LOS HEREDEROS DEL SR. DARCY · cierto que hay que tener cuidado con lo que se pide, porque ......

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LOS HEREDEROS DEL SR. DARCY Por Teresa O´Hagan En esta obra, en la que continúa Elizabeth Darcy en Pemberley, es claramente una sorpresa para los lectores asiduos, y también para los nuevos. Si en la novela anterior la historia contaba la vida de Lizzie en su nuevo hogar, casada finalmente con Darcy, ésta narra la vida del matrimonio día a día, en un momento en que están más unidos… o quizás más alejados que nunca. Los ya clásicos personajes de esta novela vuelven a sorprender en una nueva historia que descubre los momentos más perpetuables, pero también los más oscuros y dolorosos de una historia de amor que encuentra finalmente su punto climático cuando se cumple el sueño más anhelado por Fitzwilliam y Elizabeth Darcy. Pero ¿será cierto que hay que tener cuidado con lo que se pide, porque se puede hacer realidad? o ¿se demostrará una vez más que el amor puede vencer cualquier obstáculo? Número de Registro: 03-2011-033011201700-01

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LOS HEREDEROS DEL SR. DARCY Por Teresa O´Hagan En esta obra, en la que continúa Elizabeth Darcy en

Pemberley, es claramente una sorpresa para los lectores

asiduos, y también para los nuevos. Si en la novela anterior

la historia contaba la vida de Lizzie en su nuevo hogar,

casada finalmente con Darcy, ésta narra la vida del

matrimonio día a día, en un momento en que están más

unidos… o quizás más alejados que nunca.

Los ya clásicos personajes de esta novela vuelven a

sorprender en una nueva historia que descubre los

momentos más perpetuables, pero también los más oscuros

y dolorosos de una historia de amor que encuentra

finalmente su punto climático cuando se cumple el sueño

más anhelado por Fitzwilliam y Elizabeth Darcy. Pero ¿será

cierto que hay que tener cuidado con lo que se pide, porque

se puede hacer realidad? o ¿se demostrará una vez más que

el amor puede vencer cualquier obstáculo?

Número de Registro: 03-2011-033011201700-01

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Todos los derechos reservados. Queda prohibida la

reproducción o transmisión total o parcial del contenido de la

presente obra en cualesquiera formas, sean electrónicas o

mecánicas, sin el consentimiento previo y por escrito del

autor.

México 2011.

AGRADECIMIENTOS A Teresita y a Juan Pablo, quienes gozan ahora de la eternidad, con todo el amor que quise brindarles.

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SINOPSIS Los herederos del Sr. Darcy es una novela que continúa a

Elizabeth Darcy en Pemberley, pero también es una obra

que constituye en sí misma una historia que puede leerse de

manera independiente. Es decir, que funciona como un

seguimiento a la historia ya existente, pero no depende de

ésta para tener sentido y proponer nuevas problemáticas,

valores, retos y alegrías para los personajes.

La narración comienza cuando los Sres. Darcy vuelven de su

viaje, lo que coincide con el final del libro anterior, en el cual

se describe la vida cotidiana del matrimonio y se retoman

algunos hilos narrativos para desarrollarlos después.

El tema más significativo de esta obra es el de los hijos, no

sólo la maternidad o la paternidad como tal, sino la manera

en la que un acontecimiento como el que Lizzie quede por fin

embarazada y pierda al bebé, casi al inicio de la novela,

transforma el mundo de todos. Y esto porque no se trata

únicamente de una tragedia, una muerte que llega de pronto

y les cambie la vida, sino que además significa todas las

esperanzas que habían renacido y muerto tantas veces

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antes, y que sólo se volvieron reales para derrumbarse, y

derrumbar con ello el núcleo familiar (Lizzie y Darcy) que por

fin había logrado restablecerse.

Cuando se narra que Lizzie está nuevamente embarazada,

la noticia ya no puede ser tomada sin algo de recelo y temor,

aunque esta vez parece que la vida recompensa a Lizzie y le

da dos niños en vez de uno. A partir de este momento lo que

cuenta la novela es el cómo transforma la maternidad a los

protagonistas y cómo inciden estos cambios en los demás

personajes. Y el tema se vuelve interesante porque muestra

justamente la complejidad que se desencadena de un

nacimiento. Desde esta óptica, la relación entre Lizzie y

Darcy, que había sido el tema principal en la novela anterior,

se ve afectada en muchos sentidos: el orgullo y los prejuicios

atacan nuevamente a los personajes, sembrando rencores,

dudas, temores y debilidades.

Este lado humano de la familia Darcy se resalta logrando que

el lector se pueda identificar muy fácilmente con los

personajes, se trata de luchar con las dificultades de todos

los días, del peso de la rutina, de las primeras experiencias

con una nueva vida que, de la noche a la mañana, ha

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cambiado por completo sus prioridades, sus costumbres, sus

necesidades.

Además está el resto de los personajes que, aunque siempre

gravitan en la órbita de la familia Darcy, de vez en cuando

adquieren mayor importancia. Esto ocurre con la Sra. Bennet

que conoce a un hombre y se empeña en mantener una

aventura con él, aun cuando Lizzie y Darcy se lo prohíben a

toda costa, ya que ella ignora al principio que él es un

hombre casado y posiblemente peligroso. También sucede

con Mary, que por fin conoce a un misterioso caballero que

nunca se define en la novela, pero del que se sabe que es de

buena familia. El misterio rodea permanentemente la

relación, el caballero no conoce al resto de la familia y Mary

no dice mucho al respecto, sólo se sabe que van a contraer

matrimonio.

Otro personaje que sufre una gran transformación antes de

su muerte es Lady Catherine que, al saber que ha

recrudecido su enfermedad, se da cuenta de que en realidad

no conoce mucho de su familia y que no puede irse sin estar

segura de que viven como reclama su posición social y su

herencia familiar. Durante esa revisión se percata del gran

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cariño que la ha rodeado siempre por parte de sus sobrinos y

de lo equivocada que estuvo respecto de Lizzie. Finalmente,

la muerte le revela que sus prioridades no siempre fueron las

adecuadas y decide consentir la boda de su hija Anne con

Fitzwilliam.

La vida de Georgiana como la Sra. Donohue se va

pareciendo cada vez más a la de sus hermanos, ahora ella

también está por tener a su primer hijo, aunque su embarazo

no ha sido cosa fácil.

En definitiva, una de las virtudes más visibles de este libro es

la creación de nuevos personajes antagónicos, como el Sr.

Hayes, “novio” de la Sra. Bennet y culpable de un brutal

ataque a Lizzie en el que casi pierde la vida. Y también la

Sra. Willis, esposa del nuevo socio de Darcy, que busca a

toda costa ser la causante de una separación en el

matrimonio de los Darcy.

En conclusión, esta obra muestra claramente un desarrollo

de la trama inicial muy interesante, logrando madurar y

complejizar las relaciones entre los personajes y la

personalidad de cada uno, pero además, es una narración

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que en sí misma resulta una obra completamente acabada,

novedosa y congruente.

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CAPÍTULO I

Era una hermosa mañana en el condado de Derbyshire,

Lizzie y Darcy habían retornado de su viaje hacía unas

horas, a raíz de haber recibido una pequeña carta de Bingley

avisándoles del nacimiento de su tercer hijo, Marcus. Debido

a las distancias y al retraso del correo, los Sres. Darcy

recibieron el aviso dos semanas más tarde de haber sido

enviado, aun así salieron a primera hora del día siguiente,

pasando la noche en alguna posada del trayecto, hasta

arribar a Pemberley bajo una profunda oscuridad y,

agotados, llegaron a descansar.

Insólitamente no hubo movimiento en la habitación de los

señores de la casa hasta casi las diez de la mañana, cuando

el Sr. Darcy ordenó al mayordomo que trajera el desayuno a

su habitación. Al cabo de unos minutos, el Sr. Smith tocó a la

puerta de la alcoba y entró con todo lo necesario para servir

a sus amos.

Lizzie estaba en el balcón aspirando el aire matutino que la

llenaba de satisfacción mientras Darcy intercambiaba

algunas palabras con su mozo, quien le entregó la

correspondencia que se había recibido.

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Darcy se acercó a su mujer y, abrazándola cariñosamente

por la espalda, le dijo:

–Sra. Darcy, parece que los próximos días estará muy

ocupada leyendo todas sus cartas y contestándolas.

–Seguramente muchas fueron enviadas cumplimentando las

atenciones de la boda de tu hermana.

–Por lo visto, también hay algunas de la florería.

–¿De la florería? –inquirió sorprendida.

–Sí, aunque el Sr. Smith me las entregó abiertas, ya que la

Srita. Reynolds las ha recibido en el local con algunos

pedidos importantes que, según me informó, ya se han

surtido convenientemente.

–La Srita. Reynolds ha resultado excelente vendedora.

–Como excelente es mi mujer para manejar su negocio.

–Por el momento el negocio es pequeño, tal vez más

adelante necesite de tu asesoría para hacerlo crecer.

–Cuando usted lo juzgue conveniente, Sra. Darcy.

El Sr. Smith tocó discretamente en la ventana para avisar a

los señores que su almuerzo estaba dispuesto, por lo que

pasaron a sentarse a la mesa y el mayordomo se retiró.

–¡Se ve exquisito! ¿Acaso pediste que hicieran mi desayuno

favorito? –indagó Lizzie gozosa y le dio un beso en

agradecimiento.

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–Para darle la bienvenida a su casa, madame –contestó

Darcy mientras le ayudaba con la silla.

Él tomó asiento y revisó su correspondencia, encontrando

una carta de Georgiana que abrió inmediatamente y leyó en

voz alta:

–“Mis queridos hermanos: Me da gusto que hayan disfrutado

de su viaje, según nos informó el Sr. Smith y Bingley.

Nosotros hemos pasado unos placenteros días en

Pemberley y pudimos conocer al nuevo sobrino. Diana y

Henry se encuentran bien y me dice Jane que te extrañan

mucho Lizzie. También los Sres. Gardiner les mandan

afectuosos saludos; los hemos visto con frecuencia en

Londres y ha sido muy agradable su compañía. Ya que han

regresado de su paseo quiero decirles que tengo muchos

deseos de verlos, pero me alegro tanto de que hayan

disfrutado de un tiempo para ustedes. Los quiero,

Georgiana”.

Terminando sus alimentos, partieron rumbo a Starkholmes

para que Lizzie pudiera visitar a Jane y conocer a su nuevo

sobrino, al mismo tiempo que Darcy se pondría al corriente

de los negocios con Bingley, tras su larga ausencia.

Bingley los recibió en el salón principal, mostrándose

alborozado por la visita y por el nacimiento de su hijo.

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–¡Bienvenidos amigos, no sabíamos que vendrían! ¿Qué tal

estuvo su viaje?

–Fue un viaje emocionante, lleno de sorpresas –indicó Lizzie

colmada de júbilo mientras pasaba su brazo por la cintura de

su esposo al tiempo que él la abrazaba–. Y culminó con una

noticia maravillosa, muchas felicidades.

–Gracias. Me satisface escucharla tan animada.

Darcy asintió con una sonrisa.

–Le va a dar tanto gozo a Jane saber que están aquí. En

este momento el doctor se encuentra con ella, pero en

cuanto termine iré a avisarle que están aquí.

–¿Y cómo está nuestro nuevo sobrino? –indagó Darcy.

–Es un niño hermoso. Al verlo me recordó a la Sra. Darcy.

–Estamos ansiosos de conocerlo –afirmó Lizzie.

En ese momento el Dr. Thatcher descendió por las escaleras

y saludó:

–¡Qué gusto verlos de regreso, Sr. y Sra. Darcy! Ya los

extrañaba, desde la boda de la Srita. Georgiana. Y ¿cómo

está la Sra. Donohue?

–Muy bien, gracias. Recibimos una carta de Georgiana

durante nuestro viaje y hoy tuvimos el gusto de leer otra.

Gracias a Dios se encuentra bien –contestó Darcy.

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–Me alegra oírlo. Por favor, envíe mis saludos a los Sres.

Donohue. Sr. Bingley, su pequeño se encuentra en perfectas

condiciones, regresaré en quince días para revisar a la

señora.

–Le agradezco mucho, doctor –dijo Bingley con regocijo.

El Dr. Thatcher se despidió y Bingley lo acompañó a la

puerta. Minutos después retornó para escoltar a las visitas a

la alcoba. Lizzie se acercó a su hermana que estaba en el

sillón con el bebé en brazos y Darcy permaneció junto a la

puerta.

–¡Oh, Lizzie!, ¡qué gusto verte! –exclamó Jane con alegría.

–Jane, ¡muchas felicidades! –espetó Lizzie abrazando a su

hermana y se sentó a su lado–. ¡Nació grande o ha crecido

mucho este pequeño! ¿Me permites cargarlo?

Lizzie ciñó por unos momentos al bebé y se lo enseñó a

Darcy. Luego lo paseó por el cuarto cantándole una canción

de cuna con un enorme cariño. Le tomó las pequeñas manos

y las vio, acarició dulcemente su rostro, lo arrulló y lo

estrechó entre sus brazos hasta que la criatura se quedó

dormida. Lizzie reflejaba en su mirada una enorme alegría,

una llama de esperanza iluminó sus ojos. Darcy contemplaba

la escena, mientras los Sres. Bingley comentaban algunos

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asuntos. Lizzie por fin acostó al bebé en su cuna, al lado de

su madre, y se sentó cerca de su hermana. Jane le dijo:

–Se parece a ti.

–¡Oh!, no sé. Me recordó a mi padre.

–Lizzie, te ves espléndida, radiante. Me complace verte tan

bien.

–Muchas gracias, me siento más serena. Hemos pasado

unas semanas inolvidables, conocimos tantos lugares

hermosos, disfrutamos uno del otro olvidándonos de todo lo

demás.

Los señores se retiraron para trabajar en el despacho y luego

visitar las minas y las fábricas de telas y de porcelana,

propiedad de la familia Darcy, mientras las damas

conversaron de cómo le había ido a Jane en el parto y cómo

estaban los niños. Lizzie pudo ver un rato a Diana y a Henry

cuando fueron con su nodriza, la Srita. Susan, a saludar a su

tía y le dieron un cariñoso abrazo ya que la habían

extrañado, sobre todo su ahijada que le tenía un enorme

afecto.

Más tarde, la Sra. Nicholls interrumpió la conversación de las

señoras para anunciar que los Sres. Wickham y la Srita. Kitty

Bennet ya habían regresado de su paseo. Lizzie se

sorprendió al escuchar que estaban hospedados en la casa,

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Jane encargó a su bebé con el ama de llaves y las

hermanas se dirigieron al salón principal donde los visitantes

ya las esperaban.

Lizzie saludó a sus hermanas afectuosamente y a Wickham

con obligada cortesía, luego todos tomaron asiento.

–Lizzie, justo estábamos hablando de ti y de lo extraordinaria

que estuvo la boda de la Srita. Georgiana –expuso Kitty–. La

familia del Dr. Donohue es encantadora, especialmente su

hermano, el Sr. Robert Donohue.

–De quien no te apartaste ni un momento –aclaró Lizzie.

–Pero sólo bailé dos veces con él, así que no puedes

reprocharme. Es muy apuesto y tan caballeroso; algo que

algunos han olvidado –aludió Kitty refiriéndose a Wickham.

–Desde que estamos aquí, Lydia no ha dejado de preguntar

todos los detalles de la boda de la Srita. Georgiana –indicó

Wickham–. Me imagino que fue un evento muy concurrido,

por lo que nos han comentado la Srita. Kitty y la Sra. Bingley.

Es una pena que no hayamos recibido nuestra invitación.

Lizzie permaneció en silencio.

–El correo todavía es muy deficiente, esperemos que algún

día mejore su servicio. Me habría embelesado acompañarlos

ese día, Lizzie –reveló Lydia.

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–No creo que haya sido culpa del correo; más bien creo que

fue un descuido muy bien planeado. ¿A quién debería

atribuirlo, al Sr. o a la Sra. Darcy? –explicó Kitty sabiendo

que Wickham no era bienvenido en casa de los Darcy–.

¿Has sabido algo de Philip y Murray Windsor, Lizzie?

–No. Tengo entendido que siguen fuera del país y no tienen

fecha de retorno.

–¡Qué lástima! ¡Ay, Lizzie!, si tuviera alguno de tus caletres,

tal vez sería más atractiva para los caballeros.

–Usted, Srita. Kitty, es muy atractiva –señaló Wickham al

tiempo que ella agradecía y su esposa le reclamaba con la

mirada esa atención–. Sólo quise ser cortés –replicó.

–Yo pediría un poco de tu cortesía, de vez en cuando –exigió

Lydia con desdén.

Al notar cierta tensión en el ambiente, Jane sugirió ir a

pasear al jardín donde los niños estaban jugando con la

Srita. Susan. Todos accedieron y se encaminaron y, mientras

Lydia y Kitty platicaban, Jane fue a buscar al bebé a su

alcoba. Wickham se dirigió a Lizzie y solicitó un momento de

su atención.

–Sra. Elizabeth, conozco perfectamente la razón por la que

no recibimos invitación para la boda. Es una pena que el Sr.

Darcy tenga todavía tan mala imagen de mí después de todo

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el tiempo que ha pasado. Sin duda, sigue siendo el mismo

Sr. Darcy, lleno de orgullo y de resentimientos implacables,

que difícilmente perdona ofensas minúsculas.

–¿Minúsculas? –cuestionó Lizzie enfadada–. Entonces no

entiendo cómo el Sr. Darcy, todavía guardando tan mala

imagen de usted, le ayudó con sus superiores para que le

ascendieran de puesto hace algunos años, justo cuando

Lydia estaba embarazada. Creo, Sr. Wickham, que es mejor

que guarde sus veredictos. Usted podría perder mucho más

que el Sr. Darcy.

–Es una lástima que yo haya desconocido la verdadera

razón por la cual el Sr. Darcy estaba tan decidido a ayudar a

la Srita. Lydia a recuperar su reputación, habría podido

sacarle lo que quisiera.

–¿Para decirme eso ha pedido mi atención? –indagó furiosa.

–Sra. Darcy, me he dirigido a usted porque poseo una

información que seguramente estará usted interesada en que

no llegue hasta su destinatario, si es que recibo una

pequeña ayuda de su parte.

–¿Una pequeña ayuda de mi parte? –inquirió suspensa.

–Sí, Sra. Darcy. Le vendo esta información, que puede ser

motivo de desgracia para su familia, y le aseguro que no la

usaré en el futuro si acepta pagarme por ella diez mil libras.

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–¿Diez mil libras? ¡Yo no he visto esa cantidad reunida en

toda mi vida!

–Usted no pero su marido sí, y con persuasión él sería muy

generoso con su esposa con tan sólo pedírsela. Sé que

usted tiene algo ahorrado, de lo que su marido le da

regularmente y de su exitosa florería; la Sra. Lydia me ha

dicho que usted le ha beneficiado con algunos favores para

ayudarla en sus gastos personales. Únicamente le pido un

poco de su generosidad y para completar la cantidad le

puedo dar un plazo razonable.

–Y, suponiendo que reúna ese monto, ¿de qué se trata esa

información?

–Tengo información y pruebas irrefutables que, de no recibir

la ayuda que necesito, serán entregadas en manos de una

persona que estaría muy interesada en conocer todos los

detalles que ocurrieron en Ramsgate con la Srita. Georgiana

hace algunos años, antes de nuestra abortada fuga. Estoy

seguro de que sabe a qué me refiero. He visto que la Sra.

Georgiana ahora es muy feliz en su matrimonio, la he

observado mientras espera a su marido afuera del

consultorio en Harley, está tan emamorada. Sería una pena

que al descubrirse la verdad, esa felicidad se vea

derrumbada. ¡Claro!, tal vez a usted le convenga que la

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Srita. Georgiana regrese, así ya no va a estar tan sola en esa

enorme mansión, pero no creo que vuelva muy contenta y

usted va a cargar con esa desdicha por el resto de su vida;

sin olvidar el escándalo que se produciría al volver

repudiada por su marido.

–Y ¿por qué viene conmigo a decirme todo esto y no va

directamente con el Sr. Darcy?

–Usted sabe bien que tengo prohibida la entrada a

Pemberley y el Sr. Darcy nunca me recibiría.

–Además de que es usted un cobarde y pretende solucionar

su vida a espensas de las faldas de una mujer, sabiendo que

nunca ha conseguido lo que busca con el Sr. Darcy prefiere

venir conmigo y chantajearme a ver qué obtiene –declaró

Lizzie exacerbada.

–Y, si usted no decide ayudarme, habrá otra perjudicada: su

hermana Lydia. Haré de su vida un infierno.

–¿Lydia? ¡Claro!, siempre a costa de una mujer. Doy gracias

a Dios de que Lydia haya tenido un hijo varón –Nigel–, de lo

contrario usted sería tan canalla que se aprovecharía

también de su hija. Usted cree que las mujeres somos

mercancía intercambiable. Sólo me inspira repugnancia.

Darcy, que llegaba en ese momento, se acercó dirigiendo

una mirada inclemente al sujeto que estaba con su esposa.

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Lizzie se volvió al notar que Wickham enfocaba su atención

en otro punto y, viendo a su marido, dijo:

–Ya le puede decir al Sr. Darcy lo que me propuso a mí, Sr.

Wickham, le aseguro que le interesará considerablemente. A

ver si es tan valiente y capaz de enfrentarlo como lo ha

hecho conmigo.

Darcy lo tomó por la camisa con vehemencia, levantándolo

con una mano sin mayor esfuerzo y estrellándolo

fuertemente contra la pared.

–¡Darcy! –exclamó Lizzie llevándose la mano a la boca,

temerosa de que acabaran peleándose y su marido resultara

herido.

–¡No quiero que te vuelvas a acercar a mi familia! ¡Vete! –

bramó empujándolo.

Wickham, viendo a los Sres. Darcy desdeñosamente y

acomodándose el cuello de la camisa, se retiró de la casa.

–¡Llegaste más temprano a recogerme! ¿Acabaron antes? –

preguntó Lizzie recuperándose del susto.

–No. Cuando supe por Bingley que ese hombre estaba aquí

vine a buscarte. ¿Qué te ha dicho?

–Me preocupa Georgiana.

–¿Georgiana?

–Y Lydia.

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Lizzie le explicó todo lo sucedido mientras caminaban en el

jardín, lejos de sus hermanas. Darcy escuchó circunspecto

todo su relato, sintiéndose aún muy enojado con la situación

y recordando el sufrimiento de su hermana las dos últimas

veces que los tres habían coincidido en un mismo lugar,

incrementando su furia que tuvo que controlar en atención a

su esposa.

–¿Hice bien en negarme?

–¡Hiciste muy bien, y le contestaste de maravilla! Dudo que

vuelva a acercarse a ti para molestarte.

–Es un cobarde. Y ¡habrá que avisarle a Georgiana para que

esté prevenida!

–Georgiana… Georgiana no me preocupa –musitó

pensativo–. Cuando hablamos aquella mañana, ella me dijo

que le confesó toda la verdad a Donohue.

–¡Qué bueno que lo hizo! Pensé que tal vez había otra cosa.

–Le reveló todo gracias a que tú le aconsejaste

oportunamente que lo hiciera. Aunque sí le escribiré una

carta para enviársela urgentemente y que no le tome por

sorpresa. En su momento también hablé con Donohue del

asunto y tampoco me preocupa su reacción en caso de que

recibiera esta información, aunque también le escribiré para

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alertarlo. Seguramente Wickham no se imaginó que todo se

había aclarado con anterioridad.

–¿Y Lydia?

–Wickham sabe que no puede hacer algo en su contra, sólo

lo dijo para amenazarte. Cuando el Sr. Robinson habló con

él, le dejó muy en claro que si pretendía hacerle daño, sería

severamente sancionado, inclusive con prisión.

–Pero si Lydia no declara en su contra.

–Sí lo hará. El Sr. Robinson también habló con ella en

privado y se aseguró de que entendiera las ventajas que

tendría para ella y para su hijo en caso de que denunciara

algún tipo de abuso en su contra. Wickham perderá mucho

en el momento en que se desentienda de sus obligaciones

para con su familia.

Lizzie suspiró llena de alivio.

–¿Recuerdas que conozco bien a este hombre y sé de lo que

es capaz? Por eso vine a buscarte –indicó más sosegado.

–Sí, gracias, por eso me atreví a negarme a su propuesta.

Pero, ¿acaso pensabas que no habría podido contestarle

acertadamente?

–No. Estaba preocupado, no por tu respuesta o por tu

habilidad para defenderte; pensaba en que te alarmarías

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sobremanera, conociendo tu gran compasión por los demás.

Y, ante todo, quería evitarte un momento desagradable.

Luego de una pausa, Darcy preguntó:

–Y ¿cómo sabías que había hablado con su superior para

que lo promovieran?

–Lydia me escribió en esos días para agradecérmelo, y yo te

lo agradecí en mi corazón.

–Les pedí que no lo comentaran con él.

–Lo supuse, por eso no te lo mencioné. Pero sólo le

demostraste a ese hombre el gran corazón que tienes y con

certeza eso le da mucha envidia.

Cuando regresaron a la casa, con autorización de Jane y sin

dar mayor explicación que un asunto de extrema urgencia,

se dirigieron al despacho de Bingley y Darcy escribió una

carta para Georgiana y otra a Donohue explicándoles la

situación, mientras Lizzie observaba la perfección de la letra

de su esposo, y enseguida mandó al Sr. Nicholls que fuera a

caballo a entregar esa correspondencia a la brevedad

posible, en manos de sus destinatarios. Luego Darcy regresó

a donde Bingley, no si antes pedirle al Sr. Peterson –su

chofer– que se llevara a la Sra. Darcy a Pemberley en caso

de que se acercara el Sr. Wickham a la casa.

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Lizzie y Jane, con el bebé en brazos, se dirigieron al jardín y

alcanzaron a sus hermanas, donde Lydia preguntó:

–¿Acaso vieron a Wickham? Tiene rato que no lo veo.

–Vi que salió de la casa, sin decir palabra –contestó Jane.

–Posiblemente olvidó algo, es tan distraído.

Lizzie suspiró rezando para que las cartas de Darcy llegaran

antes que lo que Wickham seguramente pretendía mandar,

en tanto Diana corría para saludar a su tía y jugar con ella.

–Lizzie, ¿cuándo nos invitarás otra vez a Londres? –

investigó Kitty.

–No lo sé, posiblemente vayamos pronto pero el Sr. Darcy no

me ha confirmado la fecha.

–¿Irán a Londres con Lizzie? –curioseó Lydia–. Me

encantaría ir con ustedes, Lizzie. ¿Algún día me invitarás?

–Tendré que consultarlo primero con mi marido y, si da su

autorización, tendrás que ir sólo con tu hijo, Wickham está

excluido de la invitación. A ciencia cierta, el Sr. Darcy no

querrá que se acerque a la casa. Espero que lo puedas

comprender.

–¡Ay Lizzie!, ¿cuándo le perdonarán a Wickham todos sus

errores? Yo sé que han sido muchos pero no es tan malo.

Debo reconocer que es muy bueno, ¿qué digo?, ¡es

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fabuloso para hacer que yo olvide sus faltas todas las

noches!

–¿Acaso eras tú, anoche? –investigó Kitty soltando la

carcajada mientras sus hermanas las observaban.

–¿Escuchaste?

–¡Habría necesitado estar sorda para no escuchar!

–Ése es un beneficio del que no todas las mujeres, aun

casadas, pueden disfrutar –presumió Lydia.

Cuando Darcy y Bingley arribaron a Starkholmes, las damas

se encontraban en el salón principal. Lizzie se levantó y se

estaba despidiendo de Jane y de Lydia cuando Kitty le pidió

que la invitara a pasar unos días a Pemberley. Tras la

insistencia de su hermana, Lizzie aceptó y a los pocos

minutos los Sres. Darcy y Kitty salieron rumbo a su casa.

Durante el camino y la cena, Kitty habló de todo lo que Lydia

había dicho desde su llegada y, por supuesto, de Robert

Donohue y de los hermanos Windsor. También comentó que

la Sra. Bennet y Mary habían visitado a Jane cuando Marcus

nació, pero que habían regresado a Longbourn después de

pasar unos días en Derbyshire.

Al término de la cena, Darcy y Lizzie se despidieron de Kitty

y se retiraron a su alcoba.

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–Has estado muy serio desde que regresaste a Starkholmes.

¿Estás molesto por la invitación de Kitty?

–No, Lizzie. Me da gusto que la hayas invitado, así no

estarás tan sola en los próximos días que estaré ocupado –

aclaró Darcy mientras se acercaba y la besaba en el cuello,

rozando su rostro–, pero ya quería disfrutar de tu compañía,

exclusivamente.

–Sí, yo también –suspiró con una sonrisa deleitándose de

esa sensación maravillosa que le era tan familiar pero

extraordinariamente innovadora cada vez que su marido se

acercaba a ella.

–Me embelesa la suavidad de tu piel –afirmó besando

dulcemente el lóbulo de la oreja y abrazándola mientras ella

sentía estremecer todo su cuerpo y él percibía el hervor de

su sangre al emerger su pasión después de haberla

contenido durante todo el día.

–Me fascina que quieras consentirme.

–Sí, lo sé. Y deseo consentirte por un largo rato.

–¿Toda la noche? –inquirió sugerentemente.

–Estaré encantado de complacerla, madame.

–Darcy, ¿se alcanza escuchar afuera?

–¿Te preocupa? –averiguó incorporándose, sorprendido por

la pregunta.

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–Por Kitty y por todas las veces que hemos tenido

invitados… y Georgiana cuando vivía aquí.

Darcy sonrió.

–Con los muros y las puertas de esta casa, no tienes de qué

preocuparte. El único que te escucha soy yo –declaró y la

besó con cariño.

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CAPÍTULO II

Lizzie disfrutaba del sol que entraba en su sala privada

mientras releía una carta que Georgiana les había enviado

desde Londres hacía unas semanas, justamente al regreso

de la luna de miel, con el objeto de contestarla:

“Queridos Lizzie y Darcy: Nuestro viaje fue extraordinario.

Patrick me llevó a conocer lugares maravillosos de Gales

donde nunca había pensado que pudiera existir tanta

belleza. Lizzie, te va a encantar: había unas cascadas

bellísimas con un ruido que te envolvía y te transportaba a

otro mundo, rodeadas de una vasta y hermosa vegetación,

cerca de castillos llenos de historias y leyendas que te

llevaban a otra época. También estuvimos en Irlanda,

Donohue me enseñó la universidad donde estudió y algunos

de los atractivos de la capital y sus alrededores.

Han sido unas semanas maravillosas y, apenas llegamos, la

Sra. Gardiner nos organizó una bienvenida muy cariñosa;

seguramente, Lizzie, fue tu idea. Muchas gracias por los

obsequios que ya me tenían preparados. Lizzie, cuando vi el

arpa en mi sala privada y leí tu carta me llené de gozo y

debes estar segura que rezaré por ti como Darcy me pidió:

todos los días cuando toque mi arpa. Darcy, cuando abrí tu

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regalo no pude contener las lágrimas de la emoción, ha sido

el mejor regalo de toda mi vida; escogiste los retratos que

más me gustan de mis padres. A la brevedad pedí que los

colocaran en mi sala privada y los veo todos los días

mientras toco el arpa y el piano, y rezo por ustedes y su

felicidad.

En resumen, soy inmensamente feliz y me alegré al saber la

maravillosa noticia de que ustedes también han salido de

viaje, que bien merecido se lo tienen. No puedo decir que los

extraño, pero sí que los quiero muchísimo y que deseo que

disfruten de su escapada, que puedan descansar y olvidarse

de todo.

Patrick también les manda un caluroso saludo y esperamos

no verlos pronto, tómense todo el tiempo que necesiten.

Lizzie, me hace tanta falta tu sonrisa y la alegría que irradias

a los demás; seguramente a mi hermano también. Con todo

mi amor, Georgiana”.

Lizzie suspiró y volvió a doblar la carta, tomó un pliego de

papel y la pluma, poniéndole un poco de tinta, e inició la

siguiente epístola:

“Estimada Georgiana: Nos alegró enormemente haber

recibido tu misiva durante nuestro viaje y que hayan

disfrutado de su viaje de bodas, así como la que recibimos a

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nuestra llegada. Me dio mucho gusto que te agradara el arpa

que te di con todo mi cariño, ya sabes que te quiero como a

una hermana; agradezco tanto que reces por nosotros todos

los días y que nos apoyes desde donde estás. Me siento

infinitamente más tranquila gracias al apoyo y al cariño con el

que Darcy me ha inundado y, con toda certeza, a las

oraciones de todos nuestros seres queridos. Siento una gran

paz al saber que, pase lo que pase, tengamos o no

descendencia, seguiré contando con su amor. Y deseo de

todo corazón que ustedes sí nos den una sorpresa pronto.

Darcy te extraña mucho y seguramente iremos a Londres tan

pronto como se ponga al corriente de sus pendientes. Me ha

manifestado que tiene nutridos deseos de verte y yo también.

Te agradezco todo el cariño que siempre me has brindado

aun sin merecerlo, y la confianza que has depositado en

mí…”

En ese momento, alguien tocó la puerta y entró Darcy, éste

se acercó mientras Lizzie dejaba su carta y se ponía de pie.

Darcy le tomó de las manos.

–¿Estás contestando tu correspondencia?

–Sí, le escribía a Georgiana que su hermano me tiene

perdidamente enamorada –reveló Lizzie radiante de júbilo.

Darcy sonrió y con cariño le besó la frente.

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–Sra. Darcy, me hechiza ver esa sonrisa en su rostro.

Georgiana tenía razón, me hacía mucha falta.

–El Sr. Darcy sabe cómo robarme una sonrisa y también

cómo conservarla por mucho tiempo, llenando mi corazón de

felicidad y de cariño.

–Para mí es un placer halagar a mi esposa siempre que

tengo la oportunidad.

Lizzie sonrió y él continuó:

–También podrás escribirle que pronto iremos a Londres. Tal

vez quieras invitar a tu madre y a tus hermanas, sólo que

antes tendré que ir a Oxford y a Bristol para visitar unos

clientes.

–¿Esta invitación también incluye a Lydia?

–Lizzie, lo he pensado y considero que ahora no es

conveniente. Será mejor esperar un tiempo para que los

asuntos con Wickham vuelvan a calmarse y entonces ya

veremos.

Ella asintió.

Alguien tocó a la puerta y, tras recibir la autorización del

patrón, el mayordomo abrió para anunciar una visita: el Sr.

Nicholls.

–¡Por fin ha llegado con noticias! –exclamó Darcy aliviado–.

Hágalo pasar.

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El Sr. Nicholls entró con pasos inseguros, con el rostro lleno

de agotamiento ya que apenas había parado para cambiar

de caballo y continuar con premura su camino. Saludó con

una venia a los señores y entregó un documento al Sr.

Darcy.

–Vaya a comer algo a la cocina y descanse –indicó abriendo

la carta.

Darcy inició su lectura al cerrarse la puerta. Se llevó la mano

a la frente en señal de preocupación. Lizzie se acercó y

preguntó:

–¿Qué ha pasado? ¿Georgiana está bien?

–Al parecer, no. Necesita que vaya a Londres, urgentemente.

–¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?

–No lo dice. Eso me preocupa más. Iré a hablar con el Sr.

Nicholls a ver si él me informa más detalles mientras

preparan mi caballo.

–¿Tu caballo? Darcy, ¡yo quiero ir!

–¿Y tu hermana?

–Le diré que iremos a Londres por algún asunto urgente.

¡Quiero acompañarte y saber de Georgiana!

–Entonces prepárate que salimos en unos minutos.

Darcy salió y se dirigió a la cocina donde encontró al Sr.

Nicholls almorzando en compañía de la cocinera. Ambos se

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pusieron de pie al ver entrar al señor de la casa. Darcy se

acercó y tomó asiento enfrente del mozo, pidiendo a los que

se encontraban cerca que les dieran unos minutos de

privacidad.

–¿Usted vio a la Sra. Georgiana?

–Así es Sr. Darcy, como usted me lo ordenó. Le entregué la

carta dirigida a ella y, como no se encontraba su esposo y la

vi muy preocupada por él, le entregué la que usted le dirigió

al Dr. Donohue. La Sra. Georgiana dijo que desconocía el

paradero de su marido.

–Y ¿ella estaba bien?

–No señor, me recibió llorando. Leyó las dos cartas y me

pidió entregarle un propio para usted, con mucho apremio.

–¿Dijo algo más? –preguntó turbado.

–No señor.

–Muchas gracias, Sr. Nicholls.

Darcy se marchó y se encaminó a la salida donde ya estaba

su mujer dentro del carruaje, lista para emprender el largo

camino. Se izó al vehículo y golpeó el techo con el bastón de

empuñadura de plata para darle la señal al Sr. Peterson de

que avanzara. Lizzie intentó reprimir su curiosidad, aunque

su preocupación se incrementó al ver el semblante de su

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esposo y escuchar las pocas palabras que él pronunció en

todo el camino.

–Georgiana tiene problemas con su marido.

Lizzie no se atrevió a preguntar la razón de sus

conclusiones, ni las suposiciones que seguramente

circulaban en la mente de su esposo, sabiendo que tal vez

ella había sido la impulsora de dichas dificultades.

A su llegada a Londres se dirigieron a Curzon, residencia del

Dr. Donohue, donde los recibió el mayordomo y los anunció

en el despacho de su amo donde se encontraba Georgiana,

pese a que ya estaba entrada la noche.

Los Sres. Darcy se introdujeron y Georgiana fue corriendo a

abrazar a su hermano en medio de sus lastimosos sollozos,

él la ciñó por varios minutos hasta que ella pudo hablar.

–Patrick se fue desde ayer en la noche y no ha regresado.

Se fue tan enojado que…

–¿Qué fue lo que pasó? –preguntó Darcy.

–Recibió una carta… que yo había escrito desde hace

años… pensé que nunca le había llegado, que tal vez se

había perdido en el correo o que la Sra. Reynolds la habría

destruido, o que era un mal recuerdo como todo aquello que

pasó y que quise borrar de mi mente.

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–¿De qué carta hablas?

–Una que había estado muy bien guardada, en las peores

manos, esperando el mejor momento para vengarse de mí y

arruinar mi felicidad. ¿Cómo pude pensar que podría ser

feliz?

–¿Tienes la carta? –inquirió Darcy tomándola de la barbilla,

obligándola a mirarle a los ojos mientras ella asentía con la

vista nublada por las lágrimas–. ¡Enséñamela!

–Me da mucha vergüenza.

–¡Darcy, cálmate! –intervino Lizzie mientras él soltaba a su

hermana, iracundo, y se acercaba a la ventana para respirar

aire fresco–. Georgiana, sólo queremos ayudarte, ¿qué decía

la carta?

–Le pedía perdón por haber llamado a mi hermano a

rescatarme, que estaba dispuesta a irme con él

definitivamente y que quería pasar mi vida a su lado y al lado

de… de nuestro hijo.

–¿De su hijo? –increpó Darcy, acercándose a su hermana

para interrogarla–. ¿Te entregaste a ese desgraciado?

–Yo no sabía… –masculló en forma de disculpa mientras

Lizzie la abrazaba.

–¿Y qué pasó con ese hijo? ¿Cómo es que nunca lo supe?

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–Porque nunca existió, sólo era una sospecha de mi parte,

pero Patrick ni siquiera me dejó explicarle. Sólo podía

morirme de vergüenza y de dolor al ver lo que Wickham

había mandado junto con la carta. Estaba furioso, se fue sin

decir una palabra, seguramente piensa lo peor de mí.

–¿Hay alguna otra cosa de la que tengamos que enterarnos?

¿Qué mandó además de la carta?

–¡Darcy! Venimos a ayudar a tu hermana no a recriminarle

los errores del pasado, de los cuales tú también tienes cierta

responsabilidad –reprendió Lizzie.

Darcy dirigió una mirada implacable a su mujer, quien hizo

caso omiso y se concentró en lo que su hermana se disponía

a decir y que no salió de su boca, sintiendo un enorme

retraimiento. Georgiana recordó con profundo dolor cuando

fue a buscar a su esposo al despacho y la mirada saturada

de ira que él le dirigió, sosteniendo en una mano la carta y en

la otra una prenda íntima con su nombre bordado. Con que

lo supiera su marido era congoja suficiente, por lo que

prescindió de esa parte de su confesión.

–Hace un rato, vino alguien a dejar debajo de la puerta una

nota dirigida a mí. Dice que mi marido fue visto hace unas

horas en East End. Le dije al Sr. Clapton que me llevara a

ese lugar, pero se negó rotundamente.

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–¡Por supuesto que se iba a negar, una mujer decente no

frecuenta esas calles! –bramó Darcy.

–Entonces, por favor, ¡ve a buscarlo tú!

–Darcy, esos lugares tampoco los frecuenta un hombre

casado, y menos de noche –denunció Lizzie alarmada.

–Por desgracia, esos lugares están atiborrados de

“caballeros” casados –aclaró él.

–¿Por qué? ¿Qué hay en esos lugares? –indagó Georgiana

con inocencia.

Darcy, viendo que su hermana ya no era una niña y aun

sabiendo el duro golpe que iba a recibir, decidió ser sincero

con ella.

–Los prostíbulos más famosos de Londres.

–¿Cómo? –inquirió angustiada, retrocediendo unos pasos

hasta chocar con la pared–. No es posible –musitó mientras

rompía en llanto nuevamente–. Yo le había dicho la verdad y

me había perdonado, y ahora…

–¡Georgiana! –exclamó Lizzie acercándose a ella para

consolarla.

En ese momento se oyó tocar la puerta, entró el mayordomo

y pidió un momento de atención a su ama.

–Sra. Georgiana, el Dr. Donohue ha regresado y se dirigió a

su habitación.

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–¿Ya regresó?, ¿está bien?

El Sr. Clapton hizo una mueca de conformismo, por lo menos

su señor ya estaba de regreso. Georgiana emprendió el paso

y Darcy la detuvo.

–¿A dónde vas?

–A hablar con mi marido.

–No sé si sea conveniente Georgiana, no sabes en qué

condiciones está. Te acompaño.

–Darcy, es su esposo y tienen que hablar en privado, no

puedes ser tan protector –indicó Lizzie.

–Pero… tienes razón –dijo con conformismo–. Entonces

esperaré afuera de tu habitación por si necesitas ayuda.

Georgiana asintió, secándose el rostro con su pañuelo.

–¿Se quedarán a dormir esta noche?

–Si así te sientes más tranquila.

Los tres se dirigieron al piso superior en completo silencio,

pero saturados de ruido en sus pensamientos. Georgiana se

detuvo enfrente de su puerta, todo parecía sigiloso en el

interior de la alcoba. Con un enorme temor y con las manos

temblorosas giró lentamente la manija y se introdujo,

cerrando la puerta tras de sí.

Lizzie se recargó en la pared y miró a su marido, quien

empezó su paseo de un lado al otro del pasillo, preocupado

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por la situación de su hermana, tratando de pisar

discretamente para escuchar a Georgiana en caso de que

necesitara de su intervención.

El silencio fue roto por la discusión que iniciaba

acaloradamente en el interior de la alcoba, se escuchaba la

voz de Georgiana y de Donohue intercambiando opiniones

pero no se alcanzaba a distinguir el alegato. Darcy

incrementó la velocidad de su paseo, tratando de guardar la

calma y volteando de vez en cuando hacia la puerta para

estar listo en caso de que hubiera una pequeña señal que le

indicara la necesidad de socorro.

De pronto, el volumen de las voces aumentó, acompañado

de unos sollozos, y Darcy cruzó todo el pasillo hacia la

puerta dando enormes zancadas.

–¿Qué haces? –preguntó Lizzie acercándose a él y

tomándolo del brazo para sosegarlo.

–Están discutiendo mucho, Georgiana necesita de mi ayuda.

–Darcy, son marido y mujer, ¿acaso controlas el volumen de

tu voz cuando discutes?

–No quiero que se descontrole otra cosa además de la voz.

–Donohue no sería capaz de dañar a tu hermana, si eso es

lo que piensas.

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–No quiero darle la más mínima oportunidad. Si fue capaz de

irse a East End al primer pleito con su esposa, no me fío de

su autocontrol.

Los Sres. Darcy guardaron silencio al percatarse de que

había regresado la paz al interior de la pieza, esperaron unos

minutos junto a la puerta tomados de la mano, rozando sus

espaldas con el fino tapiz que cubría los muros, iluminados

por un par de velas que alumbraban desde la mesa.

Darcy se volvió a tensar, apretó la mano que sostenía la de

su mujer y la vió.

–Lo que escuchas ya no es por enojo, Darcy. Creo que es

hora de que nos vayamos a dormir –indicó Lizzie

observándolo irresoluto.

–Justamente es lo que me preocupa, ya la convenció de sus

razones.

–Darcy, si los interrumpes Georgiana se va a enojar, y con

toda la razón.

–Sí, lo sé. ¿Quieres hacerles competencia? –se burló,

tomándola de la cintura para encaminarla a la alcoba.

Darcy se despertó a las primeras luces, percibiendo ciertos

ruidos en el pasillo y el baile de una vela por la orilla de la

puerta que desaparecía a los pocos segundos, unos pasos

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se desvanecieron al escuchar que otra puerta se cerraba y

que era colocado el picaporte. Notó al pie de la puerta sobre

el suelo de madera un tozo de papel que hacía varias horas

no estaba. Se sentó y encendió la vela que descansaba

sobre el buró, volteó a ver a su mujer que yacía a su lado,

agotada después del largo viaje del día anterior y la

desvelada que se dieron. Se levantó y dando unos pocos

pasos alcanzó a recoger el documento. Se acercó a la vela y

se sentó en silencio, abriendo la carta que estaba dirigida a

él.

“Estimado Darcy: Quería agradecerte que hayan venido

cuando más necesitaba de su apoyo, es una gran bendición

contar con ustedes. Gracias a Dios la confusión que existía

ya se ha disipado y se han aclarado todas las dudas que mi

marido tenía. Me reiteró que ya me había perdonado y

aceptado desde aquella vez que hablé con él en Pemberley,

pero temía que la cólera que surgió al enterarse de los

nuevos detalles pudiera lastimarme; por eso salió en busca

de pistas que le indicaran el paradero de ese sujeto,

encontrándolo en la zona de la ciudad donde había sido visto

antes de tu llegada.

Quiere subsanar el sufrimiento que me hizo pasar debido a

su repentina huída y larga ausencia, por lo que es muy poco

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probable que los pueda ver el día de hoy. Darcy, voy a estar

bien, maravillosamente bien, no te preocupes más y quiero

que se sientan como en su casa. Los quiere, Georgiana”.

–Darcy, ¿qué haces levantado?

–Sólo leía un mensaje de mi hermana –dijo tumbándose a su

lado y abrazándola cariñosamente–. No sé si creer del todo

en sus palabras.

Lizzie se apoyó más en su pecho, cruzando sobre él para

alcanzar la carta que había dejado sobre la mesa y empezó

su lectura.

–¿Qué parte de la carta levanta sus sospechas, Sr. Darcy,

hermano celoso y suspicaz?

–¿Qué quieres que piense después de ver a mi hermana

como la vi, ya estando casada, que no haya sido después de

su boda?

–Sí, es cierto. Es la primera ocasión que la ves casada, que

no fuera llena de euforia por sus nupcias o la noche posterior

a las mismas. Pero olvidas las cartas que nos envió en los

siguientes meses.

–En una carta puedes expresar muchas cosas que no

sientes, ya ves lo que dijo, que estaba dispuesta a irse con

Wickham definitivamente y que quería pasar su vida a su

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lado… Temo que Georgiana, siendo tan inocente y bien

intencionada, sea presa del engaño de su marido.

–Y supongo que también te molesta saber que pueda estar

con él durante todo el día, porque es su marido.

–¡Con esta incertidumbre, sí! Seguramente pasarán todo el

día en su alcoba.

–Están recién casados y se aman, yo no esperaría otra cosa.

Aunque si quieres puedes irrumpir en su habitación y aclarar

tus dudas. ¡Claro que tendrías que vestirte y tal vez

enfrentarte al enojo de Georgiana! o podemos continuar en

donde nos quedamos ayer –sugirió mordisqueando el lóbulo

de la oreja.

–Tú ya no eres una recién casada –indicó, sintiendo que se

derretían sus defensas.

–Pero siento como si lo fuera, y creo que tú también. Me lo

demostraste copiosamente durante nuestro largo viaje.

Lizzie se incorporó a horcajadas y se acercó más a la otra

oreja, continuando con la tarea que había comenzado.

–Para tu tranquilidad, podemos invitarlos a cenar mañana,

así podrás hablar con tu hermana y despejar tus dudas.

–Tenemos que ir a Oxford –musitó, estremecido de sentir su

aliento y sus caricias.

–Entonces a desayunar, antes de irnos.

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–Ven aquí y guarda silencio –ordenó cariñosamente,

provocando, como deseaba, que su esposa soltara una risita

traviesa al ver que había conseguido lo que quería.

Darcy la tomó del cuello y dirigió su cabeza donde estuviera

a su alcance para aprisionar su boca con un apasionado

beso.

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CAPÍTULO III

Los Sres. Darcy esperaban el arribo de los Sres. Donohue

dando un pequeño paseo por su jardín. Tras desayunar solos

en el comedor de la Sra. Donohue el día anterior, dejaron

una misiva para su anfitriona y se retiraron a su casa. Darcy

estuvo trabajando en el despacho con Fitzwilliam y

poniéndose al corriente de sus asuntos como lo había hecho

con Bingley hacía pocos días, pero sin poder apartar sus

pensamientos de su hermana. Continuaba circunspecto,

aunque Lizzie reflejara una completa tranquilidad y llevara

toda la conversación con su alegría característica él la

escoltaba de su brazo en silencio, un silencio que era roto

por esa maravillosa voz que lo sumergía en un mundo de

paz, como el bálsamo al sanar una lastimosa herida. En su

presencia podía sobrellevar cualquier situación difícil que se

presentara en sus vidas.

A lo lejos vislumbraron el carruaje de sus invitados y se

acercaron a la entrada para recibirlos. Donohue se apeó y

saludó a sus anfitriones, dejando ver una importante lesión

en su cara que había sido atendida convenientemente por

manos expertas. Él se giró para tomar a su esposa por la

cintura y ayudarla a descender. Al tocar el piso Georgiana se

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acercó a su hermano y lo abrazó, cuando ella se separó

Darcy la tomó de sus mejillas como si fuera una niña y le

preguntó:

–¿Estás bien?

–Estupendamente bien –sonrió Georgiana, reflejando toda la

sinceridad que él había deseado encontrar en su carta.

Lizzie se acercó y estrechó a su hermana con alegría. Los

invitó a pasar y se tomó del brazo de Georgiana para

dirigirse a la casa, mientras indagaba más detalles:

–¿Cómo les fue? ¿Cómo se portó tu marido?

–¿Ayer o en nuestro viaje?

–¡Estoy dispuesta a escuchar todo lo que me tengas que

contar!

–Ayer hablamos, discutimos y nos reconciliamos. Todo fue

un mal entendido: Patrick se fue a buscar a Wickham a East

End y casi lo mata a golpes, se aseguró de que nunca más

se atreviera a acercarse a mí y creo que lo entendió, lo

amenazó con revelar en dónde lo había encontrado y bajo

qué circunstancias a toda tu familia, aprovechándose de las

amenazas que hace años Darcy le hizo en caso de faltarle a

su esposa.

–¿Y en el viaje?

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–¡Ay Lizzie! ¡Maravillosamente! –exclamó jubilosa–. Patrick

es muy cuidadoso y le encantaron tus consejos… nunca

pensé que fuera tan extraordinario con la persona adecuada,

ahora comprendo por qué Darcy se encerraba contigo todos

sus cumpleaños o por qué en sus viajes apenas me

escribían unas cortas líneas. ¿Quién va a escribir cartas

cuando puedes hacer otras cosas?

Lizzie rió y la estrechó alborozada.

Mientras tanto, los caballeros las siguieron comentando de

las últimas noticias de Londres. En realidad Donohue

hablaba y Darcy no lo escuchaba, estaba más atento a la

conversación que sostenían las damas a unos pasos de

distancia.

Pasaron al comedor donde ya estaba todo dispuesto. Todos,

excepto Darcy, platicaron sobre las anécdotas de ambos

viajes, en tanto el anfitrión observaba cuidadosamente a la

feliz pareja tratando de descubrir algún comportamiento o

señal que le indicara una desavenencia entre ellos, pero

Georgiana se mostró alegre y entusiasmada y Donohue

estuvo sumamente atento y respetuoso con su esposa, tal

como los recordaba hasta antes de todo lo ocurrido.

Cuando el almuerzo terminó, se escuchó por fin la voz del

señor de la casa:

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–Georgiana, estaremos los próximos días en Oxford y luego

viajaremos a Bristol.

–¿Se van tan pronto?

–De hecho tenemos que salir en unos cuantos minutos, pero

estaremos de regreso a tiempo para tu presentación. Lizzie,

si quieres prepararte para el viaje.

–¿No vas a hablar con tu hermana…? –indagó su mujer

extrañada.

–Creo que no es necesario, ya sabemos que estuvo

maravilloso –recalcó Darcy viendo a Georgiana, quien se

sonrojó preguntándose si la habría oído.

Donohue sonrió al ver la reacción de su amada.

–Dr. Donohue, ¿me acompaña a mi despacho?

Las damas los observaron ponerse de pie y Lizzie se acercó

y la tomó de la mano.

–Georgiana, ¿vienes conmigo?

Los caballeros se retiraron circunspectos. Al llegar a la

puerta del estudio Darcy la abrió y permitió que Donohue

ingresara. Cerró tras de sí y ambos tomaron asiento,

Donohue sentía la mirada inclemente de su cuñado cuando

rompió el silencio.

–Me imagino que desea saber los detalles de lo sucedido.

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–Si es tan amable de darlos a conocer –contestó Darcy

funciendo el ceño.

–Recibí… cierto material… una carta escrita por Georgiana.

–Mi hermana ya me explicó lo de la carta. Lo que quiero

saber es la razón de su “escapada” a East End.

–Sr. Darcy, como usted sabe, antes de formalizar nuestro

compromiso Georgiana me habló de sus relaciones con

Wickham, aunque jamás mencionó esa carta ni ese hijo que,

por lo visto no nació o fue ocultado, inclusive a mí. Cuando la

leí, mi mente se llenó de dudas de lo que podría significar

aquello y no niego que salí de Curzon enfurecido con ella por

ocultarme algo tan importante, sintiendo un odio de muerte

hacia ese sujeto a quien fui a buscar por las calles

principales de Londres hasta que di con el hombre que me

había estado vigilando hacía días y, tras darle una golpiza,

me indicó el paradero de su cómplice. Lo encontré en East

End en medio de un bacanal… espero no tener que cumplir

mi amenaza, sería terrible revelar lo que vi. Lo apaleé hasta

que logré sacarle que él nunca supo del nacimiento de ese

hijo, a pesar de que estuvo atento al suceso, por lo que sólo

quedaba una opción que únicamente podía descubrir con

Georgiana, pero temí excederme con ella por lo que dilaté mi

regreso lo más que pude, aun cuando mi ira no había sido

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dominada por completo. Discutimos, me aclaró la verdad y

yo expliqué mi conducta. Le reitero, como se lo reiteré a ella:

mi perdón en aquella ocasión fue sincero y total, fue

engañada y traicionada por ese sujeto, mi amor por

Georgiana no se ha alterado y estoy dispuesto a seguirla

protegiendo inclusive con mi vida y trabajar todos los días

para alcanzar su felicidad, aunque no dudo que nos

enfrentemos a muchos problemas, como cualquier

matrimonio.

–Espero que la confesión que logró se haya hecho en

privado.

–Por supuesto, nos salimos de… ese lugar, donde no deseo

regresar. Espero que esta explicación le baste para creer en

mi inocencia. No obstante, también hay testigos que usted

conoce que me vieron sacarlo a patadas.

–No, no es necesario descubrir la identidad de esos testigos,

seguramente de la nobleza, su estilo de vida siempre me ha

parecido muy desagradable.

–Estoy de acuerdo con usted. Wickham me aseguró que no

divulgará el contenido de la carta, que el nombre de

Georgiana no saldrá nunca más de su boca y que dejará

tranquila a la familia Darcy.

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–Si no lo hace, sabe que mi furia se desencadenará contra

él. Cuando partió de Hertfordshire dejó muchas deudas

pendientes que yo pagué con la condición de que aceptara

casarse con Lydia, la hermana de la Sra. Darcy. Esos

pagarés los tengo en mi poder y los utilizaré en el momento

que yo juzgue conveniente, así como algunas pruebas de los

fraudes que cometió en Pemberley; en caso de que su

conducta afecte a su familia o a la mía irá a prisión, pero creo

que con su escarmiento ha bastado por ahora. Por eso

mismo le pido que me informe si vuelve a intentar alguna

acción en contra de ustedes.

–Cualquier cosa yo le mantendré informado.

Darcy suspiró, se acercó apoyando los brazos sobre el

escritorio y prosiguió:

–Algo que he aprendido con el tiempo y con mi matrimonio

es que las mujeres necesitan la franqueza de su marido, a

pesar de que la verdad sea dolorosa. Sé que usted conoce

bien a mi hermana y sabe de sus inseguridades, pero

considero importante comentarle que siendo honesto con ella

es como logrará superar esa suspicacia, además del afecto

que usted podrá darle, indispensable para cultivar un buen

matrimonio.

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–Sé que no fue lo más acertado haberme ausentado tanto

tiempo de la casa sin hablar previamente con mi esposa,

pero tenía que descartar las posibilidades, asegurarme que

su honor no se vería afectado y sosegarme antes de

presentarme con ella.

–No tiene que explicarse, yo también habría ido a buscar a

ese sujeto.

Agotado el tema, los caballeros encontraron a las damas en

el salón principal, listas para irse a los carruajes.

Después de una cariñosa despedida entre los hermanos,

ambos matrimonios abordaron sus vehículos y se dirigieron a

sus respectivos destinos.

Los Sres. Darcy viajaron durante todo el día, llegaron de

noche y se registraron en el hotel, se instalaron y salieron a

cenar. Mientras cenaban en la hostería, se acercaron los

Sres. Windsor, en tanto los Sres. Darcy se pusieron de pie y

él les invitó a tomar asiento en su mesa.

–El Sr. Haden me comentó que iban a venir a Oxford por lo

del negocio que está iniciando muy bien, pero no los

esperábamos tan pronto –explicó el Sr. Windsor.

–Sí, afortunadamente el proyecto ha tenido mucha

aceptación –contestó Darcy.

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–Lamentamos que en la reunión anterior, después de la boda

de la Srita. Georgiana, no haya podido estar presente, Sr.

Darcy.

–La Sra. Darcy y yo estuvimos fuera.

–El coronel Fitzwilliam nos explicó claramente todos los

detalles del negocio cuando vino y con sus recomendaciones

se pudieron resolver algunos conflictos que se presentaron.

–Me alegra oírlo. El coronel me ha apoyado desde hace

muchos años y es de mi entera confianza. Le agradezco

también las recomendaciones que usted aportó para los

trámites legales.

–Fue un placer poder asesorarlos.

–Sra. Darcy –intervino la Sra. Windsor–, la boda de la Srita.

Georgiana estuvo preciosa, le agradecemos toda su

hospitalidad. Ya no los encontramos para despedirnos y

reconocerles sus atenciones, sólo vimos a los novios y a los

Sres. Donohue. Me imagino que estaban muy ocupados

atendiendo a sus invitados.

–Nos complace que nos hayan acompañado –afirmó Lizzie.

–¿Y cómo se encuentran los Sres. Georgiana y Patrick

Donohue?

–Muy bien, justo hoy desayunamos con ellos.

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–Me imagino que la Sra. Georgiana debe estar jubilosa e

indudablemente mi querido sobrino también. Se veían tan

enamorados –recordó la Sra. Windsor y luego se dirigió a su

esposo–. Si vamos a Londres pronto, me gustaría visitar a

Georgiana.

El Sr. Windsor asintió.

–Y su hermana, la Sra. Bingley, ¿ya tuvo a su bebé?

–Sí, fue varón y está muy guapo.

–Heredó el encanto de su tía Lizzie –expuso Darcy.

Ella sonrió.

–¡Qué gusto oírlo! Sra. Darcy, ahora que los señores estén

ocupados atendiendo el negocio, sería un placer para mí

mostrarle aquel jardín del que algún día le platiqué. No he

olvidado que le gusta caminar y así no estará sola y aburrida

en el hotel mientras su marido se ausenta.

–Se lo agradezco.

–A mi hija Sandra seguramente le agradará acompañarnos.

–Y sus hijos, Murray y Philip, ¿siguen fuera del país? –

preguntó Darcy.

–Sí, todavía no han vuelto –indicó el Sr. Windsor.

–Es una pena que lleven tanto tiempo fuera –comentó la Sra.

Windsor–. Les he pedido en mis cartas que ya regresen.

¿Qué tienen que hacer allá tanto tiempo?

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–Pronto retornarán, sobre todo Philip. Ya terminó de ayudar

a su amigo en París y por fín hay paz con Francia. Sr. Darcy,

¿usted cree que ya podremos vivir tranquilos?

–Me encantaría pensar que sí, aunque no creo que las

razones por las que se firmó el tratado de Amiens sean

suficientes para que esta paz permanezca y menos si

Napoleón es cónsul vitalicio y presidente.

–¿Cónsul vitalicio?

–Sí, se acaba de proclamar hace pocos días, el pasado 2 de

agosto. Su ambición de poder va en aumento.

–Pero no pensemos en cosas desagradables, hoy que los

Sres. Darcy están de visita y que nos da tanta alegría verlos

tan bien –aclaró la Sra. Windsor–. Me gustaría invitarlos a

cenar a la casa mientras están en el condado.

–Será un placer.

Al día siguiente, mientras Darcy se despedía de Lizzie la Sra.

Windsor llegó al hotel en compañía de la Srita. Sandra para

ir a su paseo, escoltadas por el Sr. Peterson, a petición de

Darcy. Después de visitar los hermosos jardines, la llevaron

a conocer la Universidad de Christ Church y su capilla, que

funge como Catedral. En otra ocasión visitaron Radcliffe

Camera y su biblioteca, donde Lizzie pasó varias horas

consultando libros de su interés.

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Una noche, los Sres. Darcy fueron a cenar a la casa de los

Sres. Windsor donde los recibieron los anfitriones y la Srita.

Sandra.

–Sr. Darcy, su esposa es una excelente compañía para salir

de paseo. Hemos pasado unos días muy agradables con

ella, además de que su conversación es muy amena y de

profundo conocimiento sobre la cultura inglesa –observó la

Sra. Windsor.

–Desde que nos casamos y ha podido viajar más y conocer

lugares excepcionales, ha despertado su interés en ahondar

sobre la historia y la arquitectura de los sitios que visitamos.

–Parecía conocedora de esta ciudad y sólo la ha visitado dos

veces –recalcó la Srita. Sandra.

–El Sr. Darcy me enseñó que se disfruta más de un lugar si

se tiene un poco de información antes de visitarlo –esclareció

Lizzie, recordando su viaje a Gales hacía casi un año.

–¿Un poco de información? ¡Habría podido guiar al propio

John Radcliffe en su edificio si aún viviera!

Lizzie rió.

–Sra. Windsor, le he traído un obsequio como muestra de

nuestro agradecimiento por todas las atenciones que me ha

brindado –indicó Lizzie, dándole un paquete que la Sra.

Windsor abrió.

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–Es un ejemplar de los nuevos productos que estamos

fabricando en Derbyshire. Pronto también estarán en Oxford

y espero poder exportar a Irlanda –espetó Darcy.

Era una pieza de fina porcelana con un decorado

especialmente bonito.

–Es muy hermoso, Sra. Darcy, no se hubieran molestado. Su

compañía ha sido muy grata para nosotras –reconoció la

Sra. Windsor.

–Seguramente estas piezas tendrán mucho éxito en Oxford.

Y me alegro haberlo contactado con el Sr. Haden, se veía

muy interesado en el negocio –apuntó el Sr. Windsor.

–Creo que podremos hacer una excelente venta con él –

afirmó Darcy.

–Y ¿cómo fue que le interesó invertir en la fabricación de la

porcelana? –indagó el Sr. Windsor.

–Todo se lo debemos a la Sra. Darcy y su gusto por la

porcelana que fabrican en Derbyshire. Y, cuando se dieron

las condiciones para invertir en un nuevo proyecto, éste tenía

la prioridad.

–Nos comentaba el coronel que se piensa expandir hacia

Irlanda.

–Sí, el Dr. Donohue ya me ha recomendado con algunas

personas que me presentó en la boda y les interesó la

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propuesta. Terminando los asuntos que tengo en Oxford

partiremos a Bristol para realizar los trámites de la

exportación.

–¿A Bristol? –investigó la Sra. Windsor.

–Me han dicho que en ese puerto sigue habiendo abundante

comercio de esclavos provenientes de África, con destino a

Norteamérica, desde hace más de un siglo. ¿No es insegura

la ciudad? –inquirió el Sr. Windsor.

–Sí, sobre todo en el puerto, pero ya le comenté a la Sra.

Darcy que es mejor que en esta ocasión ella se quede en el

hotel. Cuando termine mis asuntos la llevaré a pasear; hay

lugares muy interesantes, pese a lo que sucede en la zona

costera. Bristol es un punto muy importante para abrirme al

comercio exterior, ahora con Irlanda y en un futuro tal vez a

Norteamérica.

–¿Norteamérica? Vaya que si tiene de dónde crecer con este

negocio.

–Con la porcelana que estoy innovando y con los productos

textiles que inició mi padre.

–Si gusta Sr. Darcy, la Sra. Darcy puede permanecer con

nosotros; estaremos encantados de hospedarla unos días,

para que no se quede sola en el hotel –sugirió la Sra.

Windsor.

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–Muchas gracias, Sra. Windsor, pero prefiero ir con mi

marido –contestó Lizzie–. He leído que Bristol tiene grandes

atractivos que quiero conocer y llevo varios libros que deseo

leer. Aprovecharé mi tiempo mientras estoy en el hotel.

–El coronel Fitzwilliam hace poco estuvo en Bristol y me

investigó el lugar más seguro de la ciudad para nuestro

hospedaje. El hotel al que vamos está lejos del embarcadero,

tiene continua vigilancia y grandes jardines que podrá

disfrutar la Sra. Darcy; él nos alcanzará allá para apresurar

los trámites que se tienen que ver –dilucidó Darcy.

–Me alegra saberlo –afirmó la Sra. Windsor.

En la cena comentaron de la boda de Georgiana y de todas

las amistades que los Sres. Windsor se encontraron. La

Srita. Sandra también platicó de los caballeros que pudo

conocer en esa ocasión, amistades del Sr. Darcy y del Dr.

Donohue, como el Dr. Black.

Cuando hubo terminado la cena, la anfitriona invitó a pasar a

Lizzie y a su hija al salón principal, donde les sirvió una taza

de té mientras el Sr. Windsor le convidó una copa de oporto

a su invitado hasta que se reunieron con las damas. La Sra.

Windsor comentó:

–Me imagino que han de extrañar a Georgiana, es una dama

encantadora con una conversación muy agradable y con

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una habilidad increíble para cautivar a todos en el piano. En

este momento es cuando más se le extraña, toca como un

querubín.

Lizzie, sin decir palabra, se levantó de su asiento, se dirigió

al piano y empezó a tocar alguna de sus piezas favoritas,

había practicado tantas veces con Georgiana que ya se las

sabía de memoria. Al terminar, todos se acercaron y dieron

ovaciones.

–¡Vaya! La Sra. Darcy es muy talentosa. Por un momento

creí estar escuchando a la Sra. Georgiana –ilustró la Sra.

Windsor felicitándola por su extraordinaria ejecución.

–La Sra. Georgiana me enseñó esta pieza hace tiempo.

–Recuerdo que en alguna ocasión comentó que usted había

mejorado su ejecución en el piano gracias a las enseñanzas

de la Srita. Georgiana.

–Así es; pasamos horas enteras frente al piano, en

Pemberley, y las dos lo disfrutamos mucho.

Los Sres. Windsor le pidieron a Lizzie que tocara otra pieza

en el piano y ésta accedió con gusto, mientras Darcy la veía

agradecido. Después de un rato, los Sres. Darcy se

despidieron y se retiraron.

En la habitación del hotel, Darcy le dijo a Lizzie:

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–Me sorprendió que quisieras tocar el piano en esta ocasión.

Me siento muy orgulloso de ti.

–Gracias, yo también me quedé sorprendida, pensé que ese

miedo iba a ser más difícil de romper. Quería darte el gusto

de verme tocar el piano enfrente de otras personas, así como

lo hice con mi padre.

–Lo hiciste muy bien. La Sra. Windsor tuvo razón, tocaste

como un ángel, como lo hace Georgiana.

–Entonces aprendí bien, aunque mi repertorio no es tan

amplio como el de ella.

–Estoy persuadido de que con el tiempo lo irás

incrementando. Como alguna vez escuché que Georgiana te

dijo, las dos reglas para aprender el piano son: constancia y

constancia.

Darcy hizo una pausa, tornándose pensativo, y se acercó a

su mujer.

–Lizzie, ¿te gustaría quedarte en Oxford mientras voy a

Bristol?

–¡No! –contestó sorprendida y repuso–, pensé que querías

que te acompañara.

–¡Claro que quiero! Sabes que no me gusta ir a ningún lado

sin ti, las pocas mañanas que he despertado sin verte a mi

lado han sido muy tristes, pero tampoco puedo ni quiero

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obligarte a que vengas conmigo y te quedes sola en el hotel,

recluida unos días.

–Tú sabes que me encanta viajar contigo y… no me agrada

quedarme sola por las noches. Cuando Georgiana estuvo en

peligro de muerte te extrañé mucho, me sentí muy apenada

aun sabiendo que estabas bajo el mismo techo. No, no

quiero. No quiero estar separada de ti de aquí en más.

Darcy sonrió complacido mientras la veía con ternura

recordando los momentos en que él había pronunciado esas

mismas palabras, cuando Lizzie aceptó su amor. Ella tomó

sus manos y continuó:

–Además, no me gustaría quedarme en casa de los Windsor.

Me sentiría sumamente incómoda si llegara el Sr. Philip

Windsor de improviso.

Darcy se rió a carcajadas.

–Bueno, yo no dejaría que te quedaras con ellos ni aunque

me aseguraran que él no va a regresar. Preferiría llevarte a

Londres con Georgiana o con tus tíos, si no quisieras

quedarte sola en la casa, o aquí en el hotel.

–No me refiero únicamente a ese tipo de soledad.

–Sí, lo sé –concluyó acariciando su rostro y besándola en la

frente.

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Cuando Darcy acabó sus pendientes en Oxford, los Sres.

Darcy salieron rumbo a Bristol, como lo tenían contemplado,

y a su llegada los recibió Fitzwilliam en el hotel. Darcy estuvo

ocupado tres días, desde que salía después del desayuno

hasta el anochecer, mientras Lizzie leía sus libros o paseaba

en el jardín del hotel. Los siguientes días, Darcy llevó a

Lizzie a conocer la Catedral, el Castillo Blaise y el Red

Lodge. Terminada su visita, regresaron a Londres.

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CAPÍTULO IV

Las Bennet habían llegado más temprano que los Sres.

Darcy a Londres, situación que sorprendió a Lizzie cuando

arribaron a la casa. El mayordomo salió a recibirlos con esta

noticia y les comunicó que sus invitadas habían salido y

regresarían más tarde, causando mayor asombro en Lizzie,

quien correspondió amablemente. Luego pasaron a la casa y

el ama de llaves ya les tenía preparada una taza de té que

aceptaron con agrado. Darcy se retiró a su alcoba ya que

tenía un fuerte dolor de cabeza, agradeciendo en su interior

que sus invitadas no estuvieran en casa todavía, mientras

Lizzie disponía algunas resoluciones con su servicio y veía

los pendientes que tenían para la presentación de Georgiana

en sociedad que se realizaría en los próximos días,

observando satisfecha que todo estaba resuelto.

Posteriormente subió a su recámara, ofreció al Sr. Darcy un

poco de láudano para aminorar su malestar y él correspondió

con cariño, luego se quedó dormido en el regazo de su

esposa al tiempo que, acariciándolo, Lizzie se zambullía en

la aventura que su libro le ofrecía y que la había atrapado

desde el día anterior, como hacía mucho no lo había logrado

un ejemplar, a pesar de que el gusto por la lectura lo había

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cultivado desde niña. Cuando Darcy despertó, vio a su

esposa completamente transportada a otro mundo y la

contempló en silencio por varios minutos hasta que Lizzie se

percató al sentir su mirada.

–¡Ya despertaste! ¿Ya te sientes mejor? –examinó Lizzie

sonriendo.

–Sí, gracias, pero sigue con tu lectura; sabía que ese libro te

encantaría –dijo incorporándose.

–¡Es tan emocionante! No veo el momento de continuar.

Lizzie prosiguió leyendo en voz alta mientras Darcy la

escuchaba recordando los días en que hacía algunos años

disfrutó esas mismas líneas en su alcoba sin salir hasta

terminarlo, sin imaginar siquiera que un día podría

compartirlo con otra persona de esa manera. De pronto

Lizzie detuvo su lectura, alzó su cabeza y miró la oscuridad

de la noche a través de la ventana.

–Mi madre y mis hermanas no han regresado.

–Probablemente fueron a comprar sus vestidos para la

presentación de Georgiana y se les fue el tiempo.

–¿Así piensas cuando yo me dilato en regresar?

–No, pero gracias a Dios eso no sucede con frecuencia.

–Les he comprado varios vestidos muy bonitos que podrían

usar para el viernes, no creo que necesitaran uno nuevo. Es

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raro que hayan llegado tan temprano a Londres y salieran

desde entonces.

–Conociendo a tu madre y su ligereza de horarios llegarán

en cualquier momento.

Lizzie se levantó y se acercó a la ventana creyendo escuchar

un carruaje que se veía a lo lejos sólo por la lámpara de

aceite que lo iluminaba.

–Ya se aproximan –indicó Lizzie con alivio–. Deseo poder

regresar pronto a estas páginas, yo creo que hoy no podré

dormir.

Lizzie dejó el libro sobre su mesa mientras Darcy se

levantaba para ponerse en marcha. Los Sres. Darcy salieron

de su alcoba y se dirigieron a la puerta para recibir por fin a

sus invitadas.

La Sra. Bennet bajó del carruaje y le siguieron Kitty y Mary.

La Sra. Bennet y Kitty caminaron platicando alegremente

hasta que se encontraron frente al Sr. Darcy que altivamente

las saludó, mientras ellas guardaban silencio. Lizzie dio un

paso al frente para saludarlas en tanto Mary, tediosamente,

se reunía con el grupo. Después de cambiarse de ropa se

dirigieron al comedor; la hora de la cena ya había pasado

desde hacía rato pero los anfitriones continuaban

hambrientos.

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–Nos informó el Sr. Churchill que habían llegado hoy muy

temprano –comentó Lizzie molesta, sabiendo que su viaje

duraba al menos cuatro horas para recorrer las veinticuatro

millas que había entre Hertfordshire y Londres, sin tomar en

cuenta el tiempo que llevaba el cambio de caballos, y

recordando que su madre no acostumbraba salir al alba–.

¿Qué hicieron en todo este tiempo? ¿Acaso fueron de

compras?

–¿De compras? No, ya sabes que no puedo darme esos

lujos; las tiendas en Londres son muy caras y aunque la

provisión de viudedad que el Sr… –al sentir la gélida mirada

del Sr. Darcy ante una posible indiscreción la Sra. Bennet se

silenció–, que el Sr. Bennet nos dejó es suficiente para

nuestras necesidades, es difícil ahorrar en estos tiempos. Y

gracias a tu magnificencia podremos usar alguno de los

vestidos que nos has regalado.

–No has respondido a mi pregunta, ¿dónde estuvieron?

–Se nos hizo temprano en el viaje, creo que nunca había

pasado, y aprovechamos el día que estaba muy agradable.

Ya sabes, una tarde soleada en Londres no se ve muy a

menudo, es un desperdicio quedarse en casa y… fuimos al

Hyde Park.

–El Hyde Park lo cierran apenas se pone el sol.

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–Luego fuimos a comer algo al Pantheon en la calle Oxford,

sentimos un poco de hambre.

–¡Claro!, ya era la hora de cenar.

–Se nos fue el tiempo platicando –intervino Kitty.

–¿Platicando?, ¿con quién? –insistió Lizzie.

–Con el Sr. Philip Windsor –repuso la Sra. Bennet

rápidamente.

–¿Philip Windsor? –preguntó Darcy azorado.

–Sí, aunque ese nombre le provoque malestar –afirmó Kitty–.

¡No se vaya a robar a su mujercita!

–¡Kitty! –exclamó Lizzie mientras su anfitrión la observaba

con arrogancia.

–Nos comentó que hace poco regresó de Francia –explicó la

Sra. Bennet–. Estuvo un par de días con sus padres y se

quedará esta temporada en Londres.

–No recordaba que fuera tan apuesto, tiene unos ojos azules

tan bonitos; aunque no como los del Sr. Darcy. Y preguntó

por ti, Lizzie –señaló Kitty con indiferencia.

–Vaya ¡qué noticia! –masculló Darcy enfadado.

–Eso lo explica, en parte –reveló Lizzie–. Me imagino que el

Sr. Windsor no fue el que habló. Regularmente no se

escucha su voz y con todo lo que ustedes platican no creo

que haya aportado gran cosa.

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–Ciertamente él no participó. El centro de atención fue otra

persona –aclaró Kitty.

–¿Otra persona?, ¿quién? –inquirió Lizzie.

–El amigo que lo acompañaba –espetó la Sra Bennet con

prontitud–. No recuerdo su nombre –comentó sin darle

importancia.

–Se llamaba Hayter –inventó Kitty burlándose y

provocándole sobresalto a su madre mientras ella la veía con

ojos de censura–. Y mencionó que tiene amigos que nos va

a presentar.

–¿Amigos del Sr. Philip Windsor? –averiguó Lizzie.

–Sí, son de muy buenas familias, según nos participó –

expuso la Sra. Bennet–. Buenos partidos para Mary y para

Kitty.

En ese momento Mary se puso de pie y se disculpó con los

presentes, ya que se sentía indispuesta y quería ir a

acostarse. Lizzie la vio preocupada y la Sra. Bennet repuso:

–Ha sido un día muy largo, le hará bien descansar.

–Iré a ver si se le ofrece algo –indicó Lizzie, disculpándose y

alcanzando a su hermana.

La Sra. Bennet igualmente se puso de pie para ir a su

encuentro mientras Lizzie le preguntaba a Mary cómo se

sentía. La Sra. Bennet llegó a interrumpirlas diciendo:

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–Sra. Darcy, es mi turno de atender a mi hija y usted a su

esposo. Le aseguro que yo no me atrevería a dejar a un

marido tan apuesto como el Sr. Darcy a solas con Kitty.

Lizzie, sin pensar más, regresó prontamente al comedor.

Darcy se puso de pie y le ayudó a tomar asiento

nuevamente.

–¿Todo está bien con tu hermana? –averiguó Darcy con

seriedad.

–Por primera vez en su vida, mi madre se ofreció a atenderla

–explicó Lizzie.

Kitty se rió.

Poco tiempo después la cena concluyó, Kitty y los Sres.

Darcy se despidieron y marcharon a sus habitaciones. Lizzie

llegó a cambiarse rápidamente y, ya en la cama, a retomar

su libro mientras su marido se alistaba con más calma.

Cuando Darcy salió del vestidor se encontró con su mujer

profundamente dormida con el libro que tanto había deseado

terminar en las próximas horas en las manos. Se acercó para

cobijarla y retirarle el texto y, hojeando el viejo ejemplar,

inició nuevamente su lectura con sumo interés que continuó

hasta altas horas de la noche.

Al día siguiente cuando Lizzie despertó, encendió una vela,

se levantó sin hacer ruido para no interrumpir el descanso de

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su esposo y encontró el libro en la mesa de Darcy, en la

página donde él se había quedado la noche anterior. Se

sentó en el sillón y continuó leyendo las subsecuentes dos

páginas, hasta que Darcy despertó.

–Pensé que ibas a ir a cabalgar hoy –comentó Lizzie.

–Si, yo también pero no pude resistir leer tu libro hasta que

se acabó la vela. Ya había olvidado tantos detalles tan

interesantes.

–En tu cajón hay más velas.

–Sí, pero si la hubiera sacado no habría dormido en toda la

noche.

–Eso pensé que iba a hacer yo y ya ves, me venció el sueño.

–Si estás cansada es mejor que duermas bien. Georgiana ya

tiene todo listo para el evento del viernes, según me informó

en su última carta. Hoy podrás continuar con tu lectura.

–Si mi madre y mis hermanas me dejan. Hoy desearía tanto

quedarme en casa sólo para leer.

–Y encontré otro libro del mismo autor que no podrás soltar.

–Yo creo que ese lo empezaré cuando regresemos a

Pemberley. Tal vez pueda dejar solas a mis invitadas un día,

pero no creo que sea considerado de mi parte olvidarme de

ellas.

–Están en Londres, no creo que les disguste.

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–A mi madre y a Kitty no, pero a Mary la sentí aturdida

anoche.

–Tal vez en algún momento del día puedas hablar con ella y

tranquilizarla.

–Sí. Me acercaré a ella a ver qué le sucede.

–Entonces –expresó poniéndose de pie–, si quieres ya no te

interrumpo más que pronto iniciarás la parte más interesante

de la historia.

–Y tú, ¿no lo quieres seguir leyendo? Podrías alcanzarme y

luego podremos leer juntos la segunda parte.

Darcy se acercó e inclinándose se arrodilló frente a Lizzie, le

tomó la mano y le dijo:

–Me encantaría, pero estás muy entusiasmada en seguir;

esta semana estoy con varios pendientes de trabajo. Mejor

cuando tú lo termines continúo mi lectura. Me gusta más ver

cómo lo disfrutas.

Lizzie sonrió al tiempo que él besaba su mano.

–Sra. Darcy, tal vez en la noche podamos leerlo juntos, en

donde se haya quedado.

–Tal vez –susurró al acariciar su rostro y buscar sus labios

para besarlo delicadamente.

Darcy la abrazó amorosamente.

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Cuando los Sres. Darcy bajaron al salón principal se

encontraron a Mary que estaba viendo el jardín a través de la

ventana. Lizzie entró y la saludó mientras Darcy le indicó que

estaría en su estudio para que pudieran hablar; se acercó a

Mary y le dijo:

–¿Te sientes mejor? Anoche me quedé preocupada.

Mary se volteó en silencio y observó a Lizzie.

–Te he notado angustiada, ¿puedo ayudarte en algo?

–Lizzie, yo… Necesito decirte que…

–¡Mary! –interrumpió la Sra. Bennet–. Te andaba buscando

para darte tu medicina. Ya la encontré.

La Sra. Bennet le dio un jarabe con una cuchara y un vaso

de agua a su hija, quien lo recibió tomando un poco.

Enseguida, la Sra. Bennet se dirigió a Lizzie para saludarla.

–Sra. Darcy, hoy luce especialmente… bonita.

–En eso, Sra. Bennet, estoy totalmente de acuerdo con

usted. La Sra. Darcy luce sustancialmente hermosa –

reafirmó Darcy que había vuelto al escuchar el grito de su

suegra y se acercó a su mujer viéndola con cariño.

Lizzie sonrió satisfecha.

–Sólo falta Kitty. Siempre llegando tarde.

–Eso se enseña en casa –murmuró Mary.

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–No sé de dónde lo aprendió. Ya ves, la Sra. Darcy es muy

puntual, al igual que el Sr. Darcy. Y recuerdo que el Sr.

Bennet siempre llegaba a tiempo, era una de sus múltiples

virtudes.

–A buena hora te acuerdas de él –reclamó Mary.

–Ya viene Kitty –repuso Lizzie notando molesta a Mary–. Si

quieren pasemos al comedor.

Se encontraron a Kitty en el camino y todos se dirigieron a

desayunar.

–¿Ya han pensado qué lugar quieren que visitemos hoy? –

preguntó Lizzie.

–Ya teníamos planes, Lizzie –indicó la Sra. Bennet–, aunque

no sé si quieras acompañarnos. El Sr. Windsor hoy nos

presentará a sus amistades.

–¿El Sr. Windsor? –inquirió Kitty asombrada.

–Sí, el Sr. Philip Windsor, ¿no lo recuerdas, Kitty? –aclaró la

Sra. Bennet–. Quedamos vernos con él en el transcurso de

la mañana en el Hyde Park. Seguramente el Sr. Darcy no

querrá que nos acompañes Lizzie, y yo lo entiendo, después

de haber visto cómo te miraba ese caballero aquella noche.

–La Sra. Darcy es libre de ir a donde ella quiera –esclareció

Darcy parcamente.

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–Si ya tenían planes, tal vez pueda aprovechar para terminar

varios pendientes que tengo aquí –contestó Lizzie–. Mary, si

quieres, puedes quedarte conmigo para que te recuperes de

tu malestar.

–¡No! ¡Mary viene con nosotras! –ordenó la Sra. Bennet–.

Justo le presentarán a un caballero. Sería una grosería que

no fuera.

–Gracias Lizzie, pero prefiero ir con mi madre –indicó Mary

con resignación.

–Pero… tal vez te lo pueden presentar en otra oportunidad –

sugirió Lizzie–, si estás enferma es mejor que te quedes y

que te revise un médico.

–¿El Dr. Donohue? –indagó Kitty.

–Sí, o el Dr. Robinson.

–¡Qué venga mejor el Dr. Donohue! Así podré preguntarle

por su hermano Robert.

–Sra. Darcy, precisamente había pensado llevar a Mary al

médico después de la cita que ya teníamos acordada –

aseveró la Sra. Bennet–. Kitty, te puedo asegurar que antes

del viernes veremos al Dr. Donohue; el Sr. Darcy

indudablemente querrá ver a su hermana y ella vendrá con

su marido.

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–Lizzie, no es necesario un médico, ya me siento mejor,

gracias –aclaró Mary–. Considero prudente que acompañe a

mi madre para la cita.

–Como tú decidas, Mary –contestó Lizzie.

Cuando concluyó el desayuno, las Bennet se fueron a alistar

para salir a su compromiso y se despidieron de Lizzie, quien

las acompañó hasta el carruaje. Lizzie fue entonces al

despacho de Darcy, donde se encontraba revisando una

documentación mientras esperaba a Fitzwilliam. Darcy se

puso de pie al ver que su esposa entraba y ella le comentó:

–Ya se fueron a su cita.

–¿Tu madre te dejó hablar con Mary?

–No, parece que se presentó en el momento justo antes del

desayuno y después no se arredraba de ella. Mary quería

decirme algo; desde ayer la he notado muy extraña, molesta

con mi madre pero a la vez resignada a hacer su voluntad.

Ha de ser muy desagradable tener que soportar una

situación así. Y desde que llegaron, todo ha sido insólito con

mi madre.

–Lo cierto es que encontraste el mejor pretexto para

quedarte en casa, como querías, para terminar el libro –dijo

acercándose y tomando sus manos.

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–Y tú conseguiste que yo no fuera al paseo sin mayor

preocupación.

–Sabes que si tú hubieras querido ir, yo no te lo habría

impedido.

–¿Y te habrías quedado muy tranquilo?

–¿Tranquilo? En absoluto. Tal vez habría hecho lo imposible

por acompañarte y si no se podía le habría pedido al Sr.

Peterson especial cuidado de su parte. Habría sido como tu

sombra. Y a pesar de todo eso, habría sido el día más

terrible de mi vida. Sólo me consolaría pensar en que tengo

plena confianza de que tu amor es tan fuerte como el mío,

así encontraría la paz para sobrevivir un día así.

Lizzie sonrió y Darcy continuó:

–Todavía puedes cambiar de decisión si tú quieres y le

pediré al Sr. Peterson que te lleve.

–Sabes que yo no iría a un paseo con esa persona y sí, fue

el mejor pretexto para quedarme en casa. Así no se molestó

mi madre y me quedé a tu lado, aunque estés trabajando

todo el día. Sin embargo, tal vez pueda aprovechar para ir a

visitar unos momentos a mi tía.

–¿Todo está bien? –indagó preocupado.

–Sí, tú sabes que sí, pero hace tanto que no la veo.

–¿Vendrán a cenar esta noche?

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–Tengo entendido que sí. Prometo no demorarme y volver lo

antes posible.

–Y yo te prometo apurarme para terminar temprano y

acompañarte en tu lectura cuando estés de regreso.

Alguien tocó a la puerta y Darcy atendió. Era Fitzwilliam que

llegaba con los documentos necesarios para trabajar con el

Sr. Darcy, quien le solicitó unos minutos para escoltar a su

mujer al carruaje.

Lizzie llegó a Gracechurch donde la recibió la Sra. Gardiner

con un especial cariño.

–Lizzie, pensé que nos veríamos hasta la noche. ¡Qué

agradable sorpresa!

–Quería confirmar su asistencia a la cena.

–Será un placer acompañarlos. ¿Cómo has estado?

–Muy bien tía, muchas gracias por la bienvenida que le

ofrecieron a Georgiana. Me ha dicho que la disfrutaron

sobremanera.

–Me alegro, fue con todo cariño. Pero pasa y toma asiento,

¿te ofrezco una taza de té?

Lizzie asintió.

–Te ves jubilosa Lizzie, aunque más delgada.

–Las cosas han cambiado mucho desde la última vez que

estuve en esta casa.

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–Recuerdo aquella mañana en que te veías tan triste y te voy

a confesar que me quedé muy preocupada después de la

boda de Georgiana, casi no estuviste en la fiesta.

–Ese día me sentía muy deprimida. Después de cuatro años

de matrimonio en los cuales deseábamos haber procreado

una criatura y ver que no había sido posible alcanzar

nuestros sueños.

–¡Ay, Lizzie!, ¡qué pena me da confirmar mis sospechas! Yo

sabía que no era normal tu ausencia, sobre todo por el gran

cariño que le has tomado a Georgiana en todos estos años.

–Ese día sufrí una de las grandes decepciones de mi vida,

pensaba que ya estaba embarazada pero me di cuenta de mi

error. Me había ilusionado tanto y durante toda la boda me

empeñé en olvidarlo, pero toda la gente nos hacía preguntas

y me recordaba la tristeza que me embargaba, inclusive Lady

Catherine. Y luego la Srita. Margaret Campbell, una amiga

de la Srita. Bingley que tuvo el descaro de insinuarme que

ella estaría dispuesta a darle un hijo a mi marido, si yo no era

capaz de darle sucesión.

–¿Cómo?, ¿te lo dijo en tu propia casa?

–Sí, aunque he de confesar que ya no me importa lo que

haya dicho. Nos la encontramos en el hotel de Dublín. Darcy

estaba esperándome en una de las salas de la recepción y

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cuando los vi juntos sentí hervir la sangre en todo mi cuerpo.

No obstante, me armé de valor, me acerqué y besé

apasionadamente a mi marido, ignorando su presencia.

Darcy me correspondió con dulzura y me abrazó como si

estuviéramos solos. Quién sabe qué habrán pensado los que

estaban cerca, pero con seguridad esa mujer estaba furiosa,

la saludé como si recién me hubiera percatado de su

presencia y nos retiramos alborozados. Darcy estaba muy

orgulloso.

–¡Que le sirva de lección! Y… ¿has seguido viendo al Dr.

Thatcher?

–La última vez que lo vi en consulta fue un mes antes de la

boda de Georgiana.

–¿Desde entonces? Y ¿qué te ha dicho?

–Lo mismo que las veces anteriores –contestó con ejemplar

serenidad–. El problema que tenía ya lo arregló y ahora todo

lo encuentra bien, dice que sólo es cuestión de tiempo y,

sobre todo, que intervenga la voluntad divina; pero he

aprendido a vivir con lo que tengo en el presente, que es

maravilloso, y aceptar lo que Dios quiere de nosotros. Pensé

que nunca diría esto, más cuando sé que hay probabilidad

de que no llegue a ser madre. Por lo menos me quedo con la

tranquilidad de conciencia de que hicimos lo que estuvo a

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nuestro alcance. Dios me ha dado más de lo que yo había

soñado: pensaba quedarme solterona y me casé

profundamente enamorada y me ha llenado de felicidad. Tal

vez le exigí mucho a Dios cuando ya me había dado amor en

abundancia.

La Sra. Gardiner la vio con cierta tristeza en su mirada.

–Bueno, eso lo digo hoy. Quién sabe si siga pensando igual

en unos años, o mañana.

–Yo sigo rezando por ustedes. Y el Sr. Darcy ¿qué dice?

–No hemos hablado del asunto desde la boda de Georgiana.

Pero esos días me infundió tal seguridad en su amor que

muchas dudas e inquietudes que tenía han desaparecido.

Además, tal vez soy mejor tía que madre y por eso Dios me

manda sobrinos tan guapos, así los podré consentir a mis

anchas. Ese es un lujo que los padres no se pueden dar, al

que tal vez me costaría mucho trabajo renunciar.

–Y ¿cómo les fue en su viaje?

–Fue maravilloso, Darcy me llevó a muchas ciudades,

visitamos Irlanda, Escocia, el norte de Gales, Bath, Los

Lagos.

–¿Por fin visitaste Los Lagos?

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–Sí, conocimos los lugares de interés turístico y unos bellos

paisajes que nunca olvidaré. Tuvimos tiempo suficiente para

divertirnos y olvidarnos de todos los problemas.

–Me alegra escucharlo y ver que obtuvieron buenos

resultados. ¿Qué fue lo que más te gustó?

–¿Además de la excelsa compañía? –preguntó sonriendo

pícaramente–. En Dublín fuimos al teatro New Music Hall en

donde presentaron Messiah, de Haendel; visitamos la

Catedral de San Patricio y la Catedral de la Santísima

Trinidad. Me encantó ver el Libro de Kells, un famoso

manuscrito ilustrado con motivos ornamentales realizado por

monjes celtas en el año 800, que constituye la pieza principal

del cristianismo irlandés y del arte irlando–sajón. Contiene en

latín los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento con notas

preliminares y explicativas, muchas ilustraciones de gran

belleza y excelente técnica en su acabado.

–¿En dónde lo vieron?

–En la Biblioteca Nacional, ubicada en la Universidad de la

Ciudad de Dublín, el Trinity College.

–¡Vaya! Debió ser un viaje espléndido, y muy oportuno. ¡Qué

satisfacción verte tan bien, Lizzie!

–Gracias por todo, tía Meg. Por su apoyo y los consejos que

me dio cuando más los necesité.

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–Tú sabes que te tengo un enorme afecto, eres mi sobrina

favorita, y haríamos cualquier cosa por ayudarte.

Lizzie la abrazó con gran devoción y se despidió.

Cuando arribó a su casa, se dirigió al despacho de su marido

y tocó a la puerta. Darcy le abrió y sonrió al ver que ya

estaba de regreso. Cerró la puerta tras de sí, la tomó por las

mejillas y la besó en la frente.

–¡Vaya! Pensé que ibas a tardar más tiempo con tu tía.

–No, aunque fue muy agradable visitarla.

–Me alegro. ¿Si vendrán por la noche?

–Sí, te manda muchos saludos. ¿Te dilatarás más con

Fitzwilliam?

–Me falta discutir algunos aspectos de un contrato para que

lo tenga listo mañana y poder firmarlo con los clientes.

Prometo estar expedito para alcanzarte.

Lizzie asintió y se retiró al jardín donde continuó leyendo y

cuando empezó a refrescar se fue a la biblioteca. A media

tarde, Darcy llegó a buscarla.

–¿Cómo vas con tu lectura?

–Tenías razón, es la parte más interesante del libro.

–Y el final es totalmente inesperado.

–Lástima que no he avanzado tanto. Me quedé dormida.

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–¿Dormida? ¡Yo casi no pude dormir en dos noches con este

libro en mis manos y tú has dormido como un ángel! Me

alegro, así podré disfrutar más contigo.

Lizzie sonrió y Darcy continuó la lectura en voz alta mientras

ella lo escuchaba, hasta que el Sr. Churchill los fue a buscar

para avisarles que los Sres. Donohue estaban arribando. Los

señores de la casa se encaminaron a recibirlos, Darcy

abrazó cariñosamente a su hermana, pasaron al salón

principal donde les ofrecieron asiento y Lizzie sirvió el té.

–Georgiana, ¡qué gusto que estés tan bien!

–A mí me llena de alegría verte feliz, Lizzie –afirmó

Georgiana con satisfacción–. Sin embargo, has adelgazado,

¿te encuentras bien?

–Sí, gracias.

–La Sra. Darcy ha estado comiendo menos últimamente –

señaló Darcy.

–Lizzie, regularmente comes poco y ahora menos, ¿quieres

desaparecer de la faz de la tierra? –inquirió Georgiana.

–No –contestó riendo–, sólo que he tenido poco apetito.

–Espero que tu avidez mejore esta noche –anheló Darcy–. Y

dime, Georgiana, ¿cómo te has sentido en tu nueva casa?

–Prodigiosamente bien. Al principio me sentía extraña, sobre

todo cuando Donohue tenía que ausentarse por más tiempo

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que el habitual, por atender a un paciente; pero es algo a lo

que me tengo que acoplar.

–“La esposa de un doctor debe ser una persona llena de

amor, comprensión y generosidad hacia su esposo y sus

pacientes” –recitaron en coro Lizzie y Georgiana, causando

asombro en los caballeros.

–Son palabras que Lizzie me dijo hace años, que me ha

repetido de acuerdo a las circunstancias y que renuevo cada

vez que Patrick llega tarde por las noches –explicó

Georgiana.

–Procuro que sea lo menos posible y trato de compensar ese

tiempo en otros momentos –aclaró Donohue.

–Es cierto y te lo agradezco mucho.

–¿Y qué haces cuando pasa la noche fuera, atendiendo a un

paciente? –indagó Lizzie, recalcando la última parte.

–Gracias a Dios no ha sucedido todavía, pero ¡qué

preocupación!

–Sucederá sólo si es indispensable, Georgiana, y yo te

avisaré en caso necesario para que no te cause desvelo –

señaló Donohue con cariño.

–¿Y qué haces en tu casa tanto tiempo, además de las

labores propias del hogar? –inquirió Lizzie.

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–Espero que no hayas intentado halagar a tu marido en la

cocina, como alguna vez quisiste hacerlo conmigo –espetó

Darcy con cariño.

–Pese a lo que dice mi hermano, algún día aprenderé a

cocinar –aseguró Georgiana.

–La Sra. Donohue ha encontrado excelentes maneras de

halagarme –afirmó Donohue.

Tras un breve silencio en donde se intercambiaron las

miradas, Georgiana continuó:

–Hice algunos cambios en el menú que han tenido mucho

éxito. También me he dedicado a conocer a cada persona

que está a mi cargo y las funciones que desempeñan en la

casa, a corregir y supervisar su trabajo. También pedí hacer

algunas innovaciones en el jardín. Pusimos más flores y

macetas para adornar donde hacía falta.

–Hiciste lo mismo que yo cuando entré en Pemberley –indicó

Lizzie.

–Excepto platicar y reírme con la hermana de mi marido –

aclaró Georgiana.

–Sí, esa parte me encantaba –recordó sonriendo.

–Y ahora, además de supervisar y de hacer las labores

propias del ama de casa, en mi tiempo libre estoy gran parte

del día en mi sala privada, tocando el piano, el arpa y

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leyendo mis libros. La Sra. Gardiner a veces me visita, la

recibo con mucho cariño y hemos salido a pasear al Hyde

Park cuando la mañana está muy agradable. He pensado

volver a pintar algunas mesas; he visto varios sitios donde

quedarían muy bien.

–Me parece excelente que vuelvas a pintar –afirmó Donohue.

Darcy observaba a su hermana y a su esposo con atención,

complacido de verlos felices.

–Yo tengo una gran ventaja –glosó Lizzie–. Mi marido realiza

gran parte de su trabajo en su despacho, por lo que si quiero

ir a verlo sólo toco la puerta.

–Casi nunca lo has hecho –expresó Darcy.

–Es cierto. No me gusta interrumpirte, aunque es un

consuelo saber que estás muy cerca y disponible en caso

necesario. O a veces salgo al jardín a caminar y te veo por la

ventana.

–Si alguna vez quieres visitarme en mi despacho mientras

trabajo, estaré embelesado de disfrutar tu compañía –afirmó

sonriendo.

Lizzie sonrió satisfecha de oír esas palabras.

–Algún día, Georgiana, mi consultorio estará en nuestra casa

y podrás ir a saludarme cuando quieras.

Georgiana sonrió complacida.

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–Y ¿cómo van los pacientes? –preguntó Darcy a Donohue.

–Cada vez atiendo a más pacientes. El Dr. Robinson está

muy satisfecho porque la mayoría de los que he recibido de

unos meses para acá son nuevos, han regresado

complacidos de la atención que se les ha dado y ellos

mismos nos han recomendado con sus amistades. Sin duda,

cada día hay más trabajo, pero cuidamos de darle el tiempo

que necesita a cada persona.

–Me ha tocado pasar por el consultorio y espero un rato,

afuera, observando a la gente que entra y sale

constantemente, ya sea para consulta o para comprar algún

medicamento –explicó Georgiana.

–¿Has ido al consultorio en Harley? –indagó Donohue.

–Sí, en varias ocasiones, cuando salgo de la casa. Y,

ciertamente abrigo la esperanza de verte pasar, aunque sea

por la ventana.

–Me encantaría que algún día me sorprendieras con tu visita.

El Sr. Smith interrumpió la conversación para anunciar a los

Sres. Gardiner, todos se pusieron de pie y Lizzie se adelantó

para recibir a sus tíos, los abrazó y les ofreció té mientras

tomaban asiento.

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–Es un placer volver a verlos, Lizzie –afirmó el Sr. Gardiner–.

Ya me platicó la Sra. Gardiner de lo estupendo que estuvo su

viaje.

–Hace poco también estuvimos en Oxford y en Bristol. El Sr.

Darcy tenía asuntos de negocios que atender –comentó

Lizzie.

–Y ¿vieron a los Sres. Windsor? –preguntó Georgiana.

–Sí, les mandan muchos saludos –contestó Darcy.

–Desde la boda no veo a la Srita. Sandra, ¿cómo está?

–Bien, nos estuvo platicando que bailó en la boda con el Dr.

Black –comentó Lizzie.

–Sí, los vimos explayados. Le escribiré en la semana.

–Georgiana, si quieres puedes invitarla a pasar una

temporada a la casa –propuso Donohue.

–¡Oh!, muchas gracias.

–¿Cómo está el nuevo sobrino, Lizzie? –indagó la Sra.

Gardiner.

–Muy bien gracias tía, y Jane se encuentra mejor.

–Y tu madre y tus hermanas, pensé que estarían de visita.

–Aún no han regresado de su paseo. Seguramente ya no

han de tardar. Si hay algo que no perdona la Sra. Bennet es

iniciar tarde la cena.

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–¿Para eso sí es muy estricta en sus horarios? –ironizó

Darcy.

–Eso espero –afirmó Lizzie riendo–, aunque por lo pronto ya

está retrasada.

–No te preocupes, podremos esperarlas –dijo el Sr.

Gardiner–. Conozco bien a mi hermana y cuando se trata de

un paseo en Londres, se olvida del reloj.

–Tal vez podrías regalarle un reloj en la siguiente navidad,

Lizzie –expuso Darcy.

–Sólo las esperaremos un tiempo prudente –aclaró la señora

de la casa.

–¿Cómo va la florería? –preguntó Georgiana a su cuñada.

–Muy bien, la Srita. Reynolds ha resultado excelente

vendedora y el Sr. Weston tiene mucha iniciativa para

aprovechar mejor el espacio del invernadero y cultivar otro

tipo de plantas de ornamento y me han informado por carta

que los clientes están satisfechos del servicio y nos han

recomendado con otros establecimientos a los que

empezaremos a surtirles pronto.

–Me comentaron algunos caballeros que a partir de la boda

de Georgiana han visitado con mayor frecuencia la florería,

ya que las damas quedaron fascinadas con los arreglos con

los que ataviaron la fiesta –explicó Darcy.

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–Es maravilloso ver cómo Lizzie puede hacer con unas

cuantas flores y hojas una obra de arte –indicó Georgiana.

Lizzie sonrió.

–Y ¿cómo van los negocios, Sr. Darcy? –indagó el Sr.

Gardiner.

–Por fortuna han crecido considerablemente: la explotación

de las minas de carbón y de hierro están en su apogeo y la

industria textil ha aumentado la producción.

–¿Y la fábrica de porcelana? –preguntó Georgiana.

–Pronto expandiremos las ventas a otras ciudades además

de Derbyshire y Londres. En Oxford están muy interesados

en abrir una tienda y en Bristol de exportar a Irlanda y más

adelante a América.

–¡Vaya, hermano! Tu sueño se está haciendo realidad.

–Ver crecer los negocios de la familia Darcy de esta manera,

especialmente el de la porcelana, me llena de satisfacción.

Estuvieron haciendo tiempo un rato más y, mientras las

manecillas del reloj avanzaban, aumentaba la preocupación

en Lizzie, aunque trataba de disimular y continuar con la

conversación que llevaba con sus invitados, hasta que les

indicó que podían pasar a la mesa. Darcy se acercó a ella

para ofrecerle el brazo y le susurró al oído:

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–Lizzie, no te preocupes, ya se presentará tu madre. No ha

sido la primera vez que llega tarde.

–Eso es lo que más me preocupa –explicó con agobio.

Darcy, acariciando su rostro, la besó en la frente y la condujo

hasta el comedor.

Iniciaron la cena con tres lugares vacíos y, aunque la

conversación era muy amena por parte de todos, Lizzie no

prestó atención y apenas probó bocado. A la mitad de la

cena el Sr. Churchill anunció que la Sra. Bennet y las Sritas.

Bennet habían llegado. Lizzie suspiró profundamente y

todos se pusieron de pie para recibirlas y saludarlas. La Sra.

Bennet y Kitty se veían encantadas y Mary reflejaba fastidio

en su rostro. Todos tomaron asiento nuevamente y la Sra.

Bennet dijo:

–Disculpen que nos hayamos retrasado. Se nos fue el

tiempo.

–Ni siquiera el hambre te hizo volver a una hora conveniente

–señaló Lizzie molesta.

El mayordomo acercó el platillo de rosbif para que la Sra.

Bennet se sirviera, ella se negó y agradeció su gentileza,

igualmente Kitty y Mary.

–Los caballeros fueron muy amables con nosotras, nos

invitaron a cenar en el Piazza y nos sirvieron un exquisito

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mousse de salmón –explicó la Sra. Bennet–. Dr. Donohue,

¡qué gusto verlo! La Sra. Donohue se ve muy bien.

–Gracias, Sra. Bennet –indicó Donohue.

–Y ¿con quiénes estuvieron? –preguntó la Sra. Gardiner.

–¡Con la mejor compañía! –exclamó Kitty viendo a su madre.

–El Sr. Philip Windsor nos presentó a unas amistades, el Sr.

Harville y el Sr. Laurent. Seguramente el Dr. Donohue los

conoce, son de muy buenas familias –contestó la Sra.

Bennet.

–No, Sra. Bennet, no tengo el gusto –repuso Donohue.

–Y mañana los veremos una vez más.

–¿También en el Hyde Park? –indagó Lizzie.

La Sra. Bennet asintió.

–Y ¿a qué se dedican estos caballeros?

–Son abogados, como el Sr. Windsor –indicó la Sra. Bennet

con rapidez.

–Y, como abogados ¿se pueden tomar dos días seguidos,

siendo laborables, así de fácil e invitarlas a cenar a un lugar

tan exclusivo?

–Eso demuestra que están muy interesados.

–O son muy ricos, disculpando el comentario –aludió Kitty

refiriéndose a Darcy, quien la observó con su habitual

altanería.

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–Y fueron muy atentos y muy agradables en su conversación

–aclaró la Sra. Bennet.

–Y ¿también apuestos? –ironizó Lizzie.

–Sí, un poco –respondió Kitty–, aunque no como los que

estamos acostumbradas a ver en esta mesa –apuntó viendo

a Darcy y a Donohue.

–Dr. Donohue, ¿cómo se encuentra su familia en Cardiff? –

inquirió la Sra. Bennet–. En la boda tuve oportunidad de

platicar con su madre, es una mujer encantadora.

–Se encuentra bien de salud, gracias Sra. Bennet.

–Y ¿cómo está su hermano Robert? –curioseó Kitty.

–Muy bien, gracias, Srita. Kitty.

–¿Él viene seguido a Londres?

–No, atiende el negocio en Cardiff seis días a la semana,

sólo descansa los domingos.

–Ellos sí trabajan en días laborables –aseveró Lizzie con

desdén.

–¿Como el Sr. Darcy? –cuestionó Kitty.

Todos guardaron silencio ante la temeridad de Kitty.

–Sra. Darcy, cuando conozca al Sr. Harville y al Sr. Laurent

verá que son muy agradables –indicó la Sra. Bennet.

–Podría ser mañana –sugirió Lizzie.

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–¿Mañana? –cuestionó asombrada y luego repuso–. Me

gustaría que los conozca en compañía del Sr. Darcy y,

seguramente estará muy ocupado trabajando estos días;

más teniendo en puerta la presentación en sociedad de su

hermana.

–Entonces, por favor Sra. Bennet, mañana estaremos

encantados de recibirlos para cenar, temprano.

–Yo les haré la invitación, apenas los vea –registró con

vacilación.

–Y el Sr. Darcy ¿estará de acuerdo en que invitemos

también al Sr. Philip Windsor? –investigó Kitty riendo.

–Mi hermano, ¿por qué se opondría? –inquirió Georgiana.

–¡Vaya que la Sra. Georgiana sí está enamorada!

–La Sra. Darcy puede invitar a su casa a quien ella decida,

inclusive a las amistades de sus hermanas –contestó Darcy

ceñudo.

–Hablando de invitados, ¿quiénes vendrán a la presentación

de Georgiana? ¿Algún noble destacado? –curioseó Kitty.

–Destacado y soltero –aclaró Georgiana–, ya confirmó su

asistencia Lord John Russell, sexto duque de Bedford,

amigo de mi hermano.

–¿Es el duque que enviudó hace unos meses?

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–Sí, el que recibió el título hace poco debido al fallecimiento

de su hermano mayor, Francis Russell.

–Dijeron en la Gazette que recibía una renta anual de treinta

mil libras, ¿será cierto? –comentó la Sra. Gardiner.

–¿Treinta mil libras anuales? –preguntaron al unísono Kitty y

la Sra. Bennet.

–¡Imagínate, más que el Sr. Darcy! ¿Es guapo? –curioseó

Kitty.

–¿Acaso eso te importaría? –inquirió Lizzie descortésmente.

–Mencionaron también que tiene tres hijos pequeños –

declaró la Sra. Gardiner.

–¡No importa! Kitty, Mary, me alegro de que trajeran su mejor

vestido; necesitan causar una excelente impresión –indicó la

Sra. Bennet.

–Mamá, recuerda que los caballeros de la nobleza requieren

permiso de la corte para contraer matrimonio y que sólo

cortejan a damas de sus círculos sociales –dilucidó Mary.

–Sí, ya lo sé. No obstante, también ha habido sus

excepciones, como Sir John Spencer, primer conde Spencer

y vizconde de Althorp, quien se casó con Lady Margaret

Georgiana Poyntz en 1755, y ella no era de la nobleza –

comentó la Sra. Bennet.

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–Ellos se casaron por amor, a escondidas –aclaró

Georgiana–. Lady Margaret era amiga de mi madre y por su

estrecha amistad yo llevo su nombre. También ellos, así

como su hija, lady Georgiana Cavendish, confirmaron su

asistencia.

–¿La duquesa de Devonshire? –indagó la Sra. Bennet

sorprendida–. ¡Siempre he querido conocerla! ¿Cómo se

hará esos peinados tan maravillosos?

–¿Vendrá el duque de Devonshire en compañía de su

amante? Dicen que los tres asisten juntos a los eventos

sociales –curioseó Kitty.

–¡Kitty!, ¡tendrás que comportarte en la cena! Y lo mismo

digo para ti, mamá. No queremos ser impertinentes con los

invitados –señaló Lizzie con agresividad.

Todos guardaron silencio y observaron a su anfitriona,

sorprendidos por su actitud beligerante, aunque tuviera

razones de sobra para reaccionar así no era habitual en ella.

–Entonces el viernes estaremos rodeados de los círculos

más importantes de la nobleza inglesa –afirmó el Sr.

Gardiner, suavizando la tensión en el ambiente–. Entiendo

que los Cavendish y los Spencer son los pilares del partido

whig en el Parlamento de Londres.

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–Afortunadamente en la cena no hablaremos de política, de

lo contrario podría peligrar nuestra amistad de tantos años –

comentó Darcy ya que él era partidario de los tory.

–Si la familia de la duquesa de Devonshire es amiga de la

familia Darcy desde hace tantos años, ¿por qué no asistieron

a la boda de Georgiana? –indagó Kitty.

–Lady Margaret estuvo delicada de salud y su hija se

disculpó por tener un compromiso de suma importancia con

el rey –respondió Georgiana.

Cuando concluyó la cena, Lizzie invitó a las damas a tomar

el té en el salón principal y los caballeros permanecieron en

el comedor disfrutando de una copa de oporto y de una

acalorada conversación sobre política. Más tarde, Georgiana

tocó unas piezas en el piano, lo que tranquilizó a Lizzie del

disgusto que sentía por lo sucedido con su madre. Cuando

Georgiana terminó su participación, los invitados se

marcharon y, mientras los anfitriones los acompañaban a sus

carruajes, la Sra. Bennet, Kitty y Mary desaparecieron, como

si hubieran querido evitar cualquier observación de Lizzie.

Darcy, antes de entrar a su alcoba, le pidió a su mujer que

cerrara los ojos. Ella, extrañada, lo hizo y Darcy abrió la

puerta, la condujo hasta el lugar indicado donde, al abrir los

ojos, se sorprendió enormemente y agradeció con un efusivo

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abrazo la sorpresa que le tenía preparada. Era un retrato del

Sr. Bennet que el pintor había copiado en Londres.

–Y ¿cuándo le pediste que lo hiciera si estuvimos mucho

tiempo fuera? –preguntó Lizzie tomando sus manos con

cariño.

–Desde que le solicité los retratos de mis padres para

Georgiana, gracias a tu sugerencia.

–¿Desde entonces? –murmuró en tanto miraba la pintura.

–Aunque apenas hoy lo recibí.

–Sigues robándome sonrisas… –afirmó con una expresión

seductora, hechizando a su marido con la mirada.

–Y ahora quiero robarte un beso.

Darcy la ciñó por la cintura y acercó sus labios a los de su

amada, quien empezó a sentir los enérgicos latidos de su

corazón y que su cabeza daba vueltas sin parar, percibiendo

un cosquilleo en todo su cuerpo al empezar a hervirle la

sangre. Lizzie se colgó de su cuello sintiendo sus rodillas

desfallecidas y percibió el calor que su marido emanaba y

que la abrasaría en cualquier momento y murmuró, inmersa

en el torbellino de la pasión, mientras él tomaba respiro y

continuaba besando su cuello y percibiendo su pulso

desbocado:

–Eres maravilloso, me encanta cómo me besas.

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–¿Sólo que te bese?

–Tú sabes que es parte de todo.

–Debes saber que todo lo que sé al respecto tú me lo has

enseñado –aclaró, incorporándose y viéndola con sus ojos

brillantes.

Lizzie sonrió, miró el cuadro que tenían junto y comentó:

–Creo que le pediré al Sr. Churchill que lo cambie de lugar.

–¿Por qué?

–No sé si pueda sintiendo que alguien nos observa –indicó,

al recordar las palabras que Darcy enunció cuando le

obsequió un retrato suyo que estaba colocado en esa misma

habitación.

–Pensé que eso no te incomodaba.

–No es lo mismo sentir tu mirada que la mirada de mi padre.

Darcy se rió divertido.

–¿Y dónde lo pondrás?

–Tal vez lo lleve a Pemberley para ponerlo en mi sala

privada, junto a tu retrato.

–Me parece una excelente idea. ¿Me permite robarle otro,

Sra. Darcy? –indagó él mientras apagaba con su mano la

vela que alumbraba la recámara.

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CAPÍTULO V

Al día siguiente Darcy fue a cabalgar y a su regreso Mary

estaba en el salón principal; al escuchar la puerta se acercó

al pasillo y lo saludó:

–Sr. Darcy.

–Srita. Mary.

–¿Lizzie todavía no ha bajado?

–Acostumbra bajar a esta hora. ¿Quiere que la vaya a

buscar?

–Se lo agradecería mucho.

–¡Mary! –gritó la Sra. Bennet mientras bajaba los peldaños–.

Sr. Darcy, usted siempre tan madrugador.

–Disculpe –indicó Mary acercándose a su madre para decirle

algo.

Darcy prosiguió su camino hacia su recámara para buscar a

su mujer.

–Veo que sigues con el libro; así estaba yo cuando lo leí, no

podía soltarlo –explicó Darcy al entrar a su alcoba.

Lizzie sonrió, cerró el libro y se puso de pie.

–Aunque el libro esté muy apasionante, siempre preferiré

disfrutar de la compañía de mi esposo.

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Darcy se acercó sonriendo, tomó sus manos y la besó en la

frente.

–Seguramente hoy podrás terminar el libro. Parece que tu

madre tiene prisa de irse a su cita. Ya está lista, con Mary.

–¿Ya está abajo? Es muy temprano para ella.

–Mary preguntó por ti.

Lizzie suspiró.

–Espero que hoy sí pueda hablar con ella. Si mi madre no

me deja, tendré que robármela por un rato.

–Y yo ¿me puedo robar a la Sra. Darcy mañana?

Lizzie sonrió.

–Me gustaría llevarte a pasear, solos –continuó Darcy.

–Y ¿ya acabaste tus ocupaciones de la semana?

–Hoy tendré una cita y luego estaré libre hasta el viernes por

la noche.

–Entonces tendré que hablar pronto con Mary, antes de tu

cita, para estar desocupada a tu regreso. Tengo que ver todo

lo de la cena de hoy con la Sra. Churchill y revisar si se

ofrece algo para el viernes. Tal vez antes de la cena

podamos acabar el libro y mañana iremos a donde tú

quieras.

–Será un placer.

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Momentos más tarde, los Sres. Darcy descendían las

escaleras rumbo al salón principal donde ya se encontraban

la Sra. Bennet y Mary. Lizzie las saludó en tanto la Sra.

Churchill se acercaba a buscarla con alguna

correspondencia. Kitty se aproximó y, mientras saludaba a

los presentes, Lizzie abrió la carta y la leyó en voz baja.

“Lizzie: Necesito hablar urgentemente contigo, pero nadie

debe saberlo y menos mi madre; es muy importante. Nos

vemos al concluir el desayuno atrás del quiosco, allí no irá a

buscarme. Yo me disculparé unos minutos antes de finalizar

el almuerzo diciendo que me siento indispuesta y, si tú te

quedas sentada, a ella no le importará. Cuando todos se

retiren entonces podrás alcanzarme sin levantar sospechas.

Mary”.

Lizzie, al terminar de leerla, la guardó con cautela en el bolso

de su fresco y elegante vestido de batista e invitó a todos a

pasar al comedor. Durante el almuerzo, la Sra. Bennet

elucidó que los caballeros recién conocidos habían sido

excepcionalmente atentos y enumeró las cualidades que ella

les observó mientras platicaban. Cuando Mary fingió algún

malestar y se disculpó, la Sra. Bennet continuó hablando

maravillas de sus acompañantes y Lizzie escuchó hasta que

terminó el desayuno. Darcy se marchó al despacho con

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Fitzwilliam que acababa de llegar y la Sra. Bennet y Kitty se

fueron a alistar para su paseo. Lizzie, apresurada, fue a

alcanzar a Mary en el lugar indicado antes de que su madre

se diera cuenta de su ausencia.

Darcy seguía trabajando con Fitzwilliam en el estudio

cuando Lizzie tocó a la puerta y entró. Los señores se

pusieron de pie y ella, con el rostro lleno de preocupación y

la voz entrecortada, le solicitó a su marido, quien la miraba

consternado:

–Necesito hablar contigo.

–Esperaré en el salón principal, con su permiso –señaló

Fitzwilliam retirándose prontamente.

Darcy se acercó a Lizzie y ella, con notable nerviosismo,

informó:

–Mary habló conmigo.

Lizzie, rompiendo en sollozos, continuó:

–Me dijo que mi madre recibió al Sr. Hayes en Longbourn y

que… varias veces los encontró en una situación muy

comprometedora… Y una noche, so pretexto de la torrencial

lluvia, se quedó en la casa sin comentárselo a mis hermanas

y… sabrá Dios si…

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Darcy se quedó suspenso viendo a su mujer, quien prosiguió

después de recuperar el aliento:

–Desde que llegaron a Londres se han visto otra vez y ha

tenido el descaro de presentarles unos amigos a mis

hermanas para que ellos puedan platicar. Por eso mi madre

no quería que yo fuera con ellas e inventó lo del Sr. Philip

Windsor.

–¿Eso fue mentira?

–En parte, lo vieron el día que llegaron en el parque,

mientras estaba mi madre con el Sr. Hayes y luego usó su

nombre como coartada. Mi madre les exigió a mis hermanas

que no me dijeran lo que sucedía y Mary aceptó

acompañarlas para evitar que hicieran una locura.

–¿Le dijiste algo a Mary?

–Sólo que se fuera a su alcoba, se fingiera enferma y se

rehusara por completo a acompañarla, a ver si así mi madre

se queda en la casa, o por lo menos me diera tiempo de

hablar contigo. Mary quería decirme todo desde la última

vez que estuvo en Starkholmes, cuando estábamos de viaje.

Me siento tan culpable por no haber estado en Pemberley

para escucharla.

–No, no.

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–Le dije que si me hubiera escrito alguna carta, nosotros

habríamos regresado de inmediato. Tal vez habríamos

podido evitar que esto avanzara.

Darcy la tomó de sus brazos y le dijo:

–No te sientas culpable. Tu madre ya no es una niña, sabe

perfectamente lo que hace y sus consecuencias. Además, tú

le advertiste muy a tiempo del peligro que corría al mantener

una relación con ese hombre al que nadie conoce y no quiso

escucharte, por lo visto.

–Seguramente cuando hable con mi madre no me

escuchará o hará su voluntad. En realidad, no sé si podré

enfrentarla otra vez. Me siento tan avergonzada y tan

decepcionada.

–Lizzie, sólo dame unos días. Le pediré a Fitzwilliam que

investigue al Sr. Hayes para saber qué intenciones tiene y

después hablaremos con tu madre. Encontraremos la mejor

solución.

–El problema es que ella la acepte. Y yo no sé si, a pesar de

que Mary se quede en casa, ella insista en ir a la cita con

Kitty y lo vuelva a ver. ¿Qué le voy a decir entonces para que

no se vaya?

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–Vamos, Lizzie, no te desanimes –explicó al tiempo que la

abrazaba–. Primero tienes que tranquilizarte y, si es

necesario, yo seré quien hable con ella.

Minutos más tarde, Darcy salió de su despacho y se dirigió al

salón principal donde aguardaba Fitzwilliam. Le pidió que

urgentemente investigara todo sobre el Sr. Hayes y sus

amigos, le indicó que al parecer era conocido de Wickham y

que habían estado frecuentando a la Sra. Bennet y a Kitty;

evitó decirle los detalles embarazosos y le solicitó

encarecidamente que le trajera la información cuando la

tuviera, no importaba la hora. Cuando Fitzwilliam se marchó,

Darcy fue con la Sra. Churchill para que indagara qué había

sucedido con las Bennet; le pidió absoluta discreción y que

entrara a la alcoba con cualquier excusa. La Sra. Churchill se

dirigió a cumplir el encargo del Sr. Darcy mientras él regresó

con su esposa, quien permanecía en su despacho todavía

muy afectada por la noticia. Darcy trató nuevamente de

tranquilizarla pero Lizzie sólo pensaba en el posible desdoro

de su madre, las repercusiones que esto conllevaría y que

también afectarían a Kitty que, por desgracia, estaba

siguiendo el mal ejemplo de su madre. No podía evitar

pensar en la memoria de su padre sintiendo que lo había

defraudado, la decepción hacia su madre a quien siempre le

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había guardado respeto a pesar de su perenne

distanciamiento, la preocupación por el futuro de sus

hermanas si esto se convertía en un escándalo y le

abrumaba la vergüenza ante Darcy por todo lo que estaba

sucediendo con su familia.

La Sra. Churchill tocó a la puerta y Darcy fue a atender.

Después de unos momentos, él volvió a entrar con el

semblante turbado. Lizzie enjugó su rostro con un pañuelo y

al verlo, le preguntó:

–¿Ya se fueron?

–No, parece que tu madre no se sintió bien y mandaron

llamar al Dr. Donohue.

–¿Mi madre?, ¿qué pasó? –investigó poniéndose de pie.

–Tuvo un desmayo.

Lizzie, pensando lo peor, se sentó nuevamente en el sillón y

Darcy junto a ella, tomándole la mano.

–Le pedí a la Sra. Churchill que fuera otra vez a ver si

necesitan algo y me avisará cuando llegue el Dr. Donohue.

–¿Qué va a suceder si mi madre está…? –inquirió

angustiada, sin poder concluir.

–No lo sé, eso complicaría las cosas. Seguramente tendrían

que casarse; pero hasta no saber el diagnóstico no debemos

adelantarnos.

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Ella respiró agitada y recargó su cabeza en el respaldo del

sillón, cerrando sus ojos.

–Lizzie, ¿te sientes bien? –preguntó viendo a su mujer muy

pálida.

–Han sido muchas emociones, ya pasará.

–Además, tu apetito no ha mejorado.

Darcy se puso de pie, sirvió un poco de vino y le ayudó a

bebérselo.

–Le diré a Donohue que te revise.

–No.

–Entonces le pediré al Dr. Robinson –sugirió, sabiendo que

no le gustaba que su hermano la atendiera como médico.

–No, no es necesario. Tu cita… tienes que ir.

–Sí, todavía tengo tiempo. Quiero ver primero lo de tu madre

y asegurarme de que tú estés tranquila; de lo contrario, la

cambiaré para otro día.

Lizzie recostó la cabeza en el regazo de su marido, quien la

acarició por un rato hasta que ella se sintió mejor. Salieron

del despacho rumbo a la habitación de Mary donde estaba la

Sra. Bennet; la Sra. Churchill bajaba las escaleras para

avisar al Sr. Darcy que el Dr. Donohue ya estaba revisando a

la Sra. Bennet. Al llegar a la puerta, esperaron unos minutos

con Mary.

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–¿Qué sucedió con mi madre? –inquirió Lizzie.

–¡Por mi culpa le dio un ataque de nervios! –exclamó

saturada de angustia–. Cuando llegué a la recámara, mi

madre ya estaba esperándome, discutimos y ella se

exacerbó conmigo, luego se empezó a sentir mal y perdió el

conocimiento.

–¿Dónde está Kitty?

–En su recámara, se fue furiosa porque ya no podrán ir al

paseo.

El Dr. Donohue salió de la habitación y, después de saludar

a los Sres. Darcy, Lizzie le preguntó por su madre y él

respondió:

–La Sra. Bennet tiene una severa infección estomacal. Ya le

he dado la medicina y le pedí que guarde reposo por lo

menos dos o tres días, según se vaya recuperando. Le haré

unos análisis de todas maneras para estar seguros que sólo

sea eso.

–¿Qué más podría ser? –indagó alarmada.

–Nada grave, no tiene de qué preocuparse. Son análisis de

rutina que debe practicarse por lo menos una vez al año.

Darcy acompañó al Dr. Donohue a la puerta mientras Lizzie

entraba a ver a su madre con Mary; sintió mucha tristeza al

verla recordando las palabras que le había dicho su

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hermana, pero sabía que tenía que dominarse como tantas

veces lo había tenido que hacer en el pasado y simular

tranquilidad. Darcy regresó a la habitación y tocó a la puerta,

Lizzie fue a abrir y salió al pasillo.

–¿Cómo está tu madre? –preguntó Darcy tomando sus

manos.

–Seguramente se siente muy mal. No ha pronunciado

palabra desde que entré.

–Por lo menos esto nos dará tiempo para tener la

información que le pedí a Fitzwilliam y no verá al Sr. Hayes.

–¿Te dijo algo más el Dr. Donohue?

–No, sólo que regresará mañana a revisarla.

–Y los análisis ¿los traerá mañana?

–No lo sé… ¿sigues preocupada por esa posibilidad?

Ella asintió, bajando su mirada.

–No te inquietes, el Dr. Donohue me habría dicho algo –

explicó Darcy para tranquilizarla, levantando delicadamente

su rostro.

–¿Y si se quiere asegurar antes de decirnos? Mi madre es

viuda y dar ese diagnóstico implicaría deshonrarla.

–Lizzie, por el momento sólo nos queda esperar; pero

recuerda que no importa lo que suceda, yo estaré a tu lado

para enfrentarlo.

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Darcy permaneció un rato más con su esposa en su

habitación hasta cerciorarse de que estaría serena, ya que la

sentía inusualmente insegura. Luego pasó unos momentos al

despacho para recoger unos documentos y marcharse a su

cita. Lizzie regresó al lado de su madre, con Mary y Kitty que

la acompañaban. Kitty habló casi todo el tiempo de la cita

que habían perdido y de lo aburrida que se sentía, también le

reclamó a su madre que hubiera comido tanto mousse de

salmón, comentarios que nadie escuchó ya que Lizzie y Mary

estuvieron en silencio hasta que se fastidió y se retiró.

Después de un rato, la Sra. Churchill tocó a la puerta y le

avisó a su ama que el Sr. Darcy ya se aproximaba a la casa.

Lizzie bajó a recibirlo y le preguntó:

–¿Ya tienes noticias de Fitzwilliam?

–No, pero me traerá la información en cuanto la tenga.

¿Cómo está tu madre?

–Mal, aunque ya tomó sus medicinas y ahora está dormida –

indicó aturdida.

–Y tú ¿ya te has sentido bien?

–Sí, gracias.

–Parece que el Dr. Robinson está fuera de la ciudad. Quería

que viniera a revisarte.

Lizzie sonrió levemente y le dijo:

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–Estoy bien, no es necesario un médico.

–Por lo menos pude ver tu sonrisa un momento.

Darcy, sonriendo, le acarició el rostro. Lizzie lo abrazó y él

correspondió con cariño.

La cena fue muy peculiar: Darcy, Lizzie y Mary

permanecieron en silencio y únicamente se escuchó la voz

de Kitty, quien hablaba prolijamente mostrando todo su

enfado. Los demás tenían puestos sus pensamientos en la

misma persona: la Sra. Bennet. Después de la cena, Lizzie

estuvo un momento con su madre para asegurarse de que

estuviera bien y luego se retiró a su alcoba. Darcy ofreció

continuar con la lectura del libro y ella aceptó, a pesar de que

no puso atención a la historia, el sonido de la voz de su

esposo le ayudó a conciliar el sueño con mayor serenidad.

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CAPÍTULO VI

A la mañana siguiente, Lizzie se levantó un poco más tarde

que de costumbre y Darcy ya se había ido a montar. Ella se

arregló y al ver que su marido no regresaba a la misma hora

bajó a buscarlo, el Sr. Churchill le informó que cuando se

disponía a salir a cabalgar llegó el coronel Fitzwilliam a

buscarlo y que se había ido con él. Lizzie se quedó pensativa

y fue a ver a su madre. La Sra. Bennet había amanecido

mejor, estaba más animada aunque su semblante se veía

depreciado. La acompañó a desayunar con Mary y luego el

Sr. Churchill tocó a la puerta para anunciar que el Dr.

Donohue había llegado y venía en compañía de su esposa.

Lizzie salió a recibirlos y el doctor pasó a la alcoba mientras

Mary, Lizzie y Georgiana bajaron al salón principal donde

estaba Kitty. Darcy no había regresado y ya pasaba la hora

del desayuno, entonces la señora de la casa les indicó que

podían pasar al comedor mientras Georgiana las

acompañaba. Cuando terminaron el almuerzo, las damas

salieron en tanto Darcy llegaba y el médico descendía por

las escaleras. Los caballeros se encontraron y Donohue le

solicitó hablar con él. Darcy saludó a las señoras con una

leve inclinación y se retiró a su despacho, dejando a su mujer

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más preocupada con la incertidumbre que vivía. Lizzie

esperó pacientemente en el salón principal con Georgiana y

Kitty mientras Mary regresaba con su madre.

Después de un rato, se escuchó que la puerta del despacho

se abría, así como las voces varoniles que comentaban

algún asunto. Lizzie rápidamente se puso de pie y se acercó

al pasillo, esperando poder hablar con su marido. Los

señores se aproximaron y Donohue pasó al salón principal

para buscar a Georgiana, puesto que ya se retiraban. Los

Sres. Donohue se despidieron y ella le dijo a Lizzie:

–Hermana, deja de preocuparte por tu madre y preocúpate

por ti, apenas si comiste algo en el desayuno. Seguramente

la Sra. Bennet pronto estará sana otra vez, está en

excelentes manos.

Los Sres. Darcy acompañaron a los Sres. Donohue a su

carruaje y, cuando éste se alejaba, él la invitó a dar un paseo

reflejando gravedad en su mirada. Lizzie, apoyada en el

brazo de su marido, sentía que a cada paso que daba se le

cimbraban las piernas y el dolor en el estómago, producto de

la preocupación, se hacía más intenso. Cuando llegaron al

quiosco, Darcy inició:

–El coronel Fitzwilliam vino hoy muy temprano, con la

información que le pedí.

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–¿Qué te dijo? –preguntó apresurada.

–El Sr. Hayes está casado desde hace veinte años y…

Lizzie, estupefacta, tomó asiento en la banca y continuó

escuchando.

–… abandonó a su esposa y a sus dos hijos hace diez, aquí,

en Londres.

Darcy se sentó a su lado y prosiguió:

–En la mañana fui con Fitzwilliam a verlos a East End. No se

ha hecho responsable desde entonces y viven en una

situación muy precaria, en los barrios más pobres de la

ciudad. Ha tenido dos mujeres más y parece que también

tiene deudas de juego que superan las cinco mil libras y

varias denuncias pendientes. Actualmente está sin trabajo y

lleva buscando alguno desde hace dos años. Lo despidieron

por ser cómplice en un fraude, aunque no hubo denuncia y

con ese antecedente se le han cerrado las puertas, al menos

en su profesión. El Sr. Harville es soltero, al igual que el Sr.

Laurent, aunque este último tiene una amante y visita con

frecuencia los prostíbulos, ambos tienen antecedentes

penales por fraude y extorsión. Los tres son amigos de

Wickham e indudablemente quieren sacar provecho de la

relación entre las familias Bennet y Darcy.

–Y Donohue ¿qué te dijo?

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–Afortunadamente no tenemos de qué preocuparnos por ese

lado. Esa posibilidad ya está descartada.

Lizzie respiró hondamente y preguntó:

–¿Qué vamos a hacer?

–Tendremos que hablar con tu madre y decirle toda la

verdad para que se convenza de que no debe volver a verlo.

–¿Y si no me escucha?

–Si quieres yo puedo acompañarte. A mí, tendrá que

escucharme.

Después de unos minutos, los Sres. Darcy emprendieron el

regreso a casa, rumbo a la habitación donde se encontraba

la Sra. Bennet. Lizzie entró para ver cómo estaba su madre y

ella, animada, le dijo:

–Sra. Darcy, el Dr. Donohue me ha dicho que mañana ya

podré levantarme. Tal vez pueda salir a la calle, ya me

siento mejor.

–Y ¿por qué tanta prisa de salir si todavía podrías estar débil

por la enfermedad?

–Sra. Darcy, ayer dejamos plantados a los caballeros; eso

fue una grosería de mi parte.

–¡Mamá! –exclamó resuelta–. ¡Necesito hablar contigo con

urgencia y el Sr. Darcy también! Por favor Mary, déjanos

solas.

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–¿El Sr. Darcy? –preguntó acoquinada.

Lizzie abrió la puerta para que saliera Mary y pudiera entrar

su marido, quien permaneció atrás en tanto la Sra. Bennet se

aterró con sólo verlo. Lizzie se acercó a su madre y le dijo

indignada:

–Sabemos que has seguido viendo al Sr. Hayes, en

Longbourn y en el Hyde Park y que, además les ha

presentado a Kitty y a Mary unas amistades nada

recomendables.

–¿Te lo dijo Mary?

–¡Sí! –afirmó alzando la voz–, me dijo cosas vergonzosas

que no voy a repetirte pero que me han decepcionado por

completo. ¿Qué ejemplo estás dando a tus hijas al

comportarte de esa manera?, ¿cómo manchas la memoria

de mi padre al permitir que ese hombre…?

–Lizzie, por favor –interrumpió–, no digas esas cosas

enfrente del Sr. Darcy.

–¡El Sr. Darcy está enterado de todo y venimos muy

preocupados por tu situación!

–¿Vienen a pedirme que me case con el Sr. Hayes? Si él me

lo pide, yo estaré encantada de hacerlo.

–¿Cómo? –inquirió atónita, casi sin aliento.

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–Sí, Lizzie. Si me pide matrimonio hoy mismo, mañana me

caso con él.

–Pero…

–Lizzie, tú misma has dicho muchas veces que casarse por

amor es maravilloso, y yo estoy perdidamente enamorada

del Sr. Hayes. Ha sido tan amable conmigo, me escucha, me

comprende y me hace sentir tan especial, tan feliz, como tú

con el Sr. Darcy. Me dijo que sólo resolverá un problema

que tiene y se casará conmigo.

–¡No sólo tiene un problema!

–Me ha dicho que me ama y desde que lo conozco ya no me

siento sola, aunque no esté con él pienso en todo lo que me

dice y cómo me…

–¡Mamá! –gritó–. ¡El Sr. Hayes no se puede casar contigo ni

hoy ni nunca! Él tiene esposa e hijos...

–¿Cómo?

–Esposa e hijos que abandonó hace diez años y que todavía

existen, aunque él ya no los recuerde; que viven en

condiciones precarias gracias a que su padre no se hace

responsable de ellos desde entonces.

–Él me dijo que su esposa había muerto, seguramente es la

mujer de otro hombre. Es posible que sea de otro Sr. Hayes,

de su hermano por ejemplo.

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–No, Sra. Bennet –adució Darcy con severidad–. Hoy fui a

percatarme de que la identidad del Sr. Hayes que usted

conoce fuera la misma de quien estamos hablando. Me

entrevisté con su esposa y me mostró los documentos que

avalan su matrimonio. El Sr. Hayes no tiene hermanos ni

otros parientes en Londres ni en toda Inglaterra. Pude

corroborar toda la información.

–Y también sabemos que, después de abandonar a su

esposa, ha tenido otras mujeres –afirmó Lizzie.

–¡Pero si él me dijo que estaba enamorado de mí! –aseguró

la Sra. Bennet como un basilisco y, poniéndose de pie, se

sentó en el tocador para peinarse–. Tengo que hablar con él,

seguro tendrá alguna razón, me explicará las cosas, se

podrá arreglar de alguna manera.

–El Sr. Hayes tiene varias razones, mamá. Su

comportamiento ha sido sinuoso porque no tiene dinero ni

trabajo, tiene deudas de juego por una cantidad que ni tú ni

yo hemos visto reunida en toda nuestra vida; además le

gusta engañar a las mujeres como tú para sacar algún

provecho de la fortuna ajena, que ni a tu hija le pertenece. Y

debes agradecer que la noche que pasó en Longbourn no

tuviera consecuencias.

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–¡Lizzie! –gritó sublevada–, ¿así le hablas a tu madre? ¡Qué

falta de respeto es esa!

–¿Y cómo le faltas tú al respeto a tu familia y a tu casa?

–Tiene que haber algún error en todo esto. Tal vez estén

tergiversando ustedes las cosas sólo porque nunca te fue

agradable. ¡Claro! Tú no quieres que sea feliz como tú lo

eres, sólo por la memoria del Sr. Bennet. ¡Ya deja a tu padre

descansar! Si te molesta tanto que yo sea feliz, puedes

olvidarte de que tienes una madre. Tú puedes disfrutar tu

jubilosa vida con el Sr. Darcy y yo viviré la mía sin

molestarte.

–Mamá, no es por eso –dijo, tratando de serenarse–. Sabes

que desde siempre tú y yo hemos tenido muchas diferencias,

pero lo que hacemos es por tu felicidad.

–¿Mi felicidad? Yo ya estoy bastante crecida para saber cuál

es mi felicidad –aclaró enfurecida.

–Entonces escúchanos y también piensa en tus hijas. Los

amigos del Sr. Hayes son personas peligrosas que tienen

antecedentes penales por fraude y extorsión, y además

libertinos, ¡son unos bullangueros! Si no consiguen las cosas

como quieren, pueden llegar a la violencia y hacerles daño.

No son de buenas familias como te dijo el Sr. Hayes. Se ha

acercado a ti con numerosos infundios para seducirte y luego

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conseguir que te cases con él y así solucionar todos sus

problemas. ¿Qué clase de felicidad puedes alcanzar con un

hombre capaz de hacer tales atrocidades? Hoy te habla

bonito y mañana te pedirá las cosas a gritos y tal vez hasta

con golpes, al estilo de Wickham o peor aún.

–Tú siempre departiendo de Wickham como el peor hombre

sobre la tierra y ahora también el Sr. Hayes.

–Tú no sabes cómo son en realidad.

–¿Y tú si los conoces? Apenas has cruzado palabra con el

Sr. Hayes y yo ya llevo meses de tratarlo.

Lizzie, al ver la cara de incredulidad de su madre ante sus

palabras y al mostrarse tan ofendida al escuchar los insultos

de Lizzie hacia el hombre que decía amar, no tuvo más

argumentos que decir y se sentó en la silla, sintiéndose

desarmada, llorando, con la cabeza recargada sobre su

mano. Entonces Darcy, tratando de controlar su ira, se

acercó y le explicó nuevamente las razones y todas las

consecuencias que tendría de continuar con esa relación con

un tono nada amistoso, más bien atemorizante, que sólo

provocó que la Sra. Bennet se bloqueara a escucharlo y

retornara a ver a su hija, sentada a su lado, que sollozaba

con mucha inquietud, como cuando creía haber perdido a su

padre en aquel accidente de caballo que había sucedido

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cuando era sólo una niña, sintiendo como si verdaderamente

estuviera perdiendo a su madre. Darcy, después de varios

minutos de intervenir y al no ver respuesta en la Sra. Bennet,

guardó silencio, esperando alguna réplica. Sólo se

escuchaba el lamento de Lizzie y la Sra. Bennet la tomó de

la mano y le dijo:

–Lizzie, desde que eras niña no te había visto llorar, ni

siquiera por la muerte de tu padre. ¿De veras te preocupa

tanto mi situación?

Lizzie se puso de pie y, tomando fuerzas de lo más recóndito

de su alma, le aseguró impávidamente:

–¡Claro que me preocupa! Y también la de mis hermanas,

inclusive la de Lydia, aunque su vida es justo lo que ha

merecido por su comportamiento. Además, mi padre, a quien

quieres olvidar definitivamente, me encomendó en su lecho

de muerte ver por ustedes y yo sí me tomo muy en serio ese

tipo de encargos. Él se acordó de ti hasta ese momento; pero

veo que a la que más le debería interesar ahora piensa que

no le concierne. Por eso no fuiste feliz con mi padre, él sí te

amaba y siempre te respetó. ¡Te aseguro que con Hayes

serás más infeliz que nunca!

Lizzie se retiró de la habitación, al tiempo que Darcy concluía

encolerizado:

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–Sra. Bennet, si se empeña en seguir viendo al Sr. Hayes,

puede usted olvidarse de su relación con la familia Darcy y

todo su amparo. Dada su situación, le sugiero que lo piense

muy bien.

Darcy igualmente se retiró y alcanzó a su esposa que se

había ido a su alcoba.

La Sra. Bennet se quedó estupefacta y meditabunda en la

habitación durante todo el día, sin querer ver a nadie. En

realidad, nadie quería verla, sólo Kitty que la acompañó unos

momentos por la tarde, pero se fue pronto al ver que estaba

perdida en sus pensamientos: desde la muerte del Sr.

Bennet, ella recibía una pensión espléndida de parte del Sr.

Darcy para su manutención y la de sus hijas y ante la

amenaza de perderla reflexionó profundamente sobre las

palabras que había escuchado esa mañana.

Casi a la hora de cenar, Darcy y Lizzie arribaron a la casa.

Darcy había llevado a su esposa a pasear al St. James´s

Park y a una exposición de pintura que ofrecían en la ciudad,

en un intento por distraerla de la intranquilidad que sentía por

la actitud de su madre. Cuando se aproximaron al salón

principal, la Sra. Bennet descendía por las escaleras. Lizzie

se sorprendió de verla y esperó. Ésta se aproximó a ellos y

les indicó que quería hablarles. Darcy les pidió a las damas

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pasar a su despacho, donde tomaron asiento mientras los

anfitriones se disponían a escucharla.

–Lizzie… –inició la Sra. Bennet titubeando, sintiendo el

atisbo fulminante de su yerno–, he estado meditando sobre

mi situación y también recordando numerosos momentos

que viví con el Sr. Bennet que también me llenaron de

alegría. Cómo puede uno olvidar tan fácilmente los buenos

recuerdos y grabarse tan profundamente en el corazón

aquellas ofensas que ni siquiera fueron tan graves pero que

sellan tan negativamente una relación. Y esos detalles de

atención de todos los días que se van perdiendo con los

años y uno ya no se da cuenta con cuánto amor los hizo la

otra persona para que su cónyuge se sintiera bien.

Perdóname Lizzie, tienes razón en todo lo que me dijiste. He

querido borrar de un plumazo la memoria del Sr. Bennet para

no sentir remordimiento por mi mal comportamiento. Me dejé

llevar por las palabras bonitas y las promesas de aquel

hombre, aun sabiendo que estaban lejos de la verdad;

primero por los halagos a mi vanidad, luego como un escape

a mi soledad y, por último, por la felicidad que me

proporcionaba; pero advertía de alguna manera que todo

llegaría a su fin. Por eso evité a toda costa que tú estuvieras

enterada, sabía que sólo conseguiría tu censura. En estas

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horas recordé muchos detalles que hubo con el Sr. Hayes,

los había querido borrar de mi memoria pero al verlos me

inspiraba cierta desconfianza su actitud y ahora, con todo lo

que me revelaste, entendí la razón de mi suspicacia.

La Sra. Bennet hizo una pausa y, con la voz entrecortada,

continuó:

–Te agradezco tus palabras y tu preocupación. Pensé que no

era tan importante para ti, que únicamente lograría tu crítica

por el recuerdo de tu padre, no porque en realidad te

interesara mi felicidad.

–Me interesa mucho, mamá.

–No volveré a ver a ese hombre y quemaré todas sus cartas.

Sabía desde el principio que sería algo pasajero y que tarde

o temprano llegaría a su fin.

Lizzie abrazó a su madre con cariño y luego de unos

momentos ella le dijo:

–Tienes mucha suerte de tener a tu lado al Sr. Darcy. A

todos se nos antoja tener una relación tan bonita.

Lizzie sonrió y Darcy la observaba con suspicacia.

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CAPÍTULO VII

Había llegado el viernes y el movimiento en la residencia de

los Darcy inició al alba. Darcy salió a cabalgar a Richmond

mientras Lizzie se alistaba y supervisaba que todos los

preparativos para la cena de esa noche estuvieran listos.

Luego fue a visitar a su madre a su habitación y le llevó el

desayuno. La Sra. Bennet ya se sentía mejor y quería estar

presente en el evento tan exclusivo que se avecinaba en ese

lugar; aun así, Lizzie le recomendó que reposara durante la

mañana para que se sintiera mejor en la tarde.

Darcy regresó a la hora del desayuno y se reunió con su

esposa y sus cuñadas. Kitty lo mareó con su conversación,

ya que estuvo hablando de todos los datos que había podido

investigar del duque de Bedford, de los duques de

Devonshire, de las infidelidades de estos últimos y los hijos

ilegítimos que habían sido motivo de escándalo en la

sociedad londinense. Los demás la escucharon sin prestar

demasiada atención.

Lizzie, después de supervisar los últimos pendientes con los

Sres. Churchill, se desocupó y se retiró a su habitación para

alistarse; se atavió con un hermoso vestido de seda y con

unas delicadas joyas que destacaban su belleza. Luego fue a

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ver a su madre, quien, al igual que Kitty, ya estaba lista y

entusiasmada por el gran acontecimiento: no podían creer

que estarían rodeadas de la nobleza más importante de

Inglaterra; sólo faltarían el rey George III y la reina Charlotte

para completar el cuadro, quienes por motivos de salud no

asistirían al destacado evento. Lizzie, al ver a su madre

animada y pensando en otros asuntos diferentes al Sr.

Hayes, se sintió más tranquila.

Antes de la llegada de los invitados, los Sres. Darcy y las

Bennet recibieron a los Sres. Donohue y a los padres de éste

en el salón principal. También estaban invitados Fitzwilliam,

los Sres. Gardiner y los Bingley, quienes fueron llegando

minutos después. Lady Catherine y la Srita. Anne habían

sido convidadas pero se disculparon a través de una carta

dirigida a Georgiana. Los Darcy esperaban a cincuenta

invitados, entre los que se encontraban, además de su

familia y de los nobles ya mencionados, los aristócratas más

destacados de la sociedad: amigos de la familia y miembros

de la Corte cuyas esposas eran patrocinadoras del Almack´s

y dirigidas por la vizcondesa de Castlereagh, quien con su

esposo también estaría presente. Entre los más distinguidos

se encontraban Sir John Spencer, primer conde Spencer y

vizconde de Althorp acompañado por su esposa, la condesa

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Lady Margaret Georgiana Spencer, amiga de Lady Anne

Darcy; Lord George Spencer, quinto duque de Marlborough y

la duquesa Lady Susan Spencer; Sir William Petty

FitzMaurice, marqués de Lansdowne y tercer conde de

Granville con la condesa Lady Sophia Granville, amiga de

Lady Anne.

Pasados unos cuantos minutos de la hora señalada comenzó

el desfile de personalidades, cada una fue anunciada como

era debido por el Sr. Churchill con toda propiedad y

mencionando los títulos que ostentaba cada celebridad. Los

Sres. Darcy y los Sres. Donohue los recibieron a la entrada

del salón para darles la bienvenida. Lizzie hizo uso de la más

estricta etiqueta mientras Jane le ayudaba a cuidar del buen

comportamiento de las Bennet que no podían controlar la

emoción; por momentos se escuchaba a lo lejos alguna risita

indiscreta de Kitty y de la Sra. Bennet ante las observaciones

que hacían de los presentes, pero los Sres. Gardiner y los

padres de Donohue mitigaron esta situación conversando

con los invitados de temas de interés general mientras los

mayordomos repartían tazas de té para las señoras y jerez y

coñac para los señores.

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Cuando los condes Berkeley fueron anunciados, Georgiana

perdió el color de su rostro, aunque pudo guardar la

compostura al saludarlos.

–Sr. Darcy, no tenía el gusto de conocer a la Sra. Darcy –

indicó lady Berkeley, saludándola con cortesía–. Hacía

mucho que no veía a su hermana, la Sra. Georgiana

Donohue, aunque consulto con frecuencia a su esposo, es

un excelente médico –comentó mientras Georgiana sentía

que su piel se erizaba al resonar las palabras despectivas

que había escuchado con esa voz hacía unos días dirigidas

a su persona, acompañadas por halagos muy sugerentes a

su marido.

–El Dr. Donohue es una persona dedicada a su profesión,

pero desde que se casó únicamente se le puede ver en su

consultorio, se ha apartado de la vida social –afirmó el

conde.

–¿Acaso ha tenido más enfermos que atender?

–No, en realidad procuro, si es posible, regresar pronto a mi

casa, al lado de mi mujer. No soporto alejarme de ella un

instante –aclaró Donohue tomando a su esposa por la cintura

posesivamente y observándola con devoción, quien le regaló

una hermosa sonrisa–. Desde que la conocí, le pertenezco

por completo.

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–Es una lástima, es tan buena compañía y ha dejado

muchos corazones rotos en su camino. Esperemos que hoy

nos deje gozar de su conversación y tal vez de algún baile.

–Lo siento lady Berkeley, pero le he solicitado todos los

bailes a la invitada de honor –dijo, regresando la atención a

su amada–. Quiero disfrutar de su encantadora sonrisa toda

la noche.

Georgiana curvó más sus labios sintiendo un vuelco en el

corazón y un deseo ferviente de besarlo apasionadamente,

dejando ver en sus mejillas un rubor que encantó a su

esposo.

–¿Todos los bailes? La etiqueta exige que una dama sólo

puede aceptar dos bailes en una noche con el mismo

caballero.

–Creo que puedo hacer una excepción a los

convencionalismos tratándose de mi marido, ¿no le parece?

–respondió Georgiana ufana.

Lady Berkeley la miró desdeñosamente, tomando el brazo

del conde y entrando en el salón. Donohue acercó la mano a

su mejilla para girar su rostro y capturar sus labios por unos

momentos, atrayendo la atención de todos los presentes,

algunos suspiros y varias risitas. Darcy los miró complacido,

entrelazando la mano de su esposa con la suya.

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Cuando Donohue se separó, Georgiana bajó la mirada

apenada de sentirse tan deseosa, sólo había apreciado su

boca unos segundos y había provocado que su avidez

aumentara. Su marido la estrechó más contra su costado,

dándole la seguridad de su amor.

–Creo que tu hermana ahora se ve más bonita –musitó Lizzie

observando a su cuñada.

–Yo no me conformaría con sólo unos segundos –respondió

ante su invitación–, has mermado demasiado mi

autodominio, ¿quieres arriesgarte?

–Creo que seríamos motivo de escándalo, Sr. Darcy –indicó

sonriendo.

Lord John Russell, duque de Bedford, se presentó y las

miradas de las damas solteras se desviaron al escuchar el

nombre de labios del mayordomo. Enseguida se oyó un

murmullo que recorrió todo el salón y fue interrumpido por

una voz que hacía mucho tiempo no resonaba en esas

paredes.

–Sr. Darcy, mi buen amigo –dijo lord Russell–. Hace tanto

tiempo que no lo vemos en White´s o en Brooks´s; desde

que se casó según recuerdo. Y no se diga en el club de

esgrima, ya no he visto figurar su nombre entre los primeros

lugares del torneo más importante del año.

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–Ese torneo coincide con la fecha de mi aniversario de

bodas. Le presento a la Sra. Darcy.

–¡Claro!, ahora entiendo la razón. Teniendo una esposa tan

bella ningún hombre querría salir de su casa.

Lizzie sonrió y agradeció el piropo. El duque se acercó a los

Sres. Donohue y saludó cortésmente a Georgiana, a quien

no veía desde hacía varios años cuando se tenía que

esconder de los invitados de sus padres:

–Creo que debo repetir el cumplido con la Sra. Donohue,

aunque sinceramente espero que el Dr. Donohue no se

quede encerrado en su casa, de lo contrario muchos

pereceríamos haciendo antesala para recibir sus atenciones.

Georgiana se sonrojó mientras el duque saludaba al Dr.

Donohue, quien lo había atendido médicamente hacía unos

meses. Luego continuó saludando a las amistades que se

encontraban presentes y que sin duda seguiría viendo a lo

largo de la temporada invernal en la ciudad, una vez que el

Parlamento abriera sus puertas.

Cuando el Sr. Churchill anunció a Lord William Cavendish,

quinto duque de Devonshire, Lady Georgiana Cavendish,

duquesa de Devonshire, y Lady Elizabeth Foster todos

guardaron silencio impresionados por la atrayente presencia

de la duquesa que envolvía tanto misterio, disimulando el

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escándalo que les producía que Lady Foster asistiera al

evento.

La duquesa de Devonshire era una mujer sumamente

atractiva, con cabello castaño claro rizado, tez blanca y tersa,

de finas facciones y figura esbelta, que encubría muy bien

sus cuarenta y cinco años, pero en el fondo de su mirada se

llegaba a vislumbrar una enorme soledad y un dejo de

tristeza que nunca la abandonaba a pesar de rebosar alegría

y buen humor a todos sus acompañantes con su

extraordinario carisma. Lucía un peinado despampanante

que rebasaba la altura de los caballeros más altos del salón

aunque fuera de estatura mediana, acicalada con un

hermoso vestido de terciopelo entallado hasta la cintura y un

escote pronunciado al frente, su cuello estaba galardonado

con un collar de diamantes que brillaba desde el rincón más

apartado del salón y que hacía juego con los aretes que

colgaban e iluminaban su rostro.

Después de que los duques de Devonshire fueron recibidos

por los anfitriones, el duque de Bedford, que todavía se

encontraba cerca de la entrada, se acercó a la duquesa y le

dijo:

–Lady Georgiana, luce usted muy hermosa esta noche.

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–Muchas gracias mi lord, aunque después del cumplido del

basurero todos los demás me resultan insípidos.

–Me encanta su respuesta. ¿Cuál era ese cumplido? “Amor y

bendición, mi lady, deje que alumbre mi pipa con las llamas

de sus ojos”. ¿Quién iba a decir que esa lisonja pasaría a la

historia?

La madre de la duquesa, Lady Georgiana Spencer, se

acercó a saludar a su hija.

–¡Gee!, luces tan bella esta noche.

–¡Mamá, qué gusto saber que sigues mejor de salud!

Lady Spencer saludó a su yerno y a Lady Foster con una

reverencia obligada, mientras las miradas de los presentes

los acechaban tratando de descubrir los verdaderos

sentimientos que circulaban entre ellos, acompañado por un

sigilo que fue roto por un murmullo que provenía de un lugar

distinto de donde se encontraban las Bennet:

–¡Qué cosas de la vida, un duque viudo y el otro con dos

mujeres!

–¿Cómo se encuentra el futuro duque de Devonshire y sus

agraciadas hermanas? –preguntó la abuela.

–Muy bien mamá; te han extrañado mucho.

–¡Oh!, siempre tan cariñosos.

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Al ver que todos estaban reunidos, Darcy hizo una señal de

aprobación para que iniciara el baile, se acercó a su esposa

para sacarla a bailar mientras Donohue hacía lo mismo,

diciéndole al oído:

–Esta noche pretendo permanecer todo el tiempo a tu lado.

Quiero que todos, todos se convenzan de que adoro a mi

esposa y que no tengo ojos para nadie más que para mi

Georgie.

Los músicos interpretaron un minué que hizo que Georgiana

sintiera que estaba cerca del paraíso, con pasos discretos y

miradas sensuales, rozando apenas sus manos con una

ternura que casi provocaba que su corazón se le escapara,

un baile como lo habían hecho la noche anterior en la

privacidad de su alcoba, a la luz de la luna, con su camisón

de muselina que permeaba el calor de su marido y volaba a

cada giro antes de ser atrapada entre sus brazos protectores

que le daban todo el convencimiento de su afecto y ser

amada intensamente, acicalada sólo con su belleza natural y

una rosa roja colocada en sus cabellos.

Antes de que terminaran los aplausos, los Sres. Donohue ya

se habían escapado de la concurrencia, aislándose en el

jardín para besarse apasionadamente.

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–¿Dónde está Georgiana? –indagó Darcy a su esposa, al

terminar el baile–. Quería presentarle a…

–Tendrás que esperar –señaló viendo hacia la ventana una

pareja que se atisbaba entre los matorrales.

–Han tenido una excelente idea –espetó Darcy tomando la

mano de Lizzie y conduciéndola al salón contiguo que

estaba vacío.

Al cerrar la puerta, Darcy apoyó a su mujer en la pared y

asaltó su boca cálidamente, estrechándola entre sus brazos

y dejándola sin aliento.

–Creo que estamos dando motivos para que hablen –musitó

Lizzie jadeante, sosteniéndose de su cuello.

–No creo que les interese demasiado nuestra ausencia, los

Sres. Donohue y los duques de Devonshire ya han dado

mucho de qué hablar. Quiero que tus ojos brillen como

estrellas y así contemplarte toda la noche.

Darcy la volvió a besar.

Los Sres. Donohue bailaron todos los bailes, no así los Sres.

Darcy que únicamente pudieron disfrutar de dos piezas ya

que como anfitriones se vieron obligados a danzar con otra

pareja para fomentar la convivencia.

Lizzie bailó con el duque de Bedford mientras su marido

conversaba con el conde de Spencer y lord Berkeley y la

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observaba atentamente, escuchando sus risas a pesar de la

música, luego danzó con el duque de Devonshire a la vez

que Darcy valsaba con la duquesa, posteriormente le

concedió el honor al conde de Granville mientras su marido

bailaba con Lady Sophia. Por último, Lizzie cerró el bailoteo

con el duque de Bedford, acompañando la música con sus

risas.

Donohue se mostró especialmente atento con su esposa

mientras platicaban con los invitados en espera del siguiente

baile, regalándole pequeñas muestras de cariño a cada

momento, comentarios inundados de adulaciones y miradas

llenas de ternura, causando que los invitados hablaran a sus

espaldas, conmovidos por el amor que se profesaban.

Cuando pasaron al comedor, Lizzie los distribuyó en orden

de importancia, como lo exigía el protocolo, en los diferentes

lugares que estaban elegantemente dispuestos. Los platillos

fueron ágilmente distribuidos por varios mayordomos,

quienes parecían bailar cargando las botellas de vino y las

diferentes bandejas de plata con alimentos suculentos,

preparados en las cocinas de la residencia que los recibía.

Los invitados conversaron animadamente sobre la reciente

boda que se había celebrado hacía unos meses en

Pemberley y a la que los invitados de honor no habían

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podido asistir. A diferencia de la boda de Georgiana, ningún

invitado incomodó a los anfitriones preguntando por la

posibilidad de un heredero del Sr. Darcy, ya que conocían de

sobra el caso de la duquesa de Devonshire, quien había

tardado nueve años en tener a su primera hija, tras varios

abortos naturales.

Como era de esperarse, Georgiana causó una excelente

impresión en todos los presentes y se desenvolvió con toda

elegancia, siguiendo la rigurosa etiqueta de la presentación

con tal seguridad que satisfizo a su hermano y a su marido.

Las Bennet, en cambio, tuvieron que ser silenciadas por

Lizzie en diversas ocasiones, quien con su mirada les exigía

mayor mesura en los comentarios que hacían entre ellas,

sentadas a poca distancia de la anfitriona para poderlas

controlar con mayor facilidad.

Al término de la cena, Lizzie invitó a las damas al salón

principal para que gozaran de una velada musical a cargo de

Georgiana, mientras los señores permanecieron en el

comedor disfrutando de su conversación y de una copa de

clarete de Saint Estéphe del 98 que Darcy había reservado

para ocasiones especiales, recibiendo excelentes

comentarios de su hospitalidad.

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Las damas platicaron de los eventos de la alta sociedad que

tendrían lugar en las próximas fechas, a los que fueron

invitadas las anfitrionas. Lizzie y Georgiana agradecieron

mientras las duquesas y condesas presentes posaban sus

miradas en la Sra. Darcy, evaluando su desempeño como

dama refinada y anfitriona y se desviaban ocasionalmente

hacia las Bennet, quienes interrumpían con sus risas

disimuladas la conversación que sostenían.

Kitty procuró estar a poca distancia de lord Russell pero él ni

siquiera la volteó a ver, ya que permaneció rodeado de los

demás caballeros que, interesados, seguían el coloquio y,

posteriormente, el partido de faraón que disfrutaron el resto

de la velada en el salón contiguo.

Lady Berkeley continuamente posaba su mirada en los Sres.

Donohue pero no se volvió a acercar a ellos, escuchando las

glosas que hacían sus amistades de ellos y lo bien

impresionados que habían quedado de dicho matrimonio.

La duquesa de Devonshire, al saber que los caballeros

habían empezado el juego, dejó a las damas y se reunió con

los señores debido a que era una gran aficionada, incluso

ésta era de las pocas actividades que podía realizar que

fueran verdaderamente de su agrado. Los señores

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intensificaron la emoción iniciando con apuestas moderadas

que se fueron incrementando a lo largo de la noche.

Después de una velada muy agradable para los

concurrentes, muy satifactoria para Georgiana y muy

desgastante para Lizzie, los invitados se retiraron pasadas

las dos de la madrugada. Mientras el servicio terminaba de

alzar, los Sres. Darcy acompañaron a Georgiana, a su

marido y a sus suegros al carruaje; ella agradeció

cariñosamente a su hermano y a Lizzie por tan grata

recepción y se marcharon.

Camino a su alcoba, Lizzie le dijo a su esposo tomada de su

brazo:

–¡Qué desventurada es la duquesa de Devonshire! Haber

recibido semejante elogio de labios de un hombre del

basurero y recordarlo como el más hermoso que haya

recibido en toda su vida.

–En cambio tú, has recibido los piropos más hermosos,

inclusive del conde de Bedford.

–El Sr. Darcy se ha encargado de adularme doblemente al

hacerme merecedora de dicho halago –aclaró sonriendo–.

No sé cómo una mujer tan atractiva y talentosa ha transigido

el amorío de su marido en su propia casa, con la que fue su

amiga, y permitido que ella asista a los eventos sociales

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como si fuera una situación respetable. Y su madre,

disculpándome con Lady Anne, también lo disimula.

–Seguramente lo hizo por el bienestar de sus hijos –

comentó, abriendo la puerta de su recámara.

–Por ellos indudablemente ha tenido que soportar toda una

cadena de humillaciones y habladurías, sufrir la indiferencia

de su esposo desde el inicio de su matrimonio, renunciar al

amor de su vida y separarse de su hija más pequeña, fruto

de una unión ilegítima. Por hacer lo correcto se podría

convertir en heroína aunque tristemente pocos la admiren

por eso; más bien toda Inglaterra se enamoró de su belleza y

de su personalidad, excepto su marido.

Darcy le tomó las manos y la miró de frente.

–Todos excepto yo.

Lizzie sonrió y respondió:

–Agradezco que ella sea mayor que tú, aunque aparente ser

más joven.

–Tú sabes que aunque hubiera sido de mi edad, ninguna

mujer, ni siquiera ella, habría podido impresionarme tanto

como tú –dijo acercándose cada vez más hasta rozar sus

labios y besarla amorosamente–. ¡Qué difícil ha sido esta

noche, verte tan hermosa y no poder continuar ese beso que

te robé…! –musitó contra su boca.

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Lizzie bajó su mirada, acarició su rostro con afecto y le dijo:

–Hoy no Darcy, estoy exhausta.

–¿Acaso el duque de Bedford te agotó con tanta risa? –

indagó irritado.

–¿Detecto un atisbo de celos en sus palabras? –examinó

con cariño.

Darcy frunció el ceño.

–Yo quería concederte todos los bailes, pero tus invitados lo

habrían tomado como falta de cortesía. Además, no necesito

reírme contigo toda la noche para saber que es a ti a quien

amo. Prefiero que me agotes de otra manera, aunque hoy de

verdad… Discúlpame.

–No tienes por qué disculparte –indicó resignado y la besó

en la frente, como habría querido besarle toda la piel–. Tal

vez te haga falta un masaje para que puedas descansar

mejor –sugirió tomándola en sus brazos y conduciéndola a la

cama.

–Me encantaría.

Darcy la colocó sobre el lecho, le quitó los zapatos, le alzó la

falda hasta los muslos para soltar las ligas que puso sobre la

mesa, cogió el extremo superior de las medias de seda y

deslizó lentamente sus grandes y varoniles manos en una

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delicada caricia hasta llegar a la rodilla, donde se detuvo a

darle un beso, robándole un suspiro a su esposa.

–¿Estás tratando de que cambie de opinión? –preguntó

Lizzie.

Darcy la miró y sonrió, luego terminó de quitarle las medias,

la sentó para desabrocharle el vestido y retirárselo y,

dejándola con la enagua, la metió entre las cobijas.

–¿Hoy no te colocaste tu corsé?

–No quería verme más delgada de lo que estoy.

–Tendré que vigilar que te alimentes mejor –aseguró,

retirándole las joyas que llevaba.

Luego le aflojó las horquillas del peinado e introdujo las

manos en el cabello disfrutando de su suavidad; finalmente

le frotó los pies que le retumbaban de dolor.

–No sé qué he hecho para recibir tanto amor y comprensión

de tu parte –comentó Lizzie.

–¿Por qué?

–¡Cuántas mujeres, incluyendo a la duquesa, han tenido que

estar con sus maridos cuando ellas se encuentran

indispuestas, esclavizadas a sus deseos! En cambio yo,

recibo un delicioso masaje y toda la devoción de mi esposo.

Darcy se rió y dijo:

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–¡Cuánto me alegro de que entre nosotros no haya débito

conyugal!

–¿Aun en una noche como ésta?

–Aun en una noche como ésta. Esperaré para una mejor

ocasión. Los hombres que no esperan, no saben de lo que

se pierden.

Lizzie sonrió, cerró sus ojos y a los pocos minutos estaba

profundamente dormida.

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CAPÍTULO VIII

El día para los habitantes de la casa de los Darcy inició

tarde. No se escuchó movimiento sino hasta dos horas

después del alba y los huéspedes bajaron a desayunar

retrasadamente. Después, Lizzie pasó el día con su madre y

sus hermanas y visitaron los Jardines de Kew, donde el Sr.

Peterson y el Sr. Churchill estuvieron muy al pendiente de la

seguridad de las damas, por el conflicto con Hayes, mientras

Darcy salía con Fitzwilliam a terminar unos asuntos.

Era el último día de visita que tendrían las Bennet en esa

ocasión y Lizzie quería aprovecharlo para pasar un rato

agradable con su madre y sus hermanas, aunque en realidad

estaba derrengada por el ajetreo de los días anteriores. Pese

a todo, el paseo fue placentero para todas. Kitty habló con su

madre la mayoría del tiempo del evento de la noche anterior.

Mary estaba callada y su mirada reflejaba sosiego; al fin

sabía que el problema de su madre y Hayes había terminado

y se habían reconciliado. Lizzie, a pesar de estar poco

participativa, sentía mucha paz en su interior al haber

ayudado a su madre y a sus hermanas, y percibía gozo al

ver que sus mentes pensaban en otro tema.

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Cuando regresaron a la casa, la Sra. Churchill fue a buscar a

la Sra. Darcy al carruaje para informarle que tenía un

visitante que, desde hacía rato, insistía en ver a la Sra.

Bennet: era el Sr. Hayes. Cuando la Sra. Bennet escuchó

ese nombre, se mostró muy nerviosa y Lizzie, calmándola, le

dijo que esperaran en el salón lindante cerrando bien la

puerta y que ella lo atendería.

Lizzie, mostrando una ecuanimidad que no sentía, se dirigió

al salón principal, donde se encontró con el Sr. Hayes, que

observaba detenidamente los retratos de la familia que

estaban colgados. El Sr. Hayes se inclinó como debía para

saludarla y Lizzie correspondió.

–Este es un retrato magnífico, seguramente al Sr. Darcy le

agrada. Se ve usted muy hermosa, Sra. Darcy –lisonjeó el

Sr. Hayes contemplando el retrato de Lizzie que hacía unos

meses habían terminado de pintar.

–Sr. Hayes, la Sra. Bennet se ha sentido indispuesta y no

podrá recibirlo, pero me ha pedido agradecerle todas sus

atenciones y se despide de usted.

–Pero, ¿está enferma? Tal vez pueda venir a verla mañana

para preguntar por su salud.

–No será necesario.

–¿Cómo?

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–Mi madre se rehúsa a volver a verlo y me ha dicho su

intención de terminar sus relaciones con usted.

–¿Terminar nuestra relación?

–Creo que he sido muy clara –recalcó exasperada.

–Pero ¿cuál es el motivo de sus intenciones? He venido a

proponerle matrimonio.

–¿Matrimonio? ¿Teniendo esposa y dos hijos que alimentar,

abandonados en una situación miserable? –cuestionó

alzando la voz–. Y sabrá Dios si tiene algún hijo ilegítimo.

Pero ¡qué clase de hombre es usted!

–¡Ah!, ya habló esa mujer.

–Esa mujer, como la ha llamado, ha tenido la valentía que a

usted le falta para sacar adelante a sus dos hijos, pese al

abandono del que fueron objeto por su irresponsabilidad.

–Quiero ver a la Sra. Bennet y que ella me lo diga de frente.

–¿Todavía se atreve a pedirme eso? ¿Cómo viene a hablarle

de amor a una mujer teniendo compromiso con otra?

–Pero si yo amo a su madre y ella me ama a mí. ¿Acaso no

le ha dicho que hemos tenido una relación muy cercana?

–¡De la cual está completamente arrepentida! –gritó llena de

cólera.

–Sra. Darcy –indicó acercándose a Lizzie–, se ve más

atractiva cuando está excitada, ¿se lo han dicho?

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Lizzie guardó silencio, sin caer en su juego.

–¿Acaso el malestar que tiene mi querida Sra. Bennet se

relaciona con basca, mareos, tal vez algún desmayo? Es

probable que dentro de poco me vayan a buscar para

suplicarme que contraiga matrimonio con su madre para

evitar un escándalo.

–¡Escándalo es el que usted va a tener si se atreve a volver

a buscar a la Sra. Bennet! El Sr. Darcy con su influencia

puede hacer que a ciertos delitos que han quedado impunes

por fin se les hagan justicia, no sólo en su contra sino

también en contra de sus amigos. Y ya no hablemos de la

posibilidad de encontrar un trabajo o poder saldar sus

deudas de juego. Ahora le exijo que se retire. ¡Hombres de

su calaña no son bienvenidos en esta casa!

El Sr. Hayes se acercó y, con toda la intención de desquitar

la furia que sentía, alzó su mano en contra de Lizzie.

–¡Sr. Hayes! –gritó Darcy que entraba en el salón principal

saturado de rabia.

Se aproximó dando enormes zancadas para cogerlo del

hombro y alejarlo de su esposa, interponiéndose entre ellos

para defender a su mujer.

–¡Ya escuchó a la Sra. Darcy! –increpó con vehemencia.

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Lizzie, sintiendo que su corazón se le salía del cuerpo,

permaneció de pie a espaldas de Darcy, a quien vio más alto

y corpulento que de costumbre, en tanto Hayes se retiraba

iracundo de la habitación y de la casa. Cuando el portón se

cerró fuertemente, Lizzie se desplomó en el sillón que tenía

cerca y Darcy giró, sentándose a su lado.

–Lizzie, ¿te encuentras bien? –preguntó tomándole la mano.

Ella asintió con la cabeza y cuando recuperó el aliento

perdido por el susto, dijo:

–No soy tan resistente como mi madre piensa.

–Eres mucho más de lo que tú supones –señaló abrazándola

con cariño–, pero te suplico que no vuelvas a ponerte en

riesgo de esa manera.

–Ya quiero volver a casa.

–Sí, mi Lizzie. Mañana mismo regresamos.

Darcy, en lugar de ir a cabalgar por la mañana, fue en

compañía del Sr. Robinson a ver al comandante Randalls,

amigo suyo y de Fitzwilliam, para levantar una denuncia en

contra del Sr. Hayes, necesaria para activar el proceso penal

que tenía pendiente. Luego se regresó a la casa,

dirigiéndose a su habitación para buscar a su mujer.

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Minutos después de haber entrado, alguien tocó a la puerta y

Darcy abrió. La Sra. Churchill le dijo:

–Sr. Darcy, hoy muy temprano la Sra. Bennet me entregó

esta correspondencia para el correo, pero siguiendo sus

instrucciones me esperé para mostrársela.

–¿Para la Sra. Younge? –preguntó desconcertado al ver el

escrito, recordando ese nombre que había dejado de

pronunciar desde hacía muchos años.

–¿La Sra. Younge?, ¿la que fue institutriz de Georgiana? –

indagó Lizzie arrebatándole el documento de las manos.

Darcy agradeció y la Sra. Churchill se retiró mientras Lizzie lo

abría. Recordó que esa mujer había ayudado a Wickham a

engañar a Georgiana cuando planearon su malograda fuga.

Se preguntaba angustiada en tanto batallaba con el sello por

qué la Sra. Bennet le mandaría una carta a esa persona.

Cuando vio a quién estaba dirigida, ella se puso blanca, con

la respiración agitada y sintiendo que su corazón se

desbocaba, y leyó en silencio:

“Mi adorado Sr. Hayes: Siento tanto lo que sucedió con mi

hija ayer pero no he podido evitar que ella se enterara de

nuestra relación, por lo cual es preciso que continuemos con

el más absoluto secreto ya que mi futura estabilidad depende

de ello. Podremos vernos el lunes por la noche en el mismo

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lugar para que hablemos. No me despido ya que pronto

podré sentirme entre sus brazos. Sinceramente suya, Adele

Gardiner”.

–No es posible –masculló Lizzie, llevándose la mano a su

pecho se sentó, ya que sus fuerzas le habían abandonado, y

rompió en llanto.

Darcy le quitó la carta y leyó.

–¿Adele Gardiner?

–¡Es el nombre de soltera de mi madre! Ya ni siquiera usa el

nombre de casada –aclaró desconsolada.

Darcy se sentó y la abrazó con cariño, comprendiendo su

sufrimiento.

–Mi madre me mintió, nunca tuvo la intención de terminar su

relación y ahora…

–Lizzie, todo se va a solucionar.

–¿Cómo?

–Antes que nada, no permitiremos que esta carta llegue a su

destinatario. Además, el comandante Randalls me dijo que

Hayes estará en prisión por varios años, y la Sra. Younge es

la pista que le falta a la policía para capturarlo. En unos días

estará tras las rejas y no volverá a ver a tu madre.

–¿Y mi madre?

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–No tiene por qué saberlo. Ella acudirá a su cita y él no se

presentará. Con el tiempo lo olvidará y…

–Pero mi madre me mintió, nos manipuló a todos, ni siquiera

respetó la memoria de mi padre y ahora se pasea por esta

casa como si nada hubiera pasado mientras está anhelando

verse con su amante. ¡Duerme en la cama que compartía

con mi padre soñando que se besa con ese hombre! ¿Cómo

la veré a los ojos sin decirle que…?

–Lizzie, tal vez sea mejor no decirle nada. Ya hablamos con

ella una vez, fingió su arrepentimiento e hizo falsas

promesas, pero ahora seremos más astutos que ella.

Nosotros simularemos total ignorancia de sus intenciones.

–¡No quiero verla!

–Lizzie, si te niegas a verla, ¿qué excusa le presento si hoy

se regresan a Longbourn? ¡Querrá despedirse de ti, y si te

encuentra en este estado sospechará y tal vez prevenga a

ese hombre o haga otra locura! Y si te reporto indispuesta

igual desconfiará. ¡Tienes que serenarte y bajar a desayunar

como si esta carta no hubiera existido!

–¡No quiero hacerlo! ¡No podré verla a la cara sin

recriminarle…!

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–Sabes que si no fuera tan importante no te pediría que lo

hicieras. Es primordial no levantar recelos. Es necesario que

lo sobrelleves como la Sra. Darcy.

–Si bajo al desayuno se darán cuenta de que he llorado.

–Te ayudaré a lavarte con agua de rosas para que te relajes

y a ponerte polvo de arroz.

–¿Y mis ojos?

–Tus ojos son tan maravillosos que si te tranquilizas se

recuperan pronto.

Lizzie lo ciñó, teniendo todavía la respiración irregular

mientras él acariciaba su espalda para darle el sosiego y el

apoyo que necesitaba. Las lágrimas continuaron saliendo

pero Darcy no la soltó, por el contrario, le dijo palabras de

aliento que la consolaron.

Cuando bajaron al salón principal las Bennet ya estaban

ansiosas por su tardanza pero la Sra. Bennet tenía tanta

hambre que apenas saludó a su hija y se dedicó a

alimentarse. Lizzie estuvo circunspecta, no podía evitar ver a

su madre con una mirada llena de tristeza y decepción, sin

embargo controló sus emociones y contestó con tranquilidad

a los comentarios que Kitty y su madre hicieron. No así

Darcy, a quien le costó más trabajo disimular su enojo y se

mostró más altanero que de costumbre, sabiendo por la pena

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que estaba pasando su mujer, pero las invitadas no se

percataron de sus motivos.

Al término del desayuno, mientras la Sra. Bennet y Kitty

regresaban unos momentos a su habitación, Lizzie abordó

brevemente a Mary para advertirle la existencia de la carta

recién descubierta y señalando que era importantísimo que

su madre no se diera cuenta que tenían conocimiento de la

misma. Cuando las señoras bajaban las escaleras, Lizzie se

limpió el rostro secando sus lágrimas y con su esposo

escoltó a las visitas a su carruaje, Lizzie se despidió de sus

hermanas y de su madre, respirando profundamente y

tratando de controlar la ola de emociones que la

zarandearon. Kitty fue la primera en abordar, Mary la seguía

pero Lizzie le tomó de la mano para retenerla y la Sra.

Bennet ascendió. Lizzie, con la voz quebrada, le dijo a Mary

en el oído:

–Por favor, cuida a mamá, vigílala con toda discreción para

que no haga una locura. Avísame si ocurre cualquier cosa e

iré de inmediato.

Lizzie la soltó y Mary asintió.

–¡Ya tenemos que irnos Mary! ¡Apúrate! –gritó la Sra. Bennet

mientras su hija subía al vehículo.

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Lizzie inspiró hondamente, tratando de sanar la opresión en

el pecho que se le había acumulado y de retener las lágrimas

por unos segundos más, mientras su marido colocaba las

manos sobre sus hombros y observaban a los caballos que

iniciaban su marcha. Apenas el coche había avanzado unos

pocos metros, Lizzie resolló, se giró y prorrumpió en un llanto

dolorido mientras su marido la estrechaba fuertemente.

Cuando regresaron a la casa, Lizzie, aún afectada por la

tristeza, le pidió permanecer en Londres el tiempo necesario

para asegurarse de que el Sr. Hayes fuera capturado por la

justicia. Darcy aceptó y se dirigieron a su habitación, donde

él escribió una misiva al comandante informándole sobre la

complicidad de la Sra. Younge y su paradero mientras Lizzie

se recostaba y tomaba una siesta.

Al día siguiente durante el almuerzo, Darcy recibió una carta

del Sr. Randalls informándole que el Sr. Hayes ya estaba

bajo su custodia esperando el juicio, agradeciéndole los

datos que había mandando el día anterior que ayudaron a

concluir sus pesquisas y su captura y asegurándole que le

estaría informando sobre la evolución del caso. Al escuchar

las buenas noticias, Lizzie se relajó aunque su congoja no

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desapareció y, siguiendo el deseo de su esposa, Darcy dio la

orden de que prepararan su viaje a Pemberley.

Antes de partir de Londres, Darcy quiso ir a despedirse de su

hermana y Lizzie lo acompañó en un intento de distraerse de

sus problemas y animarse. El mayordomo los anunció y

Georgiana, en compañía de Donohue, los recibió en el salón

principal.

–¡Que agradable sorpresa! –exclamó Georgiana.

–Sólo venimos un momento –indicó Darcy.

–¿Por qué?

–Hoy nos regresamos a Pemberley y quisimos pasar a

despedirnos.

–Pero, pensé que estarían más días.

–Ya acabé los asuntos que tenía que resolver aquí y Lizzie

ya quiere regresar.

–Quería invitarlos a cenar mañana, pero por lo menos pasen

unos minutos a tomar el té.

–Será un placer –afirmó Lizzie.

Todos tomaron asiento.

–¿Cómo ha seguido la Sra. Bennet? –preguntó Donohue.

–Bien, gracias. Ayer se regresaron a Longbourn –contestó

Lizzie.

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–En la cena se veía fortalecida –expresó Georgiana–. Y tú,

Lizzie, te ves cansada.

–Sí, estos días con mi madre me agotaron.

–Según recuerdo, ya venías fatigada desde Bristol –observó

Darcy.

Lizzie sonrió.

–Sr. Darcy, el Dr. Robinson ya está de regreso en la ciudad.

Tal vez quiera que revise a la Sra. Darcy –informó Donohue.

–No, no es necesario –explicó Lizzie mostrándose más

animada–, sólo necesito un buen descanso un par de días;

así también podremos acabar el libro, Darcy, e iniciar la

lectura del otro que me recomendaste.

–Y cuando menos, ¿pudiste llevar a Lizzie a la exposición de

pintura? –indagó Georgiana a su hermano.

–Sí, fuimos hace unos días.

–Me alegra que hayan podido ir, aun con sus visitas. Me

habían dicho que pronto la iban a quitar y supuse que a

Lizzie le agradaría. Probablemente para su próximo viaje a

Londres ya no esté.

–Gracias, Georgiana. Me gustó mucho, pero me encantó que

hayas pensado en nosotros cuando la viste.

–Lizzie, siempre pienso en ustedes; los extraño mucho,

aunque soy inmensamente feliz con Patrick –expuso

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Georgiana sonriendo y viendo a su esposo–. Y no me he

olvidado de rezar por ustedes.

–¡Qué más puedo pedir en la vida, si tengo a Darcy a mi lado

y una hermana a la que quiero tanto y se acuerda de

nosotros! –afirmó sonriendo–. Sólo que pronto tenga

sobrinos en Londres.

Georgiana se enrojeció mientras Donohue la observaba con

cariño.

–Espero que a estos sobrinos no me los consientas tanto

como a los Bingley –indicó Darcy con una sonrisa.

–Si no los consiento yo, entonces ¿quién? Los niños

necesitan que alguien los eduque y alguien que los malcríe.

Además, en Derbyshire tengo otros para consentir. No

estaremos todo el tiempo en Londres.

–Entonces, cuando vengas de visita o vayamos a Pemberley

tú serás quien los mime –certificó Georgiana, mientras Darcy

veía a su mujer con afecto.

Los Sres. Darcy, al terminar su visita, partieron a Pemberley.

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CAPÍTULO IX

Darcy, como le había pedido Lizzie, se quedó con ella los

siguientes días y pudieron terminar de leer el libro e iniciar el

siguiente y, como él había dicho, se interesó más por su

lectura ya que la historia era más emocionante. Cuando

Lizzie concluyó con su libro recibió a la Srita. Reynolds,

quien le informó de los avances que había tenido la florería

durante su ausencia y le entregó todas las cuentas. Visitó el

invernadero y se entrevistó con el Sr. Weston para ponerse

al corriente de los asuntos de su negocio. También pasó

revista en la florería y con sus clientes regulares, los

restaurantes de la localidad, a quienes vendía sus arreglos

florales como centros de mesa.

Recibió una carta de Mary en donde le participaba que la

Sra. Bennet se había ausentado por varias horas la noche

del lunes y que había regresado muy deprimida y sin deseos

de ver a nadie, había permanecido en su habitación el

siguiente día y después había mostrado mejor ánimo tras

comer una deliciosa tarta con chocolate, comentario que le

robó una sonrisa a la lectora.

Asimismo, fue a visitar a Jane y a sus sobrinos mientras

Darcy salía con Bingley. Jane recibió a su hermana en el

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jardín con sus hijos y estuvieron conversando y jugando toda

la mañana. Lizzie le platicó de todo lo sucedido con el Sr.

Hayes con el propósito de que ella estuviera enterada del

problema y permaneciera atenta a cualquier señal de alarma

que mostrara la Sra. Bennet, Kitty o Mary. Ambas lloraron

decepcionadas y Jane trató de consolar a su hermana

diciéndole que posiblemente su madre se sintiera muy sola y

desesperada, razón por la cual había actuado de esa manera

ya que le era imposible pensar que su madre fuera una mala

persona. Lizzie, aún con su recelo acostumbrado, aceptó las

palabras de Jane y quiso creerlas ciegamente,

convenciéndose de que ese hombre ya estaba en la cárcel y

de que su madre ya no lo volvería a ver y entraría en razón

cuando se diera cuenta de todas sus falacias. Trató de

dispensar su infundio, pero sabía que ese engaño había

provocado heridas profundas que tardarían en sanar, ¿algún

día podría decir que la había perdonado sinceramente?

Jane lamentó no haber estado al tanto desde la visita que le

hicieron cuando nació Marcus. Mary le había dicho a Lizzie

que no había querido molestar a su hermana con el reciente

nacimiento de su hijo y por eso prefirió esperar hasta

ponerse en contacto con Lizzie. También comentaron sus

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diferentes impresiones acerca de la cena con las personas

de la nobleza.

Al día siguiente, Darcy tenía programado salir nuevamente

con Bingley gran parte de la jornada y, después de ir a

cabalgar, buscó a su esposa en la habitación que terminaba

la lectura de la siguiente carta, enviada desde Kent.

“Estimada Lizzie: Tengo el gusto de informarte que di a luz a

mi hija Cecile hace unos días. Es una criatura muy bien

portada, aunque nació baja de peso. El doctor dice que

pronto alcanzará su talla normal y debido a esto me han

puesto una dieta especial para que, en lugar de que yo

disminuya de peso ella lo aumente mejorando la calidad de

mi leche. Tal vez es porque mi alimentación durante el

embarazo no fue la adecuada. Sinceramente eso me tiene

preocupada, y temo que esto le traiga algún problema de

salud en adelante. Mi hijo John está cada vez más grande y

más juguetón; dentro de lo derrengada que he estado estos

últimos meses han sido muy divertidos con las ocurrencias

de mi pequeño y ahora está muy contento con la llegada de

su hermana. Te mando un cariñoso abrazo, esperando que

todos se encuentren bien. Recuerda que sigo rezando por

ustedes. Con afecto, Charlotte Collins”.

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Lizzie, al escuchar que la puerta de su alcoba se abría, se

levantó de su asiento y caminó unos cuantos pasos para

saludar a su marido cuando se desvaneció cayendo al suelo.

Darcy inmediatamente fue a su encuentro.

–Lizzie… ¡Lizzie!

Darcy, al ver que no volvía en sí, la tomó en sus brazos y la

recostó en la cama, tratando de reanimarla nerviosamente.

Unos momentos más tarde, ella recuperó la conciencia.

–Lizzie, ¿estás bien? –preguntó Darcy perturbado.

–¿Qué pasó? –indagó con la voz muy desmayada.

–Perdiste el conocimiento, ¿te sientes mejor?

–No lo sé.

–Debes descansar, quédate recostada mientras te traigo

algo para reavivarte y solicito el desayuno en la habitación.

Darcy se retiró y llamó al mayordomo. Cuando el Sr. Smith

tocó a la puerta, él fue a atender y le pidió que trajeran el

desayuno a la habitación y que fueran a buscar al Dr.

Thatcher. Darcy regresó al lado de Lizzie con un poco de

jugo, le ayudó a bebérselo hasta que se sintió mejor.

Durante el desayuno, él estaba pensativo y ella cuestionó:

–¿Sucede algo?

–Lizzie, me preocupa tu salud. Te he visto desmejorada,

cansada, has comido poco en los últimos días, desde

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nuestro viaje a Londres o antes, y ahora esto. No quisiera

dejarte así, pero tengo que salir con Bingley para atender

unos asuntos. Ya fueron a buscar al Dr. Thatcher pero aún

no ha llegado… Yo tendré que salir en unos momentos.

–Esta vez no preguntaste si quería ver al médico.

–Cualquiera que hubiera sido tu respuesta, de todas

maneras lo habría mandado llamar.

Después de un rato de espera, Darcy se despidió, se retiró y

dejó a Lizzie en compañía de la Sra. Reynolds, con sus

pensamientos llenos de zozobra.

Algunas horas más tarde, el Dr. Thatcher llegó con el Sr.

Smith y entró a la alcoba de Lizzie, mientras la Sra. Reynolds

se retiraba.

–Disculpe la demora, estaba atendiendo una emergencia y

vine en cuanto pude –aclaró el doctor.

–No tenga cuidado, pase por favor.

–¿Cómo ha estado? Me comentó el Sr. Smith que se ha

sentido indispuesta.

–Sí, me he sentido mal desde hace unas semanas. He

estado exhausta, sin deseos de comer, con malestar

estomacal y he tenido varios desmayos.

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El Dr. Thatcher se dispuso a revisarla con sumo cuidado.

Cuando hubo terminado la inspección y tras haber hecho

otras preguntas, el doctor declaró:

–Sra. Darcy, usted está embarazada. Muchas felicidades.

Lizzie, intensamente sorprendida, se recostó en la cama y,

quedándose sin habla, rompió en sollozos.

–Sra. Darcy, debe usted serenarse. Sé cuánto ha esperado

este momento pero no debe usted agitarse, no le hará bien a

su bebé.

Se acercó el doctor y le dio unas palmadas en la espalda.

–Dé gracias a Dios y a toda la gente que ha rezado por

ustedes.

Guardó sus cosas y continuó:

–Tengo entendido que el Sr. Darcy no se encuentra en casa

y que estará fuera todo el día. Me gustaría hablar con él para

explicarle algunas cosas que deben tomar en cuenta, sobre

todo en los primeros meses. Mañana vendré a primera hora.

Mientras tanto, le voy a pedir que descanse y esté tranquila,

trate de no hacer esfuerzos.

Lizzie se incorporó y le agradeció al doctor. Al retirarse,

permaneció sentada en la cama hasta que se pudo

tranquilizar; luego caminó, se asomó a la ventana y observó

su hermoso jardín. No podía dar crédito a las palabras que

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recién había escuchado, se preguntaba ¿será acaso un

sueño? Se sentía como si volara en las nubes, con una

emoción en el corazón nunca antes experimentada. Era algo

que había esperado tanto tiempo y que, inclusive ya había

descartado y, ahora, su mayor anhelo se vislumbraba frente

a ella y se estremecía sólo de pensarlo. Y Darcy, ¿cómo

darle esta maravillosa noticia?

Cuando terminó de alistarse, bajó con la Sra. Reynolds a

hacerle unas indicaciones y se fue a su sala privada. Intentó

leer un rato, inició una y otra vez una carta para Georgiana

pero no podía concluirla. Retomó su bordado pendiente sin

poder evitar lastimarse las manos en más de una ocasión…

Todo era inútil. Aún no podía creer lo que estaba viviendo.

¡Había sucedido un milagro!

Esos momentos de larga espera provocaron que su

nerviosismo aumentara más y más, mientras sentía que los

minutos pasaban al ritmo de las horas. Salió a dar un paseo

al atardecer; sin duda fue muy reconfortante sentarse al lado

de un árbol y observar el ocaso. Al volver a la mansión,

Lizzie fue a su sala privada donde esperó…

Ya había caído la noche cuando Lizzie se levantó

precipitadamente al escuchar la llegada de un carruaje. Era

Darcy que entró sin dilación a la casa. Lizzie lo esperaba y al

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verla en el corredor se apresuró a abrazar a su esposa y

darle un beso en la mejilla.

–¿Cómo estás?, ¿ya te sientes mejor?

–Sí, gracias.

Darcy, después de haber pasado un largo día de trabajo,

sólo había podido pensar en su mujer, tras varias horas de

viaje. Ahora estaba ansioso de saber qué estaba

sucediendo. Lizzie tomó el brazo de su esposo y caminaron

hasta su sala privada donde ella le sirvió una taza de té y

luego tomaron asiento.

–De regreso pasé por la casa del Dr. Thatcher, pero había

salido a atender a algún paciente. Quería preguntarle por tu

estado de salud –explicó Darcy.

–Me dijo que vendrá mañana a primera hora para hablar

contigo.

–Pero, ¿es grave? ¿Qué tienes? –investigó alarmado,

sintiendo los latidos de su corazón cada vez más fuertes.

Lizzie tomó sus manos y, mientras sus lágrimas se

desplazaban por sus mejillas, le dijo:

–Fitzwilliam, ¡vamos a tener un hijo!

–¿Estás segura? –preguntó pasmado, al tiempo que sus ojos

se inundaban de lágrimas.

Lizzie, con una sonrisa, asintió.

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Darcy bajó su cabeza y besó varias veces las manos de su

amada con infinita ternura.

–Bendito sea Dios –musitó él estrechándola entre sus

brazos, llorando.

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CAPÍTULO X

A la mañana siguiente Darcy se despertó y ciñó

cariñosamente a su mujer que yacía sobre su torso,

recordando la maravillosa alegría que había inundado todo

su ser con la noticia que le había comunicado. En su interior

dio gracias a Dios por la dicha que habían recibido, sin poder

creer que por fin fuera una realidad. Resonó en su memoria

cuando Lizzie le había dicho que ese era el mayor sueño que

quería ver cumplido en la vejez y la extraordinaria sensación

que tuvo al darse cuenta de que él podría colaborar con su

futura esposa para lograrlo alcanzando con ello una felicidad

inusitada, sin imaginar toda la lucha que tendrían que

sobrellevar para conseguirlo, constatando que a pesar de

tanto sufrimiento la mano de Dios había estado en su

camino.

La besó con fervor en la frente y la recostó cuidadosamente

sobre la almohada y, en completo mutismo, observándola y

recordando lo que sintió cuando habían viajado a Oxford y la

Sra. Windsor le informó que Lizzie se había sentido

indispuesta por su embarazo. Había tenido que controlar

toda su emoción que desbordó en los brazos de su amada

cuando, semanas más tarde, sufrían una de las decepciones

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más grandes de su vida al darse cuenta de que había sido

una falsa suposición; pero ahora el Dr. Thatcher la había

revisado el día anterior y él había confirmado la noticia, no

podía haber errores, como los había habido una y otra vez

en el pasado, inclusive hacía unos meses.

Darcy, sin poder evitarlo, acarició dulcemente el brazo de su

esposa, recordando las citas que habían tenido con el

médico y los dolorosos tratamientos que habían sido

necesarios para combatir su infertilidad, el sufrimiento que él

había sentido no porque su esposa le apretara fuertemente

la mano mientras era revisada por el médico, sino por el

suplicio que ella sentía y la angustia que la situación le

provocaba, con un intenso deseo de borrar la tristeza de su

mirada y poder darle esperanzas aun cuando él también las

había perdido. ¡Qué calvario sintió cuando le dijo aquellas

palabras que le quitaron la poca esperanza que ella

guardaba, todo por su falta de fe, vio su rostro lleno de

consternación y escuchó sus sollozos a través de la puerta

por varias horas sin poder estrecharla entre sus brazos y

consolarla! Darcy se agachó y besó su mano, pidiéndole

perdón nuevamente y agradeciendo a Dios esta bendición

que por fin se cumplía. ¡Cuánta razón tenía el Sr. Bennet al

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decirle que pasarían mucho sufrimiento antes de poder

concebir!

Se levantó y se dispuso a alistarse, escuchando el primer

canto de los pájaros que iniciaban el revoloteo entre las

ramas de los árboles cercanos. Encendió la chimenea del

baño para calentar el agua mientras se rasuraba, recordando

cuando su padre prendía el fogón de su alcoba para que su

niño no pasara frío, quien se sentaba en sus rodillas para

escuchar las aventuras que leía con asombroso entusiasmo,

transportando la imaginación de su hijo a lugares fantásticos.

Llegó a pensar que esos momentos no se repetirían en su

vida, que no llegaría a ser padre, ahora los anhelaba más

que nunca viendo que estaban próximos a cumplirse. Los

siguientes años estarían anegados de felicidad, prosperidad

que compartiría con su esposa y con su hijo como lo habían

soñado desde hacía mucho tiempo. ¿Y si fuera niña?, pensó

sonriendo y viéndose al espejo, sería la chiquilla más

hermosa sobre la tierra y a quien él adoraría, cuidaría y

mimaría, sin duda Lizzie estaría feliz.

Después de dispersar el agua en la bañera se introdujo en

ella, pensando en la gran responsabilidad de educar a un

hijo, lo importante de no consentir todos sus caprichos, más

siendo el hijo de quien era. Recordó el gran amor que recibió

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de sus padres y sus consentimientos que le enseñaron a

pensar bien, mas no a corregir su temperamento: le

inculcaron buenas normas pero lo dejaron que las siguiese

cargado de orgullo y presunción, encaminándolo hacia el

egoísmo y el autoritarismo, creyéndose muy superior a los

otros en inteligencia y en otros talentos. Agradeció

infinitamente a Dios que a pesar de eso y con el gran

ejemplo de sus progenitores, hubiera sabido decidir y

encaminar su vida por el sendero del bien, sin caer como

tantos otros amigos en el abuso del poder o en el libertinaje,

y poder formar una familia con esa mujer maravillosa con la

que había sido tan feliz a pesar de todas las dificultades.

Al terminar su baño destapó la tina, se salió y se secó

rápidamente; se esparció loción, recogió todos sus utensilios,

se encaminó al vestidor y tocó la campanilla para llamar al

Sr. Smith y que le trajera todo lo necesario, esperando que

su mujer continuara con su descanso. Esperó a su

mayordomo en la sala adyacente que antecedía a la

recámara, para evitar que Lizzie se despertara con el ruido o

con el movimiento y cuando éste llegó, le ordenó que trajera

del invernadero las flores más exquisitas y todo lo necesario

para servirle a la señora el desayuno en la cama.

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–Disculpe la pregunta, señor, ¿la Sra. Darcy se encuentra

bien? –indagó el mozo con sincera preocupación.

–Se encuentra maravillosamente bien, gracias –afirmó

regocijado.

–Me alegro, señor –respondió con una sonrisa de

satisfacción–. Con su permiso.

Darcy se dirigió nuevamente a su recámara donde encendió

una vela, la colocó en la mesa y se sentó para escribirle a su

hermana y comunicarle la sorprendente primicia,

imaginando el júbilo que ella sentiría al leer esas líneas.

¡Cuánto habían soñado con este momento!

Cuando Lizzie despertó; él se sentó a su lado y le dijo

amorosamente:

–Sra. Darcy, ¿cómo ha amanecido hoy?

Él se acercó para sentir sus labios con delicadeza. Ella lo

rodeó por el cuello y lo atrajo hacia sí, continuando con el

beso.

–Bien, gracias –contestó sonriendo a unos centímetros de su

marido, vislumbrándose un brillo muy especial en los ojos.

–Hoy te ves preciosa –admiró y la besó nuevamente–. Tu

desayuno está servido.

–Yo podría comerte a besos.

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–Y yo estaré encantado –dijo riendo–, pero primero su

almuerzo, mi lady.

–Huele delicioso.

–Espero que sea de su completo agrado –indicó

incorporándose, abrió la cortina y acercó la charola con los

alimentos mientras Lizzie se sentaba.

–Agradezco mucho su gentileza, Sr. Darcy –dijo tomando un

sorbo de chocolate caliente–. Gracias por las flores, están

muy bonitas.

–Es lo menos que puedo hacer, Lizzie, después de la alegría

que me has dado.

Cuando los Sres. Darcy terminaron de desayunar, el Sr.

Smith tocó a la puerta para anunciar al Dr. Thatcher.

–Pase por favor, doctor –solicitó Darcy radiante de felicidad.

–Veo que ya le dieron la noticia. Les doy mis parabienes Sr.

Darcy.

–Muchas gracias.

–Buenos días, mi estimada Sra. Darcy, ¿cómo amaneció

hoy?

–Me siento mejor, doctor, gracias.

–Me alegro. Vamos a revisarla, si me permite Sr. Darcy.

–Sí doctor, esperaré afuera.

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Mientras Darcy aguardaba, caminaba de un lado al otro del

pasillo. Se sentía invadido de un gozo extraordinario que

nunca había experimentado, a pesar de ser plenamente

dichoso en su matrimonio; sin embargo esperaba ansioso

hablar con el médico para saber el estado general de su

esposa y de su embarazo. Todo esto era nuevo para ellos,

iniciaban un camino inexplorado que prometía enormes

satisfacciones y alegrías pero se divisaba oscuro, recóndito,

incomprensible, lleno de incertidumbre; sólo esperaba que el

médico le dijera que todo saldría bien.

Después de un largo rato, el doctor salió de la habitación.

–¿Cómo está mi esposa?

–La Sra. Darcy se encuentra bien. Ya le expliqué los

cuidados que debe tener, sobre todo en estos primeros

meses. También le dije que los malestares que siente desde

hace varias semanas son normales y en un tiempo se

disiparán.

–¿Otros malestares?, ¿cuáles?

–La falta de apetito provocado por los espasmos, basca y

malestares estomacales; vértigo, cansancio, sueño, pérdida

de peso, depresión...

–¿El dolor en el pecho está relacionado con su estado?

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–Sí, es completamente normal. Sólo hay una cosa que me

tiene con pendiente.

–¿Qué sucede doctor? –inquirió turbado.

–Me dijo su esposa que ha tenido varios desmayos.

–¿Varios? –interrumpió.

–Sí. Me preocupa porque en una casa tan grande, si se

encuentra sola y desfallece otra vez se puede llegar a

lastimar y es peligroso en su estado.

–Sí, es un riesgo.

–Por eso, le he dicho a ella pero le hago mucho incapié a

usted que procure que la señora tenga compañía todo el

tiempo, máxime cuando salga a caminar como habitualmente

acostumbra. Y, quedan prohibidos los viajes fuera de la

localidad; por favor que no realice esfuerzos, que se alimente

y descanse adecuadamente. Yo vendré a revisarla

regularmente para ver el progreso del embarazo, y

estaremos muy pendientes de esos desmayos que, aunque

son normales hay que vigilarlos. De todas maneras,

cualquier malestar o dolor que pudiera tener fuera de lo

normal, por favor me avisa inmediatamente.

–Sí doctor, así lo haré. Y ¿cuánto tiempo lleva el embarazo?

–Ya tiene aproximadamente cinco semanas.

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–¿Cinco semanas? ¿Desde antes de viajar a Londres? –

murmuró pasmado.

Darcy acompañó a la puerta al doctor y luego regresó con su

mujer, dando gracias a Dios por este milagro que al fin se

cumplía y reconociendo la mano de la Providencia que le

permitió llegar a tiempo para evitar una desgracia en el

incidente con el Sr. Hayes. Se estremecía sólo de pensar en

la posibilidad de perder esa vida tan valiosa que iniciaba y

que habían esperado y anhelado por tanto tiempo.

Entró en la habitación, se acercó a su esposa que reposaba

en la cama y tomó asiento.

–Lizzie, me ha dicho el doctor que has tenido varios

desmayos y otros malestares.

–Sí, pensé que era pasajero y no quería preocuparte.

–Ciertamente te había notado desmejorada y cansada… más

delgada y abatida, pero no imaginé que fuera tanto. Y

¿desde hace varias semanas? ¿Antes de nuestro viaje a

Londres? –preguntó extrañado.

Lizzie asintió sonriendo, bajó su mirada y tomó las manos de

su esposo, casi sin poder creer lo que estaban viviendo.

–Y ¿tenías alguna sospecha de tu embarazo?

–No Darcy, para mí también fue una sorpresa; como tú lo

habías dicho: “llegará cuando menos se lo esperen”, así fue.

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Pensé que esos malestares se debían en gran parte a todo

lo que sucedió con mi madre en Londres y que ese retraso

era como los anteriores. Llegué a pensar desde hace tiempo

que jamás lograría embarazarme. Lo había deseado todos

estos años y tuve tantas decepciones que aprendí a vivir sin

esa ilusión y ayer que me lo dijo el doctor no podía salir de

mi asombro. Es un milagro.

–Sí, es un milagro, pero tienes que cuidarte y alimentarte

mejor. Es por tu salud y la de nuestro hijo.

Darcy besó la mano de su mujer con inmensa ternura y

susurró:

–Yo también llegué a pensar que nunca lo diría: “nuestro

hijo”.

Darcy, al terminar la carta que estaba escribiendo para

Georgiana, se la dio al Sr. Smith para que la enviara de

inmediato por correo y entregara un mensaje a Starkholmes

en el cual invitaban a los Sres. Bingley a cenar. Durante el

día, Darcy permaneció al lado de su mujer; leyeron un rato

en el salón de esculturas y pasearon a media tarde en el

jardín. Luego se retiraron a su alcoba para que Lizzie

descansara; parecía que la energía que siempre la había

caracterizado ahora la había abandonado.

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Mientras ella tomaba una siesta, Darcy la contempló por un

largo rato sin dar crédito a lo que estaba sucediendo.

Rememoró a su buen amigo, el Sr. Bennet, y agradeció

aquellas palabras pronunciadas en su lecho de muerte que a

veces era lo único que lo alentaba para conservar la

esperanza. Agradeció a Dios por esa bendición que habían

esperado por tanto tiempo y se figuró cómo sería su vida en

adelante; recordó cómo Lizzie y él se la habían imaginado

desde antes de casarse, y que lo habían platicado en

diversas ocasiones en Longbourn: con Pemberley llena de

niños jugando en los jardines mientras ellos disfrutaban de

su compañía y de sus juegos, de verlos crecer y

compartiendo sus ilusiones y sus añoranzas. Éste era el

inicio de un sueño hecho realidad.

Cuando Lizzie despertó, Darcy, quien estaba sentado a su

lado, le dijo:

–¿Cómo ha estado mi amada Sra. Darcy?

–Bien –contestó Lizzie sonriendo–. Tuve un sueño

maravilloso, había un niño que corría en los jardines y jugaba

a la pelota contigo mientras tú lo llamabas “Frederic”, como

mi padre, y se parecía tanto a ti.

Darcy sonrió orondísimo, mientras le tomaba de la mano, y le

dijo:

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–Es una excelente idea, si es niño así lo llamaremos.

–Y ¿si es niña?

–Entonces será nuestra princesa y tú escogerás su nombre.

–Todavía no puedo creer que una vida esté creciendo dentro

de mí. Si no fuera por estos malestares ni siquiera

notaríamos su existencia.

–Es por la única razón que agradezco estos malestares, así

conocimos esta maravillosa noticia. Aunque no me gusta

verte indispuesta.

–Me tranquilizó el doctor cuando me dijo que era pasajero.

Ya ves, Jane también los tuvo y después de un tiempo se le

quitaron.

–Pero ahora los tienes tú. Empiezo a comprender el gran

valor de la maternidad. Desde el incio de la vida, la madre se

sacrifica por su hijo a costa inclusive de lo más elemental: su

salud. Y así inicia una cadena de entrega, de servicio y de

amor incondicional que no termina.

–Y yo agradezco infinitamente que tú estés a mi lado. Tu

preocupación, tu apoyo, tu aliento que me anima, tu

protección y el cuidado que siempre me has brindado; que

me hayas dado seguridad cuando me sentía tan irresoluta,

que me hayas mostrado el camino cuando estaba entre

tinieblas, que me hayas tendido la mano cuando estaba

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desfalleciendo, que me hayas infundido de tu fortaleza

cuando ya no tenía respiro, que me hayas escuchado

cuando me sentía tan confundida, que me hayas hecho

gozar sintiéndome amada con todas tus atenciones.

–Y tú me has compensado todo. He sido inmensamente feliz

a tu lado: al ver tu sonrisa mi corazón se llena de alegría; al

haberte ayudado y apoyado, consolado y fortalecido en la

tribulación, me he colmado de satisfacción al recuperar tu

paz; al haberte hecho gozar con mi amor yo lo he disfrutado

infinitamente. Y no olvido todos los detalles de cariño que me

regalas cada día, que me hayas dado con tu amor y tu

admiración la seguridad en mí mismo que tanto me faltaba,

que por tu amor haya querido luchar para ser un mejor

hombre, que me hayas acompañado todos los días dándome

valor aun cuando estemos lejos de casa. Reconozco todo el

apoyo que mi hermana recibió de ti sabiendo que para mí era

muy importante, tu constante lucha por superarte que me ha

llenado de orgullo y de complacencia… Y ahora has saturado

mi corazón de esta incomparable dicha, la de ser padres,

aunque para lograrlo sé cuánto sacrificio has pasado y, por

todo ello, te agradeceré eternamente.

Darcy, poniendo delicadamente su mano sobre su vientre, la

besó con devoción.

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Cuando el carruaje de los Sres. Bingley se vislumbró a lo

lejos desde la alcoba principal, Darcy ofreció el brazo a su

mujer para encaminarla al salón principal.

–Después de tantos años, la alcoba de Lady Anne volverá a

ocuparse –dijo Darcy al salir al pasillo, refiriéndose a la pieza

que se encontraba junto a la principal y que se comunicaba

interiormente con aquella.

–¿Acaso quieres que me vaya de tu habitación?

–¡No!, por supuesto que no –declaró riendo–. Ya sabes que

también es tu habitación y que me encanta compartirla

contigo. Además, recuerda que ya está destinada para un

nuevo miembro de la familia.

–Sí, lo recuerdo –suspiró–, aunque tuve la impresión de que

quisieras que las cosas cambiaran drásticamente.

–Eso sin duda sucederá, pero entre nosotros no tienen por

qué cambiar.

Lizzie y Darcy sonrieron.

Se acercaron a la puerta para recibir a los Bingley, quienes

los saludaron cortésmente. Luego Darcy los invitó a pasar al

salón principal a sentarse.

–¿Cómo están los niños? –preguntó Lizzie a Jane.

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–Diana tenía muchos deseos de venir a verte pero está

resfriada, así que preferí que se quedara en casa con sus

hermanos. La Srita. Susan se quedó con ellos. Y tú, Lizzie,

desde el otro día te vi más delgada, ¿has estado enferma?

–Me he sentido indispuesta, pero me ha dicho el Dr.

Thatcher que no debemos preocuparnos, pronto pasará.

Jane la miró extrañada y Bingley tomó la palabra:

–Darcy, supe por mi hermana que recientemente falleció

Thomas Girtin.

–Sí, me lo comentó Fitzwilliam ahora que estuve en Londres.

Es una lástima, tenía un futuro muy prometedor.

–¿Thomas Girtin? –curioseó Lizzie.

–Era un pintor de acuarelas, apenas iniciaba su carrera,

murió muy joven –respondió Bingley.

–Tengo entendido que pintó bellos paisajes. Y seguramente

en alguno de los libros de viaje que tú tienes vienen algunas

láminas hechas por él –completó Darcy.

–¿Qué más te dice Caroline en su carta? –inquirió Jane a

Bingley.

–No mucho. Me preguntó por todos nosotros y dijo que tenía

intenciones de venir a conocer a Marcus próximamente, pero

no sabe cuándo vendrá. Por lo pronto no para la navidad, ya

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que pasará las fiestas con alguna de sus amistades en

Londres.

Luego de una pausa, Bingley continuó:

–Y ustedes, Darcy, ¿dónde festejarán su aniversario de

bodas este año?

–En Pemberley.

–¿Cómo?, ¿este año no saldrán de viaje?

–No, pero igual festejaremos. Ya había pensado dónde llevar

a la Sra. Darcy pero los planes han cambiado, por

instrucciones médicas.

–¿Instrucciones médicas? –cuestionó Jane con

preocupación, viendo a su hermana.

–Tenemos una primicia que darles: la Sra. Darcy está

encinta –afirmó, mirando a su esposa con enorme cariño.

–¿Lizzie? –indagó Jane sin salir de su asombro.

Jane se puso de pie, se sentó junto a Lizzie y la abrazó con

los ojos anegados de lágrimas, mientras Bingley felicitaba

afectuosamente a su hermano y amigo.

–Darcy, no puedo salir de mi admiración. ¡Muchas

felicidades!

–Yo tampoco he podido salir y lo sé desde ayer –aclaró

Darcy con una sonrisa llena de gozo.

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–Lizzie, y ¿cómo has estado? –preguntó Jane mientras

limpiaba su rostro con un pañuelo.

–El Dr. Thatcher dice que estoy bien.

–Pero te sientes muy mal.

Lizzie asintió con una sonrisa.

–Dicen que si tú te sientes muy mal es señal de que tu bebé

está muy bien. Tal vez te sirva de consuelo.

–Y la Sra. Donohue ¿ya lo sabe? –averiguó Bingley.

–Hoy le mandé carta. Me habría gustado más darle la noticia

personalmente, pero no podía esperar. No sé cuándo

puedan venir a Pemberley –anotó Darcy–. Apenas la vimos

al regresarnos de Londres pero todavía no lo sabíamos.

–¿Te tocó viajar estando embarazada? –investigó Jane.

–Sí. Ya llevo cinco semanas, viajamos a Londres, a Oxford y

a Bristol y, a pesar de todo dice el Dr. Thatcher que me

encuentra bien –comentó Lizzie.

–Gracias a Dios. Una amiga perdió a su bebé en un viaje que

tuvo que hacer de emergencia. Los caminos estaban en

malas condiciones y…

–El Dr. Thatcher me recalcó que los viajes están prohibidos –

aseveró el futuro padre.

–Darcy, ¿estás seguro de que mi bebé se encuentra bien? –

examinó Lizzie angustiada.

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–El Dr. Thatcher tiene mucha experiencia y me habría dicho

algo de haber detectado algún problema.

–Lizzie, puedes estar tranquila. Esa inseguridad que sientes

me confirma que todo está bien –observó Jane con una

sonrisa, tomando sus manos.

–Jane, ¿tú crees que llegaré a ser una buena madre? –

preguntó Lizzie con poderosa incertidumbre.

–Sí, Lizzie –dijo, reconfortando a su hermana con cariño,

recordando cómo se sentía cuando ella le había hecho ese

mismo cuestionamiento en su primer embarazo.

La cena fue breve pero muy agradable. Jane platicó de su

experiencia en los embarazos anteriores, dándole a Lizzie

algunos consejos que le habían servido para sobrellevar los

malestares que ahora padecía. También acordaron que para

las próximas celebraciones de navidad las Bennet se

quedarían hospedadas en Starkholmes, para que Lizzie

pudiera descansar y estar tranquila; ofrecimiento que los

Darcy agradecieron.

Los Sres. Bingley se retiraron apenas concluyó la cena. Jane

no quería dejar demasiado tiempo a Marcus, ya que

seguramente sentiría hambre y comprendía que Lizzie

necesitaba descansar.

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Cuando Darcy se disponía ir a cabalgar, salió de su vestidor

y se extrañó de no ver a su esposa en la cama, que hasta

hacía unos minutos dormía profundamente. Escuchó unos

lamentos que provenían del baño, se acercó preocupado

dando grandes zancadas y empujó la puerta entreabierta,

encontrando a su mujer sentada en el piso frente a la

bacinilla, expulsando todo el contenido de su estómago en

dolorosas arcadas.

–Lizzie, ¿estás bien? –preguntó aproximándose a ella y

poniéndose en cuclillas para tomarla de los hombros.

–¡Vete de aquí! –gritó en un momento de respiro, antes de

vomitar otra vez.

–Pero te sientes mal –indicó, extrañado de la actitud de su

esposa–. ¡Estás blanca!

–¡Déjame sola!, ¡no quiero que estés aquí!

–No voy a dejarte en este momento.

–¡Odio cuando no me haces caso! –exclamó sin poder

contener otra basca–, ¡quiero estar sola!, ¡quiero que te

vayas!

–Me iré sólo si me dices que ya no me amas –la retó

poniéndose de pie.

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–¡Ya no te amo! –aulló al momento en que recapacitaba en

sus palabras y escuchaba los pasos de su marido que se

alejaban.

Sin darse cuenta de que temblaba de frío, tomó un respiro y

rompió en un llanto desconsolado, sintiéndose sola, como

había querido sentirse, pero profundamente miserable,

cuando percibió en sus hombros el peso de una manta y un

paño húmedo que limpiaba su rostro con extremo cuidado.

Darcy la tomó en sus brazos y ella, en un último intento de

revelarse, le dijo orgullosa:

–¡Yo puedo caminar, no estoy enferma!

–Estás muy débil, apenas te podías mantener sentada. En

lugar de quejarte, guarda tus energías para que entres en

calor –dijo ecuánime.

–¡No quiero que me veas así, en el peor momento de mi

existencia! –exclamó sollozando mientras su marido la

colocaba en la cama y, tras cobijarla, la abrazó para

transmitirle de su calor.

Cuando Lizzie dejó de temblar, Darcy se incorporó para mirar

sus ojos llorosos, secó sus lágrimas mientras escuchaba

nuevas quejas:

–No cumpliste tu palabra.

–¿Mi palabra?

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–De irte cuando yo dijera…

–Por supuesto que no, no te iba a dejar cuando más me

necesitabas, aunque pensé que no lo dirías.

–Sabes que no es cierto –suspiró mojando nuevamente su

rostro.

–Si, lo sé. Así me di cuenta qué tan mal te sentías.

Darcy se puso de pie y Lizzie no tardó en preguntar:

–¿Ya te irás a cabalgar?

–¿Quieres que me vaya?

–No.

–Entonces permíteme ofrecerte un poco de agua, dejaste

vacío tu estómago y te puedes deshidratar –dijo sirviendo el

líquido en un vaso y se acercó para dárselo–. ¿Así te has

sentido en las mañanas?

Lizzie asintió.

–¿Incluídas las ganas de correr a la gente? –preguntó con

ironía.

–Es la primera vez que alguien me acompaña –respondió

haciendo una mueca.

–Tendremos que ponerle remedio a esa soledad y, en caso

de que yo salga, indicaré a tu dama de compañía lo que

puede esperar de su ama.

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–¿Advierto cierta burla en sus palabras, Sr. Darcy? –

preguntó enfadada.

–Lo que quise decir es que siento mucho no haberme

quedado los otros días para acompañarte –corrigió su marido

al notar excesiva sensibilidad en su mujer–. ¿Te parece bien

si pido el desayuno a la habitación?

Lizzie asintió circunspecta.

En los siguientes días Darcy no salió a cabalgar, desayunaba

con su esposa y se retiraba a su despacho hasta que Lizzie

tenía mejor semblante; trabajó en el despacho con

Fitzwilliam para estar libre las siguientes semanas, en las

cuales quería festejar con Lizzie su quinto aniversario.

Fitzwilliam, al enterarse por Darcy de la gran noticia, sintió

una inmensa alegría y lo felicitó; al igual que a la Sra. Darcy,

quien agradeció con cortesía.

Entre tanto, Lizzie estuvo acompañada todo el tiempo por la

hija de la Sra. Reynolds, la Srita. Madison, con quien se

acopló bien como dama de compañía. Tuvo oportunidad de

escribirle a la Sra. Gardiner y a su amiga Charlotte, a

quienes, además de comunicarles la feliz novedad,

agradecía profundamente sus continuas oraciones y su

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apoyo. También escribió carta a su madre y a sus hermanas

en Longbourn para hacerlas partícipes.

Un día antes de su aniversario de bodas, Lizzie y Darcy

fueron al templo para orar por la conmemoración luctuosa del

Sr. Bennet y, sin duda, a dar gracias a Dios y a rezar por esa

criatura a la que esperaban con profusa ilusión. El pastor de

la comunidad –el Sr. Elton– los felicitó pródigamente por esa

bendición y ofreció continuar su oración por la familia Darcy.

A partir de ese día, Darcy se apartó de su despacho y se

dedicó a convivir con su esposa disfrutando de su

compañía, aunque ella se sentía nostálgica y no se

encontraba en las mejores condiciones. Darcy, con el fin de

alentar a su esposa, la invitó a dar un paseo por el jardín que

tanto le agradaba y ella aceptó con una sonrisa, pero sus

fuerzas se agotaron rápidamente, teniendo que hacer varios

descansos en el pequeño recorrido, además de sentir un

dolor en el vientre que afortunadamente desapareció con el

reposo. Con mucha pena, Darcy veía que los malestares de

su esposa en vez de disminuir iban en aumento: en vez de

normalizarse, su apetito se iba reduciendo cada vez más y lo

poco que comía no lograba retenerlo, los espasmos estaban

presentes todo el día, su cansancio era cada vez más

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pronunciado, su ánimo iba en detrimento y los

desvanecimientos eran más frecuentes. Preocupado por esta

situación, mandó llamar al Dr. Thatcher, quien, después de

hacer una minuciosa revisión y varias preguntas a los Sres.

Darcy, les dijo:

–El bebé se encuentra muy bien, pero al parecer quiere

ocasionarle monserga a su madre. Todo lo que tiene es

normal, pero si continúa así puede debilitarse mucho. Le

prepararé un suero para que durante el día se lo tome poco a

poco, un frasco completo. Ese alimento será suficiente pero

le pido que no deje de comer sólidos, aunque sea poco, y

más frecuentemente porque eso disminuirá las náuseas que

siente. Le escribiré la dieta que debe llevar y la frecuencia

con la que debe comerla. Si no logra retener este suero,

tendremos que administrárselo vía intravenosa. Espero que

no sea necesario. Le recomiendo guardar reposo, no

conviene que gaste la poca energía que tiene en hacer

esfuerzos hasta que logremos estabilizarla otra vez. De

todas maneras, yo vendré en una semana para revisarla

nuevamente y, si hay alguna otra duda o molestia, no duden

en avisarme.

Darcy, agradeciendo la visita del doctor, se dispuso a cumplir

con todas sus recomendaciones. En esos días que había

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apartado para su festejo se dedicó a cuidar de su mujer y,

por consiguiente, de su hijo, a acompañarla y a hacerle

menos tedioso este tiempo leyéndole varios libros que fueron

de su completo agrado. También le platicó de algunas de las

aventuras que vivió cuando era niño, y no tan niño, cuando

empezó a sentir atracción por algunas señoritas pero que a

la larga no habían sido de importancia.

Entre tanto, recibieron correspondencia de Georgiana que

Darcy le leyó a Lizzie:

“Muy queridos hermanos Lizzie y Darcy: La noticia que

acabo de recibir me ha dejado completamente conmovida.

Aún no puedo creer lo que leí y releí en diversas ocasiones

tratando de asegurarme que mi comprensión fuera correcta.

¡Qué maravillosa noticia! Darcy, no sabes el alivio que ha

traído a mi corazón que este milagro se haya cumplido justo

en este momento. Lizzie, tu fe y tu continua lucha son un

ejemplo para todos nosotros. Ahora te pido a ti que reces por

nosotros; yo seguiré rezando para que mi sobrino nazca muy

bien.

Me dice Patrick que haremos todo lo posible para ir a

visitarlos pronto pero no me pudo asegurar cuándo, depende

de la evolución de un paciente. Rezo para que pueda

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abrazarlos y disfrutar de esta enorme alegría con ustedes.

Con cariño, Georgiana”.

También recibieron cartas de los Sres. Gardiner, de Charlotte

y de las Bennet, dándoles la enhorabuena y también de

Jane, quien mostraba preocupación por su estado de salud,

mandándole muchos saludos y esperando que todo el

malestar que ahora sentía acabase pronto. Todas estas

cartas llenaron de gusto a Lizzie que, aunque continuaba

taciturna, apreciaba la demostración de cariño que las

personas que amaba le enviaban.

Asimismo, Darcy recibió una misiva del comandante

Randalls en la cual le informó que el Sr. Hayes ya había sido

enviado a prisión, de donde no saldría sino hasta cumplir una

condena de diez años.

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CAPÍTULO XI

Ya estaba cerca la navidad y afortunadamente Lizzie se

encontraba un poco más recuperada. El suero del doctor

había tenido buenos resultados, aunque continuaba con sus

molestias por lo menos se iba fortaleciendo y ya toleraba un

poco más de alimento. El doctor le recomendó continuar con

el suero hasta nueva indicación, era el sustento necesario

para el bebé, y autorizó que saliera de su alcoba siendo muy

sagaz en las actividades que podía realizar. Así, se dispuso

a recibir con su marido a los familiares que estarían de visita.

Darcy, al ver a su esposa lista para el convivio, le dijo

mientras tomaban asiento en el sillón de su recámara:

–Me alegro tanto verte más animada, Lizzie. Le pedí por

carta a Georgiana que ellos fueran los anfitriones de la fiesta.

–¿Por qué?

–Así, en caso de que te sientas indispuesta, en cualquier

momento te podrás retirar y yo acompañarte, sin

preocuparnos de los invitados.

–Espero que eso no suceda.

–De todas manera, considero sensato que no te esfuerces

demasiado y que nos retiremos a una hora prudente. Todos

comprenderán que necesitas descanso.

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–Y tú, ¿no querrás mejor quedarte a convivir con todos en

vez de aburrirte mientras yo descanso?

–No preciosa. A tu lado no me aburro, eres la mejor

compañía.

Ella sonrió, mientras su esposo la observaba con cariño.

–Tu sonrisa hoy luce intensamente hermosa y tu mirada

tiene un destello muy especial –señaló acariciando su rostro.

Darcy, viendo sus labios con cariño, se acercó para disfrutar

de la suavidad con su boca.

–Ya extrañaba sentir tus labios –susurró Darcy.

–Si me besas demasiado, acabarás sintiendo espasmos –

murmuró Lizzie.

–Entonces podré comprender un poco más lo mal que te has

sentido –indicó y la besó nuevamente–. Además, también es

mi hijo. No es justo que sólo tú cargues con todo.

Lizzie lo besó delicadamente, sintiendo que ya no quería

separarse de su lado. El beso fue subiendo de intensidad y

les hizo recordar lo maravilloso que era sentirse unidos

cuando Darcy se separó y se levantó. Ella lo observó

extrañada mientras él caminaba rumbo a la ventana, donde

estuvo observando al horizonte por varios minutos sin emitir

palabra. Luego se dirigió a su vestidor y se dilató otro tanto,

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hasta que por fin salió, le ofreció el brazo a su mujer y

bajaron al salón principal a recibir a sus invitados.

Más tarde, el Sr. Smith abrió el portón y recibió a los Sres.

Donohue. Georgiana entró corriendo a la casa y abrazó

cariñosamente a Lizzie y a su hermano que se acercaban

para recibirla. Enseguida ingresó el Dr. Donohue y también

les dio sus congratulaciones. Darcy los invitó a pasar al salón

principal y todos tomaron asiento, en tanto el Sr. Smith les

servía una taza de té.

–¿Cómo has estado Lizzie?, te ves más delgada que en

Londres –observó Georgiana.

–Sí, espero ya haber pasado lo más difícil.

–El Dr. Thatcher le mandó un suero especial y una dieta que

ha seguido para recuperarse de la anemia –explicó Darcy.

–Esos sueros son muy buenos –agregó Georgiana

recordando cuando el Dr. Donohue se los administró estando

al filo de la muerte.

–Lástima que no quitan por completo los malestares –afirmó

Donohue.

–¿Usted conoce algo que sí los quite? –preguntó Lizzie.

–No, algunos sólo los disminuyen pero cuando son muy

intensos no se percibe su efecto.

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–Entonces, ¿qué le puedes recomendar a mi querida

hermana? –examinó Georgiana a su marido.

–Sólo tener paciencia y no dejar de comer, aunque no sienta

apetito.

–¿Apetito? Creo que he olvidado el significado de esa

palabra –respondió Lizzie riendo.

–Por lo menos tu ánimo ha mejorado –observó Darcy

sonriendo.

–¿Tan mal ha estado? –indagó Georgiana mientras Darcy

asentía–. Si te sientes indispuesta Lizzie, no dudes en irte a

descansar en cualquier momento; yo me encargo de los

invitados y de la cena.

–Gracias Georgiana, así lo haré.

Los Sres. Donohue se retiraron a su habitación para

instalarse y descansar del viaje, luego regresaron al salón

principal donde los Sres. Darcy habían permanecido. Al cabo

de un rato, llegaron también los Sres. Gardiner y Fitzwilliam

que se hospedarían en Pemberley. Igualmente los Sres.

Darcy los recibieron cortésmente y todos los felicitaron con

generosidad; la Sra. Gardiner con un cariño muy especial.

Georgiana hizo todas las funciones de la anfitriona, como le

había pedido Darcy en su momento, Donohue la apoyó

debidamente y acompañaron a los invitados a sus

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habitaciones para que se instalaran y se prepararan para la

próxima celebración.

Por último, ya estando reunidos todos en el salón principal,

Diana entró corriendo a saludar a su tía y tras ella el

pequeño Henry. Lizzie, permaneciendo sentada, los recibió

con un abrazo y Diana le preguntó:

–¿Dónde está mi primo? ¡Mi mamá me dijo que iba a tener

un primo!

–Ya viene en camino, sólo hay que esperar que crezca más,

así como Marcus.

–¡Ah! entonces falta mucho –exclamó, viendo el vientre de su

tía.

Lizzie se rió acariciando a su ahijada.

El Sr. Smith anunció la llegada de la familia Bingley y las

Bennet. Todos, excepto Lizzie, se pusieron de pie para

recibirlos. Los Sres. Bingley y las Bennet entraron al salón

principal, la ola de felicitaciones y abrazos continuó y,

después, todos tomaron asiento y continuaron departiendo

sobre el tema del momento.

–Cuando recibí su carta Sra Darcy, no podía dar crédito a lo

que estaba leyendo –explicó la Sra. Bennet–. Pensé que eso

nunca sucedería.

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–El Sr. Darcy lo predijo: llegará cuando menos se lo esperen

–recordó Lizzie.

–¿Quién lo iba a decir, después de tantos años? Yo

esperaba que los Sres. Donohue nos dieran pronto una

noticia así y en cambio la recibimos de los Sres. Darcy –

comentó Kitty.

–¡Vaya que ha sido una sorpresa para todos! Y nos ha

llenado de alegría –expuso el Sr. Gardiner.

–No hemos hablado de otra cosa desde que llegamos,

¿cuándo nacerá? –preguntó la Sra. Bennet.

–Aproximadamente en julio –respondió Darcy.

–Todavía tenemos tiempo para hacerle algunos bordados –

señaló la Sra. Bennet–. Lady Lucas le manda muchos

saludos, Sra. Darcy. ¡No puedo creer que ya vaya a tener a

mi quinto nieto! El Sr. Bennet estaría feliz.

Lizzie sonrió recordando a su padre.

–Todos estamos muy felices mamá –recalcó Jane–. Después

de tanto tiempo de esperarlo.

–Y, ¿cómo se ha sentido, Sra. Darcy? Traje las hierbas

necesarias para quitar los molestos espasmos, estoy

persuadida de que sí las necesita –afirmó la Sra. Bennet.

–Gracias mamá, pero ya me siento mejor.

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–Por su semblante yo creo que todavía continúa con los

malestares. Es muy fácil prepararla, si quiere yo se la traeré

lista para que no tenga que realizar esfuerzos. La Sra.

Bingley nos comentó que ha estado en reposo. ¡Ay, mi pobre

Lizzie!

–Mamá, el Dr. Thatcher y el Dr. Donohue nos han dicho que

esas hierbas no funcionan y que, en realidad, nada quita los

espasmos, sólo el tiempo.

–A mí me funcionaron muy bien en todos mis embarazos y

también a Jane. Aunque sólo las quiso usar en su primer

embarazo.

–Porque no tuvo más remedio –comentó Kitty.

–Mamá, no fueron de gran utilidad en mi caso –reconoció

Jane.

–Sr. Darcy, mire a mi pobre Lizzie; se ve muy desmejorada,

nunca la había visto tan delgada. Si falta quién te cuide,

Lizzie, yo vengo contigo todo el tiempo que sea necesario.

La Sra. Bingley comprenderá que necesitas de mi ayuda.

–Te lo agradezco, mamá. El Sr. Darcy me ha cuidado con

mucha dedicación y gracias a eso es que el Dr. Thatcher me

permitió celebrar hoy con ustedes.

–¡Vaya!, otra cualidad del Sr. Darcy que tenía muy escondida

–indicó Kitty riendo.

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Georgiana, cumpliendo con su importante encomienda,

indicó a todos los presentes que podían pasar al comedor.

Para esta cena, la distribución de la mesa había sido

modificada. Los actuales anfitriones, los Sres. Donohue, se

sentaron en las cabeceras, mientras que los Sres. Darcy

ocuparon los lugares que correspondían a los invitados,

haciendo que Lizzie se sintiera más relajada.

–Y su viaje desde Longbourn ¿estuvo agradable, Sra.

Bennet? –preguntó Georgiana.

–Sí, venía con mucha ilusión de ver a mis nietos y a mis hijas

y fue placentero, gracias.

–Y ¿cómo está su familia en Gales, Dr. Donohue? –inquirió

Kitty.

–Bien, gracias. Iremos a visitarlos después de año nuevo por

unos días.

–¡Ay! ¡Yo quiero ir! –exclamó Kitty.

–Tal vez en otra ocasión, Kitty –señaló Lizzie con sagacidad.

–Yo estoy de acuerdo con la Sra. Darcy –aclaró la Sra.

Bennet–. Si el Sr. Robert Donohue tuviera algún interés

hacia ti, ya te habría buscado Kitty.

–Según me han contado, eso no sucedió entre Georgiana y

el Dr. Donohue y, a pesar de todo se casaron muy

enamorados –explicó Kitty con indiscreción.

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–Kitty, deja de insistir –murmuró Lizzie.

–Y ¿cómo están los Sres. Donohue en Gales? –preguntó la

Sra. Gardiner.

–Muy bien, gracias –contestó Donohue–. Se están

preparando para las futuras nupcias de mi hermano.

–¿Futuras nupcias? –susurró Kitty confundida.

–Justamente iremos a conocer a su prometida –afirmó

Georgiana.

–Entonces le mandamos muchas felicitaciones a toda su

familia –contestó el Sr. Gardiner.

–¡Mi pobre Lizzie! –interrumpió la Sra. Bennet–, apenas ha

probado bocado. Sr. Darcy, debe insistirle que coma mejor,

es por el bien del bebé.

–Ya está comiendo un poco mejor, Sra. Bennet –objetó él.

–Pero usted, Sr. Darcy, parece que está en huelga de

hambre. ¿También tiene poco apetito?

Lizzie se rió, mientras su marido la observaba con cariño.

–Todos los platillos están exquisitos, Sra. Darcy –comentó la

Sra. Bennet, sirviéndose otra generosa ración.

–Lizzie, ¿qué te ha dicho el médico? –indagó la Sra.

Gardiner.

–El Dr. Thatcher dice que el bebé se encuentra muy bien y

que las molestias se quitarán en los próximos meses.

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–¿Y será suficiente para mi nieto tan poco alimento? –

investigó la Sra. Bennet.

–El médico le mandó un suero para garantizar el adecuado

desarrollo del bebé y el restablecimiento de la Sra. Darcy –

explicó su yerno.

–El Dr. Thatcher es un excelente médico –indicó Bingley–.

Recuerdo que también le mandó a Jane un suero.

–Sí, con Henry, aunque yo no estuve tan mal como Lizzie –

aclaró Jane.

–Por cierto Darcy, se me había olvidado comentarte –indicó

Bingley–. ¡Qué cosa más curiosa! Me dijeron en las minas y

en la fábrica de telas que ha estado rondando una mujer y

preguntando por el dueño. Según la descripción que me han

dado parece que es la Srita. Margaret Campbell.

–¿La Srita. Campbell? –preguntó Lizzie azorada.

–¿Has sabido algo de ella?

–No, en absoluto –aseguró Darcy con indiferencia.

–¿Quién es la Srita. Campbell? –murmuró Kitty con intensa

curiosidad al ver el desconcierto de su hermana.

–Ya les dije a los veladores que en caso de que la vuelvan a

ver le den mi dirección para saber qué se le ofrece –informó

Bingley.

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Lizzie se tornó pensativa y Darcy, al ver el cambio de ánimo

que ella manifestaba, se puso de pie y dijo a todos los

convidados, quienes lo observaban con atención:

–Esta noche quiero proponerles un brindis. Hace un lustro

nos reunimos para festejar la navidad en esta misma mesa.

Cuatro de nosotros iniciábamos una vida de incomparable

felicidad y esperanza, con la ilusión natural de escuchar

inocentes risas a nuestro alrededor en poco tiempo. Por

voluntad del Dueño de nuestra existencia, a quien agradezco

infinitamente la maravillosa esposa que me reservó, nuestra

vida ha caminado por un sendero diferente, no por ello

menos dichoso. Hoy quiero corresponder a todas y a cada

una de las bendiciones que he recibido desde entonces de

Él, quien nos ha cuidado y guiado hasta este momento, y de

la Sra. Darcy, que me ha hecho el hombre más fausto de la

tierra. Brindo por esta mujer extraordinaria que con su alegría

ha iluminado mi existencia, con su sonrisa ha mitigado las

dificultades, con su incomparable voluntad ha luchado para

conservar la esperanza que hoy vemos cumplirse y a quien

yo deseo seguir entregando toda mi devoción.

Lizzie sonreía con un profundo gozo mientras los demás

brindaban a su salud, reconociendo el gran honor que Darcy

le había otorgado y que sin duda era merecedora del mismo.

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Cuando terminó la cena, todos pasaron al salón principal.

Lizzie mostró deseos de retirarse cuando Georgiana le dijo

que esperara unos momentos; llamó al Sr. Smith que trajo un

paquete y se lo entregó a la Sra. Darcy, quien lo abrió y muy

conmovida agradeció; era una mesa que Georgiana había

pintado para su sobrino. Igualmente la Sra. Gardiner, Jane y

Mary le entregaron algún regalo para el bebé que también

correspondió. Lizzie sentía una enorme alegría de ver a

todos, sumado al júbilo que concebía por su embarazo, pese

a su malestar que se había convertido desde hacía varias

semanas en algo permanente.

Mientras subían las escaleras, Darcy le dijo a Lizzie,

llevándola del brazo:

–Me da mucho gusto que hayas disfrutado de la cena.

–Sí, aun cuando a todos los hemos visto hace poco, hoy los

veo diferente. Gracias por las hermosas palabras que me

dirigiste.

–Ya me lo has compensado con tu sonrisa.

Lizzie sonrió.

Darcy se detuvo una puerta antes de su alcoba, la que había

pertenecido a Lady Anne, y su esposa aguardó extrañada. Él

sacó una llave de su levita, abrió la puerta y cedió el paso a

su mujer, quien entró y permaneció suspendida unos

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momentos contemplando lo que había soñado hacía tanto

tiempo y que ya era una realidad: era la alcoba de su bebé,

tal como se la había imaginado y se la había descrito a Darcy

desde antes de su boda: con todos los detalles, los colores,

la cuna, las tersas y blancas sábanas, las cortinas, el sillón.

Todo estaba allí, esperando a que la criatura que llevaba en

sus entrañas, a la que ya amaban profundamente aun antes

de ser concebida, naciera.

Lizzie caminó despacio, con los ojos desbordados de

lágrimas, y se dirigió a la cuna; acarició la madera que

protegería en un futuro a su bebé de alguna caída y que lo

abrazaría con cariño durante su sueño. Luego se acercó a la

cómoda, abrió los cajones donde ya estaba acomodada la

hermosa y fina ropa, cogió alguna prenda y la olió

delicadamente, mientras Darcy le decía:

–Georgiana me ayudó trayendo la ropa de Londres y la

acomodó antes de la cena.

–Pero, ¿desde cuándo has preparado todo esto?

–Desde que estás en reposo. Mientras dormías venía a

revisar el trabajo y el Sr. Smith y la Sra. Reynolds me

apoyaron el resto del tiempo. Georgiana me trajo varias

cosas que faltaban y lo completamos hace unas horas. La

cuna y la cómoda ya las había mandado hacer desde antes

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de nuestra boda, tal como tú me las habías descrito.

Estuvieron guardadas hasta ahora.

–¿Desde entonces? –susurró Lizzie.

Darcy se acercó y enjugó su rostro afectuosamente.

–Seguramente estás cansado de verme llorar por cualquier

cosa.

–Estás embarazada, es normal que te sientas muy sensible –

comprendió Darcy y, dándole un beso en la frente, la abrazó

con devoción.

A la mañana siguiente, Lizzie se despertó mientras su marido

escribía una carta en la mesa de la alcoba. Ella se levantó y

tomó asiento en la silla en tanto él suspendía su trabajo.

–¿Alguna carta por asuntos de negocios?

–Sí –dijo Darcy tomando sus manos.

–¿Son tan odiosas esas cartas? –preguntó sonriendo.

–No –respondió riendo, recordando cuando la Srita. Bingley

le había hecho esa observación–. Fitzwilliam me comentó

que han habido problemas en Londres para recibir el carbón

que se distribuye en la ciudad. Espero que con esto sea

suficiente para arreglarlo.

–Si tienes que trabajar o ver algún asunto con el coronel, o

quieres ir a cabalgar, jugar billar o ajedrez aprovechando la

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visita de Donohue… Desde que estoy en reposo no has

salido a cabalgar.

–No he querido dejarte sola.

Lizzie sonrió.

–Te lo agradezco y lo he disfrutado mucho.

–Yo también lo he disfrutado.

–Gracias a Dios y a tus cuidados ya me siento mejor. Si

tienes alguna actividad, seguramente mi tía o Georgiana me

podrán acompañar, y si no, la Srita. Madison que me atendió

bien las últimas veces y fue agradable su compañía. No

quiero que te canses de estar conmigo, más cuando no

puedo hacer muchas cosas. Con certeza te has de sentir

encerrado en estas cuatro paredes.

Darcy sonrió y besó su mano devotamente.

–Me alegro mucho de que ya te sientas mejor. Y sí, me has

descubierto recluído, pero en tu corazón y eso, lejos de

molestarme, me llena de satisfacción.

Lizzie se puso de pie y se sentó en el regazo de su esposo.

–Ya que sabes que me siento mejor, quiero que continuemos

lo que dejamos pendiente ayer –dijo besándolo

apasionadamente y desarmando el moño con gran habilidad.

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–Lizzie… tal vez no… –dijo entre besos hasta que Lizzie lo

enmudeció con un tórrido beso–. Tal vez no sea buena idea

–logró decir cuando su esposa se separó para respirar.

–¿Cómo? ¿Por qué?, ¿acaso ya no me deseas? –preguntó

sorprendida, haciendo énfasis en lo último–. ¿Desde cuándo

es eso, desde ayer que te fuiste y me dejaste alborotada? –

insistió parada esperando su respuesta.

–No, claro que no, pero…

–Por lo visto tu muestra de solidaridad para conmigo ya se

acabó en el momento en que ayer no pudiste cenar como

hubieras querido. Hoy no te quieres perder de tu exquisito

desayuno.

Lizzie se giró para retirarse a su vestidor cuando Darcy la

sostuvo del brazo y la volteó para verla a los ojos.

–Sabes que tampoco es eso.

–Entonces ¿ya no soy tan bonita como para tentarte?

–Me pareces más bonita que el día en que te conocí, si eso

es posible. Lizzie, creo que no es correcto, es indecoroso…

–¿Indecoroso?

–No quiero lastimarte. Si te hiciera daño a ti o al bebé, no me

lo perdonaría y el Dr. Thatcher no me dijo que se pudiera.

–¿Acaso le preguntaste?

–No, no me pareció oportuno.

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–Entonces mándalo llamar para preguntarle.

–Lizzie, es navidad, seguramente estará con su familia y no

me gustaría que viniera sólo para preguntarle eso.

–¡Así demuestras cuánta importancia tiene este asunto para

ti! –dijo con los ojos llenos de lágrimas–. Yo te amo y deseo

estar contigo y, por lo visto tú…

Lizzie se volvió y cerró la puerta de su vestidor. Darcy se

acercó pero no pudo entrar ya que su mujer había puesto

llave a la cerradura. Se acomodó nuevamente el moño y

salió de su habitación.

En el camino a buscar su caballo se encontró con los Sres.

Donohue que regresaban de su paseo en trineo y disfrutaban

de la hermosa vista del paisaje nevado. Darcy se acercó a

ellos y, después de los saludos, dijo:

–Dr. Donohue, ¿me permite hacerle algunas preguntas, a

solas? –aclaró viendo a su hermana.

Ambos asintieron y los caballeros se internaron hacia el

jardín.

–¿La Sra. Darcy se encuentra bien? –preguntó el Dr.

Donohue rompiendo el sigilo en el que sólo se escuchaban

las pisadas hundiéndose en la nieve.

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–Sí, supongo que sí… Ayer vino el Dr. Thatcher y se mostró

complacido con el embarazo, pero olvidé aclarar unas dudas

con él.

Después de dichas estas palabras, siguió un incómodo

silencio, hasta que Darcy continuó sin poder evitar el

nerviosismo y el rubor a su máximo nivel, que intentó

disminuir desviando su mirada y haciendo grandes

movimientos con las manos.

–Mi esposa quiere saber… A mí me parece inadecuado dado

su estado, aunque ella afirma que se siente mejor pero… Sin

embargo, ella insiste en que no hay problema y quiero

confirmarlo con el médico aunque no me parece apropiado

mandarlo llamar sólo por esto. Supongo que usted me lo

puede aclarar.

–¿Y cuál es la duda? –inquirió Donohue por puro trámite,

sólo para confirmar sus sospechas.

–Ella tiene deseos de… ella es una persona muy

apasionada.

–¿Y eso le molesta a usted?

–No, quiero decir, en su estado me parece que puede ser un

riesgo.

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–¿El reposo que le impuso el Dr. Thatcher se debe a algún

sangrado que ella tuviera, algún dolor, comentó de algún

riesgo en la gestación?

–No, se lo indicó sólo por la disminución de peso que ha

presentado y la intensidad de las náuseas –contestó

respirando profundamente.

–Entonces, si ella se siente bien, no veo que haya ningún

problema. Por el contrario, algunas mujeres se vuelven más

apasionadas durante el embarazo, otras evitan a sus

maridos a toda costa, a veces son incomprensibles.

Darcy no pudo reprimir una sonrisa pensando en que era

afortunado.

–Así es que no se preocupe, Sr. Darcy.

–No, es sólo que ella estaba mal interpretando las cosas,

imaginando otras tantas.

–Lo entiendo perfectamente.

–Si me disculpa, iré a concluir algunos asuntos mientras

todos bajan al desayuno. Con su permiso.

Darcy se retiró y se encontró a su paso a Georgiana que se

dirigía hacia su marido.

–¿Todo bien con mi hermano?

Donohue asintió mientras le tomaba la mano a su esposa.

–¿Qué te preguntó que estaba tan nervioso?

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–Algunas dudas que surgen en los padres primerizos.

¿Quieres continuar con tu paseo matutino?

–Ya regresó Fitzwilliam de cabalgar y los Gardiner ya

bajaron, sólo falta Lizzie. Yo creo que es mejor que

regresemos.

–No te preocupes, tus hermanos tardarán un rato en

presentarse.

Darcy entró a su alcoba, preparado con la llave del vestidor

de su mujer. Como lo había imaginado, ella continuaba

dentro y la puerta cerrada, misma que abrió encontrando a

su mujer sentada en el sillón abrazando a sus piernas y su

mentón sobre las rodillas, con la respiración agitada por el

llanto y los ojos enrojecidos.

–¿Hoy no tienes apetito? –preguntó al ver que seguía en

bata.

–Creo que puedes disculparme con los demás, no tengo

deseos de bajar a desayunar. ¿Podrías decirle a la Sra.

Reynolds que me traiga algo ligero?

–No.

–Entonces ¿a qué has venido? ¿Quieres que me disculpe

por cerrarte la puerta en las narices? –increpó furiosa,

limpiándose el rostro con el dorso de la mano.

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–No –dijo acercándose hacia ella–. En realidad vine a

levantarte los ánimos, a concluir algo que he querido hacer

desde la última vez –indicó besándola profundamente–.

¿Cómo es posible que no te des cuenta de lo que provocas

en mí tan sólo con tu cercanía, con tu aroma? ¡Me vuelves

loco! –aseguró con la respiración entrecortada, rozando sus

labios y continuando con el beso–. No tienes idea de la

fuerza de voluntad que tuve que sacar ayer para contenerme

y no sucumbir a tus encantos. Puedes comprobarlo cuando

quieras –gimió al sentir que lo obedecía.

–Sr. Darcy, pare de hablar y vayamos a lo importante. Quiero

ser tuya para siempre.

Él rió y continuó con lo que había interrumpido.

Lizzie se acercó para pedirle a su marido que abrochara su

vestido. Tras aspirar el delicado aroma a limpio de sus

cabellos, besó delicadamente su cuello y cumplió con su

tarea, resignándose por tener que ir a atender a sus

invitados.

–Dígame Sr. Darcy, ¿qué le hizo cambiar de opinión y llamar

al Dr. Thatcher? –preguntó su esposa al girarse y tomar sus

manos.

–No lo mandé llamar.

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–Entonces fuiste a buscarlo.

–No fue necesario.

–¿Acaso decidiste proceder sin aclarar tus dudas

previamente?

–No, por supuesto que no.

–Sr. Darcy, ¿puede satisfacer mi curiosidad, como otras

necesidades?

–Si para ti es importante, lo haré. Hablé con el Dr. Donohue.

–¿Con el Dr. Donohue? –preguntó sorprendida–. ¿Y qué le

dijiste?

–La verdad, que mi esposa es increíblemente apasionada.

Lizzie gritó de la vergüenza, se tapó la cara con las manos y

se apoyó en su pecho.

–¡Qué pena! ¡Ya no podré salir de la habitación hasta que

ellos se vayan! Y ¿le dijiste que tú también…? –inquirió

levantando su vista con esperanza de salvar su reputación,

esbozando una pícara sonrisa.

–No, por supuesto que no.

Lizzie volvió a gritar y a esconderse entre las solapas de su

marido.

–Pero ¿por qué tanto escándalo?

–¿Qué pensarías –indagó mirándolo fijamente–, si el Dr.

Donohue hablara contigo confesándote la debilidad que tiene

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Georgiana para con él, que responde locamente a su

invitación?

–Prefiero no pensar en ello, aunque sospecho que es una

realidad.

–¿Y si él desconociera que le corresponde con la misma

pasión?

–¡Eso es un revés! –exclamó viendo a su mujer reírse–.

Aunque tú no has considerado que hay cosas implícitas en

los hombres, que no tenemos que aclarar.

–¿Cómo qué cosas, Sr. Darcy?

–Que si me casé contigo es porque te amo; haría todo, todo,

con tal de verte feliz, inclusive entrevistarme con él de estos

temas.

–Gracias –murmuró casi tocando sus labios y lo besó.

Cuando los Sres. Darcy bajaron al salón principal ya los

esperaban los Sres. Donohue y Fitzwilliam. Lizzie agradeció

a Georgiana toda la ayuda que había brindado para poder

hacer posible la sorpresa de la noche anterior.

–Lizzie, mi hermano y yo lo habíamos planeado desde hace

más de cinco años. En cuanto supe la noticia sabía que

tenía que apoyarlo en los preparativos y le sugerí hacerlo

para la navidad.

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–Lamento que tardara tanto.

–Lo importante es que ya viene en camino y estamos

preparados para recibirlo con todo nuestro cariño.

En ese momento los Sres. Gardiner se presentaron y

saludaron a sus anfitriones, Georgiana los invitó a pasar al

comedor.

–¿Cómo has amanecido hoy, Lizzie? –preguntó la Sra.

Gardiner.

–Me siento muy bien, tía, y completamente satisfecha –

respondió sonriendo.

Darcy tosió para impedir que se ahogara con el jugo que

bebía al tiempo que Donohue simulaba una sonrisa.

–Y tú Darcy, ¿te encuentras bien? –inquirió Georgiana

preocupada.

–Perfectamente, aunque hoy sólo comeré fruta y un poco de

pan, Sr. Smith, gracias –dijo, negándose a su platillo favorito.

–¿Te sientes bien, hermano?

–Sí, claro.

–En sus condiciones es mejor un desayuno ligero, creo que

hoy el Sr. Darcy ya ha tenido suficiente deleite –declaró

Lizzie con una mirada pícara dirigida a su marido.

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Donohue trató de someter su risa sin mucho éxito, evitando

la ojeada interrogativa de su esposa que se encontraba

enfrente de él.

–Hoy me gustaría dar un paseo por el jardín –espetó Lizzie.

–Tendrá que ser un paseo corto, Lizzie. No conviene que te

esfuerces –sugirió su marido, carraspeando.

–Como el Sr. Darcy ordene –indicó sonriendo.

–Yo creo que te sentará muy bien tomar un poco de sol –

comentó la Sra. Gardiner.

–Y después iremos a la fiesta de Diana.

–Considero que no es prudente, Lizzie –aclaró su esposo.

–Darcy, me gustaría ver a mi ahijada, es su cumpleaños.

–El Dr. Thatcher te levantó el reposo con la condición de que

fueras sensata en tu actividad y hoy te has excedido.

–¿Excedido?, pero si apenas bajó de su habitación –observó

Georgiana inocentemente, provocando que el rubor de su

hermano hiciera su aparición.

–Prometo quedarme sentada y estar sólo un rato.

Descansaré antes de irnos.

–Dr. Donohue, si la Sra. Darcy fuera su paciente, ¿qué le

recomendaría?

–No conozco bien el caso de la Sra. Darcy pero por lo que

me ha platicado Georgiana y lo que he podido observar, sí

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considero que debe ser sagaz. Si quiere ir a la fiesta y estar

un tiempo razonable, entonces el paseo lo podrá realizar otro

día. Poco a poco podrá ir incrementando su actividad,

conforme se alimente mejor y recupere su energía.

–Entonces estaremos sólo un rato en Starkholmes –

concluyó.

Al término del almuerzo, Darcy escoltó a su esposa a su

habitación, mientras indagaba:

–¿Qué pretendías con tus comentarios?

–Terminar de alimentar tu ego.

–Y alimentar un poco el tuyo.

–No me culpes a mí por tus acciones. Tal vez si me hubieras

besado menos, habrías podido desayunar un poco mejor –se

burló Lizzie.

–¿No te dio vergüenza decir eso enfrente de tus tíos?

–Ese comentario iba dirigido sólo a dos personas, al

directamente afectado y a un médico perspicaz.

–Muy inteligente de tu parte.

–Deberías alegrarte, pude lanzarte algunas miradas lascivas.

Darcy rió a carcajadas.

–Entonces la sonrojada habrías sido tú.

–Por eso no lo hice.

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Los siguientes días Darcy invitó a los señores a cabalgar y a

ir de cacería, incluyendo a Bingley que ya estaba fastidiado

de sus visitas, mientras que Lizzie continuaba su descanso

acompañada por Georgiana y la Sra. Gardiner, cansada de

no poder realizar sus actividades cotidianas y de que

estuvieran ayudándole en todo sin permitir que hiciera el

mínimo esfuerzo. Por las tardes salían todos a caminar,

aunque Lizzie y Darcy realizaban un pequeño recorrido en el

jardín y se sentaban un rato enfrente del lago congelado a

platicar. Después de la cena Lizzie se retiraba temprano y,

cuando ya estaba dormida, Darcy bajaba un rato a jugar

ajedrez con Donohue, mientras Fitzwilliam y el Sr. Gardiner

jugaban en otro tablero y Georgiana conversaba con la Sra.

Gardiner.

Una mañana, mientras Lizzie y Georgiana estaban en su

sala privada y platicaban de cómo se había sentido y toda la

atención que había recibido de Darcy, Georgiana le confesó:

–Lizzie, me reconfortó mucho saber la noticia por la carta de

Darcy.

–¿Te reconfortó? –preguntó extrañada.

–Sí, Lizzie, ya ha pasado algún tiempo que también lo hemos

estado buscando y… –la miró con los ojos llenos de

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lágrimas–, he llegado a la conclusión de que hay algún

problema. Mi madre se tardó diez años en lograr un

embarazo después de que nació mi hermano, y luego Darcy

y tú… Al enterarme de que este milagro era una realidad,

renació en mí la esperanza: si ustedes lo lograron después

de tantos años, ¿qué puedo decir yo?, pero sinceramente

conservo el temor de que tarde en llegar.

Lizzie sintió mucha compasión por el sufrimiento de su

hermana, que había sido suyo hasta hacía unos meses y no

pudo evitar llorar con ella.

–¿Cómo le hiciste para nunca perder la esperanza? –indagó

Georgiana rozando su rostro con un pañuelo.

–Debo confesarte que sí la perdí, y varias veces; pero con el

ánimo que siempre me infundió Darcy continuamos

luchando. He de reconocer que llegó justo cuando yo pensé

que nunca me embarazaría, ya había aprendido a vivir sin

esa ilusión. Lo primero que debes hacer es no angustiarte y

ponerte en las manos de Dios. ¿Ya hablaste del tema con

Donohue?

–Sí, me dice que como médico recomienda esperar un poco

más. Me dijo que algunos estudios son muy dolorosos y que

tal vez sería apresurado iniciar con ese proceso.

–Si lo sabré yo –murmuró.

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–Pero que si yo quiero hacerlos, él me apoya. El Dr.

Robinson sería el indicado para llevar mi caso.

Lizzie la vio conmovida, recordando su última carta, y le dijo

para reanimarla con sus ojos brillantes por las lágrimas:

–¿Te imaginas la dicha que sintió tu madre al saber que,

después de diez años, por fin estaba embarazada de ti? Y

cuando tu madre le dio la noticia a tu padre, debió ser el día

más feliz de su vida.

Georgiana sonrió recordando el cariño que siempre le

brindaron sus padres.

–Ten la seguridad de que hemos rezado por ustedes. Ahora

lo haremos con mayor devoción –concluyó Lizzie.

En ese momento se abrió la puerta y entraron Darcy,

Donohue y Bingley comentando de algún asunto cuando

Darcy se detuvo al ver a su mujer llorando.

–Lizzie, ¿estás bien? –inquirió con sincera preocupación.

Ella se puso de pie y respondió irascible:

–¡Creí que éste era un lugar para uso exclusivo de la señora

de la casa donde podía encontrar un poco de privacidad!

Dicho esto, esquivó a los señores y salió velozmente de la

habitación.

–¿Qué pasó? –indagó Darcy, sin comprender lo que sucedía.

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–Es mi culpa, le hablaba de algunas cosas y se puso

sensible –indicó Georgiana.

–Hermano, vete acostumbrando a los cambios de humor de

tu mujer. De lo contrario, serán unos tormentosos meses –

comentó Bingley recordando a su esposa embarazada–.

Aunque el destinatario de sus ofensas seas tú, no es

personal.

Darcy miró a Donohue, quien le respondió:

–Es completamente normal.

–¿Y qué se supone que debo hacer?

–Además de resignarte, esperar a que pase la tormenta. Ella

se dará cuenta de su reacción exagerada –concluyó Bingley.

Unas horas más tarde, Darcy se encontraba en su despacho

escribiendo una misiva cuando alguien tocó a la puerta, él

autorizó que pasara y continuó su labor. El silencio se

perpetuó hasta que él alzó la vista y se puso de pie, dejando

la pluma sobre la hoja manchando la carta. Se inclinó para

saludar a su esposa sin saber qué esperar de ella. Lizzie se

acercó y lo abrazó con cariño.

–Perdóname, no quise ser grosera y no soporto estar

enojada contigo. Te estuve esperando a que fueras a la

habitación pero no llegaste.

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–Iba a salir a buscarte desde hace rato pero pensé que

querías estar sola.

Lizzie se incorporó para verlo a los ojos.

–Tal vez te hubiera cerrado la puerta en las narices, aunque

habrías podido salvar tu carta de una catástrofe –se burló

Lizzie sonriendo al ver la carta manchada.

Darcy siguió su mirada y regresó a contemplar su hermosa

sonrisa.

–Prefiero salvar mi nariz y disfrutar de tu cercanía.

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CAPÍTULO XII

Ya estaba todo listo para la cena de año nuevo. Georgiana

había estado pendiente junto con la Sra. Reynolds de todos

los preparativos, mientras Lizzie descansaba en su

habitación, cuando se oyó que alguien tocaba a la puerta con

cierta insistencia y Darcy fue a abrir.

–Srita. Mary –saludó estupefacto con el rostro encendido,

abrochándose la camisa desfajada que su esposa le había

retirado y pasando su mano entre sus alborotados cabellos

mojados de sudor.

–Sr. Darcy –correspondió avergonzada, sonrojándose.

–¿Buscaba a Lizzie?

–Sí, necesito hablar con ella antes de que llegue mi madre,

aunque creo que también es un tema que a usted le interesa

escuchar.

–Pase, por favor –dijo, pidiendo que se sentara en el sillón

de la sala que antecedía a su habitación.

Darcy entró a su alcoba y cerró nuevamente la puerta.

–Lizzie, te busca Mary.

–¿Mary? –gritó ella, tapándose la cara con la sábana.

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–Sí, está en la sala –indicó con sosiego para que bajara el

volumen, cogiendo el vestido y la camisola para ayudarle a

colocárselo.

–¿Y saliste en ese estado? –indagó viéndolo.

–Creo que es mejor así que en el estado en que mi esposa

me dejó –se burló, recibiendo una mirada de censura de su

mujer–. Pensé que era el Sr. Smith con alguna emergencia.

Tocó varias veces la puerta.

–¿Habrá escuchado? La puerta de la sala estaba abierta.

¡Darcy, debiste haberte detenido!

–¿Y dejar a mi esposa insatisfecha? ¡Eso nunca! –exclamó

robándole un beso–. Además, no me lo habrías perdonado,

si ya me siento mal por haberme levantado tan rápido y

dejarte sola. Tal vez debí ahogar tus gemidos con mis besos,

pero me encanta escucharte –espetó sonriendo.

–¿Gemidos?, ojalá hubiera sido sólo eso. Ahora, ¿qué va a

pensar de mí?

–La verdad, que eres completa y absolutamente feliz a mi

lado.

Lizzie cogió la almohada y la lanzó contra su esposo, quien

se rió y se acercó rápidamente para disfrutar de su

estremecimiento bajo su cuerpo a base de cosquillas en los

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lugares más sensibles que tenía, mientras ella se carcajeaba

y gritaba su nombre para que se detuviera.

–¡Darcy, compórtate! ¡Mi hermana nos está oyendo!

–Debiste haberlo pensado antes de lanzarme la almohada –

indicó, dándole un beso en los labios e incorporándose.

–¿Y qué te dijo? –preguntó jadeante.

–Quiere hablar contigo y sospecho que es de tu madre.

–¿Mi madre? –indagó azorada, mostrando su turbación.

Darcy se sentó junto a ella para cepillarle el cabello.

–No tienes de qué preocuparte, el Sr. Hayes está en prisión y

la Sra. Bennet está vigilada y cuidada por tu hermana.

Lizzie agradeció y se levantó para acercarse al tocador y

terminar de arreglarse mientras su marido se colocaba la

loción, el moño, el chaleco y la levita.

En tanto Lizzie se refrescaba con un poco de agua de rosas,

Darcy se acercó, olió su delicioso aroma en el cuello y le dijo:

–¿Acaso me estás invitando otra vez?

–¿Para que mi hermana complete sus lecciones antes de

casarse? ¡No, Sr. Darcy! Tendrás que esperar –indicó

mientras él la besaba en el cuello.

Los Sres. Darcy salieron luciendo un arreglo impecable y

Mary los saludó.

–Lizzie, ¿estás bien? –investigó con timidez.

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–Sí, por supuesto –dijo invitándola a tomar asiento.

–Me da mucha pena molestarlos por esto, pero creo que es

importante.

Mary buscó en su bolsillo una carta que había sido abierta,

dirigida a la Sra. Bennet.

–Llegó esto del correo y gracias a Dios yo lo recibí y lo

guardé, sin que mi madre se enterara.

Lizzie la cogió y leyó en voz baja:

“Estimada Adele: Llevo varias semanas sin saber de ti y esto

me tiene sumido en la más absoluta depresión, aunado a la

vida a la que he sido arrojado injustamente gracias a las

influencias del Sr. Darcy. Debes saber que soy inocente de

todo cuanto me acusan y que estoy negociando con mi

abogado para recuperar pronto mi libertad y reunirme

nuevamente contigo, debido a que sin ti no puedo vivir. Te

agradecería enormemente que me mandaras, a través de la

Sra. Younge, la cantidad de dos mil libras para pagar mi

fianza y los servicios del abogado, necesarios para reunirme

contigo y completar los planes de los que habíamos platicado

antes de nuestra abrupta separación. Deseando sentir

nuevamente tus besos, siempre tuyo, J. Hayes”.

Lizzie, reflejando angustia en sus ojos, entregó la misiva a su

marido y él la leyó.

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–Escribiré al comandante Randalls para participarle de esta

carta y que me explique lo que está sucediendo con ese

hombre, me dijo que lo mantendrían aislado del exterior y me

había asegurado que no podría salir de prisión hasta cumplir

su condena. Tal vez sólo sea una artimaña de ese hombre

para sacarle dinero a tu madre o de la Sra. Younge para

aprovecharse de la situación, pero saldremos de dudas en

un par de días.

Lizzie asintió, agradeciendo a su hermana que estuviera tan

al pendiente de su madre.

Los Sres. Darcy y Mary ya se aproximaban al salón principal

cuando anclaron los últimos invitados. Los Bingley y las

Bennet fueron recibidos con cariño por los huéspedes de

Pemberley.

–Sra. Darcy, hoy se ve con mejor semblante –afirmó la Sra.

Bennet cuando saludó a su hija–. Había querido venir a

visitarla los días anteriores, pero la Sra. Bingley me decía

que no era prudente. ¿Cómo no va a ser sensato que una

madre cuide de su hija cuando ella la necesita?

–¿Así como cuidaste de Jane cuando enfermó por haberla

mandado a caballo a cierta cena con la Srita. Bingley? –

recordó Kitty.

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–Seguramente hoy agradece mi proceder. Si hubiera ido a

cuidarla, tal vez no se habría casado con el Sr. Bingley y no

estaríamos aquí.

–En eso creo que tienes razón –señaló Lizzie–. De todas

maneras te lo agradezco mucho. He gozado de excelente

compañía todo el tiempo.

–Si quieres que me quede más tiempo contigo, Lizzie, ahora

que se van los Sres. Donohue y los Sres. Gardiner, sólo

dime y vengo a ayudarte.

–Gracias mamá. Yo te avisaré si requiero ayuda más

adelante, por el momento no será necesario –aseguró

tratando de mostrarse segura de su decisión.

Lizzie se apreció entre la espada y la pared ya que sabía que

se sentiría atosigada con la continua presencia de su madre,

además de saber que a su marido no le sería grato tenerla

tanto tiempo en casa. Sin embargo, percibió cierta culpa por

negarse, dada la situación que habían vivido, reconociendo

también rencor hacia su madre que la hizo acongojarse por

el engaño y la manipulación a la que había sido objeto, así

como su orgullo herido por no haberlo sospechado antes de

leer aquella carta.

Georgiana los invitó a pasar a sentarse.

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–Todavía no puedo creer que Lizzie, después de tantos

años, vaya a tener un bebé –afirmó la Sra. Bennet

alborozada–, seguramente será una criatura muy hermosa,

nada más hay que ver a sus padres. Sra. Darcy, después de

que recibí su carta, orondísima le fui a dar la noticia a Lady

Lucas. La Sra. Collins estaba de visita con sus dos hijos y,

francamente no tienen gracia y la pobre de la niña es muy

enfermiza, según nos comentó.

–La niña se la pasó tosiendo toda nuestra visita y Charlotte

se veía muy angustiada –recordó Kitty.

–Indudablemente mi nieto será un bebé muy sano, sus

padres gozan de excelente salud. Por eso, Sr. Darcy, debe

verificar que la Sra. Darcy no descuide su alimentación, aun

cuando no se sienta del todo bien. Todavía te veo muy

delgada, Lizzie.

–Siempre he sido delgada, mamá.

–El Dr. Thatcher nos indicó hace un par de días que la

evolución del embarazo es la adecuada y encontró a Lizzie

en mejores condiciones –explicó Darcy.

–¡Qué tranquilidad saberlo! –indicó la Sra. Bennet–. Y

¿cuándo recibiremos una noticia similar de los Sres.

Donohue?

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–¿Qué importa cuándo sea, mientras el milagro de la vida

exista? –señaló rápidamente Lizzie, al ver tristeza en el

rostro de su hermana–. La alegría y el gozo que se siente es

maravilloso, aun cuando no se conozca el momento.

–Darcy, ¿ya sabe la noticia la Sra. de Bourgh? –averiguó

Bingley.

–No, todavía no. Tendré que escribirle pronto. Desde la boda

de Georgiana no he tenido noticias suyas, sólo que se

disculpó para la presentación de hace unas semanas.

–Parece que ha estado enferma –comentó Fitzwilliam.

–¿La has visto últimamente? –preguntó Darcy.

–Sí, me mandó llamar para ayudarle en unos asuntos.

–Yo vi a mi tía muy tranquila en mi boda –recordó

Georgiana, mientras Lizzie resonaba las palabras de su

señoría reclamándole su incapacidad para darle un legatario

a su sobrino–. Ojalá que la relación con ella mejore. Le he

escrito un par de cartas y me las ha contestado. Y también le

he escrito a la Srita. Anne.

–¿Cómo ha estado la Srita. Anne? –indagó Lizzie.

–¿La que había estado comprometida con el Sr. Darcy desde

que eran niños? –sondeó Kitty con indiscreción.

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–Bien, gracias –afirmó Fitzwilliam mostrando incomodidad

hacia el comentario–. La he visto cuando he estado en

Rosings.

–Ojalá pronto nos dés buenas noticias –indicó Darcy con

esperanza de que ese compromiso se renovase.

–¿Buenas noticias?, ¿qué noticias? –curioseó la Sra.

Bennet que no estaba enterada de lo sucedido.

–Cuando las haya, seguro las conocerás –respondió Lizzie

silenciando a su madre.

–¿Qué pensará Lady Catherine ahora que Lizzie está

esperando bebé? –inquirió Kitty, recordando cuando la Sra.

de Bourgh habló con Lizzie en Longbourn para evitar un

supuesto compromiso con el Sr. Darcy–. ¿Se alegrará de

que el siguiente heredero de Pemberley sea hijo de… cómo

dijo ella… una muchacha de cuna inferior, sin ninguna

categoría?

Darcy endureció su expresión, recordando a su tía diciendo

esas palabras.

–Lizzie, ¿qué te hace falta de Londres para el bebé? –

averiguó la Sra. Gardiner para cambiar de tema.

–Tal vez una pequeña cuna, para los primeros meses.

–La cuna que ya tienes ¿no es de tu agrado? –cuestionó

Darcy.

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–Sí, me gustó mucho. Aunque para los primeros meses

necesitaremos otra para ponerla en nuestra alcoba. El bebé

todavía será muy pequeño para dormir solo en su recámara.

–Y ciertamente la madre no querrá separarse de él ni un

momento –señaló Georgiana.

Lizzie se rió.

La cena estuvo agradable, salvo los estólidos comentarios de

Kitty, con platillos exquisitos como era la costumbre. Lizzie,

mejorando un poco su apetito y transigiendo su malestar,

pudo disfrutar más de los alimentos y de la grata compañía,

aunque se retiró temprano de la reunión apenas concluyó la

cena. Se despidió cariñosamente de su madre y de sus

hermanas, ya que al día siguiente partirían a Longbourn. La

Sra. Bennet volvió a insistir en quedarse una temporada para

ayudarla pero Lizzie se negó nuevamente, pidiéndole perdón

en su interior por no poder ser sincera con ella y explicarle

sus motivos.

Al día siguiente después del desayuno, los Donohue

partieron rumbo a Gales y los Sres. Gardiner y Fitzwilliam a

Londres. Nuevamente y por unos cuantos meses más los

Sres. Darcy se quedaron solos en Pemberley.

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CAPÍTULO XIII

En los siguientes días la actividad en Pemberley se fue

reordenando poco a poco. Darcy trabajaba en su estudio o

salía de casa por la mañana después del desayuno mientras

Lizzie era acompañada por la Srita. Madison haciendo

alguna actividad como leer algún libro, bordar las sábanas

del bebé o descansar en su alcoba, según el vigor que

sentía. Acordó con Darcy que contrataría a un administrador,

el Sr. Mackenna, sobrino del Sr. Smith que había estudiado

en Oxford con la ayuda del Sr. Darcy con excelentes

resultados y que había administrado una de las haciendas

cercanas, a quien podría delegar todas las funciones que

desempeñaba en el negocio de la florería para que ella

pudiera cuidarse adecuadamente durante el embarazo y

dedicarse a su hijo una vez que naciera, recibiéndolo

únicamente una vez por mes para que le entregara todas las

cuentas. Por este motivo, Lizzie se reunió en su sala privada

con la Srita. Reynolds y con el Sr. Mackenna en varias

ocasiones hasta que él asumió el puesto.

También recibió la visita de Jane y de sus sobrinos que la

llenó de alegría. Diana se mostraba más cariñosa y le

llevaba algún regalo hecho por ella o alguna muñeca para

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jugar con su madrina a los bebés como lo hacía con su

madre cuando esperaban un nuevo hermano. A Henry, cada

vez más inquieto y siempre saludando a su tía con un

apretado abrazo, le gustaba mucho jugar a la pelota en el

jardín cuando el clima lo permitía o en la nieve cuando su

madre lo autorizaba, por eso Jane siempre salía

acompañada por la Srita. Susan para que le ayudara a

entretenerlo. Marcus ya empezaba a sentarse y a jugar

largos ratos con sus juguetes, por lo que Lizzie y Jane

podían platicar y pasar unas horas muy agradables tomando

el té con Diana y viendo a los niños jugar.

Sin embargo, a las dos semanas el ritmo normal fue roto

intempestivamente por una petición exótica que había hecho

la señora de la casa, sabiendo de antemano que sus deseos

eran difíciles de cumplir.

–¡Darcy! –dijo Lizzie que lo esperaba para cenar,

acercándose a la puerta donde estaba su marido para

saludarlo ya que llegaba de visitar a sus arrendatarios,

esquivando la nevada que caía desde hacía una hora.

Darcy besó a su mujer en la frente, se retiró los guantes, el

abrigo y el sombrero, tirando un poco de nieve en el piso y

entregándoselos al Sr. Smith.

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–¿Cómo estuvo tu día? –preguntó mientras pasaba su brazo

sobre los hombros de su mujer y la conducía al comedor.

–Bien, aunque no como me hubiera gustado.

–¿Por qué?

–Porque quería disfrutar de tu compañía.

Darcy sonrió y besó su frente.

–Mañana será sábado y estaré contigo todo el día.

–¿Podrás llevarme a Lambton?

–Sí quieres, a menos que siga nevando –dijo moviendo la

silla de su mujer para que tomara asiento.

–Espero que deje de nevar.

–¿Tienes algún interés especial en Lambton?

–Quería ir con la Sra. Fallon a preguntar si puede

conseguirme higos.

–¿Higos?, ¿en pleno invierno? La temporada es en

septiembre, según tengo entendido.

–Sí, es lo que me decía la Sra. Reynolds, pero sé que a

veces hacen algún tipo de conserva, tal vez le sobre algún

frasco de higos en almíbar o cristalizados.

–¿Por alguna razón importante?

–Desde la mañana desperté con irresistibles deseos de

comer higo –explicó, con cierta desesperación en su mirada.

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–Me alegra que tu apetito esté mejorando –indicó

sorprendido–. Si ese es el deseo de mi esposa, haré que se

cumpla.

Lizzie sonrió mientras Darcy llamaba al Sr. Smith con la

campanilla.

–Sr. Smith, necesito que mañana a primera hora vaya usted

con la Sra. Fallon y me consiga higos para la señora.

–Señor, me parece que eso no será posible, la temporada es

en septiembre y este año no hubo en las tiendas.

Seguramente hay recesión en Francia y por eso la

producción disminuyó y limitaron las ventas al Reino Unido.

Darcy volteó a ver a su mujer, quien reflejó una profunda

decepción.

–Tal vez en Londres, señor –sugirió el Sr. Smith.

–Mañana quiero que mande a alguno de los lacayos y los

traiga.

–Como ordene, señor –indicó retirándose.

Lizzie sonrió y se acercó para besarlo.

–Yo sabré recompensarte por haber cumplido mi capricho.

–Espero entonces que sí los encuentre –suspiró, saboreando

su boca.

El lacayo fue enviado al amanecer del día siguiente a

Londres con el encargo especial del amo, aunque sólo

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recibieron noticias de él por carta durante la semana ya que

no había higos en las tiendas ni en los mercados, pero por la

insistencia de sus patrones se esperó unos días a que, a

través del mercado negro, consiguieran algunas conservas

de la fruta. Mientras, el antojo de Lizzie fue aumentando y la

Sra. Reynolds junto con la cocinera le prepararon varias

tartas de diversas frutas, pero nunca como las había soñado,

prometiéndole que el próximo año harían conservas de los

higos que pudieran conseguir en el mercado. Lizzie

agradeció sus buenas intenciones y el interés de su marido

en complacerla, pero el deleite que tuvo cuando probó los

higos cristalizados que por fin consiguieron, sorprendió

gratamente a su esposo y la paz regresó a Pemberley.

Entre tanto, Darcy recibió correspondencia del comandante

Randalls en donde le explicaba que Hayes tenía que cumplir

con su condena y que lo mantendrían con mayor vigilancia

ya que tenía prohibido escribir cartas fuera de su abogado y

previamente revisadas por la autoridad. Le ofreció

mantenerlo informado de cualquier cambio en su situación y

le agradecía que estuviera tan preocupado por exigir justicia

a una persona que la había incumplido. Esto tranquilizó a

Lizzie, sabiendo que esa relación no tendría futuro, aun

cuando su madre todavía estuviera obsesionada.

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La condición física de Lizzie se fue restableciendo con el

paso de las semanas, los malestares fueron disminuyendo

cada vez más, su apetito mejoraba paulatinamente hasta

haberse normalizado al aproximarse a los cuatro meses de

embarazo. A partir de entonces, Darcy sacaba a pasear a

Lizzie los sábados por la mañana a Lambton. Lizzie había

recuperado la vitalidad que la caracterizaba, su mirada

estaba resplandeciente y llena de alegría, y aprovechaba

estas salidas para visitar unos momentos la florería y

comprar algún adorno que le gustaba para la recámara del

bebé o que le hacía falta para continuar con los bordados

que estaba realizando, incluyendo la ropa de cama necesaria

para la cuna que estaría en su recámara y que la Sra.

Gardiner le regalaría próximamente. Aunque la mayoría de

las cosas ya estaban listas, Lizzie estaba llena de ilusión de

poner algunos detalles que llenarían con su amor ese

espacio de la casa tan especial.

Curiosamente, Darcy había notado a Lizzie inusualmente

distraída. Con frecuencia olvidaba algo en la casa cuando

salían de paseo, perdía su libro constantemente sin

acordarse dónde lo había colocado o dejaba de lado la bolsa

de la mercancía que acababa de adquirir. Las primeras

veces fue muy extraño ya que eso nunca había sucedido,

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pero poco después comprendieron que todo se debía a su

estado y les ocasionaba gracia. Mientras eso sucedía, Darcy

tenía mayor cuidado hasta que se lo comentaron al doctor,

quien le preparó un suero nuevo que le ayudó a combatir la

falta de atención. Sin duda, el bebé se estaba alimentando

muy bien, aun a costa de su propia madre.

Por las tardes, Darcy procuraba pasar un tiempo con Lizzie,

dando un paseo por el jardín o en la biblioteca, consultando y

comentando alguno de los libros que les interesaban a

ambos. También les gustaba pasar un rato en la galería de

esculturas o en el salón principal, mientras Lizzie tocaba el

piano antes de la cena.

En ocasiones, Darcy compensaba el tiempo dedicado a

Lizzie trabajando por la noche, cuando ésta ya descansaba

en sus habitaciones. Sin duda, sabía que sus vidas sufrirían

un cambio drástico en los siguientes meses, cuando el bebé

naciera: Lizzie estaría muy ocupada atendiendo a la criatura

de día y de noche y quería aprovechar al máximo el tiempo

que les quedaba.

Una tarde, paseando por el jardín, Lizzie le preguntó:

–Darcy, ¿has tenido más trabajo que de costumbre?

–No, ¿por qué?

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–He visto en varias ocasiones que te vas a trabajar a tu

despacho por las noches.

–¿Me viste? Yo me retiré cuando ya estabas dormida.

–Sí, me desperté y me pareció muy extraño no encontrarte y

bajé a buscarte. Cuando vi las velas encedidas en tu

despacho no quise interrumpir, pero tardaste mucho tiempo

en regresar. Y así han pasado varias noches.

–Quería aprovechar para adelantar lo más posible y poder

acompañarte más tiempo durante la tarde. Cuando nazca el

bebé estarás muy ocupada todo el día y parte de la noche y

te veré menos.

Lizzie sonrió.

–Te agradezco el tiempo que me dedicas. Sólo recuerda que

no es bueno que te desveles todos los días. Necesitas

descansar bien ahora que se puede. Ya habrá tiempo para

que nos desvelemos con el bebé.

–La que no debe desvelarse eres tú. Necesitas dormir toda

la noche –declaró tomándole la mano.

–Si quieres, podré acompañarte alguna vez en tu despacho,

si por la mañana no has terminado.

–No quisiera que te aburrieras.

–Será muy divertido verte trabajar, y prometo guardar

silencio.

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–Será todo un reto para ambos no proferir palabra estando

uno frente al otro por tanto tiempo.

–¿Así trabajas con Fitzwilliam?

–Hay veces que sólo cruzamos palabra dos o tres veces en

todo el día. Pero con él es muy distinto.

Lizzie tomó asiento en la banca, frente al lago, y Darcy a su

lado.

–Y ¿qué tanto hacen mientras están en el despacho?

–En ocasiones, él ve un asunto y yo veo otro, apenas

intercambiamos algunas ideas pero la mayor parte del

tiempo estamos en silencio, y cuando hablamos, en juntas

con Bingley normalmente, el tema de conversación son los

negocios y todos los pendientes: los clientes en Derbyshire,

en Londres, en Bristol, en Oxford; la fábrica de textiles o de

porcelana, las minas de carbón y de hierro, los obreros, las

entregas, los pagos, las cobranzas, las cartas pendientes de

mandar, los trámites que se requieren, los contratos.

–Y ¿alguna vez platican de otro tema?

–Sí, cuando vamos a cabalgar o de pesca. Finalmente

también somos amigos, no todo es negocio en esta vida.

–Y ¿qué haces cuando visitas las fábricas y las minas?

–En ocasiones tenemos juntas con los jefes de los

trabajadores, pero la mayoría de los asuntos del negocio

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Bingley y Fitzwilliam los ven con ellos, cuestiones que

previamente nosotros discutimos en el despacho. Pero lo

que más me interesa es platicar con las personas para saber

cómo se encuentran y que estén contentos con su trabajo,

que sus familias estén bien.

–Por eso te quiere tanto tu gente –indicó mostrándose muy

orgullosa.

Lizzie se sintió muy relajada del paseo y, respirando

profundamente, se llevó la mano a su vientre que ya había

crecido ligeramente.

–¿Te encuentras bien? –preguntó Darcy.

–Sí, pero creo que alguien nos está saludando –comentó

Lizzie con una sonrisa llena de alegría al sentir los primeros

movimientos del bebé.

Darcy la vio sorprendido mientras Lizzie tomaba su mano y le

compartía ese momento tan especial poniéndola sobre su

vientre. Darcy sintió una alegría en el corazón que nunca

había experimentado: pensar que ese ser que se movía y

que podía percibir era su hijo, tan esperado y tan deseado

por ambos.

Momentos después se sorprendieron al ver a los Sres.

Donohue que se aproximaron a saludar; venían de visita un

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par de días. Lizzie y Darcy se pusieron de pie para recibirlos

con mucha alegría.

–¡Qué agradable sorpresa! –exclamó Darcy abrazando a su

hermana, notablemente dichoso.

–Lizzie, te ves muy bien, y debo señalar, muy bonita –afirmó

Georgiana ciñendo a su cuñada.

–Se ve encantadora.

–Muchas gracias –dijo Lizzie sonriendo.

–Tenía muchos deseos de venir a visitarlos y Patrick tuvo la

oportunidad de escaparse unos días, aunque he recibido

todas las cartas de mi hermano participándome los avances

de tu embarazo. También me platicó de tus antojos y quise

traerte algo.

Georgiana sacó una caja de la bolsa de su abrigo y se la

entregó.

–¿Higos cristalizados? –indagó Lizzie con una enorme

sonrisa, sacando uno y dándole una buena mordida.

–Directamente de España. Me comentó la Sra. Churchill todo

lo que tuvieron que hacer para conseguirte los higos,

además de que Patrick me dijo que son muy nutritivos.

–Es un excelente alimento para las mujeres embarazadas –

aclaró el Dr. Donohue.

–Me alegra saberlo –comentó Darcy.

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–¿Cómo está nuestro sobrino? –cuestionó Georgiana.

–Muy bien, creciendo y moviéndose con mucha vitalidad –

respondió Lizzie.

–¿Ya has sentido sus movimientos?

–Sí, es maravilloso –indicó llena de alegría, emprendiendo el

camino de regreso a la mansión.

–¿Cómo estuvo su viaje? –preguntó Darcy.

–Muy bien gracias, aunque nos retrasamos porque fueron a

buscar a Patrick justo a la hora de partir para atender a un

paciente. Afortunadamente nada de gravedad –comentó

Georgiana.

–Sí, se trataba de una niña que había tenido un accidente en

su casa. Se cayó de un árbol y se fracturó la pierna –aclaró

Donohue.

–Recuerdo que me encantaba subirme a los árboles cuando

era niña y sí, me lastimé varias veces, siempre la misma

rodilla. Pero me sentía libre, como si pudiera volar como los

pájaros a lugares inimaginables, mientras la brisa rozaba

todo mi ser. ¿Quién iba a decir que esos lugares sí existen y

que los conocería algún día con tan excelsa compañía? –

aduló Lizzie viendo a su esposo que la llevaba de su brazo.

Darcy sonrió, recordando con ella sus maravillosos viajes.

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Cuando arribaron a la casa, Georgiana le mostró la cuna con

la ropa que mandaba la Sra. Gardiner. Cuando Lizzie la vio,

se acercó para contemplarla: el tamaño era perfecto y el

acabado precioso, las sábanas y las cobijas eran suaves y

abrigadoras.

–La Sra. Gardiner tenía muchos deseos de traértela

personalmente, pero se sintió indispuesta –comentó

Georgiana.

–¿Mi tía ha estado enferma?

–Ha tenido un resfriado y se ha sentido cansada, nada grave

–explicó Donohue.

–Te manda saludos y con todo su cariño el regalo que ya

tenía preparado desde hace tiempo. Me dijo que lamentaba

no haber podido entregártela pero quería que la vieras para

saber si era de tu agrado –indicó Georgiana.

–Es hermosa, y al bebé también le agradó mucho –aseveró

Lizzie poniendo la mano sobre su vientre.

–¿Acaso se está moviendo? –investigó emocionada.

–Sí, acaba de dar un buen brinco –notó, tomando la mano de

Georgiana para que pudiera percibir.

–¡Se sienten sus patadas! Con certeza sabe que estamos

hablando de él y que estará rodeado de amor –esclareció

entusiasmada–. Y ¿qué te ha dicho el médico?

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–Que el bebé está muy bien.

–Y que la madre se encuentra de maravilla –completó Darcy

ufano.

–Eso se ve a distancia –afirmó Georgiana–. Ella también

sabe que está rodeada de amor.

Lizzie y Darcy sonrieron.

La Sra. Reynolds indicó a la Sra. Darcy que la cena estaba

servida y pasaron al comedor, en tanto el Sr. Smith llevaba la

cuna y los accesorios a la alcoba.

–¿Cómo está la familia en Gales? –indagó Darcy.

–Muy bien, gracias. La boda de Robert será pronto; he traído

su invitación, aunque de antemano los he disculpado con mis

padres –respondió Donohue.

–Se alegraron al saber el motivo por el que no podrán acudir

al casamiento y les mandan sus parabienes –glosó

Georgiana.

–Todos son muy amables, gracias –respondió Lizzie.

–Y Lucy te mandó una carta –indicó y, sacándola de su

bolsillo, se la dio a Lizzie.

–Lucy es una niña dulcemente cariñosa.

–También Diana, y Henry va por el mismo camino. ¿Será

más bien que la Sra. Darcy tiene un encanto muy especial

con los niños? –ilustró Darcy.

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Lizzie sonrió mientras observaba el hermoso dibujo que Lucy

le mandaba de una madre con su bebé en brazos.

–Únicamente con la Sra. Darcy y con Georgiana he visto a

mi pequeña hermana tan encariñada y con tan poco tiempo

de convivencia –observó Donohue.

–Sólo es cuestión de ser sus amigos: interesarse por sus

cosas, escucharlos y darles la atención que necesitan –

explicó Lizzie.

–Y proporcionarles todo el cariño que emana de tu corazón –

señaló Darcy.

–A ver si el Sr. Darcy no se pone celoso de su bebé –indicó

Georgiana en un tono en el que nunca le había hablado a su

hermano, mostrando más seguridad en sí misma.

–El Sr. Darcy sabe que él es la persona más importante para

mí –certificó Lizzie–. Y sin su cariño, yo no tengo cariño para

dar.

–Siempre me han gustado tus respuestas, Lizzie. Tienes una

viveza de pensamiento que a cualquiera le gustaría tener –

expuso con admiración.

–Y yo, Sra. Donohue, me embeleso con su sinceridad y

generosidad, su integridad y transparencia, la nobleza de su

corazón lleno de comprensión y de dulzura que me

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conmueve y me alienta para luchar cada mañana –atestiguó

Donohue tomando su mano con afecto.

Lizzie y Darcy sonrieron complacidos viendo a Georgiana

que agradecía sus palabras.

La cena fue breve, ya que la futura madre se sentía cansada.

Los Sres. Darcy y los Sres. Donohue se despidieron y se

retiraron a descansar. Cuando Lizzie llegó a su alcoba vio la

cuna para su pequeño que ya estaba colocada; faltaba

todavía la mitad del embarazo pero le daba tanta ilusión verla

junto a su cama, como si ya fuera a nacer pronto. Se acercó

y acarició la colcha que tenía un bonito bordado, sólo le

faltaba su nombre. Darcy se aproximó a ella, la abrazó por la

espalda y puso su mano sobre su vientre para sentir los

delicados movimientos.

–Seguramente está dormido. A esta edad pueden dormir

hasta veinte horas seguidas, según me dijo el doctor –indicó

Lizzie, poniendo su mano sobre la de él.

Darcy la besó en la mejilla y le dijo:

–¿Te gustó la cuna?

–Sí, espero que no te moleste que ya la hayan puesto.

–No, si a ti te hace feliz.

–Darcy, ¿te imaginas cuando nazca nuestro bebé? Poder

sentir sus pequeñas manos, ver la perfección de la creación

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en ese ser que Dios nos manda para darle nuestro amor,

nuestra seguridad. Hoy pudimos sentir sus patadas y ya

quiero ver sus ojos.

–Si la vida pasara tan deprisa se acabaría en un instante y

ya no la podríamos disfrutar.

–Sí, tienes razón. Hay tantos momentos que quiero disfrutar,

verlo crecer junto a ti.

–A mí me gustaría que el tiempo no pasara tan rápido

cuando estoy a tu lado. Siento que se me va de las manos.

–Sabes que yo siempre te amaré –dilucidó, volteándose para

verlo a los ojos.

–Sí, pero también sé que las cosas ya no serán iguales.

Tampoco mi amor por ti.

Lizzie bajó su rostro con desconsuelo y Darcy lo levantó con

su mano diciendo:

–Mi amor cada día será mayor, hasta el final de mi vida.

Darcy la besó con cariño.

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CAPÍTULO XIV

A la mañana siguiente, los Sres. Darcy y los Sres. Donohue

salieron a Lambton a pasear y a buscar unos hilos para el

nuevo bordado de Lizzie, que quería combinar con los

colores de las cobijas que la Sra. Gardiner le había

obsequiado. Después de pasar a la florería y a la tienda de

hilos, entraron a la librería que estaba muy cerca y

curiosearon algunos libros por varios minutos en tanto Lizzie

se sintió incómoda, como si alguien la estuviera observando.

Volteó para ver de un lado a otro y se sorprendió de advertir

que alguien que había sido descubierto se acercaba a

saludarla. Lizzie se quedó suspendida mientras Darcy, sin

percatarse de lo ocurrido, continuaba hojeando un libro a

unos metros de distancia. El Sr. Philip Windsor se aproximó,

sin apartar su mirada de ella.

–Sra. Elizabeth, mis felicitaciones por la boda de la Srita.

Georgiana y ahora por su embarazo.

–Le agradezco su atención –contestó Lizzie amablemente.

Darcy, mientras dejaba el libro en el estante, vio a Lizzie

extrañado por la compañía que tenía y los observaba desde

su lugar, sintiendo pasar los segundos con una

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impresionante lentitud y su enojo crecer con una notable

rapidez.

–¿Quién iba a decir que la encontraría nuevamente en una

librería? ¿Viene seguido aquí? –preguntó Windsor

marcadamente emocionado.

–Sí, vengo con mi esposo los sábados a ver si tienen

ejemplares que despierten nuestro interés.

–¡Claro!, tiene una afición muy especial por los libros. ¿Fue

de su agrado aquel ejemplar de la librería de Londres?

–Sí, gracias –respondió recordando con una sonrisa esos

gratos momentos–. Al Sr. Darcy le gustó mucho y yo también

disfruté su lectura. Y usted ¿viene seguido a Lambton?

–No, de hecho hace mucho que no venía. Desde que fui a su

casa a recoger a mi hermana Sandra, cuando fue invitada

por la Srita. Georgiana… Vi a su madre y a sus hermanas en

Londres hace unos meses.

–Sí, me lo comentaron.

–No sabía para entonces de su embarazo, pero me llena de

gusto por ustedes. Sé que usted lo anhelaba con gran

ilusión.

–Sí, estamos jubilosos –respondió bajando su mirada y con

una sonrisa que mostraba toda su alegría, mientras él la

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observaba con cariño–. Sus padres ¿se encuentran bien de

salud? –indagó alzando su rostro.

–Sí, gracias. Los he visto poco desde que regresé de

Francia. He tenido que ponerme al corriente de varios

asuntos.

Darcy, atiborrado de irritación, se acercó rápidamente.

–Sr. Darcy –saludó Windsor con cortesía.

Él se quedó inmóvil, mostrando toda su arrogancia, con la

vista fija en su objetivo.

–Sra. Darcy, me alegro inmensamente verla tan dichosa y

que estén bien de salud. Mis mejores deseos para su familia

y mis parabienes por su exitosa florería, con su permiso.

Mientras los Sres. Darcy lo veían marcharse, Georgiana se

acercó con Donohue y les preguntó:

–¿Era el Sr. Windsor?

–Sí, te manda felicitar por tu casamiento –contestó Lizzie.

–Ya es hora de regresar a la casa –ordenó Darcy

severamente, sin admitir réplica.

Las cinco millas que separaban Lambton de Pemberley

fueron asombrosamente largas para Lizzie ya que Darcy

permaneció circunspecto, notablemente molesto. Georgiana,

sin saber qué había sucedido pero advirtiendo a su hermano

exasperado, escuchaba a su marido, quien comentaba algo

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del libro que habían adquirido, pero al ver que nadie seguía

la conversación guardó finalmente silencio. Lizzie esperaba

llegar para aclarar las cosas con Darcy, sintiendo mucho frío,

aun cuando tenía puestos los pies sobre el ladrillo caliente y

la manta sobre sus piernas, colocados para aminorar el frío

de los pasajeros, deseando poder sentir su mano caliente

que estaba cerca de ella pero tan distante que no se atrevió

a buscar.

Cuando arribaron a Pemberley, los señores se bajaron y

ayudaron a sus esposas a descender del carruaje y, al entrar

a la mansión, la Sra. Reynolds los recibió con una

correspondencia para la Sra. Darcy, enviada por el Sr.

Windsor.

Darcy, al escuchar ese nombre nuevamente, sin decir

palabra se retiró a su despacho, dejando a todos atónitos.

Lizzie se disculpó con los Sres. Donohue y fue a alcanzar a

su esposo; entró con discreción sintiéndose invadida por los

nervios. Darcy ya la esperaba, de pie, frente a la ventana.

–El Sr. Windsor habla muy fluido cuando está con usted, Sra.

Elizabeth, como si le brotaran las palabras de una fuente. Y

parece que usted disfrutaba de su conversación.

–Darcy, nuestra conversación no tuvo nada de malo –

contestó Lizzie tratando de guardar la calma.

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–Y hasta él se percató de que usted estaba dichosa –recalcó

volteando para ver a su mujer.

–¿Y no tengo razones de sobra para estarlo?

–Seguramente él fue muy amable y usted sólo contestó con

cortesía.

–Así fue.

–¡Sra. Elizabeth! –exclamó alzando la voz y acercándose–.

¡Vi cómo usted le sonreía y cómo la miraba! Me recordó

tanto a…

–¡Sr. Darcy! –gritó–, ¡usted no tiene derecho de ofenderme

de esa manera, nunca le he dado motivos y tampoco ahora!

–Entonces ¿por qué parecía que usted lo disfrutaba tanto? Y

luego recibe una carta de él en mi propia casa.

–¡Ah!, la carta. ¡Tómela, Sr. Darcy, si tanto desconfía usted

de mí! No me interesa saber su contenido, como a usted no

le interesa saber el tema de nuestra conversación.

Lizzie, agitada, puso la carta sobre el escritorio y se sentó en

el sillón, sintiendo un dolor en el vientre, mientras Darcy la

cogía para ver el mensaje y, abriéndola, la leyó en voz baja.

“Estimada Sra. Darcy: Nos ha dado una enorme alegría

saber por Sandra la gran noticia que invade de alegría a la

familia Darcy y ahora a la familia Donohue. Mi esposa, que

se ha sentido indispuesta, me insistió en no dejar pasar más

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tiempo y enviarle nuestros mejores deseos de felicidad, a

usted y al Sr. Darcy, en esta nueva etapa de sus vidas que

indudablemente los colmará de júbilo. La Sra. Windsor le

manda un cariñoso abrazo y muchos saludos a su marido.

Con todo respeto, Sr. Windsor”.

Cuando terminó su lectura, Darcy suspiró profundamente

apenado y le dijo con serenidad:

–¿Puedo saber de qué hablaron hoy?

–¡No! Por favor llama al Dr. Donohue –le pidió Lizzie llorando

y tomando su rígido vientre con las dos manos, alarmada por

el dolor que iba en aumento.

Darcy volteó para verla, se acercó desconcertado y se

arrodilló frente a ella.

–Lizzie, ¿te encuentras bien?

–Por favor, ve por el doctor –instó inclinándose hacia

adelante.

Darcy salió corriendo de su despacho y unos momentos más

tarde regresó con el Dr. Donohue mientras Georgiana iba

por su maletín. Donohue ayudó a Lizzie a recostarse en tanto

ella respondía algunas preguntas. Darcy tapó a su esposa

con la cobija que tenía en su despacho y descubrió su

vientre para que Donohue la pudiera examinar. Georgiana

tocó a la puerta y Darcy fue a abrir, le recibió el maletín y

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cerró la puerta, dejando a su hermana con mucha

preocupación; casi igual a la que él sentía en esos

momentos. Donohue le pidió a Lizzie que se tranquilizara,

asegurándole que todo iba a salir bien; acercó su oído a su

vientre para escuchar el corazón de la criatura y ella respiró

profundamente en varias ocasiones, hasta que Donohue le

indicó. Lizzie le mostró el lugar en donde había sentido el

dolor que empezaba paulatinamente a disminuir, él palpó su

abdomen sintiendo a la criatura. Luego le tomó la presión y

escuchó su corazón. Después de unos momentos, Donohue

le dijo:

–No quiero entrometerme pero debo preguntar. Sra. Darcy,

¿acaso tuvo algún disgusto o alguna impresión

recientemente?

Lizzie asintió con la cabeza, limpiando su rostro con un

pañuelo.

–¿Cómo están mi esposa y el bebé? –inquirió Darcy.

–Bien, los dos están bien, pero la Sra. Darcy debe

permanecer en reposo y estar tranquila, uno o dos días,

según se sienta mejor; recuerde que no le conviene

alterarse. Le recomiendo que la lleve a su recámara para que

pueda descansar y le pediré a la Sra. Reynolds que le

prepare un té que la ayude a serenarse. Llevaré a

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Georgiana a caminar un rato al jardín, no se preocupen por

nosotros. Si tiene alguna otra molestia o duda, estoy para

servirles.

Donohue cogió su maletín y se retiró del despacho.

Darcy se acercó a su esposa que yacía sobre el sillón, aún

muy estremecida, se hincó y le tomó la mano diciéndole:

–Perdóname Lizzie, perdóname; me enfurecí sin tener razón,

me dejé llevar por lo que vi sin reflexionar lo sucedido como

debía, sentí que los celos me carcomían el alma sólo de ver

la alegría que irradiabas al sonreírle cuando él te hablaba.

–Me dolieron profundamente tus palabras y tu desconfianza.

–Sí, fui un tonto al decir las cosas sin recapacitar llevado

únicamente por un arrebato, olvidando todo el amor que

siempre me has demostrado. Me dejé llevar por mi orgullo y

mis prejuicios, me atiborré de envidia pensando que esa

sonrisa era exclusivamente para mí.

–Y así es.

–¿Cómo?

–Las veces que recuerdo haber sonreído era porque hablaba

de ti o de nuestro hijo al que tanto amamos y que está aquí

como fruto de nuestro amor.

–Perdóname –impetró besando su mano.

–Pensé que lo perdíamos –indicó con profusa angustia.

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–No, no. No digas eso. Jamás me lo perdonaría.

Darcy, besando su rostro mojado, la estrechó entre sus

brazos con afecto.

Al salir Donohue del despacho, Georgiana le preguntó

mortificada qué había ocurrido.

–Sólo te puedo decir que la Sra. Darcy y el bebé están bien.

Ahora necesitan descansar y nosotros los dejaremos un rato.

–¿Puedo entrar a verla?

–No, en este momento es mejor dejarlos solos.

–Pero, ¿qué fue lo que pasó?

–No te puedo decir más.

–¡Pero son mis hermanos!

–Sí, y yo su médico, al menos por el momento, y no puedo

darte más detalles.

–¡Patrick! ¡Me dejas muy preocupada!

–Georgiana, la Sra. Darcy va a estar bien y también el bebé,

me cercioré de que así fuera; pero comprende que no puedo

profundizar en las circunstancias. Discúlpame, sólo tu

hermano o la Sra. Darcy te podrán decir qué fue lo que

sucedió, si ellos lo consideran pertinente; pero será más

tarde.

Georgiana, resignada, respondió:

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–Pobre de Lizzie, se ha de haber asustado mucho para pedir

que tú la revisaras.

Los Sres. Donohue continuaron su paseo por largo rato.

Mientras, Darcy llevó en brazos a Lizzie hasta su recámara y

la recostó en la cama para que descansara, sirviéndole el té

que la Sra. Reynolds había llevado. Darcy le pidió que,

cuando fuera el momento, llevaran la cena a la habitación y

atendieran en su ausencia a los Sres. Donohue.

Después de la cena, los huéspedes fueron a la habitación de

Lizzie y Darcy los recibió. Donohue le expresó sus deseos de

revisar nuevamente a la Sra. Darcy para ver que ya todo

estuviera en orden y entró, mientras Georgiana esperó

afuera. Lizzie tenía un mejor semblante, estaba más

tranquila, ya había podido dormir un rato y se había disipado

por completo ese extraño dolor que la había atemorizado.

Sus signos vitales estaban bien y el bebé respondía

adecuadamente al escrutinio.

–¿Cómo está mi esposa? –preguntó Darcy al terminar

Donohue.

–La Sra. Darcy y la criatura se encuentran bien –afirmó

serenamente–. Ahora se está moviendo mucho, se ve que

será un bebé muy fuerte. Sólo le pido, Sra. Darcy, que trate

de estar tranquila en todo momento.

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–Le agradezco mucho, doctor –expresó Lizzie.

–Georgiana ha estado toda la tarde muy preocupada por

usted, Sra. Darcy.

–Sí, yo también lo estaba cuando nos dio aquel susto.

–Ni me lo recuerde –señaló viendo a su esposa que se

aproximaba, después de que Darcy le permitió el acceso.

Donohue le dio permiso y, recogiendo sus cosas, se marchó

de la habitación.

–¿Ya te sientes mejor? –averiguó Georgiana sentándose al

lado de Lizzie.

–Sí, gracias.

–Me tenías alarmada y Donohue no quiso ahondar en

detalles. Para asuntos de sus pacientes es una tumba.

–Así debe ser –acentuó Darcy.

Georgiana, al escuchar la respuesta de su hermano,

comprendió que no era el momento de descubrir qué había

sucedido, tal vez en otra ocasión hablando con Lizzie; pero la

tranquilizó mucho ver que ambos estaban sosegados,

después de recordar el enojo que Darcy reflejaba en el

carruaje y al llegar a la casa cuando se retiró a su despacho,

y el rostro turbado de Lizzie cuando se disculpó para

alcanzarlo. Cualquier problema que se hubiere presentado

ya estaba solucionado. Advirtió que Donohue había tenido

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razón en darles tiempo y espacio para poder hablar y

reconciliarse.

–Disculpa que no hayamos cenado con ustedes –expuso

Lizzie.

–¡Oh, no! no tengas pendiente –justificó Georgiana tomando

su mano–. Tú descansa todo lo que necesites para que ya

estés bien y no te preocupes por nosotros. Finalmente ésta

también es mi casa. Y si necesitas algo o que te acompañe

mientras Darcy está ocupado, lo haré con todo gusto.

Georgiana se despidió de Lizzie y de su hermano y se retiró

a su habitación, donde la esperaba su esposo.

Darcy se acercó a Lizzie y se sentó a su lado.

–¿Quieres que te sirva un poco más de té?

–Sí, gracias.

Darcy le sirvió y le dio su taza que bebió lentamente, como si

quisiera inmortalizar esos momentos. Luego, dándole la taza

a su esposo, éste la colocó sobre la mesa y ella, tomando

sus manos las puso sobre su suave vientre. El bebé se

movía con vigor y con entera libertad.

–Me tranquiliza sobremanera sentir a este pequeño luchar

por la vida –afirmó Darcy.

–Será un gran conquistador, como su padre.

–¿Piensas que es varón?

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–Es posible.

–Entonces pronto buscaremos el siguiente para que llegue tu

princesa.

–¿Tú crees que pronto logremos otro embarazo?

–Si este milagro fue posible, seguramente se puede alcanzar

otro. Lo pediremos con insistencia desde ahora.

–Entonces será nuestra princesa. Ya quiero ver cómo te

derrites ante alguna petición de tu hija.

Darcy sonrió.

–Sólo necesito ver y sentir cómo me fundo cuando tú me

pides algo.

Lizzie sonrió.

Ya entrada la noche, Lizzie se despertó muy alterada,

interrumpiendo también el sueño de su esposo y, al darse

cuenta de que era nuevamente esa pesadilla y que estuvo

cerca de haberse cumplido, prorrumpió en llanto. Soñó una

vez más que cargaba a un bebé recién nacido y que se

desplomaba de sus brazos sin poder evitarlo.

–Lizzie ¿estás bien? ¿Tienes otra vez ese dolor? –preguntó

Darcy sumamente alarmado, poniendo la mano sobre su

vientre.

Al sentir a ese pequeño moverse con libertad, Darcy suspiró

lleno de alivio y la abrazó tratando de consolarla.

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–Tuve otra vez esa espantosa pesadilla.

–Gracias a Dios tú y el bebé se encuentran bien. No voy a

permitir que algo te pase.

Lizzie se pudo serenar después de unos minutos y

nuevamente concilió el sueño, al contrario de Darcy que

desde entonces pasó la noche en vela pensando en lo

sucedido y en ese mal sueño que hacía mucho no se había

vuelto a presentar.

Darcy, a la mañana siguiente, no fue a cabalgar. Sin

embargo, se levantó apenas se acercaba el amanecer y, sin

hacer ruido, se puso a escribir unas cartas, entre ellas, al Sr.

Windsor agradeciendo sus buenos deseos y enviándole

también saludos a su esposa y a su familia. ¿Quién iba a

pensar que llevado únicamente por los celos fuera capaz de

hasta imaginar el contenido de una carta que ni el remitente

era quien él pensaba? Sólo de recordarlo se sentía

avergonzado por su proceder.

Lizzie, al despertar y ver a su marido trabajando en la mesa,

se levantó sin hacer ruido y se acercó a él, sobándole los

musculosos hombros.

–Pensé que ya te habías ido a cabalgar.

Darcy tomó su mano y la besó.

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–No, hoy quiero estar todo el día contigo, desde el alba hasta

el anochecer –afirmó Darcy mientras guardaba los papeles

con los que estaba trabajando.

–Y estás aprovechando este rato para hacer tus pendientes

de trabajo.

–Sí, pero a partir de este momento me dedicaré a la persona

más importante en mi vida –señaló y, poniéndose de pie,

tomó sus manos–. ¿Cómo has amanecido?

–Bien, gracias.

–Me alegra saberlo.

Darcy, después de respirar profundamente, le dijo con su

rostro lleno de consternación:

–Lizzie, perdóname. Te pido mil veces perdón.

Ella lo miró extrañada.

–Me siento como un canalla después de lo que sucedió ayer.

Y haber provocado que hasta tu peor pesadilla regresara a tu

mente. Lizzie, perdóname por todo el sufrimiento que te he

ocasionado con mis dudas y con mis fallas. He de confesarte

que la carta ni siquiera era de él, aunque eso me llene de

vergüenza. Sólo era una misiva de su padre enviándonos

sus felicitaciones por nuestro hijo. No tengo ni cómo verte a

los ojos sin sentir una terrible turbación… ¿Cómo puedo

reparar mi comportamiento?

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–Ya lo has hecho –contestó con una sonrisa–. Con el cariño

y la sinceridad con que me dices estas palabras, con el amor

que me brindas cuando estoy llena de temor, con las

atenciones que me das para que me sienta reconfortada, con

el tiempo que me dedicas aun cuando tienes muchas

responsabilidades, con tu mirada que me inunda de

tranquilidad y de esperanza. ¿Qué más puedo pedir? Sólo

que Dios me permita, después de numerosos años, entregar

mi espíritu en tu compañía.

Darcy la abrazó fuertemente y le imploró a Dios que cuando

llegara ese día, lo llamara a él también ante su presencia,

comprendiendo el dolor tan grande que su madre vivió a la

muerte de su padre.

Los Sres. Darcy bajaron a desayunar con los Sres. Donohue.

Darcy le había sugerido a Lizzie que descansara y que

desayunara en su habitación, pero ella le indicó que ya se

sentía más recuperada y que consideraba pertinente

acompañar a Georgiana y a Donohue, ya que ese día

partirían a Londres. Él accedió con la condición de que no

se agitara y que fuera a descansar en cuanto ellos se

retiraran. Así fue, desayunaron con sus hermanos, causando

una gran alegría en Georgiana, lo que conmovió

enormemente a Lizzie. Luego pudieron convivir un rato más

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en el salón principal para que Lizzie pudiera pemanecer

recostada en el sillón y a medio día partieron hacia Londres.

El resto del día Darcy acompañó a su mujer en la recámara

quien, aunque ya se sentía mejor, se dejó consentir con el

cariño que le brindaba su esposo, tratando de disimular las

lágrimas que sentía agolparse en sus ojos, presa del

sentimiento de inseguridad que ese sueño le había

sembrado en su mente y en su corazón.

Ya en la noche, cuando el fuego alumbraba irregularmente la

alcoba y la respiración de su marido se había acompasado,

sintiendo el peso de su fuerte brazo sobre la espalda y

escuchando los latidos de su corazón a un ritmo relajado,

Lizzie sentía mucho miedo de quedarse dormida y percibir

nuevamente esa terrible sensación de pérdida que la había

acompañado durante los últimos años cuando esperaba

cumplir su mayor anhelo sin conseguirlo. Esa pesadilla le

había cimbrado todos los sentidos durante las noches más

difíciles de su vida, aun cuando su esposo había estado a su

lado. Lo abrazó fuertemente, tratando de no despertarlo,

pero asiéndose a él para no dejarse llevar por las

aprensiones que durante el día la habían atacado, pese a

que quiso ignorarlas y olvidarlas, ya que sabía que de

sacarlas a la luz causaría dolor a su marido, quien se sentía

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culpable por haber despertado sus temores; temores que no

habían sido totalmente enterrados y que la invadieron

haciéndola presa de una angustia que hacía mucho tiempo

no sentía: ¿qué haría si esa pesadilla se hacía realidad y

provocaba la pérdida de ese ser tan querido por ambos?

Invadida por un dolor inimaginable, estalló en un llanto muy

lastimoso, todas y cada una de las partes de su cuerpo

sentían esa agonía y la única manera de aliviarlas era a

través de sus lágrimas. Sintió un movimiento de su bebé,

provocando que ella resollara para tratar de entrar en calma

sin lograrlo, percibiendo un desplazamiento mayor de su

cuerpo, provocado por el giro de su marido que la recostaba

en la cama y enjugaba su rostro con sus besos.

–Lizzie, no llores. No sabes el dolor que me causan tus

lágrimas, y más cuando yo soy el causante de tu sufrimiento

–dijo apoyando la cabeza sobre la frente de su mujer.

Sus sollozos se hicieron más fuertes, ahora que ya no tenía

sentido contenerse, mientras él la abrazaba con enorme

devoción brindándole su consuelo, hasta que encontró la paz

en su interior y se quedó dormida.

Darcy la acompañó los siguientes días hasta que vio

regresar su serenidad.

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CAPÍTULO XV

Lizzie contestó algunas de sus cartas pendientes: le escribió

a la Sra. Gardiner correspondiéndole con todo el corazón la

cuna que le había mandado y deseándole pronta

recuperación. Igualmente envió una misiva a la Sra.

Donohue para felicitarla por las próximas nupcias de su hijo

Robert con afables saludos a todos y anexó una nota para

Lucy en agradecimiento por el dibujo que le había enviado

con Georgiana. También se dirigió a su amiga Charlotte, ya

que hacía tiempo no tenía noticias suyas; le comentó cómo

se había sentido y que gracias a Dios el embarazo se iba

desarrollando adecuadamente. A la par, aprovechó el

tiempo para revisar la alcoba de su bebé con ayuda de la

Srita. Madison y terminaron algunos detalles que Lizzie había

pensado en días previos.

Por las tardes, en cuanto se retiraba Fitzwilliam del

despacho, Lizzie acompañaba a Darcy mientras él trabajaba.

Los primeros días, efectivamente como había dicho su

marido, fue difícil para ambos permanecer sigilosos, ya que

sólo con sentir su compañía les despertaba el deseo de

conversar de algún tema de interés, pero finalmente

guardaban silencio. Los siguientes días, Lizzie se llevó los

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bordados que estaba realizando o el libro que su esposo le

había recomendado ampliamente.

Mientras Darcy escribía alguna carta y su mujer leía su libro,

él interrumpió su labor y la vio con cariño. Lizzie, al darse

cuenta de que estaba siendo observada, alzó su rostro y se

encontraron sus miradas.

–¿Ya acabaste tu carta?

–No, aún no. Sólo contemplaba tu belleza.

Lizzie sonrió.

–¿Me podrías afilar la pluma, por favor? –solicitó Darcy,

mientras Lizzie lo miraba extrañada.

–Pensé que te gustaba hacerlo a ti.

–Sí, me agrada; pero no quiero desaprovechar mi tiempo en

eso, prefiero admirar tu hermoso rostro.

Lizzie cogió la pluma e inició su nueva labor.

–Recuerdo que alguna vez le dijiste a cierta señorita que tú

preferías afilar la pluma –comentó Lizzie refiriéndose a la

Srita. Bingley cuando Jane cayó enferma en Netherfield.

–Me sorprende la memoria que tienes y que, al menos, esos

detalles no los hayas olvidado con tu embarazo –señaló

Darcy con una sonrisa.

–¡Casi pierdo la cabeza! –comentó riendo–. Ya está lista su

pluma, Sr. Darcy.

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Él la tomó, cogió una hoja en blanco e inició nuevamente su

escritura. Al cabo de unos momentos, Darcy le entregó la

hoja que decía: “Espero que siempre recuerdes que te amo”.

Lizzie sonrió.

Estaba cayendo la noche cuando los Sres. Darcy se

encontraban en el salón principal, Lizzie tocaba el piano y

Darcy leía un libro. El Sr. Smith, llamó a la puerta y entregó

una correspondencia urgente para el Sr. Darcy. Lizzie dejó

de tocar la melodía y Darcy, agradeciendo, abrió el

documento e inició su lectura. Al terminar, se quedó

pensativo y con el semblante preocupado.

–¿Sucede algo? –inquirió Lizzie.

–Son noticias de Bristol –contestó ausente–. Ha ocurrido un

problema que al parecer exige mi presencia urgentemente.

Tendré que partir mañana a primera hora.

–En ese caso, dispondré todo para que salgamos a Bristol –

respondió resuelta.

–Lizzie, esta vez tendré que ir solo. No podrás

acompañarme.

–Pero siempre he ido contigo a tus viajes y el Dr. Thatcher

hace un par de días nos dijo que estoy bien –declaró

sorprendida.

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–Lizzie, el Dr. Thatcher ha sido muy claro en los cuidados

que tienes que observar durante tu embarazo; no podemos

arriesgarnos a que por la imprudencia de un viaje se

complique tu salud y la del bebé y, aunque me tranquiliza

saber que has estado mejor, no podemos bajar la guardia.

Debemos seguir las recomendaciones del médico tal como

las ha indicado.

El rostro de Lizzie se tornó sombrío, desvaneciéndose la

sonrisa que la caracterizaba.

–Y la situación en Bristol no admite demoras. Si esto no se

resuelve prontamente podría caerse todo el proyecto de la

venta de porcelana y el de las telas.

Darcy se acercó a su mujer.

–Me gustaría que en mi ausencia sigas practicando el piano,

has progresado mucho.

–Sí, lo haré –dijo con desánimo–. Entonces daré

instrucciones para que te preparen lo necesario para tu viaje.

Lizzie se levantó de su lugar, cerró el piano y se retiró. Darcy

se fue a su estudio y se dispuso a redactar algunas cartas

pendientes. Le escribió una a Fitzwilliam explicándole lo

sucedido para que se preparara para el viaje y llevara todos

los documentos necesarios para los trámites que se

requerían. También le envió una a Bingley para informarle de

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su partida y dejarle los pendientes detallados en sus manos.

A la brevedad posible se las entregó al Sr. Peterson para que

las llevara a sus destinatarios. Revisó otras tareas que tenía

que resolver durante los siguientes días y otras misivas que

requerían su firma para ser aceptadas. El reloj caminaba y

caminaba sin parar viendo la pluma de Darcy deslizarse sin

detenerse, hasta que por fin terminó el último manuscrito y

guardó todo donde correspondía. Ordenó los documentos

con los que tendría que viajar, revisó en su mente que no le

faltara nada y vio el reloj: ya eran pasadas las dos de la

madrugada. Tomó la vela que se llevaría a su recámara,

apagó las demás y se marchó.

Cuando entró en su dormitorio se sorprendió al ver a Lizzie

sentada en la cama, pensativa, con una vela encendida.

–Pero ¿sigues despierta?

–Sí, no he podido dormir.

Darcy se acercó y se sentó al lado de su mujer.

–Es la primera vez desde que nos casamos que vamos a

separarnos –deploró Lizzie con los ojos llenos de lágrimas.

Darcy, tomando sus manos, la escuchó:

–¿No habrá manera de que te pueda acompañar? –sugirió

con cariño.

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–Lo siento Lizzie, esta vez no será posible. Sabes que esto

no me agrada y que siempre he valorado tu maravillosa

compañía. Ahora me daré cuenta de toda la falta que me

haces, pero es por tu salud. El viaje es largo y cansado,

durante tu embarazo has tenido momentos de cuidado. Te

mantendré informada de todo y te escribiré a diario. Ahora sí

vas a tener una buena colección de mis cartas.

Lizzie sonrió con conformismo.

–En mi ausencia quiero que te cuides y cuides a nuestro

bebé. Si quieres, pídele a tu madre que venga a

acompañarte.

–No, mi madre no –respondió decidida–. Ya sabes cómo es

y me va a angustiar en lugar de ayudar.

–Sí, tienes razón. Me preocupa dejarte sola en estas

condiciones y no sé por cuánto tiempo.

–No tengas pendiente por mí, estaré bien –indicó con una

sonrisa.

Él acarició la mejilla de su esposa y le dio un beso.

–Te voy a extrañar –susurró y la besó nuevamente.

Al alba, Darcy ya estaba listo para partir y se acercó a su

mujer para despedirse en su alcoba.

–Te acompaño hasta la puerta –sugirió Lizzie.

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–No, casi no has dormido, debes estar cansada y no quiero

que te agites. Además, hace frío –contestó con zozobra.

Lizzie lo abrazó fuertemente, tratando de contener el llanto y

de alargar los minutos que ya se agotaban. Después de unos

momentos, Darcy la tomó en sus brazos y la llevó a la cama.

–Quiero que descanses –expresó con afecto, abrigándola–.

Te amo.

Él la besó tiernamente y se marchó.

Durante el camino, Darcy permaneció casi todo el tiempo en

silencio, aun cuando Fitzwilliam le hizo varias preguntas sólo

daba respuestas muy vagas, mostrándose completamente

ausente. No podía apartar sus pensamientos de su esposa y

le llenaba de pena haber tenido que dejarla en esos cruciales

momentos. Sabía que la Sra. Reynolds y su hija estarían

muy al pendiente de ella y el Sr. Smith era de su total

confianza en caso de alguna emergencia, pero les había

tenido que encomendar a la persona más importante que

existía sobre la tierra para él, su tesoro más valioso. Él sabía

que aunque Lizzie se había granjeado el cariño de la gente

en Pemberley y que ella le guardaba similar confianza a sus

empleados, no sería igual que un familiar cuidara de ella,

alguien que la acompañara y con quien pudiera platicar para

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que no se sintiera sola; aunque él, aun con todo lo que tenía

que hacer, la extrañaría enormemente. Ese día más que

nunca anheló que su hermana estuviera en Pemberley.

Afortunadamente jamás había tenido que viajar solo por más

de un día, pero era un gran consuelo dejar a su mujer en

compañía de Georgiana. Ahora que las circunstancias le

exigían ausentarse indefinidamente, dejarla sola le

preocupaba sobremanera. Su único consuelo era pensar

que Bingley permanecería en Derbyshire y Lizzie podría

recurrir a la Sra. Bingley.

Al llegar a su destino, Darcy le escribió una carta a Jane.

“Estimada Sra. Bingley: Como es sabido, he tenido que

ausentarme por tiempo indefinido para atender asuntos de

suma importancia en Bristol. Me he ido con gran

intranquilidad porque temo por la salud de Lizzie. Como

usted sabe, el médico le ha ordenado ciertos cuidados por

las molestias que se han presentado en su embarazo. Le

suplico de la manera más atenta que acompañe a mi esposa

durante mi ausencia, aunque sea sólo en el día. Estoy

seguro de que Lizzie se sentirá muy reconfortada teniendo

su compañía. Si así lo desea, puede llevar a sus hijos

consigo, ciertamente a Lizzie le dará mucho gusto verlos. Le

agradezco infinitamente todo su apoyo, F. Darcy”.

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A los dos días de que Darcy se hubiese marchado, Jane

llegó a Pemberley. A Lizzie, que acababa de terminar de

desayunar solitariamente en el comedor, le dio inmensa

satisfacción la visita de su hermana y de sus sobrinos.

–¡Qué gusto que están aquí! –exclamó Lizzie al ver a sus

sobrinos y a Jane entrar al comedor, después de haber sido

anunciados por el Sr. Smith.

Lizzie le dio un cariñoso beso a los niños y un abrazo a su

hermana.

–Nos va a dar mucho gusto venir a visitarte durante estos

días.

–¿Van a venir también mañana?

–Mañana y todos los días hasta que el Sr. Darcy regrese.

–¡Qué alegría!

–Me pidió encarecidamente venir a acompañarte durante su

ausencia.

Lizzie sonrió muy conmovida.

–Se ve que partió con copiosa preocupación por ti –explicó

Jane.

–Me entusiasma tanto que hayan venido, así podremos

platicar y reírnos de las ridiculeces de la vida; ya empezaba a

sentirme sola y apenas han pasado dos días.

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–Entonces fue oportuna la carta que me envió.

–Ya lo creo. Nunca imaginé poder extrañar a alguien tanto.

–Nunca me hubiera imaginado a mi hermana sufriendo por la

ausencia de su marido.

–Hace unos años me habría reído de esta circunstancia,

hasta que conocí al Sr. Darcy y me robó el corazón. Me ha

hecho tan feliz que ahora siento mi vida vacía.

Lizzie invitó a Jane y a los niños a salir un rato al jardín y

ellos, felices, corrieron hacia la puerta en tanto las señoras

los seguían. Mientras ellas platicaban, los niños jugaron en el

jardín con la Srita. Susan. Lizzie se tornó pensativa y evocó:

–Recuerdo que antes de conocer Pemberley tenía la

motivación de poder entrar al condado del Sr. Darcy

impunemente y hurtarle algunos pedruscos sin que él se

diera cuenta.

–¿Y lo hiciste? –indagó azorada.

–¡No pude, la Sra. Reynolds no me quitaba los ojos de

encima! –bromeó riendo, al ver la sorpresa en el rostro de su

hermana.

–¡Lizzie!

–Además, la piedra que sí me quería llevar se encuentra en

el salón de esculturas y habría sido muy difícil cargarla y

pasar inadvertida.

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–Por lo menos podré informarle al Sr. Darcy que continúas

de buen humor.

–Espero que no reveles mis verdaderas intenciones de esos

días y me guardes el secreto.

–¡Hasta la tumba!

–¿Tú no extrañas a Bingley cuando se va?

–¿Tú también me guardarás el secreto?

Lizzie asintió y Jane continuó:

–Con mis hijos no me queda mucho tiempo de pensar ni

siquiera en mí misma.

–Espero que tu compañía tenga ese mismo efecto sobre mí.

Gracias por venir a acompañarme. Darcy pensó en la

persona perfecta: nos divertiremos juntas.

–¿Y cómo te has sentido, Lizzie?

–Bien gracias, después del susto que nos llevamos hace

unas semanas.

–¿Qué pasó?

–Tuve un fuerte dolor en el vientre que nos asustó de

sobremanera, pero afortunadamente estaba el Dr. Donohue

y me pudo atender.

–Y el Dr. Thatcher ¿ya te revisó?

–Sí, dice que estoy bien y que vendrá a revisarme la próxima

semana para ver que todo siga en orden. Darcy me pidió que

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en cuanto terminara la consulta con el médico le informara

por carta. El bebé cada vez se mueve más. Nunca imaginé

que fuera tan bonito; me siento colmada de gozo con sólo

pensar que una vida está creciendo dentro de mí y que

cuando nazca va a ser tan pequeño que necesite de

numerosos cuidados y de todo nuestro cariño, para

regalarnos luego una sonrisa de agradecimiento y una

mirada llena de alegría al vernos cerca de él. Y cuando

escucha la voz de su padre siento que se excita, los dos se

emocionan intensamente. Darcy está feliz y eso me inunda

de satisfacción.

–Con sólo ver tu entusiasmo, cualquiera se emocionaría.

Lizzie sonrió complacida.

–Ahora que Darcy no está lo he notado más tranquilo.

–Pero ¿sigues sintiendo sus movimientos?

–Sí.

–Recuerda que si los dejas de sentir, es necesario buscar al

médico para que te revise.

–Sí, cada vez que el Dr. Thatcher viene a revisarme me lo

menciona. Y cuando tengo duda de que esté bien, muevo mi

vientre suavemente con la mano hasta sentir sus pequeñas

patadas y me tranquiliza.

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–Recuerdo que yo también lo hacía. Y ¿cómo está

Georgiana?

–Bien, gracias. Esta última vez que vino la vi más tranquila

que en las fiestas navideñas.

–¿Más tranquila?

–Me dijo que han intentado lograr un embarazo sin éxito.

–¿Tendrá algún problema?

–Todavía no lo saben, parece que se van a esperar un

tiempo antes de iniciar un proceso médico.

–¡Lizzie, todavía no puedo creer que vayas a tener un hijo! –

exclamó emocionada–. Todos los días al levantarme doy

gracias a Dios por esta enorme bendición. ¿Recuerdas lo

que siempre soñamos?, tener nuestras familias y disfrutar

viendo jugar a nuestros hijos mientras nos visitamos una a la

otra.

Ella sonrió agradecida.

Las señoras pasaron toda la mañana en el jardín observando

a los niños jugar, mientras ellas recordaban anécdotas de su

infancia y Jane le comentaba todas las gracias que ya había

aprendido Marcus, los detalles llenos de ternura que tenía

Diana con sus padres, las travesuras de Henry y su

maravillosa manera de explicar las razones de su proceder

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que les impedía llamarle la atención con severidad; todo ello

gozando de un agradable clima.

Al terminar la visita, Lizzie agradeció con emotividad a su

hermana y le dijo que esperaría con gran ilusión la mañana

siguiente para poder continuar con la amena plática, las

risas, los buenos recuerdos y los entretenidos juegos con los

niños.

Cuando Lizzie los despidió en la puerta y regresó a la casa,

volvió a sentir esa intensa soledad que le turbaba el alma;

con el único consuelo de percibir a su pequeño moverse

dentro de ella, siendo su única compañía al sentarse a la

mesa durante la cena. En las vísperas, nunca se imaginó

considerarse tan desolada en esa enorme mansión, aunque

fuera su casa desde hacía ya cinco años se sentía como una

verdadera extraña; sólo la reconfortaba advertir el aroma de

su esposo cerca de ella.

Al salir el alba, esperaba impaciente la llegada del cartero

que solía pasar cerca de la hora del desayuno, para ver si

ya había recibido correspondencia de Darcy y retirarse a su

sala privada para poder leerla y responderle antes de irse al

comedor. Ahora sí comprendió la ansiedad que sentía

Georgiana cuando, todavía soltera, recibía cartas de

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Donohue desde Londres, y la tranquilidad que

experimentaba en cuanto recibía noticias suyas.

Jane fue los siguientes días con sus hijos durante las

mañanas y cuando ellos se retiraban, Lizzie gustaba de irse

a la galería de esculturas, donde leía su libro por un rato

antes de ir a practicar en el piano, como Darcy le había

solicitado, escoltada por la Srita. Madison.

En Bristol, Darcy estaba tremendamente ocupado durante el

día atendiendo asuntos de negocios con Fitzwilliam. Tuvieron

largas reuniones con los clientes para resolver las diferencias

que existían y llegar a los acuerdos requeridos, hicieron los

trámites necesarios para sacar los permisos que solicitaban y

estos tardaron varios días, ocasionando pérdidas de tiempo

que desesperaron a Darcy; pero todo ello era necesario y su

presencia era indispensable. Al llegar la noche se sentía

completamente vacío, solitario, añorando su regreso a casa;

su único consuelo era recibir noticias de Lizzie.

Darcy procuraba escribirle todas las noches y enviar las

cartas apenas amaneciera para que las recibiera en el

transcurso del día o a la mañana siguiente. A veces el correo

se retrasaba y las cartas no llegaban a tiempo y cuando no

había correspondencia Lizzie se quedaba encogida durante

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el día, aunque trataba de verse más animada con Jane y con

los niños.

En una ocasión, Darcy y Fitzwilliam esperaban el carruaje en

el hotel comentando las impresiones que habían tenido de

las reuniones del día anterior, cuando una mujer se acercó a

ellos.

–Sr. Darcy, ¡qué gusto me da verlo! –saludó la Srita.

Campbell.

Darcy correspondió ásperamente con una leve inclinación.

–¿Qué lo trae al puerto, asuntos de negocios?

–Así es. Le presento a mi amigo, el coronel Fitzwilliam.

–¿Cómo se encuentra su esposa? ¿Ha venido con usted?

Quisiera saludarla.

–La Sra. Darcy por motivos de salud se ha quedado en

Pemberley en esta ocasión.

–Elizabeth Darcy en Pemberley –murmuró–. Pero ¿acaso se

encuentra enferma?

–No, el médico ha sugerido que se quede en casa, para que

su embarazo siga transcurriendo con normalidad.

–¡Oh!, ¿la Sra. Darcy está encinta? Es una maravillosa

noticia, ¡muchas felicidades! Después de tantos años de

espera la familia Darcy por fin tendrá un legatario,

esperemos que sea varón –contestó con sarcasmo.

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–Ha sido un placer –se despidió fríamente y se retiró con el

coronel.

–¿Esa señorita es la que te buscó en las minas? –preguntó

Fitzwilliam con discreción. Es muy atractiva.

Darcy asintió.

Llegado el fin de semana, Lizzie le propuso a Jane salir a

Lambton por la mañana a dar un paseo por las tiendas, como

solía hacerlo con Georgiana hacía ya tiempo y como ellas

acostumbraban caminar en Hertfordshire. Jane decidió dejar

a sus hijos en casa para poder comprar algunas cosas que a

ella le hacían falta, aprovechando la vuelta, y las dos fueron

llevadas por el Sr. Peterson y escoltadas por el Sr. Smith, por

petición de Darcy. Después del desayuno, Jane pasó por

Lizzie en su carruaje y se dirigieron a su destino.

Lizzie visitó la florería y posteriormente buscó unas tablas de

madera que quería usar para hacerle alguna pintura a su

bebé y adornar el cuarto con cuadros que mostraran motivos

infantiles, también adquirió las pinturas de los colores de su

elección para realizar esta tarea en los próximos días. Luego

fueron a buscar lo que Jane necesitaba y en el camino

entraron unos momentos a la librería para preguntar si ya

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había llegado un ejemplar que el Sr. Darcy había encargado

hacía unas semanas.

Cuando Jane encontró lo que buscaba, el Sr. Smith que las

escoltaba llamó al Sr. Peterson para que trajera el carruaje y

evitar que Lizzie caminara demasiado, éste se acercó, lo

abordaron y abandonaron el pueblo.

Al llegar a Pemberley, Lizzie quiso ir a descansar a su sala

privada y Jane la acompañó, después de tomar el té y

platicar un rato se fueron al salón principal donde le mostró

los avances que había tenido en el piano y que pocas

personas conocían hasta entonces. Lizzie tocó algunas

melodías y Jane le agradeció muy complacida. No la había

oído tocar desde hacía varios años, estando solteras en

Longbourn. Lizzie continuó con su interpretación por unos

minutos más hasta que fue inesperadamente interrumpida

por alguien que abría la puerta sin anunciarse previamente.

Era Darcy que recién había llegado. Lizzie, sumamente

sorprendida, casi corrió a su encuentro y lo abrazó

cariñosamente.

–Pero ¡que sorpresa! –exclamó Lizzie radiante de alegría–.

Pensé que estarías fuera más tiempo.

–Sí, pero te extrañaba tanto que decidí fugarme unos días,

aunque tendré que regresar a Bristol.

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–¿Te irás pronto? –indagó con nostalgia.

–El lunes, pero hoy estoy aquí –respondió en tono

consolador–. Sra. Darcy, hoy se ve muy hermosa –indicó

viéndola con un enorme afecto y le dio un beso en la mejilla

con gran ternura.

Luego volteó y se dirigió a Jane:

–Sra. Bingley, le agradezco infinitamente que haya estado

estos días con Lizzie; me tranquilizó saber que usted la

acompañaba. Le insto que extienda mi gratitud a mi buen

amigo el Sr. Bingley, quien le permitió tomarse un tiempo

para estar aquí.

–No tiene que agradecer; usted sabe que el Sr. Bingley le

tiene un profundo aprecio que no dudó un momento cuando

le comuniqué sus deseos.

Jane se despidió y se marchó comprendiendo que los Sres.

Darcy querían disfrutar de su soledad. Lizzie se sentó y

Darcy a su lado, tomando sus manos.

–Y ¿cómo van las cosas en Bristol? –inquirió Lizzie.

–Bastante lento, diría yo; se me ha hecho una eternidad, y

todavía faltan varios asuntos por resolver. Pero no hablemos

de cosas que en este momento quiero olvidar. ¿Cómo han

estado tú y nuestro hijo?

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–Bien, ayer vino el Dr. Thatcher y te escribí en cuanto se

retiró.

–No recibí tu carta, seguramente a mi regreso me la

entregarán. ¿Qué te dijo el doctor?

–Me encontró muy bien y al bebé cada vez más grande. Y

ahora que escucha tu voz se está moviendo con mayor

entusiasmo –anotó colocando la mano de su esposo sobre

su vientre.

–Yo soy el que sentía morir del entusiasmo en el camino con

sólo pensar que estaría otra vez a tu lado… Te extrañé tanto.

Darcy la besó amorosamente.

Al día siguiente después del desayuno salieron al templo y

luego pasaron juntos todo el día. Estuvieron en el salón de

esculturas donde Lizzie le dio el libro que había recogido en

la librería el día anterior. Darcy le agradeció que se hubiera

acordado, viendo con satisfacción que el suero del Dr.

Thatcher seguía funcionando y que el bebé continuaba

creciendo favorablemente.

–Quiero dejarte el libro para que tú lo vayas leyendo.

–¿No prefieres llevártelo?

–No, sólo lo llevaría a pasear. El único momento del día que

tengo para leer es por las noches, pero me siento tan solo

sin ti que prefiero dormirme sin dilación.

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Por la tarde salieron a caminar al jardín, tratando de disfrutar

al máximo el tiempo que les quedaba antes de que Darcy

partiera otra vez. En esta ocasión saldría el mismo lunes muy

temprano para llegar a tiempo a la siguiente reunión. Sabía

que llegaría cansado del viaje, pero feliz de haber pasado

más tiempo con su esposa.

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CAPÍTULO XVI

Apenas se asomaba la aurora cuando el carruaje esperaba

que el amo saliera para emprender su viaje a Bristol. Dentro

de la casa, los Sres. Darcy se aproximaron a las escaleras,

él ofreció su brazo para ayudar a su esposa a bajar. Al llegar

a la puerta, la tomó de las manos y las besó.

–Te escribiré cada noche antes de acostarme –aseguró

Darcy.

Lizzie no podía departir, sentía un nudo en la garganta y su

mirada brillante del día anterior ahora se veía nublada.

–Espero terminar pronto mis entrevistas en Bristol para

regresar lo antes posible.

Lizzie asintió con la cabeza y lo abrazó sin querer soltarlo.

Darcy, acariciando su mejilla con inmensa ternura, se

despidió con un beso.

Jane llegó nuevamente a acompañar a Lizzie después del

desayuno. Las horas que había podido convivir con Darcy

habían pasado tan rápido y ahora el tiempo se le hacía

terriblemente lento; con el único consuelo de saber que

recibiría carta pronto y que su marido haría lo posible por

regresar a la brevedad.

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Desgraciadamente no fue así. Los siguientes días Lizzie no

recibió correspondencia de Bristol y, de hecho, ninguna

noticia aun cuando ella escribió todos los días, a veces dos

cartas por día, inclusive a Fitzwilliam que sabía que estaba

hospedado en el mismo hotel, para pedir información sobre

su esposo. Le angustiaba pensar que le hubiera pasado algo

en el camino o en el mismo puerto, ya que sabía con

anterioridad que era un lugar poco seguro. Jane la consolaba

diciendo que si hubiera ocurrido algo ya lo habrían sabido

por el mismo Fitzwilliam, pero Lizzie seguía preocupada.

Jane no le mencionó que Bingley también estaba muy

extrañado, ya que siempre había tenido noticias de Darcy en

sus viajes, inclusive en los viajes de placer que realizaba con

su esposa. Tampoco había recibido correspondencia de

Fitzwilliam, a pesar de que esperaba estar informado sobre

los avances de las reuniones con los clientes.

Ya había pasado una semana desde que Darcy se marchó

por segunda vez y no habían recibido informes suyos cuando

Jane, viendo a Lizzie muy desanimada, le sugirió ir a pasear

a Lambton para distraerse un poco. Lizzie, con abolido

entusiasmo, accedió.

Llegaron al pueblo en el vehículo conducido por el Sr.

Peterson y escoltadas por el Sr. Smith. Caminaron un rato

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por las calles y Lizzie expresó sus deseos de tomar algo de

beber. Enfrente estaba el Hotel Rose & Crown que le traía

muy gratos recuerdos y se introdujeron en la posada a tomar

algún refrigerio. Mientras estaban sentadas en la mesa,

Lizzie recordó con nostalgia cuando se había hospedado por

primera vez en ese lugar en compañía de sus tíos, los Sres.

Gardiner, y los días previos a su boda, sin poner mucha

atención a todo lo que Jane le platicaba, tomando despacio

el jugo que había pedido.

De pronto, Lizzie se sorprendió al ver quién se aproximaba a

la mesa para visitarlas. Era la Srita. Bingley que saludó con

fingido cariño a Lizzie y a su cuñada y tomó asiento sin pedir

permiso, como si fueran grandes amigas.

–Sra. Elizabeth, he sabido hace poco la maravillosa noticia

de su embarazo, por lo visto no la han propagado hasta

ahora. Me ha llenado de alegría, después de tantos años de

espera.

–Muchas gracias –contestó Lizzie.

–Seguramente el Sr. Darcy está rebosante de alegría.

–Sí, aunque él no se encuentra en este momento en

Derbyshire.

–Sí, lo sé. El Sr. Darcy está en Bristol por asuntos de

negocios. Me escribió carta mi amiga, la Srita. Margaret

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Campbell, participándome de su embarazo y me comentó

que ha visto al Sr. Darcy en varias ocasiones y que se ha

portado espléndidamente cortés con ella, recibiendo muchas

atenciones de su parte, como en los viejos tiempos…

–¿Cómo en los viejos tiempos? –preguntó aturdida.

–Sí, el Sr. Darcy y la Srita. Margaret se conocen desde la

juventud, de hecho había rumores de un posible matrimonio,

¿acaso no lo sabía?

El rostro de Lizzie se ensombreció. Jane en ese momento

intervino.

–¿Se quedará mucho tiempo en Derbyshire?

–¡Oh, no! Sólo vengo pocos días de visita a casa de unas

amistades y quería aprovechar para ir a saludar a mis

sobrinos, luego regresaré a Londres. Dígame Sra. Jane,

¿cuándo puedo ir?

–Si gusta puede ir mañana después del desayuno.

–Pero ustedes desayunan muy temprano. Y, ¿cuánto lleva

de embarazo, Sra. Darcy?

Lizzie estaba pensativa, con el rostro pálido, y no escuchó lo

que le decían; así que la Srita. Bingley repitió la pregunta, a

lo que ella respondió:

–Disculpe, tengo cinco meses.

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–¡Oh! Se ve espléndidamente bien, me da mucho gusto –

contestó la Srita. Bingley con cierta ironía.

Satisfecha del resultado de su entrevista, la Srita. Bingley se

despidió y se marchó, dejando a las hermanas en la posada,

mientras los pensamientos de Lizzie se multiplicaron.

Además de sentir la angustia de no tener noticias de Darcy,

ahora especulaba con los comentarios de la Srita. Bingley.

–Lizzie, ¿te encuentras bien?, estás muy pálida –examinó

Jane.

–¿Acaso no escuchaste lo que dijo la Srita. Bingley? ¡Ya

quiero regresar a casa!

Lizzie se puso de pie rápidamente y sintió un fuerte mareo

por la impresión que la obligó a detenerse de la siguiente

mesa para no caer al suelo al momento que Philip Windsor la

sostenía cortésmente, quien había visto lo ocurrido desde

hacía rato mientras tomaba una taza de té en una mesa

cercana.

–Sra. Elizabeth, ¿se encuentra bien? –indagó Windsor al

tiempo que la acercaba a una silla para que se pudiera

sentar.

Jane se levantó y agradeció su amabilidad, trayendo el jugo

de Lizzie que apenas había probado. Le ayudó a bebérselo

mientras recuperaba el color en su rostro aunque no su

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tranquilidad robada hacía apenas unos minutos. El Sr.

Windsor permaneció de pie observándolas hasta que Lizzie

pudo levantarse.

–Permítame por favor que la escolte hasta su carruaje –

indicó Windsor mientras le ofrecía el brazo que Lizzie aceptó

debido a que todavía sentía sus piernas temblar, pero ya no

quería pemanecer más tiempo en ese lugar sintiéndose

observada por toda la gente–. ¿Quiere que vaya a buscar al

Sr. Darcy?

–Él no está en el pueblo –respondió Lizzie con la voz

quebrada–. Ha viajado a Bristol.

Cuando salieron del hotel el Sr. Smith, al darse cuenta de

que la Sra. Darcy se sentía indispuesta, fue a ayudarle para

conducirla más rápidamente al carruaje, agradeciendo la

atención del caballero, quien se quedó inmóvil por varios

minutos mientras el coche se alejaba.

En el camino de regreso a Pemberley, Lizzie se recostó en

las piernas de su hermana, resonando en su cabeza las

palabras que había escuchado en tanto crecía su angustia,

mientras Jane trataba de confortarla diciéndole tantas cosas

que ella no escuchó, recordando que ese caballero era el

mismo que había observado con suma atención a su

hermana en la boda del Sr. Willis y repasando algunos

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comentarios que le había oído decir a Kitty sobre ese señor y

su hermana Lizzie, aunque dudó de su veracidad.

En cuanto llegaron a Pemberley, el Sr. Smith ayudó a bajar a

la Sra. Darcy, quien preguntó a la Sra. Reynolds si ya había

llegado correspondencia, ésta le contestó con una nueva

negativa. Jane, preocupada, acompañó a Lizzie durante la

cena, en la cual no probó bocado, aun cuando le insistió que

debía comer.

Luego la escoltó hasta su alcoba y se retiró en cuanto Lizzie

pudo conciliar el sueño.

A la mañana siguiente, Jane llegó más temprano que de

costumbre, alarmada por su hermana, y la custodió casi

desde que despertó, todavía muy desconcertada. El Sr.

Smith subió el desayuno a la recámara y Lizzie apenas

comió, sólo por la insistencia de Jane. Luego, la Sra.

Reynolds tocó a la puerta y Lizzie, al verla entrar, le preguntó

si ya había llegado carta, pero la Sra. Reynolds, contrariada,

le respondió que no y le avisó a la Sra. Bingley que había un

visitante que preguntaba por la salud de la Sra. Darcy. La

Sra. Reynolds acompañó a Lizzie mientras Jane bajaba a

recibirlo. Cuando Jane entró en el salón principal, el Sr.

Windsor se acercó y saludó amablemente.

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–Sra. Bingley, no quiero ocasionar molestias; sólo he venido

a preguntar por el estado de salud de la Sra. Darcy y a

ofrecerle mi ayuda, en caso de que la necesitaran.

–Le agradezco su atención, pero la Sra. Darcy sigue

indispuesta.

–¿Ya han avisado a su médico?

–El Dr. Thatcher vendrá hoy a revisarla –señaló conturbada.

–Esperemos que no sea de gravedad. El Sr. Darcy ¿sigue

fuera de Derbyshire?

–Sí, estuvo aquí hace más de una semana pero nuevamente

salió.

–De todas maneras, si algo se les ofrece estoy hospedado

en el Hotel Rose & Crown.

–Yo le diré a mi hermana que vino.

–No, Sra. Bingley, le agradeceré mucho que no le mencione

mi visita. Con su permiso.

Windsor se retiró y Jane subió con Lizzie.

A media mañana llegó el Dr. Thatcher a revisar a Lizzie, con

la sorpresa de que su paciente no se había sentido bien.

Después de revisarla y hacerle algunas preguntas, le dijo:

–Recuerde, Sra. Darcy, que es muy importante que usted

esté tranquila y la veo angustiada, esa es la causa de los

malestares que ha tenido, debe serenarse. Desconozco la

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razón de su preocupación, pero ahora necesita cuidarse y

comer bien como lo había estado haciendo hasta hace unos

días. Le mandaré un té para que le ayude a relajarse. Vendré

en tres días para revisarla.

Después de que el doctor se fue, Jane habló con Lizzie y le

recordó que las intenciones de la Srita. Bingley para con ella

siempre habían sido muy negativas, que hiciera caso omiso

a sus comentarios y que recordara que Darcy siempre la

había amado por encima de todo. Aunque Lizzie asintió,

seguía mortificada; continuó escribiendo cartas y cada vez

que alguien tocaba a la puerta preguntaba si había llegado

correspondencia.

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CAPÍTULO XVII

Días más tarde, Lizzie, atormentada por no recibir noticias,

seguía luchando por no alentar esos malos pensamientos

que cada vez la asechaban con mayor frecuencia; escribió

una carta a Darcy pidiéndole que regresara de inmediato,

pero no recibió respuesta.

El Sr. Windsor fue a Pemberley nuevamente y Jane lo

recibió.

–Sra. Bingley, vengo a preguntar por la salud de la Sra.

Darcy. ¿Ya se encuentra en mejores condiciones?

–Disculpe que le haga esta pregunta pero, ¿por qué tanto

interés en el estado de salud de mi hermana?

–Sra. Bingley, le pido que no me malinterprete; me mueve

una desinteresada y sana preocupación por el bienestar de

la Sra. Darcy, ya que es una amiga muy querida de mi

familia.

–Pero prefiere que esta conversación no llegue a oídos de

ella.

–Le agradecería infinitamente su discreción.

–Y supongo que también debo tenerla con el Sr. Darcy.

–Si eso fuera posible.

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–Creo que por el momento así tendrá que ser. La Sra. Darcy

todavía se siente indispuesta –reconoció con desasosiego.

–¿Y ya vino el médico a verla?

–Sí, le dijo que todo su malestar se debe a la preocupación

que ahora tiene. He hablado con ella para insistirle en que

debe cuidarse, pero está muy deprimida desde hace varios

días.

–Y el Sr. Darcy ¿ya sabe de su estado?

–No, ni siquiera ha respondido nuestras cartas, desde hace

ya dos semanas. Por eso es la angustia de mi hermana. El

Sr. Bingley también le ha escrito todos los días sin recibir

respuesta, y desgraciadamente él no puede viajar porque

está atendiendo unos problemas que se presentaron en las

minas del Sr. Darcy.

–Entiendo, Sra. Bingley. Yo partiré mañana hacia Bristol;

justo iré a recibir a mi hermano que regresa de América. Tal

vez podría investigar algo del paradero del Sr. Darcy y si es

posible avisarle que es urgente su retorno o al menos que

envíe noticias.

–¿Podría hacernos ese favor?

–Cuente usted con ello y debido a la premura de la situación,

adelantaré mi viaje y partiré apenas entregue unos

documentos.

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–Le agradeceremos mucho.

El Sr. Windsor se retiró. Jane regresó con Lizzie y estuvo

tratando de animarla durante todo el día, diciéndole que

seguramente habría una explicación para todo lo que estaba

sucediendo.

A los dos días, Windsor fue a buscar a Jane otra vez a

Pemberley.

–Sra. Bingley –saludó Windsor.

–¿Ya tiene noticias del Sr. Darcy?, ¿qué pudo investigar?

–Sra. Bingley, durante todo el viaje de regreso estuve

meditando si era beneficioso venir a esta casa nuevamente.

Decidí presentarme sólo para cumplir la promesa que le

empeñé de traerle información.

–Pero ¿qué ha sucedido?

–Sólo puedo decirle que el Sr. Darcy se encuentra bien de

salud.

–¿Y por qué no ha respondido nuestras cartas?

–No lo sé.

–¿Usted habló con él?

–No. Sólo lo vi de lejos.

–No le entiendo.

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–Sra. Bingley –indicó encrespado, haciendo un gran esfuerzo

por guardar la calma–, no sé si deba darle más detalle de lo

que vi, pero lo que menos quiero es que la Sra. Elizabeth

sufra y no tengo la certeza de estar en lo cierto y, aunque la

tuviera, sería muy imprudente de mi parte revelar algo que

no me corresponde. Lo único que le puedo decir es que el

Sr. Darcy, al menos hasta ayer, estaba en Bristol sano y

salvo.

–Disculpe que insista pero, ¿por qué no departió con él?

–Debido a los acontecimientos podrían haberse

malinterpretado mis intenciones y por lo tanto ocasionarle

una pena mayor a su hermana, cosa que quiero evitar a toda

costa.

–¿Cómo?

–No soy grato ante los ojos del Sr. Darcy desde hace ya

tiempo y si él sabe que yo fui a buscarlo, dadas las

circunstancias, podría ocasionarle más problemas a su

hermana aunque mis intenciones sean rectas.

–Entonces las sospechas de todos son ciertas.

–Sra. Bingley, le imploro su discreción y esto se lo digo sólo

para que pueda entender mejor mis palabras y evitar

confusiones. Yo amo a la Sra. Elizabeth y aunque sé que

nunca seré correspondido, siento la enorme obligación de

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ayudarla en estos momentos de zozobra. Por eso le ofrecí mi

ayuda para ir a Bristol; mi único anhelo es saber que es feliz

al lado de su esposo que dice amarla profundamente. Deseo

sinceramente que así sea.

–Pero ¿qué razón debo darle a mi hermana para que se

sienta más tranquila? El Dr. Thatcher ya me advirtió que las

condiciones de Lizzie no son adecuadas, ya empezó a bajar

de peso otra vez y está desconsolada.

–Me apena mucho oír sus palabras y si puedo ser de utilidad

para otra cosa, pueden contar conmigo incondicionalmente.

Yo rezaré para que todo esto se solucione de la mejor

manera.

Jane regresó con Lizzie y ella preguntó:

–¿Quién vino a buscarte?

–Era la Sra. Nicholls, Diana ha estado con tos y me preguntó

qué medicina le podía dar.

–¿No ha llegado el cartero?

–Al menos con carta de Darcy, no. ¿Quieres que te acerque

tu comida?

–No. ¡Sólo quiero que vayan a buscar a Darcy! –suplicó

llorando.

Jane se acercó y consoló a su hermana diciendo que le

pediría a Bingley que fuera ese mismo día. En cuanto tuvo

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oportunidad, Jane escribió un mensaje a su marido donde le

decía que era urgente que fuera a buscar a Darcy y lo envió

a la brevedad. Después de un rato, Bingley llegó a

Pemberley y su mujer lo recibió en el salón principal.

–¿Cómo está la Sra. Darcy?

–Estoy atribulada por mi hermana, sigue muy decaída y ya

vino el Sr. Windsor.

–¿Qué te dijo?

–Que el Sr. Darcy sigue en Bristol, al menos hasta ayer, que

lo vio de lejos sano y salvo.

–¿Y trajo alguna carta para la Sra. Darcy?

–No, me dijo que no tuvo oportunidad de entrevistarse con él,

por lo que desconocemos la razón por la que no ha mandado

correspondencia.

–Si está bien, eso podría tranquilizar a la Sra. Darcy.

–Y ¿cómo justifico su aislamiento? El Sr. Windsor se negó

rotundamente a darme mayor explicación, pero me dio a

entender que podría existir algún problema mucho mayor del

que nos imaginamos. Si hablo con Lizzie y le digo que recibí

noticias de que el Sr. Darcy se encuentra bien pero que no

ha respondido sus cartas, tal vez podría aumentar su

preocupación en lugar de tranquilizarla.

–Darcy es mi amigo y sé que no sería capaz.

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–Yo he rezado para que así sea.

–Entonces saldré ahora mismo para Bristol y en cuanto

tenga noticias te escribiré.

–Te lo agradezco mucho.

Bingley se despidió de su esposa y se puso en marcha.

Jane regresó con su hermana y decidió quedarse a pasar la

noche acompañándola. Les mandó una carta a la Sra.

Nicholls y a la Srita. Susan encargándoles a sus hijos de

sobremanera, pero diciéndoles que la situación de su

hermana era muy delicada.

Al día siguiente, casi al anochecer, Jane recibió carta de

Bingley. La Sra. Reynolds se la entregó a Jane pero Lizzie,

levantándose de la cama, se la arrebató rápidamente y la

empezó a leer en voz baja.

“Jane y Sra. Darcy: Busqué a Darcy en el hotel de Bristol y el

encargado me dijo que abandonó el lugar ayer al amanecer y

no indicó su destino. Seguiré buscando para saber su

paradero. Charles Bingley”.

–Darcy está bien –suspiró aliviada–, pero entonces ¿por qué

no ha respondido a mis cartas? –preguntó sintiéndose

enojada y confundida–. ¡Cuando regrese…! –exclamó, y se

acostó en su cama haciéndose un ovillo, sintiéndose

desolada al darse cuenta de que tal vez no regresara.

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Una ola de nuevas preguntas se agolparon en su cabeza,

aumentando su preocupación y su desánimo, al reflexionar

que si hubiera viajado a casa ya habría llegado.

El Dr. Thatcher fue a ver a Lizzie, estaba muy preocupado

por la evolución del embarazo y el estado de ansiedad en

que se encontraba su paciente. Le ordenó guardar reposo,

descansar y tranquilizarse, después de darle algún

medicamento. Al salir de la habitación, el Sr. Smith

aguardaba discretamente.

–Disculpe Dr. Thatcher, me ha ordenado el Sr. Darcy que en

su ausencia esté muy pendiente de la salud de la Sra. Darcy,

¿cómo se encuentra?

–La Sra. Darcy está muy delicada, temo por su embarazo. Le

he mandado reposo y vendré a verla todos los días, pero me

preocupa excesivamente. Ya le di instrucciones a la Sra.

Bingley sobre los cuidados necesarios y las medicinas.

–Le agradezco mucho, lo acompaño hasta la puerta –

contestó el Sr. Smith.

En cuanto el doctor se retiró, el Sr. Smith fue a buscar a

Jane.

–Disculpe que la moleste Sra. Bingley, quisiera ofrecerme

para ir en busca del Sr. Darcy a Bristol, me parece…

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–Sí, Sr. Smith –interrumpió Jane–, creo que será

conveniente hacerlo lo antes posible. Le agradezco mucho.

–Muy bien, señora, saldré mañana a primera hora.

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CAPÍTULO XVIII

Ya habían pasado tres semanas sin recibir novedades de

Darcy. Lizzie estaba completamente desconsolada y no

había salido de su habitación en varios días; se sentía mal,

había comido poco y casi no había podido dormir. Había

dado órdenes de que al recibir una carta se la llevaran de

inmediato, no importaba la hora. Sus pensamientos estaban

clavados en su esposo y se preguntaba: “¿por qué no ha

respondido a mis cartas?, ¿le habrá pasado algo?, ¿habrá

tenido un accidente?, ¿habrá sido víctima de asaltantes en

las calles de Bristol?, ¿habrá viajado a otro sitio?, y ¿con

quién habría ido?, o acaso ¿se habría ido con la Srita.

Margaret?” Todas estas preguntas sin respuesta inundaban

sus pensamientos, sin encontrar salida a este océano de

dudas.

Ya había caído la noche y Jane, angustiada, seguía tratando

de animarla. Lizzie, en medio de un llanto casi incontrolable,

apenas la podía escuchar.

–Lizzie, debes hacer un esfuerzo por tranquilizarte. Charles

sigue buscando a tu marido y el Sr. Smith y el Sr. Peterson

fueron a ayudarle. Seguramente él está bien y pronto

tendremos noticias suyas.

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–¡Oh, Jane!, estoy desesperada, no aguanto más esta

angustia.

–¿Lizzie? –indagó Darcy atónito, mientras cerraba la puerta

después de haber entrado.

Ella, al escuchar su voz, se puso de pie con rapidez sintiendo

fuertemente los latidos de su corazón y, reclamando con

agresividad, interpeló:

–Sr. Darcy, ¡por fin tenemos noticias suyas!

Jane se puso de pie y se retiró inmediatamente.

–Lizzie, ¿sucede algo? –preguntó Darcy extrañado–. ¿Por

qué estás tan mortificada?

–¿Le parece poco la angustia en la que hemos estado

hundidos ya que no sabemos de usted desde hace tres

semanas? No he dejado de pensar que le hubiera ocurrido

algo, ¿por qué no respondió a mis cartas? La única noticia

que recibí fue de labios de la Srita. Bingley, quien se acercó

para felicitarme por mi embarazo y a burlarse de que usted

había visto a la Srita. Margaret en Bristol en repetidas

ocasiones.

–Sí, la vi varias veces.

–¿Y me va a negar que tuvo un trato “espléndidamente

cortés” con ella…

–¿Espléndidamente?

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–…como en los viejos tiempos? –vociferó–. ¿Me va a negar

que ya la conocía desde su juventud y que tenían una

amistad de antaño que pudo haber terminado en

matrimonio? ¿Me va a negar que ella en esos encuentros le

estuvo coqueteando y…

–¡Sí, no lo niego! –interrumpió con vehemencia–. Yo conocía

a la Srita. Margaret desde mi juventud, teníamos amigos

comunes como los Bingley, pero luego ella se fue a Francia y

no supe más hasta el día que la vimos en la boda de

Georgiana. ¿Matrimonio con Margaret?, confieso que alguna

vez lo pensé pero lo deseché pronto. También fui muy cortés

en los encuentros que tuve con ella; acompañado del coronel

Fitzwilliam, quien es testigo de todo lo que he dicho.

Efectivamente, la Srita. Margaret me estuvo coqueteando y

haciendo insinuaciones que no son propias de una dama y a

las que siempre respondí con amabilidad, como corresponde

a un caballero. Bueno, no siempre. La última vez que la vi le

dije directamente que yo amo a mi esposa y que no estaba

dispuesto a soportar ese comportamiento suyo, sumamente

desagradable para mí, que sólo me hacía perder el tiempo y

el respeto a su persona… Después de esto, ella abandonó el

hotel.

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Lizzie se quedó estupefacta, mientras Darcy recuperaba el

aliento e intensamente molesto, continuó:

–Yo estuve escribiendo cartas todos los días, las que el

coronel Fitzwilliam envió por correo cada mañana desde que

estuve fuera de casa. Igualmente, cuando tuvimos que

abandonar Bristol para ir a Oxford, mandé una misiva a usted

aduciendo las razones por las que se tuvo que cambiar de

ubicación. Como yo tampoco recibí epístola suya durante

este tiempo, al salir del hotel en Bristol dejé un mensaje para

ser entregado exclusivamente al Sr. Smith, a quien le di

instrucciones muy precisas antes de ausentarme de ir a

buscarme en caso de cualquier asunto de importancia

relacionado con mi esposa. En ese escrito le daba mi nueva

ubicación para ser localizado en caso de una emergencia.

Lizzie estalló en sollozos y sintió que su corazón le

abandonaba. En ese momento, alguien tocó a la puerta y él

fue a abrir. Era la Sra. Reynolds.

–Perdón Sr. Darcy, no sabía que ya estaba de regreso. La

Sra. Darcy me dijo que entregara la correspondencia apenas

llegara.

Le entregó un montón de pliegos que Darcy recibió, cerrando

nuevamente la puerta. Él se acercó a su mujer.

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–Sra. Elizabeth, le entrego las cartas que el Sr. Darcy le

envió –remató lleno de ira y las puso sobre la mesa tan

rápido que algunas cayeron al piso.

En tanto él abandonaba la habitación, Lizzie sólo pudo

desplomarse en una silla al tiempo que llamaba a su esposo.

–¡Fitzwilliam…!

Pasados unos segundos, Lizzie reaccionó y se puso de pie

tratando de alcanzarlo, pero al llegar a la escalera se oyó

cerrar el portón fuertemente. Ella se postró en el suelo; sólo

la consolaba pensar que Darcy estaba vivo y… el fantasma

de la Srita. Margaret se había desvanecido.

Al cabo de un rato, en medio de su desesperación, Lizzie

sintió que se elevaba. Sí, era su esposo que la tomaba en

sus brazos y la llevaba hasta su alcoba.

Cuando empezó a clarear, Darcy volvió a sentir una patada

del bebé en su mano y suspiró. Él no había dormido y su

mano había estado toda la víspera sobre el vientre de su

esposa. Desde que la había acostado y la había abrazado en

su tribulación se percató de algunas contracciones que

fueron desapareciendo conforme ella fue recuperando la

calma hasta que se durmió agotada de tanto llorar.

Interiormente se debatía si debía llamar al médico y dejarla

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sola o darle el sosiego que necesitaba con la esperanza de

que las contracciones cesaran, como había sucedido en el

pasado. Cuando ella dejó de sollozar, los espasmos

disminuyeron de frecuencia y él permaneció vigilante por si

se presentaba alguna señal para llamar al doctor, luego

advirtió algún movimiento de su bebé que se repitió

esporádicamente y percibió mayor tranquilidad, al menos en

ese aspecto. Sin embargo, la angustia que sentía por lo que

había sucedido lo había mantenido en vela toda la noche, el

llanto de su mujer lo había traspasado provocándole gran

dolor.

Se levantó y en silencio recogió las cartas que estaban

regadas y las juntó, observándolas. Era toda la

correspondencia que él había mandado y también la que

Lizzie le había escrito durante las últimas tres semanas.

Tenía grandes sospechas de quién había sido la responsable

de que no llegaran a su destino con sólo sentir su aroma;

sabía que esa persona era capaz de eso y más para

conseguir lo que quería, de no ser por el rechazo tan tajante

que había recibido. Las separó y abrió las que debía haber

recibido en Bristol y empezó a leer. Recordó lo diferente que

habían sido las primeras cartas que sí recibió en su

ausencia, llenas de ilusión y de esperanza de verlo pronto y

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le perturbaron profundamente estas últimas, de las que hasta

entonces desconocía su contenido, reflejando tanta congoja,

desesperanza, consternación, implorando una respuesta que

deseó con toda su alma hubiera llegado cuando debía. Le

conmovió pensar en todo el sufrimiento que Lizzie había

pasado ante esa incertidumbre, y más en su estado. Volteó a

verla con preocupación, estaba más delgada que la última

vez, se imaginó cómo había pasado los últimos días y

recordó la amargura que manifestaba aun cuando ya podía

estrecharla entre sus brazos.

Todavía pasaron más de dos horas en las que Lizzie pudo

dormir profundamente. Estaba agotada física y

emocionalmente, tiempo suficiente para que Darcy,

desolado, pudiera leer todas sus cartas y reflexionar por

largo rato sobre lo sucedido.

Cuando por fin despertó, Darcy dejó los documentos en la

mesa y se levantó de la silla para acercarse a su esposa. Se

sentó a su lado, la miró con ternura y acarició su rostro,

mientras ella reflejaba las huellas de melancolía que sentía

todavía del día anterior. En silencio, él se avecinó para besar

su rostro con cariño en repetidas ocasiones, queriendo aliviar

con cada beso los minutos de angustia que ella había

pasado y enjugar las lágrimas que aún seguía derramando.

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Después de varios minutos, cuando Lizzie empezó a sentir

un poco de sosiego, le dijo:

–Te extrañé mucho… pensé que te perdía. Sentí morirme de

tristeza sólo de pensar que algo te había pasado o que me

habías dejado de amar.

–No lo digas, ni siquiera lo pienses –señaló y se incorporó

mirando sus brillantes ojos.

Darcy rozó su rostro y ella, tomando su mano, la besó.

–Perdóname por el dolor que te causé –expuso Darcy.

–Perdóname por haber dudado de ti y por haber perdido la

esperanza de volver a verte, de apreciar el calor de tu cariño.

Sentí un dolor que no podía soportar sólo de pensar que no

regresarías a mi lado. Se me estremecía el alma y clamaba

sin cesar, rezando para que estuvieras bien… Gracias a Dios

ya estás aquí.

Él la estrechó fuertemente.

Los Sres. Darcy aguardaron con impaciencia el arribo del Dr.

Thatcher desayunando en la alcoba en completo silencio,

aun cuando las contracciones no se volvieron a presentar y

se sentían los movimientos del bebé, la preocupación de

ambos se palpaba en el ambiente, no se necesitaban las

palabras para decir la enorme turbación que Darcy

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experimentaba por su esposa al verla tan desmejorada y por

la criatura, sangre de su sangre, que llevaba en sus

entrañas. Lizzie mostraba mucha zozobra en su mirada,

angustiada por su bebé, tomando su vientre con la mano

todo el tiempo. Cuando terminaron, el Sr. Smith, que venía

llegando, se reportó con el Sr. Darcy.

–Le agradezco que me haya ido a buscar a Bristol.

–Estuvimos en Bristol y en Oxford siguiéndole la pista, señor.

Todos estábamos muy preocupados por usted y también por

la Sra. Darcy.

–Gracias.

–El Dr. Thatcher está aquí.

Darcy se puso de pie para recibirlo.

–Sr. Darcy, ¡qué bueno que ya regresó de su viaje! Me da

mucho gusto –exclamó el Dr. Thatcher–. Sra. Darcy, el

motivo de sus angustias ya ha terminado, espero que ya se

sienta más tranquila.

Lizzie asintió.

El Dr. Thatcher revisó a su paciente y cuando terminó Darcy

lo acompañó a la puerta y le preguntó por su esposa y la

criatura, el médico respondió:

–Sr. Darcy, hemos pasado unos días muy difíciles, la Sra.

Darcy estuvo muy angustiada y eso me preocupa. Por el

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momento tendrá que continuar en reposo unos días más y

vigilar que coma mejor para recuperar el peso que perdió. La

Sra. Darcy debe estar muy tranquila y usted nos ayudará a

lograrlo.

–¿Y el bebé?

–El bebé está bien, pero estará mejor conforme su madre se

recupere.

Cuando Darcy regresó a su habitación, Lizzie estaba

revisando la correspondencia que por fin había llegado,

leyendo alguna de las cartas que él había enviado. Darcy se

acercó y la abrazó con cariño, poniendo su mano sobre su

vientre y sintiendo unos ligeros movimientos. Distinguió el

documento, empezó su lectura en voz alta, mientras ella se

recargaba en su hombro para escucharlo, conmovida por el

gesto de protección que él había tenido para con ella y para

con su hijo:

–“Mi amada Lizzie: Hoy, al concluir una ardua jornada de

trabajo, regresé al hotel con la esperanza y la ilusión de

recibir una carta tuya que me animara a continuar luchando a

pesar de lo difícil que está siendo para mí estar lejos de ti.

No he recibido noticias tuyas en varios días, sólo me

tranquiliza saber que estás bien; de lo contrario ya me

habrían venido a buscar. Ojalá pronto puedas responder a

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los mensajes que todos los días te escribo antes de

acostarme.

Fatigado, llegué a mi habitación, donde pude comprobar todo

el amor que siento por ti. Me llena de temor sólo de pensar

en la posibilidad de perderte si hubiera sucumbido en la

instigación de la que hoy fui objeto y que aborrecí como a mi

peor enemigo, rechazándola con todo el valor y la fortaleza

que siempre me has infundido con tu sonrisa, con tu amor,

con tu alegría. Al clausurar la puerta de la alcoba y

encontrarme nuevamente en mi soledad, libre de todo yerro,

anhelé más que nunca poder estrecharte entre mis brazos y

llenarte de mis besos, disfrutar de tu gozo y de tu sonrisa

como en tantas ocasiones. Recordé incontables momentos

de alegría que hemos pasado juntos y eso me colmó el

corazón de tranquilidad, de gozo y de plenitud; sólo contigo

puedo ser feliz. Le agradezco Sra. Darcy que, a pesar de la

distancia, pueda yo percibir el fervor de su cariño,

sintiéndome completamente adherido a su corazón; gracias a

eso respiro y mi corazón continúa latiendo, me sigo

enamorando como el primer día que la conocí, amándola con

mayor intensidad, como nunca me lo había imaginado…”

Escribí cartas mucho más bonitas que ésta –subrayó Darcy.

–Perdóname por la bienvenida que te di.

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Darcy la besó en la mejilla.

–Dudé tanto en enviarte esta carta, pero pensé que sería

mejor darte la seguridad de mi amor, antes de que ella

intentara hacerte daño o que te enteraras por otra persona –

explicó, recordando que Philip Windsor por casualidad había

visto que la Srita. Margaret salía de la habitación del Sr.

Darcy aquella noche–. Quiero que conserves esta carta

siempre y que la recuerdes si llega el día en que alguien

quiera sembrarte la duda de mi amor.

–¿Ella tenía las cartas? –indagó, reconociendo la fragancia

de una mujer.

–Seguramente sobornó muy bien al encargado del correo y

al irse del hotel las olvidó y el ama de llaves las remitió. No

creo que ella haya sido capaz de mandarlas.

–Darcy –titubeó con cierto temor y, volteándose para mirarlo

a los ojos, continuó–. Quiero saber qué pasó en realidad con

la Srita. Margaret.

–Mi Lizzie preciosa –aclaró, acariciando su rostro–. No

quiero que te angusties por eso, y menos ahora. Lo único

que realmente importa y que quiero que siempre recuerdes

es que te he sido fiel en pensamiento y en obra en todo

momento y así será hasta el final de mi vida.

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Lizzie lo miró, como sólo ella sabía para persuadirlo, y Darcy

prosiguió:

–Espero que este bebé sea varón.

–¿Por qué?

–Porque así aprenderé a ser padre sin que me manipulen.

Te lo diré pero no quiero que te mortifiques y recuerda

siempre que te amo. La Srita. Margaret quiso seducirme con

sus encantos en mi habitación, pero yo la rechacé, rayando

en la insolencia, tan concluyentemente que espero no volver

a verla en mi vida.

–¿Todos sus encantos? –indagó temerosa, sintiendo renacer

la angustia al pensar en cómo habrían sido esos momentos

mientras él confirmaba su honestidad con la mirada–. La

Srita. Margaret es muy atractiva –afirmó llena de tristeza

bajando la vista.

Darcy levantó su rostro con ternura y contestó:

–Ninguna mujer es tan bonita como tú y sólo a ti quiero

entregar mi amor.

–Te extrañé mucho.

–Yo también –suspiró y la besó ciñéndola devotamente.

Durante ese día, Darcy acompañó a su mujer en la alcoba

para que reposara. Vigiló que comiera como el doctor les

había indicado y estuvieron leyendo, entre otras cosas, las

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cartas que él había enviado desde Bristol y una que había

llegado apenas ese día, desde Oxford. También les fueron

remitidas las cartas que Lizzie le había mandado a

Fitzwilliam para pedir información de su marido.

Ya por la tarde, fueron visitados por los Sres. Bingley,

anunciados por el Sr. Smith. Lizzie recibió a Jane en su

alcoba y Darcy estuvo con su amigo en su despacho. Jane

se había quedado muy preocupada por su hermana a causa

de todo lo sucedido pero, dadas las circunstancias, decidió

esperar hasta más tarde para ir a preguntar por la Sra.

Darcy. Por otro lado, Bingley tenía varios pendientes muy

importantes de las minas que comentarle a Darcy y, por

supuesto, saber que estaba bien.

Cuando el señor de la casa iba bajando los peldaños hacia

su despacho, el Sr. Smith, que venía con él, le dijo:

–Sr. Darcy, debo informarle que durante la mañana, mientras

estaban con el Dr. Thatcher, vino un caballero a investigar

sobre la salud de la Sra. Darcy.

–¿Un caballero?

–Sí. Su nombre era Philip Windsor.

–¿El Sr. Windsor?, ¿qué dijo?

–Preguntó por la Sra. Bingley y yo le informé que hoy no

había venido, debido a que usted ya se encontraba de

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regreso y quiso saber únicamente por la salud de su esposa

y luego se retiró. Ese mismo caballero había venido varias

veces y se entrevistó con la Sra. Bingley.

–Por favor Sr. Smith, si ese caballero regresa, le pido que me

avise. Me gustaría aclarar unos asuntos con él.

–Sí, señor.

Jane se encontraba muy intranquila desde su regreso a

Starkholmes por la consternación en que había dejado a su

hermana la noche anterior y, con mesura, averiguó lo que

realmente había sucedido en Bristol, ya que se había

quedado inquieta desde la última entrevista que tuvo con el

Sr. Windsor. Lizzie le comentó que todo fue una maquinación

de la Srita. Campbell y que, sin duda, la Srita. Bingley había

sido su cómplice, pero afortunadamente ya estaba todo

aclarado entre su marido y ella.

Durante los siguientes días, Darcy estuvo trabajando por la

mañana en su despacho. Había varios asuntos serios que

aliñar de las minas pero no quería dejar sola a su mujer, por

lo que las personas encargadas fueron a Pemberley a

reunirse con el Sr. Darcy y el Sr. Bingley, mientras Fitzwilliam

resolvía otras cuestiones de importancia en Londres que

estaban pendientes. Lizzie, por la mañana, era acompañada

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por su hermana y sus sobrinos o por la Srita. Madison. Por la

tarde Darcy le dedicó tiempo, acompañándola en su

recámara o en la habitación del bebé ya que debía guardar

todavía cierto reposo. Después de la cena en su alcoba,

Darcy esperaba a que su esposa se durmiera y se retiraba a

su despacho a trabajar para ponerse al corriente de todo lo

que se había quedado retrasado por su viaje.

El Dr. Thatcher fue a revisar a su paciente, encontrándola en

mejores condiciones, dando mucha tranquilidad a Darcy,

quien, sin mostrarlo, había sentido mucha vacilación por su

embarazo.

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CAPÍTULO XIX

Había pasado una semana del regreso de Darcy y, ya

entrada la noche, Lizzie estaba en la habitación dormida y su

marido se encontraba trabajando en el estudio. Ella se

despertó sobresaltada sintiendo un terrible dolor en el

vientre. Cuando cesó, pudo respirar profundo y recostarse

nuevamente, pero a los pocos minutos éste se volvió a

presentar, causando gran temor en ella. ¡Sólo tenía seis

meses de embarazo! Los dolores se volvieron a repetir,

siendo cada vez más intensos. Con excesivo esfuerzo e

inundada de turbación se puso de pie, sintiendo su ropa

mojada, y se sostuvo de la mesa para evitar caerse al

percibir nuevamente ese dolor desgarrador que le recorría

toda la espalda y que la petrificaba por unos momentos.

Llorando, continuó su camino para dirigirse al baño y se

sostuvo de la pared gritando, sabiendo que nadie la

escucharía aun cuando clamara con todas sus fuerzas. Abrió

la puerta del baño lo más rápido que pudo antes de que se

presentara ese dolor que le impedía continuar, estiró su

brazo para alcanzar la cadena de la campanilla para pedir

ayuda pero se retorció del dolor viendo su ropa

ensangrentada, iluminada apenas por el fogón. Respiró

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profundamente, aterrada, implorando a Dios socorro y

extendiendo su brazo sintió un dolor insoportable que

provocó que se arqueara y perdiera la consciencia.

Cuando Darcy terminó de escribir la carta, le dio una última

leída para revisarla y al fin la firmó. Diseminó un poco de

arenilla para que la tinta se secara más rápido, apartó la

carta y recogió con su mano los restos, colocándolos en un

bote que tenía al lado. Aseó sus manos con un lienzo, tapó la

tinta, limpió la pluma y guardó todo en el cajón. Tomó

nuevamente la carta, la dobló en tres, calentó el lacre

derramando dos gotas que fueron aplastadas por su sello

para enviarla al día siguiente a primera hora a Londres. Se

levantó, cogió la vela y salió rumbo a su alcoba.

Al entrar a su habitación se extrañó de ver la cama vacía

pero destendida, dejó la vela sobre la mesa de la entrada

llamando a su mujer, sin obtener respuesta. Se acercó a la

puerta de los vestidores volviendo a repetir el nombre de su

esposa. Vio la puerta del baño abierta y se aproximó a ésta,

quedándose suspendido por unos instantes: Lizzie yacía en

el piso en medio de un charco de sangre y agua. Se hincó, la

ciñó pensando que ya todo había terminado y explotó en

llanto, lamentándose con toda su alma no haber estado esa

noche a su lado. Cuando sintió su respiración en la mejilla, la

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tomó en sus brazos, se levantó y tocó la campana

insistentemente para pedir auxilio, se dirigió hacia la cama

donde la colocó cuando alguien llamó a la puerta y Darcy

gritó con desesperación:

–¡Llamen al médico! ¡Es urgente!

Se inclinó nuevamente ante ella y pensó en todos los

hermosos momentos que había pasado a su lado, su sonrisa

que siempre lo había alentado, su listeza y su generosidad

que continuamente le había admirado, la alegría y la

compasión que desbordaba a los demás. Se resistía con

todas sus fuerzas a pensar que todo pudiera acabarse en un

instante. Veía a Lizzie sin reaccionar, empapada en sangre.

Atiborrado de temor, puso la mano sobre su vientre,

sintiéndolo duro e inmóvil y, mientras crecía su tormento

cada segundo, besaba a su mujer en repetidas ocasiones y

suplicaba al cielo que pudiera despertar.

Por fin, a la llegada del Dr. Thatcher, Darcy lo recibió

sumamente exasperado. La Sra. Reynolds lo sacó de la

habitación mientras el médico revisaba y atendía a Lizzie.

Él esperó afuera caminando de un lado al otro, sentándose y

parándose sin saber qué hacer, completamente enloquecido.

La Sra. Reynolds trataba de tranquilizarlo mientras el Sr.

Smith buscaba en su despacho un papel y una pluma para

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que pudieran avisarle a los Sres. Bingley. Apenas pudo

escribir un pequeño mensaje, apresuradamente, casi ilegible,

ya que sus manos no dejaban de temblar y su corazón

palpitaba impetuosamente: “Sres. Bingley, por favor, vengan

a mi casa. Es urgente. F. Darcy”.

Transcurrió el tiempo y llegaron los Sres. Bingley. El

mayordomo los encaminó hasta el Sr. Darcy, quien estaba

en el pasillo parado junto a la ventana, acompañado por la

Sra. Reynolds que trataba de animarlo.

Jane corrió hacia su cuñado y le preguntó nerviosamente:

–¿Qué ha sucedido?

Darcy permaneció inmóvil y el ama de llaves pasó su brazo

por los hombros de Jane y le explicó, con los ojos

desbordados de lágrimas:

–No sabemos qué fue lo que pasó pero la Sra. Darcy tuvo

un accidente en el baño, seguramente se resbaló con agua.

El médico la está atendiendo.

Jane se quedó paralizada sin poder decir una palabra. En

eso, se abrió la puerta de la habitación y el doctor salió.

–La Sra. Darcy ha perdido mucha sangre, requiere una

transfusión. Por favor Sr. Darcy, usted me puede ayudar.

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–En lo que usted necesite doctor –contestó él, acercándose

rápidamente mientras se escuchaba a Jane que estallaba en

un llanto desgarrador.

Al entrar en la alcoba, Darcy se quedó impactado de ver a

Lizzie postrada en la cama manchada, inconsciente,

luchando entre la vida y la muerte. Sintió que la vida se le iba

de las manos conjeturando el destino fatal del bebé y, tal

vez, sólo tal vez… Esperaba lo peor. Sacó brío de lo más

recóndito de su ser y continuó caminando, se sentó en una

silla al lado de su esposa, ofreciéndole hasta su misma vida

para que la pudiera salvar mientras el médico iniciaba el

procedimiento, al tiempo que le explicaba:

–Voy a ser muy sincero con usted. La Sra. Darcy está

alarmantemente delicada; no sé si pueda pasar la noche.

Este procedimiento es muy reciente en la medicina y ha

resultado exitoso en pocos casos, pero de no arriesgarme, la

Sra. Darcy con seguridad moriría en un par de horas. ¿Está

de acuerdo en continuar?

–¿Qué posibilidades hay de que funcione?

–No sabría decirle, pero tengo la certeza de que la sangre de

los dos es compatible. Por lo menos tendríamos una

oportunidad de salvarla ya que, de no hacerlo, no habría

esperanzas.

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–Haga lo que tenga que hacer, doctor. ¡Sálvela!

El médico pidió que se quitara la levita y se descubriera el

brazo, luego lo tomó y lo pinchó con la aguja, mientras le

decía:

–En estos momentos es indispensable el apoyo que usted le

puede brindar. En gran parte de eso depende su vida, del

deseo que tenga para salir adelante. Yo sé que también para

usted es muy difícil esta situación, pero es ineludible. Tendrá

que sacar fuerzas, no sé de dónde.

Darcy escuchaba sentado, sosteniendo su cabeza con la otra

mano.

–También, siento mucho la pérdida de su bebé, era niño. Sé

con cuánto amor e ilusión lo esperaban. He guardado sus

restos para cristiana sepultura.

Cuando hubo terminado el procedimiento, el médico le dijo:

–Voy a quedarme para estar pendiente de ella. Iré a lavarme

y a cambiarme.

–Solicitaré que le preparen una habitación –indicó Darcy con

gran amargura.

–No, señor –interrumpió, deteniéndolo para que no se

levantara–. Yo lo haré. De ahora en adelante mi trabajo se

limitará a revisar a la paciente y realizar sus curaciones. Su

labor iniciará desde este momento.

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Mientras se escuchaba la puerta abrirse y cerrarse

nuevamente, Darcy se arrodilló junto a Lizzie, le tomó la

mano e inclinó su cabeza. Estaba desgarrado, la vida de su

esposa dependía en gran medida de la fortaleza que le

pudiera transmitir, algo de lo que carecía por completo en

esos instantes. Se sentía culpable de que hubiera sucedido

el accidente; tal vez, si no se hubiera quedado tan tarde

trabajando, habría podido evitar esta caída… pero era

imposible saberlo. Sólo le quedaba una salida: rezar.

Rezar con toda el alma para que se salvara Lizzie, rezar para

que pudieran superar la irreparable pérdida del bebé que

habían deseado por tanto tiempo y que ya amaban

profundamente. Pensaba en cómo lo tomaría su mujer

cuando pudiera despertar… si despertaba. Oró para que

Dios le concediera esa fortaleza que necesitaba para

infundirle ánimo y superar esta terrible prueba. Imploró de mil

maneras diferentes para que Lizzie saliera adelante física y

emocionalmente de esta situación.

Cuando el doctor salió de la habitación, los Bingley, el Sr.

Smith, la Sra. Reynolds y el resto de la servidumbre

esperaban ansiosamente noticias.

–La Sra. Darcy está muy grave. Debemos estar preparados y

rezar.

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Jane intensificó sus sollozos y Bingley la abrazó tratando de

apoyarla. La Sra. Reynolds preguntó:

–¿Y el bebé?

–Era varón, lo siento mucho.

El llanto de las mujeres presentes se hizo más penetrante,

sintiendo sinceramente la enorme pérdida de la familia y la

preocupación por su ama. El doctor se acercó al Sr. Smith y

le dijo:

–Me quedaré para atender a la señora. ¿Dónde me puedo

cambiar?

–Pase por aquí. Ya está lista su habitación para que pueda

descansar un poco.

–Muchas gracias. También voy a requerir que le pida al ama

de llaves que nos ayude a cambiar la ropa de cama de la

señora y limpiar el baño.

La Sra. Reynolds tocó a la puerta y solicitó permiso para

entrar con la Sra. Bingley, quien, a pesar de su enorme dolor

le rogó a su marido que le permitiera ayudar a su hermana.

–Disculpe Sr. Darcy, venimos a cambiar a la Sra. Darcy y la

ropa de cama.

Darcy seguía junto a su esposa y se puso de pie. Jane miró

a su hermana y no pudo evitar impresionarse por su estado

sintiendo un nuevo escozor en los ojos, angustiada por la

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posibilidad de perderla. El olor a sangre inundaba la

habitación y eso la distrajo de su firme propósito de ser fuerte

y ayudar a Lizzie, se llevó a la nariz un pañuelo previamente

empapado de alcohol y se recargó en la pared respirando

profundamente, tratando de controlar el mareo que había

empezado a sentir, convenciéndose de que era su querida

Lizzie la que necesitaba de su ayuda, la que siempre había

estado a su lado en los momentos más difíciles de su vida.

Se acercó a su cuñado y le dio sus condolencias, rezando en

silencio para que su hermana saliera adelante. Él salió al

balcón de su alcoba; necesitaba aire fresco y no quería ver a

nadie, sólo estar con su mujer.

Mientras la Sra. Reynolds limpiaba el piso, Jane cambió a

Lizzie y la aseó con un paño humedecido con lavanda,

viendo su rostro pálido y su respiración débil, a pesar de las

lágrimas que continuamente nublaban su vista. Cuando

terminaron de cambiar a Lizzie, Jane salió al balcón para

buscar a Darcy y le dijo:

–Sr. Darcy, le pedimos su ayuda para mover a Lizzie de la

cama unos momentos para que puedan terminar de limpiar.

Darcy, con enorme cuidado, tomó a Lizzie en sus brazos, fue

al fondo de la habitación y se sentó en el sillón, acunando a

su esposa como si fuera un bebé que apaciblemente dormía.

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Jane llevó una cobija para cubrirla y se alejó. Luego Darcy

empezó a platicarle y acariciar su rostro; le habló tiernamente

al oído y la abrazó con profunda devoción. En la habitación

sólo se escuchaba el ruido de las sábanas de seda que

estaban cambiando y la lluvia que caía con gran intensidad,

como si el cielo llorara con él sintiendo su ineludible agonía,

casi insoportable, como si esa amargura se hubiera

transmitido a todas partes mientras él procuraba infundirle el

ánimo del que carecía por completo, sólo por gracia divina.

Jane, viéndolos completamente conmovida, rezaba en

silencio.

Cuando la Sra. Reynolds hubo terminado, se retiraron de la

habitación.

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CAPÍTULO XX

El Dr. Thatcher regresó para ver a la paciente y Darcy, quien

había estado en vela toda la noche acompañando a su

esposa, se puso de pie y se retiró.

Todos habían ido a descansar, se escuchaba paz en toda la

casa. Nadie se hubiera imaginado lo que hasta hacía unas

horas había sucedido. Se veían las primeras luces y, por fin,

había cesado la lluvia. Se escuchaba en el jardín el canto de

los pájaros y se veía a las ardillas salir de sus madrigueras

para buscar comida; brillaba el rocío de la mañana en las

hojas de los árboles y en las flores que Lizzie había

sembrado años atrás. Darcy, sentado en una banca del

pasillo, cabizbajo, esperaba al doctor. Continuó su oración,

dando gracias a Dios por la luz que se empezaba a

vislumbrar; al fin había concluido esa terrible noche y Lizzie

continuaba luchando, aunque la incertidumbre aún lo

atormentaba. Oró intensamente para que su amada tuviera

la fortaleza para seguir adelante; que le permitiera

transmitirle todo su amor aunque él se quedara desolado.

Bingley se acercó en silencio, viendo destrozado a su

querido amigo, y se sentó a su lado para acompañarlo en

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estos cruciales momentos. Darcy, sintiendo su presencia, le

dijo:

–Les agradezco mucho que hayan venido.

–Darcy, no podía ser de otra manera; sabes el gran cariño

que Jane le tiene a su hermana y, por supuesto, quiero

acompañarte en estos momentos tan difíciles. Sabes que

puedes contar con nosotros. Sentimos mucho lo del bebé y

nos preocupa de sobremanera la Sra. Darcy, ¿cómo sigue?

–No lo sé, el Dr. Thatcher la está revisando.

–Estamos rezando devotamente para que pronto despierte.

–Bingley, no sé qué voy a hacer si la pierdo –deploró

poniéndose de pie y dirigiéndose a la ventana.

–No, no digas eso –respondió acercándose a su amigo–. La

Sra. Darcy es una mujer que siempre ha luchado por la vida.

–Y… si despierta, que lo deseo con toda el alma, no sé qué

le voy a decir –explicó sumamente angustiado.

–Recuerda que nunca está más oscuro que cuando va a

comenzar el amanecer.

Bingley puso la mano sobre su hombro para darle ánimo,

comprendiendo el momento tan difícil que estaba viviendo.

Nunca había visto a su amigo así; aquel hombre que siempre

había ganado su admiración por su fortaleza y su

inteligencia, su profunda gallardía, su mesura y su

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ecuanimidad; ahora lo veía desgarrado, sintiendo mucha

compasión hacia él.

–Bingley, te pido que veas lo necesario para darle cristiana

sepultura a mi hijo.

–No te preocupes. Tú acompaña todo el tiempo a la Sra.

Darcy y yo me encargo de eso y de todos los pendientes que

tenemos.

Cuando salió el doctor, Darcy se acercó.

–¿Cómo está mi esposa?

–Muy débil, hay que esperar.

–¿Puedo entrar otra vez?

–Sí, señor, pero le sugiero que descanse y coma un poco;

necesitaremos darle nuestro apoyo cuando despierte. Va a

ser muy difícil para ella.

Darcy asintió.

–Iré por unas medicinas a mi casa y lo necesario para

prepararle un nuevo suero.

Darcy, al entrar a la habitación y ver desfallecida a Lizzie y a

su lado la cuna que sería para su hijo, sintió un gran

desconsuelo. Se acercó a la cuna y decidió recoger todo.

Dobló despacio las cobijas y las sábanas que Lizzie ya había

bordado para su bebé y recordó con cuánta ilusión lo

estaban esperando, todo el sufrimiento que habían

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sobrellevado por varios años hasta recibir la noticia del

embarazo de su mujer. Se acordó tanto del Sr. Bennet y

deseó nunca haberlo escuchado; qué sufrimiento todavía

estaban viviendo, aún no se había acabado, cuando pensaba

que ya estaba superado y eran tan felices. Recordó lo que

aquel día les dijo en su lecho: “no pierdan las esperanzas,

aunque todo se vea muy difícil…” Finalmente la pesadilla de

Lizzie se había hecho realidad.

Sacó con cuidado la cuna con toda su ropa a la habitación

destinada para el bebé, observando con cuánto amor y

cuidado Lizzie, su hermana y él habían colaborado para

decorarla y tenerla lista, arrepintiéndose de haber entrado y

sintiendo un dolor casi insoportable, salió cerrándola con

llave y regresó al lado de su esposa.

Darcy seguía con la incertidumbre, Lizzie inconsciente;

deseaba tanto que despertara pero… ¿qué le iba a decir del

bebé?, ¿cómo lo tomaría? Sin duda sería un gran golpe para

ella. Rezó intensamente al lado de su mujer para que Dios lo

iluminara y le permitiera darle esa fatal noticia con todo el

amor y el cariño para que no fuera tan duro, que le diera la

fortaleza para superar esta terrible pérdida. Le habló

nuevamente al oído, platicando de todos los momentos

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felices que habían vivido juntos y los que deseaba con toda

el alma que continuaran.

Más tarde, alguien tocó a la puerta y Darcy le indicó que

podía entrar. El Sr. Smith y Jane traían el desayuno para el

Sr. Darcy, quien se puso de pie para saludar a la Sra.

Bingley. Ella se acercó y preguntó por Lizzie:

–El Dr. Thatcher ya la revisó y dice que todavía está muy

débil.

–El Sr. Bingley ya se retiró para realizar sus encargos. Y a mí

me pidió ver que el Sr. Darcy desayunara, como le

recomendó el Dr. Thatcher.

–Le agradezco mucho, Sra. Bingley. Tal vez más tarde.

–También dijo el Dr. Thatcher que usted debía descansar.

–Gracias, pero no quiero separarme de Lizzie. Quiero estar a

su lado cuando despierte.

Darcy se volvió a sentar al lado de su mujer y continuó con

su oración, recogido, en silencio, tomando dulcemente su

mano. Suplicó para que despertara pronto, sabía que no

podría aguantar mucho tiempo de espera. Al menos cuando

Georgiana estuvo inconsciente luchando por su vida, Lizzie

estuvo a su lado, pero ahora se sentía tremendamente solo.

Jane, observando su enorme sufrimiento, se sentó y también

oró por Lizzie y por su hermano.

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Al cabo de un rato regresó el doctor, revisó sus signos vitales

y le administró un nuevo suero con la medicina que

necesitaba. El Dr. Thatcher vio la mesa del desayuno puesta,

sin que la hubieran tocado, pero dejó de insistir; estaba

consciente de que el Sr. Darcy estaba pasando por

momentos muy difíciles.

–¿Cómo está la Sra. Darcy? –preguntó él.

–Sigue igual que en la mañana; espero que se fortalezca con

el suero que le estoy administrando.

La Sra. Bingley, después de la revisión del doctor, regresó a

Starkholmes para ver a sus hijos que estaban enfermos, no

sin antes pedirle a la Sra. Reynolds que les avisara en

cuanto hubiera algún cambio en el estado de su hermana, y

que también estuvieran al pendiente del Sr. Darcy. El doctor

se quedó con Darcy hasta que vio que Lizzie estaba

reaccionando positivamente al suero que le había

administrado.

Sumergido en sus pensamientos, Darcy se asomó a la

ventana. Los jardines estaban igual que todos los días, los

pájaros revoloteaban entre los árboles, las ardillas brincaban

buscando comida, el aire soplaba y mecía las hojas de los

árboles, las flores de diversos colores se abrían

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aromatizando espléndidamente el lugar, el agua de las

fuentes subía y bajaba sinfín como un niño jugando sin parar.

Recordó las veces que desde la ventana de su despacho

veía a Lizzie caminar y disfrutar de su hermoso jardín. Todo

afuera parecía quietud, paz, armonía; pero dentro de la

habitación, y en lo más profundo de su corazón, ya nada se

veía igual.

Darcy escuchó algunos gemidos y, volteando, vio que era

Lizzie que tal vez estaba despertando. Se acercó velozmente

y se hincó a su lado, tomó su mano, la besó y dijo:

–Gracias al cielo que has despertado.

–¿Qué pasó? –preguntó Lizzie, tratando de recordar qué

había sucedido y tocando su vientre vacío, prosiguió–, ¿y mi

bebé?

–Ya está con tu padre –le anunció con los ojos humedecidos

y sintiendo una fuerte opresión en el pecho.

Lizzie giró hacia el otro lado desconsolada, inundada en

llanto. Darcy la acompañó en su sufrimiento: se sentó sobre

la cama, la abrazó y le habló dulcemente al oído por largo

rato, diciéndole cuánto la amaba y numerosas palabras de

consuelo que Lizzie no escuchó; le acarició y secó su rostro

comprendiendo el dolor que estaba sintiendo, hasta que se le

agotaron las lágrimas. Después, ella permaneció inmóvil,

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viendo al vacío, sin proferir palabra, aun cuando Darcy

continuaba su monólogo. Parecía que estaba en otro mundo,

se había aislado para no sentir ese terrible dolor que la

atormentaba.

El Dr. Thatcher fue avisado por la Sra. Reynolds de que

Lizzie ya había despertado y también mandó un mensaje a la

Sra. Bingley a Starkholmes, como le había solicitado. El

médico la revisó nuevamente, pero aún se mostró muy

preocupado por su estado; estaba pasando por una

depresión muy fuerte que, de no superarla

satisfactoriamente, ocasionaría un serio detrimento en su

salud, tomando en cuenta que hasta hacía unos días había

estado al borde de la muerte.

Cuando Jane arribó, Darcy le dijo a su esposa que su

hermana quería verla, con la esperanza de que Lizzie

aceptara su visita y recibiera su apoyo, pero ella se negó a

recibirla. No quería ver a nadie, sólo permitía el acceso al

médico y a Darcy que no se apartaba de su lado. Jane se

quedó afuera, esperando a que su querida hermana la

quisiera recibir.

Lizzie no quería comer ni tomar agua por lo que el doctor le

dejó más tiempo el suero; continuó sin moverse, en silencio,

sumida en sus pensamientos. A veces recordaba lo bonito de

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sentir a su bebé dentro de ella y lloraba añorando esos

momentos, pero no escuchaba las palabras de aliento que le

daban su marido y el médico. Cuando Lizzie se quedaba

dormida, el Dr. Thatcher le insistía a Darcy en que comiera y

descansara, aunque fuera un poco; él daba dos probadas a

la comida y se levantaba de la mesa nuevamente para

sentarse con Lizzie.

Darcy no quería dejar sola a su mujer viéndola en un estado

tan crítico, por lo que le pidió a Bingley más tiempo para

realizar el entierro del pequeño. Así pasaron varios días,

viendo a Lizzie deteriorarse cada vez más por su depresión,

por su retraimiento; como si estuviera viviendo las

consecuencias de su peor pesadilla.

Jane iba a preguntar por Lizzie todas la mañanas, con la

esperanza de que ya aceptara verla, pero siempre recibía

una negativa de la Sra. Reynolds, quien, alarmada por sus

patrones, habló con la Sra. Bingley.

La Sra. Reynolds había estado en esa casa desde que Darcy

tenía cuatro años de edad, lo había cuidado y lo había visto

crecer desde entonces. Debido a esto sentía un cariño muy

especial por su amo, y ahora por la Sra. Darcy, que además

se había ganado el afecto de todos en Pemberley. Estaba

preocupada y platicó con Jane con la intención de que ella o

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el Sr. Bingley insistieran a Darcy en que debía alimentarse

adecuadamente para seguir apoyando a su esposa. Ella

temía por su salud ya que, aunque era un hombre de

excepcional vigor, sabía que tarde o temprano, bajo las

condiciones en que estaba sometido acabaría enfermando,

lo que agravaría la situación. Jane dialogó con Bingley al

respecto; era el único además del Dr. Thatcher que hablaba

con él, pero Darcy no hizo caso de esa observación.

Bingley le dijo que el entierro debía realizarse más pronto

que tarde, ya habían pasado varios días y no podía

retrasarse más tiempo.

El doctor, viendo que la reclusión de la Sra. Darcy era cada

vez mayor, decidió cambiar la fórmula del suero para dejar

que sintiera hambre y poderla sacar de sus pensamientos,

dejándola con lo indispensable. Darcy, esa mañana nublada

y fría, se acercó a Lizzie y le dijo:

–Hoy será el entierro de nuestro hijo, por favor, te suplico

que aceptes quedarte con Jane hasta mi regreso.

Lizzie permaneció en silencio, Jane entró en la habitación y

se sentó junto a ella. Por momentos se acercaba y trataba de

hablar con Lizzie, platicando de sus aventuras en Longbourn

cuando eran niñas pero, al darse cuenta que nada resultaba,

permaneció rezando a su lado.

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Darcy estuvo ausente toda la mañana, acompañado por

Bingley y Fitzwilliam, continuando su oración por Lizzie

aunque se sintiera tan lejano de ella; se daba cuenta

tristemente de que no sólo la distancia lo separaba de su

esposa en esos momentos. Enterraron al pequeño al lado de

la tumba de sus abuelos, el primer nieto de los viejos Sres.

Darcy ya estaba con ellos. Terminado el sepelio regresó a

Pemberley al lado de Lizzie.

El Dr. Thatcher estuvo pendiente de su evolución ese día,

para ver si lograba sacarla de su encierro y decidió quitarle el

suero durante la noche. Darcy, turbado, resolvió confiar en el

buen criterio del médico.

Era de noche, Lizzie dormía y Darcy pensaba, como todas

esas noches que no podía conciliar el sueño; ¿cómo hacerlo

si Lizzie, aunque estaba a su lado, estaba tan ausente, sin

querer salir de su incomunicación en la que había

permanecido? Se levantó, encendió una vela y, sobre la

mesa, empezó a escribirle a su hermana:

“Querida Georgiana: Lamento mucho informarte que ha

sucedido una terrible desgracia. Lizzie tuvo un accidente,

por lo que hemos perdido a nuestro hijo. Hoy fue el entierro,

era varón. Tú sabes cuánto anhelábamos la llegada de

nuestro hijo, todo el tiempo de espera, de lucha y de

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sufrimiento que pasamos para poder concebir. Recuerdo el

día en que Lizzie me dijo que esperábamos un hijo: era un

sueño que se había vuelto tan lejano, casi imposible; en ese

momento se hacía realidad y estaba frente a mí. Sólo fue

posible gracias a un milagro. Ese día lo recuerdo como de

los más felices de mi vida.

Quisiera volver a vivir cuando podía sentir que se movía al

poner mi mano en el vientre de Lizzie, un ser que era amado

y deseado desde antes de su concepción y que ahora yace

inmóvil, sin vida, en un solitario y frío sarcófago… Y nuestros

corazones están completamente vacíos, desolados, casi sin

vida, sin aliento, sin fuerzas, abandonados. Ahora

comprendo mejor el gran sufrimiento de mi esposa durante

estos años.

Lizzie estuvo en peligro de muerte; hemos pasado momentos

sumamente alarmantes, de gran incertidumbre, sólo

esperando que pudiera sobrevivir. No describiré la angustia

que sentí cuando el Dr. Thatcher me dijo que tal vez no

pasaría la noche, y luego verla postrada en la cama, con el

rostro casi sin vida.

Por fin despertó hace unos días, aún sigue muy delicada de

salud y… veo con infinita tristeza tan pocas esperanzas.

Lizzie está inconsolable, no quiere ver a nadie, apenas hoy

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accedió a quedarse con Jane mientras yo iba al cortejo

mortuorio. Sigue muy delicada de salud y no quiere comer,

no quiere hablar con nadie; sólo está en silencio, hundida en

sus pensamientos, inmóvil, sin deseos de luchar.

Yo he rezado con toda mi alma, le hablo tratando de

animarla, le leo su libro para tratar de distraerla, el doctor

también ha hablado con ella; pero está ausente, como si no

escuchara a nadie, como si ya no estuviera en este mundo,

como si se estuviera dejando morir… Me duele tanto su

soledad, pero yo estoy aquí, con ella, con mi niña, yo

comparto su dolor.

¡Ah! mi querida hermana, ya no sé qué hacer, siento mi vida

al borde de un precipicio, a punto de perderlo todo, a la

persona que más he amado en este mundo y ya no tengo

fuerzas para continuar. El doctor me ha dicho que está muy

intranquilo por su salud, cada día se debilita más. Si continúa

así, tal vez necesite otra transfusión pero… ya no sé qué

pensar. Mi vida sin Lizzie ya no tendrá sentido, estaré

vacío…”

Darcy, sin poder concluir, estalló en sollozos sobre la mesa,

como un bebé en medio de una tremenda soledad. Después

de un rato, alguien tomó la carta en sus manos temblorosas,

se sentó y en silencio la leyó. Era Lizzie que al saber su

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contenido se daba cuenta del gran sufrimiento que estaba

provocando a los seres que más amaba, que no estaba sola

en su dolor, que también Darcy sufría profundamente la

pérdida de su hijo y también por su estado de salud, y que, si

no luchaba por vivir…

Se daba cuenta de que tenía una razón muy importante por

la que vivir: la felicidad de su amado esposo.

Al terminar de leerla, también rompió en llanto. Darcy, al

sentir su presencia, la tomó en sus brazos y la regresó a la

cama, sin separarse de ella, llenándola de sus besos y

dando gracias al cielo. Por fin sentía el corazón de Lizzie

unido al suyo.

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CAPÍTULO XXI

A la mañana siguiente cuando Lizzie despertó, Darcy se

acercó a ella y se sentó a su lado tomando su mano. Su

mirada, aunque triste y brillante por las lágrimas, ya lo veía, y

eso le daba una gran tranquilidad, a pesar de que el

sufrimiento por su reciente pérdida era intenso. Darcy

acarició su rostro y se acercó a su oído para decirle

nuevamente esas palabras que hasta el día anterior le había

repetido, pero que no habían sido atendidas. Lizzie resonaba

esas frases en su memoria, como si las hubiera escuchado

en un lejano y profundo sueño; esas palabras de aliento y de

ternura que la habían mantenido en ese lugar, luchando

interiormente con la insondable pena que estaba empezando

a salir nuevamente a través de sus sollozos. Lizzie le dijo

mientras Darcy prestaba atención:

–Soñé con mi padre y tenía a nuestro bebé en brazos. Era

muy hermoso. Yo quería irme con ellos, pero mi padre se lo

llevó… me sentí abandonada –explicó desolada.

–Mi niña, tu padre se ha ido pero yo me quedaré contigo –

dijo, entendiendo el suplicio que compartía con ella.

–Perdóname por no darme cuenta de que tú también sufrías.

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–Mi sufrimiento no tiene importancia si con él se acaba el

tuyo.

Él la estrechó entre sus brazos.

Darcy ayudó a Lizzie a desayunar en la cama, el silencio era

interrumpido de vez en cuando por el resuello de Lizzie a

causa de su llanto, Darcy la tomó constantemente de la

mano para brindarle su apoyo, comprendiendo lo que

estaban viviendo, sabiendo que él tenía que mostrar toda su

fortaleza para transmitírsela a su mujer, a pesar de que se

sentía igualmente acongojado, terriblemente debilitado por la

mortificación de su amada.

Lizzie no quería pensar en lo que había sucedido, lo había

tratado de evitar desde que había recuperado la consciencia,

pero el dolor que sentía era agudo y el recuerdo de su

pequeño la abrumaba asiduamente. No quería comer, aun

cuando su estómago le indicaba la necesidad de alimento,

pero al ver la preocupación de su marido y su dedicación por

cuidarla, accedió a tomar el almuerzo lentamente, mientras

recordaba los años de sufrimiento que habían vivido

anhelando el embarazo que había concluido tan

abruptamente, al bebé que ahora los contemplaba desde el

cielo y que sentía muy lejos de su corazón.

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Cuando Lizzie terminó, Darcy desayunó a su lado

observando su rostro bañado en lágrimas mientras rezaba en

silencio para ser capaz de darle el consuelo que requería

para salir adelante.

El Sr. Smith tocó a la puerta y anunció el arribo del Dr.

Thatcher.

–Me da mucho gusto ver que ya ha desayunado Sra. Darcy,

y usted también Sr. Darcy, son buenas noticias.

–Muchas gracias doctor –contestó él.

Darcy se retiró y el doctor revisó a Lizzie.

–Veo que ya se siente un poco mejor, eso me tranquiliza –

indicó el Dr. Thatcher–. Es normal que se sienta tan triste,

esta depresión pasará con los días, no se deje desanimar. Le

pido que, para lograr su completa recuperación, se alimente

y duerma bien, procure guardar reposo unos días más, no

baje escaleras y, sobre todo, mucha serenidad.

–¿Era varón? –preguntó Lizzie limpiando su rostro que

sentía permanentemente mojado.

–Sí, señora, le sugiero ponerle un nombre, para que usted le

platique, él la escucha desde el cielo.

–Muchas gracias por todo, doctor.

–No tiene nada que agradecer. Usted sabe el gran afecto

que le tengo a esta familia y usted se ha ganado también mi

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cariño, le tengo especial estima. Me da mucho gusto haber

podido servirle y seguiré rezando por ustedes.

El Dr. Thatcher salió de la habitación y enseguida conversó

con Darcy:

–Veo mejor a la Sra. Darcy, sin duda hemos superado lo

peor.

–¡Gracias a Dios!

–Ahora hay que poner atención en algunos cuidados, de eso

dependerá su completa recuperación y lo que suceda en el

futuro.

–Y… ¿podremos tener familia? –preguntó nerviosamente,

con temor a escuchar la respuesta.

–Si la señora observa todos los cuidados y su convalecencia

es óptima, yo pienso que sí; pero habrá que esperar a lograr

su restablecimiento.

“No pierdan las esperanzas”… recordó Darcy en ese

instante.

–Muchas gracias, doctor.

–Vendré a verla mañana, pero si se presenta cualquier

molestia por favor avíseme de inmediato.

–Así lo haré –afirmó, sintiendo un poco de paz en su

corazón.

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Darcy entró a su habitación y abrazó a su esposa, al tiempo

que decía:

–Gracias a Dios.

Luego tomó sus manos y las besó. Después de unos

momentos, Lizzie dijo:

–¿Vendrá pronto Jane?

–No lo sé, pero si quieres mandaré a buscarla para que no

demore –sugirió más animado y sonriendo.

Por fin había vuelto su Lizzie.

Jane y Bingley estaban desayunando en su casa,

preocupados por Lizzie. Ella estaba muy afligida, sentía un

profundo abatimiento por haber visto a su hermana tan

decaída el día anterior. El tiempo que estuvo acompañándola

mientras Darcy iba al sepelio permaneció en completo

silencio, ni siquiera la miró, pero sobre todo temía por su

salud, por su vida.

El mayordomo entregó una carta a la Sra. Bingley de la Sra.

Darcy, con un breve mensaje que incrementó la

incertidumbre de los Bingley.

–“Querida Jane: –leyó en voz alta–. Perdóname, te necesito;

por favor ven a mi casa. Lizzie”.

Jane se levantó y nerviosamente dijo:

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–Tengo que ir de inmediato con Lizzie.

Al llegar a Pemberley, entró corriendo y se dirigió a la

habitación. El ama de llaves que le abrió la puerta sólo la vio

pasar, tocó a la puerta de la alcoba jadeando y Darcy le

abrió. Jane, al ver a su hermana sentada en la cama, sintió

un gran alivio en su corazón: ya estaba mejor.

–¡Lizzie! –exclamó caminando hacia ella y la ciñó

cariñosamente.

–Perdóname por no haber querido verte antes, pero…

–No, no te preocupes, has pasado por momentos muy

dolorosos.

–Sí, pero también ustedes y hasta ahora lo comprendo –

reflexionó llorando–. Le hemos puesto por nombre Frederic,

para que tú también le reces, él ya está en el cielo en

compañía de papá.

–Sí, Lizzie, así lo haremos –indicó conmovida.

Darcy se retiró a su estudio. La esperanza había vuelto a sus

corazones.

Jane pasó toda la mañana con Lizzie, la acompañó mientras

descansaba, platicaron de numerosas cosas, lloraron, rieron,

rezaron, leyeron. Eso vivificó a Lizzie y permitió que

continuara sacando su dolor.

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A media tarde, Darcy regresó a la habitación y Jane se

levantó.

–Ya me retiro, me dio mucho gusto verte mejor.

–¿No te quedas a cenar?

–No, muchas gracias. El Sr. Bingley debe estar con

pendiente, pero mañana regreso.

–Te agradezco infinitamente Jane y… te pido que no le

avises a mi madre; yo lo haré cuando esté lista.

–Así se hará.

–La escolto a la puerta, Sra. Bingley –afirmó Darcy.

–No tenga cuidado, mejor acompañe a Lizzie. Muchas

gracias.

Jane se retiró y Darcy se sentó al lado de su esposa

tomándola de las manos.

–¿Te sientes mejor?

–Sí, gracias. Por lo menos ya puedo hacer algo más que

llorar –se burló de sí misma, con los ojos inundados de

lágrimas.

Darcy, conmovido, la abrazó amorosamente mientras ella le

decía:

–Te extrañé mucho.

–Yo también, no sabes cuánto.

–Te necesito más que nunca.

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–Y yo estaré a tu lado hasta que te canses de mi compañía.

–Me alegro, así no te irás nunca –dijo separándose y

mirándolo con una sonrisa.

Darcy la besó en la frente con todo su afecto.

–¿Te dijo algo el Dr. Thatcher? –indagó Lizzie.

–Me indicó todos los cuidados que necesitamos observar.

Aunque a su lista yo agregaría unos muy importantes.

–¿Cuáles, Sr. Darcy?

–Unos como robarte una sonrisa en ayunas.

Lizzie sonrió.

–A media mañana leer contigo el libro que te he estado

leyendo.

–¿Y si estás trabajando?

–Entonces me daré un receso para venir un rato a visitarte.

–Tendrás que leer el libro desde el principio.

Darcy asintió.

–A medio día darte un abrazo y decirte que te amo. A la hora

del té escribirte unas líneas para que no olvides lo que siento

por ti e incrementes tu colección de cartas… Antes de la

cena, llenarte de mis besos y disfrutar de tu dulce mirada

mientras te consiento.

–¿Y en la noche? –murmuró.

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–En la noche, acariciar tu rostro y velar tus apacibles sueños

mientras contemplo tu belleza.

Lizzie bajó su rostro, Darcy lo levantó con cariño y continuó:

–Y cuando ya estés dada de alta, te llevaré de viaje y estaré

entregado por completo a tus deseos.

–¿Me llevarás al teatro?

–No tenía eso en mente –aclaró sonriendo–, pero si tú

quieres.

–En ese caso Sr. Darcy, ¿podemos empezar con su lista de

cuidados, antes de que traigan la cena?

–Será un placer, madame –afirmó besándola con cariño.

Cuando Lizzie ya dormía profundamente, Darcy se levantó

de la cama y encendió una vela. Dio gracias a Dios por el

giro que habían dado sus vidas en tan sólo un día. Sin duda,

ambos sentían una inescrutable pena por la pérdida sufrida,

pero ya se veía luz en su camino, la esperanza había

renacido. Se sentó en la silla y empezó a escribir una nueva

carta para su hermana. La noticia era la misma, el dolor por

la expiración era el mismo, pero las circunstancias, gracias a

la intervención divina, eran diferentes.

“Querida Georgiana: Desde hace unos días he querido darte

una noticia que nos ha llenado de tristeza pero los

acontecimientos no me lo han permitido sino hasta ahora.

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Lizzie tuvo un accidente y el bebé, Frederic, falleció. Yace

ahora junto a mis padres. Como era de esperarse, ella

estuvo muy delicada de salud y gracias a la oportuna

atención del Dr. Thatcher pudo salvarle la vida. Estuvo

deprimida por varios días y la estuve acompañando sin

separarme de su lado. Hoy, Lizzie, volvió a sonreír y, aunque

sé que su dolor sigue presente, me ha llenado de

tranquilidad y de esperanza verla más animada. Agradezco

tus oraciones de todos los días, estoy persuadido de que eso

nos ha ayudado a recobrarnos. Nosotros también hemos

rezado por ustedes, mi querida hermana, para que pronto

sean bendecidos. Con todo mi cariño, Darcy”.

Lizzie, al sentir que su marido no estaba a su lado, se

despertó y se levantó en silencio. Se acercó, lo abrazó por el

cuello y le dio un beso en la mejilla, luego le dijo:

–¿Ya hiciste el último cuidado de la lista?

–Sí, lo disfruté mucho –señaló besando su mano–. Aunque

tú deberías estar dormida.

–Y tú también, a mi lado. ¿Estás haciendo algún pendiente

de trabajo otra vez?

–No, quise escribirle una nueva carta a Georgiana, si la otra

llega a sus manos se va a angustiar mucho y Donohue no

me lo va a agradecer.

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–Sí, tienes razón. ¿Puedo leerla?

–Tú conoces todos mis secretos –aseveró mientras se la

daba.

Lizzie leyó en silencio, mientras se sentaba en la silla que

estaba junto.

–Yo no estoy segura que todo haya sido gracias al Dr.

Thatcher –comentó Lizzie sonriendo al terminar de leer–.

Jane me dijo cómo me platicabas y me abrazabas esa

terrible noche.

–Puedo hacerlo otra vez si tú quieres.

–¿Podrías incluirlo en tu lista de cuidados importantes? –

indagó mientras se sentaba en su regazo y dejaba la carta

sobre la mesa.

Darcy sonrió y la abrazó.

–Sabes que este lugar te pertenece sólo a ti y que puedes

disponer de él como y cuando te plazca.

Lizzie sonrió.

–Y también me dijo que tu sangre corre por mis venas.

–Y doy gracias a Dios de que tú y yo no somos hermanos.

Él la besó con cariño.

–Darcy, ¿me llevarás a despedirme de nuestro hijo? –

preguntó mientras nuevas lágrimas recorrían su mejilla.

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–Sí, mi Lizzie –certificó besando su rostro y ciñéndola

afectuosamente.

Darcy, a la mañana siguiente, cuando llevaron el desayuno a

su alcoba, solicitó al Sr. Smith que enviara la carta de

Georgiana a la brevedad. Después del desayuno, llegó Jane

y visitó a su hermana mientras Darcy trabajaba con Bingley

en su estudio, quien se dio unos momentos de descanso

para visitar a su esposa en su recámara. Cuando Lizzie le

contó a su hermana por qué habían recibido tan inesperada

visita y su marido le había leído dos páginas de su libro,

quedó conmovida por ese detalle. Igualmente Darcy hizo las

siguientes dos tareas importantes a la hora correspondiente

mientras Jane se salía al balcón para que disfrutaran de su

privacidad, en tanto Bingley, abandonado en su despacho,

se extrañó por sus repentinas desapariciones.

–Darcy, ¿sucede algo? ¿La Sra. Darcy se encuentra bien o

acaso tú estás enfermo?

–Si el amor se considera una enfermedad, entonces estoy

agonizando, querido hermano.

Bingley se rió advirtiendo a su amigo más tranquilo.

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CAPÍTULO XXII

A la mañana siguiente, Darcy, viendo que el día anterior

Lizzie había estado más serena, fue a cabalgar antes del

desayuno y dejó que durmiera más tiempo. Cuando ella

despertó, observó desocupado el lugar donde había estado

colocada la cuna, se sentó y giró su mirada hacia la puerta

que conducía a la habitación adyacente, la que había sido

arreglada para su bebé. Se levantó y caminó lentamente

hacia esa dirección sintiendo un enorme temor que crecía

conforme se allegaba. Se paró frente a la puerta, apoyó su

cabeza en la misma y respiró profundamente, apreciando los

fuertes latidos de su corazón, avecinando que podría resurgir

el dolor que había tratado de sepultar los días anteriores,

pero sabía que no podía seguir evadiendo la necesidad de

introducirse en ese lugar, lo único que le quedaba de su hijo.

Lentamente puso la mano en la manija y giró, encontrando

que estaba con la cerradura puesta, soltándola

repentinamente así como un gemido que destrababa la

tensión acumulada. ¿Por qué lo habían cerrado, como si

pudiera olvidar su sufrimiento con sólo clausurar esa

habitación? Se giró y apoyó su espalda en la madera,

recordando que esa llave Darcy la tenía guardada en su

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buró. Aspiró hondamente, retomando las fuerzas y la

decisión que había tomado y se dirigió al cajón donde, dentro

de una pequeña caja se hallaba la llave de plata que

necesitaba.

La tomó cuidadosamente sin evitar preguntarse cuántas

veces la habría utilizado el viejo Sr. Darcy para visitar a su

esposa. Contempló su brillo cuestionándose si en realidad

estaba preparada para dar ese paso: al cerrar la puerta con

llave lo único que Darcy quería era evitarle que su agonía se

incrementara, pero algún día tenía que hacerlo y en ese

momento podría sentirse, probablemente por última vez,

cerca de su pequeño. La asió con fuerza y se puso de pie,

colocó la caja dentro del cajón, recorrió pausadamente el

sendero, la introdujo dentro de la cerradura sintiendo que su

corazón se le salía del pecho y abrió la puerta.

Entró con enorme aprensión y cerró con cuidado, como si de

verdad su bebé estuviera durmiendo en el recinto. Se

desplomó ante el dolor que experimentó al encontrarse

verdaderamente sola en esa habitación en medio de

copiosos sollozos, ya no estaba su bebé con ella y ya no

estaría nunca más, ya no podría ver sus ojos ni escuchar su

risa con la que tanto había soñado.

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Cuando recuperó el aliento, se puso de pie y se acercó a

aquella cuna donde dormiría esa criatura los primeros meses

de vida con su ropa perfectamente bien doblada; recorrió

lánguidamente toda la habitación con el rostro bañado de

lágrimas. Vio sobre la mesa las tablas de madera que

compró con Jane, con toda la pintura para hacer los cuadros

que había pensado colocar adornando las paredes. Se

aproximó a la cuna que su esposo le obsequió desde su

boda, observándola por varios minutos, vacía, como vacío

estaba su vientre. Recordó lo felices que habían sido estos

pocos meses que había durado el embarazo y dio gracias a

Dios por haber sido bendecidos, aunque fuera sólo de esta

manera; no obstante, sentía una profunda consternación.

Pero como cuando se descubre el verdadero amor que llena

el alma de felicidad, igualmente la maternidad de Lizzie, si

bien por un breve periodo de tiempo, la colmó de una dicha

indescriptible que anhelaba con toda el alma sentirla

nuevamente. Lloró implorando que ya no le fuera negada

esta enorme bendición, pero reiteradamente se entregó en

los brazos de su Señor para cumplir su voluntad.

Darcy llegó de cabalgar y se dirigió a su habitación; al no ver

a Lizzie la buscó por los vestidores y el baño alarmado,

pensando que le habría ocurrido algo. Se asomó por la

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ventana y, enseguida, se dirigió al buró abriendo el cajón y

encontrando la caja vacía. Se sentó en la cama, angustiado

de saber que ella estaba allí, seguramente desolada,

viviendo uno de los momentos más dolorosos de su vida que

él había querido evitarle. ¿Por qué no lo predijo y guardó la

llave en otro lado?, se cuestionó pasando sus manos por el

cabello en señal de turbación. Reflexionó que ya no podía

hacer nada para evitarlo, sólo acompañarla, aunque para eso

tuviera que enfrentar él mismo su dolor y el dolor de ella que

lo atormentaba, a pesar de que no estuviera listo para

hacerlo. Se puso de pie y se dirigió a la alcoba del bebé. Al

entrar respiró profundamente, hallando a Lizzie sentada en el

sillón hecha un mar de lágrimas. Se avecinó y, sentándose a

su lado, la abrazó con infinito afecto. Sabía que tarde o

temprano tenían que afrontarlo de esa manera, pero habría

querido esperar más tiempo y hacerlo en su compañía.

Darcy permaneció con Lizzie toda la mañana en su

recámara, leyeron largo rato un libro que el Sr. Elton le había

prestado a Darcy, el día del entierro, y que los reconfortó en

su congoja, hasta que alguien tocó a la puerta y Darcy fue a

abrir. Georgiana abrazó con inmenso cariño a su hermano;

había llegado con Donohue hacía unos minutos a Pemberley

después de haber recibido la terrible noticia por carta.

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–¡Darcy! ¡Qué desgracia lo que ha sucedido! –exclamó

llorando, queriendo darle todo el apoyo a su único hermano

que la había ayudado durante tantos años–. Nos ha dado

una enorme tristeza. Lo siento tanto.

Él agradeció advirtiendo un sofocante nudo en la garganta y

la volvió a estrechar.

Georgiana pasó a la alcoba a saludar a su hermana y la ciñó

con enorme apego, reflejando mucha congoja por todo lo

acontecido.

–Lizzie, cuando recibí la carta de Darcy sentí una gran

desolación, ¿cómo te sientes? –preguntó mostrándose

impresionada.

–Mejor, gracias. Te agradezco que hayas venido, me

consuela sentir tu cariño.

–Por supuesto que íbamos a venir, se trata de mis hermanos

y… lamento mucho su pérdida.

–¿Viniste con Donohue? –indagó Darcy.

–Sí, me dijo que iba a estar en la alcoba; no quiere ser

inoportuno y además viene muy cansado porque no ha

dormido atendiendo a un paciente. Afortunadamente el Dr.

Robinson accedió a quedarse con él mientras veníamos. Les

manda su pésame.

–Gracias.

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Georgiana pasó con ellos el resto del día, tratando de

distraerlos comentándoles cómo le había ido a ella, las

novedades que había en Londres y sobre la próxima boda de

Robert Donohue. Darcy la interrumpió cortésmente en dos

ocasiones, dejándola sorprendida, para cumplir con los

cuidados especiales de su lista que la conmovieron

sobremanera. Lizzie, aunque con un aire melancólico, ya se

veía más tranquila y agradecía esos hermosos detalles y

Darcy, al ver a su esposa un poco más animada, se sintió

muy complacido con la visita. Cuando era casi la hora de

cenar, Georgiana se despidió de sus hermanos y se fue a

reunir con su esposo, dando oportunidad a Darcy de cumplir

con la penúltima tarea con toda libertad, la que más les

gustaba, antes de cenar en su alcoba.

Al día siguiente, el Dr. Thatcher fue a primera hora a revisar

a Lizzie, viendo notable mejoría en su estado. Le autorizó

bajar las escaleras una vez al día, dar un paseo corto en el

jardín y le indicó que poco a poco podría ir incrementando su

actividad hasta regularizarse por completo. Darcy se mostró

muy satisfecho con su recuperación y, recordando que su

hermana cumplía su primer aniversario de bodas, Lizzie

decidió bajar al desayuno y felicitar a sus hermanos en ese

día tan especial.

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Los Sres. Donohue ya se encontraban en el salón principal

cuando los Sres. Darcy bajaron al desayuno. Georgiana, al

ver a Lizzie del brazo de su hermano, se puso de pie

complacida y se acercó a recibirlos.

–Lizzie, ¡qué bueno es verte más animada! ¿Ya te sientes

mejor?

–Sí, gracias.

–El Dr. Thatcher ya autorizó aumentar un poco su actividad –

explicó Darcy.

–¡Qué gusto oírlo!

–¡Muchas felicidades! –exclamó Lizzie abrazando a

Georgiana.

Igualmente Darcy dio el parabién a su hermana y a Donohue.

–Siento mucho su pérdida, Sr. y Sra. Darcy –lamentó

Donohue.

Los Darcy asintieron y todos tomaron asiento, mientras

aguardaban el desayuno.

–Georgiana nos comentó que pronto será la boda de su

hermano –indicó Lizzie a Donohue.

–Sí, será en dos semanas, aunque viajaremos a Gales una

semana antes. Llevaré a Georgiana de viaje de aniversario.

–Y ¿a dónde iremos? –preguntó Georgiana.

–Cuando sea tiempo, lo sabrás.

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Georgiana sonrió entusiasmada, mientras Donohue

cariñosamene la tomaba de la mano.

–Me imagino que sus padres y toda su familia están muy

entretenidos con los preparativos de la boda –comentó

Lizzie.

–Sí, no han tenido tiempo libre, ni siquiera para escribir. Sólo

nos han escrito unas breves líneas mandándonos saludos.

–Y hoy, ¿han pensado algo para festejar su aniversario? –

curioseó Darcy.

–Después de ir al templo, Donohue me llevará a pasear a

Derby; hace mucho que no lo visitamos.

–Había pensado en llevarte al teatro en este día.

–Sí, pero te agradezco que hayas accedido a venir con mis

hermanos.

–No me gusta verte angustiada y, aunque en la carta del Sr.

Darcy te comunicaba que todo iba mejorando, tu inquietud

iba en aumento a medida que pasaban las horas.

–También me gustaría ir a visitar a mis padres.

Lizzie se mostró afligida, bajando su mirada. Darcy la tomó

de la mano y le dijo:

–En cuanto el médico te autorice salir, te llevaré.

–¿Y también me llevarías a visitar a mi padre?

–¿A Hertfordshire?

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Lizzie asintió.

–Si tú quieres, yo estaré encantado de complacerte.

Podríamos ir antes de partir a nuestro viaje.

–¿Ustedes también saldrán? –inquirió Georgiana.

–Sí, le prometí a Lizzie que partiríamos de viaje una vez que

se haya recuperado por completo.

–Y ¿a dónde se escaparán en esta ocasión?

–Primero a Hertfordshire, luego a Londres y me gustaría ir

también a Lyme.

–¿A Lyme? –indagó Lizzie entusiasmada.

–Sí; la vez pasada aunque nos tocó buen tiempo hacía

mucho frío. Esta vez quiero que disfrutes el calor del verano

en la playa.

–Espero que nosotros estemos de regreso cuando vayan a

Londres –anheló Georgiana.

–Darcy me llevará al teatro. Tal vez podamos ir juntos –

sugirió Lizzie.

–Me encanta la idea.

Los concurrentes pasaron al comedor a desayunar y, en

cuanto concluyó, los Sres. Donohue se retiraron al templo

con Darcy. Cuando él regresó a Pemberley, pasearon un rato

en el jardín, disfrutando del aire fresco y del sol que irradiaba

un placentero calor. Luego regresaron al salón principal

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donde permanecieron el resto del día, hasta que Donohue y

Georgiana estuvieron de vuelta y disfrutaron en su compañía

de una cena agradable. Al día siguiente, los Donohue se

regresaron a Londres después de almorzar con sus

anfitriones.

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CAPÍTULO XXIII

Mientras los Sres. Darcy regresaban de su caminata, el Sr.

Smith se acercó para entregar una correspondencia al Sr.

Darcy. Éste se sorprendió al ver de quién se trataba: Lady

Catherine le había escrito, después de un año de sólo recibir

noticias de ella a través de Fitzwilliam. Darcy la abrió y leyó

en voz baja, mientras su mujer lo observaba.

–¡Vaya! –exclamó pasmado.

–¿Todo bien con tu tía?

–Nunca pensé que leería una carta de mi tía… así –señaló,

empezando nuevamente su lectura en voz alta–. “Estimado

Sr. Darcy: He sabido la lamentable noticia de que su esposa

ha perdido a su hijo, después de tantos años de espera. Sólo

una madre puede comprender el dolor que deben estar

pasando en estos momentos. El coronel Fitzwilliam me

informó lo acontecido y he sentido una profusa pena. Por

favor, déle a su esposa mis sinceras condolencias,

esperando que pronto puedan ser honrados con la bendición

de los hijos. Lady Catherine”.

–¡No puedo creerlo! –indicó confundida, tomando la carta

para verla–. ¿De verdad estas líneas fueron escritas por la

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implacable Sra. de Bourgh, quien me retó en Longbourn y en

la boda de tu hermana?

–Efectivamente, a quien he escrito varias cartas por

insistencia tuya, buscando la reconciliación que tanto querías

alcanzar y que yo creía imposible. Es su puño y letra, su

firma es inconfundible.

–Pero, ¿por qué?

–Seguramente porque ella perdió a dos criaturas antes de

poder dar a luz a Anne. No me lo explico de otra manera –

comentó, retomando el paso de regreso a la casa.

–No lo sabía, debió ser muy doloroso para ella –declaró

afligida, sin poder evitar que los recuerdos surgieran,

mientras su esposo la abrazaba de la cintura–. De todo esto,

hay algo positivo –dijo, tratando de reanimarse–, por fin tus

cartas están cosechando sus frutos.

–Estos frutos te los debo a ti y a tu noble corazón. A pesar

del mal trato que has recibido de ella, siempre me has

alentado a crear lazos de unión con mi tía.

–Es muy triste que una familia esté siempre peleada. Es algo

que mi padre me enseñó; ante todo somos familia, a pesar

de las múltiples diferencias.

–¿Lo extrañas mucho?

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–Sí, ahora en especial que recuerdo lo que me dijiste hace

un año, las palabras que mi padre te enunció en su lecho de

muerte.

–No ha pasado un día en que no las haya recordado desde

entonces. Gracias a esas palabras aprendí a poner mucha

atención a tu persona, olvidándome de mí, para amarte de tal

forma que, de no haber sido correspondido con tu amor, me

habría quedado completamente vacío.

Lizzie sonrió complacida.

Días más tarde, Lizzie recibió una visita muy agradable. Jane

y sus sobrinos fueron a saludarla. Diana corrió a los brazos

de su tía estrechándola con un enorme cariño, seguida por

Henry que venía más atrás. Luego, el pequeño Marcus se

acercó gateando y Lizzie se agachó para abrazarlo y

agradecerle su afecto, mientras Darcy la observaba con

dulzura. Bingley ofreció su pésame a la Sra. Darcy y,

enseguida, los señores se encaminaron a las minas y las

señoras salieron al jardín con los niños. Mientras Lizzie y

Jane se sentaron a platicar frente al lago, Diana se aproximó

a su madrina con una rosa del jardín y se la dio, diciendo:

–Mi mamá me ha dicho que has estado muy triste porque

Dios se llevó a tu bebé. Yo estoy muy contenta porque ya

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tengo un primo que me cuida desde el cielo; pero para que

ya no estés triste le pediré que el siguiente bebé sí se quede

contigo.

–Si puedes, pídele también que venga pronto –insinuó Lizzie

sonriendo conmovida.

Diana la abrazó y le dio un cariñoso beso; luego, corriendo,

regresó a jugar con sus hermanos y con la Srita. Susan.

–¿Qué te ha dicho el Dr. Thatcher? –inquirió Jane.

–Me encuentra más recuperada. Tengo que guardar todavía

ciertos cuidados y podré incrementar mi actividad poco a

poco, hasta que me dé de alta.

–Y ¿podrán buscar otro bebé?

–Le dijo a Darcy que sí, sólo que termine mi convalecencia.

–Yo también rezaré para que pronto venga mi sobrino. ¿Ya

le escribiste a mi madre?

–No, todavía no. Le pedí a Darcy que me lleve a

Hertfordshire cuando el médico ya me autorice. Quiero visitar

la tumba de papá. Yo creo que allí le daré la noticia.

–Tal vez ella no esté para entonces. Me escribió avisándome

que iría a pasar una temporada con Lydia.

–¿Lydia está bien?

–Parece que tuvo serios problemas con Wickham.

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–¿Con Wickham? –inquirió angustiada–. ¿Qué fue lo que

sucedió?

–No lo sé, pero en esta ocasión no dudó en demandarlo,

como el abogado del Sr. Darcy le indicó.

–¿El Sr. Robinson?

–Sí. Wickham estará una temporada en prisión por la

demanda puesta por Lydia y además por algunas deudas

que no ha pagado. Mi madre fue a ayudarle, está

embarazada.

–¿Embarazada? No creí que quisiera tener más hijos.

–Yo creo que ni siquiera lo pensó. Y le han ordenado

completo reposo, estuvo a punto de perderlo.

–¿Cómo?

–Desconozco los detalles, mi madre sólo me escribió unas

pocas líneas, pero creo que estuvo serio.

–¡Pobre Lydia! Le escribiré una carta para informarme de su

estado –indicó preocupada, sintiendo la necesidad de ir en

su ayuda, pero sabiendo que eso era imposible–. Deseo que

la prisión le enseñe a Wickham las cosas que nadie ha

podido meter en su cabeza, como el respeto a los demás –

dijo enfadada, recordando la amenaza que él había hecho,

en caso de no aceptar la oferta que le formuló hacía unos

meses.

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Lizzie se cubrió el rostro con las manos, inclinándose hacia

enfrente, sintiéndose responsable por lo ocurrido.

–¿Te sientes bien Lizzie? –indagó turbada.

–Jane, ¡todo es mi culpa! –exclamó, girando la mirada hacia

su hermana.

–¿Por qué?

–La última vez que lo vi en Derbyshire, me quiso chantajear

para impedir que… –se interrumpió, guardando silencio–.

Tengo que buscar a Darcy –indicó poniéndose de pie.

–¿A las minas? –indagó Jane deteniéndola del brazo–.

¡Lizzie, estás convaleciendo y Wickham ya está en prisión!

En este momento no puedes hacer nada para mejorar la

situación. ¡Sólo te pondrás en riesgo y a tu marido no le va a

gustar!

Lizzie respiró profundo, tratando de sosegarse, reconociendo

que su hermana tenía razón y volvió a tomar asiento.

–¿Por qué dices que te quiso chantajear?

–Perdóname Jane, pero no estoy autorizada para hablar de

ese asunto. Sólo rezo para que todo se arregle y que su hijo

sea niño.

–Parece que Lydia tiene ilusión de que sea niña.

–Si es niña va a sufrir mucho con el padre que tiene y,

siendo Lydia como es, ella no podrá evitarlo; al contrario, le

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enseñará el camino directo a la desdicha y seguirá sus

mismos pasos… ¿Y Mary y Kitty?

–Mary se quedó en Longbourn, pero Kitty fue a acompañar a

mi madre.

–¿Kitty está en Newcastle? ¡Eso mi padre no lo habría

permitido! –exclamó Lizzie mortificada.

–Según tengo entendido mi madre le agradeció su

compañía.

–¡Si sucede una desgracia por su comportamiento, a ver si

sigue muy agradecida!

–Le escribí a Kitty, a Newcastle, para invitarla a venirse

conmigo una temporada. Ojalá acepte y la podamos alejar

del peligro. Le dije que iríamos a Londres.

–Con la sola idea de ir a Londres con certeza aceptará tu

invitación –expuso Lizzie más tranquila–. ¿Cuándo irán?

–La próxima semana. Darcy le pidió a Bingley apoyar a

Fitzwilliam con unos asuntos en la ciudad. Parece que el Sr.

Darcy no quiere dejarte sola otra vez.

Lizzie sonrió conmovida.

–¿Y se quedarán con “tu hermana”?

–Eso es lo único que me desagrada.

–Estoy persuadida de que mi tía estará embelesada de que

la visites.

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–Pensaba también ir con Georgiana.

–Los Sres. Donohue estarán fuera de la ciudad desde la

próxima semana. Robert Donohue se casa y viajarán a

Gales.

–Creo que me tendré que armar de mucha paciencia o no

saldremos de la casa de mi tía durante nuestra estancia.

–Tal vez Darcy les pueda prestar la casa para que se queden

allá.

–Bingley me dijo que se la había ofrecido, pero él prefiere ir

con Caroline. Hace mucho que no la ve.

–No me queda más que rezar para que tu estancia sea

aceptable.

–Después de lo que te ha hecho esa mujer, no verla sería

aceptable.

Lizzie, tomando la mano de su hermana, agradeció su

solidaridad.

En cuanto Darcy estuvo de regreso, Lizzie le comentó lo

sucedido con Lydia y él enfatizó que averiguaría con el Sr.

Robinson todos los detalles.

Días más tarde, Lizzie escribió una carta a Lydia para

preguntar por su salud, también a la Sra. Gardiner

comunicándole la triste noticia del bebé; y otra a Mary,

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avisándole además que estarían de visita un par de días, en

cuanto el doctor diera su autorización. Pensó en escribirle

una carta a su madre a Newcastle, pero prefirió esperar a

que regresara de ayudar a Lydia; no quería que Wickham se

enterara de la noticia y que se alegrara de su dolor, al menos

no estando tan reciente.

Darcy recibió respuesta del Sr. Robinson, en la cual le decía

que la situación con Wickham ya estaba bajo control y

prefería comunicarle en persona los pormenores de lo

sucedido, cuando se vieran en su próxima reunión.

En la siguiente visita del Dr. Thatcher, Lizzie le expresó sus

deseos de ir a despedirse de su hijo donde había sido

sepultado. El médico autorizó la salida con la condición de

que no se agitara y no realizara un esfuerzo mayor. Fue

entonces, al día siguiente, cuando Darcy llevó a Lizzie al

lugar donde yacía su pequeño, junto a la tumba de sus

padres.

Lizzie se acercó con pasos lentos, tomando la mano de su

marido que la llevaba con cariño y cargando un ramo de

flores que ella misma cortó de su invernadero. El sol

calentaba agradablemente, acompañado por una suave brisa

y el canto de los pájaros que brincaban en las ramas de los

árboles cercanos. Al llegar, Lizzie pudo leer el nombre de su

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bebé, así como su epitafio: “Frederic Darcy (1803): una

maravillosa luz de esperanza que alegró nuestras vidas”.

Tomó asiento sobre la tumba y rozó la inscripción, como

habría querido acariciar su rostro. Lizzie sintió que su

respiración se alteraba, dejó las flores encima y se cubrió los

brazos con las manos a la vez que su esposo se sentaba a

su lado, abrazándola con firmeza por la espalda, para

consolarla en su duelo. Darcy cerró los ojos y apoyó la

cabeza en su hombro, advirtiendo en el pecho y en el

corazón la agitación de su mujer y su propio dolor que

paulatinamente fue disminuyendo, así como el frío que ella

sentía en su cuerpo y en su alma, a pesar del calor que se

percibía en el ambiente.

Oraron y permanecieron allí por un largo rato, hasta que

Lizzie le indicó que ya se podían retirar. Le había dicho un

adiós, que siguió repitiendo en silencio por innumerables

días, siempre recordando a su pequeño Frederic y los

brincos que daba en su interior cuando ella sentía

emocionarse. Esa conexión entre madre e hijo, aunque cada

vez más diluida, por muchos años estuvo presente en la vida

de Lizzie. Una madre nunca olvida a aquel pequeño que

pierde en sus entrañas, aunque para el mundo ya no exista.

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Pasaron unos días después de que habían ido al cementerio.

Lizzie siguió observando sus cuidados como el doctor le

había prescrito, esperando que pronto la diera de alta, pero

ese día no llegaba. Faltaba más de una semana todavía para

que el Dr. Thatcher realizara la última visita programada.

Darcy cariñosamente seguía cumpliendo la lista de los

cuidados importantes, pero eso sólo despertaba cada vez

más los deseos de ambos; cada momento estando juntos,

aunque fuera leyendo, se volvía más intenso. Lizzie

comprendió por qué las normas dentro de un noviazgo eran

tan estrictas que no permitían el acercamiento. Ellos,

estando casados y amándose profundamente, teniendo

derecho a demostrar su amor con una entrega total, debían

aguardar todavía un tiempo más por razones médicas, para

lograr su completa recuperación.

Los señores de la casa cenaron en el comedor y luego se

retiraron a su alcoba. Cuando Darcy cerró la puerta, Lizzie se

acercó a él abrazándolo con cariño y besándolo

amorosamente. Darcy correspondió con amor; para él

también había sido muy difícil esta larga espera, deseaba

con toda el alma que llegara el día en que pudiera donarse

por completo a su esposa y continuó besándola

apasionadamente, hasta que se detuvo jadeante, inspiró

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profundamente sintiendo un escalofrío que le recorrió todo el

cuerpo y con un infinito afecto le dijo, acariciando su rostro:

–Creo que es mejor no seguir adelante. Todavía no

debemos.

–El Dr. Thatcher ya me autorizó hacer casi todas mis

actividades normales.

–Creo que esto es lo último que autorizará el médico, hasta

tu próxima revisión. No quiero lastimarte.

–Tú siempre me has cuidado y sabes cómo hacer para no

lesionarme.

–Esta vez no, Lizzie. Te amo y lo deseo tanto como tú, pero

cuidarte para mí es muy importante y esperaré el tiempo que

sea necesario. No me lo perdonaría si te hiciera daño.

Gracias a Dios mi amor es tan grande que puede dominar la

enorme pasión que despiertas en mí.

Darcy la estrechó en sus brazos con pródiga ternura,

besándola en la mejilla.

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CAPÍTULO XXIV

Jane, a su regreso de Londres, fue a visitar a Lizzie, en

compañía de sus hijos y de Kitty. Lizzie, que estaba en su

sala privada, las recibió con un enorme cariño. Kitty le dio el

pésame por la pérdida de su bebé y ella agradeció

conmovida. Las damas salieron al jardín para que los niños

pudieran jugar mientras platicaban, era una mañana muy

agradable. Lizzie inició la conversación:

–¿Cómo estuvo su viaje a Londres?

–Estuvo muy interesante –recordó Kitty–. Los Sres. Gardiner

nos invitaron una noche a cenar y me presentaron a un

caballero muy apuesto, hijo de un amigo de mi tío, el Sr.

Bond. Muchas gracias Jane, por haberme invitado a tu viaje.

–Sabía que te agradaría visitar Londres –afirmó Jane.

–Newcastle es tan aburrido y Lydia en reposo absoluto; no

podíamos ni salir de la casa, mientras que el niño no dejaba

de correr.

–¿Cómo está Lydia? –indagó Lizzie.

–Después de lo que le hizo su marido, estuvo muy

deprimida.

–¿Qué le hizo Wickham?

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–El doctor le ordenó a Lydia reposo por su embarazo y al

señor no le pareció que no pudiera complacerlo y… optó por

conseguir sus favores a la fuerza.

–¿Wickham se atrevió? –investigó turbada.

–Después de eso, Lydia lo denunció. Hubo un gran

escándalo en el tribunal, aun cuando tenía muchos

argumentos y el apoyo del médico que declaró a su favor. A

pesar de esta imputación, la razón principal de la que se

encontró culpable fue por las cuantiosas deudas que

pesaban en su contra desde hace varios años y que no

había podido pagar.

–Seguramente no querían inmiscuirse en la intimidad de la

relación conyugal –comentó Jane.

–¿Cómo es posible que les importen más las deudas

reclamadas que la integridad de una persona, de su esposa,

máxime si está encinta? –cuestionó Lizzie–. Ciertamente el

juez argumentó la marital rape exemption: –"El marido que

fuerza a su mujer a sostener relaciones íntimas no comete

violación"–. ¿Y Lydia?

–Seguirá en reposo por una temporada hasta que haya

pasado el peligro y el Sr. Robinson arregló que le pagaran

una pensión suficiente para su manutención hasta que

Wickham nuevamente pueda hacerse responsable. De

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hecho, estará trabajando dentro de prisión para pagar parte

de esta retribución.

–Espero que se quede mucho tiempo encerrado.

–Y tú Lizzie, ¿cómo has estado? –preguntó Jane.

–Bien, gracias. El Dr. Thatcher había quedado de venir hace

unos días pero se le presentó una emergencia y no ha

podido revisarme, aunque ya me siento muy bien. Sólo

esperamos su visita para realizar nuestro viaje.

–¿A dónde irán en esta ocasión? –curioseó Kitty.

–El Sr. Darcy me llevará a visitar a mi padre, luego a

Londres.

–¡Yo quiero ir! –interrumpió–. ¡Me encanta Londres!

–Y también el Sr. Bond –comentó Jane.

–Disculpa Kitty, pero en esta ocasión iremos solos –

respondió Lizzie.

–¿Realizarán un viaje romántico? –indagó Kitty.

–¿Y cómo estuvo su estancia en Londres? ¿La Srita. Bingley

se portó amable? –interrogó para cambiar el tema.

–Amable y muy cariñosa, sólo cuando su hermano estaba

presente –contestó Jane–. Hasta se ofreció para cuidar de

mis hijos mientras estuvimos en la cena de mi tía. Yo le pedí

a la Srita. Susan que no se apartara de ellos, aun cuando los

dejé dormidos, pero Charles quedó muy complacido de que

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su hermana se interesara por sus sobrinos. En cuanto

Charles salía de la casa, Caroline se portaba déspota con

ellos y preferí hacer mi vida fuera de casa. Visitamos muy

seguido a mi tía, que nos recibió cariñosamente y también

pudimos ir al parque varias veces.

–¿Bingley ya lo sabe?

–Hablé con él, pero dudo que crea en mis palabras. Sólo se

acerca Caroline a él y lo convence de su noble corazón.

–Y contigo ¿fue amable?

–No. En realidad no me importa cómo me trate esa mujer,

pero mis hijos no tienen la culpa y no tengo por qué transigir

sus groserías hacia ellos. Gracias a Dios la vemos en

contadas ocasiones, y tampoco le interesa nuestra

compañía.

–Preguntó por ti –expresó Kitty.

–¿Quién? ¿la Srita. Bingley? –indagó Lizzie.

–Sí.

–Seguramente debe estar burlándose de todo lo que pasó –

comentó con una gran amargura.

–Lizzie, no te apenes por eso; así habrá logrado su objetivo –

la confortó Jane.

Ella sonrió con desconsuelo y Jane la tomó de la mano para

brindarle su apoyo, mientras observaban el divertido juego

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de los niños. Los visitantes permanecieron toda la mañana y

luego se retiraron.

Cuando Darcy regresó de su salida con Bingley, Lizzie se

encontraba en su sala privada y Darcy fue a buscarla. Ella se

puso de pie al verlo entrar y él se acercó para saludarla,

tomándole las manos.

–¿Cómo te fue en las minas?

–Bien, gracias. Ya todo está arreglado. Sólo falta la visita del

doctor para poder irnos de viaje. ¿Vino hoy?

–No, todavía no, pero estuvieron Jane y Kitty, y me

platicaron de Lydia.

–Sí, ya supe los detalles. También vino el Sr. Robinson a las

minas y me puso al tanto de todo.

–¿Crees que Wickham…? ¿Crees que haya sido mi culpa

por haberle negado el dinero?

–No, no. Wickham no conoce el significado del amor. Ignora

que con frecuencia requiere renuncia y siempre demanda

respeto y donación, entre otras muchas cualidades de las

que él carece.

–Yo agradezco que el Sr. Darcy posea estas y otras muchas

virtudes, como su trato lleno de delicadeza, de ternura, el ver

siempre por mi bienestar, su generosidad en los detalles que

me demuestran su amor en cada momento, la fortaleza que

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logra transmitirme en tiempos de abstinencia, con las cuales

hace que me enamore cada día más de él.

–Es lo mínimo que se merece la dueña de mi corazón, y

lucho cada día por ser mejor para ti.

Darcy la besó con dulzura.

Al día siguiente, mientras Lizzie consultaba algún ejemplar

en la biblioteca, su marido trabajaba en el despacho. Darcy

revisaba las cuentas de sus libros pero su mente la tenía

ocupada en otros asuntos, por lo que decidió dejar a un lado

sus pendientes, tomó una hoja en blanco y empezó a

escribir:

“Mi amada Lizzie…”

Se detuvo sin saber qué más decirle ante las circunstancias

que habían vivido en los últimos tiempos para ayudarle a

sanar esa herida, a pesar de todas las palabras que ya le

había expresado. Se puso de pie y se asomó a la ventana

donde observó al Sr. Weston que estaba cortando los

rosales. Sabía que su mujer todavía estaba dolida por la

pérdida que habían padecido, ella no había hablado de eso

desde que fueron al cementerio pero por momentos la veía

melancólica y pensativa, él conocía perfectamente sus

sentimientos y que ella sufría, a pesar de su fortaleza, y

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quería brindarle todo su apoyo. Darcy estaba al tanto de

todos sus sueños, sus esperanzas que ahora se habían

derrumbado, compartía con Lizzie sus aflicciones; recordó el

amor con el que esperaban a su hijo, revivió la incertidumbre

que deparaba el futuro y pensó en el tiempo que les tomaría

concebir otro, si es que lo lograban. Sabía que necesitaba

infundirle nuevas esperanzas para lograr salir de esta

congoja y caminar hacia adelante.

Pasó largo rato reflexionando y viendo el jardín, los cisnes

que nadaban en el lago, las ardillas que trepaban en los

árboles, las alondras que caminaban sobre el césped en

busca de ramitas para armar sus nidos, hasta que, con una

decisión sorprendente, se sentó, tomó otra hoja de papel y

empezó a escribir.

Terminada su carta, la dobló en tanto alguien tocó a la

puerta. El Sr. Smith anunció al Dr. Thatcher que venía a

revisar a la señora, Darcy guardó el documento en el cajón y

salió al pasillo para recibirlo mientras el mozo buscaba a la

Sra. Darcy para avisarle.

–Disculpe que haya podido venir hasta ahora, Sr. Darcy,

pero también mi ayudante estuvo en otra emergencia y no

hubo manera de coordinarnos para venir aquí. Creo que ya

es hora de conseguirme otro médico, no nos damos abasto –

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explicó el Dr. Thatcher–. Además, quería venir

personalmente a revisar a la señora, quiero asegurarme de

que todo esté bien.

Lizzie se acercó y saludó a su médico. Luego se dirigieron a

la alcoba, donde el doctor revisó a la paciente

cuidadosamente. Cuando hubo terminado, éste informó:

–Encuentro muy bien a la señora. La herida que había

tardado en cicatrizar ya está completamente curada, por lo

que ya puede realizar todas sus actividades.

–Muchas gracias, doctor. Lo acompaño a la puerta –apuntó

Darcy.

–No se preocupe Sr. Darcy, conozco el camino desde que

usted era niño y venía a revisar a su madre. ¡Cuánto tiempo

ha pasado!

El Dr. Thatcher se despidió y se marchó. Darcy se avecinó a

su mujer, se sentó a su lado, la miró con profundo cariño y,

acariciando su rostro, logró despertar toda clase de

sensaciones con sólo acercarse, tocar sus labios y besarla

con devoción. Luego, Lizzie preguntó:

–¿Acaso no tenías pendientes de trabajo?

–Esos, pueden esperar. Ahora tengo una encomienda muy

importante con mi esposa que ya no quiero aplazar.

Darcy la besó abrazándola amorosamente.

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Al salir el alba los Sres. Darcy se dirigieron a Hertfordshire,

cuando Lizzie divisó la posada George añoró llegar a su casa

como lo había hecho hacía varios años a su regreso de Kent

y que fue recibida por sus hermanas al bajar de la silla de

postas, pero llovía con intensidad. A su llegada se

hospedaron en el hotel y permanecieron en su habitación

hasta el día siguiente. Después del desayuno fueron al

cementerio donde estaba sepultado el Sr. Bennet, cerca de

Meryton. Lizzie, acompañada por Darcy, oró en silencio por

largo rato. Desde que había muerto su padre no había

estado en ese lugar, ni en toda la comarca, por lo que esta

visita le trajo innumerables recuerdos de su infancia. Luego

deambularon por los alrededores, caminaron en la Montaña

de Oagham y recordaron los paseos que realizaron unas

semanas antes de su boda hasta que llegaron a Longbourn,

visitaron la ermita y Lizzie resonó en su memoria los

momentos que había pasado allí. Las cosas no habían

cambiado: los árboles seguían siendo igual de frondosos y el

lago repleto de patos que jugaban con el agua, el breñal

donde había encontrado a Darcy al divisar las primeras luces

se veía como aquella hermosa mañana, el puente por el que

había brincado tantas veces permanecía intacto, aquel árbol

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que le gustaba trepar y del que cayó en varias ocasiones

lastimándose la rodilla seguía lleno de nidos de pájaros, el

columpio donde gustaba pasar largas horas estaba en su

lugar…

Mary había salido a la librería de Clarke en Meryton, por lo

que la Sra. Hill les abrió la puerta. Recorrieron toda la

vivienda, estaba equivalente a como la había dejado hacía

cinco años: los muebles, los cuadros, los adornos, el retrato

del Sr. Bennet que Darcy había mandado copiar estaban en

su sitio. Lizzie le mostró a su esposo la recámara en donde

había dormido toda su vida de soltera, encontró la muñeca

de porcelana con la que solía jugar y la cogió para llevársela

pensando en que tal vez, si llegaba a tener una hija podría

regalársela. Miró el jardín a través de la ventana,

rememorando momentos muy gratos de su vida en esa casa,

y otros no tanto. Entraron en la biblioteca en donde el Sr.

Bennet había pasado incontables horas en compañía de su

pequeña descubriendo mundos increíbles a través de los

libros. Lizzie, rozando el escritorio, recordó el día en que

habló con su padre confesándole sus sentimientos hacia el

Sr. Darcy y lo sorprendido y conmovido que había quedado.

Luego se sentó en el sillón de su padre y le escribió unas

líneas a su madre comunicándole la triste noticia de la

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pérdida de su nieto, sintiendo nuevamente esa melancolía

que creía haber superado. En el cajón del escritorio todavía

estaba ese libro que Darcy le había regalado al Sr. Bennet

en una de sus escapadas a Pemberley. Lizzie lo tomó con

cariño y se lo llevó, junto con otros libros que le había

regalado su padre antes de casarse y que habían

permanecido en ese lugar. Se sentía una intensa soledad

con la desaparición de su padre al que extrañaba tanto y

ahora, con la ausencia de su madre y de Kitty que seguían

de viaje, la primera con Lydia y la segunda con Jane, era

insólito el silencio que imperaba en esas paredes.

A su retorno Mary los recibió con cariño y les dio su pésame;

les ofreció una taza de té que aceptaron gustosos. Betsy les

sirvió mientras Lizzie le preguntaba a su hermana las

novedades del condado y de su familia. Mary comentó de los

libros que había leído con entera satisfacción que hacía

tiempo Lizzie le había comprado en Londres, y ejecutó una

pieza en el piano que había practicado con empeño después

de que Georgiana le enseñara a mejorar su técnica durante

una de sus visitas a Pemberley.

Lizzie se mostró complacida, observando que Mary había

avanzado en conocimiento y en sabiduría, recordando el

rechazo que ella había manifestado a la conducta de su

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madre y de Kitty hacia el Sr. Hayes y sus amigos y el

posterior apoyo que recibió de ella para cuidar de la Sra.

Bennet.

Lizzie le entregó la carta dirigida a su madre, pidiéndole que

se la diera apenas regresara de su viaje. Ya acercándose la

noche, volvieron al hotel y al día siguiente partieron a

Londres.

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CAPÍTULO XXV

Cuando los Sres. Darcy llegaron a la casa, el Sr. Churchill los

recibió, ofreciendo sus condolencias y la Sra. Churchill les

sirvió el té en el salón principal. Darcy le sugirió a Lizzie ir a

descansar un rato a la habitación mientras era la hora de

cenar y ella accedió. Cuando entraron a la alcoba, Lizzie

quedó sorprendida al ver un hermoso arreglo de rosas rojas

que había encima de la mesa, el cual contenía una carta.

Emocionada le agradeció a su esposo, pero él en silencio y

con una sonrisa, la impeló a leer el escrito. Se acercó y olió

el aroma a sándano característico de su marido mientras

cogía el papel y lo abrió. Era letra de Darcy, pero al iniciar la

lectura su corazón latió con imperiosa intensidad y no pudo

evitar que las lágrimas se desbordaran de sus ojos.

“Mamá: Te agradezco todo el amor que día a día he recibido

de ti desde antes de que mi existencia comenzara, aunque

ya no pueda estar a tu lado. Sé con cuánto cariño soñaste,

junto con mi padre, sentir mis movimientos mientras crecía

en tu interior, escuchar mis risas y hacerme sonreír sólo con

percibir que estás cerca de mí, abrazarme cubriendo mi

pequeño cuerpo llenándome de tu calor y acariciar mi rostro

con tus suaves y delicadas manos, verme crecer y jugar,

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aprender y correr a tu alrededor. ¡Cómo desearía haber

sentido un beso tuyo! Desde antes de que supieras que

existía, yo también lo anhelaba. Era tan hermoso escuchar tu

voz y sentir la emoción que me transmitías cuando en tu

rostro se dibujaba una sonrisa y cuando mi padre te

demostraba su cariño me sentía inmensamente amado por

ustedes. Fui muy feliz el tiempo que estuve contigo y ahora

soy feliz porque desde donde estoy puedo contemplar tu

belleza. Desearía que perpetuamente me recordaras con

esa alegría que siempre has desbordado a los demás y que

tu tristeza se la llevara el viento; que tu esperanza por la vida

nueva sea tan auténtica como fue mi existencia y que mis

continuos rezos pidiendo a Dios por ti los escuches en tus

sueños y sean como un canto de amor. “Mamá” es la palabra

más hermosa y deseo que pronto la escuches de otros

labios, de los labios de mis hermanos que vendrán después

y que ambicionan poder abrazarte a lo largo de toda tu vida.

Te ama, tu siempre pequeño Frederic”.

Lizzie, conmovida, al terminar de leer estrechó ese pedazo

de papel contra su corazón, al tiempo que Darcy se acercaba

y, secándole el rostro con dulzura, le dijo:

–Tu hijo Frederic quiere verte feliz, y yo también.

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Lizzie, sin poder articular palabra, lo abrazó y él correspondió

con devoción.

Al día siguiente, pasaron todo el día fuera de casa. Darcy

llevó a Lizzie a pasear un rato por las calles de Londres, y se

introdujeron a ver una exposición de pinturas y esculturas

que daban, cenaron en el Piazza y se fueron al teatro.

Georgiana y Donohue ya los esperaban a las puertas del

recinto cuando ellos arribaron en su carruaje. Georgiana

saludó afectuosamente a sus hermanos, igualmente

Donohue, y los cuatro entraron a tomar sus asientos.

Cuando hubo terminado la función, complacidos, salieron

del auditorio y, al buscar sus carruajes, los Sres. Darcy

fueron interceptados por Philip Windsor, quien también había

estado en la función. Darcy permaneció sorprendido pero

saludó con cortesía.

–Sr. y Sra. Darcy, supimos en la boda de Robert Donohue su

terrible pérdida; sólo quiero expresar mis más sinceras

condolencias. Lamento que el pago de ciertas acciones haya

trascendido a otras personas –dijo Windsor viendo con

enorme resentimiento a Darcy.

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Darcy, disculpándose con Lizzie y los Sres. Donohue, tomó

del brazo a Windsor, caminaron unos pasos para alejarse de

la gente y le preguntó en perfecto francés, exasperado:

–Sr. Windsor, ¿me puede explicar qué pretende conseguir

diciendo tal calumnia? ¿Acaso quiere aparecer como el

caballero atento y considerado para cautivar la atención y la

simpatía de mi esposa?

–Yo no pretendo nada, Sr. Darcy –contestó iracundo–. Fui

testigo accidentalmente de algo que me ha desconcertado de

sobremanera y no quiero que eso le traiga un mayor

sufrimiento a la Sra. Elizabeth, a quien usted dice amar

profundamente.

–Usted fue testigo accidentalmente de un incidente que para

mi vida no tuvo trascendencia; y sí, yo amo profundamente a

mi esposa.

–La traición, aunque haya sido una sóla vez y “sin

importancia”, siempre trasciende a las personas más

cercanas, aunque se oculte la verdad.

Darcy negó con la cabeza, mientras escuchaba a Windsor.

–Usted, teniendo a una mujer excepcional que lo ama,

esperando un hijo suyo e inmensamente dichosa, ahora le ha

ocasionado un daño irreversible.

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–Sr. Windsor, yo nunca he traicionado a nadie y menos a mi

esposa. Lo que usted está sugiriendo carece por completo

de sustento. Lamento que usted haya visto lo que vio, pero

lamento más que no haya presenciado lo que realmente

sucedió dentro de esa habitación.

–La Srita. Campbell me dijo que habían sido los momentos

más felices de su vida.

–¿Esa mujer se atrevió a decir eso después de la forma tan

impertinente con la cual la rechacé?

–¿Usted la rechazó? –inquirió suspenso.

–¡Por supuesto que sí!

–Pero si al salir de su habitación lo único que esa mujer traía

encima era su abrigo y sus zapatos, según aludió en su

conversación.

–Efectivamente. ¿Acaso le informó también cómo sobornó al

encargado del hotel para que le permitiera la entrada a mi

habitación y para que guardara toda mi correspondencia que

iba dirigida a la Sra. Darcy y la que me enviaron a Bristol?

Windsor negó con la cabeza.

–A mí tampoco me lo dijo pero no es difícil adivinarlo,

conociendo los métodos para alcanzar sus oscuros objetivos.

–¿La Sra. Elizabeth tiene conocimiento de estos detalles?

–Por supuesto.

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–Creo que para usted sería muy fácil negar lo que realmente

sucedió, de esa forma puede continuar su intachable vida

con su esposa.

–Pero ¿qué no se da cuenta que ella es la que miente? Al

verse descaradamente repudiada, se encuentra en su

camino a un amigo de la familia que puede objetar mi versión

y encender la chispa de pólvora necesaria para generar

cotilleos que lleguen a los oídos de mi señora, completando

su venganza. ¿Acaso no fue a decírselo a la Sra. Bingley en

una de sus visitas que cínicamente hizo a Pemberley

mientras yo estaba fuera?

–Sr. Darcy, yo fui a Pemberley a ofrecer mi ayuda, ya que

supe que la Sra. Elizabeth se encontraba indispuesta, según

palabras de la Sra. Bingley, muy angustiada por la

incomunicación de su marido.

–¿Cómo supo que estaba indispuesta?

–La Sra. Elizabeth visitó la posada del Hotel Rose & Crown

en compañía de su hermana donde sufrió un fuerte mareo

tras haber tenido una entrevista con la Srita. Bingley. Fue

entonces que la ayudé a llegar a su carruaje y supe que

usted estaba en Bristol. Fui a Pemberley a preguntar por su

estado y hablé con la Sra. Bingley, a quien ofrecí ir a

buscarlo a Bristol ya que tenía que viajar para recibir a mi

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hermano. A mi regreso hablé con la Sra. Bingley muy

desconcertado por mi descubrimiento, pero yo no le revelé

mis sospechas. Lo que menos quiero es que la Sra.

Elizabeth sufra, pero creo que fue imposible evitarlo del todo.

Perdóneme que me aferre a mi postura, yo sé que no tengo

ningún derecho a pedirle esto, pero ¿qué pruebas tiene de

sus palabras?

–¿Pruebas? El Sr. Fitzwilliam es testigo de mi frío

comportamiento hacia esa mujer a pesar de sus múltiples

insinuaciones, tengo todas las cartas que envié a Pemberley

y que recibimos a mi llegada, mismas que el Sr. Fitzwilliam

había entregado al encargado del hotel para enviarlas por

correo todas las mañanas. Y lo más importante, tengo mi

conciencia tranquila y la confianza de la Sra. Darcy que ha

creído en mis palabras, respaldadas por mis actos desde que

le hablé de mi amor la primera vez, y la Sra. Darcy, como

usted sabe, se caracteriza por su perspicacia. Le repito,

como se lo he dicho a la Sra. Darcy en innumerables

ocasiones y se lo aclaré también a la Srita. Campbell: yo

amo a mi esposa y nunca la traicionaría. Y esa noche pude

comprobar la veracidad de estas palabras.

Después de una pausa, mientras Darcy respiraba y Windsor

se libraba de la impresión, Darcy continuó:

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–Habiendo despejado sus dudas, ¿me puede decir qué

pretende con todo esto y con sus visitas a Pemberley

preguntando por la salud de mi esposa?

–Mi único anhelo es saber que la Sra. Elizabeth es feliz y

correspondida como ella se merece y que pueda contar con

su consuelo y su apoyo cuando lo necesite, como aquella

tarde en el Hyde Park.

–La Sra. Darcy se merece eso y mucho más, y yo todos los

días me esmero para lograrlo. Pero, ¿por qué insiste en

incomodarla con su presencia y con su continua vigilancia

que es evidente hasta para un ciego?

–Disculpe, esa no ha sido mi intención pero usted

comprenderá que la Sra. Elizabeth es una persona que

fácilmente despierta la admiración…

–Usted y yo sabemos que no es sólo admiración lo que usted

siente por ella, pero para su desgracia la Sra. Elizabeth

Darcy está felizmente casada conmigo.

–Independientemente de lo que yo pueda o no sentir por ella,

mis intervenciones han sido únicamente cuando he visto

peligrar su salud. Espero que siga felizmente casada y que

usted sea digno del amor que ella le profesa. Me alegra que

todo haya sido una confusión, le extiendo una disculpa. Con

su permiso.

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Darcy vio alejarse al Sr. Windsor y reflexionó sobre la

integridad de aquel hombre que podría haber sido un gran

amigo suyo si no se hubieran enamorado de la misma mujer.

Luego regresó con sus acompañantes, quienes aguardaban

su retorno para dirigirse a sus respectivas casas. Darcy, al

reunirse con su mujer, le tomó de la mano y la besó dándole

tranquilidad, por lo que Lizzie, sabiendo que todo estaba

bien, no hizo preguntas sobre la entrevista que los señores

habían tenido en privado.

Al día siguiente, los Sres. Darcy permanecieron en casa

viendo cómo caía la lluvia en las plantas de su hermoso

jardín y leyendo sus libros. Lizzie, deteniendo su lectura,

observó a su marido, éste le devolvió la mirada y ella le dijo:

–Nunca me has hablado en francés.

–¿Acaso se escuchó anoche? –preguntó Darcy preocupado

de que Georgiana o Donohue les hubieran seguido la

conversación, si bien sabía que Lizzie no hablaba ese

idioma.

–No, sólo tus primeras palabras. Además, Georgiana no

paraba de comentar que le había encantado la función…

Siempre he querido aprender francés.

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–Mi amada esposa puede realizar todo lo que ella se

proponga –declaró tomando su mano–. Tal vez pudiéramos

pedirle sus servicios nuevamente a la Sra. Annesley para

que te enseñe.

–Por lo pronto, el Sr. Darcy me puede ayudar a educar el

oído leyéndome unas páginas de su libro en francés.

–Será un placer, aunque no sé si el tema sea de tu interés.

Habla de la política impuesta por Napoleón y todas sus

consecuencias.

Lizzie cerró su libro y lo depositó sobre la mesa,

disponiéndose a atender la lectura con copiosa atención,

admirada de escuchar el dominio que tenía su marido de

ese idioma.

En la víspera fueron a cenar a Curzon con los Sres.

Donohue. A la cena también asistieron los Sres. Gardiner

que saludaron con cariño a Lizzie, dándole sus condolencias.

Lizzie les agradeció su atención y su apoyo y todos tomaron

asiento.

–¿Qué tal estuvo su viaje a Gales? –investigó Lizzie.

–Bien, gracias. Patrick me llevó a unos lugares preciosos y

pasamos unos días excepcionales. Nos hacía falta este

tiempo para nosotros, Patrick ha tenido mucho trabajo en los

últimos meses.

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–Te has casado con un médico muy solicitado, querida

Georgiana.

–Sí, lo sé y siempre lo supe, así es que no puedo quejarme;

pero el tiempo que me dedica lo disfruto mucho.

–Y ¿ya te llevó a conocer aquel castillo de encanto?

–Fuimos y estaba cerrado por mantenimiento, pero con sólo

ver la fachada agradecí que no hayamos podido entrar;

aunque sí nos platicaron la historia completa y recorrimos los

jardines. Al estar cerca de esas paredes sientes…

–Me imagino que ha de ser escalofriante.

–Y luego asistimos a la boda de Robert Donohue, estuvo

muy agradable. Lucy te manda un beso y un abrazo y me

dijo que sentía mucho lo de tu bebé.

–Gracias, ella siempre tan cariñosa.

–Toda mi familia les envía sus condolencias –completó

Donohue.

–Y yo no he dejado de rezar por ustedes –agregó Georgiana.

–Nosotros también los tenemos muy presentes en nuestras

oraciones –indicó la Sra. Gardiner.

Lizzie y Darcy agradecieron.

–Y ¿cómo te encontró el Dr. Thatcher la última vez? –

preguntó Georgiana.

–Me dijo que muy bien.

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–Esperemos que pronto nos den una buena noticia.

–Nosotros también esperamos pronto buenas noticias de

ustedes –comentó Darcy con mucha esperanza.

–Me someteré al tratamiento que me mandó el Dr. Robinson.

–Verás que pronto dará resultado –afirmó Lizzie

comprendiendo lo que estaba viviendo mientras Donohue le

tomaba de la mano.

–Y ¿cómo está tu madre, Lizzie? –indagó la Sra. Gardiner–.

Le mandé correspondencia pero no me ha contestado.

–Supongo que bien. Por el momento se encuentra con Lydia

en Newcastle, le está ayudando ya que el médico le pidió

guardar reposo por su embarazo.

–¿Lydia está embarazada? –inquirió Georgiana.

Lizzie asintió.

–Le mandaré una carta para felicitarla –comentó la Sra.

Gardiner.

–Creo que son las únicas personas que faltan de saber lo

que pasó. No he querido avisarle a mi madre estando allá

para que no se angustie. Hasta Lady Catherine nos mandó

una carta –ilustró Lizzie.

–¿Mi tía les escribió?, ¿cómo está? –preguntó Georgiana.

–Parece que bien; en realidad fue muy breve –contestó

Darcy.

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–Sr. Darcy, he sabido por unas amistades que su negocio de

porcelana aquí en Londres va progresando

satisfactoriamente –anunció el Sr. Gardiner.

–La gente ha aceptado con mucho agrado el producto, a

pesar de que se reanudó la guerra con Francia el mes

pasado –explicó Darcy.

–¡Qué razón tenía usted, Sr. Darcy, al decir que la paz era

pasajera! –glosó el Sr. Gardiner.

–Perdón, pero he estado desconectada de todo, ¿estamos

en guerra otra vez? –investigó Lizzie.

–Si, el 18 de mayo una fragata inglesa derrotó y capturó un

buque francés cerca de la Bretaña –dilucidó Darcy.

–A pesar de todo, mis hermanos están muy interesados en

comercializar la porcelana en Cardiff y otras ciudades de

Gales –señaló Donohue–. Quieren contactarlo pronto.

–Este negocio está avanzando más rápido de lo esperado.

–¡Qué gusto oírlo, hermano! –exclamó Georgiana.

–La Sra. Darcy tiene buen ojo para los negocios.

–El Sr. Darcy posee la habilidad para hacer realidad

cualquier proyecto –comentó Lizzie sonriendo.

La cena fue muy placentera. Cuando concluyó, Lizzie y

Georgiana tocaron el piano cada una un rato, los presentes

quedaron agradecidos y los Sres. Gardiner sorprendidos de

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ver los avances que había tenido Lizzie desde que se casó.

Darcy se sentía envanecido y Lizzie reflejaba una

tranquilidad que sólo el amor de sus seres queridos le podía

proporcionar.

Los Sres. Darcy tenían programado permanecer en Londres

una semana más, para luego irse a Lyme.

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CAPÍTULO XXVI

Un día antes de partir para Lyme, los Sres. Darcy habían

estado fuera todo el día en la ciudad y regresaron para

cenar. Darcy ayudó a bajar a Lizzie del carruaje y se

introdujeron a la casa. Cuando él cerró el portón, se acercó a

su mujer y, acariciando su rostro, le susurró al oído:

–Ya anhelaba disfrutar un poco de soledad a tu lado.

Lizzie sonrió sintiéndose dulcemente cortejada por su amado

esposo, quien la besó con un gran cariño.

–¡Sra. Darcy! –gritó la Sra. Bennet que se aproximaba con

Kitty.

Lizzie se soltó y se volteó rápidamente sintiendo su corazón

palpitar con fuerza y Darcy alzó su mirada atiborrada de

cólera al escuchar esa voz que no debía sonar allí.

–¿Siguen en su viaje de pasión? –inquirió Kitty burlándose.

–¡Me tenían muy preocupada! ¡Ya es muy tarde para andar

solos en las calles de Londres y después de tu accidente,

Lizzie!

La Sra. Bennet abrazó con mucho afecto a su hija, mientras

Lizzie no comprendía qué pasaba y Darcy las veía iracundo.

–Cuando Mary me dio tu carta y supe de tu accidente, Lizzie,

sentí una profunda tristeza y yo que estaba tan lejos de ti,

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¡claro!, atendiendo a mi pobre Lydia. ¡Cuánta desgracia en la

familia en tan poco tiempo! Afortunadamente Lydia está

mejor; por eso me pude regresar para no dejar tanto tiempo

sola a Mary y fue cuando me entregó tu mensaje y corrí a

buscarte a Pemberley pero me dijo la Sra. Reynolds que

estaban aquí. Lizzie, tienes que recuperarte antes de realizar

un viaje.

–Mamá, ¡me alegro de que estés aquí! –exclamó ciñéndola

nuevamente, sintiéndose necesitada de su afecto.

–Por supuesto que tenía que venir. Perder a un hijo no es

cualquier cosa Lizzie. Yo perdí a mi último bebé; tal vez el

varón que siempre deseó tener tu padre y, después de eso

ya no pude encargar más hijos. Tenía que atender a mi

familia y no me cuidé como el doctor me lo sugirió.

Lizzie invitó a pasar a la Sra. Bennet y a Kitty al salón

principal y tomaron asiento, mientras Darcy escuchaba toda

la explicación de su suegra, viendo por la ventana, de pie,

armándose de toda su paciencia.

–La Sra. Reynolds fue muy amable conmigo y me sugirió

pasar la noche en tu casa, pero preferí irme a Starkholmes

donde Jane nos recibió y Kitty y yo partimos hoy muy

temprano para venir a tu lado y acompañarte en estos

momentos difíciles.

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–¡No podía perderme la oportunidad de viajar a Londres! –

indicó Kitty.

–¡Claro! Jane no paraba de decirme que tal vez no era

prudente venir hasta acá, pero yo sólo pensaba en mi pobre

niña que necesita de mi apoyo. La ayuda que brinda una

madre en estos momentos no se puede reemplazar. Casi no

pude dormir ayer sólo pensando en que tenía que estar a tu

lado, aunque viajara por la mitad de Inglaterra para

alcanzarte. ¡Estoy agotada!

–¡Mamá! ¡Tienes que moderar tu locuacidad para poder

respirar! –exclamó Kitty.

–Tienes razón Kitty. Pero dime Lizzie, ¿qué fue lo que pasó?

Lizzie bajó la mirada y Darcy interrumpió con seriedad,

volviéndose a ver a su mujer:

–La Sra. Darcy seguramente no quiere hablar de eso.

–Sí Sr. Darcy, tiene usted razón. ¡Qué imprudencia de mi

parte hacer que recuerdes momentos tan dolorosos!

–Mamá, ¿ya cenaron? –inquirió Lizzie.

–Sí, como vimos que tardaban en regresar, los Sres.

Churchill fueron muy amables y nos atendieron muy bien.

Justo veníamos del comedor.

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–Está deliciosa la cena, aunque indudablemente no como tu

momento romántico; se veían tan tiernos –suspiró Kitty–.

¿Qué se siente que te besen de esa manera?

–¿Acaso los interrumpimos?

–¿Gustan acompañarnos a cenar? –sugirió Lizzie irritada por

los comentarios de su hermana.

Todos pasaron al comedor y tomaron sus asientos.

–¿Y cómo se encuentra Lydia? –preguntó Lizzie.

–¡Ay, mi pobre hija! ¿Qué ha hecho mi malhadada Lydia para

vivir semejante desgracia? Gracias a Dios ese hombre ya

está recibiendo su castigo, mira que poner en riesgo la vida

de su hijo sólo por…

–Mamá, ya conocemos la historia. ¿Cómo está Lydia?

–¿Lydia?, mejor. El médico ya le levantó el reposo y una

amiga suya se ofreció a cuidarla de aquí en adelante.

–¡Qué mal momento! –masculló Darcy, sin ser escuchado

por las presentes.

–Ella le ayudará también con el niño. ¡Claro!, la Sra. Flint no

tiene hijos y se ha encariñado con Nigel, me parece que su

esposo está combatiendo con el ejército carmesí. ¡Ay, Dios!,

¿cuándo acabará esta guerra? Pero me tranquiliza ver que tú

estás bien, Lizzie.

–Sí mamá, gracias. El Dr. Thatcher ya me dio de alta.

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–Y no quisieron perder el tiempo –aludió Kitty con descaro.

–Entonces podremos aprovechar estos días de visita para

distraerte un poco –sugirió la Sra. Bennet.

–¡Me encantaría visitar a mi tía mañana!

–¿A la Sra. Gardiner?

–Así podremos preguntar por el Sr. Bond. Tal vez lo

podamos invitar a cenar, Lizzie, para que mi madre lo

conozca.

–Entonces, no se diga más. Mañana iremos las tres a visitar

a la Sra. Gardiner.

–Pero el Sr. Darcy… –objetó Lizzie.

–Estoy persuadida de que el Sr. Darcy está saturado de

trabajo y apenas empieza la semana. Me han dicho que su

nuevo negocio marcha muy bien, Sr. Darcy.

Él no contestó.

–¿Acaso hice algo mal? –preguntó la Sra. Bennet.

–¿Además de interrumpir? –señaló Kitty riéndose.

–Con su permiso –indicó Darcy malquisto, marchándose del

comedor.

–El Sr. Darcy se encuentra indispuesto, voy a atenderlo –

indicó Lizzie poniéndose de pie y retirándose para alcanzar a

su marido que se introducía en su despacho.

–Sí hija, no te preocupes por nosotras.

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Lizzie tocó a la puerta y entró. Darcy se encontraba parado

frente al hogar, tratando de avivar el fuego y despejar su

mente. Éste se volvió al escuchar que su mujer entraba.

–Darcy, perdona a mi madre… Sé que llegó en un momento

muy inoportuno y sabes que tengo mucha ilusión de ir a

Lyme, pero…

–Lizzie, perdóname, tú no has tenido la culpa; sólo que no

estaba preparado para recibirla.

–Sé que ha sido muy imprudente su visita, la estábamos

pasando tan bien. Hablaré con ella y le diré que ya teníamos

planes.

–Lizzie, mejor atiende a la Sra. Bennet estos días, sé que

para ti es muy importante cultivar una buena relación con tu

madre y no quiero que tengas más problemas con ella ni que

te angusties por eso. Nuestra visita a Lyme la podemos

posponer unos días. Solamente no me pidas que las

acompañe. Esperaba todo menos esta visita.

–Y ¿qué vas a hacer mientras nosotros salimos? –preguntó

acercándose a su esposo.

–En Londres siempre hay trabajo que hacer.

–¿Y seguirás enojado? Darcy, departiré con ella. No quiero

que estés molesto por ningún motivo.

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–No Lizzie, contigo no estoy enfadado –aclaró

aproximándose y tomando sus manos–. Sólo que no puedo

evitar sentirme crispado por todo esto. Fue tan inesperado.

–Yo también estoy desconcertada, pero estando a tu lado se

me olvidan hasta los comentarios de Kitty…

Lizzie suspiró, se paró de puntillas y colocó las manos sobre

el pecho de su marido para acercarse a su oído y decirle:

–Yo también anhelaba disfrutar un poco de soledad a tu

lado… Después de esta irrupción, tal vez podamos continuar

donde estábamos.

–¿Ya no habrá más intrusiones?

–La falleba está cerrada –murmuró, viéndolo a los ojos.

Darcy sonrió, la ciñó y la besó con profundidad mientras el

carbón de la chimenea que él había puesto minutos antes

encendía copiosamente.

Lizzie, al ver que su marido no regresaba de cabalgar a la

misma hora, bajó al salón principal donde ya estaban Kitty y

la Sra. Bennet conversando sobre el Sr. Bond. Al cabo de un

rato se presentó Darcy y pasaron al comedor para

desayunar. Las Bennet continuaron con su conversación

mientras que los Sres. Darcy permanecieron en silencio.

Lizzie observaba preocupada a Darcy, pensando en que tal

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vez seguía molesto por los cambios de planes tan

repentinos. Cuando concluyó el almuerzo, Darcy se disculpó

y Lizzie fue a alcanzarlo a su despacho.

–¿Acaso sigues molesto por nuestras visitas? Pensé que

irías a buscarme a nuestra alcoba, como todas las mañanas

–indagó turbada.

–No, Lizzie –aclaró acercándose y tomando sus manos–.

¡Claro!, todavía no me acostumbro a la idea de que estén

aquí.

–Entonces ¿tuviste algún contratiempo?

–No, en realidad me encontré al Sr. Willis y estuvimos

platicando largo rato. Está interesado en invertir en el

negocio de porcelana.

–¡Es una buena noticia!

–No sé. Tal vez no me interese tener socios inversionistas en

este negocio, nunca los he tenido. Tendré que meditarlo.

–¿El Sr. Bush no es tu socio?

–Sí, aunque en realidad lo es sólo de nombre. Prácticamente

le compré la fábrica y le ofrecí un excelente empleo. Ya es

una persona mayor y no estaba interesado en hacer las

funciones propias de un socio o un director, pero sí le

garanticé su reparto de utilidades, aunque no tenga peso en

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las decisiones que se toman. El Sr. Willis, por el contrario,

quiere invertir y formar parte del consejo.

–Si el Sr. Willis está interesado es una señal de que el

negocio va prosperando muy bien, de lo contrario no se

hubiera interesado en él.

–Quedamos en reunirnos después de nuestro viaje a Lyme.

–¿Cuándo quieres que salgamos? Le puedo decir a mi

madre que iremos de viaje.

–¿Te parece bien el fin de semana?

Lizzie sonrió satisfecha y, dándole un beso, se despidió.

La Sra. Bennet y Kitty ya la esperaban en el carruaje, para ir

a visitar a la Sra. Gardiner. A su llegada fueron anunciadas

por el mayordomo y la Sra. Gardiner las recibió con mucha

sorpresa, sobre todo a la Sra. Darcy.

–Pensé que ya estarías camino a Lyme, Lizzie.

–Postergamos nuestro viaje unos días, querida tía.

–¿Hoy se iban a Lyme? –preguntó la Sra. Bennet.

–¡Cómo me encantaría conocer esas playas algún día! –

suspiró Kitty–. ¿Han visto nuevamente al Sr. Bond, tía?

–Ya salió a relucir el motivo de nuestra visita –observó Lizzie.

–No, Kitty. Desde la cena no lo hemos vuelto a ver.

La Sra. Gardiner las invitó a pasar y les ofreció té.

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–Supe que estabas con Lydia en Newcastle –comentó la Sra.

Gardiner.

–Sí, regresé hace unos días a Longbourn y Mary me dio la

triste noticia de Lizzie, así que vine a buscarla –aclaró la Sra.

Bennet–. Una madre debe apoyar a su hija en los momentos

difíciles.

–Y quisimos aprovechar para venir a saludarla, tía Meg –

explicó Kitty.

–Y también a preguntar por el Sr. Bond –completó Lizzie.

–¿Verdad tía, que es muy apuesto?

–Sí, es un caballero bien parecido –respondió la Sra.

Gardiner.

–Y supongo que soltero –examinó la Sra. Bennet.

–Por supuesto que sí, mamá –aseveró Kitty.

–Y ¿a qué se dedica este caballero?, ¿acaso es investigador

privado? –indagó Lizzie en tono de burla.

–¿Investigador privado? Sería muy interesante.

–El Sr. Bond es banquero –dilucidó la Sra. Gardiner.

–Me gusta esa profesión, debe recibir una considerable

renta. Un banquero apuesto, ¡la combinación perfecta!

–No todo en la vida es apariencia o dinero, Kitty –comentó

Lizzie.

–Mira quién lo dice.

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–Entonces seguramente tiene una buena posición –interpretó

la Sra. Bennet–. ¿Vive en Londres?

–Sí, radica en la ciudad desde hace varios años –expuso la

Sra. Gardiner.

–Posiblemente el Sr. Darcy lo conozca, aunque ayer que lo

mencionamos no hizo comentarios al respecto.

–El Sr. Darcy ayer estaba furibundo y ahora entiendo

perfectamente la razón –reveló Kitty riendo.

–¿Cuándo saldrán a Lyme, Lizzie? –preguntó la Sra.

Gardiner.

–El fin de semana, tía.

–Tenemos muy pocos días para conocer al Sr. Bond, Kitty,

quisiera conocerlo. ¿Habrá manera de contactarlo

nuevamente? –indagó la Sra. Bennet dirigiéndose a Lizzie.

–Mis labores como casamentera ya han terminado, mamá –

ratificó, recordando el apoyo que le brindó a Georgiana.

–Pero las mías no. Cuando tengas hijas solteras a mi edad,

aunque seas la Sra. Darcy, estarás igual de preocupada que

yo y entenderás mejor mi situación. ¡Qué afortunada me

sentía hace seis años que casé a tres de mis hijas y este año

tan lleno de desgracias!

–Una de ellas muy mal casada, por cierto –anotó Kitty.

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–¡Vamos, Lizzie! Si el Sr. Darcy conoce al Sr. Bond será más

fácil que lo invite a cenar mientras están ustedes en Londres.

–Tendré que consultarlo con él.

La visita se extendió un rato más, comentando las noticias

que Mary les había escrito de la familia, las amistades que

tenían en Hertfordshire y de la problemática que había

sufrido Lydia hacía unas semanas.

Cuando se retiraron de la casa de la Sra. Gardiner, la Sra.

Bennet expresó sus deseos de ir a pasear un rato al Hyde

Park. Lizzie accedió y le indicó al Sr. Peterson su nuevo

destino. Cuando arribaron al parque, el Sr. Peterson escoltó

a las damas y Lizzie se alegró de ver quién se acercaba a

saludarla, más sorprendida que ella.

–¡Lizzie! ¡Pensé que ya estaban cerca de Lyme! –exclamó

Georgiana.

–Tuvimos que aplazar nuestro viaje unos días. Mi madre

llegó de visita ayer –explicó Lizzie sin ser escuchada por las

Bennet que venían más atrás.

Los acompañantes de Georgiana, el Sr. Robert Donohue y

su esposa, se acercaron a saludar.

–Sra. Darcy, Sra. Bennet, Srita. Bennet –saludó Robert

Donohue con cortesía.

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Se hicieron las debidas presentaciones con la Sra. Clare

Donohue. Kitty observaba con detenimiento a Clare, de

estatura media y delgada, cabello castaño, ojos oscuros y

bonitas facciones; era una persona bastante seria a su

parecer y en gracia muy insignificante, tomando en cuenta

que hacía un año había sentido una fuerte atracción por el

caballero en cuestión, en la boda de Georgiana. En realidad,

la seriedad de esa muchacha se debía a su corta edad,

apenas contaba con dieciocho años y su gracia se había

visto disminuida por haberse sentido indispuesta esa

mañana. Justo habían salido del consultorio del Dr. Robinson

y habían querido dar un paseo para tomar un poco de sol.

Lizzie felicitó al Sr. Robert Donohue y a su esposa por su

matrimonio y ellos le dieron sus condolencias por su

deplorable pérdida.

–¿Cuándo partirán a Lyme? –preguntó Georgiana.

–El sábado a primera hora –enfatizó Lizzie para recordárselo

a su madre.

–Entonces tal vez el Sr. Donohue se pueda entrevistar con

Darcy en estos días.

–Estoy interesado en hablar de negocios con el Sr. Darcy –

aclaró el caballero.

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–Seguramente al Sr. Darcy le agradará recibirlo, yo le

comentaré. Tal vez puedan cenar con nosotros uno de estos

días –propuso Lizzie.

–¡Oh!, estaremos embelesados, muchas gracias.

Georgiana se despidió de su hermana con un cariñoso

abrazo. En adelante, Kitty comentó de la insignificancia que

observó en la Sra. Clare Donohue y que, a su parecer, él

merecía algo mejor. La Sra. Bennet apoyó con osadía esa

opinión, sugiriendo por supuesto que sus hijas eran mejores

partidos que esa pobre muchacha. Lizzie las escuchaba sin

entrometerse en la discusión, en la que no encontraba

ningún interés, hasta que la Sra. Bennet, le tomó de las

manos y le dijo con los ojos llenos de lágrimas:

–Lizzie, me dijo Jane que estuvimos a punto de perderte.

Lizzie asintió, advirtiendo un nudo en la garganta que no la

dejaba respirar, por lo que aspiró profundamente tratando de

aliviar el dolor que resurgía de lo acontecido.

–¿Por qué no me avisaste antes, habría ido en cualquier

momento a tu lado para cuidarte?

–Supongo que entonces ya estaba fuera de peligro, no

quería preocuparte –dijo sintiéndose culpable por no haber

querido avisarle antes.

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–Lizzie, yo sé que he tenido muchos errores como madre,

pero si hubieras muerto no me lo habría perdonado.

–Estabas ayudando a Lydia –la disculpó.

–Pero habría podido prescindir de mi ayuda si hubiéramos

sabido de tu condición. Tú eres tan importante para mí como

Lydia. Lizzie, perdóname por no haberte sabido valorar y por

nunca haberte dicho que te quiero.

Lizzie se llevó la mano a su boca para contener la sorpresa

que le causaron esas palabras, sintiendo las lágrimas

derramarse copiosamente.

–Y Dios sabe el dolor que sentí sólo de pensar en la

posibilidad de perderte. Habría querido estar a tu lado para

pedirte perdón y consolarte en tu pena. Jane me dijo que

estuviste muy deprimida.

–¡Perdí a mi bebé! –dijo sollozando mientras su madre la

abrazaba y Kitty la tomaba de la mano con afecto, llorando.

Cuando regresaron a la casa, Darcy estaba en su estudio y

Lizzie fue a saludarlo. Tocó a la puerta y entró. Él se puso

de pie preocupado al ver que había llorado y ella lo abrazó.

Darcy la ciñó con devoción, besándola en la frente, y luego

preguntó, enjugando sus lágrimas:

–¿Todo bien?

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–Mi mamá me dijo que me quiere y que se preocupó mucho

al saber que estuve a punto de morir.

Él la estrechó firmemente, comprendiendo lo importante que

esas palabras eran para su mujer, palabras que tenía

derecho de escuchar desde niña pero que nunca habían sido

pronunciadas por su madre. Le agradeció a Dios que le

hubiera dado tantas oportunidades de decirle y demostrarle

el amor que sentía por ella y que había aprovechado con

generosidad.

Cuando Lizzie aflojó los brazos, él la besó en la mejilla y la

invitó a sentarse, pasando el brazo por sus hombros.

–¿Cómo está tu tía?

–Sorprendida de que no nos fuimos. También vimos a

Georgiana –respondió con sosiego.

–¿A Georgiana?

–Sí, en el Hyde Park. El Sr. Robert Donohue está de visita

con su esposa y quiere conversar de negocios con el Sr.

Darcy –comentó orgullosa.

Darcy sonrió.

–Les mandaré una invitación para que vengan a cenar.

–¿Tú conoces al Sr. Bond?

–¿Al Sr. Bond? ¿El banquero?

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–Sí. Kitty casi no ha parado de hablar de él desde que

salimos.

Darcy se rió, agradeciendo ver a su mujer más tranquila.

–Sí, sí lo conozco, pero ya sabemos cómo va a acabar todo

esto.

–Quieren que lo invitemos a cenar.

–Mi lady, usted es la dueña y señora de esta casa, como

usted disponga.

–¿Así habrías reaccionado cuando Georgiana y yo

procuramos establecer contacto con el Dr. Donohue, si lo

hubieras sabido? –cuestionó riendo.

–Seguramente no. En este caso, si por casualidad llegara a

funcionar una relación, tal vez hasta nos estaría haciendo un

favor, de tal manera que no nos hace daño favorecer un

encuentro. Le mandaré una invitación para que venga a la

cena junto con los Sres. Donohue.

Lizzie agradeció y Darcy, después de recoger los papeles

con los que estaba trabajando, le ofreció el brazo y la escoltó

hasta el comedor para cenar. Las Bennet estaban ansiosas

de saber si invitarían al Sr. Bond y cuando Lizzie asintió, el

entusiasmo reinó durante toda la velada. Kitty volvió a

remembrar todo lo acontecido aquella noche con lujo de

detalles, hasta que por fin, todos se fueron a descansar.

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Lizzie se despidió de su madre con enorme cariño que

conmovió a todos.

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CAPÍTULO XXVII

La noche tan esperada había llegado. Kitty y la Sra. Bennet

se habían ataviado con un hermoso vestido para causar una

excelente impresión en el invitado que esperaban. Lizzie las

veía recordando el entusiasmo que todas mostraron cuando

supieron que un soltero muy rico proveniente del norte había

llegado a Hertfordshire, refiriéndose a Bingley, y que en ese

momento nunca se imaginó que su vida daría un giro tan

marcado. Recordó a su padre y la expresión de satisfacción

al ver la alegría de sus hijas.

Los Sres. Darcy y las Bennet ya esperaban a los invitados en

el salón principal cuando el Sr. Churchill anunció a los Sres.

Patrick y Georgiana Donohue, los Sres. Robert y Clare

Donohue, los Sres. Gardiner y al Sr. Bond.

Se realizaron las debidas presentaciones con el Sr. Bond.

Lizzie no había tenido el gusto de conocerlo, aun cuando él

manejaba las cuentas de la familia Darcy desde hacía

muchos años. Como todo el asunto de los bancos en

Londres lo llevaba Fitzwilliam, Darcy casi no veía al Sr. Bond,

únicamente en contadas ocasiones en sus viajes a Londres.

Después de los saludos, todos tomaron asiento.

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–¡Qué pequeño es el mundo! El padre del Sr. Bond fue mi

amigo desde hace muchos años y ahora su hijo presta sus

servicios a la familia Darcy –comentó el Sr. Gardiner.

–Y ¿desde cuándo es usted banquero, Sr. Bond? –inquirió

Kitty.

–Desde hace diez años, Srita. Kitty –respondió el Sr. Bond.

–¿Y es usted de Londres? –investigó la Sra. Bennet.

–No, yo soy de Cambridge, aunque vine a la ciudad desde

que realicé mis estudios y me establecí aquí desde entonces.

–Y ¿usted cuenta el dinero de sus clientes? –curioseó Kitty

viendo al Sr. Darcy.

–Sí, aunque el manejo de las cuentas es mucho más

complicado que eso. Sugerimos a nuestros clientes dónde

pueden invertir su dinero para que obtengan más intereses,

además de facilitarles créditos en caso de que lo soliciten,

entre otras cosas.

Robert Donohue se mostró interesado en la plática del Sr.

Bond y los servicios a sus clientes y le preguntó más a

detalle todo lo relacionado con las prestaciones que el banco

ofrecía, especialmente en el tema de los créditos. El Sr.

Bond respondió a todas las preguntas que surgieron; Darcy

complementó comentando la buena experiencia que había

tenido siendo atendido por el Sr. Bond, aunque desconocía

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propiamente el tema de los créditos, ya que nunca había

tenido necesidad de solicitar uno.

La plática de los caballeros se centró en el tema de los

negocios, inclusive logró captar la atención del Dr. Donohue

ya que él había invertido en el negocio de sus hermanos

tiempo atrás y estaba interesado en que creciera todavía

más. Esta conversación causó gran aburrimiento en Kitty y

en la Sra. Bennet que prefirieron entrar en la plática que

sostenían Lizzie y Georgiana con Clare, quien, aunque era

una persona tímida, se pudo explayar con más facilidad

debido a la confianza que le inspiró Lizzie, por lo que

comentó los detalles de su boda y de su familia.

Cuando Lizzie los invitó a pasar al comedor, todos se

pusieron de pie y se dirigieron a sus lugares. La Sra. Bennet

se percató de que no era recomendable tocar el tema de los

negocios y del banco nuevamente y preguntó, apenas todos

tomaron asiento:

–Sr. Bond, me comentaba la Sra. Gardiner que usted es

soltero.

–Sí, Sra. Bennet.

–Yo tengo cinco hijas, de las cuales tres ya están casadas.

La Sra. Darcy y la Sra. Bingley son las mayores y me han

llenado de satisfacción. Todavía tengo dos hijas solteras:

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Kitty que usted ya conoce y Mary que en esta ocasión se ha

quedado en casa. Las dos son muy bonitas, como sus

hermanas. Nosotros somos de Hertfordshire.

–Tengo varios clientes que radican en ese condado.

–¿Acaso será Sir Lucas? Es un gran amigo de nosotros

desde hace varios años.

–Sí, tengo el gusto de conocerlo.

–Y Kitty es una excelente compañía, es una muchacha muy

alegre y de buenos sentimientos. No es porque yo lo diga

pero mis hijas superan en gracia a muchas señoritas –dijo la

Sra. Bennet viendo a Clare–. Y está en una edad perfecta

para casarse y formar un hogar como Dios manda.

–Parece que te urge que se case tu hija –murmuró Lizzie, sin

ser escuchada por el Sr. Bond, aunque Kitty casi echa la

carcajada.

Darcy vio a su esposa con afecto, comprendiendo lo que

había sucedido al leerle los labios, ya que estaba al otro

extremo de la mesa, mientras oía algo que comentó el Sr.

Bond junto a él. Darcy, al ver la tranquilidad y la alegría que

reflejaba Lizzie, se olvidó de las impertinencias de sus

familiares y disfrutó de la velada. La conversación cambió de

giro, muy a pesar de la Sra. Bennet, quien en varias

ocasiones trató de encausarla por otro camino, pero los

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demás asistentes no le hacían segunda. Más bien

comentaron de los negocios de la familia Donohue en Gales,

de la forma en que el banco los podría beneficiar, el Sr.

Gardiner también aportó de su experiencia con la institución

financiera, mientras las damas escuchaban con interés,

excepto la Sra. Bennet y Kitty, quienes permanecieron

milagrosamente casi en silencio.

Al día siguiente, Darcy recibió por la mañana al Sr. Robert

Donohue en su despacho, ambos se mostraron

comparecientes en hablar con más detalle del proyecto que

querían arrancar en Gales, iniciando en Cardiff. Entre tanto,

Lizzie escoltó a Georgiana para enseñarle lugares de interés

a Clare. Las Bennet, con tal de no quedarse encerradas en

casa el último día de su visita, fueron al paseo aunque la

compañía no fue de su agrado. Lizzie se percató de que

Clare era una persona sencilla y amable, si bien un poco

introvertida pero de buenos sentimientos y, por lo que

comentaron, percibió que era feliz en su matrimonio.

Cuando Lizzie y las Bennet regresaron a casa, justo a la hora

de la cena, Darcy ya las esperaba en el salón principal y

salió a recibirlas a la puerta; sin embargo, exteriorizaba

preocupación en su semblante.

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–Buenas noches, Sr. Darcy –saludó la Sra. Bennet–. Se le ve

fatigado.

–Afortunadamente mañana saldremos de viaje y nos

podremos olvidar del mundo –señaló Lizzie con gran alegría,

acercándose a su marido para saludarlo.

–¡Por fin van a continuar con su viaje romántico! –aclaró

Kitty.

Darcy ofreció su brazo a Lizzie para escoltarla y se dirigieron

al comedor. La Sra. Bennet glosó de lo bien que habían

pasado el día, de toda la gente que capturó su atención y

Kitty le hizo coro comentando de los caballeros que había

observado durante el paseo. Darcy permaneció ausente toda

la velada y Lizzie lo miraba turbada sin prestar oídos a la

conversación. En varias ocasiones la Sra. Bennet se dirigió

al Sr. Darcy con alguna glosa y él, sin escuchar, permanecía

abrumado con sus pensamientos.

Cuando la cena terminó, las Bennet se despidieron y se

retiraron a acomodar sus cosas. Lizzie se acercó a Darcy.

–¿Sucede algo? Has estado tan lejano durante toda la cena.

¿Sigues molesto por mi madre y Kitty?

–Lizzie, mañana a primera hora tendremos que salir a

Pemberley.

–¿Cómo? –preguntó sorprendida.

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–Recibí una carta de Bingley poco antes de tu llegada.

–¿Jane y los niños están bien?

–Sí, ellos están bien, pero hubo un incendio en la fábrica de

telas. Parece que toda la producción se perdió.

–¡Cielos!

–Tengo que ir a ver si algo se puede recuperar y si no, ver

qué podemos hacer. Ya tenía comprometida la producción

para entregarla en las próximas semanas. Perdóname por no

llevarte a Lyme, pero…

–Sí, yo entiendo. Ya habrá más adelante otra oportunidad.

–Si todo se perdió, la única alternativa es destinar a la fábrica

de telas la inversión que tenía pensada aplicar en el negocio

de porcelana, para que el negocio no muera por esta

desgracia –comentó, pensando en voz alta.

–¿Y la fábrica de porcelana? ¡Es tu sueño!

–Tal vez eso siga siendo, un sueño –dijo lleno de decepción–

. No puedo permitir que las telas se derrumben en este

momento, aunque la porcelana tiene un futuro muy

prometedor. Tendré que retractarme con Robert Donohue,

no podremos iniciar el proyecto, y tal vez con otros clientes

también.

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–Ya encontrarás una mejor solución a esto. Siempre lo haces

y podrás continuar con todos tus proyectos como los habías

concebido –reflexionó tratando de animarlo.

Los Sres. Darcy se marcharon a su habitación y terminaron

de acomodar algunas pertenencias que se llevarían a casa.

Darcy le dio vueltas a las posibles soluciones en su cabeza

mientras Lizzie lo observaba preocupada en completo

silencio.

Al día siguiente, Lizzie entregó un mensaje de despedida a

su madre con el Sr. Churchill y salieron apenas empezó a

clarear. En cuanto arribaron a Pemberley, Darcy dejó a Lizzie

en la mansión y salió a caballo rumbo a la fábrica, donde ya

lo esperaban Bingley y Fitzwilliam. Lizzie aguardó noticias y

fue hasta ya muy entrada la noche, cuando Darcy regresó de

su inspección. Lizzie, adormilada en su sala privada, se

levantó de un salto en cuanto escuchó que el portón se había

cerrado. Las pisadas de Darcy se escuchaban pesadas,

como la responsabilidad que sentía cargar sobre su espalda,

con la cabeza baja, hundido en sus pensamientos. Lizzie

salió de su sala en silencio, pero él prosiguió de largo al no

sentir su presencia y se dirigió a su despacho. Ella lo siguió y

entró, encontrando a su esposo sentado, sosteniendo su

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frente con las manos en señal de agotamiento. Lizzie tocó a

la puerta, Darcy se incorporó y se puso de pie.

–¿Sigues despierta?

–Quise esperarte para saber cómo estabas. ¿Qué noticias

hay de la fábrica?

–¿La fábrica? Prácticamente ya no existe, la producción se

perdió en su totalidad. Tendremos que empezar nuevamente

y pronto, si queremos cumplir con los compromisos que ya

tenemos. Afortunadamente unas máquinas estaban en

reparación y no sufrieron daños, con ellas podríamos

comenzar, en otro lugar por el momento. Gracias a Dios no

hubo muertos pero varias personas resultaron heridas. Ya

las fui a visitar, están fuera de peligro.

–Debes venir muy cansado y hambriento –indicó

acercándose y acariciando su polvoriento rostro–. Ve a

recostarte y yo te llevaré la cena a la habitación –sugirió

dándole un beso en la mejilla.

Darcy agradeció besando su mano con cariño y,

obedeciendo, se retiró a su alcoba. Lizzie lo vio partir,

reflexionando que anteriormente era él quien había cuidado

de ella en los momentos en que necesitó de su protección,

ahora él precisaba de sus cuidados y de su apoyo, y se los

daría con todo su amor.

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Bingley y Fitzwilliam llegaron desde muy temprano buscando

a Darcy, quien los esperaba en su despacho. Allí

permanecieron largas horas discutiendo y viendo las posibles

soluciones para poder echar a andar nuevamente la fábrica.

A medio día Lizzie los fue a buscar para invitarlos a

desayunar al comedor, después de recibir al Sr. Mackenna

en su sala privada: les llevó el té y luego los incitó a

quedarse a cenar, a lo que accedieron con agrado,

continuando su acalorada discusión en el comedor para

poder encontrar la mejor alternativa, después de haber

escuchado los puntos de vista de cada uno y haber

cuantificado los daños.

Lizzie continuó en su sala privada tratando de leer su libro y

luego dio un paseo por el jardín, esperando a que los

señores terminaran. Así fue toda la semana, Darcy trabajó

intensamente en su despacho, recibió a varias personas de

la fábrica y al comandante de la policía que realizaba una

investigación para conocer las causas del incendio. También

salió durante varios días desde muy temprano y regresó ya

entrada la oscuridad, hasta que una noche volvió con buenas

noticias, bastante más relajado que las vísperas anteriores.

Lizzie igualmente lo esperaba hasta su retorno en su sala

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privada, pero en esta ocasión entró cerrando el portón y

caminó con más decisión, aunque cansado, Lizzie lo vio con

una luz de esperanza en la mirada.

Darcy se avecinó para saludarla, tomó sus manos y las besó;

ella sonrió al ver la alegría que reflejaba su marido.

–Lizzie, ¡hemos encontrado una buena solución! Ya no

tendremos que prescindir de la producción de porcelana para

rescatar la fábrica de telas.

–¡Qué buena noticia!

–Mañana mismo empezaremos a fabricar las telas que

entregaremos en dos semanas a los clientes de Londres; la

fábrica de porcelana se pondrá a trabajar para surtir los

pedidos pendientes, incluyendo los de Cardiff. La porcelana

llegará también a Irlanda el próximo mes, como lo habíamos

planeado.

–¡Muchas felicidades, Sr. Darcy! Yo sabía que encontraría la

mejor alternativa para lograr su objetivo. ¿Y me vas a platicar

los detalles?

–No quiero aburrirte con tanta información, pero finalmente

reconsideré la propuesta que el Sr. Willis me hizo en Londres

y acepté. Hoy firmamos el contrato de nuestra sociedad. De

esta manera, los fondos que yo tenía destinados para la

fábrica de porcelana, ahora los podré invertir en reconstruir la

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fábrica y en la materia prima necesaria para cubrir la

producción pendiente, además de pagar los salarios de los

trabajadores y las indemnizaciones a los que resultaron

heridos. Así, los proyectos que tenía con la porcelana

seguirán su curso como estaba planeado y podremos cumplir

con todos nuestros compromisos.

Lizzie, entusiasmada, lo abrazó del cuello mientras él la

tomaba de la cintura y recargaba suavemente su cabeza en

la de su mujer, diciendo:

–Te podré llevar a Lyme tan pronto hayamos entregado los

pedidos de este mes.

Lizzie sonrió y Darcy la besó.

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CAPÍTULO XXVIII

Para festejar su sociedad, Darcy había invitado a cenar al Sr.

Willis y a su esposa junto con los Sres. Bingley y Fitzwilliam,

para que Lizzie se familiarizara más con su antiguo amigo, a

quien por diversas razones había dejado de frecuentar. En

las semanas previas, Lizzie había tenido la oportunidad de

saludar al Sr. Willis, ya que había ido a trabajar con Darcy a

su despacho en varias ocasiones, pero su marido deseaba

que pudieran convivir socialmente.

Los Sres. Darcy esperaban a sus invitados en el salón

principal cuando estos arribaron. El Sr. Smith los anunció y

los anfitriones los recibieron ofreciéndoles una taza de té

mientras tomaban asiento.

Lizzie se sorprendió al ver a los Sres. Willis, ella los

recordaba de la boda en Matlock un tanto diferentes; ahora

la Sra. Jennifer Willis se veía mucho más joven que él, ella

era una mujer muy atractiva, con larga cabellera rojiza,

grandes y hermosos ojos azul profundo, de finas facciones,

tez blanca, menuda y con movimientos refinados. Llevaba un

vestido de muselina muy fino y escotado, adornando su

cuello con preciosas cuentas de diamantes que hacían juego

con los aretes y una pulsera en la mano derecha. El Sr. Willis

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estaba acabado por los años, era alto y muy robusto, de

pelo negro aunque ya se le asomaban algunas canas, tez

apiñonada por el sol, con algunas arrugas que se marcaban

alrededor de sus ojos oscuros, usaba bigote y barba y eso le

hacía verse todavía mayor.

Los Sres. Willis, con tres años de casados, no tenían hijos,

pero eso no parecía importarle demasiado a la Sra. Willis,

por los comentarios que Lizzie le escuchó decir durante la

reunión. Ellos habían asistido a la inauguración de la florería

y a la boda de Georgiana, pero Lizzie no los recordaba; en

realidad no resonaba muchos detalles de ese día, aunque

cuando hablaron del tema ella asintió a todo lo que dijeron.

–Hace mucho tiempo que no visitábamos esta casa Sr.

Darcy, aun cuando no vivimos tan retirado de ustedes; desde

la boda de su hermana, la Sra. Georgiana –comentó la Sra.

Willis–. Ese día lo recuerdo muy bien, fue un evento

maravilloso e hicieron gala de su hospitalidad. Casi no

tuvimos oportunidad de conversar ese día, Sra. Darcy,

seguramente estuvo usted muy ocupada.

–Recuerdo que también en su boda, apenas pudimos

felicitarlos. Aunque fue un día muy agradable –indicó Lizzie

viendo a Darcy, evocando esos gratos momentos.

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–Sra. Darcy, he quedado encantada de los hermosos

arreglos florales que elaboran en su florería y según sé, han

tenido mucho éxito. Es laudable su destacado espíritu

emprendedor, carácter muy inusual en una dama. ¡Vaya!,

debió ser difícil para usted enfrentarse a la crítica de toda la

sociedad y tal vez de su propia familia, únicamente por

dedicarse a una actividad digna que es de su agrado, pero

que no es aceptada por otros. Ojalá mi marido se convierta

en su cliente, como tantos caballeros que veo salir con flores

para sus esposas.

–Yo agradezco a la Sra. Darcy que me haya facilitado la

tarea de buscar flores bonitas para regalarle cada vez que

quiero halagarla y haya pensado en poner su invernadero a

unos cuantos pasos de aquí –comentó Darcy.

–En realidad, el invernadero fue regalo de aniversario de mi

esposo, a quien agradezco que quiera satisfacerme con

mucha frecuencia –indicó Lizzie complacida con los

comentarios.

–Sólo fue una muestra de mi apoyo a su innovador y exitoso

proyecto.

–¿Cómo se encuentra la Sra. Donohue? –inquirió el Sr.

Willis.

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–Muy bien gracias. Mi hermana y el Dr. Donohue se

instalaron en Londres.

–Me han dicho muchas amistades que el Dr. Donohue es un

extraordinario médico y un perfecto caballero. Su hermana

ha tenido gran fortuna en haberse casado con él –glosó la

Sra. Willis.

–Siempre que uno se casa enamorado, es muy afortunado –

aclaró Darcy observando a su mujer.

–Casarse enamorado es relativamente sencillo, lo difícil es

permanecer enamorado a través de los años –aseguró el Sr.

Willis.

–Entonces soy doblemente afortunado –expresó besando la

mano de su consorte.

Lizzie sonrió gozosa.

–Sr. Darcy, mi esposo ya me ha llevado algunas muestras de

la porcelana que fabrican, es exquisita –repuso la Sra. Willis–

. ¿Cómo fue que decidió invertir en este negocio?

–Todo se lo debemos a la Sra. Darcy y a su gusto por la

porcelana y, debo añadir, por el interés que siempre muestra

en ayudar a los demás.

Lizzie sonrió mientras lo observaba con afecto.

–Me ha parecido estupendo que hayan podido combinar el

negocio de porcelana y el de la florería.

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–Eso fue gracias a la excelente visión de negocios del Sr.

Darcy –indicó Lizzie oronda.

–Sra. Bingley, tengo entendido que ustedes se casaron el

mismo día que los Sres. Darcy.

–Sí, así es –contestó Jane.

–¿Y tienen hijos?

–Tenemos tres...

–¡Tres hijos, en cinco años de casados! Mis parabienes.

–En cambio tú, querida, te has dedicado a coleccionar perros

desde que nos casamos –indicó el Sr. Willis.

–Los perros son mi adoración y cada uno es tan especial.

–Tener tanto perro es una suntuosidad.

–Es cierto, es un lujo pero que me puedo dar gracias a la

generosidad de mi amado esposo.

–Disfrutamos mucho cuando visitamos Lyme en su

residencia, Sra. Willis –explicó Darcy, viendo al Sr. Willis con

el ceño fruncido.

–¡Oh, es una casa maravillosa!, mi esposo me dijo que

pensaban ir pronto. Nosotros también iremos y tal vez

pudieran ir a cenar. Me encanta cenar en la terraza

escuchando las olas del mar bajo un cielo preciosamente

estrellado y escasamente iluminado por la luz de la luna. ¡Es

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muy romántico! Aunque eso no se puede hacer en invierno,

hace mucho frío.

–Pasamos unos días extraordinarios –dijo Lizzie viendo a su

marido, recordando también sus noches–, nos encantaría

aceptar su invitación.

–Sin embargo, queda prohibido discutir de negocios en esa

reunión, allí podré enseñarle mis cachorros.

–¿Los lleva también a la playa?

–Trato de no arredrarme de ellos, necesitan tanto de mi

cariño. Sra. Darcy, me parece como si ya fuéramos amigas

de mucho tiempo. Siento que ya la conozco muy bien.

–Me alegro de que hayan venido y nos hayamos conocido un

poco mejor. Tal vez podamos frecuentarnos más, sobre todo

cuando los caballeros estén ocupados con sus negocios.

–¡Sería magnífico! Entonces los esperamos a cenar a la casa

de Lyme, podríamos disfrutar de la terraza, ¿no te parece

David?

–Por fin en algo estamos de acuerdo querida, y los señores

cumpliremos la promesa de no hablar de negocios –afirmó el

Sr. Willis.

–Tal vez los Sres. Bingley puedan ir, asistirían con sus tres

pequeños y, por supuesto, usted también Sr. Fitzwilliam.

Será muy divertido.

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–Muchas gracias, Sra. Willis –correspondió Bingley.

–Le agradezco, aunque alguien tiene que permanecer

vigilante de los asuntos del Sr. Darcy –comentó el coronel–.

Para esas fechas ya tengo agendados varios compromisos

de importancia.

–Olvidaba que el Sr. Darcy tiene también otros negocios, es

un empresario muy exitoso y se ha ganado la admiración de

todo el condado. ¿Usted lo apoya mucho? –curioseó la Sra.

Willis.

–Tanto Fitzwilliam como Bingley son mis manos derechas;

les confiaría todo lo que tengo –aseguró Darcy.

–¡Vaya!, eso habla muy bien de sus amigos.

–Eso es lo que son, más que otra cosa. Son mis grandes

amigos y en ellos me apoyo.

Durante la cena, la conversación se enfocó en el negocio de

la porcelana, cómo había iniciado, qué planes tenían para el

futuro y lo feliz que se sentía el Sr. Willis de haber entrado en

esta sociedad. La Sra. Willis se mostró satisfecha de que su

esposo hubiera seguido su consejo de invertir su dinero en

un proyecto productivo y muy entusiasta de que el Sr. Darcy

hubiera aceptado la propuesta. El Sr. Willis tenía

conocimiento del incendio de la fábrica, era una noticia que

había dado varias vueltas por el condado y que había

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resonado considerablemente en Londres, pero no se

imaginaba que en realidad Darcy estaba agradecido con él

por lo oportuno de su propuesta que permitió que el proyecto

continuara sin menoscabo, más cuando hacía unos meses

había tenido que desembolsar una considerable suma de

dinero para resolver un serio problema en las minas.

Lizzie escuchaba la conversación, al igual que Jane,

sintiendo gran simpatía por la Sra. Willis y veía a su marido

entusiasmado por las próximas entregas que iban a realizar,

respirando con serenidad. Darcy comentó que el Sr. Robert

Donohue los había invitado a Cardiff para la inauguración de

la tienda de porcelana en esa ciudad, el próximo mes. El Sr.

Willis se manifestó complacido con la invitación y su esposa

agudamente animada.

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CAPÍTULO XXIX

Semanas más tarde, los Sres. Darcy salieron rumbo a

Londres unos días para asisitir a una entrevista de Darcy con

los clientes a quienes entregarían la mercancía de la fábrica

de telas, sólo para darles certidumbre de que el resto del

pedido se suministraría a tiempo, a pesar de la desgracia

que se había vivido con anterioridad. Después de cumplir

con los pendientes de trabajo, los Sres. Darcy fueron a

Curzon a saludar a Georgiana, quien también había

permanecido preocupada por el asunto, aun cuando su

hermano le mandó una carta explicándole que ya todo se

estaba solucionando satisfactoriamente.

Georgiana los recibió con un caluroso abrazo y los invitó a

tomar una taza de té. Darcy le platicó sobre el incidente y ella

lo felicitó por poder continuar con el proyecto de porcelana

como lo había programado, a pesar del funesto incendio.

Lizzie igualmente le preguntó a su hermana cómo iba con las

revisiones del médico y ella le explicó, como Lizzie sabía,

que avanzaban lento, conforme el proceso se los iba

permitiendo, pero que había recibido un apoyo incondicional

de parte de Donohue, quien conocía todas las molestias por

las que estaba pasando. Lizzie recordó con cariño cuando

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Darcy, aun sin ser médico, la apoyó y se preocupó por su

bienestar en esos días y noches de dolencias, y todos los

momentos de zozobra en que él le transmitió su fortaleza y

su esperanza para seguir adelante, incluso hasta esa fecha.

Los Sres. Darcy se quedaron a cenar con Georgiana,

mientras Donohue cuidaba a un paciente que había sido

gravemente herido el día anterior.

Los Sres. Darcy permanecieron en Londres un par de días

más y luego viajaron a Cardiff, Gales. Georgiana y Donohue

habían considerado la invitación de su hermano pero por el

paciente que él atendía en esos días ya no pudieron asistir y

mandaron una disculpa con los Sres. Darcy.

Al llegar a Cardiff, Darcy y Lizzie se hospedaron en un hotel

de la comarca y, después de instalarse y cambiar sus ropas,

se dirigieron a la posada donde ya los esperaba el Sr. Willis,

quien disculpó a su esposa por no haber viajado con él ya

que se había sentido indispuesta. En realidad, la Sra. Willis

no acostumbraba acompañar a su marido en viajes de

negocios, ya que le parecían extremadamente aburridos,

además de que había quedado con sus amigas para asistir a

un convite y una partida de chaquete que le interesaba de

sobremanera.

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Cenaron en ese lugar, acompañados por música tocada por

unos jóvenes y entretenidos con la amena plática del Sr.

Willis. Sin duda, era un hombre con grandes conocimientos

de historia y conocía prácticamente todo el Reino Unido y

diversas partes del continente, de tal manera que Lizzie le

preguntó innumerables cuestiones al respecto y comentó

algo que había leído en sus múltiples libros sobre los lugares

de los que hablaron mientras Darcy la veía ufano.

A la mañana siguiente después del desayuno, Robert

Donohue los fue a buscar al hotel para recogerlos y dirigirse

hacia el lugar donde sería el evento. Al llegar, Lizzie

reconoció varios rostros que había visto en la fiesta del

pueblo, cuando visitaron Cardiff por primera vez.

Evidentemente toda la familia Donohue estaba presente y se

manifestaron apenados por la pérdida que habían sufrido

meses atrás. También estaban los Sres. Windsor con sus

hijos Murray y Sandra. La Sra. Windsor saludó a Lizzie con

un abrazo muy cariñoso:

–Sentimos profundamente todo lo sucedido, Sra. Darcy. La

Sra. Georgiana nos comentó y nos apenó mucho al

escucharlo. Sin embargo, me encantó el epitafio que

pusieron, es muy hermoso y deseo que conserven siempre la

esperanza.

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–¿El epitafio?, ¿acaso estuvo en Derbyshire? –indagó Lizzie.

–No, pero Philip sí, lo vimos hace unos días, justo cuando

nos enteramos de su venida.

Darcy frunció el ceño.

–Y al saber que ustedes asistirían a la inauguración –

prosiguió la Sra. Windsor–, me dio mucha alegría saber que

ya estaba recuperada, a pesar de que mi hijo canceló su

visita a Cardiff en el último momento.

–Es extraño que no haya querido acompañarnos –comentó

la Srita. Sandra viendo a Lizzie con seriedad–, siempre viene

con nosotros a visitar a mis tíos en estas fechas, excepto

cuando se fue a Francia, como si quisiera buscar cualquier

pretexto para alejarse de la vida social.

–Tal vez sea por alguna enamorada –indicó el Sr. Windsor.

–Espero que no sea por la esposa de alguien que se

encuentra en este lugar –masculló la Srita. Sandra viendo a

Lizzie mientras Darcy endurecía su rostro–. Hay mujeres que

no merecen el amor sincero de un buen hombre –concluyó,

desviando la mirada hacia el Sr. Darcy, quien la observaba

con furia.

–¡Eso espero! –exclamó la Sra. Windsor.

Darcy, insondablemente agraviado, hizo una venia con toda

la cortesía que pudo reunir para retirarse con su esposa,

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quien lo tomó firmemente de su brazo y giraron, topándose

con el Sr. Willis que conversaba con otra persona. El alcalde

–el Sr. Jolie– los abordó y les comentó de los pormenores

que habían tenido que sortear para la apertura de la tienda

en tanto Darcy, respirando profundamente, trataba de

encontrar el sosiego que el mensaje de la Srita. Sandra le

había expoliado; habría querido defender a su esposa de

esos comentarios, pero si lo hacía habría sido como tirarla en

el fango y reconocer que existía algo de verdad en sus

palabras. ¿Qué habría hecho Philip Windsor para que su

hermana se hubiera dado cuenta de la situación?,

recordando también la actitud reacia que la Srita. Sandra

mostró para con Lizzie.

Sin embargo, la segunda frase fue la que taladró su alma,

como si Lizzie fuera responsable de la situación. Recordó el

tiempo que estuvo fuera de Pemberley y las visitas que

Windsor realizó en su ausencia. Lizzie no le había

comentado nada de eso, tampoco de su casual encuentro en

la posada del hotel, aunque Jane había estado con ella, al

menos durante el día.

Apretó fuertemente los puños y la mandíbula y giró su vista

hacia un lado donde estaba su mujer, sintiendo un dolor

abismal ante la incertidumbre que se había despertado,

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mientras ella conversaba con el alcalde animadamente.

Recordó el comentario que le hizo al Sr. Windsor, en el cual

él mismo había admitido que su esposa era una persona

muy perspicaz, a quien difícilmente se podría engañar, pero

evocó que por mucho tiempo le había ocultado la relación de

su hermana con Donohue, que había vivido engañado por su

propia esposa, en su propia casa. Quiso descartar esa

dolorosa sospecha recordando las cartas que ella le había

enviado a Bristol y el estado en que la encontró a su regreso,

eso no podía ser falso, así como el cariño que le demostraba

y la alegría que reflejaba en su compañía, la forma

maravillosamente apasionada en que respondía a sus besos

y a sus caricias todas las noches. Rememoró las discusiones

que había sostenido con ella sobre Windsor y reflexionó en

las respuestas que le había dado a sus dudas.

Finalmente desechó por completo su recelo recapitulando la

seguridad que sintió cuando conversó con Windsor, afuera

del teatro, quien le dijo que Lizzie lo amaba y que estaba

felizmente casada con él.

Lizzie, a su lado, se veía tranquila y alegre mientras

dialogaba con el alcalde, pero en realidad trataba de

aparentar el desconcierto que había surgido al haber

escuchado las palabras de la Srita. Sandra, pero sobre todo

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al sentir la cólera de su marido, quien permanecía tenso y

ausente, temiblemente pensativo, sintiendo su mirada

implacable, augurando la acalorada discusión que con

seguridad sostendrían apenas hubiera oportunidad.

Robert Donohue interrumpió la conversación y le indicó al Sr.

Jolie que ya estaba todo listo para dar inicio al evento y los

asistentes esperaban a las puertas de la tienda, por lo que

éste se retiró. Las miradas de Darcy y de Lizzie se

encontraron y él tomó su mano para darle un beso.

–Pensé que estabas malquisto –comentó Lizzie con el

corazón acelerado.

–Sí, pero no contigo –musitó con ecuanimidad.

–Gracias por tu confianza –dijo sonriendo y acercándose a él

para besarlo delicadamente.

Fue un beso casto, tierno, acompañado por una suave

caricia en su rostro, pero lleno de amor y agradecimiento que

lo conmovió. Él se inclinó nuevamente buscando su boca

para corresponderle su afecto, anhelando en la caricia de

sus labios esa certeza que había sido menguada, queriendo

saborear la lealtad y la dulzura que lo derretían.

Una risita los sacó del hechizo, seguida de unos pasos

corriendo y la voz de un caballero que solicitaba la atención

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de todos los presentes. Darcy ofreció el brazo a su mujer y

se acercaron donde todos se encontraban reunidos.

El evento fue presidido por Robert Donohue, en compañía

del alcalde. Después de unas palabras que ambos dirigieron

a la comunidad, se inauguró formalmente el lugar, cuando

los Sres. Darcy cortaron el listón y pudieron entrar al

establecimiento donde ya estaba dispuesta toda la

mercancía, lista para ser observada por los clientes. Lizzie y

Darcy dieron una vuelta por todo el establecimiento,

seguidos de un montón de gente que estaba interesada en

conocer los productos que tanto había anunciado semanas

atrás la familia Donohue, extensamente conocida por todos

en el pueblo.

Posteriormente se ofrecieron bocadillos y vino para festejar y

la gente se mostró interesada en comprar los productos.

Varios clientes se acercaron a platicar con los Sres. Darcy y

el Sr. Willis.

Terminado el evento con todo éxito, los Sres. Darcy y el Sr.

Willis fueron invitados a cenar a la casa de la familia

Donohue, acompañados también por la familia Windsor.

El crepúsculo vespertino se empezó a vislumbrar cuando los

Sres. Darcy arribaron en su carruaje a la casa de los

Donohue, quienes ya los esperaban para recibirlos. Fueron

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anunciados por el mayordomo y saludados por toda la

familia. Lucy, que se había quedado en casa durante el día,

se acercó a Lizzie corriendo al escuchar que ya había

llegado y la saludó con un cariñoso abrazo. Ella correspondió

con afecto y se hincó para escuchar lo que la niña decía;

notó tristeza en su mirada, le acarició el rostro y la consoló

diciendo:

–Mi pequeño Frederic ya está en el cielo y pronto enviará a

sus hermanos con nosotros.

Lizzie sonrió conmovida, Lucy le dio un beso en la mejilla y

regresó al lado de su madre. Darcy le tomó de la mano para

que se apoyara en él y, girando a ver a su marido, ella

recordó en un instante aquella tarde, la primera vez que

sintió esa mano firme donde sostenerse, cuando el Sr. Darcy

tuvo la gentileza de ofrecerla para ayudarla a subir al

carruaje que la llevaría nuevamente a Longbourn, después

de haber pasado unos días cuidando de su hermana en

Netherfield. Lizzie miró a su esposo como aquella tarde, pero

acompañando su agradecimiento con una hermosa sonrisa.

Darcy dulcemente besó su mano, sintiendo una exquisita

emoción que los recuerdos les proporcionaron.

–¡Qué hermoso es ver que el amor perdura a través de los

años! –exclamó la Sra. Windsor que había visto lo sucedido.

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Lizzie, sonrojada, bajó la mirada mientras Darcy la

observaba con cariño y se introdujeron en el salón principal

tomados de la mano. Los Sres. Darcy y el Sr. Willis

saludaron a los presentes y la Sra. Donohue los acució a

tomar asiento.

–Le agradecemos mucho, Sr. Darcy, que haya aceptado

nuestra invitación a la inauguración –comentó Robert

Donohue.

–Ha sido un placer –afirmó Darcy.

–Y al Sr. Willis le damos la bienvenida también a esta casa –

indicó la Sra. Donohue–. Pensamos que vendría su esposa.

–Desgraciadamente no pudo asistir en esta ocasión –la

disculpó el Sr. Willis.

–La tienda ha quedado muy bien aliñada –aseguró Lizzie.

–Toda la familia colaboró de una o de otra manera para que

todo estuviera listo para hoy –explicó el Sr. Donohue.

–Yo también ayudé para que se viera más bonita –intervino

Lucy.

–Se ve que pusieron mucho empeño en que todo saliera bien

–reconoció Lizzie sonriendo agradecida.

–No podría haber sido de otra manera. Ustedes siempre nos

han atendido muy bien Sra. Darcy, y juzgamos apropiado

que la fiesta de inauguración de la tienda fuera muy

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agradable para ustedes y para nuestros futuros clientes –

anotó la Sra. Donohue.

–Lástima que Patrick y Georgiana no pudieron estar

presentes. Habría sido muy agradable que nos acompañaran

–aclaró Sandra Windsor.

–El Dr. Donohue permaneció en Londres atendiendo un

paciente –dilucidó Darcy con petulancia.

–Parece que Patrick tiene cada vez más trabajo –comentó el

Sr. Donohue–. No hemos recibido carta de nuestro hijo;

supimos de ellos sólo por las noticias que Robert nos informó

ahora que estuvieron en Londres hace unas semanas.

–Nosotros vimos a la Sra. Georgiana apenas hace unos días

–explicó Lizzie–, aunque no se encontraba el Dr. Donohue.

Les manda muchos saludos y siempre nos comenta el cariño

que les guarda, igualmente a usted Srita. Sandra.

–Le agradezco mucho, Sra. Darcy –contestó con afabilidad.

La cena fue agradable y la conversación se enfocó en el

negocio creciente de la porcelana, cómo había surgido y los

avances que había tenido desde su inicio. Darcy continuaba

resentido por aquel comentario y, tratando de dominar su

malestar, estuvo examinando el desenvolvimiento de la Srita.

Sandra durante la cena, en especial con relación a Lizzie,

pero no volvió a observar esa acritud para con ella.

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Cuando la cena concluyó, los Sres. Darcy agradecieron

todas las atenciones y se retiraron al hotel, en compañía del

Sr. Willis.

De regreso, en el carruaje, Darcy y Willis comentaron sobre

todas sus impresiones de la inauguración y Willis se mostró

entusiasmado en todo lo relacionado con el negocio; sin

duda el haberse asociado con el Sr. Darcy lo hacía sentirse

realmente importante y le agradaba ese trato especial que

recibía de los demás. Lizzie escuchaba la conversación

mientras observaba el hermoso cielo estrellado que apenas

iluminaba el camino. Cuando arribaron al hotel, los Sres.

Darcy se marcharon a su habitación, donde Lizzie tomó las

manos de su marido y las acarició diciendo:

–Nunca te agradecí cuando me ayudaste a subir al carruaje

en Netherfield.

Darcy sonrió recordando ese momento tan especial:

–Cuando sentí tu mano por primera vez, mi corazón latía

como nunca lo había hecho. Sentí correr mi sangre por todo

el cuerpo como si tu mano me infundiera una nueva vida que

no quería perder al soltarte. Y tu mirada me dijo más de mil

palabras mientras yo agradecía al cielo que me hubiera

regalado ese momento que quise inmortalizar en mi corazón.

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Lizzie sonrió, transportándose mentalmente a ese instante

que nunca olvidaría.

–Recuerdo que te vi alejarte con un paso garboso.

–Me sorprende que haya podido mostrar tranquilidad cuando

en realidad sentía que mi corazón estallaba de la emoción al

poder tocar tu delicada mano. Soñé, cubierto por la

oscuridad de innumerables noches, con repetir ese

momento. Es maravilloso sentirse hoy más enamorado que

aquel día cuando por primera vez sentí tu mano.

Lizzie sonrió y Darcy la besó con devoción.

Al día siguiente salieron rumbo a Bristol, en compañía del Sr.

Willis, para hacer la primera entrega formal de las figuras de

porcelana con los clientes del puerto y luego se trasladaron a

Irlanda, donde inauguraron la venta de esos productos con

los nuevos clientes en esa región. Cuando el Sr. Darcy y el

Sr. Willis terminaron sus ocupaciones, regresaron a casa.

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CAPÍTULO XXX

Después de una semana de su llegada a Pemberley, en la

que Darcy se puso al corriente de sus pendientes con

Bingley y con Fitzwilliam mientras Lizzie recibía al Sr.

Mackenna y a la Srita. Reynolds, fueron invitados a cenar a

Starkholmes, previamente a su viaje a Lyme que realizarían

unos días más tarde. Los Sres. Darcy fueron anunciados por

el Sr. Nicholls y Diana corrió a abrazar a su madrina que

hacía tiempo no veía. Henry salió tras ella y Lizzie los

estrechó cariñosamente. Bingley, Jane y Marcus caminaron

despacio hacia ellos y los saludaron como correspondía.

Lizzie se sorprendió de ver a Marcus marchando sin ayuda y

le reconoció su progreso con una caricia. Bingley los invitó a

sentarse mientras Jane les ofrecía una taza de té y los niños

se retiraron con la Srita. Susan.

–¿Qué tal estuvo el viaje, Lizzie? –preguntó Jane.

–Fue muy placentero. El Sr. Willis es una persona muy

interesante y amable, pudimos conversar de múltiples temas

y la Sra. Willis no pudo asistir ya que estaba indispuesta.

–Les envían muchos saludos los Sres. Donohue y los Sres.

Windsor –comentó Darcy.

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–Muchas gracias, ellos siempre han sido muy cordiales –

señaló Jane.

–Y ¿ya están listos para su viaje a Lyme? –inquirió Bingley.

–Sí, todo está listo. Espero que esta vez no se presente algo

que nos impida ir –explicó Darcy.

–Y ustedes, ¿asistirán a la invitación de la Sra. Willis? –

curioseó Lizzie.

–No, en realidad hemos tenido que hacer algunos cambios

en nuestros planes –respondió Bingley mirando a Jane–, por

instrucciones médicas.

–¿Instrucciones médicas? –indagó Lizzie sospechando el

motivo de esos cambios–. ¿Acaso…? –dijo mirando a Jane

con una sonrisa llena de alegría.

Jane asintió, sin saber a ciencia cierta cómo recibiría su

hermana la noticia, y Lizzie la abrazó con copioso

entusiasmo. Darcy igualmente felicitó a su hermano, lleno de

tranquilidad por la reacción de su mujer.

En ese momento, el Sr. Nicholls entró para anunciar a la

Srita. Bingley, causando que el frenesí de los Sres. Darcy se

desvaneciera, en tanto Jane permanecía a la expectativa y

Bingley recibía con alegría a su hermana.

–¿Me puedo unir a su celebración? –indagó la Srita. Bingley–

, se oían alborozados desde el corredor.

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–Pasa Caroline, por supuesto que sí –afirmó Bingley–. Les

estábamos dando la noticia a los Sres. Darcy de que Jane

está embarazada.

–¡Muchas felicidades! –exclamó abrazando a su hermano y a

su cuñada.

Luego saludó a los Sres. Darcy, quienes únicamente

inclinaron la cabeza.

–Sra. Darcy, siento mucho todo lo que pasó y entiendo la

pena por la que debe estar pasando –explicó la Srita. Bingley

con hipocresía–. Sr. Darcy, mi más sentido pésame; sé con

cuánta ilusión esperaban a esa criatura. Por algo sucedieron

así las cosas.

–Y ¿qué la trae por aquí, Caroline, sin avisar? –preguntó

Jane.

–Mi hermana siempre es bien recibida en esta casa y me da

un enorme gusto poder disfrutar de tu visita –dilucidó

Bingley.

–Muchas gracias, Charles.

La Srita. Bingley se sentó en el sillón con absoluta confianza,

como si estuviera en su casa, mientras se dirigía a Darcy,

que se había quedado de pie, y los demás tomaban asiento:

–Supe del incendio en la fábrica de telas, Sr. Darcy. Esa

noticia circuló en todo Londres por varias semanas.

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Darcy no contestó y Bingley tomó la palabra.

–El incendio destruyó prácticamente toda la fábrica. Poco se

pudo rescatar.

–Me apena mucho escuchar esa noticia –comentó la Srita.

Bingley.

–Pero ya se solucionó el problema y hemos entregado los

pedidos pendientes a tiempo.

–Debió haber perdido mucho dinero en ese incidente, Sr.

Darcy. Este año sin duda no le ha sonreído a los miembros

de su familia, excepto por el éxito que ha tenido la porcelana

en Londres. Muchas de mis amigas ya se han convertido en

compradoras habituales de figuras de porcelana.

–Estamos exaltados por la aceptación que ha tenido el

producto. Ya se ha llevado a Londres, a Oxford, Bristol,

Irlanda, Cardiff –respondió Bingley.

–¡Vaya!, para el poco tiempo que lleva, ya se han extendido

por varias ciudades. Mi amiga Margaret me ha dicho que ya

es muy conocida la porcelana en Dublín. Le manda

calurosos saludos Sr. Darcy, me dijo que disfrutó

enormemente de su compañía en Bristol.

Lizzie observaba a la Srita. Bingley con resentimiento y

Darcy contestó:

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–Desgraciadamente yo no podría decir lo mismo, y así se lo

manifesté en su momento.

–Y Cardiff es un lugar extraordinario… Hace poco vi a los

Sres. Donohue en Londres. La Sra. Georgiana me comentó

que ya llevan tiempo buscando un bebé, pero parece que

ese mal persiste en la descendecia de los viejos Sres. Darcy;

¿no será mal de familia? Sra. Darcy, ¿cuándo habría nacido

su bebé, si no hubiera sucedido el accidente?

Lizzie bajó la cabeza y Darcy tenía en la mira a la Srita.

Bingley con un gesto amenazante mientras todos guardaban

silencio, hasta que Bingley respondió:

–Todos lo esperábamos para julio.

–Ya tendría entonces dos meses. Tal vez tengamos que

esperar otros cinco años, o probablemente Frederic era el

único heredero de Pemberley –aclaró la Srita. Bingley con

sarcasmo–. Lo siento mucho.

–Srita. Bingley –contestó Darcy con cortesía–, hoy me alegro

tanto de no haber escuchado las numerosas insinuaciones

de su hemano para formalizar mis relaciones con usted.

Al escuchar el exabrupto, ella se puso de pie y se retiró de la

casa. Bingley se levantó, atónito por lo que había sucedido,

sin poder comprender del todo la actitud de su hermana.

Jane se acercó a Lizzie y le preguntó:

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–Lizzie, ¿te encuentras bien?

–Sí, Jane, gracias. He aprendido a hacer caso omiso de los

comentarios de esa señorita que sólo reflejan la enorme

frustración que tiene ante la vida.

Bingley, malquisto por el comentario de Darcy, le pidió que lo

acompañara a su despacho. Los enérgicos pasos de los

señores desaparecieron tras escuchar que la puerta del

estudio se cerraba.

Bingley lo interpeló con vehemencia:

–Darcy, ¿me puedes explicar por qué has sido tan grosero

con mi hermana?

–¿Grosero? Yo sólo he dicho la verdad, poca cosa en

realidad para lo que tu hermana se merece –contestó

enfadado–. ¿Acaso no te diste cuenta la manera en que le

habló a mi esposa y se burló de su sufrimiento?

–Pero si le dio su pésame.

Darcy suspiró y se armó de paciencia al reconocer

nuevamente la candidez de su amigo, quien había sido

manipulado por la Srita. Bingley desde hacía muchos años.

–Discúlpame que te contradiga pero en sus palabras

reflejaba un gozo por lo sucedido que a ninguno de los

presentes se nos escapó, excepto a ti. Cada vez que la

vemos dice algo en contra de mi mujer, y no te imaginas el

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daño que le hizo la última vez que la vio. Ella fue la primera

que sembró las dudas de mi amor mientras yo estaba en

Bristol, incomunicado gracias a la astucia de su querida

amiga, la Srita. Campbell.

–¿De qué hablas?

–Tu hermana le informó a la Sra. Darcy que yo había visto a

esa mujer varias veces, con quien alguna vez consideré

casarme, presumiendo que había recibido un trato lleno de

atenciones de mi parte, siendo “espléndidamente cortés” con

ella, como cuando estaba soltero.

–Tú nunca la trataste con tanta cortesía.

–¡Claro que no! Pero esas palabras fueron suficientes para

que mi esposa pensara toda clase de posibilidades. Y antes

de su embarazo, una y otra vez que nos topábamos con ella,

se mofaba de su imposibilidad para concebir ocasionando

con toda intención que su sufrimiento aumentara, se burló de

su negocio y de las desavenecias que se presentaban entre

nosotros, hasta parecía que disfrutó con la muerte del Sr.

Bennet al saber el dolor que sobrellevaba mi mujer, al igual

que el de la Sra. Bingley.

–¿De Jane?

–Sí, nos visitó un día después de la navidad posterior al

deceso del Sr. Bennet para ridiculizar el sufrimiento de tu

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esposa sin poder ocultar el desprecio que siente hacia ella, y

de la preocupación que tú mostraste por el estado de ánimo

de tu señora y la enfermedad que aquejaba a tu hija, de tan

sólo un año de edad.

–Jane me había comentado algo de eso, y que trataba con

desdén a mis hijos, pero yo no le creí. Darcy, mi hermana no

es capaz de algo así.

–Pues más te vale escuchar sus observaciones con más

atención, porque no lo dudo. Mi esposa, mi hermana, el Dr.

Donohue y yo somos testigos de eso. La Srita. Bingley es

una persona con aguda inteligencia pero que sólo usa para

conseguir sus propósitos: se ríe del comportamiento estólido

de las Bennet con el sólo objeto de evidenciar sus errores

para que yo tenga problemas con mi esposa, manipuló a la

hermana del Dr. Donohue para granjearse su afecto, igual

que hizo con Georgiana para conquistarme. Y debo aclararte

que no le ha importado mucho que yo esté casado.

–¡Darcy! ¡Esa es una acusación muy seria! –exclamó

azorado.

–Lo sé, pero ya es tiempo de que te quites la venda de los

ojos y te des cuenta la clase de hermana que tienes. Tuve

que prohibir su acceso a Pemberley para que dejara de

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molestar a mi familia y, a pesar de todo no sé cómo

consiguió ir a la boda de Georgiana.

–No le mandaste invitación –recordó suspenso.

–Pero igual asistió, acompañada por la Srita. Campbell con

la intención de hacer pasar un mal rato a mi esposa.

Bingley se acercó a la ventana y se recargó en el alféizar,

con la cabeza baja, y permaneció en silencio recordando la

preocupación que Jane mostraba hacia la Sra. Darcy en la

boda de Georgiana, por algún comentario que su hermana

había hecho pero que él no había atendido. Así, fue

recapitulando todas y cada una de las veces que Jane le

había hablado del asunto, poniéndose siempre del lado de su

hermana, reconociendo su total ignorancia de su último

encuentro con la Sra. Darcy, seguramente Jane se había

cansado de decirle las cosas sin que le creyera. Le costaba

mucho trabajo pensar que Caroline fuera capaz de tanto y

que ante él se presentara con toda su inocencia, pero tenía

que reconocer que el testimonio de Darcy era certero ya que

consideraba a su amigo poseedor de un juicio muy superior

al suyo.

–Siento mucho que todo esto haya pasado y que te hayas

enterado por mi conducto –señaló Darcy–, pero si la Srita.

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Bingley vuelve a atacar de alguna manera a mi mujer yo

saldré en su defensa.

–Lo comprendo y te ofrezco una disculpa por mi reclamo y

por la conducta de mi hermana –dijo, más tranquilo y

sumamente decepcionado–. Hablaré con ella a la primera

oportunidad.

Darcy y Bingley regresaron al salón principal y encontraron a

las damas, quienes habían platicado plácidamente sin

acordarse de lo sucedido, aunque Lizzie sintió tristeza por

Jane al darse cuenta cómo la Srita. Bingley tenía embrujado

a su hermano, quien, sin duda, algunas veces se olvidaba de

la opinión de su esposa.

Bingley se sentía intensamente apenado por lo sucedido y le

solicitó su indulto a la Sra. Darcy. Jane los invitó a pasar al

comedor y, después del desagradable momento, todo

transcurrió con alegría y festejaron el próximo nacimiento de

la familia Bingley.

Dos días después, los Sres. Darcy partieron sin

contratiempo a Lyme, a primera hora de la mañana, como lo

habían deseado hacer desde su estancia en Londres. Allí

pasaron dos semanas de maravillosa tranquilidad, donde

pudieron descansar y disfrutar de su mutua compañía, del

agradable clima, de las playas y las olas del mar, de los

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hermosos paisajes que el lugar les ofrecía y los maravillosos

amaneceres y puestas de sol que pudieron contemplar.

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CAPÍTULO XXXI

El último día que estuvieron en Lyme, los Darcy fueron

convidados a pasar la tarde y a cenar con los Sres. Willis en

su residencia. Llegaron muy entusiasmados, el mayordomo

los recibió y los anunció en la terraza, donde ya los

esperaban los Sres. Willis, acompañados por una docena de

perros de diferentes razas, tamaños y colores. Los mozos se

llevaron a todos los perros, después de que la Sra. Willis se

los enseñó a Lizzie. La Sra. Willis mostraba tanto cariño por

sus perros que llamó la atención de su invitada: los cargaba

y los besaba como si fueran sus hijos, tenían moños de

diferentes colores que hacían juego con su sueter, a pesar

de que la temperatura era muy agradable. La anfitriona

sugirió caminar un rato en la playa mientras esperaban a que

se ocultara el sol para poder disfrutar de la puesta en algún

sitio que les quería mostrar.

El lugar era muy bonito, tenía una vasta vegetación y una

amplia playa de fina y brillante arena donde las olas rompían

cerca de los pies descalzos de los caminantes, se divisaban

a lo lejos parvadas de gaviotas pescando su sustento, se

escuchaba el ruido y la espuma del mar acompañada por la

fresca brisa mientras brillaban los últimos rayos de sol que

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les obsequiaba su calor e imperaba una soledad casi

absoluta, sólo irrumpida por sus actuales compañeros de

paseo que venían unos metros adelante, en silencio. Lizzie y

Darcy, tomados de la mano, recordaron lo grato que había

sido para ellos la visita anterior a ese mismo lugar años

atrás.

Después de disfrutar una puesta de sol maravillosa, a los

pies del mar abierto, los paseantes regresaron por un

sendero a la casa y se instalaron en la terraza, a unos

cuantos escalones de la playa, para disfrutar de una

espléndida cena que tenían preparada los anfitriones, a la luz

de unas pocas lámparas de aceite y con el cielo

hermosamente estrellado. La luna menguante se asomaba

con discreción, sin interferir en el espectáculo principal.

Todo era sumamente atractivo para Lizzie, quien se mostró

muy agradecida con la hospitalidad de sus anfitriones, hasta

que inició la cena.

–¡Qué placer que hayan podido venir! Pasaremos una velada

inolvidable. ¿Disfrutaron de su viaje a Gales? –averiguó la

Sra. Willis.

–Fue muy agradable, gracias –respondió Darcy.

–Los Sres. Donohue y los Sres. Windsor te mandan saludos,

cariño –indicó el Sr. Willis.

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–Hace tanto tiempo que no los veo, desde la boda de la

Srita. Georgiana. Los Sres. Windsor fueron casi como mis

padres –explicó la Sra. Willis.

–No sabía que fueran tan allegados –comentó Lizzie.

–Viví un tiempo con ellos, cuando mi padre participó en la

guerra y mi madre estuvo enferma.

–¿Usted es de Oxford?

–Sí, allí viví toda mi infancia y mi juventud, hasta que me

casé. La Sra. Windsor era amiga íntima de mi madre y le

pidió ayuda mientras ella se restablecía. Pasé unos meses

inolvidables con ellos.

–Sí, sobre todo con Philip Windsor –replicó el Sr. Willis.

Darcy, discretamente, prestó toda su solicitud al escuchar

ese nombre.

–¿Otra vez te pondrás celoso del Sr. Windsor? –reclamó la

Sra. Willis–. Philip y yo éramos únicamente amigos.

–Según recuerdo eran un poco más que amigos, hasta que

se enamoró de su amor imposible y entonces permitiste que

yo entrara a tu vida.

–Para mí no hay amores imposibles. Lo único que hace

imposible el amor es no ser correspondido.

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–Si su amor imposible no hubiera estado casada y le hubiera

correspondido, tal vez para él habría sido una historia

diferente, pero para ti…

–Para mí tal vez… si no hubiera aparecido esa mujer en su

vida, que sólo lo hechizó y lo hizo profundamente

desdichado.

Darcy frunció el ceño y sintió surgir la cólera al percatarse de

que estaban hablando de su esposa, corroborando una vez

más que Philip Windsor estaba enamorado de ella, aunque al

parecer todavía desconocían su identidad. Recordó lo que

había dicho la Srita. Sandra en Cardiff y todas las glosas que

escuchaba de las Bennet en relación a Philip Windsor y

Lizzie, pensando furioso que eso podría convertirse en un

rumor que podría llegar a perjudicar la reputación de su

familia, preguntándose quiénes más lo sabrían. Lizzie, por

otro lado, se percibió incómoda al escuchar el comentario y

al notar la tensión de su marido.

–Yo en su lugar, habría luchado por el amor de mi vida –

prosiguió la Sra. Willis.

–¿Aunque hubiera estado casado? –intervino Lizzie irritada

ante esa posibilidad.

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–Yo creo que cuando uno se enamora, debe luchar por

conquistar ese amor. La vida se hizo para alcanzar la

felicidad, no sólo para contemplarla de lejos.

–Entonces ¿usted considera válido que un hombre o una

mujer luche por un amor, aun cuando el otro ya esté casado,

sin tomar en cuenta que con esto tal vez destruya a una

familia, causando una gran desdicha en muchas personas?

–En el caso del Sr. Philip Windsor, su enamorada no tenía

hijos, según supe en su momento.

Darcy la miró implacable.

–Aun cuando el matrimonio no haya tenido hijos, o inclusive

que existan algunos problemas, ¿cree que se puede justificar

interponerse entre dos personas que han decidido pasar su

vida juntos sólo para satisfacer su necesidad de felicidad

personal, provocando la desventura de los demás? ¿Acaso

es moralmente lícito luchar por un amor egoísta y temporal

sin pensar en las consecuencias que puede uno ocasionar,

destruyendo una unión que ha sido bendecida por Dios hasta

que la muerte los separe? Creo que la decisión que tomó el

Sr. Philip Windsor demuestra que es todo un caballero, digna

de ser aplaudida.

–Sr. Darcy, ¿qué piensa al respecto?

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–Apoyo a la Sra. Darcy en todo lo que ha dicho –respondió

sosegado, sintiéndose orgulloso de escuchar la respuesta de

su mujer.

–Usted porque es feliz en su matrimonio, pero si en algún

momento la desdicha reinara entre ustedes y apareciera una

mujer joven, llena de vida y de hermosura que lograra

deslumbrarlo, siendo usted tan apuesto y caballeroso como

lo es hoy… –dijo la Sra. Willis moviendo su abanico con una

seducción que caía en el descaro.

–Para mí, esa mujer ya apareció en mi vida y he decidido

compartir mi existencia con ella hasta el fin de mis días –

replicó con arrogancia–. Yo he sido inmensamente fausto a

su lado y le retribuyo a mi esposa con mi fidelidad absoluta.

Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre.

–Ojalá todos pensaran como ustedes –reconoció el Sr. Willis

muy incómodo por la actitud de su esposa.

–Y usted, Sra. Willis, que habla del amor y la felicidad por

sobre todas las cosas, ¿cree que un matrimonio puede

funcionar aunque no exista un amor verdadero? –preguntó

Lizzie indignada.

–En nuestra sociedad hay muchos matrimonios así. Mis

padres eran un ejemplo de eso, tal vez los suyos también.

Con el tiempo se llegan a enamorar o simplemente aprenden

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a convivir en paz. De hecho, creo que son pocos los que se

casan por amor y que siguen eternamente enamorados, si es

que en verdad existen, disculpándome con el Sr. Darcy.

–Y ¿qué razones pueden llevar a estas parejas a casarse, si

no es el amor?

–Razones hay de sobra. Lo que es complicado es encontrar

los motivos que permitan continuar una relación, sino es la

obligación la única razón para permanecer unidos, lo que los

aleja de la verdadera felicidad. ¿Acaso usted, Sra. Darcy, se

casó únicamente por amor? Me es difícil, casi imposible,

pensar que no sintiera algún otro interés por su actual marido

al saber que su fortuna se contaba entre las más importantes

de Inglaterra –aseguró riendo.

–Creo que a usted le parece imposible aceptar lo que para

nosotros es indispensable en nuestra vida como matrimonio.

–Tal vez en unos años podamos reunirnos en este mismo

lugar para descubrir quién tuvo la razón. Posiblemente para

entonces ya estemos hablando de otra mujer en su vida, Sr.

Darcy, alguien que goce ser el centro de sus atenciones –

anotó flirteando con osadía–, y le prepararé una cena

romántica, con otro platillo especial de camarones.

–Siempre comemos camarones –observó el Sr. Willis.

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–Seguramente usted desconoce que el mejor afrodisíaco es

el amor –concluyó Lizzie con severidad.

Lizzie se mordió la lengua y no quiso hacer todos los

comentarios que circulaban en su mente para no ser

imprudente con el Sr. Willis, pero estaba notablemente

enojada y sentía enorme compasión por el socio de su

marido que tenía que soportar a semejante mujer. Darcy vio

muy enfadada a su esposa por la actitud de la Sra. Willis y

mostró su interés de retirarse, agradeciendo con cortesía

toda la hospitalidad que recibieron. El Sr. Willis los

acompañó hasta su carruaje y se disculpó por los

comentarios que había hecho su consorte.

Durante el camino de regreso al hotel, en medio de su

irritación, Lizzie le dijo:

–¡Qué bueno que te has asociado con el Sr. Willis y no con

su mujer!

–No ha sido de tu agrado –reconoció Darcy–, pero él es un

buen hombre.

–Es un caballero muy agradable, pero sin su esposa. ¡Pobre

hombre!, fue presa del enamoramiento a primera vista y la

Srita. Jennifer, astuta cazadora de fortunas, se ofuscó por el

brillo de su fortuna, aceptándolo sin titubeos después de… –

Lizzie se interrumpió al pensar que había sido rechazada por

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Windsor tras enamorarse de ella, mientras Darcy enducería

el entrecejo–. Se ve que es muy desdichado con esa mujer.

–Cualquiera sería malhadado con una mujer así –suspiró,

reconociendo que él había sido muy afortunado ya que

podría haber acabado como Philip Windsor, enamorado y

solo–. De hecho, yo sería totalmente infeliz si tú no

estuvieras conmigo. Hoy te agradezco infinitamente que me

hayas rechazado la primera vez que te hablé de mi amor.

–¿Por qué?

–Así pude estar totalmente seguro de que me aceptaste por

amor y no por interés. Si me hubieras aceptado desde

aquella tarde lluviosa, la sombra de la duda me habría

atormentado por mucho tiempo.

Darcy tomó su mano, comprendiendo su enojo, y prosiguió:

–El Sr. Willis me ofreció una disculpa por los comentarios de

su esposa. Le dije que nuestras intenciones de convivir en

familia eran buenas, pero los resultados han sido muy

desfavorables, por lo que comprendió que ya no haremos

este tipo de reuniones.

–¡Esa mujer no tiene escrúpulos! No quiero verte cerca de

ella.

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–No me importa lo que opine esa mujer. Me da pena por mi

amigo, lo tiene totalmente subyugado; pero sí me interesa lo

que tú pienses y no quiero verte enojada por esa razón.

–¿Viste cómo te miraba y te hablaba?

–A mí sólo me importa cómo me miras tú –indicó acariciando

su rostro–. Tal vez tengas que leer cierta carta que te mandé

hace unos meses, y si no la traes, te la puedo recitar de

memoria.

–¿Te la aprendiste? –preguntó curvando ligeramente los

labios.

–La leí tantas veces antes de enviártela, aunque podría

improvisar sin problema con sólo contemplar tu bella sonrisa.

Lizzie lo observó conmovida.

–Sra. Darcy, ¿esta noche me dejará comprobar la veracidad

de su teoría?

–El resultado hoy no sería válido, acabamos de cenar

camarones.

–Pero antes no –señaló besando a su mujer.

–El Sr. Peterson está aquí –susurró.

–El Sr. Peterson está muy entretenido viendo el camino, no

le importará que bese a mi esposa mientras él trabaja y te

garantizo su completa discreción –dijo cerrando la cortina–.

Además, aquí puedo besarte sin que nos interrumpan.

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Darcy la besó nuevamente.

Al día siguiente, después del desayuno, salieron a casa.

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CAPÍTULO XXXII

A su llegada a Pemberley, los Sres. Darcy fueron recibidos

en el salón principal por los Sres. Donohue, quienes habían

ido a reposar, causando una gran alegría en ellos. Después

de saludarse con cariño, Georgiana preguntó:

–¿Cómo les fue en Lyme?, ¿pudieron descansar?

–En realidad vengo agotado –indicó Darcy, pensando en voz

alta.

–Esperemos que pronto tengamos buenas noticias y que su

estancia en Lyme haya sido provechosa –aludió jubilosa.

Lizzie se sonrojó, Darcy se acercó a su hermana y la besó en

la frente, pensando en que ya no era una niña.

–¿Cuándo llegaron? –indagó Darcy en tanto Lizzie los

invitaba a sentarse.

–Apenas ayer, pensábamos que ustedes también llegarían

ayer, pero veo que estuvieron un día más.

–Pasamos la tarde con el Sr. Willis y su esposa, en su

residencia.

–Tu nuevo socio. Y ¿qué tal estuvo su convivencia?

–La convivencia con esa mujer, sin miramientos, fue muy

desagradable –subrayó Lizzie.

–Sí, la recuerdo muy bien –comentó Donohue.

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–¿Tú la conoces? –indagó Georgiana asombrada.

–Sí, la atendí un par de veces antes de que se casara, en

Londres. Y sé que tenía mucha relación con la familia

Windsor.

–Para haberla visto tan poco la recuerdas muy bien.

–Los recuerdos que guardo de ella no son agradables.

–Y a pesar de todo fuiste a su boda.

–Fui a su boda sólo para encontrarme contigo, corazón –

aclaró con cariño.

Georgiana se sintió apenada por su suspicacia.

–Y ustedes ¿cómo han estado? –investigó Darcy.

–Bien, gracias –respondió Donohue–, con mucho trabajo,

hasta hace unos días que Georgiana me sugirió venir a

visitarlos.

–Ya saben que siempre son bienvenidos en esta casa –

afirmó Lizzie–. ¿Cuánto tiempo tienen pensado quedarse?

–Sólo unos días, Georgiana tiene cita con el Dr. Robinson y

yo tendré que regresar al consultorio.

–¿Cómo vas con tu tratamiento, Georgiana?

–Hasta ese día nos dará los resultados.

–Esperemos que todo salga bien o que sea fácil de resolver

–anheló con esperanza.

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En ese momento, el Sr. Smith interrumpió unos momentos

para anunciar a un visitante: Lady Catherine de Bourgh.

Todos los presentes se mostraron atónitos al oír ese nombre

y observaron cómo se introducía a la habitación, mientras

Darcy, más por reflejo que por cortesía, se ponía de pie,

junto con Donohue y Georgiana. Lizzie se levantó de su lugar

sin salir de su asombro, sintiendo su pulso acelerado, y

saludó con corrección.

–Le agradezco mucho, Sr. Smith. Me quedaré en la

habitación de siempre, si la señora de la casa no tiene

inconveniente –señaló Lady Catherine–. ¡Vaya!, todos están

reunidos aquí. Eso me agrada. Por fin podremos conocernos

mejor, Dr. Donohue.

–Estoy a sus órdenes, madame.

Darcy ofreció a su tía tomar asiento y ella agradeció con

amabilidad, observando con vigilancia a Lizzie que había

quedado justo frente a ella, mientras el Sr. Smith traía el té.

La anfitriona le sirvió a Lady Catherine en completo silencio,

sólo se escuchaba el ruido del agua vertiéndose en las tazas

y su choque con las cucharas, tratando de evitar que se

evidenciara el temblor de sus manos a causa del nerviosismo

que sentía.

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Lizzie no podía creer que esa mujer estuviera esperando su

infusión sin demostrarle el desprecio que sentía hacia ella.

Recordó la última carta que habían recibido de Rosings en

donde les daba el pésame por la terrible pérdida. Sin

embargo, jamás olvidaría la última vez que la había visto, en

esa misma casa, conminándole a su marido para que pidiera

la anulación de su matrimonio, con el cual nunca estuvo de

acuerdo, y volverse a casar con una mujer de su clase que sí

pudiera darle descendencia. Dejó la jarra de plata sobre la

mesa y repartió las tazas a los demás convidados, sintiendo

el peso de las miradas expectantes, mientras todos se

preguntaban en medio del sigilio cuál era el objeto de la

visita. Tomó asiento, quedando enfrente de su Señoría,

percibiendo su contemplación escrutadora, como la

recordaba cuando la conoció en Rosings, sin imaginarse si

quiera que algún día llegaría a ser la Sra. Darcy. No

obstante, la expresión de odio en el rostro de Lady Catherine

cuando la corrió de Longbourn, tras haber tolerado sus

ofensas y su exigencia de que fuera renuente a un posible

compromiso con el Sr. Darcy, quedaría marcada en su

memoria.

Darcy observó a su tía, tratando de descifrar lo que traía

entre manos. Ellos se habían distanciado desde aquella

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discusión que habían sostenido después de que Lady

Catherine estuviera en Longbourn, querella que permitió que

Darcy recuperara la esperanza de ser aceptado por Lizzie.

Desde aquella noche supo que se había granjeado un

enemigo y que se consolidaría en caso de que su matrimonio

con Lizzie fuera una realidad, pero sabía que su felicidad

valía más que la opinión de su tía y de muchas de sus

amistades. Examinó cómo observaba a su mujer, esperando

el momento en que tuviera que reaccionar para defenderla

de cualquier ataque.

Lady Catherine, después de dar un sorbo a su taza, la ubicó

en la mesa que estaba junto a su lugar.

–Sra. Georgiana, veo que antes de su boda colocó varias

mesas pintadas por usted. Están muy bien presentadas y de

excelente gusto.

–Querida tía, a mí no me corresponden esos halagos; la Sra.

Darcy decoró esas mesas.

–¡Oh! Lo ha hecho usted muy bien, debo reconocer Sra.

Elizabeth. Me da gusto que ocupe su tiempo en esa

actividad.

El silencio volvió por unos momentos.

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–Sr. Darcy, he sabido por el coronel Fitzwilliam que hubo un

incendio en la fábrica de su padre y he querido informarme

personalmente de la situación.

–Lady Catherine, el incendio que prácticamente destruyó la

fábrica ocurrió hace dos meses. No obstante, la producción

continuó para poder cumplir los compromisos contraídos en

Londres, usando un local provisional, ya que el que

construyó mi padre resultó con serios daños.

Aprovecharemos esta coyuntura para realizar una

remodelación y optimizar el trabajo de los empleados,

pensando en incrementar la producción y cubrir nuevas

demandas que nos han solicitado –explicó Darcy.

–Me da mucho gusto escucharlo –contestó pensativa–.

También me comentó de un negocio que ha iniciado usted

con un socio.

–Así es, su Señoría. Invertimos hace unos años en una

fábrica de porcelana, e iniciamos las primeras ventas en

Derbyshire. Hasta la fecha hemos llegado a diversos clientes

de Londres, Oxford, Bristol, Irlanda y Gales, con mucha

aceptación del público. Tenemos proyectado extendernos a

otras ciudades.

–¿Gales? Dr. Donohue, tengo entendido que usted es de allí.

–Sí, madame –afirmó Donohue.

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–Nuestros clientes en Cardiff son los hermanos del Dr.

Donohue –expuso Darcy.

–El coronel Fitzwilliam me obsequió una muestra de esos

productos. Debo reconocer que son de muy buena calidad,

Sr. Darcy. Y veo que a la Sra. Elizabeth le gusta coleccionar

esas piezas –anotó Lady Catherine observando a su

alrededor numerosos adornos producidos en la fábrica.

–Sí, su Señoría –respondió Lizzie, controlando el manojo de

nervios que sentía.

Tras refrescarse y cambiarse en sus habitaciones, bajaron

para la cena y Lizzie ofreció todas las atenciones de un buen

anfitrión a su más importante invitado, causando una

excelente impresión en Lady Catherine.

–¿Cómo se encuentra la Srita. Anne? –preguntó Darcy a su

tía.

–Bien Sr. Darcy, le agradezco su interés. Y ¿cómo se

encuentra la Sra. Bennet? –indagó Lady Catherine a Lizzie.

–Bien, gracias. Estuvo con nosotros en Londres hace dos

meses –manifestó Lizzie muy sorprendida por la atención.

–Me alegro de que su familia esté bien. Me habría gustado

conocer más a su madre, igualmente a su familia Dr.

Donohue, pero tal vez será en otra ocasión.

–Será un placer, su Señoría –repuso Donohue.

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–Y ¿qué me dice de las minas que fundó su abuelo?, Sr.

Darcy.

–Las minas de carbón y de hierro se siguen explotando con

una mayor demanda y este año iniciamos la explotación de

las minas de piedra caliza –explicó Darcy.

–Entonces ha sabido aprovechar muy bien sus recursos para

acrecentar los negocios de la familia –expresó con entera

satisfacción–. Y al socio que tiene, ¿lo incluye también en la

fábrica textil y en las minas?

–No, Lady Catherine. El Sr. Willis únicamente participa con

una parte minoritaria del negocio de la porcelana, en realidad

desde hace un mes.

–¿Tuvo algo que ver el incendio con esta sociedad?

–Acepté asociarme con el Sr. Willis para poder sacar

adelante la fábrica textil, aun con la desgracia, y poder

continuar con los proyectos de ambas empresas. Conozco al

Sr. Willis desde hace muchos años y será un buen apoyo.

–Me gustaría conocerlo. Tal vez durante mi estancia en esta

casa pudiéramos invitarlo a cenar con su esposa.

–Los Sres. Willis están de viaje por el momento.

–Y ¿el Sr. Bingley sigue colaborando con usted?

–Sí. El coronel Fitzwilliam y el Sr. Bingley son mis más

importantes colaboradores.

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–¿Podríamos invitarlos, Sra. Elizabeth? Me gustaría también

conocer a sus sobrinos. Ya son tres hijos, según tengo

entendido.

–Sí, su Señoría. Mi hermana Jane ya está esperando el

cuarto bebé –reveló Lizzie.

–¡Oh! Sin duda ha tenido mejor suerte. ¿Qué le ha dicho el

médico después de su accidente?

–El Dr. Thatcher me encontró en buenas condiciones.

–Tenemos muchas esperanzas de que pronto la Sra. Darcy

se vuelva a embarazar –completó Darcy.

–Entonces, tiene mucho trabajo Sr. Darcy. Debe usted

cuidar su salud.

–Afortunadamente gozo de excelente estado de salud.

–¿Lo revisa el médico periódicamente?

–Una vez al año, por lo menos.

–Me alegra escucharlo. Normalmente los hombres no

consultan al médico.

–En realidad lo hago desde que me casé, por petición de la

Sra. Darcy.

–¡Oh! –exclamó viendo a Lizzie analíticamente–. La cena

está muy apetecible, éste es un platillo nuevo para mí.

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–La Sra. Darcy hizo algunas modificaciones en el menú que

al Sr. Darcy le agradaron desde que llegó a esta casa –

comentó Georgiana.

–Espero poder disfrutarlas durante mi visita.

–Será un placer –expuso Lizzie.

Cuando concluyó la cena, Lizzie se ofreció a acompañar a

Lady Catherine a su habitación y ella agradeció la cortesía,

aunque en realidad conocía muy bien la casa, mientras

Darcy las escoltaba. Lady Catherine observaba cada detalle

de la mansión, verificando que su cuidado fuera impecable y

reluciente, que todo estuviera en óptimas condiciones y se

mostró satisfecha de su escrutinio. Después, los Sres. Darcy

y los Sres. Donohue se retiraron a descansar.

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CAPÍTULO XXXIII

Lady Catherine salió de sus aposentos al salir el alba e hizo

un recorrido a las recámaras que estaban disponibles;

observó que una de ellas contenía las pertenencias de la

difunta Lady Anne, tal como ella las había conservado en la

habitación que utilizó por muchos años, la cual se

encontraba junto a la alcoba principal, que ocupó el

predecesor del Sr. Darcy. Luego bajó y se metió hasta la

cocina, entrevistó a la cocinera y a los mayordomos, a las

señoritas mucamas, al Sr. Smith, a la Sra. Reynolds y a todo

el personal de servicio, preguntando sobre las actividades

que cada uno realizaba y la remuneración que recibían.

Revisó el menú que estaba contenido en dos cuadernos

escritos de puño y letra de la señora de la casa,

perfectamente bien planeado y balanceado; inspeccionó el

contenido de las despensas y la limpieza en todas las áreas

de servicio, investigó sobre el trato que los amos les daban a

sus empleados, la frecuencia con que viajaban o recibían

invitados y las alcobas que ocupaban. Indagó sobre la

habitación que había pertenecido a su difunta hermana y la

razón por la cual se encontraba bajo llave.

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De su entrevista con el Sr. Smith y con la Sra. Reynolds no

obtuvo grandes resultados ya que ellos eran sumamente

discretos, pero se aprovechó de la falta de suspicacia que

mostró una de las mucamas, la más joven, para satisfacer su

curiosidad sobre los hábitos que tenía la que ostentaba el

nombre de su estimada hermana, la relación que guardaban

entre ellos los Sres. Darcy, si su sobrino se ausentaba

frecuentemente de la casa y la hora en que regresaba, si

viajaba solo o acompañado. La Srita. Colette incluso le

platicó sobre la discusión que había tenido lugar cuando

solicitaron la mano de la Srita. Georgiana y que esto

ocasionó que la Sra. Darcy durmiera sola en su habitación y

el señor en la alcoba que había pertenecido a su difunta

madre. También le detalló lo sucedido con el viaje del Sr.

Darcy a Bristol y el accidente en el que perdieron a su bebé,

cómo su amo había cuidado de su esposa cuando su vida

había estado en peligro y que procuraba su compañía cada

vez que tenía oportunidad. La mucama le reveló sobre los

horarios de actividades que tenían los señores de la casa, la

disposición de las habitaciones que utilizaban sus sobrinos y

la necesidad de cambiar sábanas todos los días.

Lady Catherine le preguntó sobre el nuevo invernadero que

habían instalado en el parque y la Srita. Colette le participó

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toda la información que conocía sobre el negocio de la Sra.

Darcy. Lady Catherine, impresionada y sulfurada, mantuvo la

calma en todo momento, propiciando que la conversación

fuera agradable para su interlocutor y de esta manera

resolver todas sus dudas al respecto.

Cuando ya se acercaba la hora del desayuno, se introdujo al

salón principal para esperar a sus anfitriones. Minutos más

tarde, los Sres. Donohue bajaron por las escaleras.

Georgiana se acercó a su tía que revisaba algunos libros y la

saludó, seguida de su marido. Lady Catherine le preguntó a

Donohue más detalles de su familia, la ocupación de su

padre y de sus hermanos, la educación que sus progenitores

les habían proporcionado a él y a sus hermanos, y se

interesó también por la preparación que recibían sus

hermanas. Preguntó todas las referencias de su profesión y

resolvió sus múltiples incertidumbres sobre las posibilidades

que tenía el Dr. Donohue de ofrecerle una vida digna a su

querida ahijada.

Cuando los Sres. Darcy arribaron al salón principal,

inusualmente un poco después de la hora acostumbrada,

saludaron y pasaron a desayunar. Lady Catherine señaló

impertérrita:

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–Sr. Darcy, recuerdo que en Rosings usted salía a cabalgar

antes del amanecer. ¿Desde que se casó ha perdido ese

hábito?

–No Lady Catherine, procuro cabalgar al salir el alba todos

los días, con sus excepciones, como hoy. Estaba muy

cansado y quise reponer mis fuerzas.

–¡Oh!, pero si acaban de venir de tomar unas vacaciones,

según me dijo el Sr. Smith. En fin, nunca deje de practicar

algún deporte. ¿Sigue ejercitándose en la esgrima?

–La practico ocasionalmente, así como la pesca y la cacería,

aunque ya no participo en las competencias.

–¿Usted realiza algún ejercicio, Dr. Donohue?

–También acostumbro cabalgar, madame.

–El deporte no es exclusivo para los caballeros. Sra.

Elizabeth, ¿usted también monta?

–No, su Señoría, pero acostumbro todos los días salir a dar

largas caminatas por el jardín o en el bosque.

–Bueno, no todos los deportes son para todas las personas.

Yo solía andar a caballo cuando era joven, pero hace mucho

que dejé de hacerlo. Me gustaría uno de estos días

acompañarla en su paseo, si no le molesta.

–Estaré encantada de disfrutar su compañía.

–Georgiana, ¿sigue usted cabalgando?

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–Por el momento no tía. El Dr. Robinson me recomendó

dejar los caballos y caminar. Dice que es un excelente

ejercicio.

–¿Sufre usted de algún padecimiento?

–No tía. En realidad es una medida preventiva, en caso de

quedar encinta.

–Espero que sea pronto. Igualmente para usted, Sra.

Elizabeth.

Lizzie asintió con agradecimiento.

–Seguramente, desde mi llegada se han de preguntar el

motivo de mi inesperada visita. Además de informarme del

estado de los negocios de la familia Darcy, a raíz de la

conocida desgracia, he querido venir por tranquilidad

personal, para ver que todo esté funcionando como Dios

manda. No sabemos cuánto tiempo más esté entre ustedes y

quiero dejar este mundo con la serenidad de que mis seres

queridos y más próximos, los hijos de mi amada hermana,

estén bien. Por tal motivo, les pediré que ustedes realicen

las diligencias que acostumbran sin preocuparse por mí. Yo

ya tengo pensadas las actividades que quiero realizar estos

días y no quiero incomodarlos en absoluto.

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–Por lo pronto, querida tía, después del desayuno iremos a la

iglesia. ¿Gusta acompañarnos? –indicó Darcy con

amabilidad.

–Me alegra mucho que conserven esa costumbre.

Durante el almuerzo, Lady Catherine continuó con su

interrogatorio al Dr. Donohue, con suprema diplomacia pero

resolviendo todas sus dudas; faltó poco para que le

preguntara el monto exacto de su renta e hizo amplias

recomendaciones a los presentes de cómo aprovechar mejor

sus recursos en los tiempos difíciles, así como optimizar el

trabajo de la servidumbre en una mansión de tales

dimensiones. Al terminar tomaron dos carruajes, ya que

Lady Catherine expresó sus deseos de ir a otro lugar

después de acudir al templo. Los Sres. Darcy abordaron el

coche en compañía de Lady Catherine y los Sres. Donohue

se fueron en el suyo.

Después de la iglesia, Lady Catherine fue escoltada por el

Sr. Peterson en el vehículo de los Sres. Darcy y le solicitó

que la llevara al cementerio donde estaba sepultada su

hermana; allí pasó un largo rato y observó la pequeña tumba

de Frederic Darcy. Luego le indicó que la llevara a la florería

de la Sra. Darcy, la cual estaba cerrada, pero pudo entrar y

platicar un rato con el Sr. Mackenna que había ido para

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recoger los libros en donde llevaba las cuentas y así poder

poner al tanto a su patrona al día siguiente, como hacía cada

vez que ella regresaba de algún viaje.

Lady Catherine investigó sobre el trabajo del Sr. Mackenna y

el de la Srita. Reynolds, él comentó que administraba el

negocio, promovía los productos con los clientes nuevos o

los cautivos y recibía los pedidos que realizaban los

restaurantes y las posadas; y que ella armaba los arreglos

utilizando los diseños que la Sra. Darcy le había enseñado a

hacer, ayudaba a despachar a los clientes, así como a recibir

las flores que el Sr. Weston llevaba todos los días, a quien

encargaba las que iba necesitando y al Sr. Bush los floreros,

conforme estos se agotaban. Asimismo, comentó que él

entregaba las cuentas a la Sra. Darcy y le informaba de

todos los resultados cada mes, o antes si había algo

importante que comunicarle. Amplió la información

agradeciendo el generoso sueldo que recibía y el buen trato

que siempre le daba su patrona, comentando sobre los

clientes que frecuentaban el establecimiento y los que tenían

para dar servicio a domicilio, así como las excelentes

impresiones de los compradores sobre los productos que

manejaban.

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Al término de su inspección Lady Catherine, disimulando

hipócritamente todo su horror, se despidió gentilmente del Sr.

Mackenna y abordó el carruaje de su sobrino en completo

silencio, hacia Pemberley.

Entre tanto, los Sres. Darcy y los Sres. Donohue, en el coche

de estos últimos, fueron a Lambton a dar un paseo.

Buscaron en la librería, como acostumbraban, algún título de

su interés y pasaron todo el día en su excursión comentando

asombrados del intenso interrogatorio del que habían sido

objeto los caballeros. Lizzie estaba a la expectativa para

conocer el momento en que le tocaría sentarse en la

banquilla, pero Darcy la tranquilizó diciendo que tenía plena

confianza en las habilidades que su esposa poseía para salir

avante de cualquier aprieto, como lo había hecho ya hacía

seis años con su tía y en repetidas ocasiones con otras

personas por diferentes motivos.

Cuando regresaron a Pemberley, la Sra. Reynolds los recibió

y expresó sus deseos de departir unos minutos en privado

con la Sra. Darcy. Le informó todo lo que Lady Catherine

había hecho durante la mañana y sus entrevistas antes del

almuerzo y que, a su regreso del templo, había solicitado que

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se le permitiera el acceso a la habitación que permanecía

bajo llave.

–¿Le pidió la llave de la alcoba de mi bebé? ¿Y qué hizo

cuando entró? –preguntó Lizzie atónita.

–Revisó todos los muebles, se paseó por toda la habitación,

miró a través de la ventana, revisó la ropa del pequeño y,

después de varios minutos, me agradeció con mucha

amabilidad y salimos de la alcoba en silencio.

–Y ¿qué más ha hecho la Sra. de Bourgh?

–Me comentó el Sr. Peterson que después de la iglesia la

llevó al cementerio donde están sepultados los Sres. Darcy y

su pequeño, y que luego fueron a la florería, donde dialogó

con el Sr. Mackenna. A su regreso, recorrió toda la casa y

posteriormente estuvo hablando con el jardinero en el

invernadero.

–Gracias Sra. Reynolds. Le agradezco mucho su

colaboración para atender bien a la señora.

Lizzie entró a la casa y encontró a los Sres. Donohue en el

salón principal, ella preguntó por su marido y Georgiana le

indicó que estaba en su despacho con Lady Catherine, quien

le había solicitado una entrevista privada. Lizzie tomó

asiento, conociendo perfectamente el motivo de la misma.

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Minutos antes, Darcy se introdujo a su estudio con Lady

Catherine, recordando la última audiencia que ellos habían

sostenido en ese mismo lugar, esperando que en esta

ocasión el resultado fuera más favorable. Ambos tomaron

asiento y Lady Catherine inició:

–Como es de su conocimiento, me he atrevido a entrar a

esta casa pacíficamente para ver con mis propios ojos que

todo marche como debe de marchar, aun cuando cierta

persona no sea de mi agrado.

–Si usted se está refiriendo a la Sra. Darcy, le aconsejo con

deferencia que cuide sus palabras. No voy a transigir…

–Sr. Darcy, no es mi intención insultar a nadie, pero me he

enterado de algo que no es posible permitir. ¿Cómo puede

explicarme, además de mantenerse en completa ceguera

gracias a las artes y las seducciones de su mujer, que usted

haya autorizado a la Sra. Elizabeth para que tenga un

negocio desde hace varios años? ¡Eso atenta contra el honor

de la familia, el decoro, la prudencia! ¿Qué ejemplo ha

recibido mi ahijada Georgiana mientras estuvo viviendo en

esta casa y qué otras cosas escandalosas le habrá

enseñado? ¿Qué ejemplo recibirán tus hijos, si es que los

tienes, teniendo una madre que…?

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–¡Una madre que ama a la vida! –exclamó poniéndose de

pie, desafiante–. ¡Una mujer que está dispuesta a todo con

tal de ver a las personas de su alrededor felices! Georgiana

le debe su felicidad, yo le debo mi felicidad y mis hijos

seguramente también le deberán su felicidad. Sí, yo consentí

después de muchas cavilaciones que pusiera su negocio y

no me arrepiento de esa decisión, pero si sigue con esta

actitud, Lady Catherine, me arrepentiré de haberla recibido

en esta casa que ahora también es la casa de la Sra.

Elizabeth Darcy, aunque a su Señoría no le parezca. Y si en

esta ocasión me he permitido acogerla, ha sido en atención a

mi esposa, quien desde hace varios años me ha motivado a

buscar un acercamiento y una reconciliación con usted, pero

créame que yo no estoy interesado en mantener una relación

con una persona que se dedica a injuriar a mi mujer cada vez

que la veo. ¡Si desea continuar con esa actitud, le tendré que

exigir que se retire de mi casa definitivamente!

Un ambiente gélido recorrió la pieza y, tras varios minutos de

silencio y de intercambiar miradas intransigentes, Lady

Catherine dijo:

–Por la memoria de mi hermana y para cumplir con el

propósito de esta visita, pasaré por alto la actividad de su

mujer y me dirigiré hacia ella con toda propiedad, aun

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cuando mi consciencia no quede tranquila con haberle

advertido de los dislates de su aquiescencia.

Lady Catherine se puso de pie y salió del despacho rumbo al

salón principal donde Georgiana estaba tocando el piano.

Lizzie se puso de pie al igual que Donohue, Lady Catherine

se introdujo y tomó asiento en silencio al tiempo que Darcy

hacía su aparición. Tomaron sus respectivos lugares y

continuaron escuchando la hermosa música que denotaban

las extraordinarias cualidades de la intérprete, que fueron

agradecidas por Lady Catherine.

Luego, pasaron al comedor y cenaron unos exquisitos

platillos. Georgiana le comentó a su tía el recorrido que

habían hecho, las novedades de la comarca y de las

primicias de Londres y todos los hermosos lugares que había

conocido en Gales, desde la primera vez que habían sido

invitados. Lady Catherine prosiguió con su investigación

haciendo algunas preguntas a los presentes, con su

acostumbrado modo inquisidor, irritando a Lizzie, quien

esperaba con incomodidad que los próximos días fueran más

abrumadores con su visitante, cuando Darcy ya se retirara a

su despacho a trabajar.

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Al concluir, todos se despidieron y se dirigieron a sus

habitaciones. Cuando Darcy cerró la puerta de su alcoba,

después de que entraran, ella le dijo enfadada:

–¿Qué pretende tu tía?, ¿acaso ha venido a fiscalizarnos?

No dudo que quiera inmiscuirse en tu despacho. ¿Qué te dijo

en su entrevista privada?

–No quiero hablar de eso ahora.

–Estoy persuadida de que te reclamó de la florería… ¡Se

entrevistó con todos los empleados, revisó el menú, la

despensa, las alcobas, todas las habitaciones de la casa!

–Seguramente quiere comprobar con sus propios ojos lo que

nunca ha querido creer y que yo siempre le dije, que la Sra.

Darcy es una excelente ama de casa y que me cuida muy

bien –explicó acariciando su rostro y su cuello.

–¡Lady Catherine revisó la alcoba del bebé y visitó la tumba

de Frederic! ¿Acaso también querrá inspeccionar esta

alcoba?

–Con que no sea en este momento –aclaró besando el cuello

de su mujer y abrazándola.

–Creí que estabas cansado –indicó más relajada.

–Mi perla, cuando estoy a tu lado, ¿qué importa mi

cansancio? A menos que no tengas deseos.

–Sabes que te lo diría. ¿Cerraste bien la puerta?

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–Siempre la cierro bien. ¿Acaso temes que quiera venir a

inspeccionar?

Lizzie rió, ciñéndolo por el cuello.

–Creo que se moriría de envidia.

Darcy, incorporándose, sonrió satisfecho y la besó.

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CAPÍTULO XXXIV

Al día siguiente, Darcy salió antes del alba a montar y se

encontró con su tía que miraba el amanecer desde el balcón

del salón principal. Darcy se acercó a saludarla y ella

correspondió con cortesía.

–¿Ya se encamina a cabalgar, Sr. Darcy?

–Sí, madame, si usted me lo permite.

–¿La Sra. Elizabeth acostumbra despertarse tarde?

–No, en realidad ya está levantada, pero usualmente sale de

su habitación cuando yo regreso de cabalgar. Mientras

disfruta de sus libros.

–Me gustaría visitar su biblioteca. Ayer no pude revisar los

títulos.

–Cuando usted quiera. Ya sabe que ésta es su casa.

–Te agradezco hijo, que me hayas permitido entrar a tu casa,

aun cuando mi actitud en el pasado ha sido muy reprobable

–expuso contemplando el maravilloso paisaje.

Darcy permaneció a su lado unos minutos, observando en

silencio las nubes que cambiaban hermosamente de color

por la presencia del sol. Sin duda, estaba sorprendido y

agradecido por la conducta de su tía, aun cuando le hubiera

cuestionado lo del negocio de Lizzie. Luego se marchó.

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Al regresar de su cabalgata no encontró a su tía ni a los

Sres. Donohue y fue a su alcoba a buscar a Lizzie. Tocó a la

puerta, entró y halló a su mujer cepillando su hermosa

cabellera. Ella sonrió al ver que arribaba, Darcy se acercó,

tomó el cepillo y le ayudó en su labor.

–Mi tía hoy quiere visitar la biblioteca.

–Y ¿mañana querrá visitar el salón de esculturas? –preguntó

burlándose.

–Tal vez.

–Entonces seguiré su consejo y tu consejo de hace unos

años, tendré que buscar otra actividad.

–¿Pensabas ir a la biblioteca?, creí que saldrías con

Georgiana.

–Tu hermana viene de descanso con su esposo, no creo que

quieran mi compañía.

–Mi tía agradeció que la hayamos recibido.

–Seguramente creyó que no la recibiría.

–Creo que te has portado como toda una Sra. Darcy y no se

lo esperaba. Se ve que está arrepentida por su

comportamiento. Tal vez puedas acompañarla a la biblioteca

y enseñarle los títulos que tanto te han gustado.

Indudablemente se complacerá en escucharte y la dejarás

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asombrada por todos los conocimientos que has adquirido.

Yo mientras estaré en mi despacho.

–Y ¿podré correr a tu lado en caso de que quiera agredirme?

–indagó volteándose hacia su marido.

–¿Acaso lo harías?

–Tal vez sea más romántico ver cómo me defiendes a

desenfundar mi espada nuevamente. Me gusta mucho

cuando me resguardas.

–Será un placer –indicó sonriendo.

Pasados unos minutos en que él se atavió con ropa limpia,

los Sres. Darcy se encaminaron al salón principal donde ya

estaba Lady Catherine con los Sres. Donohue que acababan

de llegar. Lizzie los invitó a pasar al comedor y todos

tomaron sus asientos. Lady Catherine robó la palabra:

–¿Qué libro está leyendo, Sra. Elizabeth?

Lizzie, esperando su interrogatorio, contestó con seguridad:

–Estoy leyendo varios, su Señoría.

–¿Al mismo tiempo?

–Leo por las mañanas, antes del desayuno, alguna novela

regularmente; ahora estoy leyendo Pamela, de Samuel

Richardson.

–Tengo entendido que la obra completa contiene ocho

tomos.

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–Sí, ahora estoy por concluir el cuarto.

–¿Y cuál es su opinión de la historia? ¿Acaso se identifica

con ella?

–No, de ninguna manera. Ella es muy sumisa, aunque firme

en sus decisiones.

–¿De qué trata la novela? –preguntó Georgiana.

–Es la historia de Pamela Andrews, la criada de un

distinguido conde que lucha por conservar su virtud a pesar

de las intrigas que su amo, el Sr. B, trama para seducirla.

–¿El Sr. B?

–Sí, el autor nunca menciona el nombre de quien se

convierte en su esposo, tras haberse enamorado

perdidamente de ella por su afán de conservarse inocente y

en gracia de Dios y descubrir en ella múltiples cualidades a

través de la lectura de las cartas que dirige a sus padres y

del diario donde ella describe todas sus desgracias mientras

se encuentra secuestrada por ese sujeto. Considero que es

una enseñanza para muchas mujeres que pueden estar en

una situación similar, puede ayudarlas a reflexionar que lo

más importante es darse a respetar ante los hombres, sin

importar las condiciones sociales en las que nos

encontremos.

–¿Qué otros libros está leyendo? –interrogó Lady Catherine.

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–Después de ver los pendientes domésticos procuro visitar

la biblioteca, donde reviso y estudio algunos libros sobre

historia, arte, caracterología, biografías de personalidades

importantes. Por la tarde, cuando paseo por el jardín, me

gusta llevar algún libro de poesía; en las noches leo con mi

esposo el libro de su preferencia y últimamente disfruto

escuchar su lectura en francés para iniciarme en el idioma.

–¿Le gustaría aprender francés?

–Siempre lo he deseado, aunque no había tenido la

oportunidad sino hasta ahora.

–Pronto mandaré llamar a la Sra. Annesley para que pueda

avanzar más rápido en su aprendizaje –comentó Darcy.

–La Sra. Annesley es una excelente maestra –indicó

Georgiana–, y la Sra. Darcy es una excelente estudiante.

–¿Excelente estudiante? –murmuró Lady Catherine.

–Si gusta, podemos visitar la biblioteca –sugirió Lizzie.

–¡Vaya!, me agradaría mucho –aceptó complacida.

–Mi padre me enseñó un mundo maravilloso dentro de las

páginas de los libros y, sin duda, es mi pasatiempo favorito.

–Veo que ha dejado la pintura.

–En algunas ocasiones pinto alguna mesa o mueble, según

haya necesidad. He pensado pintarle a mi hermana algún

cuadro para su bebé.

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–Seguramente le agradará mucho. Y ¿en qué momento ve

los asuntos de su negocio?

Darcy se tornó circunspecto y agudizó sus sentidos, mientras

su esposa respondía con confianza:

–En las mañanas me organizo para supervisar las tareas

domésticas y las de la florería, ya sea recibiendo al Sr.

Mackenna, diseñando algún nuevo arreglo o visitando el

local que usted ya pudo conocer. Antes desempeñaba más

funciones pero a raíz de mi embarazo decidí delegarlas a mi

administrador para dedicarme al cuidado de mi hijo.

–Veo que ha pensado bien, en caso de que pronto nazca un

heredero en esta casa. Y usted Sra. Georgiana, además de

practicar el piano, ¿continúa tocando el arpa?

–Sí tía, todos los días procuro practicar ambos instrumentos.

–Mi hermana estaría orondísima de ver su excelente

desempeño en la música y en la pintura. Y ¿ha seguido

practicando el francés?

–Sólo con la lectura. Acostumbro leer después de practicar

los instrumentos.

–Y usted, Dr. Donohue, ¿sabe hablar francés?

–Sí, su Señoría.

–Entonces pueden practicar entre ustedes.

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Lady Catherine se mostró satisfecha con las respuestas, aun

cuando el tema del negocio de su anfitriona no era de su

agrado. Le agradeció a Lizzie la invitación a la biblioteca,

pero antes quería que Darcy le mostrara unos documentos

en su despacho. Lizzie, al escuchar esa propuesta, controló

muy bien su risa, recordando lo que le había dicho a su

marido. Darcy, extrañado, le informó que hoy se reuniría con

Bingley para trabajar en un asunto en su despacho y ella le

dijo que estaba muy interesada en estar presente, así

resolvería numerosas dudas que todavía tenía. Darcy no

tuvo más remedio que aceptar.

Cuando concluyó el desayuno, Darcy y Lady Catherine se

retiraron a su estudio, luego llegó Bingley y estuvieron toda la

mañana encerrados. Mientras tanto, Lizzie recibió al Sr.

Mackenna en su sala privada, luego acudió a la biblioteca

como lo había previsto y los Donohue se fueron a pasear al

bosque. Cuando Lady Catherine por fin dejó solos a los

señores, se reunió con Lizzie en la biblioteca donde

revisaron algunos títulos.

Era media tarde cuando el Sr. Smith interrumpió su debate

para anunciar que la Sra. Darcy tenía visita: la Srita. Kitty

entró y saludó a su anfitriona con un apretado abrazo

mientras Lizzie rezaba por el buen comportamiento de su

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hermana hacia Lady Catherine, quien las observaba

detenidamente.

–Lady Catherine, es mi hermana Kitty, la cuarta…

–Sí, el Sr. Collins me ha puesto al tanto de los detalles de la

familia Bennet –aclaró sentada en su lugar.

Kitty se inclinó y tomó asiento mientras Lizzie servía el té.

–Nunca había entrado en esta habitación, ¿no sientes que te

asfixias? –preguntó Kitty observando las paredes llenas de

libros perfectamente ordenados–. Jane te manda muchos

saludos, habría querido venir pero Diana está enferma y yo

no quería irme de Starkholmes sin antes preguntarte cómo

les fue en su viaje. ¿Pronto nos darán la buena noticia?

–¿Qué noticia? –inquirió Lizzie extrañada.

–La de mi futuro sobrino, por supuesto –contestó con

impudicia.

Lizzie derramó un poco de la infusión sobre la mesa.

–O acaso no aprovecharon –se burló Kitty.

Lizzie lanzó una mirada rigurosa a su hermana, pidiéndole en

silencio más decoro ante su excelencia, mientras limpiaba

con una servilleta.

–¿Usted sigue siendo soltera Srita. Kitty? –indagó Lady

Catherine con arrogancia.

–Sí, aunque espero que no por mucho tiempo.

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–¿Hay algún caballero que la pretenda?

–Por el momento no. Sin embargo, me han cortejado

algunos. Su sobrino, por ejemplo.

–¿El Sr. Darcy?

–No, aunque no me hubiera desagradado –dijo ufana,

mientras tomaba su té–. Me refería al coronel.

–¿Fitzwilliam? –indagó sorprendida, recordando que el

coronel había pedido la mano de su hija años atrás.

–Lo que mi hermana quiere decir es que ha sentido simpatía

por los caballeros pero no se ha enamorado –aclaró Lizzie

tomando su lugar–. Y el coronel ha sido amable con ella,

como lo es con todas las damas.

–Entonces espera algún día enamorarse para corresponder

las atenciones de algún caballero.

–Sí, aunque también pienso que el amor puede llegar

después, si es una unión conveniente –declaró Kitty.

–¡Vaya! Pensé que ese asunto de casarse por amor estaba

muy difundido en su familia. Me alegro por la Sra. Bennet

que no sea así.

–Disculpe Lady Catherine, pero tengo entendido que el

matrimonio de los difuntos Sres. Darcy estuvo lleno de

felicidad –indicó Lizzie.

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–Como cualquier matrimonio que se forma con las debidas

personas, de la misma clase social.

–Como el suyo, estoy persuadida.

Lady Catherine asintió viéndola con curiosidad.

–¿Puedo preguntarle qué habría hecho si en su juventud el

Sr. Darcy hubiera pedido su mano? ¿La habría aceptado aun

sabiendo que amaba a su hermana Anne?

–No, por supuesto que no.

–¿Y lo habría aceptado si hubiera desconocido la existencia

de ese amor?

–Sí, supongo que sí.

–Pero afortunadamente usted conoció a su difunto marido y

aceptó casarse con él. Sin embargo, si se hubiera casado

con el Sr. Darcy, desconociendo el amor que ellos

secretamente se tenían, ¿usted cree que hubieran podido

alcanzar la felicidad que se obtiene fruto de la unión de las

debidas personas?

Lady Catherine guardó silencio mientras Kitty interrumpía:

–Lizzie, estar entre tanto libro te hace daño, tal vez el Sr.

Darcy disfruta más de tu compañía si piensas en otros

temas. ¡A veces eres tan aburrida! –exclamó, dejando su

taza sobre la mesa–. Entonces me retiro, no sin antes

decirle, Lady Catherine, que si tiene algún otro sobrino

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soltero me encantaría conocerlo –dijo poniéndose de pie–.

Lizzie, mañana regreso a Longbourn porque asistiremos a un

baile el fin de semana, ya te contaré si conozco a alguien.

Me dio mucho gusto saber que disfrutaron de su viaje.

Cuando Lizzie cerró la puerta de la biblioteca y regresó a su

sitio, su convidada le dijo, controlando su desagrado:

–Tiene usted que cuidar mucho a esa hermana suya.

–Sí su Señoría, así lo hacemos. Le ruego que disculpe su

imprudencia.

Lady Catherine retomó el libro del que estaban discutiendo,

del cual le hizo innumerables preguntas para conocer su

opinión sobre los temas que había estado estudiando desde

hacía varios años. Su coloquio se alargó hasta el anochecer

mientras Lizzie respondía a todas sus interrogantes como

toda una maestra en la materia.

Darcy las fue a buscar para escoltarlas al comedor,

encontrándolas en una acalorada y amena discusión sobre la

historia de la Antigua Grecia, tema que apasionaba a Lizzie y

en el que su padre había hecho descubrimientos muy

interesantes que hasta entonces no se habían publicado.

Lady Catherine le hacía las interpelaciones en francés y ella

respondía en inglés pero entendiendo perfectamente el

significado de los cuestionamientos. Darcy, al observarlas

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por varios minutos, se sorprendió del gran avance que su

esposa había tenido con sólo escuchar su lectura en francés

y Lady Catherine se quedó con una excelente impresión de

sus conocimientos, pero como era habitual en ella, no hizo

comentario alguno.

La cena estuvo un poco más agradable que las anteriores, el

interrogatorio había cambiado de tema. Lady Catherine le

preguntó a Darcy y a Donohue sobre la opinión que

guardaban de la guerra con Francia y el desempeño del

gobierno inglés y de todo el Reino Unido ante la problemática

social. Cuando terminó la cena pasaron al salón principal,

invitados por su anfitriona y, cuando todos tomaron asiento,

Lizzie se sentó en el piano e interpretó varias piezas con

excelente participación. Después de los aplausos que todos

le ofrecieron, Lady Catherine comentó:

–Muchas felicidades Sra. Darcy, su interpretación en el piano

ha mejorado notablemente.

Desde entonces, Lady Catherine se refirió a ella como la Sra.

Darcy, como si se hubiera granjeado el título al probar su

buen desempeño como ama de casa y como dama refinada,

según los conceptos de Lady Catherine. Lizzie, y desde

luego Darcy, al darse cuenta de este cambio de actitud, se

sintieron ufanos.

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Ya en la habitación Darcy le dijo a su esposa:

–Muchas felicidades, Sra. Darcy, creo que respondió mejor a

los cuestionamientos de mi tía que yo. Ni siquiera mi madre

me había vigilado tanto.

–Espero que la presencia de Kitty no haya escandalizado a

tu tía.

–¿Kitty estuvo aquí?

–Sí, vino para preguntar cómo nos había ido en nuestro

viaje. No se reservó ningún comentario –declaró

sugerentemente rodeándolo del cuello–, y ante preguntas tan

explícitas no me quedó más remedio que responderlas con

claridad.

–No puedo creer que mi esposa haya perdido el pudor fuera

de esta habitación –espetó sonriendo, abrazándola de la

cintura y caminando hacia la cama lentamente.

–¿Qué quiere decir con esas palabras, Sr. Darcy? –inquirió

simulando sentirse ofendida ante la alusión.

–La verdad, mi lady, la exquisita verdad. ¿Qué fue lo que

respondió, Sra. Darcy?

–Que el Sr. Darcy fue muy solícito en complacer a su esposa

–explicó entre besos–, que casi no tuvimos tiempo de salir de

nuestra habitación…

–¿Y nuestros paseos en la playa?

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–Sólo fuimos una vez, y claro, en otra ocasión con tu socio…

También le dije que ni siquiera había necesidad de vestirnos

o ponernos un camisón.

–¿Acaso llevabas camisón?

–No. He aprendido a no llevar cosas que me obligas a dejar

en el baúl.

–¿Te obligo? –indagó besándola en el cuello y estrechándola

con firmeza mientras ella se reía, lanzando su cabeza hacia

atrás–. ¿Le dijiste qué sientes cuando acaricio tus curvas,

cómo me haces perder la razón cuando te veo y percibo tu

maravillosa respuesta?

–¡Sí!

Lizzie topó con la cama y cayó de espaldas en medio de una

carcajada. Darcy la siguió y le dijo sonriendo:

–Entonces Lady Catherine se sintió muy orgullosa de mí.

Lizzie le dio un golpe en la espalda como respuesta a su

broma.

–Pero dime, ¿cómo estuvo tu día con la señora capataz? –

preguntó Lizzie.

–No tan estimulante como el tuyo –se burló–, pero nos hizo a

Bingley y a mí una lista interminable de preguntas, revisó

documentos como si quisiera asegurarse de que todo

marchara bien. Yo le dije que se han presentado algunos

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problemas en las minas, igualmente en la fábrica textil, como

en todo negocio, pero que se han resuelto

satisfactoriamente. Aun así, hasta que no lo vio con sus

propios ojos no parecía quedarse tranquila.

–Ojalá que al Dr. Donohue no le pida inspeccionar su trabajo

en el consultorio. Sus pacientes saldrían corriendo

despavoridos.

–¿Como pienso inspeccionarte a ti?

Darcy recibió otro golpe de su esposa, sonrió y la besó.

Luego continuó:

–Te agradezco que hayas atendido bien a mi tía. Cuando ya

veníamos, me dio nuevamente las gracias y se veía

complacida, casi como yo, me siento muy orgulloso de ti. Te

felicito por tu interpretación en el piano, lo hiciste

maravillosamente y me satisface ver tus avances en el

francés.

Lizzie sonrió complacida y lo besó.

Unos días después, los Bingley fueron a Pemberley a

desayunar y los Sres. Darcy, Lady Catherine y los Donohue

los recibieron en el salón principal. Lady Catherine pudo

conocer a los hijos de Jane y verlos jugar en compañía de la

Srita. Susan en el jardín, mientras ellos desayunaban.

Hablaron un poco más de la familia Bennet, sin mencionar

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los asuntos escabrosos, y de los Sres. Gardiner. Nadie

mencionó a Lydia ni a su familia y mucho menos a Wickham.

Lady Catherine preguntó a Bingley por su hermana y él le

proporcionó la información. Aparentemente ella tenía muy

buena imagen de la Srita. Bingley, quien al parecer la había

frecuentado en Rosings con cierta periodicidad en el pasado,

pero desde hacía mucho tiempo no había tenido noticias de

ella. Igualmente quiso saber más acerca del Sr. Willis y su

familia. Darcy le comentó de su relación con él hacía varios

años y su buen desempeño en los negocios; cuando

hablaron de la Sra. Willis no dieron mayores detalles. El tema

del negocio de la Sra. Darcy no se volvió a mencionar, Lady

Catherine, aunque crispada, sabía que ya era un tema

perdido que ahora tenía que aceptar si quería acercarse a su

sobrino. Con respecto a la visita de Kitty, Lady Catherine

pudo comprobar de primera mano los comentarios que el Sr.

Collins le había hecho con anterioridad, de tal manera que no

fue una sorpresa para ella, aunque sí un momento incómodo

que tuvo que soportar por la promesa hecha a su sobrino de

comportarse con mesura hacia su esposa.

Después del desayuno, los Sres. Donohue se retiraron a

Londres.

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La visita de Lady Catherine duró quince días, tiempo en el

cual convivió más con la Sra. Darcy, acompañándola en sus

actividades regulares. Acudieron varias veces a la biblioteca,

realizaron algunas caminatas en el jardín y Lady Catherine

disfrutó de las diversas interpretaciones que Lizzie realizó en

el piano después de las cenas. Otros días estuvo en el

despacho de su sobrino y lo vio trabajar mientras ella, en

silencio, leía su libro o hacía algún bordado, disfrutando de

su compañía. También salió al condado a conocer la fábrica

de porcelana del Sr. Darcy y a realizar alguna visita a sus

amistades; incluso se hizo revisar médicamente por el Dr.

Thatcher, con quien estuvo en consulta toda una mañana en

su habitación. Después de su revisión y sin hacer comentario

alguno, regresó a Rosings a la mañana siguiente,

agradeciendo la hospitalidad de los Sres. Darcy y

mostrándose complacida de su revista.

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CAPÍTULO XXXV

Una mañana durante el almuerzo, Darcy le comentaba a su

esposa de las últimas novedades del negocio y del próximo

viaje que tendrían que hacer a Londres, cuando el Sr. Smith

lo interrumpió para avisarle que el coronel Fitzwilliam ya

había arribado. Darcy se puso de pie y recibió a su primo,

mientras éste saludaba a Lizzie que había permanecido en

su asiento.

–Disculpen por haber llegado más temprano. Por favor,

terminen de comer.

Darcy agradeció y los caballeros tomaron asiento.

–¿Disponemos un servicio para usted, coronel? –indagó

Lizzie.

–Le agradezco mucho, sólo café. Supe que Lady Catherine

vino unos días de visita.

–Así es, estuvo dos semanas y partió en paz, ¿puedes

creerlo? –comentó Darcy–. ¿La has visto en estos días?

–No, me lo dijo Bingley. También me comentó de su revista a

los negocios de la familia Darcy.

–Tuviste suerte de no haber estado aquí esos días.

–Supe que hablará con el Sr. Robinson la próxima semana.

¿Te comentó algo?

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–No, en absoluto. Parece que sólo buscaba las respuestas a

un intenso interrogatorio al que fuimos sometidos, claro, sin

olvidar que nos hizo varias recomendaciones.

El Sr. Smith entró y se dirigió a la Sra. Darcy:

–El Dr. Thatcher está aquí.

–¿El Dr. Thatcher? No sabía que hoy tocara revisión –

comentó Darcy a su esposa poniéndose de pie.

–No, en realidad lo he mandado llamar.

–¿Te sientes bien? –preguntó corriendo la silla de su mujer

para que se levantara, sintiendo que su corazón se

aceleraba.

Lizzie no contestó.

–¿Nos permites? –solicitó Darcy a su primo.

–Por supuesto. Te dejaré los documentos sobre el escritorio,

sólo necesita tu aprobación y tu firma.

Los Sres. Darcy y el coronel salieron del comedor y

saludaron al Dr. Thatcher y a su enfermera. Fitzwilliam se

retiró y los demás subieron las escaleras en silencio mientras

la preocupación de Darcy aumentaba. El Dr. Thatcher, Lizzie

y la enfermera entraron a la alcoba mientras Darcy esperaba

en el pasillo, caminando de un lado a otro. Después de un

rato, la enfermera salió.

–Si gusta pasar Sr. Darcy, el doctor lo espera adentro.

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Él entró con nerviosismo, aunque reflejara su habitual

ecuanimidad.

–Tome asiento –solicitó el doctor.

–¿Cómo se encuentra mi esposa?

–Los malestares que tiene son normales debido a su estado.

Hubo un silencio de expectación, y luego continuó:

–La Sra. Darcy está encinta. Muchas felicidades.

Darcy, al escuchar la noticia, se llenó de alegría y se acercó

a Lizzie que estaba sentada en la cama, la abrazó

devotamente mientras que en los ojos de su mujer brotaban

lágrimas de emoción. Después de unos momentos, él la

besó en la frente enjugando su rostro, y dijo:

–Sra. Darcy, le agradezco la enorme alegría que me ha

dado.

Ella, sin decir una palabra, asintió.

Darcy se puso de pie y se dirigió al doctor, acompañándolo a

la puerta, junto con la enfermera.

–Le agradezco mucho, doctor.

–No tiene nada que agradecer. Estas noticias son las más

placenteras de mi profesión, y más si los padres son tan

buenos amigos.

–Doctor, ¿hay algún cuidado que debamos tener para la

adecuada evolución del embarazo?

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–No, la Sra. Darcy me dijo que no ha tenido desmayos y las

molestias que presenta son normales, sólo hay que observar

los cuidados ordinarios que ya conoce muy bien.

–Me tranquilizan mucho sus palabras. ¿Cuánto tiempo tiene

de gestación?

–Ya tiene cinco semanas. Vendré de todas maneras

regularmente a revisarla, pero si hay alguna inquietud antes,

por favor me avisan.

–Así lo haré.

Darcy subió nuevamente a su habitación, pero se extrañó al

no encontrar a su mujer. Se asomó al balcón y vio a Lizzie

caminando en el jardín. Bajó a buscarla con marcado

entusiasmo para decirle las buenas noticias y la miró a lo

lejos sentada sobre el césped, abrazando sus piernas a la

sombra de un árbol. Conforme se acercaba, bajó la velocidad

y su rostro se tornó en preocupación: Lizzie, cabizbaja,

lloraba casi sin control. Darcy, en silencio, se sentó junto a

ella y la ciñó. Cuando Lizzie pudo hablar le dijo:

–Nuestro hijo Frederic no murió por el accidente.

–¿Cómo? –preguntó pasmado.

–Esa noche desperté con intensos dolores en el vientre, que

cada vez se hicieron más punzantes. Mi ropa estaba

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manchada y fui al baño para tocar la campana cuando perdí

el conocimiento…

–Pero, ¿por qué no lo habías mencionado?

–Nuestro hijo ya había muerto y hace unos momentos… al

ver tu mirada inundada de alegría, ¡no pude! Tengo mucho

miedo de que suceda otra vez.

Darcy, con el rostro saturado de angustia, envolvió con

fuerza a su esposa.

–Se lo diremos al doctor y él nos dirá qué hacer, no te

preocupes –señaló Darcy sintiendo una enorme inquietud en

su corazón.

Cuando regresaron a la mansión, Darcy pidió al Sr. Smith

que fueran a buscar al Dr. Thatcher. Cuando llegó, los Sres.

Darcy lo esperaban en la alcoba. Darcy se puso de pie para

recibirlo y le dijo en la puerta:

–Doctor, disculpe que lo haya mandado llamar otra vez, pero

mi esposa me dijo algo que me ha dejado intranquilo.

Darcy le explicó al médico y éste se acercó a Lizzie que

estaba en la cama, sentándose junto a ella.

–¿Esos dolores eran muy fuertes?

–Sí, cada vez más intensos, casi no podía caminar.

–¿Los había sentido antes?

–No.

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–Y su bebé, ¿sentía que se movía cuando despertó?

–No.

–Y ¿sentía sus movimientos antes de irse a dormir?

–No lo sé –respondió explotando en sollozos.

En medio de una gran incertidumbre, Darcy observaba a su

mujer mientras el doctor cariñosamente continuaba, tomando

su mano:

–Lizzie, mi niña Lizzie –dijo como le hablaría un padre a su

pequeña hija llena de temor–. Tu bebé va a estar bien, yo lo

voy a cuidar y tú me vas a ayudar. Necesito que me apoyes

estando tranquila. La angustia que sientes no le hace bien a

tu bebé, lo asusta, como a ti; pero él no sabe por qué estás

deprimida y siente que no lo quieres y se aflige. Tu bebé

necesita más que nunca de tu alegría y de tu serenidad para

que crezca sano, fuerte y tenga ganas de vivir.

Lizzie, conmovida profundamente al escuchar esas palabras

le recordó tanto a su padre cuando de niña se asustaba y él

trataba de consolarla. Resonó en su mente las últimas

palabras de su padre: “No pierdas las esperanzas, aunque

parezca que no hay solución, no pierdas las esperanzas”.

El doctor, al retirarse, le dijo a Darcy:

–Me voy muy preocupado por la Sra. Darcy. No podemos

saber qué pasó en realidad en el primer embarazo, pero lo

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que sí sé es que el estado de angustia que vivió los días

previos a su aborto le hicieron mucho daño. No podemos

permitir que eso vuelva a suceder. Necesito mucho de su

ayuda para que la Sra. Darcy esté tranquila, es preciso que

se sienta segura y esa seguridad sólo se la puede dar usted.

–¿Podrían volver a presentarse esos dolores?

–Todos los embarazos son diferentes, no podría decirlo; pero

yo estaré muy pendiente de su evolución, tomaremos todas

las medidas de prevención y tendremos los cuidados

necesarios. Le pido que cualquier síntoma de alarma, me lo

comunique a la brevedad. Yo creo que amerita nuevamente

que esté acompañada por alguien todo el tiempo, alguna

persona de su confianza mientras usted no esté con ella. Le

recomiendo que realice una actividad, apropiada a su estado,

para que esté entretenida, se distraiga con algo. Y si los

malestares que siente ahora se presentan más fuertes,

avíseme para que no se debilite mucho.

–Sí doctor, así lo haré –indicó muy pensativo–. Muchas

gracias.

Él regresó con Lizzie y se sentó a su lado.

–¿Qué te ha dicho el doctor? –preguntó Lizzie.

–Que todo va a estar bien. Vendrá a verte con frecuencia

para prevenir cualquier complicación.

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–Siento mucho que tu alegría se haya tornado en

preocupación –comentó tomando las manos de su esposo.

–¡Oh, no!, yo siento mucho que hayas tenido esta angustia

guardada por tanto tiempo, atormentándote –aclaró y besó

su mano–. Además, es una buena razón para estar más

tiempo a tu lado; yo cuidaré de ti el mayor tiempo posible.

–¿Y el viaje que tenías que hacer la próxima semana?

–Ya no iremos. Le pediré a Bingley que vaya en mi nombre y

representación o tal vez Fitzwilliam se pueda encargar del

asunto. Cuando mi presencia en las reuniones sea

indispensable, tendremos invitados en Pemberley.

–Mañana podríamos invitar a los Bingley a almorzar, así tú

podrías ver esos asuntos con Bingley y darles la noticia

personalmente –sugirió sonriendo.

–Sra. Darcy, me parece estupendo –contestó y la besó.

Al día siguiente, Lizzie y Darcy estaban en el salón principal,

él escribía una carta para Georgiana y ella tocaba el piano

cuando llegó la familia Bingley. Darcy saludó a Bingley y a

Jane mientras pasaban corriendo sus sobrinos para abrazar

a su hermana.

–¡Oh, mira qué grande estás! –indicó Lizzie a su sobrina–, ¡y

qué hermoso vestido!

Luego, se levantó del banco y se acercó a Jane.

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–¡Qué alegría que hayan podido venir a pesar de la invitación

tan apresurada!

–Para nosotros siempre es un placer –contestó Bingley.

–Tomen asiento –solicitó la señora de la casa.

–Queremos celebrar con ustedes la gran noticia que hemos

recibido la Sra. Darcy y yo –anunció Darcy, quien continuó

de pie–. Lizzie está encinta.

Jane se levantó de su asiento y fue a abrazar a su hermana.

Bingley se puso de pie y felicitó a su amigo.

–¡Oh, querida Lizzie!, ¡qué maravillosa noticia nos han dado!,

¡qué alegría! Y, ¿ya te revisó el doctor?, ¿qué te ha dicho?

Ella, con la voz quebradiza, dijo:

–Que va a cuidar de mi bebé para que todo salga bien.

Jane miró sobrecogida a sus hermanos y contestó:

–Así va a ser. ¿Quieres salir al jardín con los niños?, demos

un paseo. Seguramente los señores tienen asuntos de

trabajo que tratar.

Bingley se acercó a Darcy, en tanto las señoras se

marchaban.

–¿Todo está bien con la Sra. Darcy?

–No lo sé, estoy muy preocupado. Lizzie me dijo algo que me

ha dejado perturbado, igual que al Dr. Thatcher.

–¿Qué te dijo?

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Darcy le contó lo sucedido aquella noche y lo que había

dicho el doctor, luego prosiguió:

–Por eso te he mandado llamar. Mi primera obligación es

velar por mi esposa y mi futura familia, por lo que voy a

pedirte apoyo para que te encargues de los asuntos de

negocios que hay pendientes y, por lo pronto, la reunión que

habrá la próxima semana en Londres.

–Sí, no te preocupes por eso, yo me encargo.

Afortunadamente Jane se ha sentido bien y sólo serán unos

días.

–Quiero cuidar yo mismo de Lizzie el mayor tiempo posible y,

cuando los negocios me exijan mi presencia, tal vez

podamos realizar las reuniones en esta casa.

–Sí, yo creo que todos estarán encantados de venir a

Pemberley. ¿Y qué motivo diré para justificar tu ausencia?

–Sólo diles que mi esposa está delicada de salud –señaló

mirando por la ventana hacia el jardín.

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CAPÍTULO XXXVI

Como era de esperarse, Lizzie empezó a verse más afectada

por las molestias propias del embarazo, por lo cual Darcy

habló al doctor para que la revisara. Celebraron su

aniversario en Pemberley con un reposo relativo y Darcy

estuvo con ella atendiéndola y cuidándola. Por este motivo

Lizzie decidió posponer el inicio de sus clases de francés,

aunque le gustaba escuchar la lectura de su esposo por las

noches. Lizzie escribió breves mensajes a su madre, a la

Sra. Gardiner y a Charlotte para comunicarles la noticia,

quienes mandaron sus felicitaciones; también Darcy escribió

una carta a Lady Catherine.

Los Sres. Darcy esperaban la aparición de sus invitados en

el salón principal para celebrar las fiestas navideñas: los

Sres. Donohue, los Sres. Gardiner y las Bennet, quienes se

quedarían unos días. La familia Bingley llegaría sólo para la

cena.

Darcy dejó su libro y se acercó al piano, donde Lizzie tocaba

una hermosa melodía. Cuando ella concluyó, él se sentó a

su lado y le dijo:

–Recuerdo que esta melodía la tocaba mi madre con

frecuencia.

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–Mi papá me la quiso enseñar en innumerables ocasiones,

aunque no la tocaba muy bien; pero Georgiana me ayudó a

aprendérmela.

–Ahora la interpretas maravillosamente. Con certeza serás

una excelente maestra para nuestros hijos.

–Darcy, ¿crees que todo saldrá bien? –preguntó con gran

incertidumbre.

Él tomó su mano y le dijo:

–El médico dice que todo va muy bien y yo estaré a tu lado

para que te sientas segura. Ya hemos pasado la etapa más

difícil.

–Para mí no ha pasado –reflexionó con vacilación–, sólo con

un milagro.

–¿Milagro? –inquirió sonriendo y besando su mano con

cariño–. Cuando, por iniciativa tuya, tomaste mi mano y la

besaste, en aquella hermosa mañana, y consentiste nuestro

compromiso, pensé que estaba ocurriendo un milagro. La

primera vez que te besé, esa noche en nuestro balcón,

estaba siendo partícipe de un prodigio y… ¡qué decir cuando

después de cinco años de larga espera me anunciaste la

maravillosa noticia de que estabas encinta y Frederic se

encontraba en tu vientre, y luego esta criatura, de quien

pronto sentiremos sus patadas! Mi vida contigo ha sido un

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portento y nuestras oraciones han suplicado al cielo para que

este nuevo milagro se realice.

Lizzie sonrió y recordó las palabras de su padre.

–Y debo añadir que sigo sintiendo lo mismo cada vez que te

beso, como la primera vez, asombrosamente se repite el

milagro cada mañana al despertar y sentir tus labios junto a

los míos.

–¿Cada mañana?

–Sí, dormida o despierta, aunque lo disfruto más cuando

estás despierta.

–Entonces procuraré amanecer antes de que te levantes.

–Y si por alguna razón no despiertas tan temprano y deseas

que te bese, con sólo pedirlo yo estaré encantado de

complacerte.

–Pensé que no tenía que pedir permiso –se rió.

Darcy sonrió y la besó con delicadeza.

La manija de la puerta se oyó girar suavemente y luego una

vez más, mientras Darcy se incorporaba y el Sr. Smith

entraba para anunciar la llegada de los Sres. Donohue, las

Bennet y los Sres. Gardiner. La Sra. Bennet se adelantó a

todos para felicitar a su hija y le dio un abrazo. Luego los

demás se introdujeron y congratularon a los Sres. Darcy;

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Georgiana con un especial cariño ciñó a su hermano y a

Lizzie. Darcy los invitó a tomar asiento, mientras el Sr. Smith

les servía té.

–Sra. Darcy, ¿qué le ha dicho el médico de este embarazo?

Me tiene muy preocupada, desde que recibí su carta ya no

mandó más noticias –comentó la Sra. Bennet.

–Mamá, estoy bien, gracias –aclaró Lizzie.

–El médico la examinó ayer y nos informó que todo está en

orden –completó Darcy.

–Tiene mejor semblante que la vez anterior –observó la Sra.

Bennet.

–Te traje una caja grande de higos en diferentes conservas –

indicó Georgiana al tiempo que su cuñada agradecía–. Y

¿cuánto tiempo llevas de embarazo?

–Tengo doce semanas.

–Entonces, yo tenía razón. Patrick, ¿pronto iremos a Lyme?

–¡Ni que regalaran los bebés en Lyme! –exclamó Kitty.

–¿Acaso sigues pensando que vienen de París? –indagó

Lizzie con ironía.

Darcy vio a su esposa más segura de sí misma y eso le

inspiró serenidad.

–¡Doce semanas! Ya ha pasado el tiempo más complicado,

Sra. Darcy. Mi Jane lleva un mes más y Lydia en los

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próximos días dará a luz y estaré a su lado, aunque ella no lo

sabe. ¡Qué alegría tan grande me han dado mis hijas!, pero

estoy muy nerviosa –declaró la Sra. Bennet.

–Mamá, debes tranquilizarte; de lo contrario, cuando estés

con Lydia provocarás que el bebé nazca antes de tiempo –

indicó Mary–. He leído que se puede adelantar un nacimiento

con las impresiones fuertes.

–Yo me llevaría una fuerte impresión al ver llegar a mi madre

sin previo aviso –aclaró Lizzie, recordando aquella noche en

Londres.

Kitty se echó a reír, tapándose la boca con la mano para

disimular su carcajada.

–Entonces te avisaré, Lizzie –repuso la Sra. Bennet–. Pensé

que te gustaban las sorpresas. Recuerdo que tu padre me

contaba que te alegrabas mucho al verlo llegar de improviso;

pero cuando una está embarazada todo se transforma, se

altera con mayor facilidad y se vuelve muy susceptible.

¡Claro!, todo se debe a ese estallido de hormonas, según me

lo explicó mi médico en ese entonces.

–Me pregunto si tus hormonas están en orden, mamá –

expresó Kitty.

–¡Ay, hija! Yo ya pasé por todas las etapas hormonales, el

Dr. Donohue te lo puede decir.

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–Y sigues susceptible –anotó Mary.

Kitty rió.

Lizzie se levantó para encaminar a sus invitados a sus

habitaciones, pero Georgiana se ofreció para cumplir con las

obligaciones de recepción. Los invitados se retiraron con

Georgiana y los Sres. Darcy permanecieron disfrutando de

otra taza de té.

–¿Alguna vez pensaste que los bebés venían de París? –

inquirió Darcy.

–Sí.

–Espero no haberte decepcionado.

–No –declaró sonriendo–, ahora pienso que los bebés vienen

del cielo.

Darcy sonrió. Lizzie se acercó a él y lo besó delicadamente,

luego regresó al piano para interpretar alguna hermosa

melodía.

Pasado un rato, todos se volvieron a reunir en el salón

principal y a los pocos minutos la familia Bingley fue

anunciada por el mayordomo. Los niños entraron buscando a

Lizzie para felicitarla y luego los Sres. Bingley saludaron a

los presentes. La Sra. Bennet se acercó a Jane para

felicitarla.

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–¡Qué bueno que entre Jane y Lizzie se llevan poco tiempo

de embarazo! Así podré estar con ellas cuando nazcan sus

bebés en un solo viaje. ¡Dos nietos casi al mismo tiempo!

Casi como su boda.

Darcy y Bingley se miraron al escucharla. Lizzie los invitó a

sentarse nuevamente.

–¡Qué tranquilidad ver a mis dos hijas en buenas

condiciones!, y a mis nietos que crecen sanos y fuertes.

–Y a tus hijas solteras casi ni las volteas a ver –señaló Kitty.

Todos guardaron silencio y éste fue interrumpido por el Sr.

Gardiner.

–¿Qué tal le ha parecido la firma del tratado de Napoleón

con España, Sr. Darcy?

–¿La firma de un tratado? –inquirió Bingley.

–En octubre se rubricó una avenencia que obliga a España a

financiar las campañas de Bonaparte –comentó Darcy.

–¿Acaso no le basta con el dinero de los franceses? –ironizó

Lizzie.

–Y ahora quiere disponer de los barcos de guerra de los

españoles –aclaró Darcy–. El poderío de Bonaparte se está

incrementando. Carlos IV de España declaró la guerra a

Inglaterra por petición suya.

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–Unidos los ejércitos de España y de Francia, me imagino

que nos rebasan en número –supuso el Sr. Gardiner.

–Posiblemente eso es lo que busca Napoleón, pero los

números no equivalen a una buena estrategia –ilustró

Donohue.

–¡Ojalá que esto termine pronto! Todo el asunto de la guerra

me tiene muy nerviosa –afirmó la Sra. Bennet.

–¿También? –inquirió Kitty.

–¡Y a quién no! Si esta guerra se alarga, sabrá Dios cuánto

daño nos podrá causar en un futuro –comentó la Sra.

Bennet–. Si no fuera porque mi yerno está en prisión, tal vez

ya estaría en combate.

–¿El Sr. Wickham está en prisión? –preguntó Georgiana con

cierta satisfacción en la mirada.

–El Sr. Wickham tiene que pagar varias deudas pendientes y

otros daños ocasionados a mi hermana –declaró Lizzie–.

Espero que permanezca el tiempo suficiente.

–Y ¿cómo está Lydia? –averiguó la Sra. Gardiner.

–Me ha escrito varias cartas, dice que su embarazo ha

transcurrido con normalidad después de que el doctor le

levantó el reposo y que el pequeño Nigel se encuentra bien –

contestó la Sra. Bennet–. Ya pronto estaré con ella para

ayudarla. ¿Quién diría que teniendo tres hijas casadas, yo

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tendría más trabajo? Este año me ha tocado viajar a

Newcastle dos veces para ayudar a Lydia y también a

Londres para acompañar a la Sra. Darcy en su lamentable

pérdida. Y el próximo año vendré a auxiliar a mis hijas en

sus partos.

–Mamá, yo ya no soy primeriza, tal vez no necesites venir

tanto tiempo –sugirió Jane.

–Yo estaré encantada de venir a ayudarte, no eres primeriza

pero tienes tres hijos más y eso lo complica. Y Lizzie, ella sí

es inexperta y necesitará tanto de mi ayuda.

–Mamá, he aprendido lo suficiente de ti y de Jane con sus

hijos –aclaró Lizzie.

–No es lo mismo atender a tus sobrinos que cuidar a un hijo.

–Y no olvides tu obligación de hacernos carabina en los

bailes –señaló Kitty.

–Sí, por supuesto. Espero que esa obligación coseche pronto

sus frutos.

Todos voltearon a ver a Kitty y Lizzie preguntó:

–¿Acaso conociste a alguien en un baile?

–No, aunque esa pregunta deberías hacérsela a Mary –

declaró Kitty.

–¿A Mary? –indagó mientras todos la veían sorprendidos,

notando rubor en su rostro.

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Ella bajó la mirada ocultando sus emociones y guardó

silencio, mientras la Sra. Bennet explicaba:

–¡Es para no creerse!, pero yo fui testigo de eso. Un apuesto

caballero le pidió un baile a tu hermana y se lo concedió. ¡En

realidad bailaron dos veces!

–Y seguramente habrían bailado tres si las normas lo

hubieran permitido –aclaró Kitty, mientras Mary pedía al cielo

que se olvidaran del tema.

–¿Y a quién debemos ese milagro? –inquirió Lizzie

sonriendo.

–Al Sr. Posset, sobrino lejano del Sr. Morris. Es de las

Highlands, Escocia, y administra la hacienda de su familia.

Es alto, robusto, de cabello negro y ojos verdes, de aspecto

salvaje aunque de modales refinados…

–¡Parece que a ti también te gustó!

–Me encantaría verlo con su kilt.

–¿Y lo has visto después del baile? –preguntó Lizzie a Mary,

pero ella no respondió.

–El Sr. Posset regresó a su tierra –contestó la Sra. Bennet–.

No obstante, según nos dijo el Sr. Morris hace unos días, su

sobrino quedó muy impresionado con mi hija.

Lizzie observó a Mary pensativa, tratando de descubrir los

pensamientos que cruzaban por su mente, quería investigar

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la situación con ese caballero, pero era obvio que su

hermana no quería tocar el tema y menos con toda la familia

reunida. Sin embargo, consideró que hablaría con ella a la

primera oportunidad que se presentara.

El Sr. Smith le avisó a la Sra. Darcy que la cena ya estaba

dispuesta, todos pasaron al comedor y tomaron sus asientos.

Los niños fueron atendidos en una habitación adyacente, con

un menú especial dispuesto por la anfitriona.

–Supimos del incendio de su fábrica, Sr. Darcy. Todo

Londres se enteró y se comentó en diversos círculos, ¿es

cierto que las pérdidas fueron cuantiosas? –inquirió el Sr.

Gardiner.

–Sí, es cierto, pero afortunadamente hicimos algunos

movimientos, se pudo poner en marcha una nueva

producción y se está reconstruyendo la fábrica.

–¿Un incendio? –investigó la Sra. Bennet.

–Sí mamá, justo cuando estábamos en Londres con ustedes

–aclaró Lizzie.

–Ya entiendo por qué esa salida tan repentina.

–Pensé que el incendio era por otra razón –aludió Kitty

riendo.

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–Para este año que inicia, nos instalaremos en la fábrica ya

remodelada y adaptada para mejorar y aumentar la

producción –explicó Darcy.

–Me han dicho mis hermanos que en Gales se está

construyendo un nuevo medio de transporte que

seguramente revolucionará las comunicaciones –comentó

Donohue–. Le llaman ferrocarril, un invento de Richard

Trevithik, y que lo están experimentando en las minas de

carbón.

–Eso nos ayudaría enormemente para mejorar el transporte

de la mercancía, sin mencionar los beneficios que traería en

las minas –aspiró Bingley.

–Si apenas lo están probando, tal vez nos veremos

beneficiados después de varios años –señaló Darcy.

–Por cierto, antes de irnos de Londres esa mañana, vimos al

Sr. Philip Windsor y preguntó por la Sra. Darcy –recordó

Kitty–. Yo le dije que estaba en camino a Lyme con el Sr.

Darcy a un viaje de placer; espero no haber sido indiscreta.

–Tal vez ahora sí –masculló Lizzie.

–Y su viaje a Lyme, ¿cómo fue? –preguntó la Sra. Gardiner.

–Creo que los resultados hablan por sí solos –expresó Kitty

riendo.

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–Muy agradable tía, gracias –afirmó Lizzie, interrumpiendo a

Kitty.

–Y ¿cómo les fue con los Sres. Willis? –indagó Jane.

–El Sr. Willis es una persona muy fina y atenta, aunque no

puedo decir lo mismo de su esposa –resonó Lizzie–. Y

¿cómo se encuentra la Sra. Clare Donohue? Me pareció una

mujer muy agradable.

–Sólo a ti –cuchicheó Kitty.

–Muy bien, iremos a verlos para fin de año. Tengo entendido

que ya está esperando bebé –suspiró Georgiana.

–¡Qué buena noticia! Les mandamos nuestras felicitaciones.

–Con todo gusto, Sra. Darcy –respondió Donohue.

Al terminar la cena, Georgiana invitó a las damas a pasar al

salón principal a tomar el té. Darcy condujo a su mujer y en

el camino le preguntó:

–¿Cómo se siente, Sra. Darcy?, ¿gusta que la escolte a su

alcoba?

–No, todavía no.

–No quiero que te agites mucho.

–Estoy bien, gracias. Tomaré un poco de té y esperaré a que

regreses. Me falta algo muy importante por hacer: tu regalo

de navidad.

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Él sonrió, Lizzie tomó asiento, recibió la taza que le sirvió su

esposo y éste se retiró al comedor con los caballeros,

quienes lo esperaban para disfrutar en su compañía de una

copa de oporto. Cuando se reunieron con las damas, Lizzie

se acercó al piano, tomó asiento mientras que todas las

miradas se posaron en ella y empezó a interpretar melodías

propias de esa fiesta y algunas más, causando gran

asombro, sobre todo en la Sra. Bennet y en sus hermanas,

quienes desde soltera no la habían escuchado y

desconocían sus avances. Darcy, aunque no sorprendido, sí

se sentía envanecido. Después de animadas ovaciones de

los asistentes, Lizzie agradeció y Mary tomó su lugar

mejorando su ejecución. Finalmente Georgiana cerró con

broche de oro tocando el arpa de su madre. Todos

agradecieron y, cuando Lizzie se disponía a retirarse, la Sra.

Bennet le entregó un mediano paquete que abrió y sacó

unas sábanas bordadas por ella para la cuna de su bebé.

Lizzie, enternecida, correspondió a su madre con un cariñoso

abrazo, se despidió de todos y Darcy la escoltó a su alcoba

donde, agotada, se durmió casi en un instante. Darcy

regresó nuevamente para despedir a los Bingley, quienes

también se retiraron temprano y los demás se quedaron un

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rato más, escuchando a Georgiana que continuó su

interpretación en el piano.

Durante los siguientes días Lizzie pudo disfrutar de la

compañía de sus tíos y de Mary, mientras Darcy salía con

Bingley para ver lo relacionado con la reconstrucción de la

fábrica de telas. Kitty se había quedado con Jane ya que le

parecía muy aburrido estar encerrada en Pemberley debido

al cansancio de su hermana. A los Donohue, aunque se

hospedaron en la mansión, apenas los vieron en las cenas,

ya que desaparecían durante todo el día hasta que se fueron

a Gales, justo antes de que cayera la primera nevada, lo que

hacía más pesado su viaje.

Mientras Lizzie y Mary estaban reunidas en la sala privada,

haciendo alguna labor de aguja, Lizzie la invitó a la

confidencia, dándole toda la confianza para que se abriera.

–Según la descripción de Kitty, el Sr. Posset es muy apuesto

–espetó Lizzie.

Mary bajó su mirada, tratando de ocultar el brillo de sus ojos

pero no su rubor, que su hermana detectó de inmediato.

–Recuerdo que cuando vi al Sr. Darcy por primera vez sentí

una emoción que nunca había experimentado, como si mi

corazón hubiera saltado al descubrir que nuestras miradas

se encontraron, sentí correr la sangre por todo mi cuerpo y

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no pude evitar sonreír ante su cautivadora presencia –

declaró Lizzie–. Me encantó.

–Tú habías dicho que el caballero te había desagradado –

comentó Mary.

–Claro, el hechizo se opacó con su actitud posterior: no quiso

bailar conmigo aun cuando le sugerí la posibilidad y luego

aquel comentario. Pero esa intensa atracción estaba

presente, a pesar de que quería negarla a toda costa.

¿Cómo podría haberla reconocido ante mí y ante todos

después de escuchar lo que le dijo a Bingley? Cada vez que

advertía su cercanía me sentía tontamente feliz aunque

dijera lo contrario, me ponía nerviosa, con el pulso alterado y

lo observaba con discreción para descubrir en sus gestos

algún atisbo de interés.

–¿Y lo descubriste?

–No, el Sr. Darcy era una caja hermética para mí, hasta que

deseché toda esperanza y traté de continuar mi vida como si

él no existiera. Luego conocimos a Wickham y el Sr. Darcy

partió con los Bingley a Londres. Meses más tarde, Charlotte

me invitó a Kent y lo volví a ver.

–¿Lo viste en Kent?

–Allí fue la primera vez que me habló de sus sentimientos.

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–¿No fue en Longbourn, la mañana en que se

comprometieron?

–No, en realidad esa tarde rechacé su proposición.

–Pero si te sentías atraída hacia él.

–Sí, pero había un abismo que nos separaba, y ciertamente

yo no quería enamorarme de un hombre así. Me había

formado una imagen muy negativa de él.

–Y sólo por amor aceptarías casarte.

–Antes de irse de Kent me escribió una carta en donde me

aclaraba todas las dudas que yo le había expresado, mis

razones para declinar su proposición, y me di cuenta que

había estado en un error. Lo volví a ver cuando viajé con mis

tíos a Derbyshire y fue cuando observé que teníamos

muchas cosas en común, que disfrutaba de su compañía,

empecé a admirarlo como hombre al ver la relación que

sostenía con Georgiana y las personas que estaban cerca de

él, conocí muchas de sus cualidades que me cautivaron –dijo

suspirando.

–Y que te siguen cautivando.

–Terminó de robarme el corazón cuando supe que había

hecho algo que estaba en contra de su orgullo y de sus

prejuicios para ayudarme, aun cuando no perseguía ningún

beneficio.

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–¿Qué hizo?

–Él fue quien pagó el dinero que Wickham exigía para

casarse con Lydia.

–¿El Sr. Darcy? ¡No lo sabía! –exclamó azorada.

–Sólo mi padre, mis tíos Gardiner, Lydia y ahora tú lo saben.

Darcy quiere que permanezca en secreto, por lo que te pido

discreción.

–Y ¿por qué me lo cuentas?

–Supongo que para decirte que te quiero y que puedes

contar conmigo en caso de que lo necesites.

–Lizzie, creo que estoy enamorada –confesó nerviosa.

–¿Del Sr. Posset?

–Cuando lo vi esa noche tuve una sensación desconocida

que invadió todo mi ser y me llenó de terror, pero al ver que

me sonreía y se acercaba a mí, no pude evitar sentirme

especial ante sus ojos. Ningún hombre me ha mirado como

él lo hizo esa noche.

–Por eso aceptaste bailar con él –sonrió conmovida.

–Y me dijo cosas tan tiernas, toleró con amabilidad mis

errores en el baile por la falta de práctica y se ofreció a ser

mi compañero para ejercitarme. Lo vi dos días después

cuando me encaminé al pueblo, me escoltó en mis

menesteres, y de regreso… –titubeó, bajando su mirada–,

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me besó como ningún hombre lo había hecho y como no

quiero que lo haga ningún otro más. Sentí que me derretía

en sus brazos, él me sostuvo y me acogió con una ternura

que nunca pensé que pudiera existir. No sé cuánto tiempo

pasó pero fueron los momentos más felices de mi vida, no

quería que se fuera.

–¿Y luego? –preguntó, disimulando su temor a escuchar lo

siguiente.

–Se separó y seguí entre sus brazos, me perdí en sus ojos

verdes y en la sonrisa que me regaló y luego continuamos

nuestro camino. Casi no podía caminar, mis piernas estaban

sin fuerzas, así que agradecí que me ofreciera su brazo para

apoyarme, fue todo un caballero. Se despidió antes de llegar

a la casa y, al día siguiente, supimos que se había ido a

Escocia.

–Recuerda que un caballero es aquel que conserva intacta la

virtud de su dama hasta el matrimonio.

–Sí Lizzie, siempre he pensado así y a través de los años

hemos comprobado la veracidad de ese principio. No quiero

vivir las desgracias de Lydia. Aunque no sé si vuelva a verlo.

–Habrá que esperar a que regrese a Hertfordshire.

–Por eso quiero volver a casa pasando las fiestas.

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–¿Y me mantendrás informada, aunque sea por carta? –

preguntó, sintiéndose frustrada por no poder ayudarla mejor.

–Por supuesto.

Para la cena de año nuevo fueron invitados a Starkholmes,

pero los Sres. Darcy se disculparon con los Bingley debido a

un dolor en el vientre que se le presentó a Lizzie; el Dr.

Thatcher le pidió guardar reposo por unos días. La Sra.

Gardiner se ofreció a permanecer más tiempo en Pemberley

hasta que Lizzie se sintiera mejor. Pasado año nuevo, Mary y

Kitty regresaron a Longbourn y el Sr. Gardiner a Londres.

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CAPÍTULO XXXVII

Lizzie recibió carta de su madre, en la cual le comunicaba la

noticia del nacimiento del hijo de Lydia, afortunadamente

varón, como lo había deseado Lizzie. Todo había salido muy

bien, salvo por las constantes quejas que tenía Lydia por la

escasa capacidad de dormir que había tenido las últimas

semanas y que habían incrementado, como era natural,

después del nacimiento de la criatura. Entre tanto, Lizzie

guardó reposo durante unas semanas; la Sra. Gardiner la

acompañaba durante las mañanas mientras Darcy se

ocupaba de los negocios en su despacho, y por las tardes él

la cuidaba en tanto su tía visitaba Starkholmes.

Una mañana, el Dr. Thatcher fue a revisar a Lizzie. Darcy lo

acompañó hasta la alcoba y, mientras la examinaba, esperó

afuera. Pasados unos minutos, la Sra. Gardiner salió y le

avisó que podía pasar. Darcy entró y se acercó al doctor, que

estaba de pie al lado de la cama, donde yacía Lizzie.

–La Sra. Darcy se encuentra bien y el bebé está creciendo

muy rápido, se ve que será una criatura grande –comentó el

doctor mirando el vientre de Lizzie que se apreciaba de

mayor tamaño que en el embarazo anterior.

–¿Y mi peso, doctor? –indagó Lizzie.

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–Ya no me preocupa eso. Ya recuperó todo lo que perdió y,

dentro de los rangos recomendados, está en el límite

superior.

–¿Ahora me pondrá a dieta?

–No será necesario, al menos por ahora. Su rostro se ve

delgado, seguramente todo lo está aprovechando el bebé.

Continúe con su buena alimentación y con su suero diario.

Le pido que siga en reposo hasta la próxima revisión, sólo

como medida preventiva. Cualquier molestia que llegara a

sentir, me avisa por favor.

–Así lo haremos, muchas gracias doctor –afirmó Darcy

mientras se disponía a escoltarlo a la puerta.

–Si desea Sr. Darcy, yo lo acompaño –propuso la Sra.

Gardiner.

El Dr. Thatcher y la Sra. Gardiner salieron de la habitación.

Darcy se acercó a Lizzie, se sentó a su lado y puso la mano

en el vientre de su mujer.

–Me alegro tanto de que te haya encontrado bien y de que

este pequeño esté creciendo favorablemente. ¿Ya has

pensado algún nombre?

–¿Qué te parece, si es niño Christopher, si es niña

Stephany?

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–Me parece muy bien. Me alegro de que tus temores hayan

disminuido.

–Eso se lo debemos al Sr. Darcy, a sus cuidados, su cariño y

sus atenciones.

Darcy la besó en la frente y, al incorporarse, se tornó serio.

–¿Sucede algo?

–Tengo que reunirme con unos clientes de Londres.

–¿Te irás? ¿cuándo? –indagó con preocupación.

Darcy sonrió y Lizzie lo miró extrañada.

–No me iré, no quiero dejarte sola ni un día, y menos en

estos momentos.

–¿Entonces?

–Los he invitado a pasar unos días aquí para resolver los

asuntos pendientes. Tú continuarás con tu reposo, como te

dijo el doctor, y yo me encargaré de los huéspedes.

–Y ¿acaso vendrá la Sra. Willis?

–¡No! El Sr. Willis vendrá un día, sin compañía, cuando

tratemos el asunto de la porcelana. Por cierto, me dijo el Sr.

Willis que te manda felicitar su esposa.

Lizzie asintió.

–Aunque esos días estaré completamente ocupado y no

podré acompañarte en las tardes.

Lizzie sonrió.

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–Ya me has acompañado lo suficiente y te veré en las

noches. Además, si estás aquí, te puedo mandar llamar si te

necesito.

–En cualquier momento que lo desees.

–Le pediré a mi tía que se quede unos días más para que

permanezca conmigo.

–Así yo estaré tranquilo y trataré de resolver los pendientes

prontamente.

Lizzie sonrió, tomó la mano de su esposo que tenía sobre su

vientre y la movió hacia abajo, donde la criatura se estaba

moviendo. Darcy, al sentir esos movimientos casi

imperceptibles, sonrió inundado de satisfacción y la besó.

La reunión de negocios inició un lunes, después de que

arribaron los señores y fueron recibidos por Darcy, Bingley y

Fitzwilliam. Llegaron cinco de los clientes más importantes

de Londres y fueron hospedados en Pemberley, tres de ellos

venían con sus esposas, quienes afortunadamente eran

buenas amigas y habían hecho planes para ausentarse y

visitar los atractivos del condado durante el día, guiadas por

el Sr. Peterson, conscientes de que la señora de la casa

estaba delicada de salud. Las reuniones de trabajo

empezaban al concluir el desayuno y se realizaban en el

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salón principal, donde pasaban gran parte del día. Los

caballeros apenas salían a descansar un rato al jardín,

mientras se servía el té y café a media mañana y a media

tarde, momento en que Darcy aprovechaba para ver a su

esposa que estaba en su alcoba con su tía. La Sra. Gardiner

se retiraba esa media hora a su recámara mientras los Sres.

Darcy disfrutaban de su compañía en privado.

En una ocasión, Lizzie platicaba con su tía y le comentó:

–Es curioso cómo a veces desconocemos asuntos

importantes de nuestra propia familia, mi padre me había

comentado que se enamoró de mi madre apenas la vio y que

poco tiempo después pidió su mano, pero nunca me hubiera

imaginado lo que sucedió por parte de mi madre, hasta que

mi tío lo mencionó en alguna ocasión.

–Sí, recuerdo que yo también me sorprendí al escucharlo,

así pude entender un poco mejor a la Sra. Bennet.

–Y ustedes tía, ¿cómo se conocieron?

–El Sr. Gardiner se dedicaba al comercio en Londres, como

ahora, aunque era originario de Brighton, y mi padre contrajo

una cuantiosa deuda con él para salvar el negocio de la

ruina. Después de algunos años el Sr. Gardiner reclamó el

préstamo que le había facilitado, pero mi padre no estaba en

condiciones de hacer el pago, o al menos eso fue lo que dijo

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ya que por desgracia era aficionado al juego, por lo que le

sugirió la mano de su hija en matrimonio para saldar la

deuda.

–¿Cómo? ¿Su padre se atrevió a algo así?

–Mi padre distaba de ser un hombre ejemplar, como el tuyo,

y mi madre era la única que evitaba que hiciera locuras, pero

ella había fallecido meses antes. Entonces mi padre lo invitó

a cenar sin revelar las verdaderas intenciones que tenían.

Me pareció un buen hombre y disfruté de su agradable

compañía, hasta el día siguiente que por casualidad escuché

una conversación entre ellos en la que hablaban de las

condiciones de mi matrimonio y me di cuenta de que había

sido manipulada. Por eso mismo, dejé una carta a mi padre

expresándole mi desaprobación a ese compromiso y me fui a

casa de mis tías que vivían en Hertfordshire. Tus padres

vivían en Longbourn y tú ya habías nacido cuando los conocí

en una cena que mis tías ofrecieron a sus amigos, en la cual

también asistió el Sr. Gardiner.

–¿Fue a la cena? ¿Y usted, qué hizo? –preguntó mostrando

sumo interés.

–Me tuve que quedar, era la casa de mis tías que me habían

recibido con todo su cariño, no podía hacerles la grosería de

irme, aunque deseos no me faltaron. El Sr. Gardiner empezó

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a frecuentar la casa con periodicidad con el pretexto de

saludar a mis tías y siempre me sacaba conversación. Al

principio fue muy desagradable para mí, pero luego advertí

que la imagen que me había formado de él era muy distinta a

la que observé en los días subsecuentes, por lo que empecé

a sentir simpatía y afecto por él, aunque continuaba recelosa.

El Sr. Gardiner viajaba con regularidad a Londres pero los

fines de semana y días festivos regresaba, y un día me

entregó una carta de la vecina de mi padre en la que me

comunicaba que él había fallecido. Luego supe por la

imprudencia de la Sra. Bennet que su hermano había

destruido los pagarés que había firmado mi padre, con lo

cual cancelaba la deuda que pesaba sobre mi familia. Meses

después me propuso matrimonio, cuando nos habíamos

enamorado, y supe que el Sr. Gardiner había ido a

Hertfordshire a buscarme ya que le había causado una

excelente impresión en la primera cena y tenía interés de

conocerme mejor y de borrar la mala impresión que yo me

había llevado de esa conversación, en la que él únicamente

estaba escuchando la propuesta de mi padre pero que no

tenía intención de hacerla realidad sin antes haberse

granjeado mi afecto y mi aprobación.

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–¡Vaya! No quería creer que hubiera faltado amor cuando

contrajeron nupcias, si de alguien aprendí que un matrimonio

debe ser por amor es de ustedes. Por su ejemplo les estaré

eternamente agradecida, así como todo el amor que me han

brindado desde siempre. Y que se haya quedado unos días

más conmigo, es algo que jamás olvidaré, sé que casi nunca

se separa de mi tío.

–Tú eres como la hija que nunca tuve y estoy muy

agradecida de que hayas pensado en mí para ayudarte en

estos días.

–Tía, ustedes que ya sobrepasan los veinte años de

casados, ¿qué se necesita para que un matrimonio sea feliz

a pesar del paso de los años?

–En el matrimonio siempre habrá lágrimas, pero también

sonrisas. Deben procurar que las sonrisas sean más

frecuentes que las lágrimas: cultiven su amor a través de una

buena comunicación y de los detalles de cada día, buscando

siempre momentos divertidos en su vida de pareja,

construyan buenos recuerdos que esos son los que nos

inundan de felicidad todos los días y son los que recordamos

en la vejez, lo único que nos queda. Y esto también se aplica

a los hijos: los buenos recuerdos que hoy puedes construir

son los que conservarás para toda tu vida. Es muy

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importante la entrega al cónyuge y a los hijos todos los días y

saber apreciar las virtudes del otro, amándolo también con

sus defectos.

Lizzie le reveló los detalles de su historia de amor que la Sra.

Gardiner desconocía y pasó un momento muy agradable

entre recuerdos y risas.

Alguien tocó a la puerta y entró Darcy, se acercó a su esposa

mientras ella dejaba su bordado sobre la mesa y la Sra.

Gardiner se retiraba. Darcy tomó sus manos y Lizzie

preguntó:

–¿Cómo ha estado tu reunión?

–Todos los asistentes te mandan sus saludos y su

agradecimiento, pero en realidad me he dado cuenta una vez

más de que el único lugar donde quisiera permanecer es a tu

lado.

Lizzie sonrió, mientras acariciaba sus manos. Darcy la besó

en la mejilla.

–Y las señoras, ¿hoy se fueron a su paseo?

–Sí, hoy visitarán Matlock, el Sr. Peterson las escoltará. Y tú

¿cómo te has sentido?

–Bien, mi tía me platicó cómo conoció a mi tío. Me acordé

tanto de aquella noche…

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–Quisiera que de esa noche borraras todas mis palabras y

sólo recordaras mis miradas.

–No puedo creer que seas el mismo hombre, el único capaz

de herir mi orgullo de esa manera y que hoy está a mi lado

mostrándome todo su cariño.

–Tú sabes que no soy el mismo desde que me enamoré de ti

y espero nunca más haber lastimado tu orgullo, de lo que

estoy sinceramente arrepentido.

–No, después de eso fuiste ganando en gentileza.

–Aunque cuando te declaré mi amor y me rechazaste, mis

palabras fueron muy duras. Me disculpo por haberte

agraviado.

–Ya me habías pedido perdón, a pesar de que eran ciertas.

Yo creo que ese día, aunque fue difícil, necesitábamos

sincerarnos.

–Nunca nadie me había enfrentado de esa manera. Y nadie

más lo ha hecho.

–Te defendiste muy bien, yo creí que te espantarías.

–Eso habrías deseado.

–Eso habría hecho cualquier hombre que no fuera tan

inteligente como tú.

–Pero lo único que lograste fue que mi admiración por tu

persona incrementara. ¿Qué mujer resguardaría sus

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principios de esa manera sino aquella por la que valdría la

pena dar hasta mi vida, sólo para verla feliz? Siempre me

sorprendiste. Desde la noche en que te conocí, declarabas

con prodigiosa seguridad tu punto de vista.

Lizzie suspiró recordando esos momentos con emoción y

continuó:

–Pensé que después de esa noche no me volverías a dirigir

la palabra. Y cuando entré a Netherfield, la vez que Jane

enfermó, me recibiste con una cortesía de la que te creí

incapaz de mostrar a una persona como yo, y luego, cuando

me ayudaste a abordar el carruaje…

–¿Disfrutaste como yo de ese momento?

–Fue un momento mágico, nunca había sentido una emoción

igual que sólo pude sacar de mi mente al evocar las primeras

impresiones que tuve de ti desde aquel baile. Aunque con tu

galantería me quedé sumamente extrañada, mis ojos te

miraban con gran desconfianza y no dejaba de resonar en

mi memoria esas palabras.

–Esas palabras que quiero que olvides para siempre. Admiro

tu memoria, aun con tu embarazo, pero en estos casos

lamento que sea tan precisa.

–Desde aquella noche me quedé con la inquietud.

–¿Cuál inquietud?

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–Cuando te referiste a Jane como la chica más guapa del

salón; ¿alguna vez, aunque fuera sólo esa noche, te sentiste

atraído por ella?

–No mi Lizzie –contestó con una sonrisa–. Si Bingley se

hubiera referido como lo hizo, como la criatura más hermosa

que había visto en su vida, de alguna otra chica del salón,

igual le hubiera hecho segunda en su comentario con tal de

encubrir la excelente impresión que causaste en mí desde

esa noche. Impresión que ninguna mujer me había causado

antes y que sólo la has podido superar tú.

–¿Superar?

–Sí, cada día que pasa me percato de que tu belleza de

cuerpo y alma se incrementa y me enamoro más de ti.

Lizzie sonrió.

–Y ¿qué habrías hecho si Bingley se hubiera referido de mí

como la criatura más hermosa que había visto en su vida?

–¿Y se hubiera enamorado de ti?, no lo sé. ¿Acaso lo

habrías aceptado?

–No, siempre lo consideré un buen hombre, pero nunca lo

miré con buenos ojos para mí.

–Entonces yo habría luchado por tu amor y hoy te estaría

diciendo lo mucho que te amo.

Lizzie sonrió.

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–Y tú, ¿qué primera impresión tuviste de mi persona? –

investigó Darcy.

–Mi primera impresión…

–¿Tan mala fue?

Lizzie rió.

–No, no fue tal mala, llamaste mucho mi atención. Te veías

muy apuesto vestido de negro, sin duda el hombre más

gallardo y elegante que había visto en mi vida, que caminaba

imperiosamente entre tanta gente. Y cuando nuestros ojos se

encontraron, tan sólo un segundo, y desviaste la mirada,

pensé que tal vez te habría gustado y me imaginé por un

instante a tu lado. Me dio lástima al ver lo desgraciado que

te sentías con tu ceja inquisitiva y luego mucho enojo y

decepción cuando… –Lizzie se detuvo, pensando en que

haría sentir mal a su marido–. Desde este momento prometo

olvidar esas palabras.

–Recuerdo que mientras caminaba por ese pasillo, pensaba

que la gente sólo veía en mí al soltero millonario, calculando

lo que valía mi peso en oro, el candidato perfecto para

desposar a una de sus hijas, arrepintiéndome con toda el

alma de haber aceptado acompañar a Bingley al baile, tras

varias horas de persuasión. ¿Quién iba a imaginar que en

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ese lugar se encontraría escondida la mujer con la que

compartiría felizmente el resto de mi vida?

–Hoy le agradezco a Bingley que haya tenido la paciencia y

la perseverancia para finalmente convencerte.

–Y yo le agradezco a la Sra. Darcy, entonces Srita. Elizabeth

que, a pesar de mi orgullo y mis prejuicios, de mi altanería

que era resultado de una gran inseguridad, haya tenido la

gracia y la listeza para hacérmelo ver, y que haya soportado

con entereza y caridad todas mis desconsideraciones.

Darcy besó la mano de su mujer mientras ella le

correspondía con una sonrisa y, después de una pausa,

continuó:

–He pensado que sería conveniente que consideraras quién

te podría ayudar a cuidar de nuestro bebé.

–¿A cuidarlo? Darcy, yo quiero hacerlo. Me extraña que me

hagas esa pregunta –indicó bajando su mirada–. Lo hemos

deseado tanto, y hemos sufrido mucho esperando que

llegara y luego Frederic –explicó viéndolo a los ojos–. ¿Cómo

dejarlo al cuidado de una extraña cuando yo puedo estar a

su lado? Me aterro al pensar que le pudiera suceder algo por

el descuido de una mujer a quien le estaríamos confiando

nuestro mayor tesoro. Quiero disfrutar de cada momento de

su vida mientras crezca, que recurra a mí en caso de

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sentirse triste, jugar con él y enseñarle las cosas

maravillosas de la vida.

–Como tú lo decidas –declaró con seriedad.

–Pero ¿estás de acuerdo conmigo?

–Lizzie, sólo quiero verte feliz.

–Y ¿siempre estarás a mi lado? –preguntó con

incertidumbre.

–Sí, mi niña, siempre; es lo único que deseo desde que te

conocí.

Lizzie lo abrazó y él correspondió con afecto.

–Te prometo regresar en cuanto termine la cena.

–Y tus invitados ¿querrán irse a descansar tan temprano?

–No lo sé, le pedí a Fitzwilliam que se encargara de

atenderlos y de organizar alguna partida de cartas para

reunirme contigo a la brevedad.

Darcy la besó en la frente, se marchó y a los pocos minutos

la Sra. Gardiner estaba de vuelta.

Al salir el alba, Darcy fue a cabalgar con sus huéspedes al

bosque y cuando regresó, una hora más tarde de lo habitual,

fue a buscar a Lizzie a su alcoba; estaba con su tía

terminando el desayuno. La Sra. Gardiner se levantó de su

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asiento y se retiró a su habitación. Darcy se acercó y se

sentó a su lado.

–Creí que ya no vendrías a saludar –comentó Lizzie con

tristeza en su mirada.

–Lizzie, tú sabes que disfruto mucho de tu compañía aunque

sea por unos momentos –aclaró mientras acariciaba su

rostro con cariño–. Nos retrasamos en el paseo y a mi

llegada me entretuve con la Sra. Reynolds. ¿Sucede algo? –

indagó percatándose de su desconsuelo.

–No, sólo… sólo que te extraño mucho –indicó con los ojos

inundados de lágrimas.

Darcy la besó en la mejilla y la abrazó con inmenso cariño.

Minutos más tarde, él se retiró a desayunar con sus

convidados, deseando que pronto terminara la dichosa

reunión, preocupado por el actual estado de ánimo de su

esposa que, si bien sabía que era normal por su embarazo,

lo mantuvo reflexivo en el transcurso de las siguientes horas.

Durante la reunión con los clientes sus pensamientos

continuaban dispersos, tomó una hoja de papel y escribió

unas líneas, mientras los caballeros discutían algo

intrascendente y aburrido. Terminada su carta le pidió

discretamente al Sr. Smith que la llevara a su destinatario: la

Sra. Darcy.

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Lizzie, en su alcoba, leía su libro en compañía de su tía

cuando el Sr. Smith llamó a la puerta y entró para entregar

alguna correspondencia. Lizzie agradeció y le pidió que le

trajeran una jarra con agua para prepararse su suero. El Sr.

Smith asintió y se retiró, mientras Lizzie revisaba el

documento.

“Mi dulce amada: Mientras los caballeros continúan

libremente su acalorado altercado sobre una trivialidad, yo no

he dejado de pensar en ti, deseando que todo esto termine

pronto y pueda volver a tu lado para estrecharte entre mis

brazos y decirte de mil maneras diferentes que te amo con

todo mi ser. Anhelo con fervor ver nuevamente en tus labios

esa hermosa sonrisa que me motiva a luchar todos los días

por ti y por esa criatura que llevas en tu seno y que pronto

podremos conocer. Siempre tuyo, Darcy”.

Lizzie, al terminar de leerla, sumamente conmovida, cogió

una hoja y le escribió unas líneas que pidió a la Sra.

Reynolds entregara a la brevedad.

En el salón principal continuaban deliberando la misma

problemática cuando el Sr. Smith se acercó al Sr. Darcy para

entregarle una epístola que abrió inmediatamente,

observando algunas partes del papel todavía mojadas por las

lágrimas vertidas.

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“Mi amado esposo: Te agradezco de todo corazón las líneas

que me has escrito y que me han reconfortado en mi

abatimiento. Doy gracias a Dios por tenerte a mi lado, hoy no

puedo concebir mi vida sin ti. Cuando siento que puedo

perderte me inunda una enorme congoja, me he dado cuenta

de que dependo por completo de ti y eso me llena de

felicidad y de temor. Todos los días le suplico a Dios que te

conserve a mi lado, porque cuando te marches todo se habrá

acabado para mí.

Y, por otra parte, siento mucho miedo por los días que

vendrán: ¿todo saldrá bien?, ¿podré acariciar y besar a este

pequeño que ahora siento moverse dentro de mí?, ¿seré

capaz de educarlo para que sea una persona de bien? Mi

cabeza está llena de dudas sintiendo sobre mis hombros una

responsabilidad que desconozco si sabré llevarla a buen

término. La maternidad que antes deseaba con tanto fervor

ahora me atiborra de temor y me causa desconsuelo pensar

en que yo pueda ser el motivo de tristeza de las personas

que más amo: tú y nuestro bebé. Y ¿cómo no recordar a

Frederic que ahora estaría jugando a nuestro lado?

Perdóname, tú sólo me pediste mi sonrisa y yo he saturado

estas líneas con mis vacilaciones. Te extraño mucho, Lizzie”.

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Darcy, al terminar de leer la carta, se puso de pie en silencio,

dejando a los señores ponerse de acuerdo.

Lizzie, acompañada por su tía, seguía con su libro en la

mano, tratando de disimular la pena que sentía leyendo y

releyendo, con exiguo interés, el mismo párrafo que no

lograba entender, esperando que el reloj caminara más

deprisa. No quería preocupar a su tía que la había cuidado

con tanto cariño.

Alguien tocó a la puerta y ésta se abrió, al momento en que

entraba Darcy. La Sra. Gardiner, sorprendida de ver que la

visita era más temprano que los días anteriores, se puso de

pie y se retiró. Darcy se sentó en el sillón, al lado de su mujer

y la estrechó cariñosamente mientras ella rompía en llanto.

Darcy, después de unos minutos, mientras la seguía

abrazando, le habló al oído dándole ánimo y consuelo, la

seguridad que la había abandonado, las respuestas a todas

sus vacilaciones. Le indicó que compartía con ella la

responsabilidad de su hijo y que siempre podría contar con

su apoyo; le dijo cuánto la amaba y que la cuidaría y la

protegería hasta el final de sus días. Lizzie lo ciñó

fuertemente deseando, como su esposo en esos momentos,

que ni la muerte fuera capaz de separarlos.

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Lizzie, al sentirse más aliviada de descargar ese peso en su

marido, pudo serenarse mientras Darcy la consentía

acariciando su rostro y llenándola de sus besos.

Cuando Lizzie se reconfortó, Darcy la besó cariñosamente y

se retiró nuevamente a su reunión donde ya lo esperaban,

habiendo adelantado el descanso de la mañana para que el

Sr. Darcy no perdiera detalle en su ausencia.

A media tarde, en el siguiente receso, Darcy fue con su

esposa y en esta ocasión la sorprendió con un presente.

–Te he traído el motivo de mi retraso de esta mañana –

reveló Darcy entregándole una preciosa orquídea roja que

había encontrado esa mañana en el bosque y que el

jardinero había puesto en una maceta de porcelana.

Lizzie sonrió y la recibió mientras la Sra. Gardiner se retiraba

de la habitación.

–Nunca había visto una orquídea tan bonita, muchas gracias.

–Yo agradezco tu sonrisa que ya me ha iluminado el día.

–Perdóname por haberme sentido deprimida y hacerte pasar

un mal rato.

–No, sólo quiero que recuerdes que te amo y que haría lo

que fuera por verte feliz.

Darcy la besó cariñosamente y luego le dijo:

–¿Ya te sientes mejor?

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–Sí gracias, iba a escribirte una carta pero temí que fuera a

interrumpirte nuevamente.

–Y yo habría estado feliz de anticipar mi visita. En cuanto

acabe esta reunión me tomaré unos días de descanso que

quiero dedicar exclusivamente a mi esposa.

–Gracias por las hermosas palabras que hoy me dijiste, por

todo el cariño que me has brindado y el consuelo que ha

alegrado mi corazón.

Darcy correspondió besando su mano con ternura.

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CAPÍTULO XXXVIII

Había llegado el último día de trabajo con los clientes de

Londres, cuando tenían programado hablar de las ventas de

porcelana y esperaban al Sr. Willis para desayunar.

Llegaron los caballeros de su cabalgata y poco después

arribó el Sr. Willis, mientras Darcy iba a saludar a su esposa.

Luego fue el desayuno en el comedor con todos los

huéspedes y al concluir, las señoras se retiraron a su paseo

y los señores al salón principal para realizar la última sesión

de trabajo.

Como todos los días, a la hora del descanso, Darcy se

disculpó con sus invitados y se retiró por unos minutos.

Luego regresó y la jornada de trabajo siguió su curso normal

hasta que llegó la media tarde en donde las señoras

arribaron a la mansión, un poco antes de la hora

acostumbrada, con la sorpresa de que la Sra. Willis se había

unido al grupo de excursionistas. Los señores recibieron a

las damas en el salón principal, mientras Darcy y otro

caballero seguían discutiendo de algún asunto que había

quedado inconcluso.

Lizzie, al ver que su esposo no acudía a la hora

acostumbrada, mandó llamar a la Sra. Reynolds, quien subió

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sin demora con el té para las señoras. Tocó a la puerta y la

Sra. Gardiner le abrió.

–Muchas gracias, Sra. Reynolds –expresó Lizzie mientras le

servía una taza de té–. ¿Usted sabe si los señores siguen

trabajando?

–No Sra. Darcy, me parece que ya han terminado y las

señoras han regresado de su paseo. Todos están reunidos

en el salón principal, inclusive los Sres. Willis.

–¿Los Sres. Willis?

–Sí, la Sra. Willis llegó con el grupo de las señoras hace una

hora.

Lizzie se aturdió al saber que la Sra. Willis estaba en la casa.

En cuanto la Sra. Reynolds se marchó, Lizzie le pidió a su tía

que le auxiliara a cambiarse rápidamente porque tenía que

bajar al salón principal. La Sra. Gardiner le cuestionó sus

deseos, pero al ver la insistencia que mostraba su sobrina,

accedió sin entender bien lo que sucedía.

Mientras, en el salón principal, las damas platicaban del

paseo que habían realizado y los caballeros las escuchaban.

Darcy continuaba con el Sr. Connell aclarando unas dudas

cuando los Sres. Willis se aproximaron a ellos, quedando

junto a Darcy la Sra. Willis, quien, a propósito, se acercó más

de lo que las reglas permitían. El Sr. Willis y el Sr. Connell se

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apartaron dos metros de distancia para comentar algo

cuando toda la sala guardó silencio y los presentes se

pusieron de pie. Darcy, extrañado, volteó a la puerta

completamente sorprendido de lo que veía: su mujer había

bajado y se veía especialmente bonita. Lizzie, exasperada

por la compañía con la que había pillado a su esposo, lo veía

con severidad mientras él se acercaba para escoltarla e

introducirla a los invitados. Darcy hizo las debidas

presentaciones pero ella no puso atención a los nombres que

oía, sólo asintió y todos tomaron asiento.

–¡Qué gusto, Sra. Darcy, que se haya sentido mejor y

decidiera acompañarnos aunque fuera unos momentos! –

comentó la Sra. Connell.

–¿Acaso se ha sentido indispuesta? –indagó la Sra. Willis.

–El Dr. Thatcher le ha recomendado reposo, aunque es un

placer verla más recuperada –aclaró Darcy.

Las damas que estaban hospedadas en la mansión

expresaron sus deseos de cambiarse de ropa para la cena,

por lo que se retiraron a sus aposentos junto con los

señores, quedando únicamente los Sres. Darcy, los Sres.

Willis, la Sra. Gardiner y Bingley.

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–El Dr. Thatcher es un excelente médico, lástima que ya está

muy grande. Yo prefiero atenderme con médicos más

jóvenes, como el Dr. Donohue –explicó la Sra. Willis.

–¿Cómo se encuentran los Sres. Donohue? –averiguó el Sr.

Willis.

–Bien gracias, la Sra. Georgiana goza de buena salud y el

Dr. Donohue continúa atendiendo cada vez a más pacientes

–declaró Darcy.

–¿Y la Sra. Bingley? Escuché que está embarazada –

preguntó la Sra. Willis a Bingley.

–Así es, esperamos a nuestro hijo para mayo.

–Entonces debemos felicitar a los Sres. Darcy y a los Sres.

Bingley doblemente, por los próximos nacimientos –indicó el

Sr. Willis.

–Yo me guardo mi felicitación hasta que nazca –declaró la

Sra. Willis riendo, ya que conocía los antecedentes de Lizzie.

–Y ¿cómo están sus cachorros, Sra. Willis? ¿Siguen

ocupando el lugar más importante de su vida? –investigó

Lizzie.

–Mis cachorros son una monada, los adoro.

–Mientras no estén cerca de mí –murmuró el Sr. Willis.

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–Las personas que centran su vida en frivolidades alcanzan

una felicidad insignificante –aseguró Lizzie con serenidad,

ocultando su enorme disgusto.

–Sr. Darcy, cuando llegamos vi que tienen unos ejemplares

muy hermosos. He oído que la mezcla de yarborough y

meynell son excelentes por su estupendo aguante, fuerza y

mayor velocidad –glosó la Sra. Willis–. Me imagino que si

tiene de esos perros es porque le agradan.

–Sólo para la cacería –manifestó Darcy con poco interés.

–Y usted, ¿ha cazado muchos animales? Indudablemente es

un estupendo cazador, y le aseguro que no sólo ha atrapado

animales; usted con su porte y elegancia, su fino trato a los

demás, su personalidad emprendedora, me hace presumir

que tiene otras conquistas.

–Mi única conquista se encuentra a mi lado y, he de aclarar

que ella es la que me ha conquistado a mí con su dulzura y

su delicadeza –aseveró Darcy tomando la mano de su mujer.

–¡Ah, claro!, lo había olvidado; pero tal vez cuando nazca su

hijo lo pueda felicitar doblemente, al darse cuenta de que en

la vida no hay amores eternos.

–¿Acaso ya ha tenido esa experiencia, Sra. Willis? –inquirió

Lizzie molesta.

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–No, usted sabe que no tengo hijos pero tengo muchas

amigas que en cuanto nace su primer bebé, se acaba la luna

de miel y los maridos buscan otros intereses.

–Sí, sin duda hay muchos casos así, con hijos o sin hijos,

porque no han sabido cultivar el amor en su matrimonio, si es

que éste existió alguna vez entre ellos.

–Y usted, ¿si sabrá cultivarlo?

–El amor dentro de un matrimonio es de dos y ambos deben

cultivarlo cada uno a su modo.

–Sra. Darcy, ¿qué piensa hacer cuando nazca su hijo?

¿Usted lo va a cuidar o lo pondrá al cuidado de otra mujer,

tal vez una extraña, a la que su hijo llegue a querer más que

a su propia madre?

–Yo lo cuidaré, por supuesto.

–¿Quién mejor que nadie para cuidar a un bebé que su

madre? Estoy de acuerdo con usted; así podrá disfrutar de

su alegría, verlo crecer y enseñarle tantas cosas hermosas

de la vida... Dejemos pasar el tiempo, Sra. Elizabeth, él nos

dará la respuesta. Cuando nazca su hijo naturalmente

cambiarán sus intereses, ya no tendrá oportunidad de pasar

tanto tiempo a solas con el Sr. Darcy. Tendrá la mente

ocupada en otros asuntos, estará más cansada atendiendo a

su dulce criatura y su esposo se empezará a sentir solo,

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abandonado en su propia casa, aun cuando duerman en la

misma habitación. Es muy probable que ya no lo pueda

acompañar en sus viajes, al menos como acostumbraba, tal

vez por quedarse cuidando a su hijo enfermo o usted

convaleciendo, como ahora. El Sr. Darcy se enfocará más

tiempo al trabajo, con el negocio creciente tendrá que viajar a

lugares lejanos, por periodos indefinidos y tal vez encuentre

a alguien especial que llene su soledad. Puede preguntar a

matrimonios que tengan hijos, tal vez a sus hermanas.

Pregúntele al Sr. Bingley aquí presente cómo se sintió con el

nacimiento de sus hijos…

Bingley, titubeando, no supo qué contestar.

–La realidad se impone aunque no lo queramos –concluyó la

Sra. Willis.

–Yo pienso como la Sra. Darcy. Si los cónyuges se aman

profundamente, como es el caso de los Sres. Darcy, pueden

derribar cualquier obstáculo y seguir siendo felices como

hasta hoy –comentó la Sra. Gardiner.

–¿Cuántos hijos tiene, Sra…?

–Sra. Gardiner. No tengo hijos.

Todos guardaron silencio. El Sr. Willis tomó la palabra y

comentó con Darcy algunas inquietudes que tenía sobre la

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reunión. Pasada media hora, los demás convidados se

reunieron con ellos para la cena.

Lizzie invitó a todos los asistentes a pasar al comedor al

tiempo que Darcy le ofrecía el brazo para escoltarla y todos

tomaron asiento.

–¿La reunión ha sido provechosa, Sr. Connell? –inquirió

Lizzie mostrando tranquilidad, como si las palabras de la Sra.

Willis no le hubieran importado.

–Sí, Sra. Darcy, considerablemente. Le agradecemos toda

su hospitalidad.

–Hemos estado excelentemente bien atendidos en su casa y

también hemos gozado de los atractivos de la región. El Sr.

Peterson ha sido muy amable en mostrarnos los lugares de

interés –comentó la Sra. Connell.

–Yo disfruté la visita a la iglesia de Derby y me impresionó la

torre de casi sesenta metros de altura; seguramente es de

las más altas de Inglaterra –indicó la Sra. Lodge.

–Y cómo olvidar la visita que hicimos a Kedleston Hall –

reveló la Sra. Connell.

–Fue el hogar de la familia Curzon por varios siglos y la

construyó Robert Adams –explicó Darcy.

–Me encantaron las pinturas que decoran las diferentes

habitaciones de la residencia –declaró la Sra. Connell.

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–También el Sr. Peterson fue muy amable en llevarnos a la

mansión de Chatsworth House, ubicada en Bakewell –glosó

la Sra. Clairy–. Me habían hablado de ella pero me maravillé

al visitarla. El techo pintado por Verrio me fascinó y qué

hermosa chimenea, obra de Samuel Watson, según nos

dijeron.

–Yo disfruto mucho de ese paseo, sobre todo por las zonas

verdes y los asombrosos bosques que tiene la región –

expresó Lizzie.

–Pero el bosque que tienen en los alrededores de

Pemberley, Sra. Darcy, es como entrar en un paraíso.

Verdaderamente toda la propiedad es una belleza –anotó el

Sr. Marshall.

–La Sra. Darcy se ha encargado de conservar todo en

perfectas condiciones y de adornar bellamente los jardines –

esclareció Darcy.

–En realidad sólo le puse unos detalles. Este jardín siempre

ha sido muy hermoso –explicó Lizzie.

–Estos días han sido inolvidables. Hemos conocido lugares

excepcionalmente bonitos y hemos disfrutado de una

compañía maravillosa –dijo la Sra. Lodge.

–Pero sin duda todos hemos quedado muy conmovidos por

el detalle que el Sr. Darcy tuvo con su esposa. Los señores

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han contado ese relato varias veces y cada vez me quedo

más nerviosa pensando en que pudo haber sido un

accidente fatal –resonó la Sra. Connell.

–¿Cómo? –murmuró Lizzie sin entender lo que decía.

–¡Ah, sí! Ya me han contado la faena que tuvo que hacer el

Sr. Darcy para cumplirle su capricho –señaló la Sra. Willis.

–¿Mi capricho?

–Sí, la famosa orquídea que encontró en el bosque.

–Una hazaña que sólo un hombre enamorado es capaz de

hacer –aclaró el coronel Fitzwilliam.

–Afortunadamente sólo se lastimó el brazo, cuando pudo

sostenerse de la rama del árbol antes de caer desde más de

tres metros de altura –indicó el Sr. Lodge.

–Claro que si él mide casi dos metros, sólo le quedaba uno

por recorrer –se burló la Sra. Willis.

–Ese mismo árbol lo trepaba cuando era niño –explicó Darcy,

restándole importancia.

–Pero esta vez no consideró que la rama se pudiera romper

por el peso y pudiera caer pegándose en la cabeza contra la

roca. Y fue magistral lo que tuvo que hacer para rescatar a la

hermosa flor –recordó el Sr. Fellon.

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–Yo también me pongo nerviosa sólo de escuchar lo que

pasó. Y seguramente también la Sra. Darcy. Mejor hablemos

de otra cosa… –sugirió la Sra. Lodge.

Lizzie, a partir de ese momento, ya no escuchó la

conversación ni probó alimento. En su cabeza daban vueltas

todos los comentarios que había escuchado, recordando la

angustia que había sentido la mañana anterior cuando todo

estaba sucediendo aunque ella no lo supiera. Darcy, frente a

ella, la veía sabiendo lo que cruzaba por su mente y

esperaba que pronto concluyera la cena.

El banquete terminó y después de acompañar a sus

huéspedes con una copa mientras las señoras disfrutaban

del té en el salón principal, Darcy se dispensó y los

encomendó a Fitzwilliam.

–Pensé que esta noche nos concedería el honor de

acompañarnos más tiempo, Sr. Darcy –mencionó el Sr.

Lodge.

–Disculpen, pero mi esposa debe descansar.

Enseguida se retiró y fue a buscar a su mujer para escoltarla

a sus habitaciones, eximiéndose con las damas, quienes,

inclusive la Sra. Willis, se despidieron amablemente de los

Sres. Darcy. Ellos se marcharon en silencio a sus

habitaciones.

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Al llegar a la alcoba, Lizzie salió al balcón donde había

puesto la hermosa orquídea. Necesitaba respirar aire fresco

para tranquilizarse de la angustia que la abrumaba, pero ya

no pudo retener las lágrimas, mientras Darcy dulcemente la

abrazaba por la espalda.

–Perdóname Lizzie, vi esa hermosa flor en el árbol,

iluminada por el sol y se me hizo muy fácil ir por ella. Había

trepado tantas veces ese árbol.

–Por eso ayer no querías quitarte la camisa cuando…

–No quise preocuparte.

–Creí que ya no te gustaba sentirme.

–No, no. Sabes que eso nunca sucederá –respondió

estrujándola con amor.

–Y ¿pensabas que no me daría cuenta de tu herida?

Darcy guardó silencio, luego dijo:

–No me imaginé que fueras a bajar a cenar.

–Y yo no me imaginé encontrarte con esa compañía. Tal vez

prefieras estar con ella a venirme a visitar. ¿Te estuvo

coqueteando, como acostumbra?

Darcy se puso enfrente de ella, la miró a los ojos y la tomó

de los brazos con seguridad.

–¡No! ¡No crucé palabra con ella! ¡Ni siquiera la volteé a

ver!... Lizzie sabes que te amo y que sólo quiero estar a tu

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lado. ¿Cómo puedo hacer para que te convenzas de mis

palabras?

–Perdóname, estos días me he sentido muy insegura. Y

luego me pongo a pensar en todo lo que dijo esa mujer…

¡Ya no sé qué pensar! Tengo tanto miedo de que sus

palabras sean verdaderas…

–Lizzie, no quiero que te atormentes por lo que dijo la Sra.

Willis. Nosotros pensamos muy diferente a ella y vivimos una

realidad que ni en sueños ha podido imaginar esa pobre

mujer llena de insignificancia. No entiendo cómo pudo mi

amigo enamorarse de una mujer así.

Lizzie mostró irresolución con su mirada y Darcy continuó:

–Te prometo que lucharé por nuestro amor como lo he

venido haciendo desde que me enamoré de ti, todos los

días. Estoy persuadido de que tú también lo harás, como tú

misma lo dijiste. Que nuestro amor crezca o desaparezca

depende de nosotros, y yo diariamente le pido a Dios que

nos permita amarnos cada día más y nos dé la fortaleza y la

sabiduría para vencer los obstáculos que se presenten.

Lizzie abrazó a su marido y él correspondió con afecto.

Al día siguiente cuando Lizzie despertó, Darcy, que estaba a

su lado, la envolvió en sus brazos con cariño.

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–Pensé que irías a cabalgar hoy –expuso Lizzie.

–No preciosa, hoy quiero estar a tu lado. Sólo tendré que

presentarme al desayuno para despedir a los huéspedes,

luego te dedicaré todo mi tiempo. ¿También se regresa tu tía

hoy?

–Sí. ¿Vendrán los Sres. Willis?

–No.

Lizzie vio el antebrazo de su esposo vendado y le preguntó:

–¿La herida está muy grande?

–La Sra. Reynolds tuvo que ponerme algunos puntos.

–¿La Sra. Reynolds? No sabía que fuera enfermera.

–Aprendió curándome de mis caídas. Mi madre se afectaba

mucho cuando me veía lastimado.

–¿Acaso eras un niño muy inquieto?

Darcy asintió.

Lizzie se sentó, mientras la sábana se deslizaba sobre su

piel, tomó el brazo de su marido y le quitó con cuidado la

venda. Darcy la miraba con un enorme cariño mientras

acariciaba su espalda.

–Tendré que acostumbrarme a curar las heridas. Este bebé

se mueve mucho dentro de mí, seguramente afuera será

como su padre.

Lizzie detuvo su labor al sentirse dulcemente observada.

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–¿Me veo muy gruesa?

–¡Oh, no! –exclamó Darcy riendo–. No conozco mucho de

embarazos pero te aseguro que cualquier mujer encinta

envidiaría tu figura. Te ves encantadora.

Lizzie sonrió y continuó su labor. Cuando descubrió por

completo la herida se estremeció al ver el resultado de la

proeza de su esposo.

–Se ve más fea de lo que en realidad es –indicó Darcy–. Te

aseguro que no quedará cicatriz.

–No me importa la cicatriz, sino lo que pudo haberte pasado.

Lizzie se levantó, alcanzó un pañuelo y lo mojó con un poco

de agua; regresó, lavó la herida con cuidado y lo cubrió con

un lienzo limpio.

–Mis hijos tendrán una excelente enfermera.

Lizzie se acostó al lado de su esposo, lo abrazó

cariñosamente y le dijo:

–No quiero que te vuelvas a poner en riesgo otra vez.

–Si me abrazas tan bonito, no lo haré jamás.

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CAPÍTULO XXXIX

Los siguientes días Darcy cuidó de Lizzie y disfrutaron de su

mutua compañía. Lizzie se sentía un poco más segura y

gozosa de sentirse mimada por su marido, quien la colmó de

atenciones y detalles de cariño. Pasada una semana, Darcy

volvió a atender algunos asuntos durante la mañana y

acompañaba a Lizzie en su paseo en el jardín por la tarde,

ya que el Dr. Thatcher le levantó el reposo.

Una mañana en la que Bingley fue a trabajar con Darcy,

Jane fue a visitar a Lizzie con sus hijos y ella los recibió con

mucho cariño. Salieron al jardín para que los niños jugaran

con la Srita. Susan que acompañaba a Jane y las hermanas

se sentaron en una banca, observando el divertido juego

mientras platicaban.

–¿Te ha revisado el Dr. Thatcher? –preguntó Jane.

–Sí, vino hace unos días y dice que el embarazo va muy

bien, yo también me siento más recuperada.

–Me alegra oírlo.

–¿Cómo te has sentido tú, Jane?

–Estoy derrengada pero es normal. Los niños ya no me

dejan descansar como antes, aunque la Srita. Susan me

apoye.

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–Cuando Diana era bebé, ¿alguna vez sentiste que

necesitabas ayuda para cuidarla?

–Al principio, cuando nació yo no sabía cuidar a un bebé,

desde cómo cargarla, cómo bañarla, cómo vestirla, ¡cómo

alimentarla! Todo eso lo fui aprendiendo día a día y sí, al

principio me costó gran trabajo y habría deseado tener ayuda

sólo mientras aprendía a hacer todo, pero no la de mi madre.

–Sí, me imagino.

–Yo sentía mucha presión de su parte. Ella quería hacer

todo, me decía cómo tenía que hacer las cosas, me señalaba

continuamente mis errores y yo sólo deseaba ser la mejor

madre para mi hija y darle todo mi amor. Cuando pudimos

venir a Starkholmes, por fin aprendí a cuidarla sin la

vigilancia de la Sra. Bennet y fue más placentero. Allí decidí

encargarme de ella sin pedir ayuda. Fueron unos meses

repletos de gozo: verla crecer, disfrutar de su primera

sonrisa, observar su forma de descubrir al mundo, sentir su

alegría cuando percibía mi compañía, pensar que eres la

persona más importante para esa criatura a la que amas

tanto, que depende por completo de ti y que estás allí para

atenderla. Es un tiempo maravilloso que deseas que no

termine tan rápido y cuando ya ha crecido tu bebé anhelas

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volverlos a vivir con tu siguiente hijo, pero ya no es igual. Por

eso yo te recomiendo que disfrutes al máximo a tu bebé.

–¿Por qué?

–El amor que sientes por el siguiente hijo es igual que el

primero, pero ya no puedes darle la misma atención y

dedicación que le has dado al primogénito. Ahora tendrás

que atender a dos hijos que tienen diferentes necesidades,

diversos horarios, frecuentemente uno se pondrá celoso del

otro: el mayor quiere jugar contigo mientras el bebé quiere

comer y tal vez tú te mueras de sueño porque no pudiste

dormir la noche anterior. Ese es el reto cuando tienes dos

hijos y fue entonces que consideré que la Srita. Susan me

apoyara, mientras yo estaba con uno ella atendía a otro.

¡Claro!, las alegrías y los momentos de satisfacción se

multiplican porque ahora disfrutas de dos criaturas que ven el

mundo con ojos diferentes, aprenden de un modo distinto

aunque sean hermanos, y más si son de distinto sexo.

Siendo madre es como llegas a comprender la naturaleza

humana del hombre y de la mujer, las diferencias que existen

y lo maravilloso que se complementan.

–¿Fue difícil para Diana acostumbrarse a la Srita. Susan?

–Yo pienso que cualquier cambio en la vida de un niño

pequeño es difícil. Afortunadamente, la Srita. Susan me

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ayudó a cuidarla en los últimos meses del embarazo de

Henry, pero siempre es difícil para un hijo sentir que la

atención de la madre se divide. Los primeros meses después

del parto son muy complicados, primero aprendes a ser

madre, luego aprendes a ser madre de dos criaturas,

mientras los hijos se ejercitan en convivir con un nuevo

hermano; pero luego te llenas de satisfacción cuando los ves

crecer juntos, cada uno a su ritmo y a su forma, conviviendo

y jugando como hermanos, compartiendo todos los

momentos. Mientras Diana y Henry juegan y se divierten yo

puedo atender a Marcus, o los tres se ponen a jugar entre

ellos mientras yo los observo y siento las patadas que este

bebé da dentro de mí. Y Diana es un ángel, con sus cinco

años me ayuda a cuidar de sus hermanos.

–Esa niña tiene un corazón muy especial –indicó con cariño–

. Y tu relación con Bingley ¿se vio afectada de alguna forma?

–La llegada de los hijos, sin duda, para ellos también es un

gran cambio. Se inundan de alegría y quieren estar con su

pequeño cuando se desocupan del trabajo, lo cargan y lo

cuidan por un rato hasta que la criatura quiere comer o se

duerme en sus brazos. Ojalá todo fuera así. En las noches te

levantas varias veces para alimentar al bebé o cambiarlo y

lograr que se duerma otra vez, o cuidarlo cuando está

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enfermo, causando desvelo en ti y a veces en el padre,

provocando su irritación: él está desvelado y aun así tiene

que ir a trabajar y tú a veces puedes darte tiempo de dormir

mientras el bebé descansa. La conversación cambia de

tema: ahora se centra en los hijos, en lo divertido que fue tu

día con tal o cual cosa que uno u otro hizo, la travesura del

día, el berrinche que te inventó porque no consiguió lo que

quería o la enfermedad que uno pescó y el otro está a punto

de ser contagiado, si es que tú no te enfermas con ellos. Él

opina lo que debes hacer para educarlos mejor y trata de

involucrarse en el juego y en la formación de los niños. Ya no

hablas de ti misma, de tus pensamientos o de tus

sentimientos, de tus preocupaciones o de tus alegrías y, en

ocasiones, él sólo se limita a preguntar cómo están los niños.

Él habla de su trabajo pero evita molestarte con lo que

realmente piensa o siente o con sus problemas, porque toda

tu mente está orientada a los niños. Mientras tú te enfocas al

cuidado de los hijos y les buscas alguna actividad en donde

estén entretenidos y a la vez aprendan, el marido sigue

trabajando… A veces, los pocos momentos en que puedes

estar a solas con él para platicar, son interrumpidos por esas

criaturas a las que amas profundamente pero que a veces

desearías que no despertaran sino hasta el día siguiente.

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Luego, el marido se pone celoso porque ya no puedes

atenderlo como antes y surgen discusiones al respecto. Tú

estás cansada, agotada de entretener a los niños durante el

día y sólo te acuestas y te quedas profundamente dormida,

cuando él cultivaba la esperanza de estar contigo. Luego

esos deseos se van presentando cada vez más esporádicos,

sientes su alejamiento y empiezas a sentirte sola aunque

estés rodeada de tus hijos y tengas al lado a tu marido que a

veces te parece un extraño.

–Jane, ¿lo amas realmente?

–Sí Lizzie, me casé con él amándolo; tú fuiste testigo de mis

sentimientos. Y, a pesar de que nos hemos alejado uno del

otro, por las circunstancias de la vida, quiero luchar por

recuperar su cariño. Anhelo nuevamente platicar con él hasta

altas horas de la noche a la luz de la luna, reírnos de las

simplezas de la vida, salir a cabalgar, caminar en el jardín o

en el bosque como lo hacíamos antes, bailar con él, viajar.

Lo dejamos de hacer por los embarazos y la llegada de los

hijos. La maternidad es tan bonita que a veces te olvidas de

otra parte de tu vida también muy importante. Disfruta mucho

de tu bebé Lizzie, lo tendrás por muy poco tiempo, pero

procura no dejar esas actividades que gozas realizar con tu

marido y que son un medio de convivencia fundamental.

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–Pero, ¿has sido feliz con Bingley?

–Sí, he sido dichosa a su lado. Él es un buen hombre que me

ama y ama a sus hijos infinitamente; me respeta, me cuida y

cuida de nuestros hijos con cariño. Le estaré eternamente

agradecida por la vida que me ha dado y, sobre todo, por los

hijos que tenemos, quienes, sin duda, son lo más maravilloso

que me ha pasado en la vida. No puedo imaginarme una vida

feliz sin ellos a mi lado.

–Recién había fallecido mi padre, Lydia me comentó algo a

lo que le resté importancia en su momento. Me dijo que para

ti no era agradable estar con tu marido en la intimidad.

–Sí, así fue mucho tiempo, y me arrepiento tanto haber visto

a esos momentos como una obligación. Ahora que he

descubierto lo maravilloso que es estar con él, que él

aprendió a acercarse a mí, y ahora lo siento tan alejado, y yo

tan sola.

–Y, ¿qué piensas hacer?

–No lo sé Lizzie. He hablado con el clérigo y me dice que

estas crisis en los matrimonios son normales. Me ha

recomendado ser paciente con Charles, tratar de atenderlo

más, demostrarle mi cariño con detalles, interesarme más

por sus cosas, volver a realizar esas actividades en donde

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nos divertíamos juntos, buscar un acercamiento entre los

dos.

–Tal vez hoy podrías hacerle una cena romántica y buscarlo.

–Sí, también me lo sugirió, así como hacer un viaje nosotros

solos, sin los niños, para reencontrarnos nuevamente. Pero

con el embarazo eso es imposible, este bebé nacerá pronto,

luego lo amamantaré y tendré que atenderlo.

–Si quieres me puedes dejar hoy a tus hijos y con la ayuda

de la Srita. Susan los podré cuidar. O tal vez prefieras el fin

de semana, como si se fueran de viaje antes de que nazca

tu bebé, yo estaré encantada de tenerlos como huéspedes.

–Pero estoy embarazada, no puedo buscarlo.

–¿Por qué no? Es tu marido.

–Lizzie… no es correcto tener intimidad durante los

embarazos –dijo, como si fuera pecaminoso.

–Pues yo no pienso igual, y créeme, ha sido maravilloso.

Recuerdo que un día le prometí a mi madre nunca bailar con

el Sr. Darcy y ¡ahora no quiero que me quite las manos de

encima! –se burló de sí misma.

–¡Ay Lizzie! –se rió–. Y ¿qué piensa tu marido?

–Al principio estaba temeroso, hasta que habló con el Dr.

Donohue y aclaró sus dudas.

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–¿Y no hay problema con el bebé? ¿Has hablado con el Dr.

Thatcher?

–Sí, lo confirmé con el Dr. Thatcher y no, no hay problema, a

menos que él te lo indique.

–No lo sabía –suspiró y miró su vientre pensativa.

–¿Y por qué no preguntaste al Dr. Jones o al Dr. Thatcher?

–Lizzie, esas cosas no las puede preguntar una mujer.

–No estoy de acuerdo contigo, amar a tu esposo no es algo

incorrecto, pero si te sientes incómoda con la situación

también puedes hablar con tu marido del asunto y que él

pregunte, como lo hizo Darcy. Recuerdo que pasó una

mañana vergonzosa pero valió la pena.

–Charles y yo no hablamos de eso.

–Pues tal vez es tiempo de que empiecen. Puedes invitarlo a

cenar, podría continuar con una divertida plática a la luz de la

luna y luego…

–Para llegar a una plática divertida tendríamos que sentarnos

a discutir de lo que piensa cada uno en este momento; pero

tengo miedo. No sabría qué decirle: ¿que me siento sola

porque ya no se acerca a mí?, ¿que siento que no me

escucha cuando en realidad no me atrevo a hablarle de lo

que me preocupa? Situación que yo misma he provocado por

volcarme a nuestros hijos y olvidarme de él. No sé si logrará

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comprenderme. Tal vez sólo me responda que él también se

ha sentido abandonado y yo no lo escuché cuando me lo

dijo.

–Él te quiere y seguro te escuchará. Tal vez hoy la plática no

sea tan romántica o divertida, pero es necesario conversar

de su problema para resolverlo y lograr un acercamiento.

Este tiempo puede ser como un noviazgo: reencontrarse,

reconocerse, recomprenderse. Hay mil formas de manifestar

el cariño hacia la persona amada y hoy puedes empezar.

Puedes tener un detalle con él y sorprenderlo, acordarte de

algo que sabes que le agrada, procurar que hoy se sienta

más cómodo, decirle lo importante que él es para ti, a veces

con sólo regalarle una sonrisa él se sentirá complacido o tal

vez puedas ir a buscarlo mañana en su despacho para

llevarle el té y tomarlo con él.

–Hace tanto tiempo que no platico de eso con Charles y tal

vez me vea muy extrañado si hoy le ayudo a quitarse la levita

como lo hacía antes.

–Pues no dejes pasar más tiempo y habla hoy mismo con él.

Los caballeros se acercaron a buscar a las damas mientras

Diana, seguida por Henry, corrió a abrazar a su padre, quien

respondió con un enorme cariño.

–Lizzie, te agradezco tus palabras.

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–Puedes contar conmigo y con mis oraciones también.

Jane abrazó a Lizzie y Bingley se despidió de los Sres.

Darcy. Los Bingley se retiraron en su carruaje y Darcy le

ofreció el brazo a Lizzie para conducirla a su habitación. En

el camino, vio a su mujer muy pensativa y preguntó:

–¿Sucede algo?

Lizzie le platicó lo que había hablado con Jane hacía unos

momentos y al final cuestionó:

–¿Tú crees que las palabras de la Sra. Willis sean ciertas?

–Son ciertas para las personas que no tienen deseos de

luchar, que se conforman con llevar un matrimonio pasadero

y que no cultivan su cariño con esmero. En la vida siempre

habrá problemas, haya hijos o no, y estos problemas pueden

fortalecer una relación o destruirla, dependiendo de cómo los

afrontes. Me apena que Bingley no los haya podido enfrentar

como se lo sugerí.

–¿Tú ya sabías de esta problemática?

–Sí. Bingley habló conmigo hace un par de años.

–¿Acaso le diste algunos consejos de cómo acercarse a su

esposa?

–Entre otras cosas.

–¿Y si platicas con él nuevamente?

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–¿Para interceder por Jane? No Lizzie. Si él vuelve a solicitar

mi recomendación, por supuesto que le daré el consejo que

considere pertinente, pero no puedo inmiscuirme en su

relación, y tampoco tú.

–Tienes razón.

–Creo que con lo que le dijiste a Jane, si lo realiza, podrán

encontrarse nuevamente. Bingley es un buen hombre y

desea ese acercamiento desde hace mucho tiempo.

Al día siguiente, Lizzie se dedicó durante la mañana a iniciar

la pintura de los cuadros que había planeado hacer desde su

primer embarazo para decorar la alcoba de su bebé. Estuvo

acompañada por la Srita. Reynolds, quien le auxilió en su

labor en el taller de pintura. A media mañana, se limpió las

manos, se quitó el delantal, fue a la cocina a recoger la

charola de té que estaba preparada y se la llevó a su esposo,

quien trabajaba en el despacho. Al llegar, tocó a la puerta,

Darcy abrió y la recibió con gratitud.

–Sra. Darcy, le agradezco esta visita y que me haya traído el

té –indicó alegremente, tomando la charola para ayudarla.

Lizzie entró, seguida de su esposo, y le sirvió su taza. Luego

tomaron asiento.

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–¿También le sugeriste a Jane llevarle el té a su marido? –

curioseó Darcy.

Ella asintió con una sonrisa.

–Me conviene que platiques de eso con Jane. Normalmente

no vienes a mi despacho cuando trabajo.

–Sabes que no me gusta interrumpirte.

–Sabes que para mí es un placer atenderte.

–Gracias –dijo sonriendo–. Comprendo que estás muy

ocupado, pero hoy he pensado mucho en ti.

–¿Por qué?

–Mientras estaba pintando los cuadros, recordaba todos los

momentos que hemos pasado juntos y quiero agradecerte

que me hayas hecho tan feliz estos años. Cuando pienso

que mi vida podría haber sido tan diferente lejos de ti, valoro

tanto el amor que siempre me has demostrado. Con nadie

habría podido ser tan feliz como lo soy contigo.

–Soy yo quien tiene que agradecerte que me hayas permitido

entrar a tu vida aquella hermosa mañana y sentir el calor de

tu cariño que ha llenado mi corazón desde entonces.

Alguien tocó a la puerta y Darcy atendió. Era el Sr. Smith con

una correspondencia para su amo, él agradeció y regresó al

lado de su esposa.

–Es carta de Georgiana.

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Darcy la abrió y la leyó en voz alta:

–“Queridos hermanos: Les agradezco infinitamente la carta

que me enviaron con motivo de nuestro segundo aniversario

de bodas. Ciertamente la leí hasta un día después, ya que

Patrick y yo estuvimos juntos celebrando, como ustedes

acostumbran festejar las grandes ocasiones, a puerta

cerrada…”

Darcy se rió y dijo:

–Entonces sí escuché bien –y continuó la lectura–. “Patrick

ha tenido mucho trabajo, por lo que no hemos podido ir a

visitarlos, pero tengo deseos de verlos pronto y

aprovecharemos cualquier oportunidad. También, recibimos

de visita hace una semana a mi tía, Lady Catherine. Se le

veía más cansada y me quedé preocupada por ella, aunque

me aseguró que se encontraba bien. Se alegró mucho al

saber del embarazo de Lizzie por tu carta, Darcy, pero no te

ha respondido ya que ha estado enferma. Tal vez pronto

recibas noticias suyas…” ¿Mi tía se ha sentido indispuesta?

–masculló preocupado–. Me habías dicho que cuando vino la

revisó el Dr. Thatcher.

–Estuvo toda la mañana con él, pero no mencionó cómo la

encontró.

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–Le escribiré una carta para preguntar por su salud –dijo

reflexivo y luego prosiguió–. “Lizzie y Darcy: Aunque soy

inmensamente feliz al lado de Patrick, los extraño mucho,

pero me consuela pensar que también son muy felices

esperando a mi sobrino que pronto nacerá. Anhelo saber qué

será: sobrino o sobrina. Con cariño, Georgiana”.

Darcy, al terminar de leer la carta, suspiró.

–¿La extrañas mucho? –inquirió Lizzie.

–Sí.

–Yo también la echo mucho de menos.

–Y sólo podemos tener noticias suyas por carta.

–Darcy –expuso con vacilación–, tú podrías ir a visitarla.

–¿Y dejarte aquí sola? No.

Lizzie sonrió con tranquilidad.

A los pocos días, Darcy recibió una carta de su tía.

“Estimado Sr. Darcy: Me ha dado tranquilidad saber por su

carta del embarazo de su esposa y confirmar con la Sra.

Georgiana Donohue que todo va por buen camino.

Seguramente mi querida hermana estaría jubilosa al verlos

felices a ustedes, como me pude percatar durante los días

que estuve en Pemberley hace unos meses. Le extiendo mis

felicitaciones, agradeciendo su interés por mi persona y por

mi salud, la cual se ha visto afectada por un resfriado sin

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importancia. Le mando un saludo a la Sra. Darcy… Lady

Catherine de Bourgh”.

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CAPÍTULO XL

Lizzie, aunque cansada por lo avanzado de su embarazo, se

sentía bien. Los Sres. Darcy esperaban en el despacho al Dr.

Thatcher para la revisión que estaba programada para ese

día mientras ella leía su libro y su esposo escribía carta a su

tía. Lizzie detuvo su lectura y dejó el libro a un lado al tiempo

que se ponía de pie y se acercó a su marido. Él levantó la

vista y la miró con cariño.

–¿Desea que le afile la pluma, Sr. Darcy?

Darcy sonrió y le entregó su pluma. Lizzie se sentó en la silla

e inició su tarea.

–Hoy te ves especialmente bonita –indicó mientras

contemplaba a su mujer.

Lizzie sonrió.

–A ver si opinas igual después de un par de meses más.

–Mi opinión al respecto no puede variar porque tu belleza

resalta día con día. Y para entonces te verás preciosa

cargando a nuestro hijo.

Lizzie suspiró profundamente.

–Darcy, mi madre me escribió. Quiere venir para ayudarme

en el parto y en mi recuperación pero… ¡yo no quiero que

venga! Yo sé que es mi madre, pero sólo de pensar que

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estaría aquí tanto tiempo me pongo nerviosa. Quiero pasar

los últimos días de mi embarazo sólo contigo y después,

quiero disfrutar de nuestro hijo en tu compañía y sé que eso

sería imposible con ella de visita.

–¿Cuándo dice que vendrá?

–Me dijo que estará primero con Jane. Llegará en dos

semanas.

–Tal vez puedas invitarla unos días antes y hablar con ella.

–Y ¿qué le digo? Es mi madre y seguramente se ofenderá si

le digo que no quiero su ayuda.

–Le puedes decir que el Sr. Darcy no tiene deseos de recibir

su visita en esta ocasión.

–¿Cómo? ¡Eso es muy atrevido! –exclamó modulando la voz.

–Pero cierto. Así no se molestará contigo y no tendrá forma

de discutir el asunto. Si acaso se atreviera a replicar, sólo

dile que hable conmigo.

–Y todo acabará allí –declaró sonriendo emocionada.

–Lizzie, yo también quiero disfrutar esos momentos a solas

contigo.

El Sr. Smith tocó a la puerta y entró para anunciar al Dr.

Thatcher. Darcy se puso de pie, ayudó a Lizzie a levantarse

y ambos lo recibieron en el pasillo. Luego subieron a la

habitación donde entraron los tres. Mientras Lizzie se

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preparaba en su vestidor, el Dr. Thatcher le explicó a Darcy

las indicaciones que tendrían que seguir en esos últimos

meses. Cuando Lizzie salió, se recostó en la cama, se cubrió

sus piernas con la sábana y destapó su abultado vientre. El

Dr. Thatcher le preguntó mientras palpaba su abdomen:

–¿Ha tenido alguna molestia, Sra. Darcy?

–Me he sentido más cansada, al final del día regularmente

tengo dolor de espalda, en la noche me cuesta trabajo

acomodarme y duermo mal, me despierto a veces

percibiendo algún calambre y en ocasiones siento que el

vientre se endurece.

–Son contracciones, ¿son dolorosas?, ¿se repiten?

–No, sólo siento mi vientre rígido y no se vuelven a presentar

si me recuesto un rato.

–Todo lo que me dice es normal, le modificaré un poco el

suero para disminuir los calambres y le pido que preste

copiosa atención a las contracciones; también son normales,

pero no deben ser dolorosas todavía y muy esporádicas. En

caso de sentir algo fuera de lo normal me avisa de inmediato.

Su bebé se mueve mucho, será una criatura llena de vida.

Lizzie y Darcy sonrieron.

El Dr. Thatcher colocó su oído en el vientre de Lizzie para

escuchar los latidos del bebé, luego sobre su pecho

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encontrando su corazón en perfectas condiciones, revisó la

presión y apuntó sus observaciones en el expendiente.

Luego se puso de pie y se dirigió a Darcy:

–¿Gusta escuchar los latidos de su bebé?, ya se perciben

con claridad.

–Por supuesto.

El Dr. Thatcher le indicó dónde colocarse y Darcy apoyó su

cabeza sobre el vientre de su mujer por unos momentos,

escuchó levemente los rápidos latidos de su pequeño y sintió

sus movimientos. Darcy se incorporó colmado de

satisfacción y besó la mano de su esposa con cariño.

–La Sra. Darcy y la criatura se encuentran muy bien. Debe

continuar con su alimentación como hasta ahora, le enviaré

el nuevo suero y procure reposar con los pies en alto durante

el día para evitar que se canse demasiado. Puede realizar

sus paseos diarios en el jardín si lo desea, pero despacio,

siempre acompañada.

–Sí, doctor. Gracias.

Darcy lo escoltó hasta la puerta y regresó a su habitación

con su esposa. Se acercó a ella y Lizzie le preguntó

emocionada:

–¿Cómo se oían sus latidos?

–¡Perfectos! –exclamó dándole un beso en la mejilla.

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Lizzie sonrió tomando sus manos.

–También le pedí permiso para llevarte a un lugar.

–¿A dónde? –preguntó extrañada.

–En una semana inauguraremos la nueva fábrica de textiles

y me gustaría que me acompañaras.

–¿Y sí lo concedió?

–Me dijo que si te sientes bien podrás ir, que procuremos no

cansarte.

–¡Será un placer! –afirmó sonriendo–. Estoy muy orgullosa

de ti.

Darcy sonrió complacido.

Cuando ya todo estaba oscuro y soplaba una ligera brisa en

la habitación de los Darcy, Lizzie se despertó a pesar de su

cansancio a causa de un dolor en el vientre que la atemorizó.

Inmediatamente movió a su exhausto esposo que yacía a su

lado, zarandeándolo para que la escuchara.

–¡Darcy, hay que llamar al médico!

–¿Cómo?, pero si todavía falta tiempo –dijo sentándose con

la respiración agitada.

–Tengo contracciones –explicó con el tono de voz que

reflejaba el temor que la había invadido y que turbó a su

marido, imaginándose lo peor.

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Darcy se levantó deprisa, prendió una vela y se dirigió a

tocar fuertemente de las campanillas que tenían para llamar

al servicio. Enseguida, se dio cuenta de su desnudez y tomó

sus calzas y su camisa para colocárselas apresuradamente

para salir y pedir que llamaran urgentemente al médico.

Regresó preocupado al lado de Lizzie, quien continuaba

sentada en la cama, cubierta por la sábana y conteniendo el

dolor con las manos abrazando su vientre. Se sentó a su

lado tomando sus manos mientras pasaba el espasmo y se

adelantó a secar el rostro de su mujer que lo miraba

aterrada. Ambos recordaron lo que vivieron cuando Frederic

había fallecido, cada quien desde su punto de vista,

invadidos por un desasosiego que les aturdió el alma.

–¿Ya pasó el dolor? –preguntó Darcy sintiendo el vientre

suave otra vez junto con alguna patada del pequeño,

mientras ella asentía–. ¿Es muy doloroso?

–No como la otra noche –contestó con un hilo en la voz.

Respiró un poco aliviado, mientras apoyaba su cabeza

suavemente sobre el abultado vientre y rezaba para que todo

saliera bien.

–Darcy, tengo mucho miedo –dijo su esposa en medio del

llanto.

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–Debes tranquilizarte, el doctor ya viene en camino y yo

estoy aquí para cuidarte. ¿Te ayudo con tu bata?

Ella asintió.

Antes de haber transcurrido diez minutos, el dolor se volvió a

presentar y Lizzie se afianzó de la mano de su marido

cuando la Sra. Reynolds tocó a la puerta y entró apurada,

con un frasco en la mano.

–¿Ya llegó el doctor? –preguntó Darcy.

–No señor, pero puedo ayudar a la señora –dijo mientras

servía un poco del contenido del frasco en una cuchara y le

daba a su ama cuando había pasado el malestar.

–¿Qué es eso?

–Aceite de pescado, le disminuirá las contracciones. Ahora

tome un poco de agua, también ayuda –explicó ofreciéndole

un vaso lleno–. Tómelo despacio pero beba todo el

contenido.

Lizzie obedeció con las manos visiblemente temblorosas.

–Sr. Darcy, ayúdeme a acostar a la señora, no debe estar

sentada, y recuéstela sobre su lado izquierdo. Gracias, ahora

yo me quedaré con ella y usted puede retirarse.

–No, Sra. Reynolds, me quedaré con ella –indicó con

determinación, sin dar lugar a réplica, acercando una silla a

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la cama, se sentó y tomó la mano de su esposa, quien la

asió con fuerza.

Antes de la llegada del doctor, los dolores se volvieron a

presentar en tres ocasiones y los Sres. Darcy continuaban

temerosos de que el parto se desencadenara

prematuramente. La Sra. Reynolds se dedicó a prender

todas las velas de la habitación para que estuviera lista al

arribo del médico y luego colocó a la mano una vasija con

agua, jabón y toallas limpias. Cuando por fin llegó el médico,

se lavó las manos e inmediatamente empezó a revisar a la

señora que se encontraba en medio de la dolencia.

–¿La señora tuvo alguna actividad durante el día fuera de lo

normal? –indagó a Darcy palpando el vientre de la paciente.

–No, después de que usted se fue pasó el día

tranquilamente, estuvimos leyendo aquí –contestó el padre

preocupado.

–¿Bajó y subió muchas veces las escaleras?

–No, cenamos en la habitación.

–¿A qué hora iniciaron las contracciones?

–Hace casi una hora, cada diez minutos. La Sra. Reynolds le

dio una cucharada de aceite de pescado.

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–Muy bien, han adelantado mi trabajo, aunque le

suministraré sulfato de magnesio para que se detengan más

pronto las contracciones. Este bebé todavía no debe nacer.

Después del escrutinio al que fue sometida Lizzie, el médico

le suministró el medicamento en completo silencio y la

auscultó en el pecho y en el vientre.

–Sra. Reynolds, le agradezco su ayuda, puede retirarse.

Cuando la puerta se cerró, el doctor interrumpió a Darcy

cuando éste iba a hacer su obligada pregunta.

–Sr. Darcy, su esposa y su bebé se encuentran bien.

–¿Y las contracciones?

–Están bajando de intensidad y de frecuencia, gracias a lo

que le hemos dado a su esposa y pronto desaparecerán por

completo, pero le recuerdo que deben abstenerse de forma

definitiva a tener intimidad desde el séptimo mes si no

queremos llevarnos un susto mayor. La próxima vez podría

nacer antes de tiempo y morir en el intento.

–No lo sabía, de haberlo sabido…

–Creo que olvidé aclarárselo, disculpe mi omisión –dijo

mientras Darcy lo veía inclemente–. Por lo pronto, la señora

debe estar en reposo absoluto y en una semana vendré a

revisarla. Siga tomando el aceite de pescado como medida

preventiva. Seguramente estará cansada los próximos días y

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con mucho sueño, tal vez dolor de cabeza, pero es por el

medicamento que le suministré.

El médico permaneció una hora más, en la cual fueron

disminuyendo las contracciones hasta que éstas

desaparecieron por completo, volvió a revisar a la señora

que dormía profundamente y se retiró, dejando a un padre

preocupado y lleno de culpa que ya no pudo retomar el

sueño.

El Dr. Thatcher autorizó que la Sra. Darcy asistiera a la gran

inauguración de la fábrica de telas, esperada por toda la

familia. Aun así, un día antes Lizzie estuvo en la habitación

confinada probándose todos los vestidos con la costurera,

pero la sesión resultó ser un fracaso. La costurera, lejos de

ayudar a decidir a Lizzie el vestido que usaría al día

siguiente, le decía que todos eran muy bonitos y que le

quedaban bien, a pesar de que Lizzie se sentía incómoda

con lo que se pusiera, más cuando quería dar una excelente

impresión a su marido para que se sintiera orgulloso de ella.

¡Qué lejanos sentía los días en que su esposo no podía

apartar su mirada de ella!, aunque ese día había sido el

anterior.

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Agotada de tanto probarse y verse en el espejo con la panza

enorme, despidió a la pobre señora y se sentó en un sillón

para descansar su espalda, sin soslayar el llanto lleno de

frustración que había retenido por largo rato.

Así la encontró Darcy cuando la fue a buscar para escoltarla

al comedor, sentada sollozando con el rostro cubierto con la

mano que descansaba en el brazo del sillón, ataviada con un

lindo vestido de seda verde de manga larga, el último que se

había probado. Ciertamente el embarazo era imposible

ocultar, pero se veía muy hermosa, aun cuando ella lo

negaba rotundamente.

Darcy respiró profundo y cerró la puerta, caminó en silencio y

se sentó al lado de su esposa abrazándola cariñosamente. A

estas alturas del embarazo ya dominaba los estados de

ánimo cambiantes de su mujer, aunque no los extrañaba.

–¿Qué sucede, mi niña?

–¡No tengo nada que ponerme para mañana! ¡Ya me probé

todo y me veo gigante!

–Estás embarazada y con lo que decidas llevar te verás

divina.

–¡Me veo ridículamente colosal con cualquier vestido! Todos

me voltearán a ver para burlarse de mi tamaño y no te voy a

gustar.

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–El vestido que traes se te ve muy bien y es de mis favoritos,

recuerdo que la primera vez que te vi vestías uno del mismo

color y desde entonces no he podido dejar de mirarte.

–¡Ni siquiera puedo mirarme los pies cuando estoy parada!

–No necesitas verte los pies para que yo contemple tu

belleza.

–Lo único que quiero es que te sientas orgulloso de mí, y que

no tengas ojos para nadie más, pero en este estado eso es

imposible.

–Es tan posible y real que nunca me había sentido más

orgulloso de ti, ni más enamorado.

–¿Lo dices en serio?

–Sí, preciosa. Entonces ya está decidido, llevarás este

vestido.

–Pero ya está arrugado.

–Se lo daremos a la Sra. Reynolds para que lo tenga listo.

¿Quieres cenar aquí?

–Sólo quiero que me abraces –murmuró más tranquila, y al

poco tiempo se quedó dormida.

Esa mañana había salido el sol después de haber llovido con

intensidad los días anteriores. Lizzie, viendo por la ventana,

observó a Darcy que regresaba de cabalgar y salió al

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balcón para admirar el dominio que tenía su marido sobre

aquel enorme animal. Hacía mucho que no lo veía montar en

su corcel. Después de unos minutos, Darcy entró en la

habitación y se acercó a Lizzie, quien se introdujo

nuevamente en la alcoba y cerró la puerta del balcón,

luciendo majestuosamente el vestido verde escogido por su

marido.

–Te vi llegando en tu caballo –declaró Lizzie.

–¿Ya has superado tus temores?

–En realidad todavía no, aunque algún día tendré que

superarlos. Seguramente querrás enseñar a cabalgar a

nuestro hijo y yo me sentiré muy orgullosa de que lo hagas.

Darcy sonrió.

–¿Te sientes bien para ir al evento?

–Perfectamente, sin embargo no sé si este vestido sea el

apropiado.

–Te ves preciosa –aseguró presagiando otro cambio en el

ánimo de su mujer.

–Gracias, pero por lo visto hoy será un día caluroso y con

manga larga me voy a sofocar.

Lizzie se retiró unos minutos para cambiarse, luego salió y

solicitó su ayuda para abrocharse el vestido. Ella se puso de

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espaldas y él, lentamente recorrió la espalda con el dedo en

una delicada caricia, luego le dio un beso en el cuello.

–Será más difícil de lo que pensé –murmuró él en tanto ella

suspiraba.

Abrochó los botones mientras disfrutaba de su exquisito

aroma a lavanda y, admirado de la belleza de su esposa, le

ofreció el brazo para escoltarla al comedor. Al terminar el

desayuno salieron a la brevedad para dirigirse a la fábrica

con mucho tiempo de anticipación, ya que el carruaje no

debía avanzar a gran velocidad.

Cuando los Sres. Darcy llegaron, él ayudó a bajar a su

esposa cargándola cuidadosamente de su torso y se

encontraron con Fitzwilliam acompañado por dos caballeros,

los directores de la fábrica. Darcy presentó a Lizzie y los

señores la saludaron con cortesía y se introdujeron a las

instalaciones. Había numerosas personas reunidas: todos los

trabajadores con sus familias, el alcalde de Derby, algunas

amistades de la familia Darcy, los clientes de telas de

Londres, de Oxford, de Bristol. Asimismo se encontraban los

Sres. Windsor y los Sres. Bingley, y para sorpresa de los

Sres. Darcy, los Sres. Donohue también habían asistido.

Georgiana se acercó a sus hermanos y los ciñó con cariño,

acompañada de su esposo que se había escapado de la

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capital para complacer a su esposa y poder acompañar a su

familia en un evento de tal importancia.

–¡Vaya! ¡Qué sorpresa! –exclamó Darcy jubiloso.

–Por fin Patrick se pudo ausentar unos días –explicó

Georgiana–. Tenía muchos deseos de verlos.

–Yo también, hermana querida –dijo besándola en la frente.

–Ha habido mucho trabajo en el consultorio y casi

milagrosamente me han dado libres unos cuantos días. Sé

que para Georgiana este evento es importante –declaró

Donohue.

–Sí, la fábrica de telas de mi padre ahora se reinaugura

gracias al esfuerzo de mi hermano –afirmó Georgiana.

–Yo diría que más bien es una refundación, prácticamente

empezaron a partir de cenizas, eso sólo el Sr. Darcy puede

hacerlo –indicó Lizzie orondísima mientras su marido la

estrechaba de la cintura.

La gente se acercó a saludar a los Sres. Darcy, aunque

Darcy siguió su camino para conducir a su esposa a una

mesa que estaba preparada para ellos para que pudiera

sentarse, seguidos por sus hermanos. Allí ya se encontraban

Jane y Bingley, las hermanas se saludaron con cariño y

luego tomaron asiento. Darcy correspondió al saludo de

algunos de sus colonos que alcanzaron a acercársele y a

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mostrarle su agradecimiento por la ayuda que recibieron de

él en tal o cual situación. Darcy volvió a su lugar y todos

tomaron asiento, los Donohue se ubicaron en las primeras

filas. En la mesa los acompañaban también los directores de

la fábrica y el alcalde, quien tomó la palabra para dar un

mensaje.

–“Hace más de dos décadas el Sr. Vincent Darcy, junto con

su hijo que hoy preside la mesa, colocó en este mismo sitio

la primera piedra con la que se inició la construcción de la

que se convertiría en la fábrica textil más importante del

condado, y años más tarde, gracias al excelente crecimiento

que ese niño impulsó, se posicionó como la fábrica más

importante de Inglaterra en su ámbito, dando trabajo a

cientos de familias de la región. Como es del conocimiento

de todos, el año pasado hubo una desgracia que destruyó el

lugar, arruinó el producto de varios meses de trabajo de

todas las personas que laboran aquí, hubo heridos que

afortunadamente nos acompañan ya totalmente

recuperados. Hoy nos encontramos en esta fábrica que se

encuentra completamente reconstruida, ofreciendo más

trabajo a nuestra comunidad y enormes satisfacciones a todo

el condado gracias a ese niño que antes acompañaba a su

padre y que ahora ha transformado a esta industria en la

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más importante de todo el Reino Unido: el Sr. Fitzwilliam

Darcy”.

Todos los asistentes aplaudieron entusiasmados, mientras

Darcy agradecía sin concederse la importancia que le habían

atribuido.

Uno de los directores se puso de pie y dijo:

–“Recuerdo la vista que ofrecía este lugar hace un año,

aquella noche que fue iluminada por las llamas que ardían en

toda la construcción, viendo destruirse el trabajo de cientos

de nuestros empleados, y con ello los sueños y las ilusiones

de sus familias. También recuerdo la colaboración que

recibimos de muchos de ustedes, ajenos a esta fábrica, para

ayudarnos a sofocar el incendio. El Sr. Darcy fue avisado de

la desgracia y estuvo con nosotros apenas regresó de

Londres, sacando escombros y revisando lo poco que había

quedado, visitó también a los heridos y a sus familias,

dándoles la confianza de que todo se resolvería aun cuando

el panorama se veía oscurecido. Vimos cómo en una noche

el trabajo del Sr. Vincent Darcy era demolido por el fuego y

hoy vemos cómo continúa, tras varios meses de intenso

trabajo, gracias a la preocupación, al esfuerzo, a la

dedicación, a la fortaleza y la esperanza que el Sr. Darcy

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siempre mostró. Por eso, a nombre de todas las familias de

las fábricas, le ofrecemos nuestro agradecimiento”.

Los presentes aplaudieron y el alcalde retomó la palabra:

–“Aunque estamos en un evento de la fábrica de textiles, por

petición de mucha gente aquí presente, queremos darle un

reconocimiento al Sr. Darcy de parte de todo el condado por

su extraordinaria labor en nuestra sociedad. Por un lado,

llevar al auge a las empresas familiares que él recibió desde

la enfermedad de su padre, así como haber emprendido en

la industria de porcelana que ahora pertenece a su familia y

que ha hecho posible un desarrollo inimaginable para sus

fundadores, los Sres. Bush, colocando muy en alto el nombre

de nuestra localidad, ya que ha llevado productos de

excelente calidad a las ciudades más importantes de nuestro

país, de Irlanda y de Gales. Y, por otro lado, toda la ayuda

que el Sr. Darcy ha otorgado a obras de caridad y el apoyo

desinteresado que varias familias han recibido de su parte.

Sr. Darcy: le agradecemos toda la generosidad que ha

mostrado y su preocupación por el bien común de nuestra

sociedad”.

Todos los invitados se pusieron de pie y dieron ovaciones, al

tiempo que Darcy se levantó de su lugar para recibir un

obsequio que le tenían preparado: una charola de plata con

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una leyenda que resumía el motivo de su reconocimiento. El

alcalde se lo entregó y le solicitó que dirigiera unas palabras

a los asistentes. Darcy, renuente a la petición, accedió por la

insistencia de su amigo y, cuando todos guardaron silencio,

expresó:

–Les agradezco a los presentes su asistencia y todo su

apoyo para hacer posible que esta fábrica fuera reconstruida

en tan poco tiempo. El maravilloso resultado que hoy

podemos ver es fruto del esfuerzo de cada uno de los

trabajadores de esta industria y el apoyo de sus familias; y

digo lo mismo para las demás empresas que indignamente

administro, pero que me han llenado de grandes

satisfacciones. También agradezco a mis más cercanos

colaboradores, el coronel Fitzwilliam y el Sr. Bingley, al señor

alcalde, de quien recibimos un invaluable apoyo después del

siniestro, a mi familia, a mi hermana la Sra. Donohue y a

alguien muy especial, que me ha acompañado y motivado

con su presencia y su alegría en todo momento, la Sra.

Darcy.

Nuevamente los asistentes aplaudieron por varios minutos,

Darcy se acercó a su esposa y la besó en la frente en tanto

ella lo rodeaba del cuello dándole sus parabienes y

mostrando toda su admiración, él le enseñó el obsequio que

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había recibido y tomaron asiento. El alcalde volvió a tomar la

palabra para proceder formalmente a la inauguración de la

fábrica. Acto seguido, se realizó un recorrido por las

instalaciones del lugar, y luego se sirvieron algunos

bocadillos y vino, acompañando la convivencia con música

de fondo que deleitó a los asistentes. Lizzie, sintiéndose muy

orgullosa de su esposo, lo acompañó en su recorrido y en el

convivio; pero Darcy, preocupado de que no se cansara, le

instó a que tomara asiento con Jane, que había permanecido

en la mesa principal.

Después de transcurrido el tiempo de obligada presencia,

Darcy se retiró con Lizzie y con los Sres. Donohue y

regresaron a Pemberley. Llegaron a media tarde y Lizzie

mostró deseos de irse a descansar a su alcoba, por lo que

Darcy la acompañó y los Donohue hicieron lo mismo, ya que

habían salido de madrugada.

Mientras Darcy le daba un masaje en la espalda para

disminuirle el dolor, Lizzie le dijo:

–Estuvo preciosa la ceremonia, muchas gracias por haberme

invitado. Me sentí la esposa más feliz de la tierra al ver todo

lo que has logrado como empresario, ya que cualquier

proyecto que te propones sale adelante. Pero lo más

importante de todo es el invaluable cariño que las personas

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te tienen y que has ganado al preocuparte por ellas y

apoyarlas cuando más lo necesitan, esa es la razón por la

que me enamoré de ti.

Darcy sonrió.

–Y te agradezco que te hayas referido tan bonito sobre mí –

continuó Lizzie.

–Es lo menos que podía hacer, sabes que mucho de ese

crecimiento en las empresas te lo debo a ti.

–¿A mí?

–Tú me has motivado con tu alegría y tu sonrisa a alcanzar

metas que antes sólo había soñado, pero que ahora son una

realidad.

Los Donohue permanecieron en Pemberley los siguientes

días y pudieron convivir con sus anfitriones en los desayunos

y en las cenas, ya que durante el día desaparecían, al igual

que Lizzie, quien prefería reposar en sus aposentos leyendo

su libro, acompañada por la Sra. Reynolds mientras Darcy se

ausentaba.

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CAPÍTULO XLI

Las Bennet arribaron a Pemberley cuando los Sres. Darcy y

los Sres. Donohue ya las esperaban para la cena. La Sra.

Bennet saludó con infinito cariño a su hija, mostrándose muy

entusiasmada con el próximo nacimiento. Lizzie las invitó a

pasar a sentarse y tomar una taza de té que el Sr. Smith le

ayudó a servir.

–¿Cómo les fue en el viaje? –indagó Lizzie.

–Muy bien, gracias –respondió la Sra. Bennet–. A pesar de

que salimos a buena hora de Longbourn para evitar viajar

con tanto calor, los caballos se agotaron y perdimos mucho

tiempo en esperar a que descansaran y se recuperaran.

¿Cómo se encuentra la futura madre? ¡Estoy tan

emocionada!

–Bien mamá, gracias.

–¡Creí que ya no llegaríamos a tiempo para el parto de Jane!,

pero Lady Lucas me pidió encarecidamente que asistiéramos

a una cena que dio ayer en su casa. ¡Estuvo tan agradable!

No me arrepiento de haberla complacido.

–¿Cómo está la familia Lucas?

–Todos se encuentran muy bien. Le envía muchos saludos la

Sra. Charlotte Collins, también asistió a la velada.

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–¿Fue con sus hijos?

–Sí, aunque no estuvieron en la cena. Parece que alguno

estaba enfermo, seguramente la niña, que dice que es la

más enclenque; no como mis nietos que son unos niños

maravillosamente sanos y bien educados.

–Yo he visto que tus nietos se enferman como todos los

niños, mamá –afirmó Kitty.

–No como todos, la niña Collins es especialmente enfermiza

y hasta ahora sabemos la razón. Parece que la madre no se

alimentó como debía durante el embarazo y allí están los

resultados. ¿Cómo es posible que el Sr. Collins haya

descuidado ese aspecto tan importante de su esposa? ¡Ay,

Lizzie!, gracias a Dios me escuchaste cuando te aconsejé

rechazar a ese hombre cuando te habló de matrimonio.

–¿Tú me aconsejaste? –examinó Lizzie, recordando una

historia completamente diferente.

–Me alegro de que tú, Lizzie, estés tan bien. Se ve que tu

bebé se ha alimentado estupendamente y será una criatura

muy sana. Y aquí está el Dr. Donohue para corroborarlo.

¡Qué bueno que ya estamos aquí! En unos días, si no nos

avisan antes, iremos a ayudar a Jane con sus niños y con

todo lo que necesite, seguramente ya está muy cansada.

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–¿Ya podremos? –indagó Kitty–, yo no he venido a cuidar

niños.

–Entonces ¿vienes a pescar un marido? –curioseó Lizzie–.

¿Acaso en la cena de los Lucas no había algún caballero?

–No que despertara mi interés.

–¿Acaso tal hombre existe? –indicó burlándose, ocasionando

que Darcy se riera, aun cuando procuró guardar la

compostura.

–Todavía hay hombres que viven en el siglo pasado, que

piensan que el agua les va a ocasionar alguna enfermedad y

que únicamente se perfuman y se cambian de camisa para

estar presentables, aunque usen cloro para que ésta luzca

reluciente.

–Me alegro de que, al menos, seas selectiva.

–He leído que en la Antigüedad, los romanos acostumbraban

pasar mucho tiempo en las termas colectivas, sabiendo la

importancia que tiene el cuidado del cuerpo, inclusive hasta

en la Edad Media. No me explico en qué momento se perdió

la costumbre del baño diario –reflexionó Mary.

–Mis colegas médicos del siglo XVI pensaban que el agua,

sobre todo la caliente, debilita el cuerpo haciéndolo propenso

a las enfermedades, por lo que la gente empezó a perder el

hábito de la higiene, hasta pensar que con cambiarse de

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ropa era suficiente. Pero esto a todas luces es falso y hasta

ahora los médicos estamos luchando por erradicar estas

ideas –explicó Donohue.

Terminada la cena, Lizzie manifestó deseos de retirarse a

descansar y Darcy la acompañó a su alcoba, donde ella se

durmió casi en un instante. Luego Darcy bajó, ya que tenía

una partida de ajedrez pendiente con Donohue, quien

escuchaba la música que su esposa interpretaba al piano en

compañía de las damas que jugaban cartas junto al hogar.

A la mañana siguiente, mientras Lizzie terminaba de

alistarse, Darcy entró jubiloso. Ella se puso de pie, Darcy se

acercó y le tomó las manos.

–Hoy te fue bien en tu paseo y seguramente ganaste la

partida –señaló Lizzie.

Darcy la besó en la mejilla, recordando que el juego de

ajedrez se había rescindido.

–¿Pudiste descansar anoche?, estabas agotada.

–Sí, cada día me canso más, aun cuando mi actividad sea

reducida.

–¿Quieres que cancele la visita a Starkholmes?

–No, quiero ver a Jane aunque sea unos momentos y luego

regresaremos a casa. Mi madre y mis hermanas saldrán a

Derby.

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–Me alegro, hoy quiero pasar el día contigo.

–¿Y Georgiana?, la has visto poco; pensé que querrías pasar

el día con ellos. Sólo estarán unos días más.

Darcy sonrió y Lizzie lo miró extrañada.

–Aunque siempre agradeceré el tiempo que quieras

dedicarme –completó ella.

Después de ayudarle a ponerse su hermoso collar, le ofreció

el brazo para custodiarla hasta el salón principal donde ya se

encontraban reunidas las Bennet. Los Sres. Darcy las

saludaron y les ofrecieron tomar asiento en tanto los Sres.

Donohue bajaban a desayunar.

–Ayer por la noche advertí mucho alboroto en el pasillo –

comentó la Sra. Bennet–. Se escuchaban las voces alteradas

del Sr. Darcy y del Dr. Donohue.

–Yo también las oí, abrí la puerta de la alcoba pero

únicamente vi subir y bajar a la Sra. Reynolds corriendo –

indicó Kitty.

–¿Qué pasó anoche? –preguntó Lizzie a su marido.

–Todo está bien –respondió Darcy.

–¿Acaso no escuchaste? –indagó la Sra. Bennet–.

Seguramente estabas profundamente dormida, pero yo sé

que algo serio ocurrió para que los señores estuvieran tan

perturbados. Yo me asusté mucho Lizzie, pensando en que

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algo te había sucedido, por lo que me puse la bata y subí al

tercer piso, me dirigí a tu habitación y toqué la puerta, pero

nadie respondió y al percatarme de que todo estaba

silencioso me dispuse a regresar a la cama cuando vi a la

Sra. Reynolds salir de la habitación de la Sra. Georgiana, le

pregunté qué había sucedido, pero ella no me dio detalles.

–¿La habitación de Georgiana? –inquirió turbada.

–Todos se encuentran bien, no tienes de qué preocuparte

Lizzie –le susurró Darcy al oído, viendo a su esposa afligida,

y tomó su mano para tranquilizarla.

Georgiana entró, saludó a los presentes y Lizzie se acercó

para saludarla.

–¿Cómo te encuentras? –investigó Lizzie.

–Estoy bien, gracias –repuso Georgiana viendo a Darcy y

éste, a su vez, volteó a ver a la Sra. Bennet.

–¿Esperamos al Dr. Donohue?

–Sí, en un momento viene; está llevando el equipaje al

carruaje.

–Pero ¿se retiran tan pronto?

–Nos iremos a Londres después del desayuno y de ir al

templo.

–Entiendo, seguramente surgió una emergencia.

Donohue entró en el salón principal.

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–¡Qué lástima que ya se tengan que retirar! –exclamó la Sra.

Bennet–, pero así es la vida de un médico.

–En realidad, nos retiramos por otro motivo –declaró

Georgiana con una sonrisa.

Lizzie la vio extrañada. Georgiana se acercó, tomó sus

manos y le susurró al oído:

–Ya pronto tendrás un sobrino en Londres.

Lizzie se separó sorprendida, vio a su hermana, sonrió y la

abrazó llena de felicidad.

–¿Acaso se trata de una buena noticia? –examinó la Sra.

Bennet.

Donohue asintió, irradiando una enorme alegría, y les

comunicó la primicia. Todas se abalanzaron para felicitar a

los futuros padres, menos Darcy, quien ya había sido

anunciado de la noticia la noche anterior, motivo por el cual

pospusieron la partida para una mejor ocasión. Luego

pasaron al comedor para el almuerzo y, como era de

esperarse, toda la conversación giró alrededor de los

actuales embarazos y los próximos nacimientos. Después se

alistaron para ir al templo y allí se despidieron de los Sres.

Donohue. Georgiana le agradeció a Darcy que le hubiera

guardado el secreto, ya que ella quería darle la noticia a

Lizzie.

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Los Sres. Darcy y las Bennet se dirigieron a Starkholmes,

donde ya los esperaban los Sres. Bingley. La madre se

acercó entusiasmada a saludar a su hija y a abrazarla,

aunque Jane permaneció sentada. Las hermanas se

acercaron, saludaron y luego tomaron asiento, mientras los

caballeros se retiraron al estudio.

–Hoy es un día fabuloso, me siento tan bien en compañía de

mis hijas. Sólo falta Lydia –comentó la Sra. Bennet.

–¿Cómo ha estado? –preguntó Jane.

–Me escribió hace un mes que sus hijos enfermaron de

sarampión y estuvieron muy delicados, pero

afortunadamente se están recuperando. Recuerdo que

cuando ustedes eran pequeñas, varios niños del condado

murieron por esa enfermedad y ¡yo no podía dormir de la

preocupación! Le agradezco a Dios que ustedes no

padecieron de eso. A Lydia también la contagiaron y se

sentía muy mal pero su amiga, la Sra. Flint, le estuvo

ayudando a cuidarlos mientras ella se restablecía. Pero

ahora traemos una novedad que te va a sorprender, querida

Jane.

–¿Una novedad?

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–Todavía no puedo creer lo que nos dijeron los Sres.

Donohue esta mañana.

–Pues ¿qué les dijeron?

–Que ya no van a necesitar ir a Lyme –se burló Kitty.

–¿A Lyme? –preguntó Jane sin entender, mientras Lizzie

sonreía girando su cabeza de un lado a otro, resignada a los

comentarios de su hermana.

–¡Georgiana está esperando un bebé! –afirmó la Sra.

Bennet–. ¡No es mi nieto pero siento como si lo fuera!

–Georgiana y Donohue deben de estar jubilosos y por lo

visto también los tíos –dijo con gozo mirando la sonrisa de

Lizzie.

–Hoy regresaron a Londres, pero les mandan muchos

saludos –indicó Lizzie.

–Y tú, hija, te ves cansada, seguramente no has dormido

bien –observó la Sra. Bennet, dirigiéndose a Jane–.

¿Cuándo quieres que vengamos a ayudarte? Si quieres

mañana mismo, si Lizzie está de acuerdo. Pasaremos unos

días contigo para que podamos ayudarte con sus hijos

mientras tú descansas y cuando nazca tu bebé te puedas

dedicar por completo a su cuidado.

–Mamá, la Srita. Susan me ayuda muy bien con mis hijos.

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–Y luego iremos a auxiliar a la Sra. Darcy con su bebé –

completó.

–Mamá, tus planes tendrán que cambiar –aclaró Lizzie

seriamente.

–¿Mis planes? ¿Por qué?

–Porque el Sr. Darcy no quiere recibir la visita de ustedes en

esas fechas.

–¿Cómo?, ¡pero eso no es posible! ¡Yo soy tu madre! Yo

creo que entendiste mal, ¿quién te va a cuidar después del

parto?

–El Sr. Darcy fue muy claro cuando me lo dijo y si tienes

duda, puedes ir a hablar con él para preguntarle –dilucidó

con mucha determinación.

La Sra. Bennet permaneció atónita por lo que escuchó,

mientras todas guardaban silencio.

En ese momento, los niños se acercaron a saludar a las

visitas, seguidos por la Srita. Susan. Luego el Sr. Churchill

les sirvió una taza de té mientras continuaban su plática

sobre las últimas novedades de Hertfordshire, aunque la Sra.

Bennet ya no volvió a participar, hasta que Kitty le recordó a

su madre que le había prometido el paseo a Derby y las

Bennet se marcharon con la consigna de regresar a

Pemberley a buena hora para la cena.

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Lizzie preguntó a Jane:

–¿Cómo te has sentido?

–Bien, aunque mi madre tiene razón, estoy agotada. Pensé

que este parto se iba a adelantar como los otros pero parece

que cumpliré las cuarenta semanas. Y tú ¿cómo has estado?

–También muy cansada y con enorme dificultad para

moverme. Mi abdomen ha crecido lo mismo que el tuyo y tú

ya casi estás en término.

–¿Te puso a dieta el Dr. Thatcher?

–No. Me dijo que continuara alimentándome igual, que todo

lo está aprovechando el bebé.

–Si no fuera por tu vientre, diría que estás igual de delgada

que siempre.

–Yo sólo sé que mi panza es descomunal. Y ¿ya pudiste

hablar con Bingley?

–Sí Lizzie, pero las cosas siguen igual, aunque sí está muy

extrañado de que busque más su compañía.

–Debes ser paciente y perseverar. ¿Quién puede resistirse

eternamente a que lo amen? Ni siquiera yo –indicó riendo.

–¡Ay, Lizzie! Sólo me acuerdo de la forma tan bonita que te

trató Darcy cuando fue tu accidente. ¿Así de cariñoso es

siempre contigo?

Lizzie asintió con una sonrisa.

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–Ha de ser maravilloso que te amen de esa manera.

–Con certeza Bingley también te ama, sólo que tal vez ha

perdido la confianza en demostrar su afecto.

–Bingley nunca ha sido tan cariñoso, aunque me conformaría

con un poco más de lo que es ahora, como cuando nos

casamos. ¿Quién se iba a imaginar que el Sr. Darcy que

conocimos aquella noche en Hertfordshire se convertiría en

un hombre tan detallista contigo?

–Además de tierno, ardiente y apasionado.

–¿Tanto así?

Lizzie suspiró.

–Me hace el amor todo el día.

–¿Cómo? ¿Por eso mi marido trabaja tanto?

–No me refiero en la cama. Claro que no necesitas la cama

para hacerlo.

–¿No?

–Quiero decir que continuamente me halaga con sus

atenciones y detalles, todo el tiempo piensa en mí y yo en él.

–Y lo amas mucho.

–Con toda mi alma. Y tú ¿cuántas veces le dices que lo

amas?

–Hace tanto que no lo hago.

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–Deberías de decírselo más seguido. Seguramente él siente

el mismo temor y la misma desconfianza que tú, pero alguien

debe romper el hielo. No esperes a que él lo haga.

–¡Ay, Lizzie! ¡Ya me estoy arrepintiendo de haber aceptado

que mi madre viniera a ayudarme! –exclamó al recordar las

alharacas de la Sra. Bennet–. ¡Sólo estuvo un rato aquí y ya

me puso nerviosa! Y le prometí que esta vez sí entraría al

parto, pero ya no sé si será prudente, me insistió tanto.

–Tal vez la única manera en que ella acceda a claudicar

sería asegurándose de que estarás debidamente apoyada

por alguien de la familia.

–Pero Kitty es igual a mi madre, con el agravante de que no

sabe nada de eso y se va a asustar, y Mary seguramente se

va a desmayar, por lo que no son buenas candidatas.

–A menos que le pidas a tu hermana, la Srita. Bingley –dijo

riendo.

–Después de lo que pasó la última vez, Charles ya no le ha

permitido entrar a esta casa.

–¡Vaya! Entonces tu única alternativa es que tu hermana

favorita te acompañe mientras das a luz a tu bebé.

–¡Sería maravilloso! Te extrañé tanto en los partos

anteriores, pero sé que es imposible.

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–¿Por qué? Sólo estaría sentada apoyándote y soportando

tus fuertes apretones de mano y tus gritos –se burló

recordando el nacimiento de Diana.

–El Sr. Darcy no te daría permiso.

–El Sr. Darcy es mi marido, no mi papá, y el Dr. Thatcher

dice que estoy en perfectas condiciones. Me encantará

acompañarte y ver nacer a otro de tus hijos.

Lizzie se detuvo al sentir tensión en el ambiente y el rostro

turbado de Jane cuando giró hacia su espalda y se encontró

con la penetrante y hosca mirada de su esposo que venía

acompañado por Bingley.

Las damas se inclinaron, luego Lizzie abrazó a su hermana

para despedirse y se marchó aceptando la mano que su

marido le ofreció más por obligación que por cortesía.

En el viaje de regreso a Pemberley y en la cena, en

compañía de las Bennet, Darcy estuvo huraño, y se retiró a

la habitación apenas hubo terminado sus alimentos. La Sra.

Bennet se mostró indiferente a la conversación que Kitty

intentaba perpetuar sin mayor éxito, lanzándoles miradas de

desagrado a sus anfitriones por la falta de civilidad que

habían tenido para con ella. Lizzie observaba a su marido en

silencio, resonando en su memoria las últimas palabras que

le dirigió a Jane y que por desgracia él había escuchado.

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Sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarlo, aunque

quiso quedarse a acompañar a sus hermanas y a su madre

lo más tarde que pudo, aun cuando se moría de sueño y le

dolía la espalda. No pudiendo aplazar más dicha audiencia,

despidió a Kitty en la puerta de su alcoba y continuó su

camino por las escaleras en completo silencio.

Vio por la orilla de la puerta que la habitación estaba lo

suficientemente alumbrada como para que él se hubiera

dormido. Respiró profundo y giró la perilla lentamente,

rezando para que el enojo de su marido no fuera tan grave.

Se introdujo y lo encontró de pie, viendo a la ventana, con las

manos en la espalda en actitud de espera. Lizzie se sentó al

borde de la cama y se quitó los zapatos en silencio, ya no

aguantaba los pies y los masajeó por un momento con los

ojos cerrados hasta que levantó la vista y encontró la severa

mirada de su marido que la observaba.

–Prefieres morirte del dolor y del cansancio que enfrentar a

tu esposo y reconocer tu error –espetó con el ceño fruncido,

haciendo alusión al orgullo de su mujer.

–Estuve con mi madre y mis hermanas que mañana se van a

Starkholmes –dijo en un último intento para excusarse–. Te

pediría que mañana hablemos de este asunto, estoy

agotada.

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–Estás agotada, pero te desvelas con ellas sabiendo que no

puedes excederte en tu actividad y que necesitas descansar,

y no lo digo yo solamente, lo ha dicho reiteradamente el Dr.

Thatcher, de quien al parecer sí tomas en cuenta su opinión

para tus decisiones.

–Y ¿cuál sería su opinión al respecto, Sr. Darcy, si no

hubiera estado oyendo conversaciones ajenas? –preguntó

elevando su tono de voz.

–Yo no oigo conversaciones ajenas, fue una casualidad, pero

ya sabe usted mi respuesta, Sra. Elizabeth. No estoy de

acuerdo con su decisión, la que ni siquiera tuvo el decoro de

consultarme –enfatizó con enfado.

–No veo por qué se niega sin, al menos, escuchar mi punto

de vista.

–Y ¿qué tengo yo que escuchar que me pueda hacer

cambiar de opinión?

–Yo quiero estar en el parto de Jane, ella me necesita.

–Para eso ha venido la Sra. Bennet desde tan lejos, para

ayudarla en esos menesteres.

–Pero Jane no quiere que ella la acompañe, además ya lo he

hecho, no veo por qué no hacerlo esta vez.

–Creo que la respuesta la puede obtener con sólo bajar su

mirada y observar su vientre. Si tiene un poco de prudencia

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lo podrá comprender. ¡Está embarazada de ocho meses! ¡No

se puede estar exponiendo a ningún tipo de estrés, a menos

que sea usted tan egoísta que por satisfacer su orgullo y

cumplir su capricho ponga la vida de mi hijo en peligro!

–¿Cómo? –cuestionó atónita ante tal ofensa–. ¡Entonces

sólo le preocupa el bienestar de su hijo! ¡Claro, la que menos

le interesa soy yo! –vociferó rabiosa.

Lizzie bajó la mirada para que su marido no notara sus

lágrimas, pero fue demasiado el dolor y cayeron por las

mejillas. Luego de retirarlas con el dorso de la mano

continuó:

–No debe sorprenderme esta falta de sincero interés ya que

no le importó someter a su esposa, a la madre de su hijo, a

ese estrés que dice querer evitar a toda costa y discutir este

trivial asunto a altas horas de la noche a pesar de que yo le

solicité amablemente hablarlo por la mañana. Sólo le importa

salvaguardar su orgullo herido por haber escuchado un

comentario mío y que fue a parar a oídos de su amigo: ¿qué

va a decir el Sr. Bingley del Sr. Darcy al escuchar que su

propia esposa no se somete a sus decisiones ciegamente? –

increpó quedándose sin aliento.

Darcy guardó silencio y respiró profundamente buscando el

sosiego para encontrar una solución: se dio cuenta de que

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seguir discutiendo era estéril y, lo que más le preocupaba era

el estado de su esposa, si él continuaba reaccionando a sus

acusaciones, ella se defendería todavía más y se

encapricharía en esa imprudente ocurrencia, además de que

el estrés le hacía mucho daño y pondría en riesgo su vida y

la de su pequeño. Recordó las innumerables

recomendaciones de los médicos de que estuviera tranquila,

las palabras de Bingley diciéndole que los cambios de

humor de su esposa no eran ofensas hacia él sino que se

debían al embarazo que provocaba exaltar su sensibilidad al

máximo nivel, y decidió tomarlo como un intento de expresar

su inconformidad y su frustración hacia lo que no se puede

cambiar. Remembró lo sucedido con Frederic y se

estremeció al pensar que, de continuar así, podrían repetir la

misma historia, por lo que resolvió cambiar de táctica para

hacerla entrar en razón.

Darcy se sentó a su lado y empezó a desabrochar el vestido

de su mujer.

–¿Qué haces? ¿Ahora quieres solucionar el conflicto en la

cama para hacerme cambiar de opinión y de paso satisfacer

tus apetitos carnales poniendo nuevamente a tu hijo en

riesgo, sin hablar del peligro que conlleva a mi persona?

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–No es esa mi intención –respondió impertérrito, tomando

por el cuello a su orgullo.

–¡Entonces déjame! –exclamó encolerizada apartándose un

poco de él.

–Sólo quiero ayudarte, como todas la noches, a desabrochar

los botones que no alcanzas –aclaró continuando con su

labor, haciendo caso omiso de las injurias recibidas.

–¿Y me negarás que este procedimiento te excita

considerablemente?

–No, me conoces muy bien y de nada serviría negarlo, pero

estás exhausta y necesitas descanso, no es bueno para tu

salud desvelarte tanto.

–Querrás decir que no es bueno para el bienestar de tu hijo.

–Sé lo que he querido decir y lo reitero, no es bueno para la

salud de mi amada esposa –dijo con una calma asombrosa,

a pesar de la incesante provocación de su mujer, mientras le

quitaba el vestido y las horquillas del cabello.

–¡Dijiste que no te importaba mi bienestar! –expresó llorando,

con todo su sentimiento.

–Me importa sobremanera, si no me importara ya no estaría

aquí.

–¿Quieres decir que soy una persona insoportable?

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–Yo no he dicho eso, sólo dije que estás cansada y enojada

por mi negativa, pero eso no quiere decir que no te ame.

–Me dijiste egoísta e imprudente.

–Sí, lo sé, y lo siento profundamente –dijo mientras la

cargaba para acostarla en la cama–. Estaba enojado y no

medí mis palabras. Perdóname.

–Insinuaste que soy orgullosa e incongruente.

–Lo primero sabemos que es una realidad, tomando en

cuenta que no necesariamente es un defecto.

Lizzie escondió una sonrisa al recordar cuál era la definición

de orgullo que tenía su marido.

–Y lo segundo, sólo puedo decirte que todos nos

equivocamos.

–¿Ya no estás enojado?

–No.

–¿Entonces me dejarás estar con Jane en su parto?

Darcy disimuló su sonrisa al ver que ya le estaba pidiendo su

permiso.

–¿Me permite, amada mía, retomar sus palabras y cumplir su

solicitud de posponer esta plática para el día de mañana?

–Debiste hacerme caso desde el principio.

–Sí, reconozco que tienes razón –dijo acallando con

vehemencia el grito de su orgullo.

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–Tengo calor, ¿me quitas la camisola?

–¿Quieres vengarte de mí torturándome de esa manera? –

inquirió robándole una sonrisa a su amada–. Ahora duerme –

concluyó con un dulce beso.

A la mañana siguiente Darcy se despertó, encontró a su

esposa apoyada sobre su pecho y sintió su respiración

acompasada; sonrió al apreciar las patadas que provenían

del voluminoso vientre en su costado. Agradeció al cielo

poder amanecer en medio de esa paz, a pesar de que estuvo

a punto de ser rasgada, pudiendo traer lamentables

consecuencias. Sin duda, la noche anterior había tenido que

hacer uso de toda su fuerza de voluntad para anteponer el

bienestar de su mujer a su orgullo, reconoció lo difícil que

había sido esa lucha interna pero los resultados le trajeron

infinita satisfacción. Sin embargo, sabía que la batalla

todavía no estaba ganada.

A los pocos minutos, Lizzie respiró profundamente y se

desperezó, después de haber disfrutado de un agradable

descanso. Darcy la observó regocijado de su compañía y

Lizzie se acercó y lo besó larga y profundamente. Él giró

hacia su costado para intensificar y adueñarse de la situación

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y al separarse para recuperar el aliento, preguntó con

inocencia:

–¿Puedo acariciar la suave y delicada piel de mi esposa?

–Está bien, pero no olvides que algunas caricias están

prohibidas.

–Trataré de recordarlo… Te aclaro que tú no tienes esas

restricciones.

Lizzie rió y continuó disfrutando del asalto en los labios, en la

barbilla, en el cuello.

–Sr. Darcy, allí no.

–Discúlpame.

Cambió de lugar la mano y continuó con su labor mientras

sus labios recorrían delicadamente la clavícula de su esposa.

–Sr. Darcy, le voy a retirar el permiso.

–Pensé que esa zona sí estaba permitida –indicó con

ingenuidad.

–Hoy no, y tampoco del otro lado –dilucidó leyéndole el

pensamiento.

–Bueno, ya me comportaré.

Darcy prosiguió un rato más con su tarea, cumpliendo las

reglas que su mujer le había impuesto, pero satisfecho de

arrancarle uno que otro suspiro.

–¡Auch! –se quejó Lizzie y al instante Darcy se separó.

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–¿Te lastimé?

–Fue tu hijo.

–¿Ya va a…?

–No, todavía no –se rió–. Sólo fue una buena patada.

–Tendré que hablar con él para que se comporte.

–¿Con él?

–Quiero decir él o ella. Igual no deseo que lastime a mi

preciosa mujer –dijo y apartó las sábanas para besar el

vientre de su esposa y murmurar algo inaudible.

Luego se acostó de espaldas y Lizzie se aproximó a él y le

acarició el torso.

–¿Ahora es mi turno?

–Darcy, quiero acompañar a Jane en su parto, es mi

hermana y me necesita –declaró viéndolo a los ojos.

–¿Ese es el precio por el apapacho?

–No, sabes que no, pero en algún momento tendremos que

retomar el tema.

–Espero que pacíficamente.

Ella asintió y continuó con sus caricias.

–Lizzie, ayer no pude apartar mis pensamientos de Frederic

y sentí mucho temor de repetir la historia. No soportaría

perderte, sé que no resistirías otra pérdida semejante,

llenaríamos nuestros corazones de una culpa imposible de

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superar, sólo por no mantener mi negativa cuando fue

necesario. Quiero que me contestes con toda sinceridad,

olvidándote de tu orgullo y la auténtica preocupación por tu

hermana, ¿consideras sensato, por tu estado, acompañar a

Jane?

–No, en realidad no.

Lizzie se recostó sintiendo el calor del cariño de su esposo

que la abrazaba devotamente.

Antes del desayuno, Lizzie se dirigió a la habitación donde se

encontraba Mary. Tocó a la puerta y su hermana le abrió.

–¡Lizzie! ¿Todo está bien? –preguntó, extrañada de verla.

–Sí, todo está en orden. ¿Tienes unos minutos?

–Por supuesto –indicó, permitiéndole el paso.

Las hermanas se introdujeron y tomaron asiento en el sillón.

–Sólo venía a preguntarte cómo has estado. Sé que la

pregunta suena ridícula ya que nos hemos visto desde ayer,

pero con mi madre y Kitty no se puede hablar de ciertos

temas –aludió, refiriéndose al Sr. Posset–. Después de

navidad pensé que me escribirías.

–Sí, yo también, aunque en realidad no ha habido ninguna

noticia que valiera la pena para escribirte.

–¿Por qué?

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–El Sr. Posset no ha regresado a Hertfordshire, seguramente

ya perdió el interés en mí, si es que alguna vez lo tuvo en

realidad –afirmó completamente decepcionada.

–¡Mary!, lo siento tanto –indicó, comprendiendo su tristeza, y

la abrazó.

Después del desayuno, las Bennet partieron a Starkholmes.

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CAPÍTULO XLII

Al cabo de una semana, los Sres. Darcy estaban

desayunando en el comedor cuando el Sr. Smith se

aproximó a su amo para entregarle una correspondencia de

Bingley. Lizzie, ansiosa por conocer el contenido de la carta,

esperaba impaciente a que su marido la abriera. Darcy la

leyó y releyó en silencio y luego alzó su mirada.

–¿Qué dice la carta? ¿Ya nació mi sobrino? ¿Qué fue? –

investigó Lizzie muy emocionada.

Darcy no contestó. Lizzie, al ver que no había respuesta,

insistió.

–¿Sucede algo?, ¿acaso hay alguna emergencia?, ¿tienes

que irte de viaje?

Él respiró profundamente, sin saber cómo empezar, le tomó

de la mano mientras crecía el nerviosismo de su esposa y le

dijo:

–Jane…

–¿Qué sucede? –preguntó con tono suplicante.

–Jane está bien, pero la criatura no.

–¿Cómo?

–El bebé no sobrevivió.

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Lizzie, estupefacta, sintió que el mundo se derrumbaba a sus

pies. Recordó la mirada de alegría que reflejaba su hermana

hacía unos días, ilusionada por el nacimiento de su hijo, y se

imaginó el sufrimiento que estaría sintiendo en esos

momentos, reviviendo el dolor que ella pasó hacía más de un

año.

–Bingley me pide que vaya a Starkholmes.

–¡Vamos!

–No, Lizzie. Tal vez no sea prudente…

–Darcy, ¡es mi hermana! Su criatura nació muerta, debe

estar desconsolada –expuso con lágrimas en los ojos.

–Sí, pero tú tienes que estar tranquila, te puedes alterar si

vas.

–¿Y crees que aquí estaré más tranquila?

Darcy, pensativo, indicó:

–Si vas, tienes que prometerme que estarás serena. Todavía

te falta un mes para que nuestro hijo nazca y se podría

adelantar si te impresionas demasiado, este periodo todavía

es de riesgo.

–Te prometo que voy a estar bien.

Los Sres. Darcy salieron a la brevedad rumbo a Starkholmes.

Cuando llegaron fueron recibidos por el Sr. Nicholls y los

condujo a la parte superior de la casa, donde se encontraba

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Bingley, que caminaba de un lado al otro del pasillo hecho un

manojo de nervios, la Sra. Bennet lloraba sentada en una

banca con Mary y Kitty; todos esperaban a que el doctor

terminara de atender a Jane. Bingley, al ver a su amigo, se

acercó y Darcy preguntó:

–¿Qué ha pasado?

–El Dr. Thatcher me informó que la criatura no sobrevivió al

parto y que casi perdemos a Jane, fueron muchas horas.

–¿Cómo está Jane? –indagó Lizzie muy alarmada.

–Ya está fuera de peligro, pero está sufriendo mucho.

La Sra. Bennet se aproximó a Lizzie y la abrazó

desesperada; ella trató de tranquilizarla y se sentó a su lado.

–Mi pobre hija, lo que debe estar sufriendo. ¡Qué desgracia!

Ya no podrá tener más hijos.

–¿Es cierto eso? –preguntó Lizzie a su cuñado.

Bingley asintió con un agudo dolor en su rostro.

El Dr. Thatcher salió de la habitación, Bingley se acercó y

departió con él, luego entró, mientras el médico se retiraba

con su enfermera. Después de unos minutos de escuchar los

lamentos de la suegra en el pasillo, Bingley salió y le indicó a

Lizzie que Jane quería verla. La Sra. Bennet se quejó

amargamente de que su hija no quisiera recibirla, pero Lizzie

hizo caso omiso.

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Cuando entró en la habitación, vio a Jane postrada en la

cama sin dejar de llorar y al lado, una cuna vacía que

ansiaba ser ocupada por esa criatura que no había resistido.

Lizzie recordó el enorme dolor que ella había sufrido a la

muerte de su pequeño Frederic, sintió un gran desconsuelo y

no pudo evitar sentir lágrimas deslizarse sobre sus mejillas,

al tiempo que percibía una opresión en el pecho y su seno

rígido. Caminó hacia su hermana y se sentó a su lado,

acarició su rostro con una mano y con la otra su vientre

mientras imploraba a Dios que su bebé estuviera bien.

–¿Cómo pudiste soportar este dolor tan grande Lizzie? ¡Yo

amaba a mi niña! ¡Yo quería tener más hijos y ya no podrá

ser posible!

Lizzie, en silencio, la acompañó en su dolor hasta que se

durmió, gracias al medicamento que el doctor le había

suministrado.

Entre tanto, afuera, por fin se habían quedado solos Darcy y

Bingley. La Sra. Bennet había bajado a desayunar con sus

hijas, aun cuando estaba muy deprimida. Darcy se acercó a

Bingley y éste le comentó:

–Jane está muy abatida.

–No es para menos. Sin embargo, ustedes ya formaron una

hermosa familia; tienen tres hijos encantadores que han

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llenado su vida de felicidad. Por ellos deben salir adelante de

esta situación.

–No sé qué decirle a Jane, está tan triste. ¡Y pensar que

ustedes habían esperado por tanto tiempo a su bebé y

finalmente se muere! ¿Cómo hiciste para apoyar a la Sra.

Darcy en esa desgracia?

–Recé por ella día y noche, le dije cuánto la amaba de mil

maneras diferentes, le demostré mi cariño y la consolé en su

dolor, comprendiendo la mortificación que vivía. Y una vez

que reaccionó, continué con infinidad de detalles y

atenciones.

–Recuerdo las escapadas que te dabas de tu despacho para

visitarla.

–Lo único que hice y que he hecho desde que me casé con

Lizzie es demostrarle en todo momento el amor que siento

por ella, hacer todo lo que esté a mi alcance para que sea

feliz. Y, sin duda, cuando la tribulación se presenta y la

enfrentas adecuadamente, fortalece el amor dentro del

matrimonio. Es hora de que tú le demuestres todo el cariño

que le tienes, olvida la soledad que antes habías sentido y

reconcíliate con ella. Tu esposa ahora te necesita más que

nunca.

–Y ¿qué hago con las visitas?

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–Lo más importante para ti es tu esposa en estos momentos,

olvídate de lo demás. La Sra. Bennet vino a cuidar de sus

nietos mientras tu mujer atendía a su bebé, que a eso se

dedique y tú ocúpate de la Sra. Bingley.

–Tienes razón.

–Y no te preocupes por los pendientes del trabajo. Mandaré

llamar a Fitzwilliam para que nos apoye en lo que se

necesita. Le pediré que se encargue de organizar el funeral

de tu pequeña.

–Gracias.

Lizzie contempló a su hermana que por fin había alcanzado

un poco de paz, sintió de nuevo una contracción en el vientre

y respiró profundamente hasta que pasó. Se puso de pie,

caminó despacio y salió de la habitación. Los caballeros se

acercaron y Lizzie dijo preocupada:

–Jane está dormida, pero sigue muy afectada.

–Me dijo el Dr. Thatcher que va a estar deprimida por un

tiempo –explicó Bingley.

–Ya sabes qué hacer amigo –indicó Darcy.

–Gracias, así lo haré.

–Darcy, tenemos que irnos –solicitó Lizzie sujetando su

vientre con las manos.

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–¿Estás bien Lizzie?

–Sí, pero estaré mejor en casa.

–¿Le gustaría recostarse en una de las recámaras? –sugirió

Bingley–. Le pediré a la Sra. Nicholls que le lleve un té.

–No gracias, no quiero causar molestias, prefiero que nos

vayamos a casa.

Darcy condujo a su mujer al carruaje, donde Lizzie,

recargada en su marido, se sentó y levantó los pies para

descansar mejor. Darcy la abrazó con cariño, colocó la mano

sobre su vientre y percibió los movimientos del bebé.

–¿Te sientes un poco mejor? –investigó Darcy.

–Sí, gracias –suspiró Lizzie–. Sentía que me ahogaba allí

dentro. Jane está tan triste, nunca la había visto así –declaró

angustiada.

–Tú mejor que nadie debes comprender lo que está viviendo.

–¿Hablaste con Bingley?

–Sí. Las cosas suceden por algo, tal vez éste sea el inicio de

un acercamiento entre ellos, aunque…

–¿Qué ocurre? –preguntó al ver que él se detenía en su

reflexión.

–Nada importante –aclaró, la besó en la cabeza y hundió su

rostro en el cuello de su mujer, pensativo.

–Darcy, dime qué pasa.

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–Sólo pensaba que si Jane ya no puede tener hijos, ojalá

puedan sortear esa situación…

Ambos se quedaron perdidos en sus cavilaciones todo el

camino, mientras Lizzie rezaba por su hermana y su

recuperación, pidiendo a Dios que todo se resolviera y que

nunca la pusiera a ella en una situación semejante.

Cuando llegaron a Pemberley, Lizzie se retiró a su habitación

con Darcy donde él escribió una carta para Fitzwilliam

pidiéndole que viniera a apoyarlos y la envió lo más pronto

posible. Las contracciones en el vientre de Lizzie se

volvieron a repetir pero cada vez más espaciadas y luego se

disiparon. Darcy la acompañó el resto del día y le leyó su

libro pero sus pensamientos estaban en otro sitio.

Al día siguiente, Darcy acompañó a su esposa en la alcoba,

pendiente de que los dolores no se volvieran a presentar.

Lizzie había dormido mejor, aun cuando tardó en conciliar el

sueño. Cuando ella despertó, Darcy, que escribía alguna

carta, se acercó a ella y se sentó a su lado.

–¿Cómo te sientes?

–Bien. ¿Has tenido noticias de Jane?

–No, aunque Fitzwilliam no debe de tardar. En cuanto llegue

le pediré que vaya a preguntar.

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–Darcy, me gustaría ir con Jane.

–Lizzie, yo creo que no es sensato. Ayer tuviste algunos

dolores. Es mejor que nos quedemos.

–Quiero apoyar a mi hermana en estos momentos.

–Dejemos mejor que Bingley se encargue de eso, vamos a

darles también su espacio y su tiempo. Además, la vida de

Jane no corre peligro y ella comprenderá que es un riesgo

para ti y para el bebé si vamos otra vez. Pienso que es poca

la ayuda que podemos ofrecer estando allá. Posiblemente

quieras escribirle alguna carta para reconfortarla y la envío

con Fitzwilliam.

–Estaba tan triste ayer.

–Sí, pero se repondrá.

–¿Cómo lo sabes?, tú no estuviste con ella.

–Observando tu estado de ánimo me puedo dar cuenta de

muchas cosas.

Lizzie sonrió, mientras él besaba su frente. Darcy se puso de

pie, le pasó una hoja con un libro para apoyarse y ella

escribió unas líneas:

“Querida Jane: Me gustaría mucho poder acompañarte en el

dolor tan grande que sientes en estos momentos. No he

dejado de pensar en ti ni de rezar por tu pronta recuperación

desde que dejé tu casa. Me imagino también lo difícil que

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será para tus pequeños saber la noticia de su hermana.

Ojalá pudiera estar allí para darte mi apoyo, pero Darcy

considera necesario que me quede en casa y creo que tiene

razón.

Recuerda que siempre puedes contar con nuestro apoyo y

dale un cariñoso abrazo a mi querida Diana de mi parte. Con

cariño, Lizzie”.

Pasados unos momentos, alguien tocó a la puerta y Darcy

abrió. Era la Sra. Reynolds que venía a anunciar que el

coronel Fitzwilliam había llegado y aguardaba en el salón

principal. Darcy avisó que regresaba en unos minutos y se

llevó la carta de Lizzie. Entraron al despacho y Darcy le pidió

que fuera a Starkholmes para entregar la carta de Lizzie y

pedir informes de la Sra. Bingley, luego que realizara unos

pendientes, entre ellos lo necesario para el funeral de la hija

de los Bingley.

–¡Vaya! ¡Qué triste noticia! –deploró Fitzwilliam–, bueno ¿a

quién se lo digo?, tú ya pasaste por una pena similar.

–Afortunadamente la Sra. Bingley está fuera de peligro y en

vías de recuperación.

–Una buena noticia dentro de tantas malas.

–¿Sucede algo? –preguntó extrañado.

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–Supongo que no te has enterado. Salió ayer en los

periódicos.

Darcy guardó silencio y esperó para conocer la noticia.

–Hace unos días, el Tirano Bonaparte se declaró Emperador

de Francia.

–¿Cómo?

–Como tú alguna vez lo dijiste… Falta mucho para que se

acabe esta guerra.

Fitzwilliam se despidió y se retiró. Darcy juntó unos papeles

que necesitaba antes de reunirse con su esposa mientras

meditaba en las palabras de su primo y todas sus

repercusiones: la guerra contra Francia se había reanudado

hacía un año, granjeándose un nuevo enemigo, España,

quien además estaba financiando las campañas de

Napoleón. La monarquía inglesa estaba preocupada y había

aumentado cada vez más los impuestos, provocando mayor

descontento en la población, sin mencionar la incertidumbre

y la desesperanza que se palpaba en las calles. La carestía

aumentaría al mismo tiempo que la delincuencia, las ventas

se podrían venir abajo generando desempleo, aunque él

podría sortear muy bien la situación ya que los productos de

las minas y de las telas aumentarían su demanda por la

guerra. El Canal y la fuerza de la marina inglesa eran lo

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único que realmente los protegía de la invasión francesa.

Napoleón estaba decidido a derrotarlos y, por lo visto, haría

todo lo que fuera para lograrlo, y siendo emperador podría

conseguir más aliados contra los ingleses, dificultando

todavía más las defensas de su país. Verdaderamente hacía

honor al título que los ingleses le habían puesto: el

Usurpador Universal.

A media mañana, Fitzwilliam regresó a Pemberley y le

entregó a su primo una carta para la Sra. Darcy y otros

pendientes que había podido realizar; luego volvió a salir.

Darcy le llevó el mensaje a su esposa, pero al entrar a la

habitación se extrañó de no encontrarla. Se dirigió a la

habitación del bebé y localizó a Lizzie, en compañía de la

Srita. Madison, revisando que la ropita de su bebé estuviera

lista y acomodada. Darcy observó algunos cuadros que

Lizzie había pintado colgados en las paredes mientras la

Srita. Madison se retiraba y su esposa sacaba la muñeca de

porcelana que le había pertenecido y la colocaba sobre una

repisa.

–Te quedaron muy bien estos cuadros. Has mejorado mucho

en tu dibujo.

–Le había preparado uno a Jane, creo que más adelante se

lo regalaré a Diana.

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–Seguramente le va a gustar mucho.

–¿Has sabido algo de Jane?

–Fitzwilliam me entregó esto para ti –dijo dándole la carta.

Lizzie la recibió con cierto temor, tomó asiento, la abrió y la

leyó en silencio.

“Querida Lizzie: Te agradezco mucho la carta que me

enviaste, me siento un poco más aliviada que ayer, aunque

con una enorme tristeza que invade mi corazón. Ahora

entiendo mucho mejor todo el sufrimiento que viviste durante

todos estos años, con la incertidumbre de no saber si podrías

tener familia o no. Yo ya tengo tres hermosos hijos y aun así

siento una gran melancolía por la pérdida que hemos sufrido

y por tener la certeza de que ya no habrá más en esta casa;

pero por estos hijos que ya están aquí, tengo que salir

adelante, no me puedo derrumbar. ¡Ay Lizzie!, Bingley ha

estado conmigo todo el tiempo acompañándome y tratando

de animarme. Se ha desafanado de todos sus pendientes y,

en medio de tanto dolor, me siento reconfortada por su

compañía, por su cariño, por sus atenciones.

Indudablemente tú tuviste que ver en este cambio y el Sr.

Darcy también, y se los agradezco. Diana te manda muchos

saludos, está muy triste como era de esperarse, pero

ilusionada por el primo que ya pronto nacerá.

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Lizzie, tienes que cuidarte, no me lo perdonaría si te pasara

algo a ti o a tu bebé por mi causa. Me dejaste preocupada

con tu carta pero el coronel Fitzwilliam le informó a Bingley

que estás bien. Recuerda que debes pensar en tu pequeño

que te necesita, comprendo perfectamente que no puedas

venir y quiero que no te preocupes por nosotros. Estaremos

bien, saldremos adelante. El Dr. Thatcher me dijo que mi

depresión es normal y que durará un poco más de lo que

dura después del parto. Claro, tú mejor que nadie me lo

podrás decir. Rezo para que tú y tu bebé estén bien y nazca

pronto, lleno de salud. Con amor, Jane”.

Lizzie suspiró. Darcy se acercó y tomó asiento a su lado.

–¿Todo bien?

–Sí, Jane me dice que Bingley ha estado con ella y se siente

mejor.

–Entonces ¿algo te preocupa?

–Darcy, Jane estaba bien antes de que su bebé… –indicó

angustiada, tomando su vientre con las dos manos–. ¿Crees

que todo saldrá bien?

–Yo he rezado a Dios todos los días para que así sea –

afirmó mientras la abrazaba con afecto.

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CAPÍTULO XLIII

A los pocos días, Fitzwilliam le avisó a Darcy que sería el

entierro de la hija de los Sres. Bingley. Lizzie había

permanecido en casa con reducida actividad por el

cansancio que sentía durante todo el día. Por lo mismo,

Darcy consideró sensato que continuara con su reposo y

Lizzie aceptó, por lo que la acompañó casi todo el tiempo.

Lizzie estaba terminando de bordar una ropa con la que

vestiría la cuna que ya estaba instalada en su recámara,

esperando pacientemente el nacimiento de su bebé,

sintiendo en su espalda el cobijo de los rayos del sol

mientras su marido terminaba de escribir una carta.

Darcy detuvo su labor y observó por unos momentos a su

esposa que, concentrada, tomaba con suma delicadeza la

sábana y hacía una obra de arte con las manos y una

pequeña aguja, perforando esa tela, como había perforado

su corazón, para hacer un hermoso dibujo que permaneciera

adherido imborrablemente, so pena de destruirlo, con el

único objeto de agradar a ese hijo que estaba por llegar y

sacarle una sonrisa cuando lo viera, cuando lo tocara: eso

había hecho Lizzie con su vida. Sonrió ante la maravillosa

realidad que estaba viviendo, había compartido varios años

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de infinita felicidad con la persona más importante para él y

estaban a punto de derramar ese amor a una nueva persona

que habían esperado desde siempre.

Lizzie giró su vista hacia él y le sonrió. Darcy sintió

estremecerse y dio gracias a Dios por esta bendición; se

acercó a su lado, tomó su mano y acarició su rostro con

cariño.

–Hoy te ves sublime.

–Me ves así por el amor que me tienes –indicó ella, dejando

el bordado a un lado.

–Creo que he errado en mi vocación… debí haber sido pintor

–dijo rozando el contorno de su semblante–, aunque no

cambiaría mi vida si eso significara perderte. Es

extraordinario tenerte a mi lado, saber que existes.

Darcy la besó con ternura. Cuando se separó, apoyó la

cabeza en su frente y le susurró, como si le doliera:

–¿Te das cuenta de que falta poco para que nazca? No

volveremos a disfrutar de esta soledad en mucho tiempo.

–Podríamos disfrutarla por última vez.

–¿Ya quieres que nazca? –indagó buscando sus labios y

esperando una respuesta.

–Hace mucho que no estamos juntos –contestó rozando su

boca.

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Darcy sintió desmayada su voluntad y continuó el beso por

varios minutos, mientras la acariciaba con afecto. Cuando su

mano percibió un brinco de la criatura, él se separó, besó el

vientre de su esposa y le dijo, jadeando y mirándola a los

ojos:

–Si seguimos, este bebé podría nacer hoy.

–Darcy, te amo –musitó besándolo y acariciando su rostro.

–Yo también te amo –concluyó abrazándola, hasta que sus

corazones recuperaron su ritmo normal.

A los dos días, Lizzie despertó sin encontrar a su marido a su

lado, se estiró y se sentó observando la batalla que el sol

daba a las cortinas para abrirse paso. Se levantó lentamente

sintiendo el movimiento de su bebé y se avecinó a las

ventanas para desnudarlas y poder observar la

majestuosidad del día. Se sentó en una silla que le

obsequiaba una agradable vista de su jardín y tomó el libro

que había estado leyendo desde hacía pocos días y que su

padre le había regalado el día en que fue presentada en

sociedad: Canciones de inocencia, de William Blake.

Recordó el cariño con el que su padre la observó bailar con

diversos caballeros durante la velada, dándole libertad de

elección pero sintiendo en todo momento su mirada

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protectora, anhelando percibir su compañía y asiéndose a los

recuerdos que tenía de él, lo único que le quedaba. Estrechó

contra su pecho el ejemplar, deseando abrazar a su padre y

reírse con él como lo había hecho en el sueño del que

acababa de despertar.

La puerta del vestidor se abrió, dejando el paso a Darcy que

lucía su negra ropa de montar. La observó con admiración

bañada por la luz del sol, con su camisón marfil de seda, el

cabello recogido en una trenza y el hermoso brillo en sus

ojos que lo cautivaban.

–¿Me vas a saludar? –inquirió Lizzie con la mirada burlona

que aparecía cuando él se quedaba extasiado al

contemplarla.

–Por supuesto –dijo, dedicándole una sonrisa y

aproximándose a ella para besarla–. Creo que el cielo ha

bajado a mi recámara –comentó tomando asiento a su lado.

Lizzie sonrió y aflojó los brazos, provocando que su marido

se perdiera en la fascinación.

–Darcy, ¿me ayudas con mi bata?

Él alzó la mirada y, tras deleitarse en sus ojos, acercó los

labios para robarle un tierno beso a su amada. Se puso de

pie, le alcanzó la prenda que lo devolvía a la realidad y, muy

a su pesar, se la colocó.

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Desayunaron tranquilamente en la alcoba conversando de

temas triviales y, antes de que Darcy saliera al funeral, tomó

sus manos para despedirse.

–¿Estás persuadida de que no prefieres que me quede

contigo?

–Me has acompañado todos estos días y lo he disfrutado

profundamente, pero Bingley es tu amigo y te agradecerá el

apoyo que hoy le des.

–Sí, es un momento difícil en la vida de un padre –declaró,

sin eludir los recuerdos que lo asaltaron.

–Darcy, perdóname por no haber estado a tu lado cuando…

–se interrumpió al sentir quebrarse la voz.

Darcy la abrazó y ella se afianzó de su cuello gimiendo,

tratando de controlar el temor que la asediaba para que su

esposo no se preocupara, pero no lo logró. Él permaneció a

su lado, dándole la certidumbre de que todo saldría bien, de

que en tan sólo unas semanas ya podrían acariciar el rostro

de su bebé y escuchar su llanto, hasta que vio que sus ojos

se secaron y volvió la sonrisa y la tranquilidad a su espíritu.

Lizzie lo instó para que acompañara a su amigo,

asegurándole que ya se sentía sosegada. Hasta entonces

fue que Darcy se retiró, dejando a su esposa en compañía

de la Srita. Madison.

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En el cementerio ya estaban reunidos con el pastor Bingley,

Fitzwilliam, la Sra. Bennet y Mary. Kitty no había querido ir y

se quedó en Starkholmes “acompañando” a Jane, quien

tenía que guardar reposo por el siguiente mes. En cuanto

Darcy se unió al grupo, cerca de donde estaban sepultados

los Sres. Darcy, empezó a hablar el clérigo. La Sra. Bennet

miraba con cierto resentimiento a su yerno recién llegado

mientras todos escuchaban con atención las palabras de

consuelo y de aliento, de esperanza en una vida futura y

plena. Darcy hizo caso omiso de la actitud de su suegra,

recordó con nostalgia la mañana lluviosa y fría en que habían

sepultado a su pequeño. Nunca pudo cargarlo, nunca pudo

escuchar su llanto, nunca pudo ver sus ojos; ¿habrían sido

como los de Lizzie?, ¿se habría parecido a él, como lo había

visto su esposa en su sueño? Colocado enfrente de aquella

pequeña caja, vio cómo la introducían para sepultarla bajo la

tierra; rezó en silencio para que ese momento no se volviera

a repetir. No quería perder a otro ser querido, ya había

pasado varias veces por esos momentos sumamente

dolorosos. Recordó la muerte de su padre, luego la de su

madre y pidió a Dios para que ese bebé que pronto nacería

estuviera bien, al igual que su madre a la que amaba

profundamente.

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Todos estaban hundidos en oración en completo silencio,

mientras contemplaban el lugar donde yacía la pequeña

recientemente cubierta por la tierra. La Sra. Bennet estalló en

llanto, interrumpiendo la plegaria de todos e inició con sus

lamentos. Mary trató de consolarla pero decía:

–¡Qué dolor tan grande se siente enterrar a un nieto! Ojalá

me hubiera muerto junto con el Sr. Bennet para no sentir

este dolor tan grande. Mi pobre Jane estaba muy triste hoy.

Nunca la había visto tan deprimida. ¡Qué desgracias le han

ocurrido a mi familia! Y mi pobre Lizzie que la han separado

de su madre en estos momentos en que tanto me necesita…

Darcy se estaba despidiendo de sus amigos cuando sintió

que alguien lo tomaba del brazo.

–Sr. Darcy –dijo el Sr. Smith, con la respiración agitada,

tratando de ser sumamente discreto–.

Éste se volteó, se alejó a tiro de piedra de sus amigos y

escuchó:

–La Sra. Darcy…

–¿Mi esposa está bien? –investigó su amo preocupado.

–Se acerca el momento.

Darcy, sin decir una palabra, corrió a donde estaba su

caballo, seguido por su mayordomo, y cabalgó a toda

velocidad hacia Pemberley sintiendo que el camino era

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eternamente largo, lamentándose haberla dejado sola. Al

llegar a la mansión abandonó al corcel en la puerta y subió

apresuradamente los peldaños rumbo a su habitación.

Cuando entró vio a Lizzie postrada en la cama, hundida en

un profundo dolor, acompañada de la Sra. Reynolds, quien

trataba de animarla. Darcy se acercó rápidamente, la Sra.

Reynolds le cedió su lugar y se retiró, él se sentó al lado de

su esposa. Lizzie respiró profundamente, se sintió por unos

segundos aliviada de su dolor y de la angustia provocada por

la ausencia de su marido y le dijo llorando:

–El bebé no se mueve desde hace rato. ¡Tengo mucho

miedo!

Darcy, turbado, tocó su vientre con su mano y al no percibir

los movimientos, colocó su cabeza sobre su abdomen para

escuchar los latidos del bebé. Darcy buscó hasta que

encontró lo que parecían sus palpitaciones y permaneció allí

por unos segundos. Lizzie nuevamente se retorció pero

Darcy la abrazó sintiendo todo su dolor. Cuando Lizzie se

pudo relajar él se incorporó, le tomó de la mano para darle

un beso y le dijo al oído mientras ella respiraba hondamente:

–El bebé está bien, ya escuché su corazón. Pronto llegará el

doctor.

–Tengo mucho miedo. ¡No quiero que te vayas!

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–Yo voy a estar contigo, todo va a salir bien –aseveró

tratando de conservar la calma que en su espíritu no

apreciaba.

Lizzie sintió una contracción que le recorrió toda la espalda,

apretó con todas sus fuerzas la mano de su esposo que la

sostenía en este mundo y percibió su ropa empapada. Darcy,

rezando en silencio, enjugó su rostro de las lágrimas

derramadas y el sudor que corría sobre su frente con un

paño humedecido con lavanda.

En ese momento, el Dr. Thatcher se introdujo en la alcoba

acompañado por su enfermera, quien le solicitó al Sr. Darcy

que desalojara la habitación. Lizzie, al escuchar esa petición,

tomó con las dos manos la mano de su esposo y dijo con

una mirada llena de consternación:

–¡Te suplico que no te vayas! ¡No resistiría quedarme sola!

–Me quedaré contigo.

Darcy volteó a ver al doctor, quien recordó las veces que él

había apoyado a su paciente en innumerables consultas, y

asintió. El médico empezó el escrutinio mientras Darcy le

hablaba al oído para infundirle valor. La Sra. Reynolds entró

con el agua caliente y las toallas limpias mientras la

enfermera preparaba todos los instrumentos necesarios.

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–Será cuestión de unos minutos, Sra. Darcy. Recuerde que

al sentir el dolor, debe respirar profundo y pensar en

relajarse.

Lizzie inhaló intensamente al tiempo que sentía la siguiente

contracción, transmitiendo todo su dolor al apretar con vigor

la mano de su esposo. Darcy, angustiado de ver sufrir a su

esposa, trataba de consolarla diciéndole al oído cuánto

amaban a esa criatura desde antes de ser concebida, cómo

habían soñado con el momento de tenerla en sus brazos y

ver su sonrisa, que serían inmensamente dichosos al

escuchar las risas de su hijo que estaba a punto de nacer.

Lizzie, en medio de su dolor, inspiraba llenando sus

pulmones pero tenía mucho miedo de lo que podría suceder;

sentía que se balanceaba entre la vida y la muerte, se

sostenía enérgicamente de la mano de su esposo para

mantenerse en este mundo, temiendo también por la vida de

esa criatura que luchaba por nacer y ver la luz. Ya no podría

soportar perder otro pequeño, el dolor que ahora sentía no

se comparaba con el sufrimiento que vivió cuando su hijo

había muerto. Deseaba con toda su alma que pudiera

escuchar pronto ese llanto con el que aliviaría y olvidaría la

dolencia que sentía en todo su cuerpo y la angustia y el

pavor que inundaban todo su ser.

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Lizzie, tiritando y sintiéndose agotada, trató de relajarse

mientras su esposo la cobijaba para aliviar un poco su

malestar y preguntó con voz muy tenue:

–¿Cómo está mi bebé?

–¡Sra. Darcy, ya falta poco! –exclamó el doctor–. Necesito

que me ayude y ayude a su bebé. Cuando sienta otra vez

ese dolor, quiero que puje con todas sus fuerzas.

–¡Ya va a nacer! ¡Ya lo tendrás en tus brazos! –expresó

Darcy notablemente emocionado y besó la mano de su

esposa que la sostenía desfallecida.

Lizzie sintió una conmoción extraordinaria, vio una luz de

esperanza que cada vez percibía más cerca de ella; inspiró

profundamente, tomó la mano de su esposo con todas sus

fuerzas y con la otra el barrote de su cabecera e hizo el

mayor de los esfuerzos; aun así, el bebé no salió. Jadeando,

ella volvió a respirar por pocos minutos mientras Darcy

secaba su rostro con su pañuelo. Con toda su voluntad

controló al máximo el dolor que de nuevo iniciaba, sintió que

sus temores se desvanecían y concentró toda su mente en

ese hijo que le pedía su auxilio a gritos silenciosos; volvió a

pujar con todas sus fuerzas, mientras Darcy apoyaba

suavemente su frente sobre la cabeza de su esposa y rezaba

para que ya todo acabara.

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–¡Sra. Darcy!, ¡un poco más! ¡Ya está saliendo su cabeza! –

gritó el doctor.

Lizzie, exhausta, sintió flaquear todas sus fuerzas y todo su

ser. Continuaba el silencio en la habitación cuando habría

deseado escuchar ese llanto tan anhelado.

–¿Mi bebé está bien? –preguntó Lizzie con la voz muy

desmayada.

–Sí mi niña, sólo un poco más –alentó Darcy besándole en la

frente.

“Un poco más”, repetía Lizzie en su cabeza, sin saber de

dónde sacaría la energía que ya se había consumido por

completo, sintiendo esa tregua como un oasis para recuperar

el aliento.

Lizzie respiró recónditamente, pensando que sería el último

dolor que sentiría y que ya escucharía a su bebé salir de sus

entrañas. Pujó con todo su ímpetu sosteniendo su esfuerzo

por unos momentos que parecían interminables y, en cuanto

el silencio se rompió con el llanto de la criatura, ella sintió

una emoción nunca antes imaginada y estalló en sollozos.

Darcy acarició su rostro y apoyó nuevamente su frente en la

de ella, dando gracias a Dios de que ya todo había acabado,

mientras Lizzie sentía un alivio en todo su cuerpo.

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El doctor secó a la criatura con la toalla mientras les

anunciaba que su bebé era varón y que se encontraba bien y

se lo pasó a la enfermera para su revisión, cuando Lizzie

volvió a sentir ese dolor que creía ya había desaparecido y,

sintiéndose fuera de control, tomó de nuevo la mano de su

esposo enérgicamente y chilló al tiempo que pujaba sin

poderse dominar. Darcy, asustado, volteó a ver al doctor,

buscando la respuesta a esta situación completamente

inesperada para ellos, pero que confirmaba las sospechas

del médico.

–Sra. Darcy, necesito un poco más de su ayuda –pidió el

doctor cuando la contracción cesó–. Falta un bebé por salir.

–¿Son gemelos? –inquirió Darcy sorprendido.

Lizzie, sin poder controlar su llanto y su deseo de pujo, gritó

y se estremeció cuando el dolor le recorrió toda la espalda,

en tanto su esposo la sostuvo deseando transmitirle su brío

para continuar un poco más. Lizzie, en el siguiente intervalo,

hizo un esfuerzo sobrehumano por controlar el huracán de

emociones que sentía en su corazón: ¡dos hijos! Respiró

profundamente y pujó con todo su ímpetu ayudando a ese

pequeño que no esperaban pero que les inundaba de una

alegría insospechada. La criatura sollozó, haciendo coro con

su hermano que le precedió y con su madre que al fin

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encontró descanso. No había palabras ni fuerzas para que

Lizzie pudiera expresar la felicidad que sintió en medio de

sus lágrimas, en medio del llanto de sus hijos.

La enfermera colocó al bebé en su regazo mientras el doctor

secaba a la otra criatura y se la entregaba a la enfermera.

Lizzie, extenuada, lloraba viendo a su pequeño envuelto en

una cobija que buscaba con sus ojos azules distinguir la luz

que ahora lo ofuscaba.

–Ya tiene a sus dos primeros hijos. Esta criatura también fue

varón –informó el Dr. Thatcher satisfecho.

El médico continuó con toda la labor de limpieza y curación,

pidiendo a la Sra. Darcy más de su paciencia por las

molestias que aún sentía. La criatura empezó a inquietarse y

a buscar alimento en los brazos de su madre, por lo que

Lizzie se descubrió y le ofreció de su pecho el alimento que

saciaría su hambre y el cariño que enriquecería su corazón.

Darcy observaba enternecido a su esposa y a su

primogénito, acariciando la cabeza de Lizzie, mientras daba

gracias a Dios por la bendición recibida y la besó en la frente.

Momentos más tarde, la enfermera le entregó al padre el

bebé que faltaba. Darcy, nervioso de recibir a una criatura

tan diminuta en sus brazos, la cargó vacilante demostrando

su completa ignorancia en esa labor. No había cargado a un

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bebé desde que tuvo en sus brazos a su hermana, hacía

más de veinte años. La enfermera le indicó que sostuviera la

cabeza con cautela y el doctor bromeó diciendo que ahora

tendría mucho tiempo para practicar con sus hijos hasta

alcanzar el dominio de esa destreza.

Darcy contemplaba a ese pequeño en sus brazos que

observaba impresionado las facciones de su padre. Cuando

la otra criatura terminó de comer y alcanzó el sueño, la

enfermera le retiró el bebé a Lizzie y lo colocó en la cuna.

Darcy le pasó al otro pequeño y Lizzie lo alimentó hasta que

se quedó dormido, experimentando una felicidad que nunca

había imaginado.

–Las molestias que siente al darles de comer son normales,

Sra. Darcy, y posiblemente se incrementarán –explicó el Dr.

Thatcher–. Ya le daré indicaciones para que se cuide y se

lastime lo menos posible. Por lo pronto, quiero felicitarlos por

sus bebés, felicitarla a usted y agradecerle toda su ayuda, lo

hizo usted muy bien. Iré a asearme a alguna habitación si

me lo permite, Sr. Darcy, y le pediré a la Sra. Reynolds que

nos ayude a cambiar la ropa de la señora y de la cama.

El Dr. Thatcher y la enfermera se retiraron y, como era de

esperarse, todas las personas de la casa esperaban noticias

de su ama. El doctor les dio las buenas novedades y todos

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se alegraron. Minutos después la Sra. Reynolds entró con lo

necesario para cambiar la ropa de cama y buscó en el

vestidor de su señora un camisón limpio, mientras Darcy

colocaba a la criatura en la cuna con su hermano. Darcy

auxilió a Lizzie a cambiarse y con cuidado la cargó y la

recostó en el sillón previamente preparado por la Sra.

Reynolds mientras aseaban el lugar. Darcy la cobijó con

cuidado, se sentó a su lado y dijo:

–Ahora tendremos que pensar en otro nombre para el bebé.

–¿Cuál te gustaría? –preguntó sin poder creer lo que

estaban viviendo.

–¿Qué te parece Christopher para el primero, como tú

querías, y Matthew para el segundo?

–Me agrada, pero ¿cómo los distinguiremos? ¡Son iguales!

Se parecen tanto a ti –indicó sonriendo, mostrando su alegría

con el brillo de sus ojos.

–Tendremos que ponerles algún distintivo y conseguir otra

cuna. Pronto crecerán y no cabrán allí.

Darcy miró con copiosa ternura a su esposa, acarició su

rostro y la besó.

–Le agradezco Sra. Darcy, la felicidad con la que hoy ha

inundado mi corazón.

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El Dr. Thatcher regresó a la habitación, examinó a los dos

bebés y los encontró muy bien; luego revisó los signos

vitales de Lizzie y dio una maravillosa tranquilidad a los Sres.

Darcy al informarles que todo estaba en orden. Darcy

regresó a su esposa a la cama donde durmió las siguientes

dos horas, hasta que el hambre de sus pequeños

demandaba ansiosamente alimento.

Entre tanto, Darcy permaneció en su habitación y escribió

una carta a Georgiana para comunicarle la feliz noticia y

pedirles que fueran padrinos de uno de sus hijos, una misiva

a su tía y otra dirigida a Bingley, sabiendo la revolución que

la noticia ocasionaría en esa casa, sobre todo con la Sra.

Bennet. Entregó a la brevedad al Sr. Smith el documento

para la Sra. Donohue y para Lady Catherine y reservó el de

Bingley, pensando en enviárselo al día siguiente, cuando

Lizzie ya estuviera más descansada.

Cuando Christopher lloró hambriento, Darcy dejó su libro

sobre la mesa y cargó con cuidado a su pequeño. Lizzie

despertó, él se acercó con el bebé y lo colocó sobre su

regazo para que lo alimentara. Él se sentó a su lado y le

auxilió para incorporarse. Lizzie, nerviosa, se preparó para

su importante labor y sintió severamente el tirón de la

succión.

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–¿Es muy molesto? –indagó Darcy.

–Sí, no pensé que doliera tanto.

–¿Cómo te sientes?, ¿pudiste descansar?

–Sí, gracias.

–Me dijo el doctor que regresaría más tarde para revisarte –

comentó mirando a la ventana que ya había oscurecido–. No

debe demorar.

–¿Y Matthew está bien?

–Sí, aún duerme como un ángel. Ya le mandé carta a

Georgiana y a Lady Catherine.

–Seguramente tu hermana se pondrá feliz, y más al saber

que será madrina de uno de ellos –indicó sonriendo.

–Escribí una carta para Bingley, pero decidí enviarla

mañana. Quiero que descanses lo más posible antes de que

vengan a visitarte.

–Tal vez se la puedas mandar a medio día, para que sólo

vengan por la tarde y no estén toda la jornada aquí.

–Me parece bien, así podrás descansar un poco más.

–Y disfrutar de tu compañía con nuestros hijos.

Darcy acarició su rostro y la besó con cariño.

–Gracias por haberme acompañado todo el tiempo, por tu

apoyo y tus palabras que me alentaron en medio del dolor.

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Habría sido más difícil para mí haber soportado tanto

estando sola –declaró Lizzie.

–Gracias por permitirme estar a tu lado y compartir conmigo

esa experiencia única en la vida de un ser humano –

completó Darcy besándola nuevamente.

Matthew despertó, interrumpiendo a sus padres, con un

llanto desconsolado de hambre. Darcy lo cargó mientras

Lizzie terminaba con Christopher y luego se intercambiaron

los bebés para que Matthew pudiera comer.

–Por lo visto, en tanto come uno, yo tendré que entretener al

otro –explicó Darcy sonriendo y viendo a su pequeño todavía

insatisfecho.

Lizzie observó conmovida a su esposo, quien reflejaba en su

mirada un júbilo hasta ahora desconocido, nunca había visto

esa expresión de plenitud en su marido mientras acariciaba

el rostro de su niño y examinaba sus pequeñas manos. Los

padres se sentían colmados de una felicidad extraordinaria

que habían deseado por tanto tiempo, aun ignorando todas

sus delicias.

Más tarde, la Sra. Reynolds anunció al Dr. Thatcher y Darcy

lo recibió con su bebé en brazos. Revisó a las dos criaturas y

luego a su madre y se mostró satisfecho de encontrarlos

bien. Resolvió algunas dudas que Lizzie tenía de su

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convalecencia y el cuidado de los bebés. Luego confirmó que

al día siguiente vendría a inspeccionarlos nuevamente y se

marchó. Después, los Sres. Darcy cenaron en la alcoba y

durmieron, mientras los bebés los dejaban descansar, ya que

tuvieron que despertarse repetidas veces para atenderlos.

Darcy ayudó a Lizzie para que no se levantara y consoló al

bebé que esperaba ser alimentado.

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CAPÍTULO XLIV

Al día siguiente, tras haber pasado muy mala noche, Darcy

despertó al escuchar el llanto de uno de sus pequeños. Se

sorprendió de pensar que su vida había cambiado

drásticamente de un día para otro. Vio a Lizzie todavía

dormida y, después de darle un dulce beso, se levantó para

entretener a Matthew mientras despertaba su madre. Sabía

que había descansado poco y estaba consciente de que

necesitaba reponerse del día anterior. Paseó por un rato a su

bebé reflexionando que habían llegado dos personitas que

iban a transformar sus vidas con sólo cambiar la expresión

de su rostro, a través de una sonrisa o de su llanto podrían

conseguir lo que quisieran, sólo esperaba que fuera con la

primera opción, deseando que no lo manejaran como lo

hacía su mujer. Sonrió al recordar el semblante de su

esposa, bañado en lágrimas, mirando a sus recién nacidos,

sintiéndose muy orgulloso de que se parecieran a él. Ahora

la atención de su esposa y de todos los habitantes de la casa

estaría enfocada a estas dos criaturas que cautivaba el

corazón de quien los veía. Cuando lloró Christopher, dejó a

Matthew sobre la cama, sacó a su hermano y se dedicó a

entretenerlos a los dos con gran éxito.

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Cuando Lizzie despertó, enternecida observó a su esposo en

silencio, quien distraía a sus hijos mostrándoles su brillante

reloj de oro acostados sobre la cama. Recordó cómo había

amanecido el día anterior, todavía sintiendo las patadas de

su pequeño, de sus pequeños –se corrigió–, en su interior.

Ahora su vientre estaba vacío y adolorido, pero su corazón

estaba inundado de una felicidad extraordinaria, sintiendo

enormes deseos de estirar la mano para acariciar a sus

bebés y a su fausto esposo, de cargarlos y estrecharlos

mientras sentía la firmeza de los brazos de su marido y la

delicadeza de su amor.

Darcy, al advertir su mirada, volteó y sonrió, se acercó a ella

y la besó en la frente mientras ella lo abrazaba y él

correspondía generosamente.

–¿Cómo te sientes? –indagó acariciando su rostro.

–Un poco mejor, gracias.

–Debes seguir muy cansada.

–Y tú también dormiste muy poco.

Las dos criaturas se empezaron a impacientar y Darcy le

entregó a Matthew, cargó a Christopher por unos minutos y

lo paseó por toda la habitación. Luego los intercambiaron y

cuando Matthew se quedó adormecido, Darcy se fue a

alistar. Cuando salió del vestidor, vio a Lizzie dormida

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cargando a Christopher, quien descansaba en sus brazos.

Sin hacer ruido, los cobijó, cogió su libro y leyó por un rato,

hasta que el hambre despertó a su mujer. Darcy solicitó el

desayuno en la habitación y cuando hubieron acabado, el Sr.

Smith anunció la llegada del Dr. Thatcher. La consulta fue

larga, revisó a Lizzie y a las dos criaturas y contestó algunas

otras preguntas e inquietudes que surgieron en los padres.

Dio permiso a Lizzie de levantarse y caminar en su

habitación, al principio con ayuda ya que era probable que

tuviera mareo. Además, les dio algunos consejos para poder

atender a las dos criaturas.

–Si los bebés se despiertan tan seguido es porque se

quedan con hambre. Es normal que al principio esto suceda,

ya que se estimula la producción de leche con la succión,

pero la demanda es mayor en el caso de dos bebés y

necesitaremos mucha paciencia de todos. Otra alternativa es

conseguir una nodriza para que ayude a la señora a

alimentarlos.

–No, eso no –interrumpió Lizzie decidida.

Ante tal respuesta, dejaron el tema a un lado y el doctor, tras

recoger sus cosas, se marchó. Darcy sabía lo importante que

era para Lizzie cuidar de sus bebés y no insistió en el tema,

pero estaba consciente de que, de continuar así, pasarían

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muchas noches de desvelo. No obstante, decidió apoyar a su

esposa en todo lo que pudiera.

Después de atender a los pequeños, Darcy ayudó a Lizzie a

bañarse y tuvo oportunidad de descansar un rato antes de

que el Sr. Smith llevara la carta a Bingley. Axiomáticamente,

en cuanto recibieron la noticia en Starkholmes todos

enloquecieron de alegría y salieron a Pemberley para visitar

a Lizzie. Los Sres. Bingley permanecieron en Starkholmes

pero mandaron una carta de felicitación con la Sra. Bennet,

con cierto temor de que la perdiera en el camino de tan

emocionada que estaba al recibir la invitación del Sr. Darcy

para visitar a su hija y conocer a sus dos nietos esa tarde.

–¡Dos nietos! ¡no puedo creerlo! –exclamó la Sra. Bennet al

entrar a Pemberley, olvidándose de la pena que el día

anterior sintiera en el cementerio.

–Ya lo has dicho todo el camino, mamá –aclaró Kitty que la

seguía.

Cuando la Sra. Reynolds anunció la llegada de las Bennet,

Lizzie terminaba de dar de comer a uno de los pequeños en

la sala que antecedía a su habitación. Darcy se puso de pie,

saludó a sus visitantes y se retiró a su despacho.

–¡Quiero conocer a mis nietos! ¿Se parecen al Sr. Bennet? –

preguntó la Sra. Bennet acercándose a la cuna que estaba al

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lado de Lizzie–. ¡Oh!, tienen unos ojos hermosos y ¡son

iguales!

–Son gemelos, mamá. Si no fueran iguales serían mellizos y

podrían ser niño y niña, según he leído en varios libros –

aclaró Mary.

–Seguramente serán tan guapos como su padre –afirmó Kitty

al acercarse a conocerlos–. ¡Vaya!, si este lugar es hermoso,

¿cómo será tu alcoba, Lizzie? ¿Sigues durmiendo con el Sr.

Darcy? –curioseó mientras admiraba la suntuosa pieza.

–Y ¿cómo estás tú, Lizzie? –investigó la Sra. Bennet.

–Bien gracias, mamá –contestó tomando su mano,

preguntándose si alguna vez su madre experimentó los

hermosos sentimientos que ella estaba sintiendo desde el

día anterior por sus hijos.

–Me imagino que no has podido dormir bien. ¿Por qué no me

avisaste ayer que todo había empezado? Vimos cuando el

Sr. Darcy salió en su caballo apresuradamente del

cementerio y nos dejaron con enorme pendiente. ¡Claro que

hay numerosas razones por las cuales pueden buscar al Sr.

Darcy! Es tan importante.

–Pero ninguna tan apremiante como su mujercita –declaró

Kitty riendo–. Me habría encantado estar en el entierro sólo

para ver la cara que puso el Sr. Darcy cuando le avisaron

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que estabas en trabajo de parto. ¡Seguro llegó corriendo

para estar a tu lado!

Lizzie sonrió.

–Tus hijos son perfectos. Recuerdo lo maravilloso que era

tenerlas en mis brazos cuando estaban de este tamaño. Le

doy gracias a Dios que por fin te ha dado esta alegría, Lizzie.

–Gracias mamá –dijo, enfatizando su sonrisa y dando

gracias a Dios por sentir a su madre más cerca de ella–.

¿Cómo está Jane?

–¡Ay, casi lo olvido! Te manda una carta. Hoy amaneció

sintiéndose un poco mejor –comentó mientras buscaba el

papel en su bolsillo y entregaba la carta.

Lizzie la revisó. Una era de Bingley dirigida al Sr. Darcy, que

guardó en la bolsa de su bata, y otra para ella de Jane. La

segunda la abrió y la leyó en silencio.

“Querida Lizzie: ¡Qué maravillosa noticia nos han dado!

¡Muchas felicidades! Me gustaría tanto visitarte y conocer a

mis sobrinos, desearía cargarlos; pero sé que tengo que

recuperarme del todo antes de salir de casa.

Afortunadamente me siento mejor, aunque dice el doctor que

debo cuidarme mucho ya que, de no convalecer

adecuadamente, podría padecer algunas consecuencias en

el futuro. Quisiera obsequiarte la cuna que era para mi bebé;

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la han usado todos mis hijos y ahora que está disponible

quiero que la conserves y la uses para tus hijos. Mañana por

la mañana te la podré enviar con el Sr. Churchill. Con todo mi

cariño, Jane”.

Lizzie, con una sonrisa, dobló la carta y la puso sobre la

mesa, mientras oía de su madre exclamaciones de júbilo por

el nacimiento de sus nietos.

–¿Puedo cargar a tu bebé? –solicitó la Sra. Bennet

refiriéndose al que su hija tenía en sus brazos.

Matthew, en la cuna, empezó a llorar y la madre, despacio,

se levantó del sillón y cargó a su pequeño para alimentarlo.

–¿Ya puedes levantarte Lizzie? –examinó la Sra. Bennet

preocupada.

–Sí mamá, ya me lo autorizó el doctor.

–Ahora se ven diminutos, pero con seguridad crecerán muy

sanos y fuertes. ¿Los estás alimentando bien, Lizzie?

–Estoy haciendo todo lo que el doctor me indicó, mamá.

–La lactancia es difícil con una criatura y con dos, ¡no quiero

ni imaginármelo! Tienes que tomar mucha agua, comer

adecuadamente, limpiarte muy bien y estar descansada.

Recuerdo que cuando ustedes nacieron no dormí una noche

completa en los ocho primeros meses y de recién nacidas se

despertaban cada dos o tres horas, aunque sólo las pude

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amamantar tres o cuatro meses por los embarazos tan

seguidos. Tenía que aprovechar sus siestas para descansar

un poco. ¡Lizzie, así te puedes lastimar! –gritó la Sra. Bennet

viendo que no estaba alimentando al bebé apropiadamente.

Lizzie alzó la mirada, Christopher empezó a llorar asustado

por el grito de su abuela y ésta se tuvo que levantar para

pasearlo por la habitación, mientras continuaba:

–Estoy persuadida de que no dormiste anoche, Lizzie. Yo

puedo quedarme contigo a ayudarte, tienes que aprender

tantas cosas que sólo una madre te puede enseñar. Traje

mis maletas en el carruaje por si deseas que me quede.

–No es necesario mamá –indicó con la voz insegura,

temiendo que su madre se enojara con ella.

–Comprendo que no quieres que el Sr. Darcy se enfade. Mira

que fue muy descortés al no permitir que viniera a auxiliarte.

–Pero el señor descortés permitió que hoy vinieras a conocer

a tus nietos –recalcó Mary.

–Tal vez ahora que esté desvelado a causa de sus criaturas,

reconsidere y consienta mi visita –completó la Sra. Bennet.

–Gracias mamá, pero es mejor que permanezcas en

Starkholmes y sólo vengas cuando te avisemos –repuso

Lizzie, mostrándose más segura de lo que realmente quería,

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ya que si accedía a su insistencia, Darcy ya no estaría con

ella para acompañarla.

–¡Ay Lizzie!, cualquiera diría que eres tú la que no quiere mi

visita –afirmó la Sra. Bennet.

–Y ¿cómo se llamarán? –preguntó Mary.

–Christopher y Matthew –reveló Lizzie.

–¡Me encantan esos nombres! Y con certeza habrá fiesta

cuando los bauticen –expuso Kitty.

–Todavía no hemos hablado de eso.

–¡Claro!, primero tienes que recuperarte. Jane bautizó a sus

hijos muy pronto, pero no es lo mismo criar a uno que a dos

–indicó la Sra. Bennet–. ¡Ay, el Sr. Bennet estaría gozoso de

conocer a tus hijos!, pero Lizzie, para hacer que repitan bien

debes cargarlos contra tu pecho y darles golpecitos en la

espalda, si no lo haces debidamente tendrán cólicos y

estarán llorando muy inquietos.

–Sí mamá, ya lo sé, sólo me falta práctica.

–Y ¿ya los bañaron?

–No, lo haremos por la noche. Tal vez así duerman mejor.

–Recuerda sostenerles muy bien la cabeza; y la temperatura

del agua no debe de ser más caliente que la temperatura de

tu codo.

–Sí mamá. Todo eso ya me lo indicó el doctor.

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–Si te sientes cansada yo podría bañarlos antes de irme.

–Gracias, pero no es necesario. Darcy me ayudará.

–¿El Sr. Darcy te va a ayudar? ¡Qué considerado! –exclamó

Kitty–. Así me encantaría que fuera el hombre con el que me

case.

–Es muy aplaudible su buena intención, pero ¿sabe cómo

hacerlo? Bañar a un recién nacido no es fácil. Te aseguro

que no sabe ni cargarlos –comentó la Sra. Bennet.

–Creo que ya se está haciendo de noche –indicó Lizzie

deseando que ya se fueran.

–Es cierto, Lizzie; entonces, si no necesitas algo más o ya no

tienes dudas que resolver, nos retiramos. Mañana

vendremos a verte.

–¿Mañana?

–Sí, hija, vendré a ayudarte.

–Mamá, mañana y los siguientes días Darcy me va a ayudar.

Arregló todo para tener unos días libres. Te agradezco que

quieras venir pero yo te aviso cuando necesite de tu apoyo –

expresó con cortesía, pero persuadida de que no quería

escuchar todo el día sus recomendaciones, como alguna vez

tuvo que tolerar Jane, sabiendo que tenía que poner

claramente los límites para que no fueran quebrados por su

madre.

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La Sra. Bennet, extrañada, dejó a la criatura en su cuna, se

despidió y se retiró con sus hijas. A los pocos minutos, Darcy

estaba de vuelta y Lizzie se alegró mucho de verlo.

–¡Qué bueno que ya estás conmigo! ¡Ya quería que se

fueran!

–¿Por qué? –indagó mientras colocaba a Matthew en la cuna

y tomaba a su mujer entre sus brazos para recostarla en la

cama de su habitación.

–Mi madre ya me había puesto muy nerviosa con todas sus

enseñanzas y observaciones; no paraba de indicarme cómo

hacer las cosas. Sé que tengo mucho que aprender, sobre

todo a darles de comer, pero prefiero ejercitarme sobre la

marcha.

–¿Y cómo estás? ¿Te sigue doliendo?

–Sí, a pesar de que he hecho todo lo que me indicó el doctor.

–¿Se siguen despertando muy seguido?

–Sí, cada dos horas o menos. Cuando coinciden le doy de

comer a uno y luego se queda dormido, despierta el otro y lo

alimento cuando el primero ya está inquieto otra vez; pero

aun así, me embelesa tenerlos en mis brazos. Se siente tan

bonito cuando los cargo y me doy cuenta de que estarán a

mi lado siempre.

–Si quieres los bañamos pronto para que puedas descansar.

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–Gracias Darcy, mi madre se ofreció a ayudarme pero no

quiero intentarlo con ella. Me expresó que quería venir

mañana otra vez, pero le dije que tendrá que esperar a que

nosotros le avisemos. No quiero ni siquiera imaginarme

teniéndola aquí todos los días.

–Ya arreglé mis pendientes con Fitzwilliam para estar libre

toda la semana; te manda felicitar, y recibí carta de

Georgiana.

–¿De Georgiana? ¡Por poco lo olvido!, también Bingley te

manda una carta –comentó entregándole el documento y

recibiendo el otro.

Ambos los abrieron y los leyeron en silencio.

“Queridos Darcy y Lizzie: Me han dado una alegría que

nunca había imaginado: ¡dos sobrinos! Me encantaría poder

estar allí para conocerlos y cargarlos, estaremos fascinados

de ser padrinos de uno de ellos. Me alegro Lizzie, de que

todo haya salido muy bien, recé mucho para que así fuera.

Patrick también les manda sus felicitaciones y sus saludos.

Yo me he sentido mal desde hace unos días, pero dice

Patrick que es normal, ahora entiendo tus malestares. Sin

embargo, me ha cuidado con mucho cariño y me he sentido

muy complacida. La Sra. Gardiner me vino a visitar y leí tu

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carta en su presencia, se alegró mucho con la noticia,

seguramente les escribirá pronto. Con cariño, Georgiana”.

–Entonces ¿Jane te regalará su cuna? –investigó Darcy.

–Sí, me dijo que mañana me la manda. Le escribiré una

carta para agradecerle.

–Ciertamente le agradará.

Christopher empezó a llorar y Darcy fue por él, lo colocó

sobre la cama al lado de Lizzie, igualmente recogió a

Matthew y llamó a la Sra. Reynolds para que les ayudara a

preparar el baño en tanto él iba por la ropa. Cuando todo

estuvo listo, la Sra. Reynolds bañó a Matthew para

enseñarles todos los detalles, luego el padre duchó a

Christopher mostrándose muy torpe en sus movimientos,

aunque la criatura no lo percibió; mientras la madre

permanecía sentada, observaba todo el procedimiento y

alimentaba a Matthew. Luego, dio de comer a Christopher

hasta que se quedaron dormidos en su cuna. Posteriormente

los Sres. Darcy cenaron en su alcoba y se acostaron a

descansar, sabiendo que pronto su sueño sería interrumpido

por alguno de sus chiquillos.

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CAPÍTULO XLV

Así fue. A las once de la noche, Lizzie atendió a sus bebés y

se quedaron dormidos. Luego, desde las dos de la

madrugada, Matthew se despertó y no dejó de llorar hasta

las cinco de la mañana que se durmió agotado, cuando

Christopher ya estaba despertándose. Lizzie lo amamantó

todo ese tiempo sin lograr que se calmara. Por momentos lo

paseó, le cantó y se fue a la otra habitación para que su

marido pudiera descansar; luego Darcy se levantó para

ayudarle, pero no daba resultado. Lizzie volvió a intentar

alimentarlo pero se sentía completamente seca. La criatura,

agotada, se durmió en los brazos del padre que lo paseó por

un rato mientras la madre trataba de alimentar a Christopher

que recién había despertado, sin lograr saciar su hambre.

Pasaron tres horas más de escuchar un llanto muy lastimoso

de su pequeño, sin poder calmarlo, intentando darle de

comer, cuando ya estaba despierto el otro. Lizzie,

desesperada y sumamente adolorida, prorrumpió en

sollozos. Darcy, con Matthew en brazos, se acercó, se sentó

a su lado y la escuchó:

–Me siento totalmente inútil. ¡Ni siquiera soy capaz de

alimentarlos!

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–Recuerda que el doctor dijo que necesitábamos mucha

paciencia y que la producción de leche aumentaría conforme

se acucie con la succión.

–¡Llevo horas dándoles de comer y no da resultado!

–Y lo único que has logrado es lastimarte –notó estremecido

al ver sus heridas en el momento en que el pequeño por fin

se separó llorando.

Darcy, en medio del llanto que inundaba la habitación, tomó

un paño limpio que Lizzie tenía sobre el buró, lo mojó con

agua fresca y con extremo cuidado limpió la sangre que salía

de las lesiones de su mujer. Luego la secó con una pequeña

toalla y la cubrió; ella tomó su mano y la besó con cariño.

Después enjugó las lágrimas de Christopher y su boca

manchada, se puso de pie y se retiró un momento de la

habitación. Después de unos minutos regresó, tomó al otro

bebé y salió. Enseguida retornó y Lizzie, mortificada,

preguntó:

–¿Qué has hecho con ellos?

–La Sra. Reynolds se encargará de ellos un rato. Ya estás

muy cansada y angustiada y eso no nos ayuda.

–¡Ellos tienen hambre y yo no puedo darles de comer!

–Tal vez sea hora de considerar la propuesta del Dr.

Thatcher. Ya lo he mandado llamar.

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–¿Qué propuesta?

–Que una nodriza te ayude a alimentarlos.

–No Darcy. ¡Yo quiero alimentarlos! No quiero que lo haga

otra mujer. ¡Son mis hijos y nadie tiene derecho a

quitármelos! No quiero que les pase nada. Voy a volver a

intentar, estoy segura de que es cuestión de tiempo.

–De tiempo, de que descanses, de que estés tranquila y de

que te recuperes de tus lesiones. Estás muy herida y, de

continuar, sólo se agravará tu situación.

–El doctor dice que me tienen que succionar.

–Y mientras te lastimas más, ¿dejarás que tus hijos estén

hambrientos y que su vida peligre por no ser alimentados?

No Lizzie, te aseguro que nadie te los quitará y ellos estarán

bien, pero necesitas que te ayuden.

En medio de sus lágrimas y de su completa decepción, Lizzie

bajó la cabeza y luego continuó:

–Soñé por tanto tiempo con ser una buena madre, tener a mi

bebé en brazos, alimentarlo de mi leche y de mi cariño

mientras lo acariciaba y ahora no puedo.

Darcy tomó sus manos con cariño.

–El que ahora no puedas alimentarlos no significa que seas

una mala madre y tampoco quiere decir que en unos días no

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puedas hacerlo. La ayuda que te brindará la nodriza será

temporal, si tú lo decides así.

–¡Ella será una extraña para nosotros!

–El Dr. Thatcher nos la recomendará y tú podrás quedarte

con ella mientras los alimente, si así te sientes más segura.

Podrás cargarlos a tu antojo mientras observas los cuidados

que te indicará el doctor. Lizzie, sólo quiero ver que tú y

nuestros hijos estén bien y me doy cuenta de que esto no

está resultando.

La Sra. Reynolds tocó a la puerta y Darcy atendió.

–Los bebés ya están dormidos. Les di un poco de agua con

azúcar para tranquilizarles el hambre. ¿Gusta que se los

traiga, Sr. Darcy?

Él asintió y agradeció, luego acompañó a la Sra. Reynolds

para traer a los dos pequeños y los acomodaron en la cuna.

La Sra. Reynolds se retiró al tiempo que Darcy se acercaba a

su esposa, quien, acostada, suspiraba profundamente a

causa de su llanto. Él acarició su cabello en tanto conciliaba

el sueño y lograba descansar por un rato. Después, Darcy se

alistó.

Cuando el Dr. Thatcher arribó, los Sres. Darcy estaban

concluyendo su desayuno y atendiendo a las criaturas que,

hambrientas, demandaban alimento. El médico los revisó

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mientras Lizzie y Darcy le explicaban lo sucedido durante la

noche. El Dr. Thatcher también examinó a la madre y le dijo:

–Sra. Darcy, por su bien, estamos a un paso de prohibirle

amamantar a sus hijos. Se encuentra muy lastimada y, si se

llega a infectar, no podrá alimentarlos más; por lo menos

hasta que sanen sus heridas, si es que todavía hubiera

manera de incitarla para producir leche. Tendremos que

conseguirle a una nodriza.

Lizzie observaba con seriedad al doctor, en completo

silencio.

–En cuanto a los bebés, se encuentran bien, por lo visto muy

hambrientos. El remedio que les dio la Sra. Reynolds

funciona; si bien no los alimenta como es debido, se puede

llegar a usar en caso desesperado y yo le agregaría un poco

del polvo del suero que usted tiene, Sra. Darcy; sin embargo,

no es conveniente acostumbrarlos. Enseguida le traeré a la

Sra. Largorn para que ayude a alimentar a sus bebés. Es

una señora con varios hijos que quiere destetar a su

pequeño de un año y que tiene todavía buena producción de

leche. Posiblemente esté interesada en amamantar a sus

bebés, ya que su esposo se lesionó y estará incapacitado

por algún tiempo. Por el día de hoy, Sra. Darcy, le pediré que

dejemos la alimentación de sus hijos a esta persona.

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Mañana usted los podrá lactar diez minutos de cada lado

cada vez que tengan apetito y luego les terminará de dar

pecho la Sra. Largorn. Esto es con el objeto de que hoy

descanse y empiece la cicatrización y mañana continúe con

la estimulación, únicamente el tiempo que le señalo para no

agravar sus lesiones o provocar nuevas. Así, sus pequeños

se alimentarán de su calostro y de leche, estarán satisfechos

y usted cicatrizará y producirá leche. En unos días usted

sentirá que la producción de leche aumentará y podrá saciar

el apetito de sus pequeños sin ayuda. Su cuerpo se

acostumbrará poco a poco, ya no habrá lesiones y las

molestias se irán reduciendo. Necesito que por el momento,

limpie y seque bien sus heridas, descanse trayendo ropa

suelta hasta que se normalice su situación y continúe usando

su faja.

Lizzie, resignada a las nuevas circunstancias, asintió. El Dr.

Thatcher se marchó y Darcy regresó para ayudarle a

tranquilizar a uno de los pequeños, mientras su esposa

cargaba al otro. Pasaron unos minutos cuando el Sr. Smith

anunció que traían la cuna de la Sra. Bingley, pasó y

acomodó lo necesario con ayuda de la Sra. Reynolds y luego

regresó para notificar la llegada del Dr. Thatcher con la Sra.

Largorn. Ellos se introdujeron a la habitación y Lizzie miró

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con recelo a esa señora que representaba a todas las

mujeres de las que deseaba alejar a sus pequeños. El doctor

le dio las últimas indicaciones pertinentes y la nodriza se

acercó a cargar a uno de los bebés, el que traía Lizzie en

brazos que se encontraba más inquieto y demandaba mayor

atención de su madre.

Lizzie se sintió impotente al observar el sufrimiento de su

pequeño sin poder saciar su necesidad y llena de envidia al

ver la facilidad con la que esta mujer se sentaba a darle de

comer mientras los señores salían de la habitación. El bebé

succionaba con intensidad al tiempo que salía abundante

leche que satisfacía su voraz apetito. Después de unos

minutos, la señora se lo despegó, lo cargó para que repitiera,

lográndolo fácilmente y lo puso del otro lado mientras

continuaba succionando, hasta que pronto se serenó y se

durmió. Cuando la matrona terminó con Matthew, se lo pasó

a Lizzie y continuó la misma operación con Christopher,

alcanzando por fin la paz tan deseada. Al concluir, dejó al

pequeño al lado de su madre y la felicitó por sus hermosos

bebés; le dijo que estaría con la Sra. Reynolds para ayudar

en la cocina y se marchó. A los pocos minutos, Darcy

regresó y encontró a toda su familia tranquila, aunque no

todos felices.

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La misma operación se repitió a las dos horas, cuando los

bebés se despertaron con apetito. Darcy llamó a la Sra.

Largorn, quien subió a atender a las criaturas al tiempo que

él se retiraba a su despacho. A la media hora de que la

nodriza había concluido, el padre regresó. Así transcurrió el

resto del día, luego bañaron a los chiquillos con ayuda de la

Sra. Reynolds. Los Sres. Darcy cenaron en su alcoba

cuando ya los pequeños dormían profundamente y se fueron

a descansar.

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CAPÍTULO XLVI

Esta vez los bebés despertaron hasta la una de la mañana.

Lizzie se levantó y tocó la campana para llamar a la Sra.

Largorn, quien acudió a la habitación contigua donde la

madre ya la esperaba para que los alimentara. Pasados tres

cuartos de hora, Lizzie se los llevó nuevamente a su alcoba y

se volvió a acostar donde su esposo la esperaba,

abrazándola con cariño. Esta operación se repitió

nuevamente a las cinco de la mañana. Después despertaron

alrededor de las nueve, dando tiempo suficiente para que

Lizzie pudiera descansar un poco más y desayunar con

tranquilidad al lado de su esposo. Aun así, ella se veía

deprimida y todavía muy adolorida, aunque ya no sangraba;

a pesar de todo le dio de comer a sus pequeños, como el

doctor indicó, antes de llamar a la nodriza.

Mientras Lizzie cumplía con su delicada e importante labor,

Darcy le comentó algunas novedades que había leído en el

periódico, pero ella no escuchó, ya que trataba de soportar

en silencio el dolor que todavía sentía. Cuando el pequeño

empezó a comer del otro lado, Lizzie no pudo evitar que las

lágrimas brotaran de sus ojos, percibiendo un dolor que se

pronunciaba con el paso del tiempo. Darcy, al notar la

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incomodidad de su esposa, aun cuando ella cuidó de

secarse el rostro, le dijo preocupado:

–¿Es muy doloroso?

–Sí, mucho. También me duele el vientre.

–¿Es normal? –preguntó preocupado.

–Me dijo el doctor que sí. ¡Y pensar que la Sra. Largorn lo

hace con tanta facilidad!, hasta diría yo que le es agradable.

–Así te veré en un par de meses, o tal vez menos, y

recordaremos de estos días sólo lo placentero.

–¡Me había imaginado tan diferente estos días! –suspiró

Lizzie mientras otras lágrimas surgían de sus ojos–. Mi

madre tenía razón: es muy diferente cuidar a hijos propios

que ajenos. Cada vez que oigo el llanto de alguno de

nuestros hijos siento que ponen a prueba mi cariño hacia

ellos, como si quisieran calificar mi deficiente desempeño al

cuidarlos o alimentarlos, en hacerlos sentir amados.

Recuerdo que con Diana era tan fácil mimarla y dormirla en

mis brazos. Cada vez que los cargo pienso que seré incapaz

de consolarlos y lograr que se duerman. Me siento

desarmada, torpe para hacerlos sentir bien, me pregunto si

podré cuidarlos, ¿cómo saber si lloran por hambre, por

sueño o por alguna dolencia?, no estoy segura de poder

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producir suficiente leche para los dos, si podré hacerlos

felices mientras estén a mi lado…

–Lizzie –indicó conmovido acariciando su rostro–, es normal

que estés tan afligida e insegura, nos lo dijo el doctor hace

unas semanas y verás que pasará en unos días. Te aseguro

que ellos sienten el amor que les tienes, aunque no los

pudieras alimentar. El calor del cariño de una madre es

incomparable, ella es la única que se los puede dar y tendrás

toda una vida para regalárselos. Estoy convencido de que

serás una madre maravillosa, como maravillosa eres como

esposa.

Darcy la besó en la frente y la abrazó con cariño. Después

de unos momentos, Lizzie dijo:

–¿Te quedarás conmigo todo el día?

–Sí, sólo vendrá Fitzwilliam unos minutos.

–Tendré que llamar a la Sra. Largorn, me estoy lastimando

mucho otra vez.

Darcy la besó en la mejilla, se puso de pie y tocó la campana

para hablar a la nodriza. Pasados unos minutos ella tocó a la

puerta y Darcy le permitió el acceso. Él regresó para

despedirse de Lizzie e indicarle que estaría en su despacho.

–¿Ya llegó Fitzwilliam?

–No, me dijo que vendría por la tarde.

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–Te extraño mucho cuando te vas –insinuó con cariño.

Darcy se sentó, rozó su rostro y le susurró al oído

afectuosamente:

–Me encantaría quedarme contigo pero seguramente la Sra.

Largorn se sentiría incómoda, al igual que yo, si estoy

presente cuando alimenta a mis hijos. Vendré en cuanto ella

acabe –concluyó besándola en la mejilla y se marchó.

La nodriza tomó a la criatura que tenía Lizzie en los brazos,

se sentó, empezó su labor y comentó:

–Se ve que su esposo la quiere mucho. Es tan importante y

valioso el apoyo que brinda el esposo a la madre en estos

momentos, no todas tuvimos su misma suerte.

Lizzie sonrió sintiendo sus ojos humedecidos.

–Le esperan muchos años de enorme felicidad con sus hijos,

sólo deje que pasen estos primeros días de acoplamiento –

indicó la Sra. Largorn comprendiendo lo que su patrona

estaba sintiendo.

Lizzie discretamente le preguntó cuál había sido su

experiencia en el alumbramiento de sus hijos y ella le platicó

que se había sentido muy desalentada con cada nacimiento

mientras el padre se iba de fiesta con sus amigos. Las

preocupaciones o los motivos de su tristeza se modificaban

según las circunstancias, pero finalmente había tenido la

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misma depresión en todos los casos, aunque ésta se

desvaneció al paso de los días, devolviéndole la seguridad

en sí misma, al tiempo que físicamente también se

recuperaba y regresaba toda su fuerza, su vitalidad y su

tranquilidad. Lizzie, en un intento de reconfortarse, reflexionó

en esas madres que tenían que enfrentar solas esta etapa de

sus vidas y que tal vez tenían que trabajar o amamantar a

otro pequeño para poder sobrevivir, dejando a sus bebés con

otra persona, pero siguió sintiendo la misma tristeza, aunque

daba gracias a Dios por el amor de su marido.

Ya entradas en confianza, Lizzie indagó sobre sus hijos, su

familia, el trabajo de su esposo, y la Sra. Largorn ahondó en

más detalles. Durante la charla Lizzie encontró que esa

mujer no era su rival sino su aliada, que le podría enseñar

numerosas cosas con toda su experiencia. Cuando la

nodriza terminó con Christopher lo colocó en la cuna y le

pasó a Matthew para que ella le diera de comer primero.

Mientras Lizzie lo amamantaba, la Sra. Largorn le enseñó

con paciencia y cariño la mejor manera de hacerlo, inclusive

con los dos al mismo tiempo, uno en cada brazo, ya que una

de sus hermanas había tenido gemelos.

Transcurrieron un par de horas, en medio de una amena y

constructiva plática, cuando la Sra. Largorn se retiró a ayudar

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en alguna labor de la casa, tras pasar por el despacho del

Sr. Darcy para avisar que ya había terminado. Darcy dejó

sus pendientes sobre su escritorio y se fue a su alcoba. Tocó

a la puerta y abrió, en tanto Lizzie se levantaba del sillón

para recibir a su esposo con un abrazo. Él correspondió con

enorme cariño y le dio tranquilidad encontrarla más

animada.

–Pensé que acabarían antes –indicó Darcy–, ya iba a

mandar a la Sra. Reynolds para ver si todo estaba bien.

–Sí, todo está bien –aclaró sonriendo–. La Sra. Largorn y yo

platicamos largamente, por lo menos no soy la única que se

ha sentido tan insegura con todo esto. Te agradezco que

hayas podido acompañarme en estos días.

–Recuerda que prefiero acompañarte y consolarte en tu

abatimiento que saber que sufres estando lejos de ti –

aseguró acariciando su rostro y besándola con cariño.

Darcy acompañó a su esposa mientras sus bebés

descansaban. Entre tanto, él leyó el libro que habían tenido

que dejar desde hacía días, pero que había despertado su

interés, Lizzie pudo dormitar escuchando la voz de su marido

que le infundía gran serenidad. Cuando los pequeños se

despertaron otra vez, ella empezó su labor con un poco más

de seguridad, mientras Darcy la veía ufano. Al concluir con

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uno, se lo entregó al padre y luego fue por el otro para

continuar con su tarea; toleraba un poco más las molestias

tras pensar en que pronto sanaría y estaría bien. Terminada

la faena, Lizzie llamó a la Sra. Largorn, luego se acercó a su

esposo y se sentó a su lado.

–Lo único que me sigue disgustando es que te tengas que ir

–afirmó Lizzie.

–Sólo serán unos minutos, creo que ya has hecho gran parte

del trabajo.

–¿Ya pronto llegará Fitzwilliam?

–Sí, me va a traer un documento para que lo revise y lo

firme. Terminaré pronto.

Darcy, al escuchar que tocaban la puerta, besó a su esposa

con afecto y atendió, retirándose de la habitación al tiempo

que la nodriza entraba.

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CAPÍTULO XLVII

A las dos semanas de que habían nacido los bebés, el Dr.

Thatcher fue a examinar a la Sra. Darcy y a sus hijos. Ella

ya se sentía mejor de los maltratos del parto y la leche ya

se producía en cantidad suficiente, sus lesiones estaban

cicatrizando bien aunque continuaba con un poco de

molestia al amamantar, que se había visto reducida

paulatinamente. Los bebés habían aumentado de peso y de

talla mientras Lizzie las había reducido convenientemente y

el doctor se mostró satisfecho del resultado de su revisión.

La Sra. Largorn continuaba ayudando a Lizzie, pero ya no

para alimentarlos sino en otras labores de la casa y a

consolar a los pequeños cuando se inquietaban mucho.

Darcy, al ver con más fortaleza a su mujer y en mejor estado

de ánimo, se incorporó poco a poco a su trabajo por las

mañanas y dejaba libres las tardes para convivir con su

familia. Lizzie tenía que guardar ciertos cuidados todavía, por

lo que permanecía en su habitación o en la habitación de los

bebés todo el día.

Por las noches los bebés se despertaban cada tres o cuatro

horas, Lizzie los alimentaba y cuando se ponían inquietos se

los llevaba a la alcoba contigua para que su marido

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descansara. En ocasiones, él le ayudaba con alguno cuando

estaba muy intranquilo. Lizzie, aunque a veces dormía poco

por el tiempo que invertía en atender a sus pequeños de

noche, aprovechaba las siestas de sus bebés en la mañana

para recuperarse, algo que Darcy no podía hacer con tanta

facilidad, por lo que ella trató de prescindir de su ayuda por la

noche.

Después de la primera semana Lizzie recobró su seguridad,

su alegría y su entusiasmo que siempre la habían

caracterizado. Estaba descubriendo lo hermoso de la

maternidad, empezaba a disfrutar el tiempo en que les daba

de comer a sus bebés mientras adquiría mayor destreza en

esa tarea. Los pequeños todavía dormían mucho durante el

día, aunque Lizzie se alegraba de los momentos en que los

cargaba incluso dormidos: los contemplaba, los acariciaba y

se acurrucaba con ellos para descansar a su lado. Cuando

estaban despiertos los entretenía con algún juguete, los

paseaba o les cantaba hasta que demandaban alimento y se

dormían. Todo el día estaba ocupada en sus hijos y por las

tardes Darcy le ayudaba a cuidarlos y luego a bañarlos,

permanecía admirada de ver el cariño que su esposo les

profesaba. Gradualmente adquirió mayor confianza para

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bañarlos, al igual que su marido, quien fue perfeccionando su

técnica.

En esos días los Sres. Darcy recibieron carta de los Sres.

Gardiner, de los Sres. Donohue –padres del Dr. Donohue–,

de los Sres. Windsor y de los Sres. Collins, todos ellos los

felicitaban por el nacimiento de sus gemelos. También

recibió una carta de su madre, desde Starkholmes, en la cual

le pedía de la manera más atenta que le fuera concedido de

parte del Sr. Darcy su asentimiento para visitar a sus nietos.

Lizzie, mientras amamantaba a Christopher, la leyó en

silencio y se rió, enseñándosela a su marido, quien se

encontraba con Matthew a su lado. Darcy la revisó y

comentó alborozado:

–¿Cuándo quiere la Sra. Darcy que yo dé mi autorización?

–Puede ser mañana por la mañana.

–Pensé que preferías verlas por la tarde.

–No, si vienen por la tarde a ti te veré hasta en la noche y

me encanta que vengas a verme. Claro que tendré que

especificarles un horario de salida. Además, me gusta ver lo

cariñoso que eres con nuestros hijos, cómo los cargas y

cómo los observas. Nunca te habías mostrado afectuoso

con algún niño hasta que nacieron tus hijos.

Él sonrió y la miró con cariño.

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–Todo eso te lo debo a ti.

Darcy acarició su rostro con afecto y la besó. Su mano se

deslizó cariñosamente hasta que Lizzie se sintió incómoda

por las intenciones de su marido, la detuvo y aclaró:

–Todavía no se puede.

–Perdóname, tienes razón –comentó incorporándose y

besando la mano de su esposa.

Lizzie se cubrió con la cobija de su bebé mientras Darcy se

puso de pie para pasear a su pequeño que dormía en sus

brazos.

–¿Cuándo vendrá el Dr. Thatcher? –indagó él.

–Cuando los bebés cumplan un mes, aunque me dará de

alta posiblemente al mes y medio.

Darcy colocó a Matthew en la cuna, cogió su libro, se sentó

junto a su esposa y leyó en voz alta, en tanto Lizzie cargaba

a Christopher para sacarle el aire aunque sin poner atención

a la lectura, extrañada de haber sentido esa sensación que

nunca había experimentado.

Al cabo de un rato, los Sres. Darcy cenaron en su habitación

y Lizzie le pidió al Sr. Smith que enviara un mensaje a

Starkholmes, dedicado a la Sra. Bennet, para recibirla por la

mañana.

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Al día siguiente Darcy salió a cabalgar un poco más

temprano que lo habitual, se había despertado con el llanto

de Matthew y, aunque Lizzie lo atendió con prontitud, él ya

no pudo conciliar el sueño. Después de un rato, ella se

durmió en tanto alimentaba a su pequeño. Darcy se levantó,

la observó con cariño y la besó en la mejilla, deseando que

pasara pronto el tiempo de su convalecencia para poder

entregarse a ella nuevamente. Besó a su pequeño en la

cabeza, los cobijó y se retiró para alistarse.

Transcurridos unos minutos de que Darcy se había retirado,

Christopher despertó hambriento. Lizzie dejó a Matthew en la

cuna, cargó al otro bebé para que lactara y se percató de

que su marido ya no estaba. Extrañada, lo buscó en el

vestidor sin encontrarlo y escuchó el ruido de un caballo, por

lo que se asomó a la ventana viendo la silueta de su esposo,

quien montaba con gran agilidad su corcel negro, se alejaba

y se introducía en el bosque escasamente alumbrado por la

luz de la luna. Lizzie sintió frío y regresó a la cama con su

pequeño en brazos que comía con entusiasmo.

Al amanecer Lizzie dejó a sus pequeños tranquilos y se retiró

a arreglarse, pensando que su marido regresaría más

temprano de lo habitual, pero no fue así. De hecho, regresó

justo a la hora del almuerzo. Lizzie ya lo esperaba,

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impaciente por saber si estaba bien. Respiró profundamente

cuando escuchó por la ventana el caballo que corría a gran

velocidad aproximarse a la casa. A los pocos minutos, Darcy

tocó a la puerta de la alcoba y entró. Lizzie, de pie, lo

esperaba y se acercó a él para abrazarlo, luego le dijo:

–Hoy te fuiste más temprano que de costumbre. ¿Todo está

bien?

–Sí, me desperté y ya no pude volver a dormir.

–Cuando te pasaba eso te quedabas conmigo para ver el

amanecer.

–Perdóname. No pensé que hoy querías verlo, has estado

muy ocupada. Además, habría sido más difícil para mí estar

a tu lado y no poder estrecharte entre mis brazos.

–Sí me puedes abrazar.

–Sabes a qué me refiero.

Lizzie bajó la cabeza y, sintiéndose culpable, susurró:

–Perdóname.

–No tengo nada que perdonarte Lizzie –indicó levantando su

rostro con cariño–. Yo sé que todavía no podemos y quiero

respetar el tiempo necesario para que te recuperes por

completo. Sólo que no es fácil para mí, sabes lo mucho que

te necesito, por lo menos salir a cabalgar me despeja la

mente.

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–¿Estuvo agradable el paseo?

–Sí, gracias.

–Debes venir hambriento –comentó tomando su mano para

invitarlo a sentarse a la mesa.

Los Sres. Darcy desayunaron y, al poco tiempo, los bebés se

despertaron. Darcy cargó a uno de ellos y lo paseó por la

habitación mientras Lizzie se ocupaba del otro. Al cabo de un

rato, el Sr. Smith tocó a la puerta y Lizzie se cubrió para que

recogieran el servicio. Pasados unos minutos, regresó el Sr.

Smith para anunciar a la Sra. Bennet y a sus hijas. Darcy

saludó a las visitas y se marchó. La Sra. Bennet se avalanzó

hacia su hija para ver a su nieto que estaba comiendo.

–¡Vaya! Tu marido se ve muy contento, aun cuando trate de

aparentar seriedad –comentó Kitty.

–¡Quién no va a estar feliz al contemplar estas criaturas!,

además de que por fin tiene a sus herederos. Para los

hombres es tan importante saber que todo su esfuerzo algún

día descansará sobre su descendencia, y también es un

consuelo para la madre asegurarse de que tendrá lo

necesario para ella y para su familia, aun cuando llegue a

faltar el marido. Se ven tan bonitos cuando comen –afirmó la

Sra. Bennet mientras lo observaba–. ¡Qué bueno que ya

tengas leche! ¿Te alcanza para alimentar a los dos?

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–Sí mamá.

–Debes de comer muy bien Lizzie. No te descuides, te ves

muy delgada.

–Creo que en realidad nunca engordó –reveló Kitty

acercándose a ver el pequeño despierto.

–¿Puedo cargarlo? –preguntó Mary viendo al otro bebé

dormido en su cuna.

Lizzie asintió.

–¿Cómo está Jane? –inquirió Lizzie.

–Bien, ya está mucho más animada y falta poco para que el

doctor le dé de alta. Te manda saludos y me dijo que vendrá

a visitarte en cuanto el doctor le autorice salir –contestó la

Sra. Bennet.

–Y ¿qué tal te ha ido con los bebés y el nuevo padre? –

curioseó Kitty.

–Bien, gracias –respondió Lizzie sonriendo.

–Y ¿han pensado cuándo celebrarán el bautismo? –investigó

la Sra. Bennet.

–No, pero no quiero dilatarme; tal vez en cuanto el doctor me

dé de alta podamos poner una fecha.

–¡Falta mucho! Mamá, creo que nuestra visita en Derbyshire

pronto llegará a su fin –expuso Kitty aburrida–. Además,

según la carta de la Sra. Hill hay temas más interesantes de

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qué comentar en Hertfordshire –se burló, al tiempo que Mary

se sonrojaba.

–¿Y cuáles son esos temas interesantes de los que hablas?

–preguntó Lizzie.

–La inesperada visita de un caballero escocés a Longbourn.

–¿El Sr. Posset?

–¿Así se llamaba, Mary? –inquirió a su hermana.

Mary no contestó, pero miró a Lizzie con un atisbo de

esperanza.

–Según le comentó que se quedaría en el condado algunos

días, deseando saludar a la Srita. Bennet. A ver si nos da

tiempo de llegar antes de que se vaya otra vez.

–Sí hija, ustedes pueden irse mañana y yo las alcanzaré

cuando Jane termine su convalecencia.

–¡Mamá! ¿Y quién estará en la casa para cuidar a mis

hermanas si ese caballero decide volver? –indagó Lizzie

preocupada.

–La Sra. Hill es una mujer respetable que puede ayudar en

mi ausencia. Le mandaré una carta para pedirle que haga las

funciones de carabina.

–No me parece que sea correcto.

–Según tengo entendido las carabinas nunca fueron del

agrado de la Srita. Elizabeth –se burló Kitty.

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–Pero el Sr. Darcy siempre ha sido un caballero conmigo.

–¿Siempre?, ¿acaso no te dio un pequeño beso antes de la

boda?

–Mamá, no conocemos bien al Sr. Posset, sólo sabemos que

es pariente del Sr. Morris, pero…

–Lizzie, ¡gracias por tu preocupación pero ya no soy una

niña! –exclamó Mary, sorprendiendo a todas.

–Mary, es por tu seguridad.

–Te lo agradezco, pero ya está decidido. Mañana Kitty y yo

volveremos y mi madre nos alcanzará en unos días –expresó

enojada por la falta de confianza que había manifestado su

hermana.

–Entonces así se hará. No podemos desaprovechar que un

caballero se haya interesado por Mary. ¡Eso nunca había

sucedido! –espetó la Sra. Bennet.

–Tal vez le puedas decir que tenemos interés de conocerlo –

indicó Lizzie a Mary, tratando de limar las asperezas.

–Es buena idea. Ya nos avisarás cuándo se realizará el

bautismo para acompañarlos, si es que el Sr. Darcy nos

autoriza asistir –dijo, enfatizando lo último.

–Mamá, no le guardes rencor a Darcy –pidió Lizzie.

–No hija, no se lo guardo pero dime, ¿qué clase de medida

desconsiderada fue la de separar una hija de su madre

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cuando más necesitaba de su apoyo? Yo tuve cinco hijas y

sé lo que se siente parirlas y criarlas. Es algo que los

hombres nunca entenderán.

–Lamento que hayas sido de las mujeres que pasaron todo

eso prescindiendo del apoyo de sus maridos.

–¿Entonces el Sr. Darcy estuvo contigo acompañándote? –

preguntó Kitty asombrada.

–Sí, casi no se separó de mí.

–¡Quién lo hubiera pensado! –exclamó recordando la actitud

altanera y engreída del Sr. Darcy cuando estaba soltero–. ¡Ni

siquiera el Sr. Bingley!

–¿Acaso le dieron oportunidad?

Todas guardaron silencio, viendo a la Sra. Bennet. Después,

ella, con mucho temor, le pidió a Lizzie que le permitiera

cargar al bebé que tenía en brazos. Lizzie se lo dio y la Sra.

Bennet lo paseó por toda la habitación en milagroso sigilo, al

tiempo que Kitty le comentaba a Lizzie lo fastidiada que se

sentía en este viaje, ya que no habían salido prácticamente

de Starkholmes.

Cuando la hora de salida ya estaba próxima, la Sra. Bennet

interrumpió la conversación de sus hijas y le indicó a Lizzie:

–Ya es hora de que nos despidamos, seguramente el Sr.

Darcy querrá venir a acompañarte.

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Lizzie asintió y recibió al bebé que traía la Sra. Bennet. Las

hermanas se despidieron y se retiraron. A los pocos minutos,

Darcy subió, sorprendido de que las visitas ya se hubieran

ido.

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CAPÍTULO XLVIII

–¿Eres feliz? –preguntó Darcy a su esposa, quien

contemplaba a los bebés que dormían sobre la cama de sus

padres en una soleada mañana.

Lizzie suspiró, sintiendo una enorme emoción.

–Soy inmensamente feliz a tu lado y al lado de estos dos

pequeños con los que Dios nos ha bendecido. Me había

imaginado la maternidad como algo muy bonito pero nunca

pensé que fuera tan maravilloso; y con dos criaturas, siento

en todo mi ser una enorme felicidad, una alegría

extraordinaria que ha inundado mi corazón. Quiero gozar

cada momento con ellos, sin perderme detalle. Disfruto tanto

cómo observan mi rostro y el tuyo, o las cosas simples de la

vida que les rodea. Me regocijo al sentir su calor cuando

desesperados quieren saciar su hambre y se tranquilizan

hasta alcanzar el sueño cuando están satisfechos en mis

brazos. Veo sus manos, sus hermosos ojos azules que me

recuerdan tanto a ti, siento sus cuerpos unidos al mío

cuando los cargo y les regalo mi cariño. Me imagino lo bonito

que se ha de sentir ver sus primeras sonrisas, escuchar sus

primeras carcajadas, percibir su alegría cuando se percatan

de que estoy cerca de ellos. Es impresionante cómo, cuando

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se despiertan y empiezo a hablarles desde lejos, me

escuchan y reconocen mi voz y se tranquilizan esperando

que los cargue. ¿Te imaginas cuánto amor ha de sentir Dios

hacia nosotros, los seres humanos, que nos comparte esta

alegría de la creación? Él que es la paternidad y la

maternidad perfectas. Si un padre o una madre que ama a su

criatura con todo su ser, daría todo por su hijo, ¿cuánto amor

hemos recibido de Dios, día a día, a veces sin darnos

cuenta? ¿Qué amor tan grande ha de sentir Dios por estos

pequeños seres que manda tan indefensos buscando el

cariño y la protección de unos padres inexpertos, pero que

son capaces de suplir todas sus deficiencias por amor a

ellos, de sacrificarse con alegría y salir adelante a pesar de

todas las dificultades que la maternidad y la paternidad traen

consigo? Hoy le agradezco a Dios esta felicidad con la que

nos ha bendecido y quiero agradecerte a ti por haberme

convertido en la madre de tus hijos.

Darcy sonrió satisfecho de ver a su mujer inundada de gozo,

con su mayor sueño hecho realidad.

–Y tú, ¿eres feliz? –inquirió Lizzie.

–Soy feliz desde el momento en que aceptaste mi amor y

supe que me amabas. He sido feliz cada minuto que he

compartido contigo durante estos años; ahora soy más feliz

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porque a través de nuestros hijos puedo amarte cada vez

más y porque he descubierto en tu persona nuevas

cualidades que me maravillan y por las cuales me enamoro

más de ti. Y yo te agradezco que me hayas colmado de tanta

felicidad.

Darcy se aproximó y la besó con devoción.

Más tarde, Lizzie estaba con sus pequeños en su alcoba

cuando la Sra. Reynolds tocó a la puerta para anunciar a la

Sra. Bingley y sus hijos.

–¡Jane! –exclamó Lizzie llena de entusiasmo poniéndose de

pie para recibirla con un abrazo.

Ella la ciñó con cariño y la felicitó. Lizzie la invitó a pasar a

conocer a sus sobrinos que estaban despiertos sobre la

cama. Los niños la abrazaron con afecto y se acercaron con

su madre a conocer a sus primos alegremente. Diana le pidió

cargar unos momentos a los bebés y Jane le ayudó en esta

importante labor mientras Marcus y Henry los miraban con

atención. Luego, la Srita. Susan se llevó a los niños al jardín.

Jane cargó a uno de sus sobrinos con cierta mirada de

melancolía, mientras Lizzie cargaba al otro para alimentarlo.

–¡Son hermosos Lizzie! –exclamó Jane.

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–Y se portan excelente. ¿Cómo te has sentido? Te he

extrañado mucho.

–Como tú sabes, perder a un hijo es algo que nunca superas

por completo, aunque debo agradecer que Charles me ha

acompañado y apoyado como nunca pensé que lo haría; se

ha vuelto más cariñoso y está más al pendiente de mí y de

nuestros hijos.

–¿A pesar de la Sra. Bennet?

–Creo que el Sr. Darcy le puso el ejemplo de cómo hacer

para prescindir de su compañía cuando ésta llega a ser

incómoda.

–¡No puedo creerlo! ¿Qué le dijo?

–Que si quería volver a ser invitada a Starkholmes tenía que

acatar las nuevas reglas. Únicamente me podía acompañar

unas horas después del desayuno, mientras él revisaba sus

pendientes con Fitzwilliam. Cuando Charles volvía de su

despacho, mi madre se retiraba con mis hijos de inmediato.

–¡Vaya! Creo que por fin estamos hallando la manera de

moderar a la Sra. Bennet.

–Gracias a eso, Charles estuvo mucho tiempo conmigo y mi

madre se entretuvo con sus nietos durante su estancia. Ayer

por fin se regresó a Longbourn, pensé que no llegaría ese

día; pero, a pesar de todo Charles y yo pudimos platicar de

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tantas cosas y me dijo que todavía me ama, que nunca

dejará de amarme, sin embargo no será fácil.

–¿Qué quieres decir? –preguntó notando nostalgia en su

mirada.

–El Dr. Thatcher nos ha confirmado que ya no puedo

embarazarme, ya que mi vida correría grave peligro…

Los ojos de Jane se llenaron de lágrimas, su hermana la miró

preocupada tomando sus manos.

–Siento mucho que ya no puedas… Sé lo difícil que es

desear a un hijo sabiendo que ya no vendrá.

–Charles está de acuerdo con el doctor… –continuó con la

voz entrecortada, como si no la hubiera escuchado–, y no

quiere correr ningún riesgo.

Lizzie sintió una punzada en el corazón al entender el

significado de las palabras de su hermana y no pudo evitar

preguntarse ¿qué haría ella en una situación semejante?,

percibiendo un intenso escozor en los ojos. Trató de recordar

lo que le había dicho el médico de su recuperación y respiró

profundamente al repetir en su memoria la última consulta

que había tenido. Regresó la mirada a su hermana y enjugó

sus lágrimas.

–Jane, Charles te ama y tienes una hermosa familia, tus hijos

son adorables.

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–Me quejé en silencio tantas veces, rezando para que Dios

me excusara de esa obligación, pero ahora no sería ninguna

obligación para mí. Lizzie, disfruté tan pocas veces de su

cercanía y ahora nunca más podré tenerlo plenamente, y

sabrá Dios si él, con el tiempo, busque otra…

–No, Jane –interrumpió silenciando sus labios con su mano–,

él no sería capaz.

Jane rompió en llanto y Lizzie pasó el brazo libre por sus

hombros para reconfortarla, acompañándola en su dolor, en

su pérdida, y reflexionando en sus palabras.

Después de un largo silencio, Jane se incorporó, secó su

rostro con su pañuelo y continuó, más repuesta:

–Me alegro tanto de verte feliz con tus dos pequeños y que la

cuna te sea de utilidad. Te agradezco la carta que me

enviaste.

–Yo te agradezco que te hayas desprendido de algo tan

valioso para ti y me lo hayas obsequiado.

–Y tú, ¿cómo te has sentido? Mi madre cuando estaba

conmigo, habló la mitad del tiempo de ti, preocupada de

cómo pasarías tus primeros días de maternidad.

–Los pasé como cualquier madre, llorando todo el tiempo,

pero Darcy no se separó de mí desde que empezó todo. El

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inicio de la lactancia fue difícil, así que me ayudó una nodriza

a alimentarlos.

–Pero veo que ya te las arreglas muy bien sola y que mis

sobrinos han crecido de maravilla. ¡Dos bebés al mismo

tiempo! ¿Te dejan dormir?

–Todavía se despiertan seguido por la noche y, aunque

duermo un poco mejor que al principio, acabo agotada.

–¡Ay Lizzie! Es hermoso ver el fruto de tantos años de

oración. Es un milagro verte cargando a tus hijos.

–Te agradezco todas tus oraciones y el apoyo que me

brindaste cuando más lo necesité. Ahora me toca rezar por

ustedes para que superen esta situación.

Jane sonrió conmovida y agradeció.

–Y ¿cómo viste a Mary antes de que se fuera? –preguntó

Lizzie.

–Bien, no hizo ningún comentario, como siempre, y Kitty no

dejó de hablar del Sr. Posset.

–Afortunadamente mi madre no tardó tanto en reunirse con

ellas, pero me quedé preocupada por Mary.

–¿Crees que esté interesada por ese hombre?

–Me dijo que estaba enamorada… que ya la besó, y por lo

que me narró no fue un beso casto.

–Pero si es sobrino del Sr. Morris, debe ser un caballero.

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–Eso espero.

Las hermanas se intercambiaron a los bebés para que la

madre alimentara a Christopher, mientras le pedía a Jane

que fueran los padrinos de uno de los pequeños, quien

aceptó con notable alegría.

Después de un rato, alguien tocó a la puerta y entró Darcy.

Al ver a Jane, se disculpó por la interrupción, ya que

ignoraba su presencia, la saludó y le ofreció su pésame.

Jane correspondió su atención y se despidió de su hermana.

Darcy se acercó a su mujer y se sentó a su lado, mientras los

bebés dormían en sus cunas.

–Recibí carta de Georgiana, me informó que Donohue la

puso en reposo –indicó Darcy preocupado.

–¿Ella está bien?

–Sí, aunque tuvo un sangrado que los alarmó. Quiero ir a

verla, en cuanto el Dr. Thatcher te dé de alta.

–Conociendo al Dr. Donohue, debe estar muy pendiente de

su caso y seguramente la estará cuidando todo el tiempo,

está en las mejores manos.

–Sí, eso me tranquiliza, aunque no dejo de pensar en lo que

le espera. Ella no es tan fuerte como tú.

–Gran parte de mi fortaleza te la debo a ti y al amor que

todos los días me demuestras –repuso sonriendo.

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–Tal vez, según como se encuentre Georgiana, podríamos

bautizar a los bebés en Londres.

–Ya le pedí a Jane que fueran padrinos de uno.

–En cuanto lleguemos allá hablaré con Donohue para

preguntarle si lo considera conveniente.

–Así podré avisarle a mi madre con tiempo.

–Tal vez no sea con tanto tiempo.

–Conociendo a mi madre, con avisarle un día antes sería

suficiente. Al momento de recibir la invitación, saldría para

Londres –comentó riendo–. Y tal vez el Sr. Posset nos

acompañe.

–¿El que bailó con Mary?

–Sí, me dijo mi hermana que está interesada en él.

–¡Habrá que conocerlo! Y yo quiero hacerte una invitación al

teatro, tú y yo solos. Me dijo Fitzwilliam que en unos días

estrenarán una obra que te encanta.

–¿Y los bebés? ¡No los puedo dejar! –expuso extrañada.

–Sólo iríamos al teatro –aclaró sorprendido de la negativa de

su esposa.

–Y ¿con quién los dejaríamos? ¿Qué tal si les da hambre y

yo no estoy?

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–La Sra. Churchill estará encantada de cuidarlos y si les da

hambre les pueden preparar de tu suero. El Dr. Thatcher dijo

que eso se podía usar.

–Sólo en casos desesperados. Y seguramente van a

extrañarme, se pondrán tristes y estarán llorando todo el

tiempo.

Darcy se puso de pie, se acercó a la ventana mirando al

jardín y dijo:

–Como tú quieras Lizzie.

–Darcy, compréndeme –pidió acercándose a su marido–. No

quiero que sufran, y menos por mi causa. Sólo de pensar en

su sufrimiento siento lo que ellos sentirían, como si los

abandonara. Ellos son muy pequeños todavía y si se

percatan de mi ausencia pensarán que se han quedado

solos, o con alguien extraño para ellos, y se angustiarán. Si

cuando me baño ellos se despiertan y lloran, siento una

ansiedad terrible por terminar e ir con ellos para abrazarlos y

tranquilizarlos para que no se sientan solos. Ya tendrán

mejores razones para sufrir en la vida.

Lizzie suspiró y continuó, aumentando la angustia en su tono

de voz:

–Y si les sucede algo, no podría perdonarme el haberme

ausentado. Darcy, los hemos esperado por tanto tiempo y ya

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perdimos a un bebé. No quiero que les pase nada, no quiero

perderlos.

–Está bien Lizzie –afirmó volteándose–. Sólo quería estar un

rato contigo.

–Y podemos estar todo el tiempo que quieras juntos –indicó

tomándole las manos–. Sabes que me encanta.

–Te extraño mucho –murmuró acercándose para besarla al

tiempo que Matthew despertaba llorando.

Lizzie se retiró y fue a sacar a su bebé de la cuna, mientras

Darcy la veía alejarse con el rostro endurecido.

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CAPÍTULO XLIX

Después del desayuno, Darcy ayudó a Lizzie con sus

pequeños que lloraban irritados. A pesar de que ya habían

comido, no lograban conciliar el sueño. Lizzie, angustiada

por escuchar su llanto saturado de dolor, cargaba a

Christopher, quien se veía con mayor malestar, lo paseaba y

trataba de tranquilizarlo sin lograrlo, mientras Darcy atendía

al otro que no podía conciliar el sueño. Darcy, viendo que

Christopher lloraba con mayor intensidad y la preocupación

de su mujer aumentaba, llamó al Sr. Smith para que fueran a

buscar al Dr. Thatcher.

Después de un rato, el médico fue anunciado por el

mayordomo y entró para revisar a Christopher, quien

continuaba desesperado. Cuando terminó con su inspección,

le administró una medicina.

–El bebé padece de un fuerte cólico, estos suelen ser

frecuentes en bebés menores de tres meses y son muy

molestos. Cuando se encuentre alguno de sus pequeños en

este estado, les puede dar esta medicina para aliviarles el

dolor y los puede acostar boca abajo para tranquilizarlos un

poco –explicó el doctor mientras le mostraba cómo hacerlo y

el bebé dejó de llorar.

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Matthew, al serenarse su hermano, logró descansar en

brazos de su padre. A pesar de eso, el doctor lo revisó y lo

encontró en buenas condiciones. Darcy lo acomodó en su

cuna.

–Quisiera aprovechar para revisar a la Sra. Darcy, faltan

pocos días para que se cumpla su cuarentena.

–Sí doctor –dijo ella retirándose a su vestidor para colocarse

la bata mientras el médico entregaba la criatura al padre.

Al poco tiempo Lizzie regresó, el doctor la examinó y la vio

en excelente estado de salud. Darcy preguntó si ya podían

viajar a Londres y el médico le indicó que la Sra. Darcy ya

podía realizar todas sus actividades y que los bebés estaban

saludables. El Dr. Thatcher le mandó saludos a la Sra.

Donohue y se marchó. Darcy dejó con cuidado a su pequeño

en la cuna y lo cobijó, mientras Lizzie se levantaba para

cambiarse cuando él se acercó y la detuvo con cariño,

acariciando su rostro y besándola.

–¿Acaso no tenías pendientes de trabajo?

Darcy sonrió y recordó cuando su mujer había dicho esas

mismas palabras.

–Esos pueden esperar. Ahora tengo una encomienda muy

importante con mi esposa que ya no quiero aplazar –indicó

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besándola amorosamente en el cuello y abrazándola con

profunda devoción.

Lizzie, al percibir sus caricias, se sintió nuevamente a

disgusto y, sin saber qué hacer ni por qué le sucedía esto,

confundida y tensa, rezaba para que ya no siguiera al tiempo

que Darcy descubría su hombro y su espalda y la recorría

con sus labios apasionadamente. Christopher empezó a

lloriquear en tanto Darcy, sin querer escuchar, continuó,

sintiendo una enorme necesidad de estar con ella después

de tanto tiempo de espera. Lizzie se separó, se acomodó

bien la bata y fue por su pequeño.

–Es Christopher, tal vez sienta ese dolor otra vez –explicó

ella.

Lizzie lo cargó y lo abrazó, como habría querido Darcy ser

abrazado en esos momentos, mientras él la observaba con el

ceño fruncido. Lizzie, al ver que el bebé estaba bien, se

sentó y le dio de comer, cubriéndose adecuadamente.

Darcy, enojado, se retiró a su despacho para terminar todos

sus pendientes, cuestionándose por el cambio de actitud de

su esposa: recordó lo diferente que se había comportado en

su convalecencia pasada, de hecho la abstinencia había sido

más corta y era ella quien lo buscaba. Ahora la sentía

distante y él estaba cada vez más sensible, con sólo

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escuchar su voz, percibir su aroma o admirar su caminar

imaginando sus hermosas caderas era suficiente para que

todo su cuerpo reaccionara, sintiendo una enorme necesidad

de abrazarla y de amarla, y cuando la veía alimentando a sus

bebés… Apartó estos pensamientos de su cabeza que sólo

lo enfurecían mientras bajaba la escalera con mayor

velocidad, como si quisiera escapar de la tensión que

cargaba todo su ser y que tenía que tolerar, sabiendo que le

costaría mucho trabajo concentrarse en sus labores.

–Parece que el Sr. Darcy no fue bienvenido en la cama de la

señora –indicó una de las mucamas con una simulada risa.

Al pasar la puerta de la sala privada donde estaba esa mujer,

Darcy se detuvo iracundo, respirando hondamente.

–¿Acaso tú aceptarías a un hombre después de tener a otros

dos pegados a tus mamas? –inquirió otra mujer conteniendo

la carcajada–. Por lo menos ya la va a dejar respirar.

Ante el exabrupto, Darcy retornó en silencio y se paró en la

puerta, con una mirada que ninguna persona desearía sentir

y que provocó que las mucamas giraran su vista con el

corazón saliéndose de sus cuerpos.

–¡En este momento quiero que salgan de mi casa! ¡No las

quiero volver a ver! –increpó Darcy con vehemencia.

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–Sr. Darcy, usted no puede, perdone nuestra imprudencia –

dijo una de ellas con los ojos llenos de lágrimas.

Darcy endureció el rostro, lanzando toda su furia por los ojos.

–Pueden pasar por su finiquito con el Sr. Smith.

Él se retiró y entró a su despacho, llamó al Sr. Smith y éste

se presentó con la Sra. Reynolds después de unos minutos.

Entraron y el Sr. Smith inició:

–Sr. Darcy, me dijo la Srita. Colette que tuvieron un problema

con usted.

–¡La Srita. Colette y su amiga osaron ofender a la señora de

esta casa y a mí con sus grotescos comentarios que no voy

a tolerar! –vociferó–. Y le advierto Sra. Reynolds que esto es

responsabilidad de usted, porque no es la primera vez que

escucho burlas de los empleados. Además de la función de

ama de llaves de esta casa, usted debe vigilar que todo el

personal se conduzca con educación y con respeto hacia

todas las personas, máxime con sus amos que son los que

les dan de comer, y si usted se siente incapaz de ejercer

adecuadamente sus funciones, entonces le agradeceré que

presente su renuncia.

–¿Cómo? –preguntó la Sra. Reynolds con la voz

entrecortada y a punto de llorar.

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–Sr. Darcy –interrumpió el Sr. Smith–, disculpe que me

entrometa pero la Sra. Reynolds lleva en esta casa toda su

vida, no puede…

–¿Usted se atreve a cuestionar mis órdenes? ¿Acaso

también se siente incapaz de afrontar su responsabilidad y

quiere presentar su abdicación?

–No, señor, usted sabe que no.

–Entonces no se hable más del asunto y queda prohibido

que molesten a la señora. Le pido que prepare los finiquitos y

que despida a las mucamas, y la Sra. Reynolds puede

permanecer aquí hasta que se consiga quien la sustituya.

–¡Sr. Darcy!, no quiero irme de esta casa –indicó la Sra.

Reynolds hecha un mar de lágrimas.

Darcy, viendo que la paz que quería encontrar en su

despacho sería imposible de alcanzar, cogió los guantes y la

fusta y fue a buscar a su caballo al establo, donde también

tuvo una acalorada discusión con uno de los mozos de

cuadra por no tener listo a su corcel, como nunca pensó que

podría reaccionar, y se dirigió a buscar a Bingley para ir a las

minas y a las fábricas.

Aunque en realidad no tenía pensado salir, necesitaba

alejarse de la casa para despejar la mente y canalizar sus

energías a través del ejercicio, antes de que alguien más se

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le pusiera enfrente y quisiera desquitarse a golpes, por lo

que la cabalgata le ayudó a bajar la tensión que lo abrumaba

y a reflexionar las cosas con más objetividad.

Lizzie, extrañada de ver que no recibía su visita, cuando los

bebés se durmieron llamó a la Sra. Reynolds para que se

quedara con ellos un momento. Cuando la observó con los

ojos llorosos, le preguntó qué le pasaba y la Sra. Reynolds le

narró lo sucedido. Al ver que su marido se había excedido

con su empleada de confianza, quiso departir con él pero no

lo encontró en su despacho y el Sr. Smith le indicó que no

había regresado. Lizzie volvió a su habitación, habló con la

Sra. Reynolds para tranquilizarla y darle esperanzas de que

todo se solucionaría, atendió a sus pequeños y prepararon

las cosas para el viaje a Londres. Como Darcy no llegaba,

ella bañó a los bebés y los acostó.

Ya de noche, Darcy regresó mucho más tranquilo de como

se había ido, pensando en que las circunstancias no habían

sido favorables: Christopher no se había sentido bien, Lizzie

estaba cansada y desvelada, los bebés estaban despiertos.

Cuando entró en su alcoba, Lizzie, que leía su libro, se puso

de pie y lo recibió. Él se acercó a ver a sus pequeños que

dormían apaciblemente.

–¿Cómo están los bebés?

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–Bien –dijo Lizzie bajando su rostro con tristeza, recordando

las palabras de Jane.

Darcy se acercó, cariñosamente alzó su rostro e indagó:

–Y tú, ¿cómo estás?

–Bien, gracias –repuso sonriendo, sintiéndose consolada por

la pregunta.

Darcy la besó con cariño.

–Estoy sucumbiendo de hambre –indicó él.

Los Sres. Darcy se sentaron a cenar.

–Pensé que ibas a venir en la tarde a acompañarme.

–Perdóname, decidí terminar todos los pendientes para

poder salir mañana a Londres lo antes posible y tenía que

entrevistarme con unas personas de las minas y de las

fábricas. ¿Ya están listos para irnos a Londres?

–Sí, la Sra. Reynolds me ayudó.

–¿Podría concederme su aceptación de ser invitada el

viernes a cenar conmigo a solas, en la casa, madame? –

inquirió tomando su mano con cariño.

Lizzie sonrió, conmovida por la pregunta, y asintió. Darcy,

mostrándose agradecido, besó su mano.

–Darcy, la Sra. Reynolds me dijo lo que pasó.

–¿Cómo? Les prohibí que trataran el tema contigo.

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–¿Por qué? ¿Crees que no soy capaz de resolver los

problemas que se presentan en mi casa?

–No, no quería que te molestaran por esa tontería. Ya estás

muy ocupada con los bebés como para estar preocupada por

otras cuestiones.

–Para la Sra. Reynolds no fue una tontería, y seguramente

para las mucamas tampoco.

–¿Ahora tú las vas a defender? No quiero volver a ver a esas

mujeres en esta casa, te ofendieron y me ofendieron con un

comentario que me daría vergüenza repetirlo en tu

presencia. La decisión ya está tomada, no daré marcha atrás

y que sirva de escarmiento para los demás.

–Darcy, la Sra. Reynolds ha estado por muchos años en esta

casa, vio nacer a tu hermana y a nuestros hijos, siempre ha

sido muy leal, te tiene un enorme cariño y yo también le

tengo mucha estima, reconsidera su situación. No sabes lo

desconsolada que estaba y cómo veía a los bebés pensando

en que pronto se iría de la casa.

–Reconozco que fui duro con ella –dijo, aun en contra de lo

que su orgullo le dictaba, tratando de controlar la ira que

sentía desbordarse para no confrontar a su mujer y perder la

oportunidad de disfrutar de su compañía–. Aunque debe

aceptar que ya no se ha desempeñado como antes.

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–Pero ese no es motivo para correrla, tal vez necesite ayuda

o le podamos asignar otra ocupación.

–Mañana hablaré con ella.

–Y le pedirás una disculpa. Darcy, nunca habías reaccionado

de esta manera con tus empleados, ¿tienes alguna dificultad

en el trabajo?

Darcy contestó afirmativamente con la cabeza, reconociendo

en su interior la falsedad de su respuesta ya que no podía

sincerarse con ella y mostrar la vulnerabilidad en que se

encontraba por su causa.

–Estoy persuadida de que todo se arreglará.

–Espero que sea pronto –afirmó abrazándola, aspiró su

aroma y anheló resolverlo esa misma noche.

Cuando terminaron de cenar, Darcy se fue a alistar

deseando que la ocasión fuera más adecuada. Matthew se

despertó y Lizzie lo atendió. Exhausta, se sentó en el sillón y

le dio de comer; al poco tiempo ella se quedó profundamente

dormida con el bebé descansando en su regazo. Darcy,

quien leía su libro en la cama esperando pacientemente a su

mujer, los observó al percatarse del profundo silencio que

reinaba en la habitación. Se levantó resignado, tomó a su

bebé y lo llevó a la cuna; luego cargó a su esposa para

llevarla a la cama, la cobijó con cariño y se acostó a su lado.

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A las tres horas de haberse dormido Lizzie, Christopher

lloriqueó y su madre prendió una vela y lo atendió

inmediatamente para evitar que Darcy interrumpiera su

sueño. Luego cargó a Matthew y lo alimentó; al terminar se

acostó, apagó la vela y se durmió casi al instante. A las

cuatro de la mañana el silencio fue interrumpido por Darcy,

quien despertó repentinamente, empapado y jadeando, con

los latidos del corazón a su máximo nivel.

–Antes pelirroja y ahora rubia –masculló enojado, pasando la

mano por la cabeza.

–¿Cómo dices? –preguntó Lizzie con la voz ronca–, ¿ya

despertaron los bebés?

–No, vuelve a dormir –respiró aliviado de que no lo hubiera

escuchado y de que la oscuridad ocultara la vergüenza de su

situación, así no tendría que dar explicaciones que su mujer

no querría escuchar.

Se volvió a acostar, pero al percibir el aroma de su esposa

sus deseos se incrementaron y pensó en lo fácil que sería

que esos sueños desaparecieran. Se sintió frustrado y,

aunque sabía que no era culpable de nada, reconoció que

cada vez se estaban presentando con mayor frecuencia y

mayor intensidad. Al menos, si fuera Lizzie con quien soñara,

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no se sentiría tan condenado. Se acercó más a ella, sin

despertarla, para sentir su respiración en el rostro, deseando

que la protagonista de su próximo sueño fuera ella, un sueño

que se hiciera realidad, que su vida regresara a la

normalidad.

A las cinco de la mañana los bebés despertaron y Darcy se

levantó para ayudarle con uno mientras ella alimentaba al

otro. Cuando Lizzie acostó a Matthew, lactó a Christopher al

tiempo que Darcy abría las cortinas y, tras comprobar que

seguía oscuro, se acostó nuevamente al lado de su esposa.

El bebé se quedó dormido y Lizzie lo llevó a la cuna, apagó

la vela y regresó a la cama para ver el amanecer. Darcy la

abrazó y acariciando su cabellera le dijo:

–Hace mucho tiempo que no veíamos juntos las primeras

luces.

–Ya lo extrañaba.

–Cada vez que veo el amanecer recuerdo aquella hermosa

mañana cuando mi vida cambió por completo, desde el

momento en que tomaste mi mano con cariño y la besaste.

Ha sido el amanecer más hermoso que he presenciado.

–En realidad no vimos ese amanecer –recordó mientras

acariciaba el torso de su marido.

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–No, no lo observamos con los ojos, pero yo vi salir el sol

dentro de mi ser y hasta el día de hoy me ilumina y me da

fortaleza para continuar adelante. Y, cuando besé tu frente

por primera vez antes de irnos, pensando que estaba

besando a la mujer más hermosa sobre la tierra y que había

aceptado ser mi esposa, a la persona más importante para

mí, que creía haberla perdido para siempre, sentí que esa luz

irradiaba toda mi existencia.

Darcy giró para ver a su mujer a los ojos con las primeras

luces mientras acariciaba su rostro.

–Eso mismo siento cuando estoy cerca de ti –concluyó

besándola amorosamente.

Después de los besos, siguieron las caricias y cuando Darcy

sintió la extraña frialdad y rigidez de su esposa, se separó y

preguntó:

–¿Sigues sintiendo alguna molestia?

–No.

–¿Te sientes bien?

–No.

–¿Quieres que llamemos al Dr. Thatcher?

–No.

Darcy, sin comprender qué sucedía, continuó indagando:

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–¿Estás enojada por algo que hice sin propósito de

ofenderte?

–No.

–¿Acaso me has dejado de amar?

–¡No!

–¿Entonces?

–No sé qué me pasa, perdóname; sólo dame unos días.

Darcy se puso de pie y caminó rumbo a su vestidor, Lizzie lo

siguió y dijo:

–Darcy, por favor, ¡no te vayas!

Él se volteó, Lizzie se acercó y lo besó al tiempo que él la

abrazaba apasionadamente. Darcy la tomó en sus brazos y

la llevó a la cama, sintiendo que su interior se abrasaba y

que deseaba profundamente recorrer su tez con sus labios y

percibir el gozo de su mujer como en tantas ocasiones; pero

cuando se percató de la insensibilidad y el alejamiento en

que Lizzie permanecía, aun en contra de su voluntad, Darcy

se detuvo y le dijo:

–Así no Lizzie. No quiero que lo hagas por obligación.

Darcy se levantó, soportando un intenso dolor que casi no lo

dejaba caminar y deseando sumergirse en agua fría, se retiró

a su vestidor, mientras Lizzie permaneció recostada sin

comprender lo que le sucedía. Al poco tiempo, Darcy salió en

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busca de su caballo, recordando que esa mañana no había

sido la primera vez que su mujer estaba alejada de él,

aunque no había querido reconocerlo anteriormente. Se

preguntaba una y mil veces cuál podría ser la razón de su

comportamiento y si él había tenido que ver en ese cambio.

Sentía un amor muy profundo hacia su esposa y quería

demostrárselo con mil atenciones, como siempre lo había

hecho, para verla feliz; pero estaba desconcertado por lo que

sucedía. ¿Cómo volver a ser cariñoso en los detalles

simples de la vida, si ella no quería tenerlo cerca?, ¿cómo

acariciar su rostro y besarlo, controlando la creciente pasión

que ella despertaba en él, sin aproximarse más de lo que ella

admitía?

Darcy, reflexionando en todo esto, cabalgó por varias horas,

tratando de sacar su coraje y su desilusión en cada trote que

realizaba con su corcel y; sin darse cuenta, se le fue el

tiempo. Se sentía inseguro de sí mismo, irascible, fracasado,

reconoció que había tenido que hacer un gran esfuerzo por

controlar la ansiedad y el mal humor que la situación le había

generado y que cada día se iba incrementando, sabiendo

que eso sólo agravaría la situación. Recordó la tonta

discusión que había sostenido con su ayuda de cámara por

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no haber tenido lista la camisa que hacía unos días se quería

poner y todo lo sucedido el día anterior con la servidumbre,

su cólera no era exclusiva de su esposa, aunque con ella

procuraba dominarse. Tal vez si pasara menos tiempo con

ella podría volver a controlarse, necesitaba distraerse y

ocuparse en otra actividad, hasta que las aguas regresaran a

su cauce, aun sin poder comprender el cambio de actitud tan

drástico que había tenido su esposa, al menos si supiera la

razón podría manejarlo de una mejor manera. De algo sí

podía estar seguro: los intereses de Lizzie habían cambiado

y parecía que él ya no estaba en la lista, dicha cavilación le

destrozó el corazón.

A los pocos minutos de que Darcy se había ido, Matthew

despertó con un cólico muy fuerte y Lizzie se levantó para

atenderlo, luego se despertó el otro demandando alimento

por lo que la madre, angustiada, trataba de atender a los dos

pequeños al mismo tiempo; a uno le daba pecho y al otro lo

cargaba con enorme dificultad para que soportara el dolor

mientras hacía efecto la medicina. Lizzie, pensando en que

su marido regresaría pronto y que se quería ir a la brevedad

posible a Londres, en cuanto Christopher terminó de comer,

llamó a la Sra. Reynolds para que le ayudara con los bebés

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en tanto se alistaba. Luego, mientras veía angustiada pasar

los minutos sin haber terminado sus labores, atendía a la

criatura que continuaba sin poder dormirse y la Sra.

Reynolds le auxiliaba a guardar las interminables cosas que

faltaban de los bebés para el viaje.

Cuando Darcy llegó ya estaba todo listo y Lizzie lo esperaba

en el salón principal con sus hijos. Los Sres. Darcy

desayunaron en el comedor, en silencio, mientras la Sra.

Reynolds cuidaba de los pequeños. Darcy se dirigió a la Sra.

Reynolds para ofrecerle una disculpa y ella solicitó su indulto

ya que se sentía muy apenada con la situación. Al concluir,

salieron rumbo a Londres.

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CAPÍTULO L

El viaje fue eterno. Lizzie y Darcy permanecieron casi sin

cruzar palabra durante todo el camino, escuchando el llanto

lastimoso de Christopher que se quejaba de retortijón y

Matthew que no lograba apaciguarse. Lizzie, preocupada por

sentir cómo se estremecía Christopher en sus brazos cada

vez que venía ese dolor, lo cargaba para consolarlo en tanto

esperaba que la medicina funcionara y aliviara a su niño.

Darcy, con el otro bebé en los brazos, trató de olvidar un

poco su resentimiento y le ayudó a cargar a Christopher, sin

conseguir que se calmara mientras Lizzie alimentaba, ahora

hasta su vista tenía que controlar. Ambos, estresados de ver

a su pequeño sin lograr sosegarse, al llegar a Londres

mandaron llamar al Dr. Robinson y lo esperaron en su

habitación. Minutos más tarde, éste llegó y revisó a la

criatura; encontró que la medicina administrada no había

sido suficiente para el dolor tan intenso que el bebé sentía y

le dio una de mayor efecto. El Dr. Robinson regresó al bebé

a los brazos de su madre y le obsequió un frasco con la

nueva medicina que serviría para casos de agudo malestar.

Al poco tiempo Christopher, agotado, descansó por fin al

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recibir el anhelado consuelo. El Dr. Robinson se marchó y los

Sres. Darcy, cansados del viaje, cenaron y se acostaron.

Durante la noche Lizzie se levantó varias veces para asistir a

sus bebés, entre el hambre, el cambio de ambiente y un

poco de cólico que les impedía conciliar el sueño. Para no

molestar a su marido y sabiendo que al día siguiente tendría

asuntos de trabajo que tratar, se fue a la habitación de al

lado, que se comunicaba interiormente con la recámara

principal, donde continuó atendiendo a sus pequeños hasta

que logró calmarlos, y se acostó agotada en la cama donde

pudo dormir unas pocas horas.

Cuando ya se asomaban las primeras luces, Darcy despertó

extrañando la compañía de su mujer. Se levantó y, al no

encontrarla, se asomó a la pieza que lindaba con su alcoba,

donde estaba Lizzie acostada en la cama junto con sus dos

bebés profundamente dormidos. Darcy se acercó y los

cobijó, comprendiendo que él ya no era la única persona en

la vida de su esposa, que ahora eran otros los seres más

importantes para ella: sus propios hijos. Tratándose de

resignar, se retiró a su vestidor para alistarse. Cuando Lizzie

despertó, escuchó el caballo de su marido alejarse y se

asomó a la ventana, extrañada de que no la hubiera ido a

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saludar. Al poco rato, los bebés despertaron pidiendo la

atención de su madre.

Cuando Darcy regresó, entró unos momentos a su estudio y

se entretuvo con algún asunto al tiempo que Lizzie, sin saber

que ya había llegado, lo esperaba preocupada en el salón

principal con sus bebés. Uno de ellos empezó a llorar y fue

cuando Darcy se percató de la hora y salió a buscar a su

esposa, quien se asombró de que saliera de su despacho,

sin haber ido a visitarla a su alcoba como acostumbraba,

donde ella lo había esperado hasta que decidió bajar.

–Buenos días. ¿Hace mucho que llegaste? –indagó Lizzie

circunspecta.

–Hace rato –respondió Darcy con indiferencia–. Tendré que

salir en unos momentos. ¿Ya estará listo el desayuno?

Lizzie asintió.

–Me gustaría ir a visitar a Georgiana en la tarde. ¿Quieres

que pase por ti?

–Sí –declaró, confundida de que formulara la pregunta,

mientras Darcy cedía el paso a su mujer para encaminarse al

comedor.

Los Sres. Darcy desayunaron y comentaron de temas

superficiales con cierto temor de expresar lo que cada quien

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pensaba de la actitud del otro. Cuando concluyó, Darcy se

despidió de su esposa y se retiró.

Durante el día Lizzie salió un rato a caminar a su jardín, con

ayuda de la Sra. Churchill, quien la auxilió a cargar a uno de

los bebés para que tomaran su baño de sol. Luego

regresaron a la casa y Lizzie les dio de comer en su alcoba,

donde ella pudo descansar y recuperarse un poco de las

desveladas.

En la tarde, Darcy llegó a buscarla y Lizzie ya estaba lista

con los bebés para ir a visitar a Georgiana. La familia Darcy

salió en su carruaje y, al arribar a Curzon, el mayordomo los

anunció y los anfitriones los recibieron en el salón principal.

Georgiana, aunque permaneció sentada todo el tiempo, se

mostró entusiasmada de la visita y de que le fueran

presentados sus apuestos sobrinos. Los cargó por unos

momentos, mientras Donohue cuidaba de que no hiciera

algún esfuerzo y le ayudaba en todo lo que necesitaba.

Darcy y Lizzie los veían conmovidos, recordando cómo era

su situación hasta hacía unas semanas y cómo su vida se

había transformado con la llegada de sus amados hijos.

–Darcy me dijo que te habían puesto en reposo absoluto –

comentó Lizzie a Georgiana.

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–Sí, de hecho sigo en reposo, pero para que no me aburra

encerrada en mi habitación, Patrick me baja en la mañana y

me sube por la noche. Cuida mucho de que no realice ningún

esfuerzo extra, me tiene bien supervisada –aclaró Georgiana

sonriendo, mientras él cariñosamente la observaba.

–Usted, Sra. Donohue, es la paciente más importante que he

tenido –indicó Donohue con una sonrisa.

Georgiana lo miró complacida y luego preguntó:

–Y tú Lizzie, ¿cómo te sientes?

–Muy bien –Darcy la vio circunspecto, mientras ella

continuaba–, aunque todavía estoy aprendiendo muchas

cosas. No te imaginas lo diferente que es cuidar a un hijo.

–¿Cómo se portan mi ahijado y mi sobrino?

–Son unos ángeles, comen de maravilla y han crecido

mucho, aunque últimamente han tenido cólico. Se siente tan

feo cuando lloran por alguna dolencia. No sé qué voy a hacer

cuando se enfermen.

–No es fácil cuidar a un bebé enfermo –indicó Donohue–,

además de que lloran mucho o su ánimo sufre menoscabo,

cualquier enfermedad se puede complicar muy fácil si no es

atendida oportunamente.

–Y ¿cómo saber que están enfermos? –investigó Lizzie.

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–Cualquer síntoma que presente es importante comentárselo

al médico, por mínimo que sea, para que se prevenga que la

enfermedad prospere. Si está más inquieto o más tranquilo

que de costumbre, si ha dejado de comer como normalmente

lo hace, si presenta fiebre, tos o algún dolor que no se le

quita.

–Lo bueno es que yo vivo con mi médico de cabecera –

afirmó Georgiana muy orgullosa de su marido.

Donohue sonrió viendo a su esposa con devoción.

–Y tú hermano, ¿te sientes bien? –preguntó Georgiana

viendo a Darcy muy serio.

–Sí, seguramente las desveladas están cobrando sus efectos

–contestó Darcy viendo a su mujer–. Hemos pasado malas

noches y ayer tuvimos un viaje pesado.

Lizzie bajó su mirada al descifrar el mensaje oculto de su

marido.

–También Darcy ha estado preocupado por ti, desde que

recibió tu carta me comunicó sus deseos de venir a verte.

–Darcy, gracias por tu preocupación pero Patrick me ha

cuidado con considerable diligencia. Además, yo también los

he extrañado a los dos, y ahora tendré que decir que a los

cuatro.

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Los Darcy y los Donohue departieron de cuándo podría

realizarse el bautismo y Donohue, por insistencia de

Georgiana, autorizó que fuera en su casa en dos semanas,

siempre y cuando la Sra. Donohue mantuviera su reposo y

no hiciera esfuerzo alguno. Lizzie, muy entusiasmada con la

idea, indicó que sólo invitarían a la familia cercana y que ella

se encargaría de la comida y de los concurrentes.

El resto de la semana, Darcy iba a cabalgar temprano y

luego del desayuno se retiraba a su despacho todo el día o

salía de casa y regresaba ya en la noche, pasando un par de

horas todos los días en el club de esgrima y dejando a sus

contrincantes admirados de su destreza. La decisión que

había tomado de poner cierta distancia con su esposa había

funcionado, al menos lo distraía durante el día, pero en

cuanto se acercaba a ella se intensificaban los deseos y

regresaba el mal humor, cada vez más difícil de controlar,

aun cuando luchaba por ser paciente y comprensivo. Lizzie

atendía a sus criaturas y organizaba el bautismo: la comida y

las bebidas que se servirían, la ropa que utilizarían, los

arreglos florales que necesitaba, los utensilios religiosos que

requería y que el pastor le indicó, y las invitaciones a sus

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familiares: las Bennet, los Bingley, los Sres. Gardiner,

Fitzwilliam y Lady Catherine con su hija.

Lizzie y Darcy, por lo tanto, se vieron muy poco tiempo,

además de que cada vez se sentía uno más alejado del otro.

La comunicación entre ellos se enfocaba en las actividades

que habían realizado para la organización del bautismo,

cómo se encontraban ese día los bebés, para cuándo

esperaban la llegada de las Bennet que se hospedarían con

ellos, que su madre le había escrito avisándole que el Sr.

Posset, a quien había incluido en la invitación, no asistiría al

bautismo ya que se había regresado a Escocia antes de que

Mary y Kitty llegaran a Longbourn. Le comentó de los

ropones que usarían los bebés y todo lo necesario que ella

estaba viendo y él, ausente, sólo escuchaba a su mujer y

daba escasos detalles de sus entrevistas realizadas. Lizzie

sintió cierta melancolía, empezaba a extrañar esa cercanía

con su esposo, esa espontaneidad en los detalles que uno u

otro tenía hacia el cónyuge; esas conversaciones en donde

ahondaban más en sus pensamientos, en sus sentimientos,

en sus proyectos de vida, en sus ilusiones; esas caricias y

esos abrazos que todas las noches recibía de él y que ya no

le procuraba.

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Lizzie, con cierta ilusión de que llegara la noche del viernes

para poder platicar a solas con su marido de otras cosas,

pidió al Sr. Churchill el menú favorito de Darcy y preparó a

los bebés para que se durmieran temprano mientras la Sra.

Churchill se quedaba con ellos. Se puso un hermoso vestido

de terciopelo amatista que su marido le había regalado hacía

tiempo y un juego de collar y de aretes de perlas que en la

primera navidad le había obsequiado. Cuando se

aproximaba la hora en la que Darcy acostumbraba llegar,

Lizzie ya tenía todo preparado. Esperó en el salón principal

mientras leía su libro. Luego se puso de pie y se asomó al

jardín para ver si se aproximaba el carruaje de su consorte.

Se volvió a sentar, viendo los minutos pasar con lentitud

mientras su preocupación ascendía. Los minutos se

convirtieron en horas, horas en que Lizzie esperó hasta que

la Sra. Churchill bajó para avisarle que los pequeños estaban

despiertos. Cuando vio que su amo no se encontraba y que

la mesa seguía dispuesta, dijo:

–Sra. Darcy, disculpe que me entrometa pero es muy extraño

que el Sr. Darcy no haya llegado. Desde que se casó esto no

había ocurrido, y más sabiendo que iba a cenar con usted.

¿Gusta que mande al Sr. Churchill a buscarlo?

–Gracias Sra. Churchill, tal vez lo haya olvidado.

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–El Sr. Darcy nunca olvida un compromiso con usted.

–Al menos sabemos que está con el Sr. Peterson –aclaró

tratando de esconder su preocupación.

–¿Gusta que deje la mesa dispuesta o ya recojo?

–Puede recoger por favor.

Lizzie, desilusionada, fue a atender a sus hijos. Cuando

terminó y vio el reloj ya eran pasadas las doce de la noche

cuando se escuchó que se acercaba un carruaje. Ella se

asomó y respiró profundamente; esperó en su habitación

para no dejar a sus bebés solos cuando Darcy entró,

asombrado de verla levantada y todavía vestida.

–Pensé que ya estarías dormida.

–Te esperé para nuestra cena.

–¿Nuestra cena?

–Sí, ayer fue viernes; ¿recuerdas que me habías invitado?

–¡Oh!, lo olvidé por completo, perdóname. Me entretuve con

Fitzwilliam atendiendo unos asuntos hasta tarde.

Discúlpame, iré a cambiarme, vengo agotado.

–¿Quieres que te traiga algo de cenar?

–No gracias, ya cené.

–Tal vez hoy podamos hacer nuestra cita –sugirió siguiendo

a su marido.

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–No creo que me desocupe a tiempo; trabajaremos

Fitzwilliam y yo con unos clientes todo el día. ¿Cómo están

Christopher y Matthew?, ¿hoy te dejaron descansar más?

–Sí, bien gracias –respondió con tristeza.

–¿Tuvieron cólico?

–No –declaró mientras guardaba la ropa de su marido en

silencio.

Darcy pasó a asearse y cerró la puerta, mientras Lizzie

esperó afuera. Cuando él salió, ella insistió:

–Tal vez el domingo podamos ir a pasear después de ir al

templo, solos.

–No lo sé Lizzie, me dijo Bingley que quiere hablar conmigo

de un asunto importante.

–Yo también –susurró viendo que su esposo se retiraba sin

voltear a mirarla.

Lizzie se cambió y, cuando se fue a acostar Darcy ya estaba

dormido o, al menos, eso parecía.

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CAPÍTULO LI

Era viernes y ya estaba todo listo para el bautismo que se

celebraría a medio día. Las Bennet iban a llegar

directamente a Curzon, aunque después se hospedarían

unos días en la residencia de los Darcy. Los Bingley habían

arribado el día anterior y se albergaban en Grosvenor, ya

que Bingley quería visitar a su hermana. Desde temprano

Lizzie se había levantado para tener a sus hijos arreglados y

dirigirse a casa de Georgiana a buena hora para supervisar

que todo estuviera preparado. Darcy salió a cabalgar al

amanecer y, después del desayuno, resolvió algunos

asuntos con Fitzwilliam en la ciudad para posteriormente

alcanzar a su familia en el lugar del evento.

Lizzie, aunque sentía desconsuelo por el creciente

alejamiento de su esposo, estaba muy ilusionada y se atavió

con un vestido marfil, el que más le gustaba a Darcy, con el

cual lucía un escote que resaltaba su esbelta figura,

adornado con el prendedor de oro en forma de paloma con

una rama de olivo que Darcy le había regalado en su primer

cumpleaños de casada, acompañado por unos aretes del

mismo metal con un detalle de esmeralda que le hacía juego.

Peinó y decoró su cabello de una manera diferente a como

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acostumbraba y se veía excepcionalmente bonita. Ella llegó

con sus hijos y con los Sres. Churchill antes que los

invitados, supervisó y apoyó para que todo estuviera listo a la

llegada del pastor y de los asistentes.

Las primeras en llegar fueron las Bennet y, al cabo de un

rato, arribaron los Sres. Gardiner y los Bingley. Lizzie y sus

anfitriones recibieron a los convidados, quienes, después de

saludar y felicitar a la Sra. Darcy y a los padrinos,

preguntaron por el paradero del nuevo padre, extrañados de

no encontrarlo en la reunión. Lizzie indicó que ya no tardaría

y se acercaron a ver a los bebés. La Sra. Gardiner abrazó a

su sobrina afectuosamente para darle sus parabienes y ella

agradeció su atención. Pasaron unos minutos en que

conversaron de algún asunto que Lizzie no atendió y el

pastor llegó; sólo faltaba que el padre de las criaturas se

presentara para poder comenzar la ceremonia. Transcurrió el

tiempo y Lizzie, nerviosa por la extraña tardanza de su

marido, suspiró cuando escuchó su voz al saludar al

mayordomo. Darcy y Fitzwilliam se introdujeron al salón

principal donde todos los esperaban. Darcy, en la puerta, se

paralizó al contemplar la belleza de su mujer al fondo de la

habitación, quien aguardaba su advenimiento con una

esplendorosa sonrisa. Cuando pudo retomar el paso, saludó

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y correspondió las felicitaciones que todos le prodigaron.

Darcy, sin dejar de admirar a su esposa, se avecinó a su

lado para empezar la ceremonia.

El pastor inició con el rito. Los padres atendían con solicitud

mientras los bebés eran cargados por Jane y por el Dr.

Donohue. Georgiana, sentada al lado de su marido,

escuchaba y oraba por su ahijado. Cuando concluyó la

ceremonia Darcy besó a su mujer en la frente con

magnánimo cariño, ella sintió que su corazón se inundaba de

una enorme felicidad y le sonrió con una mirada muy

especial que sólo ellos conocían: él la había observado en la

intimidad, una mirada que lo estremeció y que lo invitaba a

besarla y a amarla con todo su ser, devolviéndole la

confianza en sí mismo.

Los padres y los padrinos fueron congratulados por sus

familiares y el pastor se marchó. Desde ese momento Lizzie

empezó a irradiar una alegría y una seguridad en sí misma

que, si bien era conocida por todos, no se le había visto en

las últimas semanas, lo cual provocó que Darcy la

contemplara durante toda la reunión, sintiéndose

especialmente gozoso y recordando a esa mujer

encantadora que lo tenía perdidamente enamorado, sin

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hacer caso de las glosas que absurdamente hacían su

suegra y su cuñada.

Casi al finalizar la cena, la Sra. Churchill avisó a Lizzie que

los bebés demandaban su atención; ella se levantó de la

mesa y se retiró a la alcoba donde se encontraban sus hijos,

mientras la Sra. Churchill permaneció ayudando a servir el té

en el salón principal, a donde los invitados se dirigían. Lizzie

alimentó a sus hijos mientras los acariciaba con apego y

reflexionaba que desde ese día ya eran hijos de Dios.

Cuando lactaba a Christopher se escuchó que se abría la

puerta y ella, asustada, se cubrió rápidamente con una cobija

de lana que estaba a su alcance y suspiró de alivio al ver que

era su marido. Él se acercó, se sentó a su lado, la observó

tiernamente mientras rozaba su rostro y dijo:

–Hoy se ve muy hermosa, Sra. Darcy.

Lizzie sonrió.

–Hace tiempo que no sonríes así –continuó Darcy.

–Sólo el Sr. Darcy sabe cómo robarme esa sonrisa –indicó

Lizzie y, luego, con cierto temor, preguntó–. ¿Todavía me

amas?

–Nunca he dejado de amarte y te amaré por el resto de mi

vida.

Él la besó sentidamente.

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–Te he extrañado tanto –susurró Lizzie besándolo de nuevo.

Darcy la envolvió emotivamente y, después de unos

momentos, escucharon un ruido infrecuente en su pequeño

que Lizzie tenía en sus brazos. Ella se separó, se quitó la

cobija y vieron a Christopher que respiraba con una enorme

dificultad. Lizzie, aterrada, lo levantó sin lograr ayudarlo;

Darcy lo cogió y salió con premura en busca del doctor.

Lizzie, angustiada, se arregló precipitadamente el vestido y

alcanzó a su marido corriendo tras él, quien descendió

vertiginosamente la escalera y llegó al salón principal.

Donohue se puso de pie, al igual que todos los caballeros y,

al ver la zozobra de Darcy con el bebé en brazos, se

aproximó para recibir a su ahijado y se encaminó a su

consultorio, dejando a todos los presentes espantados por lo

sucedido. Los Sres. Darcy lo siguieron, en tanto Lizzie le

pedía a Jane que fuera con Matthew. Donohue puso al bebé

sobre la camilla mientras los padres lo observaban

abrumados y le dio un medicamento que paulatinamente

permitió que Christopher recobrara el color y el ritmo normal

de respiración. Lizzie, al ver que su bebé regresaba a la vida

rompió en llanto, sacando toda la angustia acumulada,

mientras Darcy la estrechaba y Donohue revisaba los signos

vitales de la criatura.

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Al verificar que ya todo estaba en orden, Donohue vistió al

bebé y se lo entregó a su madre, quien anhelaba ceñirlo

entrañablemente. Donohue se sentó al igual que los Sres.

Darcy, al tiempo que Lizzie, un poco más tranquila, limpiaba

su rostro.

–El bebé, ¿ha estado en contacto con algún animal o plantas

con muchas flores recientemente?

–No, hoy no lo saqué al jardín y esto nunca había ocurrido –

indicó Lizzie estrechando a su bebé contra su corazón.

–¿Alguna prenda de vestir con el que el bebé haya estado

cerca, que provenga de la piel de algún animal?

–Hace unos momentos Lizzie lo tapó con una cobija de lana

–declaró Darcy.

–Sí… Por el momento es muy prematuro dar un diagnóstico

preciso, sobre todo siendo tan pequeño pero le recomiendo

alejarlo de pieles de animales, plantas con flores y del polvo

o tierra. Puede sacarlo a pasear al jardín, pero no lo recueste

en el pasto.

–¿Qué tiene mi bebé? –preguntó Lizzie con desazón.

–Su organismo tuvo una reacción al estar en contacto con la

lana. Su sistema respiratorio todavía está muy inmaduro y

espero que esa sea la razón, por lo que es muy sensible a

las cosas que le mencioné. Por lo pronto está fuera de

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peligro. Le voy a dar la medicina que le administré en caso

de que se vuelva a presentar un episodio semejante, pero le

sugiero llamar al médico a la brevedad para que lo revise, en

caso de repetirse la crisis. Recuerde que en bebés tan

pequeños cualquier cosa se puede complicar rápidamente.

Donohue se levantó y dijo:

–Iré a avisar que todo está en orden. Pueden permanecer

aquí el tiempo que ustedes deseen.

El médico se retiró y afuera encontró un gran alboroto, sobre

todo por la Sra. Bennet, mientras dentro Lizzie se lamentaba

llorando:

–¿Cómo pude ser tan irresponsable? El Dr. Thatcher ya nos

había dicho que evitáramos las cobijas de lana.

–Tú no podías saber que esto iba a ocurrir. Supongo que

sólo pensaste en cubrirte cuando entré. Debí tocar la puerta

para que no te asustaras.

–¡Pensé que lo perdíamos! Ya no lo podría soportar.

–Yo tampoco –murmuró mientras abrazaba a su esposa.

Cuando Lizzie se sintió más serena, los Sres. Darcy salieron

del consultorio, la madre recogió a Matthew y se despidieron

de todos, que también estaban por retirarse. Las Bennet

abordaron su carruaje y llegaron al mismo tiempo que la

familia Darcy a la mansión. Todos se bajaron de sus

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vehículos y partieron a sus habitaciones a descansar. Lizzie

alimentó a sus bebés y, agotada, se quedó dormida

prontamente en los brazos de su marido.

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CAPÍTULO LII

Durante la noche, Lizzie, angustiada, se despertó en

diversas ocasiones para revisar si sus bebés se encontraban

bien, cerciorándose de que las cobijas no fueran de lana y de

que Christopher respirara con normalidad, además de

atender a sus pequeños cuando ellos lo solicitaron. A pesar

de que estaba exhausta, durmió muy poco y con gran

ansiedad y procuró no entorpecer el descanso de su esposo

que, profundamente, dormía a su lado.

A las cinco de la mañana que Christopher despertó a sus

padres, Lizzie se levantó para amamantarlo. Cuando

terminó, con enorme esfuerzo cargó a Matthew para

ofrecerle pecho, luego lo acostó y revisó con cautela la

respiración de Christopher; por último volvió a la cama para

recuperarse un poco de la mala noche. Gracias a la irrisoria

luz que ofrecía una vela, Darcy observó todos sus

movimientos, la recibió abrazándola con un enorme cariño y

besándola apasionadamente. Lizzie, sin poder dejar de

pensar en su pequeño que casi perdía el día anterior, se

aborreció a sí misma por no poder controlar su frigidez que,

al poco tiempo Darcy percibió, levantándose de su lecho

sumamente molesto.

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–Perdóneme, Sra. Elizabeth, por instar en algo que se ha

vuelto desagradable para usted.

–Darcy, perdóname, no fue mi intención; no sé qué me pasa

–expresó poniéndose de pie.

Darcy giró, se acercó a ella y le dijo encrespado:

–Tal vez has estado muy ocupada últimamente y te has

olvidado de muchas cosas.

–Estoy muy preocupada por Christopher. ¡Ayer casi se me

muere en mis brazos!

–Christopher ya está bien y lo acabas de comprobar.

–Sí, ¡lo he tenido que comprobar durante toda la noche

mientras tú dormías espléndidamente! ¡Me dejaste con toda

la responsabilidad de cuidarlo cuando ayer casi lo perdemos!

Donohue nos dijo que en cualquier momento se puede

repetir una crisis, y tú sólo piensas en… –se trabó enojada–,

me aterra pensar de que le suceda cuando estemos

dormidos o mientras…

–¡Yo me daría cuenta en caso necesario! Y no sólo se puede

volver a repetir, se van a enfermar miles de veces, pero esa

no es razón para que te olvides de tu matrimonio. ¿Acaso

quieres que yo también te dé motivos de desasosiego para

que me pongas atención? Ya no me procuras como antes, ya

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no me cuidas, sólo te preocupas por tus hijos, parece que yo

he desaparecido de tu vida.

–No, Darcy, eres tú el que se ha alejado al salirte de la casa

todo el día o pasando muchas horas en tu despacho, aun los

fines de semana. Ni siquiera te interesó llegar a la cena a la

que tú me habías invitado, sabrá Dios dónde estuviste, y

también llegaste tarde al bautismo, sabiendo lo importante

que era para los dos, o por lo menos para mí. Ya no procuras

nuestra compañía.

–Y ¿para qué la busco?, ¿para recibir nuevamente tu

rechazo? ¿No entiendes que cada vez que estoy cerca de ti

tengo que aguantar para que mi corazón no estalle y te

abrace apasionadamente? Por eso prefiero encerrarme en

mi despacho y ocupar mi mente aunque sea leyendo un libro,

cabalgando o empuñando la espada, tratando de escapar de

este sentimiento que me persigue y que no puedo desfogar

si estoy contigo. ¿Para qué te demuestro mi cariño y el amor

que siento por ti en las cosas simples de la vida si no me

permites donarme por completo? Lizzie, te he buscado de

todas las maneras posibles, he estado contigo en los

momentos felices y en los momentos difíciles de nuestro

matrimonio con el único afán de hacerte feliz. No entiendo

por qué estás separando tu matrimonio de tu maternidad, si

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ésta es una etapa llena de felicidad para nuestra familia… No

sé cómo ayudarte ahora. ¿Te doy tiempo? Te doy todo el

tiempo que quieras pero…

–Necesito mucho de tu cariño y de tu comprensión –replicó

impetrando.

–¡Yo también, Lizzie! Entiendo perfectamente tu imperiosa

necesidad de afecto, que he tratado de satisfacer todos los

días, pero también es preciso que comprendas que mi

necesidad sexual es igualmente profunda, es como el agua o

el aire. Desearía que este deseo no fuera tan fuerte, pero soy

hombre y ¡necesito hacerte el amor! –exclamó, sincerándose

por completo–. Al menos si supiera la razón, sería más fácil

controlarme. En fin, cuando sepas cómo puedo ayudarte,

estaré encantado de hacerlo. Mientras dime, ¿qué hago?

Lizzie, sin saber qué contestar y sintiéndose responsable de

lo sucedido, guardó silencio. Darcy la veía con vigilancia

esperando su respuesta, se dio la vuelta y se retiró al baño

para alistarse. Al cabo de un rato salió y encontró a su

esposa frente a la ventana con la mirada perdida en la

oscuridad, como cuando le entregó aquella carta en la

abadía de Hunsford, y partió a cabalgar. A diferencia de esa

ocasión, Lizzie se sentía avergonzada y aturrullada,

arrepentida y decepcionada por no haber podido dominar su

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inapetencia, abatida al sentir a su marido tan distante; rezaba

para que todo volviera a ser como antes, angustiada de no

saber cómo lo lograría. Recordó las palabras de la Sra.

Willis y de Jane y se mortificó terriblemente de pensar que

eso mismo empezaba a suceder en su matrimonio, sintiendo

una fuerte opresión en el pecho.

No quitó el ojo del horizonte por varias horas, reflexionando

en lo acontecido, sin darse cuenta de que el reloj caminaba

deprisa. Afortunadamente sus pequeños la sacaron de sus

pensamientos y, después de atenderlos, se alistó con

inmensa desgana; escribió una carta a Jane para pedirle que

la visitara, dejó a sus hijos al cuidado de la Sra. Churchill,

bajó para atender a sus invitadas y solicitó al mayordomo

que entregara el documento a la Sra. Bingley.

Las Bennet ya esperaban a sus anfitriones en el salón

principal. Darcy, si bien ya pasaba la hora del desayuno, no

había regresado, cuando el Sr. Churchill anunció la visita del

coronel Fitzwilliam. Éste se introdujo y saludó a las

presentes, Lizzie le ofreció tomar asiento mientras Darcy

arribaba.

–Disculpe, no quiero molestar, pensé que ya habían

terminado de almorzar –indicó Fitzwilliam.

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–Ya habríamos acabado si nuestro anfitrión hubiera llegado a

la hora acostumbrada. Es extraño que él se retrase tanto –

comentó la Sra. Bennet.

–Ayer me quedé preocupado por Christopher. ¿Ha seguido

mejor de salud?

–Sí, gracias –indicó Lizzie.

Darcy arribaba en ese momento, por lo que todos se

pusieron de pie para recibirlo, él correspondió con una leve

inclinación pero sin proferir palabra. Lizzie invitó a todos a

pasar al comedor. El Sr. Churchill disponía otro servicio en la

mesa mientras todos se colocaron en sus lugares. Fitzwilliam

agradeció, sin perder de vista a su primo que tenía una

expresión de enfado que hacía mucho no le observaba.

–La ceremonia de ayer estuvo preciosa –afirmó la Sra.

Bennet.

–Yo pensé que iban a hacer una fiesta más grande para

festejar el nacimiento de los herederos del Sr. Darcy,

después de tanto tiempo de espera –indicó Kitty–. No todos

los días nace el primogénito y el de recambio.

–Sí, es una lástima que no se pudo hacer la fiesta más

grande. Seguramente por la Sra. Georgiana.

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–Lo más importante es que los bebés ya estén bautizados –

reflexionó Fitzwilliam, observando a sus anfitriones absortos

en sus pensamientos.

–Es cierto, pero la ocasión ameritaba una gran celebración.

–Más, tomando en cuenta sus antecedentes, tal vez ya no

haya otro nacimiento que festejar en esta familia –dijo Kitty–.

Ni aunque se vayan a Lyme.

–¿A Lyme? –preguntó el coronel.

–Sí, ¿acaso no sabía que los gemelos Darcy fueron

concebidos en Lyme?

Kitty se rió, esperando tener la respuesta reprobatoria de su

hermana que nunca llegó. Darcy observaba con mucha

atención a su mujer, mientras ella tomaba sus alimentos con

la vista baja, sintiendo la penetrante mirada de su marido que

trataba de hallar respuestas a sus interrogantes, donde no

había.

–No digas eso, aunque tal vez tengas razón, es posible que

mi hija ya no me dé más nietos. Pero Lizzie, ¿te sientes

bien? No nos has escuchado.

Lizzie permaneció en silencio, al igual que su esposo.

–¡Lizzie! ¿Te sientes bien? –repitió la Sra. Bennet con más

énfasis.

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–¿Perdón? –reaccionó Lizzie, por lo cual su madre volvió a

preguntar–. Sí mamá, estoy bien, sólo un poco cansada.

–Pobre de mi hija, seguramente pasaste mala noche, entre la

lactancia y el bebé enfermo no pudiste dormir y, por lo visto,

tampoco tu marido –señaló observando a su yerno–. Te

conviene descansar para recuperarte hija, todo lo que tus

bebés te permitan.

–Sí mamá.

Mientras la conversación fluía entre Kitty y la Sra. Bennet,

con alguna que otra intervención de Mary, Fitzwilliam

observó detenidamente a Darcy. Desde hacía días que lo

veía ausente, preocupado, en ocasiones irascible y frustrado,

y durante el bautismo lo había visto muy tranquilo, hasta que

se presentó la crisis de Christopher. Le extrañaba que en las

últimas semanas hubiera pasado más tiempo con él que con

su familia y que se lo hubiera encontrado tantas veces en el

club de esgrima derrotando a sus adversarios con una

pasión increíble, a pesar de haber sido testigo de la gran

alegría que manifestaba por el nacimiento de sus hijos. Este

cambio tan drástico había llamado su atención, conturbado

por su amigo y confirmando sus sospechas al ver también la

actitud de la Sra. Darcy que, sin duda, no sólo se debía a los

desvelos con sus hijos.

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–Usted coronel, seguramente debe conocer a unas

amistades del Sr. Darcy, los Sres. Philip y Murray Windsor –

comentó Kitty.

–Sí, por supuesto.

–¿Ha tenido alguna noticia de ellos? Hace mucho tiempo que

no los vemos ni escuchamos de ellos, ya que estos nombres

están prohibidos en esta mesa, sobre todo el primero.

–Si sabes que están prohibidos, ¿por qué los mencionas en

este momento? –inquirió Mary.

–Porque el desvelo de los Sres. Darcy me lo permite y tal vez

esta oportunidad no se vuelva a repetir. Ni siquiera se han

dado cuenta de quiénes hablamos.

–No Srita. Kitty, no he tenido el gusto de verlos últimamente,

aunque no creo que exista inconveniente en preguntárselo

abiertamente a su hermana.

–¿En presencia de su marido?

Fitzwilliam asintió.

–Entonces ¿usted no está enterado?

Fitzwilliam interrogó con la mirada.

–¡El Sr. Philip Windsor está enamorado de la Sra. Darcy! –

exclamó con descaro.

Darcy, al escuchar ese nombre reaccionó y vio

implacablemente a Kitty por haber hecho esa aseveración,

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se puso de pie y se retiró del comedor. Lizzie alzó la mirada

y siguió con la vista a su marido, sin entender del todo lo que

había sucedido.

–Coronel, sé que han tenido excesivo trabajo estos últimos

días, ya que el Sr. Darcy estuvo mucho tiempo ausente de

sus asuntos en la capital, pero no es frecuente que pase

tanto tiempo fuera de casa –comentó Lizzie con seriedad.

–¿Acaso ha llegado tarde a casa? –curioseó Kitty con

ligereza.

–Sí, Sra. Darcy, hemos tenido más trabajo que de

costumbre, lo que ha obligado a permanecer más tiempo

para ponernos al corriente; con ello usted puede explicar las

llegadas fuera de su horario habitual –reveló Fitzwilliam con

cierta inseguridad para encubrir a su amigo.

–Por lo visto, no sólo las desveladas son la causa del

problema. Me pregunto qué más habrá –murmuró Kitty–. Si

las cosas siguen así, olvídate de tener más nietos mamá, a

menos que yo me case –comentó viendo al coronel.

Lizzie volteó a ver a su hermana, sintiendo un nudo en la

garganta, y dijo al ponerse de pie:

–Si me disculpan, iré a ver a mis hijos.

Tras un breve silencio, Kitty se echó a reír mientras Mary la

veía con incomodidad y la Sra. Bennet anunció que ya era

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hora de retirarse a su paseo, por lo cual el coronel también

se disculpó y se marcharon. Fitzwilliam se dirigió al despacho

de su primo, tocó a la puerta y entró, encontrándolo asomado

a la ventana viendo hacia el jardín.

–Darcy, no quiero ser impertinente pero realmente estoy muy

preocupado por ti, y también la Sra. Darcy me ha

manifestado su turbación.

Al escuchar el nombre de su esposa, Darcy se giró para ver

a su amigo.

–Desde su llegada a Londres tu actitud ha sido diferente,

procuras mi compañía más de lo que en tu vida has hecho.

¡Vaya!, ¿desde cuándo no pisabas el club de St. James?, te

quedaste conmigo platicando hasta pasada la media noche y

no precisamente por asuntos de trabajo, dejando a tu familia

sola. Siempre quieres acabar pronto para regresar con la

Sra. Darcy. Ayer, al verlos juntos, vi que volvió tu serenidad

hasta que sucedió el incidente con Christopher, pero hoy la

situación ha empeorado y por lo visto no es por tu hijo. Ni tú

ni la Sra. Darcy estaban realmente en el desayuno, y ¡de qué

cosas me voy enterando! ¿Acaso es eso?

Darcy se volteó otra vez.

–Tú no estás en condiciones de entender mi situación.

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–No, tal vez no, pero estaría dispuesto a escucharte y a

tratar de comprender, si es que tú me lo permites. Y te aclaro

que prefiero que busques mi compañía si es que necesitas

estar con alguien fuera de casa, pero sinceramente tienes a

la mejor compañera que existe y sólo por celos la estás

perdiendo.

–¡Ojalá supiera por qué la estoy perdiendo! –exclamó furioso,

y se retiró de la habitación.

A los pocos minutos se escuchó el caballo del Sr. Darcy

corriendo a toda velocidad.

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CAPÍTULO LIII

Lizzie se dirigió a sus aposentos donde se encontraba la Sra.

Churchill cuidando de sus hijos que ya solicitaban alimento.

Amamantó a Christopher mientras Matthew era sostenido por

la Sra. Churchill y luego intercambiaron bebés hasta lograr

que ambos se durmieran y el ama de llaves se retiró. Lizzie

acostó a Matthew en su cuna y observó que Christopher

respirara con tranquilidad. Resonó en su memoria las

palabras que su marido había enunciado el día anterior

asegurando la firmeza de su amor por el resto de sus vidas,

sin importar lo que sucediera en el camino; revivió ese

maravilloso beso en donde expresaba la sinceridad de sus

sentimientos, esa caricia que la hizo vibrar aun cuando sólo

fue en el rostro, y ese cariñoso abrazo que la envolvió

ofreciendo entregarle todo su amor después de tanto tiempo.

¿Cómo era posible que las cosas hubieran cambiado tanto

otra vez? Recordó que esa mañana Darcy había sido tierno y

delicado, la había besado como en tantas ocasiones, en las

cuales ella se había derretido en sus brazos, pero lo había

sentido como una invasión, acosada por sus caricias, que en

otro momento había disfrutado y la habían hecho

estremecer, ahora las había aborrecido. Lizzie se sentó en el

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sillón, percibiendo lágrimas sobre sus mejillas, recordando

que su marido no le comentó sobre su regreso a la esgrima y

¡sabrá Dios si habría alguna otra cosa! Se tomó la cabeza

con las manos tratando de explicarse lo que le estaba

sucediendo, rezando para que pronto llegara su hermana y

pudiera descubrir en ella lo que sentía en su corazón.

La espera fue larga, los pensamientos de Lizzie se

multiplicaron, la angustia fue creciendo, aun cuando ella

permaneció inmóvil tratando de encontrar la solución al

conflicto que tanto daño estaba ocasionando a su marido y a

su matrimonio. Recordó las palabras que él mismo le

expresó para manifestar sus sentimientos, evocó la ira que

reflejaba en su mirada mientras se lo decía y esperaba la

respuesta a sus cuestionamientos, que ella no había podido

descubrir. Sintió una enorme necesidad de ir a su lado para

hablar con él, pero ¿qué le podía decir para explicarle lo que

le sucedía si ella misma no lo entendía? ¿Cómo decirle que

lo amaba, que necesitaba mucho de su cariño y de su apoyo,

pero que se sentía incómoda cuando él se aproximaba

demasiado a ella, sin lastimarlo y desconociendo la razón y

la solución a su problema? ¿Cómo responder a sus

preguntas, comprendiendo perfectamente su posición, si ella

no sabía qué hacer?

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Pensó que tal vez abriendo su corazón con sinceridad

podrían descubrir juntos lo que estaba sucediendo, al menos

él vería su preocupación y su buena disposición de

solucionar la situación.

Se puso de pie y llamó a la Sra. Churchill para que se

quedara con sus hijos, al tiempo que le preguntó si ya habían

entregado la carta a la Sra. Bingley. Ella respondió que el Sr.

Peterson había regresado con la encomienda cumplida.

Lizzie bajó las escaleras y se dirigió al despacho, tocó a la

puerta y abrió, encontrando que el coronel estaba trabajando

solo.

Fitzwilliam se puso de pie, dejando la carta que estaba

escribiendo y la pluma en el tintero.

–Disculpe que lo interrumpa coronel. Quería hablar con el Sr.

Darcy.

–El Sr. Darcy salió hace un par de horas y no ha regresado.

Me he quedado para adelantar el trabajo que teníamos

pendiente para hoy.

–¿Tenía programado algún compromiso?

–No Sra. Darcy. Su salida fue por otro motivo.

–¿Georgiana está bien? –indagó preocupada.

–Sí.

–¿Entonces?

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–Seguramente usted conoce sus motivos mejor que yo. Él es

muy reservado y no ha querido manifestarme la razón de su

inconformidad.

Lizzie bajó su triste mirada mostrando toda su decepción.

–Siendo así, lo dejo trabajar y esperaré su retorno en mi

habitación.

Lizzie se retiró después de hacer una leve inclinación de

cabeza y se dirigió a su alcoba donde le pidió a la Sra.

Churchill que le avisara en cuanto llegara su marido o la Sra.

Bingley.

A media tarde, viendo que su marido no había regresado,

acudió nuevamente al despacho donde Fitzwilliam estaba

guardando los papeles que había concluido en esa jornada

de trabajo, esperando únicamente la autorización del patrón

para ser enviados con la firma requerida.

Al ver que Lizzie entraba, Fitzwilliam se puso de pie y saludó.

Lizzie preguntó:

–¿Ha tenido noticias de mi marido?

–No Sra. Darcy, pero estoy persuadido de que ya no ha de

tardar. Ya pronto será la hora de la cena.

–Sí, ya van a llegar mi madre y mis hermanas de su paseo.

–Yo siempre le he dicho a mi amigo, y hoy me permití

recordárselo, que es muy afortunado en tener a alguien que

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se preocupe por él. Usted es la mejor compañera que pudo

haber encontrado.

Lizzie bajó la cabeza, dudando de dicha afirmación,

sintiéndose culpable por lo sucedido.

–Lamenté mucho cuando mi esposo me dijo que su

compromiso con la Srita. Anne de Bourgh se había

cancelado definitivamente.

Fitzwilliam agradeció con la mirada, acompañado por un

gesto de desengaño.

El Sr. Churchill se asomó al despacho e interrumpió por unos

momentos para anunciar a un visitante: la Sra. Willis.

–¿La Sra. Willis? ¿Qué querrá era mujer? –murmuró Lizzie

azorada.

–¿Gusta que la escolte para recibirla? –preguntó Fitzwilliam.

Ambos salieron del despacho y se dirigieron al salón

principal donde estaba la Sra. Willis admirando el retrato de

Lizzie. Al escuchar el ruido de las pisadas giró y saludó con

entusiasmo:

–¡Sra. Elizabeth! Se ve completamente restablecida, sólo he

venido a felicitarla por el nacimiento y el bautismo de sus

hijos. Coronel Fitzwilliam –saludó con formalidad.

–¿Quiere tomar asiento? –ofreció Lizzie.

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–Coronel, hace mucho que no nos veíamos, aun cuando

usted sí ve a mi esposo con más frecuencia.

–Sí, la última vez fue en la fábrica de porcelana.

–Mi marido me dijo que habían visitado la fábrica y que el Sr.

Darcy estaba alborozado por el nacimiento de sus hijos. He

querido darle también mis parabienes.

–El Sr. Darcy no se encuentra.

–Y usted, coronel, ¿trabaja con frecuencia en el despacho

del Sr. Darcy mientras se ausenta acompañado por su

esposa?

–Sólo cuando lo amerita el trabajo. Había premura en

terminar unas cartas que el Sr. Darcy me había solicitado.

–Y la Sra. Darcy ¿no debería estar cuidando de sus hijos

mientras su marido regresa?

–Eso he hecho desde la mañana.

–¡Vaya! ¡Cómo cambian las cosas una vez que nacen los

hijos! ¿Tardará mucho en regresar el Sr. Darcy?

–Eso no es de su incumbencia.

–Según me había dicho mi marido alguna vez, el Sr. Darcy

siempre cena con su esposa. ¿Sus hijos les permiten

continuar con esa costumbre?

Lizzie mostró turbación ante la pregunta, pero se repuso al

ver que el Sr. Churchill entraba para anunciar que las Bennet

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habían regresado de su paseo. Ellas entraron y fueron

presentadas con la Sra. Willis. Todos se volvieron a sentar,

excepto Lizzie que se disponía a servir el té a los visitantes.

–No había tenido el gusto de conocer a su familia, Sra.

Elizabeth, exceptuando a su hermana, la Sra. Bingley.

–¿Usted es la esposa del socio del Sr. Darcy? –preguntó la

Sra. Bennet.

La Sra. Willis asintió con cortesía.

–Y el Sr. Darcy ¿no ha regresado? –indagó Kitty–. ¡Claro!,

después de lo que ocurrió en el desayuno, sabrá Dios a qué

hora se presente. Cuando salió de la casa se veía furioso.

–Te dije que no mencionaras ese nombre en la mesa –

murmuró Mary.

–Pero si el Sr. Darcy ya estaba enojado desde antes, ¿qué le

habrás hecho a tu marido para que estuviera de ese humor,

Lizzie?

–¡Sí que las cosas han cambiado desde el nacimiento de sus

hijos! Ya le decía yo, y tan sólo han transcurrido dos meses –

afirmó la Sra. Willis con una sonrisa maliciosa.

–Ya está oscureciendo. Tal vez sea juicioso que lo

mandemos buscar. Las calles de Londres son peligrosas –

insinuó la Sra. Bennet.

La Sra. Willis se rió y prosiguió:

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–Yo le sugeriría empezar a buscar en un par de horas en las

calles de East End, allí es donde los caballeros millonarios

buscan la compañía que sus esposas les han negado. Claro

que quién sabe si lo encuentren de buen humor, in fraganti.

–Pero usted, ¿quién se ha creído que es para hablarle a mi

hija, a la Sra. Darcy, de ese modo? –increpó la Sra. Bennet

levantándose.

La Sra. Willis se puso de pie y continuó:

–Sra. Elizabeth, yo me retiro, ha sido un placer verla, y por

favor, salude a su esposo cuando regrese, si regresa hoy, y

le ofrece mis más sinceras felicitaciones. Bienvenidos al

mundo real.

La Sra. Willis se marchó, dejando a Lizzie constipada con la

taza de té en sus manos temblorosas, de pie, a punto de

desfallecer.

–¡El problema es serio! Pero ¿qué habrá querido decir con

“bienvenidos al mundo real”? –indagó Kitty con curiosidad.

Lizzie tomó asiento, dejando la taza sobre la mesa para

evitar dejarla caer al piso.

–Lizzie, ¿quieres que pida que el Sr. Peterson salga en su

búsqueda? –inquirió la Sra. Bennet.

–No mamá. Seguramente el Sr. Darcy se presentará de un

momento a otro. ¿Gusta acompañarnos a cenar, coronel? –

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investigó con impresionante serenidad, aun cuando sentía

derrumbarse por dentro.

–Permaneceré aquí hasta que el Sr. Darcy haya llegado, si

me lo permite.

–¿Cómo ha seguido Christopher? –investigó la Sra. Bennet.

–Bien, ha comido y ha dormido con normalidad durante el

día, parece que lo de ayer sólo fue un susto.

–Los Sres. Gardiner mandan sus saludos y sus buenos

deseos de salud para el pequeño Christopher.

La Sra. Bennet narró lo divertido que había sido su paseo y

los comentarios que los Gardiner habían hecho del evento

del día anterior, mostrándose muy agradecidos por la

exclusiva invitación, mientras Lizzie se zambullía en sus

pensamientos, preocupada por ver correr el reloj sin noticias

de su marido.

Al cabo de una hora de espera, Lizzie los invitó a pasar al

comedor. Durante la cena sólo se escuchó la voz de las

Bennet y cuando por fin concluyeron, se despidieron y se

retiraron a descansar, mientras Lizzie y el coronel

permanecieron en el salón principal en espera de informes.

Lizzie solicitó al Sr. Peterson y al Sr. Churchill que fueran a

buscar al Sr. Darcy y después de un rato subió a su

habitación para darle de comer a sus hijos, mientras el

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coronel permaneció en el despacho en espera del arribo del

Sr. Darcy.

Lizzie estuvo despierta hasta altas horas de la noche, con la

creciente zozobra de la ausencia de su marido, de quien no

recibía noticias hasta ese momento. Su cabeza estaba llena

de ideas que en otro momento le hubieran parecido tan

alejadas de la realidad, pero que ahora eran las únicas

razones por las que podía explicar lo que estaba sucediendo.

Las palabras de la Sra. Willis penetraban en su mente como

una fuerte aserción, tratándolas de desmentir a toda costa

sin conseguir la serenidad de su alma; por el contrario, entre

más pasaba el tiempo más se sembraba y se arraigaba la

duda en su corazón.

En medio de un espeluznante sigilo, por fin se abrió la puerta

de la sala que antecedía a la habitación y Lizzie se puso de

pie mientras observaba la sombra de su marido al cerrar la

puerta y la irresolución en su paso, que delataba su

inadecuado proceder. Se acercó a la siguiente puerta donde

se quedó de pie al observar a su mujer, quien le interpeló

inflexiblemente:

–¿Dónde has estado?

–Necesitaba hablar con alguien.

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–¡Fizwilliam me dijo que hoy no tenías compromisos de

trabajo!

–No era por algún compromiso de trabajo.

–¿Y qué tema era el que te obligó a permanecer en las calles

hasta altas horas de la noche, sin avisar siquiera tu

paradero? –vociferó acercándose de forma amenazante–.

¿Con quién has estado en todo este tiempo que ni siquiera te

acordaste de avisarnos? El Sr. Peterson y el Sr. Churchill

llevan horas buscándote por todos los lugares que sueles

frecuentar y lo siguen haciendo. ¿Acaso estabas en algún

sitio en donde no querías ser encontrado y con qué

compañía has estado? –enfatizó con fuerza esto último.

–¿Acaso estás insinuando algo?

–¿Y qué es lo que quieres que piense después de que has

sido totalmente irresponsable y te has ido desde la mañana

hasta este momento de la casa, sin avisar y sin ser

encontrado en todos los lugares honorables de la ciudad,

aun cuando tu hijo estuvo a punto de morir ayer y después

de que entre nosotros…? –increpó Lizzie y se detuvo.

–¡Explícate completo, entre nosotros no ha habido nada, ese

es el problema, yo no sé por qué razón! –reprendió con

vehemencia–. Sí, andaba desesperado por las calles

buscando a una persona con quién conversar de mis

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problemas y que me pudiera comprender y aconsejar porque

mi esposa no ha sabido recibirme, pero no es la persona que

tú tienes en la cabeza a la que yo recurrí. Pero ¿qué clase de

persona crees que soy si piensas que sería tan ruin de irme

con alguna otra a satisfacer mis necesidades y entregarme a

los placeres de la carne olvidándome de ti y de mi familia?

¡Si antes de conocerte no lo hice, menos ahora, aunque

decidas no recibirme más en tus brazos!

Darcy respiró para recuperar el aliento.

–¿Cómo es posible que después de todos estos años y de lo

que hemos compartido puedas dudar de mi amor por una

noche que llego tarde, en lugar de preocuparte, y dejarte

influenciar por las opiniones que seguramente la Sra. Bennet

o tu hermana comentaron durante toda la cena? ¡Así

dudarás de mí en cualquier otro momento! Y para que

puedas dormir tranquila, te diré que únicamente buscaba el

consejo de un padre, y al único que encontré después de

tantas horas de cabalgar fue a tu tío, el Sr. Gardiner, en su

casa. Estuve con él hasta hace unos minutos y me dijo que

te comprendiera y te diera el tiempo que necesitaras con

toda paciencia. Pero mi paciencia tiene un límite y no

permito que me insultes con tus dudas.

Darcy se dio la vuelta para retirarse y Lizzie gritó:

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–¿A dónde vas?

–Sra. Elizabeth –giró con fingida tranquilidad–. Ésta es su

alcoba y no quiero seguir incomodándola. Me iré a otra

habitación.

Darcy continuó su camino y se marchó cogiendo la vela que

había dejado sobre la mesa.

Lizzie se quedó suspendida por varios minutos, avergonzada

de haber pensado mal de su marido y aumentando el

sentimiento de culpa que ya percibía desde hacía horas. Se

acostó sintiendo el frío de las sábanas y una intensa soledad

la invadió, lo que impidió que conciliara el sueño en toda la

noche.

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CAPÍTULO LIV

La vigilia fue larga, Lizzie rezaba para que ya terminara

aunque su desazón no podía disminuir, al igual que la

preocupación de no saber qué hacer, ¿cómo enfrentaría a su

marido a la mañana siguiente, después de todo lo que había

ocurrido?

Cuando los pájaros empezaron su canto, Lizzie apartó las

cobijas y se levantó para alistarse rápidamente y alcanzar a

su esposo antes de que se fuera a cabalgar. Al salir del

vestidor atendió a sus hijos deseando terminar pronto para

bajar al salón principal, solicitó a la Sra. Churchill que se

quedara con ellos en la alcoba adyacente para evitar que se

enfriaran y ella bajó, pensando en que tal vez ya era tarde

para encontrar a su marido en la casa. Llamó al Sr. Churchill,

quien le informó que el señor aún no había bajado, Lizzie

preparó una nueva carta a Jane instándole que fuera a

visitarla, ya que tenía urgencia de hablar con ella, y se la dio

al Sr. Churchill para que fuera entregada a la brevedad, en

manos de su destinatario, y se sentó a esperar.

Pasaron dos horas durante las que no se escuchó ningún

movimiento, únicamente las hojas de un libro que Lizzie

saltaba sin leer. Las Bennet arribaron al salón principal con

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sus acostumbrados coloquios y Lizzie las recibió poniéndose

de pie.

–Sra. Darcy, buen día. Pero hija, traes muy mala cara, ¿tus

hijos no te dejaron dormir? –indagó la Sra. Bennet.

–Tus hijos o tu marido –indicó Kitty.

–Estoy bien mamá.

–¡Estos hombres que sólo nos traen preocupaciones! Mira

que dejarte con la angustia sin avisar dónde estaba.

–¿Por fin a qué hora llegó tu marido? –interrogó Kitty.

Lizzie bajó la cabeza, pensando en que realmente

desconocía la respuesta a esa pregunta.

Afuera en el pasillo se escucharon las generosas risas de los

caballeros, Darcy caminaba en compañía de Fitzwilliam

comentando de algún asunto que les había hecho gracia.

Ellos entraron risueños y las damas los saludaron.

–Se ve a todas luces que pasó una noche agradable, Sr.

Darcy –reveló Kitty.

–Sí, en realidad más de lo que yo esperaba. Fue una noche

magnífica –contestó Darcy satisfecho.

–Y por lo visto no en compañía de mi hermana.

–Por el momento la Sra. Darcy se encuentra indispuesta, por

lo que he decidido no perturbarla.

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–¡Qué fácil resuelven los problemas los hombres! –exclamó

la Sra. Bennet exasperada–. El Sr. Bennet nunca cambió de

cama, a pesar de todos los problemas que tuvimos.

–Estoy persuadido de que es saludable hacer algún cambio

de vez en cuando. Hasta el Sr. Bennet lo hacía cuando

visitaba Pemberley.

–¿Cómo? –indagó aturdida.

–Ahora, si me permite la señora –indicó dirigiéndose a Lizzie,

rozando su barba incipiente con la mano–, iré a cambiarme

de ropa.

Darcy observó por unos momentos a su esposa, quien

reflejaba tristeza en su mirada, sintiendo un deseo

insondable de acercarse, acariciar su rostro y cubrirlo con

sus besos hasta aflorar una sonrisa, abrazarla y sentir el

aroma que lo embriagaba, reconociendo que la había

extrañado desde hacía muchos días. Quería dejar en el

olvido todo lo pasado, pero sabía que ella no lo deseaba y se

dio la vuelta apretando los puños vigorosamente. Cuando el

señor de la casa cerró la puerta tras de sí, todos tomaron

asiento.

–¡Pero qué desfachatez! –espetó la Sra. Bennet indignada–.

Nunca había oído decir algo similar. ¿Cómo es posible que

reconozca su falta como si fuera lo más natural del mundo y

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tú, Lizzie, te resignes sin remedio? ¡Y afirmar que el Sr.

Bennet hizo lo mismo! Yo pondría las manos al fuego por mi

difunto marido antes de imaginar que haya sido capaz de

algo así. ¡Sólo de pensarlo me horrorizo!

–Afortunadamente el Sr. Bennet ya no está aquí, de lo

contrario tal vez te impresionarías de su respuesta. Si el Sr.

Darcy resolvió su problema de esa manera, ¿qué no hará el

resto de los hombres?, disculpándome con el coronel –indicó

Kitty.

–¡Nunca lo hubiera pensado! Lo que es tener tanto dinero y

pensar que de esa manera puede comprar a la gente para

tenerla a su servicio cuando él lo necesite, pueden conseguir

hasta el silencio de las personas sin mayor complicación. De

haber sabido que este día llegaría, nunca habría aceptado

que te casaras con ese hombre. Lizzie, sabes que las

puertas de Longbourn están abiertas para ti y tus hijos, si

decides regresar con nosotras podremos partir hoy mismo.

–¡Entonces ya no iremos de paseo! –se quejó Kitty.

–¡Qué importa nuestro paseo cuando tu hermana está

pasando por momentos difíciles!

–Yo recuerdo que cuando Lydia te pidió ayuda y se fue de su

casa con su hijo, tú le aconsejaste que regresara a

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Newcastle y que resolviera sus diferencias con su marido,

aun cuando había la sospecha de infidelidad –comentó Mary.

–Bueno, Wickham no tiene ni en qué caerse muerto y estaba

dispuesto a armar un escándalo para lograr sus fines, en

cambio el Sr. Darcy estará obligado a cubrir generosamente

las necesidades de su esposa y de sus herederos sin la

menor disputa, ya que así podría salir a relucir el motivo de la

decisión de mi hija. Además, la Sra. Darcy tiene su negocio y

recibe ingresos independientes de su marido.

–Negocio que se encuentra dentro de la propiedad de la

familia Darcy –aclaró Kitty.

–Asimismo, Lizzie correría el riesgo de ser separada de sus

hijos. El padre tiene la patria potestad de los hijos y todo el

derecho de decidir su destino, sin tomar en cuenta la opinión

de la madre –comentó Mary.

–¡Eso sería como asesinar a mi hija! –exclamó la Sra.

Bennet turbada–. ¡Ellos necesitan de su madre, son muy

pequeños todavía! No creo que el Sr. Darcy sea capaz de

esa bajeza.

–Ya no sabemos de qué puede ser capaz –indicó Kitty.

–Iré a ver si ya está el desayuno –dijo Lizzie con apatía,

retirándose de la pieza.

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–Parece que tú, mamá, estás más preocupada por tu hija

que ella misma –señaló Kitty.

Lizzie salió y se recargó en la pared, suspirando

profundamente, tratando de aliviar el intenso dolor que sentía

en el pecho y de contener las lágrimas que se desbordaban

pródigamente. Percibía un poderoso impulso de correr hasta

su habitación y abrazar a su marido, pedirle perdón por su

confusión, pero él ni siquiera la había extrañado esa noche,

cuando a ella le había hecho tanta falta. Sabía que seguía

enojado, había notado cómo fruncía el ceño antes de

retirarse y cómo estrujaba las manos mientras salía. Unos

pasos que escuchó la sacaron de sus pensamientos, se

limpió el rostro con un pañuelo y continuó su camino.

A los pocos minutos regresó Darcy luciendo un arreglo

impecable, por lo que el tema de conversación cambió

radicalmente. Sin embargo, la actitud de la Sra. Bennet hacia

su yerno era parca, cayendo en la grosería, pero él no lo

tomó en cuenta.

Lizzie volvió e invitó a todos al comedor, la conversación

durante el desayuno se limitó a temas superficiales en los

cuales participaron las Bennet y el coronel. Lizzie

permaneció reservada, ocultando la pena que retenía en su

corazón, mientras Darcy se mostraba serio y distante. Lizzie

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lo sentía sumamente frío e indiferente para con ella, hasta le

infundía un cierto temor cuando sus miradas se llegaban a

encontrar, incrementando el dolor y el remordimiento,

consciente de que todo eso era por su causa.

Terminado el desayuno, las Bennet se alistaron para salir a

su paseo con los Sres. Gardiner, Fitzwilliam se despidió y se

retiró. Lizzie se afligió profundamente al escuchar que su

marido estaría en el despacho, resonando en su memoria las

palabras que le había dicho el día anterior.

Lizzie permaneció en su habitación atendiendo a sus

pequeños hasta que se quedaron dormidos. Trató de distraer

su mente con la lectura, esperando que Jane pudiera asistir

a su llamado; cada minuto que pasaba estaba más

confundida, sin saber qué hacer, sin entender lo que estaba

sucediendo.

La Sra. Churchill tocó a la puerta y anunció a la Sra. Bingley.

Lizzie respiró profundamente al ver que su hermana ya

estaba con ella y la recibió con un abrazo. Jane explicó:

–Perdona que viniera hasta ahora pero Caroline recibió ayer

tu primera carta y no me la entregó, una más de sus

reticencias. Lo supe hoy cuando el Sr. Peterson me dio el

aviso en las manos y vine en cuanto pude. ¿Christopher y

Matthew se encuentran bien?

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–Sí, gracias –aclaró y la invitó a tomar asiento.

–Me quedé preocupada el día del bautismo y más cuando

recibí tu carta. ¿Todo está bien?

–Jane –inició rompiendo en llanto, sumamente angustiada–.

¡Estoy perdiendo a mi marido y no sé qué hacer!

–¿Cómo? –preguntó sorprendida, sin entender sus palabras–

. Él te ama infinitamente. ¡Yo soy testigo de eso!

–Sí, me ama y yo lo amo con toda mi alma pero, no sé qué

me pasa. ¡Lo estoy alejando de mi vida y no sé cómo

evitarlo!

–¿Pero por qué?

–Desde hace cinco meses que no estamos juntos; primero

por indicaciones médicas y ahora…

–No tienes deseos de estar con él.

–Jane, ¡nunca había sentido esto y no sé cómo sortearlo!

Desde que él se ha dado cuenta se ha alejado de mí,

procura salirse de la casa todo el día o está en su despacho

sin salir; y cuando está con nosotros, casi como si no

estuviera. ¿Qué está sucediendo?

–Lizzie, es normal lo que sientes y también me sucedió a mí.

Yo lo comprendí muchos años después, provocando el

alejamiento que sufrí con mi marido.

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–¡No quiero que me suceda eso! ¿Qué hago? ¿Qué está

pasando?

–La lactancia es maravillosa para la madre y para los hijos,

pero te quita el deseo de estar con tu esposo. Y la

maternidad es algo extraordinario, el amor y la dedicación

que les das a tus hijos es una fuente de realización para la

mujer pero a veces te deslumbra tanto que te olvidas que

también tu marido necesita atención y se siente abandonado

en todos los sentidos.

–¿Entonces? Yo quiero seguir amamantando a mis hijos;

todavía están muy pequeños y los adoro. ¿Cómo no atender

a estas criaturas que tanto me necesitan?

–Tu marido y tus hijos no tienen por qué estar en

competencia; pero eso depende de ti, de que esto les ayude

a crecer en lugar de destruirlos.

–¿Qué puedo hacer?

–Así como eres generosa con tus hijos y los quieres

amamantar y atender con todo tu amor, también debes ser

generosa con tu marido cuando él te pide atención,

cualquiera que ésta sea. Lizzie, el deseo de la mujer se

despierta en la mente: si tú estás receptiva para estar con tu

marido sus caricias te enloquecerán, pero si no lo estás

podrás aborrecerlas. En otras palabras, si tú piensas en tus

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hijos todo el tiempo, inclusive cuando estás con tu marido, no

lo vas a lograr. Cada uno debe tener su tiempo y su espacio

y tú debes procurar un equilibrio, muy difícil de alcanzar, pero

debes luchar por conquistarlo todos los días. A veces estarás

muy cansada por atender a tus hijos o tendrás que cuidar a

un hijo enfermo y eso lo puede entender perfectamente

Darcy; pero si te niegas en todas las ocasiones en las cuales

él quiere platicar, convivir contigo o estar a tu lado sin darle

una explicación o solución al problema, anteponiendo

siempre a tus hijos, él va a estar confundido, enojado,

inconforme, inseguro y por eso se aleja, sintiéndose exiliado

de tu vida.

–Así me dijo que se sentía.

–Yo te recomiendo que, en la medida de lo posible,

continúes haciendo las actividades que te gusta hacer con tu

marido, a solas. Una o dos veces a la semana puedes

pedirle a alguien de tu confianza que cuide a tus hijos, te

aseguro que no les va a suceder nada. Váyanse al teatro, a

buscar algún libro en la librería o llévale el té a su despacho

y sorpréndelo.

–Jane, me da terror dejar a mis hijos mucho tiempo.

Christopher casi se muere en mis brazos. ¿Con qué

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tranquilidad los podría dejar más tiempo con la preocupación

de que se vuelva a presentar una crisis?

–Te comprendo Lizzie; pero, ¿acaso prefieres ver a tu

marido en brazos de otra mujer? –preguntó con sorprendente

determinación.

–¡No, eso no! No sabes la angustia que he sentido al

recordar las palabras que me dijo la Sra. Willis, como si

estuviera convencida de que ese destino es irremediable en

todo matrimonio, viendo que se está cumpliendo en mi vida.

–Entonces te sugiero que domines tus miedos. Acuérdate de

todos los temores que él venció para acercarse a ti y hablarte

de sus sentimientos, del esfuerzo que tuvo que hacer para

sobreponerse a la pena de perder a un hijo y darte toda la

prioridad para que salieras adelante de tu sufrimiento. Su

amor ha crecido por el esfuerzo que le han dedicado ustedes

cada uno de los días de su matrimonio cubriendo las

necesidades emocionales que tienen, no ha sido por arte de

magia, y hoy te toca querer amar, a pesar de las dificultades.

–¿De qué necesidades emocionales hablas?

–Para la mujer el afecto es lo más importante, tener a alguien

con quien hablar de sus sentimientos y de sus pensamientos,

así como la honestidad que él puede tener para con ella, sin

olvidar el sostén económico y la ayuda que recibes en el

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cuidado y la educación de los hijos. Para el hombre la

satisfacción sexual es lo primordial, necesita también que su

esposa sea su compañera en la recreación, muchos precisan

que su mujer se conserve atractiva para ellos y sentir que

ellas los admiran por sus logros, así como todo lo

relacionado con el mantenimiento de la casa. Si estas

necesidades no están cubiertas por cualquiera de las partes,

hay resentimiento y frustración e inician los problemas.

Evalúa las necesidades que ustedes tienen y la importancia

que cada uno le da en su relación…

–¿Cómo lo sabes?

–Me lo dijo el cura hace unos meses.

–¿El Sr. Elton?

–Sí. Y recuerda que cuando estés con él, en esa cita,

procura no pensar en tus hijos; estás con él y él también

necesita de ti. Recuerda que tus hijos algún día crecerán, se

irán de tu lado y te quedarás con Darcy: tú y él solos

nuevamente.

–Si antes no me abandona –indicó muy afligida.

–Lizzie, yo sé que Darcy nunca te abandonaría, pero tal vez

perderían varios años de felicidad juntos, como Charles y yo.

¿Dónde está él?

–Está en su despacho.

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–Pues ve a hablar con él ahora mismo, no pierdas más

tiempo conmigo. Yo cuido a tus hijos.

Lizzie agradeció a su hermana, la abrazó con inmenso cariño

y se retiró. Salió de su alcoba y corrió rumbo al despacho. Al

llegar entró jadeando y encontró a su marido que leía su

libro. Darcy, al percatarse de su presencia, se puso de pie,

dejando su libro en el escritorio y, preocupado de ver a su

esposa hecha un mar de lágrimas, se acercó y preguntó

alarmado:

–Lizzie, ¿qué sucede? ¿Christopher está bien?

–Sí, ellos están bien –contestó acercándose y abrazó a su

marido mientras sollozaba.

Darcy la estrechó entre sus brazos con amor y la consoló por

varios minutos, sintiendo esa misma inquietud e

incertidumbre que sufrió cuando en Lambton la Srita.

Elizabeth recibió la carta de su hermana y se enteró de la

fuga de Lydia con Wickham; ignorando nuevamente el

motivo de la angustia de su amada con un ferviente deseo de

ayudarla a recobrar la calma. Al menos en esta ocasión

podía ceñirla con toda su devoción.

Cuando Lizzie se pudo serenar, se incorporó y le dijo:

–Perdóname Darcy, no quiero perderte, ¡no quiero que me

abandones!

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–Yo nunca te abandonaría –esclareció con afecto,

acariciando su rostro y sintiendo un gran alivio al entender el

motivo de su aflicción.

–Quiero ser tuya para siempre –susurró.

–Y así será –murmuró besándola amorosamente y sintiendo

una exultación desorbitante.

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CAPÍTULO LV

Darcy pasó el resto del día con Lizzie. La acompañó a

atender a sus bebés y, mientras ellos dormían supervisados

por la Sra. Churchill, salieron a caminar un rato al jardín y

platicaron agradablemente de diversos temas. Lizzie

preguntó, mientras paseaban tomados de la mano:

–¿De verdad pasaste una noche agradable?

–Sí, en realidad si me hubiera dormido en el suelo habría

sido igual de agradable. Estaba agotado, me agoté a

propósito cabalgando.

–Y ahora estarás exhausto por culpa de tu esposa –se burló–

. Gracias por recordarme lo maravilloso que es estar contigo.

Darcy sonrió, acercó su boca y capturó su labio inferior para

mordisquearlo y saborear su suavidad mientras Lizzie sentía

que se desmayaba en sus brazos, se abrasaba y se hundía

en el beso apasionado que le siguió sintiendo el corazón

desbocado, recordando lo que habían vivido en el despacho;

él dedicó toda su atención en hacerle el amor a su boca sin

poder detenerse, aumentando cada vez más su deseo y

dejándola casi sin sentido, hasta que él se separó

sosteniéndola con firmeza para que no cayera y

observándola con devoción.

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–Un pequeño adelanto Sra. Darcy, de lo que recibirá por la

noche.

–¿Hasta la noche? –musitó con los ojos cerrados, causando

que su esposo se riera y la volviera a besar tiernamente, un

beso destinado a demostrarle su amor y sosegar el deseo

que había enardecido en su interior–. Darcy, no vuelvas a

salirte sin avisar, sí estaba tremendamente preocupada por

ti, pasé momentos muy dolorosos al sentirte tan alejado, me

sentía tan vulnerable.

–Intentaré que no vuelva a pasar, pero siempre recuerda que

mi amor por ti es más fuerte que cualquier otro sentimiento,

podría salirme sin avisar o enojado, buscando el sosiego que

me hace falta, pero no por eso pienses que te he dejado de

amar. No quiero que vuelvas a dudar de mí, aunque alguien

quiera alimentar tu incertidumbre, eso sí nos hace

vulnerables como familia, ante nosotros mismos y ante los

demás, provocando que se metan en nuestra vida y dañen

nuestra relación.

Darcy la abrazó cariñosamente. Cuando retomaron el paso,

Lizzie comentó:

–Mi madre se quedó con muy mala impresión.

–¿Mala impresión? Seguramente por el comentario que hice

del Sr. Bennet, pero tú sabes que es cierto, él iba a

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Pemberley para visitarte y cambiar de aires, lógicamente que

también de cama.

–Darcy, mi madre y mis hermanas piensan que pasaste la

noche en alguna cama de la calle East End.

–¿En East End? –preguntó entendiendo el significado de

aquella conversación–. ¿Ellas también pensaban que yo…?

–Sí. Ayer vino la Sra. Willis a felicitarnos por el nacimiento de

nuestros hijos y entre comentarios que hizo Kitty y mi madre,

sugirió que te fuéramos a buscar a ese lugar.

–¿Y tú no las desmentiste?

–Mis ánimos no estaban para entrar en una acalorada

discusión con ellas, y menos en presencia de tu primo.

–Dadas las circunstancias, le debo una disculpa a tu madre

por haber sugerido que tu padre…

–Ellas son las que nos deben una disculpa por meterse y

hacer conjeturas sobre nuestra vida privada. Además,

seguramente no tendrán ni cómo verte a los ojos cuando se

desmientan ante el Sr. Gardiner y todo se aclare por sí sólo.

¿Y dónde pasaste la noche?

–En la pieza que ocupé cuando era niño, a unas cuantas

puertas de tu alcoba.

–De nuestra alcoba Darcy.

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Él sonrió, pasó el brazo por los hombros de su mujer para

estrecharla y la besó en la frente mientras Lizzie continuó,

rodeándolo de la cintura:

–Estabas tan cerca de mí y yo te sentía tan lejos. Estuve

tentada a salir a buscarte para hablar contigo pero no me

imaginaba dónde estarías.

–Me alegro de que no lo hicieras, ¿qué tal si te encontrabas

primero a Fitzwilliam?

–¿El coronel durmió aquí?

–Sí, anoche llegué muy tarde y le dije que era mejor que se

quedara. Las calles de Londres son peligrosas después de

cierta hora.

–¿Por qué no pensaste eso mismo ayer mientras estabas

fuera?

–Porque tenía la mente ocupada en asuntos mucho más

importantes que quería resolver con presteza. Tu tío me

ofreció alojamiento en su casa pero ya quería regresar a tu

lado, aunque sólo fuera para contemplar tu belleza mientras

dormías.

Al estar próximos al quiosco y al rosal que muchos años

atrás Lady Anne había sembrado; Darcy, como hacía unos

años, cortó unas hermosas rosas rojas y se las obsequió a

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su mujer, quien lo veía con inmenso cariño y gratitud, al

tiempo que él le decía:

–Perdóname por haber causado tu aflicción estos días.

–Quiero olvidar las ofensas del pasado y sólo recordar los

momentos placenteros –repuso Lizzie sonriendo y lo besó en

la mejilla en señal de agradecimiento.

–Yo no puedo reconciliarme conmigo mismo con tanta

facilidad. Admiro más tu tranquilidad de conciencia que esa

filosofía tuya. Me alegra que tus memorias estén limpias de

todo reproche.

–El Sr. Darcy, con su amor, me hace olvidar fácilmente mis

faltas. ¿Podré yo, con mi amor, causar el mismo efecto en el

Sr. Darcy?

–Usted, Sra. Darcy, ha hecho maravillas y me ha

transformado por completo –reveló besándola

afectuosamente.

Cuando los Sres. Darcy caminaban de regreso a la casa, el

Sr. Churchill se acercó para entregar una correspondencia, al

tiempo que le indicaba a su amo que la habían enviado de

Pemberley. Darcy agradeció a su mayordomo, mientras abría

la carta de Lady Catherine, desde Rosings Park. Darcy la

leyó en silencio, al lado de su esposa, mientras el Sr.

Churchill se retiraba. Después de unos momentos, comentó:

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–Te manda sus felicitaciones por el nacimiento de los

gemelos, envía saludos a Georgiana y… me encomienda

mucho a su hija Anne.

–¿Te encomienda a su hija?

–Sí, así dice; que me encargue de ella como si fuera mi

hermana.

–¡Vaya! La transformación de Lady Catherine continúa.

¿Quién lo habría imaginado hace unos años?

–Seguramente a través del tiempo se ha dado cuenta de sus

errores y ahora quiere enmendarlos.

–Seguramente también se habrá convencido de que el Sr.

Darcy es un maravilloso hombre, un excelente hermano y un

exitoso empresario. Y ella no tiene por qué admitirlo, pero yo

agregaría que eres el más amoroso de los maridos.

–Me atribuyes demasiadas cualidades de las que yo no

gozo ningún mérito –declaró negando con la cabeza.

–Y ¿qué me dices de tu preocupación y tu ayuda

desinteresada que les has brindado a tanta gente que te

rodea, inclusive a mí cuando Lydia se fugó con Wickham?

–No puedes comparar el amor que siento por ti desde

entonces a la ayuda que he ofrecido a los demás.

–No, pero a pesar de que yo ya te había rechazado y de que

el error de mi hermana llevaría a la ruina la reputación de mi

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familia tras un deplorable escándalo, los buscaste pasando

muchos días de incomodidad y molestias resolviendo el

problema.

–Era lo menos que podía hacer para ayudarte. Sabes que mi

corazón estaba obligado, no por salvar la reputación de tu

familia, sino para recuperar tu tranquilidad y que pudieras ser

feliz aunque para ello hubieras aceptado casarte con otro

hombre.

–Me has dado la razón. Tu corazón siempre está lleno de

generosidad hacia los demás. Me salvaste de la ruina y me

dejaste en completa libertad de elegir mi destino. Cualquier

otro hombre que hubiera sido rechazado como tú, se habría

mostrado indiferente ante tal desgracia, agradeciendo

inclusive mi desprecio, o habría aprovechado esa situación

para conseguir lo que quería.

–Cualquier hombre que no te amara de verdad. Mi único

mérito es amarte con toda mi alma, lo restante te lo debo a

ti. Además, el haberte conocido y todos los momentos que

he vivido a tu lado han sido lo más hermoso que me ha

sucedido en toda mi vida –concluyó besando la mano de su

esposa, quien, en su interior, anhelaba que el día llegara a

su fin.

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Lizzie sonrió y, al entrar a la casa, se dirigieron a su

habitación. La Sra. Churchill preparaba la ropa de los bebés

para su baño cuando ellos despertaron. Los Sres. Darcy

entraron en la alcoba y se acercaron para ver a sus

pequeños que lloraban desde sus cunas. La madre cargó a

Matthew y el padre a Christopher en tanto agradecían la

ayuda de la Sra. Churchill y ésta se retiró. En unos cuantos

minutos Darcy bañó a sus hijos mientras Lizzie los

desnudaba, los vestía y les daba de comer; luego los

pasearon por toda la habitación. Cuando ya estaba oscuro se

escuchó la llegada de un carruaje y los acostaron en sus

cunas. La Sra. Bennet y sus hijas ya habían arribado de su

paseo. Lizzie llamó a la Sra. Churchill y cuando llegó, Darcy

ofreció el brazo a su esposa para dirigirse al comedor a

cenar.

Mientras bajaban las escaleras, se escuchaba desde el salón

principal la voz de la Sra. Bennet que se quedó muda al ver

entrar a su hija del brazo de su marido, quienes se

mostraron alborozados. Lizzie las invitó a pasar al comedor

con una sonrisa que reflejaba su tranquilidad y que provocó

que la Sra. Bennet se sintiera avergonzada por los

comentarios que había dicho esa mañana.

Al tomar asiento, Darcy preguntó:

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–¿Ha sido agradable su paseo, Sra. Bennet?

Ella asintió bajando su mirada, sin saber qué hacer para

ocultar su incomodidad.

–Y ¿a dónde fueron? –investigó Lizzie.

–Mi tío Edward, además de aclarar que el Sr. Darcy estuvo

con él ayer en la noche, nos llevó a visitar la Torre de

Londres –indicó Kitty–. Por más que le preguntamos cuál

había sido el motivo de su entrevista a esas horas, no nos

quiso decir, aun cuando mi madre le explicó la razón de su

incertidumbre.

–¿Cuándo aprenderán a no meterse donde no las llaman? –

murmuró Lizzie–. ¿Y qué tal el paseo?

–Con sólo mencionar al encargado de la torre que éramos

familiares de la Sra. Darcy nos dieron una atención muy

especial.

–Vimos la “casa de fieras”, una colección de animales que

acaban de inaugurar al público hace poco y el Sr. Gardiner

dijo haber reconocido entre los distinguidos visitantes al

poeta y pintor William Blake, quien admiraba a un

majestuoso tigre –completó Mary.

–Dicen que se ha visto a la difunta Ana Bolena caminar por

esos lugares donde fue ejecutada hace casi tres siglos. ¿Te

imaginas presenciar una de sus apariciones?

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–Y luego visitamos la Iglesia de Southwark, donde está

enterrado el hermano de Shakespeare, Edmund.

–Y no olvides que visitamos el hotel Grillon, en la calle

Mayfair, donde conocí a un caballero.

–¡Vaya forma de presentarse y de sacarle la conversación! –

exclamó la Sra. Bennet.

–¿Por qué? –preguntó Lizzie a su madre, para ofrecerle la

confianza que ella había perdido.

–Le dijo que su rostro se le hacía muy conocido, que tal vez

habían sido presentados en alguna de las reuniones del Sr.

Darcy y él asintió diciendo que era su amigo.

–Sí, el Sr. Alexander Grillon –indicó Kitty.

–El Sr. Grillon abrió el hotel hace un año –reveló Darcy.

–¿Es el dueño del hotel? –preguntó para cerciorarse, con los

ojos brillantes de interés.

–¡Vaya forma poco ortodoxa de lograr una presentación! –

comentó Lizzie.

–Pero muy efectiva. Nos mostró las suntuosas instalaciones

del hotel y nos invitó un exquisito refrigerio. Le manda

muchos saludos, Sr. Darcy, y también a la Sra. Darcy, a

quien recuerda muy bien de la boda de la Srita. Georgiana.

–Entonces su visita fue muy variada y estimulante –expresó

alegremente.

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–Sí, como a ti te gustan.

–Yo prefiero un paseo con más gente y menos paredes,

aunque me gustó mucho ese hotel. Mañana quedamos de ir

con la Sra. Gardiner al Hyde Park –comentó la Sra. Bennet–.

Si no estuvieras tan ocupada con tus dos criaturas, sabes

que con gusto te invitaríamos.

–Gracias mamá, además mañana ya tengo un compromiso

muy importante –reveló Lizzie mirando a su marido con

cariño.

–¿Un compromiso? –indagó Darcy, desconociendo a qué se

refería.

–El Sr. Darcy me llevará al teatro en la tarde.

Darcy sonrió complacido.

–¿Podría ir con ustedes? Me encanta el teatro –curioseó

Kitty.

–Lo que te encanta es admirar a los caballeros –aclaró Lizzie

riendo–, pero esta vez iremos solos, Kitty.

–¿Y tus hijos? –inquirió la Sra. Bennet.

–La Sra. Churchill los cuidará en mi ausencia.

–Yo podría cuidar de ellos, Lizzie.

–Gracias mamá, pero ya le pedí el favor a la Sra. Churchill y

aceptó encantada. Así podrás irte a tu paseo sin

preocupación por regresar temprano.

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Cuando la cena concluyó, Kitty y Mary se despidieron y la

Sra. Bennet permaneció un momento para disculparse con

su hija por las injurias que había prodigado esa mañana.

Lizzie la abrazó con cariño y luego se retiraron a sus

habitaciones.

La Sra. Churchill, al ver entrar a sus amos, se puso de pie y

se marchó. Lizzie se acercó a ver a sus pequeños dormidos

en sus cunas y Darcy se aproximó a ella, abrazándola por la

espalda, y le dijo:

–¿Me permite formalizar mi invitación al teatro, Sra. Darcy?

–Será un placer –afirmó girándose y mostrando una hermosa

sonrisa.

–Me hechiza tu sonrisa.

–Me fascina cuando me haces la corte.

Darcy la besó emotivamente.

Las Bennet permanecieron en Londres toda la semana y

luego regresaron a Longbourn y los Bingley a Starkholmes

por petición especial de Jane, ya que la convivencia con la

Srita. Bingley cada vez se hacía más espinosa. La familia

Darcy permaneció en Londres, ya que Darcy tuvo que

atender unos asuntos en la capital debido a que Fitzwilliam

se ausentó por esos días acudiendo a un llamado especial

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de Lady Catherine. Darcy le pidió al coronel que lo

mantuviera informado de lo que sucediera en Rosings

porque se había quedado preocupado al recibir la carta de

su tía. A los pocos días de que Fitzwilliam llegó a Rosings, le

envió un mensaje en el cual le avisaba que la condición de

salud de Lady Catherine era seria. Darcy, apenado por la

enfermedad de su tía, le escribió una carta participándole

que a la brevedad posible partiría para Kent.

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CAPÍTULO LVI

Una tarde en la cual los Sres. Darcy descansaban de una

semana muy pesada a causa del intenso trabajo que se le

había acumulado a Darcy por la ausencia de su primo y por

unas noches de desvelo derivadas de la inquietud de sus

pequeños por molestos cólicos; Christopher despertó de su

siesta, lo que provocó que Lizzie se levantara y Darcy hiciera

una pausa en la lectura. La madre le dio de comer,

escuchando nuevamente el relato de su esposo y, cuando el

bebé se mostró satisfecho, lo acostó sobre sus piernas y

jugueteó con él por un rato. Al ver el brillo de esos hermosos

ojos azules acompañados de una primorosa sonrisa dirigida

a su madre por primera vez, Lizzie sonrió con los ojos

ahogados en lágrimas, sintiendo un calor que le recorría todo

el cuerpo y una emoción maravillosa, por lo que se acercó a

besarlo cariñosamente en la frente.

Darcy, al ver el obsequio de su criatura y la alegría que

reflejaba su mujer, cerró su libro y sonrió complacido,

hinchado de felicidad, agradeciendo al cielo que pudiera

contemplar esa conmovedora escena que compensaba todo

el sufrimiento que habían vivido, mientras Lizzie tomaba su

mano con cariño para compartirle su regodeo.

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Luego, Darcy se acercó a cargar a Matthew y advirtió en él

una sonrisa al recibir su atención, se sentó al lado de su

mujer colocando a su pequeño sobre su regazo y

observando la penetrante mirada de su hijo que lo estudiaba

con vigilancia.

Después se intercambiaron los bebés para que Matthew

fuera alimentado y disfrutaron un rato de su compañía antes

de que el Sr. Churchill interrumpiera su actividad al tocar la

puerta de su habitación. Darcy fue a atender y recibió una

correspondencia del Dr. Donohue. Con mucha preocupación,

temiendo que algo había sucedido con su hermana, abrió la

carta prontamente, empezó su lectura en voz baja y respiró

profundamente al terminar de leerla.

–¿Sucede algo? –investigó Lizzie.

Darcy le entregó el manuscrito sentándose a su lado y ella

leyó, rezando para que fueran buenas noticias.

–¡Ya le levantó el reposo a Georgiana! ¡Entonces su

embarazo va por buen camino!

–Gracias a Dios.

–¡Qué hermoso detalle que Donohue quiera festejar el

cumpleaños de Georgiana y que nos hayan convidado! Yo

no habría aceptado invitados a mi celebración.

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–¡Yo tampoco! Aunque nuestra manera de festejar no tienen

que realizarla todos los matrimonios.

–¿Acaso estás celoso?

Darcy guardó silencio.

–Tu hermana ya no es una niña, está felizmente casada y

ellos están enamorados. No puedes negar que es el mejor

regalo que puedes dar a quien amas.

–No, por supuesto que no, así como las muestras de afecto y

todos los demás detalles que te hacen feliz y que sólo una

persona que te conoce a la perfección te puede dar.

Lizzie sonrió.

–Pinceladas que te demuestran que todo el tiempo estás en

mis pensamientos y que llenan de plenitud una relación.

Darcy sonrió y la besó.

Los Sres. Darcy acudieron a la invitación a cenar a Curzon,

con mucha ilusión de ver a su hermana en mejores

condiciones de salud. Los Sres. Donohue los recibieron en el

salón principal y les ofrecieron una taza de té que el señor de

la casa les sirvió para evitar que su mujer hiciera el menor de

los esfuerzos.

–Pensé que ya te habían levantado el reposo –comentó

Darcy.

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–Sí, aunque Patrick insiste en que no debo cansarme, al

menos mientras él está conmigo –indicó Georgiana–.

Supongo que el haber estado tan consciente del peligro que

corríamos el bebé y yo ha hecho que ahora extreme

precauciones.

–Entonces tú déjate consentir –espetó Lizzie–. Seguramente

en este tiempo has perdido peso ya que no se advierte tu

estado. ¿Cuánto tienes de embarazo?

–Cuatro meses y gracias a Dios mi apetito ha mejorado.

–¡Maravilloso regalo de aniversario!

Georgiana se ruborizó mientras capturaba la atención de los

presentes. Luego Darcy se encontró con la mirada y la

sonrisa de su esposa, recordando las palabras que había

dicho al respecto.

–¿Ya sentiste los movimientos del bebé? –indagó Lizzie.

–No, aunque Patrick me ha dicho que debo estar muy

relajada para sentirlos, que puede ser en cualquier

momento. ¡Estoy ansiosa!

Donohue sonrió mientras le daba la taza a su mujer.

Darcy veía a su hermana con un gran afecto, imaginando la

alegría que sentirían sus padres si aún vivieran, gozando de

los nietos que empezaban a llegar y de la alegría que les

transmitían a pesar de que todavía no conocieran sus rostros

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y no hubieran tocado sus manos, ni siquiera sabían su sexo

o su nombre. Recordó la maravillosa sensación que percibió

con la sonrisa de sus hijos, el júbilo que su esposa

expresaba al tenerlos sobre su regazo, imaginando a su

madre cargando a sus nietos y a su padre orgulloso mientras

los observaba desde su sillón.

–¿Cómo ha seguido Christopher? –inquirió Donohue.

–Bien –suspiró Lizzie con una sonrisa–. Es extraordinario

verlos crecer, observar cómo estudian las cosas sencillas

que hay a su alrededor, cómo se dan cuenta que pueden

tocarlas al estirar sus brazos. Y las sonrisas que te regalan

cuando te acercas a ellos… Tiemblo con sólo pensar que

estuvimos a punto de perder a uno de nuestros hijos.

–Bajo esas circunstancias, es sorprendente que hayas

venido sin ellos –reflexionó Georgiana.

Lizzie bajó su mirada.

–Los dejé encargados con la Sra. Churchill con todas las

medicinas necesarias a la mano y una lista con todo detalle

de su uso, en caso necesario, y con plena confianza en Dios

de que estarán bien.

–Además de que la Sra. Churchill tiene una amplia

experiencia en el cuidado de bebés y de niños y, como tú

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sabes, goza de toda nuestra confianza desde toda la vida –

completó Darcy.

La cena fue breve pero muy agradable, ya que los Darcy

disponían de poco tiempo para regresar a alimentar a los

bebés, además de que sabían que Georgiana tenía que

descansar. Durante la cena comentaron sobre el bautismo

de los niños Darcy, sobre la visita de las Bennet y la obra de

teatro a la que Lizzie y Darcy habían asistido hacía unos días

y que les había gustado mucho, donde Donohue ofreció

llevar a Georgiana en los siguientes días aprovechando el

palco de la familia Darcy.

Al término de la cena, el mayordomo trajo la torta de

cumpleaños que colocó enfrente de la señora de la casa,

quien, con mucho entusiasmo inició la repartida de las

rebanadas, fijándose muy bien antes de entregarlas si no

había algún objeto escondido que fuera destinado para la

festejada. En alguna de ellas encontró un anillo de oro con

una gema de aguamarina, azul clara transparente, la piedra

de la felicidad que se asocia con Afrodita, la diosa del amor.

Georgiana quedó muy agradecida por este gesto y su marido

y sus hermanos satisfechos de verla gozosa.

Mientras los caballeros estuvieron en el comedor tomando

una copa de oporto, Darcy le informó que saldría a Kent a la

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brevedad posible por el delicado estado de salud de Lady

Catherine y que regresaría a Londres para informarse de la

evolución del embarazo de su hermana.

En el carruaje camino a su casa, Lizzie comentó:

–¡Qué hermoso detalle tenía Donohue para tu hermana! Me

recordó tanto el primer cumpleaños que pasé contigo.

–Fue un día magnífico. Y recuerdo que el prendedor que te

regalé lo usaste hace poco.

–¡Qué mejor día para usarlo y celebrar el resultado de tus

buenos deseos que el día del bautismo de nuestros hijos!

Darcy sonrió recordando esos momentos. Luego indicó:

–Me gustaría salir mañana mismo a Kent.

–¿Por qué?

–Fitzwilliam me escribió hace unos días, diciendo que mi tía

está delicada de salud. Sólo me esperé a que Georgiana se

restableciera. Donohue tiene muchas esperanzas de que

todo vaya mejor.

–En cuanto lleguemos a casa, prepararé lo necesario para

que salgamos a primera hora.

–Lizzie, ya no es tan fácil viajar con los bebés. ¿No prefieres

quedarte en Londres? Yo regresaré en unos días.

–Darcy, yo quiero acompañarte; sabes que no me gusta que

te vayas solo. A menos que tú quieras que me quede.

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–No, en realidad me gustaría que vinieras conmigo, pero sólo

si tú también lo deseas.

–Entonces, le pediré a la Sra. Churchill que nos acompañe

para que, en caso necesario, cuide de los bebés.

Al día siguiente la familia Darcy, acompañada por la Sra.

Churchill, salió rumbo a Kent. El viaje fue pesado, aunque no

como la vez anterior; la plática de Lizzie con la Sra. Churchill

giró alrededor de los bebés y su experiencia en cuidar a hijos

propios y ajenos. Hicieron una parada en una posada del

camino donde pernoctaron y continuaron su camino. Al llegar

al hotel, Darcy hizo los preparativos para que le asignaran

una habitación y, como era costumbre de sus anfitriones,

recibieron a los Sres. Darcy con todas las atenciones y los

felicitaron por el nacimiento de sus hijos. Una vez que

llegaron a su alcoba, Darcy escribió una carta a Fitzwilliam

avisándole de su llegada y luego se recostó debido a un

fuerte dolor de cabeza sin poder conciliar el sueño, en tanto

su esposa atendía a los bebés y les preparaba su baño.

Cuando por fin Lizzie terminó de acostar a sus pequeños, se

acercó a Darcy, quien observaba todos sus movimientos,

trayéndole el té y el láudano que le ayudaría a aminorar su

malestar. Lizzie se sentó a su lado.

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–Perdóname por dártelo hasta ahora.

–Entiendo que estás más ocupada. Además, tú sabes bien

que en realidad tu cariño es el que me hace sentir mejor.

Lizzie sonrió.

–¿Quieres que me prepare para ir a Rosings?

–No –indicó mientras la estrechaba entre sus brazos y

girando, la acostó a su lado, alborozado de escuchar la dulce

risa de su mujer–. No quiero desaprovechar ni un momento

que tú me puedas dedicar, aunque sea sólo para contemplar

tu belleza –declaró acariciando su rostro.

–¿Acaso el Sr. Darcy está celoso de sus hijos?

–De todo aquel que ose separarme de mi esposa –afirmó

sonriendo.

–Tendremos que poner un remedio a eso.

–¿Y cuál sugiere usted, Sra. Darcy?

–Con su dolor de cabeza, tendré que pensar en otra

alternativa.

–¿Otra aternativa?

–Sí. Tal vez pedir la cena con su platillo favorito.

–Excelente. Con eso el dolor desaparecerá por completo,

aunque no los celos.

–Luego podríamos salir al balcón a contemplar las estrellas

mientras platicamos y reímos de tantas cosas.

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–Suena muy bien, hace mucho que no lo hacemos.

–Después darte tu ropa para que te puedas cambiar. Tal vez,

si me permites, pueda desabrochar tu camisa.

–Y yo, si me autorizas, te ayude a desabotonar tu vestido.

–Y, si y sólo si te sientes mejor…

–Podría besar a la Sra. Darcy en la frente –sugirió él

mientras lo hacía y ella sonreía–, luego en su mejilla.

Darcy con notable delicadeza besó su nariz y su otra

mejilla, recordando la primera vez que lo había hecho.

–Ya me siento mejor –murmuró besándola con ternura.

Temprano por la mañana, Darcy salió a cabalgar y a su

regreso Lizzie le entregó una correspondencia de Fitzwilliam

que había recibido hacía rato. Darcy la abrió y la leyó en

silencio y, al terminar, permaneció sereno y pensativo.

Caminó hacia la ventana y observó inmóvil por unos

momentos, dejando extrañada a Lizzie, quien, sentada en el

sillón, lo veía mientras alimentaba a Matthew.

–¿Sucede algo? –preguntó Lizzie preocupada, rompiendo el

sigilo.

–Me informa Fitzwilliam que… –dijo Darcy mientras se

volteaba a ver a su esposa–, Lady Catherine falleció hace

unas horas.

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–¡Cómo! –exclamó azorada, dejando a su pequeño sobre la

cama y acercándose a su marido.

–La enfermedad que por tantos años pudo sortear, por fin

concluyó, llevándosela a ella.

–No sabía que estuviera enferma de gravedad.

–Diabetes, pero ella me escribió que sólo era un resfriado

y… –se detuvo al sentir que su garganta se cerraba por el

dolor y bajó su mirada.

Lizzie lo abrazó con devoción comprendiendo su sufrimiento

y agradeciendo al cielo que Lady Catherine hubiera aceptado

la rama de olivo que le ofrecieron en su visita, mientras que

Darcy recibió su consuelo ciñéndola fuertemente, pensando

en lo difícil que fue para él superar la pérdida de sus padres

y de su bebé sin su compañía, sintiéndose profundamente

desamparado e inseguro por haber perdido a la última

pariente cercana de la generación de sus padres que le

había servido de referencia, de soporte: aun con todos los

problemas que existían entre ellos su tía siempre se

preocupó por él y por los intereses de la familia al haber

asumido el papel de tutora a la muerte de Lady Anne.

Percibía un gran peso sobre sus espaldas por la enorme

responsabilidad de toda su familia: ahora él era la única

cabeza, el guía, y en sus manos estaba la felicidad de

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muchas personas, las más importantes para él, inclusive la

de su prima, a quien su tía le había encomendado para que

fuera su guardián.

–Tendré que ir a Rosings pronto –indicó Darcy cuando se

separó, más repuesto.

–Por lo menos desayuna, ya está todo listo –propuso

tomándolo de las manos.

Darcy se sentó a la mesa junto a su mujer, en completo

silencio. Después de un rato, Lizzie comentó:

–Perdóname Darcy, tal vez debí haber insistido ayer en que

fuéramos a verla.

–No, Lizzie. Yo tomé mi decisión y tú no tuviste nada que ver

con eso. No te sientas responsable.

–¿Quieres que te acompañe? Sólo me cambiaría de vestido.

Los bebés ya comieron.

–No sé cuánto tiempo me voy a tardar, con certeza

necesitarán de mi ayuda para los trámites. Tal vez sea mejor

que te quedes aquí y yo te mandaré avisar para el velorio. Te

pido que le escribas una carta al Dr. Donohue

comunicándole de la noticia, él sabrá el mejor momento para

decírselo a Georgiana. A pesar de todo le guardaba un

sincero cariño.

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Cuando Darcy terminó se despidió de Lizzie, quien se mostró

muy cariñosa con él, y se retiró.

Pasaron varias horas antes de que Lizzie, vestida de negro,

tuviera noticias de su marido; esperó en su habitación, en

compañía de la Sra. Churchill. Había usado ese mismo

vestido cuando su padre pereció y le trajo innumerables

recuerdos, sintiendo mucha nostalgia. Cuando por fin alguien

tocó a la puerta, la Sra. Churchill abrió y era el Sr. Peterson,

con una carta dirigida a la Sra. Darcy. Lizzie la recibió y la

leyó, enterándose del horario en que debía presentarse en

Rosings. Antes de irse, atendió nuevamente a sus pequeños

y se los confió encarecidamente a la Sra. Churchill,

dejándole un poco de suero y las medicinas con las

indicaciones por escrito.

Lizzie llegó a Rosings cuando mucha gente, desde el jardín,

ya estaba congregada al conocer la noticia de la defunción

de su bienhechora. Cuando trataba de localizar a su marido,

fue interceptada por su querida amiga Charlotte, quien, al

verla de lejos se acercó a ella y la abrazó con enorme cariño,

reflejando cuantioso dolor por la lamentable pérdida. Lizzie la

ciñó sintiéndose por fin en manos amigas en medio de tantas

personas desconocidas. Había sido su compañera de toda la

vida, aun cuando había varios años de diferencia entre ellas,

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razón por la cual Charlotte siempre tuvo los pies sobre la

tierra mientras Lizzie le expresaba sus más profundos

sueños, sus más tiernas ilusiones que se habían empezado

a cumplir desde su matrimonio. Charlotte la felicitó por el

nacimiento de sus gemelos y agradeció la carta que le había

enviado. Lizzie le preguntó por Darcy y su amiga la condujo

hasta el salón donde estaban reunidos personas muy

cercanas a Lady Catherine, la poca familia que le quedaba y

algunas amistades íntimas de la difunta.

En ese lugar estaba la Srita. Anne, quien lloraba sin

encontrar consuelo a su sufrimiento, acompañada por la Sra.

Jenkinson, mientras todos escuchaban las palabras de

esperanza que el Sr. Collins, frente al sarcófago, enunciaba

como sacadas de un libro y con los ademanes notablemente

ensayados para la ocasión. Lizzie se acercó a la Srita. Anne

para ofrecerle su pésame y ella agradeció. Observó la

pantomima que estaba dando el Sr. Collins y agradeció al

cielo que hubiera rechazado su proposición de matrimonio, a

su lado su vida se habría convertido en un infierno, no sólo

por la falta de amor que siempre existió sino por la falta de

respeto que le inspiró desde el primer día en que lo vio en

Longbourn. Se preguntó cómo sería la vida de su amiga al

lado de ese hombre, conociendo que Charlotte lo había

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aceptado únicamente por no haber tenido otra alternativa de

vida y para evitarle la carga a sus padres, conformándose

con lo que la vida escasamente le ofrecía sin luchar por sus

sueños, como lo había hecho Lizzie, aun cuando hubiera la

posibilidad de quedar solterona. Por el miedo a enfrentarse a

la vida había alcanzado una situación mediocre, sólo

esperaba que su amiga fuera feliz en su realidad.

Darcy arribó un rato después, en compañía de Fitzwilliam, y

se allegó a su mujer al tiempo que el coronel se dirigía al

lugar de la Srita. Anne para custodiarla. El Sr. Collins inició la

ceremonia religiosa para pedir por el eterno descanso de la

antigua y amada dueña de esas tierras, en la cual recordó la

generosidad que siempre había manifestado hacia los más

necesitados de su comunidad. La gente se acercó para

escuchar, a pesar de los llantos que algunas personas

dejaban escapar, aun cuando no eran tan cercanos a la

afectada.

Al concluir el servicio, Lizzie permaneció un rato más

acompañando a su marido mientras la gente formada se

acercaba para dar el pésame a los familiares y, después de

un tiempo razonable se retiró al hotel para alimentar a sus

bebés. Luego volvió a salir rumbo al cementerio donde se

había quedado de ver con Darcy. Cuando llegó, muchos ya

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esperaban la llegada de la difunta, entre ellos la Srita.

Bingley, quien se arrimó para darle el pésame y saludarla.

–¡Vaya, en donde nos fuimos a encontrar! –comentó la Srita.

Bingley–. Y portando un vestido un poco pasado de moda,

que no es digno de la Sra. Darcy ¿No le parece, Sra.

Elizabeth?

–No acostumbro vestirme de negro todos los días, sólo para

asistir a funerales. ¿Usted sí?

–¡Qué extraño! Me parece que usted ha asistido a más

funerales que yo en los últimos años –indicó riendo–.

Seguramente éste fue el que usó en el entierro del difunto Sr.

Bennet y claro, de su pequeño Frederic. Y estuvo a punto de

utilizarlo nuevamente hace unas semanas, con Christopher.

Por cierto, ¿cómo ha seguido? La Sra. Bingley estaba muy

preocupada cuando leyó la carta que usted le envió, olvidé

entregarle la que mandó el día anterior. Espero no haberle

ocasionado más problemas.

–Es triste cuando una persona como el Sr. Darcy cambia su

concepto de una dama que en su tiempo le parecía perfecta

y que ahora la considere una mujer indeseable sólo por el

comportamiento lleno de rencor y de envidia que insiste en

manifestar cada vez que la vemos.

–¿Cómo? –inquirió exacerbada.

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–Si quiere, pregúntele usted misma –insinuó sonriendo y

viendo a su esposo que se acercaba a ella.

Darcy, tomando la mano de su mujer, vio alejarse a la Srita.

Bingley sumamente molesta.

–¡Qué le habrás dicho para que se vaya de esa manera!

–Sólo la verdad –indicó riendo.

Darcy, sonriendo, la besó en la frente y la invitó a pasar a

sus lugares, donde ya los esperaban para comenzar la

ceremonia que nuevamente el Sr. Collins presidió.

Al terminar, continuaron por unos minutos recibiendo el

pésame de algunos que aguardaban formados, entre ellos

Bingley, quien venía solo ya que Jane se había quedado en

Starkholmes con sus hijos enfermos de varicela. Darcy le

presentó a Lizzie varias personas que habían asistido, luego

se despidieron de la Srita. Anne y de Fitzwilliam y se

retiraron al hotel. En el camino, Darcy comentó:

–Parece que pronto asistiremos a una boda.

–¿Una boda?

–Lady Catherine, en su lecho de muerte, dio su aquiescencia

para la boda de la Srita. Anne con Fitzwilliam. Me alegro de

no haber ido a verla anoche, así no interferimos en ese

momento que seguramente fue muy especial para mi prima.

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–¡Qué gusto me da que por fin el coronel y la Srita. Anne

sean felices! A pesar de haber pasado varios años desde

que Lady Catherine se negó a dar su anuencia para su

compromiso, se ve que se siguen amando.

–Lizzie, tal vez sea pronto para programarlo, pero me

gustaría que consideraras la posibilidad de que nos vayamos

de viaje de aniversario.

–¿En diciembre? –cuestionó sorprendida, pensando qué

haría con sus hijos.

–Sí, claro, como normalmente lo hacemos. Únicamente

estaríamos en Londres unas semanas antes, esperando el

nacimiento del hijo de Georgiana.

Lizzie asintió con cierta duda en su corazón.

–Aunque si lo prefieres lo podemos posponer –indicó Darcy

al ver vacilante a su mujer.

–No, sólo pensaba si Jane aceptaría quedarse con

Christopher y Matthew.

–Seguramente sí. La Sra. Reynolds podría apoyarla, o su

hija.

–Y tendría que preguntar al Dr. Thatcher cómo continuamos

con la lactancia.

–Para entonces ya tendrán seis meses. ¿Pensabas darles

por más tiempo?

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–No, no había pensado en eso –aclaró aparentando lo mejor

posible su desilusión.

–Tengo que ver lo de nuestro viaje con tiempo, ya que si

habrá boda tal vez Fitzwilliam ya no pueda apoyarme como

hasta ahora y tendré que ver a quién pongo en su lugar.

La familia Darcy permaneció una semana en Kent, en donde

Darcy auxilió a Fitzwilliam con algunos trámites y Lizzie

aprovechó para visitar a Charlotte, llevando a sus hijos con

ayuda de la Sra. Churchill. Regresaron a Londres y visitaron

a Georgiana, quien lamentó profundamente la noticia del

fallecimiento de su tía, y luego regresaron a Pemberley.

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CAPÍTULO LVII

A su llegada, después de su larga ausencia, los Sres. Darcy

fueron recibidos por el Sr. Smith con algunas cartas, entre

ellas una para la Sra. Darcy de Lydia Wickham. Lizzie la leyó

cuando tuvo oportunidad.

“Querida Sra. Darcy: ¡Me encanta cómo suena tu nombre! Se

escucha tan importante y ahora más que ya nacieron tus dos

primeros herederos. Muchas felicidades Lizzie, me imagino

que has de estar feliz y muy ocupada atendiéndolos, aunque

seguramente ayuda no te ha de faltar. En cambio yo que no

paro en todo el día, atendiendo a mis hijos y la casa. ¡Me

encantaría conocer a mis sobrinos! Tal vez podamos hacer

válida la invitación que había quedado pendiente

aprovechando que Wickham sigue en prisión, aunque no sé

si pronto vaya a salir. Cuando invites a mi madre ojalá

puedas invitarme, sería tan bonito que los primos se

conozcan, aunque tus hijos estén tan pequeños. A mi papá le

encantaría ver a toda la familia reunida nuevamente. Con

afecto, Lydia”.

Lizzie, consultando previamente con su marido, le respondió

a Lydia que quería convidarla para la navidad en Londres, ya

que Georgiana estaría incapacitada para viajar y Darcy

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deseaba pasar las fiestas en compañía de su hermana,

siempre y cuando Wickham no asistiera en caso de que

saliera de prisión.

Darcy estuvo muy ocupado desde su llegada, se reunió con

varias personas de las fábricas, con el Sr. Willis, con Bingley

y con Fitzwilliam, quien le anticipó que pronto pregonarían

su compromiso y que ya no podría atender todos los asuntos

como antes, debido a que era voluntad de Lady Catherine

que él administrara los bienes de los Bourgh. Fitzwilliam

también le manifestó su interés de asociarse en su momento

con los negocios de la familia Darcy, que ya conocía tan

bien. Darcy, presionado por tener que prescindir del apoyo

de Fitzwilliam, entrevistó a los diferentes directores de las

fábricas para evaluar y escoger al mejor candidato para

reemplazar a su gran amigo y colaborador, hasta que se

decidió por el Sr. Boston, discípulo de Fitzwilliam desde

hacía varios años, quien había mostrado un excelente

desempeño en su trabajo y su completa lealtad a los

intereses de los negocios de la familia Darcy.

Lizzie, ocupada en atender a sus hijos y en recibir al Sr.

Mackenna un par de veces, a ratos pudo retomar sus libros

con inmensa satisfacción y en una ocasión recibió la

agradable visita de Jane y de sus sobrinos. Jane aceptó

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encantada cuidar a sus sobrinos cuando los Sres. Darcy se

fueran de viaje y Darcy le solicitó a Bingley que en esos días

atendiera unos asuntos en Londres, por lo que los convidó a

hospedarse en su mansión mientras ellos estuvieran

ausentes y Bingley aceptó el ofrecimiento de su amigo.

Lizzie habló con el Dr. Thatcher y se decepcionó mucho ya

que tendría que dejar la lactancia e iniciar con alimentos

sólidos si quería irse de viaje unos días, con alta probabilidad

de no poder continuarla a su regreso. Debido a esto, y

dándole prioridad a la petición que su marido le había hecho,

decidió preparar a sus hijos con tiempo para que pudieran

acoplarse a esta nueva situación.

Lizzie batalló copiosamente por este proceso porque los

bebés todavía la buscaban ansiosos de que ella los

alimentara, por lo que se apoyó de la Sra. Reynolds y de su

hija para alimentarlos con las papillas y regresaba a cuidarlos

cuando ya estaban satisfechos, pensando en que se fueran

acostumbrando a su ausencia, aunque sentía mucha tristeza

por dejarlos en esos momentos.

Los bebés ya permanecían despiertos más tiempo y jugaban

con los juguetes que les acercaba; cada día que pasaba se

podían sostener mejor y permanecían sentados por largo

rato, recargados con cojines para evitar que se cayeran. Ya

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se les había escuchado divertidas risas y tenían una

expresión de felicidad que llenaba de júbilo a su madre y que

su padre disfrutaba mucho el tiempo que pasaba en su

compañía.

Una noche, mientras Lizzie le daba de comer a Christopher

antes de acostarlo, Darcy le comentó:

–Mañana me confirmarán la disponibilidad de la casa que

deseo rentar en Bath, en Camden Place, es una zona

preciosa.

–Si no mal recuerdo, es la zona más elegante de Bath.

–Así es, sólo lo mejor para mi esposa. Y me gustaría llevarte

al Pump Room.

–Pensé que no querrías salir de la casa.

–Sí, lo pensé, pero sería egoísta de mi parte que no

conocieras un poco más de Bath que la vez anterior que sólo

visitamos el puente Pulteney. Podría llevarte también al

Royal Crescent, por citar alguna atracción.

–Suena fantástico. ¡Christopher! –chilló separándolo de ella

rápidamente.

–¿Qué pasó?

–Nada, sólo una mordida de tu hijo. Me ha costado mucho

trabajo quitarles el pecho pero esto no lo voy a extrañar.

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–No los culpo, pero yo nunca me atrevería a morderte.

–¿No?

–No para lograr esa reacción de tu parte –ironizó–. ¿Quieres

que lo lleve a su cuna?

–¿Para ocupar tú su lugar? –se burló con una sonrisa.

Darcy rió.

–Agradezco al cielo que yo tenga boleto permanente.

A mediados de noviembre la familia Darcy viajó a Londres

para liquidar unos negocios del Sr. Darcy en la capital y para

ver a su hermana, quien ya esperaba el alumbramiento de su

criatura en los siguientes días, previo al viaje que había

planeado con su esposa a Bath.

Mientras los bebés jugaban con sus juguetes sentados en la

gran cama de sus padres, vigilados por Darcy que leía su

libro, en tanto Lizzie acomodaba en el cuarto contiguo

algunas de las prendas de sus pequeños, Christopher

empezó a toser, seguido por Matthew, al tiempo que

continuaban con su juego. A los pocos segundos, uno

continuó con la tos y el otro le hizo coro, pasaron unos

minutos y el patrón se volvió a repetir mientras el padre los

observaba con atención.

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Lizzie regresó y escuchó la tos que presentaba sus

pequeños.

–Darcy, ¿acaso tienen tos?

Ella lo miró esperando su respuesta mientras él continuaba

contemplando a sus hijos. Los pequeños volvieron a toser,

uno después del otro y Lizzie dijo con cierta preocupación:

–Tal vez sea prudente que llamemos al médico. Dejaré de

preparar el baño, es posible que no sea conveniente

bañarlos si se enfriaron durante el viaje.

La conducta de los niños se volvió a repetir y Darcy seguía

con actitud vigilante, como si no prestara atención a los

comentarios de su esposa.

–Llamaré al Sr. Churchill para que busque al Dr. Robinson –

continuó ella girando hacia la puerta–, seguramente

Donohue no querrá separarse de Georgiana en estos

momentos.

–No es necesario que lo mandes llamar –dijo con una

sonrisa, cerrando el libro que hacía rato había dejado de

atender.

–¿Cómo? Pero tienen tos.

–Se ven felices, sólo están jugando, así se están

comunicando entre ellos. ¡Obsérvalos!

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Ella se acercó y se sentó en la cama mientras Christopher la

volteaba a ver y tosía con una sonrisa en los labios y sus

ojos brillando de alegría, cuando Matthew volvió a toser y se

impulsó hacia adelante para ser alcanzado por su madre, al

tiempo que echaba la carcajada al ver que así conseguían la

atención de sus padres.

Lizzie los abrazó, sorprendida de ver lo fácil que les

resultaba conquistar su cuidado y los besó en la frente

mientras Darcy los observaba envanecido.

A la mañana siguiente Darcy salió después del desayuno con

el Sr. Boston y con Fitzwilliam a unos asuntos del negocio y

regresó hasta media tarde, encontrando a su mujer y a sus

hijos en la pieza contigua de su alcoba, refugiándose de la

lluvia que había caído durante las últimas horas.

Darcy entró y se acercó a su mujer que estaba sentada en el

piso con un montón de pelotas en su regazo que iba

aventando a sus pequeños a unos metros de distancia,

sentados en el suelo y rodeados por cojines y almohadas

utilizadas para ese fin, recibiendo las pelotas y arrojándolas

hacia todas partes en medio de risas y carcajadas. Lizzie

extendió su brazo y Darcy la tomó de las manos para

levantarla al tiempo que todas las pelotas se derramaban en

el suelo. Darcy la tomó dulcemente de la cintura y le dio un

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cariñoso beso, mientras Lizzie colocaba sus manos sobre su

pecho, sintiendo la ropa mojada.

–Iré a cambiarme de casaca y enseguida te ayudo a recoger.

Christopher y Matthew estiraron los brazos para que los

cargara su papá. Darcy se quitó la levita y el chaleco,

quedándose con la camisa, y se agachó para cargar a sus

hijos que se pusieron a jugar con su moño.

Alguien tocó a la puerta y Lizzie atendió, era el Sr. Churchill

con una correspondencia para Darcy, del Dr. Donohue.

Darcy dejó a sus hijos en el suelo y Lizzie le entregó la

misiva, notando preocupación en su rostro y premura para

abrir la carta.

Darcy la leyó casi sin respirar, hasta que lanzó una

insondable exhalación.

–¿Qué noticias hay? –investigó Lizzie igualmente turbada.

Darcy le entregó la carta y ella la leyó.

–¿Una niña? ¿Fue niña? –indagó muy emocionada.

–Y Georgiana está bien –resolló Darcy.

–¿Iremos pronto a verlas?

–En cuanto la Sra. Darcy me lo indique –aseveró sonriendo.

Lizzie tocó la campana para llamar a la Sra. Churchill.

Enseguida cogió su abrigo y al llegar el aya, le dio algunas

indicaciones y se retiraron. Cuando arribaron a la residencia

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de los Sres. Donohue, el mayordomo les abrió y los

encaminó hasta la alcoba principal donde los recibió el Dr.

Donohue, anegado de regocijo, y Georgiana, quien yacía en

la cama con la criatura en los brazos. Darcy sintió una

gigantesca emoción, se acercó rápidamente a su hermana,

se sentó a su lado y la abrazó con cariño; luego conoció a su

sobrina que se parecía mucho a su madre y a su abuela,

Lady Anne. Lizzie también se aproximó, felicitó a Georgiana

ciñéndola y se sentó en una silla, mirando con cariño a esa

pequeña en los brazos de su madre, en tanto que Darcy

preguntaba:

–¿Cómo te sientes?

–Muy cansada, pero bien, gracias. Feliz de que esta

pequeña se portara tan bien, aun cuando su madre no sabía

ni qué hacer; a pesar de que Patrick me lo explicó varias

veces antes de que todo comenzara y me apoyó durante el

parto mientras el Dr. Robinson nos asistía médicamente.

–Georgiana, lo hiciste muy bien –aclaró Donohue ufano.

–Eso nos sucede a todas la primera vez –comentó Lizzie

sonriendo–, y yo creo que también la segunda.

–Lo importante es que todo haya salido bien y que tu bebé

esté sana –indicó Darcy.

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–Querido hermano, queremos que nos hagan el honor de ser

los padrinos de Rose.

Lizzie y Darcy se mostraron entusiasmados con la propuesta

de Georgiana y agradecieron con cariño. La bebé empezó a

llorar y Darcy acarició a su sobrina, se despidió de ella y de

su hermana con un beso y se retiró con Donohue para que

alimentara a su pequeña.

–¿Quién iba a decir que mi hermano se manifestaría tan

cariñoso con mi hija? –comentó Georgiana.

–Desde que nacieron sus hijos ha tenido una transformación

completa. Nunca lo había visto tan afectuoso con los niños.

Sin duda los hijos nos permiten conocer aspectos de nuestro

cónyuge que no habíamos descubierto.

–¿A pesar de tus casi siete años de casada?

–Sí, y también cosas que desconocemos de nosotros

mismos.

–Lizzie, nunca pensé que fuera tan bonito.

–Es maravilloso, pero no es fácil. Tu vida cambia

radicalmente en todos los sentidos y acoplarse a esta nueva

situación, tanto para ti como para el padre y para la hija es

difícil y lleva tiempo.

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–Afortunadamente cuento con el apoyo de Patrick. El Dr.

Robinson le dio unos días de descanso y me ayudará estas

primeras semanas.

Georgiana le comentó cómo había estado su parto y que

había sentido cierto temor de que Donohue menospreciara

su malestar por haber atendido muchos partos previos al de

su esposa, pero que él la apoyó en todo momento a pesar de

las inseguridades que sentía. Lizzie le ofreció su ayuda para

lo que necesitara y Georgiana se lo agradeció.

Cuando Lizzie consideró ponderado retirarse para regresar

con sus hijos y dejar que Georgiana descansara, se despidió

y fue a buscar a su marido, quien platicaba con Donohue de

la situación del momento. Al percatarse de la presencia de la

Sra. Darcy, los señores se pusieron de pie; las visitas se

despidieron y se marcharon en su carruaje.

El bautismo de Rose se celebró dos semanas después en

Curzon, con los familiares cercanos de Donohue, los Darcy,

Fitzwilliam y los Sres. Gardiner.

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CAPÍTULO LVIII

A pocos días de su viaje a Bath, Lizzie aliñó todo lo

necesario para que Jane y su familia se sintieran como en su

casa los días que se hospedaran en la mansión mientras

ellos se ausentaban. La Srita. Madison y la Sra. Reynolds

arribaron para ayudar a su ama y a la Sra. Bingley al cuidado

de los niños. Lizzie, ilusionada por su viaje y afligida por

tener que separarse de sus amados hijos, trató de

disfrutarlos lo más que pudo esos últimos días. Los bebés

por fin se habían acoplado al nuevo régimen alimenticio y el

Dr. Robinson se había mostrado satisfecho de su consulta,

ya que había encontrado a los dos bebés en buenas

condiciones.

Con esa confianza, Lizzie, dos días antes de su viaje, sacó a

sus hijos a pasear al jardín acompañada por la Srita.

Madison, ya que el día estaba muy soleado y el clima

agradable. Los bebés tomaron su baño de sol jugando

sentados sobre una manta que Lizzie llevó para no

colocarlos directamente sobre el pasto, como medida

preventiva. Cuando Lizzie sintió que empezó a refrescar

regresaron a la casa para darles de cenar y bañarlos. La

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Srita. Madison le ayudó en esta labor y se quedó con ellos

mientras los Sres. Darcy cenaban en el comedor.

Darcy tomó la mano de su esposa que estaba sentada a su

lado y le dijo:

–Por fin tendremos tú y yo un tiempo de descanso, estoy

agotado.

–¿Estás seguro que estos días serán de descanso?

Darcy se rió.

–Por lo menos me complaceré con tu compañía, y podremos

dormir toda la noche.

–Eso es cierto. A pesar de que ya no los estoy

amamantando, se despiertan por lo menos una vez en la

noche. Y rara vez se despiertan al mismo tiempo.

–¿Ya se lo comentaste al doctor?

–Sí, me dice que es normal y que poco a poco se

acostumbrarán a dormir más tiempo, pero puede llevarse

unos meses más.

–Tal vez nos ayude, a nuestro regreso, que los bebés ya

duerman en su alcoba. Podremos mantener la puerta de

comunicación entreabierta, así estarás tranquila de tener

cerca a tus hijos.

–Y tú feliz de poder dormir toda la noche.

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–O de disfrutar de tu compañía sin que tengas el temor de

que ellos se despierten.

Lizzie sonrió.

–Tendrás que reconocer que ese tema me preocupa cada

vez menos.

–Pero cuando ya se puedan sentar por sí solos, entonces sí

te va a preocupar si se siguen quedando con nosotros.

Lizzie suspiró.

–El tiempo ha pasado tan rápido. Apenas hace unos meses

estaban tan pequeños y hoy estuvieron a punto de

permanecer sentados sin apoyo. Y mañana ya estarán

moviéndose por sí solos buscando en qué entretenerse y

explorando el mundo que los rodea. Hoy Christopher jugaba

con un colibrí que se acercó y lo vio alejarse queriendo volar

tras él.

–Y supongo que la madre lo admiraba con todo su amor.

Lizzie bajó su mirada recordando ese precioso momento.

–Ojalá mañana puedas darte un rato para estar con tus hijos.

Has trabajado mucho estos últimos días y casi no los has

visto. Te extrañan.

–Trataré de desocuparme lo antes posible. Aunque a la que

verdaderamente van a extrañar es a su madre.

Lizzie bajó la mirada con tristeza.

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–Con la compañía de sus primos seguramente estarán muy

contentos y Diana feliz de jugar y cuidar de ellos –completó

Darcy percatándose de su desconsuelo–. No obstante, si tú

quieres, podemos suspender nuestro viaje.

–Pero tienes mucha ilusión de realizarlo.

–Sí, sólo si tú también quieres hacerlo. No quiero que lo

hagas sacrificándote por mí.

–Y ¿por qué supones que implicaría un sacrificio?

–No necesito de mucho para darme cuenta de que los vas a

extrañar y que tal vez estarás preocupada por ellos.

–Sí, es cierto, pero también sé que tú necesitas descanso y

que aquí será muy difícil lograrlo. Y en este viaje quiero

consentirte y demostrarte que tú eres la persona más

importante para mí.

Darcy sonrió satisfecho.

Al terminar la cena, él ofreció el brazo a su mujer para

retirarse a la alcoba, con la sorpresa de que los bebés

continuaban despiertos, aun cuando la Srita. Reynolds les

dio su leche para que se durmieran. Ésta, al ver a sus

patrones entrar a la habitación, volvió a meter a los

pequeños en su cuna y se retiró.

Lizzie se acercó a ver a sus infantes al lado de su esposo,

quienes tranquilamente jugaban con sus móviles y, después

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de unos momentos, Darcy se sentó en el sillón, cogió su libro

y reanudó su lectura en silencio. Lizzie se aproximó y le

sugirió:

–Posiblemente si lees en voz alta los bebés se arrullen y se

duerman más pronto. Así podré consentirte desde hoy.

–Está en italiano.

–¡Perfecto!, así los iniciarás en el idioma y yo desempolvaré

el mío.

Darcy sonrió y puso en práctica el consejo de su mujer, con

la esperanza de recibir su recompensa, mientras ella se fue a

cambiar. Al cabo de unos minutos, regresó y revisó a sus

pequeños que seguían muy entretenidos y prestando

atención a la lectura de su padre. Se sentó al lado de su

marido mientras él la recibía abrazándola y besando

lentamente su cuello.

–Parece que a tus hijos les gustará leer a Aristóteles –indicó

ella.

–Seguí tu consejo pero no creo que hoy tengan intenciones

de dormirse y anhelo con toda el alma saborear tu exquisita

piel.

–Tal vez podamos esperar un rato más.

Darcy se rió, incorporándose.

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–Antes te preocupabas de no despertar a tus hijos y ahora

porque no se duermen. Además, están muy tranquilos y

todavía están muy chicos como para que se salgan de sus

cunas.

–¿No crees que podrían asustarse?

–Yo creo que sólo recordarán lo feliz que te sientes cuando

estoy a tu lado y, según hago memoria, tú siempre escoges

el momento en que deseas que te colme de gozo –murmuró.

–Según recuerdo, a veces te das a desear.

–Sólo para que mi amada alcance mayor satisfacción.

¿Cómo lo quiere hoy, Sra. Darcy? –indagó sonriendo y luego

la besó.

A las dos de la mañana Christopher se despertó muy

inquieto, Lizzie prendió una vela y se puso la bata para

atenderlo. Lo cargó e intentó darle de la leche que tenía

preparada pero él no quiso tomarla. Trató de tranquilizarlo y

al ver que no lo lograba, se fue a la habitación de junto. Lo

trató de consolar por un largo rato preocupada de ver que

nada daba resultado. Lo cambió de ropa, le ofreció leche en

diversas ocasiones, revisó su estómago pensando en que

tenía algún dolor y examinó su respiración, percatándose de

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que la tenía un poco agitada, además de sentirlo más

caliente de lo habitual.

Darcy, al despertar con el llanto de Matthew y al no encontrar

a su esposa a su lado, se levantó para atenderlo y buscar a

Lizzie, quien seguía con el bebé sumamente inquieto sin

saber la causa que le afectaba. Ella le explicó cómo lo había

visto y él, cargando a su bebé, conjeturó:

–Tal vez su malestar se deba al proceso de dentición.

–¿Y su respiración? Me aterra pensar que pueda

presentarse otra vez esa crisis.

–¿Tienes la medicina a la mano?

Lizzie asintió asustada. Darcy lo revisó, mientras su mujer

atendía a Matthew y comprobó que su bebé tenía fiebre. Al

poco rato inició con tos y a la brevedad llamaron al Dr.

Robinson para que lo revisara. Por la mañana llegó el

médico y confirmó las sospechas de los preocupados

padres. Christopher tenía una infección y requería iniciar un

tratamiento inmediatamente, ya que su respiración era cada

vez más veloz y la realizaba con mayor dificultad. Su tos se

había agudizado y su ánimo había decaído notablemente. La

medicina que le administró el doctor permitió regularizar su

respiración y que durmiera un poco mejor ya que estaba

agotado, pero la fiebre se iba incrementando y procuraron

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controlársela con fomentos de agua. El médico recomendó

que Matthew fuera cuidado por otra persona, para evitar

contagios, pero a las pocas horas se encontraba igualmente

inquieto y con fiebre, aunque su cuadro no se presentó tan

agudo. Lizzie casi no se separó de ellos en todo el día y su

marido, a ratos, salía de su despacho para ver cómo se

encontraban sus hijos y para acompañar a su esposa, quien

se sentía angustiada por la salud de sus pequeños. Darcy

comprendió que su viaje tendría que posponerse para una

mejor ocasión y, cuando terminó de ver los asuntos

pendientes, ayudó a Lizzie a cuidar de sus enfermos.

Los Bingley arribaron a la mansión antes del anochecer y

fueron recibidos por Darcy en el salón principal, tras haber

sido anunciados por el Sr. Churchill. Jane se lamentó que

sus sobrinos hubieran enfermado y, después de acomodarse

en las habitaciones que les fueron asignadas y preparase

para la cena, merendaron en el comedor con la limitada

compañía de Lizzie, ya que se retiró temprano para cuidar de

sus hijos.

La noche fue larga. Lizzie, mortificada, no se despegó de sus

hijos, controló que la temperatura no se disparara

colocándoles fomentos en la cabeza y revisaba

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periódicamente que su respiración fuera aceptablemente

normal. Darcy, aunque trató de dormir por insistencia de

Lizzie, acabó ayudándole a cargarlos cuando los bebés se

despertaban inquietos por su malestar y los paseó por toda

la habitación para darles un poco de consuelo.

Los padres, agotados de pasar prácticamente toda la noche

en vela, vieron el amanecer del día en que tenían

programado realizar su viaje con una gran decepción. Lizzie

dijo:

–Perdóname Darcy, estos días que habrías querido

descansar se han arruinado.

–Ya habrá oportunidad más adelante para descansar.

–Pero ya estabas agotado debido a la carga de trabajo y

ahora…

–Ahora estoy ayudando a la persona que más amo en este

mundo. Además, ésta es tu segunda noche de desvelo.

–Y seguramente no será la última. Ahora que ya están más

tranquilos quiero que te acuestes y duermas un poco.

–Sólo si tú vienes conmigo.

Lizzie aceptó, sin dejar de pensar en sus pequeños, mientras

Darcy conciliaba el sueño casi al instante.

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Varias horas después, Matthew despertó, robándole

nuevamente la siesta a sus padres, y Lizzie se levantó para

atenderlo. Darcy se puso de pie, se acercó a su esposa y la

besó en la mejilla.

–¿Pudiste descansar? –preguntó Darcy.

–Sí, gracias. Al menos lo suficiente para seguir cuidando de

nuestros hijos –afirmó y, tras un suspiro, prosiguió–. Darcy,

Matthew todavía sigue muy caliente y Christopher está igual

que ayer.

–No te preocupes Lizzie, recuerda que estamos en las

mejores manos y el Dr. Robinson nos dijo que esto podría

durar varios días.

–Apenas el jueves estaban perfectamente bien. No debí

sacarlos al jardín.

–No podías saber que se enfermarían o que refrescaría más

de lo habitual.

Lizzie bajó su mirada con preocupación.

–Además, mis hijos tienen la mejor madre. Indudablemente

con tus cuidados pronto se aliviarán –declaró Darcy y le dio

un beso en la frente–. Hoy es el aniversario luctuoso de tu

padre.

–Si, yo creo que hoy no podremos ir al templo. Me

preocupan los bebés.

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–Como tú digas. Sin embargo, quiero darte algo que

seguramente tu padre habría deseado que tuvieras.

Lizzie lo miró extrañada, sin imaginar a qué se refería. Darcy

se acercó a la cómoda y sacó de uno de los cajones una

hermosa caja de caoba. Lizzie la recibió, la abrió y sacó de

ella con notable asombro un libro encuadernado en cuero

que decía en su portada: “Descubrimientos recientes sobre la

historia de la Antigua Grecia, por Frederic Bennet”.

–¡Darcy, no puedo creerlo! –exclamó entusiasmada,

rodeándolo del cuello para agradecerle mientras él la

estrechaba orgulloso.

Lizzie se separó y empezó a hojear el ejemplar ampliamente

conmovida, mientras Darcy le explicaba:

–Lo publicarán el año que viene.

–Pero ¿cómo?, ¿cómo conseguiste sus manuscritos?

–Cuando fuimos a Longbourn a visitar la tumba de tu padre

los vi en la biblioteca y se los solicité a Mary. Mi amigo

Walter Scott me hizo el favor de revisarlos y completarlos.

–¿El juez de paz?

–Y también escritor. ¿Recuerdas los Poemas de la frontera

escocesa, publicados en 1802?

–¿Él los escribió?

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–Sí. Y debo decirte que le gustó mucho la investigación de tu

padre.

Lizzie suspiró y recordó cuando encontraba a su padre

hundido en los libros y las horas que disfrutó de su

compañía mientras lo escuchaba hablando de su tema

favorito, en tanto veía y acariciaba el fruto de varios años de

trabajo, sintiendo un nudo en la garganta.

–Ésta era la ilusión de su vida. Y ahora, a cinco años de su

muerte, es una realidad gracias a ti, agapimeni.

–¿Cómo? –indagó sorprendido.

–Mi amor.

Darcy la besó tiernamente. Luego Lizzie empezó la lectura

de la primera hoja, donde decía:

“Agradezco a la criatura más hermosa que haya visto sobre

la tierra, quien me acompañó llenando mi vida de esperanza

y felicidad, cuyo entusiasmo me mantuvo firme en los

momentos difíciles; su comprensión y su ternura fueron un

aliento para seguir adelante, su mirada fue como ver el cielo

en la tierra, como si Dios me hablara a través de sus ojos. F.

Bennet”.

–Eso mismo me dijo mi padre antes de morir –susurró Lizzie

reflexiva.

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–¿Quieres ver lo que encontré en la última hoja de sus

trabajos?

Darcy le entregó los manuscritos originales, escrito todo con

la letra del Sr. Bennet y le mostró la última cuartilla donde

decía:

“Mi Lizzie: Me queda muy poco tiempo y sufro al pensar que

tal vez ya no te volveré a ver. ¡Cuántos momentos compartí

contigo! Estaré eternamente agradecido con el Creador por

haberme dado una hija como tú, quien me acompañó

llenando mi vida de esperanza y felicidad, cuyo entusiasmo

me mantuvo firme en los momentos difíciles. Tu comprensión

y tu ternura fueron un aliento para seguir adelante, tu mirada

fue como ver el cielo en la tierra, como si Dios me hablara a

través de tus ojos. Te amo hija y agradezco la vida que Dios

me dio, dándome la oportunidad de ver con infinito orgullo

todos tus progresos, tus alegrías, el haberte acompañado en

tus tristezas desde que eras niña. Ahora has llenado de júbilo

mi corazón al saberte felizmente casada con un hombre que

te ama y que te cuidará debidamente, con quien, sin duda,

enfrentarás diversos problemas, como todos, pero que tal

vez ocasionen una terrible angustia en tu corazón. No

pierdas las esperanzas, hija, y recuerda que siempre estaré

rezando por ustedes. Dejo en tus manos los trabajos que

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realicé en tu compañía por varios años y que nos llenó de

satisfacción, esperando que algún día se los muestres a tus

hijos, quienes, te aseguro, llegarán. Con amor, tu padre”.

Lizzie alzó su brillante mirada derramando abundantes

lágrimas y abrazando el cuaderno con el que había trabajado

su padre, recordando los hermosos momentos que compartió

con él y agradeciendo sus palabras.

–Nunca dejaré de extrañarlo, pero estos días he pensado

tanto en él, y ahora esto. ¡Es maravilloso!

Darcy la abrazó con devoción.

–Habría querido decirle que lo amaba, todavía lo amo y me

hace mucha falta.

–Recuerdo que se lo dijiste varias veces.

–Pero no tantas como él se merecía.

–Él sabe que lo amas y conoce todo el cariño que siempre le

has guardado. Estoy persuadido de que se siente muy

orgulloso de ver que te has convertido en una hermosa

madre de unos niños maravillosos gracias a la fe, a la

fortaleza y al espíritu de lucha que él te inculcó y que

siempre te ha caracterizado, a pesar de la falta de esperanza

que alguna vez tuvimos. Y seguramente está muy

agradecido porque has visto por el bienestar de tu madre y

de tus hermanas. Alguna vez me dijo que tú eras la alegría

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de su vida y que fuiste su fuente de satisfacción, has podido

cumplir sus últimos deseos –indicó aflojando su abrazo y

viéndola a los ojos, resonando que él no había cumplido el

último deseo de su padre.

–Doy gracias a Dios por haberme bendecido con un esposo

tan comprensivo –suspiró y lo besó en agradecimiento.

–Quise editar la dedicatoria del libro para evitarte problemas

con tu madre, pero este documento que hasta ahora llega a

tus manos te pertenece y podrás conservarlo.

Lizzie lo abrazó y él correspondió con cariño.

Durante el día, mientras los Bingley salían de paseo, el Dr.

Robinson fue a revisar a sus pacientes y, sin ver mejoría

pero tampoco retroceso, motivó a la madre a tener confianza

en que el tratamiento era el adecuado y que sus hijos en

unos días iban a sentirse más aliviados. Darcy ayudó a

cuidarlos y procuró que su mujer descansara mientras los

bebés dormían, a pesar de que ella quería iniciar la lectura

del libro de su padre. Él, para complacerla, lo leyó en voz alta

mientras ella, entre sueños, lo oía.

Al día siguiente, Darcy se levantó temprano, se alistó para

salir y regresó media hora después, mientras Lizzie seguía

dormida después de una pesada noche. Cuando ella

despertó, Darcy, quien leía su libro, se acercó

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sorprendiéndola con un ramo de hermosas flores que su

esposa recibió con alegría.

–Pensé que ya me habías dado mi regalo de aniversario –

comentó Lizzie refiriéndose al libro de su padre.

–No, tu regalo de aniversario te lo daré en cuanto podamos

realizar nuestro viaje, o por lo menos cuando nuestros hijos

te dejen descansar. Las flores son un pequeño adelanto.

Lizzie sonrió, colocándolas sobre su buró. Darcy tomó sus

manos con cariño y las besó, luego dijo:

–Hoy te agradezco todos los hermosos momentos que he

disfrutado a tu lado en estos siete años, que han sido los

más maravillosos de toda mi vida. Y quiero renovar mis votos

hacia ti, como lo hice el día de nuestro casamiento, pero

ahora sabiendo con toda certeza lo que significan y más

enamorado que aquel día: “Lizzie, te tomo por esposa y

prometo serte fiel en lo próspero y en lo adverso, en la salud

y en la enfermedad y amarte y respetarte todos los días de

mi vida”.

–Y yo, Lizzie, te amo con todo mi ser y te tomo a ti, Darcy,

como mi esposo y prometo serte fiel en lo próspero y en lo

adverso, en la salud y en la enfermedad y amarte y

respetarte todos los días de mi vida.

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Darcy sonrió y la besó con ternura, como habría deseado

hacerlo la vez que pronunció esas palabras ante el altar.

Los Sres. Darcy cuidaron de sus bebés todo el tiempo.

Lizzie, al ver que ya no realizarían su viaje, programó una

cena con el menú favorito de su marido y lo disfrutaron en el

comedor en compañía de los Sres. Bingley, mientras la Sra.

Reynolds y su hija atendían a los enfermos en la alcoba.

Lizzie, preocupada por la salud de sus pequeños,

permaneció taciturna durante la cena mientras su marido

trataba de distraerla con una amena conversación en donde

participaron sus invitados. Luego se retiraron a descansar o,

al menos, ésa era su idea: los infantes continuaban con

fiebre y permanecieron intranquilos hasta altas horas de la

noche.

Así pasaron dos semanas, en las cuales los bebés se fueron

recuperando lentamente con la poca ayuda del clima que

había recrudecido de sobremanera en los últimos días.

Matthew había tenido una recuperación satisfactoria a pesar

de que mostraba mucha inquietud; pero Christopher, tras

varios sustos, continuaba con mucha tos y con el ánimo muy

decaído, con poco apetito y su horario muy desordenado.

Lizzie se apoyó en la Srita. Madison para cuidar a los dos

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pequeños en diferentes habitaciones y así evitar que

Matthew tuviera una recaída.

El Dr. Robinson fue varias veces a revisar a sus pequeños

pacientes, satisfecho de la evolución de Matthew, pero

preocupado por el lento progreso que mostraba Christopher.

Su sistema respiratorio presentaba una inmadurez superior a

la de su edad y se había visto más afectado por la infección

que su hermano. El médico recomendó todavía ciertos

cuidados que tuvieron que observar días previos a las fiestas

de navidad, para evitar un agravamiento en el pequeño.

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CAPÍTULO LIX

Para la navidad habían invitado a las Bennet, a Lydia y a sus

dos hijos, a los Donohue, a la Srita. Anne de Bourgh con

Fitzwilliam y los Sres. Gardiner iban a llegar para la cena.

Mientras arribaban sus invitados, Lizzie y Darcy cuidaron de

sus hijos, sobre todo de Christopher que continuaba con

mucha tos, aunque ya había cedido la fiebre. En cuanto

empezaron a llegar los invitados que se hospedarían en la

casa, el Sr. Smith los anunció y Darcy bajó a recibirlos junto

con Bingley, mientras Jane terminaba de alistar a sus hijos.

Los primeros en llegar afortunadamente fueron los Donohue

y Darcy recibió a su hermana con un cariñoso abrazo y un

beso para su ahijada Rose, mientras la cargaba por unos

momentos. Georgiana, extrañada de no ver a Lizzie,

preguntó por ella y Darcy le explicó que Christopher se

encontraba convaleciendo. Georgiana, apenada por la

noticia, fue a saludar a su hermana y a visitar a sus sobrinos

que se encontraban en la habitación de los bebés, mientras

los caballeros permanecieron con la pequeña en el salón

principal.

Después llegaron los Sres. Gardiner, Fitzwilliam y la Srita.

Anne de Bourgh con la Sra. Jenkinson como carabina. El

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coronel presentó a su prometida y recibieron las

felicitaciones de todos los presentes y el pésame por el

deceso de su madre. Al final llegaron las Bennet con Lydia y

sus hijos, quienes se mostraron sumamente entusiasmadas

por el viaje.

Lydia se quedó azorada al ver la suntuosa mansión de su

hermana, mientras la Sra. Bennet presumía de todos los

beneficios que había disfrutado por ser la madre de la Sra.

Darcy, poco le faltó para cometer la indiscreción de revelar

que el Sr. Darcy era el magnánimo caballero que había

resuelto todos sus problemas financieros a la muerte de su

marido. Entre risas y alharacas, las Bennet entraron al salón

principal donde fueron anunciadas por el Sr. Churchill,

causando incomodidad en los presentes, que se pusieron de

pie para recibirlas al tiempo que Lydia soltaba una carcajada

por algo que Kitty había dicho, tratando de contenerse sin

lograrlo al ver el rostro de fastidio de su gallardo anfitrión.

Las damas saludaron y se hicieron las debidas

presentaciones con la Srita. Anne.

–Escuché que hace poco Lady Catherine de Bourgh falleció,

fue una lamentable pérdida –comentó la Sra. Bennet, dando

su pésame a la afectada–, pero seguramente estaría muy

contenta con la noticia de su próxima boda con tan

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distinguido caballero. ¡Qué buena novedad la que hoy nos

han comunicado! ¿Quién iba a decir que el coronel se

casaría con la Srita. Anne? Y… ¿la Sra. Darcy se encuentra

indispuesta? –indagó viendo a su yerno al percatarse de la

ausencia de su hija.

–No Sra. Bennet, en un momento estará con nosotros –

aclaró Darcy, ofreciendo que tomaran asiento.

–Seguramente está atendiendo a mis dos apuestos nietos.

Todos los aquí presentes, excepto la distinguida Srita. Anne

y mi querida Lydia, ya los conocen y opinan lo mismo. Son

encantadores.

–¿A quién se parecen? –preguntó Lydia.

–Son el vivo retrato de mi hermano –contestó Georgiana.

–¡Entonces han de estar muy guapos! Y tu hija está preciosa,

se parece al papá –afirmó viendo a Donohue con mucha

admiración, causando irritación en Georgiana.

–Y ¿cuándo será la boda, coronel? –inquirió la Sra. Bennet.

–En febrero, Sra. Bennet.

–¿No le parece que es demasiado pronto, Srita. Anne?

La Srita. de Bourgh se turbó y no supo qué contestar, ya que

habían estado enamorados desde hacía más de cinco años

pero Lady Catherine había prohibido su relación, a pesar de

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que Darcy había ido a hablar con ella para interceder por sus

primos. Volteó a ver a su prometido, quien respondió:

–Lady Catherine nos dio su beneplácito antes de morir y

quiso que se realizara lo antes posible.

–Seguramente deseaba que se dieran prisa para que el

coronel no se arrepintiera –declaró Kitty burlándose con

Lydia que estaba a su lado, provocando que nuevamente su

interlocutor soltara la carcajada.

En ese momento, todos se pusieron de pie al percatarse de

la llegada de su anfitriona. Lizzie había bajado y se veía

desmejorada por las desveladas que había tenido en las

últimas noches, más delgada que de costumbre, aunque

trató de disimular su cansancio. Saludó a los presentes con

alegría y Lydia se acercó para abrazar a su hermana, a quien

tenía mucho tiempo de no ver. Luego Lizzie se aproximó a su

pequeña ahijada que estaba en los brazos de Georgiana y la

cargó con inmenso cariño y una notable emoción en el

rostro. Darcy le cedió su lugar para que tomara asiento.

–Sra. Darcy, ¿acaso hoy nos darán una buena noticia

ustedes también? –preguntó la Sra. Bennet–. Podría jurar

que tendrá un bebé. ¡Ojalá sea tu niña! ¿Por qué no me

habían dicho que te sentías mal? Habría venido antes para

ayudarte con tus hijos.

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–No mamá, estoy bien y por lo pronto no estoy embarazada

–aclaró Lizzie mostrando una sonrisa.

–Seguro no tardas –dijo Kitty burlándose.

–¿Entonces? Te ves más delgada. ¿No has comido bien?

Debes cuidarte para poder seguir alimentando a tus bebés.

–Ya no los estoy alimentando mamá.

–¿Ya dejaste la lactancia? Así se van a enfermar más tus

hijos. El hijo de Lydia va a cumplir un año y todavía lo

alimenta su madre y es un bebé muy sano. Seguramente la

Sra. Donohue sigue amamantando a su hija, ya que el Dr.

Donohue conoce todos los beneficios que da la lactancia a la

madre y al hijo.

–Mamá, hay circunstancias en la vida en donde tienes que

tomar una decisión y así lo hice. ¿Qué circunstancia se

presentó en tu vida para que tomaras la decisión de dejar de

lactarme a escasos dos meses de edad?

La Sra. Bennet guardó silencio.

–Me alegro de que yo sí haya podido continuar con la

lactancia con Morris. ¡Es maravilloso, tremendamente fácil y

muy económico! –explicó Lydia mientras recibía a su niño,

quien casi la desviste para que le diera de comer,

pudiéndose tapar a medias enfrente de todos los señores,

causando incomodidad en los asistentes–. Todavía no he

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necesitado prepararle papillas y pronto ya comerá lo que

Nigel y yo comemos, además de poder yacer con mi amante

sin embarazarme.

–¡Lydia! –increpó la Sra. Bennet escandalizada.

–Mamá, ¿qué hay de malo en eso? Lizzie, según recuerdo

algún comentario suyo, igualmente yace con un estupendo

amante por las noches –afirmó viendo a Darcy–. No todas

pueden decir lo mismo.

Algunos de los presentes cambiaron de color y desviaron la

mirada como si no hubieran escuchado; otros, sobre todo los

caballeros y curiosamente Kitty, observaron a sus anfitriones:

Darcy permaneció ecuánime e irradiando satisfacción y

Lizzie, abochornada, endureció su expresión, arrepintiéndose

de haber invitado a su hermana y repasando en su memoria

si había alguna otra observación que pudiera ser utilizada en

su contra.

–Lo dice quien tiene a su marido en prisión –murmuró Mary

rompiendo el sigilo, sin darse cuenta de que sus

pensamientos se habían escuchado más fuerte de lo

deseado.

–Eso no representa ningún problema.

–Entonces, ¿no te puedes embarazar durante la lactancia?

Tienes que enseñarme muchas cosas hermana –indicó Kitty.

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–En algunos asuntos eres tan inocente –dijo con desdén.

–En realidad, no siempre se cumple esa regla. Hay mujeres

que se logran embarazar aun con la lactancia –aclaró

Donohue.

–Pues me alegro de haber tenido tanta suerte.

–Lydia, si quieres puedes pasar a una habitación –sugirió

Lizzie viendo el disgusto que generaba su pésimo

comportamiento y sus comentarios, observando que Lydia

era la misma niña malcriada e inmadura de siempre y que su

vulgaridad se había visto penosamente incrementada.

–Gracias, aquí estoy bien.

Rose empezó a llorar, su madre se levantó y Lizzie se la

entregó, retirándose a su habitación para alimentarla.

–Y ¿cuánto tiempo más le darás pecho a tu hijo? –curioseó

Kitty a Lydia.

–No lo sé, mientras el médico me diga que puedo seguir.

Usted, Dr. Donohue, ¿qué recomienda a sus pacientes?

–Lo recomendable es de seis meses a un año, pero depende

de cada caso –contestó Donohue.

Diana entró corriendo al salón principal, seguida de sus

hermanos y de Jane. Todos se pusieron de pie para

recibirlos, excepto Lydia, en tanto que ellos se introdujeron.

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Diana saludó con un cariñoso abrazo a Lizzie y preguntó por

sus primos; ella le explicó:

–Todavía siguen un poco enfermos, pero ya están mejor.

–¿Cómo? ¿Mis nietos están enfermos? –investigó la Sra.

Bennet alarmada–. ¡Están muy chicos para enfermarse! ¡Es

un peligro!, ¿verdad Dr. Donohue?

–No conozco el caso de sus nietos Sra. Bennet, pero sé que

el Dr. Robinson los ha estado atendiendo y están en

excelentes manos.

–Recuerdo que cada vez que alguna de mis hijas se

enfermaba sentía una angustia terrible.

–Tú te angustias por todo, mamá –afirmó Kitty.

–Y ahora siento lo mismo por mis nietos. ¡Son tan pequeños!

¿Puedo verlos?

–Será en otro momento, mamá. Los dejé dormidos y

cuidados por la Sra. Reynolds –repuso su hija.

Lizzie se llevó a sus sobrinos, en compañía de Jane y de

Lydia a darles de cenar y luego fueron a un salón que

estaban acondicionando para destinarlo a los niños y Diana

le enseñó a su madrina la nueva destreza que había

desarrollado: ya sabía leer. Lizzie, emocionada, la felicitó con

cariño y le regaló unos cuentos que ella había disfrutado a su

edad. Observó también a los hijos de Lydia, sintiendo una

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enorme decepción por la forma en que su hermana los

estaba educando: les dejaba hacer lo que quisieran sin

atender a las reglas o al bienestar de los demás, por lo que

hubo varios pleitos que tuvieron que detener, ocasionados

por Nigel o Morris, quienes no querían compartir los juguetes

y se mostraban rebeldes a cualquier indicación, mientras que

los hijos de Jane, cada uno según su madurez, se

comportaban obedientes y dóciles a las instrucciones que

decían los adultos.

Cuando las damas se retiraron, dejaron a los niños al

cuidado de la Srita. Susan. Entre tanto, los señores

intercambiaron diferentes opiniones de los últimos

acontecimientos, provocando terrible aburrición en la Sra.

Bennet y en Kitty.

Cuando Lizzie y sus hermanas regresaron, Georgiana ya se

había unido al grupo después de dejar a su pequeña

encargada con la Srita. Madison en su habitación y pasaron

al comedor.

–Sr. Darcy, tengo entendido que tenía proyectado, en un

futuro, extender su mercado a Norteamérica –comentó el Sr.

Gardiner–. Ahora, con el bloqueo continental que está

aplicando Boney y su imperio francés para disuadir que

Inglaterra inunde a Europa y a Norteamérica con los

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excelentes productos que se estaban exportando hasta hace

unos meses, ¿ha pensado en alguna otra alternativa?

–Con el negocio de porcelana y de telas ya hemos llegado a

Irlanda, gracias a los contactos que el Dr. Donohue nos

proporcionó hace tiempo. Por el momento no podremos

extendernos a Norteamérica, pero hemos escuchado que

hay posibilidades de abrir mercado en la América española.

Por lo pronto nuestra producción va en aumento y he

pensado colocarla en otras ciudades del Reino Unido, hasta

que se vean opciones de ofrecerla en el nuevo continente.

Nuestros productos, además de tener excelente calidad, el

costo de producción ha disminuido notablemente abaratando

la mercancía y haciéndola más accesible a nuestros clientes.

Por esa razón, sin duda, Napoleón impuso el bloqueo

comercial, los productos ingleses difícilmente encontrarán

competencia con los productos europeos, apoderándose

fuertemente de los mercados.

–Yo rezo todos los días para que esta guerra con Francia

acabe –afirmó la Sra. Gardiner.

–Y ahora también tenemos guerra con España –reveló

Bingley.

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–Napoleón sabe que la flota francesa no puede derrotar a la

marina inglesa sin ayuda. Por eso intervino para conseguir

que España se le uniera –dilucidó Darcy.

–Tal vez Wickham salga de prisión antes de tiempo. Me dijo

su superior que están reuniendo a todos los soldados para

que apoyen en la batalla –comentó Lydia.

–¡Ahora hasta a mi familia le está afectando la guerra! Ojalá

que alguien se anime a borrar a ese hombre del mapa –

expuso la Sra. Bennet.

–Para evitar que haya conspiraciones en su contra, hace

unos meses proclamaron el imperio francés como

hereditario. Ni siquiera con un asesinato los franceses se

podrán librar de su régimen y nosotros de sus amenazas.

Eso se lo debemos a Fouché –manifestó Fitzwilliam.

–Después de que el emperador Napoleón, hace unos días,

se ciñó la corona a sí mismo y se la puso a su mujer,

Josefina, enfrente del Papa Pío VII, ¿qué más podremos

esperar de su creciente deseo de poder? –reflexionó Lizzie–.

Todavía Bonaparte será causa de preocupación en todo el

mundo.

–¡Lizzie, ya no me asustes! –exclamó la Sra. Bennet–. ¡Sólo

pienso en mis nietos! ¿Qué mundo les estamos dejando?

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Tras un silencio que perduró por unos segundos, la señora

de la casa pregonó para cambiar de tema:

–El año que viene todos estaremos invitados a la

presentación de un libro.

–La Sra. Darcy siempre pensando en los libros –afirmó la

Sra. Bennet.

–¿La presentación de un libro?, ¿eso es divertido? –

cuestionó Lydia.

–Sólo si hay caballeros apuestos y solteros en el evento –

señaló Kitty causando que Lydia se riera.

–Lydia, tú eres una mujer casada; no lo olvides –murmuró la

Sra. Bennet que estaba cerca de ella.

–¿Cómo olvidarlo si a cada momento tú me lo recuerdas? Y

mi marido también –indicó Lydia.

–¿Por qué? –preguntó Kitty que estaba sentada a su lado.

Lydia le respondió en secreto y, asombrada, dijo:

–¿Cinturón de…?

–¡Shhh! –la silenció Lydia inmediatamente.

–¿Todavía se usan? –investigó riendo con indiscreción.

–¿De quién es el libro? –indagó Georgiana.

–Fue escrito hace varios años pero hasta ahora se va a dar a

conocer –ahondó Lizzie–. El autor es el Sr. Frederic Bennet.

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–¿Frederic Bennet? –inquirieron al unísono las hijas y la

viuda.

–No me imagino a mi padre escribiendo un libro, si apenas

escribía cartas a Newcastle –reveló Lydia.

–El Sr. Bennet no era afecto a escribir cartas –aclaró Lizzie–,

pero sobre sus estudios…

–¿Los estudios de mi padre? –rebuscó Jane asombrada.

–Sí. El Sr. Darcy hizo todos los arreglos para que se

publicaran y será una realidad en los próximos meses –

completó colmada de orgullo.

–Posiblemente en febrero –aclaró Darcy–, sólo estoy

esperando que el coronel me confirme la fecha de su boda

para que no se empalmen los eventos.

–A la brevedad posible te lo ratificaré –aseguró Fitzwilliam.

–¿Podremos ir, Charles? –preguntó Jane muy entusiasmada,

mientras su esposo asentía.

–¡El libro de mi marido! ¡El apellido Bennet por fin será

famoso! –expresó la Sra. Bennet entusiasmada–. Yo siempre

se lo dije, que sus trabajos eran muy valiosos. Pues claro,

dedicaba gran parte de su tiempo libre a su investigación.

Tendré que llevar un vestido especial para el evento. ¡Ay, mi

querido Bennet!

–¿Ahora sí te acuerdas de él? –cuestionó Kitty.

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–¿Me podrías regalar un ejemplar, Lizzie, cuando los

tengas? –preguntó Mary conmovida.

Lizzie asintió y presenció placenteramente la transformación

de los rostros de sus invitadas al haber cambiado el tema de

conversación, al tiempo que Darcy la observaba con cariño.

El resto de la reunión transcurrió con tranquilidad, a pesar de

los comentarios desatinados que expresaban Lydia y Kitty.

Lizzie y Georgiana interpretaron cada una un rato en el

piano, recibiendo abundantes ovaciones de los asistentes.

Lizzie les mostró el ejemplar del libro que Darcy le había

regalado y la Sra. Bennet se hinchó de vanidad y gratitud

hacia su difunto marido al leer la dedicatoria del libro,

pensando evidentemente que se refería a ella. Lizzie y Darcy

contemplaban la escena en silencio.

Cuando todos se fueron a descansar, los Sres. Darcy

entraron a su alcoba y Lizzie fue a ver a sus hijos que

estaban en la habitación de junto, acompañados por la Sra.

Reynolds, quien se despidió y se retiró. Lizzie cobijó con

cariño a sus bebés y, apagando las velas, salió dejando la

puerta entreabierta.

Darcy, quien veía por la ventana, invitó a su esposa

poniéndole su abrigo para salir al balcón y disfrutar de la

hermosa noche estrellada, iluminada por la luna llena.

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Lizzie respiró profundamente el aire frío que llenó sus

pulmones de una sensación de paz que había perdido en los

últimos días, a causa de la enfermedad de sus hijos, y Darcy

se acercó a ella para abrazarla por la espalda y aliviar el frío

que ella sentía.

–Gracias por haber acogido a mi familia con cariño y con

tanta paciencia –expuso Lizzie pensando en la actitud de sus

hermanas.

–Tu sonrisa me hace olvidar todo lo que sucede a nuestro

alrededor.

–Estoy persuadida de que hoy mi sonrisa no fue

determinante.

–Debo reconocer que Lydia, a pesar de su indiscreción, hizo

un comentario que me agradó. ¿Acaso le has dicho algo de

nosotros?

–No con esas palabras, pero por lo visto captó la esencia del

mensaje.

Darcy sonrió y la besó en la mejilla.

–También me quedé con la incertidumbre por lo que dijiste a

tu madre. ¿Habrías deseado continuar con la lactancia por

más tiempo?

–Nada se le escapa al Sr. Darcy –afirmó sonriendo.

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–Todo lo que le ocurra a la Sra. Darcy es de mi interés y

estoy muy atento a ello. ¿Por qué no me lo dijiste?

Habríamos podido hacer el viaje unos meses después, como

de todas maneras lo haremos.

–No quería que te molestaras. Tenías mucha ilusión de

realizar ese viaje y… me gusta cuando me consientes.

–Sabes que puedo consentirte en cualquier momento y yo

estaré encantado de hacerlo. No obstante, a todo esto le

encuentro una ventaja.

–¿Una ventaja?

–Así podremos buscar pronto a la niña que tanto deseas.

Con la lactancia eso sería muy difícil.

–Aunque no imposible. Y ¿cómo sabes que el próximo será

niña?

–No lo sé, pero se lo he pedido mucho a Dios. Será que

Frederic me lo ha dicho en mis sueños.

–¿Has soñado con Frederic alguna vez?

–Sí. Con Frederic jugando con sus hermanos en el jardín,

mientras unas hermosas niñas te traen flores.

–Y ¿cómo sabes que es Frederic y no alguno de sus primos?

–Porque así lo llamas tú, pidiéndole que cuide de sus

hermanos.

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Lizzie bajó su mirada, conmovida, mientras Darcy la besaba

en la mejilla. Luego, ella se recargó en su hombro y mirando

a una hermosa estrella, le dijo:

–Todos los días le pido a Frederic que cuide de sus

hermanos, y también de ti.

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CAPÍTULO LX

Lizzie agradeció que las Bennet, en compañía de los Sres.

Gardiner y los Bingley, hubieran salido a la ciudad al día

siguiente; así pudieron olvidarse de las glosas absurdas que

continuaron diciendo durante el desayuno. Darcy sugirió al

resto de sus invitados, especialmente a su mujer, salir a

caminar un rato al jardín para que se distrajera un poco.

Lizzie, sin poder negarse, accedió y dejó a sus hijos

ampliamente encomendados con la Sra. Reynolds y la Srita.

Madison, quienes también estaban al cuidado de Rose.

El día estaba soleado, aunque se sentía una fresca brisa

llena de humedad que pregonaba las lluvias que

posiblemente caerían durante la tarde. Los rostros de los

caminantes que admiraban el esplendor del paisaje en

completo silencio eran acariciados por el aire, cada uno al

lado de su pareja, aspirando una paz en el ambiente y

escuchando el dulce cantar de los pájaros que habitaban

entre los troncos de los árboles y el crujir de las hojas al

avanzar sobre el sendero con cada pisada. Llegaron hasta el

quiosco donde la Srita. Anne sintió deseos de descansar.

Las damas se sentaron observando las ramas desnudas

bailar al ritmo del viento que había aumentado de intensidad

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mientras una ardilla ascendía a un árbol en busca de

bellotas.

Darcy, viendo una preciosa orquídea en la rama alta, la

observó con todo el deseo de ir por ella, pero al sentir la

mirada de su esposa, desistió de su idea y Fitzwilliam le dijo:

–¿Has visto esa magnífica orquídea?

–Sí, es muy hermosa; pero tengo en la vida todo lo que

deseo, no necesito más.

Lizzie sonrió mientras sus miradas se encontraron.

–Además, tengo una promesa que cumplir a una maravillosa

persona.

–Sí, me imagino. Y me alegra que entre ustedes ya se hayan

arreglado –susurró el coronel acercándose a su primo para

no ser escuchado por los demás.

–Voy a extrañarte, buen amigo. Me vas a hacer mucha falta

–reconoció Darcy, recordando el sincero interés que su

amigo mostró cuando tuvo problemas con su esposa.

Mientras, Georgiana comentaba:

–Había olvidado la paz que se siente en este lugar.

–Yo hace más de diez años no pisaba estas tierras, al igual

que Pemberley –indicó la Srita. Anne, sorprendiendo a Lizzie

que prácticamente no conocía su voz.

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–¿Qué pensaste Lizzie, la primera vez que estuviste en

Pemberley? –preguntó Georgiana.

–¿Cuándo fui con mis tíos? Yo no quería visitarlo, pensando

únicamente en la posibilidad de encontrarme con el Sr.

Darcy, aunque tenía una enorme curiosidad de conocer la

propiedad. Me habían hablado tanto de ese lugar y mis tíos

me convencieron diciéndome que él no estaría allí. Y antes

de entrar, verifiqué con la Sra. Reynolds que su amo no

estuviera en casa para no enfrentarme a él después de

aquella entrevista en Kent. Pero las cosas se dieron muy

diferente.

–¿Quién iba a decir que esa visita cambiaría mi vida? –

reflexionó Darcy.

–¿Quién iba a decir que, a partir de ese día conocería a un

Sr. Darcy completamente diferente al que me presentaron en

la noche del baile de Hertfordshire?

–¿Cómo se mostró mi hermano después de que salió

corriendo tras de ti? –indagó Georgiana.

–Como un hombre atento, cariñoso y preocupado por esa

pobre mujer que quería desaparecer de la tierra, olvidándose

de su persona y de su orgullo que siempre había antepuesto

a los demás; al menos eso era lo que yo había visto.

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–Yo le dije, Sra. Elizabeth, que el Sr. Darcy era un

compañero muy leal –recordó el coronel.

–Sí, que había salvado a su mejor amigo de un casamiento

imprudente.

–¿Tú le dijiste a la Srita. Elizabeth que yo…? –indagó Darcy.

–Perdóname hermano, no sabía que… –contestó Fitzwilliam.

–Ya no importa.

–Si el amor es verdadero tarde o temprano acaba venciendo

los obstáculos y, lejos de debilitarse se fortalece –enunció

Lizzie recordando cuando su marido había hecho esa misma

reflexión.

Darcy sonrió viendo a su esposa.

–Eso mismo me dijo el Sr. Darcy hace unos años –evocó el

coronel.

–Espero, Srita. Anne, que ahora nos visite con más

frecuencia –sugirió Lizzie.

–Nosotros esperamos que nos acompañen más seguido en

Rosings –propuso Fitzwilliam.

–Mi madre dejó intacta la habitación donde el Sr. Darcy se

hospedaba cuando nos visitaba, de soltero –indicó la Srita.

Anne.

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–La última vez que te hospedaste en la mansión, recuerdo

haberte visto completamente empapado –señaló el coronel–.

No sé cómo no te enfermaste esa vez.

–Podría haber muerto de no haber sido porque tenía que

entregar una carta muy importante –explicó Darcy viendo a

su mujer.

–Y ahora sabemos quién era la destinataria.

–Desde que usted entró a Rosings, supe que era una gran

mujer, pese a las críticas que recibió de mi madre, y me

alegró mucho saber que se casaría con mi primo –afirmó la

Srita. Anne a Lizzie.

–Y yo me puse feliz cuando Darcy me escribió la carta,

desde Hertfordshire, con la fecha de la boda –remembró

Georgiana.

–A nosotros nos dio una gran alegría, en medio de la pena

del fallecimiento de su madre, que reanudaran su

compromiso –compartió Lizzie a la Srita. Anne y al coronel.

–Nunca había visto a una persona que tuviera el valor de

enfrentar de esa manera a Lady Catherine, sin olvidar que

después también el Sr. Darcy, en defensa de su amor, le

aclaró una serie de cosas de las que mi madre se lamentó

por mucho tiempo –recordó la Srita. Anne–. Desde entonces

ha ganado mi aprecio y mi admiración.

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Lizzie sonrió con agradecimiento.

Los señores se ausentaron un rato buscando alguna

orquídea en los alrededores que sí pudieran bajar con

facilidad, ya que Donohue quería lisonjear a su esposa,

mientras las damas se quedaron conversando.

Lizzie pudo conversar más con la Srita. Anne, quien se

mostró igual de introvertida pero un poco más segura de sí

misma. Sin duda, la muerte de su madre la había eximido de

un terrible yugo por el que estuvo sometida durante toda su

vida, a pesar de que le guardara luto en su corazón.

Georgiana, con una enorme alegría de encontrarse con su

familia, charló ampliamente con su cuñada, quien disfrutó de

su compañía recordando todos los momentos agradables

que vivieron cuando todavía era la Srita. Darcy. Georgiana le

platicó lo bien que ya se sentía cuidando a su pequeña y lo

comprensivo que su marido se había mostrado en su

proceso de adaptación.

Cuando los caballeros regresaron, Donohue le llevaba a

Georgiana una orquídea rosa muy bonita, ella la recibió con

alegría y la colocaron en una maceta de porcelana que su

hermana le obsequió apenas llegaron de su paseo.

En cuanto arribaron a la casa, Lizzie quiso ir a ver a sus hijos

y Georgiana y la Srita. Anne la acompañaron mientras los

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señores se dirigieron al salón principal a continuar la

conversación. La Srita. Anne se mostró muy emocionada al

conocer a sus tres sobrinos y los estuvo cargando un rato a

cada uno mientras las damas platicaban agradablemente.

A media tarde, las Bennet y los Bingley llegaron muy

entusiasmados de su paseo, que decidieron repetirlo en los

diferentes días en que estuvieron de visita. Gracias a eso,

Lizzie se sintió más tranquila de no incomodar a su marido y

a sus invitados con los comentarios absurdos de sus

hermanas que cada vez estaban más desatadas, hasta que

habló con ellas y se tranquilizaron, al menos en presencia de

los demás invitados.

Christopher y Matthew ya estaban más recuperados y un día

los Sres. Darcy los sacaron a pasear al jardín en compañía

de los Sres. Donohue y de su pequeña Rose.

Las fiestas de año nuevo las pasaron únicamente con los

Bingley, los Donohue, los Gardiner y las Bennet, ya que

Fitzwilliam y la Srita. Anne se habían retirado, al igual que

Lydia y sus hijos. Disfrutaron de una velada muy agradable

donde las damas jugaron cartas, mientras Donohue y Darcy

tenían una interesante partida de ajedrez, acompañados por

Bingley y el Sr. Gardiner.

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Cuando el turno de tirar le tocaba a Lydia, preguntó para

ponerse al tanto:

–En una de sus cartas mi madre me escribió que un tal Sr.

Posset ha visitado Longbourn, ¿acaso es tu nuevo

pretendiente, Kitty?

–¿Mío?, ¡no, ya quisiera! En esta ocasión, aunque no lo

creas, era para visitar a Mary, pero estábamos en Londres.

–¿Una visita para Mary? ¿Acaso también es un intelectual?

–No, es escocés y administra sus haciendas, pero es tan

apuesto.

–¿Y tú, qué dices? –inquirió a Mary–. ¿Ya te ha besado?

Mary se ruborizó y bajó la mirada, sintiendo que todas la

observaban.

–¡Lydia! ¡Qué cosas dices! Sólo lo vio una noche en el baile

–espetó la Sra. Bennet.

–Y según nos dijo la Sra. Hill una tarde lo vio caminando al

lado de Mary –aclaró Kitty–, eso no nos habías contado. Y

debo añadir que recibió una carta de él antes de venir,

¿estás segura de que sólo te felicitaba por las navidades?

Mary guardó silencio y se encerró a sí misma tratando de

disimular las emociones que sentía. Lizzie la observó y

cambió de tema.

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–Recuerdo que Jane recibió un poema de uno de sus

pretendientes y empezó a tener visitas de diferentes

caballeros, seguramente todo el condado se enteró por los

comentarios de mi madre y no querían perder su

oportunidad.

–En cambio tú Lizzie, siempre despreciaste a los hombres

que se acercaban a ti.

–No los despreciaba, sólo bailaba con ellos y platicaba pero

ninguno me interesó.

–Sin embargo, no te quitaban la vista de encima. En el baile

de Meryton bailaste con uno que fue a buscarte varias veces

a la casa, aunque no te encontró.

–Seguramente se asustó cuando supo de tu afición por los

libros, estoy convencida de que eso le pasa a Mary –indicó

Lydia.

–Si se asustan ante una mujer inteligente, quiere decir que

no valen la pena. El mundo es muy grande y puedes

encontrar a un hombre que cubra tus expectativas –afirmó

viendo a Mary, para darle seguridad en su persona–, con

quien realmente alcances la felicidad.

–Siempre hablabas de tus sueños románticos, ¿acaso se

han cumplido?

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–Yo diría que han sido superados –declaró con una sonrisa

que hablaba por sí misma.

–En cambio yo, he tenido una vida llena de desdicha.

–Los sueños, aunque a algunas personas les parezcan

aburridos o tontos, nos permiten tener una meta en la vida,

trazarnos un camino y poner los medios para alcanzarlos. Si

no sueñas en la juventud, no tienes a dónde ir cuando eres

adulto y no logras el crecimiento personal ni la felicidad que

podrías obtener dadas tus cualidades.

–Pues entonces seguiré soñando con mi príncipe azul –

declaró Kitty.

–Tal vez tú te excedes en sueños y prescindes de los medios

necesarios con los que hoy puedes trabajar –indicó Jane.

–Y usted, Sra. Georgiana, ¿cuál ha sido su experiencia? –

indagó Lydia.

–Yo le agradezco tanto a Lizzie que haya estado cerca de mí

para aconsejarme y motivarme a conservar la esperanza

cuando yo la tenía perdida. Así pude realizar mi sueño.

El Sr. Churchill interrumpió el juego de las damas para

avisarle a la Sra. Georgiana que la buscaban en su

habitación. Las damas dieron por terminada la partida unos

minutos después y se fueron a descansar.

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Los Darcy, los Bingley y las Bennet regresaron a sus lugares

de origen en los primeros días de enero, para reincorporarse

a sus actividades cotidianas.

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CAPÍTULO LXI

Darcy recibió carta de Fitzwilliam, confirmando por fin la

fecha de la boda y, solicitándole, por una especial petición de

la Srita. Anne, que él entregara a la novia en el altar el día

de la ceremonia. Mientras revisaba el documento en su

despacho, alguien tocó a la puerta y entró Lizzie, llevando el

té a su marido. Darcy se puso de pie y le ayudó con la

charola, agradeciendo su atención y ofreciendo que tomara

asiento, sirvió las tazas de té y se la entregó, sentándose a

su lado.

–¡Qué agradable sorpresa!

Lizzie sonrió.

–Los bebés están tomando su siesta y quise venir a visitarte.

–¿Los dos al mismo tiempo?

–Sí, parece que sus horarios ya se están emparejando un

poco más.

–Eso es una excelente noticia. Tal vez así pueda recibir más

seguido tu visita.

–¿Aun cuando estés ocupado atendiendo a una persona?

–Por lo visto, últimamente tú has estado más ocupada que

yo y con gusto haré un espacio en mi agenda para verte.

Todos los asuntos diferentes a mi familia pueden esperar.

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–Y ¿has tenido muchos pendientes hoy?

–No. Hace unos momentos se retiró el Sr. Boston, ha

resultado más eficiente de lo que yo había esperado y

pudimos adelantar lo más importante de la semana. Y estaba

revisando la correspondencia. Por fin escribió Fitzwilliam

para confirmar la fecha de la boda.

–¿Cuándo será?

–Me dice que el 26 de febrero, aunque nos esperan unos

días antes en Rosings.

–¿En Rosings? Nunca me hubiera imaginado hospedarme

en esa casa.

–Me ha pedido la Srita. Anne que la entregue en el altar, ¿te

parece bien? No quiero que te sientas incómoda.

–Me parece muy bien y eres el más indicado para hacerlo.

Eres su pariente más cercano y Lady Catherine te la

encomendó hace tiempo, pidiéndote que la acogieras como

tu hermana. Además, así podré verte desfilar por el pasillo de

la iglesia.

–Y yo estaré ansioso de reunirme contigo.

–El Sr. Collins se verá muy extraño junto a ustedes dos. El

coronel y tú son tan altos y él…

–Parece que los casará otro cura.

–¿Otro cura?

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–Sí, así dice en la invitación –dijo colocando su taza en la

mesa y sacando la carta de su levita–. El Sr. Ensdale –

señaló y se la mostró.

–Es extraño. Tal vez fue cambio de último momento porque

Charlotte me dijo que seguirían en la abadía.

–Había pensado que la presentación del libro de tu padre

fuera una semana antes de la boda, para luego irnos a Kent.

Voy a confirmar la fecha con el editor para que se hagan

todos los arreglos y tú puedas invitar a tu madre y a tus

hermanas.

–Será una larga semana, sobre todo si Lydia acepta

acompañarnos.

–Para que no te parezca tan larga, tal vez podamos llegar

unos días antes, invitarte al teatro y pasar esos días tú y yo

solos.

–¿Y los bebés?

–Georgiana me dijo que estaría encantada de cuidarlos. No

hemos podido realizar nuestro viaje y tal vez hasta abril

pueda ser posible.

–Me gusta el mes de abril, aunque pensé que en este mes

íbamos a ir.

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–No. Aunque sí viajaremos, pero por motivos de negocios,

con el Sr. Willis. La próxima semana tenemos que ir a Oxford

y luego a Bristol.

–Le pediré al Dr. Thatcher que venga a revisar a Christopher

unos días antes.

–Ya ha estado mejor. ¿Acaso lo has visto inquieto o es la

madre la que está nerviosa?

–Tienes razón Darcy, pero me sentiría más tranquila si el

médico me asegura que está bien de salud.

–Y ya que he dejado de ser el único dueño de tus noches,

espero que reserves alguna para mí –dijo tomando sus

manos.

–¿Otra vez estás celoso? –preguntó con cierta ternura en su

mirada.

–Entiendo que has estado muy ocupada y terminas agotada,

más cuando los niños están enfermos, pero te extraño. Por

eso le pedí al Sr. Boston que vaya, él llegará unos días antes

para adelantar los trámites que se tienen que hacer y así

podré acompañarte más durante el día. Y si la Sra. Reynolds

nos ayuda con nuestros hijos, tal vez podamos escaparnos

un día completo.

–Y ¿a dónde me llevarás? –indagó sonriendo.

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–A cualquier lugar que desees, donde pueda estar contigo,

sólo contigo. Podría ser a una habitación del mismo hotel,

donde nadie nos interrumpa.

Lizzie sonrió y lo besó con cariño mientras él la estrechaba

entre sus brazos.

–Me halaga saber que me necesitas.

–Siempre te necesito –afirmó Darcy y la besó devotamente.

En los siguientes días, Lizzie escribió a su madre y a sus

hermanas, incluyendo a Lydia y a Jane, para avisarles la

fecha en que se realizaría la presentación del libro del Sr.

Bennet, en Londres. Asimismo, hizo todos los arreglos para

el viaje y recibió al Dr. Thatcher dos días antes de partir,

quien revisó a los pequeños y puso especial atención en

Christopher, por los antecedentes que había presentado. Le

dio algunas recomendaciones y le comunicó que lo

encontraba muy bien de salud, dejando a la madre más

tranquila y al padre satisfecho.

Un día antes de viajar, Darcy estuvo ocupado atendiendo

asuntos con Bingley, se disculpó con él e hizo una visita

sorprendiendo a su mujer que se encontraba en la alcoba de

sus hijos, velando su sueño. Lizzie, alegre de ver a su marido

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entrar, dejó su libro y se acercó para abrazarlo al tiempo que

él la besaba.

–Pensé que hoy no te vería sino hasta en la noche –declaró

Lizzie sonriendo y bajando el tono de su voz, para que los

niños no despertaran.

–Vine a visitar a la mujer más maravillosa sobre la tierra –

murmuró Darcy acariciando su rostro–. ¿Cómo no darte un

poco de mi tiempo, más cuando ellos duermen y esta bella

dama está desocupada?

–Me encanta que me sorprendas.

–Me encanta ver esa sonrisa en tus labios.

–Tú sabes cómo robarme sonrisas.

–Pero esa no siempre la consigo.

–Y ¿qué de especial tiene esta sonrisa?

–La que me dice que me amas, que deseas que yo te ame y

que me invita a consentirte. Es irresistible –susurró

besándola.

–Aquí sólo lograríamos despertarlos.

–Estamos a una puerta de disfrutar nuestra privacidad.

–¿Y Bingley?

–Él, puede esperar.

Lizzie lo besó.

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Al día siguiente, terminando el desayuno, la familia Darcy

salió rumbo a Oxford, acompañada por la Sra. Reynolds,

quien le ayudaría a Lizzie a cuidar de los pequeños en

ausencia de su marido. Cuando llegaron al hotel, a media

tarde, Darcy se registró y les asignaron sus habitaciones, las

más bonitas de la posada. Se retiraron a descansar y a

preparar a los niños para dormir. Para la cena, los Sres.

Darcy bajaron al comedor y se encontraron con el Sr. Willis,

quien felicitó ampliamente a Lizzie por el nacimiento de sus

hijos. Aun cuando el Sr. Willis había visitado Pemberley

varias veces en los últimos meses, no había tenido

oportunidad de felicitar a la Sra. Darcy personalmente.

La cena fue agradable, conversaron de temas de interés

general y no se mencionó a la Sra. Willis en toda la velada,

como si el Sr. Willis hubiera deseado sentirse libre de la

presencia de su esposa, inclusive en su pensamiento,

reflejando una tranquilidad que únicamente en su soledad

podía disfrutar. Se retiraron temprano a descansar, ya que el

viaje había sido largo y cansado.

Por la mañana, después del desayuno, Darcy y el Sr. Willis

se retiraron con el Sr. Boston y Lizzie, con ayuda de la Sra.

Reynolds, se quedó en el hotel, disfrutando de los hermosos

jardines de que disponían y de un placentero clima en

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compañía de sus hijos que ya se sentaban perfectamente

bien y pasaban ratos largos jugando en el suelo o sobre el

pasto cubierto por alguna sábana que su madre les llevó.

En medio de risas y plática que Lizzie sostuvo con la Sra.

Reynolds, la Sra. Windsor se acercó a saludarla y a felicitarla

cariñosamente.

–Sra. Darcy, ¡qué gusto de verla en Oxford! No sabía que

estarían aquí en estos días.

Lizzie se puso de pie y saludó con cortesía, invitándola a

tomar asiento con ellas.

–Sus hijos están hermosos. Son iguales al papá, que debe

sentirse muy orgulloso de ellos.

–El Sr. Darcy está muy contento –afirmó Lizzie sonriendo.

–Y veo que la madre está llena de júbilo. Así tenía que ser,

después de tanto tiempo de espera, por fin Dios los bendijo

con estas hemosas criaturas. Ojalá que pronto mi hijo Murray

me dé los nietos que tanto he deseado. Pronto se casará.

–¿Su hijo Murray se va casar? –preguntó sorprendida–.

Muchas felicidades.

–Gracias. Apenas nos anunció la noticia hace unos días, ya

les mandaremos la invitación de la boda. Se casará con una

señorita que vive en Cambrigde.

–¿Y él se encuentra en Oxford?

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–No, ni él ni Philip están en la ciudad. Disfrute mucho de sus

hijos Sra. Darcy, cuando crezcan y ya sean independientes

uno los deja de ver por semanas o meses y los extraña. En

cambio las hijas, ellas nos acompañan más y se interesan

más por su familia. Ojalá pronto tenga una niña, ciertamente

será tan bonita como usted.

–Gracias, Sra. Windsor.

–Me encantaría que vinieran a cenar durante su estancia,

aunque yo comprendo que con hijos pequeños es más difícil.

–Yo le comentaré al Sr. Darcy.

–Ya me retiro Sra. Darcy, pero fue un gusto volver a verla y

conocer a sus hijos, de los que había escuchado hablar

mucho por mi hija Sandra, la Sra. Georgiana le ha escrito

manifestándole lo orgullosa que se siente de sus sobrinos.

Cualquier cosa que se le ofrezca mientras esté en la ciudad,

puede mandarme buscar y será un placer serle de utilidad,

ya sabe que le tenemos un cariño muy especial a la familia

Darcy.

Lizzie agradeció su atención y la Sra. Windsor se retiró. Las

damas permanecieron un rato más hasta que Matthew se

empezó a inquietar y Christopher se acostó en la sábana,

mostrándose muy cansado: era la hora de la siesta. Lizzie y

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la Sra. Reynolds cargaron a los bebés y se retiraron a la

habitación para que reposaran.

Matthew se durmió apenas se sintió cómodo en la cuna, pero

Christopher no logró conciliar el sueño. Por el contrario, no

quería tomar su leche aun cuando su madre se la ofreció en

repetidas ocasiones. Lizzie lo sacó de la cuna y lo paseó por

toda la habitación. Estaba insólitamente tranquilo, se veía

fatigado, no tenía deseos de jugar, ni de comer, sólo de estar

en brazos de su madre donde sentía la seguridad que en

ningún otro lado encontraría en esos momentos. Lizzie,

preocupada, lo abrazó y escuchó ese ruido en el pecho que

la alarmó sobremanera. Lo acostó en la cama y, quitándole

la ropa de su pequeño torso, observó cómo se le veían las

costillas al tratar de jalar el aire que necesitaba para respirar.

Alarmada, llamó a la Sra. Reynolds, pero ella había salido a

traer agua para el té de su señora. Se levantó, sin poder

concentrarse, buscando entre sus cosas la medicina que en

alguna ocasión le había dado Donohue, con la esperanza de

que pasara la crisis rápidamente. El niño empezó a jalar con

mayor dificultad el aire que escasamente alimentaba sus

pulmones y Lizzie, tirando al piso la maleta con todas las

medicinas, la vació desesperada buscando el frasco que

juraba haber guardado unos días antes en ese lugar,

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escuchando a su pequeño que producía un mayor ruido con

el paso del tiempo, sin poder encontrar el remedio que

suplicaba, hincada, apareciera para salvarle la vida a su

bebé.

La Sra. Reynolds entró, encontrando a su ama a punto de

enloquecer mientras el bebé ya se encontraba morado por la

falta de oxígeno, dejó caer la charola que traía, provocando

que Matthew despertara llorando, y corrió a la cómoda donde

había dejado la medicina para dársela finalmente al pequeño

que, minutos después, recuperaba el color lentamente,

aunque no la tranquilidad. Lizzie se levantó con una enorme

dificultad sintiendo que sus piernas no le respondían, le

temblaban las manos y su tez estaba pálida: su corazón latía

tan fuerte que apenas la dejaba respirar. Se sentó al lado de

su pequeño, acariciando su rostro mientras sus ojos azules

la veían con una profunda tristeza de abandonarla que la

conmovió enormemente. Aún continuaba con dificultad para

respirar, Lizzie lo revisó con mucho cuidado, viendo que

jalaba aire con menor esfuerzo pero estaba lejos de haberse

normalizado.

–Necesitamos hablarle a un médico –indicó Lizzie

preocupada, mientras la Sra. Reynolds le daba nuevamente

la leche a Matthew para que siguiera su siesta.

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–Veré si hay alguno hospedado en el hotel.

–Por favor, es urgente –pidió angustiada.

La Sra. Reynolds se retiró rápidamente mientras Lizzie

observaba a su pequeño y rezaba para que pudieran

conseguir ayuda a tiempo. Unos momentos después, regresó

la Sra. Reynolds con malas noticias: el médico que ayudaba

en el hotel había salido y no había otro disponible que

pudiera ayudar. Lizzie se levantó, escribió unas líneas y pidió

perentoriamente que entregaran la carta a la destinataria: la

Sra. Windsor, recordando que alguna vez le había ofrecido

los datos de su médico y que se lo había recomendado

ampliamente.

En cuanto la Sra. Reynolds pidió al mensajero del hotel

entregara el documento, regresó con su ama que ahora

atendía también a Matthew que ya había despertado. La Sra.

Reynolds cargó al bebé mientras Lizzie regresaba al lado de

Christopher que había empezado a toser fuertemente. Lo

cargó tratando de darle ánimo para que continuara luchando,

a pesar de la molestia que aún presentaba y proporcionarle

todo su cariño, tratando de disimular su preocupación y de

no angustiar más a su pequeño.

Los minutos parecían horas; mientras Lizzie rezaba en

silencio escuchaba ese silbido que todavía no se había

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disipado y el llanto de Matthew que quería seguir durmiendo

en tanto la Sra. Reynolds lo cambiaba y lo limpiaba. ¿Qué

había sucedido para que Christopher perdiera la sonrisa que

hacía unas horas embelesaba y maravillaba a su madre?

Lizzie lo veía completamente fatigado, flácido, casi sin

fuerzas para sostener su cabeza y apenas con el deseo de

continuar, sostenido en esta vida sólo por el amor de su

madre, mientras ella veía por la ventana si algún carruaje se

acercaba.

Alguien tocó a la puerta y la Sra. Reynolds atendió. Por fin

había llegado el médico. Lizzie respiró profundamente y se

volteó, quedándose paralizada por unos momentos. El

médico estaba acompañado por el Sr. Philip Windsor, quien

sagazmente se había quedado en la puerta y correspondió a

la venia que Lizzie les ofreció con vacilación. El doctor le dijo:

–Pase Sr. Windsor.

–No quiero importunar, doctor.

–Es importante que usted esté presente para que escuche

mis indicaciones –insistió–. ¿Dónde está el paciente?

–Aquí –contestó Lizzie mientras Windsor cerraba la puerta,

quedándose de pie, tras haber esquivado la charola y los

pedazos de tazas que apenas la Sra. Reynolds estaba

terminando de alzar.

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Lizzie colocó nerviosamente la criatura sobre la cama

mientras el pequeño abría los ojos buscando a su madre que

le acarició la cabeza en tanto el doctor lo revisaba en

silencio. Lizzie observó al médico, un hombre mayor, casi un

anciano, con exiguo cabello blanco y ojos cafés rodeados de

piel completamente arrugada por los años, que trataba a su

pequeño paciente con mucha delicadeza, explicando a su

madre lo que observaba.

–Tiene la respiración muy agitada. Su corazón está latiendo

con mayor velocidad por la falta de oxígeno en los pulmones.

Sus bronquios están muy inflamados. Con persuasión siente

un dolor intenso en el pecho.

–Le di hace una hora esta medicina, cuando empezó la

crisis, pero la vez anterior funcionó mejor –explicó Lizzie

mostrándole el frasco, sintiendo en el pecho una fuerte

presión y un nudo en la garganta que apenas la dejaba

hablar.

–¿Ya se ha repetido esta crisis?

–Sí, desde los dos meses, cuando lo tapé con una cobija de

lana y el médico me dio esta medicina. Hace un mes estuvo

muy enfermo de los bronquios, pero antes de venir aquí el

médico lo revisó indicándonos que estaba bien de salud.

Hace rato el ruido era mayor y casi no podía respirar.

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–Su primera crisis ¿fue aquí en Oxford?

–No, estábamos en Londres.

–¿Y su hermano ha padecido algo similar?

–No, Matthew está bien. Se enfermó hace un mes pero de

menor gravedad.

–Y ¿ha presentado tos muy fuerte?

–Sí, es lo que más tuvo mientras enfermó y tardó mucho

tiempo en desaparecer, además de tener altas

temperaturas.

–Es posible que más tarde tenga tos. Le daré una medicina

que le ayudará a desinflamar los bronquios más rápidamente

para que su respiración se normalice.

El doctor le pidió a Windsor su maletín y él se lo acercó.

Sacó un frasco, le dio unas gotas al pequeño y esperó a que

la medicina surtiera efecto, dándole a la madre un poco del

remedio para una emergencia.

–Esta crisis, por lo que me dice, fue más fuerte que la

anterior. Le doy esta medicina para que se la aplique sólo en

casos de emergencia, este medicamento es de empleo

delicado y debe de comentárselo a su médico para que esté

informado. Antes fue la lana, ahora posiblemente se haya

presentado por la vegetación o algo en el ambiente que

provocó esta reacción. Su niño debe estar alejado de

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cualquier animal, su habitación estar libre de polvo y de

plantas, también hay que cuidarlo muy bien del frío. ¿En su

casa ha presentado algún problema de tos?

–Sólo mientras estuvo enfermo, las crisis se han presentado

en otros lugares.

–Estos viajes suelen darnos sorpresas, los cambios de clima

y de ambiente perjudican a los más débiles. Es mejor que se

quede en casa, si allí no ha presentado mayor problema, y

vea cuanto antes a su médico para que siga tratando su

problema de la mejor manera.

–¿Pero qué es exactamente lo que tiene mi hijo? –preguntó

angustiada, sintiendo que sus ojos se ahogaban y que su

fortaleza se derrumbaba.

–Es pronto para definir alguna enfermedad, pero por lo visto

debemos tomar medidas para que él se mantenga bien y

evitemos el riesgo de una crisis mayor. Su hijo va a estar

bien y usted nos ayudará a darle la seguridad que necesita

viéndola tranquila y ofreciéndole todo su cariño.

Lizzie asintió respirando con profundidad para recuperar la

calma, mientras el médico revisaba nuevamente al pequeño

que ya respiraba con normalidad y se estaba quedando

dormido. Su madre lo tapó con una cobija.

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–Le daré un medicamento que puede ayudar a prevenir una

crisis, al menos en lo que regresa a su casa y ve a su

médico. Es normal que presente tos y mucho cansancio, le

pido que administre el remedio como se lo voy a dejar

escrito. Aquí le dejo mi dirección, aunque su marido ya sabe

dónde localizarme.

–Sí, Dr. Praed –dijo, viendo el nombre en la hoja y

limpiándose el rostro con discreción para que los caballeros,

en especial el Sr. Windsor, no se percataran de su estado,

cuidando de no encontrarse con la mirada que sentía

constantemente sobre su persona.

Lizzie se puso de pie para acompañarlo mientras Windsor

abría la puerta y salió junto con el médico.

–Le agradezco mucho doctor –indicó Lizzie inclinándose.

–Ha sido un placer, Sra. Windsor.

–¿Sra. Windsor? –murmuró Darcy que estaba llegando en

esos momentos, sorprendido, sin entender lo que estaba

sucediendo, clavando la mirada en el Sr. Windsor, quien alzó

el rostro desafiando a su contrincante, también azorado por

la confusión, reflexionando que le hubiera gustado mucho

que ella llevara su apellido.

–Dr. Praed, le presento a mi marido, el Sr. Darcy –repuso

Lizzie.

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–Pero, ¿no es usted la Sra. Windsor?

Lizzie negó con la cabeza, seriamente.

–Disculpe, Sra. Darcy. Ha sido una confusión mía. Sr. Darcy,

un placer conocerlo –se despidió el doctor nerviosamente.

Los caballeros se fueron mientras los Sres. Darcy se

introducían a su habitación y la Sra. Reynolds se retiraba.

Darcy, desconcertado, cerró la puerta.

–¿Qué hacía ese hombre aquí? –interpeló encrespado.

Darcy dio dos pasos y sintió el tapete de la entrada

totalmente empapado, vio a Matthew dormido en su cuna, al

lado de la cama estaban tiradas las medicinas y Christopher

acostado y perfectamente cobijado. En silencio, Lizzie se

acercó a la cama y sentándose en el piso guardó todas las

medicinas en su bolsa. Luego se recargó y, cubriendo su

rostro con sus manos, rompió en llanto.

Darcy, olvidándose del enojo que sentía por haber visto ese

hombre allí y por la confusión del médico, se acercó a ver a

Christopher, pensando lo peor, y lo destapó revisando su

respiración. El padre, sintiéndose libre de una enorme culpa,

lo cobijó con cariño y se sentó al lado de su esposa,

abrazándola.

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Darcy permaneció toda la tarde con su familia. Christopher

continuó muy cansado y con mucha tos, como lo había

predicho el médico. Lizzie no quería separarse de su lado,

pero su marido le insistió en que le ayudaría a cuidarlo

durante la noche para que ella pudiera descansar. De todas

maneras no pudo encontrar reposo debido a la intensa tos

que molestaba a su pequeño y a la angustia que renacía en

ella recordando lo sucedido y las palabras del médico.

Por la mañana, Darcy partió del hotel perturbado por su

pequeño y por su esposa y en cuanto pudo desocuparse

regresó con su familia, encontrando a todos un poco más

tranquilos. Christopher ya había comido y dormido suficiente

y, aunque continuaba tosiendo, ya se veía interesado en

jugar. Esa tos continuó todavía por varios días y Darcy

comprendió que Lizzie no se quisiera arriesgar a realizar el

viaje a Bristol, por lo que decidieron que ella y los bebés se

quedarían en Oxford con la Sra. Reynolds y el Sr. Peterson y

Darcy viajaría con el Sr. Willis, procurando regresar lo antes

posible.

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CAPÍTULO LXII

Era lunes, casi al amanecer, cuando Darcy ya tenía todo listo

para viajar con el Sr. Willis a Bristol. Se encontraba todavía

en la habitación del hotel cuando se acercó a sus pequeños

que dormían en sus cunas para despedirse con una caricia y

luego de su esposa que miraba por la ventana el carruaje

que él abordaría minutos después y que lo llevaría lejos de

sus brazos. Darcy la ciñó por la espalda y le dijo:

–Te escribiré todas las noches para decirte que te extraño.

–Tengo miedo de que te vayas.

–Lizzie, sabes que únicamente voy porque es importante mi

presencia, pero sólo serán unos días. Le mandé una carta a

la Sra. Windsor avisándole que te quedarás con los niños

aquí, sabes que te tiene mucho cariño y puedes recurrir a

ella en caso necesario.

–Le tiene mucho cariño a la familia Darcy.

–¡Ustedes son la familia Darcy! –ratificó girando suavemente

a su esposa para mirarla a los ojos, tomando sus brazos con

afecto–. ¡Tú eres parte de ella! Sin duda, ese cariño se ha

incrementado gracias a ti.

–¿Le dijiste a pesar de que su hijo está en la ciudad?

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–Aunque me cueste reconocerlo, el Sr. Windsor sólo ha

querido ayudar desinteresadamente. Y me voy muy tranquilo

sabiendo que mi amor por ti es igualmente correspondido.

Me lo has demostrado cada minuto que has estado a mi lado

y eso me ha inundado de una indescriptible felicidad y una

sólida confianza que hoy te agradezco infinitamente.

–Todas las noches me asomaré a la ventana viendo a las

estrellas para acompañarte mientras me escribes, deseando

tu pronto retorno.

–Y yo saldré al balcón para leer tu carta y escribir todo el

amor que siento por ti.

Christopher empezó a toser, inquietando un poco a sus

padres y Darcy le dijo:

–Avísame cómo están los niños.

Lizzie asintió. Darcy la besó y se retiró.

La Sra. Windsor visitó a Lizzie por la mañana. Había querido

ir a verla antes para preguntar por sus hijos pero no lo

consideró mesurado hasta que recibió la carta del Sr. Darcy

avisándole que partía y que su familia se quedaría en la

ciudad por motivos de salud. Le dijo que ella se había

alarmado mucho por esa carta, ya que conocía la situación

de Christopher por los comentarios que su hijo Philip le había

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hecho de lo acontecido. Lizzie agradeció su interés y el

cariño que siempre había mostrado a la familia Darcy.

–Desde que usted se casó, la alegría y la esperanza regresó

a Pemberley y a todos sus miembros, en especial a la Srita.

Georgiana y al Sr. Darcy, por supuesto –afirmó la Sra.

Windsor–. Él siempre ha sido muy serio y reservado, pero

ahora transmite una paz y una felicidad que nunca le había

visto, y yo sé que eso se lo debemos a usted. A Lady Anne

seguramente le habría encantado conocerla y ver lo feliz que

usted ha hecho a su hijo. Y claro, he de reconocer que esa

alegría que usted transmite a los demás con su sola

presencia ha hecho que todos le tengamos un cariño y una

admiración muy especial. Mi hija Sandra quería venir hoy a

visitarla pero se encontraba un poco resfriada y le dije que no

era prudente por el estado de salud de su bebé, pero

también le tiene un sincero afecto. Y mi hijo Philip, aunque es

muy difícil saber qué pensamientos ocupan su mente,

cuando le mostré la carta que me envió pidiendo los datos

del Dr. Praed, se ofreció rápidamente ir a buscarlo para

ayudarle en la emergencia que se le había presentado. Mi

esposo me encomendó mandarle atentos saludos de su

parte y también Murray habló por mucho tiempo con gran

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elocuencia de la familia Darcy, aunque desde que regresó de

Norteamérica casi no lo hemos visto.

–Usted tiene una hermosa familia y deseo que todos sus

hijos sean felices, como nosotros lo hemos sido.

–Es lo que más deseo, muchas gracias.

La Sra. Windsor repitió sus visitas para acompañar a Lizzie,

cumpliendo la encomienda que le dejó el Sr. Darcy, y

disfutando de una amena plática que entretuvo a las dos.

Darcy mandó carta todas las noches, mismas que Lizzie

recibió por las mañanas y que ella contestaba para enviarlas

a la brevedad y que él las recibiera por la noche,

comunicándole el lento pero seguro progreso de Christopher

y lo mucho que lamentaban su ausencia.

El crepúsculo vespertino ya se empezaba a vislumbrar y

Lizzie, cansada de un pesado día, lo contemplaba como

todas las tardes desde la ventana de la alcoba mientras la

Sra. Reynolds guardaba los utensilios que habían ocupado

para el baño de los bebés, quienes dormían plácidamente en

sus cunas. Lizzie, con cierto temor a que llegara nuevamente

esa soledad que inundaba su corazón todas aquellas

noches, añoraba que pasaran más deprisa las horas que

faltaban para el retorno de su esposo. Faltaba tan sólo un día

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para que él regresara, según le había comunicado por carta

el día anterior.

Cuando el sol ya se había ocultado y Lizzie se iba a preparar

para cenar, se escuchó que se avecinaba un carruaje. Lizzie,

con melancolía lo observó y vio que de él bajaba un hombre

alto y esbelto vestido de negro, acompañado de otras

personas. Su corazón se llenó de alegría al confirmar sus

sospechas y ver que se trataba de su marido. Lizzie, feliz,

dejó a sus hijos con la Sra. Reynolds y salió corriendo de su

alcoba bajando rápidamente las escaleras, que era lo único

que la separaba de su esposo, pero cuando se abrió la

puerta de la posada, se detuvo en seco al ver lo que sucedía:

la Sra. Willis entraba con su marido y Darcy. Su rostro se

transformó en un segundo, pensando en todas las horas de

camino que debieron haber pasado juntos desde Bristol.

–Sra. Darcy, viene usted muy agitada. ¿Acaso hay otra

emergencia con su pequeño Christopher? –indagó la Sra.

Willis burlándose.

Lizzie, jadeando y sintiéndose vulnerable, bajó su mirada.

Darcy se aproximó a ella y levantó dulcemente su rostro.

–¿Cómo se encuentra hoy mi preciosa Sra. Darcy? –

murmuró Darcy con ternura, reflejando en su mirada el gozo

que sentía de volver a ver a su amada.

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Lizzie, recordando todas las hermosas cartas que había

recibido de su marido en los días anteriores, despejó las

dudas que habían despertado en su mente y sonrió. Darcy la

besó cariñosamente, deseando no haber tenido que

separarse de ella, ciñéndola entre sus brazos para

sostenerla al sentir que sus rodillas desmayaban mientras

ella lo rodeaba por el cuello.

–Se le ve muy cansada, Sra. Elizabeth –señaló la Sra. Willis

observándolos inundada de envidia mientras ellos ignoraban

su presencia.

Por fin, Darcy se separó a regañadientes y le ofreció el brazo

a su mujer para escoltarla hasta el comedor, sin hacer caso a

los comentarios de sus acompañantes, mientras el Sr. Willis

le decía a su esposa que dejara en paz a los señores.

Los cuatro tomaron asiento en una de las mesas.

–Me han dicho que sus gemelos se parecen a su padre, con

seguridad serán muy apuestos, aunque es una pena que uno

de ellos esté delicado de salud –comentó la Sra. Willis.

–Afortunadamente Christopher está mejor –aseveró Lizzie.

–Y con la condición de su hijo, ¿no es peligroso que se

queden solos, aun cuando estén dormidos?

–Mis hijos no se quedan solos. La Sra. Reynolds está con

ellos.

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–¿La Sra. Reynolds?, ¿es la extraña que cuida de sus hijos?

–No es una extraña, mi esposo la conoce desde hace

muchos años.

–¿Acaso es la que curó la herida de su esposo cuando le

obsequió la orquídea? Al principio pensé que usted lo había

curado pero por lo visto ni siquiera estaba enterada de lo

sucedido –recordó riendo.

–Es una buena mujer, de toda nuestra confianza y sólo me

ayuda con ellos cuando lo necesito.

–Claro, cuidar a dos criaturas al mismo tiempo debe ser

agotador. Se le ve muy cansada, ¿acaso no ha dormido

bien? Debe de cuidarse, de lo contrario usted será la próxima

enferma, y así menos podrá acompañar a su esposo en sus

viajes –se burló la Sra. Willis–. Parece que se están

cumpliendo mis palabras, una vez más. ¡Qué lástima que no

pudo ir a Bristol! Fue una visita encantadora y la compañía

fue maravillosa. Gracias Sr. Darcy, por habernos mostrado

los atractivos del puerto, no pensé que tuviera sitios tan

interesantes. Fue muy divertido.

Darcy la observó con petulancia.

–¿Pasó muchos días en Bristol? –preguntó Lizzie.

–Casi desde que llegaron los señores. Me apené mucho al

saber que usted no había podido viajar. Pero así sucede

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cuando hay hijos: ellos se enferman con mucha facilidad y no

están acostumbrados a los cambios de clima que vivimos

constantemente. Estamos a finales de enero y ayer todavía

hubo nevadas.

–Este invierno ha nevado muy poco –replicó el Sr. Willis.

–Pero son impredescibles, así como las lluvias. Y ¿qué tal le

ha ido con sus dos bebés en casa, Sr. Darcy? ¿Ya los dejan

dormir toda la noche? ¡Claro!, cuando están sanos.

–Y sus adorados perros, ¿los dejan dormir toda la noche? –

indagó Lizzie molesta.

–¡Ah!, esos perros –murmuró el Sr. Willis malquisto.

–Mis adorados cachorros son tan cariñosos que no paso frío

en la noche, aun cuando mi esposo duerma en su habitación.

¿Usted siente frío cuando su marido no la acompaña? –

indagó la Sra. Willis.

–Sí, sólo cuando viaja, pero es maravilloso sentir el calor de

su cuerpo cuando está a mi lado todas las noches, el peso

de su brazo cuando me abraza, su aliento cerca de mí,

inclusive cuando hace frío y únicamente nos cubre una

cobija. Siempre encuentra la manera de que yo entre en

calor. No necesito más –repuso Lizzie.

–Así, embarazada seguramente sentía sofocarse.

–No. Sólo usábamos la sábana.

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–Y dígame, ¿no extraña a su pequeño Frederic? –indagó la

Sra. Willis.

–¿Frederic? –susurró asombrada de que ella lo supiera.

–¡Jennifer!, creo que no es prudente tocar el tema –espetó el

Sr. Willis.

–No se preocupe, Sr. Willis. Eso es algo que ni siquiera a

usted se lo deseo, aunque es muy reconfortante saber que

alguien tan querido nos cuida desde el cielo –afirmó,

encubriendo la ira que sentía desbordar.

–Sr. Darcy, ¿cuándo podríamos repetir una visita guiada con

usted? –investigó la Sra. Willis con su tono de seducción

descarado–. Me encantó conocer esos magníficos lugares

con una persona tan culta que tiene respuesta para todas

mis dudas. Tal vez aquí en Oxford podamos aprovechar para

visitar algún sitio de interés.

–Usted es de Oxford, ¿acaso no conoce su ciudad? –indagó

Lizzie cada vez más enfadada.

–Sí, Sra. Elizabeth, pero seguramente habrá detalles que

desconozco y que el Sr. Darcy nos puede explicar.

–Creo que su marido, por las pláticas que hemos sostenido

en su ausencia, también es una persona muy culta y le gusta

investigar sobre temas de historia de los lugares que visita.

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–¿David? Si acaso tuviera ese gusto, nunca lo he oído hablar

de eso.

–Pensé que no te interesaba Jennifer.

–Pues me ha parecido muy interesante. Son admirables

todos los conocimientos que tiene el Sr. Darcy, es una

persona muy inteligente y estoy persuadida de que es muy

estudioso.

–Sí, mi esposo es muy inteligente y no se deja impresionar

por loas que le expresa cualquier persona –espetó Lizzie.

Darcy, cansado de escuchar la voz de la Sra. Willis que no

paraba desde que inició el viaje y viendo que su tono era

cada vez más agresivo, cambió de tema y empezó a hablar

de negocios con su socio, quien le explicó detalladamente

todas sus buenas impresiones de las reuniones que habían

podido concretar con los clientes y sus retroalimentaciones.

Lizzie, enfadada de escuchar las tonterías de esa mujer,

trató de serenarse y mostrarse como si nada hubiera pasado,

inclusive haciéndole preguntas a los señores de los temas

que trataban y participando de una amena plática con sus

comentarios juguetones e inteligentes, mientras la Sra. Willis,

molesta por las contestaciones que había hecho Lizzie y por

no haber conseguido que ella se enojara, oía sin interés la

conversación que sostenían los comensales.

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Cuando por fin terminó la cena, se fueron a descansar a sus

habitaciones. Los Sres. Darcy entraron en la alcoba y la Sra.

Reynolds se levantó de su asiento y se retiró al tiempo que

Darcy cerraba la puerta, observando a su esposa indignada.

Se acercó a ver a sus hijos que dormían apaciblemente y le

dijo:

–Los extrañé mucho.

–Seguramente con la compañía que tenías ni siquiera te

acordaste de nosotros.

–No dejé de pensar en ti y en los niños –certificó

acercándose a su esposa.

–Y ¿desde cuándo, Sr. Darcy, sabía que esa mujer iba a

viajar a Bristol? –preguntó exacerbada, alzando la voz.

–Yo no sabía que la íbamos a encontrar allá –contestó

alterado–. De hecho, estoy seguro que su marido se llevó la

misma sorpresa que yo y mostró igual su desagrado. ¿Qué

podía haber hecho, si teníamos reuniones importantes de

trabajo?

–¿Y las interesantes y divertidas visitas que usted, Sr. Darcy,

se complació realizar en su compañía?

–Sra. Elizabeth, sólo le comenté al Sr. Willis de los lugares

que visité con usted hace unos años y se mostró muy

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interesado en conocerlos. Yo no sabía que ella nos estaba

esperando en Bristol.

–¿Y tuvieron mucho tiempo para divertirse? En lugar de

haber aprovechado el tiempo para regresar antes.

–Con o sin visitas, de todas maneras habría retornado hoy.

De hecho íbamos a volver hasta mañana pero pudimos

adelantar para venir antes.

–¿Fue agradable el coqueteo que seguramente la Sra. Willis

le practicó todos estos días?

–¿Usted cree, Sra. Elizabeth, que fue agradable su

compañía? Tener que soportarla todo el viaje de venida y

toda la cena, además de varios días antes. No sé cómo la

tolera su marido y permite que se comporte de esa manera

con cualquier hombre que esté presente, no solamente

conmigo. Fue muy desagradable y yo ya quería llegar a tu

lado.

–Y Frederic, ¿cómo les pudiste haber contado? –inquirió con

decepción, un poco más tranquila.

–Yo no les comenté, no sé cómo se enteró –declaró más

sereno.

–No me gusta que estés acompañado por esa mujer. Y sólo

de pensar en todo lo que te pudo haber dicho, aun en

presencia de su marido…

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–Dijo muchas cosas que yo no escuché. ¿Para qué perder

mi tiempo escuchando a esa mujer si en mis pensamientos

vive la mujer más hermosa que hay sobre la tierra y que me

espera con los brazos abiertos?, aun cuando esté enojada –

indicó con cariño.

–¿Se nota tanto? –preguntó apenada.

–Sólo para quien te conoce a la perfección, lo sabes

disimular muy bien en presencia de otras personas.

Darcy y Lizzie escucharon que cerca de su habitación había

unas personas iniciando una discusión muy acaloradamente.

Lizzie se acercó a su marido y le dijo, tomando sus manos:

–Perdóname Darcy. Cuando te vi por la ventana salí

corriendo para darte la mejor de las bienvenidas y sólo

pensaba en abrazarte. Te extrañé mucho. Y al ver a esa

mujer…

–Yo también te eché de menos, no tienes idea cuánto. Y

recibiste varias cartas que comprueban mis palabras.

–Algunas tendré que guardarlas bajo llave, sólo las puedo

leer yo –reconoció sonriendo.

Darcy la besó apasionadamente mientras se abrazaban.

Al día siguiente, Darcy salió a cabalgar con el Sr. Willis,

mientras Lizzie se alistaba con los bebés, ya que regresarían

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a Pemberley apenas acabaran de desayunar. Cuando Darcy

regresó fue a buscar a Lizzie a su habitación, y al salir rumbo

al comedor se encontraron a la Sra. Willis que salía de su

alcoba y, después de saludar, preguntó, siguiendo su

camino:

–¿Cómo sigue su hijo? Anoche estuvo tosiendo mucho –

comentó la Sra. Willis.

–¿Estuvo tosiendo Christopher? –indagó Lizzie con Darcy.

–Sí, un poco. Le dí su medicina –respondió él.

–Entonces, ¿podremos irnos hoy?

–Si la Sra. Darcy quiere regresarse, yo estoy a su

disposición.

–¿Se regresarán hoy? Pensé que se quedarían unos días

más –comentó la Sra. Willis–. Tal vez pudiéramos visitar

algún lugar de interés, con usted por supuesto, Sra.

Elizabeth.

–Será en otra ocasión –replicó Lizzie.

–¿Disfrutó de su cabalgata, Sr. Darcy? –inquirió la Sra.

Willis.

–Sí, gracias.

–A usted Sra. Elizabeth, ¿le agradó montar?

–Yo no acostumbro montar –declaró Lizzie circunspecta.

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–Ayer parecía que lo disfrutaba mucho –reveló la Sra. Willis

en tono de burla, queriendo avergonzar a Lizzie, aunque ella

la miró con extrañeza–. ¡Claro!, después de esa discusión la

reconciliación debió ser muy placentera, se escuchaba tan

eufórica –aludió riéndose–. Pensé que nunca acabarían.

¿Qué se siente que una mujer grite su nombre de esa

manera, Sr. Darcy?

–¿A usted sí le gusta montar? –preguntó Lizzie sosegada,

apretando la mano de Darcy que ya iba a responder.

–Me encanta.

–Tal vez esa sea la única manera en que logre estar cerca

de su marido, aun cuando coma frecuentemente camarones.

Yo siempre tengo finales felices, ¿usted también, Sra. Willis?

Lizzie, satisfecha, tomó el brazo de su esposo y se adelantó

con él, dejando a la Sra. Willis encolerizada y atiborrada de

envidia, milagrosamente en silencio. Darcy le susurró al oído,

notablemente fausto.

–¿Siempre tienes finales felices?

–Tú lo sabes bien –contestó con una sonrisa.

Darcy la besó en la frente al tiempo que ella reía.

–Espero que hoy te puedas sentar.

–Por lo visto, ayer olvidaste cortarte las uñas –recordó él

mientras tomaba su mano y la besaba, confirmando que ya

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le había puesto remedio a esa situación, en tanto la Sra.

Willis los observaba alejarse.

Cuando llegaron al comedor, se encontraron con el Sr. Willis

y se sentaron a la mesa. Estuvieron comentando sobre la

mejoría que se veía en el clima que beneficiaría su regreso.

Minutos más tarde, llegó la Sra. Willis. Los caballeros se

pusieron de pie para recibirla, ella se sentó y permaneció

muda todo el tiempo, mientras los demás disfrutaron de un

breve pero agradable desayuno.

Los Sres. Darcy, al concluir, se despidieron y se retiraron,

abordando su carruaje con sus pequeños y la Sra. Reynolds.

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CAPÍTULO LXIII

Al llegar a Pemberley Lizzie mandó llamar al Dr. Thatcher

para ponerlo al corriente de lo sucedido en Oxford con

Christopher, quien lo revisó y aprobó el tratamiento

preventivo que le había sugerido el Dr. Praed. A pesar de la

revisión del doctor, Christopher estuvo tosiendo más en la

noche, provocando que sus padres apenas pudieran

dormitar.

Al día siguiente, Lizzie se quedó cuidando de su hijo que

continuaba decaído mientras observaba el juego divertido de

Matthew, con cierta tristeza de que Christopher no pudiera

disfrutar del momento agradable. A media tarde, cuando

Darcy se había desocupado, regresó a la habitación de sus

hijos encontrando a su esposa alarmada por la tos que no

cesaba. Volvieron a llamar al doctor preocupados también de

que Matthew pudiera contagiarse, él les explicó que el origen

de todo su padecimiento no era una enfermedad infecciosa.

–Si no es infecciosa, entonces ¿de qué está enfermo mi hijo?

–preguntó Lizzie.

–Tiene un padecimiento por el que reacciona

exageradamente ante ciertos agentes que lo dañan. La

constante tos que presenta es una forma de defenderse ante

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esos agentes, igualmente la inflamación en los bronquios

que impide en ocasiones la libre respiración. Aunque bajo

estas condiciones es muy fácil que se desencadene un

proceso infeccioso.

–Entonces, ¿qué se puede hacer?

–Debemos tener mucha paciencia porque el tratamiento al

que lo hemos sometido es muy largo y en el camino habrá

nuevamente crisis y tendremos que tratar de prevenirlas de

la mejor manera posible para que no genere un proceso

patógeno que agrave la situación. Habrá veces en que no se

pueda controlar y le tendremos que administrar otros

medicamentos para lograr su recuperación, pero confío en

que salga adelante. Conforme el niño crezca, su situación va

a ir mejorando y las crisis se presentarán cada vez más

esporádicamente, ya que madurará su sistema respiratorio y

su sistema inmunológico.

–Y ¿cuáles son esos agentes que lo dañan?

–Pueden ser varios, relacionados con pieles de animales,

plantas, posiblemente alimentos.

–¿Alimentos?

–Yo le iré indicando la manera correcta de administrárselos

cuando veamos que su madurez lo permita. Por el momento,

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su dieta es completamente inocua. Por prevención, también

a Matthew se los iremos administrando lentamente.

–¿Matthew podría presentar lo mismo?

–Podría, aunque tomaremos las medidas necesarias

anticipadamente. Pero a él yo lo veo muy bien.

El Dr. Thatcher le indicó las medicinas que tendría que

administrarle y se retiró, escoltado por la Sra. Reynolds,

quien le entregó a su ama una carta urgente de su madre.

Lizzie la abrió inmediatamente, con el corazón acelerado, e

inició su lectura:

“Querida Sra. Darcy: Tengo la premura de comunicarle una

noticia que ni yo he podido creer: ¡Mary se casa!...”

–¿Cómo? –musitó azorada–. ¡No es posible!

–¿Sucede algo? –indagó Darcy turbado.

–No sé… no sé si alegrarme o preocuparme.

Lizzie leyó la primera parte en voz alta y continuó:

–“…El Sr. Posset ha pedido su mano en matrimonio y el

dichoso evento tendrá lugar en seis meses. He querido

invitarlo a la presentación del libro del Sr. Bennet pero

lamentablemente no podrá asistir, aunque le he insistido en

la importancia que tiene conocer a la familia; por tal motivo

nosotras viajaremos a Escocia en dos meses, ¿no es

increíble?...” Ya lo creo que sí –indicó con amargura–. “…¡Mi

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hija, la Sra. Mary Posset! ¡Todavía no salgo de mi

asombro!...”

–Yo tampoco.

–Darcy, no sé si esto está bien.

–¿Qué es lo que te preocupa? –inquirió acercándose y

tomando su mano.

–Ella me dijo que está enamorada, pero no lo conocemos –

indicó bajando la carta y recordando la plática que había

sostenido con su hermana.

–Durante nuestro viaje a Londres habla con Mary y exprésale

tus deseos de conocerlo. Faltan seis meses, seguramente

tendremos alguna oportunidad. ¿Estás más tranquila por

Christopher?

–Creo que estoy más asustada.

–Estamos en buenas manos. El Dr. Thatcher es un excelente

médico.

–Si, lo sé, pero no puedo evitar preocuparme por su salud.

¿Y si Matthew está igual?

–El doctor lo detectaría a tiempo y lo atenderíamos pero dijo

que se veía bien.

–Recuerdo que mi padre tosía constantemente cuando los

campos empezaban a florecer y trataba de disimular ante

nosotras, pero varias veces creí que se ahogaría. Me da

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terror pensar que eso mismo le pueda suceder a nuestro hijo.

De hecho ya le ha sucedido.

–Lamento no haber estado contigo cuando tuvo la crisis en

Oxford.

–Ya se acerca la primavera. Será su primera primavera. ¿Y

si se agravan las crisis?

–Aquí no se ha presentado mayor problema.

–Pero estamos en medio del bosque. Aquí hay cualquier

variedad de plantas.

–Le consultaremos al médico si cree conveniente que nos

vayamos a Londres esta primavera. De todas maneras

iremos en unas semanas para la presentación del libro de tu

padre.

–Y luego la boda de tu primo –dijo preocupada, recordando

las palabras del Dr. Praed, que decía que era preferible

permanecer en casa y no realizar tantos viajes.

–Lizzie, debes relajarte. El Dr. Thatcher nos manifestó que

tiene esperanzas de que salga adelante.

–Y también dijo que se podrán presentar otras crisis. Yo no

quiero ver sufrir a mi hijo.

–Y yo quiero verte serena. Él necesita que su madre esté

tranquila para que sepa que todo va a estar bien.

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–Tienes razón Darcy. Siempre me adelanto a los

acontecimientos y termino angustiándome más de lo que

debería.

Darcy, acariciando su rostro, la besó en la mejilla.

Pasaron los días y, lejos de mejorar, la tos de Christopher se

fue incrementando, a pesar de todos los cuidados que el

médico le aconsejó y que su madre observó para que ésta

cesara. Lizzie volvió a llamar al médico para que lo revisara y

el Dr. Thatcher, avalando su observación de que podría

agravarse la salud del bebé si permanecían en Pemberley

durante la primavera, sugirió que al menos unos meses

radicaran en Londres, extendiéndole un amplio informe de la

situación del pequeño para que le pudiera dar seguimiento el

Dr. Robinson o el Dr. Donohue.

Por este motivo, la familia Darcy, acompañada por la Sra.

Reynolds, adelantó unos días su viaje a Londres, con la

esperanza de que la salud de Christopher mejorara. Y así

fue, con ayuda del tratamiento en unos cuantos días la tos

fue cediendo, volviendo poco a poco la tranquilidad de los

padres y la confianza en Lizzie de dejar a sus hijos

encargados con la Sra. Reynolds para asistir a la

presentación del libro de su padre.

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A su llegada, el Sr. Churchill le entregó una carta a la Sra.

Darcy de Lydia, informándole que no podría asistir a la

presentación del libro del Sr. Bennet ya que Wickham

saldría de prisión esos días y estaría con su familia antes de

irse al campo de batalla. Lizzie, mostrando una desilusión

que en realidad no sentía, respondió a esa carta con cariño,

agradeciéndole que le hubiera informado de su situación y

mandándoles muchos saludos.

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CAPÍTULO LXIV

Era miércoles y los Sres. Darcy esperaban la llegada de las

Bennet en el salón principal, después de haber acostado a

sus hijos. Lizzie recordó la primera vez que habían invitado a

su familia a esa casa, con el Sr. Bennet, y todos los gratos

momentos que había pasado con su padre. Añoró las visitas

que sorpresivamente le había hecho en Pemberley antes de

su fallecimiento, con las cuales había podido concluir el

trabajo de investigación que en pocos días se publicaría,

gracias a una atención especial que su esposo había tenido

con ella. Darcy, al verla tan distante, le dijo:

–¿Todavía te preocupa Christopher o pensabas en Mary?

Lizzie sonrió.

–Recordaba a mi padre, cuando estuvo aquí y las veces que

me visitó en Pemberley. Lo disfruté tanto y hay días en que

lo extraño más.

Darcy tomó su mano.

–Tu padre fue un hombre muy dichoso al tenerte como hija.

Estoy persuadido de que fue maravilloso verte crecer y

conocer el mundo, esparciendo toda la alegría que llevas en

el corazón y compartiendo tu cariño a todos los que te

rodean. Y yo, aun sin merecerlo, soy el hombre más

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afortunado y venturoso al tenerte como esposa. Sin duda,

“una buena esposa es el mejor y final regalo del cielo al

hombre, su ángel y ministro de gracias innumerables, su joya

de mayores virtudes. Su voz es su música más dulce, su

sonrisa su día más brillante, sus besos la guardia de su

inocencia, sus brazos su seguridad, su industria su más

segura salud, su economía su más seguro compañerismo,

sus labios son sus más seguros consejeros, su pecho es la

más suave almohada de sus cuidados, y su oración el más

capacitado abogado de las bendiciones del cielo sobre su

cabeza”.

–Eso lo escribió Jeremy Taylor –notó sonriendo.

–Y yo te lo dedico –afirmó al tiempo que besaba su mano.

La voz de la Sra. Bennet empezó a resonar en el pasillo

cuando el Sr. Churchill entró en el salón principal a anunciar

la llegada de las visitantes. Los Sres. Darcy se pusieron de

pie para recibirlas al tiempo que ellas entraban.

–Sra. Darcy –saludó la Sra. Bennet con un abrazo a su hija–.

¿Cómo han estado los niños? Pensé que llegaríamos a

tiempo para saludarlos pero nos retrasamos en el viaje.

–Bien, gracias mamá.

–¿Lydia ya está aquí?

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–Me escribió diciendo que no podrá venir ya que su marido

estará con su familia estos días.

–¿Wickham ya salió de prisión?

–Parece que sí, pero irá al campo de batalla.

–¡Ay, esta guerra que no termina!

–Tampoco tus lamentos –aclaró Kitty.

Lizzie abrazó cariñosamente a Mary, felicitándola por su

compromiso, y ella agradeció. Luego condujo a Kitty a su

habitación y acompañó a Mary a la suya, donde se

introdujeron.

–¡Ahora sí, me tienes que contar los detalles! ¿Qué noticias

hay del Sr. Posset? –indagó Lizzie aparentando una alegría

que no sentía, para que su hermana se sintiera en confianza.

–¡Ay, Lizzie! Estuvo en Hertfordshire hace un mes y visitó

varias veces Longbourn, donde me platicó de tantos temas,

de sus planes y de su trabajo. No había podido regresar

porque su madre había enfermado y falleció a fines de año.

Me dijo que en su ausencia se dio cuenta que se había

enamorado de mí, habló con mi madre y acordamos la fecha

de la boda.

–¡Me alegro mucho! Me gustaría conocerlo.

–Le recordaré por carta para programar pronto una visita.

–Recuerda que te quiero mucho y deseo lo mejor para ti.

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–Lizzie, ¿has sido feliz en tu matrimonio?

–Inmensamente feliz, pero esa felicidad no llega como

magia, como alguna vez soñamos, no existe el “… fueron

felices para siempre”, hay que construirla día a día y a veces

es difícil, pero si hay amor y unes esfuerzos la lucha es más

llevadera. No me puedo imaginar un matrimonio sin amor, sin

Darcy, mi vida sin él ya no sería posible.

Cuando bajaron se encontraron con Darcy, quien leía su libro

en el salón principal, y le ofreció el brazo a su mujer para

dirigirse al comedor. Todos tomaron asiento.

–¿Estuvo agradable su viaje, Sra. Bennet? –indagó Darcy.

–Sí Sr. Darcy, usted siempre tan amable y atento –declaró la

Sra. Bennet alborozada–. Sra. Darcy, invité a la presentación

del libro del Sr. Bennet a nuestras amistades de

Hertfordshire, Sir Lucas estará presente con su esposa, al

igual que los Sres. Morris, los Sres. King y la Sra. Long, esta

última vendrá en coche de alquiler, todos ellos ya están

enterados del compromiso de Mary y nos han felicitado. Y

traje el vestido que usé en la boda de la Sra. Georgiana, el

verde que me queda muy bien, para ir al evento de mañana.

¡Ay!, será un día muy especial. Le comenté a nuestras

amistades la hermosa dedicatoria que hizo el Sr. Bennet

para mí y la Sra. Long no podía creer que fuera cierto, yo le

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dije que mi marido, aunque muy reservado en sus

sentimientos, era un hombre de gran corazón y ahora se lo

voy a comprobar. ¡Fuimos tan felices juntos!

–Sólo en tus sueños, mamá –replicó Kitty.

–Estoy tan orgullosa de mi Sr. Bennet. Ya quiero ver las

montañas de libros que venderán en las diferentes librerías,

y en la de Meryton, con la hermosa dedicatoria que me

escribió. Así todos los del pueblo la podrán leer.

Seguramente hablarán durante semanas del asunto.

–Y también querrás ver cómo se incrementan los ingresos de

la granja por este concepto –afirmó Mary.

–Bueno, tú sabes que ya no me preocupa eso, gracias al… a

mi difunto marido que arregló sus asuntos antes de morir,

aunque siempre es bueno un ingreso extra.

–Y una cabeza menos que alimentar –ironizó Kitty.

La Sra. Bennet no paró de departir del regocijo que sentía a

causa del evento tan esperado por su familia, en donde vería

coronados los esfuerzos de varios años de trabajo de su

marido y habiéndolo dedicado a ella era algo que la hinchaba

de emoción. Lizzie la veía conmovida, en tanto Darcy sonreía

complacido al observar a su mujer.

Ya en su habitación, Lizzie se acercó:

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–Darcy, te agradezco tanto el evento de mañana. Pocas

veces he visto tan alborozada a mi madre.

–Y yo soy feliz de ver a mi Sra. Darcy jubilosa.

–Si mi madre supiera la verdad.

–No tiene por qué saberlo. Sólo tú y yo lo sabemos y ese

secreto me lo llevaré a la tumba.

–¿El Sr. Taylor no lo vio cuando revisó el trabajo?

–Le pedí su completa discreción. Me dijo el editor que

necesitará que alguien de la familia represente a tu padre en

el panel de mañana. Pensé que tal vez tú podrías hacerlo.

–No, no. Yo creo que será mejor que mi madre esté en ese

lugar. Se sentirá la más importante de la tarde, será como su

fiesta; valorará por primera vez el trabajo de mi padre, se

sentirá envanecida de un trabajo que mi padre y yo hicimos y

que nunca reconoció. Si le robo ese lugar, ese momento,

sería como quitarle el mérito que hoy se atribuye, aunque no

le corresponda.

Darcy sonrió satisfecho.

–Seguramente a tu padre le gustaría que ocuparas ese lugar.

–También le gustaría que la relación entre madre e hija siga

siendo tan buena como lo es ahora y como nunca había sido

antes, y mucho de eso se lo debo al Sr. Darcy y a su

generosidad.

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–Todo ha sido para verte feliz –indicó besándola en la

frente–. Por cierto Lizzie, Fitzwilliam me pidió que llegáramos

un día antes de lo planeado a Rosings, quiere enseñarme

algunos documentos que dejó pendientes mi tía. Tendremos

que salir el miércoles próximo.

–¿El miércoles?

–Sí, ¿tienes algún inconveniente?

–No –dijo con vacilación–, sólo me preocupa Christopher.

–Pero ya está mejor.

–Sí, ya está mejor, pero al viajar nuevamente nos

arriesgamos a que recaiga, más en Rosings que está

rodeado de bosque. Y si necesitamos a un médico,

Georgiana y Donohue no saben si van a ir.

–¿Acaso estás contemplando quedarte en Londres? –

indagó molesto.

–Darcy, no te enojes conmigo –pidió acercándose a él–. Yo

sé que tú tienes que ir y quiero acompañarte, pero no puedo

dejar de preocuparme.

–Dejarías de ser Lizzie si no pensaras en los demás –indicó

con una sonrisa.

Al día siguiente después del desayuno, las Bennet salieron a

pasear al Hyde Park y regresaron a medio día para

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prepararse para la presentación del libro. Pasada la hora del

té, los Sres. Darcy y las Bennet abordaron sus carruajes

rumbo a la Biblioteca Británica, donde ya estaba todo listo

para el evento tan esperado por la familia. Al introducirse en

el recinto, había congregada una gran cantidad de personas.

Los Sres. Darcy y las Bennet fueron recibidos por el Sr.

Aslop, amigo de Darcy y dueño de la editorial responsable de

la publicación, así como por el Sr. Taylor, quienes los

escoltaron a sus lugares mientras saludaban a los invitados,

entre los que se encontraban representantes de varias

universidades, medios de prensa, algunos escritores y

personalidades destacadas del mundo de la cultura. En el

presídium habían colocado una mesa decorada con

hermosos arreglos florales donde se sentaron el Sr. Aslop, el

Sr. Taylor, otros maestros en la materia y la Sra. Bennet.

Cuando el evento dio inicio todos tomaron asiento, los Sres.

Darcy se encontraban en las primeras filas, junto con el

resto de la familia, y escucharon la perorata que dieron

algunas de las personalidades que se localizaban en el

panel, hablando del trabajo de investigación que por varios

años había realizado el Sr. Bennet y que ahora representaba

una importante aportación para el aservo cultural de la

nación.

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Lizzie observaba conmovida a su madre que, en silencio,

aparentaba prestar escucha a las alocuciones, sin poder

disimular el gozo y el orgullo que sentía de ver reconocido el

trabajo de su esposo y, sobre todo, que a ella le hubieran

asignado el lugar más importante de la reunión. Los Sres.

Bingley y Mary, cerca de los Sres. Darcy, escuchaban con

toda atención, mientras Kitty bostezaba continuamente,

aburrida de oír tantas cosas que no eran de su interés,

deseando que terminaran de hablar y comenzara el brindis.

Después de los discursos y de los aplausos de la

concurrencia, el Sr. Aslop hizo la entrega formal de un

ejemplar de la obra a la Sra. Bennet, quien lo recibió jubilosa,

agradeciendo las finas atenciones.

Enseguida se dio paso al brindis. Los familiares y amigos se

acercaron a la Sra. Bennet para darle los parabienes. Darcy

introdujo a su esposa a algunas de sus amistades mientras

Lizzie estuvo cuidando con la mirada del buen

comportamiento de Kitty y de la Sra. Bennet, con quienes

había hablado durante el desayuno para recordarles que si

querían seguir siendo invitadas a su casa tendrían que

comportarse con el mayor decoro. También platicó con los

Sres. Morris, indagando más información sobre el Sr. Posset.

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Georgiana se aproximó a saludar a sus hermanos y disculpó

a su marido por no poder asistir al evento, ya que estaba

cuidando de algún paciente. Lizzie le preguntó discretamente

si Donohue asistiría a la boda de Rosings y ella no le supo

contestar con certeza, ya que dependía del restablecimiento

del enfermo.

El evento se alargó por un par de horas más, en donde

estuvieron conversando con los asistentes. Lizzie se pudo

percatar de que Mary, lejos de la vigilancia de su madre,

platicaba con un caballero que se había acercado a ella para

felicitarla y había permanecido a su lado desde entonces

hasta que se terminó el convivio. Lizzie los veía, intrigada de

saber el tema que conversaban con tanto interés, gozosa de

ver a su hermana desenvolviéndose con libertad.

Cuando ya había poca gente y las mesas en donde habían

estado expuestos los libros que se presentaban para la venta

se habían vaciado, los familiares se retiraron, aun cuando la

Sra. Bennet quería continuar la celebración. Los Sres.

Gardiner ofrecieron a la Sra. Bennet y a sus hijas llevarlas a

cenar al Pantheon, mientras los Sres. Darcy y Georgiana se

despidieron y se dirigieron a sus respectivas residencias.

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A su llegada, los Darcy encontraron que la tos de Christopher

se había visto recrudecida nuevamente en las últimas horas,

por lo que la Sra. Reynolds le administró el medicamento que

le habían dado en Oxford y esperaba el arribo del Dr.

Robinson. A los pocos minutos éste fue anunciado y los

Sres. Darcy, preocupados, lo recibieron. El médico examinó

al pequeño que yacía en la cama, desganado, observando a

su madre con atención mientras aspiraba el aire que le había

faltado, como el consuelo que sólo ella le proporcionaba en

esos momentos de angustia. Lizzie, al verlo, se sintió

culpable por no haber estado con él para brindarle su

cuidado y su protección.

Cuando el Dr. Robinson terminó su exploración, les indicó

que el bebé estaba fuera de peligro, a pesar de que la tos

persistía. Recomendó extremar las medidas preventivas que

les había señalado con anterioridad y que lo mantuvieran

dentro de la casa, comprometiéndose a revisarlo antes del

viaje a Kent. Lizzie, descorazonada por su hijo, lo recibió en

sus brazos al tiempo que el Dr. Robinson se despedía y se

retiraba, escoltado por la Sra. Reynolds.

La noche fue difícil, la tos de Christopher no cedía y Matthew

parecía querer acompañarlo en su malestar, permaneciendo

despierto gran parte de la víspera. Por ese motivo, Lizzie

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cuidó de ellos en la habitación contigua para no interferir en

el necesario descanso de su marido, quien tenía varios

pendientes importantes de trabajo al día siguiente.

Llegado el amanecer, sumamente anhelado por Lizzie ya

que había pasado la noche en vela cargando a Christopher

para que se aminorara su dolencia, al fin pudo colocar a su

pequeño agotado en su cuna sin que se despertara, parecía

que había esperado ver las primeras luces para conciliar

tranquilamente el sueño. Matthew, tras haberse mantenido

despierto hasta la madrugada, pudo dormirse incluso con la

asidua tos que se escuchaba en la habitación.

Lizzie caminó sigilosamente hasta la puerta que comunicaba

con su alcoba y la abrió, encontrándose con su marido que

iba en su búsqueda para ver cómo estaba su familia. Al ver

el rostro de agotamiento de su esposa, se acercó y la abrazó

con cariño, la escoltó hasta su cama y la cobijó besándola en

la frente. Lizzie se durmió al instante y Darcy, tras

contemplarla unos minutos, se fue a alistar y partió rumbo a

la ciudad, dando instrucciones precisas de que nadie

molestara a la Sra. Darcy.

Las Bennet fueron avisadas de que la Sra. Darcy no las

acompañaría al desayuno, por lo que almorzaron y se

marcharon a su paseo.

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Cuando Matthew despertó, Lizzie, todavía cansada por la

desvelada, fue por él y revisó a Christopher que dormía

serenamente. La vida tenía que continuar, aun cuando

habría deseado extender un poco su descanso. Desayunó en

su alcoba y pasó el resto del día con sus pequeños, con la

preocupación de ver que la tos, aunque menos frecuente,

todavía persistía.

Llegada la noche, Darcy arribó un poco antes de la cena y

se dirigió a la habitación donde Lizzie arrullaba a Christopher

antes de colocarlo en su cuna. La Sra. Reynolds cuidó de los

pequeños mientras los señores cenaban en el comedor con

sus invitadas.

–¿Cómo sigue Christopher? –indagó la Sra. Bennet.

–Un poco mejor, gracias –contestó Lizzie.

–El evento de ayer estuvo magnífico –resonó con

elocuencia–. ¡Qué personalidades estaban presentes y

habrase visto tal amabilidad!

–Si cuando menos hubiera habido caballeros apuestos y

solteros, habría sido más interesante –comentó Kitty–.

Aunque eso no le importó mucho a Mary, aun cuando ya está

comprometida.

–¿A Mary?

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–Sí, claro. Estuvo acompañada de un caballero y ¿quién lo

diría?, platicando largo rato con él.

–Me preguntó sobre el trabajo de mi padre –aclaró Mary sin

darle importancia.

–¿Y le aclaraste que ya estás comprometida?

–Por supuesto.

–Creo que la plática se extendió más de lo debido. ¿Acaso

el tema de conversación era sobre algún intelectual que

desconozco? –se burló.

–Seguramente, no creo que te interesen los libros de John

Locke –indicó Mary.

–¿Quién?

–John Locke, político y filósofo inglés que escribió el Ensayo

sobre el entendimiento humano, publicado en 1690.

–¡Hace más de un siglo!

–¿Es el mismo que escribió Tratados sobre el gobierno civil?

–preguntó Lizzie.

–Así es –declaró Darcy–. ¿Quién iba a decir que las bases

ideológicas que dieron impulso a la independencia de las

colonias inglesas en América las escribió un inglés?

–Sin olvidar su propuesta de dividir el poder del Estado en el

poder ejecutivo, legislativo y federativo, para evitar la

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corrupción del mismo, quedando en manos de la soberanía

nacional.

–Si invitaras a ese caballero a esta mesa, la conversación

sería muy aburrida –aseguró Kitty.

–¿Quién dijo que lo iba a invitar? Es un desconocido –

aseveró la Sra. Bennet–. La Sra. Morris quedó encantada

con la presentación. Hoy la volvimos a ver y me dijo que

compró el libro de mi marido y que ya lo empezó a leer. Me

agradeció mucho que la hubiera invitado.

–Y tú, ¿ya leíste el libro de tu marido? O sólo la primera hoja.

–Los Sres. Aslop y Taylor me trataron con generosa

afabilidad y me felicitaron por los trabajos del Sr. Bennet.

–Que seguramente desconoces –murmuró.

–El Sr. Lauper ya lo leyó y me dio sus parabienes –afirmó

Mary.

–¿El Sr. Lauper? –indagó la Sra. Bennet.

–¿Ese es su nombre? –investigó Kitty.

–¿Y cuánto recibe de renta ese caballero? –investigó sin

razonar.

–¿Crees que es propio de una dama, una dama

comprometida, hacer ese tipo de preguntas? –cuestionó

Mary.

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–¿Una dama? –disputó la Sra. Bennet sin considerar a su

hija bajo ese título–. Tienes razón.

–Y hoy, ¿conocieron algún lugar en especial? –curioseó

Lizzie.

–Fuimos con mis tíos a la Catedral de San Pablo –respondió

Kitty–, parece que el Sr. Gardiner insiste en enseñarnos

todos los templos de la ciudad, aunque ya lo habíamos

visitado con mi padre. Pero pudimos ver el Cambio de

Guardia en el Palacio de Buckingham, ¡qué apuestos eran

los soldados con sus coloridos uniformes!

–Y mañana nos invitará a la Ceremonia de las Llaves que se

celebra en la Torres de Londres por la noche –indicó la Sra.

Bennet–. No podremos venir a cenar Lizzie, dicen que es

una ceremonia magnífica y que sólo con una invitación

puedes asistir.

Las Bennet continuaron su conversación sobre el paseo que

habían realizado, pero Lizzie estaba agotada y no prestó

atención, deseando que acabara pronto la cena para ir a ver

a sus hijos y dormir.

Al retirarse a descansar, Lizzie vio con preocupación que la

tos de su bebé se volvía a intensificar, augurando

nuevamente una mala víspera. Así fue, aunque esta vez fue

Darcy quien permaneció al cuidado del enfermo.

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Los siguientes días y noches fueron similares, y se acercaba

el día en que tendrían que salir rumbo a Kent. Lizzie,

preocupada por viajar con su hijo en esas condiciones u

horrorizada de dejarlo en Londres bajo la supervisión de la

Sra. Reynolds, esperó impaciente la visita del Dr. Robinson

para conocer su punto de vista.

Darcy la acompañó la tarde del martes y, mientras cargaba a

Christopher y Lizzie atendía a Matthew, le preguntó:

–¿Ya tienes todo listo para el viaje?

–Sí, la Sra. Reynolds me ayudó a terminar en la mañana,

aunque… no sé si sea mesurado que yo vaya.

–¿Por qué? Christopher está mejor.

–Su tos todavía está muy seca y Georgiana me dijo que no

sabía si iba ir Donohue a la boda. Si vamos con él y empeora

me sentiría responsable de su estado y no puedo

abandonarlo aquí.

–Si se queda aquí, estoy persuadido de que estará bien. La

Sra. Reynolds ha demostrado ser capaz de cuidarlo

adecuadamente; además, en caso necesario el Dr. Donohue

o el Dr. Robinson estarán pendientes de su evolución, y si

Donohue no va, tal vez Georgiana se quede también y

podríamos dejarlos con ellos, con el apoyo de la Sra.

Reynolds.

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–Darcy, compréndeme. Es la primera vez que me separo de

ellos, no podría estar tranquila sin saber cómo están.

–Entonces ya está decidido –aseveró enojado.

–No Darcy. Quiero ir contigo, no me gustaría que fueras solo.

–Si voy solo, espero que tu madre comprenda que quiero

irme en carruajes diferentes.

–Por supuesto.

En ese momento, el Sr. Churchill anunció la visita del Dr.

Donohue, quien venía a revisar a Christopher. Los Sres.

Darcy lo recibieron y el médico procedió a examinarlo

cuidadosamente. El bebé todavía presentaba tos, aunque la

frecuencia había disminuido y se le veía en mejores

condiciones anímicas. Donohue les indicó que le cambiaría

el medicamento, pero que en general lo veía más

restablecido. Darcy preguntó si estaba en condiciones de

realizar el viaje a Kent y respondió que, como él iba a asistir

con su familia no encontraba ningún inconveniente, sólo que

lo protegieran del frío durante el camino y permaneciera

resguardado dentro de la casa. Terminada su labor, sugirió

también revisar a Matthew, a quien encontró en buen estado

de salud.

Fitzwilliam les había ofrecido con anterioridad a sus primos y

a Bingley que se hospedaran en Rosings y que la casa

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estaría a su completa disposición para que hicieran uso de

ella de la forma en que más les conviniera para que se

sintieran cómodos con su familia. Con esa confianza, antes

de la recaída de Christopher, ya habían pensado en llevar a

la Sra. Reynolds y que los bebés, incluída Rose, se

quedaran a su cuidado en alguna de las habitaciones de la

casa.

–Ahora sí, Sra. Darcy, ¿me puede indicar si desea ir a Kent?

–preguntó Darcy jubiloso en cuanto Donohue se retiró.

Lizzie rió más tranquila.

–Ya ves que tu enojo fue completamente injustificado.

–Por lo visto, también tu preocupación.

Cenaron con las Bennet, quienes estaban muy emocionadas

con la boda de los próximos días y de poder conocer ese

condado del que tanto habían oído.

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CAPÍTULO LXV

Lizzie reposó lo suficiente, era la primera noche que pudo

dormir completa después de varias jornadas. Se levantó y

fue a ver a sus hijos, ya que Darcy había salido a cabalgar

antes de partir a Kent. Los atendió y se alistó para

prepararse para el desayuno, mientras la Sra. Reynolds le

auxiliaba a guardar las últimas cosas de los bebés dentro de

los baúles. Cuando estuvo lista, Darcy la fue a buscar a la

alcoba y se dirigieron al comedor para el almuerzo con sus

invitadas. Al término del mismo, partieron a Kent.

A su llegada, fueron anunciados por el Sr. Harvey y los

recibió la Srita. Anne en compañía de Fitzwilliam, los Bingley

y los Sres. Donohue, quienes habían llegado un poco antes.

Las Bennet se habían desviado rumbo al hotel del pueblo

donde se hospedarían junto con los Sres. Gardiner.

La Srita. Anne los invitó a uno de los salones de recepción a

tomar el té, donde los recibía Lady Catherine cuando iba

Lizzie a visitarla, estando hospedada con los Collins. Las

cosas se encontraban dispuestas igual que aquellos días: los

muebles, las alfombras persas de trescientas libras, el piano,

los cuadros, las mesas ataviadas con los adornos de plata,

los murales, los ventanales de veinte mil libras, las cortinas;

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pero la vida de Lizzie había cambiado tanto desde entonces,

desde aquella visita a Kent que había transformado su vida,

así como la de Jane, aunque ella lo ignorara. Después de

tomar el té y sostener una pequeña conversación con los

anfitriones, la Srita. Anne, auxiliada por la Sra. Jenkinson,

escoltó a los huéspedes a sus habitaciones para que se

instalaran y posteriormente bajaron para la cena.

Los pequeños se quedaron al cuidado de la Sra. Reynolds y

de la Srita. Susan, quienes les dieron de cenar en el salón

lindante y luego se dispusieron a bañarlos y acostarlos en las

respectivas alcobas. Mientras, los señores cenaron en el

comedor, disfrutando de la amena plática a la que invitaba la

compañía: todos los reunidos eran como hermanos, excepto

la Srita. Anne, quien estuvo prácticamente en silencio.

Terminada la cena, los señores permanecieron en el

comedor disfrutando de una copa y luego de una partida de

ajedrez que los entretuvo hasta altas horas de la noche.

Lizzie, tras cumplir con la invitación de la Srita. Anne a tomar

la taza de té en el salón con sus hermanas, se retiró a

descansar.

Al amanecer, Darcy salió a cabalgar con los caballeros y a su

regreso fue a buscar a su esposa en la habitación. Tocó a la

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puerta y entró, sorprendiéndose al ver a su mujer en bata,

quien, alborozada de verlo, se acercó a saludarlo.

–Creí que ya estarías lista para el desayuno –declaró

sonriendo y tomando sus manos–. ¿Acaso necesitas ayuda?

–Sólo falta ponerme el vestido –repuso y se acercó a él para

encontrarse con sus labios–. Te estaba esperando, hace

mucho que no me llenas de tus besos.

Darcy rió y esclareció con cariño:

–Únicamente han transcurrido dos semanas desde entonces.

–¿No se te hace una eternidad?

–Sí, aunque no ha sido por falta de deseo y lo sabes, primero

no podías y luego tus hijos…

–Ahora se puede y los niños están muy bien cuidados.

Sueño con sentir tus labios en donde nunca me hayas

besado.

–Sra. Darcy –dijo él abrazándola de la cintura–, tendré que

pedirle que me responda con toda sinceridad; si su respuesta

es afirmativa, me convertiré en su esclavo toda la noche.

–¿Qué tengo que responder? –indagó con su sonrisa vertida

de avidez mientras desabrochaba la corbata de su marido.

–Sólo con el poder de tu sonrisa logras seducirme –murmuró

y prosiguió con más decisión–. ¿Acaso ese lugar existe?

Lizzie, pensativa y contrariada, negó con la cabeza.

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–No importa, para mí tu piel es territorio inexplorado –

aseguró Darcy apartando la tela del hombro de su esposa–.

Creí que sólo te faltaba el vestido –advirtió estremeciéndose.

–Quería facilitarte las cosas.

–Eres increíblemente hermosa.

Darcy atrajo su cuerpo con firmeza disfrutando de la

suavidad de su piel con sus labios y ella se dejó abrazar

aferrándose a su cuello como si temiera desmoronarse, la

acarició donde ella más lo anhelaba provocando que sintiera

un escalofrío en todo el cuerpo y dejara escapar unos

suspiros que complacieron a su esposo mientras ella se

lanzaba de cabeza a ese fuego, donde sentía todo su ser

derretirse y fundirse con el de su marido, olvidándose de

todo lo demás.

En ese momento, alguien tocó a la puerta. Darcy, esperando

que el causante de esa interrupción se retirara al no ser

atendido, tomó a su esposa en brazos, la colocó en la cama,

se quitó la levita y el chaleco mientras ella aflojaba las calzas

y continuó con su placentera tarea, yaciendo a su lado. A los

pocos minutos, el intruso volvió a insistir.

–¡Sr. Darcy! –el mayordomo alzó la voz para llamarlo a

través de la puerta.

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–No cabe duda de que no estamos en casa –dijo Darcy

entorpeciendo su ocupación.

–No te detengas –susurró Lizzie sin soltarlo del cuello.

Darcy la besó saciando la ansiedad que ambos sentían en

los labios, recuperando con asombrosa facilidad la

sensualidad de sus caricias destinadas a su boca que la

dejaban sin respiro y aumentaban el deseo de tenerlo más

cerca. Al escuchar un golpe en la habitación contigua y el

inicio del llanto de uno de sus hijos, finalmente él se separó

mientras el mayordomo insistía nuevamente en la puerta.

–Hoy se han puesto de acuerdo para impedir que te

complazca.

Lizzie asintió resignada. Darcy se incorporó, alcanzó la

prenda de su esposa y le ayudó a colocársela, ella también

se levantó para ver qué había sucedido con su pequeño.

Darcy se ajustó las calzas y atendió al mayordomo mientras

Lizzie se introducía a la alcoba de sus hijos por la puerta que

interiormente comunicaba las dos habitaciones. Ella cargó

unos momentos a Matthew, quien se había pegado, y

cuando éste se tranquilizó volvió a su recámara, donde su

marido la esperaba colocándose la corbata y la levita.

–¿Todo bien con los niños?

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–Matthew se pegó, pero ya está bien. Y a ti ¿quién te

buscaba?

–El Sr. Harvey, me dice que el Sr. Boston quiere hablar

urgentemente conmigo.

–Entiendo.

–Pero esta noche estaré dedicado a consentir a mi esposa

como se merece –dijo tomándola de la cintura.

–¿Hoy no jugarás ajedrez con Donohue? –preguntó

sonriendo.

–No –dijo besándola–. Hoy quiero hacerte feliz.

–Esperaré con impaciencia que termine la cena.

–Yo también.

Lizzie lo besó delicadamente mientras él la envolvía en sus

brazos. Luego se retiró. Ella lo vio partir y se dispuso a

alistarse para bajar al desayuno.

Cuando Lizzie entró al salón principal, ya estaban reunidos

los Sres. Donohue, Jane y la Srita. Anne. Darcy y Fitzwilliam

junto con Bingley y Boston tardaron media hora más en salir,

desayunaron en el comedor y posteriormente se retiraron al

despacho, de donde no salieron sino hasta la hora de la

cena. Entre tanto, Lizzie estuvo con sus hijos y con su

ahijada Rose, auxiliada por la Sra. Reynolds, ya que los

Sres. Donohue habían salido de Rosings y Jane, con sus

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niños, se reunió con las Bennet en su paseo. Cuando

Georgiana llegó por Rose y se la llevó a su habitación, la

Sra. Reynolds preparó el baño de los bebés y ayudó a su

ama a asearlos y acostarlos, ella permaneció acompañando

a los pequeños mientras Lizzie se cambiaba para la cena y

se adornó con un elegante vestido color granate con

bordados en hilo de oro.

En cuanto estuvo lista y al ver que ya era la hora de cenar,

bajó y en el salón principal ya estaban reunidos los Sres.

Donohue con la Srita. Anne y Jane; los caballeros

continuaban en el despacho. Minutos más tarde, los señores

salieron del estudio para la cena.

En el comedor, Fitzwilliam inició la conversación que

continuó con Donohue y Georgiana y luego con alguna

aportación de Bingley, pero los pensamientos de Lizzie

estaban en otra parte y, por lo visto también los de su

marido, que la buscaba con la mirada en diversas ocasiones

en completo silencio, mientras ella le sonreía. ¡Cómo

desearía estar en su casa para sentarse a su lado, tomar su

mano y sentir sus caricias! Sin duda, las reglas de etiqueta

estaban destinadas a cumplir las necesidades de los

hombres de admirar la belleza de sus esposas al sentar a los

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cónyuges uno enfrente del otro, pero no a los requerimientos

de las mujeres.

Cuando la Srita. Anne invitó a las damas a retirarse al salón

para tomar el té, los caballeros se levantaron para ayudarles

con las sillas y éstas agradecieron y se marcharon.

La Sra. Jenkinson auxilió a la Srita. Anne a servir el té,

mientras la conversación entre Georgiana y Jane continuó

por un rato, hasta que los caballeros hicieron su aparición.

Lizzie, con sólo escuchar la voz de su marido en el camino,

percibió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo y el

fuerte latido del corazón, esperando que fuera por ella y la

condujera hasta su alcoba, sintiendo el impulso de correr a

su lado y estrecharlo amorosamente. Las damas se pusieron

de pie, Darcy se aproximó a su esposa y le susurró en el

oído tomando sus manos, deleitándose con su exquisito

aroma y sintiendo el calor que emanaba, deseando envolver

su rostro con las manos y acercar los labios a los suyos,

mientras los caballeros se disponían a irse al despacho:

–Lizzie, perdóname. Procuparé no dilatarme, pero tal vez

puedas esperarme en la habitación en bata y con la

chimenea encendida.

–Llevaré una botella de vino –dijo ella mientras su marido la

besaba en la mejilla.

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Georgiana se dirigió al piano en tanto su hermano las

abandonaba y la Srita. Anne invitó a las damas y al Dr.

Donohue a tomar asiento nuevamente. Lizzie esperaba a

que se oyeran las voces de los caballeros saliendo del

despacho, pero éstas no se apreciaron; recordó con

devoción los momentos que había pasado con su marido esa

mañana, que sólo habían servido para encender su deseo y

avivar sus expectativas, anhelando sentirse nuevamente

entre sus brazos y percibir sus labios sobre los suyos.

Cuando Georgiana terminó su interpretación, Jane se

dispuso a retirarse y Lizzie hizo lo mismo. Al llegar a su

habitación fue a ver a sus hijos y despidió a la Sra. Reynolds,

luego se aseó y se cambió, poniéndose la bata de muselina

favorita de su marido; enseguida prendió la chimenea, sirvió

las dos copas de vino y las colocó sobre la mesa. Luego se

sentó en el sillón con su libro a esperar el arribo de su

esposo. Lizzie no pudo avanzar en la lectura, después de un

rato de intentar concentrarse, desistió y se paseó por la

alcoba rozando los adornos que alguna vez Lady Catherine

había colocado en ese mismo lugar, sin imaginar que algún

día esas paredes serían testigos del amor que existía entre

su sobrino y la mujer que alguna vez odió por ser la que

degradaba el buen nombre de su familia. Observó por la

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ventana la oscuridad de la noche ligeramente interrumpida

por la luna; sintiendo que el tiempo pasaba muy lentamente

vio el reloj y ya habían pasado dos horas de haber terminado

la cena. Se metió a la cama y esperó por un rato más hasta

que Darcy entró. Lizzie se levantó y se acercó mientras él se

quitaba la levita y la corbata.

–Perdóname Lizzie, pero hasta ahora hemos terminado.

–Debes venir cansado, estuvieron trabajando todo el día.

–Y me retumba la cabeza.

Lizzie suspiró desabrochando el chaleco de su marido.

–Pero si me das láudano estaré como nuevo en unos

minutos –aclaró Darcy levantando su rostro delicadamente

mientras ella sonreía al cultivar nuevas esperanzas.

Darcy la besó, pasó al vestidor y al regresar se metió en la

cama en tanto observaba cómo su mujer preparaba el

remedio que lo revitalizaría. Lizzie vertió un poco más de

agua y endulzó la solución para que el sabor amargo del

jarabe no desagradara a su marido. Cuando se dirigió hacia

él, lo vio acostado con el torso descubierto y profundamente

dormido. Lizzie colocó el vaso en su buró, lo cobijó, apagó

las velas, dejó su bata sobre la silla y se acostó abrazándolo,

sintiendo su piel erizarse al contacto con la de él y su deseo

desbordarse, resignada a esperar nuevamente.

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CAPÍTULO LXVI

Lizzie se atavió con un vestido verde de manga corta y una

gargantilla de diamantes que hacía juego con sus aretes y

se veía muy atractiva. Cuando Darcy la fue a buscar a su

alcoba se sorprendió de su belleza y de la felicidad que

irradiaba.

–Sra. Darcy, hoy luce increíblemente hermosa –afirmó él

acercándose a su esposa y tomando sus manos.

–Gran parte se lo debo al Sr. Darcy –aseguró Lizzie con una

sonrisa muy especial–. Estaba en un maravilloso sueño con

mi marido, del cual no quería despertar, pero me di cuenta

que mi realidad era mil veces mejor. Gracias por el inicio de

día tan bonito.

–Perdóname por haberme quedado dormido ayer.

–Estabas cansado y hoy lo has compensado con creces.

Estuviste fantástico –susurró acercándose y lo besó con

cariño.

–Fue un placer –indicó sonriendo–, pero todavía me siento

en deuda con mi bella dama. ¿Me permite resarcir mi falta,

mi lady?

–¿Pronto realizaremos nuestro viaje?

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–Pensaba en algo más inmediato. Sin embargo, llegando a

Londres puedo hacer válido el ofrecimiento de Georgiana

para que cuide de los niños unos días si así lo deseas.

–Las dos sugerencias suenan muy seductoras.

–Empecemos con la primera –murmuró acercándose con

lentitud para tomar su boca y mordisquear su labio inferior a

placer antes de besarla apasionadamente.

Al cabo de un rato, los Sres. Darcy salieron de su alcoba y

Lizzie lucía un vestido azul cielo de tirantes con un bordado

al frente que destacaba bellamente su silueta, con el collar y

los pendientes de diamantes que se había puesto. Pasaron

un momento a la habitación de los pequeños, donde se

encontraba la Sra. Reynolds que los estaba terminando de

alistar para bajar al desayuno, junto con Rose. Luego bajaron

al salón principal donde ya se encontraban los anfitriones, los

Donohue y los Bingley para dirigirse al comedor a desayunar

y, al concluir, Georgiana y la Srita. Anne se retiraron con la

Sra. Jenkinson para proceder al arreglo de la novia. Los

demás se quedaron conversando en el salón principal

mientras daba la hora de irse al templo.

El novio se fue de Rosings antes de que la novia saliera de

su habitación y Darcy la recibió al pie de la escalera para

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conducirla al carruaje que los llevaría por media milla a la

abadía de Hunsford. Los Donohue ofrecieron llevar a Lizzie,

después de que las madres se despidieron de sus bebés que

se quedaron al cuidado de la Sra. Reynolds en su habitación.

El carruaje de Lizzie llegó primero y Donohue ayudó a bajar

a las damas, luego arribó el de los Bingley. Había mucha

gente esperando el advenimiento de la novia y el novio ya se

encontraba en el interior del templo. Se acercaron a Lizzie

varias amistades de la familia a saludarla y a felicitarla por el

nacimiento de sus hijos, igualmente a Georgiana y al Dr.

Donohue que la acompañaban. Lizzie recordó que esas

mismas personas habían sido imprudentes con sus

comentarios en la boda de Georgiana, queriendo averiguar

en ese entonces si habría o no herederos del Sr. Darcy. La

Srita. Bingley tuvo el valor de acercarse a saludar, pero no

hizo ningún comentario, retirándose a la primera oportunidad.

El Sr. Philip Windsor se inclinó cortésmente ante Lizzie y los

Sres. Donohue, preguntando por la salud de su hijo. Ella le

agradeció que hubiera llevado al médico al hotel y él se puso

nuevamente a sus órdenes.

Lizzie y sus acompañantes se introdujeron al templo y

tomaron los asientos que les habían asignado enfrente del

altar, donde ya estaba el novio observando los últimos

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movimientos del clérigo antes de iniciar la ceremonia. Las

Bennet ya estaban en el interior del templo, igualmente los

Sres. Gardiner. El Sr. Murray Windsor venía solo, aun

cuando ya había notificado su próximo casamiento a sus

familiares, y se sentó muy cerca de los Sres. Donohue, de

quienes no arredró la mirada. Los Sres. Willis también

habían asistido y se sentaron junto a los Sres. Windsor y su

hija Sandra.

El clérigo se dispuso a salir del templo, caminando por el

pasillo para recibir a la novia que ya esperaba tomada del

brazo de su primo que la llevaría hacia el altar. Todos

guardaron silencio e inició la música de procesión. Diana

inició el paso, llevando un ramo de flores blancas muy bonito,

acompañada de un lado por su hermano Henry y del otro

por Marcus, ambos cargando una caja con los anillos y las

arras. Enseguida entró el cura y, por último, el Sr. Darcy y la

Srita. Anne a quien llevaba lentamente de su brazo, sin

apartar la vista de su amada que lo miraba desfilar con

inmenso cariño. Darcy entregó a la novia y tomó su lugar

junto a su esposa, diciéndole al oído:

–Te ves preciosa, muy atractiva debo reconocer. Siento

mucho que por mi causa hayas tenido que cambiar de

vestido.

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–Ese lo podré usar en Londres si me invitas a cenar –dijo

Lizzie sonriendo.

–Pensé que querrías cenar esos días en nuestra alcoba, a

solas, con la chimenea encendida, como hace mucho no lo

hacemos.

–Me encantaría.

Darcy la besó en la mejilla y se incorporó para escuchar las

palabras del pastor.

La ceremonia estuvo llena de hermosa música y mensajes

de alegría y buenos deseos que el Sr. Ensdale les brindó,

recordando a la madre de la novia y de toda la bondad de su

corazón que mostró a lo largo de toda su vida.

Terminada la ceremonia, Fitzwilliam ofreció el brazo a su

esposa y salieron caminando por el pasillo, seguidos del

pastor y de los familiares cercanos: los Darcy y los Donohue.

Los Sres. Darcy felicitaron a los novios, quienes

agradecieron mucho su atención. Luego Darcy tomó a su

esposa de la mano con la intención de irse lo más pronto

posible, pero varios invitados se aproximaron a ellos para

saludarlos. La Sra. Bennet se acercó muy entusiasmada a

darles la enhorabuena con Mary y con Kitty y a recordarle a

Lizzie que presentara a Kitty los caballeros solteros que

fueran buenos candidatos. Cuando por fin sus amistades se

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los permitieron, los Sres. Darcy abordaron el carruaje para

dirigirse a Rosings.

En cuanto llegaron, Lizzie y Georgiana fueron a ver a sus

hijos a la alcoba para asegurarse de que todo estuviera en

orden, sintiéndose con más confianza de pasar una tarde

divertida. Regresaron con sus maridos a la mesa que tenían

asignada, cerca de los novios, y en compañía de los Sres.

Bingley. Las damas se sentaron y estuvieron platicando muy

entretenidamente mientras los señores conversaban. Al cabo

de un rato, Lizzie subió a ver a los niños y, antes de la

comida, Georgiana se ofreció a ir nuevamente para que

ambas estuvieran tranquilas de que sus hijos permanecieran

contentos. Los Sres. Windsor se acercaron a saludar y

platicaron un rato con ellos, participándoles de la próxima

boda de su hijo Murray. Georgiana, al igual que Donohue, se

sorprendió al saber la noticia aunque ambos lo disimularon

con discreción, recordando que hacía unos años había

recibido una propuesta de matrimonio de su parte, antes de

aceptar casarse con su marido. Cuando los Windsor se

retiraron a su mesa, Georgiana le contó a su esposo y a su

hermano esa tarde que recibieron la visita del Sr. Murray

Windsor en el salón de esculturas con lujo de detalles, con la

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participación de Lizzie que adornaba graciosamente la

conversación.

Los novios fueron recibidos por todos los invitados con

grandes ovaciones y se sentaron en la mesa principal para

dar inicio al banquete. La comida comprendía distinguidos

platillos regionales, todos preparados con sumo cuidado en

las cocinas de Rosings y con una hermosa presentación que

abría el apetito con sólo mirarlos, el vino circuló por todas las

mesas acompañando exquisitamente los alimentos. Los

comensales disfrutaron de todas las atenciones otorgadas,

escuchando una agradable música de fondo que siguió

deliciosamente durante toda la fiesta.

Cuando la comida terminó, Lizzie se disculpó para ir a ver a

sus hijos y a su ahijada y regresó unos minutos después, a

tiempo para el primer baile. Darcy le ofreció el brazo cuando

dieron la señal y la condujo entre la gente hasta la pista,

seguidos por los Donohue. La música del baile inició, al igual

que la conversación que en privado podían sostener los

bailarines, a pesar de encontrarse rodeados de gente.

–Hace mucho que no asistíamos a un baile –indicó Darcy.

–Sí, desde la boda de Georgiana. Han pasado tantas cosas

desde entonces.

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–Me he enamorado más de ti, tú estás cada día más

bonita…

–Y yo soy más feliz a tu lado.

–Además de los hermosos hijos que me has dado y toda la

alegría que me has regalado. ¿Cómo poder compensarte de

todo lo que me has brindado?

–Lo sabes hacer muy bien, con todas tus atenciones y

detalles de cada día, con el amor y el cariño que me brindas

en todo momento…

–Siento que ni en toda mi vida podré darte todo el amor que

tengo para ti.

–Con que nunca me dejes de amar…

–Te amaré por toda la eternidad –afirmó sosteniéndola

dulcemente de sus brazos, mirándola con ternura, y luego la

besó en la frente.

–¿Te sigue gustando interrumpir nuestro baile? –indagó

sonriendo.

–Lástima que no es un baile privado y hay mucha gente que

observa tu belleza pero…

–Pero…

–…ansío que llegue la noche para llenarte de mis besos y

contemplar el maravilloso brillo de tus ojos cuando te amo.

–Bésame.

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Darcy se acercó, rozó su rostro y capturó su boca,

olvidándose del mundo y escuchando el acelerado ritmo de

su corazón mientras acariciaba delicadamente sus labios y

se fascinaba con la fogosa respuesta que recibía de su

amada. Se separó y, tras contemplar la resplandeciente

mirada de su esposa, prosiguió con la danza.

Al terminar el baile, los participantes aplaudieron a los

músicos y se retiraron a sus lugares. Darcy le ofreció el

brazo a Lizzie cuando la Sra. Willis se acercó a ellos para

saludarlos.

–¡Dr. Donohue! ¡Cuánto tiempo sin verlo! Ya no he ido a

consulta con usted, gracias al cielo he gozado de buena

salud –aseveró la Sra. Willis con su acostumbrado tono de

coquetería–. Sra. Georgiana –saludó de mala gana–.

¡Felicidades por su hija doctor, me han dicho que es muy

hermosa! Seguramente se parece a usted.

–Gracias Sra. Willis –dijo Donohue con seriedad.

–Sr. Darcy, es usted un excelente bailarín. Ojalá mi marido

tuviera un poquito de sus múltiples caletres. ¿Me concedería

la siguiente pieza?

–Disculpe. Sólo bailo con mi esposa.

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–Y con su hermana, cuando ella se lo pide –indicó

recordando que en su boda los vio bailar juntos–. Y dígame,

¿sólo a su esposa ha besado?

–Únicamente a la Sra. Darcy, por supuesto. Con su permiso

–certificó con altanería, retirándose con sus acompañantes.

–¿Es la esposa del socio de Darcy? –preguntó Georgiana a

Lizzie muy molesta mientras se alejaban–. Es una

descarada, yo pensaba que era como la Srita. Bingley que

únicamente se complacía en molestar a los demás.

–No, esta mujer es de cuidado. Y lo que viste es poco en

comparación de lo que es capaz. No tiene escrúpulos y hace

cualquier cosa para conseguir sus propósitos, aun cuando

vaya en contra del decoro.

–¿Y la ven seguido?

–Gracias a Dios sólo en contadas ocasiones. Pero hoy he

decidido no enojarme, aunque se empeñe en fastidiar a los

demás.

Se sentaron en la mesa a conversar mientras Georgiana fue

a ver a los bebés, regresando con buenas noticias: todos

habían comido bien y disfrutaban de una agradable tarde.

Los Sres. Darcy pudieron disfrutar de varios bailes más antes

de que Lizzie recordara que había olvidado la medicina que

Christopher tenía que tomar en un cajón de su alcoba. Darcy

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se ofreció a ir por el frasco para llevárselo a la Sra. Reynolds

pero Lizzie, agradeciendo la cortesía de su esposo, insistió

en ir. Se alejó jubilosa mientras él la observaba con cariño.

Georgiana se percató de esa mirada y le dijo a su hermano:

–Me encanta cómo ves a Lizzie, tan enamorado, como si hoy

hubiera sido el día de tu boda.

–Es la misma mirada que veo en los ojos de tu marido

cuando te observa.

Georgiana sonrió complacida viendo a Donohue y

comprobando la veracidad de esas palabras.

Lizzie subió los peldaños de la casa sin percatarse de que

alguien la seguía hasta que se introdujo en el pasillo rumbo a

la alcoba, en el tercer piso, donde el ruido de la fiesta se

percibía lejano y escuchó unos pasos a su espalda.

Asustada, volteó y se sobresaltó al ver de quién se trataba.

–¡Sr. Hayes! –dijo con el tono de voz alterado.

Él estaba vestido con el uniforme de mayordomo y traía una

charola con algunas copas de vino que iba a llevar a los

invitados. Dejó la charola sobre una mesa y se acercó

lentamente.

–No se espante, Sra. Darcy. Hace mucho que no teníamos el

placer de vernos. Desde que por su culpa me metieron a

prisión.

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–¿Qué hace aquí?

–Sólo vine a saludarla y a decirle lo bonita que se ve hoy.

Sus joyas son muy hermosas, ¿se las regaló el Sr. Darcy?

–¿Qué quiere de mí? –preguntó con agresividad, sintiendo

que el corazón se salía de su cuerpo, con enorme temor.

–Vi que baila muy bien. Tal vez pudiera concederme una

pieza –pidió caminando hacia ella.

–Sólo bailo con mi esposo –declaró dando unos pasos hacia

atrás hasta que se encontró con la pared, provocando que él

la acorralara.

–Con certeza sólo con su esposo ha tenido intimidad. Hoy

vengo a cambiar eso –indicó besándola mientras ella trataba

de empujarlo con fuerza sin poder zafarse de sus brazos que

la constreñían con gran vitalidad.

Lizzie alcanzó a morderlo provocando que él se saliera de

sus casillas y la golpeara tirándola al piso. Enseguida la tomó

fuertemente de los brazos, levantándola mientras ella gritaba

pidiendo ayuda que nadie le otorgó al tiempo que se

escuchaba la música del siguiente baile. La llevó casi a

rastras en tanto ella lo pateaba y forcejeaba, él abrió la

puerta de una habitación que había quedado a unos pasos y

la empujó provocando que cayera al piso y se pegara en la

cabeza con la pata de una mesa, quedando inconsciente.

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En la fiesta, los invitados participaban alegremente mientras

Darcy observaba a su hermana bailando con Donohue y a

Bingley con su esposa, su suegra platicaba muy alegremente

con los Sres. Windsor a unas cuantas mesas de él

acompañada de Mary, en tanto Kitty bailaba con un

caballero. Fitzwilliam se acercó y le agradeció el apoyo que

había recibido de él en todo momento. Cuando terminó el

baile, los Sres. Donohue se acercaron a Darcy y a

Fitzwilliam, al tiempo que Darcy, extrañado por la tardanza

de su esposa, indicó que iría a buscarla. Georgiana le dijo

que ella quería ver cómo estaba Rose, donde estaba Lizzie,

y se retiró, dejando a los caballeros platicando. Llegó a la

habitación donde se encontraban los bebés y preguntó a la

Sra. Reynolds por Lizzie, pero no supo darle ninguna razón

de ella, por lo que Georgiana, extrañada, salió de la alcoba

en busca de su hermana.

Lizzie despertó con un intenso dolor de cabeza debido a una

herida que todavía le sangraba. Estaba sola en la habitación,

su vestido desarreglado y las joyas habían desaparecido,

sintiendo frío en sus brazos y sus piernas descubiertas.

Intentó levantarse con enorme dificultad, descalza, pero le

dolía todo el cuerpo; llegó hasta la puerta que abrió con un

enorme esfuerzo y cayó debido a un penetrante mareo.

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Cuando Georgiana venía de regreso se acoquinó al ver a

Lizzie en el suelo, con la cabeza, el cuello y la boca

ensangrentada. Se hincó ante ella pensando en que tal vez

la habían perdido, acariciando su rostro, pero Lizzie no

respondía. Se levantó rápidamente, llorando, y fue corriendo

hasta donde estaban su marido y su hermano, esquivando

con dificultad a la gente que estaba en el camino, sin poder

apartar de su mente la imagen de Lizzie. Cuando se acercó a

ellos, notablemente angustiada, sin decir palabra Darcy

corrió hacia las escaleras pensando en que algo había

sucedido. Donohue se avecinó a su esposa, la tomó de los

brazos y escuchó lo que ella le dijo:

–No dejes solo a mi hermano.

Donohue, sin entender por completo sus palabras, salió

velozmente tras de Darcy y ambos subieron la escalera

rumbo a la alcoba de los bebés. Darcy, al ver a Lizzie tirada

en el piso, se detuvo en seco mientras Donohue se acercó a

ella para revisarla. Estaba con vida.

Darcy, al ver que había esperanzas, se aproximó a ella, la

tomó en sus brazos y la introdujo en la habitación

colocándola sobre la cama, seguido por su cuñado que inició

su escrutinio. Darcy, desesperado, cerró la puerta de la

alcoba y caminaba de un lado al otro sin hacer ruido tratando

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de explicarse lo que había sucedido, temiendo lo peor,

preocupado por la condición de su esposa que había sido

atacada. Georgiana tocó a la puerta, entró con el maletín de

su marido y se lo entregó inundada en llanto. Donohue lo

recibió y Georgiana abrazó a su hermano.

Después de unos momentos, Donohue se puso de pie y

Georgiana se incorporó, esperando recibir alguna respuesta.

Donohue le dijo:

–Georgiana, necesito hablar con el Sr. Darcy, a solas.

–Pero, ¿qué tiene Lizzie?

–Por favor, Georgiana.

Donohue le abrió la puerta a su mujer y ella salió con él un

momento. A los pocos minutos Donohue volvió a entrar solo

y se acercó a Darcy, quien esperaba impaciente la respuesta

del médico.

–Sr. Darcy, su esposa tiene un golpe en la cabeza, presumo

que se pegó con aquella mesa –explicó viendo la mancha de

sangre en el tapete, cerca de donde estaban tirados los

zapatos y las medias–, pero tiene lastimados los brazos y la

cara.

Darcy, viendo el estado de su esposa, preguntó:

–¿Quién la agredió de esa manera?

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–No lo sé, pero al parecer fue un robo. Sus joyas han

desaparecido. Aunque…

Darcy lo vio, rezando para que no confirmara lo que pasaba

por su mente al verla en esas condiciones, con mucha pena

y lleno de remordimiento.

–…el golpe en la cabeza no es grave, no sé hasta qué punto

sufrió lesiones. Necesito su autorización para revisarla

cuidadosamente. Si quiere puede permanecer en la

habitación. Cuando acabe el escrutinio levantaré un informe

para que pueda presentar una denuncia.

–¿Y despertará pronto?

–No sabría decirle. Es posible. Ayudaría mucho conocer su

testimonio.

–Haga lo que tenga que hacer –declaró, viendo consternado

a su mujer que, además del golpe en la cara, tenía inflamado

el labio, conjeturando que aquel hombre la había besado

violentamente.

Quería acariciar su mejilla que estaba enrojecida, así como

el cuello, aumentando en él la furia que tenía que dominar,

pensando en que ese sujeto la había raspado con su barba,

sintiendo terror de pensar en lo que encontrarían bajo las

ropas.

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Donohue empezó la revisión y Darcy tomó asiento en la silla

al lado de la mesa con la que se había golpeado su esposa,

tratando de acordarse quién de los asistentes traía la barba

crecida, lo necesario para dejar esas marcas. Tendría que

ser un hombre al que le creciera muy rápido o que hubiera

omitido rasurarse esa mañana, lo que disminuía las

probabilidades de error al mínimo. Estuvo tentado a ir a

buscar al culpable pero ciertamente era posible que ya

estuviera lejos o fuera verdaderamente un desvergonzado

para continuar en la fiesta como si nada hubiera sucedido,

además de que no quería apartarse de su esposa en esos

momentos.

Los nervios aumentaron conforme pasó el tiempo, viendo

desde lejos las lesiones que se habían marcado en su

espalda, imaginando el sufrimiento que ella vivió en esos

momentos. Se puso de pie y caminó en silencio por la

habitación, recordando el rostro de felicidad que ella había

mostrado la última vez que la vio antes del ataque, y

observándola ahora con la cara lesionada, lamentándose con

toda su alma haberla dejado ir. Sumergido en sus

pensamientos, pisó algo que le llamó la atención y se agachó

para ver qué era, reconociendo de inmediato uno de los

botones, forrado de tela azul cielo; sin duda pertenecía al

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vestido de su esposa que él había abrochado esa mañana.

Giró su vista hacia el corpiño confirmando que faltaban otras

piezas, seguramente el desgraciado las había arrancado.

Apretó duramente las manos hasta dejarse los nudillos

blancos, jurando que encontraría a ese canalla y lo haría

pagar.

Cuando Donohue terminó, se puso de pie y se acercó a

Darcy, quien esperaba ansioso el resultado, aunque con una

enorme turbación.

–Debo preguntar, Sr. Darcy. ¿Cuándo fue la última vez que

tuvo intimidad con su esposa?

–Hoy por la mañana.

Donohue suspiró.

–¿Mi esposa fue atacada sexualmente?

–No lo sé. Casi todo me hace pensar que sí, pero tengo

ciertas dudas de que el acto se haya consumado. Lamento

mucho que todo esto haya sucedido. Iré a preparar el

informe y solicitar que busquen al comandante.

–Le suplico total discreción en el asunto.

–Cuente usted con ello, Sr. Darcy.

Los caballeros giraron hacia la cama al escuchar que Lizzie

gemía, llevándose la mano a la cabeza. Darcy se acercó y se

sentó a su lado, acariciando su rostro y diciéndole que ya

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estaba a salvo, mientras Donohue salía de la habitación y

Lizzie estallaba en sollozos, recordando lo que había vivido.

Darcy la abrazó queriendo aliviar toda la angustia que sentía,

cargando sobre sus hombros toda la responsabilidad de lo

sucedido. ¿Cómo era posible que Lizzie hubiera sido

agredida a unos metros de distancia y nadie se hubiera dado

cuenta? Recordó que él se había ofrecido a ir por la medicina

y ver a sus hijos y se arrepintió con toda el alma de no

haberle insistido en que ella se quedara.

Cuando Lizzie pudo serenarse, Darcy se incorporó

acariciando su cabeza, ella le contó lo sucedido y luego

añadió:

–Cuando me aventó contra el suelo y me pegué en la

cabeza, ese hombre se acercó a mí y vi a mi padre a mi lado

y a Frederic que acariciaba mi rostro, y sentí que me moría

mientras mi niño me daba un beso en la frente. Luego perdí

la conciencia y no sé qué pasó.

–¿Quién era ese hombre?

–Hayes –dijo casi sin aliento.

Darcy bajó la cabeza sintiendo un terrible odio hacia ese

animal y una sed de venganza que apenas podía contener,

recordando la última vez que lo había visto, a punto de

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agredir a su mujer en su propia casa. Esta vez sí lo había

conseguido y de qué manera.

–Darcy, perdóname.

–No Lizzie. No tengo nada que perdonarte, tú has sido

víctima de ese calamitoso –dilucidó frunciendo el ceño, con

una mirada que infundía temor, pensando en toda la

información de que disponían para hacer las debidas

declaraciones al comandante y localizar al agresor a la

brevedad.

–Pero ahora tal vez yo te provoque repugnancia.

–¡No Lizzie! No lo digas, ni siquiera lo pienses –aseveró

abrazándola.

Después de un rato, cuando casi todo era silencio, alguien

tocó a la puerta y Darcy fue a abrir. Era Georgiana que venía

a avisarle que el comandante había llegado. Darcy se retiró,

dejando a su esposa en compañía de su hermana.

La fiesta ya había concluido, los novios estaban despidiendo

a los últimos invitados cuando Darcy, en compañía de

Donohue, bajaba las escaleras.

–¿La Sra. Darcy recordó lo sucedido?

–Sí –respondió con amargura.

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–Sr. Darcy, entiendo la gravedad de lo que están viviendo y

quiero respetar su intimidad, pero le pido que si su esposa

siente náuseas, tiene vómito, dolor de cabeza muy intenso y

persistente, cualquier dificultad motora, hormigueo en sus

extremidades o falta de visión me lo informe de inmediato. La

revisión que le hice en la cabeza no mostró ningún daño

serio pero tenemos que estar pendiente de los síntomas para

descartar el peligro.

Al acercarse al despacho que había sido de su tío años atrás

y que a partir de ese día era de su amigo, la Sra. Bennet los

interceptó.

–Sr. Darcy, hace rato que no veo a mi hija, muchos me han

preguntado por ella, queríamos despedirnos, igualmente de

la Sra. Georgiana.

–Lizzie fue a ver a los bebés y se ha quedado recostada en

la recámara.

–¿Se siente mal?

–Un dolor de cabeza.

–Me gustaría verla, ¿me indica dónde está su alcoba?

–Disculpe Sra. Bennet pero la dejé dormida, yo le expresaré

su interés.

La Sra. Bennet se despidió y giró para retirarse con sus hijas,

felicitando a Fitzwilliam que se aproximaba a Darcy.

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–El comandante está aquí. ¿Ha sucedido algo? –preguntó el

coronel.

–Disculpa que te moleste en estos momentos pero necesito

por favor toda la información que tengas de Hayes.

–¿La persona que investigué en Londres?

–Sí. Es urgente.

Fitzwilliam se disculpó con la novia y se encaminaron al

despacho, donde además de saludar al comandante le

entregó el archivo que tenía de la investigación que años

atrás habían hecho de ese hombre. Darcy le pidió a su amigo

que lo dejara a solas con el comandante, con quien habló por

largo rato y levantó la denuncia correspondiente, con el

testimonio de su médico.

Lizzie, con ayuda de Georgiana, se fue a su habitación y se

dio un prolongado baño, confirmando con infinita angustia

sus sospechas de que sus ropas habían sido removidas. Vio

las lesiones que dicho ataque le había provocado en todo el

cuerpo y pensó en todo lo que ese hombre le pudo haber

hecho mientras ella estaba inconsciente, sumiéndose en una

desesperación tal que la incitó a lavarse con intenso vigor, a

pesar de su cuerpo adolorido, lastimando su piel al tratar de

quitar toda mancha que aquel hombre había dejado en ella.

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A su regreso, Darcy buscó a su mujer y a su hermana donde

se había efectuado el ataque, sin encontrarlas. Pasó a la

habitación donde estaban los bebés con la Sra. Reynolds,

encontrando todo en orden y pidiéndole que se encargara de

su cuidado por la noche, luego fue a su alcoba. Georgiana

estaba parada en la puerta del baño, escuchando el llanto de

su hermana que se encontraba encerrada mientras la

llamaba insistentemente para que le permitiera el acceso.

Darcy le habló a través de la puerta pero eso sólo provocó

que su consternación aumentara pensando en la posibilidad

de perderlo con todo lo ocurrido. Darcy, angustiado, empujó

fuertemente la puerta con su pierna abriéndola

impetuosamente y encontrando a su mujer en la bañera,

sollozando, abrazando sus piernas con toda su fuerza.

Él se acercó, se hincó a su lado, acarició su frío rostro

secando sus lágrimas y le habló al oído tratando de darle

ánimo, diciéndole que la seguía amando con toda su alma y

que todo iba a estar bien. Lizzie sintió su consuelo, el calor

de su afecto que le dio valor para salir adelante. Georgiana

los veía sintiendo mucha compasión por su hermana y,

percibiendo que su ayuda había terminado, se retiró. Lizzie

empezó a temblar debido a que el agua estaba fría y Darcy

alcanzó una toalla con la que la cubrió después de ver

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rasguñada y enrojecida su delicada piel, a pesar de que ella

intentó taparse con los brazos rápidamente sintiendo mucha

vergüenza; él comprendió el dolor que estaba padeciendo.

La secó con extremo cuidado, la abrigó con un camisón de

satén y la llevó en brazos hasta la cama donde la cobijó para

que pudiera descansar, acostándose a su lado para

abrazarla y calentarla. Lizzie, sintiéndose resguardada, se

quedó dormida.

Darcy no pudo conciliar el sueño, pensando en el daño que

le habían hecho a su mujer y en cómo apoyarla en esta

situación para recobrar esa sonrisa que le había sido robada

violentamente. Lizzie despertó varias veces con sobresalto,

reviviendo en sueños esos tormentosos momentos, pero el

cariño de su marido la tranquilizó profundamente.

Al día siguiente, Darcy se levantó desde temprano y se

alistó. Caminó hacia la ventana donde observó por largo rato

el amanecer y el hermoso jardín donde las ardillas trepaban

los álamos y los pinos buscando su comida, los pájaros

volaban desplegando sus alas majestuosamente hasta

alcanzar el cielo azul, las hojas bailaban al ritmo de la suave

brisa que acariciaba delicadamente las copas de los árboles,

los ciervos se aproximaban al río que se vislumbraba desde

su alcoba a beber agua. Todo se veía en armonía y volteó a

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ver a Lizzie que dormía profundamente. En su bello rostro se

le notaba todavía la huella del brutal golpe que el día anterior

había recibido. Sabía que esa contusión se desvanecería en

unos días, pero ¿cómo borrar la herida del alma que sin

duda los había marcado?, ¿cómo aliviar el sufrimiento de su

esposa que no podía apartar de su mente desde que la vio

postrada en el suelo, imaginando lo que había vivido minutos

antes?, ¿cómo acercarse a ella para demostrarle su cariño y

brindarle todo su soporte sin provocar que se sintiera

acosada?

Darcy se acercó al ver que ya despertaba, se sentó a su lado

y, acariciando su rostro, la besó en la frente.

–¿Cómo te sientes?

–Mal –susurró llorando al saberse ultrajada en lo más íntimo

de su ser, reflejando toda la tristeza que sentía en su alma.

–Perdóname por no haber estado a tu lado para defenderte –

impetró con impotencia, juzgándose despreciablemente

condenado.

–¿Me vas a seguir queriendo?

–Con todo mi ser. Mi amor por ti es tan fuerte que ni siquiera

esta prueba lo puede derrumbar.

–Necesito mucho de tu cariño –suplicó.

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–Y yo te lo daré hasta el final de mis días –aseguró al tiempo

que la abrazaba con devoción, besándola delicadamente en

la mejilla.

Darcy, al ver que Lizzie seguía adolorida, se incorporó y le

dijo:

–Le pediré al Dr. Donohue que te revise la herida. ¿Quieres

que nos quedemos unos días para que puedas descansar?

–No. Quiero regresar a casa hoy mismo. Ya no quiero

permanecer más tiempo en este lugar. ¿Y Matthew y

Christopher?

–Ellos están bien. Christopher ya tomó su medicina. Le dije a

la Sra. Reynolds que te sentías indispuesta y le pedí que se

encargara de cuidarlos.

–Quiero verlos, pero no quiero que me dejes sola mucho

tiempo.

–No tardaré.

Darcy la miró con esperanza de que recuperara la paz al

estar con sus hijos, besó su mano y se puso de pie para ir

por ellos. A los pocos minutos entró nuevamente a la alcoba

con sus dos pequeños en brazos. Lizzie se sentó en la cama

para recibirlos y les dio un cariñoso abrazo, aguantando la

dolencia producida por los golpes, como si quisiera aliviar

todo su dolor con el afecto de su marido y de sus hijos,

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sosteniéndose de ellos para no dejarse caer. Permaneció

con los niños un rato, viéndolos jugar y olvidando un poco su

suplicio en tanto Darcy pidió a la Sra. Reynolds que fuera en

busca del Dr. Donohue.

El médico revisó la herida de la cabeza y autorizó su retorno

a Londres esa misma mañana, comprendiendo la difícil

situación que estaban viviendo, ofreció que ellos se llevaran

a los niños en el carruaje con la Sra. Reynolds para que

Lizzie pudiera recostarse en el camino y descansar mejor.

Luego Donohue se llevó a sus sobrinos para que Darcy

pudiera auxiliar a Lizzie a alistarse para bajar al almuerzo.

Darcy le preparó el baño con abundantes burbujas y la

ayudó, comprendiendo el sentimiento de vergüenza y de

inseguridad que la había invadido, por lo que fue

especialmente cariñoso y escrupuloso en su trato cuidando

de no rozar su piel con la mano ya que ella se sobresaltaba

con facilidad, mientras la lavaba con una suave esponja la

tranquilizaba con su voz y le escurría agua caliente en sus

hombros y espalda para disminuir su tensión y lograr su

relajación. Luego la envolvió en un albornoz y la vistió sin

destaparla. Por último le cepilló el cabello cuando Georgiana

fue a saludar. Ella la abrazó con profuso afecto mientras

Lizzie se guardaba sus quejas para sí. Georgiana

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desconocía la gravedad de la situación, sólo sabía que su

hermana había sufrido el robo de sus joyas con violencia, ya

que todo se había manejado con extrema confidencialidad.

Lizzie, tambaleando en su fortaleza, logró mostrar sosiego y

le agradeció su ayuda y su apoyo, que habían sido muy

valiosos para ella.

Ese día peinó su brillante y sedoso cabello suelto con un

medio chongo atrás para disimular la herida de la cabeza,

usó un vestido de manga larga para esconder el maltrato que

había padecido en los brazos, una fina mascada para

enmascarar las lesiones del cuello y trató de disminuir el

golpe en su rostro con polvo de arroz que justificó con una

caída que había sufrido en la recámara, mostrándose

ejemplarmente ecuánime y moviéndose con la mayor

naturalidad que pudo, sin levantar sospechas de lo que

realmente había ocurrido, aun cuando Jane se mostró

turbada al saludarla.

Durante el almuerzo, Lizzie y Darcy permanecieron en

silencio mientras Fitzwilliam, la Sra. Anne, los Bingley y los

Sres. Donohue comentaban de lo más sobresaliente del

casamiento. Los familiares felicitaron nuevamente a los

novios y se despidieron para dirigirse rumbo a su casa.

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A su llegada a Londres, Darcy mandó llamar al comandante

Randalls para ponerlo al tanto de la denuncia interpuesta en

Kent para localizar lo más pronto posible al agresor de su

esposa. El comandante ya había recibido la información y

había ordenado la búsqueda del Sr. Hayes en su jurisdicción.

Luego regresó con su esposa que estaba terminando de

acostar a los bebés en su habitación. La Sra. Reynolds que

se había quedado a acompañarla se retiró y Darcy se acercó

y la abrazó por la espalda mientras ella acariciaba

dulcemente la cabeza de Matthew que tardó en conciliar el

sueño. Lizzie se recargó en el hombro de su esposo y,

colocando sus manos sobre las de él, le dijo con la voz

quebradiza:

–Perdóname por provocar que nuestras vidas cambiaran

drásticamente.

–No Lizzie. Tú no tuviste la culpa, eres la que más está

sufriendo y eso me llena de desconsuelo.

–Es que… es que… ese hombre me besó y me tocó y…

¡sabrá Dios cuánta cosa más!

Lizzie rompió en llanto y Darcy, girándola con cuidado, le

dijo:

–Tú no lo besaste y no consentiste que se acercara a ti. Te

atacó de la manera más vil.

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–Solamente tú me habías besado, era exclusivamente tuya.

–Y así seguirás siendo.

–Pero me ha dejado lacerada… Ya no soy digna de tu amor

–indicó con gran amargura.

–¡Lizzie! –exclamó alzando la voz–. Te amo con toda mi

alma, eres mi esposa y la madre de mis hijos, daría la vida

por verte feliz y regresarte la tranquilidad que ese canalla te

robó. Aun cuando tú lo hubieras consentido, yo seguiría

amándote y te perdonaría si quisieras continuar a mi lado.

¿No te das cuenta de todo lo que hemos construido? Todos

los hermosos momentos que hemos vivido juntos no se

pueden demoler. Nuestra vida, nuestra familia y todo lo que

nos falta por caminar.

Darcy la estrechó entre sus brazos y ella sacó toda la

angustia que había acumulado desde que había despertado.

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CAPÍTULO LXVII

Darcy decidió pasar los siguientes días con su esposa y con

sus hijos, dejando los pendientes de trabajo encargados al

Sr. Boston. Lizzie se veía ansiosa, insegura, deprimida y con

la autoestima por los suelos, sintiéndose culpable por lo

sucedido, no quería quedarse sola porque la invadían los

recuerdos de ese hombre besándola y tocándola, liberando

su tensión a través de ataques de pánico, le costaba trabajo

dormir y tenía sueños llenos de angustia, comía poco, se

mareaba con frecuencia y no prestaba demasiada atención a

la conversación. Debido a esto, Darcy dirigió la atención a su

esposa y encargó a sus hijos con la Sra. Reynolds. Donohue

le dijo que todo esto era normal y que el proceso de

recuperación les demandaría algún tiempo, pero le

recomendó que, en cuanto las contusiones hubieran sanado,

le hiciera masajes en el cuerpo para lograr su relajación y

que volviera a tolerar el contacto con la piel, aunque muy

paulatinamente y conforme ella se sintiera cómoda.

Poco a poco la ansiedad fue bajando, aunque Lizzie reflejaba

en su mirada una profunda tristeza que se fue incrementando

con el paso de los días, viendo que su esposo se había

alejado de ella emocionalmente debido a su preocupación,

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obsesionado con encontrar al Sr. Hayes, entrevistándose

todos los días con el comandante para acelerar su

localización, con quien dejaba aflorar su ira, como si de esa

manera quisiera borrar el sufrimiento de su mujer y, por lo

tanto, la culpa que pesaba sobre sus hombros, la

vulnerabilidad de la que había sido objeto por tan ruin

ataque, como hacía mucho tiempo no se sentía, advirtiendo

crecer su odio como nunca lo había imaginado.

Darcy regresó a sus ocupaciones y Lizzie sentía mucha

pena, recordando las palabras que le había dicho su esposo

a su llegada a Londres y comprobar con los hechos que la

lesión que ese insulto les había provocado había sido más

profunda de lo que había estimado, observando las

consecuencias en el deterioro de su relación, pensando cada

vez con mayor certeza que Darcy trataba de no acercarse a

ella: terminando el obligado masaje él la cubría con su bata,

desayunaban en completo silencio, él se disculpaba y se

retiraba todo el día mientras Lizzie se quedaba con sus hijos

en compañía de la Sra. Reynolds, la cena transcurría de

igual manera y se acostaban a dormir guardando las debidas

distancias.

Pasaron los días y este desapego se hizo cada vez más

pronunciado. Lizzie se sentía más insegura, Darcy estaba

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cada vez más presionado por la desaparición de ese

hombre, parecía que se lo había tragado la tierra. Se veía

ausente, irascible, frustrado e impotente al ver la tristeza que

Lizzie reflejaba en su mirada sin poder hacer nada, sin darse

cuenta que la solución la tenía, en gran medida, al alcance

de sus manos.

Lizzie, preocupada, una noche después de la cena, se

acercó a él que escribía una carta en su recámara y se sentó

a su lado.

–¿Has tenido mucho trabajo? Te ves cansado.

–No he dormido bien estos últimos días.

–Y cuando puedes descansar te dedicas a hacer cartas.

–Le escribo al comandante Randalls. Quiero saber si ya tiene

noticias.

–Y cuando ya tenga noticias de ese hombre, ¿podrás

descansar?

Darcy la volteó a ver en silencio, reflexionando en sus

palabras.

–Me preocupa tu salud, has comido muy poco, trabajas

mucho y casi no descansas, estás muy tensionado por todo

este asunto y… ya casi no hablamos –indicó Lizzie reflejando

esa congoja en su mirada, sedienta de recibir el cariño de su

esposo.

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Darcy, conmovido, sintiendo su corazón hervir nuevamente,

se acercó para besarla mientras Lizzie cerraba los ojos

deseando volver a sentir esos labios que le daban el calor de

su afecto cuando él remembró el sufrimiento que su esposa

había sentido con ese hombre. Se apartó, poniéndose de

pie, y se dirigió hacia la puerta. Lizzie, descorazonada,

sintiéndose finalmente rechazada, se puso de pie y le gritó

llorando:

–¿Acaso encontrando a ese desgraciado regresará tu

tranquilidad?

–Mi tranquilidad no importa mientras pueda recuperar tu paz

–contestó Darcy acercándose, con voz enérgica.

–¿Y crees que así alcanzaré la paz que necesito?

–Lizzie, ¿qué pretendes con esto?, ¿no ves que lo hago por

ti? –preguntó enojado, acercándose a ella.

–Parece que en lugar de ayudarme sólo lo haces para limpiar

tu conciencia.

–¡Quiero ayudarte!

–Y también limpiar tu conciencia. Si quisieras ayudarme, te

olvidarías por un momento de ese hombre y te acordarías de

mí.

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–Si lo único que hago es pensar en ti. ¿No comprendes que

ese hombre puede venir otra vez e intentar hacernos más

daño?

–¿Más daño? Si ya consiguió lo que quería: bastante dinero,

vengarse de mí humillándome y destruir nuestras vidas.

–¿Destruir nuestras vidas? ¡Yo no lo voy a permitir! ¡Si ese

comandante no es capaz de encontrarlo, iré yo a buscarlo!

Darcy se dio la media vuelta y caminó, mientras Lizzie lo vio

alejarse y desaparecer finalmente de su vista,

comprendiendo que su marido se había convertido en un

extraño para ella, que el Sr. Darcy de la ceja inquisitiva había

regresado.

Lizzie se sentó en la cama, apagó las velas y se recostó

hecha un mar de lágrimas. Sólo se escuchaba su llanto hasta

que se quedó dormida.

Darcy fue a su despacho y sacó del cajón una pistola, revisó

que estuviera cargada y se la colocó en la cintura, ajustada

con las calzas. Fue a buscar a su caballo, cabalgó hacia la

ciudad y se dirigió a East End; se detuvo en los bares que

ese sujeto solía frecuentar y preguntó a los despachadores

por el paradero de ese hombre, sin encontrar pistas. Se

internó en las calles oscuras donde había mujeres,

sugerentemente vestidas, ofreciendo sus servicios, a quienes

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preguntó por Hayes, no sin antes ser objeto de sus

coqueterías. Alguna de ellas le indicó que últimamente había

oído hablar de ese hombre a una amiga que se encontraba

en un burdel de Spitalfields. Darcy remontó su corcel y se

dirigió a ese lugar, en donde, después de descender de su

caballo, le solicitó a un golfillo que cuidara de su animal.

Tocó a la puerta y ésta fue abierta por una mujer rubia, joven

y muy atractiva, exageradamente maquillada, con un

escandaloso vestido de terciopelo color carmesí que

acentuaba cada curva de su cuerpo y con un escote

sumamente pronunciado.

–¿Quién llamó a la puerta? –una voz femenina se escuchó

desde el interior, rodeada de música, risas y algún chillido.

–Un cliente nuevo –gritó la mujer rubia–, y debo decir que

muy atractivo –completó coqueteando al visitante–. ¿Gusta

pasar, Sr…?

–Disculpe la molestia, sólo vengo a preguntar por un hombre

que acostumbra frecuentar este lugar.

–Entonces ¿hoy no tendremos el placer de atenderlo? ¡Qué

lástima! La próxima vez que pase por aquí, pregunte por

mí…

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–Busco al Sr. Hayes, ¿usted lo conoce? –indagó

mostrándole lo que ganaría sólo por proporcionarle esa

información.

–¿El Sr. Hayes? ¡Claro! Estuvo aquí hace dos semanas,

pasamos una noche muy divertida y me enseñó unas joyas

bellísimas.

–¿Dónde puedo encontrarlo?

–¿Encontrarlo? No creo que pueda encontrarlo, ya debe

estar muy lejos de aquí. Dijo que desaparecería de este país,

pero no me reveló a dónde iría.

–Si por alguna razón sabe de él, tal vez pueda ayudarnos y

recibir otra gratificación.

Darcy le dio un papel con el nombre y la dirección del

comandante, junto con las veinte libras prometidas.

–Gracias, Sr. Randalls, es usted un hombre gallardo y muy

generoso.

Darcy se retiró, le dio diez peniques al golfillo y cabalgó en

busca de alguna otra pista. Regresó a su casa en la

madrugada, exhausto y lleno de frustración por su fracaso al

no haber encontrado a ese sujeto. Se acostó encima de la

cobija al lado de su esposa que estaba en un profundo

sueño, quedándose dormido casi al instante.

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Al día siguiente, Darcy se levantó temprano y en lugar de irse

a cabalgar fue a ver al comandante. Lizzie se despertó un

rato después, viendo con desilusión que su marido apenas

había regresado para llevarse la carta y cambiarse de ropa.

Se alistó y atendió a sus hijos, esperando el incierto retorno

de su esposo que no se dio sino hasta que ella estaba en el

comedor desayunando, aun cuando lo esperó un rato.

Al llegar, Darcy saludó y se sentó a medio comer sus

alimentos, sin hacer comentario alguno. Todo era silencio,

cuando el Sr. Churchill anunció la llegada de Georgiana que

venía con su hija a visitar a sus hermanos. Se había

quedado preocupada por Lizzie pero no había podido ir a

verla ya que Rose había enfermado desde su regreso. Los

señores de la casa la recibieron.

–Lizzie, ¡qué gusto ver que tus heridas ya han sanado!

Aunque te ves pálida. ¿Te has sentido bien? –preguntó

Georgiana.

–Sí, gracias –aseguró para no aumentar la preocupación de

su marido, sabiendo que en realidad se sentía física y

emocionalmente mal.

Lizzie ofreció una taza de té a Georgiana, invitándola a tomar

asiento con ellos.

–Y ¿ya han localizado al delincuente? –indagó Georgiana.

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–No. No ha aparecido a pesar de que lo han buscado por

toda Inglaterra –declaró Darcy circunspecto.

–Probablemente con el collar que te robó ya se fue a

América.

–¡Si es así, entonces iré a América a traerlo de regreso para

que cumpla con su castigo! –exclamó iracundo.

–¡Darcy! –le llamó Lizzie.

–Pero si sólo es un collar –replicó Georgiana con temor, sin

entender el motivo de esa reacción.

–¡No fue sólo un collar o unos aretes! –gritó furioso,

retirándose a su despacho.

–¿Así ha estado? –inquirió azorada.

Lizzie asintió.

–¡Está irreconocible!

Lizzie bajó su mirada con tristeza. Luego preguntó:

–¿Tu marido tendrá mucho trabajo hoy?

–¿Quieres que lo mande llamar? ¿Christopher está bien?

–Ha tenido un poco de tos, pero preferiría que lo viera.

–Le enviaré una nota para que venga lo más pronto posible.

Georgiana mandó el mensaje y las damas se quedaron

conversando un rato en el comedor y luego fueron a buscar a

Christopher y a Matthew a su habitación, donde estaban

jugando con la Sra. Reynolds. Ella, al ver entrar a las

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señoras, se retiró, dejándolas con los niños toda la mañana,

hasta que el Sr. Churchill anunció la llegada del Dr.

Donohue.

Las damas se pusieron de pie para recibirlo y Donohue entró

en la habitación. Lizzie le informó sobre la evolución de

Christopher en esos días y él lo revisó, encontrando que el

tratamiento era el indicado para su situación y que era

cuestión de tiempo para que la tos que le afectaba se

disipara. Lizzie, al ver que ya había terminado la consulta,

solicitó con cierto temor:

–Dr. Donohue, ¿me permite hacerle una consulta, en

privado?

–Por supuesto Sra. Darcy.

Lizzie le indicó el camino y Georgiana los vio retirarse

preocupada, intuyendo que algo estaba sucediendo. Lizzie lo

llevó a su habitación, donde, inundada de nerviosismo, dijo:

–Dr. Donohue, supongo que usted… Supongo que usted me

revisó después de ese incidente en Rosings.

–Sí, Sra. Darcy. Su esposo me autorizó y él me acompañó

todo el tiempo.

–Doctor, quisiera aprovechar para que usted me revise, me

he sentido mal últimamente –pidió mientras su incertidumbre

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aumentaba, temiendo que sus sospechas fueran

confirmadas.

El médico le hizo algunas preguntas y procedió a revisarla.

Lizzie, viendo en los ojos de su cuñado cierta consternación,

sintió que su vida se le iba de las manos cuando empezó a

guardar sus instrumentos en silencio, sin saber cómo decirle

su diagnóstico. Donohue, viendo la inevitable angustia de su

paciente, se sentó, le tomó de la mano y le informó:

–Sra. Darcy, usted está encinta.

Lizzie, poniéndose blanca del susto, preguntó casi sin

aliento:

–¿Cuánto llevo de embarazo?

–Tres semanas.

–Hace tres semanas de… –dijo con la voz temblorosa–. ¿Es

posible que… este bebé sea del hombre que me atacó?

–Sí Sra. Darcy. Esa posibilidad no está descartada –indicó

con intensa pena en su mirada.

Lizzie, gimiendo, tratando de sostener el llanto, se llevó la

mano a la boca pensando en lo que le diría a su marido,

aterrada de su reacción, y prorrumpió en sollozos.

Donohue trató de consolarla diciéndole que ella había sido

víctima de ese sujeto y que el hijo que llevaba en sus

entrañas también era inocente de lo sucedido. Lizzie le pidió

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y le rogó que no le dijera nada a Darcy, aun cuando él le

explicó que el Sr. Darcy sabía que todo había sido en contra

de su voluntad y que estaba consciente del sufrimiento que

ella estaba padeciendo desde entonces.

Lizzie, dándose cuenta que ese bebé ocasionaría el

alejamiento definitivo de su marido, lloró por largo rato,

sintiendo un gran desprecio por ese hombre y un rechazo a

ese ser que iniciaba su vida en su vientre, concibiéndose

como la peor de las mujeres, sin escuchar las razones que le

daba su hermano para ayudarla. Donohue, al sentirse

completamente incompetente, la acompañó en silencio hasta

que alguien llamó a la puerta. Era Georgiana que, al

escuchar que Lizzie lloraba en el interior de la habitación,

entró y se sentó a su lado para abrazarla y consolarla, sin

entender lo que estaba sucediendo. Se incorporó para

acariciar su rostro y escuchar lo que Lizzie trataba de

explicar.

–Georgiana, estoy encinta… pero no sé si es de tu hermano.

–¿Cómo? –indagó Georgiana poniéndose de pie,

completamente consternada, viendo a su marido, como si él

fuera el culpable de todo.

Donohue se acercó a ella, tomando sus brazos, y le dijo:

–¡No es lo que tú piensas!

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–¿Cómo pudiste?

–¡El hombre que me atacó abusó de mí y no sé de quién es

este bebé! –gritó Lizzie.

Georgiana se quedó paralizada, comprendiendo por fin lo

que en realidad estaba sucediendo. Donohue la soltó y,

cuando pudo reaccionar, se acercó nuevamente a Lizzie

abrazándola y la acompañó en su sufrimiento. Donohue se

retiró y ella le dijo:

–Darcy no debe saberlo. No ahora.

–Pero si dices que fue sin tu consentimiento. ¿Él ya lo sabe?

–Sí, ya lo sabe y desde ese día se ha obsesionado en

buscarlo y cada día que pasa lo siento más alejado de mí y

con esto…

–Lizzie, él te ama.

–Ya no –aseguró con enorme tristeza en su mirada–. Le

causo repugnancia.

–¡No puede ser!

–Desde que sucedió todo, no se ha acercado a mí, todo lo

contrario. Nunca me había sentido tan sola, aun en

compañía de mi marido. Y ahora esto…

Georgiana, angustiada de ver así a su hermana, estuvo con

ella tratando de animarla hasta que, agotada, se quedó

dormida. No podía creer lo que había dicho de su hermano,

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recordando esa mirada tan especial que le dedicaba a Lizzie,

reviviendo todos los momentos que en esa casa y en

Pemberley había compartido con su hermano y con su

esposa, todo el amor que siempre le había profesado. Él

había sido su ejemplo y su guía, un amigo y un padre, el que

con su testimonio de vida le enseñó el camino de la felicidad.

¿Cómo era posible que en unos cuantos días se hubiera

transformado tanto? Recordó con pena lo colérico que

estaba esa mañana, comprendiendo por fin la razón de su

irritabilidad.

Georgiana fue a recoger a Rose que se había quedado con

la Sra. Reynolds y bajó las escaleras, muy abrumada por lo

sucedido, cuando se encontró a Darcy en el camino.

–El Sr. Churchill me informó que vino el Dr. Donohue. ¿Todo

bien con Christopher?

–Tu hijo está bien. La que me preocupa es Lizzie.

–¿Lizzie?

–¿Podemos hablar?

Darcy le cedió el paso y se encaminaron al despacho.

Georgiana tomó asiento, sintiendo ese temor que su

hermano le imponía en circunstancias difíciles percibiendo

que sus manos estaban sudando, pero respiró

profundamente recordando cómo había vencido ese miedo

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cuando habló con Darcy de su noviazgo, sin saber si

finalmente sería aceptado. Recordó el rostro de angustia de

Lizzie y todo lo que ella le había ayudado en el pasado y dijo

titubeando:

–Lizzie me pidió mandar llamar al Dr. Donohue porque se ha

sentido indispuesta estos días.

–¿Lizzie?, ¿está enferma?

–¿Ni siquiera te habías percatado de su malestar?

Solamente me bastó con verla en la mañana para darme

cuenta que apenas tenía color. Lizzie tenía razón, estás

obsesionado con encontrar a ese hombre.

–Tú no sabes.

–Es la primera vez en mi vida que me doy cuenta que sé

más que nadie lo que está sucediendo y me asusta esta

responsabilidad. Lizzie me contó todo lo que sucedió en

Rosings.

Darcy se quedó en silencio.

–¿La sigues amando a pesar de todo?

–Tú sabes que sí y ella también lo sabe.

–Lizzie ya no está segura de tu amor y está desconsolada.

Nunca la había visto así. Me dijo que te has alejado de ella y

que ha sentido tu rechazo.

–¿Mi rechazo?

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–Sí, me dijo que sientes repugnancia hacia ella.

Darcy se puso de pie y caminó por todo el despacho, dando

vueltas de un lado al otro tratando de entender las palabras

de Georgiana que para él estaban alejadas de la realidad,

pero que tal vez eso era lo que había reflejado, imaginando

la aflicción de su mujer.

–Hay algo más que debes saber, aunque Lizzie me pidió que

no te lo dijera.

Darcy se detuvo, viéndola con suma atención.

–Está embarazada y no sabe si tú eres el padre.

Darcy, gélido, mostró una rigidez en el rostro que paralizó a

su hermana; sintió que el mundo se le derrumbaba, la

cabeza le daba vueltas recordando ese terrible día y las

horas siguientes, las palabras del comandante diciéndole

que Hayes había desaparecido, el hombre que había llegado

a odiar tanto y que ahora tendría que recordar todos los días

de su vida en el rostro de una criatura a la que estaba

obligado a reconocer como suya, advirtiendo la cólera

incrementarse a niveles desorbitantes, deseando encontrarlo

y verter toda su furia en él, ese animal que le había robado

su felicidad, su tranquilidad, su hombría, y que había atacado

su orgullo de manera inconcebible dejándolo completamente

endeble.

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En completo silencio, Darcy salió de su despacho y cerró la

puerta, jurando que no descansaría hasta ver completada su

venganza. Georgiana, sintiendo que su sangre corría a gran

velocidad, estrechó a su pequeña que tenía en el regazo y

rezó para que el corazón de Darcy se ablandara, sintiendo

un enorme temor de arrepentirse por habérselo contado. Tal

vez Lizzie tenía razón y había cometido la imprudencia más

grande de su vida, ocasionando un daño que sólo el tiempo

podía determinar.

Cuando Darcy llegó a su alcoba, abrió rápidamente la puerta

para encontrar a Lizzie pero se sorprendió de ver que el

lugar estaba vacío. Con esperanza se dirigió a la recámara

de sus hijos encontrándolos en compañía de la Sra.

Reynolds, quien le dijo que la Sra. Darcy había estado hacía

rato con ellos, a solas, y que luego se retiró. Darcy,

observando por la ventana de la pieza su hermoso jardín, fue

corriendo a buscarla pero no la encontró. Recorrió todos los

rincones del jardín, inclusive en el quiosco donde esperaba

verla. Regresó a la casa y revisó todas las habitaciones sin

hallar pista de ella. Fue a preguntar por el Sr. Peterson pero

él estaba lavando los caballos y no la había visto. Darcy

regresó a su despacho, localizando a Georgiana con su hija

y le dijo muy preocupado:

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–Lizzie se ha ido.

–¿Cómo?

–No está en ninguna parte y el Sr. Peterson está aquí. Nadie

la vio excepto la Sra. Reynolds, pero no sabe a dónde se

dirigió. No debe estar muy lejos si se fue caminando, más en

su estado, sabe que puede ser peligroso.

–No creo que en estos momentos Lizzie esté pensando con

mucha prudencia.

–Por favor quédate aquí por si regresa. Necesito encontrarla

antes de que oscurezca –pidió angustiado.

Cogió su arma y salió, izó a su caballo y cabalgó por todos

los alrededores sin encontrarla. Recordó que en alguna

ocasión, Lizzie había ido a Gracechurch a visitar a su tía y

decidió dirigirse a la ciudad en su búsqueda, viendo por todo

el camino para ver si la encontraba, preocupado por su

estado, por el peligro de que saliera sola y con la angustia de

que ese hombre o algún otro delincuente la fuera a

encontrar, viendo que quedaba poco tiempo con la luz del

día. Sabía que estaba sola, sintiéndose mal emocional y

físicamente, sin ayuda y a merced de todos los riesgos que

existían en la ciudad. Revivió el sentimiento de culpa viendo

sus vidas caerse a pedazos, se imaginó a Lizzie forcejeando

y tratando de defenderse de la agresión de ese hombre

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gritando sin ser escuchada, el sufrimiento de su mujer

cuando la encontró desesperada en la bañera, la impresión

que debió haber recibido cuando Donohue le confirmó su

embarazo en completa soledad, la angustia y el desierto que

seguramente estaba sintiendo en esos momentos, resonó

con intenso dolor y remordimiento las palabras que su

esposa le había dicho la noche anterior y que por orgullo no

había comprendido.

Llegó a la casa y habló unos momentos con la Sra. Gardiner

para indagar si tenía razón de Lizzie, ella le dijo que no sabía

nada, le pidió encarecidamente que de tener alguna noticia

de ella se lo informara. Darcy regresó a su caballo y fue a

Curzon a preguntar por ella, luego al consultorio del Dr.

Donohue, pero no la habían visto por ese lugar. Fue al Hyde

Park antes de que lo cerraran y recorrió todo el parque sin

encontrar a su mujer. La noche estaba cayendo cuando salió

de allí y continuó su búsqueda por todos los lugares donde

imaginó que pudiera estar, inclusive en el hotel Grillon,

guardando la esperanza de que a su regreso a casa ella

estuviera a salvo. Después de agotar todas las posibilidades

que se le ocurrieron, Darcy regresó a su casa con la noticia

de que no había regresado. Acompañó a su hermana a

Curzon donde la esperaba Donohue y luego fue a buscar al

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comandante Randalls para pedirle su ayuda, pero él le dijo

que iniciarían la búsqueda de la Sra. Darcy pasadas

veinticuatro horas de su desaparición. Darcy le dijo frenético:

–¡La Sra. Darcy corre un grave peligro en las calles de

Londres y usted se desafana de la situación! El Sr. Hayes, a

quien usted no ha podido descubrir, la puede encontrar

haciéndole daño nuevamente.

–Disculpe Sr. Darcy, pero nosotros no podemos movilizar a

tanta gente para localizar a una señora que por

desavenencias matrimoniales decidió irse de su casa.

–Esto no es sólo cuestión de desavenencias matrimoniales.

Si usted no hubiera permitido que ese hombre saliera de las

cárceles flotantes del Támesis, nada de esto habría

sucedido. ¡La vida de mi esposa corre peligro y la de mi hijo,

que lleva en sus entrañas, y si algo les sucede, dos vidas

pesarán en su conciencia!

–¿La Sra. Darcy está embarazada? No lo sabía Sr. Darcy.

Haré todo lo posible por mandar algunas personas a

buscarla.

Darcy salió de la comandancia y cabalgó hacia su casa, pero

Lizzie no había regresado. Desesperado, sin saber qué

hacer, salió nuevamente a continuar su búsqueda, pasando

las horas más angustiantes de toda su vida, recordando con

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desesperación los momentos en que su mujer estuvo en

peligro de vida años atrás, pero sintiendo que ahora todo era

su culpa: Lizzie se había ido, tal vez para siempre, por

sentirse rechazada o quizás había intentado algo peor en su

desesperación. Estaba aterrorizado con sólo pensar en que

podrían encontrar su cuerpo flotando por el Támesis. Si la

hubiera escuchado, si no se hubiera obsesionado con

encontrar a ese hombre y se hubiera dedicado a cuidar y a

apoyar a su mujer como siempre lo había hecho en los

momentos difíciles, eso no habría pasado. Advirtió una

profunda animadversión por sí mismo al darse cuenta de que

con su razonamiento había logrado lo que Hayes se propuso:

los había separado y había convertido un lamentable

incidente en una terrible tragedia. Estaba arrepentido de su

proceder y rezó al cielo para que apareciera.

Lizzie, en esos momentos se encontraba en una de las

habitaciones de la casa de la familia Windsor en Londres.

Cuando salió de su residencia, caminó por largo rato sin

rumbo pensando sobre su situación, y en el camino se

encontró a la Sra. Windsor, quien le ofreció su ayuda al verla

tan afligida. Lizzie no habló, sólo le pidió que la recibiera en

su casa esa noche y la Sra. Windsor le dio refugio. Mientras

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Darcy rezaba a bordo de su caballo, su mujer sollozaba en

ese lugar siendo escuchada por el Sr. Philip Windsor que, a

través de la puerta y sin comprender su sufrimiento, la

acompañó con su oración sin ser visto por su familia.

Se sentía sumamente angustiada por su embarazo,

recordando la cara de su agresor acercándose a ella,

imaginando que al ver el rostro de su hijo resonaría lo

sucedido ese día, renovando continuamente su amargura.

Habría deseado con toda el alma recibir la noticia de su

estado en otro momento, en otras circunstancias, recordó

todos los años de sufrimiento y de espera que vivieron antes

de lograr quedar encinta, pensó en Frederic y lo mucho que

anhelaba tener un hijo de su esposo en sus brazos, lo

mucho que había disfrutado a Christopher y a Matthew

habiendo saboreado las delicias de la maternidad. Ahora se

sentía la peor de las madres, llena de remordimiento, con

ese sentimiento de rencor y de tirria hacia ese pequeño

inocente que crecía en su seno y que deseaba en el fondo

del corazón que no naciera, pero era irremediable. Recordó

con recóndita tristeza todos los momentos felices que había

vivido al lado de su esposo y reclamó al cielo esta injusticia a

la que ahora se enfrentaba, sabiendo que su vida cambiaría

radicalmente. No cesaba de revivir el momento en que se

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sintió rechazada por su marido y veía cómo este bebé

lograría separarlos definitivamente. Se sentía sola,

abandonada a su suerte, aturrullada y mortificada. Rezó

pidiendo perdón por este sentimiento que no podía

enmascarar, rezó para que su corazón se detuviera esa

noche, perdiendo toda la esperanza de recuperar el amor de

su vida.

Darcy regresó a su casa cuando había amanecido, su

caballo estaba agotado y ya no podía continuar y se

sorprendió sobremanera al ver que en la puerta de su casa

se encontraba el Sr. Philip Windsor. Darcy se apeó del

caballo y se acercó al visitante, quien lo saludó.

–Debe sorprenderle mi visita tan temprano.

–Debe sorprenderle encontrarme en este estado, llegando a

mi casa a esta hora.

–Supongo que ha cabalgado desde lejos, su caballo viene

exhausto.

–Al pobre animal no le he dado respiro en toda la noche,

pero ha sido ineludible –explicó reflejando toda su

preocupación–. Sólo he venido a cambiar de caballo para

continuar mi búsqueda.

–Y ¿ha tenido indicios de la Sra. Darcy?

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–No –contestó con decepción–. ¿Usted sabe algo? –indagó

con cierta esperanza, tratándose de explicar el motivo de su

visita.

–Sr. Darcy, yo no sé qué haya sucedido entre ustedes, pero

me imagino que ha sido grave como para que haya llegado a

esta situación.

–Le suplico, Sr. Windsor, que acabe con mi agonía. ¿Sabe

algo de mi esposa?

–Sí Sr. Darcy.

–¿Ella está bien?

–Sí, está a salvo, aunque anímicamente está muy afectada.

Por eso me atreví a venir, aun sin su autorización, pensando

que usted estaría muy preocupado.

–¿Dónde está?

–Antes de que le diga su paradero, quiero advertirle Sr.

Darcy, que si la Sra. Elizabeth, después de hablar con usted,

decide no regresar a esta casa por el motivo que sea, mi

familia está dispuesta a recibirla. Confío en que ella tendrá

su buen criterio de siempre para tomar la mejor decisión.

Darcy asintió.

–Mi madre la encontró deambulando, sola, desde ayer en la

tarde, y le dio refugio en mi casa.

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Darcy salió corriendo a las caballerizas por otro caballo y

salió a toda velocidad rumbo a la casa de los Sres. Windsor,

seguido por el visitante.

Cuando llegaron, entraron a la casa y la Sra. Windsor se

alegró de ver al Sr. Darcy y le dijo:

–La Sra. Darcy sigue descansando en la habitación. No he

querido molestarla porque pasó muy mala noche, pobrecita.

Ayer no quiso cenar.

–Muchas gracias Sra. Windsor. ¿Me permite pasar a verla?

Philip Windsor le mostró el camino, aunque le advirtió a

Darcy que permanecería cerca en caso de que Lizzie se

exaltara. Darcy tocó a la puerta de la habitación y entró en

silencio. Lizzie estaba acostada en la cama, parecía que

dormía. Las cortinas estaban cerradas aunque se veía en la

orilla la luz del día, traía puesto el mismo vestido del día

anterior a pesar de que la Sra. Windsor le había prestado

ropa para cambiarse, que seguía doblada sobre una

pequeña mesa junto a una charola con la cena que nadie

había comido, ni siquiera el agua había sido tocada. Lizzie

suspiró, revelando involuntariamente que había llorado por

largo rato y que estaba despierta. Darcy, lentamente se

acercó y le dijo:

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–Lizzie, perdóname. Perdóname por no acompañarte en

estos días en que tu sufrimiento continuaba presente,

perdóname por obsesionarme por encontrar a ese hombre

olvidándome que necesitabas de mi apoyo y de mi cariño,

perdóname por haberme distanciado de ti con el único objeto

de no presionarte…

Darcy se acercó al escuchar que Lizzie lloraba y se sentó a

su lado, acariciando su rostro, logrando que ella lo mirara a

los ojos y continuó:

–…perdóname por darte la impresión de un rechazo que en

realidad sólo era el reflejo de mi frustración al ver tu tristeza,

perdóname por provocar que dudaras del amor que siento

por ti, perdóname por dejarte sola en los momentos de

incertidumbre y tribulación, perdóname por haberte hecho

sentir tan insegura que hayas perdido el camino sin ofrecerte

mi guía y mi protección, perdóname por permitir que te

fueras esa tarde sin defenderte de tu agresor, perdóname

por haberme dejado dominar por el orgullo y no escuchar tus

razones. ¿Cómo puedo reparar mi comportamiento?

–Darcy –susurró casi sin aliento y con un enorme temor–.

Voy a tener un hijo y no sé si es tuyo.

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–Lizzie, se haya o no consumado el acto, sea o no este bebé

de mi sangre, yo te amo y lo recibiré como mi hijo y lo amaré

como amo a los hijos que me has dado.

Lizzie lo abrazó sollozando y él la estrechó entre sus brazos

hasta que toda la zozobra que había almacenado desde que

salió de su casa se desvaneció.

Philip Windsor que aguardaba afuera, al escuchar

nuevamente el lamento de Lizzie, entreabrió la puerta y

confirmó con tranquilidad que todo se había solucionado,

retirándose de su casa.

Los Sres. Darcy regresaron a su mansión a media mañana

en el carruaje que la Sra. Windsor les facilitó. Lizzie, fatigada,

se quedó dormida en el camino y Darcy la condujo en brazos

hasta su alcoba para que descansara. Darcy, agotado,

escribió una carta para el comandante, agradeciéndole todo

su apoyo para la búsqueda de su esposa reiterándole que

recibiría de él amplias recomendaciones con sus superiores.

También escribió una carta a su hermana y a la Sra.

Gardiner, avisándoles que Lizzie se encontraba a salvo en su

casa, le pidió al Sr. Churchill que las enviara a la brevedad,

fue a ver a sus hijos unos momentos y, por último, se acostó

al lado de su esposa.

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Cuando Lizzie despertó, Darcy ya le tenía la mesa puesta

para que comiera. Lizzie lo vio con ternura y agradecimiento

y él, tomando la rosa que estaba en la mesa, se acercó a ella

sentándose a su lado y se la dio.

–¿Pudiste descansar?

–Sí, gracias.

–Le pedí a la Sra. Churchill que te preparara tu platillo

favorito. Tienes que alimentarte bien para que nuestro hijo

crezca como sus hermanos.

–Nuestro hijo –repitió llevando la mano a su vientre.

–Sí Lizzie, nuestro hijo –aseguró poniendo su mano sobre la

mano de su esposa al tiempo que la besaba en la frente.

Darcy se incorporó y se extrañó de ver a su mujer con los

ojos inundados de lágrimas.

–¿Sucede algo?

–Perdóname Darcy. Tú has demostrado ser un hombre recto

y generoso, un esposo dedicado y amoroso, un padre

responsable y ejemplar y yo no soy digna de ser llamada

madre.

–¿Por qué?

–Tú aceptaste a esta criatura sin titubeos a pesar de todo. En

cambio yo, desde que Donohue me confirmó mis sospechas

de estar embarazada con la posibilidad de que tú no fueras

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el padre, he sentido un resentimiento hacia este pobre

inocente que anhelé con todas mis fuerzas morirme esa

noche desamparando a mi familia.

–Lizzie, no te culpes por ese sentimiento que cualquier

persona puede sentir en una situación así. Estabas envuelta

en un mar de confusión, sumergida en una angustia que sólo

tú puedes cuantificar. No te juzgues tan duramente sólo por

unos momentos de desolación. Eres una excelente madre: te

preocupas por tus hijos, los cuidas y les brindas todo tu

amor, les compartes tu alegría enseñándoles con la sencillez

de la vida lo felices que pueden ser. Apenas empieza tu

camino de generosidad y de entrega hacia ellos y te aseguro

que con este bebé será igual.

–¿Crees que algún día nuestro hijo me perdone?

–Estoy persuadido de que ya te ha perdonado y desea

apreciar lo bonito de tu alegría cuando sonríes y lo

maravilloso que te sientes cuando eres amada.

Darcy la besó delicadamente.

Más tarde, Georgiana fue a visitarlos con Rose y los Sres.

Darcy la recibieron en su habitación con sus hijos, acabando

de comer. Georgiana saludó con enorme cariño a su

hermana y se sentó.

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–¿Cómo te sientes?

–Mejor, gracias.

–Hemos pasado una noche llena de preocupación.

–Por lo visto el Sr. Darcy me buscó por todo Londres –

comentó sonriendo ligeramente–. Recibí hace rato una carta

de mi tía preguntando cómo estaba.

–Para encontrar tu sonrisa buscaría por todo el universo –

afirmó Darcy complacido.

Lizzie sonrió nuevamente, mostrándose más tranquila y

segura de sí misma y le dijo:

–Espero no haberte ocasionado un mal rato con tu marido,

por la confusión que provoqué.

–Bueno. Ya todo está aclarado –declaró Georgiana

sintiéndose más sosegada al ver que sus hermanos se

habían reconciliado–. Lo importante es que ya estás en casa

con tu familia y que te cuides para que todo salga bien.

Georgiana permaneció un rato con ellos conversando y

recordando innumerables momentos que pasaron juntos

años atrás y que los entretuvieron y los hicieron reír como

hacía varias semanas no lo habían hecho, viendo a los niños

jugar con satisfacción.

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CAPÍTULO LXVIII

Lizzie le escribió una carta a su madre y a Jane,

participándoles de su embarazo y comentando que todos

estaban muy bien –aun cuando ella sufría las secuelas del

ataque– y que habían decidido, por beneficio de la salud de

Christopher, permanecer en Londres hasta el nacimiento de

su hijo. La Sra. Gardiner le hizo una visita y Lizzie le participó

de su embarazo, recibiendo de ella sus felicitaciones.

Asimismo, le envió una carta a su amiga Charlotte, a

Hertfordshire, extrañada de no haberla visto en Kent y de no

saber su nuevo paradero. Le avisó de su estado y le pidió

que le comunicara en cuanto supiera su nueva dirección para

continuar en contacto con ella.

Pasaron unos días y Lizzie, mientras cuidaba a Christopher

que había enfermado nuevamente, recibió la visita de la Sra.

Collins. Lizzie, sorprendida, se puso de pie para recibirla

cariñosamente.

–Tus hijos han crecido mucho y son muy apuestos –le dijo

Charlotte.

–Gracias. Christopher ha estado delicado, pero el nuevo

tratamiento que iniciamos hace poco le ha sentado bien.

–Recuerdo que tu padre enfermaba mucho de los bronquios.

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–¿Recibiste mi carta?

–No. ¿A dónde la enviaste?

–A “Quinta Lucas” –la casa de Sir Lucas, en Hertfordshire–.

Supe en la boda del coronel Fitzwilliam que se habían ido de

Kent. Ahora ¿dónde están?

–Aquí y allá. En realidad no hemos encontrado una abadía.

Unas semanas fuimos a quedarnos a casa de mis padres,

recién salimos de Hunsford, pero mi marido ha estado

buscando dónde ofrecer sus servicios. Supe por el Dr.

Donohue que estabas en Londres y quise venir a visitarte,

¿cómo estás?

–Bien, gracias. Cuidando a mis hijos y tratando de cuidarme

a mí.

–¿Estás enferma?

–No. Estoy encinta –declaró, repitiendo para sus adentros

que era el hijo de su esposo.

–¿Estás encinta? –preguntó sorprendida–. ¡Muchas

felicidades! Y ¿cómo te has sentido?

–Muy cansada y mal, como todos mis embarazos.

–El Sr. Darcy debe estar feliz con la noticia. Y tus hijos, ¿lo

han resentido?

–Un poco, se han vuelto más demandantes de mi atención y

aunque la Sra. Reynolds me ayuda a cuidarlos me canso

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mucho, y más desde que empezaron a gatear. Parece que

ya no paran, era más fácil cuando estaban sentados en un

sólo lugar. Por eso adaptamos la habitación de junto para

que puedan jugar sin salirse de allí y poderlos cuidar más

fácilmente, aunque es muy divertido ver cómo van

descubriendo el mundo y la convivencia que hay entre ellos.

–Y tienes todo un jardín para que exploren y jueguen.

–Nos han recomendado abstenernos de sacarlos al jardín,

por Christopher, para evitar que tenga alguna crisis. Eso es

algo que extraño hacer, salir al jardín y respirar aire fresco,

sintiendo el sol y la brisa sobre mi piel, como antes lo

hacíamos.

–Sí, lo recuerdo. Siempre querías salir al campo, internarte

en el bosque o hacer largas caminatas en el pueblo.

–Tal vez cuando crezca más podamos disfrutar nuevamente

de los jardines, y regresar a Pemberley.

–¿Cuánto más estarán en Londres?

–Por lo pronto, todo mi embarazo. Luego, ya veremos. Y

ustedes, ¿por qué decidieron salirse de Kent? Pensé que

permanecerían allí eternamente.

–Ya ves que no. Parece que la Srita. Anne se sentía más a

gusto con otro cura y…

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–Y… se hizo su voluntad. ¡Vaya!, yo pensé que el Sr. Collins

le simpatizaba –comentó recordando todo lo que dijo el Sr.

Collins cuando estuvo en Longbourn de la Srita. Anne de

Bourgh–. Tal vez pudiera venir a hablar con el Sr. Darcy. En

la abadía de Kimpton el Sr. Elton ya está viejo y cansado, tal

vez necesite ayuda pronto.

–¿Crees que sería posible, Lizzie?

–No pierden nada con intentarlo.

Al cabo de un rato, Charlotte se despidió de su amiga y se

retiró. Lizzie, con ayuda de la Sra. Reynolds les dio de cenar

a sus hijos y luego los bañó, acostándolos como todas las

noches y esperó a que su esposo la buscara para ir al

comedor, ya que sentía temor de bajar sola las escaleras.

Durante la cena, Darcy preguntó:

–¿Cómo estuvo tu día?

–Matthew está gateando más deprisa que Christopher y por

más tiempo. Tengo la impresión de que Christopher se cansa

muy rápido porque quiere alcanzar a su hermano y empieza

nuevamente esa tos que no termina de quitarse y se queda

sentado por un rato.

–¿Ya se lo comentaste a Donohue?

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–Sí, me dijo que siguiera dándole la medicina como hasta

ahora, que mientras no le llegue a faltar el aire no use la

medicina de emergencia.

–Y la Sra. Darcy, ¿cómo se sintió? –indagó tomando su

mano.

–Muy cansada. Me agoto al estar cuidando a los niños para

que no se peguen o no se caigan cuando intentan ponerse

de pie. Ya me imagino cómo será cuando empiecen a

caminar.

–Le puedes pedir a la Sra. Reynolds que te ayude. Esta

etapa es extenuante y más en tu estado.

–Sí, ella me apoya pero los niños quieren estar conmigo más

tiempo y que yo juegue con ellos.

–Y ¿te sientes más tranquila? –indagó tomando su mano,

recordando que todavía reflejaba angustia en sus sueños, a

pesar de que los masajes habían dado buenos resultados.

–Te extraño mucho –indicó con los ojos inundados de

lágrimas–, contigo me siento más segura, aunque la Sra.

Reynolds me acompañe.

–Procuraré terminar mañana los pendientes y luego te

acompañaré –afirmó acariciando su rostro y acercándose

para besar su mejilla húmeda y darle el consuelo que su

corazón necesitaba, reflexionando que todavía la sentía muy

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dependiente de él, deseando regresarle, con su cariño, la

confianza que siempre la había caracterizado.

–Gracias por tu comprensión y tu apoyo.

Lizzie buscó sus labios y los besó, convencida de que el

amor de su esposo le ayudaría a salir adelante. Cuando ella

se separó, Darcy preguntó:

–¿Qué más me puedes platicar de tu día?

–Vino Charlotte a visitarme. Parece que ya no regresarán a

Kent.

–¿Por qué?

–Me dijo Charlotte que al parecer el Sr. Collins no es de la

simpatía de tu prima. No me extraña, cuando Collins estuvo

con mi familia en Longbourn hablaba de que siempre le

hacía elogios, estudiados y ensayados previamente, con tal

de lisonjear a Lady Catherine y a su hija. Seguramente se

cansó de esa situación. Cualquiera se cansaría de convivir

tanto con ese hombre.

–Y pensar que tu madre te insistió en que aceptaras su

propuesta de matrimonio.

–Ni se lo recuerdes. Ese capítulo de su vida se ha borrado

de su mente desde hace varios años. Por ningún motivo

acepta que ella quería casarme con ese hombre. Pero me

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dijo Charlotte que no han encontrado una abadía en donde

quedarse, y la vi preocupada por su situación.

–Y seguramente la Sra. Darcy quiere ayudar a su amiga, de

alguna manera.

Lizzie sonrió.

–Me conoces a la perfección. Y sé que el Sr. Darcy tiene

posibilidades de ver si hay algún espacio en la abadía de

Kimpton, aunque me gustaría que el Sr. Elton se quedara,

considero que es un hombre muy sabio. Claro, el Sr. Collins

tendría que buscarte para ofrecerte sus servicios.

Darcy asintió.

–¿Y sabes algo de los recién casados? –inquirió Lizzie.

–No. Según tengo entendido regresarán a Rosings en un

mes.

El Sr. Churchill entró para entregar una correspondencia

urgente al Sr. Darcy, quien la recibió y la leyó.

–¿Alguna noticia de Pemberley?

–No. Es carta del comandante Randalls –notificó

transformando su rostro, provocando que Lizzie se alterara.

–¿Del comandante?

Darcy guardó silencio, preocupado, como si todo ese dolor

hubiera resurgido nuevamente.

–¿Qué sucede? –cuestionó Lizzie impaciente.

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–Encontraron a ese hombre, en Bristol, a punto de abordar

un barco a América, llevando consigo todo el dinero que

obtuvo al vender las joyas que te robó.

Lizzie escuchaba azorada con aguda atención.

–Lo traerán a Londres mañana. El comandante calcula que

estarán en la ciudad a medio día. Tendré que cancelar una

cita para poder ir.

–¿A dónde irás?

–A la comandancia, por supuesto.

–¿Para qué?

–Lizzie, juré que limpiaría tu honor y un duelo es la manera

socialmente aceptada para hacerlo. Yo me encargaré de que

ese hombre no vuelva a ver la luz del día.

–¡Darcy! ¡No vayas a cometer una locura!

–¡Locura la que ha cometido él!

–No quiero perderte Darcy.

–Lizzie, no sólo por deporte o por hagazajarte con una buena

carne practico la cacería. No tienes de qué preocuparte.

–Yo sé que tú manejas muy bien las armas pero no sé cómo

lo haga él. Puedes pedirle a alguno de tus sirvientes que te

represente en el duelo o solicitar que sea “a la primer sangre”

y así conseguirás restaurar mi honor y lograr tu satisfacción.

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No vale la pena que manches tu conciencia con la sangre de

ese hombre.

–¿A la primer sangre? Lizzie, tu honor está en juego, te

insultó de la peor manera, no me conformaré con herirlo

superficialmente después del daño que nos ha provocado. Lo

más importante que tengo en la vida eres tú. ¿Qué clase de

hombre sería yo si no te defendiera, aun a costa de mi propia

existencia?

–Tú me prometiste que no te pondrías nunca más en riesgo.

–Y lo he cumplido, pero no me pidas que me mantenga al

margen de esto. Hablaré con ese hombre hasta que confiese

su delito y entonces le tiraré el guante.

–Entonces, por favor, pídele a Donohue que sea tu padrino.

Al menos dame el consuelo de saber que si sales herido

podrás recibir la ayuda que necesites a tiempo –imploró

angustiada.

Darcy asintió y el silencio reinó el resto de la noche.

Al día siguiente, Lizzie estuvo cuidando de sus pequeños

toda la mañana, sintiendo como nunca el estómago revuelto,

angustiada por la visita que su esposo realizaría a la

comandancia en las siguientes horas. Recibió la visita de

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Georgiana, quien le expresó conturbada, mientras

observaban el juego de los niños:

–Donohue me dijo que hoy iría a la comandancia con Darcy y

que será su padrino en un duelo. ¿Eso es cierto?

–Sí. Ya encontraron a Hayes y hoy llegará a la ciudad. Darcy

está empeñado otra vez en resarcir mi honor a costa de la

vida de ese hombre. Georgiana, estoy muy preocupada,

¿qué tal si…? ¡No quiero ni pensarlo!

–Lizzie, debes tranquilizarte, le puede hacer daño a tu bebé

–afirmó tratando de animarla.

–Georgiana, si tú estuvieras en mi lugar, ¿estarías muy

tranquila?

Ella guardó silencio, comprendiendo lo que estaba viviendo

su hermana.

Alguien tocó a la puerta y Darcy entró, encontrando a las dos

damas observándolo con toda su atención, en un

espeluznante silencio. Él se acercó despacio a su mujer y le

tomó de las manos.

–Venía a despedirme. Ya me voy a la comandancia.

Lizzie lo abrazó y Darcy correspondió con cariño mientras la

besaba en la mejilla. Luego Georgiana lo abrazó y él le pidió

que acompañara esa tarde a su mujer, hasta su regreso. Él

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agradeció y, poniéndose los guantes con los que desafiaría a

su ofensor, se retiró de la habitación.

Darcy llegó a la comandancia acompañado por Donohue y

esperaron con el comandante a que llegara el agresor para

ser sometido a un interrogatorio, en el cual el desafiante y su

padrino podían estar presentes. Después de varias horas y

tras repetidas disculpas del comandante por el inevitable

retraso, llevaron al Sr. Hayes. Darcy, al verlo entrar, lo

observó con tal odio que el hombre no pudo sostenerle la

mirada. Tomó asiento en una silla que habían preparado

para él, resguardado por un guardia que estaba listo para

inmovilizarlo en caso necesario, ya que conocían sus

antecedentes de violencia, y el comandante procedió a iniciar

el interrogatorio. Primero hizo preguntas de identificación,

basado en gran medida en la investigación que Darcy había

hecho de ese sujeto años atrás y que había entregado en su

momento, el Sr. Hayes confirmó que todo ese testimonio era

auténtico y luego se leyeron los cargos por los que estaba

siendo imputado.

–El Sr. John Hayes es acusado por el Sr. Fitzwilliam Darcy,

agredido en su honor y en representación legítima de la

familia de Bourgh por intrusión en propiedad privada, al

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haberse entrometido sin autorización a la residencia de dicha

familia, en Rosings, ubicada en Kent, el pasado 26 de

febrero. Asimismo, el agresor es responsable de haber

cometido un cuantioso robo con el uso de violencia en contra

de la Sra. Darcy, esposa del desafiante, y haberla ultrajado…

–Disculpe comandante –interrumpió el Sr. Hayes–. ¿Podría

repetir esa última parte?

–¿Qué parte de esa acusación no entendiste? –vituperó

Darcy acercándose a ese sujeto, tomándolo de la ropa y

levantándolo contra la pared con espeluznante frenesí–.

¡Golpeaste a mi esposa brutalmente dejándola en estado de

inconsciencia y luego te aprovechaste de ella!

–¡Yo no me aproveché de ella! –dijo recordando el terror que

sintió al advertir el fuerte y helado vendaval dentro de la

habitación cuando le quitaba las medias de seda a su

víctima–. No niego que tenía toda la intención de vengarme

de esa mujer y de usted, habría sido muy placentero

poseerla aunque fuera una vez, su piel es tan delicada,

aunque veo que al menos los escarmenté acoquinando a su

esposa de esa manera.

Darcy, encolerizado, lo aventó al piso y le tiró su guante en

señal de desafío.

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–¡Mañana al amanecer! –gritó Darcy, y se retiró con

Donohue.

Darcy, al salir de la comandancia, sintió un alivio enorme por

haber conocido la verdad de lo que sucedió, quitándose de

encima todo el sufrimiento que habían vivido con esa

incertidumbre y al poder comprobar con el testimonio de ese

hombre que el hijo que esperaba su esposa era de él. Aún

así, estaba dispuesto a desafíarlo en duelo, para defender el

honor de su mujer.

Lizzie, tras una tarde de insondable angustia, viendo el reloj

avanzar con una indescriptible pesadez aunado al retraso en

la llegada de su esposo, esperaba con Georgiana en el salón

principal el arribo de los señores, después de haber dejado

dormidos a sus hijos y a su ahijada en la habitación,

acompañados por la Sra. Reynolds.

Ya estaba oscureciendo cuando los caballos se escucharon

acercarse, Lizzie se puso rápidamente de pie y sin pensarlo

salió corriendo a recibir a su esposo que se apeó del caballo

para abrazarla lleno de alegría. Lizzie sintió una infinita paz

al ver el júbilo que reflejaba su esposo y el cariño con que la

besaba, al tiempo que Donohue se introducía a la casa con

su esposa que había salido a la puerta.

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–¡Veo que hay excelentes noticias! –exclamó Lizzie.

–¡Más que excelentes, son extraordinarias! El Sr. Hayes

confesó que después de que perdiste la consciencia, él huyó

sin provocarte más daños.

–¿No abusó de mí? –inquirió suspirando fuertemente,

eximiéndose de una indescifrable carga–. ¡Entonces, con

toda seguridad es tu hijo!

–Sí mi Lizzie –certificó abrazándola con cariño.

–Y supongo que ya no habrá duelo –dijo llena de alegría.

–El duelo será mañana –aclaró con seriedad.

–¿Cómo? –preguntó, separándose de su esposo para verlo a

los ojos y transformando drásticamente su rostro.

–Lizzie, gracias a Dios no te atacó de esa manera, pero tenía

toda la intención de hacerlo y aunque me sentí satisfecho de

liberarte de esa carga, ese hombre es culpable de haberte

golpeado y de provocar el sufrimiento que viviste todo este

tiempo.

–¿Y dónde será el campo de honor?

–Perdóname pero no quiero que lo sepas. Donohue aceptó

acompañarme y hoy se quedarán aquí para que Georgiana

esté contigo desde mi partida. Me iré antes del amanecer.

–¿Antes del amanecer? ¿No podremos ver el amanecer

juntos? –cuestionó con la voz quebradiza–. Darcy, ¡no quiero

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perderte! ¡No quiero que mis hijos crezcan sin su padre! –

exclamó llorando.

–Te amo, te amo, te amo Lizzie, y siempre veré por ti y por

nuestros hijos desde donde esté, pero el duelo ya está

decidido.

Darcy le dio un beso en la frente y la abrazó con cariño.

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CAPÍTULO LXIX

A una hora del amanecer, Darcy se despertó, abrazó a su

esposa que dormía profundamente a su lado, la besó con

dulzura sin despertarla y se levantó para alistarse. Después

de unos minutos, salió y vio a su mujer descansar

plácidamente; sabía que ella había dormido poco y que

estaba cansada, así lo había previsto para evitar que esa

despedida fuera más difícil para ambos. Bebió el agua que

estaba servida en su vaso y escribió una nota que dejó sobre

la mesa con una rosa roja. Se acercó a Lizzie y

delicadamente la besó, procurando no interrumpir su

descanso, aunque ansiaba con locura tenerla nuevamente

entre sus brazos. Caminó sin hacer ruido a la habitación de

sus hijos y entró para despedirse de ellos, los besó en la

frente y se dirigió a su despacho.

Estuvo unos minutos, poniendo a la mano unos papeles que

Lizzie necesitaría en caso de que él no regresara y sacó de

un cajón un estuche con las dos pistolas que presentaría

para el duelo, revisando que ambas tuvieran una bala.

Alguien tocó a la puerta y Darcy, con la esperanza de que

fuera Lizzie, abrió desilusionado al ver que era Donohue.

Salió de su despacho y observó que, de las escaleras donde

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años atrás Georgiana se había accidentado gravemente,

venía bajando su hermana, quien lo abrazó emotivamente,

rompiendo en llanto. Él correspondió con cariño y le pidió

que en cuanto ellos partieran se fuera a acompañar a su

mujer para no dejarla sola. Darcy le dio el estuche a

Donohue y le pidió que lo esperara afuera, pasó al salón

principal donde estaba el retrato de Lizzie y el de sus padres

y permaneció unos momentos reflexionando en la hazaña

que estaba a punto de realizar, recordando los momentos

más importantes de su vida, percatándose de que, en casi

todos, Lizzie había estado presente, en los más felices y en

los más dolorosos, y sintió temor. Temor de perder todo lo

que había alcanzado con tantos años de esfuerzo, pero

sabía que valdría la pena ofrecer su vida a favor de su dama

y de su familia. Darcy se despidió y salió al pasillo rumbo a la

puerta cuando escuchó:

–¡Darcy!

Lizzie, que se había dado cuenta de que su esposo se había

ido, se cubrió con su bata de satén y salió corriendo de su

habitación, mientras él, esperanzado de verla por última vez,

cruzó el pasillo para acercarse a las escaleras y estrechar a

su mujer que, llorando, lo abrazó.

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–Perdóname por haberme quedado dormida. No me habría

perdonado haberte dejado solo en estos momentos.

–Sabía que estabas cansada y no quise despertarte –indicó

sonriendo, sintiéndose complacido.

–Estaré rezando por ti para que regreses a mi lado y le

suplicaré a mi padre y a Frederic que te cuiden.

–Recuerda que el Sr. Robinson tiene todos los papeles de mi

testamento.

–¡Darcy! No me tortures así.

–Cuida de mis hijos y diles que los amo.

Lizzie lo estrujó mientras él la envolvía y la besaba

inmortalizando todo su amor, sabiendo que tal vez sería el

último beso que podría darle a su mujer. Lizzie correspondió

con intensa devoción, a pesar de que había recibido sus

besos y su cariño toda la noche.

Darcy la vio con ternura a los ojos, besó su mano para tomar

la valentía que necesitaba en el corazón y se retiró con paso

gallardo, mientras su esposa lo veía alejarse hasta cruzar el

portón. Georgiana se regresó viendo hacia el jardín y sintió

que su hermana se recargaba en su hombro al ver que los

señores desaparecían en la oscuridad de la noche.

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Faltaba poco para el amanecer cuando Donohue y Darcy

llegaron al campo de honor, en el Hyde Park. Ya se

encontraba en el lugar el comandante con el Sr. Hayes y su

padrino. Darcy y Donohue se bajaron de sus caballos y se

acercaron al lugar acordado para proceder a la revisión de

las armas y verificar que el duelo fuera justo. El comandante

recordó a los participantes las reglas del combate y les

solicitó que se colocaran en sus lugares, uno de espaldas

con el otro. El sol ya estaba saliendo cuando el comandante

dio la orden de iniciar al tiempo que Darcy y Hayes daban los

pasos que previamente el desafiante había solicitado para

satisfacción de su honor.

Mientras, Lizzie y Georgiana, asomadas a la ventana de la

recámara de Lizzie viendo el amanecer, rezaban para que

Darcy saliera con bien del desafío. A lo lejos se alcanzaron a

escuchar dos disparos, al tiempo que Lizzie rompió en llanto,

apretando fuertemente con su mano la carta que pocos

minutos había leído y que había dejado su esposo en la

mesa diciéndole que su amor trascendería a la eternidad,

sabiendo que tal vez todo había terminado. Continuaron con

su oración por un largo rato, esperando impacientes las

noticias que necesitaban para acabar con la incertidumbre

que las estaba matando en vida. Lizzie se conmovió

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enormemente cuando vio entrar por la puerta a sus dos

pequeños, los herederos del Sr. Darcy, gateando,

buscándola y llamándola “mamá”, y se acercó a ellos para

abrazarlos. Georgiana dijo, con cierta desilusión en su tono

de voz:

–Se acerca un caballo.

Lizzie, pensando que era el Dr. Donohue, especuló que ya

todo había concluido y abrazó a sus dos pequeños con todo

su amor, refugiándose en ellos para no sentirse morir y tomar

el valor necesario para salir adelante y luchar por ellos, los

hijos de su amado Darcy, mientras veía ese retrato de su

esposo que tanto le gustaba y que él le había regalado en

una ocasión.

Georgiana, sorprendida y llena de emoción, gritó mientras

observaba al jinete que se acercaba en su corcel:

–¡Es Darcy!

Lizzie, al escucharla, se puso de pie y se asomó a la ventana

pero ya no se veía. Se dio la media vuelta y, rezando para

que su hermana tuviera razón, corrió rumbo a las escaleras

donde, llena de alegría, se encontró con su esposo que

había salido ileso y que la abrazaba con todo su amor,

girando y dando vueltas.

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Georgiana se acercó y, conmovida, observó a sus hermanos

que por fin habían encontrado paz en sus corazones.

–¿Estás bien? –preguntó Lizzie con los ojos aún llorosos.

–Sí, pero ese hombre…

–¿Murió?

–No. Ese hombre valía tan poco que decidí dejarlo con vida

sufriendo su castigo el resto de su miserable existencia. Me

aseguré de que no vuelva a molestar a otra dama y que

nunca más se acerque a nosotros. Tenías razón: no vale la

pena manchar mis manos con la sangre de ese hombre.

–¿Y Donohue? –indagó Georgiana preocupada.

–El Dr. Donohue tuvo que atender una emergencia, un pobre

hombre que entró a un duelo caminando y salió cargado por

su padrino. Pero le manda saludos a su esposa.

–Gracias por la hermosa carta que me dejaste en la mañana

–dijo Lizzie sonriendo.

–Con todo mi amor, Sra. Darcy –aseguró complacido y la

besó con ternura.

El resto del día y los subsecuentes, Darcy permaneció con

su familia, percatándose de que los malestares de su mujer

se iban incrementando, pero a ella no le importó. Lo único

importante para Lizzie era que su familia estuviera unida, que

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su marido estuviera a su lado y que juntos pudieran disfrutar

de su mutua compañía y del juego de sus hijos.

Georgiana y Rose retornaron a su casa y esperaron el

advenimiento de su marido que tuvo lugar hasta la tarde,

cuando el comandante había conseguido que otro médico

continuara con la atención que necesitaba Hayes, quien fue

encarcelado nuevamente una vez que se restableció.

La familia Darcy permaneció en Londres en completa

armonía. Lizzie pudo encontrar la calma durante varias

semanas, sin saber que pronto sufriría una separación que la

inundaría de soledad. Por el momento, en su mente sólo

existía la ilusión de iniciar, al lado de su esposo, los

preparativos necesarios para la fiesta del primer cumpleaños

de sus pequeños.