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1 Judith Gocol Los guardianes de la ley: Militares, policías, detectives y otros malos en la historieta argentina Introducción La policía en la historieta – a menudo insertada como reflejo de la entidad real – está atada de pies y manos justamente por su correlato en la tierra sin cuadritos. señala el escritor Marcelo Birmajer en uno de los ensayos de Historieta: la imaginación al cuadrado (1988: 67). En su planteo hay dos dimensiones en tensión. Dice: La policía no está capacitada para luchar contra el absurdo. Cuanto mucho puede correrlo sin al- canzarlo, de la manera en que un destacamento entero persigue infructuosamente a Buster Keaton. Si la figura ideal del policial es el detective privado o la policía, ¿cómo construir un héroe en un país donde los private eye o son increíbles o son meros alcahuetes, y la barbarie policial es impresentable como heroísmo? Esa encrucijada, política y estética, tiene – sin duda – su plasmación más dramática en la policía argentina. ¿Cómo lograr que los lectores se identifiquen con protagonistas uniformados en un país que debió crear un neologismo, “gatillo fácil,” para referirse al asesinato institucional? Ya no sólo en tiempos dictatoriales, sino desde el regreso de la democracia, hay más de 2000 casos registrados de muertes provocadas por las que deberían ser las fuerzas de seguridad. El mismo desafío a la credibilidad puede rastrearse desde la aparición de los primeros personajes militares en la historieta nacional hasta los asesinos a sueldo, pasando por “un pequeño grupo de alcahuetes” que, al decir de Carlos Nine en la presentación de su historieta Muertes y castigos: trata por todos los medios de ser eficaz al realizar su tarea miserable. Literariamente, se los conoce como de- tectives privados. Si los polis son los nuevos monjes que nos cuidan el alma en este fin de siglo, es fácil deducir que los detectives privados son meros monaguillos. De modo que lo que este trabajo hará es una breve y arbitraria arqueología de la violencia, ejercida desde las viñetas. Una amplia gama de monaguillos de dudosa santidad desfilan por estas líneas.

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Judith Gocol

Los guardianes de la ley: Militares, policías, detectives y otros malos en la historieta argentina

Introducción

La policía en la historieta – a menudo insertada como reflejo de la entidad real – está atada de pies y manos

justamente por su correlato en la tierra sin cuadritos.

señala el escritor Marcelo Birmajer en uno de los ensayos de Historieta: la imaginación al cuadrado (1988: 67). En su planteo

hay dos dimensiones en tensión. Dice:

La policía no está capacitada para luchar contra el absurdo. Cuanto mucho puede correrlo sin al-

canzarlo, de la manera en que un destacamento entero persigue infructuosamente a Buster Keaton.

Si la figura ideal del policial es el detective privado o la policía, ¿cómo construir un héroe en un país donde los

private eye o son increíbles o son meros alcahuetes, y la barbarie policial es impresentable como heroísmo?

Esa encrucijada, política y estética, tiene – sin duda – su plasmación más dramática en la policía argentina. ¿Cómo lograr

que los lectores se identifiquen con protagonistas uniformados en un país que debió crear un neologismo, “gatillo fácil,” para

referirse al asesinato institucional? Ya no sólo en tiempos dictatoriales, sino desde el regreso de la democracia, hay más de

2000 casos registrados de muertes provocadas por las que deberían ser las fuerzas de seguridad.

El mismo desafío a la credibilidad puede rastrearse desde la aparición de los primeros personajes militares en la

historieta nacional hasta los asesinos a sueldo, pasando por “un pequeño grupo de alcahuetes” que, al decir de Carlos Nine en

la presentación de su historieta Muertes y castigos:

trata por todos los medios de ser eficaz al realizar su tarea miserable. Literariamente, se los conoce como de-

tectives privados. Si los polis son los nuevos monjes que nos cuidan el alma en este fin de siglo, es fácil deducir

que los detectives privados son meros monaguillos.

De modo que lo que este trabajo hará es una breve y arbitraria arqueología de la violencia, ejercida desde las viñetas. Una

amplia gama de monaguillos de dudosa santidad desfilan por estas líneas.

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Prehistoria

Era una dupla de opuestos complementarios, clásica mecánica de los inicios de la historieta: uno con aspecto de inglés y otro

vestido de gaucho. Creados por Pedro Rojas, los personajes Smith y Churrasco aparecieron en 1913 en la revista PBT, un año

después de lo que se considera el inicio del género en la Argentina (figura 1). Con esta tira quedaron inauguradas las histo-

rietas seriadas del país. Fue, además, la primera que –aunque en clave humorística, como eran las viñetas en esos tiempos

iniciales– abordó el género policial. En ese entonces, la temática apenas había sido explotada en el país.

En 1884 Paul Groussac escribió “La pesquisa,” el primer cuento policial nacional, y también lo hicieron algunos otros

precursores como Carlos Olivera, Eduardo Holmberg, Eduardo Gutiérrez, Horacio Quiroga, Vicente Rossi. Pero fue sólo a

partir de la década del 30 que las historias detectivescas comenzaron a tener verdadera popularidad: “Delito, sangre y tres ase-

sinatos por capítulo” fue la fórmula aplicada con éxito por la colección “Misterio” de editorial Tor. Cuando se publicó la pri-

mera entrega de la historieta, Buenos Aires estaba conmocionada por los crímenes cometidos por Cayetano Santos Godino

– conocido como El Petiso Orejudo – a fines de 1912. El muchacho, de 16 años, confesaba con desparpajo y sin ningún tipo

de arrepentimiento ser el autor de cuatro crímenes y otras siete tentativas de asesinato, cuyas víctimas iban de los 18 meses a

los 13 años. Hecho sin precedentes hasta entonces en la ciudad, los lectores inauguraban – casi a la par – el descubrimiento

de un género y de una nueva realidad.

Olvidada por no estar del todo lograda y resultar – leída retrospectivamente – demasiado elemental, Smith y Churrasco-

Aventura de dos detectives preanunció algunas modalidades de los cuadritos nacionales. Smith nació en Londres y usaba

boina y pipa, al estilo de Sherlock Holmes, el detective de ficción creado por Arthur Conan Doyle que fijó las características

de los policiales por páginas y páginas: el crimen es un elemento discordante en un sistema organizado y es obligación de

la ley que cada cosa esté en su lugar. En ese marco de ideología positivista, alcanzaba con la racionalidad y el pensamiento

deductivo para que los casos quedaran –siempre– cerrados.

Churrasco fue el primer gaucho de la historieta nacional, y aunque sólo su apariencia tiene algo de relación con los hom-

bres de campo (vestía bombacha, empuñaba facón), resultó también el primer intento – forzado, esquemático – de represen-

tación de la argentinidad en las viñetas. La historieta terminó el 27 de marzo de 1915, cuando Smith y Churrasco, agotados

de tantas aventuras, decidieron descansar..1 Pero no quisieron retirarse sin dejar un invento que marcara a la humanidad.

Diseñaron, para eso, un proyectil capaz de diezmar a todo un ejército con su solo estampido. Pero una falla en el momento

Figura 1. Rojas, Pedro, Smith y Churrasco: aventuras de dos detectives, PBT, Buenos Aires, 1915.

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de probarlo terminó con la vida de los protagonistas. A diferencia de lo que ocurrirá en los cómics décadas después, los per-

sonajes no resucitaron: un lujo que la industria cultural no podrá permitirse mucho tiempo más.

A caballo

Las historietas folclóricas vinieron a saldar la primera gran injusticia nacional. Tiras longevas y de gran aceptación por los

lectores se integraron a un programa político-cultural de reconocimiento – tardío – del universo del gaucho. Figura históri-

camente despreciada y perseguida, fue reivindicada post mortem: los gauchos – a quienes el Cabildo de Buenos Aires definió

en 1721 como “gente sin rey ni ley”– fueron convertidos en un símbolo de la argentinidad.

Esas primeras viñetas gauchescas fueron publicadas a partir de la década del 30, y el tono nacionalista – y, en algu-

nos casos, hasta prejuicioso hacia los indios y otras minorías – resultó funcional a la idea de una Argentina que debía con-

solidar una identidad nacional, frente a la llegada masiva de inmigrantes europeos que, según cierta intelectualidad, ponían

en riesgo las raíces ideológicas y lingüísticas del país.2 Alrededor de 5 millones y medio de extranjeros llegaron al puerto de

Buenos Aires entre 1857 y 1924.3

En 1869, la población argentina no alcanzaba los dos millones; llegó a los 7,8 millones en 1914. Hacia la segunda mi-

tad del siglo XIX, la Argentina se había convertido en el segundo destino de los inmigrantes europeos, después de los Estados

Unidos y antes de Canadá, las Antillas, Australia y Brasil (Lattes 1987). Por esos años, la población criolla fue numéricamente

menor a la de los recién llegados.

La primera tira gauchesca fue Cirilo, el audaz, y apareció en 1939 en el diario La Razón (figura 2). En ese trabajo inaugural,

Enrique Rapela delineó las características que los cuadritos folclóricos mantuvieron durante mucho tiempo. Es una historieta

bien ambientada, que cuida los detalles (la vestimenta, la pulpería, las rastrilladas, juegos como el pato) y busca recrear el

lenguaje del campo, tal como lo impulsó el poeta Bartolomé Hidalgo, el primero en redimir desde la escritura al personaje y

la lengua gauchesca. Apuntó Pedro Orgambide (1994: 7):

Fue una apropiación, desde la cultura institucionalizada, de una forma popular de la cultura sumergida, la

que se expresaba en los cantos y bailes de la llamada gente rústica. Ese fue el mérito de Bartolomé Hidalgo, su

opción, cuando pudo, como otros, obedecer a lo establecido, seguir la retórica neoclásica en boga.

Figura 2. Rapela, Enrique, Cirilo el audaz, diario La Razón, Buenos Aires, 1939

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Hubo gauchos que anduvieron solitarios por la pampa, gauchos que pelearon junto al ejército contra los indios alrede-

dor de los fortines (tal como se ve en Cirilo, el audaz, para un gaucho, llegar a ser soldado era una manera de integrarse a

la sociedad y de ser aceptado por ella) y gauchos que se conchabaron como peones de estancia: llevaban una vida ordenada

y sedentaria y – al decir de Bonifacio del Carril (1993: 36) – “constituían no sólo un tipo sino una verdadera clase social.”

Estos diferentes modelos aparecieron en la historieta argentina, que sin embargo consagró especialmente al gaucho errante.

El protagonista de estos cuadritos fue lo que los estudiosos llaman un “gaucho alzado”: un hombre que, sin intención, come-

te un delito por el que debe huir de la justicia. De modo que, aun cuando el gaucho fue tomado como personaje principal

– con la consiguiente dosis de heroicidad que suponen las convenciones clásicas de cualquier ficción –, el planteamiento de

la aventura no abandonó la mirada social que arrastraba cierto desprecio por su figura. Las viñetas no escatimaron muertes

ni violencia, y – hay también que decir, a favor del protagonista – la autoridad también fue generalmente presentada como

agresiva y corrupta, por lo que el personaje se mantenía fuera de la ley.

En este sentido, el final de Hormiga Negra no deja de ser ejemplificador. Publicada en el diario La Razón por Walter Ciocca

– quizás uno de los más exitosos historietistas gauchescos –, la tira apareció el 3 de febrero de 1950. Adaptación de la novela

de Eduardo Gutiérrez, llegó a ser tan popular que los canillitas voceaban diariamente lo que acontecía en la tira. La historia

no era maniquea, presentaba injusticias, arbitrariedades, paradojas y prejuicios. Pero ni Gutiérrez ni Ciocca se atrevieron a

eludir un desenlace aleccionador. El mal siempre debe ser castigado y todo descarriado pagar por lo que causó. Así es como,

aunque Hormiga está ya sosegado, es apresado por sus viejos delitos: lo condenan a cuatro años de prisión en Buenos Aires.

Una vez en libertad, “Guillermo Hoyo dejó de ser Hormiga Negra para convertirse en el Hombre Hormiga a causa de sus

desvelos por trabajar. Fin.”

La Argentina nació en 1816 y en 1880 ya era un país escindido. La oficialmente denominada Campaña del desierto no fue

otra cosa que una de las tragedias fundacionales de la historia nacional. La lucha para extender las fronteras, levantar forti-

nes y ganar tierras indígenas fue parte integral de la política de la incipiente nación. Pero en 1878, bajo el gobierno de Julio

Argentino Roca, la guerra se volvió ofensiva. Como consecuencia, 15000 indios fueron tomados prisioneros (trasladados,

incorporados a la fuerza a la Marina de Guerra, explotados como sirvientes, destinados a trabajos forzados), 1313 personas

resultaron muertas y 15000 leguas cuadradas fueron incorporadas al territorio nacional. Sólo sobrevivió un porcentaje ínfimo

de la población aborigen. Condenados a la marginación, a esta le siguió no sólo la desaparición física de las comunidades sino

también la cultural.

En 1869, el primer Censo Nacional había demostrado que la Argentina era el país más despoblado de América, con un

habitante cada dos kilómetros cuadrados, por lo que, luego de la Conquista del Desierto, contaba con grandes extensiones de

campo deshabitadas sin nadie que se ocupara de hacerlas trabajar. Por eso las autoridades decidieron impulsar la inmigración:

“Gobernar es poblar.” Necesitaban manos para trabajar la tierra en un país devenido en proveedor de materias primas para

el mundo. Es ese escenario histórico el que recuperaron las tiras folclóricas, en las que la figura del militar hizo su aparición

inaugural. En Lanza seca, publicada en Patoruzito desde 1946, Raúl Roux relataba, tal como él mismo comentó en uno de los

párrafos introductorias:

con lujo de detalles la guerra poco menos que perpetua que libraba el antiguo ejército nacional contra las

hordas de indios maloneros, apostados en las soledades del misterioso desierto. Desfilan por esta narración

gauchos, milicos, desertores, renegados, caciques, cargas a sable, bola, lanza y cuchillo, asaltos de fortines y

de poblaciones, ataques y contraataques y esos mil y un incidentes que matizaban y ponían notas trágicas o

amenas a la turbulenta vida de la frontera argentina.

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Pagas eternamente demoradas, mal abastecimiento de armas y uniformes, escasez de alimentos... Crónicas y viñetas refle-

jaron las dificultades de la vida en el desierto:

Una vez establecida la vida militar en nuestra frontera, pronto adquiriría los rasgos que la definirán de una vez

y para siempre: extrema miseria, intensa precariedad y una vida cotidiana caracterizada por su épica dureza,

donde lo público y lo privado mezclaban sus aguas hasta hacerse inseparables (Mayo 1999: 87)

El relato no era más que una excusa para rescatar a ciertas personalidades históricas y trazar una semblanza de ellas. Resal-

tadas también desde el aspecto gráfico, estas figuras aparecían rodeadas de rayas y de luz, como si el heroísmo les diera cierta

aura de santidad.

En 1930 se produjo el primer levantamiento militar que derrocó a un gobierno democrático para imponer un régimen de

facto. El sustento ideológico de ese golpe de Estado – encabezado por el general José Evaristo Uriburu – se lo dio Leopoldo

Lugones, ni más ni menos que el “Poeta Nacional,” en un difundido discurso:

Ha sonado, otra vez, para bien del mundo, la hora de la espada. Así como ésta hizo lo único enteramente

logrado que tenemos hasta ahora, y es la independencia, hará el orden necesario, implantará la jerarquía in-

dispensable que la democracia ha malogrado hasta hoy, fatalmente derivada, porque ésa es su consecuencia

natural, hacia la demagogia o el socialismo (Barbero y Devoto 1983: 55).

Desde entonces y hasta 1983, la Argentina tuvo prácticamente igual cantidad de presidentes electos que de gobernantes de

facto. De modo que la imagen de los militares protagonistas de historietas reflejaba un modelo instalado en el imaginario y

la praxis social. Mariano Flores, el personaje creado por Walter Ciocca y Julio Almada en Fuerte Argentino, acostumbraba

dar órdenes que desafiaban el sentido común de sus subordinados. Nunca daba explicaciones de sus movimientos, pero sus

órdenes eran acatadas a rajatabla.4

En ese contexto de una sociedad militarizada – ya sea física o mentalmente – a lo largo de varias décadas, los autores de

Cabo Sabino supieron aprovechar su popularidad para introducir una mirada retrospectiva de ideología diferente.5 Sabino le

dio una vuelta de tuerca a la historieta gauchesca porque rescató al soldado de fortín, un personaje generalmente olvidado de

la Conquista del Desierto. Nacido a mediados del siglo pasado, este cabo vivió en las viñetas durante treinta años y jamás tuvo

un ascenso. Dicen Alvarez y Casalla (Sasturain 1981):

Para explicar por qué no había ascendido nunca, hubo un episodio donde la partida policial lo obliga a partici-

par de la cacería de un matrero, un gaucho malo que estaba refugiado en la casa. Lo apostan en una cumbrera

para que dispare cuando el gaucho salga. Cuando ve que pelea como un león, el cabo no dispara.

Sabino fue un transgresor, no sólo porque se puso del lado de un matrero sino porque dejaba escapar desertores y muchas

veces defendía al enemigo. “Si hubiera que empezar esta guerra de nuevo y hubiese que elegir, no sé si no me pongo del lado

del indio. Por lo menos defiende algo de él,” reconoció el militar en una oportunidad. Explican Alvarez y Casalla:

A pesar de ser pendenciero y recio, también se permite llorar en algún episodio, cuando ve a todo un rancherío

ser quemado por los indios. Tratamos de hacer la Campaña al desierto sin buenos ni malos Son indios que

defienden su tierra y soldados que los van a sacar de ahí. Y no sé si no tienen más razón los indios de defender

lo suyo que los otros de salvarlos. Pero eso en la historieta no lo podemos poner. Sólo podemos aspirar a contar

una historia humana, que respeta a ambos bandos” (Sasturain Ibídem).

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De Sherlock Holmes a Dick Tracy

Durante la primera época, el modelo de detective del cómic nacional –en un espectro que va de los policías a los agentes

secretos – le siguió el rastro a Sherlock Holmes, paradigma de la literatura policial clásica, aun cuando se tratara de tiras

cómicas. Lo que subyacía, en esas páginas, era la filosofía positivista que dio sustento teórico al modelo político-económico

liberal. Esta corriente postuló el progreso indefinido de la humanidad a través de los avances de la ciencia, de los datos, las

leyes y el método empírico, el único válido y legítimo para acceder al conocimiento. La imaginación quedó subordinada a la

observación. En lo estrictamente criminal, el positivismo se concentró en la figura del delincuente – más que en el delito – y

hasta construyó tipologías físicas de los perseguidos, que no excluían el prejuicio y el racismo y permitían usos arbitrarios e

intencionales.

En las narraciones clásicas, los sospechosos, los cuartos cerrados y el resto de los indicios que conducen al asesino son

parte de un esquema lógico, deducido por el investigador a pura inteligencia. Sin la menor ambigüedad moral, parten del

convencimiento de que la sociedad es básicamente buena y que quienes se desvían de las normas son indefectiblemente

reencauzados por la autoridad. Como dice la voz en off de Mark Cabot, la tira de Carlos Vogt y Alberto Ongaro publicada en

Rayo Rojo desde 1954:

Nadie pensaba en ellos tal vez. Pero ellos pensaban en la seguridad de los demás. Eran los patrulleros. Los

guardianes de la ley, que siempre estaban en sus puestos de lucha y sacrificio.

Figura 3. Cortiñas Emilio y Leonardo Wadel, Vito Nervio, Patoruzito, Buenos Aires, 1945

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Remanente de la cultura positivista, con esa misma lógica deductiva razonaba Carlos Norton, un personaje que durante

cinco años protagonizó un folletín policial radial de gran éxito popular y que también fue llevado al teatro. En los cómics apa-

reció el 7 de octubre de 1935 en el diario Noticias gráficas, con guiones de Jacinto Amenabar y dibujos de Roberto Bernabó.

Sentencian Carlos Trillo y Guillermo Saccomanno (1980: 29):

Es la primera tira policial que utiliza la ciudad y la actualidad como contexto, anticipándose una década a la

legendaria Vito Nervio uno de los momentos culmines de la historieta nacional.

También Vito Nervio – publicada desde el primer número en la revista Patoruzito – adoptó la mecánica del policial clásico

para resolver los casos (figura 3 y 4). Sus razonamientos son tan impecables como su traje, que en la época en que la tira estaba

a cargo de Mirco Repetto y Emilio Cortinas sobrevivía intacto, aun a las peores circunstancias.6 Era un investigador joven y

con cara algo adolescente, llevaba jopo engominado y tenía algún aire a Dick Tracy, sobre todo de perfil. Y no era en lo único

– ni el único – que se asemejaba al personaje de Chester Gould:

Ningún criminal consiguió escapar jamás de Dick Tracy. Más que a la cárcel, la casi totalidad de los grandes

delincuentes perseguidos por Tracy iban a parar al depósito de cadáveres. No fue hasta varias décadas después

que un sector significativamente amplio del público puso reparos a esta encarnación de juez, jurado y verdugo

en una sola persona” (Thompson 1982,1983).

El detective de Gould tuvo muchos herederos, que tomaron su estilo gráfico y su falta de reparos éticos con los delincuentes.

“¡Es un demonio escapado del infierno! – dijo en alguna oportunidad Nervio – ¡Tírenle a matar!” De hecho, para gran parte

de los investigadores policiales nacidos en la Argentina lo que importaba no eran los medios sino los fines. Vito Nervio en-

carnó ese pasaje de los hijos de Sherlock Holmes7 a los de Dick Tracy.

Figura 4. Vito Nervio y la bella, temible y enigmática Madame Zabatt, enemiga de Nervio.Cortiñas Emilio y Leonardo

Figura 4. Vito Nervio y la bella, temible y enigmática Madame Zabatt, enemiga de Ner-vio. Cortiñas Emilio y Leonardo Wadel, Vito Nervio, Patoruzito, Buenos Aires, 1945

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“El mundo en que vivimos”

El jazz, la inmigración masiva, la crisis del 29, el crack de la bolsa de Nueva York: durante la década del 20 – entre las dos

guerras mundiales – surgió en Estados Unidos la novela negra. A diferencia de los policiales ingleses clásicos, las historias ne-

gras tienen como escenario los vicios y las ambiciones de la sociedad capitalista, donde el dinero y la búsqueda del poder son

los motores de las relaciones humanas, con su secuela de crímenes, marginación e injusticia. Si en el relato policial inglés lo

que importaba era “quién” cometió un crimen, en la novela norteamericana lo fundamental es desentrañar “por qué” alguien

había sido asesinado. Tal como escribió Raymond Chandler, creador del mítico Philip Marlowe:

El realista de esta rama literaria debe escribir sobre un mundo en el que los pistoleros pueden gobernar nacio-

nes y ciudades, en que los hoteles, casas de departamentos y restaurantes famosos están en manos de hombres

que han hecho su fortuna regenteando prostíbulos; en el que un juez con una bodega repleta de licores de con-

trabando puede enviar a la cárcel a un hombre por tener una botella de litro en un bolsillo. No es un mundo

muy fragante pero es el mundo en que vivimos.

Esa atmósfera – la de un universo en putrefacción – se tradujo también en los cómics que, en la Argentina, se desarrollaron

algo más tarde pero tuvieron una presencia creciente: protagonistas escépticos, mujeriegos y bebedores que más que juzgar a

los criminales los comprenden, en un país que se volvía cada vez más irrespirable.

El peronismo – “el hecho maldito del país burgués,” como lo sintetizó el dirigente peronista de izquierda John

William Cooke – que redefinió a la Argentina, el golpe de Estado que condenó al ex presidente y su difunta esposa al terreno

de lo innombrable, el fusilamiento del general peronista Juan José Valle (que se rebeló contra el gobierno de facto) y el asesi-

nato de cinco militantes en un basural de José León Suárez: la Operación masacre –texto periodístico fundacional– dolorosa

y maravillosamente investigada y escrita por Rodolfo Walsh.

Figura 5. Collins Ray y José Muñoz, Precinto 56, Misterix, 1963.

Figura 5. Collins Ray y José Muñoz, Precinto 56, Misterix, 1963.

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El Nazismo. La Segunda Guerra Mundial. La bomba de Hiroshima... El fin de la inocencia: ni la realidad mundial ni la na-

cional permitían ya crímenes en bibliotecas donde el asesino era el mayordomo. Así, la figura de la ley se complejizó, se volvió

contradictoria y –a veces– más humana. Una muestra de ese proceso es la metamorfosis de Zero Galván, el protagonista de

Precinto 56, que tuvo dos versiones con ese nombre y otra con la del personaje. En los tres casos la historieta fue guionada por

Ray Collins, seudónimo literario de un policía de verdad, Eugenio Zappietro, que escribió cerca de cuatro mil guiones mientras

ocupaba el cargo de comisario-inspector de la Policía Federal. Como firmaba con otros nombres, sus compañeros y jefes de la

fuerza leían sus populares historietas sin saber que tenían a su autor tan cerquita. La serie se inició en Misterix en 1963 con dibu-

jos de José Muñoz y un Galván chicano, medio rubión y con cara de Chuck Connors (Figura 5): “¡Estoy harto de melodramas...!

¡Soy un policía que busca la verdad!” – le gritó a una de las mujeres involucradas en un caso sin resolver, en este policial donde,

como en las telenovelas, todos escuchaban a través de las paredes, abrían la puerta sin golpear y llegaban en el momento justo.

“Por eso no puede darse el lujo de ser humano” – retrucó ella.

El protagonista, que reapareció en el número uno de Skorpio una década después, estaba dibujado por Ángel Fernández,

que cambió los blancos y los negros por una estética pop, mientras en los guiones se acentuaba el perfil del héroe abrumado

por su rol y su soledad (figura 6).8 “Besar a un solitario tiene sus pegas. Una nunca sabe si besa a un hombre o a una inmensa

desesperación,” pensó una de las varias mujeres a las que amó de modo tan intenso como efímero. Como el personaje, tam-

bién el tono del guión era melancólico y por momentos sonaba entre pomposo y melodramático.

Ese Galván no era exactamente un detective de la novela dura, pero tampoco actuaba como los clásicos. A mitad de camino

entre una y otra filosofía, era policía porque alguien tenía que serlo. No juzgaba a los delincuentes, porque entendía que no

siempre era posible hacer el bien. Más que actuar pensaba, pensaba y hablaba:

Figura 6. Collins Ray y Angel Fernández, Precinto 56, Skorpio, Buenos Aires, 1974

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La sangre ajena es terrible, ¿sabés? Aquel negrazo se creía un dios, pero yo no lo odiaba. Jamás odié a nadie,

cuando fui policía. Él estaba en una vereda; yo, en otra. ¿No es estúpido?

En el décimo número de Skorpio extra, la serie reapareció con el nombre de El Zero Galván y dibujos de Gustavo Trigo (figura

7). En esa tira, el personaje lloraba por el asco que le producían los arreglos que hacían sus propios compañeros con la mafia:

la “caja negra de la policía,” ese entramado de corrupción que en los 90 llegó a ser el modus operandi en la fuerza, tal como

denuncian distintas investigaciones.9 De uno y otro lado se burlaban de su honestidad: “No era posible comprarlo con dinero.

Ni con mujeres. Ni con poder. No parecía humano,” describe el narrador.

Mirarse a la cara

No deja de ser sintomático que Alack Sinner – una de las historietas publicadas por argentinos más originales de los últimos

años – haya sido realizada por dos artistas, José Muñoz y Carlos Sampayo, radicados en el exterior (figura 8). Publicada en

Italia en 1974, se estrenó el mismo año de la muerte del general Perón; de la asunción de su esposa, Isabel Martínez; de la

aparición de la Alianza Antiterrorista Argentina – la Triple A, una fuerza paraestatal de represión a opositores –, y del inicio

de una nueva oleada de exilios políticos. Fue un preanuncio de la etapa más oscura del país: la persecución ideológica, los

mecanismos de censura cultural, los secuestros y tortura, la creación de campos clandestinos de detención, la desaparición

de treinta mil personas, la apropiación de menores y bebés nacidos en cautiverio, la Guerra de Malvinas y la implementación

de una política económica de desindustrialización, especulación financiera, endeudamiento nacional y emprobrecimiento

social.

Este personaje – que podría haber sido de Raymond Chandler o de Ross MacDonald – se sentía cada vez más incómodo

del lado de la ley, perdonaba los delitos de latinos y negros y, poco a poco, abandonó los casos de otros para intentar resolver

los suyos: la relación con el padre, con varios antiguos amores, con su propia paternidad.10 Tal como dice Sampayo en una

entrevista, “desaparece el concepto del caso como enigma y pasa a ser un hombre, sencillamente, inmerso en el medio social”

(Cáceres 1988: 53).

Figura 7. Collins Ray y Gustavo Trigo, Zero Galván, Skorpio Extra , Buenos Aires, 1975

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Si en los policiales negros la resolución de una situación servía también para desnudar una realidad, en la historieta este

mecanismo fue llevado al extremo: el detective ya no resolvía nada y, paralelamente, el contexto se volvía el protagonista de

una trama invadida por inmigrantes ilegales, intrigas institucionales, actos de intolerancia racial y otras delicias de las supues-

tas sociedades desarrolladas. El enrarecimiento social se hizo crítica palpable en esos seres monstruosos, a los que Sampayo

no considera deformes: “Sencillamente pienso que las gentes que nos rodean en el medio urbano son así” (Cáceres ibidem,

pág 53).

Cuando – ya en democracia – los lectores de Fierro se encontraron con el personaje, no podían esperar de él otra cosa que

lo que hizo: Sinner es el primer policía de cómics de autores nacionales en enfrentarse a una encrucijada – moral, personal,

física – y resolverla sin renunciar a la ética: abandonó la institución para poder mirarse dignamente al espejo. Escribe Mar-

celo Birmajer (1987):

Figura 8. Muñoz José y Carlos Sampayo, Alack Sinner, Ediciones B, Barcelo-na, 1993.

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Alack Sinner no puede continuar en la bofia y mirarse a la cara. Una u otra. Y, aun así, cuando abandona el

machete y el gorrito está un año sin verse la jeta.

“Vos y yo estamos perdidos”

Humor registrado, de Ediciones de la Urraca, apareció el 1° de junio de 1978 y se transformó en un símbolo de oposición a la

dictadura militar. Desafió, en forma permanente, la censura. En ese primer número ya arremetía contra dos temas intocables

por entonces: el mundial de fútbol y la política económica. Y en ese tono siguieron las demás tapas en las que habitualmente

se caricaturizaba al régimen. La revista exhibía un logrado tipo de humor y un agudo sentido crítico que después, con el paso

del tiempo y los gobiernos, fueron anquilosándose. Desprendimiento de ese éxito, la misma editorial publicó las revistas Sex-

humor (aunque de nivel desparejo, muchos de sus cuadritos sobreviven no tanto por sus logros artísticos como por su capaci-

dad de mostrar el registro de una época), Superhumor – que, según Sasturain, tenía la voluntad programática de convertir la

realidad en “materia aventurable” – y Fierro, el último refugio orgánico de la historieta argentina.11 Escribió Sasturain (1995:

44), director de la revista junto a Juan Lima, a cargo del arte:

Atravesada por la historia contemporánea como por vientos inmanejables, Fierro participa en el gesto de la

puesta al día de la historieta con el país, rompe el divorcio entre aventura y circunstancia nacional.

La publicación mostró lo mejor de la producción argentina de entonces y fue, además, un semillero de nuevos nombres. Pero

también puso a la historieta en una encrucijada: nacida como un género que se supone popular, cuando muestra altos grados

de calidad pierde lectores en igual cantidad. En los hechos quedó, así, convertida en un género de culto, seguido sólo por

lectores especializados en descifrar códigos complejos.

Los primeros episodios de Evaristo – de Francisco Solano López y Carlos Sampayo – se publicaron en Superhumor, y en

noviembre de 1984 la tira pasó a Fierro, cuando ya la Argentina había retomado la institucionalidad y estaba en plena prima-

vera democrática: ese breve interregno en que parecía que todo era posible (figura 9). Por eso el contexto de lectura de esta

historieta puede ser analizado a partir de distintos niveles: uno es el de la verosimilitud de su ambientación en los años 50 y 60;

otro, el de la realidad que se vivía en la Argentina con el regreso de la democracia. 1985 es, quizás, el último año de la esperan-

za, con el juicio a las juntas militares que condenó a los responsables de la dictadura militar. 1986 es, en cambio, el año de la

Ley de Punto Final (que limitaba a 30 días el plazo para recibir las acusaciones contra militares en la justicia por violación de

los derechos humanos); 1987 es el de la Obediencia Debida (que permitió el desprocesamiento de la mayoría de los oficiales y

suboficiales por considerar que actuaban por orden de un superior), y también el año de la masacre de Ingeniero Budge.

El 8 de mayo de 1987, tres jóvenes desocupados de un barrio del Gran Buenos Aires fueron fusilados por policías mientras

estaban sentados tomando cerveza. Tal como denuncia la Comisión contra la Represión Policial e Institucional, Correpi, la

Masacre de Budge es el típico ejemplo de gatillo fácil:

A la aplicación de la pena de muerte extrajudicial se sumó el descarado encubrimiento policial, las armas

‘plantadas’ para enmascarar el crimen como un ‘enfrentamiento’ y la complicidad más o menos manifiesta de

los distintos jueces intervinientes.12

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El protagonista de la historieta estuvo inspirado en un policía legendario, Evaristo Meneses, conocido por su gran contex-

tura física, su puntería y su coraje. Dicen que su sonrisa asustaba tanto como su gatillo, pero que también tenía sus códigos:

“No lo maten, no lo maten,” solía repetir Meneses cada vez que con su brigada atrapaba a algún ladrón. “El muerto no habla,”

aclaraba. Como toda figura propensa a convertirse en mito, una parte de la sociedad lo acusaba de matón, coimero y muje-

riego y la otra mitad lo idolatraba. El proceder habitual del personaje demostraba que para Evaristo no había medios sino un

fin: hacer cumplir la ley. Conseguía confesiones a los cachetazos, hacía circular falsos rumores, negociaba primicias con el

periodismo, se acostaba con prostitutas, intimidaba, chantajeaba, transaba.

Lo que se impone es la verosimilitud de los procedimientos policiales. Nada de mágicas hazañas ni de deslum-

brantes deducciones: sólo seguimientos, delaciones, testimonios, la ayuda de soplones, confesiones” (Cáceres

1994: 26).

Sin embargo, tal como señala De Santis (1992), Solano y Sampayo construyeron un héroe duro pero no implacable, con una

ética propia que lo obligaba a impedir el uso de la picana, nefasto instrumento de tortura inventado – según se dice – por el

hijo de Leopoldo Lugones – aquel de la “hora de la espada” –, también comisario:

Figura 9. Sampayo Carlos y Solano López, Francisco. Evaristo, Colihue, 1998.

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–¡¡¡En mi sección no se tortura a nadie!!! ¡¡Guacho de mierda!!, le dice a otro policía.

–Gra... Gracias..., musita el apresado.

–Qué gracias ni qué mierda... ¡¡Algo habrás hecho!!

Así de contradictorio era el personaje, así de delgados los límites en los que se movía. Como dice Birmajer (1987: 70):

La seducción que ejerce el policial es innegable. Ahora, en cuanto a la seducción que ejerce el policía, les dejo

los apelativos a los lectores.

Hay una secuencia que lo resume todo. Evaristo acababa de descubrir asesinado al hijo que, hacía sólo unas viñetas, se había

enterado que tenía. Caminaba sin rumbo por la Costanera cuando – al lado del monumento a Luis Viale – se topó con un león

escapado del zoológico: “Amigo, vos y yo andamos perdidos,” le dijo el policía y lo acarició. El físico corpulento y el carácter

parco y cínico del comisario se desvanecieron en esa escena inmensamente tierna. Sostiene Birmajer (ibidem: 70): “Evaristo

tiene conciencia del dolor que implica ser policía y hombre pensante al mismo tiempo.”

El desierto de la memoria

Dibujada por Alberto Breccia y guionada por Juan Sasturain, Perramus es quizás la historieta más emblemática de la oposi-

ción a la última dictadura militar (figura 10). La dupla empezó a hacerla todavía bajo el régimen de facto; publicada a partir

del número 11 de Fierro (julio del 85), contaba la historia de una resistencia, la lucha de los guerrilleros de la Vanguardia

Voluntarista para la Victoria (VVV) por derrocar al “gobierno de los mariscales.”

En respuesta a la represión institucional y acorde con el espíritu político, ideológico y social del mundo, a mediados de la

década del 70 hicieron su aparición en la Argentina la organización guerrillera Montoneros (surgida de los sectores juveniles

peronistas) y el Partido Revolucionario de los Trabajadores, PRT (proveniente de la izquierda marxista), cuyo brazo armado

era el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Eran las dos principales agrupaciones que reivindicaban la lucha armada

(bajo la metodología de secuestros extorsivos, atentados y copamientos a establecimientos militares) como forma de llegar al

poder e imponer una nueva justicia social.

Según las estimaciones de Prudencio García (1995), un coronel ingeniero español, la cantidad de miembros armados per-

manentes del ERP y de Montoneros no superaba las 1200 personas a mediados de 1975, la época de máxima fuerza militar.

De modo que a pesar de las reiteradas argumentaciones de la cúpula castrense, la guerrilla no era ya un “peligro real” para

la sociedad en los años de la dictadura, en los que – con esa excusa – se reprimió indiscriminadamente cualquier gesto de

libertad. Según cálculos realizados por Emilio Fermín Mignone – militante de los derechos humanos y fundador del Centro

de Estudios Legales y Sociales –, el porcentaje de desaparecidos que eran guerrilleros no superó el 10 por ciento (Ciancaglini

y Granovsky 1995).

Historieta de aventuras, en Perramus apareció también – tal como señala Javier Coma- “el empeño del personaje de ser

amo del propio destino” (Coma 1990: prólogo). La travesía es por el desierto de la memoria. La historieta estaba compuesta

por cuatro partes, unas 400 páginas escritas entre 1981 y 1989, de las cuales sólo una apareció en Fierro.13 El protagonista

de estas sagas no tiene nombre ni sabe quién es: lo bautizaron Perramus porque eso decía en la etiqueta del sobretodo que

llevaba, que ni siquiera era suyo. Acosado por el miedo y el peso insoportable de la cobardía – huir sin avisarles a sus compa-

ñeros que el enemigo llegaba –, el hombre entró en un bar y de todas las mujeres que se le ofrecieron eligió la que le prometía

hacerlo olvidar. Y después de una noche de sexo con ella, olvidó. Sostiene el guionista:

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El personaje no es un traidor porque ostenta la condición necesaria pero no suficiente para la traición: la co-

bardía [...] Al disolverse, no ser nadie, Perramus es todos los hombres. Digamos con pudor, entonces, que aquí

se habla de la condición humana sin mayúsculas (Sasturain 1995: 220).

Visto con cierta distancia, no es un dato menor que la identidad del protagonista hubiera desaparecido en un país que se

llenaba de NN y que, desde entonces, está en conflictiva y dolorosa lucha por la reconstrucción de su memoria.14 Si en “El

piloto del olvido,” la primera parte de Perramus, se narra la aventura personal del protagonista en lucha contra sí mismo, en

la segunda, “El alma de la ciudad,” el protagonista toma azarosamente un nuevo contacto con la guerrilla y en esta ocasión

emprende la búsqueda, junto a un puñado de personajes, para salvar el alma de la ciudad. El grupo debía encontrar a siete

personajes que correspondían, a la vez, a los siete pecados capitales y a los siete días de la semana. “Ahí se acerca a Leopoldo

Marechal: una trama urbana que a la vez es metafísica” (De Santis 1992: 45).

La ciudad de la historieta se llamaba Santa María, una nomenclatura que cruzaba el nombre completo de Buenos Aires

(Santa María de los Buenos Aires) y el homenaje a las novelas de Juan Carlos Onetti. Era una geografía ensombrecida por las

aguadas de Breccia. Se multiplicaban los grises porque en esa Santa María que la dictadura extinguía no había posibilidad de

tonos concretos como el blanco y el negro, que desaparecían junto con su alma. En una atmósfera de pesadilla, la cadavérica

fisonomía de los mariscales se fundía, junto a otros contornos, en el gris: color del silencio, del miedo, del horror. La figuras se

movían en varios planos, los contornos se confundían y aparecían y desaparecían a la vista, según desde dónde se los mirara.

Hay en ellos reminiscencias del Guernica de Pablo Picasso, y también de Los desastres de la guerra o los Caprichos de Goya.

Figura 10. Breccia, Alberto y Juan Sasturain, Perramus, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1990.

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De algún modo, en la historieta se libraban dos batallas. Una real contra los represores y otra simbólica, vinculada a la cul-

tura. Ambas confluyeron finalmente, porque la literatura –en términos más generales, el arte– se volvió el camino redentor. La

clave para el mensaje que tenía que descifrar Perramus era “golpe a golpe, verso a verso,” frase extraída del poema de Antonio

Machado, y quien la pasaba, con leves toques de birome sobre la mesa mientras recitaba un soneto de Quevedo, era ni más ni

menos que el célebre escritor Jorge Luis Borges.

La elección no era arbitraria: la culpa, el olvido, el tiempo, la memoria... son todas figuras borgeanas. Pero hay algo más,

los autores no reconstruyeron el Borges que fue sino el que ellos – y muchos argentinos progresistas – hubieran deseado que

fuera: una figura sin fisuras ideológicas. Por eso, en la ficción, el gran escritor participó de la resistencia:

Un ciego en el lugar del guía. Un ciego que es capaz de ver, como Tiresias, lo que vendrá. Y ve que a pesar del

presente, a pesar de los mariscales, la ciudad se salva” (De Santis ibidem: 45).

En la tercera parte, la opción es entre “un país cirquero” – ya que los opositores reivindican el circo como forma de lucha – y

un “país de mierda,” literalmente hablando, ya que su economía está basada en la industrialización del guano, dejado por los

pájaros antes de abandonar esa isla tenebrosa y claustrofóbica donde nunca se vio el cielo. También pueden registrarse dos

niveles de narración: uno más directo, de referencias a figuras apenas disfrazadas y metáforas explicitadas, y otro de un nivel

sutil y simbólico mejor logrado.

A esta altura, la Argentina entraba en un período de neoliberalismo ortodoxo, implementado por el gobierno de Carlos

Menem: récord de desocupación (en los 90 el desempleo creció 156,3 por ciento y el subempleo 115,4), entrega de las em-

presas nacionales a capitales extranjeros, concentración de la riqueza, corrupción e impunidad. En 1990 y 1991 dos indultos

–uno a condenados y otro a procesados–, validados por la Corte Suprema de Justicia, dejaron en libertad a los responsables

de la última dictadura y a algunos de los líderes guerrilleros.

Hay una pregunta que subyace a todas las viñetas: ¿puede un hombre olvidarlo todo? ¿Es esa una estrategia efectiva para

sobrevivir? Perramus tenía, cada tanto, fogonazos de recuerdos, que no sabía o no quería entender: que trabajó para los ma-

riscales que le hacían tirar cuerpos de antiguos compañeros al mar, que después volvió a militar para la guerrilla. La verdad

retorna indefectiblemente: ya sea disfrazada o disimulada, vuelve. Por eso, cuando el personaje entregó a un funcionario

imperialista el codiciado cuerpo de un ex dirigente revolucionario, lo que le pidió a cambio fue tiempo: días, meses, años para

recordar. Por eso, también, buscó a aquella mujer – misteriosa, todopoderosa – que, después de una noche de sexo, se llevó

su pasado. Ya fuera real o ficticia, Perramus necesitaba una identidad.

Mano de obra desocupada

A partir de la década del 70, este submundo de las viñetas se complejizó al dar cabida protagónica a presos, sicarios, mafiosos

y otros malos que conviven en las calles de la Argentina, incluso en democracia: ex represores, policía privada y guardaespal-

das, entre otra mano de obra desocupada luego de la dictadura militar, leyes de Punto Final y Obediencia Debida mediante...

Bajo la influencia de la novela negra, la visión de la sociedad se vuelve crítica y pesimista y la narración es guiada por un

nuevo punto de vista: el del asesino.

Hay, además, un encadenamiento delictivo, Marc-Ultra-Boogie-El husmeante15, que en este caso se acerca un poco más a

“la ausencia de contenidos moralísticos o de tesis, algo que sigue siendo original en el contexto global de la historieta argenti-

na,” tal como señala Steimberg (1984). Son “producciones desviantes de la historieta negra.” De todos estos personajes, Boogie

es quizás el más conocido de los mercenarios y también el más extremo. Puntualiza el semiólogo Steimberg, 16

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El personaje tiene, por supuesto, parentesco con la novela negra pero con algunas diferencias. Los detectives

de la novela negra no carecían de alguna ética. Si bien eran crueles, pesimistas, había algo que podía rela-

cionarse con algún rastro del concepto clásico de piedad. En el caso de Boogie eso, por principio, no existe.

Presentado con una suerte de sarcasmo desesperanzado, es parte de los personajes amorales que empezaron

a existir en la década del 70, tanto en la Argentina como en otras regiones historietísticas. Ya había, a nivel

internacional, algunos personajes con estas características de antihéroe en el sentido de una ética, del conflicto

entre el bien y el mal, el delito y la ley” (entrevista, en Gociol 1999).

No se sabe quién es ni para quién trabaja, es imposible no asociar a Boogie – de algún modo – con los matones argentinos,

represores durante la dictadura militar y mano de obra sin ocupación fija en democracia. Dice Roberto Fontanarrosa (Gociol

1999: 19), su creador:

Durante el Proceso pienso que pudo haber aparecido Boogie en (el bar) El Cairo. Es más, casi estoy seguro

de que estuvo. Vi a alguien corpulento que bajó de un auto con un cigarrillo en los labios, cerrando la puerta

con violencia. Entró por la ochava como si el lugar fuera suyo. Llevaba el saco abierto para que uno entreviese

el bufo. Boogie y sus amigos decían que El Cairo era una cueva de zurdos y seguramente él estaba allí para

llenarnos de espanto.

El Aceitoso debe ser uno de los pocos personajes que no consiguieron el amor ni de su propio creador:

El caso es que la gente como él, esa que tiene la violencia como gesto, me da mucho temor. No me gustan nada

esos tipos que dividen las cosas con una línea tajante entre amigos y enemigos. Sé, además, que Boogie me

despreciaría mucho, por sudamericano de un país periférico y por hispanoparlante. No entraría dentro de sus

amistades” (ibidem).

Fontanarrosa recibió muchas cartas en contra de las actitudes de Boogie,

pero las más preocupantes – cuenta – fueron las que me llegaron a favor. Eran una cosa terrible, tipos conten-

tos porque por fin llegaba alguien que les pegara a los negros y a las mujeres (ibid.: 16).

Una infeliz lectura literal que olvida la parodia.

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Un tal...

Como con Perramus, tampoco resultó casual que en varias de las historietas argentinas publicadas desde los 70 los contornos

de los personajes se desdibujaran. Los límites se volvieron difusos, y se hacía difícil saber quién era quién o si había alguno

mejor que otro.

Inquietante es la palabra que mejor define a Un tal Daneri, el detective del barrio de Mataderos creado por Carlos Trillo

y Alberto Breccia (el de las atmósferas grises, cf. figura 11). La sensación es incómoda porque no se termina de descubrir de

qué lado está, qué extraña justicia aplica, si realmente persigue a alguien. No se sabe casi nada de él, ni siquiera su nombre

completo. Fueron pocos episodios y de aparición esporádica: el primero fue publicado en Mengano en 1974, otros aparecieron

en Sancho y en Superhumor17.

Este tal Daneri prácticamente no hablaba y hasta parecía resultarle indiferente lo que hacía. No importaba lo que fuera,

cumplía con el encargo y listo. Se intuye, sin embargo, que ese hombre duro y descreído – típico protagonista de las series

negras – respetaba algunas reglas; tenía una moral: la propia. No perdonaba la traición ni la falta de palabra y aplicaba la

antigua ley del ojo por ojo: una modelo lo mandó a cortarle las manos a un pianista, pero cuando se enteró de los motivos

reales del encargo le desfiguró la cara a la hermosa mujer. “Estaba desarmado, animal – le dijo a uno de los tantos mafiosos

con los que tiene trato. El bagre estaba desarmado y no se mata a un hombre desarmado sin que la gente empiece a pensar

que uno es un cobarde.”

Figura 11. Daneri, de Un Tal Daneri por Carlos Trillo y Alberto Breccia, de una compilación de las aventuras del detective publicado en 2003 por Doedytores, Buenos Aires.

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En esta historieta, Breccia llevó al extremo los recursos que supo utilizar con originalidad y belleza: el collage – de mate-

riales, de vidas –, los recortes, el uso invertido de los claros y los oscuros. Las figuras no eran más que pinceladas, manchas

de cuerpos apenas reconocibles, y en las peleas los contornos se desdibujaban hasta ser un puro remolino de trazos. Sostiene

Juan Sasturain:

No creo que Un tal Daneri sea una historieta totalmente lograda, creo que vale más por lo que intenta e incita

que por lo que consigue. Es una historieta extraña, de historias mínimas, intencionalmente menores, clase B...

No pasa casi nada en el Daneri: muy pocos tiros, las venganzas son por pequeñas o viejas perradas, no hay

demasiada angustia ni dinero en juego, nadie dice palabras importantes ni interpreta lo que pasa. Como si la

localización en Mataderos y no en el Bronx obligara a ese medio tono gris. ¿Cómo van a pasar grandes cosas

si sucede acá nomás? Probablemente esa medianía es lo que sorprende. Y no es medianía, es verosimilitud,

realismo de apuntar a la cosa pequeña, posible y cotidiana en el quehacer de un tipo como Daneri (Sasturain

1981).

La cara horrorosa del sistema

Ese submundo de opuestos complementarios, donde nada se distingue bien, dio marco a Angeles caídos, la historieta que

Guillermo Saccomanno y Leopoldo Durañona publicaron en Fierro en 1987 (figura 12). Esta zona del delito no está protago-

nizada ni por los clásicos ladrones arrepentidos ni por la mafia al estilo Al Capone. Los personajes principales formaron una

banda de marginales – una mujer, un lisiado, un gordo y un negro jorobado – cuyos delitos tienen que ver con su condición

de marginales, de parias. Más que victimarios son víctimas. En una de las entregas, por ejemplo, resultaron explotados por

un mafioso que les hizo pedir limosna por las calles para que, finalmente, la policía se guardara la recaudación. Como dijo el

negro jorobado, con ironía: “Siempre lo mismo, al final gana la justicia.” El mismo tono irónico se dejaba entrever en los nom-

bres yanquis, la representación de los adinerados como ricachones desagradables y hasta en los apodos de la banda: Nudillo,

Toc-Toc, Hot-chocolate y Marlene.

La policía estaba presentada por Durañona como una sombra sin rostro, en color negro, mientras que las siluetas de los

marginales aparecieron más blancas que las de los agentes. El dibujo combinaba realismo y grotesco y tenía un aire brecciano:

las formas recortadas, el claroscuro, la técnica del collage. Cuadros con pocas palabras, buen suspenso y muchos golpes y

cambios de perspectiva. Como si hiciera falta, las respuestas clave aparecían reforzadas en negrita, como hacen actualmente

muchos diarios. Los cafishios, la policía sobornada, un hijo capaz de matar a su padre, los marginales que hacen justicia por

mano propia, etc.18 La cara horrorosa del sistema.

Y eso lo conoce perfectamente El Caramonchón, ese monstruo con ojos sin forma definida – metáfora explícita de estos

tiempos, una vez más – creado por Miguel Rep, que se devora a los políticos, actrices, funcionarios, jueces, policías, militares,

entre otros personajes de fama mal ganada, y los devuelve, de una escupida, convertidos en huesitos. Los nombres de los can-

didatos a ser deglutidos son muchas veces votados – vía mail – por los propios lectores del diario Página/12 donde se publica,

en un acto simbólico con reminiscencias a justicia popular.

Probablemente lo que mejor defina a la Argentina post 19 y 20 de diciembre de 2001 sea la no forma.19 Todo lo preexistente

– desde los partidos políticos hasta los medios de comunicación – fue puesto en cuestión y desde entonces necesita de una

urgente refundación. En ese sentido, la creatividad intuitiva y experimental de Rep es la respuesta idónea para esta época.

Pero su criatura transmite una sensación de asco que sólo puede entenderse en el contexto de lo que decantó de ese país luego

de diciembre: los treinta muertos luego del 19 y 20, los asesinatos de los piqueteros Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, la

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masacre de la disco Cromañón (en la que a raíz de un incendio murieron casi 200 adolescentes), la prisión para 15 personas

tras una marcha con incidentes frente a la Legislatura porteña y los seis detenidos por pedir trabajo genuino en Caleta Olivia,

Santa Cruz, la provincia gobernada durante más de una década por el actual presidente Néstor Kirchner. Según la Correpi,

el Estado argentino asesina a una persona cada 55 horas20. Tal como piensa uno de los personajes de Muertes y castigo, la

historieta de Nine, “todo es realmente un asco.”

Recientemente, Carlos Trillo y Juan Sáenz Valiente publicaron una historieta protagonizada por un policía, torturador y

asesino durante la última dictadura militar, que explota a una menor a la que se apropió luego de matar a toda su familia, que

trafica droga, regentea prostitutas y manda a matar a quienes denunciar su accionar. El guión, explícito hasta la incomodidad

y sin el reparador final justiciero, tiene una sola metáfora y está en su título: el policía se llama Sarna y “scrth, scrtch, scrtch”

no deja de rascarse ni en un solo cuadrito.

Epílogo

Es evidente que el enfoque elegido para este recorrido tiene poco que ver con el objetivo primario, explícito y más preciado

del género; si resultan eficaces, los cuadritos deben ser leídos y disfrutados como aventuras. Pero, producto del tiempo trans-

currido, el recorte de mirada elegido, la arbitrariedad de la selección – y, por todo esto quizás, de cierto honesto forzamiento,

las viñetas aquí descritas terminaron por dar cuenta del contexto histórico, social y político en el que quedaron inscritas. En

Figura 12. Durañona Leopoldo y Guillermo Saccomanno, Angeles caídos, Fierro, Buenos Aires, 1987.

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la mayoría de los casos, sus autores no tuvieron la intención consciente de hacer esas referencias, pero aun sin la conformidad

de guionistas y dibujantes el lector queda en libertad de hacer asociaciones. Conclusiones que, por otro lado, no le son abso-

lutamente propias y originales, sino que están condicionadas por el marco de una época.

De este derrotero se desprende que no siempre el momento en que los hechos históricos suceden coinciden con el

momento en que se convierten en relato (salvo la urgencia del relato periodístico). Siempre parecen necesarios un tiempo y

una distancia para su elaboración, que a veces, incluso, resulta demasiado demorada. Pero aun cuando las producciones so-

breviven a los hechos, los cambios de perspectiva no son automáticos y una mirada no anula las otras, tanto el hacedor como

el lector saben que debe respetarse un contrato mínimo y básico de verosimilitud. No es que las historias deban ser verdade-

ras, pero sí creíbles. Y esa verosimilitud está íntimamente ligada a cada época. De ahí la encrucijada planteada por Birmajer

en Historieta: la imaginación al cuadrado, tal como se señaló al inicio de este artículo. Esa es la tensión. Y no hay fórmula de

resultado garantizado.

NOTAS

1 Tres años después, el 2 de noviembre de 1918, nació el primer ladrón protagonista de una historieta argentina. Su padre fue el dibujante catalán Luis Ma-caya, que el mismo día parió al detective que lo iba a perseguir durante casi dos años. Fue en la revista Caras y Caretas donde se publicó El L. C. Timoteo y el pesquisa Doroteo.

2 En El Huinca (publicado en Patoruzito en 1957 y luego como revista propia por Cielosur, de Enrique Rapela, los indios son presentados como brutos, astutos para la maldad y afectos a la bebida y las orgías. “En cuanto me descuide estos salvajes me roban hasta la sombra,” alerta El Huinca en una de las aventuras. “¡Me dan ascos estos animales! Comiendo son más fieros que los tigres. Nunca están llenos,” dice en otra.

3 Algo menos de la mitad volvió a subirse a los barcos tiempo después.4 La tira se publicó entre 1953 y 1958 en la revista Misterix, también en Súper Misterix y en Súper Rayo Rojo. Algunos episodios fueron compilados en un

volumen de la colección Capítulo, del Centro Editor de América Latina, en 1981.5 El 1° de abril, La Razón presentó a su nuevo personaje de historieta. Para muchos, se trata de la tira fortinera por excelencia. Con dibujos de Carlos Ca-

salla, los primeros argumentos estuvieron a cargo de Gustavo Solanas y al poco tiempo pasaron a Julio Álvarez Cao, el guionista con el que se consagró la serie. La tira se publicó en el diario durante siete meses y muy pronto se mudó a las revistas Puño Fuerte y Puño Fuerte Extra, de editorial Láinez. Cinco años después, el militar fortinero se había convertido en uno de los personajes más exitosos de otra editorial, Columba, y en la década del 70 aportó su nombre y sus aventuras a una nueva revista. Durante todo este tiempo desfilaron distintos autores e ilustradores: Hugo Solanas, Jorge Morhain, Carlos Albiac, Mariano Villegas y Cacho Varela, entre otros.

6 Continuado -bastante después- por Leonardo Wadel y Alberto Breccia.7 Por supuesto, hay muchos personajes de viñetas que siguieron respondiendo al modelo clásico. En los 90, Carlos Albiac y Horacio Lalia retomaron esta

figura. “Quisiera tener sobre mis hombros otra cabeza... Quisiera tener la cabeza de Sherlock Holmes para resolver este caso,” comentó el Inspector Bull en una de las aventuras publicada en la revista de corta vida Hora cero, una publicación que Ediciones de la Urraca lanzó en junio de 1990. En estas viñetas el bien triunfa con precisión inglesa.

8 La editorial hizo también una compilación en libro de esta segunda versión.9 La Bonaerense, de Ricardo Ragendorfer y Carlos Dutil; Asuntos internos, de Andrés Klipphan.10 “La deuda con la literatura es expresamente reconocida. En el primer cuadro de “El caso Fillmore” los autores ofrecen un primer plano de la mesa de luz

de Alack y en ella un ejemplar de The Long Sleep, referencia paródica al dormir del personaje y, como anota Salvador Vázquez, evidente juego de palabras con los títulos de dos de las obras de Chandler: The Long Goodbye y The Big Sleep” (Pérez Rasetti 1999: 321).

11 La revista publicó en 1980 la historieta Bosquivia, una sociedad de animales que satirizaba –de manera tan valiente como explícita– la dictadura que asolaba al país.

12 http://www.correpi.lahaine.org 13 Publicada en Estados Unidos, Alemania, la península escandinava, entre otros lugares, sólo en Francia salió en su totalidad. En español, sólo fueron

reproducidas tres partes, compiladas en dos libros.14 No Identificados. Así se denominó a las personas secuestradas, torturadas y desaparecidas por los militares, justamente porque no se daba a conocer su

identidad15 El mundo de El husmeante (Carlos Trillo y Domingo Madrafina, 1982-1983) estaba dominado por mutantes cuyos cambios físicos se han cristalizado

en los cuerpos más insólitos: seres con deformaciones físicas, mitad humanos mitad animales, que para vivir necesitaban de un certificado de pureza racial.

16 Entrevista incluida en Gociol, Judith, “Boogie bajo la lupa,” Todo Boogie, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1999. 17 La historieta fue publicada también en España y algunos episodios fueron incluidos en el libro Breccia negro, de editorial Récord, en abril de 1978.18 Cafishios son hombres que regentean prostitutas.19 Levantamiento popular que terminó con el mandato del presidente Fernando de la Rúa, luego de una feroz represión.20 Informe presentado el 10 de diciembre de 2004, http://www.correpi.lahaine.org

Page 22: Los guardianes de la ley: Militares, policías, detectives ...camouflagecomics.com/pdf/05_gociol_es.pdf · señala el escritor Marcelo Birmajer en uno de los ensayos de Historieta:

Judtih Gociol Los guardianes de la ley www.camouflagecomics.com

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