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Fundación Filba acerca una selección de textos inéditos escritos especialmente para actividades programadas en el marco de sus festivales por destacados autores locales y extranjeros. Los mocos de la furia Liliana Bodoc La furia, como moneda que es, tiene dos caras: puede ser látigo sobre la avaricia de los mercaderes, pueden ser patadas contra las costillas del caído. La furia, como máscara que es, tiene dos muecas; la del oprobio y la de Dios. Habrá que decir que nada se opone tanto y para siempre como las dos caras de una misma cosa, tal vez porque la diferencia es lo único que les da identidad. Soy cruz porque no soy cara. Soy Dios porque no golpeo a un niño. Aunque de lejos sus ademanes se parezcan, hay diferencias constitutivas entre la una y la otra. A mí me gusta pensar en los motivos. Los motivos de la furia que llamaré, provisoriamente, divina deben ser entendidos como metáforas. Furia que no tiene un destinatario específico, que no intenta someter a un individuo sino impugnar un mundo. Furia, en cierto modo, como una acción performática y estética que procura desbaratar la conciencia hegemónica, la idiotez hegemónica.

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Fundación Filba acerca una selección de textos inéditos escritos especialmente para actividades programadas en el marco de sus festivales por destacados autores locales

y extranjeros.

Los mocos de la furia Liliana Bodoc 

La furia, como moneda que es, tiene dos caras: puede ser látigo sobre la

avaricia de los mercaderes, pueden ser patadas contra las costillas del

caído.    

La furia, como máscara que es, tiene dos muecas; la del oprobio y la de

Dios. Habrá que decir que nada se opone tanto y para siempre como las dos

caras de una misma cosa, tal vez porque la diferencia es lo único que les da

identidad. Soy cruz porque no soy cara. Soy Dios porque no golpeo a un niño. 

Aunque de lejos sus ademanes se parezcan, hay diferencias

constitutivas entre la una y la otra. A mí me gusta pensar en los motivos. 

Los motivos de la furia que llamaré, provisoriamente, divina deben ser

entendidos como metáforas. Furia que no tiene un destinatario específico, que

no intenta someter a un individuo sino impugnar un mundo. Furia, en cierto

modo, como una acción performática y estética que procura desbaratar la

conciencia hegemónica, la idiotez hegemónica.      

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Y bien, aquella furia de mis 9 años quiso ser divina. 

Y fue tan decisiva que aun perdura, y soy capaz de revivirla como si no

hubiesen pasado 50 años desde la noche en que el flamante director de la

cementera, llegó a cenar a mi casa. 

Fue un acto de gentileza por parte de mi padre, jefe del laboratorio, que

por entonces lidiaba con su reciente viudez y sus viejas deudas, severamente

agravadas. 

Mi abuela salió al rescate. La vi lavar acelga, picar bien finita la cebolla,

la vi acumular una pila de panqueques, y cocinar la salsa con su estofado

durante un tiempo considerable. La vi poner en agua jabonosa las flores de

plástico para que lucieran como recién cortadas de un jardín imaginario. Y por

último, la vi hacer malabares para llegar al postre.

¿Se acuerdan? Esa crema de vainilla, leche, azúcar, huevos, con canela

a veces, o con cascarita de limón... 

Después de una cena silenciosa y tensa, llegó el postre y con él mi

primer y peor día de furia. 

El ingeniero director encendió un cigarrillo, asunto que en ese tiempo

era plenamente admisible.  

Tal vez por mi estatura, quien sabe. La cosa es que yo advertí el

desprecio incipiente en el modo en que apartó de si la compotera de vidrio

azul, generosa de crema de vainila. Entonces apoyé la barbilla en la mesa, y

me quedé observando, vigilando, segura de que se avecinaba un mal

momento.  Y, en efecto, llegó. 

Fue exactamente cuando el ingeniero director, en un gesto ostentoso,

apagó el final de su cigarrillo en la crema de vainilla que no había tocado, justo

en el centro. 

Mi abuela, agachó la cabeza. Mi mundo humillado. 

Así como recordaron la crema recordarán esas lágrimas que antes de

resbalar, queman. Esa fue mi primera acción. Y de inmediato se desató una

performance desquiciada. 

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Me paré y di un grito que debió ser incomprensible para los presentes.

Grité, chillé. El grito tomaba aire y continuaba. Empecé a golpear el piso con

los pies, y a manotear el aire. Me recuerdo como un animal, coceando y

alzando el cogote. Indomable aun para mi padre que intentaba sostenerme.   

"Hace poco que se murió la mamá", dijo mi abuela a modo de

justificación. Del invitado no sé decir nada porque no lo veía. 

Estuve sola en las cuatro esquinas de la asfixia, atragantada de

palabras desconocidas, sacudida por el hipo, modelo de Edvard Munch, hija de

Aguirre. Así, hasta que la chorreadura de mocos me detuvo en seco. Mi abuela

se disculpó por mi y me llevó al dormitorio. 

50 años después no quiero realizar el movimiento de culpar a mi

orfandad de aquella primera furia, no quiero quitarle a ese hombre ni un gramo

de responsabilidad. Al revés, reinvindico esa furia como un bautismo. Me aferro

a ese látigo, sigo escribiendo con la barbilla sobre la mesa, y escucho el crujido

de la brasa contra la ofrenda.   

"A usted le hablo, señor que lo invitamos a mi casa, yo pienso que si no

le gustaba lo dejaba y listo, yo me lo comía después, porque mi abuela no tira

nada, ni el pan duro, señor que lo invitamos a comer canelones y usted apagó

el cigarrillo en el postre que es difícil de hacer porque hay que estar

revolviendo y revolviendo para que no se agrume, y despues un secreto para

que no se le haga cascarita arriba, porque si hubiera tenido cascarita usted no

podía apagar el cigarrillo. ¿Viste abuela?, eso te pasa por esmerarte. Cuando

estoy con la barbilla en la mesa es porque pienso, y ahora pienso que usted va

a apagar el cigarrillo sobre la gente, o "disparen al negro" que es lo mismo, o

se habrá desbarrancado o fueron los indios pata sucias... Cuando sea grande

voy a cocinar el postre de vainilla, porque, señor de mierda, no todas las

batallas hacen ruido".        

Liliana Bodoc leyó este texto en la mesa de lecturas Día de Furia, en Filba Intenacional 2017.

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Liliana Bodoc: nació en Santa Fe, Argentina, en 1958. Desde los cinco años vivió en Mendoza, posteriormente en El Trapiche, pequeña localidad serrana a 40 km de la Ciudad de San Luis. Estudió Licenciatura en Letras en la Universidad de Cuyo y ejerció la docencia en colegios de la misma universidad. Publicó su primera novela, Los días del Venado en el año 2000, la novela fue premiada por la feria del libro de Buenos Aires y obtuvo la mención especial de The White Ravens en el año 2002. En 2002 publicó la secuela de Los días del Venado con el título de Los días de la Sombra que también gozó de buenas críticas. En 2004 publicó el tercer y último libro de lo que forma Saga de los Confines, con el título de Los días del Fuego. También en ese mismo año publicó el libro de cuentos infantiles Sucedió en colores. Obtuvo el Premio Konex - Diploma al Mérito 2004 en la disciplina Literatura Juvenil y nuevamente en 2014. En el 2008 publicó la novela El espejo africano, y en 2009 su obra Presagio de Carnaval.Murió el 6 de febrero de 2018.

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y extranjeros.

Infancia minúscula

Philippe Lechermeier

Cuando era niño, pasaba los veranos en lo de mi abuela.

Detrás de la pequeña casa donde ella vivía, había un jardincito, mitad

huerta, mitad jardín. Me gustaban los senderos mal delineados, las plantas

olvidadas, las raíces que brotaban de la nada y desordenaban el suelo, las

malas hierbas.

Me gustaba ese lugar minúsculo e inmenso a la vez, pegado a esa casa

de cuento de hadas y rodeado por los árboles del huerto de al lado.

Me gustaba a tal punto que pasaba allí la mayor parte del día.

Yo tenía un carácter más bien contemplativo, por lo que una de mis

ocupaciones preferidas consistía en observar insectos. Los había por todas

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partes, que volaban, zumbaban, reptaban, cavaban, removían, horadaban,

murmuraban, y ese bullicio incesante, esa abundancia inagotable me producía

una especie de placidez.

En mis largos períodos de observación, por mucho tiempo las hormigas

fueron mis predilectas. Conocía cada especie, cada variedad, cada nido. Sabía

cómo se desplazaban, qué caminos tomaban, qué territorios se disputaban.

Por eso, apenas salía el sol y vaciaba mi tazón de leche, corría a su encuentro.

Había un hormiguero que me atraía más que los otros. Era el más

importante de las inmediaciones, se extendía por varios metros y la actividad

en él era permanente. Con el índice extendido, seguía a las hormigas por entre

las hierbas y el follaje, las alentaba cuando escalaban un obstáculo o cuando

desplazaban el cadáver de un insecto cincuenta veces más pesado que ellas. A

veces, solo para ver cómo se las arreglaban, me divertía colocando escollos en

su camino.

A medida que pasaban los días, dejaron de desconfiar de mí y podía

acercarme al hormiguero sin provocar el menor susto. A veces, estaba tan

cerca que podía verlas entrar en las innumerables galerías que atravesaban la

construcción. ¿Cuántas podían acumularse en esos pasillos? ¿Cientos?

¿Miles? ¿Millones?

Acostado sobre el pasto, me olvidaba de que era más grande que ellas.

Imaginaba que podía deslizarme, seguirlas y penetrar en su dédalo. Me veía

seleccionando un viejo carozo o un gusano en descomposición, cargándolos

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sobre mi espalda, introduciéndome en una galería y desapareciendo en las

profundidades de la tierra…

Hubiera dado todo para saber cómo era eso. Pero la mayor parte del

tiempo, mecido por el rumor de millones de patas y mandíbulas que se

activaban, con la cabeza apoyada sobre la cúpula del edificio, caía en un

sueño profundo.

Mientras dormía, las hormigas proseguían su actividad como si nada

sucediera. La mayoría me eludían. Otras me escalaban y las más curiosas

aprovechaban para observarme. Como si exploraran una isla misteriosa, se

aventuraban por debajo de mi camisa, traspasaban las mangas y el cuello,

recorrían mi nuca. Protegidas por mi sueño, visitaban los orificios de mi nariz,

surcaban mis axilas o se perdían entre mis cabellos.

A una de ellas le gustaba sobre todo demorarse en el lóbulo de mi oreja.

Y cuando sus congéneres partían a ocuparse de otras tareas, antes de

unírseles, frotaba detenidamente sus antenas una contra otra y chasqueaba

con sus mandíbulas, lo que producía un sonido casi imperceptible que me

despertaba infaliblemente. Recuerdo que al principio, sorprendido, pestañeaba

buscando qué era lo que me había sacado de mi siesta.

Con el tiempo, la hormiga se volvió atrevida. Se quedaba cada vez más

tiempo, saltaba a mi oreja aunque estuviera despierto. Producía cada vez los

mismos sonidos minúsculos que poco a poco aprendí a distinguir.

En un cuaderno, trataba de anotarlos. Estaban los que silbaban, los que

persistían, los que cepillaban y los que rozaban. Los que hacían fssssshhhhh,

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los que hacían crrrrrrrrrrrrrshhh. Los que hacían ishishishishshshsh y los que

hacían mrshhmrshhmrshh.

Todos los días, con sol, lluvia o viento, me encontraba con mi hormiga.

Ahora, apenas me veía llegar, abandonaba sus obligaciones y salía apresurada

a mi encuentro. Y muy excitada, frotando sus mandíbulas y orientando sus

antenas en diferentes direcciones, producía sonidos que yo identificaba y

reconocía. Y como cualquier chico, que trata de repetir las palabras de de su

entorno, yo intentaba reproducir los sonidos que escuchaba.

Claro, al estar desprovisto de patas, antenas y mandíbulas, tuve que

probar numerosas técnicas antes de llegar a reproducir correctamente un

sonido. Primero, froté dos ramitas una contra otra, pero el resultado no fue

satisfactorio. Entonces, deslicé mis dedos mojados sobre un guijarro bien seco,

luego sobre otro cubierto de tierra y sobre uno más, lleno de polvo. Aunque se

acercaba cada vez más al sonido que intentaba reproducir, el resultado nunca

era muy preciso. Y durante días, por más que froté, rasgué, susurré,

desmenucé, no hubo modo.

Lo conseguí por casualidad.

Una noche, cuando ya el cansancio me vencía, clishhhhhh, comencé a

pestañear. En ese momento, para mi gran sorpresa, la hormiga que

vagabundeaba por mis dedos se paró en seco con las antenas erguidas.

Rápido, para entender lo que había pasado, repetí el movimiento dos,

tres, diez veces. ¡A cada pestañeo, clishhhhhhh, clishhhhhh, clishhhhhhh, ella

reaccionaba de la misma manera! No cabía duda, finalmente había logrado

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reproducir lo que decía la hormiga. ¡Qué momento extraordinario! ¡Acababa de

entender que el susurro de mis pestañas se parecía increíblemente a dos

mandíbulas que se frotaban una contra otra!

Las primeras palabras que logré frotar –porque, como acababa de

deducir, contrariamente al lenguaje humano, en hormiga, no se articulaba–,

fueron muy simples:

Buen día

Gracias

Si / No

Después, a medida que mejoraba mi pronunciación perfeccionando el

modo de mover las pestañas, agregué otras palabras:

¿Cómo estás?

Es un hermoso día

¿Estás triste? ¿Alegre?

O también, cuando se acercaba la hora de almorzar:

¡Tengo hambre!

Pero me cuidé mucho de pronunciar esa frase por segunda vez. En

efecto, apenas había formado esas palabras, la hormiga se apresuró a

ofrecerme rocío de miel, una golosina a base de secreciones de pulgones que

enloquecía a los insectos.

Como un alumno estudioso y aplicado, adquirí rápidamente un amplio

vocabulario que anoté en mi cuaderno, y luego de algunas semanas, fui capaz

de mantener un verdadero diálogo con cualquier hormiga, aunque la mayor

parte del tiempo los temas eran bastante superficiales. Normalmente, la

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conversación giraba en torno de la lluvia o del buen clima, del descubrimiento

de un terrón de azúcar, la calidad del rocío de miel o un insecto muerto

especialmente sabroso.

Solo con « mi » hormiga podía abordar temas más íntimos. Día a día,

nuestra relación se hacía más estrecha y disfrutábamos compartiendo nuestros

secretos. A ella le gustaba también repetir rumores que circulaban por las

galerías y adoraba contar chistes, aunque la mayoría de las veces no llegaba a

terminarlos de tanto sacudir y frotar sus mandíbulas.

Cuando mi maestría de hormiga negra –Lasius Niger– fue a su juicio

satisfactoria, me enseñó a escribirla. Gracias a sus consejos, progresé

rápidamente y me volví un experto en ortografía, pues casi no cometía faltas en

los dictados.

Entusiasmado por la rapidez de mi aprendizaje, hasta intenté aprender

hormiga roja. Fue un fracaso: era una lengua mucho más complicada, con

declinaciones incomprensibles y una gramática en la que se multiplicaban los

casos particulares. Pero sobre todo, apenas me acercaba para escuchar bien,

las hormigas me picaban, y ese recibimiento más que hostil me disuadió de

profundizar mis conocimientos.

Con el tiempo, sin duda me bastaría con frotar el hormiga negra.

Además del aprecio de mi amiga, me había ganado el de toda la colonia. Es

justo decir que los numerosos servicios que les había prestado acrecentaron mi

popularidad: había desplazado una piedra grande que entorpecía la extensión

del hormiguero, prohibido al perro de mi abuela que cavara a menos de diez

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metros del edificio y, un día en que llovió copiosamente, había construido una

presa que protegió numerosas galerías. Al final del verano, unos días antes del

comienzo de clases, hasta la reina de las hormigas vino a agradecerme por los

servicios prestados. En una ceremonia oficial, me condecoraron con la orden

del gran protector.

Durante todo el año escolar, además de hacer mis tareas, repasaba las

largas listas de vocabulario que había anotado en el cuaderno. No quería

perder ni una pizca del nivel que había alcanzado y, sobre todo, tenía la secreta

ilusión de mejorar mi acento a fuerza de ejercicios regulares.

Pero la vida puede ser cruel, y el verano siguiente, cuando volví a lo de

mi abuela, experimenté por primera vez la injusticia. Cuando corrí hacia el

jardín, ansioso por encontrarme con mi hormiga preferida y ávido de palabras

llenas de pestañeos, la tierra había sido removida y el hormiguero había

desaparecido completamente.

Por más que froté gritos desesperados, lancé SOS, nada sucedió.

El hormiguero había quedado definitivamente sepultado y con él, habían

desaparecido la reina, mi hormiga y las mil millones de valerosas obreras que

allí vivían.

Durante varios días, como un rey destronado en medio de su reino

destruido, erraba entre los senderos removidos. Luego, cuando la pena se

atenuó, recurrí a otros insectos. Aprendí en pocas semanas –a pesar de una

serie de disgustos que no vale la pena detallar–, la lengua de las cucarachas,

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langostas, escarabajos peloteros, piojos, avispas y hasta mosquitos. Pero no

había modo, el interés que había sentido por aprender hormiga negra no volvió

a aparecer.

Cuando comenzaba a aburrirme y mi abuela se quejaba de mi humor

taciturno, descubrí una lengua excepcional, sin duda la lengua más bella del

mundo: el mariposa. Ese verano, comencé mi aprendizaje…

© Copyright 2015, P. Lechermeier – Todos los derechos reservados

Traducción: Estela Consigli

Philippe Lechermeier leyó este texto en el Festival Filbita 2015.

Philippe Lechermeier: Philippe Lechermeier empezó a escribir historias para sus dos hijas. Uno de sus primeros textos, «Cuando era lobo», ilustrado por Sacha Poliakova es publicado en 2003. Un año más tarde publicó «Princesas olvidadas o desconocidas», ilustrado por Rébecca Dautremer que se convierte en un gran éxito comercial. Luego le seguirá «Semillas de Cabañas», ilustrado por Eric Puybaret. Philippe Lechermeier también publicó varios cuentos, en los cuales aborda universos variados.

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y extranjeros.

Cerros, piedras y libros

Sara Bertrand

Había una piedra. Un lugar protegido por un conjuro, sus secretos. Los grandes no subían ahí, o eso quería creer, que podía escalar el precipicio y tener un refugio. Bastaba llegar al límite del alambre púa.

Más allá, territorio hostil.Más acá, el valle, nada, nadie, excepto árboles, cerros y otras piedras.

Subía a la misma hora siempre, después de almuerzo cuando el calor apremiaba la siesta y los libros me llamaban desde un lugar de ensueño: el mundo estaba a punto de abrirse en miles de posibilidades. Sumergirse en la lectura era cruzar ese portal, una galería de personajes y sus vidas que daban sentido a la mía. Avanzaba entre zarzamoras. A veces, pasaba un rato arriba sacándome espinas de brazos y piernas; otras, lloraba por los rasmillones,

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mientras el pus corría por mis rodillas. Lloraba por otras cosas también, las costras eran una excusa.

Me gustaba pensar que, si una casualidad permitía que mis padres escalaran el precipicio de tierra suelta y maleza, no reconocerían la piedra. Que el conjuro era un manto invisible contra el clima incierto. Un espacio libre de gritos, malos tratos, frustraciones, humo de cigarrillo y silencios. Sobre todo, eso: el silencio que hacía explotar mis preguntas. El silencio que los libros asumían cuando mis padres callaban. El silencio de ese tiempo gris en el que nos sumergió la dictadura. Y el murmullo avanzando en las noches como hechizo, palabras amenazantes, bocinas, toque de queda, apagones, esquirlas en los brazos y esa sensación parecida al hambre que hace temblar.

El mundo no era precisamente cosa de niños.Pero estaba la roca.

Buena parte de mi infancia transcurrió de esa manera: de espaldas sobre la tibieza de esa piedra arriba del cerro, mis piernas flectadas mirando al cielo, tan tranquilo, silencioso allá arriba. Me gustaba pensar que esa cima me pertenecía, que podría contar con ella cuando la necesitara. Que movería su estructura añosa y sacudiría el aire de un solo bramido, como los temblores. Nada podría pasarme allá arriba. Así es que hacía cumbre todas las tardes, a la roca y su conjuro, volviéndome invisible al contacto de su superficie. Protegida por el quillay que daba sombra en la cara, leí todas las novelas policiales de Agatha Christie; a Edgar Allan Poe; Anne de los tejados verdes, Sissi emperatriz y Mujercitas, entre otros.

Hablo de la biblioteca de mi abuela en la casa de campo donde iba a parar cada verano, un tiempo sin tiempo, yendo y viniendo entre libros. Simplificando las cosas, podría decir que me hice lectora por aburrimiento. No había tanto qué hacer en esa casa, excepto, claro, un montón de maldades que con mis hermanos y primos no perdíamos oportunidad, como casi todo lo que teníamos prohibido: subir el precipicio, colgarnos de las lianas, bañarnos

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en el estanque del riego, una piscina de agua oscura y mohosa. Junto con los libros, cada verano contábamos a los caídos –quebrados, ahogados o rasmillados– heridos de esa guerra contra la eternidad de las vacaciones.

Muchas veces, la biblioteca de mi abuela funcionó como asueto mientras nos curábamos de esa lucha contra ese tiempo perdido. El año que me quebré todos los dedos del pie derecho, además de la tibia y un esguince en el brazo, no levanté cabeza. Tenía diez años y me convertí en lectora. Leí, lo recuerdo bien, 37 libros.

Después de almuerzo, mi papá aprovechaba la sobremesa para leer las aventuras de James Bond, el agente 007 que, cada tanto, tenía sus propias aventuras, así es que mi padre se saltaba algunas páginas, un gesto que me intrigaba y me hacía correr a la biblioteca más tarde para leer esos espacios en blanco.

El virus de esa adicción, la curiosidad, me lo contagió mi abuelo Jaime, un arquitecto que le dio la espalda a la dictadura militar encerrándose en su pieza, su biblioteca. Y aunque la mayoría de mis primos preferían no entrar, yo no resistía la tentación de conocer ese espacio tapizado de libros del suelo al cielo, con poco más que una cama, un escritorio y una silla. Me iba directo a ellos. Para no ser grosera, me sentaba discretamente cerca de los libros, contándole anécdotas que hicieran reír a mi abuelo. Nuestro intercambio ocurría así: mientras yo le traía el mundo exterior, él me dejaba hurgar en su espacio interior. Me tuvo paciencia, debo decir, pues no solo hojeaba sus estanterías, me gustaba saber dónde había comprado tal ejemplar y por qué; muchos venían de París o Valencia donde tenía tíos y primos y eso daba pie a una conversación de lo más exótica para una niña de un país minúsculo como Chile. Hablábamos de Europa, del internado de Laussanne en Suiza en donde se estudió, sus vacaciones en París con su abuelo Alejandro, su llegada a Chile, cuando vio a mi abuela por primera vez. Conversaciones que me

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heredaron una nostalgia por las ideas, las preguntas bien formuladas, las conversaciones profundas, las lecturas compartidas que conservo hasta hoy, porque en un acto de hermandad, mi abuelo comenzó a leerme. Lo hacía impostando la voz. A veces, gritaba: Karamasapa Brothers. ¡Cómo le gustaban los Karámazov! A veces, tocaba el acordeón. A veces, solo escuchaba. Gracias a él leí Las Historias de Wagner, Verne, Bradbury, Mallarmé, Dostoiesvsky.

Las ganas de conocer no se agotan en una biblioteca, eso aprendí, que la curiosidad es un bicho resistente.

Pronto entendí que las bibliotecas son personales, reproducen nuestras conversaciones; gustos; idas y vueltas de una vida que no siempre es inteligible; que, muchas veces, es un misterio entrelazado de otras historias. Que las preguntas prevalecen mientras alentamos nuestro espíritu y que, a veces, podemos resumirnos en un título, nuestra cara visible, lo que contamos de nosotros mismos, pero, como los libros, en nuestras páginas guardamos sorpresas.

Acercarme a la biblioteca de mi padre me ayudó a entrar en su misterio. Improvisar una versión. ¿Quién era, después de todo, Alejandro Bertrand? Mi padre guardaba entre sus libros, recortes de prensa; fotografías, anotaciones y otros papeles personales que para mí fueron una ventana al hombre que había detrás. Me sorprendió descubrir que tenía un mundo propio, una conversación que no era la misma que muchas veces reproducía en casa. Eso me ayudó a entenderlo. A perdonarlo, también. Revolver su biblioteca, marcó mi paso a la adolescencia, dejé de ser niña, de mirar a las personas en blanco y negro.

También ocurrió que me encontré con otros libros, otras lecturas, leí a García Márquez, a García Lorca, a José Donoso, a Vargas Llosa; lo he contado muchísimas veces para vergüenza de mis hijos, en su biblioteca que me topé con La tía Julia y el escribidor, tenía trece años y me llevé el libro a mi pieza. A medida que pasaban las páginas, vi que ocurrían "cosas" y que esas cosas sucedían "en la realidad". No pude soltarlo hasta que lo terminé, La tía Julia,

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acompañó mi iniciación sexual. Porque, claro, los libros también hablan de sexo y me ofrecieron una buena aproximación a esas “cosas que sucedían”. Más tarde, títulos como La educación sentimental de Flaubert o La casa de las bellas durmientes de Kawabata, me acercaron al erotismo, a la estética del sexo, tema del que no se hablaban públicamente.

Pero antes del sexo, o durante, no lo recuerdo bien, hubo esas maravillosas heroínas que protagonizaron una lucha por su emancipación, pienso en Elizabeth Bennet, Jane Eyre o Catalina de Cumbres borrascosas y que marcaron una pulsión. Yo era una chica de clase media de Santiago de los ochenta sumergido en ese aire gris y claustrofóbico que soñaba con liberarse. Quería que muriera Pinocho y a eso le entregué buena parte de mis energías, pero, sobre todo, quería Libertad, así con mayúsculas.

La pregunta por quién soy y de qué materia estaba hecha, inauguró una seguidilla de libros de filosofía y ensayos. Quería abultar mi discurso, hacer más precisa mi búsqueda. Entonces, fue la palabra, el verbo, la causa, la dicotomía. Comencé a leer poesía, a guitarrear canciones de protesta, Silvio Rodríguez, Mercedes Soza, Violeta Parra, Los prisioneros, Cindy Lauper, girls just wanna have fun, y con los chicos del barrio recorríamos las calles en bicicletas, cada día un poco más lejos y cualquier día, el mundo entero; mientras tanto, igual que mis heroínas juveniles, luchaba por una igualdad que, entonces, se parecía mucho a la libertad: levantaba ruedas; andaba sin manos; usaba solo pantalones, jugaba a la ouija y fumaba a escondidas.

Me fui construyendo. Y ahí estaba la roca.Y ahí seguían los libros.

Texto inédito leído en la mesa de lectura El otro que fuimos, en el marco del festival Filbita 2017

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Sara Bertrand: Sara Bertrand nació en Chile en 1970. Estudió Historia y Periodismo en la Universidad Católica de Chile. Colabora en para Cultura y Artes y Letras en el diario El Mercurio y es integrante de su Consejo de Lectura. En 2007 ganó una beca de creación literaria del Fondo del Libro.Escribe mensualmente para la revista de Fundación La Fuente.Ganó el Premio New Horizons Bologna Ragazzi Award 2017 con su libro La mujer de la guarda (2016); el premio Banco del libro de Venezuela 2016 con Cuando los peces se fueron volando (2015); el concurso Alimón de Tragaluz editores con Nuestro gordo (2015); la beca de creación literaria del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes con Cuentos Inoxidables, y la beca de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano con Los acordes del mandinga.

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y extranjeros.

Autobiografía apócrifa de Eduardo Abel Giménez

Antes de iniciar la narración de mi vida debo decir que provengo de una familia de aventureros. Mis antepasados fueron exploradores y pioneros, corsarios y almirantes, astronautas y montañistas, científicos locos y artistas ambulantes.

Alguien con mi apellido participó en la expedición de Amundsen al Polo Sur. Se lo ve en una vieja foto, el segundo de una hilera de cuatro hombres, casi irreconocible por los gruesos abrigos y el granulado de la imagen.

Alguien que aún no tenía mi apellido pero aparece en mi árbol genealógico acompañó a Colón en el primero de sus viajes. Trepó a los mástiles muchas veces, convencido de que iba a ver el fin de un mundo, hasta el día en que descubrió el comienzo de otro.

Alguien de una rama paralela fue a la Luna, instaló una pequeña bandera y se dejó ver a la distancia por millones de terrestres asombrados. Otro trabajó en una sonda espacial que logró imágenes de mundos aún más remotos.

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Una tatarabuela sugirió a Julio Verne dos o tres de sus novelas, basada en experiencias personales. Un bisabuelo se adelantó a Edison en la invención del gramófono, y renunció a la gloria por la mujer que amaba. Una tía lejana participó en el robo más grande de la historia de Inglaterra, y nadie lo supo, jamás, fuera de nuestra familia.

Algunos de mis ancestros avanzaron con Roca hacia un desierto habitado, y otros de mis ancestros lo vieron llegar y lucharon contra él. La fiebre del oro alcanzó a distintas generaciones, desde la búsqueda de Eldorado hasta los fríos de Alaska. Las historias de Marco Polo no habrían llegado a nosotros sin el sacrificio personal de un miembro de mi familia. Stanley y el doctor Livingstone jamás se habrían encontrado en el corazón del África de no ser por el milagroso sentido de la orientación de uno de los nuestros.

Mis parientes estuvieron a bordo de barcos cargados de esclavos, como capitanes y como involuntarios pasajeros. Se dedicaron a extrañas actividades en Transilvania. Construyeron ferrocarriles en sitios inhóspitos. A uno lo secuestraron extraterrestres y regresó para contarlo.

Mi padre vivió en Groenlandia, en Sudán, en Indonesia. Mi madre acompañó a Hillary y a Norgay en la conquista del Everest (o Chomolungma, como ella prefería llamarlo en perfecto tibetano). Mi padre inventó un sistema para sobrevivir a un cardumen de pirañas. Mi madre descubrió once especies de arañas venenosas, todas las cuales llevan su nombre. Mi padre tenía siempre un arma bajo el brazo, incluso mientras dormía. Mi madre no quería separarse de su botella de vodka, que, por supuesto, solo usaba con fines medicinales.

Y aquí, querido público, es donde entro en el relato.Desde pequeño aprendí que se debe avanzar antes que retroceder,

luchar antes que rendirse, correr riesgos, apostar fuerte. Ser, más que valiente, temerario. El día de mi nacimiento, mi padre partió a dar la vuelta al mundo en globo. Cuando cumplí un año, mi madre descubrió cavernas en lo profundo de Siberia que se extendían por mil quinientos kilómetros.

Cuando tuve dos años mis padres me entregaron a una tía para proseguir sus aventuras. A partir de entonces, jamás olvidaron enviarme una tarjeta anual

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para que supiera dónde estaban, qué nueva empresa acometían, qué límite dejaban atrás.

Durante mi educación primaria en una escuela de pueblo, hubo parientes que lucharon en guerras injustas, volaron al interior de un tornado, construyeron máquinas esquizofrénicas. Mientras yo avanzaba sin obstáculos en un colegio secundario, a cada momento alguien de mi familia exploraba el fondo del mar, salvaba a los gorilas de la extinción, descubría tribus nunca contactadas y aprendía curas para misteriosas enfermedades.

Decidido a estudiar para contador público, encontré dificultades por la necesidad de trabajar mientras cursaba: los múltiples intereses de mis padres, y el hecho de que rara vez estuvieran a menos de diez mil kilómetros de distancia, les impedían enviarme dinero. Abandoné la carrera y empecé a trabajar en el mostrador de un banco.

Allí permanecí treinta y dos años llenos de emoción, ya que periódicamente oía noticias de mis primos, desde los trapecios más altos, los laboratorios más secretos, las fronteras más inestables.

Me casé con la secretaria del gerente de mi sucursal, quien comprendió y compartió, intensamente, el valor de la historia familiar. Con el tiempo compramos una casa y tuvimos dos hijos, a quienes instruí personalmente en los elevados estándares de nuestra familia. Ya de bebés tuvieron acceso a los archivos de fotos, las enciclopedias, los libros de viajes en que se mencionaba a quienes nos habían precedido en la tarea de dejar huella en este mundo.

Adopté el hábito de reunir los recortes de diarios que hablaban de la parentela, y durante décadas nos sentamos cada sábado, por la tarde, a leerlos juntos.

Hablar de la vida de mis hijos llevaría más tiempo del que tengo asignado, de manera que ese tema quedará para otro momento.

En cuanto a mí, ahora que las décadas han ido quedando atrás, las canas cubren mi frente de nieve y los ojos ya no ven con la nitidez de otros tiempos. Pensar se ha convertido en un laberinto. Las noticias del mundo exterior se fueron espaciando de a poco, como pasos en un teatro que va quedando vacío.

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Sin decirle a nadie, elaboré mi proyecto final y fui reuniendo lo necesario para llevarlo a cabo. De noche, a solas, evitando que me vieran, partí a regiones inexploradas y sin nombre todavía.Allá estoy ahora. Sabrán comprender, entonces, que no participe en esta prestigiosa mesa a la que tan amablemente me ha invitado la organización del Filbita.

Este texto inédito fue leído en 23 de noviembre de 2019 en la mesa de lecturas Autobiografías apócrifas, en el marco del 8º Festival Filbita.

Eduardo Abel GiménezEscritor y editor argentino. En el campo de la literatura infantil, Eduardo Abel Giménez es uno de los autores con mayor trayectoria y prestigio. Fundó, junto a Roberto Sotelo, la revista Imaginaria. Escribió más de veinte libros. Dicta talleres de escritura para ilustradores.

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Fundación Filba acerca una selección de textos inéditos escritos especialmente para actividades programadas en el marco de sus festivales por destacados autores locales

y extranjeros.

Experiencias literarias en los primeros años de vida.

Iris Rivera

1-La casa:

Las primeras palabras fueron canciones para hacerme dormir

Pajarito que cantas en la laguna/ que se duerma la niña que está en la cuna/Ea la nana ea/ea la nana/duermasé lucerito de la mañana

Lo de lucerito de la mañana me hace pensar hoy que la niña en la cuna amanecía despierta . Y mi mamá que cumple pronto sus 89, da fe. Ponerme a dormir en horario nocturno era, dice ella, misión imposible:

Esta linda nena/ que nació de noche/quiere que la lleven/ a pasear en coche.

Mi papá que era plomero tenía camioneta, coche, no… y supongo que se le complicaba. Será por eso que el lucerito de la mañana se les dormía al amanecer. Ahora me explico por qué me acuerdo de unos versos para despertarme de una buena vez:

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Una paloma volando pasa/ upa mi negro que el sol abrasa/

Así fue como llegó Nicolás Guillén a la nenita del sueño cambiado. Encuentro que se volvió reencuentro cuando César Isella le puso música:

ya nadie duerme ni está en su casa/ ni el cocodrilo ni la yaguaza/ ni la culebra ni la torcaza/ cococacaco cachocachaza/ upa mi negro que el sol abrasa…

2-El barrio:

Era una comunidad de mujeres que se pasaban ollitas de comida. Si la vecina hacía pasteles, nos traía un plato tapado con una servilleta. Si mi abuela española preparaba paella, iba una ollita para la vecina. Así circulaban lechugas de la quinta para acá, huevos de las ponedoras para acá, higos de la higuera para allá...

Porque es áspera y fea/ porque todas sus ramas son grises/yo le tengo piedad a la higuera.En mi quinta hay cien árboles bellos/ciruelos redondos, limoneros rectos/ y naranjas de brotes lustrosos…

Así llegó Juana de Ibarbourou sin que yo supiera de quién se trataba. Me aprendí los versos y le tenía piedad en serio a la higuera, pobre, con sus gajos torcidos que nunca de apretados capullos se visten. Hoy me enoja esa piedad, con perdón de Juana de América. Qué injusticia preferir al limonero recto, de brotes lustrosos, de flores fragantes, pero de frutos tan ácidos que, el día en que los probé se me arrugó la cara. Preferir los limones a los higos pura miel. ¿Pobre la higuera? Pobres nosotros, niños de la casa, si fuera por el limonero espinudo al que no podíamos trepar. En cambio la higuera nos dejaba subir gracias justamente a sus gajos torcidos que nunca de apretados capullos se visten. Un día de estos tendría que escribirle un desagravio a la higuera.

3-La cuadra:

La cuadra era los juegos de correr por la vereda que empezaban con versos

Don Juan de la casa blanca/ cuántos panes hay en el horno/ veinticinco y un quemado/ quién lo quemó/ este pícaro ladrón/ ahorquenló/ por asesino y ladrón

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Pucha con la justicia: a la horca por hornear 26 panes y que se te queme uno!

Buenos días su señoría/ mantantirulirulá/ Qué deseaba su señoría/mantantirulirulá/ ya deseaba una de sus hijas/ mantantirulirulá/ y qué oficio le pondremos…

Modista-enfermera-peluquera-maestra. Ni por asomo aviadora, ingeniera, cirujana, arquitecta, pintora, actriz, poeta. Bailarina o cantante podía ser, como mucho. Escritora no había. Yo elegía maestra, muy rebelde no fui en esto… a juzgar porque el oficio me mantantiruleó la vida hasta hoy.

4-La escuela:

Mariposa del aire qué hermosa eres Mariposa del aire dorada y verde Mariposa ¿estás ahí?

Síiiii!!

Así llegó Federico García Lorca sin actividades didácticas gracias a Dios.

Y los cuentos de mi maestra de 1° grado, que fue de las primeras narradoras orales que dio el país. Unos cuentos de los que solo me acuerdo el que me perdí por revolcarme en la vereda de la escuela el primer día de clases cuando no quise entrar y no entré.

Mi maestra de 1° superior y la inesperada visita de la Inspectora fueron responsables de que escribiera mi primer cuento. No tuvo nada de creación, sino más bien de plagio. Era sobre un pajarito que volaba y volaba, y lo copié del que nos contaba mi abuela. Plagio… o versión, diríamos hoy. Cuento popular vuelto escritura.

En una obra de teatro que dirigió mi maestra de 3°, me tocó el personaje de una tal Prudencia, mucama ella de cofia almidonada con la que me sentí dentro de una zarzuela que mi abuela cantaba…

Cuando yo vine aquí lo primero que al pelo aprendí, fue a fregar, a barrer, a guisar, a planchar y a coser;pero viendo que estas cosas no me hacían prosperar…

Debo decir que esta lucidez la traía conmigo desde muy niña. Tener hijitos, sí, sólo les pedía muñecotes a los Reyes, pero en lo demás, ni fregar ni barrer ni guisar ni coser. Tuve que hacer de todo porque lo de los hijitos vino con ese

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bonus-track, bueno, pero si te gusta el durazno, aguantate la pelusa, ese dicho que también aprendí en mi infancia.

Hoy por hoy, acabé siento una especie de caja de palabras que desde nena se viene llenando, y será por eso que me resuenan tanto unos versos de Laura Devetach:

Con mi caja llena de/ y cantando una canción/al andar por un camino/ sin querer me encontré con/ Y saca saca que saca/ de mi caja llena de/ yo me voy por esos mundos/ más largos que no sé qué…

Algunas veces siento lo que también dice Laura:

Mi caja quedó vacía/ como media del revés…

Será por eso que les, a los libros, a las personas, a la vida misma…

Por favor pónganle cosas/ para que yo pueda ser/ la que tenía una caja/ una caja llena de.

Texto leído en la mesa de lectura El pueblo de la infancia, en el marco de Festival Filbita General Villegas 2017.

Iris Rivera: Es maestra y profesora en Filosofía y Ciencias de la Educación. Trabajó como docente en escuelas públicas durante 25 años. Se desempeñó como mediadora en hogares de niños, ancianos, jóvenes en recuperación por drogadependencia y cárceles. Habitualmente visita escuelas del país donde realiza encuentros con alumnos como autora y talleres con docentes como mediadora. Coordina talleres literarios de lectura, escritura y reflexión, dirigidos a adultos. Participa como conferencista y panelista en Jornadas y Congresos de la especialidad. Por su trabajo como especialista en LIJ recibió el premio Pregonero 2011 otorgado por la Fundación El Libro. También, el premio Hormiguita Viajera 2013 como Maestra Latinoamericana de LIJ otorgado por la Biblioteca Madre Teresa de Calcuta. Como autora, varios de sus libros recibieron premios. Entre ellos: Quién soy (en colaboración), Llaves, El cazador de incendios, ¿Dale?, Bicho hambriento y Haiku.   

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y extranjeros.

¿Qué curioso, no? Horacio Cavallo

Lewis Carrol tenía diez hermanos, y del primero al último eran tartamudos.- 

Fray Luis de León dejó de dar clases durante cinco años y al retomar dijo a sus alumnos: Cómo decíamos ayer...

Oz, el reino en el que Frank Baum ambienta su novela El maravilloso mago de Oz, salió de un archivador que tenía un pedacito de cartón con la o y la z separadas con un guion. 

Nadie recuerda al doctor Anton Chejov, sin embargo nadie que lo haya leído olvidó El jardín de los cerezos, él, sin embargo,  afirmaba que la medicina era su esposa, y la literatura su amante. 

William Faulkner trabajó como cartero, y lo despidieron porque, según cuentan, leía las cartas antes de entregarlas. 

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 Según la RAE, las cinco palabras más empleadas en español son, por este orden: “de”, “la”, “que”, “el” y “en”, mientras que el sustantivo más usado, es “todo”.  

Estos datos curiosos, como de revista de peluquería pero para gustosos de la literatura, tienen como eje justamente la curiosidad, lo que de alguna manera los hace diferentes, inesperados. Y nos pone a nosotros al buscarlos en el rol de curiosos que muchas veces se mezcla con el de chusmetas. Bueno, así llamábamos a las señoras del barrio que se detenían a curiosear, a chusmear, término que seguro es de las dos márgenes del río. Mujeres veteranas generalmente, que llevaban unas bolsas de hacer mandados de un plástico resistente que con esfuerzo dejaba ver lo que llevaban dentro -ella eran inigualables en ver qué o quiénes estaban dentro de una casa que tenía la puerta abierta en esos cinco segundos que les llevaba atravesar la fachada- Eran curiosas esas señoras, muy curiosas y siempre sabían más de lo uno creía. Se pasaban el rumor como en una carrera de postas. Rumor que las quemaba hasta que al fin podían pasárselo a otra, u otro, porque también los hombres eran chusmas en mi barrio, pero más picarones. Ellos miraban desde adentro de las casas por los espacios entre las celosías, por huequitos en la madera de la puerta. Cuando empecé a publicar me señalaban con el mentón diciendo bajito: ahí va el que quiere ser escritor, si me dejara que le cuente, se haría diez libros. 

No me defino como un tipo curioso. Sí, lógicamente, tengo esa necesidad de saber lo básico de lo que me rodea, y comparto la idea de que ser curioso es lo que nos lleva desde muy  chicos a aprender con la experiencia, más allá de la sugerencia o el rezongo a través de la palabra. Hace muchos años me pasó algo característico en relación a la curiosidad. Era de noche y estaba esperando un ómnibus -como le decimos allá a los colectivos de ustedes -para volver a mi casa. Vivía con mis padres así que debía tener veintipocos años. Llegué a la parada, en una calle medio oscura, o bueno, alumbrada por las luces del centro de Montevideo que son tenues, como de incubadora de pollitos. En la parada no había nadie pero en el asiento había un bolso. Un bolso negro del largo de mi antebrazo, que de inmediato supuse que era ideal para una cámara de fotos de esas que en ese entonces quería a toda costa. Miré para todos lados y como no había nadie agarré el bolso y lo guardé en mi mochila que estaba casi vacía. Me quedé esperando el ómnibus. Tenía muchas

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ganas de saber qué había adentro, pero por alguna razón no lo había abierto en la calle. Eso me hace pensar que tan curioso no soy, o bien, que no era. Por un rato me olvidé un poco de la bolsa y pensé en si estaba bien lo que estaba haciendo. Años de boy socut y educación católica peleaban adentro de la bolsa. No todavía, porque yo no había hecho nada malo, sino después de que pensé que podía irme a la parada siguiente. Ahí si me separé en las dos partes de siempre. La que decía dale vos no robaste nada, te lo encontraste. y la que decía, bueno, pero no podés irte a otra parada, ¿y si él o la olvidadiza llega a buscar lo que se olvidó? Llegamos a un acuerdo, iba a esperar hasta que viniera mi bondi y si no había llegado nadie subiría, pagaría el boleto, vería lo que llevaba adentro de mi mochila con atención de coleccionista y si tenía algún dato llamaría para devolverlo. La cámara de fotos ahora era también un montón de cosas: pedazos de carne podrida adentro de una bolsa de plástico,  ratones dormidos para usarlos como experimentos, libros de cocina escritos en chino, un short y una camiseta traspirada después de un partido de fútbol 5, treinta o cuarenta elefantitos de aquellos a los que las abuelas le ponían un billete en la trompa. Todas esas cosas y ninguna. ¿Quieren saber qué había en el interior de la bolsa? Qué curiosos. No se los voy a contar. Porque aunque suena raro, no lo sé. Unos minutos más tarde, antes del ómnibus paró un taxi en la parada. Un muchacho dio un salto y empezó a rastrear cada milímetro del banco como si fuera un perro de aeropuerto. Me acerqué y le pregunté qué buscaba. Describió un bolso como el que yo tenía en la mochila, así que lo saqué y se lo entregué. No dije nada, pero me dieron ganas de decirle: no seas zapallo, la próxima o algo así. Él me agradeció bajando la cabeza y juntando las palmas junto a su pecho. Quise correrlo para preguntarle qué tenía adentro. Pero me quedé inmóvil, y contento porque mientras no supiera qué tenía el bolso iba a estar repleto de cosas.

Lo que tiene la curiosidad es que abre mil posibilidades. Preguntenle a Pandora sino. Cuando yo tenía treinta años me enganché con la lectura de la obra de Onetti. La leí de forma despareja, siempre me gustó, aunque algunos libros me resultaron más densos. Cuando conseguí La vida breve, escrita incluso de este lado del río, me sedujo muchísimo su lectura. Pero cuando iba promediándola llegue a la conclusión de que un libro se lee solo una vez. Podía releerlo seiscientas, pero el efecto solo funciona la primera. Así que abandoné la lectura. Me gustaba tanto que lo abandoné. No quería terminar de leerlo porque eso implicaba que ya no habría magia, que la magia se habría terminado. Un par de años me duro la manía, después volví y lo leí de un tirón. Aunque no había hecho análisis me sentí curado.

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Estos días trabajé sobre mis recuerdos en relación a la curiosidad. En la lejana infancia (lejana infancia paraíso cielo, diría Idea Vilariño) la curiosidad estaba muy presente en cada movimiento dado. Una vez, en el prescolar, luego de varios días de lluvia que habían inundado unos areneros, nos agarramos de la mano con un compañero, dijimos al agua pato y nos tiramos en esa mezcla de agua y tierra que nos llegó a la cintura. Supongo que queríamos saber cómo era que tu madre o tu padre te zamarrearan delante de todos tus compañeros. Y lo aprendimos.

Otra vez, estando en el campo quisimos ver qué tenían adentro una serie de huevos oscuros y tiramos uno contra la base de un árbol. Además de un olor a podrido como nunca volví a sentir enfrentarnos con ese pollo a medio hacer, oscuro, baboso, al que la culpa nos decía que acabábamos de matar, conspiraba contra toda curiosidad.

Ahora, de más grande, una de las cosas en las que me doy cuenta que me mata la curiosidad, como alguna vez mató al gato, es cuando trabajo con un ilustrador en un libro para niños. Soy partidario de que sea un laburo sin ningún tipo de sugerencia (qué tengo que meterme yo en el mundo artístico del otro) así que en el proceso nunca meto cuchara. Claro que igual me empiezan a correr hilitos de electricidad por los brazos y las piernas cuando pasan muchos días y yo no he visto nada. Recuerdo la vez en la que llegué a la casa de Sebastián Santana y él me mostró Figurichos ya diseñado e ilustrado. No había visto bocetos ni nada que se le parezca. Me encantó, lo pude mirar como lo miraría un niño. Lo mismo con pdfs que Matías Acosta me mandó de El marinero del canal de suez, o de los Poemas para leer en un año. No debe haber algo más lindo para un hacedor de textos que cuando llega el pdf del libro ilustrado y uno se pone a matar esa curiosidad que le ha llevado hasta las uñas.

Después está lo que se olvida porque parece que tiene que ser así. Eso que fue curiosidad en algún momento pero que lo olvidamos como tal. Cuando mi hijo tenía dos años su madre y yo nos separamos. Siempre tuvimos una buena relación y yo lo vi un par de veces por semana con un fin de semana cada uno. El tema era que como empecé a verlo menos necesité contarle lo que haríamos juntos desde entonces, así que comencé la escritura de un diario para Genaro. No es un diario literario, y el protagonista es él. Lo que tiene es todo lo que ha pasado en su vida desde los dos hasta los once más o menos. Las primeras palabras, programas de tele, comidas, libros, escuela, compañeros, regalos de todas las navidades y cumpleaños, lugares de vacaciones, etc. Es parcial, es lo que hacía conmigo, aunque muchas cosas

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son generales, porque cuando llegaba de ver a su mamá me contaba lo que habían hecho, o ella me contaba y yo lo agregaba. Ahora escribo muy poco, ya más que diario, o semanario como fue en un tiempo, es un mensuario. Y a veces me pregunto si uno no olvida toda esa información relativa a la infancia porque la naturaleza quiere que sea así, y si no puede llegar a ser contraprudecente para él contar con una información que no se suele tener de uno mismo, un poco como si tuviéramos una aplicación que registra cada detalle de nuestra vida y así como vivimos diez años, gastamos otros diez en ver minuto a minuto lo que vivimos. Genaro tiene doce y cada tanto entra al diario y curiosea, pero después se olvida. Será que tampoco es tan curioso. Que venimos de esos monos que fueron los últimos en abandonar los árboles. Tengo pensado dárselo cuando cumpla quince con un epígrafe del quinto Horacio flaco que diga: Conocete a ti mismo. Pero a veces dudo de si será bueno saber tanto. Eso sí, supongo que será práctico si un día empieza análisis.

MI padre habla poco de mi abuelo. Cuando murió yo tenía dieciséis años. A los quince él me había regalado una buena cantidad de dinero para un adolescente (aunque él era un tipo que vivía con lo justo). En la tarjeta decía que la vida era dura, como si me estuviera recibiendo un mundo en el que podían pasar cosas terribles, como que a tu madre le reventara un primus (allá le decíamos así a aquellos artefactos a kerosen para cocinar) y se prendiera fuego mientras corría buscando ayuda, como le había pasado a él. Yo quería saber más de mi abuelo. Más de una vez lo metí en un relato, algunos para niños, otros para adultos, pero quería recomponerlo por fuera de eso. Tenía curiosidad, pero mi padre no hablaba de él. Era como si hubiera estado dormido cada vez que iban al cine, o cada vez que mi abuelo lo llevaba a los boliches donde se tomaba un par de grapas y mi viejo un refresco. Quise saber mientras crecía de dónde venía de alguna manera. La curiosidad me llevó por ese lado y aunque no tracé árboles genealógicos rearmé a un par de muertos en el discurso de mi madre.

Lucho con la ansiedad, que es uno de los grandes enemigos de la curiosidad. El afán de querer saber te mete en una maquinaria que es maravillosa pero tiene vicios de montaña rusa. La humanidad parece mostrarnos a cada rato que va por ese camino: descubrir, descubrir, al costo que sea. Ir destapando cajitas de pandora que en muchos casos traen cosas que sirven para que algunos tengan una vida un poco mejor, pero a cambio de problemas graves como la contaminación, la modificación genética de la flora y la fauna, etc.

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Porque la curiosidad opera desde ahí, desde un lugarcito cercano a la ansiedad y hay que saber hasta dónde dejarse tentar.

Voy a terminar contándoles qué era lo que tenía la bolsa que encontré en la parada porque ya no deben aguantar más… Muchas gracias.

Texto escrito para la mesa de lecturas Hasta donde me ha llevado la curiosidad, en el Festival Filbita 2019.

Horacio Cavallo: Nació en Montevideo el último día de 1977. Es narrador y poeta. Ha publicado una quincena de libros (novelas, cuentos y poemarios) para grandes y para chicos. En ellos Oso de trapo  (Premio Municipal de Narrativa 2007) El silencio de los pájaros (Premio Anual de Literatura, MEC) El pequeño vecino del señor Trecho (Edelvives, 2018 con ilustraciones de Isabel Go Guízar) El marinero del canal de Suez  (Pípala 2018 con ilustraciones de Matías Acosta) y también con Matías acaba de salir Poemas para leer en un año (Calibroscopio, 2019) 

Ha participado de antologías en Uruguay y en el extranjero, y obtenido varios premios nacionales. Además de a la escritura se dedica a dictar talleres y trabaja en una librería un par de veces por semana. 

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y extranjeros.

Por el camino de las hormigas

Mercedes Calvo

Cuando tenía tres años vi por primera vez la fotografía de Constancio Vigil. ¿Ves? me dijeron. Este señor es el que escribió La hormiguita viajera.

Primero fue el desconcierto: ¿cómo era posible escribir un libro? Los libros eran objetos maravillosos, que aparecían repentinamente en las manos de mis padres o tíos y que se disfrutaban sentada en la falda del adulto, con su voz hilvanando una historia que parecía nacer de aquellos signos –aún indescifrables por mí- que se llamaban letras. Desconocía entonces la existencia de esa categoría de seres con la que hoy están tan familiarizados los niños: autores que visitan las escuelas, promueven, firman y dedican libros, se muestran en la tele.

Me explicaron que Vigil era algo así como el papá de la hormiguita: que él había imaginado y escrito esa historia. Me indigné: ¿me creían tonta? ¿No se veía clarito que aquel señor no se parecía en nada a la protagonista del cuento? ¿Dónde estaban sus largas antenas con moños, su vestido a lunares,

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sus calzones blancos? Además, este señor de lentes ni siquiera era negro. ¿Cómo era posible que fuese padre de una hormiga?

Después, lentamente, las palabras autor y escritor se fueron abriendo camino en mi mente y la indignación dio paso a la decepción. ¿Entonces la historia de la hormiguita no había sucedido realmente? ¿Se habían burlado de mí haciéndome creer que era verdad aquel largo y angustiante viaje, buscando el regreso al hogar? Con dolor comprendí que no fueron El Manchado, ni La Señora Avispa ni tan siquiera La Luciérnaga quienes mostraron a La Hormiguita el camino a su hormiguero: seguiría envuelta en manteles traicioneros si ese señor de poblado bigote así lo hubiera decidido. Y nació entonces mi admiración por el oficio del escritor y una secreta envidia por esa posibilidad de decidir el destino de sus personajes.

No sé si fue La Hormiguita Viajera la que despertó mi amor por las hormigas o ya existía de antes. Lo cierto es que mi madre debía espolvorear los rosales con aquel fatídico polvo blanco cuando yo no estaba presente si pretendía realmente controlar a las invasoras. Me convertí en defensora a ultranza de las hormigas.

Tal vez fue por eso que después, en una navidad, me regalaron La vida de las hormigas, de Maeterlinck. Y ese libro fue el que me abrió la puerta a otro tipo de lecturas. El recuerdo es impreciso, aunque imborrable. Sé que atravesó toda mi infancia y estoy segura que debo haber intentado leerlo sumergiéndome en él, desconectando totalmente de la realidad, creando un territorio incluso físico ¡aquella

linternita bajo las sábanas! donde apurar la historia. También estoy segura de no haberlo logrado. Y no se trataba solo de falta de dominio en la técnica o en la comprensión, se trataba de que la vastedad que me descubría era tal que requería tiempo y espacio interior donde ahondarse y crecer. Fue libro de múltiples lecturas, me apoyé en él, crecimos juntos.

En el desorden de mi biblioteca, durante mucho tiempo lo creí perdido. Hace poco he vuelto a encontrarlo. Al abrirlo descubro, con asombro, que está fechado en la Navidad del 54, cuando yo acababa de cumplir cinco años.

Lo hojeo, algo desconcertada, tratando de descubrir qué me atraería de estas páginas de letras menudas, sin una ilustración, por donde caminan formicas

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pratensis y poliergus rufescens. No reconozco en este desconocido de páginas amarillentas a aquel amigo que me abría las puertas de un mundo fascinante.

Entonces advierto que el libro también me observa. Y admito que es difícil también para él reconocer en mí aquella niña de trenzas con ojos de asombro. Los dos hemos cambiado, para los dos han pasado los años.

Sigo leyendo, tratando de descubrir el secreto. Y lo descubro. La vida de las hormigas no es un libro de entomología. Es un libro que habla de la vastedad de la vida, que reflexiona, que profundiza; es un libro que enseña a ampliar la mirada. Hasta me animaría a decir que es un libro de poesía. Viejo, gastado, sigue guardando en sus páginas aquellas palabras mágicas que encendieron en mí el amor a lo desconocido.

Entonces lo acaricio, pensando que tal vez aún sea posible que él pueda ver, tras mis arrugas y mis canas, aquella niña que amaba el misterio.

Y leo en él:

¿Hasta dónde llegarán las hormigas? ¿Están en su apogeo o ya en su declinación? ¿Tienen otro porvenir por delante? Han pasado billones de años que no han tenido importancia y, por consiguiente, billones y trillones de vidas que tampoco han importado. ¿Qué es, en fin de cuentas, lo que importa? ¿Han alcanzado su finalidad? ¿Cuál es esta? Si la Tierra, la Naturaleza, el Universo no tienen una que podamos advertir, ¿por qué han de tenerla ellas? ¿Por qué hemos de tenerla nosotros? ¿No es bastante nacer, vivir, morir y volver a empezar hasta que desaparezca todo? Uno abre un ojo en la oscuridad, ve un rincón de tierra o un trozo de mar, unas estrellas, un rostro humano, y luego cierra el ojo para siempre. ¿De qué puede quejarse? ¿No es eso lo que nos ocurre? ¿No ha pasado todo en un instante? ¿No vale más esto que no haber existido?

Leo este texto ahora, a mis casi setenta años, y me estremece. ¿Cuándo golpea más un texto así – pienso- cuando estamos cerca de cerrar el ojo para siempre o cuando

acabamos de abrirlo? ¿Soy yo aún aquella niña de trenzas? ¿Era ella ya entonces esta anciana de hoy? Nosotros, los de entonces ¿ya no somos los mismos?

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La vida de las hormigas no me da respuestas. Tampoco me las ha dado mi propia vida. Pero qué bueno que un libro ayude a que las preguntes se multipliquen y renueven, creciendo siempre con uno.

Texto escrito para la mesa de lecturas de El otro que fuimos, en el marco del Festival Filbita 2017.

Mercedes Calvo: nació en Salto, Uruguay, en 1949. Lectora de poesía desde muy niña, fue maestra desde 1971. Como docente y capacitadora se interesó siempre en el desarrollo de un lenguaje y una percepción poéticos. Se jubiló en 2006 y desde ese entonces, está abocada a la escritura de poesía para niños.

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Fundación Filba acerca una selección de textos inéditos escritos especialmente para actividades programadas en el marco de sus festivales por destacados autores locales

y extranjeros.

El extra

Matías Aldaz

«No tengo ningún talento en especial, solo soy apasionadamente curioso»

Albert Einstein

«Donde hay peligro, crece lo que nos salva» Friedrich Hölderlin

«Con esta moneda me voy a comprar un ramo de cielo y un metro de mar, un pico de estrella, un sol de verdad, un kilo de viento, y nada más» María Elena

Walsh

Papá me transformó en extraterrestre. Yo tenía siete años y, para él, la altura

ideal. Estábamos en la boletería del cine de Paso de los Libres. Me pidió que

me sacara la ropa de la escuela: corbata, camisa blanca, pantalón, y me puso

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un traje que me cubrió hasta los tobillos. El traje era una mezcla de arpillera y

gomaespuma. Cuando terminó de prenderme los botones de la espalda sacó

una cabeza-cuello enorme de una bolsa y también me la colocó. Yo miraba a

través de la tela finita que forraba la parte del cuello.

Adentro había un olor raro, como a comida.

—Tiene olor a comida, papá —le dije.

No sé cómo hizo para escucharme, porque yo sentí que mi voz quedó ahí,

atrapada en el cuello del extraterrestre.

—Es engrudo, no pasa nada —me contestó y enseguida lo llamó a uno de

los empleados del cine, el que cortaba las entradas y pasaba las películas

cuando faltaba Toto.

—Carlitos, vení.

Sentí la carcajada de Carlitos apenas entró a la boletería.

—Decime que no es un extraterrestre —dijo papá.

—Qué bárbaro, yo pensé que ustedes no existían, pero estaba equivocado

—dijo Carlitos y me palmeó la espalda.

En aquella época el cine de mis padres era el centro del pueblo. También el

de mi familia.

Un rato después papá me pidió que lo acompañara y salió de la boletería.

Yo intenté seguirlo, pero la sala de proyección estaba demasiado oscura.

Prendí el dedo con lucecita que tenía en la mano izquierda y pude ver su

espalda; con eso era suficiente.

—Adónde vamos, papá —le pregunté, pero no me escuchó.

Salimos al hall y caminamos hacia la vereda. Eran las seis de la tarde y había

sol.

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—Esperame acá que voy a buscar el auto —me dijo y desapareció.

Yo quedé parado en el cordón de la vereda. Sentía la gente pasar y comentar

cosas detrás mío. Como la cabeza pesaba, sólo podía mirar hacia adelante y

esperar que nuestro Torino verde apareciera. Pero pasaban autos y autos,

tocaban bocina, disminuían la velocidad, y del Torino ni noticias. En un

momento uno frenó tanto que otro lo chocó de atrás. Los conductores se

bajaron, miraron las partes golpeadas, se dieron la mano y se fueron.

Recién después vino papá. Estacionó el Torino en doble fila. Quise contarle lo

del choque, y acaso inventar alguna pelea y algún herido, pero apenas empecé

me agarró de la mano y me llevó al auto.

—A ver —dijo y me levantó de los sobacos.

Me sentó en el capó y me acomodó en el centro, recostado sobre el parabrisas.

—Quedate quieto —dijo y me cruzó una soga por la cintura—. Agarrate fuerte

de acá, no la sueltes por nada del mundo.

La soga me apretaba un poco y al mismo tiempo me hacía sentir seguro. Antes

de salir papá prendió el grabador donde al mediodía lo había escuchado grabar

la propaganda. Su voz salía poderosa por las bocinas en el techo del Torino:

Gran estreno en Cine Teatro Ópera, la película que todos estaban esperando.

Ahí hacía una pausa para que irrumpiera una música con violines y trompetas.

Jueves, veintiuna quince horas, E.T. el extraterrestre, de Steven Spielberg,

gran estreno en Cine Teatro Ópera; su cine.

Papá iba lento, como empujado por una brisa. En una cuadra la propaganda se

había repetido al menos cinco veces. Llegamos a la calle principal y papá

golpeó el vidrio y enseguida frenó y se bajó para decirme:

—Saludá a la gente, che.

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Y yo comencé a saludar, y como tenía la cabeza de E.T. apoyada en el

parabrisas y no tenía que hacer fuerza, la incliné hacia mi derecha. Así

comencé a ver y a distinguir a los que iban por la vereda. Creo que vi a mi

maestra, al papá de mi compañero de karate, al dueño del almacén donde

compraba chipás antes de ir a la escuela.

Al llegar a donde la calle principal se cruzaba con la avenida de ingreso al

pueblo, papá estacionó, me bajó del capó y me llevo a la vereda. La

propaganda seguía en marcha: Mañana gran estreno en Cine Teatro Ópera.

Al primero que vi fue a Chipi. Después a Palín. Los dos eran mis compañeros

de grado con los que no me llevaba bien. En realidad no es que no me llevara

bien, ellos me trataban mal desde el mismo día que me presentaron en el aula.

Yo era el nuevo, el raro, el medio boludo y ellos los más altos y fanfarrones del

grado, combinación que impedía cualquier resistencia.

Chipi y Palín se pararon frente a mí. Eran enormes, me sacaban, fácil, una

cabeza. Los miré y fue terror lo que me dio verlos tan de cerca. Terror de que

me dijeran o hicieran cualquier cosa. Ahora iba ser el nuevo, el raro, el medio

boludo y el extraterrestre. Cerré los ojos tan fuerte que hasta la propaganda

de papá desapareció. Así estuve unos segundos, como encerrado en una

habitación vacía del subsuelo. Hasta que oí:

—Hola, E.T.

—Hola.

Primero fue la voz de Palín. Después la de Chipi. Los miré, sus caras eran

diferentes, parecían otros gurises. Y aunque fue revelador verles esas otras

caras, lo que modificó todo fue notar que ninguno de los dos me miraba a mí, a

mis ojos, sino hacia arriba, hacia la cabeza de E.T. Ahí me di cuenta de que

podía espiarlos sin que lo supieran. Palín tenía dientes hasta en la lengua,

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Chipi no era tan rubio. Moví la cabeza como pude, hacia delante y atrás, y ellos

interpretaron algo gracioso y se rieron y Chipi dijo:

—Vamos a ir a verte al cine.

—El domingo a la matiné —dijo Palín.

Yo levanté el dedo con lucecita, como E.T. hacía en el cartel de la película, y

le apunté a la cara primero a Chipi, después a Palín. Los dos se volvieron a reír

y retrocedieron unos pasos. Me puso contento, quizás porque era la primera

vez que me relacionaba con ellos de manera amigable. Pero toda esa

amabilidad terminó cuando Palín se acercó otra vez y me tocó la lucecita del

dedo. Me di impulso y le pegué una patada en la canilla lo más fuerte que

pude.

Los dos agacharon la cabeza.

—Perdón, E.T. —dijo Palín y salió corriendo.

Chipi lo siguió.

Esa misma noche, mientras hacía la tarea con el libro de lengua y repasaba

la patada a Palín, me topé con algo que llamó mi atención. Oraciones que no

ocupaban toda la hoja, que se cortaban a la mitad. Era un poema, el primero

que leía en mi vida. Recuerdo la sensación de extrañeza que me dio. Y no

pasé al siguiente, sino que leí el mismo varias veces. Fue algo que

posiblemente, lo digo ahora, más de treinta años después, me agrandó el

mundo, y al mismo tiempo me lo puso en la palma de la mano. Porque cómo

era eso de comprarse un ramo de cielo, un metro de mar, un kilo de viento.

Pero lo que más me maravilló fue la música de la rima. Y entonces, no sé por

qué, tal vez para saber cómo era escribir y hacer música al mismo tiempo,

compuse un poema. Me pasé un buen rato buscando rimas. Mi poema era

cortito y no agrandaba ni achicaba nada, pero me lo acuerdo hasta el día de

hoy.

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E.T. le pegó una patada a Palín Fue una patada sin fin

Palín no se enojó

Palín disparó como un sifón

Al otro día todo transcurrió igual: me levanté cerca de las doce, almorcé, y en la

escuela, Chipi y Palín me trataron como siempre. La única diferencia fue la

lluvia. Y aunque insistí bastante, no pudimos salir con papá a dar propaganda.

Texto escrito para la mesa de lecturas Hasta donde nos ha llevado la curiosidad, en el marco del Festival Filbita 2019.

Matías Aldaz: Nació en Federación, Entre Ríos, en 1976. Es escritor, músico y abogado. Publicó libros de cuentos, novelas y un poemario: Esas nubes (Simurg, 2009), D’accord (Escrituras indie, 2013), La lluvia cae en todas partes (Colección Mulita, 2014); dos novelas: Bajante (Colección Mulita, 2017) y una que escribí con Laura Escudero, La ciudad perfecta  (Norma, 2017). El último es un libro de poemas: Antes de cerrar la puerta (Editorial Deacá, 2019).

Fue cofundador de la revista literaria Vagón de Ostras. Creó la banda Hasta los pájaros y Las lluvias de verano, y actualmente toca el bajo en Las palabras. Vive en Buenos Aires.