LUIS VIDALES

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LUIS VIDALES El poeta, escritor, crítico de arte, profesor universitario, periodista y estadígrafo Luis Vidales (Calarcá,1900-Bogotá, 1990), Premio Nacional de Literatura y fundador del movimiento vanguardista Los Nuevos, fue también, a lo largo de toda su vida, un infatigable luchador político: socialista revolucionario hasta 1923, fundador (junto con Luis Tejada y José Mar) de los primeros grupos comunistas colombianos a partir de 1923, militante del Partido Comunista de Colombia a partir de 1930 y Secretario General de dicho partido entre 1932 y 1934, mantuvo inalterable su ideología marxista hasta el día de su muerte. Cuarto hijo del maestro Roberto Vidales y de Rosaura Jaramillo de Vidales, nació en la hacienda Río Azul, jurisdicción de Calarcá, el 26 de julio de 1904 según los registros bautismales, pero al parecer en realidad cuatro años antes (1900) según datos familiares (la Guerra de los Mil Días y el hecho de que sus padres fueran liberales radicales y masones parece haber impedido su bautismo durante cuatro años). Luis Vidales Fotografía tomada en 1948

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LUIS VIDALES

El poeta, escritor, crítico de arte, profesor

universitario, periodista y estadígrafo Luis Vidales

(Calarcá,1900-Bogotá, 1990), Premio Nacional de

Literatura y fundador del movimiento vanguardista

Los Nuevos, fue también, a lo largo de toda su

vida, un infatigable luchador político: socialista

revolucionario hasta 1923, fundador (junto con

Luis Tejada y José Mar) de los primeros grupos

comunistas colombianos a partir de 1923,

militante del Partido Comunista de Colombia a

partir de 1930 y Secretario General de dicho

partido entre 1932 y 1934, mantuvo inalterable su ideología marxista hasta el día

de su muerte.

Cuarto hijo del maestro Roberto Vidales y de Rosaura Jaramillo de Vidales, nació

en la hacienda Río Azul, jurisdicción de Calarcá, el 26 de julio de 1904 según los

registros bautismales, pero al parecer en realidad cuatro años antes (1900) según

datos familiares (la Guerra de los Mil Días y el hecho de que sus padres fueran

liberales radicales y masones parece haber impedido su bautismo durante cuatro

años).

Los primeros años de su infancia transcurrieron en Honda, a donde la familia se

había trasladado al terminar la guerra civil. Sus estudios primarios fueron dirigidos

por su padre Roberto, de quien guardó siempre un recuerdo tierno y agradecido.

La familia decidió establecerse en Bogotá cuando los cuatro hijos (Silvia, Roberto,

Clara y Luis) llegaron a la edad de iniciar sus estudios secundarios. Luis Vidales

hizo los suyos en el Colegio del Rosario, de donde egresó con excelentes

calificaciones y una clara vocación literaria, a los dieciséis años de edad.

Luis Vidales

Fotografía tomada en 1948

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Participaba entonces en manifestaciones políticas en favor de los artesanos y

trabajadores, en tertulias literarias juveniles y en discusiones ideológicas con

liberales radicales, anarquistas y socialistas. Al mismo tiempo comenzó a trabajar

en el Banco de Londres & América del Sud como jefe de contabilidad, pese a su

extrema juventud. A partir de entonces su destino estuvo marcado por esta

circunstancia: era un político de extrema izquierda y un literato de vanguardia que

se ganaba la vida haciendo cálculos matemáticos y cuadrando cifras.

Estableció por aquellos años una amistad entusiasta y profunda con dos jóvenes

geniales: el inolvidable cronista Luis Tejada y el admirable caricaturista Ricardo

Rendón, con quienes compartió audaces aventuras intelectuales y una ruidosa

bohemia que sacudió y escandalizó las sombras estancadas de las noches

bogotanas. Tejada, Rendón y Vidales colaboraron en El Espectador de manera

regular y ocasionalmente en El Tiempo, que publicó por aquellos años un

suplemento de homenaje a Charles Chaplin, dirigido por Vidales. Por esta época

se conformó el grupo intelectual de Los Nuevos, en que se distinguieron como

fundadores y participantes Luis Vidales, Luis Tejada, Ricardo Rendón, León de

Greiff, José Mar, Moisés Prieto, Felipe y Alberto Lleras, Carlos Lozano y Lozano y

muchos otros brillantes escritores, poetas y periodistas. A fines de 1922 fue

fundado el diario matutino El Sol bajo la codirección de José Vicente Combariza,

José Mar y Luis Tejada. En sus páginas colaboró asiduamente Luis Vidales, al

lado de Jorge Eliécer Gaitán, Gabriel Turbay, León de Greiff, Alejandro Vallejo,

Carlos Lozano y Lozano, Nicolás Llinás Vega y otros escritores de vanguardia.

En 1926 publicó Vidales su primer libro de poemas y la más importante de sus

obras: Suenan Timbres, original creación que causó estupor, admiración y

escándalo en los círculos intelectuales del país, todavía dominados por un

tradicionalismo decadente. La edición se agotó en tres días. El autor de esos

versos inverosímiles era agredido en plena calle por los defensores de la poesía

de rima y sonsonete. En actitud provocadora, el joven Vidales salía a pasear a la

carrera séptima llevando en la mano un bastón con empuñadura de plata que más

de una vez empleó como garrote para defender su concepto de la literatura.

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Su amigo Luis Tejada había muerto en 1924. Vidales quiso ampliar su visión del

mundo. Viajó a Europa. Estudió ciencias políticas en la Escuela de Altos Estudios

de París, entre 1926 y 1929, con un intervalo de estadía en Italia (1928) durante el

cual se desempeñó como cónsul de Colombia en Génova. Renunció a su cargo a

raíz de la masacre de las bananeras y regresó a París, ciudad que fue la que más

amó en la vida, junto con su tierra natal de Calarcá.

De regreso en Colombia formó parte del grupo fundador del Partido Comunista

colombiano (17 de julio de 1930) y llegó a ser su Secretario General en 1932. Se

distinguió como agitador, organizador y propagandista. Dirigió varios periódicos de

combate, entre ellos "Vox Populi" de Bucaramanga (1931), que después de haber

sido un medio de expresión del socialismo revolucionario (1928-29) se sumó a las

fuerzas del comunismo. En él publicó muchos poemas de contenido social,

ensayando nuevas formas, como puede verse en estos fragmentos de La

costurera:

Vida y lino lo mismo ata la hebra.

Une noche y aurora el pedal, de tope a tope.

Miseria, son las ocho, grita el reloj

a los tristes de la tierra.

Una mujer en el silencio cose, cose, cose,

cumple mil años al volver la rueda.

Por el telégrafo del carrete

los telegramas del cansancio se detienen.

Mujer obrera, hecha de carne y llanto;

hecha de hambre, luz y manos,

y de sudor, rocío del hierro.

En 1932 asumió como jefe de redacción del periódico "Tierra", órgano oficial del

Partido Comunista bajo la dirección de Guillermo Hernández Rodríguez. Los

comunistas tenían entonces cordiales relaciones de amistad con amplios sectores

del liberalismo y la casa editorial de "El Tiempo", a través de Enrique Santos

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Montejo (Calibán) regalaba a los impresores de "Tierra" el plomo necesario para

fundir los tipos cada vez que la economía estrangulaba al periódico comunista.

Como redactor, Vidales desarrolló una enérgica campaña contra la guerra

colombo-peruana, llamando a los soldados de ambas naciones a confraternizar en

el frente y a "volver sus armas contra sus propios oficiales". Naturalmente, el

periódico "Tierra" fue atacado por las turbas patrióticas y sus instalaciones fueron

destruidas.

Fue también redactor del periódico El Soviet, tabloide fundado en diciembre de

1933 y que logró sobrevivir hasta 1939 bajo la dirección de Jorge Regueros

Peralta. Durante la primera mitad de la década de 1930, Vidales impulsó una

política de "revolución agraria", organizando y dirigiendo personalmente varias

insurrecciones campesinas en los departamentos de Boyacá, Tolima y Huila, lo

que le valió numerosos encarcelamientos y procesos. Esta política fue rechazada

por las directivas del Comintern (Tercera Internacional), que daban prioridad a la

organización de la clase obrera.

Las luchas internas en la Tercera Internacional condujeron a la marginación de

Vidales de las filas comunistas desde 1936 hasta 1964. Mantuvo sin embargo una

posición de izquierda militante, cumpliendo cabalmente con el compromiso público

asumido en 1935: "Declaro que ceso toda oposición ideológica contra la actual

dirección del partido y que en lo sucesivo aceptaré su política".

Simultáneamente Vidales continuaba colaborando en El Espectador y El Tiempo y

apoyando las corrientes más radicales del partido liberal. Aunque sus ideas

marxistas eran conocidas, sucesivos gobiernos liberales confiaron en su

capacidad técnica, llegando a nombrarlo Director Nacional de Estadísticas, puesto

que dejó en 1944. Fue catedrático de Historia del Arte y Estética en la Universidad

Nacional (Bogotá) y de ese trabajo resultaron su Tratado de Estética y muchos de

sus trabajos científicos y literarios relacionados con la teoría del arte. Entre ellos

es necesario mencionar su Espejo de la pintura, colección de sonetos sobre los

grandes genios de la pintura universal, de la cual se han hecho publicaciones

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fragmentarias y cuyo manuscrito completo fue robado de la casa del poeta según

se indica al final de esta biografía.

Su adhesión al caudillo popular Jorge Eliécer Gaitán, a partir del momento en que

este líder ganó la jefatura única del partido liberal (1946), lo llevó a ocupar

importantes cargos en su movimiento, entre los cuales destaca el de columnista

del diario Jornada, órgano del gaitanismo. Ese aguerrido periódico continuó

publicándose después de los hechos trágicos del 9 de abril de 1948, y en sus

páginas continuó jugándose la vida, día a día, el periodista Luis Vidales. Luego

vino un período de dura clandestinidad durante el cual colaboró activamente en las

redes de información y abastecimientos de la guerrilla liberal (1948-1952).

En 1952 se hizo cargo de la dirección de propaganda de los Censos Nacionales,

puesto que desempeñó hasta comienzos de 1953. Pero la situación política

derivada de La Violencia se había hecho insostenible para él y esto lo condujo

finalmente al exilio: en 1953 recibió asilo político, con su esposa Paulina y sus

hijos Luz, Carlos, Ximena y Leonardo, en Chile. Allí vivió durante once años,

trabajando en la Dirección Nacional de Estadística y dictando cátedra de Estética

e Historia del Arte. Desde el destierro continuó escribiendo en las páginas de El

Espectador, El Tiempo, el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la

República y otras publicaciones colombianas.

En 1956 ganó un concurso convocado para la producción de una biografía del

difunto presidente radical de Chile, Juan Antonio Ríos, pero su trabajo (Juan

Antonio Ríos, biografía de una voluntad) no pudo ser publicado, a pesar del

premio, debido a presiones de la poderosa familia Alessandri, que no salía muy

bien parada en la obra.

A su regreso a la patria, Vidales trabajó como experto en el Departamento

Nacional de Estadísticas (DANE).

Reintegrado finalmente al Partido Comunista, se mantuvo en sus filas hasta el día

de su muerte (14 de junio de 1990), a los noventa años de edad.

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En 1982 le fue otorgado el Premio Nacional de Poesía (Colombia) y en 1985 la

Unión Soviética le concedió el Premio Lenin de la Paz.

Obras publicadas: Suenan Timbres (1926); Tratado de Estética (1945); La

insurrección desplomada (1948); La circunstancia social en el arte (1973); Historia

de la estadística en Colombia (1975); La Obreríada (1978); Poemas del

abominable hombre del barrio de Las Nieves (1985). Una colección de su obra

inédita fue publicada en los Cuadernos de Filosofía y Letras de la Universidad de

Los Andes (Vol. V, núm. 3, Bogotá, julio-septiembre de 1982).

Muchos de sus trabajos inéditos se perdieron en el saqueo que algunos de sus

"amigos" y "compañeros" hicieron en su casa pocos días antes de su muerte,

aprovechándose de su vejez, confianza y hospitalidad.

En esta sección, que dedicamos a su memoria, iremos publicando algunos de sus

textos.

Carlos Vidales

La redacción de La Rana Dorada

(c) 2001

Asesinos del pueblo

Luis Vidales

(Bogotá, abril de 1948)

Publicado en el diario "Jornada". Reproducido en el libro La insurrección

desplomada (El 9 de abril, su teoría, su praxis), Editorial Iqueima, Bogotá, 1948,

págs. 11-13.

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¡SE LES CAYÓ el muerto encima! Era pesado el cadáver, y cayó como el inmenso

cedro, dejando un gran boquete en la selva...

Si la patria está rota, no la desportillaron sus edades, que es aún joven y hermosa.

Los bocados que muestra en su estructura son la huella del gigante, al caer sobre

la estatua de su propio cadáver...

"Asesinemos en él al pueblo", dijeron los bandidos, los de siempre, los que nos

acompañan de mala gana a forjar nuestra historia. ¡Los mismos! Los que odian a

la plebe. Los que odian a la chusma. ¡Los mismos! Los que hace veinte siglos

escupieron y crucificaron a Cristo. "Asesinemos en él al pueblo", dijeron otra vez,

como entonces, como siempre que surja un apóstol de la pobrería, mientras tenga

aliento de serlo. "A él, al defensor de los haraposos! Al que prentende menguar la

bolsa de nuestras rapiñas y nuestras exacciones"... Así dijeron los protervos, que

creyeron que en él asesinaban al pueblo. Pero mientras el pueblo en su conjunto

no pierda la vida -lo cual es imposible- subsiste la posibilidad de victoria.

Y he aquí que el apóstol está ahora más vivo que nunca. Está en el aire de la

patria. Su voz se quedó resonando para siempre en las aldeas, en las

hondonadas, en los picachos andinos. El susurro de nuestras brisas la lleva. Está

más adentro, en el alma del pueblo. Sobre el Nevado del Tolima el viento resuena:

¡A la carga! Y sobre El Ruiz y Santa Isabel, y el Puracé y el Galeras, grita el

profundo corazón de Colombia: ¡A la carga! Y las palmeras, y los platanares y los

trigales, modulan unísonamente: ¡A la carga! Y lo que dice el Magdalena en su

hondo rumor, es: ¡A la carga!

Los asesinos que en él quisieron matar al pueblo no podrán ultimar al aire, a la

atmósfera, al cielo de Colombia, allí donde él quedó vivo, y en permanencia

perenne, ya librado de toda fugacidad y transitoria envoltura. Vedle ahí, cerca de ti

y de mí, en nuestro hogar, junto a nuestra meditación, cerca a la lumbre, o a

nuestro lado en la calle. El está aquí, con nosotros porque él es el pueblo, y el

pueblo es eterno. En este barro heróico está él redivivo. Y por eso, en medio de la

confusión en que nos deja su muerte, oímos una voz clara, firme y rotunda, que no

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sabemos si es de él o del pueblo, que nos dice, con modulación persistente: los

peligros, por grandes que sean, nada valen; lo importante, es estar seguro

de los medios de vencer .

Gaitán, héroe civil de la República

Luis Vidales

(Bogotá, abril de 1948)

Publicado en el diario "Jornada". Reproducido en el libro La insurrección

desplomada (El 9 de abril, su teoría, su praxis) , Editorial Iqueima, Bogotá, 1948,

págs. 15-38. El autor hizo ligeros cambios de forma en 1989, los cuales se

incluyen en esta publicación.

I

NO HAY DÍA que no me sienta asombrado del inexhausto poder de resistencia del

hombre ante la miseria invasora. Se diría que nada le importa si la desventura lo

acosa. Nunca será lo suficientemente inevitable la ruina a sus ojos. En el peor de

los casos, en el más grave, cuando parece que ya no puede apelar a sus reservas

espirituales, siempre tendrá una justificación interior para esperar "algo" de la vida.

¡Oh, ese terrible "algo"! Tal vez allí reside el principio escondido del retardo de las

revoluciones. O, acaso, que aquellas que maduran en el devenir de los pueblos,

pasan, sin ser a veces advertidas siquiera. Porque siempre es indispensable que

se presente un momento de tan solemne gravedad, de tan tremenda evidencia,

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ante el cual pueda ver el hombre la muerte —su muerte— como cosa

insignificante, inferior en todo caso a su propia desgracia. En este "tempo" preciso,

las insurrecciones deben, seguramente, ganar sus soldados.

Hace tiempo que nosotros estamos en este momento, casi sin darnos cuenta de

ello. Hace años que nuestra gente está decidida a solucionar de una vez el

problema. ¡Tanta acumulación de abandono y miseria ha caído sobre ella! ¿Y

sabéis lo que hacía Gaitán?

Atemperaba esa masa, la ponía —¡casi nada!— al ritmo del clima histórico

colombiano. Ni muy atrás que se apagara; ni muy adelante que se incinerara. la

mantenía en la tónica justa, la propia al estado del progreso nacional. Le avivaba

su viejo dolor, es cierto, porque así la dotaba de la espuela mística. Pero la retenía

en los términos de la vieja revolución liberal.

No. Ni siquiera en los términos de esa vieja revolución, porque a la guerra civil, a

la guerrilla insurgente por nuestros riscos, de que llenamos tramos enteros de

nuestro siglo XIX, él anteponía la guerra civilista, la contienda ciudadana y política,

algo así como una "guerra en frío", de que ahora se habla, aunque en efecto fuera

"caliente". Al vivac de ayer, oponía la urna, en la que tenía fe absoluta.

El esquema de la historia nacional le daba la razón incontrovertible. Nos habíamos

desarrollado sobre un plano único de conquistas políticas y filosóficas. Por ellas

cruzamos la espada en la centuria anterior, para afianzar la democracia y hacer de

la república la morada común. Pero dejamos intocado el mejoramiento económico

de las gentes de abajo. Les dijimos: "Vosotros, los pobres, podéis libremente

razonar, leer y oír, opinar y votar, si os place, enteramente a vuestro talante". Pero

la república no acompañó su monserga filosófica, concretamente, con hechos

como los de Cristo en la misa: "Comed y bebed, este es mi cuerpo". Francamente,

la república carecía de cuerpo para tanto, porque la nación se había convertido en

patria prematuramente.

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Y he aquí lo que Gaitán quería: completar esa transformación. A las libertades

política y filosófica que ya tenían, como herencia de la gesta emancipadora,

Gaitán buscaba ponerles ahora la gran libertad moderna: la libertad económica,

que ya era el objeto de sus luchas profundas.

Jamás, nunca, en ningún momento de su vida política, ni en el más fugaz siquiera,

consideró que para hallar la libertad económica del pueblo fuera necesario recurrir

a la revolución armada. Tenía plena confianza en los instrumentos de la lucha

democrática de tiempos de paz. Se asentaba esa confianza en el sólido suelo de

que el liberalismo era la mayoría en Colombia. Cuando habló de "paro nacional",

había que entenderle que hablaba de prevenir —y castigar— el posible

desconocimiento de la realidad democrática. En forma similar marchaba al

implantamiento del programa de la oposición, que había estudiado con sumo

cuidado, para detener las masacres y aproximar la realidad de la reconquista,

cuando este acto le fue significativamente paralizado, al troncharle la vida.

Pero hay que repetirlo. Nunca, en ningún momento de su vida política, jamás

abrigó el pensamiento de un golpe de fuerza. Cuatro días antes de ser inmolado,

tuve de sus labios la explicación de esta invariable conducta. Sabido es que en las

zonas públicas —creo que en las militares incluso— se hablaba con frecuencia de

esta posibilidad, ligada al nombre de Jorge Eliécer Gaitán. "Mi rechazo a una

salida de esta índole, me dijo, se basa en una profunda convicción. Creo que en la

mayoría de los países de América Latina, el golpe de cuartel y el golpe de Estado

sólo han podido convertirse casi en leyes históricas debido a la ausencia de

partidos tradicionales, de un hondo legado histórico y de peso realmente

especifico en la vida nacional. Por lo mismo, entre nosotros no prospera esta

forma violenta de alternabilidad en el mando. Nuestros partidos, con un pasado de

cien años, serán siempre, una valla a esas pretensiones. Gobiernos surgidos de

tal cuna, no son capaces de afrontar a la opinión en Colombia. La nación los

tumba a sombrerazos".

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¡Es de este hombre, de este mismo hombre, de quien se han atrevido a decir que

preparaba una revolución con los comunistas! ¿Qué se pretende con esa

leyenda? ¿Qué cosa se esconde en este asesinato? Porque no esperarán —

supongo— que el pueblo acepte el infundio. Al contrario. A mucha gente le viene

pareciendo que este asesinato se sitúa históricamente dentro de los que suelen

cometerse en vísperas de guerra mundial. Es decir, en el preciso instante en que

fue asesinado Rafael Uribe Uribe; en el mismo en que cayó Jaurés en el “Café

Croisant", en París. En el mismo... Pero no sigamos la lista. ¡Hay asesinatos en la

historia, de un tipo específico inocultable!

II

ERA UN PENSADOR, no solamente por cuanto su profesión de penalista lo había

conducido a ahondar en el alma humana. Quienes le acusaban de demagogo, lo

veían lateralmente por el aspecto del orador tumultuoso. ¡Fue el más grande

agitador de Colombia! Pero sus ideas, sus tesis, sus puntos de vista, eran

sorprendentes de originalidad y de hondura. Buceaba en las cosas, taladraba con

el berbiquí del análisis, cortaba con el bisturí del cirujano, con precisión

asombrosa.

Su honda meditación, que en el ultimo tiempo de su vida lo abstraía en una fijeza

muy parecida a la de algunos de los retratos de Bolívar, lo mostraba poseedor de

un sutil instrumento de observación. Daba la impresión de algo así como un

poderoso telescopio tras el cual se hacía luz cenital el universo de los objetos y los

objetivos, como si fuera un cosmos subterráneo. Todo lo relativo a Colombia

giraba en su torno con pasmosa precisión, como si fuera una "patria doméstica".

Su idea de la "mecánica política", por ejemplo, era el producto de reflexiones muy

hondas sobre la sociología nativa. Veía en esta "mecánica" uno de los rasgos

distintivos de nuestra incipiente estructuración nacional. La política, pero la política

en su expresión electorera, de arribismo y preeminencias sin respaldo personal, lo

era todo. Quien triunfaba dentro de ese engranaje aparecía como el "tipo de

hombre", el representativo máximo del colombiano. A él los honores. A él los

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aplausos. A él los puestos de excepción en la consideración nacional. Era el

epicentro de la atención pública. El héroe. El prototipo al que los demás querían

parecerse. En Rusia, solía decir, el "tipo nacional de hombre" es el trabajador. En

los Estados Unidos el "rey del jabón", el "rey de los palillos de dientes", en suma,

el héroe industrial. En Francia, en cambio, es el hombre de letras. Si André Gide

entra a un lugar, la gente se agita; la respiración de Francia se paraliza por unos

minutos. Si el presidente de la república, en cambio, sale del "Elíseo", el

ciudadano francés casi no se da cuenta del hecho. Entre nosotros, decía, la

deficiente densidad cultural hace que el poeta, el escritor, se vean obligados a

ingresar en esa "mecánica" para poder sobresalir. Su simple oficio no le acarrea

los atributos del éxito. Pero si ha sido representante, senador o candidato a la

presidencia, adquirirá gran prestigio, y lo curioso es que lo obtendrá como poeta.

Aquel que no haya pasado por ese mundo de las bielas y los tornillos y los

cigüeñales de la máquina politiquera, podrá ser un gran poeta —incluso un

inmenso poeta—, pero permanecerá poco menos que ignorado por el país. Habrá

siempre una elisión de su vida, porque solo hay entre nosotros verdadero triunfo

en política. Esos son los casos, solía agregar, de Guillermo Valencia y de Porfirio

Barba-Jacob.

Discurría sobre filosofía, ciencias y literatura con propiedad asombrosa. Hacía la

disección de un libro, como experto lector que era, con destreza de crítico. Estaba

al día en infinidad de cosas graves y abstrusas. Solía estar de acuerdo con sus

juicios, y únicamente en arte guardábamos cierta distancia que no era solamente

de gustos. En nuestra vida de París algún día llegamos acompañados de Moisés

Prieto, al "Cine de las Ursulinas", un modesto teatrico en una calle escondida,

donde se daban las películas más sorprendentes sobre los experimentos de

Picabia y de otros, que querían demostrar que el cinematógrafo es —en su

esencia— movimiento y ritmo. La película que se pasaba esa noche mostraba una

serie de formas geométricas que se agitaban produciendo las más extraordinarias

sugerencias de cosas vividas por el espectador. Pero de pronto, la tremolina se

armó en la sala. Medio teatro comenzó a silbar y patear. El otro medio compuesto

de fanáticos del arte nuevo, aplaudía y vivaba con ardor increíble. Gaitán era de

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los impugnadores. Yo de los defensores. En la platea se habían ido a las manos.

El espectáculo fue suspendido. Y Gaitán y Prieto salieron debatiendo conmigo

sobre los nuevos destinos del arte. Pocos días antes de su muerte, aquí en

"Jornada", me recordó el episodio, en todos sus detalles, con memoria realmente

feliz. Después de veinte años, Gaitán no había cambiado su punto de vista. Y yo,

el mío, tampoco.

Tenía ciertos rasgos definitivamente de genio. ¡Cuán equivocados estaban

quienes lo creían mal político! En los últimos tiempos había aprendido ese paso de

gato, esos pies de lana, que es la política. Y, de todas maneras, había algo grande

en su fondo. A veces adoptaba una actitud silenciosa en la que se posaba un

vasto horizonte, como de presagios o de esas cosas interiores que los

meditadores ven a distancia. Una especie de ensanchadura histórica lo rodeaba

entonces casi físicamente como un halo. Jamás se lo dije. Pero para mí, mudo

también frente a él, era un hecho objetivo. Mas cuando discurría le pasaba lo

mismo. Era este el Gaitán maduro. La versión de un Jorge Eliécer Gaitán, que yo

conocí y observé con asiduidad silenciosa, en la última etapa de su prodigiosa

existencia.

III

COMO EN TODO gran hombre —o todo verdadero poeta— en él había mucho de

niño. Era muy fuerte el contraste entre su personalidad tajante, rotunda, de hondo

pensador político o de líder tocado del golpe seco del mando, autoritario y violento,

con aquel aspecto infantil, candoroso, de acusadas suavidad y dulzura, que en

ocasiones lo visitaba. Pero no era solamente la ternura. Era algo de travesura de

chico, afanado por sorprender con pilatuna inocente. "Voy a llevar a Rómulo

Betancourt, me decía, a que observe nuestro movimiento liberal en algunas

ciudades. A que conozca a este gran pueblo nuestro. Pero quiero que todo sea

desprevenido. Sin que lo sepa, concertaremos las recepciones. ¡Se va a llevar una

sorpresa! No se sueñan en el exterior lo que tenemos aquí". Y esas dos

personalidades alternaban en él —jefe y niño, niño y jefe— en un cabrilleo

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dialéctico que le prestaba una irresistible atracción. Ahora lo veo en las dos

posiciones de su grande alma, con claridad que su misma presencia no me

permitía fijar. Y sé que solo se comprende lo que ha existido; más aún: lo que ha

dejado de existir.

Amaba al pueblo con amor entrañable, sincero. Su inteligencia, su viveza mental,

su chispa de humor, su rápido sentido de orientación, el ánimo dispuesto a la

defensa de sus derechos más caros... ¡Qué no decía Gaitán de su pueblo! Lo

llevaba en el alma. Era el más grande pueblo de América.

De esta profunda compenetración surgió para mí el Gaitán más conmovedor, más

grande y más puro. Era un espectáculo verlo. Estaba galvanizado, incinerado,

fundido —no sé como decirlo— en su pueblo. Casi no era ya un jefe de partido.

Amaba el liberalismo, era hijo auténtico de la gran tradición liberal. Pero se salía

de los marcos estrictamente banderizos. Gaitán ya era más que eso, si cabe

decirlo. Era, en la última etapa de su vida, un gran líder social. ¿Me explico?

Amaba al pueblo, al liberal y al conservador, ya sin distinciones de bandera

política. "Aquí si es cierto que las fronteras se acaban, solía exclamar. Tanto,

como entre los oligarcas". Sus frases: "El hambre no tiene color político", "las

enfermedades no son conservadoras ni liberales", respondían a su íntimo

sentimiento sobre nuestra lamentable realidad nacional.

Es así como había penetrado a un punto de partida —más histórico y sólido,

realmente— desde el cual dominaba una concepción infinitamente más vasta y

mucho más generosa de su tarea política. Sus discursos están saturados de este

espíritu eminentemente social. Pero es en las conversaciones donde esta

personalidad de la etapa final de su vida resplandece con más intenso fulgor. Era

de ver el asombro que le causaba la frialdad de la opinión dirigente, y de los

propios jefes liberales, por las masacres de cuño oficial. "Desangran al partido,

decía, mutilan hogares humildes y honrados, y nadie se conmueve por ello.

Colombia está atravesando, definitivamente, por una crisis profunda. Todos los

valores morales están subvertidos. De ahí nace el asco que me da la política.

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Cada vez más me invade la repulsión ante esta cosa viscosa, ante esta política

que sólo entiende de vilezas, emulaciones bastardas y engaños groseros. No soy

yo para esto. A mí solo me interesa lo grande, lo humano. Y es que lo humano es

lo único permanente, lo único no transitorio. Todo lo demás puede pasar: partidos,

hombres, instituciones. Sólo lo humano queda".

A esta concepción en que su personalidad se demoró en la fase final de su vida, le

daba Gaitán su característico fervor y el caluroso entusiasmo que solían distinguir

sus empresas. A mí, este nuevo Gaitán, forjado en la lucha, en la ardida

experiencia —la más dura y difícil que político alguno haya tenido en Colombia—

me acercaba entrañablemente a su pensamiento. ¡Si eso mismo había sentido yo

toda la vida! Porque al cabo, ¿qué vale esa gritería de nuestro mundo moderno —

y de nuestro colombiano universo contra lo "comunista", contra "lo liberal", contra

"lo conservador" o viceversa, si por debajo de este debate se deja intacto el

grande infierno en que el pueblo, que todo lo forja, se agita sin esperanzas de

redención? Sí. Lo importante es saber qué intereses se defienden en ese debate.

Porque hoy, más que nunca, ¡solo son sagrados los intereses del pueblo!

IV

ES DIFÍCIL LLEGAR a la comprensión plena de lo que ocurría entre el orador y la

masa cuando Gaitán hablaba. Era una intimidad profunda, una estrecha alianza,

cuyos términos precisos no son susceptibles de reducir a cifras de análisis

ortodoxo ninguno. La filosofía tradicional solo le concede al hombre aisladamente

considerado los atributos del honor, el deber y la responsabilidad. Es cosa de ver

a los más grandes filósofos cuando se refieren a lo colectivo. La masa para ellos

es torpe e inconsciente. No le conceden la menor importancia. Solo ahora, con los

nuevos estudios de la sociología, la psicología colectiva está siendo vindicada del

ataque cerrado que sobre ella lanzó la teoría del conocimiento "renacentista", esto

es, basada en la exaltación única de lo individual.

Page 16: LUIS VIDALES

En Gaitán había una fusión conmovedora entre individuo y masa. Esa alianza de

contrarios, ese conjunto de términos antagónicos fundidos en una poderosa fuerza

análoga, era en Gaitán, el orador popular, de una presencia emocional intensa. El

pueblo y él, eran una sola entidad vibrante. ¿Qué pasaba entonces? Nunca se

sabrá suficientemente. Pero prendía la chispa escondida del alma humana, como

nadie lo haya hecho en Colombia. Parecía que removía sedimentos de siglos que

yacían aparentemente muertos en el cotidianismo del alma del pueblo y los ponía

a operar como una avasalladora fuerza en marcha. Pero donde quiera que

hablara, no solamente en Colombia, su palabra solía quemar la desuetud del

tiempo en la vida del pueblo para incorporarlo hacia el paraíso de la pobrería.

¡Qué poder! ¡Qué íntimo conocimiento del duro sueño del pobre! Me cuentan que

en Caracas, cuando Gaitán habló ante sesenta mil manifestantes en la Plaza de

"El Silencio", se cumplió con fidelidad asombrosa el milagro. El milagro que solo él

sabía producir. Y eso que habló después de dos grandes oradores colombianos.

Nada menos que Carlos Lozano y Silvio Villegas. Tan solo ocupó diez minutos.

Pero suficientes para que esa masa, ardida de entusiasmo, se alzara como un

solo ser poderoso y terrible, moldeado a su amaño por el taumaturgo de nuestra

oratoria. Y es lo interesante que era solo por el sentimiento que movía a la gente.

A veces, a base de simple raciocinio —¡tan poderoso en él!— causaba idéntico

efecto en el pueblo.

Su idioma —eso sí— era exactamente el vehículo preciso de sus victorias

gigantescas de orador popular. Había suprimido la excrecencia de las palabras de

parapetaje retórico. El adorno gramatical, el brillo literario, la perfección de la

forma aparecían en él reducidos a su máxima expresividad esencial. En el último

tiempo de su vida había llegado, a este respecto, a una maestría y un dominio

perfectos. Su oratoria era una arquitectura móvil, flexible, bella, todo por la

desnudez que la enseñoreaba. Por eso era un orador eminentemente moderno,

con esa modernidad que en arquitectura está representada en el muro liso. Como

cualquier gran orador de la hora mundial (como ocurre en Roosevelt, Stalin,

Churchill) atendía a la estructura, dejando para el forraje flores gramaticales y

hojillas de acanto. Era un anti-grecolatino. Y lo más importante es que ello

Page 17: LUIS VIDALES

respondía en él a un claro criterio teórico. Despreciaba el recargo de la prosa de

que está saturada —aún a estas alturas— la cultura provinciana en Colombia.

Toda cultura, como todo creador, pasa por dos períodos específicos. Uno,

afanoso, fatigante, en que el atropello por decir todas las cosas no permite la

respiración tranquila. Y otro, en que el dominio conduce a la expresión sosegada.

En todo escritor, en todo pintor, en todo poeta, esas dos etapas señalan la del

aprendizaje y la de plenitud de su arte. Y efectivamente en Colombia la cultura se

encuentra en la primera clase de esas etapas. De ahí el "grecolatinismo". El

floripondio vacuo. La adjetivación enfermiza. Y toda esa expresión sobrada, a la

que se le atribuye el valer y lo hermoso en cultura. Pues bien. Gaitán estaba lejos

de eso. Había llegado a un sosiego perfecto de su expresión, a una respiración

natural de su discurso. Se reía cuando se le acusaba de que "cien palabras

formaban todo su léxico". "Ni quiero, ni necesito más", solía decir. "El vestido

idiomático, como lo usan aquí, es un estorbo pedante. Solo deseo machacar las

ideas con las expresiones que elegí para que cumplan un objeto preciso. Repetir

las cosas, inferirlas, encarnarías en el alma del pueblo. No soy un expositor de

estética. Soy un político".

Pasados en su vida los años de la insurgencia verbal, el poder razonador se había

hecho en Gaitán robusto e invencible. El despliegue de su discurso en la plaza, en

la tribuna, en el parlamento, no difería de la disposición ejemplar en que un

general coloca a sus tropas. Era pura artillería pesada. A ese campo mortífero no

entraba impunemente ningún enemigo. Pulverizaba al antagonista. Lo volatizaba.

Y todo con una elegancia y una finura de profesor de academia. Cuando Alzate

Avendaño vino al Senado, sus amigos nos advirtieron que le había llegado el

momento a Gaitán. Alzate lo iba a meter en solfa. Alzate no dejaría de Gaitán ni el

recuerdo. Nos lo decían Carranza y todos los jóvenes derechistas con él. Pero se

enfrentaron Y bastó un capeo, dado así, como sin gran trascendencia, para que el

señor Alzate quedara como no digan dueñas. Si dicen ahora, hasta sus

partidarios, que el fracaso del líder azul como parlamentario es definitivo. Pero

bueno... ¡siquiera triunfó como periodista! ¿O tampoco?

Page 18: LUIS VIDALES

V

HAY UN RASGO estelar en la vida de Gaitán, que lo define y distingue de todos

los demás políticos colombianos. Sus victorias así fueran parciales, producían

efectos mortíferos de victorias definitivas. Hecho tan espectacular en la política

colombiana se debía, creo yo, a que ellas eran el resultado de su único esfuerzo,

contra el querer de fuerzas poderosas. Si algún político se hizo solo en Colombia,

en medio de la lucha más feroz e inhumana por impedírselo, ese fue Jorge Eliécer

Gaitán. Quizás por eso mismo, un éxito de su parte, forjado a costa de tanto

sacrificio, aparecía siempre como mayor al de su valor intrínseco. Era tan pertinaz,

tan constante, tan vigoroso en su inconcebible capacidad de trabajo e iba tan

directamente a su objetivo, que cuando lo lograba dejaba una estela de estupor,

aun en el campo de su enemigo tradicional: las oligarquías. Sus triunfos eran —

naturalmente— avances contra los poderes pretendidamente invencibles, y acaso

por ello, aun no siendo totales le prestaban ese halo de vencedor, que lo distinguía

a la legua de todos los demás políticos. De esa manera la alarma oligárquica

contribuía —acaso sin saberlo— a darle un contenido virtual a sus éxitos. En la

última batalla presidencial, Gaitán obtuvo menos votos que los demás candidatos.

Pero bastó que pusiera más de los que se le calculaban, para que todo el país, sin

distingos, lo señalara como el ganador de una singular victoria. Y así fue. Porque

acaso lo fundamental de estos éxitos se debía a la expresión intrínseca de su

movimiento. Con él era el pueblo el que avanzaba. El pueblo adquiría con él un

contorno específico en la vida política nacional. Cuando él hacía un triunfo era el

pueblo —el pueblo raso— el que aparecía acercándose al logro de sus propias

conquistas. Y que el pueblo raso se acerque a su liberación, es algo que siempre

asombra, en primer término a quienes lo miran con desprecio.

Fue así —de esta manera— como Jorge Eliécer Gaitán, el jefe de facción, el

director de la UNIR y del "gaitanismo", sobre quien recayó constantemente la

acusación de haber abandonado las toldas de su partido, se hizo Jefe Único del

Partido Liberal colombiano. Fue así —de esta manera, con estos métodos— como

Jorge Eliécer Gaitán unificó en torno suyo al partido liberal colombiano. ¡Qué

Page 19: LUIS VIDALES

lección tan poderosa entraña este hecho sorprendente! ¡Qué herencia táctica tan

honda se encarna allí! Mientras se le estaba acusando de que había abandonado

al partido, él, impertérrito, como un estratega consumado, estaba haciendo

precisamente la unión del partido por el único método fecundo: por el método de la

antinomia y de la diferenciación de las fuerzas. Había que diferenciarse para

poderse juntar. Era necesario consolidar primeramente el bloque unitario

constituido por sus prosélitos y por él, en una sola masa pensante, para que

pudiera operar dentro de su signo político la consolidación de todo el liberalismo. Y

a fe que lo consiguió. Quizás no fuera un dialéctico en la teoría. Pero era un

maestro de la sagacidad casi enojosa en la dialéctica práctica. ¡No se le escapaba

un detalle! Tal es la lección, la más sorprendente de la política colombiana de los

últimos tiempos, que nos deja este experto piloto político. Desde su tumba parece

gritar: "¡A aplicarla!".

En realidad, tuvo que hacer todo esto con un ejército imperfecto, como es el

partido liberal colombiano. Claro que posee su organización específica. Que la

tiene, lo revela el despliegue electoral, llamativo por su organización. Pero carece

de estructuración moderna, lo que no le permite moverse unitariamente en

momentos que no sean propiamente los electorales. Gaitán dejó precisamente el

esquema de esta organización, de este "acuartelamiento" de las fuerzas liberales.

Y ella debe hacerse, porque se necesita hoy más que nunca y como el mayor

homenaje a la memoria del gran táctico desaparecido.

Libró sus más recias batallas con dos elementos: la masa y él. Y las libró contra

todos los opositores a la preponderancia. popular dentro de su partido. Y contra

todas las oligarquias. En estos combates, que a veces revestían caracteres

violentos, la táctica de la ofensiva y la contraofensiva era perfecta en Gaitán.

Sabía suavizar las palabras al oído del enemigo o lanzarse encima de él con

ardiente ánimo de cruzado, según el momento y la circunstancia política. Atraía o

repelía con sabiduría consumadas, según lo exigieran las conveniencias de su

movimiento.

Page 20: LUIS VIDALES

No dejaba nada a medias. A cada cosa le daba el giro decisivo. Hasta cuando

dejaba algo a medias, estaba en esa forma situándolo exprofeso en su fase final.

Era suave y rudo, dulce y bronco, terciopelo y alambre de púas. Y en ambas fases

era oportuno. Conocía a los hombres y sabía tratarlos de conformidad con estas

dos alas de su personalidad. Acaso el estrado judicial, donde es preciso conseguir

la absolución con guante de seda —y donde cosechó los más íntimos triunfos de

su vida— le dio la suavidad y le afinó la exquisita delicadeza que solía exteriorizar

en ocasiones. El rudo estruendo del ágora le prestó el acento marcial.

El poder de concentración sobre sí mismo era en él absoluto. Aquí residían en

gran parte sus éxitos. Su poderosa actividad era eficaz, sin duda. Su energía, su

voluntad, su capacidad de lucha, verdaderamente monstruosas. Tenía rango de

faro. Siempre despierto, siempre alumbrando pasionalmente las vastas zonas

oscuras, atento siempre a los movimientos más sutiles en torno. Poseía un olfato

tremendo, como el de todo zorro político. Pero, a pesar de todo, en la manera de

reconcentrarse en sí mismo veía yo su mejor cualidad de político. Permanecía

algún tiempo así ausente del mundo circundante. Quien lo veía y no lo conocía

juzgaba que aquello era fingido. ¡Mentira! En Gaitán no había nada de pedante.

Era más bien un hombre llano. Gaitán concentraba su pensamiento y siempre, de

allí, salía un camino a seguir.

Nunca dudó de su estrella. Y a fe que tenía razón. Cuando lo sorprendió la

muerte, iba procelosamente hacia una de las batallas decisivas del liberalismo

colombiano. El programa de la oposición que Gaitán había planeado hubiera sido

suficiente, en su aplicación, para poner sobre la víspera de la reconquista de 1950

al partido liberal. Pero había quienes no podían esperarse a semejante prueba. Y

ellos se jugaron el todo por el todo. "¡Es el comunismo!, ¡Es el comunismo!",

dijeron. Pero no consultaron a la opinión para su juicio. El pueblo supo que esa

acusación era una finta. Otros, ante el terror de la derrota obraron como

aventureros desesperados. ¡La conciencia del país los conoce!

Page 21: LUIS VIDALES

Lo mataron. Pero hoy, un Jorge Eliécer Gaitán, el más grande líder de la gleba

colombiana, es el que alienta en la conciencia del pueblo. ¿Alcanzaría a

descubrirlo el propio Gaitán? A veces me detengo a pensar que si lo hubiera visto

en su inmensidad soberana, se habría aterrado. Tan descomunal es su propia

proyección sobre el alma de los humildes. Sobre el estero de la historia nacional,

esa figura marcha hacia la conquista popular. Lo vemos a él, alto como el cielo,

grande como el cuerpo de la República. El asesinato lo trasladó a esa vida infinita

en la que ya no lo puede alcanzar la muerte. En muchas casas de pobre, en la

Colombia lejana, a estas horas están alumbrando en la pared su retrato. ¡Y está

haciendo milagros! El fue quien dijo: "Yo no soy un hombre; yo soy un pueblo".

Ahora el pueblo le dice: "Yo no soy solamente un pueblo; yo soy Jorge Eliécer

Gaitán".

Si. Nos hallamos en uno de esos períodos en que solo florece la muerte, como la

ofrenda más tímida que podamos hacer, en aras de quienes vienen detrás de

nosotros. Con ser la más valiosa de todas, Gaitán dio la suya. He aquí el

significado profundo de su muerte gloriosa. Y es ese su ejemplo. Estas palabras

parecen ascender de su tumba...

Otros responsables del 9 de abril

Luis Vidales

(Bogotá, mayo de 1948)

Publicado en el diario "Jornada". Reproducido en el libro La insurrección

desplomada (El 9 de abril, su teoría, su praxis) , Editorial Iqueima, Bogotá, 1948,

págs. 77-82.

Page 22: LUIS VIDALES

Uno de los capítulos más fecundos de la alucinante doctrina de Segismundo Freud

es, sin duda, el de la asociaciones de ideas. Por los caminos más sutiles de esa

especie de "caneca de la basura espiritual" que es el subconsciente, un objeto,

una palabra una idea revelada de pronto por el contorno presente del sujeto, lo

traslada a viejas cosas vividas, especialmente en la infancia, en la que según el

judío vienés, quedaron para siempre grabados los rumbos del destino del hombre.

Algo parecido me ha ocurrido en estos días, con el solo anuncio, leído en la

prensa. de que entre los escombros del palacio arzobispal fue hallado un libro que

ardía misteriosamente desde el 9 de abril: la "Historia de los Padres de la Iglesia".

La obra humeante aún, en condiciones que el periódico parece atribuir a un

milagro, me trasladó a algo que en mí grabó su impronta con el sello de otro

tiempo. Entre el 9 de abril y los Padres de la Iglesia parecía surgir en mí una

asociación extraña, de esas que como chispas iluminan un minuto la conciencia y

nos trasladan a cosas ya vividas. Yo era algo así como la sirvienta de los clérigos,

que durante treinta años estuvo oyéndoles sus latines y de pronto, una mañana,

irrumpió a hablar en el correcto idioma de los "clercs", como un dulce Virgilio de

cocina.

Y se hizo en mí la luz. Era como si la "Historia de los Padres de la Iglesia", de par

en par abierta ante mis ojos, me invitara a la lectura. Y comenzó el hojeo de las

páginas.

Aquí, en ésta, estaba San Justino el Mártir, que me decía con su tibia voz de

agonizante: "Nosotros traemos a la comunidad cuanto poseemos y lo repartimos

con quien lo necesita". Más adelante, la hoja del libro se abría para San Ambrosio,

con estas palabras suyas: "No es la naturaleza la que ha creado el derecho de la

propiedad privada".

Y no bien había pasado cinco páginas, cuando di de manos a boca con el propio

San Agustín y sus palabras de fuego: "Poseemos demasiadas cosas superfluas.

Page 23: LUIS VIDALES

Contentémonos con lo que Dios nos ha dado y tomemos solo aquello que

necesitamos para vivir, porque lo necesario es obra de Dios y lo superfluo, obra de

la codicia humana. Lo superfluo de los ricos es lo necesario de los pobres. Quien

posea un bien superfluo, posee un bien robado".

La cuestión, como se ve, estaba cobrando suma gravedad. Sátiras, indirectas,

flechas sardónicas arrojaban los Padres de la Iglesia... ¿Contra quién? Es lo que

yo no sabía con justa precisión. Pero como entonando en el coro de los doctores

de nuestra santa madre, etc., San Ambrosio volvió a la carga (¡siempre a la

carga!), para decir: "La Naturaleza da todo para todos. Dios ha creado los bienes

de la tierra para que los hombres los disfruten y para que sean propiedad de

todos". ¡Cómo así!, exclamé yo, fuera de mí, ya maliciando con quiénes se las

había mi memoria freudiana. ¡Cómo así! ¡Mucho cuidado con nuestro 9 de abril!

Pero al punto San Agustín volvió a tornar en sus manos la metralla cristiana y

exclamó, ya con más ira en la voz: "No por virtud del derecho divino, sino por

virtud del derecho de guerra, alguien puede decir: Esta casa es mía, esta es mi

villa. este criado es mío. La propiedad privada provoca disenciones. guerras,

matanzas, insurrecciones, pecados mortales y veniales. Por eso, si no nos es

posible renunciar a la propiedad en general, renunciemos, cuando menos, a la

propiedad privada".

De aquí en adelante, los Padres de la Iglesia entonaron tremenda grita. Uno

alzaba la voz y más allá otro se unía al coro, hasta formar una orquesta de

denuestos, regaños, acusaciones, condenas. Ordenando sus palabras. fueron

éstas las más significativas: San Clemente de Alejandría: "Todas las cosas son

comunes. No existen para ser adquiridas únicamente por los ricos".

San Barnabás de Chipre: "Tendrás todo en común con tu prójimo. No deberás

poseer nada en propiedad. Porque si posees en común lo que es eterno, ¿con

cuánto más motivo no debes poseer en común lo que no lo es?".

San Jerónimo: "Quien quiera que posea más de lo necesario para vivir, deberá

dárselo a otro, y considerarse deudor de tanto como da".

Page 24: LUIS VIDALES

San Cirilo de Alejandría: "Ni la Naturaleza ni Dios conocen ninguna diferencia

social de las que ha introducido la codicia humana".

Tertuliano: "Nosotros, los cristianos, somos hermanos en lo que concierne a la

propiedad, que origina entre vosotros tantos conflictos. Unidos de corazón y de

alma, estimamos todas las cosas como pertenecientes a todos. Compartimos

todo, excepto nuestras mujeres. Entre vosotros, por el contrario, es lo único que

poseéis en comun". San Juan Crisóstomo, Patriarca de Constantinopla: "Imposible

enriquecerse honestamente".

San Basilio, el Grande: "¿Podemos ser más crueles que los animales, nosotros

que estamos dotados de razón? Porque ellos consumen en común los productos

de la tierra. En el mismo rincón de la montaña pacen los rebaños de carneros y

caballos. Pero nosotros nos apropiamos los bienes que deben pertenecer a todos.

El pan que te apropias es del que tiene hambre, del que está desnudo la vestidura

que guardas, del que va descalzo los zapatos de tu armario, del que no posee

nada el dinero que escondes".

Un último respiro, una pequeña mota de silencio, y con más furia golpeó el aire

como un alfange de filo la tremebunda voz de Santiago, ruda, fulminante, desde el

fondo de su Epístola:

"¡Llorad por la miseria que os aguarda a vosotros los ricos! ¡Vuestras riquezas han

entrado en putrefacción! ¡Vuestros lujosos trajes están roídos por los gusanos!

¡Herrumbosos están vuestro oro y vuestra plata! Habéis acumulado tesoros,

mientras guardábais en provecho vuestro el trabajo de los obreros que segaron

vuestros campos. La querella de los segadores ha subido a los oídos de Dios".

Llegado a este punto, la cosa para mí se hizo cíarísima. El coro de los santos

doctores se estaba refiriendo —¡quién lo creyera!— al 9 de abril. ¡Sí señores! Yo

había descubierto, sin saberlo, por una simple reminiscencia freudiana, a los

autores intelectuales del 9 de abril. Con qué saña los oí referirse a los

especuladores, a los de los dólares al 175, a los de las ganancias del 400 y el 500

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por ciento, a los... ¡Bueno! Ya no me queda más camino que darle traslado de mi

hallazgo a los de Scotland Yard. ¡Que sigan por esa pista!

Mientras tanto, la obra de la "Historia de los Padres de la Iglesia" continúa

ardiendo milagrosamente desde el 9 de abril entre los escombros del palacio

arzobispal de Bogotá. ¡Y después, hay quienes no creen en milagros!

Cómo nos hicimos comunistas

Luis Vidales

(Bogotá, noviembre de 1945)

Publicado en el semanario "Sábado", 10 de noviembre de 1945. Reproducido en la

revista Folios N° 6, Universidad de Antioquia, Colombia.

Por el año 20 el único café que existía en Bogotá era el Windsor. Era aquel un

típico café de una ciudad feudal. Así como no existía sino un café, sólo había tres

bancos, El Colombia, El Central y El Bogotá. La capital era una aldea. La chistera

y el levitón no habían aún desaparecido. Las mujeres usaban la mantilla y no

había para que pensar en que alguna, así fuese la más innovadora, tocase su

cabeza con la pastora que vino después a complementar la nueva silueta

femenina. Vestir de color hubiese sido un signo de rastacuerismo; todo el mundo

se ataviaba de negro. El tranvía de mulas, con su tintineo, su tropel de cascos y

los silbidos característicos del postillón, pasaba por la Calle Real como una

verdadera arriería metida entre rieles. La plaza de Bolívar, todavía empedrada, era

Page 26: LUIS VIDALES

la estación principal de los coches de punto. Allí, sobre el pescante de las victorias

y las berlinas, los cocheros, de chistera y casaca, cabeceaban con sus largos

látigos en la mano, como practicando el rito de una pesca imposible, según decía

Tejada. No había entonces un sólo automóvil de servicio público. En la calle 13,

entre carreras 7ª y 3ª, entre el Windsor y el caserón colonial de los correos, los

chalanes hacían caracolear los magníficos caballos traídos de las haciendas de la

sabana. Aquel trayecto de ochenta metros escasos era lo que hoy es la esquina

de la carrera octava con la calle catorce. El vértice de la vida bursátil. Sólo que

entonces no había bolsa negra. Todos los negocios de la economía de aquel

tiempo (venta de bestias, de cosechas, transacciones de índole campestre) tenían

su mercado libre en este sector. Y en el Windsor, naturalmente, se festejaba el

cierre de los negocios. Generalmente, en torno al café tinto, al que tanto le debe la

economía nacional, se verificaban estos lazos de unión que luego se sellaban con

el famoso brandy Hennessy tres estrellas, compañero de los triunfos durante las

guerras civiles en Colombia. Era el licor chic, en todas nuestras aldeas. El whisky

no había aparecido todavía.

En aquel ambiente del Windsor, al lado de los hacendados y los negociantes

comenzó a aparecer un nuevo tipo de hombres. Empezaron a ocupar diariamente

las mesitas, sin acuerdo previo, sin una reunión anterior por medio de la cual se

declarara fundada con estatutos y reglamento, la nueva generación colombiana.

Iban apareciendo allí nuevas caras, trayendo el aporte de su propio mensaje, y sin

saberse cómo ni cuándo quedó establecida una nueva generación colombiana, sin

mensajes ni manifiesto al país, movida indudablemente por la misma fuerza

espontánea que le quitaba al país su cáscara del siglo XIX y lo incorporaba, al

transformarlo en el XX, que llegaba retrasado a Colombia, en todos los órdenes.

Indudablemente, algunos factores que nada tenían que ver con la transformación

que se operaba en Colombia, contribuyeron a aproximarnos unos a otros. Carlos

Pellicer, el poeta mexicano, había sido enviado a estudiar en Colombia por la

federación de estudiantes de México, en un rasgo de aproximación americanista,

que por supuesto a nosotros se nos hacía insólito y que quedó sin reciprocidad

Page 27: LUIS VIDALES

como era lógico que ocurriera en el ambiente de un gobierno conservador que ni

siquiera se dio cuenta de la presencia de Pellicer. Entre los estudiantes

desorganizados y sin aspiraciones, el significado de la presencia de Pellicer entre

nosotros pasó igualmente inadvertido, de modo que su misión tuvo su cabal

cumplimiento entre los grupos de intelectuales que por entonces comenzaban a

aparecer en Colombia. Pellicer, naturalmente no nos influenciaba con su poesía

porque él se hallaba en el mismo período de iniciación que nosotros. Pero sus

habitaciones, en el tercer piso del edificio Liévano, fueron antes que el Windsor,

nuestro lugar de reunión habitual, cuando Tejada aún no había llegado a la capital.

Allí sellamos amistad con León de Greiff, Rafael Maya y Rafael Jaramillo Arango,

que ya tenían obra y habían publicado versos. Con Germán Pardo García, Pérez

Amaya y Octavio Amórtegui. Con José Enrique Gaviria y Alejandro Navas, Rafael

Vásquez, José Silva y yo íbamos ligados por una indisoluble amistad. De esa

misma época data la amistad de algunos de nosotros con el poeta Eduardo López,

que ya por entonces había escrito unos de sus más populares versos. Eduardo

López editaba por esa época su famosa e insuperable obra "Almanaque de los

hechos colombianos", que recogía en no menos de dos mil páginas un verdadero

compendio de la república en todas sus actividades. Y allí nos publicó Eduardo

López a Rafael Vásquez y a mí nuestras primeras producciones poéticas. Era

aquel para mí un período primerizo en que difícilmente me debatía con la

influencia parnasiana. Recuerdo que mi publicación en el "Almanaque" era un

soneto alejandrino intitulado "Cleopatra", en el cual, como es lógico, figuraban la

trirreme y Marco Antonio, y en el que sostenía muy heredianamente, que las

palmas de la mano de la egipcia llevaban en la M la inicial del amante latino.

Tejada llegó a Bogotá ya bien avanzados los fenómenos que nos arrojaban por los

caminos de una nueva promoción de literatos y artistas, aunque es bueno advertir

que esos profundos hechos no nos dábamos cuenta, y sólo ahora se nos

presentan con la claridad que jamás tuvieron para nosotros. Nada sabíamos de la

conexión existente entre el palpitar angustioso del mundo de la postguerra y

nuestra aparición en la escena colombiana. Aún hoy mismo no ha sido estudiado

en qué forma aquel período de ansiedad universal vino a perturbar la tranquilidad

Page 28: LUIS VIDALES

de muerte de la vida nacional, arremansada en siglos pretéritos. Aún hoy mismo

no se han analizado esos resortes ocultos que sacaron al país de su marasmo y lo

colocaron desde entonces en la línea de progreso que lo llevó a la transformación

política del año 30. Pero nosotros (hoy lo comprendemos) veníamos como nuncios

de esos hechos. Fuimos la generación, que a pesar de carecer del idioma político

apropiado, vaticinamos con nuestra sola actitud de iconoclasticismo literario la

ruina de la hegemonía. Quizá ninguno de nosotros hubiera podido explicar en qué

momento los fenómenos de la postguerra nos colocaban ante una tarea, que

solamente podíamos resolver en el campo estrictamente literario.

A raíz de la clausura de la guerra, el país adquirió como otros, una importancia de

mercado para el reinicio de la producción industrial de los pueblos avanzados que

necesitaban expandir su radio de acción económica, en previsión de la crisis, que

al fin llegó, señalada por vastos sobrantes de mercancías. Fue entonces cuando

llegaron, en equipos de ferrocarriles y en instrumental para carreteras, no menos

que en pianolas, en ortofónicas y en toda clase de chucherías, los veinticinco

millones de indemnización por Panamá. Fue entonces cuando se abrieron

infinidad de bancos y algunas de las principales industrias, especialmente las

textiles. El país se puso en marcha. La actividad nacional se multiplicó y se

diversificó. El trabajo tomó nuevos cauces de infinidad de labriegos convertidos en

peones de carretera y de ferrocarril comenzaron a buscar en las ciudades las

oportunidades de absorción de su trabajo atraídos por los salarios urbanos y ya

para siempre zafados de la órbita del campo que eternamente los había

constreñido a salarios de hambre. Los problemas sociales comenzaron a cobrar

volumen en el país. La intranquilidad social, las huelgas, iniciaron su labor invisible

de socavamiento del viejo angarillaje feudal de la hegemonía. Con todas las

dificultades presentadas por las circunstancias; con la inmadurez de nuestros

procesos acumulativos; con las limitaciones e interferencias que se quiera, pero

allí había ya dos economías en pugna, la una gastada e incapaz de la campiña, y

la otra más avanzada, más liberal, en las ciudades y en las obras públicas. Y ese

fue, indudablemente, el telón de fondo sobre el cual se proyectó la actividad de

nuestra generación, la misma que ahora está llegando al poder.

Page 29: LUIS VIDALES

Cuando Tejada vino a Bogotá, ya traía ese característico sello de vagabundaje

que lo hacía pasar absorto, por la Calle Real, como si en vez de casas y gente

hubiera allí palmeras, y en vez de Calle Real hubiese allí un camino real. Era un

hombre rodeado de paisaje por todos los lados, y en sus ademanes y en su andar

se sentía la presencia de parajes arbolados y rumorantes ríos. Ya por entonces

Tejada tenía ese chaplinismo inconfundible de hombre que había pasado por

muchos apuros y por muchos horizontes. Iba siempre con los pantalones de pasar

el río. Cuando yo le conocí, ya era el expulsado de la Normal de Medellín, ya

había sido polizón en los barcos del río Magdalena, ya había escrito sus "Gotas de

Tinta" en algún periódico de la capital antioqueña, ya había estado de aventura y

bronca por la Costa Atlántica y ya había visto la llamita fulgurante de los

revólveres rastrillados en la oscuridad de la noche, de que habló después en una

de sus crónicas. Ya estaba instalado en "El Espectador" de Bogotá, ya había

descubierto el calor de los periódicos, que recomendó siempre como lecho

insustituible para el abrigo nocturno, y ya había hecho el invento de los cigarros de

hojas de eucaliptus, que elaboraba bajo los árboles del parque del Centenario, y

que fumaba con delectante y ensoñadora actitud, sosteniendo que todo estaba en

la naturaleza al alcance de la mano y que era absurdo creer que se necesitaba

dinero para vivir. Ya era el filósofo y el teórico de todas las cosas habidas y por

haber que fue la característica central de Tejada.

Confieso que cuando le ví la primera vez sentí cierta repulsión hacia su facha

estrambótica. Iba arrebujado en un abrigo negro, con el brazo izquierdo colgado

de un pañuelo, también negro, de cuyo trapecio salía, no una mano, sino un atado

de trapos. El gran tirolés negro, tragado hasta los ojos, no conseguía cubrir del

todo los vendajes que le ceñían la frente y le cruzaban el ojo izquierdo. Acababa

de salir de la clínica. Unos carniceros lo habían atacado una noche de juerga, por

haberse interpuesto para defender a un amigo, y lo habían dejado tendido en el

suelo, completamente tasajeado a cuchillo. Jamás se le oyó la menor

recriminación contra sus amigos ni contra sus atacantes.

Page 30: LUIS VIDALES

Al día siguiente de mi primer encuentro con él, estaba yo sentado a mi mesa en el

Windsor, cuando vi entrar a Tejada. Pensé que la presentación fugacísima del día

anterior y mi ninguna prestancia intelectual pues yo estaba inédito y él no conocía

mis versos, no le permitirían saludarme con deferencia, y fingí no verlo. Pero

Tejada se llegó hasta mi mesa y me saludó con el cariño y la familiaridad más

asombrosos, como si hiciera años que alimentáramos la más perfecta amistad. Su

naturalidad desarmó mi aprensión. Esa fue la primera admiración que me causó

este hombre, y desde entonces la más profunda y noble amistad nos envolvió

hasta su muerte.

Tejada tenía un poder magnético enorme. De su ser emanaba un fluido atrayente,

verdaderamente maravilloso. Una atmósfera casi tangible lo circundaba y dentro

de ella quedaban como alelados los que se hallaban en torno. Hacia él refluían,

completamente absortas y como desarmadas, las personalidades de todos, sin

esfuerzo ninguno, como un placer que se reflejaba en los rostros. No era una

tiranía lo que ejercía. No era la fuerza, casi siempre tirante, del líder; el dominio

violento del jefe. Era una suave onda, una luz amable, brillante y cálida, que lo

conducía a uno a estar pendiente de él, de su extraordinaria palabra, de su

discurrir por un mundo de esféricas formas, de amor, entre todas las cosas, de

exactitud de misterio, de humor y de inmemorial sencillez a un mismo tiempo, que

él iba pintando como si se tratara de un sueño con los ojos abiertos. El era el

centro de nuestra generación, el jefe nato, nuestro núcleo rumorante e inquieto.

Pocos días después de haberse iniciado nuestra amistad, Tejada desapareció de

Bogotá. Había ido a casarse. Me dijeron que con una muchacha Gaviria Jaramillo,

de Pereira, hija de don Juan y de doña Dolores. Para mí, aquello era una

coincidencia, entre extraña y curiosa. Cuando ya de regreso, me lo encontré en el

café, le ofrecí visita y le envié saludos a su esposa. Tejada me miró con cierta

sorpresa, como quien no veía bases en mi modo de ser para esta clase de

cumplidos sociales. Se habían hospedado en un hotel de la calle doce, arriba de la

séptima. Cuando me oyó tutear y estrechar efusivamente a Julieta, su asombro

fue aún mayor. Los dos le explicamos los vínculos de familia que nos unían. Y

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esto contribuyó a hacer más fuerte mi unión con Tejada, Tejada era mi pariente

lejano por lo Córdoba y Julieta lo era más próxima por la rama de los Jaramillos;

de modo que el traslado a mi casa paterna, que yo les propuse, era una cosa

lógica. Allí vivieron dos años.

Fue esta la época de “El Sol”, periódico que tenía por directores a Luis Tejada y

José Mar, y que se editaba en una imprenta situada en la planta baja del edificio

Montaña, frente a la plaza de mercado de Las Nieves. Este periódico, cuatro años

anterior a la revista de “Los Nuevos”, fue el primer órgano de la nueva generación

colombiana. Allí aparecimos algunos de los poetas y escritores que después, ya

muerto Tejada, hicimos parte de la agrupación de “Los Nuevos”. El períodico de

“El Sol”, que no tuvo una vida larga, fue también el período socialista de Luis

Tejada. Era un socialismo que no se atrevía a separarse del partido liberal y que

encontraba asidero para esta actitud en el propio pensamiento de Benjamín

Herrera, para quien el socialismo, como lo dijo públicamente en varias ocasiones,

era algo consubstancial con la entraña misma del liberalismo colombiano. Tejada

no estaba muy convencido de ello; él creía que era necesario la aparición de un

partido independiente, pero aceptaba de buen grado la simpatía que Herrera

mostraba por el periódico, y la deferente atención que el gran caudillo ofrecía al

movimiento juvenil que pugnaba por cristalizar en “El Sol”. No fueron pocas las

veces que vimos al general Herrera preferirnos en el trato frente a líderes

connotados del liberalismo, y en una o dos ocasiones su interés por nosotros se

mostró en ayuda monetaria para el periódico. De aquella época, guardo todavía

como recuerdo imborrable la figura magnífica de este extraordinario ejemplar

humano, poderoso y terrible, inconmovible y como tallado en piedra berroqueña,

ante el cual los grandes se veían pequeños. Herrera era un hombre de tan

acendrado dominio, de una tan increíble concreción de personalidad, que más que

un hombre parecía un mito. Lo primero que se sentía ante Herrera, por reflejo, era

el orgullo de ser colombiano, porque en él se hacía tangible la comprensión de un

pueblo grande hoy y mañana y siempre. Pueblo que produce esta clase de

hombres es un gran pueblo. Tejada y yo siempre andábamos juntos, lo que hacía

que nuestros amigos me llamaran "l’enfant gáte" de Tejada. Por las tardes siempre

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nos citábamos para irnos a casa. El trabajaba en El Espectador y yo en el Banco

de Londres. Una tarde, mientras yo lo esperaba en la esquina de la catorce con la

séptima, salió del periódico y se vino precipitadamente a mi encuentro, diciéndome

sin saludarme: "Aquí en esta casa está en este momento un ruso que quiere

hablar con nosotros. Ahí hay una reunión de obreros liberales, que lo han citado

para que los oriente sobre la posición de los trabajadores en las próximas

elecciones. Subamos. Cuando termine nos vamos con él y charlamos. Esto puede

ser muy interesante". La casa de que hablaba Tejada era la misma en que hoy

está "La Cigarra". El ruso no era otro que Silvestre Sawinsky.

Sawinsky vivía en la vieja y amplia casa que queda inmediatamente después de lo

que hoy es la plaza de San Martín hacia el norte. Allí entramos. Recuerdo que en

el vasto corredor nos llamó la atención ver numerosos cueros colgados, y

Sawinsky nos dijo que se había dedicado a la curtiembre, para ganarse la vida.

Nos presentó a su esposa y nos instalamos en la amplia sala ante una gran mesa,

cubierta con una gruesatela de terciopelo verde, y sobre la cual una caparazón de

tortuga con una caja de metal incrustada servía de cenicero de agua. Pronto

comenzamos a menudear las tazas de té, de las cuales tomamos como diez, a la

manera rusa, mientras planeábamos el nuevo partido. Como a las nueve de la

noche salimos de allí, después de haber dejado un cerro de colillas dentro del

recipiente de la tortuga. Habíamos trazado el esquema para la formación del

partido comunista en Colombia. Llevábamos la lista de los nuestros, que se

redactó de mi puño y letra, y a la cual habíamos agregado algunos nombres que

juzgábamos adictos a nuestra causa, entre otros, Luis Cano, Armando Solano y

Alfonso Villegas Restrepo. Digo esto, porque nadie sabía cómo se fundó el partido

comunista de entonces, es decir de dónde partió la idea, y he oído muchas

versiones contrarias a la realidad, de gentes que desean hacerse pasar por

personas actuantes (el subrayado es mío). No. Aquella noche no estábamos

presentes sino Sawinsky, Tejada y yo. De allí convocamos a una reunión, en la

cual quedó constituído el nuevo partido. No está por demás decir que ni Luis

Cano, ni Armando Solano, ni Alfonso Villegas Restrepo concurrieron nunca a

ninguna de nuestras reuniones.

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Pronto nuestro partido se encontró con muy serios problemas que nosotros no

sabíamos cómo resolver. La cuestión orgánica y nuestra conexión con las masas

eran cosas al rojo blanco sin la solución de las cuales podríamos subsistir. Ni

Sawinsky ni nosotros sabíamos nada en cuanto a los procedimientos.

Ignorábamos por completo cómo se hacía un partido comunista. Era aquella una

época en que el resplandor de la revolución rusa iluminaba el universo, y todos los

hombres libres del mundo querían ir por esa senda, lo que no significaba

necesariamente que quienes así pensaran fuesen teóricos consumados. El

conocimiento de Marx y de los métodos revolucionarios de los rusos no se habían

generalizado. En la prensa todavía se leía que el general Soviet se había tomado

al sur de Rusia una importante ciudad llamada Lenin. En estas circunstancias,

nosotros resolvimos como mejor pudimos nuestros embarazantes problemas. Le

dimos al partido, por proposición de Moisés Prieto, una secreta organización tipo

masónico, por grados, con sus signos, sus convenciones, sus palabras claves

para los momentos de peligro. Y en cuanto a programa, yo traduje con Sawinsky

el programa del P.C. ruso y echamos diez mil copias en mimeógrafo, que fueron a

parar al río Magdalena, a los cuarteles, a las organizaciones obreras, etc. Su

distribución fue tan completa, que todavía se acuerdan de haberlo recibido los

obreros de muchos lugares del país. No abandonamos tampoco el trabajo en el

ejército, y fue por nuestra labor de hojas sueltas, al frente de la cual estaba

Sawinsky, que el buen ruso, más terrorista que bolchevique y más niño que

hombre terrible fue expulsado del país.

Un día me llamó Tejada con mucho sigilo para decirme que habían inventado un

grado superior, el último al que sólo tenían acceso los elegidos, pues había ciertas

cosas que no se podían tratar delante de algunos camaradas, en los cuales no se

tenía la suficiente confianza. Me advirtió que mi iniciación allí se había fijado para

una sesión especial, como en efecto ocurrió. Por entonces Tejada ya vivía en una

casa de la calle doce, casi contra el paseo Bolívar. En un cuarto oscuro, iluminado

apenas por una vela de sebo, se efectuó la ceremonia de mi ingreso al más alto

grado. De pie, en torno de una mesa, se hallaban Tejada, Sawinsky, José Mar,

Moisés Prieto y Diego Mejía. Sobre la mesa reposaban los símbolos de la

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purificación y la fe del comunista, consistentes en la constitución rusa, el programa

del partido y, encima, una pistola, alegoría de la violencia revolucionaria y a la vez

del castigo que esperaba al traidor. El juramento consistía en un largo

interrogatorio escrito, que Sawinsky leyó aquella noche, con su particular acento

ruso. Se hablaba en voz baja. Tejada se transfiguraba por completo, y a la escasa

luz de la vela se le veía poseído de la más intensa emoción. A Sawinsky le

temblaba levemente el labio inferior. La respiración de todos parecía contenida. El

interrogatorio llegó a aquello de "jura usted no hacer diferencia de razas?", y yo

respondí : lo juro; "jura usted no hacer diferencia de nacionalidades?", y yo

respondí lo juro. Pero cuando se me dijo: "Jura usted no hacer diferencia de

sexos?", dí inmediatamente el grito, separándome del grupo. "No, me es imposible

jurar eso", exclamé. La estupefacción se apoderó de todos. Tejada me miraba con

angustia escrutadoramente. "Por qué no juras?", me dijo con un tono de ruego. Yo

les dije "Lo de la supresión de la diferencia de sexos no lo juro, porque por

pepiciego que uno esté siempre sabe quién es hombre y quién es mujer". Todavía

oigo las carcajadas de José Mar y las recriminaciones de Tejada, que no concebía

que se llevara ningún espíritu ligero a semejante ambiente de solemnidad y de

misterio.

La conexión con los obreros es capítulo aparte. Este se tornó muy pronto en

nuestro insoluble problema central. Habíamos conseguido a un obrero de la

construcción, Manuel Avella, y a Lozada, un maquinista del ferrocarril. Pero

necesitábamos las grandes masas. Una comisión compuesta por José Mar y

Prieto, que enviamos a Girardot, meca entonces del socialismo, había fracasado.

Entonces resolvimos todos salir a la conquista de las masas. Se nos había dicho

que en el paseo Bolívar por las tardes, se reunían muchos obreros, pues allí se

hacía una venta de comestibles calientes y era el mejor sitio para encontrarlos en

conjunto. Hacia allá nos dirigimos, pasando por el barrio de Las Aguas siempre en

busca de obreros, que no hallamos por el camino. Arriba, evidentemente, se

agitaba una muchedumbre desharrapada, en una especie de feria o de fiesta, en

torno a las ollas humeantes. Al frente teníamos el espectáculo de la ciudad, con su

rumor de órgano, y más allá, hasta el confín verde de la sabana. Nos acercamos a

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los trabajadores, pero no sabíamos cómo abordarlos, qué decirles, cómo entrar en

conversación con ellos. Casi ni nos miraban. Estaban muy atareados en su

comida, comprando aquí y allá centavos de cosas. Entonces, cuando ya íbamos a

fracasar del todo, Tejada se acercó a nosotros diciéndonos: "Bueno, bueno

hagamos una colecta para esta gente". Y vaciamos nuestros bolsillos, para que los

obreros pudieran comer un poco mejor aquella tarde. Después, descendimos del

paseo Bolívar, sin haber podido hablar ni una sola palabra con aquellos obreros

sobre nuestros propósitos, pero felices de haberlos ayudado en algo. Sólo oímos

que uno de ellos rezongó algo sobre los electoreros que van a buscarlos con

obsequios cuando quieren sus votos. Juro que esta escena me ha ayudado

extraordinariamente a comprender a Charlot.

Pacho de Heredia, el famoso líder socialista que murió quemado en el incendio de

un hotel de Costa Rica, había convocado al tercer congreso socialista de

Colombia, que se reunió en un largo salón del tercer piso del edificio Liévano, en

la plaza de Bolívar. De Heredia se peleaba con nosotros, pero eso no fue óbice

para que nos enviara a todos credenciales de organizaciones obreras que ni

siquiera conocíamos, para que asistiéramos como delegados al congreso.

Recuerdo que a mí me correspondió representar a los obreros de la Zona

Bananera. Allí, en aquel congreso, nuestra actividad fue feroz contra el socialismo.

Y, como era natural, nuestras baterías iban dirigidas contra el socialismo de

Girardot, que gobernaba la ciudad desde el concejo y que, según nosotros, se

había pervertido en el reparto de las preeminencias y del presupuesto. Nosotros

hicimos declarar aquel congreso: Primer Congreso Comunista de Colombia. El

mono Dávila, que representaba al socialismo fue nuestra víctima propiciatoria, y se

defendía de todos muy airosamente. Sólo una vez que el loco Zambrano (un

muchacho enviado por los obreros de Boyacá, que en el congreso se declaró

comunista y marchó con nuestras tesis) le acusó de prestar plata al diez por

ciento, el mono perdió los estribos, y exclamó: "A quien me vuelva a decir esa

impostura, o lo desafío, o lo condeno al desprecio de mis conciudadanos". Y el

loco le replicó con toda calma: "Vea camarada: yo prefiero lo segundo". Allí mismo

nos encontramos con Alejandro Vallejo, que desde entonces formó parte de

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nuestra agrupación. Una noche, Vallejo hacía el ataque más violento al programa

socialista de Heredia, que había sido promulgado en años anteriores en Honda.

Vallejo duró cerca de una hora descuartizando el programa de Honda. Ese

programa era una basura; ese programa no valía nada. De pronto Heredia le

preguntó al orador: "Dígame una cosa: usted conoce el programa de Honda?"; a lo

cual replicó el orador, impertérrito: "Yo no conozco el programa de Honda". La

carcajada fue general. Pero era que nosotros señalábamos con anterioridad

quienes debían intervenir en los debates no por el conocimiento que tuvieran de la

materia, sino por el grado de capacidad para hablar.

En aquel congreso conocimos a Raúl Eduardo Mahecha, a quien llevamos a

nuestra organización una noche para conocerlo y saber de quién se trataba.

Confieso que nos causó pésima impresión. Mahecha se vanagloriaba de sacarles

dinero a los yanquis de Barrancabermeja, de amenazarlos con huelgas si no le

suministraban la plata y de otras lindezas por el estilo. Lo decía con tal naturalidad

como si estuviera convencido de que esa era la esencia el alfa y el omega del

movimiento revolucionario. Mostraba esos actos suyos, como grandes triunfos de

sagacidad revolucionaria. Al propio congreso había venido con sueldo de la

empresa petrolera y con aire de victoria nos mostraba los telegramas en que le

anunciaban los giros. A mí me pareció, perdóneseme que lo diga, un criminal nato,

inconsciente. Y ese era el presidente del congreso obrero. Pedí que lo

derrocáramos, pero la oportunidad de hacerlo parece que no se presentó.

Después hicimos Tejada y yo un viaje al Quindío, siempre con la idea fija de

buscar obreros auténticos. En un hotelito de Cajamarca redacté el primer

manifiesto que yo hacía destinado a los obreros del Quindío, que publicamos en

Calarcá, mi ciudad natal. Tejada se mostró sorprendido de mis estilo

revolucionario y alabó con mucho entusiasmo mi manifiesto. En Calarcá salieron

algunos obreros a recibirme. Tejada estaba optimista. ¿Ves?, me decía; los

obreros son muy inteligentes y acabarán por responder a nuestros llamados.

Vamos a hacer un gran partido. Pero en Pereira, fin de nuestro viaje, ya no vino

nadie a vernos. Allí iniciamos a Fortunato Gaviria, hermano de la mujer de Tejada.

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La iniciación que se hizo con la solemnidad de la mía, de que ya he hablado, no

surtió su efecto de misterio y de sigiloso secreto. La casa tenía una acústica

endemoniada; todo el mundo, en la planta baja, de almacenes y tiendas, se dio

cuenta de todo cuanto dijimos e hicimos. Y al día siguiente todo Pereira sabía que

habíamos ido a la ciudad.

Tejada era un comunista convencido. Indudablemente, nuestro movimiento, en el

fondo, era un movimiento liberal, como lo fue en gran parte, años después el

movimiento socialista revolucionario (el subrayado es mío). El partido liberal, con

la pesada herencia del fracaso de la guerra civil iba de mal en peor. Nadie creía ya

en que pudiera levantarse de la postración en que se encontraba. Y en estas

condiciones, se buscaban sustitutos, otras formulaciones y otros medios que

suponían más eficaces para el derrocamiento del conservatismo. Mucho de eso

había en nuestro movimiento. Pero no en Tejada. Tejada era comunista, con la

visión de una sociedad mejor y más equitativa para la humanidad. De ahí que yo

no juzgue a Tejada como obligadamente lo juzga la gente: como un cronista que

ha producido Colombia; el mejor, en una abarcadura más ancha, del habla

española, que aún no ha sido superado ni igualado aquí ni fuera del país. Porque

Tejada era más que eso. Tejada era un apóstol, un líder incomparable del

proletariado. Murió en el momento en que se estructuraba ideológicamente en el

marxismo, cuando antes sus ojos de visionario la escritura del viejo alemán le

abría las puertas de un mundo amable para todos, en el cual había soñado

siempre. Amó a la humanidad con un amor entrañable. Amó a los humildes, y

supo con toda claridad que ellos serán poseedores de un paraíso aquí en la tierra.

Por hacer más próximo ese paraíso, luchó hasta su último aliento.

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Tragedia de un rostro

Luis Vidales

(Relato inédito, 1925)

 

 Tengo el gusto de comunicar a mis biógrafos que vivo en el único cuarto alto que

hay en mi casa. Una casa con sólo una habitación de segundo piso es harto rara

si pensamos que apenas habrá dos de éstas en toda la ciudad. No voy a describir

lo que hay en mi cuarto. Me limitaré a decir que todo en él es pobre. Un ropero

pendiente de un clavo, oblicuo por esto en la pared, donde todas las noches, al

regresar, cuelgo mi sobretodo que ya empieza a tener parecido conmigo. Una

cama, una cama dormida como cualquier otra cama del mundo. Y además de

muchos objetos insignificantes, una mesa vulgar y coja sobre la cual hay varias

hileras de libros. Encima de una de estas hileras, un reloj que anda al estricote,

maltrata las horas de un modo doloroso.

 Todo, excepto los libros, a los que amo con un amor humano, como si fueran

personas, vale muy poco o no vale nada. Iba a decir de la escalera, que está ahí,

detrás de la puerta, y que es como la cola de mi cuarto; iba a decir lo que hace

mucho viene mortificándome y que años ha tuve la intención de someter a una

encuesta: — ¿Cree usted que las escaleras tienen la intención de subir o la de

bajar? Yo lo iba a decir, pero Ramón, el más ilustre de los Ramones que en el

mundo han sido, según cálculo aproximado, pero no promedial, se ha apoderado

de la idea antes que yo. A veces también tengo ideas y, sin embargo, no soy un

escritor. No me acuerdo haber urdido nunca una mentira. Lo que ahora voy a decir

es tan cierto, tan cierto pero inverosímil como, por ejemplo, la muerte del infalible

pontífice.

 Si dije al principio dónde vivo y cómo es mi cuarto, lo hice porque así lo necesito

para mi historia. Confieso que me he distraído en cosas que no vienen a cuento y

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que todo lo anterior se podría suprimir, lo que no hago, sin embargo, porque creo

que fue Stendhal quien me pidió que le pusiera este marco a mi narración.

 Desde mi cuarto se ve el patio de la casa vecina. La pared en la que está

incrustada la puerta de mi cuarto forma ángulo recto con un tramo del tejado de la

otra casa. De suerte que desde la puerta, apoyando las manos en el tejado, es

fácil divisar el corto corredor, al otro lado del patio.

 Una personita encantadora atravesaba en ocasiones por este corredor. Nadie

más pasaba por él, como si estuviera destinado exclusivamente para ella. Se oían

voces en la casa, pero jamás vi a los dueños de esas voces. Esa bella persona

carecía totalmente de personalidad. A primera vista se le comprendía y lo acabé

de comprobar una mañana que ella, buscando el sol, había arrastrado su pequeño

asiento hasta el corredor y se había puesto a hacer un tejido de crochet, moviendo

la aguja entre los ágiles dedos.

 A veces, por breves instantes, dejaba su labor para mirar a un punto determinado,

invisible para mí, y entonces, con extraordinaria claridad descubrí que su rostro

reflejaba la expresión de la persona que yo no veía. Esto determinó en mí una

invencible curiosidad: la de estudiar a las personas de la casa a través de ese

rostro, en el cual se veía todo como en un espejo.

 Por este medio supe que allí había un hombre severo y pronto pude darme

cuenta de que era su marido, porque en el rostro que ella copiaba se advertía la

expresión de la posesión, pero de la posesión desdeñada. "Te poseo y por eso te

desprecio", decía aquel rostro severo. Al contrario de éste, el otro rostro que

conocí aquella mañana de sol era el de un hombre dulce y joven, un tanto triste,

cuya expresión, de un sentimentalismo semi-risueño, decía claramente: "Te amo".

 Así, durante meses, asomado por momentos a la puerta de mi cuarto, con los

codos en el tejado vecino, acumulé paulatinamente detalles, gestos, rictus de

amor y de odio, rasgos de cara melancólica, sonrisas, recriminaciones, todo el

cúmulo de sentimientos que pasaba alternativamente por la faz hermosa de la

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mujer. En un cuadernillo llevé nota minuciosa de todo esto por separado; es decir,

que cuando uno de estos caracteres era severo se lo apuntaba al marido y cuando

era dulce iba a completar la personalidad del otro hombre. Llegué a definirlos con

tal exactitud que pude saber hasta su estatura. Por una relación entre el piso y la

mirada de ella calculé que su marido tenía aproximadamente un metro con setenta

centímetros y que el joven no pasaba de un metro con sesenta.

 Como me ciño estrictamente a la verdad, esta historia aparece trunca e

incompleta constantemente, pues rara vez se daba la casualidad de que ella

estuviera en el corredor y de que uno de los hombres se hallara en la casa. En el

transcurso de ese tiempo los dos hombres no llegaron a estar simultáneamente en

la casa. Lo que sí sucedía con frecuencia, y hasta por ocho o diez días, era que en

el rostro de la mujer no aparecía sino la faz del hombre dulce, por lo cual colegía

yo que el otro estaba ausente de la casa, quizás en misiones de su oficio.

 En una de esas ausencias tuvo lugar algo que clausuró definitivamente mi libreta

de apuntes. Era una noche clara, como ha habido pocas en el mundo. Por sobre

los tejados —lejos— se veían las copas de los árboles y en la rama de un

eucaliptus recortábase la luna. Sobre el patiecillo vecino la sombra de una palma

era una araña enorme, negra, que movía las patas. Serían las dos de la mañana.

Reinaba un silencio de sombras. Yo subía la escalera, de regreso de mi paseo

nocturno, y ya iba a entrar a mi cuarto cuando oí voces en la casa vecina. Por un

instante volvió la calma en la que se sentía la respiración de la noche. Pero luego,

un grito bestial hizo trizas el reposo. Se oyó una carrera precipitada y la mujer, en

bata de dormir, llegó hasta el extremo del corredor. Estaba desgreñada. En su

rostro pude ver alternativamente al agrio marido y al amante romántico.

 Las anotaciones de mi libreta me permitían esperar, por una lógica común y

corriente —y tal vez también por el ansia de espectáculo que atosiga a los seres—

el desarrollo y culminación del drama que ocurriría ante mis ojos. Me dispuse a

presenciar en el rostro de la mujer la lucha de los dos hombres y hasta me

adelanté a imaginar cuándo el uno, momentáneamente, triunfaba sobre el otro;

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cuándo los dos rodaban por el suelo; cuándo cejaban en el duelo para tomar

aliento; cuándo volvían a trenzarse en la lucha. Pero la escena, esperada por mí

durante meses enteros, no se presentaba.

 De pronto hubo un silencio, grande como una piedra. Creí llegado el momento. La

mujer palideció, sus facciones se desencajaron y las pupilas, desmesuradamente

abiertas, se inmovilizaron en el blanco. Esto solo duró un segundo y pensé que la

partícula de tiempo era más que suficiente para comprender que aquello era el

reflejo de la cara del muerto.

 Pero no fue así. Las expresiones de los dos hombres se refractaron en la suya,

con sus características propias; y en los días siguientes volvieron a pasar por el

rostro de la mujer hermosa la faz severa del marido y la dulce del hombre

melancólico. Me veo en la necesidad de consignarlo así en honor a la verdad. Tal

vez esto desaliente al lector. A mí me ocurrió lo mismo. Lancé al aire las páginas

de mi libreta de apuntes, que volaron como hojas de un calendario, y no volví a

fisgonear hacia el patio de la casa vecina. ¿Para qué? Pero... ¿qué espectáculo es

capaz de mantener nuestra curiosidad —vulgar o no— durante meses enteros? Si

algo de esa curiosidad he podido transmitir al lector, me sentiré pagado por el

fracaso de este relato.