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STANISLAS LYONNET EL VALOR SOTERIOLÓGICO DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO SEGÚN SAN PABLO «En tiempos no muy lejanos de nosotros, la teología disertaba sobre la redención de Jesucristo sin mencionar siquiera su resurrección. Se ingeniaban los teólogos en valorar el alcance apologético del hecho de Pascua, pero no pensaban en escudriñarlo como un insondable misterio de salvación... Y sin embargo, hubiera bastado tomar en serio las declaraciones categóricas de san Pablo» (Durrwell, La resurrección de Jesús, misterio de salvación; Pág. 15) La valeur sotériologique de la résurrecction du Christ selon saint Paul, Gregorianum, 39 (1958), 295-318 Un texto revelador: Rom 4,25 San Pablo, queriendo mostrar que la justificación de Abraham por la fe en la omnipotencia de un Dios fiel a sus promesas, era el tipo de nuestra propia justificación, añade: "a nosotros que creemos en aquél que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor, entregado por nuestros pecados, y resucitado por nuestra justificación" ( Rom 4,25). Historia de exégesis griega Esta última afirmación: "Jesucristo ha resucitado por nuestra justificación", no parece ofrecer dificultad alguna a los Padres griegos, desde Orígenes hasta Teofilacto. Para Orígenes, si la fe justificante de Abraham es tipo de la nuestra, es porque también él creyó en una vida resurgiendo de una tumba -la ancianidad infecunda de Sara y de Abraham mismo, y la inmolación aceptada del único heredero de la promesa, Isaac-; fe en una vida que encerraba en sí, "en figura", el destino de todos los pueblos. "La fe de Abraham, añade Orígenes, contenía por anticipación la forma y la imagen del grande y magnífico misterio de la resurrección. Pues él creía, al recibir la orden de sacrificar a su hijo único, que Dios era bastante poderoso para resucitarlo de entre los muertos... Lo sacrificaba con alegría porque no veía en ello la desaparición de su posteridad, sino la restauración del mundo y la renovación de toda la naturaleza, que fue restablecida por la resurrección del Señor. Por ello dijo el Señor de él: Abraham vuestro padre exultó al ver mi día, lo vio y se llenó de gozo. " (Migne P.G. 14, 984). La relación de causalidad entre la resurrección de Cristo y la justificación del cristiano es clara. En el contexto paulino que compara nuestra fe a la de Abraham, incluso aparece como la afirmación esencial; la alusión a la muerte de Cristo es casi una afirmación subordinada, y por esto el pasaje podría traducirse así; "a nosotros que creemos en Aquél que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor, el cual fue sin duda entregado por nuestros pecados, pero fue resucitado por nuestra justificación".

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EL VALOR SOTERIOLÓGICO DE LA RESURRECCIÓN DE CRISTO SEGÚN SAN PABLO

«En tiempos no muy lejanos de nosotros, la teología disertaba sobre la redención de Jesucristo sin mencionar siquiera su resurrección. Se ingeniaban los teólogos en valorar el alcance apologético del hecho de Pascua, pero no pensaban en escudriñarlo como un insondable misterio de salvación... Y sin embargo, hubiera bastado tomar en serio las declaraciones categóricas de san Pablo» (Durrwell, La resurrección de Jesús, misterio de salvación; Pág. 15)

La valeur sotériologique de la résurrecction du Christ selon saint Paul, Gregorianum, 39 (1958), 295-318

Un texto revelador: Rom 4,25

San Pablo, queriendo mostrar que la justificación de Abraham por la fe en la omnipotencia de un Dios fiel a sus promesas, era el tipo de nuestra propia justificación, añade:

"a nosotros que creemos en aquél que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor, entregado por nuestros pecados, y resucitado por nuestra justificación" (Rom 4,25).

Historia de exégesis griega

Esta última afirmación: "Jesucristo ha resucitado por nuestra justificación", no parece ofrecer dificultad alguna a los Padres griegos, desde Orígenes hasta Teofilacto.

Para Orígenes, si la fe justificante de Abraham es tipo de la nuestra, es porque también él creyó en una vida resurgiendo de una tumba -la ancianidad infecunda de Sara y de Abraham mismo, y la inmolación aceptada del único heredero de la promesa, Isaac-; fe en una vida que encerraba en sí, "en figura", el destino de todos los pueblos.

"La fe de Abraham, añade Orígenes, contenía por anticipación la forma y la imagen del grande y magnífico misterio de la resurrección. Pues él creía, al recibir la orden de sacrificar a su hijo único, que Dios era bastante poderoso para resucitarlo de entre los muertos... Lo sacrificaba con alegría porque no veía en ello la desaparición de su posteridad, sino la restauración del mundo y la renovación de toda la naturaleza, que fue restablecida por la resurrección del Señor. Por ello dijo el Señor de él: Abraham vuestro padre exultó al ver mi día, lo vio y se llenó de gozo. " (Migne P.G. 14, 984).

La relación de causalidad entre la resurrección de Cristo y la justificación del cristiano es clara. En el contexto paulino que compara nuestra fe a la de Abraham, incluso aparece como la afirmación esencial; la alusión a la muerte de Cristo es casi una afirmación subordinada, y por esto el pasaje podría traducirse así; "a nosotros que creemos en Aquél que resucitó de entre los muertos a Jesús nuestro Señor, el cual fue sin duda entregado por nuestros pecados, pero fue resucitado por nuestra justificación".

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Lo mismo para Juan Crisóstomo, el gran exegeta, y para los demás Padres griegos, que no pretendemos examinar, muerte y resurrección constituyen un todo indisoluble.

Interpretación latina

Entre los latinos señalemos solamente a san Hilario para quien la sangre, la pasión y la resurrección de Cristo situadas en un mismo plano, son llamadas aprecios de nuestra vida". Paralelamente, san Agustín en numerosos textos, aunque distingue la causalidad de la muerte y la de la resurrección, atribuye a esta última la comunicación de la nueva vida.

Con todo, a medida que los siglos avanzan, los autores latinos -con honrosas excepciones-, parecen sentirse cada vez más incómodos ante la afirmación de Pablo. Ya aquel romano anónimo del tiempo del papa Dámaso, que toda la edad media identificó con san Ambrosio -el Ambrosiaster-, llevado por su tendencia profundamente juridicista, cree que la única causalidad atribuible a la resurrección de Cristo respecto de nuestra justificación, es de orden puramente extrínseco: "resucitando dio autoridad a sus preceptos". Para Pelagio la resurrección queda reducida al papel de condición necesaria. Sólo resucitando Cristo podía realizar su tarea de consolar a los apóstoles, y por su medio a los creyentes.

Exégesis posterior

Entre los exegetas más recientes citaremos a dos muy representativos: el cardenal Cayetano O.P. y el cardenal Toledo S. I., quienes sin hacer referencia explícita a la distinción entre redención objetiva y subjetiva la admiten, de hecho, a su manera -precio pagado por Cristo y aplicación de sus frutos al sujeto que se justifica- y de acuerdo con ella interpretan Rom 4, 25.

"Si Cristo no hubiese resucitado, comenta Cayetano, no hubiésemos sido justificados... porque no hubiésemos creído. Pero porque resucitó creemos y llega hasta nosotros la justificación".

Toledo comienza oponiéndose a Cayetano. Lo que éste afirma de la resurrección de Jesús valdría igualmente de cada uno de sus milagros. Estos por más que despierten la fe, jamás se dirá que causan la justificación. Pero en el fondo no difiere de él: "aunque la muerte del. Redentor nos hubiese merecido la remisión de los pecados, la justificación, la resurrección corporal, con todo no era suficiente para que consiguiéramos el efecto de esta redención (redención subjetiva): convenía que ésta se anunciase al mundo para que creyendo y mostrando... aquellos medios con los que se aplicase la virtud de la resurrección, consiguiéramos la justicia y la salud... Convenía por consiguiente enviar apóstoles...: por esta causa resucitó Cristo, pues antes de la resurrección no debían ser enviados... Dios decretó que el Espíritu Santo no descendiera ni los apóstoles anunciaran la salvación..., sino después de la resurrección de Cristo". Y en el comentario a la Summa rechaza explícitamente la solución de santo Tomás, de la que hablaremos: la resurrección de Cristo causa eficiente instrumental de nuestra salvación.

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"Cristo resucitó por nuestra justificación, comenta Toledo, porque la resurrección fue el gran argumento de la verdad de nuestra fe por la que nos justificamos, y no porque sea instrumento de la gracia: esto era propio de su pasión".

Posición de santo Tomás

El modo como santo Tomás enfoca este problema constituye un ejemplo característico de cómo se comporta cuando un problema teológico de primera línea se enfrenta con una afirmación de la Escritura. Atribuye a la resurrección de Cristo una causalidad eficiente instrumental: ésta es la explicación que da de este versículo, que cita con frecuencia y es pieza esencial, al parecer, de su síntesis teológica de la redención. Es revelador el hecho de que hable de la resurrección de Cristo en los artículos "DE QUIBUS EST FIDES" y no en los destinados "AD FIDEI COMPROBATIONEM".

Y resucitó por causa de nuestra justificación, esto es, para que resucitando nos justificara": "resurgendo", como si designase el acto mismo de la resurrección in fieri (en su devenir), y no solamente como realizada ya, in facto esse.

Pero una dificultad se presenta a su pensamiento: las categorías teológicas según las que se acostumbra a exponer el misterio de la redención, en especial la de causa meritoria, se aplicaban bien a la muerte de Cristo, pero no a su resurrección.

En presencia de la misma dificultad, Cayetano y Toledo adaptaron de hecho la afirmación de la Escritura a un sistema teológico, o más exactamente filosófico, preestablecido. Santo Tomás, al contrario -y éste es un ejemplo característico de su comportamiento frente a un texto de Pablo-, adapta el sistema a la afirmación de la Escritura.

Sin negar que la muerte de Cristo sea la causa meritoria de nuestra justificación, busca una categoría que le permita colocar la muerte y resurrección en un mismo plano de causalidad:

"... puesto que Cristo al resucitar no ha merecido, hay que decir que la muerte de Cristo fue salvífica para nosotros, no sólo a modo de mérito sino a modo de cierta eficiencia": causalidad eficiente.

Y a continuación acude al conocido axioma de san Juan Damasceno --causalidad instrumental-: "Siendo la humanidad de Cristo de algún modo instrumento de su divinidad, todas las pasiones y acciones de la humanidad de Cristo fueron salvíficas para nosotros, como provenientes de la virtud de la divinidad".

¿Eficiencia meramente ejemplar?

Muerte y resurrección obran estrechamente asociadas como causas eficientes a la vez de la remisión de los pecados y de la vida nueva o justificación, que no son sino dos aspectos de una única realidad. Pero para dar razón de la distinción introducida por san Pablo entre estos dos efectos inseparables, remisión de los pecados y justificación, santo Tomás invoca entonces la causalidad ejemplar tanto de la muerte como de la

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resurrección: "puesto que el efecto ha de guardar alguna semejanza con la causa, se dice que la muerte de Cristo, por la que se extinguió su vida mortal, es la causa que extingue nuestros pecados; y que su resurrección, por la que volvió a la nueva vida gloriosa, es la causa de nuestra justificación, por la que recobramos la nueva justicia". Lo cual no ha de inducir al frecuente error de creer que la causalidad eficiente queda reducida a una mera ejemplaridad.

Basten estas últimas palabras de la Summa para acabar de convencerse: "... en cuanto a la eficiencia que se realiza por la virtud divina, tanto la pasión de Cristo como la resurrección son causa de la justificación en sus dos aspectos. Pero en cuanto a la ejemplaridad la pasión y la muerte propiamente es causa de la remisión de la culpa por la cual morimos al pecado, y la resurrección es causa de la nueva vida, ... la cual se realiza por la gracia o justicia".

Para santo Tomás la resurrección, causa ejemplar de la vida nueva, no se opone a la muerte en cuanto causa meritoria, sino a la muerte como causa ejemplar de la muerte al pecado. Muerte y resurrección se unen en el mismo plano de causalidad eficiente.

Con estas afirmaciones se mostraba fiel a su gran maestro san Alberto Magno, quien escribía a este propósito: "En este punto... parece hay que sentir plenamente con los santos que han tenido inspiración divina, y puesto que éstos dicen que la resurrección de Cristo es la causa eficiente y sacramental de nuestra resurrección, yo digo lo mismo, en nada cambiando los dichos de aquéllos".

Primeras consecuencias

La resurrección en el dogma

Estos breves sondeos en la historia de la exégesis de Rom 4,25, concluyen que san Pablo quiere afirmar una verdadera causalidad de la resurrección de Cristo respecto de nuestra justificación; las voces discordantes procedían de la dificultad de introducir la afirmación paulina en el cuadro corriente de la soteriología. Hoy la exégesis de este verso ya no ofrece dificultad, al menos entre los católicos.

Con todo, consecuentemente al proceso histórico, surge una nueva cuestión. Las consideraciones sobre la causalidad de la resurrección, ¿se refieren al. tratado de Christo redemptore en el que no se suele hablar más que de una redención objetiva, fundada exclusivamente sobre la categoría de mérito? ¿Se trata exclusivamente de la redención subjetiva, estudiada en otros tratados: de gratia, de sacramentis..., puesto que generalmente se separa la resurrección de la pasión y muerte? El acuerdo dista mucho de ser unánime. Tal vez sea este el punto más delicado de este trabajo.

¿Muerte y resurrección disociadas? Reconciliación y justificación

No pretendemos desde luego hacer renunciar a la distinción tradicional entre redención objetiva y subjetiva. Pero hay que examinar si tal distinción conduce necesariamente a disociar muerte y resurrección, o si por el contrario permite asociarlas en un único misterio, como lo hacen la Escritura y la Liturgia.

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El mismo P. Prat, que tuvo el mérito de llamar la atención de exegetas y teólogos sobre el valor soteriológico de la resurrección, se expresa, sin embargo, conforme a la concepción corriente, limitándola al ámbito de la redención subjetiva. Concluye su exposición con una cita de Newman en la que éste opone claramente "reconciliación" por la muerte de Cristo, y "justificación" por el envío del Espíritu Santo: "La obra de Cristo comprende dos cosas: lo que hizo por todos los hombres y lo que hace por cada uno, lo que hizo de una vez y lo que hace sin interrupción; lo que hizo por nosotros y lo que hace en nosotros; lo que hizo en la tierra y lo que hace en el cielo; lo que hizo en su persona y lo que hace por su Espíritu. Reconcilia ofreciéndose a sí mismo en la cruz, justifica enviándonos su Espíritu", "obrando él mismo en nosotros como espíritu", se contenta con añadir Prat al texto de Newman.

Según él la "reconciliación" es lo que Cristo hizo por todos, de una vez, sobre la tierra, en persona (redención objetiva); la "justificación"; al contrario, es lo que Cristo ha hecho por cada uno y sigue haciéndolo en nosotros, desde el cielo, enviándonos su Espíritu (redención subjetiva). La resurrección, causa de nuestra justificación, no entrarla en un tratado de la Redención.

Ante todo advirtamos que la distinción entre reconciliación y justificación es muy poco conforme al vocabulario paulino: Los "justificados" de Roma 5,1.9 se identifican con los "reconciliados" del verso 10. Y cuando Pablo parece distinguir los aspectos objetivo y subjetivo de la redención (2 Cor 5,18-20) emplea en los dos casos el mismo término: "reconciliación".

Dejando para los especialistas un ulterior análisis de la mente de santo Tomás, una cosa es cierta: su síntesis de la redención fundada, no sobre la causalidad meritoria, sino sobre la eficiente, le ha permitido no separar el estudio de la pasión de Cristo del de la resurrección y ascensión. La humanidad de Cristo es -para santo Tomás- instrumento de la divinidad: resurrección y ascensión constituyen, bajo el mismo titulo que la muerte, un elemento esencial de la redención.

Solución a una objeción

Es verdad que la concepción clásica fundada sobre la categoría de mérito distinguía claramente dos planos -méritos de Cristo; su aplicación-, frente a la tendencia del protestantismo liberal de concebir al hombre capaz de salvarse a sí mismo, gracias al ejemplo de Cristo. Pero ¿no podemos decir lo mismo de una síntesis fundada sobre la noción de eficiencia? Esta nos permite también distinguir dos etapas en la justificación de cada hombre: una primera, en la que la humanidad de Cristo -sus misterios, su muerte y glorificación- se ha hecho capaz de justificarnos, es decir, de ser utilizada por la divinidad como instrumento para este fin; y una segunda etapa -posterior natura-, en la que esta causalidad instrumental se ejerce efectivamente en cada uno de nosotros por la fe y los sacramentos. La distinción entre estas dos etapas corresponde a la clásica distinción entre redención objetiva y subjetiva.

La concepción fundada sobre la causalidad eficiente permite unir estrechamente en la redención objetiva, muerte y glorificación, que pasan a ocupar un puesto central en el tratado de Christo Redemptore. Sólo así parecen poderse interpretar fielmente las

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afirmaciones de la Escritura sobre el papel de la resurrección en la obra salvífica de Cristo.

San Pablo se interpreta a sí mismo

No hace falta insistir en la importancia central que se concedía a la resurrección en la predicación primitiva. Basta leer los Hechos y analizar los discursos de Pedro y de Pablo; es revelador el examen de los términos de exaltación o glorificación - los mismos del último canto del Servidor de Yahvé (Isaías)- por los que Cristo se constituye "príncipe de la vida", "salvador", "piedra angular del nuevo templo", fuera del cual no existe salvación.

Es notable el capítulo 15 de la primera carta a los Corintios. No sólo señala que si Cristo no hubiese resucitado no habrían creído por falta de motivo suficiente de credibilidad -como resultaría al aplicar la interpretación del Ambrosiaster, Cayetano, Toledo a Rom 4, 25-, sino que afirma que su fe sería mataía, es decir, no sólo sin fundamento, sino sin eficacia, engañosa, ilusoria. Y por ello añade: "en este caso, todavía estaríais en vuestros pecados" (v.17). Como comenta Spicq: "no habría redención ni salvación eterna... Redención y resurrección están intrínsecamente unidas... Nunca se insistirá suficientemente sobre esta doctrina central de la teología paulina".

Este lazo entre redención y resurrección queda afirmado más claramente en el v. 45 del mismo capítulo, cuando dice que el nuevo Adán se convirtió por la resur rección en "espíritu vivificante". No que se convierta en la Tercera Persona, sino que por su resurrección, la humanidad de Cristo ha pasado de su estado carnal al espiritual; y a un estado espiritual vivificante, o sea tal que le permite comunicar la vida a todos los hombres, precisamente comunicándoles el Espíritu Santo.

Esto encuentra, al parecer, una confirmación decisiva en el célebre texto cristológico con que comienza la carta a los Romanos; texto que reviste la forma de una profesión de fe, procedente probablemente de un formulario de la catequesis primitiva y que acredita al apóstol ante la Iglesia de Roma: Cristo, Hijo de Dios desde toda la eternidad, hecho en el tiempo uno de nosotros, participante de nuestra condición humana (en contraposición al estado de su glorificación), fue constituido Hijo de Dios, es decir, con el poder salvador correspondiente. a su función mesiánica, precisamente en virtud de su resurrección, que le ha colocado en el estado de "espíritu vivificante" y "en posesión del poder": Este poder, según la mayoría de los comentadores, no se refiere al poder del Padre que aparece en el "milagro" de la resurrección, sino al poder que el Padre comunica al Hijo en este misterio -más concretamente, a su naturaleza humana-, que le hace capaz de cumplir su misión de salvador y redentor, es decir, de comunicar la vida al mundo como "espíritu vivificante":

Un comentario autorizado a estos versículos, tan cargados de doctrina, parece encontrarse en el discurso de Pablo del Cáp. 13 de los Hechos. En la resurrección ve el cumplimiento de la profecía del salmo 2,7: "Tú eres mi hijo, hoy te engendré". Aquí, como en Rom 1, 4, Cristo "es constituido Hijo de Dios" por la resurrección. No que antes no lo fuese (Rom 1,3), sino que a partir de este momento lo será para nosotros, es decir, será capaz de comunicarnos una participación en su filiación; así lo han comprendido los Padres. Como comenta este texto san Cirilo de Alejandría: "Hijo, por

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medio del cual también nosotros lo somos y, teniendo el mismo Espíritu, podemos exclamar: Abba, Padre".

Acuerdo entre san Pablo y santo Tomás

Con ello queda claro cuán perfectamente se adapta a las afirmaciones paulinas una síntesis de la redención que inserta la resurrección en la redención objetiva. Concepción que propone santo Tomás, fundado en la doctrina de la humanidad de Cristo, instrumento de la divinidad a la vez por la muerte y la resurrección.

Si tratáramos de representar, después de este análisis, el modo cómo concibe san Pablo -que ciertamente no ha pensado en el concepto de causa instrumental- la obra redentora de Cristo, tal vez podríamos reducirlo a los siguientes rasgos sacados de la Escritura y que le eran familiares.

Visión soteriológica de la resurrección

Nos parece que Pablo concibe esencialmente la obra redentora de Cristo como un retorno de la humanidad a Dios, de quien nos había separado irremediablemente el pecado. Retorno operado en primer lugar en Cristo muerto y resucitado, como primicias de esta humanidad, según 1 Cor 15,20 (=redención objetiva); después, en cada cristiano que muere y resucita con Cristo en el bautismo, según Rom 6,3-4 (=redención subjetiva).

La humanidad, por su pecado en Adán, estaba para siempre separada de Dios, su Padre, puesto que una vez separado, el hombre no puede sino alejarse cada vez más, convertido en objeto de la "cólera divina" (metáfora bíblica que expresa la absoluta incompatibilidad entre Dios y el pecado). Esta cólera se revela o en el Juicio Final, cuando el hombre se fija en su estado de rebelión, o en el curso de la historia, cuando, por la multiplicación de los pecados, no cesa de agrandarse el abismo que nos separa de Dios (Rom 1,18 ss.). Dios, en un movimiento de amor supremo por su criatura, decide salvar a esta humanidad, volverla a Sí: entre todos los medios elige el que manifiesta mayor amor y respeto por el hombre; quiere que, en cierto sentido, se salve a sí mismo y vuelva él mismo a su Padre. Para ello envía a su propio Hijo, hecho uno de nosotros; sin tomar nuestro pecado, toma nuestra condición de pecadores -la condición del hijo pródigo o de la oveja perdida- y lleva a cabo, el primero, esta vuelta al Padre; pasa de la condición de pecador a una condición divina; o bien, como señala san Juan evocando el sentido de "Pascua", "pasa de este mundo al Padre" (Jn 13,1).

Este retorno del hombre a Dios no se opera por una reparación tan sólo de orden jurídico o moral -que tampoco está excluida (Rom 5,18)-, sino que consiste esencialmente en que Cristo asume una carne débil y pasible, carne de pecado sin ser pecador -"semejante a la carne de pecado" (Rom 8,3)- y muere a este cuerpo carnal para resucitar con un cuerpo glorioso, convertido en "espíritu vivificante" (1 Cor 15,45). De la esfera del pecado a la que pertenecía al hacerse solidario de la humanidad pecadora, ha pasado a la esfera divina, a la que pertenecerá desde su resurrección para siempre (Rom 6,9). En este sentido su muerte fue muerte al pecado, una vez por todas, y su vida, un vivir para Dios. (Rom 6,10).

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Nuestra muerte y resurrección en Cristo

Ahora bien, no solamente vuelve Cristo el primero a su Padre, sino que, en cierto sentido, todos nosotros regresamos con El: la participación de cada cristiano por el bautismo en la muerte y resurrección de Cristo, es señal de que Él llevaba consigo a todos los hombres llamados a participar un día personalmente de este misterio. Así parece suponerlo Rom 6,3 y más tarde lo afirmarán los Padres de un modo explícito.

Numerosos son los textos paulinos que sugieren o suponen esta inclusión de la humanidad en Cristo sin que por ello sea necesario atribuirle una filosofía platónica, que ciertamente no tenía. Las categorías judías le permitieron concebir perfectamente dicha inclusión, en especial la noción de "primicias", que evoca precisamente a propósito de la resurrección de Cristo (1 Cor 15,20): en efecto, en las primicias está contenida toda la cosecha, hasta tal punto que la ofrenda de las primicias es idéntica a la de la cosecha entera. Afirmar, pues, que Cristo resucitó como primicias, aparchè, es afirmar que todos los hombres resucitaron con Él; y, por consiguiente, murieron con Él, puesto que no hay resurrección sin muerte precedente.

No podía ignorar Pablo las doctrinas de su tiempo que afirmaban la unidad de todo el universo -como un único ser animado- del que los hombres eran miembros. Así, para explicar la unidad sui generis que existe entre Cristo y los cristianos podía decir, siendo plenamente comprendido por sus oyentes: "Así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, así también Cristo" (1 Cor 12,12); "vosotros sois un cuerpo que es Cristo" (v. 27).

Vuelto a Dios en Cristo, cada cristiano, ser libre, debe participar de este retorno por un acto personal de su libertad y debe, a su vez, morir y resucitar; vuelta personal a Dios que se realiza por la fe y por el bautismo, sacramento de la fe. Así cada uno de nosotros pasa del estado carnal al estado espiritual, de la ciudad del mal que ha edificado el amor de sí mismo, a la ciudad celeste que edifica el amor de Dios.

Esta concepción permite distinguir tan claramente como cualquier otra, los aspectos objetivo y subjetivo de la redención.

Interpretación de una parábola

Una objeción se nos presenta, la cual permitirá precisar en qué sentido la Escrituró, y san Pablo en particular, atribuyen a la resurrección de Cristo un valor de salvación.

Podría parecer que este retorno de la humanidad a Dios en Cristo se realiza a la manera de un proceso biológico; la comparación del grano que debe morir en la tierra para dar fruto, utilizada por Cristo en san Juan, podría inducirnos a error. Se trata de una simple imagen. Para Juan como para Pablo, Cristo "asó" y nos ha hecho "pasar" con L1 al Padre por un acto de amor y obediencia.

Si la muerte de Cristo tiene un valor redentor, no es en cuanto constituye un proceso de orden biológico -"Dios no se alegra de la perdición (muerte) de los vivientes" (Sab 1,13)-, sino en cuanto es la expresión suprema de amor y obediencia (Fil 2,8; El 5,2), el

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signo más grande de entrega que un hombre puede dar según el mismo Cristo (Jn 15,13).

Un mismo y único misterio

Desde este punto de vista, muerte y resurrección no sólo no se oponen, sino que se muestran indisolublemente unidas: la muerte implica ya la resurrección. Siendo por definición vida divina, tal acto de amor no puede ser sino soberanamente eficaz, esencialmente vivificante, comunicados de vida, primero a la naturaleza humana concreta de Cristo -su alma y su cuerpo-; después, en ella, a toda la naturaleza humana que Él asume.

Tal muerte está necesariamente vinculada a la resurrección, hasta el punto de que el acto de amor del que ella es expresión se encuentra de hecho "mediatizado" juntamente por la muerte y resurrección. Ello no impide que en el plano de la realidad sensible, se interponga cierto intervalo temporal entre la muerte de Cristo y su resurrección, necesaria para que a nuestros ojos apareciese como verdadera muerte. Desde el instante mismo de la muerte de Cristo y sin aguardar a la resurrección, se realizan una serie de prodigios: el velo del templo se rasga (sinópticos); la tierra tiembla y las tumbas se abren (Mateo); del costado abierto de Cristo fluyen sangre y agua (Juan, cuyo texto está relacionado con la profecía de Zac 13,1). Estos prodigios señalan la eficacia de la muerte de Cristo y su victoria ante el aparente fracaso; sellan la indisolubilidad de muerte-resurrección.1

En realidad muerte y resurrección no son sino dos aspectos de un solo y único misterio, algo así como la remisión de los pecados y la infusión de la vida divina (Cfr. Rom 4,25).

Con qué fuerza inculca el NT esta unidad indisoluble: Lucas coloca el largo camino de Jesús hacia su pasión y su muerte, bajo el signo de la Ascensión (Lc 9,51); y como contrapartida, cuando describe la vida gloriosa de Cristo, no cesa de evocar la pasión y la muerte (Lc 25,7.26.39.46, y ya 9, 31). Pablo, incluso cuando no parece hablar más que de la muerte, piensa simultáneamente en la resurrección, con sus alusiones constantes a la "vida", participación, según él, de la de Cristo resucitado (Gal 2,20; 6,15; Rom 6,4.11; 8,2.5; etc.). Y Juan llega hasta a emplear un mismo término para designar a la vez la pasión y la glorificación de Cristo -dóxa-, aquel que la catequesis primitiva había tomado del último canto del Servidor de Yahvé. Tal era la enseñanza de la liturgia pascual: en la pasión y la muerte brilla la victoria de la resurrección y en el Cristo resucitado permanecen los estigmas de la pasión y la muerte.

Como la tradición se ha esforzado en subrayar, Cristo nos ha reunido con Dios por su muerte, pero en cuanto que ésta es el supremo acto de amor y, por lo tanto, esencialmente una victoria sobre la muerte: Dios reinó desde el madero.

Ahora bien, si se prescinde de la resurrección, la muerte de Cristo corre el peligro de no aparecer como una victoria, sino, a lo más, como el pago de una deuda. Por ello la Escritura y los Padres, incluido santo Tomás, evitaron construir su síntesis de la redención sobre la consideración exclusiva de una causalidad meritoria. Santo Tomás la polariza en torno de una causalidad eficiente instrumental de la humanidad de Cristo; la

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Escritura nos presenta un esquema más imaginativo de nuestro retorno a Dios: en ambos casos, muerte y glorificación de Cristo quedan estrechamente unidas. Así se comprende sin dificultad que san Pablo pueda afirmar que Cristo "fue entregado por nuestros pecados y resucitó por nuestra justificación" (Rom 4,25).

Notas: 1En la misma muerte biológica y aun antes de la resurrección biológica, están presentes la muerte y resurrección teológicas, unidas en un mismo acto supremo de amor y entrega, del cual brota la vida. Ya entonces Cristo es y aparece de algún modo como se manifestará esplendorosamente en la resurrección: «espíritu vivificante». (Nota-añadida por el autor al texto original).

Tradujo y condensó: FRANCISCO NOLLA