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LOS MOMENTOS DE LA VEAD John Huston, Dublineses (The dead, 1987). Con Dona! McCann y Anjelica Huston. H ay una escena de t Ci (Fat City, 1971), una de las más grandes películas de John Huston, que de- fine en su esencia el em- brión de Dublineses, su último y definitivo trabajo. Un ex-boxeador maduro, cansado y derrotado, y un ex-aspirante ya absorbido por el conrmismo miliar y social, vuelven a encontrarse en un bar de carretera. Mientras toman un ca juntos, y ante la impaciencia del más joven, que debe regresar junto a su mujer, el otro clava su mirada en el anciano camarero, que a du- ras penas puede moverse para ser- virles sus tazas. En un instante de abrumadora gracia cinematográfi- ca, el mundo exterior se detiene, desaparece todo sonido y el perso- naje (el espectador) se encuentra cara a cara con su propio destino, un muerto en vida rodeado de muertos. En Dublineses, hay otro momen- to de parecida intensidad, cuando D'Arcy canta la balada e Lass of Aughrim mientras Gretta la escu- cha paralizada. Huston resuelve el lance con aún mayor economía de medios que en t Ci: mantiene un piano fijo sobre el rostro enaje- nado de Anjelica Huston y deja que la canción se escuche en off Se trata, pues, de otro instante de paralización visual en el que el pre- sente queda congelado y el reino de lo inmóvil, de lo muerto, impo- ne sus leyes. Gretta debe aceptar que su pasado jamás volverá y que su existencia actual es sólo un re- flejo estático de lo que pudo ser. Pero, al contrario que Fat Ci o que la igualmente espléndida San- gre sabia (Wise blood, 1979), Dubli- neses ya no es la crónica de cómo personajes vivos se convierten en muertos vivientes (uno de los te- mas voritos del Huston maduro), sino la celebración de una ceremo- nia, a la vez irónica y desolada, al- Los Cuadernos de la Actualidad hn Huston. rededor de unas vidas dominadas por la muerte, la opresión de los recuerdos y la inexistencia del - turo. En este sentido, el título ori- ginal de la película no sólo se refie- re a los muertos que pueblan las conversaciones y las mentes de los vivos o, gracias a la indefinición numérica del idioma inglés, al muerto cuya evocación desencade- na la secuencia final, sino también a esos vivos ya incapaces de vivir: Gretta, su marido Gabriel y todos los demás se convierten así en la versión definitiva e inmovilizada del patético boxeador de t Ci, el extravagante predicador de San- gre sabia e incluso los desarraiga- dos de das rebeldes (The misfits, 1960), que al final lograban inn- dirse mutuamente calor vital y es- capar al ío helado de la muerte en vida. Las películas de John Huston comparten, en su inmensa mayo- ría, un curioso punto de partida: la presentación de personajes que in- tentan dejar atrás su pasado y cons- truirse un turo más o menos con- rtable, más o menos inspirado en su propia imagen mental de la li- cidad. Los buscadores de oro de El tesoro de Sier Madre (The treasu- re ofthe Sierra Madre, 1947), el ex- soldado y la chica de Cayo Largo (Key Largo, 1948), los oscuros de- lincuentes de La jungla del alto (The asphalt jungle, 1950), la extra- ña pareja Bogart-Hepburn de La Reina de A/rica (The African Queen, 1952), la desolada comuni- dad de La noche de la iguana (The night of the iguana, 1964) o los ya mencionados protagonistas de - das rebeldes, Fat Ci y Sangre sabia 99 son los máximos representantes de esta nutrida una. En Dublineses, por primera y última vez en la obra de Huston, no son las circunstan- cias presentes o el azar los que im- piden el acceso a un turo limpio de los magmas del pasado; es el propio pasado el que se cierne so- bre el presente y lo ahoga, cerran- do toda posible vía de escape o de esperanza. En la primera parte, los recuer- dos de los tiempos ya idos van to- mando sutilmente cuerpo en rma de canciones, poemas o conversa- ciones que dejan a los personajes suspendidos en el vacío de un tiem- po que ya no existe más que en la palabra o en la mirada. A partir del piano de Anjelica Huston escu- chando ensimismada la balada de D'Arcy (verdadero momento y eje estructural del film), la película también se encierra en sí misma y reduce progresivamente su elenco (primero a dos persones que dia- logan, luego a uno solo que mono- loga, finalmente a imágenes de «naturalezas muertas» que ya no incluyen ningún ser viviente) a la vez que define su verdadero tema: la invasión del presente por parte del pasado, es decir, la completa y total consión entre los muertos de otro tiempo y los vivos de ahora mismo («Y la nieve cae lentamente sobre los muertos y los vivos», dice más o menos Gabriel en su monó- logo interior final). Esta percta corrrespondencia entre el piano ideológico y el r- mal (como dirían los prosores de estilística), este «vaciado» sico del escenario juega en vor de la producción de sensaciones en bru-

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LOS

MOMENTOS

DE LA

VERDAD

John Huston, Dublineses (The dead, 1987). Con Dona! McCann y Anjelica Huston.

Hay una escena de Fat City (Fat City, 1971), una de las más grandes películas de John Huston, que de­fine en su esencia el em­

brión de Dublineses, su último y definitivo trabajo. Un ex-boxeador maduro, cansado y derrotado, y un ex-aspirante ya absorbido por el conformismo familiar y social, vuelven a encontrarse en un bar de carretera. Mientras toman un café juntos, y ante la impaciencia del más joven, que debe regresar junto a su mujer, el otro clava su mirada en el anciano camarero, que a du­ras penas puede moverse para ser­virles sus tazas. En un instante de abrumadora gracia cinematográfi­ca, el mundo exterior se detiene, desaparece todo sonido y el perso­naje (el espectador) se encuentra cara a cara con su propio destino, un muerto en vida rodeado de muertos.

En Dublineses, hay otro momen­to de parecida intensidad, cuando D'Arcy canta la balada The Lass of Aughrim mientras Gretta la escu­cha paralizada. Huston resuelve el lance con aún mayor economía de medios que en Fat City: mantiene un piano fijo sobre el rostro enaje­nado de Anjelica Huston y deja que la canción se escuche en off Se trata, pues, de otro instante de paralización visual en el que el pre­sente queda congelado y el reino de lo inmóvil, de lo muerto, impo­ne sus leyes. Gretta debe aceptar que su pasado jamás volverá y que su existencia actual es sólo un re­flejo estático de lo que pudo ser. Pero, al contrario que Fat City o que la igualmente espléndida San­gre sabia (Wise blood, 1979), Dubli­neses ya no es la crónica de cómo personajes vivos se convierten en muertos vivientes (uno de los te­mas favoritos del Huston maduro), sino la celebración de una ceremo­nia, a la vez irónica y desolada, al-

Los Cuadernos de la Actualidad

John Huston.

rededor de unas vidas dominadas por la muerte, la opresión de los recuerdos y la inexistencia del fu­turo. En este sentido, el título ori­ginal de la película no sólo se refie­re a los muertos que pueblan las conversaciones y las mentes de los vivos o, gracias a la indefinición numérica del idioma inglés, al muerto cuya evocación desencade­na la secuencia final, sino también a esos vivos ya incapaces de vivir: Gretta, su marido Gabriel y todos los demás se convierten así en la versión definitiva e inmovilizada del patético boxeador de Fat City, el extravagante predicador de San­gre sabia e incluso los desarraiga­dos de Vidas rebeldes (The misfits, 1960), que al final lograban infun­dirse mutuamente calor vital y es­capar al frío helado de la muerte en vida.

Las películas de John Huston comparten, en su inmensa mayo­ría, un curioso punto de partida: la presentación de personajes que in­tentan dejar atrás su pasado y cons­truirse un futuro más o menos con­fortable, más o menos inspirado en su propia imagen mental de la feli­cidad. Los buscadores de oro de El tesoro de Sierra Madre (The treasu­re ofthe Sierra Madre, 1947), el ex­soldado y la chica de Cayo Largo (Key Largo, 1948), los oscuros de­lincuentes de La jungla del asfalto (The asphalt jungle, 1950), la extra­ña pareja Bogart-Hepburn de La Reina de A/rica (The African Queen, 1952), la desolada comuni­dad de La noche de la iguana (The night of the iguana, 1964) o los ya mencionados protagonistas de Vi­das rebeldes, Fat City y Sangre sabia

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son los máximos representantes de esta nutrida fauna. En Dublineses, por primera y última vez en la obra de Huston, no son las circunstan­cias presentes o el azar los que im­piden el acceso a un futuro limpio de los magmas del pasado; es el propio pasado el que se cierne so­bre el presente y lo ahoga, cerran­do toda posible vía de escape o de esperanza.

En la primera parte, los recuer­dos de los tiempos ya idos van to­mando sutilmente cuerpo en forma de canciones, poemas o conversa­ciones que dejan a los personajes suspendidos en el vacío de un tiem­po que ya no existe más que en la palabra o en la mirada. A partir del piano de Anjelica Huston escu­chando ensimismada la balada de D'Arcy (verdadero momento y eje estructural del film), la película también se encierra en sí misma y reduce progresivamente su elenco (primero a dos personajes que dia­logan, luego a uno solo que mono­loga, finalmente a imágenes de «naturalezas muertas» que ya no incluyen ningún ser viviente) a la vez que define su verdadero tema: la invasión del presente por parte del pasado, es decir, la completa y total confusión entre los muertos de otro tiempo y los vivos de ahora mismo («Y la nieve cae lentamente sobre los muertos y los vivos», dice más o menos Gabriel en su monó­logo interior final).

Esta perfecta corrrespondencia entre el piano ideológico y el for­mal (como dirían los profesores de estilística), este «vaciado» físico del escenario juega en favor de la producción de sensaciones en bru-

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to, completamente elementales y primitivas pero a la vez capaces de sugerir el más complejo de los sig­nificados: cuando en la pantalla ya sólo quedan paisajes desolados y la dolorida voz del protagonista, lejos de resultar una burda ilustración del texto de Joyce, el cine de Hus­ton alcanza su último y mayor mo­mento de pureza. El final de Dubli­neses, al eliminar todo tipo de ac­ción externa, elimina también el concepto de tiempo cinematográfi­co, y así el cine queda reducido a su mínima (y quizá más intensa) expresión: un fluir de palabras e imágenes cuya sola combinación, sin la ayuda de ningún otro ele­mento, es capaz de provocar emo­ciones como las que se sienten, en palabras de Griffith -si no me equivoco-, al contemplar la belle­za de las hojas movidas por el vien­to. Es de esta manera que una pelí­cula como Dublineses puede com­binar una última mirada a un uni­verso (y una visión del mundo) en

Angélica Huston.

descomposición, y una acepc10n virginal, un retorno a las fuentes, del instrumento de esa mirada, el cine, que, como decía Truffaut -y perdonen, pero no puedo evitar es­ta segunda cita-, siempre será «más armonioso que la vida». Lo cual, evidentemente, no quiere de­cir mejor.

Carlos Losilla

Los Cuadernos de la Actualidad

LAS GUERRAS

DE LA

GUERRA

Félix Grande, La calumnia. Ed. Mondadori, Madrid.

A caso sea éste el momento más oportuno para refle­xionar sobre la última obra de Félix Grande, pues, pasados ya unos

meses desde su publicación y a la vista de las reacciones -por acción y hasta por omisión- que ha pro­vocado en la crítica, se pueden ex­traer algunas conclusiones sin el imperativo de la llamada actuali­dad. El largo subtítulo del libro («De cómo a Luis Rosales, por de­fender a Federico García Lorca, lo persiguieron hasta la muerte») ha­brá desanimado a algunos lectores que se veían ante otro libro sobre Lorca o ante otro libro sobre las miserias de la Guerra Civil. En efecto, con los temas «Lorca» y «Guerra Civil» parece ocurrir lo mismo que antaño ocurría con los deslices de las niñas bien: tras el espesísimo silencio que cubría el hecho, se dejaba paso a una extre­ma locuacidad (cuando la niña se casaba) para enseguida considerar de mal gusto andar revolviendo el pasado. Una vez que aquí supimos de las maldades de los dos bandos y se pudo «recuperar» a Lorca, bo­rrón y a otra cosa.

Ahora bien, no sé si el silencio de algunos críticos ante la apari­ción del libro -y si no el silencio, sí cierta reticencia- haya obedecido tanto a que considerasen que el asunto no daba más de sí como a que La calumnia abordase además de la defensa de Rosales esa afi­ción de la sociedad literaria al enci­zañamiento. Con el capítulo titula­do «Los hechos», Félix Grande da por zanjada la cuestión, apoyándo­se, sobre todo, en las investigacio­nes de Gibson: Luis Rosales no só­lo no perjudicó a su amigo Lorca sino que se jugó el tipo en su de­fensa. Pero no acaba ahí el libro. La lección continúa para explicar­nos todos los mecanismos necesa-

. ríos para que una calumnia ( ese • «airecillo que, inasesible, sutil, li­

geramente, dulcemente empieza asusurrar» como canta un calumnia-

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Luis Rosales.

dor en El barbero de Rossini) pue­da surtir los efectos pretendidos por la mente enferma que la lanzó. Frente a ella, de nada valen los he­chos, la evidencia, y el calumniado suele bajar a la tumba con el sam­benito puesto por más que la terca realidad le dé la razón. El propio Félix Grande lo sabe, y no tiene re­paros en considerarse «un escritor que sabe que el libro que acaba de escribir es inútil» (p. 418). De ahí que el estilo adoptado para contar­nos qué es la calumnia, cómo ac­túa, sus diferencias con el embuste, su sutilidad mortífera, sea el estilo de un escritor indignado. Ya sé que todo esto es inútil -parece pensar Félix Grande-, pero voy a pata­lear, a hablar por Luis Rosales y a exponerme, cómo no, a nuevas ca­lumnias por defender a un antiguo falangista. Y para ello trae a cuento broncas personales, sucedidos con quienes seguían dudando -bien por desconocer los hechos o bien por la propia molicie que la calum­nia parece traer consigo- y otros pormenores, heteróminos e histo­rias «del otro bando». De modo que, salvo en el primer capítulo, el estilo no es otro que el cabreo pro­fundo ante la imposibilidad de contender con la calumnia, por más que de ella se hable.

En nuestra sociedad literaria -tan amiga de la reducción, de laetiqueta- puede haber caído el li­bro que comento como otro más

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sobre Lorca y las guerras de La Guerra. Se sigue así el didáctico camino que vamos andando en una literatura cada vez más descafeina­da y ligth. Sin embargo el lector que termine el libro lo cerrará con­tagiado de una muy útil indigna­ción en los suaves tiempos que co­rren, donde se nos obliga a comul­gar con muy calumniosas ruedas de molino. En una palabra, el lec­tor se dará cuenta de que Félix Grande ha tomado el camino de Flaubert: «Al escribir la biografía de un amigo, hay que hacerlo co­mo si estuvieras vengándole».

Francisco García Pérez

LA SENCILLEZ

Y LA

VIGILANCIA

Tomás Salvador González, Aleda. Esperanza Ortega, Algún día. Christine Monot, La fruta y los pasos. Ediciones Portuguesas, Valladolid, 1988.

D- os recientes premios de

poesía -el «Hiperión»,concedido a Miguel Suá­rez, y el revalorizado «Provincia», a Ildefonso

Rodríguez- han vuelto a llamar la atención sobre el grupo de poetas castellano-leoneses al que, en algu­na otra ocasión, me he referido co­mo una «generación retardada». El marco cultural, la inedición y el ol­vido no han bastado para impedir una lenta y prolongada labor de es­critura que solo recientemente ha empezado a ser pública. Entre los muchos caminos ensayados, se en­cuentra éste de la publicación mi­noritaria y artesanal al que se ads­criben las Ediciones Portuguesas que cuida el propio M. Suárez.

Quizá casualmente, hay ciertos elementos afines entre los tres li­bros ahora aparecidos: la búsqueda por distintos medios de una senci­llez expresiva, la mirada que se di- � rige al entorno cotidiano, la viveza � del mundo de los objetos, un deba- � te entre posiciones frente a lo exte- ci rior: ser y moverse, observar e in- _; terpretar, alegrarse y temer... ¡¡:¡

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De estos tres poetas, sólo Tomás Salvador González (Zamora, 1952) había publicado antes un libro, La entrada en la cabeza (Endymion, Madrid, 1986). Su entrega de aho­ra, Aleda, es una crónica del paso de las estaciones, atravesada por un doble hilo de lectura que se plantea ya desde el primer poema; en él, se abre la naturaleza como un libro: los simples hechos, en su estar, son un sistema continuo de revelaciones, de cuya contempla­ción se deriva una tranquilidad, un abandono, un traslado de ese mun­do a una concepción existencial: «Por ti cuidará del huerto la tor­menta»; pero, al lado, las preguntas que se dejan en el aire, la sensación de que, mientras todos duermen, un misterio alienta y permite ese sueño. Nada en el libro tiene la for­ma de razonamiento y, así, ambos hilos, entrecruzándose, tejen un re­corrido contradictorio, presidido por los contrastes y los cambios de ánimo, sin resolución.

En la primera vertiente, hay un esfuerzo continuo hacia la calma, hacia la anulación de todo impulso que busque producir sentido, in­cluso hasta el borde de una pérdida de identidad. Se propone la espera como actitud, visitada por momen­tos súbitos de revelación o de cam­bio que quien mira constata y reci­be. Mientras, se ve pasar el tiempo, limitándose a nombrar lo que con­tiene.

El poema suele empezar con una frase breve y rotunda, a menudo sentenciosa; luego, en el discurrir de las cosas, va sufriendo una frag­mentación que lo conduce al her-

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metismo, por lo intangible de los sentidos que al final se dejan en el aire. De la misma manera, la incer­tidumbre, el desconocimiento, una carencia que late, cierran frecuen­temente el poema; es el otro hilo del libro. Ahí interviene el miedo, descrito como una presencia invisi­ble, que entorpece -en un efecto de niebla- la percepción. Así con las imágenes de la mirada se inte­gran a veces las de la memoria o el sueño, construyendo un clima cre­cientemente enigmático: los perso­najes míticos -los durmientes, los mudos, el escondido-, el ambiente de rito extraño, los actos injustifi­cados que parecen dirigidos a algo o alguien, de ese modo, «presen­te».

La coexistencia de estas dos ma­neras de percibir y de concebir el mundo constituye también el len­guaje, pretendido como lugar de fusión «del ser y las sombras»: pre­cisión y ambigüedad. Por un lado, los objetos naturales no funcionan analógicamente, sino con su peso de materia, en una operación de descargamiento de los simbolis­mos que históricamente se les hayan adherido. Por otro lado, siempre está sugerida una red de posibles lecturas; «en todo bulle un presentimiento, también en las palabras», se dice; asimismo «ni cuerpos ni palabras carecen de temblor»: es, lejos de un sistema simbólico tradicional, la voluntad de despertar nuevas fórmulas de vibración del texto, un intento de revisar el utillaje verbal de que la poesía dispone.

Las tres partes en que se divide Algún día parecen corresponder a tres propuestas de lenguaje que Es­peranza Ortega (Palencia, 1954) en­saya, pero también a tiempos y at­mósferas distintos; se evita, sin embargo, el entramado de una his­toria, toda deducción de sentido en la ordenación, al romper el rigor de ésta haciendo aparecer en cual­quier momento trasuntos inespera­dos de las otras fases del libro, elu­diendo cualquier final.

En la primera parte -«Otra ori­lla»- se confrontan dos planos bien deslindados. Los aflujos del pasado o una vida cotidiana con sa­bor de pesadilla producen un aho­go que sólo en el refugio familiar se supera; y se supera por entero, aunque cada vez temporalmente. Amor, dicha, alegría están ahí co­mo entes completos, realidades ab­solutas. Entre ambos mundos no

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hay comunicación, sus valores son antagónicos; salir de casa es acudir «adonde a nadie le parezco hermo­sa». En lúcida pirueta, vida íntima y viaje fantástico están del mismo lado frente a todo lo demás: así la cama tibia de la noche y el ba�co forman grupo frente al tren entre la niebla invernal. Quizá por eso es tan fácil el intercambio entrd lo descriptivo y lo analógico entre el n_ombre y la imagen, qu'e fluyen siempre mezclados.

En la segunda parte -«Dedicato­rias»- el ámbito más íntimo se construye mediante un mundo de imágenes que remite a algunas ve-tas del 27: la ternura tal vez lo naif, una incipiente sugerencia em­�lemática siempre transparente. La imagen se ramifica y entrelaza con un hilo de expresión directa en busca de definiciones exactas co­mo la que denomina a los jóv�nes alumnos: «monótonas bandadas de luz». Cada poema alcanza fórmulas variadas de intensidad rítmica: re­peticiones, exclamaciones y pre- � guntas, vehemencia en diferentes � registros de la sensilibidad... &:

El «Album familiar» de la terce- cira parte concreta aquella amenaza­dora visita del pasado en poemas _ �arrativos y extensos, fragmenta­rios, como hi�vanándose al compás de la memoria. «En los bolsillos / de los abrigos viejos / tememos en­contrar a l_a desdicha», se dice, y en efecto el Juego de las niñas en la playa es interrumpido por la visión de los pies del ahogado· el vértigo y la angustia nacen tant� de la de­bilidad con que llega el recuerdo como del recuerdo mismo. La sin­taxis, la tensión verbal lo transmi­ten; a��que falten los hechos que las ongmaron, las sensaciones se despliegan íntegras en el poema.

Christine Monot (París 1960) aporta ese especial tacto dd las pa­la�ras que distingue a algunos es­critores que cambian de idioma· la pasión feliz de quien está des�u­briendo lo nuevo repercute en la sorpresa del lector ante la flexibili­dad y la inocencia de su propia len­gua que se hace otra.

En La fruta y los pasos verso Y prosa se combinan naturalmente -diferentes y homogéneos- sindar lugar a ninguna pregunta �obre su elección; en ambas formas rea­parece una dualidad que, de algúnmodo, estaba también ,,presente en los otros poetas comentados. Porun lado, se dice: «nunca tuvimos maestros / pues la bondad de cora-

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zón no se aprende / y parecía fácil r?bar imágenes / bastaban ojos dó• ctles // abandonarse a lo nimio re­quiere sencillez y vigilancia»: casi la formulación de una poética váli­da para mucho de lo que se ha di­cho hasta aquí. Sin embargo, por otro lado: «pero la sospecha / los ojos / los pretextos», el querer sa­ber, poner nombre, la duda.

E�te dualismo abre el libro y lo pres�d�, pero apenas será recogido exphcttamente. Los poemas tienen una _textura como de imagen su­rreahsta, que no puede sentirse así sino como descripción de una rea: lidad inverosímil para todos menos para la voz que narra. La mirada no distorsiona ni cae en alucinaciones percibe la totalidad de los matice� y los vínculos, desconoce cualquier tópico que pudiera nublarla y po­see una poderosa y despreocupada capacidad para dar nombres· los personajes que se mueven en 'el li­bro, vistos por esos ojos, reúnen fa­cultades prodigiosas, su ser se ins­tala en la maravilla. No hay sin embargo, unidimensionalidad: el mundo está hecho de capas autó­nomas, todas son planas eviden­tes; al tiempo, se excluye�, se nie­gai:i, se desconocen. Hay una mujer qmeta en la ventana («vida de cara­col / corazón de topo»), mientras por las calles pasan «los hijos del azar». El libro mismo, en su estruc­tura, en el ritmo de su articulación conserva fresca esa naturaleza d� hojaldre, ese origen azaroso en la selección y el orden. Sin argumen­to, todo corte practicado en él lo contiene completo.

Miguel Casado

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LA MIRADA

DE

GUELBENZU

José María Guelbenzu La mirada.

Alianza Tres, 1987.

La obra narrativa de José María Guelbenzu es una obra en constante evolu­ción. Pero no se trata de una evolución meramen-

te formal, porque en este aspecto resulta más bien conservadora o mejor dicho, fiel a unos principio� estéticos y técnicos, característicos del narrador, que señala el catedrá­tico José M. Martínez Cachero en su libro La novela española entre1936 y 1980: «El novelista continúa mostrando un amoroso cuidado de las palabras y de la estructura». La etapa más o menos experimentalis­ta quedó resuelta en El mercurio, y Guelbenzu no volvió sobre esos pasos. A partir de El río de la lunase hace stendhaliano, aunque con un tratamiento muy personal y mo­derno de su material narrativo. Más intimista que lírico Guelben­zu pone su espejo al bo�de del ca­mino (dicho que no es de Stendhal sino de Saint-Real: Stendhal lo uti: liza como frontispicio de uno de lo� capítulos de El rojo y el negro), y d,eJa que las cosas transcurran por si solas. Desde este punto de vista es el más objetivo de los novelista� españoles actuales, suficientemen­te bien educado como para no in­terferirse en el comportamiento ni en el destino de sus personajes.

Mas la evolución narrativa la «obra en marcha» de Guelbe�zu no permite que nos refiramos a su� novelas del pasado sino en cual­quier caso, a la i�mediatamente anterior. Si no fuera por el pulso y por el punto de vista, dos obras co­mo Ef espera�o y La mirada no pa­recerian es�ritas por la misma per­sona: la primera de las menciona­das es una novela de iniciación· la segunda, que es, hasta el mom�n­to, la última de Guelbenzu es una historia de punto y final: ' alguien llegó al extremo de la cuerda y la cuerda no puede estirarse más. Por ello, la estructura de El esperado es circular, o más bien redonda el cli­ma cálido, el lenguaje barr;co no en sí mismo sino en los mucho� as-

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pectas, las muchas relaciones, las distintas «miradas» que va revelan­do; en cambio, el relato de La mi­rada es lineal, el ambiente frío, la prosa escueta, porque nada hay más allá de las apariencias y lo que se relata ha de tener la concisión de un informe notarial, solo que redactado bajo un cielo plomizo: «Hay días que nacen con un signo aciago en su cielo».

El personaje de La mirada come­te su acto aparentemente gratuito bajo un cielo sombrío, al contrario que el personaje de El extranjero, de Albert Camus, que lo hace bajo el sol abrasador de Argel: pero en ambos casos el resultado es un ase­sinato. Ambos personajes, por lo demás, creen que están pasando por una mala racha, pero en reali­dad, son unos vencidos: «La suerte huye de los vencidos como la agu­deza de la costumbre», escribe Guelbenzu. Hasta aquí, su relación con la novela, también breve, de Camus. Pero lúcido, aunque no impasible, en Guelbenzu no hay sentimiento de culpa. Para ello, el autor evita la narración en primera persona. El relato de La mirada es en tercera: el autor va anotando ca­da uno de los gestos, cada uno de los movimientos, cada una de las palabras de su personaje durante su jornada atroz; pero también repro­duce sus pensamientos. Volvemos a encontrarnos, como antaño, con el autor omnisciente, que lo ve to­do, que lo observa todo, que está atento a todo lo que ocurre para escribirlo. Pero, iojo!, este autor no se equipara a Dios como en las no­velas del pasado: Guelbenzu no juzga.

Las técnicas del nouveau roman, pueden acudir al recuerdo leyendo La mirada, pero sólo acuden, no permanecen. Los objetos y los mo­vimientos tienen una importancia

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capital en esta historia; pero es que Guelbenzu ha descubierto que «los objetos pasan la noche despiertos y es en la mañana cuando cobran to­da la ventaja sobre sus dueños». La referencia literaria más aproxima­da a La mirada es, a mi modo de ver, el capítulo VII de la primera parte de Crimen y castigo, de Fedor Dostoiewski: Raskólnikof acaba de asesinar a la usurera y a su herma­na a hachazos, está solo en el piso y se dispone a salir. Aunque el per­sonaje de Guelbenzu no se dispone a salir: está solo, y experimenta una cierta complacencia entre aquellos muebles que fueron testi­gos de su crimen, al lado del cadá­ver. Y cuando sale a la calle y a la noche, no decae la angustia: «La oscura madrugada cubría los pasos ciegos del hombre a través de las calles desiertas».

Una novela anterior de Guel­benzu, breve como ésta, La noche en casa, acaso aporte datos que en­riquezcan la lectura de La mirada. En ésta como en aquella, dos anti­guos compañeros de Universidad se encuentran, el marido o amante de la mujer está lejos, el hombre, Chéspir en La noche en casa, está sin rumbo, el relato transcurre en una noche sin esperanzas y en un interior. Solo que en La mirada la mujer está muerta, las puertas es­tán cerradas, no hay otra luz que la penumbra de la habitación ni otro remedio que quedarse «como quien se ha sentado a contemplar el paso de la eternidad».

José Ignacio Gracia Noriega

EL PEQUEÑO ESCRIBIENTE FLORENTINO

E1 pequeño escribiente flo­rentino» es uno de los cuentos mensuales que se incluyen en Corazón, el celebérrimo libro de

Edmondo de Amicis. La historia que relata debe ser conocida por muchos lectores: es la de un grácil florentino de doce años, primogé-

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Colección

MERIDIANOS

Títulos aparecidos

1) BAILE EN FAMILIADavid Leavitt

2) SABOR A MUERTEP.D. James

3) EL LENGUAJEPERDIDO DE LASGRUASDavid Leavitt

4) FINAL FELIZFrancesca Duranti

5) UN IMPULSOCRIMINALP.D. James

6) PALAIS-ROYALRichard Sennett

7) LA EDAD DELA AFLICCIONJane Smiley

8) LAS VIDAS DEZUCKERMANPhilip Roth

9) MARYA.UNA VIDAJoyce Carol Oates

10) EL TERCERENROQUE DEBERNARD FOYLars Gustafsson

Ediciones

VERSAL Solicite catálogo:

Apartado-14. 632 Ref. D de C.28080 Madrid Comercializa t Grupo Dístríbuídor Editorial.

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nito de una numerosa y modesta familia que, gracias a los desvelos del padre ferroviario, asiste a la es­cuela con aplicación y provecho, para orgullo de todos. Pero el pa­dre debe complementar su trabajo de día con otro de noche: escribir en las fajas de papel los nombres y direcciones de los suscriptores de una editorial de novelas por entre­gas, a razón de tres liras el medio millar. El pequeño pronto repara en el sacrificio del padre, y una no­che decide levantarse una vez éste se acuesta para continuar la tarea. Así pasan varias semanas, sin que el padre advierta otra cosa que los mayores ingresos que obtiene de su trabajo por la noche, el mayor consumo de petróleo que hay en la casa y la creciente desgana de su hijo por los estudios; el pequeño bosteza, se duerme, no se aplica ya como antes. El propio maestro considera que no atiende, que ca­becea a menudo, que no hace todo lo que su inteligencia le permitiría hacer. El padre se va distanciando del hijo, al que le reprocha amarga­mente su falta de responsabilidad, su desapego hacia él y hacia el res­to de la familia, su desprecio por los sacrificios que se ve obligado a realizar, hasta que acaba por de­sentenderse de él. El hijo, desga­rrado entre sus dos deberes, no puede hacer nada: ni confesarle la verdad a su padre, lo que tal vez se­ría avergonzarle, ni apljcarse más en los estudios si quiere seguir es­cribiendo las fajas. Cuando, por fin, una noche, el padre descubre por sí mismo la verdad, se produce una escena tiernísima entre ambos, que le pone el corazón en un puño al más pintado.

Pues bien, en la edición de su Obra poética (1963-1983), publica­da bajo el título genérico de Memo­ria y deseo (Seix Barral, Barcelona, 1986), Manuel Vázquez Montalbán incluye una postdata donde me ha­ce el honor de citarme, llamándo­me precisamente «el pequeño es­cribiente florentino». Bueno, la ci­ta exacta sería ésta: «Batlló trabaja­ba de oficinista de día para poder ser nuestro editor de noche, siem­pre a medio camino entre el perso­naje infantil de Cuore (El pequeño escribiente florentino) y la famosa rosa de Alejandría, colorada de no­che y blanca de día.»

Y o no sé si al identificarme, ni que sea a medias, con «el pequeño escribiente florentino» Vázquez Montalbán se ha sentido condicio-

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nado por mi menguada estatura, pero el caso es que, si no es por eso, no puedo entender qué rasgos de mi personalidad o de mi actua­ción como editor de poetas pudo traerle a la memoria el conmove­dor y un tanto cursi personaje de Corazón. En primer lugar, y que es­to quede claro, mi trabajo como editor de poetas nunca le ha pro­porcionado un duro a nadie (ni si­quiera a mí mismo); antes al con­trario: más de una vez he sableado a la gente para poder seguir hacien­do lo que hacía (iy lo que sigo ha­ciendo, santos del cielo!). Muchas veces he pensado que, para quie­nes han apreciado mi trabajo y han enterrado en él algunos de sus aho­rros, les hubiera salido más a cuen­ta proporcionarme una sinecura sindicada para que me estuviera quietecito y no tuviera ideas genia­les para ampliar y elevar la cultura poética del país. Cierto que la reali­zación de este trabajo, que desde luego nunca fue tan importante co­mo el de nuestro pequeño escri­biente, ha motivado que en más de una ocasión descuidara el otro, el que me permitía, mal que bien, ir-

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me ganando la vida y sacar a la fa­milia adelante, como suele decirse. Pero la figura del padre no aparece por parte alguna, y en el cuento de

· Amicis la figura del padre es esen­cial, por cuanto representa a la ge­neración que se sacrifica para quelas siguientes vivan en un mundomás culto, más sabio, más rico,más justo, mejor. Es decir, repre­senta la noción del verdadero pro­greso, tal como la concebían losbienintencionados demócrata-cris­tianos, avant la lettre, de la segundamitad del siglo XIX. Tampoco micapacidad de sacrificio hubiera lle­gado tan lejos como la del pequeñoescribiente. Al primer reproche, alprimer síntoma que me hicierasentir menospreciado o preterido,hubiera soltado toda la verdad decarretilla, sin importarme un pepi­no avergonzar a mi padre o al pro­pio Alá. De hecho, es lo que hagoen mi vida cotidiana.

Mucho me temo, por tanto, queVázquez Montalbán haya sufridoun lapsus y que en su fuero internocon quien me identificaba era onStardi. Sí, Stardi, el que llega a serel segundo de la clase, cuando aprincipio de curso su padre le habíaarrastrado a la escuela y se lo habíapresentado al maestro diciéndole:«Tenga mucha paciencia con él,porque es muy duro de mollera».Todos le tomaron por un alcorno­que, pero él se dijo: «O lo consigoo reviento -y se puso a estudiar co­mo una fiera, de día, de noche, enclase, de paseo, con los dientesapretados y los puños cerrados, pa­ciente como un buey, terco comouna mula, y así, a fuerza de macha­car, sin preocuparse por las bromasy lanzando patadas a los inoportu­nos, ha pasado por delante de losotros, ese cabezota.»

Sí, sí. Mi personaje es el de Star­di, y no el del pequeño escribiente florentino. Incluso mi padre, de poder verme ahora, diría algo muy parecido a lo que le dice el suyo a Stardi, asombrado ante la medalla conseguida por su hijo: «Estupen­do, muy bien, mi pequeño tarugo.»

Finalmente debo confesar que la referencia a la rosa de Alejandría no la entiendo en absoluto. Ni si­quiera sé qué rosa pueda ser esa, mal que le pesen a mis diez años de trabajo como jardinero y a que ese fue el único oficio de mi padre desde los catorce años hasta el mis­mo momento de su muerte, cuan­do ya se acercaba a los setenta.

José Batlló