Los Obvios - Soledad Arrieta
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LOS OBVIOS
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LOS OBVIOS
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Fecha de catalogación: 22/03/2011
Diseño de Tapa e ilustraciones interiores: Carlos A. Arrieta
© 2011 Soledad Arrieta
Reservados los derechos.
ISBN 978-987-1377-95-4
Contacto con la autora: [email protected]
Blog de la autora: www.cotidianidadeshumanas.blogspot.com
Este libro se terminó de imprimir en el mes de marzo de 2011 en: Creadores
Argentinos
Av. San Juan 1146 Piso 10º Dto. A
(C.P. 1147) Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Telefax (054 11) 4-304- 7283
E-mail: [email protected]
Sitio web: www.creadoresargentinos.com
Arrieta, Soledad
Los obvios. - 1a. ed. - Buenos Aires : Creadores
Argentinos, 2011.
140 p. ; 21x15 cm.
ISBN 978-987-1377-95-4
1. Narrativa Argentina. 2. Cuentos. I. Título.
CDD A863
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Soledad Arrieta
Los Obvios
Creadores Argentinos
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A todas las Dudosas y todos los Dudosos.
A quienes recién están empezando a animarse a dudar.
A quienes hace tiempo que dudan.
A quienes con su trabajo diario se ocupan de combatir la obviedad.
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Los Obvios
La señora lo mira como si la vida se estuviera derritiendo en una olla de fondue. El
resto no lo nota, porque no fue fusilado. Lamen el cemento las suelas mientras las
campanas de la catedral acribillan los tímpanos de los Obvios, quienes se persignan una
y otra vez tras pasar frente a ella. Los Dudosos ya no creen en Dios, ni en las
campanadas, pero ellos son otro tema.
Inocencia no les sobra a los Obvios, aunque saben actuarla como profesionales del
teatro. Magritte los hubiera pintado con una sandía por cabeza. Caminan haciéndose los
despistados y el mundo es una película yanqui mal filmada, pero de Hollywood. No
entienden mucho de filosofía ni de pasión, pero son ases en economía y en traición;
creen que una madre es una madre y que un tumor es un tumor.
Transpiran con olor a rosas y se asustan cuando un lavacoches pronuncia sus
palabras mágicas. Sostienen que el rock, las marchas y la homosexualidad son cosa de
negros y diferencian con elevados fundamentos a los negros de alma de los de piel.
Parafrasean a Maquiavelo con orgullo y alaban la obra de Santo Tomás, pero jamás se
animaron a leer algo de Marx.
Están en todos lados y en ninguno a la vez, beben agua mineral, toman siempre un
tentempié, firman con costosas lapiceras contratos importantes y no entienden nada del
reino del revés. Sonríen cómplices ante la perversa publicidad de su político preferido,
siempre pensando en restituir la paz social.
Reniegan de los precios y del mozo que no les trae el café, del pibe que les pide una
moneda, de la secretaria que se enfermó, de la camisa beige que les quemó la empleada
con la plancha, de los subsidios, de las villas, del frío y del calor. Donan fortunas para
que otros Obvios de menor categoría (porque hay categorías de Obvios) les limpien las
patitas a los pingüinos, pero no se conmueven ni por falsedad al ver a un niño sin
desayunar.
Al menos dos veces a la semana juegan al tenis y sacan a sus perros de raza a
caminar, nada como verlos dejar su popó lejos de casa piensan sin un mínimo intento
de disimulo. Cuando se enteran de que hay una huelga, es mejor no estarles cerca. Sus
hijos no aprenden castellano, pero es un honor escucharlos speak en inglés. Respetan
mucho a las maestras, pero sólo a esas (también Obvias) que jamás cortarían un puente
y sienten vergüenza de ver a sus pares haciendo el ridículo ahí, mientras murmuran por
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lo bajo ojalá den la orden, ojalá den la orden.
Tienen siete vidas, no prestan ninguna —a veces las alquilan, pero no sueñes, a vos
no; no tenés ese nivel—. Escondida en algún lugar de su casa suele haber siempre un
arma, eso sí: nunca está cargada, aunque por las dudas… mejor prevenir que lamentar.
Piden mano dura y colimba, porque saben que los mejores tiempos fueron de la mano de
algún general que les mantuvo limpito de pobres el camino para salir a pasear sin que el
olor les genere jaqueca.
Usan corbatas serias y fruncen el ceño cuando alguien pisa sus lujosos zapatos. Los
Obvios se ríen despacito, con la boca cerrada y sin exagerar. Cambian de auto como de
amante y de propiedades como de pesos por dólares o euros según lo sugiera el diario
Clarín. Extrañan los tiempos del riojano traidor. Siempre caminan erguidos y sin mirar.
Rezan todas las noches por un mundo mejor, sin abortos ni pobres ni
contaminación. Como saben que sin abortos los pobres se reproducen, porque son como
conejos que no pueden parar de copular, consideran que como mucho a los tres años de
edad hay que matarlos, para que no crezcan y pretendan robar alguna de sus ostentosas
adquisiciones ni arruinen el paisaje en los semáforos de la ciudad.
Así de Obvios son los Obvios, tan distintos a los Dudosos que los miran de reojo
mientras hablan sobre ellos sin que lo noten, que lloran por saberlos disgregando cada
vez más a la sociedad, que escriben y cantan y pintan sobre esto y sueñan con espiarlos
disfrutando de su obra sin poderla interpretar.
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Atracones de versos burgueses
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Las trece campanadas
Las campanas comenzaron a sonar: trece veces ese día, descomunalmente. Casi
nadie las contaba nunca, pero esos pocos que sí, se quedaron paralizados en medio de la
calle mirando hacia la catedral como si se avecinara el apocalipsis. Una señora de
dimensiones considerables se cayó de traste al piso, tuvieron que levantarla entre cuatro.
Uno de los siete perros empezó a ladrar con furia hacia la iglesia y algunos pensaron,
sin decirlo, que estaba poseído por el demonio. El bebé en el cochecito que llevaba la
pareja rubia chillaba como un condenado. El cielo se oscureció levemente, casi a punto
de llover. Un taxi chocó de atrás a una camioneta elegante y quien la manejaba se bajó a
patotear al chofer.
Entre tanto, en un barrio desde el cual no se escuchaban las campanadas, un nene
de ocho años le confesaba a su madre que no creía en Dios. La madre, que venía de
tener una fuerte discusión con su patrón porque éste amenazaba con despedirla si no
accedía a acostarse con él, optó por ignorarlo en lugar de sentarse a dialogar, ya habría
tiempo para convencerlo. A ochenta y dos kilómetros de allí, cuatro jóvenes jugaban a
la ruleta rusa y, un poquito más lejos, un hombre asesinaba a su ex mujer con una
botella de vodka rota.
Peleando por la primicia, los medios de comunicación ya se hacían eco de la noticia
que, al cabo de media hora, estaba saliendo del país. A los cuarenta y cinco minutos
había llegado a Italia, donde los miembros del Vaticano enloquecieron de ira y
empezaron a maldecirse unos a otros. Los ciudadanos romanos comenzaron a
aglomerarse en las afueras de ese palacio exigiendo una explicación y se desesperaron
al observar el humo rojo que emergía del mismo. El Papa, que aún no había recibido
ningún sillazo, salió por el balcón con los brazos abiertos y en alto repitiendo “la casa è
in ordine”, pero nadie le creyó.
Transcurridas dos horas la gente andaba por las calles con muñecos de Jesús
prendidos fuego. En EE.UU. y en Rusia preparaban las naves dispuestas a partir hacia
otro planeta. Todas las personas que aún no habían encendido el televisor ni la radio ni
habían hablado con nadie, seguían con su neurosis convencional, sin sobresaltos.
Finalmente, a las cinco menos cuarto de la tarde, el obispo de la catedral de las
trece campanadas apareció en TV por cadena mundial declarando que el error había
sido de su Jorobado, quien al tocar por doceava vez se dobló el tobillo y tiró sin querer
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de la cuerda.
El Jorobado fue llevado a Roma, donde se lo ahorcó públicamente en la plaza.
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Julieta
Cierto día, Maitén especuló con la posibilidad de no volver a despertar. Puso a
calentar aceite para freír unos buñuelos que había preparado durante la mañana,
desconectó los artefactos eléctricos de la casa, abrió dos centímetros cada una de las
ventanas, quitó las telarañas de los techos, almorzó, lavó su plato, llamó a Ernesto para
despedirse y se acostó a dormir la siesta.
Se llevó un vaso con güisqui a la habitación, vació la caja de pastillas para dormir y
se quitó los anteojos dejándolos en la mesita de luz. Ya estaba lista. Recordó que no
había repasado los muebles del comedor y que había dejado la llave puesta en la
cerradura. Se levantó y previno los dos posibles inconvenientes que podrían suscitarse:
que Ernesto no pudiera entrar y que quienes vinieran después pensaran que era una
mugrienta.
Escuchó la puerta, pero se quedó quieta oyendo los pasos por el pasillo. Él se
arrodilló junto a la cama mientras lloraba como un niño; ella estaba segura de que traía
el cuchillo consigo. Tal como sospechaba, lo hizo. Esperó unos minutos antes de
sentarse y contemplarlo. Se bajó de la cama por el otro lado y llamó a la policía. Dos
horas y media después, un patrullero y una ambulancia llegaban a su casa. Al fin podría
limpiar la sangre.
Su plan había sido magnífico: no era una asesina pero tampoco era Julieta. Qué
orgullosa se sentía de conocer tan a fondo la psiquis de ese hombre.
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Boceto
Sus ojos serían azules y se verían tristes. Tendría una cicatriz apenas perceptible
sobre la ceja derecha y éstas, las cejas, serían gruesas. Las pestañas, sin duda, arqueadas
aunque no muy largas. Su nariz sería pronunciada, posiblemente con un lunar pequeño
del lado izquierdo llegando a la punta. No, el lunar por ahora no. Y sus ojos bien
podrían ser oscuros, pero siempre tristes como el olvido, como los de Malena. Por el
momento serían azules. Tendría los labios gruesos y una sonrisa amplia que no se vería
porque sería impertinente en su estado. Y cuando sonriera se le harían hoyuelos. Pero
esto no pasaría, no debo distraerme.
Su piel sería clara. Luego habrá tiempo para oscurecerla. Cabello castaño,
desprolijo, como si en él se expresaran sus propias ideas. Tendría un sombrero
encasillándolas. Un sombrero de paja, algo arruinado, viejo, de su abuelo. O de su
padre, un sombrero no vive tanto tiempo.
Sería alto, mas no se notaría porque estaría sentado sobre una mesa, con los pies
sobre la silla. No, mejor al revés, sentado en la silla, con los pies sobre la mesa,
estirado, casi recostado. Pero entonces sí se notaría su altura. Estaría sentado, ya veré
qué pasa con sus pies. Habría una botella en su mano. Aunque esos son accesorios, no
suman por ahora.
Tendría la espalda grande, un poco encorvada, amplia, fuerte. Y en ella un tatuaje,
algo simple: una caja. Una caja es sencilla a primera vista, pero se vuelve misteriosa al
pensar qué puede haber en ella, podría desviar la atención. Mejor sin caja. Sin tatuaje,
directamente. Aunque en realidad no se ve-ría, porque estaría vestido, por lo tanto
tendría una caja —con todos sus misterios— tatuada en el medio de la espalda, quizás
inclinada hacia la derecha y un poco abierta, para generar más intriga aún.
Usaría camiseta blanca y un jardinero de jean añejo, gastado, bastante roto.
Alpargatas blancas y sucias. De todas formas no dejaría que se vean sus pies. Aunque
quizá, si estuvieran sobre la mesa o sobre la silla… Lo ideal sería que estén abajo, que
no se vean. Tendría una pulserita tejida en la muñeca. Se la habría comprado a un
artesano que pasaba por el lugar.
Tal vez podría apreciarse mejor la espalda si estuviera sentado mirando hacia la
mesa con los brazos acunando su cabeza, descansando. Y se vería desde atrás. Pero
entonces su rostro no tendría sentido. O sería una incógnita más.
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En una mano tendría la botella. Habría estado fumando, el cenicero estaría repleto.
La botella sería de vino. No, sería de vodka.
Tendría la camiseta arremangada y se podrían ver sus brazos poblados de pelos
mientras sostienen su cabeza. El sombrero podría caerse y taparlos. Debería cuidar eso.
Pensándolo bien, no aparecerá. Habría estado allí, porque estaría la silla corrida, el
cenicero lleno, la botella destapada. Pero él ya se habría ido. Que quede a merced de la
imaginación de quien lo observe.
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El misterioso amigo de Ernesto
Era el amigo de mi amigo Ernesto. Lo habría visto unas tres veces en total, aunque
la segunda no cuenta ya que, en realidad, fueron menos de cinco minutos. El día que me
lo presentó me di cuenta de que era algo extraño, pero me imaginé que sólo sería mi
prejuiciosa visión femenina.
Ernesto y yo conversábamos acerca de una conferencia a la que habíamos asistido
unos meses atrás, que se repetiría en noviembre. Su amigo no emitía una sola palabra, ni
siquiera me respondió cuando le pregunté a qué se dedicaba. Nos despedimos
estrechándonos las manos y no volví a verlo hasta la noche de la fiesta azul.
Todo comenzó alrededor de la una de la madrugada cuando, en medio de la
diversión, se me ocurrió salir a tomar un poco de aire. Me apoyé contra un paredón,
inspiré profundo y relajé la cabeza. Enseguida sentí una respiración en mi cuello y
despegué abruptamente los párpados. Él caminaba hacia atrás, alejándose de mí en
dirección a la casa, sin apartar sus ojos de los míos. Inconfundible gesto. En toda la
noche no volví a cruzármelo. Supuse que se habría ido.
Para entonces Ernesto estaba a miles de kilómetros en su luna de miel. No podía
molestarlo con tal banalidad. Llegué a casa un poco mareada, cansada, apoyé la cabeza
y me dormí sin siquiera sacarme la ropa. Soñé que abría los ojos y este ser sin nombre
estaba acostado en el techo, violando toda ley de gravedad, mirándome desde ese punto
fijamente. Desperté aterrada, sudando como un animal, temblando.
Fui al baño a lavarme la cara. En cuanto levanté la vista, en el espejo estaba él. Mis
manos eran de hombre. Me desnudé y mi cuerpo era el de él. Ahí surge la tercera vez,
que se volvió eterna.
Ese mismo día comencé a preguntarme quién era esa mujer tan extraña que mi
amigo Ernesto me presentó aquella tarde en la que conversábamos sobre el congreso.
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Cleopatra
La puerta se cerró y, como era de esperar, no reconocí a nadie. A menos de dos
pasos una dama (creo) ya me estaba ofreciendo una copa que acepté por cortesía.
De alguna manera la situación era divertida, aunque difícil. Implicaba ser un
desconocido, un nadie o, peor aún, un alguien que en nada se parece a quien se es de la
puerta hacia fuera. Algunas máscaras eran graciosas, otras generaban una suerte de
morbo mientras las más ingeniosas evocaban ni más ni menos que un frío temeroso
desde la mismísima columna vertebral.
Yo estaba vestida de Cleopatra, como siempre, pero mi cara (por si acaso) estaba
cubierta con un antifaz en tonos violetas que escondía por completo cualquier rasgo
distintivo. Sólo quien supiera de mi lunar me reconocería. Pero no había nadie en ese
lugar que alguna vez lo hubiera visto. Ni ahí ni en ningún lado.
El vampiro miraba con erotismo mi cuello, predeciblemente, mientras la princesa
rusa, a unos metros de distancia, le regalaba miradas de desprecio dejando en evidencia
la pista de que algo había entre ellos.
El emperador romano miraba al sacerdote con cierta ansiedad, hasta que por fin éste
se acercó y le rozó la mano, invitándolo al juego de seguirlo, hasta donde yo los perdí
de vista.
Tarzán y Gatúbela preparaban tragos tras una barra de madera con lucecitas de
colores. Me daba la impresión de que entre ellos existía cierto rechazo, de que no se
llevaban bien. Pero este dato, a mi parecer, hacía más entretenido el espectáculo.
Seguí caminando; brujas que jugaban a hechizar reyes, odaliscas que seducían sin
piedad al Tío Sam, Batman que te-nía unos anteojos ridiculísimos sobre el antifaz para
poder contemplar mejor a la monja de minifalda, y yo, que seguía mi rumbo intentando
no perderme en esos absurdos detalles.
Subí la escalera tropezando con todo tipo de personajes ya inconscientes, pasé por
el primer piso mirando sólo hacia abajo a mi andar (no me parecía propio andar
levantando la vista justo en el primer piso) y llegué a la última escalera, aquella que
llevaba a la terraza donde estaba la pileta. (Aún no logro responderme cómo hacía para
sentirse cómodo el estúpido sobre la reposera con el disfraz del gran pez).
En ese sector de la casa estaban los disfraces más cómicos. Bin Laden se desvivía
por las dos geishas que estaban sentadas respectivamente en sus rodillas. Alguien tiró
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algo muy pesado al agua haciendo que ésta, enfurecida, salte empapando a todos los que
estaban a su alrededor. Escuché su voz quejándose y la seguí ansiosa.
Cómodamente en una reposera, con una botella de champagne en la mano y la
mirada irreconocible, mientras una sensual india le hacía masajes en los hombros,
estaba Ptolomeo XIII. Siempre suceden cosas similares en la modernidad cuando una se
casa con un hombre menor, sobre todo si ese niño es su hermano.
Me acerqué con cuidado por detrás, apartando a la india sensual, y le susurré al
oído “Te encontré”. Giró bruscamente el cuello al reconocer mi voz y clavó sus ojos,
que temblaban de miedo, en los míos. “¿Cómo supiste?” pudo balbucear entre ese
miedo que se iba convirtiendo, apacible, en un veneno letal. “Es que esa máquina que
hasta aquí te trajo, amor mío, fue diseñada a mi orden, a tus espaldas, haciéndote creer
que era tu secreto y tu creación. Puedo asegurarte que la usé mucho más de lo que
podrías imaginar”.
Desde el mismo lugar en el que estaba parada sostuve su cabeza mientras pasaba un
dulce filo por su cuello sin piedad. Me fui siguiendo el mismo recorrido, quizás
aprendiendo un poco más de lo que veía. Crucé la puerta y ordené que destruyeran la
máquina del tiempo.
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Agonía
Ernesto miraba el techo como esperando que le diera una señal, algún guiño, un
hasta siempre, quizás, un dormite de una vez. Sin embargo la fiebre no le permitía
relajarse, temblaba de a ratos con el calor o con el repentino frío que se colaba por sus
sábanas.
La puerta cerrada no le permitía oír los murmullos que seguramente lo evocarían en
la sala, su madre, allí, y Maitén.
Maitén. Maitén que no paraba de llorar y había salido de la habitación para no
angustiarlo con su propio dolor. Su madre debía estar abrazándola mientras le
acomodaba la blusa coral y le corría el pelo de los hombros, despejándole el pecho y el
cuello.
En la ventana, acomodado bloqueando el único espacio que permitía que se filtre
algo de luz solar, el gato gordo y antipático que lo miraba de reojo burlonamente, sin
sonreír.
Serían las dos de la tarde, con suerte las tres. Sabía que el calor era intolerable, pero
no podía prescindir de las frazadas: el frío lo azotaría sin piedad otra vez. La nieve
comenzaría a brotar del maldito techo nuevamente, luego se derretiría porque haría
calor llenando el piso de agua y, de repente, un viento gélido que la congelaría
volviéndola hielo. Hielo que podría hacer que Maitén o su madre al ingresar a la
habitación patinaran y cayeran y, quizá, se partieran la cabeza y él tuviera que llorar.
Pero Ernesto no estaba con ánimos de llorar. Si sólo pudiera sacarle una sonrisa a
ese gato… Sabía que la realidad distaba muchísimo de esa posibilidad. Que moriría sin
haberlo escuchado reír, sin haber conocido sus dientes. Desagradecido gato gordo,
pensaba, desagradecido.
Golpes suaves en la puerta. Ernesto aclaró su voz para poder darle ese tono
agonizante que tanto precisaba. Pasá Maitén. Se abrió la puerta con el crujido que lo
fascinaba (de chico pasó demasiadas horas abriéndola y cerrándola sólo por ese placer).
Entró sigilosa, en puntitas de pie. Acercó el sillón a la cama y se sentó como si se
estuviera acomodando en una nube. Estaré muerto ya, pensó Ernesto, y ella no pudo
aguantarlo y se arrojó a las vías del tren para acompañarme. Imposible, era el olor del
gato el que invadía aún la habitación. No lo creía capaz de seguirlo, con toda su
antipatía y su indiferencia.
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Ella no tenía rastros de dolor en las facciones. Tenía el maquillaje intacto, una
sonrisa disimulada pero que denunciaba una presencia reciente. Él estaba seguro de
haberla visto llorar. Quizá lo había imaginado, producto de las alucinaciones que
podían conllevarle tan alta fiebre.
Cruzó las piernas y encendió un cigarrillo esperando, con cara de inocente, que
Ernesto tosiera. Se levantó y caminó sensual y pausadamente hasta la ventana, empujó
al gato hacia adentro (siempre que era desplazado de algún lado hacía un ruido que
perturbaba a Ernesto. Lo sabía y por eso lo seguía haciendo). Levantó la persiana y el
sol lo invadió todo filtrándose por cada rincón de la habitación.
Esperaba ansioso por esa luz pero, al llegar, en el fondo le molestó por no haber
podido proveérsela él mismo. Las cuatro, seguramente eran las cuatro de la tarde ya.
Además de la luz, comenzó a ingresar un calor agobiante por la ventana. El gato se
había subido a la cama y estaba a sus pies. Lo hubiera pateado de no quererlo tanto.
Su mamá ingresó por la puerta sin previo aviso. Traía consigo una bandeja con una
tetera y tostadas. Tres. Tres tostadas. Ni una más ni una menos. Sabía cómo alterarlo.
Sonó el timbre. Ambas salieron de la habitación dejándolo a solas con el felino que
seguía sin mirarlo. Media hora había pasado, al menos.
Puerta que se abre sin previo aviso otra vez, pánico que estremece cada rincón del
cuerpo, sudor, calor, frío, miedo.
Ambas entraron aceleradas, Maitén cerró nuevamente la persiana, la madre bajó al
gato de la cama que hizo su horrendo ruido acostumbrado y caminaron con prisa hacia
la puerta, mientras él preguntaba qué pasa, quién era. Maitén dio media vuelta, se
acercó a la cama, le dio un beso en la frente y le tapó la cabeza. Era el médico, Ernesto,
hoy tampoco te vas a morir. La puerta se cerró de un golpe mientras él escuchaba al
gato reír, por primera vez.
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Cartero
El cartero malhumorado llegó como todos los jueves dando tres fuertes golpes en la
puerta. Era el hombre más feo que había visto en mi vida. Yo lo observaba a través del
visor, demoraba sólo para hacerlo enojar más (me agradaba ver cómo su ojo derecho se
enrojecía). Sabía que jamás se atrevería a matarme aunque le encantaría. Caminé sin
prisa hacia la puerta, su alteración ya estaría al borde del colapso. Sin embargo sonreía.
Me entregó el paquete que traía y se fue, dejándome ese sabor amargo en la boca.
Puse a recalentar el agua para mate, cambié la yerba y, terminado el ritual, me senté
con el paquete. No podía dejar de pensar en la sonrisa de ese siniestro hombre, ¿por qué
sonreiría? ¿Qué motivo tendría? Ya no podría esperar ansiosa los jueves ese
acontecimiento. Aunque quizá me estaba adelantando a los hechos y el jueves siguiente
volvería a la normalidad.
Sin embargo, llegó con la misma estúpida actitud feliz. Esperé al próximo, lo
mismo. Cuestión que al cuarto jueves con esa sonrisa espantosa, fui al correo dispuesta
a quejarme.
En cuanto puse un pie en el establecimiento noté que estaba vacío, habiendo sólo
una persona en el mostrador, a quien me acerqué para preguntarle por el encargado. A
los tres metros de distancia ya me había dado cuenta de que era el mismo miserable que
me llevaba la correspondencia, con la infame sonrisa del último tiempo. Me sorprendió
que lo hubiesen ascendido. Quizás ese fuera el motivo de su sonrisa. Tal vez la semana
siguiente su reemplazo fuera mucho más malhumorado y gruñón que él. Esa hipótesis
me agradaba.
Me hizo pasar por una incómoda puertita hacia un pasillo que me llevaría al
despacho de su jefe. Quedé sola y nadie me atendía. Empecé a molestarme. Diez
minutos pasaron. Cuando la puerta se abrió sentí un mareo, creí que estaban tomándome
el pelo. ¡¡ERA ÉL!! ¡¡Otra vez era él!! Se habría escabullido por algún pasillo interno,
pensé. Lo miré con mi peor cara. Me invitó a entrar amablemente. Era satisfactorio su
gesto, había vuelto a la normalidad.
—Pase por acá por favor, póngase cómoda —dijo con mala voz.
—Discúlpeme, no comprendo cómo es el organigrama en este lugar —se echó a
reír con maldad. Tomó mi brazo y me acercó hacia una ventana por la cual podía verse
todo el establecimiento. Mis ojos no podían creer lo que veían, pensé en la posibilidad
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de estar soñando.
Eran miles de hombres idénticos a él trabajando. Parecían clones. La angustia me
poseyó, no entendía nada de lo que estaba sucediendo.
—¿Cómo puede ser esto? ¿Es una secta? ¿Son experimentos genéticos? ¿¡Qué es
esto!?
Evidentemente, mi alterado tono de voz alto alertó a todos los trabajadores, quienes
giraron hacia el vidrio. Debo admitir que me invadió un miedo tremendo y que lo único
que quería era salir corriendo de ese lugar. Pero la intriga me obligaba a quedarme.
El que estaba dentro de la oficina conmigo sirvió dos vasos de agua. Lo agarré de
inmediato.
—Espere, no se lo tome todavía —me dijo arrebatándome el vaso con cierta
violencia—. Prefiero que antes vea lo que va a suceder.
Bebió toda el agua de un solo trago, se paró y me dio la espalda. Al instante volvió
a voltear y, para mi sorpresa, ya no era él. Era mucho más siniestro de lo que yo
esperaba, más parecido al diablo que a un cartero clonado. Era Adolf Hitler.
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Espera
No le gustaba mucho el clima. A decir verdad, sentía un poco de miedo. Colgaban
unas telas rojas a modo de decoración, estéticamente no eran agradables a la vista. El
olor era extraño, aunque lo conocía muy bien. Tabaco y sándalo. El segundo para tapar
el primero, sin éxito. Se escuchaba el diálogo lejano, sin distinción de las palabras: dos
mujeres y ella.
Pensaba en cómo sería físicamente. Se imaginaba una mujer muy voluptuosa, con
los labios y las uñas y el vestido rojo. El vestido en realidad no, pero en su imaginación
combinaba perfectamente si era de ese color. La boca y las uñas rojas. El pelo rubio,
abultado, quizás algo ajado, unos rulos grandes armados adrede y desarmados por las
horas allí.
Se imaginaba que usaba un perfume muy dulce, tal vez demasiado, que impregnaba
por completo ese pequeño cuarto que, suponía, no debía tener más de dos por dos. Ese
aroma probablemente sí distraía del olor a cigarrillo. Y claro, sería lógico, ¿qué altura
tendría el lugar? ¿Dos metros más? ¿Un cubo sería? Lo ponía un poco nervioso la
exactitud.
Había un gato gordo, muy grande, sentado en una de las sillas de lo que venía a ser
una sala de espera. Tenía los ojos entrecerrados y abría la boca enorme cada tanto para
bostezar. Se acercó a hacerle una caricia, en afán de que fuera mimoso y jugara al
cómplice de la espera. Pero en cuanto se levantó, el gato despectivo dio un salto al suelo
y se alejó caminando con femineidad por el pasillo, hacia donde estaba ella, con sus
labios y sus uñas rojas, con su rubio cabello y sus ojos negros enormes. Esto último se
le había ocurrido mientras tanto.
Encendió un cigarrillo, imaginó que no se podía, por eso el sándalo intentando
disimular. Pero la espera lo tenía demasiado ansioso como para no hacerlo. Y cómo le
hubiese gustado tener alguna copita a mano. Pitó ferozmente una y otra vez, lo devoró
en pocos minutos.
No lo había notado antes: en la pared había un reloj. Con la angustia que le
generaban los relojes… Seis y veinticinco de la tarde. Ya habían pasado veinticinco
minutos desde que aguardaba allí, se estaba molestando lo suficiente como para irse,
pero tenía necesidad de verla, aunque sea, después de tanto haberla imaginado. Se
negaba a rendirse y escapar. Las intrigas, claro estaba, no residían sólo en su apariencia,
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sino en todo lo que luego vendría, eso que en realidad lo había llevado hasta ese lugar.
Se escuchó la puerta, un sonido perturbador y alentador al mismo tiempo en ese
preciso momento de dubitación. Tacones deambulaban por el pasillo y de pronto se
dirigían a la sala, a su sala, en la que él aguardaba transpirando de la emoción. Una de
las mujeres estaba vestida de negro, con un vestido casi pintado en el cuerpo, y en sus
ojos se advertía la resaca de un llanto desconsolado, mientras él se preguntaba cómo no
la había oído llorar. La otra la sostenía del hombro, seguramente la habría acompañado
a ella, porque no presentaba los signos que se imaginaba que él mismo tendría al salir.
Pasaron por la puerta sin siquiera un ademán de saludo, unas irrespetuosas, pensó,
aunque comprendió que quizá no estaban en condiciones. Nuevamente puerta, tacos,
cercanía.
—Buenas tardes, señor.
—Buenas tardes, señorita.
—Pase por aquí.
Mientras caminaban él la observaba; no se parecía en nada a lo que había
imaginado: ni el pelo, ni los labios, ni las uñas.
—Póngase cómodo.
—Gracias.
Conforme ella se acomodaba como una rutina vulgar que la abrumaba
cotidianamente, él pensaba en cómo podría sentirse cómodo en un lugar así, lleno de
misterios, ahogado de respuestas.
—Cuénteme, ¿qué lo trae por aquí?
—Bueno, quizá le suene raro, pero tengo 38 años y jamás me enamoré.
—Ajá —respondió sin mirarlo a los ojos, mientras mezclaba las cartas.
—Deseo profundamente enamorarme y quiero saber si eso va a ocurrir.
Ella terminó de mezclar, le pidió que haga tres cortes y empezó.
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Fascinación
El mar se veía hermoso desde la roca en la cual estaba sentada. Mientras tanto, el
sol me acariciaba sutilmente los pechos y la brisa fresca me devolvía a la realidad.
Escuché unos pasos sigilosos que venían desde atrás y, mucho antes de que pudiera
darme vuelta, sentí un golpe seco en la nuca que me desvaneció.
Cuando me desperté estaba sentada en una pequeña laguna de losa, la mitad de mi
cuerpo yacía bajo el agua. Ensordecida por el mareo que aún me invadía giré como pude
el cuello buscando al culpable. Las paredes eran azulejadas y tenían una guarda con
dibujos que me resultaban familiares.
Me entristecía la imposibilidad de salir de ahí, por más fuerza que hiciera con mis
brazos sólo lograría dar un salto y quedar inmovilizada en el piso. Junto al lugar donde
estaba sentada había un recipiente con agua, de una forma extraña. Un poco más lejos
un recipiente de las mismas características, pero más alto. No podía ver qué había en su
interior. Se me ocurría que de todo lo que había ahí adentro podía fluir algún líquido.
El dolor en mi cuello me obligó a reposar la cabeza y no pude seguir observando.
La amargura me inundaba.
No sabía qué hacer. No tenía muchas opciones, así que comencé a cantar. De un
momento a otro se escuchó un fuerte ruido en la puerta y entró un hombre que no hizo
más que observarme, me temo que no se animó a dirigirme la palabra o creyó que no lo
comprendería. Bajó una tapa que tenía el recipiente que estaba más cerca y se sentó a
disfrutar de mi voz. Hasta que no tuvo más remedio que matarse.
Las horas pasaban y yo seguía esperando que un tritón azul viniera a mi rescate
atravesando los obstáculos de sequía para arrancarme de las garras de la bestia humana,
como en aquellos cuentos que la abuela me contaba cuando era pequeña.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 25
Manera
Entonces nos bajamos del auto, estaba oscuro y no andaba un alma por esa ruta. Él
me miraba como si yo de alguna manera (siempre tejía esa manera en su habilidosa
mente) tuviera la culpa.
Ese mismo día habíamos tenido una discusión bastante fuerte, basada en la
posibilidad de que me trasladaran al exterior por trabajo. Él no tenía intenciones de
mudase y yo no tenía intenciones de dejar mi trabajo; después de todo era gracias al
mismo que sosteníamos la mayoría de nuestros gastos. Pero pasó, discutimos y a la
noche debíamos ir a cenar a lo de unos amigos que vivían en la ciudad, por lo cual
tratamos de componernos para parecer lo más normales posible (pese a la consciencia
que ambos teníamos de que esa normalidad no era más que una polaroid que se iba
oxidando con el tiempo y sin las ganas).
Llegamos a lo de ellos, siempre tan cordiales y con sus tantos modales burgueses y
las velas y el vino carísimo y la comida elaborada por la cocinera de la casa (porque
tenían cocinera, además de mucama) y luego el champagne y el postre y el veneno y la
muerte. Todo como de costumbre, como toda vez que íbamos a visitarlos. Nunca me
quedó bien claro qué era lo que nos unía a ese matrimonio de burbujas (que flotaban por
separado, alejadas del mundo y distanciados de ellos mismos por esa muralla de jabón
que, supongo, en algún momento fusionaban, al menos para hacer el amor). Y cuando
digo todo como de costumbre digo que en un momento de la velada, también, (en ese
momento en que la situación ya no soportaba más hipocresía y que sólo queríamos
teletransportarnos a nuestra propia locura de una vez por todas) explotó la lamparita del
comedor y los vidrios se desparramaron por el piso generando algún que otro rasguño
en alguna que otra piel que alcanzaron a rozar. Digo, también, que su gato amorfo y
siniestro vomitó unas siete veces. Y digo, además, que a ella le agarró una jaqueca
insoportable y a su marido una descompostura de estómago fulminante (por desgracia
no lo fulminó literalmente).
Nos subimos al auto entorpecidos por el malhumor. Y nuevamente surgió el tema:
“Yo me quiero ir y no quiero una vida mediocre acá, Vos no querés vivir acá porque
estás encaprichada, no, yo quiero progresar y vos quedarte aplastado y bla, bla, bla”.
Teníamos casi dos horas de viaje. Habían pasado unos diez minutos cuando dejamos de
hablarnos. Imagínense ustedes lo tedioso de la situación. A los cuarenta y cinco ya no
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 26
aguantaba más, tenía una necesidad urgente de que se detuviera, de descargar toda mi
desesperación a través del aire, del soplo de una brisa encariñada con el mundo que me
permita arrojar alguna de todas esas lágrimas que tenía acumuladas y se rehusaban a
salir por su propia voluntad.
“Frená por favor, no me siento bien. No la hagas más difícil, no nos retardemos,
todo lo que quiero es llegar a casa y descansar”. Mi rostro se fue deformando y
proyectando una especie de reflejo de lo que la bronca puede generar cuando oprime el
pecho desde la impotencia de no poder gritar, de no poder actuar.
El auto se detuvo. “Ahora sí me das el gusto, ahora que ya me lo negaste, ahora que
ya no te lo pido. Se paró solo. No sé que pudo haber pasado, voy a ver. Pará, te
acompaño”. Él tenía ese gesto de ira que yo bien conocía y tan insoportable me
resultaba. Entonces nos bajamos del auto, estaba oscuro y no andaba un alma por esa
ruta. Él me miraba como si yo de alguna manera (siempre tejía esa manera en su
habilidosa mente) tuviera la culpa. Me alejé para prender un cigarrillo. Y ese árbol que
no había visto (ni él), que no estaba enclenque (supongo) y que no azotaba ningún
viento, se le cayó encima.
Me quedé sola, ahí, en el medio de la nada, sin una llovizna que me abrigue de esa
realidad tan horripilante. Y me empecé a reír como loca. A carcajadas, cada vez más
fuertes. No me reía por su muerte, no se vaya a malinterpretar. Me reía porque él lo
sabía todo. Y le daba tanto miedo esa verdad que nunca se animó a reprochármela.
La lamparita de la pareja burbuja, el gato amorfo vomitando compulsivamente, la
cabeza de ella, el estómago de él, el auto descompuesto, el árbol derribado. Qué suerte
que la mente a veces pueda ser tan poderosa. Qué suerte y qué desgracia. Pero qué
suerte al fin.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 27
Cuenta regresiva
Había empezado la cuenta regresiva. La bala se alejaba de él como si nunca le
hubiese perforado un pulmón dejándolo inconsciente y, luego en el hospital, muerto.
Sus tres viudas ya no lloraban en el funeral que él no quería tener.
El policía lo miraba desafiante mientras emitía palabras que no llegaba a distinguir
por la distancia, pero ya no sacaba el arma para apuntarle y disparar, ni se interponía la
mujer embarazada en la secuencia del primer balazo.
El dueño de la joyería lo atendía con amabilidad y no apretaba ningún botón de
alarma mientras él le exigía que pusiera el dinero y las joyas en su bolso, ya que decidía
no hacerlo, conmovido por la mirada confiada de su interlocutor.
Esa mañana optaba por no salir a robar y quedarse tomando mate con el sol
acariciándole el rostro a través de la ventana, mientras su perro lo miraba desde el
rincón con cierta complicidad.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 28
Me declaro culpable
La conocí un 9 de enero en la biblioteca de la calle 67, trabajaba ahí hacía unos
meses y ella iba al menos una vez por semana, aunque no llegaba a verme. Sus ojos
parecían dos dagas con una gota de sangre en cada punta. Así me envolvían en su
misterio y asesinaban a cada hombre que con ellos se cruzaba.
“¿Qué estudiás?”. Te pregunté aquella tarde, ¿te acordás? “Nada y todo”, fue tu
respuesta, mientras no le dabas tregua a mis ojos que se estaban desangrando. Sonreíste
como si me odiaras, como si odiaras a todo el que dentro de ese espacio estaba. Y yo me
reí. “Los siete locos, de Arlt, estoy buscando” me dijiste. Esperaba impaciente que
alguna lámpara se encendiera en mí para responderte algo que te cautivara. “Enseguida”
te dije, siendo víctima de la absurda quietud mental que me generabas. Y cuando volví
ya no estabas, ¿te acordás, Maitén? Te habías ido y yo te vi por la ventana, caminabas
con un vestido celeste que volaba con el viento.
Serían las nueve de la mañana cuando llegué. Él me miraba como si me tuviera
miedo. Sí sí, a él me refiero. Me miraba como si yo fuese una psicópata, como si lo
fuera a lastimar. Trató de hacerse el gracioso pero realmente daba pena verlo sonreír
entre unos dientes nerviosos y llenos de mentiras.
No, no me está entendiendo.
Él quería ser amable, pero se notaba que no podía, que algo lo inquietaba.
Claro. Pero quería disimular.
Ella estaba casi todos los días ahí. Al principio sólo iba a retirar algún libro, luego
tomó la costumbre de quedarse allí a leer.
¿Él? No, pobre hombre, si es un pan de Dios. Ella también lo es ¿eh? No vaya usted
a creer.
¿Ah?, yo química. No. Y, porque empecé a trabajar, los libros quedaron de lado, en
fin, lo que sucede a menudo ¿vio?
Sí, Ernesto, poco después de esa tarde en que cruzamos esas pocas palabras te
animaste. No entiendo cómo tardaste tanto.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 29
Disculpe señor, me dirijo a usted.
Yo estaba leyendo para ese entonces “Noticia de un secuestro”, lo recuerdo
perfectamente porque él se acercó a hacerme un comentario sobre la obra. Se sentó,
cambió su cara de pobre hombre por una que inspiraba un poco más de serenidad y
conversamos un rato, hasta creo que nos reímos.
No, fui yo la que lo invité a mi casa.
¿Hace falta que le relate eso? No estoy de acuerdo.
Mejor así. Más o menos hasta las 7 u 8 de la mañana ya que, me dijo, tenía que
pasar por lo de sus padres a cambiarse antes de ir a la biblioteca.
Tres veces.
Arroz con atún.
Vino. Tinto.
No recuerdo.
No, la primera vez fue antes de cenar.
Las otras dos después. ¿Tiene sentido?
No, no lo recuerdo.
Pero ¿de qué le sirve saber qué música escuchamos esa noche? No la desperté, salí
sin hacer ruido, aunque creo que cuando llegaba a la puerta se despertó.
No, no dijo nada, escuché crujir la cama, nada más.
Por eso.
No, ese día no fue. Esa semana no fue, no apareció, creí que no quería volver a
verme.
Una tarde que se sentaron juntos en la mesita del fondo. Se reían, parecían
cómplices. Y después se fueron juntos ¿eh?, yo me quedé silbando bajo cerca de la
puerta hasta que cerraron. Y por una semana ella desapareció. Con don Raúl creímos
que la había asesinado. Y, cara de loco tiene, pero tal como dijo doña Sonia, era un pan
de Dios.
Es, es, claro, disculpe.
León Gieco.
Ajá.
No, ninguno de los dos.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 30
Claro, fue una semana. Porque mi novio volvió de Misiones, donde estaba hacía un
mes por trabajo. Le habían dado esa semana de vacaciones y quise disfrutarla con él, ya
habría tiempo para los libros.
No, señor, él lo sabía. Y también era libre cuando nos separaba la distancia.
No, señor, discúlpeme pero no se lo voy a permitir. Dios sabe cuánto amé a ese
hombre.
No, señor, a mi novio.
En Nigeria. Sí, ahí lo mataron, junto a otros 6 voluntarios.
No, no me voy a explayar sobre eso, no viene al caso.
Volvió y me explicó, no quería entrar en razón.
No, señor, yo no entendía. Pero lo acepté. Me enamoré perdidamente de ella. Siete
meses juntos todos los días. Desapareció otra vez y no volví a verla. Hasta hoy.
¿Cómo se le ocurre? No, no podía buscarla, supuse que habría vuelto su novio y
que estaría con él. Jamás me imaginé.
Yo le pregunto, señor, ¿qué tiene que ver esto con el crimen? ¿Somos considerados
sospechosos por amarnos?
¿Ella le dijo eso? Es mentira, también me amaba. Se le empezó a notar cuando sus
ojos dejaron de ser dagas y se convirtieron en mariposas.
Al fin, muchas gracias.
Hasta mañana.
Hasta mañana.
Hasta mañana.
Hasta mañana.
Hasta mañana.
—Cuánto hacía que no nos veíamos, Maitén.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 31
—Es verdad. Qué extraño cruzarnos acá. Y por esto.
—¿Por qué me mirás así?
—No sé, estás raro.
—Creés que fui yo, ¿no?
—Ay, Ernesto, por favor, siempre el mismo paranoico.
—Entonces decime, ¿quién creés que fue?
—Sos ingenuo ¿eh? Eso es algo que siempre me gustó de vos.
—Dale, Maitén, ¿qué pensás?
—No pienso, sé.
La verdad es que había estado muy confundida. Pasé un mes yendo y viniendo
desde que mi novio me dijo que se había enamorado de otra mujer, que no volvería. Iba
de noche a la biblioteca, cuando ya no había nadie.
Velas, no podía prender la luz.
No señor, hubiese sido muy evidente.
Por la ventana de atrás, que no tenía vidrio hacía años y nadie se había dignado a
arreglarla.
¿Quiere dejarme continuar y después hace las preguntas que se le antoje hacer?
Gracias. Esa noche hacía mucho frío y yo no me había llevado abrigo. Entonces la
vi. Estaba ahí acomodada en una estantería. Toda su colección. Cada uno de sus libros.
Si bien me gustaba como escribía, nunca pude leerlo mucho ya que lo relacionaba
directamente con ciertos grupos sociopolíticos que me alteraban.
¿Me deja proseguir? Después le contesto, ¿le parece?
Bueno, todas sus obras. Bajé uno a uno sus libros. Los apilé. Y los quemé. Así de
simple. Ahora sí, pregunte lo que quiera.
¿Homicidio? Pero yo no maté a Borges, ¡quemé sus libros! No, señor, me parece
tremenda su acusación. Son elementos inertes, no le encuentro explicación a lo que dice.
Sí, señor.
No, en lo absoluto.
Mire, puedo pagarlos.
Un libro no es una persona.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 32
Tampoco.
No, señor, no puedo aceptar estos cargos.
¿Hasta cuándo?
Está bien. Ya llegará mi abogado.
LOS OBVIOS
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Réquiem
Se acercó a él dándole un beso en la frente. No estaba segura de que fuera una
despedida, sólo ella tenía la verdad. La tía abuela vestida de negro y transpirada le
apretaba la mano contagiándole un poco su sudor. La transmisión le hacía imposible
notar si ahora ella transpiraba o si los restos que quedaron en su palma izquierda eran
ajenos. Aún no había podido llorar, no para los demás, no hacia afuera, aunque la
situación le generaba una angustia muy íntima.
El día también estaba muriendo, nadie sospechaba que iba a renacer. O quizá sí,
pero no los que rodeaban el ataúd con ese morbo que tanto caracteriza a las situaciones
similares. Alguien estaba rechinando los dientes, seguramente alguien que no lo conocía
como correspondía para acompañarlo en esa situación, ya que a Ernesto le perturbaba
ese sonido.
La tía abuela se sonaba la nariz con un ruido desagradable, sus secreciones (que
eran tan reales como su aspecto) atormentaban el ambiente, volvían tediosa la situación,
ya no la aguantaba. Estaba a punto de rogarle que se fuera. Pero no podía, Ernesto se lo
reprocharía. Optó por salir a fumar un cigarrillo alejándose de ese grupo de animales
que nada entendían de la circularidad.
Camilo, el padre, salió apurado tras ella y comenzó a hablarle monótonamente
sobre cosas que ni siquiera estaba escuchando, era como una voz lejana que no llegaba a
llamar la atención de sus sentidos. Y de repente la abrazó y lloró y sus secreciones
también le molestaban. Estaba desesperada, no sabía dónde ir. La muerte estaba más
presente entre esa gente que en el ataúd.
Entró alterada solicitando a los visitantes que la dejaran a solas con él. No
soportaba más sus presencias, pese a que ya estaba escrito que en algún momento
debían irse. En cuanto ingresó de nuevo sintió algo de pánico producto de la situación,
se sentía observada, señalada. Después de todo era la primera vez que veía a su marido
muerto. Y esperaba que fuera la última, le resultaba un sufrimiento demasiado severo,
demasiado intenso, demasiado real. Superado el pánico, esperó a que saliera del lugar la
última persona para sentarse en paz.
Sin embargo bien sabía que la paz, al menos esa noche, no existiría para ella.
Siempre había estado en contra de ese rito de los velorios, al igual que él. No creían en
la muerte definitiva y les generaba muchísima repulsión el pensar en un cadáver
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 34
expuesto de esa forma tan siniestra. No entendía quién la había convencido de todo ese
circo, pero ya no tenía opción; estaba en el baile y debía bailar.
Se sentó cerca y le dio otro beso en la frente. Podía notar la resaca de una mueca,
quizás una sonrisa. Lo miraba fija e intensamente a los ojos (siempre que se hacía el
dormido eso le generaba gracia y se echaba a reír, dejando al descubierto la falsedad de
su sueño).
Pero nada hacía, ningún gesto. Sus fuerzas estaban centradas en desconcentrarlo, en
traerlo de vuelta. En tomar sus manos tibias y besar sus labios que en ese momento
parecían los de una estatua. Por fortuna para ella faltaba poco tiempo, muy poco, unos
minutos quizá.
Aunque todo eso que faltaba era aún lo peor. Ahora era ella quien estaba
transpirando y quien secretaba esas sustancias que tanto repudiaba; imploraba que nadie
se le acerque.
Todos los personajes ingresaron otra vez, sin previo aviso. La tía abuela volvió a
tomar su mano y a transmitirle su secreción, apretándola cada vez más fuerte, hasta que
en un rapto de valentía la abrazó, haciendo que sienta todo su cuerpo pegajoso y sus
ropas adheridas y ese olor tan de cerca.
Mientras la abrazaba, la tía abuela sacó de su bolso un cuchillo. Y se lo clavó en la
espalda dejando que su punta le saliera por el pecho, quedando éste a la vista de todos.
Las caras horrorizadas que aún podía reconocer con sus ojos entrecerrados la
desesperaban un poco más de lo que ya estaba. La secreción roja, intensa, brotaba
inconteniblemente manchando sus manos, su vestido, el piso, el ataúd, a su difunto
marido. Nadie se esperaba ese final. No para ella.
Era extraño, pero siempre había planificado su muerte de una forma menos
dramática. Quizás encerrada en un baño con un frasco de pastillas. Quizás encerrada en
un ascensor con un ataque de claustrofobia que le cortara la respiración. Pero no así. No
en manos de una tía abuela transpirada. No con un cuchillo atravesándola de lado a
lado.
Los aplausos retumbaron en toda la sala. Las luces se encendieron. Los ocho
personajes se pararon dando las gracias. El telón se cerró.
Maitén se acercó a su marido (aún chorreando pintura roja) y le preguntó, al oído y
entre risas, cómo lograba mantenerse así durante tanto tiempo.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 35
Trabajos
—Su trabajo es el más divertido del mundo —le dijo la niña pelirroja—. Cuando
sea grande quiero ser como usted. Verá: mis papás nunca sonríen cuando trabajan y
tampoco cuando vuelven a casa porque todavía están mal por lo que hicieron durante el
día. Yo pensaba que estaban enojados, pero mamá me explicó que no siempre que los
grandes tienen mala cara es que están enojados, a veces están pensativos. Ellos siempre
están así. El otro día fui a visitar a mi papá a su trabajo y vi que estaba contento, jamás
lo está. Se ve que la rubia que salió de abajo del escritorio cuando entré le estaba
haciendo cosquillas en los pies. Cuando fui a contarle muy contenta a mi mamá, se puso
muy pensativa, yo creía que se iba a alegrar. Y un día se suspendieron las clases en mi
escuela y, cuando llegué a casa, mamá estaba en la pieza con el señor que había ido a
arreglar la cama. Pero mi papá dijo que la cama no estaba rota y se puso más pensativo
todavía. Por eso, yo no quiero ser pensativa, quiero ser feliz como usted.
Esa noche, cuando el payaso llegó a su casa, se lavó la cara y se acostó junto al
cuerpo dormido de su mujer. Simplemente la abrazó y lloró.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 36
Instinto
Él no advierte que lo estoy mirando. Y si lo supiese, por la más fría respiración,
sería fatal.
Él no sabe que nunca, jamás, había conocido a nadie como él y que ahora estoy a
unos pasos de su presencia. Que tan sólo con imaginar su mirada clavada en algún sitio
de mi cuerpo, muero del temor y de la intriga que me provocan proyectar lo que luego
va a pasar.
Él ni siquiera pensaría que alguien como yo lo acecharía sabiendo, al mismo
tiempo, que él me acecha y que calculó tantas veces y tan minuciosamente este
encuentro —cómo se-ría, cada paso, cada movimiento, cada sensación, por mi hechizo,
por este conjuro que sabe a muerte, mía, suya, de ambos—. Y pensar que en el fondo
nos gustaría ser amigos.
Pero es aquí donde aparece el instinto del hombre, y el mío. Algunos lo llaman
supervivencia.
Sin embargo, mucho tiempo después, mi piel estará abrigando su frío por las
noches o será la alfombra que sus pasos han de adorar. Quizá me venda o me regale
burlándose del alma que me arrebató.
Él, fuerte, con una mirada un tanto violenta (y otro tanto temerosa) detenida cerca
mío. Con su arma de fuego temblando por escupir su amargura en medio de esta selva
que no esperaba su visita...
Y yo... un simple tigre.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 37
Reconocidos desconocidos
La habitación estaba vacía por completo, sólo sus sillas y ellos o viceversa.
No tenían mucho por hacer más que mirarse en sus propias soledades, en sus
propias rutinas, observar ciertos tics que a esas instancias podían resultar incluso
entretenidos.
Lo más divertido de la situación era que jamás se habían visto la cara hasta
entonces (aunque sabíamos que se habían deseado en silencio cientos de noches,
relamiéndose entre sueños, gozando el cuerpo del otro). Era estimulante por más que a
ellos les generara un temor que no les hacía tanta gracia.
Primera vez que pasaban un tiempo juntos y ya estaban aburridos, no encontraban
qué hacer para pasar el rato y no tenían más opción que esperar (más allá de la historia
del mes entero en Grecia reposando y saltando en la cama de aquella casa prestada
por alguien que no recordábamos quién era y esa otra semana y media en Andalucía
tan lejos y tan cerca de todo en ese hotelucho del frente azul).
Intentaron hablar pero no se llevaron bien, no reconocían sus propias voces
(aquellas que conocían a la perfección después de tantas y tan largas manifestaciones
de sensaciones al oído), incluso iban notando de a poquito, con las pocas palabras que
pronunciaban, que ni siquiera coincidían en el idioma.
Probaron sintiéndose, acariciándose: él los pechos de ella, ella la espalda de él,
probaron respirándose, rozando casi los labios, enfrentando el aliento a fin de
reconocerse (era sabida la adicción que les generaban sus cuerpos).
Intentaron degustarse, lamiéndose mutuamente el cuello, sentir ese sabor que debía
recordarles algo, que debía regalarles alguna sensación positiva (recordábamos los
detalles de cómo se bañaban en saliva para luego secarse con el calor de sus propias
pieles).
Nos sentíamos un poco intrusos en esa vida que no nos pertenecía (no del todo),
pero era nuestro trabajo y no podíamos dejar de hacerlo por más que las emociones se
nos estuvieran haciendo pedazos. Así estábamos, tras el vidrio cuyo espejo de su lado
impedía que ellos nos vieran, con los ojos repletos de lágrimas contenidas.
Nos daba tanta pena saber que habíamos ideado a estos seres sin haber previsto que
tendrían sentimientos… Se enamoraron y no lo sabíamos. Cómo evaluarlo previamente,
cómo conocer el amor antes de que se manifieste. Pero era demasiado peligroso para el
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 38
resto de la humanidad que ellos sintieran. Nos costó muchísimo llegar a esta decisión,
mas optamos por resetearlos. Y dolió, más para nosotros que para ellos, quienes no lo
notaron, creíamos. Quitamos algunos componentes que podrían ser los precursores de
estas emociones indeseadas, pensando que sería el fin.
Al despertar yo estaba con él y mi compañero con ella, cada uno en un consultorio.
Lo primero que hizo él al abrir sus ojos fue preguntar por ella. Lo primero que hizo ella
al abrir sus ojos fue preguntar por él. Nos enternecimos mucho, por eso elegimos
reunirlos en esa habitación. Y sin embargo no logran reconocerse, todavía. Si al menos
pudiéramos confesarles lo que no son…
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 39
Bulimia de poesía
Qué horrorosas son las máscaras,
qué mentira.
Cuánta bulimia de poesía
que termina en una cloaca
se da atracones de versos
burgueses.
Y salís vos
con el antiguo antifaz del cotillón iluminado de la esquina
a mentirles una vez más
la estupidez que necesitan escuchar para sentirse
volar
lejos de los olores que generan arcadas
bulimia de poesía, pienso
nadie puede leer los pensamientos.
Sonríen
son las máscaras más caras
desalmadas
aplauden con euforia
intolerante.
Vomitan lo que no pudieron digerir,
una verdad.
Tal vez.
O una desidia.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 40
Las sombras de los postes de luz
LOS OBVIOS
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Qué bonita vecindad
Celebrábamos esa tarde que los vecinos terminaron de mudarse. No tendríamos que
soportar más esos domingos en los que desde temprano ya empezaban a hacer ruido y
desaparecerían para siempre las peleas con los palos de escoba a través de la pared.
—¿Cómo no nos avivamos antes? —me dijiste con tu oscura mirada desde la
penumbra del living.
—Tal vez en el fondo nos gustaba —te respondí.
Con eso bastó. Te paraste, por primera vez en tantos años, y me dejaste ver que no
llegabas ni a la mitad de la altura que tenías en 1994. Y ni hablemos de cuando estaban
de moda las plataformas camufladas con los pata de elefante…
Ciento y pico tenías. Más de ciento veinticinco años, seguro; me acuerdo que
cuando los cumpliste te hicimos una fiesta, cinco al cubo, ¡al cubo!, qué manera de
tomar y bailar, parecía que tenías la mitad.
Cuando los infelices de al lado llegaron, lo primero que hicieron fue ese agujerito
en la pared del baño. Me daba gracia que no te dieras por aludido, era todo tan obvio.
¡Cómo le excitaba a la rubia verte defecar, abuelo! Pasa que vos ya no escuchabas bien
y aún no teníamos plata para el audífono, pero enseguidita se encerraba en la habitación
con el marido la muy sucia.
Cabalgaba toda la tarde sobre ese pobre pedazo de carne que ya ni para el desquite
servía. Yo veía todo el espectáculo a través del espacio por el que les robábamos el
cable; qué lamentable ese hombre, cómo no se iba a excitar ella viendo a un viejo
defecar.
—¿Cuándo va a dejar de llorar ese bebé? —me preguntaba todas las noches
Laurita.
—Calma, preciosa, tené paciencia, ya va a pasar, en algún momento va a dejar de
ser bebé —le explicaba. Pero su odio fue creciendo todas las noches hasta que el nene
también creció. ¡Qué desgracia, abuelo! ¿Te acordás?
La rubia regaba la madreselva y puteaba contra las abejas. De repente vio que algo
atrás de los jazmines se movía sin cesar. Y los enganchó justo, abuelo, qué quilombo
que hizo. Está bien que Laurita ya estaba pisando los cuarenta, soltera y virgen como le
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 42
aconsejé, y que el chico cuyo nombre no recuerdo apenas si tenía once. Pero no se
abusó ¿eh?, pongo las manos en el fuego por mi hija, él la sedujo hasta que la pobrecita
no aguantó más.
¿Cuánto tiempo duró lo de las ratas envenenadas? ¿Te acordás cuando te comiste
una y te tuvimos que llevar al hospital? Te la bancaste como un duque ¿eh?, ni un
gemidito largaste. No parabas de piropear a la enfermera gorda. Ahí fue cuando les
prendí fuego el patio, ya no toleraba más tanta violencia.
Concretamente, lo que terminó de sacarme de mis cabales fue la carta de lectores
repleta de injurias que publicaron en el diario. Eso sí que no podía dejárselos pasar.
Nunca te enteraste, pero decidí jugar a la bruja de Blancanieves y darles de comer de su
propia manzana.
Cociné un bizcochuelo de vainilla e incluí, como parte del mejunje, una rata
envenenada. Los muy ingenuos creyeron que de verdad iba en son de paz. Al pibito lo
tuvieron que operar de apendicitis y a nosotros nos cayó la cana con una orden de
arresto (ahora sabés por qué). Menos mal que pude convencer al policía de que éramos
inocentes, a los ochenta y cinco es innegable que aún conservo intactos mis talentos.
Como era de esperar, una de las dos familias sobraba en el vecindario. Obviamente
yo no hubiese dado el brazo a torcer. Esa tarde celebrábamos nuestro triunfo cuando te
paraste y eras tan pequeño que no llegabas ni a los cincuenta centímetros… No me
dejaste disfrutar ni eso, abuelo, ni eso. O sería que en el fondo nos gustaba y que, en
realidad, después de veinte años de convivencia los extrañaríamos.
Cerramos las ventanas y sellamos los agujeros hasta que lleguen los próximos, a
quienes aún esperamos. Si mi intuición no falla, será un matrimonio de jóvenes recién
casados, sin hijos ni ruidos; tendremos que esforzarnos en inventar otro pretexto.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 43
Toco tu boca
Me miraba serio desde el otro lado del vidrio. Cualquiera que no supiera hubiese
dicho que venía a matarme. No se movía, sus ojos tampoco. Nadie comprendería cuánto
habíamos vivido juntos.
Estaba viejo, pero yo también lo estaba.
Había escrito algo sobre él la noche anterior. Luego había abollado el papel y lo
había arrojado al cesto de basura. Generalmente asumía esa actitud cuando no me
gustaba lo que leía. También cuando no me gustaba lo que pensaba, por esa torpeza y
esa ignorancia que me obligaron a adoptar.
Movió sus labios desde afuera mientras hacía una seña. Bebí el último trago de ese
café quemado, me abrigué y salí. Nevaba como aquella tarde que yo no protagonicé.
En el fondo no me sorprendía la ausencia de gente, siempre había sido así.
—Te estás congelando —dije mientras besaba su mejilla.
—Estoy acostumbrado —murmuró mientras abría la petaca para tomar un trago.
El viento helado rasguñaba nuestras caras al descubierto. Saqué del bolsillo de mi
campera un cigarrillo que a los pocos segundos de tensión se había consumido. Su
mirada silenciosa me inquietaba y esperaba con ansiedad su próxima palabra. Hurgó
aceleradamente en su bolso y sacó un paquete envuelto con papel madera. Agarró mi
mano y lo puso allí. Mis labios se congelaban de no hablar.
Le agradecí mientras se me escapaba una lágrima.
—Es tuyo —respondió mientras se alejaba. Nunca más volvería a verlo.
Ahora estaba sola en el medio de un desierto blanco repleto de ausencias, recuerdos
y dolores. Hubiese preferido esos ojos fríos que no desentonaban con el clima.
Entré nuevamente al lugar, dejando el paquete sobre la mesa. Me desabrigué y me
senté, señalándole al mozo que me trajera otro café. Aún tiritaba.
Permanecí un rato mirándolo sin tocarlo. Tenía la seguridad de que mi vida podía
cambiar en un instante. Lo agarré agitándolo cerca de mi oído, esperando escuchar algo,
todavía no le encuentro sentido a esa actitud. Lo dejé otra vez en la mesa y empecé a
desenvolverlo con lentitud.
Llevaba años escondida en ese pueblo. Mi dolorosa experiencia me decía que no
podía permitir que volvieran a atraparme.
Era ese libro. Doblada en su interior, la carta, mi pasaje a la salvación.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 44
Paris, 12 de febrero de 1984
Estimada Lucía:
Tengo claro que esta carta llegará a tus manos muchos años después de este
momento. Es muy probable que para entonces no me reconozcas y que, incluso, me
haya cambiado el nombre para poder seguir mi vida. Desconozco el paradero al que te
la haré llegar, por el momento. Muchas cosas habrán cambiado, pero sé que voy a
encontrarte.
Hoy ha muerto nuestro secuestrador y estoy feliz, porque somos libres. Comienza
una nueva vida. Ya lo ves, Maga, podrás volver a la realidad.
Adjunto el resultado de lo que hizo con nosotros. Te resultará incomprensible, pero
me conmovió leerla. Te recomiendo que la guardes en un lugar seguro y que, si algún
día querés recordar esos tiempos que compartimos, aunque más no fuera a la fuerza, la
leas.
Con afecto,
Horacio Oliveira.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 45
Y vivieron infelices para siempre
Todos los días llegaba a las siete de la tarde. Se sentaba en la tercera mesa del lado
de las ventanas y me pedía un café mediano. Podía pasar horas con esa taza observando
a través del vidrio, con su libretita amarillenta en la que casi nunca anotaba nada. Decía
ser escritor.
Fumaba seis cigarrillos durante su estadía. Ni uno más ni uno menos, sin importar
el tiempo de permanencia. A veces hablaba con la ausencia. Otras veces llegaba su ex
mujer y conversaban en voz baja. Ella jamás pedía café.
A diferencia de todos los que frecuentaban este lugar, él tenía rostro. Era envidiable
que sus ojos tuvieran expresión y que su boca estuviera rodeada por labios
tentadoramente carnosos, como los de antes. Que además de orificios nasales tuviera
nariz, ¡y qué nariz! Parecía llegado de otro planeta.
Un buen día se fue del bar dejando su libreta sobre la mesa. Aún guardo la sospecha
de que lo hizo a propósito. La abrí con mucha intriga, pero estaba vacía. Se me ocurrió
buscar en otras páginas y allí apareció, muy en el medio de la nada, la misma frase que
pusieron en su lápida: “Había una vez millones de personas en el mundo. Con los años
terminaron de arrancarles la identidad. Y vivieron infelices para siempre.”
Él había sido el último, probablemente tenía razón.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 46
9:06
Me desperté y eran las 9:06 exactamente, al igual que los últimos tres días. La
alarma no había sonado. Algo dentro de mi cabeza me obligaba a abrir los ojos a esa
hora. Rugí como todas las mañanas mientras me arrastraba a la cocina. A medida que
avanzaba, una baba verde iba dejando su huella en el piso. Otra vez no iba a salir de mi
casa y seguía pensando en Gregorio Samsa, el muchacho que me había robado el
corazón.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 47
Unicornio
Me preguntaba si realmente valía la pena estar sentada en ese sillón mirando el reloj
en lugar de estar montando un unicornio en una playa desierta. Mi gurú me había
contado que cuando no queremos estar en un lugar, cerramos los ojos e
instantáneamente estamos en otro. Entonces ahora estaba allí, en la playa con el
unicornio. Pero la sombra de su cuerno proyectó la hora en la arena y eso me
estremeció. Mejor vuelvo al sillón y a esa maniática utopía de querer que el tiempo se
detenga. Golpean la puerta y me obligo a deslizarme hasta ella. Cuando la abro, una
avalancha de arena ingresa a mi hogar. Descubro que estoy en el lugar inadecuado y que
el tiempo se quebró sin pedirme permiso. Me ahogo con el polvillo que quedó
suspendido en el aire y empiezo a cantar con los ojos cerrados. Al abrirlos me encuentro
en esa plaza que tantas veces compartimos, recostada en el césped, junto al unicornio
que me mira con tus pupilas clavadas en las mías. Me asusta esa coincidencia y lo
empujo alejándolo de mí. Noto que a su lado hay un precipicio y lo veo caer sin
distinguir el fondo en que iba a estrellarse. Mis lágrimas empiezan a rodar y me
despierto a tu lado, estás mirándome con los ojos del unicornio.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 48
Copos de nieve
El primer copo de nieve cayó justo en mi mesita de luz, donde estaba ese libro de
rimas de Bécquer que nunca me gustó pero hacía unas semanas que intentaba leer
porque se me habían terminado los libros de la biblioteca del comedor, donde el
segundo copo de nieve cayó: justo sobre el libro de Galeano que él me había regalado
cuando todavía era mi amigo.
Pero volvamos al primer copo de nieve que cayó justo en mi mesita de luz
apagando también el cigarrillo que aún no había terminado de fumar mientras pensaba
en el budín de chocolate que estaba sobre la mesada, mas el tercer copo de nieve cayó
justo arriba de él y se derritió estropeándolo y dejándome con las ganas de saborearlo.
Pero volvamos al primer copo de nieve que cayó justo en mi mesita de luz donde
estaba la libreta naranja en la cual anotaba, al despertar, los sueños que me habían
resultado interesantes y, tal como era de esperar, corrió la tinta; igual daba lo mismo,
porque sabía que esa noche iba a tener un sueño de lo más interesante si no hubiese sido
porque el cuarto copo de nieve cayó justo en mi frente despertándome.
Pero volvamos al primer copo de nieve que cayó justo en mi mesita de luz donde
estaba la foto en la que él me rodeaba con su brazo izquierdo y, como no me gusta que
me fotografíen, admito que festejé que se arruinara mientras se me ocurría imprimir una
nueva para reemplazarla aunque, previsiblemente, el quinto copo de nieve cayó justo en
la impresora estropeándola.
Pero volvamos al primer copo de nieve que cayó justo en mi mesita de luz al lado
de la cama en la cual estaba acostada y me levanté molesta a mirar por la ventana qué
pasaba afuera, pero fue en vano: del otro lado del vidrio no nevaba y el sexto copo de
nieve cayó justo en la cabeza del gato que pegó un grito desgarrador y me pregunté ¿por
qué carajo está nevando acá adentro? Y los últimos copos de nieve caían justo sobre
mí, ahogándome.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 49
Extraterrestres
El paisaje monótono me generaba un aburrimiento indescriptible, hasta que
apareció la nave espacial junto al colectivo en que viajaba y pude ver a ese extraterrestre
parado frente a mi ventana, inspeccionando. Al cabo de unos minutos, muchos de ellos
rodearon el vehículo y lo destruyeron con ametralladoras creyendo, en su ignorancia,
que habían asesinado a todos los que allí viajábamos.
Al ingresar al micro y descubrirme, uno de ellos me dijo algo así como “venimos en
son de paz” y yo pensé inmediatamente “estos deben ser los neuróticos asesinos de la
Tierra”, mientras agradecía una vez más a la vida ser habitante de Marte.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 50
Fantasma
Hace diez años yo estaba muerto. Caminaba por la avenida San Juan cuando un
motociclista pasó y me disparó por error. Fallecí en el acto.
No sé qué fue de mi cuerpo, pero mi alma se quedó a hacerte compañía por las
tardes, esas en que te duele tanto tomar mates sola. Ponés la música del Polaco bien
fuerte para no escuchar mi voz que todavía te asusta y te sentás a mi lado en la mesa. No
lo sentís, pero mi mano izquierda siempre está sobre tu hombro derecho.
Aquella tarde de marzo te fuiste corriendo y te seguí. ¡Cuánto morbo en esta
sociedad! “Murió”, te dijo el médico con cara de nada. ¿Cómo que morí? ¡Eso fue hace
diez años! Qué locura que te hayan hecho esperar tanto para liberarte. No recuerdo qué
pasó el resto de ese día. Mas sí que a la tarde siguiente me cebaste un mate y acariciaste
mi mejilla mientras se te escapaba de los labios la promesa de una eternidad
abrazándome, mamá.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 51
El agua estaba por todos lados
El agua estaba por todos lados. En los espacios vacíos que quedaban entre los
ladrillos de la pared, en el hoyuelo que se hacía en tu mejilla cuando sonreías, en la
maceta que tenía la planta muerta, en mis zapatos nuevos, en la pava a punto para el
mate, en la chimenea que nunca funcionó, en los cigarrillos viejos que quedaron en el
cajón de las medias de cuando dejé de fumar, en la guitarra que se estaba pudriendo
sobre la silla de la pata chueca, en la sonrisa de la imitación del cuadro de La Gioconda,
en la lágrima que cayó del ojo del payaso que decoraba la cuna del bebé que no tuvimos
cuando te fuiste, en las burbujas que salían de mi boca cuando quería hablar, en la
cerradura de la puerta del placard que tenía tu ropa. El agua estaba por todos lados, me
escribías quejándote a modo de justificativo por tu partida. Yo no quería tener una casa
en el útero de una ballena, me reprochabas, cuando ambos sabíamos que eras vos quien
reclamaba una vida fuera de lo convencional y que me alejara de los libros de biología.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 52
No es lo que parece
Ahora no puedo explicarte claramente de qué corno se trata todo esto pero, con más
tiempo y mayor claridad conmigo misma, intentaré que lo comprendas. No te voy a
mirar a los ojos y decir una frase típica al estilo no es lo que parece; entraste y lo viste,
no te puedo mentir. No me grites, yo te estoy hablando con tranquilidad. Es que hacía
frío, hace frío, y yo estaba sola y la cama estaba helada. Cuando lo vi ahí parado, en lo
primero que pensé fue en el calor que podría darme. No, no me estoy justificando, estoy
tratando de entender mi propia actitud para que vos también la entiendas. Lo hice pasar
porque me sentía sola y, no te lo voy a negar, ya planeaba algo más que compañía.
Esperá, no te vayas; hablemos o, al menos, escuchame, porque él ya está muerto, ¿qué
más pensás hacer? Aunque te resulte increíble, en este momento todo lo que siento es
culpa y una fuerte angustia. Lo único que necesitaba era su piel. Y ahora todo lo que
necesito es tu abrazo, ¿me abrazás? Sé que estás triste, pero no llores, vení. Hay muchos
corderos como él, aunque fuera tu preferido.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 53
Ganas
Tenía tantas ganas de pedirle otro café… pero el médico se lo había prohibido, así
que las hizo un bollito que guardó en el bolsillo. En cuanto salió del bar, Braulio
encendió el cigarrillo permitido del día y lo disfrutó como si faltaran veinticuatro horas
para el próximo. Cruzó hacia la plaza y notó que alguien había escrito algo en el árbol
junto a su banco. Se acercó a inspeccionar.
Mientras tanto, en el bolsillo, la gana de café dialogaba con la gana de otro
cigarrillo.
—Estoy harta de que me guarde acá, ¿qué se cree éste?
—Sí, yo también estoy harta. Pero a vos al menos no intentó matarte, como a mí.
—Shhhh, hablen más despacio que algunas acá queremos dormir —susurró la gana
de chocolate desde el fondo.
—¿Y vos qué hacés acá? ¿A qué te referís con “estamos”? —chilló indignada la
gana de café.
—A ver, a ver, ¿qué es esto? ¿No hay paz en este bolsillo? —se intrometió la gana
de güisqui.
—¡Ah, no! Esto es un descontrol, ¿cuántas somos? —pre-guntó desconcertada la
gana de cigarrillo.
—Una, dos… siete, nueve… dieciséis. ¡Dieciséis!
—Mmm… Somos muchas para un solo bolsillo me parece. Ni siquiera estamos
cómodas —reflexionó la gana de café—. ¿Y si nos fugamos?
—¡Eso, eso! ¡Organicemos una fuga!
De a poquito todas las ganas comenzaron a planificar su fuga. Saldrían de a una, sin
que nadie lo note. Aun no había consenso acerca de qué harían una vez que estén en
libertad, la votación sería en contacto con la naturaleza.
Braulio se había olvidado los anteojos en su casa antes de salir. Resignado por no
poder leer el mensaje del árbol, se sentó en su banquito a reflexionar. En medio de esa
introspección, comenzó a notar que le faltaba algo. El cigarrillo le generó asco y tos, así
que lo apagó, pensando que quizás ahora sí podría dejarlo para siempre. Pero de a poco
iba sintiendo que se deshacía, que le empezaban a faltar “cosas”. Siguiendo con su
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 54
reflexión, notó que ya no tenía ganas de nada, ni siquiera de vivir, y se acurrucó
esperando a que la muerte se lo llevara, tal como lo hizo unas horas después.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 55
El pastorcito
Es probable que esta vez no sea en serio, pensó el pastorcito, mas a quién le
importa. Ni bien se acomodó bajo el naranjo, comenzó a silbar jugando al distraído. De
repente, de atrás de una montaña de paja, apareció el lobo. Su cara se transformó,
horrorizada, mientras se atragantaba con el silbido. ¡Viene el lobo! ¡Viene el lobo!,
empezó a gritar de manera consecutiva y alzando cada vez más la voz.
Como en el pueblo ya estaban acostumbrados al poco original chiste del pastorcito,
lo ignoraron. El lobo, indignado por la situación, se acercó a una casa y sopló con todas
sus fuerzas, dejando al descubierto a los tres chanchitos que tomaban cerveza mientras
miraban un partido de fútbol. Uno de ellos se hizo pis encima. El otro se tapó los ojos
con sus patitas de adelante y se acurrucó junto al último que, ebrio como estaba, no
podía parar de reír.
Ya fuera de sus cabales ante la irrespetuosidad del chancho borracho, el lobo sacó
de su bolsillo una escopeta con la que rompió la cerradura de la casa de la niña de la
caperuza roja. El problema fue que no recordaba cuántos años habían pasado desde la
última visita y, esa niña, ya era toda una mujer que estaba en el sillón apretando con el
príncipe que se ha-bía casado un lustro atrás con la muchacha blanca envenenada, de
quien se había separado hacía dos meses. Cuestión que, sin comerse a nadie (porque con
la abuelita se había empachado en su momento y recordaba tristemente lo mal que le
había caído su carne), decidió marcharse.
Una paloma desafiante defecó en la cabeza del pastorcito, despertándolo. Tampoco
esta vez, suspiró.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 56
Narración
El teléfono no paraba de sonar, las hojas volaban por la habitación. Y vos ahí, ahí
mirando como si todo estuviera en orden. Si tan sólo ella no hubiera sido tan taxativa, si
me hubiese dejado respirar nueve minutos más. Esa puta nube que no se mueve de
arriba de mi techo, lo que daría porque deje de llover. Necesito encontrar ese cuaderno.
¡¿No podés descolgar esa mierda?! Ya sé, no podés. Y ese tipo que está desesperado
revoleando papeles por los aires soy yo, cómo me creció la barba, qué demacrado estoy,
mirá la panza que tengo, el olor ¿no te afecta? No, qué te va a afectar a vos. A ver,
levantate. ¡Correte digo! Qué guacho que sos, no podés haber estado sentado encima
todo este tiempo mientras yo revolvía la habitación sin decirme nada, sos una porquería.
A ver, página 48: “La lluvia cesó y pudo ver a través de la ventana un rayo de sol. Se
acomodó suavemente en la silla azul y el gato se le sentó encima. Atendió el teléfono
sabiendo que era ella diciéndole que aún estaba viva. Al escuchar su voz respiró
profundo y disparó”.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 57
Los Ernestosaurios
Cuentan que hace muchos años un hombre llamado Noé construyó un arca para
salvarse, junto a su familia y otros animalejos, del supuesto diluvio universal. En la
conocida fábula bíblica, este señor reúne a diversas especies para preservarlas llevando
dos ejemplares de cada una.
Por entonces aún existía una clase de ser vivo que nadie jamás quiso volver a
recordar: los ernestosaurios. Tenían forma esférica, su piel era violeta y su tamaño podía
compararse con la estatua del Buda de Leshan. Lo más asombroso de estos bichos era
que tenían la capacidad de, a medida que rodaban, absorber todo lo que a su paso se
cruzaba llevándolo a su interior. Nunca se supo a ciencia cierta qué les deparaba a las
víctimas allí, pero era sabido que no las masticaban ni digerían: simplemente las
guardaban. Los rumores oscilaban desde la posibilidad de que al traspasar la piel se
murieran hasta que cada uno tuviera en sus adentros a sociedades reducidas, idea que
necesariamente llevaba a nuevas hipótesis acerca de cómo serían las mismas.
Con el tiempo dejaron de estar en circulación, casi ni se veían. Cuando Noé inició
el proceso de selección de los animales recordó su existencia.
—¡Jirafa! ¡Jirafa! Ven y tráeme un pedazo de ernestosaurio urgente.
—Pero Noé, eso es injusto —respondió la jirafa en su idioma—. Estás llevando una
pareja de cada especie, ¿por qué reducir a los ernestosaurios a sólo una fracción de
ellos?
—Cállate o te degüello, haz lo que te pido.
La jirafa se fue cabizbaja en busca de uno de ellos y cumplió con su cometido.
Dicen los que saben que el diluvio jamás llegó y que un ernestosaurio quedó
agujereado y salió por allí el primer hombre que, al ver y recordar lo que sucedía afuera,
decidió volver a entrar y enmendar con urgencia, desde adentro, la piel de su animal sin
lograrlo, ya que fue interceptado por un hipopótamo bajo las órdenes de Noé y sometido
a un interrogatorio.
—No puede ser que estés igual si han pasado tantos años, ¿cuál es el secreto que se
esconde en el interior de estos seres?
—No puedo revelarlo. Sólo decirte que allí la eternidad está asegurada, así como la
felicidad y la bondad. Pero sólo para los pocos que somos dignos de ingresar.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 58
—Patrañas. Quiero entrar y verlo, ¡llévame contigo!
El hombre negó esta posibilidad a Noé y fue sometido a un sinnúmero de torturas
para que aceptara. Aunque había olvidado el detalle de que jamás podría dañarlo.
Alterado por la situación, el constructor del famoso Arca decidió enviar al simio a
curar al único espécimen que quedaba a la vista para que, luego, los elefantes lo hicieran
rodar sobre él a fin de ser absorbido, seguro de su dignidad para ingresar a ese
submundo.
Noé murió aplastado por el ernestosaurio y nunca se volvió a hablar de esta especie,
bajo amenaza de muerte.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 59
Otoño
En el mismo pueblo que cada uno de los años anteriores de su vida, Ernesto pintaba
el paisaje que recreaba con oleos durante los otoños, frente al lago, habiéndole colocado
previamente la fecha al marco que luego usaría, para no confundirse.
A medida que los otoños iban pasando, Ernesto se ocupaba de recomponer
cualquier cambio que se hubiera suscitado en el paisaje, como las ramitas y el pájaro
naranja que faltaban en esta ocasión respecto a la primera, allá por 1984.
Tenía la manía de dejar el cielo para el final, aunque la lógica le dijera que debería
ser lo primero; gozaba de desafiarla. Llegado este paso, descubrió que le faltaban los
oleos necesarios para recrear su color.
Pensó en quitarse la vida, pero decidió romper sus propios esquemas y pintar, esta
vez, un cielo rosado que anunciara el viento inexistente.
Al finalizar, y sin previo aviso, el pueblo sufrió la misma tragedia que aquel ficticio
Macondo.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 60
Poeta
—¿A qué te dedicás? —me preguntan a menudo.
—Soy poeta —respondo orgullosa.
—Pero, ¿de qué trabajás? —insisten.
—Mi trabajo es escribir.
—Bueno, ¿cómo comés?
—Con lo que escribo.
—¿Quién te paga?
—Nadie.
—¿Con qué comprás la comida?
—No compro comida.
—¿Qué comés?
—Hojas —en este punto la conversación se vuelve tediosa y la cara de mi
interlocutor siempre denota desprecio—. ¡Cómo hojas y bebo tinta! —reafirmo.
—Disculpame, pero ¿no te cae mal alimentarte así? ¿No te genera indigestión, por
ejemplo? —ríen.
—No, porque luego vomito poemas; pero no te esfuerces —vuelvo a sentirme
orgullosa—, jamás lo entenderías.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 61
Punta Alta
El pueblo olía muy raro, lo noté desde que me bajé del colectivo. Olía a porquería,
a ciudad estresada, a que algo (más allá de su ya lejana muerte) había cambiado en él.
Las veredas seguían desprolijas, torcidas, malhumoradas. El perro que asomaba la
mitad de su cuerpo por sobre el medio paredoncito sin ladrar, seguía ahí. Los loros
gritando por el cielo y chocándose entre sí a lo pavote me obligaron a mirar hacia arriba.
Entonces, descubrí que los árboles y las palmeras estaban pelados, desnudos, y me
preocupé. ¿Anunciarán algo estas aves? Aún no me había cruzado con ningún habitante
humano, pero el horario volvía comprensible la situación.
Cuando llegué a la esquina, mirando hacia abajo como de costumbre, vi los
primeros pies con zapatos marrones recién lustrados. El pantalón gris pinzado, el
cinturón con la hebilla plateada reluciente, la camisa blanca marcando la perfecta
redondez de la panza dura, los hombros aburridamente caídos. Seguí subiendo mi vista
y noté que era acéfalo. Me alarmé mucho al principio, mas al continuar con mi caminata
comprobé que todos allí tenían la misma condición.
Con el bolso aún en la mano regresé a la terminal y subí al primer micro que me
trajera de nuevo a mi ciudad, donde la acefalía existe, pero las cabezas fisonómicas de
la gente están en su lugar.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 62
Rutina
Hacía unos días que estaba durmiendo en el living de la casa. Fue Maitén quien
tomó la decisión, desacertada y malintencionada, ya que a las cinco de la mañana el sol
me pegaba en todo el cuerpo asfixiándome con su calor. Era insoportable estar ahí, pero
aguantaba normalmente hasta las ocho, cuando ella se iba a trabajar.
A las seis y media encendía la radio (tengo la certeza de que sabía cuánto me
molestaba escuchar a ese locutor gritando desde tan temprano) y daba vueltas entre el
baño y la habitación durante una hora. Mientras tanto, con mi malhumor, escuchaba:
Buenos días queridos oyentes, comienza un calurosísimo día en la ciudad
(como si no lo hubiera notado), la temperatura actual es de 34° y se
espera un importante ascenso para lo que resta de la jornada (creo que
ese hombre estaba complotado con Maitén para deprimirme). El cielo está
completamente despejado. Vamos con el resumen de lo que hay que saber
antes de salir a la calle (claro, como salgo tanto…): El puente carretero
se encuentra cortado por manifestantes frutícolas; una señora se arrojó
del séptimo piso de un edificio ubicado en la avenida principal, sólo se
habría quebrado las piernas; el gobernador de la provincia decide
dejarse los bigotes en busca de dejar de pasar desapercibido evocando a
su antecesor; la presidenta de la nación anuncia que utilizará el
equivalente al dinero invertido en “fútbol para todos” a la construcción
de casas de emergencia en el norte del país; la oposición, por su parte,
sugiere que con el equivalente que menciona podría construir al menos
cuarenta y tres barrios nuevos en Capital, proponen que no se construya
nada y que sea destituida por Duhalde. Y, por si esto fuera poco, la
respuesta a la pregunta que todos se están haciendo en sus casas: ¿se
viene el fin del mundo? En minutos desarrollaremos esta información,
quédese ahí, no se mueva, una breve tanda comercial y enseguida
regresamos. (Uffff)
Menos mal que antes de irse la apaga. Termina con su rutina y, previo a su partida,
me riega, me hace algún comentario al estilo: “¡qué linda que estás hoy!”, “¿qué te pasa
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 63
que estás tan caída?” o similar, y se va.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 64
La Vieja
Hace tiempo que aquí nadie cree en los milagros. El día que Roberto llegó agitado a
casa y me dijo que había sucedido uno, sin pensarlo hice sus maletas y lo puse de patitas
en la calle. Para mi sorpresa, cuando fui al hospital, el enfermero que se parecía a Rick
Blaine me confirmó que la abuela Clotilde había salido del coma. Cabe aclarar que
habían pasado más de seis décadas desde entonces y que ahora tenía ciento cuarenta y
siete años. Inmediatamente llamé a mi marido pidiéndole que volviera, quien retrucó
que sólo un milagro lo haría volver conmigo sabiendo que tendría a la vieja en casa, y
que yo no creía en ellos.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 65
Meteorito
Todavía no era el momento, aunque tampoco sabía si podría distinguirlo. Habían
pasado siete horas y cuarenta y dos minutos: todo seguía en su lugar. Algo había hecho
mal, se imaginaba. Sino, todo eso era un disparate al mejor estilo de su tío el
sanjuanino. Volvió a mirar por el telescopio y notó que el meteorito estaba un poco más
cerca o se veía un poco más grande. Nuevamente se arrodilló y suplicó a Jehová que no
llegara a su tierra.
—Pequeño, ¿qué es lo que haces? —preguntó un espectro que apareció a su lado—,
¿por qué no estás advirtiéndole al resto del mundo que son sus últimas horas?
—No me creerían, no tiene sentido. Mas Jehová lo va a detener y nada sucederá.
—Ay mi niño, no sé qué clase de historias te han contado, pero es importante que
sepas que tú eres Jehová, Alá, Dios o como quieras llamarlo. Este es tu universo y
puedes hacer lo que gustes con él.
—No señor, está usted equivocado. Mi tío el sanjuanino me dijo que si yo rezaba
podía salvar a todos, que era la única forma.
—Mira pequeño: si has llegado hasta aquí es porque necesitabas un desafío. Aquí lo
tienes, no lo desperdicies con palabras. Anda, tienes el poder de hacer lo que desees.
Tan pronto como el espectro se fue disolviendo en el aire, el niño frunció el ceño,
alzó el puño derecho y se inclinó imitando a algún superhéroe de historieta. Casi sin
notarlo comenzó a flotar y en pocos minutos llegó al meteorito. Contrariamente a lo que
pensaba, se encontró con una mesa grande y seis tipos sentados jugando a las cartas.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen acá tan panchos? ¿Por qué no frenan esta
cosa?
El más anciano lo miró mientras pitaba el habano que te-nía en la mano:
—Ese es tu universo y este el nuestro. Vos ves estrellitas, una luna y políticos
gritones que no tienen idea de nada, te divertís con la televisión o con una pelota.
Nosotros jugamos la misma partida de cartas todas las noches y sabemos quién va a
ganar y con qué estrategia, pero no hacemos nada para detenerlo. Ustedes hacen
exactamente lo mismo.
El niño se echó a llorar desconsoladamente mientras suplicaba entre lágrimas que lo
detuvieran.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 66
Pasados cinco minutos ya estaba acomodado en la mesa jugando a las cartas por
primera vez, aquella en la que aprendería quién ganaría cada partido y cómo lo lograría.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 67
Pañuelo
Todas las mañanas se acercaba a ella para dejarle un beso en el hombro mientras
dormía boca abajo. Ese día, como tantos otros, encontró un pañuelo en la mesa de luz.
Sin hacer ruido lo agarró y, haciéndolo un bollito, lo guardó en su bolsillo. Camino al
trabajo decidió inspeccionarlo. Estaba seco y endurecido. Quizá llevaba unos días allí,
pero ¿cómo no lo había notado? ¿De cuándo sería? Enceguecido por la ira, agarró el
pañuelo y lo rompió en siete pedazos.
Al mediodía, de regreso en su hogar, notó que su mujer aún estaba dormida. Se
acercó con sigilo a ella y le besó nuevamente el hombro, pero no se despertó. Estaba
fría, seca y dura. ¿Cómo no lo había notado? ¿Desde cuándo estaría así?
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 68
Pensamiento
—¿Qué estabas pensando?
—Pensaba en un pensamiento. No es gran cosa, pero es lo que pienso cuando me
preguntás en qué estoy pensando y bloqueás lo que verdaderamente tenía en la cabeza.
—¿Y cómo es ese pensamiento?
—Tiene forma de signo de pregunta y pies muy grandes y ojos muy oscuros.
Clavó su mirada en la mía y sonrío.
—Alejate mejor. Nunca sale nada productivo de nuestros encuentros —típica frase
del espejo siempre que empiezo a responderle pavadas.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 69
Útero
Y de pronto, casi sin cerrar los ojos, estaba otra vez dentro de aquella mujer. Le
costaba distinguir si era la misma. Hubiese dado cualquier cosa por poder encender
alguna lámpara. El regocijo que sentía le indicaba que ciertamente ya había estado allí,
aunque fuera irreconocible para su capacidad memorial. De golpe se hizo la luz y ya no
la quería, no necesitaba escapar sino quedarse para siempre en esa piscina confortable
pese a que, sabía, no podía. No podía no pasar a ser un neonato y luego un niño y un
adolescente y de nuevo él, que se reincorporaba en su sesión de hipnosis regresiva
mientras su terapeuta lo miraba atento ante su posición fetal rígida y temblorosa al
despertar.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 70
Ruido
No sabía exactamente de dónde provenía ese sonido. Parecía un taladro, pero era
imposible que lo fuera: no habían taladros en ese pueblo. Pensó en el inventario de
herramientas de sus habitantes, ninguna podía retumbar así. Luego de una ardua
búsqueda despertó a su esposa, quien lo asistió de inmediato, para que le indicara dónde
hallaría la libretita de los interrogatorios. Tardó unos minutos en alistarse, se retocó el
peinado con gomina, lustró de manera veloz pero eficiente sus zapatos de cuero marrón,
se colocó la bufanda y el sobretodo y salió.
Ya en la calle, con la libretita celeste y la lapicera en mano, Teodoro comenzó a
golpear puertas a fin de actualizar el inventario.
—¿Tiene usted algún elemento ruidoso clandestino? —preguntaba increpante.
Todos respondieron que no, excepto uno:
—Debo confesarle algo, Sr. intendente —balbuceó don Adriano—. Yo tengo un
teléfono celular aquí.
—¡Válgame Dios! —exclamó Teodoro—. ¿Cómo se atreve? Conoce muy bien las
reglas de Silenciolandia y las ha violado —don Adriano se lamentaba—. No queda otra
opción más que desterrarlo del pueblo. Tiene doce horas para juntar a su familia y a sus
partencias e irse. Y recuerde muy bien: Si menciona a alguien la existencia de este
lugar, no tendremos más remedio que buscarlo y asesinarlo.
Luego del mal trago, el intendente siguió su rumbo, apenado por la certeza de que
el ruido que se oía jamás podría ser el de un teléfono celular. Terminó de recorrer las
casas y nada. Decidió caminar hasta la plaza Sin Pájaros y sentarse a buscar una
explicación lógica al suceso. Tomó asiento en el banquito de la intersección entre los
caminitos Charles Chaplin y Mímica y encendió un cigarrillo.
De pronto, el ruido se hizo mucho más intenso y escuchó un duro golpe detrás de
él. Se paró, dio media vuelta con tranquilidad y los vio: eran tres hombres chinos
vestidos del mismo color que, luego, con la ayuda del traductor de los diecisiete
idiomas, pudieron explicar que buscaban escapar de prisión y sin notarlo atravesaron el
mundo, apareciendo inintencionadamente en el secreto pueblo de la tranquilidad.
Los tres chinos fueron perdonados y aceptados en la comunidad como habitantes
dado que nadie, salvo el traductor de los diecisiete idiomas, se entendía con ellos y no
serían motivo de bullicios molestos.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 71
Inquilina
La mujer de la foto sonreía. Su gesto era malicioso, no lo hacía por placer. Otras
veces lloraba, sobre todo cuando yo sonreía. Pero me fui adaptando a su presencia en la
casa que, después de todo, era prestada. ¿Quién era yo para andar desacomodando los
adornos? En esas tres semanas no pude dejar de sentirme observada por ella. Hasta que,
a punto de irme, comprendí que mi foto también estaría allí.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 72
Vos, el universo y yo
El vino flota en la habitación
deberías abrir los ojos de vez en vez
o escuchar cuando las sombras de los postes de luz
hacen el amor sin gozar.
Por entonces
éramos tan viejos
que no podíamos ni mover las piernas
para dar el salto
a aquello que ya no es
ni se animaría a ser.
Nosotros también flotamos
y el humo se disuelve en el mar
que aún no existe
pero existirá
aunque te empeñes
en crucificarte sobre una duda de metal.
No insistas más
recordá que en esos tiempos
teníamos la sonrisa de la ilusión
la utopía del viajante que cree que llegará
y todo lo demás
lo podíamos ver
o tocar respirando por la piel de los poros
del mañana que nunca fue después.
Quisiera alcanzar el vino
desparramado por el aire
y los vidrios de la botella
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 73
que se partió junto a la cama
antes de que naciéramos
vos, el universo y yo.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 74
Un navajazo a la ilusión
Un navajazo a la ilusión
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 75
Se acerca
Casi se puede respirar su presencia. Tiene un aroma agridulce, extraño,
nauseabundo. Sus pasos se escuchan lejanos pero sé que viene en esta dirección,
despacio, sin levantar sospechas. Yo no la espero.
Me pregunto hace cuánto que se está acercando, por qué eligió acecharme a
escondidas y señalarme como su próxima víctima. Qué le hice yo o, simplemente, qué
hice. Ya siento su mirada clavada en mi nuca, ella no lo sabe.
Un huracán de viejas sensaciones se cuela en el sabor de mi boca llevándome a un
pasado no tan lejano, en el cual nada se parecía a lo que es o era demasiado similar.
Miro a mi alrededor y el mundo se tiñe de aquel color que hoy no sé definir porque no
recuerdo.
Puedo abrir mi mano y ver en sus líneas una quimera tan lastimosa que se parece a
mi existencia. Me reprocho no haberla abierto y destruido antes. Ahora es tarde, ella
está llegando.
En este instante respira en mi espalda creyendo que no la siento. Juega con mi pelo
asumiéndome inconsciente, sin presentir siquiera que estoy aún despierta y que algo en
mí amenaza con levantarse. Sabe que no lo haré.
Me dejo tomar por el cuello, sus dedos fríos aprietan mi garganta sin hacerme
llorar. Entonces usa la otra mano y, con ambas, logra abrir mi piel, pero no me duele.
Observo la sangre que fluye, recorre todo mi cuerpo, mancha el piso, salpica mis pies…
Tal vez me vacía.
Gira a mi alrededor hasta quedar frente a mí. Inyecta el veneno de sus ojos en los
míos y la veo meter su cabeza por la herida, comienzo a llorar por primera vez. De a
poco va ingresando todo su cuerpo, me posee, dejo de ser yo para, en unos instantes, ser
ella y borrar todo lo que hasta aquí escribí.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 76
Canje
Quise abrir los ojos pero estaban tapados con una venda. Oscuridad, solamente. No
se escuchaban sonidos cercanos, sí quejidos lejanos. Sí un eco que no estaba en el
mismo lugar que yo, que no me pertenecía. Tenía la boca seca, todo me dolía, estaba
sentada, atada y poco podía comprender. No era que no recodaba, tal vez no quería
hacerlo. Y de pronto unos pasos que se acercaban y una puerta que se abría y los
mismos pasos que se acercaban más aún.
No sentía miedo. No pasaban por mi mente los momentos más felices ni mis
personas queridas. Sólo intentaba controlar la respiración. Llevarla al punto en el que
ella fuera la única capaz de protegerme. Olía a alcohol. Una mano acariciaba mi pierna
perversamente. Debía evitar emitir cualquier sonido.
Otra vez la puerta, nuevos pasos, conversación. Qué familiar me resultaba una de
las voces. No entendía de qué hablaban, no quería entenderlo. Encendieron la radio con
el volumen altísimo.
Empecé a temblar. No sé de qué, no sé por qué, por quién, si por ellos o por mí.
Manos en mi pelo, en mi mejilla, en mi escote, entre mis piernas. Se escuchó un golpe,
apagaron la radio y apareció en escena una tercera voz. Y pude distinguir a lo lejos un
llanto, varios llantos, quejidos; sufrimiento que se respiraba.
Un cachetazo. Me preguntaban por él, no respondía. No podía darme el lujo de que
conozcan mi voz, no así, no en este momento en que mis gestos no podían cobrar vida.
Creo que empecé a llorar. Me costaba mantener esa respiración y ese silencio.
Arrastraron algo por el piso; tiempo después comprendí que no era algo sino
alguien.
Muchos años después entendí un poco de lo que había sucedido, nunca todo,
aunque la historia la escuché cientos de veces. Sucede que luego de que salí de ese
infierno quise borrarlo, no saber más. Hasta hoy, que elijo contarlo casi como si lo
estuviera viviendo, como si estuviera escuchando esos quejidos, ese llanto.
Junio del 79, para entonces tenía dieciséis años. En mi pueblo no se sabía muy bien
lo que sucedía en el resto del país, aunque los grandes estaban muy preocupados. Papá y
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 77
mamá siempre se reunían por la noche con sus amigos, quienes contaban historias
espeluznantes sobre lo que estaba pasando en la capital. Hacia allá había partido mi
“amigovio”, como le llamaban mis viejos, a estudiar medicina. Cada dos semanas venía
a visitarnos.
La última vez vi en sus ojos tanto miedo que me costaba confrontar esa mirada. Me
acuerdo que me dijo que iba a pasar mucho tiempo hasta que volviera. Cuánto lloré, no
podía desprenderme de su abrazo. Partió, como todas aquellas veces, pero sabiendo que
no volvería.
Hace poco supe de él, fue lo que me motivó a escribir mi historia. Está viviendo en
Polonia, tiene una esposa, dos hijos (una nena y un nene) y un perro. Tiene heridas que
jamás cicatrizaron producto de esa partida sobre la que nunca me contó. Pero dice que
es feliz. Aunque yo imagine su mirada.
Eso (ese) que arrastraron, quedó inmóvil a mis pies. Se reían, disfrutaban. Se
escuchó un disparo. Hablaban de que había llegado él, evidentemente eso los hacía
felices. De golpe me quedé dormida. Quizá yo misma induje ese sueño. Sé que tuve
pesadillas; en ellas estaban mis papás, mis hermanos y el abrazo de Ernesto. Cuando me
desperté creí que había pasado un siglo, que ya estaría en un lugar a salvo o, en su
defecto, muerta. Pero seguía ahí. El olor a alcohol que me invadió el primer día se había
convertido en un olor hediondo. Me sentía lastimada, que cada rincón de mi cuerpo
estaba herido, ultrajado, violado. Otra vez preguntaron por él. Otra vez no respondí. Me
pegaron hasta desmayarme. Y no tuve más opción que dejarme morir, abandonar mis
fuerzas y permitirle a la muerte que hiciera su trabajo.
Así estaba cuando irrumpió nuevamente esa voz que tan familiar me resultaba.
Ordenó que me quitaran la venda y me obligó a mantener los ojos cerrados. “Es ella. La
puta que lo parió, es ella. Llévenla ya mismo”. No entendía nada. Quién era él, por qué
yo era ella. Esta vez me durmieron de un golpe.
Me desperté en un terreno baldío en mi propio pueblo, con las manos y los pies
atados y los ojos aún vendados. Grité hasta cansarme. Un hombre se acercó y me
auxilió. Recuerdo que no podía mantenerme en pie, que me llevó en brazos hasta lo de
mis padres. Ellos lloraban desconsoladamente y yo seguía sin entender. Estaba mareada,
sólo mi cuerpo estaba ahí, aunque ya no era el de entonces.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 78
Cuando cumplí los dieciocho, mis papás me contaron de esa voz familiar que me
atormentó y me regaló la posibilidad de vivir sin que yo se lo haya pedido porque, en
verdad, lo único que quería era morir. Me recordaron a ese tío, hermano de mi madre, al
que dejamos de ver cuando yo tenía diez. Me explicaron las diferencias ideológicas que
provocaron ese distanciamiento y que fue a la primera persona a la cual recurrieron
cuando desaparecí. Y todo lo que eso les costó. Me contaron que sus amigos, Tito y
Roxi, fueron parte de ese canje, entre otras cosas.
Noviembre del 2009, hoy tengo cuarenta y seis años. El tiempo pasa rápido. Pero
nunca pasó tan lento como aquella vez. Desde que Ernesto se contactó conmigo no hay
un solo día en el cual no busque al hermano de mamá. Yo también quiero hacer un
canje.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 79
Pared
—¿Estás despierto?
—Sí, acá estoy. ¿Todavía no dormís?
—No, tengo mucho frío —tragó saliva—, y estoy muerta de miedo.
—Pero no pasa nada, che. Quedate tranquila, linda, de verdad, yo te voy a cuidar.
—¿Vos? ¿Estás tranquilo?
—Claro, estoy cerca tuyo. ¿Querés que inventemos una canción?
—Yo no canto bien.
—Yo tampoco, pero sé tocar la guitarra. Dale, hagamos una canción y te prometo
que en cuanto nos vayamos la cantamos desafinado con música y todo —ella escuchó
cómo sacaba del bolsillo un papel y lo desdoblaba. Se paró y empezó a moverse.
—¿Qué hacés?
—Busco luz, no veo nada así. Ahí está, te quiero leer algo —un fuerte ruido
impidió la lectura, él rápidamente se acomodó, ambos hicieron silencio—. Ya pasó,
linda, ¿estás bien? No llores, por favor.
—¿Cómo sos?
—Como me imagines.
—¿Vos cómo me imaginás?
—Como sos.
—¿Vamos a salir algún día de acá?
—Sí, bonita, intentá dormirte, dale.
—No quiero que nos separe esta pared, me gustaría acurrucarme con vos para no
tener tanto frío.
—Pensá que es así, imaginate que te estoy abrazando. ¿Te gusta?
—Sí, me gusta.
Ambos se fueron quedando dormidos y la noche pasó entre ruidos que los
despertaban cada tanto hasta que la luz del amanecer comenzó a filtrarse por pequeños
atajos hacia el mundo exterior.
—Buen día, linda, ¿cómo dormiste? —ella no respondía—. ¡Eu! ¡Despertate!
¡Decime algo!
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 80
—¿A quién le hablás, pibe? —interrumpió una voz ronca y masculina.
—¿Dónde está? —el otro empezó a reír sarcásticamente.
—¡Ruffo! —gritando hacia la habitación contigua—. Acá el zurdito este quiere
saber qué pasó con la piba que estaba guardada al lado de su sucucho, ¡vení a darle las
explicaciones que reclama!
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 81
Frente a frente
Sentados frente a frente, en silencio, con su respiración y sus gestos casi
imperceptibles, cabizbajos, tristes, con una canto por dentro y ninguna voz por fuera.
Con una caricia en el alma y un regocijo en el cuerpo. Así, como pasaron los años. Con
una suerte de nostalgia y alegría. Con una incomunicación presente en todos los
sentidos. Con un dolor acostumbrado y una felicidad perezosa.
Como dos soledades acomodadas en la cotidianidad de quien no tiene por qué reír.
Como dos amantes que alguna vez gozaron de un encuentro o dos o tres. Como dos
secuencias aburridas de una rutina pero encaminadas con y para ella. Como un disco
que no puede mantener la armonía de la melodía que regala. Como un libro sobre el
cual se ha derramado café borroneando sus mejores textos. Como un cigarrillo que se
apaga posado en su boca.
Olía a melancolía y a aburrimiento. Sonaba a un tic tac aletargado por su propia
voluntad. Ni siquiera una tecla de aquel piano, pensaban. Sabía a frustraciones y a
ginebra.
Ambos estaban cansados. Sus párpados pesaban como juicios, como no deberían
salvarse, como recordaban a Mario. Ya lo sabían. Estaban listos, las salidas ya no
existían, no eran posibles. Eran los mismos rostros de hacía treinta y siete años y se
habían visto de tantas formas diferentes en sus tantas facetas...
Ernesto se paró. Descolgó el espejo y lo dio vuelta apoyándolo contra la pared
mientras se despojaba del terror que sentía cada vez que se pensaba en soledad.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 82
Homicidio
Él se comportaba como un hombre cualquiera. Llegaba los martes a las siete de la
tarde, pagaba mi alquiler a quien maneja este alboroto y se quedaba conmigo durante
dos horas. En ese lapso de tiempo, como todos, hacía lo que quería conmigo. Utilizaba
mi cuerpo creyendo que yo no tenía sentimientos (como los demás) en su egoísta
búsqueda de placer.
Mientras me ultrajaba, veía en su rostro un gesto de euforia casi pervertida. El
sudor espeso bajaba por su cuello en esos meses de abrumante calor mientras yo
soportaba la abrasante y desagradable textura de sus manos en mi cuerpo, a veces
vestido, a veces desnudo, mezclada con el hediondo aroma que se escapaba de su piel.
Cuando terminaba (con una satisfacción que le salía por los poros, por los ojos, por
las orejas, por la nariz con ese aire brusco y agitado) me daba un beso en la frente y me
tiraba en ese sillón, testigo de tantos cuerpos, de tantas manos, de tantos proyectos de
personas que nunca se concretaron.
En cuanto cruzaba la puerta me limpiaba la frente con un asco y una repugnancia
que no sentía por los demás. Me incorporaba para demostrarme que era verdad que yo
tenía vida, aunque se encargaran de querer recordarme una y otra vez que no era más
que un objeto de satisfacción.
Hoy creo que sí lo sabía, tenía gestos que el resto de los clientes no. De alguna
manera notaba en sus ojos una especie de expectativa, como si esperara que de repente
mi boca se abriera para decirle que no era uno más, que lo mirara profundamente, no
con la mirada perdida al igual que a los otros, que le dijera algo, que sentía al menos una
cosquilla, que el placer fuera alguna vez compartido.
Incluso tengo la certeza de que terminaba diez minutos antes del horario pautado
sólo para prender su cigarrillo negro y echarme el humo en la cara aguardando la
posibilidad de que, al menos, le dedique una tos.
Esa vez no terminó diez, sino cuarenta y cinco minutos antes. Me sentó sobre sus
rodillas, en el roñoso sillón, y me habló al oído. Me contó que él no era feliz. Y que lo
que hacía conmigo era sólo para aprender, para cuando llegara el momento oportuno.
Pero aquella tarde fue distinto. Ese martes extremadamente caliente que impedía la
respiración de cualquier ser vivo, yo presentía que iba a pasar algo diferente. Algo
distinto, pero no tanto como se fueron dando las cosas. Todo transcurrió con
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 83
normalidad, hizo lo que quiso conmigo, con mi cuerpo cansado y frágil tras una jornada
con muchos más clientes que de costumbre y, diez minutos antes de partir, prendió su
agobiante tabaco negro.
Me agarró casi con ternura por el cuello y clavó sus ojos en los míos durante un
eterno instante, con la mirada un poco perdida y otro poco emocionada. De pronto
empezó a gritar “Hablame, hablame, por favor, decime algo, emití un puto sonido, una
mísera palabra, reíte, llorá, hacé algo ¡pero ya!” Debo admitir que me asusté pero
proseguí inmutable, no podía aceptar la idea de regalarle esa satisfacción.
Me arrastró hasta el baño y (tal como no esperaba) sumergió mi cabeza en el
inodoro dejándome varios segundos allí mientras yo, aún, seguía inmóvil. Salvajemente
me sacó de allí, entre sollozos y una desesperación que se le notaba en el temblor
neurótico de la voz, me levantó por el aire y me arrojó contra la pared.
Pero no esperaba mi actuación final, eso es lo que más placer me generó, saber que
en el fondo jamás se lo hubiese podido imaginar. Agarró su saco desteñido por el uso,
su aburrido maletín y caminó hacia la puerta, a la cual sólo podía llegar a través del
pasillo, debiendo pasar sí o sí por la puerta del baño, donde estaba yo, en teoría
agonizando una sin vida de la que siempre gozó. En ese mismo momento di un salto con
la tijera en la mano y llegué a su espalda, sitio que elegí para clavarla unas doscientas
treinta y cuatro veces. Y me dejé caer. Lloré, debo admitirlo. Pero de rabia.
Enseguida dejé la tijera en su sitio y corrí hacia el sillón, acomodándome en la
posición en la cual él siempre me dejaba. No habría pasado ni un minuto cuando el que
maneja todo este alboroto vino a golpear la puerta alertando sobre el tiempo
transcurrido. Al no oír respuesta alguna ingresó. Y lo vio.
Llamó a la mucama llenándola de preguntas absurdas. Llamó a la policía, a la
ambulancia, esperando que aún estuviera vivo. Se llevaron el cuerpo. Y la amable
señora, que seguramente conocía mi secreto, se puso a limpiar el lugar. Cuando estuvo a
solas conmigo se acercó al sillón, me miró con un tinte amenazante y me dijo: “vos
sabés que yo sé que fuiste vos y que no puedo decirlo”.
¿Decirlo? ¡¿Decirlo a quién? ¿Para qué?! Sabía que si hablaba la iban a incriminar,
hay que tener muchas evidencias por cubrir para terminar diciendo que un títere que se
alquila para practicantes del arte fue el autor de un homicidio.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 84
Beige
Y nunca lo olvidaste. Yo sabía que las cosas iban a ser así, estaba segura, aunque
pintáramos las paredes de otro color y cambiáramos la ubicación de los muebles.
Aquella tarde en que te dije que ya no te quería como entonces, te desvaneciste en
la silla sin despegar tu mirada de la mía, sin regalarme ni una sola lágrima. Dijiste que
llamarías a tu padre, pese a mi advertencia de que no te aceptaría: ya nadie te aceptaba.
¿Te acordás que la iguana se puso como loca? Qué miedo que me dio, pensé que
iba a salirse de la pecera. O que vos ibas a entrar en ella, como esa vez cuando eras más
menudito. En cuanto recobraste la consciencia, te paraste y fuiste con calma hasta el
equipo de música a poner los grandes éxitos de Gardel, supongo que con la única
intención de molestarme.
Me puse a llorar como una loca, aunque eso ya lo sabés. Si hubiese tenido un hacha
a mano, no dudes que te habría partido la cabeza. Empezaste a reírte cada vez más
fuerte y fue ahí cuando me acerqué y te abracé, sin intenciones de lastimarte, por más
que te haya clavado un poco las uñas en los brazos. Entonces tus ojos se llenaron de
pena y aproveché para apagar la música y disfrutar de tu respiración compungida
rodeada de silencio.
Te llevé hasta la cama como pude y te recosté antes de salir, sabés que no soy el
tipo de mujer que puede dejar a un hombre enclenque tambaleando en la cocina. Agarré
mis cosas y crucé la puerta dispuesta a no regresar jamás.
Comencé a caminar hacia el centro para despejarme, pero a las cinco cuadras me di
cuenta de que me había olvidado el rouge en el mueblecito negro del baño. Y pensé en
que seguro ya lo habías quemado. No me entusiasmaba la idea de volver, aunque lo
hice.
Cuando llegué no vi humo ni fuego desde afuera, lo cual me reconfortó. Pero ya
habías cambiado la cerradura, siempre tan impulsivo. Golpeé con fuerza y no salías,
hasta que tras mi insistencia la puerta se abrió y apareció ella.
Toda una princesa rusa paseándose en bata por la que hasta hace menos de diez
minutos era mi casa. Fue un golpe bajo. Pero lo peor fue entrar y ver las paredes de otro
color y los muebles ubicados de otra manera. ¡Qué rapidez para deshacerte de los
recuerdos! No dije nada y atravesé la cocina enfurecida, directo al baño a buscar mi
rouge. Decidí aprovechar la ocasión del espejo para retocarme los labios allí, sin
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 85
embargo al abrirlo descubrí que no era el tono que yo usaba: era beige. Eso sí que era
imperdonable.
Salí enloquecida, con toda mi rabia saliéndome por la piel, dispuesta a matarlos a
los dos. Pero la princesa rusa ya no estaba y las paredes habían vuelto a su color original
y los muebles a su ubicación. Vos estabas otra vez tirado en la cama fingiendo que nada
había sucedido. Te pegué un cachetazo para que te despiertes y no hubo reacción de tu
parte. La iguana dormía en calma.
Volví a salir y decidí no regresar nunca más. Caminé por el centro hasta el
amanecer, esquivando borrachos y perros en celo que no me dejaban en paz. Estaba
fulminada y no tenía dónde ir a dormir. Todavía no me perdono haber reincidido otra
vez haciendo caso omiso a mi decisión. Pero de nuevo la cerradura estaba cambiada. La
princesa rusa me abrió la puerta en bata, ahora con cara de demacrada y una pizca de
enojo. Entré y los colores y los muebles eran otros, nuevamente, los mismos que la
primera vez. Vos te levantaste molesto, recuerdo que me preguntaste qué hacía ahí y te
respondí que vivía ahí. Le dijiste a la chica alta, morocha y linda que me alcance un
vaso de agua y me acomodaste en una silla sentándote a mi lado. Dijiste palabras tan
tontas, tan vulgares. Te hubiese perdonado cualquier cosa, hijo, pero no la vulgaridad.
Repitiendo palabras como un loro estúpido, remarcándome la disolución de nuestro
amor.
La princesa, que escuchaba paradita en un rincón, se iba poniendo poco a poco de
peor humor. Hasta que encendió un cigarrillo y eso me terminó de alterar. Con la tijera
chiquita que siempre llevaba en la cartera le pinché los ojos hasta que se durmió. Cómo
llorabas, hijo, cómo llorabas cuando te despertaste y todo era como entonces y yo ya me
había deshecho de su cadáver… Sé que vas a poder olvidarte, algún día, tengo fe.
Mientras tanto, no pienso dejarte solo ni una vez, mi amor.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 86
Flotando
—Me agarraste desprevenido, che —dijo en tono nervioso mientras se refregaba los
ojos y escondía algo en su mano derecha.
—Siempre desprevenido vos… ¿Vamos?
—Dale, dejame un minuto que termino con unas cositas y estoy con vos.
Rocío salió de la habitación y se acomodó en el sillón del respaldo caído.
Escuchaba lejana la voz de su marido pero no llegaba a distinguir sobre qué hablaba ni
con quién, aunque tampoco le interesaba demasiado.
Llegaron al cine e hicieron el amor como todas las semanas. A la salida se
acercaron a los grupos que comentaban sobre la película para tener argumento cuando
les preguntaran qué tal había estado. Volvieron a su casa y se acostaron a dormir.
A la mañana siguiente, mientras él aún descansaba, Rocío se sintió tentada de
revisar entre sus cosas, pero desistió. Luego, cada uno partió por su lado y no volvieron
a verse hasta la noche. Cenaron las empanadas que les habían sobrado a los dueños de
casa y se sentaron en el sillón del respaldo caído con dos copas de vino rosado a
conversar mientras todos dormían.
—¿En qué andabas hoy?
—Eh… En nada.
—Dale, mi amor, no te conocí ayer, andabas en algo raro. ¿No querés contarme?
—Estimo que te vas a enojar…
Ella bebió el vino que quedaba en la copa de un solo trago y se inclinó hacia él.
—Ni lo pienses —le dijo con la mirada eyectada de ira.
—Ya pasamos por esto, preciosa, no me lo hagas otra vez.
—Por eso, ya pasamos esto, creí que era una etapa superada.
—Pero…
—Pero nada. Si querés reencarnarte, hacelo solo, yo vivo feliz así y no lo pienso
cambiar. No tenemos obligaciones, nada por pagar, nada por cumplir, nadie nos ve,
nadie nos controla. Es la vida ideal.
—No quieras convencerme, de verdad quiero dejar de ser un fantasma, pero no
puedo permitirme volver sin vos.
—No llorisquees, que cada vez que lo hacés se desvela el nene.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 87
A la mañana siguiente, cuando él se despertó, Rocío ya no estaba a su lado. En su
lugar había una nota en la cual decía que había reflexionado y lo dejaba en libertad, que
se iba para siempre a fin de que hiciera lo que verdaderamente sentía.
Transcurridas unas pocas horas, él volvió a nacer y ella está junto a su cuna cuidándolo
mientras su mamá se repone del parto.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 88
Soledad
Caía el sol mientras sus párpados se mecían como dos abanicos que van en cámara
lenta dejando entrever el camino gris de una lágrima de ausencia. No dormía y tampoco
despertaba. Fumaba y pensaba. Con mucha voluntad respiraba y se permitía vivir. Por
momentos también se permitía sonreír.
Vivían en una casa de colores cálidos y de aromas delicados. Humilde, pequeña,
pero acogedora. Aquella mañana atolondrada en que se habían visto por primera vez
decidieron no dejar de verse jamás. Aquella tarde escondida tras algún árbol en que se
dieron ese primer beso decidieron no dejar de besarse jamás. Aquella noche de invierno
estremecedor en que por primera vez degustaron sus cuerpos salvajes, desnudos de
etiquetas, decidieron no dejar de amarse jamás.
Ella lo esperaba en el café de los gallegos de a la vuelta, en el cual le permitían al
polaco porteño tocar el bandoneón cobijándose del frío de la vereda y quedarse con el
cincuenta por ciento de lo que recaudara entre los clientes.
Apretaba el cigarrillo con rabia y su mano aún temblaba un poco. Mientras tanto, se
deleitaba con el agradable sonido que emitía el instrumento del músico (seguramente
fuera un motivo más para su temblequeo).
Entró apurado, acelerado, agitado. Se sentó, volvió a pararse para darle un beso en
la mejilla, y de nuevo se sentó. Ambos callados. Constantemente él, con un aire
nervioso, miraba hacia atrás esperando a que el mozo se acerque.
—¿Qué pasó ahora, Maitén?
—No está por ningún lado. Hace días que no está por ningún lado. No sé qué hacer,
Ernesto, ayudame por favor.
—No sé qué esperás. Dale, no te pongas así. Es grande, se sabe cuidar sola. Nada
más dale un poco de libertad. Vení, vamos a caminar de la mano como tanto te gusta.
Olvidate por un rato. Te va a hacer bien.
—Quiero ir a visitar a mi familia. Pero esta vez quiero que me acompañes, no
quiero viajar sola.
—Maitén, ya lo hablamos muchas veces esto. Andá vos, yo no puedo ir y lo sabés.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 89
Era de noche en el colectivo, miraba por la ventanilla y no veía nada, sólo su reflejo
en la ventana, que a veces le generaba miedo y otras veces pena. Qué habría pasado con
Malena. Dónde estaría. Por qué desaparecería así, tan abruptamente. Por qué Ernesto
estaría tan tranquilo. ¿La habría asesinado? No podría, con esos ojos no podría,
pensaba. No entendía, de todas formas, cómo aún él no perdonaba a sus padres. Nada
tenía coherencia con nada. Pero así le gustaba, con las dudas incluidas. Y mientras
menos preguntas hiciera, más a salvo se encontraría y más feliz se sentiría.
Introdujo la llave en la cerradura con cuidado, Ernesto aún estaría durmiendo. Entró
casi en puntillas, dejó lentamente el bolso en el suelo aunque tal vez lo dejó en el aire
sin notarlo. Se demoró en el baño intentando despabilarse. Puso la pava al fuego y
preparó el mate. Armó la bandeja como de costumbre e ingresó en silencio a la
habitación. Pero él no estaba allí.
También me abandonó, al igual que Malena, pensó. Como todos aquellos a quienes
de verdad amaba. No la sorprendía: la aterraba. Y otra vez ese temblor...
Sus padres llegaron cuando la luna empezaba a asomarse. Era inconcebible lo que
decían. Era ilógico. Era anormal para ella. Quizás eran los dueños de la razón. Y ni
Ernesto ni Malena existieron jamás. Qué sola estaba… Qué sola y qué vacía. Con quién
habría hablado todo este tiempo, a quién habría besado, con quién habría hecho el amor.
A quién habría criado durante diecisiete años.
Caía el sol mientras sus párpados se mecían como dos abanicos que van en cámara
lenta dejando entrever el camino gris de una lágrima de ausencia. No dormía y tampoco
despertaba. Fumaba y pensaba. Con mucha voluntad respiraba y se permitía vivir. Por
momentos también se permitía sonreír. Sonreír de su propia locura, de su propia
soledad, que la acechaba en cada rincón. Maitén, se decía, ya va a aparecer alguien que
te quiera. Comenzaba a plantearse la posibilidad de que ella tampoco existiera, mientras
corría entre lágrimas a mirarse al espejo.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 90
Tiempos
Sabía que estaba respirando en su nuca. Podía escuchar su respiración, podía
sentirla, húmeda y espesa en el cuello. Sabía que sus labios no estaban rozándola, pero
la distancia era ínfima. No lo iba a mirar. No le iba a hablar. No le iba a decir ni siquiera
con el pensamiento que se fuera, tampoco le iba a rogar que se quedara. Sus manos
contorneaban su cuerpo sin llegar a tocarla pero generando ese calor que tanto deseaba.
Había dejado de oír la música y sin embargo podía escuchar los pasos del reloj.
Cualquier movimiento podía espantarlo, era imposible darse el lujo de moverse.
Un hombre y una mujer estaban pegados al vidrio, espiando, entre burlona y
sensualmente. De pronto eran muchos hombres y mujeres.
Su respiración seguía marcando los tiempos del momento. Cada vez era más veloz
y más intensa. Pero no tenía voz.
Ella necesitaba tanto que la toque... Tampoco tenía tacto.
Y no podía mirarlo. Jamás se había animado a voltear la cabeza, sabía que lo
perdería.
La respiración se espesaba más aún y le brotaban tres lágrimas de los ojos. Una se
perdía en su boca, otra en su escote y la última no llegaba a desprenderse de su mejilla.
Eran su lengua, esa que nunca había logrado sentir.
De repente su jadeo comenzó a normalizarse y dejó de sentir su cercanía y las
lágrimas dejaron de ser su lengua para convertirse en su veneno. En cuanto sintió que se
alejaba se fue aflojando, volteó lentamente y él ya no estaba allí. Las caras en la ventana
tampoco.
Otra vez, como todas esas noches, se sentó en la cama a llorarlo como lloraría a un
amor perdido, a un amor inconcluso o a cualquier amor. Y sin embargo tenía tan claro
que no lo era. Cuánto lo deseaba, cuánto añoraba la noche, el reloj, las manos que no la
tocaban. Algún día, pensaba, le iba a pedir que se fuera para siempre.
A medida que pasaban los minutos iba volviendo en sí, al lugar en el que estaba,
que no tenía ventanas, puertas, colores, cama, reloj, nada. Que no tenía más respiración
que la suya. Que no tenía aire ya, siquiera.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 91
Sesión
Mis ojos se volvieron claros como los tuyos.
—Quizá lo miraste demasiado y te mimetizaste —dijo mi psicóloga minutos antes
de que la matara.
Puede ser que te haya mirado mucho, que haya buscado mi reflejo por ahí y, al no
encontrarlo, me convertí en vos. ¿Y qué? También sigo siendo un poco yo, pero ¿por
qué tenía que notarlo? ¿Qué ganaba con refregarme esa verdad en la cara?
Me acuerdo de la tarde en que te vi por primera vez, estabas encandilado, como si
la lámpara bajo la cual estabas te molestara. No quería intimidarte, odio molestar a la
gente. Pero parece que mi cometido fracasó. Hasta creo que lloraste.
—Me preocupa tu conducta. Tu soledad te está asfixiando, estás buscando
sentimientos que no existen, que inventás —jugaba con sus anteojos, parecía nerviosa—
. No es la primera vez que actuás así.
No, no era la primera vez que me enamoraba, no te voy a mentir justo a vos,
Ernesto, que tanto me conocés. Pero tus ojos tienen un “algo” que me pierde, a lo que
no puedo resistirme, ¿sabés? No quería dejarte ciego cuando te los saqué, esa no era la
intención.
—A ver si entiendo: ¿le recortaste los ojos a una foto y los pegaste en el espejo? —
tenía esa voz tan chillona que destruía los tímpanos, sobre todo cuando preguntaba—.
¿Te das cuenta de lo que está pasando acá? ¿Qué pensás?
¿Qué le iba a responder? ¿Qué estaba enamorada? Si igual no iba a creerme. Si ni
vos me creés. Esbocé algunas palabras ridículas refiriéndome a tu belleza, a todo lo que
me generabas, mientras observaba cómo su ceja izquierda se iba arqueando hacia arriba
con ese toque irónico típico de los psicoanalistas, hasta que se escapó de su boca esa
frase, con ese sarcasmo que no podría transmitirte aunque quisiera. Salté sobre ella y la
ahorqué, apreté su cuello con la violencia contenida durante toda la sesión por varios
minutos hasta que empezó a cambiar el color de su piel. Vos y yo sabemos que tus ojos
no están en el espejo.
Ahora mi propio cuello está morado pero sé que salió de mí para siempre.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 92
Sinfonía
Conocía a la perfección ese sonido. Era como un canto que había estado
involucrado en toda su vida y que, en realidad, muy poco tenía que ver con ella. El
aroma a eucalipto se colaba por la ventana, entrometiéndose en sus sentidos,
violentamente. Pero cuánta paz que le traía. La música de las hojas se calmaba y se
excitaba y se volvía a calmar. Una sinfonía exquisita, pensaba.
El sol le regalaba su última luz, advirtiéndole que en unos instantes moriría hasta el
día siguiente. Las sombras se volvían largas y agresivas, como anunciando la desgracia,
la soledad. Buscaba llenar su copa y seguir, con el tímido silencio de quien ya ha dicho
demasiado o no tiene qué decir. De quien ya ha gritado y ha corrido y ha volado y
ahora, en su vejez, ya no puede hacerlo.
Le gustaba estarse así, quieta, con ese goce que estremece, que confunde, que
motiva y a la vez apabulla. Olvidándose de que alguna vez había existido un reloj, un
tiempo, una edad, un amor, un amante, una melancolía. De que alguna vez sólo habría
sentido ese goce entre algunas sábanas y, de pronto, entre algunas risas. Y olvidarse del
reproche de lo que no fue, de lo que pudo haber sido y no se animó o, simplemente, de
lo que sí fue y no disfrutó.
Ese aroma del eucalipto, esos colores a su alrededor, esa música estimulante del
viento y de la primavera, ese beso de hace tantos años, ese no, no puedo irme con vos,
me quedo. Esa mirada de ternura y de complacencia que intentaba cubrir con ramas una
angustia imposible de disimular. Todo lo que no fue y todo lo que fue.
Y el aroma y los colores y la música fueron induciéndola a ese sueño hermoso,
lleno de cobardía, que fue su vida.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 93
Calle
Ni una hoja cae de este árbol, ni una hoja. Ni una gota que pueda saciar mi sed esta
tarde de calor avasallante. Ni un suspiro tan cerca de mis hombros como necesitaría
para guardar en mis párpados esta noche. Ni la palmera tiene intenciones de hacerme
compañía para guardarme reparo del sol que amenaza con calcinarme.
La noche, pronto llegará. No me alcanza con que el reloj de su casa también se haya
derretido. No hoy, no su casa, que tan mía fue. Hoy espero algo más, algo que me
deslumbre, que me sorprenda, que me desvele una vez más. Que no me tenga piedad.
Especial, para guardar como un tesoro pero sin valor.
Algún resto de la comida que a alguien le sobró en el cesto de basura. La sombra de
algún obsesionado que se acerque a conversarme como si no estuviera en soledad, como
si necesitara ser comprendido sin asumir que yo ya no estoy para entender a nadie, ni
siquiera a mí.
Que el viento me trajera el aroma de alguna reunión ajena no estaría mal. El olor a
la felicidad de saberse acompañado. Que de pronto algún pájaro me dedicara una
canción o dejara de agredirme. Que un gato se acomodara en mis pies, que el perro de la
esquina no me ladrara más. Que en el barcito de a la vuelta se juntaran tres muchachos a
hacer música y pudiera identificarme con alguna melodía y, con suerte, hasta recibir
alguna caricia.
Él ya no va a volver conmigo, lo sé. Presiento que yo también me voy a morir.
Cuántas veces me lo dijo: tenés que aprender a valerte por tus medios, el día que yo me
muera te vas a quedar en la calle, mientras yo me divertía haciéndole creer que no lo
entendía y jugaba a que me retara, así era más agradable todo.
Suponía ese final. El último tiempo, aunque no me dijera nada, yo me daba cuenta
de que los médicos entraban y salían y de que él tenía los ojos muy tristes, no era el
mismo de siempre. Para qué preguntar, si igual no iba a entender que yo necesitaba la
verdad, por más que me destrozara el alma.
Todavía hacía frío por entonces, el verano aún no nos hostigaba. Me desperté más
temprano que él, como de costumbre. Pero cuando lo quise despertar, por muchos
intentos que hice, no pude. Me quedé así, sintiendo lo poco que quedaba de su calor en
esa helada mañana. No quería salir a pedir ayuda y tener que desprenderme de su
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 94
cuerpo, algún día llegaría alguien. Tres días pasaron hasta que vinieron por nosotros.
A él se lo llevaron, supongo que a enterrarlo o a tirarlo a la basura, si después de
todo no había nadie que lo quisiera en el mundo, más que yo. Y a mí, a la calle, ni
siquiera una familia sustituta me buscaron.
Aprendí a valerme por mis medios. Me divierto muchísimo cada vez que pasa
alguien en una moto o una bicicleta y los corro para que aceleren y se asusten. Me
divierto cobijando a los gatos cuando los otros perros se les hacen los malos. Pero a
veces tengo hambre, porque no encuentro nada que comer. Y otras, muchas otras, lo
extraño demasiado...
Se acerca el camión basurero, quizás allí esté eso tan especial que esperaba para
esta noche.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 95
Salvo el niño
Cuando se me terminaron las telas empecé a pintar las paredes. Usé tantos colores
como pude crear, todo tenía sentido.
A mi derecha podía ver el parque, con una fuente de agua, con personas paseando,
felices; con personas paseando, angustiadas; con personas robando, resignadas; con
personas vendiendo, agobiadas; con personas jugando, entusiasmadas.
A mi izquierda había un muelle, el mar precioso me regalaba algunos reflejos, la
luna me miraba día y noche, las estrellas eran inamovibles, la calma no permitía que ni
una brisa irrumpa en ese instante preciso en que todo se detuvo.
Frente a mí, el living de una casa, una familia, padre, madre y tres hijos, todos
acomodados armoniosamente en el espacio. El padre sentado en el sillón con un vaso de
güisqui, la cabeza reclinada reflejando el estrés que lo abrumaba. La madre en el otro
extremo con una falda que cubría sus rodillas, las piernas cruzadas y un cigarrillo en la
mano izquierda. Dos de los niños eran mellizos, armaban un rompecabezas con una
expresión de dicha que daba pena interrumpir. Y el tercer hijo sentado en la alfombra,
tipo indiecito, con cara de aburrido, la cabeza reclinada hacia la derecha apoyada en su
manito apuñada.
Detrás de mí, estaba la vista de una ciudad. Se podían ver los edificios
perfectamente acomodados, las calles atiborradas de gente y de autos de muchos
colores. Era un día soleado aunque las altas edificaciones robaban un poco de esa
maravillosa luz a quienes transitaban.
Y el techo. No fui muy original, pero me pareció poético. El techo era el cielo. No
era la continuidad del cielo del muelle ni de la ciudad ni del parque. Era un cielo
distinto. Estaba cubierto por nubes cargadas que amenazaban con que en pocos instantes
podía comenzar a llorar desconsoladamente inundándolo todo, el parque, el muelle, el
living de la familia feliz salvo el niño y la ciudad. Era un cielo en el que no podían
distinguirse estrellas ni lunas ni soles, ni siquiera me quedaba claro a mí, siendo su
creador, si era un cielo de noche o de día. Era tan real…
Fui muy dichoso mientras todo permanecía así. Cuando vi mi obra terminada rompí
en una emoción intensa. Me sen-tía ahí, en el lugar que quería estar y en todos los
lugares al mismo tiempo, lo sabías, eras consciente de ello. Y sin embargo en cuanto
pusiste un pie en la sala tenías que escupirme esa aterradora verdad en la cara. El piso
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 96
no había sido pintado.
Pero, ¿qué iba a pintar en el piso? ¿Pasto? ¿Tierra? ¿Cemento? No podía soportar
tantas ideas vulgares.
En cuanto te fuiste tuve que darte la razón aunque supiera que ya no volverías a
corroborarlo. Y mezclé tantos, tantos colores, tantos. Y todo el piso eran manchas de
uno y de otro color. Y no me gustó. Y decidí pintar una escalera. Y la pinté.
Una escalera que bajaba al mismísimo infierno, que me asustó y opté por pintarle
encima un río, donde podía ahogarme. Lo pinté y después no me animaba a entrar en la
habitación por miedo a no poder salir.
Entonces se me ocurrió una idea aún mejor, quizás algún día lo sepas. Pinté, en
todo el piso de esa sala, un gran espejo. En él se reflejaban el parque, el muelle, la
familia feliz salvo el niño y la ciudad. Pero no era un espejo si en él no estaba yo.
Porque sino jamás podría pisarla. Y se me ocurrió que iría pintando mi reflejo ante cada
posición que tomase allí dentro. Eso hice, hasta que se me acabó el espacio.
Descubrí que ya todo era en vano. Que mi reflejo había recorrido cada instante,
cada milímetro de ese lugar. Y elegí pasar al lado de adentro. Quizá, si me metía en el
espejo, luego podría pasar a las paredes y al techo, descubrir cada espacio viviéndolo,
sin ningún tipo de límites.
Lo hice, aunque no lo creas. Entré a este otro mundo sin advertir que estaba por
llover y que ya no tendría forma de salir porque el espejo se borraría con las lágrimas
feroces del cielo, tal como ocurrió.
No me creés, ya lo sé. Porque ahora me visitás en este lugar tan frío, tan
horriblemente blanco y húmedo en el que no tengo ni un pincel, ni un color, aunque te
esmeres en traerme, ni nada que se parezca a mí, ni a un espejo, ni a vos ni a nadie.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 97
Me abandonó
Esa mañana desperté y no la sentí conmigo. Se había ido, me había abandonado sin
más, sin decirme nada ni dejar una cortante nota sobre la mesa. Sus cosas aún estaban
desparramadas por la casa, su aroma impregnaba las paredes y el vaso de agua en la
mesa de luz todavía tenía su sabor.
Quise mentirme y pensar que podría superarlo, que ya llegaría otra a suplir su
inquietante ausencia. Creer que no me hacía falta, que no iba a extrañarla, incluso que la
odiaba por su partida abrupta y desconsiderada.
Al segundo día el nerviosismo me ganó y salí a buscarla por las calles, en todos los
rostros, debajo de todas las copas de todos los árboles. Vagué seis noches por veredas
inhóspitas sin resultados favorables. Pegué carteles con su rostro en las columnas del
alumbrado público, para que quien la reconociera le avisara cuánta falta me hacía, por lo
menos, una elocuente explicación.
De nada sirvió. Con el paso de las horas que se hacían días que se hacían meses,
comprendí que no llegaría otra y que ella, tan cocorita a la hora de escapar, había sido la
única. Mi vida no tendría más sentido. Debería buscar otra profesión, ya no llegaría a
buen puerto con la pintura.
Mientras tanto, me quedaré en casa. Mi inspiración seguirá paseando por ahí, quizá
muy lejos de mi lugar en el mundo. La seguiré esperando y le tenderé los brazos sin
rencor por si algún día decide volver.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 98
Ausencia de Dos
Desde aquí el cielo parece aún más lejos. Cuatro pequeños de unos seis años
fabrican su próxima ilusión de tierra que, como toda ilusión, se la lleva el tiempo y la
consume el azar. Uno de ellos tiene la cara totalmente sucia; no puedo identificar si sus
marcas provienen de un simple juego, manchas de barro, o son signos que olvidó el
odio, la violencia, la crueldad de aquel que no se animó a dar amor.
Hay un grupo de palomas a mis pies a las que acostumbro alimentar. No es una
cuestión de solidaridad o amabilidad, más bien un puñado de lástima, un desconsuelo
que tiende a identificarme.
A lo lejos un murmullo invariable suele atraer mi atención por su monotonía.
Las hormigas gozan en su desfile la triste misión de servir, pese a que el sol las
aplasta, así, como el pie de uno de los niños que juega con tierra puede hacerlo.
Se acerca un hombre que pide limosnas, no lo veo, lo intuyo. Mi vista no alcanza a
ver lo que teme. La miseria. El resentimiento. Inútil esperanza. Pero, ¿qué es una
esperanza hoy? Aún no conozco la famosa fe ante un beso frío de adiós que carga en sus
espaldas un hasta nunca, escurrido en la deformidad que demuestran los ojos
transparentes con lágrimas, sabiendo que sus hombros poseen un lenguaje oculto. ¿Por
qué siento que tantos dedos me señalan, que tantas miradas me perforan?
Sí, el sol desaparece, como toda vida eterna, al atardecer. La noche comienza a
imponerse, como la guerra y el dolor.
Los niños ya no están, pero un par de ojos oscuros aún inquietan algo en mí. La
tortura. El pueblo comienza a morir su sueño, ¿ha de morir el mío?
No padezco sed ni hambre.
Comienzo a acurrucarme en este banco hasta quedar parcialmente dormida (uno de
mis ojos debe mantener la vigilia).
Han pasado seis horas. El sol volverá a empalagarme en unos minutos. Otra vez es
hoy y presiento que mañana también va a serlo.
Camino hasta mi casa. Allí me espera mi mejor aliada, mi acompañante, mi amiga,
mi único vínculo desde aquel tan lejano y tan cercano abril: la ausencia.
¿Y qué es la ausencia si existe un espejo que reclama una explicación sobre en
dónde pasé la noche? Me delata el polvo en los ojos y el ropaje desgarrado del alma.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 99
Otra vez ese murmullo invariable. Otra vez esa pérfida canción.
Otra vez la sangre, el grito… soy eso. Sólo un grito en medio de una plaza que
nadie quiere escuchar. Y ya ni siquiera estoy en ella. Pero mi perseverancia se pone en
pie y camina esas tres cuadras. Aquí estoy otra vez. Arrullando en mis brazos siete
meses de amor que, acurrucado en mi vientre, aún oigo galopar. Lo cuidé, juro que lo
amé. A él también. Es que tal vez se torna difícil sumergir la mano en sangre y olvidar.
Mis manos continúan teñidas de rojo y de color café.
¿Cómo se mantiene un mundo apartado del mundo?
El grito de un pequeño desesperado. Quizá fue sin querer. Pero de la mano se
escaparon juntos.
La tierra comienza a desgarrarse y mi reclamo es aún más intenso. De sus grietas
surgen manos y, a medida que se escapan, una estaca las perfora. Mas sus uñas
prosiguen, como todo, arañando los troncos de los árboles. Y mi voz logra opacarse ante
una joven pareja con un bebé en brazos.
Otra vez las sombras me anuncian la llegada de la noche. Y voy a dormir en mi
cama.
Mis párpados comienzan a despedirse. Alterada por la inmune certeza de volver a
respirar, obligo a mis ojos a expulsar sus deshechos. Pero mis lágrimas están en aquel
cielo, que desde aquí parece aún más lejano. Aturdida por el quejido de mis pies me
deslizo hacia un pasaje al mundo exterior.
Y aquí están nuevamente esas palomas eufóricas, ansiosas por las migajas de pan
que mi mano (ya no como aquella) otorga. Ellas también reclaman lo que les
arrebataron. Ellas jamás eligieron volar, es una mera fábula.
Me veo en el reflejo que otorga la tierra y aquella nube me recuerda que hoy es hoy
y que no debo olvidarlo. Esta tierra que impacta mi desdicha no es más que aquella que
derrumbó el sueño de los cuatro niños.
Puede que sean latidos. Nunca quise verlo.
Aún no logro recordar cómo se llaman. Sí, así también está bien.
¿Qué hacer cuando el aciago destino se impone ante la piel de seres tan pequeños
como uno y tan inmensos como él? ¿Cómo manumitir esta dolencia?
Nada puede captar tanto mi atención como los minuciosos pasos de la gente, parece
que anduviera descalza sobre un pavimento ardiente al que teme pisar.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 100
El mundo gira en sí como ha de girar un desquiciado sobre su vida. La vida gira en
sí tal como el mundo sobre mi eje. Es que él (ellos) fueron mi único eje.
En los árboles nacen nuevas hojas, nuevas vidas que luego el viento va a
desparramar, así, como desparrama el amor y el odio, el dolor y la alegría, el orgullo y
la vanidad.
Es extraño, estamos en otoño y en este momento el viento debería estar haciendo su
cruento deber. ¿Será que para él también existe el arrepentimiento? Seguramente jamás
halle el perdón, así como tampoco una retribución por el grandioso acto de atraer la
lluvia que se aproxima. El cielo se me torna gris. Logro sentir sus lágrimas en mis
hombros, comprender su mensaje: llora por mí, por ellos, por nosotros, conmigo.
Calla la palabra muerte, no estremezcas más mi nuca, por favor, meditador
silencioso.
Parto en busca de un techo y lo imagino cubierto entre mis brazos, protegido de la
lluvia, con sus ojos inmensos, con sus pequeñas manos.
Jamás voy a olvidar esta tarde. Hace unas horas recibí la noticia. Y aunque hayan
pasado dos meses nunca voy a olvidar esa mañana de marzo, esa en que me anunció que
debía irse allí en busca de un mísero pedazo de tierra que reconstruiría el honor de muy
pocos. A pesar de todo vamos a ganar. Sé que el diario va a sorprenderme en su portada
con la noticia y él, el más valiente.
Siento que la habitación se mueve. Siento que no hay nada, ni cama, ni piso. Sólo
un sueño. Y qué lindo sería despertar de este cuento. Saldría de él y asesinaría al
todopoderoso que me esclavizó haciéndome partícipe de esta infamia, manejando mi
vida. Jugando con ella, con la muerte, con un ser muy chiquitito. Y con un amor muy
gigante.
Veo luces de colores en todos lados, ya no siento la piel, ya no quiero despertar.
Quiero dormir un sueño eterno y abrir los ojos, por ejemplo, en un 29 de noviembre de
otro año, mucho más lejano. Poder despegarlos y no reconocer el velador que no
funciona ni el quejido de una cama abandonada.
Pero ya no voy a despertar. No quiero seguir soñando lo mismo tantas noches. No
quiero aborrecer el monótono paisaje. No quiero escuchar más gemidos de dolor ni
llantos desesperados, ni oírlo, ni verlo en un espejo, abrazándome. En un retrato. En mi
inmortal profecía.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 101
Ya que mañana, otra vez, va a ser el mismo día y mi vida ronda en él.
Posiblemente logre arrastrarme hasta la cocina y beber a tibios sorbos un café
acalambrado. Y escapar de mi casa e ir al lugar en que me pidió casamiento.
Añorando que llueva, para que se haga más corto pero más duradero, que el agua
me llegue al cuello y me ahogue llevándome en su corriente hasta algún lugar oscuro
más allá y que luego me vuelque y me halle sin reclamo, sin dolor, sin espasmos de
amargura, ni envidia y resentimiento hacia la felicidad.
Me siento más sola que nunca. Hoy, esta noche, sólo abro la ventana y veo ante mí
un cielo opaco en el que no lo encuentro. Miro a todos lados y él no está.
Hoy está marcada mi sentencia, quizás una abrupta reconciliación.
Hoy estoy decidida a asumir que alguna vez fui amada y me brindé al amor. Que
fuimos las personas más felices, que nuestra vida era ideal, como la luna (que ya no me
mira). Que lo vi a los ojos empapados de ilusión y le dije que en julio o agosto nacería
la ternura proveniente de este amor. Esa misma tarde nadé en un mar de dulzura junto a
una propuesta de miles de esta luna juntos, de miles de noches, de toda la vida, allí en
nuestro banco. Luego naufragué en ese mismo mar.
Y todos esos dedos me señalaron y todos esos ojos me interrogaron, mucho
después. Pero todos los rostros que me apuñalan, que me asesinan, que me torturan, aún
no logran derribarme.
No aguanto más sufrir por un cielo lejano, por desilusiones ajenas a mi dolor y a mi
rencor, a pesar de que no sé a qué se debe, a pesar de que aún no encuentro el papel
empapado y desteñido que debo llevar en el cuello, el que me colgaron sin preguntar.
Saber que tras mis pisadas hacia una casa que cree ser mi esclava, los niños comentan
sus hipótesis mientras me siguen y susurran y más de una vez, al ver mi rostro
despedazado por la humedad, se asustan y salen corriendo.
Recibo la noticia de tu muerte, sin motivo, sin excusa. El miedo, la desolación, la
muerte. Quise retenerlo al lado mío, puedo jurarlo. Pero prefirió irse con vos y confío
que allí (dónde, no sé) lo cuidás muy bien.
Es hoy cuando me hallo frente a un frasco de pastillas oxidadas y reflexiono: cada
nuevo día (aún casi treinta años después) es aquel día. ¿Para qué? Y decido escapar…
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 102
Secreto
—Entonces, ¿cuál es tu secreto?
—¿Secreto? Yo no tengo secretos —respondió Ernesto sin despegar la vista del
ovillo que estaba formando con la lana.
—Vamos, no sos tan distinto como querés creer. Todos tenemos secretos.
—No creo que sea tan así como lo planteás. Y si fuera así, ¿el tuyo cuál sería?
—No te lo puedo decir —contestó Maitén, intentando captar su atención.
—¿Tan grave es?
—No, pero si te lo dijera ya no sería secreto.
—¿Y?
—Y me tendría que buscar otro nuevo, todos necesitamos tener secretos. Y justo
ahora sería bastante complicado.
—Hace rato que no me toca un mate…
—Porque tengo las manos ocupadas, sosteniendo la lana. ¿No querés saber por qué
quiero saber tu secreto si yo no te voy a contar el mío? —preguntó mientras se
desmarañaba para cebar un mate lavado y tibio.
—¿Debería?
—No, no deberías. Pero supuse que te intrigaría.
—Son pocas las cosas que me intrigan hoy, linda.
—Por ejemplo…
—¿Por ejemplo qué?
—Algo que te intrigue…
—A ver —soltando el ovillo y adaptando la postura de Le Penseur— … No sé, no
se me ocurre nada.
—Dale, pensá un poco más, hacé el esfuerzo.
—¿Qué es lo que en realidad querés saber?
—Nada, simplemente estoy buscando pasar el tiempo, estoy aburrida con esta
porquería.
—Me intriga lo que va a pasar ahora.
—¿Ves? Ahí vamos bien. A mí también me intriga.
—Incluso me genera un poco de culpa. ¿A vos? —le entregó el mate señalándole
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 103
que lo continúe.
—Muchísima. Es difícil pensar cómo vamos a hacer para seguir, se nos puso
demasiado difícil todo —tomó el mate de un solo sorbo y volvió a cebar para él.
—Falta poquito para terminar esto. Esperemos que dure.
—Sí —suspiró profundamente, haciendo un ruido notorio—… Creo que
tendríamos que empezar a pensar en tener hijos.
—¿Hijos? ¡Pero vos estás completamente loca! —gritó alterado, dejando con
bronca el mate sobre la mesa y tirando la lana ovillada hacia la pared, arruinando el
trabajo de toda la tarde—. Somos hermanos, Maitén ¿vos me estás tomando el pelo?
—No, Ernesto. No te pongas así, por favor —suplicó llorisqueado—. Ese sería
nuestro secreto. Además, no tenemos que hacer nada nosotros. Acá hay jeringas como
para no tener que contactarnos físicamente. Sería difícil, pero es cuestión de probar.
—Disculpame —se sentó suavemente, intentando disimular su enojo—, pero creo
que todo lo que vino pasando terminó con lo poco de cordura que te quedaba.
—No, no nos estamos entendiendo. Decime sino, ¿qué va a pasar? ¿Vamos a
quedarnos sentados esperando la muerte sin hacer nada por nuestra especie?
—Ya sabés lo que pensé siempre de nuestra especie, eso no ha cambiado.
—Ernesto, por favor, razoná. A ver, supongamos que en un año o dos yo me
muriera y te quedaras solo en el mundo, ¿qué harías?
—Saldría. Y listo.
—Si ese es el objetivo de que estemos acá, entonces salgamos ahora y terminemos
con toda esta ridiculez —se paró y fue hacia el baño, dando un portazo. Permaneció allí
al menos media hora.
—Al fin salís. Vení, sentate y charlemos un rato —con un tono de voz dulce,
mientras ella, como si fuera una niña, se acurrucaba sobre sus rodillas—. Esto fue una
decisión de ambos. Podríamos habernos quedado como todos y haber sufrido las
mismas consecuencias. Sin embargo, decidimos resguardarnos acá para sobrevivir, para
estar un rato más juntos, o qué sé yo. Pero jamás para salvar a la especie. Cuando nos
muramos nosotros dos, ya está. Creo que, como humanos, ya es demasiado pedir que
ahora estemos conversando, deberíamos habernos derretido como el resto.
—Te estás olvidando de una cuestión —dijo, trasladándose a su silla—. No te
considero tan ingenuo como para creer que en verdad somos los únicos. Quizás acá en
la tierra sí, es muy probable. Pero antes de detonar, seguramente los yanquis se fueron.
Convengamos que decidieron sacrificar a la humanidad porque el 99,3% se estaba
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 104
muriendo de hambre y el 0,7% que no, estaba allá.
—En eso puede ser que tengas razón. Pero de todas formas, nunca vamos a poder
salir, no sabemos qué hay arriba, puede ser muy peligroso.
—Por eso, Ernesto, empecemos a armar nuestra estirpe —insistió mientras se
llevaba la pava a la cocina para calentar el agua.
— ¿Y cómo sería eso exactamente...?
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 105
Un domingo
Los domingos tienen tendencia destructiva. No importa si estamos en pareja, con
amigos, con familia o solos. Los domingos tienen un instinto asesino en su esencia.
Muchas veces pensé que era un día que debería desaparecer. O que la consigna
generalizada debería ser quedarse durmiendo todo el día, no abrir los ojos.
Y esto, aunque parezca una locura, sucedió un domingo. Un domingo de junio, para
ser precisa, ya con mucho frío acechando tras la ventana, tras la puerta, tras las paredes.
Un domingo de ésos sola, sin nadie a quien recurrir, con un suplicio de desahogo dando
vueltas por mi imaginación, con miles de ideas inconclusas, con todos los proyectos que
dejé en el aire aquel día en que decidí morirme de una fantasía. Y fue morirme de ella,
no destruirla. Porque vivía en ella. Algún día, alguien encontrará pedacitos suyos por
distintos lugares y la reconstruirá. Eso no era mi vida.
Cuatro años de un matrimonio lleno de soledades, mentiras y terceros me dejaron
en claro que la vida no se parece a ese mapa que nos plantean. Es sólo la que se quiere
vivir y no la que nos imponen o nos imponemos. Pero lo interesante comenzó aquel
domingo de junio, con mucho frío acechando tras la ventana, tras la puerta, tras las
paredes. Un domingo dos años después, en que me levanté medio atontada por el vodka
que el sábado me había acompañado. Recuerdo que no salía el sol, que era todo gris,
nubes, intento de lluvia que no llegaba a serlo. No estaba deprimida. Tampoco estaba
feliz.
Me cambié sin poder cambiar mi dolor de cabeza y la rabia que sentía porque mi
existencia fuera esa y no otra. Un amor que se disolvió. Un proyecto que fracasó. Un
árbol que nunca creció. Un libro que jamás pude terminar de leer. Algo que creí me
pertenecía.
Salí, respiré, caminé, fumé, lloré, pensé, me quise, me odié. Y volví. Estaba
sonando el teléfono cuando entré. La voz que me llamó por mi nombre nada tenía de
familiar. Era un hombre. Un hombre con una voz atrapante, melancólica, como la
música de un bandoneón, que me hablaba sin conocerme, a quien no le importaba si aún
tenía el maquillaje del día anterior o si tenía las medias corridas. Que estaba ahí, del otro
lado del teléfono, quien sabe dónde, ocupando mi tiempo vacío de mí y de todo y de
todos.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 106
Así iba mi domingo, con una voz poco familiar, con un desconocido haciéndome
hablarle de mí misma y yo gustosa respondiendo, después de todo hacía tanto que no
me preguntaban por mí que ya ni siquiera sabía describirme. Qué me hace bien, qué me
hace mal, qué me perturba, qué me estimula, no lo sabía. Sólo sabía que había pasado
mucho tiempo en el lugar equivocado, con la persona, el entorno y mi propia
personalidad equivocados. No decía nada de él. Ni su nombre, ni su edad, ni por qué.
Porqué.
Y de repente se hizo lunes. Se hizo lunes y yo no estaba en el trabajo. Lunes y aún
no había dormido. Lunes y no me había dado cuenta del paso de la noche. Me seguía
preguntando y seguía respondiendo. En un momento yo misma me pregunté si sería un
loco buscando una vida para escribir el guión de una película, o algo similar, pero
enseguida me respondí que hubiese buscado una persona más interesante. Lunes y
seguía hablando con el desconocido. Martes, y seguía hablando con el desconocido.
Miércoles y así. Caí en la cuenta de que no había comido en esos días. No había ido al
baño, no había tomado pastillas, no había hecho nada más. Me preocupé.
Corté el teléfono bruscamente y corrí al baño a vomitar nada. Me miré al espejo y
no vi a nadie. Caminé por el pasillo y no oí mis pasos. Respiré y no sentí el aire. Abrí
las ventanas y el viento helado no me destruyó la piel. Quise agarrar el vaso y no podía.
Me miré la mano y no estaba. Me miré los pies y no estaban. Me busqué y me busqué y
no me encontré.
Me acurruqué en un rincón, despacito, por miedo a quebrarme por no ser nada. El
teléfono no paraba de sonar, me atormentaba. Tenía tantas ganas de llorar, pero las
lágrimas no salían.
Golpes en la puerta, leves, después desesperados. Voces del otro lado, ¿estás ahí?,
y cómo responder, si en verdad no estaba. Horas más tarde un señor que abre la puerta.
Mis dos hermanos ingresan acelerados, sin verme, revolviendo todo, buscando algo,
algún indicio, un nosequé. Y yo sin poder hablarles, gritándoles en vano que no se
asusten, cada vez más fuerte, en un estado de locura y desesperación que sólo en ese
momento concebí. Se fueron.
Pasaron los días, semanas, gente extraña exploraba el lugar, mis padres y mis
hermanos a menudo, hasta Ernesto vino a recoger algunas cosas.
Poco a poco la casa se fue quedando vacía, sola. Aunque estaba yo.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 107
Un mes habría transcurrido y ahora una familia vive conmigo. Él, un ejecutivo
aburrido y absurdo. Ella, un ama de casa postergada, gritona e infiel. Y el hijo… Un
pequeñín de 3 ó 4 años que todos los días se sienta un rato a hacerme compañía.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 108
Sueño de papel – Muerte de papel
Me despiertan unas luces extrañas, ¿qué es esto? ¿Dónde estoy? ¿A quién
pertenecen estas voces tan desconocidas? Me estoy encandilando, casi no puedo pensar,
por favor, apáguenlas. No lo había notado, estoy acostada y el calor atormenta
perversamente mis cinco sentidos (¿o eran seis? Ya no lo recuerdo). Voy a intentar
sentarme, con cuidado, no sé qué me estará esperando ahora. Recuerdo que la última
vez que me distraje, un puercoespín gigante estaba a punto de deglutirme.
¿Médicos? ¿Enfermeros? Discúlpenme, ¿quiénes son ustedes y por qué me tienen
aquí? Silencio. Que temor me genera el silencio cuando no lo necesito. Por favor, no
me ignoren, ¿qué hago aquí?
¡¡Por Dios!! ¡Esa soy yo! No es posible, estoy soñando. Si estuviera en ese estado
en el cual me veo no podría verme, en realidad, sólo sentirme y quizás escucharme
pensar, con suerte sentir algún dolor. No, no, esa no soy yo. Además estoy demasiado
pálida, parece que estuviera muerta. Definitivamente es un sueño, así que voy a
disfrutarlo, me bajo de esta camilla ridícula. Ahora que lo noto, estoy vestida, como de
costumbre. Ay, cuesta pisar, debo estar teniendo un calambre mientras duermo. Un
poquito de equilibrio, por favor. Ahí está, mejor me apuro a irme.
Tal como lo suponía, un hospital. Por qué será que siempre sueño con estas
situaciones tan extremas, siempre al borde de la muerte o del abismo o de la locura o de
la cordura.
¿Cómo puede ser que la gente esté esperando tirada en el piso? Aunque, a decir
verdad, se ve mejor la que está en el piso que la que está en los sillones. Camino
deprisa, sólo quiero ver el sol. Salida, salida, flecha, la sigo, ¡allá voy, claridad!
Como era de esperar conociendo mis desdichas, el sol no está, es de noche. Linda
noche, cálida noche, necesito un cigarrillo, ¿por qué no tengo en mis bolsillos? Necesito
fumar, urgente, siento angustia, una opresión horrenda en el pecho.
Señor, disculpe, por favor, ¿me convidaría un cigarrillo? La gente está cada vez
más maleducada. ¿Y este edificio? ¿Nuevo? No lo recordaba. Algo no anda bien. Pero,
¿cómo va a andar bien si es un sueño? Un sueño que bien podría haber escrito en un
papel añejo, desolado, que podría haber quedado en mi mesita de luz de cuando era
niña, de cuando una fantasía era meramente dormirme sobre una nube y despertar
soñando en ella, quizás, este mismo sueño.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 109
La gente no me mira a los ojos. Se ve que el tiempo me ha vuelto más insulsa de lo
que esperaba. O será que me volví invisible, el inconsciente es tan alucinante como los
elefantes de Dalí, esos de piernas largas, arañas de elefantes o elefantes de arañas de
cuatro patas. Ya sé, voy a entrar a un kiosco. Señorita, ¿cómo le va...? Señorita… ¡SE
ÑO RI TA! Sí, soy invisible, que ingrata noticia. ¿Cuánto puede durar? ¿Un par de
horas más? ¿Serán las cinco? ¿Las seis? Voy a ir hasta la plaza a ver el reloj. Qué
espanto, todo decorado festivamente, que mal gusto que tengo. Pensar que en verdad
odio las navidades. ¿Y EL RELOJ? No, era lo único que me faltaba. Así nunca voy a
saber cuándo termina todo esto. Si me acuesto a dormir, seguramente, cuando me toque
despertarme dentro de este sueño será la hora de despertarme del sueño real.
Me gusta esto de poder sentir tan nítidamente esta locura, el pasto está mojado y me
perturba, pero no va a impedirme dormir. Dormir. Dulces sueños, Maitén. Descansá,
hay mucho por hacer cuando despiertes.
¿Qué pasa? ¿Qué es esto? ¿Qué está pasando ahora? Voy para atrás, estoy
corriendo hacia atrás, vértigo, vértigo, quiero despertar urgente, despertate Maitén, dale,
despertate, por favor, Maitén. ¿Feliz 2020? ¡¿2020?! Mi cabeza no tiene límites, no lo
puedo creer. Despertate de una vez, o vas a vomitar todo.
No, no, el hospital otra vez no, por favor, por favor, por favor…
De nuevo las luces perversas, cómo me gustaría que fueran rayos de luz colándose
por mis ventanas. Sigo con esta tos insoportable, no la había tenido en el paseo. ¡Ah!
¡Sí! ¡Es la luz en mi ventana! Uff, que tranquilidad. Voy a darme una ducha urgente así
me despabilo, qué lejos que llegué esta vez, son las siete y media de la mañana.
Lo que me faltaba, no se calienta el agua, detesto hacerlo con agua fría. Bueno, no
hay tiempo, voy a dejar la pava puesta para el mate así está lista cuando termine.
Que refrescante. Ahora a desayunar. Qué buenos mates, que lindo clima, me
quedaría acá, no quiero salir a trabajar. ¿Y si llamo para avisar que estoy enferma? No
sé, no sería correcto. Aunque podría ser una buena opción. Timbre, ¿quién puede ser tan
temprano? Pará, Maitén, ese no es tu timbre. Y si lo fuera alguien estaría prendido a él
como si de una urgencia se tratara.
No, no, no, ¿qué pasa? No otra vez. Hacia atrás, vértigo, vértigo otra vez, mi panza,
me duele la panza, basta por favooooor…
El sonido, no es un timbre. Es mi ritmo cardíaco. La luces, la camilla. Se escucha
acelerado, no me gusta, algo no anda bien, otra vez. Peleala, Maitén, peleala, vos podés
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 110
salir de ésta. Escucho el sonido final, como en las películas. ¿Seguirá siendo un sueño?
Todavía me puedo levantar.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 111
Muerte de vos
Muerde con el hombro la mejilla de un anciano
y no importa
mira de reojo a los niños infelices
y a los nuestros de ellos
propios y ajenos
cargados de siniestros piropos.
Prendo un cigarrillo
que sabe también a ella
como si estuviera comprimida
en un absurdo cilindro de cianuro
tan cerca está y tan lejana
como la vida calma
durmiendo en un colchón de telarañas.
Está en mi copa y en mis manos solitarias
en mi cuello insípido y mis labios amargos
esperando a que el hartazgo
le venda un navajazo a la ilusión
y la lluvia sea ácida mientras me baño
sin tu piel acariciando
ni un mísero arrebato de locura.
Aquí la espero
con las piernas cruzadas y las venas atentas
tardará en llegar, me anunció en un guiño,
pero estoy sola y ya no la respeto
para no desafiarla
con porta ojeras en ayunas
y temblores de huracanes que no matan
ni rasguñan.
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 112
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 113
ÍNDICE
Los Obvios ....................................................................................................................... 7
Atracones de versos burgueses ...................................................................................... 9
Las trece campanadas ....................................................................................................... 9
Julieta .............................................................................................................................. 12
Boceto ............................................................................................................................. 13
El misterioso amigo de Ernesto ...................................................................................... 15
Cleopatra ......................................................................................................................... 16
Agonía ............................................................................................................................ 18
Cartero ............................................................................................................................ 20
Espera ............................................................................................................................. 22
Fascinación ..................................................................................................................... 24
Manera ............................................................................................................................ 25
Cuenta regresiva ............................................................................................................. 27
Me declaro culpable........................................................................................................ 28
Réquiem .......................................................................................................................... 33
Trabajos .......................................................................................................................... 35
Instinto ............................................................................................................................ 36
Reconocidos desconocidos ............................................................................................. 37
Bulimia de poesía ........................................................................................................... 39
Las sombras de los postes de luz ................................................................................. 40
Qué bonita vecindad ....................................................................................................... 41
Toco tu boca ................................................................................................................... 43
Y vivieron infelices para siempre ................................................................................... 45
9:06 ................................................................................................................................. 46
Unicornio ........................................................................................................................ 47
Copos de nieve ............................................................................................................... 48
Extraterrestres ................................................................................................................. 49
Fantasma ......................................................................................................................... 50
El agua estaba por todos lados ........................................................................................ 51
No es lo que parece ......................................................................................................... 52
Ganas .............................................................................................................................. 53
El pastorcito .................................................................................................................... 55
LOS OBVIOS
Soledad Arrieta 114
Narración ........................................................................................................................ 56
Los Ernestosaurios .......................................................................................................... 57
Otoño .............................................................................................................................. 59
Poeta ............................................................................................................................... 60
Punta Alta ....................................................................................................................... 61
Rutina ............................................................................................................................. 62
La Vieja .......................................................................................................................... 64
Meteorito ........................................................................................................................ 65
Pañuelo ........................................................................................................................... 67
Pensamiento .................................................................................................................... 68
Útero ............................................................................................................................... 69
Ruido .............................................................................................................................. 70
Inquilina .......................................................................................................................... 71
Vos, el universo y yo ...................................................................................................... 72
Un navajazo a la ilusión ............................................................................................... 74
Se acerca ......................................................................................................................... 75
Canje ............................................................................................................................... 76
Pared ............................................................................................................................... 79
Frente a frente ................................................................................................................. 81
Homicidio ....................................................................................................................... 82
Beige ............................................................................................................................... 84
Flotando .......................................................................................................................... 86
Soledad ........................................................................................................................... 88
Tiempos .......................................................................................................................... 90
Sesión ............................................................................................................................. 91
Sinfonía ........................................................................................................................... 92
Calle ................................................................................................................................ 93
Salvo el niño ................................................................................................................... 95
Me abandonó .................................................................................................................. 97
Ausencia de Dos ............................................................................................................. 98
Secreto .......................................................................................................................... 102
Un domingo .................................................................................................................. 105
Sueño de papel – Muerte de papel ................................................................................ 108
Muerte de vos ............................................................................................................... 111
LOS OBVIOS
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