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lDS ESPACIOS DE LA POÉTICA CERVANTINA Mary M. Gaylord Este tema forma parte de un estudio más abarcador, emprendido hace unos años y todavía en marcha, sobre poética o teoría literaria cervantina. La pos- tura teórica de Cervantes ante la novela o ante el arte literario en general sigue constituyendo para la crítica un enigma, tan fascinante como elusivo, sobre todo en una época como la nuestra, en la que se vive la fascinación de la teoría literaria. Nos resulta en el día de hoy más difícil que nunca resig- narnos al hecho de que el «raro inventor» no nos legara un coherente progra- ma estético que estuviera a la altura de sus logros en el campo de la ficción, y que aclarara plenamente el sentido para él de las innovaciones literarias que realizara en su obra. La hazaña de reunir los membra disiecta de preceptos literarios que apa- recen en las obras de Cervantes, a fin de reconstituir con ellos un cuerpo de teoría novelística, la realizó hace más de 25 años uno de los ilustres parti- cipantes en este Coloquio. Mi empresa sigue la misma senda que trazó enton- ces E.e. Riley, pero procede en sentido contrario: es decir, en vez de hacer la cosecha de los preceptos que el autor sembrara por doquier en sus libros, los devuelvo a su contexto original, destituyéndolos por un momento de su condición honorífica de asertos teóricos, para verlos como parte de esa «tela de varios y hermosos lazos tejida» (Quijote, 1, 543) que es la obra de imagina- ción. El ejercicio no pretende invalidar el procedimiento anterior y contrario: pero los mismos pesquisidores de teoría cervantina -Menéndez Pelayo, Amé- rica Castro, E.e. Riley, Alban Forcione, etc.- atestiguan uno tras otro las frus- traciones inherentes a su empresa, que no ha logrado hacer visible en Cervan- tes a un teórico original. En su conjunto, terminan dando la razón a una oración de Menéndez Pelayo, si no a toda la argumentación de éste, cuando afirmó que «Cervantes tenía doctrinas literarias, pero osó decir que esas doctrinas, sobre nada nuevas, [ ... ] eran las mismas, exactamente las mismas que enseña- ba cualquiera Poética de entonces» (1, 745). Castro, Riley y Forcione, si han sustituido el retrato del «ingenio lego» con la imagen de un escritor culto, nos han permitido captar en boca de personajes cervantinos el eco de los más 357

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lDS ESPACIOS DE LA POÉTICA CERVANTINA

Mary M. Gaylord

Este tema forma parte de un estudio más abarcador, emprendido hace unos años y todavía en marcha, sobre poética o teoría literaria cervantina. La pos­tura teórica de Cervantes ante la novela o ante el arte literario en general sigue constituyendo para la crítica un enigma, tan fascinante como elusivo, sobre todo en una época como la nuestra, en la que se vive la fascinación de la teoría literaria. Nos resulta en el día de hoy más difícil que nunca resig­narnos al hecho de que el «raro inventor» no nos legara un coherente progra­ma estético que estuviera a la altura de sus logros en el campo de la ficción, y que aclarara plenamente el sentido para él de las innovaciones literarias que realizara en su obra.

La hazaña de reunir los membra disiecta de preceptos literarios que apa­recen en las obras de Cervantes, a fin de reconstituir con ellos un cuerpo de teoría novelística, la realizó hace más de 25 años uno de los ilustres parti­cipantes en este Coloquio. Mi empresa sigue la misma senda que trazó enton­ces E.e. Riley, pero procede en sentido contrario: es decir, en vez de hacer la cosecha de los preceptos que el autor sembrara por doquier en sus libros, los devuelvo a su contexto original, destituyéndolos por un momento de su condición honorífica de asertos teóricos, para verlos como parte de esa «tela de varios y hermosos lazos tejida» (Quijote, 1, 543) que es la obra de imagina­ción. El ejercicio no pretende invalidar el procedimiento anterior y contrario: pero los mismos pesquisidores de teoría cervantina -Menéndez Pelayo, Amé­rica Castro, E.e. Riley, Alban Forcione, etc.- atestiguan uno tras otro las frus­traciones inherentes a su empresa, que no ha logrado hacer visible en Cervan­tes a un teórico original. En su conjunto, terminan dando la razón a una oración de Menéndez Pelayo, si no a toda la argumentación de éste, cuando afirmó que «Cervantes tenía doctrinas literarias, pero osó decir que esas doctrinas, sobre nada nuevas, [ ... ] eran las mismas, exactamente las mismas que enseña­ba cualquiera Poética de entonces» (1, 745). Castro, Riley y Forcione, si han sustituido el retrato del «ingenio lego» con la imagen de un escritor culto, nos han permitido captar en boca de personajes cervantinos el eco de los más

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importantes preceptistas españoles e italianos de la época. Pero el reconoci­miento de un Cervantes más leído no ha revelado en él a un raro inventor de preceptos literarios, sino a un conocedor, una suerte de librero, de viejo, que se limita a citar -o hace que citen sus personajes- a otros pensadores más preocupados con la teoría y más originales en su exposición de ella.

No siendo «de Cervantes», entonces, ni siendo propiamente literatura, esta preceptiva de segunda mano difícilmente llega a percibirse como íntimamente relacionada con la magistral alquimia creativa del autor de ficciones inmorta­les. Sin embargo, si suspendemos por un momento una teleología crítica que nos inclina a buscar primero los preceptos para luego ensayar su aplicación a la obra de Cervantes, nos damos cuenta de unos aspectos fundamentales de su meditación estética. Sin ir más lejos de los textos archiconocidos del Quijote, en donde se ventilan cuestiones literarias, podemos comprobar que la teoría literaria cervantina nunca se reduce a axiomas. Hasta en el lenguaje de los mismos preceptos, y de un modo aun más evidente en los contextos que los rodean, descubrimos un auténtico tesoro verbal, rico en figuras y fá­bulas. El precepto al parecer más escueto (por ejemplo, «Toda afectación es mala», «Sigue tu canto llano», "Vuelve a tu senda y camina», etc.) reviste ca­racterísticas y condición humanas. Al reconocer este contenido figurado del lenguaje teórico cervantino como profundamente significativo para su medita­ción sobre el arte literario, comenzamos a escuchar múltiples resonancias con otras figuras y fábulas del autor que a primera vista no parecen relacionadas con cuestiones estéticas. A la vez que concedemos un nuevo valor al conteni­do figurado o metafórico del lenguaje de la preceptiva, reconocemos la potencia­lidad que poseen también los contextos narrativos y dramáticos para significar «teóricamente». En estudios anteriores, he enfocado la anatomía humana como tropo capaz -desde Aristóteles,,:"" de comunicar una «poética,} (Gaylord Ran­del. 1983, 1986). Aquí me propongo examinar los espacios que se insinúan «significativamente» en el lenguaje de la preceptiva literaria, llegando a defi­nir simultáneamente el espacio de la poesía y la poética, y una poética del espacio. I

Si reflexionamos sobre algunos de los textos principales de «teoría litera­ria» cervantina (pienso sobre todo en los del Quijote: prólogos y capítulos J, 6, 25, 47-50; n, 16-18, 26; Y las Novelas ejemplares: La Gitanilla y El coloquio de los perros), reparamos en unas constantes, invisibles pero fundamentales, de la actividad teorizante. En primer lugar, la poética no se nos ofrece en la forma de unas palabras eternas esculpidas en bronce. Todo aserto teórico sale de la boca de un personaje de una obra de ficción, y adquiere sus prime­ras resonancias dentro de un universo ficticio. Teorizar equivale ante todo a hablar, y sobre todo a dialogar acerca de preceptiva o arte poética: casi nunca se habla de poética a solas, aunque los «diálogos» bien pueden desarrollarse como monólogos secuenciales, o como discursos dirigidos a otros personajes.

L Con esta expresión reconozco mi deuda con el clásico estudio de Gastan Bache/ard. La Poétique de l'espace.

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Pero aun cuando una voz quiera imponerse a las demás, la forma discursiva del diálogo impide que sus afirmaciones tengan un carácter unívoco. En los diálogos de Cervantes, como lo ha visto con su habitual finura Claudia Gui­llén, el diálogo tiende a convertirse en "diálogo inacabable».

De la forma dialogada de la teoría cervantina, siguen varias consecuen­cias. En la obra de ficción, los preceptos nos llegan siempre a través de una figura humana, de la que solemos saber mucho más que sus criterios y jui­cios estéticos. Por lo tanto, la afirmación teórica siempre se relaciona con el marco existencial y personal en cuyo contexto se encuentra. Divorciar pala­bras de su autor ficticio es, pues, despojarlas de una parte importante de su sentido. Como son necesariamente dos o más los dialogante s, no se trata nun­ca de una sola voz, ni de una voz a solas, sino de un grupo de figuras cuyas relaciones entre sí tampoco se limitan al ámbito de la "pura teoría», sino que lo abarcan todo, desde lo físico a lo económico-político-social y a lo sentimental y espirituaL Inevitahlemente, el intercambio de ideas literarias entre persona­jes muy variados se ha de contagiar de otras diferencias entre éstos (de clase, de educación, de profesión, de sexo, de edad) y en algún modo ha de transmi­tir estas diferencias como parte de su mensaje "teórico». Se podría decir, incluso, desde el punto de vista novelístico (por oposición al teórico), que Cer­vantes procuraría que sus personajes conversaran sobre teoría y ficción preci­samente porque reconocía en este tema un prisma ideal del que salieran re­fractados con maravillosa claridad los rasgos individuales y francamente idiosincráticos de sus criaturas.

Síguese, pues, de lo precedente, que el diálogo entre los facsímiles litera­rios de seres humanos tiene que transcurrir en alguna parte: tendrá lugar en el tiempo y en el espacio. Y en los escritos del padre de la verosimilitud novelesca, no ha de tener lugar en las nubes, sino en la tierra, en algún tipo de sociedad, en un contexto natural (en el campo, al aire libre) o en un espa­cio crcado por el hombre (una casa, una venta, por ejemplo), en un marco temporal que refleje el ritmo de su vivir.

Pues, claro que sí -se me dirá-, si éstas son novelas y no tratados de poética. Pero no está de más subrayar una cosa tan obvia en el contexto de otras discusiones, pues su significación para la poética es especiaL Esta om­nipresente contextualización no es ociosamente convencional, sino que revela algo fundamental para la comprensión de lo que es teoría literaria para Cer­vantes. El pensamiento estético es, ante todo, un quehacer humano, esto es, una actividad comparable (si no equiparable) a otras actividades humanas. y como un fenómeno que transcurre en el tiempo y en el espacio, además de pasar en el cerebro y el cuerpo de un ser humano, la poética (o teoría) comparte con éste su carácter existencial. circunstancial, condicional (por opo­sición a esencial). Si «abstracción» significa -como pretende el diccionario­«considerar aisladamente las cualidades de un objeto [ ... ] en su pura esencia», las consideraciones sobre poesía (literatura, arte poética) en Cervantes raras veces cumplen con las normas del pensamiento abstracto. Teorizar, al igual que poetizar o escribir prosa, no sirve para evadir las contingencias de la vida

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humana ni para refugiarse en la esfera pura de las ideas, sino que más bien obliga a un encuentro con este mundo.

Son tres, pues, los modos de aparición de los aludidos espacios de la poé­tica cervantina: 1) los espacios o lugares ficticios que sirven de trasfondo a la evolución de la narración novelesca (por ejemplo, la Mancha, Sierra More­na, el innombrado pueblo de don Quijote); 2) los espacios o lugares que se convierten en los escenarios inmediatos de los diálogos sobre poética (la casa y el corral de don Quijote, el estudio del autor Cervantes del Prólogo de 1605, el valle donde conversan el cura y el canónigo, la casa del Caballero del Verde Gabán, etc.); y 3) esos otros espacios o lugares que, no estando literalmente presentes, sin embargo se aluden en el discurso sobre arte poético. Esta últi­ma categoría puede subdividirse para incluir no solamente los espacios que se invocan como tales (la plaza pública, campos espaciosos y mares, la cárcel y la hoguera de la Inquisición), sino aquellos otros que se ocultan debajo de un disfraz verbal conceptual o metafórico, a veces en el seno de un término común y corriente cuya potencialidad figurativa Cervantes supo despertar y poner en juego.

En el citado y recitado Prólogo al Quijote de 1605, antes de abordar la lectura de la historia del ingenioso hidalgo, encontramos a dos personajes, el preocupado Cervantes y un jovial amigo, que se nos dan a conocer sobre el fondo de varios espacios, no menos interesantes por incompletamente especi­ficados. Curiosamente, no sabemos en qué tipo de espacio transcurre el tiem­po de la narración prologal, esto es, el tiempo en que el personaje «autor» nos relata los percances de la (pasada) toma de fonna del mismo Prólogo. Pero sí nos da a conocer en alguna medida los espacios en que transcurrieran, primero, la creación de la obra y, posteriormente, su meditación sobre cómo ponerle el Prólogo, que es la condición necesaria de su publicación, una espe­cie de vestirse de «autoridad» -sea lo que sea ésta- antes de salir al mundo. Estos espacios anteriores son dos: primero, la cárcel donde se engendrara la novela y, segundo, el espacio interior donde se encuentra el «bufete» sobre el que tuviera apoyado su codo el meditabundo escritor a la hora de entrome­terse el «gracioso y bien entendido» compañero (1, 68). De la aludida cárcel, sabemos explícitamente sólo que es «donde toda incomodidad tiene su asien­to y donde todo triste ruido tiene su habitación» (1, 67). formamos una no­ción más clara de ella como implícito negativo de otro espacio -«el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes», donde se goza del «sosiego» y de <da quietud del espíritu", y donde «las musas más estériles me muestren fecundas y ofrezcan [maravi­llosos] partos al mundo» (1, 67). Este ameno espacio no es otro que el locus amoenus de la poesía lírica y de la pastoril, lugar idóneo para el cultivo de sentimiento, pensan1iento, lenguaje poético. El espacio negativo que ocupa el taller novelístico, la otra cara de la moneda artística, acusa unas miserables condiciones de trabajo, desprovistas de toda amenidad y tranquilidad. se van asociando sutilmente con el carácter del que las tiene que aguantar (¿o será que éste proyecta a su alrededor un ambiente hecho a su misma ima-

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gen y semejanza?) y con el pobre fruto de un parto lógicamente (en vista de la esterilidad) imposible: «¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado in­genio mío sino la historia de un hijo seco, avellanado?" (1, 67).

El espacio del pretendido engendro del Prólogo no resulta ser mucho más acogedor, y es todavía menos concreto. No se nombran ni casa, ni habitación o estudio, ni paredes, ni estantes de libros (para proveerse de autoridades, el autor tendrá que salir en busca de libros, pues no tiene a mano sino sus fan­tasmas), ni siquiera la puerta por la que entrara tan oportunamente el amigo. Sólo al bufete se le encarga sostener el codo del escritor, retratado en una postura de suspensión física que corresponde a la anímica. Todo el drama del encuentro con el amigo se orienta hacia el momento de la deseada solu­ción, cuando ha de «sacar a luz las hazañas» de don Quijote (quien por su parte sigue «sepultado en sus archivos en la Mancha»), una solución que ha de sacar también a su autor, al personaje «Cervantes», del «vacío de [su] te­mor" y del «caos de su confusión» a la luz del día, a la esfera pública (1, 69). Este vacío y caos, a la vez que atribuyen metafóricamente a la oscuridad y privaciones de la cárcel anterior dimensiones verdaderamente cósmicas, son evidentemente proyecciones del espacio cerebraL Las tinieblas y la confusión -presentes tanto en el momento de la creación de la novela misma como a la hora de revestirla de Prólogo- se localizan dentro de lo que Menéndez Pelayo llamara "el angosto laboratorio de la mente» (1, 744). Ambas rutas, la de la creación literaria y la de la meditación estética, conducen -por impli­cación- desde el polo negativo de un caos primordial y mítico, como el que el libro del Génesis hace anterior a la creación, hasta otro positivo, auténtico fiat lux del creador, que ha de dejar claro el sentido de la obra. Estas rutas, a su vez, coincidirían también con la del protagonista de la obra, el héroe sepultado en la muerte viva de los archivos, que se ha de resucitar entre los resplendores de una aurora. Pero el abismo que separa tinieblas y luz se salva siguiendo no la senda rectilínea de la lógica sino el sinuoso camino de la pa­radoja, de la razón de la sinrazón. Recuérdese que el amigo promete sacarle del apuro «confundiendo [ ... ] dificultades» (1, 69). La luz (del sentido, de la legítima autoridad del texto) ha de hacerse no aclarando, sino confundiendo la confusión. A ello hay que sumar el hecho de que don Quijote se hará salir de un sepulcro no ya para alcanzar una gloria perfecta, sino para protagoni­zar una historia que puede ser para él sinónimo de vida, pero que su autor promete emplear para anunciar la derrrota de todo un género literario.

El lenguaje que sugiere el paso de una esfera a otra resulta ser, como a continuación veremos, omnipresente, informando la actuación del personaje novelesco y de su autor, y la actividad estética en generaL Pero el paso de tinieblas a claridad (o de encierro a libertad) no tendrá un sentido transpa­rente ni único, ya que la «claridad» del Prólogo ofusca tanto como aclara. falsificando, en la medida que lo presenta como claro y unívoco, el complejo significado de la obra que pretende representar, y al mismo tiempo traicio­nando con su intento paródico al protagonista que promete resucitar. El espa­cio de la creación cervantina, explayándose entre los polos de cárcel ten ebro-

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sa y libertad luminosa, proyecta una atmósfera cuyos elementos prometen la eterna contradicción de una «claridad confusa» casi gongorina.2

Dando un salto semejante al del Prólogo -desde el comienzo de la obra hasta el final-, pasamos ahora al coloquio cervantino más conocido sobre preceptiva literaria, el de los capítulos 47 a 50 del primer Quijote. Estos capí­tulos, de materias muy variadas, suelen estar sujetos a mayor fragmentación todavía en la lectura crítica, pues lo más frecuente es que ésta se interese o por la condena de los libros de caballerías y la teoría de la épica en prosa, a cargo del canónigo de Toledo (capítulo 47), o por la invectiva del cura contra la comedia nueva (capítulo 48). En realidad, estos discursos son sólo dos mo­mentos de un conjunto de episodios y discusiones que «comienza" en el capí­tulo 46, cuando el cura y el barbero, con la ayuda de Fernando, Dorotea y compañía, sorprenden en la cama al dormido don Quijote y le encierran en la jaula que ha de facilitar su traslado a su aldea. La línea que conduce des­de la venta hasta la aldea, si bien constituye un «raspado y torcido» hilo narrativo, es, sin embargo, una: y bajo la capa de la variedad, sus sucesos y ocurrencias cultivan una temática muy coherente. Esta coherencia se resal­ta cuando nos aproximamos al texto desde la perspectiva de su manera de aprovechar el espacio.

Los improvisados coloquios de estos capítulos se celebran sobre el fondo poéticamente lógico de un lugar ameno, una naturaleza pastoril (<<un hermoso valle que a la vista se les ofrecía» [1, 549]) que «convida» a los caminantes a detenerse y a pasar la siesta en ella. Se trata de un lugar «real» campestre, cruzado por uno o más caminos (pues lo atraviesa el carro de bueyes y el n~sto de la escolta de don Quijote rumbo a la aldea de éste), que permiten el encuentro de esta gente con la del canónigo, como más tarde con el cabre­ro y los disciplinantes. Aunque eventualmente se convierte en el lugar estable donde han de merendar los contertulios, es ante todo un espacio por el que pa­san: es escenario de andanzas, búsquedas y encuentros. Hasta se busca la per­fección posible en el espacio mismo: cuando el boyero quiere detenerse para «re­posar y dar pasto a los bueyes», el barbero le recomienda otro valle más adelante, «de más yerba y mucho mejor» (1, 537). La mayor parte de la conversación, pues, se produce sobre la marcha, mientras caminan, permitiéndoles al cura y al ca­nónigo, por ejemplo, adelantarse un poco a fin de poder conversar sobre libros de caballerías sin que don Quijote les oiga. Son, por tanto, «diálogos andantes», análogos a las «escrituras andantes» (1, 533) en la expresión que empleara San­cho al comienzo de la secuencia para designar la literatura caballeresca que ocupa el primer plano de las discusiones. Y como diálogos andantes, están destinados a no ser concluidos, a no gozar plenamente del reposo que promete el proverbial lugar; hasta serán interrumpidos por nuevos encuentros y percances.

2. Bachelard observó en los textos poéticos que le ocupan la tendencia al juego de oposiciones en la figuración espadal. En su contraste predilecto entre unos espacios limitados (casa, habitación, armario, nido, choza) y la inmensidad del universo natural, sin embargo. acentúa el carácter angustíante de ésta frente al amparo que prometen los lugares fijos y conocidos. Las obras de Cervantes cultivan una representación más ambivalente del juego entre espacio abierto y limitación.

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Quien goza menos todavía de la amenidad de este escenario quintaesen­cialmente poético es el propio don Quijote, quien va encerrado en una impro­visada jaula, y cuyo «reposo» poco tiene de libre o de natural. Aquí, como en el Prólogo, Cervantes yuxtapone (y contrapone) el lugar ameno y la cárcel: pero no sólo en imaginada contigüidad, como la que crea el discurso prologal, sino en contigüidad física, como parte de la acción misma de la obra. La cár­cel de don Quijote aparece en el seno del lugar ameno, se pasea por éste. Los coloquios literarios de estos capítulos se proyectan, pues, sobre el fondo de una paradoja.

Estos espacios contradictorios pero contiguos de la libertad de movimien­to y pensamiento, frente a la prisión, se dan no sólo en la trama narrativa subyacente y en la semi-grotesca circunstancia inmediata que sirven de tras­fondo al debate, sino que surgen en el lenguaje «teórico» de la discusión que sostienen los dos clérigos sobre literatura caballeresca y arte dramático. Na­die podrá olvidar el espacio que representa la virtud única que para el canó­nigo redime al género caballeresco: esto es, el «largo y espacioso campo por donde sin empacho alguno pudiese correr la pluma, [describiendo] naufragios, tormentas, rencuentros y batallas» (1, 542). El «espacioso campo» de lo que después se llamará «escritura desatada» (1, 543) se abre no sólo ante una ili­mitada extensión geográfica, sino también a una maravillosa variedad huma­na. Príncipes, militares, damas, bárbaros, héroes reales y legendarios de anta­ños reales y fingidos coexisten en un mundo cuyos espacios (<<aquí, [ ... ] acá, [ ... ] acullá, [oO.]») y momentos (<<ora, [ ... ] ahora [ ... ]») realizan literariamente las extravagantes fugas de la imaginación. El deleite (placer) que ocasiona la sor­prendente abundancia de un mundo libresco en que cabe todo o casi todo es la otra cara de la moneda de la desaprobación que el mismo canónigo aca­ba de expresar: «¿Qué ingenio, si no es del todo bárbaro e inculto, podrá con­tentarse leyendo que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelan­te, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía, y mañana amanezca en tierras del Preste Juan de las Indias, o en otras que ni las [des­cribió] Tolomeo ni las vio Marco Polo?» (1, 541). Estas palabras identifican el deleite (pecado) justamente con las instancias exageradas del errar de las es­crituras andantes, errar-error que sugiere un distanciamiento involuntario de la verdad científica (Tolomeo), la verdad histórica (Marco Polo), y del centro de toda una cultura y sus valores. Esta dispersión física, cerebral y cultural, amenazada por la escritura errante, se representa al mismo tiempo como cuer­po (de fábula) desmembrado (véase Gaylord Randel, 1983).

Las unidades de tiempo y espacio -a las que el canónigo no acaba de dar su nombre, pues habla en el capítulo 47 no del drama, sino de la más problemática estructura del género de la epopeya- vuelven a aparecer en el capítulo siguiente en la invectiva del cura contra la nueva práctica de la co­media. Si ésta habría de ser, según los teóricos clásicos y neoclásicos, «espejo de la vida humana, [ ... ] ejemplo de las costumbres e imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades, e imágenes de lascivia» (1, 546). El discurso del sacerdote condena por igual

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pecados contra las normas de buena conducta social y ofensas contra el or­den de naturaleza, que es en parte al menos un orden temporal y espacial. «¿Qué diré, pues, de la observancia que guardan en los tiempos en que pue­den o podían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera acabó en África, y aun si fuera de cuatro jornadas, la cuarta acababa en Amé­rica, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo?" (J, 546).

Para el cura, quien no parece compartir las ambivalencias de criterio de su colega toledano, la dispersión temporal y geográfica de la obra literaria tiene un valor exclusivamente negativo. Este tipo de inverosimilitud, en la me­dida que subvierte el valor ejemplar del acontecer histórico, amenaza nada menos que la identidad humana y nacional. El clérigo ve en la disparatada praxis teatral de sus contemporáneos gravísimas consecuencias para la identi­dad española: «que todo esto es en perjuicio de la verdad y en menoscabo de las historias, y aun en oprobio de los ingenios españoles, porque los es­tranjeros, que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros e ignorantes, viendo los absurdos y disparates de las que hacemos» (1, 547). Una comedia, afirma, que no es capaz de contenerse dentro de los debidos límites del decoro social y estético será considerada «comedia bárbara", producto de una nación de bárbaros. 1.0 que experimenta en esta circunstancia el cura se podría describir como la angustia de la metonimia: el espacio o tiempo caótico evocado en los escenarios nacionales amenaza, en razón de su contigüidad a la vida, contagiar con su desorden a toda una cultura. Pero teme además la conversión subrepticia de la metonimia en me­táfora, pues el drama es tradicionalmente el espejo en el que se ve representa­da la sociedad. La cuestión de la propiedad (es decir, el propio o debido ca­rácter de la obra dramática) se convierte así casi en una cuestión de honor nacional.

Don Quijote, en cambio, pone en práctica discursiva las seductoras posi­bilidades de expansión ideal que el canónigo supo reconocer en la desatada escritura de los libros de caballerías. Gran parte de la disertación sobre las glorias del género que hace, momentáneamente libertado de su jaula, en el capítulo 50, versa sobre la libertad y el lujo espaciales del discurso caballe­resco. Con la historia del Caballero del Lago, don Quijote se tira con éste a unas aguas laberínticas (<<un gran lago de pez hirviendo a borbollones, y que andan nadando y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces y espantables»), obedeciendo a la seducción de «una voz tristísima», que le invita a dar prueba de su valor a fin de «alcanzar el bien que debajo de estas negras aguas se encubre», emer­giendo al fin a la claridad deslumbrante de unos campos elíseos, para gozar plenamente de un lujo fabuloso de espacios, personajes, y destinos que le su­giere a don Quijote la inminente satisfacción de sus propios deseos (1, 559-562). El hecho de que su hablar no sólo se da en relación a un movimiento previo en el espacio (acaba de salir de la jaula por «necesidades»), sino que luego da lugar a un nuevo movimiento y salida (la equivocada pendencia con los

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disciplinantes), sirve para ilustrar la estrecha coneXIOn que une el lenguaje de la meditación estética con la acción de la novela. En realidad, lo que hace don Quijote con su relación es dar forma literaria a su propio deseo, crea con la imaginación el paso de la oscuridad (lago-jaula-prisión) a la luz del reconocimiento (castillo-reino-fama): «aunque ha tan poco que me vi encerra­do en una jaula como loco, pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo y no mé siendo contraria la fortuna, en pocos días verme rey de algún reino, adonde pudiera mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra» (1, 562). Expresa su deseo acudiendo a la fórmula tradicional de la oposición entre fe -o palabras- y obras. Todo su afán de caballero busca la conversión de una en otras. El paso de un espacio a otro -de la oscuridad limitadora a la desatada libertad- será para él el momento de la «puesta en obra», la plasmación de la palabra en acto. De la tragicómica complejidad de este intentado paso a la realización o ejecución, dan cuenta los disparata­dos sucesos originados por la repentina aparición de los disciplinantes. Las salidas del hidalgo fabulador -primero la real, luego la discursiva. y otra vez la real- se verán siempre contrarrestadas con una nueva limitación, un nuevo encierro literal, cuyo verdadero propósito es una -inútil- limitación de su imaginación.

Resulta cada vez más claro, como observa Bachelard, que hablar del es­pacio de la obra literaria es hablar no de pintorescos y ociosos trasfondos, sino del contexto material que hace posible una meditación o una acción. En estos capítulos del final de la Primera Parte, el ritmo alternado de salida y vuelta. de escape hacia un espacio de libertad y regreso forzado a la limita­ción del cautiverio, se repite reiteradamente: 1) en el lenguaje figurado de las discusiones sobre poética, 2) en los escenarios que sirven de trasfondo a los coloquios, y 3) en la acción misma de los episodios. Según el filósofo de la retórica Kenneth Burke, el movimiento físico que se representa en una obra literaria es casi siempre acción simbólica. En una novela, pasar de un lugar a otro no será casi nunca un simple caso de desplazamiento físico. A todos los movimientos -salidas, caminatas, corridas, caídas, comidas- suele corres­ponder un movimiento anímico o un sentido alegórico. Por lo tanto, moverse, salir de su casa o volver a ella, desplazarse de cualquier manera, tendrá en la mayoría de los casos un sentido que trasciende el estrictamente literal. En términos muy generales, podemos afirmar que si en el mundo ficticio del Qui­jote, a la salida de casa se le asigna el sentido de "locura», al regreso corres­ponde en general la noción de «cordura». No tenemos, pues, por qué sorpren­dernos ante la insistente labor de semiosis novelesca que se practica en los capítulos 46 a 50. El forzado regreso del Caballero de la Triste Figura a su casa-punto de origen es el movimiento contrario al de la salida; en el curso de la obra, acción y reacción habrán de repetirse tres veces. Resulta en fin que los parámetros espaciales de la secuencia de episodios que inmediata­mente nos ocupa, que informan de un modo particular las discusiones sobre teoría literaria, son nada menos que los mismos que sirven de andamiaje a la novela entera.

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Pero, como todos sabemos, el pobre de don Quijote no regresa nunca a su aldea y casa obedeciendo el movimiento de su alma. Es devuelto a ellas por otras personas a quienes les interesa devolver a éste a su debido lugar, poniendo fin al error de su errar y haciéndole cumplir poderosas exigencias sociales. Cuando a estas leyes explícitas e implícitas que rigen el comporta­miento humano les damos su propio nombre, el decoro, nos encontramos en un terreno conceptual que vincula acción, sociedad, realidad, con cuestiones de estética -y muy concretamente con las preocupaciones más urgentes de la poética del Siglo de Oro español. Exigir, como lo hacen repetidamente los improvisados preceptistas de las novelas de Cervantes, la «verosimilitud" a la obra de ficción, es exigir su adherencia a unas normas que pretenden go­bernar tanto la sociedad misma como los personajes y las obras de ficción. La relación especular que, según Aristóteles, Horacio, Cicerón y herederos, ha de existir entre la realidad (o naturaleza) y la mímesis artística, permi­te que estos dos mundos actúen como colaboradores -o cómplices- para reforzar las normas del decoro y asegurar su continuada vigencia en ambas esferas. El arte que sigue las reglas (las unidades) tiende a reforzar la uni­dad social; el que las rompe, por otra parte, a debilitarla. Cualquier pecado contra el decoro literario será también una suerte de transgresión de la ética social.

Un caso fascinante del mutuo apoyo que se prestan las categorías socia­les y estéticas se da en la prolongadísima polémica que sostiene el canónigo con don Quijote sobre la distinción entre los personajes históricos (como Ale­jandro Magno o el Cid Campeador) y los ficticios (Amadis de Gaula el alia). Por más que el clérigo intente servirse de su autoridad eclesiástica para defi­nir la frontera entre los dos grupos, más se descubre capaz de despertar en su adversario el deseo de transgredir los límites ortodoxos. En último térmi­no, el exasperado eclesiástico, al recurrir al sermoneo exhortativo (<< i Ea, señor don Quijote, dúelase de sí mismo, y redúzgase al gremio de la discreción ( ... ]!» (1, 555), revela su «posición» retórica como conservador del decoro del grupo (<<gremio»). La expresión «reducirse al gremiol> subraya el carácter tradicional de la senda -regreso al punto común de origen- que le recomiendan a don Quijote sus amigos y familiares. Cuando el gremio es, además, el de la discre­ción, eso es, de los discretos, que (según Covarrubias [475]) son los "hombres cuerdos y de buen seso, que saben ponderar las cosas y dar a cada una su lugar», se hace todavía más evidente el papel normativo que se les suele en­cargar a los espacios y lugares.

No afirmamos, claro está, que el propio Cervantes concibiera de modo tan estrecho y decoroso la función del espacio literario y social. Huelga decir que el autor es igualmente responsable de la creación de todos sus persona­jes, de curas y canónigos tanto como de caballeros andantes. Si parece apoyar la razón conservadora de los clérigos, también es evidente que le permite a don Quijote repetidos gestos de inconformismo y rebeldía, y que obliga a los demás personajes a conceder que el discurso del loco mezcla muchas verda­des con sus disparates. Por otra parte, en una parodia tan agresiva contra

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las exageraciones de la fantasía, tampoco puede tratarse de una ingenua idea­lización autorial de la desenfrenada libertad de la imaginación,

Conclnsiones

Siempre es peligroso hablar de conclusiones tratándose de un trabajo en marcha, y más cuando es sobre Cervantes, para quien la hora de atar los ca­bos sueltos era siempre una hora problemática. Quiero sin embargo arriesgar unas observaciones provisionales acerca de la importancia de los espacios en el discurso cervantino sobre poética. De lo precedente concluimos que:

1) La simultánea presencia del espacio (y de determinados espacios) en los niveles literal (eso es, en la acción y los escenarios) y figurado (en las me­táforas y conceptos del discurso crítico) se puede detectar en todos, o casi todos, los lugares de la obra cervantina donde se tratan cuestiones estéticas.

2) Como pudimos observar con el lugar ameno y la cárcel, o con el cam­po espacioso y la jaula, los espacios de la poética cervantina serán siempre plurales y siempre contradictorios, oscilando entre polos como los de libertad y prisión, deseo individual y freno social, naturaleza y arte. Hablar de estas contradicciones no es, sin embargo, afirmar que Cervantes creara un simple juego maniqueo entre versiones de bien y de mal. No se identifican con el polo "libertad» (o individuo o naturaleza) todos los valores positivos, sino que es precisamente la relación de tensión entre espacios opuestos la que sirve para hacer visible las tensiones permanentes e inherentes en toda aspiración humana. Este juego de oposición y contradicción en los espacios que se da siempre que aparece la poética, y cuya forma ésta imita, no sólo se halla en los textos estudiados aquí, sino que se puede detectar en muchos lugares más. Stephen Gilman ya puso de relieve la presencia de la hoguera del Santo Ofi­cio en el espacio Íntimo del corral y biblioteca de la casa del ingenioso hidal­go. Piénsese además en la oposición entre casa y plaza pública en las discu­siones sobre poesía en casa del Caballero del Verde Gabán. Se repite el mismo esquema en La Calatea (cuyas soledades son muy sociales, y cuyo lugar ame­no es a la vez laberinto y campo de batalla), en las Novelas ejemplares (el doble mundo aristocrático y marginado de La Citanilla, doble también en su fusión de cuestiones sociales y de poética; el inframundo de la inhumanidad contrapuesta en El coloquio de los perros al supramundo ideal-artístico), en los entremeses, el Viaje del Parnaso y el Persiles.

3) Gracias en parte a la invocación de espacios, los mundos de la acción y de la meditación estética ostentan una relación especular, que los hace vir­tualmente inseparables el uno del otro. La relación de contigüidad que los une (metonimia) se convierte subrepticiamente en una relación de similítud (metáfora), que a veces llega a ser identidad. El texto, al insistir en la proximi­dad de estos mundos, en realidad los funde, dándonos a los lectores tácita licencia para tomar uno por otro. La presentación de poesía y de poética, no como un "ser» de esencia absoluta y pura, sino como un «estar» en el tiernpo y el espacio, como una condición y actividad que buscan sus metáforas en

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los seres humanos, en el mundo que habitan, y en las vidas que viven, sienta en consecuencia las bases de una doble lectura recíproca. Si éstas pueden servir como «metáforas» o traslados de la actividad poética y preceptiva, tam­bién ha de ser posible ver en las diversas formas de actividad literaria metá­foras de la vida humana. Para ilustrar el concepto con un ejemplo concreto, podemos decir que si poetizar se asemeja a correr por un campo espacioso, la misma acción física puede considerarse en su tumo como metáfora de la poética. Obrar y escribir son -como dijera el sabio historiador a su pluma­dos caras de una misma moneda, que no es otra que la del deseo.

Los espacios de la poética cervantina revelan, pues, una postura honda­mente conflictiva ante la fuerza normativa de unos preceptos literarios que el autor en muchas ocasiones parecería aprobar, no sólo poniéndolos en boca de hombres cuerdos, sino convirtiendo el culto neoaristotélico a la verosimili­tud y el decoro en el lema de su campaña anti-caballeresca. Pero bien pensa­do, no podría ser de otro modo ¿Cómo no había de ser conflictiva la postura de Cervantes ante la preceptiva literaria en su misión de reducir a orden, de imponer leyes, nada menos que a la imaginación?

OBRAS CITADAS

BACHELARD, Gaston, fn Poétique de l'espace, París, Presses Universitaires de France. 1958. CASTRO, Américo, El pensamiento de Cervantes, ~1adrid. Hernando, 1925. CERViL'ITES SAAVEDRA, Miguel de, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (edición de

J.J. Allen), Madrid, Cátedra, 1982. -, Novelas ejemplares (edición de Harry Sieber), Madrid, Cátedra, 1986. COVARRUBIAS HOROZCO, Sebastián de, Tesoro de la lengua castellana o española (edición facsí­

mil de Martín de Riquer), Barcelona, Alta Fulla, 1987. FORCIONE, Alban K., Cervantes, Aristotle and the Petsiles, Princeton, Nueva Jersey, Princeton

Universítv Press, 1970. GAYLDRD (ta~bién Gaylord Randel), Mary Malcolm, "Cervantes' Ponrait of the Artist», Cer­

vantes, 3 (1983), 83-102. «Cervantes' Portraits and Líterary Theory in the Text of Fiction". Cervantes, 6 (1986), 57-80.

GILMAN, Stephen, "Los inquisidores literarios de Cervantes», en Actas del tercer congreso in­ternacional de hispanistas, México, Colegio de México, 1970; también recogido en El Qui­jote (edición de George Haley), Madríd, Taurus, 1980 (serie «El escritor y la crítica»).

GUILLÉN, Claudio, "Cervantes y la dialéctica, o el diálogo inaeabado», en El primer siglo de oro. Estudios sobre géneros y modelos, Barcelona, Crítica, 1988.

MENÉNDEZ PELAYO, Mareelino, Historia de las ideas estéticas en España, Madrid, CSIC, 19744.

RILEY, E,C, Teoría de la novela en Cervantes, Madrid, Taurus, 1966.

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