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    LOS INVICTOSWILLIAM FAULKNER

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    LA EMBOSCADA

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    Detrs del ahumadero, Ringo y yo levantamos aquel verano un mapa viviente.Aunque Vicksburg no era ms que un manojo de astillas de la pila de lea y el ro slo

    un canal escarbado en la apiada tierra con la punta del azadn, aquello (ro, ciudad yterreno) tena vida, poseyendo incluso, en miniatura, la apreciable aunque pasiva obsti-nacin con que la topografa supera a la artillera, y contra la cual la ms brillante de lasvictorias y la ms trgica de las derrotas no son sino el tumultuoso estrpito de un mo-mento. Para Ringo y para m aquello tena vida, a pesar del hecho de que el terreno,cuarteado por el sol, absorba el agua ms rpidamente de lo que nosotros podamos sa-carla del pozo, y la misma puesta en escena de la contienda era una inacabable y casidesesperada prueba en la que corramos sin parar, jadeando, con el chorreante cubo en-tre el pozo y el campo de batalla, los dos obligados primero a unir fuerzas y emplearnoscontra un enemigo comn, el tiempo, antes de que pudiramos producir y mantener in-tacto como un pao, como un escudo entre nosotros y la realidad, entre nosotros, loshechos y el destino, el modelo de una furiosa victoria imitada y resumida. Pareca queaquella tarde nunca conseguiramos llenarlo, calarlo lo suficiente, porque hacia tres se-manas que ni siquiera haba habido roco. Pero por fin qued lo bastante empapado, almenos con suficiente aspecto de mojado, y podamos empezar. Justamente estbamos apunto de comenzar. Entonces, de repente, apareci Loosh ah parado, observndonos.Era hijo de Joby y to de Ringo; all estaba (no sabamos de dnde haba salido; no lehabamos visto asomar ni presentarse), de pie bajo la ardiente y montona luz del sol deprimeras horas de la tarde, con la cabeza descubierta y un poco inclinada, un poco la-deada pero firme y sin torcer, como una bala de can (a la que se pareca) apresurada ydescuidadamente alojada en cemento, con los ojos algo enrojecidos en los ngulos in-

    ternos, como se ponen los ojos de los negros cuando han estado bebiendo, mirandohacia abajo, a lo que Ringo y yo llambamos Vicksburg. Luego vi a Philadelphy, su mu-jer, al otro lado de la pila de lea, agachada, con una brazada de astillas ya recogida en-tre su codo doblado, mirando a la espalda de Loosh.

    -Qu es eso? -pregunt Loosh.-Vicksburg -contest.Loosh se ech a rer. All se qued, rindose sin ruido, mirando las astillas.-Ven aqu, Losh -dijo Philadelphy desde la pila de lea. En su voz tambin haba

    algo raro, apremiante, temeroso quiz-. Si quieres cenar, ser mejor que me traigas unpoco de lea.

    Pero no distingu si era premura o temor; no tuve tiempo de extraarme o de pen-

    sarlo, porque Loosh se agach de repente, antes de que Ringo o yo pudiramos mover-nos, y de un manotazo ech por tierra las astillas.-Ah tenis vuestra Vicksburg -dijo.-Loosh! -exclam Philadelphy.Pero Loosh se puso en cuclillas, mirndome con aquella expresin en la cara. En-

    tonces yo no tena ms que doce aos: no saba lo que era el triunfo; incluso desconocala palabra.

    -Y os dir otra que no conocis -dijo-. Corinth.-Corinth? -dije. Philadelphy haba soltado la lea y vena rpidamente hacia no-

    sotros.-Eso tambin est en Mississippi. No est lejos. Yo he estado all.

    -Lo lejos no importa -dijo Loosh.

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    Pareci entonces que estaba a punto de recitar un salmo, de cantar; all en cucli-llas, con el ardiente y montono sol sobre su frreo crneo y el achatado sesgo de su na-riz, no nos miraba ni a m ni a Ringo; era como si sus ojos, enrojecidos en los ngulos,se le hubieran vuelto del revs en el crneo y fuese el blanco y liso anverso de las rbi-tas lo que veamos.

    -Lo lejos no importa -repiti Loosh-. El caso es que est en el camino.-En el camino? En qu camino?

    -Pregunta a tu pap. Pregunta al amo John.-Est en Tennessee, combatiendo. No puedo preguntarle.-Crees que est en Tennessee? No tiene nada que hacer ahora en Tennessee.Entonces Philadelphy le agarr del brazo.-Cllate la boca, negro! -exclam ella, con aquella voz tensa y grave-. Ven ac y

    recgeme un poco de lea!Luego se marcharon. Ni Ringo ni yo les miramos alejarse. Nos quedamos ah pa-

    rados, sobre las ruinas de nuestra Vicksburg y la tediosa escarbadura de azadn, que yani siquiera tena aspecto hmedo, mirndonos calladamente.

    -Qu? -dijo Ringo-. Qu ha querido decir?-Nada -contest. Me agach y levant Vicksburg otra vez-. Ya est.Pero Ringo no se movi; slo me miraba.-Loosh se ri. Tambin habl de Corinth. Se ri tambin de Corinth. Crees que

    sabe algo que ignoremos nosotros?-Nada! -dije-. Supones que Loosh pueda saber algo que mi padre desconozca?-El amo John est en Tennessee. Quiz no lo sepa l tampoco.-Crees que estara all lejos, en Tennessee, si hubiese yanquis en Corinth? Crees

    que si hubiera yanquis en Corinth no estaran tambin all mi padre, el general VanDorn y el general Pemberton?

    Pero era consciente de que slo hablaba por hablar, porque los negros saben cosas,

    las conocen; habra sido necesario algo ms fuerte, mucho ms fuerte que las palabraspara que sirviera de algo. As que me agach, cog un puado de polvo con las dos ma-nos, y me levant: Ringo segua de pie, sin moverse, slo mirndome, y as sigui inclu-so cuando arroj el polvo.

    -Soy el general Pemberton! Yaaaii! Yaaii! -aull, mientras me agachaba, cogams polvo, y lo volva a tirar. Ringo segua sin moverse.

    -Est bien! -exclam-. Esta vez har yo de Grant, entonces. T puedes ser el ge-neral Pemberton.

    Pues era urgente, ya que los negros saben. Lo acordado era que yo fuese el generalPemberton dos veces seguidas y Ringo fuera Grant; luego yo tendra que hacer una vezde Grant, para que Ringo pudiera ser el general Pemberton, o no querra seguir jugando.

    Pero precisamente ahora era urgente, aun cuando Ringo fuese un negro, porque Ringo yyo habamos nacido el mismo mes, y ambos nos alimentamos del mismo pecho y dor-mimos y comimos juntos durante tanto tiempo, que llamaba yaya a mi abuela, lo mismoque yo, y hasta puede que l ya no fuera negro, o que yo tal vez ya no fuese un chicoblanco, o que ni siquiera siguisemos siendo personas ninguno de los dos: los dos lti-mos invictos, como dos mariposas nocturnas, como dos plumas flotando por encima delhuracn. As estbamos ambos; no vimos en absoluto a Louvinia, mujer de Joby y abue-la de Ringo. Estbamos frente a frente, apenas a un brazo de distancia el uno del otro,mutuamente invisibles entre las furiosas y paulatinas sacudidas del polvo que arrojba-mos, gritando: Muerte a los bastardos! Matadles! Matadles!, cuando la voz de ellapareci descender sobre nosotros como una enorme mano, aplastando hasta el polvo que

    habamos levantado, mientras nos hacamos ya visibles el uno al otro, manchados depolvo hasta los ojos y todava a punto de lanzarlo.

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    -Eh, Bayard! Eh, Ringo!Se qued a unos diez pies de distancia, con los labios an abiertos por los gritos.

    Observ que no llevaba el viejo sombrero de padre, que se pona encima del pauelo dela cabeza incluso cuando sala de la cocina slo para recoger lea.

    -Que palabra era sa? -dijo-. Qu os he odo decir? Pero no esper contestacin,y entonces not que ella tambin haba estado corriendo.

    -Mirad quin viene por el camino grande! -dijo.

    Nosotros -Ringo y yo- corrimos como uno solo, saliendo con una zancada de lapetrificada inmovilidad, por el patio de atrs y alrededor de la casa, hasta donde estabayaya, en lo alto de los escalones de la entrada, y adonde Loosh acababa de llegar desdeel otro lado, dando la vuelta a la casa y detenindose, mirando al camino, hacia el por-tn. En la primavera, cuando padre vino a casa, Ringo y yo corrimos entonces por elcamino para encontrarnos con l, y volvimos, yo montado en un estribo con el brazo demi padre rodendome, y Ringo agarrado al otro estribo, corriendo junto al caballo. Peroesta vez no lo hicimos. Sub los escalones y me puse al lado de yaya, mientras Ringo yLoosh se quedaban al pie de la galera, y miramos cmo el garan de padre entraba porel portn, que ahora no se cerraba nunca, y suba por el camino de entrada. Les obser-vamos: el enorme y enflaquecido caballo casi del color del humo, ms claro que la cos-tra de polvo que se le haba pegado en la hmeda piel al atravesar el vado que haba atres millas, subiendo por el camino con una marcha firme que no era ni al paso ni al tro-te, como si la hubiera mantenido durante todo el camino desde Tennessee porque exis-tiese una necesidad de abarcar tierra que prohibiera el sueo y el descanso y relegasealgo tan trivial como el galope a ciertos lmites aislados de una perpetua e inspida va-cacin; y mi padre, tambin mojado por el cruce, con otra costra de polvo en las enne-grecidas botas y los faldones de su guerrera gris, curtida por la intemperie, con sombrasms oscuras que en la pechera, en la espalda y en las mangas, donde los deslustradosbotones y los deshilachados galones de su rango de coronel brillaban apagadamente, yel sable que penda suelto pero rgido a su costado como si fuera demasiado pesado para

    dar tumbos o estuviera incorporado, quizs, al propio muslo viviente y no recibiese delcaballo ms movimiento del que reciba l mismo. Se detuvo; nos mir a yaya y a m,en el porche, y a Ringo y a Loosh, abajo.

    -Hola, miss Rosa -dijo-. Hola, chicos.-Hola, John -dijo yaya.Loosh se acerc y agarr la cabeza de Jpiter; mi padre desmont ceremoniosa-

    mente, mientras el sable chocaba sorda y pesadamente contra su pierna y la bota moja-da.

    -Cepllalo -dijo mi padre-. Dale un buen pienso, pero no lo lleves a pastar. Que sequede en el cercado... Ve con Loosh -dijo, como si Jpiter fuese un nio, dndole unapalmada en el flanco cuando Loosh se lo llevaba.

    Entonces pudimos verle bien. Me refiero a padre. No era grande; era simplementepor lo que hacia, por lo que sabamos que hacia y haba estado haciendo en Virginia yen Tennessee, por lo que nos pareca tan grande. Haba otros adems de l que estabanhaciendo cosas, las mismas cosas, pero tal vez fuese porque l era el nico que cono-camos, a quien siempre habamos odo roncar por la noche en una casa tranquila, aquien habamos visto comer, a quien habamos escuchado cuando hablaba, de quien sa-bamos cmo le gustaba dormir, qu le apeteca comer y cunto le agradaba hablar. Noera alto; pero, de algn modo, pareca ms bajo todava a caballo que a pie, porque Jpi-ter era grande y, cuando se pensaba en padre, uno crea que tambin era grande, de ma-nera que cuando se imaginaba a padre montado en Jpiter, era como si se dijese: Jun-tos sern excesivamente grandes; es increble. De modo que uno no se lo crea y, ade-

    ms, no era as. Se aproxim a los escalones y comenz a subirlos con el sable, pesado yplano, al costado. Entonces empec a oler aquello de nuevo, como cada vez que volva,

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    como aquel da de la primavera pasada en que sub por el camino montado en un estri-bo: el olor de su ropa, de su barba y tambin de su cuerpo, que yo tena por el olor de laplvora y de la gloria, el de los elegidos por la victoria, pero ahora s que no es as; aho-ra comprendo que slo era la voluntad de resistir, un sarcstico e incluso chistoso recha-zo a engaarse a si mismo, lo cual ni siquiera se acerca a ese optimismo por el que seconsidera que lo que est a punto de sucedernos es, posiblemente, lo peor que podamossufrir, subi cuatro escalones, golpeando el sable contra cada uno de ellos (as era real-

    mente de alto), luego se detuvo y se quit el sombrero. Y a eso me refiero: a que haciacosas ms grandes que l. Pudo haberse puesto a la misma altura que yaya, y slo habratenido que inclinar un poco la cabeza hacia ella para que le diera un beso. Pero no lohizo. Se detuvo dos escalones ms abajo, con la cabeza descubierta y la frente alzadapara que ella la rozara con sus labios, y el hecho de que tuviera entonces que inclinarseun poco, no disminua para nada la ilusin de altura y talla que l conservaba, al menos,para nosotros.

    -He estado esperndote -dijo yaya.-Ah -dijo padre. Luego me mir a m, que segua mirndole a l, lo mismo que

    Ringo, que segua abajo, al pie de los escalones.-Has cabalgado aprisa desde Tennessee -dije.-Ah -repiti padre.-Tennessee le ha hecho adelgazar -dijo Ringo-. Que es lo que comen all, amo

    John? Comen lo mismo que la gente de aqu?Entonces lo dije, mirndole a la cara mientras l me miraba a mi:-Dice Loosh que no has estado en Tennessee.-Loosh? -dijo padre-. Loosh?-Entra -dijo yaya-. Louvinia te est poniendo la comida en la mesa. Tienes el

    tiempo justo para lavarte.

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    Aquella tarde construimos el corral de troncos. Lo hicimos hondo, en la caadadel arroyo, donde no podra encontrarse a menos que se supiera donde buscar, y no po-da verse hasta llegar a las nuevas estacas, cortadas a hachazos, y rezumantes de savia,zigzagueando entre la propia vegetacin del bosque. Todos estbamos all -padre, Joby,Ringo, Loosh y yo-, padre con las botas puestas todava, pero sin la guerrera, de maneraque por primera vez vimos que sus pantalones no eran de los confederados, sino de losyanquis, de un fuerte y flamante pao azul que ellos (l y su escuadrn) haban captura-do, y tampoco llevaba el sable. Trabajamos aprisa, talando los arbolillos -sauces y ro-bles, arces de pantano y castaos enanos- y, sin apenas esperar a mondarlos, arrastrn-

    dolos con los mulos y a mano tambin por entre el barro y las zarzas, hacia dondeaguardaba padre. Y aquello tambin era grande: padre estaba en todas partes, con unarbolillo debajo de cada brazo, yendo entre los matorrales y las zarzas casi ms de prisaque las mulas, clavando las estacas en su sitio, mientras Joby y Loosh seguan discu-tiendo sobre cul de los extremos del tronco haba que poner. As era: no es que padretrabajara ms aprisa y ms duramente que cualquier otro, aun cuando alguien parezcams grande (a los doce aos, al menos; para m y para Ringo a los doce, en todo caso)quedndose quieto y ordenando Haced esto o lo otro a quienes estn trabajando; erala manera en que lo hacia. Cuando se sent en su sitio de siempre a la mesa del comedory hubo terminado la carne de cerdo, las verduras, la torta de maz y la leche que le trajoLouvinia (mientras nosotros mirbamos y aguardbamos, al menos Ringo y yo, espe-

    rando la noche y la conversacin, el relato), se limpi la barba y dijo:

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    -Ahora vamos a construir un corral nuevo. Tambin tendremos que cortar las esta-cas.

    Cuando dijo eso, Ringo y yo tuvimos probablemente la misma visin. All esta-ramos todos -Toby, Loosh, Ringo y yo-, al borde del barranco, formados para una es-pecie de orden, una orden que no participaba de codicia alguna, no ansiaba el ataque nila victoria, sino ms bien esa pasiva aunque dinmica afirmacin que debieron habersentido las tropas de Napolen, y, frente a nosotros, entre nosotros y el barranco, entre

    nosotros y los troncos rebosantes de savia que estaban a punto de convertirse en inertesestacas, mi padre. Iba montado en Jpiter; llevaba la capa gris con alamares de coronel;y, mientras le observbamos, desenvain el sable. Lanzndonos a todos una ltima ycomprensiva mirada, lo blandi, al tiempo que hacia girar a Jpiter mediante el frenoacodado; su cabello ondeaba bajo el tricornio, el sable se agitaba y resplandeca; sin chi-llar, pero con voz fuerte, grit: Al trote! A medio galope! Carguen! Luego, sin te-ner siquiera que movernos, pudimos verle y seguirle a la vez: el hombrecillo (que con-

    juntamente con el caballo aparentaba exactamente la talla adecuada, porque eso era todolo grande que necesitaba semejar y, a los doce aos, ms grande de lo que la mayora dela gente tendra esperanzas de parecer) iba erguido en los estribos por encima de aquelrayo menguante de color de humo, bajo el arco y los mil destellos del sable con el quelos arbolillos escogidos, cortados, mondados y desmochados, saltaban a las bien arre-gladas hileras, necesitando solamente que los transportaran y colocaran para convertirseen una cerca.

    El sol se haba ido de la hondonada cuando acabamos la cerca, es decir, cuandodejamos a Joby y a Loosh para que colocaran los tres ltimos travesaos, pero segualuciendo arriba, en la ladera del prado, cuando la atravesamos cabalgando: yo detrs depadre en una de las mulas, y Ringo en la otra. Pero se haba ido hasta de los pastoscuando dej a padre en casa y volv al establo, donde Ringo ya haba atado un ronzal ala vaca. As que volvimos al corral nuevo con la ternera siguindonos, escarbando en el

    suelo y aguijando a la vaca cada vez que se paraba a arrancar un buche de hierba, y lacerda trotando delante. Ella (la cerda) era la que se mova con lentitud. Pareca ir msdespacio que la vaca, incluso cuando sta se detena y Ringo se encorvaba por la tirantesacudida del ronzal y se pona a gritarle, de modo que ya era bastante de noche cuandollegamos al cercado nuevo. Pero all todava quedaba mucho espacio para pasar ganado.Aunque no nos habamos preocupado de eso.

    Los metimos dentro: las dos mulas, la cerda, la vaca y la ternera; pusimos a tientasel ltimo travesao, y volvimos a casa. La oscuridad era completa entonces, incluso enel prado; podamos ver la lmpara de la cocina y la sombra de alguien movindose atravs de la ventana. Cuando entramos Ringo y yo, Louvinia estaba cerrando uno de losgrandes bales del desvn que llevaban cuatro aos sin bajarse, desde la Navidad que

    pasamos en Hawkhurst, cuando no haba ninguna guerra y an viva to Dennison. Eraun bal grande y pesado incluso cuando estaba vaco; no estaba en la cocina cuando sa-limos a construir el corral, de modo que debieron bajarlo en cualquier momento durantela tarde, mientras Joby y Loosh estaban en la caada y no quedaba nadie para llevarlohasta abajo, salvo yaya y Louvinia, y luego padre, ms tarde, despus de que volvira-mos a casa en las mulas, as que aquello tambin formaba parte de la urgencia y tambinde la necesidad; tal vez fue tambin padre quien baj el bal desde el desvn. Y cuandoentr a cenar, la mesa estaba puesta con los cuchillos y tenedores de la cocina en lugarde los de plata, y el aparador (en el que se guardaba la vajilla de plata desde que yo tenamemoria, y donde haba descansado desde entonces excepto los martes por la tarde,cuando yaya y Louvinia y Philadelphy solan limpiarlo, aunque nadie, salvo yaya, quiz,

    saba por qu, pues jams se haba usado) estaba vaci.

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    No tardamos mucho en comer. Padre ya haba comido una vez, a primera hora dela tarde, y, adems, eso era lo que Ringo y yo estbamos esperando: porque despus dela cena, con los msculos relajados y el estmago lleno, llegaba el momento de la char-la.

    En la primavera, cuando vino a casa aquella vez, esperamos como lo hacamosahora, hasta que se sent en su butaca de siempre, con los leos de nogal crujiendo y

    crepitando en el hogar mientras Ringo y yo nos acurrucbamos a cada lado de la chime-nea, bajo la repisa, por encima de la cual el mosquete que haba capturado y trado deVirginia hacia dos aos, reposaba en dos clavijas, cargado, engrasado y listo para usar-lo. Entonces escuchamos. Olmos: los nombres, Forrest y Morgan y Barksdale y VanDorn; las palabras, como brecha y marcha, que no tenamos en Mississippi, aunquecontbamos con Barksdale, y con Van Dorn hasta que algn marido le mat, y el gene-ral Forrest que pasaba a caballo cierto da por South Street, en Oxford, desde donde leobservaba, a travs de una ventana, una jovencita que grab su nombre en el cristal conel diamante de su anillo: Celia Cook.

    Pero nosotros slo tenamos doce aos; no escuchbamos esas cosas. Lo que oa-mos Ringo y yo eran el can, las banderas y los gritos annimos. Eso era lo que nosdisponamos a or aquella noche. Ringo me aguardaba en el vestbulo; esperamos hastaque padre se hubo acomodado en su butaca, en el cuarto que l y los negros llamaban elDespacho: padre, porque all estaba su escritorio, donde guardaba la semilla de algodny de maz, y en esa habitacin sola quitarse las embarradas botas y sentarse en calceti-nes mientras las botas se secaban en la chimenea, y a donde los perros podan ir y venirimpunemente a echarse en la alfombra, ante el fuego, o simplemente a dormir en las no-ches fras; no s si fue madre, que muri al nacer yo, quien le dio esa dispensa antes demorir y yaya lo aprob despus, o si fue la propia yaya quien le dio permiso una vez quemuri madre; y los negros lo llamaban Despacho, porque tenan que ir a aquella habita-cin para presentarse ante el vigilante (que se sentaba en una de aquellas sillas rectas y

    slidas y adems se fumaba uno de los cigarros de padre, pero con el sombrero quitado),y juraban que no era posible que fueran ellos quienes l (el vigilante) deca, ni quehubieran estado donde l afirmaba; y yaya lo llamaba Biblioteca, porque haba una es-tantera de libros que contena un Coke Upon Littleton, un Josefo, un Corn, un volu-men de informes sobre Mississippi fechado en 1848, un Jeremy Taylor, unas Mximasde Napolen, un tratado de astrologa de mil noventa y ocho pginas, una Historia delos Hombres Lobo de Inglaterra, Irlanda y Escocia, incluyendo Gales, por el reverendoPtolemy Thorndike, M.A. (Edimburgo) y F.R.S.S., las obras completas de Walter Scott,las de Fenimore Cooper y las de Dumas, en rstica y tambin completas, a excepcin deun volumen que a padre se le cay del bolsillo en Manassas (en la retirada, segn dijo).

    Ringo y yo volvimos, pues, a acurrucarnos, y esperamos en silencio mientras yayacosa junto a la lmpara de la mesa y padre se sentaba en su butaca de siempre, en elsitio acostumbrado, las embarradas botas cruzadas y estiradas hasta las viejas marcas detacones junto a la yerta y vaca chimenea, mascando tabaco que le haba dado Joby. Jo-by era mucho ms viejo que padre. Demasiado viejo para quedarse sin tabaco slo porcausa de la guerra. Haba venido a Mississippi con padre, desde Carolina, y haba sidasu criado personal durante todo el tiempo que estuvo educando y preparando a Simn,el padre de Ringo, para que le sustituyera cuando l (Joby) se hiciera demasiado viejo,lo cual debi de haber ocurrido, sin embargo, algunos aos atrs, si no hubiera sido porla guerra. De manera que Simn se march con padre y todava estaba en Tennessee conel ejrcito. Esperamos a que padre empezara; aguardamos tanto que, por los ruidos que

    venan de la cocina, supusimos que Louvinia casi haba terminado: as que pens que

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    padre estaba dando tiempo a que Louvinia terminase y viniera a escuchar tambin, demodo que dije:

    -Cmo se puede combatir en las montaas, padre?Y eso era lo que l esperaba, aunque no en la forma en que Ringo y yo pensba-

    mos, porque dijo:-No se puede. Simplemente, hay que hacerlo. Ahora, chicos, corred a la cama.Subimos la escalera. Pero no hasta el final; nos paramos y nos sentamos en el l-

    timo rellano, justamente fuera del circulo de la luz que vena de la lmpara del vestbu-lo, espiando la puerta del Despacho, escuchando; al cabo de un rato, Louvinia cruz elvestbulo sin mirar hacia arriba y entr en el despacho. Les omos a ella y a padre:

    -Est preparado el bal?-Si, seor. Est preparado.-Entonces, dile a Loosh que coja el farol y las palas y me espere en la cocina.-S, seor -dijo Louvinia.Sali; volvi a atravesar el vestbulo sin mirar siquiera a las escaleras, cuando ella

    sola seguirnos hasta arriba, quedarse en la puerta de la alcoba y regaarnos hasta quenos acostbamos: yo en la misma cama, y Ringo en el jergn de al lado. Pero aquellavez no slo no se preguntaba dnde estaramos, sino que ni siquiera pens en dnde nodeberamos estar.

    -S lo que hay en ese bal -susurr Ringo-. Es la plata. T que crees?-Chisss! -dije. Podamos or la voz de padre, hablando con yaya. Al rato volvi

    Louvinia y cruz el vestbulo otra vez. Seguimos sentados en el descansillo de arriba, yomos la voz de padre, que hablaba con yaya y Louvinia.

    -Vicksburg? -musit Ringo.Estbamos en la parte oscura; yo no poda verle ms que las rbitas de los ojos.-Que ha cado Vicksburg? Quiere decir que ha cado al ri? Y el general Pem-

    berton con ella?-Chisssss! -repet.

    Seguimos sentados muy juntos en la oscuridad, escuchando a padre. Acaso fueranlas sombras, o quiz volvamos a ser las dos mariposas nocturnas, las dos plumas, o talvez se llega a un punto en que la credulidad, firme y serenamente, declina de modo irre-vocable, porque de repente apareci Louvinia encima de nosotros, zarandendonos has-ta despertarnos. Ni siquiera nos rega. Nos sigui escaleras arriba y se qued en lapuerta de la alcoba; no encendi la lmpara, y tampoco hubiera podido saber si noshabamos desnudado o no, aunque hubiese prestado la debida atencin para sospecharque no lo habamos hecho. Quiz estuvo, como Ringo y yo, escuchando lo que nosotroscremos or, aunque saba que no era as, del mismo modo que saba que nos quedamosdormidos un rato en las escaleras. Ya lo han sacado, ahora estn en el huerto, cavan-do, me deca a m mismo. Porque existe el punto en que la credulidad declina; en algu-

    na parte entre el sueo y la vigilia cre ver o so que vi el farol en el huerto, bajo losmanzanos. Pero no s si lo vi o no, porque ya haba amanecido, llova, y mi padre sehaba ido.

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    Debi cabalgar bajo la lluvia, que segua cayendo durante el desayuno y tambin ala hora de comer, de modo que pareca que no podramos salir de casa para nada, hastaque yaya dej por fin de coser, y dijo:

    -Muy bien. Ve por el libro de cocina, Marengo.

    Ringo vino de la cocina con el libro, y l y yo nos echamos en el suelo, boca aba-jo, mientras yaya lo abra.

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    -Qu vamos a leer hoy? -pregunt.-Lo del pastel -contest.-Muy bien. Qu clase de pastel?Pero no necesitaba preguntarlo, porque Ringo ya estaba respondiendo antes de

    que ella terminara de hablar.-Pastel de coco, yaya.El siempre deca pastel de coco, porque nunca habamos logrado averiguar si Rin-

    go haba probado o no el pastel de coco. Habamos comido alguno antes de Navidad, yRingo trataba de recordar si en la cocina haban tomado un poco, pero no poda acordar-se. De cuando en cuando, para que se decidiese, trataba de ayudarle, de que me dijese aqu saba y cmo era, y a veces casi se decida a arriesgarse, antes de cambiar de idea.Porque deca que quiz prefiriese simplemente haber probado el pastel de coco aunqueno se acordara, en vez de saber con seguridad que no lo haba hecho; y que, si se equi-vocaba al describirlo, jams en la vida probara el pastel de coco.

    -Creo que un poco ms no nos har dao -dijo yaya.

    La lluvia ces a media tarde; lucia el sol cuando sal a la galera de atrs seguidode Ringo, que empez a decir A dnde vamos?, cosa que repiti despus de pasarpor el ahumadero, desde donde yo vea el establo y las cabaas: A dnde vamos aho-ra? Antes de llegar al establo descubrimos a Joby y a Loosh al otro lado de la cerca delos pastos, subiendo las mulas del corral nuevo.

    -Qu vamos a hacer ahora? -dijo Ringo.-Vigilarle -contest.-Vigilarle? Vigilar a quin?Observ a Ringo. Me miraba fijamente, con las rbitas de los ojos grandes y tran-

    quilos, como la noche anterior.-Hablas de Loosh. Quin nos ha dicho que le vigilemos?-Nadie. Pero lo s.

    -Es que lo soaste, Bayard?-Si. Anoche. Estaban mi padre y Louvinia. Mi padre hablaba de vigilar a Loosh,porque l sabe.

    -Sabe? -dijo Ringo-. Qu sabe?Pero tampoco necesitaba preguntarlo; al instante siguiente se contest l mismo,

    mirndome con sus redondos ojos tranquilos, parpadeando un poco.-Ayer. Vicksburg. Cuando la derrib. l ya lo saba entonces. Igual que cuando

    dijo que el amo John no estaba en Tennessee y, efectivamente, el amo John no estabaall. Sigue; qu ms te revel el sueo?

    -Eso es todo. Que le vigilramos. Que l se enterara antes que nosotros. Mi padredijo que Louvinia tambin tena que vigilarle: aunque fuera su hijo, ella tena que ser un

    poco ms honrada todava. Porque, si le vigilbamos, segn lo que hiciese podramossaber cundo estara a punto de ocurrir.-Cundo estara a punto de ocurrir el qu?-No lo s.Ringo exhal un profundo suspiro.-Entonces, as es -dijo-. Si te lo hubiera dicho alguien, podra ser mentira. Pero, si

    lo soaste, no puede ser mentira, porque all no haba nadie para decrtelo. As que va-mos a vigilarle.

    Les seguimos cuando engancharon las mulas al carro y bajaron ms all de lospastos, donde haban estado cortando lea. Escondidos, les espiamos durante dos das.Entonces nos dimos cuenta de que Louvinia haba mantenido todo el tiempo una estre-

    cha vigilancia sobre nosotros. Unas veces, mientras estbamos ocultos, observando c-mo cargaban el carro Joby y Loosh, la oamos llamarnos a gritos, y tenamos que esca-

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    bullirnos y luego echar a correr para que nos viera llegar desde otra direccin. Otras ve-ces nos encontraba justo antes de que tuviramos tiempo de dar un rodeo, y Ringo seesconda detrs de m mientras ella nos regaaba.

    -Qu diabluras estis haciendo ahora? Estis tramando algo. Qu es?Pero no se lo decamos; la seguamos de regreso a la cocina, y cuando ya estaba

    dentro de casa nos movamos discretamente hasta que volvamos a perdernos de vista,para luego echar a correr otra vez hacia el escondite y vigilar a Loosh.

    De esa manera, aquella noche estbamos rondando la cabaa donde viva con Phi-ladelphy, cuando sali. Le seguimos hacia abajo, hasta el corral nuevo, y le vimos mon-tar la mula y marcharse. Echamos a correr, pero cuando nosotros llegamos al camino,slo pudimos distinguir el paso largo de la mula perdindose en la lejana. Pero haba-mos avanzado un buen trecho, porque hasta las llamadas de Louvinia sonaban tenues yvagas. A la luz de las estrellas, miramos el camino, detrs de la mula.

    -All es donde est Corinth -dije.

    No volvi hasta el da siguiente, despus de oscurecer. No nos apartamos de casay vigilamos el camino por turno, para que Louvinia estuviera tranquila en caso de que sehiciera tarde antes de que l volviera. Se hizo tarde; nos acompa a la cama y volvimosa escaparnos; al pasar justamente por la cabaa de Joby, se abri la puerta y, de algnmodo, surgi Loosh de la oscuridad justo al lado de nosotros. Estaba tan cerca de mque poda tocarle, y l no nos vio en absoluto; de repente, pareci quedarse sbitamentesuspendido contra la puerta iluminada, como si le hubieran recortado en lata en el actode correr, y se meti en la cabaa, con lo que se cerr la puerta y volvi la oscuridadcasi antes de que nos disemos cuenta de qu era lo que habamos visto. Cuando mira-mos por la ventana, estaba de pie ante el fuego, con la ropa desgarrada y embarrada porhaberse escondido de los vigilantes en pantanos y tierras bajas, y de nuevo con aquellaexpresin en la cara que pareca embriaguez y no lo era, como si no hubiese dormido en

    mucho tiempo y no quisiera hacerlo todava, mientras Joby y Philadelphy, inclinadosfrente a la lumbre, le miraban: Philadelphy con la boca abierta y tambin con la mismaexpresin en el rostro. Entonces vi a Louvinia, de pie en la puerta. No la omos venirdetrs de nosotros, pero all estaba, con una mano en el quicio de la puerta, mirando aLoosh, y otra vez sin el sombrero viejo de padre.

    -Quieres decir que van a liberarnos a todos? -pregunt Philadelphy.-Si -contest Loosh en voz alta, echando la cabeza hacia atrs; ni siquiera mir a

    Joby cuando ste exclam:-Cllate, Loosh!-Si! -dijo Loosh-. El general Sherman va a limpiar la tierra y toda la raza ser li-

    bre!

    Entonces Louvinia atraves el pavimento de dos zancadas y le sacudi fuerte en lacabeza con la mano abierta.-!Oye, negro idiota! -exclam-. Crees que hay suficientes yanquis en el mundo

    entero para vencer a los blancos?Corrimos a casa sin esperar a Louvinia; tampoco nos dimos cuenta entonces de

    que vena detrs de nosotros. Entramos precipitadamente en la habitacin donde estabayaya, sentada junto a la lmpara, con la Biblia abierta en su regazo; torci el cuello ynos miro por encima de las gafas.

    -Vienen hacia ac! -grit-. Vienen a liberarnos!-Cmo? -dijo ella.-Les ha visto Loosh! Estn ah mismo, en el camino. Es el general Sherman y va

    a liberarnos a todos!

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    Nos quedamos mirndola, esperando para ver a quin ordenara descolgar el mos-quete: si a Joby, porque era el ms viejo, o a Loosh, porque l les haba visto y sabracontra qu disparar.

    Entonces se puso a chillar ella tambin, con voz alta y fuerte como la de Louvinia.-Oye, Bayard Sartoris! Todava no ests en la cama? iLouvinia! -grit.Entr Louvinia.-Sube a estos nios a la cama, y si esta noche les oyes hacer ms alboroto, te doy

    permiso, mejor dicho, te exijo que les des unos azotes.No tardamos mucho en acostarnos. Pero no podamos hablar, porque Louvinia iba

    a dormir en la colchoneta del pasillo. Y Ringo tena miedo de subirse a la cama conmi-go, as que me baj al jergn con l.

    -Tendremos que vigilar el camino -dije.Ringo gimote.-Me parece que tendremos que ser nosotros.-Tienes miedo?-No mucho -dijo-. Slo que deseara que el amo John estuviera aqu.-Pues no est -dije-. Tendremos que ser nosotros.

    Vigilamos el camino durante dos das, tumbados en el bosquecillo de cedros. Decuando en cuando, Louvinia nos llamaba a gritos, pero le decamos dnde nos hallba-mos y que estbamos levantando otro mapa, y, adems, ella poda ver la arboleda desdela cocina. Aquello era fresco, umbro y tranquilo; Ringo se pasaba durmiendo la mayorparte del tiempo, y yo tambin me echaba alguna siesta. Tuve un sueo: era como si es-tuviese mirando la vivienda y de pronto desaparecieran la casa y el establo y las cabaasy los rboles y todo, y contemplase un sitio raso y vaco como el aparador, mientras sehacia cada vez ms oscuro, y luego dejase sbitamente de verlo; delante de m pasabauna especie de atemorizada multitud de pequeos personajillos: padre, yaya, Joby, Lou-vinia, Loosh, Philadelphy, Ringo y yo; entonces, Ringo solt una exclamacin ahogada

    y mir al camino, en cuyo centro, montado en un brioso caballo bayo y mirando la casaa travs de unos gemelos de campaa, haba un yanqui.Durante largo rato nos quedamos all tumbados, mirndole. No s qu habamos

    esperado ver, pero supimos inmediatamente lo que era; me acuerdo de que pens: Pa-rece simplemente un hombre; luego, Ringo y yo nos miramos fijamente y gateamoshacia atrs sin recordar cundo empezamos a arrastrarnos, y despus echamos a correrpor el prado, hacia la casa. Nos pareci correr durante una eternidad, con las cabezashacia atrs y los puos apretados, antes de llegar a la valla, saltarla y entrar corriendo encasa. La mecedora de yaya estaba vaca, junto a la mesa donde descansaba su costura.

    -Rpido! -dije-. Empjala hacia ac!Pero Ringo no se movi; sus ojos parecan pomos de puerta mientras yo arrastraba

    la mecedora, me suba a ella y empezaba a descolgar el mosquete. Pesaba unas quincelibras, aunque el peso no importaba tanto como su longitud; cuando qued suelto, mos-quete, mecedora y todo lo dems se vino abajo con tremendo estrpito. Omos a yayaincorporarse en la cama, en el piso de arriba, y luego su voz.

    -Quin anda ah?-Rpido! -dije-. Aprisa!-Tengo miedo -dijo Ringo.-Oye, Bayard...! -dijo yaya-. Louvinia!Cogimos el mosquete entre los dos, como un tronco de lea.-Quieres ser libre? -dije-. Quieres ser libre?Lo llevamos de aquel modo, como un tronco, uno por cada extremo, corriendo.

    Pasamos el bosquecillo a todo correr hacia el camino, y nos agachamos detrs de lasmadreselvas justo cuando el caballo doblaba la curva. No omos nada ms, acaso por

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    nuestra propia respiracin o, quiz, porque no esperbamos or nada ms. Tampoco vol-vimos a mirar; estbamos demasiado atareados amartillando el mosquete. Habamospracticado una o dos veces antes, cuando yaya no estaba y Joby iba a revisarlo y a cam-biar el fulminante de la oreja del arma. Ringo lo sostuvo mientras yo coga el can conlas dos manos, en alto, y me levantaba cerrando las piernas en torno a l, para deslizar-me hacia abajo, sobre el percutor, hasta que son el resorte. Eso era lo que hacamos,estbamos demasiado ocupados para mirar: el mosquete se iba apoyando en la espalda

    de Ringo a medida que l se agachaba, con las manos en las rodillas y jadeando.-Tira a ese bastardo! Trale!Entonces qued ajustada la puntera, y cuando cerr los ojos vi al hombre y al

    brioso caballo desvanecerse en humo. Retumb como un trueno e hizo tanto humo co-mo un milln de arbustos incendiados; o relinchar al caballo, pero no vi nada ms. Rin-go lanz un gemido.

    -Santo Dios, Bayard! Es todo el ejrcito!

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    La casa no pareca hacerse ms prxima; slo estaba all, suspendida ante noso-tros, flotando y aumentando gradualmente de tamao, como algo perteneciente a unsueo, mientras oa los lamentos de Ringo detrs de m y, ms lejos todava, los gritos yel ruido de los cascos. Pero por fin llegamos a casa; Louvinia estaba justo al pasar lapuerta, con el sombrero viejo de padre encima del pauelo de la cabeza y la boca abier-ta, pero no nos detuvimos. Entramos corriendo en la habitacin donde estaba yaya, depie junto a la mecedora vuelta a colocar en su sitio, con una mano en el pecho.

    -Le hemos disparado, yaya! -grit-. Le hemos disparado a ese bastardo!-Cmo?Me mir, con la cara casi del mismo color que su pelo, contra el que brillaban las

    gafas por encima de la frente.-Qu has dicho, Bayard Sartoris?-Le hemos matado, yaya! En el portn! Slo que tambin estaba todo el ejrcito,

    que no lo habamos visto, y ya vienen.Se sent; se dej caer en la mecedora, rgidamente, con la mano en el pecho. Pero

    su voz era ms firme que nunca.-Qu ha pasado? T, Marengo! Qu habis hecho?-Le hemos disparado a ese bastardo, yaya! Le hemos matado!Para entonces ya estaba all Louvinia tambin, an con la boca abierta y una cara

    como si alguien le hubiera echado ceniza. Pero la expresin de su rostro no era necesa-ria: omos las sacudidas de los cascos al deslizarse en el barro y una voz que gritaba:

    -Algunos de vosotros dad la vuelta por la parte de atrs!Miramos y les vimos pasar a caballo por la ventana con sus guerreras azules y losrifles. Luego, omos botas y espuelas en el porche.

    -Yaya! -dije-. Yaya!Pero pareca que ninguno de nosotros pudiera moverse en absoluto; simplemente

    nos quedamos ah parados, mirando a yaya, que tena la mano en el pecho, una expre-sin cadavrica en el rostro y un tono como de ultratumba en la voz:

    -!Louvinia! Qu es eso? Qu estn tratando de decirme?

    As fue cmo sucedi: una vez que el mosquete decidi dispararse, todo lo que ibaa ocurrir despus tratara de incorporarse simultneamente al estampido. An poda es-

    cucharlo, los odos me seguan pitando, de manera que yaya y Ringo y yo, todos, pare-camos hablar desde muy lejos.

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    -Pronto! Aqu! -dijo ella.Y entonces Ringo y yo nos acurrucamos uno a cada lado de ella, con la barbilla

    encima de las rodillas, pegados a sus piernas, mientras los duros picos de la mecedoranos machacaban la espalda y sus faldas se extendan sobre nosotros como una tienda decampaa, y los pesados pasos entraban ya y, segn Louvinia nos cont despus, el sar-gento yanqui blanda el mosquete delante de yaya, diciendo:

    -Vamos, abuela! Dnde estn? Les vimos correr hasta aqu!

    No podamos ver; simplemente seguamos en cuclillas, en una especie de tenueluz gris, con aquel olor de yaya que tenan sus ropas, su cama, su habitacin y todo losuyo, y los ojos de Ringo que parecan dos platos de budn de chocolate, pensando am-bos, quiz, que yaya jams en la vida nos haba dado azotes salvo por mentir, y eso in-cluso cuando la mentira no se deca, slo por quedarse callado, y que primero nos daraunos azotes y luego hara que nos arrodillramos y ella misma se arrodillara con noso-tros para pedir al Seor que nos perdonara.

    -Se equivocan ustedes -dijo-. No hay nios en esta casa ni en sus alrededores.Aqu no hay absolutamente nadie, excepto mi criada y yo, y la gente de las cabaas.

    -Quiere decir que niega haber visto antes este mosquete?-Efectivamente.Lo dijo con toda tranquilidad; no hizo el menor movimiento, sentada muy tiesa en

    el borde de la mecedora para que sus faldas siguieran extendidas sobre nosotros.-Si duda de mi, puede registrar la casa.-No se preocupe por eso; voy a hacerlo... Manda arriba a algunos muchachos -

    orden-. Si encontris alguna puerta cerrada, ya sabis lo que tenis que hacer. Y di alos chicos de la parte de atrs que registren todo el establo, y tambin las cabaas.

    -No encontrarn ninguna puerta cerrada -dijo yaya-. Al menos, permtame pregun-tarle...

    -No pregunte nada, abuela. Qudese callada. Ms valdra que hubiese hecho suspreguntitas antes de mandar fuera a esos dos diablillos con este fusil.

    -Hubo...?Omos cmo se apagaba su voz y luego volva a alzarse, como si yaya estuvieratras ella con una fusta, hacindola hablar.

    -Est... eso... al que...?-Muerto? Si, demonios! Se rompi el espinazo y tuvimos que pegarle un tiro!-Que... tuvieron que... pegarle un tiro?Yo tampoco saba lo que era estar pasmado de espanto, pero as estbamos los

    tres, Ringo, yaya y yo.-Si, por Dios! Tuvimos que pegarle un tiro! El mejor caballo de todo el ejrcito!

    El regimiento entero apostaba por l para el prximo domingo...Dijo algo ms, pero no lo escuchamos. Tampoco respiramos, mirndonos fijamen-

    te el uno al otro en la penumbra gris, y estuve a punto de gritar yo tambin, hasta queyaya dijo:-No lo hicieron... No lo hicieron... Oh, gracias a Dios! Gracias a Dios!-No lo hicimos -dijo Ringo.-Calla! -dije.Como no tenamos que haber hablado, era como si hubisemos debido retener el

    aliento durante mucho tiempo sin saberlo, y que ya podamos soltarlo y respirar otravez. Quiz fuera por eso por lo que, cuando entr el otro hombre no le omos en absolu-to; fue tambin Louvinia quien lo vio: un coronel de ojos grises y penetrantes, con unabarba corta y clara, que se quit el sombrero y mir a yaya sentada en la mecedora conla mano en el pecho. Pero se dirigi al sargento.

    -Qu es esto? -dijo-. Qu ocurre aqu, Harrison?-Aqu es a donde corrieron -dijo el sargento-. Estoy registrando la casa.

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    -Ah! -dijo el coronel. No pareca nada enfadado. Slo que tena un tono fri, secoy agradable-. Con autorizacin de quin?

    -Bueno, alguien de esta casa hizo fuego sobre tropas de los Estados Unidos. Su-pongo que eso es autorizacin suficiente.

    Nosotros slo pudimos or el ruido; fue Louvinia quien nos dijo que blandi elmosquete y golpe el suelo con la culata.

    -Y mataron un caballo -dijo el coronel.

    -Era un caballo de los Estados Unidos. Yo mismo he odo decir al general que situviera bastantes caballos, no andara siempre preocupndose de si habra o no alguienpara montarlos. Y llegamos aqu, cabalgando tranquilamente por el camino, sin molestara nadie, adems, cuando esos dos diablillos... El mejor caballo de todo el ejrcito; el re-gimiento entero apostaba...

    -Ah! -dijo el coronel-. Ya veo. Y bien? Les han encontrado?-Todava no. Pero esos rebeldes son como ratas cuando se trata de esconderse.

    Ella dice que aqu no hay un solo nio.-Ah! -repiti el coronel.Louvinia cont cmo mir entonces a yaya por primera vez. Dijo que pudo ver

    cmo bajaban sus ojos del rostro de yaya a donde se extendan sus faldas, quedndoseall durante un minuto completo, para volver luego a la cara de ella. Y que yaya le de-volvi mirada por mirada, mientras le menta.

    -Debo entender, seora, que no hay nios en esta casa ni en sus alrededores?-No hay ninguno. seor -dijo yaya.Louvinia cont que l volvi a mirar al sargento.-No hay nios aqu, sargento. Evidentemente, el disparo parti de algn otro sitio.

    Puede llamar a los hombres y hacer que monten.-Pero; coronel, vimos correr a dos chicos hasta aqu! Todos nosotros les vimos!-Es que no acaba de or decir a esta dama que no hay nios aqu? Dnde tiene

    las orejas, sargento? O es que en realidad quiere que la artillera nos alcance, teniendo

    an que cruzar la caada de un riachuelo a menos de cinco millas?-Bueno, seor, usted es el coronel. Pero si yo fuera el coronel...-Entonces, indudablemente, yo sera el sargento Harrison. En cuyo caso, creo que

    debera preocuparme ms por conseguir otro caballo para respaldar mi apuesta, que poruna anciana dama sin nietos -Louvinia dijo que entonces su mirada se pos ligeramenteen yaya y se retir en seguida-, sola en una casa en la que, con toda probabilidad, y parasu placer y satisfaccin, me da vergenza decirlo, espero... no volver a poner los pies

    jams. Haga montar a sus hombres y en marcha.Seguimos agazapados, sin respirar, y les omos salir de casa. Escuchamos al sar-

    gento llamar a los hombres del establo y alejarse a caballo. Pero no nos movimos toda-va, porque el cuerpo de yaya no se haba relajado en absoluto, y de ese modo supimos

    que el coronel segua all incluso antes de que hablara con un tono seco, enrgico, duro,con un deje de burla detrs de l.-De manera que no tiene usted nietos. Es una lstima, porque dos chicos podran

    disfrutar en un sitio como ste: deportes, pesca, el juego de disparar, tal vez el ms exci-tante de todos los juegos, y no lo es menos por ser, quizs, insuficiente en las proximi-dades de esta casa. Y con un fusil... un arma de gran precisin, por lo que veo.

    Louvinia dijo que el sargento haba dejado el mosquete en el rincn, que el coro-nel lo miraba entonces; nosotros no respirbamos.

    -Aunque tengo entendido que ese arma no le pertenece a usted. Y es mejor as.Porque si ese arma fuera suya -que no lo es-, y tuviera usted dos nietos o, mejor dicho,un nieto y un compaero de juegos negro -que no los tiene-, y si sta fuese la primera

    vez -que no lo es-, a la prxima podra salir alguien gravemente herido. Pero qu estoyhaciendo? Poner a prueba su paciencia, entretenindola en esa incmoda mecedora,

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    mientras pierdo el tiempo soltando un sermn apropiado nicamente para una dama connietos, o un nieto y un compaero negro.

    Ya estaba a punto de marcharse l tambin: podamos saberlo incluso bajo la fal-da; esta vez fue la propia yaya quien habl:

    -Pocos refrescos puedo ofrecerle, seor. Pero, s un vaso de leche fra despus delo que ha cabalgado...

    Pero no respondi durante largo rato; Louvinia dijo que slo contemplaba a yaya

    con sus penetrantes ojos claros y mantena el profundo silencio transparente, lleno deburla.

    -No, no -dijo-. Se lo agradezco. Est usted traspasando los lmites de la mera cor-tesa, y haciendo un verdadero alarde.

    -Louvinia -dijo yaya-, conduce al caballero al comedor y srvele lo que tengamos.

    Ya haba salido de la habitacin, porque yaya empez a temblar, y sigui tem-blando, pero sin relajarse todava; podamos orla jadear.

    -No le matamos! -susurr-. No hemos matado a nadie!Fue el cuerpo de yaya el que nos advirti de nuevo; pero esta vez pudimos casi

    sentir cmo miraba la extendida falda de yaya, donde estbamos agazapados, mientrasle daba las gracias por la leche y le deca su nombre y su regimiento.

    -Quiz sea mejor que no tenga usted nietos -dijo-. Porque, sin duda, desear viviren paz. Yo tengo tres hijos, sabe? Y ni siquiera he tenido tiempo de llegar a ser abuelo.

    Entonces no haba burla alguna en su voz, y Louvinia cont que estaba de pie enla puerta, con el reluciente cobre en el azul ail, el sombrero en la mano y su pelo y bar-ba claros, mirando a yaya sin ninguna burla.

    -No voy a disculparme; los imbciles claman contra el viento o el fuego. Peropermtame decirle que espero que no llegue usted a tener de nosotros un recuerdo peorque ste.

    Luego se march. Omos sus espuelas en el vestbulo y en el porche, y despus al

    caballo, desapareciendo en la lejana, apagndose, y luego yaya se relaj. Se recost enla mecedora, con la mano en el pecho y los ojos cerrados, mientras gruesas gotas de su-dor le corran por la cara; de repente, empec a gritar:

    -Louvinia! Louvinia!Pero entonces abri ella los ojos y me mir. Luego mir un momento a Ringo, y

    volvi a mirarme a m, jadeando.-Bayard -dijo-. Qu palabra empleaste?-Palabra? -dije-. Cundo, yaya?Entonces me acord; no la mir: segua recostada en la mecedora, mirndome y

    jadeando.-No la repitas. Has maldecido. Has dicho una palabrota, Bayard.

    No la mir. poda ver los pies de Ringo.-Ringo tambin la ha dicho -no contest, pero notaba que segua mirndome; depronto, aad-: Y t dijiste una mentira. Dijiste que no estbamos aqu.

    -Lo s -repuso ella. Se movi-. Ayudadme a levantarme.Se levant de la mecedora, apoyndose en nosotros. Ignorbamos lo que trataba

    de hacer. Simplemente nos mantuvimos tiesos mientras se apoyaba en nosotros y en lamecedora, junto a la cual se dej caer de rodillas. Ringo se arrodill primero, y a conti-nuacin yo tambin, mientras ella peda al Seor que la perdonase por haber dicho unamentira. Luego se levant; no tuvimos tiempo de ayudarla.

    -Id a la cocina a buscar un barreo de agua y el jabn -dijo-. Coged el jabn nue-vo.

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    Era tarde, como si el tiempo se nos hubiera escapado mientras permanecamosatrapados, enredados en el estampido del mosquete, y estuviramos demasiado ocupa-dos para darnos cuenta de ello; el sol brillaba casi a la misma altura de nuestras carasmientras estbamos en la galera de atrs, escupiendo, enjuagndonos el jabn de la bo-ca, dando vueltas y vueltas al cazo de calabaza, escupiendo directamente al sol. Durante

    un rato, con slo respirar podamos hacer pompas de jabn, pero pronto preferimos so-lamente escupir. Luego, hasta eso pas, aunque no el impulso de hacerlo, mientras a lolejos, hacia el norte, veamos un distante montn de nubes, tenues y azules en la base,con un tinte cobrizo del sol en la cresta. Cuando padre vino a casa en primavera, trata-mos de saber algo de montaas. Por fin seal el montn de nubes para explicarnos aqu se parecan las montaas. De manera que, desde entonces, Ringo crea que el mon-tn de nubes era Tennessee.

    -All estn -dijo, escupiendo-. All est. Tennessee, donde el amo John suelecombatir. Tambin parece enormemente lejos.

    -Demasiado lejos para ir solamente a luchar contra los yanquis -dije, escupiendotambin. Pero ya haba desaparecido todo: la espuma, las cristalinas, ingrvidas, iridis-centes burbujas; incluso el sabor.

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    Por la tarde, Loosh detuvo el carro junto a la galera de atrs y desenganch lasmulas; a la hora de cenar habamos cargado todo en el carro, salvo la ropa de cama conla que dormiramos aquella noche. Yaya subi entonces al piso de arriba y, cuando vol-vi a bajar, llevaba el vestido de seda negro de los domingos y el sombrero, y su rostroya tena color y los ojos le brillaban.

    -Vamos a irnos esta noche? -pregunt Ringo-. Crea que no bamos a salir hastamaana.

    -No -contest yaya-. Pero hace ya tres aos que no he salido a ninguna parte; su-pongo que el Seor me perdonar por prepararme con un da de antelacin.

    Se volvi (estbamos en el comedor, con la mesa puesta para cenar) hacia Louvi-nia.

    -Diles a Joby y a Loosh que estn preparados con el farol y las palas tan prontocomo hayan acabado de comer.

    Louvinia puso la torta de maz en la mesa y, al salir, se detuvo y mir a yaya.-Quiere decir que va a llevar ese pesado bal hasta Memphis con usted? Lo va a

    desenterrar de donde ha estado escondido y seguro desde el verano pasado y va a llevar-lo hasta Memphis?

    -Si -dijo yaya-. Voy a seguir las instrucciones del coronel Sartoris segn creo queme las dio.

    Estaba comiendo; ni siquiera mir a Louvinia. Louvinia se qued parada en lapuerta de la despensa, mirando a la nuca de yaya.

    -Por qu no lo deja aqu, donde est bien escondido y yo puedo cuidar de l?Quin iba a encontrarlo, aunque ellos vivieran otra vez? Es por el amo John por quienhan puesto la recompensa; no por un bal lleno de...

    -Tengo mis razones -dijo yaya-. Haz lo que te he dicho.-Muy bien. Pero cmo es que quiere desenterrarlo esta noche, sino se marcha

    hasta maa...?-Haz lo que te he dicho -repiti yaya.

    -S, seora -dilo Louvinia.Sali, Mir a yaya, que coma con el sombrero descansando en la misma coronillade la cabeza, mientras Ringo me miraba por detrs de la silla de yaya, haciendo girar unpoco los ojos.

    -Por qu no dejarlo escondido? -dije-. Ser ya demasiada carga para el carro. Jo-by dice que ese bal debe pesar unas mil libras.

    -Mil disparates! -exclam yaya-. No me importa que pese diez mil libras.Entr Louvinia.-Estn preparados -dijo-. Me gustara que me dijera por qu va a desenterrarlo esta

    noche.-Anoche so con ello -dijo yaya, mirndola.

    -Oh! -exclam Louvinia. Ella y Ringo parecan exactamente iguales, salvo que losojos de Louvinia no giraban tanto como los de l.-So que estaba asomada a la ventana y un hombre entraba en el huerto y se diri-

    ga a donde est eso y se quedaba all, sealndolo con el dedo -dijo yaya. Mir a Lou-vinia-. Un negro.

    -Un negro? -dijo Louvinia.-Si -dijo yaya.-Va a decirnos quin era?-No -dijo yaya.Louvinia se volvi hacia Ringo.-Ve a decirle a tu abuelito y a Loosh que cojan el farol y las palas y vengan ac.

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    Joby y Loosh estaban en la cocina. Joby, sentado detrs del fogn con un plato enlas rodillas, comiendo. Loosh, sentado en el arcn de madera, con las dos palas entre lasrodillas, pero al principio no le vi, le tapaba la sombra de Ringo. La lmpara estaba en-cima de la mesa y vi la sombra de la cabeza inclinada de Ringo y su brazo, que se movade un lado a otro, mientras Louvinia permaneca de pie entre nosotros y la lmpara, conlas manos en las caderas y los codos hacia afuera, llenando la habitacin.

    -Limpia bien esa chimenea -dijo.

    Joby llevaba el farol, yaya iba detrs de l, y luego Loosh; vea el sombrero deella, la cabeza de Loosh y las hojas de las dos palas por encima de su hombro. Ringo ibaresollando detrs de m.

    -Con quin crees que so? -pregunt.-Por qu no se lo preguntas a ella? -dije. Ya estbamos en el huerto.-Ja! -dijo Ringo-. Preguntrselo yo? Apuesto a que si ella se quedara aqu, ni un

    yanqui ni nadie se atrevera a tocarlo, ni siquiera el amo John, si lo supiera.Entonces Joby y yaya se detuvieron, y mientras yaya sostena el farol en alto, Joby

    y Loosh desenterraron el bal de donde lo haban escondido aquella noche del veranopasado cuando padre estaba en casa y Louvinia se qued en la puerta del dormitorio sinencender siquiera la lmpara y Ringo y yo nos acostamos y despus yo me asom o so- que me asomaba a la ventana y vi (o so que vi) el farol. Luego, con yaya an lle-vando delante el farol, y Ringo y yo ayudando los dos a cargar el bal, volvimos a casa.Antes de llegar, Joby empez a girar hacia donde estaba el carro.

    -Metedlo en casa -dijo yaya.-Lo cargaremos ahora mismo y nos evitaremos tener que manejarlo otra vez por la

    maana -dijo Joby-. Ven ac, negro -le dijo a Loosh.-Metedlo en casa -repiti yaya.As que, al cabo de un momento, Joby se movi en direccin a la casa. Le oamos

    resollar, diciendo Ah! a cada pocos pasos. Una vez en la cocina, solt violentamenteel extremo del bal.

    -Ah! -exclam-. Ya est, gracias a Dios!-Subidlo arriba -dijo yaya.Joby se volvi y la mir. Todava no se haba enderezado; medio agachado, se

    volvi y la mir.-Cmo? -dijo.-Subidlo arriba -repiti-. Lo quiero en mi habitacin.-Quiere decir que va a llevarlo arriba para luego volver a bajarlo por la maana?-Alguien tiene que hacerlo -dijo yaya-. Vas a ayudar, o lo subimos Bayard y yo

    solos?Entonces entr Louvinia. Ya se haba desvestido. Pareca tan alta como un fan-

    tasma, en una sola dimensin como la funda de una almohada, ms alta en camisn que

    la funda de una almohada; silenciosa como un fantasma sobre sus pies descalzos, queeran del mismo color que la sombra sobre la que se alzaba, de manera que pareca notener extremidades, con las dos filas de uas extendidas, ingrvidas y plidas, como doshileras de plumas vagamente sucias sobre el suelo, a un pie por debajo del borde delcamisn, como si no estuvieran conectadas con ella. Se adelant, apart a Joby de unempujn y se agach para levantar el bal.

    -Quita de ah, negro -dijo.Joby profiri un gruido y luego ech a un lado a Louvinia.-Qutate, mujer -dijo. Levant su extremo del bal y luego se volvi para mirar a

    Loosh, que no haba soltado el suyo-. Si vas a ir sentado encima, levanta los pies -dijo.Lo subimos a la habitacin de yaya, y Joby ya lo estaba dejando en el suelo otra

    vez cuando yaya hizo que l y Loosh retiraran la cama de la pared y corrieran detrs elbal. Ringo y yo volvimos a ayudar. No creo que le faltara mucho para pesar mil Libras.

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    -Ahora quiero que todo el mundo se vaya inmediatamente a la cama, para que po-damos salir maana temprano -dijo yaya.

    -Que se lo cree usted -dijo Joby-. Que todo el mundo se levante al amanecer y sehar medioda antes de que nos pongamos en marcha.

    -No te preocupes por eso -dijo Louvinia-. Haz lo que te dice miss Rosa.Salimos; dejamos a yaya junto a la cama, que ahora estaba bastante apartada de la

    pared y en una posicin tan inadecuada que cualquiera se habra dado cuenta en seguida

    de que all se ocultaba algo, aunque el bal, que tanto Ringo y yo como Joby creamosentonces que pesaba mil libras, hubiera podido ser escondido. Tal como estaba, no haciams que proclamarlo. Yaya cerr la puerta detrs de nosotros, y entonces Ringo y yonos paramos en seco en el pasillo y nos miramos. Desde que poda recordar, jamshaba habido llave, por dentro o por fuera, en ninguna puerta de la casa. Sin embargo,omos girar una llave en la cerradura.

    -No saba que hubiera una llave que encajara ah, y menos an que diera la vuelta-dijo Ringo.

    -Y eso es otro asunto tuyo y de Joby -dijo Louvinia. Ella no se haba detenido; yase estaba echando en el camastro y, cuando la miramos, empez a tirar de la colcha ta-pndose la cara y la cabeza.

    -Id a acostaros.Fuimos a nuestra habitacin y comenzamos a desnudarnos. La lmpara estaba en-

    cendida y entre las dos sillas se extenda nuestra ropa de los domingos, que nosotrostambin nos pondramos para ir a Memphis.

    -Con quin crees que so ella? -pregunt Ringo. Pero no era necesario contes-tarle; saba que Ringo se dara cuenta de que no hacia falta.

    Nos pusimos la ropa de los domingos a la luz de la lmpara, junto a la cual toma-mos el desayuno y escuchamos a Louvinia en el piso de arriba mientras quitaba de lacama de yaya y de la ma las sbanas con las que habamos dormido y enrollaba el jer-gn de Ringo y lo llevaba todo abajo; al despuntar el da, salimos hacia el sitio en que

    Loosh y Joby ya haban dejado las mulas enganchadas al carro, y donde Joby se erguavestido con lo que l tambin denominaba su ropa de los domingos: la vieja levita y elrado gorro de castor de padre. Luego sali yaya (an con el sombrero y el vestido deseda negra, como si hubiera dormido con ellos, pasando la noche en pie, tiesa y rgida,con la mano en la llave que haba sacado no se saba de dnde para cerrar su puerta porprimera vez, segn las noticias que tenamos Ringo y yo), con el chal sobre los hombrosy llevando la sombrilla y el mosquete que haba descolgado de las clavijas de encima dela chimenea. Tendi el mosquete a Joby.

    -Toma -dijo. Joby lo mir.-No vamos a necesitarlo -dijo.-Ponlo en el carro -dijo yaya.

    -No. No necesitamos nada parecido. Estaremos en Memphis tan pronto que nadietendr tiempo de enterarse de que vamos por el camino. De todos modos, confi en queel amo John haya limpiado bien de yanquis la distancia que hay de aqu a Memphis.

    Esta vez yaya no dijo nada en absoluto. Se qued ah parada, sosteniendo el mos-quete hasta que, al cabo de un rato, Joby lo cogi y lo meti en el carro.

    -Ahora ve por el bal -dijo yaya.Joby todava estaba colocando el mosquete dentro del carro; se detuvo, volviendo

    un poco ligeramente la cabeza.-Qu? -exclam. Se volvi algo ms, sin mirar an a yaya, que segua en los es-

    calones, mirndole; l no nos miraba a ninguno de nosotros; sin dirigirse a nadie en par-ticular, dijo:

    -No se lo haba dicho?

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    -No recuerdo que alguna vez se te ocurriera algo y no se lo contaras a alguien alcabo de diez minutos -dijo yaya-. Pero, ahora, a qu te refieres exactamente?

    -No importa -dijo Joby-. Ven ac, Loosh. Trae a ese chico contigo.Pasaron delante de yaya y siguieron su camino. Ella no les mir; era como si

    hubiesen desaparecido no slo de su vista, sino tambin de su pensamiento. Evidente-mente, as lo crey Joby.

    El y yaya eran de ese modo; parecan un hombre y una yegua, una yegua de purasangre, que soporta al hombre slo hasta cierto limite, y el hombre sabe que la yeguaaguantar lo justo y, cuando llega ese punto, se da cuenta exactamente de lo que va aocurrir. Y entonces sucede: la yegua le da una coz, no con maldad, sino slo lo suficien-te, y el hombre, como sabe lo que iba a venir, cuando ha sucedido o cree que ya ha su-cedido, se alegra, de manera que se tumba o se sienta en el suelo y maldice un poco a layegua porque piensa que ya se ha terminado, que todo se ha acabado, y entonces la ye-gua vuelve la cabeza y le da un mordisco. As eran Joby y yaya, y yaya siempre le hos-tigaba, no con severidad: slo lo estrictamente necesario, como ahora; l y Loosh casiestaban cruzando la puerta y yaya segua sin mirarles siquiera, cuando Joby dijo:

    -No se lo digo. Y creo que ni usted puede discutirlo. Entonces, sin mover nadams que los labios, mientras segua mirando ms all del carro que aguardaba como sino fusemos a ningn sitio, y Joby ni siquiera existiera, yaya dijo:

    -Y vuelve a arrimar la cama a la pared.Esta vez Joby no contest. Se qued absolutamente quieto, sin volverse para mirar

    a yaya, hasta que Loosh dijo a media voz:-Vamos, papi, sigue.Siguieron adelante; yaya y yo nos quedamos al fondo de la galera y les omos sa-

    car a rastras el bal y empujar otra vez la cama hasta donde haba estado el da anterior;les omos bajar las escaleras con el bal: los torpes y pausados golpes, resonantes comoen un atad. Luego salieron a la galera.

    -Ve a ayudarles -dijo sin mirar atrs-. Recuerda que Joby se va haciendo viejo.

    Metimos el bal en el carro, al lado del mosquete y la cesta de comida, y subimos-yaya en el pescante junto a Joby, con el sombrero en la misma coronilla de la cabeza yel parasol levantado aun antes de que el roci empezara a disiparse- y nos pusimos enmarcha. Loosh ya haba desaparecido, pero Louvinia an segua al borde de la galeracon el sombrero viejo de padre encima del pauelo de la cabeza. Luego dej de miraratrs, aunque notaba que Ringo, sentado a mi lado encima del bal, se volva a cada po-cas yardas, hasta que pasamos el portn y salimos al camino de la ciudad. Despus lle-gamos a la curva donde el verano pasado habamos visto al sargento yanqui en el briosocaballo.

    -Ya ha desaparecido -dijo Ringo-. iAdis, Sartoris; hola, Memphis!

    Empezaba a salir el sol cuando tuvimos Jefferson a la vista; pasamos delante deuna compaa de tropas que acampaba en un prado junto al camino, y tomaba el des-ayuno. Sus uniformes ya haban dejado de ser grises; casi eran del color de hojas muer-tas, y algunos de ellos ni siquiera llevaban uniforme, y un hombre que vesta un par depantalones azules de los yanquis con una franja amarilla de caballera, como los que pa-dre trajo a casa el verano pasado, nos hizo seas con una sartn.

    -Eh, Mississippi! -grit-. Hurra por Arkansas!Dejamos a yaya en casa de la seora Compson, para despedirse de ella y pedirle

    que se acercara por casa de vez en cuando y cuidara de las flores. Luego, Ringo y yo

    seguimos en el carro hasta el almacn, y ya salamos con el saco de sal cuando el toBuck MacCaslin cruz la plaza renqueando, agitando el bastn y vociferando, y, detrs

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    de l, el capitn de la compaa que habamos adelantado mientras desayunaba en lospastos. Eran dos; me refiero a que haba dos MacCaslin, gemelos, Amodeus y Theop-hilus, slo que todo el mundo les llamaba Buck y Buddy, salvo ellos mismos. Eran sol-teros, y tenan una gran plantacin de tierra de aluvin a unas quince millas de la ciu-dad. Haba en ella una enorme casa colonial construida por su padre, de la que deca lagente que segua siendo una de las casas ms elegantes del pas cuando la heredaron.Pero ya no lo era, porque to Buck y to Buddy no vivan en ella. Jams la haban habi-

    tado desde que muri su padre. Vivan en una casa de troncos de dos habitaciones conuna docena de perros, ms o menos, y tenan a sus negros en la mansin. Ya no queda-ban ventanas y un nio poda abrir cualquiera de las cerraduras con una horquilla delpelo, pero todas las noches, cuando los negros volvan de los campos, to Buck o toBuddy solan meterles en la casa y cerrar la puerta con una llave casi tan grande comouna pistola de arzn; probablemente, seguiran cerrando la puerta de entrada muchodespus de que el ltimo negro hubiera escapado por atrs. Y la gente deca que toBuck y to Buddy lo saban, y que los negros saban que ellos lo saban, slo que eracomo un juego con sus reglas: ni to Buck ni to Buddy deban atisbar por la esquinatrasera de la casa mientras el otro cerraba la puerta, ninguno de los negros tena que es-capar en modo tal que le vieran, aun cuando fuese por un inevitable accidente, ni esca-parse en cualquier otro momento; hasta se deca que los que no podan salir mientrascerraban la puerta, se consideraban a s mismos, voluntariamente, como fuera del juegohasta la noche siguiente. Despus, solan colgar la llave en un clavo junto a la puerta yvolvan a su casita llena de perros para cenar y jugar una partida de pquer mano a ma-no; y se afirmaba que ningn hombre del Estado o del ri se habra atrevido a jugar conellos aun en el caso de que no hicieran trampas, pues tal como lo jugaban entre ellos,apostndose mutuamente negros y carros cargados de algodn, el mismo Dios se habradefendido contra uno, pero contra los dos a la vez incluso l habra perdido hasta la ca-misa.

    Pero haba algo ms que eso respecto a to Buck y to Buddy. Padre deca que es-taban adelantados a su tiempo; que no slo posean, sino que tambin ponan en prcticaideas sobre las relaciones sociales que quiz seran populares cincuenta aos despus dela muerte de ambos. Tales ideas eran acerca de la tierra. Crean que la tierra no era pro-piedad de las personas, sino que las personas pertenecan a la tierra y que la tierra lespermitira vivir en ella o fuera de ella y disfrutarla slo en la medida en que se compor-taran, y que si no se portaban bien, las despedira con una sacudida, como un perro quese quita las moscas de encima. Seguan una especie de mtodo para llevar la contabili-dad que deba ser an ms complicado que el tanteo de las apuestas que se hacan entresi, y por el cual todos sus negros llegaran a ser libres, no con libertad regalada, sino ga-nada, no comprndola con dinero a to Buck y to Buddy, sino lograda con trabajo en la

    plantacin. Slo que haba otros adems de los negros, y sa era la razn por la que toBuck cruzaba la plaza renqueando, agitando el bastn hacia m y vociferando, o al me-nos lo que haca que to Buck cojeara y gritara y blandiera el bastn. Un da cont padreque de repente se dieron cuenta de que si el pas se divida alguna vez en feudos particu-lares, ya fuera por los votos o por las armas, ninguna familia podra contender con losMacCaslin porque todas las dems familias slo podran reclutar a sus primos y parien-tes, mientras que to Buck y to Buddy ya dispondran de un ejrcito. Lo formaran lospequeos labradores, la gente a quien los negros llamaban basura blanca: hombres queno haban posedo esclavos y que vivan, algunos de ellos, peor aun que los esclavos delas grandes plantaciones. Ese era otro aspecto de las ideas que to Buck y to Buddy te-nan acerca de los hombres y de la tierra, de las cuales deca padre que an no estaban

    extendidas, y por las que to Buck y to Buddy convencieron a los blancos para quemancomunaran sus sembrados de pobre e insignificante tierra junto con los negros y la

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    plantacin de los MacCaslin, prometindoles a cambio nadie saba exactamente qu,salvo que sus mujeres e hijos tenan zapatos, cosa que no todos haban tenido antes, ymuchos de ellos hasta iban a la escuela. De todos modos, ellos (los blancos, la basura)consideraban a to Buck y to Buddy como la misma Divinidad, de manera que cuandopadre empez a reclutar su primer regimiento para dirigirse a Virginia y to Buck y toBuddy fueron a la ciudad para alistarse y los otros decidieron que eran demasiado viejos(pasaban de los setenta), por un momento pareci como si el regimiento de padre tuvie-

    ra que librar su primera batalla en nuestras mismas praderas. Al principio, to Buck y toBuddy dijeron que formaran una compaa con sus propios hombres en oposicin a losde padre. Luego se dieron cuenta de que aquello no detendra a padre, as que entoncesto Buck y to Buddy apretaron realmente las clavijas a padre. Le dijeron que si no lesdejaba marchar, los soldados rasos que constituan el slido bloque de votos de la basu-ra blanca que ellos dominaban, no slo obligaran a padre a convocar una eleccin espe-cial de oficiales antes de que el regimiento saliera de los prados, sino que tambin de-gradaran a padre de coronel a comandante o, quizs, a capitn. A padre no le preocupa-ba cmo le llamaran; le habra dado igual ser coronel o cabo, con tal que le dejaran darrdenes, y probablemente no le habra importado que el mismo Dios le hubiera degra-dado a soldado raso; era la idea de que en los hombres que l mandaba pudiera estar la-tente el poder, por no decir el deseo, de agraviarle de aquella manera. As que llegaron aun acuerdo; al fin decidieron que se permitira marchar a uno de los MacCaslin. Padre yto Buck y to Buddy cerraron el trato con un apretn de manos y lo cumplieron; al ve-rano siguiente, despus de la segunda batalla de Manassas, cuando los soldados degra-daron a padre, los votos de MacCaslin le apoyaron, se retiraron del regimiento junto conpadre, volvieron a Mississippi con l y formaron su caballera irregular. De modo quetena que marcharse uno, y entre ellos decidieron cul haba de ser: lo resolvieron de lanica forma posible mediante la cual el triunfador pudiese estar seguro de que se habaganado ese derecho y el perdedor tener la certeza de que le haba derrotado un adversa-rio mejor que l; to Buddy mir a to Buck, y dijo:

    -De acuerdo, Philus, viejo zopenco hijo de puta. Saca las cartas.Padre cont que aquello fue magnifico, que lo presenci gente que jams habavisto nada igual en cuanto a frialdad y despiadada habilidad. Jugaron tres manos de p-quer cerrado, las dos primeras dadas por turno para que el ganador de la segunda repar-tiese la tercera; ah se sentaron (alguien haba extendido una manta y el regimiento ente-ro miraba), el uno frente al otro, con sus dos viejas caras que no se parecan tan exacta-mente entre si como se asemejaban a algo que uno recordaba al cabo del tiempo: el re-trato de alguien que haba muerto hacia mucho y al que con slo mirarle se saba quehaba sido predicador cien aos atrs en algn sitio como Massachusetts; se quedaronall sentados e igualaron correctamente las posturas con las cartas boca abajo sin que,por lo visto, les miraran siguiera el dorso, de moda que tuvieron que dar cartas ocho o

    diez veces antes de que los jueces pudieran estar seguros de que ninguno de ellos cono-ca verdaderamente la mano que tena el otro. Y perdi to Buck: as que ahora to Bud-dy era sargento en la brigada de Trennant, en Virginia, y to Buck vena renqueando porla plaza, agitando el bastn hacia m y aullando:

    -!Voto a Dios, se es! Es el chico de John Sartoris! El capitn se acerc y me mi-r.

    -He odo hablar de tu padre -dijo.-Que ha odo hablar de l? -grit to Buck. Pero la gente ya haba empezado a pa-

    rarse en la acera para escucharle, como hacia siempre, sonrindose de modo que l nopudiera verlo.

    -Quin no ha odo hablar de l en este pas? Pregunte alguna vez a los yanquis

    por l. Por Cristo!, reclut de su propio bolsillo el primer maldito regimiento de Mis-sissippi, y lo llev a Virginia y vapule a los yanquis a diestra y siniestra antes de des-

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    cubrir que lo que haba comprado y pagado no era un regimiento de soldados sino unaasamblea de polticos y de imbciles. De imbciles, repito! -grit, sacudiendo el bastnhacia m y mirando airadamente con sus feroces ojos llorosos, semejantes a los de unviejo halcn, mientras la gente le escuchaba y sonrea a lo largo de la calle, donde l nopudiera verlo, y el desconocido capitn le contemplaba con cierta curiosidad porquenunca haba odo hablar a to Buck; y yo no dejaba de pensar en Louvinia, con el som-brero viejo de padre puesto, y de desear que to Buck acabase y se callara para que no-

    sotros pudiramos seguir nuestro camino.-Imbciles, repito! No me importa si aqu hay personas que an afirman ser pa-

    rientes de los hombres que le eligieron coronel y le siguieron, a l y a Stonewall Jack-son, hasta llegar a la distancia de un escupitajo de Washington sin apenas perder un solohombre, y luego, al ao siguiente, cambiaron de parecer y votaron para degradarle acomandante y elegir en su lugar a un tipo abominable que ni siquiera saba por qu ex-tremo del rifle se disparaba hasta que John Sartoris se lo ense.

    Dej de gritar con tanta facilidad como haba empezado, pero los gritos estabanah mismo, esperando comenzar de nuevo tan pronto como encontrara algo ms que vo-cear.

    -No dir que Dios os guarde a ti y a tu abuela en el camino, muchacho, porque,por Cristo!, no necesitis la ayuda de Dios ni de nadie ms; lo nico que tienes que de-cir es: Soy el chico de John Sartoris; corred al caaveral, conejos, y luego ver cmohuyen los hijoputas de barrigas azules.

    -Es que se marchan, se van de aqu? -pregunt el capitn.Entonces to Buck empez a aullar de nuevo, entregndose a los gritos con facili-

    dad, sin tener siquiera que tomar aliento.-Marcharse? Por Satans! Quin va a cuidar de ellos por aqu? John Sartoris es

    un maldito imbcil; votaron para que abandonara su propio regimiento particular enatencin a l, para que pudiera irse a casa y cuidar de su familia, sabiendo que si l no lohacia, probablemente no lo hara nadie de por aqu. Pero aquello no iba con John Sarto-

    ris, porque John Sartoris es un tremendo y maldito cobarde egosta, que tiene miedo dequedarse en casa, donde los yanquis podran atraparle. Si, seor. Tiene tanto miedo quenecesita reclutar otra partida de hombres para que le protejan cada vez que se acerca acien pies de una brigada yanqui. Explora el pas de arriba abajo, buscando yanquis paraluego eludirles: pero, si yo estuviera en su lugar, habra vuelto a Virginia y enseado aese nuevo coronel lo que es combatir. Pero John Sartoris no. Es un cobarde y un imb-cil. Lo mejor que puede hacer es esquivar a los yanquis y huir de ellos hasta que tenganque poner precio a su cabeza, y ahora debe mandar a su familia fuera del pas: a Memp-his, donde el Ejrcito de la Unin quiz cuide de ella, porque no parece que su gobiernoni sus conciudadanos vayan a hacerlo.

    Entonces se qued sin aliento, o sin palabras, en todo caso, ah parado con la bar-

    ba manchada de tabaco, temblando, mientras le chorreaba ms tabaco de la boca y agi-taba el bastn hacia mi. De modo que levant las riendas; slo habl el capitn, que nome perda de vista.

    -Cuntos hombres tiene tu padre en su regimiento? -pregunt.-No es un regimiento, seor -contest-. Calculo que tendr unos cincuenta.-Cincuenta? -dijo el capitn-. Cincuenta? La semana pasada hicimos un prisio-

    nero que dijo que tena mas de mil. Dijo que el coronel Sartoris no combata; que slorobaba caballos.

    Pero a to Buck le quedaba suficiente aire para rerse. Pareca una gallina, dndosepalmadas en la pierna y agarrado a la rueda del carro como si estuviera a punto de caer-se.

    -Eso es! Ese es John Sartoris! l captura los caballos; cualquier imbcil puedesalir y atrapar a un yanqui. Estos dos condenados chicos lo hicieron el verano pasado...

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    bajaron al portn y volvieron con un regimiento, y ellos slo... Cuntos aos tienes,chico?

    -Catorce -dije.-Todava no tenemos catorce -dijo Ringo-. Pero los cumpliremos en septiembre, si

    vivimos y no pasa nada... Creo que yaya estar esperndonos, Bayard.To Buck dej de rerse. Dio un paso atrs y dijo: -Adelante. Os queda mucho ca-

    mino.

    Hice girar el carro.-Cuida de tu abuela, chico, o John Sartoris te desollar vivo. Y si l no lo hace,

    yo lo har! -Cuando el carro estuvo derecho, ech a andar a su lado, renqueando-. Ycuando le veas, dile que he dicho que deje tranquilos a los caballos durante una tempo-rada y mate a los hijoputas de barrigas azules! Que les mate!

    -Si, seor -contest, y seguimos adelante.-Ese mala lengua ha tenido suerte de que yaya no estuviera aqu -dijo Ringo.Ella y Joby nos estaban esperando a la puerta de los Compson.

    Joby tena otra cesta con una servilleta por encima, de la que sobresalan el cuellode una botella y algunos esquejes de rosal. Entonces Ringo y yo nos sentamos otra vezen la parte de atrs y l se volva a cada pocos pasos, diciendo:

    -Adis, Jefferson! Hola, Memphis!Despus de llegar a lo alto de la primera colina, mir hacia atrs y, esta vez con

    tranquilidad, dijo:-Suponte que nunca acaben de combatir.-Muy bien -contest-. Supongmoslo. -No volv la vista.A medioda nos paramos en un arroyo y yaya abri la cesta, sac los esquejes de

    rosal y se los tendi a Ringo.-Despus de beber, moja las races en el arroyo -dijo-. Las races, envueltas en un

    pao, an tenan tierra; cuando Ringo se agach hacia el agua, le vi pellizcar un poco de

    barro y empezar a guardrselo en el bolsillo. Entonces levant los ojos, vio que le estabamirando e hizo como si fuera a tirarlo. Pero no lo hizo.-Supongo que puedo guardarme barro, si quiero -dijo.-Pero no es barro de Sartoris -dije.-Lo s -dijo-. Pero es ms duro que el barro de Memphis. Ms slido que el que t

    tienes.-Qu te apuestas? -dije. Me mir-. Qu te juegas?-Qu te juegas t? -contest l.-Ya lo sabes -dije. Se hurg en el bolsillo y sac la hebilla que desprendimos de la

    silla del yanqui cuando matamos el caballo el verano pasado.-chamela aqu -dijo. As que me saqu del bolsillo la caja de rap y le vaci la

    mitad de la tierra (era algo ms que tierra de Sartoris; tambin era Vicksburg: en ellaestaban los gritos de guerra, las formaciones de batalla, las fatigadas armas, lo ltimoinconquistable) en la mano.

    -Lo s -dijo-. Es de detrs del ahumadero. Te has trado un montn.-Si -contest-. He trado lo suficiente para que dure.

    Remojbamos los esquejes cada vez que nos detenamos y abramos la cesta, y alcuarto da an quedaba algo de comida, porque al menos una vez por da nos detena-mos en casas del camino y comamos en ellas, y la segunda noche cenamos y desayu-namos en la misma casa. Pero ni siquiera entonces entr yaya a dormir. Se hizo la camaen el carro, junto al arcn, y Joby durmi debajo del carro con el rifle al lado, como

    cuando acampbamos en el camino. Slo que no solamos hacerlo exactamente en el

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    camino, sino metidos un poco en el bosque; a la tercera noche, yaya estaba en el carro yJoby y Ringo y yo debajo de l, cuando aparecieron unos caballos y yaya dijo:

    -Joby! El rifle!Alguien desmont, le quit el rifle a Joby, encendieron una antorcha y vimos el

    color gris.-Memphis? -dijo el oficial-. No pueden ir a Memphis. Ayer hubo un combate en

    Cockrum y los caminos estn llenos de patrullas yanquis. No s cmo demonios -

    excseme, seora (detrs de m, dijo Ringo: "Ve a buscar el jabn")- han llegado tanlejos. Si yo fuera usted, ni siquiera intentara volver, me detendra en la primera casaque encontrara y ah me quedara.

    -Creo que seguiremos adelante -dijo yaya-, tal como nos dijo John... el coronelSartoris. Mi hermana vive en Memphis; all vamos.

    -El coronel Sartoris? -dijo el oficial-. Se lo dijo el coronel Sartoris?-Soy su suegra -dijo yaya-. Este es su hijo.-Por Dios, seora! No puede dar un paso ms. No comprende que si les capturan

    a usted y a este muchacho, casi podran obligarle a presentarse y entregarse?Yaya le mir; estaba sentada en el carro y llevaba el sombrero puesto.-Evidentemente, mi experiencia con los yanquis ha sido diferente de la suya. No

    tengo motivos para creer que sus oficiales -supongo que seguir habiendo oficiales entreellos- molesten a una mujer y dos nios. Se lo agradezco, pero mi hijo nos ha ordenadoque vayamos a Memphis. Si hay alguna informacin que mi conductor deba saber, leagradecera que le diera instrucciones.

    -Entonces, permtame que les d escolta. O, mejor an, hay una casa a una millade distancia; d la vuelta y espere all. El coronel Sartoris estuvo ayer en Cokrum; creoque podr encontrarle y llevarle hasta usted.

    -Gracias -dijo yaya-. Dondequiera que el coronel Sartoris est, sin duda se hallarocupado en sus propios asuntos. Creo que seguiremos hasta Memphis, tal como nos or-den.

    De modo que se marcharon, y Joby volvi debajo del carro y puso el mosqueteentre nosotros, pero, cada vez que me daba la vuelta, chocaba con l, as que le hiceapartarlo y l trat de ponerlo en el carro, junto a yaya, y ella no se lo permiti, de ma-nera que lo apoy contra un rbol y nos dormimos: luego, tomamos el desayuno y se-guimos adelante, mientras Ringo y Joby miraban detrs de cada rbol que pasbamos.

    -No vais a encontrarles detrs de cada rbol que pasemos -dije.No les encontramos. Habamos dejado atrs una casa incendiada, y estbamos pa-

    sando por otra en la que un viejo caballo blanco miraba desde el otro lado de la puertade la cuadra, cuando distingu a seis hombres corriendo por el campo de al lado, y luegovimos una nube de polvo que vena de un sendero que cruzaba el camino.

    -Parece como si esa gente tratara de que los yanquis se apoderen de sus animales,hacindolos correr as, de uno a otro lado del camino a plena luz del da -dijo Joby.

    Emergieron de la nube de polvo al galope, sin vernos en absoluto, cruzando elcamino, y los primeros diez o doce ya haban saltado la zanja con pistolas en la mano,como cuando uno corre con un tronco de lea para el fogn en equilibrio sobre la palmade la mano; y el ltimo sali de la polvareda con cinco hombres corriendo y agarrados alos estribos, mientras nosotros nos quedbamos quietos en el carro, Joby con la bocaabierta y los ojos como platos y sujetando las mulas como si estuvieran sentados en lasvoleas, y yo haba olvidado el aspecto que tenan las guerreras azules..

    Todo sucedi sin ms ni ms, velozmente: sudorosos caballos de ojos salvajes y

    hombres de caras salvajes colmadas de gritos, y luego yaya, erguida en el carro y gol-peando en la cabeza a los cinco hombres con la sombrilla mientras ellos desengancha-

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    ban los arreos y cortaban con navajas los arneses de las mulas. No dijeron una sola pa-labra; ni siquiera miraron a yaya cuando les golpeaba; slo desengancharon las mulasdel carro, y luego las dos mulas y los cinco hombres desaparecieron juntos en otra nubede polvo, y las mulas salieron de la polvareda, remontndose como halcones, con doshombres montados en ellas y otros dos cayndose hacia atrs, justamente por encima delas colas de las mulas, y el quinto hombre corriendo ya, tambin, y los dos que estabantendidos de espaldas en el camino levantndose con trozos de tiras de cuero pegadas a

    ellos como una suerte de virutas negras de una serrera. Los tres salieron en persecucinde las mulas, y luego omos pistoletazos a lo lejos, como si se encendiera un puado defsforos a la vez, y Joby an sentado en el pescante con la boca abierta todava y losextremos de las riendas cortadas en la mano, y yaya an de pie en el carro con la torcidasombrilla en alto y gritndonos a Ringo y a m mientras saltbamos fuera del carro ycruzbamos corriendo el camino.

    -El establo -dijo-. El establo!Mientras corramos cuesta arriba hacia la casa, veamos a las mulas que seguan

    galopando por el campo, y a los tres hombres corriendo a su vez.Cuando dimos la vuelta a la casa, tambin vimos el carro en el camino, con Joby

    en el pescante, la lengua sacada rgidamente hacia delante, y yaya erguida, agitando lasombrilla hacia nosotros y, aunque no poda orla, saba que segua gritando. Nuestrasmulas se haban metido en el bosque, pero los tres hombres seguan por el campo, y elviejo caballo blanco tambin les observaba desde la puerta del establo; no nos vio hastaque buf y dio una sacudida hacia atrs y pate sobre algo que haba detrs de l. Erauna tosca casilla para herrar, y l estaba trabado con una cuerda a la escalerilla del so-brado e incluso haba una pipa en el suelo, encendida todava.

    Subimos por la escalera y lo montamos, y, cuando salimos del establo, an pudi-mos ver a los tres hombres; pero tuvimos que detenernos mientras Ringo desmontabapara abrir el portillo del cercado y volva a montar otra vez, de modo que ya haban des-aparecido para entonces. Cuando llegamos al bosque, no haba seal de ellos y tampoco

    podamos or nada, aparte de las tripas del viejo caballo. Entonces continuamos msdespacio, porque de todos modos el viejo caballo no poda seguir de prisa, as que pro-curamos escuchar, y casi anocheca cuando volvimos al camino.

    -Pasaron por aqu -dijo Ringo. Haba huellas de mula-. Son las huellas de Tinneyy de Old Hundred. Las reconocera en cualquier parte. Han tirado a los yanquis y regre-san a casa.

    -Ests seguro? -dije.-Que si estoy seguro? Crees que no he seguido a las mulas en mi vida y que no

    puedo distinguir sus huellas cuando las veo...? Tira p'alante, caballo!Seguimos la marcha, pero el viejo caballo no poda ir muy aprisa. Al cabo de un

    rato sali la luna, pero Ringo segua diciendo que poda ver las huellas de nuestras mu-las. As que continuamos, slo que ahora el caballo iba ms despacio que nunca, porquemuy pronto tuve que sujetar y ayudar a Ringo cuando resbal, y poco despus Ringo mecogi y me sujet a m cuando yo resbal sin darme cuenta siquiera de que me habadormido. No sabamos qu hora era ni nos importaba; despus de un tiempo omos ellento y sordo resonar de madera bajo los cascos del caballo y salimos del camino y ata-mos la brida a un arbolito; probablemente, ya estbamos dormidos al arrastrarnos bajoel puente; sin duda, seguimos arrastrndonos an dormidos. Porque si no nos hubira-mos movido, no nos habran encontrado.

    Me despert, creyendo an que soaba con un trueno. Era de da; incluso debajodel puente, rodeado de espesa maleza, pudimos sentir el sol, aunque no inmediatamente;

    durante un rato nos quedamos ah sentados, bajo el fuerte repiqueteo, mientras los suel-tos tablones del puente chascaban y bailaban bajo los cascos; seguimos sentados, mi-

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