Los pabellones universales

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Los Pabellones Universales

Un Vistazo a La Arquitectura de la Modernidad

Raúl C. Nieto García

[email protected]

A raíz de una importante exposición sobre la participación de México en los pabellones y en las

exposiciones universales de los siglos XIX e inicios del XX, en esta ocasión estimado lector, decidí

dedicar estas líneas al momento en que la arquitectura dejó de ser como antaño se concebía. Aquel

momento en donde gracias a las nuevas políticas y a la comercialización de elementos prefabricados

e innovaciones tecnológicas, ya nada volvió a ser como antes. Sí; hago referencia a la época en que

todos los historiadores de la arquitectura coinciden en que ahí -precisamente- se inició la Arquitectura

Moderna. Y en efecto, me estoy refiriendo a la época de las exposiciones universales, a partir del

inicio de la segunda mitad del siglo XIX.

Verán ustedes, todo dio inicio con la Exposición Universal de Londres de 1851, un evento de talla

mundial que arrancaba un nuevo período de modernidad nunca antes visto en el planeta. En dicha

exposición, de la cual hay que decir era producto de un ambicioso proyecto Victoriano que tenía por

objetivo principal “...Exhibir en un solo lugar los productos de todas las naciones, para facilitar su

estudio, mejoramiento y venta en un incremento mundial de libre mercado” [según el discurso

inaugural del príncipe Eduardo], los visitantes quedaron maravillados con una construcción que no

tenía igual en el mundo conocido.

Y es que “apareció” para los asistentes, un enorme pabellón de hierro y cristal, el cual el vulgo bautizó

con el nombre de Cristal Palace, obra del arquitecto Joseph Paxton, especialista en construcción de

invernaderos. Esta edificación de 600 metros de longitud, elaborada con elementos prefabricados en

donde el hierro y el vidrio eran materia prima fundamental, marcaba el inicio de una serie de eventos

de categoría mundial que ponían al alcance de las naciones los productos más importantes en una

especie de anticipación al sistema de globalización actual.

Así de esta manera y como si de una competencia se tratase, como en una reacción en cadena se

dio inicio a muchas otras expos o ferias mundiales que corrieron a cargo de distintas ciudades, tanto

europeas como americanas, alternando en un franco ámbito de libre mercado y encarando las

necesidades que el progreso y el desarrollo obligaban.

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Como era de esperarse, la producción e interés por dichos edificios obligó a un incremento en la

productividad siderúrgica que detonó niveles en la producción de hierro -más tarde acero- nunca

antes imaginados. Y es que, antes de la Revolución Industrial, el fierro se utilizaba sólo en algunos

casos específicos y aislados. Después de dicha revolución, todo cambió. Un ejemplo claro lo

tenemos para el inicio del siglo XIX, propiamente en 1800. En este año, la producción de fierro en

Europa, fue de 825, 000 toneladas en el año, en donde Inglaterra lideró -y por mucho- la producción.

Treinta años después, la producción de fierro alcanzaba 1’825,000 toneladas y, en 1900, la

producción llegó a la estratosférica suma de los 40’000,000 de toneladas, considerando ya a Prusia

como fuerte competidora de los ingleses. Dadas estas circunstancias, con el mejoramiento del fierro y

gracias al invento de Harry Bessemer en 1865 (el convertidor Bessemer, que permitía adquirir un

acero más maleable y libre de impurezas), la comercialización de piezas estructurales metálicas

permitió llevar al cabo la más intensa actividad constructiva que no solo ocupó a los pabellones de

exposición, sino abarcó áreas tan representativas del siglo antepasado como lo fueron las estaciones

del ferrocarril y todo aquello que giraba en torno a éste, mercados, templos, puentes y hasta

elementos conmemorativos y escultóricos.

Pero, volvamos a las Expos y sus Pabellones Universales. Veíamos que con el éxito de estas a partir

de 1851, se sucedieron muchas más. Por ejemplo, Francia organizó la de 1867 y otra más en 1878

para conmemorar el primer centenario de la Revolución. Como dato relevante, los Estados Unidos

realizaron en 1876, la primera Expo en América, propiamente en la ciudad de Filadelfia y con motivo

de la conmemoración del primer centenario de su Independencia. Sin embargo, si bien podríamos

mencionar otras tantas, hay que advertir que la más grande y más espectacular de todas las ferias,

fue aquella conocida como la Exposición Universal de París de 1889, la cual reunió a cerca de 62,000

expositores y que fue visitada por treinta y dos millones de personas, señalando con ello un nuevo

récord, mismo que se mantuvo por muchas décadas. De esta feria, dos gigantescas estructuras

fueron las grandes protagonistas: La Torre Eiffel, obra del ingeniero Gustave Eiffel, que con su base

de 125 metros por lado y su altura de 300 metros, se constituía como la construcción más alta

realizada por el hombre y, de esta forma, se superaba la altura de la Gran Pirámide de Keops en

Gizah, Egipto, la cual ostentaba la altura máxima hasta entonces.

El otro edificio en cuestión fue el conocido como la Galería de las Máquinas, de los ingenieros Dutert

y Contamin, cuya longitud desarrollaba nada menos que 441.00 metros, con una altura de 47.36 y

con un ancho de 120.64 metros. La primera, como sabemos, aún se conserva y es todo un símbolo

del pueblo francés; la segunda, fue desarmada y desmontada apenas consumada la exposición. Y,

aunque parezca extraño gentil lector, nuestro país, México, tuvo representación en dicha exposición

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parisina. Sí, y hay que decir que “a toda honra”, dado que a los ojos internacionales no quedaban

lejos “tiempos de barbarie” con lo acontecido en 1867 a Maximiliano de Habsburgo y su efímero

imperio. A decir del investigador Daniel Schavelzon, los pabellones que los países de nuestro

continente erigieron en la gran exposición universal de París, mostraban precisamente lo que éramos

y lo que aspirábamos ser...y es que Europa ponía en juego su prestigio; la gran industria del

capitalismo central se mostraba en todo su esplendor y la América Latina no podía estar ausente,

aunque, obviamente, con sus innegables limitaciones. Sin competir y sin pretensiones por arriba de

sus posibilidades.

Las condiciones marginales fueron evidentes y, a su vez, fueron acordes con lo que se expuso.

Medianos edificios que albergaron muestras de materias primas y, por curioso que parezca, algunas

curiosidades. Algo de arte -especialmente en el caso de México, con las pinturas de la Academia de

San Carlos y, en especial, la obra de José María Velasco- pero nada de tecnología. Eso estaba

reservado para Estados Unidos, Francia, Inglaterra y los otros grandes del mundo. En esta muestra,

prácticamente todos los países latinoamericanos expusieron algo, en pabellones o vitrinas, agrupados

cerca de los pilares de la Torre Eiffel y dispersos aquí y allá, sin un orden demasiado claro, en

contraposición con los países europeos que se ubicaron a la orilla del Sena. Pero, citando

nuevamente a Schavelzon, los jardines estuvieron bien ornamentados, y en los sitios de descanso

ondearon banderas multicolores. Los tres edificios que en aquel momento recibieron los mayores

elogios fueron los de Argentina, Brasil y México, seguidos de los de Nicaragua, Chile y Venezuela. En

tercer lugar, según la crítica del momento, estuvieron Ecuador, Bolivia, Guatemala y Uruguay.

Los demás países, Paraguay, Costa Rica, Perú, El Salvador y Santo Domingo pasaron prácticamente

desapercibidos. Honduras y Haití sólo estuvieron representados por sendos escaparates o vitrinas

con productos típicos de sus diferentes regiones. Hay que señalar que todos los pabellones fueron

construidos por arquitectos franceses, a excepción del mexicano. Este, resuelto en su exterior a

manera de un palacio ecléctico con alta carga neoindigenista, fue proyectado por el ingeniero Antonio

M. Anza y por el arqueólogo Antonio Peñafiel, engalanado en su fachada por sendos tableros de

bronce, obra del escultor Jesús Contreras, con relieves de grandes jefes militares prehispánicos.

Algunos de estos tableros hoy pueden verse en el exterior del Museo Histórico Militar, en el cruce de

las calles de Tacuba y Filomena Mata, en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

Así, amable lector, cuenta ya con un esbozo que, aunque fugaz, pretende manifestar la importancia

de la comercialización de productos como el hierro y el vidrio que, debidamente empleados por los

genios constructores de su tiempo, brindaron al mundo una nueva categoría de recinto para exhibir,

en un solo lugar, la muestra de los avances tecnológicos y materias primas del momento al servicio

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de las necesidades de los mercados internacionales. Una nueva era daba inicio y fungía, por lo

menos de manera momentánea, como una antesala de lo que vendría más adelante con el cierre del

siglo XIX y el inicio del siglo de los grandes descubrimientos. Pero eso, lector querido, corresponde a

otra historia.

Agradecimiento.

Deseo aprovechar este espacio para agradecer profunda y sinceramente a esta revista Ventanas &

Vidrios, así como a su editora, Tere Orozco y equipo de trabajo, todas las muestras de afecto y

compañerismo mostradas para con un servidor con motivo de la entrega de los Premios CAM – SAM

2011, donde tuve el placer y el honor de resultar galardonado con el Premio Carlos Chanfón Olmos,

en la Categoría de Rescate y Conservación del Patrimonio Arquitectónico. Esta distinción así como

las atenciones recibidas por el equipo de Ventanas & Vidrios, me comprometen a seguir adelante en

la actividad profesional en pro de la salvaguarda del patrimonio cultural y este importante medio

impreso ha sido un instrumento fundamental para conseguirlo. Nuevamente, mi profunda gratitud.

Atentamente,

Raúl C. Nieto García.