción de materias primas que se exportan y elaboran en otros países aun con detrimento de las necesidades del consumo de su población, impone sistemas de explotación del trabajo de los hombres, mantiene un ínfimo patrón de vida y como consecuencia la miseria, el atraso técnico y la ignorancia de grandes masas de trabajadores.

"Estas condiciones, de inferioridad e injusticia, tendrán que sustituirse mediante su transformación política en naciones positivamente democráticas, y con el cambio de su estructura económica, que eleve los niveles de vida de sus habitantes por medio de la industrialización.

"No creemos que los problemas de Latinoamérica deban resolverse, siempre, precisamente por la violencia. Para evitarla, los pueblos deben organizarse políticamente

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y luchar por la democracia como expresión de la voluntad ciudadana. Pero, aunque parezca paradójico, las mismas tácticas imperialistas que confunden violencias y guerras amenazan hoy en convertir, objetivamente, las luchas revolucionarias en conflictos bélicos.

"El mecanismo imperialista, por el cual las demandas populares latinoamericanos tienden a convertirse en revoluciones y éstas en conflictos bélicos, está integrado por un par de fuerzas, una tenaza de acción: el enlace de la política anticomunista con los programas de austeridad económica.

"La política anticomunista en Latinoamérica trata de presentar como movimientos subversivos de inspiración comunista a toda lucha democrática, a todo afán de preservar la soberanía nacional, por cuanto estas corrientes se ven enfrentadas a los intereses del gran capital financiero.

"La política de austeridad en América Latina sólo afecta a los trabajadores de la ciudad y del campo, mediante la congelación de sus salarios, y significa la explotación de sus fuerzas productivas en beneficio de los grandes consorcios internacionales.

"La defensa de los intereses de la clase obrera debe ser obra de su propia unidad. Dispersa y dividida, como está, será siempre víctima de la explotación.

"El pueblo cubano, encabezado por líderes incorruptibles, hizo caer no sólo a un gobierno antinacional, sino a los latifundistas extranjeros, a las compañías telefónicas, eléctricas y petroleras, a los grandes diarios subsidiados, a los ejércitos mercenarios y a los opositores criollos. Esto explica que el impacto de la Revolución cubana haya repercutido en todos y cada uno de los países en que funcionan los mismos instrumentos que se rompieron en la mayor de las Antillas. Demuestra asimismo que un asunto estrictamente interno, como lo es la Revolución cubana, se haya convertido en un problema internacional. Para cualquier gente de buena fe y de criterio independiente, queda claro que la responsabilidad de la internacionalización que sufrió un caso estrictamente nacional en sus orígenes, recae, total e inapelablemente, en los grandes consorcios monopolistas. El gobierno y el pueblo cubanos son esencialmente pacifistas. Rechazan y combaten la guerra; pero defienden su Revolución. Han manifestado estar dispuestos a resolver, por los conductos diplomáticos normales y en forma amistosa, el conflicto suscitado con el gobierno norteamericano. Deseamos que así sea, ya que este entendimiento entre dos pueblos vecinos fortalecerá la conciencia continental por la solución pacífica de todos los conflictos, por el absoluto respeto al desenvolvimiento libre de su vida cultural, política y económica, y por la condenación de cualquier injerencia que atente contra la voluntad soberana de los Estados." [59]

El Movimiento de Liberación Nacional se organizó en agosto, como fruto inmediato de la Conferencia. [60] Tenía ya entonces setenta comités locales y el apoyo de organizaciones de mujeres —campesinas, obreras, estudiantes, profesionistas, intelectuales—, que principiaron de inmediato un programa de difusión, actos públicos, mesas redondas, conferencias regionales, encuentros de sectores populares y estudios de problemas nacionales. El programa, elaborado por técnicos de izquierda, se dividía en dos grandes apartados, el de la Soberanía Nacional y el de la Emancipación Económica. El primero comprendía la lucha contra el imperialismo y el colonialismo, la libertad de los presos políticos y la solidaridad con Cuba; el segundo, principios generales, nacionalización, reforma agraria, industrialización, financiamiento del desarrollo económico nacional, comercio exterior, balanza de pagos y elevación del nivel de vida del pueblo. Un tercer capítulo se consagraba a la cultura y a la educación; un cuarto, a la lucha por la paz y la cooperación internacional. Y terminaba con un llamamiento que concluía de este modo:

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"Llamamos a todos los sectores democráticos a cerrar filas, a sumar sus fuerzas, a superar las diferencias que obstaculicen la acción común, a participar en una lucha diaria, amplia y democrática en bien de México. Las perspectivas son alentadoras; pero sólo trabajando con entusiasmo, con responsabilidad, con espíritu de sacrificio y sin descanso podremos convertir en realidad las exigencias del pueblo de México:

Plena vigencia de la Constitución.

Libertad para los presos políticos.

Justicia independiente, recta y democrática.

Libre expresión de las ideas. Reforma agraria integral.

Autonomía y democracia sindical y ejidal.

Dominio mexicano de todos nuestros recursos. Industrialización nacional sin hipotecas extranjeras. Reparto justo de la riqueza nacional.

Independencia, dignidad y cooperación internacionales. Solidaridad con Cuba.

Comercio con todos los países.

Democracia, honradez y bienestar.

Pan y libertad.

Soberanía y paz."

Tanto la Conferencia Latinoamericana como los trabajos del Movimiento de Liberación Nacional, realizados en plena guerra fría, tuvieron grandes repercusiones. La prensa los atacó desde el principio, calificándolos de comunistas, y el gobierno los observó con recelo, sin molestarlos debido a la presencia del general Cárdenas. Sin embargo, un movimiento de ese tipo, que no trataba de convertirse en un partido político, estaba condenado al fracaso. Logró reunir en su momento a todas las personalidades de izquierda, y logró también muchos de sus objetivos prácticos —conferencias, agrupaciones, estudios, defensa de Cuba—, si bien no penetró en las masas trabajadoras debido al severo control que se mantenía sobre ellas.

De hecho, el programa del Movimiento no ha perdido nada de su vigencia. Se adelantó a las exigencias crecientes del Tercer Mundo y queda como un ejemplo de lo que debe hacerse si queremos en verdad obtener la soberanía nacional, la emancipación económica y la paz, no sólo para nosotros sino para todos los pueblos sojuzgados de la Tierra.

La cuestión cubana

En medio de la guerra fría, estalló la noticia de que Fulgencio Batista había huido de Cuba la noche del 31 de diciembre de 1958 ante el acoso de los rebeldes castristas. Los Estados Unidos no supieron valorar el alcance de esta lucha. Creyeron que Fidel Castro, jefe de una revuelta latinoamericana, seguiría el camino de sus antecesores y con el tiempo se transformaría, como fue el caso de tantos otros, en un dictador subordinado suyo.

Cuba, la llave del Golfo, había sido, desde la derrota española, una colonia de los Estados Unidos, con todas sus consecuencias económicas y sociales. Allí prevalecían las inversiones norteamericanas y las de un puñado de ricos hacendados, negociantes y políticos que habían hecho fortunas colosales especulando con el azúcar, mientras la mayoría del pueblo padecía por falta de trabajo y de oportunidades.

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La Habana se había convertido en una especie de oasis tropical donde los turistas norteamericanos disfrutaban las excelencias combinadas del mundo, el demonio y la carne.

La vieja cultura española, casi intacta, se unía a la magia del antiguo esclavo africano, y todo este conjunto de matices, de olores y sabores capitosos, diluidos en la caliente atmósfera del Caribe, parecía concentrarse en la ondulación de las caderas mulatas surgidas al reclamo de los tambores.

Como toda gran potencia colonial, los Estados Unidos despreciaban a los cubanos en particular y al mundo del Caribe en general. Cuba era un buen lugar para hacer negocios o divertirse y nada más. El aparato de inteligencia norteamericano pareció subestimar la circunstancia de que los guerrilleros de la Sierra Maestra eran, por primera vez, revolucionarios profesionales con una idea precisa de su realidad y de la urgencia de modificar radicalmente las obsoletas estructuras del poder. Ante la reforma agraria que afectaba sus intereses, los Estados Unidos reaccionaron al viejo estilo cesáreo del Big Stick, y a partir de entonces, cada nueva medida aumentó su cólera de tal modo que pocos meses después ya no hubo ninguna posibilidad de entendimiento. Trató luego de vencerla suprimiendo las compras de azúcar, de las que vivía Cuba, pero este último recurso, dictado en un momento demencial, empeoró las cosas. La isla, amenazada de muerte, se unió más estrechamente a la Unión Soviética. Y de pronto, Norteamérica comprendió que lo impensado, lo totalmente absurdo, era una realidad: el odiado enemigo se había introducido en su casa, en su propio terreno, estaba a noventa millas de sus costas, y que la guerra fría, llevada con tanto cuidado en América Latina, había demostrado su ineficacia; sólo le quedaba un camino: extirpar para siempre esa célula cancerosa, y decidió hacerlo, no ella misma —esto equivaldría a un genocidio— sino hipócritamente, echando mano de los ricos cubanos desplazados, de los traidores, y pertrechándolos con sus enormes recursos.

El 17 de abril de 1961, mil doscientos "gusanos", dotados de armas modernas y bien ejercitados, desembarcaron y embistieron por las tres carreteras que a través de una marisma conducían al pequeño aeropuerto de Playa Girón. Cuando Fidel Castro pudo llegar a la apartada bahía, ya dos carreteras habían sido tomadas. Situó un tanque en la tercera, rechazó la invasión y ordenó que sus viejos aviones atacaran los barcos. Incapacitados de tomar el aeropuerto, cortados de sus abastecimientos marinos, los mercenarios quedaron empantanados en la marisma y hechos prisioneros.

Desde luego, el alto mando de los Estados Unidos no pensaba conquistar la isla con tan escasos elementos. Trataba de establecer una cabeza de puente, apoyándose en el aeropuerto, consolidarla posteriormente y establecer allí un gobierno provisional que pediría el apoyo del pueblo cubano y el de los Estados Unidos, pero todo este plan, no del todo absurdo, se desbarató en pocas horas. El anterior bombardeo del aeropuerto de La Habana no destruyó los escasos aviones de Castro, el pueblo estaba a favor de la revolución y no de sus explotadores, como era el caso de los antiguos carboneros de Playa Girón, y para aplastar al ejército cubano se hubieran necesitado 500 mil soldados y la movilización de toda la maquinaria de guerra de los Estados Unidos. Al enterarse Kennedy de la reacción mundial sobre la fracasada invasión, decidió no enviar sus aviones y sus barcos y optó por estrangular a Cuba económicamente y, de serle posible, asesinar a Fidel Castro.

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Interviene Cárdenas El general Cárdenas no sólo había seguido paso a paso el proceso de la revolución

cubana, sino que en cierto modo había contribuido a salvarla, pues el 1 de agosto de 1956, al recibir un mensaje de Fidel Castro y sus camaradas de que estaban presos y las autoridades mexicanas les habían dado un plazo de 15 días para abandonar el país, debido a sus actividades guerrilleras, le pidió al presidente Ruiz Cortines que les concediera el derecho de asilo, a lo que éste accedió. El día 2, Castro personalmente le dio las gracias por su intervención y Cárdenas escribió de Fidel en su diario: "Es un joven intelectual de temperamento vehemente, con sangre de luchador. Reiteró que sabrán responder tanto él como sus compañeros al asilo que se les otorga, respetando las leyes del país."

Cárdenas, al conocer la invasión, reaccionó como si estuviera dirigida contra México. La dividida izquierda olvidó sus pueriles agravios, y el día 18, los intelectuales, los estudiantes y mucha gente del pueblo organizaron un mitin de protesta. Estaban reunidos en la plaza de la Constitución cuando se escucharon voces enardecidas: "¡Está aquí el general Cárdenas! ¡Ha venido el general Cárdenas! ¡Que hable el general Cárdenas!"

Y en efecto, "la Esfinge de Jiquilpan", que nunca habló y se mantuvo apartada del centro de México y de toda aparición pública, surgió de modo imprevisto, rodeada de una multitud delirante; luego se le alzó en vilo hasta el techo de un automóvil. Y el general habló largamente:

"Esta manifestación de la juventud de México, manifestación de solidaridad al pueblo de Cuba que en esta hora se ve agredido por fuerzas extrañas a su territorio, es muy significativa, porque puede contribuir a evitar una de las más graves crisis bélicas, no sólo para los pueblos de Latinoamérica sino para todos los pueblos del mundo.

"En nuestra América, Cuba está siendo agredida y es necesario que los pueblos todos de Latinoamérica manifiesten su solidaridad en forma tal que revele ante el mundo la fuerza moral de nuestros propios pueblos.

"Si los gobiernos de Latinoamérica no quieren que intervenga, por ejemplo, la Unión Soviética en la agresión que está sufriendo el pueblo de Cuba, ¿por qué no asumen el papel que les corresponde y le dicen a los Estados Unidos: somos los defensores de nuestros propios hermanos, de los países de América Latina; no necesitamos que vengan a ayudarnos? Pero ¿cuál es la actitud de los gobiernos de Latinoamérica? Sólo uno que otro toma el papel que le corresponde, la mayoría es indiferente ante la actitud de los Estados Unidos, que intervienen en un país de nuestra propia sangre.

"En casi todos los países de Latinoamérica se está manifestando en estos momentos la solidaridad con el pueblo y el gobierno revolucionario de Cuba, pero también en varios países de nuestro propio continente hay represiones por esta actitud de solidaridad. Y ¿quién tiene la culpa de todo esto? El país vecino, que ha mantenido la guerra fría a través de varios años. ¿Con qué interés? El mantener en poder de sus nacionales las fuentes de riqueza de nuestros países.

"Y no vamos a resolver el problema de México y de los demás países con simples gritos o acciones aisladas, no. Debemos organizarnos. Que se organice la juventud de toda Latinoamérica, que se organicen los sectores intelectuales, los obreros que respondan a sus compromisos y. obligaciones, que en cuanto al sector campesino, éste se organiza solo.

"De esta manifestación debe salir un mensaje firmado por las agrupaciones estudiantiles, obreras, campesinas, intelectuales, de todos los sectores aquí representados, pidiendo que se levante el bloqueo que se tiene por mar y aire sobre la

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isla de Cuba, porque los pueblos de Latinoamérica no pueden permitir que se mantenga el bloqueo sobre Cuba, a la que tratan de ahogar; o abren el bloqueo o lo abrimos, como dice ese muchacho. (Un muchacho había gritado, momentos antes, `!Vamos a levantarlo!')

"Es necesario que se abra el bloqueo, que se deje al país cubano libertad para moverse en el mar, para moverse en el aire, para hacerse oír por el cable en todo el mundo, pero que no lo sigan bloqueando. Aquí mismo, un ex presidente de México no ha podido salir a Cuba. ¿Por qué? Porque no quieren las compañías de aviación. La compañía, con capital mexicano y extranjero, que aquí en México tiene la línea hacia Cuba, no quiere hacer el viaje. Hay que dejarlos que sigan exhibiendo su inconsecuencia, su irresponsabilidad; les llegará el momento alguna vez.

"No queremos la intervención de los Estados Unidos, ni deseamos la intervención de la Unión Soviética en nuestros asuntos internos. Pero de intervenir Estados Unidos, intervendrá la Unión Soviética.

"Se refieren ustedes a la prensa. La prensa misma, la prensa llamada `grande', ¿qué representa? Representa la negación de la prensa libre, porque es parcial y actúa dictatorialmente. Y ¿qué son también los escritores que no dejan de escribir contra los intereses del pueblo? Son caciques de la pluma. Entonces, contrarréstenlos ustedes con prensa nueva. ¿Que carecen de recursos? Si se dispone cada uno, así como las agrupaciones, a dar su cooperación, por modesta que sea, para sostener una revista, un periódico, un partido, tendrán prensa libre, tendrán autonomía y tendrán libertad política; pero si no lo hacen, si todo lo dejan para el mañana, si no se resuelven a realizar un trabajo con disciplina y continuado, entonces no nos quejemos más que de nosotros mismos.

"Cerramos esta manifestación agradeciéndoles, a nombre del pueblo de Cuba, su solidaridad, y felicitándolos por este grandioso acto de la juventud de México, en que se manifiesta la dignidad de nuestro país frente a los intereses colonialistas del imperialismo internacional." [61]

La plaza aparecía iluminada por las luces frías del mercurio. La enorme masa del Palacio Nacional yacía en las tinieblas, y muchas de las personas que habían asistido a la manifestación de la expropiación petrolera, en la que se llevaban los ataúdes de las empresas difuntas entre el repique de las campanas y las exclamaciones de júbilo, recordaban la figura del presidente Cárdenas en el balcón central y comparaban aquella lejana hora de triunfo con lo que ocurría en ese momento: de su lugar encumbrado, don Lázaro había descendido a la calle; ya no era el mandatario supremo, pero aún interpretaba los deseos del pueblo y suscitaba la misma confianza.

Su presencia en la manifestación provocó un gran revuelo. Esta vez, ante su abierto desafío, los periódicos lo llamaron comunista, vendido al oro de .Moscú y traidor a los intereses de México, que comprometía con su incalificable conducta. Estas injurias de una prensa mercenaria las resintió dolorosamente el general Cárdenas, para quien las palabras tenían un significado preciso.

A pesar de que no se sabía cuáles eran las represalias de los Estados Unidos y Cuba estaba cercada, Cárdenas trató, el mismo día 18, de tomar un avión para irse a combatir al lado de las fuerzas de Fidel Castro. Tropezó con un muro infranqueable. Los vuelos comerciales estaban suspendidos, y el presidente López Mateos, temeroso de provocar el enojo de los Estados Unidos, había dado órdenes terminantes de que no se le proporcionara ningún avión oficial o privado.

El 21 de abril, comentando la invasión, escribe: "Fue una trampa bien urdida en la que cayó la ingenuidad del presidente norteamericano Kennedy... El Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia planearon y realizaron la invasión de Cuba con los

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elementos cubanos que lanzaron el ataque. La prensa norteamericana publicó con todo descaro quiénes fueron los autores de la invasión: `El gobierno norteamericano perdió más de cincuenta millones de dólares y quedó en ridículo ante el mundo:. . . Los pueblos latinoamericanos —concluía— no deben permanecer indiferentes ante la agresión a la soberanía nacional de Cuba. La causa de la soberanía de este país es la causa de todos los países."

El día 22, leyendo un titular del diario Novedades que decía: "Kennedy está librando una cruda batalla contra el comunismo", comenta: "Sí, pero que no quiera librarla en contra de los grupos progresistas de Latinoamérica que en realidad no son comunistas; que se enfrente a la Unión Soviética que tiene con qué contestarle y deje en paz a nuestros pueblos que ya han sufrido bastante con la guerra fría que nos vino de Norteamérica."

El 28, Cárdenas fue invitado por el presidente López Mateos y tuvo con él la siguiente conversación, que él reconstruyó el día siguiente hasta cerca de la media noche. López Mateos estaba afectuoso y le preguntó:

—¿Cómo está, mi general?

—Bien, señor Presidente. Le envié con el doctor Ortega una carta sobre mi retiro del ejército al cumplir mi edad límite fijada por la ley.

—Sí, mi general, pero quedamos que después del 20 de noviembre, después que pasara la reunión de los ex presidentes en el acto de celebración del cincuentenario de la Revolución, volveríamos a hablar de ello y no lo hemos hecho hasta hoy. Además, deseamos que no se retire usted, lo necesitamos.

—¿Para qué? No hay guerra interior ni con el extranjero que lo amerite; y por ley he quedado fuera del servicio.

—Sí, pero en tanto el gobierno no le conteste a usted su solicitud no puede considerarse retirado. Créame —le dijo d Presidente, cambiando de tema— que estoy preocupado por su anuncio de ir a Cuba. Muy peligroso su viaje.

—En qué aspecto, señor Presidente, ¿personal? Considero que la vida de un ex presidente tiene importancia relativa y no preocupa su final. Y en el orden político creo no hacerle mal al país. En el caso de Cuba me siento obligado a servirle en los precisos momentos en que la aviación y la escuadra norteamericanas invaden su territorio. Pero la suspensión oficial de los vuelos, de México a Cuba y aun de México a Mérida, impidió mi viaje a ese país.

—Le habría sido casi imposible llegar ante la aviación y la marina enemigas.

—No habría importado; llegando o no, hubiera cumplido con mi deber de simple ciudadano ante la agresión a un país hermano, y más, recordando que fue Cuba el único país que nos auxilió con un barco de mercancías cuando Norteamérica quiso agredimos económicamente con motivo de la expropiación petrolera. Y mi salida no habría ocasionado daño político alguno ni a su gobierno ni a nuestro país, como se ha querido hacer creer a través de la prensa y por pláticas de elementos oficiales y particulares.

—México pasa ahora por una situación difícil; el ingreso por concepto turístico se ha reducido. La campaña en el exterior es muy intensa y pienso que estamos comprando pleitos ajenos.

—Me parece, señor Presidente, que ante todo está primero la solidaridad que debe brindar México en la defensa de la soberanía de los países latinoamericanos, como es hoy el caso de Cuba, que está siendo agredida militarmente por el gobierno norteamericano, y negar o desentenderse del apoyo, cuando menos moral, que debe prestarse a Cuba, aun a costa de los sacrificios que fuere preciso afrontar, sería negar la trayectoria de México y desconocer sus obligaciones internacionales. Todos los pueblos

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de Latinoamérica se resisten a aceptar la intromisión del poderoso país del Norte en los asuntos internos de nuestros países, y los gobiernos tienen que ser consecuentes con el sentir de sus respectivos pueblos, que piden que los Estados Unidos cumplan los compromisos que han firmado ante la Organización de las Naciones Unidas, la Organización de Estados Americanos y otros organismos.

—Usted ya ha visto nuestra postura, al lado de Cuba en defensa de su soberanía.

—Sí señor, y ello le ha dado mayor prestigio a México. Yo me permito pedirle que se mantenga esta actitud ante las invectivas criminales de nuestros vecinos, que tratan de impresionar a los pueblos latinoamericanos con su ya conocida campaña anticomunista, cuando bien saben que el pueblo cubano ha realizado una revolución con su propio pueblo y con ideas propias, y que si Cuba ha entablado relaciones comerciales con países socialistas, se debe, primero, a la agresión económica que inició el gobierno norteamericano, y segundo, y es lo más penoso, a que toda Latinoamérica la abandona, negándose a auxiliarla con los productos que necesita para su consumo inmediato.

—Así es, pero es que estamos sorteando un caso muy peligroso.

—Hay que confiar, señor Presidente, en la fuerza moral de los pueblos, y más si se organiza la solidaridad latinoamericana y su gobierno está en condiciones de hacerlo.

—Pero no hay que olvidar que para desarrollarnos necesitamos obtener de nuestros vecinos todo lo que se pueda en beneficio del país.

—¿Y no es oportuno recordar hoy las prevenciones de nuestro Benemérito, de no comprometer a los países con empréstitos?

—Eso ya pasó a la historia —respondió alzando la voz—, fueron circunstancias de otros tiempos.

—Los favores que ofrece el gobierno norteamericano son siempre bajo condiciones lesivas. Hoy quiere que se abandone a Cuba y pretende que México se abstenga de opinar sobre lo que los Estados Unidos decidan hacer, contrariamente al derecho internacional, en nuestros propios países, y ello va a resultarles difícil, ya que numerosos sectores de América Latina no secundarán la agresión, ni creen en los infundios que se utilizan en la campaña que se viene haciendo en contra de la república hermana. Los pueblos se dan cuenta de que se ha recrudecido la intriga contra los grupos y los países que simpatizan con la revolución cubana y que hoy se está haciendo más intensa con la complicidad del alto clero político, que utiliza el púlpito para servir los intereses económicos del imperialismo norteamericano. Al parecer un tanto contrariado y alzando la voz, el Presidente expresó:

—Se dice que los comunistas están encerrando a usted en una madeja peligrosa.

—¿Cuáles comunistas? Si no lo sabe usted, debo decirle que el origen de esta campaña proviene de intereses de los Estados Unidos. Los enemigos de mis amigos fueron en otro tiempo enemigos de usted, y por sus actividades políticosociales de entonces, llegaron a considerarlo, a usted mismo, comunista. Usted bien conoce que los que luchan por el progreso de México y por la defensa del patrimonio nacional, no son desleales al país y quieren el cumplimiento de los postulados de la Revolución consagrados en la Constitución de 1917. Ciertamente el momento es difícil, no sólo para México, sino para toda Latinoamérica. Nuestros países pagan muy caro la lucha de los Estados Unidos con el bloque socialista. La guerra fría que esta lucha produce agobia a los pueblos de Latinoamérica. Y lo importante es que el gobierno de México, el primer magistrado de la nación, no pierda la serenidad y confíe en su propia investidura institucional, y no permita que se descienda al odio y se recurra a la fuerza en casos en que basta la fuerza moral del gobernante para dar solución a los problemas.

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Comentó Cárdenas que el Presidente no contestó, pero escuchó su plática y la resistió sin molestarse como había ocurrido en otras ocasiones cuando se habló de los presos políticos. Al intentar despedirse, López Mateos lo retuvo y le pidió que aceptara el cargo de vocal ejecutivo de la Comisión del Balsas.

—Señor, si yo ingresara a la administración se intensificaría la campaña que la prensa viene haciendo en contra mía, y molestaré a usted y a su gobierno.

—No lo creo —respondió López Mateos—, pero ¿por qué entonces no se hace usted cargo del PRI?

—Considero, señor Presidente, que no soy la persona adecuada para tal puesto. El pueblo quiere siempre renovación de hombres y mi presencia en el Partido le traería a su gobierno complicaciones con los intereses políticos actuales en juego. En cambio, si todos los ex presidentes de la República están dispuestos a cooperar con su gobierno en puestos secundarios, dependiendo de Secretarías, como están las comisiones de las cuencas de los ríos, desde luego yo participaré en puesto aún más modesto que la Comisión del Balsas, porque todos los ex presidentes nos pongamos a sus órdenes. Si le parece a usted, yo haría esta proposición al ingeniero y general Pascual Ortiz Rubio, a don Adolfo Ruiz Cortines y al licenciado Emilio Portes Gil, y les pediría, en caso de estar de acuerdo, que ellos hablaran sobre el particular con el licenciado Miguel Alemán Valdés y el general Abelardo Rodríguez.

Unión de la familia revolucionaria

El 29 de noviembre de 1961, Cárdenas tuvo otra larga entrevista con el Presidente. La atención del general se había fijado, desde 1940 y casi de un modo obsesivo, en los yacimientos ferríferos del país y de modo especial en los de Michoacán y de Colima. Pensaba, sin duda, en completar la industria del petróleo nacionalizado con la del acero y en esa ocasión habló de los yacimientos que debían ser explorados para conocer su capacidad y facilitar el desarrollo de las costas del Pacífico. Existían numerosas concesiones donde no se realizaba ningún trabajo.

—Todo eso se va a normalizar mediante la nueva ley minera —respondió el Presidente—. Y a propósito de Las Truchas, ¿qué pasa con la Comisión del Balsas?

—Yo le propuse a usted, en una audiencia anterior, que se invitara a todos los ex presidentes a colaborar con el gobierno en puestos secundarios subordinados a los secretarios de Estado. Por mi parte, estoy a sus órdenes desde luego y no precisamente para la Comisión del Balsas. Puedo ir a un puesto más modesto. Considero conveniente que se vea que todos los ex presidentes hemos vuelto, después de haber servido en el puesto más alto, a la condición de simples ciudadanos, sin interferir absolutamente en las decisiones y autoridad que corresponden al primer magistrado de la nación. Ya me he entrevistado con el licenciado Portes Gil y con el señor Ruiz Cortines. El licenciado ocupa un cargo en los seguros. Don Adolfo se mostró indeciso. Habló de su salud y de la imposibilidad de salir al campo. Le respondí que no necesitaba salir de la ciudad, que podría desempeñar la gerencia de Guanos y Fertilizantes o la de Petróleos. Cuando él alegó que la situación de México era difícil, por lo precario de su economía y los problemas de carácter internacional, le repliqué: "Si usted considera delicada la situación del país, todos los ex presidentes debemos aceptar cualquier puesto por patriotismo, alejándonos o desprendiéndonos de los negocios particulares para ponernos al servicio de los intereses de México." Y don Adolfo concluyó: "En principio me parece bien, y pronto resolveré sobre ello."

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—Aceptó una comisión aquí, en la capital —intervino el Presidente—, y también aceptó el ingeniero Ortiz Rubio. El licenciado Portes Gil, en efecto, ya desempeña un cargo. Me falta hablar con el licenciado Alemán, e igualmente espero que aceptará. Sólo el general Abelardo Rodríguez contestó que estaba muy cansado y enfermo, que no podía moverse de una región a otra; pero si se le diera el puesto de conserje del Palacio Nacional, él lo aceptaría.

El general Cárdenas dijo para sus adentros: "Se trata de una ironía. Se le ha visto recientemente y tiene una energía impropia de sus setenta años."

Pocos días después tomó forma la propuesta del general Cárdenas y por primera vez seis ex presidentes ocuparon cargos en la administración. Figuraban los tres mandatarios del maximato, Cárdenas —el presidente de la ruptura—, y Miguel Alemán y Ruiz Cortines, los dos presidentes civiles que debían iniciar otro periodo de la historia. El pacto de unidad inaugurado por el difunto Ávila Camacho seguía vigente. Las diferencias entre Portes Gil y Ortiz Rubio o entre Miguel Alemán y Ruiz Cortines habían desaparecido, y aunque la política cardenista tenía poco que ver con la de los demás ex presidentes, su integración al sistema daba al país la imagen de una continuidad revolucionaria en contraste con los brutales choques del pasado inmediato. La unidad de la "familia" era un hecho. Cárdenas trató de que los ex presidentes abandonaran sus negocios particulares y sirvieran al país siguiendo su ejemplo, y logrado esto en parte, se suavizó la dureza del modelo autocrático que considera trastos estorbosos a los pasados mandatarios.

Los ataques En sus Apuntes, el general Cárdenas da la impresión de que ha intentado organizar

su defensa, ya que no deja pasar ningún ataque sin documentarlo cuidadosamente, como es el caso del general Henríquez, quien, el 7 de julio de 1954, cuando ya pocos se acordaban de su derrota, declaró en El Universal: "Desde 1952 corté mis relaciones políticas con el señor general Lázaro Cárdenas, y ni la Federación de Partidos del Pueblo ni yo recibimos ninguna orientación de él; obramos libremente y no tenemos ningunas ligas con el comunismo; lo mismo rechazamos el comunismo interior que el internacional."

"Sus declaraciones no son novedad —comenta el general Cárdenas—, es una clarinada en momentos en que los espíritus entreguistas critican toda manifestación de solidaridad al gobierno y al pueblo de Guatemala, agredidos en su soberanía por la intromisión del gobierno norteamericano. Y fue al calor de la agresión a un gobierno constitucional y revolucionario, que se le ocurrió al general Henríquez declarar su `anticomunismo'."

Hablando de la campaña electoral de 1952, Cárdenas vuelve a un punto que ha merecido su atención con frecuencia: "En el seno de mi familia había estimación para el general Henríquez. Influía en ello la amistad que me ligaba a él y no fue extraño que su candidatura tuviera nuestras simpatías personales; simpatías que no tenían la fuerza política necesaria para decidir sobre su campaña como algunos lo creyeron. El propio general Henríquez sabía de mi decidida abstención para intervenir en la política del país."

Los periodistas atacaron al general Henríquez publicando unas declaraciones que Cárdenas nunca hizo y que él se negó a aclarar por estimar "que se especularía con ellas dado lo exaltado de los ánimos en el país, provocados por la misma lucha electoral".

"¿Por qué familiares míos simpatizaron con la candidatura del general Henríquez?, ¿por qué no llegó el general Henríquez al gobierno?", se pregunta. Y él mismo se contesta: "Entre otras causas porque muchos de sus amigos y partidarios usaron mi

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nombre para apoyar su candidatura sin tomar en cuenta que tendrían la oposición de numerosos sectores que se sintieron lesionados por mi administración."

Otra cuestión que le interesaba aclarar: la presencia de su hermano Dámaso en el gobierno de Michoacán. "Nunca —dice— fui partidario de que lanzara su candidatura y fue por mi propósito de demostrar hasta la evidencia que no tenía interés en que personas de mi intimidad ocuparan posiciones políticas; me ha interesado la presencia de responsables de los problemas sociales del pueblo. Dámaso no fue un impuesto; tuvo, sí, la amistad del presidente Alemán y respaldo popular en Michoacán. Este respaldo se originó en que siempre sirvió preferentemente a la clase campesina."

Se pregunta nuevamente: "¿El licenciado Luis Cabrera? Ha sido un enemigo que sólo él mismo se ha explicado las causas de su enemistad.

"Si él participó en la expedición de la Ley de 6 de enero de 1915, por mi parte apresuré el reparto agrario, y esto, para una mente sana, desapasionada y revolucionaria, podría merecer simpatías y no odio político.

"Si el licenciado Cabrera hizo algo en defensa de nuestros recursos naturales, el gobierno que presidí llegó a la expropiación de los intereses petroleros que detentaban compañías extranjeras.

"En mi decisión de expropiar las compañías petroleras extranjeras sólo el señor general Mújica tuvo conocimiento de mi parte. Él mismo explica, en carta publicada durante su campaña política a la presidencia de la República, lo que a él le expresé para que redactara el manifiesto a la nación.

"El asunto tan vital y trascendente para la nación no debía anunciarlo a más colaboradores, a pesar de merecer, muchos de éstos, confianza para ello.

"El señor licenciado Cabrera escribió o más bien publicó inmediatamente después de mi salida del gobierno un libreto con juicios personales. Al mismo tiempo que don Aldo Baroni escribía también contra mi actuación de gobernante, a pesar de que había escrito un libreto ensalzando mi labor. Lo escribió después de acompañarme por Yucatán durante el reparto agrario.

"Respeto moralmente lo suficiente al señor licenciado Cabrera para considerar que haya escrito su libreto para halagar a sus paisanos de Puebla que llegaban al poder.

"No, más bien pudo haberse inspirado en su propia apreciación personal, considerando que en el gobierno de la República era indispensable otro tipo de gabinete más cercano a su mentalidad y preparación universitaria.

"Hay que distinguir a los llamados revolucionarios que fueron alentados por la revolución política y social de los que han demostrado ser sólo revolucionarios burócratas."

El mismo Vasconcelos dijo en La Flama que había visto un decreto enviado por Cárdenas al presidente Roosevelt —auspiciador de la expropiación petrolera porque afectaba los intereses británicos— para consultar la opinión de las autoridades norteamericanas. La Flama fue publicada después de su muerte.

"Se duda —escribe Cárdenas— que sea infundio de Vasconcelos, sino más bien de los que editaron el libro en que pintan integralmente la personalidad del Vasconcelos de ayer y de hoy, con lo que cometen un asesinato de la propia personalidad del filósofo Vasconcelos, en lo que tiene de afirmativo en la primera etapa de su vida.

"En realidad considero que éste es un infundio de apasionados vasconcelistas, contrarios desde luego a la expropiación petrolera, que cegados por la pasión política y afines a los partidos conservadores tradicionales, en éste y otros países, pretenden cerrar las puertas a la autodeterminación de los pueblos de Latinoamérica, queriendo dar la

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impresión de que México y otros países que desean liberarse de la presión del capitalismo imperialista, sólo lo pueden hacer contando con la anuencia del país del dólar."

Muerte de Frida Kahlo

En julio de 1954 murió la gran pintora Frida Kahlo, esposa de Diego Rivera. Se expuso su ataúd, cubierto con la bandera comunista, en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes, y el día 16 fue cesado sin ninguna explicación el escritor Andrés Iduarte, director de Bellas Artes.

El hecho de que la bandera del Partido Comunista figurara en un recinto oficial se consideró como una profanación imperdonable, acentuada por la presencia del general Cárdenas en el palacio y en el cementerio.

El mismo día en que fue cesado Iduarte, el general Cárdenas presentó su renuncia. Y cuando el Presidente lo citó en Los Pinos le dijo:

—Es conveniente mi retiro para que no se moleste a usted y a su gobierno. Mi mensaje a Guatemala y mi presencia en el sepelio de la esposa de Diego Rivera no son actos lesivos ni al gobierno ni al país; sin embargo, enemigos de la Revolución y enemigos de México y del gobierno revolucionario que usted preside están bordando una campaña, que tiene hondas raíces y que está dirigida por ambiciones bastardas de gentes conocidas.

—Siga usted en su puesto y no haga caso de tales ataques —le respondió el Presidente.

Ya desde antes, un grupo anticomunista, encabezado por el viejo y reaccionario político Prieto Laurens, lo venía atacando debido a la defensa pública que Cárdenas había hecho del gobierno de Arbenz en Guatemala. En síntesis: para Cárdenas, Somoza, que había ayudado a la rebelión con hombres y pertrechos, era sólo un gendarme del imperialismo; Monzón, el jefe de las fuerzas guatemaltecas, un traidor a su patria; Castillo Armas, un instrumento de Somoza y de la United Fruit; Arbenz, una víctima de las empresas bananeras y de sus propios compatriotas, y el embajador Peurifoy, un capataz del imperialismo, que embobó al presidente Eisenhower y no supo del respeto que se debe a la soberanía de las naciones.

Se vivía en plena guerra fría. La misma Secretaría de Gobernación había financiado un congreso anticomunista y la embajada de los Estados Unidos "creía ver comunismo en todos los actos de personas y agrupaciones que no se prestaban a la guerra de nervios `anticomunista' que intencionalmente venían creando".

A la embajada parecía preocuparle más la actitud de Cárdenas que la del propio Partido Comunista. La cadena de periódicos propiedad de García Valseca, un bribón multimillonario —pagado por la embajada— que vivía del amarillismo y del chantaje, había publicado un artículo anónimo titulado "Barril sin fondo la cuenca del Tepalcatepec" que reprodujeron a plana entera los periódicos El Universal, Novedades y Excélsior.

Cárdenas esta vez hizo pública su respuesta:

"He servido a la patria —recordaba— cuando ha sido necesario defender la dignidad y soberanía de México, cuando ha sido preciso exigir el respeto a la investidura institucional, y he cumplido también como colaborador cuando se me ha requerido para servir en un puesto secundario."

Deja bien claro que al cumplir su mandato como presidente de la República, el 30 de noviembre de 1940, "dije que me abstendría de todo acto que lesionara la autoridad del

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responsable que me sucedía en el gobierno, y lo he cumplido, desde el periodo del C. general Ávila Camacho hasta el actual gobierno que preside el C. Adolfo Ruiz Cortines".

"Si a mi mensaje personal —añade— dirigido al señor licenciado Guillermo Toriello, secretario de Relaciones de Guatemala, expresándole mi simpatía a su gobierno constitucional por la agresión que sufría de parte de intereses extranjeros lo quieren tomar como una lesión a la autoridad suprema del señor presidente de nuestro país, es un error o un criterio de mala fe. Mi mensaje ¿contraría en algún punto la doctrina que en materia internacional ha sostenido el régimen de la Revolución desde nuestro benemérito Juárez, el señor Carranza hasta el señor Ruiz Cortines, doctrina de no intervención consagrada en los estatutos internacionales por todos los países de nuestra América? ¿No expusieron públicamente sus convicciones en el mismo sentido mexicanos respetables de fama internacional y tantos otros valores de la intelectualidad mexicana?

"¿Es que por el hecho de haber servido en el puesto de presidente de la República se veda el derecho de exponer las convicciones propias y más cuando estas convicciones son en defensa de la patria y de los gobiernos democráticos?

"¿Acaso los ex presidentes, de 1940 a la fecha, no han hablado en diferentes ocasiones de temas políticos, nacionales o internacionales?

"¿Qué razones hay para que por la protesta de los patriotas mexicanos en el caso de la agresión a un país hermano por parte de intereses que representa una compañía extranjera, como la United Fruit, se esté tratando de alarmar al país vecino sin medir las consecuencias de la insidiosa campaña, cuando en realidad sólo existe la pasión política de individuos de quienes es conocida su verdadera finalidad?"

En la publicación anónima se decía: (Cárdenas) "pretende crear problemas interiores y exteriores y se coloca en una situación de maximato político en una época que ya no es de caudillos ni de cuartelazos".

"Al cargo de maximato con que se pretende impresionar al país —afirma—, mi contestación es clara: ¿Con qué autoridades civiles y militares tengo ascendiente que pueda dar la impresión de que aspiro a disfrutar de influencias o a usurpar atribuciones gubernamentales? ¿O qué insinuación he llegado a hacer al primer magistrado de la nación que sea lesiva para el país? Ni lo he molestado con solicitudes para puestos públicos, administrativos o políticos para persona alguna. Invariablemente he sostenido que los presidentes de la República son ante el pueblo y ante la ley los responsables de sus determinaciones. ¿Cuartelazos? No seré yo el que vaya contra la Revolución y las instituciones que representa el C. presidente Ruiz Cortines, y menos contra la patria que hieren los malos mexicanos y Ios malos extranjeros acogidos a nuestra hospitalidad.

"Fui a la Comisión del Tepalcatepec, como vocal ejecutivo, para servir en el desarrollo de una región que no sólo beneficia a Michoacán sino al país. Las obras realizadas son conocidas y están produciendo. Solamente una de las obras que está por inaugurarse, la planta hidroeléctrica del Cóbano, que dará energía a varios estados del centro de la República y en la que han intervenido la Comisión del Tepalcatepec y la Comisión Federal de Electricidad, por sí sola justifica la inversión que el gobierno ha prestado a la cuenca del Tepalcatepec.

"Las obras realizadas dentro de la cuenca representan mucha mayor cantidad que la que ha invertido el gobierno federal; la aportación privada de todos los sectores sociales ha sido muy importante y gracias a ello la región va teniendo más amplio desarrollo.

"La Comisión sólo ha recibido en total 135 millones de pesos, desde 1947 hasta julio de 1954, y no mil millones, como aviesamente lo señala la publicación, y forma parte de un plan general del gobierno que se viene realizando en diferentes zonas del país para incrementar su economía.

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"El 16 del actual —termina diciendo— presenté al C. Presidente mi renuncia para evitarle molestias al gobierno por mi 'presencia en el puesto que me confió. Y hoy, con mi carácter de simple ciudadano [él ignoraba que Ruiz Cortines rechazaría su renuncia] continuaré la misma norma invariable de amistad a su gobierno y de adhesión a las instituciones nacionales."

El turno de Almazán En sus Apuntes, el caso del general Almazán es un caso aparte. El periodista José

Valadez publicó un artículo en el que afirmaba que en las elecciones de 1940 había triunfado Almazán y no Ávila Camacho.

Cárdenas reconoce que fuertes sectores, deseosos de un cambio en la política social característica de su gobierno, apoyaron al general Almazán, "sobre todo en el Distrito Federal, pero ni siquiera en este lugar, que recorrí personalmente `contra toda costumbre', encontré una mayoría a favor del opositor".

"Por ello el Ejecutivo Federal se solidarizó con la declaratoria en favor del general Ávila Camacho, asumiendo la responsabilidad de este acto, contrayendo como era natural la enemistad de los afectados en aquella contienda cívica.

"Hoy, ya serenados los ánimos y las pasiones, numerosos ciudadanos, que fueron partidarios del general Almazán, convienen en que no siempre tuvieron razón en sus ataques de entonces.

"Valadez los ha guardado para el momento que le resulten más remunerativos."

A fines de noviembre de 1952, la publicación del libro de Almazán encolerizó literalmente a Cárdenas. Y por primera vez enderezó contra el antiguo opositor una verdadera diatriba:

"Su actitud internacional:

"Su conducta humillante ante el Departamento de Estado y con los familiares del presidente R. no podían ser una garantía para los intereses de la patria.

"Su conducta en el país:

"Sí alentó a sus partidarios sosteniendo que llegaría al Palacio el 1 de diciembre, usando la violencia si se hacía necesario, y sus preparativos fueron para ello durante el ejercicio electoral.

"Si al conocer su derrota no fue a la rebelión, no lo hizo por patriotismo, le faltó hombría.

"El ambiente que él ayudó a formar en contra del gobierno favorecía sus propósitos de rebelión, y sin embargo, engañó a sus partidarios con humillación para México.

"Imploró el auxilio norteamericano, no sólo pidiendo neutralidad al gobierno de Washington, sino demandando pertrechos para encender la guerra civil, y en su delirio de poder llegó a las mayores bajezas, como individuo que ostentaba un alto grado en el ejército y como mexicano se olvidó del ejemplo de los verdaderos patriotas que han defendido una causa en sus propias montañas y en numerosas ocasiones con su solo heroísmo.

"¿Qué tenía que hacer en los Estados Unidos un individuo como él, que se decía abanderado de los mexicanos, humillándose y humillando a la patria con su actitud entreguista?

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Su propia conducta de mal ciudadano fue lo que ocasionó su derrota política y su muerte civil. General Almazán: los mexicanos, y no parece usted serlo, no toleran que se pida apoyo al poderoso, y menos a los Estados Unidos, para derramar sangre mexicana en pos de una ambición política.

"Se engaña usted creyendo que me preocupe de usted, no señor, a ningún escritor ni a ningún periódico le he referido absolutamente nada de usted; es hasta hoy y sólo obligado por su perversidad que me veo obligado a hacerlo. Está usted colocado por su propia historia en un sitio que merece se le deje en paz.

"Pero no se extrañe usted, señor general Almazán, de que haya quienes lo ataquen. No existe en nuestro país un hombre que habiendo tomado parte en la política se libre de ataques de propios y extraños, así es la condición del mexicano versátil como usted, valiente para injuriar a través de la prensa y cobarde en las situaciones difíciles.

"El que no es capaz de resistir con serenidad los ataques de sus enemigos no sirve para la lucha."

Este desahogo no calma su irritación. El 30 de noviembre, después de recorrer la nueva carretera de cuota a Cuernavaca, escribe que lejos de recomendar a varios de sus colaboradores, le pidió al general Ávila Camacho que utilizara nuevos elementos, lo cual le reiteró meses después, cuando seguían en sus viejos cargos o en otros nuevos Eduardo Suárez, García Téllez, Efraín Buenrostro y el general Heriberto Jara.

"Mi actitud no es `antinorteamericana' —añade—, simplemente he repudiado una conducta como la de Truman, que lanzó la bomba atómica en contra de ciudades japonesas indefensas, y me rebelo también ante desplantes de gobiernos altaneros que ambicionan aumentar su poderío sojuzgando otros pueblos que carecen de fuerza material para defenderse.

"Mi presencia en las obras de la cuenca del Tepalcatepec. ¿Por qué acepté presidir la Comisión? Motivos de orden político personal en servicio del país y por necesidades sociales de unidades ejidales como Lombardía y Nueva Italia.

"Renuncié el 21 de noviembre de 1952, y mi colaboración honoraria en el actual gobierno es con la finalidad de ver terminadas las obras de riego y establecidos en sus tierras a los campesinos beneficiados."

El 9 de diciembre respondió, un poco más sereno, a los cargos de Almazán, con el siguiente escrito que reproducimos íntegro porque constituye el más genuino documento acerca de su vida pública:

"El señor general Juan Andreu Almazán rompe su prolongado silencio de doce años para hacer su llamada defensa de su actuación política y militar con desahogos de rencores incontenidos contra hombres de la Revolución y, particularmente, contra mí, a la vez que endereza una venganza póstuma para ciudadanos del Partido Demócrata de Norteamérica.

"Su defensa carece de serenidad, es contradictoria e incongruente, y su mismo relato marca una confesión paladina de los cargos de que se le acusó el año de 1940, de alentar esperanzas de triunfo de su candidatura presidencial fincadas en las seguridades de la simpatía de funcionarios y personajes extranjeros.

"Refiere con detalle sus gestiones en el país vecino con altos empleados del gobierno norteamericano y con particulares, confiado en su apoyo para escalar la Presidencia de la República. Semejante conducta lo hizo indigno de representar los intereses de la patria que están amparados por la Constitución y que hace radicar en el pueblo el libre ejercicio de la soberanía nacional.

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"El caso petrolero de México, que pretende falsear el general Almazán, es ampliamente conocido de toda la nación. La expropiación fue un acto de la exclusiva responsabilidad del gobierno de México y de estricta soberanía.

"Hay un hecho que confirma más la independencia, con que obró el gobierno en el caso expropiatorio:

"En julio de 1938, cuando el bloqueo declarado contra México por las compañías petroleras extranjeras estaba más agudo, México, libre de toda obligación exterior para disponer de su petróleo, envió a España y a Francia una misión presidida por el C. Eduardo Villaseñor, entonces subsecretario de Hacienda, a proponer al gobierno republicano de España que adquiriera, por un periodo de cinco años, el petróleo que México no necesitara para su desarrollo inmediato. Como no pudo resolverse favorablemente debido a los problemas de orden internacional que tenía ante sí el gobierno presidido por el señor presidente Azaña, la misión mexicana ocurrió al gobierno de Francia, encontrando apoyo en el Estado Mayor francés, pero por diferentes causas no se llegó a un arreglo.

"La política que en materia del petróleo siguió el gobierno a mi cargo no fue una novedad, sino acatamiento a nuestra tradición legislativa, a los mandatos de la Constitución de 1917 y a una necesidad de defensa de nuestro patrimonio nacional que hombres de gobiernos anteriores, principalmente de la Revolución, habían planteado ya con patriotismo: el aprovechamiento de los recursos del subsuelo en beneficio de nuestro propio país.

"El general Almazán cita al principio de su defensa un artículo publicado en la prensa, asentando que yo lo ordené. No he tenido en él la menor intervención. Su autor tendrá la gallardía de hacer conocer si fueron opiniones propias o ajenas.

"Relata también el general Almazán que el C. general Alfredo Breceda me sirvió, conduciendo documentos de carácter político relacionados con la campaña electoral pasada. El C. general Breceda se habrá enterado de lo falso de tal aseveración.

"Otros hechos que falsea el general Almazán:

"En diciembre de 1914, encontrándose en Acámbaro, Gto., la División de Caballería comandada por el C. general Lucio Blanco, a la que pertenecía el 22 Regimiento a mi mando, fue enviada a Sonora, por acuerdos tomados en la Convención de Aguascalientes, como parte de una columna mixta a las órdenes del C. general Ramón V. Sosa, formando parte de dicha columna el 22 Regimiento de Caballería. En febrero de 1915 llegó la columna a Sonora y ya para entonces se habían iniciado las hostilidades entre las fuerzas villistas y constitucionalistas. Nuestras fuerzas, que no pertenecían al villismo, se incorporaron a la División del Ejército Constitucionalista que comandaba el C. general Plutarco Elías Calles, un mes después de haber llegado a Sonora, o sea en marzo de 1915.

"En las fuerzas del C. general Calles se encontraba como oficial el hoy C. general de división José Ma. Tapia, actualmente comandante de la Zona Militar de Puebla.

"El movimiento de 1920 fue un movimiento popular que desintegró en todo el país al gobierno del señor presidente Carranza. Al internarse el señor Carranza por la Sierra de Puebla, el C. general Calles giró un mensaje a Tuxpan, Ver., dándome instrucciones, por encargo del C. general Álvaro Obregón, para que saliera a encontrar al señor Carranza y ofrecerle seguridades para trasladarse al lugar que él quisiera. Al llegar a Papantla, Ver., el 21 de mayo, tuve aviso de que había sido muerto el señor Carranza en Tlaxcalantongo. Recibí órdenes directas del C. general Obregón para hacer comparecer en la ciudad de México al C. Rodolfo Herrero, a quien se acusaba de la muerte del señor Carranza, órdenes que cumplí (el mensaje original girado por el C. general Calles obra en poder del C. general Manuel Ávila Camacho, ex presidente de México).

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"Estando al frente de la Comandancia Militar en la Huasteca veracruzana, los mejores auxiliares que tuvieron las fuerzas a mi mando, durante la campaña contra los rebeldes de la zona petrolera, fueron precisamente los agraristas. Los campesinos residentes actualmente en Temapache y el gobierno de Veracruz pueden aclarar la afirmación del C. Román Badillo, que hace suya el general Almazán.

"Las relaciones de compañerismo y amistad que a partir de 1913 nos ligó con el señor general Serrato, hasta su muerte ocurrida en 1934, y que maliciosamente falsea el general Almazán, son conocidas por los michoacanos. Las diferencias que hayan existido entre amigos de ambos, que entonces actuaban en las organizaciones políticas y sociales, no afectaron nuestra amistad.

"La actitud del gobierno de Michoacán frente a la Iglesia, en el periodo 19281932, fue correcta, ajustada a la ley. No existió convento alguno clandestino de monjas que yo haya conocido a que se refiere el general Almazán.

"No hago comentario a la plática que denuncia haber tenido con el C. Vicente Estrada Cajigal, referente a la entrega de los ferrocarriles al sindicato, así como a la copia fotostática de una carta mía recomendando para México al actual arzobispo don Luis María Martínez, que dice haber visto en Ginebra, porque tales aseveraciones son falsas e infantiles.

"En los casos del gobierno del señor presidente Pascual Ortiz Rubio y a la referencia que hace del C. general Calles, asumo la responsabilidad en lo que sea verdad.

"Respecto a la cita que hace el general Almazán de las organizaciones de obreros del país en el periodo de 19341940, los trabajadores de México saben que disfrutaron de libertad para organizarse y que el gobierno no llegó a imponerles, ni a sugerirles siquiera, personas para sus directivas. El gobierno hizo un llamado a todos los trabajadores del país para que se unieran formando un frente de defensa de sus legítimos derechos, y ni a organizaciones ni a líder alguno, el gobierno autorizó subsidios.

"La referencia que hace de otros actos desarrollados durante el gobierno que presidí, así como los que apoya con artículos ajenos, los trataré en otra ocasión.

"Por último, considero que el desbordamiento de las pasiones privadas no lesiona a quienes hemos servido al país con lealtad. Los aciertos corresponden al pueblo, que supo inspirar nuestra conducta, y los errores, cualesquiera que hayan sido, como no fueron incubados por aviesos fines personales, nos mantienen serenos frente a nuestro deber ciudadano."

El rencor de los vencidos

No se debe a un azar que la parte más combativa de su diario esté dedicada a defenderse de los cargos públicos formulados por Almazán y Henríquez, dos amigos suyos aspirantes a la presidencia de la República.

Ambos eran generales de división y ambos conformaban el prototipo de los militares que habían logrado acumular inmensas fortunas gracias a especulaciones con terrenos y a contratos gubernamentales.

Por supuesto, si el general Almazán hubiera logrado figurar como candidato oficial, según pretendía, su actitud habría sido muy diferente. Él partió, concretamente, del malestar que la alta burguesía, la clase media y los inversionistas extranjeros sentían por la política revolucionaria del general Cárdenas y procuró apoyarse en estas fuerzas y en el auxilio que pudiera darle el Departamento de Estado cuando el conflicto petrolero no

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había sido aún resuelto. No tuvo de su parte a los trabajadores ni a los campesinos —los nuevos elementos decisivos en las elecciones—, y aunque gozaba de simpatías entre algunos generales y trató de organizar un cuartelazo, el ejército se negó a secundarlo. De los viejos generales heredó su obsesión por el poder, y al sentirse derrotado se llenó de odio hacia Cárdenas y su política.

Henríquez, por su parte, es el último general que aspira al mandato supremo, si bien ya no hay mucha diferencia entre él y el mismo Almazán. Más que militares son negociantes, miembros de la alta burguesía, dispuestos a seguir resueltamente la vía capitalista. La transición del militarismo al civilismo ha sido gradual y casi imperceptible. El Calles del maximato ya era un civil en toda su conducta, como lo fueron Cárdenas y Manuel Ávila Camacho aun en su calidad de generales, pues se apoyaban en un ejército por fin subordinado al Poder Ejecutivo.

Las condiciones del juego habían cambiado y lo que se trataba de saber era si un hombre poderoso, atenido a sus propios recursos, podía enfrentarse con éxito a la maquinaria electoral del gobierno, y ambos demostraron su impotencia. Todavía Almazán logró agrupar a la alta burguesía y a la clase media urbana, dando la impresión de ser un candidato temible, pero esto ya no ocurrió doce años después: la gran burguesía, favorecida por Alemán, comprendió que era lo mismo Henríquez que Ruiz Cortines, el elegido oficial, y la clase media satisfecha de sus ventajas y despolitizada, permaneció indiferente. De cualquier modo y a pesar de lo que significaban ambos generales, la suya fue la última lucha por una cierta democracia. A partir de entonces, la facultad de nombrar al próximo mandatario, y con él a todos los que ostentan cargos de elección popular, recayó totalmente en el presidente de la República.

El ejército dejó de ser el factor omnímodo de las elecciones. Desde la época de Ávila Camacho, nuevas fuerzas lo habían sustituido. En primer lugar, los sindicatos: el aumento espectacular de la industria había multiplicado su número, pero el gobierno se cuidó mucho de ejercer un severo control sobre ellos a través de los líderes. Éstos, siempre los mismos, nombrados diputados o senadores formaban parte del gobierno. Desde luego, protegían los salarios de los obreros, obtenían para ellos seguridades y ventajas —no excesivas ciertamente— a cambio de su absoluta subordinación, y de esta manera se fue creando una casta de líderes que monopolizaban el movimiento sindical.

En el campo, la situación era muy peculiar. Destruidos los colectivos, el sistema se fue apoderando de los comisarios ejidales y de los caciques —es decir, de los que tenían autoridad sobre los campesinos—, dándoles cargos políticos, lo cual le permitió al gobierno disponer de una masa enorme de electores aunque su política favoreciera a unos cuantos líderes agrarios en detrimento de los intereses del campesino.

Los partidos políticos En 1948, el licenciado Lombardo Toledano, desplazado de la CTM, formó el Partido

Popular, que debía agrupar a los dispersos elementos de la llamada izquierda. Años antes, en 1939, el licenciado Manuel Gómez Morín había fundado el Partido de Acción Nacional, con la intención de reunir a los no menos dispersos elementos de la derecha.

Lombardo Toledano y Gómez Morín, ambos pertenecientes al grupo de los "Siete Sabios", eran los hombres más inteligentes de su generación y los más aptos para la acción política.

A pesar de que ellos representaban auténticas corrientes de opinión, su situación era más bien contradictoria. Lombardo, fuera del poder, nunca logró atraerse a los sindicatos controlados por el gobierno ni a considerables porciones de clase media partidarias de un cambio revolucionario. Si bien se le acusaba, para desprestigiarlo, de alentar "ideas exóticas", ajenas a la Revolución Mexicana, se mantuvo alejado del Partido

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Comunista, y en realidad, su posición un tanto ambigua no mereció el apoyo de los trabajadores, en parte porque no emprendió desde la base un trabajo revolucionario —lo que debió hacer desde su posición de líder máximos en parte porque sus posibles banderas eran las que agitaba sin cesar, demagógicamente, el gobierno.

El caso de Gómez Morín, en apariencia antípoda, era muy semejante al de Lombardo. Podía suponerse que su partido reuniría a los banqueros, a los industriales, a los comerciantes y a los nuevos latifundistas, pero, en virtud de que los intereses de estos grupos coincidían en todo con los de un gobierno decidido partidario del desarrollo capitalista, no se sumaron a sus filas. Desaparecido el conflicto religioso, Gómez Morín no juzgó oportuno unirse al clero y debió conformarse con reunir de un modo tibio a sectores de profesionistas, de empleados o de miembros de la pequeña burguesía descontentos del autoritarismo y de la incompetencia burocrática del gobierno. Con todo, el Partido de Acción Nacional tuvo más adeptos y llegó a ser mucho más importante que el Partido Popular, pero no al grado de hacer peligrar el monolitismo estatal.

Cuestionado por dos partidos opuestos, el gobierno populista demostró una sorprendente flexibilidad. Abajo controlaba a los trabajadores y arriba a los núcleos del naciente capitalismo, de un modo tan absoluto que si estos dos partidos no hubieran existido él los habría inventado a fin de no destruir su máscara democrática. Se fue fortaleciendo así una grande y trágica ficción política a la que todo se sacrificaba, guardándose escrupulosamente las formas. La fachada democrática, como en la época porfirista, era perfecta.

Las elecciones realmente se efectuaban y realmente las ganaba el partido oficial. Los gobernadores con todo su aparato político y administrativo, las centrales obreras y campesinas, los burócratas, los servicios del partido oficial se movilizaban para acarrear a verdaderas multitudes que inclinaban la balanza a favor de los elegidos previamente sin necesidad de recurrir a las viejas trampas y a las violentas imposiciones de otras épocas.

La maquinaria llegó a funcionar de un modo automático. No había piedad para el enemigo, se le disputaban ferozmente los últimos ayuntamientos, es decir, las migajas del banquete. Pero, al mismo tiempo, se principió a considerar que se estaba llegando demasiado lejos. La clase media, incrédula y despolitizada, se abstuvo de votar, o lo hacía de un modo vergonzante, apoyando no con mucho entusiasmo a los cada vez más debilitados partidos de oposición. Se había caído en un círculo vicioso. Por un lado, el gobierno frenaba con sus métodos impositivos toda aspiración a una cierta democracia, y por otro, la acción de los partidos opositores, faltos de apoyo popular, contribuía a hundirnos más en esta suerte de sopor político que se había apoderado de México.

La fachada democrática era respetable, ya que todo se realizaba conforme a la Constitución. Las Cámaras y los ayuntamientos funcionaban normalmente, los estados conservaban al parecer su autonomía dentro de la Federación, el Poder Judicial no estaba sujeto a las vicisitudes de la política, el Presidente era elegido por una mayoría abrumadora, se decía respetar los derechos de los obreros y de los campesinos, pero todo aquel inmenso aparato descansaba en una quimera cuyos costos eran excesivos. A fin de mantener el control de los sindicatos —la pieza maestra del sistema— se alentaba la formación de líderes corruptos que, lejos de educar revolucionariamente a los obreros, toleraban los mayores abusos y desviaciones. Los sindicatos claves —ferrocarrileros, electricistas, petroleros, maestros— sostenían un personal excesivo y de muy escaso rendimiento en un país necesitado de trabajo eficiente. Por supuesto, el control de los obreros no se logró fácilmente. El presidente López Mateos, como hemos visto, utilizó al ejército para aplastar el rebelde sindicato de los ferrocarrileros, y llegó a tal grado la corrupción, que los líderes revolucionarios estaban en la cárcel mientras los líderes oportunistas ostentaban un poder ilimitado.

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Dentro de este cuadro no es de extrañar, pues, que Cárdenas haya sido quizá el ex presidente más atacado de nuestra historia. En febrero de 1955, escribió: "No siempre aparece uno ante la opinión pública como en realidad es, sino que se le juzga como la misma opinión cree que es, de aquí resulta una situación un tanto difícil para los que hemos tenido, durante un periodo de nuestra vida, la responsabilidad del país.

Sin embargo, a pesar de que las especulaciones periodísticas en muchos casos son esencialmente políticas, no hacen daño a quienes guardan una actitud desligada de intereses bastardos." Y en abril completa su pensamiento: "El que actúa en acción política y social ni en la muerte deja de ser blanco de sus enemigos y en ocasiones de sus propios amigos. Pero ante esta condición humana, generalizada en todo el mundo, queda para el que cumple con su deber la satisfacción propia, que es superior a la adulación y a la intriga."

El 2 de octubre de 1968

En la plaza de las Tres Culturas —así llamada porque en ella se encuentran las ruinas del templo de Tlatelolco, desde el cual Hernán Cortés observó la Gran Tenochtitlan, el monasterio de San Francisco, asilo de fray Bernardino de Sahagún, y las pesadas masas de modernos conjuntos habitacionales— transcurría un mitin estudiantil.

No era nada desusado. Una riña de escolares, ocurrida el 18 de julio de 1968, había ido creciendo y estructurándose en una serie de manifestaciones, debates, luchas y batallas hasta implicar a 300 mil estudiantes, centenares de maestros e investigadores, obreros y gente del pueblo.

Había reinado la paz durante 28 años, una paz sólo interrumpida por la rebeldía de los ferrocarrileros, de los maestros y de los médicos, pero esos alzamientos habían sido destruidos y sus líderes encarcelados.

El país crecía con una de las tasas económicas más altas del mundo, los gobiernos se sucedían —siempre los mismos— sin ningún problema grave, el presidente en turno era un monarca sexenal e imperaba una paz muy semejante a la porfiriana.

De pronto ocurrió aquello: ese despertar de las masas adormiladas, esas marchas de 200 mil, de 400 mil estudiantes y vecinos que desfilaban por las grandes avenidas en medio de gritos y canciones, creando un aire de libertad, un espacio democrático antes desconocido.

El Presidente heredó un dispositivo de represión y lo había perfeccionado: granaderos, batallones de jóvenes enseñados a golpear y a matar, policías secretos. Sin embargo la policía y las fuerzas paramilitares habían sido rebasadas e intervino el ejército. El ejército tomó la gigantesca Universidad, tomó el Zócalo —el sagrado centro del poder—, tomó el Politécnico.

Las elementales propuestas de los estudiantes fueron discutidas mientras se avecinaba la Olimpiada. Era una manera de ganar tiempo. El Presidente, un autócrata orgulloso, frío y testarudo, no estaba dispuesto a ceder una parte mínima de sus privilegios y se mantenía lejano y resuelto. En su discurso del 1 de septiembre hizo una sombría advertencia: "No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario; lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos; hasta donde estemos obligados a llegar, llegaremos."

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Cómo sucedió aquello La Olimpiada debía inaugurarse el 12 de octubre. Ya estaban en su ciudad especial

centenares de los mejores atletas extranjeros y docenas de periodistas. Acostumbrados éstos a las grandes batallas libradas por los estudiantes europeos y norteamericanos, preferían seguir las vicisitudes cada vez más rudas de la lucha estudiantil mexicana antes que los monótonos ejercicios de sus escuadras. Flameaban las banderas. Millares y millares de obreros daban los últimos toques a las obras grandiosas —estadios, albercas, canchas, avenidas, museos— que un pueblo muy pobre había pagado para ganarse la admiración del mundo.

Detrás de esta decoración teatral, unos termes roían su andamiaje y eran inmunes a los gases, a las cargas policíacas y a los lanzallamas.

Sin duda en los últimos días de septiembre o el mismo 1 de octubre, el Presidente decidió exterminarlos de una vez por todas. En la mañana del día 2, la policía secreta y los jóvenes del llamado Batallón Olimpia tomaron las azoteas y algunos departamentos y cuartos de servicio de los altos edificios que circundan la plaza de las Tres Culturas. La pieza maestra del juego la constituía el edificio Chihuahua, en cuya terraza del tercer piso se reunían los dirigentes del Consejo Nacional de Huelga.

A las 17:30 se inició el mitin ante una multitud de estudiantes, de mujeres, de madres con sus niños, de vecinos y gentes de los barrios contiguos. Un orador dijo que el movimiento estudiantil "había logrado despertar la conciencia cívica y politizar a la familia mexicana". Luego entró a la terraza una delegación de ferrocarrileros que se sumaban a los estudiantes. Resonaron los aplausos.

Sin embargo, la tensión era insoportable. Aunque en todos los mítines se advertía la presencia de los policías secretos, muchos estudiantes advirtieron que esta vez había demasiados. Corrió el presentimiento de que algo inusitado podía ocurrir.

Los líderes, en la terraza cargada de dirigentes y de periodistas, también presintieron el peligro. No podía disimularse más la presencia del ejército. Como las nubes del fin de las lluvias, los soldados anunciaban la próxima tempestad.

Un líder advirtió:

—Compañeros, vamos a cambiar de programa. No iremos al Politécnico, porque nos están esperando para matarnos.

Antes de que se acallaran las protestas, los helicópteros que sobrevolaban la plaza dejaron caer dos luces de bengala, que descendieron con lentitud, iluminando espectralmente el escenario.

—!Muchachos —gritó la periodista Oriana Fallaci—, algo malo va a pasar!

—!Vamos —le respondieron—, que no está usted en Vietnam!

—En Vietnam, cuando un helicóptero arroja luces es para señalar el sitio que debe ser bombardeado.

Unos segundos después, los miembros de la policía secreta y los del batallón Olimpia se pusieron un guante o un pañuelo blancos en la mano izquierda, para reconocerse, y empezaron a disparar con sus pistolas. De las azoteas y de los departamentos llovieron las balas. Se escuchó lejano el pesado estruendo de los tanques, y muy cercano, el ruido acompasado de las botas de millares de soldados que avanzaban hacia la plaza. Eran las 18:10. Todo se cumplía cronométricamente.

La gente se dispersó alocada. Un líder estudiantil, con un micrófono en la mano, gritaba:

—!Compañeros, no corran, no se asusten! Es una provocación. Quieren atemorizarnos. ¡No corran!

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Era inútil la advertencia. Mujeres, niños, jóvenes desarmados, corrían invadidos del pánico, buscaban un refugio en las ruinas aztecas, detrás de las columnas, de las escaleras, de los automóviles. Dos luces de bengala habían transformado un mitin pacífico en un "infierno".

Estallaban secos los disparos, seguidos del tableteo de las ametralladoras. Irracionalmente, el tiempo se dividía en dos mitades: el tiempo de la vida, el tiempo de la muerte. Disparaban los del Batallón Olimpia, los soldados, los policías y algunos —muy pocos— estudiantes y francotiradores. Ciertos vecinos, que contemplaban la matanza llenos de rabia, buscaron sus armas y comenzaron a disparar desde las ventanas. Un periodista japonés corría protegiéndose la nuca con las manos y gritaba en su idioma. Podía hacerlo en japonés o en español: daba lo mismo.

Las mujeres sollozaban:

—¡Dios mío!

— ¡Ten piedad de nosotros!

— ¡Criminales!

— ¡Cobardes!

En la terraza del Chihuahua entraron los policías del guante blanco, empuñando las pistolas:

—¡Que nadie se mueva!

A Oriana Fallaci la tomaron de los cabellos y la arrojaron contra un muro. Se golpeó la cabeza. Quedó doblada en el suelo. La única defensa era la de tenderse bajo la protección del antepecho de la terraza, pero la policía ocupó ese espacio, y los detenidos quedaron expuestos a las balas en la pared del fondo. Durante 15 minutos, un estudiante la cubrió con su cuerpo, hasta que la policía ordenó:

¡Arrestados, sepárense!

Oriana se arrastró en el suelo medio metro. Escuchó entonces una explosión y pensó en Vietnam. Era la ametralladora de un helicóptero. "Lo conozco —se dijo—es un ruido especial." "De repente sentí una cosa terrible, como piedras o navajas golpeándome dos veces en la pierna y una en la espalda, del lado derecho."

Entre las ráfagas de las ametralladoras, se escuchó un disparo que venía del fondo del pasillo. "¡Que nadie dispare —gritaban policías y estudiantes—, abajo las cabezas! Disparan contra el edificio." Los de las manos enguantadas, llenos de miedo, repetían: "¡Batallón Olimpia, batallón Olimpia!"

Al marchar el ejército hacia la plaza y cerrar el círculo, se ocasionó una confusión espantosa. Disparaban en su avance los soldados, disparaban los millares de policías secretos, disparaban desde las azoteas y los departamentos, y el estallido de las armas causaba tanto terror como el zumbido de las balas. Aquello era peor que Vietnam. En Vietnam se sabía que era la guerra —como dijo Oriana Fallaci—, pero aquí no había guerra.

Los periodistas, los camarógrafos, los mismos estudiantes y vecinos venían desapercibidos. Cubrían un mitin, hacían un mitin. Incluso los dirigentes habían ordenado cancelar su marcha al Casco de Santo Tomás, residencia del Instituto Politécnico, y mantenerse quietos ante la presencia del ejército.

El reportero de Excélsior dice que al avanzar los soldados "se inició la balacera". Félix Fuentes, de La Prensa, escribe que, después de arrojar las bengalas, "unos 5 mil soldados dispararon sus armas para provocar el pánico de la multitud". Augusto Corro y Ubaldo Ruiz, también de La Prensa, afirman: "Un disparo, dos disparos y luego el traqueteo incesante de las ametralladoras. El fuego de los fusiles fue precedido por tres

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luces de bengala que partieron del edificio de la Secretaría de Relaciones." Cuarta versión, de la revista ¿Por qué?: "Al comprobar los helicópteros— que la gigantesca ratonera estaba a punto, soltaron primero unas bengalas verdes; ésta era la señal esperada para cerrar las pinzas. De las ventanas y azoteas hicieron varias descargas al aire y entonces la tropa atacó."

Hay unanimidad de que las luces coincidieron con el ataque. Antes de las bengalas fueron las palabras; después, los tiros que tomaron en medio a una multitud desvalida.

Un solo disparo en aquellas circunstancias podía ocasionar la catástrofe y la catástrofe se desencadenó. Posiblemente, los soldados y los policías dispararon al aire para amedrentar a la gente; posiblemente, los agentes secretos situados en las azoteas y en los departamentos hicieron lo mismo; posiblemente también, los miembros del Batallón Olimpia dispararon con balas de salva según varios testigos, pero al darse cuenta de que los tiros venían de todas partes, en cuestión de segundos volvieron sus armas a la gente, a los edificios, y comenzó el combate de fantasmas. El ejército procedió como si se tratara de una batalla formal a campo abierto, sin coordinación con el Batallón Olimpia de matones y los policías secretos. Fue una estupidez táctica y una determinación de aplastar el movimiento estudiantil, por las buenas o por las malas, "a como diera lugar", y la prueba es que murieron dos soldados, mientras cayeron —según cifras oficiales— 40 estudiantes y vecinos, incluidos niños y mujeres, y resultaron heridos 10 soldados y un general, de los tres que mandaban la operación, contra más de 200 estudiantes y gente del pueblo.

La muchedumbre estuvo 30 minutos expuesta a los tiros cruzados. El fragor de las armas no lograba acallar los gemidos, los llantos, los gritos de los agonizantes. Llegó un momento en que ya nadie corría. La muchedumbre se había tirado boca abajo, y la plaza parecía un campo sembrado de muertos. Una vieja que llevaba las piernas vendadas era la única que permanecía en pie, indiferente a las balas, con un brazo levantado haciendo la "V" de la victoria.

Centenares de jóvenes lograron escapar, centenares se enfrentaron a los soldados y fueron abatidos a culatazos, centenares buscaron refugio en los departamentos, millares quedaron atrapados en la ratonera de la plaza, y algunas mujeres, presas de histeria, intentaron suicidarse arrojándose por las ventanas. "Los gritos, los llantos y la desesperación —escribe Félix Fuentes— se confundieron en aquel episodio que duró 30 minutos, pero que parecieron 30 siglos."

Después vino la revancha. Los jóvenes hampones del Batallón Olimpia, muchachos de los barrios llenos de odio de clase, fueron implacables con los estudiantes: los golpearon salvajemente, los sacaron a rastras por las escaleras y los pusieron de espaldas, con las manos en alto, frente al muro del convento; a los líderes del Consejo Nacional de Huelga los desnudaron y los patearon. Se habían apagado las luces de la plaza y en la oscuridad brillaban las bayonetas y parpadeaban los faros rojos y azules de las ambulancias. Éstas, detenidas al principio, llenaban el aire con el aviso perentorio de sus sirenas, de tarde en tarde interrumpidas por el traqueteo de las ametralladoras. El edificio Chihuahua, rotas sus cañerías, dejaba escapar chorros de agua y nubes de humo: un incendio se había declarado en los pisos superiores. Los vidrios y los fragmentos de las ventanas tapizaban la plaza, entre charcos de sangre. Era hora de llevarse a los muertos, de declarar prisioneros a los heridos, de iniciar sobre cada muchacho un juicio con diez cargos, incluido el de asesinato.

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Fin de un primer acto

En Tlatelolco finaliza el primer acto de un movimiento estudiantil que abarcó todo el mundo y tomó como ejemplo a Francia. Al igual que la gran Revolución Francesa, esta rebelión tuvo repercusiones en los Estados Unidos, en México y en toda América Latina, y en otros continentes, pero, independientemente de sus diferencias y semejanzas, causó una gran sorpresa porque estaba dirigida contra el sistema del que formaban parte los padres de los rebeldes. La distinguió, pues, un carácter político y un carácter de parricidio simbólico, ya que pareció decir "No toleramos más su orden, su carácter autoritario, su manera de pensar, sus formas estereotipadas, su concepción del mundo. Retírense de la escena. Nuestro turno ha llegado."

Millones de muchachos educados fuera de sus hogares, en el radio y en la televisión, cuestionaban desde una manera de vestir hasta una de pensar, de educar, de gobernar. Y naturalmente, los padres, en lugar de introducir modificaciones, de ceder en algunos puntos a la fuerza tumultuaria de sus hijos, opusieron la fuerza de sus propios sistemas y terminaron derrotándolos.

A pesar de que en un punto las masas estudiantiles parecieron rebasar las estructuras del poder burgués, revelaron su debilidad al no lograr atraerse a los trabajadores y presentar un frente más combativo y peligroso.

La diferencia entre México y los países desarrollados es que aquí sí se empleó a fondo el ejército y se dominó el movimiento estudiantil machacándolo literalmente. Desde luego, hubo provocadores aislados, pero no hay ninguna prueba de que tuvieran un papel de importancia en los sucesos de 1968.

El movimiento estudiantil se fue radicalizando a medida que crecía y aumentaba la represión policíaca. Sus líderes, pertenecientes a grupúsculos marxistas más bien teóricos, surgieron espontáneamente de la lucha, y todos se unieron con la finalidad de exigir algunos cambios y reacomodos menores, que el gobierno fingió discutir, sin pensar nunca en aceptarlos, pues creía que se lesionaba irremediablemente el principio de autoridad en el cual estaba sustentado. Por un lado combatía a los estudiantes con la fuerza y por otro se empeñaba en desprestigiar el movimiento —sin conseguirlo— alegando que se trataba de fuerzas extrañas al país y a su "idiosincrasia". En la Cámara de Diputados, el día 4, se habló de "una maniobra contra México y sus instituciones legítimas" y de "una acción subversiva que ha utilizado grupos de estudiantes sin que éstos tengan una conciencia cabal del peligro que entraña su actitud", y el diputado Manzanilla Schiffer exclamó: "Hay que hacer esta declaración como mexicanos: preferimos ver los tanques de nuestro ejército salvaguardando nuestras instituciones, que los tanques extranjeros cuidando sus intereses."

El gobierno no aceptaba, no podía aceptar sin perder la cara, que el movimiento fuera mexicano —como el japonés fue japonés—, ni mucho menos que se dudara de su legitimidad o de la bondad de sus métodos y procedimientos. Mantenía su ficción democrática a toda costa, y no quería ver que todo su sistema de autoritarismo, su manejo de las masas, la inconclusa reforma agraria, la desigualdad afrentosa y el insoportable presidencialismo habían entrado en una crisis de la que era detonador el movimiento estudiantil.

Le preocupaba la suerte de la Olimpiada. La Olimpiada formaba ya parte del sistema, de la razón de ser del sistema, y la oposición que lo cuestionaba debía ser eliminada sin contemplaciones. Fernando M. Garza, director de Prensa y Relaciones Públicas de la Presidencia, la misma noche del día 2 convocó a los periodistas y a los

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corresponsales extranjeros y declaró enfáticamente: "La intervención de las autoridades en la plaza de las Tres Culturas acabó con el foco de agitación que ha provocado el problema. . . Se garantiza la tranquilidad durante los Juegos Olímpicos. Hay y habrá vigilancia suficiente para evitar problemas."

Cerrado el primer acto con la atroz e innecesaria matanza de Tlatelolco, se iniciaba el ambiguo segundo acto, también a escala mundial: motines, crisis permanente de las universidades, secuestros, guerrillas, asaltos a bancos, desencadenamiento de la violencia, terrorismo, etcétera.

El sueño de la utopía, el sueño de la libertad y la igualdad, se degradó. Ya no hubo rebeliones semejantes a las del primer acto y no sabemos exactamente cómo terminará este segundo acto y en qué consistirá el tercero. Posiblemente todos ellos estarán encadenados entre sí y conducirán a la crisis de todas las sociedades.

Intervención de Cárdenas

El 27 de octubre, día en que terminaron los Juegos Olímpicos, escribe Cárdenas: "Una sensación de depresión he mantenido todos los días del conflicto. Siento que hace daño a la causa democrática, postulado de la Revolución Mexicana, y que si ésta no ha fructificado como anhelan las clases populares, la violencia registrada como la del 2 de octubre la retrasa por más tiempo y con ayuda de las clases conservadoras. Deseo que la administración logre librarse de la contrarrevolución que no pierde ocasión para infiltrarse en posiciones del poder público."

A fines de noviembre, el general, que seguramente sufrió la presión de las dos partes, decide tratar extensamente la cuestión estudiantil:

"Debo anotar —reitera— que he vivido, estos últimos meses, días de positiva angustia al ver que el régimen de la Revolución, de la que fui soldado, ha recurrido a usar de medidas drásticas durante los movimientos estudiantiles que han sido acusados de representar `conjuras comunistas'.

"Consciente o inconscientemente se está pintando a nuestro país de `comunista', cuando ya quisiera el pueblo mexicano que se llegasen a realizar los postulados de la Revolución que rige la vida del país.

"El régimen de la Revolución no está caduco a la fecha, fuerzas populares en mayoría apoyan al gobierno. Las fuerzas descontentas son minoría y no comunistas y a estas fuerzas es fácil convencerlas con la razón, lo que ahora es realizable corrigiendo los abusos que produce la violencia, obrando los responsables del poder con la serenidad que le corresponde a todo gobernante y más a los de un país como el nuestro, que fue vejado durante el periodo de la dictadura que derrocó la Revolución de 1910. Es más, cabe tolerar incluso las imprudencias que no ponen en peligro la estabilidad del gobierno y cuidar de corresponder al pueblo y educarlo con el ejemplo de quienes están en los puestos de gobierno y exigirlo también a los particulares.

"Se avecinan problemas que deben verse a tiempo, uniendo voluntades, acercándose más a las mayorías, para que México se pueda defender de sus enemigos de dentro y de fuera.

"Al extranjero vecino es fácil detenerlo, en sus ambiciones de dominio, con el pueblo, el pueblo que lo da todo, sirviendo sin reservas a la patria, ya en el campo, en el taller, o con las armas, defendiendo la soberanía e integridad del territorio.

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"Si a este pueblo se le atiende dentro de las posibilidades económicas del país y si la actitud del gobierno se mantiene digna ante el poderoso y decente en su trato con el extranjero, será la mejor fuerza que consolide en el futuro la estabilidad del país, gobernado dentro de los cauces de la propia Constitución.

"¿Reformas? Habrá tiempo para hacerlas dentro de un entendimiento en que no imperen ni la soberanía de los conservadores, ni la de los que quieren la dictadura, ni tampoco la de los que pasan por alto la realidad, las peculiaridades de la población y las condiciones internas e internacionales.

"A la nación le bastará su fuerza moral para no tener desconfianza al poderoso y seguir libremente aportando sus propios recursos naturales para su desarrollo integral."

El general incurre en una contradicción, pues casi todas las notas de su diario demuestran la decadencia del llamado régimen revolucionario. Y por lo demás, es simplemente engañoso que las fuerzas descontentas estuvieran en minoría y las fuerzas populares apoyaran al gobierno.

Los estudiantes, los maestros y los intelectuales —es decir, los que conocían la realidad del país— formaban una minoría, en tanto que los obreros y los campesinos manipulados estuvieron en apariencia subordinados al gobierno. Sin embargo, el movimiento logró atraerse a los sindicatos independientes, a un buen número de campesinos y sobre todo al proletariado de las ciudades perdidas. Centenares de activistas recorrían mercados, casas, centros de reunión, explicaban sus propósitos y cada día se hacían de nuevos adeptos.

Sin duda, la propaganda de los estudiantes no podía ir más lejos de lo que fue en aquellos días. El gobierno mantuvo hasta el fin un dominio casi absoluto de los trabajadores agrupados en sus sindicatos urbanos, de los campesinos dispersos en la vasta extensión de la República y de sus propios numerosos empleados sujetos a una cerrada vigilancia. Con todo, se dio el caso de que los burócratas de la Secretaría de Educación, llevados al Zócalo para organizar un pretendido desagravio a la bandera, gritaran repetidamente: "¿Somos borregos, somos borregos!", y que numerosos intelectuales de Antropología, de El Colegio de México y de otras instituciones oficiales arriesgaran su empleo, sumándose al movimiento.

El 1 de diciembre, Cárdenas volvió sobre el mismo asunto: "Conscientes los gobernantes de la sensibilidad del pueblo... tienen que vivir alertas de que al final de su mandato vienen demandas a las que sólo pueden hacerles frente si se han cuidado de limitar la acumulación de la riqueza robada al trabajo del asalariado; si se han cuidado de que el servidor público no realice a la vez funciones de empresario; si se han cuidado de ser tolerantes con los opositores políticos; si se han cuidado de no tomar como lesivas las críticas, por más acerbas que en lo personal y aun en funciones oficiales se les hagan, en tanto no traspasen el límite de la solidez que constituyen los organismos encargados de gobernar el país.

"Un gobernante despreocupado de las injurias personales, que a veces llegan de sectores resentidos por actos indebidos cometidos por subalternos, y aun lanzadas con fines tendenciosos, es un gobernante ideal para un país en que su pueblo tiene carencias y trata de obtener justicia en aquello que le afecta; carencia de lo indispensable para su subsistencia y carencia de cultura. El gobernante, en un país como México no puede, no debe pretender gobernar con rigidez aplicada al ignorante, al analfabeto, al joven inexperto, al joven que carece aún de conocimientos y se lanza a aventuras, exponiendo su vida en aras de una causa, de un ideal utópico si se quiere, pero que en la generalidad encierra nobleza.

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"El gobernante que pretenda encauzar a su país hacia la democracia tiene que empezar por ser un verdadero demócrata, demostrarlo tolerando la oposición, por más cruda que se ejerza en el mitin, en la prensa, en la diatriba personal."

Fijando su actual posición, Cárdenas escribió que a él no le correspondía "gritarle" al gobierno o provocar manifestaciones públicas, pues "no conseguiría justicia para los inocentes encarcelados ni tolerancia para los que hayan delinquido".

No le importaba, en último caso, las críticas "de los que quisieran la intemperancia y la violencia", si esto ayudaba a la liberación de los presos, pero sería una torpeza no obtener resultados prácticos y sí exponer al pueblo, inútilmente, a nuevas represiones.

Desdeñaba convertirse en un héroe y prefería ser víctima con tal de salvar vidas "que pueden resguardar a México de la opresión a que pudieran orillarlo los inconscientes o los vendepatrias".

Cárdenas analiza la situación desde sus invariables perspectivas. Mientras el gobierno culpa de la situación a los "comunistas" sin aducir pruebas, él culpa con más probabilidades de éxito a los imperialistas. En aquella terrible confusión todo pudo haber sido posible. De cualquier modo, las fracciones comunistas obraron abierta, nacionalmente, en tanto que los miembros de la CIA y de la FBI pudieron obrar ocultamente. Los Estados Unidos, en su terror al comunismo, vieron complacidos que el ejército, relegado por más de un cuarto de siglo, ocupara el primer lugar del escenario y que la represión sustituyera a las concesiones. Deseaban —según el modelo brasileño— una dictadura militar que protegiera sus intereses, amenazados por la revolución cubana, y naturalmente, tomaron el partido del gobierno, siguiendo una política tradicional que habría de desembocar años más tarde en la destrucción del régimen de Allende.

El 2 de diciembre, al cumplir el Presidente cuatro años de gobierno, Cárdenas lo entrevista en Los Pinos y le hace ver que un desistimiento de cargos y una conmutación de penas a los ya sentenciados, lejos de debilitar a un gobierno republicano y progresista, lo fortalecerían moralmente, porque más prestigia al poder la benignidad que la represión. "Más aún —añadió—, todo gobierno surgido de una revolución popular debe apoyarse en las limpias fuerzas regeneradoras, en la responsabilidad de los destinados a asumir la solución de los grandes problemas nacionales con la audacia creadora de las nuevas generaciones."

Le pidió que conservara su serenidad ante las diatribas, y en su diario, comentando lo que debe tolerar el funcionario público, escribe: "Si por chistes así —ha copiado dos canciones de protesta— se altera y pierde la serenidad, lo sufre el pueblo, ya que es muy común que funcionarios inferiores ejerzan represalias que suelen llegar al crimen. En tanto no se ponga en peligro la paz de la nación con chistes burlescos, deben admitirse los desahogos, y más si son de masas juveniles que fácilmente se exaltan manifestando sus resentimientos o inconformidades producidas por diferentes causas.

"En el último año de gobierno que presidí 19341940— fue quemada mi imagen el `sábado de gloria' en la calle de San Juan de Letrán de esta ciudad; en la misma calle operaron enemigos políticos con varios magnavoces, con críticas al gobierno y con frases `duras'. No hubo represiones y solos se callaron."

Díaz Ordaz asintió a lo que dijo el general Cárdenas, pero no hizo caso de ninguno de sus consejos. Es indudable que si el Presidente hubiera pedido a los estudiantes unirse a él para encontrar juntos una solución de los problemas fundamentales del país, no se habría producido Tlatelolco. Hombre de una extrema susceptibilidad, tomó los desahogos juveniles como insultos personales, y desde el principio se inclinó, no por el diálogo conciliador, sino por la represión abierta, en un momento en que los estudiantes del mundo cuestionaban airadamente sus sistemas políticos y sociales. Además, todo hombre susceptible es orgulloso, y el orgullo de Díaz Ordaz no conocía límites. Educado

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en la mafia política de los Ávila Camacho, era partidario de la mano dura, y cuando alcanzó el poder, ligó su personalidad a la presidencia, consideró que era el símbolo viviente de la República, y si en un hombre se opera esta metamorfosis, el desahogo, la injuria o el simple cuestionamiento se transforman en blasfemias imperdonables, merecedoras de un castigo ejemplar.

El Balsas Al hacerse cargo el general Cárdenas de la Comisión del Balsas, ya los proyectos

regionales no provocaban el entusiasmo de las épocas pasadas. Además, quizá el gobierno nunca tuvo la idea de desarrollar cabalmente la cuenca —que comprendía ocho estados de la República—, sino más bien la de unir una extensa zona, poblada con gente muy independiente —sobre todo la de Oaxaca y Guerrero— y gobernada por mandatarios incapaces, bajo un régimen federal.

En el Tepalcatepec se había construido la presa del Infiernillo con el propósito de dotar de energía eléctrica a la ciudad de México y secundariamente regar los valles de Apatzingán, Lombardía y Nueva Italia, lo que atrajo una gran inversión nacional y extranjera, pero en el Balsas la situación no era la misma. Aquí, fuera de La Villita, destinada a Las Truchas, no existieron considerables obras hidráulicas, las plagas del Tepalcatepec se propagaron rápidamente y desde el primer año se advirtió que los rendimientos del algodón eran muy bajos y resultaba muy difícil fijar una mano de obra errática, pues los incentivos económicos no atraían a los braceros.

Un investigador norteamericano, David Barkin, estudioso de las dos cuencas, piensa que la honradez, la capacidad de trabajo y el prestigio del general Cárdenas fueron usados por el sistema con el fin de engañar al proletariado marginado, y es posible que no esté muy alejado de la verdad. Lo ocurrido en las cuencas mexicanas, sin excluir la del Papaloapan, no es un hecho aislado, sino mundial. La planeación regional del desarrollo ha suscitado una riqueza agropecuaria considerable, pero esta riqueza, a consecuencia de la expansión del capitalismo, benefició esencialmente al neolatifundismo financiero y a los comerciantes y no a los auténticos campesinos.

En el caso de México, el economista Iván Restrepo ha probado que, desde 1950 hasta 1970, el 85 % de la inversión pública destinada al sector agropecuario se dedicó a la irrigación, y tres cuartas partes se emplearon en regar los estados del Norte. Esta concentración regional se dio también en la propiedad situada dentro de los distritos de riego.

En 1960, como resultado de esta política el 72.5% de los usuarios sólo explotaban el 27.3% de la superficie, mientras que en el otro extremo, alrededor del 6 % de los propietarios disponían del 40%, esto sin contar con el arrendamiento que en los distritos del Norte y del Noroeste abarca ejidos enteros.

El sistema deseaba ante todo producción, y logró sus fines a través de los llamados pequeños propietarios y de los alquiladores de tierras ejidales, sin importarle mucho la suerte de los campesinos pobres, y así se creó en el último cuarto de siglo la desigualdad que impera, no sólo entre los ejidos de temporal y los ejidos de riego, sino entre ejidos que disponen de agua en sus distritos y los propietarios y los alquiladores de tierras.

En tanto que el general Cárdenas se propuso durante su gobierno eliminar en lo posible la agricultura marginada, ayudando a los más desvalidos, los cinco gobiernos posteriores se ocuparon en llevar el 80% de la inversión a las zonas ricas.

El triunfo aparente del sistema desembocó en un fracaso mayúsculo. A los neolatifundistas, según se vio a lo largo del proceso, no les interesaba la suerte del país.

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Si las tierras se agotaban, como fue el caso de Colima, las abandonaban; si los incentivos económicos eran escasos, se abstenían de invertir, como fue el caso del Balsas, y cuando se sintieron amenazados de algún modo, se negaron a sembrar, lo que obligó al gobierno a invertir divisas en la costosa importación de cereales.

Fracasó la política agraria del régimen, pero Cárdenas no fracasó en el Balsas ni en el Tepalcatepec. Sobreponiéndose al sistema, en vista de que disponía de muy poco dinero, utilizó a los promotores indios de la región más castigada, la MixtecaTlapaneca, para construir caminos, edificar casas, escuelas y clínicas, electrificar y dotar de servicios sanitarios a 305 localidades y abrir nuevos campos al cultivo.

Cárdenas seguía sus propios métodos de trabajo. Si un camino había que hacerlo en cinco años, de acuerdo a un presupuesto determinado, no lo iba construyendo del principio al fin, kilómetro por kilómetro, según las reglas, sino que primero construía los puentes y trazaba una brecha de modo que el camino fuera transitable al año, y luego lo completaba con las obras finales de revestimiento y de pavimentación. En materia de obras hidráulicas, mientras se construía la gran presa de almacenamiento edificaba primero una sencilla presa de derivación que proporcionaba agua inmediatamente, y que se integraba al conjunto de los canales cuando, después de varios años, se terminaba el vaso.

Dada la pobreza de los habitantes y con el apremio de que tuvieran agua y caminos —había pueblos que se quedaban cuatro meses aislados por la crecida de los ríos—, al general Cárdenas le interesaba hacer obras que sirvieran a la mayor brevedad posible en todos los sentidos. Utilizaba de preferencia la mano de obra local, y si este sistema aumentaba en 20% el costo de los trabajos, ahorró varios millones al no importarse maquinaria pesada, proporcionó sueldos inmediatos a muchos campesinos y permitió formar a numerosos albañiles, herreros y canteros.

"Este camino —decía— primero lo hizo un pájaro, luego pasó una bestia y lo trazó y más tarde vino el hombre y estableció la comunicación. Nuestros caminos no son muy buenos al principio, pero son útiles. Se puede transitar por ellos, ya que edificamos lo principal, salvando los obstáculos más duros, y con el tiempo se van transformando en caminos de primera."

En el Tepalcatepec se invirtieron 325 millones de pesos, y en 1970 la cosecha anual representaba un valor de 500 millones. La cuenca del Balsas, en los ocho años que van desde 1962 hasta 1970, llegó a ser la cuenca con mayor desarrollo hidroeléctrico del país gracias a las obras del Tepalcatepec. Detrás de estas realizaciones figura un gran esfuerzo personal. Lo que más trabajo costó, no fueron las obras propiamente dichas, sino la solución de los problemas de la tierra, que marchaban lentamente debido al burocratismo tradicional del Departamento Agrario. Muchos expedientes dormían el sueño de los justos desde hacía un cuarto de siglo, y para sacarlos adelante, Cárdenas nunca gustó de interponer su influencia. Visitaba a los secretarios de Estado y a los gobernadores en sus despachos, a pesar de las protestas de los funcionarios, y le daba su autoridad al último de los presidentes municipales. Nunca hablaba en nombre propio, cuando los indios se le acercaban y le decían en su mal español: "Estamos muy jodidos, deseamos una escuela y un médico", jamás les respondía: "Yo se los daré", sino: "Le diré al gobernador que ustedes necesitan una escuela y un médico", y cuando le agradecían alguna obra realizada, les respondía: "Yo no la hice. La hizo el señor Presidente", o "la hizo el señor gobernador". Atendía con el mismo celo las inmensas presas que la más humilde escuela de su región, que recorría una y otra vez, a pie, a caballo o en jeep, sin importarle los soles ardientes, los aguaceros o las noches heladas del desierto.

Guardaba la disciplina del militar. Daba órdenes que se podían cumplir, y en este sentido educaba a su gente —la mayoría muchachos recién egresados de sus escuelas—

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y la hacía sentirse responsable de su trabajo. Era muy estricto, pero nunca reconvino a nadie delante de un tercero, y sus jóvenes empleados lo respetaban y lo querían a causa de su carácter bondadoso y justiciero.

A los 73 o a los 74 años podía cruzar un río a nado o andar ocho horas por los montes sin dar señales de cansancio, pasarse 25 días del mes vigilando los trabajos, y excepcionalmente, 40 o 50 días sin regresar a su casa.

De hecho no ganaba nada, porque de su sueldo de 18 mil pesos mensuales pagaba su comida y la de sus acompañantes, la gasolina, el sueldo de su chofer, y si le alcanzaba, socorría a los más necesitados sin recurrir a los fondos de la Comisión, dando él mismo el ejemplo de lo que debía hacerse.

Sobreponiéndose a la adversidad

Posiblemente al finalizar el otoño de 1969 se inició un cáncer en la garganta, que se tomó como resfrío y que el general descuidó por su aversión a los médicos y el ningún aprecio que le merecían sus enfermedades. El 8 de enero de 1970 escribió la siguiente nota: "Mañana a las 19 horas me internaré en el sanatorio Santelena para que se me opere de una hernia `umbilical' que me resultó hace varios años. Mi estancia en el hospital se aprovechará a fin de analizar la inflamación que recientemente me apareció en el lado izquierdo del cuello. No hay dolencia. Hasta hoy se ignora su origen, que puede ser benigno o motivarlo otras causas que obligarán a operarse.

"Estoy tranquilo y optimista; sólo me preocupa la alarma que puede causarle a Amalia, Cuauhtémoc, Alicia y hermanos al enterarse mañana de qué se trata, además de la hernia y de la inflamación del cuello. Sin embargo, verán mi estado de ánimo y esto los calmará."

El 15 de enero tomó la pluma y escribió: "Fui operado el día 10. Me siento bien. La operación fue una rebanada de cuello: de caballo, es decir, un tanto dura. Estoy con el hombro izquierdo y cuello del mismo lado insensibles, pero sin dolencia alguna; vamos bien."

El 3 de febrero, ya de vuelta en su casa, se enteró del fallecimiento de Bertrand Russell: "Su muerte se hará sentir en todos los pueblos amantes de la paz. Entre los más afectados, el de Vietnam, al perder en el insigne científico y humanista inglés al mejor y más genuino vocero de su causa y su defensa, ante los crímenes que con ese heroico pueblo viene cometiendo el gobierno imperialista norteamericano. Personalmente siento la ausencia de un ciudadano excepcional en la lucha por la paz y de un admirado amigo."

Cárdenas se sabía herido de muerte. Habría de sobrevivir nueve meses, pero en este largo plazo reanudó su trabajo del Balsas, como si nada hubiera pasado, y no se quejó, ni escribió una sola palabra en su diario que aludiera ni remotamente a su enfermedad.

Los Apuntes, lejos de mostrar una ruptura, señalan una continuidad. No hay una línea de demarcación entre la existencia anterior de un hombre entregado a la acción y a la reflexión y la de un condenado a muerte. Un ser tan recatado e incluso misterioso como fue siempre el general Cárdenas, supo rodear su agonía del mayor secreto. Fuera del grupo de sus íntimos no trascendió, ni siquiera a la prensa, la noticia de su gravedad. Su itinerario era el mismo: Oaxaca, Guerrero, Michoacán, las grandes y pequeñas presas, los caminos, las casas, los servicios sanitarios, el proyecto de Las Truchas, que iba

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convirtiéndose en una realidad, y sobre todo y ante todo, los indios, los campesinos más pobres, a quienes auxilia y aconseja.

En tanto que los meses transcurren no trata siquiera de hacer una síntesis de su inmenso trabajo. Él ha sido, con Vasco de Quiroga, uno de los civilizadores de Michoacán, y también se le llama "Tata", "Tata Lázaro". A él se debe que el valle de Apatzingán, solitario y diezmado por el paludismo, se transforme en un imperio agrícola y ganadero; la doma de los ríos, con sus consecuencias inmediatas: el riego y la electricidad; la extirpación de las enfermedades, el fin del aislamiento, el dar esperanza a los que la han perdido, la producción en gran escala de acero, la fundación y el crecimiento de nuevas ciudades, el rescate de la región tropical, y estas tareas las realizó siempre con el máximo desinterés y la mayor paciencia.

Desde el fin de su presidencia, nunca quiso intervenir en la política activa porque no olvidó la lección de Calles, resentida dolorosamente, pero comprendió que sólo con los recursos del gobierno podría hacer algo grande, algo que perdurara y rindiera frutos, en vez de dedicarse a los grandes negocios privados como fue el caso de la mayoría de los ex presidentes, y jamás descuidó sus deberes ciudadanos: cuando lo juzgó necesario, combatió por los ferrocarrileros, por los presos políticos; en la guerra fría tomó el partido de los satanizados comunistas; fue uno de los organizadores y miembros más activos de la Conferencia por la Paz y del Movimiento de Liberación Nacional, y defendió a Guatemala y a Cuba, lo que le valió una serie de injurias, de calumnias y de rencores. Es verdad que muchas veces lo que realizó como Presidente se volvió en su contra. Una serie de medidas revolucionarias, insertas en un cuadro capitalista del que formaba parte su gobierno, estaban destinadas posiblemente al fracaso. Los obreros organizados, en vez de constituir la punta de lanza de la revolución, fueron manipulados y se convirtieron en el principal apoyo de la clase burguesa, y la mayoría de los campesinos siguieron tan miserables como antes; si bien fue creada una industria de transformación, surgió una clase media despolitizada y aumentó la dependencia hacia los Estados Unidos; pero el petróleo, "que estuvo a punto de ocasionar la intervención extranjera", y a pesar de que sus administradores "dilapidaron 20 mil millones de pesos", fue el sostén de la desfalleciente economía mexicana, y lo será en el futuro inmediato, junto con la electricidad, el azufre y el acero.

Otra vez la reforma agraria

El general Cárdenas, en los últimos tres meses que le quedaban de vida, dedicó la mayor parte de su diario a la reforma agraria. Ya desde 1940 era sin duda el mexicano más experto en esas cuestiones, y treinta años de recorrer incesantemente los campos y hablar con ejidatarios, pequeños propietarios y técnicos le habían dado un profundo —irremplazable— conocimiento de todos su aspectos. El 5 de julio de 1970, escribe:

"Se hacen ataques a la reforma agraria de que haya campesinos que renten o abandonen sus parcelas. ¿Hay fundamento para atacar el sistema colectivo del ejido? ¿Que hay ejidos que desistieron del sistema colectivo? ¿Se han investigado y hecho públicas las causas? ¿No fueron las responsables las autoridades locales y federales, por falta de apoyo para mantener el ejido colectivo?

"Inmoralidad e ignorancia sobre el sistema colectivo; unos y otros, enemigos de la reforma agraria, hicieron un gran daño al país obstaculizando con su conducta y mala fe el desenvolvimiento de la producción agrícola ejidal. ¿Durante el ejercicio del Banco Nacional de Crédito Ejidal, o sea desde su creación, se ha llegado a consignar a los

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directamente responsables de la especulación que se ha registrado con el crédito y la producción del ejido?"

Desde la época del general Ávila Camacho, el Banco se concretó a prestar dinero y dejó la organización técnica y social en manos de las autoridades ejidales, posiblemente influido por las críticas de Luis Cabrera, a pesar de que un estudio de 1939 hablaba de una naciente corrupción y división de los ejidatarios. Éstos no tuvieron ya una intervención directa en las funciones del Banco, y se les abandonó cuando necesitaban estar más unidos y conocer más a fondo la compleja naturaleza de los mercados. Los daños fueron irreparables. Es difícil que un campesino casi analfabeto domine en dos o tres años la maestría de los hacendados para dirigir sus negocios y resulta aún mucho más difícil enseñarle a mantenerse trabajando organizadamente y cumplir sus nuevos deberes con un sentido de la responsabilidad.

Por su parte, el gobierno de Miguel Alemán se propuso de una manera sistemática y a todos los niveles destruir el ejido colectivo y alentar la iniciativa privada, incluso modificando las leyes agrarias y estableciendo el amparo.

Es decir, que todo el aparato estatal destinado a capacitar al ejidatario, a darle una participación activa en la toma de decisiones, cambió enteramente y favoreció de un modo resuelto a los viejos hacendados y a los nuevos, salidos de la política o del mismo Banco, que brotaron en todas las regiones fértiles del país.

En doce años, el populismo consideró una aberración el principio esencial cardenista de dar un trato desigual a los desiguales. Se aplicó teóricamente la igualdad, y el rasero en el campo condujo al neolatifundismo financiero que todavía padecemos.

Los hacendados, no sólo conservaron la pequeña propiedad, sino que la extendieron a varios de sus familiares, y aumentaron sus cultivos por medio de la técnica, ya que disponían de dinero; los fondos del Banco de Crédito Ejidal se desviaron a otras actividades, y los funcionarios se hicieron ricos; los ejidatarios, privados de asesoría técnica, de crédito y de un acceso a los mercados monopolizados, tuvieron necesidad de vender o alquilar sus mejores parcelas, y no se les politizó debidamente.

—¿Qué es politizar? —se interroga Cárdenas.

"Instruir al campesino, ejidatarios y asalariados, en sus deberes cívicos y en ejercerlos con pleno conocimiento de sus derechos y obligaciones. Naturalmente, para ello es indispensable la educación escolar, y aun en el caso de que no hayan tenido oportunidad de concurrir a la escuela, grandes sectores de analfabetos actúan por intuición, defendiendo sus derechos.

"Es indispensable organizar socialmente las unidades ejidales: prestarles dirección técnica y proporcionarles el crédito que requieran, exigiendo honestidad en su administración. De no atenderse radicalmente este problema, la producción agrícola seguirá siendo precaria y con más carencias la vida del campesino. Para conseguirlo es necesario, ante todo, sensibilidad del problema social que representa la masa campesina y conocimiento de qué es la reforma agraria y cómo debe cumplirse."

El General estaba viendo en la práctica el modo como los alquiladores de tierras, los falsos pequeños propietarios y los comerciantes monopolistas se hacían millonarios, pero lo trágico de aquel cambio es que el neolatifundismo, a semejanza del antiguo hacendismo, y beneficiario por añadidura de las gigantescas obras de infraestructura, descubrió su impotencia para dar empleos y satisfacer las necesidades elementales del pueblo mexicano, al mismo tiempo que la población rural se multiplicaba y falta de empleo emigraba a las ciudades y a los Estados Unidos. Al acercarse los años setentas, el país entraba en una especie de gigantesco remolino que lo iba hundiendo en lugar de sacarlo a flote. El campo producía siempre menos, la población crecía siempre más, y la erosión devoraba millares de hectáreas anualmente. Había dinero para la industria, para el

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comercio, mas no para el campo. Ni siquiera se pensó en un plan a fin de rehabilitar las zonas erosionadas, las semidesiertas y las tropicales, para trasladar a ellas el exceso de campesinos sin tierra, pues los proyectos, en este sentido, fueron irrisorios y la mayoría condenados al fracaso.

"Hemos sido capaces —dice en otro párrafo— de hermosear ciudades; levantar estructuras monumentales; construir grandes obras de almacenamiento para irrigación y generación de energía; abrir vías de comunicación; centros de cultura; de salubridad; de asistencia pública; museos, verificar olimpiadas internacionales; anunciamos una economía nacional próspera; contamos con técnicos en todas las ramas; y sin embargo, para justificar la revolución agraria carecemos de visión o voluntad a fin de hacer de las unidades ejidales ejemplos de organización y de producción agrícola.

"Existen escuelas de agricultura, como la `famosa' de Chapingo, para preparar agrónomos que sirvan al campo, principalmente al campo ejidal; pero sólo vemos unidades particulares con tierras bien labradas y con alta producción. ¿Y por qué no igual al ejido?

"¿Causas? "Incomprensión de la responsabilidad que implica para el funcionario no atender el

problema rural mayoritario, concretamente el ejidal.

"¿Acaso no se puede atender al igual que las unidades de la llamada pequeña propiedad? Claro que sí.

"Una acción coordinada entre el Departamento Agrario y las Secretarías de Agricultura y de Recursos Hidráulicos lo resolvería; pero para ello precisa, en nuestro medio, la sensibilidad y conocimiento de problemas como el ejidal, con el que no siempre simpatizan los altos dirigentes.

"De no tener sensibilidad o simpatía los funcionarios para las unidades ejidales, sí tienen la responsabilidad de cumplir con la clase campesina y, hasta por conveniencia de la economía del país, servir en favor de una mayor producción agrícola en las tierras ejidales.

"El Ejecutivo federal tiene a su alcance la solución del problema: fijar programas y exigir responsabilidades a quienes no cumplan con sus funciones, así sea a los servidores oficiales y a los mismos campesinos si éstos fueran culpables; pero juzgo que en lo general los ejidatarios no tienen la culpa de vivir desorganizados. La responsabilidad recae en el Estado.

"Analicemos a fondo el fenómeno que se presenta ante la reforma agraria; quitemos los obstáculos que obstruyen su camino y tendremos una agricultura abundante en los ejidos del país."

Cárdenas confió hasta el fin en la acción rectora del gobierno para dirigir la economía del país y fue el primero en advertir la falta de coordinación de los bancos y de los organismos del Estado, la inmoralidad, el carácter burgués de los funcionarios y la necesidad de exigir responsabilidades tanto a los servidores oficiales como a los propios campesinos.

"Si propios y extraños reconocen que la Revolución Mexicana tuvo un sentido eminentemente agrario, habría que preguntar si las masas rurales hubieran resistido en paz el tiempo necesario para disponer de los medios y aprender mejores técnicas en el cultivo de la tierra, para llegar a poseerla. De acuerdo con las condiciones que entonces prevalecían: lucha violenta entre hacendados y campesinos, hostilización a los que solicitaban las tierras, era imperativo repartirla con celeridad para hacer justicia a quienes siempre la han merecido y, también, para evitar la lucha en el campo, en forma que

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permitiera cumplir en lo esencial los demás objetivos de la Revolución que el pueblo venía demandando."

Era imperativo repartir la tierra y Cárdenas la repartió aceleradamente con todos los medios a su alcance, cambiando la fisonomía de la nación; pero con una masa tan depauperada, enferma e ignorante, un problema tan hondo no se resuelve en seis años. Si en los tres decenios siguientes el Estado lo hubiera atacado con la misma decisión enérgica, y formando sus cuadros técnicos —algo que exigía el carácter revolucionario de Cárdenas—, el problema actualmente estaría resuelto y México sería un país muy distinto.

Lo que Cárdenas se resistía a comprender es que un gobierno burgués debía implantar sistemas burgueses de producción y acaparamiento de los productos, aliarse a los grandes agricultores, reducir el monto de los créditos, descuidar sus cuadros, técnicos, respetar el carácter monopolístico de los mercados, y el resultado fue el minifundio, la escasez, el abandono de los ejidos más pobres, y lo que es peor, un recrudecimiento de la desigualdad y una destrucción paralela de los recursos naturales.

Frente a la ausencia de programas y de organización, Cárdenas tenía su viejo y eficaz programa del ejido colectivo, pues basta salir al campo y observar la miseria de la gente, sus escasísimas parcelas, para entender que nunca, nunca, pero nunca, sobre todo si tenemos en cuenta la explosión demográfica, esa gente logrará levantarse y alcanzar una vida mejor.

De parte de estos males, el General hacía culpables no sólo a los técnicos, sino también a los intelectuales. Desde luego, no sabemos lo que haya entendido por intelectuales. Hubo y hay licenciados en derecho que se ocuparon de la hacienda pública, de las finanzas y de la educación, ingenieros civiles encargados de las comunicaciones, médicos en altos cargos ajenos a su especialidad, pero un licenciado o un ingeniero no son intelectuales. Ni siquiera con la frecuencia debida desempeñan cargos técnicos los especialistas, sino, de ordinario, los políticos, y se confían gobiernos estatales a gentes que se han distinguido por su ignorancia y su rapacidad. Los intelectuales y los mismos técnicos han ocupado cargos muy secundarios, comúnmente bajo las órdenes de un político estulto, y si el gabinete del general Cárdenas realizó un buen trabajo, esto se debió a que el Presidente tomaba las decisiones y actuaba por ellos. Los compromisos políticos se han sobrepuesto casi siempre a la eficacia, y el pecado de no estar gobernados por los mejores, sino por oscuras medianías que perdida su eminencia vuelven al anonimato, lo pagó y lo está pagando muy caro la nación.

En cuanto a los hombres de la Revolución, decididamente —a excepción de Cárdenas y algún otro— envejecieron, y su ancianidad codiciosa terminó de rematar a la Revolución, si alguna vida le restaba. Los nuevos técnicos, los intelectuales —casi ninguno de ellos se enriqueció—, los hombres de ciencia, siguen sujetos a los políticos y no han dado señales de haber mejorado radicalmente, tal vez más a causa del sistema que de ellos mismos.

Ahora el tiempo de Cárdenas había pasado. Sus ideas acerca de la reforma agraria no fueron escuchadas y debió confiarlas a los Apuntes, convertidos en su última contribución al problema que lo atormentó toda su vida.

No hay nada trascendente que pueda hacerse en un país como el nuestro sin una verdadera pasión por la suerte de los campesinos, si bien Cárdenas nunca desdeñó la industrialización, la democratización del sistema, el endeudamiento creciente del país, la concentración de las riquezas en pocas manos, el desempleo, la explosión demográfica, como lo prueba su extenso ensayo escrito entre agosto y septiembre de 1970, que debe verse como un mensaje póstumo a la nación y que aparece al final de este libro, como apéndice.

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Cárdenas tenía un proyecto de nación: hacer un país homogéneo, borrar sus contrastes abismales, para que los más desvalidos alcanzaran los bienes de la vida.

Concebía un gobierno fuerte, no dictatorial, como la única forma de imponerse a los enemigos y hacer triunfar la Revolución. Creía verdaderamente en la Revolución, y tal vez su mayor dolor consistió en comprobar la manera en que se iba alejando de sus objetivos primordiales.

El fin

En el mes de octubre se cerró el círculo. Los vínculos que lo habían atado débilmente a la ciudad de México, a su gente, al lugar donde había gobernado, terminaron de aflojarse y don Lázaro alentaba el deseo obsesivo de morir solo, devuelto de alguna manera al ambiente de su infancia.

El día 10 estaba en Galeana con la intención de pasar más tarde a Jiquilpan. No tenía fuerzas siquiera para escribir su diario o para dictar sus últimas disposiciones, por lo demás ya inútiles. Permanecía inmóvil largas horas, sin hablar, extendido en un sillón, con el sombrero de paja sobre la cara como lo había hecho tantas veces en su época de soldado.

También Galeana era obra de sus manos. Le llegaba, con el olor estimulante de la pimienta y el extraño dulzor del clavo, la fragancia de los limoneros y oía a lo lejos el mugido de los cebúes, pero había perdido su paraíso y sabía que nunca podría recobrarlo.

Sentía dentro de su cuerpo el avance perceptible del cáncer, semejante a una pesada somnolencia interrumpida por breves relámpagos de una maravillosa claridad que tocaba alguna parte de su cerebro. Se veía a sí mismo conduciendo al pesebre la vaca bermeja de la familia, entre el centelleo de las luciérnagas, o de pie en el balcón del Palacio Nacional, ostentando su banda, mientras desfilaban los ataúdes de las compañías petroleras y retumbaban las campanas.

Las imágenes surgían y desaparecían con la misma arbitrariedad un poco irritante, sin que lograra precisar si las había soñado o las estaba contemplando despierto, si duraban horas enteras o apenas un segundo. Sumido en aquel letargo, aparecía el rostro amado y luminoso de Amalia, y a continuación la sonrisa triste de su madre, quien, después del fusilamiento, le decía: "Hijo, no hagas tú eso. Prométeme que nunca lo harás."

Las puertas del rancho se hallaban cerradas por primera vez y los campesinos esperaban afuera inútilmente: se acabaron las audiencias. Habían muerto todos, Carranza, Obregón, Calles, Ortiz Rubio, Abelardo Rodríguez, Ávila Camacho, Mújica. El mismo Lombardo se le había adelantado. Quedaba él, y ya llegaba su turno.

—Señor —asomaba la cara preocupada de Rubén Vargas—, señor, ¿no se le ofrece nada? ¿Se siente usted bien?

—Sí, estoy bien —respondía—, no necesito nada.

¿Qué importaban los muertos ahora? Importaba la reforma agraria, la democracia, los presos políticos. ¿Era mucho pedir? ¿Era utópico pedirle serenidad al Presidente?

Él había sido Presidente. Y cuando quemaron su efigie, como a un judas de sábado de gloria, se había reído mucho. Nadaba en las aguas heladas de un cráter y también se reía. "No, no estamos calientes, señor Cordell Hull. No estamos calientes. Usted es un gato de cartón con el hocico abierto y su letrero en el pecho reclamando siempre algo:

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`Feed the Cat'." Ese gato crecía, era demasiado grande: ese gato ya no era Hull, era la muerte y debía ser alimentada con su propio cuerpo. "¿Pero qué es la muerte? ¿Qué significa la muerte? La muerte soy yo mismo, repleto de cáncer, y no ese gato con el hocico abierto que me mira fijamente."

De pronto, el gato desapareció y la sala se llenó de gente: Cuauhtémoc, Valente su chofer, Vargas, los viejos ayudantes Lino y Lupe.

—Señor —dijo Valente—, venimos a llevarlo. Usted no puede quedarse más en Galeana.

Cárdenas se incorporó en el sillón, descubriéndose la cara. —¿Qué dices? —Venimos por usted. El coche está listo.

— Sí, Valente, vamos a Jiquilpan. Yo quiero ir a Jiquilpan. —Perdone usted, señor, que por primera vez lo desobedezca, no vamos a Jiquilpan. Vamos a México.

Don Lázaro comprendió entonces la realidad. En la puerta abrazó a sus ayudantes y le dijo a Lino:

— Prepara los caballos, que vamos a emprender un largo viaje.

Estuvo cuatro días en cama, casi sin hablar, sin quejarse, tratando de no dar molestias, de pasar inadvertido. En ningún momento dio muestras de que su lucidez lo hubiera abandonado. El 16 en la tarde tuvo fuerzas para decirle a Elena Vázquez Gómez:

—Elena, todavía ganaremos muchas batallas.

El día siguiente, a las 7 de la noche, expiró sin ser sentido. Celeste, su nuera, que entró a la recámara unos segundos después, sólo alcanzó a decir:

—Tata, nuestro padre, ha muerto.

Cárdenas había vuelto al pueblo y desde ahí emprendió su nuevo ascenso hasta conquistar el respeto y la admiración de la gente. Millones de indios y de campesinos lloraron al saber su muerte, sintiendo que habían perdido un padre; pero no sólo eran ellos los que lo habían perdido, sino todo el país, todo México.

APÉNDICE

Mensaje póstumo de Lázaro Cárdenas a las fuerzas revolucionarias de México. Octubre de 1970

SESENTA años nos separan desde que se inició la Revolución y ha transcurrido casi medio siglo de pacífico esfuerzo constructivo.

La evolución política y el progreso material, los avances sociales y educativos como fruto de la Revolución iniciada por Madero, interrumpida por Huerta y continuada por Zapata y Carranza, están presentes en la vigencia de las instituciones democráticas, en un mejor nivel de vida y cultura y un cambio positivo en la mentalidad del pueblo, capaz hoy de alcanzar metas de mayores proyecciones.

La no reelección, fruto de la experiencia histórica, ha contribuido a liberar a la ciudadanía de la inercia que produce el continuismo y, en general, cada gobierno ha podido ejercer una acción administrativa de perfiles propios que, aunque no exenta de errores y contradicciones, ha tenido efectos más favorables para el país que la permanencia indefinida de personas en los órganos del poder público y que la reiteración

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de métodos de gobierno, que suelen hacer que aquél pierda el pulso de la evolución de la sociedad y cobre inevitables síntomas de rigidez.

Es necesario, a mi juicio, completar la no reelección en los cargos de elección popular con la efectividad del sufragio, pues la ausencia relativa de este postulado mina los saludables efectos del otro; además, debilita en su base el proceso democrático, propicia continuismos de grupo, engendra privilegios, desmoraliza a la ciudadanía y anquilosa la vida de los partidos.

En efecto, una perenne soledad en los triunfos electorales basados en la unilateralidad obligada del sufragio o en los obstáculos que encuentran Ios contrarios para ejercerlo y hacerlo respetar, deja de ser saludable, más aún si aquellas victorias son resultante de una política de partido que incorpora a sectores con intereses antagónicos bajo una falsa amplitud conceptual de los objetivos de la Revolución Mexicana, pues esa política no aglutina ni fortalece la acción de las masas partidarias, sino margina a éstas de la militancia y de su participación entusiasta en las lides electorales.

La relativa invalidez del sufragio, también ha hecho que se asigne a los demás partidos, de disímiles posturas, un papel complementario y dependiente que se traduce en adhesiones electorales al partido en el poder o en sedicentes luchas de matices ideológicos entre todas las agrupaciones políticas reconocidas y que, en extraña unanimidad, proclaman sostener los principios de la Revolución Mexicana.

Esta situación abate el espíritu cívico de la ciudadanía, especialmente de los jóvenes que, en vez de una lucha de principios e intereses encontrados, encuentran en paradójica unión partidaria a explotadores y explotados, a revolucionarios y reaccionarios; y entre los partidos sólo hallan una contienda propiamente convencional.

Quizá en el empeño de fortalecer la unidad nacional se ha permitido la presencia de elementos extraños a la Revolución en las propias filas del Partido. Considero que ello ha estorbado para consolidar los logros y acelerar la marcha de la Revolución.

Valdría meditar y determinar si la flexibilidad que se ha tenido, hasta culminar con la aceptación de esos elementos habrá ayudado a consolidar los logros y acelerar la marcha de la Revolución...

En algunos periodos del régimen de la Revolución se han impartido facilidades para la organización de nuevas agrupaciones políticas y se ha permitido la existencia legal, abierta, aun a las de ideologías más extremas, en la confianza de que el régimen de la Revolución gozaba del apoyo de las mayorías y de que cumpliendo las reivindicaciones sociales de la propia Revolución se fortalecería aún más el régimen. Asimismo, se cuidó durante esos periodos que la vida política del Partido del mismo régimen transcurriera en la práctica de la democracia interna.

Existen nuevos grupos y ciudadanos dispersos deseosos de canalizar sus inquietudes en las luchas cívicas, los que tienen pleno derecho a acogerse a los mandatos constitucionales para organizarse, lo que enriquecería la vida política y la discusión ideológica entre los mexicanos y contribuiría a fortalecer al régimen, cuya solidez en la conciencia pública estriba en el cumplimiento estricto que se haga de la Carta Magna y en las medidas que a su amparo se dicten en favor de las capas mayoritarias del país; en la defensa de la soberanía ante cualquier asechanza extranjera; en la capacidad del gobierno para aprovechar los recursos naturales en beneficio de la nación y conducir la economía por los senderos de la independencia económica.

La autonomía política del país descansa en su plena independencia económica.

Para llegar a obtener ésta cabalmente, habría que examinar objetivamente la situación en que se encuentran las finanzas y, en general, la economía del país, y disponer de las armas para reincidir su defensa con insobornable criterio nacionalista,

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resistiendo las presiones externas y, asimismo, las internas que se han venido ejerciendo por aquellos sectores que tienen la mente fija en las ganancias particulares, generalmente ya ligados o permeables a la influencia de intereses extranjeros, especialmente norteamericanos. Desafortunadamente, la obsecuencia hacia éstos no tan sólo proviene de elementos de la iniciativa privada, sino también del sector público, que olvidan los intereses permanentes de la nación al escoger el camino del enriquecimiento ilícito y al poner su inteligencia y su poder a disposición del capital extranjero.

La política tendiente a obtener cuantiosos créditos y préstamos del exterior, en la confianza excesiva de nuestra capacidad de pago por el desarrollo que promueven, tendría también que considerar la pesada carga que esa política hace incidir sobre la economía del pueblo; el hecho de que condiciona y acentúa la malsana unilateralidad del comercio exterior y mina las bases del desarrollo independiente; que impone al país una obligada paciencia ante mal disimuladas represalias económicas y ruinosas situaciones que determinan intereses ajenos en zonas agrícolas; y, en ciertas ocasiones, la política referida hace que se cierna un ominoso silencio ante actos violatorios de la soberanía e indebidas presiones políticas y económicas que el imperialismo ejerce sobre México.

Considero que de sostener el monto y el ritmo del endeudamiento externo que hace más de dos décadas se practican, se otorgaría innecesariamente un arma que perpetúa la dependencia y, en cuanto a sus efectos, la historia de México es muy elocuente...

A pesar de las advertencias nacionalistas de una opinión pública alerta, sigue presente la indiscriminada penetración de capitales norteamericanos en la industria, el comercio, las actividades relacionadas con el turismo y otros renglones de la economía y los servicios, penetración que se realiza con el respaldo de una banca también subordinada a instituciones internacionales que, a su vez, representan a los principales inversionistas norteamericanos que aquí operan, completando de esta manera el círculo vicioso que descapitaliza al país...

Hay que hacer la salvedad de que los préstamos y créditos europeos y asiáticos no revisten peligrosidad porque están lejos de establecer hegemonía y, ayudando al desarrollo del país, no lesionan su soberanía como ha sucedido en varias instancias con la desmedida afluencia de capital norteamericano.

Más grave aún que la penetración de capital norteamericano, si cabe, es la inevitable consecuencia de que para consolidar su posición extiende su influencia, como la mala hierba, hasta los centros e instituciones de cultura superior, pugnando por orientar en su servicio la enseñanza y la investigación; y, asimismo, se introduce en las empresas que manejan los medios de información y comunicación, infiltrando ideas y normas de conducta tendientes a desnaturalizar la mentalidad, la idiosincrasia, los gustos y las costumbres nacionales y a convertir a los mexicanos en fáciles presas de la filosofía y las ambiciones del imperialismo norteamericano.

México, sin duda, tiene grandes reservas morales, para defender sus recursos humanos y naturales, y es tiempo ya de emplearlas para cuidar en verdad que el país se desenvuelva con su propio esfuerzo.

Fieles intérpretes de esas reservas son la letra y el espíritu del artículo 27 constitucional promulgado en 1917, y el sano y auténtico nacionalismo con que los mexicanos respaldan su dinámico contenido, que faculta a la nación a regular el aprovechamiento de la riqueza, velar por su conservación, procurar su distribución justa y renovar y transformar pacíficamente las estructuras en desuso.

En efecto, en su esencia y definición como fuerza integrante de la nacionalidad, la Revolución y sus leyes primigenias promovieron un profundo e imprescindible cambio, implantando la redistribución de la propiedad territorial, haciendo a los mexicanos más dueños de su propio suelo, y con el dominio directo de la nación sobre sus recursos, ésta

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afirmó su autonomía proyectándola hacia el futuro al ir sumando a su patrimonio y manejo las industrias básicas necesarias para el desarrollo independiente del país.

Por lo tanto, bastaría cumplir empeñosamente los preceptos de la Constitución para proteger el patrimonio del país y establecer una política de franca cooperación externa diversificada y en el respeto y provecho recíprocos, más vigilando que los financiamientos y las inversiones foráneas encuentren cauce y taxativas adecuados para que su proporción y su campo de acción sean determinados legalmente, para que así actúen en forma efectivamente complementaria en la economía mexicana, y que las aportaciones técnicas, científicas y culturales obren en provecho del país.

La concentración de la riqueza no es, por cierto, una meta de la Revolución Mexicana y, sin embargo, es necesario reconocer que es un fenómeno en proceso ascendente.

Esto obedece, en lo que se refiere al campo, a un nuevo acaparamiento de la tierra, del agua y el crédito en manos de modernos terratenientes y llamados pequeños propietarios. En efecto, estimulados por las reformas contrarrevolucionarias introducidas en la Constitución y las leyes agrarias dictadas en el año de 1946, que ampliaron las dimensiones de la llamada pequeña propiedad agrícola y que otorgaron inafectabilidades improcedentes junto con el recurso de amparo que aprovechan los que más tierra tienen, los propietarios favorecidos se han dedicado a comprar o alquilar fraudulentamente terrenos ejidales, auténticas pequeñas propiedades y minifundios, extendiendo el sistema capitalista de explotación rural, con mano de obra ejidataria o de trabajadores aleatorios, y creando con ello un nuevo proletariado del campo que vive en el desamparo, sin la protección de las leyes del trabajo, pues ni siquiera está organizado en sindicatos como los que existían cuando se empezó a aplicar la reforma agraria.

Esta vertiginosa reversión hacia un neolatifundismo opera contra la organización y la consolidación del sistema ejidal y, naturalmente, de los objetivos básicos, socioeconómicos, de la reforma agraria, pues ante el incentivo del lucro, los grandes y medianos agricultores, paradójicamente llamados pequeños propietarios, en un país de rápido incremento demográfico y crecientes necesidades agrarias, vuelven a concentrar la propiedad o el uso de la mejor tierra y, disponiendo de los elementos técnicos y pecuniarios suficientes para trabajarlas óptimamente, se instituyen en rectores de la producción, de los precios y del mercado, con los consiguientes perjuicios para los ejidatarios y los auténticos pequeños propietarios.. .

El desequilibrio en el ingreso se debe lo mismo al abandono del espíritu agrarista en algunas leyes, como a prácticas ajenas a las disposiciones positivas que perviven; asimismo, a la falta de orientación, organización, enseñanza agrícola elemental, vigilancia, ayuda técnica y financiera que el régimen tiene el compromiso de proporcionar a quienes mayor derecho tienen a la protección social y económica del gobierno, puesto que los campesinos y los obreros agrícolas, además de ser los más necesitados, son los que en toda circunstancia trabajan y hacen producir la tierra, alimentan a la población y abastecen de materias primas a la industria doméstica y al comercio exterior Mexicano...

En realidad, las formas más eficientes de producción y organizaciones del trabajo pueden ser aplicadas en los ejidos colectivos, y estas unidades serian más productivas que los demás sistemas de tenencia si el Estado, además de atenderlas permanentemente como arriba se indica, comprendiera a fondo la importancia socioeconómica y agrícola del ejido colectivo y no lo abandonara a su suerte, sino facilitara su organización en toda instancia propicia o requerida por los campesinos, y exigiera estricta responsabilidad a los encargados de dirigir la técnica de los cultivos y a quienes manejan el crédito publico, haciendo que el privado operara bajo disposiciones

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especificas del gobierno y con su estrecha vigilancia para evitar, en uno y otro caso, indebidas especulaciones y transgresiones a la ley...

En cuanto a la reducción de la llamada pequeña propiedad, si en efecto las tierras repartibles con la actual legislación se están agotando, posiblemente será porque las superficies que el artículo 27 vigente permite no pueden considerarse afectables, por lo que sería preciso, como lo han apuntado estudiosos del problema agrario, hacer reformas al mencionado artículo constitucional para reducir sustancialmente la extensión de la pequeña propiedad hoy amparada por las leyes, para poder dotar las tierras sobrantes a los núcleos de población que carecen de ellas, tomando asimismo en consideración a las nuevas generaciones del agro que no podrán ser absorbidas por las industrias rurales y urbanas, por apresurado que sea su desarrollo en las próximas décadas.

Para seguir repartiendo tierras afectables que se amparan bajo simulaciones de pequeñas propiedades bastaría con la prueba de presunciones, cuyo antecedente legal se encuentra en las leyes de desamortización de 1856 y sus reformas. Siendo también pertinente la modificación las leyes que posibilitan la existencia de latifundios familiares y otras formas de anómala concentración territorial.

Estas medidas, y las que se tomen para abrir nuevas tierras al cultivo en amplias áreas disponibles y en las inmediaciones de los cauces de los ríos, no invalidan la necesidad de reducir la extensión de la pequeña propiedad a proporciones concordantes con el equilibrio armónico que debe establecerse en verdaderos pequeños propietarios, ejidatarios y minifundistas, los que hallarán en el ejido colectivo estimulo y protección para adoptar normas cooperativas, en vez de la competencia aniquilante de las medianas y grandes propiedades, cuyos dueños obran en forma objetivamente antagónica al ejido y a los auténticos agricultores en pequeño.

Para acometer estas reformas, el régimen tiene en su haber un largo periodo de estabilidad, precisamente al influjo de la reforma agraria, por la distribución que se ha hecho de la tierra a numerosos campesinos, encendiendo una esperanza cierta en los que aún carecen de ella...

La administración pública de 19341940, basándose en la ley y en el Plan Sexenal de gobierno, atendió el problema agrario en el criterio de que las unidades de explotación colectiva son clave para el desarrollo agrícola y el avance social de la población campesina, y en esta convicción se repartieron grandes latifundios a fin de entregar, con tierras en producción, los demás elementos para la explotación agrícolaindustrial de los ejidos y, también, para dejar establecida la ilegalidad de la existencia de los latifundios...

El retroceso y el relativo desorden prevalecientes en algunas de esas zonas (donde se dotaron ejidos colectivos) se deben a la falta de interés para impulsar el ejido colectivo. La consecuencia ha sido el innegable regreso, franco o subrepticio, de los terratenientes que, por la cuantía de los intereses que representan, se han podido posesionar otra vez de las tierras y las máquinas o influyen a través del crédito usurario en la producción y la comercialización de las cosechas, apropiándose de los rendimientos obtenidos con el esfuerzo de los campesinos...

La indiferencia y el burocratismo en que se han visto envueltas las cuestiones campesinas se definen con el olvido en que por largos años han caído las escuelas prácticas de agricultura destinadas a enseñar a los ejidatarios cómo cultivar y hacer más productiva la tierra, cuáles técnicas sencillas pueden utilizar, cómo mejorar sus instrumentos de trabajo y otras cuestiones elementales.

Otro hecho verdaderamente insólito es la inexistencia del servicio social para los alumnos de la Escuela de Agricultura de Chapingo, cuando la necesidad de consejo y ayuda que tienen los campesinos es tan apremiante...

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Es difícil comprender también que la Escuela de Agricultura tienda a crear, casi exclusivamente, investigadores y técnicos de alto nivel, que, por ese mismo hecho, quedan excluidos del medio rural.

La incomprensión o quizás el temor a la inconformidad que existe en vastas regiones rurales producen la incongruencia de que en los cursos de ingeniería agronómica se excluya de manera absoluta la enseñanza y la información sobre los antecedentes del agrarismo en México y las leyes que la Revolución creó al respecto.

¿Es posible que la reforma agraria siga siendo ajena a los agrónomos, a la capacitación de los campesinos, a la utilización de los técnicos de la agricultura en el campo?

El problema rural es el más serio que registra el país y para resolverlo es preciso reconocer sus verdaderas dimensiones y romper audazmente los valladares que se oponen a la aplicación de la reforma agraria. Todavía habrá que cubrir la etapa de las dotaciones donde sea necesario, la de organización, financiamiento y desarrollo en innumerables instancias y la de su integralidad en las unidades ya preparadas, sabiendo de antemano que revalidar su contenido social, reestructurar y abrir nuevos horizontes al problema de la tierra es un proceso largo, pero que es urgente abordar de inmediato, pues de otra manera será cada día más agudo y, en ciertas regiones, puede tornarse explosivo.

Toda verdadera manifestación de democracia, ya sea en el orden político, social o cultural, se nutre en la democracia económica que produce un cambio profundo de las estructuras.

La acentuación de las diferencias sociales señala la lejanía de ese objetivo y es otro síntoma de que la riqueza se concentra con la correlativa depauperación de los trabajadores, y conturba la conciencia popular ante los evidentes efectos del grave y ascendente desequilibrio entre los factores de la producción, el que obstruye seriamente la ruta de la democracia económica.

Para citar solamente al sector que más fielmente refleja la exagerada concentración de la riqueza, cabe considerar que mientras la banca privada y sus grandes socios sigan ensanchando sus actividades e influyendo decisivamente sobre las más diversas ramas de la economía, sin cortapisa alguna ni cauce legal que permita al gobierno intervenir en la forma de canalizar los recursos bancarios en la producción y los servicios de mayor importancia y beneficio popular, el desarrollo económico del país estará a expensas de los grupos financieros y su poderosa periferia, los que han demostrado más de una vez carecer de todo sentido nacional y cuyos móviles son meramente lucrativos.

En el auge de las finanzas privadas, producto del desarrollo pero también de la especulación, se observan claras tendencias monopolistas y aunque la cuantía de sus recursos podría deslumbrar a quienes piensan que los banqueros y sus socios se dispondrán a invertir considerables sumas para impulsar un desarrollo rural y urbano equilibrado, hasta la fecha, las exhortaciones amistosas en tal sentido sólo han encontrado de parte de los sectores financieros y, en general, de la iniciativa privada, la búsqueda de nuevos campos de inversión de altos rendimientos o mayores precios para sus manufacturas y artículos comerciales, sin atender las razones de interés nacional y social que el gobierno aduce para que promuevan actividades productivas útiles a la colectividad o hagan un esfuerzo disminuyendo sus precios en beneficio del consumidor y acepten obtener rendimientos moderados, razonables ...

Volviendo a las finanzas privadas, a los productores y comerciantes, la experiencia muestra que aprovechan el sistema de la libre empresa y sacan ventaja de una economía mixta alienada por prestanombres, lo que les permite acumular un poder económico de tal

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envergadura que, inexorablemente, llegan a ejercer considerable influencia sobre el poder público.

El gobierno posee instrumentos eficaces y legítimos para canalizar útilmente la riqueza acumulada y promover el progreso económico con justicia; para ello bastaría decretar una reforma fiscal profunda que hiciera recaer una proporción considerable del costo del desarrollo sobre los sectores adinerados, y nacionalizar la banca para encauzar los recursos que haya menester a la producción industrial, agropecuaria y forestal planificada, en el respeto a las leyes que protegen las riquezas naturales y las garantías y los derechos sociales, considerando las necesidades internas del país y de su población, así como las de la exportación.

Por hoy, la fuerza que han adquirido los sectores patronales motiva que impunemente violen el espíritu de justicia de las leyes del trabajo, y en innumerables instancias su propia letra —ya sea estableciendo un sistema de contratación temporal que exime a los patronos de numerosas responsabilidades, eludiendo incorporar a sus trabajadores al Seguro Social, o en completa despreocupación por establecer los servicios médicos y escolares que la ley reclama para éstos y sus familiares o por las condiciones mínimas de higiene en los centros de trabajo— y se resisten a cumplir con los modestos alcances de la ley sobre el reparto de utilidades.

Estas y otras formas en que los patronos ignoran sus deberes se hacen más evidentes para los trabajadores, al sostener aquéllos la tesis de que sólo con el aumento de la productividad del trabajo se justificaría el aumento de los salarios y mejores prestaciones, tesis completamente falsa, ya que la productividad crece continuamente y los patrones jamás elevan espontánea y proporcionalmente a sus ganancias los salarios de los trabajadores.

En verdad, las diferentes capas de trabajadores urbanos, a pesar de que disfrutan de mejores ingresos y condiciones de vida que los campesinos, pasan por un proceso de depauperación por el alza continua y hasta hoy incontrolada de los precios de numerosos artículos de consumo y en especial los de primera necesidad, lo que provoca además un malestar general. Los efectos de endebles aumentos salariales se ven nulificados o aun resulta agravada la situación de los trabajadores de ingresos fijos por un hecho que podría prevenirse por el camino de la ley y de su estricto cumplimiento, con el control de precios de artículos necesarios, pues dejar sin freno los actos socialmente delictuosos que producen la carestía de la vida, puede sumir a la inmensa mayoría de la población en una penuria que, además de totalmente injusta, puede convertirse en elemento de inestabilidad.

Los obreros han carecido de defensa gremial combativa y consecuente respecto a sus derechos de usufructuar una mayor parte de la riqueza que producen.

La inoperancia de los sindicatos como organizaciones de resistencia, debido en parte al abatimiento del ejercicio de la democracia interna y, también, a la inacción de sus dirigentes, hace que ese sector de la sociedad se encuentre abandonado a la rutinaria revisión de sus contratos de trabajo, en un estado de conformismo compulsivo perjudicial a sus propios intereses. En peores condiciones aún se encuentran los trabajadores carentes de organización, pues en esos casos las leyes son regularmente violadas y aquéllos permanecen al arbitrio de los patrones en la determinación de sus salarios y sus condiciones de trabajo, sin las garantías y prestaciones que la ley determina.

Se podría argüir que no es responsabilidad del gobierno, sino de los trabajadores, conquistar la democracia interna en los sindicatos y, en el caso de los no agrupados, que existen garantías para organizarse de acuerdo con la ley. Esto sería verdad en la medida que las condiciones de abatimiento social de los trabajadores dejaran de responder a indebidos privilegios de que disfrutan sus dirigentes para mantener en la inmovilidad a las

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masas organizadas y al hecho de haber dejado en el desamparo a las que no están organizadas. Hay que considerar que la explotación patronal se ha recrudecido porque las organizaciones obreras han perdido su independencia y con ello, los demás trabajadores, todo estimulo.

Estas situaciones son por completo anormales en el régimen de la Revolución Mexicana, cuyo significado perdurable y más valedero reside en la reivindicación social y económica de las clases proletarias.

En México valdría resolver las contradicciones entre el capital y el trabajo con un cambio estructural más profundo, que haga posible cumplir con la Constitución de la República, la que determina el dominio de la nación sobre los recursos naturales, condiciona la propiedad privada a las modalidades que dicta el interés público y faculta al Estado a regular el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación particular, para cuidar su conservación y hacer una distribución justa de la riqueza. En vez de seguir acariciando la falsa perspectiva del inevitable transcurso del ciclo capitalista de desarrollo, pajes la urgencia de realizar hondas transformaciones para alcanzar la justicia y la propia presencia del imperialismo, que descapitaliza al país, no lo permiten.

La reforma educativa tiene que corresponder a las necesidades del desarrollo independiente y a las exigencias de una sociedad que sabe ya valorar el trabajo justamente compensado, la adquisición universal de la enseñanza y la salud en la solidaridad social como principales premisas para una fructífera convivencia.

Ante las previsibles circunstancias históricas que actualmente imperan, se instituyó hace treinta y cinco años la educación socialista en México bajo esos lineamientos. El camino entonces trazado hubiera hecho menos difícil el tránsito a un orden social que hoy se abre paso en medio de violentas contradicciones.

¿Por qué no relacionar la preparación de la juventud con el desenvolvimiento económico y social del país, junto con la apertura de oportunidades de trabajo productivo y útil, lo mismo para los jóvenes técnicos y profesionales que para los que no tengan capacitación especializada, pues todos tienen la misma responsabilidad y los mismos derechos ante la nación, para hacer grande y justa a la patria mexicana?...

Para corresponder a un imperativo humano y social y a una necesidad absoluta para avanzar, es perentorio universalizar en la práctica la enseñanza primaria, aun cuando fuese menester allegarse los elementos necesarios de fuentes privadas de todos los niveles sociales, con aportaciones sustanciales de quienes más tienen, a fin de que la educación pública elemental llegue a todos los rincones del país, sin descuidar las zonas en que niños y padres indígenas claman por tener escuela y con ella esperanza de redención.

Los pueblos indígenas que habitan en distintos lugares de la República, a pesar de la diversidad del medio en que viven y de las características que los distinguen, tienen todos en común su estado de atraso y abandono y la explotación de que son objeto.

Después de treinta años puede repetirse, sin variaciones, lo que se dijo de los indígenas y su condición, pues a pesar de algunos esfuerzos esporádicos hechos en su favor, la situación que guardan sigue siendo muy deprimente.

En el año de 1940, al inaugurar el Primer Congreso Indigenista Interamericano, entre otros aspectos de la situación de la población indígena se manifestó:

México tiene entre sus primeras exigencias, la atención del problema indígena y, al

efecto, el plan a desarrollar comprende la intensificación de las tareas emprendidas para la

restitución o dotación de sus tierras, bosques y aguas; crédito y maquinaria para los

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cultivos; obras de irrigación; lucha contra las enfermedades endémicas y las condiciones de

insalubridad; combate a los vicios, principalmente al de la embriaguez; impulso a los

deportes; fomento de las industrias nativas; acción educativa extendida a los adultos en una

cruzada de alfabetización, de conocimientos básicos para mejorar los rudimentarios sistemas

de producción.. .

No es exacto que el indígena sea refractario a su mejoramiento, ni indiferente al progreso. Si frecuentemente no exterioriza su alegría ni su pena, ocultando como una esfinge el secreto de sus emociones, es que está acostumbrado a olvido en que se le ha tenido; cultiva campos que no compensan su esfuerzo; mueve telares que no lo visten; construye obras que no mejoran sus condiciones de vida; derroca dictaduras para que nuevos explotadores se sucedan, y, como para él sólo es realidad la miseria y la opresión, asume una actitud de aparente indiferencia y de justificada desconfianza.

La fórmula de "incorporar al indio a la civilización" tiene todavía restos de los viejos

sistemas que trataban de ocultar la desigualdad de hecho... Lo que se debe sostener es la

incorporación de la cultura universal al indio, es decir, el desarrollo pleno de todas las

potencias y facultades naturales de la raza, el mejoramiento de sus condiciones de vida

agregando a sus recursos de subsistencia y de trabajo todos los implementos de la técnica,

de la ciencia y del arte universales, pero siempre sobre la base de la personalidad racial y

el respeto de su conciencia y de su entidad. El programa de emancipación del indio es en

esencia el de la emancipación del proletario de cualquier país, pero sin olvidar las

condiciones especiales de su clima, de sus antecedentes y de sus necesidades reales y

palpitantes. Para mejorar la situación de las clases indígenas, se pueden trazar los

lineamientos de una campaña que debe ser realizada por una serie de generaciones y un

conjunto de gobiernos que estén inspirados por una finalidad común.

Referirse a los indígenas es, también, remitir la imaginación a los bosques, a ese inmenso bien con que la naturaleza dotó a México, tan irracionalmente explotado ante la indiferencia casi general y cuyos verdaderos dueños, junto con los trabajadores forestales, son tan mal retribuidos.

En materia forestal considero que, constituyendo ese recurso un bien nacional y cuya conservación es de interés público, debiera corresponder al Estado la extracción y la comercialización de la madera a través de un organismo nacional, descentralizado, para cuidar que los bosques se exploten racionalmente, proteger los derechos de sus dueños y otorgar las garantías de ley a los trabajadores; asimismo, para repoblar los bosques en mayor magnitud que su aprovechamiento, cuando menos duplicando el número de árboles restituidos, como se ha hecho durante muchos años y se sigue haciendo en Canadá y otros países. Así, se defienden los suelos de la erosión, se preserva el régimen de las lluvias, se multiplica el aprovechamiento de las obras hidroeléctricas y se conserva una de las riquezas renovables más grandes que tiene el país, con las múltiples ventajas que para la población y las nuevas generaciones significa el contar con amplias áreas boscosas.

Pocas circunstancias tan propicias para hacer una critica constructiva de la trayectoria que ha seguido la Revolución Mexicana y un severo juicio sobre la situación existente, pues las transgresiones a sus nobles objetivos están llegando al limite en la conciencia popular en los momentos precisos en que nuevas generaciones desean conducir al país hacia una nueva etapa revolucionaria, pacífica pero dinámica para impartir justicia y abolir privilegios.

Medio siglo de experiencia ha hecho obvio que la ley suprema de la República, la Constitución, puede esgrimirse con distinto espíritu, no tanto por su interpretación subjetiva como por los intereses que se hacen representar en el poder con mayor fuerza. Y es inútil ignorar que de tiempo atrás los intereses conservadores han adquirido

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señalada influencia debido a la aceptación tácita de la tesis, falsa por incompleta, de que para repartir la riqueza hay que producirla primero con la afluencia de recursos financieros, sin considerar que quienes extraen y transforman la riqueza han dado origen e incrementado con su trabajo tales recursos.

Con la tesis antedicha se han seguido otorgando máximas facilidades a los inversionistas nacionales y extranjeros sin oponer, al criterio empresarial de la mayor ganancia, la necesidad de que los trabajadores compartan en justa proporción los beneficios y obtengan las prestaciones que la ley señala.

Con la política de unidad nacional sin distingos sociales, de liberalismo económico, de colaboración de clases, y la irrestricta penetración de capital foráneo se puede prolongar la idea, más aparente que real, de que se vive una etapa de desarrollo con justicia y paz sociales. Mas la propia mecánica con que operan las fuerzas económicas está demostrando que, sin correctivos, esa política produce la concentración de la riqueza, mediatizando el sentido y la vigencia de las leyes revolucionarias.

En México, a diferencia de los demás países de América Latina, las repercusiones de una revolución popular, que reestructuró las bases de la economía y modificó las relaciones de clase, aún subsisten, y las mejorías logradas mantienen una estabilidad que, sin embargo, de no encontrar el régimen pronta solución a los ingentes problemas de las masas rurales y urbanas, tarde o temprano el país se verá arrastrado por la vorágine de una lucha entre las clases necesitadas y la que disfruta del poder económico, como viene sucediendo en el continente entero.

Paralelas, las luchas de emancipación nacional y de la juventud, unidas en el tiempo, tienen ya también proporciones universales.

En América, la primera abarca desde el Canadá hasta la Patagonia. Ningún pueblo, ni aun el propio norteamericano, es ajeno al fenómeno del imperialismo, que depaupera a los países bajo su influencia y que aplica una política de agresividad múltiple cuando así conviene a sus egoístas intereses.

La independencia económica es un objetivo que ha rebasado prejuicios y limitaciones de estadistas y sectores medios latinoamericanos que hoy se disponen, en mayor cercanía a las masas, a. organizar una resistencia nacionalista ante el comprobado espejismo de lograr un verdadero desarrollo en la dependencia, cuando en realidad sólo deja la descomposición nacional y miseria entre las grandes mayorías nativas.

Es bien cierto que la juventud estudiosa y trabajadora requiere capacitación para integrarse a la sociedad en que vive, pero habrá que tener presente que su problema es también de conciencia y que, si llega a manifestarlo en actos de desesperación, es por su violenta inconformidad con un mundo en que conviven, impunemente, la opulencia y los privilegios de unos cuantos con la ignorancia y el desamparo de muchos. Es natural que en la juventud se acentúe, en razón de su generosa disposición, una preocupación humana por la suerte de sus semejantes.

Por sus antecedentes históricos y la proyección de sus ideales, México se debe a la civilización universal que se gesta en medio de grandes convulsiones, abriendo a la humanidad horizontes que se expresan en la fraterna decisión de los pueblos de detener las guerras de conquista y exterminio, de terminar con la angustia del hombre, la ignorancia y las enfermedades, de conjurar el uso deshumanizado de los logros científicos y tecnológicos y de cambiar la sociedad que ha legitimado la desigualdad y la injusticia.

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[3] Entrevista con el licenciado Raúl Castellano. [4] Medin, Tzvi, Ideología y praxis política de Lázaro Cárdenas, Siglo XXI, México, 1976.

[5] Restrepo, Iván y Eckstein, Salomón, La apicultura colectiva en México, Siglo XXI, México, 1975. [6] Ibíd.

[7] Ibid.

[8l Kiscli, Egon Erwin, Descubrimientos en México, Nuevo Mundo, México, 1944.

[9] Benitez, Fernando, Ki, el drama de un pueblo y una planta, Fondo de Cultura Económica, México, 1962. [10] Ibid.

[11] Mecate, medida antigua de 400 metros cuadrados. [12] Benítez, op. c•it.

[13] Ibid.

[14] Pérez de Ribas, Andrés, Triunfos de Nuestra Santa Fe, Editorial Layac, México, 1944.

[15] Dabdoub, Claudio, Historia de El Valle del Yaqui, Porrúa, S. A., México, 1964.

[16] Ibid.

[17] Wevl, op. cit.

[18] Silva Herzog, Jesús, Historia de la expropiación de las empresas petroleras, 11,11011, México, 1973. [19] Ibid.

[20] Ibid.

[21] Cárdenas, Lázaro, Apuntes, UNAM, México, 1974.

[22] Townsend, William C., Lázaro Cárdenas, demócrata mexicano, Grijalbo, México, 1954.

[23] Entrevista con el licenciado Eduardo Suárez. [24] Ibid.

[25] Ibid.

[ 3711

[26] Entrevista con el licenciado Raúl Castellano. [27] Ibid.

[28] Ibid.

[29] Rodriguez, Antonio, El rescate del petróleo, El Caballito, México, 1975.

[30] Ibid. ] 31] Epistolario de Lázaro Cárdenas, 2 tomos, Siglo XXI, México, 1974.

[32] Entrevista con el licenciado Eduardo Suárez. [33] Epistolario...

[34] Ibid.

[35] Ibid.

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[36] Medin, Tzvi, op. cit.

[37] Fabela, Isidro, "La política internacional del presidente Cárdenas", Problemas agrícolas e industriales de México, vol. VII, núm. 4, México, 1955.

[38] Foix, Pere, Cárdenas: su actuación, su país, Fronda, México, 1947.

[39] Del Rosal, Amaro, El tesoro del "Vita", Grijalbo, México, 1977.

[40] Ibid.

[41] Entrevista con el licenciado Ignacio Garcia Téllez. [42] RamosOliveira, Antonio, El asesinato de Trotsky, Cia. General de Ediciones,

México, 1972. [43] Deutscher, Isaac, Trotsky, El profeta desterrado, Ediciones Era, S. A.,

México, 1971. [44] Cárdenas, Lázaro, Apuntes.

[45] Wilkie, james W. y Edna Monzón de, México visto en el siglo XX, Instituto Mexicano de Investigaciones Económicas, México, 1969.

[46] Campbell, Hugh G., La derecha radical en México: 19291949, Sepsetentas, 1976.

[47] Michaels, Albert L., "Las elecciones de 1940", Historia Mexicana, vol. XXI, núm. 1, México, 1971.

[48] Campbell, Hugh G., op. cit.

[49] Ibid.

[50] Entrevista con el licenciado Ignacio Garcia Téllez.

[51] CREFAL, Centro Regional de Educación Fundamental para América Latina, dependiente de la UNESCO.

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[53] Ibid.2 tomos,

[54] Barrett, Elinore M., La cuenca del Tepalcatepec,

Sepsetentas, México, 1975 [55] Eckstein, Salomón, El ejido colectivo en México, Fondo de Cultura

Económica, México, 1965 [56] Wilkie, op. cit.

[57] Vallejo, Demetrio, Las luchas ferrocarrileras que conmovieron a México (Orígenes, hechos y verdades históricas) México, 1967.

[58] Ibid.

[59] Conferencia Latinoamericana por la Soberanía Nacional, la

Emancipación Económica y la Paz (Documentos), México, 1961.

[60] Ibid. 611 Archivo privado de Lázaro Cárdenas.