Louis Lavelle - Acerca Del Tiempo Y La Eternidad (La Dialéctica Del Eterno Presente)

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Y ETERNIDAD La Dialéctica del Eterno Presente Traducido del francés por Laura Palma Villarreal

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Y LA ETERNIDAD La Dialéctica del Eterno Presente

Traducido del francés por Laura Palma Villarreal

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LA DIALÉCTICA DEL ETERNO PRESENTE

LOUIS LAVELLE

ACERCA DEL TIEMPO

YDE

LA ETERNIDAD

TRADUCIDO DEL FRANCÉS POR

LAuRA PALMA VILLARREAL

EDICIONES UNIVERSITARIAS DE VALPARAÍSO PONTIFICIA UNIVERSIDAD CATÓLICA DE VALPARAfSO

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©Laura Palma Villarreal, 2005

Inscripción No 146.750 ISBN 956-17-0366-1

Tirada de 200 ejemplares

Ediciones Universitarias de Valparaíso Pontificia Universidad Católica de Valparaíso

Calle 12 de Febrero 187 - Casilla 1415 Valparaíso - Chile

Fono (56-32) 273087 1 Fax (56-32) 273429 [email protected] 1 www.euv.cl

Jefe de Diseño: Guido Olivares S. Asistente de Diseño: Mauricio Guerra P.

Diseño de Portada y Diagramación: Gonzalo Hormazábal R. Traducción: Laura Palma Villarreal

Corrección de Pruebas: Osvaldo Oliva P.

Impresión Impresos Libra, Valparaíso

HECHO EN CHILE

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ÍNDICE

LIBRO PRIMERO

El Tiempo y la Participación

Capítulo l. DEDUCCIÓN DEL TIEMPO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Pág. 13 I . Situación de mi cuerpo en el mundo ..................................... ................. 14

II. La relación entre el acto absoluto y el acto de participación ................... 16 III. �IALTHMA THL TOY TIANTOL <I>YLEQL .......... ...................... 19 IV. La relación entre el ser y la nada .... . .. . . . .. . .......................... ...................... 2 1 V. Inicio de la existencia y paso de la nada al ser ................... ..................... 24

VI. El tiempo o la doble relación entre posibilidad y actualidad ...... ............. 27 VII . Libertad y posibilidad ....................... ...... ................................................ 31

VIII . Definición de lo posible, como una idea a la vez retrospectiva y

prospectiva ........................... ....................................................... .......... 33 IX. El tiempo y la relación entre actividad y pasividad ........................... 35

Capítulo 11. TIEMPO Y ESPACIO ...... ..................................................... 39 I . Oposición entre sentido interno y sentido externo .......................... 40

Il. Correspondencia del tiempo con el sentido interno y del espacio con el sentido externo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4 1

111. El tiempo que une y el espacio que separa ...... ....... .......... . ....... ....... . .. 43 IV. Tiempo y espacio, esquemas del análisis y de la síntesis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47 V. Vínculo entre movimiento y alteración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49

VI . Entrecruzamiento de espacio y tiempo, es decir de la materia y del espíritu ....................... . . .......... . ... ........ . . .... 51

VII . Pensamiento puro y perspectivas espacio-temporales ....................... 53 VIII . Visión y relatividad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55

IX. Manifestación y encarnación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58

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Capítulo 111. EL TIEMPO Y LA INDIVIDUACIÓN .................................... 6 1 I. El tiempo es el factor de individuación tanto del yo como del objeto ...... . . 6 1

II. Separarse del Todo, o darse un porvenir ................................................. 62 III. La libertad, condición inicial de la individuación ............................... . ... 65 IV. El tiempo, o el orden introducido entre los posibles por la libertad ............. 66

V. El individuo implica la libertad y la vida ................................. ............... 69 VI. Relación entre la individualidad del viviente

y la individualidad del objeto .............................................................. 72 VII. Escala de la individuación .................................................................... 76 VIII. El tiempo es el mediador entre materia y espíritu,

que escapan igualmente al tiempo y a la individuación ..................... 77 IX. El tiempo individual y el tiempo común . . ......................................... 78

LIBRO SEGU NDO

Carácter ideal del tiempo

Capítulo IV. SENTIDO DEL TIEMPO ................................................... 85 I. El sentido, característica propia del tiempo ....................................... 85

II. Análisis de la irreversivilidad ............................................................... 87 III. Deducción de la irreversibilidad a partir de la participación ............ 89 IV. La irreversibilidad física ....................................................................... 91 V. La irreversibilidad .acumulativa ........................................................... 93

VI. El sentido del tiempo, o la composición de la libertad y de la necesidad, en cuanto que ésta expresa la condición de un ser cuya esencia es hacerse a sí mismo . . ......................................... 94

VII. Sentido del tiempo, definido "en el orden de la existencia", en virtud de la conversión, no del pasado en porvenir, sino del porvenir en pasado ................................................................. 97

VIII. El sentido del tiempo y la constitución de mi propio ser ............... 100 IX. Significado temporal e intelectual de la palabra sentido ................. 103

Capítulo V. RELACIÓN ENTRE PRESENCIA Y A USENCIA ....... 107 I. Movimiento y flujo ............................................................................ 107

II. El flujo de la vida interior .................................................................. 109 III. El presente, línea divisoria del tiempo .............................................. 1 12 IV. El rechazo del presente ...................................................................... 114 V. Oposición de ausencia y presencia .................................................... 116

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VI. La ausencia, en cuanto envuelve pasado y porvenir indistintamente . . . . . . . . . . . . 118 VIL Pasado y porvenir, o la distinción entre las dos especies de ausencia . . . . . . . . . . 119

VIII. El tiempo, doble conversión de la presencia en ausencia y de la ausencia en presencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121

IX. El tiempo, definido no como un orden entre cosas diferentes, sino como la propiedad de toda cosa para tener alternativamente un porvenir, un presente y un pasado ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123

Capítulo VI. EL TIEMPO Y LA IDEACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127 l. Heterogeneidad de los momentos del tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127

11. El tiempo, definido como una relación y como origen de toda relación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 129

III . El tiempo, o el curso del espíritu . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ... . . . 132 IV. El tiempo, como intuición y como concepto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135 V. El tiempo en cuanto idea y en cuanto forma de todas las ideas .... . . 137

VI. Al igual que el tiempo, la idea siempre renace y siempre es inagotable . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 139

VII. El tiempo en que el espíritu, al actualizarse, actualiza la idea ......... 141

VIII. Tiempo y génesis: toda génesis es ideológica, al igual que la génesis del yo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143

IX. Génesis de los cuerpos y génesis de los movimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 145

LIBRO TERCERO

Fases del tiempo

Capítulo VII. PRESENTE E INSTANTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 149 l. Ambigüedad de la relación entre el presente y el tiempo . . . . . . . . . . . . . . . 149

11. Universalidad de la presencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 150 III. Presencia y actualidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153 IV. El tiempo, o la distinción y el vínculo entre los diversos

modos de presencia ........................... .................................................. 155 V. Conciencia de la presencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 158

VI. Distinción entre p resente e instante . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159 VII. El instante: todo pasa en él y él mismo no pasa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 162 VIII . "Mens momentanea" . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165

IX. El instante que nos libera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 166

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Capítulo VIII. EL PORVENIR .......................... . ........................ ................... 171 l. Componentes de la noción de porvenir ............ ......... ...... ..................... 171

II. El porvenir es lo primero en el orden de la existencia, al igual que el pasado lo es en el orden del conocimiento ............... 173

111. La posibilidad, en cuanto análisis del acto puro . ..... .. .... . . ................ 174 IV. Distinción entre posibilidad y potencia,

o entre libertad y espontaneidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177 V. El porvenir sólo puede ser pensado; sólo el pasado es conocido .... 179

VI. Probabilidad de las acciones naturales e improbabilidad del acto libre .... ..... ............ .. ............ . ... .... ................. 181

VII. Al borde, no de la nada, sino del ser imparticipado .................. ...... 183 VIII . Espera e impaciencia; deseo y esfuerzo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 186

IX. El porvenir y el futuro . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 188

Capítulo IX. EL PASADO .. ................... . ...................... ............................ 191 l. Componentes de la noción de pasado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191

11. La retrospección, creadora de la realidad del pasado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 192 111. El pesar y el arrepentimiento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 194 IV. El pasado, o la pérdida de la presencia sensible ................................ 197 V. El pasado en cuanto adhiere al presente ..... .... ............... .............. ..... 199

VI . El pasado, lugar del conocimiento . . ......... ......... .. . ... ......... ................. 201 VII . El pasado, objeto de la historia . . .............. ...... . .......... ........ ... . ............. 205 VIII . La memoria subjetiva ......................................................................... 208

IX. El pasado, definido como un presente espiritual . . .............. .......... ... 211

LIBRO CUARTO

Tiempo y Eternidad

Capítulo X. EL DEVEN IR ...... ... ... ..... . . . ... ..... .. . ... ... .. ...... .... . ............. ......... 217 l. El devenir, definido como efecto de la participación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217

II . El devenir: una perspectiva sobre el ser puro .. ... .. ..... .. ...... .. .. ........... 220 III . El acto de participación engendra el devenir,

sin comprometerse en él . ................. . .......... . ... .. . ................................ 221 IV. El devenir o la fenomenalidad ... .... . .............. ........ ........ .... ... ............. . 224 V. El devenir de los estados de la materia .. ... . .... . ... .... . . . ... . . .. . . .. .... .... .. ... . 226

VI. El devenir de los estados del yo . . . .. ...... ..... . ........ .... ......... . . .......... . .... . . 229

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VII. El devenir o lo perecible ........................................................................ 23 1 VIII. El orden del devenir, efecto de un antagonismo creado por el acto

libre entre la inercia de la materia y el impulso de la vida . . . . . . . . . . . . . . 233 IX. Acerca del precepto: "Llega a ser lo que eres, . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237

Capítulo XI. LA DU RACIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24 1 I . La duración, intermediaria entre tiempo y eternidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 241

II . Duración y continuidad de la vida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 243 III . La conservación y la creación están implicadas en la duración . . . . . . 246 IV. Realizar obras durables . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 248 V. La duración en cuanto valor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 1

VI. La duración, acto del espíritu vuelto hacia el pasado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 254 VII . La duración, acto del espíritu vuelto hacia e l porvenir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 256 VIII . Duración e identidad lógica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . . . . . . . . . . 258

IX. Duración y fidelidad moral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 260

Capítulo XII LA ETERNIDAD . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ... . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263 l. El tiempo, negación de la eternidad . ... .. ....... . .................. .... .... ...... .... 263

II . La experiencia de la eternidad implicada en la experiencia del tiempo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 264

III . La opción entre el tiempo y la eternidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 266 IV. Relación entre la eternidad y las diversas fases del tiempo . . . . . . . . . . . . . 268 V. Eternidad creadora, o tiempo que siempre renace . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 271

VI. La eternidad del "en, y la eternidad del "por, ..... .......... ..... ............. 273 VII . Devenir, duración y eternidad, tres grados de la libertad . . . . . . . . . . . . . . . 275 ·viii. Muerte y resurrección . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 279

IX. El tiempo y la eternidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 282

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LIBRO PRIMERO

EL TIEMPO Y LA PARTICIPACIÓN

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CAPÍTULO 1

DEDUCCIÓN DEL TIEMPO

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Es imposible deducir el tiempo como si dispusiéramos de un principio primero del que aquél pudiera ser derivado. Esta derivación supondría ya al tiempo, es decir, supondría una distinción de anterioridad y posterioridad (al menos lógica)! entre este primer principio y la consecuencia que de él quisiéramos sacar. Ahora bien, esta consecuencia es el tiempo; pero éste es inseparable del acto mismo de la de­ducción y sólo por un sofisma podríamos esperar hacerlo proceder de dicho acto.

Con todo, la deducción del tiempo sería posible todavía en otro sentido. En vez de antecederlos, podría haber un primer principio omnipresente a lo largo de todos los momentos del tiempo; [dicho primer principio] no existiría sino con el tiempo, el que sería como la condición de su operación; no se distinguiría del tiempo, aun­que éste último ya no habría de ser considerado en la diversidad de sus momentos, sino en el acto mismo que lo produce. La deducción de la que tratamos no sería ahora una deducción formal, en la que se ponga un principio hipotético (sugerido por la experiencia y que generalmente no es más que la esquematización de una experiencia acumulada) para demostrar cómo éste abarca las experiencias particula­res, sino una deducción real en la cual uno se instala en la eficacia del acto que genera tal efecto y no en el mero conocimiento de dicho efecto. Una deducción como ésta sería en propiedad una deducción creadora. Ahora bien, si hay una realidad del tiempo que se nos impone a pesar nuestro y que limita nuestra poten­cia, a la vez que la manifiesta, ¿cómo podríamos esperar deducirla de otro modo que no sea partiendo de aquella operación fundamental por la que nuestra propia existencia se constituye, formando parte de un todo que la supera, pero del que ella es partícipe? En efecto, esta operación es una experiencia constante, aunque tiene la característica de hacer surgir al tiempo como el medio en el que ella se realiza, medio sin el cual no podríamos ni adquirir en el todo una existencia independiente, ni seguir formando parte de él.

1 N. T.: Los paréntesis redondos pertenecen al texto de Louis Lavelle. Los paréntesis cuadrados, en cambio, son de la traducción y sólo tienen el propósito de ayudar a la comprensión de la frase explicitando algunos elementos tácitos.

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1 4 LOUIS LAVELLE

I

SITUACIÓN DE MI CUERPO EN EL MUNDO

Debemos, por lo tanto, comenzar por describir la experiencia de mi presencia en el mundo. Ante todo, ella adopta una forma sensible que le otorga un carácter en cierto sentido evidente y popular. Esta es la experiencia propiamente tal de la situa­ción de mi cuerpo en el mundo. Ahora bien, este cuerpo no puede formar parte del mundo sino con la condición de ser homogéneo con él de algún modo; como él, es extenso y ocupa un lugar determinado en el espacio, pudiendo cambiar y ocupar en derecho todos los lugares. Es de la misma materia que los demás cuerpos que con él están en el mundo y no deja de llevar a cabo con ellos incesantes intercambios.

No obstante, no solamente existe una rigurosa frontera entre el mundo y mi cuerpo, a través de la que se operan todos estos intercambios, sino que también mi cuerpo se distingue de todos los otros por esa propiedad de afectarme que él posee y que precisamente me permite decir que es mi cuerpo. A partir de ese momento, mi cuerpo -que recién no era más que un cuerpo en medio de los otros-logra respecto a ellos una especie de disparidad. Este cuerpo único y privilegiado ya no es un objeto como los otros, puesto que es testigo de una existencia invisible y oculta que me permite decir "yo" y de decirlo mío. No se trata por el momento de saber si una tal existencia es distinta de la de mi cuerpo o si no es sino una especie de reflejo interior que siempre lo acompaña, por cuanto sólo se diferencia de los demás cuerpos. Por­que un cuerpo del que puedo decir que es mío oponiéndolo a otros cuerpos que no lo son y que carecen de vínculos con algún yo o que están ligados a algún otro yo, al modo como mi cuerpo está ligado a mi propio yo, sería suficiente para introducir un corte en el mundo entre los objetos y yo mismo. Así, es ésta la experiencia que sin duda más me separa del mundo (o, como se dice, del objeto representado) y que me da la conciencia más penetrante e irrefutable, no sólo de mi cuerpo sino también de mí mismo. De ahí que esta especie de preeminencia del yo para el yo no podría ser negada, sino que está implicada -antes que ninguna comparación- en la mera posibi­lidad de decir yo. Tiene como efecto suyo, sin embargo, arrojar todos los objetos hacia un mundo que es exterior respecto al yo y al que únicamente puedo esforzarme por conocer. A esto se suma otra observación: mi cuerpo, respecto al que hemos mostrado que puede ocupar todos los lugares del espacio, no puede cambiar de lugar sin que con ello toda la faz del mundo quede alterada.

Todo está preparado, en consecuencia, para la distinción entre el objeto y el sujeto. Esta distinción se hace de inmediato tan natural, se halla hasta tal punto fortalecida -y ello no tanto por la reflexión, como por la natural oposición que establecemos entre un cuerpo que nos afecta y un mundo que no podemos menos que representárnoslo- que la especulación filosófica no ha hecho otra cosa que seguir en este punto la inclinación del sentido común. Pero el sentido común no ha olvidado, sin embargo, que esta distinción es en cierto sentido secundaria o que no

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ACERCA DEL T IEMPO Y DE LA ETERNIDAD 1 5

es posible sino si el cuerpo está al interior de ese mundo, al que se considera única­mente como exterior respecto a él. Por lo tanto, es preciso incluir al cuerpo mismo en ese mundo exterior y en oposición con el yo. Pero se incurre, entonces, en la doble falta de aplicar la relación de exterioridad -que no es válida sino en el espa­cio- al espacio entero en su relación con el yo, el cual no está precisamente en el espacio, porque éste es para mí un objeto de pensamiento; además, se considera en el propio cuerpo aquel carácter por el que me lo represento, lo cual efectivamente me permite hacer de él un objeto, y no ese carácter por el cual él me afecta, inhabilitándome para separarlo de la experiencia misma que poseo del yo.

Sin embargo, esta distinción entre sujeto y objeto, disociada de la experiencia del todo que la sostiene y en la que tiene lugar, ha introducido profundos malentendidos entre el pensamiento corriente y el filosófico, así como también entre los filósofos mismos. Porque el mundo representado es en derecho el mismo para todos. Mi cuerpo, en cuanto representado, es una realidad tanto para los de­más como para mí, en circunstancias que sólo yo puedo ser afectado por él. Si agregamos que mi cuerpo forma parte de ese mundo y que el carácter fundamental de la objetividad está en ser captada en una experiencia que ha de ser confirmada por todos y que, en cambio, la experiencia del cuerpo -al introducir la subjetividad del yo- acude a una experiencia individual y que no vale sino para mí, se compren­derá perfectamente el hecho siguiente: hay una concepción de la existencia -la de la sensatez popular y del empirismo- que considera a ésta como si residiera en el objeto, reduciendo la subjetividad a una pseudo existencia, parcial, frágil, evanescente, correspondiendo a la existencia del objeto y del cuerpo no sólo manifestarla, sino también sostenerla y explicarla. En efecto, el yo es por una parte una realidad secre­ta y escapa al alcance de los otros hombres y, hasta cierto punto, al de uno mismo, que no consigue ni fijarlo ni mostrarlo. Por otra parte, en cuanto se manifiesta de manera que puede entrar en la experiencia de los demás, se aniquila y se convierte en objeto. Es entonces natural que yo vacile al momento de atribuirle el ser; en ocasiones no veo en él sino una posibilidad que recibe la existencia al actualizarse y otras veces, como lo muestra el uso de la palabra epifenómeno, [no veo] sino una existencia secundaria y sobreañadida, siendo la verdadera la de la materia y la del cuerpo. El éxito de la palabra epifenómeno, a pesar de las críticas que se le han hecho, muestra suficientemente que constituye una perspectiva que no podemos descuidar y que, en ciertos momentos de la vida, es la de todos los hombres.

No obstante, esta perspectiva requiere otra, que es su contrapartida. Bien sabe­mos que el ser afectados no es sólo un modo particular por el que nuestro cuerpo se nos revela. Al evocar el poder que tenemos para llamarlo nuestro, dicha afección nos revela también el poder de afirmación y de atribución, al que precisamente llamamos el yo. Y este poder no halla en la afección otra cosa que no sea una condición limitativa, pues de por sí él es una actividad limitada e imperfecta. Sin en1bargo se hace presente al ejercerse. Es indisolublemente iniciativa y conciencia de sí: tan sólo donde estos dos caracteres se reúnen puedo decir yo. Todo objeto

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que no sea ese poder y que carezca de sentido si no es respecto a él, se limitará a la condición de no ser para tal poder otra cosa que un fenómeno o una apariencia. Pero este poder, en cuanto entra en juego, es un absoluto que no es apariencia ni fenómeno de nada. De ahí que nos dé una experiencia inmediata del ser; el objeto, en cambio, no puede ser definido sino como su representación. Es éste, sin duda alguna, el fundamento del idealismo y de todos los intentos destinados a dejar en claro la subordinación del objeto al sujeto, sin el que no podría ser hecho presente. Es sin embargo evidente que tal representación no puede ser el mero producto de la actividad del sujeto; hay en ella una mezcla de actividad y pasividad que nos impide considerar al sujeto como sujeto puro y como bastándose a sí mismo o que, en otras palabras, nos obligue a vincularlo a un cuerpo que lo afecte, en virtud de lo cual sea un dato para sí mismo que no hace otra cosa que participar de una activi­dad en la que se nutre y que incesantemente lo trasciende.

I I

RELACIÓN ENTRE EL ACTO ABSOLUTO Y EL ACTO DE PARTICIPACIÓN

No parece haber dificultad para admitir que, en cuanto cuerpos, nos definamos a nosotros mismos como una parte envuelta en un todo, el cual se extiende al infinito alrededor nuestro, constituyendo precisamente el objeto del conocimiento. Ahora bien, el que la conciencia sea infinita en potencia y finita en su operación nos obliga -en el mismo momento en que ella se afirma- a afirmar un acto que la sostiene y del que ella participa; esto [ocurre] del mismo modo como, para afirmar nuestro cuerpo, estamos obligados a afirmar la totalidad del espacio del que nues­tro cuerpo forma parte. No parece contradictorio afirmar un espacio semejante, más allá de los límites del cuerpo, ya que estamos habituados a distinguir entre la representación y la afección y al hecho de que una y otra pertenecen a la conciencia. En cambio, es particularmente más difícil captar en la conciencia el acto por el que ella se constituye, que el estado u objeto al que ella se aplica. Parece imposible pretender de algún otro modo que mediante una metáfora, que un acto como ése forme parte de un acto que lo abarca del mismo modo como el cuerpo forma parte del espacio. Porque el espacio es conocido precisamente a través de la representa­ción e incluso es su objeto privilegiado. No podemos conocer, en cambio, acto alguno de otra manera que por su ejercicio. De esta manera, si un acto no es realiza­do por nosotros, es como si para nosotros no existiera.

Con todo, un acto llevado a cabo por nosotros no está solamente limitado desde fuera por esa especie de pasividad ligada a un objeto o fenómeno; también lo está desde dentro, donde siempre supone cierta posibilidad que él actualiza. No actuali­zamos, empero, toda la posibilidad que hay en nosotros y ésta no constituye la tota-

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lidad de la posibilidad. La consideramos, es cierto, como un puro objeto de pensa­miento y, mientras no sea actualizada, se nos presentará como ajena a la existencia. No es más que una virtualidad a la que pareciera que hay que conferirle la realidad. Sin embargo, en esto ocurre como con el mundo externo, del que también pensa­mos -cuando lo reducimos a la representación- que es producto de la conciencia y, por ende, también inferior a ella en la escala de la existencia. Por lo tanto, así como esta representación no puede ser creada por la conciencia en todas sus articulacio­nes y así como le impone ciertas determinaciones de las que la conciencia sólo puede tomar posesión (cosa que explica la situación en la que está instalado el empirismo), así también podemos decir que la posibilidad puede muy bien ser pen­sada por la conciencia como su objeto propio (siendo en tal caso meramente ideal) . Pero la misma facultad que poseemos para actualizarla e imaginarla, y que nos pare­ce específicamente nuestra, es sin embargo una facultad que hemos recibido y que nos sujeta a condiciones que obligatoriamente hemos de padecer. Es así que, de la misma manera como nuestro cuerpo forma parte del mundo y no podría darse sin él, aunque este mundo no sea para nosotros sino una representación, así también la actividad que ejercemos procede de una eficacia pura -en la que se alimenta y de la que es partícipe- aunque respecto a ella dicha eficacia no pueda aparecer sino bajo la forma de una posibilidad. Y puede decirse que la conciencia no diferencia todos los aspectos de tal posibilidad así como tampoco mi cuerpo llega a todos los lugares del espacio, aunque no haya en derecho modo alguno de aquella posibilidad que algún día no pueda ser actualizado [por la conciencia] , como tampoco existe ningún lugar del espacio que en derecho no pueda ser ocupado por mi cuerpo.

Poseo, empero, una experiencia de esa posibilidad que me supera, al igual que poseo la experiencia del espacio que me rodea, aunque tal posibilidad se conserve indeterminada para mí hasta el momento en que me apodere de ella por el pensa­miento, al igual que [ocurre con] el espacio, hasta que yo discierna en él algún obje­to. Una posibilidad semejante, en cuanto se determina, corresponde a la represen­tación. Es a la acción lo que la representación es para el objeto. Y así como me pregunto si la representación me autoriza para afirmar la existencia de los objetos representados (porque existen ilusiones de la representación) , puedo también pre­guntarme si hay posibilidades que sean portadoras en sí de esa eficacia por la que puedan ser actualizadas (puesto que hay posibilidades quiméricas) . Sin embargo, al igual que -bajo el nombre de representación- aquello que intento alcanzar no es una imagen subjetiva, sino un objeto que a mí y a los demás puede imponernos ciertas determinaciones inseparables de lo real, lo que busco bajo la denominación de posibilidad es también cierta eficacia que pueda ser puesta en acción, sea por mí, sea por otros, y que no se desvanezca. Y de la misma manera como las representa­ciones particulares no surgen sino por el análisis del todo del universo y en la relación que cada uno de sus aspectos puede mantener con mi conciencia, así tam­bién estas posibilidades particulares son efecto del análisis de una eficacia total, considerada en sus relaciones con mi actividad propia o con la actividad de algún otro. Además, puesto que la representación que poseo de mi cuerpo es inseparable

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de la totalidad del mundo, [así también] la menor operación que pueda yo realizar es inseparable de ese todo operativo (o, si se quiere, de ese todo operante que se opone al mundo como al todo operado) , sin el cual yo no podría mover mi dedo meñique. Sin embargo, como en esta potencia para moverme hay además una co­nexión entre mi propia iniciativa interior y el mundo de los fenómenos (conexión que, sin duda, constituye la marca de mi finitud) , es importante mostrar que la conciencia que tomo en mí de esa iniciativa es la que para mí constituye la experien­cia de una actividad pura, experiencia que no ceso de limitar para tornarla mía, cuya limitación experimento por la pasividad que no deja de corresponderle.

Cuando se ha visto que las posibilidades constituyen una fragmentación de la eficacia total, considerada ésta en su relación con la operación misma por la que la asumo en el acto que me constituye (así como la representación es una fragmenta­ción del todo del universo, considerado éste en su relación con un cuerpo que me afecta y al que puedo llamar mío), fácilmente podrá decirse que, así como mi cuer­po forma parte del mundo, la operación que me hace ser no es sino una participa­ción de esa operación creadora que es el común origen de sí misma y de todo lo que puede ser. Y así como la unidad del mundo real es el lugar de todas las repre­sentaciones que pueda yo tener de él y que ninguna experiencia (en particular la de mi cuerpo) puede separársele, del mismo modo todos los posibles suponen un acto uno e idéntico, cuya presencia es inseparable de la distinción y del surgir de cada uno de ellos, especialmente de esa posibilidad privilegiada que, actualizándose, me permite decir "yo" .

La experiencia de la inserción del cuerpo en el mundo tiene como contraparti­da, entonces, una inserción de la actividad del yo en el todo de una actividad en la que éste encuentra, en cuanto dispone de ella, la conciencia que posee de sí mismo. Como fenómeno o como cuerpo, formo parte del mundo; en cambio, en tanto que "yo", no existo sino en el acto por el que me creo a mí mismo y soy partícipe de una potencia creadora a la que limito y que carece de límites en sí misma. Con todo, la primera de estas relaciones es una imagen de la otra: posee un valor de hecho y puramente empírico; la segunda, en cambio, tiene un valor de derecho y propia­mente ontológico. Sin embargo, la primera es un efecto de la segunda y encuentra en ella su razón [de ser] , pues el acto que yo llevo a cabo me introduce en la existen­cia y no en la fenomenalidad. La actividad en la que dicho acto se nutre, actividad que lo sobrepasa y de la que él se apodera, es de por sí una actividad absoluta, fuera de la cual nada hay. Así es, entonces , la experiencia original que de mí poseo, la que me arraiga en el absoluto y cuyo desarrollo es la metafísica. Ésta no tiene nada más que hacer sino describir sus condiciones, mostrar cómo la doble distinción -en primer lugar entre el acto del que soy partícipe y el acto de participación y, luego, entre este mismo acto y el dato que a él corresponde, es decir, el fenómeno- no puede ser realizada sino por la mediación del tiempo.

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III

�IALTHMA THL TOY llANTO¿ <I>YLHÜL

(EL INTERVALO DEL UNIVERSO ENTERO)

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El tiempo, por l o tanto, define la separación entre la totalidad del ser y el ser particular. Para caracterizarlo, podemos retomar la expresión del pitagórico Arquitas de Tarento, quien de él decía que era el intervalo de la naturaleza entera: �IAITHMA TH:L TOY ITANTO:L <I>Y:LHO:L. Es verdad que no sabemos exactamente aque­llo que Arquitas entiende por �IA:LTHMA y es posible que dicho intervalo fuese para él el movimiento circular de la esfera celeste. No obstante, al dar al término intervalo el sentido de separación, podemos decir del tiempo que es él precisamen­te quien marca la distancia entre el ser absoluto y aquel ser que de él participa. El tiempo separa al uno del otro y les permite estar en comunicación entre sí. En general, se opone el flujo de las existencias temporales al acto omnipresente que no cesa de sostenerlas; Platón prefiere decir que el tiempo no es sino una imagen móvil de la eternidad. Estos dos mundos, sin embargo, no pueden ser separados. Incluso deben estar unidos del modo más estrecho, dado que el uno saca del otro el poder por el que se da a sí mismo el ser; [y esto ocurre] sin que [el primero] llegue a igualar a aquel ser del que él se nutre y cuya esencia total en vano espera poder desplegar o llegar a abarcar, si aquel progreso en el que se encuentra comprometido es proseguido al máximo. Es así como el tiempo es el que separa al ser particular del todo del ser, aunque lo hace por aquello que falta al primero y que, por así decirlo, éste se obliga a adquirir. La infinitud del tiempo está destinada a permitir que cada ser particular defina los límites que, en cuanto ser dado, lo encierran en su interior; sin embargo, la aspiración del pensamiento y del querer en tal ser siempre procura­rá sobrepasar dichos límites, como para mostrar su virtual consubstancialidad con el Acto sin pasividad en el cual no dej a de nutrirse.

Si la experiencia que de nosotros mismos tenemos -esto es la experiencia que comprende en sí a todas las otras y de la que todas las otras dependen- es la de nuestra finitud, inseparable de una infinitud sin la que no podría darse y a la que determina, podrá decirse entonces que el tiempo es el intervalo que separa tal finitud de aquella infinitud y el que a ambas une. Las separa, porque sé muy bien que entrar en el tiempo es comenzar una carrera independiente. Las une·, porque dicha carrera se prosigue al interior del ser total, sin que por ello le sea adecuada.

No dejo de profundizar este intervalo entre el ser y yo para poder ser; tampoco dejo de superarlo para ser. Es propio del yo poner en cuestión el todo del ser a fin de poder inscribir en él un ser que es el mío. El tiempo es la condición para un proceso como ése; y el tiempo de los fenómenos, por su parte, no puede ser separado de él porque es efecto suyo.

Con esto se comprende bien ese doble sentimiento de deficiencia y de esperan­za (o de ambición) , inseparable de la experiencia misma que poseemos de nuestra

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vida en el tiempo. Caída y ascenso son las dos nociones entre las cuales se reparten las dos concepciones que nos forjamos del orden del tiempo; una y otra expresan dos características inseparables de la noción de tiempo, ya que no se puede penetrar en éste si no es por el sentimiento, de pronto revelado a nosotros, de una insufi­ciencia, pero que de inmediato procuramos superar.

En lo que a la Naturaleza se refiere, no conocemos sino las sucesivas fases de su desarrollo, las que siempre están en relación con el tiempo en el que nuestra vida transcurre. Pero si ella tiene un solo sentido, si constituye un todo indivisible cuyas partes proceden de un mismo acto creador, el que se realiza en un presente intemporal, entonces llenará sin solución de continuidad la totalidad del tiempo, es decir, [llenará] ese intervalo infinito entre el acto puro y el acto de participa­ción, del cual ser particular alguno ocupará alguna vez más de un pequeño espa­cio. Sin embargo, si este pequeño espacio llegara a ser llenado, el tiempo desapare­cería ante sus ojos. Pero las vidas más plenas tienen muchos minutos vacíos y ellos son los que nos dan la más viva conciencia del tiempo, reduciéndolo a la noción de intervalo puro.

El tiempo, empero, no expresa solamente el intervalo que separa a la parte del Todo, o al acto absoluto del acto de participación; traduce también el intervalo que separa unos de otros los términos particulares, un cuerpo de otro cuerpo, así como también mi conciencia de aquello que se le escapa o de lo que ella busca. De esta manera, podemos verificar esa concepción del tiempo en todas las caracterís­ticas con las que éste señala nuestra experiencia de la vida. Y, ante todo, en lo que atañe a nuestra experiencia del mundo físico, el tiempo es inseparable del espacio por el que nuestro cuerpo se distingue de los demás cuerpos. Ahora bien, el espa­cio es precisamente la distancia que los separa; dicho de un modo más abstracto, el espacio separa entre sí todos los lugares que, sin embargo, forman parte de un mismo espacio y que, en consecuencia, pertenecen al mismo mundo. Pero si nues­tro cuerpo -que ocupa un lugar determinado- puede en derecho ocupar todos los lugares, querrá decir que la distancia espacial que separa a éstos es solamente signo de la distancia temporal que hay que atravesar para ir del uno al otro. Y esto es de suerte que, bajo la apariencia del espacio, una vez más es el tiempo el que traza un intervalo entre las cosas, permitiéndonos franquearlo.

U na noción del tiempo como ésta se nos presentará bajo una forma aún más cautivante si lo consideramos, no ya bajo su aspecto físico, sino bajo su aspecto propiamente psicológico. Porque aquí ya no se trata de que él dé un significado a la distancia de los lugares que el espacio se contentaba con desplegar ante la mirada y de asegurar sobre él su preeminencia, reduciéndola a una distancia que puede ser recorrida, es decir, [que puede] hasta cierto punto ser derrotada. [Esta noción del tiempo] nos entrega, en cambio, su verdadera esencia al darle un significado a todos los procesos de nuestra vida. Propio del tiempo es arrancarnos incesantemente de todos los acontecimientos que hayamos vivido, de suerte que estamos constreñidos a perder todo lo que hemos tenido; el pasado es siempre como un intervalo más o

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menos grande entre este mismo ser que hemos sido y el que hemos llegado a ser. El pensamiento de este intervalo hace nacer en nosotros el sentimiento del tiempo. Dicho pensamiento es inseparable de aquella facultad que nos posibilita recuperar el pasado, no ya bajo la forma como éste se produjo otrora, sino bajo una forma totalmente nueva: la del recuerdo. Desde ya hay que destacar que en un presente siempre mutable que no dejara en nosotros ningún recuerdo, no tendríamos en absoluto conciencia de tal intervalo, es decir, de tal cambio en sí mismo ni del tiempo que fue necesario para producirlo.

De la misma manera, el porvenir se halla separado de nosotros por un nuevo intervalo que se nos descubre por el deseo, siendo propio de la vida precisamente franquearlo. Sin embargo, en la medida en que se lo franquea y que el porvenir se hace presente, queda abolida la conciencia del tiempo. Esto muestra con claridad suficiente que el tiempo nace de una falta de coincidencia del yo con el presente del objeto, es decir, con un aspecto del ser del que se encuentra ahora separado, aunque tal coincidencia se haya producido en otra ocasión o pueda algún día producirse. Allí mismo donde esta coincidencia se realiza, esto es, allí donde la percepción tiene lugar, ya no hay tiempo. Tampoco lo hay cuando la percepción deja de ser un punto de referencia y -habiendo el recuerdo y el deseo roto toda relación con la percep­ción- el deseo puede ser colmado por el recuerdo. Estas observaciones bastan para dejar en claro que el tiempo siempre implica una correlación con el mundo del objeto, es decir, del espacio y que, en cuanto la conciencia se absorbe en él o en cuanto deja de referírsele, el tiempo queda abolido2•

IV

LA RELACIÚN ENTRE EL SER Y LA NADA

Si el tiempo debe ser considerado como el intervalo necesario para que tenga realidad la participación, ello se debe a que tal intervalo permite que el ser particular introduzca en el mundo su propia posibilidad y la actualice. Ahora se trata, por lo tanto, de analizar esta actualización de la posibilidad, de la que puede decirse que nos descubre la esencia misma del tiempo. Con todo, es necesario mostrar previa-

2 Si el intervalo espacial por el que los cuerpos se distinguen entre sí no es tal sino por el tiempo que se precisa para recorrerlo -el cual, al abolir a aquél, permite que cada cuerpo ocupe idealmente todos los lugares-, el movimiento en último término tiende a una suerte de ubicuidad material. Por otra parte, dado que el porvenir no se realiza sino para tornarse en pasado, ese intervalo que me separa del objeto del deseo y que la acción procurará franquear y aquél otro que me separa de un acontecimiento pasado, al que la pena torna sensible para mí, tienden a coincidir. El recuerdo nos muestra cómo el tiempo mismo llega a consumirse en una especie de omnipresencia espiritual.

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mente que dicha actualización es la que se oculta tras la oposición entre el ser y la nada -oposición que se halla en el corazón de toda reflexión metafísica- y la que, si así puede decirse, llevará al límite la experiencia que del tiempo tenemos. Porque si el problema fundamental de la existencia es el de la relación entre el ser y la nada: "¿Por qué hay algo y no mds bien nada? ¿Por qué yo, en cuanto ser finito, he sido sacado de la nada y debo un día retornar a ella?': fácilmente se comprenderá que tal relación entre el ser y la nada supone el tiempo y no puede ser propuesta ni definida sino por él. Por cierto, podría decirse que constituir algo en problema o poner ese algo en cuestión significa suponer que este algo no es, para luego verlo producirse. No sucede de otro modo con lo que al ser atañe, ya que establecer el problema del ser es como suponerlo abolido, o como convertir ese no ser en nada y preguntarse por qué, en esa disyuntiva del ser o de la nada, es el ser el que resultó escogido. Esta alternativa no tiene sentido, sin embargo, sino para nuestra reflexión. La elección que ella procura justificar mediante razones es una elección puramente ficticia ya que, para que la nada pudiera ser elegida, hay que suponer un ser que la escoge y que, en virtud de la idea que de ella tiene, la excluye.

En revancha, la oposición del ser y de la nada no puede ser pensada con inde­pendencia del tiempo porque, ante todo, es preciso que el ser sea pensado como la nada abolida o que la nada lo sea como el ser abolido. Esto siempre implica una sustitución de uno de los dos términos, al que uno no puede imaginárselo indepen­dientemente del tiempo. De ahí que confrontar al ser con la nada siempre significa­rá suponer que el ser tuvo un primer comienzo. Ahora bien, esa idea de comienzo carece de sentido si no es respecto al tiempo. La nada, entonces, es un tiempo vacío que antecede al advenimiento del ser o que sucede a su desaparición. Pero ese tiempo vacío se refiere todavía a un ser de pensamiento, es decir, a un ser posible que, en cuanto posible, participa ya del ser e invoca el tiempo para actualizarse. O, también, si se acepta reconocer que no existe tiempo vacío y que pueda ser disocia­do de todas las formas del ser real o posible, habría que decir que la nada es aquello que hay antes del tiempo o después del tiempo, proposición que evidentemente carece de sentido puesto que no puede haber antes y después sino por la misma mediación del tiempo.

Pero si es imposible identificar a la nada, ya sea con el tiempo vacío, ya sea con aquello que precede al tiempo o con lo que lo sigue, al menos puede uno preguntarse si no es el tiempo el que constituye la relación o, como se decía antes, lo "mixto" del ser y de la nada. Porque, en efecto, es propio del tiempo implicar siempre un presente que participa del ser, pero que es siempre un presente nuevo, de suerte que en cada instante pareciera surgir de la nada y a ella retornar. Ahora bien, es esta posibilidad del presente de entrar en el ser y de salir de él por la doble puerta del porvenir y del pasado lo que constituye la esencia del tiempo. Con todo, esta nada -de la que el tiempo pareciera darnos una experiencia- no es la nada absoluta que oponemos al ser con demasiada complacencia cuando pensamos ya sea que el ser emana de ella por una suerte de escándalo, ya sea que, por una especie de amarga venganza, algún

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día el ser será tragado por ella. Porque el tiempo no nace de una relación entre el ser y la nada, sino que solamente traduce una relación entre las diversas formas del ser, cada una de las cuales evoca la idea de nada a partir del momento en que es consi­derada como capaz de bastarse a sí misma. Pero, si ello es imposible, es porque nunca hay paso de la nada al ser, ni del ser a la nada, sino únicamente de un modo del ser a otro modo del ser.

¿Podrá decirse que todo modo particular del ser se halla de por sí constreñido a tener un comienzo y un fin, de suerte que aquello que lo antecede y lo que lo sigue es para él como si no fuese nada, concediendo que la extrapolación por la que conside­ramos al ser entero como capaz de comenzar y terminar es en sí ilegítima? Y bien, dos argumentos nos impiden dar un sentido aun a esa nada relativa que sería todavía ser, aunque en cuanto otro que ese modo particular que se tiene en consideración. Porque, en primer lugar, así como no existe un cuerpo -cualquiera que sea la peque­ñez del espacio que él ocupe- que no esté vinculado con todos los otros cuerpos del espacio, cuya presencia es necesaria para sostenerlo, tampoco hay ser particular -por corta que sea su duración, dados los acontecimientos de los que él depende y aqué­llos a los que él determina- que no ponga en juego la totalidad misma del tiempo. Y, más aún, porque si consideramos cada forma de existencia dentro de sus límites y, en el caso privilegiado de un ser vivo, entre los dos límites del nacimiento y de la muerte, el tiempo que la precede y el que la sigue no puede -incluso en este caso- ser consi­derado como una pura nada. Porque es el tiempo completo el que cada uno de nosotros define mediante la idea de su propio porvenir y de su propio pasado. Ahora bien, ese pasado y ese porvenir sólo tienen sentido para nosotros; son inse­parables de nuestro presente y expresan tan sólo aspectos de nuestra existencia, los que se transforman uno en el otro y que debemos sucesivamente atravesar. Nuestro porvenir fue nuestra posibilidad cuando ésta aún no había sido realizada, en virtud de una especie de conjunción de acontecimientos y de nuestros actos libres. Nues­tro pasado son nuestras adquisiciones después que estos acontecimientos y estos actos tuvieron lugar; de ahí en adelante, ya no podrán ser borrados, de manera que no sólo dejan una huella indeleble en el universo temporal, sino que también cons­tituyen esa verdad de ahí en adelante realizada que es la verdad de nosotros mismos. No hay ser particular que no esté ya en el todo del ser bajo la forma de un posible antes de llegar a ser actual. No hay ser particular que, después de haber sido, pueda ser expulsado del todo del ser al que todavía adhiere como el pasado al presente. Además, no existe ser particular que pueda tomar lugar en el todo del ser de alguna otra manera que no sea el cumplimiento de un ciclo; éste ha de obligarlo a atravesar sucesivamente las tres fases del tiempo y a convertir en el presente su existencia posible en una existencia acabada.

No hay experiencia de la nada; la oposición de la nada y del ser es una ilegítima aplicación al todo del ser de aquella condición propia de la existencia de todo ser finito: el tiempo. Este implica -en una misma existencia- el paso no sólo de una existencia a otra, sino desde uno de sus dos modos al otro.

Pero esta observación nos conduce mucho más lejos; para pensar el tiempo,

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nuestro pensamiento temporal deberá ser considerado en sí mismo como indepen­diente del tiempo. Y aquello que transcurre en el tiempo no es nuestro pensamien­to, al que siempre encontramos presente y disponible cuando se aplica a un nuevo término; [lo que transcurre en el tiempo] es el contenido del pensamiento, son sus determinaciones, los estados por los que él es limitado y que en él no cesan de sucederse, es decir, no cesan de nacer y de morir. El pensamiento no es de por sí sino el testigo de tal nacimiento y de tal muerte. Es fácil suponer la aparición y, luego, la desaparición del individuo o del mundo, lo que no significa establecer la nada de este lado o en el más allá. Hay por lo menos un pensamiento que la estable­ce, destruyendo -si se quiere- todas las formas de existencia que él mismo estable­ció; se afirma a sí mismo al hacerlo por una especie de reintegración de todas las deter­minaciones particulares en la potencia de producirlas. [Así] , es digno de ser destacado el hecho de que no se llegue a afirmar la nada sino por el acto contradictorio de un pensamiento: éste, en ese mismo acto, afirma su ser propio y -diciendo que Dios sacó al mundo de la nada o que podría aniquilarlo- no tiene en vista sino la nada de los fenómenos; deja de este modo subsistir en su pureza el ser de Dios, de quien se supone únicamente que -al dejar de crear- tan sólo deja de manifestarse.

V

INICIO DE LA EXISTENCIA Y PASO DE LA NADA AL SER

El inicio de la existencia no se halla para cada uno de nosotros, como se cree, en el paso de la nada al ser. Más bien se dan ciertas condiciones en el curso mismo del tiempo, las que permiten que nuestra existencia se constituya, es decir, que una posibilidad pura, constitutiva de nuestra esencia intemporal, se encarne en el tiem­po. En lo que concierne a esta reunión de condiciones que determinarán nuestra situación en el mundo y producirán nuestro nacimiento, no hay dificultad alguna: ellas carecen de realidad en el tiempo, son efecto de una sucesión temporal de acontecimientos, no constituyen un comienzo sino por la síntesis original que con­forman y que será la base de nuestra existencia individual. Toda situación dada en el tiempo es un efecto de lo que la ha precedido y, sin embargo, un primer comienzo por su carácter novedoso y por las consecuencias que produce.

¿Podremos decir, por lo menos, que nuestra conciencia y nuestra libertad emergen de pronto de la nada para introducirse en la existencia, como ocurriría si nuestra alma fuese creada por Dios cuando las condiciones corporales que la sostienen tuvieran ya realidad, o si de tales condiciones ella surgiese de pronto, al modo de un milagroso relámpago? Pero, ¿qué hemos de entender por esa interioridad que nos permite decir "yo" , a la que con frecuencia confundimos con una esencia ya fija y de la que difícilmente comprenderíamos por qué vendría luego a degradarse encar­nándose? ¿No la estaremos pensando como una posibilidad que ha de actualizarse

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en virtud de su relación con un cuerpo determinado y por el uso que de él hace? Pues bien, dicha posibilidad en cuanto tal pertenece al ser y no a la nada; es insepa­rable de las demás posibilidades en ese acto eterno, donde hasta ahora no ha sido aislada por ningún análisis. Pero esa posibilidad tampoco ha sido asumida en alguna forma hasta ahora por mí; para que lo sea, se precisa que las condiciones que la individualizan hayan aparecido ya en el mundo. Pareciera que es en ese preciso momento cuando ella comienza a existir, en circunstancias que un momento como ése solamente define su punto de encuentro con las circunstancias que le permiten encarnarse.

Ahora bien, cuando consideramos estas circunstancias como si formaran un orden autosuficiente, es posible dar cuenta de su aparición en virtud de las leyes de la ciencia; estas leyes explican bien el orden de los fenómenos, aunque no pueden explicar por qué hay fenómenos. Ocurre que los fenómenos sólo tienen sentido para las conciencias particulares, a las que proporcionan conjuntamente la repre­sentación de un mundo que va más allá de ellas, así como también el medio para manifestarse, es decir, para entrar en relación con todas las demás conciencias. Se comprenderá entonces cómo el mundo de los fenómenos, considerado en su diver­sidad y en su historia, traduce bajo una forma aparente todos los posibles modos de separación y de comunicación entre las diversas conciencias, puesto que éstas su­ponen a la vez instrumentos que utilizan y efectos mediante los que se expresan. La razón de ser última del orden fenomenal se halla, en consecuencia, en las relaciones ideales entre las diversas conciencias. En sí mismas, éstas no son más que posibili­dades puras inscritas de una manera indivisible en el todo del Ser; se actualizan bajo una forma independiente, tan pronto como ciertas situaciones adquieren realidad. Estas situaciones se hallan en una relación tan estrecha con estas posibilidades, que no podría decirse si son ellas las que ponen en acción a éstas, o si éstas son las que las llaman. Estas dos fórmulas, por lo demás, están lejos de excluirse entre sí; inclu­so ambas son verdaderas, según se considere estas posibilidades en su primado intemporal, en cuanto piden manifestarse por separado para expresar -en todos los puntos de su inmensidad- la generosidad sin medida del acto del que participan, o según [se considere] que la historia del mundo, en un instante determinado, no permite sino la realización de una posibilidad particular que excluye todas las de­más, aunque permaneciendo en correlación con ellas.

No obstante, si hubiese una necesaria relación entre una situación dada y la posibilidad que en ella se inserta, sería imposible operar una distinción real entre esa situación y esa posibilidad: la verdad estaría en el determinismo. En realidad, sin embargo, no hay allí posibilidades sino si ninguna de entre ellas se realiza de manera necesaria, esto es, a menos que haya una pluralidad de posibilidades entre las cuales corresponderá a la libertad precisamente escoger. De hecho, no es pro­pio de la libertad ser una posibilidad, sino un principio que -en relación y en opo­sición con el ser en tanto que dado- evoca o crea una pluralidad de posibilidades y que no cesa de escoger entre ellas la que deberá ser realizada. Ahora bien, en dere-

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cho y en abstracto, todas las libertades son iguales; no son precisamente libertades, sin embargo, a menos que haya en ellas una indeterminación capaz de determinar­se, lo cual no le sería posible hacer a menos de adentrarse en una situación de la que puede hacer diferentes usos. Esto significa que esa situación es de una naturaleza tal, que la libertad podría tanto abusar de ella como elevarla; además, la libertad siempre podría encontrar allí algo en qué ejercitarse o realizarse, gracias a una op­ción que permanentemente hace entre las diversas respuestas que podría darle. Aun si admitimos que en teoría no hay más que una sola respuesta que convenga absolutamente a tal situación -cosa que se aprecia en las acciones más puras que nos es posible llevar a cabo, las del sabio, del héroe o del santo- también es verdad no solamente decir que hay acciones que puedan frustrarse, sino incluso que ningu­na podría incluir el éxito si no fuera porque la acción también incluía el fracaso, así como también que el encuentro de una libertad y de una situación abre ante noso­tros una pluralidad de caminos, cada uno de los cuales puede ser modificado a cada instante y sin que jamás podamos abolir el trazado del recorrido ya hecho.

De ahí que podamos decir -si consideramos nuestra vida corpórea- que ella no posee de por sí un comienzo si atendemos a todas las condiciones de las que de­pende, aunque podamos hacerla comenzar en la concepción, donde se reúnen las condiciones que nos individualizan. Por el contrario, en lo que a nuestra vida espi­ritual atañe -esa vida que nos permite decir yo y que se traduce por un acto que asumimos y cuya responsabilidad reposa sólo sobre nosotros- un tal acto es eterno en cuanto que es una participación del espíritu puro siempre disponible; sin embar­go, la conjunción de lo eterno y de lo temporal no se producirá sino cuando en el tiempo se encuentren realizadas todas las condiciones que permitan a la acción libre ubicarse en él. Podemos concebir fácilmente que estas condiciones no se rea­licen sino progresivamente y que en ciertas circunstancias puedan ocultarse. Lo que ocurre es que cuando hablamos de la participación no entendemos tanto una parti­cipación de la libertad en el espíritu puro como una participación del yo viviente en la libertad. Ahora bien, esta participación es desigual y no es difícil comprender que en cada acción concreta haya siempre una especie de compromiso entre naturaleza y libertad. Con frecuencia este compromiso supone desgarramiento y lucha. Pero a pesar de ello, es propio de la libertad que -en vez de buscar su origen en lo que la antecede- por el contrario rompa la cadena de los fenómenos. La libertad es la negación del determinismo. E incluso en el empleo que de él hace, siempre se mantiene como el primer comienzo de sí misma.

Es imposible, por lo tanto, considerar el tiempo y la vida del yo en el tiempo como si expresaran algún vínculo entre el ser y la nada. El tiempo y la vida del yo en el tiempo constituyen la manifestación de una relación entre lo finito y lo infinito, a los que el tiempo no deja de poner en comunicación . Podemos decir que antes que las condiciones individuales de nuestra vida se hayan realizado en el tiempo, nues­tro yo nada es, de suerte que parece que lo que es el yo saliera de lo que él no es, como si no naciese de nada o como si su origen debiese ser remitido inmediata-

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mente al acto creador. Con todo, nuestro cuerpo individual es de por sí una síntesis de todas las condiciones que lo precedieron y, en cuanto tal, necesita de todo aque­llo que ha sido para sostenerlo. Decir que no tiene comienzo, entonces, es decir únicamente que está arraigado en el todo que él contribuye a formar y en modo alguno en la nada a la que de golpe vendría a interrumpir. Pero si consideramos ahora en el yo ese acto de conciencia y de libertad que está obligado a recomenzar sietnpre, que siempre le es propuesto al yo sin que éste logre siempre igualársele, no cabe duda que es este acto el que se asemeja a una creación ex nihilo; pero, a su vez, él no es nada más que la irrupción en el tiempo de una posibilidad siempre presente al interior del acto puro, la que sin embargo no podía actualizarse antes que la serie de acontecimientos en el tiempo le ofreciese una apertura en la que pudiera inser­tarse. Es precisamente en este quiebre que separa pasado de porvenir donde se constituye el punto de unión entre ciertas determinaciones que a toda existencia finita se le imponen y el encaminamiento original por el que la libertad, en vez de contentarse con padecerlas, no cesa de sobrepasarlas y de añadirles algo. Vemos entonces como la teoría de la participación no permite definir el tiempo mediante la relación entre el ser y la nada, sino únicamente por el encuentro de dos relacio­nes diferentes al interior del yo: la de la situación en que me encuentro respecto a la totalidad del mundo, y la de la libertad que ejerzo respecto al acto omnipresente en el que ella se nutre incesantemente. El todo que no soy y que no puede ser un "no ser" sino respecto al ser que yo soy es, por lo tanto, quien deviene la nada de la que mi ser pareciera surgir; dicho todo, en cambio, es el mismo ser al que el yo determi­na, el que lo sostiene y el que aniquilaría inmediatamente al yo si llegase él mismo a autoaniquilarse.

Vemos así cómo la relación entre el ser y la nada, por la que parecía que el tiempo debía ser definido, tendría que ser trocada por otra que es importante que estudiemos ahora más de cerca: la relación entre la posibilidad y la realidad.

VI

EL TIEMPO, O LA DOBLE RELACIÓN ENTRE POSIBILIDAD Y ACTUALIDAD

Aunque el tiempo haya podido ser definido como un mixto de ser y de nada, e incluso como un doble paso de la nada al ser y del ser a la nada, no hemos descu­bierto en él otra cosa, sin embargo, sino el paso de una a otra forma de existencia. Y esto es de manera tal, que aquella forma que todavía no ha entrado en el ser no puede ser concebida más que como una posibilidad, indeterminada por lo menos, a la que no le falta sino actualizarse en las cosas; y aquélla que ha cesado de ser, todavía persiste, aunque como una posibilidad determinada, a la cual la memoria puede darle una actualidad espiritual. En esto se funda una tendencia a considerar

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lo posible como una suerte de intermediario entre el ser y la nada, el que explicaría el paso del uno a la otra. El ser y la nada serían, entonces, dos límites en los que, en cierto sentido, sería imposible establecerse; entre ambos, lo posible proporcionaría por así decirlo un paso eternamente variable. Con todo, no puede existir término medio entre el ser y la nada: el uno es objeto de afirmación absoluta y la otra, de negación absoluta. Es erróneo decir que toda afirmación particular de lo menos constituye la negación de todas las demás; por el contrario, las requiere en vez de excluirlas, ya que -para sostenerse- necesita del todo. En él y conjuntamente con él se afirma y de ninguna manera [lo puede hacer] fuera y contra el todo. De ahí que la célebre fórmula Omnis determinatio negatio est no pueda cobrar sentido, a menos que la determinación sea considerada a su vez como un absoluto o si es capaz de bastar­se, es decir, si es aislada del todo al que determina, lo cual es en rigor una contradic­ción. De esto se sigue que lo posible, que siempre es opuesto a lo existente, es a pesar de todo una forma de ser e incluso que hay una existencia de lo posible opuesta a la existencia actual; tiene sentido sólo en su relación con ella y para posi­bilitarle su advenimiento. Nadie en el mundo puede imaginar la nada por una ope­ración exclusivamente negativa y de algún otro modo que como el lugar propio de la existencia posible.

Es digno de ser destacada el que no se pueda -al hablar de la nada- sino hablar de su existencia, lo que constituye una peculiar contradicción. Porque por la nada propiamente tal -la que se quiere oponer a la existencia actual- hay que entender indudablemente el mero poder de pensar aquello que es en cuanto que podría no ser, y aquello que aún no es o que ya no es, es decir, el poder de desprenderse de la percepción y de no atender sino al espíritu en su actividad perfectamente pura. Todo esfuerzo que tenga por objeto la afirmación de la nada equivale a una nega­ción respecto al espíritu: éste no puede negar sino al objeto; el acto por el que lo niega no puede ser una afirmación de la nada, a menos que se rehuse ver que tal acto, puesto por sobre todos los objetos, es un acto primero e indestructible de autoafirmación, del que nacen todas las afirmaciones particulares. Exigir al princi­pio del que dependen todas las existencias que se arroje a sí mismo fuera de la existencia es un suicidio que no le está permitido y que lo confirma en la existencia al intentarlo. Propio del espíritu es abarcar todo el campo de la posibilidad, ser él mismo, si así puede decirse, la suprema posibilidad o la posibilidad de todas las posibilida­des, y dar cuenta del acceso de éstas a la actualidad.

Si el tiempo, por lo tanto, no puede ser definido por el tránsito de la nada al ser, será al menos el tránsito de lo posible a lo actual. En efecto, es evidente que lo posible como tal es intemporal y precisamente es su entrada en el tiempo la que lo actualiza. Puede, por cierto, discutirse que aquello que es posible en un tiempo no lo haya sido en otro. Pero lo que con esto se entiende es justamente la relación de lo posible con su inminente actualización. En sí mismo, lo posible es un objeto del pensamiento puro y, en cuanto tal, no pertenece a tiempo alguno; pero en cuanto ese posible logra encarnarse, ya sea por efecto de ciertas circunstancias de las que no

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somos dueños, ya sea por efecto de nuestra voluntad, es decir, en cuanto se inscribe como un dato en una experiencia sensible e individual, entonces estará sujeto a la ley del tiempo. El tiempo es el que le aporta las condiciones concretas, sin las que se mantendría como un objeto de pensamiento puro; también es él quien le proporcio­na conjuntamente la materia y el plazo necesarios para su realización; es él el que lo obliga a entrar en composición con los otros posibles y a constituir con ellos, en conformidad con las exigencias de la situación y con la elección del querer, ese orden de los acontecimientos que constituye la historia del mundo.

Con todo, si lo posible en cuanto tal es intemporal, el acontecimiento mismo no entrará en el tiempo si no es por su relación con lo posible. No cabe duda que habrá quienes dirán que el tiempo es la relación misma entre los acontecimientos; sin embargo, puesto que en el momento en que se produce el acontecimiento, éste está siempre presente, el tiempo será la relación del acontecimiento actual con el porve­nir de donde salió y con el pasado en el que recaerá. Ahora bien, el porvenir no es nada más que la posibilidad del acontecimiento antes que se actualice y el pasado es la posibilidad de su recuerdo después que éste se hubo actualizado. Este doble contraste es el que conforma la realidad misma del tiempo. Puede decirse que el porvenir deja todavía subsistir una indeterminación entre los posibles, a los que les falta precisamente esa última condición que permitirá sólo a uno de ellos penetrar en el presente; [además] que, por el contrario, el pasado es único, que en él se encuentra realizado para siempre uno de los posibles y que éste excluye, por lo tanto, a todos los otros, lo cual permite pensar el pasado como el lugar de la nece­sidad. Pero esto no es verdadero sino hasta cierto punto, ya que un posible no está aislado de los demás sino por el acontecimiento que lo realiza. El porvenir es la pluralidad indiferenciada de los posibles, considerados en la unidad del pensamien­to total y antes que la vida nos conmine a su análisis. Y dicha unidad no se rompe cuando el acontecimiento se cumple, de suerte que no somos prisioneros de lo que hayamos hecho, a menos que consideremos en nuestro pasado el mismo aconteci­miento como algo separado. De lo contrario , a través del pasado volveremos a encontrar de nuevo todo el pensamiento, es decir, todo lo posible, aunque su pers­pectiva estará modificada. Solamente se nos presenta más luminoso y en su relación con el uso que de él hayamos hecho; ello no significa que se pueda decir ni que el pasado haya vuelto al estado de posibilidad pura, ni que la memoria no pueda tra­tarlo sino como algo todavía posible y que ella actualiza de muchas maneras.

De ahí que si el tiempo es la condición misma de la distinción entre lo posible y lo actual, así como también del paso del uno al otro, parecería que ese proceso exigiera ser descrito con más exactitud. Ante todo, en vano se intentaría abolir lo posible suponiendo que el paso siempre se produce actualmente de una existencia a la otra. Estamos obligados a establecer entre ellas un vínculo, dado que la nueva existencia viene a agregarse a aquélla que la precede: no sale de ella, empero, sino con la condición de que no le sea idéntica y de que no esté implicada por ella sino a título de posibilidad. La relación característica del tiempo se opera siempre en lo

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actual, pero entre lo actual y por una parte un posible del cual él procede, por otra parte un posible hacia el cual él retorna y en el que nuevamente queda envuelto. Lo posible en cuanto tal no está en el tiempo; se halla en la eternidad, donde el papel del pensamiento analítico consiste precisamente en distinguirlo de todos los demás. Y la actualidad por la que lo presente se define no sería suficiente para hacer surgir la noción de tiempo. El tiempo, sin embargo, aparece de inmediato, en cuanto se procura poner en relación una posibilidad con dicha actualidad. Porque para tor­narla nuestra, es necesario desprenderla en virtud de una operación que propia­mente es aquello que llamamos reflexión; además se necesita tiempo para que pueda realizarse, un tiempo que es llenado justamente por el esfuerzo del que, en un senti­do, puede decirse que es la medida del tiempo, esto es, del intervalo que nos separa del ser con el que tratamos de coincidir. Pareciera que el tiempo desapareciera tanto en el ensueño indeterminado, como en esa perfecta actividad que se da a sí misma de inmediato la presencia de su objeto. Por lo tanto, podría reducirse la conciencia del tiempo a la de la reflexión y del esfuerzo; pero es indudable que no hay reflexión sin esfuerzo, y éste no es más que una reflexión actuante. Nos apoderamos de lo posible gracias a la reflexión, y el esfuerzo es el que lo incorpora a nuestro propio ser.

No podrá sorprendernos tampoco que lo posible nos haga volvernos a la vez hacia el pasado y hacia el porvenir: hacia el pasado, en cuanto que es objeto del pensamiento puro y hacia el porvenir, en tanto que éste se nos ofrece como lo que debe ser realizado. El tiempo, en este doble sentido, se nos muestra como el único medio que poseemos para tomar posesión de lo posible. Pero si se considera lo posible a través del acto mismo que lo realiza, se nos manifesrará bajo dos formas diferentes: antes de ser actualizado es un posible del que no disponemos, ya que no podrá ser realizado sino con el concurso del dato de la experiencia, que no depende del todo de mí; después de haberlo sido, se vuelve una posibilidad de la que disponemos, no sólo como lo muestra la memoria, sino por cierto la actividad espiritual entera. En consecuencia, todo ocurre como si la actualización del posible no fuese sino un medio gracias al cual no sólo logramos hacer que éste entre en la naturaleza (donde no entra sino para anularse de inmediato) , sino también hacerlo compenetrarse del ser puro -del que lo separa el pensamiento discursivo- en nuestro ser participado. La naturaleza no es sino el instrumento que permite al espíritu universal entrar en comunicación con nuestro propio espíritu; también permite a este último consti­tuirse en virtud de un acto que le es propio. No obstante, para que su iniciativa no sea subjetiva y solitaria, es preciso que atraviese la naturaleza y que todo lo que del yo procede, encontrando en las cosas una respuesta que le dé una confirmación, tome finalmente lugar en una experiencia espiritual que sea al mismo tiempo perso­nal de cada uno y común a todos.

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VII

LIBERTAD Y POSIBILIDAD

La génesis del tiempo no puede reducirse a un paso, en cierta medida abstracto, de la posibilidad a la actualidad. Se requiere mostrar además cómo ese paso se realiza al interior de nuestra conciencia, de qué manera él es el que nos hace ser al permitirnos hacernos a nosotros mismos. En efecto, todo el misterio del yo radica en esta fórmula: es una posibilidad que se realiza. Es por esto que difícilmente logramos captar­lo, pues no nos aproximamos a él sino realizándolo. Con todo, él mismo no puede confundirse ni con tal posibilidad antes de actualizarse, ni con su propia actualiza­ción, la que mientras viva no dejará de ser de nuevo puesta en cuestión . El yo no puede identificarse ni con su cuerpo, que para él no es sino un objeto, ni con alguna afección del cuerpo, que es el estado por el que éste se siente limitado. Es una actividad siempre en suspenso, la que no cesa de ejercerse en la situación en que se halla comprometida y a través de los obstáculos que se le oponen. Es el ser de una posibilidad, aunque de una posibilidad que no deja de actualizarse con el concurso de la voluntad y de las circunstancias. Por lo tanto, el tiempo encontrará aquí la función misma por la que él se define y que le permite actualizar la posibilidad en el único lugar del mundo en el que podamos observar una transformación semejante, no contemplándolo desde el exterior, sino por dentro al efectuarlo.

La idea de posibilidad, sin embargo, exige aquí un examen más riguroso.

1 ° Ante todo diremos que, reduciéndose al estado de puro posible (rechazando identificarse con el cuerpo) , el yo se desprende del mundo y adquiere una existencia propia que le asegura su independencia. Pero no podemos de esta manera reducir­nos a un mero posible sin que este posible subjetivo y en modo alguno objetivo, es decir nosotros, sea también considerado susceptible de ser actualizado por noso­tros; un posible como ése no se distingue entonces de nuestra libertad.

2° Esa libertad no puede de por sí ejercitarse sino con la condición de que, a su vez, se divida en muchos posibles entre los que, precisamente, le corresponderá escoger. En esta suerte de pureza a la que la hemos reducido, definiéndola simple­mente como un posible capaz de actualizarse, no hemos retenido de ella sino ese primer carácter que [la libertad] puede o no actualizar. Esta actualización, empero, implica que ella se arrebate a sí misma de la indeterminación; y no puede hacerlo sino bajo la condición de escoger entre muchas determinaciones. Estas diversas determinaciones son entonces posibles secundarios, creados por así decirlo por la libertad, precisamente para que ella pueda actuar. Es ésta la razón por la cual el acto de libertad siempre parece inseparable de la deliberación.

3° ¿Cómo se opera el paso de la libertad -un posible indeterminado que los contiene a todos- a los posibles determinados y opuestos unos a otros, para permi­tirle escoger? Ante todo, hay que precisar que la libertad no se mantiene indetermi-

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nada, ni envuelve en sí una pluralidad de posibles, sino en la medida en que ella es potencia de pensarlos y actualizarlos. Los posibles entre los que ella se determina, en cambio, no se diferencian unos de otros sino como objetos de su pensamiento, aunque no sean únicamente eso y haya en cada uno un poder de realización que le es propio y por el cual participa de la libertad misma antes que ésta se haya dividido para comenzar a actuar.

4° Podría pensarse que la libertad absoluta o espíritu puro se dividiera o, con más exactitud, se dejase dividir en una infinidad de posibles que fueran tales, que cada uno pudiera ser en cierto modo adoptado por una libertad particular. Sólo ésta tendría necesidad del tiempo para ejercitarse. Es imposible, sin embargo, vincular la libertad a una forma única de posibilidad sin tornar necesaria su actualización y sin aniquilar con ello la misma libertad. Es preciso, entonces, que cada libertad tenga ante sí lo infinito de la posibilidad. A lo más, se puede admitir que los posibles no son creados sino encontrados por ella. En cierto sentido podría decirse que le son ofrecidos, aunque siempre le corresponde descubrirlos y hacerlos suyos. Por otra parte, bien sabemos que la posibilidad, considerada en su relación con las condicio­nes particulares que le permiten realizarse, expresa al mismo tiempo nuestro poder y nuestra limitación: nuestro poder, porque en cuanto un posible se presenta ante nuestro espíritu, es como si algo se le abriera y con eso ya quedara comprometida toda nuestra esperanza; nuestra limitación, pues al preguntarnos si una cosa es po­sible, lo que ponemos en cuestión es la frontera de ese poder, como si para noso­tros lo posible se opusiese necesariamente a lo imposible, que es con frecuencia un posible cuyas condiciones de actualización precisamente nos son rehusadas.

5° Lo que ocurre es que una libertad particular no puede distinguirse de una libertad absoluta ni de alguna otra libertad particular, sino bajo la condición de ser determinada de alguna manera antes de autodeterminarse. Esto no puede com­prenderse a menos que aquélla sea limitada respecto a la libertad absoluta o, lo que quizás viene a ser lo mismo, a menos que sufra la limitación de parte de las demás libertades particulares, es decir, si con ellas forma parte del mismo universo. Esto significa sin duda que es necesario que ella esté comprometida en una situación que simultáneamente le proporcione los posibles de los que dispone y los medios para actualizarlos.

6° Debemos buscar estos posibles ante todo en nuestra naturaleza, por la que en cierto modo estamos ligados al resto del universo. Se trata, entonces, de posibles cercanos, sobre los que somos instruidos por nuestros gustos y que nos orientan respecto a nuestras aptitudes; están, luego, los posibles lejanos que únicamente la introspección y sinceridad más rigurosa pueden descubrir, siendo con frecuencia los más íntimos y profundos. Nadie logrará jamás agotar todos los posibles de los que es portador en el fondo de sí mismo, ni de establecer entre ellos esa jerarquía que le permitiría, al realizarlos, dar alcance a su verdadera unidad. Ahora bien, los posibles no son verdaderamente posibles sino a partir del momento en que la con­ciencia es capaz de descubrirlos y ponerlos en obra o, por el contrario, rechazarlos.

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Los posibles, hasta ese momento, no son sino fuerzas que entre sí se conjugan para producir determinados efectos. Pero la inteligencia que, al pensarlas, les otorga el carácter de posibilidad, no cesa de perseguir su descubrimiento vinculando nuestra naturaleza al todo en el que arraiga y del que depende. Es así como los posibles no dejan de multiplicarse para ella; perpetuamente desbordan los límites de nuestra naturaleza así como el acto puro, cuyo análisis son, desborda incesantemente al acto de participación. Puede entonces decirse que, en cierto sentido, el mundo de la posibilidad llena precisamente el intervalo que los separa. Así, no será difícil com­prender que los límites de la posibilidad retrocedan para nosotros indefinidamente.

7° Lo posible expresa entonces la relación de nuestra libertad con nuestra natu­raleza y con las circunstancias externas en las cuales estamos situados. Podemos entonces concebir cómo tan pronto parece abrir ante nosotros caminos nuevos como también cerrarnos otros por los que habíamos intentado adentrarnos. Nos permite definir nuestra condición original en el mundo, el carácter único de nuestro destino individual. Vemos así aparecer la noción más compleja de un posible, re­sultante de cierta proporción entre las potencias que hay en nosotros y las circuns­tancias que se nos ofrecen. Todo encuentro que podamos tener, entonces, se trans­formará en una ocasión a la que nos corresponderá responder y por la que se establecerá una harmonía entre el orden del mundo y la vocación que nos es propia.

Pero no nos olvidemos que la libertad está por sobre todos los posibles, que es el posible supremo que sólo se actualiza a sí mismo bajo la condición de hacer surgir en sí todos los demás posibles y de confrontarlos antes de darles actualidad.

VII I

DEFINICIÓN D E LO POSIBLE COMO UNA IDEA A LA VEZ RETROSPECTIVA Y PROSPECTIVA

El análisis precedente nos llevó a reconocer en el tiempo al instrumento por el que la posibilidad se opone a la actualidad y no deja de producirla. Pero para ello fue preciso mostrar que lo posible es una idea o incluso que no existe posible sino para una conciencia, y que no existe posible objetivo alguno. Esto quiere decir que nin­gún efecto de una fuerza material deviene un posible si no es por su relación, no ya con alguna otra fuerza que entre en composición con ella, sino con una libertad que disponga de ella. Esto es así porque lo posible sólo pertenece al espíritu, de suerte que el mismo espíritu se define indudablemente por el pensamiento de lo posible o por la acción de posibilitar todo lo real; en la línea de la consecuencia, vemos que el tiempo, concebido como el enlace entre lo posible y lo actual o -a través de lo actual- [como el enlace] entre dos formas de posibilidad, pertenece enteramente al espíritu. Es así como se halla justificado, en cierto modo deductivamente, ese carácter obtenido de la expe­riencia por el que se pretende definir al tiempo como la forma del sentido interno.

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Es, en efecto, la forma del sentido interno, aunque en realidad no porque sea un orden que yo establezca entre mis estados, sino porque es el medio por el que a cada instante yo actualizo el posible que soy. Y debido a que esta actualización me pone incesantemente en relación con el mundo tal como me aparece, mundo en el que la vida del yo se manifiesta, el tiempo envuelve a los fenómenos externos junto con los fenómenos internos, poseyendo aquéllos una cara interna en la medida en que tie­nen relación conmigo, es decir, en que pueden ser percibidos por mí.

Estas observaciones permiten a la vez responder a una crítica dirigida por Bergson contra la posibilidad. Sabemos que Bergson aplica a la idea de posibilidad los mis­mos argumentos que a la idea de la nada. Porque así como la nada es posterior al ser, dado que no tiene sentido sino respecto a una forma particular del ser que es eliminada por otra; así como la nada es una extensión ilegítima al todo del ser de una gestión negativa que no tiene validez sino respecto de cada uno de sus aspectos en el tiempo, así también, y por decirlo de algún modo, en sentido inverso, pasamos del ser realizado al ser posible. [Y lo hacemos] imaginando no tanto el momento en que ese ser realizado no era nada, cuanto el momento donde, no siendo nada, po­díamos sin embargo evocar su idea, que justamente es lo que llamamos su posibili­dad. De ahí que sea evidente que esta idea no pueda ser pensada sino precisamente porque hemos tenido ya la experiencia de este ser realizado y que, aboliendo en nuestro espíritu su realización y no dejando subsistir otra cosa que la noción misma del término que se realiza, ponemos a ésta como anterior a su realización. Ella, sin embargo, le es siempre posterior y no es nada más que el rastro que el recuerdo nos dejara del ser realizado.

Es éste un sutil análisis, válido sin duda para todas las formas de la posibilidad a las que pudiera llamarse objetiva, pero que supone una perspectiva realista. Porque es verdad que ningún objeto de experiencia es nada para nosotros antes que lo hayamos percibido, de suerte que, debido a que pasamos de su existencia a su posi­bilidad, creemos luego que su posibilidad es la que engendra su existencia. Pero en modo alguno es así cuando consideramos, en vez de la experiencia dada, el acto por el cual -para constituir nuestro propio ser- no cesamos de agregarle algo; en ese caso habría que decir que lo posible se presenta a nuestra conciencia antes de la existencia y a fin de que tal existencia devenga obra nuestra.

Podemos todavía hacer dos observaciones: la primera es que este pensamiento de lo posible -por el que nos desprendemos del ser tal como él mismo se nos impone, a fin de oponerle un ser que de nosotros depende- es el acto mismo por el que el yo conquista su independencia, [o lo que es igual] es el acto por el que él mismo deviene espíritu. Ahora bien, el espíritu, por su parte, no sólo puede ser definido como el pensamiento de lo posible, sino que -en lo que respecta a la totalidad de lo realizado- no es en sí mismo sino un ser posible. En él coinciden el ser y lo posible o, lo que es igual, su ser que no puede ser puesto en duda es el que constituye el ser propio del posible. Es así como podemos fácilmente comprender que [el espíritu] no se realiza si no es encarnándose y que el materialista, conside-

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rando que no hay otra existencia que la existencia dada, pone legítimamente en duda simultáneamente la existencia del posible y la del espíritu, que son un todo único. Pero la segunda observación incorpora en cierta medida la tesis bergsoniana, en vez de rechazarla radicalmente. Porque, aun si la idea de lo posible no es para nosotros otra cosa que la conversión de lo realizado en idea, esta idea que antes era retrospectiva se hace ahora prospectiva. Tomada en sí misma o bien modificada y puesta en composición con otras ideas constituye un nuevo posible, que anticipa o que invoca todas las realizaciones a las que la naturaleza y la voluntad contribuyen.

Toda la vida de la conciencia consiste en la elaboración de la posibilidad, sea que la extraiga de la realidad para pensarla, sea que haga de ella el instrumento propio de todas sus realizaciones. Describir esta doble operación, sin embargo, es también describir la propia génesis del tiempo.

IX

EL TIEMPO Y LA RELACIÓN

ENTRE ACTIVIDAD Y PASIVIDAD

Dado que la posibilidad manifiesta conjuntamente nuestra potencia y nuestra limitación, sólo tiene sentido para un ser particular que funde su existencia propia sobre un acto de participación. En la escala de la participación, es evidente que todo lo participable es una posibilidad pura. La participación consiste en reducir el ser absoluto a un posible o, quizás, a una multiplicidad de posibles, de la que los seres particulares no dejan de extraer -sea por una ley de su naturaleza, sea por una elección de su voluntad- los elementos que le permitirán actualizarse.

La posibilidad de la que aquí se trata no es entonces la posibilidad puramente lógica, que no es más que un objeto de pensamiento al que se disocia del pensamien­to que a él se aplica como si fuese un ser independiente. Un ser de razón como éste se halla sometido a ciertas leyes de coherencia o reguladoras de la composición, que bien sabemos son también leyes internas del pensamiento. Por otra parte, empero, cuando decimos que en todo posible hay una tendencia a la existencia ¿qué podrá ser dicha tendencia sino la misma actividad del espíritu que busca entrar en su posesión, ya sea para explicar el mundo tal como le es dado, ya sea para modificarlo imponiéndole su sello propio? Esto significa no sólo decir que no hay posible algu­no fuera de la actividad del espíritu, sino también que el juego de los posibles es esa misma actividad en ejercicio. El intervalo que separa lo posible de su realización, intervalo sin el cual el ser finito, en vez de crearse, sería eternamente dado a sí mismo, es el tiempo. No es difícil ver que la actividad del espíritu se alimenta sólo de posibles; ella los evoca, los compone, tan pronto los rechaza como procura darles el ser que les falta, pues propio de un posible es ser siempre incompleto, inacabado para nosotros. Es por esto que, en cuanto tal, es incapaz de satisfacernos

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y clama por esa realización por la que podría hallarse inscrito al interior de una experiencia actual que sea común a todas las conciencias. Lo posible es, entonces, inseparable de la actividad que en sí lo lleva y que tan pronto puede empujarlo hacia esa totalidad original del ser indiviso, de la que no habría debido ser separado, como [puede] solidarizar con él para asumir su realización y darle un lugar en el mundo.

Esta realización de lo posible, sin embargo, que no se lleva a cabo sin resisten­cias y que lo obliga a aliarse con otros posibles cuya realización no depende de nosotros, no puede operarse de otro modo que en el tiempo. Más aún, la actividad misma que ejercitamos supone una materia dada y sin la cual aquélla permanecería como una pura actividad de pensamiento. Se hace así tributaria no sólo de esa materia que se le opone, sino también de la respuesta que ésta le devuelve, la que, poniendo en juego la totalidad del ser, jamás se halla conforme con lo que yo espe­raba porque dicha totalidad me sobrepasa. Es esa la razón por la que ningún acto que realicemos puede ser considerado como perfecto y terminado: se inserta entonces necesariamente en el tiempo para obtener lo que no posee, aunque por un procedimiento que no es creador y en el cual siempre le será necesario ser receptor de aquello que es incapaz de darse a sí mismo. Si fuese capaz de dárselo, no necesi­taría salir de sí mismo, sino que sería ese acto puro para el cual no habría dato. Pero no es ésa nuestra condición, porque todo ser finito no vive sino de la oposición y del enlace entre un acto y algo dado, un acto que conserva siempre un rasgo de virtualidad hasta el momento en que se encarna en algo dado, algo dado que el acto llama y actualiza, pero que lo sobrepasa y jamás corresponde exactamente a su expectativa. Sólo en los minutos más raros y felices de nuestra vida se produce esa rigurosa coincidencia entre el acto y lo dado, donde nos parece imposible distin­guirlos. Entonces, también el tiempo se desvanece ante nuestros ojos. Esos, sin embargo, son minutos fugaces que, por su misma fugacidad, acusan aún con más viveza el carácter temporal de nuestro destino. Es importante destacar aquí que si bien todo acto se cierra sobre un dato, todo dato es de por sí padecido, es decir, es una limitación del acto, el que lo asocia a una pasividad más allá de la cual no cesa de dirigirse, tomándolo como materia para pasos ulteriores. El acto no puede prescin­dir de lo dado, aunque nada dado puede satisfacerlo. Y de ahí que sea fácil com­prender que él se comprometa en ese progreso temporal indefinido, cuya razón de ser vemos ahora, ya que es un efecto de la misma ley de la participación y pide ser proseguido hasta esa especie de límite ideal en el que obtendríamos una perfecta identidad, no sólo entre tal acto y tal dato, sino entre el acto total y el dato total, es decir, donde el acto de participación sería una sola cosa con el acto puro y aboliría consiguientemente todo dato. De allí la consecuencia, que ya no constituye una paradoja, que la eternidad pueda ser considerada a la vez como la fuente y como el fin de toda existencia temporal, la que no se desarrolla sin embargo sino por el intervalo que separa esa fuente de ese fin. No hay que sorprenderse, entonces, si el tiempo no es propiamente la condición de nuestra vida interior, sino del ejercicio de nuestra actividad: ésta no puede permanecer puramente interior a sí misma y siempre invoca un dato extraño que la limita, pero al que ella intenta vencer. Este

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dato extraño crea en nosotros una pasividad que basta para explicar por qué todo acto interior está necesariamente asociado a un estado. Con todo, el mundo externo no manifiesta nada más que la condición limitativa de nuestra actividad propia; gracias a él tenemos un cuerpo y estados que expresan en cada instante aquello que en el ser sobrepasa nuestra actividad y le responde, que mide el nivel de tal actividad, mani­festando a cada instante sus victorias y sus derrotas.

De ahí que no sea sólo nuestra actividad imperfecta la que se halla comprometi­da en el tiempo; también lo están los estados interiores que la limitan y los fenóme­nos externos que la determinan. De este modo, podríamos encontrar aquí la j ustifi­cación del tiempo, definido como la condición al mismo tiempo de nuestra existen­cia propiamente individual y del curso de los fenómenos naturales, sin los que dicha existencia no podría ser concebida. Esto explica de manera suficiente por qué el tiempo es solidariamente forma del sentido interno y forma del sentido externo, por qué hay a la vez un tiempo de la conciencia y un tiempo de las cosas, del cual ahora nos corresponderá estudiar simultáneamente las diferencias y las aproximaciones. Más aún, puesto que el acto en cuanto acto es creador de la actualidad y de la presencia, aunque no entra en el tiempo sino por su limitación, es decir, por su asociación con datos o con estados, se comprenderá fácilmente que el tiempo pueda ser reducido a la serie de nuestros estados o a la de los acontecimientos del universo. No nace tanto del contraste de cada uno de ellos con aquél que le precede o con el que le sigue, puesto que en su realidad propia todos ellos pertenecen por igual al presente, sino del contraste de cada uno de ellos con su existencia posible o rememorada, tal como puede ser evocada por un pensamiento que sea él mismo intemporal.

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CAPÍTULO 11

TIEMPO Y ESPACIO

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Hasta el momento no hemos podido definir al yo de otra manera que no sea la de una posibilidad que se actualiza, siendo propio del tiempo permitirnos despejar esa posibilidad y actualizarla conjuntamente. Ahora nos corresponderá estudiar las condiciones de esa actualización, lo que nos obligará a penetrar con más profundi­dad en la naturaleza del tiempo y mostrar que existe un vínculo indisoluble entre tiempo y espacio.

En efecto, si remontamos hasta la experiencia fundamental de la inscripción del . yo en el ser -inscripción que, en virtud del intervalo que hace aparecer entre el yo y el ser, da origen al tiempo, que se hunde en él para que podamos llenarlo-, vere­mos que lo nuestro es la actividad que ejercitamos y que está constreñida a desarro­llarse en el tiempo, porque es siempre imperfecta e inacabada; pero [veremos tam­bién] que a cada instante [nuestra actividad] es superada por la totalidad del ser, en cuanto objeto de una presencia que no podemos sino padecer. Se trata de la pre­sencia misma del mundo, tal como se nos da en el espacio. Esa presencia nos es exterior, aunque estemos relacionados con ella: es una presencia puramente feno­menal.

La presencia del Ser mismo es, por el contrario, del todo interior. Es la del acto intemporal donde, por análisis, sacamos la posibilidad que procuramos actualizar en el tiempo La oposición entre espacio y tiempo, empero, nos posibilita compren­der la oposición que no dejamos de establecer entre el mundo ya hecho y el que está haciéndose. El primero es siempre contemporáneo del segundo; a eso se debe que haya una omnipresencia del espacio, contrastante con esa perpetua conversión de la presencia y de la ausencia que constituye la ley misma del tiempo. Con todo, espacio y tiempo no pueden ser disociados porque, en primer lugar, nuestra activi­dad no puede comprometerse en el tiempo sino bajo la condición de hacernos pasivos frente a ese ser que nos desborda y que nos impone su presencia en la simultaneidad del espacio; y, luego, [porque] ese espacio que no tiene sentido sino para una conciencia, es decir, para una actividad cuya limitación él señala, lleva sin embargo la marca de todas las actividades particulares que -incapaces de crear nada- a pesar de todo no dejan de modificar el mundo tal como éste se nos da.

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I OPOSICIÓN ENTRE SENTIDO INTERNO

Y SENTIDO EXTERNO

LOUIS LAVELLE

El análisis precedente basta para justificar la clásica distinción entre el sentido interno y el sentido externo, así como también para mostrar que el espacio es la forma del uno y el tiempo la del otro, como Kant lo vio. Sin embargo, es importan­te destacar que estas dos formas se implican entre sí, o, con más exactitud, que nada puede entrar en el espacio que no entre también en el tiempo, porque todo objeto posee a la vez una cara externa y una cara interna, es decir, no puede ser objeto del sentido externo si al mismo tiempo no es objeto del sentido interno.

Uno podría por cierto contentarse con definir el espacio como la forma del sentido externo y el tiempo como la del sentido interno; el problema reside, empe­ro, en saber por qué hay un sentido externo y uno interno, por qué el primero supone al espacio y el segundo al tiempo y, por último, cómo se hallan el uno con respecto al otro y por así decirlo el uno por el otro y qué relaciones son las que los vinculan.

Si hay un sentido interno y uno externo y si no pueden ser separados, es por efecto de la participación. Porque si existe una intimidad que sea nuestra, o simple­mente una existencia propia y que del todo reside en un acto que sólo de nosotros depende en su cumplimiento, pero si al mismo tiempo nuestra existencia adhiere al ser total, del que es imposible que se desprenda y con el que siempre se halla en comunicación, será necesario entonces que todo ese ser que nos sobrepasa -aun­que en cierto modo nos esté presente-, se nos aparezca como exterior a nosotros o como imposible de aprehender de otra manera que no sea por el sentido externo. Esto se halla efectivamente implicado en esa experiencia fundamental que tenemos de nosotros mismos y del mundo, de la que todas las otras dependen. Es preciso, además, que el sentido externo y el sentido interno se encuentren reunidos en el mismo sujeto, cuya vida precisamente reside en las relaciones variables que no de­jan de unirlos.

La primacía del sentido interno respecto al externo no tiene valor sino para la reflexión, puesto que nuestra espontaneidad naturalmente se vuelve hacia el objeto, es decir, hacia aquello que le falta, pero que no puede sino serie dado. Y esa primacía es, no obstante, una primacía ontológica, puesto que el papel del sentido interno es hacernos penetrar en el ser descubriéndonos el ser que nos es propio, en tanto que el sentido externo no nos descubre el ser sino en cuanto que está fuera de nosotros, aunque tiene relación con nosotros, es decir, nos lo descubre como fenó­meno. Con todo, no deberíamos sorprendernos si el sentido externo parece poseer una especie de privilegio respecto al sentido interno. Esto ocurre por una doble razón: la primera es que el sentido interno no nos revela jamás sino ese ser que es el nuestro (al menos mientras no hayamos logrado distinguir de nuestro acto propio

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ese otro más profundo en el cual él se alimenta) , en tanto que el sentido externo parece darnos la presencia misma del mundo como soporte de todas nuestras expe­riencias particulares; la segunda [razón] es que la realidad propia del yo carece de otro testigo que no seamos nosotros mismos, en el acto que llevamos a cabo para ponerla en obra. De esta suerte, [dicha realidad] no puede ser verificada por algún otro y, para nosotros mismos, ella retrocede en cuanto comienza a flaquear el acto que la constituye. La realidad de las cosas, en tanto, es una experiencia común a todos los hombres y se les impone a pesar de ellos. Pensamos que subsiste todavía, aun si ya no tenemos la fuerza suficiente como para decir yo.

Ahora bien, mostramos ya en el capítulo anterior, consagrado a la deducción del tiempo, que este último es inseparable de aquel proceso por el que el yo se introduce a sí mismo en el Ser. Es este [proceso] el que hace nacer las tres oposiciones sobre las que reposa la existencia del ser finito : la primera, del todo artificial, es la del ser y la nada (pues sabemos que la nada de algo siempre es el ser de algún otro) ; las otras dos son las de la posibilidad y la actualidad y la de la actualidad y la pasividad. Pero es importante que si el tiempo es igualmente necesario para que el ser surja de la nada (es decir que una forma de existencia suceda a la otra) , para que lo posible se actualice y para que una actividad imperfecta halle siempre una pasividad que la limite, siempre será también bajo la forma del espacio que nos representaremos aquello que es en oposición con aquello que ya no es o que todavía no es (pero que aún puede ser objeto de pensamiento) , la actualidad en oposición con la posibilidad, y lo real en cuanto padecido por nosotros en oposición con lo real en cuanto reside en nuestra propia operación. De esto puede concluirse, al parecer, no sólo la vincu­lación del sentido interno y del sentido externo, sino la vinculación del tiempo y del espacio en la experiencia que el yo adquiere del lugar que él mismo ocupa en el ser. Si consideramos el universo entero bajo su doble aspecto espacial y temporal, puede decirse que el espacio hace del universo un espectáculo ofrecido, en tanto que el tiempo nos hace asistir por así decirlo a su génesis. Ahora bien, esta génesis jamás está acabada; no sería la génesis de nada si a cada instante no nos ofreciera un espectáculo para contemplar. En el tiempo es donde se llevan a cabo todas las accio­nes que cooperan a la edificación del universo y de nosotros mismos. El espacio nos presenta simultáneamente todos sus efectos en una especie de cuadro.

I I

CORRESPONDENCIA DEL TIEMPO CON E L SENTIDO INTERNO Y DEL ESPACIO CON EL SENTIDO EXTERNO

El problema es ahora saber por qué el sentido interno supone el tiempo para su ejercicio y el sentido externo, el espacio. Ante todo, en lo que concierne al sentido interno, es importante no considerar en él, como con frecuencia se hace, los fenó­menos o estados que se manifiestan a nuestra atención cuando ésta se aplica al

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reconocimiento del contenido de la conciencia. Estos fenómenos o estados son siem­pre correlativos de la acción por la que el yo no cesa de crearse a sí mismo. Podría decirse que estos estados expresan el límite que esta acción encuentra; este límite toma siempre la forma de la afección, que es como la sombra producida por nuestra acción al interior de la sensibilidad, la que podemos intentar reducir a las influen­cias ejercidas sobre nosotros, sea por el universo, sea por nuestro propio cuerpo. Pero es la acción del yo -precisamente porque es imperfecta e implica un intervalo entre el impulso que la anima y el fin hacia el que tiende- la que supone al tiempo. Puede decirse indiferentemente que dicha acción lo supone y que lo crea. Y es por ella que los diversos momentos del tiempo a la vez se distinguen y se unen. No puede crearlo sin sobrepasarlo. En cada uno de estos momentos, sin embargo, esa acción supera los sucesivos estados que señalan por así decirlo los peldaños de su propio desarrollo. Consecuentemente, viene a ser lo mismo tomar conciencia del yo como del acto siempre inacabado por el que éste no cesa de hacerse o hacer el descubrimiento del tiempo.

Ocurre aproximadamente lo mismo en lo que se refiere al enlace del espacio y del sentido externo. Porque el ser, en tanto que nos trasciende, no puede presentársenos sino bajo la forma de la exterioridad pura, pero de una exterioridad que dice relación con nosotros, es decir, que es percibida precisamente como una exterio­ridad. Ahora bien, es efectivamente ése el carácter del espacio, de cuya esencia pue­de decirse que es una exterioridad representada, con todos los caracteres que de allí derivan. Debido a una falta de meditación suficiente sobre la naturaleza del espa­cio, la exterioridad misma del mundo ha llegado a ser un problema casi insoluble. No hay cosa que por sí misma sea exterior; al intentar pensarla contradictoriamente como cosa y fuera de toda relación con el yo, hay que decir entonces que ella es "en sí", es decir, una interioridad pura y, como tal, ajena a la espacialidad. Pero cuando decimos que es exterior, queremos decir que es conocida por el yo como exterior respecto a él. Esto significa que es un fenómeno y un fenómeno que reviste para nosotros la forma de la exterioridad, es decir, que está situada en el espacio, cuya representación, lejos de interiorizar al objeto, lo exterioriza, lo que significa ponerlo en una cierta relación con nosotros que lo fenomenaliza.

Es por eso que no hay fenómenos sino en el espacio y que nuestros propios estados no merecen el nombre de fenómenos sino en la medida en que no son del todo interiores, es decir, en la medida en que están ligados al cuerpo y tienen relación con el yo, sin que éste se identifique con ellos. En efecto, es propio del sentido interno descubrirnos la esencia del yo en el acto mismo por el cual él se forma. El sentido externo, en cambio, nos descubre aquello que no tiene existencia sino respecto al yo y que, en consecuencia, es siempre un fenómeno; los estados del yo, aunque afecten a éste, constituyen una especie de mundo intermedio, un espec­táculo que nos damos a nosotros mismos, como lo indica el término introspección: por su contenido y por las condiciones que lo determinan se refiere al sentido externo, y por el acto que los percibe y que hace que el yo se los atribuya, se

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refieren al sentido interno. Esto explica suficientemente por qué el yo puede a veces identificarse con sus propios estados y otras veces, como lo muestra el ejemplo del estoicismo, rechazarlos fuera de sí y rehusar mostrarse solidario con ellos.

En lo que se refiere a esta exterioridad por la que definimos el espacio cuando mostramos que es ésa la forma que debe tomar el ser en cuanto nos es trascendente, aunque nosotros permanezcamos sin embargo ligados a él, nos sería imposible tener una experiencia de ella si nuestro yo se redujese a una actividad pura, es decir, si no fuéramos pasivos respecto a nosotros mismos o, también, si no tuviésemos un cuer­po. De esta suerte, es preciso que nosotros mismos estemos en el espacio para que haya un mundo exterior a nosotros y que, dondequiera que haya una actividad inte­rior capaz de darse el ser a sí misma, ésta sea asociada a un cuerpo que exprese aún más la condición de su ejercicio que el limite en el que ella debe estar encerrada; porque es preciso que, a través de este mismo límite, entre en comunicación con la totalidad del mundo en tanto, precisamente, que éste la sobrepasa, es decir, le es dado.

Podemos, de este origen del tiempo y del espacio, deducir fácilmente sus propie­dades distintivas. En efecto, puesto que el tiempo no expresa sino esa ley por la que el ser finito se da el ser a sí mismo, es evidente que deberá necesariamente definirse por esa posibilidad de un desarrollo que siempre comporta una sucesión de momen­tos. Porque si [el ser finito] se produjera a sí mismo instantáneamente, el yo poseería el ser, aunque sin dárselo a sí mismo; será preciso, entonces, que estos momentos se diferencien uno de otro y que se sigan de acuerdo con un orden irreversible, sin lo cual la acción que el yo lleva a cabo sería fútil, no dejaría huellas ni tendría respecto a él ningún carácter creador. Como contrapartida, la propiedad del espacio que expre­se la totalidad del ser en cuanto que ésta lo desborda, aunque manteniéndosele siem­pre presente, deberá tener la característica de la simultaneidad: henos aquí ante el ser precisamente en tanto que -en vez de depender de mi acción- se me impone com­pleto, por así decirlo, en cada uno de los momentos de mi propio devenir. Es porta­dor del sello de todas las acciones que no cesan de penetrarlo y de modificar su faz, de las mías así como de las de todos los demás; pero, cualquiera que sea el instante del tiempo que yo considere y la nueva acción que en él se produzca, el espacio será su contemporáneo, llevando en sí el todo del ser dado, siendo al mismo tiempo efecto y materia de una creación que jamás se interrumpe.

I I I

EL TIEMPO QUE UNE Y EL ESPACIO QUE SEPARA

De lo dicho se sigue que el espacio y el tiempo pueden ser definidos como las dos clases de orden -distintas y con todo inseparables- las que se introducen en la multiplicidad a fin de que el yo pueda hallar simultáneamente en ésta aquello que lo

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sobrepasa y aquello que puede hacer suyo. Uno y otro se oponen entre sí mucho menos por el contenido de la multiplicidad que organizan que por las relaciones que establecen entre ésta y el yo. Esta multiplicidad, algo propio del tiempo, consis­te en vincular los términos unos con otros en la unidad misma de la vida: los acon­tecimientos de nuestro pasado no tienen sentido sino porque forman una historia, porque dependen unos de otros y porque constituyen por su acumulación la sus­tancia de nuestro presente. Pero nuestro porvenir está de algún modo prefigurado e invocado al interior del mismo presente, no ya como si saliera de él por una ley necesaria, como si ya estuviese contenido en él, sino en el otro sentido más sutil según el cual hay potencias en nosotros que representan su posibilidad, siempre que la libertad las actualice con el concurso de ciertas circunstancias que de noso­tros no dependen. La misma solidaridad puede ser observada entre todos los acon­tecimientos del tiempo a lo largo de la evolución del universo, con la condición de no reducir ésta a una inflexible necesidad o, más bien, con la condición de hacer cooperar con la necesidad por la que padecemos el peso de lo sucedido, aquella iniciativa por la que no cesamos de modificarlo y de agregarle algo. Sea que se trate del movimiento que está en el tiempo sólo porque podemos relacionar unas con otras sus diversas partes, o [que se trate] de un cambio que se produce en nuestra conciencia y que sólo es tal porque podemos reunir su estado inicial con su estado final, en todo caso corresponde al tiempo realizar la unidad de la multiplicidad. Y no puede ser de otro modo, si es verdad que el tiempo está siempre correlacionado con un acto en ejercicio: ese acto podría suponer una multiplicidad y bastaría con dar a ésta una coordinación, como en el conocimiento. También podría él mismo crearla, como ocurre en las acciones de la voluntad. En todo caso [el acto] es-:siem­pre la transición viviente por la que pasamos de un término al que le sigue y, si necesariamente presenta un sentido que no pueda invertirse, ello se debe a que dicha transición no es constatada sino realizada.

Puede pensarse, por supuesto, que el tiempo es tanto disyunción como reunión; y es la una tanto como la otra cosa a la vez, dado que es preciso que sus momentos difieran para que [el tiempo] pueda unirlos. Con todo, nos equivocaríamos si sostu­viéramos que la disyunción entre los términos de la multiplicidad es más radical en el tiempo que en el espacio, con el pretexto de que, en el tiempo, pasado o porve­nir quedan fuera de nuestro alcance, a la inversa de todos los puntos del espacio, por alejados que se los suponga. Porque hay que destacar, con todo, que estos últimos no pueden ser por sí mismos alcanzados sino en el tiempo. Por otra parte, está fuera de toda duda que el tiempo opera la disyunción entre lo percibido y el pensamiento (que podría ser el rememorado o el deseado) , pero lo propio de la memoria o del deseo -sin los que careceríamos de la noción de tiempo- es obligar al pensamiento a representarse ese intervalo, es decir a franquearlo. Es verdad que el tiempo separa cada uno de estos momentos del presente de la percepción, es decir, del presente del espacio, pero esto es con el fin de hacerlo entrar en esa continuidad de un acto de pensamiento que lo convertirá en una de las etapas de nuestra propia vida. De esta manera, pareciera que es el pensamiento el que crea al

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tiempo, aunque también e l que lo anula. Y s i uno fijara su mirada de una manera más detenida sobre esa característica del tiempo por la que es el vínculo vivo de lo múltiple, se podría comprender sin dificultad por qué el acontecimiento no deja de surgir y de desaparecer, precisamente para que no sólo se produzca la relación empírica entre los diversos acontecimientos, sino también la relación, en cada uno de ellos, entre su posibilidad y su esencia desmaterializada. Además, se aprecia cómo toda ausencia corporal es correlativa de una presencia espiritual que, con frecuencia, es más pura. Y si el tiempo une en vez de separar, la muerte, de la que pensamos que nos separa de nuestra vida, consuma por el contrario la unidad.

Pero, en revancha, el espacio es el que separa e incluso es él, en toda su multipli­cidad, el que constituye un factor de separación. Sin duda, no es posible concebir las unidades del número como diferentes, si no es bajo la condición de asociarlas, al menos por la imaginación, con diversos puntos del espacio. De nada puede servir decir que a la multiplicidad numérica le basta ser contada en el tiempo, porque precisamente éste permite contarla, esto es, vincular los términos unos con otros; así, un número no es un número sino por el acto de la memoria que reúne en el presente todas las unidades que debió desunir para reunirlas. No obstante, las mis­mas unidades que establecimos no eran verdaderamente distintas sino porque inte­rrumpían la continuidad de nuestra operación interior en una serie de puntos de detención inmóviles, siempre nuevos, cuyo soporte nos los proporcionaba el espa­cio indefinidamente. En contraposición con una opinión corriente, diremos enton­ces que todo número es efectivamente una síntesis de unidades, pero que -en vez de tomar su distinción del tiempo que las enumera y su unidad del espacio que las reúne- no es posible representarse su diversidad, por el contrario, sino bajo la for­ma de la yuxtaposición espacial y su unidad, por la identidad de un mismo acto temporal.

El espacio es también el que separa unos de otros los objetos y les asegura su mutua independencia. Es, incluso, su diversa situación en el espacio la que determi­na la diversidad numérica de ellos; aproximarlos unos a otros hasta el momento en que ocupen el mismo lugar significa intentar confundirlos entre sí. Aquí se trata de tomar al espacio y al tiempo en toda su pureza, considerándolos por así decirlo al uno sin el otro. En tal caso se podrá ver que el espacio es la condición de toda discriminación real, en tanto que el tiempo es la condición de toda vinculación real, de suerte que el espacio es el que funda la pluralidad de las cosas, en tanto que el tiempo únicamente funda la unidad de un mismo desarrollo. Todos los objetos situados en lugares diferentes son dados conjuntamente; pero, mientras el tiempo no intervenga, permanecen separados unos de otros por una distancia infranquea­ble, por corta que se la suponga. Por el contrario, los términos que asociamos a momentos diferentes deben ser recorridos por una operación que procede del uno al otro, sin lo cual sería imposible situarlos en el tiempo. Y si se discute que es así como ocurre en el espacio, donde todos los lugares son relativos el uno al otro y deben poder ser unidos por relaciones de proximidad y alejamiento, sin lo cual

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ellos no se encontrarían en el mismo espacio, haremos notar que indudablemente es así, pero sólo a partir del momento en que son recorridos en el tiempo. Y cuando se dice que este recorrido es reversible, no quiere decirse que el segundo anule al pri­mero, sino que lo redobla, de suerte que esta reversibilidad sólo es reveladora de la distinción que debemos operar entre la sucesión temporal y la yuxtaposición espa­cial, sin que la característica unidad del tiempo pueda ser transferida a la multiplici­dad espacial. Más aún, la continuidad del espacio, tal como aparece en virtud de una expansión ilimitada o de una división llevada hasta su punto extremo, siempre implica una operación temporal. De este modo, es el tiempo el que realiza la uni­dad, sea de cada objeto al trazar su contorno, sea del espacio completo, al prolongar indefinidamente en todos los sentidos el movimiento que nace en cada punto.

Y si se alegara la simultaneidad de todos los puntos, diciendo que ella es la que da al espacio su unidad, responderemos que esa simultaneidad por sí misma es una característica que procede del tiempo y no que es otra cosa que el límite de una sucesión infinitamente rápida. Porque la simultaneidad no puede ser desprendida del acto que la abarca y no es más que la perfección del mismo acto cuya sucesión constituye el análisis. La simultaneidad espacial nos parece estar mucho más cerca­na de la unidad que la sucesión temporal, dado que equivocadamente buscamos la unidad en el objeto pensado en vez de hacerlo en el acto del pensamiento. Ahora bien, la simultaneidad espacial nos parece una unidad objetiva ya realizada y no queremos atender al hecho de que esa unidad solamente procede del acto del pen­samiento que, en vez de ponerse fuera del tiempo, abarca todos los términos de la simultaneidad en la unidad del mismo tiempo. Sin embargo, esta unidad podría ya ser observada en el vínculo entre los momentos de la sucesión. La simultaneidad no es sino una sucesión reunida, en la que la distinción de los términos viene del espa­cio y su unidad, del tiempo. Este se presenta bajo una forma simultánea o sucesiva, según implique un análisis en potencia o ya efectuado. De esta manera, la simulta­neidad es un carácter del tiempo y no del espacio, aunque el espacio proporcione una notable ilustración, la única precisamente en la cual los términos simultáneos deberán aparecer como distintos.

La oposición que acabamos de establecer entre el tiempo que une y el espacio que separa puede ser inmediatamente deducida de la naturaleza misma del tiempo, que es el acto del pensamiento considerado en su mero ejercicio, y de la naturaleza del espacio que, en el mismo pensamiento, es la condición de su objetividad. Ahora bien, como el acto del pensamiento es una unidad viva, siempre presente ante sí misma, el que lo divide es el objeto, el cual siempre le proporciona un nuevo punto de aplicación. El objeto rompe indefinidamente la unidad del pensamiento, pero este último lucha contra esa ruptura e intenta repararla incesantemente; esto expli­ca por qué el tiempo no deja de penetrar en el espacio para tornarlo inteligible, a la vez que justifica suficientemente todos los esfuerzos con los que la psicología ha procurado reducir el espacio al tiempo, aunque sin lograrlo: si ella lo consiguiese, la distinción entre acto y dato, característica de la participación, quedaría abolida.

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De esto se sigue que espacio y tiempo no pueden ser puestos en el mismo plano, como ocurriría si se procurase considerar a uno y otro ya sea como dos intuiciones, ya sea como dos conceptos. De hecho, no son conceptos empíricos puesto que, como Kant lo mostró, en vez de ser derivados de una experiencia dada con anterio­ridad, son las condiciones mismas de su posibilidad. Ahora bien, ¿no hemos inten­tado mostrar que son ésos los medios implicados en la posibilidad de la participa­ción y que nos permiten tener una experiencia distinta y sin embargo conjugada de nosotros mismos y del mundo? Es así como puede decirse con razón que ellos son conceptos a priori, al menos mientras se los considere en su doble actividad espacializante y temporalizante. Pero también hay una doble intuición del espacio y del tiempo, inseparable del ejercicio tal actividad, y que bien se ve que acompaña y sostiene a la intuición de todos los términos particulares que se hallan situados en el espacio o en el tiempo. Sólo la palabra intuición es la que introduce una dificul­tad, ya que respecto a la intuición estamos de acuerdo en pensar que hay identidad entre el acto de pensamiento y su objeto. Ahora bien, no puede hablarse de intui­ción a propósito del espacio y tiempo sino en dos sentidos opuestos: si se está de acuerdo en confundir el acto con su objeto, como ocurre en la percepción visual y tal como lo sugiere la misma etimología del término intuición, entonces no podría haber intuición únicamente del espacio, sino que en el espacio; y, en lo que concier­ne a la sucesión de los acontecimientos, decimos que ésta es vivida, pero no que es intuitiva. Por el contrario, si pensamos que no hay intuición sino cuando el objeto del pensamiento está reabsorbido en el acto de éste, entonces toda intuición es vivida y no hay más intuición que la temporal. Pero en tal caso la intuición se halla en las antípodas de la visión que no nos proporciona otra cosa que una representa­ción.

IV

TIEMPO Y ESPACIO,

ESQUEMAS DEL ANÁLISIS Y DE LA SÍNTESIS

Con todo, la penetración del espacio y del tiempo exige de por sí ser examinada más de cerca. En primer lugar, hay cierta influencia del tiempo respecto al espacio, puesto que en el tiempo es donde ejercitamos nuestra actividad, en tanto que el espacio -aun si nos representa al ser mismo en su totalidad- jamás nos descubre otra cosa que su fenomenalidad. Es así como, aunque el espacio pareciera gozar respecto al tiempo de algún privilegio ontológico precisamente porque siempre está dado, en tanto que el tiempo nunca lo está y siempre recomienza, con todo no podríamos desconocer que el espacio mismo lleva la marca de todas las acciones temporales y que siempre pareciera ser su efecto y, por así decirlo, su sombra. Tam­poco podemos, sin caer en graves errores, intentar interpretar el tiempo a partir del espacio; estamos sin embargo inclinados naturalmente a ello, no sólo porque nues-

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tro pensamiento tiende siempre a aprehender lo real bajo la forma del objeto, sino además porque todo acto imperfecto tiende también a encerrarse en la posesión de un objeto, de suerte que experimentamos una dificultad insuperable para captar alguna operación en su ejercicio puro. El tiempo, empero, condición de toda activi­dad de participación, nunca puede devenir para nosotros un objeto, lo cual hace que toda representación que procuremos darnos de él lo espacializa y, en conse­cuencia, lo anula. Es posible que no podamos hablar del tiempo de otra manera que no sea en el lenguaje del espacio, pero ese lenguaje no está hecho sino de metáforas.

Ahora bien, si todo esfuerzo para asimilar el tiempo al espacio tiene como efec­to fenomenalizar al mismo acto que nos hace ser (y que, por su sola limitación, obliga al mundo a aparecérsenos bajo la forma del fenómeno), por el contrario será imposible que nos contentemos considerando al fenómeno como un dato puro. Éste no sólo no cesa de afectarnos, sino también de requerir nuestro pensamiento y nuestro querer, los que no cesan de aplicársele esforzándose por reducirlo. De allí el papel de todas las operaciones discursivas por las que procuramos tornarlo inte­ligible, descubriendo en él o imponiéndole un orden capaz de satisfacernos. Esa es la función del conocimiento y de la acción. El uno y la otra tienen por vehículo al tiempo. De ahí que si el mundo, tal como se nos manifiesta, se nos presenta bajo la forma de una multiplicidad infinita de diversos términos, entre los cuales establece­mos relaciones por las que se convierte para nosotros en un sistema, será la multi­plicidad de los diversos términos la que exprese la naturaleza original del espacio y la que proporcione al análisis una materia en cierto sentido inagotable. Las relacio­nes que los unen no entran en juego sino con el tiempo, factor de todas las síntesis. La síntesis, también aquí, no tiene como origen la omnipresencia del espacio, sino la unidad del acto que la realiza. El análisis y la síntesis son, entonces, no sólo los instrumentos de la inteligencia, como bien lo mostró Descartes, sino de la actividad de todo ser finito obligado a aplicarla a una realidad que se le impone desde fuera y que él debe procurar descomponer en sus términos más simples (cuyo límite sería, como se ve en las matemáticas, el punto geométrico o la mera unidad aritmé­tica) , a fin de volver luego a componerla, tal como es o como la querría, en confor­midad con operaciones que sólo de él dependen. Con todo, no se sobrepasa hasta ese punto la idea de un análisis o de una síntesis puramente abstractas, que no son sino esquemas del análisis o de la síntesis reales.

¿Habrá que mostrar en seguida que ese análisis o esa síntesis se adaptan única­mente a la línea de nuestras necesidades y que de esa manera terminamos dividien­do el mundo mediante operaciones puramente artificiales? Esas necesidades, sin embargo, están fundadas de por sí en nuestra naturaleza; hay en ésta, entonces, en cuanto encuentra su expresión en nuestro cuerpo, cierta unidad que no es pura­mente artificial, porque al mismo tiempo expresa la condición orgánica y el límite afectivo de nuestra actividad de participación. Podría pensarse que también hay una relación real entre nuestra propia individualidad y las otras individualidades que ella pueda discernir en el mundo. ¿Habremos de quitarle importancia a nuestras limita­ciones en la manifestación de nuestra individualidad, en cuanto ésta se halla situada

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al interior de la Naturaleza y estando la actividad de nuestro yo obligada a asumirla? ¿Y tendremos que sorprendernos de que esta última intente alcanzar en el mundo individualidades en algún sentido comparables, capaces como ella de recibir cierta independencia en el mundo y, como ella, marcarlo con su sello? Pero -dado que, a pesar de nuestro ascendiente sobre el mundo de las cosas, éste no es tan sólo una representación, sino una naturaleza, es decir, el ser mismo, en cuanto nos abarca aunque también se nos impone y nos sobrepasa- es necesario que [el mundo de las cosas] pueda en todas sus partes no ser sólo el campo de nuestra propia activi­dad, obligada a padecerlo antes de entrar en su posesión, sino también [serlo] de una pluralidad de actividades que nos son ajenas y que en él hallan conjuntamente -como nosotros en nuestro cuerpo- un medio de manifestación, límite y punto de apoyo. La división del mundo estaría fundada, entonces, no sólo sobre la manera como podemos organizar su representación en conformidad con nuestras exigencias pro­pias, sino también sobre la manera cómo otras actividades particulares diferentes de la nuestra logran encontrar en él una expresión o un testimonio de su existencia interior, considerada a la vez en la potencia y en la impotencia que le son propias. La teoría de la experiencia no puede adoptar un carácter de objetividad sino con la condición de que aquello que para mí es fenómeno, sea una manifestación para algún otro; y puede decirse que [esa teoría] tiene tanta más profundidad cuanto más perfecta sea la medida en que haya podido establecer una correspondencia [por una parte] entre las operaciones discursivas por las que yo procuro organizar mi repre­sentación del mundo y, [por otra parte] , la operación ontológica por la que los seres que lo componen -haciéndose a sí mismos aquello que son- le dan, dentro de los límites mismos que los encierran, el rostro que le vemos.

No se trata aquí de una deducción del advenimiento de seres separados, de los que no sabemos hasta qué grado de magnitud o pequeñez puede proseguirse la investigación (en este punto, el genio de Pascal y el de Leibniz abren la cantera más admirable a nuestra imaginación) ; ella supone un análisis de la formación de la individualidad, lo cual será el objeto del próximo capítulo . Basta haber mostrado que el espacio y el tiempo permiten a la materia -cualquiera que sea la escala según la que se la considere- ser individualizada hasta el último término. Nos interesa más que ella pueda serlo y no a la inversa, ya que de por sí no posee existencia sino por su referencia a una actividad que en ella encuentra el medio para actualizarse.

V

VÍNCULO ENTRE MOVIMIENTO Y ALTERACIÓN

Ahora corresponde saber cuáles son los medios por los cuales el tiempo viene a asociarse con el espacio para dar realidad a la individuación de los seres particula­res. Para esto es preciso, por una parte, que cada uno de ellos forme un sistema espacio-temporal único, compuesto por un grupo de puntos (puesto que un punto

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no es un cuerpo) inserto en una serie de instantes (puesto que un instante no posee porvenir alguno); por otra parte, es necesario que este sistema, a fin de mostrar su independencia respecto a la totalidad del espacio, tenga la posibilidad de separarse del lugar en que se encuentra y de ocupar, al menos en principio, todos los demás lugares (cosa que ya puede ser aplicada por la cinemática teórica en cada punto del espacio, respecto a todos los demás) . Esta posibilidad ideal, que testimonia acerca de la originalidad de cada una de las posiciones del espacio, de su relatividad res­pecto a las demás y del hecho de implicar la totalidad del espacio es un efecto de la introducción del tiempo en éste: la totalidad del espacio ha sido movilizada. Ya no es más que el campo de todos los movimientos posibles, es decir, el campo en el que nuestra actividad indeterminada halla una aplicación o, también, una expresión que la determine.

Esta transferencia de un cuerpo de un lugar a otro, sin embargo, no debe alterar la naturaleza del cuerpo mismo; si la alterara, a cada lugar del espacio se le asignaría una naturaleza particular, la que ya no tendría independencia propia o padecería la servidumbre del espacio, sin encontrar en él un medio para manifestar esa indepen­dencia. Pero si el cuerpo transporta en el movimiento su naturaleza original sin modificarla, al menos en derecho y teóricamente, será preciso todavía que -mien­tras no se mueva o no pueda moverse- entre a pesar de todo en el tiempo, sin el cual sería ajeno al devenir de la conciencia que lo piensa o al mismo devenir que lo crea. Estamos enfrentados, no ya al cambio de la posición de un cuerpo respecto a la posición de todos los otros, lo que definía al movimiento, sino a ese cambio interior o cualitativo respecto a sí mismo -el que además asegura su independencia respecto al lugar- cuando continúa ocupando el mismo sitio en que antes estuvo. El movimiento y la alteración sustraían el cuerpo de la materialidad inerte del lugar, ya sea permitiéndole cambiarlo, o dándole en el mismo lugar una forma de cambio que, con todo, lo liberaba del lugar. Estas dos especies de cambio son en cierto sentido inseparables la una de la otra, porque no podemos apercibirnos del movi­miento sino con la condición de que el cuerpo que se mueve conserve cierta cons­tancia cualitativa, ni [podemos hacerlo] de la alteración cualitativa sino bajo la con­dición de que el cuerpo que cambia conserve cierta permanencia local. Las dos especies de cambio pueden, por lo demás, asociarse la una a la otra en conformidad con los modos más complejos.

El cambio y la alteración, empero, deben ser considerados no sólo como la introducción del devenir temporal en el dominio del espacio, sino también como la expresión objetiva del acto interior por el que cada ser finito se autodetermina en correlación con los demás seres finitos. El movimiento cambia todas las relaciones que aquél tiene con éstos, siendo siempre relativo, aunque pudiendo a veces ser producido y otras veces padecido por [dicho ser finito] , si se considera no ya la percepción externa que nos proporciona, sino la operación interior que lo genera. Del mismo modo, la alteración cualitativa expresa todos los cambios de cada ser considerado en sus relaciones consigo mismo. Estos cambios pueden también te-

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ner su origen en él o fuera de él, y siempre están en relación con el movimiento del que está animado.

1

VI

ENTRECRUZAMIENTO DE ESPACIO Y TIEMPO, ES DECIR, DE LA MATERIA Y DEL ESPÍRITU

No es suficiente, sin embargo, haber definido al espacio, en el párrafo III del presente capítulo, por la separación objetiva de sus puntos y al tiempo por el víncu­lo subjetivo de sus momentos. Porque precisamente si el espacio es enteramente objetivo, habrá que decir que la existencia de uno sólo de sus puntos implica la de todos los demás, los que, aunque distintos, necesariamente están dados simultánea­mente. Es por esto que no se puede introducir ninguna separación en el espacio mismo, aunque él no deje de separar unos de otros todos los lugares y, en conse­cuencia, todos los objetos que los ocupan. Por el contrario, precisamente porque el tiempo no existe sino para el pensamiento, no se puede dar realidad u objetivar ninguno de sus momentos -es decir hacerlo coincidir con el presente del espacio­sin abolir en el mismo acto la realidad u objetividad de todos los otros momentos. Y ésa es la razón por la cual un presente semejante parecería rechazar necesaria­mente hacia la nada tanto el pasado como el porvenir, lo que ya no es y lo que no es todavía. Diremos, entonces, que la existencia de cada momento del tiempo excluye la de todos los otros, aunque los implica e incluso los reclama, sin lo cual no se lo podría situar a él mismo en el tiempo. Esto equivale a decir que [cada momento] evoca solamente la idea de los demás, aunque ellos no puedan ser situados sino en su referencia al presente, es decir, antes o después de él; además, [equivale a decir] que el orden de los momentos del pasado y del porvenir de por sí no tiene sentido sino es por la manera como cada uno de ellos, si se lo considera como presente, distribuye todos los otros momentos en el pasado o en el porvenir.

Este análisis basta para mostrar que en el presente hay un cruce del acto mismo que me hace ser y de ese universo que, en cuanto que me sobrepasa y me limita, no puede aparecer ante mis ojos sino como un inmenso dato. Esto es lo que expresa­mos cuando decimos que se halla en el espacio o, también, que él es material, dado que todo lo que está en el espacio es para nosotros un objeto y para nosotros no hay objeto sino en el espacio. Descartes tuvo razón cuando identificó la materia con la espacialidad; esta exterioridad, empero, no posee sentido sino para el sujeto que la instaura en su relación para con él y que de entrada la fenomenaliza. El tiempo que atraviesa el espacio, por el contrario, y que hace que cada uno de nues­tros actos tome en él un lugar y una forma determinada, está siempre más allá del espacio, delante y detrás, es decir, que no puede subsistir más que en el pensamien­to. Es el pensamiento en acción, en cuanto éste es creador. En otros términos, [el tiempo] ha de inscribirse por medio del espacio en un mundo común a todos,

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aunque también, en cuanto sobrevive a su desaparición, enriqueciendo nuestra alma no sólo con recuerdos en adelante inmutables, sino también con posibilidades siem­pre nuevas. Porque no hay que olvidar que todo lo que es objeto en el espacio no cesa de morir tan pronto como nació. Siempre existe un espacio, pero todo en él no hace otra cosa que pasar. Es preciso, además, a la definición cartesiana de la materia por la extensión unir no sólo su fenomenalidad, sino también su momentaneidad, como pensaba Leibniz; esto muestra muy bien que [la materia] está allí únicamente para asegurar esa circulación del espíritu al interior de sí mismo, circulación que consti­tuye su vida propia y por la que, creándose, [el espíritu] no cesa de crear todo lo que es.

Podemos hacer notar que el universo real, cuando se lo considera en el presente del instante, reside exclusivamente en el espacio y en todos los objetos que lo lle­nan, lo cual constituye la verdadera significación del materialismo. No obstante, corresponde al tiempo arrebatarnos del dominio de la materia en el mismo presen­te y obligarnos a establecer, más allá y más acá de él, dos inmensos dominios: el del pasado y el del porvenir; éstos no poseen sino una existencia de pensamiento y constituyen, sin embargo, el verdadero pasado y el verdadero porvenir, dado que -bajo su forma realizada- ni el uno ni el otro son ya ni pasado ni porvenir, sino presente. De esta manera -dado que sólo el pensamiento puede poseer pasado y porvenir, esto es, esa negación del presente sin la cual no hay tiempo- podrá apre­ciarse que la relación espacio-tiempo es la relación del espíritu y de la materia. Aho­ra bien, la materia es la que divide al tiempo en pasado y porvenir, como para posibilitar que el espíritu actúe sobre ella, la utilice y la sobreviva.

Sobre esta base, llegamos a consecuencias muy particulares:

1 ° El espacio -del que hemos mostrado que, en lo que al tiempo se refiere, implicaba simultaneidad y excluía sucesión- por mucho que sea el lugar en el que se producen todos los cambios y donde el porvenir se convierte incesantemente en pasado, parecería subsistir eternamente. Esto prueba bien que el espacio carece de espesor. Siempre hay una forma espacial, pero lo que en el espacio nos es dado será siempre evanescente. Es como un espejo siempre presente, que no cesa de reflejar la imagen de nuestra actividad temporal. Esta misma imagen, empero, pasa conti­nuamente.

2° El tiempo, por el contrario, que parecería ser el lugar mismo de toda mutabi­lidad, no comporta un cambio sino de lo que está en el espacio o de aquello que en la conciencia dependa del espacio. Es así como podría decirse más bien que es propio del tiempo, al permitirnos actualizar nuestra posibilidad, obligar a ésta ante todo a recibir una forma perecedera en ese mundo del espacio, el mismo para to­dos, para que, una vez sustraída al cambio, no subsista de tal posibilidad originaria sino la realización de nuestra esencia eterna.

Así, no estamos comprometidos en el cambio sino a través de la mediación del espacio. Es el espacio el que configura ese corte permanente del instante, sin el que

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no habría ni pasado ni porvenir. El espacio y e l tiempo no pueden ser pensados el uno sin el otro. Ninguno puede ser definido sino respecto al otro y ambos constitu­yen una pareja inseparable, siendo cada uno a la vez la negación y la condición de la existencia del otro. Es así que ahora podemos entender cómo puede decirse a la vez de nuestra vida espiritual que -por sí misma- es ajena al tiempo y al espacio y que en virtud de ellos se constituye.

VII

PENSAMIENTO PURO Y PERSPECTIVAS ESPACIO-TEMPORALES

Todo pensamiento se ejerce naturalmente en el tiempo, pero, a la vez, por el objeto particular y cambiante al que se aplica y por la operación psicológica que él supone y que siempre trae consigo una búsqueda para dar con tal objeto, del que antes carecíamos. No obstante, el pensamiento es de por sí intemporal en virtud de su acto siempre presente y disponible (cualquiera que sea el objeto al que pueda aplicarse) y por la verdad misma de la que nos hace partícipes y que siempre posee un carácter de eternidad. Por cierto, [el pensamiento] no accede a ella sino en el tiempo; la verdad, empero, si es universal, es a veces en sí misma independiente de todos los tiempos y otras -si es el tiempo el que la hace ser, como cuando se trata de la verdad de un acontecimiento- entra en la historia y entra en ella para siempre. La verdad universal es, entonces, en lo que respecta a los objetos particulares, la verdad de una posibilidad que siempre podemos recuperar o, si se quiere, que se actualiza en cualquier momento del tiempo; la verdad histórica, por su parte, es decir la verdad del hecho, es una verdad que -a partir del momento en que entró en el tiempo- ya no pertenece a tiempo alguno.

Si fuese propio del tiempo, como se cree, hacer que todo término particular esté obligado a entrar en la existencia y a salir de ella de inmediato, no habría otro tiempo que el de las cosas. El tiempo no recibiría en sí más que los fenómenos materiales o nuestros estados de conciencia, en la medida en que ellos se encuen­tren ligados a la materia. Pero eso sería olvidar que el acto -que necesita del tiempo para ejercitarse y que lo crea en virtud de su mismo ejercicio- no entra de por sí en el tiempo. De ahí que, puesto que el acto crea el tiempo, sea él mismo intemporal; el tiempo le está sometido, sin que él mismo esté sometido al tiempo. [El acto] pro­duce al tiempo como testigo de su imperfección, aunque no puede producirlo sin superarlo: el pensamiento del tiempo triunfa sobre el tiempo. La relación que el pensamiento entabla entre pasado y porvenir nos libera de la necesidad en que estaríamos de nacer y de morir a cada instante, si tuviéramos que considerar al tiempo como un absoluto y no como una relación. Pero si el tiempo es una relación que continuamente estamos reformando, ello es para liberarnos de la servidumbre del espacio y no para imponernos otra nueva y más rigurosa, pues si tiempo y espacio, aisladamente tomados, nos sujetan a una doble servidumbre, cada uno de

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ellos nos libera, a pesar de todo, de la esclavitud del otro. No sólo en el aquí y ahora está el ser enteramente presente, ya que el espacio nos permite abarcar también -en una sola mirada- al mismo todo que el tiempo sólo nos entrega por etapas sucesi­vas. El tiempo, en tanto, nos posibilita interiorizar y hacer nuestra una experiencia que, a pesar de su carácter inmediato, siempre lo es de la exterioridad.

Por otra parte, tiempo y espacio aparecen hasta tal punto como la doble condi­ción sin la que la existencia de los seres finitos no podría ser establecida, que su distinción se desvanece una vez que los límites de la finitud se hallan sobrepasados. Esto se aprecia en la identidad del dondequiera y del siempre, en la convergencia que el movimiento produce al infinito entre espacio y tiempo, en el punto dotado de una velocidad infinita, del que Pascal habla, y que todo lo llena, en la necesidad que tenemos de abolir la originalidad del espacio y del tiempo cuando se los considera en el acto que es su origen común y que puede ser definido como la unidad de todas las posibilidades. Pero hay más todavía: todas las perspectivas que todas las concien­cias particulares puedan tener sobre el mundo son espacio-temporales y no puede definírselas sino por cierta coordinación establecida por ellas entre una época de­terminada y un horizonte circunscrito que varían, es cierto, con cada una de nues­tras acciones. Estas perspectivas, empero, cada una de las cuales es [por sí misma] insuficiente, se completan unas con otras. Así, todas las conciencias posibles, es decir, todos los centros de perspectiva que puedan ser adoptados al interior del espacio-tiempo, bastarían para agotar -si se llegara a unirlas- la totalidad del espa­cio y del tiempo, aunque también harían desvanecerse su separación. Por lo tanto, mejor sería decir que estaríamos ante una plenitud del ser concreto, inextenso a la vez que intemporal, pero que cada ser particular lo divide para constituir su propia naturaleza; hace aparecer para ello una experiencia fundada sobre el contraste y la relación entre espacio y tiempo.

Más aún, cada una de estas perspectivas espacio-temporales nos proporciona una representación limitada de hecho, aunque de derecho ilimitada. Es por esto que entre ellas existe una correspondencia y que, a partir de cada una, se podría recupe­rar el contenido de todas las otras si se pudiese saber cómo pasar desde su centro propio al de las demás. Este no es sino un problema matemático que sería fácil de resolver ateniéndose únicamente al punto de vista de la objetividad. Pero esto no puede ser así, puesto que sabemos que el contenido de cada conciencia se halla determinado por cierto acto interior que de ella sola depende realizar y que no se puede hacer entrar en ley alguna. Hay que agregar que la totalidad de las perspecti­vas particulares que se completan y que son entre sí recíprocas, si consideramos tan sólo su posibilidad y el centro ideal a partir del que cada una de ellas se define, no podría ser actualizada más que por una decisión libre e imposible de prever. Además, debe reconocerse que el carácter único por el que cada conciencia se dis­tingue de todas las otras no es efecto de su sola situación, sino [también] de la relación que se entabla entre esa situación y la elección que todo ser no deja de hacer de sí mismo, de suerte que el contenido de una misma existencia surgirá como efecto de una ley de la naturaleza, si se lo considera en su forma exterior, y

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como el efecto de una libertad que no cesa de realizarse en el tiempo, si se lo considera en el principio de donde procede.

VIII

VISIÓN Y RELATIVIDAD

El esquema espacial es el de la objetividad, pero no hay objetividad sino para la subjetividad que se define en oposición con aquélla. Es así como el objeto varía sin cesar, según sea la situación del sujeto. Y esta variación no se halla expresada sola­mente de una manera teórica, por la relación de lo representado y de la actividad representativa; también se expresa en mi experiencia sensible, allí donde el mundo representado coincide con el mundo de la visión que cambia en forma continuada de aspecto, según sea la posición ocupada por mi propio cuerpo. Esa es la razón por la que el espacio se nos revela principalmente por la vista, de suerte que el de los otros sentidos, si verdaderamente existe, es un espacio borroso e imperfecto, que entra en composición, a veces de un modo laborioso, con el espacio de la visión. Por otra parte, el mundo visual es para nosotros el mundo propiamente tal del conoci­miento objetivo, siendo necesario transformar en datos visuales los datos de los otros sentidos para que puedan devenir objetos de ciencia. Finalmente, la teoría idealista del conocimiento no es, sin duda alguna, más que una interpretación de las características pertenecientes en propiedad a la representación visual del mundo.

Ahora bien, si la vista no puede apreciar correlaciones entre las posiciones del espacio -particularmente las modificaciones de estas relaciones tal como se expre­san en el movimiento- si no es respecto a la posición y movimiento de nuestro propio cuerpo, fácilmente comprenderemos cómo la representación objetiva del movimiento supone en todo caso la adopción de un punto de referencia compara­ble a nuestro propio cuerpo. De ahí la reciprocidad del móvil y de lo inmóvil, si es verdad que no es difícil de adoptar como punto de referencia el mismo cuerpo que parece moverse. La relatividad del movimiento, tal como ésta fue definida por Des­cartes, introduce así entre lo móvil y lo inmóvil una permutabilidad siempre posible, la que pone [a ambos] bajo la dependencia de las perspectivas a través de las que se los considera y que siempre se corresponden. De esta manera, es necesario sobrepa­sar particularmente la concepción por la que el movimiento sólo se define como un complejo de espacio y tiempo, mostrando que, a su vez, este complejo es suscepti­ble de recibir interpretaciones contrarias y equivalentes, en conformidad con el acto por el que la conciencia escoge como punto de referencia el propio cuerpo u otro cualquiera en el mundo. Esta conciencia hace aparecer al movimiento como si fuera un puro fenómeno, efecto de una conjunción necesaria y variable a la vez entre tiempo y espacio, la que se halla subordinada a un acto de la conciencia que hasta cierto punto es arbitrario y por el que, sin embargo, ella se autorrealiza al producir ante sí y en forma continuada un universo "fenomenalizado", es decir, manifiesto.

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Las modernas teorías de la relatividad no se contentan con fundamentar la física sobre la relatividad del movimiento, que hasta entonces permanecía sobre todo en el dominio de la mecánica, sino que terminan demostrando que el objeto de la ciencia es exclusivamente el mundo de la visión. De ahí el privilegio acordado al estudio de la luz, tan difícil de explicar de otro modo, la necesidad de integrar el movimiento de la luz con el movimiento de todos los cuerpos y la imposibilidad de concebir un movimiento de una velocidad mayor [que la de aquélla] , puesto que es la condición misma de la existencia de todos los objetos percibidos. Es asimismo la idea de una constancia situada en un intervalo definido por la relación entre la distancia de dos acontecimientos en el espacio y su distancia en el tiempo. Es sabi­do que, para Einstein, el cuadrado del producto de la velocidad de la luz [multipli­cado] por el tiempo transcurrido entre dos acontecimientos, restado del cuadrado de su distancia en el espacio, es independiente de todo sistema de referencia.

Parece imposible soldar más estrechamente una con otra las nociones de espacio y de tiempo. Pero no debemos olvidar que esto ocurre cuando objetivamos uno y otro: la unidad de tiempo deviene el tiempo que toma la luz en recorrer trescientos mil kilómetros. Se muestra, entonces, que las relaciones reales entre los objetos exter­nos no se alteran por el punto de vista del observador; permanecen las mismas, cualquiera que sea el sistema de referencia que se adopte. La perspectiva visual no queda abolida, como podría pensarse, pero se da realidad al acuerdo entre todas las perspectivas posibles. En lo que al tiempo atañe, no sólo debe ser definido por su relación con el espacio, sino que es una variable del espacio mismo, la que expresa su propiedad de llegar a ser el vehículo de la luz y, por lo mismo, de tornar los objetos susceptibles de ser percibidos en las diversas relaciones que entre sí sostienen, de acuerdo con el centro de perspectiva que se adopte para considerarlos. Si el espacio es el espectáculo en cuanto dado, el tiempo no será sino el medio de todos los cam­bios que se producen en ese mismo espectáculo. ¿Será necesario que advirtamos que estos cambios podrían tener lugar en cualquier sentido o que tendrían que ser reversibles, lo que constituiría la negación misma de la esencia del tiempo? Sin em­bargo, la imposibilidad de una velocidad mayor que la de la luz nos lo prohibe. Una afirmación tal, que al principio podría parecer arbitraria, no sólo llega a ser legítima sino también necesaria, si la condición de posibilidad del espectáculo visual es la luz.

Bergson tuvo razón al querer oponer a este tiempo espectacular un tiempo vivido por la conciencia. Se equivocó, empero, cuando quiso separar radicalmente al tiem­po del espacio, en circunstancias que la conciencia sólo vive en el tiempo porque siempre está en relación con el espacio, aunque no coincida con él e incesantemen­te lo sobrepase -tanto hacia adelante como hacia atrás- en virtud del pensamiento del pasado o el del porvenir. Su tesis es la contrapartida de la relativista, que jamás considera al tiempo como el medio en el que se despliega el acto por el que se produjo el cambio, ni ve tampoco el cambio en el momento en el que se produce ni en la antítesis de una posición todavía posible con otra ya abandonada, sino [que lo ve] como ya realizado o como residiendo en una relación ideal entre ciertas posicio­nes del espacio. Sólo nos muestra todas las combinaciones posibles que nos es

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dable concebir entre los elementos del espacio y que podrían crear a la vez, por ejemplo, la apariencia de la simultaneidad o la de la sucesión, según sea el punto de vista en el que uno se sitúe para su consideración. [En el relativismo] no se quiere conocer sino las diversas perspectivas desde las que las cosas pueden ser observa­das. Ahora bien, estas cosas no son más que imágenes visuales. La objetividad se reduce a la correspondencia que entre ellas se entabla, en virtud de ciertas leyes generales que las hacen depender precisamente de la situación del sujeto que las aprehende. Con todo, en esto no hay nada subjetivo, puesto que ese sujeto no es sino un centro de referencia que podría convertirse en objeto en otras referencias diferentes. Nada hay tampoco que nos muestre la génesis del tiempo o, si se quiere, el carácter del tiempo-acto en tanto que requiere el espacio y que se funde con él para producir el movimiento. [La tesis relativista] no considera sino al tiempo efec­to, tal como se halla implicado en el movimiento mismo, es decir, todos los cam­bios de posición que éste nos manifiesta entre todos los objetos de la experiencia, pudiendo cada uno de ellos llegar a ser punto de referencia de los demás, a fuerza de cambiar su papel.

Observaciones análogas podríamos hacer en lo que concierne a la teoría realista de los puntos-instantes, tal como se la encuentra en Alexander, quien cree poder constituir el universo componiéndolo. También esta teoría acusa, con la mayor niti­dez, la imposibilidad de disociar al espacio y al tiempo en que nos hallamos. Ella parecería tratar, sin embargo, al instante y al punto, cuando los vincula, como ele­mentos independientes del espacio y del tiempo, en circunstancias que las relaciones siempre preceden en éstos a los elementos; el espacio y el tiempo, además, son medios y efectos del acto por el que la conciencia se produce a sí misma al producir su propia representación; por último, la unión del punto y del instante jamás es un hecho del cual se parte y del que se tenga constancia, sino que son el mero testigo de la operación por la que lo posible se actualiza necesariamente en un aquí y un ahora.

Estas observaciones pueden servir para confirmar nuevamente esa visión se­gún la que la simultaneidad y la sucesión no son las propiedades distintivas del espacio y del tiempo, sino dos propiedades del tiempo. Pero lo son de modo tal, sin embargo, que la simultaneidad puede encontrar una aplicación privilegiada en el espacio (no obstante que en una sinfonía, por ejemplo, hay formas de simultanei­dad irreductibles a la espacialidad) y la sucesión es más fácil de sacar a la luz en una secuencia melódica, en la que el tiempo no interviene, que en el movimiento (don­de la sucesión de las posiciones del móvil siga siendo compatible con la simultanei­dad de los puntos) . Pero no basta conceder a la teoría de la relatividad que las cosas pueden indiferentemente ser simultáneas o sucesivas, según sea el punto de vista desde el que se las considere; ni [basta conceder] a la teoría de los puntos-instantes que la simultaneidad y la sucesión residen exclusivamente en la diferencia de las combinaciones que podamos establecer entre tales elementos. Si conservamos a la simultaneidad y a la sucesión su significado exclusivamente temporal (aunque tal vez siempre sea necesario el espacio para actualizarlas) , si consideramos éstas en su fuente misma y, por así decirlo, en su posibilidad pura, sabremos entonces perfecta-

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mente que es propio de lo simultáneo llevar en sí, en una unidad aún indivisa, aquello que es propio de lo sucesivo analizar, de acuerdo con un orden y en relación con el sentido mismo que habrá que dar a la vida. Y por sobre lo temporal y lo espacial nos remontaremos hasta el acto espiritual que los anula, pero que también los instaura a ambos. Lo temporal y lo espacial, entonces, en su oposición y corres­pondencia, expresan, respecto a cada ser finito, las condiciones y medios que per­miten que la participación se lleve a cabo.

I X

MANIFESTACIÓN Y ENCARNACIÓN

Podríamos plantearnos el problema de saber por qué es necesario que lo posible se actualice y por qué, si el intervalo que separa posibilidad y actualidad resulta ser justamente el tiempo, es en el espacio donde su actualización se produce. Hasta el momento hemos mostrado que esta actualización no tiene lugar sino bajo la forma del fenómeno, es decir, del espectáculo. Ahora se trata de saber por qué es necesa­rio que el ser sea manifiesto y cómo esta manifestación se convierte para él en una encarnación.

Señalemos, en primer lugar, que el mundo temporal es un mundo secreto y propiamente individual y que, aunque todos los individuos viven igualmente en el tiempo, cada uno de ellos traza, por así decirlo, un surco que le pertenece y que se caracteriza simultáneamente por el ritmo original de sus propios estados interiores y por la mayor o menor tensión de su actividad personal. De esta suerte, aunque el tiempo pareciera arrastrar a todos los seres en la misma evolución, ésta está hecha de líneas paralelas en las que cada ser particular imprime una marca característica. En el capítulo siguiente mostraremos cómo se produce este vínculo entre el tiempo común a todos y el tiempo de cada individuo. Existe, sin embargo, una paradoja segura cuando se sostiene en primer lugar que es en la pura interioridad donde hay que captar la esencia misma del ser y se exige luego que el ser pase de lo posible a la existencia, que se actualice espacializándose, esto es, exteriorizándose o, también, fenomenalizándose.

Es importante no olvidar que esta interioridad que es la nuestra y que nos hace participar del ser absoluto se presenta ante todo como una libertad, es decir, preci­samente como un poder de determinarse, de darse a sí mismo el ser, el cual no podría ser el suyo de otro modo. Nada hay en el ser que sea superior a la libertad, la cual nos ata con el poder creador y pone, por así decirlo, éste a nuestro alcance. Además, es preciso que el yo consienta en ponerlo en ejercicio y para ello es nece­sario el tiempo. [Este poder creador] se divide entonces en múltiples posibles, relacionados con nuestra naturaleza y nuestra situación en el mundo. Cada uno de éstos es una propuesta hecha a nosotros y a la que precisamente le falta realizarse,

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siendo mantenida en jaque por los demás posibles mientras no haya sido escogida y asumida por nuestro yo, quien solidariza con ella y decide, al objetivarla, constituir­la en la apuesta de su destino. La libertad está por sobre el ser, si se entiende por ser lo realizado que no entra en la existencia sino por aquélla. Lo posible, en cambio, está por debajo, puesto que le falta precisamente aquello que se le agrega cuando se realiza. En efecto, lo posible es al mismo tiempo subjetivo e inacabado. Y es objetivándose como llega a su acabamiento, porque entonces toma lugar en un mundo que no solamente existe para mí sino para todos. Podemos decir, por lo tanto, que al objetivar lo posible, damos testimonio de la elección que con ello hacemos, de la que nos hacemos responsables, y que de ahí en adelante nos com­promete. A partir del momento en que preferimos un posible a todos los otros, es preciso que éste se haga manifiesto. Poseerá entonces una existencia, tanto para los demás como para mí, entrando en la trama de un universo que nos es común. De esta manera -en vez de arrebatarla al ser, como podría temerse- la exterioridad por la que la conciencia que se expresa se constituye en fenómeno obliga a ésta, por el contrario, a tomar lugar al interior de ese ser universal del que antes se había sepa­rado para constituir su propia originalidad. Sin duda, es interiormente como la libertad tiende al ser absoluto en el que nutre su poder de determinarse, es decir su propia independencia. Una independencia como ésa, empero, no hace otra cosa que aislar cada libertad de todas las demás, a menos que adopte una forma mani­fiesta para con ellas. De esta manera, la idea de esa manifestación, donde el secreto de una conciencia deviene aparente para otra y entra en un universo común a am­bas, otorga singular realce a la idea del fenómeno: este último parece ser indispen­sable para la constitución de una sociedad entre esas conciencias. Ahora bien, para eso es preciso que lo que era interior para cada una de ellas llegue a serie exterior, por decirlo de algún modo, antes de adquirir algún sentido para esta otra conciencia en una suerte de regalo que se le hace. Es éste, precisamente, el papel del espacio, que no deja de hacernos salir de nosotros mismos y de separarnos de nosotros mismos y de los demás, aunque precisamente con el fin de probar lo que somos y de crear un medio de comunicación entre todos los seres.

La palabra "manifestación" no expresa entonces una operación tan superfi­cial como se piensa: nuestro ser, al hacerse manifiesto, se escoge y, en consecuencia, se hace ser para sí mismo, [se hace un ser] que de ahí en adelante sale de la virtuali­dad, es decir, de la indeterminación; [se hace también un ser] para las otras concien­cias, las que en adelante podrán tener con él relaciones reales. El fenómeno, por lo tanto, es mucho más necesario al ser de lo que parece, al menos en la medida en que el ser está llamado a crearse; no es que el fenómeno posea el ser mismo, sino que el acto interior del cual él es medio debe atravesarlo para cumplirse. La fenomenalidad es el vehículo de la expresión, y es expresdndose como el ser se realiza. Hay que decir asimismo que la actualización de lo posible en el espacio no es tan sólo su manifestación, porque es a la vez una encarnación. Dicha encarnación, además, dados los obstáculos que nos opone, dadas las reacciones que no deja de producir -y no sólo en lo exterior, sino también en nuestro interior- enriquece a

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ese mismo posible, le añade algo y lo modifica, poniéndolo en relación con todos los aspectos de lo real entre los que precisamente está llamado a situarse. Al tornarnos pasivos respecto a nosotros mismos, [esta encarnación] nos une de una manera indi­soluble con la acción que acabamos de realizar. Le da un peso, en comparación con el cual lo posible no encarnado siempre parecerá tener carácter frívolo. Lo adentra en el sistema de las leyes del universo por las que cada fenómeno repercute sobre todos los demás. [La encarnación de un posible] tiene consecuencias que nos es imposible prever, pero cuya resonancia es infinita, distinta de la pura manifestación que nos otorga una presencia ante las demás conciencias sólo de un modo indirecto; nos obliga a actuar sobre éstas mediante sus cuerpos. Así, entonces, cada una de nuestras acciones contribuye a formar a los otros seres al mismo tiempo que el nuestro. De ahí que el espacio, en vez de atraernos hacia lo externo para apartarnos, llega a ser el instrumento por el cual las existencias particulares se realizan y se unen.

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CAPÍTULO 111

EL TIEMPO Y LA INDIVIDUACIÓN

Después de haber mostrado en el Capítulo primero cómo el tiempo es condi­ción de participación y, en el Capítulo segundo, cómo no puede ser disociado del espacio, sin el cual no podría establecerse corte alguno entre pasado y porvenir, ahora nos queda justificar la tesis que hace del tiempo el principio mismo de la individuación.

I

EL TIEMPO ES EL FACTOR DE INDIVIDUACIÓN,

TANTO DEL YO COMO DEL OBJETO

Durante mucho tiempo se ha vacilado en lo que respecta a saber si la individua­ción debía serie atribuida a la forma o a la materia; tan pronto se lo ha hecho con la una como con la otra, según se tuviera la intención de destacarla o de rebajarla, de considerarla como la expresión de la realidad misma del ser, en esa fuente interior de donde ella procede, o tan sólo como si manifestara la limitación que ella sufre y que la hace un objeto particular de nuestra experiencia. La individuación, empero, no puede ser explicada ni sólo por la forma, que no expresa sino la posibilidad, ni por la materia únicamente, antes que la forma se haya actualizado en ella. ¿Habrá que decir que es la unión de la materia y la forma, o más bien que ella traduce el acto mismo por el que la forma se introduce en esa materia y la determina? Con todo, la oposición de forma y materia implica el tiempo, el que a su vez carece de sentido si no fuera por el mismo acto que las disocia y las reúne, de tal manera que es el tiempo el verdadero agente de la individuación. Y según se considere al acto, [del cual el tiempo] es en cierto sentido el esquema realizándose o ya realizado, podrá hablarse de la individuación por la forma o por la materia.

Pero esta individuación presenta de por sí grados diferentes. Porque ocurre que la individuación sólo retiene nuestra atención por la conciencia que de ella tenemos y por la relación, del todo interior, que ella establece entre la iniciativa que ponemos

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en juego y el cuerpo donde se encarna, el que al mismo tiempo es su límite y expre­sión. En ese caso, la individualidad no es sino el vehículo y la manifestación de la personalidad. Sin embargo, también ocurre que la individuación, en vez de estar fundada sobre la posibilidad de decir yo -distinguiéndome de los demás seres que pueden a su vez decir yo- y de considerar cierto cuerpo como el mío, no parecería poner en juego sino la unidad del objeto o del cuerpo, en cuanto efectuada, en vez de efectuarse y de yo padecerla, en vez de hacerla. Y así como la unidad interna constitutiva de la persona es inseparable de la unidad externa que la expresa, no hay unidad propiamente objetiva -incluso si rehusáramos considerarla como expresión de una unidad monadológica-, que no requiera la unidad de la operación que la piensa y sin la que sería imposible individualizarla. Así, el tiempo es medio por el que el espíritu entra en la existencia manifiesta y medio por el que circunscribe objetos separados en una experiencia en la que parece bastarse a sí mismo. Estos dos pasos, siempre asociados el uno al otro, constituyen los dos extremos de una operación única que, si la consideramos en su fuente en la conciencia que la produ­ce, origina a la persona, y si se la considera en su efecto, separado de la conciencia, origina al individuo.

I I

SEPARARSE DEL TODO O DARSE UN PORVENIR3

Ante todo, consideremos la individuación en el acto inicial de participación que lo engendra y cuyos diversos aspectos o etapas podremos luego examinar con más facilidad. En efecto, aquello que la experiencia fundamental que poseemos de la inscripción de nuestro ser en el ser del todo nos descubre es el doble movimiento por el que el yo no cesa de separarse del todo para unírsele nuevamente. En esto consiste propiamente nuestra respiración en el ser. No podemos atribuir una existencia al yo sino bajo la condición de que sea hasta cierto punto una existencia separada. Pero ella no es una existencia sino con la condición de ser solidaria del todo de la existencia, sin que pueda en modo alguno ser aislada de él. Ahora bien, sólo es posible separarse del todo en virtud de un acto cuyo origen se halla indudablemen-

3 Podría sorprender que, tras haber definido en el párrafo III del Capítulo 11 al tiempo como un principio que vincula y al espacio como uno que separa, se denomine ahora al tiempo como el factor que asegura la independencia del individuo y le permite separar su existencia de la del todo. Sin embargo, si bien espacio y tiempo colaboran en igual medida en la constitución de la existencia individual, es importante destacar que es el tiempo en el que él se compromete el que funda la realidad propia del individuo, aunque obligándolo a hacer el enlace entre las sucesivas fases de su desarrollo; el espacio, en cambio, mediante el cuerpo por el que lo sujeta, lo separa de los otros individuos y, en cierto sentido, de sí mismo.

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te en el todo, aunque a nosotros pertenezca llevarlo a cabo. Entonces será verdadera­mente nuestro.

Esta separación, empero, no puede realizarse, este acto no puede ser efectuado y devenir nuestro sino bajo la condición de que podamos darnos un porvenir que de nosotros depende llenar. Tal es el nacimiento del tiempo, que es el nacimiento del yo a la existencia; y este nacimiento siempre recomienza. El porvenir, entonces, no se da sino por la disociación que establecemos entre el ser real y el ser posible. Pero este ser posible no será nada para nosotros si no es nuestro propio ser, precisamente en tanto que nuestra tarea es crearlo. Por lo tanto, en virtud de un mismo acto interior nacemos a la vida, engendramos lo posible y abrimos ante nosotros el porvenir. Este porvenir, empero, precisamente porque aún no lo poseemos y por­que nos obliga, al hacerlo, a hacernos a nosotros mismos, es también la marca de nuestra limitación esencial. Esta es la razón por la que el intervalo para la invención y, luego, para la realización de lo posible será más o menos largo y no dejará de descubrirnos obstáculos, los que nacen particularmente de las diversas posibilida­des que otros seres procuran realizar a fin, a su vez, de realizarse ellos. De este modo, ese porvenir -establecido ante todo como la cantera de mi libre actividad­se me aparecerá como imponiéndome ya sea acontecimientos, ya sea estados para mí imprevistos y que estoy obligado a padecer. Por eso, el porvenir podrá llegar a ser el lugar de la espera; en lo que atañe al orden que él manifiesta, habrá que decir simultáneamente que contribuyo a determinarlo y que él no cesa de constreñirme.

Este es el primado que el porvenir posee en la constitución del tiempo. El pasa­do es lo posible precisamente en tanto que está realizado. Podría decirse, por cierto, que como tal, entra ante todo en el presente; pero es en un presente que no cesa de huir, si se quiere reconocer que nuestra actividad, so pena de morir (y nuestro yo con ella) , deberá siempre comprometerse en un nuevo porvenir que hará desvane­cerse ese presente, reduciéndolo pronto al estado de pasado. Por lo tanto, sólo hay que explicar cómo es que tenemos un porvenir; porque basta que éste aparezca ante nosotros y determine la oposición de lo posible y de lo real, para que ese posible -al realizarse- se convierta finalmente en pasado. Así, diremos que el pasa­do no cesa de ser engendrado por el porvenir mismo en la medida en que éste se realiza. Es la huella que el porvenir deja tras sí y que no atravesó el presente del espacio y de la percepción sino para experimentarse en el contacto de todos los otros posibles que, actualizándose, forman un todo con él. No abandona el presen­te del espacio más que para entrar en el presente de la verdad, es decir, en una presencia espiritual que ya no se verá abolida. De ahí que se pueda comprender con facilidad cómo el todo, del que el ser pareciera haberse separado para inventar su propio porvenir, puede aparecer él mismo como pasado, en circunstancias que es tan sólo la omnipresencia en la que todos los seres particulares no cesan de nutrirse y en cuyo interior cada uno realizará su porvenir individual.

Es evidente que el acto que produce el porvenir es el mismo que aquel acto por el cual produzco mi ser propio, si se piensa que producir el propio ser no es única-

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mente, como a veces se dice, distinguirse de la totalidad de lo que es. Antes que nada, [producir el propio ser] es ponerse en cuestión, junto con todo lo que es, o tan sólo poner en cuestión lo que es, cosa que define la operación por la que el yo se da el ser a sí mismo pensando adquirir así una suerte de preeminencia y de derecho de jurisdicción sobre todo lo que es. Pero en ese caso es preciso que el yo realice por su cuenta esa especie de paso de la nada al ser, paso en el que no vimos sino un posibilitar todo lo real y que luego habrá que actualizar al mismo tiempo por el desarrollo de nuestra propia vida y por la constitución paralela de nuestra experien­cia de las cosas. Nos preguntarán, quizás, de qué manera en el seno de la totalidad de lo real podrá concebirse ese proceso de separación por el cual lo real mismo es puesto en cuestión. Pero responderemos que éste es el objeto de una experiencia primera y constante, antes de la cual no hay nada y sin la cual ya no existe en propiedad ni problema, ni solución. Esta experiencia no necesita ser explicada: sólo se necesita profundizarla y, haciéndolo, se explica todo lo que debe ser expli­cado. A cada instante la reencontramos, puesto que a cada instante venimos a dar en una suerte de nacimiento a nosotros mismos y penetramos en un porvenir, del que aceptamos hacernos cargo. Nuestro pasado, por lo tanto, es aquello mismo que hasta entonces éramos, pero que precisamente procuramos superar. No podemos rehusarnos a llevar a cabo semejante acto, sin que por ello nos encontremos redu­cidos a no ser otra cosa que un juguete de la naturaleza. Perderíamos, en ese caso, la conciencia del tiempo y la de nosotros mismos. Tampoco seríamos ya distintos del mundo en el que nos encontramos encerrados, el que nos arrastraría en su devenir, sin participación alguna de parte nuestra. Seríamos como si no fuésemos, es decir, seríamos para las otras conciencias un objeto y no ya un poder autocreador.

Cuando proyecta ante sí el porvenir como condición de su propia realización, el yo se disocia del ser total con el que coincidía en el presente, mientras no había realizado un acto personal de participación; hasta ese momento se confundía con su propio cuerpo, esto es, con las influencias emanadas de todos los puntos del espacio y que, viniendo a cruzarse en él, sostenían por así decirlo su existencia en el universo. Destaquemos, sin embargo, que el yo no se disocia por eso del ser total sino para poder reintegrarse en él. De este modo, hace de sí mismo una posibilidad que, al actualizarse, posibilita inscribir en el ser del todo un ser que es el suyo, dado que es su obra propia. De ninguna manera entendemos con ello que la posibilidad se halle transformada en un objeto, por ejemplo en un recuerdo estático al que siempre podemos reencontrar. Porque si dicho acontecimiento no aparece sino para desaparecer, el papel del recuerdo no es el de darle una sobrevivencia artificial y frívola. El acontecimiento y el recuerdo no pertenecen en cuanto tales a la esencia profunda del yo; sólo le permiten descubrir, al actualizarla, una potencia interior que antes de haberse ejercido permanecía indeterminada y quizás quimérica. El tiempo, en vez de darme la realidad de un objeto del que hasta entonces yo no poseía sino la virtualidad, por medio de ese objeto perecible me da la disposición permanente para una actividad, de la cual no podría yo decir que me pertenezca mientras no la haya probado. Me hallo aquí al mismo tiempo ante una revelación,

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ante una invención y ante una toma de posesión. El yo no existe con anterioridad y, por ende, es por el tiempo como él se constituye.

1 1 1

LA LIBERTAD, CONDICIÓN INICIAL PARA LA INDIVIDUACIÓN

Sólo podemos concebir la libertad como la forma de afirmación del yo particu­lar y, si se quiere, como el testimonio mismo de su entrada en la existencia. Sin embargo, ella jamás podrá establecerse a sí misma aisladamente en el ser, pues el poder que posee es recibido, lo tiene de ese acto absoluto y verdadera causa de sí en el que nutre la viva posibilidad en que su ser mismo consiste. Es propio de la expe­riencia interior hacernos incesantemente remontar hasta el punto de separación y unión del acto absoluto y del acto de conciencia en el que nuestra existencia está siempre naciendo.

No hay que preguntar cómo proceden las libertades particulares de ese acto absoluto, puesto que éste nada es para nosotros sino en la experiencia que tenemos de nuestra libertad propia, considerada a la vez tanto en su potencia cuanto en sus límites. La libertad se descubre a sí misma en su ejercicio. No se manifiesta por sobre toda inteligibilidad sino porque es la fuente de toda verdadera inteligibilidad. En su mismo ejercicio es donde la libertad me revela su doble carácter de ser una potencia de la que dispongo y la conversión de dicha potencia en acto. Por él única­mente puedo adquirir la independencia: toda libertad es una liberación. No se trata de que alguna vez la libertad pueda rechazar toda dependencia porque, por una parte, permanece siempre comprometida en circunstancias particulares que la re­tienen y le ponen trabas y, por otra parte, jamás se desprende a sí misma del acto puro, cuya perfecta suficiencia procura, a su nivel, encontrar. La libertad es ante todo una libertad negativa que se reduce a una voluntad de independencia; pero ésta no es sino la condición de la verdadera libertad, de una libertad positiva, vuelta hacia el porvenir y que sólo ha roto con todas las determinaciones a fin de crear ella misma las suyas.

Si es imposible concebir alguna libertad particular sin ese acto absoluto al que ella permanece unida en el mismo acto que de él la separa y que funda su propia autonomía, podría tal vez conjeturarse, en sentido inverso, que, sin estas libertades particulares, el acto absoluto no se distinguiría de una inercia pura: su eficacia no estaría en juego, ni su unidad sería la unidad de nada. No sólo nosotros mismos no lo conocemos sino en la medida en que de él participamos, sino que podemos pensar que su misma esencia es la de ser participado. Es esto lo que con frecuencia se expresa al decir que Dios necesita de la creación para ser, si su esencia es la de ser creador. Basta mostrar que, para salvar su trascendencia, no es necesario relegarlo a una suficiencia cerrada que no permite a los seres particulares participación alguna de

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su existencia. [El acto absoluto] es todo lo que los seres particulares mismos tienen de ser; su unidad sería vacía e indeterminada si no fuese ella misma la unidad que los anima, si no se la reencontrase en la infinitud que se abre ante cada uno de ellos y en la posibilidad que tienen de intercomunicarse y de unirse. Pero si cada uno necesita del tiempo para desarrollar en él su existencia independiente, ese mismo tiempo supone -en vez de abolirla- una omnipresencia que es la expresión misma de su vínculo con la eternidad.

Con todo, así como el acto puro no puede realizarse si no es por la participación de la infinita multiplicidad de las libertades particulares, de la misma manera cada libertad, a su vez y tal como se mostró en el capítulo primero, suscita una multitud de posibilidades que la expresan y sin las que ella no podría ejercitarse. Pero estas posibilidades no tienen que ser realizadas en su totalidad. Podría ser, incluso, que el acto más elevado de una libertad no consista tanto en la creación, como en el des­pertar de alguna otra libertad a la que confía [tales posibilidades] , aunque ella no sea más que la ocasión y no la fuente del desarrollo que le es propio. En resumen, la separación de los seres particulares es correlativa con la oposición entre el ser y lo posible. La idea de posible, empero, es el porvenir que se despliega ante nosotros; implica una pluralidad de posibles y por lo tanto una libertad que los piensa, que escoge entre ellos y se compromete en el porvenir para asumir su actualización.

IV

EL TIEMPO, O EL ORDEN INTRODUCIDO POR LA LIBERTAD ENTRE LOS POSIBLES

La libertad no podrá escoger entre los posibles, no podrá actualizarlos, si no es introduciendo entre ellos un orden, cuyos medios son proporcionados por el tiem­po. Porque el tiempo es, por así decirlo, la única forma de unión que podemos concebir entre la unidad del acto libre y la infinita multiplicidad de los posibles en que ella se divide, aunque todos no puedan ser actualizados a la vez. Hallamos que el tiempo [está] en la base de todas las modalidades de orden que deben regular el paso de la posibilidad a la actualidad. Analizándolas y mostrando cómo ellas son distintas a la vez que solidarias, llegaremos a pasar gradualmente del tiempo abs­tracto al tiempo concreto:

1 o La libertad se expresa ante todo por un orden axiológico o de preferencia, por cuanto los posibles deben entrar en una jerarquía tal que, si al menos se consi­dera su positividad, en cuanto expresa su modo de participación del ser, existe entre ellos un antes y un después en conformidad con el valor, como si el valor se midiese según sea más o menos urgente la exigencia de su actualización. Y no basta con decir que tal exigencia está relacionada con las mismas circunstancias en las que nos halla­mos situados. Antes de conocer estas circunstancias, el tiempo necesario para la

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actualización de los posibles parecería alejarnos del ser y del presente, en circuns­tancias que aquello que merece ser merece siempre ser de inmediato, y que cada posible se hace menos interesante para nosotros, según sea la magnitud del interva­lo que podamos dejar pasar antes de realizarlo. El orden temporal, sin el que la multiplicidad quedaría indivisa y virtual, aparece aquí como un orden ideal y co­rrespondiente a la jerarquía de los valores, en la medida en que ésta nos ordena actualizarlo.

2° La multiplicidad de los posibles, sin embargo, no sólo comporta un orden de jerarquía, sino también uno de coherencia; y éste es tal, que su actualización simul­tánea es imposible (considerando solamente sus mutuas relaciones y no todavía las circunstancias externas en las que deberán quedar insertos). Más aún, estos posi­bles pueden soportarse mutuamente; cada uno de ellos deberá necesariamente implicar otros, sin los cuales no podría ser afirmado, así como también hay otros que a él mismo lo implican para ser a su vez afirmados. De esta manera se hace manifiesto un orden del antes y del después en conformidad con la lógica, así como el orden precedente era un orden del antes y del después en conformidad con el valor. Eso basta para mostrar que toda multiplicidad que entre en relación con la unidad de la conciencia requiere un orden temporal que exprese precisamente una orienta­ción necesaria entre los diversos términos, para que su diversidad pueda ser recorri­da. Es por esto que la multiplicidad espacial misma no llega a ser un orden sino a partir del momento en que vamos de un punto a otro punto en el tiempo. Hay entonces un tiempo lógico, más cercano al tiempo real que el tiempo preferencial, ya que éste no es sino un tiempo puramente ideal que la voluntad siempre puede subvertir, en tanto que aquél es un tiempo ideal sólo en cuanto que el pensamiento nos lo impone, sin que sea todavía un tiempo real, aunque lo real de por sí no pueda sustraérsele. El orden preferencial es un orden de la aspiración, es decir, un orden puramente vertical, aunque no es todavía un orden lineal ni puede llegar a serlo si no es por el concurso de la libertad. El orden lógico, en cambio, es un orden lineal, aunque no sea más que un orden, es decir, que el intervalo que separa los diversos términos no tenga ninguna magnitud determinada, cosa que es necesaria todavía para que podamos estar ante el tiempo concreto.

3° Es éste el tiempo en el que los posibles se ordenan a medida de su actualiza­ción. Ahora bien, sabemos que esta actualización no se realiza sino con la condi­ción de que lo posible se torne un acontecimiento que se me impone a mí y a todos, aun si yo soy su autor, y que entre en un mundo que no es producido solamente por mí, sino que se halla determinado ya sea por diversas libertades, ya sea por causas objetivas, las que no expresan otra cosa que la mutua limitación de todas las liber­tades. Es un orden del antes y del después según la historia. De este modo, resulta consti­tuido un tiempo hecho por una serie de términos que no son de mi dominio y que me constriñen, tanto por su orden de sucesión como por el intervalo que los sepa­ra, [lo que ocurre] precisamente porque nace de la situación y de las circunstancias en las cuales mi actividad debe emplearse. [Este tiempo] sólo está en relación con mi propia pasividad y sólo por esto ha de ser el mismo para todos los seres que lo

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padecen en vez de producirlo. Existe una objetividad del tiempo en la medida en que éste expresa nuestra limitación y no tan sólo nuestra propia actividad: y es este tiempo de las cosas el que es común a todas las conciencias, como las leyes mismas de la ciencia lo manifiestan.

Habiendo llegado a este punto, el tiempo se nos presenta como la condición misma de la libertad, en cuanto que ella se separa del acto puro y emprende su autodeterminación, esto es, encarnarse. Pero si [la libertad] no puede adquirir inde­pendencia a menos de abrir ante sí un porvenir que le pertenezca, y si ese porvenir es para ella el lugar de los múltiples posibles entre los que escogerá un orden de realización, se comprenderá fácilmente que un orden semejante, en la medida en que sea obra suya, será un orden preferencial y habrá que compatibilizarlo a pesar de todo con un orden de subordinación lógica. Este, a su vez, no tendrá posibilidad de acción si no es dentro de un orden histórico en el que colaboren todos los posibles que se actualizan conjuntamente. El orden preferencial procede de la liber­tad considerada en su misma fuente, es decir, en cuanto creadora; el orden lógico [procede] de la libertad en cuanto constreñida a la inteligibilidad que, en los posi­bles mismos, [constituye] el llamado de su unidad; [por último] , el orden histórico también [proviene] de la libertad en cuanto que ella es limitada por otras libertades. Indudablemente, lo que importa es mostrar aquí cómo la libertad no puede ejerci­tarse sino bajo la condición de romper no sólo la unidad del acto absoluto en el que se origina, sino también su propia unidad, para estallar en una multitud de posibles que deberán distinguirse entre sí en conformidad con un orden de valor, un orden de consecuencia y un orden de hecho, [órdenes éstos] que entran en composición uno con otro para conformar el tiempo en que vivimos.

En consecuencia, si bien es cierto que la multiplicidad de los posibles es el medio sin el que nuestra libertad no podría entrar en acción, y si es verdad que, escogiéndolos y ordenándolos, ella llama al tiempo a la existencia y origina la uni­dad de nuestra vida, no debemos olvidar tampoco que las diversas especies de or­den que ella pueda establecer entre estos posibles en modo alguno quedan sin rela­ciones mutuas; tampoco la libertad cesa de regir sobre ellos, sea oponiéndolos, sea coordinándolos. Porque si la preferencia es en sí misma afirmación del valor y no mera complacencia ante la naturaleza, de suerte que la libertad pueda reconocerse en ella, la subordinación lógica será a su vez un instrumento utilizado por la libertad y que ella pone a su servicio; por último, la sucesión histórica de los acontecimien­tos traduce hasta cierto punto la acción de la libertad en las circunstancias mismas en que ella está situada. En revancha, la libertad puede dejar que [sean] los hechos [los que] actúen, es decir, el determinismo exterior, contentándose con padecerlo. Puede desconocer el orden lógico y forzar su elección para producir otros efectos que los que ella quiso. Puede abandonarse a una preferencia afectiva e incluso ins­tintiva. Puede, en su prisa por actualizar al máximo lo posible, comprometer ese carácter progresivo de su propio desarrollo, el que supone una colaboración de los tres órdenes, sin sacrificar ninguno. Cada uno de estos órdenes testimonia al mismo

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tiempo acerca de nuestra actividad y de sus límites, siendo el tiempo el medio que los realiza y concilia.

[El tiempo] se halla en el punto de encuentro de la libertad y de la necesidad y, si se las disocia, desaparece. Esto porque una libertad pura se da su fin inmediatamen­te o es ella misma su propio fin no necesitando del tiempo, por lo tanto, para su ejercicio. Además, una necesidad absoluta no sólo aboliría la preferencia y confun­diría el orden lógico con el histórico, sino que nos daría también, en la unidad de la ley, la serie de sus términos, de suerte que no se aprecia para qué serviría su desarro­llo en el tiempo. Éste, entonces, es el efecto de un compromiso entre la libertad y la necesidad. Torna posible la individuación por la libertad, pero en la medida en que esa libertad es incesantemente desbordada por una realidad que ella padece, de­biendo coordinar su operación con la situación en la que se ubica y con la acción de todas las demás libertades. Es ésa la razón por la cual la libertad no se actualiza sino mediante una serie de pasos, todos inspirados por el valor, los que deben sin embar­go integrarse en ese orden de mutua dependencia entre los acontecimientos, condi­ción para la unidad de nuestra vida y para la unidad misma del universo. El tiempo, -constituyéndose en condición de la individuación, considerada ésta por así decir­lo en su cumbre, en el punto en que es el producto propio de la libertad-, implica ya la existencia de una experiencia en la que [la individuación] está llamada a tener lugar. Ahora bien, ésta se presenta bajo dos formas, según se haga de ella una naturaleza o un mero espectáculo. Si se hace de ella una naturaleza, la individuación será la de un ser vivo y si se la hace un espectáculo, será la de un objeto. Ahora sólo nos queda mostrar que el tiempo es necesario tanto a la una como a la otra.

V

EL INDIVIDUO IMPLICA LA LIBERTAD Y LA VIDA

Aun cuando la libertad, antes de haberse encarnado, no sea sino una pura vir­tualidad, en su esencia original sigue siendo un acto propiamente espiritual, el acto mismo del espíritu. Bien puede ella unirse a una naturaleza, pero esta naturaleza la limita a la vez que la expresa. En cambio, cuando consideramos esta naturaleza en sí misma, pareciera que aprisionara la libertad y la pusiera en servidumbre. Hay en aquélla un principio interno de desarrollo que no puede confundirse con la libertad, pero que es por así decirlo su soporte. La naturaleza no podría ser una condición ofrecida desde fuera a la libertad para permitirle ejercitarse gracias a ella y, a veces, en su contra. La espontaneidad que hay en la naturaleza no podría ser al mismo tiempo una negación de la libertad y su sostén, si no fuera porque expresa -en el lenguaje de la actividad- el intervalo entre libertad y acto puro, aquello por lo que todas las libertades son al mismo tiempo limitadas y restringidas; algo así ocurre con lo dado respecto al acto de la inteligencia: [la espontaneidad natural es] tan indispensable para que la libertad pueda actuar como [indispensables] son los da-

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tos para que la inteligencia pueda encontrar un objeto. Esta es la razón por la que es tan imposible la ruptura entre libertad y espontaneidad, como entre la operación del conocimiento y lo dado. Pero también es ésa la razón por la que dicha ruptura es un ideal tanto de la libertad como del conocimiento. Por último, debido a que la espontaneidad de la naturaleza -así como la pasividad del conocimiento- traduce los límites de la participación individual, la vemos desarrollarse naturalmente en el tiempo. La libertad creadora, en cambio, o la inteligencia pura siempre han pareci­do igualmente intemporales; y lo son, si se las considera en su pureza, aunque de hecho sea imposible desprenderlas del tiempo, es decir, de la naturaleza en la que la una arraiga y de la experiencia a la que la otra se aplica.

La naturaleza, entonces, es la libertad en tanto desigual respecto al acto puro, el que se hace naturaleza para nosotros en la misma medida en que el yo, dejando de participar en ella por su propia iniciativa, lo experimenta como una potencia que lo impulsa y que lo desborda. De allí esa doble opinión sobre la naturaleza: que ella es divina y que la libertad no hace otra cosa que alterarla o que, por el contrario ella es la prueba de nuestra esclavitud y que domarla es propio de la libertad. Pero superare­mos fácilmente esta antinomia si nos damos cuenta que la naturaleza es en efecto divina, pero que no es Dios puesto que expresa los límites de nuestra participación interior y espiritual, eso mismo que en el todo del Ser nos pone además en servidum­bre cuando la libertad procura zafarse de él. Normalmente se opone la naturaleza a la gracia y con justicia se muestra que la libertad está entre ambas y que su carácter esencial está indudablemente en el ceder a veces a la una y otras veces a la otra. Lo que no se nos dice es que la gracia y la naturaleza designan en sentido opuesto la misma superación del yo por el acto puro. Pero la gracia es una superación interior que lleva a nuestra libertad por sobre ella misma, dándole su perfección, en tanto que la naturaleza es una superación externa que restringe nuestra libertad y que, en últi­mo término, la aniquila. No hay que sorprenderse, con todo, de que exista entre la naturaleza y la gracia una especie de correspondencia y que todos los movimientos de la una se hallen en la otra, aunque tras haber sufrido la prueba de una conversión y de una transfiguración. En la medida en que la naturaleza traduzca el aspecto nega­tivo de la libertad, no deberíamos sorprendernos si también se nos presenta como el terreno sobre el que se desarrolla la libertad misma.

No es únicamente la persona, sino también el individuo quien es inseparable de la libertad, si es verdad que este último es un ser indivisible y único, y que el funda­mento de la indivisibilidad y de la unidad reside, por una especie de privilegio, en un acto interior y secreto que sólo el yo lleva a cabo y que desde fuera nadie puede conocer ni realizar en su lugar. Con todo, el individuo está asociado de una manera más estrecha a estas condiciones negativas, sin las cuales la libertad no podría entrar en acción. Destaquemos, sin embargo, que aquí la individualidad no se halla jamás sino esbozada; puede verse a los seres particulares repetir formas idénticas en géne­ro y especie, donde son reemplazables unos por otros, donde la naturaleza no pare­cería multiplicarlos sino para probar su deficiencia. Indudablemente, ninguno de

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ellos realiza la esencia de la especie y del género como los ángeles en el tomismo, sino que esta misma esencia sólo puede ser virtual; y es por esto que llama seres particulares que la actualicen a la existencia. No puede decirse, empero, que el ser particular, abandonado a sí mismo, llegue a expresar la idea perfecta del individuo, pues no sólo se asemeja a otro cualquiera, no sólo padece influencias procedentes de todos lados y que le impiden desprenderse del conjunto de la naturaleza, sino que también su unidad siempre es parcial y precaria. Sus órganos no forman un todo imposible de romper. En él hay una multiplicidad de seres diferentes que con frecuencia combaten entre sí y, si fuera posible establecer algún acuerdo entre sus potencias, es a la voluntad a quien correspondería producirlo. [El ser particular] no halla su razón de ser sino precisamente allí donde la libertad, empleando la natura­leza y desprendiéndose poco a poco de ella, concluye otorgándole esa existencia individual hacia la que hasta entonces orientaba su esfuerzo sin obtenerla.

Es la misma naturaleza la que reina en el todo y en cada ser particular. No se divide a sí misma en seres particulares sino para dar acceso a la libertad, de la que bien se ve que no es posible sino allí donde nace una iniciativa independiente en el absoluto del acto puro. Ahora bien, los seres naturales sólo son seres esbozados y tienen sentido en la medida en que son medios para el advenimiento de los seres libres. Más aún, al mismo tiempo son específicos y solidarios; existen leyes de la evolución que dan testimonio de su estrechísima interdependencia, esto es, de la unidad de la naturaleza. Los seres libres, por el contrario, llevan en sí mismos todas las potencias de las que los seres naturales constituyen realizaciones separadas. La libertad comienza a ejercitarse cuando estas últimas se acercan y se transforman en posibilidades conscientes. Así, la libertad no es, como se cree, sólo el pleno acaba­miento de la naturaleza, sino también la actividad que la hace ser en cuanto condi­ción sin la cual ella misma no podría nacer. Es únicamente en el hombre y, entre los hombres, en ciertos seres de excepción, y entre éstos en ciertos felices momentos, donde la libertad es capaz de ej ercerse. De este modo, acaba de consumar esa espiritualización de las potencias naturales, espiritualización que, a pesar de todo, puede hallar en todo hombre una expresión en cierto sentido espontánea. Vemos, por lo tanto, cómo nuestra actividad, dados sus propios límites, exige en la natura­leza una pasividad de la que procura liberarse y una multiplicidad, la que únicamen­te puede realizar su unidad en la libertad.

Para explicar por qué la naturaleza es arrastrada en el tiempo, entonces, basta reducirla enteramente a esa pasividad que limita y define el ejercicio de cada liber­tad, que llena el intervalo que separa a ésta del acto puro y que, respecto a él, se manifiesta no sólo como un conjunto de datos que [la libertad] es incapaz de crear, sino como una espontaneidad que no deja de sostenerla. Hasta en la naturaleza hay, entonces, formas de existencia que deben ser consideradas no tanto como obstácu­los que impiden a la libertad su ejercicio, y en consecuencia a la individualidad su acabamiento, sino como medios que sirven a la una y que a la otra la prefiguran. A nivel de la vida, la individualidad se caracteriza por una serie de estados que depen-

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den unos de otros y que se hallan ligados de manera tal, que cada uno de ellos aparece no sólo como llamando a aquél que lo sigue a la existencia, sino también como integrándose con él en la unidad de una misma vida.

En consecuencia, la diferencia entre el tiempo de la libertad y el tiempo de la vida está en que la libertad no tiene sino porvenir, carece de pasado; la vida, en cambio, encuentra en su pasado la explicación de su porvenir, aunque no en ese sentido -como el determinismo material- donde el porvenir siempre tiende a res­tablecer un equilibrio roto, sino en aquel otro sentido donde el pasado mismo no es más que una potencia que lo actualiza y lo despliega. Así, el porvenir de cada ser se encuentra ya prefigurado en su germen, aunque de manera tal, precisamente por­que no hay sino una naturaleza, que su desarrollo es solidario con todas las influen­cias que el ser padece y de todas las respuestas que en eso es capaz de dar. La individuación en la naturaleza es efecto de un crecimiento por el que el ser asegura él mismo su propio desarrollo, con el concurso de todos los materiales que toma del medio y de los que debe sacar partido. Los materiales que la vida aísla en la naturaleza circundante juegan aquí, poco a poco, el mismo papel que los posibles en el ejercicio de la actividad espiritual. Únicamente la conciencia no ha de interve­nir; la vida no busca otra cosa que no sea la puesta en acción de sus potencias, en tanto que la libertad no tiene más guía que el valor.

VI

RELACIÓN ENTRE LA INDIVIDUALIDAD DEL VIVIENTE

Y LA INDIVIDUALIDAD DEL OBJETO

Pero del mismo modo como la libertad supone la vida, la vida misma supone al cuerpo. El cuerpo, a su vez, es una cierta individualidad material, es decir, espacial y temporal a la vez. Pero la individualidad del cuerpo en cuanto tal es la del objeto o la del fenómeno y no procede, como la libertad, de un acto interior, ni de un deve­nir interior, como la vida. El cuerpo, por otra parte, es una individualidad mucho más incierta que una conciencia o que un ser vivo. Participa, sin embargo, de la una y de la otra, ya que un cuerpo sólo es individual por el acto de la conciencia que lo aprehende en función de su propia unidad; su individualidad, además, siempre afecta cierta semejanza con la de un ser viviente.

El cuerpo está ante todo individualizado en el espacio por el acto que lo circunscribe y que lo separa de todo aquello que lo rodea. Ese acto es un acto del pensamiento, del que se ve claramente que se ejerce en el tiempo; el contorno del cuerpo es ese mismo acto acabado e inmovilizado, por así decirlo. Más aún, el cuerpo da testimonio de su independencia individual mediante el movimiento del que está animado, el que, separándolo de los cuerpos con los que está en contacto, sucesivamente lo pone en relación con los cuerpos más diferentes. Con todo, el

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movimiento no basta, a pesar de la opinión de Descartes, para individualizar al cuerpo, ya que todavía hay que poder reconocer la presencia de un mismo cuerpo en los sucesivos lugares que él ocupa, cosa que no es posible sino por medio de la cualidad. Es así como la cualidad y el movimiento necesariamente contribuyen la una y el otro a la individualización del cuerpo. Es verdad que la cualidad puede bastar para esto, aunque bajo la condición --si es que el cuerpo que la sostiene no está animado por un movimiento en el espacio- que ella sufra una alteración cuya ley podamos establecer. En otros términos, la individualidad del cuerpo es un efec­to del vínculo entre movimiento y alteración, tal como fue definido en el párrafo V del Capítulo Il. Así, es preciso que la individualidad del cuerpo posea una unidad espacial, sin lo cual no sería una individualidad objetiva, ni podría ser circunscrita y diferenciada de aquello que la rodea sino en el tiempo. Es necesario que [dicha individualidad corpórea] se distinga del universo circundante, ya sea por el movi­miento en el que ella es arrastrada, ya sea por un cambio interno de su contenido cualitativo, los que no pueden tener lugar sino en el tiempo. El tiempo es segura­mente constitutivo aquí de la individualidad, aunque, en primer lugar, en la medida en que él mismo no constituye un cambio, sino la unidad de ese cambio; en segun­do lugar, en la medida en que ese tiempo no es tanto un tiempo interior a la indivi­dualidad misma, cuanto el tiempo de la conciencia que la define exteriormente por un acto de conocimiento.

La individualidad del ser vivo no puede ser disociada de la libertad; esto en rigor no ocurre porque la vida se desarrolle en libertad en su forma más elevada, sino porque la libertad misma no puede ser libertad de un ser particular, a menos que se comprometa en el tiempo y que así se obligue a atar su propio desarrollo a condi­ciones en las que se halle envuelta y por las que esté atada a todo lo que no sea ella, pero que la limite y sobrepase, cosa que apropiadamente llamamos una naturaleza. Ahora bien, aunque el desarrollo del viviente sea un desarrollo interior -aun cuan­do éste sea padecido por nosotros y no una creación nuestra, y que lo vinculemos en nosotros con la espontaneidad del yo y no con su iniciativa espiritual-, por lo menos ese desarrollo no puede imponérsenos y a la vez llegar a ser nuestro si no fuera porque pone en nosotros una pasividad que nos habilita para recibir la in­fluencia de todo lo que nos rodea. Esto significa que todo ser viviente posee un cuerpo, una exterioridad que hace de él un objeto entre los objetos, constriñéndolo a padecer la ley de todos los objetos. A lo más podría decirse que no es suficiente, como los materialistas quieren, reducirlo al cuerpo o explicarlo exclusivamente por las leyes de la causalidad externa. Su objetividad es por sí misma expresión de una actividad interna a él. Esta actividad, por cierto, limita la libertad, pero lo hace por la relación que sostiene no ya con el acto puro -fundamento de su espiritualidad­sino con la naturaleza entera en cuanto ésta expresa la superación de nuestra acti­vidad propia, no por el todo de la actividad participable, sino por el todo de la actividad participada. También es necesario que haya cierta conveniencia entre el devenir de nuestra vida y el de las cosas, en el que nuestro propio cuerpo se halla arrastrado.

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Y así como la individualización del ser viviente realiza la unión entre la indivi­dualización interior de un desarrollo y la individualización exterior de un objeto, de la misma manera aquélla realiza la unión entre ese tiempo que se mide desde den­tro por el crecimiento y ese tiempo que se mide desde fuera por el movimiento y por la alteración. La vida se halla en el punto de encuentro entre subjetividad y objetividad: tiene dos caras y nos muestra de qué manera ellas están necesariamente unidas una a la otra precisamente a fin de que nuestra libertad sea siempre limitada y siempre inseparable del todo que la limita. Con frecuencia se ha opuesto el tiem­po psicológico con el tiempo físico, aunque sin ver que están necesariamente liga­dos uno y otro, dado que no hay tiempo del espíritu puro. El tiempo nace única­mente con la situación en la que se compromete la libertad; y esta situación, en la medida en que la hago mía, es definida por mi cuerpo, que me aísla y funda mi independencia al interior del universo, aunque también me permite entrar en co­municación con él. El yo es, entonces, sólo un ser psico-fisiológico. No existe un tiempo propiamente psicológico que pueda ser disociado del tiempo fisiológico, es decir, del ritmo propiamente tal de las funciones del cuerpo. Pero hay asimismo un tiempo de los objetos, con el que aquél debe concordar, aunque ese tiempo no sea más que una suerte de degradación del tiempo fisiológico y nazca cuando la indivi­dualidad de un cuerpo, dejando de ser definido por la organización y el crecimiento, ya no lo sea más que por las relaciones entre el movimiento y la alteración.

Esa forma de individualidad puramente material es asimismo particularmente incierta y precaria. La imaginamos irrefutablemente bajo la forma de la individuali­dad del ser viviente y hacemos intervenir fuerzas de cohesión suficientes para mantenerla durante un tiempo más o menos largo. En consecuencia, [esa forma de individualidad] es un efecto, en el tiempo mismo, de una victoria contra fuerzas disolventes que triunfan en la materia inanimada. A veces se piensa que en la misma pureza del juego de esas fuerzas podría residir el tiempo puro. Y cuando se define de esta manera al tiempo, la vida misma parecería ser una resistencia a su obra, resistencia que no sería posible sino por una acción ejercida en el tiempo y sin la que la misma acción de las fuerzas de disolución no podría siquiera ser reconocida. El viviente, en efecto, cede finalmente ante ellas; sabe que el determinismo de la materia siempre termina imponiéndose. No obstante, sin examinar por el momen­to el problema de saber si los elementos materiales -liberados así de toda subordi­nación a la unidad de la vida y restituidos a la pura exterioridad- no están destina­dos también a proporcionar a la vida un nuevo alimento, nos bastará destacar que el mundo inanimado indudablemente no es nada más que el cadáver de la vida, cadáver que ésta siempre deja tras sí y que es instrumento de esa limitación, sin la que la libertad no conseguiría encerrarse en formas individuales, es decir, no conse­guiría ser. Puede decirse, en consecuencia, que la eternidad del acto puro, en cuanto comienza a ser participada, abre el porvenir ante una libertad que, sin embargo, es incapaz de crearlo con sus propios recursos. Ella está obligada a recibir el peso del pasado, el que crea en nosotros una modalidad de desarrollo por la cual participa­mos de la espontaneidad de una naturaleza que nos sostiene a la vez que nos sobre-

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pasa. Es así como existe un tiempo de la vida, en el que nuestra libertad se adentra y que -si oponemos uno al otro los dos términos- funda o bien nuestra personalidad o bien nuestra individualidad, según sea la libertad o la naturaleza la que se impon­ga sobre la otra. Cuando se disuelve la individualidad a la vez interior y exterior caracterizada por la vida, no quedan más que cuerpos que no tienen sino una exis­tencia fenomenal al interior del espectáculo del mundo; apenas están individualizados, dado que no pueden estarlo más que por caracteres extrínsecos. El tiempo en el que están comprometidos no es sino un tiempo anónimo, definido por la mera suce­sión, y cuyos momentos sólo pueden ser reunidos por el acto de una conciencia que percibe desde fuera sea el movimiento, sea la alteración. Es así, entonces, que, según se defina al tiempo por el incremento o por la sucesión, podrá pensarse que aquí ya no hay tiempo o que hemos descubierto , por el contrario, la mismísima noción del tiempo puro.

En lo que concierne a la individualidad de los objetos -y en oposición con la individualidad de los seres vivos- podemos todavía destacar que, precisamente por­que ella es efecto de una operación de análisis referida a los fenómenos y que de nosotros depende llevarla a cabo, poseerá siempre un carácter parcialmente arbitra­rio. [La individualidad] se funda sobre la semejanza que las cosas puedan presentar con los vivientes o sobre sus relaciones con nuestras necesidades. En cada uno de estos objetos no hallo otra unidad que no sea la del acto que lo aprehende y lo distingue de todos los demás. Incluso debería decirse, tal vez, que la perfecta indi­vidualidad del objeto, como tal, no se encuentra sino en el objeto artificial, aquél que conozco por una operación que no carece de parentesco con la operación por la que lo construí. La individualidad de un objeto como éste acusa también su estrecho parentesco con el tiempo: no se trata, sin embargo, del tiempo durante el cual el objeto dura antes de deshacerse o de ceder al desgaste, [sino que nos referi­mos] al tiempo que se necesitó para hacerlo y que todavía encuentro, al menos en cierto sentido, en el tiempo que se precisa para conocerlo, es decir, para distinguir y reunir entre sí los elementos mismos que lo forman.

Vemos ahora cómo estos diversos grados de la individuación se definen por la misma función que cada uno de ellos exige del tiempo. La individuación por la libertad implica el tiempo creador, que requiere sin embargo el tiempo del creci­miento para posibilitar la individuación de la vida que, limitando la libertad, la ata a la totalidad de la naturaleza. Este [tiempo] se degrada en el tiempo de la sucesión pura, [movimiento o alteración] que ya no tiene unidad interna alguna, aunque reci­be su unidad del acto de conocimiento que vincula entre sí sus diversos momentos; hablando en propiedad, no hay otra individuación del objeto que no sea aquélla que, como se aprecia en el objeto artificial, resulta de la operación que reunió sus partes y que yo reproduzco otra vez cuando lo percibo.

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VII

ESCALA DE LA INDIVIDUACIÓN

Si quisiésemos retomar en un orden inverso los diferentes peldaños de la indivi­duación, diríamos que la individualidad es en primer lugar la del objeto, la que no puede ser puesta en relieve sino por el movimiento y la alteración e implica de este modo al tiempo definido como la condición del devenir fenomenal; por último, di­ríamos que tiene a la vez un carácter precario y artificial porque está siempre someti­da a la acción destructiva de las leyes del mundo material y que es efecto de un acto analítico del conocimiento, el cual bien podría recortar los objetos de otra manera.

Buscamos asimismo un principio más profundo de la individuación, algo que sea su principio verdaderamente interior, que resista todas las causas exteriores de destrucción, que asuma su propio desarrollo en una especie de subordinación de la acción libre a la naturaleza en la que se inserta. Ahora bien, ésta es la definición propia de la vida, que se desarrolla en un tiempo en el que el pasado se acumula, en tanto que el tiempo de la materia pura, si no estuviese allí el conocimiento para enlazar sus diversos momentos, no cesaría de nacer y de aniquilarse. Estamos aquí ante una colusión entre un devenir externo, hecho de estados que no cesan de pasar, y por el que la misma vida encuentra necesariamente fuera de sí tanto el alimento que la nutre como la manifestación que la realiza, y ese [otro] devenir interno, hecho de operaciones que integran sucesivamente todos sus momentos, hasta que -una vez que dejaron de servirle- sucumbe ante el devenir externo y arroja en su seno todos los elementos que contribuyeron a formarlo.

Con todo, la individualidad de la vida es de por sí insuficiente y prestada; es también la [individualidad] de la naturaleza. Entraña un carácter de interioridad que no interesa, sin embargo, sino a la unidad de su evolución, en cuanto ésta se opone a la objetividad misma del cuerpo. Expresa la ley de nuestro pasado, o la de nuestro porvenir en cuanto determinado por nuestro pasado (no sólo por nuestro pasado individual, sino por el germen donde se halla depositado todo el pasado de nuestra especie) . [La individualidad de la vida] , es cierto, agrega incesantemente a la acción de esas potencias tan lejanas la influencia ejercida por nuestra experiencia de las cosas; esta influencia, sin embargo, no sería suficiente para realizar una verdadera individualidad -en cuanto ésta supone la unidad de una iniciativa interna-, si la libertad no estuviese por sobre todos esos factores regulando su uso. Es ella misma quien requiere continuamente el porvenir, es decir, un tiempo que siempre renace, para ejercer su poder creador. A esto se debe que siempre parezca ser una ruptura con la naturaleza, a la que identificamos fácilmente con el pasado. No obstante, [la libertad] utiliza siempre esa naturaleza e incluso requiere de su existencia como con­dición propiamente tal de su limitación por un todo en el que está llamada a ocupar un lugar y cuya ley no cesa de experimentar. Debido a que se separa del acto puro y que sin embargo de él depende, no sólo por la potencia propia de que dispone, sino

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también por aquello mismo que en él hay y que no logra hacer suyo, -lo cual actúa sobre ella desde fuera y se convierte así en testigo de su imperfección-, [la libertad] está siempre unida a una naturaleza y es a la vez espíritu y vida. Se dirá entonces que -sin la naturaleza- [la libertad] no participaría de la existencia, al menos de esa existencia de hecho a la que adhiere por la parte pasiva de su ser y, si puede decirse, por la misma insuficiencia de su interioridad. Tampoco hemos de asombrarnos de que esté siempre en estado de rebelión contra una naturaleza que la somete y a la cual siempre procura sobrepasar. Podríamos explicarlo diciendo que [la libertad] busca incansablemente negarla, aunque con el propósito de interiorizarla. Los dere­chos con los que se le opone son los del espíritu, que es la perfecta interioridad. Diremos asimismo que la naturaleza es lo real, en cuanto se nos impone a pesar nuestro, y que la libertad, en cambio, es el valor en tanto que de nosotros depende producirlo. Este conflicto entre vida y espíritu, conflicto que en un lenguaje más objetivo es el de la realidad y el valor, constituye la vida misma del espíritu y no podría esperarse abolirlo sin abolir la misma individualidad.

De esta manera, la libertad no puede individualizarse, es decir, realizarse, si no es mediante la vida, la que no se individualiza a sí misma sino por la mediación del cuerpo. Y la libertad es la creadora del tiempo, aunque éste, condición de tal indivi­dualización, reside en una multiplicidad sucesiva de instantes, integrados a veces unos en otros para constituir el devenir del viviente, y a veces separados unos de otros y vinculados solamente desde fuera por el acto de conocimiento, como ocu­rre en el devenir material. Por último, estas diversas etapas dependen unas de otras, ya sea que se muestre cómo dependen del acto inicial que inscribe nuestra existen­cia en el mundo, ya sea que se muestre cómo expresan este encaminamiento ascen­dente por el que el espíritu se libera poco a poco de la esclavitud de la naturaleza.

VII I

EL TIEMPO ES EL MEDIADOR ENTRE LA MATERIA Y EL ESPÍRITU, LOS CUALES ESCAPAN POR IGUAL AL TIEMPO

Y A LA INDIVIDUACIÓN

Con todo, la libertad, si la consideramos antes de encarnarse, es decir, si remon­tamos más allá de todas las manifestaciones que la delatan, hasta la pureza de su acto esencial, por sí misma se halla sobre el tiempo. Nutre su poder propio en un principio intemporal. Puede sin embargo decirse que ella crea el tiempo. Perpetua­mente engendra el porvenir, pero no lo logra a menos de manifestar en él no sólo su potencia, sino también su impotencia y requiriendo de él asimismo, por una parte, la existencia de la naturaleza y del pasado, de una vida que la sostenga y que por ella sea recibida y, por otra parte, esa modalidad de existencia material sin la cual la vida misma no estaría ligada al todo en el que ella, la libertad, encuentra

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conjuntamente su limitación y su medio de expresión. La libertad es principio de individuación y del tiempo. Ante todo, se lanza hacia un porvenir indeterminado, donde el pasado, sin embargo, la obliga a ser portadora de todo el peso de la natu­raleza, incluso del mismo peso de cada uno de sus actos a medida que los lleva a cabo; [y esto es así] hasta que se forma un devenir material cuyo conocimiento concatena las etapas, sin que la libertad haya contribuido a su producción. Contra un devenir como éste, contra el peso del pasado, ella siempre procura la restitución de un porvenir puro. A la vez, parecería también que el tiempo fuera necesario para el ejer­cicio de la libertad, en la medida en que se lo considere en estado naciente y como campo de su acción y que, no obstante, la libertad no deje de anularlo en la medida en que ella siempre rompe la sucesión de los diversos estados para hacer de cada nuevo instante un primer comienzo. El tiempo, empero, constituye una relación entre porvenir y pasado, entre libertad y necesidad; es por esto que es la condición misma de nuestra existencia individual, cuyo principio es la libertad, la que halla en el tiempo tanto los instrumentos como las huellas de su propio ejercicio.

El tiempo, empero, no puede ser medio para la individualización sin j ustificar a la vez el papel de mediador entre materia y espíritu que antes le atribuimos, es decir, no ya -como se cree- entre el ser y la nada, sino entre la posibilidad y la actualidad, entre la actividad y la pasividad (C( Cap. 1, IV- IX) . Porque en modo alguno la materia queda individualizada; siempre se resuelve en último término en elementos que no se distinguen sino por el lugar. La ambición de la ciencia consiste en dar cuenta de todas sus combinaciones mediante relaciones puramente estadísticas. Del mismo modo, la materia no posee existencia sino en el instante; si se la hace entrar en el tiempo para vincular cada uno de esos estados con aquél que le precede o que le sigue, se compenetra de elementos espirituales que le son introducidos por la memoria. En sentido contrario, si se considera al espíritu en su pureza, es decir, con independencia de toda relación con la vida y con el cuerpo, estará por sobre el tiempo, en el que entra a partir del momento en que comienza a individualizarse, esto es, a separarse del Acto puro. Sólo la individualidad, entonces, implica tiempo y de él recibe esa independencia y esa unidad de desarrollo, cuya fuente reside en un proceso de la libertad y cuya manifestación [se da] en una apariencia objetiva, apa­riencia que en último término no es de por sí más que un conglomerado instantá­neo de elementos indiferenciados.

I X

E L TIEMPO INDIVIDUAL Y E L TIEMPO COMÚN

Queda todavía por resolver el problema de saber si el tiempo, condición de la existencia individual, se presenta siempre como ella, con un carácter individual. En tal caso, habría tantos tiempos como individuos diferentes, lo que quedaría confir-

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mado en primer lugar por el sentimiento original que cada ser tiene del transcurso del tiempo, luego por el ritmo particular que es en cada especie y en cada individuo [algo así] como el latido propio de la existencia orgánica y, finalmente, [quedaría confirma­do] por la misma imposibilidad de dar sentido al tiempo relativo, tal como interviene en el movimiento, con independencia de una señal que lo individualice. Pero hay más: si se piensa que el tiempo no puede distinguirse de la apreciación del tiempo, sentire­mos que posee un carácter esencialmente subjetivo y variable que procuramos supe­rar confrontándolo con el espacio, sin que podamos sin embargo abolirlo, puesto que en el transcurso siempre tiene un factor irreductible a lo recorrido; además, la unifor­midad del movimiento es siempre una hipótesis o un límite y el punto de referencia que permite definir movimiento y reposo es siempre arbitrario.

Sin necesitar perjudicar ese carácter individual, al parecer inseparable del tiempo concreto, [el tiempo en sí mismo] no altera de ningún modo su universalidad, que es por sí misma su condición. Y aquí encontramos una aplicación de esa ley general [según la] que lo universal y lo individual, en vez de oponerse como dos términos que se excluyen, por el contrario se implican y se requieren, porque lo universal no se realiza sino en una multiplicidad de términos individuales, de los que por así decirlo es su ley. De ahí que podríamos justificar esa universalidad del tiempo me­diante los cuatro argumentos que siguen:

1° El tiempo deberá ser considerado como una condición de posibilidad de todas las existencias particulares o, si se quiere, del ejercicio de todas las libertades, antes que ninguna de estas existencias haya sido determinada ni que ninguna de estas liber­tades haya entrado por sí misma en ejercicio. Hay tiempo para que haya individuos, pero el tiempo que es el medio por el que el individuo se constituye es, en cuanto tal, el mismo para todos los individuos, así como también todos éstos -cualesquiera que sean las diferencias que los separen- convienen entre sí en virtud de ese carácter común de que todos son individuos.

2a Se hará observar que, en cuanto condición general de la individualidad, el tiempo se define por esa propiedad que posee de introducir en ella un devenir sucesivo resultante de la contaminación de sus acciones con sus estados. Pero el que haya sucesión es lo que constituye la misma esencia del tiempo. Hay por lo tanto un orden del antes y del después que se vuelve a encontrar en todos los tiempos particulares; incluso si ese orden del antes y después no fuese el mismo para las diversas conciencias (cosa que en general no osamos afirmar, ya que cuan­do se habla de la subjetividad del tiempo, lo reducimos solamente a una velocidad más o menos grande en la sucesión de los estados que lo llenan) , sería preciso todavía que hubiera una ley general que explicase por qué hay precisamente un antes y un después para todas, y cómo [las diversas conciencias] le dan a la vez el mismo sentido y una puesta en acción distinta. Esta relación de esa identidad de sentido y de sus diferencias en la puesta en acción es lo que propiamente constituye el ser del tiempo.

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3° Si se acepta que en su pureza el acto no conoce el tiempo, y si sólo comienza a conocerlo por las limitaciones a las que está sujeto y que lo comprometen en un desarrollo en el que siempre tendrá algún obstáculo que vencer, se verá que el tiempo es la ley general que gobierna la relación entre nuestra actividad y pasividad. Porque si bien el acto que el yo realiza carece de existencia y de sentido si no es exclusivamente para él, y si la pasividad que le responde es siempre individual y subjetiva, hay sin embargo un rasgo de universalidad, tanto en la actividad de la que mi operación propia procede, en esa pasividad aún indeterminada por la que el mundo entero actúa sobre mi propia conciencia, y en la relación que los une. Ahora bien, el tiempo es esa misma relación, la que siempre toma una forma original y única en cuanto se considera -al interior de cada conciencia- ese determinado acto que ella realiza y ese determinado estado que ella experimenta.

4° El que yo pueda medir el tiempo gracias al movimiento y atribuir velocidades diferentes a dos cuerpos, si éstos recorren espacios más o menos grandes entre dos instantes idénticos es, por cierto, un signo de que el tiempo no puede ser disociado del espacio que es objeto propio de una experiencia espectacular, común a todas las conciencias. Así, del mismo modo como es necesario que no haya sino un solo espacio (el que es implicado por la pluralidad de los espacios particulares que lo determinan, en vez de abolirlo) y que, en ese espacio único, haya perspectivas dife­rentes aunque concordantes, así también el tiempo que mide el movimiento habrá de variar en cada una de estas perspectivas. Pero es preciso, con todo, que haya en él una ley de variación por la cual yo pase desde cada una de estas perspectivas a todas las demás. ,..

No nos sorprendamos, por lo tanto, si -para la objetivación del tiempo- procu­ramos ponerlo en relación con el espacio mediante el movimiento, ya que el mundo del espacio es un mundo que es el mismo para todos. Se podría pensar, no obstante, que en ese caso el tiempo mismo se desvanecería, porque de él ya no percibiríamos más que su huella. También es verdad que, sin ese vínculo con el espacio, el tiempo no sería ya el tiempo, porque sería puramente presente, o [también] , el presente del espacio no significaría ya en él un corte. Sin embargo, esa marca del tiempo que el movimiento nos permite seguir dentro del espacio y que, objetivándolo, parecería aniquilarlo, al menos nos posibilita comprender cómo el tiempo es el mismo para todos los sujetos, aunque cada uno de ellos lo aprecie de un modo diferente, según sea el lugar que su cuerpo ocupe y el movimiento del que él mismo esté animado.

Este análisis muestra muy bien de qué manera el tiempo podrá variar, no sólo según los individuos, sino según los diversos momentos de su vida, sin perjuicio del tiempo que les es común y que constituye, si así puede decirse, una propiedad del universo. Esta plasticidad del tiempo es un carácter que le es esencial, pues es por él por lo que la finitud se define, tanto en su posibilidad como en su actualización. Es el tiempo el que las opone y las reúne, de acuerdo con las correlaciones más diver­sas. Establece asimismo cierto vínculo, siempre novedoso, entre nuestra actividad y nuestra pasividad, y parecería que el tiempo se aboliera a sí mismo cuando nuestra

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actividad es demasiado tensa o nuestra pasividad demasiado relajada. Por último, la velocidad de su flujo siempre varía si introducimos distinciones más o menos nu­merosas, ya sea entre las operaciones que llevamos a cabo o entre los estados por los que atravesamos. Una actividad continua y que -a través de la diversidad de sus momentos- ampliara su unidad en vez de romperla, una afectividad que le respon­diera como si fuera una melodía desprovista de contrastes, serían casi intemporales. El mismo tiempo es, entonces, común a todas las conciencias que pueden hacer de él los más variados usos. Se diferencia por la manera como lo utilizan y por lo que en él ponen.

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LIBRO SEGUNDO CARÁCTER IDEAL DEL TIEMPO

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CAPÍTULO IV SENTIDO DEL TIEMPO

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Tras haber deducido el tiempo y mostrado que, junto al espacio, es condición de posibilidad de las libertades particulares, de su limitación y su correlación con el mundo en el que ellas deberán ejercitarse, es conveniente analizar la naturaleza misma del tiempo, averiguar cómo puede ser conocido y cuál es la forma de exis­tencia que podemos atribuirle, lo cual nos llevará a estudiar el sentido del tiempo, a definir la relación original por la que la conciencia lo constituye y a mostrar que él no tiene otra forma de existencia que la del espíritu que lo piensa.

I

EL SENTIDO, CARACTERÍSTICA PROPIA DEL TIEMPO

La investigación acerca del tiempo que hemos emprendido nos lleva a una sin­gular consecuencia: por una parte, debemos considerar al tiempo como el proble­ma fundamental de nuestra vida o, al menos, el misterio mismo de su esencia, dado que todos los problemas se nos plantean en el tiempo y nos parece que, si llegára­mos a comprender su sentido propio, se nos revelaría el sentido mismo de la vida. Pero he ahí, por otra parte, que el tiempo nos parecerá como si estuviera constitui­do por el sentido mismo, como si introdujera un sentido en las cosas y en nuestra propia vida, de la que justamente es él el sentido. No se trata entonces de buscar fuera del tiempo cuál es el sentido de éste, pues el mismo tiempo es el sentido y todo lo que está en el tiempo manifiesta por sí mismo un sentido que sólo el tiempo puede darle. Además, no podemos admirarnos demasiado si en la palabra "senti­do" haya una ambigüedad semejante, que le permite designar al mismo tiempo la orientación de cierto desarrollo, el lugar que todo término particular puede recibir en él y el significado que puede darse a ese término tornándolo inteligible, permi­tiendo al espíritu recuperar en él, en una especie de transparencia, la satisfacción de sus exigencias más esenciales. Intentaremos mostrar cómo pasamos de la una a la otra de estas dos acepciones del término sentido, cómo es que son inseparables, siendo la primera una suerte de dato de la experiencia, cuya interpretación espiri­tual es la segunda.

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Antes que nada, diremos que propio del tiempo es expresar la condición sin la que el acto constitutivo de la conciencia individual no podría ejercitarse; esto impli­ca que ese acto, cuya unidad no puede ser quebrada, puede entrar en relación con una pluralidad de estados cuyo vínculo es precisamente él. Este vínculo es insepara­ble tanto de la operación en la que esos mismos estados son producidos por nues­tra libertad, al modo de una especie de sombra o limitación que siempre la acompa­ña, como [también] de la operación en la que, considerando en ellos sólo la acción ejercida sobre nosotros por lo externo, procuramos salvaguardar a través del mis­mo orden de su aparición, la característica unidad de la conciencia. En ambos ca­sos, ya se trate para ésta de querer o de conocer, el tiempo realiza la unidad de una multiplicidad. No la realiza, empero, de cualquier manera, sino de modo que esa multiplicidad llegue a ser a la vez condición de posibilidad de una libertad indivi­dual y efecto de su ejercicio. En otros términos, expresa en ella, sin afectar su uni­dad, esa mezcla de actividad y pasividad sin la que nuestra libertad no podría distin­guirse del acto puro. De esto se sigue que esta multiplicidad no puede ser disociada de la unidad que la crea, ni esa unidad, de la multiplicidad que la limita. Vemos asimismo, tal como el buen sentido popular parece afirmarlo de inmediato, que no hay tiempo sino para una acción impedida y que no se da su objeto al instante o, también, para una serie de estados inseparables de tal acción y cuyo curso ella está obligada a abrazar. Pero, debido a que esa multiplicidad no tiene existencia sino en relación a una acción, cuya potencia e impotencia mide al mismo tiempo, una mul­tiplicidad como esa no podrá presentar un carácter de unidad a menos de estar orientada, es decir, si sus elementos son recorridos alternativamente.

Y no es suficiente confirmarlo por la experiencia, porque el análisis dialéctico nos permite en cierta medida comprender por qué es así. En efecto, el carácter esencial del acto en cuanto acto es ser ajeno al tiempo, cuyo orden siempre debe ser padecido y no se forma sino en el momento en que el elemento de pasividad pene­tra nuestra conciencia. Diremos asimismo que el acto es siempre y de por sí un primer comienzo o, también, que siempre está presente y que, en cuanto tal, nece­sariamente acompaña todos los momentos del tiempo. De ahí que no haya nada que pueda precederlo; toda determinación o todo límite por él recibido lo supone y es segundo respecto a él. Pero esta determinación no puede ni tomar su lugar ni hacerle daño alguno, de suerte que, dado que permanece siempre presente, no cesa tampoco de renacer y de resucitar para padecer indefinidamente alguna nueva determinación. De esta manera, vemos formarse un orden entre los acontecimientos, el que parecería un orden puramente objetivo, pero que no obstante no es tal sino por el acto del yo que lo recorre. Es, por lo tanto, indivisiblemente subjetivo y objetivo, porque a la vez es el orden de los acontecimientos que se producen en el mundo y el orden de las operaciones que los aprehenden o que los producen. Y estos dos aspectos del orden están asociados de una manera hasta tal punto íntima en la génesis del tiem­po que, por una especie de paradoja, si el acto constitutivo del yo está comprome­tido en el tiempo por la serie de los acontecimientos o de los estados que de modo obligado ha de recorrer ordenadamente (sin lo cual ese acto sería por sí mismo

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intemporal) , en sentido inverso, esos acontecimientos y esos estados no estarían por su parte comprometidos en el tiempo si no fuera porque el yo los vincula a unos y otros, sea por el acto que los llama a la existencia, sea por el acto que da realidad a su conocimiento.

11

ANÁLISIS DE LA IRREVERSIBILIDAD

Esa propiedad del tiempo por la que éste posee un sentido o por la que obliga a toda multiplicidad que encuentre un lugar en él a que reciba un sentido, es la que algunas veces expresamos cuando decimos que el tiempo es irreversible. Porque, al parecer, la señal más clara de nuestra limitación, en tanto que ésta es efecto de nuestra vida temporal, es que en el tiempo no podemos volver atrás. Tampoco podemos evitar entrar en ese movimiento por el que el porvenir nos arrastra, ni podemos impedir que el pasado, en cuanto tal, nos esté cerrado para siempre, que nos hallemos separados de él por una barrera imposible de franquear. Por esto parecería haber una contradicción entre el tiempo y el espacio, al que se lo conside­ra como el lugar de los caminos reversibles o que pueden ser recorridos indiferen­temente en los dos sentidos. Con todo, esta contradicción no es real, a menos que se aísle absolutamente al espacio del tiempo, en circunstancias que ellos siempre están implicados el uno por el otro y que no se oponen entre sí sino al interior de la conciencia que los vincula. Es así que no posemos pensar la idea negativa de una irreversibilidad del tiempo si no es en su relación con una irreversibilidad no sólo ideal, sino actual, cuya experiencia nos la da el espacio. A la inversa, la reversibilidad del espacio no puede ser disociada de la idea de dos recorridos irreversibles en el tiempo, pero cuya condición es a pesar de todo tal, que se hallan dispuestos de manera simétrica y la imaginación es capaz de aplicárseles.

Por otra parte, esta especie de necesidad en que nos encontramos de ir siempre hacia el porvenir, sin poder nunca retroceder hacia el pasado, no deja de merecer alguna reserva. No es inteligible a menos que, en la realidad y tal como ella se nos ofrece en el tiempo, no estemos considerando sino la percepción. Es muy verdade­ro, entonces, que no podemos recuperar una percepción ya abolida, de la misma manera que no podemos anticipar una percepción eventual. Sólo podemos dispo­ner, precisamente por el pensamiento, al mismo tiempo del pasado (resucitándolo, es verdad, por el recuerdo) y del porvenir (dejándole, es verdad, su carácter de posible) . En consecuencia, hay que decir que la irreversibilidad del tiempo concier­ne solamente al orden en el que las percepciones se producen, pero que el pensa­miento del tiempo permite superarla o, incluso, invertirla, dado que nos permite considerar el porvenir antes que el pasado y como cambiándose siempre en pasado. Así, la irreversibilidad parece jugar en dos direcciones opuestas, según se tenga en

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vista el orden en el que los acontecimientos llegan a la conciencia o el orden en el cual éstos mismos entran en la existencia.

Más aún, después · que ellos se realizaron, la irreversibilidad desaparece, puesto que el tiempo abolido en cierto sentido deviene enteramente un presente espiritual, en el que los acontecimientos ya no tienen sino una dependencia lógica e indiferen­temente pueden ser evocados en cualquier instante del tiempo.

La irreversibilidad constituye, con todo, el carácter más esencial del tiempo, el más emocionante y el que otorga a nuestra vida tanta seriedad y ese trágico fondo, cuyo descubrimiento hace nacer en nosotros una angustia que consideramos como reveladora de la misma existencia, una vez que el tiempo fue elevado hasta lo abso­luto. Porque es propio del tiempo hacérsenos sensible no tanto por el nuevo don que cada instante nos trae, como por la privación de aquello que creíamos poseer y que nos es arrebatado por cada instante. El porvenir mismo es algo indeterminado, cuyo solo pensamiento, incluso cuando despierta en nosotros la esperanza, pertur­ba nuestra seguridad. Gustosamente confundimos la existencia con sus modos y, cuando estos modos son los que cambian, nos parece que es la misma existencia la que se anonada.

El solo término irreversibilidad muestra con claridad suficiente, por su carácter negativo, que el tiempo nos descubre una imposibilidad y contradice un deseo que está en el fondo de nosotros mismos. Porque aquello que por un momento se confundió con nuestra existencia ya no es nada y, no obstante, no podemos hacer que no haya sido; de todas maneras escapa a nuestro alcance. No se trata ahora de saber si el significado del tiempo no es precisamente obligarnos a retenerlo bajo una forma más espiritual y más pura. Para todos los hombres no hay otra realidad que aquélla que momentáneamente coincide con el cuerpo: mas, he ahí que es ella precisamente la que no cesa de escapársenos. El recuerdo no es para ellos nada más que un señuelo, que atestigua acerca de una ausencia mucho más que de una pre­sencia. Ahora bien, lo que para nosotros constituye la irreversibilidad del tiempo es justamente esta incesante sustitución de un objeto que [antes] podía ser percibido, por uno que [ahora] ya no puede ser sino recordado. Es ella la que provoca la queja de todos los poetas, la que hace retener el acento fúnebre del "nunca jamás", la que da a las cosas a las que jamás veremos dos veces esa extrema agudeza de voluptuo­sidad y de dolor, donde lo absoluto del ser y el absoluto de la nada parecieran aproximarse hasta confundirse. La irreversibilidad, por lo tanto, es el testimonio de una vida que vale de una vez por todas, que jamás puede ser recomenzada y que es tal que, avanzando siempre, rechaza sin cesar fuera de nosotros mismos, hacia una zona en adelante inaccesible, aquello mismo que no hizo sino pasar y a lo que habíamos pensado estar atados para siempre.

La presencia continuada del espacio contribuye aquí a renovar nuestra ilusión, ya que no cesamos de ir y venir de un lugar a otro en el espacio, pensando que así podría ser con los momentos del tiempo. Estos lugares, empero, por su aparente

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constancia, no son para nosotros sino el esquema uniforme de la exterioridad; lo que encontramos en ellos cuando los alcanzamos una vez más es también un nuevo estado de nosotros mismos y del mundo, el que nos hace aparecer más digno de ser lamentado ese mismo estado que íbamos a buscar y que está abolido para siempre. En último término ¿será ese deseo de volver atrás sólo el deseo de volver a estar presente a todo lo que hemos sido, como si todo cambio necesariamente fuera una disminución para nosotros? No podemos desconocer, sin embargo, que todo cam­bio sea también en nosotros un crecimiento. Y todo hombre que lamenta no poder actualizar otra vez su pasado aplica a éste una mirada y una voluntad que su expe­riencia ha transformado poco a poco, de manera que acepta la irreversibilidad, en vez de rechazarla. Querría solamente poder recuperar con el cuerpo aquello que no puede serlo sino por el pensamiento: he ahí precisamente la condición sin la cual no habría irreversibilidad.

III

DEDUCCION DE LA IRREVERSIBILIDAD A PARTIR DE LA PARTICIPACION

Es preciso ahora intentar deducir la irreversibilidad a partir de la participación y mostrar de qué manera aquélla es implicada por ésta, que la constriñe a presentarse bajo diversos aspectos y a conjugar éstos uno con otro para poder introducir en nosotros simultáneamente actividad y pasividad, obligándolas a corresponderse.

1 ° En efecto, cuando se considera la actividad del yo en cuanto ésta siempre constituye un primer comienzo, es necesario que esté también caracterizada por un proceso de ruptura respecto al universo realizado. Podemos también decir, como ya mostramos, que es creadora de un porvenir siempre nuevo. En ese sentido [la actividad del yo] rechaza foera de sí todo lo que ya es, es decir, lo rechaza hacia el pasado, donde todavía será posible aprehenderlo por el conocimiento, del que no obstante se desprende para poner en juego una potencia que le es propia y que introduce así en el mundo un acontecimiento que sólo de ella proviene. Por lo tanto, necesaria­mente mira siempre hacia adelante. Y podemos decir que es así en todas las etapas de su desarrollo, de suerte que esa necesaria dirección que indefinidamente da a su propia operación es ya suficiente para crear la orientación del tiempo.

2° La irreversibilidad del tiempo expresa el medio por el que la existencia del yo se constituye mediante un progreso autónomo, del que en cierto sentido la libertad es origen. Esta libertad, sin embargo, por más que rompa incesantemente con el mundo tal como éste es, se halla comprometida a pesar de todo en él, de suerte que pesa sobre ella en todo aquello que precisamente manifiesta su insuficiencia, limitándola y obligándola, pero al mismo tiempo aportándole los materiales que ella utiliza y sin los cuales permanecería vacía y como sin trabajo. Esta es la razón

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por la que la libertad no sólo tiene tras sí un pasado, sino que también nunca puede producir su efecto de un solo golpe, porque en tal caso, siendo inmediatamente coextensiva consigo misma, no se distinguiría ya del acto creador o de la cosa crea­da. Es preciso, por lo tanto, que su desarrollo sea escalonado y sucesivo. También es preciso que esta sucesión sea irreversible, si queremos que cada operación de la liber­tad tenga significado en el mundo, que deje en él una marca imborrable, que el mundo no sea el mismo antes y después de su realización y que nuestro propio ser quede transformado por ella. Podríamos expresar esta misma idea diciendo que la voluntad es exclusivamente causa y que propio es de la causa preceder incesante­mente a su efecto, sin jamás poder anticipársele.

3° A pesar de todo, esta causalidad de la voluntad, en cuanto origen de la irreversibilidad del tiempo, no expresa nada más que la anterioridad del acto res­pecto al dato que lo limita, lo expresa y le da acabamiento. Y no hay efecto de la voluntad que no imprima su marca en el mundo de los datos, es decir de los fenó­menos. La libertad, sin embargo, es por sí misma transfenomenal y sólo en la medida en que pueda decirse de la eternidad --contemporánea de todos los mo­mentos del tiempo, a los que antecede y funda- que hay irreversibilidad no tanto entre los momentos del tiempo, cuanto entre la eternidad y el tiempo. La irreversibilidad del tiempo no es más que una especie de imagen suya. A duras penas podríamos decir que nuestra voluntad está siempre inserta de alguna manera en la fenomenalidad, [así como también] que ella es quien funda la irreversibilidad del tiempo; y [lo hace] precisamente en la medida en que -rompiendo siempre con alguna determinación a la que se hallaba ligada para producir alguna otra- deje una huella de su paso que no puede sino ser posterior a ella. Así, la estatua todavía subsiste cuando el escultor ejercita ya su actividad en alguna nueva obra. Ésta es la forma de irreversibilidad que es inseparable de la causalidad voluntaria.

4° Pero ningún fenómeno, a su vez, considerado en sí mismo y separado de su relación con nuestra voluntad, puede manifestársenos sino en el tiempo, sin lo cual no sería para nosotros ni siquiera objeto de conocimiento. [Los fenómenos] son al mismo tiempo arrastrados en el devenir del mundo y en el de la conciencia. De hecho, expresan precisamente aquello que limita la acción de la libertad. Por su rela­ción con ellos, nuestra libertad es, si puede decirse, creadora del tiempo. Esto basta para mostrar que entre ellos existe un orden que es también irreversible. Esta irreversibilidad, empero, es inseparable de la irreversibilidad del acto libre, siendo por así decirlo su contrapartida. Porque, no sólo cuando los fenómenos se ordenan entre sí de acuerdo con una serie temporal, es porque un acto libre -que por sí mismo no puede ser encadenado por determinación alguna- los deja a todos, uno después del otro, tras sí en la medida en que se separa de ellos y resucita. También las determinaciones sostienen entre sí -además de la relación con la libertad, de la que diremos al mismo tiempo que las llama y que las niega- una relación de sucesión que les es propia y que precisamente hay que reducir a un orden inteligible. Estamos ante otra forma de causalidad a la que podríamos llamar interfenomenal. Y los filósofos han intentado remitir tan pronto la segunda a la primera, como la primera a la segun-

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da, según sea que el mundo haya sido interpretado por ellos de acuerdo con el modelo proporcionado por la experiencia interior del acto voluntario o de acuerdo con el modelo proporcionado por la experiencia exterior de la serie de acontecimientos.

IV

LA IRREVERSIBILIDAD FÍSICA

Necesitamos ser capaces de dar sentido a la causalidad allí donde la interven­ción de una voluntad no es más que una hipótesis gratuita, allí donde consideramos el orden de los fenómenos antes que se ejerza la libertad y como [si fuera] la condi­ción de su ejercicio, allí también donde los fenómenos, después de haber sido llamados a la existencia o modificados por la voluntad, son abandonados a su libre curso. Esto es, precisamente, lo que llamamos causalidad física. Podemos pensar, como los empiristas, que la causalidad física se reduce a la pura sucesión; no obstante, resulta embarazoso tener que constatar que en esa sucesión existan regu­laridades sin intentar averiguar su razón. Ninguna conciencia puede contentarse con el puro ascetismo empírico. ¿Cómo podría contentarse con eso si, hasta en el espectáculo que se brinda, ella sigue siendo una actividad que intenta producir no ya un orden entre las cosas, sino un orden entre las ideas de las cosas? De esto se sigue que esa sucesión no es un puro dato o, en otros términos, que hay un orden que lo explica y que hace que tal acontecimiento venga antes que otro y que este otro venga después.

Agreguemos, con todo, que la regularidad de la ley no debe ser confundida con el orden causal, el que podría no ser un orden general (al menos de hecho, si no de derecho) , por ejemplo si cada sucesión fuera ella misma singular. Incluso es así como las cosas ocurren, porque todas las sucesiones son singulares, como los acon­tecimientos que las conforman. Sólo por análisis buscamos en ellas los factores simples que siempre son seguidos por los mismos efectos, con la condición de eliminar todos los demás factores, a menudo fortuitos, que conjugan su acción con la de ellos, para encontrar así en lo variable una repetición más conceptual que real.

Pero ¿cómo es posible ahora tornar inteligible ese orden causal que expresa el orden según el que los acontecimientos se determinan unos a otros, hecha abstrac­ción de la repetición ideal de ellos y considerado en sí mismo? El espíritu procurará recuperar en sí su propia unidad, suponiendo entre los fenómenos, no ya, como se decía en otros tiempos, la identidad de una sustancia de la que ellos serían sus modos, ni incluso la identidad de una fuerza cuyo desarrollo estaría jalonado por ellos, sino tan sólo la identidad soberanamente inteligible del número que los mide. Por lo tanto, la dificultad está en explicar por qué, si la sustancia, la fuerza o el número son los mismos, hay modos, efectos o apariencias que difieren y ocupan lugares diferentes en el tiempo. La reducción a lo idéntico sobrepasó aquí al propó-

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sito: abolió la diversidad, para tornar inteligible la diversidad. Y ahora que está abolida, hay que reintegrarla y mostrar cómo pudo originarse.

De hecho, es esta apariencia, esta fenomenalidad, esta cualidad, la que constitu­ye la realidad propiamente tal. ¿Será entonces imposible hacerla inteligible de algu­na otra manera que no sea destruyéndola? Porque en último término algo ocurre. ¿Y qué es eso que ocurre? Así como la intervención de la libertad posee un carácter en cierto sentido creador y siempre introduce en el mundo un factor nuevo por el que encuentra expresión en aquello mismo que la limita y que deviene ante el mun­do un factor de enriquecimiento y, ante el yo, una condición de su progreso, tam­bién ocurre que la causalidad física tiene un carácter reductor: borra el escándalo de la diferencia y conduce la materia a un estado de indeterminación. De este modo, todos los cambios que se producen obedecen a la ley del debilitamiento. Y los modernos tratan de mostrar que la causalidad física no puede ser explicada más que por una tendencia hacia un equilibrio estático. La libertad es una potencia unitiva y constructiva y procura transformar el mundo en un sistema organizado que es una especie de imagen de ella misma. Cuando ella desaparece y abandona la materia a sí misma, ésta vuelve a ser una multiplicidad pulverizada, donde todas las combina­ciones llegan a ser inestables y se deshacen, hasta el momento en que todas las fuerzas presentes se compensen en un retorno a la inercia. Así, la causalidad física no se realiza sino en virtud de una doble reducción a la identidad: a la identidad en cierto sentido numérica entre los términos de la sucesión, y a la identidad final, donde sus diferencias cualitativas quedan a su vez abolidas.

En vez de poder ser asimiladas una a la otra, la causalidad voluntaria y la causalidad física son por lo tanto inversas entre sí. Permanecen, sin embargo, asociadas e inse­parables. De la unión de ellas resulta el orden del mundo, que no deja de cambiar porque no deja de hacerse y de deshacerse a la vez. La voluntad no puede reinar sola. Si así no fuera, no sería limitada ni tendría necesidad del mundo para ejercitar­se. Tampoco la materia puede reinar sola; de otro modo sería una absoluta indeter­minación, que no se distinguiría de la nada ni tendría nada que deshacer. En esta asociación de la voluntad y de la materia no hay nada más que un efecto de la ley de participación: el universo no estaría en el tiempo, ni habría un universo sino porque es imposible separar a aquéllas dos. [Voluntad y materia] , sin embargo, evocan dos formas opuestas de causalidad: la acción de la una comienza donde la acción de la otra concluye. El tiempo es el campo donde una y otra se ejercen; así, volvemos aquí a encontrar su esencia, tal como la definimos, y que es permitir la alianza entre actividad y pasividad, libertad y necesidad. Es preciso que haya en [el tiempo] esa ambigüedad para que justifique de igual modo la posibilidad de nuestra servidum­bre y la de nuestra liberación. Podemos decir que él es la condición de esta doble acción causal; pero sería todavía más verdadero decir que el tiempo es su efecto, o que ella lo produce como el medio del que tiene necesidad para poder ejercitarse.

Por esto, Kant tuvo mucha razón al querer fundar, en la segunda analogía de la experiencia, la irreversibilidad del tiempo sobre el orden de la causalidad, en vez de

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hacer lo contrario. Pero entendía por causalidad sólo la causalidad fenomenal: la fundaba, de un modo enteramente general y formal, sobre la sola inteligibilidad de la experiencia, de la que constituía su condición de posibilidad. Kant no buscaba un fundamento interno para la relación original de dos fenómenos que se siguen. Sobre todo, no habría aceptado que la causalidad transfenomenal -por su prioridad ontológica respecto al universo del fenómeno y por la necesidad en que estaba de hallar en él una expresión- fuese la razón de ser de la causalidad interfenomenal, y que siempre anticipase, para determinarla, la sucesión real de los acontecimientos, tal como ella se nos ofrece.

V

LA IRREVERSIBILIDAD ACUMULATIVA

El sentido del tiempo puede revelarse de otra manera: en vez de considerar al tiempo como un orden según el que las cosas son alternativamente creadas y aboli­das, de suerte que el sentido del tiempo expresaría la exigencia que hay en ellas, una vez llegadas a la existencia, de retornar de inmediato a la nada, podemos por el contrario considerarlo como si expresase ese poder de conservación y de acumula­ción por el que la creación, por así decirlo, se acrecienta indefinidamente, sin que haya en ella nada que alguna vez pudiera aniquilarse. Así, el tiempo expresa no sólo la continuidad del devenir, sino también esa integración de todo el pasado al inte­rior del presente, de donde viene a despuntar un porvenir siempre nuevo y siempre imprevisible. Es evidente que esta teoría del tiempo "acumulativo" marca con gran fuerza su irreversibilidad. El tiempo es aquí el que devino creador y, en lo que se refiere a todas las sucesivas formas de la existencia, goza del mismo privilegio que el acto respecto al dato en una teoría que los distingue, en vez de intentar fusionarlos. Puesto que nada de lo que ha sido puede ser borrado, en vez de encadenarnos, [el tiempo] es indefinidamente superado.

Con todo, nos parece que si el acto de la conciencia es creador del tiempo, lo es aún más por sus límites que por su potencia; y esto de manera que no se confunde con el tiempo en el que se hallan comprometidos todos los acontecimientos y to­dos los estados, [tiempo] al que sin embargo continúa dominando. [Este acto] es libre frente al pasado y se produce por una creación siempre nueva simplemente porque está henchido de todo el pasado que él despliega. En cierta manera, gobier­na ese pasado. En cuanto el acto llega a flaquear, el pasado será el que nos rija, no seremos ya nosotros quienes lo mandemos a él. Sólo ciertas partes del pasado lo­gran prolongar su acción hasta el presente, como habitualmente vemos. Para reali­zar la síntesis de todo el pasado se requiere un esfuerzo del pensamiento; también esta síntesis le cambia su forma y significado. Porque siempre escojo en mi propio pasado, si no las partes que lo constituyen -ninguna de las cuales puede ser destrui­da- al menos el orden de subordinación que les impongo. Así, ocurre que aparen-

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temente abandono, desestimo o incluso reniego de algunas entre ellas, lo que no significa que pueda echarlas fuera de mí, sino solamente rechazarlas o someterlas a otras que hasta entonces les llevaban la delantera.

El pasado, entonces, no puede ser identificado con ese impulso que no cesa de promover mi porvenir. En ese impulso se halla presupuesto un acto de participa­ción, contemporáneo de todas las fases del devenir; y es ese acto el que hace del pasado propiamente dicho una materia a la que no cesa de modificar, a fin de ven­cer los obstáculos que encuentra en su camino y de realizarse de una manera más y más pura y más y más perfecta. Esto no es posible sino con la condición de que [el acto de participación] no sea una mera eflorescencia de lo que la precedió. Porque todo el ser le está presente precisamente bajo la forma de ese acto puro al que está unido y al que no cesa de dividir. Saca su foerza, entonces, de una realidad que supera infinitamente todo nuestro pasado. Esta es la verdadera razón por la que no deja de enriquecer­se. La participación ya realizada no está aniquilada, [porque aquella realidad] no deja de sostenerla, aunque es precisamente para que [este acto de participación] pueda sin descanso agregar algo por una nueva participación cuya fuente no queda atrás, sino en el presente, donde mana aún como el primer día. El pasado representa las causas que ya hemos captado y que siempre utilizamos. Ocurre, sin embargo, que ellas se pierden en las que todavía captamos; es por esto que es difícil reconocer la parte de la adquisición y la parte de la invención en todo lo que se produce, pues podemos considerar como efecto de un pasado acumulado aquello mismo que su­pone la acción de una libertad que dispone de ese pasado y posee todavía la poten­cia para dirigirse más allá.

Si la irreversibilidad del tiempo, entonces, no puede ser identificada con ese impulso interior, inmanente al pasado, que siempre engendra un nuevo porvenir, al menos esa irreversibilidad es implicada por la condición de un acto de participa­ción. Éste, incapaz de realizarse de otro modo que no sea por peldaños, deja detrás de sí un pasado del que es solidario, pero siempre encuentra en el absoluto al que está unido los recursos que le permiten modificar y acrecentar aquel pasado.

VI

EL SENTIDO DEL TIEMPO O LA COMPOSICIÓN DE LA LIBERTAD Y DE LA NECESIDAD: ÉSTA EXPRESA LA CONDICIÓN

DE UN SER CUYA ESENCIA ES HACERSE A SÍ MISMO

El vínculo que hemos establecido entre libertad y necesidad para explicar la aparición del tiempo explica también por qué el tiempo mismo posee un sentido. Hemos mostrado que la libertad y la necesidad se integran la una con la otra en el acto de participación o, más exactamente, que son efecto de su división. Ahora bien, ellas ponen en j uego dos especies de orden de opuesto sentido, pero cuya

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reunión constituye precisamente la temporalidad. En efecto, sabemos que lo propio de la libertad es abrir ante nosotros el porvenir. Ella nos desprende no sólo del pasado, sino del ser mismo, para fundar nuestra iniciativa y hacer de cada una de nuestras acciones un primer comienzo. De esta manera, la libertad carece de pasa­do; se inscribe, sin embargo, en un camino todavía inexplorado y, para su camino original, crea un mundo que le debe su existencia y su crecimiento. Siempre intenta una nueva aventura. Mira hacia adelante y hace incesantemente algo de nada. Puede decir­se que indefinidamente crea el porvenir a fin de crear una acción que le sea propia, es decir, la de crearse a sí misma. El sentido reside aquí, entonces, en la relación del presente con el porvenir, o en la de aquello que dejamos con aquello que queremos.

Esta misma libertad, empero, no puede ser considerada como todopoderosa, pues no es una libertad pura; siempre es limitada y tiene sus trabas. Mantiene tam­bién su adhesión a lo que deja y que constituye precisamente un pasado que pesa sobre ella. En las tareas que lleva a cabo y que marcan con su huella el mundo en que ella actúa, [la libertad] siempre se hace solidaria y hasta cierto punto prisionera de lo que ha hecho; es verdad que pronto se desprende y llama a la existencia otro porvenir, pero arrastra tras sí el pasado del mundo y el suyo propio. Este pasado es, en consecuencia, el que la niega o que la contradice, que la hace aliada con la necesidad. ¿Cómo habría la necesidad de expresarse de otro modo que no sea por la acción limitativa ejercida sobre la libertad creadora por todo aquello que ha sido, por todo lo que hemos hecho y por la imposibilidad en que nos hallamos de abolir­lo? Así como es propio de la libertad atar el presente al porvenir, propio es de la necesidad atar el presente al pasado, testimoniar que nada entra en el presente que no sufra la presión de todo lo pasado, expresar el sentido del tiempo en la relación de lo que es y de lo que lo antecede, al igual como la libertad lo expresaba en la relación entre lo que es y de aquello que le sigue. Así, la unión de la libertad y de la necesidad es necesaria para dar cuenta de estos dos aspectos del sentido, a la vez contrarios e inseparables, cuyo enlace constituye la esencia misma del tiempo. El que no puedan ser separados es algo que ya es manifiesto, si atendemos a que la libertad es indudablemente creadora del porvenir, pero que lo es gracias a un acto por el que ella se separa del mundo tal como éste estaba dado, lo que basta para constituirlo en pasado, y [también si nos fijamos] que la necesidad no puede ser pensada sino en su relación con una libertad a la que limita, es decir, con un porve­nir que ella desde ya contribuye a determinar.

Ahora comprendemos por qué el sentido del tiempo expresa la condición de un ser cuya esencia es hacerse a sí mismo. Está claro, en efecto, que un ser como éste se compromete precisamente en el tiempo por esa serie de determinaciones que ex­presan las sucesivas fases de su propio desarrollo, de tal suerte que no habría un tiempo de las cosas si no fuera porque hay un tiempo de la conciencia que, repre­sentándoselos, los asocia a su propio devenir. El tiempo implica siempre un recorri­do que, sin un ser que lo lleve a cabo, no es nada. Es ésta la razón por la que el tiempo se anula en provecho del espacio y la irreversibilidad, en provecho de la

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reversibilidad, en cuanto consideramos el cambio en su pura objetividad fenome­nal, sin tener en consideración un ser que cambia. Esto es lo que ocurre cuando del movimiento se trata, si, olvidando al ser que se mueve, consideramos a aquél como un puro objeto de espectáculo, en el que la existencia misma del espectador dejaría de desempeñar algún papel o, lo que es lo mismo, que subsistiría para cualquier espectador.

Vemos, por el contrario, cuán grotesco sería querer invertir el orden del desarro­llo de un ser vivo, al que no sólo interpretamos por analogía con el desarrollo de una conciencia, sino que lo consideramos más o menos distintamente como su esbozo y soporte. Es así como parecería que la reversibilidad o la negación del sentido4 no podría ser sino la característica de las cosas en cuanto cosas. Pero no hay cosa alguna que para nosotros sólo sea una cosa, pues no sólo no es una cosa sino cuando llega a ser una representación, es decir, un fenómeno para una conciencia, sino que ade­más nunca se reduce absolutamente al fenómeno. Ella sobrepasa la fenomenalidad en la medida en que tiene un desarrollo propio, que también transcurre en un tiempo que le es propio y que en último término es concorde con el tiempo de nuestra propia vida subjetiva, sin que a pesar de todo se confunda con él . Ésta es indudable­mente la razón por la que la perfecta reversibilidad es una idea-límite que no encuen­tra verificación sino en lo abstracto, es decir, en la geometría pura y en la mecánica pura.

Podría decirse que un orden reversible es un orden donde cada uno de sus térmi­nos tiene una posición rigurosamente determinada entre el que le precede y el que le sigue, pero que es todavía hasta cierto punto indeterminado y ambiguo, pues los términos que llamamos precedente y siguiente pueden ser invertidos. Para que el orden esté plenamente determinado, se precisa que las palabras precedente y si­guiente reciban un sentido unívoco, lo que no es posible sino para una conciencia que, por la elección que realice, fije el sentido del recorrido. Es inútil pensar, por lo tanto, que puede existir un orden objetivo con independencia de una actividad que le dé su sentido; el orden es inseparable de su ejercicio y del tiempo en el que ella se despliega.

Este mismo tiempo que nos permite realizarnos, sin embargo, en virtud de la imposibilidad en que estamos de volver atrás, expresa la eficacia misma de la acción que nos hace ser. Porque debido a que esta acción es imborrable, porque no pode­mos hacer que ella no haya sido, porque podemos modificarla aunque sin abolirla,

4 Ya mostramos en el # II del presente capítulo que la reversibilidad no anula el sentido, ya que supone dos recorridos que se agregan el uno al otro en el tiempo. Para presuponerlos, hay que restablecer esta oposición de los dos sentidos contrarios, implicada por la misma noción de sentido. De este modo, todo movimiento de retorno implica que tenemos la ilusión de caminar a contrapelo en nuestro pasado. Sólo que la coincidencia de los dos recorridos no se obtiene sino si desaparece la originalidad específica de cada uno de ellos, sea hacia adelante o sea hacia atrás. En tal caso, también el tiempo desaparece.

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porque quererla recomenzar significa hacerla otra [acción] que se le agrega, pero que no la sustituye, [por todo esto] esa acción, al imprimir en nosotros su sello propio, contribuye a producir el mismo ser que somos. Sólo con esta condición la vida podría presentar para nosotros características de seriedad y de gravedad. Podemos imaginarnos el grado de frivolidad y ligereza al que ella podría descender si cada una de nuestras acciones no fuese para nosotros más que un ensayo que, no dejando huella alguna, pudiese ser retomado indefinidamente, o si siempre pudiésemos re­tornar al punto del tiempo en que esa acción fue realizada y actuar de nuevo, como si ella no hubiese tenido lugar. El movimiento en conformidad con el que las cosas o los acontecimientos se suceden no es sino la sombra del movimiento según el que nuestras acciones se suceden, el que ha de tener un sentido para permitir que nues­tra libertad se exprese y nuestra existencia personal se constituya.

VII

SENTIDO DEL TIEMPO, DEFINIDO "EN EL ORDEN DE LA

EXISTENCIA" POR LA CONVERSIÓN, NO DEL PASADO

EN PORVENIR, SINO DEL PORVENIR EN PASADO

Todo el mundo cree comprender con suficiente claridad lo que hemos de enten­der por sentido del tiempo, imaginándose el porvenir como saliendo incesante­mente del pasado. No obstante, pudiera ser que no sea ése el sentido que se piensa o, al menos, que sea necesario discernir en el tiempo -sin afectar su irreversibilidad, sino por el contrario para confirmarla- dos sentidos diferentes, según se considere el conocimiento o la existencia.

Nos hallamos aquí tan sólo ante una evidente paradoja, porque no es suficiente decir que el conocimiento está vuelto hacia el pasado y la existencia hacia el porve­nir. El conocimiento, en lo que atañe a la orientación del tiempo, va sin cesar desde el pasado hacia el porvenir, es decir, desde lo conocido hacia lo desconocido; el porvenir siempre se nos descubre después del pasado y el conocimiento sigue el sentido de nuestra marcha. Pero cuando examinamos el orden de la existencia, nos preguntamos cómo se formó el pasado propiamente tal. Es entonces el porvenir el que lo precede y el que poco a poco se cambia en aquél. No decimos que podamos darnos cuenta anticipadamente del porvenir tal como será una vez realizado. Sin embargo, en tanto que es un porvenir y que, como tal, podemos pensarlo, no es una pura nada. Es una idea y, en todos los casos, una posibilidad que precisamente debemos actualizar. Realizar el porvenir significa hacer de él un presente que inme­diatamente se hace pasado. Ahora bien, en esto precisamente consiste toda acción que podamos llevar a cabo: ella presupone el porvenir bajo la forma de una posibi­lidad que hacemos entrar en la existencia. Así, vemos que el porvenir deviene ince­santemente pasado, que él es esa incógnita que se transforma para nosotros ince-

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santemente en lo conocido, que es esa virtualidad que siempre deviene para noso­tros una actualidad, a veces por el mero juego de ciertas fuerzas que nos sobrepasan y otras, con la colaboración de nuestra voluntad. Puesto que el porvenir está delante de nosotros, estará también delante de aquello que está detrás de nosotros y que no puede venir sino después; es así que no hay ningún pasado que no haya sido antes un porvenir, que el sentido del tiempo es, sin duda, hacernos penetrar en el porve­nir, pero a fin de hacer penetrar ese porvenir en el pasado y que, más allá del más lejano porvenir, hay todavía un pasado en el que ese porvenir deberá un día transfor­marse.

Hay aquí, sin embargo, una ambigüedad en la que tenemos que cuidar de no caer, y que arriesga comprometer la diferencia que hemos establecido entre el or­den del conocimiento y el orden de la existencia. En primer lugar, cuando decimos del pasado que es anterior al porvenir, estamos hablando de acontecimientos dife­rentes a los que situamos en la misma línea del tiempo o en el mismo instante en que ellos se actualizan. Entonces, es verdad que los que hoy día pertenecen al pasa­do se actualizaron antes que aquéllos que todavía pertenecen al porvenir y que no podemos ubicar sino tras ellos, en el orden de su eventual actualización. Ésta es la representación más común y por cierto la más falsa del tiempo, donde éste -al ser el acontecimiento considerado siempre en su punto de actualización- es una línea enteramente actual en la que en propiedad no hay ni pasado ni porvenir. En segun­do lugar, la mera actualización del acontecimiento en el instante donde lo situamos no es una fase de su desarrollo. No podemos decir que es precedido y seguido por acontecimientos diferentes que, si precisamente miramos hacia delante o hacia atrás, todavía no son o ya no son actuales (es decir, están todavía en estado de posibilidad o ya están en estado de recuerdos) . En cambio, el mismo acontecimiento que ahora es actual estaba hace poco en el porvenir de la posibilidad, así como caerá dentro de poco en el pasado del recuerdo. La ley del tiempo no es propiamente el orden de la actualización de los acontecimientos fijos a lo largo de una línea donde, con el nombre de instantes, distinguimos puntos sucesivos sobre los cuales los fijamos sucesivamente; [dicha ley] es, por el contrario, esa circulación que obliga a cada acontecimiento que se produce en el mundo a pertenecer sucesivamente al porve­nir, al presente y al pasado.

En efecto, es propio de todo lo que es, no meramente aparecer en un instante del tiempo entre dos zonas de éste donde él no está y respecto a las que, cuando ellas están ocupadas por otros aspectos del ser, es como un no ser. También le es propio no poder jamás ser arrojado del tiempo, ocupar siempre en él un determinado lugar -sea en el porvenir, en el presente o en el pasado-, aunque sea en el tiempo en que se opera la conversión de su porvenir en pasado por la mediación de un presen­te evanescente. Así como ninguna forma del ser puede realmente ser desterrada de la totalidad de éste, tampoco puede serlo del tiempo. Podemos también decir que en todo instante del tiempo [dicha forma] es necesariamente posible, actual o ya realizada. El tiem­po es el movimiento en virtud del cual ella siempre pasa, en el mismo orden, de una de sus formas a la otra; y este movimiento procede del porvenir hacia el pasado.

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Vemos, por lo tanto, que hay dos interpretaciones diferentes del sentido del tiempo: [La primera, cuando] consideramos diversos acontecimientos en el mismo momento en que ocurren, y entonces imaginamos un tiempo en el que se yuxtapo­nen en conformidad con un orden irreversible, pero en el que, por una intolerable abstracción, cada uno de ellos es considerado sólo en su presencia, careciendo de por sí de porvenir y de pasado; [la segunda interpretación ocurre cuando] , al consi­derar cada acontecimiento en la totalidad del tiempo, lo veamos transformar una posibilidad en una actualidad que sólo atraviesa el presente para recibir en el pasado una nueva existencia, de la que, al menos en derecho, el espíritu siempre dispone. Estas dos perspectivas sobre el tiempo son profundamente diferentes una de otra. En la primera, donde no hay otra realidad que la de la percepción y del cuerpo, hallamos una infinita multiplicidad de instantes que no cesan de renacer y de morir. En la segunda, el instante es eterno; el tiempo entero es inseparable de cada modo del ser en cuanto condición que le permite realizarse, dando cumplimiento por así decirlo a su propia posibilidad. En el instante, que es siempre el mismo, las cosas no cesan de pasar, pero la existencia de ellas no está en ese simple paso (donde reciben sólo una forma fenomenal) ; su realidad constituye precisamente el vínculo del todo espiritual que se establece entre lo que ellas eran antes de ser nuestras (en cuanto puras posibilidades) y lo que llegaron a ser ahora que contribuyeron a formarnos y que adhieren a nosotros mismos, sin que podamos desprenderlas.

El mismo instante, entonces, puede a su vez ser considerado bajo dos aspectos, según yo lo considere como la morada misma de mi espíritu donde pienso lo posi­ble y resucito el recuerdo, o según que, al reducirlo yo a la transición entre el porve­nir y el pasado, defina el instante por la coincidencia entre el acto que llevo a cabo y la realidad tal como ella me es dada. El porvenir, entonces, parecería estar más allá y el pasado, de este lado; su encuentro con la existencia jamás tiene lugar sino en el instante en el que no pueden penetrar al mismo tiempo y que crea entre ellos un orden de sucesión que siempre va desde el porvenir hacia el pasado. Ahora bien ¿cómo podría ser de otro modo, si es preciso que me haga a mí mismo para llegar a ser lo que soy? Un desarrollo semejante se efectúa, si puede decirse, en la eternidad del instante, es decir, en la eternidad del espíritu. Expresa la imposibilidad en que estoy de separar de él alguna vez cualquiera de las etapas constitutivas de mi exis­tencia particular. Es ésta la razón por la que el ciclo que ella recorre desde su posi­bilidad hasta su realización está del todo incluida en el ser, donde traza por así decirlo un surco tal, que cada uno de sus momentos requiere el otro, en una ince­sante transformación, sin que el acto puro se encuentre por ello afectado. Con todo, es la participación en un ser semejante la que permite a las formas sucesivas de esa existencia constituir su originalidad específica en cada una de las fases del tiempo, así como también operar su conversión sin que la eternidad del espíritu se vea por ello alterada. Mientras que en la concepción clásica del tiempo no hay sino seres materiales que surgen de la nada para retornar a ella, en un tiempo hecho de una serie de instantes que entre sí se excluyen aún más que lo que se concatenan, por el contrario, la concepción que proponemos hace del tiempo el movimiento

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propio del espíritu. Éste, en la medida en que es un espíritu particular, para crearse a sí mismo está obligado a disociar su posibilidad de su realidad. Para dar el paso de la una a la otra, sin embargo, exige en el instante presente esa relación entre su operación propia y un dato que la sobrepasa, pero que le permite precisamente objetivar su propia subjetividad y, en adelante, dar un lugar actual en el ser a ese aspecto del ser que él, para hacerlo suyo, ha ((virtualizado".

La consecuencia metafísica de esta doctrina es considerable, puesto que no se trata solamente de esa inversión del sentido del tiempo que, en adelante, nos obliga a convertir el porvenir en pasado y no el pasado en porvenir, sino de la necesidad en que nos hallamos de identificar el ser con el espíritu, esto es con ese acto por el que el espíritu se hace a sí mismo en la incesante relación que él establece entre lo posible y lo realizado. En efecto, vemos bien que lo posible y lo realizado sólo poseen sentido por el espíritu; es su relación, siempre nueva, la que constituye la vida misma del espíritu. Y la materia que los separa, los reúne, permitiendo transformar uno en el otro. Ella, en sí misma, es no sólo fenomenal, puesto que no tiene existencia más que para un sujeto, sino que lo limita, lo sobrepasa y le aporta incesantemente, en una experiencia de la que él no puede prescindir, precisamente lo que a él le falta. La materia es asimismo evanescente, es decir, desaparece sin cesar en cuanto sirvió, para renacer indefinidamente y brindar siempre al espíritu el instrumento y sostén, sin el que no puede pasarse. Es necesario que la materia sea fenomenal y evanescente para que el espíritu precisamente pueda atestiguar su propia realidad en el acto vivo por el cual, para ser, es preciso que él se constituya.

VIII

EL SENTIDO DEL TIEMPO Y LA CONSTITUCIÓN DE MI SER PROPIO

Podemos decir, sin embargo, que los dos sentidos que atribuimos al tiempo, inversos entre sí, no sólo son característicos de dos interpretaciones inversas del devenir, la una de tendencia materialista y espiritualista la otra, sino que en cierta medida hay que unirlas una con otra, ya que nuestra existencia lo es por participa­ción, no siendo ni puramente material ni puramente espiritual. También es verdad que tras nosotros hay cierto pasado del que siempre procuramos desprendernos, aun siendo él la condición de todo nuestro progreso. Este pasado contribuye, él sólo, a determinar nuestro porvenir en cuanto nuestra actividad comienza a abdi­car. Con todo, ese pasado no cesa de determinarnos, aunque bajo la condición de que la presión que ejerce sobre el porvenir, a la que solemos ceder, sea compensada y hasta cierto punto combatida por esa especie de predominio de un porvenir opuesto por nuestro pensamiento, precisamente para actuar sobre él, para cambiarlo y enriquecerlo en el momento en que él pretendía gobernar sobre el porvenir y someterlo a su ley. El equilibrio de nuestra vida está dado casi totalmente por la

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proporción que se establece entre esos dos sentidos del tiempo y ocurre que en ciertas oportunidades es uno y otras veces es el otro el que se impone. Quizás también ocurra que entre ellos se dé una interpenetración tan perfecta, que crea­mos estar viviendo en un presente inmóvil donde no sentimos ya el correr del tiempo. Estamos tan habituados a asociarlos y confundirlos, que no somos capaces de invertir el significado de ellos, considerar al pasado en su natural impulso hacia el porvenir como si fuera su creador y al porvenir como fatal y encaminado a nuestro encuentro con una necesidad implacable y casi amenazadora. Esto es hasta tal pun­to verdad, que las dos caras de nuestra existencia participada se encuentran no sólo en la oposición entre pasado y porvenir, sino en el mismo uso que hacemos del uno y del otro simultáneamente.

Para resumir, el orden que va del pasado al porvenir es el de las cosas realizadas; el que va del porvenir al pasado, es el orden de las cosas que se están realizando. En el primero, no consideramos sino la presencia material de ellas, de la que no podría­mos decir si subsiste en todas partes o si en todas partes es evanescente. Subsiste en todas partes cuando no queremos ver sino su actualidad en el momento en que ellas se producen; [la presencia] es en todas partes evanescente si comparamos [las cosas] con aquéllas que, en la actualidad, las preceden o las siguen; en otras pala­bras, esto significa que no hay propiamente tiempo y que los acontecimientos se siguen en una serie ordenada, sin que ninguno de ellos nunca tenga, en cuanto tal, ni pasado ni porvenir. Todo cambia cuando invertimos el sentido del tiempo, cosa que no podría sorprendernos, dado que entonces estamos no ante datos que hay que ordenar, sino ante un acto que, produciéndolos, los ordena. En ese caso, el antes y el después ya no corresponden a una mera posición relativa al interior de una experiencia, la totalidad de cuyos elementos ya entraron en la existencia; este antes y este después se distinguen uno del otro como la posibilidad de la actualidad: expresan el proceso que los hace entrar en la existencia. Distinguimos muy bien, entonces, las fases del tiempo que tendían a borrarse en la interpretación anterior; lo que ocurre es que, en vez de considerar las cosas sólo en su actualidad, despoján­dolas de su porvenir y de su pasado, las consideramos sucesivamente en su posibi­lidad, es decir, en su porvenir, en el presente material donde esa posibilidad se actualiza y en esa consistencia puramente espiritual que únicamente el pasado aca­ba de darle. Cada cosa atraviesa sucesivamente aquí el porvenir, el presente y el pasado; además, podemos distinguir entre dos especies de presencia: una instantá­nea, lugar de la conversión del porvenir en pasado, y una presencia eterna, insepa­rable del mismo acto por el que esa conversión no cesa de hacerse. Cada ser parti­cular, al contribuir a su propia génesis, contribuye en el mismo acto a la génesis del tiempo.

Comprendemos ahora cómo esa concepción hallaría una especie de justifica­ción psicológica en el análisis del mismo proceso por el que la conciencia se constituye; ésta supone una descripción más profunda, la que haremos en el Libro III, del porvenir y del pasado, así como también de la relación de ambos. Desde ya

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podemos destacar, sin embargo, que el sentido del tiempo está envuelto en el deseo o en el querer por el que anticipamos el porvenir y, al realizarlo, intentamos incor­porarlo a nuestra propia vida. Ante todo, este porvenir no es para nosotros sino una idea, e incluso una idea presente, es decir, una virtualidad que trata de actuali­zarse objetivándose, a fin de que podamos -una vez que haya sufrido la prueba de la existencia- incorporarla no sólo a nuestro pensamiento, sino a nuestro mismo ser. Por esto, todo objeto dado, toda acción que se realiza, se convierte en un medio (o una condición) al servicio de un fin: nosotros mismos. Porque no hay idea que no deba encarnarse para así devenir nuestra realidad, después de haber sido su mera posibilidad. De este modo, el acto de la inteligencia, que en la reflexión nos entrega sólo la idea o la posibilidad, pide además un acto de la voluntad que obligue a nuestra subjetividad a probarse en el contacto con la objetividad para que la vida, dejando de ser una simple propuesta hecha a nosotros, devenga una existencia que nosotros nos hayamos dado. Vemos, entonces, por qué el sentido del tiempo, tal como lo hemos definido, es también el sentido que damos a nuestra vida. Agregue­mos que por esto se explica suficientemente bien esa incomparable emoción que produce en nuestra conciencia la idea del porvenir, es decir, de lo posible, cuando pensamos que está en nuestras manos, al menos hasta cierto punto, que no pode­mos evitar la responsabilidad de asumirlo y que no puede serlo si no es llegando a ser alguna vez pasado o siendo realizado, lo que significa también cumplido.

En todo lo precedente nos hemos abocado a la consideración del porvenir no como un pasado que se realiza tras otro pasado, sino como un verdadero porvenir todavía no realizado, es decir, decididamente opuesto al presente y al pasado que un día él deberá llegar a ser. En consecuencia, no hay que sorprenderse si la tesis de que el pasado es el que engendra el porvenir se inclina naturalmente hacia una concepción determinista del universo; ni tampoco [hay que sorprenderse] si la otra tesis -según la que el porvenir es el que incesantemente produce el pasado- expre­sa la marcha de una libertad que no deja de crear su mismo ser, no pudiendo apode­rarse del porvenir para transformarlo en pasado si no es por un acto creador. Agre­guemos que la palabra 'pasado' no puede tener el mismo significado en las dos concepciones, puesto que en la primera se trata de aquello que deja de ser presente y, por así decirlo, que es rechazado hacia la nada en la medida que el porvenir se realiza; en la segunda, en cambio, se trata de una especie de término hacia el que el espíritu tiende y en el que obtiene una interioridad a sí mismo que ni el porvenir ni el presente consiguen darle. No es ya la sede de una necesidad que lo oprime, sino el lugar donde por fin se ejerce su libertad, en un universo en adelante luminoso y des materializado.

Por último, podemos distinguir entre dos fines diferentes que la libertad pueda proponerse. O bien, actualizando lo posible, sólo piensa en obtener en el presente una posesión transitoria y material o bien, pasando a través de esa misma posesión, le es necesario perderla y abolirla para transformarla en una posesión espiritual y eterna.

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Si el tiempo es inseparable del sentimiento de una transición, esto no puede referirse a esa transición por la que las cosas no cesan de nacer y de perecer, sino a esa otra transición por la que, actualizándola, no ceso de incorporar mi propia posibilidad a mí mismo y al mundo. Esta transición se efectúa siempre en el presen­te. Pareciera asimismo que excluye al tiempo, porque el presente no es por sí mismo uno de sus elementos, aunque sea en el presente donde se opera esa conversión del porvenir en pasado que constituye la realidad misma del tiempo.

IX

SIGNIFICADO TEMPORAL E INTELECTUAL DE LA PALABRA SENTIDO

Vemos ahora por qué el sentido del tiempo no está solamente en la orientación que damos a nuestra actividad y a nuestra vida, sino también en la significación que debemos darle. Diremos que el sentido del tiempo está determinado por la direc­ción del deseo y del querer o, de un modo general, por el orden que va desde la posibilidad a la actualización de dicha posibilidad. Además, hemos de reconocer que es la conciencia quien debe realizar ese paso, que sólo ella es capaz de crear lo posible y de llevarlo a cabo. No lo consigue sino con la condición de que, para ella, ese posible merezca ser actualizado , es decir, que a sus ojos posea un valor que a ella corresponda poner en obra. Una cosa, una acción, no nos patentizan su sentido a menos que sean medios en vistas de un fin, cuyo valor se supone; estos medios y este fin tienen lugar en un orden sucesivo y contribuyen a determinarlo. Las cosas, empero, no siempre se suceden en el tiempo de acuerdo con una relación de medio a fin; su orden no siempre es efecto de una libertad y, con frecuencia, es el resultado de causas que son ajenas a ésta. Pero aun entonces no está carente de una relación con ella, ya que precisamente expresa sus limitaciones. Es así como la orientación de los acontecimientos en el tiempo no basta para asegurar la inteligibilidad de ellos, aunque es su condición. Si ante todo no tuviese un significado temporal, la palabra sentido carecería de significado intelectual: Aquél es el soporte e instrumento de éste. Pero éste no interviene sino cuando somos capaces de determinar, mediante la idea que nos formamos del porvenir, no sólo un presente siempre transitorio, sino un pasado que en nosotros subsiste y que nos constituye. Gustosamente diremos que el orden según el que el porvenir es determinado sólo por el pasado no posee una real inteligibilidad, [y no la tiene] precisamente porque no puede hacer otra cosa que determinarnos, y que [dicho orden] no coincide con lo que podamos querer como lo mejor. El querer que supone que el sentido del tiempo es la condición sin la que él no podría ejercerse, no concluye su justificación sino cuando aquello que queremos no puede ser distinguido de aquello que merece ser deseado. La subjetivi­dad, sin la cual el sentido del tiempo no podría ser definido, tiende aquí a subordi­narse a la objetividad, no ya a la del fenómeno, sino a la del valor. No existe un

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sentido de la sucesión si no es para que ésta llegue a ser el sentido del progreso. El orden del tiempo es un orden horizontal, es el de los acontecimientos; no está allí sino como la proyección de un orden vertical, que es el de los valores.

Ocurre también que, aparentemente sin estar referido al orden mismo del tiem­po, se considere al sentido como si expresara sólo la relación de cada parte con el Todo. Pero se supone entonces que el Todo posee la inteligibilidad suprema y que las partes no tienen sino una inteligibilidad derivada, de la que se puede decir que sólo expresa la situación particular de ellas en el Todo y, en cierto sentido, su coope­ración con el Todo. Pero ¿en qué podrá consistir dicha inteligibilidad? ¿Habrá que decir que reside en su carácter absoluto y en su perfecta suficiencia? Estos son los nombres con los que designamos la pura satisfacción dada a las exigencias de la inteligencia, único absoluto capaz de bastarse a sí mismo y que lleva consigo la razón de su propia suficiencia. Ahora bien, la inteligencia, en todos los objetos a los que se aplica, busca reconocer la relación de éstos con ella, es decir, su mutua rela­ción, la que ya no se distingue de la unidad del Todo. Pero, a su vez, esta unidad se presenta bajo dos formas: puede ser la misma unidad del acto que origina las partes y al que éstas se limitan a dividir; y, también, puede ser la unidad del mundo, tal como ésta resulta de la trabazón de las partes y que cada una de ellas, por el uso de la actividad de que dispone, puede contribuir ya sea a romper, ya sea a afianzar. Pero si la unidad del acto, por sí mismo fuente de las partes, trasciende al tiempo -aunque en el acto sea, si así pudiera decirse, donde el tiempo siempre recomienza- [ enton­ces] la unidad del mundo en cuanto inteligibilidad de las partes, es decir, en tanto que da un sentido a cada una de ellas, habrá de suponer el sentido del tiempo cuya justificación, por así decirlo, es ella.

Sin duda, podemos pensar que el sentido del tiempo sea el sentido según el que las cosas, abandonadas a sí mismas, no cesan de desgastarse y de disolverse. Pero en ese caso el sentido del tiempo carece en sí mismo de toda significación. Es notable, sin embargo, que esa inteligibilidad del Todo no conseguimos pensarla sino en la medida en que contribuimos a producirla. Porque nuestra voluntad -que en cuanto comienza a ejercitarse se compromete en el porvenir a fin de dar realidad a un valor que otorga su sentido al mismo sentido del tiempo- es incapaz de considerar ese valor como si le interesara sólo a ella. La voluntad no puede asumir el destino del yo si no es asumiendo el destino del Todo, del que el yo forma parte y del que es imposible separarlo. En consecuencia, en el momento en que me comprometo a mí mismo en el porvenir, afirmo mi fe en la vida y en el ser; afirmo que el acto de participación por el que el yo se constituye vale la pena ser cumplido, que el paso de la posibilidad a la actualidad merece ser realizado, que me es necesario entrar en la existencia y querer que el mundo sea para que yo pueda manifestar, es decir, crear aquello que soy, consiguiendo que el advenimiento de lo real en cada punto coincida con el advenimiento del valor. Vemos, entonces, de qué manera la definición según la que ningún término cobra sentido si no es por su relación con el Todo, coincide con la definición que considera el sentido como determinado por un fin, cuyo valor es

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establecido por la voluntad. Porque el Todo de que se trata es precisamente el mundo considerado en su unidad, en cuanto intermediario por el cual cada ser finito realiza su propia participación del Acto puro. Pero si el Acto puro establece su propio valor en esa autocreación de sí que es su mismo ser, [entonces] comunicará el mismo valor a todos los actos que de él participan y que no se pueden realizar sino por un ejercicio temporal, donde incesantemente encuentran ante sí una materia que procuran pe­netrar y superar. No hay sentido del tiempo sino para que el mundo y nuestra vida tengan sentido. El sentido del tiempo traduce la oposición entre porvenir y pasado, la condición de la actualización de una posibilidad. Esta misma condición, sin em­bargo, debe ser puesta en obra por una libertad, la que en ocasiones abdica en favor del orden material de los acontecimientos y, en otras, convierte ese orden en vehícu­lo de un orden ascendente que es también el de nuestra realización espiritual.

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CAPÍTULO V

RELACIÓN ENTRE PRESENCIA Y AUSENCIA

Demostraremos ahora que el sentido del tiempo no puede ser definido de otro modo que por una compleja relación que establecemos entre presencia y ausencia, es decir, entre la percepción y la imagen. Con todo, casi siempre se cree que existe una percepción inmediata del curso del tiempo, la que acompaña al devenir de los aconte­cimientos o al de nuestros propios estados: se trataría de una especie de intuición del tiempo, inseparable de la vida misma. Esta es la tesis que examinaremos a continua­ción.

MOVIMIENTO Y FLUJO

En efecto, cuando nos preguntamos cómo se produce el conocimiento del tiempo o cuál es el carácter por el que las cosas mismas nos revelan que están en el tiempo, parecería que siempre evocáramos la imagen de un movimiento o de un flujo por el que ellas serían arrastradas. Los cuerpos sólidos, sin embargo, tanto porque poseen fronteras estables, como porque el peso parece fijarlos al terreno, requieren la idea de una permanencia de la forma y del lugar, la que parecería sustraerlos al tiempo y hacer que estén en él como si no estuviesen, puesto que el tiempo parece pasar sobre esos cuerpos sin que ellos se alteren. El movimiento mismo del que están animados no es suficiente para introducirlos en el tiempo, dado que no cambia el estado de ellos: más bien define su relación respecto al espacio que respecto al tiempo. Sin duda, ellos entran en el tiempo en virtud de su alteración cualitativa, pero o bien ésta no alcanza su sustancia, que nos parece resistir al tiempo, o bien la transforma en otra sustancia que, mientras permanece la misma, parece también serie extraña. El tiempo, en consecuencia, no tiene con los cuerpos sino una rela­ción indirecta, por el movimiento que los lleva sólo a otro lugar o por el cambio de estado, que deja intacta su esencia.

Las cosas suceden de muy distinta manera cuando estamos ante un fluido como el agua; cuando su masa está inmóvil y encerrada en límites, en los de un estanque

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o de un vaso, no se distingue de una masa sólida. Sabemos, sin embargo, que basta que no esté ya retenida o que halle una pendiente, para que fluya de inmediato; es esta propiedad suya de fluir la que se convierte para nosotros en la imagen del tiempo. Nos parece que corre de arriba hacia abajo como el tiempo [corre] desde el pasado hacia el porvenir. Es como un fluido nacido de una lejana fuente y que corre hacia una meta en sí misma indeterminada. Olvidamos los sucesivos lugares que atraviesa, y no retenemos sino las oleadas siempre nuevas que por ellos pasan una tras otra. Se trata de oleadas siempre nuevas y con todo nos parece que siempre es la misma agua, porque no cambia más de sustancia que el cuerpo sólido del que recién hablábamos; no cambia siquiera de estado. No hace otra cosa que moverse, pero su movilidad no es ya una propiedad que le sea externa, sino algo que le es esencial, que define su misma fluidez. No hay, además, fronteras entre las sucesivas oleadas; la unidad y la multiplicidad se funden la una en la otra. No podemos distin­guir las diversas oleadas; se interpenetran y empujan unas a otras de suerte que configuran ante nuestros ojos la fluidez en su total pureza. Se trata de un tiempo que parece no tener acontecimientos o, lo que viene a ser lo mismo, que es como una continuidad formada por una infinidad de acontecimientos. No pensamos sino en el fluir y de ninguna manera en lo que fluye. Y por esto es que en esta corriente, en este flujo donde todas las diferencias parecieran abolirse, encontramos un cua­dro bastante fiel del fluir del tiempo.

No es éste, empero, sino un cuadro simbólico. Sea que se trate de un movimien­to o de un flujo, uno y otro no nos dan más que representaciones, lo que es grave, puesto que no puede haber ni cuadro ni representación del tiempo, no siendo éste un objeto que pueda ser visto, sino un desarrollo interior al que no puede conocérselo sino produciéndolo, viviéndolo. Ahora bien, cuando observamos un movimiento que se lleva a cabo, una corriente que fluye, nosotros mismos estamos como un espectador inmóvil, que los mira desde afuera. No obstante, si estuviésemos cogi­dos nosotros mismos en ese movimiento o en ese flujo ¿tendríamos todavía con­ciencia de su curso?

El problema está ante todo en saber cómo podemos ser espectadores de esto y cuál es el contenido del espectáculo que [ese movimiento o ese flujo] nos dan. Lo que en realidad buscamos en la visión de ellos es una especie de visión del tiempo, la que sin embargo es imposible; en el movimiento vemos en todo instante la franja de espacio que el móvil recorre y en la que, a cada instante, ocupa una particular posición. Las posiciones que el móvil debió recorrer se ven como vacías cuando el móvil las dejó atrás. No obstante, todavía las percibimos [junto] con aquélla que el móvil ocupa actualmente. Tenemos siempre ante la mirada, por lo tanto, el curso del móvil y el móvil mismo. Y para nosotros, el movimiento es el resultado de una relación operada por nuestro espíritu entre el recuerdo que tenemos de sus sucesi­vas presencias en diversos lugares y la realidad actual de esos mismos lugares. En tanto, la percepción nunca nos da otra cosa que la coincidencia del móvil y del lugar en un único momento, es decir, en un estado de reposo. Por lo tanto, vemos que el

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movimiento no nos permite percibir el tiempo sino pensarlo únicamente, gracias a cierto vínculo entre nuestras percepciones y recuerdos.

Así es, también, cuando creemos percibir el tiempo en un flujo que se desliza; pero en este caso las circunstancias son infinitamente más favorables, ya que no estamos ante un espacio donde un móvil ocupa diferentes lugares sucesivamente, dejando vacíos aquéllos que ya ocupó; podemos decir que todos los lugares están simultáneamente ocupados, de suerte que ya no se trata de un movimiento que se produce en un espacio inmóvil, porque es el espacio entero el que fluye. En efecto, sucesivamente vemos las oleadas que llegan y las que se alejan, según estemos mi­rando río arriba o río abajo, sin que nunca haya lugar alguno vacío, ni discontinui­dad alguna en su indefinido renovarse. Al parecer, aquí no hay necesidad de que la memoria intervenga. Es la misma oleada la que vemos, ocupando sucesivos lugares. Abarcamos todas las posiciones conjuntamente, y todas ellas están llenas, aunque por aguas siempre idénticas en apariencia, siempre nuevas en realidad, las que no cesan de progresar de un lugar al lugar vecino a lo largo de la pendiente. ¿De qué serviría operar una vez más una interacción entre percepción y recuerdo? La cons­tancia de la percepción espacial, siempre asociada a la de un flujo, esa multiplicidad de encaminamientos que no cesan de perseguirse sin que nunca descubramos el vacío del camino, nos hacen pensar que, con independencia de todo recuerdo, el tiempo es por sí mismo objeto de una percepción que jamás se halla privada de un contenido actual. Sin embargo, ésa es una ilusión o, más bien, una confusa síntesis de tiempo y espacio, la que nos hace tomar por tiempo ese espacio enteramente móvil. En realidad, para nosotros no hay tiempo sino si esa oleada, que es reempla­zada por otra en el lugar que ocupaba hace un instante, nos deja todavía el recuerdo de que se encontraba allí antes que ésta, de suerte que, ahí todavía, el tiempo consis­te en la relación que oscuramente establecemos entre un recuerdo y una percep­ción. Con todo, tenemos la impresión de percibir el curso del tiempo, puesto que en cada lugar del espacio siempre hay una nueva oleada, de modo que fácilmente olvi­damos que ésta no es nueva sino porque la confrontamos con el recuerdo de aqué­lla otra que recién estuvo allí y que todavía percibimos, aunque más lejana.

I I

EL FLUJO DE LA VIDA INTERIOR

El flujo es, entonces, una metáfora espacial que expresa una especie de materia­lización del tiempo en la que -negando al pasado y porvenir toda originalidad con respecto al presente de la percepción- identificamos al tiempo con una serie de términos percibidos. Ninguno de ellos, sin embargo, estaría en el tiempo si no fuera porque, antes de su actualización en el instante, no era más que una posibilidad y después, ya no es sino un recuerdo. La metáfora no se aplica solamente a la corrien­te de un río que vemos fluir; también se aplica a la corriente de nuestros propios

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estados. Cuando se trata de un flujo exterior a nosotros, podemos decir que -en el espacio abarcado por la mirada- nuestra atención se vuelve sucesivamente hacia un punto de origen y otro de escape, de suerte que acompaña, por así decirlo, nuestra propia percepción en la medida en que ésta camb'ia. Cuando se trata de la corriente de nuestros propios estados, no es del todo igual y en seguida uno se da cuenta que se trata de una pura metáfora. Es indiscutible que aquí hay una especie de visión del tiempo; porque si eso que viene hacia nosotros y que todavía no es para nosotros sino una espera se torna en aquello que nos huye y que no es más que un recuerdo -en una transición actual que coincide con el universo material y que, por así decir, es el acto mismo de la vida-, lo que precede un acto como ése y lo que lo sigue nunca tendrá para él más que una existencia de pensamiento. Además, nada hay que permita abarcar al tiempo en una sola mirada, como ocurre con el espacio donde vemos el agua correr. De lo que se trata es de un devenir puro, es decir, de un devenir sin espacio, donde el porvenir se convierte en pasado inmediatamente.

Pero en ese caso estamos complicados en la otra dificultad que ya señalamos: no podemos ser un mero espectador del devenir de nuestros propios estados, porque estos estados somos nosotros mismos; somos en cierta manera arrastrados por la corriente y con ella caminamos, por así decirlo. Este devenir es el nuestro y más bien que verlo, lo sentimos. Sólo imaginamos al espectador interior al compararlo con aquél que se halla al borde del río. Como recién lo hacíamos, debemos por lo tanto decir que si fuésemos llevados por la corriente, no podríamos distinguirnos de ella; no sabríamos qué es una corriente. Y si, como es natural, alguien discutiera que hay también en mí dos yo diferentes, uno de los cuales se identifica con el espectador y el otro con el espectáculo, no sabríamos entonces cómo unir estas dos partes de mí mismo. Más aún, nada hay en mí que pueda ser asimilado a un espec­tador ni a un espectáculo: todo espectador, en cuanto tal, es indiferente al espectá­culo y en mí nada hay que me sea indiferente. [Por otra parte] todo espectáculo, en cuanto tal, es exterior al espectador y en mí nada hay que me sea exterior. Donde­quiera que yo pueda decir "yo" , me encuentro enteramente comprometido, actuan­do a la vez que padeciendo, y no siendo en modo alguno ni espectador ni espectá­culo.

Existe, por lo demás, un error, no cabe duda, en esa observación [que dice] que siento fluir los estados de mi propia vida. No me ocurre sino cuando comienzo a separarlos de mí como en los sueños. Es propio del yo estar siempre presente a sí mismo; y en el presente es donde él construye el tiempo de su propia vida, en vez de verlo pasar. Quizás no nos parece que el tiempo pasa sino cuando ya pasó. Pero cuando pasa, nada sabemos, ni somos de ninguna manera espectadores del paso. Porque si el yo reside solamente en el acto por el cual se hace ser y deviene por así decirlo presente a sí mismo, [entonces] ni puede ser arrastrado en el tiempo como el flujo de sus estados, ni ser separado de ellos al modo del espectador que lo contempla. En propiedad, no podemos decir ni que está fuera del tiempo, ni que está en el tiempo: [el yo] es el acto mismo que crea al tiempo y, en consecuencia, no es de ningún

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modo una secuela de momentos del tiempo, sino el vínculo mismo que los ata.

A veces se ha dicho: "todo pasa en el tiempo, pero el tiempo mismo no pasa'' , cosa que no puede ser pensada, a menos que el tiempo no sea un medio inmóvil en el que el objeto ocupara sucesivas posiciones (porque ese medio es el espacio) , sino el acto que crea por su mismo ejercicio el antes y el después, haciéndolos entrar en un orden del que siempre él mismo es origen y referencia.

No basta decir que el tiempo es la resultante de la composición de lo que pasa y lo que queda, porque los dos términos no son homogéneos y es preciso mostrar cómo pueden ser vinculados. Pero no se llega a ello a menos que lo que quede sea el mismo espíritu, es decir, esa operación que no sólo piensa el tiempo y todo paso en el tiempo, sino que también los produce, dándose a sí misma un porvenir que no puede actualizarse si no es limitándola a ella misma, y del cual es preciso que ella haga incesantemente un pasado precisamente para trascenderlo. Es así como nacen todas las cosas que cambian. El lazo de unión entre porvenir y pasado es, por lo tanto, el mismo yo , tal como se constituye en un presente en el que siempre se rehusa a solidarizar con estas cosas que cambian y jalonan el camino que va del porvenir al pasado. Esta independencia ante lo dado, el poder para anticiparlo antes que aparezca y de guardar su fruto cuando ya desapareció, constituye la revelación del espíritu a sí mismo, donde todas las posibles operaciones ya están contenidas.

En resumen, podemos decir que la percepción, ya sea de un movimiento, ya sea de un fluir, disimula la verdadera naturaleza del tiempo en vez de descubrírnosla. Sea que siempre veamos al mismo móvil en puntos diferentes del espacio, sea que todos estos puntos estén siempre ocupados al mismo tiempo por algún torrente que fluye, estaremos asistiendo a una especie de interferencia más bien que de con­versión de la percepción y del recuerdo. Es esto lo que observamos ya en la repre­sentación cinematográfica del movimiento, donde nos parece que vemos correr el tiempo, como el río al interior de un espacio inmóvil. En esta especie de indefinida transición, donde nuestra atención está retenida por la presencia del objeto cam­biante más bien que por el cambio de su presencia en ausencia, creemos vivir la transición de un objeto a otro sin darnos cuenta que esta transición no tiene sentido sino para el yo, quien no coincide con el mismo objeto, en la percepción que de él tiene, sino un instante, intercalándola no entre dos objetos diferentes, sino entre dos de sus modalidades, una de las cuales es su posibilidad y la otra es su imagen. El tiempo no es tanto la sucesión ordenada de nuestras percepciones, como la necesi­dad que cada forma de la existencia tiene de atravesar sucesivamente las tres fases del porvenir, del presente y del pasado y de revestir uno tras otro el aspecto de lo posible, de la existencia y del recuerdo. La primera definición lo identifica con el devenir de la materia; la segunda, hace de él el acto por el que el espíritu se consti­tuye, haciendo de la materia perecible el medio por el que realiza su propia posibi­lidad y que, una vez que sirvió, desaparece. Y según la realidad sea para nosotros material o espiritual en el tiempo serd donde todo se pierda o todo se gane.

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I I I

E L PRESENTE, LÍNEA DIVISORIA DEL TIEMPO

Hay, no obstante, una experiencia que antecede a la del tiempo y que siempre la acompaña: es la experiencia del presente. Y la palabra "presente" puede ser tomada en muy diversos sentidos, como mostraremos en el Capítulo VII; o bien puede envolver en sí al tiempo, que es como una circulación de formas de la presencia que se transforman una en otra, o puede también expresar solamente una de las fases del tiempo que se oponen precisamente al pasado y al porvenir. Pero cualquiera que sea el partido que adoptemos, o la relación que podamos establecer entre estas dos definiciones [entre sí] opuestas, todo el mundo cree tener una noción suficiente­mente clara del presente. Es en él donde vivimos y, [vivimos] sólo secundariamente en el tiempo cuando comenzamos a reflexionar. [El presente} es el lugar de la existencia. De él es de donde partimos para pensar el tiempo, muy lejos de partir del tiempo para pensar al presente en él

Y entonces, cuando tratamos de recordar cuál es la noción que del tiempo nos formamos, no es verdad que nos hayamos transportado primero hacia el pasado más lejano y que nos hayamos representado un devenir que, por así decir, atraviese el presente para llevarnos hacia un porvenir cada vez más lejano. Fuera de que el verdadero sentido del tiempo es más bien lo contrario de eso, no debemos olvidar que es en el presente donde ante todo estamos situados. ]amds hemos salido de él,· jamds saldremos. Lo llamamos presente sólo porque es por sí mismo una cumbre, una línea divisoria, habiendo de uno y otro lado, dos vertientes que tenemos bajo la mirada de nuestro pensamiento: una que representa el pasado y otra el porvenir, las que cambian incesantemente de proporción y aspecto sin que nosotros abandone­mos nunca su línea divisoria. Ahora bien, la conciencia que del tiempo tenemos es, en el presente, la conciencia de un contraste entre un porvenir y un pasado, que son tales que lo que estaba de un lado pasa poco a poco al otro, como ocurre en ciertos viajes, y hay que volverse hacia uno de ellos cuando se trata de actuar y hacia el otro cuando de conocer se trata.

Es fácil ver que esta distinción no puede tener lugar sino en el presente y que, sin éste, no sabríamos en qué consiste el pasado o el porvenir, ni cómo se oponen, ni de qué manera se transforman uno en otro. Esta presencia, entonces, es ante todo una presencia a mí mismo, que no es sino una forma interiorizada de mi propia presencia en el mundo, la que puedo cambiar a su vez en la presencia del mundo ante mi propio yo. Esto es suficiente para mostrar que la presencia envuelve una dualidad, que por su parte supone la totalidad y un análisis de esa totalidad: así es la más constante de todas mis experiencias, cuyo contenido no cesa de variar, pero sin que pueda yo escapar de ella. Entre la presencia interior del yo a sí mismo y la presencia del mundo, entonces, está la presencia del cuerpo, especie de interme­diario entre la presencia objetiva y la subjetiva. Porque la presencia parece ser inse-

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parable a la vez de la espacialidad, lugar de todos los objetos, y de ese acto de la conciencia que, solo, es capaz de tener presente todos los objetos; y lo presente es como un encuentro de ese acto interior y de la espacialidad. Ocurre, sin embargo, que los estados de conciencia cambian, sin que el yo cese de estar presente a sí mismo; [ocurre también] que mi cuerpo se modifica, aun profundamente, sin que yo deje de sentirlo como presente y de llamarlo mío; [por último, ocurre también] que todos los objetos de los que tengo experiencia en el mundo devienen otros, sin que la presencia misma del mundo pueda abolirse. Sólo el cuerpo goza de ese privi­legio de ser el único objeto del que yo no pueda ser separado, de suerte que es en su relación con mi cuerpo -sea que les imprima su acción, sea que padezca la de ellos- como yo verifico la presencia de todos los demás objetos. No ocurre de otro modo con la presencia de un estado, que siempre debe interesar al cuerpo de alguna manera, so pena de resolverse por la imaginación o por el recuerdo en una tentativa de evocarlo. El cuerpo propio deviene así una especie de mediador de la presencia, precisamente porque a través de la confrontación de objeto y sujeto constituye una confrontación de mí mismo y del todo. Se verá que esta presencia, que es constante, se halla lejos de ser una idea general, aunque su contenido sea siempre nuevo. Más bien diríamos que es un sentimiento, aunque solamente para mostrar que está an­clada en la existencia. Y no puede abolírsela, siendo un supuesto de la conciencia del tiempo. Sucede sin embargo que la presencia es tan perfecta, que impide el nacimiento de la conciencia del tiempo, lo cual prueba que éste procede de aquélla y que es una especificación suya o, si se quiere, un análisis, lo que dista mucho de que sea el tiempo el que la contenga y que [la presencia] sea sólo una fase suya. El niño vive primero en el presente y la idea del tiempo es en él una idea tardía, sin duda contemporánea del nacimiento de la reflexión. Si él no tiene conciencia sino del presente, es precisamente porque su vida posee una plenitud indivisa y que -al apli­car siempre la totalidad de la conciencia a la totalidad del objeto o de la acción-, no hay en él falla alguna por donde la idea de lo que no es todavía, o de lo que ya no es, pudiera venir a oponerse al ser tal como le es dado.

Esto es así para cada uno de nosotros, sea cuando el acto espiritual tiene la suficiente pureza, como se ve en la meditación, sea cuando la acción que queremos llevar a cabo absorbe todos los recursos de nuestra conciencia, o [cuando] el objeto que tenemos ante los ojos [acapara] toda la capacidad de nuestra atención. No podemos decir que entonces sólo hay una impotencia para percibir el tiempo, debi­do a que nuestro espíritu se halla retenido afuera. En nuestra conciencia podrá haber una concurrencia entre diversos objetos que la solicitan, pero no entre un objeto y el tiempo. Éste no es un objeto entre otros, sino el intervalo que se abre entre el ser y el yo. Cuando este intervalo se llena, el tiempo queda abolido. Para alguien que nos observe desde el exterior y que tiene conciencia de este intervalo, continuamos viviendo en el tiempo; pero ahí donde esta conciencia ya no está, cuando no podemos oponer a la idea de lo que es la de lo que ha sido o que será, será el tiempo el que se desvanezca, como sin duda ocurre en esas formas de exis­tencia perfectamente dispersas que están, si así puede decirse, por debajo de la

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temporalidad, así como también en esas formas de existencia perfectamente con­centradas, que, por el contrario, están por encima. La conciencia del niño antecede en cierto sentido a una distinción como ésta y confunde en sí las dos actitudes antes que comiencen a oponerse, siguiendo líneas que se harán más y más divergentes; también podría decirse que está perfectamente concentrada, si en ella no conside­ramos nada más que el acto de atención, y perfectamente dispersa si consideramos los objetos a los que dicho acto se aplica sucesivamente.

No obstante, cuando se produce un divorcio entre el acto y el dato, impidiéndo­les corresponderse, [ese divorcio] hace aparecer una diferencia entre el tiempo en que se despliega la operación y el tiempo en que fluyen las cosas. Supongamos ahora que ese divorcio pueda ser superado y que, con la fidelidad más exacta, libre de todo deseo y de todo disgusto, la conciencia pueda adaptarse al curso de los acontecimientos, encontrando en cada uno, en el momento en que se produce, la satisfacción de sus exigencias las más esenciales, sin que nunca piense en mirar más acá o más allá. Ante ello, podemos entonces preguntarnos si en esa perfecta corres­pondencia entre ambos devenires, subsistiría todavía la conciencia. Porque el inter­valo desaparecería y, con él, el tiempo. Ahora bien, el tiempo es el que posibilita ese diálogo de la conciencia consigo misma, diálogo que jamás se interrumpe si no es para recomenzar casi de inmediato y que, a partir de su cese, nos obliga a preguntar­nos si la conciencia se elevó hasta su cima o si se aniquiló.

IV

EL RECHAZO DEL PRESENTE

Una vez que se introduce el divorcio entre el acto de presencia y la presencia del dato, cuando éste deja de responderle, se produce entonces una ruptura del yo con el mundo y de mí mismo conmigo mismo que me involucro de inmediato en el tiempo. Basta que me rehuse a adherir al presente para que evoque alguna realidad no dada actualmente y hacia la que mi espíritu se inclina, procurando coincidir con ella, aunque midiendo el intervalo que los separa. En tal caso, ha nacido el tiempo. Nos permitirá tomar conciencia de todas las potencias del yo en su distancia res­pecto a la realidad tal como ésta se le da y en el esfuerzo que hace, al actualizar sus potencias, para obtener una coincidencia entre lo real y él, lo cual la experiencia inmediata es incapaz de proporcionarle. Es en ese momento cuando se afirma la independencia del espíritu. Porque si rehusa ratificar lo real y hacerse solidario con él, es para asumir para sí una especie de preeminencia y emprender [la tarea de] determinarlo. Vemos aquí con claridad de qué modo el espíritu funda su libertad al mismo tiempo que su existencia, para lo cual es necesario que, en vez de quedar sepultado en las cosas y de confundir su destino con el de ellas, se independiza y descubre en sí esa iniciativa por la que se opone al mundo y procura al mismo tiempo vivir una vida propia y reformar a aquél.

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Podemos sacar de esto una alternativa que sirve para caracterizar dos actitudes diferentes de la conciencia; la primera es esa especie de repliegue sobre la pura interioridad, donde el espíritu, con el fin de conservar su pureza y no dejarse man­char, se encierra, si puede decirse así, en su potencial no usado y da testimonio de su existencia por su mero acto de separación, rehusando tomar lugar en el mundo y no aceptando contemplarlo si no es para menospreciarlo. La segunda [actitud] es, por el contrario, esa voluntad actuante y militante por la que el espíritu, persuadido de que reside en la actualización de sus propias posibilidades, siempre procura en­carnarse en el mundo y, al transformarlo, comunicarse con los otros espíritus y formar con ellos una sociedad real y concreta. En la primera [parte de la alternati­va] , el yo intenta, por cierto que en vano, sustraerse al tiempo. En la segunda, no cesa de producir el tiempo con el fin de producirse a sí mismo. Una actitud como ésta última no es posible sino con la condición que el mundo sea susceptible de ser dividido por el análisis en una multitud de objetos diferentes y recompuesto sin cesar en un mundo nuevo, del que hará al mismo tiempo instrumento y expresión de su actividad espiritual.

El tiempo es, entonces, un producto de la reflexión y, más particularmente, de ese rechazo respecto al objeto presente que opone al mundo dado una exigencia del espíritu, [aunque lo hace] llamando algún nuevo objeto a la existencia, en el que ella pueda reconocerse y satisfacerse a la vez. De esta manera, el mero rechazo del presente no basta para generar el tiempo; incluso podríamos decir en algún sentido que ello conduce a separarnos del tiempo, a abandonar el devenir temporal a sí mismo para lanzarnos hacia un mundo de posibilidades intemporales. No obstante, además de que la posibilidad no es tal sino porque no se basta a sí misma y requiere una realidad que le dé acabamiento, hemos de decir que ese rechazo es de por sí una posición negativa a la que la conciencia no puede limitarse; no es sino la primera parte del proceso que la libera. Ella no reemplaza lo real por lo posible si no es para realizarse a sí misma dándole realidad, dejando entonces de ser prisionera de las cosas hechas. El rechazo del presente no es más que una división de éste en la que el yo, separando una potencia de actuar por él asumida del objeto tal como éste se le da, creando siempre algún nuevo objeto, no crea nada más que el medio por el que él mismo se actualiza. Esta potencia es la que, para efectuarse, genera el tiempo, aun­que no en forma inmediata. Esa división de la presencia pura en presencia dada y presencia no dada hace a esta última aparecer como ausencia; de esta suerte, el tiempo no es el resultado de un mero rechazo de la presencia, sino de una oposi­ción entre ausencia y presencia, cuya naturaleza y modalidades tenemos que anali­zar de inmediato.

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V

OPOSICIÓN DE AUSENCIA Y PRESENCIA

¿Habremos de decir ante todo que la oposición entre la presencia y la ausencia es una oposición fundamental, poseedora ya de un carácter metafísico, y de la cual la oposición entre el ser y la nada sólo es una forma abstracta? Para resolver este problema, basta con reconocer que la presencia y la ausencia son dos contrarios, elementos de una pareja, es decir, que no podemos pensar sino al uno en su relación con el otro. No obstante, como en todas las parejas de contrarios (cf. De l 'Acte, p. 207) , hay uno que es la negación del otro: éste es el término primitivo, que reside en una afirmación pura y que no podemos convertir, si no es por un artificio lógico, en una negación de su propia negación. Más aún, esta afirmación por él implicada es, por así decirlo, de dos grados: en su forma más alta, envuelve los dos términos de la pareja; la negación misma, empero, no puede ser introducida sino como la contra­partida de una cierta limitación en la afirmación, sin la que dicha negación sería ella misma imposible. Así, decíamos (ibid. , p. 208), a propósito de la pareja de la pasivi­dad y la actividad, donde la pasividad es ella misma negativa: "La pasividad siempre es segunda, pero no lo es, en lo que respecta a la actividad con la que ella forma pareja, sino porque las dos lo son antes en lo que se refiere a una actividad participable que supera a la actividad participada." Esto significa que la misma pasividad no puede ser entendida sino como correlativa de una actividad participada, cuya sepa­ración respecto a la actividad participable por así decirlo, mide. Lo mismo ocurre en lo que a la pareja de la presencia y la ausencia concierne, porque si la ausencia es manifiestamente negativa, ello se debe a que es correlativa con una presencia determi­nada a la que aquélla niega. Ambas, empero, expresan una relación que sólo en una presencia total a la que ellas dividen tiene sentido, de modo que toda ausencia no sólo es la negación de una presencia particular, sino que, en sí misma, esta última no es sino otra presencia particular que, en la presencia total, es excluida por la primera y, por así decirlo, la desborda. Es así como, para el yo, siempre hay un mundo o, si se quiere, un espacio que me está presente, aunque en este espacio haya una relación variable de la presencia y de la ausencia, la que se define respecto a cierta posición de mi cuerpo. De la misma manera, hay un ser que es el mío y que siempre me está presente, aunque pase por una serie de estados que están sucesivamente presentes ante mi conciencia. Y, de una manera general, hay que decir que el espíritu está siempre presente ante sí mismo y que en esa presencia absoluta, que está por sobre la relación de la presencia y la a�sencia, es donde se efectúa una distinción como esta.

Este análisis puede ser confirmado de otro modo. Cuando oponemos la presen­cia a la ausencia, lo que estamos entendiendo por presencia es una presencia sensi­ble, ésa que, en consecuencia, puede poner mi cuerpo en movimiento y sobre la que, a su vez, mi cuerpo puede a su vez actuar. Si ella llegara a interrumpirse, si el

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objeto se ocultara de suerte que mis sentidos dejaran de percibirlo, si ya no opone ningún obstáculo a mis movimientos, ni ninguna materia a mi actividad corpórea, diré entonces que [es·e objeto] está ausente. Esto quiere decir que ya no existe co­municación posible entre mi cuerpo y él. Poco importa, incluso, que no se trate ya sino de una ficción de mi espíritu. En todos los casos pienso de igual modo al objeto como ausente y, si no lo pensase como tal, sería para mí como si no fuese; no diría, como lo hago, que es y, simultáneamente, que está ausente. Vemos, por lo tanto, que con esto entra en una nueva presencia, que es, si se quiere, una presencia imaginaria. No se trata de que sepamos ahora por qué esta presencia no parece tener menos valor que la presencia sensible, ni por qué -en ciertos casos- parecería tenerlo aún más. El conflicto entre materialismo y espiritualismo no proviene pro­piamente de la preeminencia acordada, en ciertas ocasiones, a la presencia sensible y, en otras, a la presencia imaginaria; [más bien procede] de la preeminencia conce­dida, por una parte, al contenido mismo del acto del pensamiento, tal como éste se nos ofrece desde el exterior y, por otra parte, a ese mismo acto, que aparece bajo una forma más pura todavía y más despejada cuando no tiene otro contenido que aquél que se da a sí mismo desde dentro. Lo esencial está en saber que la presencia sensible y Úl presencia imaginaria implican, una y otra, una presencia propiamente espiritual Úl que a veces no cuenta absolutamente para natÚl y otras veces cuenta para todo. Estas observa­ciones, empero, bastan para mostrar que en todos los casos es el espíritu el que dispensa la presencia y que es él quien establece la distinción entre una presencia sensible y una imaginaria, la que, respecto a la primera, se define precisamente como una ausencia.

Conviene, no obstante, destacar la importancia que para nosotros puede tener la distinción entre estas dos formas de la presencia. Porque la presencia imaginaria, que es la presencia sensible negada, nos muestra al objeto como si estuviera fuera de alcance, como carente de interés para nuestra vida, como incapaz en adelante de ayudarla o de herirla. Es para nosotros como si no existiese. La presencia es la posibilidad de utilizar el objeto, en tanto que la ausencia lo pone fuera de nuestro alcance, no dejándole realidad sino para el espíritu, no para el cuerpo. De ahí que comprendamos que el niño, por ejemplo, pueda establecer entre la presencia y la ausencia una diferencia tan abrupta como la [que hay] entre el ser y la nada. Poco le importa que la ausencia sea una presencia pasada o futura, pues esa distinción care­ce de valor para él. El objeto ausente es un objeto con el que nada puede hacer, que deja sus manos vacías y su cuerpo impotente. Su espíritu no es nada sino ese vacío descubierto, o esa incapacidad sufrida. Por lo tanto, si el espíritu funda su propia independencia sobre un acto de negación con el que afirma ya su iniciativa, pode­mos decir que ésta es suscitada, a la inversa, por la ausencia; esta última lo obliga a pensar esa presencia que le falta, respecto a la que pronto verá que está en su pro­pio poder prescindir de ella y sustituirla.

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VI

LA AUSENCIA, CONSIDERADA EN CUANTO ENVUELVE

PASADO Y PORVENIR INDISTINTAMENTE

Ahora vemos cómo la ausencia encierra en sí a la vez al pasado y al porvenir, con anterioridad a que ellos hayan sido distinguidos el uno del otro; cómo revela su carác­ter común, consistente en negar la presencia sensible; cómo la distinción que entre ellos podemos hacer es posterior y derivada; cómo posee menos relieve que la distin­ción entre presencia y ausencia y no tiene sentido sino a partir del momento en que procuramos determinar su relación respectiva con la presencia sensible. La ausencia nos vuelve a poner en presencia de un poder no actualizado. La distinción entre pasa­do y porvenir atrae nuestra mirada sobre la dirección en que hay que buscar dicha actualización.

El primado de la ausencia respecto al pasado y porvenir que ella contiene y que la especifican, halla otra justificación en la imposibilidad en que estamos para dis­tinguir frecuentemente entre estas dos formas de la ausencia. Ante todo, decimos que un objeto está ausente cuando se halla lo suficientemente distante de nosotros en el espacio como para no ejercer ninguna acción perceptible sobre nuestro cuer­po. En ese caso, ya no es para nosotros sino una imagen. A pesar de su presencia en el mundo, está ausente respecto a nosotros. Y esa ausencia aproxima, hasta el punto de confundirlas, a aquélla que se define por el pasado y aquélla que se define por el porvenir. Porque el objeto puede habérsenos alejado tras haber sido percibido por nosotros, de suerte que se nos separó por un doble intervalo espacial y temporal. Hasta ese punto estas dos nociones están siempre estrechamente implicadas. No podemos, entonces, volver a encontrar al objeto en el porvenir sino con la condi­ción de recorrer precisamente la distancia espacial que de él nos separa. Por lo tanto, debido a que el espacio no puede ser recorrido sino en el tiempo, la ausencia espacial y la ausencia temporal coinciden. Es así como el niño que deja de ver a alguien que no siempre está presente ante sus ojos, sabe que esa persona está ausen­te, pero distingue mal si ello se debe a que la encontró ayer o porque sólo mañana va a encontrarla. No se le enseña sino laboriosamente a distinguir entre estas dos formas de la ausencia. Y por cierto sabemos bien que el tiempo se mantiene irre­versible, que no es la misma persona, tal como era ayer, estrictamente hablando, la que encontrará mañana; [y sabe también] que él mismo, que volverá a verla, tam­bién será otro ser. No obstante, este análisis es sutil y tardío, porque precisamente supone que la ausencia espacial y la ausencia temporal hayan sido distinguidas una de otra, esto es, que el tiempo ya haya sido definido y que conozcamos la diferencia entre pasado y porvenir, que precisamente aquí se halla todavía en cuestión. Era, sin embargo, importante mostrar que la noción de intervalo es común al tiempo y al espacio, que la simultaneidad espacial le proporciona por así decirlo el soporte y la sucesión temporal, el significado.

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Para terminar de penetrar la noción de ausencia, tal como aquí fue definida en toda su generalidad, hemos de decir que hay un repliegue del espíritu sobre sí mis­mo que lo torna ausente a las cosas por un proceso negativo, en el que no deja ya subsistir de sí sino una actividad, más aún, una potencia pura. Todas las cosas que están en el mundo no volverán a tener para él carácter de presencia sino con la condición de aplicarse nuevamente a ellas y actualizarlas. Hay, sin embargo, una ausencia que tiene, por así decirlo, un sentido opuesto: es aquélla por la que las cosas escapan al espíritu que procura ya sea captarlas, ya sea retenerlas; la voluntad no desempeña aquí ningún papel y es a pesar suyo que la ausencia se produce; la voluntad procura vencerla y no crearla. La primera forma de ausencia es correlativa de una presencia de la que hemos dejado de ser solidarios y cuyo restablecimiento no aceptamos sino por un asentimiento del espíritu; así es, por ejemplo, como Des­cartes se separa de todo conocimiento adquirido; porque ningún conocimiento tiene valor para él, si no es aquél que es obra de su pensamiento. Ahora bien, la actividad de este pensamiento se halla siempre orientada hacia el porvenir, no sólo en las empresas propias de la voluntad, sino también en las de la inteligencia que busca la verdad (aun si ésta consiste en encontrar una realidad ya dada) . Por el contrario, la segunda forma de la ausencia -la que resulta de una especie de huida del objeto que escapa del campo del conocimiento- siempre se refiere al pasado; incluso si a este pasado no puede evocárselo sino en el porvenir, aquél al que esta­mos tratando de resucitar en ese acto original de la conciencia que es justamente la memoria siempre habrá de ser pasado. De este modo, las dos formas de la ausencia nos descubren, la primera, una actividad que la crea para dictar su ley a la presencia y, la segunda, una actividad que la padece para convertirla en una presencia interior de la que siempre pueda ella disponer. Esto nos ayuda a ver el significado metafísi­co del pasado y del porvenir. Con todo, el nacimiento y la distinción de estas dos formas de la ausencia exigen mayores precisiones.

VII

EL PASADO Y EL PORVENIR, O LA DISTINCIÓN ENTRE LAS DOS ESPECIES DE AUSENCIA

La ausencia se escinde pronto en dos especies diferentes, aunque correlativas, que son precisamente el pasado y el porvenir. La ausencia es siempre negativa por­que es la negación de la presencia. Es preciso, entonces, que sea ante todo experien­cia de una presencia que nos fue retirada. Ésa es, justamente, la revelación que pri­mero tenemos del pasado; no podría suponer la ausencia de algo cuya presencia no he conocido. La experiencia del porvenir será ante todo la de una presencia que me falta y que trato de recuperar y, pronto, la experiencia de una presencia desconocida, pero que deseo o temo, y que algún día habrá de reemplazar a la que me ha sido dada.

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El que la ausencia sea ante todo para mí efecto de una comparación entre lo que tenía y lo que ya no tengo, es algo que fácilmente vemos en el ejemplo de un niño al que se le quita un juguete: [el niño] ya no dispone sino de su presencia en idea, [la que] es tan diferente de la presencia real, que quizás la experiencia de esa diferencia constituya su primer sufrimiento, si aceptamos distinguir el sufrimiento, siempre moral, del dolor, que siempre es físico. Sin embargo, él no ha nacido aún a la vida del espíritu; no tiene todavía la suficiente sutileza, ni libertad para jugar con la idea de un juguete como con un juguete. Sin embargo, el niño sólo espera recuperar ese juguete. Vive en un mundo de posibles simultáneos, entre los que el tiempo no produce todavía sino una especie de intercambio. No puede elevarse todavía hasta el absoluto de un "Nunca más" . Incluso el adulto permanece largo tiempo rebelde a ello. Siempre eleva en su contra una sorda protesta, teniendo siempre en el fondo de sí mismo la esperanza de llegar a superarlo alguna vez.

La más perfecta forma de la ausencia es la muerte, que aniquila en el cuerpo aquello que constituye su realidad, esto es, la posibilidad de dar testimonio en favor de una existencia espiritual, con la que pensamos que en adelante no tendremos ya comunicación alguna. Podremos pensar que la muerte es una aniquilación o una purificación, según creamos que el ser reside para nosotros en la materia o en el espíritu, en el testimonio o en la misma esencia sobre la que da testimonio. Somos portadores en nuestra alma, por así decirlo, de la idea del ser que hemos perdido. Éste deja de respondernos, al menos con signos sensibles que le resuciten tal como lo conocimos. Y sin embargo, la fe en la inmortalidad, imposible de desarraigar, sólo implica la posibilidad de volver a verlo un día, de recuperar, aunque de una nueva forma, ese contacto con él que de pronto se rompiera. Hasta ese punto es verdad que el tiempo nos parece una especie de encaminamiento en la eternidad, del cual la simultaneidad en el espacio sólo nos daba una figura.

El conocimiento del tiempo se halla entonces orientado ante todo hacia el pasado; nace del contraste entre lo que yo poseía y lo que perdí; es en primer lugar la reve­lación de la oposición entre lo que era y lo que ya no es, entre aquello que era para mí una realidad que podía ver y tocar y lo que de ella subsiste y que para mí no es sino una idea. Porque es propio de la idea ser representativa de la ausencia de una cosa, ausencia que sería llenada en el acto por la presencia de la misma cosa, aunque tornando [con ello] inútil a la misma idea. El que tiene la cosa piensa que no tiene necesidad de la idea y que es poseedor de mucho más, pero es probable que esté equivocado, porque la idea es ante todo la disposición de la cosa, sin la cual la cosa nada es; y luego, [la idea] es lo que todavía subsiste de la cosa cuando ésta desapare­ció. En último término, es la razón de ser de la cosa, su esencia secreta que no puede ser separada de ella más que por la transformación del presente en pasado, como mostraremos en el Capítulo IX.

No obstante, el porvenir, que constituye la otra forma de la ausencia y que es correlativo con el pasado, no es objeto de una experiencia tan inmediata como éste. Porque, en el paso del presente al pasado, es el mismo presente -en tanto que está

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realizado y por ende determinado- el que es conocido sucesivamente como pre­sente y como pasado; dicho con más exactitud, [es el mismo presente] el que en el recuerdo que de él tenemos, ahora que es pasado, nos recuerda que ha sido presen­te y nos revela que dejó de serlo. Por el contrario, no existe experiencia del porvenir en cuanto tal; en su misma esencia, para nosotros es la indeterminación. Todas las potencias de nuestra conciencia están orientadas hacia el porvenir, pero no sé que ante mí tengo un porvenir sino porque tengo tras mí un pasado. Y es preciso decir que la idea del porvenir no se forma de otro modo que no sea la reflexión: para que yo aprenda a saber que el presente en que estoy tendrá un porvenir, es necesario que yo sepa que ese presente foe, él mismo, un porvenir cuando mi pasatÚJ de hoy foe mi presente de ayer. He ahí una inducción; eso no puede ser una experiencia.

Sin embargo, siempre es hacia un porvenir hacia donde yo miro. Es para mí posibilidad, espera y deseo y, también, lugar de mi acción. Es una presencia que todavía no poseo, pero que doy por descontada. Es, por lo tanto, una ausencia, aunque una ausencia que no es sentida como tal sino porque, por un lado, siempre la determino de alguna manera gracias a la evocación del pasado, y porque -por otra parte- en vez de seguirla y abolirla, llama y anticipa la presencia a la que está referida.

Agreguemos, con todo, que siempre existe una comunicación entre estas dos formas de ausencia, no sólo porque una y otra invocan la presencia que ellas niegan y que la una es una ausencia que simplemente ocupa el lugar de la presencia desapa­recida, en tanto que la otra es una ausencia que intenta tornarse una nueva presen­cia, sino también porque, si la una está caracterizada por la imagen y la otra por el deseo, no hay deseo que no se alimente de la imagen que toma del pasado, al igual que tampoco hay imagen que no sea solicitada por algún deseo relativo a eso mis­mo que ella representa y que hemos perdido.

VII I

EL TIEMPO: DOBLE CONVERSIÓN DE LA PRESENCIA EN AUSENCIA Y DE LA AUSENCIA EN PRESENCIA

Los resultados del precedente análisis son los siguientes: Al rechazar, en los pá­rrafos I y 11 del presente capítulo, la existencia de una percepción del tiempo compa­rable a la percepción de un flujo que corre del pasado hacia el porvenir, hemos rechazado hacer del yo un espectador inmóvil, sea del curso de las cosas, sea del curso de sus propios estados. Estas cosas, estos estados, no expresan nada más que los límites del acto de participación, que dan cuenta de aquello que le falta y, en cierta manera, se lo aportan. Pero estamos establecidos en la presencia; la ausencia de las cosas también se nos descubre por la presencia de su idea, aunque se pueda distin­guir, gracias a una nueva instancia, la presencia y la ausencia de la misma idea, las que

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corresponden a la distinción entre su presencia actual y su presencia posible. Esto nos permite involucrar en el tiempo no sólo nuestra vida, sino también nuestro mismo pensamiento discursivo. Ahora bien, es propio del tiempo regular la relación de la presencia y de la ausencia en lo que atañe tanto a la serie de acontecimientos como a la serie de mis ideas, sin olvidar que hay dos experiencias de la presencia: la del objeto, cuya ausencia frecuentemente basta para hacer miserable al yo, y la del yo para sí mismo, que hace de la misma ausencia del objeto una presencia enteramente espiri­tual.

¿Cómo se introducirá ahora el pensamiento del tiempo? Este pensamiento no es ya la mera oposición de la presencia y la ausencia, sino la realización de esa oposi­ción, sin la que ésta no sería ella misma real. Destaquemos ante todo, a pesar de la paradoja, que la presencia y la ausencia no pueden ser comprendidas a menos que, en cierta manera, se den simultáneamente, porque la presencia de algo siempre es correlativa de la ausencia de algo distinto. Esto quiere decir también que, para que haya tiempo, es preciso que dos cosas, una de las cuales está presente y la otra ausen­te, no pudiendo coincidir en una experiencia unívoca, coincidan necesariamente, sin embargo, en cuanto que una es percibida mientras que la otra es pensada. Y esto no podría ser de otra manera, puesto que la ausencia es por sí misma una presencia afirmada como posible y negada como real. De ahí que sea necesario que esta última pueda ser referida a una presencia actual, distinta de la presencia dada, la que a su vez se transformará en ausencia.

Así, teóricamente y, por decirlo de algún modo, en abstracto, siempre podemos concebir la conversión de la presencia en ausencia y de la ausencia en presencia, sin que exista alguna otra opción posible. Ahora bien, estos dos sentidos opuestos constituyen precisamente la diferencia entre el pasado y el porvenir y son suficien­tes, al parecer, para explicar el nacimiento del tiempo. Sólo que estas dos especies de conversión son muy distintas. Cuando pensamos en la conversión de la presen­cia en ausencia, ésta, que ya no es conocida sino en contraste con una nueva presen­cia, ha llegado a ser para nosotros la presencia de una idea o de un recuerdo; ahora, sin embargo, está perfectamente determinada, ya que es la misma ausencia de esa presencia cuya experiencia recién tuvimos. Por el contrario, cuando la ausencia se torna presencia, la ausencia de la que se trata es una ausencia indeterminada y sin contornos, que requiere una presencia que la delimite y la llene, en vez de ser una ausencia cuya presencia se retiró y cuya forma todavía posee. Y podemos decir que estas dos especies de ausencia mantienen relaciones muy diferentes con la presen­cia. Porque la que constituirá nuestro pasado nos da el sentimiento de una presen­cia perdida, la que nuestro espíritu intenta hacer revivir, en tanto que la que consti­tuirá nuestro porvenir no es más que una presencia de espera y de deseo que, al actualizarse, rechaza la presencia actual y toma su lugar.

La oposición de estas dos formas de ausencia y la conversión a través del pre­sente de la una en la otra es la que impropiamente llamamos percepción del tiempo. En rigor, la palabra percepción no conviene sino a una presencia dada; todo lo que

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la sobrepasa hacia adelante o hacia atrás y no tiene realidad sino para el espíritu, podemos denominarlo idea. Hay, empero, mucha diferencia entre la idea de aquello que aún no es y la idea de lo que ya no es; si la idea no está determinada sino cuando en nosotros la llevamos al estado de recuerdo, podemos decir que lo propio del tiempo es permitir que la idea, es decir el espíritu, se realice. Por esto, la percepción no es sino una etapa, un intermedio que hay que atravesar y superar de inmediato.

El tiempo, entonces, implica la misma idea de ausencia bajo la doble forma del recuerdo -típica forma del conocimiento- y del deseo, al que el recuerdo aporta una materia, aunque la imaginación y la voluntad indefinidamente lo modifican. El tiempo es el que los une: oscila, entonces, entre la idea de una falta y la idea de una pérdida, idea de una falta que tratamos de llenar (para nosotros es la idea de una posibilidad que debe realizarse y que en ocasiones puede ser la misma idea de una posesión que tratamos de recuperar) e idea de una pérdida que -por cuanto la esencia del pasado es estar realizado y cumplido- es de por sí irreparable. Hay un mismo error, en lo que al porvenir concierne, en contentarse con la posibilidad y complacerse en so­ñarla y, en lo que al pasado se refiere, en querer darle todavía una forma material, en vez de convertirlo en un acto del espíritu puro. Con todo, un análisis como éste confirma también que el tiempo no es nada más que la conversión en presencia de una ausencia testificada por la espera y el deseo, y la conversión de esta presencia en otra ausencia, atestiguada por el recuerdo.

IX

EL TIEMPO, DEFINIDO NO COMO UN ORDEN ENTRE COSAS DIFE­RENTES, SINO COMO LA PROPIEDAD DE TODA COSA DE TENER

ALTERNATIVAMENTE UN PORVENIR, UN PRESENTE Y UN PASADO

No olvidemos que el yo se halla presente al mismo tiempo en el recuerdo, en la percepción y en el deseo, aunque no de la misma manera: en cuanto a la ausencia, nunca es otra que la del objeto y del acontecimiento del que se atestigua, sea la presencia del recuerdo, sea la presencia del deseo. En los dos casos, [la ausencia] es la revelación del intervalo ya sea entre presente y pasado, que han dejado de coinci­dir, ya sea entre el porvenir y el presente, que aspiran a hacerlo.

Como vemos, el tiempo no es el paso de la percepción de una cosa a la percep­ción de otra cosa. La alteridad misma no puede ser reconocida sino con la condi­ción de que la cosa que antes era percibida, sea todavía pensada por nosotros cuan­do la cosa percibida sea otra. Y esta relación entre presente y pasado no puede ser generalizada a menos que sea constitutiva de mi experiencia, es decir, de mi con­ciencia, lo que no es posible sin que ese presente avance siempre, es decir, si siem­pre se hunde en el porvenir. En consecuencia, dado que hay una ausencia que incesantemente se hace presencia, hay una presencia que incesantemente se cambia

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en ausencia, y el presente siempre permanece aprisionado entre un porvenir y un pasado. Sólo tenemos la experiencia de la caída del presente en el pasado, pero decir que ésta es eterna significa suponer que el presente siempre aparece bajo la forma de un porvenir que se actualiza.

Las observaciones anteriores muestran con claridad suficiente que el tiempo no reside en la percepción de cosas diferentes que entre sí se siguen, sino en la trans­formación de una misma cosa cuando ésta atraviesa poco a poco el porvenir, el presente y el pasado. Porque devenir es algo característico de todo lo que pertenece al espacio, esto es, al mundo de la experiencia, lo que no significa propiamente cambiar de naturaleza, sino, si así puede decirse, de modalidad, de ser sucesivamen­te posible, actual y recordado. Con esto, únicamente, [lo espacial] nos mostrará toda su naturaleza y verdaderamente pertenecerá a la existencia concreta. Y en cuanto le falte alguno de estos modos, ya no se podrá decir que tenga acceso al mundo, al menos no habrá acabado ese ciclo por el que consuma toda su realidad. Ésta com­porta un aspecto por el cual ante todo no es sino una posibilidad, un aspecto por el que se cambia en existencia, un aspecto por donde esta existencia, a su vez, se cambia en recuerdo. Ni la pura posibilidad, ni la pura existencia, ni el puro recuerdo están en el tiempo, que resulta solamente de su vínculo y que funda en ellos su propia irreversibilidad. Y no basta decir que una cosa no es todo lo que puede ser sino cuando en el tiempo ha recorrido todo el ciclo de su destino, es decir, cuando se reveló primero como una potencia o virtualidad encubierta por el ser, la que viene a actualizarse luego en la experiencia que del mundo tenemos, para luego definir una verdad eterna. Debemos decir también que cada una de la etapas de un desarrollo como éste define una de las propiedades sin las cuales algo le faltaría para ser. Porque no hay existencia particular que al mismo tiempo no esté constre­ñida [en primer lugar] a separarse del Todo, donde sin embargo obtiene la posibili­dad que ella encarna, sea por efecto de las circunstancias o por una iniciativa de su libertad, a revestir [luego] una forma actual que le permita entrar con todas las demás existencias en un conjunto de relaciones recíprocas y, por último, a recibir esa realización en la cual, en el momento de su acabamiento, se libera de la materia y ya no tiene más realidad que en el pensamiento.

El objeto de nuestros análisis ha sido mostrar no sólo que el tiempo siempre supone la relación de la presencia y de las dos formas diferentes de la ausencia, sino también que él no reside en la relación de cada cosa con aquélla que la precede o aquélla que la sigue, sino en la relación de cada cosa consigo misma a través de las diversas formas bajo las que la conciencia la aprehende sucesivamente. Con esto comprendemos bien, por una parte, cómo el tiempo no puede ser sino una relación, y una relación vivida por nosotros que seguimos todas las transformaciones por las cuales necesariamente pasa todo objeto a través de la experiencia total que de él tenemos; por otra parte, [comprendemos asimismo] de qué manera el mismo sentido del tiempo aparece como inseparable de la relación de las diversas formas de la ausencia entre sí y respecto a la presencia. La misma manera como nuestro yo se constituye, la necesi-

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dad en que se halla, para actualizarse, de transformar siempre una nueva posibilidad en actualidad, se presentan como explicando suficientemente la génesis misma del tiempo, como dando cuenta de sus tres fases, del orden de sucesión de ellas y de la necesidad que tiene todo objeto que está en el tiempo de ocupar en él un lugar de tanto en tanto.

De esta manera, lejos estamos de esa concepción del tiempo que lo reduce a no ser más que el orden de nuestras percepciones, esto es, de su acceso al presente; es preciso, también -para explicar cómo la primera [percepción] deja de ser y cómo surge otra de inmediato en la existencia- que una y otra trasciendan siempre el presente en que están dadas, no para sustituirlas antes o después por una percep­ción diferente, sino para encontrar una vez más a cada una, ya sea bajo la forma de una posibilidad, ya la de un recuerdo. Así, vemos cómo cada cosa cambia sin cesar de aspecto en el tiempo, aunque siempre ocupe en él un lugar. Y por esto, como mostraremos en el Capítulo XII , esa cosa no necesita abandonar el tiempo para entrar en la eternidad, porque es en su existencia temporal donde se lleva a cabo, si así puede decirse, su existencia eterna.

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CAPÍTULO VI

EL TIEMPO Y LA IDEACIÓN

Tras haber definido en el Capítulo IV del presente libro el sentido del tiempo y la oposición entre presencia y ausencia, en el Capítulo V, ahora nos queda mostrar cómo estas dos concepciones se reúnen, no sólo para permitirnos constituir la idea de tiempo y justificar su naturaleza puramente ideológica, sino también para esta­blecer que él es el instrumento mismo de la ideación.

I

HETEROGENEIDAD DE LOS MOMENTOS DEL TIEMPO

En oposición al espacio, es característica del tiempo su heterogeneidad. Pero tomamos aquí la palabra en un sentido muy distinto de aquél que Bergson le diera. En efecto, Bergson mostraba que sólo el espacio está caracterizado por la homoge­neidad; de esta suerte, todos sus elementos no sólo se dan simultáneamente, sino que, en cierto sentido, son intercambiables, [de modo] que el mismo objeto puede en derecho y sucesivamente ocupar cualquier lugar en el espacio. Esto no ocurre con el tiempo, porque éste es irreversible y no puede ser disociado de su contenido. Es así como cada momento del tiempo supone todos los que lo precedieron, pues por así decirlo los lleva en sí; esta novedad, esta interpenetración y este progresivo enri­quecimiento de todos los momentos del tiempo nos impiden considerarlos suscep­tibles de sustituirse unos por otros. Sería una aberración pensar que cualquier acon­tecimiento pueda ser situado en cualquier momento del tiempo.

La heterogeneidad entre los momentos del tiempo que tratamos de definir es, empero, de una naturaleza mucho más decisiva. Éstos no sólo se distinguen unos de otros como las sucesivas oleadas de una corriente que creciera continuamente, sin que la fuente jamás deje de proveerla. La heterogeneidad del tiempo es la del presente en que estoy, del porvenir del que él viene y del pasado en el que recae. Son estas tres fases del tiempo las que, a la vez, son diferentes e irreductibles. Por cierto, cada una de ellas no deja de convertirse, de acuerdo con un orden irreversible, en la

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que la sigue, pero conserva las características que en propiedad le pertenecen y sin las que la originalidad misma del tiempo quedaría abolida. Ahora bien, ¿en que consistirá esa heterogeneidad, si no es en una diferencia referida al modo de existen­cia propio de cada una de las fases del tiempo? Porque si oponemos el presente al pasado y al porvenir, poseerá un carácter de objetividad; [el presente] constituye un encuentro entre el yo y el universo, es el ámbito de la percepción y de la acción. Pasado y porvenir, por el contrario, no pueden ser sino pensamientos. Más aún, en esta simple oposición entre el presente y el pasado o porvenir, no hay todavía ver­dadera temporalidad. Porque además es necesario que cuando se dé el presente, pasado y porvenir -que siempre son pasado y porvenir de un presente no dado- se hallen en un presente del pensamiento, el cual no tiene ya lugar en el tiempo porque todos los posibles están en él simultáneamente acumulados y no tienen acceso al tiempo sino en el mismo orden de su realización, pues todo lo pasado adhiere a él, en él no se puede distinguir fechas diferentes si no es remitiéndose a las percepcio­nes que él representa; además, todos los acontecimientos del pasado, en tanto pasa­dos, nos son contemporáneos. Si consideramos, en consecuencia, su noción pro­pia, abstracción hecha de su referencia al presente, porvenir y pasado no están propiamente en el tiempo.

Pero ¿se hallará el presente de por sí en el tiempo, puesto que todos los aconte­cimientos nos están presentes de la misma manera y dado que, en cuanto presentes, despojados de toda relación con su pasado o su porvenir, pertenecen al ser más bien que al devenir? ¿Diremos, por lo tanto, que el tiempo nace de la relación de un porvenir intemporal y de un pasado [también] intemporal con un presente por sí mismo intemporal, a fin de asegurar el orden que hay que establecer entre ellos, precisamente para asegurar su carácter inteligible? Por cierto que sí, aunque con la condición de observar dos cosas: la primera, que debemos mantener cuidadosamen­te la heterogeneidad entre porvenir y pasado, distinguir la forma bajo la cual uno y otro se presentan al pensamiento, la que es o bien la posibilidad que no tiene senti­do sino para ser actualizada, o bien la de algo ya realizado o de algo ya consumado, que supone esa actualización en vez de requerirla; la segunda condición es que, aun­que esa actualización sea la base del tiempo y que sin ella no se pueda distinguir el porvenir del pasado, tiene sin embargo su foente en un acto eterno que, él mismo, está más allá del tiempo. En realidad, puede ser olvidada en la noción que nos haremos del tiempo, pues basta con decir que éste consiste en la pura relación del porvenir con el pasado o, también, de lo posible y del recuerdo, haciendo que el presente juegue entre ellos el papel de línea fronteriza, sin que nunca, hablando con propiedad, llegue a ser un elemento propiamente tal del tiempo precisamente porque es él quien lo engendra. Este análisis muestra, al menos una vez más, que no es posible concebir la generación del tiempo de otro modo que por la generación del sentido mismo del tiempo.

Volvemos a encontrar aquí por lo tanto las dos concepciones opuestas que po­demos hacernos del tiempo y que ya antes hemos descrito. La primera es la concep-

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ción clásica, que no atañe sino al acontecimiento en el momento de su aparición en la ventana del presente. Entonces, todos los acontecimientos están situados, en cuanto presentes, sobre una línea tal, que nunca podemos considerar en ella como real sino un solo punto a la vez. Esta línea es para todos esos acontecimientos, por así decirlo, su línea de presencia. Sólo que se olvida que, cuando se considera cada presencia en particular, aquélla que la antecede o la que la sigue ya no son presencias en el mismo sentido, sino posibilidades o imágenes incorporadas al acontecimiento presente y no se las puede desprender de él sin mutilarlo. En el tiempo en que los aconteci­mientos se hallan ordenados de acuerdo con su propia presencia, no hay lugar para su posibilidad o para su imagen. Incluso no puede decirse que, en la medida en que cada acontecimiento se realiza, aquél que lo precede sea el que deviene una imagen y aquél que lo sigue, una posibilidad. Porque sería absurdo querer situar esta posibi­lidad o esta imagen en algún momento del tiempo. La una sale de lo intemporal para realizarse y la otra entra tras haberlo sido. Esta relación entre los dos modos de lo intemporal es la que nos esclarecerá la génesis misma del tiempo. Pero entonces nos encontramos ante una segunda concepción del tiempo, del todo diferente de la an­terior: éste ya no reside en una serie de acontecimientos que no dejan de aparecer y desaparecer, sino que, en cuanto acontecimientos, no pueden ser arrancados al presente. [El tiempo] reside en el orden mismo que, a través del acontecimiento y por su medio, podemos establecer entre su posibilidad y su recuerdo. Ahora bien, tal como vemos, se trata de un orden enteramente espiritual y que no muestra sino nuestro propio surco en lo intemporal . Se funda mucho menos sobre la serie de acontecimientos que sobre la heterogeneidad que establecimos entre su existencia posible y su existencia realizada, la que no es más que la expresión de la distancia que separa la virtualidad del yo de su actualidad. El acontecimiento es la transición o el medio que nos permite ir de la una a la otra. Sólo que no tenemos ojos sino para ver los acontecimientos y, al reducir el tiempo a la mera sucesión de éstos, oculta­mos su esencia más profunda: trazar en el ser el camino por el que realizamos nues­tra propia posibilidad.

I I

EL TIEMPO, DEFINIDO COMO UNA RELACIÓN Y COMO ORIGEN DE TODAS LAS RELACIONES

La consecuencia inmediata de la heterogeneidad de los términos sucesivos del tiempo es que éste no es una cosa, sino sólo una relación. Bien sabemos que sería contradictorio convertirlo en una cosa o en un objeto. Eso significaría no sólo inmovilizarlo, sino también atribuirle ciertas características por las que se distingui­ría como un objeto de todos los demás objetos. Ahora bien, él es la condición común, no precisamente de la objetividad (función propia del espacio), ni tampoco -como se cree- del devenir de los objetos, ya que lo propio del objeto en cuanto

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objeto es ser siempre dato, presente, sino de la experiencia misma que tenemos de la objetividad por cuanto ella es la condición del devenir de nuestra propia subjetivi­dad. En este sentido, Kant tuvo profundamente la razón al hacer del tiempo la condición de la experiencia interna; sólo que no era necesario considerar la expe­riencia interna como hecha sólo de estados que se suceden en el tiempo, así como en la experiencia externa se yuxtaponen en el espacio. Habría habido que conside­rar al tiempo como expresión de la ley de acuerdo con la que nuestra personalidad se constituye; una objetividad perpetuamente mutable, entonces, debía aparecer como la condición y efecto de nuestro propio devenir en el tiempo. Sin ella, nuestra personalidad no podría encarnarse ni, en consecuencia, salir de los límites de la posibilidad y conquistar el lugar que merece en el todo del universo material y espiritual. De ahí que, en propiedad, no haya devenir de los objetos; no hay otro devenir que no sea el del sujeto, quien arrastra en su propio devenir las apariencias cambiantes a través de las que se expresa y se realiza. En tanto que apariencias u objetos, ellas carecen de todo devenir que les pertenezca, porque ya no se puede decir que ellas expresen la transformación de una posibilidad en recuerdo, puesto que esa posibilidad, ese recuerdo, sólo tienen sentido respecto de la conciencia del sujeto para quien constituyen las etapas que él recorre sucesivamente. El tiempo no es más que el medio por el cual éstas se realizan y desaparece una vez que ha servi­do. Para que hubiese un tiempo del objeto sería preciso que éste tuviese una vida interior por la que se hiciese capaz de realizarse sin nosotros; pero, en ese caso, sería más allá y más acá de su objetividad propia donde tomaría la forma, ya sea de una posibilidad, ya de un recuerdo. En resumen, el tiempo no puede ser considerado como el orden objetivo en el que está cogido el universo entero, y nosotros con él. Es sólo la condición de posibilidad de nuestra experiencia subjetiva que impone­mos al universo, por vía de consecuencia, en la medida en que, si se quiere, él es un momento de la constitución de una experiencia como ésa.

Con todo, la consideración de la heterogeneidad de los momentos del tiempo es la que -mejor que la consideración del orden de su sucesión- demuestra que el tiempo es una relación. Porque si éste no fuese una relación entre sus sucesivos momentos, no sólo no habría unidad alguna del tiempo, sino que también hemos de decir que porvenir y pasado, siendo heterogéneos entre sí y ambos respecto al presente, no tendrían existencia uno y otro sino para el pensamiento. Además, nada son fuera de la relación que tienen el uno con el otro al interior de nuestro mismo pensamiento, único capaz de convertirlos al uno en el otro. Debido a que el tiempo no puede ser disociado de la ausencia -la que niega la presencia, aunque la precede o la sigue-, no puede ser en nosotros sino una relación; sólo una relación puede repre­sentarnos un objeto cuya presencia no estd dada. En realidad, la idea de tiempo reside menos en el contraste del objeto presente y del objeto ausente que en el que se da entre dos formas diferentes de la ausencia, de las que sabemos que se transforman una en otra, pero que son de un modo tal, que esa transmutación no es posible sino por la presencia que las separa y las vincula.

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Podrá decirse que este presente, siempre nuevo y siempre perecedero, entra en un tiempo donde no hay sino presencias que no dejan de suplantarse unas a otras. Pero en una concepción semejante se olvida la ausencia, sin la que el tiempo no podría ser concebido, y que incluso es la que le dio origen, si es verdad que es sólo la reflexión la que distingue la ausencia de la presencia, así como también las dos especies de ausencia. En efecto, no es suficiente decir que, en la serie de presencias por la que se pretende definir el tiempo, cada instante cuya presencia se afirma es asimismo la negación de todas las otras y la afirmación de su ausencia. Esta ausencia no tiene sentido sino para mí, lo que quiere decir que es una presencia subjetiva que se opone a la objetiva, sea que no se me ha dado todavía, sea que ya me haya aban­donado.

Sin embargo, aunque el tiempo no pueda ser conocido sino por el paso de lo posible al recuerdo, es necesario que ese paso sea actualizado por la conciencia para que pueda hablarse de tiempo. Porque -al igual que cuando se dice del objeto que carece de sentido si no es para el sujeto, entendiéndose con ello no sólo todo objeto que pueda ser captado en una experiencia actual, sino también todo objeto que pueda ser captado en una experiencia eventual, esto es, que concuerde con las leyes generales de la objetividad- del mismo modo, el tiempo no se reduce a la conver­sión de lo esperado en logrado, tal como lo realiza mi conciencia, sino que envuelve toda conversión de ese género que pudiera ser realizada por otra conciencia que [no sea] la mía. También [el tiempo] es la ley que gobierna la totalidad de lo real, en cuanto que su devenir podría inscribirse en una conciencia posible. De esta suerte, la posibilidad, definida como el ser mismo considerado en su porvenir, contiene en sí todas las condiciones que permiten la actualización de un nuevo objeto, de una nueva conciencia y, si puede decirse, de un tiempo nuevo que es el tiempo de tal conciencia y de tal objeto. Aquí también vemos cómo la posibilidad anticipa la actualidad o, más bien, reside en un análisis del Ser que, para ofrecerse a la partici­pación, se divide -gracias a la intervención del tiempo- en una pluralidad infinita de aspectos y de momentos donde se expresa cada una de las etapas por las que se constituyen todas las esencias individuales.

Esto es suficiente para mostrar dos cosas:

1° QJJe la relación no es en sí misma sino un modo abstracto y derivado de la participación. Porque -debido a que cada ser particular obtiene en el todo aquello que lo hace ser mediante un acto que de él depende llevar a cabo- no sólo todas las formas del ser participado, sino que todas sus formas participables están vinculadas necesaria­mente unas con otras, de manera que el lazo que las une no expresa nada más que la unidad del ser que es fuente de toda participación. Más aún, fácilmente compren­deremos que haya una multiplicidad de relaciones posibles, aunque todas aparece­rán como formando una síntesis o, más simplemente, como expresando el medio por el que la participación se realiza: tiempo, espacio, número, causalidad, finali­dad, son las relaciones que la participación nos obliga a introducir. [Y nos obliga a hacerlo] ya sea en nosotros mismos, entre las etapas del acto imperfecto que nos

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hace ser, ya sea en aquello que lo supera y que sin embargo nos es dado entre los elementos de la interioridad fenomenal, o [por último] ya sea de un modo del todo general, entre los diversos aspectos de la diversidad abstracta, en serie o pluriserial.

2° Si toda relación, empero, tiene su origen en la participación, no nos sorpren­damos tampoco si la forma primitiva de todas las relaciones implicadas por ella y de la que [todas] pueden ser derivadas sea la relación temporal. De hecho, el tiempo es la esencia misma de la relación, y todas las relaciones particulares no son más que su forma especializada por la materia a la que se aplica. La yuxtaposición de partes en el espacio, la numeración, la relación de causa y efecto o la de medio y fin son formas diferen­tes de la relación temporal en las que, en vez de considerar a .ésta en su pureza, estamos atentos a sus modos de realización. En términos más generales, la expre­sión "puesta en relación" traduce la función esencial del tiempo. Y si permanece­mos fieles a la definición del tiempo concebido como la actualización de una posi­bilidad, la relación no será, sin duda, sino la aplicación; porque la relación es un acto del espíritu previamente en suspenso, pero que -al llevarse a cabo- realiza su objeto y nos da su posesión.

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EL TIEMPO, CURSO DEL ESPÍRITU

Al parecer, para mostrar que el tiempo es el medio por el que se expresa la actividad del espíritu, bastaría considerar a este último como el vínculo de la unidad y de la multiplicidad, no sólo en el sentido de reducir a la unidad una multiplicidad que se le opone, sino en ese otro por el que el espíritu produce esa multiplicidad sin la que su propia unidad no sería una unidad activa ni sería la unidad de nada. El tiempo puede, asimismo, ser considerado como generando sin cesar la multiplicidad de formas de la sucesión, como envolviéndolas en la unidad de un mismo recorrido. Ahora bien, sin duda no hay relación que no implique un modo de realización como éste. Es esto lo que Kant vio admirablemente [bien] en el esquematismo del entendimiento puro, sin duda el centro y la parte más profunda y quizás la más desconocida de la Crítica de la Razón Pura.

No obstante, para demostrar que el tiempo pertenece a la esencia más íntima del espíritu, no nos contentaremos con mencionar en él al esquema común de la relación, es decir, de todo acto de participación. Recordemos que, si el tiempo consiste ante todo en la oposición de ausencia y presencia y que no hay presencia sino para el espíritu, la ausencia no puede ser sino la propia presencia del espíritu ante sí mismo. Es esto lo que se quiere decir cuando se opone la presencia sensible a la presencia espiritual . Toda ausencia objetiva es una presencia subjetiva que pode­mos a veces considerar como una presencia por suplencia y, otras veces, como la verdadera presencia, de la que la otra era sólo un instrumento temporal. La presen-

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cia, tal como se da, no es ante todo sino la presencia del cuerpo y la copresencia de todos los objetos que actúan sobre el cuerpo o sobre los que el cuerpo puede actuar. Pero es propio del espíritu, una vez que entra en juego, evadirse de una presencia semejante. No cesa de superarla. Y es en ese sentido que el espíritu, por muy estre­chamente que se lo pueda ligar a la materia o al cuerpo, es ante todo inmaterial o incorpóreo; es todo aquello que es "no-cuerpo", "no materia" y, si se quiere, es en primer lugar el acto por el que cuerpo y materia son pensados. Pero de un modo todavía más radical, [se puede decir que el espíritu es] el acto por el que el cuerpo y la materia son negados, es decir, el puro pensamiento del cuerpo y de la materia, en cuanto que todavía subsiste en el mismo acto que las niega, esto es, que afirma su ausencia. Ahora bien, es a esto precisamente a lo que denominamos la idea. La idea supone aquí la experiencia sensible, para luego abolirla. Pero puede presentarse bajo una forma muy diferente, ya que puede sobrepasar a la misma experiencia sensible y, gracias a la libertad y a la potencia infinita que hay en ella, acto vivo de la partici­pación, penetrar en el mundo de la posibilidad. Tiende entonces a convertirse en el arquetipo de la experiencia sensible, en vez de ser solamente su imagen. En ambos casos sobrepasa la presencia inmediata, sea hacia atrás, sea hacia adelante, sea de este lado, cuando [esa presencia] ya nos abandonó, sea del otro lado, cuando todavía ella no sea ha producido. Ahora bien, el movimiento propio del espíritu consiste preci­samente en liberarse de la servidumbre de lo sensible, ya sea atravesando sus límites mediante el pensamiento de lo posible, ya sea conservando en sí, tras su desapari­ción, su esencia significativa. Hay además en el espíritu una incesante aspiración en virtud de la que siempre intenta evadirse de eso sensible y superarlo. Esta aspiración merece, al menos en apariencia5 , la denominación de "deseo de existencia", cuando tiende hacia el porvenir de la posibilidad, y la de "deseo del conocimiento", cuando tiende hacia el pasado en vistas de la transfiguración del dato y de la posesión de la esencia. Ya sea que se trate de la posibilidad o de la esencia, no tienen más existencia que la que el espíritu les da. Toda la vida del espíritu consiste en producirlas y recuperarlas.

La experiencia más ordinaria atestigua con suficiente claridad que el espíritu, en cuanto comienza a ejercitarse, se desvía del objeto presente con el que al co­mienzo parecía confundirse. Toda su actividad consiste en dar una realidad al obje­to ausente. Es esto, sin duda, lo que ven con claridad los que, con Platón, aceptan que reinar sobre el mundo de las ideas pertenece al espíritu. De la idea misma, esto

5 Agregamos aquí al menos en apariencia porque, tal como lo hicimos notar en el Capítulo IV, # VII, el movimiento que nos lleva hacia un porvenir desconocido no hace sino acrecentar nuestro conocimiento, que se transforma en existencia en la medida precisamente en que se hace para nosotros un pasado poseído. Es, sin embargo, la misma tesis que se expresa en fórmulas aparentemente contradictorias, según distingamos la existencia en proceso de realizarse del conocimiento una vez adquirido o bien la existencia de la que disponemos del conocimiento que adquirimos.

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es, de una presencia puramente espiritual, se hará en este caso el verdadero ser, en oposición al objeto sensible, que no es nada sino una apariencia. En propiedad, ése no es sino un modo indirecto de considerar al ser como si fuera el espíritu mismo; sólo por un prejuicio objetivista lo identificamos con la idea a la que el espíritu debe subordinarse, como si la idea pudiera tener alguna subsistencia con independencia de la operación misma por la que el espíritu, al pensarla, la hace ser.

No obstante y en términos generales pensamos que sólo el objeto se halla cautivo del tiempo, de suerte que al elevarse desde el objeto hasta la idea, parecería que el espíritu se zafara del tiempo. Incluso es esta negación del tiempo la que frecuentemente es considerada como si fuera la función propia del espíritu. Un desconocimiento del tiempo como éste únicamente podría constituir para el espíri­tu una enfermedad que lograría reducirlo a la impotencia; porque, si es capaz de elevarse por encima del tiempo, ello ocurre integrándolo, no negándolo. Es así como puede decirse que la actividad propia del espíritu crea el tiempo y a la vez lo supera. Sólo pueden estarle sometidos los objetos que en él se encuentran cautivos, sin tener por sí mismos el poder de pensarlo. No obstante, pensarlo significa darle la existencia y dominarlo. Diremos, entonces, que:

1° El espíritu, por la limitación a la que la participación lo somete, es quien ubica los objetos en el tiempo y, en cuanto poseedor de su representación, los sitúa en el devenir de la conciencia temporal.

2° El espíritu siempre sobrepasa al objeto presente, pero, al hacerlo , deja en claro que él mismo no se halla comprometido en el tiempo. Crea el tiempo, no sólo para situar en él al objeto, sino para atravesar los límites en los que todo objeto amenaza encerrarlo y sacar del mismo objeto su significado propiamente intemporal . Es por eso que el objeto constituye para él la prueba de una posibilidad que no recibe sino gracias a él, es decir, tanto por su advenimiento como por su desapari­ción, su verdadera realización. Porvenir y pasado, entonces, lejos de excluirse, se llaman mutuamente y de su unión se forma esa eterna operación del espíritu que es la idea misma (a la que una mirada simplista identifica con un objeto puro) .

3° El espíritu, por último, constantemente hace nacer el tiempo como condi­ción de su actividad; él es quien produce la presencia, sensible y perecedera a la vez, en el tiempo. Ésta es como una expresión de su limitación y como un contacto siempre renovado con la totalidad del ser que su vida subjetiva no deja de invocar para ser confrontada con ella. Todas sus operaciones se ejercitan en el tiempo, aunque, al ejercitarse, anulan el tiempo e incluso el intervalo que ha abierto entre el ser y el yo, es decir, entre el yo y él mismo. En el tiempo es donde el espíritu prosigue su propia vida, y el tiempo no existe sino para él. El tiempo del espíritu, con todo, lejos de ser una coacción -como el tiempo del objeto lo es-, constituye por así decirlo la cantera de la libertad. No parece arrastrar al espíritu fuera de sí mismo sino para, a su vez, entrar al interior del espíritu; por esto, es más verdadero todavía decir que el tiempo está en el espíritu y no que el espíritu es quien está en el tiempo.

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IV

EL TIEMPO, COMO INTUICIÓN

Y COMO CONCEPTO

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Podemos comprender ahora las características que reconocimos en e l tiempo, en el párrafo IV del Capítulo III, cuando mostramos que el tiempo es individual, dado que es el medio por el que cada individuo se autorrealiza en la relación que establece entre su ser posible y su ser logrado, y que también es universal, dado que es el medio común por el que todo ser individual, en cuanto es un ser individual y no tal ser individual, constituye precisamente la esencia que le es propia. De la misma ma­nera, la participación es una ley, la misma para todas las conciencias, aunque cada una le dé una forma y un contenido que no vale sino para ella únicamente. Es así como nace el concepto, que conviene a todos los miembros de la especie y que en cada uno de ellos se realiza de una manera que nunca es la misma.

No obstante, nos sorprenderá que esto pueda ocurrirle al tiempo, al que con demasiada frecuencia se lo considera no como un producto de la actividad del espíritu, sino como una condición dada que se le impone ya sea desde lo exterior, ya sea desde lo interior. Ahora bien, según se lo considere desde una perspectiva lógica o desde una propiamente psicológica, [el tiempo] afectará una forma universal o individual. Porque el tiempo nada es sin el acto que lo pone en marcha. Ni es una cosa que estaríamos obligados a padecer, ni un marco en el que tendríamos que entrar, ni tampoco una ley a la que estaríamos constreñidos a obedecer. No es nada más que esa función esencial del espíritu, a la que podríamos llamar la función temporalizante, por la que el espíritu que se crea a sí mismo pone en el tiempo, no propiamente los objetos de su experiencia, lo cual no es más que un efecto derivado y secundario de su operación fundamental, sino esa misma operación de la que debemos decir que sobrepasa al tiempo en la medida en que lo crea. Ése es, por cierto, el sentido profundo de la doctrina kantiana del tiempo. Esta doctrina, de la que mostramos que había producido el admirable análisis del esquematismo, no pecó, sin duda, sino por ese exceso de simetría que convertía al tiempo en condi­ción de la experiencia interna, así como el espacio lo era de la experiencia externa, obligándonos a considerar a la primera no como el desarrollo de una actividacl , sino como el de una serie de estados y de fenómenos. Así, la experiencia interna, defini­da de ese modo, no existe o no es sino un calco de la experiencia externa. Por otra parte, el ascendiente que no podemos dej ar de atribuir a la experiencia interna so­bre la experiencia externa basta para mostrar que todo objeto externo es ante todo una percepción interna, o que el tiempo envuelve al espacio, y no recíprocamente. Pero eso no es posible sino bajo la condición de comprometer en el tiempo la actividad del sujeto, no sólo sus estados. El espacio es requisito para que podamos pensar el tiempo y establecer, entre pasado y porvenir, el corte del presente. Sin embargo, todo lo que está en el espacio es puramente fenomenal . En cambio, es en el tiempo donde el

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sujeto actúa, donde descubre su propia posibilidad y la realiza. La teoría del tiempo ha estado siempre comprometida por el paralelismo que se ha querido establecer entre espacio y tiempo, al igual que entre el mundo externo y el mundo interno, en circunstancias que ellos no están al mismo nivel en la existencia, que necesariamen­te hay que subordinar uno al otro y definir al tiempo como el medio por el cual nos damos a nosotros mismos un ser por participación, en tanto que el espacio es el medio por el cual ponemos en relación con nosotros todo el ser que nos sobrepasa y que no puede descubrírsenos sino bajo la forma de una representación y de una apanenc1a.

No hay, sin embargo, y hablando con propiedad, una representación del tiempo. Bien lo vemos en la dificultad que sentimos cuando nos preguntamos si es una intuición o un concepto. La distinción que tan bien se aplicaba a todo objeto, según fuera aprehendido en su realidad propiamente individual o en ese carácter que tiene en común con todos los objetos de su especie, encuentra dificultades propias en lo que concierne al tiempo, que jamás puede ser pensado como un objeto, sino sólo como la actividad del sujeto captada en su ejercicio puro. Ahora bien, Kant no creía que una actividad como ésa pudiese ser de por sí objeto de alguna intuición, ni tampoco de conciencia alguna. No lograba, por lo tanto, hablar de una "intuición pura'' del tiempo sino en virtud de cierta paradoja, ya que no era posible para él que hubiera otra intuición que las intuiciones sensibles. Pero el acto generador del tiem­po en una conciencia particular que lo piensa y que a la vez lo engendra ¿no será para ésta el objeto de una intuición, por lo menos si es verdad que -en sentido riguroso- no hay más intuición en el pleno sentido de la palabra si no es una intui­ción sin objeto? La intuición ¿no será la de una operación del espíritu -imposible de distinguir de la conciencia que éste tiene de ella-, siendo que la coincidencia de esa operación con un objeto cualquiera es siempre precaria e inadecuada? El tiempo, entonces, es una intuición, dado que él es esa misma operación en el acto de reali­zarse. En verdad, es un individuo quien la realiza, pero supone condiciones genera­les que la hacen posible y que son las mismas para todos los individuos. Éstas [condiciones] son las que constituyen lo que podríamos llamar el concepto del tiempo. Lo que de puro hay en la intuición kantiana del tiempo es, sin duda, marca del concepto, por cuanto éste acaba de investirse en la intuición individual. Esta pre­ocupación por reunir concepto e intuición no está ausente de la doctrina, si se piensa que al hacer del tiempo una intuición pura, Kant no pudo renunciar tampo­co a hacer de ella la condición de toda intuición empírica y, en consecuencia, la forma necesaria de toda experiencia posible. Pero una afirmación como ésta sólo era efecto de una inducción o de la impotencia de la imaginación para obtener una representación figurada del tiempo. Hemos intentado, por el contrario, derivar la universalidad del tiempo de las mismas condiciones de la participación y de esa actualización de una posibilidad por la que cada ser se hace él mismo lo que es. No hay, entonces, ninguna dificultad para hacer del tiempo un concepto universal que recibe una realización intuitiva en la experiencia concreta de cada conciencia. La distinción del yo trascendental y del yo empírico habría permitido a Kant operar la

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misma síntesis si hubiera querido hacer del tiempo [algo] más que una forma, esto es, la puesta en obra de mi misma actividad considerada indivisiblemente como la actividad de todo ser finito en general y como la actividad de mi ser particular.

Así, entonces, ya no habría dificultad en admitir un tiempo común a todas las conciencias (al que naturalmente corresponde ser medido por el movimiento, puesto que éste introduce el tiempo en la experiencia externa que, por derecho, es la misma para todos) y un tiempo propio de cada una de aquéllas, del que no se puede decir que tiene un carácter ilusorio, sino que acaba dando al otro su realidad concreta y plena. Porque el espíritu se realiza a nivel de la conciencia particular. Vemos, enton­ces, hasta qué punto es superficial querer reducir el carácter individual del tiempo a la diversa apreciación de su velocidad según el contenido que lo llena -como ocurre en expresiones como "el tiempo pasa veloz" o "el tiempo pasa lentamente"-, porque es el modo como disponemos del tiempo, es decir, la manera de realizarse, lo que cambia de una conciencia a la otra bajo esa condición general de la distinción entre el antes y después que todas deben reconocer por igual Decir que el tiempo no tiene una velocidad igual para todos no es sino una metáfora, porque [en rigor] no tiene velocidad; [sólo la tienen] los cuerpos que se mueven en el espacio, pero como la idea que del tiempo común nos forjamos la obtenemos de una velocidad a la que suponemos uniforme -pues no vemos razones por las que podría variar- es natural que nos imaginemos al tiempo como una corriente cuya velocidad no sería la misma para individuos distintos.

V

EL TIEMPO EN CUANTO IDEA Y EN CUANTO FORMA DE TODAS LAS IDEAS

Con todo, no es suficiente haber seguido a Kant en el distingo entre intuición y concepto, excepto en la aplicación que de él hace al tiempo, y haber mostrado que el tiempo en que vivimos es un tiempo que no puede ser aprehendido sino por una intuición o que no es más que la realización de ese tiempo conceptual común a todas las conciencias y que hace que, debido a la participación que las define, sea necesario que haya un tiempo en el cual todas vivan. Pero cuando Kant defiende el carácter intuitivo del tiempo, quiere mostrarnos que éste es único y que los tiempos particulares lo dividen, en vez de estar, por así decirlo, contenido en ellos como si fuese un concepto. No se trata de que por tiempos particulares Kant entienda aquí los tiempos propios de las diferentes conciencias, sino solamente todas las divisio­nes que podríamos hacer al interior de una intuición única del tiempo puro. Ahora bien, una indicación como ésta es instructiva y merece ser conservada y ampliada. Nos permite entonces pasar desde el concepto de tiempo a la idea de tiempo. Podemos desde ya concebir que la participación no sea considerada en adelante como una forma abstracta, la que sólo recibiría un contenido real en actos individuales de

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participación, pues por derecho es infinitamente más rica que todo acto que la ex­prese. Evoca todo lo participable, es decir, no a un ser de razón, sino al mismo ser absoluto, en tanto que éste ofrece una materia infinita a toda participación posible. En ese infinito de lo participable se encuentra implicado el tiempo, aunque no como un tiempo abstracto al que los tiempos particulares concretizan, sino como un tiempo pleno y sobreabundante, del cual los tiempos particulares nunca expre­sarán más que un aspecto fragmentario. Fuera del concepto de tiempo, obtenido mediante un empobrecimiento y una especie de agotamiento de todos los tiempos de los que tenemos experiencia, existe una idea de tiempo más rica que cada uno y que todos ellos juntos, donde cada uno traza por así decirlo la propia perspectiva: el concepto de tiempo conserva su unidad, pero la vacía de todo contenido. Es así como hay indudablemente un tiempo inteligible, al que todas las formas de la suce­sión tienen en vista, así como hay una extensión inteligible que tienen a la vista todas las formas de la yuxtaposición.

Pero parece, por lo tanto, que el tiempo es menos una idea particular que la forma común de todas las ideas, [y ello] no sólo porque reúne en sí [desde] la univer­salidad del concepto hasta la individualidad de la intuición, sino también porque el tiempo es como la idea de una génesis espiritual y que es en él y por él que se cumple toda génesis espiritual. En efecto, la idea no es de ninguna manera un objeto concreto ni abstracto del pensamiento, sino un acto vivo del espíritu. Ahora bien, sabemos que ese acto vivo no es ante todo para nosotros más que una posibilidad pura, pero que en esa posibilidad hay una potencia de realización que se expresa en la producción de cosas particulares, llegando a ser el principio interno que las anima y explica. Esto es demasiado evidente en lo que concierne a todas las ideas que presiden las obras de la técnica o del arte. En ambas, parecería que la creación está puesta a nuestro alcance y que participamos de ella en conformidad con nuestros recursos propios. En la técnica no conservamos de la idea sino su universalidad; ella queda reducida al concepto y las obras que produce son todas idénticas unas con otras y no se individualizan sino por su materia. En el arte, la idea llega a ser lo opuesto al concepto. Se la califica de intuición porque en ella hay una infinitud incircunscrita e inagotable, la que el artista trata de sugerir en los límites del cuadro o del poema. En todas las producciones de la naturaleza buscamos también una idea que se realiza, pero ésta permanece para nosotros en algún sentido como algo exter­no; sólo logramos imaginarla más bien que aprehenderla, porque esto último sería asumirla, sería llegar a ser el ser mismo al que ella hace ser. Con todo, el técnico y el artista logran ponerla en obra, aunque el primero [lo hace] en los mecanismos que se repiten y se hallan desprovistos de individualidad y de vida y, el segundo, en imágenes que evocan la realidad, pero que no tienen lugar en ella.

Es preciso poner aparte, el menos, la idea del hombre y, en cada hombre, la idea de ese hombre [en particular] al que precisamente él debe descubrir y encarnar. Ahora bien, ésa será la tarea de su vida entera. Cada uno de nosotros busca aquello que él es para llegar a serlo. El tiempo es el medio que nos ha sido dado para encontrar y

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realizar nuestra esencia. Se trata, por cierto, de nuestra esencia individual, pero no podemos realizarla sin realizar a la vez todas sus implicaciones. Para ser tal hombre hay que ser hombre y a nosotros corresponde sacar de la idea de hombre todo lo que es de nuestra talla. Ningún individuo actualiza todas las posibilidades encerra­das en la idea de hombre y, en la medida en que más nos desarrollamos, ellas más se agrandan y se multiplican. La idea de hombre, empero, lleva consigo todas las otras ideas que, poco a poco, llegan a ser nuestras, proporcionando siempre un nuevo alimento a nuestro conocimiento y a nuestra voluntad; ellas también acrecientan nuestra responsabilidad hasta las dimensiones de la naturaleza entera y del desarro­llo espiritual que ésta misma está destinada a sostener.

Ahora bien, decimos que el tiempo es la forma común de todas las ideas preci­samente porque no puede pensárselo sino como una posibilidad que se realiza. Sólo que esta realización reviste cierta ambigüedad, porque es propio de la idea no encarnarse solamente en un presente material -en el que parece liberada a la vez de su indeterminación y de su subjetividad- y tomar lugar en una experiencia que es la de todos. Dicha encarnación no es más que una etapa. Y propio es del espíritu, tanto encarnar la posibilidad como desencarnar la realidad donde tal posibilidad llegó a tomar cuerpo. Es cierto que él no vuelve ya a recuperar la posibilidad primi­tiva, pues ésta habrá sufrido una prueba que al mismo tiempo la determina y la transfigura. Parecería, entonces, que el espíritu no toma posesión de la idea sino después que ésta haya atravesado la experiencia material y se haya despojado de ella. No existe ni una sola de nuestras ideas que no esté también constreñida de este modo a definirse en el contacto con las cosas. Bien sabemos que así adquiere un nuevo rostro, que sólo entonces nos descubre su esencia, la que hasta ese momento sólo era un supuesto y un bosquejo. Al principio era como una participación inten­cional o en proyecto que no sobrepasaba los límites de nuestra conciencia subjeti­va, pero a la que la realidad, precisamente en cuanto que la supera, le aporta un contenido que le da acabamiento y la confirma. Vemos así que el tiempo puede ser considerado como la idea fundamental, de la que todas las otras dependen; o, tam­bién, como la forma común de todas las ideas particulares. Es idea, ya que sólo tiene existencia en el espíritu, pero puede llamárselo la idea fundamental, dado que constituye la operación misma del espíritu, considerada en su pura forma. Todas las otras ideas la suponen y especifican en virtud del descubrimiento de una posibili­dad particular que está obligada a encarnarse para que el espíritu pueda actualizarla y poseerla.

VI

AL IGUAL QUE EL TIEMPO, LA IDEA

SIEMPRE RENACE Y ES INAGOTABLE

No olvidemos, con todo, que, en esta posesión de la idea por parte del espíritu, éste no deja de actuar, sólo que su actividad se lleva a cabo de una manera más

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plena y más perfecta. En este sentido, así como el tiempo no puede ser considerado como si se desenvolviera, por así decirlo, definitivamente en el pasado, sino que ese pasado siempre proporciona al porvenir la materia y el impulso que lo renueva, siendo propio del tiempo estar siempre renaciendo, del mismo modo la idea no adquiere una forma en adelante inmutable una vez que, tras haber sufrido la prueba de la experiencia, por así decirlo se desmaterializó. Por el contrario, podemos decir que ella nos descubre todavía posibilidades nuevas; así, entonces, [la idea] hace renacer indefinidamente el ciclo que nos obliga a darle realidad una vez más, sin que nunca lleguemos, sin embargo, a agotar su riqueza. Cada uno de nosotros, en su vida diaria, a cada instante y en cada pensamiento, emprende siempre la realización de la misma idea: es como si intentara hacer de ella una realidad que todo el mundo pueda tocar y coger al igual que él. Esta realidad, empero, no le satisface jamás, pues es la idea la que constituye el fin y la realidad es el medio. La idea siempre sobrepa­sa a ésta y, a través de esa realidad siempre insuficiente y que no cesa de abolirse, es la idea misma que [cada uno de nosotros] tiene en la mira la que renueva el movi­miento de su espíritu, constituyendo su vida y su misma esencia.

No debemos sorprendernos, entonces, si a los Antiguos siempre les pareció que el tiempo tenía un carácter cíclico y si los modernos se dejaron con frecuencia seducir por esa concepción tradicional. Pero ésta última estaba destinada solamente a permitirnos escapar a la indeterminación del tiempo unilineal y a abrazar, en la unidad de una representación, la totalidad ideal de su desarrollo, al que su recomen­zar agregaba un carácter de eternidad. No obstante, la eternidad no es comparable, como se cree, con la identidad y la inmovilidad de una cosa, ni con un ciclo que siempre recomienza, sino más bien con una fuente que mana siempre y cuyas aguas nunca se pierden. Ahora bien, el tiempo mismo no es la negación de la eternidad, sino su imagen y su forma manifiestas. El porvenir y el pasado no cesan en él de oponerse; y si pudiéramos pensar que el pasado se incrementa incesantemente en perjuicio del porvenir, ello sería verdad del tiempo de nuestra vida, pero no del tiempo considerado en su totalidad. Porque no hay pasado que no suscite un nuevo porvenir, donde todo lo pasado es puesto en cuestión y se enriquece a sí mismo indefinidamente. Si pudiéramos considerar al acto puro con independencia de esta disociación de porvenir y pasado, sobre la cual se funda todo acto de participación, encontraríamos en él la esencia común de todo aquello que luego se repartirá entre nosotros en conformidad con estas dos vertientes del tiempo. Pero en el curso de este vaivén, del flujo y reflujo de este mar de eternidad, es nuestra vida misma la que no cesa de hacerse. No hay que sorprenderse si cada una de nuestras operaciones espirituales, esto es, cada una de nuestras ideas, participa de aquello, si nunca puede acabar de tomar forma, sino que oscila entre una posibilidad y una posesión, sin que tal posibilidad sea nunca enteramente reveladd, sin que tal posesión jamds sea enteramente lograda.

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VII

EL TIEMPO EN QUE EL ESPÍRITU,

AL ACTUALIZÁRSE, ACTUALIZA LA IDEA

Ahora nos queda dar una forma más precisa a la relación entre el espíritu y la idea, porque el tiempo es el medio común por el que espíritu e idea se realizan a la vez. Podemos, sin embargo, concebir la relación entre idea y espíritu de dos modos dife­rentes. Porque podemos decir que la idea no es nada más que una operación del espíritu, de suerte que le está subordinada, aunque ella sea la expresión de su esencia. Podemos también decir que, a pesar de todo, el espíritu no se realiza sino gracias a su participación de la idea, a la que nunca logra circunscribir y cuya infinitud siempre se le escapa.

Una dificultad como ésta, empero, no puede ser dilucidada sino por un análisis de la participación más preciso, dado que las ideas no sólo son objeto de la partici­pación, sino también su efecto; si así no fuera, no podrían ser distinguidas ni unas de otras, ni respecto al acto puro. Sólo que, si tienen su origen en el acto puro, ello se debe, si así puede decirse, a que dicho acto es participable y en modo alguno en cuanto participado. La realidad de la participación nos es en cierto sentido dada en la experiencia fundamental, por la que en el Ser descubrimos el ser que nos pertene­ce. No obstante, esta actividad de participación que me permite decir "yo" no pue­de ejercitarse sino mediante una multitud de operaciones diferentes que expresan la diversidad de mis relaciones con la totalidad del ser que me sobrepasa y con la que, a pesar de todo, no dejo de comunicarme. Cada una de estas operaciones es en sí misma una idea, pero esta idea no puede ser reducida a la operación, o, al menos, esa operación se enriquece indefinidamente en una confrontación siempre renova­da entre su posibilidad y la experiencia que la actualiza. Ahora bien, la idea es tam­bién fundamento de ese ilimitado enriquecimiento y podemos pensar que Platón consideró la idea bajo ese aspecto, lo cual en cierto sentido permitió objetivarla y subordinar a ella la actividad del espíritu. Es contra esta tendencia contra lo que los modernos reaccionaron con mayor fuerza. Con todo, era imposible que Platón pudiese disociar la idea del espíritu que la piensa. No debemos olvidar, en todo caso, que nuestro espíritu individual nunca acaba de pensarla, puesto que ella nace de una actividad de participación a la que pertenece crear para cada uno de estos pasos una perspectiva sobre el todo del Ser, la que contiene en sí infinitamente más que lo que el espíritu podría nunca lograr abarcar. Es por esto que podemos decir al mismo tiempo que cada idea, considerada en cuanto pensada, es insuficiente y re­quiere todas las demás ideas para completarla y sostenerla y que, sin embargo, hay en ella una totalidad en potencia , de suerte que las ideas no difieren entre sí más que por el punto de referencia o el centro de orientación que suponen para explicitarse. De ahí que es en igual medida verdadero [decir] que la idea no tiene otra existencia que la del espíritu que con su operación la engendra y que, sin em-

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bargo, el espíritu mismo toma su existencia de la idea que lo alimenta y a la que él nunca habrá concluido de convertirla en algo totalmente suyo. La vida del espíritu consiste en la relación que él procura establecer entre estas dos diversas acepciones de la palabra idea, entre la idea que no es sino su operación y la idea que funda esa operación y le da acabamiento. La distancia que las separa no mide, a decir verdad, la distancia que hay entre el acto puro y el de participación, sino más exactamente [la que hay] entre el acto puro, en tanto que se ofrece enteramente a la participación en cada una de las perspectivas que sobre él puedan tomarse, y la operación actual por la que a cada instante se realiza una de estas operaciones.

La participación, entonces, es creadora de la idea, ya que es creadora de la pers­pectiva misma bajo la cual la totalidad del ser es actualmente considerada. Además, hay una infinidad de ideas, así como hay una infinidad de perspectivas diferentes sobre el ser. Nada más fácil de comprender que cada una de ellas sea para nosotros, ante todo, una posibilidad, e incluso es a la posibilidad a lo que con frecuencia se reduce la realidad de la idea. Pero esta posibilidad que es el ser pensado no recibe su contenido sino por su encuentro con el ser dado; adquiere entonces una forma que la determina, sin que esta determinación pueda ser jamds considerada como acabada, dado que, en todas las perspectivas que sobre él puedan tomarse, está presente por do­quiera el ser total. En cuanto posibilidad pura, la idea muestra en mejor forma su dependencia respecto a la actividad del espíritu; pero en cuanto esta posibilidad atraviesa el dato para actualizarse, parecería que el espíritu más bien la recibiera y no que la creara. Es entonces cuando las ideas, como decía Malebranche, parecen imponérseme a pesar mío, aunque no sin reservas a pesar de todo; porque el espíri­tu hace suyo ese dato y bastaría que éste se desvaneciera y que la idea así enriqueci­da ya no tuviera su existencia sino del pensamiento, para que el espíritu recuperara en ella el espejo de las operaciones que -sin esa ayuda externa- no habría tenido la fuerza para llevar a cabo.

Si por una especie de paradoja pudiéramos considerar la idea en su pureza, hecha abstracción del espíritu que la hace ser, es decir, que la convierte en una visión en perspectiva sobre la totalidad del ser, habría que definirla simultáneamen­te por esa actividad todavía indeterminada que permite identificarla con una posibi­lidad pura y por ese contenido que recibe cuando se ha actualizado a sí misma o realizado. Esto quiere decir que [la idea} es un acto que se da a sí misma su propio contenido. Este acto, empero, no puede ser cumplido por el espíritu sino en el tiem­po, lo cual produce una disociación entre el porvenir de su posibilidad y el pasado de su realización, siendo la presencia del mundo tanto la pantalla que los separa como la mediación que los une. Esta disociación es, entonces, obra de la participa­ción, aunque de una participación que al mismo tiempo muestra que es inseparable del acto puro y que está sujeta a recibir un contenido, por el solo hecho de la limita­ción que le da realidad.

Este análisis permite comprender el embarazo experimentado por Platón cuan­do se interrogaba acerca de las relaciones entre el ser y la idea y quería que el alma

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participase de la idea, s in ser ella misma una idea. Sin embargo, es imposible separar la idea misma del acto de participación por el cual se hace a sí misma lo que ella es. La participación está siempre en camino. No halla en la idea una especie de último término del que luego no tendría sino que proceder. La idea está comprometida en el juego. No parecería ser un grado inmóvil de la participación si no fuera porque se hace de ella un absoluto y no una perspectiva sobre el absoluto, en la que el mismo absoluto se halla envuelto. Hay asimismo una actividad inmanente a la idea y el papel del alma es precisamente asumirlo. Es por esto que, de la misma manera corno todas las ideas son solidarias en el alma corno otros tantos posibles que se le ofrecen para que, al realizarlos, ella misma se realice, así también todas las almas son solidarias unas con otras en la unidad de un mismo espíritu. Para que la teoría de las ideas no se convierta en una teoría de la posibilidad pura, es necesario que ellas entren en el tiempo, donde, actualizándose, actualicen al alma que las piensa.

VIII

TIEMPO Y GÉNESIS: TODA GÉNESIS ES IDEOLÓGICA, AL IGUAL QUE LA GÉNESIS DEL YO

Algo en lo que habrán de convenir sin dificultad todos aquéllos que han reflexio­nado sobre la esencia del tiempo es en que no hay génesis alguna que no sea tempo­ral y que el tiempo mismo es la forma de todas las génesis y una especie de génesis en estado puro. Sólo continúa siendo una suerte de problema incomprensible esa géne­sis en la que se nos muestra el porvenir saliendo continuamente del pasado, ya sea que haga nacer lo que el pasado ya contenía o que, siempre misteriosamente, le agregue alguna nueva riqueza. En sentido contrario, toda génesis recibe una signifi­cación si, en vez de ser únicamente el tiempo en marcha, es definida por el acto de participación que crea al tiempo corno condición de su cumplimiento. En ese caso, toda génesis es corno una eclosión de lo que hasta entonces no era más que una posibilidad y significa también un progreso, puesto que esta posibilidad, al ser infi­nita, necesita de la infinitud del tiempo para actualizarse.

Para comprender la naturaleza propia de toda génesis, sin embargo, es preciso partir de su forma más elevada, de ésa de la que también tenernos la experiencia más íntima y secreta, es decir, de la génesis de nosotros mismos, que es asimismo una autogénesis. Todas las demás formas de génesis carecen de sentido si no están en relación con aquélla, puesto que éstas son génesis de objetos o fenómenos. Ahora bien, toda génesis de sí sólo efectúa la conversión de la posibilidad en actua­lidad con la condición que el porvenir se realice, es decir, que se haga el presente del mundo, para luego caer en el pasado, donde deviene la sustancia de mi propio yo. No se trata aquí de un tiempo meramente pensado por la relación entre las tres fases de su devenir, sino del tiempo verdaderamente vivido, en el que el devenir es obra mía, obra que yo realizo y que me realiza. Porque la distinción entre lo posible

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y lo logrado no puede ser pensada sin ser vivida, y creamos el tiempo como medio de la creación de nosotros mismos. La posibilidad es por sí misma intemporal. Para actualizarla, hacemos de ella un porvenir que atraviesa el presente antes de devenir para nosotros un pasado. Ésa es la condición que permite a los seres finitos no sólo realizarse, sino hacerse solidarios unos de otros, entrar en comunión entre sí y ac­tuar unos sobre otros en el mismo seno de esa presencia de cosas en la que toda posibilidad encuentra la expresión que la hace ser. Nuestra libertad se ejercita en un mundo como éste, insertándose en una situación que ella no escogió, pero que manifiesta su limitación, es decir, su relación con todas las demás libertades. Es así como toda génesis tiene lugar en el tiempo porque es una génesis del tiempo.

Para convencerse de que esta génesis es siempre ideológica, bastará observar que ella es esencialmente la transición del porvenir al pasado y que porvenir y pasa­do no tienen existencia sino en el pensamiento. Se dirá también que el presente que los separa desborda al mismo pensamiento; pero, al desbordarlo, se mantiene siem­pre como dato; aunque sea esencial a toda génesis, en tanto que el medio que ella atraviesa para realizarse, por sí mismo no es más que una etapa de esa génesis, consistente en la pura relación de un posible que la precede y de una realidad que dejó tras de sí. Una génesis no es, como se cree, una serie de presencias vinculadas; decir que están vinculadas significa ya, sin duda, introducir entre ellas el pensamiento que las ata, pero significa salir a cada paso de la presencia tal como se da, para ponerla en relación con una presencia que todavía no es o con una que ya no es. Esto nos lleva por cierto a cambiar en profundidad la concepción que en general nos hacemos de toda génesis. En efecto, de ella no retenemos sino aquello que se nos muestra en diversos presentes. No obstante, no existe génesis cuyos momentos puedan ser considerados, todos, como presentes, aun si se añade que se trata de presentes sucesivos, porque la realidad de cada uno de ellos implica la abolición de todos los otros que, entonces, dejan de estar presente, para pertenecer ya sea al porvenir, ya al pasado. Toda génesis consiste en la relación cambiante de ese porvenir con ese pasado a través de un presente siempre evanescente. Se trata, entonces, de una génesis en idea o la génesis misma de una idea. Es así como la idea nos revela su carácter esencial, que no consiste en ser un objeto que se contempla, sino un acto que se realiza. Toda ideología es, entonces, una ideología dinámica y no hay dinámi­ca que [no sea] ideológica. Toda idea es una relación, aunque indivisiblemente pen­sada y vivida. Como todo en el mundo, está obligada a revestir tres aspectos que sólo el tiempo es capaz de distinguir y de unir: un aspecto por donde [la idea] no es todavía sino una posibilidad; un aspecto por donde ella penetra en una experiencia actual y un aspecto por donde sobrevive a esa experiencia como una posesión espi­ritual que, llegando a ser a su vez una nueva posibilidad, abre el camino a un ciclo que siempre renace. Querer reducir lo real al fenómeno, tal como [éste] aparece en el instante, significa desnaturalizado porque siempre tiene una triple perspectiva: lo que era antes de ser se refiere a su ser tanto como lo que todavía queda de él después que ya foe. Sólo si lo consideramos a través de estos tres modos al mismo tiempo lo captare­mos en su plena realidad y comprenderemos su verdadero significado. Si se lo redu-

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ce a su fenomenalidad, no se habrá retenido sino un cuerpo transitorio. [En ese caso] , nada se sabe de su génesis, que es una idea realizándose, la que constituye propiamente el ser de ese fenómeno.

IX

LA GÉNESIS DE LOS CUERPOS Y GÉNESIS DE LOS MOVIMIENTOS

Probablemente aceptaremos esta concepción puramente ideológica del tiempo y, en lo que concierne a nuestro propio yo, de una génesis en el tiempo, porque no querremos reducir [nuestro yo] al presente del cuerpo. Con facilidad admitiremos que ese cuerpo, al que no queremos reducirlo, sea sin embargo el instrumento por el que el yo realice su propia posibilidad. Hay, no obstante, un devenir del cuerpo mismo y no existe objeto que no esté sumido de alguna manera en el devenir. Por lo tanto, no nos contentaremos con este argumento general que diría que, si toda génesis es la de la conciencia por sí misma, ésta arrastraría hacia el devenir que así haya producido, tanto a la vida que la soporta y limita, como a todos los objetos por los que su pasividad se manifiesta, aunque [la conciencia] sólo sea capaz de conocer y no de crear. Consideraremos uno después del otro el ejemplo de un germen que se desarrolla y el de un movimiento que recorre sucesivamente una serie de posicio­nes En lo que al germen concierne, en primer lugar, si suponemos que contiene ya en sí un porvenir prefigurado, por así decirlo, aun admitiendo que no se actualice sino por el concurso de las circunstancias, eliminaremos sin embargo la idea de su desarrollo propio. ¿Diremos que todo ocurre como si previese ese desarrollo y lo realizase como un somnámbulo? Esto significa introducir una finalidad ciega, lo que constituye una hipótesis gratuita y casi incomprensible, aunque en una imagen como ésta sintamos pasar como una sombra de la verdad. Porque ese porvenir, en efecto, no es más que una idea; es un posible que puede servir para definir los géneros de la historia natural y que no se realiza sino en los individuos. Pero enton­ces hay dos dificultades que nos detienen, porque esta idea no es consciente, al menos en el ser en el que vendrá a encarnarse. Sin embargo, si está por así decirlo latente en ese ser, no debemos olvidar que existe una solidaridad de la naturaleza entera y que, donde la conciencia se realiza bajo su forma más elevada y más perfecta, todas las ideas subordinadas que constituyen la condición de su ascensión se hallan implicadas; hemos mostrado, además, que ninguna de ellas puede ser inmovilizada al modo del con­cepto en los términos de una definición, puesto que no se distingue de las demás si no es por la perspectiva que nos da sobre el absoluto. La segunda dificultad se refiere a la existencia de un germen donde el porvenir parece ya prefigurado, exclu­yendo ese carácter de posibilidad ambigua, sin el que una libertad está incapacitada para ejercitarse y, en consecuencia, para dar al porvenir su verdadero significado; éste efectivamente posee, entonces, un carácter de necesidad que lo asimila al pasa-

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do. Sin embargo, no se podría disociar la vida misma de la conciencia de la que es vehículo. Es verdad que el germen contiene en sí la totalidad de cierto pasado y siempre obliga a éste a recomenzar. Por eso pensamos poder leer en él un porvenir al que parecería gobernar; el ciclo temporal que hemos descrito en el párrafo VI del presente capítulo encuentra en [el germen] una suerte de figuración elemental. Con todo, porvenir y pasado no reciben su verdadero sentido sino en el acto libre, ex­presando su forma dividida, por así decirlo. El desarrollo del germen significa, en la misma libertad, esa condición limitativa sin la que ella no tendría necesidad del tiempo para ejercerse y que siempre la integra con la necesidad.

En el nivel más bajo hallamos al movimiento, que, al parecer, es más difícil de reducir a una génesis ideológica. Pero no cabe duda que puedo considerar el movi­miento ya sea en abstracto, como un acontecimiento que observo y que tiene un carácter puramente exterior y fenomenal, ya sea como un movimiento hecho por mí y en el que debo recuperar la forma visible de las operaciones que llevo a cabo y por las que me realizo. En todos los movimientos que considero en sí mismos, con independencia de una intención que los produce, no encuentro sino la huella de un acto del espíritu, aislada de ese mismo acto. Pero ¿puedo decir que logro del todo separarlos? El movimiento, es cierto, no es aún un movimiento sino por el acto de la memoria que vincula la posición ocupada por el móvil con las posiciones que éste ya recorrió. Y es natural, entonces, puesto que lo considero con independencia de toda voluntad que lo determine, que no pueda yo conocerlo sino en su pasado. Está despojado de finalidad; es un pasado que nunca ha sido para mí un porvenir, aunque yo no pueda evocar la mera idea de la dirección del movimiento y, menos todavía, [pueda yo] hablar de una fuerza que lo produce, sin reintegrar así el esquema co­mún de todas las génesis, esto es [el de] una conversión del porvenir en pasado y una idea que por ellos se realiza. Lo que ocurre es que ningún pensamiento puede dejar de volver a encontrarse en cada una de sus representaciones objetivas, el mismo acto por el que, al constituirlas, se constituye también a sí mismo.

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LIBRO TERCERO

FASES DEL TIEMPO

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CAPÍTULO VII

PRESENTE E INSTANTE

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Al abordar ahora el estudio de las fases del tiempo, llegamos al punto central de nuestro trabajo: de la forma de existencia que atribuyamos al presente en su rela­ción con la forma de existencia que atribuyamos al pasado y al porvenir, dependerá el significado de la idea de tiempo y la justificación misma del título que dimos a esta obra al llamarla Dialéctica del Eterno Presente. Por otra parte, tendremos que dis­tinguir los diversos sentidos que se le puede dar a las palabras presente e instante, que siempre introducen una enorme confusión en una doctrina del tiempo.

I

AMBIGÜEDAD DE LA RELACIÓN

ENTRE EL PRESENTE Y EL TIEMPO

Casi siempre nos parece que el presente es una de las etapas del tiempo, precisa­mente ésa que oponemos al porvenir y al pasado. Pero bien sabemos que ese por­venir será alguna vez un presente, que ese pasado alguna vez ha sido presente y que, cuando lo consideramos en su realidad propia de porvenir y de pasado, verdadera­mente no tienen sentido sino para nuestro pensamiento, pero para un pensamiento que en sí mismo es un pensamiento presente. Es así como el carácter original de ellos, en cuanto porvenir y en cuanto pasado, procede precisamente de la relación entre el pensamiento presente con una realidad presente, pero que no coincide con ella, y de la que puede decirse que es eventual o ya abolida. Esta primera descrip­ción tiende a mostrarnos que, en vez de considerar el presente como una etapa del tiempo, conviene preguntarse si éste último no es de por sí una circulación que se establece entre formas diversas del presente, cuyo carácter propio es precisamente excluirse [entre sí] . La oposición que establecimos en el Capítulo V entre presencia y ausencia no es válida sino para la presencia sensible y material y ya hicimos notar que ésta no puede ser negada sino para ceder el lugar a una ausencia, que es otra presencia, a saber, la presencia de la idea. (Es cierto que se puede hablar de una

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ausencia de la idea misma, por lo demás no sin cierta contradicción, porque no puede decirse que ella esté ausente sin que se la piense en cierta manera por otra idea; pero ésta no es, por cierto, nada más que una relación de la idea consigo misma o de una idea menos determinada con otra más determinada) .

Desembocamos entonces en la siguiente hipótesis, que la continuación de este análisis habrá de confirmar: y es que hay dos sentidos del término presente. A veces, podemos considerarlo como una de las fases del tiempo, precisamente ésa que opera la separación y el empalme entre pasado y porvenir; otras veces [pode­mos] considerar ese presente más amplio, en el que el tiempo está contenido a su vez como una relación entre los diversos aspectos que pueda revestir. Parecería, entonces, que tan pronto es el presente el que está en el tiempo, como el tiempo el que está en el presente. Ocurre aquí con la presencia y la ausencia como con esas parejas de contrarios de las que anteriormente hemos hablado (lo uno y lo múltiple, la actividad y la pasividad) , donde el segundo es la negación del primero y no a la inversa, de suerte que el primero recibe dos sentidos diferentes, uno de los cuales contiene los dos términos de la pareja y el otro es uno de los términos de la pareja, que sólo se define por su relación con el segundo. Es así como la presencia, la unidad, la actividad constituyen también la realidad propia de eso que llamamos ausencia, multiplicidad y pasividad, resultante de la división de las primeras, aunque evocando una presencia, una unidad, una actividad limitadas y correlativas, de las que verdaderamente son su negación. Agreguemos, finalmente, que queriendo con­siderar al tiempo como una serie de presencias materiales que se excluyen unas a otras, nos impedimos poder afirmar que efectivamente se excluyen si en cada ins­tante no reemplazamos cada una de ellas por una presencia pensada que, por el contraste siempre nuevo que hace con otra presencia dada, constituye precisamen­te eso que llamamos el orden del tiempo.

Podemos desde ya decir que la teoría del tiempo hace estallar una oposición entre dos tendencias enteramente diferentes: porque hay aquellos que no admiten otra existencia ni otra presencia que la del cuerpo, para los cuales el tiempo es una realidad ontológica a la que le es propio aniquilar todo lo que ha hecho nacer. [Y hay también] quienes no admiten otra existencia ni otra presencia que la que el espíritu se da a sí mismo, y que consideran al tiempo y al cuerpo como instrumen­tos de su propio desarrollo, de suerte que el espíritu --que se deshace del instrumen­to cuando ya lo usó- no puede sin embargo prescindir de él en ninguna de sus adquisiciones.

I I

UNIVERSALIDAD D E LA PRESENCIA

Debemos reconocer que la experiencia de la presencia es una experiencia primi­tiva, supuesta por todas las experiencias particulares, y sobre la cual todas éstas se

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destacan. Es la experiencia que obtenemos de la existencia antes que ella haya recibi­do determinación alguna y a modo de sostén de todas las determinaciones posibles. Esta experiencia jamás nos abandona, aunque su contenido sea extremadamente variable. De hecho, sería una contradicción imaginar una experiencia de ausencia, al menos de una ausencia absoluta que no fuera una presencia de pensamiento y contrapartida de una presencia actual negada. Es, sin embargo, en una presencia idéntica donde se distinguen y oponen todas las especies particulares de la presen­cia.

Se sostendrá, entonces, que es imposible separar la presencia de su contenido, y que la primera no es nada más que una idea general que sacamos de la experiencia de los diversos objetos que pueden llegar a sernos presentes a nuestra conciencia. Pero ninguno de estos dos argumentos es convincente, porque si la presencia siem­pre tiene un contenido, éste, siempre variable, no hace por ello variar la presencia que, bajo su doble forma de presencia sensible y de presencia imaginada, es indife­rente a todo contenido; en otras palabras, podría ser la presencia de todo otro contenido que no sea ése. De ahí que la presencia no sea una idea general; e incluso tan poco lo es, que constituye aquello que otorga a todo objeto de pensamiento el carácter por el que deviene un objeto particular. Es, por lo tanto un grave error pensar que la presencia comienza y acaba en el momento en que cadd objeto entra o sale de ella. Si así puede decirse, es con la misma presencia con la que todos los objetos se ven con­frontados sucesivamente. No comienza ni acaba, aunque los más diversos objetos vengan a llenarla, por así decirlo.

Pero esta tesis, aunque se conforme con nuestra experiencia más usual, necesita sin embargo ser justificada. En la fuente de la presencia está la conciencia que poseemos de nuestro ser mismo, en cuanto forma parte del todo del Ser. En efecto, toda presencia es una presencia mutua que es al mismo tiempo presencia del yo al ser y presencia del ser al yo. No se trata de que esta relación sea recíproca, porque la presencia del yo en el ser expresará la objetividad del yo, así como la presencia del ser al yo expresa la subjetividad del ser. Ante todo, no podemos arrancarnos a la presencia de noso­tros mismos, aunque los estados que la manifiestan pudieran ser muy diferentes unos de otros. No sabemos, empero, que son los nuestros, a menos que reconozca­mos en ellos la presencia idéntica del yo. Además, nada se gana diciendo que el yo puede ser arrastrado en la misma variación de sus estados, pues es imposible que él no disocie el acto mismo que establece esta variación y un contenido variable. Aho­ra bien, este acto es el que es constitutivo de la presencia del yo a sí mismo y el que confiere una presencia transitoria a sus estados sucesivos. Sin embargo, la presencia del yo a sí mismo no es capaz de bastarse, porque el acto que la establece es un acto de participación; y un acto como ése no da la presencia a todos los estados a los que se aplica sino porque él mismo la toma de ese acto sin condición, fundamento de la presencia total, del que jamás poseemos sino una experiencia dividida y escalonada. Pero esta división, este escalonamiento de la presencia, es el tiempo. Éste, -al cubrir el inter­valo entre el acto puro y el acto por el que el yo se establece- lo llena mediante una

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presencia dada y que debe ser variable, sin lo cual la participación sería un hecho y no una operación.

La experiencia de la presencia, por lo tanto, no es nada más que el vivo testimo­nio de la participación; es por esto que encontramos en la una todos los aspectos de la otra. Ante todo, nuestra propia presencia a nosotros mismos, que es la del acto por el que se realiza nuestra propia participación en el ser y, luego, la presencia del Ser mismo al interior del que ella nos introduce, esto es, la presencia del Acto del que somos partícipes; por último, la presencia de un dato que las separa y las une y en la cual podemos distinguir dos aspectos: uno, según el que ella aparece como sobrepasando al sujeto (decimos entonces que la presencia es un objeto) y otro por el que esa presencia es puesta en relación con este sujeto (decimos ahora que ella es una representación). La multiplicidad, la infinita renovación de los datos, es algo necesario para que el acto puro y el acto de participación no constituyan un mismo conjunto, es decir, para que se produzca la participación. Esta última es un efecto de la iniciativa de cada yo individual y, por esto, siempre está inacabada y es puesta nuevamente en cuestión. De esto se sigue que la presencia del dato sea una presen­cia precaria, siempre pronta a negarse o a borrarse. Sin embargo siempre está pre­sente, unas veces en el acto puro al modo de una posibilidad que, con la colabora­ción del orden del mundo, de nosotros depende hacer surgir o actualizar; otras veces [está presente] en el mismo yo, al modo de una potencia adquirida y de la que somos portadores en nosotros, pudiéndola ejercitar por nuestros propios medios para hacer revivir un estado que a nadie más que a nosotros pertenece.

Esta es la distinción que hacemos entre porvenir y pasado, a los que -si los oponemos a la presencia del objeto percibido- conviene por igual la palabra ausen­cia. Con todo, también deberán ser considerados como formas particulares de la presencia, y ello de dos maneras diferentes, ya que por una parte, en cuanto posibi­lidades, porvenir y pasado se hallan presentes en el ser absoluto o en el ser del yo, sin que sea necesario actualizarlos; por otra parte, no se puede pensar en actualizar al uno o al otro, ya sea en el mundo como un objeto, ya sea en la conciencia como un recuerdo, sin darles una nueva presencia, la que no puede ser desprendida de la operación que las actualiza y que forma, gracias a ella, la trama misma de nuestra experiencia interior.

Aunque el dato exprese la pasividad del yo frente a la totalidad del ser, el yo no se contenta con padecerlo a cada instante, como si no hubiese tenido relación con él antes que apareciera o después que el dato hubo desaparecido. Existe entre el acto de participación y el acto puro un íntimo y profundo parentesco, sin el que la participación misma sería imposible. La distancia que los separa es la de lo infinito y de lo indefinido, lo que verdaderamente es una distancia infinita. De ahí que podamos decir que el acto de participación, en el mismo momento en que el dato lo limita, lo supera ya de todos modos; de antemano reclama una suerte de derecho sobre el dato que todavía no ha actualizado, esto es, sobre todo el porvenir; y no se separa del todo de este dato que lo abandona, puesto que ha llegado a ser en adelante su señor y dueño

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en virtud del mismo acto que lo actualizara. Vemos así cómo el yo sobrepasa la presencia dada mediante una presencia en idea, que podría ser la de un porvenir que se trocara en presencia percibida o bien la de un pasado que se trocara en presencia recordada. Sea que se trate, entonces, de una presencia posible o en po­tencia y que esté en nosotros o en el todo del ser, sea [que se trate] de una presencia realizada, a veces como objeto y otras veces como recuerdo, podemos decir que ninguna de ellas deviene una ausencia sino en su relación con alguna otra presencia; [también podemos decir] que esta presencia y esta ausencia se convierten la una en la otra y que de esa conversión es de donde deriva el orden del tiempo. Esto significa que el orden del tiempo es incapaz de hacernos salir de Út presencia total· más bien crea entre los modos de Út presencia una sucesión que es condición de posibilidad de la participación misma. Este acto de participación es el vehículo de la presencia, puesto que no puede estar ausente ni a sí mismo ni al ser del que es partícipe; además, aunque nunca tenga el mismo contenido, no puede permitirnos pensar nada, ni siquiera como ausente, si no es dándole una forma particular de la presencia.

III

PRESENCIA Y ACT UALIDAD

No podríamos desconocer, con todo, que siempre tendemos a definir el presen­te por una coincidencia entre acto y dato; y es de la disociación que se produce entre estos dos términos de donde surgen los dos modos de ausencia, ya sea que hayamos imaginado contradictoriamente un dato sin un acto que lo produzca, o que hayamos intentado llevar a cabo un acto que no entrañe dato alguno. No obs­tante, la posibilidad de esta disociación nos conduce, a modo de consecuencia, a imaginar asimismo dos formas de la presencia. Existe, en primer lugar, una presen­cia dada, objetiva, frente a la cual somos pasivos y que parece imponérsenos desde fuera. Más exactamente, podemos decir que se trata de una presencia que natural­mente actúa sobre mi cuerpo y mis sentidos (siendo mi cuerpo el único objeto del mundo, cualquiera que sea el cambio de sus estados, que esté para mí constante­mente presente, porque es precisamente la condición de la conciencia que tengo de mí mismo en cuanto ser individual). Esta presencia objetiva, material y sensible es la que opongo al pasado y al porvenir, que no son sino presencias en idea, es decir, presencias en las cuales esta acción desde el exterior, ejercida por los objetos sobre el cuerpo, se halla precisamente excluida (incluso si se admite que la idea no puede ser ella misma pensada con independencia de ciertos fenómenos psicológicos cuya sede es el cuerpo). Pero bien sabemos que una presencia como ésa no se basta a sí misma, porque supone una presencia activa o, si se quiere, un acto de presencia por el que me doy a mí mismo la presencia de ese objeto cuyo contenido, a pesar de todo, no podría yo dármelo. Y ese acto de presencia, al que pudiéramos llamar un acto de atención, no difiere de aquél por el que me doy a mí mismo la presencia, sea

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la de la idea de un porvenir todavía alejado de mí, es decir, de una posibilidad que quizás no podría nunca actualizar, sea la idea de un pasado que huyó de mí sin que pueda yo esperar recuperarlo nunca. Ahora bien, puedo perfectamente proyectar hacia atrás o hacia adelante en el tiempo el contenido ya del pasado, ya del porvenir, en tanto que se halla excluido por el contenido del presente tal como éste se me da. Y ello porque no puedo obtener su presencia en el primer sentido al mismo tiempo que la que me es impuesta. Pero no puedo proyectar el acto mismo que lo piensa hacia el pasado ni hacia el porvenir, pues todo acto, cualquiera que él sea, siempre se cumple en el presente y sirve justamente para definirlo.

El progreso de la conciencia en la historia de la humanidad, así como también en la historia del individuo, consiste precisamente en pasar de esa presencia pasiva o dada -en la que para mí no hay sino fenómenos que constantemente aparecen y desaparecen- a otra presencia activa o espiritual. Esta consiste en una presencia a sí mismo y al acto puro y que, sin jamás dividirse, divide el contenido de la participa­ción, intercalando una presencia evanescente entre una presencia posible y una interiorizada. No estamos ante tres formas diferentes de la presencia, sino más bien ante el análisis del acto de participación en tanto que éste crea un tiempo inmanente a sí mismo como condición de su propia realización. Aprendemos así -tras haber considerado por largo tiempo las cosas eternas sub specie temporis- a considerar las mismas cosas temporales sub specie aeternitatis.

La distinción que acabamos de hacer entre el contenido variable de la presencia y el acto idéntico a sí mismo que la funda sirve para explicar el orden del tiempo; en éste, como veremos en el Capítulo X, los diversos contenidos -disociados del acto sin el que no participarían de la presencia y no serían el contenido de nada- forman un devenir que parece capaz de bastarse a sí mismo. No obstante, [esos contenidos] son sucesivamente confrontados con la misma presencia. La participación es una en la medida en que es acto y no comporta operaciones aparentemente distintas sino por los estados que marcan límites en ella y no por la fuente donde se alimenta. Comprenderemos esto con facilidad si -en vez de ligar el acto que llevemos a cabo con la materia que le da una forma manifiesta y temporal- lo consideramos en la potencia de la que depende y que por sí misma es intemporal, dado que con la misma potencia vinculamos las diversas operaciones que la ponen en marcha en el tiempo. Pero una potencia como ésta sólo es la disposición -en adelante a nuestro alcance­de esa eficacia pura y omnipresente, en la que obtenemos todos los recursos que nos permiten actuar, la que sólo a nosotros pertenecen. Es precisamente cuando entra en acción cuando recupera la eficacia de la que procede y la inserta en la situación en que nos hallamos comprometidos. Decimos entonces con mucha jus­ticia que esta potencia se actualiza, pero eso significa que da realidad al acto que ella envuelve, o que torna actuales, esto es, que hace entrar en el presente las aparien­cias que la limitan y la manifiestan. Incluso la misma confusión que con frecuencia se da entre lo actual y el presente prueba con claridad suficiente que la presencia proviene de un acto que la introduce consigo por todas partes y que actualiza todos los objetos particulares a los que ella se aplica.

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Todos los objetos por los que se definen las etapas de la participación son tales, que es preciso inscribir en el tiempo aquello por lo que son diferentes y que hace de ellos objetos, aunque no el acto que les da la presencia, es decir, la existencia misma. Y legítimamente no se puede establecer diferencia entre el presente y lo actual, sino bajo la condición de tomar la presencia en sentido riguroso, considerándola como una presencia dada y sensible, de suerte que ella es -en la participación misma, en lo que atañe a nuestra pasividad- correlativa de lo que es la actualidad o la actualiza­ción, en cuanto efecto de nuestra misma actividad6• Aquí volvemos a encontrar en la temporalidad, una vez más, esa confusión no ya de ser y de nada, sino precisa­mente entre actividad y pasividad, la que definimos en el párrafo VII del capítulo primero. [Esto] nos obliga a pensar que la actividad introduce la unidad de la pre­sencia allí donde la pasividad introduce la limitación y exclusión de los contenidos particulares. Es algo que trae consigo una vez más la idea de una presencia que la sucesión no deja de volver a encontrar, y no la de una sucesión que tendría el poder de crearla y de abolirla.

IV

EL TIEMPO, O LA DISTINCIÓN Y EL VÍNCULO

ENTRE LOS DIVERSOS MODOS DE PRESENCIA

La potencia puede ser definida como una mediación intemporal entre la eterni­dad del acto y la temporalidad de los acontecimientos. Con todo, es notable que se presente bajo dos formas diversas que responden a las dos nociones de porvenir y pasado, cuando estos dos son considerados en su pura relación con el acto de par­ticipación y en modo alguno como una serie de estados cuya experiencia aún no tenemos o no logramos hacer renacer. Porque en ese caso el porvenir, que hemos definido como una posibilidad, es también, en la medida en que disponemos de él, una pot�ncia que expresa nuestra eventual participación en el ser y que no entra en juego sino con la colaboración de todo el universo; el pasado, lejos de ser el con­junto de nuestros recuerdos, es la potencia misma de que disponemos para conser­varlos y evocarlos, cosa que podríamos llamar una participación segunda o una participación de nosotros mismos en tanto que nuestro ser propio es de por sí un efecto de la participación. Ninguna de estas potencias está en el tiempo, aunque una y otra tengan relación con el tiempo. Porque la primera sólo es intemporal si se la considera en su pura indeterminación, aunque sea en el curso del tiempo donde se forma gradualmente, en la medida en que se forma nuestra naturaleza. Y la

6 Si en vez de oponer la presencia a la ausencia -cosa que nos hace remontar hasta un acto cuya presencia es la limitación- tomamos el término presencia en sentido amplio, habrá que oponer la potencia al acto y hacer de ella misma una presencia no actualizada.

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segunda no es nada antes de que nuestra experiencia se haya constituido, es decir, antes de que la primera haya entrado en acción. Ambas, sin embargo, son capaces de actualizarse y de entrar en el tiempo, sin por ello encarnarse en una presencia sensible; esto es lo que ocurre cuando tomo conciencia en un determinado mo­mento de una potencia que hay en mí o de una posibilidad que se me ofrece y yo delibero antes de llevarlas a la acción; o cuando -en todo el pasado del que soy portador- saco a la luz tal recuerdo de entre una infinidad de otros.

Hemos de hacer notar, empero, que si hago abstracción del acontecimiento al que se refieren, considerando lo posible o el recuerdo en sí mismos, podría fechar­los, es decir, introducirlos en el tiempo únicamente por su relación con la percep­ción que los acompañe. Si se mantienen en estado de pura potencia, sin llegar a tomar lugar -en cuanto estados particulares- en la trama de mi existencia empírica y, secundariamente, de mi experiencia objetiva, parecerán poseer la misma intemporalidad que el espíritu que los lleva en sí y que los evoca cuando le place. Aquí encontramos, por lo tanto, una decisiva confirmación de nuestra doctrina del tiempo, resultante del contraste de la presencia o de la ausencia, o, si se quiere, de la percepción y de la idea. Porque no solamente no se podría decir que haya tiempo si gozáramos de la continuidad de una existencia sin cambio alguno, sino que tam­poco tendría carácter temporal alguno una vida hecha de cambios tales, que se produjeran sólo en el mundo de la percepción o sólo en el mundo de la idea: per­cepciones siempre cambiantes nos harían vivir en el presente del espacio; ideas siempre cambiantes [nos harían vivir] en el presente del pensamiento, sin que nos fuese posible pensar que alguna percepción o alguna idea dejaría de estar presente cuando cesáramos de representárnosla como tal. La experiencia que tendríamos sería una suerte de experiencia límite, ésa que es realizada, por supuesto, por la conciencia ingenua del niño, por la conciencia del soñador o probablemente tam­bién por la del pensador que habita en el mundo de las ideas sin aplicar jamás su atención a una percepción que haga contraste con ellas. Porque es imposible saber que nuestra percepción cambió sin que evoquemos la representación que de ella guardamos, o que una imagen o una idea nos ha abandonado sin que evoquemos, no propiamente la imagen de esa imagen o la idea de esa idea, sino por el contrario, una señal sensible, tal percepción o tal estado del cuerpo, respecto al cual se ordena una serie de pensamientos hasta entonces indeterminada. De hecho, podemos de­cir que el cambio -si es real- no es notado como tal; el espíritu parece cautivo de las percepciones o de las imágenes o, también, de sus propias operaciones; la uni­dad de la existencia predomina sobre la pluralidad de sus modos, como se ve por ejemplo en la admirable Quatrieme Reverie du promeneur solitaire. [Cuarta reflexión del paseante solitario].

La presencia sensible o material nos arraiga en una existencia que nos supera y que sólo padecemos. Es por eso que somos pasivos ante ella, aun cuando somos nosotros quienes hemos contribuido a producirla; en todo caso, nunca puede ser separada de un acto de presencia sin el cual sería un contenido en modo alguno

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aprehendido. La misma actividad se encuentra, bajo una forma más perfecta y más pura, en ese impulso que nos mueve hacia un porvenir todavía indeterminado y que para nosotros no constituye sino una mera posibilidad. Con esto nos estamos refi­riendo a la presencia del espíritu ante sí mismo, precisamente en cuanto que se separa del dato, y que espera o determina lo que será. Además, la actividad del espíritu es la que nos permite concebir o resucitar el recuerdo de un acontecimiento desaparecido, pero que en lo sucesivo estará adherido al yo y contribuirá a consti­tuir su esencia real. Ni la presencia instantánea y objetiva del acontecimiento, ni la presencia permanente y subjetiva de la potencia de determinar el porvenir o de evocar el pasado pertenecen al tiempo, si se las considera por separado. El tiempo deriva de la relación que las une, porque el presente lleva en sí todo aquello que -en el pasado o en el porvenir, bajo cualquier aspecto que se o examine- participe de la existencia. Pero si el porvenir se convierte incesantemente en pasado, es esa con­versión la que engendra el tiempo Y la relación variable entre pasado y porvenir se realiza a través de un presente que nos parece el verdadero presente, puesto que hace coincidir el acto imperfecto de la participación -que nos descubre nuestra presencia a nosotros mismos- con lo que la supera y que nos descubre toda presen­cia dada. Esta presencia dada posee necesariamente, entonces, un contenido, aun­que éste es un testimonio del acto de participación, de su alcance y de sus límites; sería un error pensar, sin embargo, que ese acto se detiene allí y que nos contenta­mos con transmitir a la memoria tal cual el contenido que [ese acto de participa­ción] hizo aparecer. Porque es propio de la memoria despojar de su materialidad y por ende elevar, si así puede decirse, nuestra pasividad al nivel de nuestra propia actividad (cf. Capítulo IX).

Se nos objetará que confundimos la conciencia del tiempo con el tiempo mismo y que cuando esta conciencia desaparece, suponemos que también desaparece el tiempo. Pero ésa es una conclusión inevitable si el tiempo es expresión del acto por el que la conciencia discursiva se constituye. Cuando acaba esta conciencia del tiempo, los acontecimientos de nuestra vida o bien quedan reducidos al estado de objetos en la conciencia de algún otro, sin afectar a nuestro yo, o bien sobrepasamos la conciencia discursiva en un acto en el que nuestra propia vida no es más que una con el principio del que procede. Y co,mo esto ocurre con todos los límites, pode­mos decir indiferentemente, entonces, que la conciencia desapareció o que logró su verdadera meta. Es el ritmo de los fenómenos en su relación con el ritmo de nues­tra conciencia lo que constituye la aparente objetividad del tiempo. Y podríamos mostrar fácilmente que, con independencia de la conversión del porvenir en pasa­do -por la que el yo no deja de crearse a sí mismo- no se hallan en el mundo sino objetos cuya existencia se limita a un presente evanescente, o potencias que perma­necen en el presente intemporal mientras no se ejerciten. Es verdad que el tiempo pone en relación estas potencias con estos objetos, pero es esta puesta en relación la que a la vez produce la conciencia y el tiempo.

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1 5 8 LOUIS LAVELLE

V

CONCIENCIA DE LA PRESENCIA

No podemos decir de la experiencia del tiempo que sea una experiencia primiti­va, porque es la del presente, es decir, la experiencia del Ser. El tiempo no es sino un orden que nosotros introducimos entre las modalidades del Ser. Pero se trata de una experiencia que en sí misma es derivada, pues es producto de la reflexión. A cada instante nos abandona y nos vemos obligados a resucitarla cuando aprende­mos a distinguir pasajeras modalidades en el ser donde pensábamos estar estableci­dos, lo que nos falta o lo que se nos escapa. Incluso puede ocurrir que esta expe­riencia del tiempo sea desconocida. Es lo que a todos nos ocurre en los períodos más felices.

No obstante, de ninguna manera eso nos impide saber que vivimos en el tiempo. Su experiencia es la de nuestra insuficiencia o de nuestra miseria. Cuando decimos que el tiempo corre, estamos considerando a destiempo la huida de los aconteci­mientos. Cuando el tiempo está repleto por nuestra actividad, nos parece como si no saliéramos del presente. Pero cuando el tiempo está vacío, nos da la impresión que está quieto y le reprochamos que no corre. La conciencia del tiempo en su forma más pura es el tedio, es decir, la conciencia de un intervalo en el que nada pasa o el que por nada puede ser colmado. Sabemos, empero, que estamos en el tiempo; éste es efecto de una cons­trucción en la que no dejamos de establecer una relación, por una parte entre la presencia y la ausencia y, por otra, entre la posibilidad y el recuerdo en la misma ausencia. Se ve, entonces, que no dejamos de crear el tiempo en virtud de una operación que indefinidamente se renueva o, más bien, que indefinidamente renue­va su propio contenido. Y esta renovación sólo parece arbitraria por efecto de nuestra ignorancia; en realidad siempre supone ya sea una intervención de la voluntad, ya la mera acción de la causalidad, según sea la idea del porvenir la que requiere tal contenido o si sólo es el pasado, en virtud de su solo peso. Procede del mismo acto que crea nuestra propia vida y que no atraviesa el presente del fenómeno sino para atar -por medio de un mundo transitorio pero que, sin embargo, no deja de supe­rarnos precisamente en la medida en que le estamos unidos- la eterna presencia del ser con una presencia por participación, que es la presencia del yo a sí mismo.

Aquello que también confirma la primacía de la presencia sobre el tiempo, com­puesto de presencia y ausencia, no es sólo el carácter negativo y secundario de la ausencia, sino también la imposibilidad de definir la ausencia de otro modo que por cierta presencia: más aún, es una doble presencia, ya que implica la presencia de alguna otra cosa que la niega y la presencia de la idea de la cosa negada. El senti­miento de la presencia prueba su conexión con el Ser por su complejidad, compa­rable a la complejidad del Ser mismo; porque se comienza identificando la presen­cia con la presencia sensible, como el ser con lo dado. Es entonces una presencia pasiva, como la del ser que parece imponérsenos desde fuera; puede decirse que su

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centro es la presencia del cuerpo. Pero pronto nos damos cuenta que esa presencia implica la del yo a sí mismo, [presencia] que lo es de un acto del todo interior, y luego la presencia a ese mismo acto de la fuente eternamente eficaz en la que [el yo] no cesa de nutrirse. Con ello, reintegramos la idea del Ser que se produce a sí mismo sea mediatamente, sea absolutamente. Del acto es de donde parte y se irradia toda presencia. Él es quien hace que cada ser particular esté presente a sí mismo, a su cuerpo, al mundo de los objetos, a todos los demás seres y al Ser absoluto, en un conjunto de relaciones mutuas y no recíprocas, esas mismas que unen entre sí todas las modalidades del Ser, de acuerdo con la forma original de cada una, en el sistema total donde está llamada a tomar lugar. La presencia es mutua, aunque no recíproca, porque la especificación y la jerarquía de las modalidades del Ser han de ser respe­tadas. Es así como estamos siempre ante la relación de un acto y de un dato, según consideremos en la presencia el acto que la funda o el límite que ella padece. En un sentido inverso, diremos del yo que envuelve al todo o que el todo lo envuelve a él, porque el yo no envuelve al todo sino precisamente como dato, en tanto que el todo envuelve al yo no propiamente como un dato (pues eso sería retornar a una presen­cia dada, que no tiene sentido sino para el yo), sino como un acto de participación de por sí fundado en un infinito en acto (correspondiendo en propiedad al dato separarlo de él efectivamente). Esta mutua presencia crea una real sociedad entre existencias diferentes, entre el yo y el Ser, entre el yo y sí mismo, entre los diversos seres, pero requiriendo, en vez de abolirla, esta distinción en cada una de las relacio­nes que los unen, entre la actividad y la pasividad, sin la cual no podemos concebir sociedad alguna que se realice.

Sumemos a esto que la ausencia -precisamente porque es una negación de la presencia- siempre es parcial y relativa. No sólo es la contrapartida de alguna otra presencia; no sólo es por sí misma una presencia en idea, sino que además no podría contradecir ni la presencia del yo, ni la presencia del todo, ni la del uno en el otro que constituye la misma conciencia; ésta vive de la oposición variable entre estas dos presencias correlativas y pareciera abolirse en una suerte de perfección allí donde estas dos presencias llegan a confundirse.

VI

DISTINCIÓN ENTRE PRESENTE E INSTANTE

Pareciera que la totalidad del Ser se encontrara, por así decirlo, instalada en el presente. En éste podemos distinguir, unas de otras, todas las modalidades del Ser, asignar a cada una de ellas una forma particular de presencia y mostrar cuál es la relación que las une. También la presencia nos interesa, sobre todo, por su conteni­do. Pareciera que se refiere más a la extensión del ser que a su comprehensión. Podemos decir de nuestra vida entera que es una especie de circulación dentro del presente, y necesitamos de algún esfuerzo para no limitar la presencia a la presencia

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dada, esto es, a la presencia sensible, así como también para reconocer que no hay otra presencia posible que aquélla que es efecto de un acto de presencia.

La noción de instante posee un carácter más puro. Pero, en tanto que la presen­cia perecería abolir al tiempo y que es difícil aunque necesario representárselo como una relación entre especies diferentes de la presencia, el instante, por el contrario, parece estar profundamente comprometido con el tiempo.¿ Tendremos que decir que el instante es su elemento indivisible o el germen que lo origina? Estas dos concepciones, en efecto, no tienen en modo alguno el mismo sentido, puesto que no podemos con­siderar al instante como un elemento constitutivo del tiempo si no es comparándo­lo con el punto, considerado como el elemento constitutivo del espacio. Es, por lo tanto, como un punto sobre una línea dirigida de tal manera, que uno no se despla­za sobre ella sino en un solo sentido. Pero conocemos todas las dificultades a las que se tiene que enfrentar la tesis que intenta hacer del espacio una suma de puntos: son las mismas que nos impiden hacer del tiempo una suma de instantes. No es posible constituir espacio o tiempo con puntos e instantes, sino bajo la condición de dejar subsistir un intervalo entre ellos, esto es, el espacio y el tiempo enteros. Esto muestra claramente que el punto y el instante sólo definen situaciones al inte­rior del espacio y del tiempo, sin que podamos considerarlos como contribuciones para la formación de la esencia del espacio y el tiempo mismos. Tenemos que des­tacar, sin embargo, que no hay dificultades para imaginar una posición al interior del espacio, lugar de todas las posiciones simultáneas, en tanto que sólo existe pro­piamente posición en el tiempo si se lo asimila con el espacio, considerándoselo como si estuviera desplegado a lo largo de una línea.

De ahí que podamos preguntarnos si, más bien, no habría que considerar al instante como el germen que origina el tiempo. La sola aproximación que instintivamente hacemos entre tiempo y espacio nos lleva a preguntarnos de inme­diato si no deberíamos considerar al punto como si fuera el germen que origina el espacio. El punto, entonces engendraría el espacio en virtud del movimiento infini­to (así como el punto que lo llena todo, del que habla Pascal) y el instante engendra­ría asimismo al tiempo gracias al cambio infinito (cuyo movimiento sólo sería una especie particular). La comparación entre espacio y tiempo, empero, altera singular­mente la originalidad inalienable de cada uno de ambos términos, porque la genera­ción del espacio a partir del punto supone, por una parte, al tiempo y, por otra, evoca la pluridimensionalidad encerrada por la simultaneidad espacial, de una ma­nera virtual, ya desde el origen. Por último, el punto que engendra al espacio no genera otros puntos, a menos de abandonar la posición que ocupa, para ocupar otra y constituir así -poco a poco- otros puntos, de manera que estaríamos frente a una generación temporal y no espacial. Esta aparente generación del espacio a partir del punto no es otra cosa, cuando nos aferramos más de cerca a las ideas, sino la posibilidad de tomar cualquier punto como centro del espacio y enfocar la tota­lidad de éste desde una perspectiva regida por dicho punto. Esta crítica basta por sí sola para hacernos comprender en qué sentido podemos decir que el tiempo es

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generado por el instante. En efecto, nos imaginamos que es engendrado por el instante al modo de una línea por un punto en movimiento, lo que tiene la ventaja de conservar la unidimensionalidad del recorrido. Y la última dificultad que se ha señalado, en lo que al espacio se refiere, no parecería existir aquí, porque es el mismo instante el que se transporta a lo largo de la línea para crear el tiempo, no siendo necesario que -para no abolir la simultaneidad espacial, como ocurre con el punto en la génesis del espacio- subsista detrás [de sí mismo] a medida que avanza. Pues precisamente sabemos que el pasado no tiene existencia. Así, el argumento que echaba por tierra la tesis de la generación por el punto, cuando se lo quería aplicar al espa­cio, no lo lograba, al parecer, sino porque la misma tesis convenía sólo a la relación entre tiempo e instante, ya que este último siempre da origen a una nueva existencia con la condición de abolir en forma continuada la que la antecede.

Pero el éxito del argumento, en lo que al tiempo concierne, por sí mismo nos induce a la desconfianza. Porque si es el mismo instante el que así progresa en el tiempo, sólo podremos distinguir en éste una pluralidad de instantes introduciendo además implícitamente el esquema del espacio. Ya no hay instantes en el pasado, ni los hay tampoco en el porvenir, a menos que queramos instalar de un solo golpe la totalidad del tiempo como una suerte de presente espacializado y distinguir instan­tes en él, al modo como se distinguen puntos en el espacio. En realidad, ese instante que creemos que progresa es un instante que es siempre el mismo, un instante que no sólo está siempre presente, con una presencia recogida y no desplegada, sino además que constituye el corazón de todas las presencias y cuya movilidad aparente exige que se dé cuenta de ella. Porque al decir simplemente que es móvil, estamos supo­niendo además un medio inmóvil en el que se mueve. Este medio estaría compues­to precisamente por acontecimientos yuxtapuestos sobre los cuales el instante pa­recería desplazarse para dar poco a poco la presencia a cada uno de ellos. Ahora bien, sabemos que las cosas no se producen de ese modo. Pero entonces es necesa­rio que invirtamos, una vez más, como Copérnico, el sentido de los movimientos, es decir, que consideremos el instante propiamente tal como inmóvil y como un lugar de inserción dentro del que, en cierto sentido, vienen a desfilar acontecimien­tos entre sí diferentes. Sólo así lograremos justificar nuestra concepción del tiempo, la que hace del pasado y del porvenir términos absolutamente heterogéneos res­pecto al presente de la percepción, pero que no podrán ser evocados como pasado o cono porvenir sino por un acto original del espíritu, esto es, por la memoria que resucita al uno o por la previsión que anticipa al otro. Un acto como éste se produce siempre en el instante, cuyo contenido ya no es el de la percepción, pero a ella se refiere y nos obliga a imaginar el tiempo a fin de situarla ya sea hacia adelante, ya sea hacia atrás, según se trate de una experiencia posible o de una ya realizada.

Vemos, por lo tanto, cómo se plantea el problema de las relaciones entre el instante y el presente. Porque no es difícil, recurriendo a la vez a la reflexión y a la experiencia, entender que nuestra vida entera se desarrolla en una presencia de la que jamás ha salido y de la que jamás saldrá. Y si saliera de ella ¿a dónde iría? El

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espacio por sí mismo no es sino una especie de imagen de esa presencia. Podemos decir que es la presencia sensible, puesto que la presencia en sí es un espacio espiritual. Esta no es una mera comparación, porque la participación nos obliga a considerar lo sensible como una especie de coincidencia que se produce entre el yo y la totali­dad de lo real, aunque de una manera por así decirlo pasiva en virtud de la que se hacen manifiestos nuestros límites. Esta presencia sensible y coextensiva, al menos en derecho, con la totalidad del universo, es el espacio. Ella no agota, sin embargo, toda la presencia y se nos hace necesario distinguir entre sus diferentes formas, precisamente porque no somos sólo pasivos ante todo lo real, sino porque partici­pamos también de esa actividad por la cual el ser se hace a sí mismo eternamente. Nuestra relación con el ser siempre implica una indicación de presencia: presencia pasiva cuando nos limitamos a experimentarla; presencia de alguna manera inten­cional, cuando de nosotros depende producirla; presencia realizada o poseída cuan­do, en el ser mismo, llegó a ser una presencia en nosotros mismos.

Podemos decir, por lo tanto, que propio del instante será no ya ser un elemento del tiempo, sino ser generador del tiempo, al menos en la medida en que es lugar de conjunción y de transición entre las diversas formas de la presencia. En este senti­do, la meditación sobre el instante nos parece mucho más sugestiva que la de la presencia, que siempre nos evoca ya sea una comparación con el espacio, ya sea una suerte de abolición de la diferencia entre presencia y ausencia, en cuanto olvi­damos que la ausencia es una forma peculiar de la presencia. El instante, por el contrario, nos libera de todas las aproximaciones de este género. La consideración del instante es la que deberá permitirnos despejar la verdadera esencia del tiempo, mostrar en el tiempo mismo cómo se produce la unión entre actividad y pasividad y, en cuanto uno se interroga sobre la unidad o la pluralidad de los instantes, deter­minar las relaciones entre tiempo y eternidad.

VII

EL INSTANTE: TODO PASA EN ÉL Y ÉL MISMO NO PASA

Si se renuncia a la idea de hacer del instante un elemento constitutivo del tiempo o, al menos, si el tiempo es engendrado en la unicidad del instante, aunque sin ser él mismo una serie de instantes, será preciso entonces que se conserve al instante su pureza perfecta, es decir, que se lo considere como rigurosamente carente de di­mensiones. Se lo convierte, entonces, en un simple corte entre porvenir y pasado. Pero se agrega luego que este corte no puede tener existencia, precisamente porque toda existencia es considerada como una existencia temporal. Un prejuicio como éste nos conduce, a fin de dar realidad al instante, a considerarlo como apoyándose de algún modo simultáneamente sobre el pasado inmediato y sobre el porvenir inminente. La sicología confirma esto en cierto modo, si es verdad que podemos identificar el instante con el tiempo más corto, con el umbral mínimo bajo el cual es

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imposible percibir alguna diferencia de tiempo. Pero diremos, sin embargo, que ese instante del sicólogo no es un átomo de tiempo y que, a partir del momento en que la medida del tiempo comenzó, la creciente perfección de los instrumentos y, qui­zás, de la misma conciencia distingue en ese instante -que no creemos poder divi­dir- partes más pequeñas y de derecho tan pequeñas como queramos. Sin embargo, nos damos cuenta fácilmente que eso significa tratar al tiempo como si fuera un objeto, siendo propio de los objetos expresar cierta relación del ser, en cuanto dado, con las condiciones y límites de nuestra facultad de aprehensión. Ahora bien, ocu­rre con la aprehensión del tiempo lo mismo que con la del espacio: ella supone una mayor o menor finura y un mínimo sensible, respecto al cual no es tan seguro que el perfeccionamiento de los órganos -junto con el progreso de la técnica experi­mental- no pueda hacerlo retroceder indefinidamente.

No obstante, eso no cambia nada a la naturaleza propia del instante, que siem­pre constituye un límite entre el antes y el después: no es aquello que posee el contenido más pequeño posible, sino aquello que carece de contenido por ser el más puro lugar de transición entre lo que aún no es y lo que ya no es. Aunque podemos, en consecuencia, procurar objetivar el instante en el tiempo más corto, esa objetivación será siempre artificial y quimérica, porque el instante es una mera transición, un simple lugar de paso entre lo que remitimos al pasado y lo que remi­timos al porvenir. Poco importa, en consecuencia, que el cambio se produzca lenta­mente o con rapidez. Poco importa que el espectáculo del mundo o nuestro estado interior puedan proseguir sin cambios aparentes. No hay instante dado. Es absurdo preguntarse si puede ser más largo o más corto, según sea la perspectiva a través de la cual se lo considere (por ejemplo, la de la conciencia soñadora, o la de un cronó­grafo de gran precisión). El instante sólo es introducido por un acto del espíritu que hace un corte sin contenido en el devenir y que reparte acá y allá los aspectos opuestos del devenir. Cuando el espíritu es poco atento, se disipa la conciencia del instante; el porvenir y el pasado parecen fusionarse. Por el contrario, el espíritu se recupera en la conciencia del instante; rechaza fuera de sí todo objeto particular, el que de inmediato entra en el devenir. Es, si así puede decirse, un lugar de tránsito que ya no pasa, pero donde todo no hace otra cosa que pasar. Para ser capaz de captar en el instante un acontecimiento cualquiera, por repentino que nos lo imagi­nemos, sería preciso dilatar el instante, introducirle un intervalo, lo que ya significa tiempo.

Sería entonces más justo hacer del instante una especie de centro de perspectiva sobre el tiempo, así como el punto es centro de perspectiva sobre el espacio. Pero existe una pluralidad infinita de puntos que podemos situar en el espacio y que existen todos a la vez. El instante, por el contrario, siempre tiene una existencia única. Y no digamos que nace y muere sin descanso, porque eso es verdad de todo lo que lo atraviesa, pero no del instante mismo, que es aquello por lo que todo comienza y termina, pero que él mismo no puede comenzar ni terminar. Además, hablando en propiedad, [el instante] no está en el tiempo y, puesto que no lo está,

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carece de contenido. Constituye un punto de inminencia y un centro de perspectiva. Es preciso que sea ajeno al tiempo para que pueda vincular entre sí los momentos del tiempo.

El instante es también punto de encuentro entre el tiempo y la eternidad. En su punto de contacto con la eternidad es uno, pues ninguna forma de existencia mere­ce ese nombre sino en el momento en que llega, por así decirlo, a confrontarse con él. Pero si no miramos sino hacia esas formas de existencia temporales entre las que [el instante] realiza una transición pura, podremos distinguir tantos instantes como puntos de diferenciación haya en el devenir, y estos puntos se multiplican a medida que la conciencia se afina. Ahora bien, si del instante dijéramos que jamás es el mismo, sería como decir del malecón de un río que nunca es el mismo puesto que jamás corre por él la misma agua. Sabemos muy bien, sin embargo, la enorme dificultad que experimentamos al hablar del instante pasado y del instante porvenir, pues todo lo que está en el porvenir constituye una especie de simultaneidad de lo posible, la que nuestra voluntad o la relación de los acontecimientos escalona a fin de actualizarla de acuerdo con un orden sucesivo. Del mismo modo, todo lo que haya caído en el pasado forma una suerte de simultaneidad de lo realizado que analizamos, a fin de evocarlo en el tiempo, de acuerdo con la necesidad o el interés del momento. Lo uno o lo otro pueden retomar un lugar en el instante como deseo o como recuerdo, es decir, como estados inscritos, uno y otro, en el devenir inde­finido de nuestra existencia psicológica. Porque el fenómeno, el objeto o el estado sólo tienen existencia en el instante, en el que no aparecen sino para desaparecer. Con todo, el instante -que parecería ser el lugar de paso de un fenómeno al otro­es, más bien, el lugar de paso de lo posible a lo realizado. Y bien, para permitir este paso es preciso que en él no haya nada que se detenga, es decir, [es preciso] que, en sí mismo, sea sin contenido alguno. En el instante es donde todo se mueve, para lo cual es necesario, empero, que éste no se mueva. El devenir se ordena respecto al instante, esto es, lo que aún no lo ha atravesado o lo que ya lo hizo y que -aunque no esté referido sino a la eternidad-, en cuanto posible o en cuanto ya realizado engendra nuestra existencia temporal por la conversión del uno en el otro, [ conver­sión] que el instante indefinidamente vuelve a producir. El instante es el que nos posibilita disociarlos o vincularlos, siendo de este modo el lugar de la participación. No nos sorprendamos, entonces, si en el instante no hay nada y si por sí mismo el instante no es nada, pero que a pesar de ello no haya otra cosa foera de lo que está en el instante. En efecto, es en el instante donde se ejerce no sólo el acto por el que todos los fenómenos pasan incesantemente y, en consecuencia, continuamente nacen y perecen; tam­bién [se ejerce en él] ese acto que da a los fenómenos una existencia pasajera y al yo una existencia que es obra suya y que -en la existencia fenomenal- encuentra a la vez que un instrumento que la realiza, un medio que la expresa.

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VIII

"MENS MOMENTANEA"

Cuando mostramos que el instante es el lugar donde el pasado se convierte en porvenir, logramos justificar el modo de existencia perteneciente a la materia y el significado de su devenir. No olvidemos, ante todo, que la esencia de la materia, si así puede decirse, es la fenomenalidad misma, que su ser es aparecer, que no posee interioridad y reside enteramente en el mismo espectáculo que da a cada uno. Aho­ra bien, si el instante es el punto de encuentro del tiempo y de la eternidad, si consiguientemente es el lugar de la participación, en el instante no podremos situar sino el acto mismo que me hace ser. Con todo, dicho acto, en cuanto limitado, en cuanto expresa su vínculo en el ser con todo lo que lo sobrepasa, requiere una pasividad que está obligado a padecer y que tiene siempre como correlativo un dato; este último le es exterior, sin embargo, y no cesa de ocultársele en cuanto intenta capturarlo. Es así como aparece el tiempo, en virtud del encuentro y con­traste indefinidamente renovado entre un acto que no cesa de introducirme en el ser y un dato que le corresponde y al que no logra reducir, pero que, siendo incapaz de tomar lugar en el ser, no es otra cosa que una apariencia evanescente. Porque es necesario que ese dato sea siempre nuevo y en consecuencia indefinidamente múl­tiple, para que siempre aporte al acto precisamente aquello que éste es incapaz de darse a sí mismo. Esta novedad y esta multiplicidad evocan, en el mismo ser, su infinita abundancia respecto a la que yo siempre permanezco desigual. No se trata, por lo demás, de que yo acepte esa desigualdad, pues jamás dudo de la preeminen­cia ontológica del acto respecto al dato. Es el dato, sin embargo, el que, en el instan­te, me revela la fecundidad de un acto al que nunca satisface y al que sin cesar obliga a que lo promueva.

No obstante, si consideramos el universo como dato, es decir, tomando la pala­bra en su sentido más estricto, en su pura materialidad, tendremos que decir que la existencia de este universo material no puede ser sino instantánea. Ya Leibniz lo había sentido así: no podía atribuir sino al espíritu el poder de síntesis que une unas con otras las diversas fases del devenir monadológico. Dicho con más sencillez, porvenir y pasado no pueden tener existencia más que en el espíritu. El mundo material, entonces, es efecto de un corte que realizamos en el instante dentro del devenir espiritual. Esta es la razón por la que siempre hay un mundo material, aunque tal mundo es siempre instantáneo. Es un mundo sin espesor. Es como una película infinitamente delgada, al interior de la que pasan todos los modos del devenir con los que nunca tenemos más que un contacto carente de duración. Es éste un mundo que no es más que una superficie, que no nos hace conocer sino la superficie de las cosas y que carece de un segundo plano. Por lejos que podamos llevar el análisis, lo que éste nos muestra es todavía una forma externa relacionada con los procedimientos que hemos puesto en juego para hacerla aparecer. Además, es inútil pensar que en la materia pueda haber una interioridad. Cuando imaginamos penetrar en su profun­didad, lo que descubrimos es una serie de apariencias hecha de capas superpuestas,

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las que la agudeza cada vez mayor de los sentidos, los análisis cada vez más finos, el uso de instrumentos cada vez más perfectos traen a la luz una tras otra. Y puesto que la materia carece de interioridad, tampoco tiene devenir, al menos en cuanto mate­ria, esto es, en cuanto apariencia actual. Todo devenir exige la posibilidad de vincu­lar de alguna manera un pasado y un porvenir, cosa que no puede ser realizada sino por una conciencia que -si se le impone el devenir- lo convierte en el [devenir] de su propia representación y, si ella es quien lo produce, [lo convierte] en el devenir de una actividad, cada una de cuyas etapas halla expresión en la simple actualidad del fenómeno.

Ahora, entonces, se comprende -si nada hay que pueda existir fuera del instante y si concebimos toda existencia como dada- que toda existencia pueda ser definida como material. Es propio del materialismo confirmar este análisis, pero con la con­dición de no considerar en el instante nada más que el dato, y no el acto que lo hace ser, que da su propia realidad tanto al porvenir como al pasado, y que hace del dato el lugar de su transformación. Propio del idealismo será no prestar atención sino a ese mismo acto, rechazar la realidad de la materia mostrando que sólo es un límite y una transición y convertir el devenir en la obra propia del pensamiento.

En lo que a la idea de ese mundo material atañe, reducido al instante a una película carente de espesor, con facilidad coincidiremos en que es ése el papel que para nosotros juega el espacio, siempre presente ante nosotros, carente por sí mismo de pasado y porvenir, aunque sea en él donde todas las formas cambiantes de la existencia aparecen. La comparación que de ese mundo hacemos con una superficie está tomada del espa­cio. Aquí podríamos hallar la confirmación para las dos tesis que en otro lugar hemos defendido: la primera, que el mundo material se nos revela a través de la visión, la que efectivamente nos descubre la superficie de las cosas, precisamente en tanto que ella detiene nuestra mirada7; la segunda [tesis] , que atribuimos al espacio una profundidad que nos parece que representa la profundidad misma de las cosas, pero que -en cierto sentido- es un camino para el conocimiento, que [tal profundi­dad] implica tiempo para ser recorrida y que, a lo largo de éste, aquélla jamás nos revela más que una apariencia por sí misma siempre instantánea8•

IX

EL INSTANTE QUE NOS LIBERA

El instante hace real nuestra independencia respecto al mundo material, puesto que el mundo material no hace otra cosa que pasar por el instante. Es, por lo tanto,

7 La Dialectique du monde sensible: Déduction de la qualité, la vue, p. 120. [No existe traducción castellana] . 8 La perception visuelle de la profondeur. [No hay traducción castellana] .

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imposible captarlo o fijarlo e incluso atribuirle una verdadera existencia, cosa que la palabra "fenómeno" -la que empleamos para designar conjuntamente la aparien­cia y el cambio, como si ambos términos tuviesen necesariamente el mismo senti­do- traduce adecuadamente. El término "fenómeno" significa que carece de inte­rioridad, pero que sólo tiene existencia para la conciencia a la que se muestra, y el término "cambio" muestra la imposibilidad que un fenómeno tiene de ser algo más que un fenómeno, precisamente porque su esencia radica en su ser transitorio. Por­que si supusiéramos que un fenómeno o un objeto pudiera adherir a nuestra con­ciencia durante un tiempo todo lo corto que queramos, al menos durante ese tiempo la conciencia y el objeto se identificarían. La materia nos ataría. La concien­cia, empero, se mantiene y el objeto pasa. Lo que a la conciencia libera de la servi­dumbre del objeto, cuando lo rechaza fuera de sí diciendo que le es exterior, le permite rechazarlo por segunda vez hasta en la representación que de él se hace, dado que tal representación siempre se desvanece. De este modo, es preciso al mis­mo tiempo que el instante sea siempre el mismo y que, en el instante, las cosas sean siempre diferentes para que el espíritu nunca pueda confundirse con ellas y su con­tacto, a pesar de todo, no deje de enriquecerlo9•

Con todo, si el instante libera nuestro espíritu, permitiéndole no quedar sujeto a ninguna forma de lo real ni nunca confundirse con ella, es porque aquél supone un acto que -si lo consideramos en su vínculo con los estados que lo limitan- se nos presentará como renovándose indefinidamente, de manera que entonces el tiempo será para nosotros una serie de instantes, sin que podamos ver ni de dónde procede esa serie, ni cuál sea su vínculo. Esta serie de instantes será comparable con la yuxta­posición de puntos en el espacio y no podremos distinguirla de ella sino por la necesidad de recorrerla siempre en el mismo sentido. Además, ese sentido sólo es inteligible por el acto que lo determina y que, si así podemos decirlo, produce el orden de todas las realizaciones. Este orden, sin embargo, no empieza sino a partir del momento en que el acto, en virtud de su limitación, se asocia a un estado al que siempre supera. Sin duda, esto no es posible sino por un enlace entre tiempo y espacio, el que -no obstante- es tal que, si testimonia acerca de la subordinación del espacio al tiempo y de la necesidad que tiene el espacio de ser recorrido, implica también la imposibilidad que tiene el punto de ser reducido al instante, es decir, [de

9 No obstante, si el yo tiene una tendencia natural a confundirse con el cuerpo, ello se debe a que el cuerpo está siempre presente en el instante y que, puesto que es nuestro y se halla vinculado con el yo por el sentimiento de pertenencia, somos menos sensibles a sus cambios de estado que a la imposibilidad para el yo de sustraerse a su acci6n. En cambio, cuando consideramos nuestro cuerpo en un momento lo suficientemente lejano de nuestra vida, por ejemplo el cuerpo que teníamos cuando éramos niños, entonces sabemos claramente que para nosotros no es más que un recuerdo. Sin embargo es lo mismo lo que ocurre con nuestro cuerpo de ayer, aunque la distinci6n con respecto a nuestro cuerpo de hoy sea más difícil de llevar a cabo.

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ser] determinado solamente por el acto que lo instaura. Con todo, es ésta la suposi­ción que hallamos en el fondo de esta doctrina del punto-instante, descrita en el párrafo VIII del Capítulo 11 . [Con ella] , Alexandre pretende reconstituir el mundo con la ayuda de un elemento espacio-temporal destinado a reemplazar al antiguo átomo material, como si en esta distinción y en este vínculo entre punto e instante, el último fuese por sí mismo susceptible de ser objetivado, como si no pusiese en juego la acción del espíritu, no sólo en la diversidad de los objetos a los que ella se aplique, sino en la misma unidad de su operación.

Si en el instante sólo atendemos al acto que siempre parece resucitar, mientras que el objeto no hace otra cosa que pasar, el acto será el que produce al tiempo, lejos de inscribirse en él. En el mismo instante intemporal es donde incesantemente se realiza la conversión de una forma de existencia particular en otra. Él no se sustrae del ser, puesto que nadie penetra en el ser si por él no fuera, incluso la fugacidad de la apariencia. El instante siempre nos da acceso a la eternidad. Podemos, sin embar­go, o bien, recuperar en ella ese acto perfectamente uno e infinitamente fecundo que, a la vez, funda nuestra presencia a nosotros mismos así como también el flujo siempre renovado de los fenómenos, o bien, por el contrario, olvidarlo y dejarnos arrastrar por este flujo en el que pareciera que el instante mismo se divide y multi­plica. Sin embargo, la ilusión que siempre hemos denunciado en la concepción tradicional del devenir una vez más se encuentra aquí, si es cierto que el devenir no reside en el puro paso de un fenómeno al otro, cosa que efectivamente lo obligaría a espaciarse a lo largo de la línea del tiempo, sino en el paso de una posibilidad a su realización por la mediación de un instante que siempre permanece el mismo y que no sería capaz de atarlos si no fuera porque es indiferente a su contenido. Aquí, el instante ya no puede ser distinguido del acto de participación. Su actualidad reside precisamente en la imposibilidad en que nos hallamos de separarlo del acto puro y de su eternidad omnipresente. Pero, precisamente porque es un acto de participación, siem­pre evoca algún dato particular que le responde, con el que rehusa identificarse porque éste es incapaz de bastarle. Siempre suscitará, entonces, una nueva aparien­cia, de suerte que -residiendo en el punto de transición de la una a la otra- no cesa de engendrar el tiempo, pero sin que pueda él mismo introducirse en el tiempo. De ahí esa ambigüedad que aparece en la naturaleza del instante: según consideremos en él ya sea el acto que lo hace ser o la apariencia que lo atraviesa, lo pensaremos como intemporal o como evanescente. [El instante] es quien funda el devenir en la eternidad, obligando al yo, para crearse a sí mismo, a buscar en el ser una posibili­dad que no logrará hacer suya si no es experimentándola en el contacto de un dato al que actualiza y que al punto se le escapa.

Ahora nos es legítimo sacar conclusiones respecto a las relaciones de presente e instante entre sí y respecto al tiempo. Del presente podemos decir que contiene al tiempo, en vez de que el tiempo lo contenga a él. El tiempo es una cierta relación entre las diferentes formas de la presencia. El instante es aquello en lo que el tiem­po, es decir, las diversas formas de la presencia, no cesa de pasar. De esta manera, ni

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presente ni instante pertenecen al tiempo; el uno es, por así decirlo, el medio donde él se despliega, pero el otro es el acto que lo despliega. Parece que el presente nos sumerge en el ser y que el instante lo encierra en la operación que lo produce. El tiempo nos hace salir del instante, no cesa de nacer y de morir; los fenómenos aparecen y des­aparecen en un presente evanescente, entre el presente de lo posible y el presente del recuerdo, el primero de los cuales es efecto de ese análisis del ser por el que el yo se constituye; el otro, el efecto del análisis del yo, una vez que éste se hubo constitui­do. La distinción del pasado respecto al porvenir mide ese intervalo necesario al yo para que pueda encarnar en el ser total un ser que es el suyo. En la eternidad no hay oposición alguna entre pasado y porvenir. Vivir significa superar esta oposición y convertir el porvenir en pasado, esto es, no como podría creerse, convertir lo que aún no es en lo que ya no es, ni una actividad viva en una representación inmóvil, sino [convertir] una potencia incierta e inacabada en una potencia que poseo y de la cual dispongo. Para ello se requiere la colaboración del dato por el que esta potencia se manifiesta y encuentra, frente a la eficacia que le es propia, un aporte que le viene de fuera y que la actualiza en el todo de lo real. El instante expresa admirablemente cómo el mundo no deja de pasar cuando el acto que lo hace ser -sin comprometerse él mismo en el tiempo- llama siempre al tiempo a nuevas existencias a crearse a sí mismas. El instante crea y aniquila incesantemente la existencia fenomenal. Y como es un punto de encuentro entre porvenir y pasado, cuya asociación es condición no sólo de toda existencia finita, sino de la misma acción que la produce, podemos decir que [el instante] nos permite penetrar en la misma eternidad del ser, que se halla más próxima a la instantaneidad que al devenir e incluso a la duración. El instante del hombre no es más que una sombra, pero que también es una participa­ción del instante de Dios.

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CAPÍTULO VIII

EL PORVENIR

I

COMPONENTES DE LA NOCIÓN DE PORVENIR

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Ni el porvenir n i el pasado pertenecen propiamente a l tiempo, sino tan sólo la relación que los une, la transición que lleva del uno al otro. Porque el porvenir, en cuanto posibilidad pura, no se distingue del eterno presente, ofrecido constante­mente a la participación; de la misma manera el pasado, en cuanto es una realidad consumada y que siempre puede ser resucitada, forma, por así decirlo, nuestro pro­pio presente espiritual. Más aún, la oposición entre el ser y el acto -que se identifi­can el uno con el otro en el absoluto, pero que se oponen entre sí para permitir la puesta en acción de la participación- tiene sin duda su origen en la oposición entre un porvenir siempre nuevo y que abre a nuestra iniciativa e invención toda una cantera, y un pasado que, si no se lo considera abolido, podría se visto por el yo como posesión suya y, en cierto sentido, como su sustancia.

En verdad, es muy difícil captar la originalidad del porvenir en cuanto tal. Por­que si el modelo de toda existencia nos es proporcionado por el presente -en el sentido en que el presente es para nosotros la percepción, esto es, la materia- sólo pensamos el porvenir como si fuera una percepción que aún no tenemos y que no podemos sino imaginar. Si el porvenir no es nada sino en esa percepción, fácilmen­te comprendemos que el porvenir no pueda darse sino después del pasado, ya que el orden que va desde el pasado hasta el porvenir es el mismo orden conforme al cual nuestras percepciones se desarrollan. Pero este orden lo es entre presencias percibidas y no es posible sino si cada una de estas presencias excluye la de todas las otras. En este sentido, entonces, considerado el porvenir en cuanto porvenir puro, es una presencia excluida y sin embargo imaginada, lo que es lo mismo que una presencia pensada. Es así como ella debe definir su especificidad respecto al pasa­do, porque también es una imagen, sólo que es una imagen determinada, en tanto que el porvenir es para nosotros una imagen indeterminada, un esbozo de imagen que puede tener acabamiento de diversas maneras. Ahora bien, es propio de una imagen estar siempre referida a un objeto al que ella representa y del cual es imagen.

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Por eso podemos medir la diferencia entre pasado y porvenir, dado que la imagen que se refiere al pasado pertenece a un objeto abolido y al que sobrevive, en tanto que la imagen donde se dibuja el porvenir se refiere a un objeto todavía por nacer y que, con o sin nosotros, y siempre de otra manera que como lo habíamos pensado, algún día se producirá. Es ese nacimiento, es esa producción la que, en su pura eventualidad, constituye propiamente el porvenir. Éste último no es, entonces, ni la imagen que de él procuramos hacernos, ni la percepción que más adelante de él tendremos. Una y otra constituyen presencias diferentes y el porvenir es el interva­lo propiamente tal que las separa. Este intervalo, con todo, sólo los separa porque al mismo tiempo los vincula, lo que significa que una imagen semejante no puede ser la imagen de esa futura percepción, ambigua todavía, sin requerirla y predeter­minarla en cierta manera.

Podemos, no obstante, distinguir aquí casos muy diferentes, porque tan pronto podrá ocurrir que esta imagen no sea sino un ensayo de la conciencia que sólo se realiza entrando en composición con otras imágenes y con el juego de fuerzas exteriores, así como podrá también ocurrir que -actuando como si estuviese sola y convirtien­do en inútil la intervención de la conciencia- la misma imagen parezca crear su objeto por una suerte de efecto de fascinación o, finalmente, ocurrirá que las fuer­zas externas sean suficientes para generar el porvenir, sin que la conciencia pueda hacer otra cosa que reconocer el resultado de su acción y, en el mejor de los casos, preverlo. Esto significa que el intervalo entre la presencia imaginada ahora y la presencia tal como más tarde será percibida no es suficiente para determinar el porvenir, pero [también significa] que esta presencia imaginada sólo es la virtuali­dad de una presencia percibida y que puede presentarse bajo formas muy diferen­tes, ya que a veces es una posibilidad asumida por la libertad, otras veces es una posibilidad actualizada por el instinto de manera ciega, y otras es una posibilidad que parecería residir en las cosas mismas, pero que la inteligencia procura transfor­marla en necesidad. Estos son, por cierto, tres aspectos diferentes y subordinados: bajo ellos, la conciencia considera el porvenir, a fin de realizarse ella misma median­te un acto de participación. Porque para esto es preciso, por una parte, que exista para ella un orden externo al que esté sometida y que es el orden fenomenal; por otra parte debe haber un orden que le sea interno, pero que la conciencia padece todavía en la medida en que está ligada a un cuerpo y está presa en una naturaleza que le impone una espontaneidad que ella no crea; finalmente, debe haber un orden que la conciencia sea capaz de dictar y por el cual se constituya a sí misma como persona.

He ahí los tres componentes inseparables que siempre encontramos en el análi­sis de la noción de porvenir. En cambio, vemos sin dificultad que el intervalo que separa la imagen pasada del objeto que ésta representa nunca podrá ser recorrido en el mismo sentido, de modo que, en el siguiente capítulo, nos veremos obligados a buscar, no ya la razón de ser de la imagen en el objeto que ella contribuye a producir, sino la razón de ser de la percepción objetiva misma en la imagen que deja tras de sí y que constituye el alimento mismo de nuestra actividad espiritual. To-

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mando las cosas de esta manera, ya no es una paradoja decir que el porvenir, en cuanto porvenir, es el que necesariamente precede al pasado en cuanto pasado. Y si no olvidamos que toda forma de existencia participada necesitará -para manifestar totalmente su esencia- pasar por esas tres fases del tiempo, las que lo obligan a ser sucesivamente porvenir, presente o pasado para manifestar totalmente su esencia, parecerá evidente que nada hay que primero no haya debido, si puede decirse, to­mar forma de porvenir antes de tomar la forma de pasado. Y recordemos, una vez más, aquella confusión que hace que -cuando se quiere hacer emerger el porvenir del pasado- siempre se tiene a la vista una línea de diferentes percepciones consi­deradas por igual en el presente, estando obligados -en cambio- a considerar el pasado como fruto del porvenir, si es que consideramos el devenir de una misma forma de existencia y, en ese mismo devenir, su pasado y su porvenir como pensa­dos y no como percibidos.

1 1

EL PORVENIR ES LO PRIMERO EN E L ORDEN DE

LA EXISTENCIA, AL IGUAL QUE EL PASADO LO ES

EN EL ORDEN DEL CONOCIMIENTO

Si [es verdad que] el tiempo presupone siempre una oposición entre presencia y ausencia, y se origina a partir del momento en que descubrimos la distinción entre las dos formas de ausencia y la relación que éstas tienen una con otra y con la presencia, parecería que el pasado gozara de una especie de privilegio frente al por­venir. Porque no sólo el porvenir pareciera salir de él cuando no atendemos sino a la sucesión de las diversas presencias, sino que, además, el pasado es el que -como hemos mostrado- constituye para nosotros la revelación de la ausencia, la que no se nos hace sensible sino cuando se nos retira un bien que poseíamos, especialmente cuando la muerte nos separa de un ser al que amábamos. No podemos poseer de la misma manera la experiencia del porvenir, es decir, de una ausencia que antes no ha sido para nosotros una presencia. Es, sin embargo, inevitable que -viendo una presencia cambiarse incesantemente en ausencia-, anticipemos también incesante­mente una nueva presencia, cosa que no es posible a menos que proyectemos de­lante de nosotros una ausencia que, a su vez, se tornará en presencia. Henos aquí, entonces, no ya ante una presencia que perdimos, sino ante una presencia que con­quistamos. Ahora bien, si es la presencia perdida la que nos descubre que vivimos en el tiempo, la presencia conquistada es la que nos hace asistir a la creación del tiempo. La presencia perdida nos muestra que estamos sometidos al tiempo y que éste es la marca de nuestra finitud y de nuestra miseria. La presencia conquistada nos muestra nuestra actividad en ejercicio; ella constituye la señal de nuestro poder. Debemos vincularlas una con otra para comprender el sentido de la participación. Además, ellas no se hallan nunca sin relación entre sí, puesto que la presencia per-

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dida puede ser reconquistada (aunque bajo una forma transfigurada) y la presencia conquistada no puede serlo sino al precio de una presencia perdida. Pero hay más todavía; podemos decir que la presencia perdida lo está para siempre y de una sola vez, de suerte que el pasado entero nos es contemporáneo; rompe así toda relación con el tiempo y no entra en un nuevo tiempo sino por el esfuerzo que hacemos para resucitarlo. No obstante, no sólo todo esfuerzo, sino también todo pensa­miento que nos oriente hacia el porvenir nos regalará un vivo sentimiento de ese intervalo que tenemos que franquear antes de obtener una nueva presencia. Así, es ese intervalo el que constituye ante todo el tiempo para nosotros; y si la conciencia que de él tenemos supone siempre una inducción obtenida de la experiencia que poseemos del pasado, ese intervalo no sigue siendo ya un intervalo meramente pensado, sino que deviene un intervalo real que estamos obligados a franquear y que no podemos hacerlo sino llenándolo. De ahí esa conclusión en apariencia sor­prendente que [dice] que por el pasado descubrimos que vivimos en el tiempo, aunque sólo sea el porvenir el que nos hace vivir en el tiempo, al darle un contenido.

Debido a esto, si pasado y porvenir son solidarios en la experiencia del tiempo, podemos decir que el pasado es primero en el orden del conocimiento, pero que el porvenir lo es en el orden de la existencia. En cuanto comienza la participación, se compromete con el porvenir, abriendo precisamente delante de sí un camino cuyo recorrido de ella depende. Y si la participación vuelve a comenzar con cada instan­te, siempre es proyectando ante sí un posible que aún no es, pero que a ella pertene­ce hacerlo ser. Vemos aquí el carácter distintivo del porvenir que, en cuanto posible, está en el ser, lejos de ser sencillamente su negación o vado, pero del que se trata de hacer nuestro ser; pero esto es algo que no puede tener lugar sino por un análisis que en él distinga ese posible al que, ante todo, se trata de dar de alguna manera una existencia en nuestro pensamiento antes de proponerlo a nuestra voluntad como fin, no pudiendo sin embargo realizarse a menos que el ser lo permita. De ahí la necesidad de que el querer encuentre siempre una especie de respuesta que lo real deberá darle, la que necesariamente habrá de recibir una forma sensible, sin lo cual tal querer permane­cería puramente intencional e ineficaz .

. III

LA POSIBILIDAD, EN CUANTO ANÁLISIS DEL ACTO PURO

Hemos definido el tiempo como la conversión de la posibilidad en actualidad. Pero si el porvenir es por sí mismo el lugar de la posibilidad, será esta última lo que ahora nos corresponderá examinar. Porque la posibilidad no se opone decisiva­mente a la existencia, sino que es una forma particular de ella, faltándole tan sólo la actualidad. Es por esto que la posibilidad no es sino una existencia de pensamiento, en oposición a una existencia que se le impone a éste desde fuera, tanto al de los demás como al mío. También hay que distinguir aquí entre una posibilidad que

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reside en un acto de pensamiento efectivamente realizado, esto es, una posibilidad actualizada en cuanto tal por la conciencia, y una posibilidad no pensada que sólo se revela de golpe por su realización (tal como Bergson lo pensaba de toda posibi­lidad en general) y que, en lo que respecta a la posibilidad consciente, aparece como una posibilidad de la posibilidad. La distinción entre estos dos aspectos de la posi­bilidad es singularmente importante: nos muestra, al mismo tiempo, que si la posi­bilidad es un pensamiento, no podemos restringir este pensamiento a los límites de una conciencia individual y que la conciencia misma no puede ser identificada con el pensa­miento al que actualiza, sino con todo pensamiento al que pueda actualizar, es decir, que ella es por sí misma la unidad de posibilidad de todas las posibilidades. Y bien, es evidente que si toda posibilidad está destinada a ser actualizada y no tiene sentido sino respecto a esa actualización, hay sin embargo un intervalo que la separa de dicha actualización; ese intervalo es el tiempo.

Conviene, con todo, caracterizar con mayor exactitud la forma de existencia perteneciente a la posibilidad, porque aun si aceptamos definirla como una existen­cia de pensamiento y consideramos a éste -por una especie de reduplicación- como un pensamiento posible y no actual, es decir, como un pensamiento que desborda la operación de toda conciencia particular, faltará todavía saber cuál es la relación de ese pensamiento con el ser, si es su esencia o una forma imperfecta e inacabada. Pues bien, la primera tesis es la que nos parece verdadera, si sólo consideramos el pensamiento en su interioridad; y si comparamos lo posible con la cosa que lo actualiza, será la segunda. Pero no podemos resolver la dificultad sino mostrando que lo posible es un aspecto del ser creado por la participación y como el primer paso por el que ella se realiza. En consecuencia, lo posible no es exterior, sino interno al ser. E interno al ser, no expresa su carácter absoluto, sino su carácter relativo e incluso su doble relatividad, tanto respecto a la conciencia que lo piensa como a la realización que requiere. Es así como la posibilidad nace del acto por el que la conciencia penetra en la misma interioridad del ser, pero lo hace de tal suerte, sin embargo, que asume la tarea de realizar esa posibilidad y, al realizarla, realizarse a sí misma. La posibilidad, entonces, sirve para apreciar en el ser mismo la distancia entre el acto absoluto y el acto de participación que, analizándola, hace manifiestas en sí posibilidades cuya realización le pertenece. Esta última, empero, no puede llegar a término sino con la condición de que el ser -en tanto que desborda la participación- le aporte permanentemente una nueva confirmación, lo cual sólo se produce en el momento en que la posibilidad recibe una forma sensible, es decir, se materializa.

Tendremos que distinguir en la participación, entonces, dos grados: el primero está representado por el descubrimiento de la posibilidad y constituye el estadio de la inteligencia; el segundo es el que está representado por su actualización y es el estadio del querer. Podríamos decir que la actividad de la inteligencia consiste pre­cisamente en elevarse desde lo real hasta la posibilidad que lo funda y que nos hace su dueño. Es ése precisamente el esfuerzo que tiende a sustituir el mundo de las cosas por el de las ideas. Sabemos que la invención intelectual consiste precisamen-

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te en imaginar siempre alguna nueva idea, alguna nueva posibilidad. También com­prendemos por qué la idea ha podido ser puesta por encima de la realidad, dado que ésta no es sino la realización de aquélla, y por qué - al mismo tiempo - la realidad ha sido puesta por sobre la idea, dado que una idea que no acierta a encar­narse en la realidad es abstracta, quimérica y, en último término, no es más que un nombre. Pero si la idea ha podido ser considerada como artificial y arbitraria, es sobre todo porque siempre expresa un modo de análisis que no es tanto de la realidad dada, cuanto del acto creador. No obstante ello, este análisis puede hacerse de muchas mane­ras: cada conciencia tiene un sistema de ideas que le es propio, y este sistema de ideas que la constituye nunca deja de rehacerse tanto a lo largo de nuestra vida como de la historia de la humanidad al mismo tiempo. Tan pronto consideramos la idea como un invento puro, al que siempre es legítimo modificar según nuestras necesidades, tan pronto como la esencia misma de lo real o, si así puede decirse, como la operación que engendra a éste desde dentro. Esto es también verdad, con la condición de que no queramos circunscribir dicho acto como si fuese una cosa, que no sea aislado de la infinita eficacia en la que no deja de nutrirse y que le permite influir sobre lo real, pero entre otros medios que difieren de él y que sin embargo pueden converger con él.

Ahora comprendemos las condiciones a las que la posibilidad se halla necesaria­mente sujeta. Si es una división del acto absoluto y si es esta división la que la opone al todo del ser en cuanto mera posibilidad, es necesario que ella no rompa la unidad del ser del que procede. Esto implica que la posibilidad debe ser coherente o que todas las posibilidades deban concordar entre sí, cosa que a veces se atribuye a las exigencias propias del pensamiento. Estas exigencias, empero, no son más que un efecto de ese carácter que la posibilidad tiene y por el que lleva en su propia virtua­lidad la unidad del ser absoluto. Por lo demás, hay que destacar que la exigencia de coherencia es menos limitativa que lo que creemos. Sabemos que el pensamiento vivo supera toda contradicción; pero si ésta puede introducirse entre una nueva idea y todas aquéllas que hasta entonces formaban el contenido de nuestra concien­cia, eso no significa que esa idea deba ser rechazada. Más bien [significa] que el contenido de nuestra conciencia deberá ser reorganizado. Y, con frecuencia, más vale conservar en nuestro pensamiento ideas cuya concordancia con la realidad veamos, sin comprender cómo concuerdan entre sí, que obtener entre ellas un acuer­do que nos satisfaga, pero que nos hace perder el contacto con la realidad.

Vemos de este modo el alcance y los límites de la lógica. Y estos límites se nos muestran más claramente todavía si pensamos en esa concepción tradicional por la que la posibilidad lógica no basta para definir la posibilidad, que debe ser además una posibilidad real. Esta extraña expresión nos permite comprender al mismo tiempo cómo el posible es en sí un cierto modo de realidad y cómo no podemos darle sentido alguno fuera de ese poder que tiene de realizarse y que constituye su misma esencia. Ahora bien, uno se pregunta qué es lo que la posibilidad real agrega a la posibilidad lógica; casi siempre nos limitamos a distinguir dos tipos de condi­ciones de validez del pensamiento: las que proceden del pensamiento mismo, redu-

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ciéndose a la no contradicción, y otras condiciones que se expresan por las leyes generales de la experiencia. Sólo que jamás se logra definir sino imperfectamente el paso de las primeras a las segundas. Lograremos dar este paso, sin embargo, si es verdad, en primer lugar, que la posibilidad es un efecto de la participación en su primer momento que la piensa y, luego, que [esa posibilidad] carece de sentido sino respecto al segundo momento [de la participación] que la actualiza. Pero la partici­pación de por sí constituye un todo. Además, hay un mundo de la participación realizada, al que en ocasiones se querría reducir el todo del ser. De esta manera, cada acto de participación, aun si es efecto de una libre iniciativa, ha de tener lugar necesariamente al interior del todo de la participación; deberá asimismo concordar no sólo con las leyes generales que la fundan, sino también con las circunstancias particulares que definen la situación en la que [dicho acto de participación] llega a inscribirse. Esto no significa que esté determinado exclusivamente por esas cir­cunstancias, que son conjuntamente la materia que lo limita y la manifestación que lo expresa.

Puede parecer sorprendente que, en un estudio consagrado al porvenir, analice­mos tan ampliamente la idea de posibilidad, dado que constituye sólo un momento del conocimiento. La posibilidad, sin embargo, siempre pertenece al porvenir, no sólo en ese sentido puramente sicológico, por así decirlo, donde el pensamiento se vuelve siempre hacia el porvenir para inventarlo, sino también en ese otro sentido, exclusivamente epistemológico, en que el sabio que piensa la idea o la posibilidad para explicar la realidad considera siempre tal realidad en su porvenir, antes que ella se realice. Destaquemos, por último, que la posibilidad de lo real es condición tanto del acto por el que pensamos el porvenir, como del acto por el que procuramos realizarlo. En lo que atañe a la pluralidad de posibles entre los que la voluntad podrá escoger, [diremos que] es una característica tanto del ejercicio de la inteligencia como del de la voluntad, ante todo porque estas dos funciones son inseparables y mutuamente se implican, y luego porque ese posible es igualmente necesario para permitirnos producir una nueva realidad así como también para explicar una reali­dad ya dada.

IV

DISTINCIÓN ENTRE POSIBILIDAD Y POTENCIA O ENTRE LIBERTAD Y ESPONTANEIDAD

No podemos, sin embargo, reducir la participación a la mera puesta en juego, al interior del acto puro, de las diversas posibilidades de una libertad, las que ésta procurará luego actualizar. Porque esa libertad así definida no es otra cosa que una abstracción. No hay libertad si no está unida a una naturaleza que la sostenga y a la vez la limite. O, mejor dicho, la participación implica en nosotros el vínculo de una actividad con una pasividad, no sólo en cuanto que todo acto que llevemos a cabo

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suscita un dato que, al responderle, lo realiza, sino en este otro sentido por el que toda actividad, en cuanto de nosotros depende, supone una espontaneidad padeci­da por aquélla y a la que [la actividad] no hace otra cosa que darle curso. Esta espontaneidad es la que nos ata al todo del ser, nos impone por así decirlo una solidaridad con todo el universo de la participación . antes que nosotros mismos podamos inscribirnos en él. Es esto lo que podríamos expresar diciendo que esta­mos presos en la naturaleza y que nosotros mismos poseemos una. No cabe duda, esta naturaleza puede ser considerada como expresión del peso de todo el pasado sobre cada uno de nosotros. Lo que importa es ver que, al contribuir a determinar el universo de la posibilidad, [la naturaleza] no nos permite ya definir la libertad mediante la pura indeterminación ni, en consecuencia, considerar el porvenir como si únicamente dependiera de una elección entre todas las posibilidades que se ofre­cen a la mirada de la inteligencia. Dado que el advenimiento de la individualidad en el mundo supone la existencia de un cuerpo que sostiene -con todos los otros modos de la participación- relaciones de interdependencia o, lo que es igual, que ocupa un lugar en el espacio y en el tiempo, es preciso que las posibilidades, des­pués de haber sido determinadas previamente por sus mutuas relaciones o, lo que viene a ser lo mismo, por su relación sólo con nuestra inteligencia, ahora lo sean por su relación con los medios que nuestra naturaleza nos proporciona para actua­lizarlas.

Si de ahora en adelante consideramos nuestra actividad de participación en su relación con la naturaleza de que dispone desde antes de confrontarla con las posi­bilidades que será capaz de realizar, estableceremos entonces una afinidad entre esa actividad encarnada en nuestra naturaleza y las posibilidades que la inteligencia le proponga; esta afinidad transformará algunas de esas posibilidades en potencias que sólo habrá que poner en acción. Éstas son las potencias que el análisis intros­pectivo se preocupa de descubrir al interior de nosotros mismos. No constituyen sólo una limitación de todas las posibilidades que el pasado nos permite descubrir; de alguna rru:znera, ensamblan estas posibilidades sobre las foerzas que les permitirán realizarse. Las hacen entrar en el juego de las acciones particulares, prolongando la línea direc­triz de nuestra actividad espontánea. Es así como, a partir del momento en que interviene la conciencia y comienza a ejercitarse nuestra libertad, al yo pertenecerá reconocer estas potencias características de nuestra naturaleza individual, iluminar­las y dirigirlas, no equivocarse respecto a ellas, no creer que una potencia pueda bastarnos sin que la voluntad la asuma para conducirla, ni que la voluntad pueda menospreciarla y conseguir realizar por sus recursos propios todas las posibilidades que haya escogido.

De ahí podemos sin duda extraer esta norma fundamental de la sabiduría: lo primero y lo más importante es que cada ser sea él mismo; la participación no le permite crearse absolutamente como si fuese un espíritu puro, pues primero debe aceptar la situación en que está ubicado en el mundo y que lo hace [ser] el que es y no otro; finalmente, la libertad carecería de todo medio para ejercitarse y las liberta­des para diferenciarse unas de otras, si cada una no fuese inseparable de una indivi-

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dualidad que, por así decirlo, le fue confiada y de la que podemos decir que aporta a cada uno todas las fuerzas que puede emplear y todas las tareas que debe desem­peñar.

Un análisis semejante contribuye a restablecer la solidaridad entre porvenir y pasado que parecía haber sido rota por la oposición entre lo posible y la realidad; al mismo tiempo, acusa la imposibilidad en que nos hallamos para establecer una disociación entre los diversos aspectos de la participación, entre la que ya está realizada y la que deberá estarlo, entre la participación que es efecto de la naturaleza y la que lo es de la voluntad, entre la que la inteligencia nos propone y la que nos corresponde producir. De una mirada se ve hasta qué punto la palabra potencia, una vez que la voluntad se apodera de ella, se impone por sobre la [palabra] posibi­lidad: la potencia es la misma posibilidad, pero aquélla de la que ya disponemos; si no se actualiza, es porque retenemos su puesta en juego o porque escogemos el momento para hacerlo. Y por eso es que parece superior no ya al acto, cuya eficacia capta en el tiempo, sino a la acción, dado que es ella la que la engendra y la que contiene en sí una multitud de acciones virtuales que la manifiestan, aunque sin alterarla ni agotarla.

V

EL PORVENIR SÓLO PUEDE SER PENSADO. SÓLO EL PASADO ES CONOCIDO

Si el porvenir no puede ser definido sino como el paso de la posibilidad a la existencia, el pasado es la misma existencia, no en cuanto se realiza, sino como ya realizada. Entonces, si es cierto que el conocer es siempre posterior al ser, será el pasado el que constituirá el lugar por excelencia del conocimiento. ¿Cómo conocer algún acontecimiento antes que se haya cumplido? El porvenir es, por el contrario, el lugar de un posible inacabado y múltiple, que no entra en la existencia sino gra­cias a aquello que se le agrega, ya sea por efecto de las circunstancias, ya sea por la acción de mi libertad. Es por esto que hay una ambigüedad en lo que a los posibles se refiere, una plasticidad de las potencias del yo que igualmente se verifica en el acto que las manifiesta y en el que las realiza: hasta el momento en que estos posi­bles entran a la existencia, hasta el momento en que estas potencias se actualizan, la conciencia permanece ante ellas en un estado de deliberación y de suspenso, del que podemos decir que constituye la característica del porvenir antes de que se haya convertido en presente.

El porvenir es el que pone las cosas en el tiempo, el que obliga al pensamiento a ocupar todo el intervalo necesario para que ellas se produzcan. Por el contrario, el pasado parece fijarlas en su esencia inmutable; todo recae en el mismo pasado y, lejos de descubrirnos la existencia temporal, el pasado más bien parecería apartar­nos a ella. El pasado se halla detrás de nosotros y el conocimiento siempre es re-

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trospectivo; el porvenir, en cambio, siempre está delante de nosotros, y el pensa­miento siempre mira hacia delante. Este último tiene en consideración lo posible y, para conocerlo, habrá que haberlo realizado. De ahí que comprendamos por qué debemos estudiar primero el porvenir, pero no, en verdad, como objeto de cono­cimiento, sino como la condición que precisamente permite que un objeto de co­nocimiento se constituya. Además, es evidente que nunca podremos tomar del pa­sado propiamente tal los elementos gracias a los que intentaremos representarnos el porvenir; sin embargo, el porvenir en cuanto tal residirá precisamente en aquello mismo que los supera, que los torna insuficientes o inadecuados, que los aproxima o que los opone en una nueva creación que anticipamos y cuya experiencia aún no poseemos.

En consecuencia, es imposible representarse el porvenir o toda representación que de él nos hagamos estará de antemano condenada, puesto que el porvenir no es el presente que un día será y, más bien, constituye el intervalo todavía vacío que separa ese presente del presente en que vivimos. Gustosamente diríamos que {el porve­nir} no puede ser sino pensado, no conocido, en el sentido en que Kant, por ejemplo, opone el pensamiento al conocimiento. Es el pensamiento del intervalo que separa la posibilidad de su actualidad y que únicamente el tiempo permitirá atravesar. Sin dificultad, entonces, concederemos que el porvenir esencialmente no es conocible, que no podríamos intentar conocerlo sin vernos comprometidos en una verdadera contradicción, es decir, sin suponerlo ya realizado o consumado. En otros térmi­nos, sin convertirlo ya en pasado. Sería suponer que el pensamiento puede repre­sentarse la posibilidad como única y acabada, que la acción nada le añade y que, en consecuencia, el intervalo y el tiempo mismo son inútiles.

Ahora comprendemos de dónde deriva esa ilusión que se llama fatalismo. Con­siste en admitir que el porvenir es en derecho susceptible de ser conocido o, al menos, que es conocido o que podría serlo por una inteligencia omnisciente. Es evidente que en tal caso el porvenir es asimilado al pasado. Por esto, al dejar el pasado de distinguirse del porvenir, en propiedad ya no hay tiempo. Desaparece la idea de posibilidad, dado que sólo se realizará un solo posible, y éste se realizará necesariamente. Se confunde con la idea de lo necesario, no habiendo entonces para nosotros otro necesario que lo consumado. Así, sólo en virtud de la limitación de nuestra inteligencia podemos distinguir aquello que ya es de lo que no es todavía. Por último, no hay otra función propia de la conciencia que la inteligencia, que gradualmente nos da la representación de nuestra propia vida. No hay en modo alguno en nosotros una voluntad que contribuya a construirla. Ahora bien, la vo­luntad es la única que da al porvenir su significado, [la única] que nos muestra de qué manera su ser es el mismo ser que ella da al posible a fin de actualizarlo.

Con el fin de conservar al porvenir su originalidad, es necesario, entonces, que siga siendo el objeto de un pensamiento en movimiento, incierto, siempre empren­dedor y que, en cuanto tal, jamás pueda terminar en conocimiento. Este acaba­miento se produce sólo cuando se realiza, esto es, en el momento en que cesa de

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ser para nosotros porvenir. Hasta entonces, un acontecimiento fortuito o un paso imprevisto de la voluntad siempre podrán modificarlo. No tendremos ya porvenir a partir del momento en que éste deje de poder ser modificado.

Eso no significa que entre porvenir y conocimiento no exista una especie de misteriosa alianza, porque aunque no haya más conocimiento que el de lo que ya tiene realidad, ese conocimiento es por sí mismo un acto, de manera tal que siempre hay un porvenir del conocimiento mismo. Más aún, el conocimiento acompaña siempre a la acción, de manera que apuesta respecto a su resultado, es deci1; respecto al pasado en el que finalmente entrará. El conocimiento, asimismo, comienza siempre por la hipótesis, sea porque todavía no ha emprendido todas las verificaciones que puedan justifi­carlo, sea porque la realidad que procura alcanzar todavía no ha terminado su desa­rrollo. Todo conocimiento, entonces, en lo que se refiere al acto de la inteligencia del cual procede, es un invento y, en lo que se refiere a la realidad a la que remite, es un descubrimiento. No hay conocimiento que no nos proporcione una revelación en el momento en que termina. Si pudiésemos representarnos adecuadamente el porvenir antes que se produzca, sería inútil el intervalo que de él nos separa, porque nada agregaría al pensamiento que de él tenemos (esto en circunstancias que sabe­mos muy bien, sin embargo, que hay menos en la representación que nos hacemos de lo real que en lo real mismo, como muestra -en sentido inverso- la representa­ción del pasado, la que siempre empobrece lo que ya fue). No podemos, entonces, conocer el porvenir antes que sea. El conocimiento es una acción secundaria que supone la acción creadora y que nos da sobre ella una especie de posesión; no parece mezclarse con la acción creadora sino porque es el acabamiento de ella.

VI

PROB AB ILIDAD DE LAS ACCIONES NATURALES E IMPROB AB ILIDAD DEL ACTO LIBRE

Con todo, si el porvenir se define por la posibilidad, aunque ésta sea múltiple e incierta, no es algo absolutamente indeterminado. Más aún, el mismo porvenir no es nunca un porvenir puro; está relacionado con una situación a la que él prolonga. Y si existe solidaridad entre todos los modos y grados de la participación, es decir, entre los acontecimientos ya realizados y los que aún deben realizarse, e incluso si el dato nunca es sino una posibilidad que nunca ha concluido de actualizarse, estare­mos obligados a establecer una correlación entre el porvenir, en tanto campo de lo posible, y lo real sobre lo que se inserta. La relación del porvenir con el presente y con el pasado -esto es, de lo posible con lo real y con lo realizado- es la que constituye el conocimiento propio del porvenir. Este conocimiento constituye un compromiso entre lo posible que no es objeto de ciencia -pues propio de la ciencia sería precisamente decirnos cuál es, entre los posibles, el que será actual- y lo real que, estando actualizado, presenta un carácter de unidad y necesidad. Este conocí-

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miento medio es el que expresamos con el término probabilidad. Pero una probabili­dad como ésa se presenta a sí misma bajo dos formas diversas:

1 ° Si, desterrando del porvenir la consideración de la actividad que lo produce, no vemos en él más que la consecuencia del pasado, este pasado presentará sin embargo una complejidad demasiado grande como para que podamos agotar su análisis. Está compuesto por una infinidad de acontecimientos. Con derecho pode­mos decir que envuelve toda la realidad. La probabilidad, entonces, crece con el número de las circunstancias que hayamos podido conocer. El carácter original e individual de estas mismas circunstancias, empero, -en la medida en que ellas sean objeto de un análisis más preciso y de una enumeración más amplia- se nos escapa­rá, de suerte que les aplicaremos la ley de los grandes números y los cálculos esta­dísticos.

2° Si consideramos ahora el porvenir en cuanto dependiente no sólo del juego de las circunstancias presentes, sino también de la acción de las voluntades libres, [veremos que] tal acción escapa al conocimiento mucho más todavía que la resul­tante de la infinita complejidad de las circunstancias. Pero el efecto, aunque de un sentido inverso, será el mismo en lo que al conocimiento se refiere. Porque del mismo modo como no podemos seguir el juego de cada acontecimiento, tampoco sabemos nada sobre la decisión de cada libertad. De esta suerte, indiferentemente se ha podido considerar la acción conjugada de diversas libertades como sometida a la ley de probabilidades e introducir la libertad misma en el corazón de las accio­nes producidas por elementos naturales, como lo muestra la hipótesis siempre renaciente del clinamen.

No olvidemos, empero, que si -en vez de no tener sino sus efectos en la mira en los pasos de la libertad- se considera a ésta en su operación puramente interior, podremos entonces definir el acto libre como el acto más improbable. Porque así es como la invención debe ser definida, y todo acto libre es un acto de invención. De esta suerte, aquí volvemos a encontrar la esencia del porvenir, del que dijimos que ex­cluye el conocimiento. Del mismo modo, no hay porvenir sino para una libertad, aun si el pasado la limita y oprime. Las causas físicas no manifiestan otra cosa que no sea la prolongación del pasado en el porvenir, y el pasado en tanto que se con­tinúa o repite.

Hay que destacar, por lo demás, que cuando de un acto libre decimos que expre­sa el más alto grado de improbabilidad, lo decimos sólo para oponerlo a esa proba­bilidad que deriva de una infinita multiplicidad de circunstancias indiferentes, cuyas acciones se neutralizan. La acción libre, por el contrario, es la única que desde dentro sea inteligible; penetrarla es encontrar en ella una necesidad interna, justa­mente la inversa de esa necesidad externa a la que intentamos aproximarnos cuan­do la probabilidad se hace más y más grande. El acto perfectamente libre es siem­pre distinto de aquél que lograríamos explicar por una causa externa, pero no puede ser distinto de lo que es para aquél que haya reconocido el orden espiritual que realiza. No obstante este orden, nadie, incluso quien lo produce, puede cono-

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cerio de otra manera que no sea por su propia realización. Y realizándose, dejando de ser una virtualidad abstracta, entra en relación con las circunstancias que le per­mitirán determinar el porvenir.

VII AL BORDE, NO DE LA NADA,

SINO DEL SER IMPARTICIPADO

El porvenir aparece siempre como arrebatándonos al presente, como abriendo ante nosotros un vacío que el acontecimiento habrá de llenar. Antes de ser, el por­venir no es nada. Pero se trata de una nada en la que podría decirse que estamos comprometidos a cada instante. Y en modo alguno sabemos de qué modo será llenado ese vacío, cómo esa nada devendrá ser. Parece entonces que, dado que el instante es una línea fronteriza entre pasado y porvenir, puede ser considerado también como una línea positiva entre dos especies de nada, la nada en que entra­mos y la nada en que volveremos a caer. No obstante, hay varias diferencias, pues, por una parte, la nada en la que entramos devendrá ser, en tanto que la nada en que recaemos es una nada en la que el ser mismo es el que es aniquilado. Por otra parte, empero, la nada que el porvenir nos descubre constituye para nosotros un misterio que es rehusado al conocimiento; la nada en la que el pasado sepulta todo lo que es, en cambio, se halla cargada de todo nuestro conocimiento, aun si éste está sepulta­do con aquello. Ésta es la oposición que naturalmente establecemos entre pasado y porvenir, si consideramos el tiempo como un absoluto y el ser como si se redujese al objeto de la percepción.

Todo cambia, sin embargo, si el absoluto se nos aparece como intemporal, si el tiempo no es más que el surco de la participación, si el porvenir es el lugar en el que ésta no deja de renovarse y enriquecerse y el pasado, el lugar de todos sus logros. Tendremos entonces que decir que el porvenir nos pone, no ya al borde de la nada, sino al borde del ser no participado y todavía no hecho nuestro. De este modo podremos comprender con facilidad bajo qué forma el pensamiento del porvenir se ofrece de pronto a la conciencia. Ante todo, es imposible desprender el porvenir del mundo de nuestro porvenir en él comprometido, del cual podemos decir que comunica al primero su significado subjetivo. Tampoco podemos desprenderlo de esa idea de lo posible, donde el ser del mundo -al igual que el nuestro- tiene un carácter simplemente eventual. Ya hemos mostrado, cuando pusimos al instante del lado del porvenir, que para nosotros constituye, entonces, una inminencia pura. Pero no podemos tener en consideración el porvenir sin estar seguros de que lleva en sí el secreto de nuestra vida, que hasta ahora sólo ha comenzado. En el porvenir está en juego nada menos que nuestra vida entera, con la totalidad de su desarrollo, hasta la muerte que le da término y más allá de la muerte. La muerte, el mds alld de la muerte son sin duda las formas mds puras del porvenir, ésas en las que propiamente ya no se trata de la naturaleza de los acontecimientos que llenarán todavía más nuestra

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vida, sino del acto mismo que clausura nuestra vida y le da un significado eterno. Y quizás habría que decir que, cuando damos a la palabra "porvenir" toda su im­portancia y gravedad, ya no se trata del porvenir en la vida sino del porvenir de la vida misma. La forma más superficial de creencia en la inmortalidad es la que la conside­ra como la prolongación de la vida misma, a la que se sumarán sin descanso acon­tecimientos nuevos.

Se comprende que el pensamiento del porvenir vaya siempre acompañado para nosotros de un sentimiento de inseguridad e inquietud. El porvenir no es esencial­mente poseído. No habría, por lo tanto, seguridad perfecta sino en una posesión, la cual por sí misma no tendría ningún porvenir. Pero éste es una ruptura con todo lo poseído, con todo lo adquirido. Siempre nos arranca de ese ser en el que nos había­mos recién establecido y donde pensábamos haber hallado el puerto y reposo. Es esencialmente inquietud, porque evoca en el pensamiento una multiplicidad de po­sibles y nos obliga a ir incesantemente del uno al otro, sin estar seguros de que sea éste y no aquél el que se realizará. Y esta inquietud es doble porque no lleva sola­mente a aquello que podemos esperar, sino sobre aquello que debemos hacer. En cada uno de los aspectos del porvenir encontramos esa mezcla de actividad y pasi­vidad por la que, en el primer capítulo, definimos al tiempo. La duda no es sino una forma de inquietud; es la inquietud intelectual que nos remite al porvenir de nues­tro conocimiento y que, entre los posibles que se nos ofrecen, nos impide decidir cuál es el que posee las características de lo verdadero, obligándonos a excluir como falsos todos los demás. La inquietud intelectual, sin embargo, no compromete en­teramente la conciencia, ya que el porvenir del conocimiento no es el del ser; sabe­mos además que éste, si nos supera infinitamente, depende en cierta medida a pesar de todo de nuestra voluntad, y siempre tiene sobre nuestro destino una resonancia de la que éste no puede escapar. La inquietud nos pone aquí en presencia no ya de la alternativa entre lo verdadero y lo falso, sino del bien y del mal, la que podemos considerar bajo tres aspectos: a veces, en cuanto estos nos afectan, es decir, bajo la forma del placer y el dolor; otras veces, en cuanto que definen el acto de nuestra voluntad y la juzgan. Por último, en cuanto deciden respecto a nuestro propio valor ontológico, en la medida en que hay que decir al mismo tiempo que lo recibimos y que lo creamos. Podemos decir, en lo que atañe a esta alternativa entre bien y mal, que también se aplica a nuestro pasado y que, en lo que le concierne también, siempre permanece ambigua. Pero no es sólo porque nunca logramos conocernos, sino también porque este pasado está siempre tras nosotros y el porvenir no cesa de reformarlo y de cambiarle el sentido.

Nos encontramos aquí ante la presencia de la existencia, tal como ésta queda determinada por la posibilidad. Podemos decir que hay en ella un temblor insepara­ble de la oscilación entre los posibles: es un temblor, puesto que no es una mera oscilación entre objetos o entre ideas, sino entre varios seres virtuales de los que no sabemos cuál es el que será yo mismo. El porvenir es nuestra misma vida entera, puesta a cada instante en cuestión. Podemos decir, también, que el temblor que hay en ella es doble: comienza con el solo pensamiento de los posibles, en cuanto este

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pensamiento se ofrece a nuestra conciencia. De esta suerte, todo nuevo posible, aun entrevisto, basta para producirlo y para que alcance su punto más alto en el mismo momento en que ese posible esté cerca de su actualización, sea por una fuerza que nos sobrepase, sea por una responsabilidad que decidamos asumir. El porvenir es para nosotros una aventura, que determinará sin embargo nuestro des­tino en virtud de una colaboración de nuestra libertad y de los acontecimientos.

Se comprenderá ahora qué debemos pensar del "concepto de angustia", que con frecuencia ha sido considerado en la filosofía contemporánea como aquello que nos aporta la revelación de la existencia. Es indiscutible que aquello que se ha procurado alcanzar en la angustia es efectivamente la existencia con su carácter absoluto, preci­samente en tanto que se nos da en su pura subjetividad y en su radical indetermina­ción. Este carácter absoluto de la existencia enfrenta en nosotros el ser y la nada, obligando al yo, en su más secreta intimidad, a una especie de elección que se le entrega y cuyo desenlace permanece en las tinieblas. La angustia es la experiencia de la vida en la medida en que ésta es reducida a la experiencia del porvenir, al que absolutiza. Pero esta concepción pesimista, donde el ser deviene una especie de nerviosa interrogante sobre su mismo ser, encontrará sin duda una explicación en esa acción de disociadora por la que el porvenir mismo es separado de las otras formas del tiem­po, de las que es solidario y con las que participa de la relatividad de éste.

Ahora bien, la misma experiencia del tiempo consiste en el análisis de una pre­sencia de la que no podemos desprendernos y que nos sobrepasa infinitamente; es tal, sin embargo, que en el momento en que la experimentamos como nuestra nos da la emoción metafísica más elevada, ésa a la que todas las otras dividen y especi­fican. No obstante, esta emoción no es la angustia. Más aún, es todo lo contrario. Es la [emoción] propia de nuestra participación del ser, donde la nada no tiene lugar alguno. A ella acudimos incesantemente en busca de la fuente de nuestra confianza y seguridad. Sabemos, por cierto, que no es nada si no somos capaces de poseerla. Pero también sabemos que tal posesión no deja de acrecentarse y de puri­ficarse en virtud de un acto siempre vuelto hacia el porvenir y en el cual las moda­lidades de la presencia se renuevan indefinidamente. Un acto como éste encuentra en ella su apoyo y su alimento al mismo tiempo. El porvenir no es de ninguna manera, entonces, una nada que aniquila totÚJ lo que la ha precedido y respecto a la que nos preguntamos si, no contenta con convertir nuestro ser en nada, no hará de la nada la esencia de nuestro propio ser. El porvenir determinará nuestro lugar en el ser, pero la experiencia misma del ser ya la poseemos. Lo que sí permanece incierto para nosotros es [saber] hasta qué punto nos estará permitida nuestra participación en el ser y cuál es el nivel que la participación nos permitirá adquirir en el ser. He ahí lo que para nosotros sigue siendo incierto, pero que es suficiente para engendrar el sentimiento que tenemos frente al porvenir, en el que temor y esperanza siempre están mezclados. Es así como -en el sentimiento que el porvenir despierta al interior de la conciencia­necesariamente hallaremos la misma ambigüedad, inseparable del pensamiento de lo posible, de la que la angustia sólo es una forma extrema y exclusiva donde la eterna presencia del ser queda como olvidada.

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VIII

ESPERA E IMPACIENCIA; DESEO Y ESFUERZO

Si existe una experiencia del porvenir, ésta es la que poseemos del intervalo temporal, por así decirlo, antes de que haya sido llenado, o la del proceso mismo por el cual se llena. Ésta es la razón por la que la experiencia del porvenir hace real una experiencia más pura del tiempo que la experiencia del pasado, en la que ese intervalo ya ha sido llenado y donde somos menos sensibles, si puede decirse, a su continente que a su contenido.

Con todo, la pura conciencia del intervalo temporal se realiza por la espera que, en cierto sentido, nos da la conciencia del tiempo puro, considerado en la diferencia que separa la posibilidad de la actualización, con independencia del acto mismo por el que tal posibilidad se actualiza. Porque si el tiempo siempre atestigua acerca de la relación que en noso­tros se lleva a cabo entre actividad y pasividad, la actualización de la posibilidad siempre es -en cierta medida- efecto del orden del mundo, sin que ella necesite solicitar nuestra colaboración. Ocurre que, en esta actitud puramente receptiva, el porvenir parece salir a nuestro encuentro, y no que nosotros salgamos al suyo, como si entonces captáramos mejor la marcha del tiempo que acaba de crear nuestro pre­sente antes de penetrar en nuestro pasado. Y la espera pura se presenta de dos maneras: bajo una forma aún indeterminada, donde es espera del porvenir sin que éste se halle todavía prefigurado, y bajo una forma determinada, cuando se trata de un acontecimiento particular que el pensamiento se representa anticipadamente o de varios acontecimientos entre los que oscila uno tras otro. La espera y, más parti­cularmente, la espera indeterminada es la que nos da la conciencia del tiempo puro. Porque lo que ella nos revela es el intervalo libre, la distancia que separa el presente del porvenir, todos los posibles simultáneamente y sin que los separe distinción alguna, de suerte que ese intervalo sólo está vacío en apariencia. El análisis de la posibilidad indistinta comienza en seguida, y la distancia que va del presente al porvenir se llenará rápidamente de términos intermedios. Además, la espera com­porta una serie de pulsaciones que son como el ritmo propio del tiempo, las de la vida orgánica y, también, aquéllas por las que la imagen que siempre parece estar a punto de realizarse retorna incesantemente a su puro estado de imagen. Debemos decir, no obstante, que estas pulsaciones no tienen otro sentido que hacernos per­cibir en el intervalo la ausencia del acontecimiento que esperamos. Y lo digno de ser destacado es que, en la espera, siempre nos parece que el tiempo es largo, es decir, que corre lentamente o, incluso, que deja de correr, cosa que sin duda prueba que el tiempo nunca corre, aunque los acontecimientos corren en él con más o menos velocidad o lentitud.

Podríamos todavía destacar todo lo que de insuficiente y estéril hay en la espera, considerada como una especie de abdicación de toda actividad que no parezca de­jar subsistir para nosotros el vacío del tiempo puro. En sentido inverso, una actividad

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en la que toda pasividad estaría abolida, también aboliría la conciencia misma del tiempo.

La forma aguda de la ausencia se define por la impaciencia, en la que no sopor­tamos ese intervalo temporal, necesario sin embargo para que las cosas devengan reales, para que lo posible se actualice y para que las flores se conviertan en frutos. Es propio de la impaciencia querer apurar el tiempo y, en último término, destruir­lo; esto significa no aceptar el hiato que separa al presente del porvenir. La impacien­cia señala una exigencia de presencia inmediata respecto a todos los objetos del pensamiento o del deseo. Contribuye a darnos una conciencia particularmente viva del tiempo, el cual no aparece ya como apurando nuestra vida, sino como retardándola indefinida­mente. Simboliza la inercia que el acto precisamente debe siempre superar. La im­paciencia no deja por sí misma de renovarse e incrementarse con esos intentos, siempre recomenzados, por los que no cesamos de anticipar un efecto que siempre retrocede.

Frente a la espera y la impaciencia, que expresan también actitudes pasivas de la conciencia ante el porvenir, debemos distinguir esas actitudes activas que les dan respuesta y por las que el porvenir es invitado por la espontaneidad del deseo o realizado por el esfuerzo del querer. No sólo es propio del deseo lanzarse hacia el porvenir, sino que podemos decir también que es él quien lo crea; no hay porvenir sino para un ser que desea, esto es, que, percibiendo aquello de lo que carece, aspira a poseerlo. El porvenir es precisamente la distancia que separa esta carencia de esta posesión. Ahora bien, el ser -en cuanto es un ser finito y particular, aunque no por ello sea en modo alguno un objeto o una cosa- no puede ser sino una actividad imperfecta e inacabada que precisamente tiende a superar en forma continua los límites en que se halla encerrada. Por esto, puede definírsela por el deseo e incluso sostenerse que el yo no es otra cosa que deseo. El término deseo marca muy bien esa especie de suficiencia que hay en él de la actividad que, incapaz de ejercerse ella misma plenamente, espera de lo exterior, de un objeto que le será dado, el medio para satisfacerse. Pero éste [objeto] no es más que un medio por el cual, creyendo que se libra de ellas, precisamente nuestra libertad se pone trabas a sí misma.

Puede decirse que el deseo es el padre de la espera y que la espera no es más que su expresión, de la que se retiró la vida. El deseo, al igual que la espera, puede ser determinado o indeterminado; pero, incluso en este último caso, evoca la idea de un objeto desconocido destinado a responderle. No nos sorprendamos, entonces, de que el deseo tenga un carácter de continuidad y de infinitud al igual que el tiem­po, aunque parezca dividirse siempre en deseos particulares. Puede ser reducido a la tendencia del ser a perseverar en el ser, pero no tiende a perseverar en él sino porque el ser siempre parece pronto a escapársele, lo cual es carácter constitutivo de toda existencia temporal. Más aún, ocurre que todo ser ha de perseverar no tanto en su propio ser, que tiene por esencia la finitud, cuanto en esa participación y esa adhesión al todo del ser, el cual no deja de sostenerlo y trascenderlo, de suerte que no puede perseverar en el ser a menos de incrementarse a sí mismo indefinida­mente.

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No obstante, todo ser que desea tiene tras sí una experiencia proporcionada por el pasado, la que no cesa de proponerle las imágenes que él podrá evocar o combi­nar de manera que halle en ellas la satisfacción que lo real tarda en darle. El deseo se une a una imaginación soñadora para sustraerse a la ley del tiempo que exige la actualización de la posibilidad y para pedir algún sosiego a una representación sub­jetiva. El tiempo es entonces rechazado, puesto que la imagen flota en limbos donde ya no se hace la distinción entre pasado y porvenir. La imagen se sustrae al pasado, deviene para nosotros un nuevo fin, aunque sin sufrir la prueba de la acción que la realiza. No es más que un sueño subjetivo donde el yo encierra la posibilidad en el horizonte de su propia conciencia individual, a fin de darle una suerte de realidad ilusoria.

Sin embargo, para que una posibilidad se realice es necesario precisamente que ésta reciba del ser que la desborda una materia que la confirme, que (dicha posibi­lidad) tome lugar en medio de todos los modos de la participación ya efectuados, que concuerde con ellos y que con ellos forme parte de una experiencia que sea común a todos los seres, en vez de no tener existencia sino únicamente para mí. De este modo, ella penetra en un universo que posee un carácter unitario, en el cual toda acción es seria y eficaz y repercute sobre los demás seres tanto como sobre mí mismo. Este es el papel de la actualización de lo posible, si [dicha acción] es asumi­da por la voluntad, en vez de ser rechazada por la imaginación. La voluntad es, en cierto sentido, lo inverso de la memoria. Hace de la imagen una percepción, del mismo modo como la memoria hace de la percepción una imagen. Está orientada hacia el porvenir por la intención, de la que podría decirse que constituye una espera activa, una impaciencia que se libera, donde la conciencia no sólo llama a su objeto, sino que desde ya se dirige hacia él. Más aún, es propio de la voluntad reivindicar una responsabilidad frente al porvenir y transformar para nosotros aquello que puede ser en aquello que debe ser. Pero la voluntad es por sí misma inseparable del esfuer­zo y es éste el que nos da la mds viva conciencia, tanto del paso del presente al porvenir, como de una posibilidad que se actualiza. El pasado excluye el esfuerzo, y el esfuerzo que hace­mos para recordar el pasado está vuelto hacia el porvenir.

IX

EL PORVENIR Y EL FUTURO

El distingo entre lo que puede ser y lo que debe ser nos permite ahora introdu­cir una diferencia entre el porvenir y el futuro, a los que con frecuencia confundi­mos uno con otro. De hecho, ambos se oponen al pasado. No lograremos, sin embargo, distinguirlos sin sacar a luz una vez más esa composición de actividad y pasividad, inseparable del tiempo, considerado éste en cada una de sus fases. En efecto, ya hicimos notar que, cuando no entra en juego nuestra actividad, el porve­nir es aquello que se orienta a lo que viene a nuestro encuentro, de suerte que no

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podemos sino esperarlo en el presente en que estamos y en el que pronto entrará. El porvenir es todo aquello que puede sucedernos. Es por esto que no disponemos del porvenir. De hecho, el que constituirá nuestro destino es cierto porvenir que nos será dado. Expresa en el tiempo aquello que nos sobrepasa; da testimonio de nues­tra solidaridad con el resto del universo y de la acción sobre nosotros de todo acontecimiento eventual, precisamente en tanto que no depende de nosotros. Por esto es que no podemos ni preverlo, ni producirlo y que -respecto a nosotros- no es nada más que una posibilidad, de la que no podemos esperar sino su actualiza­ción. Se reduce a aquello que puede ser.

No es lo mismo lo que ocurre con el futuro. Éste es simplemente aquello que será. Aquí medimos toda la diferencia que existe entre ser y (por)venir. En tanto que el porvenir se orienta, por así decirlo, hacia nosotros, nosotros somos quienes nos orientamos hacia el futuro, para darle el ser que le falta. El futuro ya no es aquello que puede ser, sino aquello que ya debe ser. Y, por cierto, no queremos decir que a ese futuro lo veamos ya producirse, sino que, puesto que ese futuro es lo que será, es inevitable que la inteligencia ejerza desde ya sobre él un derecho de fiscalización. Esa expresión según la que el futuro debe ser, entonces, envuelve para nosotros la idea de una necesidad, como lo patentiza la ambición de todo conocimiento. Con todo, el futuro no debe significar una amenaza para la idea de porvenir. ¿No pode­mos dejarle un carácter indeterminado, sin precisar todavía de qué futuro se trata? Esa distinción es, sin embargo, superficial: en cuanto el porvenir deviene futuro, el tiempo deja de moverse hacia nosotros, y somos nosotros quienes nos movemos hacia él. Y nosotros no podemos hacer otra cosa que visualizar ese futuro particular a partir del momento en que se plantea el problema de saber cómo pasamos de su posibilidad a su actualización. Pero, ¿no deberemos decir entonces que todo lo que ha de ser se nos presenta como si ya fuese? Además, la inteligencia no puede hacer otra cosa que procurar eliminar la idea de futuros contingentes. En el mismo acto, la idea de porvenir quedará aniquilada.

Esta contingencia del futuro, empero, es reivindicada por la voluntad precisa­mente para poder ejercitarse, para lo cual es necesario que ella retorne a la idea de un porvenir definido como aquello que puede ser. En tal caso, recupera la posibili­dad cuya realización de ella depende. Pero [la voluntad] no puede contentarse con estos múltiples posibles que se le ofrecen como otras tantas partes entre las cuales le será preciso escoger. Ante todo, no puede conservarlos en estado de puros posi­bles; no puede sino realizarlos, porque ella misma se halla comprometida en el tiempo, y el futuro es lo que debe ser. ¿Cuál es, entonces, entre los diversos posi­bles, aquél del que se hará cargo? Es necesario que encuentre en sí misma una razón que justifique la elección que de él pudiera hacer, y no existe otra que la diferencia de valor que pueda reconocer entre esos posibles. Por eso, el futuro vuelve a ser lo que debe ser, pero lo que debe ser en virtud de una obligación y en modo alguno de una necesidad. Si tomamos la palabra porvenir en toda su generalidad, podremos decir que en el punto al que llegamos, y poniendo el porvenir en relación con nues­tra voluntad, éste deviene el lugar no sólo de la acción, sino de la moralidad.

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Sería interesante buscar en el tiempo del verbo una confirmación de nuestro análisis. El que la noción de tiempo no sea en las lenguas ni primitiva ni universal muestra sin duda que es un logro de la reflexión; y el que se haya distinguido la diferencia de aspectos antes de distinguir la diferencia de los tiempos prueba que la conciencia no sale naturalmente del presente, donde no reconoce sino la diferencia entre el acto y el dato, entre la realización y lo realizado. No obstante, en lo que al futuro del verbo se refiere, sólo reconoceremos que implica cierta determinación del porvenir, un poner en relación, en el mismo ser, aquello que es con aquello que debe ser y que, en el futuro pasivo, se expresa bajo la forma de la necesidad y, en el futuro activo, bajo la forma de una intención que nos compromete y desde ya nos obliga.

El porvenir es nuestra vida misma considerada como inseguridad y riesgo, pues perecería que aquél nos separara de lo que éramos, de lo que poseíamos. Nos sepa­ra de nosotros mismos, de lo que habíamos adquirido, de lo que queríamos conser­var. El porvenir no es lo que se agregará a lo que teníamos; es lo que teníamos y que de pronto ha sido rechazado fuera de nosotros como si lo hubiésemos perdido. Nuestra prudencia, nuestra quietud, nuestra avaricia no miran hacia el porvenir sin un cierto estremecimiento. El porvenir, sin embargo, es ese perfecto desasimiento que nos tornará aptos para recibir todos los dones. Todo es joven, fresco y nuevo para nosotros en el porvenir. Por primera vez se nos revela la vida. Es un nacimien­to de todos los instantes. Sin embargo, todo nos inquieta todavía, porque la riqueza que así nos viene de lo exterior nos es extraña antes que nada y se trata de que la hagamos nuestra. Es preciso, por lo tanto, recuperar lo que hemos sido, lo que tuvimos y lo que creemos haber perdido. Toda la experiencia que habíamos adqui­rido debe abrirse a fin de contener lo que recibimos. Es preciso transformarla y hacerla crecer. Y algo importante: es mucho menos lo que se nos da que el uso que hacemos de ello. En el porvenir, aquello en lo que se trabaja y que no cesamos de recrear es nuestro propio yo.

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CAPÍTULO IX

EL PASADO

I

COMPONENTES DE LA NOCIÓN DE PASADO

1 9 1

No puede haber un porvenir sino bajo la condición de que haya un pasado que con él contraste y del que, a la vez, tenemos que decir que sale el porvenir y que a él retorna. Sabemos que el tiempo es ante todo un porvenir siempre renaciente, que el porvenir es el lugar de la posibilidad y de la acción, que entraña todos los grados de una participación que con anterioridad se nos impone a pesar de nosotros, para devenir poco a poco vehículo de nuestra libertad y que, puesto que forja la existen­cia, excluye el conocimiento. Pero también sabemos que todo porvenir se torna finalmente pasado y que el pasado es el porvenir mismo del porvenir. Nuestra mirada siempre está vuelta hacia el porvenir y podemos decir que el yo tiene ante sí la existencia hacia la que tiende y, detrás de sí, la existencia que le abandona. El pasado es el intervalo que separa de la existencia la imagen que la representa, así como el porvenir es el intervalo que separa de su imagen la existencia en la que un día ella se habrá de transformar. El porvenir es el camino que nos conduce hacia la existen­cia; el pasado es el camino que de ella nos aleja. ¿No habremos de decir, entonces, que el pasado es la existencia que se anonada, del mismo modo como el porvenir es la existencia que se crea? Esto nos permite comprender por qué, con tanta frecuen­cia, se recomienda dar la espalda al pasado y desinteresarse de él para actuar. Así, siempre produciremos alguna nueva forma de existencia, sin preocuparnos más de todas aquéllas que ya desaparecieron, las que serán consideradas ya sea como caídas en la nada, ya sea como -sin nosotros saberlo- adheridas a las formas de existencia que las reemplazaron y cuya sustancia ellas todavía constituyen.

Pero eso mismo merece una reflexión, porque no se puede incorporar al porve­nir todo el pasado sin que éste sufra una metamorfosis, sin que haya en él, en consecuencia, cierto modo de existencia que subsiste y otro que está irremediable­mente abolido. El distinguir aquello que en el pasado se aniquiló de aquello que penetró en nuestra actividad y que contribuye a determinar nuestro porvenir no

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constituye una dificultad menor en el problema del pasado. No obstante, el pasado en cuanto tal es todavía objeto de conocimiento e incluso el único objeto de nuestro conocimiento. Aquello que en él se trocó en idea adquirió de esa manera en nuestro espíritu un carácter imperecedero. Con frecuencia ha ocurrido que en el pasado he­mos considerado uno de estos aspectos con exclusión de los otros dos; de ahí que el pasado se nos convirtiera a veces en el lugar donde toda existencia se pierde; otras, en el lugar donde todos los momentos de nuestro crecimiento se acumulan o, final­mente, en el lugar donde [la existencia] escapa al tiempo y adquiere para nosotros un carácter exclusivamente espiritual. Estos tres aspectos del pasado, empero, son indu­dablemente solidarios uno de otro y no pueden ser separados. El análisis del pasado es necesario para permitirnos descubrir lo que en nosotros desaparece a cada instan­te, lo que penetra en nuestra acción y no cesa de alimentarla, lo que pareciera liberarnos de la temporalidad y tener en adelante una existencia eterna.

Sin embargo, cualquiera que sea el uso que del pasado pudiera hacerse, e inclu­so si el porvenir no deja de promoverlo, ese porvenir tiene por destino producir pasado; y puesto que es en el pasado donde la existencia se transforma para noso­tros en conocimiento, tenemos que decir que el análisis del pasado es lo único que nos permitirá poner algo de luz sobre el problema de la existencia. Es el pasado, por lo tanto, el que da al tiempo su significado en sí mismo, y no comprenderemos el significado de cada cosa sino cuando ésta haya penetrado en el pasado. No sólo estará entonces clarificada por una luz más pura que cuando para nosotros se trata­ba de percibirla o producirla, sino que además habrá recorrido para ese momento las tres fases del tiempo, concluido el recorrido de su devenir y conquistado su verdadero lugar en el universo de las existencias. Comprendemos con ello toda la frivolidad que puede haber en esa voluntaria ceguera respecto al pasado, en el que no se ve otra cosa que una caída en la nada, sobre la que sólo el porvenir nos permite realizar siempre una nueva conquista.

I I

LA RETROSPECCIÓN, CREADORA DE LA REALIDAD DEL PASADO

El pasado, sin duda, no se nos descubre sino por la retrospección y, como suele ocurrir, podríamos pensar que dicha retrospección nos distrae de nuestras tareas más urgentes; [creyéndola] efecto de nuestra impotencia, [pensamos] que no pro­duce sino una estéril complacencia en una imagen de un pasado sobre el que hemos llegado a ser incapaces de actuar. Pero ésta es sólo la marca de un mal uso que del pasado podemos hacer. Porque no hemos de perder de vista que la representación del pasado siempre está por sí misma vinculada a una actividad que la sostiene y que, en el presente, le otorga un papel y un significado que precisamente tenemos que definir.

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La posibilidad de la retrospección, al menos, basta para mostrar que el pasado no está aniquilado: es lo realizado, es decir, es probablemente la única realidad, si es cierto que el porvenir es una potencialidad que requiere ser actualizada y que, en el instante, nunca hay otra cosa que una transición desprovista de contenido. No es verdad que la retrospección resucita de modo falaz y artificial un pasado por sí mismo desaparecido, porque dicha resurrección es la que constituye propiamente el pasado, y no tiene existencia sino en el presente. Si es sorprendente que el pasado no subsista en otra parte que no sea en la operación que lo resucita, tenemos que reconocer por lo menos que con ello no se disminuye su realidad, sino que se la transporta desde el mundo exterior y físico, del que se desprende, hasta un mundo interior y metafísico, donde se confunde con una potencia del espíritu. Y nos sería muy embarazoso sostener que ése es un acto arbitrario, porque no sólo existe una verdad del pasado, sino también dicha verdad se nos impone, al igual que la de la idea de Malebranche, y determina al acto que la piensa allí mismo donde la volun­tad no piensa sino en escapar de ella.

Toda reflexión es retrospectiva y le es propio crear tras nosotros el espectáculo de aquello mismo que acabamos de sobrepasar. No cabe duda que frecuentemente la reflexión parece orientada hacia el porvenir. En ese caso, sin embargo, por una espe­cie de paradoja, [la reflexión] es doblemente retrospectiva, en parte porque no pue­de divisar el porvenir sino por una proyección ante sí de una representación que toma del pasado, y en parte porque considera ese porvenir -aun tratándose de una comparación entre diferentes posibilidades- como si ya estuviese caduco, es decir, como si fuese del pasado. Ahora bien, el que la reflexión pueda retomar de esa manera el pasado no es un signo, como se cree, de que ese pasado está aniquilado, sino de que podemos sustraerlo de algún modo a la aniquilación. Lo que ocurre es que la reflexión hace aparecer al pasado como única realidad, ya que es el único objeto al que es capaz de abrazar, dado que el presente sin cesar se le escapa y lo posible tiende hacia el ser y permanece inacabado hasta el momento en que lo posee. ¿Diremos entonces que el pasado no es otra cosa que una representación o un recuerdo, el que nos hace apreciar precisamente toda la distancia que lo separa del ser? Sin duda que esto es verdad, pero con la condición de distinguir entre el ser del que es representación y el ser mismo de esa representación. Esta no es sólo una realidad actual; es la realidad misma del pasado en cuanto tal, dado que el ser al que representa no ha estado jamás sino en el presente, en el sentido en que decimos del presente que es la negación del pasado. No hay otra realidad de la que estemos tan seguros de poder disponer, ya que ella se halla en nosotros, aunque con frecuencia se nos resista. Ahora bien ¿será preciso pedirnos que demos la espalda a la re­flexión, sabiendo sin embargo que hay en ella una especie de recuperación de la conciencia de sí mismo y de todo el universo, [así como también] que ella es el punto exacto donde, por sobre la espontaneidad pura, se experimenta y se constitu­ye la existencia? En efecto, esta recuperación aparece como el acto mismo por el cual la existencia deviene conciencia y se torna propiamente nuestra. Ella implica una dualidad entre la operación que nos hace ser y aquélla por la que tomamos

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posesión del ser que somos; es la condición de todas las empresas del pensamiento y del querer.

El término representación, cuya acepción del todo general conocemos, nos mues­tra que todas las especies del conocimiento tienen también un carácter retrospecti­vo. Y si aplicamos la palabra resurrección a toda representación del pasado que po­damos hacernos, también eso parecería atestiguar que el pasado no muere sino pre­cisamente para ser capaz de renacer.

III

EL PESAR Y EL ARREPENTIMIENTO

Con todo, no podemos apreciar el valor y el sentido del pasado respecto a la existencia, a menos que -como a propósito del porvenir lo hicimos- examinemos los sentimientos que el pasado hace nacer en la conciencia y las diversas actitudes que ella adopta ante aquél. Sabemos que frente al porvenir, si atendemos a su pasi­vidad, la conciencia se halla en un estado de espera que pronto deviene impacien­cia; si [en cambio] atendemos a su actividad, sabemos que [la conciencia] se con­mueve por el deseo que de nosotros depende trocar en un esfuerzo que le dé reali­dad. En el origen, entonces, el porvenir por así decirlo se nos revela mediante la espera y el deseo. No obstante, en lo que concierne al pasado, no hay lugar para un sentimiento comparable a la espera, porque el pasado desapareció de nuestra mira­da, ya no se volverá a producir, ni hay actitud pasiva alguna que pueda bastar para evocarlo. Es necesario que nos pongamos a buscar al interior del sentimiento mis­mo una fuerza que dé a la memoria su movimiento y que le posibilite ejercitarse. Diremos así que el pasado se nos revela por el pesar; incluso [añadiremos] que sólo el pesar es capaz de hacer nacer en nosotros el pensamiento del pasado. El pesar es, entonces, en lo que al pasado se refiere, lo que el deseo respecto al porvenir. Es lo contrario del deseo, un deseo que sólo cambió de sentido.

Quizás habría que decir que existe un pesar indeterminado que envuelve la tota­lidad del pasado. Él es quien nos revela que tenemos un pasado o que nuestro pasado es efectivamente pasado. Es anterior a la distinción que podemos hacer entre la felicidad y el infortunio que han llenado nuestra vida, entre los días felices y los dolorosos. Posee un carácter ontológico. Es el pesar por el ser que se despren­dió de nosotros y que creemos haber perdido. Ahora sólo nos queda esa posibilidad ansiosa de un porvenir que probablemente jamás se actualizará. A quien no sabe reconocer que el ser reside en un acto y no en un estado, le parecerá que la desapa­rición de todos los estados que en otro tiempo atravesamos es una herida en nues­tro propio ser. El pesar, al igual que el deseo, tiene una forma indeterminada y otra determinada. Así como el deseo está referido ante todo hacia la infinitud del porve­nir y no hacia un objeto particular, hacia un porvenir que no puede ser reducido a

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ninguno de los fines particulares a los que nuestra actividad puede aplicarse, pero que los contiene a todos bajo una forma virtual, así también hay un pesar que lo es de toda la vida que se nos ha ido, no sólo con todos sus estados, sino con todas sus posibilidades y esperanzas marchitas, sin que reflexionemos para distinguir en ella lo que merece ser conservado y lo que merece ser rechazado. En este deseo, en este pesar indeterminado, existe una especie de apego al ser tonuulo en su totalitúul, con independencia de sus modos; incluso la distinción entre pasado y porvenir ya no aparece como esencial. Bien sabemos que necesitamos de una suerte de esfuerzo contrario a la naturaleza para conseguir, respecto a uno u otro, la actitud de renuncia o de indiferencia.

No obstante, al igual que lo que ocurre con el deseo bajo su forma determina­da, donde éste siempre deviene deseo de un objeto cuya posesión nos parece que incrementará nuestra participación del ser y nuestra felicidad, es muy natural que el pesar nos lleve de un modo privilegiado al pasado, a los períodos más plenos y más felices. Es entonces, sobre todo, cuando hacen1os una comparación entre el estado en que nos hallamos y aquél en que estuvimos antes, y cuando el pasado deviene para nosotros aquello que hemos perdido. Sin embargo, esto no carece de cierto consuelo, si al mismo tiempo nos recordamos de las desgracias que experimenta­mos y que ahora están lejos de nosotros. Decimos que su recuerdo nos es grato, pero no es sólo porque nos alegramos de haber escapado a ellas o porque gozamos ahora de una mejor suerte; también nos alegra haberlas conocido, de suerte que en la experiencia del infortunio es donde comenzamos a t:Úlrnos cuenta de que el pasado se espiritualim aniquilándose, y para nosotros no es solamente una pérdida, sino también una ganancia.

El sentimiento de pesar pone luz en una peculiar alternativa que se halla en el fondo mismo del problema del ser: porque es evidente que el pesar nace totalmente del contraste que podemos establecer entre la realidad tal como se nos da en la percepción, y la realidad tal como se da en el recuerdo. El pesar no es inteligible sino bajo la condición de que consideremos la primera, es decir, la realidad sensible y material, como si fuera la única plena y auténtica y la otra, como si no fuera más que una sombra, cuyo papel consiste sólo en hacernos medir la pérdida que acaba­mos de tener. Pero esta opinión tan común exige ser discutida, porque -por una parte- es verdad que es necesario que la realidad se nos dé y se nos confirme desde afuera, para que no sea una mera posibilidad de la inteligencia o un sueño de nues­tra imaginación subjetiva; por otra parte, es necesario que [la realidad] se quite esa ganga material que la envolvía, si queremos descubrir su esencia espiritual por un acto interior, cuyo recuerdo no es por así decirlo sino la condición preliminar.

Este análisis recibe una nueva precisión y nos damos cuenta que el pasado no es sólo aquello que nos ha abandonado, si reflexionamos sobre los dos sentidos opues­tos y en cierta manera contradictorios que presenta el término pesar. Porque deci­mos que echamos de menos al mismo tiempo una alegría que tuvimos y una acción que realizamos. Ahora bien, echar de menos en el primer sentido significa sufrir al ver que el acontecimiento y el estado que él produjo se desprendieron de nosotros y ya no podemos nuevamente actualizarlos. El pasado es efectivamente lo caduco,

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lo ya realizado, lo que fue actual y ya no puede serlo. Por el contrario, en el segundo sentido, el pesar -también llamado arrepenti1niento- consiste en sufrir al ver que una acción que realizáramos, ya no se separará de nosotros: nos marcó y es como si, al actualizarse, hubiese actualizado en nosotros un yo que antes sólo estaba en poten­cia, pero al que ya no podemos reducir al estado de potencia pura. Ahora no se trata aquí del recuerdo que oponemos a la percepción, a fin de negarle toda reali­dad. Muy por el contrario, este recuerdo más bien se asemeja a una especie de presencia que nos invade y, comparada con elÚl, Úl percepción parece momentánea y casi ftágiL Y lo único que del pasado propiamente tal retenemos es el acto que produjo el acontecimiento de cuya imagen hoy ya no somos portadores, como lo muestra Nietzsche del pálido criminal. Con todo, aunque esta imagen nos persiga, el pasado subsiste en nosotros mucho menos por esta imagen que por una modificación de nuestro propio ser que, de ahora en adelante, será imposible borrar.

Estas dos actitudes frente al pasado son singularmente instructivas. Hay un pa­sado que sólo provoca en nosotros el interés de la sensibilidad por medio de la percepción. Podemos decir de él que es siempre una pérdida sufrida ¿Cómo podría ser de otra manera, si no se relaciona sino con esa parte pasiva de nuestro ser, la que deja de conmoverse en cuanto el presente se hizo pasado para nosotros? ¿Cómo iba a sorprendernos que el pesar se aplicara entonces a esa experiencia positiva de la felicidad, a la forma bajo la que el valor se nos revela cuando estamos agradados de experimentarla? Hay, sin embargo, un pasado que es, si puede decirse, el pasado de nuestra actividad, de una acción que comprometió nuestra responsabilidad frente a los otros y frente al universo entero. Cuando esta [acción] deja de ser realizada, nada pode­mos hacer como para que no haya dejado huellas en las cosas, ni haya introducido en mí mismo una verdadera transformación. Actualizó ciertas posibilidades de un modo que parece irremisible. No nos sorprendamos si, en oposición con la primera forma del pesar, que se aplica a un bien que yo querría conservar, la segunda forma sólo se aplica a un mal que yo querría abolir. Y en cierto sentido, sigue siendo verdad que todo lo que depende de la pasividad pura no deja nunca de desaparecer, que aquello que encuentra su origen en nuestra actividad es, en cuanto tal, indes­tructible. Observemos, también, que la primera forma de pesar no puede tener por objeto sino un bien que no depende de mí y la segunda, sino un bien que de mí depende, que la primera pone en juego el goce y la segunda el valor.

El pesar y el arrepentimiento, tal como acabamos de definirlos, pueden seguir siendo estados puramente negativos en los que la conciencia se consume infructuo­samente. El arrepentimiento toma entonces el nombre de remordimiento. Genera en la conciencia no solamente la impotencia, sino asimismo la desesperación; es un estado de condena. Hay que tener la sabiduría suficiente como para no abandonar­se a un pesar que arruine nuestra actividad y la clave al recuerdo de un estado que ya no podemos volver a actualizar, para no sumirse en un remordimiento donde la voluntad se encarniza en condenarse y no en la procura de su regeneración. No podemos ni impedir que un período de nuestra vida se aleje de nosotros, ni que una acción que nos avergüenza haya sido hecha. No es suficiente decir que en adelante

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una y otra forman parte de nuestra experiencia y necesariamente contribuyen a nuestro porvenir. Debemos decir que ellas, entrando en el pasado, llegaron a ser elementos permanentes de nuestro universo espiritual, que una felicidad abolida no deja subsistir en nosotros sino su pura esencia, la que se convierte en fuente de una confianza que siempre renace en el ser y en la vida; [debemos asimismo decir] que la mala acción, despojada de la imagen material por la que nos fascina, al recordar­nos la enfermedad de nuestra voluntad, sólo subsiste para producir en nosotros una conversión que siempre recomienza.

No existe, por cierto, dificultad alguna al pretender que el pesar en sus dos formas se presenta como el origen mismo del descubrimiento que hacemos del pasado. Pero al unirlas y llevar su análisis lo suficientemente lejos, [estas dos for­mas] nos descubren la especie de realidad perteneciente en propiedad al pasado y el uso que de él debemos hacer, [porque] es la destrucción misma de ese vínculo entre actividad y mundo material que constituía la condición de su encarnación. En rigor, es una desencarnación. Si sufrimos por ella, es porque casi del todo estamos com­prometidos con la carne. Pero el pasado carece de sentido, a menos que produzca en nosotros una espiritualización de todas las cosas que hemos percibidos, una purificación no tanto de las acciones que hemos llevado a cabo, como de la misma voluntad que las realizó.

IV

EL PASADO, O LA PÉRDIDA DE LA PRESENCIA SENSIBLE

B asta recordar la irreversibilidad del tiempo y la definición que dimos del pasa­do, en cuanto intervalo que separa la percepción del recuerdo, para ver de inmedia­to que lo que en el presente no deja de huir de nosotros es ese contenido sensible por el que [ese presente] se nos ofrecía en una percepción y al que con frecuencia considerábamos como su misma realidad. Indudablemente, siempre existe para no­sotros alguna percepción; sin ello, dejaríamos de estar inscritos en el universo, de dar pruebas de nuestra pasividad y limitación en virtud de la existencia de un cuer­po que es el nuestro y de permanecer en comunicación, gracias a él, con un todo que nos sobrepasa y que en forma continuada nos abastece. No obstante, es preci­so que dicha percepción sea siempre nueva para que el yo permanezca indepen­diente de ella y jamás se identifique con su objeto. Por lo tanto, es este objeto el que no cesa de desaparecer, aunque de manera tal, sin embargo, que subsiste una idea de su repercusión en nosotros, la que permanecerá en adelante con nosotros, pu­diendo así nuestra actividad disponer continuamente de ella. Todo acontecimiento que se produce en el tiempo es siempre evanescente, así como también todo esta­do de la conciencia, en cuanto se halla en correlación con el cuerpo y nos relaciona con algún acontecimiento. Es esta la ley del devenir, la que aparece como impidien­do al fenómeno o a la apariencia existir fuera del instante, porque en el instante

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sabemos que toda existencia no hace más que pasar. Ahora bien, es propio precisa­mente del fenómeno o de la apariencia no ser un ser, esto es, no poseer interioridad o, también, no existir sino para una conciencia que lo percibe. [En otros términos] , lo que viene a ser para nosotros lo mismo, [es propio del fenómeno] no poder ser captado o retenido por el pensamiento que no puede asignarle subsistencia alguna en el tiempo; y esto porque sólo puede subsistir en el tiempo aquello que en cierta manera supera el tiempo, aquello que goza de un principio interno de actividad capaz de vincular unas con otras las etapas del tiempo.

La consecuencia de este análisis es, empero, que todo aquello que ha sido perci­bido, pero que deja de ser percibido, no puede por lo mismo sino desmaterializarse o desencarnarse para recibir una existencia puramente espiritual. Esta existencia es la del recuerdo. Nos basta ahora observar que lo que esta última deja de lado res­pecto a la existencia percibida es esa suerte de integración en un universo que es el de todos, que actúa sobre nosotros y podemos actuar sobre él; es esa suerte de espesor material que hace que lo real parezca existir con independencia de noso­tros, donde pareciera sumirse la percepción, aunque sin conservar de ello sino lo que tiene alguna relación con nosotros. En cuanto la presencia se transforma en pasado, ese contacto con lo real se corta de inmediato. Es por esto que el pasado es frecuentemente definido simplemente por esa especie de desmoronamiento de la cosa misma, la que no deja en nuestro espíritu más que una imagen a modo de testimonio de su ausencia.

Con todo, no olvidemos que esta imagen es sostenida por el espíritu, así como también sostenía a la percepción. Sólo que la percepción era alimentada, por así decirlo, por la misma sustancia de la cosa de la que recibía continuamente alguna nueva sensación; la imagen, en tanto, refiriéndose a esa percepción abolida, ya no depende sino de la sola actividad del espíritu, que siempre debe suscitarla y regene­rarla. De ahí que comprendAmos bien que todos aquéllos que no quieran reconocer al ser foera de una presencia sensible tengan la impresión de que el pasado, que se las hace perder, les haga perderlo todo. Pero si el ser no se nos descubre sino en una presencia espiritual, esa muerte de lo sensible es también condición de una resurrección en la que la ganan­cia supera sin duda alguna la pérdida. Es esto lo que mostraremos en el párrafo VIII del presente capítulo. Además, es verdad que se explica muy fácilmente la oposición entre estas dos formas de la presencia si consideramos a la primera como una presencia que se nos impone y que no podemos rechazar, lo cual constituye para nosotros su prestigio y, la segunda, como una presencia siempre disponible y que una operación del espíritu puede dárnosla a cada instante de nuevo, lo cual da cuenta de la preferencia metafísica que las diversas doctrinas deben necesariamente conceder tan pronto a la primera como a la segunda.

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V

EL PASADO, EN TANTO QUE ADHIERE AL PRESENTE

Aun cuando el pasado sea la abolición de la presencia sensible, y que no sea pasado si no es por esta misma abolición, acabamos de mostrar, sin embargo, que nunca hay un pasado absoluto que en la conciencia no se halle en relación con alguna nueva presencia sensible. Porque, ante todo, es sólo en la muerte cuando toda presencia sensible nos hace falta; y luego, para que el pasado nos aparezca como pasado, es preciso que sea pensado -no sólo por oposición con el presente que antes era para nosotros- sino también con el presente que se nos da hoy. Así, nos damos muy bien cuenta que el pasado no puede ser pensado con el presente y en oposición con él, si no es con la condición de formar en cierto sentido cuerpo con él. Constituye, por decirlo de alguna manera, su base. Y propio de la acción que genera el recuerdo no es tanto recoger un presente desaparecido, como analizar el presente tal como actualmente se nos da. [Esto a fin de] disociar en él los elementos que contribuyeron a formarlo y que la nueva percepción, por así decirlo, ha cubier­to pero que, una vez que se logró separarlos de ella, nos revelan su carácter propia­mente espiritual. Lo que ocurre es que la percepción carecería de sentido si no fuera por su relación con la exterioridad y la utilidad. Se desarrolla, sin embargo, sobre una existencia que a nosotros corresponde separar de aquéllas y que, en su esencia propia, se basta a sí misma, es decir, es interior y desinteresada.

Podemos decir, en primer lugar, que el pasado adhiere a nuestro cuerpo; éste acumula las influencias que sobre él se han ejercido en el pasado y que gradualmen­te lo han hecho lo que es. No sólo tiene detrás de sí su propia historia y la historia del mundo, sino que también puede decirse que condensa en sí todos los efectos de ellas, de suerte que -si la existencia del mundo y la del cuerpo se sostienen en un presente evanescente- el rostro de ese presente fue modelado, sin embargo, por toques sucesivos que el cuerpo ha retenido uno tras otro. Con el cuerpo ocurre como con el cuadro de un pintor, que nunca tiene existencia sino ahora. No obs­tante, lleva en sí la marca de todas las pinceladas que el pintor debió dar para com­ponerlo. Cada una de estas pinceladas ya no es nada; el cuadro, empero, es su suma. Para rehacer la historia de ese cuadro habría que distinguir unas de otras estas pin­celadas y recuperar totalmente su concatenación. Ésa es tarea del espíritu y no del ojo, cuya percepción siempre es instantánea. El espectador sólo podrá imaginar esa historia; el pintor, cuyo cuadro está ahora separado, sólo la rehará desde el exterior. La única verdadera historia sería aquélla que el cuadro pudiera hacer de sí mismo si tuviese conciencia de su propio devenir. Ahora bien, es eso, justamente, lo que ocurre con cada uno de nosotros en la memoria que tiene de su vida. Podría hacerse la misma observación sobre la historia de la tierra. Su existencia material jamás es sino instantánea, pero es portadora en sí, en lo profundo, de esa serie de capas estratificadas que constituyen su espesor geológico y conforman también para no­sotros su misterio. El geólogo las distingue unas de otras, refiriéndolas por un acto

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de su espíritu a ese lejano pasado en que se superpusieron. Si hubiese un espíritu de la tierra, ese pasado -precisamente en cuanto abolido- sería el que constituiría su propio presente.

Esto muestra con claridad suficiente que el pasado es indestructible, y lo es doblemente. En primer lugar, el cuerpo es solidario de todo el pasado e integra en sí todas las modificaciones que haya sufrido. Incluso podemos decir que no es otra cosa que la expresión de nuestra necesaria subordinación respecto a todo nuestro pasado. Sin duda, ése es el significado de la herencia y del pecado original. El pasa­do es, por lo tanto, un fardo que no podemos dejar de reconocer. Es por esto que el presente, por sí mismo, parece carente de espesor cuando lo consideramos simple lugar de tránsito entre porvenir y pasado, y (poseedor) de un espesor infinito cuan­do en él consideramos todo el pasado que supone y que por así decirlo guarda en sus entrañas. Sólo que ese pasado, entonces, ya no es pasado; para que llegue a serlo, es necesario precisamente que el espíritu se separe del presente y, sin hallar en sí el acontecimiento tal como en otro tiempo se produjera, le da en sí mismo una nueva realidad en el acto por el que lo resucita.

El lazo entre espíritu y cuerpo traduce en cierto sentido el lazo del espíritu con el pasado. Si nuestro espíritu no tuviese existencia sino en un presente siempre nuevo, sería una pura posibilidad. No podría haber en él determinación alguna ni, en consecuencia, ideal alguno, puesto que todo ideal es solidario de tal determina­ción y sobre ella se apoya para superarla. Este pasado, empero, no es algo que sólo padezcamos, porque el espíritu, por su parte, lo libera del cuerpo -donde estaba como aprisionado- demostrando así que la memoria, aunque tenga como papel liberarnos de él, no puede prescindir de tal cuerpo. La relación entre posibilidad y actualidad recibe aquí un esclarecimiento admirable, aunque parezca que esa rela­ción debiera ser invertida, según se busque la existencia en el cuerpo o en el espíri­tu. Porque el cuerpo es, por una parte, siempre actual y de una actualidad en cierto sentido dada, pero en la que el espíritu encuentra todas las posibilidades de las que él se alimenta y que son, ante todo, los recuerdos que de ahí desprende antes de transformarlos en ideas, las que siempre exigen encarnarse nuevamente. Y el cuer­po, por otra parte, en lo que respecta a estos recuerdos e ideas y mientras el espíritu no los ha aislado, no es sino una posibilidad de la que este último no deja de extraer la materia originaria de todas sus creaciones; éstas constituyen esencias reales que el cuerpo potencialmente envuelve y de las que sigue siendo un oscuro testigo para que la conciencia -en el curso de su progreso temporal- guarde siempre el poder de tornarlas nuevamente actuales.

El papel de la conciencia consiste en disociar de este modo del presente el pasa­do que lo formó, y reducirlo al estado de posibilidad siempre reactualizada. Así, el vínculo entre nuestro pasado y nuestro porvenir queda establecido. La voluntad se apodera de esta posibilidad para darle un nuevo uso y promover indefinidamente el acto de participación. El pasado no es solamente, por así decir, el pedestal del presente, sino que es también una fuerza acumulada que, en el momento preciso en

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que creemos poder desinteresarnos de él, nos sujeta a pesar nuestro, como se ve en el hábito, en el instinto y en el deseo. Pero en cuanto el conocimiento entra en juego, se convierte para nosotros en un instrumento de liberación, no sólo porque nos permite vincular la presencia sensible a una espiritual, sino también porque el yo no deja de disponer de esta misma presencia para ampliarla y enriquecerla indefinida­mente. De este modo, todo progreso es interior al espíritu y, mediante el cuerpo, va del espíritu al espíritu. Pero para eso es necesario que a cada instante él me libre del cuerpo [por la memoria] para llevarme (por el querer) más allá del cuerpo.

Este análisis tiene por destino mostrar que -lejos de que el pasado sea para nosotros como si no existiese o que haya que considerarlo como no siendo para que nuestra acción no se vea por él perturbada- muy por el contrario, no podemos librarnos de él. Constituye nuestra propia sustancia. Y bien sabemos que si pudiése­mos abolir lo que hicimos, ninguna de nuestras acciones tendría para nosotros ca­racterísticas de seriedad e importancia. ¡Qué no intentaríamos si cada una de nues­tras acciones pudiese borrarse una vez realizada! Ese pasado, sin embargo, puede convertirse para nosotros en un instrumento de servidumbre si, creyendo escapar, lo dejamos que reine en el ejercicio de nuestra espontaneidad pura; es, en cambio, medio para nuestro progreso espiritual, si a su luz nos dirigimos continuamente hacia un nuevo porvenir. Nuestro caminar lo deja continuamente atrás, pero [el pasado] es como el sol que, desde atrás, no deja de iluminarlo.

VI

EL PASADO, LUGAR DEL CONOCIMIENTO

Aceptaremos sin dificultad que el pasado sea el lugar propio del conocimiento, si pensamos que nada se puede conocer que no esté realizado o llevado a cabo, o que todo conocimiento recae sobre "el hecho" (que constituye el participio de pasado del verbo hacer), que también constituye el sentido del clásico adagio que dice "el conocer sigue al ser" . Pero hay más. Si oponemos el conocer al ser y si aceptamos que no hay ser sino en el presente, tendríamos entonces que decir que la caída del ser en el pasado es la sustitución del ser por el conocer. Esto podrá sor­prender a todos los que piensan que los modos del tiempo pueden subsistir con independencia del acto mismo que los piensa. En cambio -si presente y pasado sólo tienen sentido en la misma operación que las opone al establecerlas- com­prenderemos que la relación pueda ser la misma entre el ser y el conocer, de tal suerte que de todo objeto sea posible decir que es necesario que deje de ser para que sea conocido. En ese caso, en vez de ser la captación del ser, el conocimiento reemplaza al ser. Esto, sin embargo, no deja de merecer reservas: bien sabemos que el conocer es ser de por sí y que probablemente es la esencia misma de ese ser que, en el presente, se nos descubría gracias a un puro contacto con nuestro cuerpo y que, una vez que perdió [ese contacto] , en lugar de vaciarse de todo contenido, recupera su realidad

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propiamente interior en un acto del espíritu que siempre nos permite disponer de él. La verdad del idealismo reposa sobre una observación como ésta.

Con todo, eso no significa que esta verdad resida en la mera reducción de todo conocimiento al recuerdo. Es propio del conocimiento referir al objeto; más aún, en cierto sentido es constituir tal objeto. En rigor, no hay conocimiento sino a partir del momento en que el sujeto logra separar de sí un objeto que él opone a sí mismo. ¿Deberíamos decir que este objeto sólo aparece instantáneamente? Sin embargo, no hay que olvidar que, en el instante no hay sino una transición entre lo que acaba de ser y lo que será. No hay otra subsistencia en el instante que no sea la del acto que, para conservar su independencia, jamás coincide con la objetividad si no es por la pura transitividad. Es cierto que distinguimos en el mundo objetos que somos capaces de describir. No obstante, en el acto por el que percibo el objeto, podemos decir que el acto siempre se halla adelante y el objeto atrds. En la percepción del objeto no hay sólo un aspecto de pasividad que muestre que la influencia que ejerce sobre mí exige siempre cierto tiempo para producirse (siendo este tiempo necesario a la vez en la excitación para mover mi cuerpo y en la sensación para involucrar mi con­ciencia), de suerte que el objeto percibido en el presente ya pertenece al pasado inmediato; también tengo que reconocer que lo que percibo en él es siempre una síntesis de impresiones sucesivas que recojo en una aprehensión que las actualiza. Es al pasado de mi conciencia al que doy el carácter de la presencia, soldándolo, por así decirlo, no al acto de mi pensamiento (el que puede además actualizar el pasado en cuanto pasado), sino al momentáneo estado de mi cuerpo. Es así como no basta decir que toda percepción, en cuanto es un conocimiento, está llena de recuerdos; tampoco basta, como Bergson vio con mucha penetración, [decir] que el recuerdo esté ya presente al interior de la percepción de la que no se separará sino más adelante. Más bien habría que decir que en la percepción hay dos aspectos diferen­tes: el primero es la relación del objeto con nuestro cuerpo, sin la cual no sería actualizado como objeto; el segundo es su contenido, tal como es proporcionado por un pasado próximo o lejano, sin el que la percepción no sería un conocimiento.

No obstante, aunque el conocimiento sea creador del objeto, no todo conoci­miento se reduce a la pura representación de éste; reside principalmente en la rela­ción que entre los objetos podamos establecer. No nos sorprenderá que, de todas estas relaciones, la más importante sea la relación temporal, tanto porque el mundo de la objetividad es para nosotros también el mundo de la fenomenalidad, que es el de la existencia transitiva, como porque -como ya lo mostramos en el Capítulo VI, # 11- el tiempo es origen y forma inicial de todas las relaciones. Sin embargo, no debemos confundir el conocimiento con toda suerte de relación, como con fre­cuencia ocurre. Bien sabemos que hay relaciones, como la de la voluntad con el fin que ella se propone, por ejemplo, que afectan a la acción más que al conocimiento; el fin no afecta al conocimiento sino a partir del momento en que fuera establecido previamente por una voluntad al menos en potencia. También en ella, el conocer es posterior al ser.

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Decimos que la relación esencial al conocimiento es la relación de causalidad; ahora bien, en la relación de causalidad siempre consideramos el porvenir precisa­mente en cuanto está determinado por el pasado. Podríamos sin duda decir asimis­mo que la experiencia que de la causalidad tenemos es la de la experiencia realizada de una relación entre dos fenómenos que, uno y otro, hoy pertenecen al pasado; pero lo que por sobre todo es digno de ser destacado es que aquél que está primero no es considerado como determinante respecto al que viene después sino porque siempre está dado, realizado, inmutable, en el momento en que el que lo sigue es todavía incierto, ambiguo e indeterminado. Si admitimos ahora que en el devenir temporal haya una continuidad imposible de quebrar y si, por otra parte, siempre nos referimos a una experiencia real o ideal en la que los dos fenómenos considera­dos se encuentran aislados de toda nueva acción que venga desde fuera, entonces el fenómeno posterior deberá encontrar su razón suficiente de ser en el fenómeno anterior, habiendo entre ambos una relación de necesidad precisamente porque el fenómeno-causa es en sí mismo dado y no puede no serlo; de esta suerte, si existie­ra una explicación posible del fenómeno-efecto que pudiera dar cuenta de su acce­so a la existencia, sólo él podría proporcionarla. A esto habría que agregar dos observaciones, a saber:

1 ° Si entendemos el término causalidad en dos sentidos diferentes, ya que algu­nas veces se trata para nosotros de la realización de un fin por parte de la voluntad y otras, de la determinación de un efecto por una condición antecedente, es porque nos parece que el término causalidad conviene por igual a estas dos relaciones, ya que en ambos casos el porvenir pareciera salir del pasado. Pero no cabe duda de que esto no es más que una apariencia. Estas dos relaciones son en realidad inversas entre sí. En la primera, en efecto, no nos hallamos ante una relación entre dos fenómenos, sino entre un acto transfenomenal y su expresión en los fenómenos. Además, este acto no puede en grado alguno ser considerado como perteneciente al pasado, pues es la determinación de cierta forma de realidad -la que nada es antes de haber entrado en el pasado- gracias a una idea que de ella nos formamos y que en propiedad es su porvenir. En la causalidad científica, por el contrario, lo realizado en cuanto tal es lo que genera su propio porvenir y lo que exige que sea tal precisamente porque él mismo es esto y no otra cosa. La multiplicidad de los posi­bles que entra en juego dondequiera que intervenga el acto de una conciencia que­da reducida aquí a la unidad y hace de la relación entre causa y efecto una relación de necesidad. En consecuencia, se comprenderá muy bien por qué el esfuerzo del conocimiento siempre debe desembocar en la eliminación de la causalidad volunta­ria -que es la causalidad del porvenir y, por lo tanto, la negación del conocimiento­en provecho de la causalidad fenomenal, la que constituye la causalidad del pasado y la perfección del conocimiento. Conviene destacar, sin embargo, que la causalidad científica tan bien se mueve en el pasado, que [podríamos decir] en cierto sentido que siempre es ascendente, esto es, que sube del efecto a la causa, en tanto que la causalidad voluntaria -aunque su efecto sea siempre arbitrario e imprevisible- es en

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cierto sentido y, por el contrario, descendente; procede de la intención de la concien­cia hacia el fin que busca producir.

2° Con todo, cabe establecer una aproximación más estrecha entre estas dos especies de causalidad. Es así como en todos los casos el efecto -en el momento en que aparecerá, aunque no se tome en consideración sino la serie de fenómenos ya realizados- es a pesar de todo un porvenir respecto a la causa, tal como ella se da. Y el tránsito del pasado al porvenir oculta siempre alguna novedad y, por lo tanto, cierto misterio. Se aprecia bien en todos los esfuerzos que el sabio hace para inten­tar reducir el fenómeno-efecto al fenómeno-causa, es decir, para reabsorber la rela­ción de causalidad bajo la relación de identidad. Estos esfuerzos, empero, son siem­pre infructuosos, porque no se puede conseguir que no se produzca algo y, por lo tanto, que el porvenir no conserve su originalidad respecto al pasado. Con mucha frecuencia, entonces, nos contentaremos con reducir la causalidad interfenomenal a la regularidad de la sucesión, lo cual constituye para nosotros un último medio de tomar del pasado la garantía total del conocimiento. Pero esto no es suficiente, ya que en todo caso necesitaremos definir la inteligibilidad del vínculo que une la causa con su efecto. Pero no debemos olvidar que la primera, en cuanto pertene­ciente al pasado, no puede ser para nosotros sino una idea. Vemos, por lo tanto, que la causalidad fenomenal es también una causalidad de la idea. Es ésta la razón por la que siempre se ha intentado descubrir la presencia virtual de su efecto en la idea de la causa; es como si esa misma idea, en el fenómeno al que ella representa y al que sobrevive, no hubiera concluido de actualizarse. Y la causalidad que hay en ella, es decir, el porvenir que invoca, no expresa otra cosa que esa especie de exceso que exige realizarse.

La ciencia contemporánea confirmaría en cierto sentido esta consideración, si es verdad que la causa de todas las transformaciones se halla en cierta potencialidad que se realiza en cuanto deja de estar impedida y si, en vez de considerar el efecto como si sucediera a la causa por una especie de desencadenamiento, debiéramos referirlo a una multiplicidad de acciones concurrentes, cuyo detalle nos es desconocido y no da lugar sino al cálculo de probabilidades. Pero reintegrar así la idea de potencialidad en la de causalidad fenomenal sería restituir su verdadero sentido al tiempo -que es la conversión del porvenir en pasado- aunque con estas dos reservas: que aquí no existe en modo alguno la voluntad de producir esta conversión y que el margen que separa lo necesario de lo probable y fija el grado de probabilidad -y el grado de cognoscibilidad, en consecuencia- se halla en la separación entre un pasado ya actualizado y un porvenir todavía potencial (el cual encuentra expresión en la rela­ción entre la inestabilidad del fenómeno y el equilibrio hacia el que él tiende).

Finalmente, un último argumento permite precisar la afinidad de la ciencia con el pasado. Porque ocurre que toda ciencia posee un carácter de generalidad. ¿Qué otra cosa puede significar eso, sino que la ciencia no empieza con la producción del fenóme­no, sino sólo con su repetición? El conocimiento, por lo tanto, no es para nosotros sólo pasado individual objetivado; necesariamente se expresa bajo la forma de ley. De

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ahí que casi siempre se diga que es propio de la ley sobrepasar el tiempo por cuanto ella pertenece a la vez a todos los tiempos y no es de ninguno. Esto es indudable­mente verdadero. Pero no puede serlo sino porque la ley expresa una invariable relación entre los fenómenos, cuyo modelo nos es proporcionado por el pasado, sobre el que el porvenir no tiene por así decirlo alcance alguno. Aquí está abolida la diferencia entre porvenir y pasado, aunque en provecho del pasado. Para quien conoce la ley a la que éste obedece, efectivamente el porvenir es como pasado. La ley, asimismo, no me permite disponer del porvenir por la acción, sino en la medida en que me permite disponer del pasado por el pensamiento.

VII

EL PASADO, OBJETO DE LA HISTORIA

Hay, no obstante, un conocimiento del pasado que no puedo confundir con la ciencia y que, en apariencia al menos, es el único que pueda tener alcance sobre el pasado en cuanto tal, sin procurar separarse de él, como ocurre con el conocimien­to del objeto o con el de la ley: la historia. Más aún, diremos que la historia comien­za en el momento en que el acontecimiento puede ser considerado como pasado, en el momento en que ha roto todo vínculo con el presente del objeto o de la percepción, donde ya no puede ser observado por los sentidos y deja de tener una acción inmediata sobre el cuerpo. Por cierto, es muy difícil trazar el límite entre el acontecimiento real y el acontecimiento histórico. La transformación se produce, en realidad, poco a poco. Un acontecimiento del que se ha sido o todavía se puede ser testigo no es un acontecimiento histórico. Parecería que comienza a serlo en virtud del retroceso de la memoria, aunque con la condición de no quedar encerra­do en el secreto de la conciencia individual y que las diversas memorias lleguen a estar de acuerdo en la representación que nos den [de dicho acontecimiento] . Pero no habrá entrado verdaderamente en la historia sino cuando, no quedando ya tes­tigos de esto o [cuando] un testimonio no sea sino una fuente que se agregue a las fuentes objetivas, cualquiera que sea su frescura o novedad, reciba de éstas su confirmación y autenticidad. La historia supone, entonces, estas dos características que parecen opuestas: la primera es que se funda, no en la memoria, aunque se la haya definido como una memoria de la humanidad, sino sobre un análisis de la expe­riencia presente, donde discierne todas las huellas que dejara el pasado, todos los documen­tos que -habiendo atravesado el intervalo que separa el presente del pasado- nos permiten imaginar dicho pasado. La segunda [característica] es que ese pasado, en cuanto tal, no puede ser en efecto sino imaginado, ni comienza sino a partir preci­samente del momento en que deja de adherir al presente y no encuentra ya en él representación que le configure. La historia, como se dijo, es el conocimiento e incluso el sentimiento que poseemos del tiempo pasado, del intervalo que de él nos separa y separa unos de otros los diversos acontecimientos. [La historia] es la exclu-

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sión del anacronismo. Veremos, por el contrario, que en la memoria no hay anacro­nismo, excepto cuando se pretende utilizarla para constituir la propia historia.

La historia posee el mismo carácter de objetivitúui que Id ciencia, en oposición a Id subjetivichd de la memoria. Sólo se distingue de la ciencia en que conserva un estrecho vínculo entre el acontecimiento y el momento en que éste se produjo, y [además] en que considera el acontecimiento bajo su forma única y particular; la ciencia, en cambio, discierne ya en todo objeto su concepto y la ley que rige en toda sucesión de fenó­menos. Si existe un conocimiento de lo individual, será a la historia a quien habrá que pedírselo, aunque ella no pueda descuidar ni el parecido entre los aconteci­mientos, ni la relación recíproca del pasado con el presente y del presente con el pasado, ni la posibilidad de los recomienzas. De este modo, es ella la que propor­ciona todos los materiales, quien pone en juego todos los métodos necesarios para constituir una ciencia de las sociedades, de la que no puede ser absolutamente dife­rente. Sin embargo, en tanto que es propiamente la historia, todos los aconteci­mientos que ella considera difieren unos de otros -el pasado permanece separado del presente, aun si contribuyó a formarlo- gracias a un intervalo infranqueable; el menor hecho histórico es siempre único y siempre nuevo.

No obstante, si la historia no puede romper toda relación con el presente, no es sólo porque ahí encuentre todos los testimonios sobre los que apoya su investiga­ción, sino además porque la representación que nos da es una representación que siempre se actualiza en la conciencia del historiador. El historiador instala la historia en un pasado que puebla de imágenes presentes en su pensamiento, del mismo modo como los acontecimientos que ellas representan han estado presentes, uno tras uno, en aqué­llos que pudieron vivirlos y percibirlos. La historia anula, entonces, esa conversión que a cada instante ocurre en nuestra vida entre el acontecimiento y su imagen. Mejor dicho, la historia convierte de una sola vez o en definitiva todos los aconteci­mientos que han llenado el tiempo, su serie real, en una serie imaginaria. En la realidad, el acontecimiento no pertenece al tiempo si no fuera porque él mismo se cambia no en otro acontecimiento, sino en un pasado en el que la historia instala de golpe todos los acontecimientos a la vez. Crea, sin embargo, un tiempo nuevo en el cual ya no hay sino imágenes que se suceden unas a otras y donde ya no se encuen­tra más ni la duración real ni el orden inmutable en el que los acontecimientos se produjeron: iguales períodos de tiempo a veces se estrechan y a veces se dilatan; puedo hacer que la historia comience en cualquier tiempo. Esto sería difícil si no se pudiera desplegar las imágenes de los acontecimientos en un orden inverso de aquél en el que tuvieron lugar los acontecimientos e intentar remontar su curso.

Con todo, la historia confirma en cierto sentido -en vez de destruir, como po­dríamos pensar- esa especie de prioridad del porvenir sobre el pasado por la que definimos el sentido del tiempo. No se comprendería de otra manera que la historia se renovase incesantemente. Si estamos obligados a rehacerla, ello no se debe prin­cipalmente, como casi siempre nos imaginamos, a que tengamos continuamente a nuestra disposición materiales nuevos y que los errores que hayamos podido come-

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ter puedan así ser indefinidamente rectificados; es solamente porque, por mucho que el pasado esté en sí mismo cumplido, es solidario de otras foses del tiempo, es decir, del porvenir que le sigue y que constituye así el presente desde el que se lo mira. Y si legítimamente procuramos defender la historia contra toda tentación de anacronismo, bien sabe­mos sin embargo que ella es una perspectiva sobre el pasado y que el centro de esta perspectiva es siempre el presente. No puede sorprendernos, en consecuencia, si el aspecto bajo el que se nos manifiesta una perspectiva como ésta se modifica inde­finidamente, modificación que resulta no sólo de los cambios operados en nuestra conciencia, sino también de la diferente óptica y de los diversos acontecimientos que se hayan acumulado entre el presente y el pasado que tratamos de evocar. Al realizarse el porvenir, cambia el pasado sin cesar; y si decimos que aquello que cambia no es lo que ha sido, sino la representación que hoy en día podamos hacer­nos de ese pasado, no hay que olvidar que el pasado no es otra cosa que esa misma representación. Podemos entonces comparar el tiempo que ha transcurrido entre el pasado y nosotros con una masa de aire transparente a través de la que miramos los acontecimientos distantes; [el tiempo] le cambia los contornos y le altera el signifi­cado. Si prescindimos de ese realismo elemental según el que las cosas subsisten por sí mismas, con independencia del acto por el que el espíritu encuentra en ellas la materia de su propia operación -tesis que sería ya imposible sostener respecto a la mera representación del pasado como tal- veremos con claridad que es la esencia de los acontecimientos la que se nos descubre de una manera más profunda, a medida que la duración avanza, permitiéndonos recibirlos en una perspectiva cada vez más amplia. Siempre presente a sí mismo, el espíritu añade incansablemente algo al pasado al reconstruirlo. En esto ocurre lo que con el hecho bruto en rela­ción con el pensamiento del sabio. De esta suerte, el pasado -que desde el comien­zo parecía poder ofrecer al conocimiento el único objeto al que éste podría aplicar­se con legitimidad, precisamente porque ya estaba realizado y era inmutable- ter­mina por necesitar al mismo tiempo toda la serie del devenir y toda la actividad del espíritu que la interpreta a fin de descubrirnos su verdadera realidad.

Vemos, por lo tanto, de qué manera la historia, lejos de rehabilitar el orden del devenir, le cambia su sentido, lo cual mostraría con claridad suficiente la historia de la historia, si se pudiese proseguir su estudio sin comprometerse, al menos idealmen­te, en un progreso al infinito. Y a pesar de la paradoja, cualquiera que sean el rigor al que los documentos someten al historiador y las exigencias de su método, la repre­sentación que él se haga del pasado será un producto de su libertad Esto significa que -si la historia debe permanecer objetiva y aspira a conocer un acontecimiento que des­borda la conciencia individual- tanto porque pertenece a la humanidad entera como porque se produjo en un pasado que no es propiamente el suyo -y si [por otra parte] puede parecer igualmente inútil revivir el pasado transportándose hasta él o transportándolo hasta nosotros-, [entonces] no podríamos desconocer a pesar de todo que es en el mismo presente al que [ese acontecimiento] se opone, aunque contribuye a formarlo, donde residen todos los factores que permiten al mismo tiempo reconstruirlo e interpretarlo.

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VIII

LA MEMORIA SUBJETIVA

Vemos, en consecuencia, cuán falso sería querer aproximar la memoria a la his­toria, hasta el punto de considerar a esta última como una mera extensión de aqué­lla. Porque fracasa tanto cuando queremos hacer un espectáculo puramente objeti­vo de nuestro propio pasado, como cuando queremos confundir el devenir históri­co con el devenir vivido de la propia conciencia. En efecto, la memoria somos nosotros mismos. Ocurre, por cierto, que hasta tal punto llegamos a separar de nuestro yo actual algún acontecimiento de nuestro pasado, que podríamos preguntarnos si este último perteneció verdaderamente a nuestra propia vida; y esto ocurre, inclu­so, con algunos de nuestros estados. Pero ello se debe a que, en tal caso, se borra la memoria para reducirse a la historia o al conocimiento.

Es así, por lo tanto, como vemos la solución que habría que dar al célebre pro­blema de saber si verdaderamente no hay otra memoria que la de sí mismo. Esto es evidente, si tomamos el término memoria en sentido riguroso. E incluso esto po­dría servir para definir la memoria, si al mismo tiempo ésta no fuera el conocimien­to de mi pasado en cuanto tal, por el que precisamente lo arrojo fuera de mí identi­ficado con su estado presente. No obstante, si es así como con frecuencia procura­mos definir la memoria, hay que decir entonces que no hay más memoria que la de aquello que yo ya no soy. También podemos decir que el pasado de la memoria es una mezcla de yo y de no yo, que hay un pasado que olvido, un pasado que recuer­do, un pasado del que reniego y un pasado que ratifico; un pasado que conozco sin reconocerlo y un pasado que reconozco y en el cual me reconozco. Estas distincio­nes, sin embargo, sólo hacen aparecer esa propiedad del tiempo de posibilitar un diálogo conmigo mismo por el que no dejo de hacerme yo mismo el que soy. Si mi pasado no es todo lo que so� es todo lo que poseo. No puedo rechazarlo fuera de mí sino cuando aíslo de él una parte que considero extraña a mí, porque la considero fuera del desarrollo en el que se inscribe y que da su contenido a la conciencia que tengo de mí mismo. La relación del yo con su propio pasado, empero, es la relación que aquél tiene consigo mismo, la que jamás es una mera adherencia o inclusión, como lo es la relación de la parte y del todo, sino más bien un acto siempre recomenzado y que jamás se reduce a un hecho.

La memoria es, entonces, un pasado que llevo en mí, que no es conocido sino por mí, que constituye mi originalidad propia, mi secreto, y que no obstante no puede ser un puro objeto de conocimiento: no lo resucito sino por un acto que de mí depende y que de inmediato constituye una materia para la formación de mi ser espiritual. Lo que aquí importa es saber que el recuerdo es al mismo tiempo del pasado y del presente; del pasado, por lo que representa y del presente, no tanto por el estado como por el acto que nos lo representa. La memoria es la que hace apare­cer el intervalo temporal mediante el contraste que ella establece entre la percep-

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ción y el recuerdo; pero al mismo tiempo hay que decir que este intervalo es atrave­sado por ella o, si se quiere, que [la memoria] produce el tiempo y lo elimina a la vez, puesto que rechaza el pasado fuera del presente y, con todo, lo torna presente ante nuestro pensamiento.

De entre todos los problemas que la sicología se plantea, el de la memoria es el que posee mayor alcance metafísico, pues el concepto que nos hacemos del yo y del ser mismo siempre se halla en correlación con el modo con que nos representamos la relación entre percepción y recuerdo. En efecto, si pensamos que el recuerdo no es más que una existencia inferior y disminuida y que, cuando perdemos la percep­ción, perdemos la misma realidad, no dejando subsistir en nuestra conciencia sino un signo que la recuerda y que nos revela precisamente su ausencia, es inevitable, entonces, que el ser sea confundido con la cosa y que nos inclinemos hacia el mate­rialismo. Pero si pensamos, por el contrario, que el recuerdo, tal como B ergson lo sugería, ya estaba presente en la percepción y que, al separarse del objeto, adquiría una forma desmaterializada y significativa que se mantenía, por así decirlo, envuelta y oscura mientras el objeto se nos daba, parecería entonces que el destino de todo objeto percibido sería precisamente llegar a ser un recuerdo; [parecería asimismo] que en su recuerdo únicamente es donde logramos liberar y aprehender la pura esencia de lo real. Es como si el fenómeno, al desaparecer, nos hiciera entrega de un ser oculto del que él mismo no era sino su manifestación. La relación entre ser y aparecer sería captada en una especie de experiencia: en vez de ser la [relación] de un objeto percibido por nosotros con algún otro objeto del que aquél es testigo y que no percibimos, se resolvería en la conversión de un objeto material y que se nos impone, en un acto espiritual por el que ya no buscamos igualarlo con la ima­ginación, una vez que hubo desaparecido, sino recuperar su significado puro. No obstante, esta interpretación no es posible sino con la condición de que se muestre en la memoria la actividad del espíritu en acción, en vez de considerarla como la huella enteramente pasiva que el presente dejara en nosotros una vez que nos aban­donara.

A esto podemos añadir que, en efecto, nos es posible tener actitudes muy dife­rentes respecto a nuestro pasado; podemos llevarlo como un fardo, complacernos en él como en un mundo de imágenes de las que se ha retirado nuestra actividad, buscar en él un guía para nuestra vida presente o, [por último] , reducirlo a un acto espiritual en el que simultáneamente recuperamos la esencia de cada cosa y nuestra propia esencia. El valor del pasado se sigue de lo que de él hacemos, confirmando así esta afirmación que nos resulta familiar: la existencia nos es propuesta, pero de nosotros depende que, a través de las sucesivas fases del tiempo, la hagamos nues­tra.

No se trata aquí de construir una teoría de la memoria; pero, a pesar de ello, conviene hacer notar que la memoria no consiste en la confrontación de una ima­gen presente con un pasado ya abolido, porque nada sé de ese pasado si no es por la imagen que lo representa. Es en el recuerdo donde se opera para mí la unión de

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presente y de pasado, de la presencia y de la ausencia, y donde la presencia abolida se torna una presencia espiritualizada. Es importante dejar en claro, sin embargo, que el recuerdo no posee un carácter de interioridad sino porque rompe el contacto que la percepción nos diera con un mundo que nos sobrepasa, permitiendo al yo asimi­lar la revelación que acaba de recibir e incorporarla a su esencia y a su propia vida. B ien sabemos que sólo en el momento en que el objeto o el acontecimiento dejan de interesar a nuestro cuerpo y de requerir nuestra acción externa, aquéllos se nos muestran en su verdadera luz. Y cuando la acción que acabamos de realizar ya no es para nosotros más que un recuerdo, no será exagerado decir que se nos transformó en un espectáculo interior que antes no podía dársenos, ni [tampoco decir] que produjo en nosotros ese retorno sobre nosotros mismos que nos obliga a recomen­zar [dicha acción] imaginariamente; lo que de pronto descubrimos es su sentido, y en este mismo sentido que [la acción] nos entrega, [descubrimos asimismo] el acto que nos hace ser y la curva de nuestro destino.

Sin duda, el recuerdo es siempre evocado en la conciencia en virtud de la rela­ción que él mantiene con algún acontecimiento presente, con un deseo que él sus­cita y al que alimenta, con alguna utilización que queremos hacer de él, con el propósito que forjamos de determinar nuestro porvenir por su mediación. No obs­tante, pareciera que el recuerdo deviene para nosotros una especie de medio que no nos interesa sino por los servicios que podría prestarnos, ocultándonos su verdade­ra esencia. Es esto lo que B ergson sintió cuando quiso separar del recuerdo-hábito, que no es más que una antigua acción que se repite y que ha perdido toda relación con el pasado, aquello que él llamaba recuerdo puro, que en cierto sentido debía revelarnos el carácter ontológico del pasado y la independencia del espíritu respec­to a la materia. Esa noción de recuerdo puro estaba indudablemente destinada a permitirnos profundizar en la relación entre tiempo y eternidad. Porque el recuer­do -si nos transporta hacia el pasado- debe permitirnos captar el estado ya abolido en su carácter absoluto y único; en tal caso, no podemos sino contemplarlo. Siem­pre está allí, aun cuando nuestra atención no esté referida a él. Es así como pode­mos preguntarnos cómo es posible que conserve su inmutabilidad de manera se­mejante. ¿Habremos de compararlo con algo que el acto que lo aprehende -sin el que nada sabríamos- no logra alterar? Sin embargo, si la conservación de este algo espiritual es una insostenible paradoja, es necesario que el recuerdo no sea por sí mismo más que cierta potencia adquirida por el espíritu y por la cual también resu­cita [a aquél] de un modo siempre nuevo. Es por esta potencia por la que [el espíri­tu] dispone de su pasado, aunque de suerte tal que ese pasado ahora forma parte de él mismo y que, al resucitarlo, sólo analiza su propia sustancia. A [esa potencia] corresponde recrear cada vez la imagen de lo que ha sido; sólo que aquello que subsiste del pasado no reside en esa misma imagen, sino en el poder del que si e m­pre disponemos, no propiamente para recuperarlo, sino para rehacerlo. No tene­mos experiencia del recuerdo puro, como de un objeto oculto tras un velo y que descubriríamos de tiempo en tiempo; se trata de una potencia adquirida y que siem­pre se halla en nosotros, aunque no siempre la ejercitemos. No hay un estado de pasado

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que pueda darse a la conciencia y que a ella le baste contemplar; el pasado reside enteramente en esa posesión que de él tenemos, y que procura naturalmente actua­lizar en una imagen, cosa que jamás logra si no es de modo imperfecto y que, en su forma más pura, se reduce a una especie de brecha sobre nuestro ser propio, la que al mismo tiempo es una brecha sobre lo absoluto del ser del que somos partícipes. En lo que respecta al presente de la percepción, el recuerdo no es sino una posibilidad que ya no pode­mos actualizar. ¿Será que, al menos, podríamos actualizarla bajo la forma de una imagen subjetiva? [Pero] ésta tampoco es más que una suerte de derrota que nos invita a considerar dicha posibilidad no ya como si debiera buscar una actualización irrealizable, sino como si ella misma constituyese nuestra verdadera esencia, que es el porvenir verdadero de nuestro pensamiento y que es inagotable.

IX

DEFINICIÓN DEL PASADO COMO UN PRESENTE ESPIRITUAL

Este carácter ontológico a la vez que inagotable del pasado es el que otorga asimismo su característica profundidad a la obra de ese novelista que, cerrando ante sí el porvenir de la acción y suponiendo en cierto sentido estar muerto, se puso a la busca del tiempo perdido, sin lograr hacer del tiempo recuperado una verdadera experiencia de la eternidad. Nadie mejor que él ha descrito esa milagrosa transfigu­ración, esa luz sobrenatural que ilumina nuestro pasado cuando intentamos captar­lo en sí mismo y lo desprendemos de todo interés presente. El acontecimiento más insignificante se llena de significado y nos descubre en sí una infinitud siempre presente y siempre nueva.

Además, en lo que toca a este punto, resulta imposible rectificar un error con el que están familiarizados todos aquéllos que -comparando la percepción con el recuerdo y argumentando como si no se pudiese recordar sino aquello que se ha percibido- siempre consideran el recuerdo como si implicara cierta disminución comparado con la percepción. Esto es verdad, empero, sólo si consideramos el contenido material del acontecimiento, aunque con esta reserva: que la percepción podía envolver -en una percepción rápida e indistinta- gran número de detalles que la memoria analítica e indiferente a la duración encuentra y multiplica incesan­temente. No obstante, cuando ya no consideramos en el recuerdo su contenido sino su significado o, si se quiere, su transparencia espiritual, [veremos que] hay en él una riqueza que no deja de crecer y que no podía hacerse manifiesta sino una vez desmaterializada, por así decirlo. Es nuestro espíritu el que en cierto sentido se mira en él, quien en él toma conciencia de sí mismo, quien en adelante se empleará enteramente en la puesta en acción de sus propios recursos. Ningún objeto externo ni, en último término, ninguna imagen se interpondrá ya entre su mirada y su pro­pia esencia. Y la imagen no subsiste todavía sino como recuerdo de ese objeto abolido, al que con demasiada frecuencia [el espíritu] había considerado como la

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verdadera realidad, pero que debía por el contrario abolirse para revelárnosla. La memoria da testimonio de la necesidad que todas las cosas tienen de morir para resucitar, esto es, de desaparecer para pasar de una existencia material o fenomenal a una espiritual, es decir, absoluta. Y el mismo novelista del que ya hablamos, sin preocupación metafísica alguna, ha tenido sin embargo el vivísimo sentimiento de que, en el recuerdo, las cosas nos revelaban su verdadera esencia, aunque esa esen­cia no sea una esencia propiamente objetiva y que, en el acto por el que la aprehen­demos, ella se revela al mismo tiempo como la esencia de nosotros mismos.

No obstante, su mismo ejemplo nos muestra que no nos encontramos allí en presencia de una propiedad que el pasado poseería por sí mismo y que nos bastaría constatar. Porque no hay recuerdo si no es por el acto del espíritu que lo evoca y sostiene en la existencia. De ahí que éste sea un acto libre; él es quien no deja de escoger en el pasado; él es también quien, en la infinita jerarquía de esencias, distin­gue y adopta aquéllas a las que el yo desea hacer partícipes de su propio ser. El mismo novelista que tuvo una conciencia tan fina de esa infinitud espiritual que el recuerdo nos descubre tras el aspecto más insignificante de la realidad, pudo a veces elevar la insignificancia hasta lo sublime. Pero si todo acto que podamos hacer supone una opción valórica que impone un análisis del ser y en él discierne un posible, al que en cierto modo actualiza en segundo grado, una opción valórica será también la que analice nuestro pasado y en él discierna ese recuerdo puro que se cambia en una operación de nuestra alma por la que ésta no cesa de hacerse a sí misma. De este modo, no estamos, como con demasiada frecuencia creemos, abso­lutamente esclavizados a nuestro pasado. Y la misma libertad que en el presente sostiene nuestra experiencia objetiva del mundo, encontrando en ella su imagen, también sostiene la experiencia subjetiva que de nuestro pasado tenemos, dándole su existencia y su significado.

Así como la voluntad nos descubre el intervalo entre porvenir y presente, la memoria nos descubre el intervalo entre pasado y presente. Pero así como la voluntad convierte al porvenir en un presente sensible, la memoria convierte al pasado en un presente espiri­tual. Para ello, es necesario que el pasado se libere poco a poco de los lazos del cuerpo. No se desencarna, sin embargo, sino por grados e intenta durante mucho tiempo recuperar, a través de la imagen, una especie de eco de la presencia abolida antes de descubrirnos su verdadera significación. Constituye, entonces, un prejui­cio pensar que el recuerdo se limita a reproducir el acontecimiento que percibimos, siendo que [en verdad] le cambia la naturaleza a fin de reducirlo a una pura opera­ción de la conciencia que nos pone en relación con la esencia de lo que es, enseñán­donos a forjar la esencia de lo que somos. Es preciso que todo lo real se nos haga presente y nos imponga ante todo su presencia; es preciso que el pasado que hemos vivido esté enteramente en nosotros como una potencia de la que disponemos (pudiendo permanecer en estado de potencia pura o proporcionar una simple materia a la acción de nuestra libertad), a fin de que podamos producir el yo que queremos ser. [Y lo podemos] en virtud de una elección que no carece de parentesco con otra

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que a veces imaginamos pensando que nosotros mismos somos quienes pedimos que se nos asigne la suerte que nos espera tras la muerte. Ese pasado sin fecha se halla ahora despojado de toda relación con el presente que le dio nacimiento; a duras penas tiene derecho a ser llamado recuerdo, porque se halla convertido en una idea pura, es decir, en un principio dinámico por el cual el yo no cesa de crearse a sí mismo.

A lo anterior podemos agregar, también, que el pasado así definido constituye la cumbre en la que toda reflexión desemboca. En efecto, es la reflexión la que espiritualiza este primer encuentro entre el yo y lo real que constituye el origen de la participación; ella es quien le da un significado que en adelante asumirá en la soledad. Sin duda, el pasado siempre arriesga incl inarme hacia esa actitud soñadora por la que me encarcelo con complacencia. en un yo cerrado, donde persigo indefinidamente la evocación de los estados por mí ya vividos. El recuerdo, sin embargo, deberá ser la prueba de mis potencias interiores; él engendra y alimenta en mí, en forma con­tinuada, posibilidades nuevas. Gracias a él, en último término, los más bellos mo­mentos de mi vida siempre pueden devenir para mí presentes, no sólo por deplorar el haberlos perdido, sino también por mi descubrimiento de su valor esencial, es decir, de la actividad de la que son un testimonio y cuya disposición siempre con­servo.

Desde el conocimiento a la historia y desde la historia a la memoria, desde la memoria de la imagen a la memoria sin imagen, hemos asistido a esa transfigura­ción del pasado que bien puede decirse que esclarece nuestro presente, aunque para llegar a ser en último término el presente de nuestro espíritu, es decir, el acto que lo constituye. La memoria que nace del echar de menos aquello que perdimos se trans­forma poco a poco en una posesión más perfecta que aquélla que creíamos tener. El presente del objeto y del cuerpo no termina de escapársenos, pero nos es preciso desprendernos de ellos para obtener esa presencia del espíritu que constituye nues­tra propia presencia ante nosotros mismos. Es así como es la memoria la que nos descubre cada día la profunda virtud del sacrificio.

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LIBRO CUARTO

EL TIEMPO Y LA ETERNIDAD

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CAPÍTULO X

EL DEVENIR

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Después de haber estudiado las diversas fases del tiempo, es necesario investigar cómo éste, permitiendo que se realice la participación, esclarece la distinción entre los principales aspectos del Ser y la relación que los une. En efecto, es gracias a la meditación sobre la idea del tiempo que llegamos a darnos cuenta del significado del devenir, de la duración y de la eternidad, así como también a oponer uno al otro esos términos, por mucho que cada uno de ellos recurra necesariamente a los otros dos. Porque el devenir es la participación considerada en sus efectos o en la huella por ella dejada; la eternidad es la participación considerada en el principio donde se alimenta o en el acto que la sostiene; por su parte, la duración es el lazo entre el devenir y la eternidad, lazo que al mismo tiempo acusa la imposibilidad en que estamos para dejar al ser de la participación prevalecer gracias al devenir y para identificarlo a pesar de todo en la eternidad con la indivisa unidad del Acto puro.

I

EL DEVENIR, DEFINIDO COMO

EFECTO DE LA PARTICIPACIÓN

Dado que el tiempo no es otra cosa que el medio por el que se realiza la partici­pación, resulta evidente que no podrá ser captado fuera de su contenido, es decir, de los aspectos del ser que la participación hace aparecer paulatinamente. En otros términos, el tiempo mismo no se nos descubre sino bajo la forma del devenir. Entre la idea de cambio y la idea de tiempo existe una especie de reciprocidad, dado que el cambio es el mismo tiempo que se torna sensible para nosotros, del mismo modo como el tiempo es, en lo que al cambio se refiere, la condición que lo torna posible. No sólo aislando al cambio del tiempo se inmoviliza al primero, sino que también se inmoviliza al tiempo aislándolo del cambio. Y esto porque el tiempo no es más que un orden entre los fenómenos y no es él quien fluye, sino únicamente los fenómenos son los que fluyen en él. Esto prueba que el tiempo no tiene existen­cia con independencia de ellos y que es producido por el mismo acto que a ellos los

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produce. Ahora bien, ese acto es un acto de participación y siempre se ejerce en el presente. Sería contradictorio imaginarse que un acto como ése pudiera, por sí mis­mo, pertenecer al pasado o al porvenir. Pero el hecho de tener . un pasado y un porvenir muestra precisamente que es [un acto] limitado. Con todo, no puede apli­carse ni al porvenir ni al pasado sin que actualice al uno y al otro, al menos en el pensamiento, aunque porvenir y pasado no siempre sean pensamientos actuales.

No obstante, es propio del acto de participación ser siempre correlativo de un dato que siempre coincide con él en el instante, con el que no se confunde y al que siempre sobrepasa. Ahora bien, si no queremos confundirlo con ese dato, será pre­ciso que sólo tome contacto con él por un instante para echarlo fuera de inmediato, esto es, [echarlo] fuera del instante; pero echarlo fuera del instante sin abolir a pesar de todo su propia relación con el dato, es decir, su pertenencia al pasado. No se separa del dato, sin embargo, sino para trascenderlo, es decir, para llamar un nuevo dato a la existencia, el cual, antes de que [el acto de participación) lo haya actualiza­do, pertenece todavía al porvenir. Todos estos datos son, por lo tanto, efectos del acto de participación y cada uno de ellos testifica acerca de aquello que a él le falta, aunque le aporte sin embargo lo que él es incapaz de darse. Lo limita y lo obliga a recuperar en una experiencia aquello mismo que lo limita. Esto no significa que el dato, fuera [del acto de participación] y en el ser mismo, sea tal cual se le manifiesta en su conciencia en el mismo momento en que lo aprehende. Él es quien hace [al dato] ser lo que es y quien le dibuja, por así decirlo, su contorno. Ahora bien, así como el dato nada sería si quisiéramos separarlo del acto por el que es un dato, así también, a su vez, ese acto nada sería si quisiéramos desprenderlo del dato que le proporciona un punto de aplicación y un contenido.

Al igual como el acto de participación no deja de rechazar de este modo foera de sí todos los datos que constituyen el objeto, sea de alguna actualización posible, sea de una actualización ya realizada, a su vez estos datos se excluyen unos a otros en el mismo orden de su actualización. Cuando queremos situarlos en los diversos momentos del tiempo, nos dejamos guiar por una analogía engañosa respecto a la situación de los objetos en los diver­sos lugares del espacio. Porque aunque el punto sea por sí mismo sin dimensiones, es propio de un objeto reinar sobre una multiplicidad de puntos al mismo tiempo y hacer de ella un todo organizado. El tiempo, empero, no es más que una pura transición o un puro paso. Ningún acontecimiento ocupa un conjunto de momen­tos del tiempo, pues antes de alcanzar el límite del presente o después que lo hubo atravesado no es sino una idea en el porvenir o en el pasado. Y no se consigue darle la unidad que lo define sino después que [el acontecimiento] se produjo y no en el momento mismo en que se produce, porque entonces sus diversas fases se exclu­yen de la existencia unas a otras. La unidad de un acontecimiento no le pertenece entonces sino cuando ya pasó o devino para nosotros objeto de pensamiento. De esta manera, si consideramos el acto de participación en relación con el dato, éste no cesa de escapar de aquél, porque es necesario que limite al primero, aunque sin confundirse con él ni, con mayor razón, sin agotarlo. Es necesario, por lo tanto,

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que estos datos se renueven indefinidamente. Y s i en adelante se los considera por sí mismos, fuera del acto al que limitan y que jamás se separa absolutamente de ellos ­porque cuando deja de percibirlos los abarca todavía, en potencia o en acto, en el presente de la anticipación y en el presente de la memoria-, todos estos datos pare­cerán entonces ordenarse según un devenir que únicamente ellos padecen y en el que se cambian indefinidamente unos en otros. Así considerado, en cuanto efecto del acto de participación, el tÚlto parecería paradoja/mente existir con independencia de ese mismo acto.

Es ahí donde se origina el escándalo del devenir, contra el que la conciencia no se cansa de protestar, aunque la observación no le revele nada que no sea ese mis­mo devenir. Lo que ocurre es que el devenir, separado del acto que lo crea y del que constituye una huella, por decirlo de algún modo, es en propiedad ininteligible. Queremos considerar aquí los modos de limitación de la participación, con inde­pendencia precisamente del acto mismo cuyos límites ellos expresan, [queremos considerar] todos los datos de la experiencia fuera del mismo acto del cual ellos son términos correlativos. Y es así como desembocamos naturalmente en la siguiente paradoja: o bien el presente del que no salimos ni jamás podremos salir se desvane­ce en beneficio de un devenir en el que ningún término suyo goza de una presencia actual, o bien esa presencia se quiebra en una infinidad de presencias particulares que parecerían caminar por sí mismas a lo largo del tiempo, sin que se pueda dispo­ner, como sería necesario, de una presencia más alta que las reúna y amarre. Todas las tesis en las que se considera al devenir como un absoluto, capaz de bastarse a sí mismo, son incapaces de explicar la unidad misma del devenir, puesto que dicha unidad no puede fraguarse en el devenir si es preciso que ella establezca un hilo vinculante entre sus sucesivos momentos. Esto no es posible sino con la condición que el devenir la suponga y la desuna. Reducir lo real al devenir significa por lo tanto disociar el acto de participación, significa considerar por separado los diver­sos aspectos de lo real en tanto que participado y olvidar la operación misma de la que ellos dependen, sin la cual seríamos incapaces tanto de distinguirlos como de unirlos.

Es por ende imposible considerar el devenir como un absoluto y separarlo del acto, sin el que no podría formarse ni conservar ese carácter de unidad a falta del cual hasta desaparecería como devenir. La unidad del devenir le es tan esencial como el cambio indefinido, pues le es preciso que sea uno para ser efectivamente un cambio, para que podamos percibir ese mismo cambio y para establecer un contraste entre sus sucesivos momentos; además, es preciso que sea un cambio indefinido, pues su inmovilización en el mismo estado, por corta que se la suponga, lo sustraería al cambio aboliendo en él la esencia misma del devenir.

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EL DEVENIR: UNA PERSPECTIVA

SOBRE EL SER PURO

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Nunca dejamos de oponer el ser con el devenir: ambos términos sólo se definen por su mutua oposición. Queremos que lo que es, sea precisamente aquello que se sustrae al devenir. Además, no pensamos el devenir sino como una negación del ser o, mejor dicho, como un contacto con el ser que jamás deja de escapársenos. Tam­bién podemos comprender la natural tendencia del espíritu, una vez que hubo percibido esta oposición, a remitir el devenir y el ser a dos mundos separados el uno del otro. En tal caso, empero, los dos términos llegan a ser igualmente miste­riosos: por una parte, estamos ante un ser oculto, que nos obliga a considerar como ilusorias las únicas formas de existencia de las que podamos tener una experiencia; y, por otra parte, no sabemos ni el origen ni el significado de ese mismo devenir del que vemos que es extraño al ser. No tenemos entonces otro recurso que considerar al devenir mismo como si fuera una especie de sombra del ser, la que debiera disi­parse si alguna vez el ser nos fuera revelado. Una concepción como ésta no está por cierto lejos de la verdad, aunque sea difícil explicar por qué es necesario que haya una sombra del ser, cómo podemos imaginárnosla de otra manera si no es interna al ser y por qué ella se presenta bajo la forma del devenir. Pero incluso en estas dificultades encontramos los elementos para una solución, porque el devenir perte­nece indudablemente al ser, aunque no sea la totalidad del ser. De hecho, es un ser por participación, y el error está únicamente en considerar al ser como una cosa inmutable, de la que el devenir no sería sino una imitación imperfecta.

No obstante, si el devenir es un efecto de la participación y la señal de su limita­ción, que muestra lo que de imperfecto e insuficiente hay en el acto que la realiza, el que siempre requiere un dato correlativo cuya esencia es cambiar permanentemen­te, comprenderemos con facilidad que el devenir pueda ser opuesto al ser "en sr: esto es, al ser en cuanto no participado, no pudiéndose lo sin embargo considerar como opuesto al ser en cuanto participable, porque fuera del ser nada hay y, como Malebranche repetía hasta el cansancio, "la nada carece de propiedades". Por lo tanto, será necesario que [el devenir] sea una forma o aspecto del ser. Ahora bien, una vez realizado el acto de participación, por su misma insuficiencia, por la distancia que lo separa del acto de creación, evocará un espectáculo que él se da y que constituye algo así como la huella que él mismo deja en lo real: este espectáculo será la realidad misma tal como se nos descubre desde una perspectiva cuyo centro es el acto de participación. Será preciso, sin embargo, que este espectáculo no deje de renovarse para que el acto de participación no muera al producirlo. Entrará, entonces, en un indefinido devenir.

Ese devenir supone evidentemente un observador que tome distancia sobre él, porque si [el observador] se hallase comprometido en el devenir, no sabría que lo hay. El devenir sólo puede ser aprehendido por un acto que no deviene. Mejor

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dicho, puesto que todo acto de participación supone siempre algo dado que le responda, será lo mismo dado lo que estará comprometido en el devenir y en modo alguno el acto que, en su propia esencia de acto, es indiferente a todo dato. Con todo, el vínculo entre el acto y el dato hace que el mismo acto pueda en cierto sentido interrumpirse en todos los instantes, lo cual significa que -en vez de engen­drar siempre nuevos datos- puede darse a sí mismo el espectáculo de ellos. Deviene, entonces, origen de esa perspectiva que de lo real no retiene sino la secuencia de los datos que, uno tras otro, se actualizan. Da objetividad a esa secuencia como en el desarrollo de una película. En ésta, sin embargo, todas las imágenes tienen realidad conj untamente, aunque las percibamos sólo una tras otra. Así es como nos repre­sentamos el devenir, en circunstancias que, sin embargo, cuando se produce, éste reside en la conversión indefinida de la percepción en imagen y no en una serie de percepciones que, en su totalidad, afloran en el mismo presente, ni tampoco en una serie de imágenes que, todas, recaen en un mismo pasado.

El devenir reside, entonces, en cierta perspectiva que tomamos sobre el ser cuando ordenamos el contenido de la participación, aunque omitiendo el acto que la produce. Es ante todo una visión retrospectiva a la que, pensamos, bastaría cam­biarle el sentido para que el espectáculo que nos da nos entregue la génesis misma de las cosas. [Esta visión] cambia según sea el momento en que se la tenga, al igual que una perspectiva espacial cambia en conformidad con la posición que tenga el ojo. Imaginamos que en la medida en que avanzamos en el espacio o en el tiempo no hacemos sino añadir y acrecentar algo en ellos, en circunstancias que [es la vi­sión la que] cambia del todo, en cuanto perspectiva que la determina. Creemos, no obstante, que existe un devenir común a todas las conciencias, al igual como cree­mos que no hay sino un mundo; pero ese devenir o ese mundo no poseen para nosotros sino un carácter abstracto y expresan las condiciones universales de toda participación posible, en cuanto que ellas dan una misma estructura al dato, es decir, al mundo actualizado a cada instante por cada conciencia.

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E L ACTO DE PARTICIPACIÓN GENERA E L DEVENIR, SIN COMPROMETERSE EN ÉL

El ser, considerado "en sí" y en modo alguno en su relación con una forma particular de la participación, no puede tener sino una existencia interior a sí mis­mo; esta existencia, a su vez, no puede sino residir en un acto que lo torna precisa­mente en "causa de sí" . La dificultad para comprender la idea de este ser "causa de sí" procede sólo de la oposición que establecemos en la existencia sucesiva precisa­mente entre el fenómeno que llamamos causa y el fenómeno que llamamos efecto. Sin embargo, no hay aquí ni causa ni efecto en sentido propio; hay solamente suce­sión regular entre dos fenómenos. Por el contrario, allí donde interviene la causa en

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cuanto tal, engendra sin ser ella misma engendrada. Porque en cuanto engendrada, sería ya un efecto. Ahora bien, decir que ella es causa de sí significa decir, sin duda, que siempre es causa y j amás efecto. ¿Se insistirá todavía pretendiendo que, a falta de sí misma, ella engendra al menos un efecto, el que siempre entra en el tiempo y se asemeja a una cosa o a la obra de un artesano? ¿Y podrá el devenir ser definido como un efecto de este género? No obstante, todo efecto visible no es por cierto sino el testimonio de la limitación de la actividad causal en su ejercicio puro. Hay que decir de esta actividad que, ante todo, se crea a sí misma y que su aparente creación no expresa sino una especie de línea fronteriza hecha de todos los puntos donde su eficacia se detiene y que ella convierte en un objeto que aparenta ser su obra. En el acto voluntario poseemos una experiencia de todos los instantes de esta creación de nuestra actividad por ella misma, de los límites en los que se mantiene y de los efectos visibles que produce. Allí, entonces, donde el ser posee esta interio­ridad a sí mismo que le da una independencia plena y suficiente y permite conside­rar su existencia "en sí" y no ya en relación con otra cosa, no posee [tal interioridad] sino en el acto mismo que realiza y por el cual es para él una misma cosa existir o crearse. No puede haber devenir allí donde establecemos el acto en su pureza, tanto porque ese acto no puede realizarse fuera del presente, como porque en ese ejerci­cio puro, que no es detenido ni limitado por nada, no puede concebirse que haya nada que se mantenga en potencia y que exija tiempo para actualizarse, ni nada que venga a objetivarse como huella o efecto suyo.

Supongamos, con todo , que dicho acto sea imperfecto y que sólo sea un acto de participación o, más bien, en vez de construir de un modo laborioso el concepto de la participación, procuremos tomar conciencia del acto por el que nosotros mismos nos inscribimos en el ser y que está más allá de todos los conceptos porque los produce a todos: percibiremos entonces que ese acto que nos hace ser jamás estará acabado, que es precisamente como una potencia que jamás será plenamente ejer­cida. Permanecería, sin embargo, en estado de pura potencia, es decir, siempre po­sible y jamás actual, si en esta imperfección e inacabamiento que lo constituyen no recibiera de fuera la marca de su limitación bajo la forma de una presencia pasiva que se le impone, pero con la que rehusa identificarse y que siempre es particular y evanescente. Esta presencia es pasiva porque expresa en el ser aquello mismo que va más allá que su operación . Es particular, porque en la operación define el punto siempre nuevo en el que se detiene; es evanescente porque no posee ningún princi­pio interior que le permita ser y subsistir. Esto es suficiente para explicar cómo el acto de participación no cesa de engendrar el devenir sin comprometerse a sí mismo en él,· en el mismo sentido, podría decirse que no se compromete en el devenir sino por aque­llo que le falta, o que el devenir llena todo el intervalo que separa al acto puro del acto que de él participa.

Se puede apreciar al mismo tiempo en qué medida el ser puro -al que hemos identificado con un acto que se produce a sí mismo y que, por esta razón, hemos comparado con el acto voluntario- permanece no obstante alejado de él. Porque

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propio de la voluntad es, precisamente, proponerse la realización de ciertos fines que siempre parecen constituir para ella una especie de ganancia o excedente; la conciencia se interesa en ellos, la vida espera poder hacer una especie de morada en ellos. Quererlos significa atribuirles características de valor, escogerlos para hacer de ellos cierta encarnación del espíritu o un testimonio de su victoria más que de su derrota. Con la voluntad, la participación habrá entrado ya en juego; las obras que ella ejecuta deben ser juzgadas en función de la participación misma y en su rela­ción con la intención de la que proceden y con los obstáculos que ellas han tenido que superar. En el concepto que nos forjamos de las relaciones entre el ser absoluto y el devenir, es muy diferente: las sucesivas fases del devenir no pueden ser compa­radas con las obras de la voluntad; el acto mismo, tomado en su esencia propia de acto, carece de fin particular que pertenezca al mundo del devenir. El devenir no traduce nada más que el orden que se establece naturalmente entre las diversas limitaciones que el acto debe padecer en cuanto comienza a ser participado. En lo que atañe a estas limitaciones, la voluntad no es suficiente para dar cuenta de su origen metafísico. Ella sólo se limita a regularlas en su curso. Ahora bien, debido a que es imposible establecer una separación absoluta entre su operación y el dato que invoca, es inevitable considerar la operación como comprometida en el tiempo con el dato mismo. No existe más deveni1; sin embargo, que el de los datos; en lugar de actuar, es siempre recuperar el mismo acto intemporal que, por su limitación, da siempre naci­miento a algún nuevo dato. Por cierto, no hay mayor inconveniente en considerar el acto de participación como sometido de por sí al devenir, siempre que se lo consi­dere en su totalidad indivisa, esto es, con el dato que lo individualiza. Por otra parte, la disyunción que establecemos entre un acto sustraído al devenir y los datos que forman la trama de ese devenir, sólo presenta un carácter de necesidad en un análi­sis metafísico; allí es indispensable señalar que lo propio del acto está en librarnos del devenir para recuperar el principio de su eficacia en una eterna presencia. Sería propio del dato, por el contrario, esclavizarnos a él, al menos si su ser no fuese aparecer para de inmediato desaparecer, y si en consecuencia no tornase posible a cada instante esa especie de retorno a la fuente de todo devenir que, sobrepasándo­lo, lo obliga también a renovarse a sí mismo indefinidamente.

A la cuestión de saber si el acto de participación está o no verdaderamente comprometido en el tiempo, hemos de contestar que él se lleva siempre a cabo en el presente y que el tiempo no anula la presencia, sino que la distribuye en presencias sucesivas, de modo que entre sí ellas se distinguen como datos diferentes, los que no se interrelacionan más que por el acto propio que los vincula. De su confronta­ción pasajera con ese acto, sin el cual nada serían, obtienen la existencia que les pertenece. No obstante, se separan continuamente de él y es tentador suponer que el acto que las hizo nacer las acompaña también en su huida. Con todo, hay en esto una contradicción, porque es el mismo acto el que actualiza los nuevos datos, aun­que cada vez reciba una limitación diferente. Imaginamos fácilmente, empero, que se desliza a lo largo del devenir, siendo que ese devenir es creado por él cuando intenta reintegrar mediante el pensamiento una concatenación entre los sucesivos

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datos, procurando tan sólo representárselos como si él mismo no los hubiese pro­ducido.

Es así como [el acto de participación] llega a crear esta perspectiva sobre el ser del cual parecería que él mismo se había retirado, al igual que el espíritu que crea la ciencia parece retirarse enseguida del espectáculo que ésta le proporciona. Y como el espíritu no halla lugar alguno en su obra, cuando ya la llevó a cabo, puede decirse del mismo modo que el devenir también parece bastarse y que en vano se buscaría en él el lugar de ese acto del que procede y del que no expresa otra cosa que su limitación, la huella dispersa y, con todo, una. De allí las inseparables dificultades propias de una ciencia como la historia, de la que hemos de decir que, desde que encuentra los actos libres que estuvieron en el origen de los acontecimientos, rom­pe la continuidad del tiempo, pero que la restablece cuando somete al determinismo los mismos acontecimientos, cuando los considera en esa limitación esencial que constituye el mismo fundamento de su mutua dependencia.

El acto de participación es, a su vez, susceptible de diversos grados de concen­tración o de distensión: en su forma más perfecta y más alta, es una comunión con el acto puro y nos hace acceder a una eternidad, donde queda abolido el devenir. Porque ese devenir es un efecto del intervalo que separa al acto de participación del acto puro, y a eso se debe que el acto de participación se desprenda -al menos en apariencia- de la eternidad, donde no cesa de nutrirse y de disociarse en diversos actos que se realizan en el tiempo, aun cuando esta distinción y esta temporalidad sólo se refieran a los datos que, en el mismo acto, testifican más bien acerca de su limitación que de su potencia. Y bien sabemos que, de acuerdo con el valor de su propia actividad, cada uno de nosotros se eleva a veces por encima de los estados del devenir -que lo siguen como una sombra por él producida, pero a la cual ignora- y otras veces, por el contrario, no tiene ojos sino para ellos, que acaparan por así decirlo toda su existencia y terminan acaparándolo.

IV

EL DEVENIR O LA FENOMENALIDAD

Ahora podremos comprender por qué no puede haber otro devenir si no es el de los fenómenos e incluso, también, por qué la palabra fenómeno designa al mis­mo tiempo una apariencia desprovista de interioridad y un cambio que excluye toda subsistencia. Esto parece indicar que el ser no puede ser afirmado sino para sí y no para otro -como [ocurre con] una apariencia- y que trasciende el cambio. Sobre este punto, sin duda, se concentran todas las dificultades de la ontología, si es cierto que el ser debió ser definido alternativamente como acto y como sustancia, aunque en cuanto acto pareciera imposible conservarle su inmutabilidad, en tanto que, como sustancia, pareciera imposible conservarle su subjetividad. Con todo, no dejaba de

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sentirse que acto y sustancia no son más que uno y que la palabra acto expresa el fundamento del devenir, lo que muestra que está siempre en relación con él, aun­que sin estar sometido a su ley, del mismo modo como la palabra sustancia expresa el fundamento de la subjetividad y en consecuencia de la fenomenalidad (que nada sería sin ella) , lejos de excluir a ambas a la vez. Esto basta, sin duda, para poner de manifiesto el parentesco entre devenir y fenomenalidad.

Este parentesco, empero, se muestra todavía más claramente si atendemos a que la fenomenalidad tiene su carácter propio, el cual consiste en que no puede existir por sí misma sino tan sólo para una conciencia que la percibe, y en que la relación inestable que mantiene con dicha conciencia le impide recibir alguna vez, incluso por una duración mínima, la forma fij a o en reposo que podría obligarnos a consi­derarla ya sea como una pertenencia del ser, ya sea como pertenencia del yo. Pero [la fenomenalidad] no es ni lo uno ni lo otro; es una verdadera coincidencia que se establece entre una y otra, la que al mismo tiempo expresa el carácter original del acto de participación y la respuesta original que no deja de darle lo real. Pero la misma naturaleza del fenómeno en cuanto tal prueba la imposibilidad en que nos hallamos de definirlo como un aspecto del ser, capaz de subsistir con independen­cia del proceso que lo aprehende o como un aspecto del yo capaz de subsistir independientemente de una acción externa que lo determine. Así, el fenómeno nace del encuentro entre el acto de participación y el dato que él actualiza. Este encuentro, sin embargo, no puede ser sino evanescente, sin lo cual acto y dato dejarían de distinguirse; no se podría entonces decir si es el acto el que se consuma en el dato, como piensa el empirismo o [si es ] el dato el que se anula en el acto, como piensa el idealismo.

La identidad entre la fenomenalidad y el devenir es la que nos impide confundir el fenómeno con el Ser, obligándonos a conservarle siempre su carácter relativo. Es preciso que a cada instante la esencia del fenómeno sea para nosotros su misma insuficiencia, de suerte que siempre deberá ser sobrepasado tanto por el ser, del que no representa sino un aspecto, como por la actividad del espíritu, que no puede recibir determinación alguna sin que ella requiera de inmediato una infinidad de otras [determinaciones] . Y es preciso asimismo que en ciertas ocasiones sea el espíritu el que, por sus exigencias propias, parezca mirar más allá del fenómeno tal como éste se da, aunque pidiendo respuesta de lo real, y que en otras [ocasiones] sea lo real lo que proponga al espíritu algún nuevo dato, aunque para que el espíritu lo capte por su operación propia. Reconocemos muy bien en esta especie de carrera de alternativas -donde tan pronto es lo real lo que pareciera anticiparse al pensa­miento, tan pronto es el pensamiento el que parecería anticiparse a lo real-, el ca­rácter original de la participación, donde o es la conciencia la que a veces parece llevar la delantera a lo real para aprehenderlo, o es lo real lo que antecede a la conciencia a fin de alterarla. El encuentro [entre la conciencia y lo real] jamás puede ser sino precario; siempre es tangencial. Los dos términos no podrían nunca en­contrarse sino en el límite, allí donde precisamente la infinitud de lo real llegaría a

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coincidir con una actividad del espíritu llevada al extremo y donde, en consecuen­cia, quedaría abolida la participación. Mientras esta última dure, [el encuentro] de­berá ser perseguido sin cansancio ; para ella no existe un punto donde detenerse y donde pueda permanecer y llegar en consecuencia a su acabamiento, porque el yo justamente en ese punto al menos perdería su independencia y vendría a confundir­se con su propia determinación.

Así, el devenir de los fenómenos o, si se quiere, la reciprocidad entre devenir y fenomenalidad, encuentra fundamento y fácilmente podría mostrarse que si la noción de fenómeno implica la de devenir, la noción de devenir implicará también la de fenómeno. Porque no puede apreciarse nada de lo que cambia si no está referido a un sujeto que no cambia, ni nada puede desprenderse de éste si no es precisamente porque constituye una apariencia que no podría ser confundida ni con el ser del sujeto, ni con el ser de las cosas. Comprendemos con facilidad, entonces, que de lo real no podamos percibir otra cosa que no sea el devenir de los fenómenos, y que el devenir nos parezca un devenir eterno. Esta eternidad no es, a su vez, sino la eternidad misma de la participación. Si ella cesara, sería el mundo el que se desvane­cería.

Mientras el fenómeno se halle complicado en el devenir, podríamos decir que constituye un acontecimiento. El devenir está hecho por la indefinida sucesión de acontecimientos, cuya realidad total concentramos en la percepción que de ellos podamos tener, sin interesarnos jamás en su porvenir (como posibilidad) o en su pasado (como recuerdo) . Por una especie de paradoja, sólo la memoria es capaz de constituir ese orden que, con todo, ella reduce a no ser sino un orden entre percepciones. Y son estas percepciones, en cuanto se reemplazan entre sí, pero que a pesar de todo parecerían bastarse a sí mismas, las que en su indefinida secuencia, constituyen el devenir absoluto. Es fácil ver que tal devenir es incapaz de sostenerse, no porque sea necesario enfrentarlo a un ser inmutable que no vemos cómo podría producirlo, aunque se lo pueda reducir a él, sino porque es imposible concebirlo de otra manera que por un pensamiento que, para pensarlo como devenir, debe vincular una con otra sus diversas fases, o por una voluntad que los asuma e integre sucesivamente. El devenir de los fenómenos es la expresión de su insuficiencia, pero también de su vinculación con una actividad de participación, la que no puede constituirse sino recibiendo constantemente del ser una nueva determinación, con la que, no obs­tante, j amás podrá ser identificada.

V

EL DEVENIR DE LOS ESTADOS DE LA MATERIA

Aunque el devenir sea ley de todos los fenómenos y todo fenómeno posea al mismo tiempo una cara objetiva en virtud de la cual posee un contenido y otra cara subjetiva, por la cual nos da la representación de este contenido, parecería que es

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posible estudiar alternativamente el devenir del objeto y el del sujeto, los que, no obstante, no pueden ser disociados sino por la abstracción. Es así como todo el mundo está de acuerdo en admitir que hay un devenir del mundo material, pero a menudo se cree que la materia está dotada de una especie de independencia y que el tiempo en el que se halla arrastrada es un tiempo de por sí diferente del tiempo de la conciencia, aunque ambos no dejen de interferirse.

Ahora bien, cuanto examinamos las razones mismas que nos impiden conside­rarla como tal, vemos por qué la materia es inevitablemente considerada como si tuviera una existencia en sí. No hay efectivamente una materia sino en la misma medida en que el acto constitutivo de la conciencia, en vez de adecuarse al ser, se ve desbordado por él, que le impone en consecuencia una presencia que está obligado a experimentar. Esta presencia, que no podemos dárnosla a nosotros mismos, es la que equivocadamente consideramos como la presencia del ser. Esto basta para dar cuenta del nacimiento del materialismo. Y sin embargo, sería contradictorio [creer] que tal presencia sea la presencia del ser tal como es en sí mismo. No puede ser sino la presencia del ser tal como es para nosotros, es decir, tal como nos aparece. Es una presencia fenoménica y es sobre una evidencia como ésta donde se apoya la tesis idealista según la que el mundo material no puede ser para nosotros más que una representación. Observamos sin dificultad que esta definición de la materia como una presencia dada al pensamiento , en tanto que objeto al que el pensamien­to se aplica y no acto que lo hace ser, es la que condujo a Descartes a identificar materia y extensión. Y podrá ser que esa definición sea insuficiente, pero no puede decirse que sea falsa. Cuando se busca, como Leibnitz, un principio interior ajeno a la extensión y que sea la misma esencia de la materia, es porque ya se la espiritualiza. N o se la quiere reducir a la fenomenalidad pura.

La extensión, sin embargo, es en sí misma indiferenciada. Es la tela en la que todos los cuerpos son cortados. Y Descartes, con el fin de introducir dentro de la extensión la distinción entre los diversos cuerpos, utiliza el movimiento, es decir, [utiliza] ya el tiempo. Pero al parecer el problema es susceptible de ser profundiza­do todavía más. En efecto, no nos contentaremos con afirmar en primer lugar una extensión homogénea e inmutable, para después hacer intervenir al tiempo, al modo de un instrumento que la recorta. Si es exacto el análisis que comenzamos en el párrafo IV del presente capítulo para identificar la identidad del devenir y la fenomenalidad, es en el mismo instante en que la materia se nos hace presente cuando ella entra en el devenir. La espacialidad expresa solamente su carácter de apariencia; sabemos empero que no es una apariencia sino si es evanescente, es decir, temporal. Es esta la razón, sin duda, por la que espacio y tiempo no pueden ser disociados. En cambio, s i se afirma el espacio por separado, la materia nos parecerá tener la permanencia de una cosa y si se afirma por separado el tiempo, no se afirmará sino un devenir del cual no se ve por qué posee un carácter material. En lo que atañe a quienes definen al espacio como la forma del sentido externo y piensan que la materia no está en el tiempo sino porque también es recibida en el sentido interno, indudablemente no buscan tanto asegurar la independencia de los

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sentidos externo e interno, como mostrar de qué modo éstos entran indivisiblemente en juego en la constitución de la fenomenalidad.

Esta concepción desemboca en consecuencias particularmente importantes en lo que concierne a la noción misma de la materia. Porque podría decirse que el primado de la exterioridad, que hace que la materia sea esa forma del ser que aparece a alguien, debería llegar a hacernos buscar la esencia de la materia en un elemento definido por coordinadas exclusivamente espaciales, como se aprecia en toda doc­trina tipificada por el atomismo. Combinamos en seguida los elementos descubier­tos por el análisis en un tiempo que es simplemente condición de posibilidad de su reunión, a fin de dar cuenta de todos los aspectos de la existencia que la experiencia pueda ofrecernos. De esta manera, el tiempo no es más que el esquema general de todas las operaciones de análisis y síntesis por las que el espíritu intenta dar cuenta de la realidad, tal como ésta nos es dada. Ahora bien, parecería que el tiempo está ligado a la materia de un modo mucho más primitivo y radical: él es condición de su misma aparición, y no sólo de la diversidad de sus formas; mejor dicho, esa diversi­dad es la materia misma considerada no como una especificación ulterior, sino como inseparable de su origen y como constitutiva de su misma esencia. De ahí esa tendencia de ILl reflexión a definir ILl materia, no por ILl inmutable homogeneidad del espacio, sino por ILl diversicúui pura, que se convierte luego en un devenir puro. Y es ésa la razón por la cual el problema se halla no tanto en saber cómo un fenómeno material llega de pronto a cambiar de naturaleza, como en saber de qué manera, en el cambio infinito del mundo material, es posible constituir por síntesis la unidad de ciertos objetos de estabilidad relativa.

En el Capítulo 11 mostramos cómo la participación no se realiza si no es por el vínculo entre espacio y tiempo que se produce en cada una de sus formas. Para la física contemporánea, el problema de la materia está sin duda alguna constituido por ese vínculo. La noción de elemento estará subordinada a la de vibración o de onda, por la que el espacio es diferenciado, así como según Descartes lo era por el movimiento mismo de los cuerpos. Los fenómenos no se distinguen unos de otros por las propiedades estáticas de los acontecimientos que los forman, sino por la "frecuencia" de las ondas que los producen, es decir, por propiedades temporales secretas que la percepción abarca y disimula. La materia sólida y resistente, como antes se la concebía (y que expresaba ese carácter por el que trasciende al acto que la aprehende) , tiende a desaparecer. Ya no se distingue de la espacialidad que las sostiene, sino la diversidad de las ondas que la recorren. Para nosotros, la materia ya no es un cuerpo sustancial que viene de fuera a llenar el vacío del espacio; tampoco es cierta circunscripción del mismo espacio , [sino] que es la reunión de espacio y tiempo y expresa todos los posibles modos según los que dicha reunión se produce. Agreguemos que este enlace de espacio y tiempo, que es suficiente para la lectura de la experiencia propiamente tal, tiene sin embargo su principio en el acto de la participación que fundamenta la dualidad tiempo y espacio sobre la dualidad acto y dato, la única que puede dar cuenta a la vez de la variedad y de la correspondencia

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de sus modos, la cual en último término nos permitiría recuperar en su misma unión -como lo muestra el doble ejemplo de la energética y de la microfísica- esa oposición entre la potencialidad y la actualidad sobre la que reposa el acontecimien­to de toda existencia individual.

Es en la materia, por lo tanto, donde encontramos el devenir en su forma des­nuda. Intentar su análisis significa romper esas síntesis por las que la actividad de la conciencia procura introducir en ella una unidad siempre amenazada: la ley de la materia es esa ley de disolución universal que en último término haría de ella no un polvo de elementos indistintos, sino la anónima e indiftrenciada vibración del tiempo puro. Es una espe­cie de trama ofrecida a todas las especies de la participación que la estrechan y diversifican, cada una según su propia modalidad.

VI

EL DEVENIR DE LOS ESTADOS DEL YO

Oponemos naturalmente los estados de la materia y los estados del yo. Conside­ramos a unos y otros como fenómenos traídos igualmente consigo por el devenir. Pero ocurre que distinguimos el devenir de la conciencia y el devenir del mundo, como si el primero tuviese un carácter subjetivo e individual y el segundo un carác­ter objetivo y universal. Y, en ciertas ocasiones, nos preguntamos si no hay tantos devenires como cosas que devienen; en otras ocasiones [la pregunta es] s i el origen de todo devenir no estará en la conciencia, que impone a las cosas su propio deve­nir y las somete a leyes generales.

Con todo, el devenir del mundo y el de la conciencia están más estrechamente ligadas que lo que creemos. Ante todo, la noción de fenómeno aparece como si ella misma estuviera en el punto de encuentro de la representación y del objeto repre­sentado, que no se distinguen uno de otro sino por el mismo aspecto bajo el cual se los considera. El contenido de la percepción y el acto de la percepción no pueden ser aislados sino por el análisis. Su dualidad es un efecto de la participación, que basta para explicar de qué manera el devenir del mundo y el de la conciencia son inseparables. Es natural, por lo tanto, que el yo no devenga sino en estados que está obligado a padecer y que expresan su limitación, aunque obligándolo al mismo tiempo a superarla; porque cada estado lo limita a la vez que le aporta aquello que él es incapaz de darse a sí mismo. Pero eso mismo le parece insuficiente, razón por la cual todo estado necesariamente es inestable y siempre llama a otro. Es así como no existe ningún estado del yo que no tenga relación con estados del mundo, cuyos ecos expresa en sí mismo. Y fácilmente se comprende que, desde una perspectiva objetiva sobre el ser, pueda negarse la existencia de estados del yo o considerárselos como un reflejo de estados del cuerpo. El concepto que nos hemos formado del devenir explica bien por qué los estados del yo expresan todo lo que en el ser, y a cada instante, sobrepasa al acto de la participación, pero que no obstante se halla en

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correlación con él. Y según que su actividad tenga mds o menos potencia, el yo podrd confundirse a sí mismo con sus estados o rehusarlos como si le fueran ajenos. No puede, sin embargo, hacer otra cosa que ver en ellos al mismo tiempo la marca y la prueba del desarrollo que le es propio.

Al igual que los estados de la materia, los estados del yo no tienen existencia sino en el devenir. Su esencia es pasar, es apenas posible retenerlos e incluso captarlos. Un análisis cada vez más delicado no deja de discernir siempre nuevos matices, y se nota muy bien que ese análisis puede prolongarse hasta el infinito, pues en ellos no hay nada más que una transitividad pura, imposible de reducir a términos separados. Es verdad que, para que este último se nos haga sensible, es preciso que exista una suerte de proporción entre nuestro propio devenir y el de las cosas, porque si es muy rápido o muy lento, pareciera que se nos escapa, como se nos escaparía también si su ritmo fuese el mismo que el del devenir interior. También aquí el intervalo aparece como la condición misma de la percepción. No podríamos desconocer, sin embar­go, que no puede haber estado de conciencia que no sea algo más que un estado. Desde ya, no podemos aprehender un estado de la materia si no es en la relación que ese estado guarda con el acto que lo percibe. Cuando se trata de un estado del yo, empero, éste no es jamás un mero espectador. Se haya comprometido en ese estado. Y todo estado es inseparable de una voluntad, la que siempre tiende a mantenerlo o a arrojarlo fuera y que le cambia incesantemente la sustancia. Y si se pudiera conce­bir en último término un devenir material que fuese, por así decirlo, el devenir en estado puro, en lo que al devenir del yo atañe, no es así. Reducido a una serie de estados, el yo queda abolido. En lo que llamamos su estado, siempre hay cierta composición entre esa dispersión fuera de sí y el acto por el que se resiste e impide que su propia identidad quede mermada. Por esto es que todo aquello que en el devenir material queda fuera de proporción con el tren material de nuestra vida, ya sea por exceso o por defecto, no penetra en nuestra conciencia y no puede ser descu­bierto más que por artificios. [Es] como si cada uno de nosotros ocupase una zona intermedia en el devenir entre la sucesión pura y la inmovilidad absoluta.

Con todo, puesto que los estados del yo no pueden ser disociados de los estados de la materia, fuera de los cuales el yo sería una actividad perfecta sin relación con estados, y puesto que esos estados del yo, en razón de su misma subjetividad, care­cen de existencia independiente, y siempre son como una repercusión en el yo de una presencia distinta de la de éste, se comprenderá fácilmente que pueda explicar­se todo el devenir del yo, es decir, toda la sucesión de nuestros estados psicológicos, haciéndolos dependientes de los estados del cuerpo. Porque el cuerpo no se dife­rencia de la materia de otro modo que por el sentimiento de pertenencia. Esto significa que me obliga a inscribirme a mí mismo en ese universo de lo dado, donde padezco sin cesar la acción de todo aquello que me sobrepasa; y si puedo distin­guirme de los otros cuerpos, rechazándolos como cosas hacia un no yo que no deja de imponerme mi propia limitación, tal limitación adherirá a mí, sin embargo, de alguna manera. Por esa limitación siempre presente y que se expresa por la limita­ción que me viene de las cosas, ese cuerpo que precisamente es el mío se define entre los

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demás cuerpos. Hay entonces un devenir del cuerpo, del cual puede decirse que es mediador entre el devenir del mundo y el de mi propia conciencia.

El devenir de los estados del yo no puede entonces ser explicado enteramente por el devenir de los estados de la materia. No es solamente su eco. En tanto que el devenir material es el yo en cuanto sobrepasado por una actividad cuyos efectos él padece -efectos que no dejan de ser rechazados fuera de sí por el yo-, el devenir de sus propios estados será el mismo yo en tanto que padece desde su interior los efectos de su propia actividad. En otros términos, [el yo] lleva en sí la huella de su propia limitación esencial. Aquí, [el yo} es, si puede decirse, pasivo respecto a su propia actividad, y el mundo sólo es testigo de esa limitación e instrumento por el que {esa actividad} se realiza.

VII

EL DEVENIR O LO PERECIBLE

La noción de tiempo no se agota con el devenir. Pero el devenir es un aspecto suyo que hay que unir a la duración e incluso a la eternidad para comprender su esencia y significado. Con todo, es ese el aspecto que más nos afecta; y sucede que si se lo considera aisladamente, [dicho aspecto] nos manifestará la esencia del tiem­po de modo tal , que duración y eternidad parecerán ser más bien su negación que su sostén. No podemos, en efecto, pensar el tiempo sin pensar en una serie de momentos que se excluyen, es decir, que son tales -como se mostró en el Capítulo II- que la existencia de cada uno de ellos implica la no existencia de todos los otros. De ahí que si elevamos la sucesión hasta lo absoluto -aunque sea propio del deve­nir presentarnos una serie de términos que, uno tras otro, aparecen y desaparecen como una creación y una destrucción ininterrumpidas-, lo que sin embargo reten­drá nuestra atención en el devenir no será que éste siempre introduce en el mundo alguna nueva existencia, sino más bien que anula toda existencia dada en la que habíamos creído establecernos. Esa es la razón por la que el devenir siempre es para nosotros lo contrario del ser. Somos menos sensibles a lo que produce que a lo que destruye, lo que se debe a que nada nos resulta más natural que estar establecidos en el ser. Y aunque la existencia no sea para nosotros sino una existencia por participación, siempre nos asombrará más ver lo que nos arrebata que lo que nos regala. En cambio se precisa una tendencia particularmente optimista de la conciencia para atrevernos a definir al tiempo como una ininterrumpida eclosión.

Hay además otra razón que nos obliga a considerar al tiempo como si arrastrara todo hacia la nada y es que no logramos naturalmente aislar nuestra propia existen­cia, en la conciencia permanente que de ella tenemos, de los modos variables a los que está asociada. De esta suerte, nos parece que nuestro yo de ayer dejó de ser cuando el modo que lo determinó cedió su lugar a otro, sin que veamos que -para que estos modos puedan ser distinguidos uno de otro- es también necesario que

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puedan estar unidos y que la memoria que de ellos tenemos atestigüe acerca de nuestra propia continuidad en la existencia a través de sus cambios. Sólo son los modos, en tanto que se suceden y se excluyen uno al otro de la misma presencia, los que precisamente constituyen el devenir. Comprendemos muy bien que para quie­nes reducen la existencia a sus modos, no haya nada sino el devenir.

Si quisiéramos todavía definir con más precisión el carácter propio del dev�nir, diríamos que expresa la misma experiencia que tenemos de la alteridad. Fácilmente nos damos cuenta que ésta es inseparable de la participación. Ahora bien, esta alteridad se presenta bajo dos formas, porque ante todo es la negación del yo y, también, so pena de convertirse en identidad, es la indefinida negación de sí misma. Se dirá, por cierto, que la alteridad pura se presenta bajo una forma espacial y temporal a la vez; pero fuera de que la alteridad espacial supone a la temporal para ser recorrida, y por ende para ser reconocida, se dirá que la alteridad temporal es la única que podría crear en la participación ese escalonamiento sin el que la distinción entre el partici­pante y el participado no podría ser hecha. Pero ese escalonamiento exige que cada fase de la sucesión se anule en el momento en que la siguiente se realice. Este es propiamente el carácter del tiempo, en cuanto que contrasta con la extensión. La irreversibilidad carece de sentido si no es bajo la condición de que nunca más poda­mos pasar por el estado por el que ya atravesamos, de modo que si el espíritu es capaz de conservar alguna huella suya o de resucitarlo bajo una forma nueva, hay sin embargo en él algo que nunca más se recuperará y que desapareció sin retorno: es eso mismo por donde entra en nuestra existencia sensible y constituye nuestro devenir. Vemos, entonces, por qué es igualmente verdadero decir que todo pasa y que todo se conserva. Pero no [se dice] en el mismo sentido, ni se trata de las mismas cosas. Cuando decimos que todo pasa, sólo se trata de las cosas que puedan penetrar en el devenir, y cuando decimos que todo se conserva, se trata precisa­mente de las cosas que penetran en el espíritu y quedan por ello sustraídas al deve­nir. Lo que pasa es el acontecimiento o fenómeno, es el objeto de la percepción que siempre se renueva, es el estado interior en cuanto dependiente del acontecer y del cuerpo. Estamos ante lo que jamás volveremos a ver. ¿Cómo podría ser de otra manera, si el fenómeno, el objeto o el estado no son precisamente otra cosa que los encuentros entre el yo y aquello que lo trasciende y que en caso alguno pueden formar la sustancia del yo? [¿Cómo podría ser de otro modo] si incluso deben abolirse para que el yo pueda, por una especie de transustanciación, extraer de ellos los elementos que en adelante habrán de constituir su ser propio? Por lo tanto, no es necesario intentar salvar de la aniquilación al acontecimientos, al fenómeno o estado, que mueren en el tiempo sólo para resucitar bajo otra forma, pero que, en su específica realidad, están destinados a la desaparición tan pronto como aparecie­ron. Si sufrimos por su carácter perecedero, es porque para nosotros constituyen la verdadera realidad, de suerte que, con su pérdida, es a nuestra propia pérdida a lo que creemos estar asistiendo. Sin embargo deberíamos decir todo lo contrario, por­que no nos pertenecían a nosotros mientras pertenecían al dominio de la objetivi­dad, y sólo vivimos de su muerte.

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¿Deberemos decir que el fenómeno, en el momento en que se produce, lleva siempre en sí los rasgos acumulados de todos los fenómenos que lo precedieron, de suerte que en el presente del mundo se sobrevive a sí mismo todo lo pasado? Pero es que lo que ocurre en ese caso es que no estaríamos considerando en el pasado propiamente al acontecimiento que ya no es nada, sino la contribución que él apor­tó con su abolición a la génesis de una nueva forma de existencia. Cuando en ésta creemos recuperar todo el pasado que ella envuelve, estamos siendo víctimas de una ilusión; ese pasado, precisamente, ya no tiene existencia sino para nuestra me­moria, que -cuando analiza las características de la realidad que tiene presente­cree descubrir en esta última la subsistencia misma del acontecimiento abolido. En otros términos, el presente siempre es nuevo, y el pasado -cuyos rasgos lleva en sí­no tiene existencia sino en ese presente. Con todo, si nos damos cuenta que consis­te en una mera repercusión ante lo externo, lo que, cuando se borra se transforma en una disposición espiritual que no hubiéramos podido adquirir de otro modo que gracias a esa desaparición, j amás lamentaremos que lo perecible perezca. Por lo tanto, si hay un devenir de cosas materiales en el que éstas se nos escapan continua­mente, es porque ese devenir constituye la condición sin la que el espíritu no podría vincularse con el mundo de las cosas, ni liberarse indefinidamente de ellas, aunque de modo que nutran sin embargo su propia vida con los elementos recibidos de dicho mundo.

VIII

EL ORDEN DEL D EVENIR, EFECTO DE UN ANTAGONISMO

CREADO POR EL ACTO LIBRE ENTRE LA INERCIA DE LA MATERIA Y EL IMPULSO DE LA VIDA

No basta haber definido el devenir de los fenómenos en su doble forma, como devenir de los estados materiales y como devenir de los estados del yo, ni haber mostrado que el devenir es perecedero; ahora trataremos de mostrar que existe una continuidad del devenir y que tal continuidad hace aparecer un orden acerca del cual la memoria ha de dar testimonio. Hay, entonces, si así puede decirse, un orden según el que las cosas nacen y perecen. Este orden, sin embargo, no es tan simple como pudiéramos pensar, porque imaginarse solamente una serie de términos y que la conciencia pasara del uno al otro mediante una operación de pensamiento sería representárselo bajo una forma demasiado abstracta. Más allá de que se discu­tirá eternamente acerca de la naturaleza de esa operación, su meta siempre seguirá s iendo explicar cómo el devenir puede ser reducido, y no cómo puede ser produci­do. Supone la alteridad y no logra dar cuenta de ella si no es hallando detrás una identidad que oculta. Con todo, lo que deberíamos definir es el orden en el que aparecen y desaparecen las diversas formas del devenir. Del conocimiento de un orden como ése esperamos todas las claridades que podamos esperar respecto al

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significado del universo y de nuestra propia vida. De ahí el éxito obtenido en todos los tiempos por las cosmogonías y, en nuestros días, por la teoría de la evolución. Existe sin embargo un grave peligro en querer asignar también un determinado orden al mismo devenir del Todo, mediante una implícita comparación, ya sea con la realización de la obra de un artista, ya sea con el desarrollo de la vida desde su germen hasta su madurez o su declinar. Tales aproximaciones nos dejan incómo­dos, porque sabemos muy bien que el devenir no tiene sentido sino respecto a formas particulares de la participación, sin que el Todo que funda su posibilidad y que a todos los abarca pueda estarles sometido. De esta manera hay devenires espe­cíficamente diferentes; no obstante, tienen características tales que deben a pesar de ello ser interdependientes unos respecto a otros en la unidad de un mismo Todo.

Para comprender cómo puede hablarse del orden del devenir es preciso, enton­ces, en vez de considerarlo simplemente en la serie de los términos que le dan realidad, remontar hasta el mismo principio del que depende su realización. Ahora bien, sabemos que el devenir es un efecto de la participación por la que todo ser que se hace a sí mismo pide, en virtud de lo limitado de su operación , un dato correlativo al que no cesa de rechazar y sobrepasar. Y si ahí se halla el fundamento de cada devenir particular, el devenir en general encontrará su fundamento en la posibilidad misma de toda participación, cualquiera que sea la forma particular bajo la que se realice. El devenir, por lo tanto, reside en el orden que ha de aparecer entre diversos fenómenos a partir del momento en que un acto de participación puede producirse. Pero si el problema del orden del devenir presenta tanta comple­j idad, es porque la participación, considerada en su acto y no en sus especies, de por sí no entra en el devenir. Ella pone en acción una libertad que, aunque siempre exige ciertas condiciones determinadas al interior de las que pueda insertarse, no expresa respecto al acto puro sino una posibilidad que requiere ser actualizada y que puede serlo de diversas maneras. Corresponde a la teoría de la participación, y no a la del devenir, mostrar cuáles son las relaciones de cada libertad para con el acto puro y para con las otras libertades. No obstante, el devenir nace en cuanto comienza la participación. Reside precisamente en el orden que puede establecerse entre las huellas que ella deja, una tras otra, detrás de sí. Y si pensamos en todos los grados posibles de la participación y en las condiciones que éstos requieren para actualizarse, comprenderemos que el devenir, como la historia lo demuestra, sigue una sinuosa línea y que no se la puede reducir a una simple fórmula.

Sin embargo, el problema del orden del devenir no subsiste ahí en menor medi­da, con la condición que se lo encierre dentro de límites lo suficientemente estre­chos. Se trata, en efecto, de considerar lo participado en cuanto una serie de datos, es decir, prescindiendo del acto de participación o, también, [se trata] de definir la forma de cambio inherente al dato como tal, y que hace que éste siempre sea para nosotros otro que el que era. El acto de participación siempre tiene un carácter creador; resucita incesantemente nuestro acceso al ser; con todo, el dato en cuanto tal nunca añade nada a sí mismo. Es a éste al que, en último término, se lo define

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por la inercia. Ahora bien, la inercia resiste al devenir, en vez de explicarlo; inmoviliza al tiempo, en vez de transcurrir con él; es, por parte de las cosas, por así decirlo, la contrapartida de la identidad del espíritu. Pero -al igual que lo que se refiere a todo lo que ya se haya realizado en el tiempo- el espíritu es una creación incesante, dado que nunca puede acabar de encarnarse. También así, en lo que se refiere a cada una de sus nuevas creaciones, la materia siempre marca una especie de retraso que la ata al pasado. Eso es lo que ya se aprecia en todos los fenómenos de repetición y de hábito. Pero hay más todavía: la esencia de la materia es siempre estar desaparecien­do, su carácter esencial es el desgaste, como si el porvenir no dejase de carcomerla. No olvidemos que su existencia es momentánea, pero que está igualmente presente en todos los momentos del tiempo. Su inercia expresa la continuidad de su presen­cia; su incesante destrucción, expresa la imposibilidad en que se halla de conservar por sus solas fuerzas ninguno de esos conj untos de elementos que una participa­ción siempre imperfecta jamás edifica si no fuera por ir aún más allá de ellos. Así, tomando el término devenir en su sentido estricto, habría que decir que no hay otro devenir que el de la materia, es decir, que el del fenómeno, y que la ley de éste es tan sólo no aparecer sino para desaparecer. Pero puesto que la percepción jamás cesa, hay entonces continuidad del devenir. Y aunque el fenómeno no sobreviva sino en el recuerdo, esa continuidad halla una expresión en la inercia de la materia, así como su incapacidad para sostenerse fuera del acto al que limita se expresa por esa ley del desgaste, que parecería obligarla a sucumbir en cuanto la participación la abandona, y a retornar por su propio peso hacia un estado de indeterminación pura.

Ahora bien, si no hay otro devenir que no sea el de la materia y que en la parti­cipación ésta sea la señal de lo que podría llamarse su retraso -puesto que es un testigo del intervalo que nos separa del ser puro- comprenderemos muy bien que el devenir en que la materia nos retiene sea en cierto sentido lo contrario del proce­so creador. Oponiendo los conceptos tradicionales de causalidad y finalidad, puede decirse que el devenir expresa la determinación del porvenir por el pasado, del mismo modo que el acto creador responde, al interior del tiempo, a la determina­ción del pasado por el porvenir. No es verdad que estos dos movimientos se com­pensen [entre sí] sino que forman un todo: están enfrentados y a veces es el uno, a veces es el otro el que prevalece. Pero el devenir material tiende siempre a deshacer esta organización y unidad que el espíritu no deja de imponerle: por el hecho de no llevar en sí señal de actividad alguna, parece obedecer siempre a una actividad disol­vente. Produce la diseminación psicológica en una conciencia demasiado sujeta al cuerpo. Ordena todo hacia ese estado de equilibrio, que no se diferencia de la muer­te, en el que la misma materia perece abolirse. ¿Cómo podría ser de otro modo, si el devenir material es la sombra y, hablando en rigor, lo inverso de la participación? ¿No será entonces necesario -si el ser es acto, aunque acto que, por su misma imperfección, exige la materia como condición de su realización- que allí donde el acto se retira, la misma materia tienda en su triunfo a disiparse y aniquilarse? Po­dríamos trazar, a partir de esto, los lineamientos de una suerte de génesis de la materia, en cuanto nacería de la participación como condición y expresión de su

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condición limitada. Con ello , la materia desaparecería en los dos extremos de la escala de la participación: antes de su comienzo y cuando haya alcanzado esa cum­bre en la que se consuma en una perfecta unidad con el acto puro.

Vemos, por lo tanto, la dificultad que había al querer explicar el orden del deve­nir por un principio único. Si el devenir tiene su origen en la participación, se com­prende que haya en él una dualidad o, también, que se encuentre en él un antagonis­mo inseparable de todos los procesos en los que la participación está comprometi­da. Pero no hay que sorprenderse -dado que el devenir siempre traduce el intervalo que ha de franquear la participación- de que aparezca ante todo bajo la forma de ese devenir material por el que todas las cosas se diluyen y aniquilan: devenir es en primer lugar cambiar, es decir, desaparecer. Por el contrario, toda renovación tiene un carácter creador: es la participación en la obra de la creación, en cuanto procura realizar esa unidad, que constituye una victoria sobre la dispersión, y esa duración, que es una imagen de la eternidad. Esta es la razón por la que la palabra devenir es menos adecuada y no la empleamos tan gustosamente para designar las conquistas de la vida, que parece ser el vehículo del espíritu, como [para designar] los cambios del mundo material . Es como si la vida misma, en vez de someterse al devenir, fuese por el contrario una victoria sobre éste, como si mediara entre el devenir y el ser y no utilizase al primero sino para acceder al segundo.

No obstante, estas dos fuerzas de sentido opuesto, una de las cuales es destructiva y la otra constructiva, no pueden ser consideradas como si actuaran y conj ugaran sus efectos en virtud de una necesidad inherente a ellas. La necesidad no pertenece sino a la fuerza de la inercia, cuando se la abandona a su propio juego. Sin embargo, ella no nos encadena, porque esa acción del pasado de la que nuestro vínculo con el cuerpo da testimonio en el presente puede servir para nuestra liberación; [esto ocu­rre] en la medida en que el pasado nos permite desprendernos del presente de la materia y se torna, gracias al recuerdo, un presente espiritual. Pero no hay que olvidar que ese antagonismo, que en el mundo de la experiencia siempre se presen­ta como un antagonismo entre materia y vida, tiene su fuente en el acto de la parti­cipación en cuanto que éste procede de nuestra libertad; de esta suerte, la necesidad del devenir material y la espontaneidad de las creaciones de la vida, en cuanto éstas se oponen y se responden entre sí, dependen una y otra de una actividad que tras­ciende toda ley y que engendra precisamente la curva del devenir gracias a ese conflicto -que prosigue sin tregua- entre el peso de la materia y el impulso de la vida.

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ACERCA DEL TIEMPO Y DE LA ETER N I DAD 237

IX

ACERCA DEL PRECEPTO "LLEGA A SER LO QUE ERES"

Y ahora ¿qué habremos de pensar de la fórmula "llega a ser lo que eres" 1 0 , donde parecería que el devenir y el ser están tan estrechamente vinculados, [de manera] que el ser respecto al devenir es a la vez su origen y su efecto? Y ¿cuál podría ser el papel del devenir, si es necesario que yo devenga [llegue a ser] lo que soy y no ya solamente lo que seré algún día? La fórmula, sin embargo, muestra la necesidad que tiene el ser de realizarse y, para realizarse, de entrar en el tiempo y fenomenalizarse. Nadie puede acceder al ser de otra manera que no sea por la actualización de sus posibilidades. Sólo que no puede actualizar esas posibilidades sino recorriendo suce­sivamente las tres fases del tiempo, es decir, llevando a cabo ese ciclo temporal por el cual cada uno de nosotros crea su propia presencia espiritual por medio de la pre­sencia sensible. La formación de nuestro ser personal es, entonces, inseparable de un devenir material que es su testigo e instrumento; lo propio de ese devenir, empero, es precisamente desvanecerse en la medida en que ha servido. El error más grave sería, con el pretexto de que produce un devenir de nuestros estados, confundirlo con la esencia del yo.

El yo puede ser considerado bajo dos aspectos diferentes: por una parte, es una posibilidad siempre ofrecida en el ser puro y que la función de sujeto comprometi­do en una situación determinada precisamente ha de reconocer y asumir. Sería contradictorio imaginar que tal posibilidad fuese de antemano algo ya del todo hecho, pues no sólo le falta ser actualizada, sino también ser distinguida y aislada, esto es, reducida al estado de posibilidad a fin de que la actualicemos. Es ésaJ sin dudaJ la fonción propia de la libertad en CU4nto en el acto puro es creadora de sí mismaJ es decir, {es creadora] de su propia posibilidad. Por otra parte, esta posibilidad está constreñida a encontrar sus propias condiciones de realización en una situación particular deter­minada por el espacio y el tiempo. E incluso comprendemos que la relación entre posibilidad y situación podría ser leída en dos sentidos diferentes, según se conside­re la situación como si fuese expresión de la elección de esa posibilidad, que origina las circunstancias en las que ella podrá ejercitarse, o se considere por el contrario esas circunstancias como si invitaran o también exigieran la elección de una posibi­l idad que esté en relación con ellas. Las dos tesis destacan igualmente bien la impo­sibilidad en que nos hallamos de separar los dos aspectos de la participación: un acto cuyo ejercicio depende de nosotros, y una forma de manifestación, la que depende de nuestra relación con el resto del mundo. El hecho de que deba haber correspondencia entre estos dos términos es algo que nadie podría poner en duda,

10 N.T. "Deviens ce que tu es ': lo hemos traducido por "Llega a ser lo que eres ': dado que en castellano el verbo irregular "devenir " carece de imperativo en segunda persona. En muy mal castellano sería ''devén ':

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aunque el idealismo absoluto absorba la manifestación en el acto que la produce, y el empirismo absoluto [opte por la] abolición del acto en la manifestación que lo expresa.

El que el yo no pueda actualizarse sino a través de un devenir material no prue­ba en modo alguno que este yo ocupe un lugar dentro del devenir. El término devenir tiene, al menos aquí, un sentido enteramente diferente, pues se trata de un devenir enteramente espiritual. Y en tanto que en el devenir material cada término se desvanece tan pronto como se haya realizado, el devenir espiritual, por el contra­rio, integra poco a poco los términos de su recorrido. ¿Cómo podría ser de otra manera, si pensamos que el devenir material expresa su negatividad o su deficiencia en la misma participación, y el devenir espiritual, su positividad y su progreso? Por eso, no será entonces sorprendente que todos los términos del devenir material se definan por su limitación y sean arrojados fuera del ser tras su encuentro con él. En cambio, todos los términos del devenir espiritual, por el contrario, se definen por un acto que incesantemente trasciende toda limitación e incrementa nuestra unión con el ser. El devenir espiritual es la estela en el presente del ser: el tiempo no es aquí un presente esperado o perdido, sino un presente vivido. Y si quisiéramos establecer una línea de demarcación, artificial a pesar de todo, entre lo posible tal como existe en el ser antes que hayamos escogido (pero que no existe sino por esa misma elección) , y ese posible una vez actualizado (aunque su misma esencia es ser siempre actual, esto es, actualizándose más bien que actualizado) , habría que decir en ese caso que es pro­pio del devenir espiritual hacer de un posible, que en primera instancia no pertene­ce sino al ser puro, un posible que nos pertenezca o que somos nosotros mismos.

El precepto "Llega a ser el que eres" muestra entonces la estrecha interpenetración de la moral y de la metafísica, porque si el ser es acto, no es sino allí donde se realiza. Y esa realización no puede ser representada, a escala de la participación, sino bajo la forma de un devenir, pero [de un devenir] que necesariamente se presenta bajo un aspecto material, donde nada se produce sin que de inmediato se disipe, y bajo un rostro espiritual donde todo lo que se produce es una apropiación del ser que deviene nuestro ser. Devenir lo que se es significa convertir el propio devenir material en devenir espiritual, es aceptar entrar en el tiempo de las cosas, pero de inmediato abandonarlo para entrar en la eternidad del espíritu. Porque la materia, debido a su carácter fenomenal , no cesa de distraernos del ser y, por así decirlo , de expulsarnos de él; pero el espíritu, por su misma interioridad, nos hace penetrar en el ser y en él nos establece cada vez más profundamente. Una mirada metafísica lo suficiente­mente amplia sería por cierto capaz de abarcar conjuntamente todas las fases de un mismo devenir y de reconocer allí la indivisible unidad de un solo acto de libertad. Podemos, con todo, hablar de una vida frustrada cada vez que, en la elección de su propia posibilidad, es decir, en la relación de esa posibilidad con la condición en la que ella se actualiza, el yo carece de coraje o se deja seducir por la facilidad; en tal caso no sobrepasa el plano de los fenómenos y abandona en el ser puro, sin usarla, una posibilidad que habría podido ser la suya.

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Podemos concluir diciendo que, en propiedad, no existe otro devenir que el de los fenómenos materiales, precisamente en tanto que no tienen existencia para sí, sino tan sólo para algún otro cuya limitación ellos expresan, aunque constituyen otras tantas ocasiones por las que [este otro] no deja de enriquecerse. El yo es quien crea ese devenir de las cosas para no confundirse nunca con ninguna de ellas. No obstante, ese devenir expresa todo aquelw de w que el yo se libera tras haberw integrado bajo una forma espiritual. El devenir es, entonces, un medio de la participación, el cual exige que yo dé a cada una de esas formas limitadas un determinado lugar y en relación con todas las otras formas al interior del espacio y del tiempo. La causalidad y la evolución están destinadas precisamente a expresar su interconexión. Si el devenir es el medio que permite realizarse a todas las posibilidades, el espacio y el tiempo son las condiciones generales que permiten distinguir unas de otras esas posibilida­des y (además) ponerlas de acuerdo.

Pero el mundo material que observamos en el espacio y el tiempo es sólo el mundo de la manifestación: es un mundo superficial y no posee otra profundidad que la espiritual. Esta proviene del mismo acto de la participación, el cual, conside­rado en su generalidad, es suficiente para rendir cuenta del devenir del mundo y, considerado en sus modos particulares, [rendirla] de las diversas especies de deve­nir. No se podría comprender la aparición del devenir fuera de ese acto inicial, al cual todos los modos limitan y que, a su vez, realiza un enlace entre los modos que se siguen . Por otra parte, si el devenir arrastra todas las cosas a la muerte, no podrá ser pensado sino solamente si es sobrepasado. Nada cambia, empero, si no es en el instante, el que, con todo, no es más que una brecha en una presencia eterna. No hay, por lo tanto, devenir sino cuando ya transcurrió, en el momento en que hace­mos su historia. Y la historia es al mismo tiempo el relato de lo que desapareció, es decir, de aquello que ya no es más, y de aquello que llegó a ser nuestro propio presente espiritual. Pero todavía es necesario distinguir en dicho presente la imagen que se refiere precisamente a ese acontecimiento abolido -aunque ahora esté sepa­rada de él y no tenga ya lugar en el tiempo, dado que puede ser evocada en cualquier tiempo- y el significado espiritual de una imagen como esa, significado que ha de librarse de dicha imagen para tornarse una posesión permanente de la conciencia y de la que ésta siempre podrá disponer. El devenir es, entonces, el medio por el que la conciencia se constituye, aunque es también el medio por el que ella se purifica. [El devenir] es ese contenido del tiempo sin el que la participación sería imposible. Pero con el tiempo ocurre como con el objeto: puede avasallar a la conciencia o promoverla, según sea que ella cambie con él o lo haga cambiar. Es esto lo que ocurre cuando la conciencia se subordina al tiempo, cuando es incapaz de disociarse del devenir material o, si se libera de éste, cuando hace del tiempo el lugar de su vida espiritual, es decir, el lugar donde dispone de la idea y donde ejercita su libertad.

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CAPÍTULO XI

LA DURACIÓN

I

LA DURACIÓN, INTERMEDIARIA ENTRE

EL TIEMPO Y LA ETERNIDAD

24 1

Ante todo, el tiempo nos evoca el devenir, es decir, esa sucesión indefinida de términos que incesantemente se expulsan el uno al otro de la existencia, de suerte que todo lo que deviene parecería surgir a cada instante de la nada para retornar a ella. Y sabemos que ese devenir de las cosas es a la vez condición y efecto de una participación imperfecta, por la cual todo acto que llevemos a cabo es correlativo de un dato que no es más que una apariencia y que, para no esclavizar al yo, deberá desvanecerse tan pronto como nació. Pero si el devenir es el medio por el que el yo constituye su propia existencia, no dej a de amenazarla. Y no nos asombraremos si pensamos que la suerte de la participación siempre es ambigua y precaria; puede conducirme tanto a mi salvación como a mi pérdida. De este modo, el devenir, donde el ser no deja de escapárseme, arriesga llevarme consigo, cosa que empieza en cuanto mi actividad se debilita y mi yo tiende a anularse en la continuidad de sus estados.

El devenir, empero, no es para el yo sino un límite; podría decirse al mismo tiempo del yo que es él quien lo produce y quien le presta resistencia. Sin el devenir, el yo sería una pura posibilidad, no tendría comunicación alguna con el mundo; pero, reducido al devenir, el yo no se distinguiría del mundo e incluso no podría pensar el devenir. De igual modo, la participación no crea el devenir sino sobrepa­sándolo. Lucha contra él para no ser por él vencida. No deja de rechazar fuera de la existencia, es cierto, todos esos encuentros transitorios a través de los cuales la misma existencia se ha formado. Pero eso es con la condición de que la existencia, lejos de morir con ellos, los haga sufrir esa especie de transformación que les per­mite entrar en su propia duración. Todo lo que dura y atestigua contra el devenir, atestigua también a favor de la existencia. Y puede decirse que el mismo devenir no es más que un medio por el cual podemos a cada instante discriminar aquello que pide ser aniquilado y aquello que merece sobrevivir.

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Ahí es donde se percibe la admirable relación entre tiempo y libertad y no es en vano que se los haya podido definir igualmente como compuestos del ser y la nada, aunque el ser y la nada no sean cosas y que en ninguna parte haya lugar para la nada. Porque ante todo la libertad no es nada más que el puro poder de darse el ser mediante un acto que debe realizar. Y ella dispone del sí y del no, y esto de suerte que crea una alternativa en el corazón de sí misma entre actuar y no actuar, entre el consentimiento y el rechazo, cuya fuente verdaderamente se halla en un primer acto donde ella se nutre y que está por sobre todas las oposiciones. De la misma manera, del tiempo decimos que es mixto de ser y de nada o, si se quiere, de la presencia y de la ausencia; esta oposición, a su vez, se refiere a una presencia más alta a la que ella divide. Pero la oposición entre el ser y la nada, entre la presencia y la ausencia, no tiene sino un sentido relativo y derivado, pues la nada es siempre el no ser de tal forma de ser, y la ausencia de tal especie de presencia. Ahora bien, ese conflicto es creado por la libertad y ella es su árbitro , teniendo al tiempo por instrumento. Po­demos decir que el ejercicio de la libertad reside enteramente en la facultad que ella tiene para llamar a la existencia y para dej ar o rechazar en la nada, es decir, en la indeterminación, todos los posibles modos del ser. Al disponer de la presencia o de la ausencia, la libertad los asume o los rechaza. Pero para eso es preciso que estos mismos modos entren en un devenir donde no cesan de consumirse y de consumir la libertad, si ella no logra separarlos de sí. [Es preciso] sin embargo que la libertad también pueda hacer entrar en la duración toda la riqueza espiritual que haya saca­do de ellos, so pena de quedar como una posibilidad abstracta.

Así, duración y devenir son las dos fuerzas opuestas del tiempo; no podemos concebirlas por separado. El devenir exige la duración, sin la que no sería un deve­nir puesto que no habría vínculo alguno entre sus sucesivos términos; y la duración exige el devenir, sin el que aquélla no sería un presente continuo ni permitiría que se distinguiese en ella una pluralidad de momentos. El vínculo y el contraste entre devenir y duración explican entonces la esencia constitutiva del tiempo, así como también la conversión, en el presente, del porvenir en pasado. Definen la relación entre el tiempo y el acto de participación en tanto que éste siempre implica una elección, no sólo entre los posibles, sino entre sus formas actualizadas, entre aqué­llas que deberán morir y aquéllas que deberán sobrevivir. Porque, a la escala de la participación y para un ser involucrado en el tiempo, el acto de ser se expresa por una elección que debe permitirle abandonar el puro devenir o incorporar a su pro­pia duración las formas de existencia que, una tras otra, se le descubren. Compren­demos entonces que hayan dos doctrinas opuestas acerca del tiempo: una que sos­tiene que no existe nada que no se anule incesantemente, como si el tiempo se redujese al devenir, y otra que sostiene que por el contrario no hay nada que pueda alguna vez anularse, como si el tiempo se redujese a la duración que conserva en sí todas las cosas. No obstante, es fácil ver que estas dos interpretaciones son solida­rias, puesto que no vemos lo que pasa sino por oposición a lo que dura y a la inversa. Debemos asimismo reconocer que las cosas no duran y pasan bajo la mis­ma forma, y que esta oposición no tiene sentido sino en virtud de la acción de una

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libertad que encuentra en ella la condición de su ejercicio y, de una manera más precisa, a cada cosa confiere el carácter por el que [tal cosa] desaparece o subsiste.

En consecuencia, podríamos decir que la duración es intermediaria entre el de­venir y la eternidad, entre ese devenir que está por sobre el tiempo al modo de una instantaneidad siempre evanescente y esa eternidad que está por encima, como un acto del que procede el tiempo, pero al que el tiempo aún no ha comenzado a dividir. Ahora bien, hay que destacar que las más de las veces se confunde la eterni­dad con una duración jamás interrumpida, lo que no carece de verdad precisamente porque una duración semej ante -libre de toda contaminación con el devenir y, no obstante, contemporánea de todos sus términos- nos torna independientes del tiempo, que no tiene alcance alguno sobre ella. Pero toda duración real, en cuanto duración de las cosas, es una duración finita, unida al devenir y que termina por sumirse en él; en tanto que duración espiritual, es inseparable de la eternidad de la que desde ya nos hace participar. Por el hecho de no saber distinguir entre estos dos aspectos de la duración, nos quej amos a veces de que las cosas no sean eternas y, otras veces, de que el pensamiento quede indiferente a todas las vicisitudes del devenir.

I I

DURACIÓN Y CONTINUIDAD DE LA VIDA

Cuando en el párrafo VIII del Capítulo X mostramos que el orden del devenir es por sí mismo efecto de un antagonismo entre la inercia de la materia y el impulso de la vida, implícitamente supusimos que la vida no se reducía al puro devenir e incluso que ella era por sí misma una lucha y una victoria contra él. La vida, por lo tanto, no pudiendo prescindir del tiempo, se desarrolla en la duración. Podríamos contentarnos, es cierto, con afirmar que el devenir es propio de la materia, que la duración es propia de la vida y que la eternidad es propiedad del espíritu. Hemos de observar, además, que siempre existe implicación entre estos tres términos y que no los disociamos sino en cuanto perspectivas diferentes nacidas del acto de parti­cipación, de las que éste precisamente muestra cómo deben ellas unirse.

Pero en cierta manera la vida es susceptible de ser deducida. En efecto, sabemos que el devenir es efecto de la coincidencia inestable entre el acto de participación y un dato fenomenal del que aquél no cesa de separarse desde su nacimiento. Con todo, el mismo acto le sobrevive y es siempre correlativo de un dato determinado. Ahora bien, no es suficiente que aquél establezca entre estos datos un vínculo pura­mente inteligible, comparable con aquél que vincula entre sí las sucesivas vistas de una misma película. Ya en el estudio del devenir vimos que esa limitación del acto por el dato no se expresa solamente por la oposición entre sujeto y objeto o, si se quiere, entre espectador y espectáculo, sino que es necesario además que, no con-

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tento con ser limitado por lo externo, el yo se limite a sí mismo desde dentro, que en su esencia propia sea al mismo tiempo un acto y un dato o, también, que tenga un cuerpo que sea el suyo y que, por su mediación, el objeto pueda actuar sobre él, hacérsele sensible y transformarle el mundo en espectáculo. Por lo tanto, compren­demos que [el yo] domine ese espectáculo y que a la vez forme parte de él; y, puesto que hay cierta homogeneidad entre el espectáculo que él contempla y el cuerpo que le pertenece, el espectáculo del mundo no se reduce a un espectáculo puro, sino que es también un instrumento que permite al yo entrar en comunicación con otras conciencias que, al igual que él, lo contemplan.

El vínculo que [el yo] establecerá entre los estados de su propio cuerpo, empero, no es del todo el mismo que aquél otro que establecerá entre los sucesivos estados de la materia. Porque éstos pueden constituir una serie y el concepto de causalidad será suficiente para asegurar su unidad discursiva; aquéllos, en cambio, poseen una continuidad propiamente subjetiva a través de la que el yo no debe dejar de recono­cerse. Esta continuidad es la que constituye la vida. De ésta puede también decirse que tiene un doble aspecto : uno propiamente externo, por el que no es sino una forma particular del devenir, un espectáculo que cambia de acuerdo con las leyes de ese gran espectáculo que es el mundo, de suerte que podríamos explicar sus sucesi­vas modificaciones por un simple mecanismo. Y [el otro] es un aspecto interior, por el cual [la vida] obliga al yo a realizarse a través de la serie completa, de suerte que es preciso que los estados que antes viviera, no sólo contribuyan a determinar a los que los siguen, sino que de algún modo sobrevivan en ellos y se les agreguen. La vida nace precisamente de ese enlace entre lo interno y lo externo, entre el ser y el fenómeno, que obliga a lo externo o al fenómeno a aparecer siempre a la vez como la limitación y la manifestación de lo interior o del ser. Por eso, el vínculo entre las diversas etapas del devenir procede de la misma unidad del acto interior que se expresa a través de ellas. De ello se sigue esta nueva consecuencia: el devenir de la vida -en oposición al devenir de la materia- parece conservar en vez de dejar que se pierda, y crear en vez de destruir. Es así como estas dos especies de devenir parecen tener sentidos contrapuestos .

No hacemos esta observación, empero, sin reservas, porque por una parte deci­mos que aunque el devenir de la vida sea antagonista del devenir de la materia, es sin embargo inseparable de él y, usando los dos sentidos del término, lo tiene por materia. Así, la vida lleva en sí la materia como un principio de ruina; nada hay en ella que no se destruya ni se consuma a cada instante; la muerte está alojada en ella y la vida es una resurrección continuada. Pero ocurre que en último término sucumbe, como la vejez y la muerte lo muestran sucesivamente. Por otra parte, la conservación y la creación, por las que el devenir de la vida puede ser definido, no son la mera contra­partida de esa pérdida y destrucción características del devenir de la materia. No atentan en modo alguno contra las leyes del fenómeno material, puesto que no es la materia en cuanto tal la que se conserva, ni es ella la que adquiere virtud creadora, sino que, en el instante en que ella aflora, es necesario que exprese el ascendente ejercido sobre ella por la permanencia del acto de participación, aunque de modo

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ACERCA D E L T I E M PO Y DE LA ETERN IDAD 245

que a ese mismo acto siempre corresponda un dato evanescente que muestre su limitación.

Es así como nos engañamos cuando creemos que el pasado en cuanto tal viene directamente a acumularse sobre el presente de la materia; el pasado, en realidad, no puede subsistir sino en el presente del espíritu. Sólo la forma recibida por el cuerpo y, en términos generales, el espectáculo del mundo, aparece como siendo solidario de todas las determinaciones que él ya actualizara. Pensamos que debido a que es la materia la que recibe la impresión de todo lo pasado, la conciencia será la que pueda encontrarlo y promoverlo; pero la verdad, sin embargo, es más bien lo contrario. Si sólo la conciencia puede dar todavía una existencia al pasado abolido y, por lo mismo, fundamentar la continuidad y el progreso de la vida, y si es el cuerpo el que siempre expresa la condición restrictiva que la obliga a encarnarse, no sorprenderá que, a pesar de su existencia siempre nueva, sea el cuerpo el que parezca conservar todas esas adquisiciones que, a pesar de todo, sólo poseen sentido para el espíritu, aunque el espíritu no las actualice sino por la mediación del cuerpo. Esto permite comprender por qué la materia, entregada a su propio juego, no explique sino el olvido y no el recuerdo.

La vida es el mismo acto considerado en su vínculo con el devenir material, que lo obliga, en vez de disolverse, a proporcionar el medio de su propio desarrollo. [La vida] también se define por el "querer vivir" o, más sencillamente, por la ten­dencia del ser a perseverar en su propio ser, cosa que constituye la ley inseparable del acto de participación y, s i se quiere, expresa por una parte el descenso de la eternidad a la duración y, por otra, la condición de un ser ligado a determinaciones y que subordina la identidad de su destino a su conservación y a su incremento.

Es verdad que la materia, por su inercia, podría ya ser considerada como un principio de conservación; pero esa inercia es un principio enteramente negativo que expresa la resistencia opuesta por la materia a toda acción que procure modifi­carla o superarla; es aquello por lo que todo lo que hacemos se inmoviliza y disciplina�· la inercia es un efecto de la participación, separado del acto que la produjo y que incesantemente la supera. Es ésta la razón por la que la inercia es aquello que la participación, por así decirlo, deja escapar y que, en consecuencia, en la medida en que se prosigue, entra en un devenir al que ella ya no dirige más. Esta inercia, sin embargo, nada sería si radicalmente se la separase del acto al que ella limita, al que mantiene sujeto tras sí a cierto devenir y al que proporciona, oponiéndole un obs­táculo, el instrumento de todos sus progresos. Es lo que observamos en el hábito del que hemos disociado los dos aspectos complementarios cuando hemos hecho de ellos alternativamente una forma de la inercia, un movimiento que continúa cuando el querer se ha retirado de él o, por el contrario, un momento de nuestra actividad de participación, que la integra en sí como la condición misma de todos sus pasos ulteriores. En ese sentido, la vida entera es un hábito que se constituye y enriquece; ella engendra la duración al modo de un vínculo entre la eternidad y el devenir, entre e1 · espíritu y las determinaciones.

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I I I

LA CONSERVACIÓN Y LA CREACIÓN

ESTÁN IMPLICADAS EN LA DURACIÓN

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No basta haber reducido la duración a la continuidad de la vida, ni haber mos­trado cómo ésta implica conj untamente un acto de conservación y uno de creación. Es preciso también mostrar de qué manera estos actos, opuestos el uno al otro, son sin embargo inseparables. En primer lugar, parecería que lo que caracteriza a la duración fuera la conservación y que sólo ella nos permite definirla como una vic­toria lograda sobre el devenir, dado que es la negación de esa especie de perpetua destrucción que aparenta ser la perpetua ley del tiempo. De la misma manera ¿no habría que decir que la duración no es una creación, e incluso que es la negación de toda creación así como también de toda destrucción? Su papel propio, una vez dada la existencia, es mantener en ella toda forma que la determine contra todas las fuerzas que tiendan a disiparla o a abolirla. En realidad, destrucción, conservación y creación parecen corresponder muy adecuadamente a la distinción entre los tres aspectos fundamentales del tiempo. Pero la conservación constituye por así decirlo el vínculo entre las otras dos; es la creación, en tanto salva de la destrucción todo lo que ella produjo.

Podría decirse de la conservación, en efecto, que lucha contra esa abolición de todas las cosas, lo cual constituye la característica del devenir, y no contra la renova­ción de cada cosa, característica de la creación. Mejor dicho, no contradice esa renovación sino en la medida en que ella supone la abolición de aquello a lo que reemplazará. Pero, por el contrario, en la medida en que la creación implica la inte­gración de todo lo que la antecede, entonces habrá que decir esta vez que la crea­ción tiene como condición suya la conservación, y que la conservación, precisamente porque siempre agrega el presente al pasado, constituye por sí misma una creación indefinida. Es

éste el aspecto de la duración que Bergson sacó a la luz de una manera admirable y el que le permitió hablar de una duración creadora. Observamos, sin embargo, que esta duración creadora parece ser efecto de una simple ley de acumulación, sin que jamás la libertad, o al menos una libertad de elección, juegue algún papel en el uso que podamos hacer del pasado en función de la creación del porvenir.

El enlace entre las nociones de conservación y de creación ha sido señalado en muchas ocasiones: lo encontramos en la creación continuada, donde la creación entera pareciera renovarse cada mañana para nosotros. Es inevitable que las cosas que encontramos semejantes a sí mismas en los diversos momentos del tiempo no pue­dan hoy día ser lo que son, si no fuera por la misma fuerza que las hizo entrar en el mundo una primera vez. Y nosotros mismos, en la medida en que recibimos la existencia, debemos recibirla en todo momento como el primer día; en la medida en que nos la damos, [lo hacemos] por un acto del que nunca estamos dispensados y que recomienza indefinidamente. Aquí encontramos una aplicación de la identi-

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dad que anteriormente establecimos entre el ser y el acto. No hay modo del ser que pueda subsistir con independencia del acto del cual es una limitación. Ese acto es el que lo hace ser, y no parece comprometerse él mismo en el tiempo si no es para impedir el efecto de esa destrucción indefinida que es la ley de la materia y que, si fuese ella la única que reinara, no permitiría a la fenomenalidad conservar, con el acto del que depende, ese vínculo de todos los instantes que está en la base de toda existencia individual.

Hay que hacer notar que esta continuidad es susceptible de una doble interpre­tación pues, por una parte, dado que no abandonamos el presente fenomenal, aun­que el fenómeno jamás sea el mismo, podemos imaginar una continuidad entre presencias diferentes en las que parecería que cada una se conservara todavía en la que la sigue y con las características que poseía en el momento mismo en que ella se produjo. Y es ésa la ilusión que tenemos cuando pensamos que es nuestra misma vida la que continúa, sin reflexionar sobre el hecho de que en esa fórmula hay cierta con­tradicción, ya que decir que ella continúa significa decir que es otra, como es nece­sario que sea, dado que ocupa diversos momentos del tiempo 1 1 • Por otra parte, no existe un modo de comprender cómo el pasado podría penetrar e impregnar de alguna manera el presente de suerte que éste no fuese, como con frecuencia se cree, sino una suma de elementos tomados del pasado. En el presente, todo está presen­te. En ese cuerpo que crece, todas las partes se renuevan a cada instante: no se forman una tras otra para yuxtaponerse luego por grados. Todas se recrean a la vez e indefinidamente; y esta recreación no es una mera prolongación del pasado en el pre­sente, sino una expresión siempre renovada del nivel alcanzado en todo momento por el acto de participación.

De ahí esa consecuencia según la que no hay otra duración que la propiamente espiritual y no material. No podemos decir que el presente se conserva, pues es eterno. Podemos, con todo, considerar al instante bajo dos aspectos diferentes. Si se trata del instante transitorio, a través del que pasan todos los fenómenos a fin de actualizarse, evidentemente es imposible incluirlo en la duración. Hay sin embargo un instante propiamente intemporal en el que se realiza el acto que actualiza al fenómeno en el instante transitorio. El primero es el origen mismo de toda crea­ción y el segundo es el origen de toda destrucción. Sólo entre estos dos instantes que coinciden en el acto de la participación -aunque se mantienen separados por todo el intervalo que opone al ser con el fenómeno- se introduce el mundo de la duración, que no es ni ser ni fenómeno, dado que el ser es eterno y el fenómeno es

1 1 Notemos aquí, en su aplicación al tiempo, toda la ambigüedad que hay en la expresión " el mismo ': Si no queremos reducirla a un parentesco o a una similitud, será preciso que designe solamente una identidad numérica entre los términos. Pero no puede haber identidad numérica alguna entre los modos de la sucesión. Esto muestra con claridad suficiente que la identidad jamás debe ser referida al contenido mismo del tiempo, sino sólo al acto intemporal por el que tal contenido se afirma como mío.

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perecible, constituyendo por así decirlo la coyuntura de ellos. No hay duración, en efecto, sino en el espíritu; sólo el espíritu asegura la supervivencia de lo pasajero, pero no lo logra sino bajo la condición de transformarlo y convertirlo en su propia sustancia. Es así como no hay más duración del mundo, ni de mi propia vida, que aquélla por la que puedo unir a lo que yo soy todo ese pasado del mundo o de mi propia vida que ya no tiene existencia sino en mi pensamiento. Lo que dura, entonces, es a la vez temporal e intemporal,· temporal, si lo refiero al acontecimiento que desapareció e intemporal si lo refiero al espíritu que lo evoca en cualquier tiempo. Lo esencial es, empero, comprender que no puede haber conservación sino en el pensamiento y que esta conservación sólo es posible porque lo que el espíritu conserva es lo que el devenir ya había abolido antes. Ocurre entonces como si el espíritu jamás dejase de recrearlo.

Podemos todavía observar que no hay en absoluto cosas materiales de las que pueda decirse que resistan al devenir; sólo [puede decirse] que su devenir no es comparable con el nuestro y que suele suceder que haya cosas que parecerían desa­fiado. Hasta tal punto es verdad decir que para nosotros el devenir implica el cam­bio aparente, que allí donde éste ya no puede ser descubierto [es porque] estamos ante la duración. Hablamos también de la duración del mundo y del devenir de las cosas particulares . Y cuando hay para nosotros un devenir del mundo, nunca se trata del Todo sino que siempre lo es de un mundo particular. Ello se debe a que el Todo jamás se puede presentar bajo la forma limitada de una suma de fenómenos. Es el acto de donde proceden todos los fenómenos. Ahora bien, ese acto es en sí mismo un acto eterno; únicamente cuando éste es participado engendra no sólo el devenir de los fenómenos, sino [también] -en la medida en que estos fenómenos marcan las etapas de la existencia individual- una duración espiritual que despren­de y conserva de él su esencia significativa.

IV

REALIZAR OBRAS DURABLES

Encontramos una confirmación del análisis anterior en ese evidente fin de toda actividad humana: llevar a cabo una obra que dure, como si, fuera de una actividad como ésa y abandonadas las cosas a sí mismas, necesariamente habrían de ser arrastradas por el devenir de la materia y [como si] fuese propio de toda actividad prestar resistencia al devenir. En otros términos, se trata no tanto de imprimir la propia marca en las cosas, cuanto de obligarlas a dar testimonio en favor de la perpetuidad misma del espíritu. Estos dos efectos están relacionados entre sí más estrechamente de lo que pensamos, porque imprimir nuestra marca en las cosas significa querer impedir que ésta se borre inmediatamente después que su forma fuera modelada en la materia, pero al mismo tiempo [significa] triunfar sobre la diseminación de las cosas, obligándolas a encarnar la unidad de una idea eterna. En otros términos, no existe otro medio para el espíritu de encontrar cómo expresarse

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en el devenir, si no es introduciendo en él un orden que dure. En efecto, ése es el objeto de todas las empresas humanas, de la más humilde y de la más grandiosa.

Las cosas que en la naturaleza, debido a su inercia, parecerían resistir el transcur­so de los siglos sin morir, mientras que nosotros desaparecemos, parecen testificar también acerca de la imperfección de nuestra existencia; es ésta una imagen inverti­da e irrisoria de la eternidad del espíritu. No sucede así, empero, con las obras del hombre, en las que su duración está asegurada por el mismo esfuerzo del espíritu. Se aprecia adecuadamente en las producciones de la industria o del arte, aunque una opción como ésta de durar puede a veces ser mal interpretada. Porque no se trata aquí de una acumulación o puesta a resguardo de esfuerzos del pensamiento que convierta a éstos en posesiones que no necesiten nuevamente de nuestra actividad. La utilidad ya no entra aquí en juego, e incluso ocurre que la duración de las cosas sobrepase de lejos el uso que de ellas pudiera hacerse. Más aún, no es seguro que siempre se recupere, mientras pueda disponerse del objeto, el tiempo que se necesitó para producirlo. Tampoco necesitamos pensar en la extensión de nuestra vida indi­vidual, ni tampoco en las generaciones que nos seguirán, para desear que nuestras obras duren. Semejantes propósitos no alcanzan la esencia de esa voluntad que tene­mos de luchar contra el devenir mediante el que la materia hace retornar todo a la indeterminación y a la muerte. En rigor, el deseo del espíritu es imponer [a la mate­ria] su ley y obligarla a testimoniar en su favor.

¿Cómo podría ser de otro modo si, reducido a sí mismo, el espíritu no es más que una posibilidad que no se actualiza sino mediante la materia y si, para actuali­zarse, en la medida de sus fuerzas, debe hacer participar a la materia misma de su propia eternidad? No tendrá éxito si no es imponiendo a todas sus obras el carácter de la duración, siempre precario, del cual el devenir normalmente termina vence­dor; por una curiosa operación de transferencia, sin embargo, [el espíritu] consigue obligar a la materia a impedirle dejarse reducir a la serie de sus estados de ánimo o a encerrarse en la brevedad de la propia vida. De ahí se sigue esta doble consecuen­cia: primero, que no hay obra de valor de la que no pensemos que podría sobrevivir a su autor, como si hubiese adquirido una existencia independiente de éste una vez que salió de sus manos, pudiendo proporcionar a otros hombres una ocasión siem­pre presente de acrecentar su participación en el espíritu puro; y luego, que en todo hombre que actúa sobre las cosas hay una especie de deseo de la inmortalidad por la que él atestigua que es superior al devenir y que no puede ser arrastrado por él. Esta inmortalidad no es solamente la del nombre o la de la gloria, ni esa inmortali­dad subjetiva que bastaba a Augusto Comte, pues bajo su forma más profunda, es objetiva y anónima. No se la encuentra solamente en el escritor, en el artista o en el conquistador; se la encuentra en el que siembra y en el que construye, en todo hombre que modifica el mundo, aunque sea de la manera más humilde, pensando que una mo­dificación como ésa sobrevive al gesto que ha realizado, como una marca impresa por él sobre la creación.

Encontraríamos aquí, entonces, una singular confirmación de la relación entre

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crear y durar que hemos definido en el párrafo precedente. Nadie puede dejar de admitir, al parecer, que la creación implica la duración, que ésta supera al devenir en vez de contentarse con añadirle algo. Salida de un principio eterno, obliga al tiempo a reflejar su imagen. Y el clásico análisis de la creación, de la del artesano así como de la del artista, permitiría comprender esta suerte de necesaria unión que se realiza en la duración entre el devenir y la eternidad. El devenir se hace aquí una simple materia a la que la eternidad da la forma de la duración. No existe creación que de por sí no sea característica de la acción del espíritu y de una acción que lo obliga a encarnarse para ser. B ien puede decirse que lo propio del espíritu es ante todo crear la idea, e incluso que la idea se reduce a una pura operación del espíritu; pero se trata de una idea que es eterna, no tanto en el sentido que hay un objeto inmutable que le corresponde, sino en ese otro según el cual el espíritu dispone siempre de ella y la idea es en él una operación que puede recomenzar indefinida­mente. Con todo, la idea no es el espíritu: de alguna manera divide su actividad; y si ella atestigua acerca de su fecundidad, es bajo la condición de no permanecer ya separada. En cada idea hay cierto inacabamiento que no sólo la hace una posibili­dad más que una realidad, sino también que le exige recibir del todo del ser, en tanto que la supera, una determinación que le dé acabamiento. De manera que la idea no puede adquirir la existencia sino si, abandonando de algún modo al pensa­miento que la aisló, vuelve a unirse al todo del que se desprendió, es decir, no al acto puro en el que está abolida toda distinción, sino a una experiencia común a todos y en la que todos los posibles por así decirlo vienen a actualizarse. Es así como la duración de todas las obras del espíritu es el surco dejado en el devenir por su eternidad. Sólo captamos la eternidad en la posibilidad de la idea. Ella no puede penetrar en el devenir sino en la medida en que lo supera, aunque sin abolirlo.

No nos sorprendamos, entonces, si las cosas parecen luchar contra el devenir por su misma arquitectura, puesto que dicha arquitectura es la marca del espíritu que hace concurrir a su unidad las fuerzas diseminadas que ha logrado reunir. Es éste, sin duda, un equilibrio siempre frágil, pero tal fragilidad es la marca de la contradicción entre devenir y duración, del carácter trascendente del espíritu, que no puede entrar en contacto con el devenir sin elevarlo hasta sí, aunque su destino sea liberarse del devenir y no reinar sobre él. De esta manera, en vano intentaríamos conser­var en el presente de las cosas aquello mismo cuya esencia es pasar incesantemente. Aquello que parece lo más durable pasará a su vez algún día. Esta especie de apa­rente perennidad de las obras humanas no es sino el sello de la actividad del espíritu que, en vez de abandonar la materia al devenir, hace de ella el instrumento de su propio ejercicio. No hay que sorprenderse, asimismo, de que la duración de las cosas siempre evoque la eternidad misma del espíritu y, cuando se trata de las cosas que dependen del espíritu, la parte que le correspondió en su edificación. Con todo, esa resistencia de las cosas al devenir no es más que una apariencia, porque el espí­ritu no hace durar las cosas; él sólo hace que las cosas que llevan su sello le permi­tan recuperar la historia de los actos por los que poco a poco los modeló. De manera que cualquiera que sea la supervivencia que podamos prestar a las cosas,

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sea e n razón de las semejanzas entre las sucesivas percepciones que nos brindan, sea en razón de la lentitud de su devenir si se lo compara con el del mundo que las rodea, no hay sin embargo otra duración que no sea la espiritual; y la duración de las cosas habla de la imposibilidad del devenir para bastarse a sí mismo, sin que el espíritu lo sostenga y lo penetre.

Si vamos más lejos, y para permitir j ustificar de una manera sencilla la definición de la duración considerada como una mediación entre devenir y eternidad, podría­mos decir que el espíritu, que siempre está en acto y que siempre está buscando actualizar cosas, no tiene éxito a pesar de todo en esto, si no es dándoles un carác­ter de duración por el que [esas cosas] superan el devenir y revisten siempre, ante la actualidad del instante, un paradoja! carácter de inactualidad.

V

LA DURACIÓN EN CUANTO VALOR

La oposición que Bergson establece entre tiempo y duración es a la vez ontológica y axiológica. Pero el tiempo no es para él otra cosa que un concepto espacializado y despojado de su devenir, en tanto que el papel de la duración consiste en integrar el devenir, en ser su portadora y promotora. En consecuencia, en el tiempo ya no hay lugar, al parecer, para el carácter destructor por el cual el fenómeno en cuanto tal es perpetuamente evanescente. Y por otra parte, en cuanto a la duración, parece ser producto de un cierto efecto de acumulación, inseparable de la esencia misma de la vida y del que es imposible escapar. Pero, si por el contrario, entre el devenir y la duración existe cierta oposición, si el devenir expresa esa especie de huida de lo real por la que no cesa de disolverse en cuanto el espíritu deja de sostenerlo, si la dura­ción siempre pone en marcha una actividad que no sólo resiste al devenir, sino también constituye la condición de su propia continuidad, se podrá comprender sin dificultad que la duración siempre está en relación con un valor que debemos man­tener y que la duración misma puede ser considerada como un valor. Porque, por una parte, nada duraría verdaderamente si no fuera por el esfuerzo que procura hacerlo durar, de manera que la duración siempre evoca un acto interior, subyacen­te a todos los datos y que, en el mundo de la participación, lucha contra su desagregación; por otra parte, si nada hay cuya realización pueda emprenderse o actualizarse que no sea una puesta en obra del valor, y si nada puede ser realizado o actualizado cuya duración no se quiera también asegurar, comprenderemos que la duración termine por ser expresiva del valor de las cosas. El valor es testimonio tanto del trabajo que costaron las cosas como de su capacidad de resistir frente a todas las fuerzas externas que actúan sobre ellas y que no dejan de amenazarlas.

Encontramos reunidos en la duración, entonces, los diversos elementos consti­tutivos de la noción de valor:

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1 ° Esa posibilidad pura o disponibilidad que todavía no es el valor, pero sin la que la libertad creadora de éste no podría ejercitarse. Puede darse a la duración muy diversos usos, pero también es preciso que podamos hacer uso de ellos para hacer de ellos un buen uso.

2° Una especie de imagen invertida de la identidad activa del espíritu, la que consiste en la pura inercia de la materia y que, si parece oponerse a la operación por la que aquél procura marcarla con su sello, salva por lo menos ese sello del desgaste que tiende a borrarlo. Es así como hay un valor que pareciera residir en las cosas mismas y que sirve al mismo tiempo de obstáculo y de vehículo para los valores propiamente espirituales.

3° Esa continuidad pura de la existencia en el tiempo, que pareciera pertenecer al dominio de la magnitud más bien que al del valor, pero que en el valor atestigua acerca de su invulnerabilidad respecto al devenir, porque pertenece a otro orden.

4° Al igual que el valor, que pertenece a otro orden, la duración trasciende al tiempo de nuestra experiencia; también ella, como el valor, evoca cosas que no pasan. Ocurre que, mediante cosas que pasan, a veces las más fugaces, e l valor nos hace penetrar, como por la rasgadura de un relámpago, en un mundo donde el devenir está abolido. La duración nos proporciona una especie de imagen de su subsistencia.

Es así como, dado que la duración es una figura de la presencia del espíritu en el mismo seno del devenir, siempre tendrá carácter de valor. Y la duración de las cosas parece en cierto sentido ser proporcional a la. parte que el espíritu tuvo en su reali­zación. No obstante, la duración nunca puede perder su carácter de intermediario entre el devenir y la eternidad. No puede ser separada del devenir, pues contra él habrá de luchar incesantemente. No logra impedir que el devenir lleve todo lo que queda al estado de fenomenalidad pura. [La duración} no conserva sino aquello que ella espiritualiza. Hay asimismo un grave error en querer que la duración necesariamente integre la totalidad del pasado, sin dejar que nada de él se pierda. Es propio de la libertad, precisamente, escoger incesantemente en nuestro pasado aquello que quiere salvar y aquello que quiere abandonar. Y por cierto que esta elección no se hace por una mera selección, cuyos efectos sean instantáneos. Es nuestra propia vida la que, por una continua prueba, rechaza o incorpora todos los elementos que la experiencia no cesa de proponerle. Siempre somos afectados por esa característica del yo de cons­tituirse a sí mismo gracias a un progresivo enriquecimiento, pero también hay un progresivo desasimiento; y bien vemos que, gracias a ese desasimiento, los seres más grandes logran crearse a sí mismos. También sucede que el recuerdo atrasa y paraliza; el olvido requiere en ciertas ocasiones más fuerza que la memoria y, como ella, una fuerza que con frecuencia sobrepasa la de la voluntad. Por lo tanto, la duración de las cosas no es un valor sino porque nuestra actividad puede también impedir que duren, de suerte que deberíamos aplicarnos a hacer durar únicamente aquellas cosas que lo merecen.

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No obstante, la duración no debe ser separada de la eternidad. Y debido a que ella atestigua contra el devenir en favor de la eternidad, también atestigua en favor del valor. Pero [la duración] no es más que un signo de la eternidad y no puede tomar su lugar. Para probarlo, bastaría traer el ejemplo de cosas que están más allá del devenir y no de aquéllas que se constituyen en la experiencia del devenir. Es éste el caso particular de las ideas cuando no llegan a encarnarse, cuando el devenir no nos las descubre sino negándolas. Pero sigue siendo verdad que la vida, precisa­mente porque es instrumento del espíritu, no deja de remontar por sí misma la pendiente del devenir. En esto estriba el valor mismo de la vida. Es por lo tanto natural, en una primera aproximación, querer que la vida dure siempre. Siempre estamos buscando mejorarla y prolongarla. Si llega a estar en peligro, de inmediato veremos todas las fuerzas bienhechoras del mundo acudir en su socorro. Así es como la muerte constituye para nosotros la imagen de todos los males. Parecería que es la nada la que en ella triunfa sobre el ser. Además, del tiempo podemos decir que es él quien se constituye, por una especie de lucha, entre el devenir y la dura­ción. Con todo, no podemos aceptar que duración y valor puedan ser equivalentes. Nadie admitiría sin reservas que la duración de las cosas sea proporcional a su valor. La duración sólo adquiere el signo del valor frente al devenir. Más aún, a dicho signo debería cambiársele su sentido si se quiere que duren algunas cosas que merecerían morir. Así ocurre con la duración de la vida, que no puede ser vista como si fuera el valor supremo. El acto que la sacrifica tiene como destino testimo­niar que esa duración sólo vale en cuanto permite a la eternidad hallar una expre­sión en el tiempo; de por sí, [dicha duración] deberá interrumpirse y dejar que venza el devenir, si es incapaz de desempeñar ese papel, y de obligar al tiempo a llevar su sello. Pero incluso entonces, al consumarse el sacrificio en el tiempo, en vez de abolir a éste, lo j ustifica. Por lo tanto, la duración es la que nos saca del devenir, aunque ocurra que la eternidad deba ella misma sacarnos de la duración en cuanto ésta deje de ser su figura.

Comprendemos ahora por qué el tiempo puede ser mirado como una especie mixta del devenir y de la duración. La imposibilidad de separarlos, a pesar de la necesidad de dar una suerte de preponderancia al uno o a la otra, según prevalezca en nosotros la pasividad o la actividad, muestra bien que el tiempo es el instrumen­to de la participación. Es lo que percibe vivamente la opinión común de la gente cuando reduce el tiempo al devenir, considerando la duración como un medio para escapar del tiempo, juzgado casi siempre como causa de la limitación y de la enfer­medad de nuestra existencia. En cierto sentido, la duración es en el ser temporal precisamente aquello sobre lo que el tiempo no tiene alcance. Es contradictorio que un tal ser procure solamente salvaguardar ciertas determinaciones temporales que están destinadas a morir. No es contradictorio, sin embargo, que encuentre en ellas una especie de vía de acceso a la eternidad, y que las abandone al devenir en cuanto dejan de abrírsela o manifiestan la pretensión de hacérsela olvidar. Hay en la dura­ción, entonces, una paradoja cierta: querer que el tiempo atestigüe en favor de aquello que, en su misma esencia, está por sobre el tiempo. Con todo, la paradoja parecerá

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menos sorprendente si uno se da cuenta de [varias cosas]: que el vínculo entre tiempo y eternidad es el que relativiza su significado; que el tiempo debe llevar la marca de la eternidad, así como la eternidad lleva la marca del tiempo, tal como lo veremos en el próximo capítulo; que es propio de la libertad, si ésta se aboca a lo que está en el tiempo, considerar [lo temporal] como un objeto al que puede eterni­zar, aunque sin tener para ello más elección que entre el devenir y la eternidad, de suerte que todo aquello que ella anhela hacer durar -si no es más que una determi­nación temporal- deberá ser restituido al devenir y, si es el significado espiritual de esa misma determinación, deberá hacernos penetrar por ella en la eternidad.

VI

LA DURACIÓN, ACTO DEL ESPÍRITU VOLCADO HACIA EL PASADO

Si reducimos el devenir a la aparición y desaparición instantánea del fenómeno en cuanto tal, no habrá otra duración que la del espíritu, puesto que la duración solamente reside en la relación que con él tiene cada cosa, relación que la sustrae al devenir y le confiere, no tanto su propia identidad, cuanto esa especie de perma­nencia inseparable del poder que el espíritu posee para reproducirla. Es decir que, para que una cosa dure, a la inversa de lo que se piensa, no es preciso que no caiga en el pasado sino, al contrario, que caiga en él. La duración no comienza sino con la memoria, la que supone el devenir, pero que triunfa sobre él. En efecto, es evidente que la duración no puede revelársenos cuando sólo miramos hacia el porvenir. Algo que para noso­tros aún se halla en el porvenir no es más que un posible eterno que puede llegar a ser un eventual presente. El término duración no puede tener sentido sino a partir del momento en que ese porvenir entró en el presente. Ahora bien, pensamos que esta duración únicamente reside en una presencia continuada. Pero si esa presencia no es siempre la misma, y si afirmar que es la misma sólo significa, aunque sea siempre nueva, que a pesar de todo se la reconoce como siendo la misma y, en consecuencia, que sólo evoca la de ayer o, también, que confunde la percepción que de ella tenemos con la imagen de la percepción que de ella tuvimos, podemos sacar como consecuencia que la duración resulta solamente de la relación que establece­mos entre nuestro presente y nuestro pasado, esto es, entre el objeto y el recuerdo. Más aún, si el objeto en cuanto tal no existe sino en el instante, esto es, pertenece a un devenir siempre evanescente, el carácter de la duración en cuanto duración no puede derivar sino de la persistencia del recuerdo. Era preciso que lo posible entra­se en la existencia para que el problema de la duración pudiese ser planteado; pero esta existencia no es ante todo otra que la del objeto, que no surge sino para desva­necerse de inmediato; no dura más que en el recuerdo. Esto significa que la dura­ción es puramente espiritual y que consiste en la espiritualización de cada cosa.

No cabe duda que podríamos pensar que existe una notable diferencia entre el

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ACERCA DEL T I E M PO Y DE LA ETERNIDAD 2 5 5

hecho de durar en e l mundo, a la manera de un objeto, cuya presencia a l interior de nuestra experiencia siempre reconocemos, y el de durar en el espíritu, como la imagen que de él nos queda, aun si no hizo más que atravesar la experiencia de una manera fugaz. Estas dos formas de duración, empero, que parecerían contrarias una de la otra, son más cercanas de lo que pensamos. La primera es también una duración que no tiene existencia sino en el espíritu, aunque conserva el contacto con una presencia que constantemente nos está obligando a actualizarla; la otra, en cambio, ha roto ese contacto y no es sino una duración ideal. El espíritu no debe contar sino con sus propios recursos para probar que puede todavía encontrar tal presencia y que ella no se ha disipado. Puede decirse que, en la primera [forma], el acto de participación en el mundo y el acto de participación en nosotros mismos que lo prolonga no están disociados en modo alguno y continúan recubriéndose entre sí, hallándose en cambio diso­ciados en la segunda, donde el acto de participación en el mundo se resolvió en el acto de partici­pación en nosotros mismos. Y es por esto que en el primer caso tenemos la ilusión de una duración del mundo, cuando el mundo es siempre instantáneo, y la de una instantaneidad del mismo en el segundo, cuando la duración que éste es capaz de recibir del espíritu es sin embargo homogénea con la otra.

Con todo, el problema de las relaciones de la duración y de la memoria no recibe todo su significado a menos que podamos reducirlo al problema de las relaciones entre la unidad del espíritu y la diversidad de sus representaciones. Cuando decimos que encontramos delante de nosotros al mismo objeto, no j uzgamos de ello sino por las representaciones que de ellos tenemos y que, o bien son indiscernibles, o bien están entre sí vinculadas por una relación que define la evolución de ese objeto en el tiempo. Así, creemos reconocer al mismo objeto a través de sus diversas re­presentaciones, pues el mismo acto es el que las distingue y el que las une. Estas son las características por las que llegamos a definir la duración de las cosas: la diversi­dad de las representaciones es producida por la sucesión temporal; la unidad que las ata por la operación del espíritu implicada por una sucesión como ésa, en vez de abolirla. Es decir, el objeto no parecería otro si no fuera porque está comprometi­do en el tiempo, donde se me presenta bajo la forma de un dato siempre nuevo, pero de manera que la unidad del acto que lo piensa nunca se rompe; es como si esa unidad del acto, a la que el devenir de las determinaciones no cesa de dividir, se encontrase todavía presente en cada determinación. Esta duración, empero, no tie­ne sentido sino para el pensamiento, tanto cuando se trata de la aparente duración de las cosas, como de la mera duración de la imagen que ellas nos dejan. En ambos casos, sea que el devenir nos parezca alcanzar la realidad del objeto en el tiempo o sólo las imágenes sucesivas que él nos da, será la memoria la que dará a la duración su fundamento, ya sea la del el objeto en nuestra experiencia, o la de su representa­ción en nuestro pensamiento. En otros términos, nunca hay duración de las cosas, aunque puedan cambiar tan poco como para que dicho cambio se haga insensible y que la duración esté siempre en la operación por la que en ellas religamos o bien sus diversos momentos, o bien los diversos aspectos de su devenir. Y agreguemos que la duración que describimos, precisamente porque intenta ser una duración objeti-

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va, no es más que una duración meramente representativa y que la duración real, siendo la de un acto interior, no encuentra su aplicación sino en el vínculo entre las fases de nuestro propio devenir, sea porque recapitulamos las etapas de tal devenir, sea, como mostraremos, porque no pensamos sino en llevarlo a cabo.

VII

LA DURACIÓN, ACTO DEL ESPÍRITU VUELTO HACIA EL PORVENIR

Aunque pueda parecernos que la duración sólo tiene interés para nuestro pasa­do, no sólo sabemos que el porvenir de ese pasado está dado, sino también que pensar ese pasado significa producir nuestro porvenir. Incluso cuando estas dos operaciones se recubren, el tiempo nos da el acceso a la eternidad. Hasta ahí, es posible que el pasado, reteniendo toda la atención, nos cierre el porvenir en vez de comprometernos en él. Y, además, [es posible] que el porvenir, captando todo el deseo, nos desvíe del pasado, en vez de obligarnos a evocarlo. B ien sabemos, sin embargo, que la contradicción entre pasado y porvenir no tiene valor sino para aquél que reduce todo lo real al presente de la percepción. En tal caso, el pasado ya nada es y evocarlo significa dar la espalda a lo real. Y si todavía se posee una mirada para el porvenir, es porque, él al menos, algún día llegará a ser nuestro presente; con todo, no es lo porvenir lo que en él se considera, sino el presente del que constituye una promesa. No obstante ello, cuando el presente deviene para nosotros pasado, no es presente perdido; es un nuevo presente transfigurado, espiritualizado. El acto por el que revivimos nuestro propio pasado nos crea otro porvenir, donde lo que antes no era sino el presente de nuestro cuerpo, ahora se convierte en el presente de nuestro espíritu.

De ahí que ahora la duración tenga para nosotros un sentido enteramente dife­rente. Sabemos que la memoria no conserva el presente tal como fue, que ella no es una especie de "embalsamamiento" o de momificación. Por el contrario, la memo­ria es el acto viviente por el que tomamos posesión de nosotros mismos y transfor­mamos en nuestra propia sustancia espiritual toda experiencia que hayamos podido adquirir. Nadie puede dudar que esta experiencia tenga, sin duda, menos importan­cia que la misma transformación que podamos imponerle, ni que la experiencia más enclenque pueda ser portadora de las más bellas creaciones o que la experien­cia más amplia pueda ser derrochada y hasta perdida. Sin embargo, cuando habla­mos así de nuestra propia sustancia espiritual ¿qué entendemos por tal sustancia, si no es un acto siempre disponible -cuya disposición hemos adquirido- y que ante todo nos permite reconstruir nuestro pasado cuando queramos, no llevándolo en nosotros al modo de una imagen indeformable, sino como una que -sobre todo­nos permite darle gradualmente un carácter cada vez más significativo y más puro?

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Si existe, por lo tanto, un vínculo particularmente estrecho entre memoria y duración, y si efectivamente la memoria vence al devenir, ello no ocurre sin embar­go, como podríamos creer, susti tuyendo al devenir por una especie de objeto inmó­vil al que ella siempre podría reencontrar. Porque hay un devenir que es propio de la memoria, y si el recuerdo siempre ha de ser resucitado, jamás lo será de la misma manera . . Así, la memoria nos permite librarnos del recuerdo del objeto al convertirlo en un acto espiritual del que siempre podemos disponer, forma bajo lA cual debemos concebir lA eterni­dad. Por eso, la duración puede presentársenos bajo tan diversos aspectos, pues dado que sólo el pasado puede ser conservado, bien podemos definir la duración como la mera conservación de lo que ha sido. Sólo esta conservación del pasado puede, de acuerdo con el uso que de ella se haga, poner a veces en jaque, por así decirlo, al porvenir y suspender su curso, y otras veces integrársele y promoverlo. Esto precisamente nos muestra cómo nuestra libertad dispone del tiempo. No cabe duda, podría alguien decir, que es el cuerpo el que conserva en sí el pasado, y que es propio del espíritu liberarse de éste: ambas tesis, sin embargo, no son incompatibles, con la condición que no se las tome en el mismo sentido. Porque es verdad que el cuerpo nos torna solidarios de todas las acciones que hayamos llevado a cabo y de todos los acontecimientos que hemos vivido; no obstante, ello se debe a un dato siempre actual, que no puede hacernos evocar el pasado y conferir a éste un carácter de duración sino gracias a un dato del espíritu que se separa del cuerpo, dando a ese pasado una nueva presencia que sólo de él depende.

Podemos, por cierto, marcar el mundo material mediante un conjunto de me­moriales resistentes a la acción del tiempo, cuyo papel consista en recordarnos un pasado ya abolido. Pero es todavía necesario recordarlos, cosa que memorial alguno puede hacer. Es ésta la tarea del espíritu, y solamente él puede afirmarnos. que dicho rnemorial es siempre el mismo. Ahora bien, cuando en el seno mismo del devenir buscamos cosas que duren, éstas también son especies de memoriales. Su papel no es el de revelarnos la duración, sino el de proporcionarnos signos sensi­bles gracias a los que el espíritu se hace capaz de formarla. Podrá decirse que es propio de la duración el proporcionarnos una especie de seguridad; además, será preciso que esa seguridad siempre esté amenazada por el devenir. Sólo la eternidad podría dárnosla, pero la participación no nos permite establecernos en ella. Pende de aquélla, pero siempre recae en el devenir o en la duración. El devenir nos arroja siempre hacia nuestros estados transitorios, y la duración no sólo salva nuestro pasado, sino que también lo constituye en la trama de nuestro porvenir espiritual .

El que la duración sea siempre efecto de un acto por el cual el espíritu resiste el devenir, es algo que podríamos observar, si estudiáramos ese acto bajo su doble aspecto teórico y práctico. La duración aparecería entonces bajo la doble forma, ya sea de la identidad lógica, ya la de la fidelidad moral.

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258 LOU IS LAVELLE

VIII

DURACIÓN E IDENTIDAD LÓGICA

Podemos estudiar las características propias de la duración en la identidad lógica. Porque ¿qué otra cosa es la identidad lógica, si no es la duración de la verdad, su imposibilidad de padecer perjuicio alguno de parte del porvenir o de ser destruida por ninguna verdad nueva, en consecuencia, un requerimiento de acuerdo o de co­herencia entre todas las formas de la verdad? Ante todo, aquí vemos, al igual que en la duración propiamente tal, una suerte de estabilidad en la afirmación que expresa, no tanto la estabilidad imposible de concebir de un objeto cualquiera, cuanto la posibilidad que tenemos de repensar indefinidamente una afirmación idéntica. No hay lógica de la verdad, si la verdad convenientemente definida no permanece la misma siempre y en todas partes. Pero de la misma manera que hay una duración del mundo y duraciones particulares, hay también una identidad de la Verdad en general y una de las diversas especies de verdad. Y así como se plantea el problema de hacer concordar las duraciones particulares entre sí y con la duración del mundo, también se plantea el problema de concordar las diversas especies de verdades entre sí y con la verdad total. Ahora bien, en los dos casos las cosas ocurren de la misma manera, puesto que la duración debe liberarnos del devenir, aunque de modo tal que no haya duración cuyo devenir no pueda tener razón, si no llega a ser un camino de la eter­nidad. Así también la verdad -que puede tomar al devenir por objeto- deberá tor­narse independiente de éste; dejaría de ser la verdad si entrase a depender de él. Además, en el sistema que ella establece entre los objetos particulares de la afirma­ción, debería proporcionarnos una especie de imagen de la eternidad.

Vemos claramente que la misma palabra identidad, aplicada a la verdad, sólo tiene sentido por la negación de su devenir, de modo que la identidad de una verdad sólo se realiza por su duración. Aquí ya no podríamos decir si es su identidad la que fundamenta su duración o si es su duración la que fundamenta su identidad, aunque la identidad no tenga sentido sino para la razón y la duración [sólo la tenga] para la vida. Más aún, la identidad y la duración se refieren, una y otra, a términos que necesariamente pertenecen al orden de la diversidad y del cambio. Es propio de la identidad y de la duración mostrar que la diversidad y el cambio de ellos sólo son aparentes. No obstante, es necesario que estas apariencias persistan, que la diversi­dad, ante todo, se presente a nuestro espíritu y que se produzca al menos un cambio de posición en el tiempo para que dicha diversidad pueda ser negada, para que ese cambio pueda ser contradicho. Este es, justamente, el papel de la identidad o de la duración. Agreguemos finalmente que si la identidad parece referirse a una diversi­dad pura, en tanto que la duración se refiere a una diversidad en el tiempo, esa opo­sición no es sin embargo tan radical como se piensa: no se puede hacer que la palabra identidad no sea naturalmente usada para negar la diversidad introducida por el cam­bio, ni que el conocimiento de la diversidad no se presente como efecto de un cam­bio por el cual el tiempo nos permite pasar indefinidamente de un término al otro.

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Con todo, e l carácter más profundo de la duración y de la identidad, carácter que les es común, está en que una y otra nos parecen remontar el curso transitivo de nuestros acontecimientos o de nuestros pensamientos e introducir en el tiempo un elemento de origen extratemporal . Por medio de este último, el tiempo -lejos de llevar todo a su ruina- parece por el contrario expresar una esencia eterna, cuyos cambios dan realidad a la riqueza interior, en vez de alterarla y negarla. Esta es la razón por la que las cosas que duran no escapan por ello al cambio e incluso no se las podría separar del devenir sin que en el mismo acto se las separe de la realidad. Así, ya vimos cómo la vida, que por cierto nos proporciona el ejemplo más eviden­te de la duración, integra el devenir en sí misma en vez de aniquilarlo. De la misma manera, diremos que la identidad, cuando del todo se trata, no se distingue de la nada y, cuando de los términos particulares se trata, no se distingue de la privación de ellos, si no se expresa por una multitud de caracteres o de elementos, cuyas diferencias la identidad no cesa de producir y de reducir al mismo tiempo. Ahora bien, percibimos con claridad que éstas son operaciones para las que el tiempo es necesario. Sólo que puede decirse que ese tiempo no es el mismo que el del devenir; lo supone, pero lo trasciende. Es la duración, que lleva ya en sí la marca de la eternidad. Vemos bien, si seguimos tomando el ejemplo de la vida, que su duración es del todo interior y espiritual; es, también, menos la conciencia que de ella tene­mos cuando el tiempo transcurre, que la toma de posesión de ella en que entramos cuando en el instante está a disposición de nuestra actividad, la que es portadora en sí de la totalidad de nuestro pasado y la pone en juego de un modo siempre nuevo.

Decimos asimismo que la identidad lógica, tal como se comporta por ejemplo en las operaciones de la deducción, no puede tampoco prescindir del tiempo, pero de un tiempo muy diferente del psicológico. Si así puede decirse, es mds bien un tiempo lógico que cronológicoJ [es un tiempo] en el que todas las ideas particulares entre las que nuestro pensamiento establece un vínculo de identidad son en derecho simultáneas (como también lo son todos los movimientos posibles en el espacio) , aunque estemos obligados a reconocer entre ellas un orden determinado por la relación entre principio y consecuencia. Es cierto, podemos hacer este recorrido en los dos sentidos opuestos y sin que la velocidad del recorrido juegue aquí papel alguno, de la misma manera que la memoria no anula el orden de los acontecimien­tos, aunque nos permite simultáneamente descender y remontar su curso, sin tomar en cuenta el tiempo que fue necesario para que se sucedieran. De una y de otra parte, en consecuencia, el tiempo parece reducirse al orden y a un orden en el que la irreversibilidad devino una especie de reciprocidad.

Nos limitaremos aquí a recordar las profundas percepciones de Descartes acer­ca de la deducción, que él aproximaba a la memoria, pensando que era una debili­dad suya estar constreñido a utilizarla. Desde ya, esa aproximación parecía sugerir la existencia de un mundo intermediario entre la temporalidad pura, donde los acontecimientos y los pensamientos se suceden, sin que podamos descubrir el acto que los vincula, y el [mundo] de la intuición intemporal, donde su diversidad se halla en potencia en el mismo acto que los produce. Un mundo como ése recibiría

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su verdadera significación si se viera que el tiempo de la memoria y el tiempo de la deducción son el tiempo de la duración y no el del devenir, es decir, un tiempo que es ÚJ sede de nuestros actos y no de nuestros estados, es decir, un tiempo del que disponemos y donde las cosas ya no pasan12 •

La oposición entre identidad y devenir, que evoca la que hay entre inmovilidad y movimiento, puede ser vista como si explicase la oposición entre pasividad y activi­dad, pero sólo con la condición de que, al contrario de la opinión común, se invier­tan los términos de la correspondencia entre las dos parejas [de conceptos] . Porque el devenir es el que expresa nuestra pasividad, aquello que nos limitamos a padecer, en tanto que la identidad (como la duración) no tiene sentido sino por el mismo acto que nos impide ceder al juego del devenir o que emprende no meramente, como suele decirse, recogerlo bajo la unidad de su principio, sino más bien descubrir en él la esencia que manifiesta y que al mismo tiempo contribuye a producir.

Esta es la razón por la que la identidad siempre está en peligro, así como tam­bién la misma duración. Porque la diversidad y el devenir siempre arriesgan bastar­se, atentar en contra de la identidad de nuestro pensamiento, en contra de la dura­ción donde pensábamos establecernos. La identidad y la duración siempre necesitan ser mantenidas o ser recuperadas. Ésta es la falla de la contradicción, que rompe por igual la identidad de nuestro pensamiento y la duración de nuestras empresas. Esta con­tradicción, empero, no es a pesar de todo característica propia de la diversidad y del devenir; no tiene sentido sino en oposición con la identidad y la duración, constitu­yendo un testimonio acerca de la necesidad en que nos hallamos de subordinar lo diverso a lo uno y el cambio a lo inmutable, cosa que no carece de dificultad. La contradicción sólo está ahí indicándonos un acto que hemos de llevar a cabo, esto es, un deber que cumplir.

I X

DURACIÓN Y FIDELIDAD MORAL

Si la duración encuentra su origen en un acto eterno, que no puede ofrecerse a la participación sino para resistir al devenir, comprenderemos que la duración siem­pre acompañe la operación de la inteligencia y la del querer. La identidad es la duración misma, no tanto considerada en cuanto condición del pensamiento, sino en cuanto su producto; ella introduce un orden en la experiencia fragmentada y

1 2 H a ocurrido que, bajo la denominación d e duración real , u n a célebre filosofía contemporáneo intentó dar al devenir mismo un carácter ontológico al atribuirle el carácter de la conservación y no el de la transición, tesis probablemente difícil de conciliar con esa especie de espiritualización del devenir, que no se realiza sino por su abolición o, al menos, por ese desasimiento y esa transfiguración que le otorgan ya la forma de la eternidad.

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contradictoria que poseemos de las cosas, orden que es el de nuestras ideas. Obliga asimismo a los diversos objetos que sucesivamente se nos presentan a formar parte de un mismo mundo, a entrar en la unidad de una misma conciencia y, aunque sin cesar rompa la continuidad del acto interior constitutivo del ser del yo, a tomar lugar a pesar de ello en esa misma continuidad, testificando acerca de su coheren­cia. La identidad no anula la diversidad, sino que ata los diversos términos de ella. Es una especie de recuperación llevada a cabo en la participación por parte de la unidad del acto puro respecto a la pluralidad de los datos de los que no puede aceptar que se le escapen. Y si sólo hay diversidad en virtud del devenir, no hay identidad (tal como la palabra parece indicarlo, porque si así no fuera, bastaría con la unidad) sino en virtud de la duración. Con todo, aunque el acto intelectual no tenga sentido sino respecto a la toma de posesión del objeto en cuanto que se nos opone, en tanto que el acto voluntario siempre implica una creación del yo por sí mismo, diremos sin embargo que el acto intelectual no puede ejercitarse sin el acto voluntario y que no pensamos sin querer pensar. La identidad, la que frecuente­mente consideramos como una exigencia del pensamiento, es en mayor medida todavía un efecto del querer. Si admitimos que puedan haber objetos de pensa­miento que permanecen en nosotros bajo una forma dispersa y contradictoria, o que no podamos abarcar conjuntamente, diremos que esto es efecto de una debili­dad del pensamiento; no se la puede reparar, empero, sino por un acto de la volun­tad, que siempre nos es posible dejar de realizar. La identidad lógica, en cuanto conside­rada en su relación con el querer y no con la inteligencia, es un acto de fidelidad a sí mismo. La palabra fidelidad es la que mejor expresa esta creación de una duración espiritual por la que dominamos al devenir, en vez de permitirle que nos arrastre.

En este sentido, la identidad no es entonces sino una forma particular de la fidelidad. Es una fidelidad para consigo mismo en el acto propio del pensamiento. Sin embargo, bajo el nombre de identidad que le damos, parecería que ella no atañe más que a la relación de las ideas entre sí. La palabra fidelidad, por el contrario, en su sentido más profundo, no se refiere sino a las relaciones entre las personas. Podrá hablarse de la fidelidad en los contratos, pero siempre se trata de una fideli­dad referida a los demás, la que es ante todo fidelidad ante sí mismo. Y bien vemos que hay en la fidelidad un carácter sagrado, puesto que es de ella de lo que el jura­mento nos proporciona una especie de testimonio. Sabemos al mismo tiempo que no puede haber fidelidad en las cosas, sino que es propio de ella ser un compromiso por el cual precisamente rehusamos abandonarnos al devenir de las cosas. La fide­lidad es efectivamente el reconocimiento de nuestra unidad espiritual o, también, de esa preeminencia en nosotros de la actividad del espíritu, que no acepta dejarse distraer o, lo que es igual, arrasar por ninguna de las solicitaciones que vienen de fuera.

Es ésta la razón por la que la palabra fidelidad exige de por sí ser precisada, porque puede ocurrir que ella, para atarnos a una determinación en particular, trai­cione al espíritu en vez de servirlo. El espíritu no puede comprometerse sino con el

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espíritu; no es necesario que se encadene mediante promesas en las que pareciera prejuzgar respecto a un porvenir que ignora y del que no tiene derecho a disponer por anticipado. Las promesas, como Descartes muy bien ve, deben liberar a la liber­tad y no atarla: Lo único a lo que la promesa podría pedirnos permanecer fieles es a esa acción puramente espiritual que, con demasiada frecuencia, arriesga debilitarse o dejarse vencer. Y una manera frecuente de ser infiel a sí mismo es querer ser fiel a una decisión que se haya tomado, [aunque] rechazando todas las enmiendas que ella exija en las nuevas circunstancias en que estemos situados. Teniendo en cuenta el devenir de los acon­tecimientos, posibilitaremos que la duración no se deje superar por aquél; la dura­ción pertenece a otro orden, ya que se ha originado en el acto de participación, así como el devenir se originó en el dato que limita dicho acto y le responde, aunque sin poder hacer otra cosa que padecerlo. Así, del mismo modo como la identidad no anula la diversidad, pero concilia los términos, la fidelidad no desconoce el deve­nir, pero manifiesta a través de él la constancia de mi intención espiritual. Ahora bien, en ningún caso esta constancia puede ordenarme subordinar todas las deter­minaciones a una de ellas; en ese caso , me haría esclavo del devenir al pretender someterlo.

Si no existe fidelidad sino respecto a sí mismo o respecto a otros , será -en sí y en los otros- con respecto a esa actividad del espíritu que no permanece ajena a nin­gún acontecimiento, pero que siempre procura penetrarlo más, para hacer de él un testimonio pleno de significado. Esta fidelidad al espíritu, en nosotros o en algún otro, no debe sin embargo hacernos desconocer, en nosotros y en los demás, ese­carácter original de nuestra esencia particular y del destino que debemos llevar a cabo. La fidelidad está consagrada a esta esencia por descubrir y a este destino para colaborar en él. Es por esto que siempre ha tenido un carácter íntimo y casi secreto. Difícilmente podría discutirse que la duración no sea la duración que damos a nues­tro propio ser, no como a veces se cree, para permitirle desarrollar su propia esen­cia por una especie de necesidad geométrica, sino para permitirle crear por así decirlo esa misma esencia mediante la actualización de sus propias posibilidades. [Y crearla] de manera que la duración, tras haber sido la cantera que ante nosotros se abría para permitirnos devenir nosotros mismos, sea hoy esa cantera plena. Esto no quiere decir que nuestro pasado se haya inmovilizado, sino que se transformó en nuestra actualidad espiritual e intemporal. La fidelidad a sí mismo asegura nuestra propia duración, salvando nuestra esencia del devenir. La fidelidad hace del devenir el medio para nuestra propia realización. No puede, sin embargo, asegurar nuestra victoria sobre el devenir, a menos que nos dé acceso a esa eternidad de donde procede el acto que lo traspasa y lo corona 13 •

1 3 Este análisis confirma la importancia que el Sr. Gabriel Maree! atribuyó a la fidelidad a la que con justicia llama creadora. Ahora bien, son estos dos caracteres, conservación y creación, los que nos ha parecido que definen la duración. Y no es posible, por cierto, reunirlos sin hacer de la duración el camino que nos conduce del devenir a la eternidad.

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CAPÍTULO XII

lA ETERNIDAD

I

EL TIEMPO, NEGACIÓN DE lA ETERNIDAD

263

Exist<� la misma relación entre eternidad y duración que la que hay entre dura­ción y devenir. Y esto ocurre porque de la duración al mismo tiempo puede decirse que elimina el devenir y que lo implica. Lo elimina, puesto que aquello que dura, deja aparentemente de devenir. Y lo implica, puesto que la duración -al igual que el devenir- es una sucesión de movimientos que, sin embargo, en vez de permanecer independientes los unos respecto a los otros, están entre sí los unos con los otros integrados. Las relaciones entre duración y eternidad son del mismo orden, ya que la eternidad parecería abolir la duración tornándola inútil, dado que lo que es eter­no no tiene nada que conservar y, no obstante, la implica porque lo que es eterno es para nosotros también lo que siempre dura y que ningún ser que vive en el tiempo podría representárselo de otro modo.

En primer lugar, pareciera que estamos dispuestos a definir la eternidad sola­mente como si fuese la negación del tiempo. Y puesto que no tenemos otra expe­riencia que la del tiempo, es comprensible que la eternidad pueda aparecer no sólo como un misterio, sino como una quimera. De este modo, algunos se limitarán a afirmarla, aunque resignándose a no saber ni decir nada de ella; los demás, conside­rando esa eternidad como la negación de todos los caracteres de la realidad, tal como podemos aprehenderla, no temerán considerarla como otro nombre de la nada. No obstante, tenemos que desconfiar de estas nociones que parecerían no contener nada que no sea negativo. Con la eternidad sucede como con lo infinito: Descartes mostró admirablemente bien que lo finito no es otra cosa que su nega­ción, así como también que la afirmación fundamental de la metafísica consiste precisarnente en la primacía de lo infinito respecto a lo finito, que es lo que se define, pero que no puede serlo sino en lo infinito y en su relación con él. Pero quien afirme lo finito no habrá con ello abolido lo infinito. Al contrario, debemos decir que necesariamente afirma, en el mismo acto, todos los finitos, tanto en su

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actualidad como en su posibilidad. Del mismo modo hemos de concebir la relación de la eternidad y del tiempo, que no es sino una expresión más de la relación entre finito e infinito. Percibir que las cosas son en el tiempo o que yo estoy en el tiempo es lo mismo que percibir que ni la existencia de las cosas ni la mía son eternas. En el Capítulo 11 mostramos que la experiencia del tiempo es ante todo la experiencia de una negación. Aquello que yo veía hasta hace poco, lo que poseía, lo que sentía, dejo de verlo, de poseerlo, de sentirlo. Esa experiencia negativa es también el naci­miento de la conciencia individual. Sin duda alguna, puede decirse también que la eternidad que suponemos, -eternidad de la que el tiempo es un rasgón- no es todavía más que una nada de conciencia, de suerte que ésta, la conciencia, sumándosele, le agrega su propia positividad, si así puede decirse. Por cierto, esto es verdadero en lo que concierne a la experiencia que poseemos de una existencia que es la nuestra. Pero esta existencia que comienza establece sus propios límites al afirmarse a sí misma, lo cual no es posible sino por la afirmación, no sólo de un tiempo en el que ella no es, sino de un presente que no es el suyo, que es el presente de todas las existencias reales o posibles. Eso ya nos está mostrando con claridad la subjetividad del tiempo y -contrariando la opinión común- [vemos que] en vez de excluir todas las existen­cias temporales de la eternidad, tenemos necesidad de comprenderlas en ella. Lle­gamos, por lo tanto, a esta primera consecuencia: la eternidad no puede ser definida como una negación, sino en cuanto la negación de una negación, es decir, [nega­ción] no del tiempo mismo sino de todo aquello que hay de negativo en el tiempo. Esto nos permitirá sin duda profundizar cierta experiencia que tenemos de eterni­dad, implicada en la experiencia del tiempo, sin la cual éste aparecería a la vez con1o ininteligible y como imposible.

I I

LA EXPERIENCIA D E LA ETERNIDAD IMPLÍCITA EN LA EXPERIENCIA DEL TIEMPO

Es importante, ante todo, no considerar la eternidad misma como si estuviera más allá del tiempo o, también, no establecer entre tiempo y eternidad un corte tal que, para pasar de un dominio al otro, sea necesario suponer abolidas todas las condiciones constitutivas de nuestra propia existencia. Porque la eternidad sostiene al tiempo y el tiempo no parece negarla sino que también nos la revela. El estudio de las diversas fases del tiempo y del vínculo que las ata ha sido, en este aspecto, singularmente instructivo. Porque lo que nos ha descubierto no es sólo la primacía del presente respecto al porvenir y al pasado, sino también la imposibilidad de separar del presente lo pasado y lo porvenir, la necesidad de definir al uno y al otro por una cierta relación entre dos formas diferentes de la presencia, a saber [la que hay] entre una presencia percibida y una imaginada. Una relación como ésta única­mente cambia de sentido según se trate del pasado o del porvenir. Pero ni la per-

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cepción, ni la imagen, ni la relación que las ata pueden ser separadas de cierto modo de la presencia, so pena de quedar abolidas. Estos modos se distinguen entre sí más bien por la cualidad que las define que por la presencia que les es común. El tiempo nada cambia en esta misma presencia; no es otra cosa que un cierto orden entre sus diversos n1odos, orden que nos impide darnos cuenta de ciertas presencias simultá­neas.

Es verdad que siempre oponemos la presencia a la ausencia, pero ello se debe a que consideramos prototipo de la existencia aquél que nos es proporcionado por la percepción. Esa ausencia, sin embargo , de por sí no es sino otra presencia, la que definimos en términos diferentes. La distinción de estas diversas formas de presen­cia o, mejor dicho, la transformación de la una en la otra, es lo que aparece como condición de la participación y como nuestro único medio para constituir nuestro destino y para darle su verdadero s ignificado. Porque, en efecto, no basta igualar en la misma presencia la del objeto, la de lo posible y la del recuerdo; lo que cuenta es precisamente mostrar no sólo que entre estos diferentes modos de la presencia hay un orden de sucesión, -el tiempo propiamente tal-, sino también que no debemos olvidar que no hay ninguna forma de existencia que no esté constreñida a revestirse sucesivatnente de aquellos modos, no pudiéndose separar al uno del otro sin mutilarla. Nadie pone en duda todo lo que falta al posible para ser una existencia verdadera; sin embargo se ha querido dar realidad a la idea bajo una forma separada, como s i su actualización en nuestra experiencia la disminuyese en vez de enriquecerla. Pero si lo posible significa la existencia, al mismo tiempo porque es un objeto de pensa­miento puro y porque puede ser querido por nosotros como un ideal o como un valor, es contradictorio afirmarlo como posible de otro modo que no sea por la exigencia misma de que se realice. El objeto mismo nos proporciona una suerte de existencia actual y poseída, siendo perfectamente comprensible que quienes no tie­nen confianza sino en los sentidos se contenten con ella; sabemos todo lo que esta posesión añade a la existencia meramente posible, pero también sabemos que esta existencia presenta los dos siguientes defectos: ser un dato desprovisto de signi­ficado si cortamos su relación con la idea, y desaparecer de inmediato si procura­mos retenerla. No adquiere un carácter estable sino cuando efectivamente ha des­aparecido y llegado a ser para nosotros un recuerdo; a su vez, sin embargo, este recuerdo no haría más que decepcionarnos si no estuviese incorporado con los otros dos aspectos del acontecimiento, s i no recuperásemos en él una idea que se actualizó y de la que se puede decir que ahora forma parte de nuestro patrimonio espiritual. Nada más importante ni más desconocido que este vínculo entre las tres fases del tiempo, que esta exigencia propia de todas las formas del ser de recorrer, en el mismo orden, el mismo ciclo temporal sin el que su esencia no podría realizar­se. Hay allí una ley que al mismo tiempo es ley de los fenómenos y de las existencias, que rige tanto el devenir puro como el ejercicio de la libertad, cosa de la que con seguridad no nos sorprenderemos si la aparición de los fenómenos es inseparable de la participación y se presenta como contrapartida de los actos libres. Este análi­sis nos permite comprender cómo, en vez de imaginar una separación entre tiempo y

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eternidad, debemos considerar, por el contrario, que toda existencia temporal implica una especie de circulación en la eternidad.

III

LA OPCION ENTRE EL TIEMPO Y LA ETERNIDAD

Aun si tiempo y eternidad abarcan por igual todo el campo del ser, ya que tene­mos dos términos e indudablemente dos nociones diferentes para caracterizarlo, es importante averiguar en qué consiste su implicación y la comunión que los une. Nada es más simple que definir cada término por la negación del otro, pero hay que mostrar cómo toda negación es portadora en sí, de alguna manera, de aquello mis­mo que niega. No basta, entonces, decir que existen dos mundos absolutamente diferentes y tales como para que haya que abandonar uno para entrar en el otro: el mundo del tiempo -único real para aquellos que no tienen confianza sino en la experiencia de las cosas- y el mundo de la eternidad, que expulsa al otro a la nada según aquéllos que no confían más que en el testimonio del espíritu puro. Porque estos dos mundos se nos dan simultáneamente. No podemos tener experiencia del tiempo si no la referimos a la eternidad que ella supone y divide y, si hay una expe­riencia de la eternidad, no podemos tomar conciencia de ella si no es en el tiempo y por medio del tiempo.

Creer que pueda expresarse la relación del tiempo y de la eternidad diciendo que esta última es una duración que no tiene ni comienzo ni fin es una falsa solución. No hay en esto sino un modo indirecto de considerar la eternidad, menos como negación del tiempo que como una forma de existencia trascendente al tiempo y de la que no se podría decir, en sentido riguroso, que pasa o que dura. Nos es necesario reconocer, no obstante, que es en la eternidad donde pasa todo y donde todo dura. Pero estamos acostumbrados a considerar al tiempo como una caída; hablamos de "caer en el t iempo" . Además, nos parece que en la existencia temporal ya nada subsiste de esa eternidad de la que estamos separados, excepto esa suerte de re mi­niscencia de la que Platón hablaba y que nutre todas las acciones de la inteligencia. Con todo, es éste indudablemente el signo de que la eternidad y el tiempo no po­drían oponerse si no fuera porque precisamente la misma conciencia no cesa de unirlos. Sólo que esta unión depende de un acto que debemos realizar y que en cualquier momento es capaz de flaquear; el tiempo, entonces, se convierte para nosotros en una cadena y la eternidad en un espej ismo. Sin embargo, la eternidad es la que asegura esa continuidad de los momentos del tiempo, sin la que no habría tiempo; así como también el tiempo es el que, por intermedio del presente (que carece de sentido si no es respecto al tiempo) , nos permite tener acceso a la eterni­dad. No es, por lo tanto, del todo verdad decir ni que caemos de la eternidad en el tiempo, ni que abandonamos el tiempo para entrar en la eternidad. Tiempo y eter­nidad son dos términos tan estrechamente unidos, que no es posible separarlos. Pero es la libertad la que los junta: he ahí la razón por la que la conciencia puede en

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ocasiones olvidar la eternidad que la funda, como si para ella no subsistiese sino un mundo de apariencias temporales, y en otras ocasiones puede no estar referida sino a la eternidad, sin pensar que, para tomar posesión de ella, hay que obligarla a manifestarse en el tiempo.

Ahora nos es fácil disipar esos prejuicios que hacen de la eternidad una existen­cia anterior al tiempo y de la que éste nos ha separado, o una existencia después del tiempo y que deseamos obtener algún día. Porque el tiempo mismo no puede origi­narse sino de la eternidad y en la eternidad misma. Sólo en el tiempo hay antes y después, pero no hay nada que, en su relación con el tiempo, pueda ser dicho anterior o posterior a él. Así es como, lejos de decir que el tiempo rompe con la eternidad, debemos decir de él que es eterno, que es el medio por el cual, en la eternidad, la participa­ción hace brotar continuamente existencias nuevas. Debido a que estamos acos­tumbrados a considerar la existencia de acuerdo con el modelo del objeto, quere­mos que la eternidad sea la perfección misma de una existencia inmóvil. Y aunque la existencia no pueda ser aprehendida sino en el presente y la eternidad sea para nosotros un presente indefectible, no podemos olvidar sin embargo que el presen­te es también para nosotros el lugar de todo cambio. [Y esto ocurre] de manera tal que, por una especie de inversión, nos imaginamos la eternidad más fácilmente bajo la forma de cierto pasado que perdimos precisamente cuando el cambio co­menzó para nosotros, o bien bajo la de un porvenir que abolirá todo cambio y marcará el fin de todas nuestras tribulaciones. El tiempo sería una especie de entre­dós entre ese pasado perdido y ese porvenir esperado. Y no es uno de los proble­mas menores de la teología el de explicar cómo hemos podido separarnos de la eternidad y cómo podemos reconquistarla. Esta doble procesión, empero, sería de por sí ininteligible si no fuese el medio constante por el que nuestro ser se realiza, es decir, se eterniza. El tiempo se despliega al interior de la eternidad. Por el tiempo actúa la eternidad, es decir, se realiza. Pensar que existe una eternidad a este lado del tiempo o más allá de él y que podría excluirlo o desconocerlo constituye una idola­tría. La eternidad no es nada si no es para nosotros un perpetuo mientras tanto. Y es así como lo sentirr.tos cuando, intentando definir esa eternidad de la que el tiempo nos habría arrebatado, o esa eternidad en la que él acabaría por sumergirnos, nos damos cuen­ta que no logramos distinguirla de la nada. No recupera la existencia sino en la medida en que tomamos de la experiencia del tiempo los elementos necesarios para formarnos una idea de ella. [Lo que ocurre] es que nuestra experiencia del tiempo, de conjunto e indivisiblemente, es una experiencia de la eternidad. La eternidad es la que sostiene y alimenta todo lo que hay en ella de ser, es decir, de actualidad. E incluso la oposición que ella nos permite establecer entre devenir y duración nos permite, en el mismo acto, distinguir a cada instante entre las cosas que perecen y que con ellas nos harán perecer si sólo queremos conocerlas a ellas, y aquéllas otras que no perecen y de las que nuestro yo se hace solidario en cuanto acepta unirseles. La mismt eternidad ha de ser escogida por un acto libre; continuamente ha de ser consentida o rechazada. Y aquél que la rechaza, de ella toma también con qué trazar el surco de su propio devenir entre los mismos límites que lo mantienen encarcelado.

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Escogemos, entonces, a cada instante entre la eternidad y el tiempo. A cada instante abordamos la eternidad. Por esto es que la eternidad y el tiempo son inse­parables. Si así puede decirse, es por medio de lo temporal que en todo instante penetramos en lo intemporal. Además, en cada cosa hay una cara vuelta hacia el devenir y una hacia la eternidad, de suerte que la eternidad no es un mundo separa­do y todo lo que está en el mundo puede servir para revelárnosla. Si el cruce del tiempo y la eternidad se realiza en el instante, podemos decir que el instante es efectivamente el lugar privilegiado en el que ejercitamos nuestra libertad, ya que en él es donde podemos optar entre el devenir por el que las cosas materiales no cesan de ser arrastradas, y la eternidad, donde el espíritu no cesa de iluminarnos, de soste­nernos, de inspirarnos y de dar su significado a todos los momentos del devenir. Por esto es, también, que no hay nada más ambiguo que la regla que nos manda vivir en el instante, pues eso puede significar, o bien no atender sino a lo pasajero, o bien no separarse jamás de ese acto eterno que reencontramos a través de todo lo que pasa, siempre idéntico y siempre nuevo. Es en la conciencia de ese acto donde hallamos la experiencia que poseemos de la eternidad. De ahí que, estando en el mismo devenir, estemos al otro lado del devenir, al que no intentamos retener y, [estando] en la duración, estemos al otro lado de la duración, la que no cesamos de engendrar. No nos dejamos distraer ni por el pasado ni por el porvenir, los que no nos separan del presente si no es porque lamentamos que el primero ya no sea una presencia sensible y que el segundo no haya ocurrido todavía. No obstante, es en ese momento cuando nos convertimos propiamente en los desventurados esclavos del devenir, no sólo abandonando siempre la existencia tal como nos es dada, sino también rompiendo indefinidamente ese vínculo actual entre la existencia y la eter­nidad, el que a cada instante nos permite constituir a la una participando de la otra. Pero es preciso hacer otro uso del pasado y del porvenir: un instante es precisamen­te el punto en el que se unen el uno con el otro. Y esta conj unción nos permite introducir una nueva luz en la relación entre tiempo y eternidad.

IV

RELACIÓN ENTRE LA ETERNIDAD Y LAS DIVERSAS FASES DEL TIEMPO

La eternidad es contemporánea de todos los tiempos. Además, no se puede considerar, al parecer, ninguna de las fases del tiempo sin descubrir en ella una especie de eco de la eternidad. No debe sorprendernos que el pasado goce en este sentido de una suerte de privilegio , porque al parecer hay una tendencia a definir la eternidad como aquello que siempre ha sido. No podemos desconocer que el pasado expresa esa idea de lo acabado, de lo realizado, a lo que nada puede cambiársele y cuyo ser es ser conocido, lo cual para la mayoría de los hombres manifiesta las características esenciales de la eternidad. La eternidad sería como un inmenso pasa-

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do acaecido, que no nos sería descubierto sino gradualmente, de manera que el porvenir no sería para nosotros más que una ilusión de perspectiva y efecto de nuestra finitud. Sucede con frecuencia que las objeciones hechas contra la eterni­dad están dirigidas precisamente contra una concepción como ésta, donde el porve­nir está excluido o, al menos, pierde su independencia frente al pasado y le está subordinado, en circunstancias que parecería que siempre parece precederlo y pro­ducirlo.

Diremos, empero, que el porvenir nos revela otro aspecto de la eternidad, al cual se pued(� intentar también reducirla. Porque en modo alguno puede la eternidad ser considerada como una cosa ya hecha. jamás ha tenido un presente del que pueda ser consider.tJda como si foese su pasado. Respecto a todo ser que viva en el tiempo, [la eternidad] es aquello que lo sobrepasa infinitamente, pero de donde saca en forma continua la condición de su propio desarrollo. La eternidad es para él una posibili­dad ilirnitada respecto a la que siempre estará en desigualdad. No puede imaginár­sela sino en la dirección del porvenir, a la manera de un cierto inacabamiento del tiempo. Sólo que la eternidad no es ese porvenir postergado; porque no puede serlo sino para nosotros. [La eternidad] es ese porvenir considerado como ya presente, por cieno que no en el dato que será algún día para nosotros, sino en el acto mismo que funda nuestra participación y el poder que poseemos para convertirlo un día en dato.

Por lo tanto, parece que los argumentos sobre los cuales se funda la identifica­ción de la eternidad, sea con el pasado definido por su perfecta inmutabilidad, sea con el porvenir definido por su infinita fecundidad (y las críticas que nos impiden aceptarlos, sea porque el pasado sucede a una presencia dada, sea porque el porve­nir la anticipa) deberían invitarnos igualmente a considerar la eternidad como inse­parable del presente. Desgraciadamente ocurre que, si esta tesis halla cierta audien­cia, ello se debe a que en el presente hay para nosotros una realidad que no está puesta en duda por nadie -la realidad del objeto- de suerte que es fácil imaginarse la eternidad como un objeto infinito que no se divide ni se escapa. No debemos sorprendernos, sin embargo, que esta misma tesis de pronto parezca quimérica, precisan1ente porque la esencia del objeto es ser una apariencia que sólo existe para nosotros, de suerte que, para no confundirse con nosotros, debe continuamente separars·e de nosotros, tanto en el espacio como en el tiempo. Henos aquí lanzados en la fenomenalidad, del todo exterior y transitoria, y que es exactamente lo contra­rio de la eternidad.

La sola palabra presencia no caracteriza únicamente la presencia del objeto. O, más bien, no hay presente del objeto si no es por un acto de presencia a sí mismo del que puede decirse que constituye la verdadera mediación entre el tiempo y la eternidad. La preemi­nencia del presente respecto a las otras dos fases del tiempo, la necesidad en que estamos de considerar éstas como si derivaran de aquélla por una especie de disyun­ción, la imposibilidad de considerarlas con independencia de la presencia y de otro modo que no sea el de dos de sus modos, conduce naturalmente a la conciencia a la

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aceptación de una especie de afinidad entre el ser, la presencia y la eternidad. Sabe­mos que la ausencia es para nosotros como la nada y no nos preguntamos si en ocasiones no es la condición para una presencia espiritual más perfecta que la mera presencia de las cosas. Jamás pensamos que ésta puede ser para nosotros signo de nuestra limitación y de nuestra enfermedad y un simple medio para obtener la otra. De ahí que, cuando hablamos de una presencia eterna, a menudo nos parece que es una presencia comparable a la presencia sensible, la que no cesamos de desear cuan­do aún no la tenemos, o de lamentar cuando no la tenemos más. El porvenir y el pasado, entonces, que son marcas de la ausencia, se encontrarían abolidos. No obs­tante, es claro que una concepción como ésa es ininteligible, puesto que la presencia sensible sólo tiene significado entre el porvenir de donde emerge y el pasado que la recoge. Por otra parte, no es aboliendo el tiempo y esa profunda revelación que él nos aporta respecto a la naturaleza del ser en la posibilidad o en el recuerdo, como podremos elevarnos desde el ser temporal hasta el ser eterno. La célebre fórmula " Y el presente, completamente solo, a sus pies descansa" es del todo incierta, pues sugiere la idea de una presencia dada y no la de una presencia que uno se da. Pareciera olvidar, en provecho de la cosa presente, el acto que nos la hace presente. Con todo, nada ganamos si nos imaginamos una presencia espiritual bajo la forma de un recuerdo infinito o de una posibilidad infinita, porque ninguna de las formas de la presencia puede ser eliminada: todas son solidarias unas de otras ni pueden ser pensadas si no es en su mutua relación. ¿Diremos que en la presencia eterna ya no se puede trazar línea de demarcación entre órdenes de presencia diferentes? En ese caso es de temer que semejante presencia sea una presencia puramente abstracta y que, en vez de enriquecerla, empobrezca la realidad tal como nos es ofrecida en el tiempo.

Ya no nos queda otro recurso que el de considerar el presente bajo su forma más aguda, es decir, en el instante, del que bien sabemos que siempre juega un doble papel. Porque antes que nada, es el paso que convierte toda cosa en un fenó­meno y la introduce en el devenir; y es por eso que hay, se piensa, una pluralidad infinita de instantes, definidos en verdad no tanto por el paso como por los térmi­nos del paso. Pero es también el acto mismo que hace el paso siempre actual, cua­lesquiera que sean los términos que pasen. Ahora bien, ese acto es siempre idéntico. Expresa la relación con el ser por parte de sus formas limitadas e imperfectas, las que no tienen con él sino una coexistencia momentánea de la que no cesan de expulsarse unos a otros, al menos si sólo se considera el orden de su devenir, sin preocuparse de saber si ese acto sostiene todavía su posibilidad antes que ellas se realicen, y su imagen, después que desaparecieron . Es decir, ese acto es contempo­ráneo de todas las fases del tiempo, no porque las aniquile en provecho de una de ellas, sino porque él es quien, ofreciéndose a la participación, se divide de modo que permite la oposición de lo posible y lo realizado, así como también la indefinida conversión del uno en el otro. Es por eso que la fuente de la participación, antes que el tiempo apareciera, es el instante eterno; en cuanto la participación hubo comenzado, lo es el instante en que se ejerce nuestro acto propio, acto que engendra el tiempo por la conversión de lo posible en lo realizado.

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En verdad, ni pasado ni porvenir están propiamente en el tiempo; no obstante, es un mismo instante el de la eternidad, donde la conciencia opera la disociación de esos momentos, y el de la participación, en el que opera la transmutación de ellos. El tiempo no es nada más que el doble efecto de esa disociación y de esa transmu­tación. -No es sorprendente, por lo tanto, que el tiempo se reduzca a una sucesión de instantes, si en el instante se atiende a los estados que sucesivamente lo atravie­san y no al acto único que da actualidad a éstos. Esta ambigüedad del instante, definido al mismo tiempo por una relación temporal y por un acto transtemporal, es la que constituye el enlace entre tiempo y eternidad Con todo, sería un error pensar que el acto en cuanto tal pueda estar comprometido en el tiempo, aunque necesariamente empuje hacia el tiempo, hacia delante y hacia atrás, todos los estados que lo limitan y que la condi­ción propia de un ser participado le obliga a actualizar uno tras otro.

V

ETERNIDAD CREADORA

O TIEMPO QUE SIEMPRE RENACE

El v1:nculo que acabamos de establecer entre tiempo y eternidad es un vínculo que nos obliga a considerar a esta última no como el tiempo negado, sino como su fuente rnisma, como un presente que -en vez de excluir pasado y porvenir- permi­te, en la escala de la participación , oponerlos y unirlos. Esto nos libera de esa con­cepción de una eternidad inmóvil, privada de toda comunicación con el tiempo, de suerte q ue habría que invocar una misteriosa caída para explicarnos el paso de la eternidad al tiempo y una misteriosa liberación para explicarnos el retorno del tiempo a la eternidad. Mas si la eternidad perdida es ésa misma que debemos recuperar, podrían1os preguntarnos para qué pudo servir nuestra permanencia en el tiempo, cuál es la falta que en la misma eternidad nos hizo perderla, cuál es el mérito adqui­rido en el tiempo que puede salvarnos de él 1 4 • Además, ya no se ve en esta eternidad de la que el tiempo estaría ausente, cuál pueda ser el fundamento de alguna diferen­ciación. Nos parece que lo propio del tiempo es precisamente liberar roda existen­cia individual, darle cierta independencia respecto al ser total, permitirle darse su ser propio gracias a un proceso de autorrealización.

La n1isma noción de creación, entonces, difícilmente podría ser disociada del tiempo. Pero si la eternidad, en vez de ser considerada como la negación del tiem­po, lo requiere como condición sin la cual ella sería una eternidad de muerte y no

14 Se puede comprender con faci l i dad por qué necesariamente debamos explicar la relación entre tiempo y eternidad en el idioma del tiempo. Nadie pone en duda, sin embargo, que no existe en ello una verdadera contradicción y que en cada hombre y a cada instante la falta de Adán y el acto de la redención no recomienzan.

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una eternidad de vida; si el tiempo, por su parte, la implica por el papel que nos obliga a otorgar al presente, el que no sólo contiene en sí todas las fases del tiempo, sino que además actualiza su transmutación mediante un acto que, a su vez, partici­pa de la eternidad del acto puro, entonces será la eternidad misma la que, a través del tiempo, nos deberá descubrir su fonción propiamente creadora. Dijimos ya que el tiempo es a la vez destructor, conservador y creador de todo lo que es; pero sólo es destructor cuando se reduce al devenir y está separado de la eternidad; es conservador en tanto que reemplaza al devenir por la duración en virtud de la cual la eternidad conserva en sí, por así decirlo, la totalidad del devenir; y es creador en cuanto que, en el presente, la eternidad no cesa de producirlo, sin que él nunca llegue a igualarla.

De ahí la afinidad entre la eternidad y la infinitud. No se trata de que la eterni­dad pueda ser confundida con la infinitud del tiempo, puesto que el tiempo no es infinito sino únicamente indefinido. La eternidad no es, entonces, ni la totalidad del tiempo ni su negación, sino que es el tiempo siempre renaciente; en propiedad, no es su recomienzo perpetuo, sino la fuente omnipresente de ese recomienzo. Es la eternidad misma la que se halla en el origen de la "indefinitud" 1 5 tanto del espacio como del tiempo; y estas dos "indefinitudes" son inseparables entre sí. Perfecta­mente podemos mirar al espacio como del todo actual, pero no tomamos posesión de él sino en un tiempo que todavía tiene ante sí un porvenir; y la infinitud actual que prestamos al espacio nunca es más que la infinitud potencial del tiempo, consi­derada en el dato hipotético que siempre le responde. En cuanto a la "indefinitud" del tiempo, siempre tiene al presente como origen y es doble, si puede decirse, ya que se ejerce tanto en el sentido del pasado como en el del porvenir. Ese pasado, empero, también es para nosotros un porvenir: es el porvenir de nuestra esencia y no el de nuestra existencia. Y al contrario de lo que se piensa casi siempre, el porve­nir de nuestra existencia no deja nunca de enriquecer el porvenir de nuestra esencia.

El porvenir y el pasado manifiestan, uno y otro, -tanto gracias a su incesante renovación como por su relación siempre cambiante- que la participación, en vez de arrojarnos fuera de la eternidad, pone en acción su eficacia creadora. La eterni­dad es, en la participación misma, la que la alimenta y la trasciende y, en consecuen­cia, puede decirse sin duda alguna que es el más allá del tiempo; pero es aún más verdadero decir que [la eternidad] es ese perpetuo más allá que impide al tiempo detenerse alguna vez. Y esto es de suerte que bien podemos definir al tiempo por la génesis de toda cosa, pero en tal caso habría que decir de la misma eternidad que ella es la génesis del tiempo. No está más allá de la creación sino porque no deja de producirla. Es por eso que es siempre idéntica y siempre nueva. No es ni un inmen­so tiempo que envuelve todos los tiempos, ni esa inmutabilidad del ser que antece­de a la creación y en el cual ella se desenvuelve. Es ese punto indivisible del que la creación no cesa de brotar, ese acto puro siempre ofrecido a la participación y que siempre produce, en todos los seres particulares, esa oposición móvil entre un pa-

1 5 N.T. Neologismo de Lavelle.

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sado y un porvenir que posibilita constituir la historia de sus propias vidas e incluso la historia del mundo. En la escala de la participación, es esta relación del pasado y del porvenir la que nos descubre el juego más profundo de la actividad creadora. El porvenir considerado en su posibilidad y el pasado considerado en su inmutabilidad nos revelan dos aspectos diferentes de la eternidad, pero es el instante el que los une gracias a un acto que de por sí jamás se interrumpe. Ahora bien, puede todavía objetarse que la potencia creadora está en nosotros siempre vuelta hacia el porve­nir. Sin embargo, por una parte es en el pasado donde ella arraiga y, por otra parte, nuestro presente no es más que nuestro pasado, en cuanto espontáneamente o por elección es determinante de nuestro porvenir.

De e�sta manera vemos hasta qué punto es ambigua esa concepción tan común según la que nuestra vida no es propiamente como una "piel de zapa" , que se estrecharía sin cesar, sino más bien como un camino limitado y con características tales que, mientras que la parte recorrida no dejaría de crecer, la parte por recorrer decrecería en la misma medida. Porque, según se considere que lo real está en la acción o en la contemplación, será necesario que nuestra vida tienda ya sea a su abolición o a su realización. No obstante, es imposible escoger entre estas dos interpretaciones opuestas, porque son la expresión de dos leyes diferentes: la del devenir y la de la duración, ninguna de las cuales es capaz de bastarse a sí misma; ellas encuentran su común fundamento en un acto de por sí ajeno a esas vicisitudes y que es tal, que no deja de sostener nuestra existencia en el momento mismo en que ella se hace, sea en la transición entre los momentos de su devenir, sea en el proceso que las vincula y reúne.

VI

LA ETERNIDAD DEL "EN" Y LA ETERNIDAD DEL "POR"

Si no queremos establecer una disyunción absoluta entre eternidad y tiempo, si no estarnos de acuerdo con que la eternidad esté en un más allá del tiempo, sobre el cual no podríamos en modo alguno tener alcance, sino que pensamos que estos dos térrninos siempre están asociados de alguna manera y se definen más bien por una implicación que por una mutua negación, será natural que consideremos la eternidad como aquel término soberanamente positivo y del cual el tiempo expresa únicamente la limitación. En ese caso resulta difícil, al parecer, concebir la eterni­dad de otra manera que como una especie de continente al interior del cual debería­mos ubilcar al tiempo y todo lo que él pudiera revelarnos . El tiempo sería como una vía abierta en la eternidad, que tendría para cada ser un punto de partida y uno de llegada y que, respecto al todo, sólo le proporcionaría una perspectiva limitada, un,· horiwnte determinado. Así, cada 1Jida humana podría ser considerada como un .fragmento deeternÍ!Úld.

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Una tal representación, empero, cualquiera que sea su claridad, es a duras penas concebible. B ien vemos que esa relación de continente a contenido es tomada del espacio. El tiempo, a su vez, es considerado como susceptible de ser dividido en partes, comparables con las partes del espacio, del que la eternidad vendría a ser en cierto sentido su suma. La comparación es tan natural y tan ilegítima a la vez, que uno no se da cuenta, por una parte, que así abolimos el carácter esencial del tiempo, como es la sucesión, imaginando que podemos yuxtaponer sus partes en un todo subsistente, como hacemos con las partes del espacio; y por otra parte, lo que viene a ser lo mismo, [no nos damos cuenta tampoco] que la eternidad es por sí misma heterogénea respecto a las partes que la forman y que se necesitaría una especie de milagro para que deje de ser sucesiva y devenga de pronto simultánea como lo es el espacio. Se calcula más o menos confusamente, por cierto, que si la sucesión está destinada a expresar la limitación de la existencia, en la medida en que esa limita­ción se atenúa, el pensamiento se extiende sobre una zona más y más vasta para abarcar en último término al ser entero en una única mirada. Así, en nuestra expe­riencia diaria veríamos cómo el análisis temporal nos presenta en forma escalonada los elementos de un todo, cuya síntesis haríamos finalmente en un acto que no necesitaría ya tiempo alguno.

Sin embargo, esta identificación de la eternidad con la simultaneidad debe ser puesta en duda, o al menos la simultaneidad de la que aquí se trata no es en modo alguno la del espacio. Se trata de la simultaneidad de un acto, no con respecto a todas las partes que él reúne en un mismo espectáculo, sino a todas las potencias que hay en él y que, una vez que se dividen, requieren el tiempo para su ejercicio. Más aún, esa representación de la unidad reviste un carácter objetivo. Evoca un objeto inmutable, cosa que es casi contradictoria, si lo propio del objeto es ser un fenómeno que nunca existe sino para algún otro y siempre se encuentra cogido en el devenir. En último término, en esta comparación entre la eternidad y el espacio olvidamos que el tiempo no es propiamente un camino, sino el recorrido de ese camino, el cual tiene una dirección que no puede ser abolida y que, en consecuen­cia, es irreversible; además, la relación de su porvenir y de su pasado nunca podrá ser anulada. Ahora bien, la relación del porvenir al pasado no es sino otra forma de esa relación de la posibilidad con la existencia que constituye la clave de la partici­pación. Si dejamos de tenerla en cuenta, será el tiempo el que perderá toda su significación. La relación entre el tiempo y la eternidad, empero, aparecerá con toda su claridad: primero, si recordamos que, cuando se trata del tiempo, es decir, de un recorrido, ya no estamos ante una suma de partes, como cuando se considera úni­camente el espacio, sino ante una serie de perspectivas tomadas sobre el todo; esto nos permite considerar al todo como envuelto por cada una de ellas, y no establecer jamás separación alguna entre el acto de participación y el acto puro; en segundo lugar, [aquella relación tiempo eternidad se aclarará] si aceptamos reconocer que la con­versión de la posibilidad en actualidad -lo cual constituye la definición de la partici­pación y nos obliga a considerar al tiempo como instrumento suyo- es interior a la misma eternidad. Sin duda es ésa la raíz del argumento ontológico; aceptar [esa

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conversión] nos permitiría definir a su vez al tiempo como la continua puesta en obra del argun1ento ontológico.

No .aceptaremos, entonces, la fórmula que hace del instante un átomo de la etern idad . Por cierto, representa un progreso respecto a la fórmula que hacía de él un mero átomo de tiempo, ya que el instante le es doblemente heterogéneo puesto que, por una parte, no es en el tien1po mi�: no un eleme:uo sino una pura transición y, por otra parte, esa transición es, a su vr-:z, efecto de un acto qu'� constituye una participación de la eternidad. En cuanto a la etern idad misrr1a, no se divide en átomos: además, el acto de participación es inseparable del acto dd que participa. Entrar en la eternidad no es e n tr a r en un re ino de cosas i nmutables : es adherir a un acto qu,� nunca nos fal ta, que e;� tal, en consecuencia, que nos rega la siempre n1ás luz, fuej�za y gozo que las que nuestra propia capacidad pueda contener. Es renun­ciar a nuestro apego a la vida ternporal, que no tern1 ina de hacernos incapaces e infortunados, que siempre nos aleja hacia un porvenir o hacia un pa.sado de los que querríatnos hacer una presencia actual y sietnpre dada. Es elevarse por encima de la vida ten1poral , no para abolirla, es verdad, sino n1ás bien para engendrarla y no para padecerla. Es lo que podríamos expresar diciendo que la verdadera eternidad es una eternidad del por y no una eternidad del en. Si se entiende esta oposición como corresponde, quiere decir únican1ente que no hay otra eternidad que la del acto y no del dato, aun sintiéndonos inclinados a definir la etern ida ,j co n1o lo s iempre dado. Diremos, por el contrario, que la eternidad nunca es dada, que n unca presenta el carácter de necesidad por el que podría imponérseme a pesar mío, que siempre está disponible, que es inseparable de un libre encaminan1ienro y que es por ese libre encaminan1iento que -en el mistno instante en que soy- p uedo abandonarme al fluj o del devenir o, también, un i rme a ese acto del que él es el l ínl i te y casi la nega­ción. El yo oscila siempre del uno al otro de estos dos extremos, pero es entre ambos donde logra constituir su prop i a duración , de la cual el uno puede ser visto como su materia y el otro como su principio.

VII

D EVENI R, I) URACIÓN Y ETERN I DAD ,

TRES G E.ADC)S DE LA LIBER1J\D

Sin duda alguna, en esta característica de la existencia cotidiana de convertir el porvenir en pasado, no sólo encontraremos una imagen, sino también una especie de realización de la gestión metafísica que da a nuestra vida entera su significado entre los dos límites del nacimiento y de la muerte. Ante todo, experimentamos que nuestra vida jamás es algo dado, que ella se hace, que es una posibilidad que se realiza. Esto significa que su esencia es espiritual , ya que esa posibilidad no es nada más que una propuesta hecha a nuestra voluntad y esa realización no es sino un acto de pensamiento donde aprehendemos ese mismo ser que poco a poco se ha

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tornado el nuestro. Una realización como ésta, con todo, implica una actualización de lo posible en una forma material cuyo papel es arrancarme de la subjetividad pura y obligarme a asumir un desempeño privilegiado en este mundo de la partici­pación, mundo de fenómenos, pero en el que me encuentro con aquello que me supera y donde puedo, sin embargo, comunicarme con todos los seres. Pero es propio de los fenómenos ser pasajeros; carecen de interioridad, de esencia. Sola­mente son medios, testigos que desaparecen en cuanto desempeñaron su papel. Ahora bien, si olvidamos que el tiempo es la conversión de una posibilidad en actualidad, estaremos obligados a reducirlo a no expresar nada más que el orden de la sucesión de los fenómenos. Y es ése a la vez el tiempo de la opinión común y el de la ciencia. Ese tiempo, empero, permanece como un misterio, porque está sepa­rado del acto mismo que lo engendra. De ahí que nos obligue, o bien a identificar al ser con el devenir puro, de manera que todas las formas de la existencia no dejarían de surgir nada más que para desaparecer de inmediato, cosa que justificaría todas las lamentaciones del pesimismo, o bien para procurar superar ese devenir, como lo hace la ciencia, y encontrar a través de la sucesión de sus etapas una identidad abstracta que ella oculta, lo cual desemboca en un "acosmismo" en el que pensar el mundo equivale a abolirlo.

No obstante hay que reconocer que el devenir no puede ser afirmado solo y que, por una especie de contradicción, esa incesante destrucción por la que él se define. no es aceptada por la conciencia, que no deja de batallar contra ella pues tiene la ambición de durar. Ahora bien, esa duración es inseparable de un esfuerzo por el cual, en vez de dejar que las cosas transcurran por su curso natural, presta­mos resistencia a ese curso, oponiéndole una voluntad de no ser arrastrados. Por­que el querer es un acto que de mí depende y sin el cual todos los estados del devenir desaparecen uno tras otro y yo con ellos. Pero este acto es un acto libre y puedo no llevarlo a cabo; en tal caso, abdico y el vencedor será el devenir. Es digno de ser destacado que todo acto, a partir del momento en que interviene, es decir en cuanto ya no abandona las cosas a su curso, tiene la duración como su fin. Con ello da un testimonio, por cierto, no de que el devenir le sea ajeno y constituya un adversario al que tenga que derrotar, sino de que es el medio que debe utilizar y con el que no puede darse por satisfecho. Así, esta voluntad de durar puede ser interpretada de dos maneras diferentes: puede aplicarse a esas mismas cosas que están cautivas por el devenir, pero que son la materia de mi acción, la que no deja de modelarlas e imprimir a través de ellas su marca en el devenir, [marca] que es la característica que efectiva­mente observamos en todas las obras del hombre. Pero estas mismas obras no son sino instrumentos y testimonios, pues la voluntad de durar, en lo profundo de su esencia, es expresión de esa perennidad del acto del que somos partícipes y del que el devenir es para nosotros sólo un medio de realización. Remontamos, entonces, desde la duración hacia una eternidad que es la del espíritu puro.

El análisis precedente es suficiente para mostrarnos que la voluntad de durar puede fallar en su objetivo si se apega al devenir material, cuya esencia es perecer; puede lograr alcanzarlo, aunque de un modo todavía imperfecto y simbólico, en

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todas las empresas destinadas a durar. Finalmente, no se une a él sino precisamente cuando, desinteresándose de todo objeto, halla la fuente eterna en la que se nutre y que le está siempre presente. [La voluntad] , entonces, se ve llevada más allá de la duración, al modo como la duración misma la llevaba más allá del devenir. Éstos son, sin embargo, tres niveles de la actividad que no pueden ser desprendidos abso­lutamente el uno del otro y es en este paso del uno al otro donde nuestra libertad no dej a de ejercitarse. Nadie logrará j amás sustraerse al devenir, pero no podemos sino desear que éste no se nos vaya siempre de las manos. Es para nosotros un aspecto de la existencia y, viéndolo hui r de nosotros, buscamos naturalmente retenerlo. Pero es ése el signo de que [el devenir] es incapaz de contentarnos y de igualarse en nosotros con esa aspiración a ser en que consiste nuestro ser mismo. Por esto, es indispensable que procuremos consol idarlo construyendo obras en las que al mis­mo tien1po intentemos expresar y encarnar esas exigencias ideales de nuestro espí­ritu a las que el devenir no dej a de traicionar y de malgastar. No obstante, ésta es una pobre salvaguardia, ya que el devenir, por una parte, siempre termina por ven­cer y, por otra, no hay ninguna de estas exigencias del espíritu que en sí misma no sea imperfecta y momentánea, ni que no exij a ser superada. Por esto diremos que es únicamj�nte el espíritu el que durará siempre, precisamente porque es tan superior a la duración como la duración es superior al devenir. En cierto sentido, el devenir es la condición limitativa de la participación y la duración, el efecto de su puesta en obra.

El que el tiempo sea una relación entre devenir, duración y eternidad constituye la clave que permite su ejercicio a la libertad, representando los tres grados propios de dicho ejercicio. Puede decirse que, sin el devenir, el acto de libertad no podría ser disociado del acto puro ni la participación podría producirse; pero el devenir dise­mina la libertad, por así decirlo, y la encadena a circunstancias que deberán propor­cionarle la materia de su acción, en vez de anularla. En esta lucha contra el devenir, la l ibertad afirma ante todo su independencia y, para ello , es necesario que en el devenir mismo distinga entre lo que dejará morir y lo que quiera salvar porque encontró, por así decirlo, algo en que encarnarse. Pero, también, la libertad se halla amenazada en la duración, pues tiene la tendencia a convertirse en naturaleza. Sólo en la eternidad encontrará una fuente de actividad y renovación que j amás le habrá de faltar, porque se verá transportada más allá de todas las circunstancias particula­res, aunque sea al interior de esas circunstancias donde ella deba siempre manifes­tarse. La libertad trasciende la materia y no corre otro riesgo que el de tornarse ella misma en naturaleza, puesto que dispone de una eficacia siempre actual, aunque en su forma participada esté incorporada en una naturaleza a la que no cesa de modi­ficar y enriquecer. En esto vemos de qué manera los aspectos del tiempo son inse­parables unos de otros y constituyen una suerte de camino que va desde el devenir hasta la eternidad.

Ahora bien, es evidente que lo que pasa es todo aquello que tiene un carácter material, carácter del que nuestra existencia finita, sin embargo, no puede prescin­dir; y no lo puede tanto porque de él recibe lo que la limita, como porque por él

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entra en comunicación con todas las formas de la existencia participada. El devenir, empero, no es una negación de la eternidad: sólo nos obliga a buscar en la misma eternidad el origen de ese orden fenomenal, en el que nada hay que no sea un puro paso y donde las cosas que pasan son condiciones gracias a las cuales cada ser ha de cumplir el acto constitutivo de su propia duración. Pero bien sabemos que [cada ser] puede también consagrarse a las cosas perecederas y que con ellas perece. Por eso siempre será infortunado y estará equivocado, porque les pide lo que ellas no pueden darle. Bien vemos, entonces, hasta qué punto es falso imaginar las cosas como si se conservaran por sí mismas; se diría más bien que de por sí no surgen si no es para desaparecer, cosa que indudablemente constituye la esencia común de todas las apariencias. No duran sino-a partir del momento en que nuestra actividad, en vez de abandonarlas a la pura pasividad, se apodera de ellas e intenta por así decirlo integrarlas a sí. La inercia es inseparable del desgaste. La vida, por el contra­rio, retiene ya en sí, mediante los pasos por los que siempre las promueve, todas las determinaciones por las que, una tras otra, atraviesa. El arte, a su manera, la imita. Con todo, el pasado se sobrevive a sí mismo y comienza la duración sólo con la conciencia y cuando la memoria interviene. Pero la memoria produce una transfor­mación espiritual de nuestra experiencia anterior. Sólo esta transformación la arre­bata al devenir. Puede pensarse que esta especie de enriquecimiento gradual y electivo de nuestro ser es lo que constituye el significado profundo de nuestra existencia.

La eternidad, empero, nos permite elevarnos más alto todavía; en ella no hay ni la necesidad ni el deseo de conservar lo que ha sido. Ignora toda riqueza que sea efecto de la acumulación, ni busca la posesión de nada. Por sí misma, se halla en el origen de todos los bienes. Lo que se le dará a cada instante supera infinitamente sus adquisiciones, incluso las más preciosas. Alll donde la duración radica en un proceso de enriquecimiento, la eternidad radicard, por el contrario, en un proceso de desposeimiento. Aquí, el yo no intenta retener lo pasajero, como si no tuviese ojos sino para el devenir, ni [trata] tampoco de esconder en él lo que no pasa, como si no aprehen­diese la existencia sino en la duración. Expulsa de sí la preocupación por las cosas creadas para unirse a cada instante al acto creador. Aquí el progreso se halla, si puede decirse así, en una gradual liberación de nuestra actividad propia. Buscar la eternidad en una cosa inmutable de la que pudiéramos gozar es idolatría; [la eterni­dad] no es algo que pueda captarse ni donde podamos establecernos. Es un acto que siempre podremos volver a encontrar y del cual la participación siempre nos permitirá disponer. Esto no significa que la eternidad pueda ser separada del deve­nir o de la duración; los tres términos no tienen sentido sino por el acto de la participación, pero cuando se ha llegado a esa cima de la que éste pende, se genera el devenir, aunque sin que busquemos nunca retener aquello que pasa y que indefi­nidamente se renueva. La duración, sin necesitar ser el fin propio de nuestros esfuerzos, se inscribe en el tiempo como efecto y fruto de nuestro apego a esa eterna eficacia que nos permite hacernos a nosotros mismos todo lo que somos.

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VIII

MUERTE Y RESURRECCIÓN16

Si esperamos que algún día podamos impedir al devenir huir de nosotros, es porque todavía nos encontramos atados a él. Es necesario precisamente que huya de nosotros para poder descubrir o darnos a nosotros mismos esa interioridad espiritual que nos pone por sobre la fenomenalidad. El devenir es inseparable de toda existencia por participación, esto es, de nuesÚa propia existencia; es el medio por el que ésta se constituye, el que le permite actualizarse, sufrir los efectos de su acción y entrar en relación con los demás modos de la existencia participada. Pero si es lo que es, es para manifestar que no puede ser confundido con nuestro propio ser, porque dado que no se aplica sino al fenómeno, manifiesta claramente que en este caso se trata de un ser que no es sino para otro y que no tiene existencia por sí; y si pasa incesantemente, si continuamente me es quitado, es para que yo mismo deje atrás la tentación de confundirme con él.

No obstante, en lo que al devenir concierne, no puedo contentarme con una actitud puramente negativa, dado que es él el que constituye la materia de mi expe­riencia; la riqueza del mundo se expresa por él, él es quien nutre en forma continua­da mi actividad de participación, quien mide su nivel, quien le proporciona sin cesar nuevos objetos y, en último término, es él quien éonstituye un mundo común de la manifestación en el que los seres se vinculan unos con otros en virtud de su mutua limitación. Con todo, ese mundo que muere a cada instante, resucita tam­bién a cada instante: el espíritu no le otorga la característica de la duración si no es transformándolo por así decirlo en su propia sustancia. Mientras podamos dispo­ner de las cosas, mientras tengamos un gozo sensible de ellas, seremos incapaces de descubrir su esencia y de penetrar su significado. Para ello es preciso que las cosas hayan dejado de ser cosas para nosotros. Así ocurre con los acontecimientos e incluso con las personas, quienes frecuentemente no adquieren para nosotros una realidad espiritual sino en el mismo momento en que su presencia corpórea queda

16 Los apartados VIII y IX del presente capítulo en modo alguno están destinados a proporcionar una descripción quimérica de la condición del yo después de la muerte. Lo que vendrá tras ella no puede ser para nosotros objeto de experiencia alguna, ya que se trata de un después absoluto que es el después de toda experiencia. Si hay una experiencia de la eternidad, será en el curso de nuestra misma vida donde se realice. Ahora bien, lo que hemos intentado mostrar es que cada término comprometido en el devenir está de por sí constreñido a morir para resucitar bajo una forma espiritual, y que es propio del espíritu abolir las diferencias entre pasado y futuro a fin de descubrirnos una realidad eterna que le ha dado a él mismo un inagotable movimiento. Por otra parte, nadie duda que la eternidad abarque el tiempo completo, de suerte que cada instante de éste debería permitirnos penetrar en aquélla, si dejamos de apegarnos a lo perecedero a fin de no conservar sino el acto que le sobrevive y que, por así decirlo, lo esencia/iza.

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abolida. Sucede que muy prontamente dejamos de atender a esa presencia espiri­tual, pues nuestra atención no se vuelca por mucho tiempo sobre nuestra intimi­dad; [la atención] no se cansa de buscar algún otro cuerpo sobre el que detenerse. Pero siempre habrá un momento de lucidez y de pureza interior en el que resuciten en nosotros, a una luz casi sobrenatural, las cosas que desaparecieron y los seres que murieron. Es entonces cuando podremos ver que la abolición de lo sensible es la que se presenta como condición propia para la existencia espiritual

De este modo se nos descubre el verdadero destino del cuerpo. Porque es pre­ciso que él haya existido, [ya que] sin eso quedaríamos reducidos a los estériles esfuerzos de una imaginación puramente subjetiva. Pero es también necesario que nada quede de él para que el mismo acto por el que, en nuestro interior, lo hacemos revivir, nos descubra todo el significado del que [ese cuerpo] era portador. No obstante, el devenir sólo será fecundo en nosotros, precisamente, bajo la condición de no lamentarnos si a cada instante aquél se desvanece; en efecto, es necesario que [el devenir] se desvanezca para que se torne una revelación de lo real y de nosotros mismos. Nadie se atreverá a sostener que esa transformación del devenir lo empo­brezca, porque dicha duración -de la que indiferentemente puede decirse que le permite subsistir en el tiempo (si se acepta que haya una vida del espíritu en el tiempo) y que lo arrebata al tiempo (si éste aparece como inseparable del devenir material)- no tiene como precio una suerte de esquematización del recuerdo que, en último término, llegue a ser ante todo un saber y un nombre. Eso sólo es verdad para quienes consideran el recuerdo como una cosa, como un dato sometido a la ley del desgaste. El recuerdo, sin embargo, reside eminentemente en el acto de un pensamiento a quien cegaba la presencia del objeto, por así decirlo, proporcionán­dole la materia de la que no podía prescindir. Ese acto se halla ahora liberado. Esta es también la razón por la que [dicho acto] no sólo permite elevar hasta la luz de la conciencia todo aquello que la percepción contenía en sí implícitamente, sino tam­bién, como se mostró en el Capítulo IX, # VIII, no cesa de completarlo. Lo torna objeto de un análisis y de una interpretación creadora que jamás se detienen. Este es el verdadero papel que hay que dar al tiempo, el que no sólo conserva en la duración aquello que ha sido, sino que asimismo lo espiritualiza, es decir, lo con­vierte en un acto que carece de término o, también, que siendo portador de lo infinito, infinitiza todo objeto al que se aplica.

Pero aún hay más: en esta especie de profundización del pasado, el recuerdo se purifica progresivamente. Poco a poco pierde contacto con el acontecimiento indi­vidual. Se despoja de todo aquello que le daba un carácter contingente, de todo lo que todavía lo ataba al devenir, de todo lo que en él había de perecedero. Abandona al mismo tiempo toda huella de exterioridad, se reduce poco a poco a su pura interioridad. Es así como, por una especie de transmutación digna de ser destacada, en la medida en que nos hacemos algo mds igual a nosotros mismos, se atenúa y desaparece el recuerdo de los acontecimientos diferentes de nuestra vida por los que ella se formó; como revancha, cobramos una conciencia infinitamente aguda de las propiedades consti­tutivas de nuestro ser, en lo cual el papel de dichos acontecimientos fue precisa-

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mente el de revelárnoslas y hacerlas nuestras. De la misma manera, es necesario que las cosas desaparezcan de nuestra mirada para que para nosotros se conviertan en ideas. El devenir es una muerte de todos los instantes, una verdadera resurrección en un mundo nuevo y puramente espiritual en el que para nosotros ya no hay ni fenóme­nos, ni acontecimientos, sino únicamente la realización de una esencia que se cons­tituyó en el tiempo y que en la duración se posee a sí misma. Es así como, después de haber mostrado que el tiempo es necesario para la encarnación de lo posible, podemos decir que lo posible se desencarna en la duración o, también, que atravesó y superó la actualización material para recibir una actualización espiritual. Es ése el significado metafísico de la memoria, cuya primera fase no es otra que la memoria del acontecimiento.

Podría decirse, sin embargo, que esa especie de transmutación de lo material en espiritual sólo recibe su acabamiento cuando la duración hacia la cual el devenir nos condujo nos oriente por sí misma hacia la eternidad. Porque no es posible hacer que la duración no esté ante todo vuelta hacia el pasado, aunque parezca todavía aumentar algo constantemente por sobre lo que el pasado nos había dado. De este modo, el mundo de la duración es un mundo en el que permanecemos vinculados todavía a la determinación, aunque sea gracias a ella que aquello que descubramos sea la misma esencia. Esencia viva, es cierto, inseparable del acto que la produce, sin que nunca lleguemos a explorar todo su contenido ni agotar su sentido. Porque ocurre que hay en ella, como hemos visto, un infinito que evidentemente procede de ese mismo acto que la crea, aunque la supera, y del que puede decirse que hace de cada esencia particular una esencia original en la que se encuentra envuelta la totalidad del ser. Ahora bien, en la relación de cada esencia con el acto puro consi­derado en su absoluta eficacia, siempre ofrecida a la participación, es donde se halla el paso de la duración a la eternidad. Aquí superamos la duración de la misma manera como la duración supera al devenir. Así como en la esencia parecieran abo­lirse los acontecimientos particulares a través de los que ella se había constituido, las esencias particulares también parecen abolirse en el acto del que derivan y don­de no obstante introducen [algo así] como la sombra de un objeto puramente espi­ritual.

Pero aquí abandonamos el plano de lo creado para elevarnos al del que crea. En su más alta perfección, el acto creador ignora su creación. ¿Cómo podría ser de otra mane­ra, si la creación no aparece como tal sino para un ser que la recibe, para quien constituye un espectáculo y que comunica una pasividad que lo torna desigual en lo que atañe a la actividad de la que participa, aunque se halla obligado a padecerla? Notemos que cada vez que el acto que llevamos a cabo es lo suficientemente puro, sea que se trate de la creación artística o de la creación moral, también ignorará los efectos que él produce, lo que no significa que éstos sean indiferentes o que carez­can de perfección. Pero sólo en un segundo paso se entra en posesión de ellos, paso que siempre será necesario para que se pueda, por una parte, distinguir de ese acto los impulsos con los que arriesga confundirse y, por otra parte, vincular sus intermitencias unas con otras. Esto permitiría edificar al mismo tiempo una teoría

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de la inspiración y una de la gracia. Vemos así, sin dificultad, cómo el devenir nos pone en relación con la naturaleza y con las cosas, cómo la duración nos pone en relación con nosotros mismos y con las conciencias particulares, y cómo la eterni­dad nos pone en relación con Dios.

IX

EL TIEMPO DE LA ETERNIDAD

El tiempo no puede ni siquiera ser concebido fuera de su relación con la eterni­dad. Esto no es así tan sólo porque esta última sea la negación del tiempo , ni tam­poco su superación; ni siquiera es porque el tiempo sea una caída en la eternidad, ni la eternidad una conquista del tiempo. Lo que ocurre es que entre el tiempo y la eternidad existe una verdadera simbiosis. En efecto, así como el tiempo no existe sino por la eternidad, que siempre le está presente, la eternidad a su vez no existe sino por el tiempo, que constituye su eficacia creadora. Con todo, no es suficiente considerar la eternidad como una fuente y el tiempo como su flujo. Es necesario decir que el yo nutre su porvenir en la eternidad, para recuperarlo alguna vez por medio de un pasado que haya llegado a ser el suyo. Cuando se habla de pasar del tiempo a la eternidad ¿qué otra cosa podríamos llevar a la eternidad sino a nosotros mismos, tal como el tiempo nos haya hecho?

Seria un grave error, sin embargo, pensar que la eternidad, para cada uno de nosotros, no es sino la contemplación del propio pasado, aun si unimos a esa luz, en la que de pronto lo vemos, el sufrimiento o el gozo que pueden acompañarla. Se ha discutido, en un intento clarificador, s i lo que se abolía en la eternidad era el pasado (pero en ese caso estaríamos diciendo que para el ser particular todo se aniquila) o si era el porvenir (pero entonces el ser en adelante realizado, convertido solamente en espectador de sí mismo, ya vivió y en consecuencia deja de vivir) . La eternidad no puede ser otra cosa que la abolición de la fenomenalidad, es decir, de ese instante en el que se opera la conversión indefinida del porvenir en pasado. En consecuencia, será preciso que porvenir y pasado se confundan. ¿Y qué significa esto? No significa que el porvenir se anule, al menos en el principio que lo engen­dra, si es verdad que la relación entre el ser finito y el acto infinito del que es partícipe jamás podrá ser rota: el ser finito nunca podría encerrarse en su propia suficiencia sin que deje de ser en el mismo instante. Si pudiese ser así, no habría j amás comenzado a ser; y si, al acabarse, se desprendiese de pronto de su propio origen, del que lo ha sostenido también a lo largo de todo su desarrollo, sería para consumirse en la imperfección radical. Pero tampoco el pasado se anula, no ya por esa razón del todo formal según la que llegó a ser del todo inmutable, sino por esa otra según la que llegó a ser indiscernible de ese acto que nos instaura en el ser, que mide nuestra participación personal del ser y a la cual proporciona una limitación que la determina y una materia que él siempre transforma. Vemos desde ya cómo la

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abolición de la fenomenalidad, que es precisamente lo que llamamos la muerte, permite que nuestro porvenir y nuestro pasado se reúnan y reciban un nuevo significado. Porque sabemos que nuestro pasado deviene actualmente el porvenir de nuestro pensamiento, porvenir que jamás se agota. Ese porvenir constituye la perspectiva que poseemos sobre la eternidad e impide a nuestra vida· personal su­mirse en ella, como piensan los panteístas.

No obstante, ésta sólo nos revela todo su significado en la eternidad, que deviene no ya una perspectiva nuestra sobre nosotros mismos, sino un punto de vista que tenemos sobre Dios. Se comprenderá asimismo sin dificultad que ese punto de vista, en vez de inmovilizarse, se renueva indefinidamente. La relación entre finito e infinito de pronto adquiere aquí densidad ontológica. ¿Habrá que decir que esta experiencia no nos es del todo desconocida, si bien es verdad que también existen momentos de nuestra vida donde el fenómeno retrocede y donde nuestro porvenir espiritual constituye el significado que damos a nuestro pasado? ¿Será deseable que ese pasado continúe acumulándose indefinidamente, en circunstancias que todavía puede profundizarse indefinidamente? El [pasado} da a nuestro ser particular una venta­na sobre lo infinito del ser puro. Sólo importa que, dejando que se pierda todo ese pasado que formaba la materia del devenir, busquemos recuperar, a través de esa misma pérdida -gracias a un desasimiento que nos descubre nuestra verdadera ri­queza-, aquella esencia de nosotros mismos (y correlativamente de los seres y de las cosas) que el devenir envolvía y ocultaba. Cuando se dice: experimur nos aeternos esse se está hablando de la experiencia de una esencia -la que constituye nuestro verda­dero nombre en Dios- que siempre volvemos a encontrar idéntica a sí misma. Parecería asimismo que los accidentes de la vida temporal no cesan de aproximar­nos y alejarnos de ella; sin embargo, puesto que el ser es acto, es preciso que para nosotros haya identidad entre encontrarla y hacerla.

Estas observaciones tienden a mostrar, por una parte, que el tiempo no puede ser considerado como la imagen engañosa de una eternidad inmóvil, de la que deseamos librarnos para sustituir la imagen por la realidad, sino que es la única vía de acceso a la eternidad de que dispongamos. Por otra parte, además, [tienden a mostrar] que el tiempo no está ausente de la eternidad y que podemos reencontrarlo en ella, aunque por así decirlo, transfigurado. Querer identificarlo con una percep­ción que siempre continúa significa rebajar la inmortalidad y separarla de la eterni­dad. Pero pretender inmovilizar en Dios nuestra esencia, tal como ella se formó en nuestro pasado, a fin de convertirla en una mera idea de la inteligencia divina, signi­fica confundir la eternidad con la espacialidad disociada del devenir. Esta, sin em­bargo, no es más que una figura transitoria de la eternidad en la fenomenalidad pura. Somos una libertad que eternamente quiere la vida que ella se dio, sin que nunca acabe de agotarla. Antes que el orden temporal nos hubiese dado un medio de actualizarla, no sólo no éramos más que una eterna posibilidad, sino que el instante que aseguraba el corte entre pasado y porvenir nunca le otorgaba más que la actualidad de algo evanescente, esa actualidad del cuerpo en que debía encarnar-

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se, pero que desaparecía poco a poco. Ahora bien, de lo que se trata es de actualizar­nos a nosotros mismos en cuanto seres espirituales; esto no podrá ocurrir sino por la destrucción del cuerpo, una vez que hayamos hecho de esa posibilidad que él nos permitió realizar una posibilidad que es nuestra o, más aún, que somos nosotros, posibilidad que hemos asumido y que, en adelante, manifiesta su propia potencia creadora en una especie de igualdad por fin recuperada de nuestro ser consigo mis­mo.

Tampoco se trata de obtener de la vida la experiencia más larga, sino tan sólo la más profunda. Un breve momento puede decidir de nuestra vida entera para toda la eternidad. Hay muchos intervalos vacíos en la existencia y siempre estamos en busca de esos momentos decisivos en los que rompemos la capa de las apariencias y tenemos de pronto la inmediata revelación de nosotros mismos. El instante de la eternidad es como un tiempo que no se extinguirá jamás, donde lo idéntico siempre será nuevo. Es lo infinito en acto en lo finito. Sobre esta base, comprenderemos fácilmente que para nosotros nada haya sino lo presente, aunque todas estas presencias sean dife­rentes unas de otras. Presencia de lo posible, presencia del objeto, presencia del recuerdo, presencia de la idea, presencia del sujeto ante sí mismo o presencia de Dios. El tiempo y la participación derivan igualmente de la conversión de una de estas formas de presencia en alguna otra. Es por ello que participamos de ese acto eterno que se ejerce en la indivisibilidad del instante, del que debemos decir que siempre se encuentra ya sea en ese instante del devenir donde el porvenir se trueca en pasado y que toma del devenir su aparente multiplicidad, ya sea en ese instante del acto libre que también pareciera encaminarse a lo largo del devenir, pero que cada vez constituye una nueva brecha en la eternidad misma.

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ESTE LIBRO SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EL MES DE JUNIO DE 2005.

VALPARAfSO - CHILE

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Ahora nos es legítimo sac:u conclusiones res?ecto a l<ll relaciones de presente e instante entre sí y respecto al tiempo. Del presente podemos decir que contiene al tiempo, en vez de que el tiempo lo contenga a él. Éste último es una cierra relación enue las diferentes formas de la presencia. El instante es aquello en lo que el tiempo, es decir, las diversas formas de la presencia, no cesa de pasar. De esta manera, ni presente ni instante pertenecen al tiempo; el uno es, por as( deci rlo, el medio donde él se despliega, pero el otro es el actO que lo de� pliega. Parece que el presente nos sumerge en el ser y que el instante lo encierra en la operación que lo produce. El tie-mpo no� h�ce ¡:�lir del instante, no cesa de nacer y de morir; los fenómenos aparecen y de�aparecen en un presente evanesceme, entre d presente de lo posible y el presente del recuerdo. el primero de los cuales es efecto de ese análisis del ser por el que el yo se consrimye; el ocro, eJ efecto del análisis del yo, una vez que éste se hubo constituido. La distinción del pasado respecto al porvenir mide ese intervalo necesario al yo para que pueda enc:unar en el ser toral un ser que es el suyo. En la eternidad no hay oposición alguna entre pasado y porvenir. Vivir significa superar esta oposición y convenir el porvenir en pasado, esto es, no como podría creerse, convenir :o que aún no es en lo que ya no es, ni una

actividad viva en una representación inmóvil, sino [convertir] una potencia incierta e inacabada en una potencia que poseo y de la cual dispongo. Para ello se requiere la colaboración del dato por el que esta potencia se manifiesta y encuentra, frenre a la eficacia que le es propia, un aporte que le viene de fuera y que la actualiza en el roda de lo real. El instante expresa admirc.blemente cómo el mundo no deja de pasar cuando el acto que lo hace ser -sin comprometerse él mismo en el ti� m po-llama siempre al tiempo a nuevas exisrencias a crearse a sl mismas. El instame crea y aniquila incesantemente la existencia fenomenal. Y como es un punto de �ncuenrro emre porvenir y pasado, cuya asociación es condición no •ólo de roda existencia finita, sino de la misma acción que la produce, podemos decir que [el instante] nos permite penetrar en la misma eternidad del s�r, que se halla más próxima a la instantaneidad que al devenir e incluso a la duración. El ins1anre del hombre no es más que una sombra, pero que también es una participación del instante de Dios.

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