Los espacios curriculares filosóficos en el profesorado de Ciencias Sagradas
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Los espacios curriculares filosóficos
en el Profesorado de Ciencias Sagradas
Ruth María Ramasco
San Miguel de Tucumán, 18 de febrero de 2014
La mirada de un espacio institucional desde fuera posee, por supuesto, muchas
dificultades: se trata de un espacio que no forma parte de la cotidianeidad del que
habla y, por ende, carece de esa captación de una institución que se hace al caminar
por los pasillos, al esperar la salida del profesor anterior a nuestra hora de clase, al
tomar exámenes, al advertir los a veces intangibles matices de los cambios que se dan
entre los alumnos de un año o de otro… ¡y mil cosas más! Es una mirada que
desconoce los conflictos institucionales, los equilibrios perdidos o los adquiridos, las
áreas y profesores reconocidos y valorados por los alumnos o los directivos, las áreas
vaciadas de conocimiento puesto que sus profesores no lo poseen. Sin embargo, tal
vez todo ello, que pertenece a la dificultad inherente a una perspectiva que es ajena a
la institución, constituye su riqueza o su posibilidad de cooperación. Pues permite que
la mirada se enfoque solamente en el aporte que le ha sido solicitado. Además, de
antemano se sabe que muchas de las razones de las decisiones institucionales no son
visibles en los papeles de los programas y los planes de estudio. No sólo las razones
que proceden del marco de exigencia del Estado en la organización de los
profesorados, sino también las que proceden del personal concreto que la institución
tiene o del cuidado legítimo de sus horas de trabajo. Porque es en esa trama concreta
donde se producen las modificaciones institucionales y las nuevas organizaciones del
curriculum. Y en ese saber ya de antemano que la propia mirada no poseerá todos los
elementos de juicio, la mirada se libera de la carga pesada del acierto necesario y
puede tener la libertad de simplemente poner a disposición de todos lo que ve.
La primera observación es ésta: salvo Ética ―y quizás porque no está considerada por
las autoridades de Educación como una disciplina que pertenece a la Filosofía―, las
asignaturas filosóficas son espacios de definición institucional. Lo cual quiere decir que
en el marco epistemológico que sirve de referencia a los planes de este tipo de
profesorado, la filosofía puede quedar afuera, pues no se advierte que exista de suyo
una vinculación entre una cosa y otra. Esta extranjería, este casi carácter de injerto que
posee la Filosofía respecto de esta especificidad disciplinar, no es un problema
argentino, ni de política educativa (pese a que, por supuesto, también obedece a una
decisión política). Procede, en parte, del debate epistemológico sobre el carácter de
ciencia de las ciencias sagradas, de las tensiones y difíciles armonías entre teología
bíblica y teología dogmática, de la crítica a la teología natural, del difícil espacio
asignado a la especulación en el marco de ciertas intelecciones de lo religioso. Estos
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debates y estas tensiones, cuyos orígenes históricos pueden circunscribirse, no se
originan en ámbitos no creyentes, sino en ámbitos de fe, en auto intelecciones que la
misma fe hace sobre su relación con la razón y la vinculación con lo especulativo.
Ahora bien, habida cuenta de todo este horizonte y más acá de él, esta institución ha
mantenido los espacios. Resta preguntarnos, más allá de los límites o las dificultades
de la carga horaria, si esta decisión institucional, que es una continuación de
decisiones anteriormente tomadas al efectuar los planes de estudio anteriores, logra
cargar su sentido en el interior del curriculum y del perfil profesional del egresado.
Pues, si no lo hace, sin que importe el buen nivel de los profesores, no existirá
realmente en el curriculum.
Cabe entonces preguntarnos qué inflexión y hasta qué desarrollo puede experimentar
la Filosofía cuando se despliega en este tipo de planes de estudio y de instituciones. Ya
que, si nada le ocurre, entonces se trata de un terreno árido, a veces sólo sostenido
por la voluntad de los docentes y directivos, pero que, en algún momento, caerá como
una rama que no puede recibir la savia. Creo que es imprescindible preguntarnos eso.
Porque, cuando alguien se plantea la posibilidad de implementar filosofía para niños,
por ejemplo, no es sólo por la expansión de un área de trabajo, sino porque así, la
filosofía se descubre a sí misma de otro modo y explora otras posibles regiones de su
ser.
¿Qué puede, entonces, significar proponer la reflexión filosófica en esta institución?
En primer lugar, proponer un nuevo descubrimiento de la racionalidad, no sólo para
los alumnos, sino para los mismos docentes. Porque una cosa es trabajar con la
racionalidad como supuesto aceptado, o incluso con las críticas a la racionalidad como
aquellas enunciaciones que siguen poseyendo un aire de familia con lo mismo que
critican, y otra muy diferente el tener que construir, en muchos casos, una estimación
positiva de la misma y debatir los supuestos en contra de ella. ¡Y la verdad es que esto
constituye una hermosa tarea! Pues nos obliga a pensar otro nivel de razones, otro
tipo de fundamentos. Nos obliga a meter las manos en la tierra dura en la que se
encuentran aprisionadas y casi asfixiadas las raíces que permitirían filosofar,
extraerlas, y desafiar el surgimiento de una comprensión que permita realmente
impedir que vuelvan a crecer. Lo curioso, lo hermoso y arduo, es que no tendremos
que debatir sólo supuestos individuales (que por supuesto los hay), sino sociales,
culturales, epocales. O ideas que se han entrañado ya en la reflexión cotidiana y
resultan difícilmente modificables. Es decir, que obliga a la reflexión filosófica a salir a
la calle y a volver a construir un lugar en la vida de los hombres, de aquellos que no
han elegido filosofar, sino que se encuentran obligados a tratar con esta experiencia
que consideran ajena y superflua.
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En segundo lugar, y esto no es de ninguna manera algo menor, implica proponer la
reflexión filosófica en el interior de la formación docente, con el agravante o la
bendición, de que se trata de la formación docente tanto del nivel primario como
secundario. Esto es algo que tenemos que pensar, sobre todo cuando la Filosofía se
retira de tantos planes de estudio. Lo cual quiere decir que necesitamos pensar, más
allá de la Filosofía de la Educación, qué implica poseer un conjunto de materias
filosóficas como parte de esa formación (¡en vez de lamentarnos por el exceso, a mi
juicio, de materias pedagógicas en todos los profesorados!). No dudo de que esté
presente, en la propuesta realizada por los diversos profesores en las distintas
materias, una conciencia clara y objetivada de la formación de profesores. Pero creo
que a veces no adquiere igual densidad semántica la inclusión de la Filosofía en la
formación docente. Lo que nos llevaría a pensar si no necesitamos sesgar o incluir en
los programas, no como temas sino como ejes transversales, lo que puede aportar la
reflexión filosófica y la capacidad crítica, la incertidumbre y su trato, la libertad de las
propuestas cognoscitivas, el difícil hallazgo de las certezas, a la misma identidad
profesional de un docente. De alguna manera, también, podría pensarse la inclusión de
los aportes de la filosofía con niños, para el trabajo en la primaria, o la relación entre
filosofía, educación y transformación sociopolítica, o la relación entre antropología y
descubrimiento de la sexualidad. Repito: no como temas a incluir en los programas,
sino como acuerdos de los docentes que permitan repensar y dar solidez a la presencia
de la filosofía en la formación docente.
En tercer lugar, exige pensar qué le ocurre a la Filosofía cuando sus sujetos de
apropiación, o de propuesta, o de aprendizaje, no sólo creen, sino que quieren asumir,
de manera profesional, el Anuncio del Evangelio. Es inevitable saber que lo que se
encuentra presente, como sustrato de las horas de clases, de la preparación de los
exámenes, de los silencios, o los aburrimientos, o las preguntas, es cómo se concibe la
relación entre la fe y la razón, o entre la fe y todo el orden y especificidad de las
diversas áreas del conocimiento. Porque a veces (y Uds. me corregirán si estoy
equivocada), muchos alumnos y alumnas aceptan o dan importancia a otras disciplinas
porque el conocimiento que proporcionan les resulta instrumental respecto de las
exigencias concretas de su profesión o de las dificultades que pueden salirles al paso.
De manera que a veces la dificultad de incorporación o de apropiación de la Filosofía
es que no pueden encontrar vías de instrumentalización de la misma. Lo cual nos
enfrenta a una situación que exige ser tomada en cuenta en la formación de esta
carrera en particular. El hombre y la mujer de fe, en reiteradas ocasiones, con
excepción del trato y estimación que da a profesiones que poseen un alto grado de
tecnicismo y un alto compromiso con los problemas y situaciones vitales (la Medicina,
el Derecho, la Ingeniería y algunas otras), transita muy rápidamente los itinerarios de
conocimiento que son ajenos a la fe. Los soslaya, los considera superfluos, los
desvaloriza. Como si la fe fuera un camino de acceso a todos los resultados de las
ciencias, que exime o autoriza a no pasar por sus grados ni experimentar sus esfuerzos.
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Ya que Dios es, en última instancia, la respuesta a todo. O también, como si el Dios de
la relación personal, el Dios de la oración, el Dios manifestado en Jesús en los
evangelios, no fuera el Dios creador, no fuera quien ha puesto en nuestras manos la
tarea de comprender la realidad y producir el conocimiento. Esta situación es muy
preocupante y contribuye a la ajenidad negativa del creyente respecto del mundo.
Pues, en el fondo, la fe parece ser un atajo del que algunos disponen en la vida,
mientras que a otros les toca esperar en el andén los trenes o construir los caminos y
las vías por las que puedan transitar. O parece ser y se manifiesta como una implícita y
explícita experiencia de poder y dominio despótico sobre el campo del saber, pues sólo
acepta incorporar lo que puede instrumentalizar. Digo esto con conciencia del
menosprecio y la mala interpretación o indiferencia a la fe del hombre
contemporáneo. Sin embargo, algo del desprecio y la mala interpretación son
justificadas por numerosas prácticas de desprecio o instrumentalización del
conocimiento. Por ende, un desafío, y no el menor, al que es necesario responder o
indagar en este ámbito, es el desafío de producir una estimación verdadera del saber
filosófico, apta para extenderse a todo saber y a la experiencia de la constitución de la
ciencia.
También, y en sentido inverso, es una hermosa tarea el poder pensar las preguntas
genuinas, auténticas, que un hombre y una mujer de fe tienen para hacer a la reflexión
filosófica. Preguntas que requieren que uno como docente indague en sus propios
supuestos, sus propios caminos aún no recorridos. La muerte, la injusticia, la miseria, el
anonimato de un número de hombres que no parece tener fin, el mal volviéndose
delito, la enfermedad psíquica y el mal… Las preguntas que nuestros alumnos nos
hacen. Esas que nos obligan a preguntar si tenemos alguna respuesta; o si hubiéramos
sobrevivido a ellas sin fe. Quizás no lo sabemos. Hasta que la pregunta de alguien que
cree la pone en nuestros oídos, la deposita en nuestra alma. Un inexplorado territorio
de incertidumbres y certezas puede ser develado por estos itinerarios curriculares. Y
profesores que indagan sus certezas hasta dar con ellas o con sus propias y personales
incertidumbres pueden ser una inmensa riqueza institucional. Obliga a los alumnos
que se preparan para ser docentes a desinstalarse o a tomar con naturalidad lo que
aún no saben, lo que la vida ayudará a responder quizás mañana o quizás nunca. ¡Un
bien inestimable para la configuración del rol docente!
Bien, esto es lo que he logrado pensar. No estoy segura sobre su acierto. Pero estoy
absolutamente segura de que es lo que puedo proponer y dejar ofrecido a la libertad
de su aceptación o su rechazo.