Los orígenes del anticatalanismo

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“Los orígenes históricos del anti-catalanismo” Antoni Simon Para abordar los orígenes históricos de anti-catalanismo es necesario, en primer lugar, especificar algunos elementos conceptuales. Evidentemente, es necesario decir que si entendemos el catalanismo en un sentido estricto, homologándolo al nacionalismo catalán contemporáneo, resulta claro que debemos situar los orígenes del anti-catalanismo a mediados del siglo XVIII. En cambio, si consideramos el anti-catalanismo como un sentimiento y una expresión, sobretodo política, que se opone a la idea de nación catalana integrada por los "catalanes", eso es más antiguo y es necesario remontarse a la época de la formación de las primitivas estructuras estatales y nacionales, es decir, en la Baja Edad Media y en el Renacimiento. ¿Cuándo surge y por qué surge este sentimiento pensamiento anti- catalán? Francesc Ferrer, que lo definió como "catalanofobia", lo hacía arrancar de los tiempos del Conde-Duque de Olivares. Asimismo, no resulta difícil encontrar testimonios que nos revelan un sentimiento anti-catalán instalado en Castilla desde mucho tiempo antes. Así, en el año 1534, Estefanía de Requesens escribía a su madre, la Condesa de Palamós, cómo su hijo Luis –el futuro gobernante de Milán y de los Países Bajos− defendía el buen nombre de Catalunya delante de los atropellos de otros miembros de la corte: "Lluïset besa las manos de su señoría y dice que estudiará mucho (...) y que quiere ser catalán: que ya defiende la tierra con los otros miembros del príncipe que hablan mal de Catalunya". El episodio que nos refiere Estefanía de Requesens se sitúa en Castilla y más precisamente en la Corte y, al igual que la multitud de textos y testimonios que han aportado Francesc Ferrer y otros autores, se refieren a un sentimiento anti-catalán proyectado e incrustado desde el ámbito castellano-español. ¿Pero este sentimiento cuándo y por qué se había iniciado? ¿Había existido un anti-catalanismo de otras procedencias? Para abordar estos interrogantes, previamente debemos especificar algo sobre los orígenes de las identidades y contra-identidades nacionales. En la Europa occidental, los siglos de la Baja Edad Media y del Renacimiento constituyen un momento clave en el desglose de nuevas identidades nacionales. Es un "momento" histórico en que definición político-territorial, desarrollo institucional, marco jurídico propio, lengua vernácula escrita, conciencia histórica, sentimientos y símbolos compartidos se conjugan en diversas comunidades del Occidente europeo. Estas

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Cataluña (en catalán, Catalunya; en aranés, Catalonha) es una comunidad autónoma española considerada como nacionalidad histórica.

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“Los orígenes históricos del anti-catalanismo” Antoni Simon

Para abordar los orígenes históricos de anti-catalanismo es necesario, en primer lugar, especificar algunos elementos conceptuales. Evidentemente, es necesario decir que si entendemos el catalanismo en un sentido estricto, homologándolo al nacionalismo catalán contemporáneo, resulta claro que debemos situar los orígenes del anti-catalanismo a mediados del siglo XVIII. En cambio, si consideramos el anti-catalanismo como un sentimiento y una expresión, sobretodo política, que se opone a la idea de nación catalana integrada por los "catalanes", eso es más antiguo y es necesario remontarse a la época de la formación de las primitivas estructuras estatales y nacionales, es decir, en la Baja Edad Media y en el Renacimiento.

¿Cuándo surge y por qué surge este sentimiento pensamiento anti-catalán? Francesc Ferrer, que lo definió como "catalanofobia", lo hacía arrancar de los tiempos del Conde-Duque de Olivares. Asimismo, no resulta difícil encontrar testimonios que nos revelan un sentimiento anti-catalán instalado en Castilla desde mucho tiempo antes. Así, en el año 1534, Estefanía de Requesens escribía a su madre, la Condesa de Palamós, cómo su hijo Luis –el futuro gobernante de Milán y de los Países Bajos− defendía el buen nombre de Catalunya delante de los atropellos de otros miembros de la corte: "Lluïset besa las manos de su señoría y dice que estudiará mucho (...) y que quiere ser catalán: que ya defiende la tierra con los otros miembros del príncipe que hablan mal de Catalunya". El episodio que nos refiere Estefanía de Requesens se sitúa en Castilla y más precisamente en la Corte y, al igual que la multitud de textos y testimonios que han aportado Francesc Ferrer y otros autores, se refieren a un sentimiento anti-catalán proyectado e incrustado desde el ámbito castellano-español. ¿Pero este sentimiento cuándo y por qué se había iniciado? ¿Había existido un anti-catalanismo de otras procedencias?

Para abordar estos interrogantes, previamente debemos especificar algo sobre los orígenes de las identidades y contra-identidades nacionales. En la Europa occidental, los siglos de la Baja Edad Media y del Renacimiento constituyen un momento clave en el desglose de nuevas identidades nacionales. Es un "momento" histórico en que definición político-territorial, desarrollo institucional, marco jurídico propio, lengua vernácula escrita, conciencia histórica, sentimientos y símbolos compartidos se conjugan en diversas comunidades del Occidente europeo. Estas identidades tomaron cuerpo, en la vieja Universitas Cristiana, por medio de contactos y relaciones promovidas por elementos tan diversos como las guerras, la expansión del comercio, los relatos de los viajeros o la mayor circulación de libros y noticias a partir de la invención de la imprenta. El término “nación” mantiene en esta época el sentido tradicional por el cual agrupaba a aquellos que hablaban una misma lengua; pero no siempre se usaba con este significado, porque al igual que con el concepto “patria”, con el cual muchas veces se confunde, tiende a adquirir connotaciones políticas y territoriales.

Podemos captar, en definitiva, un "sentimiento nacional" que no se contenta con distinguir aquello “natural" de aquello "extranjero", sino que exalta el primero y rebaja el segundo, y conforma entonces unos sentimientos de contra-identidad y de aversión a los estereotipos de los otros. Erasmus de Rotterdam ya percibió nítidamente que estas identidades patriótico-nacionales estaban impregnadas de una fundamentación muy emocional; en los coloquios el "Príncipe de los humanistas" manifestaba: "prácticamente todos los anglosajones odian a los galos y todos los galos a los anglosajones, por la única razón de serlo. Los irlandeses, precisamente por serlo, odian a los bretones, los italianos a los alemanes, los suasos a los suizos y así siempre".

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A partir de este "momento" histórico en que las identidades nacionales adquirieron sentido y definición entre otras cosas por las contra-identidades que generan, distinguiré cuatro etapas o fases en la conformación de un sentimiento anti-catalán en los tiempos bajomedievales y modernos.

1. Una primera fase correspondería a las dos centurias que van desde finales del siglo XIII hasta fines del siglo XV, que sería cuando primigeniamente se configuran estas identidades y contra-identidades nacionales. En este período, interpreto que el anti-catalanismo castellano que en siglos posteriores se mostrará tan vigoroso, ahora solamente se encuentra en un estado latente o larvario. La formulación de una idea imperial castellana sobre el ámbito hispano por cronistas como Rodrigo Ximénez de Rada primero o después por los conversos Pablo de Santamaría y Alfonso de Cartagena no entraría en contradicción con las elaboraciones histórico legendarias catalanas por aislamiento de ambas tradiciones culturales. Las ideas que los Reyes de Castilla eran los únicos y legítimos descendientes de los monarcas godos, que la primera fundación de la civilización y del cristianismo en la península tuvo comienzo en Castilla o que la hegemonía de la dinastía castellana dentro del ámbito hispánico era un hecho indiscutible por ser fruto de los designios de la Providencia, se desarrollaron de una manera paralela, con la apología que de la historia de Catalunya y de sus instituciones hacían sus grandes cronistas y juristas medievales como era Bernat Desclot, Ramon Muntaner, o Jaume Maraquilles entre otros. Estos autores habían defendido con orgullo una forma de gobierno basada en la combinación de principios de libertad, orden y ley, al igual que los iguales castellanos, habían entendido el propio proceso histórico como una sucesión de acontecimientos regidos por la Providencia. Asimismo, estas tradiciones culturales se desarrollaron aisladas, sin entrecruzamientos polémicos.

Más aún, en este período, es necesario buscar las expresiones de anti-catalanismo en Italia y Aragón. Las expansión militar catalana en Sicilia, Cerdeña y en el sur de la península transalpina, acompañada de la penetración de los comerciantes catalanes en estos mercados, generan, entre otros factores, un profundo sentimiento de animadversión contra los catalanes −a menudo identificados como españoles-. Un anti-catalanismo del cual se pueden encontrar muchos reflejos en las obras literarias de Dante Alighieri, Giovanni Boccaccio, Francesco Petrarca, Luigi Alamanni, Pietro Aretino, Serafino Aquilano, etc. Es un sentimiento anti-catalán más cultural-lingüístico que político-territorial, tal como parecen reflejar las generalizadas protestas por la elección de Alfonso de Borja en el 1455 como Papa Calixte III por ser bárbaro y catalán.

También, las tensiones internas dentro de la corona catalano-aragonesa propiciaron que desde Aragón se proyectara un anti-catalanismo especialmente dirigido contra el Principado, y por tanto con un componente más político-territorial. El cronista y monje cisterciense Fabricio de Vagad se mostrará en su Crónica de Aragón (1499) como un celoso patriota aragonés defensor de sus fueros y privilegios, pero también como un acérrimo detractor de castellanos y catalanes.

2. Una segunda etapa de los orígenes del anti-catalanismo, abarcaría desde finales del siglo XV hasta finales del SXVI. Sería una etapa marcada por dos fenómenos que incidieron en el crecimiento de un anti-catalanismo castellano. Un primero sería la irrupción de la imprenta, con la consecuente divulgación, alrededor de Europa y a través de la lengua latina, de los planteos hegemonistas castellanos, cosa que deformó la coincidencia entre las distintas concepciones de España que contenían las tradiciones culturales castellana y catalano-aragonesa. El conocimiento de este hegemonismo castellano provocó la respuesta polémica de los humanistas catalanes frente a la "pérdida

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de reputación" que suponía para su propia patria y para la propia tradición histórica. El segundo fenómeno sería el proceso de unión dinástica por la cual Catalunya quedará incorporada a la monarquía de los Reyes Católicos primero y de los Austríacos después, en la cual Castilla ejercía indiscutiblemente el papel de pivot y de centro federador.

La primera "historia hispana" que llegó a la imprenta fue la Compendiosa Historia Hispánica de Rodrigo Sánchez de Arévalo, que fue impresa en Roma en el año 1470, probablemente por Ulrich Hahn. Rodrigo Sánchez de Arévalo, Embajador en Roma de Juan II y Enrique IV, insiste en la idea de la preeminencia castellana, pero de una manera todavía más hinchada y pretensiosa que Jiménez de Rada o Alfonso de Cartagena, disponiendo todo el relato para la glorificación de la misión divina de Castilla. La idea de que España era un sola comunidad histórica se abre camino con fuerza en el pensamiento histórico castellano del siglo XVI (obras de Florián de Ocampo, Pedro Mexia, Pedro de Medina, Juan Sedeño, etc.), al tiempo que se reafirma un ideal castellano supremacista y asimilista. En estas batallas preeminenciales hay sobretodo un anti-catalanismo por omisión y por menosprecio de la lengua, de la historia, de las leyes y de las costumbres propias, las cuales quedarían desdibujadas y hasta sepultadas por la concepción española hegemonista castellana. Este es el sentido de la airada denuncia del tortosí Cristòfor Despuig en Los Coloquios de la insignia ciudad de Tortosa: "y es que quieren ser tan absolutos y tienen las cosas propias en tanto y las extranjeras en tan poco, que para ellos son venidos a solas del cielo y que el resto de los hombres es lo que es fuera de la tierra.”

En cuanto al segundo factor clave para entender el crecimiento de un sentimiento anti-catalán procedente de Castilla, es necesario considerar que la centralidad castellana dejaba los territorios de la periferia de la monarquía bajo una doble sujeción: la de la Corona y la de un gobierno central que, radicado en Madrid, desde 1561, era controlado básicamente por personal político de procedencia castellana. Las tensiones político-institucionales derivadas de esta situación avivaron un sentimiento anti-castellano y anti-catalán. Unas contra-identidades que, especialmente, estallaban en los escenarios de contacto entre catalanes y castellanos: en las plazas fuertes de la frontera del Roselló con guarniciones castellanas, en los caminos o vías del Principado por donde transitaban estos soldados, en la corte de la monarquía, o en los monasterios como Montserrat, donde la convivencia entre monjes catalanes y castellanos estaba llena de hostilidades. Así ya encontramos un anti-catalanismo más político-nacional, dirigido especialmente hacia los naturales de Catalunya y no tan relacionado con la “nación” de habla catalana.

3. En los fines del 1500 este anti-catalanismo entró en una fase ascendente y de intensificación, especialmente entre los círculos del gobierno y de la administración de la monarquía; a partir de aquí distinguimos una tercera etapa que llegaría hasta la revolución catalana de 1640. Desde las siguientes últimas décadas del reinado de Felipe II, la inteligencia castellano-cortesana maduró la idea de España como una comunidad política, la cual constituiría un estado medio, territorialmente compacto y dotado de unos lazos culturales e históricos comunes; unos ideales políticos que fueron acompañados de un fuerte sentimiento patriótico español. A partir de este momento se empezaron a elaborar propuestas de unificación institucional, fiscal y legislativa, hechas desde un fuerte sesgo castellanista y que, en el fondo, se acercaban más a una propuesta de anexión y asimilación que de integración, las cuales encontraron fuertes réplicas en Catalunya y, en general, en los países de la Corona de Aragón.

Así, a medida que avanza la centuria del 1600, para muchos miembros de la corte y de los círculos gubernamentales de la monarquía, el valor de "patria española" se habría

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agregado a las de Dios y rey. Y a los ojos de muchos de estos intelectuales y dirigentes, el ordenamiento institucional del Principado y, en general, su organización político-social y fiscal, tenían que ajustarse a la preeminencia de estos valores superiores. Una escala de fidelidades, sin embargo, que no era la misma que se había desarrollado en el cuerpo social catalán. Paralelamente, y a veces con estrechos lazos con las polémicas más ideológicas, asistimos a una escalada de tensiones constitucionales. Las revueltas de 1585-93 significaron un momento de "fractura política" entre las instituciones catalanas y el Gobierno central de la monarquía situará la dialéctica política en la pendiente de la revolución de 1640.

Estas tensiones harán insertar, muy especialmente en la corte de Madrid, un empollado sentimiento anti-catalán de connotaciones ya plenamente políticas e identitarias. Incluso un fiel partidario realista, y por tanto buen conocedor de la corte madrileña, como era Michael John Magarola, durante muchos años regente del Consejo de Aragón y desde el agosto de 1639 regente de la Real Chancillería del Principado, manifestaba al virrey conde de Santa Coloma la opinión que la falta de socorros que padecían las tropas del Rosselló era consecuencia de la animadversión de los círculos cortesanos hacia los catalanes: "según veo lo que muchas veces tengo escrito de la aversión que esta gente tiene a nuestra nación, que es grande y que cada día se experimenta, y pienso y sospecho que no harán buena cosa en materia de dinero, que todos nosotros estamos admirados, siendo cosa tan conveniente al servicio del Rey (...) en fin, señor, que no sé dónde se cruzaron nuestros caminos, sino que son enemigos nuestros, que se avergüenzan cómo se tratan los catalanes".

Esta animadversión anti-catalana parece que había traspasado las paredes de los palacios de la corte y se había extendido entre la gente del pueblo. Después de la pérdida de la fortaleza de Salses, el agosto de aquél mismo 1639, otro catalán residente en Madrid, Fructuós Piqué, confesaba a un oficial de la administración virreinal que los catalanes estaban atemorizados y no se atrevían a salir por las calles “temiendo no nos apedreen los muchachos si huelen lo que somos”.

4. La cuarta etapa que hemos fijado comprende el período que va del 1640 al 1714. Con el brote de la revolución de 1640, la alianza de Catalunya con Francia y la guerra de separación de la monarquía española se inició otra fase del anti-catalanismo castellano-español caracterizada no solamente por la agudización de este sentimiento sino por su extensión en el cuerpo social castellano, por tener nítidamente una dimensión nacional-territorial y por proyectarse muy especialmente hacia el Principado.

Para las clases dirigentes castellanas el proceso de separación de Catalunya de la monarquía española abrió un abismo de descorazonamiento y desconfianza hacia los catalanes que jamás va a poder ser cerrado. Las beligerancias abiertas a partir de 1640 confrontaran directamente y masivamente castellanos y catalanes. La guerra trae un espiral de odio sin parar. Cuando las tropas del ejército del marqués de los Vélez se acercaban a Barcelona el enero de 1641, los catalanes atacaban a los soldados, desde las montañas del Llobregat, al grito de “carne, carne castellana”, mientras que las tropas castellanas irrumpieron Montjuïc el día 26 de aquél mismo mes “con un gran alarido de Viva España”. Por el contrario, los talleres propagandistas de ambos bandos amplificaron y difundieron todo eso que contribuía a aumentar la separación y la animadversión con la “nación enemiga”, insuflando, por tanto, fuerza y volumen a los sentimientos de contra-identidad. En la Castilla de mitad de SXVII se va a ir consolidando la imagen de los catalanes como un pueblo desleal, enemigo, ingobernable, que había traicionado el proyecto común de nación española, y que no tenía más solución que la sumisión por la

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fuerza de las armas. Un anónimo Manifiesto de Philipo Quarto el Grande en Catalunya y compendio de sus sucesos en el año 1640 que circuló manuscrito por Madrid en aquellos años refleja a la perfección las dimensiones que había adquirido este sentimiento anti-catalán: “De todas salen siempre ingratos, nunca seguros; si los sobrellevan, se atreven a más; si los esperan, se desenfrenan; si los perdonan, se asentan; si los aprietan, se hostigan; de suerte que no hay camino por dónde dejándoles en su libertad no sean peores. Y deben necesitar a la majestad del más benigno monarca, al que después de tantos siglos de predecesor en predecesor, ponga hoy en este Principado, ley, yugo y justicia.” El “retorno” de 1652 vendrá marcado por la represión y la desconfianza mutuas. Ni tan sólo los servicios militares y monetarios que los catalanes van a prestar durante el reinado de Carlos II en las guerras contra la Francia de Luis XIV, van a servir para rehacer unos vínculos de confianza política que la guerra de secesión de 1640-1652 había roto completamente. Como expresaba, todavía en 1699, el anónimo auto de Luz de la verdad por boca del soldado catalán Joan Roca, los eventos de la Guerra de los Segadores eran la causa principal de “la oposición que todos nos tienen y más los castellanos”.

Con su carácter de guerra civil peninsular, la Guerra de Sucesión se fue impregnando de hostilidades “nacionales”. El anti-castellanismo de la sociedad catalana tuvo su correlación con el anti-catalanismo de la castellana. El militar y cronista felipista Vicente Bacallar de Sanna explicaba la decidida defensa de la causa borbónica por el pueblo castellano diciendo que “no se puede negar que sostuvo mucho el ánimo de los castellanos la natural vanidad de no ser conquistados de aragoneses y catalanes, y ultrajados de los portugueses, a los cuales despreciaban y aborrecían.” Así mismo, la narración de Narcís Feliu de la Peña da cuenta del temor y la animadversión del pueblo madrileño hacia los miqueletes catalanes que acompañaban al Rey Carlos el año 1706. Según Feliu, con tal de mantener el orden en la capital castellana, se ordenó a algunas tropas “vestir con el mismo traje de los Miqueletes de Catalunya, por haber concebido el pueblo de Madrid gran temor a los Miqueletes, juzgando los generales, que pocos solo con el nombre y traje los detendrían”. La guerra había servido para extender todavía más el sentimiento anti-catalán en el cuerpo de la sociedad castellana, pero en los círculos gobernante y dirigentes del Estado-Nación español que se quería imponer por la fuerza de las armas, el sentimiento era tan profundo que más que política tenía una dimensión étnica.

Después de 1714 la represión borbónica tuvo un carácter deliberado, sistemático y violento. Además de dar vía libre a un indisimulado ánimo de revancha, perseguía un objetivo político bien concreto: aplicar un castigo ejemplar y punitivo para asegurar totalmente la sumisión de aquella provincia donde era “nativo” el “crimen de rebelión”. En palabras del capitán general marqués de Castel Rodrigo, solamente con la medicina de las armas y de la fuerza se podía “sino limpiar enteramente su sangre de la malignidad que le infecta, por lo menos irla purgando, de modo que con el curso del tiempo y con la aplicación continua de eficaces remedios, quede esperanza de salud (…) porque el mal humor de estos naturales, podrá si contenerse con las armas, pero no mudar nunca con la sola fuerza de ellas”. A ojos de las autoridades borbónicas, la fuerza de las armas no era suficiente para poner fin de raíz al mal de aquella provincia; además, se debía liquidar su identidad como comunidad, como nación: “Borrándoles de la memoria a los catalanes todo aquello que pueda conformarse con sus antiguas abolidas constituciones, usos, fueros y costumbres” según manifestaban en junio de aquél mismo 1715 los miembros del consejo de Castilla.

Incluso los catalanes que habían demostrado un ferviente felipismo no dejaban de ser sospechosos de este sentimiento nacional que había que extirpar. En las instrucciones

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recibidas por el marqués de Castel Rodrigo cuando fue nombrado capitán general del Principado, se decía: “Y siendo la nación catalana de tan mala calidad, que aún con los mejores que de ella se han mostrado más finos conviene tener el mayor cuidado, sin darles manejo en su propio país”; unas prevenciones que se debía extremar en el caso de los catalanes que servían en el ejército: “Porque estos aunque sean buenos y se tenga experiencia de su fidelidad, sin embargo es tan grande y ciego su amor a la patria, y a los fueros de ella, que tratándose de ellos pudiera peligrar aún el celo constante que hasta ahora han manifestado los buenos al real servicio, y para desviarlos de este riesgo conviniera emplearlos en otras partes fuera de la Provincia”.