Los Resucitados

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Los Resucitados (Núm. R.G.P.I. 4326) de José Manuel Fernández Argüelles CAPITULO I Supongo que en un país de la América pobre se puede creer o dejar de creer en Dios y en el hombre igual que en cualquier otra parte del mundo, pero quizás aquí las circunstancias, siempre extremas, hagan que estas pérdidas o estos hallazgos de la fe resulten más sobrecogedores que en otros lugares. 1

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Supongo que en un país de la América pobre se puede creer o dejar de creer en Dios y en el hombre igual que en cualquier otra parte del mundo, pero quizás aquí las circunstancias, siempre extremas, hagan que estas pérdidas o estos hallazgos de la fe resulten más sobrecogedores que en otros lugares.

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Los Resucitados

Los Resucitados(Nm. R.G.P.I. 4326)

de

Jos Manuel Fernndez Argelles

CAPITULO I

Supongo que en un pas de la Amrica pobre se puede creer o dejar de creer en Dios y en el hombre igual que en cualquier otra parte del mundo, pero quizs aqu las circunstancias, siempre extremas, hagan que estas prdidas o estos hallazgos de la fe resulten ms sobrecogedores que en otros lugares.

Yo me hice cura por mi to Zacaras, el to rico con quien tuve la suerte de contar. Quizs rico no era, pero ms dinero que todo el resto de mi familia s que tena. Fue l quien me dijo una vez, siendo yo nio:

-Diego, crees en Dios?

-No lo s, seor.

Era el nico a quien llamaba "seor", quizs porque en aquel entonces slo a l conoca que tuviese pistola y que me daba de comer de cuando en cuando.

-Diego -sigui preguntndome mi to- tienes hambre?

-Mucha, seor.

-Y si para comer tienes que creer en Dios?

-Yo creo en Dios, to! -casi grite, esperando que de esta forma aliviase el hueco de mi vientre.

As comenz mi aprendizaje de la fe cristiana. Poco despus de esa conversacin, mi to hizo que me ingresaran en un seminario, donde com lo suficiente y vest bien y estuve protegido de tantos males que acechan a la gente pobre de mi pas. Aprend a vivir con comodidades que nunca hubiese tenido de otra forma, aunque no logr creer en Dios, a no ser de boca para afuera. Me hice ambicioso, pero rpido supe que un cura de familia pobre ser siempre un cura pobre. Y con mi to, al pronto ya no pude contar, pues a su muerte, cuando yo an era seminarista, su viuda y sus hijos se lo repartieron todo, dejando claro que nada queran saber del resto de la familia del finado. Pero mi ambicin iba en aumento, y cuando me consagr como sacerdote, vi que la nica posibilidad de adquirir poder y bienestar era intentar progresar en el ejrcito como cura castrense. No tuve mucha competencia, pues pocas son las vocaciones en tal sentido. Fue aceptada mi propuesta, y tras unos meses de estudio militar, fui nombrado alfrez en espera de destino.

De tal manera comienza esta locura; la que cambiara mi vida y quizs (no puedo saberlo) la de otras personas por mi causa. La historia, que en un principio pareca una aventura, despus una curiosa intriga, y que acabara con el dramatismo que la derrota impone, fue un vrtigo de sucesos inesperados.

No haca dos semanas que haba salido de la academia militar donde haba recibido instruccin de cura soldado, cuando un comunicado oficial me convocaba al peor lugar que yo hubiera podido imaginar: un cuartel carcelario en plena selva. Acept el destino con mala resignacin, y me consol pensando que era el primer paso, y que ya buscara la forma de salir de aquel agujero lo antes posible. En la carta donde oficialmente se comunicaba el da de mi ingreso, deca que habra de ser el cinco de Septiembre sin falta, pues tal da tendra que suministrar ayuda cristiana a cuatro condenados a la pena capital. Curiosamente, dos das despus, en otro oficio de la comandancia, en el que se me confirmaba lo dicho en la primera, pero con ms detalles sobre el lugar al que deba de ir y el transporte a usar, se insista en la necesidad que tenan en la crcel de un capelln para asistir espiritualmente a los reclusos que seran ejecutados el da cuatro (y no el da cinco!). Esta contradiccin me oblig a llamar por telfono a un departamento de la comandancia militar de mi ciudad, donde tras largas averiguaciones me confirmaron la fecha del da cinco. Ciertamente, no di mayor importancia a la discordancia de datos entre la primera y la segunda carta, pues ya estaba acostumbrado a los errores militares en materia de nmeros. Lo que an no imaginaba era el otro error que habran de cometer, y la importancia que este tendra en mi vida.

Comenc el viaje hacia la selva el da cuatro por la maana temprano, por lo que llegara al cuartel sobre la media noche en un transporte militar, que la comandancia de la zona haba dispuesto para cinco jvenes soldados, dos periodistas, que cubriran la noticia de la ejecucin de los guerrilleros, y yo mismo.

El viaje, iniciado con una hora de retraso por esperar a los periodistas, result tan tedioso y largo como era de suponer. La comodidad era nula, y la conversacin con los soldados no exista, sobre todo porque yo, aun siendo cura, era su superior en graduacin, y por supuesto llevaba en mi uniforme de cura castrense los galones que indicaban mi rango de alfrez. En cambio s entretuve un poco el tiempo conversando con los dos periodistas. Uno, el de ms edad, vestido con un arrugado traje claro, era el redactor, y el otro, ms joven y callado, vestido de forma ms ligera con uno de esos chalecos llenos de bolsillos, era el fotgrafo.

Fue el periodista viejo, llamado Suso Capital, quien me puso en antecedentes sobre los guerrilleros que habran de ser fusilados y a los que yo tendra que llevar el consuelo espiritual. Segn l eran cuatro y moriran el da cinco, tal y como el primer comunicado de la comandancia me haba informado.

-Uno es Carlos Daz, muy joven -me fue contando el periodista-, no creo que tenga ms de 25 aos, y tom las armas para quemar su sangre caliente y por vengar a unos parientes que los militares mataron, no s bien por qu. Otro, Jos Prez, un viejo campesino metido a la revolucin tras perder sus tierras a manos de un terrateniente vecino y con poder suficiente como para tener un pequeo ejrcito a su servicio. El tercero, Ovidio De Pedro, es un maestro de escuela, que dej a sus alumnos de un perdido pueblo de montaa para irse a la guerrilla, quizs cansado de predicar y deseoso de llevar a la prctica aquello que salvara a los campesinos, y de paso al mundo entero, de la injusticia y la pobreza. Y el cuarto es Zenn Urdiales, tambin campesino, pero este no era pobre, pues tena bastantes tierras llenas de buenos cultivos y animales, si se uni a la guerrilla debi de ser por esos sueos que a veces enloquecen a los hombres.

-Qu hicieron esos para merecer la muerte? -pregunt.

-Son cabecillas, dirigentes. El peor delito.

-El maestro y Zenn son jvenes como el primero o viejos como el campesino pobre?

-No estoy seguro, creo que no son ni lo uno ni lo otro. En cualquier caso, ya todos han vivido lo que tenan que vivir.

Por fin detuvimos el viaje a primeras horas de la tarde en un cuartel militar que nos pillaba de paso, donde cominos y estiramos las piernas, pero pronto volvimos al camino para recuperar la hora de retraso, segn el conductor. La calurosa tarde y el traqueteo del vehculo hicieron que me adormeciese, y cuando despert ya estabamos llegando al principio de la zona boscosa, el inicio de la selva que me iba a tragar por tanto tiempo como yo tardase en encontrar el medio de escapar de destino tan aciago.

Finalizaba la tarde. Haba dormido mucho, quizs porque la noche anterior no lo haba hecho suficientemente, debido a los nervios por el anunciado y desagradable viaje que ahora se produca.

-Ha ocurrido algo digno de mencin durante mi sueo? -pregunt al periodista.

-Que le hemos odo roncar como a los ngeles del cielo, seor cura. -contest Suso, con notable cara de cansancio y aburrimiento.

An paramos otra vez, a ltima hora de la tarde, para cenar en la cantina de un pequeo pueblo. Los soldados en una mesa y los periodistas y yo en otra. Poco comimos, pues preferimos dedicar la mayor parte del tiempo a pasear para desentumecer los msculos, agarrotados por la inmovilidad y tumefactos por la dureza de los asientos y el sempiterno traqueteo del odioso vehculo.

Y despus la selva. En mi recuerdo an permanece la imagen de la selva nocturna, mientras nos adentrbamos en ella iluminados por aquellos faros amarillos, que descubran ms sombras de las que esclarecan en cada recodo de la angosta carretera. Fue como adentrarse por un tnel en el que acechaban extraas figuras en sus lmites laterales, fantasmas que aprovechaban los tupidos rboles y la noche para espiarnos sin ser vistos. Esto era imaginacin ma, por supuesto, pero los soldados deban de temer algo parecido, algo que tambin acechaba, pero no en forma de fantasma, sino de guerrillero. Todos los jvenes militares agarraban su fusil y miraban por las ventanillas como si pudiesen ver ms all del cristal. Slo los metros de camino que alumbraba el vehculo permitan a nuestro asustado cerebro saber que estabamos en la tierra, y no en un paraje fantstico donde nada exista.

Llegamos al cuartel, ya noche cerrada, a las 23 horas y 30 minutos, como gustan decir los militares. Nos recibi al pie del autocar que nos transport un capitn, que a esas horas supuse que estara de guardia nocturna y sera en ese momento el jefe de mayor graduacin en el cuartel penitenciario La Raza, pues as se llamaba el lugar de mi infortunio. El capitn despidi a la escolta de cinco soldados ms el conductor, tambin militar sin graduacin, y despus nos pidi a los periodistas y a m los papeles. Yo le di las dos cartas recibidas de la comandancia, y los periodistas otros documentos a los que no prest atencin.

-Siento el viaje de ustedes dos -dijo el capitn, dirigindose a los confundidos periodistas.

Y a continuacin explic, para sorpresa de todos nosotros, que las ejecuciones se haban suspendido indefinidamente.

-No habr tomado el gobierno la guerrilla durante nuestro viaje? -dijo con sorna Suso.

-Lo que ha ocurrido ya es publico desde este medio da, aunque ustedes aun no se hayan enterado -explic el capitn-. La cobarde guerrilla de las montaas, bien lejos de aqu por cierto, ha asesinado vilmente a cuatro soldados y secuestrado a un coronel que viajaba por aquellos perdidos parajes.

-Pues sigo sin comprender la relacin que tiene con esta suspensin de la pena para nuestros presos -exclam el fotgrafo, que pareca triste por perder la posibilidad de disparar su cmara contra los penados, sobretodo despus de pasar el calvario del viaje.

Fue Suso quien dio la respuesta.

-Supongo que han pedido, como rescate por el coronel secuestrado, a estos cuatro que de momento han salvado la vida, no es cierto?

Asinti el capitn, y aadi:

-Por tanto, su estancia en este lugar ya es intil. Se irn ahora mismo. Un nuevo conductor les est esperando.

Los dos periodistas quedaron mudos de asombro durante unos instantes, y despus, ambos casi al mismo tiempo, exclamaron:

-Ahora!

Por toda explicacin, les contest que eran rdenes del general Serna, jefe supremo de aquel acuartelamiento penitenciario, pero que por supuesto no regresaran directamente a la capital, de donde provenamos, sino que el primer tramo sera hasta el pequeo pueblo donde nos detuvimos a cenar, y en el que haran noche en una fonda que ya haba sido avisada.

Sent pena por mis compaeros de viaje. Lo que ms deberan de desear, al igual que yo, era acostarse en ese mismo instante y descansar sobre un colchn mnimamente blando. Me desped de ellos con un apretn de manos, y les dese resignacin.

-Cristo, en su camino, tuvo al menos quin le ayudara con la cruz. -me dijo Suso, sin perder el buen humor a pesar de todo.

-No sea blasfemo -le correg-, aunque le disculpo por lo que le aguarda

No habamos acabado con el apretn de manos, cuando nuestro recepcionista, el capitn, me dijo que el general me estaba esperando. Ciertamente, me extra mucho que todo un general esperase levantado hasta esas horas para recibir al nuevo capelln del acuartelamiento. Quise imaginar que sera un hombre piadoso, muy temeroso de Dios y sumamente respetuoso con la Iglesia y con sus representantes; pero la verdad es que no crea esa explicacin que yo mismo me daba, as que sent una gran ansiedad mientras era conducido al despacho del general Serna, mi nuevo jefe militar.

Una vez en el enorme despacho del general, lo primero que vi fue su gran fotografa en la pared, que estaba tras su mesa y su silln, y al lado de esa gigantesca imagen, otra de un plano del acuartelamiento La Raza, que en verdad era inmenso, como en los siguientes das habra de descubrir. Digo que mi vista se fij en esos cuadros, pero a quin no vi fue al propio general hasta que o su voz, proveniente de una esquina; estaba al lado de un gran ventanal, en un extremo del despacho, medio cubierto por los elegantes cortinajes de fieltro.

-No le ensearon a presentarse ante un superior, Alfrez? -dijo en un tono bajo, pero con voz enrgica, contraste que slo dominan quienes hacen del mando una forma de vida.

Me cuadr inmediatamente, y como un autmata, dije alzando mucho la voz:

-Se presenta el capelln alfrez Diego Molina, mi general. A sus rdenes.

Como l no responda, aad:

-Perdn por no haberle visto, mi general.

Pero sigui guardando silencio, y supe, o mejor intu, que esperaba a ver si yo permaneca en posicin de firmes o relajaba mi postura sin l haberlo ordenado. Tras unos segundos interminables, por fin habl, mientras se diriga hacia su silln y tomaba asiento debajo del enorme marco que contena su fotografa.

-Descanse, Alfrez.

Adopt la postura reglamentaria de descanso, y slo tras l aadir que me poda relajar, dej que mi cuerpo tomara una posicin ms natural y distendida. Sonri y su rostro compuso un gesto ms agradable que el que haba tenido hasta entonces. As aprend que mientras hiciese todo lo que el general Serna ordenase, mi vida bajo su mando sera mucho ms plcida.

-Y ahora puede sentarse -as lo hice en una silla frente a su mesa, mientras l segua hablando-. Me alegro de su llegada, seor cura, me alegro porque imagino que como todos los curas tendr facilidad para las palabras, verdad?

No supe qu responder, y el general tampoco esper mi respuesta, pues sigui con su monlogo, y no pareca requerir de mi intervencin para nada.

-Me gusta la habilidad de los curas para trenzar las palabras. Soy un gran lector, pero un psimo hacedor de textos. Mis facultades son otras.

Call un momento, y pens que esperaba de m algn comentario, pero no poda imaginar cul; adems, mi cansancio era muy grande y mi mente no estaba demasiado lcida. An no conoca suficientemente al general Serna, pero ya comenzaba a adivinar su gusto por ser escuchado. Ms adelante tambin descubrira que apenas dorma, salvo dos o tres horas, por lo que en esa primera entrevista, todava tena esperanzas de ir pronto a descansar sobre una cama y dormir el ms profundo de los sueos. No tardara en darme cuenta de que eso no iba a ser posible, al menos de inmediato. El general mir hacia el ventanal que haba dejado, y sigui hablndome con voz pausada y profunda, como quien dicta una leccin o como quien declama una homila a sus feligreses. S, como un cura. Interiormente re mi propia broma, pero ni por un instante cre oportuno hacer partcipe al general de ella.

-Ms all de lo que ve, seor cura alfrez, nada existe. Todo es engao y sueo. En el recodo del camino puede que se oculte el todo y la maravilla, pero si no llegamos hasta ese lugar, para nosotros no habr nada all que exista. Poco importa lo que las matemticas demuestren, pues todo se reduce a nuestra experiencia de las cosas. Cuando el dolor corroa en lo profundo las entraas y los rganos internos, que forman la vida, y la enfermedad logre que se descompongan a pesar de galenos y charlatanes comprender, alfrez, lo poco que importa que en una lejana estrella que nunca hemos visto, y de la que tan slo han hablado los cientficos en los peridicos, digan que existe la posibilidad de que unas gotas de agua incrustadas en grietas de rocas minsculas, justifiquen los restos de fsiles de algo que parece ser un pequeo gusano. La vida extraterrestre! No emociona tal hallazgo mientras uno se retuerce de dolor y nuestras viudas calculan a cunto tocan cada una?

Por supuesto no respond a la pregunta, que supuse retrica, ni entend a qu vena aquella larga disquisicin, slo cre oportuno mostrar un gesto de atencin y afirmar levemente con la cabeza, mientras tomaba buena nota del gusto de aquel militar por disertar interminablemente de cualquier cosa, viniese a cuento o no. El general pareci darse por satisfecho con mi respuesta silenciosa, pues solt una feliz carcajada y sigui hablando.

-Mire el plano de mi cuartel -seal hacia el cuadro que al lado de su imagen mostraba el mapa del acuartelamiento La Raza-. Eso existe, seor mo, eso est aqu. Si mira por esa ventana lo ver a la luz de los faroles, y maana lo podr apreciar a plena luz del da en toda su inmensa extensin. Los que lo habitamos somos reales, nos vemos unos a otros, compartimos nuestras vidas, cumplimos con los designios a los que la posicin de cada uno dentro del cuartel nos obliga. Somos, como dice el nombre del lugar, una raza, e incluyo a presos y militares. Todos juntos, existiendo en este mundo cerrado y pequeo, que sabemos cierto. De lo que podemos dudar es del resto, de lo que est ms all de la selva, pero no de este lugar ni de nosotros mismos. Si algo tenemos en comn los que aqu vivimos, ya sean presos comunes, asesinos de la guerrilla, militares de diferente graduacin, negros, blancos e incluso indios, es que sabemos que existimos.

Continu mudo tras la extraa reflexin del general, y l me mir intensamente como esperando un comentario por mi parte.

-Qu le parece? -me inst para que hablase.

-No tengo palabras para acompaar su elocuencia, mi general.

-Pues debiera de tenerlas, es lo que espero de usted, que tenga palabras, muchas y de muy diversos estilos.

-Bueno, ya s que para llevar la palabra de Dios a los odos de los residentes en este lugar

Me cort con un enrgico gesto de su mano.

-No voy por ah, alfrez, no hablo de sus obligaciones eclesisticas. Hablo de algo mucho ms importante. Hablo de mis rdenes. Pero, claro, aun no se las he explicado; ni tan siquiera le cont todava los hechos que ha de conocer para cumplir bien mis deseos.

Consider ms oportuno no decir nada para defender la importancia de mi trabajo como sacerdote. Segu en silencio mientras l continuaba hablando y las horas de aquella larga noche pasaban sobre mi cansancio como golpeando con un mazo mi cerebro. Era un tiempo que tena la cualidad de lo espeso, propiciada tal sensacin no slo por la fatiga que padeca, sino por la presencia y las palabras de aquel extrao personaje, el general Serna, que pareca teir todo de un color obscuro y opresivo. Creo que en ese instante tuve un ligero desvanecimiento, y mi cabeza hizo un movimiento circular, primero cayendo y despus elevndose.

-Cansado, alfrez?

-Temo que el viaje me ha dejado en un estado lamentable.

Tras justificarme, recompuse mi postura para quedar algo ms erguido en la silla, lo que pareci agradar a mi superior, pues indicaba que estaba dispuesto a seguir soportando mi malestar para disfrutar de su presencia.

-Ser breve -dijo, y lo repiti dos veces ms-. Pero antes de que se vaya a descansar quiero que sepa cul va a ser su primera misin bajo mi mando.

El sueo se me fue de pronto. Toda mi atencin se concentr en tan inesperada noticia. No contaba con tener ningn trabajo especial, aparte del natural de mi condicin. Escuch con la mente embotada, pero atenta a lo que intua como el inicio de una nueva etapa en mi vida.

-Habr odo la desagradable noticia del secuestro de Coronel Dez en las montaas -comenz diciendo mi interlocutor-. Sabr que piden por su rescate la liberacin de los cuatro cabecillas que haban sido condenados a muerte.

-S, a los que se les conmut la pena; a los que yo vena a asistir cristianamente. Ya no necesitarn de m, por lo que veo.

-No necesitarn de usted porque ya han muerto.

-No entiendo.

-Han muerto esta maana por un error en las fechas de su ejecucin. En unos documentos era el da cinco, en otros el cuatro. A qu atenerse? Pues al da ms pronto. Cuanto antes se les despache, mejor, pens yo. Y a las pocas horas de quitrmelos de encima, me llega la noticia de dejarlos con vida. En fin, estos errores de fechas y nmeros son frecuentes en el ejrcito, ya lo comprobar.

-Entoces ya todo est perdido! -exclam.

-Escuche atentamente a partir de ahora, porque va a saber cul es su trabajo en este lugar durante los prximos das.

Por supuesto que guard un mutismo absoluto y concentr mi atencin en todas y cada una de las palabras del general.

-Alfrez, sepa que fuera de este mundo que es el cuartel La Raza, nadie sabe de la muerte de esos cuatro guerrilleros. Los periodistas ya han sido alejados convenientemente. Por supuesto, bien s que son inevitables las filtraciones, y que en el pueblo vecino, donde muchos de este cuartel viven, van a surgir rumores de lo sucedido; pero sern habladuras, y las habr contradictorias. No sern fiables, y menos tras llevar a cabo mi plan.

Hizo una pausa en la que me pareci intuir un gesto de asco, quizs por su imposibilidad de evitar las murmuraciones fuera del cuartel. Yo segu guardando silencio, absolutamente confundido. Pronto retom el general el hilo del discurso.

-Sepa que el nico contacto con el exterior permitido a los presos polticos es por medio de una carta al mes, que ellos pueden enviar a quienes deseen, bajo nuestra supervisin, por supuesto. Las cartas que se reciben son ledas y copiadas y archivadas, despus se les entregan. Ms tarde ellos dictan las que quieren enviar, y durante el dictado se corrigen convenientemente antes de archivar una copia y darlas al correo. Comprende?

-No, mi general -contest.

-Evidentemente, el sueo le derrota. Lo que quiero es que me los devuelva, seor cura. Quiero que me los resucite mientras las negociaciones, pesquisas y operaciones de bsqueda en las montaas llegan a buen puerto.

-Cmo dice, mi general?

-Que usted, alfrez, se va a leer todas las cartas escritas y recibidas por esos cuatro guerrilleros fusilados esta maana, que se va a empapar de sus vidas y que se me va a poner a escribir a sus familiares y amigos dentro de esta misma semana en la que estamos, que es cuando toca. As dar apariencia de vida a todos ellos, pues no dude que su maldita familia y amigos estn en contacto con los de las montaas.

Esa extraa noche, ya acostado despus de la conversacin con el general, permanec insomne, a pesar del cansancio que senta, hasta el amanecer, hasta que las primeras luces, que surgan tras las suaves colinas de la selva, inundaron mi habitacin, pero que no me impidieron dormir, por fin, aunque plagado mi sueo de pesadillas en las que yo era una especie de nuestro seor Jesucristo, y caminaba por entre las tumbas de un cementerio inmenso, gritando, como un poseso, que se levantasen, que todos estaban salvados y que podan surgir de la tierra como nuevos resucitados.

CAPITULO II

Me despertaron unos fuertes golpes en la puerta de mi aposento, que era individual gracias a mi condicin de sacerdote, pues si no habra tenido que compartirlo con otro oficial o incluso con otros dos, como usualmente ocurra con los recin llegados. Una vez incorporado, no me molest en abrir, y grit que ya estaba despierto. Pero el del otro lado de la puerta volvi a aporrearla, por lo que no tuve ms remedio que ponerme los pantalones y abrirla. Era un soldado, que me informaba de que, tras el desayuno, el capitn Gmez me esperaba en su despacho. Interrogu al soldado sobre tal capitn, y as me enter que era quien tena a su cargo el Servicio de Inteligencia del Cuartel. Era el censor de las cartas de los presos, entre otras cosas. Orden al subalterno que me esperara para indicarme dnde estaba el comedor y el despacho del capitn Gmez. Tras un rpido aseo, y despus de un caf con galletas, increblemente duras, en el comedor de oficiales, me present al capitn de Inteligencia, el cual tena la orden de ayudarme en todo lo referente a los antecedentes de los muertos: cartas, pertenencias o cualquier cosa que yo pudiera pedir relacionada con ellos.

-Es usted ms joven de lo que pensaba -dijo nada ms presentarnos, mirndome fijamente y sin un solo pestaeo, con sus ojos pequeos, guarecidos tras unas gafas de fina montura. Me pareci su mirada como la de una serpiente quieta e inmvil, esperando atenta el momento de abalanzarse sobre la vctima que est vigilando.

-Mi edad es lo que menos me preocupa ahora mismo, mi capitn -contest con cierta sequedad, pues la falta de sueo no me haca especialmente simptico esa maana, adems, el capitn Gmez gener en m una antipata inmediata y sin explicacin racional alguna.

No quise entablar un dilogo amistoso con aquel oficial, por lo que pronto le ped toda la documentacin que tuviese sobre los fusilados. As me entreg cuatro cajas de cartn. Cada una de un difunto. Dijo que dentro de ellas estaba la correspondencia recibida, con las cartas originales, arrugadas, algo rotas, sin orden alguno; tambin haba fotos y pequeos objetos sin valor. Igualmente, en su interior, explic, se hallaban los archivos militares de la correspondencia de los muertos, copia de lo recibido y de lo enviado, todo bien ordenado y claro. Tras revisarlo superficialmente, ped que me lo llevasen a mi despacho, el cual se hallaba al lado de la capilla, segn ya me haba informado el soldado que me despert. A continuacin le dije al capitn, a modo de despedida, que comenzara el trabajo inmediatamente.

Una vez en mi despacho, rodeado de las cuatro abultadas cajas, y mientras pensaba cmo organizar todo aquello, me vino de pronto a la mente una sorprendente pregunta, y no puede entender cmo no haba reparado antes en ello.

Volv sobre mis pasos en direccin al lugar donde haba dejado al capitn Gmez y su desagradable mirada. Recorr varios pasillos, intentando que la memoria me llevase de vuelta a la oficina de Inteligencia, pero en alguna puerta intermedia equivoqu el trayecto, pues me encontr, tras recorrer una distancia ms grande que la que yo recordaba, frente a una puerta por la que se llegaba a lo que supuse sera el extremo lateral del cuartel, pues a travs de las ventanas vea un alto muro y despus las copas de los rboles de la selva interminable. No haba querido preguntar a ninguno de los soldados con los que me haba cruzado por el prurito de no parecer un novato, pero ahora no tena ms remedio que solicitar ayuda. Como no vi a nadie en las cercanas del pasillo en el que me encontraba, acerqu mi rostro al ventanal, por si algn guardia recorra el espacio de terreno descuidado y con hierva alta que mediaba entre el edificio en el que me encontraba y el muro. Lo que vi fue una sorpresa para m, pues cerca de la tapia estaba precisamente el capitn Gmez y otro individuo que no vesta como militar, pero en cambio llevaba al cinto una pistola. Si alguien de paisano portaba un arma corta en aquella selva, slo poda ser un guerrillero. De inmediato pens dos cosas, una, que sera un confidente hablando con el capitn Gmez, y otra, que yo estaba de ms en aquel lugar. Camin hasta dar con un soldado al que orden que me acompaase al despacho del Servicio de Inteligencia, que por cierto descubr, gracias a mi gua, que all era llamado Centro de Escuchas. Acept ese trmino, pues me pareci el ms adecuado.

No esper en el despacho del capitn Gmez mucho tiempo, pues l lleg casi detrs de m.

-De nuevo aqu, Alfrez -me dijo-. Parece que pronto le ha cansado el trabajo.

Pareca evidente que siempre todos los comentarios de este capitn llevaban una recriminacin.

-Es que se me ha ocurrido hacerle una pregunta -le repliqu.

Se mantuvo en silencio, a la espera de mi ocurrencia, y yo pregunt sin ms dilacin:

-Qu ocurre con los familiares de los muertos? No tendrn intencin de venir para el fusilamiento? Incluso sera lgico que ya se encontrasen aqu, si se les anunci que el da 5 era la ejecucin. Qu sentido tiene entonces que yo les escriba en nombre de los difuntos?

-De verdad nos cree tan sdicos? -dijo el capitn-. Cree que permitimos a los familiares asistir a las ejecuciones?

Ahora fui yo quien guard silencio, por lo que el Jefe del Centro de Escuchas sigui explicndose.

-Los familiares estaban autorizados a venir y recoger los cuerpos a partir del da 6; ni un minuto antes de ese da podran entrar en La Raza. Por supuesto, ya han sido notificados de la buena nueva, y saben del perdn que han recibido los cuatro penados. Ahora estarn ansiosos esperando sus cartas, las de usted, pero que son las de ellos; las cartas que les confirmen esa vida que an permanece cuando ya todo lo crean perdido. Qu situacin tan paradjica!, no es cierto?

Volv a mi despacho, ahora sin perderme, y un amargo regusto en la boca se traslad, tal que cido, a mi estmago, que comenz a dolerme como si una brasa hubiese all surgido de pronto. Y dos imgenes se quedaran grabadas en mi interior, una, la del capitn Gmez, medio oculto en los confines del cuartel, hablando con un guerrillero, y la otra, su expresin de burla al mencionar la terrible ansiedad a la que estaban sometidas las familias de los muertos mientras esperaban sus cartas, las que ya haban credo no volver a recibir nunca, y en las que, efectivamente, iban a hallar la certeza de la supervivencia de sus seres queridos.

Decid olvidarme de los malos sabores de la conciencia y organizar mi trabajo metdicamente, dejando a un lado los sentimientos ms simples -los humanos-, y poniendo aparte tambin los otros ms elevados -los cristianos-. Y con un "Dios me perdone" en el pensamiento, comenc a buscar en la caja que pona "Carlos Daz" en gruesas letras escritas a mano con un rotulador negro. De Carlos Daz aun recordaba que me haba contado Suso, el periodista, que era el ms joven, y muchos ms detalles encontr en el interior de aquel depsito, donde haba un escueto y claro dossier sobre su vida, sus actos, su estancia en la crcel y su muerte.

Carlos era, efectivamente, el ms joven de los cuatro guerrilleros muertos. En las notas que encontr se explicaba que tena 23 aos cuando fue apresado, haca dos de eso, y que se apunt a la guerrilla tras el asesinato de unos tos suyos a manos de gente uniformada desconocida -as deca el informe militar, no s si por aadir un toque de humor o simplemente por un despiste del encubridor redactor-. El caso es que Carlos, de carcter violento y explosivo, se fue con los guerrilleros y dej la casa donde viva con su hermana, mayor que l en casi diez aos, y con su madre, viuda desde haca ms de cinco, y a la que, como en posteriores lecturas epistolares pude comprobar, el chico adoraba. El informe militar poco detallaba de su vida como delincuente, tan slo explicaba que fue atrapado en una incursin en la selva por tropas al mando del general Serna, y que fue acusado de dos asesinatos y de tres asaltos a propiedades del Estado. Realmente, poco ms saqu del breve informe del Servicio de Inteligencia, por lo que pronto pas a revisar las pertenencias personales que haba guardadas en la caja. Tampoco eran muchas. Haba una foto de su madre y su hermana en la que se notaba que tenan un gran parecido entre s; eran mujeres de mirada seria y triste, ni para plasmar esa imagen haban sonredo un poco, y eso que supuse, por el lugar de residencia de esa pobre familia -un remoto y pequeo pueblo en los confines de la selva-, que una fotografa habra de ser un hito importante en sus vidas. Aquellas caras mostraban toda la desesperanza que la gente sin ilusiones tiene, pero el rostro que ms me impresion fue el de la madre, quizs porque la hermana de Carlos tena rasgos menos definidos, un poco ms vulgares, y su vista se desviaba hacia un lado, como huyendo. La mujer mayor, en cambio, aunque tuviese los ojos similares a los de su hija, y la nariz algo gruesa y fea como ella, posea adems unas facciones ms marcadas, su boca apretaba los labios, haciendo que estos casi desaparecieran, y sus ojos miraban con una extraa fijeza a la cmara que las haba fotografiado. Esa mirada directa, de ojos muy negros, con el entrecejo fruncido y mltiples arrugas en la frente, haca que no me fuese fcil quitar la vista de la imagen de aquella mujer. Por fin puse en un lateral de mi escritorio la fotografa de las dos mujeres y busqu una de Carlos Daz. La hall pronto. Era una imagen tomada en el cuartel carcelario. El rostro estaba, como es lgico, serio y en algunas partes me pareci que magullado. Su delgadez era extrema, y grandes ojeras profundizaban bajo los ojos, as como tambin estaban hundidas las mejillas; pero a pesar de tan demacradas facciones, tras los estigmas del sufrimiento se adivinaba en aquel rostro una gran belleza masculina. Curiosamente no se asemejaba en nada a su madre ni a su hermana. Los labios del joven eran gruesos, al contrario que los de las mujeres. Sus ojos eran grandes y no tan oscuros como los de la madre. Los rasgos del rostro, en su conjunto, le daban un aire altivo y fiero, muy lejos de la apariencia resignada de ellas. Como no encontr ninguna foto del padre, supuse que a l se debera de parecer.

Tras estudiar el rostro del joven detenidamente, pues era una fase importante en mi identificacin para poder escribir como l mismo, puse su fotografa al lado de la otra y cog el dossier donde estaban archivadas las copias de las cartas enviadas y recibidas por Carlos. En otra carpeta, sujetas con unas gomas, estaban las originales recibidas, pero como ya antes dije, estas se encontraban sin orden cronolgico y algunas en mal estado de conservacin, as que tom la decisin de leer las copias, no slo en este caso, sino tambin en los otros tres. Igualmente decid leer de un tirn todas las recibidas y despus todas las enviadas. Mi buena memoria hara, si era necesario, el emparejamiento y la relacin de datos entre unas y otras.

Comenc, como dije, con la lectura de las cartas recibidas por el joven Carlos. Todas eran de su madre, que a veces deca lo que la hermana quera contarle, pero siempre con la voz -la letra- de la madre. Eran cartas muy mal redactadas y peor escritas -no poda esperarse otra cosa-. Si a esto aadimos la poca nitidez que las fotocopias tenan en algunas partes, puede entenderse mi irritacin por apenas entender algunos fragmentos. Pero en lneas generales llegu a leer y comprender lo fundamental. Eran cartas sencillas, que hablaban de amor materno hasta la saciedad, y de Dios como justificacin de la resignacin y la esperanza, y contaban del tiempo como un camino al final del cual volveran a encontrarse. Decan tambin de la tristeza y del dolor, por supuesto, pero se notaba el esfuerzo por no ahondar mucho en esos sentimientos. Asimismo, en las cartas, la madre le daba muchos consejos: que si el fro y que se abrigase, que si las malas compaas y que se apartase de ellas, que si los soldados y que no pelease ms con ellos. Todas las cartas eran una repeticin de la primera. Todas decan poco ms o menos lo mismo. Todas eran un largo rosario de tristezas mal disimuladas, pero tambin de esperanza en el paso del tiempo. En una de las ltimas aada una frase que ahora sonaba terrible y extremadamente dolorosa. Deca: "So que te coga entre mis brazos y que estabas muy plido porque te faltaba la sangre, hijo. Ves qu tonta es tu madre que tiene sueos as de locos!".

Cuando termin la lectura de todas las cartas recibidas por Carlos no slo me dolan los ojos, sino tambin algo interno e inexplicable, que dentro de m muy pocas veces he notado. Fue en ese instante de duda indefinida, de sentimientos dolorosos y extraos para m, siempre tan acomodaticio y por lo habitual insensible a los padeceres ajenos, cuando se abri la puerta de mi despacho de par en par, y entr el general Serna, sin llamar, por supuesto.

-Le veo cansado -dijo, tras menos de un segundo de aparecer ante m, y sin darme tiempo a cuadrarme y saludar militarmente-. Fatigado y triste, creo -aadi, demostrando una perspicacia que no le haba adivinado hasta entonces.

-S, estoy cansado, mi general.

-Algo interesante hasta ahora?

Le contest que slo haba ledo algunas cartas de familiares de uno de los guerrilleros, sin entrar en ms detalles; pero el general insisti en saber con cul de ellos haba comenzado.

-Ah, el joven! -dijo cuando nombr a Carlos Daz.

Guard silencio un momento, mientras se acercaba a la ventana y miraba a la distancia. Respet ese silencio, pues mi nimo no estaba bien dispuesto para hablar con nadie. De pronto el general alz la cabeza al techo, dio un largo suspiro, ms como si tomase aliento que de queja o cansancio, y me mir, y yo intu que iba a comenzar una de sus disertaciones, como la de la noche anterior.

-Si las piedras tuviesen memoria sabran quin las ha pisado y cuantas veces -comenz diciendo-. Eso es algo, si se tiene memoria, que no se olvida. Las piedras se dividen en dos clases. Slo en dos clases. Unas son de bordes agudos, y otras son planas. En eso se asemejan a nosotros. Cuando son de aristas puntiagudas, su aspecto es deforme y abrupto, entonces no sirven para ser pisadas a no ser con dolor o malestar, incluso con el riesgo de torcerse un pie; estas son las piedras que golpeamos, que arrogamos lejos de nuestro paso. Las planas, en cambio, son gratas, tiles, favorecen el camino y nos ayudan en el viaje. Y algo que tienen en comn todas las piedras, con aristas o sin ellas, es que hacen su trabajo, el de estorbar o el de ayudar, sin darnos su opinin de por qu hacen lo que hacen. En eso, desgraciadamente, los humanos no nos parecemos a las piedras.

Cuando me pareci que haba terminado su reflexin, asent gesticulando con la cabeza aunque an no entenda el segundo significado que podra tener aquel monlogo.

-Es hora de comer -dijo sin ms, y me precedi en la salida al pasillo, en direccin al comedor de oficiales.

Tuve que dar unos pasos a la carrera para ponerme a su altura y, por mostrarme amable, quizs tambin servil, le pregunt si acostumbraba a comer con los oficiales, ya que tendra un lugar aparte y propio, supuse. Ignor mi comentario y seguimos un tramo del pasillo en silencio hasta que l dijo:

-Carlos Daz era una piedra con mltiples aristas, una piedra molesta y puntiaguda.

Tras esa frase lapidaria volvimos al silencio. Fue un poco antes de entrar en el comedor cuando me mir sonriente, para decirme:

-S, suelo comer siempre con mis oficiales. Charlamos, compartimos opiniones. A veces, en la comida, se toman decisiones ms importantes que en las reuniones de la Plana Mayor.

Asent, sumiso otra vez, como si entendiese o compartiese todas y cada una de las palabras del general; este, mientras saludaba militarmente a los soldados que hacan guardia ante la puerta del saln de oficiales, que uno de ellos abri con celeridad, me dijo que yo era piedra buena, lisa, til, aprovechable. De nuevo asent. Un sentimiento de ruindad me invadi, pero ya estaba acostumbrado a hacer de mi vida un acto de sumisin ante los poderosos para poder medrar a su lado, a su costa, para conseguir ese pedazo de poder que siempre ceden a sus fieles ms cercanos. Quiz tal predisposicin hacia el vasallaje me viniese de cuando buscaba el afecto de mi to rico y poderoso, con sus platos de comida sabrosa y su pistola al cinto. Quiz, sencillamente, yo fuese un ser nfimo, un pobre hombre que no tena ms valor que el que le concediesen, a modo de migajas, los que de verdad valan algo. Lo curioso es que era all, en aquel acuartelamiento carcelario en medio de la selva, donde por primera vez me lo planteaba. Nunca antes haba visto esa imagen propia en un espejo mental con tal claridad. Y no me gustaba lo que estaba viendo.

Durante la comida se mantuvieron todo tipo de conversaciones relacionadas fundamentalmente con asuntos militares. Los reunidos eran casi todos gente mayor, con tan slo un par de teniente jvenes, aunque no tanto como yo. Los nicos que no intervenamos en ninguna conversacin, a no ser que se nos preguntase algo, ramos el capitn del Servicio de Inteligencia Gmez y yo. Ese capitn no haca ms que mirar fijamente al orador de turno a travs de sus gafas, como si estuviese memorizando no slo sus palabras, sino tambin todos los gestos. Por supuesto, la ltima palabra en todos los debates siempre la tena el general, y nadie replicaba nada en contradiccin con sus argumentos, fuesen los que fuesen. Una vez que terminamos de comer, y mientras, ya repartidos en grupos pequeos, tombamos el caf en diferentes mesas o incluso de pie, el general me cogi del brazo y me llev junto al capitn Gmez, que estaba solo en una mesa iniciando el rito de encender un puro. No tuvo mayor relevancia nuestra conversacin. Volvimos a hablar superficialmente de mi trabajo de suplantador como escribiente y de la ayuda que me dara Gmez en todo lo que le pidiese. Tambin qued claro que mis cartas seran supervisadas por l y por el general antes de ser enviadas. Esperaba lo del capitn, pero no haba supuesto el inters del general Serna por ser tambin censor.

Un poco antes de despedirnos y volver a nuestras respectivas obligaciones, estuve tentado a comentar con ellos dos la visin que haba tenido del capitn Gmez hablando con el supuesto guerrillero, pero me contuve en el ltimo momento. No supe muy bien por qu, quizs pens que salirme de mis competencias, sin saber exactamente en cuales otras me meta, no era muy prudente por mi parte, o quizs me intimid el propio miedo a enfrentarme al capitn por descubrir algo que pudiera estar en su inters ocultar . Como todos los cobardes, siempre he tenido un sexto sentido salvador, que me ha librado de la confrontacin y el peligro. Pero lo ms sorprendente volvi a ser ese escozor intimo ante el reconocimiento de mi cobarda, oculta tras la virtud de la prudencia, que como antes la sumisin al general, me provocaba una vergenza que jams haba sentido. Y fue en el momento de despedirme de los dos jefes militares cuando comprend lo que me suceda, porque la imagen del demacrado, aunque bello y altivo rostro de Carlos Daz, con su gesto fiero y decidido, me asalt de pronto como insultndome por querer suplantar yo, el mayor de los timoratos, a un hombre de valor y decisin inquebrantables.

De regreso a mi despacho estaba convencido de que, tras la lectura de las cartas escritas por el valiente joven, mi sentimiento de admiracin por l y menosprecio por m mismo ira en aumento. Aun as no demor un segundo en comenzar su lectura. Lo primero que not nada ms abrir la carpeta que contena las copias de las cartas, fue que existan muchas frases mal construidas, como si estuviesen incompletas. No dud que la labor del censor era as de grosera, por lo que us el telfono interno (el cual durante la comida me haban enseado a usar) para preguntar al capitn Gmez si haba un archivo de lo que fue censurado durante el dictado de las cartas. Su respuesta se demor unos segundos, y cuando estaba a punto de repetir la pregunta, su voz son en el auricular:

-Pues no. Suprimo los nombres de militares, de polticos y de guerrilleros que estn an en libertad, por evitar mensajes subversivos, ya sabe. Quito tambin referencias al cuartel y comentarios negativos sobre la vida aqu dentro. Igualmente omito en la escritura, por supuesto, expresiones revolucionarias. Eso es todo. El resto es tal y como lo dictaron. Pero no guardo archivo alguno de lo que suprimo, que por cierto no sera mala idea. Quizs a partir de ahora lo haga.

Colgu enseguida, tras una apresurada despedida, pues no poda evitar que continuase mi aversin inexplicable por aquel hombre. Despus inici la lectura sin interrupcin de todas las cartas de Carlos Daz.

Las primeras misivas del guerrillero, a parte de las referencias al cario que senta por la madre, estaban llenas de frases contundentes y furiosas. "Voy a soportar esto porque soy ms fuerte que ellos", repeta de diferentes maneas en distintas cartas o incluso en la misma, como si necesitase convencerse l antes que a su pobre madre o hermana. Tambin sola hablar, en esas primeras cartas, de que cuando saliese de la prisin sabra lo que tena que hacer. No explicaba qu era ello, y si lo haba hecho alguna vez, la oportuna supresin de Gmez la habra anulado. La frase que sola escribir era, "cuando salga, que alguna vez ser, ya s los pasos, ya aprend los caminos y las amistades, y sobre todo ya s distinguir a los otros". De esta enigmtica frase quise intuir que hablaba de que haba descubierto quienes eran amigos y quienes no. Alguien lo haba ayudado y era su inesperado amigo?, alguien le haba traicionado y era el sorprendente enemigo? Ante tantas suposiciones, producto de frases poco claras, mi mente divagaba con peligrosa facilidad, por lo que tuve que imponerme la disciplina de no fantasear y atenerme a lo que lea, y aquello que no fuese lo suficientemente explcito decid que era mejor ignorarlo. Tarea vana, pues quin ata la imaginacin cuando se le muestra un camino oscuro pero con una rara luz al final?

No tard en desesperar a causa de las palabras suprimidas por el capitn Gmez, pues cuando crea que poda captar una idea importante, la inoportuna frase incompleta haca imposible la comprensin de un prrafo entero. Lea tan deprisa, con tal ansiedad, que enseguida llegu a las ltimas cartas del joven guerrillero muerto, que eran ms tristes, menos apasionadas, con ninguna frase agresiva. No haba ya apenas censura por parte del proverbial suprimidor. La degeneracin anmica del joven Carlos era evidente en expresiones tales como "observo durante horas los muros que me limitan, y me sorprendo cuando descubro el tiempo que pas haciendo tal cosa", o esta otra, "ya no discuto con nadie, por primera vez en mi vida no me importa que digan o hagan uno u otro". Era evidente que antes de ejecutarlo, Carlos ya estaba muerto debido al encierro. Su espritu libre haba sucumbido, derrotado por la crcel, por la disciplina y por las prcticas, que en este lugar llamado La Raza, supongo que sern tan habituales como en cualquier otro sitio donde se doblegue a los hombres.

Decid comenzar inmediatamente la carta. Tome una hoja en blanco y escrib con violencia y energa (despus se la dictara al capitn Gmez, y sera la conocida letra de una mquina de escribir la que recibira la madre de Carlos). Us como disculpa la supuesta aplazada muerte para justificar el renacer del espritu libre y agresivo del joven.

"Querida madre, querida hermana", as comenzaban casi todas sus cartas, y as inici yo la nuestra, "he salvado de la muerte por esta vez y creo que es un buen augurio de lo que vendr". Despus segu hablando del futuro y de reencuentros felices. No me tembl el pulso ni una sola vez al mentir sin piedad a una pobre madre que leera aquella carta como alimento venido del cielo. No era por maldad, me dije a m mismo, ni por cumplir una orden con mezquina obediencia, aunque no negaba la influencia cierta de esto ltimo, escriba con tal mpetu porque senta como si de verdad Carlos Daz estuviese vivo y redactase l de tal manera, aunque fuese yo quien lo haca, pero como mero intermediario, como casual amanuense. Quizs era un engao a m mismo, bien lo saba; una forma de disculpar mi atroz crimen contra la verdad y la fe de Cristo. Pero como mi fervor religioso ya dije que era tenue, mi temor a los poderes terrenales era grande y mi fantasa tambin enorme, pude de esta manera obviar a Cristo, hacer mritos para con el general y suponerme influido por la personalidad del joven guerrillero muerto, para que todo eso junto me permitiera, sin mayores zozobras, escribir como lo hice a la madre aquella.

Cuando estaba dando por terminada la carta, ya dije que llena de esperanzas y futuros encuentros, no resist la tentacin de aadir un ltimo prrafo, que as deca: "cuando me escribas, madre, no dejes de hablarme de los amigos y de mis verdaderos enemigos". No supe bien por qu escrib aquello, al menos no lo hice de forma razonada, simplemente me sali de dentro, sin duda influenciado por la intriga que algunos prrafos de las cartas de Carlos haban dejado en m.

Fue al mirar hacia la ventana cuando me di cuenta de que comenzaba a oscurecer. Las horas haban pasado sin darme cuenta, y ya se acercaba la hora de cenar a pesar de que pareca que unos momentos antes haba estado almorzando con el general y el resto de oficiales. Lo ms sorprendente era que estaba completamente desvelado a pesar de las pocas horas de sueo que haba disfrutado la noche anterior. El reloj marcaba casi las nueve, y aunque pens que sera tarde para llevar el manuscrito de la carta al capitn Gmez, quera dar por terminado mi trabajo con ese primer resucitado, por lo que sal casi a la carrera hacia el despacho del Servicio de Inteligencia, sin pararme a pensar que poda haber usado el telfono para averiguar si an estaba all el desagradable censor. A pesar de mis temores, Gmez todava se encontraba trabajando, y se sorprendi al verme y orme decir, un poco entrecortado por la carrera, que quera dictarle la carta de Carlos Daz.

-Me sorprende tanta urgencia -dijo, con ese modo suyo de hablar como si acusase, como si sospechase algo o como si procurase molestar siempre de alguna manera.

-Quiero acabar mi trabajo cuanto antes -contest a modo de disculpa, aunque yo mismo no saba tampoco el motivo de la prisa. Era como si al enviar la carta me liberase de algo que no entenda muy bien qu era.

Dict la carta y l la copi con destreza en la mquina de escribir sin hacer ningn comentario hasta que finalizamos, entonces, dijo:

-No deja de sorprenderme esa parte final.

-Cul? -respond, aunque entenda perfectamente a qu se refera.

-Eso de los amigos y los enemigos.

Me puse nervioso sin saber qu decir. Tartamude mientras buscaba en mi mente una explicacin fcil y razonable. Lo cierto es que balbuc cosas sobre modificar el estilo inicial de la misiva, darle un toque especial, en fin, como si fuese por hablar de cualquier cosa. La explicacin sonaba ridcula incluso a mis odos, pero el capitn Gmez pareci darla por buena, y no hizo ms comentario que el siguiente:

-La llevar al general ahora mismo, antes de la cena.

Yo le ped que me disculpase con nuestro superior y los otros oficiales, pero estaba muy agotado y me acostara temprano sin cenar. Y era cierto, pues una vez acabado el trabajo ltimo, que fue el dictado, un cansancio, que estuvo aguardando hasta entonces, me invadi haciendo pesados los prpados y flojo el cuerpo.

En cuanto llegu a mi habitacin, sin apenas tiempo para desnudarme, y mucho menos para rezar, ca dormido en la cama como si volviese de realizar un enorme esfuerzo fsico.

CAPITULO III

Como me dorm temprano la noche anterior, y no despert ni una sola vez en todo el sueo, me levant antes del toque de diana. Tom un rpido caf en el bar de oficiales, donde apenas haba nadie todava, y pronto me encerr en mi despacho dispuesto a comenzar con la apertura de otra de las cajas que contenan los documentos de los finados, los cuales permitiran que me adentrase en la personalidad de un nuevo difunto. Pero justo antes de que tomase la decisin de qu caja abrir, llamaron a la puerta y, tras dar mi consentimiento, entr el capitn Gmez.

-Madruga tanto como los que huyen -dijo con ese afn suyo por molestar siempre. Despus, ante mi mutismo por su comentario, aadi que haba mostrado al general Serna mi carta, y que no haba puesto ninguna objecin, por lo que saldra en el correo de ese mismo da.

De pronto se me ocurri una pregunta, y aunque no senta deseos de conversar con l, no pude contener mi curiosidad.

-No es un trabajo excesivo escribir las cartas de los presos? Me sorprende tarea tan ardua.

-No es mucho esfuerzo -me contest-. Slo escribo las de los terroristas y polticos subversivos. Y tenga en cuenta que no son muchos lo que hay encerrados, pues no es esta una crcel que los suela acoger. Ahora mismo, tras los ltimos fallecidos, nos quedan seis, de los cuales tres no escriben nunca y los otros tres no lo hacen con regularidad mensual, que es lo mximo permitido, como seguramente sabr. Por supuesto, ahora mismo estn suspendidas todas las misivas al exterior, incluidas las de los presos comunes, que escriben por s mismos, pero todas sus cartas estn ahora retenidas para que no transcienda la noticia que estamos ocultando con su inestimable ayuda, seor cura.

Hasta entonces nunca haba odo hablar tanto al capitn Gmez, y ya no tena ganas de escucharle ms, por lo que intent abreviar aquella entrevista, diciendo:

-Puedo saber el motivo de su visita?

-Slo expresarle la felicitacin del general por la carta de ayer.

Le contest que me pondra inmediatamente con la segunda, y que esperaba llevrsela para el dictado lo antes posible, incluso antes de la tarde. Nada ms irse el desagradable Gmez, abr la caja que contena las pertenencias de Jos Prez, el viejo campesino del que el periodista Suso me haba contado que le fueron robadas sus tierras por un cacique local, tras lo cual se haba incorporado a la guerrilla, alcanzando pronto el mando de un importante grupo. Pens que tendra que descubrir las cualidades que tena tal hombre para, a pesar de ser de edad avanzada y no llevar mucho tiempo en la subversin, alcanzar el ttulo de jefe en poco tiempo.

Le con avidez el expediente militar sobre el sujeto de mi inters. Contaba que, tras perder en una justa disputa legal sus propiedades, y pasar estas a pertenecer a su vecino, el llamado Jos Prez haba abandonado no slo la casa que ya no le perteneca, sino tambin a su familia, compuesta por una esposa (que morira de forma natural muy poco tiempo despus) y una hija soltera, la cual pas a vivir con una ta (hermana de la difunta madre). Unicamente con esta hija era con quien se escriba el difunto Jos. De l tambin contaba el informe militar que pronto se le supo, tras abandonar a su familia, dirigiendo un grupo de subversivos, que atacaban sistemticamente al que fue su vecino y ahora dueo legal de sus tierras. Jos Prez fue atrapado en una incursin al interior de la selva por el general Serna.

Como en el primer caso, el de Carlos, en este de Jos tampoco la Inteligencia militar haba hecho un informe muy exhaustivo ni mucho menos profundo. En poco me ayudaba, ciertamente. Me puse a leer a continuacin las cartas recibidas, que estaban escritas casi todas por la hija, y alguna por la hermana de la esposa difunta. Comprob, primero al peso y despus contando, que eran menos que las del joven Carlos, lo que indicaba que no todos los meses haba recibido Jos la carta a la que tena derecho segn las estrictas ordenanzas dictadas por el jerarca de La Raza. Tampoco eran misivas muy interesantes; hablaban, las de la hija, del clima, de la cosecha, de la tristeza y de los ruegos a Dios, tema recurrente como signo de esperanza y resignacin. No puede evitar una sonrisa irnica, y un dolor despus, al reconocer mi hipocresa en tal asunto. De nuevo, algo que antes no me haba daado nunca, aqu, en el cuartel penitenciario de mis desgracias, me obligaba a ser consciente de debilidades y carencias propias, que siempre haban estado prudentemente ignoradas.

Solamente una de las cartas de la hija me llam la atencin. Deca, en uno de sus prrafos: "Mejor olvidas todo, padre. Mejor rezas por una vez, y ojal que para siempre a partir de ahora, para salir y no pelear ms. Los que te llevaron ah ya sabes que no son los ladrones de tierras".

La ltima frase tena cierta relacin con algunas de Carlos. Insinuaba traiciones, engaos por parte de alguien, que no era el enemigo natural.

Enseguida pas a leer las cartas de Jos Prez, que tampoco eran muchas. Igual que su familia, l tampoco pareca dado a escribir. En sus escritos pronto comprob, tal y como haba dado a entender su hija, que el hombre no era muy creyente, y que achacaba a los hombres, y no a Dios o al demonio, todos los bienes y los males que le sucedan. De nuevo, al sentirme de su misma opinin, un punzante dolor en algn lugar indefinido de mi cabeza me record la impostura de mi vida y de mis actos como sacerdote. Rehu tales pensamientos y me concentr de nuevo en la lectura de las cartas. En una de ellas haba una frase que indicaba muy a las claras la personalidad dominante del anciano: "A pesar de las restricciones de los guardias, ya he logrado que dispongan a mi gusto las cosas en la celda". En efecto, tras poco tiempo de lectura, comprob que Jos Prez era un ser con dotes de liderazgo naturales. Su personalidad se notaba arrolladora incluso durante la lectura. Deca, por ejemplo: "mis compaeros de lucha y encierro necesitan or lo que tienen que hacer, precisan que les indique desde las ms sencillas cosas hasta que les recuerde que maana la vida continua". Esta frase, en una de las ltimas cartas, indicaba que no haba sucumbido a la derrota y el encierro en ningn momento. Y tambin me sugera una idea, la de hablar con los presos de la guerrilla, los que an estaban vivos, en el supuesto de que tuviese dificultad en comprender la forma de ser de alguno de aquellos a los que yo tena que suplantar. No era este el caso, pues Jos Prez era muy fcil de imitar en la escritura. Frases contundentes, a veces lapidarias y siempre demostrando que saba lo que tena que hacer l mismo y los dems. Nunca dudaba.

Inici su carta sin saludos previos, como l haba hecho en ms de la mitad de las que haba enviado. Despus segu hablando (escribiendo) de que en el futuro, si alguna vez era libre, habra que buscar nuevas tierras y otra vida, lejos de enemigos ocultos. Tambin hice algunas recomendaciones a la hija, las cuales copi de sus cartas, ya que vi que las haca con frecuencia; eran referencias a la necesidad de que la mujer, ya algo mayor, buscase un hombre con el que formar una familia y que se olvidase de consagrar su existencia a los rezos y a sus tos. Finalic, escribiendo casi sin darme cuenta, dando una serie de rdenes sobre cmo quera que todo estuviese dispuesto en la casa para cuando yo (l) regresase. No lograba explicarme como poda haber escrito esa parte final, pero no tuve fuerzas para suprimirla. Era como si algo (o alguien) superior a m, con ms fuerza moral que yo, me obligase a ello.

Di por concluida la carta, y viendo que ya era la hora del almuerzo, la llev conmigo al comedor de oficiales para entregarla all mismo al jefe del departamento de escuchas, y que l la copiase con las correcciones que considerase oportunas; pero una vez en tal lugar, al no ver ni al capitn Gmez ni al general Serna, fui al despacho del primero, donde un soldado me inform que estaba, junto con el general, en una incursin a la selva. Dej la carta al soldado, ayudante de Gmez, y volv al comedor. En tal lugar, departiendo con otros oficiales, o que hablaban del camin con provisiones que haba llegado esa maana, y uno de los ellos aadi:

-Si hay camin, hay incursin.

Todos rieron menos yo, que no entenda el significado supuestamente gracioso de ese comentario. No pregunt, pues el instinto me avisaba de no profundizar en determinados conocimientos de aquel lugar. Aunque lo cierto es que a ese instinto lo ayud el observar las miradas cruzadas de los oficiales all presentes, como de entendimiento y aviso, y despus las de soslayo hacia m, hacindome sentir como un intruso.

Por la tarde abr la caja del maestro de escuela, el llamado Ovidio De Pedro. Encontr una serie de objetos que no dejaron de sorprenderme. Haba exactamente dieciocho cajetillas de cerillas vacas, tambin di con mltiples trozos de barritas de tiza blanca, y finalmente encontr unas gafas sin cristales. Supuse que habra alguna explicacin a todo aquello en las cartas, as que quise comenzar por las recibidas: no las hall. Busqu y le rpidamente el informe militar, que como todos los otros redactados por el Servicio de Inteligencia era escueto y poco claro. Deca que el maestro de escuela, Ovidio De Pedro, haba enloquecido un da y abandonado sus obligaciones de funcionario del Ministerio de Educacin. No se daban ms explicaciones al hecho. Despus se contaba que se le conocan actividades de adoctrinamiento revolucionario a los jvenes guerrilleros y que fue capturado por el General Serna en una expedicin al interior de la selva (cosa que ya no me sorprenda, y no dud que sera algo comn a los cuatro). Finalmente, el expediente haca mencin al hecho de que Ovidio De Pedro no haba recibido ningn tipo de correspondencia en la crcel, a pesar de que l s escriba de cuando en cuando a alguno de sus antiguos alumnos. En efecto, haba quince cartas escritas a lo largo de los dos aos pasados en la crcel, y todas dirigidas a alumnos suyos. Tan slo haba repetido con una de las nias, en el resto de los casos eran todos distintos los receptores de las cartas del maestro loco.

Me defraud la lectura de las quince cartas. Tenan frecuentes lagunas en el texto, y era fcil adivinar la labor del capitn Gmez como censor de proclamas revolucionarias. Las palabras que quedaban eran consejos a sus alumnos sobre el aseo, la puntualidad, la importancia de practicar la suma, la lectura y la escritura, pero tales buenas enseanzas venan envueltas en un texto grandilocuente, ridculo, desproporcionado, como por ejemplo cuando deca: "nuestras maravillosas manos, futuras constructoras de universos, han de relucir al sol que alumbra el claro camino que nos indica la felicidad". Y as todas las cartas. Tan slo las dos enviadas a una tal Remedios Donato parecan darme alguna pista de la intimidad del maestro, a parte de su evidente trastorno mental. En una de esas misivas dirigidas a su alumna, deca que: "Recuerdo tus ojos cuando te hablaba del origen subterrneo de las montaas, que haban surgido en el principio de los tiempos del fondo de la tierra. Recuerdo que parecas miedosa de que tal cosa pudiera haber sucedido alguna vez; as yo ahora estoy tambin asustado de lo que me ocurre, y ni siquiera tengo tus ojos para consolarme". Era un prrafo que resultaba extraamente hermoso, aunque no deca nada bueno sobre la moral y las inclinaciones de Don Ovidio hacia las menores, ciertamente.

Tras la lectura de las cartas y del expediente del maestro, me pareca que era innecesario escribir ahora en su lugar a otro de sus alumnos, pues estos (o sus padres) parecan rehuir tal correspondencia, cosa que no me extraaba, pues el trato con un guerrillero loco no les reportara ningn beneficio. Haba tomado esa decisin, pero las cajetillas de cerillas vacas me intrigaban y no dejaban que abandonase al difunto maestro. La tiza supuse que era para escribir o dibujar en las paredes, y las gafas seran suyas hasta que se rompieron los cristales en cualquier avatar carcelario, pero no entenda ese afn coleccionista del viejo loco.

Decid buscar a algn preso de la guerrilla que hubiese sido compaero de este extrao personaje. Como no estaba Gmez, me dirig a su ayudante, el Sargento Porfirio, y como l saba que deban de drseme todas las facilidades para mi secreta labor, no opuso ninguna objecin, ms al contrario, me acompaara a una de las celdas y me presentara a Ulpiano, que era un veterano guerrillero, pero de poca relevancia y al parecer escasa labor violenta mientras estuvo libre, quizs por su poca inteligencia o por su increble tranquilidad, por no decir apata como actitud vital. Al tal Ulpiano nada pareca importarle, ni le alteraba ningn acontecer, segn me explic el sargento y yo mismo pude comprobar tras el poco trato que con l tuve.

El sargento y yo recorrimos varios pasillos y ascendimos dos niveles para llegar al segundo piso, donde se encontraban las pequeas celdas de los terroristas, pero menos atestadas que las que haba visto en el anterior nivel, las de los presos comunes. Cuando llegu ante la celda de Ulpiano me present de forma enrgica y militar, para imponer respeto y obediencia:

-Soy el alfrez Molina, incorprese!

El preso, que se hallaba en la celda solo y recostado plcidamente en su catre, no hizo caso de mi orden, y nicamente me dedic una mirada desganada.

-Con este no valen ni los gritos ni los golpes, mi alfrez -me avis el sargento-. Es lelo y torpe, y adems duro e insensible como un muro.

Decid cambiar de actitud y ped que me dejase a solas con l. En cuanto el ayudante del capitn Gmez se retir, yo me acerqu a los barrotes que nos separaban, y le dije en tono suave al guerrillero Ulpiano:

-Slo quiero preguntarte sobre el maestro Ovidio De Pedro; tan slo quiero que me digas porqu coleccionaba cajetillas de cerillas.

Como el otro segua en silencio y sin prestarme aparente atencin, segu hablando en tono amistoso.

-No s bien por qu me interesa, pero necesito conocer a ese hombre, y las cajas de cerillas vacas es lo nico que tengo.

El preso Ulpiano se incorpor lentamente, como si le supusiese un esfuerzo inmenso. Se acerc a la puerta del calabozo y, a medio metro de m, se detuvo.

-Conocer a un muerto no tiene sentido -dijo.

-Para m s.

Aquel hombre dej de mirarme, desvi la vista hacia la pauprrima mesa de madera de su pequeo habitculo, y por fin, con desgana y lentamente, habl:

-Pona sus cajitas ah encima, las colocaba en filas todas iguales. Se pona delante de ellas con sus gafas y un trozo de tiza en la mano, y nombraba a todas con un nombre de persona. A la que llamaba Remedios siempre la colocaba la primera. Despus comenzaba a explicar cosas de la tierra, de los mares o las estrellas. Ese loco maestro poda estar hablando a las dichosas cajas durante horas. Yo me dorma muchas noches escuchndole.

Cuando volv a mi despacho, acompaado del sargento Porfirio, y sin haber sacado al preso ninguna informacin ms, una extraa simpata haca el pobre maestro muerto comenzaba a surgir en m.

-Estaba muy loco el difunto? -pegunt a Porfirio.

-Supongo -contest-. Slo s que era entretenido escucharle. Yo lo haca a veces. Cuando me aburra suba all arriba y oa sus cosas.

-Nuestro general atrap a los cuatro guerrilleros fusilados en una misma batida en la selva, verdad? -dej caer de pronto.

-Claro, claro -dijo simplemente el otro, y enseguida nos separamos.

Ya de nuevo en mi despacho, decid no escribir la carta del maestro Ovidio De Pedro. No mereca la pena, y as pens explicrselo al general.

Como an era media tarde, fui, por pasar el tiempo, a la capilla, en la que hasta entonces apenas haba estado, y un ligero remordimiento me embarg, pues reconoc no haber celebrado ni una sola misa an, ni haber atendido cristianamente a ninguno de los presos y tampoco a nadie de los militares que en La Raza habitaban. Lo cierto es que ni tan siquiera haba pensado en ello hasta entonces. Mis pecados aumentaban, y lo extrao es que comenzaba a ser consciente de ellos, lo que no dejaba de ser una novedad.

La pequea capilla del cuartel estaba limpia y decorosamente ornamentada. El anterior capelln, antes de ser destinado por su edad a lugares ms tranquilos, haba sido pulcro, sin duda alguna. Pens que tendra que agenciarme algn ayudante para las tareas menores, como limpiar, ordenar, colocar, abrir y cerrar la capilla. Incluso cruz por mi mente, sin yo poder evitarlo y a modo de chiste, la idea de que ese ayudante celebrase la misa en mi lugar, pues lo cierto es que tan sagrada ceremonia siempre me pareci aburrida por lo repetitiva y falta de sentido que para m resultaba. En cualquier caso, en aquel lugar perdido de Dios y de los hombres, nadie pareca echar en falta mis servicios de sacerdote, lo que era la nica cosa buena que haba hallado hasta entonces en tal sitio. Mis pocas ansias de celebrar a Dios eran parejas a las que senta por amar, ayudar o comprender a mis semejantes; por lo que cuanto ms me aislase de todos aquellos criminales, o incluso de los militares, que me rodeaban, mejor me sentira. De Dios nunca esper nada y de los hombres tan slo que satisficiesen mis necesidades de poder y comodidad.

Mientras estaba abstrado en mis poco santos pensamientos, entr un soldado que dijo buscarme por orden del general Serna, el cual acababa de llegar. Fui de inmediato a su despacho y lo encontr todava en uniforme de campaa, algo sucio y polvoriento.

-Todo bien, todo estupendo! -dijo nada ms verme.

-Ms prisioneros, mi general? -pregunt, pensando en otra incursin exitosa en la selva a la caza de guerrilleros.

-No, no ha sido eso -contest, y guard silencio mirndome, como sopesando algo contra m, pero no se me ocurra qu poda ser.

-Algn da compartiremos muchas cosas -aadi-, pero no hoy. Si le llam fue para felicitarle personalmente por el trabajo que hasta ahora lleva hecho. Ya me han dicho que incluso se entrevista con los presos.

-Fue para recabar informacin sobre el maestro, el llamado Ovidio De Pedro.

Iba a aadir en ese momento que no consideraba necesario escribir carta alguna para este muerto, pero algo me retuvo, y mientras pensaba por qu no me decida a confirmar la inutilidad de tal misiva, el general Serna volvi a hablar.

-Bien, pero de todas forma le desaconsejo las relaciones con los terroristas; con los vivos quiero decir, si me permite la gracia.

Se la re, por supuesto, aunque con desgana, y not su vista escrutadora, que no perda un solo detalle de mi compostura.

-Por supuesto, siempre que no est de acuerdo conmigo, slo tiene que decirlo, capelln.

Negu con azoramiento tal posibilidad, y l sigui hablando.

-Y le dijo algo interesante el que fue compaero de celda del viejo maestro?

-No, tan slo me habl de alguna de sus tonteras. No me sirvi de nada la entrevista.

-No le deca yo? Ve cmo tengo razn?

Asent, y vi como pareca tomar mejor aspecto su expresin, lo que sirvi tambin para relajarme yo. Enseguida el general tom asiento y, mantenindome a m de pie, comenz uno de sus monlogos, para los que yo era, al parecer, uno de sus escogidos.

-Alfrez, es evidente que an le falta tiempo para integrase aqu con nosotros, y es tambin necesario el paso de ese tiempo para que le conozcamos y le permitamos acercarse e integrarse; mientras tanto no haga ms que lo que se le ordene, y no busque ms all de lo que se le muestra. Sepa que este mundo privado, que es La Raza, tiene, como todos los lugares del universo, luces y sombras. En la luz est lo seguro, lo sano, aquello que no daa. Nos vemos los unos a los otros y cuidamos de ser pacficos y corteses, de mostrarnos amigables y civilizados. La luz de cualquier mundo, incluido este mo, es la que nos protege de nosotros mismos y hace de la vida algo bello, aunque un poco ficticio. Pero es en la sombra, la parte obscura de la realidad, donde se completa todo, donde se explica todo, y tambin donde podemos sucumbir ante el ms fuerte, ya que ah la ley no es la de la apariencia grcil y simptica, no es el acto corts y amable lo que impera, si no aquello que dentro de nosotros pervive a pesar de tanto siglo de luces y sonrisas, aquello que unos llaman instinto, otros, sencillamente, La Bestia, y otros, como yo, el alma, pues es lo inasible que nos hace nicos, fuertes y supervivientes a toda calamidad.

Call, esperando quizs mi escndalo por tal definicin del alma, y me sent obligado a mostrar tal reaccin.

-Yo, por supuesto -inici mi protesta, aunque con poca conviccin y energa-, no puedo estar en completo acuerdo con esa idea del alma, ya que

-Por supuesto, por supuesto -me interrumpi, mostrando desgana en seguir la conversacin.

Esa noche, ya en mi habitacin, y mientras intentaba dormir sin conseguirlo, la imagen de una Remedios por m inventada, pues la vea como una jovencita bella y de sonrisa abierta aunque no la conociese, no dejaba de aparecrseme en la obscuridad de mis ojos; y si los abra, entonces la soledad enorme de mi cuarto de soldado, tan fro y desprovisto de adornos, haca que ansiase volver a cerrarlos para acercarme a aquel sueo de la nia hermosa. Por fin no ced ms ante el recurso fcil de la mente para divagar con ensoaciones engaosas, y salt de la cama casi con rabia al reconocer mi debilidad. A continuacin fui al bao y arroj agua fra contra mi rostro.

Una vez en pie y desvelado, no tard en comenzar a escribir la carta del maestro Ovidio De Pedro a su alumna Remedios. Era consciente de que ahora la muchacha tendra unos cuatro aos ms que cuando la conoca el instructor, y que ya sera una jovencita bastante distinta a la recordada por el muerto, pero yo no poda asumir una imagen de la Remedios actual, sino que me quedaba con la nia que una vez conoci el loco De Pedro. Y con ese recuerdo, que no era mo, pero que lo pareca, le dije a la nia que estudiase todos los das un poco cosas de la suma y la resta, que leyese algo sobre los planetas y la tierra y el lugar que nosotros ocupbamos, pues aunque distbamos el uno del otro varios kilmetros, desde muy alto, desde donde se vea la tierra toda, estbamos casi juntos. Juntos como cuando antes estbamos, como cuando ella se sentaba frente a m, cerca de m, cerca de donde nos mirbamos, ella escuchando y yo contando a todos mis alumnos cosas de la higiene y la formacin de la tierra que pisbamos. As termin la carta, dicindole que trasmitiese mis recuerdos para todos lo nios de la escuela. Resist la tentacin, sorprendentemente intensa, de despedirme de ella con unas palabras algo ms que cariosas, pues aunque en mi interior pujaban por salir frases como "nia que acaricio con mis ojos" o "pequea hermosa de mis ms tiernos sueos", no las inclu por miedo a la burla de quin despus sera censor de aquello que yo (o ms que yo, el maestro) escriba.

Dej la carta sobre mi mesa para entregarla unas horas despus al capitn Gmez, y me dorm con una extraa sensacin de felicidad cuando ya la madrugada era anunciada por la lejana luz del amanecer. Creo que so, y al despertar me pareci recordar vagas imgenes tiernas y turbadoras, pero que enseguida se perdieron en el olvido con la vigilia.

CAPITULO IV

Me despertaron unos golpes no muy fuertes en la puerta. Deban de llevar sonando bastante rato, pues en el duermevela de antes de despertar me pareci orlos durante mucho tiempo, ms del real, seguramente. Me extraaba que algn soldado tuviese la delicadeza y la constancia de llamar con esa suavidad e insistencia a mi puerta, pero no quise hacer averiguaciones y grit adormilado que ya me estaba levantando. Entonces adivin, por la luz que entraba por la ventana, que no era precisamente la hora del toque de diana, que me haba dormido y que los golpes en la puerta no los daba ningn subordinado, el cual seguramente ya habra intentado despertarme haca horas. Me lanc a medio vestir hacia la puerta, y apareci en ella el capitn Gmez.

-Hoy no han podido despertarle al toque de diana -dijo desde la puerta, sin llegar a entrar en la habitacin-, y no me extraa, pues la luz de su cuarto se apag anoche muy tarde.

No quise averiguar por qu saba l hasta cuando tuve la luz encendida; tan slo murmur una desganada disculpa por mi retraso y le di la carta del maestro. La tom al tiempo que me indicaba el deseo del general por verme. Sin ms palabras hizo el saludo militar y el ademn de irse, y yo cerr la puerta casi antes de que diese media vuelta. El portazo son en su cara ms fuerte de lo que hubiese sido normal, pero no me import la descortesa. Not una energa que no era habitual en mi forma de ser, siempre apocado y buscando medrar a costa de la propia sumisin.

Sin apenas tardanza me present en la antesala del despacho del general Serna, donde tuve que esperar casi una hora antes de ser recibido. No pude evitar sentirme nervioso, pues una cosa era plantar cara el capitn Gmez y otra al general. Cuando por fin me hicieron pasar ante su presencia, me recibi con una amplia sonrisa, cosa que tranquiliz mis nervios como la caricia de un padre, y sent vergenza ante mi cobarda y docilidad, pero procur guardar bien dentro de m tales sentimientos punzantes.

-Pase, pase, alfrez -dijo mi superior-. Espero que haya dormido bien. Ustedes los jvenes descuidan cosas que son importantes, y a veces hay que disculparlos. Pero slo una vez.

No me cost ni un segundo entender el aviso que me diriga. Le asegur que sera la ltima vez que no acuda al toque de diana, y l hizo un gesto como quitando importancia a aquello y deseando pasar a otros asuntos. Orden que tomase asiento, y me dispuse en silencio a escuchar pacientemente, como ya haba tomado por costumbre.

-Le he mandado llamar -comenz diciendo- para recomendarle celeridad en la misin que le he impuesto, pero acabo de informarme de que tan slo le falta una carta por escribir. Eso est bien. Espero que hoy pueda terminar con el ltimo de sus resucitados y demos por terminado este extrao asunto. Despus ser cosa de otros el tratar con los asesinos de las montaas.

Le contest que esperaba terminar el trabajo con el cuarto y ltimo guerrillero ese mismo da. No pensaba que me supondra ninguna dificultad. Lo cierto es que no tena intencin de esforzarme mucho. Con los tres primeros ya haba tenido bastantes quebraderos de conciencia, as que con el cuarto pretenda relajarme y dormir tranquilo. No saba cun equivocado estaba! Pero de momento segua escuchando a mi general sin adivinar todo el vuelco que mi vida dara. El general me contaba algo de una fiesta.

-En el pueblo vecino de Catarbo -deca-, y ese es el motivo por el que deseo que acabe su actual encomienda, se celebra maana mismo la anual fiesta de la Virgen de Cartabo, donde iglesia y ejrcito nos unimos para dar al pueblo, con esa unin tan clsica como antinatural, un da de circo y engaos.

No pude, o no quise, pues para mi sorpresa ya he dicho que me estaba volviendo menos sumiso, dejar de expresar mi desacuerdo. As manifest, como quien recita una leccin bien aprendida, que el ejrcito protege al pueblo y la religin le ayuda en sus calamidades y le da esperanza futura. El general me mir con sus ojos pequeos y directos, su boca se torci en una leve sonrisa irnica y guard un silencio sorprendentemente largo para lo que en l era habitual. No resist ese tiempo de sigilo ni su mirada, y sin necesidad de que me replicase, yo mismo me desdije con el argumento contrario a la anterior exposicin.

-Bien -comenc diciendo-, s, ya s que el ejrcito puede servir a intereses que no son los del pueblo y que la religin puede disimular el dolor, no remediarlo, y que

Entonces me interrumpi l, sonriendo divertido.

-No malinterprete mi silencio, alfrez, ni me lance proclamas revolucionarias. Dejemos la cosa en que el pueblo necesita un poco de circo, y eso es todo.

Despus, ya serio, me explic que el da de maana acudiramos juntos, con algunos mandos y algo de tropa, al desfile militar en las calles del pueblo, en el que por cierto vivan casi todos los trabajadores de La Raza y tambin la mayora de los oficiales del cuartel. Asistiramos a la celebracin de una misa, participaramos en los actos festivos con las autoridades civiles y volveramos al cuartel tras cumplir con las obligaciones circenses de todos los aos, tal cmo l las interpretaba. Simplemente contest que estaba dispuesto para lo que se me ordenase, y que con respecto a la carta que me faltaba por elaborar, pronto, quizs esa misma maana, estara terminada. Me fui del despacho de mi superior con el convencimiento de que pronto todo este asunto de los resucitados sera un extrao recuerdo, ni malo ni bueno, tan slo algo que habra de ser olvidado para evitar pesadillas. Despus tendra que integrarme en el diario acontecer de este cuartel carcelario en medio de ninguna parte, con sus ordenanzas militares por encima de mis obligaciones religiosas, con una extraa amalgama de personas ajenas a m, tan distintas que parecan de otra especie. Unos eran funcionarios de prisiones militarizados y otros militares como yo, pero eso era todo lo que tenan en comn conmigo. Me senta slo y ajeno. La felicidad, por supuesto, deba de estar muy lejos de all, y no tena esperanza alguna de encontrarla jams. Llegu con tales pensamientos a mi despacho, dispuesto a enfrentarme al ltimo reto con los guerrilleros muertos. Supuse nuevamente que lo despachara pronto, y me sent ante la mesa y frente a la ltima de las cajas que contena las cartas y pocas pertenencias del llamado en vida Zenn Urdiales.

En el trayecto desde las dependencias del general hasta las mas, atravesando los retorcidos pasillos de La Raza, sus puertas a estancias vacas, que daban a otros pasillos, que finalmente conducan a salas con ms puertas, tras las que se hallaban nuevas galeras y finalmente el habitculo que se buscaba, en ese tortuoso paseo, digo, fui pensando repetidamente en que mi vida habra de adaptarse a la existencia oscura y reglamentada del cuartel, bajo el control de mis superiores. Mi existencia sera un rutinario ir y venir dentro de aquellos muros. Pens, no sin cierta tristeza, que el captulo de las fantasmales cartas estaba a punto de cerrarse, pues la ltima, tal y como haba prometido al general, tena intencin de escribirla deprisa y sin prestarle gran atencin ni inters. Qu equivocado estaba en todo! Cunto habra an de acontecer!

Abr con desinters la caja de Zenn, mientras recordaba que haba sido un prspero campesino, que sin motivo, ms que la locura, lo haba dejado todo y se haba unido a la guerrilla.

En el inevitable informe militar se deca que el hacendado Zenn Urdiales, casado sin hijos, haba formado una especia de comunidad o cooperativa con sus vecinos, siendo l jefe o administrador de la misma, de tal forma que los beneficios de todos se repartan para que compensasen a los ms desfavorecidos o que peores cosechas haban tenido, de esa manera nadie empobreca ni nadie se enriqueca demasiado. Ests ideas, consideradas en el informe policial como contrarias al uso correcto de la propiedad, pero poco dainas por no buscar su extensin a otras tierras, me hicieron pensar en Zenn como un iluso soador, con indudable don de gentes y lider natural. Era evidente que su sueo colectivista no sera bien mirado por las autoridades, pero fue consentido mientras no traspasase ciertos lmites. En mi opinin ese tipo de iniciativas, ms romnticas que prcticas, no duran ms all de lo que la ambicin humana resiste oculta en la guarida del deseo de riqueza y poder. Bien saba yo de ambas! Por lo dems, el dossier militar acababa hablando de que Zenn Urdiales abandon sus propiedades, dej a vecinos y a familia para irse a luchar con la guerrilla, y que fue hecho preso por el general Serna.

Pocas dudas tena yo de la personalidad del tal Zenn. Haba conocido a hombres as incluso en el sacerdocio. Seres fundamentalmente buenos y un poco locos, que buscan su propio sacrificio si es necesario con la ilusa idea de hacer buenos a los dems. El triste fin de Zenn eran tan natural, en mi opinin, como sin dudarlo habra sido el de su colectivo de campesinos buenos y repartidores de beneficios. Sonre al imaginar que hallara en sus cartas la confirmacin de mis certezas. Sin ms tardanza comenc a leer las de l, dejando las recibidas para despus.

Todas las cartas escritas por el difundo soador eran para su esposa, Andrea, y las primeras eran hermosas, ciertamente, pues tena buen estilo epistolar. En esas cartas del principio de su reclusin intentaba consolar a la esposa, y le daba nimos para seguir al frente de la hacienda y de esa sociedad cooperativista, que ahora, en su ausencia, ella pareca dirigir. En ese punto comenc a sentir curiosidad por la mujer, pero segu concentrado en la figura del esposo. Zenn le daba frecuentes consejos de cmo hacer las gestiones oportunas para la buena marcha de la cooperativa, lo que indicaba que ella le planteaba en sus cartas problemas cada vez mayores. Supuse que despus la lectura de esas misivas de la mujer confirmaran mis sospechas de que todo el sueo del hombre se fue al garete. Sent en ese instante pena por ella, que se sentira culpable por el desgajo del colectivo de campesinos, cuando, en mi opinin, lo mismo hubiese sucedido con Zenn al frente, pues ya dije que el monstruo oculto en el ser humano poco puede estar reprimido por los sueos de un idlico soador. Pero no slo las cartas del hombre hablaban de negociosos, tambin de amor, de un amor tierno aunque no apasionado, pues siempre estaba supeditado a las "obligaciones" para con los dems, los "sometidos", que deca l. En cualquier caso, algunas frases de amor se quedaron en mi mente, no s si con la disculpa de usarlas despus al escribir o porque sencillamente me agradaban, cosa sorprendente, pues nunca haba sido yo dado a las efusiones romnticas ni a las lecturas en tal sentido. El amor era algo desconocido para m, al menos ntimamente. Era algo que los dems usaban para el apareamiento y la procreacin, para el placer momentneo e incluso el engao, pues con l parecan inventar una realidad distinta donde se crean felices. Tales eran mis pensamientos, y as lo haban sido siempre.

"Eres la luz de la luna que pasa a travs de los barrotes. Miro esa luminosidad brillar en el sudor de mi brazo y pienso que es una caricia tuya. As me duermo, observando mi brazo acariciado por ti y por la luna". Es cierto que la frase parece la de un adolescente, pero, como todos los soadores, supuse que Zenn no habra madurado mucho en los treinta y pocos aos que tena en la hora de su muerte.

En las cartas ltimas, ya el estilo cambiaba. Adivin que la mujer le contaba del desastre de la unin de campesinos y l ya no saba (o no tena fuerzas) para dar ms consejos. Las frases de Zenn eran cortas y sin fuerza: "Ya djalos. Mira t de vivir". Y de la ltima de las cartas se qued prendida en mi memoria la siguiente frase, que era un resumen de la derrota del hombre y tambin de su inquebrantable amor: "Ahora que todo se pierde, que todos se vuelven lobos, slo t eres mi bandera". Quizs demasiado tarde haba comprendido la inutilidad de su sueo, al que haba sacrificado su vida y a su amada esposa.

Tras acabar con las cartas del difunto, y llegar a la conclusin de que su estilo era fcil de imitar, busqu en la caja de cartn que contena sus pertenencias algo que pudiera interesarme, aunque no crea necesitar ms ayuda. Saqu primero la copia de las cartas recibidas, pulcramente ordenadas, y las coloqu sobre la mesa para leerlas enseguida, despus cog el paquete de las originales, atadas con una pequea cuerda, y muy manoseadas, todas an metidas en sus sobres abiertos por las siniestras manos del capitn Gmez antes de ser entregadas; a continuacin descubr mecheros, cajetillas de pitillos medio vacas, unos guantes y una foto no ms grande que las cajas de tabaco, enmarcada de forma rstica, y que supuse sera la imagen de la esposa, de Andrea. Me qued ms tiempo de lo que sera normal mirndola. Cuando levant la vista de ella, yo mismo me sorprend por la larga atencin que haba prestado a aquel rostro, bello sin duda, de la mujer de Zenn. Por supuesto, bien saba que el ttulo correcto sera el de viuda de Zenn, pero mi mente no era capaz, a no ser que mi voluntad la doblegase, de pensar en ninguno de los cuatro muertos como tales. No me preocupaba este hecho, pues supona que la necesidad de compenetrarme con ellos para suplantarlos, haca que los imaginase inconscientemente como todava vivos. Quizs mi perspicacia, grande para otras cosas y en otras ocasiones, debi de advertirme de que esa influencia de los difuntos, esa compenetracin con ellos, haca que mi propio ser cambiase, y no slo por el hecho de no poder suponerlos fallecidos, sino por participar de sus vidas hasta el punto de unirlas a la ma. Pero, en aquel momento, esto permaneca oculto en la parte ms profunda de mi ser.

Tom con cierta avidez la copia militar de las cartas de la esposa, y comenc a leerlas con la fotografa de ella delante de m. No s exactamente qu esperaba hallar, pero lo que fuese no lo encontr, por eso me sorprendi tanto su lectura. Quizs supona que iba a leer las cartas de una mujer dolorida y triste, que hablara de la soledad y las desgracias econmicas, de los desengaos de la vida y los infortunios por los que ambos atravesaban, que contara de forma lastimera sus angustias y sufrimientos. Lo cierto es que todo eso estaba en las cartas, pero no con la contundencia o de la forma que yo esperaba, sino como fondo, como decorado, sin tener un realce que lo hiciese fundamental en el texto. Las cartas de la mujer, en fin, hablaban de amor, de amor en espera, pero de amor alegre; hablaban tambin de infortunios econmicos, pero sin el dramatismo de la ruina acechante. Eran cartas simpticas, abiertas al mundo de la ilusin y al maana bueno e inminente. Deca, en una de ellas: "Nuestros vecinos ya no comparten su excedente con nadie, pero la cosecha de todos ha sido bastante buena, as que casi nadie padece privacin. Yo slo he vendido unos pocos animales, y me alcanza el dinero para los nuevos sacos de grano". Lgicamente, tras frases tan optimistas se lea la insolidaridad de los vecinos y las dificultades para comprar grano, pero ella lo trasformaba todo en buenos sucesos; tan slo la amenaza se dejaba adivinar en ese "casi" oculto y desapercibido. As en todas las cartas. Otro ejemplo: "Se nos han ido dos de los braceros, pues encontraron un mejor jornal en la hacienda de Nicols. Ha sido una suerte para ellos y su familia. Ahora aqu tenemos un poco ms de trabajo, pero el sol sale temprano en esta poca y madrugamos tambin ms, por lo que al final del da podemos con todo". No poda evitar, al leer esto, mirar la foto de la mujer e imaginarla trabajando de sol a sol para compensar la ausencia de peones que la ayudasen. Pero lo ms importante en las cartas de Andrea era el amor que rebosaban. Un amor alegre, como dije antes. Escriba: "Dios mo, Zenn, he vuelto a soar contigo, y ha sido maravilloso! Estbamos en la pradera norte, o algo que se le pareca, y nos abrazbamos con mucha fuerza, pero no senta dao, sino placer, y notaba tu virilidad pegada a m con una intensidad que superaba la fragilidad que le suponemos a un sueo. Ya s que no quieres que te cuente estas cosas en las cartas, que dices que las leen antes otros, pero me gusta hablarte de ello, lo sabes. Es como cuando en la calle nos besbamos, tambin all miraban desde las ventan