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LA SAGA DE LOS LONGEVOS II

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«Para un longevo, el pasadosiempre vuelve en forma deproblemas».

La inesperada vuelta de Gunnarr, elhijo que Iago creyó muerto en labatalla de Kinsale en la Irlanda de1602, alterará la tranquila vida queIago del Castillo y Adriana Alamedahabían conseguido construir enSantander.

Pero no será la única persona de supasado a la que Iago tendrá queenfrentarse.

Prehistoria, Europa: Lür busca a lo

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largo y ancho de un continentedesolado al clan de Los Hijos deAdán y a su legendaria matriarca,Adana, de quien se dice que noenvejece.

800 d. C., Dinamarca: Gunnarr lecuenta a Adriana sus primeros añosde vida y cómo se convirtió enberserker, un peligroso y legendariogrupo de mercenarios vikingos.

1620 d. C., Nueva Inglaterra: Urkose embarca en el Mayflower hacialas costas de Massachusetts paraconstruir la colonia de Plymouth. Allíconocerá a Manon Adams, unamujer fuerte que dejará su huella

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pese al paso del tiempo.

De Pompeya a la Edad Media, delos clanes escoceses a los PadresPeregrinos, La Vieja Familiarecorrerá de nuevo los milenios paradescubrir que sus miembros hansido perseguidos desde antes de sunacimiento.

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Eva García Sáenz

Los Hijos deAdán

La saga de los Longevos - 2

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Dermus 03.01.15

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Título original: Los Hijos de AdánEva García Sáenz, 2014Diseño de cubierta: Masgrafica

Editor digital: DermusPrimer editor: Dermus (r1.0 a r1.2)ePub base r1.2

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«Convocado o no, el diosvendrá».

Leyenda que corona la puertade la casa de Carl Jung.

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Prólogo

Muerta

IAGO

Muerta. Dana estaba muerta.Abandoné en el suelo de la mansión elcadáver destrozado de mi esposa y melancé a por él, ciego de rabia.

De nuevo la vida me colocaba en latesitura de tener que matar a alguien aquien un lejano día consideré familia.

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Nieve negra

IAGO

«Quedan dos millas», me apremiédesesperado, «tan solo hemos de cruzareste bosque, mi caballo y yo, alcanzar elrepecho y llegar a mi granja, de dondenunca debí marchar y abandonarlos».

«Dos millas», me repetí, «intentandoconvencerme, no están muertos. Manon yel niño son resistentes, han sobrevividotambién a esta epidemia».

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Fue la anciana señora Bradford, lamujer del gobernador de la diminutacolonia de Plymouth, en NuevaInglaterra, quien me dio la mala noticia.Otro nuevo brote de escorbuto habíaalcanzado las haciendas de la costa enDuxbury, al norte del Cabo Cod.

—¿Se sabe algo de mi esposa y mihijo? —le insistí cuando escuché losprimeros rumores en el mercado.

Ella me dio el pésame con la miraday se santiguó a modo de respuesta. Soltélas pieles de castor que había cazado ypreparado la última semana. Una últimaganancia cómoda antes de partir de laplantación de Plymouth y abandonar miúltima identidad como Ely.

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Una década después de arribar a lascostas de Nueva Inglaterra a bordo delMayflower, en noviembre del año deNuestro Señor de 1620, había llegado elmomento de abandonar un hogar feliz, unhijo amado de ocho veranos y unaesposa, acaso la más fuerte y decididade todas cuantas amé.

Y era tanto lo que dejaba atrás, tantolo pasado a su lado, en aquella granjasobre un acantilado rocoso…

No nos inquietaban los inviernosextremos de aquella costa tan agreste.Manon había demostrado una resistenciafuera de lo común.

Cronista incansable de todo lo queacontecía en la colonia de Plymouth, la

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conocí como una joven viuda que perdióel marido semanas antes de embarcar.Con la suma pagada para el viaje, no lequedó más remedio que partir sola sinsu esposo. Despertó ciertas reservasentre los puritanos y sus mujeres, puesno se veía bien que una mujer viajara niviviera sola, y mucho menos que supieraleer y escribir, pero desde el primer díafue imprescindible para la colonia.

Después me confesó que era laprimera vez que abandonaba las tierrasdel rey Jacobo I y salía de Inglaterra.«Hemos tenido una reina virgen que noha precisado de marido para gobernar elmayor imperio del orbe, ¿no puedo yoviajar sin esposo al Nuevo Mundo?»,

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me dijo el día que embarqué junto a lospuritanos en el puerto de Southampton.

Después de escuchar los oscurosaugurios de la señora Bradford partí algalope, cruzando el bosque nevado depinos, que me azotaban la cara con susramas heladas. Los indios wampanoaghabían abierto senderos estrechosdurante centurias, pero mi caballoapenas podía pasar entre los troncos.Me era igual, piqué espuelas hastaextenuarlo. El peso de mi malaconciencia me cegaba y solo veía elmomento de volver a un hogar del quenunca debí partir.

Salté y desmonté del caballo alllegar al acantilado, ni Manon ni el niño

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estaban labrando las tierras, nadieplantaba maíz aquel día, las gallinas meescucharon y se agolparon en la verja,intuí que llevaban días esperando unpienso que no llegó.

Grité sus nombres, nadie acudió a miencuentro. Rodeé nuestra granja,tropezando con algunos aperos que lanieve había ocultado, y finalmenteencontré lo que jamás habría queridohallar: la tumba de mi esposa, ManonAdams. Un montículo de tierra, dosmaderos torpemente amarrados en formade cruz. Era mi hijo quien había cavadoaquella fosa, pero no había ni rastro dela sepultura del niño. ¿Seguía vivo?Grité su nombre una vez más, entré en

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nuestra cabaña y allí, sobre el lecho,encontré su cuerpo congelado. Éltambién había muerto por la epidemia,aunque tuvo fuerzas para enterrar a sumadre.

Tal vez si me hubiera quedado conellos…

Tal vez los habría alejado, alescuchar los primeros rumores.

Tal vez habría podido salvarlos.Tal vez…Para qué engañarme, acababa de

abandonarlos, una semana antes. Habíaasumido que no volvería a verlos, que laParca se los acabaría llevando. Pero notan pronto, no tan pronto ni de unamanera tan miserable.

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Desolado, salí de la cabaña y caí derodillas sobre la nieve negra. Noté elcuero de mis calzones empapado por latierra fresca.

Tomé una decisión, no quedaría ni elrecuerdo de aquellas vidas segadas.

Cogí un madero y lo prendí,improvisando una antorcha. Entré en elgranero, quemé la paja almacenada parael invierno.

Y por una vez pensé: «Si ellos van aarder, tal vez debamos arder juntos».

Y me dejé llevar por la dulce ideade acabar con todo el sufrimiento, deinmolarme con ellos, como había vistohacer a tantas esclavas en Scandia. Dejécaer a mis pies la antorcha, que prendió

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alrededor de mis botas de cueroembarradas, cerré los ojos, sintiendo lasllamas, hasta que me lamieron lasmanos. Entonces recordé que mi padreme esperaba en Londres, al otro extremodel mundo. Ajeno a que su hijo habíarenunciado al regalo que él le hizo,ajeno a que no volvería a su cueva de lainfancia a esperarlo un solsticio deverano, ajeno a que solo sería un montónde cenizas al pie de un acantilado en elNuevo Mundo.

Salí de mi granja justo en elmomento en que las llamas comenzabana devorarme la ropa, me lancé hacia elexterior y rodé sobre la nieve paraapagar mi propio incendio. Después

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dejé que toda la granja se convirtiera enuna llamarada. Pero nada pude hacer porla última familia que abandoné.

Finalmente me alejé sin mirar atrásni una sola vez, con la camisa tiznada denegro y la ropa ahumada.

«Te recordaré durante siglos;Manon, os recordaré a este hijo y a ti,por curarme las heridas, por esta décadade paz que trajiste a mi alma desgastada.No olvidaré, no pienso olvidar».

Y hui hacia el norte, donde losnativos me acogieron los primeros días,antes de partir hacia un lugar que mástarde sería llamado Maine.

Como un cobarde.Me fui como un cobarde, abandoné a

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mi esposa y a mi hijo sin despedirme.Los dejé en lo peor del crudo invierno,confiando en su fortaleza.

… y entonces la herida que me hizo mihija Lyra, la cicatriz de la mano,comenzó a quemarme. La delgada línease puso roja y sentí que me abrasaba.Me abrasaba tanto que acabé aullandode dolor.

—¡Iago! ¡Iago, despierta! Estásgritando otra vez el nombre de Lyra.

Aturdido y desorientado, meincorporé en la cama dando un respingo.Estaba en Cantabria, siglo XXI. Miúltima esposa, Adriana Alameda, me

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había despertado de mi enésimapesadilla y me miraba preocupada ymedio dormida. Era una madrugada deinvierno pero mi cerebro ardía.

Me miré la cicatriz, que latía conpulso propio, y estaba roja como un ríode sangre. Cerré el puño instintivamentey se lo oculté a Dana. Ella no loentendería: la sensación de alerta, deoscuro presagio, suficiente como paraque mi hija se revolviese en su tumba.

Algo nefasto e inmediato nos iba asuceder.

—¿Has vuelto a soñar con Lyra?—Por suerte hoy no —contesté, sin

ganas de hablar. Aún sentía el olor de lapaja quemada de mi granja en la

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pituitaria.—¿En qué siglo te has quedado

entonces?—Neolítico. Sexto milenio antes de

Cristo. Çatal Hüyük —mentí.Ella se incorporó de un salto.—¿Has soñado con Çatal Hüyük?

Cumplí los veintisiete años allí.—Lo sé, Dana. Lo sé —suspiré.

Ahora llegaba la batería de preguntas, ymi cabeza seguía estancada en el siglo XVII.

—Cuéntame entonces, ¿estamosacertados los arqueólogos con nuestrasconclusiones?

—Bastante, aunque hay detalles quetenéis delante y se os escapan. —Mi

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sueño se negaba a abandonar mispensamientos, y una duda me escocíacomo ácido: ¿cómo se llamaba el hijoque tuvimos Manon y yo?

—¿Recuerdas que todos los huesosde mujer encontrados tienen el primermetatarsiano deformado? —le pregunté,intentando centrarme en un presentemucho más aséptico.

—Sí, tuve muchos entre mis manos.¿Era algún tipo de costumbredeformativa, como vendar los pies delas niñas en la China del siglo XVI, ocomo sujetar los cráneos con tablillas enla cultura maya?

—No, las mujeres de Çatal Hüyükse pasaban el día de rodillas triturando

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cereales sobre molinos de piedra. Erauna postura muy forzada y les deformabael dedo del pie.

Dana asimiló deprisa el nuevo dato.Se sentó sobre la colcha, vestida solocon mi vieja camiseta del zorro árticoque se había acabado apropiando,muchos meses atrás.

—¿Y te adaptaste? —quiso saber.—Yo no, pero no iba solo, mi padre

me acompañaba. Lür fue más flexible,imagino que porque él ya había vividoun gran cambio en su mundo, al pasar dela glaciación de Würm a un continentede bosques… pero yo fui incapaz. Lasmujeres eran… —La miré de reojo,dudando.

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—Puedes decirlo, Iago. No tengoproblemas con tu pasado.

—Eran sumisas y complacientes. Yohasta entonces había tenido compañeras,no una propiedad privada. Y loshombres… muchos no hacían mucho másque gandulear sentados, mientras susmujeres se desgastaban trabajando. Perono eran los únicos cambios. Aquellainmensa ciudad de barro era muyparecida a una colmena. Vivir allí nosobligaba a dormir y comer en cubículosa los que accedíamos por escalerasdesde el tejado. Llegué a odiar aquellasmalditas escaleras.

Salí de nuestro lecho, la madrugadaaún no había llegado, pero para mí la

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noche y sus liturgias ya habíanterminado.

Me acerqué, desnudo como estaba, ala chimenea que Dana y yo habíamosdejado encendida la noche anterior.Todavía quedaban algunas ascuas y unmadero se resistía a consumirse.

«¿Cómo se llamaba nuestro hijo?»,me repetí, frustrado. Pero no encontrérespuesta alguna.

Me senté en el suelo sobre laalfombra mullida de lana, frente a unfuego que ya agonizaba, y me arropé conuna vieja manta escocesa traída dealguno de mis viajes. Dana se levantótambién, algo despeinada y un pocosomnolienta, y se acomodó entre el

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hueco de mis piernas, quedando sentadacomo yo, con la mirada perdida en unallama hipnótica.

Habíamos convertido una casona delsiglo XVIII frente a la Costa Quebrada ennuestro hogar. Habíamos tapizado losgruesos muros de piedra de sillería derecuerdos y habíamos decorado todaslas habitaciones con objetos comunes,hasta dejarlo reconocible para ambos.Sobre la repisa de la chimenea, lafotocopia enmarcada del «Mea culpa deun escéptico» presidía nuestrodormitorio. Un recordatorio de la nocheen que Dana se rindió a la evidencia ydecidió creerme por fin.

Año y medio de precario equilibrio

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entre alguien que lo quería saber tododel pasado y alguien que todo lo queríaolvidar.

Apoyé la cabeza en su hombro ycambié el rumbo de la conversación.

—Hoy me reúno con la dirección dela Neocueva de Altamira, quiero ver sipodemos conseguir un convenio decolaboración después de todo el revuelode las últimas dataciones. ¿Qué tieneshoy en la agenda? —le pregunté.

—Otra entrevista de trabajo para elÁrea de Edad Media.

—Bien, en cuanto acabe con lareunión iré contigo.

Le sonreí, Dana llegaría un pocotarde, como siempre acostumbraba.

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Con algo de suerte, ambosconoceríamos a la vez al candidato.

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2

El último hombre en la Tierra

Sungir, actual Rusia 23 000 a. C.

LÜR

Lür escrutó meticulosamente la raíz.Había escarbado durante horas, tenía lasmanos entumecidas y algunas uñas rotas.La tierra estaba helada, siempre helada.Desde hacía décadas, helada.

La famélica planta tenía una corteza

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dura, pero al abrirla encontró savia roja.«No es buena señal, Lür, no es buenaseñal».

En su clan, siendo niño, le habíanenseñado a huir de las plantas con savia,y más si su color era llamativo. Y élcomo chamán lo había transmitidocientos de veces. Cualquier aprendiz losabía, nadie sobrevivía si no respetabalos preceptos básicos de cómo distinguiruna planta comestible de una letal.

Lür alzó la cabeza, miró la cima deaquella cordillera blanca. Necesitabacomer algo si quería tener fuerzas parala ascensión.

«Otra cumbre, Lür. Otra esperanzadesvanecida, y ¿luego qué?», se repitió.

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«Luego, seguir, luego continuar».«Como siempre, como siempre».Sus pensamientos se habían tornado

repetitivos y él sabía que era por la faltade alimento. Desde los temblores detierra, desde que aquella nube de polvotapó la luz del sol muchos años atrás, sucabeza funcionaba más lenta. Su cuerpo,agotado por no comer otra cosa queraíces y cortezas manchadas de cenizas,había perdido el vigor de antaño.

Muchos árboles habíandesaparecido después del desastre, yano tenía referencias del tiempo en elhorizonte. Tampoco los ciclos de lasestaciones. El invierno, el deshielo, yano eran pautas fiables. El tiempo era

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glaciar en toda la Tierra, Padre Solapenas alumbraba detrás de las nubes depolvo rojo que lo habían rodeado tododurante las primeras décadas despuésdel Cataclismo. Los cadáveres dehombres y animales que habíaencontrado a su paso se habíandesecado. Hallaba restos decampamentos aquí y allá, tiendas depieles que todavía le servían de refugiosi tenía fuerzas para trasladar afuera loscuerpos rígidos de los propietarios,sorprendidos en quehaceres diarioscomo el resto de la Humanidad.

«Una última cima, Lür. Tal vez losHijos de Adán sí que hayan sobrevivido.Decían que su matriarca es eterna, como

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tú. Al menos ella habrá resistido».«No soy el último hombre,

deambular solo en un planeta desierto noes mi destino», cuántas veces lo pensó.

«Si no puedo morir, si jamásenvejeceré, cuando los hombres mueran,se retiren como los mamuts, como tantosanimales que no he vuelto a ver, ¿mequedaré solo? ¿Eternamente? ¿Toda laTierra para mí solo?».

Tomó la raíz e hizo una primeraprueba. Abrió su capa de piel y frotó laplanta en su antebrazo. Pronto sabría siera venenosa.

Pero qué más daba, moriríaigualmente de hambre o envenenado.Qué más daba. Acercó la raíz a los

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labios, comprobó que no se leentumecían y la engulló como si fuese lamiel más deliciosa.

Después hizo un último barrido alpaisaje que tenía alrededor, el cielo casirojo con aquella eterna bruma de polvo,las montañas permanentemente nevadas,grandiosas, magníficas. En otrostiempos, el rojo y el blanco que lorodeaban lo habrían dejado extasiadocon aquella extraña belleza. Pero odiabaen lo que se había convertido su amadoplaneta. La Tierra que él conocía ahoraera yerma y silenciosa.

Apretó el bastón, emprendió lasubida y se puso a cantar a voz en grito.Viejas canciones, himnos de antaño.

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Sonidos alegres para festejarnacimientos o hermandades entre clanes,melodías solemnes para honrar a algúnpatriarca venerado, susurros tristes paradespedir a una anciana madre.

Lür cantaba, siempre cantaba. Todoslos días. No quería olvidarse de hablar,no quería olvidar el sonido de laspalabras, que tanto le decían. Y aunqueno lo reconociera, todavía guardaba laesperanza de encontrar a otro serhumano, alguien que hubiesesobrevivido. Por eso llevaba décadasrecorriendo lo que quedaba de las rutasconocidas.

«No soy el último hombre. Todavíano ha llegado ese momento».

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A mitad de la ascensión comenzaronlos vértigos. El brazo le ardía, pero secambió el bastón de mano y continuóescalando.

Quedaban pocas horas para hacercumbre. La noche le sobrevendría en lacima. Pero se sentía débil. Débil por nocomer durante demasiados días. Bajosus manoplas de piel, unas manoshuesudas sujetaban el bastón con menosfuerzas de las que debiera.

No… no tenía que haberse comidoaquella raíz. Probablemente moriríaantes de que Madre Luna se alzase en elhorizonte.

Se sacó un trozo de carbón que habíaguardado celosamente de su último

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fuego. Solo para situaciones comoaquella. Empezó a roer la pequeñapiedra negra de madera carbonizada,hizo una pasta con la saliva y se la tragó.Solo eso le podría salvar la vida si laplanta era efectivamente venenosa.

Entonces se detuvo, mareado ydesorientado. ¿Por dónde deberíaseguir? ¿Hacia arriba, hacia abajo?¿Estaba tratando de subir una montaña ola estaba descendiendo ya? No lorecordaba, comenzó a dar vueltasalrededor de sí mismo, hasta que perdióel equilibrio y cayó a tierra.

El contacto con la dura nieve fuesuficiente para despejarlo. Se quedó porun momento tendido en el suelo. Sabía

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que tenía que levantarse. Si se quedabatumbado, aunque fuera un poco más, sucuerpo se enfriaría y sería imposiblecalentarlo.

«¿Y qué más da?», pensó, «¿esto mematará? ¿Moriré por fin?».

Y empezó a reírse, con ganas, confuerza. Una risa alegre le brotó delpecho castigado y se escuchó su eco,montaña abajo.

«Sigamos».Se apoyó con las manoplas en la

nieve y se alzó torpemente. Comenzó denuevo a cantar, pese al mareo, pese aque mezclaba letras, melodías,canciones, recuerdos, familias, gentesque un lejano día conoció.

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Llegó a la cresta casi de noche,cuando un atardecer rojo de nubesdeshilachadas incendiaba el perfildentado de la cordillera. Lo miróextasiado. El milagro diario, tan bellocomo la cintura de una mujer. Un cieloen llamas solo para sus ojos.

A sus pies, un valle blanco dabapaso a una llanura infinita.

Esperaba encontrar monotonía,nieves eternas, ningún resto de vida.

Pero no fue eso lo que le dijeron susojos.

Parpadeó, incrédulo, porque en lomás profundo del valle le pareció veralgo luminoso y en movimiento.

Era fuego, pero no uno, varios,

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decenas de pequeños fuegos. Sabía desobra lo que significaba. Eran hogueras:había un poblado, un clan, tal vezvarios.

No estaba solo en la Tierra, habíansobrevivido más humanos.

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3

Hola, padre

ADRIANA

Miré de reojo el pequeño bifaz que Iagome talló. El ruido que hacía su tintineocontra la luna del coche me recordabainnecesariamente que llegaba tarde alMAC. Tenía una entrevista en quinceminutos y era casi seguro que no iba allegar a tiempo. Una vez allí aparqué demala manera, porque mi sitio estabaocupado por una Harley Davidson

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embarrada, y subí las escaleras singuardar las formas en cuanto me aseguréde que nadie me podía ver.

La secretaria me indicó con un gestoque el entrevistado había llegado ya, asíque me recompuse el traje de chaqueta yentré. Quería causar buena impresión,aunque fuera yo en esos momentos laresponsable de contratar a más personalpara el museo. Había pasado un cicloentero, un año para entendernos, desdeque la TOF se desintegró, y Iago habíaestado al frente desde entonces. Éltambién iba a estar presente en laentrevista, aunque una reunión lomantenía ocupado desde primera horade la mañana. El candidato era brillante,

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estaba especializado en Edad Media, ysus trabajos habían dado la vuelta alpequeño mundo de la arqueologíaeuropea en el último año. Pero erabastante escurridizo, y nos costólocalizarlo para hacerle la entrevista.

Cuando entré en mi despacho, loprimero que pensé fue que había algúntipo de confusión. Sentado de manerademasiado despreocupada en mi sofá,con una pierna sobre el reposacabezas, yla otra sobre el cojín que yacía en elsuelo, un joven alto y rubísimo, con elpelo hasta los hombros y los ojosexactos a los de Iago me miraba con unasonrisa descarada, embutido en unachupa de cuero y unas botas desgastadas

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de motorista.En aquel momento también entró

Iago. Lo escuché a mi espalda, aunqueno pude ver su cara cuando el presuntocandidato, con un fuerte acento nórdico,le dijo:

—Hola, padre.

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4

Cuatro jinetes

IAGO

Tuve que apoyarme en la esquina delmueble porque por un momento perdí elequilibrio. A Gunnarr pareció hacerlegracia mi reacción pero continuósentado, como un despreocupado reynórdico en su trono. Volver a ver vivo ami hijo después de cuatrocientos onceaños resultó una sensación demasiadoaterradora para mis sentidos.

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—Te hacía en el Valhalla —acerté adecir.

—Digamos que me volví a mediocamino.

¿Sonó retador, o eran los recuerdosde mis recuerdos los que le dieron aquelmatiz?

—¿Y la lanza que te cruzó elcráneo? —le pregunté. Las sienes mebombeaban y no podía dejar de tragarsaliva.

—¿Eso os contó el tío Nagorno? —dijo, riendo—. Él siempre tandramático.

—¡Ya, basta! —estallé—. Basta derisas, Gunnarr. No puedes darte pormuerto, dejar que te lloremos durante

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medio milenio y volver aquí para reírtede mis reacciones.

—¿No puedo, padre? ¿De verdadque no puedo? —gritó, alzando la voz eincorporándose.

Llevaba el pelo exactamente igualque cuando lo perdí por primera vez.Largo, sucio y desaliñado. Todo suaspecto me auguraba lo peor: que cuatrosiglos no habían conseguido civilizarlo.

—Y hablando de los que mellorasteis, ¿dónde está el abuelo, y quéhay de tía Lyra y tío Nagorno? Vosotrossiempre os movíais en manadas.

—No, Gunnarr. Antes me explicas aqué has venido y cómo me hasencontrado.

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—Disculpadme ambos. —Habíaolvidado que Dana estaba frente anosotros, mirando a uno y a otroalternativamente—. No es que yo tengaque deciros lo que hay que hacerdespués de que un padre y un hijo no sehayan visto en cuatrocientos años pero¿no deberíais daros un abrazo, o algoasí?

—Y la pacifista, ¿quién es? —preguntó Gunnarr.

—Es mi esposa, Adriana Alameda.—Tu esposa, Adriana Alameda…

—repitió, masticando las palabras antesde escupirlas en el suelo—. Eso sí quees interesante, padre.

Me lo temía. No me había

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perdonado. Nuestra relación estabaexactamente donde la dejamos aquel 3de enero de 1602.

«Céntrate», me obligué. Urgía serresolutivo.

—Vamos a dar una vuelta, Gunnarr.Tengo que ponerte al día.

Mientras tanto, Gunnarr se habíaacercado a Dana y le había hecho unareverencia.

—Kære stedmor…Dana se giró hacia mí, con aire

cansino.—¿Qué demonios ha dicho?Suspiré.—Mi querida madrastra —traduje

del danés.

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Abrí la puerta y los invité aabandonar el despacho. Paula, lasecretaria, fingió que tecleaba sobre suportátil mientras nos miraba pasar dereojo.

Bajamos al aparcamiento y Gunnarraspiró aire como para llenar un zepelín.

—Ah…, me va a gustar estar aquí.Adoro esta brisa marina sobre la cara.

—¿Piensas quedarte mucho? —pregunté con recelo.

Ignoró mi pregunta y montó sobreuna moto del siglo pasado.

—Un buen motor, imagino —comenté, cambiando de tercio. Gunnarramaba los circunloquios y raramentecontestaba una pregunta directa.

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—Es un modelo XA de 1942.Durante la Segunda Guerra Mundial elgobierno americano construyó solo milcien unidades de esta Harley para elnorte de África. En teoría era para eldesierto, pero yo la uso en Europa y meva bien —dijo, arrancándole al motor ungemido atronador.

—Te sigo, Iago del Castillo —dijocon una sonrisa burlona.

—Vamos, Dana. Tú conduces —ledije, lanzándole las llaves deltodoterreno que había sustituido al quemató a mi hija.

Dana se metió en mi coche sinpreguntar y yo me senté en el asiento delcopiloto.

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—Tú dirás, Iago.—Vamos al cementerio de Ciriego.—Me lo temía —suspiró.Arrancó y por un momento, ambos

motores vinieron a añadir más ruido a latormenta que rugía en mi cabeza.

Bajé la ventanilla, necesitaba tomaraire.

—Iago, esto no ha sido unacasualidad —me dijo, preocupada—.No después de que Nagorno huyera haceun año. Además, hay algo que no meencaja en esta escena. No sé lo que es,se me escapa, pero…

—Calla, por favor —le rogué—.Tenemos menos de un cuarto de horahasta que lleguemos. Dame un poco de

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silencio. Necesito pensar rápido.Dana obedeció, frunciendo el ceño y

concentrándose en la carretera. Gunnarrnos seguía a menos de treintacentímetros. Conducía igual quemontaba a caballo, acelerando yfrenando, molestando solo por recrearseen el juego.

Cerré los ojos e hice pinza con losdedos en el puente de la nariz, buscandoaislarme del exterior.

Primero: salimos del barrio delPortío. «Mi hijo fingió su muerte».

Segundo: atrás queda Liencres.«Nagorno lo sabía y nos mintió, puesnos contó que Gunnarr murió en susbrazos con el cráneo destrozado y que

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los ingleses se ensañaron con el cadáverde mi hijo».

Tercero: pasamos Soto de la Marina.«Gunnarr me localiza un año después dela supuesta muerte de Nagorno,haciéndose pasar por un historiadorexperto en Edad Media. Un juego muypropio de él».

Cuarto: cruzamos la rotonda. «Sialgo me han enseñado mis diez mileniosdesgastando este suelo, es que lascasualidades existen un una proporciónestadística muy escasa. ¿Estoy ante esaremota posibilidad?».

Quinto y llegamos. «Gunnarr aún meguarda rencor, luego no ha vuelto parahacer las paces».

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—Iago, no me esperaba esto, pero esevidente que Gunnarr y tú tenéis más deun asunto pendiente, ¿hay algo que debasaber de tu hijo?

—¿Hasta dónde conoces de lacultura nórdica?

—Sabes que no soy muy aficionadaa las sagas. Con la Edda Menor deSnorri tuve suficiente.

Sonreí y le despeiné la melena.—Te pongo al día, entonces. Existía

la costumbre de poner apodos que nosdescribieran. En mi caso, me llamabanKolbrun.

—¿Kolbrun?—El de las cejas negras como el

carbón. Habrás escuchado muchos más:

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Sven Barbapartida, Hakon EspaldaAncha… De hecho, el mundo enteronombra a diario el apodo de un reydanés, Harald Diente Azul.

—¿Diente Azul? No lo creo, no mesuena.

—Mira tu móvil, Dana. TieneBluetooth, ¿verdad?

—¿Y eso qué importa ahora?—El logo de la tecnología Bluetooth

son en realidad unas runas. Son lasiniciales de Harald Bluetooth. Elsímbolo que ves es la H, la letra hagall,el granizo y la B, la letra berkana, quesimboliza el abedul. Harald Bluetoohfue un rey danés y noruego del siglo Xque unificó las tribus noruegas, suecas y

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danesas al convertirlas al cristianismo.De igual manera, el protocolo Bluetoothpermite unificar los sistemas decomunicación digital.

—Bien, ¿qué apodo le pusieron aGunnarr?

—Gunnarr el Embaucador.Dana miró fijamente el retrovisor y

aceleró para que Gunnarr no rozase elsalpicadero con su rueda.

—Me hago cargo —concluyó—:Hijo conflictivo vuelve de la muertepara arreglar los asuntos pendientes consu padre.

«O algo peor, Dana. O algo peor»,pensé.

—¿Crees que ha cambiado?

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—Parece mentira que hayasconocido a La Vieja Familia alcompleto.

—¿Y eso qué quiere decir?—Que los longevos no cambiamos

nunca.

Poco después el coche se detenía frentea la entrada del cementerio. Habíallegado el momento de la despedida,pese a que mi esposa no era conscientedel peligro que yo estaba corriendo ypor nada del mundo quería quesospechase que así era.

—Bien, Dana. Yo me quedo aquí.Vuelve al museo, a fingir que todo está

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bien. A las once y media teníamos unareunión de todas las Áreas. Intentaréllegar.

—¿Cómo vas a venir, si yo me llevoel coche?

—Tengo dos opciones: volver enmoto o en taxi.

«O no volver».—Iago, entiendo que tengáis que

hablar de vuestros asuntos, pero… nosé, hay algo en todo esto que no meencaja. Llámame al móvil cada hora, asíme quedo tranquila, ¿de acuerdo?

—Así lo haré —le dije, fingiendouna sonrisa mil veces ensayada.

«Y ahora vete, por favor, esto ya essuficientemente peligroso», callé.

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La nubes venían para engullirnos,negras, amenazantes, espesas y cargadasde malos presagios, la mañana perdióluz y casi se convirtió en noche, con elaire cargado y enrarecido, lleno deelectricidad estática. Sabía que unpequeño chispazo desencadenaría latormenta, que amenazaba con ser deproporciones épicas. Tal vez un castigodivino, tal vez un aviso del Infierno,quién sabe.

Por fin Dana arrancó el coche, y ellay su cara de preocupacióndesaparecieron rumbo al MAC. Me giréhacia Gunnarr, que me miraba fingiendo

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estar expectante.—¿Vamos a visitar muertos? —Se

desencajó el casco y se sacudió la suciamelena.

Le di una palmada en la espalda, talvez para comprobar íntimamente que erareal y no un producto de mis pesadillas.Pero estaba allí, mi hijo había vuelto ymi cuerpo reaccionaba con todos losmúsculos alerta. Tenía un corte en unaoreja que no recordaba, más bien lefaltaba parte del lóbulo, probablementeun tajo de una espada en la batalla, o unmordisco en una trifulca.

—Vamos, sígueme —me limité adecir.

Recorrimos las cuadrículas

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perfectas de las calles del cementerio,trazadas a tiralíneas, donde los muertosse apilaban en ángulos rectos, sinimportar si estaban orientados alPoniente o al Oriente. ¿Qué más daba?,¿quién creía en el siglo XXI en aquellode levantarse y caminar hacia PadreSol?

Por suerte el camposanto estabavacío, lo cual lo convertía en el sitiomás peligroso del mundo para mí, y elmás seguro para el resto de laHumanidad. Gunnarr caminaba a mi ladocon genuina despreocupación, silbandouna melodía que creí reconocer pero nologré localizar en mis recuerdos.

Cuando llegamos al final del camino

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principal, torcí a la derecha y me agachéfrente a un nicho vacío. Solía dejar allílos enseres de limpieza ocultos, extrajeun par de cepillos de crin de caballo yuna botella de plástico con agua ydetergente. Le lancé a mi hijo uno de loscepillos y me giré frente a la tumba deLyra.

—Ayúdame a limpiarla. Lyra nosoportaría que el liquen se comiera sulápida.

Comencé a frotar sobre la piedra,registrando con el rabillo del ojo sureacción. Me miró como si fuera alanzarme un arpón desde un ballenero,dejó caer el cepillo y se acercó hastaque reconoció la inscripción con su

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nombre.—¿Esta es tu manera de decirme que

tía Lyra ha muerto?Derramé parte del agua jabonosa

sobre las letras.—¿Hay alguna más fácil? —contesté

sin detenerme.—Padre, ¿qué ha pasado aquí? No

está el abuelo Lür, no está tío Nagorno,tía Lyra está muerta… Tienes mucho quecontarme.

El día estaba cada vez más oscuro,las nubes habían dado paso a una nocheprematura que se había instalado sobrenosotros. Me volví hacia él, restregandoel cepillo con fuerza contra una esquina.

—No menos que tú. ¿Vas a decirme

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por qué has vuelto? O mejor, ¿vas adecirme por qué fingiste tu muerte enKinsale?

Apretó la mandíbula, dejandoentrever con cierta soberbia que le iba acostar negociar la información queestaba dispuesto a darme.

—Quería matarte. Eso es todo. Mealejé de ti porque, de otro modo, tehabría matado.

Cerré los ojos, pese al peligro debajar la guardia tan cerca de él, perotenía razón. Ese era el último recuerdoque tenía de mi hijo: ciego de rabia,furibundo, fuera de sí. Loco por rajarmede arriba abajo.

—¿Y ahora? ¿Sigues queriendo

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matarme?—Ahora quiero que saldemos esta

deuda.—Pero con un perdón no bastaría,

¿verdad?Suspiró, y un relámpago lejano

carbonizó algún ciprés. El aire se estaballenando de iones enrarecidos ypodíamos contar los minutos quequedaban para la tormenta.

—Ojalá lo supiera —concedió porfin. Se acercó a la tumba, algoincrédulo, y pasó la mano tosca por lasletras—. ¿Cómo murió tía Lyra? ¿Almenos eso vas a contármelo?

—Murió despeñada. Embistió aNagorno con mi coche desde un

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acantilado —«y ahora la bomba»—. Yno era tu tía, era tu hermana.

Cuando Gunnarr ponía los ojos enblanco y te miraba fijamente, sabías queen alguna parte del Infierno, un ejércitode Exterminadores se estaba preparandopara el combate y vendrían a por ti.

Sabías que ni los cuatro jinetes delApocalipsis podrían con él. El Hambre,la Peste, la Guerra y la Muerte sepostraban bajo la suela de su bota.Gunnarr se había ganado su respeto ysimplemente pasaban de largo,inclinando la cabeza como semejantescuando se reconocen.

—¿Mi hermana, padre? ¿Mihermana? —gritó fuera de sí, asustando

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a varias gaviotas desprevenidas quesurcaban el cielo—. ¿Pero es que eresincapaz de respetar un vínculo, humanoo divino? ¿Incluso a tu padre lotraicionaste?

—Así es —tuve que admitir.—Entonces por eso se fue el abuelo,

por eso no está aquí contigo…—No, Gunnarr. Lür no se fue por

eso. Se fue porque siempre nos ocurre lomismo, si los miembros de La ViejaFamilia convivimos durante un tiempoprolongado, acabamos destrozándonos.Tú también lo has vivido.

—No, lo que yo viví fue la peortraición que un padre puede cometer consu hijo. Por tu culpa murieron mil

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doscientos hombres.—Así es, pero esto no fue por los

hombres que murieron. Fue por la mujerque murió.

Apretó los puños, los párpados y lamandíbula, cayeron las primeras gotassobre el mármol, grandes, frías, casisonoras. Medio minuto para la tormenta.

Me apartó la mirada y alzó su vistaal cielo.

—Ni siquiera recuerdas su nombre,para ti solo fue una más.

«Sí que lo recuerdo, pero no porella, sino por el daño que te hice».

Y se fue. Gunnarr me dio la espalday se marchó, dejándome con una lluviafiera que me golpeaba el cráneo, los

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hombros y la espalda con la fuerza deuna mala conciencia.

Seguí sus pasos sin prisa, sabiendoque arrancaría la moto sin esperarme yse perdería Dios sabe en qué cantina enbusca de pelea.

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5

No quieras saberlo

ADRIANA

Lo encontré un par de horas más tarde,en la cala de la Arnía. No me habíallamado y no cogía el móvil. Anulé lamaldita reunión con todo el personal delmuseo y recorrí todas las carreteras ylas playas de la costa hasta dar con él.

Iago tenía su pelo negro aún mojadopor una tormenta que había bajado unpar de grados la temperatura y había

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dejado el ambiente húmedo y brumoso.Creo que él no era muy consciente.

Estaba sentado junto a las rocas, apenasse dio cuenta de que llegué y me senté asu lado.

—¿A qué ha venido? —le preguntédirectamente. Para qué dar rodeos.

—Está merodeando.—¿Estamos en peligro, tú o yo?Levantó la cabeza y miró al mar.—Con Gunnarr siempre. Ven,

siéntate entre mis piernas.Me acerqué y dejé que me rodease

con sus brazos, pese a que su ropaestaba aún calada y todo lo que sentí fuefrío.

—¿Igual que con Nagorno, entonces?

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—insistí.—No, aún no lo entiendes, querida

Dana: Gunnarr nos supera a todos. Entodo. A Lür: en humanidad, esirresistiblemente, torpemente,desesperadamente humano y empático.

—¿Gunnarr es empático?—Así es, tiene más empatía que

ninguno de nosotros. No es un cínico, noes un sociópata, ni un psicópata. Alcontrario, es encantador, es carismático.Pero no es en el único aspecto en el queestá muy por encima de todos. A mí mesupera en inteligencia.

—Eso lo dudo.—Durante centurias creí que

Gunnarr tenía dos cerebros. Sé que es

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complicado de entender, pero créeme:no has estado nunca ni estarás frente a uncerebro como el suyo.

—¿En qué crees que supera aNagorno? —pregunté, con la gargantaseca. Ese detalle me preocupaba. Mepreocupaba mucho.

Iago apoyó la barbilla sobre mihombro.

—A Nagorno, en todas las artes dela guerra y la estrategia. Tiene unavisión panorámica de losacontecimientos que le da ventaja,siempre le da ventaja. Gunnarr es todoeso y más, elevado a la enésimapotencia. Si Nagorno va diez partidaspor delante y yo cincuenta, Gunnarr va

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mil. No puedes ganarle si entra en eljuego. Simplemente es mejor retirarse yrenunciar a jugar.

«De acuerdo».—¿Y qué le mueve? —pregunté,

después de pensarlo durante un buenrato.

—¿Cómo?—A todo el mundo le mueve algo:

un trauma, un empeño, una deuda, unapasión.

—El me adoraba, y yo a él. Pese alo distintos que éramos. Pero lo que lehice…, la traición…

—¿Qué ocurrió?—Gunnarr tiene razón para estar

enfadado y dolido conmigo. Él confiaba

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en mí, y lo traicioné, no calibré el dañoque le hizo mi inconsciencia, mifrivolidad. No fui un buen padre, nisiquiera fui una buena persona.

—Me cuesta creer lo que estáscontando, Iago. Ese no es el hombre queyo conozco.

—Deja de mirarme con buenos ojos,esta vez no soy el bueno de la historia.

—No me has contestado —le hicever.

—Hoy no, Adriana. Hoy no.—Cuéntame algo —le rogué—,

necesito saber a qué nos enfrentamos.—Entonces tal vez deba comenzar

por su nacimiento —concedió al fin.—De momento me sirve. Vayamos a

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casa, olvidémonos del museo por un día,comamos, encendamos la chimenea,tengamos una tarde de sexoescandalosamente bueno y cuando estésdespejado me cuentas esa historia quetanto te duele contarme.

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6

Piel de oso

Actual Dinamarca, 800 d. C.

IAGO

Llevaba cinco noches escuchandoaquellos cánticos y conjuros, pero loshombres no teníamos acceso a los ritospara propiciar un buen parto, aunque enel skali, la casa grande, no habíaintimidad posible. Habíamos construido

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la vivienda principal de nuestrahacienda al modo de los daneses, ungran edificio alargado de turba sinhabitaciones, ni puertas ni paredes paradividir estancia alguna.

—¡Dejadme pasar, os he dicho! —grité por enésima vez a la barrerasilenciosa de mujeres que se interponíaentre el lecho de mi esposa, Gunborga ymi impaciencia mal reprimida.

Mi padre y Nagorno —o Néstor yMagnus, como se hacían llamar desdeque vivíamos en las tierras de la antiguaDinamarca—, también estabanexpectantes. El embarazo había duradodoce meses lunares y sabía quealbergaban la secreta esperanza de que

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la nueva criatura fuera como nosotros.Después de tan larguísimo parto

Gunborga había muerto de agotamiento,pero el recién nacido aún se demoróunas horas más. De nada le habíaservido a mi difunta esposa el haberpinchado su dedo con una aguja duranteel séptimo mes de embarazo paradibujar con la sangre unos símbolossobre un trozo de lino que guardó hastael día del nacimiento de su primogénito,ni la runa Biarg para facilitar los partosque había tallado a un costado del lecho.

Iba a ser un nacimiento anómalo ytodos lo sabíamos. Llevaba a unacriatura gigante en sus entrañas, ymuchos creían que sería un nacimiento

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doble, pero yo solo escuchaba uncorazón a través de su abultada barriga,fuerte como el de un adulto.

—¡Que pase!, pero que no seencariñe con este engendro. Va a tenerque exponerlo —graznó la seidkona, unaanciana con papada y pelos blancos enla barbilla.

La vieja vidente me devolvió albebé con un gesto de asco malreprimido. Hablaba de la costumbrenorteña del úborin börn: cuando unrecién nacido era deforme, el padretenía derecho a no aceptarlo y exponerloa la intemperie de la noche para quemuriera.

—Ya veremos, anciana. Ya veremos

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—me limité a responder. Le hice ungesto a mi padre con la mirada para quele diese de comer lo convenido, unasgachas con leche de cabra, y después laechase del skali.

«Dentro de esta viga mando yo», merepetí, mirando al techo.

Había hecho tallar a Gunborgaaquella inscripción en el travesaño quesujetaba la vivienda, las mismas runasque había visto grabadas en todas lasgranjas de los hombres del norte, aunquelo cierto es que cuando tuve a mi hijo enbrazos dudé de mis palabras.

No solo era un bebé gigante. Teníatodo el cuerpo y el rostro cubierto de unespeso manto de vello ambarino, casi

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blanco. Su cabeza era deforme, comouna luna menguante. La cara alargada, labarbilla y la frente propulsadas haciadelante.

—¿Es mi hijo? —acerté a decir—.Más parece la cría de un oso albino.

—Tal vez un oso la violó yGunborga te lo ocultó —susurró Magnusa mi lado, sin dejar de escrutar al niño.

—Puede ser —asentí.Todos conocíamos la leyenda

nórdica de la dama secuestrada por unoso y obligada a yacer con él duranteuna semana en su cueva. El hijo quetuvo, mitad hombre, mitad oso, fue elprimer rey de lo que más tarde seríaDinamarca.

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—No, Kolbrun, es hijo tuyo —medijo mi padre, después de dejar a lasseidkona atendida por las sirvientas.

Le abrió los párpados y el reciénnacido se quejó, molesto. De su bocasalió algo parecido a un gruñido, aunqueera un sonido más animal que humano.

—Tiene los ojos del clan de tumadre.

—Por estas tierras están muyextendidos los ojos azules —le recordé.

—Es cierto, pero no como losvuestros. Tú los tenías así, casi albinos,cuando naciste.

—De todos modos, me temo quetendré que exponerlo. Parece fuerte,pero es muy deforme. Lyra —le dije a

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mi hermana—, tú sabes lo que suponellevar una marca en la cara. Si este niñocrece, será un monstruo y todo el mundolo rechazará, tiene el cuerpo y el rostrocubierto de vello blanco.

—Es el lanugo, lo tienen todos losbebés cuando las madres sufren muchodurante el parto. Suele caer en unosmeses, lo sabes tan bien como yo —merespondió entre susurros. El resto de lasmujeres de la granja pululaban a ciertadistancia, fingiendo sus quehaceres,pero pendientes de nuestra decisión.

—Este manto es algo más quelanugo, será un oso toda su vida —lerepliqué—. Aunque podemos afeitarlopara que no cree tanta repulsión. Pero

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me preocupa la forma de su cabeza, estabarbilla y esta frente.

—Puedo entablillarla —susurróNéstor—, lo he visto hacer en algunospueblos antiguos del Poniente. Soloserán unos meses, sus huesos son ahoramoldeables, podemos darle unaapariencia menos monstruosa.

—No lo expongas —interrumpióMagnus, tomando al niño—. Suembarazo ha sido extraordinariamentelargo, como lo fueron los nuestros. Debevivir. Si envejece y no es comonosotros, acabará muriendo; pero si noenvejece, será un miembro más de LaVieja Familia. ¿No deseáis ser de nuevocinco? ¿No echáis de menos los tiempos

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lejanos de Boudicca? Tal vez ella nos lohaya enviado de nuevo, veo rasgos en élparecidos a nuestra hermana. Su estaturay su complexión serán más que notables,y se adivinan ya inteligencia y fiereza enesta mirada.

—Eso no es un buen augurio,hermano. ¿Y si comparten destino yGunnarr acaba muerto en una batalla,como ella? —pensé en voz alta.

Todos bajaron la mirada,incómodos. ¿Hacía cuantos siglos queno nos atrevíamos a nombrar a Boudiccaen voz alta?

—Es tu decisión, Kolbrun —dijo mipadre, dándome una palmada en laespalda—. Iré a apaciguar a la seidkona

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y comenzaremos con los rituales deenterramiento de Gunborga. Lyra,córtale el pelo y las uñas. Magnus,ordena a los esclavos que vengan conlas hachas y abran un agujero en lapared, debe ser grande para que el almade Gunborga pase. Mañana latapiaremos de nuevo para que la difuntano pueda volver. Nos espera una nochefría a todos, con el boquete abierto y enlo más crudo del invierno. Será mejorque encontréis con quién dormir y oscaliente el lecho.

Todos salieron del edificio en señalde respeto y me dejaron solo, sentado enel lecho donde el cuerpo de Gunborga seenfriaba, con un recién nacido en mi

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regazo. Debía llamarlo Gunnarr,Gunborga lo había decidido y pensabarespetar su último deseo, pero ¿quéhacer con él? ¿Tendría una existenciadigna un ser tan deforme? ¿No sería máspiadoso acabar con una vida decalamidades allí mismo?

Miré al recién nacido, y entoncesocurrió algo extraordinario.

Sacó los dos brazos de la gruesamanta de lana que lo envolvía y cadauno de sus pequeños puños me rodeó eldedo índice de ambas manos. Levantó labarbilla, abrió los ojos y me sostuvo lamirada. No era una súplica, fue casi unreto. Gunnarr apretó sus puños con unafuerza más propia de un osezno que de

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un bebé humano. Había visto antes otrosniños como él, ambidextros desde lacuna, pero tuve la certeza de queGunnarr llegaría a convertirse en un serhumano excepcional.

Aquel fue su primer acto deseducción, después vendrían muchosmás. En ese mismo momento decidí noabandonarlo a una muerte segura.

Días más tarde paseaba con el bebéentablillado por el granero, buscandomitigar el frío de aquel largo inviernocon el calor de los animales, cuandoescuché unas voces exaltadas fuera deledificio. Miré a través de los postes

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irregulares de madera y pude distinguirla capa azul de la vieja seidkona y sucapucha de piel de gato blanco. Llevabaun pequeño cuchillo en las manos y mipadre se le había enfrentado, haciendocaso omiso del arma que la parterablandía frente a él.

—¡Por todos los dioses, anciana!¿Qué crees que estás haciendo? —lebramó Néstor, señalando la puerta delskali.

Entonces lo vi, y se me heló lasangre. La vieja había grabado en laentrada de nuestra casa un verndarrum,una rueda de protección con ocho ejes,terminados en tridentes. Era el máspoderoso de los conjuros rúnicos.

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La seidkona escupió en la puerta.—No lo habéis expuesto, ¿verdad?—Sabes la respuesta, no me hagas

perder la paciencia. ¿Por qué has osadotallar algo tan potente?

—Es para mí. Para evitar noencontrármelo nunca ni estar cerca de él.

—¿Del niño?, ¿tienes miedo de unrecién nacido?

—Él será como vosotros. Y porOdín y su único ojo que sé lo que sois:sois los Errantes, sois los Antiguos, elviejo Clan, La Vieja Familia. Escuché ami abuela hablar una vez de vosotros.

Vi el desconcierto en el rostro de mipadre, pero también un miedo, un horrorque no sabría definir. Se le acercó y la

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empujó contra la pared del granero, apocos centímetros de donde Gunnarr yyo escuchábamos escondidos. Apreté alniño contra mi pecho. No quería que nosdescubriesen espiando, pero Gunnarr noparecía tener intención alguna deinterrumpir.

—¿El viejo Clan? ¿Hace cuánto loescuchaste? ¿Estás segura de que éramosnosotros? —le susurró al oído, con lavoz deformada por la ira. No era comúnver a mi padre tan fuera de sí.

—¿Quién podría ser si no?—Calla, anciana. Estás delirando —

dijo soltándola del cuello—. ¿Qué debohacer para que no vuelvas por aquí ni lehables a nadie de nosotros?

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—Darme uno de esos tesoros queguardas bajo tierra, Loki me los mostróen mis sueños.

Mi padre guardó silencio, apretandolos dientes. Podía ver cómo le costabaceder ante aquella bruja.

—Así haremos, anciana. Peroguárdate de chantajearme una vez más, amí o a mi familia. Será una únicaentrega. No voy a pagarte la vejez con elsudor de mi frente solo porque te hayascruzado en mi camino.

—No me llames anciana —dijo,recolocándose el gorro—, soy apenasuna niña comparada contigo.

Y comenzó a alejarse, pero antes sevolvió y gritó:

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—¡El oso blanco os eclipsará atodos!

Entonces apareció Magnus, o tal vezllevaba tiempo presenciando la escena,con él siempre era difícil saberlo.

—¡Vieja supersticiosa, fuera deaquí! —le gritó, echándola a patadas—.Escóltala, Néstor. Si vuelvo a vertemerodeando por nuestra granja,simplemente te degüello. Y tú sabes tanbien como yo que así será.

Gunnarr tuvo ese efecto, desde el díade su nacimiento. Todos queríamosprotegerlo.

Magnus, porque estaba convencidode que sería un longevo. Lyra, por suparte, se encargó de amamantarlo. A ella

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todavía no se le había secado la lechedespués de que su última hija muriera alos pocos meses de una calentura yGunnarr tenía tal fuerza en la mandíbulaque había destrozado los pechos de lasamas de cría a las que pagué. En pocosdías, todas las que estaban disponiblesrenunciaron.

Mientras mi padre se alejaba con laseidkona y la acompañaba hasta elvallado, Lyra salió del skali, alertadapor los gritos de Magnus.

Le lanzó una mirada reprobadora yle dijo:

—No debiste hacerlo, no es unafarsante.

—¿Vas a creerle? —preguntó

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Magnus, con un gesto de fastidio.—Durante el parto de Gunborga me

indujo a un trance a mí también.Necesitaba a otra mujer que supierarecitar los cánticos y Gunborga mepreparó porque veía que no sobreviviríaal parto. La seidkona me hizo ver cosas,hermano —susurró Lyra.

—¿Qué te hizo ver, y qué te asustatanto?

—Será uno de nosotros, Nagorno.Pero he visto algo que no sé cómointerpretar: Gunnarr volverá de lamuerte y os trastocará la vida a todos. AUrko, a Lür y a ti.

Magnus la miró, no creía ni una solapalabra.

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—Qué conveniente, ¿cómo es que ati no te trastornará la vida?

Lyra suspiró, y aquel gesto me supoa infinito dolor.

—Jamás cuentes lo que acabo dever, Nagorno. Jamás les hables de esto apadre y a Urko.

—Habla, pues.—Cuando Gunnarr vuelva de la

muerte, yo ya no estaré para proteger ala familia.

Él guardó silencio, asumiendo lasimplicaciones de lo que acababa deescuchar. Yo simplemente me negué acreerlo.

Lyra no iba a morir.Nunca.

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Yo siempre estaría a su lado paraprotegerla y compensar el mal que lehice.

Se mantuvieron la mirada durante unlargo rato, a pocos centímetros el unodel otro. Luego Magnus le apoyó elbrazo en el hombro.

—Entonces estaré yo. Nunca dejaréde velar por los miembros de estafamilia.

Lyra desvió la mirada.—No es eso lo que yo he visto.Yo escuchaba con el recién nacido

en mis brazos, pero Gunnarr tambiénescuchaba, y si no supiera que aquelloera imposible, habría jurado quecomprendía todas y cada una de las

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palabras que se dijeron aquel día…… y yo creo que nunca las olvidó.

«No imaginas, Adriana, las expectativasque eres capaz de crearte cuando un hijotan excepcional en todo como Gunnarrse vislumbra como un posible longevo.Fueron tiempos felices para mí,viéndolo crecer invierno tras invierno.

»Cada mañana había un motivo paralevantarme del lecho, Gunnarr me lodaba. Él nos trajo alegría a la granja,nadie se podía resistir a su encanto.Siempre fue voluntarioso para trabajar,desde niño. Durante años sospeché quealguna vieja esclava le contó que estuve

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a punto de exponerlo y él estaba tanagradecido por haber sobrevivido quepara mi hijo cada amanecer era unmotivo para festejar.

»Se levantaba antes que nadie, dabade comer a los animales, ayudaba a mipadre con las capturas de pesca yacompañaba a su tío Magnus al puerto anegociar las mercancías. Lyra le enseñólos conocimientos de las runas queGunborga le había transmitido ycomenzó a tallar piedras. Muy pronto noquedó objeto en la granja que no llevarasu impronta. Todas nuestras dagasllevaban algún conjuro de protección,los escudos, los cuernos que usábamospara beber, incluso los puntales de la

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silla donde yo me sentaba para presidirlos banquetes.

»—¡Mira, padre! Siempre le doy altronco, y ni siquiera necesito mirar. TíoMagnus me ha entrenado, es más hábilque tú con las hachas —me dijo un díamientas lanzaba dos pequeñas hachuelasa un árbol donde practicaba todas lasmadrugadas.

»—¿Por qué usas ambas manos paratodo? —le dije, tratando de ocultar miorgullo de padre.

»—La cuestión es: andamos con dospies, escuchamos con dos orejas,miramos con dos ojos. ¿Por qué todosusáis solo una mano, como si fueraismancos?

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»—No todo el mundo tiene tupericia —le repetí por enésima vez.

»—Eso ya lo veo, pero no intenteslimitarme solo porque el resto devosotros seáis incapaces de igualarme,padre —soltó entre risas, con aquellavoz quebrada de los adolescentes.

»Así era Gunnarr de extraordinario.Durante siglos, hasta que la Mediciname convenció de que era imposible, creíque tenía dos cerebros. Tal vez unoluminoso y otro oscuro. Aprendió aescribir con dos manos a la vez, textosdiferentes, distintas lenguas. Terminabalas labores de arreglo de las barcasantes que nadie porque usabasimultáneamente diferentes instrumentos.

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»Pero Gunnarr tenía también un ladoimposible de domesticar que pronto nosdio problemas a todos. Ocurrió cuandotenía doce inviernos. Me superaba ya enestatura y desde entonces fue comoahora le has conocido, simplemente ungigante. No pasaba desapercibido paranadie, y tal vez fue eso lo que atrajo alberserker».

—¿Berserker? No estoyfamiliarizada con ese término, Iago —me interrumpió Dana, sin comprender.

Suspiré, cansado ya de removeraquellos recuerdos y me quedé mirandoel fuego. Después me dirigí a una de lasestanterías de la biblioteca y tomé el

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Gesta Danorum, las primeras crónicasde Dinamarca que escribió SaxoGrammaticus en el siglo XII. El gruesotomo ocultaba un pequeño tesoroarqueológico: una placa de bronce en laque un guerrero combatía con unhombre, mitad oso, mitad humano. Se latendí y Dana la examinó maravillada.

—Pertenece a la era de Vendel, laencontraron en Öland. Sé lo que vas apreguntarme y la respuesta es: sí, lafalsa descansa tras las vidrieras delMuseo Histórico de Suecia. Esta es laoriginal. Siempre la guardé, aunque paramí supone un mal recuerdo, el primerconflicto grave con mi hijo.

—Continúa —me animó.

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—Los berserkir eran una casta deguerreros, o más bien mercenarios, quecombatían como guardia personal de losreyezuelos del norte. Eran muysolicitados en tiempos de guerra, peronadie quería saber nada de ellosdespués de la batalla. Estaban asociadoscon un extraño culto al oso. Se drogabancon un hongo muy común en aquellosbosques de abedules, la amanitamuscaria, y entraban en una especie defrenesí violento en el que no entendíande amigos o enemigos. Los vi combatiren varias ocasiones, y es cierto que sufuerza era sobrenatural, las heridas noles afectaban y continuaban de pie másallá de lo humanamente posible, pero

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acabados los efectos, caían en un sopory muchas veces morían deshidratados.No tenían hogar y vivían de lahospitalidad de los jarls, los hombreslibres como nosotros que los solíamosacoger durante las temporadas pacíficas.Aquel se llamaba Skoll, creo recordar.Y no era un hombre, era un demonio. Ycomo tal lo recuerdo.

—¿Un demonio? ¿Por qué, qué hizo?—Se llevó la parte luminosa de

Gunnarr y nos devolvió al longevo másoscuro de todos nosotros.

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7

Fundido en negro

ADRIANA

Miré por la ventana del dormitorio.Unas nubes claras se deshacían frente anosotros.

—Iago, está amaneciendo ya —lointerrumpí—. Hoy tienes que estar todala mañana en la Neocueva de Altamira,¿por qué no dejas la adolescencia deGunnarr para otro momento y me cuentasde una vez por qué ha vuelto?

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Iago se revolvió, intranquilo.—¿Qué más quieres saber? ¿No es

suficiente con lo que te he contado?—No, Iago. Creo que acabarías

antes si me contaras qué pasó en labatalla de Kinsale.

—Kinsale… —repitió él, con lamirada perdida en el Cantábrico—. Sisupieras todo lo que se perdió en estasmismas aguas, más al norte…

—Eso es precisamente lo que quieroque me cuentes. Entiendo la conmociónpor la que acabas de pasar al ver aGunnarr de nuevo, pero no tengo muyclaro que estés reaccionandoadecuadamente. Ni siquiera tengo claroque estés reaccionando. Cuéntame lo

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que ocurrió en Kinsale, solo así podréayudarte.

—Tal vez no quiera, Dana. Tal vezsea uno de esos recuerdos que no quieracompartir.

—¡Maldita sea! —estallé,levantándome—. Siempre acabamos eneste punto, siempre hay algo que noquieres contar. Pero ahora es importante,tienes a un hijo rabioso de mil añosrondando por Santander, y no tenemos niidea de sus intenciones, ¿quieres ir porlibre también en esto?

Iago me miraba con esos ojos suyosllenos de aplomo, pero ni siquiera semolestó en contestar. Lo hacía muchasveces, eso de negarse a discutir, de no

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querer entrar en las disputas.—Bien, Iago. Entonces no tenemos

nada más que hablar. Me voy al MAC atrabajar —dije, con gesto cansino.

—Al mediodía pasaré a recogerte.Si quieres vamos a comer a la Posadadel Mar y hablamos con calma —medijo, en tono conciliador.

—Como quieras —me rendí. Sabíaque no habría manera de sacarlo de sumutismo.

Pero Iago iba muchos pasos pordelante de mis pensamientos, comosiempre acostumbraba.

—¿Te pesa? —quiso saber,atrayéndome hacia él y cobijándomebajo la manta escocesa.

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—¿A qué te refieres?—Te pregunto si te pesan este tipo

de situaciones tanto como paraplantearte renunciar a seguir. Tepregunto si puedes digerir que te deje almargen de mi pasado, aunque el motivosea tu propia seguridad —lo recitó decorrido, como si las líneas llevarantiempo escritas en su cabeza.

Pensé en sus palabras, no solíamosanalizar demasiado nuestras diferencias:eran tan evidentes que bastante teníamoscon obviarlas a diario.

—¿Te soy sincera, Iago? —Élasintió—. Hay una desproporción tangrande entre tu pasado y el mío, que solopodemos plantearnos vivir este presente.

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Pero si tu pasado alcanza el presente,como es el caso de un hijo retornado enbusca de algún tipo de represalia, todonuestro precario equilibrio tiene muchosnúmeros para salir volando por losaires.

—Esa es la cuestión, Dana. Esa esprecisamente la cuestión: para unlongevo, el pasado siempre vuelve enforma de problemas.

—De acuerdo, Iago. Lo he captado.Yo me aparto, quedo fuera de laecuación —dije levantándome, sin ganasde discutir.

Salí de nuestra casa y me dirigí encoche al museo.

Saludé a varios compañeros y

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decliné varias invitaciones paradesayunar en el BACus. Cerré la puertadel despacho para aislarme de lostrasiegos de los compañeros. Necesitabasilencio. Después de una noche enterade vigilia en el siglo IX mis reflejosestaban bajo mínimos.

Me concentré en el catálogo depiezas del Bibat, el Museo deArqueología de Álava. El año anteriorhabíamos firmado con ellos un conveniode colaboración por el que nos habíancedido una cantidad respetable depiezas del Paleolítico. La exposicióntemporal había terminado y se acercabala fecha de devolver las piezasexpuestas, salvo que no íbamos a

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devolver todas las originales. Algunasjabalinas y varios adornos personales sequedaban con nosotros.

A lo largo de aquel año con Iago mehabía convertido en una arqueólogafuera de la ley. El MAC continuaba consu discreto prestigio por el nivel de lasexposiciones, pero Iago continuaba consu empeño de recuperar piezas de todaslas épocas por las que había pasado.

La incómoda cuestión de cómofalsificarlas, ahora que ni Lyra niNagorno podían hacerlo, era un tema enel que prefería dejarme al margen ydarme escasos detalles, para noempañar mi carrera dentro de laArqueología patria e internacional. Si

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algún día daba un paso en falso, minombre nunca saldría a relucir y yosiempre alegaría desconocimiento. Perono era difícil imaginar que una personaobligada a inventarse identidades falsasoficiales desde que los primerosregistros empezaron a acorralarla,tendría toda suerte de contactos en eloscuro mundo de las falsificaciones.

Aunque esa no era mi principalpreocupación aquel día. No podía dejarde darle vueltas al asunto de la vuelta deGunnarr, ¿qué no encajaba allí, enaquella escena? ¿Qué estaba fuera delugar?

Entonces caí: Gunnarr había dicho«Hola, padre» delante de mí. Si era

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cierta la legendaria reserva de loslongevos a compartir su secreto, ¿cómoGunnarr no había tenido ningún cuidadoen ocultar que Iago era su padre frente amí, si no me conocía?

Y el vello de la nuca se me erizó,porque tuve una sensación de peligro.Brutal, intensa como una descargaeléctrica.

«Tengo que llamar a Iago, tengo queadvertírselo. Gunnarr no ha vuelto porcasualidad, está al corriente de todo loque pasó».

Pero no pude siquiera marcar sunúmero porque fue justo entoncescuando escuché un crujido a mi espalda.

Un clic de madera que provenía del

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enorme armario situado tras la mesa y lasilla de mi despacho. Aquel armariodonde, un año antes, Iago y yo habíamosdescubierto que daba paso a un túnelque desembocaba en la lengua de roca,veinte metros bajo la alfombra queahora pisaba. El túnel por el quesospechábamos que Jairo del Castillohabía escapado después de que Lyraembistiera el Big Bastard y lo obligara asaltar por el acantilado. El mismo quehabíamos cegado de nuevo con cemento,tiempo después, intentando dar porzanjada una etapa, la del reinado deNagorno en aquellos dominios.

Todo ocurrió con la rapidez con quesuceden los hechos importantes de la

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vida. No me dio tiempo a girarme.Apenas recuerdo nada más que unamanaza y un paño húmedo —ni siquieralimpio, ni siquiera nuevo—,aplastándome la nariz, las mejillas y laboca, obligándome a respirar aquel olorcítrico, tan dulzón que me rendí a él sinoponer una digna resistencia.

Después, de manera fulminante, unfundido en negro, como en una de esaspelículas antiguas en las que secuestrana la protagonista con el viejo método dedejarla inconsciente con un trapoempapado en cloroformo.

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8

Quiero que duela

IAGO

Comprobé la hora en la pantalla delmóvil por tercera vez. Hacía cuarentaminutos que había quedado con Dana enel restaurante y yo continuaba ensayandoperdones por la discusión de la mañanafrente a una silla vacía.

A decir verdad, era la primera vezque mi esposa me daba un plantón comoaquel, así que acabé pidiendo un rape

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negro a la plancha y me dirigí al MAC abuscarla. Estaría enterrada bajo sumontaña de documentos, o tal vezmolesta aún por nuestra discusión.

Subí al despacho de Dana, pero sumesa parecía limpia y ella no estaba.Adriana era moderadamente ordenada,más en su trabajo que en casa, deboreconocer. Deduje que se había ido, talvez había comido en el BACus, tal vezestaba con algún compañero.

En toda la mañana no me habíacontestado al móvil, así que le dejévarios mensajes, pero tampoco se dignóa contestarlos. Tenía que estar muchomás enfadada de lo que yo habíasupuesto.

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Entré en el BACus a eso de lascuatro de la tarde, solo quedabanalgunos empleados tomando café antesde enfrentarse a la jornada vespertina.Me dirigí al sospechoso más probable,el colega con quien Dana y yocompartíamos a menudo reuniones yratos de ocio.

—Salva, ¿has comido hoy conAdriana? —le pregunté al responsablede Edad Antigua.

Salva se retiró la gorra y se pasó lamano por la calva recién afeitada, ungesto que repetía varios cientos deveces al día y del que no era del todoconsciente.

—Qué va, la vi subir esta mañana a

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primera hora al despacho, pero despuésha debido de irse por alguna urgencia,porque tenemos pendiente unavideoconferencia con el equipo delBibat y ella no se ha pasado arecogerme.

«¿Urgencia? ¿Qué urgencia hapodido tener?», me pregunté, intrigado.

—Gracias de todos modos, luegohablamos —dije, acercándome a labarra.

—José, ¿ha estado Adriana estamañana? —le pregunté al camarero.

José tenía ese tipo de memoriaespecializada que tantas veces vi en lostaberneros: siempre recordaba lo quepedía cada cliente, a qué hora

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traspasaba el umbral de la entrada y porquién iba acompañado.

José negó con la cabeza, calibrandocon precisión de psicólogo de la vida migesto de preocupación.

—Está bien. Si aparece por aquí,dile que me ha surgido algo urgente yque me llame sin falta.

—¿Todo bien, Iago? —preguntó sindejar de sacarle brillo a una copa con ellogo del MAC.

—Todo muy bien, José. Pero noolvides darle el recado, ¿de acuerdo?

Arranqué mi coche y me dirigí anuestra casa, pero Dana no se habíapasado por allí desde la mañana. Todoestaba tal y como yo lo había dejado

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antes de salir hacia Altamira. Nuestravida común suspendida en unainstantánea que calibré en dos segundos.La cama un poco deshecha, la cocinabastante recogida. Las novelas en su pilainestable junto al butacón de orejas.Cogí las llaves de su antiguo domicilio ytomé la carretera a Santander. Pocodespués llegaba al piso de sus padres enla plaza Pombo, pero estaba tan gélido ydesangelado que no duré allí ni mediominuto. Lo suficiente como paracomprobar que Dana llevaba meses sinvisitar sus recuerdos.

Le dejé otro mensaje de voz, algomás largo y algo más ansioso que elanterior.

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Consulté mi móvil, revisé suscuentas de Facebook, Twitter, Pinterest yArchaeologists, donde solía pasar horas,por si había actualizado su estado. Nadaen todo el día.

Las siete de la tarde. Decidí volveral MAC, ¿dónde si no iba a estar? Mearmé de paciencia y fui despacho pordespacho preguntando a todo el mundosi alguien la había acercado a Santander,o a nuestra casa. Ni Chisca, ni Nieves,ni Onofre, ningún becario, ni el nuevo deRestauración. Suspiré y toqué en lapuerta del despacho de Elisa. Era la másimprobable de las posibilidades, y aunasí lo intenté.

—Elisa, ¿por casualidad has estado

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hoy con Adriana?Ella levantó la vista sorprendida,

desde que Jairo del Castillo entró en elfuego del Averno, incinerado como unciudadano más del siglo XXI, elladeambulaba por el museo con aireausente. Se había cortado el pelo y se lohabía teñido de negro, sumándole veinteaños a las ojeras que tiraban de sus ojoshacia el suelo. Elisa siempre se mequedaba mirando un minuto más del quela educación permitía, creo quebuscando en mi rostro algún rasgo de mihermano, como convenciéndose de quealguna vez había existido y de que lovivido con él hacía un año —aquelhumillante episodio del Hotel Real con

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las esposas y los barrotes— habíaocurrido de verdad.

Después de escuchar su distraídanegativa noté que alguien me tocaba unhombro a mi espalda y me giré dando unrespingo.

—Jefe, ¿has visto ya a Adriana? —me preguntó Salva, que había esperadopacientemente en el umbral—. Tengo alos de Vitoria bastante enfadados porqueno se ha presentado a la horaprogramada para la videoconferencia.

—¡No la he visto, no! —le grité—.¡Y deja ya de preguntarme por ella! Sémás autónomo y resuélvelo por tuspropios medios.

Elisa, todavía sentada en su

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despacho, levantó la vista como si migrito la hubiera despertado de un sueño.Salva, por su parte, tardó en reaccionarun par de segundos y después se caló lagorra y se giró, disponiéndose a bajarlas escaleras.

—De acuerdo, jefe. De acuerdo —se limitó a decir, después de encogersede hombros.

Me arrepentí al segundo y salícorriendo tras él, escaleras abajo.

—Salva, te debo una disculpa. Nodebí gritarte, estabas haciendo tutrabajo.

—Olvidado, jefe. ¿Un día duro?«Buena pregunta», pensé.—Aún no lo sé. Un día vacío, en

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todo caso.—Que acabe pronto, entonces.—Que acabe pronto —repetí, más

bien como un ruego.Las nueve de la noche. Tenía la

desasosegante certeza de que nadie lahabía visto en todo el día, pero al menossabía que Dana había ido al MAC,puesto que su coche seguía allíaparcado.

A aquellas alturas ya estabaconvencido de que le había sucedidoalgo, o que el enfado de esa mañana lehabía afectado más de lo debido, o talvez había pulsado la tecla prohibida, laque nunca ha de tocar alguien que noquiere herir a quien tanto le importa.

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Marqué de nuevo los nueve dígitosque me separaban de ella y dejégrabadas mis preocupaciones.

—Querida Dana, este es elundécimo mensaje que colapsa tu buzónde voz. Hace ya varias horas que labroma dejó de tener gracia. Entiendo tuenfado, y espero que esta nochepodamos hablar con calma, o sin ella, detodo lo que ha quedado pendiente.Hablaremos del Neolítico, de la batallade Kinsale y de la caída de Roma, si espreciso. Prometo hacerte un croquis acolor de la reconstrucción de unahabitación de Çatal Hüyük, de losedificios públicos y de la plaza. Lo quequiero decir, Dana, después de este

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torpe intento de reconciliación consoborno informativo de por medio, esque siento que la conversación de estamañana haya ido por estos derroteros.Mira, no sé si esta es nuestra enésimaprimera gran crisis, pero podemossuperarlo juntos, ¿de acuerdo? Lo que tepido, por favor, es que me hagas unaseñal de que estás viva, respiras ocaminas en el mundo de los que aúnmoramos en este planeta. Prometopaciencia.

Las once de la noche. Estaba enfadada,eso era cierto, pero ¿actuaría ella así,dejando de pasar una noche en casa sin

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avisar? ¿Y dejando el coche en elmuseo? Removí de mala gana la sopaque estaba cenando.

«¿Pero qué estás haciendo, Urko?Esto no es normal en ella y lo sabes».

Dejé la cuchara de diseño sueco enla sopa, dejé la sopa en el plato, dejé elplato sobre la mesa. Me puse una parkaabrigada acorde con el frío que meesperaba aquella noche y conduje denuevo rumbo al museo.

Llevaba las llaves de repuesto delcoche de Dana y una vez que aparqué asu lado me metí en él, esperandoencontrar algo anormal, pero no lo hallé.Accedí al edificio, que a aquellas horasestaba desierto y en calma. Tenía una

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sensación en el estómago que no medejaba digerir la maldita sopa, estaba apunto de echarla por la borda cuandoentré en mi despacho, buscando un pocode comodidad en mi sofá para pensarcon calma.

Y entonces lo vi todo: la daga, lasrunas grabadas, el papel.

Sobre la superficie de mi mesa, unaspocas palabras en el antiguo alfabetorúnico, el futhark joven, según lavariante que los daneses usaban.

Traduje a duras penas el mensaje

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que mi hijo me había dejado:

¿DUELE, PADRE?PORQUE QUIERO QUE

DUELA

Junto a la última runa, Gunnarr habíadejado clavada una daga antigua defactura vikinga. Tal vez no era unaoriginal de mil años, pero estabagastada y era evidente que la habíausado con frecuencia. El pequeño papelatravesado por el puñal proseguía loempezado y estaba escrito esta vez enalfabeto latino y en un tosco castellano:

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Necesito que duela paravolver a considerarte mi padre.

Será rápido, empieza ya abuscarnos.

Llegarás a ella por aire oagua.

¿Serán miles, serán bellas?No será grande, hallarás

masacres y catedrales.

Ahogué un grito y me doblé en dos.Gunnarr el Embaucador, hijo deKolbrun, hijo de Néstor, se habíallevado a Dana a quién sabe qué remotolugar y tenía la indecencia de dejarme unacertijo.

Arranqué el puñal de la mesa y

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acuchillé sus palabras, fuera de mí.Saltaron astillas, algunas me hirieron.No noté nada, excepto el calor líquidode un hilo de sangre frenando en mijersey, a la altura de la muñeca.

Apagué la luz del despacho y meacerqué al ventanal. Madre Luna teníaesa noche los filos cortantes y lucíapeligrosa. Tanto ella como yo sabíamoslo que tenía que hacer. Tapé eldesaguisado de la mesa con variostomos pesados de catálogos y volví anuestra casa vacía con el papel y elpuñal sobresaliendo de mi bolsillo.

Dos horas más tarde, incapaz dedormir, deambulaba por las callesdesiertas de un Santander oscuro, frío y

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hostil.Miré aturdido la ciudad, como si un

terremoto hubiera destruido nuestroslugares comunes, el Paseo Pereda, laGrúa de Piedra, el monumento alIncendio…

Habíamos reducido la existencia deDana a una simple moneda de cambio.

«Estoy a punto de romperme en milpedazos y el universo ni se va aenterar», pensé. «Va a ignorarme denuevo, hará caso omiso y mañana unnuevo sol trazará su elipse en esterincón del mundo».

Me faltaba aire, como si tuviera querespirar a través del ojo de unacerradura. Tenía los sentidos aturdidos y

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hacía un buen rato que no sentía frío,tampoco calor. No olía el salitre del aireque traía el mar, no oía los embistes delas olas rompiendo en el PaseoMarítimo, los edificios eran todosiguales, tan impersonales que podíanhaber sido construidos en cualquierépoca que habité. O tal vez era quecualquier obra humana me resultabaindiferente aquella noche. Una malabestia que yo crie había secuestrado ami esposa y me ordenaba que empezasea buscarlos, como si fuésemos críosjugando al escondite.

—De acuerdo, Gunnarr. ¿Quieresque me duela? —le grité al viento,encarándome al oscuro Cantábrico—.

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Pues ya lo tienes, hijo. Duele, claro queduele. Ya tienes lo que querías. ¿Y ahoraqué?

El mar se rio de mí, me ignoró y lamarea continuó subiendo, ajena a midesolación.

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9

Los Hijos de Adán

Sungir, actual Rusia 23 000 a. C.

LÜR

Lür abrió los ojos, intentando recordaralgo de las últimas jornadas. El venenorojo de la raíz lo mantenía en un mundode agradables ensoñaciones.

Y eso era mejor que la realidad, queel frío, que la soledad.

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Había bajado por la ladera de lamontaña nevada de noche, a oscuras,con la vista fija en los puntos diminutosde luz. Se había caído en mil ocasiones,de mil maneras distintas, y mil veces sehabía levantado, cantando como undemente, como el loco más feliz de latierra.

«Hay más supervivientes, no estoysolo».

Lo primero que distinguió fue unrostro robusto, barbado como el suyo. Elindividuo le sonrió, metió su brazomusculado entre las piernas de Lür y locargó sobre sus hombros, en transversal.

—Pesas menos que un niño, hombre—le dijo.

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—Creí que era la última persona enla Tierra —acertó a responder Lür.Había identificado su lengua, parecida alos dialectos antiguos del noroeste.

—Al principio nosotros tambiénpensamos que no quedaría nadiedespués del Cataclismo. Pero mi clanlleva muchos ciclos enviandoexpediciones en las cuatro direccionesdel viento, y hacia el sur hay clanesenteros que se van recuperando.Tenemos buenos rastreadores entrenosotros.

—¿Cómo habéis sobrevivido todoeste tiempo?

—Madre nos protege —dijo,encogiéndose de hombros—. Ella supo

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interpretar las señales de la Tierra y delos animales cuando huyeron. Llevó asus hijos a un refugio seguro, que soloconocían los Primeros Padres. MadreRoca los protegió hasta que losTemblores pasaron. El resto… ya losabes, supongo. No quedó apenas nadieque sobreviviera ahí afuera.

—¿Madre? —repitió Lür,súbitamente despejado—. Bájame, te loruego. Tenemos que hablar.

El hombre obedeció y lo dejó de piefrente a él, pese a que le tendió unamano para que no se cayera. Algo en suanatomía recordaba a un bisonte.

—¿Estás hablando de Madre, lamatriarca de los Hijos de Adán?

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—¿Es que hay otra, forastero?—Si supieras el tiempo que llevo

persiguiendo la leyenda, dudando trascada historia, preguntando a losancianos en cada campamento…¿Entonces ella está viva, es real?

—Ella no muere nunca, ¿cómopodría el Cataclismo haber acabado conMadre, si es eterna?

—Pero ¿qué es Madre, unamatriarca, una diosa?

—Ambas. Es hermosa, es pura,siempre permanece joven. Tiene lasabiduría de los Viejos Tiempos, de losViejos Clanes, de los Primeros Padres.

Lür intentó digerir aquellas palabrasque tanto tiempo había esperado. Tal vez

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era una alucinación de la raíz roja ynada de lo que había escuchado estabasucediendo en realidad.

—¿Y no tiene enemigos? —insistió—. ¿Todo el mundo ha aceptado sunaturaleza inmortal?

—Es poderosa, tiene el respeto detodos.

«O el miedo», pensó Lür.Había conocido ya a demasiados

líderes y sabía cómo se granjeaban elrespeto de todos.

El hombre vigoroso continuabacaminando a buen paso, pero a Lür leparecía que marchaba demasiadodeprisa para sus menguadas fuerzas.

—Veo que eres muy curioso.

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Veamos, el clan de los Hijos de Adánestá formado solo por sus descendientes.Sus primeros hijos, sus primeros nietos,murieron hace muchas edades ya. PeroMadre es muy fértil y es buena paridora.En nuestro clan conviven hijos de susnietos con nietos, biznietos,tataranietos… Aunque no somossalvajes que se aparean entre familiares.Buscamos compañeros y compañeras enotros clanes, cuanto más lejanos mejor.Acudimos a los encuentros de lossolsticios, pero nunca nos dispersamos.Si un Hijo de Adán toma a uncompañero o compañera, ha de venir yadaptarse a vivir con nosotros ennuestro clan. Eso nos hace poderosos, y

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Madre siempre nos protege.—¿Me estás llevando ahora a

vuestro campamento?—Así es, serás bienvenido allí. Y

muchas de nuestras hijas estaránencantadas de conocer a un nuevocompañero, una vez te alimentes.Imagino que no te quedan fuerzas paraser un hombre como es debido —lesonrió.

—Ya ni sueño con eso —suspiróLür, de excelente humor—. No creí quevolvería a ver más mujeres que laspintadas en lo profundo de las cavernas.

El hombre le dio una palmadacómplice en la espalda y rieron alunísono.

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—¿Cuál es tu nombre?—Me llaman Lür. En tu idioma

significa Tierra.—¿Es tu Nombre Verdadero?—Sí, no lo cambié. Me describía

muy bien —contestó Lür, algo incómodoante la indiscreta pregunta.

—A mí me llaman Negu, como esteinvierno. ¿Cómo sabes hablar milengua?

—La aprendí a hablar hace muchotiempo. Dices algunas palabras que noentiendo, creo que hablo el idioma detus abuelos. Pero no te preocupes, enbreve hablaré como tú y no te sonaréextraño.

—Eso ya lo veo, imitas muy bien mi

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acento. ¿Eres intérprete, como yo? —quiso saber el hombre.

—En ocasiones he oficiado deintérprete, sí. Cuando ha sido necesario.

Negu se detuvo al llegar a lo alto deuna colina y le tendió la mano para quepudiese alcanzar el repecho de nieve.

Se veían ya las columnas de humoque salían de las tiendas, aunque Lür noesperaba encontrar lo que vio.

Una veintena de tiendas circularesfabricadas con defensas y huesos demamuts, amplias como para que varioshombres se tumbasen formando unalarga fila. Estaban cubiertas de pielestensas y a través de sus cúpulasagujereadas se elevaba el humo de las

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hogueras.«Ahora lo entiendo», pensó

extasiado. «El mamut también es eltótem de Madre, por eso es tanlongeva».

A su alrededor se arremolinarontodos los miembros del clan. Niños,muchos jóvenes y mujeres, algúnanciano. La mayoría tenía los mismosrasgos. La piel algo bronceada, los ojoslevemente rasgados. Se podíadiferenciar los verdaderos Hijos deAdán de los que no compartían sangreentre ellos.

Todos iban bien preparados paraaquel invierno eterno. Bombachoslargos de pieles, abrigos, capas,

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sombreros, manoplas. Sobre las pielesllevaban cosidas miles de conchaspequeñas de cauri, blanco y brillante.Más al sur aquellos moluscos eran muyapreciados y le habrían servido a Lürpara los intercambios.

Una anciana le tendió la mano y lesonrió, invitándolo a pasar al interior dela tienda principal. Lür aceptó lainvitación, súbitamente aterido de frío ycon el cansancio acumulado de siglos.

Varios muchachos y muchachas losiguieron, haciéndole todo tipo depreguntas.

¿De qué dirección del viento venía?¿Quedaron hombres o animales vivos ensu campamento? ¿Padre Sol se estaba

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recuperando en los parajes que habíarecorrido, o era tan débil como el quelos alumbraba a ellos?

Lür contestó todas las preguntas,atropelladamente, hablando a vecescomo un niño, riendo a carcajadas al verde nuevo tantos rostros, tantos ojos,tantas sonrisas.

Después lo alimentaron, era carneseca que masticó con deleite sinpreguntar su procedencia. Le tendieronun cuenco de madera con agua pura yfinalmente lo tumbaron, lo arroparon convarias pieles junto a la hoguera y lodejaron por fin a solas en la tienda paraque descansase.

Pero Lür no podía descansar, su

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cuerpo empezó a temblar violentamente,sin su permiso, y todo el miedo de siglosse convirtió en un largo sollozo defelicidad.

Al día siguiente despertó tambiéncansado, con hambre y con sed. Por latienda deambulaban varios miembrosdel clan, unos colgando pequeños pecesabiertos junto al fuego para ahumarlos,un par de madres alimentando a susbebés, otros tejían largas redes de nudosprietos.

A su lado estaba sentado Negu, Lürse incorporó con dificultad. Negu lehabía preparado un guiso de conejo. Lür

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acabó con él en pocos minutos, todavíaun poco aturdido por la algarabíacotidiana que lo rodeaba. Tenía unpensamiento en mente, y se preguntó sisería demasiado prematuro para aquello.Pero llevaba centurias escuchando lasleyendas, si hubiera una remotaposibilidad de que fueran ciertas… Yano estaría solo, no sería el únicolongevo en el mundo.

«Mejor saber», se convenció a símismo. «Tal vez mañana se desvanezcany nunca llegue a saberlo».

—¿Podéis llevarme ante Madre? —se atrevió a preguntarle por fin a Negu.

—Ella no atiende a forasteros.Madre nos protege, pero nosotros

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también la protegemos a ella. No nosgusta dejarla expuesta, siempre estáarropada por algún Hijo de Adán.

—Comprendo.—¿Para qué quieres conocerla, Lür?—Para decirle que yo también soy

especial, que tengo interés en hablar conella. Quiero preguntarle por los ViejosTiempos, por lo que ella ha vivido.Saber dónde vio la luz por primera vez,a cuántos deshielos ha sobrevivido…

—Dices que eres especial, ¿en quésentido? —dijo Negu, escrutando surostro como si quisiera saber si teníadelante de él a un mentiroso.

Lür suspiró, confiaba en suporteador. Lo podía ver en su mirada

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franca, y era un hombre también sensatoe inteligente. Posiblemente había sido unlíder en su clan hasta que se exilió conlos Hijos de Adán.

Pero Lür tenía memoria. Memoria decómo había sido siempre rechazado portodos los clanes al conocer su verdaderaedad, memoria del terror de las mujerespor creer que les robaría las fuerzas alyacer con ellas y se volverían ancianasen una noche, memoria de los exiliosforzosos a uno y otro lado de la GranCresta… Negu parecía un buen hombre,pero todo podía cambiar después de unarevelación como aquella. Lür no habíasobrevivido corriendo riesgosinnecesarios, sino gracias a que los

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había esquivado y bordeado.—En un sentido muy parecido a ella.

Pero no puedo, no debería, darte másdetalles. Lo que necesito es queentiendas la importancia de poder hablarcon ella.

—¿Importancia, para quién?—Para mí, para Madre, para todos

los Hijos de Adán.Ambos hombres se midieron las

miradas. Ambos hombres no vieron otracosa que una limpia honestidad en losojos del otro.

Negu se levantó y le tendió unamano, ayudándolo a incorporarse.

—De acuerdo, Lür. De acuerdo.Madre te recibirá.

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—¿No deberías consultar a Madreantes? —preguntó Lür, receloso.

—En esta ocasión no será necesario.Madre no es alguien que se dejeaconsejar, y es ella la que toma todas lasdecisiones que conciernen a los Hijosde Adán. Pero vi enseguida en ti a unhombre diferente, tal y como tú afirmas,aunque no consigo descubrir qué es loque te hace distinto. En todo caso,Madre te atenderá cuando se loexplique.

—¿Y quién eres tú entonces, a quienMadre escucha?

—Madre es mi compañera.

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10

El anciano

ADRIANA

«Respira, Dana. Tan solo respira», meordenó una voz desde mi subconsciente.

Pero incluso esa tarea me resultabadifícil. Un saco me cubría la cabeza, eltacto áspero del esparto me arañaba lacara, aunque lo más molesto era latierra. Quedaban restos de tierra dentrodel saco, y se me metían en las fosasnasales y en los ojos. Parpadeé para

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intentar sacármelos, pero me arañaronlas córneas y cada vez que pestañeabaera peor. Intenté ayudarme con lasmanos, pero descubrí que las teníaatadas a la espalda. El nudo era prieto ydespués de un buen rato peleándome conla soga e hiriéndome las muñecas con elroce tuve que renunciar.

«Esto va en serio, esto es unsecuestro de verdad», pensé, espantada.

Y por primera vez en mi vida perdílos nervios, me dio un ataque de pánicoy vacié mis pulmones de aire intentandogritar. Porque no pude, porque unpañuelo, una tela, lo que fuera, meatravesaba la boca y terminaba con unnudo muy apretado en la nuca.

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Estaba encerrada en una caja, sinluz, pero fui consciente de que metrasladaban a algún sitio, porqueescuché el ruido del tráfico. Tal vez ibaen el maletero de un coche o unafurgoneta.

Y después de aquel primer momentode pánico, todo dejó de importarmeporque el saco apenas me permitíarespirar y ni siquiera fui capaz depercibir que la falta de oxígeno mellevaba de nuevo por los caminos de unsueño forzado.

No sé cuánto tiempo estuveinconsciente por segunda vez, pero aldespertarme, pese a seguir a oscuras,enseguida me percaté de que mis

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secuestradores me habían cambiado delugar. La caja donde me habían metidoen esta ocasión era un poco más grandeque una maleta de tamaño familiar. Elinterior estaba mullido, como siesperasen que durante mi trasladorecibiera algún golpe brusco, y mis piesse toparon con un objeto duro y metálicoque enseguida identifiqué: una botella deoxígeno.

Descubrí también que misecuestrador había aflojado el nudo queatrapaba mis manos a mi espalda, ydespués de una breve lucha con lagruesa soga por fin me liberé. Mearranqué el saco de la cabeza y comencéa palpar a oscuras en el interior de aquel

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cajón. La botella de oxígeno estabaenganchada a una mascarilla y entonceslo comprendí: el viaje sería largo, mequerían mantener viva y era inútil quegritase. Así que me acerqué lamascarilla a la boca y abrí la válvula atientas. Aspiré el aire que me ofrecíacon la ansiedad de un recién nacido yme tomé mi tiempo.

No quería pensar en nada.Solo en respirar, sería mi ancla. No

tenía nada más, y no quería pensar en laincertidumbre, en los motivos, en lossujetos, en hasta dónde me llevaríaaquel viaje forzoso.

Decidí centrarme en controlar todolo que estuviese en mi mano: factores

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internos como mi actitud, el pánico, elenfado, jugarían en mi contra.Desconocía el tiempo que llevabasecuestrada, no tenía referenciasvisuales, no sabía si era noche o día,pero podía controlar mis ciclos desueño, y el hambre. El hambre… hacíahoras que no comía. Desde aqueldesayuno con Iago por la mañana.

«No pienses en Iago», me censuré.Estaría enfermo de preocupación. Sipensaba en él me vendría abajo denuevo.

«No pienses en Iago».Fue entonces cuando noté que todo

vibraba, la maleta, mi cuerpo, la botellade oxígeno. Al principio era un rumor

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sordo, después la vibración fue a más,era como estar dentro de una lavadora.El ruido se fue adueñando de todo, hastaque me dolieron los tímpanos de lapresión. Abrí la boca, me tapé los oídos,creí que estallarían.

Y entonces lo comprendí: estaba enlas tripas de un avión. Un avión queestaba despegando. Tragué saliva.

¿Adónde me llevaban?

Desperté en una celda de paredesheladas. Era una cámara antigua, comode una prisión. Tenía pocos muebles,apenas una cama y un lavabo. Elcamastro era estrecho, pero las sábanas

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y el edredón eran de una incongruentebuena calidad. Estaban planchados ydiría que sin estrenar. Examiné lasgrandes piedras que conformaban loscuatro muros que me retenían. Calculéque aquel lugar tendría unos mil años,por el estado de la argamasa y el tipo deconstrucción basta.

Así pasé la primera noche, muertade frío, muerta de miedo.

Al día siguiente no me desperté pormí misma, sino que me despertaron.Noté de nuevo el saco de rafia sobre lacabeza y la soga apresando mis manos ami espalda. Alguien me tomó del codo yfui arrastrada como un peso muerto, aciegas y atada. Durante el penoso

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recorrido me subieron por unasescaleras sin mucho cuidado. Despuésfui arrastrada por una superficie máslisa, finalmente noté bajo mis pies eltacto cálido y mullido de una alfombra.

«Estamos llegando», pensé.Ya estaba cerca de descubrir la

verdad.Mi captor me arrojó al suelo y caí

de rodillas, desorientada, todavía sinpoder ver nada. Noté que me liberabandel suplicio de las cuerdas en mismuñecas, y por fin me quitaron el sacode la cabeza.

Frente a mí, en un salón conchimenea, forrado de maderas nobles yostentosas, rodeada de los muebles más

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sólidos y lujosos que había visto en mivida, vi entrar a alguien que un día fueJairo del Castillo pero que ya no lo era.

Nagorno avanzó hacia mí con pasosrenqueantes, como un viejo decrépito,arrastrando la larguísima cola de unbatín damasquinado y granate. Tuve quemirarlo de nuevo para comprender quéle había pasado a aquel hombre a quientanto odié.

Porque su rostro no había cambiado,seguía siendo una gloriosa belleza sinarrugas. Su pelo, más corto pero igualde negro. Su cuerpo seguía siendo el deun joven eterno de treinta años, perodebajo de aquella carcasa, de su manerade moverse, de sus ademanes, del

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cansancio infinito de aquellas piernasque apenas lo sujetaban con la ayuda deun bastón, debajo de aquel cuerpo,Nagorno se había convertido en unanciano.

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11

Las viejas discusiones

IAGO

Recibí la llamada de Nagorno a mediamañana. Un número oculto me anuncióen el móvil que el juego habíacomenzado.

—Hola, hermano —susurró con unavoz más quebrada de lo que recordaba.

—Sabes que voy a matarte, ¿verdad?—Te equivocas, vas a salvarme la

vida. En caso contrario, te devolveré a

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Adriana en cajas numeradas.«De acuerdo, te salvo la vida y me

la entregas. Dentro de setenta años,cuando ella esté muerta y no tengas nadacon qué herirme, iré a por tiigualmente».

—¿Ella está bien?—Ella está perfectamente, ha

dormido doce horas y está muydescansada, ¿qué piensas, que soy unsádico?

Reprimí el impulso de lanzar elmóvil al mar.

«Calma, Urko, calma».—Entonces dime de una vez lo que

quieres.—Te pondré al día de lo que ha

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ocurrido en mi vida desde que meclavaste esa jeringuilla: dos infartos,Iago, dos infartos de miocardio. Heconsultado a los mejores cardiólogosdel planeta. Tengo el corazón de unapersona de cien años. Tienen la certezade que los próximos meses tendré untercer infarto y no voy a sobrevivir.

Escuché su sentencia, atónito. Noesperaba aquellos resultados, no tanpronto, no de manera tan fulminante.

—¿Por primera vez en tu vida te hasquedado sin habla? —preguntó,impaciente.

Me obligué a volver a aquellaconversación, porque mi cerebro sehabía perdido en cálculos y nada me

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encajaba.—Nagorno, esos no eran los

resultados esperados.—¿Y cuáles eran, hermano? ¿Cuáles

eran?Callé, ¿cómo contestar a aquella

pregunta con Dana en su poder?—Dime para qué has llamado. ¿Qué

he de hacer para que liberes a Adriana?—Revertir los efectos de lo que sea

que me inyectaras antes de mi próximoinfarto. Solo tú puedes hacerlo. Tienestres semanas. Veintiún días. Si yo muero,Gunnarr se encargará de que ella novuelva. Y créeme…, no querrás que dejea Adriana en manos de tu hijo.

—Hablando de Gunnarr, ¿cómo

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pudiste ocultarme durante cuatrocientosaños que no murió? ¿Cómo fuiste capazde no contármelo cuando toqué fondo?

Nagorno calló, al otro lado de lalínea pareció pensar la respuesta.

—Sabes que siempre lo preferiré aél, hermano.

Qué inútil volver a las viejasdiscusiones.

—¿De verdad sigues creyendo queGunnarr es de fiar? Todo hombre esesclavo de sus elecciones —le advertí—. Pero cuídate de los zarpazos deloso.

—Descuida, tengo reflejos. O másbien tenía. Lo que nos lleva a la cuestióncentral de esta conversación. ¿Podrás

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tener la cura preparada a tiempo?«¿Qué cura?, Nagorno. ¿Qué cura?,

si ni yo mismo tengo claro qué teinyecté».

—Voy a hacer todo lo humanamenteposible porque así sea. Y no por ti, losabes. No por ti.

—Comienza entonces cuanto antes.Y vayamos a los asuntos prácticos. Lacuenta atrás ha empezado a correr parati y para Adriana, así que, ¿necesitasalguna muestra orgánica?

—Sí, posiblemente necesite sabertodo lo que pueda del estado de tucorazón. Envíame los resultados de todala analítica de esos doctores y unamuestra de tu sangre. ¿Cómo puedo

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contactar contigo si necesito algo más?—No te pases de listo, Urko. No

estoy jugando.—Yo tampoco, solo intento salvar la

vida a mi esposa y a mi hermano.—Yo te llamaré, cada pocos días.—Tendrás que darme algo, Nagorno

—lo tanteé—. Déjame hablar con ella,necesito escuchar de su propia voz queestá bien.

—No voy a darte nada de eso,hermano, porque sabes que Adriana estáa mi cargo y la conservaré con vidamientras me sea útil para salvar la mía.No estoy negociando. Encuentra lamaldita cura, solo así volverás a verla.

Y dicho esto colgó.

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Así que era eso: mi experimentohabía fallado, mis cálculos para que elcorazón de Nagorno envejeciera comouna persona normal habían sido unestrepitoso fracaso.

Tendría que volver a investigar acontrarreloj, ¿por dónde empezar?

Arranqué el coche y me dirigí a miantiguo piso en el Paseo Pereda. En lacuarta planta aún quedaban algunos delos instrumentos que Flemming Petersen,mi buen amigo danés, me había legado.Entré en mi laboratorio casero y paseésin ganas por aquel cuarto desangelado,con las fundas de plástico ocultandocomo telas de fantasmas unainvestigación que jamás debió empezar,

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que tanta gente querida se había llevadopor delante.

¿De qué me servía haber descubiertoel secreto de nuestra longevidad? Ahorayo era la pieza a abatir y Dana un peón asacrificar. No, no había sido un buenmomento para intentar acabar conNagorno. Mi historia con Dana me hacíadébil, una pieza extorsionable. Nunca leganaría una partida a Nagorno enaquellas condiciones. Así que no teníamás remedio que plegarme a sus deseos,dejarla en tablas durante unas décadas, ya la muerte de Dana entonces sí,entonces acabar con él de una vez portodas.

¿En qué limbo había vivido aquel

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último año? ¿Cómo no anticipé queNagorno volvería, cómo confié en queno iba a usar a mi hijo como brazoejecutor, traído de vuelta de quién sabequé Infierno?

Bajé a la tercera planta, abrí miportátil y recuperé los archivosencriptados con toda la información dela Corporación Kronon. Debía ponermeal día en unas horas.

Pero yo sabía que Nagorno meacababa de pedir algo imposible, que nosabría revertir el efecto de unainyección defectuosa que le habíaclavado en el corazón inhibiendo sutelomerasa. Que lo que él quería eracomo conseguir enviar una nave

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tripulada a Marte en varias semanas. Talvez si me daba unas décadas… Tal vezentonces… Pero el hecho era que nohabía aún tecnología para conseguiraquel logro.

Y la vida de Dana dependía de unmaldito milagro tecnológico. Volver aconvertir en longevo un corazón efímeroy envejecido precozmente.

Me quedé un buen rato ensimismado,sentado en el alféizar del ventanal de mipiso en el Paseo Pereda. Las vistas alCantábrico más allá de la bahía mehicieron sentirme de nuevo en casa. Enun año apenas había vuelto por allí. Elhogar que Dana y yo estábamosconstruyendo nos mantenía ocupados

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con labores prosaicas, decisionescotidianas como qué sofá colocar junto ala chimenea o qué vajilla era másrobusta y aguantaría más años.

Más años, sonreí. Qué ironía,¿habría más años para Dana?

Decidí quedarme allí a dormir, nome sentía con fuerzas para volver anuestra casa común. Conocía el poderpara atormentarme que tenían lasausencias, y necesitaba pensar conclaridad si quería salvarla.

Después de establecer un listado deprioridades en mi cabeza, me decidí ysaqué el móvil del bolsillo del vaquero.Marqué un número de teléfono, rogandoa algún dios olvidado que mi padre

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tuviese cobertura.Lür llevaba un año perdido en algún

lugar del Amazonas, ayudando a unassanadoras de la tribu ashaninka a dejarconstancia escrita de sus conocimientosancestrales de plantas y raíces conpropiedades curativas. Algunasfarmacéuticas europeas llevaban añosaprovechándose de su sabiduría parapatentar principios activos de granoscomo el sacha inchi o una liana llamada«uña de gato». Para las curanderas mipadre era un biólogo activista conilimitados fondos financieros y unasabiduría muy poco común con respectoa las propiedades de su flora autóctona.

Pero yo lo conocía bien. Sabía que

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para él era una huida, no hacia delante,sino al pasado.

Lür estaba demasiado afectado porlos últimos acontecimientos, por laúltima diáspora de la familia, por lamuerte de Lyra, por mi agresión aNagorno. Lür siempre se refugiaba enlugares vírgenes donde la naturaleza eramás poderosa que el hombre o lacivilización. Tal vez porque era unexperto en dominar medios hostiles,pero la mano del hombre, la mano de supropia familia… Ni siquiera su sensateznos había servido a sus hijos para evitar,una vez más, el desastre.

—Hijo, ¿cómo va todo? —preguntó.Como ruido de fondo se escuchaba un

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pájaro que no supe identificar.—Ojalá pudiera decirte que todo va

bien, pero no es así. Gunnarr ha vuelto.Lo escuché murmurar otra vez para

sí, luego me dijo:—Escucha hijo, ha vuelto a pasarte.

Has perdido la memoria y tus recuerdosson confusos. Te llamas Urko y nacisteen lo que hoy llaman la Prehistoria…

Puse los ojos en blanco.—Padre…—No, atiende, es importante —me

interrumpió—. Tu hijo Gunnarr fallecióhace cuatro siglos. Quiero quememorices los siguientes datos yesperes a que yo vaya a…

—Padre, no he perdido la memoria.

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Gunnarr ha vuelto, está vivo.—Estás en el siglo XXI, en Europa,

tu última identidad es…—Mi última identidad es la de un

arqueólogo llamado Iago del Castillo,nacido en Santander en el año 1976 dela era cristiana. Dirijo como puedo unmuseo privado de Arqueología yGunnarr, el hijo que se dio por muertoen la batalla de Kinsale, ha secuestradoa Adriana por orden de Nagorno, al queinyecté hace un año un inhibidor detelomerasa en el corazón y cuyos efectossecundarios le han provocado dosinfartos durante los últimos meses,¿quién ha puesto al día a quién? —dije,de corrido.

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Mi padre no tardó mucho tiempo endecidirse.

—Dame veinticuatro horas.Prepárame todos los papeles pararetomar mi identidad de Héctor delCastillo. Vuelvo a Santander.

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12

Espérame despierta

ADRIANA

Me giré para verle la cara a micarcelero, aunque hacía horas que intuíade quién se trataba. Gunnarr estaba trasde mí, pendiente de mis movimientos,por si salía corriendo de aquel lujososalón saturado de antigüedades, sofásmullidos de seda, arpas, bustos demármol y estanterías de libroscentenarios que alcanzaban los cinco

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metros de altura de aquellaimpresionante y lujosa estancia.

—Aquí estás de nuevo,destrozándome la vida —rugí,enfrentándome a Nagorno.

Quise levantarme, pero Gunnarrpuso su mano fuerte sobre mi hombro yme mantuvo arrodillada.

—No quisiera —contestó Nagorno,con un gesto duro.

—¿No quisieras? ¡Pues deja que mevaya, maldito psicópata!

—Eso está en tu mano, basta que mecuentes lo que mi hermano me inyectó.

«No, no basta. Si te lo digo ya no menecesitas con vida, y Gunnarr puedematarme igualmente», pensé.

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—Nagorno, tengo un padre, unprimo, familia, amigos y compañerosque ahora mismo tienen que estar muypreocupados por mí.

«Por no hablar de Iago, pero mejorno mencionarlo y enfurecerte,¿verdad?».

—No puedes hacerme esto, tengouna vida —continué—. No puedesirrumpir en ella, secuestrarme, tomar lainformación que te interesa y… ¿y luegoqué, Nagorno?

—¿Que no puede? —tronó Gunnarra mis espaldas—. ¿Que no puede? ¿Hasvisto lo que le ha hecho mi padre a tíoNagorno? ¿En qué lo ha convertido?

Se colocó delante de mí, con los

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brazos en jarras. Seguía vistiendo con suuniforme de motero, la cazadora decuero desgastada de los años 50 y lasbotas embarradas. Tenía delante alprotagonista de Sons of Anarchy, furiosoy pidiéndome explicaciones.

—¿Y en qué lo ha convertido,Gunnarr? ¿Qué ha ocurridoexactamente?

Nagorno se adelantó con dificultad,le tocó el brazo con el bastón y lo apartóde mi lado.

Pude notar su respiración pesada, yano era el silencioso ofidio que habíaconocido, ahora solo era un dandidecrépito.

Me sostuvo la mirada, en eso no

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había cambiado: la entereza, la furia deaquellos ojos oscuros que tanto daño mehabían hecho. Lo odié con todas misfuerzas al recordar que aquellos ojos,aquel frío rostro, eran posiblemente loúltimo que vio mi madre en su vida.

Después salió de él un gemido,como si el esfuerzo de mantenerse en piefuese demasiado. Gunnarr se apresuró acoger un inmenso butacón, lo levantócon la mano derecha como si fuese unapluma y se lo acercó, solícito.

—Siéntate, tío. Demasiadasemociones por hoy. Deberías retirarte adescansar.

—No, hemos llegado muy lejos enesto, Gunnarr. Antes habrá que

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explicarle a Adriana la situación.—Ahora está rabiosa, no va a

razonar —dijo.Lo fulminé con la mirada, y él me

fulminó con la suya, pero pese al miedo,pese a la íntima convicción de que élsería mi ejecutor en caso de que aquellafrágil negociación se rompiese, medímis fuerzas con las suyas, aunque losojos que se clavaban en los míos eranexactamente iguales a los de Iago, y a micerebro le costaba aceptar una situacióntan divergente.

Nagorno tomó asiento con dificultady carraspeó, como si le molestase aquelminuto de rabiosa intimidad entreambos. Recordé su egomanía, su

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necesidad de ser el centro de atenciónen cualquier circunstancia, en aqueldetalle no había cambiado. Su esenciase mantenía intacta.

—Al principio no quise molestarte—confesó con gesto serio—. Me juréque no volvería a acercarme a tu radiode acción en lo que te restaba de vida.Me juré que ajustaría cuentas con mihermano una vez tu ciclo de vida hubieraconcluido. Unas pocas décadas no sondemasiada espera, soy un hombrepaciente, puedo distraerme durante añosen otros empeños.

—Bien, he aquí un hombre que nisiquiera puede serle fiel a sus propiaspromesas, pues —le hice ver.

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Gunnarr dejó escapar un silbido,algo parecido a la admiración.

—Dijiste que era de armas tomar,pero ya veo que te quedaste corto —dijo, soltando una carcajada.

—Te lo dije, es de las que no sepostran. Va a ser difícil llegar a unacuerdo que nos satisfaga a ambaspartes.

—Deja de hablar como si esto fuerauno de tus negocios, Nagorno. Es mivida de lo que hablamos. Dime al menosen qué parte del planeta estoy, adóndeme habéis traído, cuánto tiempo heestado inconsciente…

—Yo colaboro si tú colaboras,Adriana. Y ahora déjame continuar. Te

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estaba contando que al principio meobligué a dejaros tranquilos a ambos.Pero después sobrevino el primerinfarto. Pude salvar la vida, pero creímorir, creí morir… —dijo,ensimismado, mirando a algún puntoperdido de la biblioteca de libroscentenarios.

—Después de aquello nada volvió aser igual en mi vida. Todas mis rutinasme fatigaban y me dejaban exhausto. Meagotaba disfrutar con las mujeres, meextenuaba cabalgar, jugar al golf…como un anciano. Como un malditoanciano. Mi corazón ha envejecidomucho durante este año, me siento viejoy cansado por dentro, pese a que mi

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apariencia sigue siendo la de un eternotreintañero. Pero no estoy senil, micerebro piensa igual de rápido queantes, no tengo olvidos, no tengo ningúnsíntoma de decadencia. Es solo estecorazón: le cuesta bombear sangre… —y dicho esto se quedó callado, perdidoen las espirales de algún recuerdo.

—Entonces acudió a mí —interrumpió Gunnarr—. Vino a mí y yoal principio no lo creí. Pero hace pocole sobrevino su segundo infarto, aún estárecuperándose, como ves. Fui yo quiendecidió extorsionarte, si tienes quebuscar un culpable a quien odiar,ódiame a mí. No me importa.

«Ya lo hago», pensé. «Apenas te

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conozco y ya lo hago».Los miré a ambos, me negaba a ser

un juguete de las circunstancias, alguiena quien privar de su libertad, alguien aquien trasladar a su antojo, alguien aquien amedrentar para conseguir algo deinformación.

«Soy más que eso», pensé, «me daigual cuántos años habéis vivido másque yo. Me da igual por lo que hayáispasado, lo que os hayan hecho vuestrosenemigos. Soy más que eso».

Y en aquel momento decidí no vermenunca como alguien inferior delante deellos. Así que me zafé de la mano deGunnarr, que me seguía sujetando por elhombro, me puse de pie con dificultad y

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los miré a ambos a los ojos cuando yomisma recité mi más que probablesentencia de muerte.

—Devolvedme a la celda. No voy ahablar, ni hoy ni nunca. Os habéisequivocado de persona.

—Entonces pasamos al plan B —dijo Gunnarr—. Si no nos das ningunapista de lo que mi padre le inyectó a tíoNagorno, nuestros médicos no van apoder salvarle. Así que habrá queenviarle una prueba de vida a mi padrepara que él mismo empiece con lainvestigación cuanto antes.

—No —lo interrumpió Nagorno—,tú quieres una simple venganzasangrienta con tu padre, y te dejé claro

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que no estamos hablando solo de eso,maldita sea.

—Te equivocas. Lo que quiero esque vivas, no quiero que mueras en misbrazos en un par de semanas, pero mipadre puede dudar de que vamos enserio. Créeme, es la única manera deque se deje de tonterías y se ponga atrabajar ya.

—¿Y qué sugieres?—Como te decía: una prueba de

vida. Al igual que siempre hemos hecho,a la antigua usanza. Una oreja, algo queno comprometa la supervivencia de estajoven.

El estómago me dio una patada,desde dentro. Dolorosa.

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—No, una oreja no. Si Adrianasobrevive a esto y se la entregamos a mihermano, nunca va a perdonarme que ladevolvamos mutilada de esa manera.

—No lo va a notar, sobrevivirá, yocauterizaré la herida. Y tiene el pelolargo, lo podrá disimular toda su vida—dijo Gunnarr, tirando de mi lóbulo—.Pásame ese abrecartas.

—¡Te he dicho que no, Gunnarr! Unaoreja, no.

Empecé a empapar la espalda de lacamiseta.

«Va a mutilarme», alcancé a pensar,pero el terror me mantenía paralizada yla soga me mantenía las manos atadas enla espalda.

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«Va a mutilarme».—¡Lánzame el maldito abrecartas!

—bramó Gunnarr, tirándome al suelo yapartando a Nagorno de la mesa—.¿Qué demonios os ha pasado a todosestos últimos años? Os habéisablandado, sois longevos demantequilla.

Entonces Nagorno, haciendo unesfuerzo por enderezarse, le puso lamano sobre su brazo del gigante, comouna serpiente enroscándose en un oso,cada uno consciente de sus poderes.

—Déjalo —se limitó a susurrar.Porque no necesitaba más. Era

Nagorno, y Gunnarr se plegó a su orden.—Devuélvela a su celda, no quiero

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verla. Su presencia aquí me ha agotado.La mirada de Gunnarr se

ensombreció y apenas me dio tiempo aver el gesto que Nagorno le hizo con labarbilla. Volvió a colocarme el saco enla cabeza y me arrastró escaleras abajode vuelta a mi celda. Una vez allí, melanzó sobre el camastro.

Después, para mi sorpresa, medesató las manos y yo misma me quité elcostal que me impedía ver lo que estabahaciendo.

Gunnarr estaba cerrando por dentrola puerta de la celda. Se guardó la llaveen sus pantalones de camuflaje y nosquedamos solos en aquella habitacióncerrada.

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—¿Vas a mutilarme ahora queestamos solos?

—Compréndelo, stedmor. Tenía quesaber hasta dónde estaba dispuesto allegar mi tío.

—¿Pero, si no llega a frenarte?Me miró con un gesto elocuente.—Haces demasiadas preguntas, mi

tío ya me advirtió de tu curiosidad.Dime, ¿por eso compartes tu vida con unlongevo, Adriana Alameda, por tusansias por saberlo todo? Qué pareja máscuriosa formáis mi padre y tú. Elhombre reservado y la arqueólogacuriosa.

«Vaya», pensé frustrada, «nos hacalado».

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Hubo un brillo de picardía en susojos, como el niño que acierta laadivinanza de un adulto.

Después se acercó a la pared dondese apoyaba mi camastro y puso la manoen la roca.

—Demasiada humedad —susurrópara sí.

Se agachó junto a la cama y se pusoa buscar algo bajo los muelles.

—¿Qué haces? —le pregunté sincomprender. Él no respondió.

Sacó una pequeña caja de plástico,me acerqué con precaución y vi que erauno de esos aparatos para absorber lashumedades que se colocaban en lostrasteros.

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—Está empapada, mañana te traeréotra —murmuró, después de examinar laesponja interior.

—¿Me secuestras, finges que quieresamputarme una oreja, y ahora tepreocupas por la humedad de mi celda?

—Me preocupo por tus huesos, sí.No quiero que enfermes, y dado que tucabezonería va a hacer que esto vayapara largo, prefiero que estés en lasmejores condiciones que tío Nagorno medeje proporcionarte.

Intenté encajar aquello en mi cabeza,pero había mucho que procesar.

—Tú me dejaste la botella deoxígeno, ¿verdad? Y estas sábanas y eledredón nórdico.

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Él no asintió, pero supe que larespuesta era afirmativa.

Se limitó a levantarse del suelo, conla caja en una mano y se dirigió a lapuerta en silencio.

Pero antes de cerrarla hizo un gestode morderse una uña, pensativo, como sidudase de hacerme una pregunta.

—Oye, no he dejado de darlevueltas desde que te lo requisé junto a tubolso y tu móvil. ¿Cómo ha llegado estoa tu poder? Una vez me perteneció.

Me enseñó la placa de bronce delberserker que Iago me había dejadonuestra última noche.

—Me lo dio tu padre el último díaque pasamos juntos, que no tengo claro

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si fue anteayer, o incluso antes. Mecontó las circunstancias de tunacimiento, tu infancia… esos dulcesrecuerdos de familia que tanto os gustana los longevos —añadí.

—Y te dio esto… —murmuró, sindejar de mirar la pequeña placa demetal—. Es curioso que la guardara.Precisamente esta placa.

—Sí, la noche no dio para más y surelato se quedó cuando apareció envuestra granja el berserker.

—Skoll… llevaba mucho tiempo sinpensar en él —dijo, clavando su miradaen las losas de piedra del suelo.

—Soy de las que escuchan —meatreví a decir—, y me temo que la noche

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se me va a hacer muy larga en tumazmorra.

Frunció el ceño por un momento, yse tomó un tiempo para decidirse.

—De acuerdo, stedmor. De acuerdo.Ahora tengo que acostar a mi tío,espérame despierta.

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13

Berserker

ADRIANA

Me quedé sentada sobre la cama,esperando la llegada de Gunnarr. Meenvolví con el edredón y evité apoyarmeen la pared de piedra para no perdercalor corporal. Esperé y esperé, hastaque el sueño me venció y claudiqué.

Creo que soñé con un olor conocidoy unos ojos que me resultabanfamiliares.

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No, estaba despierta. Gunnarr meobservaba con atención, sentado a milado sobre la cama. Me despejé en unsegundo y di un respingo, incómoda.Tener a aquel gigante a mi lado,indefensa, y aislada en Dios sabe quéoscuro rincón del planeta me hizo sentirmuy vulnerable.

—Tranquila, muchacha. ¿Temes quete haga daño acaso?

Yo no contesté, pero me separé porinstinto de su cuerpo.

—¿Te asusta mi presencia en estacelda? —preguntó, escrutando mi rostro—. ¡Oh, Dios!, ¿de verdad temes que teviolente? Descuida, mujer, soy célibe.

—¿Célibe?

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—Bueno, bastante célibe.—«Bastante» célibe —repetí,

incrédula.—Sí, bastante célibe. Solo he roto el

celibato en tres ocasiones a lo largo demil doscientos años. Tres mujeres que lovalieron, una para bien, dos para mal.Pero nada más, así que no temas, no teharé daño de ese modo. Soy indiferentea muchos placeres. Así que no tepreocupes, tu fortaleza seguiráinexpugnable mientras yo sea tucarcelero.

—No me harás daño de ese modo, túlo has dicho. Pero serás mi ejecutorllegado el momento, ese es el plan,¿verdad?

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—Dime, ¿por qué lo piensas?—Nagorno no está en condiciones

de hacerlo, y si muere, tú te vengarás detu padre, sea lo que sea lo que te hayahecho.

—¿No te lo ha contado nunca?—No, ni lo hará. Si Iago ha decidido

no contármelo, no habrá manera dehacerle cambiar de opinión. Y punto. Éles así, hermético. —Suspiré. Dolía surecuerdo y hasta entonces no me habíapermitido pensar en Iago—. Una cajafuerte por cerebro.

—Pues yo voy a ser un libro abierto,stedmor. ¿Eres de las que preguntan?Adelante, no voy a ocultarte nada.Querías saber qué ocurrió con el

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berserker. Bien, te lo contaré. No seráagradable, pero te lo contaré. Te herobado la libertad, así que al menosmantendré tu cabeza ocupada. Cortesíade la casa.

Asentí con un gesto y Gunnarrcomenzó su relato, arrellanándose sobrela cama.

«Creo que había cumplido ya losdoce inviernos. Faltaban dos deshielospara que me considerasen un hombre,pero mi voz había cambiado y le sacabaa mi padre media cabeza. Practicabatodas las madrugadas solo, en el bosque,arrojando las armas contra los troncostal y como mi tío Nagorno, al que yo

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conocía como Magnus, me habíaenseñado. Todos en la granja aúndormían a esas horas, pero yo siemprefui un ave madrugadora. No memolestaban las personas, pero tampocome molestaban mis ratos de soledad.

»Una mañana vi que un oso negro meobservaba durante mis entrenamientos, alo lejos, escondido tras los árboles, aveces alzado sobre sus patas traseras.

»Desde aquella noche empecé asoñar con él, sueños oscuros teñidos desangre, pero que me daban muchoplacer. En mis sueños tenía inmunidadmágica ante las armas. Las espadas nome podían morder, las lanzas rebotabanen mi pecho, los escudos se hacían

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añicos antes de llegar a mis manos. Ysiempre, tras de mí, había un oso negrotutelándome. Así ocurrió durante muchasnoches, y nada comenté a nadie, exceptoa mi padre, con quien todo lo compartía,hasta el más privado de mispensamientos.

»Verás, mi padre, a quienes todosconocían como Kolbrun, era un jarl muyrespetado por aquel entonces. Nuestragranja era próspera, y pese a que nohacíamos ostentación de nuestrasriquezas, yo conocía bien el alcance desu patrimonio, pues acompañaba a mistíos Magnus y Néstor a esconder losmetales nobles cuando volvían decomerciar a lo largo de la Ruta del Este.

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»Pero mi padre era mucho más queun hacendado rico. En los things, lasasambleas, recitaba las leyes dememoria como ningún anciano podíahacerlo. De hecho, todos le consultabanante cualquier duda, era como…».

—Como una enciclopedia —lointerrumpí.

—Eso es, como una enciclopedia deleyes danesas. Jamás erraba capítulo overso. Recordaba las conclusiones y lassentencias de antiguos juicios, y yo erael más orgulloso de los hijos por tenerun padre como él. Por eso le hablé demis sueños y del oso negro que merondaba.

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«—Padre, deberíamos partir hacialos bosques y hacer una batida. Si el osose acerca tanto es que está hambriento yno traerá nada bueno a la granja.

»—Enviaré a tu tío Néstor, es mejorrastreador que tú.

»—Precisamente por eso quieroacompañarlo, tengo que aprender de él.

»Mi padre accedió e iniciamos labúsqueda, pero no encontramos nada, omás bien no encontramos huellas de oso,pero sí descubrimos que alguien estabaacampado en el bosque. Mi padre y mistíos se inquietaron y estuvieron alertadurante unos días, pero nada ocurrió,hasta que un amanecer volví al bosque

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con mis dos pequeñas hachas paracontinuar mis entrenamientos.

»Supe que era un berserker porqueapareció ante mí sin camisa unamadrugada glacial y tranquila, despuésde una noche de nevada intensa, con unacapa de piel de oso negro atada alcuello. Era el atuendo habitual deaquellos guerreros durante lasincursiones de pillaje o durante lasbatallas entre reyezuelos locales. Entiempos de paz eran simplemente unosapestados, unos locos peligrosos cuyacompañía todos los daneses rehuíamos.

»Era muy ancho de espaldas, tenía elpelo negro muy revuelto y una barbahirsuta que apenas le dejaba piel

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descubierta en el rostro. Era feo comoun perro envenenado. Tenía esa fealdadque asusta a los infantes en suspesadillas.

»Se puso delante del árbol al que yoapuntaba. Tuve que bajar las hachas.

»—Has oído hablar de mí —dijo, amodo de saludo.

»—Tu olor te precede —y no dijenada que no fuera cierto, apestaba ainmundicia, orines y materia fecal.

»—He matado por osadías menores.»—¿Y por qué estás tardando?»Calló y se llevó la mano al cinto.

Iba armado, como todos los hombresadultos de mi época. Una espadabastante larga de mango romo.

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»—Dime que quieres de mí,berserker —atajé.

»—Te quiero a ti. Te he observadoestos días y tienes el tamaño, la fuerza yla destreza necesaria con las armas. Esacapacidad tuya para lanzar con las dosmanos a la vez y hacia diferentesobjetivos te va a hacer muy valioso en elfuturo, muchacho. Vas a ser uno denosotros, quiero formarte y sisobrevives al rito, serás el próximolíder de los doce. Cuando yo muera enuna batalla, y puede que ocurra en un parde inviernos porque ya estoy viejo,quiero que estés preparado parasucederme.

»Has de entender, stedmor, que el

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doce era un número recurrente ennuestra cultura. Doce eran también loshombres libres elegidos para laasamblea del thing. Y casi todos losreyes nórdicos tuvieron su ejércitoparticular de doce berserkir.

»—¿Y qué te hace pensar que voy adejar mi granja y me voy a unir a ti?

»—¿Cuántas noches llevas soñandoque un oso negro te hace invencible?

»Aquellas palabras me provocaronun escalofrío que me recorrió toda lacolumna y me dejó petrificado en elsitio.

»Conté las noches.»—Doce.»—Bien, entonces estás listo. Yo no

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te he elegido, ha sido tu destino.Simplemente te ha sido revelado.

»—No, mi destino está en heredar lagranja de mi padre y administrarla tanbien como él. De mi futuro solo esperoser un hombre justo y respetado, yproteger a los míos.

»—¿Eso te ha dicho tu padre?Porque Odín me ha contado sus planespara ti y son muy diferentes. Tu destinoestá escrito desde mucho antes de que túnacieras, muchacho. Fuiste excepcionaldesde que estabas atrapado en la barrigade tu madre, ¿verdad?

»Aquello estaba empezando ya aenfadarme. No me gustó que mentase ami difunta madre.

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»—¿Y tú qué sabes de eso?»—Sé que ya eras un berserker por

entonces. Probablemente nacistedesgarrando a una mujer, ese es nuestrodestino.

»—¡Que te calles, te he dicho! ¿Quésabes tú de mi madre?

»—Gunborga era la tallista de runasmás conocida de Scandia, ¿nunca te haspreguntado el porqué de su nombre?

»—¿Gunborga? ¿Qué le ocurre a sunombre?

»—Todos los berserkir somos hijosde osos. Nuestros progenitores debenllevar su marca en el nombre: Gerbjorn,Gunbjorn, Arinbjorn, Esbjorn,Thorbjorn… Así que la pregunta que has

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de hacerle a tu padre es: ¿por qué te estáescondiendo tus capacidades y tustalentos?

»Solo quería que se callase, quedejase de hablar de mí como si meconociera mejor que yo. En un impulso,le lancé las hachas, aunque sin intenciónde herirlo. Una, sobre la cabeza, otra,entre las piernas. Ambas quedaronclavadas en el tronco, a pocoscentímetros de su carne. Pero él ni semovió, no las esquivó, como habríahecho un hombre cualquiera.

»Y esa indolencia me conmovió, laquise para mí.

»Quise ser ese tipo de hombre,alguien a quien no le turbase un arma

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volando hacia una muerte segura.»El berserker me citó para el día

siguiente y después desapareció.Aquella noche no soñé con el oso negro,ni soñé que era invencible en la batalla.Las flechas me herían y dolían como unInfierno. El fuego me alcanzó y medesfiguró la piel, las espadas lesarrancaban astillas a mis huesos y creímorir de puro dolor. Me despertéempapado de terror y corrí al lecho demi padre a despertarlo. Jamás me hesentido peor que aquella madrugada, conel cuerpo apaleado por las pesadillas,con la conciencia de haber perdido unpoder que me hacía invulnerable.

»Hablé con mi padre, salimos a la

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trasera del skali, cubiertos con laspieles con las que dormíamos, mi padresin calzarse, como si la nieve que pisabano le molestase. Me escuchó conpaciencia, yo estaba muy alterado, se loconté todo: mis sueños, el encuentro conel líder de los berserkir, la sensaciónque me perseguía desde que el oso negroentró en mis pensamientos, eldesasosiego porque la granja se mehacía más y más pequeña cada día quepasaba.

»—Gunnarr, el hombre que se te hapresentado se llama Skull, hemosescuchado hablar de él, y sabíamos queestaba por los alrededores, en la últimaasamblea nos previnieron de él. Ha

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recorrido todas las granjas de la costa yha retado a todos los jarls que ha idoencontrado. Granjas pequeñas, granjasprósperas: todo le vale. Pero es astuto,se acoge a las antiguas leyes y desafía aun holmganga.

»—No soy docto como tú en leyes,padre.

»—Un holmganga es un antiguo tipode reto público. No es muy común enestos días, por eso no lo conoces. El quees retado no se puede negar, como en losduelos habituales. Y lo peor de todo esque si pierde es nombrado niðingr.

»—Cobarde —murmuré.»—Sí, con lo que eso supone para

un jarl y para sus herederos de por vida.

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En todo caso, eso no ha ocurrido durantelos últimos doce inviernos, quesepamos. Siempre gana el duelo, hastala fecha es imbatible. Después mata alpropietario, se queda con las esposas,los esclavos y todo lo que le pertenecióal difunto. Pero se olvida deadministrarlo, se juega las posesiones enpartidas con otros berserkir y las sueleperder. Al este de nuestra granja estádejando un reguero de caos, las granjasestán pasando de malas manos a peores,las mujeres están cansadas de servioladas, pero nadie se atreve a hacerlefrente en un cara a cara, y los reyes estánde su parte. Todos reclaman a sus doceberserkir en cuanto tienen una pugna con

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sus vecinos, son su fuerza de choque yeso los hace intocables. Nadie mata a unberserker si no quiere ser aniquiladopor la furia del rey al que sirve.

»—Pero, padre, el berserker sabíacosas de mí, de mi madre. Habló de queese es mi destino, y no el de sucederteen esta granja, como yo creía. Y porprimera vez he sentido que lo que mehas enseñado no es suficiente, quequiero conocer cómo se viven otrasvidas, más allá de ordeñar vacas y darde comer a los gorrinos.

»Mi padre se volvió y me dio laespalda, escrutando el bosque, como sitemiera que uno de los cuervos de Odínnos estuviera espiando.

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»—Pero no de esta manera, Gunnarr.No de esta manera. Ese hombre no tienenada bueno que enseñarte. Es undepredador que altera la paz, eso estodo. ¿Qué mérito le ves a sus hazañas?

»—¿Pero, y esos sueños tan vivos?—insistí—. ¿No debería hacerles caso?

»—¡Ya basta! —me gritó—. ¡Noeres consciente del peligro en el queestamos todos los que vivimos dentro deestas vallas, y solo me hablas deensoñaciones de adolescente!

»Se quedó frente a mí, pero tuvo quealzar la cabeza para clavarme sus ojosen los míos.

»—Tú no has visto combatir a losberserkir. Nadie conoce su secreto,

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pero en verdad son invencibles. Nuncahe conocido nada igual. Si Skoll viene yme reta, todo lo que he construido aquíse convertirá en un infierno y laspersonas que dependen de mí novolverán a conocer la tranquilidad.

»—¿Los has visto combatir?¿Cuándo, padre? Nunca me has contadoque estuviste en una batalla, ¿por quénunca me hablas de tu padre, o de lavida que llevabas antes de llegar aquí?

»Mi padre me miró, y vi en sus ojosalgo parecido a la impotencia.

»—Tienes que dejar de ser un crío,Gunnarr, y empezar a pensar como unhombre —murmuró y se metió en elskali de nuevo.

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»Y entonces noté una vez más al osonegro a mis espaldas. No me giré, perosabía que estaba allí, esperándome.

»—Eso es lo que voy a hacer, padre.Eso es lo que voy a hacer.

»Empaqué mis cosas y tomé un trozode corteza de abedul. Después tallé unasrunas y las dejé debajo del lecho de mipadre».

—¿Qué escribiste en esas runas? —quise saber.

—Algo así como: «Padre, ¿y si soyalgo más que un granjero? Déjameaveriguarlo, ¿podrás perdonarme?».

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Después Gunnarr se desperezó como uncachorro de gato, mirando las luces delalba que entraban por el elevadoventanuco de mi celda. Me fijé entoncesen que parte de su cuello estabaquemado. La piel devastada continuababajo su camiseta de motero. Él pareciódarse cuenta y se subió los cuellos decuero de su cazadora desgastada.

—Y por esta noche ya es suficiente,muchacha. Mañana seguirérespondiendo a tus preguntas, siempreque durante el día disimules ante mi tíoy no le hables de mi incursión nocturna.

Asentí, no tenía nada que perder, y

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tal vez mucho que ganar con las visitasde Gunnarr. Además, mientras lomantenía hablando me olvidaba de mipenosa situación y sus historias eranmucho mejor que el silencio de mi celdamedieval.

—Iago siempre está en tensióncuando cuenta sus recuerdos —le dije,cuando vi que se levantaba de la cama yse disponía a marcharse—, como sitemiera cada una de mis preguntas, comosi no tuviera la conciencia limpia.

Gunnarr frenó en seco, camino de lapuerta.

—Mi padre no ha sido un malhombre, aunque lo han marcado y noshan marcado muchos de sus errores.

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Pero no tiene capacidad para laautoindulgencia. Debe de ser duro paraél mirarse al espejo y ver a su enemigo.

—Hablando de indulgencia, ¿tangrave fue el daño que te hizo para noperdonarlo en cuatro siglos?

—Tú odias a Nagorno.—Así es.—Porque mató a tu madre.—Así es.—Y no lo perdonarás, por muy

arrepentido que ahora esté de habérselallevado por delante.

—No me sirve, mi madre no está.—Entonces no somos tan diferentes,

tú y yo. Yo sigo enfadado con mi padreporque por su culpa murió alguien a

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quien quise. De igual manera, mi padreno conocía su relación conmigo, nosabía lo que significaba para mí, pero elmal que hizo no puede ser remediado.

—Estarían muertos igual —dije, sinsaber muy bien por qué.

—No te entiendo.—La mujer, la que Iago te quitó, la

que murió por el motivo que sea, ahoraestaría muerta, y mi madre puede quetambién, tal vez habría muerto ya a estasalturas. Pero tú y yo seguimos aquí,muchos años después de que ellasmurieran, heridos por lo injusto de susmuertes, como si una parte de nuestrasvidas se hubiera quedado allí con ellas,en el pasado, incapaces de avanzar del

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todo.Gunnarr continuó dándome la

espalda, no se movió, salvo por el levegesto de apretar los puños y dejarblancos los nudillos.

—No te atrevas a pensar que puedescomprender mi dolor, stedmor. No teatrevas.

Y tomó la puerta, se palpó elbolsillo, encontró la llave.

—Ahora te entiendo un poco más —dije, antes de que se marchara.

—¿A qué te refieres?—Antes pensaba: «Hace falta ser

muy obstinado para llevar cuatrocientosaños sin perdonar a un padre comoIago». Te tenía por poco flexible, por

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rencoroso.—Vaya, gracias. Me han dicho cosas

más bonitas.—Pero entiendo que no puedas

perdonarlo, yo no puedo perdonar aNagorno. Lo miro y lo veo acabando conmi madre. Veo todo lo que no tuve: unaadolescencia con ella, tratarnos comoadultas, que conociese a mi marido. Medejó huérfana, Gunnarr. Me dejó sola enel mundo, me convirtió en adulta en unatarde.

Gunnarr dejó la puerta y se apoyó enla pared, frente a mí. Miró hacia otrolado, bajó un poco la cabeza.

—A mí me ocurrió igual. Cuando viaparecer a mi padre en el despacho del

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museo, lo he añorado tanto… He sabidode él por Nagorno, siempre he sabido loque hacía con su vida durante estosúltimos siglos. Mi padre es un buencompañero para caminar a su lado, y lohe echado mucho de menos. Pero cuandome llevó a ese cementerio, no fui capaz.No fui capaz de olvidar lo que me hizo.Dejarlo ir, dejarlo atrás. —Se pasó lamano por el pelo, en un gesto idéntico alde Iago cuando un pensamiento lemolestaba—. Lo miro a los ojos y séque se sabe culpable, y precisamenteeso no me deja perdonarlo. No, hastaque el sufra.

—Somos un poco estúpidos todos,¿verdad? Nosotros cuatro —le dije—.

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Estamos atrapados en esta maraña deculpas y venganzas, y nos vamos adestrozar la vida los unos a los otros.

—Así es.—Gunnarr. Yo no voy a perdonar a

Nagorno por lo que le hizo a mi madre,ni voy a perdonarlo por lo que me estáhaciendo. Ni a ti tampoco, maldita sea,por muchas historietas de vikingos queme cuentes. Me has arrancado de micasa, me has arrancado de los brazos demi compañero, me has arrancado de untrabajo que me llena para traerme a unacelda y amenazarme con matarme. No…Gunnarr. Tú y yo no somos iguales. Yonunca te lo habría hecho, nunca habríasecuestrado a nadie ni lo mataría.

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—Eso es porque piensas como unaefímera, solo ves tu pequeño mundo. Sivieras el cuadro completo cambiarias deopinión. Créeme.

Me levanté y me acerqué a él,manteniéndole la mirada.

—Pues enséñame el cuadrocompleto.

—No… ese es un privilegio quesolo yo me he ganado y tendrías quehacer muchos méritos para ser digna deasomarte a él. Pero puedo ir dándotepistas, si eres capaz de verlas, deintuirlas, de olisquearlas. Veamos hastadónde llega tu inteligencia, stedmor.Abre los ojos y los oídos, escucha loque ves y mira lo que digo, sobre todo

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lo que digo entre líneas. En lasomisiones es donde se hallan lasverdades más contundentes. En lo que nose contesta está la clave de la respuesta.Los actos que nos avergüenzan son losque mejor nos definen. Piensa en lo quecalla mi padre, y lo conocerás mejor queél mismo.

Gunnarr se marchó sin esperar mirespuesta, dejándome sola una vez más.

«De acuerdo, Gunnarr. Te recojo elguante. Juguemos».

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14

Monte Castillo

IAGO

Esperé a que se hiciera de noche paracoger el coche y conducir hacia PuenteViesgo. Era un día entre semana y elaparcamiento de la entrada del Centrode Interpretación estaba desierto. Lanoche era magnífica, el cielo estabadespejado, teñido de un índigoprofundo. Miles de astros que se habíanapagado hacía eones de tiempo

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moteaban la bóveda sobre mi cabeza.Tomé el sendero oculto de la

derecha y comencé la ascensión. A mispies, el valle de mi infancia dormía yapenas aguantaban encendidas las luceslejanas de algunas casonas apartadas.No necesitaba la linterna del móvil, lasombra blanca de Madre Luna meescoltó a lo largo del camino hasta eltilo retorcido. Al entrar en la cuevaprendí una antorcha que había preparadopreviamente en casa. Me descalcé y mequité la camisa, llevaba los signos deocre pintados en los brazos y en el torso.Era Urko de nuevo, volviendo a miprimer hogar.

Él ya estaba. Padre me esperaba

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junto al panel de las manos donde Danay yo habíamos recitado nuestros votosfrente a Madre Roca. También él habíadibujado en ocre su pasado como Lür, elpatriarca de La Vieja Familia.

Nos quedamos frente a frente amboshombres, padre e hijo, poniéndonos aldía en silencio, solo con la mirada.Después él se acercó, nos sujetamos losbrazos y unimos nuestras frentes, almodo antiguo. El saludo de los hombresque se respetan y no se temen.

Después nos sentamos, con laespalda apoyada en la pared de lacueva.

—Recuerdo la conversación quetuve contigo hace un año, en esta misma

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galería, antes de partir hacia elAmazonas. Recuerdo que te dije queacabarías convirtiendo a Adriana enlongeva, que acabarías sucumbiendocuando la vieses envejecer… —dijo.

—Lo recuerdo. Pero ya te lo dije:ella no quiere, Adriana no quiere serlongeva. Le basta con vivir unasdécadas más, y yo voy a respetarlo. Loque no esperaba era el chantaje deNagorno. Pensé que la dejaría al margende nuestros asuntos. Y desde luego, noesperaba la vuelta de Gunnarr.

—No, yo tampoco —dijo, soltandoun largo suspiro—. Si lo hubierasospechado me habría mantenido avuestro lado. Dime, ¿qué tienes?

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—Un maldito acertijo —contesté,sacándome el papel del bolsillo traserodel pantalón.

—Déjame ver.Mi padre conocía los entresijos de

los criptogramas, él instruyó a Gunnarr ylo convirtió en un hábil descifrador decódigos.

—Veamos, «Llegarás a ella por aireo por mar» —levantó la vista,esperando mi obvia respuesta.

—Es una isla, entiendo.—¿Yakarta, en la isla de Java…? —

me tanteó.—¿No es demasiado obvio que

Nagorno se la lleve a su rincón favoritodel planeta?

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—Yo no descartaría ningunarespuesta, ni siquiera las más obvias.

—De acuerdo —asentí—, no lodescartamos, pero el lugar donde lahayan llevado tiene que cumplir todoslos requisitos. Gunnarr no deja nada alazar.

—Continuemos entonces: «Hallarásmasacres y catedrales». ¿Crees que lodice en sentido literal o figurado?

—No lo sé. Buscaré registros demasacres en catedrales. Pero habrácientos —repuse—: Todos losbombardeos sobre islas que hayandestrozado iglesias, solo contando lasdos últimas guerras mundiales…

—Sé optimista, Urko: si son

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catedrales, hablamos de cristianismo.Solo hay que buscar en una horquilla dedos mil años de historia. Islas conpasados recientes.

—De acuerdo, es nuestra pista másconcreta. Habrá que investigarla —ledije—. Continuemos. Lo que sigue escurioso: «¿Serán bellas, serán miles?».¿A qué crees que se refiere?, ¿a un lugardonde haya miles de bellezas?

—O tal vez no —dijo mi padre—.Lo que más me llama la atención es quelo escribe con interrogación, ¿es unaduda? ¿Por qué no lo afirma?

Lancé un guijarro al fondo de lagalería, frustrado.

—¿Cómo saberlo? ¿Cómo descifrar

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lo que tiene mi hijo en la cabeza y lo quetrata de decirme después decuatrocientos años de rumiar lo que lehice?

—Está bien, Urko. Hay mucho porhacer y poco tiempo por delante.Dividamos las tareas, ¿por dóndeempezamos?

—Yo he de centrarme en lainvestigación de la telomerasa, tengomenos de veinte días para revertir elefecto. Por tu parte, encárgate delmuseo.

—Me haré cargo de él, pero voy adedicarle el mínimo tiempo duranteestas tres semanas —dijo Lür—. Miprioridad ahora es encontrar a Nagorno,

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Gunnarr y Adriana. No será fácil. Si latienen escondida, la habrán llevado a unlugar apartado.

—No tiene porqué —resoplé,agobiado—, puede estar en unapartamento frente a Central Park y ninos enteraríamos, o en un rascacielos dela avenida más concurrida de Shanghai.Reconócelo, las posibilidades soninfinitas.

—Pero Gunnarr se ha encargado deacotarlas: una isla, masacres, catedrales,miles y bellas… esas son las pistas.

—O tal vez no todas —dije—.Gunnarr es un embaucador, puede quealgunas sean falsas y las haya dejadopor el simple placer de provocarnos un

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quebradero de cabeza.—Hasta las pistas falsas tienen su

porqué, eso se lo enseñé yo. Incluso elmentiroso nos cuenta la verdad a travésde sus mentiras.

Nos quedamos un rato en silencio.Mi padre estudiaba el papel, poniéndoloa contraluz por si su nieto nos habíadejado algún mensaje oculto con tinta decítrico, pero yo ya lo había comprobadoantes y sabía que la respuesta eranegativa.

—Urko, ¿de verdad crees queNagorno la matará?

—Padre, mató a Vega y a Syrio, aquienes él creía sus dos sobrinos, solopor su anhelo de ser padre. Ahora es

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diferente, ahora se trata de su vida, yAdriana ni siquiera es de su sangre. Meestá marcando el terreno, me estádiciendo hasta dónde llegaría si sale deesta con vida y se me ocurre volver aintentar matarlo. Él sabe que hedescubierto algo en relación con el genlongevo. Si sobrevive a esta injerencia,quiere que no vuelva a usarlo en sucontra.

—Estar con Adriana te hacevulnerable, eso lo sabes. Eres muyconsciente, ¿verdad?

—Siempre lo he sabido. Mientras yosea un hombre con alguien a quienquerer, con alguien que me importe, serédébil ante Nagorno.

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—Por eso no has intentado tenerhijos con ella.

—Así es. No soportaría pasar por loque le hizo a Lyra, acabar con sufamilia. No estoy en condiciones desoportarlo.

Mi padre suspiró, con la miradaperdida en las grietas de la roca.

—No solo me preocupa Nagorno —dijo—. Está el factor Gunnarr. ¿Hayalgo más que deba saber?

—Me dejó talladas unas runas en lamesa del despacho. «¿Duele, padre?Porque quiero que duela. Necesito queduela para volver a considerarte mipadre».

—Luego te está proponiendo un rito

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de paso para perdonarte.—Sí, yo también lo he visto. Hay

una voluntad de perdonarme, de quevolvamos a ser el padre y el hijo deantaño, pero me ha de doler.

—¿Crees que con el secuestro serásuficiente? —me preguntó, con vozronca.

—¿Me estás preguntando si creo quematará a Adriana?

Asintió.—Pongamos que finaliza el plazo

con la probable posibilidad de que yono encuentro el antídoto para Nagorno, ymi hermano muere. Está claro queGunnarr tiene la orden de ejecutar aAdriana. Así estaríamos en paz. En el

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cerebro de Gunnarr, lo justo sería unamuerte por otra.

—No, hijo. Siento ser yo quien te lorecuerde, pero en el complicado cerebrode Gunnarr no estaríais en paz.

—¿Cómo que no?, ¿no te parecesuficiente dolor: secuestrar y matar a miesposa?

—Si lo que quiere es igualar eldolor, falta la seducción.

Tragué saliva, no lo había pensado.—Si quiere igualar el daño, el dolor,

la ofensa… Gunnarr seguirá los pasosdel pasado, lo mismo que él cree que túhiciste con su esposa: primero laseducirá, luego provocará su muerte.

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15

Un café en París

IAGO

Al día siguiente tomé un vuelo a París,de nuevo había retomado la identidad deWistan Zeidan. Me rasuré la barba hastadejar una perilla similar a la quePilkington había conocido y tuve queacudir otra vez a las lentillas marrones ya las monturas de pasta negra. De nuevoel científico rastreador de loscandidatos a los Premios Hooke.

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En esta ocasión fue Pilkington quiense ofreció a viajar a Europa. Cuando lellamé fingiendo que su candidatura teníamuchas posibilidades de resultar laganadora del premio, me contó que laCorporación Kronon estaba planeandoabrir una sede europea y teníaprogramado un viaje a París desde hacíatiempo.

La noticia me alivió y frenó un pocola cuenta atrás que llevaba en mi cabeza.No tendría que perder dos días en viajestransoceánicos para volar a la sede de laCorporación Kronon en San Francisco,tan solo un par de horas de vuelo a lacapital francesa.

Pese a que el invierno también

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castigaba aquel año a la región, aquellamañana un sol blanco y luminosocalentaba los puentes y las farolasparisinas.

Le había propuesto a Pilkington uncafé discreto que conocía bien. En laprimera planta había un reservado decojines granates y dorados para esosclientes que buscábamos una discretaintimidad. La mayoría le daba unos usosmenos científicos que los nuestros, perosabía que Pilkington tambiénagradecería el detalle.

A la hora en punto subí por lasescaleras del café Procope, pagué unaespléndida propina al camarero paraque no entrase nadie en nuestro

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reservado bajo ningún concepto y mesenté sobre el mullido sofá a esperar ami confidente.

La puerta se abrió minutos después,pero Pilkington no iba solo. Loacompañaba una mujer joven. Unaejecutiva morena a quien no pude verbien el rostro hasta que se sentó frente amí.

«Es imposible».Eso fue lo único que acerté a pensar

al verla.«Es imposible».—Querido Wistan. Espero que

disculpe nuestro retraso, el vuelo hatenido más turbulencias de las que puedarelatarle sin aburrirle. Estamos recién

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llegados a París, ni siquiera hemospasado por el hotel para dejar nuestrasmaletas. Se las hemos fiado al camarero.Confío en que no haya ningúnproblema…

Yo no escuchaba sus palabras, solola miraba a ella. Y ella a mí.

«¿Eres tú, eres realmente tú?».—Y discúlpeme por no haberle

avisado antes de que iba a veniracompañado. Ella es Marion Adamson,mi superior jerárquico en laCorporación Kronon. Se encarga desupervisar mi trabajo y es la máximaautoridad en la empresa en lo que serefiere al comportamiento de latelomerasa. Ella supo en su día de la

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primera visita que nos hizo en relación alos Premios Hooke.

Me levanté del asiento, con todo elaplomo que pude reunir, y alargué lamano para estrechársela.

—Encantado, Marion.—Lo mismo digo, querido Wistan.Ella me miró a los ojos, y los

mantuvo allí clavados largo rato.¿Estaba tan desconcertada como yo?

Escruté su rostro y lo que hallé fueque estaba pendiente de mis reacciones.

¿Era Marion Adamson unadescendiente de Manon Adams, laesposa que tuve en el siglo XVII enNueva Inglaterra, la que murió deaquella epidemia, la que nuestro hijo

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enterró tras la granja de la colina deDuxbury?

¿Y si no era ella, y si era unatataranieta idéntica?

La garganta se me había secado,acudí al exclusivo café que el camarerome había dejado servido y carraspeé,incómodo.

Me obligué a tomar el control de laconversación y ejecutar el plan quepreviamente había trazado sin desviarmede él por aquel… imprevisto.

—Como sabe, Mister Pilkington, meencuentro en estos momentosdeliberando qué instituciones he depresentar como candidatos a los premiosHooke. Si bien, tal y como le dije hace

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un año, los descubrimientos de laCorporación que ustedes representan nome parecían los más adecuados para elperfil del ganador, debo decirle que unavez estudié en profundidad el materialque amablemente me proporcionó, hecambiado de parecer.

Pilkington, que me había escuchadoen tensión, reclinado sobre un mullidosillón frente al mío, pareció relajarse aloír mis palabras.

«¿Hasta dónde sabe tu jefa?», lepregunté con la mirada. El me respondióen silencio pidiéndome discreción.

—¡Cuánto me alegra escuchar suspalabras! —respondió—. Lo cierto esque lo vi muy reticente a creer en

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nuestras líneas de investigación, perocomo sin duda se habrá documentado alo largo de este año, los estudios acercadel antienvejecimiento se estánconvirtiendo cada vez más en unaprioridad para todos los gobiernos y lasfarmacéuticas, tanto en Europa como enEstados Unidos.

—Me consta, por ello quisieraabundar en sus últimos hallazgos acercadel comportamiento de la telomerasa.Verá, tan interesante me parece el hechode inhibir la telomerasa como de volvera activarla. ¿Han hecho algún adelantoen esa dirección?

Miré de reojo a la supuesta Marion.Noté que el rictus se le endurecía

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levemente al escuchar mis palabras.Solo levemente, pero suficiente comopara saber que le había dejado intrigada.

Pilkington también la miró,pidiéndole permiso antes de decantarsepor una u otra respuesta.

Ella le hizo un discreto gesto deasentimiento.

—Es cierto que este año nos hemoscentrado en el comportamiento de latelomerasa. —Hizo una pausa y la miróde nuevo antes de continuar.

—Verá, antes de proseguir —lointerrumpió Marion— y de compartircon usted más material confidencial, talvez debamos alcanzar algún tipo depreacuerdo en lo que a la consecución

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del premio se refiere.—Creo que sabe que asegurar un

premio de estas características antes deque el jurado decida, además deimposible, también es ilegal —contesté.

—No me refería a un precontrato, enel sentido legal del término, más bien uncompromiso por su parte de que nuestrapropuesta será vista con particularinterés entre los miembros del jurado —su voz era seda. Estaba negociandoduramente, pero su voz era seda.

«Diecinueve días», me recordé.«Actúa rápido, arregla después losplatos rotos».

—A eso sí que puedocomprometerme —respondí, después de

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pensarlo un momento—. Pero tengo unosplazos muy apremiantes en estosmomentos. Soy consciente del esfuerzoque les voy a pedir, pero convendría queme enviaran todos esos estudios estamisma noche.

Pilkington tragó saliva.—¿Esta misma noche? —repitió—.

Me temo que tenemos programada unaagenda muy exigente para este viaje.Creo que imagina la cantidad dereuniones con posibles socios europeosa las que hemos de asistir los próximosdías.

—No hay problema —interrumpióMarion, apurando su sorbete dealbahaca—, dígame en qué hotel se

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aloja y yo misma le acercaré el material.—Perfecto entonces —asentí—. En

cuanto acabemos la reunión le facilito ladirección.

En realidad no había reservadoningún hotel. Mi plan era volver aSantander aquella misma noche para noperder un tiempo que desgraciadamenteno tenía. Pero la aparición de aquellamujer, idéntica a mi esposa fallecidacuatro siglos atrás, había trastocadotodo cuanto había programado.

Entonces se produjo un incómodosilencio que ninguno de los tres supobien cómo llenar.

—La doctora Adamson es americana—se apresuró a contarme Pilkington—,

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pero me contó que sus orígenes soneuropeos, ¿no es así?

—Ingleses y holandeses —apuntóMarion, sin dejar de mirarme.

—No será una de las famosasdescendientes del Mayflower —le dije.

Ella rio y se reclinó en el sofá.—Soy consciente de que todos mis

compatriotas afirman descender deaquellos ciento dos puritanos, pero enmi caso es rigurosamente cierto. Miárbol genealógico está muydocumentado.

—¿Había un Adamson en elMayflower? —La reté con la mirada—.Yo diría que en la lista había un Adams,pero no recuerdo un Adamson.

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Pilkington me miró, sorprendido.—¿Está usted familiarizado con la

famosa lista de pasajeros delMayflower? No sabía que le gustaba lahistoria americana, es usted una caja desorpresas, señor Zeidan.

—Siempre me fascinó aquellahistoria de los supervivientes de lacolonia de Plymouth. Los primerosinviernos debieron de ser muy duros,terribles… El frío, el hambre…

—Las epidemias… —añadióMarion, acabando con su sorbete.

¿O era Manon?—¿Conoce el terreno? —me

preguntó—. ¿Ha visitado Massachusettsen alguna ocasión?

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—Sí, reconozco que he estadovarias veces en los últimos tiempos.Siempre me produce una hondaimpresión. No solo visitar el poblado dePlymouth reconstruido, a la manera del siglo XX, debo decir. ¿Conoce usted elPilgrim Hall, el Museo de los PadresPeregrinos, el más antiguo de EstadosUnidos?

—Lo conozco, sí.—Algunos de los objetos expuestos

en esas vitrinas me producen granperturbación —murmuré.

¿Hasta dónde me seguía en mistanteos? ¿Cuánto sabía de mí aquellamujer?

—El sombrero de piel de castor de

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Constance Hopkin, la cuna del bebé deSusana White, Dios los tenga en sugloria —se adelantó ella—. Incluso hayuna pieza curiosa, casi incongruente,dados los orígenes de los PadresPeregrinos: una navaja española.

—Toledana, sí —asentí, hablandoapenas entre dientes. Me dejé la navajaen la granja, junto con muchas de mispertenencias que creí que nosobrevivirían al incendio que provoqué.

—Eso es. De Toledo, España —prosiguió Marion—. Debían de serfamosas en aquella época por su bellafactura, ¿no le parece? Me pregunto quéhistoria habrá detrás de tan simpleobjeto, qué historia nos tendría que

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contar su dueño. ¿Verdad, Pilkington?—Es curioso, sin duda. Doctora

Adamson, sin duda. ¿Un poco más desorbete? —preguntó.

Al escuchar la voz de Pilkingtonrecordé que aún seguía con nosotros.Apenas era consciente de su presenciaen aquella habitación. Nuestroconvidado de piedra nos miraba a uno ya otro, sin comprender absolutamentenada. ¿Cómo podría siquiera imaginar loque estaba pasando allí? ¿Loexcepcional que era que dos longevosque tanto se amaron se encontrasencuatro siglos después en un café deParís?

¿Era eso lo que estaba ocurriendo?

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¿Era Marion Adamson realmente ManonAdams, o solo una impostora?

Una vieja melodía salió de suelegante americana blanca de Gucci.Aquella melodía… era antigua,medieval. Solía escucharla en lasentradas de algunas fortalezas delLanguedoc, en Francia. Los viejostitiriteros anunciaban su presencia consus flautas tocando aquellas notasmelancólicas. Toda la cristiandad —queera como se llamaba entonces elterritorio que abarcaba la actual Europa—, la conocíamos, era como el Top Tende las canciones más escuchadas.Después, poco a poco, se perdió, sedejó de escuchar en los caminos y en los

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castillos. Aquella generación detitiriteros moriría y los que vinierondespués rechazarían las canciones de losancianos.

Pero aquel recuerdo me hizo tragarsaliva, vinieron a mí sabores de salsasmedievales que no había vuelto aprobar. Sensaciones irrecuperablescomo el tacto de una buena tela deYorkshire en mi manga. Algunasdesagradables, como las noches enposadas infames sobre colchones depaja infestados de pulgas, o los oloresapestosos de las letrinas. Otras sublimescomo las caderas de tantas mujeres queno volvería a cabalgar o perfumesflorentinos con matices ya perdidos.

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La voz de Marion, aquella mezclaexacta de aplomo y dulzura en suspalabras, me trajo de nuevo al siglo XXI,¿o era al XVII?

Pilkington y yo escuchamos atentossu conversación telefónica en unperfecto francés con algún socio de laCorporación Kronon y supe que nuestraextraña reunión había tocado a su fin.

—Me temo que la agenda manda —nos dijo Marion, después de colgar—.Querido Wistan, esta noche, cuandotermine todas las reuniones que hoy mevan a mantener ocupada, me pasaré porsu hotel y le haré entrega de esostrabajos, ¿le parece a usted bien?

Me saqué de la cartera mi tarjeta de

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visita falsa con el nombre de un WistanZeidan que nunca existió. Recordé quefue Lyra quien la diseñó y la mandó aimprimir, junto con todo el materialfalso de aquella efímera identidad.Garabateé una dirección en el reverso yse la tendí.

—No es un hotel —le susurrécuando pasó a mi lado, abandonando elreservado—. Es una de mispropiedades.

—Espérame allí —me dijo al oído,fingiendo que nos despedíamos con dosbesos en las mejillas, al modo español—. No te vayas a vender pieles decastor esta vez.

Sentí un mareo, cerré los ojos para

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no caer.Ya no tenía dudas: aquella mujer era

Manon, mi esposa amada.

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16

La lista del Mayflower

Londres, 1620 d. C.IAGO

Mi padre extendió un mapa sobre lamesa de madera del tugurio:

—Se lo robé a un espía delembajador de España en Londres —susurró—, pero no te inquietes, lo voy adevolver.

—¿Estás de nuevo metido en asuntosde espionaje? ¿Es eso lo que te retiene

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en Londres?—No exactamente. Deja que te

cuente. Pedro de Zúñiga, el que fueraembajador español hasta el año 1609, seempeñó en advertir al rey Felipe II deEspaña que pusiera fin a la empresainglesa del rey Jacobo I de fundarcolonias en la costa Oeste del NuevoMundo. De hecho, el primer barco de laCompañía de Plymouth, el Richard,partió de Inglaterra en agosto de 1606pero fue interceptado y capturado porlos españoles cerca de Florida ennoviembre. Aunque el siguiente intentotuvo más éxito, en principio. Salierondos barcos, el Gift of God y el Maryand John, que llegó al río Kennebec en

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agosto del 1607 y construyeron lo queves en este documento. Pedro de Zúñigase hizo con este mapa y lo envió comoprueba a Felipe II. Pude falsificar unacopia rápida que ahora está en ciertosarchivos de Madrid, pero volveré algúndía a reponer la original.

Tomé una vela y la acerqué aldibujo. No acertaba a comprender elinterés de mi padre. Vi una edificaciónen forma de estrella, construccionesinteriores, un almacén de provisiones,un granero… no quería saber nada deedificios defensivos. O tal vez todo merecordaba todavía a Kinsale.

—Es un fuerte —me aclaró mi padre—. El fuerte de San Jorge, en la colonia

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de Popham. Lo financió la Compañía deVirginia de Plymouth en 1607, al otrolado el océano. Un año más tarde fueabandonada. Desde entonces laCompañía ha estado inactiva.

—Y me estás contando estoporque…

Habíamos acudido a nuestra tabernafavorita de Londres, la Devil’s Tavern,llamada así por su dudosa reputación.Pero tenía por aquel entonces casi cienaños, aunque la habíamos conocidocomo The Pelican. Era un lugar seguropara nosotros, ningún sujeto de moralintachable osaba acercarse a aqueltugurio infame y eso siempre era buenopara nuestros planes.

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Pese a todo, aquel día yo no estabade buen humor. No dejaba de mirarfijamente mi cubilete de agua.

De agua.Juré a mi padre y a mis hermanos

que no volvería a probar el alcohol,después de que arriesgaran su vida parasacarme del presidio. Y lo habíacumplido, lo había cumplido… Almenos delante de ellos no había vuelto abeber.

—Te lo estoy explicando, hijo,porque esta semana mi amigo JohnCalvert ha solicitado al rey Jacobo I unacarta para enviar nuevos colonos a lazona de la Compañía de Plymouth parareactivarla de nuevo. Es una inversión

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arriesgada, pero ha conseguido quesetenta comerciantes inversoresaportemos mil ochocientas libras parasufragar los gastos. Hay un grupo depuritanos que se exiliaron en Leiden,Holanda, por sus desavenencias con laiglesia anglicana, pero allí tampocoacaban de encontrar su lugar. Hanconseguido implicarlos en el negocio,cada uno de ellos ha recibido una acciónde diez libras y el que ha querido hasido libre para adquirir más acciones.El negocio es el siguiente: en siete añoshan de devolvernos la deuda yrepartiremos las ganancias entrepuritanos e inversores a partes iguales:haciendas, casas, bienes… A ellos los

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mueven otras inquietudes, además de laseconómicas, quieren fundar allí suNueva Jerusalén, pero en la travesía vanotros aventureros que no son puritanos.La empresa se puso en marcha el pasadoagosto. En principio marcharon dosbarcos, el Speedwell y el Mayflower,hacia las costas de la Compañía dePlymouth, pero el Speedwell ha tenidoproblemas y se han visto obligados avolver a mitad de camino. Han estadointentando repararlo en el puerto deSouthampton, sin éxito, así que van aembarcar en unos días de nuevo, todosen el Mayflower. Cuarenta y dos detripulación, ciento un pasajeros en total.Y ahí es donde entras tú. Toma, hijo —

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dijo, extendiéndome un papel timbrado—. Aquí tienes tus acciones. El trato esel siguiente: tú vas con los puritanos, teencargas de que la empresa seaeconómicamente viable y a tu vuelta nosrepartimos los beneficios.

—Vas a tirar tu dinero, si el fuertede la colonia de Popham ni siquierasobrevivió un año, ¿qué te hace pensarque en esta ocasión la colonia puede serincluso rentable?

—Porque te envío a ti. Tú conoceslas condiciones en el Nuevo Mundo,sobrevivimos a Florida y a Ponce deLeón. No me preocupa tu supervivencia.Lo sabes todo del frío y del hambre.¿Qué puede matarte, después de todo lo

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que has pasado?«¿El espectro de un hijo al que

traicioné?», quise contestarle. Pero callépor no hacerle daño. Mi padre estabaconvencido de que yo estabaprácticamente recuperado de aquelepisodio lamentable.

—Hay otra colonia al sur, enJamestown. Pertenece a la Compañía deVirginia de Londres, tambiénprivilegiada por el rey Jacobo I.Después de unos comienzos en los queel hambre acabó con cerca de losseiscientos colonos, parece que ahorahan encontrado un buen negociocultivando una cepa dulce de tabacoproveniente del Caribe. Pero no te envío

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para que pongas en pie una plantaciónde tabaco. Lo que quiero que me traigases esto. —Se quitó su sombrero de alaancha de pico y lo colocó sobre la mesa.

—Me envías a América para que mehaga sombrerero.

—No exactamente. Los sombrerosse fabricarán aquí, en Londres, comoviene haciéndose desde el siglo XIV.Mira a tu alrededor, ¿no ves nuevasoportunidades en cada esquina? Londresha pasado de tener sesenta milhabitantes a tener trecientos mil enpocas décadas. Los viejos ricosseguimos invirtiendo en propiedades yterrenos, pero los nuevos ricos se logastan todo en deslumbrar con sus trajes

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aparentes y con los sombreros de piel decastor. Hay decenas de tiendas queabren todos los días de sol a sol, y nodejan de recibir encargos. Cadasombrerero es capaz de fabricar tressombreros al día, por lo que la demandano deja de crecer. La piel de castor hade ser preparada con diversos productosquímicos, pero es la mejor, repele lahumedad y su acabado es tan suavecomo apreciado. Lo que quiero quehagas es que contactes con los nativosdel norte, establezcas una red comercialcon ellos y ayudes a la futura colonia aenviar pieles de castor a Inglaterra. Hayotros posibles negocios: la vaca marina,como llaman en esta isla al bacalao.

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Aquí es muy apreciada en épocas deCuaresma, y tengo contactos paradesviar el negocio hacia Castilla. Debesver si es viable, ya hay muchacompetencia con los vascos y losfranceses al norte, pero puede ser unasolución que los de la colonia deJamestown no tienen. Es un reto para ti,¿no te subyuga, hijo?

Comprendía las motivaciones de mipadre, quería alejarme de la viejaEuropa donde los malos recuerdos meestaban carcomiendo vivo. Me queríaenviar lejos, a una empresa improbableque me mantuviera ocupado ensobrevivir. Yo sabía que en el fondo elretorno de su inversión le importaba

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menos que mi vuelta a la vida despuésde mi desastroso duelo por Gunnarr.

Lo que no le había contado era quedos décadas no habían servido paranada. Seguía viendo a Gunnarr en cadahombre rubio más alto que yo con el queme cruzaba. Me lo encontraba detrás dela sonrisa torcida de un posadero,montado a caballo cruzando el Támesis,uniformado y desfilando para el rey Jacobo I.

Todos eran él.—Vamos, hijo, ¿qué me dices? ¿Me

ayudarás en esto? —insistía mi padre, alotro lado de la mesa de la cantina, amiles de millas de distancia de mispensamientos.

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Tomé el vaso de madera lleno deagua y brindé con él forzando unasonrisa, y le dije las palabras exactasque él deseaba escuchar.

—¡Qué demonios! Sea, padre,¡seamos socios de nuevo!

Una semana más tarde, después dehaberme despedido de mi padre enLondres, conducía un carro tirado por uncaballo alquilado a través del puerto deSouthampton buscando un barco denombre Mayflower. Había recibidoinstrucciones de buscar a Adams, lapersona encargada de las provisiones yde la lista de pasajeros.

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El olor a puerto siempre meresultaba una ofensa para los sentidos.Las capturas de pescado, los alimentospodridos en las travesías que selanzaban al mar allí mismo, en la rada,los vómitos de los pasajerosprimerizos… No estaba muy seguro dequerer emprender aquel viaje.

De repente mi caballo hizo unquiebro y se puso a relinchar de terrorcomo si hubiera visto al mismo diablo.Entonces vi a un hombre grande, deespaldas. Hablaba con una mujerenlutada junto al casco de un barco.

«Gunnarr, hijo, ¿eres tú?».Bajé del carro de un salto y salí

corriendo tras él, pero cuando llegué a

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los pies del barco, la inmensa siluetahabía desaparecido y solo encontré auna joven puritana, vestida al modoholandés con la cofia blanca, la faldaoscura de lana y los cuellos enormes deencaje que le tapaban los hombros.

—¿Con quién estabais hablando? —le espeté, doblándome y tomando airedelante de ella por el esfuerzo de lacarrera.

—Señor, ¿nos conocemos? —contestó ella.

—No, pero creí reconocer alhombre con el que hablabais hace unmomento.

—Señor, llevo aquí parada desde elalba con el listado de víveres, y muchos

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quedan por llegar, veo que sois uno delos pasajeros —dijo, señalándome eldocumento real que yo estrujaba con unamano—. ¿Santo o extranjero?

—¿Es usted la esposa de Adams, elencargado de las provisiones? —quisesaber, ignorando su pregunta. Mi padreya me había advertido de que lospuritanos se llamaban a sí mismos sants,hombres santos, y para ellos, el resto delos pasajeros eran strangers,extranjeros.

Ella me miró de arriba abajo, yovestía como un aventurero, con jubón,calzones, capa corta y mosquete, ademásde un sombrero castoreño paraenseñárselo a los indios. A mí me

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parecía ridículo, pero a los ojosingleses era un artículo de lujo, y comobien dijo mi padre, de nuevo ricoostentoso, así que a los puritanos lesparecería un trotamundos enriquecido ypresuntuoso.

—Mi nombre es Manon Adams, yciertamente me encargo de los listadosde los pasajeros y de las provisiones.He enviudado recientemente, y comoconsecuencia he heredado la deuda quemi marido contrajo alegremente con laCompañía de Plymouth. Así que ya nohay señor Adams y sí que hay muchaslibras por devolver.

—Vos diréis, entonces.—Lo primero que voy a hacer es

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apuntaros en el listado de pasajeros delMayflower, este viejo barco que antescargaba vino. ¿Me permitís vuestrascredenciales?

Le extendí el papel y ella frunció elceño al leer mi nombre.

—Aquí solo pone vuestro nombre,Ely. ¿No tenéis apellido?

—Apuntad simplemente Ely. Essuficiente para identificarme.

Ella garabateó mi nombre, no muyconvencida, en el manoseado pliego depapel del que no se separaba aquel día.

Y así quedó, en la famosa lista delMayflower que tantos escolaresnorteamericanos estudiarían cinco siglosmás tarde, un solo pasajero aparecía sin

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un apellido. Un pasajero al que lascrónicas pronto perderían de vista.

—¿Habéis traído con vos lasprovisiones?

—Así es —asentí, mirando endirección al carromato y al caballo—,ahora os acerco los dos tonelesestipulados.

La viuda Adams me ayudó adescargar las pesadas barricas demadera donde había metido todo lo queme iba a acompañar en el NuevoMundo.

—Señor, no pretendo husmear envuestros bienes, pero he de hacer un

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inventario de lo que lleváis paraasegurarme de que este viaje va a serviable y que cada viajero no carga contrastos inútiles que no ayudarían anuestra supervivencia.

Abrió uno de los toneles y se asomóal interior, extrañada.

—¿Y la ropa? ¿No lleváis ropa paraafrontar el frío invierno en la costa?

—Habrá nativos, cazaré pieles ycomerciaré con ellos. Tengo informes deotras colonias, los indios tienen telaresen sus campamentos.

—¿No os importa vestir como unnativo? —preguntó la viuda, con laextrañeza pintada en el rostro.

—Serán vestimentas más apropiadas

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para aquellas latitudes, ¿o pensáis quevuestros cuellos almidonados y lascofias os serán de utilidad cuandocaigan los primeros copos de nieve?

—¿Y tantos platos de metal? ¿Ytanto cubierto? ¿Pensáis regentar unaposada?

Me reí de su ocurrencia, aquellamujer se movía dentro de parámetrosmuy rígidos.

—Son mi moneda de cambio con losnativos.

Cómo decirle que conocía lafascinación que ejercían nuestrosbrillantes platos en el Nuevo Mundo.Cómo decirle que un tonel lleno deplatos me convertía a efectos prácticos

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en el hombre más rico de cuantosembarcaban en el Mayflower.

—¿Por qué lleváis tanta fruta fresca,no será más útil para vos la carnesalada? —preguntó, abriendo el segundotonel.

—Estos limones serán útiles si latripulación enferma.

—Supercherías, no está probado.«Créeme, yo sí lo he probado».Miré con aprensión a la tenaz viuda,

que comenzó a retirar los limones de laparte superior del tonel.

—Señora, simplemente dejadmepasar, lo demás es cosa mía.

Pero ella no estaba dispuesta aclaudicar. Sacó una de las botellas que

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se ocultaban al fondo del barril.—¿Qué vais a hacer con tanto

alcohol?—Comerciar con los nativos —

mentí.En realidad eran las reservas, mis

reservas. Todavía me sentía inseguro ytemía ver de nuevo el espectro deGunnarr. Solo había una forma de alejara mis fantasmas y era desdibujarlo todocon el alcohol. Y desde luego, aquellaviuda holandesa o inglesa, o lo quefuera, no iba a cambiarme el plan.

—No puedo dejar entrar en un barcotal cantidad de bebida. WilliamBradford me ha puesto al frente de estatarea y confía en mi criterio. Si la

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tripulación se entera de que haydisponibles tantas botellas, este viaje sepuede convertir en un infierno.

—Nadie se va a enterar de que haydisponibles tantas botellas, señora. Novais a decírselo a nadie, y yo soy unhombre discreto que no gusto decompartir mis intenciones con nadie.Vuelva a leer el permiso timbrado por elrey Jorge I donde se me da libertad paraembarcar con los víveres que estimeconvenientes —dije, cansado de tantaformalidad.

La viuda Adams comprendió quehabía perdido la batalla, dio un pasoatrás y me dejó subir al barco.

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Durante la primera cena, las familias delos puritanos se sentaron en variasmesas apartadas. Conté pocos niños yalguna mujer embarazada. Los pasajerosdel fallido Speedwell se hermanaronaquella primera noche con los delMayflower y rezaron por el éxito delnuevo viaje. Pero apenas había espaciopara todos, íbamos a tener que soportarmuchas semanas de hacinamiento y pudecomprender la preocupación que laviuda Adams dejaba intuir en susemblante siempre alerta.

Aquella noche comenzaron ya losproblemas, hui de la muchedumbre y delcalor humano del comedor y subí a la

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solitaria cubierta con una botellaescondida bajo mi capa. El aire erademasiado frio y las luces deSouthampton eran ya un recuerdo, noshabíamos adentrado en el negro océanoy un viento helado nos daba labienvenida y me metía los pelos en laboca. Iba a ser un viaje desagradable,aquellas latitudes estaban muy al norte yel Atlántico no conocía de veranos ni deotoños.

No podría decir a ciencia cierta loque ocurrió a continuación, sé que elalcohol me envolvió en la bruma en laque me sentía a salvo, pero misensoñaciones terminaron bruscamente,cuando sentí mi cuerpo sumergido en el

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mar. No recordé haberme caído por laborda, pero allí estaba, en medio delAtlántico, intentando mantenerme a flote.Me despejé en un segundo, conscientede que nadie vendría a rescatarme y deque el Mayflower seguiría su rumbo sinque sus ocupantes supieran nunca queuno de sus pasajeros iba a perecer defrio en las heladas aguas del océano.

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17

El distrito 7

IAGO

Deambulé durante un par de horas por elséptimo distrito de París hasta quellegué a la rue du Bac. Allí, en laPatisserie des rêves, horneabandeliciosos macarons de mil coloresdiferentes.

«A Dana le van a encantar», me dijea mí mismo, en un vano intento deconvencerme de que mi vida continuaba

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con sus rutinas de hombre casado.Mi esposa era muy golosa y el mejor

regalo del mundo para ella eran laspalmeras, lazos y polkas de hojaldre queconseguía de un buen amigo de laCofradía del Hojaldre de Torrelavega.Se las llevaba los domingos por lamañana a la hora del desayuno y lascomíamos antes de que la humedad denuestra ciudad las ablandase.

Después me dirigí a un edificio alque no volvía desde hacía tiempo. Tuveque ordenar reconstruirlo después delbombardeo de los alemanes en laSegunda Guerra Mundial, pero elarquitecto consiguió devolverle suantigua identidad gracias a los planos

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originales que yo había guardado a buenrecaudo durante la contienda. Unadiscreta empresa lo mantenía impolutosin hacer muchas preguntas y siempreque el destino me hacía recalar en Parísme alojaba en un apartamento que podíallamar mi casa. Dana aún no lo conocía,como no conocía muchas de mispropiedades ni el alcance de mi cuentacorriente. No quería intimidarlademasiado. Dejé que pensase queNagorno era el billonario de la familia,así estaba bien para todos. Con unostentoso y poco discreto longevo erasuficiente.

Me saqué de la americana la llavede mi espacioso apartamento y fui

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directamente al comedor. Después de lareunión con Pilkington y su jefa, habíaavisado de que me preparasen la cenapara aquella noche. El servicio habíadejado preparados los platos que lespedí y un bouquet floral de lo másprovenzal, muy al gusto francés.

Soupe de poisson, sopa de puré depescado, una coquille St-Jacques, unavieira gratinada en salsa de nata y unatarte tati.

Cené solo, como tantas veces en mivida, frente a la claraboya ovalada quepresidía el edificio, mirando a lo lejoslas luces de aquella noche fría y serenade París.

Después me retiré las lentillas

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marrones, ¿para qué usarlas ya, siManon me conocía con mi color de irisoriginal?

El timbre sonó por fin, me refresquéla cara con agua embotellada de unexclusivo manantial suizo y me enfrentécon mi pasado en el recibidor delapartamento.

Me acerqué a la puerta y la abrí.Manon se había cambiado. Ya nollevaba el aburrido peinado deejecutiva, su melena negra caía por loshombros, tal y como yo recordabacuando se quitaba la cofia de puritana enla intimidad de nuestro hogar.

—Manon…—Ely…

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—¿Entonces no moriste en laepidemia de 1630?

—No, desde luego que no. Cavé unatumba, tallé mi propia cruz y la dejévacía. Nuestro hijo enfermó la mismanoche que tú te fuiste. Pensé que laepidemia te había alcanzado a titambién, que por eso no volviste connosotros. Pero nuestro hijo murió enpocos días, y a mí me había llegado elmomento de cambiar de nombre, delugar… apuré mucho mi tiempo porestar con vosotros, amor mío.

Cerré los ojos al escuchar aquellaspalabras, clavado en el umbral, con unamano en el pomo de la puerta.

—Fingiste tu muerte y dejaste que el

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cadáver de nuestro hijo se pudriese a laintemperie —fui capaz de decir.

—Así fue, ¿qué ocurrió contigo?«Que os iba a abandonar, que volví

a por vosotros cuando llegó la epidemia,que quemé nuestra granja al pensar quehabías muerto, que…».

—Yo no me contagié, Manon. Perosí que supe de vuestra muerte, y escapéde allí lo más rápido y lo más lejos quepude.

Nos quedamos en silencio, frente afrente, digiriendo las palabras.

—Entonces eres… —comenzamos adecir los dos, al unísono.

—Dilo tú —la apremié.—No sé lo que soy, solo sé que no

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envejezco.—Eres una longeva entonces, como

yo…—Una longeva… —Sonrió—.

Nunca se me había ocurrido llamarmeasí. Sí, supongo que soy una longeva,como tú dices.

—¿Cuántos años tienes? —quisesaber.

—¿Aún no has aprendido que nuncase le debe preguntar eso a una mujer? —contestó, con una media sonrisa, casiseductora.

—Vamos, Manon. Hemoscompartido intimidad para eso y paramucho más.

—Entonces deberías ser un

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caballero e invitarme a pasar, ¿no crees?—Tienes razón —dije, soltando el

pomo de la puerta y dejándole espaciopara entrar—. Ven, subamos al ático deledificio. Las vistas de París en inviernobien valen un Pétrus del 99.

—¿Has vuelto a beber?—No, brindo con agua desde hace

cuatro siglos.Tomé la cubitera con los hielos y

subimos a la última planta de mi edificiopor la escalera oval de caracol. Ella noparecía intimidada por aquellaopulencia. Se movía acostumbrada a laarquitectura de otros tiempos másmagnánimos.

Nos sentamos en la terraza, le serví

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una copa fría, la alzamos por los viejostiempos, como conocidos que sereencuentran.

Como amigos que se han queridomucho.

—¿Y ahora vas a contarme cuál es tuedad, o seguimos hablando del tiempoen Europa?

Se reclinó sobre su silla, paladeó mivino, miró hacia los jardines del Campode Marte.

—Tal vez fuera premonitorio, peronací a la vez que la Historia, con laescritura. Mesopotamia, hace seis milaños.

—No tienes rasgos sumerios —leindiqué.

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—Lo sé. ¿Y tú, Wistan Zeidan, cuáles tu edad y tu procedencia?

—Diez mil trescientos once años.Prehistoria, en el norte de España.

—Vaya… —murmuró, luego se rio—. Al venir hacía aquí en el taxi mepreguntaba si no serías un chiquillo desolo cuatrocientos años. Pero no, eresAntiguo entonces…

—¿Antiguo? —repetí—, ¿es que hasconocido a más como yo?

—No, no es eso —contestó,distraída—. Es solo que tengo un granrespeto a los ancianos —dijo,guiñándome un ojo.

«¿Por qué me estás mintiendo?».—¿Cuál fue tu primer nombre? —

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quise saber.—Maia, pero llámame Marion. ¿Y

tú?—Urko, pero llámame Iago.—¿Iago?—Es mi otra identidad, la de

verdad.—¿Tenemos identidades de verdad,

«Iago»? ¿O somos simples disfraces conuna fecha de caducidad?

—¿Así te sientes, Marion?—A veces, sí. Demasiadas veces, tal

vez. Así me siento, siempre cambiando,siempre empezando de cero, siempreterminando sin despedidas niexplicaciones. Es un proceso casicínico. Es como llevar siempre la vida

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de una doble espía.—Lo has definido bastante bien. Yo

también me siento así, pero ¿qué otrasopciones tenemos?

—Sabes que hay otras opciones,salir en los medios, contarlo al mundo…

—Iniciar una distopía… ¿no te daríamiedo?

—Me daría terror solo de pensar enlas consecuencias —susurró—. Hay quepensarlo, hay que pensarlo mucho… —murmuró para sí.

Y sus ojos se perdieron durante unmomento por las calles de París. Yorespeté su silencio, como respetabaantaño sus noches de vigilia,escribiendo las crónicas de los primeros

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pasos de la colonia de Nuevo Plymouth.La temperatura de la noche parisina

había ido bajando, pero ninguno de losdos hicimos gesto alguno de sentirnosincómodos. Después, sobrevino unacalma en la atmósfera que habíapresenciado mil veces.

Ambos alzamos la mirada al cielo,como animales husmeando un olorapetecible.

—Va a nevar —susurramos a la vez.Y nos miramos, tal vez

sorprendidos. Qué fácil sería todo conella…

—¿Por qué has dicho que fuepremonitorio nacer a la vez que laescritura? ¿Ese ha sido tu oficio, ser

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escritora? —me obligué a preguntarlepara romper aquel clímax que iba enaumento.

—He tenido mil oficios, como tú,imagino. Pero siempre que he podido ylas circunstancias me lo han permitidohe ejercido mi vocación, que es laescritura. He sido cronista, escribana,redactora, escribiente, novelista,periodista… —susurró—. ¿Qué eres tú,Iago? ¿Cuál es tu talento? ¿Lo hasdesarrollado?

Por fin alguien hablando mi idioma.Sin falsas modestias.

—He cultivado mi inteligencia hastadonde he podido estirarla. Continúoretándome: más estudios, más idiomas,

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más conocimientos, más campos de laciencia que dominar… Ese es mitalento.

—Tu Zona, como dicen ahora —resumió, y los dos reímos.

Reímos como chiquillos, por podercompartir chistes anacrónicos, porconocer a alguien con quien hablar sincortapisas del pasado y que noperteneciese a mi conflictiva familia.Alguien que me entendía sin necesidadde explicarle por qué debía entenderme.Alguien que lo entendía todo porquetambién pasó por ello.

—Dices que eres escribana, perohas sido reina en algún momento de laHistoria, tienes el porte de las

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monarcas, siempre lo pensé. Inclusovestida con paños oscuros, con la cofiay los cuadrados de encajes blancos, almodo puritano. Dime, Marion, porque lapregunta me corroe desde que te he vistoen el Procope, ¿alguna vez fuistesoberana?

—He tenido súbditos, sí. Pero noquisiera abundar en ello ni que teintimide esa revelación.

Se inclinó sobre la mesa quecompartíamos y su blusa blanca se abriólevemente, insinuando las líneaselegantes que una vez conocí, ¿lo hizocon alguna intención?

«No», pensé. «Es demasiado señoracomo para insinuarse en un primer

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encuentro».Y era cierto, Marion no necesitaba

aquel juego, estaba bastante más allá deeso.

—¿Recuerdas los Travelogues, loslibros de viajes? —me preguntó,cambiando de tercio

—Ajá —asentí.—Son mi especialidad, comencé en

el siglo IV. Partí de Gallaecia haciaJerusalén bajo la identidad de una mujerrica y culta, Egeria. Mi empeño fuedescribir las rutas de los peregrinospara dejar constancia de todo lo queacontecía y así poder ayudar a losviajeros.

—Eres Egeria —murmuré, apurando

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mi copa de agua—. Tengo un ejemplarmuy tardío de tus crónicas en mi casa deSantander. Siglo XIII, me recuerdoadquiriéndolo, no sé por qué recuerdoaquel detalle nimio, pero lo recuerdo.

—Siglo XIII —repitió, con una levesonrisa— tuve que huir de la peste negraa Bohemia. Allí encontré bolsas depoblación que no se infectaron, ahora secree que fue por el tipo de sangre. En laciudad abundaba el cero positivo, másresistente a la cepa de la pulga de la ratanegra y resultó más fácil esquivar eldesastre. ¿Cómo te libraste tú?

—Sudeste asiático —sonreírecordándolo—. ¿Qué más has escrito?

—Tal vez hayas leído de la mítica

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reunión donde hace ciento veinticincoaños comenzó la revista NationalGeographic. Yo no salgo en la famosafoto de 1888, por motivos obvios. Yo lasaqué, en realidad, y redacté el ordendel día. Me pareció una idea fabulosa,en la onda de los tiempos que corrían.El empeño de los exploradores del XIXse estaba perdiendo, viajar a lascolonias exóticas había dejado de seruna obsesión nacional en Europa y enEstados Unidos. Pensé en que unapublicación periódica de viajesmantendría viva la llama. Convencí avarios periodistas voluntariosos, los quehan quedado como fundadores para lahistoria del periodismo, y sufragué los

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gastos de las primeras expediciones.—National Geographic… —rumié,

pensando en las expediciones que aúnpodía desempolvar aquel emporiomediático—. ¿Sigues vinculada?

—En la sombra, obviamente, peroyo la dirijo, sí. Nómbrame un país, tedoy un contacto. Dime una fronteracerrada, puedo cruzarla. Es útil si eresuna… longeva, ¿no crees?

—Continúa —la animé—. Seis milaños de producción literaria de viajeshan tenido que dar para mucho.

—The Grand Tour, del supuestoThomas Nugent. ¿Recuerdas que sucapítulo de «Pompeya en ruinas» pusode moda en el XVIII las visitas

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arqueológicas a aquellas ruinas?«Pompeya, mi padre siempre ha

estado obsesionado con las ruinas deesa ciudad», estuve a punto de decirle.Pero al recordar a mi padre, callé porseguridad y el embrujo cesó de repenteen mi cabeza, porque volví a larealidad, a la inquietante realidad: miesposa, a la que había dado por muertahacía cuatrocientos años, estaba frente amí, tomándose una copa en el París del siglo XXI.

¿Cuántas posibilidades entre unbillón había de que dos longevos seencontrasen por segunda vez en su pasopor los milenios?

—Te has ganado la vida como

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cronista de viajes, ¿pero qué haceentonces una escritora en la CorporaciónKronon?

—Trabajo allí desde hace algúntiempo. La ciencia no era precisamentemi campo, pero no dejo de preguntarmequé soy, qué me ha hecho así… y leí unartículo acerca del envejecimientofirmado por ellos que me pareciósuficientemente serio. Me reinventé unavez más, me formé, llené las lagunas demi currículum y finalmente pasé elproceso de selección. Entré comodirectora de medios, pero durante estosaños trabajando allí me he especializadoen el área de los telómeros. Y ahora,querido Iago, explícame qué haces tú

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husmeando en la Corporación Kronon.Disimulé un gesto de fastidio.

Comenzaba de nuevo la partida depóquer.

Cuánto decir, cuánto callar.Cuánto apostar, cuánto perder.—¿Cuánto sabes realmente de mí,

Marion?—Te investigué, no eres un ojeador

de los premios Hooke. Tengo un buencontacto allí y pregunté discretamentepor Wistan Zeidan. No te conocen, perono te comprometí, descuida.

—Es de agradecer tu prudencia.—Jamás comprometería a un

longevo —murmuró—. Bastante difícillo tenemos como para ponerte

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zancadillas.—Pero no estabas sorprendida al

verme. Esta mañana, en el reservado. Yocasi caigo de espaldas cuando tereconocí, pero tú… No solo hasdisimulado frente a Pilkington. Noestabas genuinamente sorprendida.

Se miró las palmas de las manos,como si esperase encontrar un anillo queya no estaba.

—Llevo un tiempo buscándote —dijo por fin, como si fuera una confesióndeshonrosa.

—¿Un tiempo?—Hace un año te vi en las cámaras

del sistema de seguridad de la Kronon,cuando viniste a San Francisco. Te

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reconocí, llevabas la misma perilla quehace cuatro siglos en Plymouth, losmismos rasgos, tanto tiempo después.Nunca te olvidé, he tenido muchoshombres a mi lado, pero a ti nunca teolvidé, y te lloré durante décadas y meseguí considerando viuda durantemuchísimo tiempo.

«A mí me ocurrió lo mismo, ¿cómoolvidarte, querida Marion? ¿Cómoolvidar lo que vivimos?».

—¿Vigilas todas las grabaciones deseguridad de la Kronon? ¿Ese estambién tu cometido? —Carraspeé,intentando centrarme.

—No exactamente, pero controlomucho las actividades de Pilkington. Es

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un hombre que hace demasiadaspreguntas en todos los departamentos yeso a mis superiores no les gusta.

—¿Y quiénes son tus superiores,quién está detrás de la CorporaciónKronon?

Apartó el rostro, incómoda.—Eso es lo que trato de averiguar,

son tremendamente discretos, ni siquierasé si los nombres de los ejecutivos conlos que me reúno en la sala de direcciónson reales o son hombres de paja. Y talvez no deba meterme en esos asuntos,solo quiero estar cerca si puedo teneralgo más de luz para saber qué soy enrealidad.

«Y yo puedo decírtelo pero es

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demasiado pronto para eso».—Y sospecho que tú también estás

detrás de lo que la Corporación Krononpueda descubrir en cuanto aantienvejecimiento, ¿verdad? —añadió,terminándose el vino—. La pregunta es,¿por qué has vuelto, después de un año?¿No fue suficiente con lo que Pilkingtonte dio? ¿Has encontrado algo, un hilo delque tirar? Podemos hacerlo juntos, yodesde dentro y tú con esa identidad tanescurridiza.

Marion dejó su copa junto a la mía,y al hacerlo, un dedo rozó levemente eldorso de mi mano. Me levanté de unsalto, incómodo.

—No puedo, Marion. No puedo

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seguir con esto.Me acerqué a la barandilla de

hormigón y me acodé, mirando lasfarolas.

—¿Seguir con qué?—Tengo esposa, y todo esto es por

ella.—No acabo de entender tus palabras

—dijo ella, después de levantarse yponerse a mi lado.

—No puedo contarte más, ha sidosecuestrada y solo tengo dos opciones:encontrar a quien lo ha hecho odesarrollar en diecinueve días uncompuesto que revierta los efectos de uninhibidor de telomerasa.

—¿Y si no?

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—Si no ella muere, Marion. Ellamuere.

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18

Solsticio

ADRIANA

Cuando desperté por la mañana meencontré con dos platos de comidacaliente en el suelo de la celda.Suficientes como para pasar el día. Unbollo de pan recién horneado quedevoré sin pensarlo demasiado. Uncocido de carne que parecía caza mayor.Una trucha a la parrilla que se deshizoen mi boca. Guardé la mitad de las

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raciones, no sabía cuándo volvería acomer.

El día se me hizo eterno entreaquellos muros de piedra. El viento nodejaba de soplar a través del elevadoventanuco y me sentía desorientada sinreloj y sin móvil. Mi única referenciaera la claridad que me llegaba desde elexterior y que fue abandonándome hastadejarme de nuevo entre sombras.

Gunnarr llegó cuando yo yadormitaba, se sentó sobre el edredón sinencender las luces y continuó con suhistoria como si nunca se hubiera ido deaquella celda:

«Así pues, abandoné la granja

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aquella madrugada sin despedirme denadie, me encontré con Skoll en elbosque y lo seguí. Aquellos primerosdías que estuvimos solos fueron los másinstructivos de mi vida. Skoll era ellíder de su banda de berserkir, y portanto oficiaba las ceremonias secretas ylos ritos sagrados que le consagraban aOdín. Pero no al Odín sabio que mipadre me había enseñado, sino al Odínvengativo, al guerrero, al que cercenabavidas a lomos de su caballo de ochopatas, un regalo maldito de Loki.

»Skoll me aleccionó en el uso deelementos cotidianos que, manipulados,tenían efectos muy potentes y muy útiles.El pan contaminado con cornezuelo del

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centeno, por ejemplo, precursor delLSD. Puedes imaginarte los efectosalucinógenos que tenían aquellos bollos.Así conocí a Odín, a sus cuervos, a suslobos y a toda su corte celestial. Ellosme hablaban y yo conversaba con ellos.Todos los objetos inanimados cobrabanvida, las montañas eran gigantes, loscantos rodados de los arroyos eran elfosluminosos…

»Comenzó mi instrucción dándomepequeñas dosis en cada comida,asegurándose de que no tuviera ningúnarma cerca, para conocer los efectossobre mi cuerpo.

»Días más tarde comenzó a darmecerveza con beleño negro. El beleño

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daba sensación de ligereza. Al beberlome sentía como si perdiera peso, comosi este cuerpo tan grande fuera un enteingrávido y sentía la sensación de quevolaba por los aires.

»Era fantástico.»Era yo, Gunnarr, en toda su

extensión, no un granjero.»—Todo es mentira —me repetía

Skoll—, no creas lo que sientes ni loque ves. El resto de los berserkirpiensan que realmente vuelan, y esbueno que así lo crean mientrascombaten, pero tú has de liderarlos y esimportante que veas la realidad.

»—Pero he volado, te juro que tetocado con mi mano la copa de ese pino.

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Te juro que he estado en el pico nevadode ese monte. Mira mis manos, aún estánfrías.

»—No te has movido de tu sitio,niño.

»Lanzó una elocuente mirada a subota y me di cuenta de que su enormepie aplastaba el mío desde hacía un buenrato.

»—Te contaré el secreto que todo elmundo persigue de nosotros: ¿por qué nonos hacen daño las armas? Es por lababa roja del caballo de Odín, cuandocae sobre el tapiz del bosque seconvierte en estos hongos rojos. Pareceninocentes, pero con los polvos quesueltan sus esporas puedes controlar a

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once hombres y esos once hombrespueden controlar el devenir de unabatalla. Lo que soñaste durante docenoches, el poder de ser invulnerable,indestructible, inmortal: esa sensaciónsolo te la dará esta seta roja.

»—¿Entonces es solo eso? ¿Unasensación? ¿No es real?

»—Será real si crees que lo es.»—No me sirve, son palabras

huecas para embaucarme. Yo quería quefuese real.

»—Así que querías ser inmortal deverdad —susurró con desprecio.

»—Eso es, eso quería. Así me sentíaen sueños.

»—Muy bien, niño. Pues continúa

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soñando —dijo, me dio una palmada enla espalda y se largó a recolectar setas.

»Cuando ya me había aleccionado enlos usos de sus polvos, sus plantas y susraíces, cuando mi cuerpo se acostumbróa ver los colores más brillantes cadamañana y los sonidos más nítidos,entonces me llevó al campamento dondenos aguardaban los otros diez berserkir.

»Todos ellos tenían muchas batallasa sus espaldas, eran viejos camaradasde guerra y estaban acostumbrados aluchar juntos. Me miraron con la apatíacon que se mira a un cachorro, y despuésme ignoraron.

»Partimos al día siguiente hacia eloeste, bordeando la costa en dirección a

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Frisia. Cruzamos por lugares que mástarde se llamarían Halen, Stalen y Visen.Allí precisamente tuvo lugar la primerarazzia en la que participé. Una granjabastante desprotegida, sin vallado,gobernada por un jarl ya anciano ycuyos hijos habían salido meses antes aalta mar sin volver.

»Fue asquerosamente sencillo: elincendio, el pillaje, los hombresdesarmados. Apenas opusieronresistencia. Yo no podía creerme lo queestaba haciendo. Había recibido midosis de hongo rojo por la mañana, y eracierto que me sentía poderoso y ligero,pero también era consciente de cadaaullido de dolor de mis víctimas,

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granjeros como yo. Algunos, vagamenteconocidos».

—¿Pero sabes qué recuerdo tengo deaquella sangría, stedmor? El miedo aque mis vecinos me reconocieran y se locontaran a mi padre. Eso recuerdo. Asíque me embadurné la cara de sangre, enun intento de pasar desapercibido ycontinué con la matanza, rogando a Odínque mi padre no se enterara jamás deaquello.

«Cuando dejaron de escucharsegritos, Skoll se me acercó y me señalóuno de los edificios adyacentes.

»—Ahora las mujeres, no las mates.

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Solo viólalas, es bueno que Odínesparza su semilla y que cuandomuramos siga habiendo berserkir a estelado del Valhalla.

»Así que me adentré en un cobertizo,pues allí había visto ocultarse a unamuchacha.

»En realidad era una despensadonde se guardaban todas lasprovisiones. Al escucharme entrar nisiquiera se escondió. Se enfrentó a mí,temblando, con la valentía de lasmujeres danesas.

»La tiré al suelo, miré a misespaldas, pero ningún berserker mehabía seguido, todos ellos estabanocupados en labores similares a la mía.

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»—Grita, mujer. Quiero que grites yme supliques que no lo haga.

»Le rasgué la falda y el delantal,descubrí sus pechos. Ella se quedóparalizada, muerta de terror. Me bajé lospantalones, y me incliné sobre ella.

»—¡Vamos, grita! ¡Fuerte! ¿Es quenunca has fingido con tu marido?

»La muchacha me miró sincomprender.

»—¿No vas a tocarme?»—Por supuesto que no, ¿por quién

me tomas? —repliqué, ofendido—. ¿Yahora, quieres hacerme el favor de gritarcomo si te estuviera rompiendo en dos?Si no lo haces, vendrán los otrosberserkir a asegurarse de que te estoy

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violando en condiciones, y entonces, telo aseguro, sí que te van a entrar ganasde gritar como un gorrino.

»La buena mujer se puso a daralaridos, cada vez más convincentes,mientras yo me tumbaba a su lado y mereponía un poco de lo que acababa devivir. Hice el recuento de mis primerosmuertos, muchos de ellos muchachosimberbes como yo.

»Después busqué en la despensa yencontré zumo de moras, me embadurnébien la entrepierna y a ella le pintéartísticamente algunas heridas. El labiopartido, el ojo morado, esas cosas. Skollse asomó por la puerta, tal y como habíaprevisto. Yo fingí embestirla, quedó

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complacido de lo que vio y se fue. Esofue todo».

—Así que no la violaste —pensé envoz alta.

—No quería desgarrar mujeres, yalo hice una vez al nacer y nunca me loperdoné —contestó Gunnarr,encogiéndose de hombros en lapenumbra.

«Volví al campamento, mientrastodos los berserkir me felicitabanefusivamente por mi bautismo de sangre.Skoll no dejaba de observarme con unbrillo de orgullo en sus ojos oscuros.

»—Eso que haces con las dos manos

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nos va a ser de mucha utilidad, niño.Jamás he visto alguien tan rápidomatando, ¡y a pares!

»Yo sonreía, siguiéndoles lacorriente, pero en mi interior estabademasiado conmocionado por lo queacababa de hacer.

»Aunque lo peor estaba por llegar.Skoll consideró que ya estaba preparadopara ser uno de los suyos y a la mañanasiguiente me desperté aterido de frío.Solíamos dormir a la intemperie y mehabían robado mi manta de pieles. Laencontré pronto, no tuve más que seguirsus risas. Dos de ellos la estabanrestregando con miel.

»—¿Qué creéis que estáis haciendo

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con mi manta? —les grité, encarándomea ellos.

»—No te bañes en el río durante unasemana —intervino Skoll, que aquellamañana estaba de excelente humor.

»—Harás de mí un berserker, perono pienso oler como vosotros. ¿Y porqué están echando a perder mi manta?

»—Te estamos preparando para tudama. En unos días estará todo listopara el rito, he de esperar el vientoadecuado.

»Aquel día infame me envolvieronen un trozo de piel pringosa que un díahabía sido mi manta. Después mellevaron a una cueva bien oculta en elbosque. Arrojaron dentro la manta y

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después me arrojaron a mí, desarmado yun poco aturdido.

»—Si sobrevives, tráeme una pata.Esa es la prueba que has de superar —me gritó.

»Al principio no vi nada, pero lapude oler como ella me olió a mí. Erauna osa recién parida, separada de sucría. Intenté escapar, corrí hacia laentrada de la cueva, pero descubríhorrorizado que los berserkir habíanprendido una muralla de fuego,impidiendo mi salida y la de la osa,aunque el viento de aquel día llevaba elhumo hacia fuera y no nos asfixiaba. Nisiquiera iba a tener una muerte rápida.

»Así que me encaré con ella, que me

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embistió, rabiosa como estaba, yquedamos ambos de pie, bailando unadanza letal. Le frené las pezuñas conestas manos que ves, sentí en susalmohadillas blandas el barro y elmusgo del bosque. Estaba anonadado,sabía que iba a morir, casi me entregué.Asumí que me iba a devorar, sin unasola arma contra aquella colosaenfurecida.

»Entonces alguien me lanzó mis dospequeñas hachas. Siempre pensé que fueSkoll, al menos así siempre lo creí,mejor eso que pensar que aparecieronde la nada.

»Lo que ocurrió a continuación fueuna salvajada, no hubo nobleza ni gloria

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en aquel acto. La maté poco a poco, apequeños hachazos, como se tala unárbol, y no por voluntad propia. Yohabría acabado con su sufrimiento demanera rápida, pero no tenía otras armasmás adecuadas, ni la fuerza aún paramatarla más rápido. Tardé horas. Sufrípor ella, maldije las risas de losberserkir, nunca he soportado la agoníade una madre.

»En la entrada de la cueva aún selevantaba una barrera de llamas, creíque los berserkir me esperarían afuera,que al lanzarles la pata de la osa meayudarían a salir. Pero no lo hicieron, seolvidaron y se largaron. Tuve queatravesar la línea de fuego y parte de mi

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ropa prendió. Me quemé los pies, puesiba ciego, caminando sobre las ascuas yno encontraba la salida. Los pulmonesme ardían como si hubiera tragadobrasas.

»Regresé al campamento, dondeencontré a todos sentados en círculocalentándose alrededor de una hoguera.Pude ver en sus miradas sorprendidasque muchos no me esperaban vivo, perono volví con las manos vacías. Alcé lacabeza arrancada de la osa frente aellos.

»—¿Quién la quiere? —losinterrumpí, paseando mis ojos poraquellos rostros odiados por última vez.

»Los once berserkir, incluido Skoll,

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se abalanzaron sobre ella. Todos lacodiciaban, era magnífica. Daría miedocomo máscara en la batalla, losreyezuelos la temerían, la fama de quienla portase aumentaría y las sagas de losescaldos lo mencionarían.

»—¿Dónde está la cría? —pregunté,sin soltar mi trofeo.

»—¿De qué cría hablas, niño?»—De la cría de la osa, acababa de

parir.»—La hemos dejado en el bosque,

medio día hacia el norte.»La habían expuesto, la habían

abandonado a la noche, al frío y a lasalimañas.

»Arrojé la cabeza de la osa a la

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hoguera, y todos saltaron a las llamaspara rescatarla como demonios entrandoen un infierno. Aproveché para salircorriendo, corrí pese a las ampollas delos pies, pese a tener los brazosdormidos después de tanto hachazo.

»Corrí en busca de la cría, aunqueella me encontró a mí, un par de millasdespués, imagino que llevaría el olor desu madre. Era una osezna, la recogí y ledi mi calor aquella primera noche de suvida. Durante los siguientes días laalimenté, la enseñé a cazar presaspequeñas y a encontrar panales, bayassilvestres… esas cosas que comen lososos.

»—Te esperaré —le dije, cuando me

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despedí de ella—, volveré cuando estéslista y puedas vengar a tu madre. Medejaré matar por ti y pagaré la deuda.

»He vuelto mil veces a ese bosque, yno la he encontrado. Pero sé quesobrevivió, sé que sobrevivió… Ahorael bosque linda con un centro comercial,y pese a ello suelo volver regularmente.Sigo buscando a esa osa y a susdescendientes. Creo firmemente en lasdeudas de sangre que se transmiten enfamilia.

»Volví de noche a la granja de mipadre. Entré sigiloso en el skali, cuandotodos dormían, y le dejé bajo su lechouna corteza de abedul con unas runasgrabadas.

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Padre, no estoy seguro demerecer tu perdón.

Si vienes, hallarás hachas ytroncos,

y un hijo arrepentido.

»Lo esperé en el claro del bosquedonde entrenaba cada día. Fue lamadrugada más larga de mi vida. El solse fue alzando sobre el horizonte conuna lentitud que no conocía, y mi padreno hacía acto de presencia. Yo sabía quelo había humillado fugándome con unabanda de berserkir, que su herederodejaría una mancha en la familia difícilde olvidar, que probablemente habíanllegado a sus oídos las salvajadas que

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yo había perpetrado.»Pasó el día entero, y mi padre no

apareció. Me quedé dormido, allímismo, frente al tronco donde entrenaba,sin comer, sin beber nada. Soloesperando a mi padre.

»Me despertaron los ruidos delbosque, unas pisadas presurosas en lanieve. Me levanté de un salto, alertapero desorientado.

»Entonces lo vi aparecer, a mipadre, corriendo hacia mí.

»Me miró como si fuera un espectro,horrorizado al verme con tan malaspecto, quemados los pies y las botas,con sangre de la osa aún por todo elcuerpo, aterido de frío, de hambre, de

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horror por lo vivido. Se llevó el puño ala boca, con un gesto que me supo aimpotencia, y después me venció todo elcansancio y perdí un poco el equilibrio.Él se abalanzó sobre mí para recogermeantes de que cayera y me abrazó. Meabrazó con sus brazos fuertes, en elsuelo, y sollozó como un crío, repitiendomi nombre.

»—Lo acabo de ver, Gunnarr. Nohabía encontrado tu mensaje hasta hoy.Por poco te pierdo, por poco te pierdode nuevo, hijo».

Miré a Gunnarr de reojo, tragósaliva y le tembló levemente la barbilla.Tenía la mirada fija en la pared de la

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celda.—Mi padre me perdonó el agravio.

Mis tíos, Magnus, Lyra y Néstor,reaccionaron con una alegría y un alivioque no esperaba. Siempre me trataroncomo si fuera una joya a preservar, unregalo, algo excepcional. Ni unreproche, ni una palabra al respecto. Novolvimos a hablar de los berserkir.

«Y días más tarde, mi padre decidiócelebrar en mi honor el Jól Blot, elsolsticio de invierno. Toda la granja seunió al jolgorio, por todas partes habíamujeres amasando el pan, cortandoverduras, calderos en el fuego, jabalíessobre las ascuas. Se sacaron de los

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baúles las copas de cristal que mi tíoMagnus había traído de Renania, un lujopoco visto por aquellos parajes, dondesiempre bebíamos en cuernos ocubiletes de madera. Se cubrieron lasparedes de tapices espléndidos que niyo mismo sabía que guardábamos.

»Se contrataron músicos quellenaron la colina de los sonidos alegresde las arpas, las flautas de hueso, y mitío Néstor sacó un antiquísimo lur debronce, cuyo sonido ronco se decía quealejaba los malos espíritus.

»Hicimos juegos y carreras conesquís, trineos y raquetas. Los ancianoshicieron sus torneos de damas y otrosjuegos importados de lugares más al sur.

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»Mi padre estaba exultante, y todoslos vecinos invitados se acercaban afelicitar a Kolbrun por la vuelta de suhijo descarriado.

»Teníamos trece noches por delantede fiesta, trece noches en los quedebíamos subir a la colina, cantando ygritando para despedir el sol en la“noche madre” del año.

»—Te juzgué mal, hijo —me dijo mipadre, más alegre que de costumbre,durante uno de los momentos dedescanso de las carreras—. Tienes másedad de la que representas. Pensé que atus doce inviernos eras un niño, pero hasvivido ya situaciones propias de unadulto. He hablado con una de las hijas

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de nuestro vecino Knud, ella es grandecomo tú y te mira con buenos ojos. Creoque ha llegado el momento de que teinicies como hombre. Pero antesescúchame bien. Tienes ya el vigor devarios jabalíes y aún te queda porcrecer. Procura no confundir nuncafuerza con placer, elige mujeres fuertesque soporten tus embestidas.

»—Padre —lo frené—, te loagradezco. Te lo agradezco mucho, perono me interesa tu propuesta. Y dile porfavor a esa joven que admiro su bellezay su valentía, pero que sin duda yo nosoy el adecuado para ella.

»—¿Estás seguro, Gunnarr? No voya ser de esos padres que obligan a pasar

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por el rito a sus hijos con esclavasdesdentadas, pero has de saber que lagente murmurará si te mantienes casto.

»—Padre, solo los débiles y losinseguros actúan por el miedo a lashabladurías. A mí me son indiferenteslas opiniones ajenas. Solo me importaestar a la altura a los ojos de mi padre.

»—Como quieras —dijo con unaamplia sonrisa, y acercó su frente a lamía antes de desaparecer con un cuernolleno de cerveza en la mano.

»Me quedé mirándolo un pocopreocupado. No sé qué ocurría aqueldía, era como si alguien hubieseadulterado las bebidas. Probé el jólaöl,la cerveza de especias que se tomaba

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solo durante aquella fiesta, y creídistinguir un matiz de tierra que yaconocía y que no debía estar allí. Nisiquiera el hidromiel de mi tía Lyrasabía igual».

—Um… —lo interrumpí sin poderevitarlo—, el hidromiel de Lyra. Lohabía olvidado, era delicioso.

—¿Probaste el hidromiel de Lyra?—preguntó, levantando su ceja blanca—. ¿Cuándo demonios ocurrió eso?

—El año pasado, durante elsolsticio de verano. Hicimos una fiestaen una cala. Estaban Iago, Nagorno, Lyray Lür. Fue magnífico verlos a los cuatrosaltando sobre la hoguera. Aquella fue

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la primera noche que tu padre y yoestuvimos juntos, la primera noche quedecidí creerle —creo que hablé para mí.Creo que lo necesitaba, transportarmepor un momento a un pasado más cálidodonde Iago aún estaba conmigo cadanoche.

Gunnarr me escrutó, frunció el ceño,se rascó la frente.

—Vaya, no había pensado envosotros como una pareja con unahistoria que contar.

—Soy muy consciente de ello. Parati soy una madrastra más, de tantas quehas tenido. Una que puedes secuestrar ycon la que puedes entretenerte en tusnoches de insomnio.

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Apretó la mandíbula y sus dedostamborilearon sobre el edredón.

«Bien, sigamos. Te estaba contandoque comencé a inquietarme cuando vique todos iban más borrachos que decostumbre. Mis tíos, Magnus y Néstor,me dedicaron un par de sonrisas idiotasy alzaron sus cuernos cuando pasécorriendo delante de ellos. Incluso Lyrase tuvo que sentar, mareada.

»Yo estaba inquieto, intuía que algooscuro se nos avecinaba.

»Fue entonces cuando los vi.»A los once.»Formaron en círculo, en la loma de

la colina, rodeando a mi padre.

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Llevaban sus caretas de oso y se habíanquitado las camisas y las capas. Habíanvenido a combatir, con los escudosmordidos y las espadas yadesenvainadas. Siete de ellos echabanespuma roja por la boca, Skoll les habíadrogado bastante más que de costumbre.

»Su líder apareció con la cabeza dela osa que yo maté sobre el cráneo,rondó a mi padre, que trastabillaba consu cuerno vacío de cerveza. Habíaperdido su dignidad, su porte y suaplomo. Solo era un borracho que setambaleaba.

»Skoll se plantó frente a él. Losmúsicos dejaron de tocar y se retiraronsin disimulo, los ancianos se levantaron

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y se apresuraron a la cuadra para huircon los caballos. Las mujeres sedesbandaron, buscando escondrijos.

»—Kolbrun, sabes a qué he venido.Por los poderes que el rey Svend me haotorgado, te reto al duelo sagrado denuestros antepasados. El que resulteganador será propietario de todo lo queposees. El que resulte perdedor no seráadmitido en el Valhalla, donde no haylugar para los cobardes.

»Mi padre se le acercó mucho alrostro, sin dejar de sonreír.

»—A ti te esperaba, bastardo —dijo, con la voz destemplada.

»Y entonces cayó al suelo, incapazde sujetarse por más tiempo en una

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vertical digna.»—Esto va a ser más fácil de lo que

esperaba —murmuró Skoll para sí.»Tiró el escudo a un lado,

desenvainó la espada que tanta carnehabía separado, puso el pie en el cuellode mi padre y alzó el arma con ambasmanos, dispuesto a hundirla en el pechode mi padre, que le miraba risueño sinenterarse de nada».

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19

Charles de Gaulle

IAGO

Marion sopesó mis palabras, algunospequeños copos de nieve le caían sobreel cabello negro, pero pareció no darsecuenta.

—Por eso tenías tanta prisa… —murmuró, con semblante serio.

—Así es.—Entonces, ¿esto es todo? ¿Nos

reencontramos, y te vas?

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—Marion, no sé cómo encajar estoahora mismo en mi vida. Solo sé que lavida de mi esposa depende de mí y quetengo menos de tres semanas para darcon lo imposible. No soy capaz de vermás allá de eso, no quiero ver más alláde eso. Mañana vuelvo a Santander demadrugada. Tienes mi tarjeta con unmóvil en el que localizarme, yo puedocontactar contigo a través de Pilkington.

—¿Esto es una despedida?—Me temo que sí.Marion levantó el rostro hacia el

cielo oscuro y cerró los ojos, comoencapsulando aquel momento.

Después se levantó y del bolsovintage de Cartier se sacó un pendrive.

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—Aquí tienes la recopilación detodo lo investigado por la CorporaciónKronon en lo referente alcomportamiento de la telomerasa. Estáencriptado, la clave de acceso es elnombre de nuestro hijo.

Y después abandonó la terraza y suspasos de reina la llevaron con dignidadescaleras abajo.

Me metí el pendrive en el bolsillo yme precipité tras ella.

—¿Cómo se llamaba, Marion?¿Cómo se llamaba nuestro hijo?

Marion me miró, sorprendida, yfrenó en su carrera hacia la puerta delapartamento.

—¿No lo recuerdas? ¿Qué fuimos,

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una familia más entre las mil más quehas tenido?

«No, Marion, los más queridos, losmás amados, los más añorados».

—Recuerdo que nuestro hijo tardóun invierno más de lo habitual enempezar a hablar. Recuerdo que heredómi puntería, recuerdo que odiaba elestofado con maíz que le preparabas yque cuando tú no te dabas cuenta le dabael cuenco al perro que teníamos. Lorecuerdo cavando zanjas a mi lado, horatras hora, madrugada tras madrugada,para después plantar semillas que losgrajos se intentaban llevar. Recuerdo miempeño en hacer de él un buen granjero.

—¿Por eso eras tan duro con él?

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«Tenía que dejarlo preparado paracuando os abandonara».

—Marion, no me prives de eserecuerdo, ¿cómo se llamaba?

—Te has privado tú solo. Comolongevo deberías ya saberlo: elegimosqué recordar y elegimos qué olvidar. Ytú elegiste olvidar su nombre.

—Tal vez porque su recuerdoescocía demasiado.

—¿Fuiste feliz a mi lado, pese a lodura que fue nuestra vida allí?

«Mucho, Marion, así lo recuerdo. Túme curaste de las heridas que dejóGunnarr».

Pero era inútil seguir habitando en elpasado.

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—Si no vas a decirme la clave deacceso a las investigaciones deberíasirte y yo debería descansar, mi vuelosale por la mañana. Tengo las horascontadas para salvar a mi esposa.Buenas noches, Marion. Te deseo unalarga vida.

Desperté al alba y tomé un taxi hacia elaeropuerto Charles de Gaulle. Mequedaban un par de horas paraembarcar, así que me distraje en la zonade las boutiques en cuanto comenzaron asubir las persianas, comprandobombones de chocolate belga para mipadre en el local de Godiva. Volvía a

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casa con las manos vacías, sin ningúnavance que me acercara a lainvestigación. Había perdido veintisietehoras y la cuenta atrás no se detenía.

Frustrado, deambulé por los localeshasta que las botellas de las licoreríasse me antojaron demasiado tentadoras yhui en dirección contraria, metiéndomeen la penumbra trendy de una boutiquede Hugo Boss. Tomé un par de camisasazules para zafarme de la implacablepersecución del joven y trajeadodependiente de marca y me escondí trasla gruesa cortina del último probador.

Me desnudé de cintura para arriba yestaba abotonándome una de las camisascuando vi a Marion entrar en el

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probador, quedarse a mi espalda ycerrar la cortina. Nuestros ojos seencontraron en el espejo.

—Peregrine —se limitó a decir.—Peregrine —repetí.Era cierto, ¿cómo lo pude olvidar?

Nuestro hijo se llamó Peregrine.—¿A qué has venido, Marion? —

dije, recuperando de nuevo mi camisade científico.

—Voy a ayudarte.—Ya lo has hecho dándome la clave

de acceso a las investigaciones.—Me refiero a ayudarte de verdad.

A que no estés solo en esto, te ayudarécon ese inhibidor, y mientras tanto teayudaré a localizar a tu esposa. Tengo

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contactos en todas las fronteras. Si hansalido de España, alguien tiene quehaber recibido una buena suma porfingir no ver nada.

El aire acondicionado de aquelcubículo rezumaba un olor masculino decanela para activar los deseos decompra de los clientes, pero no era encomprar camisas en lo que Marion y yopensábamos en esos momentos.

Conocía lo que me estaba pidiendocon la mirada y desvié los ojos hacia lapared, mordiéndome el labio.

—Si tu esposa muere y despuésacabas volviendo a mí, siempre nospreguntaremos si estás conmigo porqueno está ella. Necesito que viva, necesito

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que viva y que te plantees a cuál de lasdos eliges.

—De acuerdo —cedí finalmente.Fueran cuales fueran sus razones,

necesitaba ayuda con la investigación, ypuede que alguien familiarizado con latelomerasa a ese nivel fuera la únicapersona en el mundo capaz de ayudarme.

«Todo por Dana, lo que sea porella», me repetí. «Arregla los platosrotos después».

—¿Y qué vas a hacer con tu trabajoen la Kronon? —le recordé—. ¿Lo haspensado?

—Lo he pensado, sí —dijo,suspirando—. Tenía dos meses paraponer en marcha la sede europea, voy a

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tener que atrasar todas las reuniones ylos trámites durante estos dieciochodías. No les hará gracia, imagino, perolidiaré con ello.

—De acuerdo, Marion. Ven aSantander conmigo. Tenemos dieciochodías para hacer historia. Después, loprometo, tomaré una decisión.

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20

La navaja de Toledo

Océano Atlántico, 1620 d. C.

IAGO

Fue entonces cuando me di cuenta deque llevaba una maroma atada alrededorde mi cuerpo y que desde la cubierta delbarco, la sombra de una mujer y de unmuchacho tiraron de ella hasta alzarmede nuevo a la superficie.

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—Está bien, Degory —le dijoManon Adams al chico, un jovenpuritano al que le entregó un par demonedas que rápidamente escondió enun bolsillo del jubón.

Yo me ovillé como pude, tiritando,abrazándome a mi ropa calada en buscade un poco de calor que me devolviera ala vida.

—He sido yo quien os ha lanzado almar, Ely. Si habéis pensado beberostodo el alcohol que trajisteis en labarrica, ya podéis olvidaros. Tengo queexplicar a William Bradford por qué hepermitido que un solo hombre subiera abordo con tanto alcohol y me creívuestra explicación, pero si vos no

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cumplís con vuestra palabra, y hepermitido que se embarque un simpleborracho, la responsabilidad será mía.Nos quedan varios meses de penosatravesía, sin contar con las penurias quehallaremos en Virginia. Quiero que seáisconsciente de que cada vez que bebáis yperdáis el sentido yo estaré allí paraarrojaros al mar sin demasiadosmiramientos.

—¡No sabéis lo que estáis haciendo,voy a morir de un enfriamiento, malditasea! Y no sois nadie para meteros en misasuntos y en lo que yo quiera hacer conmi vida —le grité, lleno de rabia.

Ella no se inmutó y me tendió uncoleto, unas medias y unos calzones

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negros.—Tened, he robado un poco de ropa

seca. Ponéosla ahora e iré a la caldera asecar vuestras prendas. Antes de quetodos despierten deberéis poneros denuevo la vuestra y devolver la que ahoraos presto. Pero tened claro que sivolvéis a beber, esta escena se repetirá.Y no lo hago por ayudaros a vos,creedme, sino para evitar conflictosmayores en el Mayflower.

Sea como fuere, la viuda Adamscumplió tenazmente su promesa. Fuiarrojado al mar durante las noches quesiguieron, incapaz, después de dieciochoaños de vivir alcoholizado, deresistirme a las pocas horas de olvido

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que me proporcionaba la bebida.Yo la maldije y la insulté cada vez

que me izaba a cubierta, pero vi en susojos la firmeza de quien no pensabadeponer su actitud por muchas injuriasque recibiera.

Nuestro duelo diario también trajoventajas consigo. La viuda Adams y yonos acostumbramos a conversar junto alfuego de la caldera cada noche, mientrastodos dormían. Ella escribía suscrónicas junto a la luz de una vela y yome secaba con trajes robados a lospuritanos, buscando en el fuego un calorque comenzaba a vislumbrar en sus ojos.

Pero empecé a temer por mi vida.Pese a que siempre fui bastante

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resistente a las enfermedades, elchapuzón diario en las aguas cada vezmás heladas del océano me estabaenfriando los pulmones y el estómago, yme sentía cada vez más débil.

Así que decidí dejar de beber,consciente de que Manon —como ya mehabía acostumbrado a llamarla—, nocedería y de que su voluntad era muchomás firme que la mía.

La primera noche me quedé jugandoa los naipes con otros pasajeros, peromis manos comenzaron a temblar y meconcentré tanto en tratar de disimularloque no fui capaz de seguir el rumbo dela partida. Frustrado, pagué las monedasque perdí y subí a cubierta.

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Tras el mástil intuí una sombra queme acechaba, pero la ignoré y me dirigía proa. Sabía que no lo lograría, que elespectro de Gunnarr también atravesaríalos mares y lo encontraría en losbosques del Nuevo Mundo. Noencontraría un lugar donde escondermede mis pecados. Y notaba la gargantaseca, añorando el sabor dulce de mianestesia.

—Esta noche habéis tardado ensubir —dijo una voz de mujer a miespalda.

Me giré y la miré fijamente,deseando tener la fuerza de voluntad deesos ojos que siempre estabanpendientes de mis caídas.

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—No habéis traído la botella —murmuró Manon para sí—. Parece quepor fin está ocurriendo…

Y sus manos comenzaron a buscarentre mis ropas. Unas manos sabiascuyos roces no esperaba por parte deuna viuda. Pese a mi sorpresa, lemantuve la mirada y me dejé hacer,deseando que su meticulosa inspecciónno acabara nunca.

—Ayudadme —le pedí, sin podercontenerme.

Manon apoyó su frente en la mía.—No sé si podré solo —continué—.

No quiero volver a Europa, y no quieroser el hombre inútil que ahora soy, peromi voluntad está muy menguada.

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—Tiraré todas vuestras botellas —susurró.

—No servirá, robaré al resto de lospasajeros.

—¿Podéis aguantar durante el díasin beber a la vista de todos?

—Sí, el problema son las noches.—Yo os haré compañía por las

noches. No duermo mucho, aprovechopara escribir mis anotaciones ytranscribir las crónicas que WilliamBradford me ha encargado. Osmantendré ocupado de día y de noche.

Y así hizo, apenas tuve descansodesde aquella noche. Manon me encargóuna tarea tras otra, desde hacerreparaciones en la quilla después de una

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tormenta especialmente violenta que apunto estuvo de quebrar el casco en dos,a asistir al parto de la señora White eldía que el viejo doctor, Samuel Fuller,se encontraba indispuesto. Llamaron aaquel niño Peregrine, y la mujer me hizoprometer que llamaría así al primer hijoque tuviera en el nuevo continente.

Manon me convirtió enimprescindible para la colonia y ya casino pensaba en Gunnarr.

Pocos días después de desembarcar enla costa nevada en el Cabo Cod, muchoskilómetros más al norte de lo planeado,una expedición de dieciséis hombres

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partimos en una chalupa armados conmosquetes, coseletes y sables,comandados por el capitán MylesStandish. Durante las últimas semanasde travesía me había ganado el favor delgobernador Carver y le había habladode mis planes de contactar con losnativos y establecer un comercio depieles de castor. Había llegado elmomento de cumplir con la tarea que mipadre me había impuesto de hacerviable su inversión.

Encontramos una llanura con variosmontículos, yo intuía dónde nosestábamos adentrando, pero los inglesesno parecían darse cuenta. Algunossoltaron sus armas cuando vieron unos

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cestos de vivos colores y descubrieronque había mazorcas de maíz.

—Nos servirán para plantar semillasen la colonia —dijo uno de los hombres,tomando un cesto con intención dellevárselo.

—Os ruego que lo dejéis donde lohabéis encontrado —les pedí,adelantándome—. Los nativos no hanabandonado estos cestos al azar. Sonofrendas, ofrendas para sus muertos.Estamos sobre sus tumbas. Eso es uncementerio.

Todos miraron con aprensión a suspies. Standish se puso a escarbar ydescubrió un esqueleto que por suatuendo parecía haber pertenecido a un

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gran jefe, pese a que su melena erarubia. Todos nos miramos con extrañeza,sin comprender.

Recordé el viaje que hizo Gunnarrseis siglos antes y la colonia que LeifEriksson fundó más al norte, enVinlandia. ¿Podría haber sido algúndescendiente de aquellos nórdicos?¿Habría dejado allí Gunnarr susimiente? ¿Podría pertenecer aquelcadáver a uno de mis biznietos? Cuántasveces me hice preguntas similares entodos los rincones del planeta.

Unos gritos furiosos me sacaron demis cavilaciones, los nativos nosatacaron con flechas de punta de piedray todos corrieron a refugiarse en la

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maleza de un bosque de enebroscercano.

Todos menos yo, que corrí tras losnativos y los atajé saltando entre lostroncos de los árboles.

Quedé frente a un pequeño grupo,todos me apuntaron con sus arcos.Estaban alterados y muy ofendidos. Yome quité toda mi ropa y me tiré desnudocon los brazos en cruz sobre la nieve,como había aprendido de mi padrecuando era un adolescente. Era el signoancestral del hombre desarmado. Todaslas tribus antiguas lo conocían y lorespetaban. Después me concentré ensus gritos, en las palabras que repetían,«hombre, padre, hombre muerto, gran

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hombre, líder».—Sachem —les dije.«Quiero ver al gran sachem,

llevadme con vuestro líder».Uno de los indios, con la cabeza

rapada a ambos lados y una crestatupida, se acercó y comenzó a registrarmis ropas. Sacó de un bolsillo del jubónuna de mis armas y dijo en español:

—Una navaja de Toledo.—¡Por las barbas de Cristo!, ¿cómo

demonios sabes mi idioma? —exclamétambién en español, mientras melevantaba.

—¿Non Englishman? —me preguntócon cautela. Su inglés también parecíafluido.

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—No, soy español. Aunque losingleses no lo saben.

Ambos reímos, y él ordenó al restode los guerreros que bajasen los arcos yme pidió con un gesto que me vistiera,aunque miré casi con avaricia las pielescalientes que llevaban sobre loshombros.

—Soy Squanto, el último del pueblowampanoag. Hace unos años un inglésllamado Thomas Hunt me secuestró y mevendió en Málaga a unos monjes. Ellosme educaron en los ritos cristianos. Unavez que fingí que me habían convertido,me permitieron viajar a Inglaterra,donde me embarqué de nuevo paravolver a Patuxet, mi poblado y

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encontrarlo vacío. Me he unido a losnauset, ellos me contaron que lasepidemias de los últimos inviernosacabaron con todos los de mi pueblo.

—Squanto, mi Nombre Verdadero esUrko, aunque frente a los inglesesdeberás llamarme Ely. Quiero ir convosotros. Esta colonia ha llegado paraquedarse, pero creo que todos podemosbeneficiarnos y no ser enemigos. Cogemi sombrero —dije, lanzándoselo—.¿Reconoces esas pieles?

Él lo atrapó al vuelo.—Son de castor. Abundan mucho al

norte, podemos cazarlos o comerciarcon otros pueblos nativos. ¿Qué hastraído de Inglaterra para cambiar?

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Sonreí, Squanto hablaba mi idioma,en todos los sentidos.

—Espérame aquí mismo dentro dedos lunas. Trae guerreros de hombrosanchos para cargar con la mercancía quetraigo. Y háblale al gran sachem de mí.

—De acuerdo, Urko. Mandaré a unmensajero de pies rápidos al suroeste, alhogar de Massasoit. Estoy seguro de quete escuchará con atención.

—Sea —le dije, y apreté mi manoalrededor de su antebrazo,hermanándome con él.

—Sea —repitió Squanto,devolviéndome la navaja toledana.

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Volví corriendo hacia la costa donde lachalupa estaba a punto de zarpar haciael Cabo Cod de nuevo para reunirse conel Mayflower. Los hombres del capitánStandish me habían dado por muerto y sesorprendieron al verme, pero no lesquise dar demasiadas explicaciones.

En cuanto subí a bordo, hablé con elgobernador Carver y con WilliamBradford. Ambos tenían bastante sentidocomún y les preocupaba la viabilidadeconómica de la empresa tanto como lasalmas de sus feligreses.

A la mañana siguiente hice lospreparativos para partir de nuevo con el

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barril lleno de platos de metal yreunirme con Squanto.

—Os vais —me dijo Manon,acercándose a mí por la espalda yayudándome a cargar el barril en lapequeña barca auxiliar que me habíanprestado.

—Así es. Voy a viajar al sur aconocer al líder de los nativos y despuésintentaré establecer una red de comerciode pieles de castor al norte. Irévolviendo a la colonia cuando necesitemercancías para negociar y cuando tengapieles suficientes para enviar a nuestrossocios londinenses. Vos tenéis tambiénmucho trabajo por delante. Construidcabañas que soporten este invierno —

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dije, mirando el cielo blanquecino—,creo que va a ser especialmente frío ycrudo. Administrad como sabéis losvíveres. No creo que haya disturbios porla comida entre los colonos, he visto queson gente piadosa. Yo volveré antes deldeshielo, si me es posible. Intentarétraer semillas para que plantéis maíz yhabas como los indios.

—No pretendáis consolarme como auna niña, esta tierra es pedregosa y estáhelada, costará arrancarle frutos —dijo,torciendo el gesto.

—Los indios lo hacen, toda estatierra está arada y el maíz crece sinproblemas.

—No hasta la primavera. ¿Cómo

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conseguiremos comida mientras tanto?—¿Y no saben los ingleses cazar

ciervos, gansos y conejos? —grité,perdiendo la paciencia.

—¿Vos no sois inglés, entonces?Apreté los dientes, nunca me

permitía un desliz semejante, peroaquella mujer, aquella mujer… Qué másdaba.

—Los pasajeros están débiles —prosiguió Manon, cambiando de tema—,los puritanos solo conocen los oficiosde las ciudades. Nos dejáis en unmaldito cementerio.

—No, Manon. Sois fuerte, ayudaréisa la colonia de la manera que mejorsabéis, sois una mujer práctica y aquí os

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necesitan.—¡No hablo de mí, maldita sea! Yo

no temo por mi muerte, conozco misfortalezas. Hablo de que sois uno de lospocos hombres útiles que tiene lacolonia y la vais a abandonar.

—No la voy a abandonar, si hagoesto es por la colonia. Si fuera por mí,me iría con los nativos y me olvidaríade todos.

—¿De todos? Malditodesagradecido.

Tenía razón, eso es lo que era. Unmaldito desagradecido. Cambié detercio y le hablé en un tono mástranquilo.

—Yo voy con los nativos, esta

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colonia necesita devolver la deuda queha contraído y no bastará solo concultivar maíz. Los comerciantes deLondres querrán ver cargamentos depieles de castor, y para eso hay queganarse la confianza de los nativos. Nocomerciarán con nosotros si les somoshostiles. Queríais que me mantuvieraocupado: pues bien, ya he encontradoocupación y ni siquiera me acuerdo delas botellas que por cierto sé quetirasteis al mar sin mi permiso.

Manon se quedó mirando la costahelada, todo era brumoso y blanco anuestro alrededor. Comenzaba a nevarde nuevo y se abrazó a su sempiternacapa de lana negra de puritana.

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—Idos pues.«Aguanta, Manon», pensé mientras

saltaba al bote y me alejaba remando.«Mantente con vida este invierno yvolveré a por ti».

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21

Cuídate de la furia

IAGO

Embarcamos en el avión de madrugada,mientras un París dormido y aún encalma nos daba su mansa despedida.

—¿Sigues escribiendo quinientaspalabras al día? —le pregunté, alobservar que sacaba de su bolso unpequeño cuaderno de notas y una Parkerde esmalte dorado.

—Conoces mis rutinas —comentó

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sin mirarme, mientras comenzaba agarabatear sobre el papel en blanco yuna sonrisa se le colaba en el rostro.

Sí, las conocía y las recordaba.Manon escribía todas las noches, cuandoacostábamos a Peregrine. Retirábamoslos cuencos de la mesa donde habíamoscenado y escribía junto a la luztitubeante de una vela cuya cera recogíauna y otra vez hasta convertirla de nuevoen otra vela que alumbraba otras ciennoches de escritura.

—Nada que ver con la primeratormenta al salir del puerto deSouthampton, ¿verdad? —murmuróMarion, una vez acabó, inclinada sobrela ventanilla del avión que me devolvía

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a Cantabria—. Ahora todo es muchomás aséptico.

—No creas, estos días hace untiempo bipolar en Santander. El cielo seha vuelto esquizofrénico —comentépreocupado, mirando unas nubes oscurasque cambiaban cada pocos segundos.

Era una de esas mañanas en las quelos paraguas y las capuchas no servíande nada, porque un viento agresivodirigía la lluvia a su antojo, mojándolotodo y a todos con su furia.

—No necesitas excusarte, a no serque seas algún dios de la climatología yhayas enviado esta galerna por algúnmotivo concreto —contestó Marion consu sonrisa torcida, adelantándose por el

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pasillo del avión recién aterrizado en elaeropuerto de Santander y abriéndosecamino como si aquel infierno de aguano le molestase lo más mínimo.

Minutos más tarde aproveché queMarion esperaba sus maletas frente a lacinta transportadora para hacer unabreve llamada a mi padre.

—Héctor, estate preparado —melimité a decirle—. Voy a presentarte aalguien, pero solo cuenta hasta dónde yocuente. Quiero ver su reacción.

Mi padre asintió y volví hasta dondeuna Marion muy resuelta tiraba de suequipaje de Loewe con la tranquilidadde quien se ha pasado los milenioscargando con sus bártulos.

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Media hora más tarde aparqué eltodoterreno a pocas manzanas del PaseoPereda y nos dirigimos hacia miedificio, en el número 33. Los árbolesque escoltaban el paseo se azotabanunos a otros con sus ramas, la lluviahabía barrido las calles como unaspersor y pocos eran los valientes queosaban salir a la calle aquel díaendemoniado. Pero Marion y yo apenasnos inmutamos. Caminábamos con calmafrente a los portales decimonónicos, yomeditando los pasos a dar acontinuación; ella, imagino, en su propioinexpugnable reino mental. La invité asubir con un gesto cuando giré la llavedel portal.

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—Marion, ahora vamos a subir a milaboratorio, en la cuarta planta. Allí esdonde vamos a investigar, pero hayalguien que te quiero presentar.

—¿Alguien? ¿Hay alguien más altanto de la investigación? —preguntó, yse paró un par de escalones más arriba,frunciendo el ceño—. No me dijistenada al respecto, y nadie más deberíasaber que estoy aquí. No sé si eresconsciente de lo que me estoy jugando.

—No es lo que crees. Ahora loentenderás —contesté, animándola aseguir con la barbilla.

En la cuarta planta mi padreesperaba de espaldas frente al ventanal,con un traje de alpaca ceñido y elegante

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que le restaba unos cuantos años. Sehabía dejado una de esas barbas que sehabían puesto tan de moda últimamente.Parecía un hipster, y también un pocomás joven. Las mujeres habíancomenzado de nuevo a lanzarle miradascuando tomábamos café en las terrazasde Puertochico.

Se giró en cuanto entramos y susilueta quedó recortada a contraluz.

—Él es mi padre, Lür —le dije aMarion, sin perder un detalle de susgestos cuando pronunciaba esaspalabras—. Obviamente, es tan longevocomo nosotros.

—Lür… —repitió ella, casi conveneración.

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La escuché tragar saliva y acercarsea él despacio, avanzando entre lasbancadas del pasillo de mi laboratorio.

—Padre, ella es Marion Adamson.Aunque en 1620 se hacía llamar ManonAdams. Fue mi esposa en NuevaInglaterra. Sé que te omití los detallespersonales de la vida que llevé en elNuevo Mundo. Sé que piensas quedediqué todo mi tiempo a la empresaque me propusiste, y así fue, pero hubomás. Marion y yo compartimos unadécada en la colonia de Plymouth,tuvimos un hijo al que llamamosPeregrine, y que murió en una de lasmuchas epidemias que tuvimos quesoportar los primeros inviernos. Yo la di

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por muerta, y ella a mí, sin sospecharninguno de los dos lo que realmenteéramos.

Los ojos de mi padre se pusieronalerta y me preguntaron en silencio. Yole rogué calma y se abstuvo de hacerpreguntas.

—Marion trabaja actualmente parala Corporación Kronon. Al igual quenosotros, prefiere estar al tanto de losavances en el campo delantienvejecimiento. Hace un año, cuandocontacté con su personal, ella mereconoció y ahora nos hemosreencontrado. Le he contado lascircunstancias por las que Adriana hasido secuestrada y va a ayudarme a

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encontrar el modo de revertir elinhibidor de telomerasa.

Mi padre esperó que acabase miimprovisado discurso y después letendió la mano.

—Debo decir que no esperabaconocer hoy a alguien como tú, Marion—se limitó a decir mi padre con ciertaindiferencia.

Yo lo fusilé con la mirada, sincomprender.

—¿Puedo preguntarle qué edadtiene? —susurró Marion, ajena a su fríareacción.

—Veintiocho mil años, y puedestutearme, no soy tan viejo —dijo mipadre.

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Ante mi desconcierto, Marion lehizo una leve reverencia.

—Es usted muy antiguo, Lür. Mesiento bastante abrumada ante alguien desu edad.

—Es mejor que me tutees, de verdad—insistió mi padre, incómodo—, meestás haciendo sentir como una momia.

—Como quieras. Imagino que tienesmuchas preguntas que hacerme.

—Así es. Has dicho Adamson,¿verdad? —le tanteó mi padre—. ¿Quéotros nombres has tenido?

—Maia fue el primero, despuésvinieron Máire, Mairéad, May, Mae,Mirit, Miren, Muireann, Maeve, Mara,Maebh…

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«¿Maebh? ¿Fuiste la reina guerrerade Connacht?», quise preguntarle, perointuí que no era el momento parahacerlo.

—La vidente, la profeta, la elegida,la señora… —recitó mi padre—. Es unbuen nombre para una longeva, peropreguntaba por los apellidos que suelesusar.

—McAdams, Adansen, Adansohn,Adanova, Benadam, Adánez, Adanes…

—Ya… —se limitó a contestar.Yo no entendía muy bien aquella

especie de interrogatorio al que laestaba sometiendo, no eran las manerasni los modos de mi padre.

—Padre, Marion tiene otras

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aficiones, además de espiarme y espiara empresas de biotecnología —intervine, guiñándole un ojo a Marion—.Ha sido cronista de viajes durantecenturias. De hecho, durante nuestroreencuentro en París me contaba que ellaescribió The Grand Tour, bajo elpseudónimo de Thomas Nugent en 1770.Seguro que lo recuerdas, padre. Sucapítulo de «Pompeya en ruinas» pusode moda que miles de estudiantesingleses fueran a visitar el yacimiento.Creo que fue la primera vez que escuchéla palabra «turista». Así que imaginoque te la debemos a ti.

Al contrario de lo que esperaba, mipadre se tensó aún más al escuchar

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aquella mención de Pompeya.—Lür lleva un par de milenios

obsesionado con esa ciudad —leexpliqué a Marion—. Siemprevolviendo a las excavaciones de lasruinas, una y otra vez desde que lasdesempolvaron en el siglo XVIII.

—Pompeya, una pena lo que allíaconteció, ¿verdad, Lür? —comentóMarion, acercándose al ventanal yescrutando el perfil de la bahía deSantander como si estuviera esperandover emerger una columna de humo frentea nuestra costa.

—Lo peor de la naturaleza, y tal vezlo peor del alma humana. Si…, debió deser apocalíptico —contestó mi padre,

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sosteniéndole la mirada cuando ella segiró.

Marion se subió el cuello de suimpecable gabardina Burberrys y avanzópor el pasillo en dirección a la salida.

—Espero que no os moleste, peronecesito almorzar algo y soy unapersona que disfruta mucho de susoledad. Iago, en un par de horas tellamo y comenzamos a trabajar, si teparece —su voz de nuevo era dulce, y sugesto cálido, pero detrás de aquellafachada había una dama con sus propiasdecisiones ya tomadas.

—Está lloviendo demasiado,Marion. Espera al menos a que amaine.

—No me molesta la lluvia, al

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contrario, la encuentro muy relajante y lalluvia en Santander es una sensacióndeliciosa para los sentidos. Caballeros—nos hizo una inclinación de cabeza—,los dejo con sus asuntos.

Marion abandonó el laboratoriomientras nuestros ojos la escoltaban.

En cuanto Marion y su eleganciaatemporal se hubieron marchado,escaleras abajo, para dejarse tragar porla orgía de lluvia y viento que leesperaba en la calle, me encaré a mipadre.

—¿Qué demonios ha sido eso?—¿A qué te refieres?—¿Que a qué me refiero? ¿Qué

acaba de ocurrir aquí?, porque no acabo

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de entender muy bien tu reacción. ¿Nonos hemos pasado milenios buscando anuestros iguales? ¿No hemos estadodetrás de todas las búsquedas deinmortales, elixires, fuentes de la eternajuventud…? Y ahora te presento aalguien que sin ningún género de dudastiene más de cuatrocientos años, ¿y túrecelas?

Mi padre se quedó frente a mí, memiró a los ojos y apoyó sus manos enmis brazos, como cuando era unchiquillo y quería asegurarse de que ibaa escuchar su lección.

—Urko, solo te lo voy a preguntaruna vez: ¿puedes jurarme, sin ningúngénero de dudas, que esa mujer es la

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misma que conociste en 1620, la misma?¿No existe la mínima posibilidad de quesea una impostora, una farsante?

Medité la pregunta, me la estabahaciendo desde que me senté en ellujoso sofá del Procope.

—¿Cómo, padre? ¿Cómo sabríaalguien lo que viví en la colonia dePlymouth? ¿Cómo encontrar a una dobleque conociera todos nuestros detallesíntimos, el nombre de nuestro hijo que niyo mismo recordaba, lo que ella y yopasamos en aquella granja aislada?Apenas dejamos rastro, apenasconocimos a los cien padres peregrinoscon los que viajamos en el Mayflower,ni siquiera te lo conté a ti. ¿Cómo

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formar a alguien para que conozca losantiguos dialectos, los detalles quesiempre omiten los libros de historia?—me dije a mí mismo, pasándome lamano por los cabellos.

—¿Cómo demonios alguien puedetener en su móvil una melodía que nohabía escuchado desde hacía mil años?—grité—. ¿¡Cómo!?

Lür no perdió el temple, se llevó lasmanos a los bolsillos y me escrutó elrostro.

—¿Se lo contaste a Lyra, se loconfiaste alguna vez a Nagorno?

—No, no que yo recuerde. No lo sé,padre, son detalles nimios, tal vezdurante alguna borrachera… No lo sé,

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no puedo estar cien por cien seguro,pero te diría que no con un noventa yocho por cien de seguridad. Creo quejamás compartí aquella identidad conninguno de vosotros.

—No lo sé, hijo. Siempre habría unamanera, alguien que lleve tiemposiguiendo nuestra pista, un burladorprofesional. Alguien que la haya puestoa ella para hacerte caer en algunatrampa.

—¿Pero te estás escuchando?Pareces un conspiranoico. Padre,siempre has sido el más sensato de losdos.

—Piensa, hijo. Te estás cegando porlos acontecimientos. Comprendo que

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tienes una espada de Damocles sobre tucabeza, pero todo lo que está ocurriendono tiene nada de normal. En pocos díashan vuelto a tu vida dos longevos, dospersonas que creímos muertas, ¿y si hayalgo en común? ¿Y si Marion no eslongeva, y solo es un gancho paraconseguir información de tuinvestigación del gen longevo?

—La he traído para observar sureacción, pero no pensé en que sería latuya la que me descolocaría de estamanera. Te esperaba emocionado, padre.No estamos solos, hay más longevos porel mundo.

—O, insisto, ella es un fraude.—¡No lo es! ¡No estoy hablando con

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una actriz! Lee en mis labios: estoyhablando de mi mujer.

—¿Tu mujer? Tu mujer es AdrianaAlameda, ¿ya la has olvidado? ¿O acasola has dado por muerta?

Lo cogí de las solapas de alpaca,más enfadado de lo que podíareconocer.

—¿Cómo te atreves, padre? ¿Cómote atreves siquiera a dudar de mí?

Me mantuvo la mirada, pero habíaalgo turbio en ella que me aturdía. Noestábamos hablando de Dana, noestábamos hablando de Marion,estábamos hablando de algo más.

Lo solté, frustrado y le di la espalda.Apoyé la frente en el frío ventanal.

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Podía sentir las gotas de lluvia queresbalaban por el cristal al otro lado.

Al otro lado.Padre y yo no estábamos en la

misma habitación, algo muy oscuro ymuy antiguo nos separaba.

—¿Qué demonios me estásocultando, padre? —susurré, con lacabeza aún pegada a la cristalera—.¿Has averiguado algo este último año?¿Me mentiste y fuiste en realidad tras lapista de Nagorno? ¿Hay algún tipo deconspiración, algo más grande que nopuedo intuir aún, algo de lo que solo hevisto el primer acto?

—¿Quién es el conspiranoico ahora?—repitió, torciendo el gesto—. No hijo,

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nada de eso ha ocurrido, que yo sepa.Pero el reencuentro con tu antiguaesposa es todo menos casual y todomenos tranquilizante, así que ándate conojo, no te dejes llevar por la nostalgia yvigila tus espaldas. Y sé que no me haspedido consejo alguno, pero te lo voy adar aunque ahora pienses que está fuerade lugar: cuídate de la furia de unamujer despechada. Puede ser la másdestructiva de las armas.

«Tú no sabes lo que pasamos juntos,lo que Marion me curó».

—No estás siendo sincero, no loestás siendo, y tiene que ver con Marion—insistí.

—¿Te fías de ella? ¿No te parece

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sospechoso que aparezca precisamenteahora? ¿No te escama que te hayaespiado durante todo un año? ¿Deverdad crees que ella es de fiar?

—Tiene un alma noble, eso te lopuedo asegurar. La conocí bien.

—La gente cambia, lascircunstancias puede que sean otras,bien lo sabes.

—Ella es noble… —repetí, entredientes, obcecado.

—No seas maniqueo, la gente no esbuena o mala. La gente tiene objetivos,todo el mundo los tiene, y en base a siestán alineados con los nuestros seránamigos o enemigos, eso es todo.

—No…, Lür. No es todo, hay algo

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más. Y como ese algo más pueda poneren peligro a Adriana, como me estésocultando información que comprometasu vida o su seguridad…

—Tal vez deberías ser tú quienpriorice la seguridad de Adriana en esteasunto.

—Ni por un minuto pienses que noestoy valorando uno por uno el billón deposibilidades que se me plantean paraexplicar esto —estallé—. Ni por unminuto lo dudes.

—Pues avísame cuando termines tuanálisis y comparte conmigo tusconclusiones. Y… Iago. No olvides loesencial. Ni por un minuto pienses queno os estoy ayudando a Adriana y a ti. Si

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esto fuese una guerra y hubiera quetomar parte en algún bando, tú y yoestaremos en el mismo, ¿estamos?

—No, padre. Jamás pierdo de vistalo esencial.

—Me alegro entonces. Y ahora tedejo, voy a seguir buscando islas yluego tengo una reunión con la plantillapara explicarles mi vuelta, la repentinaausencia de Adriana y tu futuradeserción como director del museo.

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22

Madre

Sungir, actual Rusia, 23 000 a. C.

LÜR

«¿Qué extraña criatura eres tú?», pensóLür al verla.

Madre tenía una fisionomía singular.Era alta, sin duda, pero casi etérea. Elrostro alargado, acaso demasiado. Lapiel cobriza, la nariz chata, los ojos

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oscuros algo rasgados, recordabanvagamente algunos clanes lejanos deleste que Lür había conocido y que ya nohabía vuelto a ver desde el Cataclismo.El pelo espeso y negro, trenzado aambos lados de la cabeza, terminabamás allá de la cintura. Madre llevabauna casaca cosida con conchas blancas ybrillantes de cauri, jamás había visto talcantidad junta, ¿cuántos años debieronpasar hasta que juntasen tantas de laspreciadas conchas?

Lür se detuvo casi con reverencia enla entrada de la choza alargada. Tuvoque darle la razón a su amigo: Madretenía un aura casi de divinidad. Tal vezera por su forma de parecer un poco

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ausente de todo lo que la rodeaba, comosi no estuviera del todo con ellos, sinoen presencia de los Viejos Padres.

Cuando acostumbró los ojos a lapenumbra de la cabaña, Lür comprendióque Madre estaba inclinada sobre elcuerpo inmóvil de un bebé.

—Otro Hijo de Adán que nos dejapara hacer el Tránsito. He de consolar asu madre, he de consolar a mi hija. Debopensar en algo, no sé qué hacer parareconfortarla. —No era consciente delos dos hombres que habían entrado enla choza. Hablaba solo para ella, comosi el mundo exterior le sobrase.

Su voz arrastraba los sonidos y Lürreconoció matices que ya creía

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olvidados. Una antigua emoción lerecorrió la piel por dentro.

Negu le hizo un gesto con la manopara que se acercase, y cuando estuvocerca de ella, pude ver cómo Madremiraba el rostro pálido del niño contristeza infinita.

—Si pudiera hacer algo… —lesusurró al bebé—. Yo ya no sé si puedocon esta carga.

—Sí que puedes, mi señora —ledijo Negu—. Yo te ayudaré a soportarla.

Ella asintió, sin mirarlo, dándole larazón sin creerle.

—Madre, te he traído a alguien quedeberías conocer.

Pero ella lo ignoró, perdida en su

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mundo.—Todos mis hijos están débiles. He

de tomar una decisión, tal vez debaenviar a los Rastreadores en direcciónal Sol Poniente. No sabemos si elCataclismo acabó también con aquellatierra.

—Yo vengo de allí, Madre. Y noqueda nada de vida —intervino Lür.

Madre giró el rostro al escuchar unavoz nueva. Parecía despertar de unsueño ligero.

—¿Eres un superviviente delPoniente? —le preguntó, súbitamenteinteresada.

—Sí, supongo que sí.Entonces dejó al niño sobre el cesto

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forrado de pieles y se acercó a Lür. Letomó las palmas de las manos y las giró,para escrutar sus líneas. Entonces dio unrespingo y se tapó la boca con susmanos de cobre.

—Tú no eres un hombre común —dejó escapar en un susurro que solo Lüry ella escucharon.

—Quisiera hablar contigo, a solas.No voy armado, no represento ningúnpeligro para alguien eterno como tú.

—Está bien, Negu. Déjanos solos.Negu apretó la mandíbula, pero

acabó obedeciendo. Madre continuó consu escrutinio durante un rato, sin dejarde observar a Lür.

—No acierto a comprender qué te

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hace especial, pero sé que lo eres. Séque lo eres…

—Escuché de ti hace muchas edades—la interrumpió Lür—. Desde antes delCataclismo. Madre, yo también nacíhace mucho tiempo, yo también memantengo joven y no puedo envejecer.

Madre hizo una mueca y le retiró elcontacto de las manos, decepcionada.

—Ah, otro farsante.—¿No me crees?—Si supieras cuántos han venido

antes que tú y han afirmado lo mismo…—Salvo que en este caso es cierto, y

sabes que solo hay una manera deaveriguarlo.

Madre le dio la espalda y lo meditó

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por un momento, después pareció tomaruna decisión.

—De acuerdo, quédate entrenosotros. El tiempo acabará pasando yveremos si no envejeces.

«No tengo un sitio mejor al que ir»,pensó Lür. «Y no estoy muy seguro depoder soportar ni un día más la soledad,ahora que sé que no soy el único quesobrevivió».

Entonces Madre se le acercó y sudedo índice comenzó a recorrerlo desdela frente. Después bajó por el cuello, elpecho y el ombligo. Finalmente, su manose cerró alrededor de la entrepierna deLür.

—¿Has tenido hijos? —preguntó

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Madre.Lür aguantó, incómodo, mientras una

erección le crecía dentro del calor de lamano de Madre.

—Madre, no…—Llámame Adana. Pocos han

conocido mi Nombre Verdadero.Llámame Adana cuando no haya nadiecerca que pueda oírlo.

—¿Adana?—Sí, fui la primogénita de Adán.«¿Por qué este regalo? ¿Por qué tan

pronto? ¿Por qué me muestras tanto,acaso me has creído de verdad?».

—¿Has tenido hijos? —insistió ella.—Muchos más de los que puedo

recordar.

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—Tal vez algún día…, tal vez si loque afirmas fuera cierto… —creyóentender Lür. Pero le sería imposibleafirmar que aquello fue lo que dijo,porque Madre hablaba solo para ella.

—Serás mi buen amigo —le dijoella finalmente—. Y como tales nostrataremos.

Él asintió, aunque sabía que susmiradas le decían otras cosas.

«Pero hay tiempo, Lür», se decía así mismo. «Hay tiempo para eso, ella nomorirá como las otras. Ya habrá tiempopara eso».

Y Madre volvió a arrodillarse juntoal cadáver del bebé y se olvidó de lapresencia de Lür.

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Llegaron tiempos felices. A partir deaquel día, Lür se unió a losRastreadores que Negu, como intérprete,capitaneaba. Recorrían largas distanciasen busca de clanes que hubieransobrevivido, buscaban comida bajo latierra, perseguían rastros de manadaspese a que casi siempre encontrabancadáveres famélicos. La tierra que losrodeaba seguía estando yerma ydespoblada.

Los deshielos pasaron rápido, Lür yNegu se hicieron inseparables hastaconsiderarse hermanos. Negu era unexcelente compañero durante las largas

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noches de travesía, escuchaba conatención todas las historias que Lür teníaguardadas en su memoria y todas suspreguntas eran sabias y cuerdas. Amboscuidaban el uno del otro cuando lasfuerzas fallaban, ambos guardaban unbolsillo de provisiones para el otro sinllegar a decírselo nunca. Un día, Negu leregaló una de las estatuillas que solíatallar a la luz de la lumbre, mientras Lürle hablaba de su montaña al otro lado dela Gran Cresta.

—Toma, hermano —le dijo,poniéndole el pequeño bisonte dentro dela palma de la mano—. Todos los Hijosde Adán hemos visto que tus palabraseran ciertas. Eres tan eterno como

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nuestra Madre, pero aún no hasencontrado tu lugar en esta Tierra. Comoesta bestia, que puede ser también unhombre sabio si tienes la inteligencia desaber ver ambas realidades. Tendrás queelegir muchas veces en tu vida, Lür.Instinto o sabiduría. No te desprendasnunca de esta talla, acuérdate de que unavez tuviste un hermano que te aceptó porlo que eres y no dejes de respirar hastaque todo ser que habite en el mundosepa cómo eres y te acepte como tal.

En el clan de los Hijos de Adán, susmiembros trataban a Lür como a unhombre sabio al que recurrir ante laduda de un trozo de carne en mal estado,la mejor manera de amarrar los nudos

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para una trampa para liebres, o el uso dela brea caliente para enmangar unaazuela. Lür acabó sentándose a laderecha de la pareja en las ceremonias ylos nuevos Hijos de Adán que se ibanincorporando lo consideraban parte delos tres patriarcas del clan.

El cielo de polvo rojo acabódespejándose con el tiempo, Lür y Negudescubrieron que hacia el sur la tierracomenzaba a reverdecer y los animalesya no eran espectros que deambulabanperdidos entre la niebla.

Después de convencer a Madre,iniciaron la Gran Marcha con todos losmiembros del clan. Hijos, nietos, niñosy ancianas, todos se pusieron en pie y

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siguieron los pasos de Madre, Negu yLür.

Pero para entonces, Negu habíaperdido todo el pelo de su cabeza yparte de su vigor. Su barba larguísimahacía mucho que era blanca y susandares encorvados necesitaban delbrazo de Lür o de un largo bastón paracoronar una simple loma.

Madre lo cuidaba con una serenapaciencia. Cuando el último diente se lecayó, dejó de masticarle la carne ellamisma para comenzar a hervirle caldoscon huesos y hierbas y sujetarle elcuenco para que no se derramara entresus manos temblorosas.

—Siempre ocurre igual —le dijo un

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día Madre a Lür, mientras Neguresoplaba rendido en la cabaña alargada—. Parezco una niña a su lado, y paramí el niño es él. He pasado tantas vecespor esto… ¿Lo has vivido tú antes?

—No, nunca he tenido compañerasdurante demasiado tiempo. Siempre mehe ido antes de que hayan envejecido.

—Así pues, Lür, mi buen amigo, nohay una buena solución para los quesomos como nosotros. Tú has ocultado atodos tu naturaleza, y por ello hasrenunciado a toda compañía. Yo me hedado a conocer tal y como soy, y heformado mi propio clan, pero el dolorque implica que todos se me mueran vaa acabar conmigo.

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—Madre, ¿vienes? —se escuchó alfinal del pasillo de la cabaña.

—Apenas puede con sus huesos yaún me reclama para que caliente sulecho —comentó Madre, con una sonrisaque a Lür le pareció la más triste decuantas le había visto.

Lür la observó marchar en silencio,adentrarse en la tienda con latranquilidad que solo tenían los que notemían el paso del tiempo.

Madre se volvió más callada que decostumbre, y Negu más locuaz, pese aque su voz era cada vez más aguda eirregular y era difícil seguir el hilo desus historias. Lür lo solía cargar de unlado para otro del campamento, lo

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acostaba, lo aseaba, se encargaba de quesuperase un día más. Siempre un díamás.

Negu vivió una larga vida, muriócon una sonrisa, apretando con escasasfuerzas la mano de Madre a su derecha yla mano de Lür a la izquierda.

Todos los Hijos de Adán, incluso losque no eran sus hijos de sangre, lloraronla pérdida del patriarca.

Madre se cortó una de sus largastrenzas con una concha bien afilada y laenterró junto al cuerpo de Negu. Lür letalló la figura de un pequeño caballobarrigudo, una de sus comidas favoritas,y un disco de Padre Sol, ese que tantaluz y calor le había escamoteado a lo

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largo de toda una vida marcada por elCataclismo.

El cadáver aún estaba calientecuando Adana entró en la cabaña de Lüraquella noche.

Lür la esperaba, llevaba cuarentaciclos esperando aquellas palabras queella pronunció con los sonidos antiguosque solo ellos conocían:

—Ya estamos solos, amado amigo,¿ha llegado por fin nuestro momento?

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23

La rueda de la vida

ADRIANA

El día siguiente transcurrió de modoidéntico al anterior. Los platos concomida caliente en el suelo de la celdaal despertar. El silencio insoportable deun aislamiento forzoso. Y con la noche,la presencia de Gunnarr sobre elcamastro retomando su relato.

«—Ya es suficiente, Skoll —le dije,sujetándole el brazo antes de que

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descargara el arma en las costillas de mipadre—. Me quieres a mí, iré convosotros.

»—Si sales huyendo esta vez, nohabrá duelo en esta granja. Habrá unamasacre y no nos andaremos conremilgos.

»Miré a mi padre por última vez,tendido en el suelo, casi inconscientedebido a la borrachera.

»—Vámonos ya, maestro. No tengonada que llevarme de estos granjeros.

»Me llevaron lejos, el rey Svear losreclamaba con urgencia en el sur, entierras de Frisia. Pagaban a cadaberserker un sueldo de tres libras deoro, una fortuna por entonces, pero Skoll

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necesitaba presentar a doce berserkir.Ni uno menos.

»Consiguieron unos caballos ypartimos hacia la costa, donde unpequeño knörr, una barcaza de guerra,nos esperaba escondida tras un ribazo.Skoll organizó el trabajo y nos dioórdenes concretas a cada uno: cargar losvíveres, repasar los tablones de laquilla. Había mucho por hacer, pero amí me mantenía siempre vigilado.

»Era casi de noche cuando en laorilla del agua, junto al casco del barco,sin que ninguno supiésemos de dóndehabía salido, apareció una pequeñasombra que nos observaba con calma.Tragué saliva cuando reconocí a mi tío

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Magnus.»—Estoy muy ofendido —nos dijo a

todos con esa calma que nunca leabandonaba—. Os habéis llevado a misobrino, pero nadie me ha reclamado amí para que me una a vuestra banda.

»—¿Quién es este enano? —preguntó uno de los berserker con suespada en la mano, adelantándose anuestro desconcierto.

»—Creo que es comerciante, uno delos hermanos de Kolbrun —dijo alguien.

»—¿A qué has venido? —Seadelantó, Skoll, interponiéndose entremi tío y yo.

»—Ya os lo he dicho, vengo a entraren vuestra banda.

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»—Ya somos doce, y no necesitamosuna mascota —contestó Skoll,vagamente alerta por la presencia delintruso, pero sin tomarlo muy en seriotodavía.

»Magnus se adentró en el grupo delos berserkir, sin prisas, mirando atodos de arriba abajo.

»—El del cráneo rapado es tu mejorhombre, ¿verdad? —le dijo a Skoll,señalando a Runolf—. Lo observédurante el amago de duelo, siempre locolocas a tu derecha, tiene la ordenexpresa de cubrirte las espaldas en todomomento. Buena elección, parece rápidode reflejos.

»—Y tú parece que quieres morir

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esta misma noche —atajó Skoll—.Runolf, mata a este enano.

»—Sin armas —intervino mi tío—.Hagamos un duelo sin armas.

»—¿Sin armas?, ¿y cómo vas adefenderte, con tus manitas? —preguntóRunolf.

»—Infeliz… —susurró Magnus, consu voz ronca.

»Aquella vez fue la primera que viuna de sus acrobacias. Mi tío tomóimpulso, cogió una vara fina y larga demadera de entre los aperos del barco, lapartió en dos con la rodilla y se la clavóa ambos lados del cuello.

»Casi todos quedamos regados porlos dos chorros de sangre que manaron

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del difunto Runolf.»—Ahora ya hay una vacante —le

dijo a Skoll—. O embarco con vosotroso te mato a ti también, y esta vez no serátan rápido.

»—No puedes contra nueveberserkir. Y no dudes ni por unmomento que si me matas a mí, ellos tematarán.

»—Lo sé, pero eso ni a ti ni a mí nosimporta demasiado. A ti porque estarásmuerto, y a mí por motivos que noalcanzarías a comprender. Os dirigís alsur, conozco las rutas y los dialectos,conozco las estrategias de los frisios enla batalla. Os adiestraré, combatísdemasiado desordenados, os convertiré

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en una fuerza de choque más estable ycon menos bajas.

»—¿Has combatido antes? —preguntó Skoll, interesado.

»—He combatido, sí. Siéntateconmigo al fuego y te mostraré lo quepuedo aportar a tus guerreros.

»Magnus se llevó a Skoll junto a lahoguera y charló con él largo rato hastaque lo apaciguó, aunque yo conocía elcarácter receloso del berserker y sabíaque aún no se había ganado su confianza.Pese a ello, aceptó que Magnus viajasecon nosotros. Era una nueva adquisicióndemasiado valiosa como para dejarlamarchar, y Magnus lo sabía.

»Después de la cena, mientras Skoll

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se perdió durante un momento paraocuparse del cadáver de Runolf, mi tíose me acercó entre las sombras.

»—Tu padre y tus tíos estánreclutando un pequeño ejército pararescatarte, yo he venido de avanzadilla.Solo estoy ganando tiempo —me susurróal oído, mientras yo fingía quecontinuaba con mis quehaceres.

»—Ya es tarde —le dije, sin dejarde controlar a dos berserkir quecargaban unas maromas en el barco—,embarcamos esta noche. O aparecen ya,o no llegarán a tiempo.

»—Entonces habrá que improvisar.Eres un buen cabuyero, se te dan bienlos nudos. Esta noche ata a los que

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duerman a los maderos del barco, depiernas y brazos. Que no puedan escaparni saltar al agua.

»—No todos dormirán, habrá uno odos de guardia en la popa.

»—Yo me encargo de ellos. Túlimítate a tumbarte con el resto y fingedormir. Cuando empiecen a roncar,átalos con nudos prietos y extiende labrea para calafatear a su alrededor, todoel barco debe arder como yesca.Colócate en la proa, yo aguardaré en lapopa. Prenderemos el barco por los dosextremos a la vez, luego salta,nadaremos de vuelta a la orilla.

»—Moriremos agotados, nopodremos hacer el viaje de vuelta a

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nado.»—Vuelve a cenar, aliméntate bien,

no hay más remedio. En tierra no puedomatar a nueve y tú nunca has matado a unguerrero, solo a granjeros desarmados,así que dudarás ante el primero y tematarán».

—Te ahorraré los detallesescabrosos, stedmor. Todo salió segúnlo planeado y amanecimos casicongelados después de pasar horasnadando hacia la orilla para dejar atrásla gran bola de juego en la que habíamosconvertido el barco.

«—Ahora nos perseguirán por haber

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matado a la guardia personal de Svear.Ese reyezuelo tiene muchos aliados,aquí no estaremos a salvo, ni podemosvolver a la granja sin poner en peligro atu padre y a todos los que allí viven —me dijo mi tío Magnus, mientrassecábamos la ropa en un fuegoimprovisado y yo me tendía paradescansar.

»—¿Qué estás tratando de decirme?»—Tenemos que irnos, hijo. En

tierra de daneses somos unos proscritos.»—¿Hablas de escondernos por un

tiempo?»—No, no me gusta vivir escondido.

Tenemos que marcharnos lejos, endirección contraria adónde los berserkir

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se dirigían. Iremos a Miklagard, laciudad milenaria».

Mi tío se refería a Constantinopla,en aquella época era la ciudadcomercial más importante del mundoconocido. Un hormiguero doradoperfecto donde pasar desapercibidos.

«—Cambiaremos de nombre y deapariencia, será mejor que empieces adespedirte de todo lo que has conocido.

»—Pero ¿y mi padre, no enfermaráde preocupación?

»—Tenemos que avanzar, por elcamino le enviaremos un mensajero a lagranja. Nos acabaremos reencontrando,

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aunque ellos deberían fingir normalidaddurante un tiempo, unos años quizás.

»—Pero mi padre será un ancianoya. No quiero arriesgarme a no verlomás, tengo mucho todavía que vivir a sulado.

»Mi tío se quedó observando elfuego, ambos estábamos sentados y elsol invernal apenas nos calentaba lasespaldas. Me escrutó como valorando siel paso que iba a dar conmigo merecíala pena.

»—Llegados a este punto, voy atener que revelarte quiénes somos —pronunció las palabras lentamente,estudiando mi reacción.

»—¿Quiénes somos? Yo ya sé quién

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soy. Soy Gunnarr, hijo de Kolbrun.»—Hijo de Néstor… —recitó él.»—¿Cómo que hijo de Néstor?

Néstor es mi tío.»—Néstor es nuestro padre, de Lyra,

de Kolbrun y mío. Y eso lo convierte entu abuelo.

»—¡Loco, eres un maldito loco! Tuspalabras me confunden, ¿qué tratas dedecirme, pues? —le grité,levantándome.

»—Lo que trato de decirte, queridoGunnarr, es que la rueda de la vida, dela vida de cada miembro de nuestrafamilia, no se detendrá. Para ninguno denosotros. Nunca lo ha hecho. Noenvejecemos. Y de momento, no

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morimos. Y creemos que tú eres comonosotros. La preñez de tu madre fue tanlarga como la de nuestras madres.Nacimos hace muchas edades, yo al estedel Volga, tu padre y tu abuelo, enJakobsland, la Tierra de Jacobo. Tu tíaLyra, al sur de Frisia.

»Estaba espantado, tomé un leño dela hoguera y lo interpuse entre ambos,sin saber muy bien qué hacer si meatacaba.

»—¿Sois engendros de Loki, es eso?»—Gunnarr, Gunnarr… no se trata

de cómo veis el mundo los daneses, nosomos malignos. ¿Hacemos algún mal anuestro alrededor? Somos una familiaque se mantiene unida y que cuidamos

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los unos de los otros, como tú has hechoahora con tu padre. Y baja eso, anda,que te vas a quemar —dijo, apartando elmadero de su rostro.

»Dejé caer el leño a mis pies yacabé sentándome de nuevo junto a él.

»—Gunnarr, sé que estás buscandotu camino, por eso te fuiste con losberserkir, pero no es este. Tú eresmucho más que un guerrero que necesitaun hongo para sentirse inmortal. Tú yaeres invulnerable al paso del tiempo. Teenseñaré a ser longevo, a cambiar tuapariencia antes de que sospechen de tudon, a imitar los acentos, a aprender laspalabras importantes de las lenguasfrancas, a manipular a los hombres

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poderosos y a seducir a sus mujeres, aser próspero y no malgastar ni perder tusriquezas. A que no dependas de guerrasni de las desgracias de la naturaleza, ode las epidemias. Te enseñaré a serprecavido, a ser el más astuto, a lidiarcon tu padre, tu tía y tu abuelo. Eres misobrino, pero te aprecio como al hijoque no puedo tener. Te entrenaré contodas las armas hasta que las dominescomo un experto, como el mayorexperto. Hasta que seas el mejorguerrero de cualquier bando, y no tepreocupe para quién combatas, porquetendrás la certeza de que tú sí que vas asobrevivir. Ven conmigo, Gunnarr, seráduro, pero te enseñaré a ser el más

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grande de todos los longevos. Vamos,hijo, ¿qué me dices?».

—Y te fuiste con él.—Así fue, partimos hacia Miklagard

y después recorrimos las rutascomerciales del Este durante décadas,antes de reencontrarnos con mi padre,mi abuelo Lür y Lyra de nuevo yembarcarnos hacia Vinlandia. Comoarqueóloga ya sabrás que un grupo devikingos llegamos a América siglosantes que Cristóbal Colón, y allíintentamos mantener una colonia de losnuestros, en L’anse aux Meadows, conLeif Eriksson, el hijo de Erik el Rojo,pero esa es otra historia, tal vez otro día

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te la cuente. Volviendo a mis primerosaños con tío Magnus, con él aprendí aser un longevo, el longevo que hoy soy.Me hizo un experto en todo lo queimplica ser un longevo en la sombra.Soy experto en el arte de hacer yconservar el dinero y propiedades. Soyexperto en fingir mi muerte, puedohacerlo creíble de mil manerasdiferentes. Skoll, por ejemplo, meenseñó a usar ciertos polvos quecreaban la apariencia de un corazón queno late. Soy experto en… experto en…—dijo, y de repente se retorció de dolory se sujetó el brazo.

—¿Qué pasa? ¿Te duele algo? —pregunté, sin comprender su rictus de

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dolor.—Soy experto en… —repitió,

espantado, cayendo al suelo—. ¡Mibrazo!, ¡me duele, me duele mucho!

—¡Gunnarr, me estás asustando!,¿estás bien?

Pero Gunnarr ya no me escuchaba,me miraba desde el suelo con ojosaterrados, pidiéndome ayuda a gritos ensilencio.

Se retorció de dolor sujetándose elpecho y entonces lo comprendí: estabasiendo víctima de un infarto.

«¿Qué demonios es esto, una plagade ataques al corazón que está acabandocon los longevos? ¿Lo que le inyectóIago a Nagorno es contagioso?».

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O acaso Gunnarr estaba tambiénintentando curar a Nagorno por sucuenta. Tal vez estaba experimentandocon alguna cura y se la había inyectado,como en su día hizo Flemming.

Pero Gunnarr no estaba pararesponder a mis preguntas, su rostroenrojecido era una máscara de dolor ytensión, me lancé hacia él y comencécon las maniobras de reanimacióncardiopulmonar. Le abrí la boca, pusemis labios en sus labios. Insuflé aire,esperando que sus inmensos pulmonesse llenasen.

Por suerte empezó a toser y le dejéespacio para que pudiera respirar,aliviada.

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—Basta, basta, ya es suficiente —dijo, incorporándose.

—¿Pero, y tu corazón? —pregunté,todavía acelerada.

—Mi corazón muy bien, gracias.Muy tranquilo.

—¿Estás bien? ¿No te duele nada?—No, stedmor. No me duele nada,

aunque a ti te va a doler ahora un pocoel orgullo, ¿verdad?

—¿Has fingido un ataque? —legrité, ofendida—. Me lo había creído,pensé que el infarto era real.

—No escuchas nada, te estabadiciendo que soy un experto en fingir mimuerte y acto seguido me dispongo ademostrártelo, y tú te lo crees e intentas

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salvarme.—Con eso no se juega, Gunnarr,

¿qué querías, que saliese corriendo y tedejase morir?

Me miró, ya no reía. Me miraba conuna nueva curiosidad, como una especierara de insecto.

—Muchos secuestrados es lo quehabrían hecho, sí. Tienes instintos quevan en contra de tu propiasupervivencia, no serías una buenalongeva.

—Lo sé, ni quiero serlo, créeme.Mira, me sobran tus jueguecitos,Gunnarr, en serio. Me has dado un sustode muerte y ahora no necesito que te ríasde mí, ¿puedes limitarte a ser un

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carcelero al uso, cerrar la puerta de micelda con llave y desaparecer de unavez?

Me giré y le di la espalda.Maldito.Me lo había creído de verdad.

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24

Akhal Teke

ADRIANA

Al día siguiente, para mi sorpresa,Gunnarr volvió con los primeros rayosdel sol.

—Levanta, stedmor. Hoy hay paseo—gritó desde la puerta, con su vozatronadora—. He conseguido convencera mi tío para que te saquemos delcastillo y puedas disfrutar de este lugar.Entiéndelo como una compensación por

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el mal rato que te hice pasar anoche.Me levanté de un salto, despejada y

alerta. Por fin sabría adónde me habíanllevado. Aunque mi alegría duró poco.Gunnarr entró en la celda y me puso enla cabeza el saco de esparto que tantoodiaba.

—Pero no hagas tonterías, stedmor.Es muy importante —me susurrómientras me sujetaba de un brazo y meguiaba, escaleras arriba—. Y no lehables a mi tío de nuestras correríasnocturnas.

Me concentré en contar losescalones. Quince pasos a la derecha yveintitrés a la izquierda después,Gunnarr detuvo su marcha y me retiró el

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saco.—Toma asiento, por favor —me

rogó Nagorno, señalándome una silla.Iba vestido ya con un traje estrecho,

un rojo elegante que le hacía resaltar enaquel fondo de madera. No habíaperdido el gusto por la ropa exclusiva yla apariencia cuidada. Imaginé elesfuerzo que le costaría aquellasmañanas el simple hecho de vestirse,afeitarse y arreglarse tan solo paradeambular en un castillo habitado por susobrino y una huésped obligada.

Obedecí y miré alrededor, estaba enuna especie de salón de banquetesmedieval. Una inmensa chimeneacalentaba la estancia, a espaldas de

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Nagorno. Una larguísima mesa demadera maciza nos separaba, ya que élla presidía en un extremo y a mí mehabían hecho sentar al otro extremo. Detodos modos, lo que centró mi atenciónfue el delicioso olor de lo que Gunnarrtraía en una bandeja.

Café, mermeladas, bollos, zumos.—Estoy cocinando solo comida

cardiosaludable —me dijo, mientras meservía un poco de leche en mi taza—.Mi tío debe reponerse.

Miré de reojo a Nagorno, y eracierto que tenía mejor aspecto que elúltimo día que lo vi. En todo caso, dejéde prestarle atención en cuanto olí loscruasanes que Gunnarr ponía a mi

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alcance. Estaban recién horneados y alprincipio engullí un par de ellos sindemasiados remilgos, bajo la atentamirada de Gunnarr, que me miraba comouna madre orgullosa de que su criaturafuese buena comedora.

—Imaginé que estabas hambrienta—susurró.

A mi pesar, le dediqué una miradade agradecimiento que Nagorno tambiénregistró y llenó la sala de un tensosilencio.

Después de que Gunnarr recogieraservilmente nuestros desayunos, mecolocó de nuevo el saco y fui arrastradahasta el exterior del edificio, escoltadapor ambos en esta ocasión.

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Cuando me permitieron ver denuevo, el viento me azotaba el rostro yla humedad de un mar cercano se hacíanotar cada vez que respiraba.

—Espero que al menos disfrutes delas vistas —dijo Nagorno a misespaldas, con su voz ronca.

Frente a mí tenía una colina decésped salvaje, verde y retorcido. Másallá de la colina, un valle virgen seextendía hasta un impreciso horizonteque las brumas y la niebla se comían.

—¿Dónde estamos? —me atreví apreguntar.

—¿Dónde crees tú que estamos? —respondió Nagorno, colocándose a milado.

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—En algún lugar de la costa delnorte de Europa.

Ambos callaron, cruzaron lasmiradas y no se dignaron a responderme.

—Vamos —me ordenó Gunnarr—.Te he liberado de tus ataduras. Nada decarreras, nada de tonterías.

Había empezado a comprender sudoble juego: frente a Nagorno, uncarcelero sádico con su rehén; cuandoestaba a solas conmigo, un hombre conmuchas ganas de desahogarse y dehablar de su padre. La cuestión era: ¿eratodo simulado, era Gunnarr unembaucador? ¿Sus intentos por ganarsemi confianza eran reales o solo parte delplan del secuestro?

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Por mi parte, no tenía otra estrategia.Desde el primer momento en queGunnarr se acercó a mi celda decidífingir. Fingir que esperaba su compañía,que me hacía dependiente de sus charlasa medianoche, solo por ganarme unaliado. Un aliado del que posiblementedependería mi supervivencia.

—¿Me has traído a tu tierra, aDinamarca? —insistí mientrasbajábamos las escaleras de piedra de laentrada.

No pensaba dejar escapar laposibilidad de saber adónde demoniosme habían llevado.

—¿Eso crees? —se limitó aresponder.

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En realidad podía ser cualquierlugar costero del norte. Había pocoselementos para orientarse, salvo elfuerte viento y un clima propio de unmal día de invierno. Cualquier lugar deNoruega, Suecia, la costa norte deFrancia, Irlanda, Inglaterra, Gales oEscocia. Cualquier isla como las Skye,las Hébridas, las islas del Canal de laMancha… Había varios cientos deposibilidades. Intuí que sería algún lugarque los vikingos habían ocupado en elpasado, o tal vez los celtas, mil añosantes, y el lugar fuese elección deNagorno.

Escruté el horizonte, desalentada.No había rastro de civilización ni de

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construcciones, ningún cable eléctricosurcaba el paisaje, ningún faro, nireconocí en el cielo estelas de rutascomerciales de aviones. Parecíaciertamente un lugar remoto alejado detodo.

—Vamos, Adriana. Quiero enseñartealgo que seguro que sabes apreciar —interrumpió Nagorno, adelantándose consu bastón e interponiéndose entreGunnarr y yo.

Me guiaron hacia un cobertizoadyacente, y se me escapó una sonrisacuando me di cuenta de que eran unascaballerizas. Escuché varios relinchos yme dejaron asomarme a su interior.

Solo había tres caballos, pero nunca

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había visto nada igual. El primer animalera simplemente gigante. No había otramanera de describirlo. Tenía una alzadade metro noventa, una persona deestatura media tendría que ayudarse deuna banqueta o unas escaleras paramontar sobre aquel inmenso caballoblanco.

Adiviné que era para Gunnarr, asíque me giré directamente hacia él.

—¿Qué raza es? —le pregunté.—Es un shire, la única raza que

puedo montar. Durante mucho tiempo mellamaron «el Caminante». Los caballosque criábamos los nórdicos eranbastante pequeños, de patas cortas. Yoera un niño cuando tuve que dejar de

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montarlos porque arrastraba los pies, ymi tío Nagorno se desesperaba porqueno podía enseñarme a lanzar flechas algalope, al modo escita. Descubrimosesta raza un par de siglos más tarde,¿verdad, tío? Es la única que soporta mipeso sin agotarse.

Pero para cuando Gunnarr dejó dehablar yo había perdido interés por sugigante albino. Los otros dos caballos,una yegua y un macho, eran tan bellosque parecían sobrenaturales. Eran finos,elegantes… pero eran dorados. Lucíanun pelaje corto y metalizado como eloro. Resultaban demasiado bellos paraser reales. Me acerqué con veneraciónal macho, lateralmente, para que me

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viese y no se alarmase de mi presencia.Se dejó acariciar el lomo dócilmente.Aquellos caballos eran únicos.

—Nagorno, ¿de dónde los hassacado?

—Crio esta raza desde hace dosmilenios. Se llaman Akhal Teke, losoriginales se los compré a unos nómadasen una región que conoces comoTurkmenistán. Hoy en día solo hay dosmil ejemplares vivos, todosdescendientes de los que comencé acriar. Son buenos para las carreras, nohay jeque que no quiera uno, enEmiratos Árabes, en Dubai, en ArabiaSaudí. De todos modos no los crío pordinero, aunque no me los comprasen

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seguiría encargándome de que algo tanbello no se extinga. Y esta pareja enconcreto, Tuvá y Altai… estos sonúnicos. Todos los Akhal Teke tienen elpelaje metalizado y corto. Heconseguido descendientes de capa negra,gris, blanca. Pero solo hay dos doradosen el mundo.

Me acerqué a la yegua, que no merehuyó, y le acaricié el lomo conveneración. Por un momento me abstrajede mi crudo presente y me dejé llevarpor la belleza que tenía frente a mí.¿Cómo podía Nagorno ser capaz de lopeor y de lo mejor?

—Nagorno… si pudiese pedirte unfavor. Tanto si este secuestro acaba bien

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como si sale mal, ¿podría, antes de irme,montar uno de los Akhal Teke? Para mísería uno de los mejores momentos demi vida.

Nagorno me miró de una maneraextraña. No dejaba de observar cómo yoacariciaba a la hembra, sin quitarme unojo de encima. Tal vez demasiado.Tampoco se me escapó el gesto deincomodidad de Gunnarr, como si aquelbreve momento de conexión entreNagorno y yo le estorbase.

Gunnarr carraspeó y rompió lamagia del momento. Nos devolvió a larealidad y todos volvimos a nuestropapel. Una rehén, dos captores. Unaefímera, dos longevos.

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—Bien, ya veremos. Lo pensaré —contestó, con gesto serio, casiindiferente. Casi.

—Qué pena verlos aquí encerrados—insistí, estirando un poco más lasituación—. Pobres animales.

—No somos unos sádicos, lossacamos a pasear —se defendió Gunnarrde mal humor, como si mi comentario lehubiera ofendido.

«Y eso era todo lo que necesitabasaber», pensé. «Gracias por la valiosainformación, Gunnarr».

Tal vez, en algún momento, aqueldato me sería útil.

—Y ahora vámonos de aquí —ordenó—. Mi tío Nagorno necesita

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caminar.A Nagorno no le hizo gracia el

comentario de su sobrino. Lo miró conuna expresión ceñuda y marchó delantede nosotros. Supuse que era la primeravez en su larga vida que precisaba delos cuidados de otra persona. Él, quehabía sido más inmune que el resto a lasheridas del tiempo. Imaginé su íntimahumillación por hacerme testigo de sudecadencia, de una decrepitud tan pocopropia de su carácter.

Partimos por un sendero estrecho,apenas marcado entre la hierba.Caminamos un buen rato hasta que pudever, por fin, el mar. Un mar picado deinvierno, un mar ruidoso que descargaba

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olas y bruma en una línea de costaescarpada de rocas y lejanosacantilados. Nos acercamos a unaensenada, oteé el horizonte en busca dealgún trozo de tierra o de isla frente anosotros, pero el mar se perdía sininterrupciones hasta donde mis ojosalcanzaban.

Cerré los ojos y me mordí el labio,descorazonada. No podría escaparmepor mar, las corrientes en aquellaslatitudes eran demasiado fuertes y elagua estaría helada. No había rastro deembarcaciones, ni de puertos. Aqueltrozo de tierra y de agua parecíarealmente deshabitado.

—Sé que asumes que tu esposo te

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está buscando —dijo Gunnarr a mi lado,interrumpiendo mis oscurospensamientos—, pero nadie vendrá arescatarte. La construcción donde teocultamos no figura en ningún mapa, niantiguo ni contemporáneo. Y sé lo queestás pensando, pero tampoco apareceen Google Earth.

—¿Y eso cómo es posible?—Tengo buenos contactos en Silicon

Valley —dijo encogiéndose de hombros,sin atisbo alguno de falsa modestia—.El castillo es invisible, solo apareceterreno baldío y césped. Nadie va aencontrarte aquí. Oficialmente este lugarno existe, y el castillo ni siquieraaparece en las crónicas de su tiempo.

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«Pero tal vez Iago sepa de suexistencia, ¿o también se lo ocultasteis aél?».

Pero preferí callar y centrarme enlas sensaciones de aquel paseo, sentir elviento en las mejillas, llenar lospulmones de aire nuevo, pasear lamirada por un infinito de niebla y notropezarme por una vez con la monótonavista de las piedras de la pared de micelda.

Me dejaron cenar junto a ellos, unospescados a la parrilla con una salsa demostaza que Gunnarr nos preparó y queme supo a pueblo de pescadores, a

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matices de whiskey de cebada, a recetasque posiblemente ya no aparecerían enningún libro de cocina actual.

Después Gunnarr me colocó el sacosobre la cabeza, volví a contar veintitréspasos a la derecha, quince a laizquierda, bajamos los escalones y cerrócon llave tras de mí, después dedespedirse con un «ahora vuelvo».

Un par de horas más tarde escuché elruido metálico de la cerradura y Gunnarrentró. Lo esperé sentada sobre la cama,con la espalda apoyada en la pared. Élimitó su postura y se sentó junto a mí.

—Disculpa mi tardanza, stedmor.Hoy mi tío está muy cansado. Queríaasegurarme de que estaba bien, hasta

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que no le he dejado dormido no hequerido bajar.

Aquella noche no dejó depreguntarme por Iago. Quería saberlotodo de nuestra historia, quería saberlotodo de nuestro último año. Nuestrasrutinas, nuestros planes de ocio, nuestrosrestaurantes favoritos, los platos queIago prefería, los lugares por dondepaseábamos, los proyectos en el museo,los amigos que frecuentábamos. Queríasaber si yo lo veía feliz, ¿era su padre,por fin, un hombre relajado?

Extrañas preguntas para alguien quebuscaba venganza después de mediomilenio y que me mantenía secuestradaen aquel páramo agreste.

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De repente, Gunnarr dio un respingoy dejó una frase a medias. Me miró,alerta, y con un gesto me pidió silencio.

—¿Has oído eso? —preguntó,bajando la voz.

—No, ¿a qué te refieres?—Sí, se ha escuchado un ruido,

arriba. Espero que no sea mi tío —dijo,preocupado.

Y se escabulló de la cama para salircorriendo de la celda y cerrar la puertaa sus espaldas.

Me quedé esperando, pendiente delos ruidos que la noche traía, pero noconseguía identificar ningún sonido queno formara parte de los habituales.

¿Y si Nagorno estaba mal? ¿Y si se

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había caído? ¿Y si estaba bien perohabía descubierto la ausencia deGunnarr y su visita nocturna a mi celda?

Ninguna de las opciones era buenapara mí. Incapaz de dormir, me quedémirando la puerta fijamente, esperandoque en algún momento Gunnarr volvierapara explicarme lo sucedido.

Pero Gunnarr no volvió. Pasaron lashoras, y Gunnarr no volvió.

Entonces reparé en un detalle que medejó clavada en el sitio: Gunnarr habíasalido precipitadamente y no habíacerrado con llave. No escuché el rocemetálico de la cerradura cuandodesapareció, como siempre que se iba.

Me acerqué sin hacer ruido y probé

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a girar el pomo interior de la puerta.Estaba abierta.Empujé con mucho cuidado y me

asomé al exterior de mi celda. Solohabía un pasillo, oscuro, sin luz. Niantorchas medievales ni electricidadcontemporánea. Pero yo lo habíarecorrido ya a oscuras, sabía dóndeempezaban las escaleras, mis caderas ymis rodillas habían chocado variasveces con aquellos peldaños durante losprimeros días, cuando Gunnarr mearrastraba por ellos sin demasiadosmiramientos. Tomé como referencia lapared y avancé en silencio, contando lospasos.

Cuando subí a lo que parecía el piso

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principal, la luz de los ventanales mepermitió orientarme. Busqué la entradahasta encontrar una gran puerta. Elcastillo continuaba silencioso, como siestuviese deshabitado. Recé para queGunnarr se hubiese olvidado de mí yNagorno durmiese con un sueño muyprofundo. Recé para que no tuviera quevolverlos a ver nunca más.

Tal y como me temí, la puerta estabacerrada, así que fui comprobando todaslas ventanas hasta que encontré una quese abría sin hacer ruido. Salté sinpensarlo dos veces, el suelo exteriorestaba a apenas tres metros y aterricé lomejor que pude.

Después corrí, corrí hacia las

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caballerizas y cuando llegué fuidirectamente a la cuadra de los AkhalTeke. Me acerqué a la yegua, la ensillé,le susurré palabras que solo ellaentendió y monté en silencio.

Conocía bien a los caballos, sabíaque se orientaban de noche si habíanrecorrido antes el camino. Pero dirigísus pasos en dirección contraria alsendero por el que me habían llevadoGunnarr y Nagorno durante nuestropaseo matutino. Quería averiguar sihabía otros caminos que la yegua habíarecorrido antes y que me llevasen aalgún lugar civilizado. Puede que a unferry, a la casa de algún vecino lejano, oa algún lugar donde esconderme de mis

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captores.La yegua orientó su caminata y

marchó al trote, con la elegancia de unpura sangre. El animal sabía bien haciadónde se dirigía.

Tal vez mi encierro estaba a puntode acabar.

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25

Los patriarcas

Actual Europa, 20 000 a. C.

LÜR

Lür estaba en su choza cuando los viopartir con arcos y lanzas. Se habíanpintado el rostro con ceniza blanca,algunos eran niños que ni siquieraquerían acudir al Solsticio. Eran de larama de los Guerreros, y esa elección

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por parte de Adana no auguraba nadabueno.

—¿Vienes, Lür? —escuchó lossusurros dulces de su compañera, que loreclamaba bajo la manta de zorrosalbinos.

Lür cubrió la entrada de pieles yacudió en silencio a su llamada.

Adana lo esperaba desnuda ypreparada ya para recibirlo. Dejó que lelamiera el cuello y los dedos de lasmanos, dejó que cabalgase a horcajadassobre él. Se susurraron las PalabrasAntiguas mientras el gozo les llegaba,pero Lür no se dejó llevar como otrasveces. Hacía demasiado tiempo queyacer con Adana era como poseer un

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paisaje espléndido, una puesta de sol, unvalle infinito tras una cordillera.

Inabarcable.Inútil siquiera intentarlo.Lür era consciente de que Adana ya

no tenía ilusión por él. Después detantos hijos pequeños como habíanperdido, Adana había vuelto a tomarotros compañeros eventuales. Enocasiones dentro del campamento,compañeros traídos por sus hijas o susbiznietas. Otras veces, partía sin Lür porlos senderos, siempre escoltada porvarios miembros de la rama de losVigilantes, los encargados de escoltarlasiempre y velar por su seguridad.

El clan de los Hijos de Adán estaba

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organizado por ramas. Cada familia seespecializaba en un oficio: Intérpretes,Pescadores, Tejedores, Exploradores,Constructores de cabañas, Curtidores depieles, Talladores de lanzas, Talladoresde figuras, Tatuadores, Cocineros,Cazadores, Pintores de roca, Parteras,Sanadores, Amas de leche,Comerciantes y Cronistas, entre otros.

Después de tantas generaciones,cada uno de los integrantes de los Hijosde Adán era tan experto en su cometido,que las figuras que los Talladorespreparaban eran vendidas por losComerciantes en cualquier campamento,en cualquier encuentro de clanes. LasParteras eran siempre reclamadas

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porque resolvían los partos másdifíciles, instruidas desde la niñez porAdana. Ella siempre pedía quevolvieran con conchas de cauri a cambiode sus servicios. La choza blanca,custodiada día y noche por losVigilantes, contenía millones de conchascon las que Adana enviaba a comerciara sus hijos. Con paciencia y a lo largode muchas generaciones, Adana habíaconseguido que la mayoría de los clanesaceptaran las conchas en losintercambios.

Pero Lür aquel día estabapreocupado.

—¿Por qué los has enviado a ellos,Adana?

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—Sabes la respuesta, ninguno de losclanes quiso compartir a sus hijas ytenemos muchos más hombres jóvenesque mujeres. Si no le pongo remedio, enuna generación los niños escasearán y lopasaremos mal como clan parasobrevivir.

—¿Compartir a sus hijas? ¿Así lollamas ahora? Di mejor que las pierden,que no las vuelven a ver.

—Las acogemos, las cuidamos, lashacemos parte de nuestro clan, ¿no es unregalo?

—Lo sería si dejaras marcharse alas que no se adapten, pero siempre nosocurre lo mismo cuando nosestablecemos durante demasiado tiempo

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en un valle. Los clanes acaban dándonosla espalda cuando les llegan lashistorias del destino de los hijos o lashijas que han querido huir de ti. Esnormal que ninguno quiera ya mezclarsecon los Hijos de Adán —dijo Lür,levantándose del lecho y colocándoselos pantalones y la casaca blanca.

—Si es así, nos marcharemostambién de esta tierra —contestó,distrayéndose con una pulsera de cueroque uno de sus hijos había tejido paraella.

—Tal vez sea el momento demarcharse, sí… —murmuró Lür,dándole la espalda.

—¿De qué estás hablando? —dijo

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Adana, levantándose desnuda yabrazándose a la espalda de Lür.

No tuvo que pensarlo siquiera,llevaba siglos sabiendo que el momentoelegido sería tan malo como otrocualquiera.

—No me dejarás marchar, ¿verdad?—aun así pronunció aquellas palabras ypor primera vez en mucho tiempo sesintió bien.

—Nadie se marcha de nuestro clanhasta que muere —contestó Adana, contranquilidad—. Y no querrás que teexilie.

—Pero yo no puedo morir.—Entonces no te puedes marchar.—¿Y si hubiera tomado ya una

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decisión, y si no te estoy pidiendopermiso?

—No puedes marchar, mandaría alos Hijos de Adán a por ti y te traeríande vuelta conmigo.

—Y me obligarías a estar contigo.—Somos los patriarcas de los Hijos

de Adán.—Tal vez no quiera serlo más.—¿Qué otro destino tienes, vagar de

nuevo solo por la Tierra?«Empiezo a echarlo de menos. Pero

sin ti, Adana. Sin ti».—Estas cambiando, no eres la dulce

Adana que conocí, la compañera sabiade Negu. O tal vez ahora te estásrevelando, ¿eres así en realidad?

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¿Sangrienta, cruel, despiadada?Ella lo miraba sin verlo, los ojos

traspasaban la mirada de Lür y no sedetenían, enfocados más allá delpatriarca. Él le pasó la mano por lamandíbula alargada por última vez, ¿quétenía en la cabeza?

Nunca lo sabía, nunca contestabacuando las palabras los llevaban adiscutir. En realidad, nunca lo tuvo encuenta, había sido un consorte másduradero que los otros, pero Adanasiempre había decidido el curso de losHijos de Adán, y Lür entendía que asífuera. Ninguno de ellos era sudescendiente. Seguía siendo solo uninvitado, alguien externo al clan. Su

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sangre no había llegado a cuajar nuncacon la de ellos.

No quiso irse como un cobarde, sindespedirse. Habló con cada niño, concada madre, con cada anciano. Todosguardaron silencio y lo miraron conpena, como si estuviesen frente a uncadáver que habían querido mucho.Alguna vez, hacía tiempo.

Adana pronunció su maldición y Lürse alejó de las cabañas blancas, sinmirar atrás ni una sola vez.

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26

Medias verdades

IAGO

Un timbrazo que provenía del porteroautomático me obligó a despertarme deun salto. Corrí hacia la entrada, dondeuna voz de repartidor me informó de lallegada a mi nombre de un envíobastante voluminoso. Me vestí de unsalto con los primeros vaqueros queencontré y una camiseta gris y bajéescaleras abajo para averiguar el origen

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de aquella injerencia.En el portal encontré a varios

operarios portando paquetes de distintotamaño y a Marion comprobando ellistado del pedido, con el mismo gestoresolutivo que le había conocido cuatrosiglos atrás en el puerto de Southampton.

—¿Qué es todo esto, Marion?—Una cepa de ratones de

laboratorio con sus jaulas, sacos depienso y agua —dijo señalando algunascajas—. Una pizarra transparente paraque tú y yo pongamos en común nuestrasteorías y apuntemos las formulas.¿Quieres que continúe, o nos dejas pasary comenzamos cuanto antes?

Me alisé el pelo desordenado,

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todavía un poco somnoliento.—No, está bien. Diles que lo dejen

todo en la cuarta planta —concedí.Una hora después ya habíamos

desempaquetado las jaulas de losanimales y les habíamos encontrado unlugar al fondo de mi laboratorio. Marionse había comprado una bata blanca y metendió una nueva para mí. Colocamos lapizarra transparente frente al ventanal ytomamos dos rotuladores blancos.

De nuevo empezaba la partida:¿hasta dónde callar?, ¿hasta dóndecontar?

Marion fingía su calma habitual,pero yo era consciente de que llevabatiempo esperando aquel momento.

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Suspiré. Comenzaba la función.—Te voy a ser sincero: no he

encontrado la causa que nos hacelongevos —mentí, estudiando sureacción—. Pero en cuanto leí vuestrostrabajos sospeché que tenía que ver connuestra capacidad de tener en el cuerpola telomerasa activa o de generarla pornosotros mismos.

—Esas son también mis sospechas,aunque no soy capaz de llegar más lejos.Continúa.

—Lo cierto es que usé a mi hermanoNagorno con un doble propósito: leclavé esa inyección sin saber muy bienlo que pasaría, pero quería observar quéle ocurre a un cuerpo como el nuestro

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cuando le inhibimos la telomerasa. Y sitenía que usar un conejillo de indias, élse había ganado el derecho a serlo.

—Debes odiar mucho a tu hermanopara utilizarlo de esa manera —dijo,sentándose en una banqueta frente a lapizarra.

—Algún día te contaré nuestra tiernahistoria —respondí, sin intención deentrar en detalles—. Ahora lo quehemos de intentar es revertir ese efecto.

Le omití todos los pormenoresconcernientes a mi descubrimiento deque los longevos teníamos en realidaddos mutaciones genéticas: la primera, ladel gen que mantenía la telomerasaactiva, la segunda, la del gen que inhibía

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cualquier tipo de cáncer.—¿Y eso es todo lo que averiguaste

después de exprimir nuestros estudios?—preguntó, cruzando los brazos.

—¿Te parece poco? De momento séque la telomerasa es el motivo, de otromodo, no habría tenido ese efecto en sucorazón ni lo habría envejecido cienaños en un año.

—¿Y ya tienes pensado cómoempezar?

—En eso espero que me ayudes tú—le dije, tendiéndole un rotulador.

Marion se levantó y comenzó aescribir en la pizarra.

—Tenemos un órgano, que es elcorazón de tu hermano, artificialmente

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envejecido. Digamos que tendríamosque limpiar de ese inhibidor detelomerasa todas las células de sucorazón.

—Y volver a activarla, como si nohubiera ocurrido nada.

—Eso es.—Lo único que se me ocurre es

hacer pruebas con estos ratonesinyectándoles virus modificadosgenéticamente. Verás, lo que hemosaveriguado este año en la CorporaciónKronon es que los virus oncolíticosinyectados en el cuerpo de un pacientecon cáncer se replican dentro de lascélulas tumorales y acaban con ellas. Tuhermano ahora no tiene telomerasa, así

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que podríamos trabajar en modificar unode estos virus, no para que limpiencélulas tumorales, sino para queeliminen el inhibidor de telomerasa quele inyectaste.

—¿Me estás proponiendo quetratemos a mi hermano con terapia viral?—le pregunté, frunciendo el ceño. Noera una opción que me hubieseplanteado nunca. Era arriesgada y uncampo muy poco explorado.

—Suena un poco desesperado, lo sé—asintió—, y los efectos secundariosserían totalmente impredecibles, dado loexcepcional del caso.

—Así que me sugieres queconsigamos un virus que se replique

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dentro de las células del corazón deNagorno y provoque la muerte delinhibidor de telomerasa, para que todofuncione como lo hacía antes —pensé envoz alta.

Ella asintió, estábamos a punto decomenzar una investigación improbabley desastrosa, y ambos lo sabíamos, perofingíamos muy bien no saberlo.

—De acuerdo, tenemos entonces eltiempo justo para trabajar con losratones y hacer como mucho una o dospruebas antes de enviarle a Nagorno sumaldita cura —dije.

—No te precipites, Iago. Primerohay que extraerle células a tu hermano,cultivarlas durante unos diez días y

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luego hacerle una transfusión de sangre.—Ya tengo sus muestras, se las pedí

en cuanto me llamó para explicarme lascondiciones del secuestro de mi esposa.

Marion asintió, pero en sus ojos viun brillo triste, como si le dolieran misúltimas palabras. Aunque lo disimulócon aplomo y nos perdimos durantehoras en complicados cálculos que solointerrumpimos para bajar al PaseoPereda y tomar unas tapas al mediodía.

A última hora de la tarde, con lacabeza embotada de datos, la invité abajar a la tercera planta y nos sentamosen el sofá de Lyra. Casi ni me di cuenta,pero al cabo de un rato Marion acabótumbada, mirando el techo, como tantas

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veces hizo mi hija. Y hablamos durantehoras de otros tiempos, y reímos connostalgia como dos viejos. Estaba apunto de acariciar su mejilla, comohacía con Lyra, cuando fui consciente delo que iba a hacer y me censuré.

—Me costó quitarte el luto en NuevaInglaterra, me alegra que hayasdesechado el negro de tu atuendo —dije,señalándole su bata blanca de científica.

Ella sonrió, aceptando el cumplido.—No eras viuda, ¿verdad? No hubo

nunca un señor Adams.—No, jamás existió. Durante los

últimos milenios, sobre todo en Europa,me resultó muy cómodo fingir que eraviuda. Una mujer soltera, una virgen,

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siempre era una pieza codiciada quetraía demasiadas complicaciones. Perosiendo viuda se me podía asumir ciertopatrimonio, cierta experiencia, y sobretodo, bastante libertad para no tener quetomar una y otra vez esposo, y laobligación de la maternidad, con elriesgo que suponía cada parto.

—¿Qué hiciste después, cuandoabandonaste nuestra granja en Duxbury?

—Deambulé por la zona, y acabédécadas después en Salem —se limitó adecir.

—¿Me estás diciendo qué…?—No quisiera hablar de eso ahora.La comprendía, ¿para qué recordar?

Lyra también lo sufrió en 1610 y nunca

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la forcé a contarme cómo escapó delhorror. Me sentía demasiado culpablepor no haber cuidado de ella, perdido enel condado de Cork por culpa delalcohol.

—Parte de mi familia vivió losjuicios que se derivaron deZugarramurdi, en Navarra. Acusacionesde campesinas y criadas que provocaronun infame auto de fe en Logroño.Cuarenta vecinas fueron acusadas y docemurieron en la hoguera —dije.

—¿Puede Adriana comprenderlo,Iago? —me preguntó, incorporándose derepente—. El terror de ser acusada portus vecinos, ¿tú no temiste ninguna cazade brujas? ¿Tú no viviste aterrado

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cuando la Inquisición te rondabademasiado cerca?

—He vivido aterrado muchas veces,Marion.

—Y sabes que ella no es capaz decomprenderlo.

—Creo que sí puede comprenderlo,al menos intelectualmente. Procesarlo,empatizar conmigo. Pero obviamente noestuvo allí. —Miré hacia el ventanal, elsol bajaba por la bahía y las nubesoscurecían lo que quedaba de día.

Yo no tenía prisa por levantarme deaquel sofá, solo necesitaba dejardescansar un poco mi cerebro.

—Antes no podíamos permitirnostener secuelas postraumáticas, ni había

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psicólogos a los que acudir, ni terapiaspara superar los horrores que vivimos—continuó Marion, parecía que lehablaba al vacío. Yo solo escuchaba loque ya sabía—. Simplemente continuar,apretar los dientes, callar y comenzar avivir de nuevo. Olvidar los rostros delas malas personas que nosatormentaron, esperar unas décadas, quela muerte y la vejez se ocupase de ellospara dejar de temerlos.

—Lo reconozco, yo también me heregocijado muchas veces con ese triunfoíntimo: todos nuestros enemigos vanenvejeciendo y muriendo, nosotrospermanecemos jóvenes y vivos.

—¿No puedo llamarte Ely de nuevo?

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Me resulta muy extraño acostumbrarmea llamarte Iago.

—No, Marion, aquella etapa estácerrada.

«No dejes que vuelva el pasado»,me obligué a repetirme.

—Hay algo que tengo quepreguntarte y a lo que no dejo de darvueltas desde el día que nosreencontramos en París: ¿por quéafirmas que somos longevos, pero noinmortales? ¿Acaso has visto morir aalguno de los tuyos? Tu hijo Gunnarr, alque diste por muerto, en realidad no loestaba. En Plymouth viste que no nosafectaba el escorbuto. Ambos hemospasado por epidemias y hambrunas, por

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mil accidentes, guerras, desastresnaturales. Nos hemos expuesto apatógenos de otros continentes, aalimentos en mal estado, y aquí estamos,de una pieza. La perversión de esteasunto es: ¿cómo saber si soy inmortal?Solo podré saber que no lo soy instantesantes de mi muerte, cuando comprendalo inevitable del momento.

—No somos inmortales, Marion —la corté.

—¿Cómo estás tan seguro?—Tuve una hermana, Boudicca.—¿Boudicca, la caudilla britana?

¿Era uno de los vuestros? —dijo, comosi aquello tuviera un interés especialpara ella que no fui capaz de intuir.

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—Así era, y murió.—¿Estás seguro? ¿La viste morir?—Vimos su cadáver, me robó el

veneno que yo guardaba para lossuicidas, y encontramos su cuerpocomido por las alimañas del bosque.

—¿Estás seguro de que era sucuerpo, y no una puesta en escena?

—Marion, vi su cuerpo, lo quequedaba de él. Sus cabellos, sus trenzaslargas…

—¿Y eso es todo? ¿Estás seguro deque era ella y no restos de otroscadáveres? ¿Podrías poner la mano en elfuego?

Entonces la cicatriz de la manocomenzó a quemarme de nuevo. Eran

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ellas, Boudicca y Lyra, de nuevo,advirtiéndome de un peligro. Algo muypoderoso amenazaba a toda La ViejaFamilia, de otro modo no se estaríanrevolviendo en sus tumbas de aquelmodo.

—Tuve una hija longeva, se llamabaLyra. Era celta en su primera identidad.Murió el año pasado, en mis brazos,después de intentar recuperarla durantelos veintidós minutos más largos de mivida. Vi su cuerpo inerte. Estabaconectada a una torre de monitorizacióncardiaca. No hubo dudas, Marion. Mihija murió, su corazón dejó de latir y susrestos reposan en un cementerio a pocoskilómetros de aquí.

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—¿Estás seguro? ¿Has comprobadosi hay algún cuerpo en esa tumba?

Me levanté, cansado ya de aquelinterrogatorio que no hacía más quehurgar en lo más sangrante, en lo másdoloroso, en lo más sagrado para mí.

—No, no lo he comprobado. ¿Porqué hacer tamaño disparate? La hevisitado casi a diario. Créeme, esalápida no se ha movido.

—¿Lo has comprobado, Iago delCastillo? —insistió.

Apreté la mandíbula. La cicatriz deLyra me envió un latigazo de dolor queme recorrió el cuerpo y lo tensó. Marionme miró, asustada, sin comprender migesto.

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—No es nada —la tranquilicé—.Me ha dado un calambre.

—Ya.¿Cuántas medias verdades nos

quedaban por decirnos? ¿Siempre iba aser así entre nosotros, tanto si fingíamosmutuamente ser efímeros como si nostratábamos como los longevos queéramos en realidad? ¿Nunca podríamoshablar sin filtros?

—Creo que es mejor que me vaya,Iago. No he querido hacerte daño conmis preguntas.

—No es nada —mentí de nuevo ydejé que se fuera.

Me dejó el apartamento con su leveperfume y el recuerdo de Lyra en la

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cabeza.Entonces me miré la cicatriz de la

mano una vez más. No estaba seguro desi era Lyra o era mi manera de somatizarsu duelo y la sensación de peligro quetanto me estaba alterando desde queGunnarr volvió.

Me permití pensar en mi hija una vezmás, en los últimos años, en misdesesperados intentos por mantenerlaviva en contra de su voluntad, comoaquel invierno después de la muerte deFénix, Syrio y Vega. Su familia, suconstelación, como a ella le gustaballamarlos.

Recordé sus paseos nocturnos por laplaya de las Catedrales, en Ribadeo.

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De repente lo vi todo claro: lascatedrales.

¿Cómo no lo pensé antes? Me saquéel móvil del bolsillo del pantalón yllamé a mi padre, nervioso.

—No habíamos pensado en la playade las Catedrales, en Lugo. Puede seruna de las pistas que Gunnarr me dejó.

Mi padre calló unos segundos.—Reconozco que estaba buscando

un poco más lejos. Ribadeo está aapenas…

—Tres horas en coche, a unostrescientos kilómetros —me adelanté.

¿Cuántas veces había hecho eserecorrido en las últimas décadas?Conocía bien la zona, había tenido una

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casa junto a la playa que más tardevendí. Era incapaz de pasear por laplaya de las Catedrales sin recordar ladesolación de Lyra, para mí se convirtióen un lugar incómodo al que no volver.

—¿Estás en tu casa? —le pregunté.Él asintió—. Espérame, voy para allá.

Minutos más tarde aparcaba en laCuesta de las Viudas y me dirigíacorriendo a la casona recién recuperadade mi padre. Él me esperaba de piejunto a la chimenea. Había colocado unmapamundi enorme en una pared y lohabía llenado de chinchetas de colores.

Le pedí con la mirada que me loexplicara.

—Las rojas son puntos probables

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porque reúnen varias de lascondiciones: llegarás por aire o por mar,no serán grandes, hallarás masacres ycatedrales, serán miles, serán bellas.Las verdes solo reúnen una o doscondiciones, pero no las desestimo porsi Gunnarr se quería burlar un poco de tupaciencia.

—Comencemos con la pista de laplaya de las Catedrales, ¿cuántas islascercanas tenemos?

Mi padre se acercó al portátil y melo mostró.

—En la provincia de Lugo tenemosapenas islotes, casi todos demasiadopequeños siquiera para albergar algunaconstrucción donde esconder a Adriana.

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Todos esos los he descartado. Perotenemos la isla Pancha en Ribadeo. Hayun faro de 1857, aunque en mi opiniónestá demasiado cerca del pueblo, hay unpuente que la une a tierra y los fines desemana se llena de excursionistas.Adriana podría estar retenida en el faro,pero no es un lugar muy adecuado paraun secuestro.

—No, yo tampoco lo creo. Haciendomemoria recuerdo la isla de Area enViveiro. Estuvo habitada hasta mediadosdel siglo XX, y décadas después solíaser un lugar de acampada. Tendríamosque acercarnos e inspeccionar sobre elterreno, no nos llevará mucho.

—Puedo ir solo, tú deberías

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centrarte en la investigación, los díasestán pasando demasiado rápido yNagorno puede morir en cualquiermomento.

Fruncí el ceño. Mi padre meayudaría en cualquier empresa soloporque yo se lo pidiese, siempre habíasido así. Jamás me negó nada, pero nose me escapaba que estábamos ayudandoa Nagorno a sobrevivir, y eso para mipadre no dejaba de ser un alivio.

—Sigamos entonces —concedí—.¿Qué más islas tenemos?

Me acerqué al mapamundi de lapared y clavé un par de chinchetasverdes en la isla Pancha y en la isla deArea.

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—Aquí es donde empieza a ponerseinteresante: las islas Farallóns. Son tresislotes, en realidad. Pero es un lugardonde han naufragado muchos barcos.Tan solo en el siglo pasado tenemos elvapor María del Carmen, hundido en1931, el carguero Castillo de Moncada,en el 45, el pesquero Maryfran, en1957… ¿Serán las masacres a las que serefería Gunnarr?

No las había visitado, pero lasbusqué en Google Earth y solo vi varioscasquetes de roca, abruptos y tapizadosde césped, pero ninguna construcción.

—Aquí no hay un lugar con techodonde esconder a Adriana. No creo quese encuentren allí.

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Mi padre se acercó a la pared ycolocó una chincheta roja.

—Por si acaso las visitaré. Nunca sesabe. Y ahora viene mi sospechosanúmero uno: la isla Coelleira, llamadaasí por los conejos que la recorríanantaño. Está un poco alejada de la playade las Catedrales, a una hora en coche,pero su historia encaja muy bien con loque estamos buscando. En primer lugar,porque es la isla más grande de todascuantas he encontrado y tiene un faro,aunque es muy escarpada. Solo hayviento y brumas, poco más, pero en el siglo IX había un monasterio de monjesbenedictinos que fue asaltado por losnormandos.

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—Así que ya tenemos la masacre.—Y no solo eso: he encontrado un

detalle muy interesante. En 1628 hay unadenuncia del deán de Mondoñero,quejándose de que algunos pescadoresvizcaínos usaban la isla como atalayapara pescar ballenas, actividad quecasualmente se le da muy bien aGunnarr. Y adivina, el año siguiente laisla es adquirida por una familiaanónima cuyo nombre jamás hatrascendido en ningún documento.

—Por decirlo claramente, el modusoperandi lleva la marca de La ViejaFamilia —resumí, colocándome frenteal mapamundi.

—Así es, pero las buenas noticias

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no acaban ahí. En el siglo XIX la isla fuedesamortizada y pasó a pertenecer a laArmada Española. Fue entonces cuandoinstalaron un faro para la navegación.

—Desamortizada, dices —torcí elgesto, pensando en mi hermano—.Ambos sabemos que Nagorno supoburlar muy hábilmente todas lasdesamortizaciones a las que intentaronsometer a sus bienes.

—Entonces tenemos otra chinchetaroja —sonrió mi padre, clavándola en lapared—. Ya tengo por dónde empezar.Mañana a primera hora parto haciaLugo. Inspeccionaré sobre el terrenotodas las islas y sus faros.

—Tal vez… —se me ocurrió, de

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repente—. Tal vez Adriana no esté en lasuperficie. Tal vez Nagorno hayaconstruido también algún túnel, comohizo en el MAC.

—Las rodearé con barca, entonces.Buscaré cuevas, lo que sea, hijo. Perointentaré traértela de vuelta pronto.

—Si ves algo sospechoso, aléjate yllámame. Procura no ser visto. Gunnarrtiene ojos en la espalda.

—No me asusta Gunnarr, hijo. Yotambién los tengo.

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27

El primer invierno

Nueva Inglaterra, 1621 d. C.

IAGO

Desperté con el cuerpo entibiado por laspieles de la manta. Dentro de los wetu,las casas nativas, el fuego central ardíadía y noche, y el calor se manteníaconstante pese a las heladas que aquelinvierno castigaban la costa de Nueva

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Inglaterra. Habían pasado ya dos lunasllenas y me había acostumbrado a vivircomo los wampanoag, a hablar sudialecto, mucho más cómodo para micabeza que el inglés o el español y avestir con sus cómodas casacas y conpantalones que no se calaban con lanieve.

Salía a pescar con ellos todas lasmañanas. A veces, la tormenta dejabaorcas moribundas varadas en los bancosde arena de la costa y su carne nosservía durante semanas. Había viajadoal norte con Squanto y con Samoset, otroindio que también sabía inglés y quehasta entonces hacía las veces deintérprete.

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Aprendí a cazar castores con ellos.No eran una pieza fácil, requerían demucha paciencia en el acoso y los indiosse reían de que los ingleses eranincapaces de matar uno solo. Peroenseguida comprendí que sería unnegocio muy lento si yo era el únicocazador válido de toda la colonia dePlymouth. Sabía que la única soluciónera dejar que los nativos cazasen ycomprárselas a cambio de mercancías,así que decidí volver a Cabo Cod parahablar de mis avances con el gobernadorCarver y, por qué no decirlo, despejaresa constante preocupación por la viudaAdams que algunas noches me manteníainsomne.

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Me despedí del sachem y de Squanto ypartí después de una tormenta de nieve,cuando los bosques de pinos eran solosilencio y todo cuanto se escuchaba erael roce de mis mocasines al aplastar lanieve dura. Llegué a la destartaladaempalizada después de día y medio decaminata. No había vigías apostados enlo alto y pude cruzar la entrada sin quenadie advirtiera mi presencia.

No se veía un alma por las callesembarradas de aquella pobre imitaciónde pueblo inglés. Las pocas casasconstruidas dejaban pasar el frío através de los tablones de madera.

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Tendría que enseñarles a construir conadobe. El pozo que marcaba el puntocentral del poblado parecía abandonadohacía mucho y ni siquiera el cubo rotoque alcancé a ver tenía una cuerda parasubir el agua.

El silencio se rompió cuandoescuché abrirse una puerta desvencijada.Manon me apuntó directamente con unmosquete, sin reconocerme.

—¡Soy yo, Ely! —grité, alzando lasmanos en señal de rendición—. ¡Pornuestro soberano Jacobo, no disparéis auno de sus súbditos!

Al escuchar mis gritos, variaspuertas más se abrieron y vi algobernador y al capitán Standish

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acercándose hacia mí.—¡Mi buen amigo Ely! —Me abrazó

el gobernador Carver—. El Señor haescuchado mis plegarias. ¿Nos traescomida para calmar nuestros estómagosvacíos?

Miré a mi alrededor, donde algunospuritanos se habían congregado. Susmejillas estaban hundidas, sus cuerposestaban famélicos. Había vistohambrunas muchas veces, tantas veces,pero ninguna que hubiese cambiado suscuerpos en tan poco tiempo. Me costabareconocer en aquellos esqueletos a lospasajeros del Mayflower.

—¿Comida? —repetí—. No, no hetraído comida. En cambio os traigo las

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primeras pieles de castor para enviar aLondres, tal y como concretamos antesde mi partida. ¿Qué ocurre con lacomida, que tanto os preocupa? ¿Nohabéis sido capaces de conseguirla porvuestros medios? ¿Y por qué solo veohombres y niños, dónde están lasmujeres?

—Han muerto casi todas —contestóManon, adelantándose. Tenía unas ojerasnegras bajo su piel antes bronceada—.El escorbuto está acabando con todosnosotros. Cada día perdemos a dos otres personas. Solo estoy yo paraenterrarlas, nadie tiene fuerzas paraayudarme, y esa labor me quita tiempopara atender a los enfermos.

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—¿Escorbuto? ¿No sois capaces defrenar el escorbuto? ¿Y los limones quetraje?

—Son cuentos de marineros. No estácomprobado que sirvan de mucho —merepitió Manon, como si le hablase a unniño pequeño.

—¿Dónde están? —le grité. Creoque era mi culpabilidad lo que me hacíacomportarme como un energúmeno.

Manon no se amilanó con misalaridos, me señaló la cabaña de dondeella había salido y corrí a buscar eltonel que le había confiado antes departir con los nativos.

Levanté la tapa, y tal y como metemía, la mayoría estaban podridos o

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helados, pero algunas docenas se habíanconservado en bastante buen estado.

—Exprimidlos y dadle el jugo a losenfermos, también a los que no lo están.En pequeñas dosis, varias veces al día.Es lo único que necesitan —le dije alanciano doctor en cuanto lo encontré. Élasintió, estaba tan desesperado despuésde ver morir a tantos de sus hombressantos que aceptó mi solución como sifuera maná.

—¿Cuántos han muerto? —preguntéa Manon cuando me llevaron a la cabañamás grande donde todos los enfermosgemían en camastros improvisados demadera.

—La mitad, apenas quedamos

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cincuenta. Volved con los nativos, Ely.Aquí no hay sitio para un hombre comovos. En unas semanas morirán todos y nohabrá colonia.

—¿Eso pensáis de mí? ¿Creéis queos voy a abandonar? ¿Creéis que olvidévuestra ayuda?

«¿Crees que he olvidado que graciasa ti no he vuelto a ver el espectro deGunnarr?».

—¿Y no es así?—No, Manon. No es así. Yo cavaré

las tumbas con vos. ¿Qué más hay quehacer?

—Lavar la ropa de los enfermos,que obviamente, apesta. Ir al bosque ytraer leña seca, mantener los fuegos

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encendidos en todas las casas. Perosobre todo necesitamos comida.

—Yo pescaré.—Las aguas están heladas.—Yo pescaré —repetí—. Y pondré

trampas para las liebres, veré si puedocazar algún ciervo. En cuanto os consigacomida para un par de días volveré alcampamento de los wampanoag. Ellostienen pavos, os enseñarán a criarlos enestas latitudes. Tendremos que reforzarlas paredes de las casas a base de barromezclado con paja, así no entrará frío yno tendremos más cadáveres heladoscada madrugada.

Creo que fue la primera sonrisa quele vi en mucho tiempo. Su rostro

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cansado se volvió cálido cuando me lopreguntó.

—¿Entonces os quedáis?—Me quedo, Manon. Y espero que

un día me perdonéis por haberosabandonado.

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28

Cicatrices

ADRIANA

Cabalgué a oscuras durante un buen rato,alejándome del castillo. El sendero eraestrecho pero la yegua avanzó con pasoseguro hasta quedar al borde de unacantilado. Allí frenó en seco y no tuvemás remedio que desmontar, porque senegó a avanzar más. Varios metros másabajo podía escuchar las olasbatiéndose en una playa de guijarros que

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una escueta luz de luna iluminaba.Comencé a descender por una laderaescarpada, entre arbustos secos yhierbas altas, hasta llegar a una pequeñacala.

Cuando me adapté a la oscuridadcomencé a investigar el terreno, y a misespaldas vi la estrecha abertura de unacueva.

Corrí a adentrarme en ella, en pocashoras amanecería y tal vez me sirvierade refugio cuando mis captores vinierana buscarme. Pero cuando me disponía aentrar, una enorme sombra se separó delas paredes de la cueva y me cortó elpaso. Yo retrocedí, aterrada.

—Estoy muy orgulloso de hasta

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dónde has llegado, stedmor, cada vezentiendo mejor a mi padre. Pero es horade volver a la celda.

Reconocí la voz de Gunnarr, peropor su tono comprendí que no estabapara bromas, aunque yo tampoco. Estabaagotada de un día y una noche tan largos,agotada de darle vueltas a todo en micelda, agotada de ser un títere en manosajenas y no tener poder para decidiralgo tan simple como qué comería al díasiguiente, qué ropa me pondría, por quécalles iría a pasear o a quién quería veraquella noche.

—Solo me estabas probando, comocuando fingiste un infarto. Has dejado lapuerta sin cerrar adrede, solo para

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comprobar si me escapaba.Él sonrió, llevaba un trozo de soga

en la mano.—¡Deja de jugar conmigo! —le

grité, nerviosa, sin dejar de mirar lacuerda.

—No juego, intento averiguar cómoeres. Digamos que me intrigan tusreacciones. Vamos a subir la colina y túvas a montar en mi caballo, está ocultotras ese risco que ves. Tuvá no soportami peso y no me fio de que la montes túy escapes al galope. La yegua nosseguirá. Y, por cierto, por aquí no ibaspor buen camino. Esta cueva no tienenada bueno que ofrecerte.

—Y sin embargo tú y tu tío soléis

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venir. De lo contrario, el Akhal Teke nome habría guiado hasta aquí de noche.

—Chica lista. Vamos, sube por eseatajo. Yo te sigo.

Pero me negué a obedecerlo una vezmás. Salí corriendo en direccióncontraria, agarrándome a las hierbas queiba encontrando para subir por la lomaescarpada.

Gunnarr me alcanzó enseguida por laespalda. Me pasó su brazo por delantedel pecho, inmovilizándome, y acercó suboca a mi oído.

—Adriana, nunca he hecho daño auna mujer, no me obligues a empezarhoy, porque no quiero hacerlo —mesusurró.

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Me había llamado Adriana, porprimera vez. El «casi» célibe habíabajado la guardia.

Aproveché y me zafé de él con uncodazo. Después salté varios metroshacia abajo, de nuevo en la cala.

Gunnarr cayó sobre mí parafrenarme. Durante un momento me quedésin respiración, aplastada por suinmenso cuerpo.

—Perdona, stedmor —dijo, no sé siavergonzado. Se incorporó un poco,liberándome de su peso. Después meinmovilizó ayudándose de las rodillas yse sacó la soga del bolsillo trasero delpantalón.

—No me ates, por favor, tus nudos

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son muy prietos y tengo demasiadasrozaduras en las muñecas. Te loprometo, Gunnarr. Te doy mi palabra, nointentaré escaparme, pero no me ates denuevo.

—De acuerdo, pero nada detonterías. Tú vas por delante, stedmor.—Hizo grillete con su enorme manazaalrededor de mi muñeca y emprendimosla marcha hasta su caballo.

Gunnarr montó primero y me alzópara colocarme sobre el lomo delante deél. Después buscamos a Tuvá, la yeguaAkhal Teke, y dejamos que los caballosnos llevasen de vuelta al castillo. Lanoche estaba cerrada, era incapaz deidentificar ningún rastro de civilización

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en el paisaje que estaba viendo, tan soloel enorme bloque de una montaña debasalto que se erguía frente a nosotros yque no se veía desde el otro lado delcastillo.

—De todos modos, esa cueva dondete ibas a adentrar… no era un buenlugar. En serio. Hay otra cercana que noarrastra un pasado tan oscuro, CathedralCove. Oficiamos muchos serviciosdespués del levantamiento de 1745, perosolo se puede acceder cuando la mareaestá baja. Por eso la yegua no te hallevado allí, aunque yo la prefiero. Paramí el camino que hoy has recorrido estámaldito.

—¿Qué ocurre con esta cueva? Me

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he adentrado en sitios peores, casi todaslas cuevas prehistóricas donde hetrabajado tienen peor entrada que esta,créeme.

—Puede ser, pero no creo quetengan una historia peor que contar. Sela conoce como la Cueva de la Masacre.Aquí murieron calcinados y asfixiadostrescientos noventa y seis miembros delclan McDonald en 1577.

—¿Cómo sucedió?—Estábamos inmersos en una guerra

de clanes. McLeods contra McDonalds,McDonalds contra McLeods. Unamuerte para vengar un agravio, unaemboscada para responder a un insulto.Tío Nagorno y yo éramos juez y parte en

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aquella época. Siempre irascibles,siempre hostiles, siempre con la espadaa punto de desenvainar. Era un modo deentender la vida y nosotros locompartíamos. Al clan McLeod se lepermitió morar en nuestra isla duranteuna de las treguas. Los libros deHistoria dicen que se volvierondemasiado amorosos con las doncellasde nuestro clan. Bonito eufemismo.Comenzaron a asaltarlas en cualquiersendero, entraban en las granjas alanochecer y se las llevaban, ningunaestuvo a salvo. Si hubieses dado elpaseo de esta noche durante aquellaépoca, simplemente no habrías llegadohasta aquí intacta. Te habrían encontrado

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y se habrían divertido contigo.Tragué saliva al escucharlo, pude

ver que no exageraba.—Los McDonalds los acorralamos y

los echamos de la isla —continuóGunnarr—. Ellos buscaron venganza eintentaron volver, pero estábamospreparados. Todos los habitantes de laisla, todos los miembros del clan. Nosescondimos en esa cueva, acechándolosmientras intentaban tomar la isla desdeel mar, pero uno de los nuestros subiópor la colina en un descuido y nosvieron. Taparon la entrada con paja yprendieron fuego. Las crónicas dicenque solo una familia se salvó, otros quesolo una anciana dama. No ocurrió nada

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de eso, en realidad. Solo Nagorno y yo.La isla quedó deshabitada, todosperecieron. Después de aquello nosrefugiamos en Irlanda y con el tiemponos convertimos en jefes de los clanesdel norte, Hugh O’Neill, conde deTyrone y Red Hugh O’Donell, Señor deTyrconnell.

—Y ahora estás hablando de Kinsale—intervine.

—Sí, pero eso te lo contaré otro día,stedmor. Otro día —susurró a miespalda.

—A mi madre le habría parecidointeresante lo del fuego —comenté,cambiando de tercio.

—¿A tu madre? ¿Y eso por qué?

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—Porque era psicóloga y habríaopinado que tu facilidad para acabar ensituaciones donde esté implicado elfuego es un estupendo desencadenanteemocional.

—Y una vez más, la visión de unaefímera como tu madre nos da un puntode vista demasiado parcial. Pero ¿cómoiba a ser ella capaz de ver el cuadrocompleto de los cuatro longevos y suselementos?

—No te comprendo, Gunnarr.—Es una vieja teoría que manejo:

creo que cada longevo está vinculado auno de los cuatro elementos: Tierra,Agua, Viento, Fuego. Es inevitable, loselementos se nos presentan una y otra

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vez a lo largo de nuestra vida. Tierra enel caso de mi abuelo Lür, por su NombreVerdadero y por el apego que le tiene aeste planeta hasta el punto de que no hallegado el día en que lo abandone. Mipadre, Urko, está vinculado al agua. Porsu nombre también, significa «el queviene del agua». Pero además por suclan materno y por sus creencias de quenuestros ojos son de este color porqueestamos vinculados al agua y debemosvivir siempre cerca de un lugar de costa,tal y como mi padre me aleccionó, operderemos nuestra identidad y el colorde nuestros ojos se extinguirá. Mi tíoNagorno, al viento. Siempre vive enlugares donde el viento es más fuerte

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que otros elementos. O tal vez ocurra alrevés, allá donde él llega, el viento loobedece y lo sigue, y se hace dueño detodo el paisaje que le rodea. No estoymuy seguro, he visto demasiadosprodigios a su lado. En cuanto a mí, nosé por qué demonios siempre acaboenfrentándome al fuego. De momento lohe vencido.

—No me había fijado en eso de losnombres.

—Los sonidos de nuestros nombresson muy antiguos, provienen de lasprimeras palabras, las primeras raíces.

—Hasta ahora sabía que el morfemaUR se repite en muchos lugares deEuropa donde había agua —le dije—.

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Hay arroyos llamados Urti, el río Uringaen el Rif, y todos sus derivados, todaslas fuentes de l’Or en España y en losAlpes. Iago me dio una clase magistralde toponimia prehistórica ypreindoeuropea.

—Así es, una de las palabras másantiguas, aunque Lür lo es más. Elsonido que lo acompaña, representadoen el presente por la letra ele,acompañaba a las palabras parareferirse a algo que contenía, el soporte,la tierra misma. Todos nuestros nombresoriginales intentan mantener esemorfema, adaptándose a las distintaslenguas de la cultura donde nacimos:Lur, Urko, Nagorno, Lyra, Gunnarr…

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Llevamos la marca de La Vieja Familiaen nuestros nombres, y eso no es bueno,eso no es bueno… —dijo para sí—. TíoNagorno me ha contado que mi padre tellama Dana. Es un morfema muy antiguo,yo no lo usaría. Debes tener cuidado conél —murmuró, como si el simple hechode pronunciarlo en voz alta le hiriese.

—Volviendo al tema de los cuatroelementos, mi abuelo Lür, en cambio,piensa que cada longevo tenemos untótem: el suyo es un mamut, por lalongevidad. Mi padre, un león de lascavernas, por la inteligencia y laagilidad, Nagorno un ofidio, yo un osoalbino. Es lo que tienen los Antiguos,sus creencias absurdas, sus

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supersticiones…—¿Los Antiguos?—Sí, los longevos con muchos

milenios a sus espaldas.—Hablas como si hubiera más que

tu abuelo y tu padre.—No, que yo sepa. Vamos, no

quiero que nos sorprenda el alba. Mi tíoNagorno no debe enterarse de esto o novolverás a salir de la celda.

—¿De verdad te preocupa mibienestar?

No respondió, Gunnarr no lo hacía sino tenía nada que añadir o si no leconvenía darme una respuesta.Simplemente me ignoraba y no parecíanincomodarle los silencios.

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—Mi madre fue la psicóloga deNagorno —le dije, solo por continuarhablando—, de hecho, intentó sin éxitotratar al psicópata de tu tío. Un casoperdido.

—No lo subestimes, sabes quecomprendo el odio que sientes hacia él,te ha tocado ver su lado peor. El queasesina a tu madre, el que te secuestra,pero yo diría que pese a todo, ejerces enél un efecto que no he visto en ningunamujer. Es más, cuando todo esto seresuelva satisfactoriamente, estoy segurode que Nagorno no volverá a molestarte.Sé que ahora está atormentado por esemotivo, él quisiera haber resuelto esteasunto de otra manera, sin implicarte.

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—Eres muy optimista, ¿de verdadcrees que Iago llegará a tiempo? Lo quele habéis pedido raya lo imposible, y tútienes cerebro para darte cuenta de eso ymás.

—Tienes que confiar más en mipadre. Todos tenemos que hacerlo. Yo lohago. Sé que hará lo imposible por curara tío Nagorno a tiempo. Entonces éldejará de molestarte, de hecho, creo quete has ganado un protector. Creo quedurante las décadas que te queden devida, Nagorno cuidará de ti en lasombra, en la distancia, como siemprehace por los que quiere. Y yo lepermitiré a mi maldito orgullo perdonarde una vez a mi padre. Si te aprecia

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como mereces, me doy por satisfechocon el sufrimiento que estará padeciendocon tu secuestro. Confía en mi padre,stedmor. Él pondrá de nuevo orden enLa Vieja Familia, que tanto lo necesita.

—Tu padre… —Suspiré—. Iagoestaría alarmado si supiese cuáles sonmis pensamientos, y yo también estoypreocupada por mis reacciones, encierto modo.

—Explícate.—¿Cómo hacerlo? Intentaré que lo

entiendas sin que te rías de mí. Verás,Gunnarr: los días son muy largos en lacelda, me obligo a no pensar en Iago, meenfermaría pensar en lo desesperado quedebe de estar por mi secuestro y por la

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amenaza de Nagorno y la tuya también,para qué nos vamos a engañar… Y pesea ello, creo que mi cabeza me estájugando una mala pasada. Pensé que eramás fuerte, que tendría más aguante,pero me encuentro teniendopensamientos repetitivos, recordandouna y otra vez las historias que mecuentas de los berserkir, deseando quellegues por las noches y me cuentes unpoco más.

—Tienes miedo de estardependiendo de mí para no volverteloca.

—Para ser claros, Gunnarr: tengomiedo de estar padeciendo un síndromede Estocolmo contigo.

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Gunnarr tiró de las riendas y sucaballo frenó en seco.

—Eso implica una dependenciaenfermiza hacia tu captor.

—Así es.—No lo creo, acabas de intentar

escaparte de mí.—Tenía que intentarlo, ¿no crees?

Pero mientras me dejaba guiar por layegua de Nagorno, no dejaba de pensar:«Se acabó, puedo ser libre. Todo puedeacabar pronto». Y me planteaba tambiénlas consecuencias: si Iago te perdonaría,si volvería a saber de ti, de tus historias,de qué pasó contigo, y sobre todo, sialgún día me enteraré de lo que ocurrióen Kinsale y separó a un padre y a un

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hijo que tanto se quieren como vosotrosdos.

Gunnarr guardó silencio, emprendióla marcha y yo no veía nada, solo notabasu cinturón y su pecho golpeandorítmicamente mi espalda mientras elcaballo avanzaba al trote.

—Gunnarr, ¿estás ahí? —le pregunté—. ¿Te has dormido o algo así?

—He estado a punto —dijo, pero sutono había cambiado ya. Era frío, eradistante, y eso era lo que yo buscaba.Una reacción, un cambio—. Me aburrenmucho tus explicaciones, stedmor. Ycréeme, si alguien tiene ganas de queeste secuestro acabe, ese soy yo.

Llegamos a la cuadra en silencio,

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Gunnarr encendió una pequeña luz paradejar a los caballos en su sitio y mirócon el ceño fruncido a un cielo que yaclareaba.

—Debemos entrar, mi tío despertaráen cualquier momento.

Pero yo no quería dejar pasar laocasión. Gunnarr parecía dispuestoaquella noche de confidencias acontármelo casi todo.

—Lo que has dicho antes delfuego… las marcas que tienes en elcuello son de un incendio, ¿verdad?

El me miró, sorprendido.—Hacía tiempo que nadie se fijaba

en ellas —murmuró, para sí—. Imaginoque porque hace muchísimo tiempo que

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no tengo a nadie tan cerca como paraque las vea.

Se quitó su camiseta oscura con unade esas frases que estaban en todaspartes últimamente: Keep calm andcarry swords.

«Mantén la calma y trae lasespadas». Muy propia de Gunnarr.

—¿Qué ocurrió? —pregunté,mirando las cicatrices que se extendíanpor el pecho.

—Yo tenía un barco y unatripulación. En el siglo XIV me ganaba lavida llevando a peregrinos ingleses através del Canal de la Mancha hastadejarlos en la costa española, dondeellos continuaban en su ruta hacia el

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antiguo Camino de Santiago. Conocí auna mujer, líder de los suyos. Erapoderosa, intuí que pérfida. En ciertomomento me pidió un favor, un favorcostoso, que incluía derramar muchasangre. Yo se lo hice, pero me aseguréde dejarla atada a una promesa. Estasquemaduras me las hice al volver enbarco de aquella misión, mi ropaprendió, el barco naufragó y perdí atodos mis hombres.

Me acerqué para verlo mejor en lapenumbra.

—Entiendo que a unos ojos de mujermis heridas les resulten repelentes.

—No, no es eso —dije, pasándole lamano por la piel cicatrizada del pecho.

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Estaba más bien horrorizada de quealguien hubiera sobrevivido a aquello—. Es solo que las quemaduras tecubren todo el pecho, debiste de pensarque tu corazón iba a arder aquel día.

—Tú lo has dicho, stedmor. Micorazón estuvo a punto de carbonizarseaquel aciago día.

Me acompañó hasta la celda ensilencio y no cerró con llave hasta queme vio tumbarme en la cama, peroestaba tan pensativo que ni siquiera sedespidió.

Esperé a que apagase la luz y por finpude sonreír en la oscuridad.

Mi intento de fuga había resultadofallido, pero Gunnarr me había dado

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datos suficientes acerca de miubicación: ya me había hecho una ideade dónde me retenían.

Solo necesitaba que Gunnarrsiguiese creyendo en mi síndrome deEstocolmo. La próxima vez que quisieraprobar mis reacciones no se iba aencontrar con un simulacro.

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29

Primera masacre

Actual Tanzania, 20 000 a. C.

LÜR

La niña, una gwadi, llegó corriendo ytiró de su brazo.

—¡Lür, tienes que venir!, debes veresto —le gritó.

Lür la reconoció por el cabelloensortijado. En la aldea todos los niños

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lo tenían más lacio, tal vez porque todoseran mestizos, hijos de un blanco comoLür y de sus esposas, todas de pieloscura.

Soltó el arco y corrió tras ella,olvidando a la presa que estaba a puntode disparar. La gwadi tenía los ojos muyabiertos, había visto antes aquellamirada de terror. Sabía que algo muymalo había ocurrido.

—Han sido los demonios —dijo lachiquilla, con la boca seca—, yo los vicorrer, eran blancos como tú y gritabantu nombre.

Lür se acercó a las chozas,incrédulo. El silencio era tan espeso queno reconocía el lugar, hasta aquella

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mañana había sido una ruidosaamalgama de chácharas de mujeres,correteos de niños, risas de sus hijosmás crecidos, casi guerreros como él.

Todas estaban vacías. Salvo una, lagran choza circular de adobe y cañas. Lachoza sagrada donde tantas ceremoniasLür había oficiado. Se atrevió a entrar,pese al enjambre de moscas quezumbaban, atraídas por el calor quedesprendían los cuerpos reciénmachacados.

Los habían apilado a todos: susesposas, los adolescentes, los niños.Encima de la pirámide humana, losbebés, los últimos hijos de Lür.Alrededor de ellos, una hilera de

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conchas de cauri, un dispendio que soloella se podía permitir para dejar clarasu huella.

Porque desde el primer momentosupo que había sido Adana. Los sonidosantiguos de sus palabras pronunciadastiempo atrás le llegaron tan frescoscomo el agua de un río.

—Da igual dónde te escondas, daigual adónde huyas. Mis hijos teencontrarán para recordarte que nuncatendrás una familia si no es conmigo.

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30

Fin de plazo

IAGO

Recibí la llamada de Nagorno una nochemás, y una noche más me encontró en milaboratorio. Cada vez más cansado,cada vez más desesperado porque lacuenta atrás no dejaba de ganar terreno amis horas de investigación y losresultados estaban muy lejos de seroptimistas.

Cuando Nagorno colgó, me quedé

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mirando el móvil como si pudiera darmealguna de las respuestas que meatormentaban.

—¿Era tu hermano? —preguntóMarion, sin levantar la vista delobjetivo del microscopio.

—Así es.—¿Qué te decía?—Lo mismo de cada noche: «¿Está

ya?».—¿Qué le has contestado?—Lo mismo de cada noche:

«Pronto».—¿Estás seguro de que la llamada

es ilocalizable? Podría ayudarte coneso, deberías dejarme la tarjeta de tumóvil y yo puedo mover ciertos

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contactos que…—Mi padre lo está intentando —la

interrumpí, aún no me fiaba lo suficientecomo para confiarle la tarjeta de mimóvil y todos sus secretos—, peroNagorno suele llevarnos ventaja siempreen tecnología. Como mucho puedeintentar cuadrar un área, pero seríademasiado amplia como para iniciar unabúsqueda.

Sacudí la cabeza con un gesto deimpotencia al mencionar a mi padre. Lürhabía perdido varios días rastreandotodas las islas de Lugo y alrededoresdonde mi hermano y mi hijo pudiesenhaber escondido a Adriana. Él nuncadejaba nada al azar cuando se trataba de

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localizar a personas. Tantas veces tuvoque buscarme a mí o a alguno de mishermanos para mantener unida a LaVieja Familia que no me quedabandudas de que Adriana no estaba en lascostas gallegas. Así que fui a recibirlouna madrugada lluviosa. Él se encogióde hombros y se restregó unos ojossomnolientos cargados de ojeras.

—Vuelta a empezar —murmurócomo si recitase un mantra—. Cuandono hay resultados, solo queda volver aempezar.

Aquella noche, de nuevo, Nagornome llamó para contagiarme suimpaciencia.

—¿Está ya?

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—Estará pronto, voy por buencamino. Tú solo tienes que ocuparte demantener ese corazón latiendo. ¿Cómoestá Adriana?

—Soy yo quien hace las preguntas.—Nagorno, ¿cómo está Adriana?

Dame algún detalle, dame algo a lo queagarrarme.

—Nada de detalles, no intentespasarte de listo.

—No lo hago, no lo intento. Metienes en tus manos. Tan solo dime,¿cómo está Adriana?

Guardó silencio por un momento.Algo en mi tono suplicante le convencióde que no era ninguna treta.

—Adriana está bien, hermano. No

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soy un psicópata aunque ambos estéisconvencidos de ello. Ella es fuerte,aguantará, y Gunnarr es muy celoso consu bienestar, aunque le molestaría muchosaber que lo pienso.

Las perversas dinámicas familiaresotra vez, y Dana en medio de ellas,sobreviviendo como podía.

Horas más tarde, la voz de Marion mesacó de las sombras, una vez más.

—¿Vienes a cenar? Vas aderrumbarte sobre la bancada depruebas.

—No, yo me quedo. Ve tú. Bajaré ala cocina y me prepararé algo rápido.

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—No has salido en días, Iago —merecordó, mientras se quitaba la bata delaboratorio y recuperaba del percherouna trenca militar.

—No necesito salir, el tiempo seagota y no vemos resultados —le repetíuna vez más. Todos los días llegábamosa la misma conversación, a las mismasfrases, como si fuéramos un matrimonio.

—Llegarán, los resultados llegarán.—O no. Tal vez no debí aceptar

meterme en una línea de trabajo tancompleja dado el plazo tan ajustado quemi hermano me ha marcado.

—Lo sé, pero como bien dijiste, nohay otra alternativa —dijo, cogió supequeño bolso de mano y se perdió

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escaleras abajo.—No, no la hay —le contesté al

vacío.«No la hay».Me levanté y saqué unos de los

ratones de sus jaulas, era imposibledecidir en tan pocos días si la terapiaviral estaba dando resultados. Me sentíainseguro y lleno de dudas en un campoque apenas dominaba. Si hubieseseguido la línea de las células HeLa, laque inicié junto con mi amigo danés,Flemming, todo me resultaría másfamiliar, más conocido, tendría reflejospara ir variando el timón.

Pero por desgracia, las célulasHeLa, unas células cancerígenas

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tremendamente agresivas que Flemminghabía usado en nuestra anteriorinvestigación, no eran la respuesta queNagorno necesitaba. Mataron a miamigo cuando se las inyectó, seapropiaron de su cuerpo en pocos días yle crearon tal metástasis que la medicinano fue capaz de combatir.

Entonces me di cuenta de todo lo quehabía pasado por alto.

La verdad me dejó inmóvil, de pieen mitad del laboratorio, y el ratón seme escurrió entre las manos.

No me importó.Que escapase, que se fuera, puede

que no lo necesitara más.Porque acababa de darme cuenta de

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que las células HeLa no matarían a mihermano. Sus inhibidores de cáncerseguían intactos, si cultivaba células deNagorno con células HeLa, que tenían latelomerasa activa, y se lo inyectaba, sucorazón volvería de nuevo a tener lostelómeros de un longevo, siemprelargos, siempre regenerándose. Susinhibidores de cáncer mantendrían araya los tumores, su vida no correríapeligro.

El mal que le inoculé seríarevertido.

El equilibrio sería restaurado.Después de eso, me devolvería a

Dana y nos dejaría en paz.Miré el reloj, mi primer impulso fue

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compartir mi descubrimiento con mipadre, pero Marion estaba a punto devolver.

No, no iba a contárselo a ella.Todavía tenía muchas preguntas porhacerle acerca de su pasado,demasiadas lagunas por llenar.

¿Estaba sola cuando nació? ¿Tuvouna familia al uso? ¿Estaba sola cuandodescubrió su longevidad?

¿Cómo se las había arreglado parasobrevivir seis milenios?

¿No tuvo nunca un momento dedesesperación, de tirar la toalla, unadaga en el estómago dispuesta a hundirlaen su propia carne?

¿Siempre había sido autosuficiente,

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siempre se había salvado ella misma?¿Cuántos hijos, cuántos compañeros,cuántos muertos a sus espaldas?¿Siempre fue rica, distinguida, jamássufrió un cambio de fortuna, todos losgobiernos y sus líderes la favorecieron,de cuántas caídas de imperios escapó atiempo?

El único motivo por el que no lehabía hecho todas esas preguntas eraporque yo mismo temía sus respuestas, ymi único objetivo en aquellos momentosera salvar a Dana.

Lo demás, incluso las respuestas alenigma que Marion suponía, podíaesperar.

Y contarle a Marion mi nueva línea

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de investigación supondría compartircon ella el secreto del gen longevo: queno era una mutación, que no era solo latelomerasa la respuesta, que éramosinmunes al cáncer y esa combinaciónnos hacía únicos.

Así que corrí escaleras abajo, altercer piso, a recuperar los archivos dela investigación que Flemming Petersenme legó. Me enfrasqué en ellos hastaque escuché el timbre del portero y leabrí la puerta a Marion, después deesconder todo el material.

Marion me encontró de nuevo en ellaboratorio, con el corazón agitado y unbrillo de esperanza en los ojos que meesforcé en disimular.

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—Te he encargado una docena depinchos en el Cañadío, adiviné que teencontraría sin cenar aún —dijo,dejando sobre la bancada una bandejade cartón reciclado que olía demaravilla.

Yo agradecí en silencio aquellamanera tan suya de estar pendiente de mifalta de sueño y de mi apatía por lacomida caliente.

Después se puso de nuevo la bata yse dirigió a las celdas.

—Por cierto —dijo extrañada,poniendo los brazos en jarra y girándosehacia mí—, ¿se te ha escapado un ratón?

—Me temo que sí. Tenías razón,estoy demasiado agotado y debería

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descansar. A estas horas ya no soyproductivo. Voy a acostarme y tútambién deberías dejarlo ya. Mañanacontinuaremos a primera hora, si teparece.

Ella asintió, no muy convencida alverme claudicar tan fácilmente, y semarchó en silencio.

Me asomé al ventanal para verlacómo se perdía en la bruma de la nochesantanderina. Apagué las luces dellaboratorio y bajé a la tercera planta,donde pasé la noche planificando lanueva línea de investigación con lascélulas HeLa.

Tantas veces fui adicto al «másdifícil todavía», a forzar los límites de

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mi resistencia y de mi cerebro, queaquel doble reto no suponía un obstáculoinsalvable. Era un soldado entrenado.De día, continuaba con la investigaciónde los virus oncolíticos junto a Marion.De noche, liberaba de sus fundas losaparatos que Flemming me legó y quejamás tiré y comencé un proceso que yaconocía: conseguir células con latelomerasa activa para Nagorno.

Ya descansaría con Dana en miregazo. En la casona que nos esperaba aambos, a la que me negaba a volver.

Pero la realidad, por desgracia, era otra.Con los días, según íbamos

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percatándonos de nuestros pobresavances con la investigación de losvirus oncolíticos, Marion se ibainquietando, preocupada por mí.

—No lo entiendo, quedan dos días yno tenemos nada definitivo, ¿por qué noestás más desesperado?

Sé que me miraba con ciertaaprensión. Hacía días que no encontrabaun minuto para afeitarme, mis armariosestaban ya vacíos porque no teníatiempo de encargarme de hacer lacolada y planchar, y comer algo, calienteo frío, había dejado de estar entre misprioridades.

—Lo estoy, créeme. Lo estoy. —Miaspecto era deplorable, pero las noches

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de insomnio estaban dando sus frutosrápidamente y me resultaba difícildisimular que aquello me manteníaesperanzado.

«Dos días para liberar a Dana».Mi particular cuenta atrás.—No te veo así. Iago, tal vez te

estés creando falsas expectativas. Loque vamos a entregarle a tu hermanotiene pocas posibilidades de curarlo.

—Pero tiene alguna, aunque seamínima. Es mejor que nada, y eso te lodebo a ti —le argumentaba, una y otravez. Pero ella no acababa de creerse deltodo mi repentina confianza.

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Por fin llegó el día del fin de plazo. Minoche había sido larga, muy larga. Midía, también. A los ojos de Marion,habíamos sintetizado un compuestobastante esperanzador usando un virus,pero nos inquietaba que no habíamostenido tiempo de probar sus efectos, nisiquiera en los ratones. De espaldas aella, había llegado a tiempo parareplicar el trabajo de Flemming y copiaren las células de Nagorno lo que élhabía hecho en las suyas.

Nagorno llamó antes de la horaconvenida.

—¿Está ya? —preguntó, por enésima

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vez.—Está, Nagorno, está. Dime adónde

te la envío.Nagorno tardó varios segundos en

reaccionar, después recuperó su temple,o al menos lo fingió, y me envió unmensajero de una empresa de la quenunca había oído hablar para querecogiera la inyección en un par dehoras.

—¿Entonces vas a enviárselo? —preguntó Marion, en cuanto colgué—.Vas a matarlo, y tu mujer morirá por tuculpa.

—Espero que no, ni lo uno ni lootro.

Me miró de una forma extraña, como

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si la hubiera decepcionado en algo muyprofundo. Se quitó la bata blanca, ladejó colgada en el perchero y seencaminó hacia la puerta dellaboratorio.

—Yo vuelvo a París, Iago delCastillo. Prometí ayudarte en todo loque pudiera y así ha sido. Pero megustaría que tu esposa viviera, te lo dije.No quisiera que vinieras a mí solo parabuscar consuelo. Con el tiempo heaprendido que solo existe el presente.Tú me hablas entre líneas del mañana,cuando Adriana muera, y sé loinevitable de ese momento. Pero hoy tehe encontrado. Hoy, Iago.

Nos mantuvimos la mirada durante

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más tiempo del necesario. Finalmentefui yo quien la aparté. No tenía sentidotodo aquello.

—Marion, estoy haciendo todo loposible para que Adriana viva, no voy ahablar de nada más ahora. Siempre voya estar en deuda contigo por el favor queme has hecho, y puedes contar conmigopara lo que necesites en un futuro. Esono ha cambiado.

Jamás rogaba, jamás suplicaba.Ambos éramos conscientes de lo queperdíamos.

—Ahora es cuando me marcho y túno vienes a impedírmelo —dijo, conaquella media sonrisa de monarca. Y sedio la vuelta sin mirar atrás.

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Metí las manos en los bolsillos,apreté los nudillos y dejé quedesapareciese de nuevo de mi vida.

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Grandes esperanzas

ADRIANA

Los siguientes días no hubo demasiadasexplicaciones y la incertidumbre estuvoa punto de volverme loca. El plazohabía acabado, Gunnarr no visitó micelda aquella noche y nadie vino asacarme en todo el día. Comí del platofrío que me había dejado la jornadaanterior y racioné el agua por si aquellasituación se alargaba demasiado.

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Alguien abrió la mañana siguiente lapuerta de la celda y dejó en el suelovarios platos con comida, ni siquieracaliente.

¿Qué estaba ocurriendo?Todas las respuestas llegaron al

anochecer.Escuché pasos por el pasillo, me

incorporé de un salto, ansiosa. Esperabaver entrar a Gunnarr, pero no iba solo.Nagorno lo acompañaba. Un Nagornoque me recordó demasiado al Jairo delCastillo que un día conocí en unaexposición del museo.

Ya no llevaba bastón, se habíaquitado el larguísimo batín del XIX y sehabía vuelto a perfumar, como si le

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esperase alguna de sus fiestasexclusivas. Algo en su cuerpo habíacambiado, ya no le pesaban losmiembros, no le costaba trabajorespirar. Me sonreía con una expresiónnueva, diferente, un gesto que jamás lehabía visto. Yo diría que era feliz.

Me tendió el brazo y me invitó aabandonar la celda.

—Adriana, mi querida Adriana. Teruego disculpes los inconvenientes quete hemos ocasionado. Deseo que tengasla absoluta certeza de que algo así novolverá a repetirse. Sube con nosotros ala planta noble, te lo imploro. No quedamucho para que vuelvas a reunirte con tuesposo, del que nunca debiste separarte.

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Mientras tanto, quisiera que fuerastratada como tu condición y valíamerecen, espero que aceptes dormir enalguna de las suites del castillo hastaque mi hermano tenga a bien recogerte.

Abrí mucho los ojos y miré aGunnarr, que permanecía detrás de sutío, pidiéndole explicaciones con lamirada. Él me hizo un gesto queNagorno no pudo ver, prometiéndomeque después me lo contaría todo.

—Estarás hambrienta, hoy habrá unacena en tu honor. Deseo que degustes lasdelicias de la zona. Ten la amabilidadde aceptar nuestro ofrecimiento y cenara nuestro lado, ¿querrás hacerlo? ¿Loharías por nosotros?

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Le pedí un momento, me di la vueltay quedé de espaldas a ellos. Metemblaron levemente las piernas. Elsecuestro había terminado. Cerré losojos, había sobrevivido. No tendríamilenios como ellos, pero habíasobrevivido.

Miré las cuatro paredes por últimavez.

—Estoy lista, Nagorno. Dejemosesto atrás —le dije.

Y escuché como la puerta se cerrabacon llave tras de mí.

La nueva habitación resultó ser unaespecie de suite de lujo de un hotel de

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siete estrellas. Esperaba un recargadodormitorio medieval, pero la decoraciónera moderna y todo estaba reciénreformado, preparado para que yo loestrenase. Tonos grises y beis claro, unaenorme cama con elegantes cojines.Varios sofás de apariencia cómoda yfuncional.

La cena transcurrió entre dispendiosde salmón ahumado, quesos de nobleorigen y sabores exclusivos que mibolsillo jamás conocería. Comí de todopero no fui capaz de hablar. Estabademasiado pendiente de mi liberación,demasiado cansada de ser fuerte yaguantar frente a ellos.

Nagorno y Gunnarr, por su parte,

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fingieron no darse cuenta y meaburrieron con anécdotas decomerciantes y borrachos, estrategiasmilitares y subastas de arte. Saltaban deun siglo a otro como caballosencabritados, brindaron con vino de miaño de nacimiento. Había algoexagerado en sus reacciones, creo queen el fondo estaban tan aliviados comoyo.

Horas más tarde, en mi nuevodormitorio, recibí la visita de Gunnarr.

—Déjame que lo adivine —le dije,sentada en una confortable butaca decuero gris—, Nagorno está recuperandoel tiempo perdido con tres escocesas dealta cuna.

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—Todavía no, todavía no —dijo,rascándose la cabeza como si lo hubierapillado en una falta—. No se atreve aún,pero tardará poco.

—Mi padre es un genio, lo que le heinyectado es milagroso. Su corazón havuelto a latir con normalidad, loscardiólogos no ven signos de senilidaden él, están alucinados. Todos losvalores parecen ahora normales, habráque hacerle un estudio dentro de un parde días, pero todo parece ir bien. No sési eres consciente de lo que mi padre haconseguido, stedmor.

—¿Te refieres a salvar la vida de sumujer y de su hermano en tres semanas?

—Sí, me refiero a eso, pero… Lo

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que ha hecho, lo que le inyectó y volvióviejo a mi tío Nagorno y ahora le hahecho joven de nuevo, ¿te das cuenta delo trascendental que es todo este asunto?Esto… tendrá consecuencias, esto no seolvidará.

—¿De qué demonios estáshablando?

—De nada, stedmor. No quieropreocuparte. Son días de celebraciones,de grandes esperanzas. Descansa por fincomo mereces, dentro de poco perderásde vista a este carcelero.

No sabría decir si estaba felizcuando pronunció esas palabras, perocon Gunnarr una nunca podía estarsegura del todo. Qué más daba. El mal

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sueño estaba a punto de terminar.«Vuelvo a casa, Iago. Vuelvo a

casa».

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Segunda masacre

Sierra de Cantabria,actual Álava 19 500 a. C.

LÜR

Lür llevaba cresteando varias jornadas,en busca de algún ciervo. Habíaencontrado las huellas de las pezuñaspuntiagudas de una hembra pero leestaba resultando difícil darle caza, asíque optó por abandonar la partida y

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volver cuanto antes con los suyos. Elinvierno había sido duro, pero habíansobrevivido. Habían sobrevivido.

Guardaba carne congelada en lagrieta de la mole de roca queinterrumpía la línea de la cordillera. Sushijos la consideraban sagrada y algunoshabían aprendido a subir por ella antesincluso de lanzar con azagayas.

Se adentró entre el estrecho hueco yno encontró la carne que días anteshabía dejado. Salió de la grieta,extrañado, y prendió una rama paraayudarse a ver mejor en la oscuridad dela roca.

Pero el trozo de carne no estaba, encambio, en el suelo, encontró siete

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conchas de cauri. Siete, como los hijosque habían superado la primeradentición.

Soltó la rama y corrió, ladera abajo,hasta llegar al refugio.

Pero era tarde y él lo sabía.Las lanzas que él les talló habían

servido para atravesarlos a todos.El más pequeño, de tres inviernos,

aún gemía, pero Lür vio la herida y supoque no tenía remedio.

Se obligó a sacrificarlo para acabarcon su agonía.

Se juró que no volvería al lado surde la Gran Cresta mientras los Hijos deAdán siguiesen vivos.

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Palabra de hermano

IAGO

Recibí la llamada de mi hermano a lahora acostumbrada. Su voz era otra, yoconocía bien todos sus matices y tenía alotro lado de la línea a un hombrevigoroso y lleno de energía.

—Dentro de dos días te la devuelvo.Te la has ganado, espero que hayasaprendido que no me lo debes volver ahacer nunca más.

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—¿Dónde y cuándo, Nagorno? —lecorté, impaciente.

—Dame tu palabra.—¿Dónde y cuándo?—Dame tu maldita palabra de que

nunca más vas a usar tusdescubrimientos contra mí —rugió.

Me tomé unos segundos, aún la tenía.Aún tenía a Dana. No estaba encondiciones de exigir. Todavía.

—De acuerdo, Nagorno —claudiqué—. Tienes mi palabra de hermano.

—Dentro de dos días, ve a primerahora al aeropuerto de Santander, teenviaré al móvil un billete electrónicocon el destino. Recoges a tu esposa y novolvemos a saber el uno del otro hasta

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que Adriana muera por causas naturales.Ese es el trato, y también tienes mipalabra, hermano.

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Frío

ADRIANA

Me despertó el sonido de unos nudillosgolpeando la puerta de mi nuevodormitorio. Salté de la cama y miréalrededor, desorientada. Me costóreconocer las paredes enteladas, tandiferentes de los muros de piedra queme habían rodeado durante las últimassemanas.

Al otro lado de la puerta alguien

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seguía insistiendo, así que me acerquécon precaución y le abrí.

Encontré a Nagorno sonriente,portando una bandeja y vestido dejinete, con botas altas y polainas,chaqueta entallada y chaleco.

—Mañana marcharás, queridaAdriana —me dijo a modo de saludo,entrando en el dormitorio y colocando labandeja sobre una pequeña mesa junto ados sillas—. Permíteme invitarte amontar a caballo conmigo estaespléndida jornada.

Mientras hablaba, me servía solícitoen mi vaso un zumo que no pedí y merevolvía el azúcar en un café que noestaba segura de querer probar.

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—Nagorno, no puedes llegar ahora eimponerme… —traté de decirle.

—Oh, sí. Sí que puedo —meinterrumpió, con la voz ronca, seductora—. Todavía eres mi invitada.Concédeme ese regalo antes de partir,Adriana. Siempre he querido cabalgarcontigo.

—¿Y Gunnarr? —lo tanteé.No le gustó mi pregunta, pero lo

disimuló con su magnífica sonrisa.—Gunnarr está encargándose de

dejarlo todo listo para tu vuelta. No tepreocupes, más tarde se unirá anosotros.

Así que se sentía fuerte, así queconfiaba en estar recuperado. De otro

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modo, no se habría atrevido a dejarmesola con él en la isla a lomos de uncaballo.

Esperó pacientemente a que yoterminara el desayuno, interrumpido pormil llamadas a su iPhone de veinticuatroquilates que él respondía dando órdenescortantes en siete idiomas diferentes.

—Negocios —se disculpó—. Loshabía desatendido últimamente. Cuantoantes me ponga al día, antes olvidaréesta pesadilla.

Poco después cabalgábamos ambossobre los caballos dorados. Nagorno sehabía llevado consigo un bastón. Un

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bastón que ya no necesitaba, pero no medio explicación alguna del uso que leiba a dar.

Ver a Nagorno sobre Altai era unaexperiencia única, jamás vi un jinetemás experto ni un caballo tan unido a suamo. Ambos eran elegantes, estilizados,acróbatas.

Me llevó hasta uno de losacantilados y allí desmontamos. Unabrisa comenzó a soplar y a jugar con mimelena. Él sonrió complacido, como sihubiera dado una orden, sin dejar deobservarme. Tomó el bastón y lo lanzóal mar, como si fuera una lanza. No pudemenos que admirar su agilidad. Todossus movimientos eran como una danza,

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parte de una coreografía.—Cada nueva etapa precisa de sus

ritos de paso —pronunció, solemne—.Quería que fueras testigo del inicio demi nueva vida. Vamos, siéntate a milado, querida Adriana. Esta será laúltima vez que hablemos.

Obedecí, sin plantearme siquiera siera una orden o una invitación.

Nos sentamos sobre la hierba, frenteal acantilado, con los caballos anuestras espaldas.

—¿Crees que te ha cambiado? —lepregunté, mirando las olas picadas delocéano.

—¿Te refieres a esta experiencia?—dijo, arrancando una brizna de hierba.

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—Me refiero a saberte mortal poruna vez. Tú nunca te creíste longevo,siempre pensaste que eras inmune a lamuerte. Ha tenido que ser duro —comenté, sin mirarlo.

—Soy un sibarita, lo sabes. Megusta la vida y la belleza de este planeta.Y no me gustaría abandonarlo nunca. Séque tu esposo vive atormentado por losacontecimientos del pasado y por lasamenazas del futuro, pero yo no dejo deencontrar en cada época motivos por losque quedarme sin aliento cada mañana.Valoro. Aprecio. Me rodeo de lo mejor,me esfuerzo por mantenerme en la parteprivilegiada de la vida. Aunque siempreañoro el poder compartirlo con alguien.

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No hablar a solas conmigo mismodurante décadas. Gunnarr es mi máspreciada compañía. Él es más prosaico,no precisa de la exclusividad con la queyo tanto disfruto, pero también es unhedonista. Cada día un motivo. Unmomento de placer, de disfrute, comoestar sentados tú y yo, aquí y ahora. Asílo eduqué. No tiene sentido vivir tantosaños como nosotros si el camino suponesolo sufrimiento y dolor.

—Aunque a veces seas tú quienprovoque ese sufrimiento y ese dolor…—Me abracé a mis rodillas, lo saquédel lado luminoso de la vida.

—Sabes que no quise implicarte enesto —se defendió, tensando la espalda.

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—No mientas, llevabais mesesjugando con nosotros.

—¿Por qué dices meses? Hemostenido que improvisar, yo no queríairrumpir más en tu vida, pero Gunnarr seasustó mucho cuando presenció misegundo infarto, él se empeñó. Ya te lodije, yo decidí esperar a que tú murierasy no volver a molestarte en la vida. Eslo menos que podía hacer después delsufrimiento que te causé por…

«Por matar a mi madre. No lo digas,Nagorno. No lo digas».

—Nagorno —lo interrumpí,perdiendo la paciencia—, Gunnarr tomóla identidad de un arqueólogo experto enEdad Media meses antes de que lo

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contactáramos para hacerle unaentrevista. Jugó al gato y al ratón connosotros hasta que lo localizamos.

—¿Eso es cierto? —Me miró conuna extraña expresión. Había algo nuevoen su rostro. Una sombra, un velo unpoco siniestro.

—¿Qué te pasa, estás bien? —pregunté, un poco alarmada.

—Sí, estoy bien. No —se aclaró lavoz y se llevó la mano al cuello, como siquisiera protegerlo—, no lo estoy. Notoun frío muy raro en la garganta.

—¿En la garganta, está seguro?—Me noto muy cansado —susurró,

tumbándose.Su voz se había apagado, el anciano

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había vuelto.Un infarto, esta vez de verdad.

Había opciones: huir, salvarlo, avisar aGunnarr…

Había opciones, y eso era más de loque tenía el día anterior.

Se formó un remolino alrededor denosotros, como un huracán a pequeñaescala, como si el viento estuvierafurioso con los acontecimientos.

Busqué en el bolsillo interior de suamericana y encontré el iPhone de oro.Tenía una lista interminable de contactospero encontré el número de Gunnarr y lomarqué.

Me contestó en otro idioma, desistíde intentar interpretarlo.

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—Gunnarr, soy Adriana. Algo malole está ocurriendo a Nagorno, se hadebilitado en segundos, creo que le estáfallando el corazón de nuevo. Voy acargarlo en el caballo y regresaremos alcastillo. Llama a vuestros médicos,envía a la isla un helicóptero con ayudaporque no creo que sobreviva. —Miréde reojo a Nagorno, estaba yainconsciente.

—Dile que aguante —dijo, antes decolgar—. Que no pienso dejarlo morir.Que no está solo, que estaré con él.Díselo aunque creas que no te oiga.

Subí su cuerpo inerte al lomo deAltai y monté. Cabalgué de nuevo haciaal castillo, pocos minutos después un

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helicóptero tomaba tierra frente a laexplanada del edificio.

Se llevaron a Nagorno al interior yGunnarr, con el semblante preocupado,me sujetó de una muñeca y me arrastródentro del castillo.

—¿Qué crees que estás haciendo,Gunnarr? —pregunté, alarmada, cuandome llevó escaleras abajo.

—He de ir con él, pero no puedesvenir con nosotros. No espero que loentiendas, ni siquiera espero que me loperdones algún día. Pero yo sí que losiento. Lo siento, stedmor. Lo siento —murmuró, con una voz que me sonó másdura que nunca.

Me metió en la celda, cerró tras él y

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escuché cómo corría por el pasillo hastaque sus pasos dejaron de ser un rumor.

Me quedé a oscuras, acompañadatan solo con mi rabia y restos de comidade días anteriores para sobrevivir.

Mi cerebro ardía, y yo solo sentíafrío.

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35

Estamos solos en esto

IAGO

Los días que siguieron a la entrega de lacura los pasé intentando recuperar misrutinas. Volví al museo, donde todo sehabía torcido en mi ausencia. Mi padrehabía priorizado la búsqueda delparadero de Dana y apenas aparecía porsu despacho, según me informó misecretaria, con gesto preocupado.

Hice una reunión de urgencia con

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todas las Áreas en la sala de reuniones,pero solo encontré gente nerviosa condemasiados asuntos pendientes.

—Jefe, llevamos mucho retraso contodos los yacimientos a los que íbamos aenviar personal este verano —me dijoSalva, levantándose y dejando en elcentro de la mesa una carpeta con foliosgrapados—. Solo falta tu firma. Siquieres que no perdamos la campaña deeste año, deberías dar las autorizacionesya.

Recogí el taco de folios y lo hojeépor encima.

—Este fin de semana me lo estudio yel lunes te lo devuelvo. Por tu parte,adelanta todas las gestiones que puedas.

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—Ya están todas finiquitadas, Iago—contestó Salva, sentándose de nuevo.Cruzó una mirada preocupada conChisca.

—Los becarios no han cobrado —intervino Cifuentes, de Contabilidad—.Estoy esperando tu orden.

—Hablaré hoy con el banco —contesté, mirando el reloj—. Elisa, teveo un poco ausente. Ponme al día de tuÁrea.

—Mi Área está bien, pero secomenta que Prehistoria, desde queAdriana Alameda la dejó desatendidapara irse a ese yacimiento, va a tenerproblemas si no devuelve las piezas atiempo de la última exposición temporal

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del Paleolítico en la cornisa cantábrica.Por lo visto el plazo ya ha acabado. Mehan llegado rumores, no desde el museo,sino de una colega que trabaja en elBibat. Dicen que la dirección quieredemandarnos.

—¿No di la orden de que sedevolvieran? Juraría que lo hice… —pensé en voz alta, rascándome la nuca.

«¿Lo hice?».Dana se estaba encargando de ello el

día que fue secuestrada.Todos me miraron boquiabiertos, no

estaban acostumbrados a verme dudar.Advertí algunos codazos y la mayoría delos presentes intercambiaron miradas dedesaprobación.

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—Está bien, está bien —dije,levantándome y pidiéndoles calma conla mano—. Hagamos algo másproductivo: que el encargado de cadaÁrea me envíe a lo largo de esta mañanaun email con todos los asuntospendientes por orden de importancia, node urgencia. Si son urgentes, pero noimportantes, resolvedlos vosotrosmismos. Solo quiero recibir lo querequiera mi autorización. A partir demañana voy a estar ausente unos días,pero a la vuelta todo volverá a lanormalidad y trataremos todos los temaspendientes.

Pasé la mañana en el despachoapagando fuegos y finalmente decidí

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tomarme un respiro. Pensé en bajar alBACus a tomar unos pinchos, perorecordé las miradas preocupadas detoda la plantilla y preferí no exponermede nuevo a su incómodo escrutinio.

Salí del edificio del museo, y casisin darme cuenta, acabé frente a laplanta de lavanda que Dana y yohabíamos plantado de nuevo, después deque Nagorno la destrozara con el BigBastard un año antes.

Arranqué varias espigas y restreguésus flores entre la palma de la mano,pero nada me relajaba aquel día.

Acababa de descender a la lengua deroca cuando recibí una llamada delnúmero no rastreable de Nagorno.

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Lo miré, extrañado, y contesté.—¿Ocurre algo, hermano?—Sí que ocurre, padre —respondió

la voz circunspecta de Gunnarr.—¿Le ha sucedido algo a Nagorno?

—pregunté, alarmado.—Ya lo creo, por poco lo matas.—¿Cómo que por poco lo mato? Eso

es imposible, se supone que lo que osenvié iba a revertir el efecto de…

—Al principio todo fue muy bien —me interrumpió—. Nagorno se sentíamejor, los resultados de las pruebaspreliminares que le hicieron loscardiólogos eran optimistas. Losmédicos no se explican su mejoría, loque entienden es su empeoramiento.

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—Define empeoramiento.—Su corazón es muy inestable ahora

mismo. Tuvo un episodio de arritmiaque por poco se lo lleva al otro mundo.Después mejoró solo, por sí mismo. Unavez más, los médicos no se atreven atratarlo, temen matarlo si le administranalgún fármaco. Ahora vuelve a tener lafuerza de antaño, pero tiene una bombade relojería en el pecho y no tienenninguna duda de que más pronto quetarde estallará. Es impredecible, ahoramismo mi tío está bien en apariencia,pero el corazón va a fallarle encualquier momento. Padre, tío Nagornose muere.

—¡Nagorno se muere! —me rugió

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—. ¿Me lo vas a arrebatar también, vasa quitarme al único miembro de mifamilia que ha cuidado de mí durante milaños?

—Si hubiera sabido que seguíasvivo, te aseguro que habría respetado aNagorno. Y lo habría hecho por ti,créeme, solo por ti.

—¿Es eso cierto?—Por supuesto que lo es.Se tomó unos segundos para

asimilarlo.—Es tarde, en todo caso, para

lamentos y arrepentimientos —contestófinalmente—. Debes seguir haciendo loque esté en tu mano para que no muera.

«Piensa rápido», me ordené.

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—Escucha, hijo —me decidí, nomuy convencido—. Había otra opción,una segunda cura.

—¿Otra opción? ¿Has estadomanejando dos líneas de trabajo? ¿Hassimultaneado dos investigacionesdiferentes?

Noté un extraño interés por el tonoen que me lo preguntaba. No acerté acomprender el motivo.

—¿Te fías de administrárselo?«No lo sé», callé.—¿Te fías? —gritó—. ¿Crees que un

corazón anciano resistirá un nuevoremedio?

—¿Anciano?—Sí, de eso se trata todo esto.

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Envejeciste su corazón, ahora has derejuvenecerlo.

—No, Gunnarr, no lo entiendes. Esoque has dicho de rejuvenecerlo… A díade hoy eso es imposible, la ciencia noha llegado tan lejos, y mucho menos yo.Pero no es eso lo que he intentado, entodo caso…

Entonces lo entendí todo, por fin.Tragué saliva y me quedé inmóvil en elsitio. Una ola más adelantada que elresto llegó hasta mis pies y me empapólos zapatos. Yo ni siquiera registré aqueldetalle hasta minutos más tarde.

El corazón de Nagorno estaba yaenvejecido y como tal se comportaba,pese a tener de nuevo la telomerasa

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activa en la cura que le envié con lascélulas HeLa manipuladas.

Me acababa de dar cuenta de que elplan de limpiar el inhibidor detelomerasa con el virus que habíamosmanipulado tampoco resultaría. Sucorazón ya era el de un anciano de cienaños, podíamos limpiarlo, pero nopodíamos rejuvenecer aquellas células.No había remedio.

Mi hijo advirtió mi silencio, husmeómis temores, captó mis dudas.

—No sabes hacerlo, no sabes cómocurarlo, ¿verdad?

—No —reconocí.—¿Hay algo que aún puedas hacer

por él?

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Hice pinza con los dedos en elpuente de la nariz. Cerré los ojos, nocontesté.

—¿¡Hay algo que aún puedas hacerpor él!? —repitió gritando—. Porque delo contrario, voy a ejecutarla. Mañana, amedianoche. Si no nos llega un milagropor tu parte, tu esposa estará muerta.

—Mi esposa —repetí, ausente. Québien sonaba aquella palabra y lo quesignificaba—. ¿Cómo está Adriana?Dime al menos cómo lo está llevandoella.

—No pienso aliviar ni un gramo elpeso de tu preocupación. No voy a darteel alivio de hablar de ella.

Después colgó y solo quedó el

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silencio y el rumor del oleaje frente amí.

«Entonces es cierto, entonces todoha acabado para ella».

Me tambaleé, un poco aturdido,como recién despertado de unaborrachera larga y desastrosa.

Me senté sobre el suelo de roca,abrazándome las rodillas, hecho unovillo.

¿Cómo asumirlo, cómo asumir queDana estaría muerta en veinticuatrohoras? ¿Qué no llegaría a ver la próximamadrugada y mucho menos terminaraquel año, algo que a mí me resultabatan sencillo?

No sé cuánto tiempo estuve sentado,

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ignorando una marea que subía y meestaba empapando los pantalones.

Me despejó la melodía de mi móvil, elviolín de Fisherman’s blues de losWaterboys. Una letra que Dana solíasusurrarme cada vez que alguien mellamaba y yo corría a contestar. You inmy arms.

Miré la pantalla y me sorprendióleer un nombre que había atravesadosiglos para llegar hasta mí.

—Ponme al día de las novedades —me dijo Marion—, ¿sabes algo de lasalud de tu hermano?

—No ha resultado. Su corazón ahora

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tiene arritmias y probablemente separará en breve. Matarán a mi mujer enveinticuatro horas.

Escuché un suspiro desde una calleruidosa de París.

—Me lo temía. Temía que la curafallase, así que he estado haciendo misindagaciones. Sé dónde está tu esposa,Iago. La he encontrado, la he encontradopara ti.

—¿Cómo has dicho? —pregunté, sincomprender.

—Espérame en el aeropuerto, cojoun vuelo a Santander y de allí partimos.Podemos rescatarla.

Tardé un par de segundos enreaccionar.

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—¿Estás segura de que sabes dóndeestá? —acerté a preguntar.

—Prácticamente segura, pero vamosmuy mal de tiempo. Voy a sacar losbilletes desde aquí, convendría que tupadre también viniera con nosotros. Sihemos de enfrentarnos a dos…longevos, mejor que nosotros seamostres.

—Estoy de acuerdo, voy a hablarcon él. ¿A qué hora llega el primer vuelodesde París?

Varias horas más tarde, mi padre y yoesperábamos impacientes a Marion en lacafetería del aeropuerto de Santander.

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Mi padre no se anduvo con remilgos,sacó su tablet y le mostró a Marion lapantalla abierta en Google Earth.

—Dime exactamente dónde creesque está Adriana.

Marion buscó las coordenadas y nosdevolvió el mapa de una zona que ella yyo conocíamos demasiado bien.

—Creo que está en la isla Belle. Esuna pequeña isla en el archipiélago delas Islas Thousand, «las Mil Islas», a lolargo del río San Lorenzo, entre laprovincia de Ontario, Canadá, y el nortedel estado de Nueva York, en EstadosUnidos. La isla está a la venta por unmillón y medio de dólares, así que nadievive allí oficialmente, y tiene una

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mansión suficientemente grande comopara albergar a varias personas conmucha discreción. También está cerca devarias clínicas privadas, creo que tuhermano se ha curado en salud. Todoencaja con el acertijo que te dejó tu hijo:«No serán grandes, serán bellas, seránmiles».

—Eso no resuelve lo de lasmasacres y las catedrales —le recordé.

—Eso ha sido lo más sencillo deencontrar, en realidad: la zona está llenade edificios religiosos históricos. Laiglesia anglicana de St. Mark, construidaen 1845 es solo una de ellas. Haymuchas y sería muy largo enumerarlas.También he encontrado su cupo de

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masacres, en la guerra de 1812 hubo unaincursión por el río San Lorenzo queterminó en una sangrienta batalla, por lovisto ambos bandos se masacraronmutuamente, ingleses y milicianoscanadienses contra el ejércitoamericano. Hay más masacresreseñables, una que tuvo que ver con losindios nativos de la zona… qué te voy acontar que no sepas, ¿verdad, Iago?

—Son más de diez horas de vuelohasta Nueva York —dije, preocupado—,vamos a consumir la mitad del plazo, sinos equivocamos con la localización, notendremos tiempo de rectificar.

Mi padre me frenó con la mano,después de echar una ojeada intranquila

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al reloj.—La teoría de Marion me parece

factible. Después de mi búsqueda fallidaen la costa gallega me había centrado enislas más exóticas, aunque solo heencontrado una cueva llamada Massacreen Nueva Zelanda. Reconozco que todoesto me encaja más. Pero no tenemosmucho tiempo. Marion, ¿puedesacercarte a comprobar el vuelo en lapantalla de la puerta de embarque? Iagoy yo iremos a pagar la cuenta.

Marion asintió, no muy conforme, ymi padre me cogió del brazo y me metióen los lavabos de caballero.

—Iago, yo no voy. Acaban dellamarme del MAC, la dirección del

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Bibat nos acaba de poner una denunciapor lo penal por apropiación indebidade patrimonio histórico. Esto es grave,hijo, debo resolverlo ahora mismo,pueden cerrarnos el museo einvestigarnos a ambos.

—¿Cómo que no vienes?—En cuanto lo resuelva, tomaré el

siguiente vuelo hacia Nueva York. He depersonarme en los juzgados ahoramismo, es por el bien del museo.

—¡Al cuerno el museo, abriremoscien iguales mañana! Estamos hablandode la vida de Adriana, padre, ¿qué le hapasado a tu escala de prioridades?

—Créeme, nunca las pierdo de vista.—¡Pero me dejas solo ante Gunnarr

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y Nagorno! —le grité.—No grites, hijo, y disimula como

tú sabes. Las paredes tienen ojos. Y novas solo, tienes a Marion. Llevabasrazón, ella te ha ayudado, te pidodisculpas por mi frío comportamiento,supongo que los milenios me han hechodesconfiado, y entiende que me sientaincómodo con ambos. Le tengo muchoaprecio a Adriana y vuestra situación,seamos sinceros, no me parecíacorrecta, dadas las circunstancias.

Miró al reloj, una vez más.—Idos ya, yo debo hacer mis cosas.

Ahora quiero que actives el Bluetoothde tu móvil —dijo, sacando el suyo delbolsillo—. Voy a enviarte un archivo de

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audio. Te he grabado un mensaje quedura varias horas, lo había preparadoestos días, previendo una contingenciacomo esta. Escúchalo durante eltrayecto, solo tú. Nadie más debeacceder a su contenido. Es lo único queyo puedo hacer para seguirprotegiéndote.

Así que había llegado el momento deconocer los secretos.

Por fin.—¿Protegiéndome, de qué, de

quién?—Tú solo escúchalo, lo

comprenderás todo —me insistió.—¿Cuánto tiempo llevas

ocultándome una amenaza mayor, padre?

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Tengo derecho a saberlo.—Diez mil trescientos once años,

desde el mismo día que tu madre tealumbró en la cala de la Arnía. Desdeese día os puse a ambos en peligro demuerte. Pero no hay tiempo ahora paraexplicaciones, yo he de marcharmeahora mismo. Vamos.

Acercamos los móviles y recibí unarchivo de audio cuyo nombre eraLHDA.

—Lür —le dije—, sé que voy paralibrar una batalla. He sido consciente deello desde que Marion y tú osconocisteis en el laboratorio de mi casa.Pero voy a ciegas, tú me guías, comotantas otras veces. Confío en tu pulso

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firme. Si no nos volvemos a ver, padre,has de saber que valió la pena estar a tulado.

Juntamos nuestras frentes, rogué paraque no fuera la última vez que lohacíamos.

Era otro hombre cuando salí deaquellos lavabos. Más iluminado, másconsciente del peligro al que me dirigía.

Marion se acercó a nosotros con losbilletes en la mano en cuanto noslocalizó. Mi padre se despidió de ellacon un gesto escueto y lo vi marcharseante su atónita mirada.

—¿Lür no viene? —me preguntó,con el ceño fruncido.

—Ha surgido un imprevisto en el

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museo, un tema bastante feo, Marion.Puede que tengamos problemas con laley y no conviene que nos expongamosde esa manera —le dije, fingiendo queme importaba—. Él vendrá en cuanto loresuelva. Vamos, no perdamos tiempo.Estamos solos en esto.

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36

Centésima quinta masacre

Actual Japón, 18 000 a. C.LÜR

Lür ya no se acordaba de que un día sehabía llamado Lür. Hacía milenios quehabía abandonado su NombreVerdadero, lo consideraba maldito.También su apariencia: solía teñirse elpelo con hojas hervidas, a veces se lorapaba, incluso las cejas. Se habíaconvertido en un experto en el arte del

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disimulo. El hombre más discreto delmundo, siempre silencioso, siempresolitario.

Hasta que recaló en la cabaña depilotes de aquella viuda. Dos espectrospescando durante años junto a la orilladel lago, sin ver un alma durantetemporadas enteras.

No la dejó mucho tiempo sola, elembarazo le sentaba mal y se desmayabatodas las mañanas, pero el río que vertíasu agua en el lago bajaba helado y habíaque buscar los peces corriente arriba. Leprometió besos y abrazos reconfortantesa la vuelta, y marchó presto a pescar consus cestas de mimbre al hombro.

Solo tardó lo que tarda el sol de

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pasar del Poniente al punto más alto delcielo, pero a su vuelta los Hijos deAdán ya la habían matado y se habíanasegurado de que el hijo que llevaba ensu vientre tampoco viviría.

El hombre que un día se llamó Lürhundió la cabaña de pilotes con su hachade piedra. Esta vez ni siquiera lloró, yano recordaba lo que era tener emocionesni sabía muy bien cómo reaccionar anteuna pérdida.

«Sigue adelante, tan solo sigueadelante», le ordenó de nuevo una vozinterior a la que siempre hacía caso.

Los arqueólogos del siglo XXIencontraron los huesos de una joven dela cultura Jomor abrazada a su barriga y

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dos conchas de cauri a sus pies.Especularon acerca de intercambios alarga distancia, de objetos de datacionesincongruentes, separados demasiadosmilenios como para tener relación.

Héctor del Castillo robó los restos yles dio digna sepultura.

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37

Si voy a morir mañana

ADRIANA

Fueron los peores días. Días lentos, díashelados, días de silencio.

No volví a saber nada de Nagorno,Gunnarr no vino a mi celda por lasnoches.

Se habían olvidado de mí o meestaban castigando ya, acaso por lamuerte de Nagorno. Tal vez Gunnarrprefería acabar conmigo así,

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abandonándome en una celda dondenunca me encontrarían, muerta de sed yde inanición. Una mala muerte, en todocaso, pero ¿es que había una buenamanera de morir en sus manos?

Había anochecido ya en la celdacuando escuché el sonido metálico de lacerradura.

Gunnarr entró, con un gesto duropintado en el rostro. Me quise encontrarcon sus ojos pero me rehuyó la mirada,incómodo.

—¿Qué ha pasado con Nagorno?—Está bien, está muy bien, stedmor.

De hecho ahora mismo está como antes,ha recuperado sus fuerzas, se sientejoven y fuerte de nuevo, pero tiene el

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corazón inestable. Puede morir encualquier momento. Los médicos no seatreven a tratarlo y mi padre no sabe quéhacer.

—Hay un plazo de nuevo para mí,¿verdad?

—Menos de veinticuatro horas.Se sentó en la cama, a mi lado. Nos

quedamos en silencio durante un buenrato.

—Nagorno me ha hablado de quefuiste educado por él para buscar cadadía un momento bello, un momentohedonista —dije, tratando de pensar enotra cosa.

—Así es, veo que mi tío te haconfesado mucho de él.

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—Tú has sido mi momento, cadanoche, con tus historias.

—Tú has sido el mío, lo reconozco—dijo, casi sonrió—. Mi tío no ha sidouna compañía agradable estos días, y eneste lugar hay muy poco que hacer, lasnoches son muy largas y monótonas.

—Nunca debí mezclarme convosotros, con los longevos. Aunquesobreviviese a esto, volvería a pasar.Tal vez tengas razón y no seáis solopersonas, tal vez seáis fuerzas de lanaturaleza, elementos, o como Nagornosiempre pensó, semidioses.

Asintió, pero él estaba en otro lugar.—Stedmor, hay un código en este

tipo de situaciones. Una amenaza que

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cumplir.—No, dilo claro: una sentencia que

ejecutar.—Mi padre no puede pensar que

puede matar a su hermano, que le puedeinyectar cualquier cura fallida y que tíoNagorno te va a devolver igualmente.¿Lo entiendes?

—No me pidas que alivie tu culpapor mi asesinato, tendrás que lidiar coneso. No tienes mi perdón, no tienes miindulgencia. Tienes elección y vas aelegir ejecutarme. Eres un simpleasesino, Gunnarr. Asúmelo y deja debuscar mi comprensión. No voy afacilitarte el camino. Por eso no hasvuelto estas noches, mientras tomabais

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la decisión, ni siquiera tú eres tandespiadado como para matar a alguienque conoces.

—¿Lo has hecho aposta? —dijo, y lavoz sonó ronca, como si le costasetragar saliva—. ¿Ha sido una estrategiade supervivencia?

—¿De qué demonios estáshablando?

—Esto, que tú y yo conectásemosasí, stedmor.

—¡Deja de llamarme stedmor! —legrité, cansada ya de todo, levantándomede la cama—. Al menos llámameAdriana.

—No, stedmor.—¿Por qué no, Gunnarr? ¿Por qué?

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—¡Porque soy mejor que mi padre!—estalló, incorporándose de un salto yquedando frente a mí, rojo de rabia—.Porque necesito recordarme en cadafrase que te digo que eres mi madrastra.No puedo verte como Adriana, porque sino…

—Si no, ¿qué, Gunnarr? ¿Si no, qué?Guardó silencio y marchó sin

despedirse, concentrado en algo que noestaba dentro de aquella maldita celda.

Me quedé mirando la puerta duranteun rato, con la mirada perdida. Teníamuchas cosas que digerir aquella noche.

Gunnarr volvió de repente,acelerado. Irrumpió en la celda denuevo y cerró la puerta tras de sí.

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—Si voy a morir, al menos cuéntamelo qué ocurrió en Kinsale —me adelanté—. Me lo debes.

Ignoró mi petición, como siemprehacía cuando le pedía que hablara deKinsale. Igual que Iago, ambos cerradosa compartir conmigo aquel recuerdo.

—¿De verdad sigues creyendo quete ejecutaré? —me preguntó, y esta vezsí que me mantuvo la mirada.

—Reconócelo, Gunnarr: esto nopinta bien.

—Tal vez esté empezando a rumiarotros planes para ti —murmuró.

Nos miramos de nuevo, pude sentircómo iba tomando decisiones en sucabeza por momentos.

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—Ven, sube a cenar —acabódiciendo—. No mereces estar en estacelda.

«Nunca lo he merecido».

La cena transcurrió en silencio, los trescallados y perdidos en la sopa de finashierbas que teníamos delante. Nagornome saludó con una fría inclinación decabeza, de nuevo joven y bello, pero denuevo glaciar.

—Dile a nuestra invitada quedebería alimentarse —le ordenó aGunnarr, después de que me pasarademasiado tiempo removiendo elcontenido de la fina vajilla con la

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cuchara de plata.—No la trates así, te ha salvado la

vida.—Ya me has oído —se limitó a

contestar Nagorno.—¡No la trates así! —gritó Gunnarr,

de repente. Un sonido ronco salió de lagarganta de Gunnarr. Sonó como unrugido, no como un grito humano.

—Mi anfitrión tiene razón —intervine yo, con calma—. Deberíatomar algo. Esta cena es importante,quiero que la recordéis, quiero que larecordéis durante mucho tiempo. Tráemealgo de ese vino de mi año, Gunnarr.Con Iago nunca he podido brindar.

Gunnarr marchó a la bodega y

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volvió al cabo de un rato con unabotella.

Estaba a punto de acercarse a mípara servirme el vino cuando alzó lacabeza, vio algo detrás de Nagorno y labotella se le cayó al suelo, estallandocontra la losa de piedra. El gesto se lequedó paralizado, la expresión vacía.

Nagorno y yo nos giramos,alarmados. Delante de la chimenea,desde hacía quién sabe cuánto, Lür nosobservaba en silencio.

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38

Ilur

IAGO

Teníamos por delante casi once horas detrayecto. Recorrimos el avión hastallegar a los asientos de primera yMarion se sentó en pasillo, yo enventanilla.

La aburrí durante un rato conhistorias intrascendentes hasta que ellaoptó por ignorarme, sacó una libreta ycomenzó a escribir sus quinientas

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palabras diarias. Yo aproveché paraponerme un auricular en el oído que ellano veía y abrí el archivo que mi padreme había enviado.

«Conoces tan bien como yo el valorde las omisiones, las que mantienen asalvo a los que amas. Ambos nos hemosguardado u ocultado secretosvergonzosos. Pero este secreto que voya compartir por fin contigo supera todaignominia. Este trata, hijo, del instintomás básico: la supervivencia de lafamilia, la supervivencia del clan. Todoslos miembros de La Vieja Familiahabéis nacido bajo la amenaza de unamaldición que me marcó desde mucho

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antes de que nacierais. Os he protegidodurante milenios, a todos vosotros, mishijos, mis descendientes, mi sangre, másallá de todo sacrificio y crimen. Ella esuna amenaza, nunca confíes.

»Primero te daré las instrucciones,por si no tienes tiempo de escuchar todomi relato:

»Cuando la conozcas, enséñale miamuleto. Si he hecho las cosas bien, telo habré dado sin que tú te des cuenta».

Me palpé con disimulo los bolsillosdel pantalón, no encontré nada. Despuésel de la camisa, pero tampoco halléninguna figurilla prehistórica en él.

Marion levantó la vista y me sonrió.

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Yo también le sonreí.Entonces pasé la mano sobre mi

americana. Reconocí el volumen de lafigura del hombre bisonte que mi padresiempre llevaba consigo, la que leprestó a Dana para que nos creyera. Nola saqué del bolsillo, no quería queMarion la viera y me descubriese.

—¿Escuchas música? —mepreguntó.

—Sí, bandas sonoras de películasépicas. Me relajan —comenté, distraído.

Ella volvió a concentrarse en suscrónicas e ignoró mi comentario.

«Perteneció a su compañero Negu,al que consideré mi hermano —

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prosiguió mi padre, susurrándome aloído—. Tal vez te sirva para ganartiempo. Proponle una tregua, dile quequeremos negociar, que ya es hora dedejarlo ir. No te hará caso, no seablandará, pero tú finge que lo creesposible. Ruégale que lo piense, eso tedará unas horas.

»Yo llegaré con los refuerzos paraequilibrar la batalla. Confía, hijo. Sabréhacerlo. Tú tan solo confía en mí».

Un joven auxiliar de vuelo se nosacercó con el carrito y nos ofreció suspreciosas botellitas de licores.

—No, gracias —le dije, guiñándoleun ojo—, o la señora me tirará por la

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borda sin demasiados remilgos.Marion rio con nuestro chiste

privado y el chico se marchó sincomprender, un poco molesto.

Marion y yo cruzamos una mirada decomplicidad y cada uno de nosotrosvolvió a enfrascarse en sus asuntos.

«Y ahora la historia —continuó lavoz de mi padre—. LHDA es elacrónimo de Los Hijos de Adán.

»Aunque no quiero comenzar conalgo tan moderno.

»Hubo una leyenda… No: hubo unamujer, milenios antes de que nacieras.Se llamaba Adana, la llamaban Madre.Era una matriarca, la matriarca de Los

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Hijos de Adán. Como tal vez ya hayasadivinado a estas alturas, no envejecía.Vivía rodeada de varias generaciones desus descendientes, todos ellos efímeros.Todos la veneraban, ella era Antiguacomo el Tiempo y sabía protegerlos. Losorganizó por oficios, su forma deliderarlos era efectiva aunque inflexible.Los Hijos de Adán vivían bajo su yugo,adorándola pero sin verdadera libertad,protegidos pero atados con lazos desangre a favores y misiones. Fuimoscompañeros durante milenios. Deja quete cuente lo que hizo a todos los hijosque tuve cuando la abandoné…».

Escuché una a una todas las

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masacres que Madre ordenó perpetrar,hora tras hora.

Miré a Marion de reojo y una gotade sudor frío me recorrió la columna,por debajo de la camisa. Sobre elocéano Atlántico, el avión repetía elmismo recorrido por el que habíamostransitado cuatro siglos atrás, de Europaa la costa noroeste de Estados Unidos.Ahora era distinto, ahora sabía quién eraMarion Adamson. Una Hija de Adán,una soldado enviada para utilizarme.

«Marion es una Hija de Adán —mehabía confirmado la voz de mi padre,minutos antes—, una Cronista, es unbuen oficio. No era una de las peores

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ramas, han llevado por el mundo lasabiduría de las viejas historias y hansobrevivido hasta hoy. Aún son útileslos novelistas en este mundo, ¿no crees?Todavía hoy necesitamos evasión. Encuanto a ella, ha sido enviada paraentregarnos a Madre, pero está por versu papel en esta última partida de caza.Tal vez nos depare alguna sorpresa. Aúnno la juzgues, creo que es bastanteautónoma».

Continué escuchando el mensaje demi padre hasta que llegó al final, a laúltima masacre de todas.

«Sé que conoces el yacimiento

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sudanés de Jebel Sahaba, en el valle delNilo.

»Recordarás que impedí queviajaras hasta allí cuando mostrasteinterés por los restos de la primeraguerra que se conoce, hace catorce milaños. No quería que te encargases delADN de los cuerpos, coincidentes conel tuyo. Muchos de los cincuenta y nuevehombres, mujeres y niños acribilladoscon puntas de piedra y lanzas eran mishijos, hermanos tuyos.

»Deja que te hable de uno de ellos.Lo llamé Ilur, llegó a vivir tres décadas.Conocía mi secreto, éramosinseparables.

»Y no solo eso, también era igual,

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idéntico a mí.»Sabes que a veces ocurre entre

padres e hijos, o entre abuelos y nietos.Gemelos separados por un par degeneraciones, clones naturales. Rostrosque a veces veíamos repetidos cuandovolvíamos a una aldea, décadas o siglosdespués.

»Con Ilur ocurrió así, la sangre de sumadre no se mezcló con la mía, no fueun mestizo. Su piel, su cabello y sus ojoseran réplicas exactas de los míos.

»Cuando vinieron los Hijos de Adány los masacraron, preguntando por Lür,él se hizo pasar por mí.

»No pude impedirlo.»Nunca he visto un cadáver como el

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de Ilur.»Cada Hijo de Adán le clavó varias

flechas. Debían hacerlo. Dejar cada unosu impronta, demostrarle a Adana suparticipación activa en la venganza. Elcuerpo de Ilur tenía cientos de flechas,no había un centímetro de piel libre,dejaron de dispararle cuando las flechasya no encontraron carne que rasgar ycaían al suelo.

»Se llevaron su cadáver, imaginoque para enseñárselo a Adana.

»Pero resultó, el sacrificio de mihijo dio resultado. Después de aquellamasacre no volví a saber de los Hijosde Adán. Me dieron por muerto, desdeluego.

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»Durante los siguientes siglosrecorrí todas las rutas comerciales,preguntando por los Hijos de Adán.Nadie sabía nada, pensé que la familiase había extinguido o que Adana se diopor satisfecha. Pasaron cuatro mileniossin que nada ocurriera y después meatreví de nuevo a vivir como un hombrecomún y acercarme a una mujer. Fueentonces cuando conocí a tu madre ynaciste tú, Urko».

Esas eran las últimas palabras quemi padre había grabado para mí.Escuché varias veces todo el mensaje denuevo, hasta aprendérmelo casi dememoria. No quería olvidar ningún

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detalle.El avión finalmente tomó tierra y

dejé que Marion me guiase a mi destino.

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39

Solo la verdad

ADRIANA

Nagorno se levantó de la silla de unsalto y se colocó frente a Lür.

—¿Cómo has llegado hasta aquí,padre? —le increpó.

—Tengo un avión privadoesperándonos en Edimburgo —contestóLür, sin moverse ni un milímetro de suposición, con las manos en los bolsillos.Parecía no compartir la alarma de

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Nagorno y Gunnarr, que cruzaron lamirada, dándose instrucciones ensilencio.

—¿Esperándonos, piensas acaso quete vamos a entregar a Adriana tanfácilmente, o es que traes otra cura? —quiso saber Gunnarr.

—Ni lo uno ni lo otro, vengo arecogeros a los tres. Adriana —dijo,dirigiéndose a mí—, ¿sabes dónde hasestado todo este tiempo?

Qué bien se sentía tener la presenciade Lür. Eran dos contra uno, pero suaplomo me dio seguridad, no parecíatemer la reacción de su hijo ni de sunieto.

—Creo que estamos en un

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archipiélago de la costa escocesa, algúnsitio donde hayan habitado clanes. Porel tipo de construcción en el queestamos, creo que es del siglo XVII. Notengo claro si estamos en las Orcadas,las Shetland, o en las Hébridas. Puedeque en la isla de Arran, en Iona, enSkye…

—Muy bien, Adriana —meconfirmó, satisfecho—, no esperabamenos de ti. Estamos en la isla de Eigg,una de las islas Small, en las HébridasInteriores, en la costa oeste de Escocia.Suficientemente aislados y anónimos enun enjambre de cientos de islas casidespobladas, pero suficientemente cercade Escocia y de Londres, donde los

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mejores especialistas te controlan yestán a tu alcance en menos de mediahora, ¿verdad, Nagorno?

No esperó a que su hijo le contestasey se acercó hasta donde estábamosGunnarr y yo.

—Hemos conseguido resolver tuacertijo, Gunnarr: «Llegarás a ella poraire o agua. ¿Serán miles, serán bellas?No será grande, hallarás masacres ycatedrales». «No serán grandes», por lasislas Small, las islas pequeñas.«Hallarás masacres y catedrales», porlas cuevas que marcaron el pasado deesta isla. Viniste aquí después de lo queocurrió en la costa irlandesa de Kinsale,¿verdad, Gunnarr? Cuando la isla estaba

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todavía despoblada después de lamasacre de los McLeods. Aquí teocultaste. Construisteis este castillo aespaldas del mundo, no he encontradorastro alguno.

—Y no lo harás. ¿A dónde quieresllevarnos, abuelo?

—He contratado un vuelo privadode Edimburgo a Nueva York. Y notenemos tiempo que perder. Tu padreestá en serio peligro, tenemos que irtodos unidos, como la familia quesomos. Solo así tendremos unaoportunidad.

—¿Tiene que ver con mi cura? ¿Seha metido en algún lío por mí? —preguntó Nagorno, dejando adivinar

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cierta inquietud.—En parte así es, hijo. Pero a estas

alturas ya no solo se trata de ti. Ahora setrata de La Vieja Familia, y como noestemos unidos, no vamos a sobrevivir.Ninguno de nosotros, os lo aseguro. Oshe ocultado la más terrible de lasverdades desde que nacisteis, a todosvosotros. Pero hoy ha llegado el día quemás temía: el día que tendré quecontároslo porque la verdad nos haalcanzado y nos ha puesto en peligro.

—¡Habla de una vez! —gritóGunnarr, impaciente—. ¿Qué estáocurriendo y por qué mi padre está enpeligro?

—Porque no somos los únicos

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longevos, Gunnarr. Porque hay otro clan,llamados los Hijos de Adán, cuyamatriarca quiere verme muerto, a mí y atodos mis descendientes.

—¿Cómo? —susurró Nagorno—.¿Hay más longevos, más longevas por elmundo?

—Así es.—¿Y has sido capaz de ocultármelo

durante tres milenios? —le gritó,dejándose llevar por la ira—. Sabes loque he anhelado encontrar a otros comoyo, otras mujeres longevas que no fuesende mi sangre. Mujeres a las que nodespreciar por ser simplementeefímeras.

Lo miré fijamente, y por un momento

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creo que se arrepintió de sus palabras,pero estaba demasiado consternado.

—Precisamente por eso te lo oculté.Porque no habrías hecho caso de misadvertencias y te habrías acercado a losHijos de Adán. Y eso, hijo, te habríamatado.

—¿Por qué afirmas que son unpeligro para nosotros, abuelo? —Gunnarr mantenía la calma, su cerebroiba siempre más rápido que el resto—.¿Cuál es la historia previa que nostienes que contar?

Lür tomó asiento y nos relató susprimeros milenios, el tiempo quedeambuló solo, huyendo de su condiciónde longevo. Nos contó su encuentro con

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los Hijos de Adán, nos habló de Madre,la matriarca que protegía a susdescendientes. Nos habló de su tiempojuntos, de los hijos que tuvieron.

—Entonces, muchos de los Hijos deAdán son descendientes tuyos —interrumpió Gunnarr.

—No, ninguno. Todos nuestros hijosen común morían, uno tras otro, sinalcanzar la madurez. Ninguno tuvoocasión de tener hijos, así que nuncahubo una rama común entre Madre y yo.

Yo sabía lo que Lür callaba sinrevelar a Nagorno y a Gunnarr, y era quedos longevos no tenían por qué tenerhijos longevos. Necesitabantransmitirles también el gen inhibidor

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del cáncer para superar la tendencia acrear tumores de la telomerasa activada.Todos aquellos niños habrían muerto pormil tumores. Pero esa parte de lainvestigación solo la conocíamos Lür,Iago y yo.

Lür prosiguió con su relato. Noshabló del miedo, de las masacres quesiguieron, de que todos losdescendientes y las compañeras que Lürtomó terminaron muertos de la peormanera. Milenio tras milenio, de formaimplacable.

¿Cómo pudo Lür soportar aquello yseguir queriendo vivir?

Y por fin nos relató la historia deIlur, del hijo que se hizo pasar por él.

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Nos contó que Madre lo creyó muerto ylas carnicerías cesaron.

En el gran comedor del castillo,Nagorno se había sentado de nuevo ensu silla y Gunnarr, sin apenas serconsciente, lo había hecho sobre la mesadonde cenábamos. Ambos habíanescuchado a Lür con la miradaensimismada y el gesto serio,conscientes de la gravedad de lasituación.

—Nagorno, comprenderás por quénunca os lo dije —continuó Lür,dirigiéndose a su hijo—. A ti te habríanperdido las ganas de conocer a las Hijasde Adán, no habrías hecho caso de misadvertencias y las habrías buscado,

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persiguiendo tener tu linaje longevo,pero ellas son educadas en el preceptode que deben matar a todos misdescendientes cuando Madre se lo pide.Madre da protección a todos sus hijos,pero a cambio se cobra los favores oson castigados por no obedecer. Nosuelen tener una opción real de elegir.Te habrían dado caza.

—No es excusa, prefiero tener lalibertad para decidir yo. ¿Cómo haspodido ocultarme semejante verdad? Túmejor que nadie conoces mis obsesionesy mis anhelos.

—Bien, ahora tienes esa libertad dela que hablas. Veamos lo que haces conella, porque vas a venir con nosotros.

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—¿Qué está ocurriendo exactamenteahora, por qué mi hermano está enpeligro? —preguntó Nagorno.

—Creo que hemos sido detectadosde nuevo por los Hijos de Adán. Creoque ellos también están detrás del genlongevo. Urko está ahora mismo volandohacia las islas Thousand, en la fronteraentre Canadá y Estados Unidos. Ha sidollevado allí engañado, pensando queencontraría a Adriana y podríarescatarla. Necesito que vengáisconmigo porque quiero pactar unatregua, tal vez un trato. En todo caso,tenemos que dar la cara como familia, ycomo una familia unida, así que en estemismo momento debéis dar por

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concluidas vuestras luchas intestinas conUrko, porque de otro modo, La ViejaFamilia no va a sobrevivir. Gunnarr,querías que tu padre sufriera, y teaseguro que lo ha hecho. No tienes niidea de lo que has provocado en él alsecuestrar a Adriana. Ella no ha sidonunca una esposa más para Urko, elvínculo que los une es diferente, máspoderoso. Y no solo eso, ahora seencuentra en peligro de muerte por todaesta situación que tú has creado. Urkonunca va a poder resarcirte por el dañoque te causó en Irlanda, pero créeme, loque has desencadenado puede acabarmucho peor que la batalla de Kinsale.

—¿Y qué me dices de mí, cómo

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puedes pedirme que olvide lo que Urkome ha hecho? —gritó Nagorno, dando unpuñetazo a la mesa y levantándose.

—Seamos claros, hijo. Si tuhermano muere, las probabilidades deque alguien repare tu corazón y tú vivasson nulas. Y va siendo hora de que tedeba un favor de nuevo, ¿no crees? Talvez así os respetéis mutuamente durantelos próximos milenios.

Miró el reloj y se dirigió hacia lapuerta, sabiendo que lo seguiríamos.

—Adriana, no tienes por qué venir.El secuestro ha terminado.

—Iago se ha metido en la boca dellobo por mí, nada de esto me es ajeno—repliqué.

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—Lo sé, pero eres la pieza másdébil.

—Siempre lo he sido, y he jugado lapartida a vuestro nivel.

Lo pensó por un momento, aunque yoya había decidido ir de todos modos.

—Como quieras —accediófinalmente y se volvió hacia nosotrostres—. Os he contado lo imprescindible,pero el tiempo se acaba para Urko,cuantas más horas pase solo frente aquien sea que esté al mando de los Hijosde Adán, más peligro corre su vida.Marchemos, pues. Durante el trayecto enavión os contaré el último episodio deesta historia.

—¿Es que hay más, Madre no se

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olvidó de ti después de darte por muertoen el valle del Nilo? —pregunté, sincomprender del todo—. ¿Y por quédices que Madre no está ahora al frentede los Hijos de Adán?

Lür suspiró, como si le costasecompartir aquel recuerdo.

—Ocurrió en el año 79 de la eracristiana. Tal vez os suene la erupcióndel Vesubio y la ciudad de Pompeya quefue sepultada bajo varios metros decenizas.

—Un momento —lo interrumpióNagorno—. ¿Afirmas que te salvaste dela erupción del Vesubio? ¿Estuviste allí?Recuerdo aquellos años, después de lamuerte de Boudicca. Me contaste que

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fuiste hacia el Este, yo estaba en Romacuando Pompeya fue destruida. Era unacolonia soleada de patricios prósperos,en la Campania. Nos llegaron noticiasdel desastre, pero no hubo campañas derescate, no quedó un alma para contarlo.Cuando las cenizas se enfriaron, muchospartieron para rapiñar todas las obras dearte que pudieron llevarse. Yo participéy me enriquecí con todo aquel mercadomorboso que se generó en Roma. ¿Cómopudiste salir con vida de aquel desastre?

—Había vivido otras erupcionesantes.

—¿Y qué ocurrió? —interrumpióGunnarr. Estaba circunspecto, lo viapretar los nudillos con un gesto de

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tensión—. ¿Los Hijos de Adán teencontraron en Pompeya y mataron denuevo a tu familia?

—No, porque mi familia erais yavosotros: Urko, Nagorno, Lyra. La ViejaFamilia. Durante milenios os protegí dela posible presencia de los Hijos deAdán, siempre que nos establecíamos enalgún lugar, yo enviaba a rastreadorespara que preguntaran por ellos o porMadre, y si nadie había oído hablar deaquellas leyendas, nos instalábamos.Pero hasta entonces había pensado quetodos éramos inmortales y que si Madrevolvía a saber de nosotros, no podríamataros. La muerte de Boudicca acabócon aquella creencia. Al sabernos solo

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longevos, no inmortales, comencé atemer por vosotros. Pero no esperabaencontrarla de nuevo a ella, después detantos milenios, no lo esperaba…

—¿Os reencontrasteis en Pompeya?—murmuró Gunnarr, apretando lamandíbula.

—Así es.—¿Y qué ocurrió?—Que aquel día, el 24 de agosto del

año 79, maté a Madre.Todos lo miramos, incrédulos.Resultaba muy difícil imaginar a Lür

en semejante situación.—Vamos, durante el trayecto os

contaré lo que deseéis saber —nos dijo.Todos marchamos tras Lür en

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silencio, cada uno un poco en su mundo,tratando de digerir lo que nos acababade contar. Nagorno y su padre hablaronpor el camino, discutiendo estrategias,poniéndose al día.

Gunnarr aprovechó para acercarse amí, sin dejar de controlar a su tío y a suabuelo.

—Adriana, tenemos que hablar —me susurró al oído—, a solas. Lo queestá ocurriendo aquí es más importanteque tu vida o la mía.

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40

Pompeya

Pompeya, 79 d. C.LÜR

El grueso edil tomó una aceituna delplato.

—Así que embarcarás pronto haciaAlejandría, mi buen amigo Néstor —dijo—. Es una pena que no te quedeshasta ver el resultado de las elecciones.

Lür sonrió al edil, un hombreentrado ya en años, de labios morados y

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cabello escaso.—A tenor de lo que he leído en las

pintadas de las calles, querido Vettius,creo que la votación ya está más quedecidida. Parece que el pueblo te apoya,hasta Asellina, la tabernera, hacecampaña y habla bien de ti a susclientes. —Sonrió, alzando la bebidacaliente en el vaso para brindar por laalcahueta.

—Eso parece, los pompeyanos sonagradecidos, y no olvidan mis esfuerzosdurante estos diecisiete años por ayudarcon la reconstrucción. Tan soloqueremos recuperarnos y volver a ser lacolonia próspera que éramos antes delterremoto.

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—¿Y no teméis los pompeyanos porlos temblores de estos últimos días?

—Si temiéramos por cada pequeñasacudida, ya habríamos abandonadoestas magníficas costas hace décadas.No, querido amigo. Estos débilestemblores son tan habituales aquí que yani los sentimos.

«Cuántas veces he escuchado esasmismas palabras», pensó Lür, tomandounas legumbres que Asellina le habíacalentado.

—Lo que nos lleva a asuntos másprácticos —dijo, cambiando de tercio—. He de hablar con tu maestro pintor yentregarle todo los sacos con los coloresque me has pedido para las paredes de

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tu domus. Te he seleccionado solo loscolores mejor conseguidos: azul a basede sílex, negro de materias carbonizadasy rojo brillante extraído del cinabrio.Los tengo ya descargados en el puerto,dime dónde puedo encontrarlo.

—En la villa de Adania, en lasafueras.

—¿Adania? —repitió Lür,disimulando su inquietud con unasonrisa.

—Es una mujer muy acaudalada, atenor de las obras que está haciendo ensu vivienda. Vive rodeada de su séquito,y tiene varios hijos. Te daré lasindicaciones para que puedas llegar.

Lür se despidió de Vettius Caprasius

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y marchó en la dirección que le habíaseñalado, alejándose del gentío quecaminaba por las calles. Era verano ymuchos patricios habían abandonado susdomus en obras para descansar en otrasprovincias más septentrionales, huyendode los calores estivales.

Pero Lür caminaba inquieto, el airehabía cambiado de dirección variasveces durante los últimos días y lostemblores eran débiles, pero continuos.

Fue entonces cuando miró el senderoque tenía a sus pies y se quedó parado,tragando saliva: el camino estaba llenode lagartos.

Sabía lo que eso significaba. Miróhacia la imponente montaña que presidía

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la ciudad, el Vesubio. Su falda estabaalfombrada de los viñedos que tantafama y fortuna le había dado a Pompeya.Pero él sabía que, a veces, la tierra secobraba su precio.

«Lür, sal corriendo», le dijo una vozen su interior. La conocía, era suinstinto. Metió la mano en su bolsa decuero y apretó con fuerza el amuleto deNegu.

«Todavía no, todavía no».Aceleró el paso y encontró por fin la

entrada de la villa, tras un largo caminode cipreses. Allí todo parecía estar mástranquilo, encontró sirvientes ocupadosen labores de campo y preguntó por elpintor sin llegar a identificarse. No

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hacía falta, su rico atuendo decomerciante era suficiente para abrirletodas las puertas.

Finalmente lo localizó en el atrium,el patio central. Un hombre diminuto yresuelto que daba órdenes a un ejércitode obreros que enlucían una de lasparedes de una capa espesa de cal yarena.

—Vengo de parte del edil VettiusCaprasius. Tengo todas las pinturas queme pediste en el puerto, puedes enviar atus hombres a por ellas. Yo partiré estamisma tarde.

—Así haré, esta villa me tiene muyocupado, pero al edil también le correprisa por tener su domus decorado para

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el día de las elecciones —comentó,haciéndole un gesto para mostrarle sutrabajo.

Lür lo siguió hasta quedar frente unapared donde el pintor ya habíacomenzado a dibujar algunos paisajespastoriles.

Entonces la vio.El retrato de Adana. La mujer que lo

observaba, serena, desde la pared. Consus ojos negros, algo rasgados, la pielbronceada, el pelo oscuro recogido aambos lados, al modo de las patricias.Vestida con una túnica blanca. Siemprede blanco. En eso no había cambiado.

Entonces se sintió inseguro, siAdana lo encontraba allí, en su propia

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villa, no tenía ninguna posibilidad desobrevivir. Miró a su alrededor,intentando averiguar si entre todo aquelejército de esclavos y sirvientes tambiénhabía algún Hijo de Adán.

—¿Dónde está ahora tu clienta,Adania? —le preguntó al pintor.

—En las termas, suele pasar allítodas las mañanas, pide todo tipo deservicios, ella puede pagarlos.

—¿Qué termas, las del Foro? —preguntó Lür, dirigiéndose a la salida dela villa.

—No, una mujer de su categoríasolo acude a los baños de Stabies. Perono podrás hablar con ella ahora.

—¿Por qué no?

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—Veo que eres extranjero ydesconoces nuestras costumbres, pero enPompeya las mujeres van por la mañanay no se mezclan con los hombres.Nosotros vamos por la tarde, cuandohemos terminado de trabajar.

—Bien, esperaré entonces —contestó Lür, con una sonrisa—. Ahorahe de irme, no olvides recoger laspinturas.

Marchó corriendo de vuelta aPompeya. El cielo estaba tomando unextraño aspecto y el viento llevaba unpolvo fino hacia el este. Cuandolocalizó el edificio de las termas,muchos pompeyanos miraban ya coninquietud sobre sus cabezas, donde se

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había escuchado una especie deexplosión lejana. De las nubes oscurascomenzaron a caer piedras ligeras, nadiesabía qué era. Una lluvia extraña, unaespecie de granizo negro.

Lür sabía ya lo que se avecinaba,pero los pompeyanos, en lugar de huir,comenzaron a refugiarse en sus casas,ante su mirada horrorizada.

—¿Qué hacéis? —gritó a todos conquienes se cruzó—. Huid ahora mismode la ciudad, ¿por qué os quedáis?

—Parece un terremoto, lo mejor esesconderse hasta que acabe —lecontestó un tendero, cerrando la puertade su negocio.

—No es un terremoto —le contestó,

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pero el hombre ya no lo escuchaba, sehabía ocultado en su local de telas, juntocon todos los clientes.

Por fin dio con el imponente edificiode las termas estabianas. Se adentró enellas y una mujer robusta con una pelucarubia le salió al paso.

—No está permitida la entrada aningún hombre hasta la tarde. Además,estamos avisando a todas las clientas,parece que esta vez los temblores sonmás fuertes, pero aquí dentro no seperciben. Muchas no se han enteradoaún.

—A eso venía. Busco a Adania,decidme dónde está y yo me encargaréde avisadla.

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—No puedo hacer eso, no puedodejar pasar a… —repitió, obcecada.

Lür sacó su bolsa de cuero y letendió unas monedas de mil sestercios.La joven abrió los ojos, y las apretó ensu puño.

—Está en los baños de sudor, hacontratado un masaje.

Lür siguió las indicaciones de lamujer y avanzó por uno de los pasillos.Dentro del inmenso recinto de gruesasparedes todo era quietud, solo seescuchaba el sonido del agua.

Llegó por fin a una sala abovedada.Un sirviente alto y musculado esperabaa su ama junto a la puerta. Lür le pagóotra pequeña fortuna y el esclavo

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marchó, sin duda pensando que era unpatricio acaudalado dispuesto a llevar acabo alguna de sus perversiones.

Entró en silencio en la estanciadonde notó bajo sus pies el suelocaliente del hipocausto. Sus pulmonesinhalaron un fuerte olor a pino. A travésdel vapor pudo ver una figuradescansando en una bañera de mármolen el centro de la sala circular. A sulado, en una pequeña mesa de bronce detres patas, todos los enseres para loscuidados corporales: frascos de aceites,un espejo y unos estrígilos, losraspadores metálicos que lospompeyanos usaban para eliminar delcuerpo el exceso de ungüentos. A los

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pies de la bañera, una ánfora de baño decobre para el agua caliente, un largobrasero, y su pesada tapa de mármol enun lateral.

Se acercó despacio a la bañera, lamujer se relajaba dentro de ella con losojos cerrados. Lür quedó tras su cabeza,observando la larguísima melena negraque ya conocía y que ahora flotaba en elagua caliente, cubriendo el cuerpodesnudo de Adana.

—¿Qué está ocurriendo fuera,esclavo? —preguntó Adana sin abrir losojos.

Lür tomó el pequeño balsamario, sefrotó las manos con el aceite y comenzóa masajearle el rostro.

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—Los pompeyanos creen que sontemblores de tierra —contestó Lür, sinmolestarse en fingir otro tono de voz—,como hace diecisiete años.

—Entonces lo mejor será que nosquedemos aquí, los muros son fuertes,estaremos protegidos.

—Hay lagartos por el camino… —susurró a su oído, y vertió agua calientedel ánfora sobre el brasero hasta que losrodeó una espesa nube de vapor.

—¿Los lagartos han salido? —repitió ella, inquietándose por primeravez. Abrió los ojos, pero Lür la mantuvotumbada, sujetándole por los omóplatos,impidiendo que Adana lo viera aún.

—Están cayendo pequeñas piedras

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negras, no son pesadas —prosiguió él,con calma—, nadie se lo explica. Perolos pompeyanos no están intentando salirde la ciudad.

—Es la montaña —murmuró Adana—, saldrá fuego de ella.

—Lo sé, lo he visto antes, pero ellosno.

—Debo salir, ahora mismo —dijoella, tratando de incorporarse.

—Eso no va a ocurrir —la atajó Lür,cruzando su brazo fuerte por encima delcuello de Adana, impidiéndole salir dela bañera.

—Tengo muchos hijos en Pompeya,debo advertirlos, será tarde para ellos.

—Lo sé.

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«Yo también tengo hijos queproteger de ti», calló.

Ella entendió, por fin, el peligro.—¿Qué ocurre, señora, os he

asustado?—No sois un esclavo, no puedo

veros bien. Dadme un espejo.Lür le tendió el espejo de plata de la

mesita. Un pequeño disco circular, conmango de piel de león.

—Tu rostro…—¿Qué le ocurre a mi rostro?—Se parece tanto a alguien que

conocí…—Seré familia, tal vez.—No creo que nadie de su familia

esté vivo.

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Entonces Adana guardó silencio ycomprendió.

—¿Eres Lür? —preguntó finalmente.—Una vez me llamé así, es cierto.

Pero ya no uso nunca ese nombre, tú loconvertiste en maldito.

Adana intentó de nuevoincorporarse, pero Lür se sentó en elborde de la bañera, negándole todaoportunidad de escapar.

—No es posible, vi tu cadáver.—Tal vez no pueda morir nunca.Se tenían frente a frente, después de

tantos milenios, después de tanto comopasaron juntos, después de una historiacomún llena de cadáveres.

—¿Has venido de nuevo a mí? ¿Te

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has arrepentido ya de habermeabandonado? —preguntó ella.

—No, Adana. No he venido por eso.—¡Pues deberías! ¿No has

comprendido ya que tú y yo debemosestar juntos?

—Lo que he comprendido, pordesgracia, es que no puedo dejar quesigas viva. Un Cataclismo me llevóhasta ti, tal vez tenga que ser otroCataclismo el que me libere de ti.

—¿Vas a dejarme aquí? —preguntóella, incrédula.

—Ambos hemos visto antesmontañas que escupían fuego de estemodo. Primero son los guijarros negros,caerán durante horas, el techo que tienes

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sobre tu cabeza se derrumbará por elpeso. Después la lava se derramará,todos morirán enseguida, el aire setornará mortal y tal vez ni siquiera túserás capaz de sobrevivir sin respirar.Después la ceniza sepultará esta ciudad,también Herculano, Estabia y todas lasvillas de la costa caerán.

—¿Y crees que tú podrás escapar?—Escaparé si marcho ahora mismo.

Tengo varias embarcaciones, sonpequeñas y veloces. Debemosadentrarnos en el mar, es la única salida.Todo ser vivo que habite Pompeyaestará muerto antes de esta tarde.Durante milenios he soñado con quetenía suficientes conchas de cauri como

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para enterrarte viva. Una por cada hijocuya vida segaste, ¿no es una ironía quevayas a quedar sepultada por conchasnegras? Adiós, Adana, aquí termina tucamino.

Lür sujetó la pesada tapa de mármoldel brasero sobre la bañera, tapándola,como si fuera una lápida, desoyendo losgritos de Adana. Sabía que ella nopodría salir de aquella bañera, quequedaría enterrada por el volcán.

No dejó de mirar hacia atrás durantesu huida. Se abrió paso por las calles,bajo la lluvia de piedras negras queasfaltaba ya la ciudad. Cuatro de susbarcos partieron a tiempo, antes de queel mar se retirase, horas después. Desde

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alta mar, pudo ver cómo, hora tras hora,Pompeya y todos sus habitantes, incluidaAdana, quedaban sepultados bajo variosmetros de ceniza.

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Hija de un dios menor

IAGO

Llegamos en una lancha a la diminutaisla Belle. Rodeada de un rosario depequeños montículos de roca y jardinesbien cuidados, las islas Thousand eranel lugar de vacaciones favorito de laélite local desde mediados del siglo XIX. Divisé varios castillos peculiares enlos islotes que la rodeaban, me preguntési Dana estaba retenida en un edificio

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similar.En el pequeño embarcadero privado

donde Marion me condujo comenzaba aadvertirse la preocupante presencia dehombres con pasamontañas blancosvestidos con trajes de camuflaje,también blancos y provistos de armasplateadas.

—No te inquietes, no nos harán nada—me dijo Marion, como si aquella frasepudiera tranquilizarme.

Me estaba metiendo en la guarida dela bestia y era muy consciente de esarealidad.

—Me estás pidiendo que mecomporte, ¿verdad? —contesté.

—Por favor.

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Miré el reloj. Pronto averiguaría sirealmente tenían allí a Dana, porque ibapreparado para pactar, para negociar,para luchar. Lo que fuera.

Marion me condujo al interior delrecinto de una imponente mansión delXIX. Antes de entrar pude observarvarias torres elegantes en las esquinas ycientos de ventanas. El interior debía deser inmenso. Nos costó varios minutosrecorrer todo el jardín hasta llegar a laescalinata principal.

—Es la sede no oficial de laCorporación Kronon, ¿verdad, Marion?La verdadera, la secreta.

—Touché —musitó ella, tambiénnerviosa, también inquieta.

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En la entrada del edificio, frente alarco de seguridad, Marion me indicóque tenía que dejar el móvil si queríacontinuar.

—Espero que seas consciente de loque vas a hacer, Marion. Después deesto, no habrá marcha atrás entre tú y yo—le susurré, mientras me guiaba por lospasillos de mármol. Todo a mi alrededorresultaba aséptico y frío, como en uninfierno helado.

—Ambos sabemos que no te he sidosincera del todo, como tú tampoco lohas sido conmigo.

—Obviamente.Nos tomamos un segundo antes de

abrir la puerta blanca. Me miró a los

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ojos con una pena infinita, como si yofuera un niño a punto de ser expuesto.

—Un último consejo, Iago: tienesque estar preparado para cualquier cosa.Piensa rápido. Ella lo hace, que no teengañe su apariencia.

—Estoy listo, terminemos con esto.El tiempo se acaba.

Tragó saliva y empujó la puerta.Ambos entramos en una biblioteca

ovalada, todas las paredes estabanforradas de libros antiguos de lomoclaro. Varias alfombras de piel de todauna manada de animales albinos cubríanel suelo a nuestros pies. Nos rodeabanvarios sofás de gran tamaño, era unaestancia donde Dana se habría perdido

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durante horas, husmeando entre losvolúmenes antiguos.

Conté ocho encapuchados blancosdistribuidos alrededor de la estancia.Sus armas plateadas apuntaban al suelo,pero el efecto era igualmenteintimidante.

En el centro de la habitación, unajoven nos daba la espalda, concentradaen llenar tres vasos con un licortransparente.

Llevaba puesto un largo vestidoblanco, ligero, casi una túnica. Podíahaberse paseado por la Atenas dePericles o por un teatro del siglo XIX sinhaber llamado la atención, todo en ellaresultaba atemporal. Un rostro alargado,

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unos ojos oscuros. Una larguísima trenzanegra le caía a un lado de la cabeza.Tenía la apariencia de ser la hija de undios menor. Parecía frágil, pero lamirada no correspondía a aquel cuerpo.Era una mirada que lo había visto todo.Me sentí apenas un recién nacido, tuvela certeza de que frente a ella lo era.

—Esta es mi madre, Urko —intervino Marion, sin acercarsedemasiado, como si tuviera miedo deestar cerca—. No directa, en realidadsoy su descendiente de octavageneración.

—No me has traído a Lür —susurrócon una voz apenas audible, sin levantarla vista de los vasos. Qué acento más

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extraño, más dulce, más indeterminado.—Lo sé, Madre. Pero creo que te he

traído algo más importante, creo quepodemos llegar a un acuerdo que nossatisfaga a todos.

—¡No me has traído a Lür, y estabaa tu alcance! —gritó.

Después me miró por primera vez,como yo si no hubiera estado hastaentonces en aquella habitación. Parecíacomo si los sucesos ocurrieran de formadistinta en su cabeza, no uno detrás deotro, sino a la vez, como vasoscomunicantes.

—Así que eres descendiente de Lür.—Su primogénito vivo, en realidad

—le dije, retándola. ¿Le dolía, le dolía

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recordar los hijos que tuvo con mi padrey murieron?

Sonrió un poco. Sentí un escalofrío.Se acercó a una cubitera, cogió unos

cubitos de hielo con la mano y losrepartió entre los vasos.

—Toma —dijo, tendiéndome unvaso de licor—, celebremos pues queestás vivo.

—No brindaré.—Sí que brindarás.Dejé el vaso sobre el brazo de un

sofá cercano.—No brindaré hasta que me digas

algo de mi esposa.—¿Tú esposa? ¿Quién es tu esposa?

—preguntó, distraída, sin dejar de mirar

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el vaso que yo había rechazado.—Sabemos que has encontrado algo

más de lo que me contaste en relación algen longevo —intervino Marion, concautela en la voz—. Sé que lo que leinyectaste a tu hermano no tenía nadaque ver con la solución que yo tepropuse. No te habrías arriesgado a quemuriese tu esposa, sabemos que hay algomás. A cambio, la tenemos localizada,¿no es cierto, Madre?

—¿Localizada, no está aquí? —pregunté, inquieto.

—No, pero Madre sabe en qué islaestá, iremos y la rescataremos. Es así,¿verdad, Madre?

Madre ni siquiera respondió, la

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conversación había dejado deinteresarle.

—¿Es así? —insistió Marion.El silencio de Madre me dejó

helado.—Me lo prometiste —insistió

Marion—. Dijiste que tú te encargarías,que para ti nada era imposible cuando setrataba de localizar a alguien.

—Eres una Hija de Adán, ¿desdecuándo cuestionas mis deseos?

Marion dio un paso al frente, seinterpuso entre Madre y yo, como si conese gesto pretendiera protegerme.

Los soldados blancos levantaron susarmas al unísono, en un gesto casiinconsciente y casi mecánico.

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—Ya estoy harta, Madre. No nacípara ser sumisa.

—He exiliado a muchos por menos,Maia. Esto es más importante, Lür nosolo ha conseguido estar rodeado poruna familia de hijos inmortales, sino queuno de ellos ha encontrado el motivo denuestra inmortalidad, ¿no merezco yoguardar el secreto, la más Antigua aúnviva, no me pertenece por derechopropio?

—¿Y qué harás con él si te lo doy?—quise saber.

—Usarlo en beneficio de los Hijosde Adán, como siempre he hecho. Novolveré a tener hijos débiles queenvejezcan, solo hijos como vosotros.

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—Eso, Adana, no es algo que yovaya a compartir contigo —le dije.

—Ya veremos —susurró.Lo último que noté fue el golpe seco

de un arma en la sien.

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42

Un amanecer rojo

IAGO

Desperté con dolor de cabeza sobre unacama mullida en un dormitorio blanco yespacioso. Me levanté y miré a travésdel ventanal enrejado y vi queestábamos en el tercer piso de lamansión. Estaba clareando ya.

El amanecer por fin tiñó el cielo deun preocupante color rojo.

Pero no estaba solo, Marion

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esperaba pacientemente, sentada en unode los butacones frente a mí.Probablemente había pasado toda lanoche haciendo guardia en la mismaposición, sus ojeras me hablaban de uncansancio infinito.

Miré el reloj, desolado.—A estas horas Adriana está ya

muerta.Marion agachó la cabeza, después se

quedó mirando fijamente el marco de lapuerta.

—Estamos encerrados, no podemossalir —murmuró, muy seria, con gestoderrotado—. Prometió ayudarnos, Iago.Me dijo que la tenía localizada.

—Confié en ti… —la interrumpí—.

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Sabía que tendría que pagar un preciopor seguirte, pero confié en ti.

—Madre está muy enfadada, no estáacostumbrada a que nadie la desafíecomo tú lo has hecho.

—¡Oh…! No imaginas lo enfadadoque estoy yo. No puedes siquieraacercarte a imaginarlo —le contesté,dando vueltas por la habitación como unfelino enjaulado.

Pero Marion seguía en su mundo, yen su mirada vi terror, un terror muyantiguo que la volvía, por una vez,vulnerable.

—¿Quiénes eran los soldadosblancos encapuchados?

—Son Vigilantes, su escolta

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personal. Son criados y educados parano separarse nunca de ella.

—Estupendo —dije para mí—. Doscontra ocho.

—Iago, me ha exiliado. Madre me haexiliado y tú no sabes lo que supone eso.

—No lo sé, y no quiero que me loexpliques ahora. No va a dejarme salirde aquí, ¿verdad?

—Madre no sabe de medias tintas nide clemencia.

—¿Y cómo puedes estar supeditadaa sus órdenes? —le pregunté,quedándome quieto frente a ella.

—No entiendes nada aún, ¿verdad?Madre es un paraguas protector paraalguien como yo, una inmensa red

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mundial de influencias, propiedades,dinero, poder político, económico ymilitar. Yo siempre me he mantenido almargen todo lo que he podido, pagandolos tributos de obediencia cuando se meenviaba a alguna misión. Por eso noacudo a ella si no es necesario, siempreacaba reclamando los favores. ¿Cómocrees que he sobrevivido seis milenios?¿De verdad creías que lo he conseguidoyo sola? Lo que no me explico es lo tuyoy lo de tu familia: apenas cuatro o cincomiembros, siempre con disputas entrevosotros, separándoos y juntándoos deesa manera, tan anárquica. ¿Cómodiablos habéis llegado hasta el día dehoy? Me parece casi imposible que

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alguien pueda conseguirlo, por muyhábiles que seáis en la supervivencia.

—Así que yo solo era una misión —resumí, sentándome frente a ella en unabutaca y manteniéndole la mirada.

—Para Madre, así era. Para mí, no.Desde luego que no. Volví de Santandercon las manos vacías. No quise espiarte,grabar lo que hacías por las noches amis espaldas. No fui capaz, aunquepensé que con lo que me permitiste versería suficiente para ella. Pero cuandovolví a París, ella me obligó a…

—¿Te obligó? —la interrumpí—, tecreía sobradamente independiente.

Ella calló, cansada ya de dar tantasexplicaciones y agotada de no dormir.

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«Me has vendido, Marion, me hasvendido. ¿Hasta dónde llega tu lealtadhacia Madre, hasta dónde esto es partede tu misión?».

Tenía que salir de allí, al menossobrevivir yo. Daba por muertos a Danay a Nagorno, lo mejor y lo peor de losúltimos milenios.

Pero debía encontrar la forma deescapar y el móvil de Marion era tal vezmi única oportunidad. Así que cambiéde tercio y me obligué a hablarle convoz preocupada.

—Estás exhausta, Marion. Ven,duerme ahora, yo vigilo.

Y la invité a tumbarse en la cama.Ella finalmente aceptó y yo me senté

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también sobre el edredón, con laespalda apoyada en la pared y la cabezade Marion sobre mis piernas.

Ella cerró los ojos y dejó que leacariciase los mechones negros.

—No, Iago, no voy a ser tu premiode consolación —murmuró, mientras seadentraba por los senderos del sueño.

—Olvídate de Iago del Castillo porun día. Deja que me olvide de todo, dejaque vuelva a ser Ely —le dije en vozbaja.

Y hubo un momento de intimidadreal, de confianza recuperada, de doscuerpos que se reconocían y aceptabanlas caricias que tanto habíamos añorado.

Pero la realidad se impuso y seguí

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adelante con mi plan.Esperé pacientemente a que se

durmiera y alargué mi mano hasta elbolsillo interior de su americana blancacuando sentí su respiración profundasobre mis muslos.

Tuve que hacer la llamada al móvilde mi padre en aquella postura, con laspiernas atrapadas bajo el cuerpo deMarion. Era consciente de que si memovía, Marion despertaría.

—Estoy retenido en la mansión de laisla Belle —susurré en cuanto Lür cogióla llamada—, en un dormitorio de latercera planta. Me requisaron el móvil,he podido conseguir este, pero no pormucho tiempo.

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—Estoy muy cerca —me dijo—, yahe entrado en el edificio. Ten a mano elmóvil para poder localizarte.

Miré de reojo a Marion, que semovió ligeramente, como si hubieraescuchado algo.

No quería que mi padre medescubriera retozando con Marion enuna cama, pero si bajaba el volumen nome localizaría. De todos modos, no tuvetiempo de reaccionar, en ese mismomomento sonó la melodía medieval en elmóvil de Marion y escuché pasos en elpasillo. Mi padre estaba ya al otro ladode la puerta, empujándola e intentandoentrar. Marion se despertó al escucharlos ruidos y me miró con cara de

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extrañeza.Alguien fuerte consiguió abrirla,

jamás olvidaré los rostros de la insólitacomitiva que vino a rescatarme: mipadre, mi hermano Nagorno, mi hijoGunnarr y mi esposa, Dana.

Todos nos miraron desconcertados aMarion y a mí, tumbados sobre la camacomo estábamos en aquellos momentos.Tal vez percibieron algo de aquellaintimidad que compartíamos y que nopodíamos disimular. No lo sé, yo nosupe reaccionar.

Corrí hacia Dana, intentandoabrazarla, tan aliviado de encontrarlaviva, tan aliviado de verla de nuevo,tras creer que la había perdido, que me

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olvidé de Marion y de la incómodasituación en la que nos habíanencontrado.

Dana me miró con una decepcióninfinita pintada en el rostro, pero no nosdio tiempo a cruzar siquiera unapalabra.

Los ocho Vigilantes entraron en eldormitorio y nos apuntaron a todos consus armas. Nos obligaron aacompañarlos a la biblioteca oval,donde Adana nos esperaba. Nosmiramos unos a otros, alertas ante supresencia, conscientes de lo que estabaen juego.

Estaba a punto de decidirse el futurode nuestra familia.

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43

Encrucijada

IAGO

Los ocho soldados blancos a los queMarion había llamado Vigilantes sedistribuyeron alrededor de la biblioteca.Quedamos en el centro, frente a Madre.Para mi sorpresa, Gunnarr se adelantó atodos nosotros y tomó la palabra comosi no le tuviera miedo.

—Eres una mujer que calcina cuantotoca, pero sabes ya que la mayoría de

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los que estamos aquí somos muydifíciles de matar.

—Te escucho —se limitó a decirMadre.

—Quieres un tributo, castigar a Lürpor haber creado la familia que ahoratienes delante. Pero aquí todos hemosllegado con nuestras propias ideas devenganza. Mi tío Nagorno tiene susmotivos, y yo tengo los míos, no menospoderosos. Tal vez con lo que voy ahacer ahora todos los que aquí nossentimos agraviados con Lür o conalguno de sus descendientes nosquedemos satisfechos.

Y dicho esto, pasó las dos manosalrededor del cuello de Dana, la alzó

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sobre su cabeza y la estranguló, al modoescita. Después la soltó en el aire y sucuerpo inerte cayó sobre la alfombrablanca con un golpe seco.

Lür se tapó el rostro con la mano,horrorizado, y de su boca salió ungemido de dolor que agradó a Madre.

Yo me lancé hacia el cuerpo deDana, incapaz de creer que lo queacababa de ver era cierto.

Irreversible.Definitivo.—No puede ser, no puede ser, no

puede ser… —susurré, incrédulo,comprobando su pulso. No encontrénada. No había latido.

Dana estaba muerta.

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Me lancé a por Gunnarr, ciego de rabia,derribándolo. Pero Nagorno se adelantóy me apartó de mi hijo con unmovimiento más rápido que el mío.

—No voy a permitir que mates aGunnarr —dijo, respirandopesadamente.

Trató de disimularlo, pero vi en él elhorror de verse sobrepasado por elesfuerzo. Su corazón fallaría de nuevoen breve.

Y entonces… entonces me di cuentade que la solución a todo estaba tras demí.

Noté la presencia de Madre a mi

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espalda y me giré para poder mirarla alos ojos.

—Tras lo acontecido —dijo,satisfecha—, creo que ahora podemospactar.

Después apartó el cadáver de Danacon un pie y se acercó aún más a mí.

—Os ofrezco un trato —dijo,alzando la voz—, a todos los hijos deLür y a sus descendientes, a La ViejaFamilia y las generaciones que vendrán.Tu descubrimiento, Urko, a cambio de lainmunidad frente a los Hijos de Adán.

Le di la espalda, miré a mi padre,miré a mi hijo, miré a mi hermano.Marion observaba la escena, también entensión, pendiente de lo que iba a hacer

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a continuación. Me rodearon enformación cerrada, dispuestos a luchar,cada uno en el bando decidido. Miré elcuerpo de mi esposa, enfriándose a mispies.

Más tarde contarían de ella que nose doblegó, que no perdió el honor, queluchó hasta el final, pudiendo huir yesconderse, echarse a un lado, quedarseaparte.

Tomé conciencia del momento. Mevi desde fuera, como un observadorexterno.

Era yo en la encrucijada, decidiendopor tantos destinos.

Vivir pactando, plegarme avoluntades ajenas.

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Morir con dignidad, como ella, unaefímera, lo había hecho.

Elegí la Muerte. Lyra, desde el MásAllá, me ayudó.

La mano derecha comenzó de nuevoa quemarme y la cicatriz empezó asangrar. Estábamos preparados. Notémás fuerza en ella de la que nunca tuveal lanzar una azagaya, una jabalina, unarpón, una alabarda, una pica.

Me giré lentamente, todavíaconsternado por la muerte de Dana.

Madre era alta, su corazón quedabaal alcance de mi mano.

Tantas veces maté desarmado, tantasveces fui un animal rápido, solo instinto.

Y así llegué a su corazón inmortal,

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atravesando costillas y piel rota. Loarranqué de su nido de venas y arterias.Miré al Mal a los ojos, y vi reflejado elmío cuando el cuerpo de Madre cayó,como la cáscara vacía de una nuezpodrida, sobre el cuerpo de Dana.

Gunnarr, Nagorno, Lür y Marionreaccionaron antes de que les dierasiquiera una orden. Cada uno de ellos seencargó de matar a dos Vigilantes.Cuando intentaron cargar sobrenosotros, los milenios de lucha de cuatrolongevos se impusieron de manera tancontundente que no tuvieron ningunaoportunidad.

¿Quién iba a poder contra unberserker, un escita, una monarca y el

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patriarca de la Humanidad?Los ejecutaron a todos, no

queríamos testigos de lo que acababa deocurrir.

Cuando acabaron, mi familia yMarion se giraron hacia mí, expectantes.Cuatro pares de ojos mirabanhorrorizados el corazón de Madre en mimano.

—Aquí tienes tu corazón longevo,hermano —dije, dirigiéndome aNagorno—. Habrá una guerra, vendrán apor todos nosotros. Lo meteré en hielo ypodrás trasplantarlo a tu cuerpo durantelas próximas horas si me juras que tealinearás con mi padre y conmigo.Vamos a necesitar al mejor estratega en

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nuestro bando. ¿Qué me dices, Nagorno?Por una vez en su vida se quedó sin

palabras, mirando ensimismado elcorazón de Madre en mi mano.

—¿¡Qué me dices, Nagorno!? —legrité.

Ya no era yo, Iago del Castillo sehabía quedado allí, sobre los cuerpos deellas. Ahora solo era un salvaje.

—De acuerdo —dijo al fin—, estoycon vosotros en esta guerra.

Metí el corazón en la cubitera dehielos.

—Entonces contacta con el mejorequipo de cardiólogos que conozcas, elmejor. Que envíen ahora mismo unhelicóptero equipado. Yo supervisaré la

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operación. El corazón que tienes ya note sirve, pero descuida, el que vas arecibir se le parece bastante.

Entonces me dirigí de nuevo haciaGunnarr, que miraba el cadáver deMadre con gesto hechizado. Fui a por élcon la mano ensangrentada, seguíaqueriendo matarlo, pero fue mi padrequien lo impidió esta vez, abrazándomepor detrás, intentando inmovilizarme.

—Recuerda que Nagorno tambiénfrenó a Gunnarr hace cuatro siglos paraque no te matase aquel día —me susurróal oído.

—¡Dame cuatrocientos once años,

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Gunnarr! —le grité, impotente—.Necesitaré todos y cada uno de lospróximos quince mil días paraperdonarte. ¡No te cruces en mi caminohasta entonces!

—Padre, deberíamos hablar… —intentó decirme.

—¡Largo! —aullé—. ¡No quierovolver a verte hasta entonces! ¡Yo noseré tan noble como tú, te mataré antessi te encuentro!

—Tengo que confesarte algo…—¡Largo, o nada podrá pararme,

Gunnarr! Nada podrá pararme. Aún nohas conocido al mal padre que puedollegar a ser.

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Cargué el cuerpo de mi esposa en misbrazos y me alejé con él de aquel lugarmaldito.

Sabía que Dana ya no podíaescucharme, pero yo tenía muchospecados que confesarle.

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Adriana

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Epílogo

LÜR

Lür salió al exterior de la clínicaprivada al anochecer. Había oscurecidoy en el jardín refrescaba, pero buscó unbanco alejado de cualquier farola y sesentó por fin a descansar.

El equipo de cirujanos había llegadofuertemente escoltado desde Nueva Yorken helicóptero y los habían trasladado atodos fuera de isla Belle. Nagorno sehabía asegurado de enviar con ellos unpequeño ejército privado por siaparecían más Hijos de Adán, pero

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nadie hizo acto de presencia paraimpedir que marchasen.

Después de varias horas en elquirófano, la operación de trasplantehabía concluido con éxito. Loscorazones parecían compatibles, aunqueLür no sabía si alegrarse o inquietarsecon aquel dato. Había tenido queadministrar a Urko un calmante paradormirlo.

Adana estaba muerta por fin yAdriana Alameda también. Un alivio demilenios, un pesar de solo un año que ledolería durante siglos.

¿Cuánto tardaría Urko en reponersede aquello?, pensó, preocupado.

Fue entonces cuando escuchó pasos

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y el murmullo de una conversación quese acercaba. No deseaba compañía enaquellos momentos, así que se levantó yentró de nuevo en el edificio de laclínica, pendiente de velar por sus doshijos amados.

Nunca llegó a saber que las sombras deljardín eran Gunnarr y Marion Adamson.Ni llegó a escuchar la conversación quemantuvieron entre ellos.

—¿Qué ha pasado ahí adentro,Gunnarr? —preguntó Marion—. ¿Porqué has tenido que asesinar a Adriana?Tu padre no nos va a perdonar esto en lavida.

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—No está muerta. Adriana y yo loplaneamos todo juntos antes de venir.Sabía que tenía que apaciguar la sed devenganza de Adana, que no dejaríamarchar a mi familia sin dejar uncadáver a su paso. Durante el viaje enavión le administré a Adriana los polvosmanipulados de un hongo, algo que meenseñó un hombre llamado Skoll unavez. Su corazón está ahora parado, enapariencia, pero volverá a latir en unashoras.

Ambos callaron por un momento.Estaban más allá de la preocupación.

—Lo que no esperaba era lareacción de mi padre —continuóGunnarr—. Matando a Adana nos ha

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condenado a todos los miembros de LaVieja Familia. Los Hijos de Adánvendrán a por nosotros y tú ahora estásexiliada, no podrás hacer mucho porayudarnos.

—Entonces adelántate tú —dijoMarion—. Los Hijos de Adán estánatados a una promesa y han decumplirla. ¿Sabes lo que significa eso,verdad?

—Lo sé, créeme. Lo sé.—Ahora tú estás al mando, Gunnarr.

Y tendrás que decidir lo que haces conese poder.

Se miraron en silencio. Ya no habíavuelta atrás.

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EVA GARCÍA SAÉNZ DE URTURI(Vitoria, 1972) vive en Alicante desdelos quince años. Diplomada Óptica yOptometría, durante una década ocupódiversos puestos de dirección en elsector óptico y posteriormentedesarrolló su carrera profesionalocupando una plaza de titular en la

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Universidad de Alicante.

En 2012 irrumpe en el mundo de laliteratura con su novela La saga de loslongevos, un fenómeno de ventas ycrítica que ha sido traducido al inglés ypublicado con gran éxito en EstadosUnidos, Gran Bretaña y Australia,convirtiéndose en uno de los librosdigitales más vendidos del mundo poruna autora española.

Recientemente ha publicado la novelade ficción histórica Pasaje a Tahití dela mano de la Editorial Planeta.

En la actualidad prepara su próximanovela, además de impartir cursos yponencias de marketing, redes sociales y

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literatura.